de jean-françois revel: la tentación totalitaria (extracto)

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Jean-François Revel LA TENTACIÓN TOTALITARIA (Capítulos 1 a 5)

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Lo novedoso, en Revel, era que los hechos le interesaban más que las teorías y que nunca tuvo el menor empacho en refutarlas y negarlas si encontraba que no eran confirmadas por la realidad. Tiene que ser muy profunda la enajenación política en la que vivimos para que alguien que se limitaba a introducir el sentido común en la reflexión sobre la vida social –pues no es otra cosa obstinarse en someter las ideas a la prueba de fuego de la experiencia concreta– apareciera como un dinamitero intelectual.Un ejemplo es el escándalo que causó La tentación totalitaria, en 1976, demostración persuasiva –con datos al alcance de todo el mundo pero que el mundo no se había tomado hasta entonces el trabajo de sopesar– de esta conclusión inesperada: que el principal obstáculo para el triunfo del socialismo en el planeta no era el capitalismo sino el comunismo. Además de lúcido, se trataba de un libro estimulante, pues, pese a ser una crítica despiadada de los países y partidos comunistas, no daba la sensación de un ensayo reaccionario, a favor del inmovilismo, sino lo contrario: un esfuerzo por reorientar en la buena dirección la lucha por el progreso de la justicia y la libertad en el mundo, un combate que se había apartado de su ruta y había olvidado sus fines más por deficiencias internas de la izquierda que por el poderío y habilidad del adversario. Muy parecido también en esto a Orwell, Revel alcanzaba sus momentos más sugestivos cuando se entregaba a una operación que tiene algo de masoquista: la autocrítica de las taras y enfermedades que la izquierda dejó prosperar en su seno hasta anquilosarse intelectualmente: su fascinación por la dictadura, su ceguera frente a las raíces del totalitarismo, el complejo de inferioridad frente al partido comunista, su ineptitud para formular proyectos socialistas claramente distintos del modelo estaliniano. Pese a ciertas páginas pesimistas, el libro de Revel traía un mensaje constructivo, en su empeño por presentar el reformismo como el camino más corto y transitable para lograr los objetivos sociales revolucionarios y en su defensa de la socialdemocracia como sistema que ha probado en los hechos ser capaz de desarrollar simultáneamente la justicia social y económica y la democracia política.Es un libro que nos hizo bien leer en el Perú, en los setenta, pues apareció en momentos en que vivíamos en carne propia algunos de los males cuyos mecanismos denunciaba. El régimen del general Velasco Alvarado acababa de estatizar la prensa diaria y suprimir toda tribuna crítica en el país y, sin embargo, la izquierda internacional lo celebraba como progresista y justiciero. Eran los días en que los exiliados políticos peruanos –apristas y populistas– se veían prohibidos de presentar su caso en el Tribunal Russell sobre violación de derechos humanos en América Latina que se reunió en Roma, pues, según hicieron saber los organizadores, su situación no podía compararse a la de las víctimas de las dictaduras chilena y argentina: ¿acaso no era, el peruano, un régimen militar “progresista”?Mario Vargas Llosa

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Jean-François Revel

LA TENTACIÓN TOTALITARIA

(Capítulos 1 a 5)

1976

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1. EL SOCIALISMO Y SUS ENEMIGOS

El mundo actual evoluciona hacia el socialismo. El principal obstáculo para el socialismo no es el capitalismo, sino el comunismo. La sociedad del futuro tiene que ser planetaria, por lo cual sólo puede realizarse a costa, si no de la desaparición de las naciones-Estado, por lo menos de su subordinación a un orden político mundial.

Éstas son las tres ideas rectoras de este libro. El interrogante que se plantea es el de si los socialistas podrán eliminar los dos grandes obstáculos que impiden la construcción de un mundo socialista: El Estado y el comunismo. ¿O acaso se obstinarán en servir y reforzar a uno y otro, al uno por el otro; en seguir aniquilándose a sí mismos con inagotable abnegación, para ayudar a crear nuevos Estados totalitarios?

Se me objetará de inmediato que la pregunta presupone una definición del socialismo. Yo, con la misma prontitud, responderé que ya no. Hay abundantes definiciones del socialismo. Lo que escasea es la realización. Con el socialismo ocurre lo que con la libertad: si, después de todo lo que se ha escrito y experimentado al respecto, todavía siente uno la necesidad de definirlos, es que no se tiene intención de ponerlos en práctica. En efecto, esto significa que hay sectas o grupos que presentan una querella de escuela para disimular y justificar a un tiempo sus intenciones despóticas. Un escritor francés (creo que fue Jean Cocteau) dijo: «No hay amor, sólo hay pruebas de amor.» De igual modo, podríamos decir: no hay socialismo, sólo hay pruebas de socialismo. Y: no hay democracia, sólo hay pruebas de democracia. Muchas veces, cuando trata uno de definir lo que son en sí el amor, el socialismo o las libertades democráticas, no consigue más que el

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tópico filosófico, la abstracción jurídica, el dogmatismo estaliniano o la repetición liberal. Pero si se pide la enumeración de actos concretos que manifiesten su presencia, entonces la duda se disipa rápidamente. La ciencia política es una ciencia del comportamiento.

En el momento en que, a finales de 1975, los españoles, tras la muerte de Franco, meditaban sobre el paso del país a la democracia, un alto funcionario del régimen me hizo esta elemental observación: «Hasta un niño de diez años puede comprender lo que es la democracia. Si le decimos, sencillamente, que democracia es elecciones libres, sufragio universal, derecho de reunión y de asociación, libertad de opinión y expresión, etc., él no dudará ni un momento en que, en cualquier sistema, éstos son los signos indiscutibles cuya presencia o ausencia indica la presencia o ausencia de la democracia.» Para completar la idea de este hombre de derechas, indignado por las tergiversaciones de su bando, añadiré que, a mi modo de ver, meterse en discusiones inútiles sobre la esencia de la democracia, denota que pretende uno escamotearla, tanto si se declara uno «de izquierdas» como «de derechas». No veo por qué las lastimosas escapatorias por las que trata uno de evitar la luz del sol han de ser forzosamente reaccionarias en un caso y progresistas en el otro.

Las «pruebas de democracia» son claras y palpables. Basta suprimir algunas para darse cuenta de inmediato, cuando las echamos de menos, de que son constitutivas de la realidad democrática.

Cuando un sicario de las buenas palabras trata de convencerme de que el monopolio del Estado —es decir, el monólogo del Estado— en la información, ejercido directamente o con la pantalla de cualquier subterfugio, es el único que puede poner a la Prensa y la Televisión al servicio del pueblo —ya que, señala, todos conocemos la «falsa objetividad» del New York Times, la Stampa y la NBC—, yo le agradezco que con tal argumento me

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advierta de su intención de suprimir la información y sustituirla por la propaganda. Porque es verdad que existe una «falsa objetividad». Pero ésta sólo podrá existir allí donde exista también la verdadera. Bertrand Russell dijo, acerca de ciertas proposiciones, que «ni siquiera tienen el raro privilegio de poder ser falsas», indicando con ello que son demasiado amorfas para ser refutadas, que no tienen un grado de elaboración suficiente para ser unos enunciados cualesquiera, verdaderos o falsos. La demostración de la falsedad tiene que apoyarse en un grado mínimo de coherencia lógica.

De igual modo, las sociedades censuradas no pueden ni siquiera permitirse el lujo de la «falsa objetividad», porque carecen de la verdadera. Y, en las civilizaciones de la libertad, la misión de luchar contra la «falsa objetividad» incumbe precisamente a la objetividad verdadera, no a una burocracia cualquiera, ajena a la cultura. La Historia seria es la que elimina o refuta a la Historia parcial; el periodismo honrado es el que puede hacer retroceder al periodismo venal, no una comisión administrativa, cuya primera diligencia suele ser la distribución de fondos secretos. Una Prensa libre no es forzosamente una prensa que siempre tenga razón y siempre sea desinteresada, como tampoco un hombre libre es un hombre que siempre haya de tener razón y que siempre sea desinteresado. Si, para autorizar la literatura, hubiera habido que esperar a aprender a suprimir antes la mala, aún estaríamos corrigiendo las primeras pruebas de imprenta de la Historia. No comprender que la libertad es un valor por sí misma cuyo ejercicio comporta necesariamente un polo bueno y otro malo, es mostrarse francamente refractario a la cultura democrática.

Me he detenido un momento a considerar este ejemplo clásico de la libertad de Prensa, por ser ésta una de las pruebas fundamentales para distinguir de los otros

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los espíritus dados a la cultura democrática. Todo cuanto tiene de sencillo para los primeros definir una Prensa libre, para los otros resulta tortuoso y complicado, ya que, en el fondo, tienen cierta propensión a creer que la única Prensa «libre» tendría que ser la que expresara sus propias opiniones. El cándido dogmatismo con el que pretenden emanciparnos del pluralismo que acompaña al «sistema represivo del dinero», para imponernos la obligación de paladear a perpetuidad la virtuosa insipidez de su recta conciencia y de su información rectificada, constituye la antítesis de lo que yo llamo «prueba de democracia».

En cuanto a las «pruebas de socialismo», son mucho más difíciles de aportar que las de democracia, porque la democracia ha existido y existe, y el socialismo, no. La idea socialista progresa día a día, pero la realidad, no. La literatura socialista es la más abundante que se haya visto desde la de los escolásticos y teólogos medievales, pero tampoco tiene en qué emplearse, le falta objeto. Ya he dicho que el socialismo ha sido «experimentado». Pues bien, a diferencia de lo que ha ocurrido con la democracia política, todos sus experimentos han fracasado. Existe socialismo, sí, de un modo especial en los países capitalistas, mejor dicho, únicamente en los países capitalistas. Hay segmentos de socialismo, pero no hay una sociedad socialista. Cuando hablamos de democracia política, tenemos ante nosotros una cantidad suficiente de hechos históricos que pueden ser objeto de un estudio científico y no únicamente futurológico. Desde luego, los totalitarios esgrimen las imperfecciones de las sociedades democráticas. Pero imperfección no es inexistencia. La sociedad democrática es defectuosa, pero existe. La sociedad socialista posee la perfección en grado sumo, lo admito, pero no existe.

Además, la mayor parte de las formas de «definir» el socialismo procede no tanto de la voluntad de hacerlo

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existir, como de las disputas entre sectas que luchan por la supremacía, ya sea en el poder, ya en el seno de los partidos de oposición. Constituyen el código de las luchas de influencia entre pandillas políticas con sus jefes autoritarios, a los que preocupan mucho menos las necesidades de los hombres, que las condiciones de un futuro reparto del Estado. Ahora bien, el objetivo de la política es la felicidad, la mayor felicidad posible para el mayor número de seres humanos posible, no el éxito de unos cuantos profesionales, que quieren imponer sus opiniones a la mayoría, simulando que la siguen. Que su temática sea de izquierda no quiere decir que ellos sean menos arcaicos, ya que siguen viendo en la política el viejo objetivo, heredado de lo más profundo de los tiempos: el poder de una minoría y no la felicidad de la masa.

Para terminar con unas disputas primitivas y estériles, diremos, prudentemente, que puede definirse como progreso hacia el socialismo, como «prueba de socialismo», toda evolución, reforma o revolución que tenga como consecuencia el que la economía trabaje un poco más en beneficio del hombre, y el hombre, un poco menos en beneficio de la economía; que la haga funcionar en beneficio de un mayor número de hombres y más controlada por ellos. Es antisocialista todo aquello que mantiene a los hombres al servicio de la economía, con más consideraciones para con la economía que para con ellos; socialista es, pues, todo lo que contribuye a supeditarla más a las necesidades de la mayoría, pero sin dejar por ello de mejorarla.

Por lo que respecta a la idea de control, ésta implica que no hay socialismo económico sin socialismo político. Sólo hay socialismo si se da un aumento simultáneo de la justicia social y de la democracia política. ¿De qué sirve una pretendida socialización de la economía si el poder político sigue estando monopolizado por una oligarquía que puede decidir, por ejemplo,

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sin control alguno, dedicar el 40 % del producto nacional bruto a gastos de armamento y de prestigio, en apoyo de un imperialismo estatal de «gran potencia», lo cual quiere decir la potencia de la oligarquía en sí?

Este crecimiento paralelo de la democracia económica y de la democracia política supone el mantenimiento, el restablecimiento o, lo que es preferible, la mejora de la producción. ¿Qué diferencia práctica existe entre unos «socialistas» irresponsables que, tan pronto como llegan al poder, imponen en la gestión de un país sus dictados ideológicos, que nunca han sido comprobados por los hechos, empezando así por disminuir a la mitad su capacidad de producción, y unos capitalistas irresponsables que dejan agravarse una crisis en la que la subida de precios y el paro acompañan también el descenso de la producción? Ninguna, salvo que, a pesar de todo, los segundos suelen causar menos daño que los primeros, menos aprisa, menos irremediablemente. Un punto en favor del capitalismo es que, por lo menos, está contento de sí mismo sólo en tiempos de euforia y cuando todo marcha bien, mientras que el triunfalismo socialista no precisa esta condición para ahuecarse. Los fracasos lo revigorizan, afortunadamente para él, ya que si hubiera de fundarse en los éxitos su contento de sí mismo, se retorcería en ininterrumpidas mortificaciones.

Al escribir que «el mundo evoluciona hacia el socialismo», entiendo, pues, que el cuadro de las necesidades mundiales aboga con fuerza por una economía administrada globalmente, por un poder político adaptado a esta gestión global, en interés de toda la Humanidad (concepto que ha dejado de ser teóricamente estúpido) y en la mayor igualdad posible.

Pero no quiero decir que esta evolución pueda producirse espontáneamente. Una noción del determinismo histórico simplista a ultranza, heredada de Hegel y de Marx, ha llevado a muchos, más que a un

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materialismo, a un fatalismo entreverado de ilusión —del cual está excluida la creación histórica—, es decir, a una especie de automatismo histórico. Ahora bien, la política es acción y no el recorrido de una sucesión de etapas marcadas de antemano. En el curso de la Historia, la única etapa inevitable, es la agravación de los problemas: las soluciones nunca brotan de esta agravación. Nada llevará a la Humanidad hacia el socialismo como no sea el conocimiento de la realidad, el espíritu crítico y la rectificación de los errores, virtudes y disciplinas que no suelen cultivar los socialistas de hoy. Al hablar de evolución, e incluso de evolución necesaria, he querido decir indispensable, no fatal.

Los dos obstáculos principales que hoy impiden la realización del socialismo —el comunismo y el Estado-nación— parecen realmente imposibles de superar.

En un plano puramente racional, suele admitirse la incompatibilidad entre el Estado-nación tradicional y la creación de un nuevo orden económico y político mundial. Se admite que este orden nuevo es el único marco posible para buscar soluciones que, en la actual situación de interdependencia de los grupos que componen la Humanidad, no pueden ser exclusivamente nacionales. El socialismo podrá imaginarse y realizarse en lo sucesivo sólo mediante una coordinación planetaria. Pero, al mismo tiempo, cuanto más se percatan de ello los hombres —por lo menos, aquellos que por su oficio no están al servicio de ninguno de los nacionalismos existentes—, el Estado-nación se consolida más, en lugar de diluirse. Cuanto más se habla de colaboración internacional, más se refuerza el Estado-nación, rival por antonomasia, de los otros Estados-nación, herramienta creada con miras a esta rivalidad, idónea para reavivarla y extenderla.

De un modo particular, la propensión natural del Estado-nación consiste en poner la política interior al servicio de la política exterior, o sea, de todo cuanto

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pueda servir para hacer la competencia a los otros Estados-nación y debilitarlos. Evidentemente, esto no es ni dar prioridad a la felicidad de los hombres como meta política, ni fomentar la cooperación planetaria. Pero es incapaz de actuar de otro modo. Incluso podría citarse como ejemplo de «prueba de socialismo» la inversión de esta tendencia natural del Estado nacional. Cuando un país supedita su política exterior a su política interior, es decir, al bienestar de sus ciudadanos, puede considerarse más socialista que cuando actúa a la inversa. Tal es el caso de Suecia o del Japón desde 1950, de grado o por fuerza. Por el contrario, cuando, sin un imperativo absoluto de seguridad, sacrifica el desarrollo interior a la voluntad de poder y de prestigio en el exterior, supone un retroceso del socialismo: éste es, concretamente, el caso de la URSS, del Egipto nasseriano, de la Francia gaullista y de la India de Indira Gandhi —a muy distintos niveles de prosperidad, como es natural—. De modo que no es tanto una cuestión de desarrollo económico como de tipo de poder político y de utilización del Estado.

Por lo que se refiere a la mancomunidad socialista de las reservas naturales del Globo, condición para la supervivencia de la especie, no podrá hacerse, ni siquiera iniciarse, mientras haya Estados. Y es que el Estado, por naturaleza, sólo puede utilizar los recursos que la casualidad pone a su alcance, para aumentar su poder y reducir el de los demás. Esta utilización no tiene nada que ver con una sabia explotación de las riquezas de la Tierra en beneficio de todos los hombres, es más, destruye, ya en embrión, toda posibilidad de semejante ordenación. El creciente exacerbamiento de los afanes de poder o «independencia» de los Estados-nación hace que los problemas de la Humanidad actual se acerquen cada vez más a lo insoluble.

Este endurecimiento de los Estados no debe confundirse con otro fenómeno importante de nuestra

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época; el renacimiento o la aspiración de renacimiento de las etnias. La confusión de ambos conceptos se debe a que suele llamársele «nacionalismo» a la reafirmación o recuperación de la originalidad cultural por una determinada colectividad. Pero este «nacionalismo» es distinto del de los Estados. Los derechos de las etnias (o «nacionalidades»), siempre que sean compatibles con los derechos del hombre, deben ser garantizados o respetados igual que los del individuo. Pero si en la sociedad civil la libertad del individuo no consiste en que cada cual se construya un fortín y se agencie un arsenal, tampoco el ejercicio de los derechos de los grupos étnicos tiene que traducirse necesariamente en la creación de un nuevo Estado soberano y armado. Una simplificación tan radical del modo de concebir el marco de la autonomía cultural, sólo puede esperar cada día más la anarquía de nuestro pobre planeta y dar olas a una chusma de bribones políticos locales, dispuestos a apoderarse de los Estados jóvenes o no tan jóvenes, para satisfacer sus aficiones a la dictadura. Alegrémonos cuando no se llaman a sí mismos socialistas, que, por desgracia, es lo que suele ocurrir. ¡Cuántas veces no hemos visto, en los últimos veinte o treinta años, a los dirigentes de un movimiento de liberación nacional, estimables y hasta heroicos, luchar y hacer luchar para conseguir la independencia y, cuando la alcanzan, acaparar el nuevo Estado para esclavizar al pueblo «liberado» a sus ideas fijas, a su afán de poder y a sus delirios de grandeza en política extranjera! A menudo, convertirse en dueños de este juguete que es el Estado nacional, basta para hacer brotar de los corazones más puros todas las inmundicias de un despotismo más o menos disfrazado de república, inmunizado, además —gracias a un socialismo de fachada—, contra las críticas de la opinión.

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Más temible aún es la influencia estatificadora del comunismo soviético, chino o indochino. Existen numerosas razones para convertir en adversario del socialismo el comunismo aliado al Estado nacional. La primera es, precisamente, la de que engendra los Estados-nación más fuertes y menos comunicativos que conoce la Historia, con lo cual hace retroceder varios siglos la evolución hacia una civilización sin Estados. La segunda razón es la de que el comunismo, con miras a su propaganda y expansión, utiliza los temas progresistas del socialismo. Por tanto, puede aprovecharse de las muy reales «contradicciones del capitalismo» y explotar el descontento que provocan para destruir, en nombre del socialismo, la democracia política, e instalar después sistemas que no son ni democráticos ni socialistas y que tanto en lo económico como en lo humano son muy inferiores al capitalismo.

La confusión se mantiene con el empleo metódico de la palabra «socialista» como sinónimo de «comunista»: los «países socialistas» son los países comunistas en los que reina la burocracia totalitaria, y las «revoluciones socialistas» son aquéllas en las que una minoría se hace con el poder absoluto, sin intención de restituirlo.

Está bien claro por qué los comunistas procuran mantener la confusión. Pero lo que ya no queda tan claro es cómo pueden encontrar tantos «socialistas» y «revolucionarios» que los sigan por este camino y les ayuden así a hacer irrealizable el socialismo.

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2. EL DESEO DE TOTALITARISMO

¿Existe en nosotros el deseo de ser gobernados de modo totalitario? Esta hipótesis explicaría muchas actitudes, muchas palabras y muchos silencios. En el seno de lo que provisionalmente llamaré «la izquierda» de los países no comunistas, se aumentan de tal modo los defectos de las sociedades liberales, que éstas llegan a ser presentadas como máscara de una realidad eminentemente totalitaria, y se disminuyen en tal medida los defectos de las sociedades totalitarias, que éstas aparecen como liberales, si no en apariencia, por lo menos en esencia. Se postula que son buenas por naturaleza, aunque transitoriamente no respeten los derechos del hombre, y que las sociedades liberales son malas por naturaleza, pese a que los hombres vivan en ellas, accidentalmente, mejor y más libres. A juzgar por ciertos comentarios publicados en los escasos países en que puede uno escribir lo que se le antoje, una sociedad comunista, aunque esté reducida a la categoría de un inmenso campo de concentración, poblado de individuos que luchan penosamente por subsistir, es una sociedad en vías de mejora. Y una sociedad capitalista y liberal, dejando aparte la evaluación de la vida que se lleve en ella, es una sociedad que hay que derribar.

Esta desigualdad en el tratamiento podría ser el resultado directo de la diferencia de régimen político: en las sociedades que pueden ser atacadas desde dentro, la continua denuncia de injusticias hace acumularse inmediatamente una montaña de quejas, mientras que el silencio impuesto a las sociedades totalitarias impide la diaria anotación de su pasivo. Desde luego, el pasivo es revelado de vez en cuando, aunque por observadores exteriores o por evadidos, lo cual no surte el mismo efecto que el acoso de una oposición interior que forma

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parte del sistema al que ataca y que no tiene el mismo peso que una votación, en la que una fracción importante de polacos o rumanos, por ejemplo, en unas elecciones libres, se pronunciara, a la vista de todos, en contra del socialismo. Por consiguiente, en la práctica, lo único que se ventila a diario y sin piedad son los fallos y los crímenes del capitalismo liberal y socialdemócrata. A la larga, éstas son las únicas sociedades contra las que instruyen proceso, con carácter permanente, los mismos hombres que se preocupan por ellas.

Así, estos hombres adquieren una visión desfavorable de los regímenes sociales y políticos del planeta, desfavorable, naturalmente, para su propio sistema y que conduce a su destrucción, dado que esa tendencia a la denigración crítica, correctora o destructora, no puede manifestarse en las sociedades comunistas, en las cuales el mensaje corrosivo es ahogado en su fuente o cortado por el poder burocrático. Es como un partido de fútbol en el que se anotaran en el marcador sólo los goles que fallara uno de los dos equipos.

De todos modos, aunque esta disparidad explique el procomunismo de algunos países del Tercer mundo, en los que las masas están mal informadas —y, lo que es más, nunca han conocido el liberalismo político—, no basta para comprender esa creciente insistencia con que Occidente declara que la libertad es insignificante frente a una justicia que, por otra parte tampoco procuran los países comunistas. Y ahí está el contrasentido. Si hubiera pruebas de que, renunciando a la libertad y a la dignidad pudiera obtenerse la justicia, la elección sería difícil, pero habría elección. Todo el mundo sabe que éste no es el caso, pero, aun sabiéndolo, raramente lo tiene en cuenta.

La intrigante paradoja del «diálogo» Este-Oeste parece deberse más a la negativa para sacar las conclusiones políticas, e incluso de entreverlas sólo en breves relámpagos. Por el contrario, el testigo que

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denuncia esta opresión es tachado, a menudo, de reaccionario. ¿Acaso los fascistas no utilizan sus mismas palabras? Si, en cierta ocasión, un sarnoso denunció la peste, en lo sucesivo serán considerados como sarnosos todos los que denuncian la peste. A la larga, la censura espontánea de la información es más eficaz que la oficial. Como dice un antiguo profesor de la Universidad de Praga: «Satisfecho, condescendiente y escuchándose a sí mismo, Occidente se repite su propio relato del socialismo... lo no vivido erigido en dogma1.» De todos modos, como quiera que no es posible ignorar por completo y de manera prolongada la realidad de los países del Este europeo, de China y de ciertos «socialismos del Tercer Mundo», la negativa a juzgarlos quizá traduzca la decisión de aprobarlos por encima de todo.

Por ello, no se ha de descartar que la causa de semejante ceguera deliberada de importantes minorías occidentales sea el inconfesado deseo de vivir en el sistema estaliniano, no a pesar de lo que es, sino precisamente por lo que es. Unos, para saciar ese apetito de ejercer la tiranía del que ninguno de nosotros está exento, y otros, por necesidad de experimentar la servidumbre, turbia aspiración de la que acaso tampoco nadie esté libre. Al fin y al cabo, si la tiranía no contara con la complicidad de sus víctimas, la historia de nuestro tiempo y de tantos otros no hubiera sido lo que fue.

Tal vez no sea necesario apelar a la psicología profunda para explicar la indulgencia que rodea al totalitarismo. La psicología vulgar enseña, con bastante claridad, que la minoría que ya dirige los partidos y los sindicatos comunistas de Occidente, trata de extender su poder a toda la sociedad. Algunos caracteres alcanzan su plenitud sólo ejerciendo el absolutismo. Unos se saben incapaces de llegar a los escalones superiores o a un escalón cualquiera del poder, por bajo que sea, en una 1 Yannakakis, citado por Jelen, Les Normalisés, París, 1975, Albin Michel.

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sociedad en la que el celo puesto al servicio de la tiranía no supla al talento; otros, por el contrario, dotados de un talento extraordinario, no pueden soportar que tenga límites o un plazo la autoridad que de él se deriva. Lo anormal en la historia de los hombres es la aceptación del pluralismo, no el deseo de escapar de él. Por lo demás, lo que nosotros aceptamos —cuando lo aceptamos— no es nunca el pluralismo, con los mil golpes de lima que da todos los días a nuestro poder y a nuestro orgullo, sino, en abstracto, el sistema que hace inevitable el pluralismo. Por razón y moralidad elegimos la regla de la mutua y estatutaria limitación de las voluntades de poder. Pero, por inclinación natural, ¿cuál es el hombre que no elegiría la omnipotencia, si el sistema le garantizara que había de ser siempre la suya y no la de otros? Considerarse exento de este deseo es hipocresía.

Por lo que respecta a la masa de los que, en un eventual sistema totalitario, serían excluidos del poder y sometidos al dominio de la minoría burocrática y de la intelligentsia oficial, ¿qué pueden saber ellos de esta futura experiencia, antes de pasarla?

En las sociedades mejor informadas existe un tercer mundo interior de la información. A fuerza de oír decir que las sociedades liberales de Occidente constituyen el paroxismo histórico de la opresión y la miseria, y que cualquier cambio es preferible a las atrocidades del presente, los electores de los partidos comunistas occidentales empujan hacia el régimen totalitario no por deseos de estalinismo —que no saben lo que es—, sino de reformas y mejoras que creen no van a poder obtener sin él. Y, una vez que las masas puedan apreciar, por experiencia directa, el sistema estaliniano, perderán la posibilidad de sustraerse a él en el caso de que cambien de opinión al respecto. Lo propio y la función del paso a un régimen totalitario es que no hay retorno, salvo cataclismo mundial, como

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podría ser, por ejemplo, una guerra intercontinental. Desde el momento en que los que viven en él, y lo viven, pueden juzgarlo con conocimiento de causa, no tienen posibilidad de abolirlo, criticarlo, transformarlo y ni siquiera eludirlo. Y con el tiempo, después de una generación, un pueblo sometido al totalitarismo carece ya prácticamente de medios para comparar su sociedad con otra cualquiera. Más estrictos que los regímenes autoritarios tradicionales, simplemente dictatoriales, los poderes totalitarios prohíben tanto a sus ciudadanos viajar por donde quieran, como a los extranjeros moverse libremente por su territorio. Puesto que la información ha sido sustituida totalmente por la propaganda, a los habitantes de los países totalitarios les resulta imposible conservar o imaginar siquiera la imagen de una sociedad que pueda oponerse a la suya. Se debilitan sus facultades, no ya de pensar, sino incluso de soñar. Machacadas por la propaganda política y anémica a causa del aislamiento cultural, sufren la amputación no sólo de su rama nostálgica, sino incluso de su rama utópica. Estos pueblos no pueden ya imaginar el pasado ni el futuro.

Hasta el presente no ha podido comprobarse ningún hecho que justifique la esperanza que funda incansablemente la izquierda liberal en una evolución de los comunistas hacia una democracia pluralista y una aceptación de la «alternancia en el poder», es decir, el compromiso a dejarse desposeer de él por una votación en regla, llegado el caso.

La particularidad distintiva del régimen comunista, su definición, su razón de ser, consiste en destruir las condiciones de su posible revisión, es decir, quitar tanto a las masas como a la minoría dirigente la ocasión de rectificar, una vez pasado el momento inicial en el que se constituyó el régimen. El comunismo no tendría razón de ser si, al término de una «franca y cordial discusión» con interlocutores liberales, tolerara agregar al sistema

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un pequeño codicilo en el que se estipulara que se admitirá el pluralismo y, si tal es el deseo de la mayoría de los ciudadanos, se abandonará el poder una vez conquistado. El comunismo de Gobierno que suscribiera semejante cláusula, actuaría de manera tan contraria a su naturaleza, como el presidente de una multinacional capitalista que diera a sus competidores el derecho a expropiarlo en cualquier momento. Por cierto que éste es el motivo por el cual han sido rechazadas todas las liberalizaciones en los países comunistas. Es la lógica del sistema.

En efecto, lo que caracteriza a los sistemas democráticos pluralistas fundados en el sufragio es que los errores de dirección son pagados, en principio, por el Gobierno, mientras que en los sistemas comunistas son pagados por el pueblo. Con ello no quiero decir que en las democracias no pague el pueblo, por desgracia, las consecuencias de los errores cometidos por los Gobiernos. De todos modos, la sanción, prevista por el sistema, para el fracaso de una política, es la sustitución, en el poder, de una mayoría por otra. Por el contrario, la reacción del comunismo al término de un período de fracasos, aunque pueda haber destituciones individuales en el seno de su oligarquía, será reforzar el control del pueblo ejercido por esta oligarquía. Es lo que, en la jerga estaliniana, se llama «normalización».

Éste es el sentido del comunismo de Gobierno. Por lo que se refiere al comunismo de oposición en las democracias occidentales, carece de coherencia, y justifica la disciplina que impone a sus dirigentes y a sus militantes sólo si el objetivo de su actividad es el poder absoluto y definido. Si quitamos este objetivo, lo demás resulta absurdo. ¿Por qué utilizar, en lo inmediato, unas tácticas políticamente poco eficaces y humanamente odiosas, si no es para hacerse al fin con el poder absoluto? Los comunistas italianos pueden permitirse ser

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más tolerantes que los franceses, por ejemplo, porque son más numerosos y, en consecuencia, son factibles sus posibilidades de ocupar democráticamente el poder, lo cual no ocurre en Francia. Pero no serían coherentes si no apuntaran ya a la etapa que lógicamente ha de seguir: después de haberse convertido en uno de los partidos en el poder, eliminar a los demás. Si no tuvieran estas intenciones, se habrían convertido en socialdemócratas.

El objetivo de los comunistas es la toma del poder por el partido comunista, lo cual, al fin y al cabo, es lo que pretenden todos los partidos políticos. Pero lo que diferencia al comunismo de los restantes partidos políticos es su forma de servirse del poder. Y, al igual que para todos los partidos políticos, hay que distinguir entre las justificaciones que los comunistas dan de su empresa, y su empleo efectivo del poder —cuando lo tienen, naturalmente, y allí donde pueden ejercerlo—, no en otro momento, ni en otro lugar.

La ilusión de los procomunistas liberales de izquierda es el pensar que hay otro comunismo distinto del estaliniano. Ahora bien, el estalinismo es la esencia del comunismo. Lo que cambia no es el sistema estaliniano, sino el rigor, mayor o menor, con el que se aplica. No se puede estar siempre fusilando o internando a la gente. No todos los días se ve uno obligado a mandar los tanques a restablecer el orden estaliniano en un país amigo. Lo que cuenta es el resultado. En los períodos en que la disuasión, unida a un crecimiento del consumo, basta para prevenir las sublevaciones, la represión no tiene nada de espectacular: es rutinaria y cotidiana. Mas no por ello es menos estaliniana. Kruschev y Brezhnev no fueron menos estalinianos que Stalin, ya que mantuvieron el orden que instauró éste. Enviaron tropas a los países satélites cada vez que hizo falta. Simplemente, fueron menos sanguinarios que Stalin, y acabaron con los asesinatos disfrazados de proceso. Pero

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han continuado el aparato policíaco, los arrestos arbitrarios, los campos, todo el sistema totalitario de control de las personas y las ideas. Y no podía ser de otro modo. Tanto en Moscú, como en Pekín, como en Hanoi, un comunismo que no fuera estaliniano, se destruiría a sí mismo. La «independencia», bastante relativa por cierto, de la política exterior rumana respecto de la URSS, se ha traducido en un reforzamiento del estalinismo en el interior de Rumania, a fin de no dar ocasión de intervenir a las tropas soviéticas, en el caso de que pudiera creerse que en Bucarest estaba amenazado el socialismo. Aunque esta política exterior pueda halagar el amor propio de los dirigentes rumanos, para el pueblo rumano supone un agravamiento del totalitarismo. Sin embargo, Rumania no es víctima de la proximidad de los Estados Unidos ni del «bloqueo imperialista», razones por las cuales se suele disculpar al totalitarismo cubano. El titismo ha permitido cierta libertad de acción a Tito respecto a Moscú, pero mucha menos a los yugoslavos respecto a Tito. En suma, una experiencia histórica, que ya va siendo bastante amplia, nos permite afirmar, no por mera especulación, sino por simple comprobación, que no ha existido ni existe un régimen comunista no estaliniano. No confundamos las tentativas con los sistemas, ni los libros que se escriben con las sociedades en las que se vive.

Así, pues, el deseo de totalitarismo contiene dos componentes:

El uno, popular, no es en realidad deseo de totalitarismo, ya que se asienta en la ignorancia de los sistemas comunistas, natural en países en los que nadie ha vivido tales sistemas. Es una expresión política particular de la lucha de clases, de la lucha por la justicia económica y de la mejora de la vida en general, sin una visión precisa del régimen futuro que implica semejante elección política. En este componente popular, la

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solución comunista se concibe como el reverso de los defectos de la sociedad en la que se vive.

Por el contrario, el otro componente, el componente selecto de ese deseo de totalitarismo, va unido al claro conocimiento de la sociedad que se elige, a pesar de sus evidentes vicios y de la resistencia a admitir que tales vicios son connaturales en él y no constituyen unas desviaciones accidentales. Este componente entraña, pues, una explicación psicosocial más compleja.

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3. POR QUÉ PROGRESA EL ESTALINISMO EN EL MUNDO

En la mayor parte del mundo, el avance del estalinismo se explica de modo sencillo y racional. Las causas que lo determinan son, a un tiempo, pocas y contundentes. Su combinación pone en movimiento el determinismo de una potencia a la que, a la larga, nada puede oponerse de forma duradera.

Los tres factores internos que conducen al estalinismo son el sub-desarrollo económico, el odio a todo dominio extranjero y la falta de experiencia de una democracia pluralista. A éstos hay que añadir un factor externo: el apoyo de la Unión Soviética o de China, según el caso, con miras a crear sistemas satélites, ya en el contexto de su rivalidad con los Estados Unidos, ya en el de su mutua rivalidad. Pero la contribución china o soviética serviría de poco, de no conjugarse las tres principales causas internas: la pobreza, el nacionalismo y la ignorancia histórica de la democracia. Esta última realidad anula la casuística occidental sobre las dificultades de conciliar democracia política y desarrollo socialista. ¿Cómo pueden los hombres tener miedo a perder lo que nunca ha existido para ellos?

Y no me refiero al valor objetivo de estas razones. A mi entender, es muy discutible. Al hombre subdesarrollado, el centralismo burocrático se le aparece un día, casi inevitablemente, como el único medio de acceder al bienestar, aunque, a la postre, esta apreciación se revele ilusoria. Atribuir la propia desgracia casi exclusivamente al dominio extranjero constituye en los pueblos una inclinación universal y elemental, fuente de disciplina y sacrificio en tiempos de guerras de independencia, pero raramente saludable en tiempos de paz. Por caro que a veces se pague, el nacionalismo no

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deja de ser el tema más fácil y fructífero de todas las demagogias. Por último, el no haber vivido nunca en una sociedad habituada a las libertades públicas, hace al individuo insensible a su carencia, desde luego; ¿pero acaso la iniciación a la democracia no provocaría un despertar, indispensable para el mismo desarrollo económico y, lo que es más, no constituye la democracia el componente indispensable de la liberación del hombre, y no ya sólo de los Estados?

Tanto si estas objeciones son pertinentes como si no lo son, no han de ejercer influencia. Ante el subdesarrollo y la humillación, los abogados de la dictadura nacionalizante y socializante hablan el único lenguaje que se entiende de modo inmediato. Lo que puedan hacer después de conquistar el poder es otra cuestión. Antes, nada más natural que oírlos, especialmente en un vacío de información que, por cierto, casi todos ellos pondrán buen cuidado en perpetuar después, a fin de proteger el Estado que hayan fundado.

Por el contrario, resulta mucho menos comprensible la defensa que se hace del estalinismo en las civilizaciones desarrolladas e informadas y, de modo particular, en las capas culturales más desarrolladas y mejor informadas de estas civilizaciones.

En los países democráticos y desarrollados, el estalinismo está geográficamente bastante circunscrito y electoralmente bastante limitado. No pasan de tres los países ricos en los que los partidos comunistas no se reducen a grupúsculos insignificantes, durante los treinta años siguientes a la Segunda Guerra Mundial: Italia, Francia y Japón. Los cito por orden de importancia del electorado: aproximadamente un tercio de los sufragios emitidos en Italia, una quinta parte en Francia y una décima parte en el Japón. Los comunistas desempeñaron también cierto papel político en la historia del Chile democrático, hasta el golpe de Estado que derribó a

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Salvador Allende. No se trata aquí de un país rico, pero tampoco de un país del Tercer Mundo.

Pero las elecciones son una cosa, y los partidos, otra. Jamás han tomado el poder los comunistas donde se celebran regularmente elecciones no falseadas, en condiciones en las que tiene sentido el acto electoral, es decir, donde se respetan en grado suficiente, para que se beneficien de ellos la mayoría de los ciudadanos, el derecho de asociación y de reunión, el derecho a la información, el derecho a la educación y a la libre circulación de las ideas y de las personas. En ningún lugar han obtenido la mayoría absoluta de los sufragios, ni siquiera una mayoría relativa, aunque esta última eventualidad sea probable en Italia.

Por el contrario, donde alcanzan una masa crítica mínima, los partidos comunistas, con efectivos inscritos y militantes equivalentes al 4 ó 5 % del electorado como máximo, ejercen una influencia que rebasa ampliamente el peso de este electorado y puede llegar a condicionar toda la vida política de un país. En los citados países existe una «dinámica» comunista, es decir, que la fuerza de acción y penetración de los comunistas les da una productividad política superior a la importancia numérica de los ciudadanos que votan por ellos. Esta dinámica responde a tres causas principales:

En primer lugar, a la eficacia de su organización, a la entrega de sus mandos y de sus adeptos, a la firmeza de su convicción, a la entera disponibilidad intelectual y militante de sus tropas, que, dejando aparte las deserciones periódicas, mínimas en general, aceptan y aplican todas las consignas ideológicas, estratégicas y tácticas de la dirección. Y por supuesto que aceptan también las modificaciones más imprevistas que puedan darse de tales consignas.

En segundo lugar, los comunistas deben su influencia a su dominio del sindicalismo obrero. Este dominio encierra, por otra parte, una contradicción: la de que en

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los países de fuerte presencia comunista, el sindicalismo está controlado por el partido, aunque, en el conjunto del mundo del trabajo, es más débil que en los países socialdemócratas, y que en una economía liberal como la de los Estados Unidos. (Habría mucho que corregir en la tan extendida convicción de que la economía americana ha permanecido fiel al modelo liberal clásico, aunque, por el momento, prescindiremos de esto.) El porcentaje de trabajadores sindicados, en relación con el total de asalariados, es del 15 al 20 % en Francia, del 20 al 30 % en Italia, del 30 % en Alemania Occidental, del 40 % en el Reino Unido, del 50 % en Dinamarca y del 70 % en Suecia.2 En pocas palabras: el control comunista de los sindicatos refuerza la influencia política del comunismo y reduce la eficacia de los sindicatos.

En este siglo, los trabajadores han estado peor defendidos por los sindicatos comunistas de los países de la Europa del Sur, que por los sindicatos socialdemócratas de los países de la Europa del Norte. Mas para comprender este flojo rendimiento se ha de tener en cuenta que la finalidad del sindicalismo comunista no consiste en mejorar la situación de los trabajadores en el marco del sistema capitalista, sino en explotar los conflictos, para debilitar a este último.

Cierto que esta regla no se aplica constantemente. Con frecuencia, los comunistas adoptan una actitud reformista —lo cual les vale periódicamente las pullas de la extrema izquierda— en aquellas coyunturas en las que temen que la pequeña burguesía y el campesinado puedan desviarse hacia la derecha e incluso hacia el fascismo. Pero, con las tácticas más diversas, se

2 Cifras de sindicalización tomadas de Les Syndicats en France, tomo II, J.-D. Reynaud, París, 1975, Seuil. Obsérvese la sospechosa vaguedad de los porcentajes francés e italiano. Que la C.G.T. (comunista) no pueda precisar con una exactitud mayor al margen de un millón cuántos afiliados tiene, es decir, que no sepa si cuenta con un millón y medio o dos millones y medio, parece incompatible con los modernos medios de censo. Es como si el Estado francés pretendiera no poder indicar la cifra de la población nacional con mayor exactitud que situándola entre los 30 y los 50 millones de habitantes. En tales casos, la cifra más pesimista suele ser la buena.

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mantiene el principio de que el sindicalismo es para ellos un arma política.

Los sindicatos de obediencia comunista o, en términos más generales, de ideología marxista, se defienden de esto con indignación, naturalmente, mientras que Gobiernos y empresas los atacan, indefectiblemente, en este campo. Unos y otros mienten con ardor, calificando de laboral una huelga que es política, y de política una huelga que es laboral.

Para ver con claridad en esta confusión, hay que distinguir entre las consecuencias políticas de una huelga o de cualquier otra acción sindical, y los contactos políticos de un sindicato, que acarrean la coordinación de su táctica con la estrategia de un determinado partido político: entre el sindicalismo como realidad y el sindicalismo como instrumento político.

El sindicalismo puramente profesional no puede existir. Hasta el más limitado corporativismo tiene consecuencias económicas, es decir, actúa sobre el poder político. En una democracia, la política es la expresión de las tensiones sociales. Nunca se ha visto una huelga importante que no tuviera una prolongación política, ya que, si es realmente importante, no puede solucionarse a nivel puramente profesional y requiere la intervención del poder político elegido, ya sea local o nacional. En este caso —como ya se vio en Gran Bretaña en el siglo XIX, cuando la expansión de los sindicatos suscitó el nacimiento del partido laborista— es el sindicalismo —expresión de las capas laborales de una sociedad— el que imprime su huella en la política.

Por el contrario, en el caso del sindicalismo controlado, es un partido político el que imprime su huella en el sindicato, a poder ser, único. En el caso anterior se puede hablar de sindicalismo; en el presente, de sindicalismo politizado. Por ejemplo, la intransigencia o la moderación de las reivindicaciones pueden decidirse, en el sindicalismo politizado, no en

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función de la situación económica, sino en función de la fecha, más o menos lejana, de las elecciones, o del deseo de plantear dificultades al Gobierno, en función de una estrategia internacional. Y ésta es la razón —dicho sea de paso— por la que los dirigentes de estos sindicatos son más agresivos unas veces que los trabajadores sindicales, y otras, menos. Unas veces tratan de lanzar huelgas artificiales, decididas en la cumbre, y otras, por el contrario, se esfuerzan en frenar huelgas espontáneas iniciadas en la base.

En el caso del sindicalismo independiente, hay consecuencia política a posteriori del sindicalismo; en el segundo —el del sindicalismo controlado—, orientación política a priori del sindicalismo. Y el políticamente más fuerte es, con mucho, el primer sistema sindical, de origen puramente profesional. En la República Federal Alemana, en Suecia y Gran Bretaña, los Gobiernos socialistas son, en realidad, emanaciones de los grandes sindicatos. En el sindicalismo latino ocurre todo lo contrario: el principal sindicato es siempre emanación del partido comunista.

Esta adhesión resulta siempre débil cuando la elección política no es la prolongación, sino el requisito, de la adhesión a los sindicatos. El sindicato procomunista francés, la CGT (cuyo secretario general es, tradicionalmente, miembro del Politburó del P. C. francés), cuenta, en 1976, con unos 2 millones de miembros sobre una población activa de 22 millones de franceses. El otro sindicato de ideología marxista, la CFDT, que recomienda el socialismo de autogestión, apenas alcanza los 800.000 afiliados. Así, en el sindicalismo comunista, el sindicato emite, con frecuencia, una orden de huelga, para dar prueba de su representatividad. Por no representar más que a una parte mínima de los trabajadores, cuenta con escaso poder de negociación en períodos de calma, y aumenta este poder cuando un conflicto social le permite atraerse

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a los obreros no sindicados. Pero si las cosas se ponen feas, carece de medios para asegurar la subsistencia de los huelguistas en los momentos en que sólo el tiempo podría hacer decisiva la prueba de fuerza.

Por otra parte, es muy desigual el rendimiento de estas dos formas de sindicalismo. Desde finales del decenio 1950-1960, la jornada de trabajo se ha hecho más corta en Alemania que en Francia, y los salarios más altos, lo cual provoca el éxodo de los franceses de la región fronteriza al otro lado del Rin. En la misma época, se implantó en Alemania la cogestión obrera, en régimen de paridad, en numerosas empresas, en cuyos consejos de administración figuran no sólo delegados del personal, sino también delegados sindicales permanentes, ajenos a la empresa, lo cual supone el comienzo de un auténtico reparto del poder económico.

Estas mutaciones políticas son mucho más fundamentales que cualquier «apertura a la izquierda» que pudiera traducirse en la obtención de unos cuantos escaños más en el Parlamento. En Gran Bretaña, la Confederación de los Sindicatos, el Trade Union Congress (TUC), viene a ser muchas veces el auténtico Gobierno. Cuenta con los medios necesarios para provocar la derrota electoral del Gabinete laborista, como en 1970, o del Gabinete conservador, como en 1973, con serena imparcialidad, cuando éstos se atreven a oponerse a sus reivindicaciones, y cuando se trata de defender sus intereses, mejor o peor comprendidos, manifiesta, incluso en grado peligroso, una imperturbable indiferencia frente a imperativos nacionales, como la lucha contra la inflación o la reducción del déficit de la balanza de pagos y del comercio exterior. Estos sindicatos no dicen que quieran cambiar la sociedad, pero en realidad la han cambiado y siguen cambiándola.

Por el contrario, los sindicalistas latinos proclaman que quieren cambiar las bases de la sociedad, pero en realidad no cambian ni siquiera la superficie. Más aún,

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hacen de su inoperancia un artículo de fe. Y con lógica, ya que se sitúan en una perspectiva o, por lo menos, adoptan una fraseología revolucionaria. En realidad, niegan ferozmente la existencia y hasta la posibilidad de toda reforma, de toda mejora en el «sistema actual», que se supone invariable y sin cambios desde los albores del capitalismo. De esta forma, cuando mejoran las condiciones de los trabajadores, ellos se niegan a reconocerlo. Nunca tienen ni una palabra para dar testimonio de una nueva ley favorable a los asalariados. Según ellos, el «descontento de los trabajadores» siempre va en aumento, su poder de adquisición no deja de reducirse por los siglos de los siglos. De tal modo que siente uno deseos de decirles: Pero ¿qué habéis hecho durante estos treinta o cuarenta años? Si es verdad que durante todo este tiempo los «trabajadores manuales e intelectuales de la ciudad y del campo» —utilizando la amplia y acogedora fórmula, tan cara al partido comunista— han visto cómo su situación iba empeorando día a día, ello no dice mucho en favor de la eficacia de vuestra acción, estáis haciendo vuestra autocrítica. O sois unos incapaces, o no sois sinceros.

Sin embargo, el sindicalismo de tipo latino es muy eficaz para cubrir los objetivos políticos que se ha asignado, y que son: subordinar la vida sindical a la estrategia comunista y, sobre todo, impedir el desarrollo de cualquier sindicalismo reformador poderoso que sustrajera a la burocracia comunista el papel de portavoz casi único del mundo obrero frente al poder político y empresarial. Esta estrategia fue desarrollada hasta su objetivo lógico por los comunistas portugueses cuando, después de que el Ejército depusiera a la dictadura salazariana, en abril de 1974, convencieron al nuevo poder, el Movimiento de las Fuerzas Armadas, de que impusiera en Portugal un sindicato único, pese a las protestas de los socialistas, socialdemócratas y

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centristas. El sindicato único, gracias a la acción de varios militantes bien preparados y bien situados en cada empresa, les permitió dominar la vida económica y utilizar este dominio con fines políticos, en especial, en las empresas de Prensa, Radio y Televisión. Así, con sólo el 13 % de los votos conseguido en las elecciones del 25 de abril de 1975, el P. C. portugués pudo paralizar la producción y manipular la información a su antojo; en suma, ejercer un poder real mucho mayor que el de los socialistas y socialdemócratas juntos, que representaban el 64 % de los portugueses.

Éste es un buen ejemplo de «dinámica» política increíblemente superior a la representatividad de un partido, gracias a una juiciosa utilización del monopolio sindical. Monopolio menos difícil de conservar, cuanto menor es el número de obreros sindicados. Estricta aplicación de un principio leninista: la minoría organizada se autodesigna como intérprete de la mayoría no organizada y vela, por todos los medios, para preservar esta exclusiva. La debilidad numérica del sindicato hace la fuerza política del partido.

En tercer lugar, el avance del estalinismo en el mundo se debe a la docilidad de la izquierda comunista, actitud que va desde la complicidad activa hasta la petrificación intimidada. Su resultado ha sido desacreditar la vía socialdemócrata y habituar poco a poco a la gente a considerar secundarias y episódicas las características profundas del totalitarismo y, en todo caso, mucho menos graves que los vicios del capitalismo. Así, se ha creado una situación —mejor no podían desearla los estalinianos— en la que se hace admitir el postulado de que ha de ser forzosamente de derechas la crítica anticomunista, antisoviética o antimaoísta. Aparte las críticas izquierdistas —que, a la postre, se reducen casi siempre a reprochar a los estalinianos el no ser todo lo estalinianos que deberían ser—, toda la escuela del pensamiento de la izquierda socialista democrática —de

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ese socialismo que aspiraba a ser prolongación de la conquista de la libertad política— se ha puesto a la defensiva. Se ha avenido a considerarse una especie de estalinismo moderado o una variante de la derecha paternalista, y no una fuerza política e intelectualmente original. Puesto que, en general, ha perdido la convicción de ser la única izquierda verdadera, se abstiene de toda crítica creadora acerca de los comunistas, limitándose de vez en cuando —si ha recibido de ellos algún golpe demasiado duro— a lanzar breves y plañideros quejidos (completamente inútiles, por supuesto) reclamando los derechos del hombre. De ahí el vacío, la actitud de docilidad frente al estalinismo, que se ha implantado en las sociedades democráticas.

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4. EL ERROR DE LA DEMOCRACIA

Antes de describir las manifestaciones y estudiar las causas de la complacencia que sienten hacia el estalinismo quienes no son miembros ni electores de los partidos comunistas, hay que insistir en las razones demostrativas de la inexistencia e imposibilidad de un «comunismo liberal». En efecto, este animal legendario le sirve a los cómplices del avance estalinista para declinar toda responsabilidad por las consecuencias de su actitud. Ellos dicen profesar un comunismo liberal —al que, por cierto, prefieren llamar «socialismo»-—, no un comunismo totalitario.

Pero, en la práctica, el que sale ganando es el último, no el primero. En lugar de preguntarse por qué y cuál es la ley que rige tan larga serie de experiencias, se limitan a declarar que es una deslealtad juzgar al «socialismo» por el pasado. ¿Y qué otra cosa podría decir? En efecto, el pasado nos enseña únicamente esto: que favorecer la propagación del comunismo es, evidentemente, favorecer la propagación del único comunismo que existe, no la de su antagonista.En su afán por cuidar las relaciones públicas, los historiadores comunistas occidentales suelen presentar los «crímenes de Stalin» —en los momentos de gran apertura de criterio en que admiten su existencia— como «accidentes de la Historia». Este subterfugio, prueba de mediocridad de imaginación, demuestra sólo una cosa: lo poco marxistas que son tales historiadores. Porque, ¿cómo explicar, desde un punto de vista marxista, tal superabundancia de accidentes y desviaciones, ocurridos a lo largo de varias décadas, que no hayan tenido su causa en la infraestructura económica, en la organización social ni en el sistema de autoridad política? O, si se prefiere, ¿cómo explicar el hecho de

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que, durante más de medio siglo, se haya mantenido un sistem despótico sin ninguna raíz, sin ser resultado de determinante histórica alguna? Sería el primer fenómeno de este tipo que se hubiera dado desde el origen de los tiempos, y es interesante que sean los representantes del socialismo «científico» quienes nos hayan reservado las primicias de esta aguda aplicación del materialismo histórico: una constante, el estalinismo, de una rara longevidad y que no da señal de debilitamiento, aplicada a dos países tan distintos como la URSS y China —constante observada igualmente en todos sus satélites o imitadores—, sería producto de la casualidad, un puro accidente sin relación con la realidad profunda del sistema del que, sin embargo, en todas partes y desde siempre, ¡es inseparable!

Para apoyar la tesis de una trayectoria histórica compuesta únicamente por excepciones y una sucesión de momentos aberrantes, haría falta contar con un período de referencia, por breve que fuera, en el que hubiese imperado la regla y no la excepción. Ni en la URSS ni en la China comunista lo ha habido. Y es que —repitámoslo— la esencia del estalinismo consiste, no en sus paroxismos de fusilamientos y deportaciones, sino en el sistema que los hace posibles, aunque no siempre necesarios con igual imperativo.

Todo Estado comunista ha sido siempre estalinista. El comportamiento de los partidos comunistas en los países democráticos es comparable al de los misioneros en tierras paganas. Tienen que transigir con las supersticiones locales y aceptar un cierto sincretismo religioso. Pero esta tolerancia no puede ser definitiva. En efecto, ¿por qué el que está seguro de tener la razón, de conocer el Bien, de poseer una teoría científica para la comprensión y la gestión de las sociedades, va a someterse a los convencionalismos democráticos? La democracia está ligada a la incertidumbre. Entre otras funciones, desempeña

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la de permitir la sustitución de los dirigentes cuando existe la creencia de que éstos están equivocados. Donde nadie se adhiere sin reservas a una Verdad y a un Bien indiscutibles, lo que traza la línea de conducta colectiva es la opinión de la mayoría. Por tanto, en la democracia, el talento esencial del político es el de convencer. Por el contrario, parece inevitable que un poder que ya esté convencido de poseer la Verdad absoluta o defender el único interés legítimo en materia de política, sienta el derecho y el deber de imponerlos por todos los medios, a despecho de lo que piense la opinión pública o, lo que es mejor, impidiéndole pensar. En casi toda la Historia, la mayoría de Estados, ciudades y otros centros de autoridad han actuado así espontáneamente y sin remordimientos. El respeto al pluralismo, tanto de intereses como de valores, y tanto en el interior del grupo social como en sus relaciones con los otros grupos, es una anomalía. La intolerancia y su corolario —la violencia considerada legítima— constituyen la norma en la mayor parte de los casos. Si yo estoy seguro de la verdad de mi doctrina, ¿por qué he de conceder libertad de información y de expresión, la cual, a mi modo de ver, sólo puede servir para propagar errores y obstaculizar la buena aplicación de un sistema social y moral totalmente justo? La Iglesia católica ha seguido este principio durante siglos, incluso ha sido imitada por las mismas sectas que se alzaron contra ella. Y, en su calidad de depositaría del «único dogma verdadero», no podía obrar de otro modo sin ser inconsecuente. Por tanto, la adhesión verbal y periódica de los comunistas en tierras de misión —es decir, de los comunistas de Occidente— a las libertades fundamentales y a la «alternancia en el poder», sólo puede considerarse como una concesión táctica y provechosa, dado que el comunismo es minoritario en las democracias liberales. El pluralismo

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político tiene inconvenientes cuando uno está en el poder; cuando se halla en la oposición, no tiene más que ventajas. ¿Por qué no explotarlas? Pero los derechos de la oposición y del individuo —instrumentos de lucha contra el poder— no pueden conservarse en una sociedad socialista, ya que nadie debe luchar contra un poder justo. Éstos no son, pues, derechos definitivos. Si no pensaran así, los comunistas no serían personas serias.

Por tanto, los comunistas chinos y sus discípulos europeos tienen razón al tildar de «revisionista» la condena que Kruschev hizo de Stalin en 1956. Y los socialistas-demócratas se desorientan al no comprender que la «liberalización» y la autocrítica de los partidos comunistas son como el vaivén del acordeón, el cual se estira en toda su amplitud hasta cierto punto, del que no puede pasar sin romperse. Y, después de estirarse, tiene que contraerse de nuevo. El que fue tan representativo e «histórico» secretario general del partido comunista francés en tiempos de la dirección de Stalin en persona, Maurice Thorez, traduce fielmente la esencia del marxismo-leninismo cuando dice: «La tercera causa de los errores cometidos por nuestro partido es que hasta estos últimos tiempos hemos permanecido fuertemente ligados a la democracia; no podíamos desasirnos, no podíamos aflojar la opresión que pesa sobre nuestro partido. Nuestro partido se desarrolla en un país que desde hace cincuenta y siete años está infestado de democracia; este partido no ha librado todavía batallas revolucionarias ni luchas importantes.»3

Aunque el paralelismo sea un tanto inesperado, para comprender el leninismo-estalinismo se ha de observar

3 Discurso de Maurice Thorez, aparecido en Classe contre classe, la question française au IX Congrès executif et au VI Congrès de l'lnternationale communiste, 1929, Bureau d'éditions, París. Thorez no fue oficialmente secretario del P. C. francés hasta enero de 1936, pero por aquel entonces hacía ya más de diez años que era uno de los dirigentes comunistas franceses más importantes y uno de los más fieles ecos de Stalin»

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que procede de la misma hipótesis —aunque, por desgracia, con menor calidad literaria— que la filosofía política de Platón. En ambos casos se supone que existe un modelo, cuya verdad ha sido demostrada de una vez por todas. Por tanto, la realidad tiene que ser la copia pura y simple, lo más fiel posible, de tal modelo. La política consiste en inducir progresivamente al grupo social en conjunto y al individuo en particular, a adaptarse al prototipo todo lo posible, en obras y pensamientos. En ambas doctrinas existe, pues, una minoría, cuyo pensamiento guiará al pueblo, ya que sólo ella tiene acceso a la plena comprensión teórica del modelo: la academia de los reyes-filósofos en el caso de Platón, y el Politburó y el Comité Central en los partidos comunistas. A . nivel inferior —con la misión de aplicar y explicar las directrices de la superioridad al resto de la población, ya que comprenden el sentido general, aunque no sean capaces de captar los principios teóricos supremos— tenemos, en Platón, la clase de los guerreros, y, en el universo comunista, a los miembros del partido. Por último, tanto en un sistema como en otro, los campesinos y los obreros (con Platón, artesanos), encargados de mantener materialmente a las dos categorías anteriores, les obedecen en la esfera de su actividad particular, pero no disponen de luces que les permitan relacionar esta actividad con el plan general del que ésta es fragmento, y menos aún con los principios teóricos en los que se ha inspirado el plan. Contra ellos, en su caso, el de la mayoría de la población, la imposición es, pues, legítima. Tiene por objeto situarlos constantemente en su autenticidad, una autenticidad respecto a la cual los dirigentes no tienen la menor duda, ya que dimana de un teorema demostrado, y demostrado definitivamente. La educación y la reeducación incesantes forman parte, pues, del arte de gobernar, al igual que la vigilancia permanente de todos los ciudadanos. Para su bien, Platón prevé

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explícitamente en sus Leyes la existencia de agentes secretos que espíen las conversaciones y el deber de delación del conciudadano, y, por último, la discreta «liquidación física» de los irrecuperables.

También con Platón, al igual que con Stalin o con Mao, la cultura está cuidadosamente regulada: la música, el teatro, la danza, la pintura, el canto, la poesía y la arquitectura, la gimnasia y el modo de vestirse son objeto de minuciosas y detalladas prescripciones y prohibiciones en La República, como lo serían en el siglo XX, concretamente por parte de Jdanov en la URSS y de la señora de Mao Tsé-tung en China, naturalmente, para la aplicación del arquetipo teórico supremo: el pensamiento del rey-filósofo Stalin y del rey-filósofo Mao Tsé-tung.4

En esta tesitura, ni la democracia —en el sentido en que se entiende en Occidente—, ni la lánguida y modesta «liberalización» pueden ser virtualidades del sistema. Por el contrario, constituyen su contrapunto, su enemigo mortal, al igual que la dictadura es contrapunto y enemigo mortal de la democracia. ¿Se hace votar a los escolares para que elijan entre la cosmología de Aristóteles y la de Copérnico? Un gran helenista —que fue también un gran estalinista—, André Bonnard, reunió en una frase la lógica de la censura totalitaria: «Toda sociedad que crea encarnar y defender valores preciosos, se guardará de consentir que un escritor cualquiera utilice lo que él llama su talento para proceder a la desintegración pura y simple de estos

4 Acerca de este paralelismo entre el totalitarismo platónico y el totalitarismo estaliniano, véase mi Histoire de la philosopbie occidentale, tomo I, L'Antiquité, París. 1968. Stock editor. Reedición, Le livre de poche, 1975. Véase también el comentario que dediquá al Affaire Lyssenko, de Jaurès Medvedev, en Les Idées de notre temps, París, 1972, R. Laffont, editor. El paralelismo fue desarrollado por André Glucksmann, La Cuisiniére et le mangeut d'hommes, essai sur l'État, le marxisme et les camps de concentration, París, 1975, Seuíl. Vale para cualquier poder político que se legitime mediante una metafísica, es decir, para cualquier teocracia, ya sea ideológica o propiamente religiosa. Michel Gardner, en un interesante artículo de Études polémologiques (n.° 9, julio de 1973), llama a. la URSS «teocracia materialista en vías de laicización».

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valores. Así, pues, la censura existe en la Unión Soviética, como es natural que exista en una sociedad organizada.»5

Este argumento se invoca más o menos en todos los tipos de sociedad: lo que caracteriza a las sociedades totalitarias es la aplicación efectiva y total del sistema de censura que de él se deriva.

Como todas las demás, esta ideología totalitaria sirve para justificar un dominio. Pero no es una simple mentira de los amos, ni su aplicación acarrea inconvenientes sólo a los que la sufren. Si los amos no fueran sinceros en gran medida, el sistema no se podría poner en práctica de modo tan implacable: el cinismo no es más tolerante que el fanatismo, y el interés más acomodaticio que la fe. Si el estalinismo planteara inconvenientes sólo a los gobernados —suponiendo que ello fuera posible—, no bastaría la represión para perpetuarlo. Pero a los ojos de sus autores y de sus defensores de Occidente, el estalinismo no se juzga por el balance de sus ventajas e inconvenientes para el usuario. Aunque con cifras y ejemplos se le demuestre que el número de inconvenientes para los menos favorecidos es menor en los Países Bajos que en la URSS, y mayor el de ventajas para el ciudadano medio, el cálculo realista no les hará vacilar, y tampoco las informaciones sobre la mediocridad de la vida, los procesos truncados o los campos de concentración. Como dice Marcel Proust, «los hechos no penetran en el universo en que viven nuestras creencias; no las engendran ni las destruyen».6 Para ellos, ni la norteamericana ni la holandesa son sociedades verdaderas. Por cierto que para evitar los estragos de este empirismo por la comparación, los Gobiernos estalinianos impiden a sus ciudadanos que salgan al

5 André Bonnard, Vers un humanisme nouveau; la liberté de l'écrivain soviéttque (!), en la revista «teórica» del P.C.F., La Pensée, mayo-junio de 1948.6 Por el camino de Swann.

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extranjero, y conceden este favor sólo a militantes incorruptibles, sólidamente blindados de ideología oficial. En el semanario cultural checo Tvorba se leía: «Es nuestro deseo que quienes viajen a Occidente representen dignamente a su patria socialista y no se derrumben políticamente ante el primer jersey femenino que vean en unos grandes almacenes.»7 A veces hay que dejar salir a los ciudadanos, cuando su desplazamiento más allá de las fronteras sirve para fines de propaganda: bailarines, deportistas, hombres de ciencia... cuya ortodoxia leninista, por desgracia, no corre parejas con su talento, por lo cual sus giras suelen ser deplorables oportunidades de evasiones. Pero el ciudadano medio no debe conocer más sociedad que la socialista. Al contrario de las sociedades capitalistas desarrolladas, las sociedades socialistas no tienen problemas de inmigración; sólo los tienen de emigración.

De nada servirá querer oponer al precio del billete del Metro de Moscú, que no ha variado desde hace diez años, la escasez de patatas. ¿Qué puede importar?8 No cabe duda de que el implacable aumento del precio de los transportes abruma a los países capitalistas, y su evidente riqueza de patatas a buen precio no los disculpa, porque están viciados en su esencia. La estabilidad de las tarifas del Metro de Moscú es el fruto natural del socialismo, y la escasez de patatas, un accidente transitorio. En el capitalismo ocurre lo contrario: lo que marcha mal es el exponente de la profunda ley del sistema, y lo que va bien, un accidente transitorio. Huelga discutir los detalles de la Historia: que la industrialización rusa ya había sido lanzada en gran

7 Tvorba, 12 de setiembre de 1972. La explosion du tourtsme, artículo citado por Christían Jelen en Les Normalisés, París, 1975, Albín Michel.8 Deseo hacer constar que el precio del billete del autobús de Roma tampoco ha subido en diez años (1965-1975); 50 liras, tarifa única para cualquier trayecto. Pero lo que en un país socialista es una hazaña, en un régimen capitalista es sólo una hipocresía, merecedora de un justo silencio.

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medida antes de 1917; que la masa de los campesinos es más desgraciada que a finales del siglo XIX; que las condiciones de trabajo de los obreros son casi propias de esclavos; que la producción está orientada, principalmente, hacia todo lo que sirve al Estado —industrias de guerra, aeronáutica, vuelos espaciales— y no hacia los bienes que puedan elevar el nivel de vida del pueblo... ¿Se advierten en algunos países socialistas los primeros y tardíos síntomas del nacimiento de una sociedad de consumo? El consumo, que en Occidente fue siempre sólo un señuelo y uno de tantos factores de alienación de los trabajadores, en el Este se convierte, de pronto, en una fuerza liberadora. ¿Cómo el lavaplatos, que en París es un chisme opresor, puede convertirse en Moscú en sinónimo de buena vida y de éxito social? ¡Vaya pregunta! Por un lado, están las «contradicciones del capitalismo», que engendran los inevitables defectos de las sociedades liberales, y, por el otro, una orientación fundamentalmente «correcta».

Ésta, indudablemente, deja subsistir provisionalmente ciertos defectos de importancia secundaria que, eso sí, son «reconocidos». Las «críticas» del modo de vida socialista publicadas en la Prensa del Este e invocadas por los comunistas de Occidente como prueba de que el Este no es totalitario, son siempre críticas que denuncian el error en la interpretación o la negligencia o incompetencia en la aplicación de las directrices de la cumbre, y nunca a la cumbre como tal ni a su sistema. Los «errores» que se reconocen públicamente son de ejecución, nunca de dirección y, menos aún, de principio. Únicamente en el ámbito reservado de la oligarquía se reconoce y castiga el error de orientación general que, eventualmente, determina la eliminación de los responsables, aunque, por supuesto, la rectificación nunca alcanzará al principio del socialismo estaliniano en sí.

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Por ello, el famoso informe de Nikita Kruschev contra la tiranía estaliniana, presentando en el XX Congreso del P. C. de la Unión Soviética en 1956, no pudo generar la desestalinización. Obsérvese que este informe denuncia la represión estaliniana únicamente en la medida y a partir del momento en que afecta a la jerarquía de los jefes y la burocracia comunista en sí, y no en la medida en que se ejerce sobre el pueblo. Además, el informe Kruschev fue leído a puerta cerrada, al estilo de la jerarquía única, y nunca fue publicado en la URSS ni espontáneamente en la Prensa comunista occidental, a no ser en fragmentos y después de haber dado la vuelta al mundo en la Prensa «burguesa». A los ojos de Kruschev, el crimen de Stalin consistió en traicionar el pacto de la oligarquía y convertirse en rey entre barones, déspota de déspotas, asesino de asesinos y verdugo de verdugos. Su crimen no fue el esclavizar al pueblo soviético, el cual siguió siendo tan esclavo como antes, ya que nada cambió en el Gulag —con sus decenas de millones de internados—, ni en los asilos psiquiátricos, ni en la censura, ni en la vigilancia policíaca. Seis meses después de emitir su informe, Kruschev, el «desestalinizador», enviaba los tanques a disparar contra los húngaros, que se habían sublevado contra el estalinismo. Como buen integrista del materialismo dialéctico, impuso nuevamente a la ciencia soviética la teoría y la tiranía de Lissenko, cuya charlatanería, devastadora tanto para la investigación fundamental como para la producción agrícola, conocería una segunda época de auge gracias a Kruschev.

Hubo una mala interpretación: el informe Kruschev iba dirigido contra Stalin, no contra el estalinismo. Estaba destinado a permitir al estalinismo sobrevivir como sistema de gobierno, pero libre de las excrecencias patológicas que, de haberse perpetuado, a la larga habrían acabado por destruir al régimen. A fuerza de exterminar o aterrorizar a los jefes de la burocracia y de

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infligir unos planes cada vez más disparatados a la población activa, Stalin llevaba el país a la ruina, por efecto de un pasmo gigantesco de sus órganos de funcionamiento. Por tanto, era esencial poner nuevamente en marcha la máquina, volviendo —si se me permite la expresión— a un totalitarismo sano. El «deshielo» fue esto y no una democratización.

Y así como no hay en la historia de los regímenes comunistas nada que permita detectar el menor asomo de una tendencia innata a la liberalización, tampoco se ve en ningún momento que los partidos comunistas instalados en democracia pluralista se hayan apartado de los métodos y de la organización estaliniana lo suficiente ni durante el tiempo preciso para que pueda hablarse de metamorfosis. En realidad, se trata sólo de variaciones de escasa amplitud, que no modifican en modo alguno los principios del sistema. El error periódico de los socialistas liberales consiste en tomar por fase inicial de una evolución destinada a continuar, lo que, por el contrario, es sólo uno de los puntos terminales de una oscilación pendular. El retroceso del péndulo sorprende siempre de modo desagradable a los aliados de los comunistas, que no consiguen dar con una explicación racional para estos bruscos virajes y endurecimientos. Desde luego, no encontramos ninguna explicación racional si nos situamos en sus puntos de mira, aunque la hay, para los comunistas. Si los socialistas no la encuentran es porque, como ocurre en todas las ciencias —me dirijo a los marxistas—, la hipótesis que ellos tratan de comprobar es falsa. Se obstinan en ver los primeros síntomas de una futura democratización en algo que sólo es una de las fases clásicas de la táctica comunista: la llamada de Frente Popular o de Unión de Izquierda. Esta fase táctica tiene una doble finalidad: retrasar una lucha sin cuartel con una «derecha» que el P. C. considera, por el momento, demasiado fuerte como para poderla destruir

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mediante un ataque violento y, lo que es más importante, impedir la formación de un bloque de reforma, o social-demócrata, dividiendo por la mitad los efectivos sociales y electorales capaces de constituirlo. Una parte queda neutralizada por su alianza con los comunistas, y la otra, por su alianza con elementos más conservadores.

Mas para los comunistas, «liberalizarse» no es cuestión de buena voluntad. No se trata de amplitud de criterio. Las concesiones transitorias, todas ellas verbales, que les imponen sus alianzas electorales, nunca llegan a la revisión de los métodos del comunismo —cuyo triunfo eliminará simultáneamente a los aliados y a las elecciones—, ni de su práctica, cuyo fin supremo sigue siendo el «centralismo democrático», es decir, el poder burocrático, asegurando la irreversible creación de una sociedad gobernada de forma autoritaria por el partido único.

Por tanto, el partido, aun cuando esté en la oposición, no puede transformarse, ni siquiera por maquiavelismo, hasta el punto de quedar incapacitado para ejercer esta futura responsabilidad. En el seno de la sociedad liberal, debe ser trasunto, prototipo, en miniatura, de la sociedad del porvenir, sociedad que él se esfuerza en instaurar y en la que en todo momento debe estar preparado para insertarse, en perfecto estado de funcionamiento, como el motor en la carrocería o el alma en el cuerpo. Si dejara de ser «modelo» del orden que pretende crear a escala de la sociedad entera, su proyecto para el futuro, se haría irrealizable, y su acción de ahora resultaría incoherente.

Por ello, las concesiones «liberales» de los comunistas tienen que ser necesariamente muy limitadas, so pena de equivaler a un repudio de su «razón de Estado» particular. Se puede dejar de ser comunista, pero no cambiar la forma de serlo. Obsérvese que las «concesiones» comunistas más sustanciales

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hechas al espíritu democrático se refieren al futuro, nunca al presente. Son promesas, no actos. Prometen que cuando estén en el poder, con los socialistas o los cristiano-demócratas, respetarán las libertades. Pero desde ahora mismo y desde la oposición podrían dar numerosas pruebas de esta futura tolerancia, demostraciones prácticas que están a su alcance y que, sin embargo, rehúsan. Así, por ejemplo, la Prensa comunista es la única que no aplica la legislación republicana sobre el derecho de respuesta y que sistemáticamente descredita a quienes profesan opiniones distintas de la suya. Si criticar a los comunistas es hoy, según ellos, «capitular ante el dinero» o «hacerle el juego al imperialismo extranjero», ¿por qué habrían de pensar de otro modo el día en que llegaran al poder, aunque fuera en compañía de otros? ¿No sería deber del Estado —cuya dirección parcial asumirían ellos— extirpar la venalidad y castigar a los agentes del extranjero? En los procedimientos de la polémica comunista en democracia pluralista están inscritas ya las justificaciones de una futura supresión de la libertad de expresión. Y es que, según esta polémica, nadie discrepa de los comunistas por haber reflexionado y tomado posición de buena fe. De ello resultará que silenciar más adelante a un crítico del comunismo o a un adversario del poder en el que participen los comunistas, será castigar a un lacayo de los monopolios capitalistas o a un agente de los servicios de propaganda norteamericanos o chinos. Jurídicamente, esto no será atentar contra la libertad de expresión sino instruir diligencias legales contra conspiradores. Se me responderá que los aliados de los comunistas, presentes también en el Gobierno, se preocuparán de impedir cualquier abuso contrario a la ley. Pero entonces se plantea la misma pregunta: ¿Por qué no tratan de obtener ese hermoso resultado hoy mismo? Si, estando en la oposición, los socialistas democráticos son

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incapaces de hacer renunciar a los comunistas a ciertos métodos totalitarios de discusión y de acción, de los que ellos mismos suelen ser víctimas, ¿cómo van a tener fuerzas para conseguirlo el día en que se acreciente la eficacia de la organización comunista, con el respaldo del Estado?

El que no comprende el funcionamiento de los partidos comunistas, no sabe nada de política moderna.

La derecha y los «guerreros fríos» han confundido el comunismo con los otros totalitarismos, el nazismo y el fascismo de preguerra, cuando lo único que los tres totalitarismos tienen en común es la organización, con sus métodos implacables, pues ni el nazismo ni el fascismo —identificados con las necesidades de los países en los que surgieron— estaban arropados por la ideología prestigiosa y contagiosa que hace del comunismo una fuerza mundial. Los «guerreros fríos» han contraatacado al comunismo como lo hubieran hecho contra el nazismo, es decir, militarmente, mediante los servicios secretos, el contraespionaje y la propaganda, sin advertir, en primer lugar, que en este terreno las democracias se enfrentaban con un adversario más fuerte que ellas, y, en segundo lugar, que no bastaba la acción, sino que había que inventar, además, una réplica ideológica. Suponiendo que la haya, pues, aunque se puede triunfar oponiendo un credo a otro, generalmente se fracasa cuando a un credo no se le puede oponer más que una solución o, lo que es peor, un complicado conjunto de soluciones y problemas.

Por su parte, la izquierda no comunista, ha rechazado el dogma estaliniano y ha optado abiertamente, y sin remordimientos, por la social-democracia, como en la República Federal Alemana y en la Europa del Norte, o bien, en los países en que los efectivos comunistas condicionaban la vida política, ha oscilado constantemente entre el alineamiento y la ruptura. Sea como fuere, en estos países las aspiraciones unitarias se

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han considerado casi siempre más auténticas y conforme a la trayectoria de la izquierda. De modo que la izquierda no comunista, cuando trata de acercarse a los comunistas, proclama que socialistas y comunistas están de acuerdo en lo esencial y divididos en lo accesorio, cuando la realidad es todo lo contrario. En cada uno de estos acercamientos, las izquierdas no comunistas sienten el deseo de creer que las «democracias populares», la URSS y los partidos comunistas de Occidente han cambiado, están cambiando o van a cambiar. Y luego tienen que desengañarse, cuando se enteran de algún hecho nuevo ocurrido en el Este —en Budapest, en Praga, en Gdansk y en el Gulag— o en su mismo país, en las filas de su propio partido comunista. Y cada vez se abstienen de asociar el hecho con sus precedentes y de estudiar el pasado que podría explicarlo. Califican el hecho, supuestamente nuevo —que desbarata su teoría— de simple accidente, y el período que le sigue, de convalecencia, de examen de conciencia, que ha de sellar la curación, definitiva esta vez, del partido comunista.

Una conducta neurótica —utilizando la expresión en su sentido técnico, no metafórico— es aquella que, en vez de dar una respuesta a la realidad, busca un sucedáneo, ilusorio e ineficaz, de tal respuesta. Disimula el fracaso de adaptación al orden concreto y la incapacidad de analizarlo y dominarlo.

Todas las conductas neuróticas tienen un rasgo común: el olvido de la edición anterior. El individuo que siempre llega con retraso a sus citas; el empresario atraído siempre irresistiblemente por las mismas trampas y siempre rondando la quiebra; el timador mitómano, simpático y convincente, al igual que su víctima advertida y, no obstante, siempre dispuesta a picar..., todos ellos y otros muchos están convencidos de que es la primera vez que les ocurre esta desgracia, están seguros de vivir una situación nueva, para la que

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encuentran explicaciones particulares que les parecen inéditas, cuando, a los ojos de los demás, su conducta es la clara reproducción de un estereotipo inmutable, cuya previsible repetición ha podido seguir el observador hasta la saciedad. Del mismo modo, todas las discusiones suscitadas en Occidente entre la izquierda no comunista y los comunistas, a raíz de las publicaciones hechas fuera de la URSS (en 1973) de textos contestatarios soviéticos —Maximov, Sajarov, Jaures y Roy Medvedev, Siniavski, Amalrik y, por último, Soljenitsin con su Gulag— son una copia de aquellas otras discusiones desarrolladas hace más de veinte años, cuando llegaron a los medios de la izquierda europea los primeros rumores sobre la existencia de campos de concentración en la Unión Soviética. Por aquel entonces, el debate cristalizó entre los intelectuales franceses concretamente en una polémica entre Sartre y Camus, en la que éste llevó las de ganar, y Sartre salió derrotado. Pero lo que importa recalcar, en un contexto político más generalizado, es que todo lo que sucedió entonces —el sobrecogimiento de horror de los no comunistas ante estas revelaciones; su voluntad de permanecer firmes en su condena, pero buscando el diálogo y procurando hallar un compromiso sobre el tema con los comunistas; la furiosa intransigencia de la réplica comunista, que los acusaba de hacer el juego a los reaccionarios y comprometer la causa de la paz (después será la «distensión»); los remordimientos y la avergonzada réplica de los no comunistas y, como epílogo, su capitulación final, llena de esperanza en el futuro, a despecho de algunas protestas anodinas— todo ello, palabra por palabra, gesto por gesto, argumento por argumento, se reprodujo, en el invierno de 1973-1974, con motivo del «caso Soljenitsin». Pero ninguno de los autores cayó en la cuenta de que estaba reponiendo un viejo melodrama escrito veinte años antes, que, a su vez,

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no fue sino reposición del libreto representado en Occidente con motivo de los procesos de Moscú de 1937.

Nunca se aprende ninguna lección en el reino de la subinformación y del olvido. Cuando se repite una situación clásica, nadie la reconoce. Se machacan, creyendo descubrirlos, los mismos nombres, las mismas citas y los mismos razonamientos. La memoria histórica de la izquierda es como la del edredón que se deforma bajo los golpes, pero nunca aprende a evitarlos, y cada vez recobra su forma primitiva, que ofrecerá al siguiente vapuleo.

Si la izquierda no comunista hubiera recordado, examinado y analizado el pasado —como sería la obligación de políticos responsables que estuvieran a la altura de su misión y de intelectuales a la altura de sus pretensiones—, no habría dejado de advertir la repetición del guión, de todos los guiones. En tal caso, no habría podido sostener durante mucho tiempo la fábula de las «excepciones enojosas» o las «desviaciones corregidas», ni escapar a la conclusión de que estos momentos, interrelacionados, formaban una trayectoria histórica firme y clara. Pero la izquierda no comunista mundial, en conjunto, nunca asoció estos momentos, sino que escogió el olvido y eludió la comprensión.

Y es que la comprensión la habría obligado a renunciar a la esperanza de una convergencia entre el socialismo democrático y el comunismo. La habría obligado a reconocer que los partidos comunistas persiguen y, cuando están en el poder, realizan un designio, cuya ejecución excluye categóricamente a la democracia. Acaso este designio no sea malo: éste es otro problema, otra papeleta. Pero no está ideado para prolongar la democracia ni para desembocar en ella. Y no será para volver a implantarla por lo que el comunismo la destruyó en los países en los que ya existía, como en Checoslovaquia antes de 1948.

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Si en unos lugares la destruyó, es porque quería destruirla. Si en otros no la ha creado, es porque no tiene vocación de crearla.

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5. EL EQUÍVOCO ACERCA DEL SOCIALISMO

El error de la izquierda no comunista —salvo cuando opta francamente por la social-democracia— consiste en creer que el comunismo es una forma de socialismo. Nada de eso. El comunismo tiene por objeto destruir el capitalismo, eso sí, pero no instituir el socialismo, es decir, poner la economía al servicio del hombre. Su finalidad es poner la economía y al hombre al servicio de la «nueva clase» dirigente9 —que, por cierto, ya va siendo cada vez menos «nueva»—: la burocracia. El dominio de esta clase se funda no en la propiedad, sino en la función. Somete al trabajador con mucho más rigor que el capitalismo, y permite su «explotación» —es decir, si se prefiere, la deducción de la plusvalía— por vías mucho más directas y autoritarias.10 Implica y acarrea la implantación de un sistema de sindicalismo dirigido en el que los trabajadores sólo pueden defenderse con la pereza de un sistema de gobierno en el que los ciudadanos no tienen ningún derecho político y están sometidos a constante vigilancia policíaca; de un sistema cultural controlado, censurado y expurgado, en el que las mentes castradas renuncian espontáneamente a toda veleidad de resistencia.

Por lo que se refiere a la cultura, que es uno de los puntos de fricción constante entre las dos izquierdas, el estalinismo ha recurrido siempre al subterfugio de que la represión cultural no apuntaba a la libertad de pensar, sino a las maniobras políticas disimuladas bajo el uso que se hacía de ella. En la época en que el partido comunista francés trataba de imponer a sus miembros y amigos la estética lúgubre y cómica del llamado «realismo socialista», promovió al rango de corifeo del 9 Milovan Djilas, La Nouvette Classe (1957).10 Marc Paillet, Marx contre Marx, París, 1971, Denoël.

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desastre en Francia a una calamidad pictórica llamada Fougeron, cuya letárgica ramplonería les parecía inhumana incluso a algunos militantes. Uno de ellos se quejó a un alto dirigente, al que llegó a decirle: «Me acosan porque no me gusta la pintura de Fougeron.» El dirigente, Laurent Casanova, le respondió: «No lo entiende, porque el fondo de la cuestión es que las reservas sobre Fougeron han sido formuladas de tal manera, que constituyen un ataque político contra él partido.»11 Esto ponía de manifiesto el círculo vicioso existente, ya que la promoción de Fougeron había sido dictada por móviles puramente políticos —aplicar la «línea» estética de Moscú—, lo cual impedía que se le juzgara en el terreno puramente pictórico, terreno que, sin el apoyo del P. C., nunca habría llegado a pisar, como tampoco Lissenko habría llegado al de la Biología por sus propias fuerzas*

El totalitarismo politiza por anticipado todos los campos, para denunciar seguidamente resabios políticos en cualquier disidencia cultural. Idéntico sofisma fue utilizado, con bastante éxito por cierto, para intentar evitar que la izquierda occidental apoyara la lucha por la libertad de expresión sostenida por Sajarov y Soljenitsin en 1973: según el P. C., tras esta supuesta campaña por la libertad de expresión se ocultaba una maniobra política dirigida contra la distensión.

De este modo, los comunistas confiesan ingenuamente que son totalitarios. Porque —insistamos una vez más— lo propio del totalitarismo es precisamente considerar que no hay manifestación humana que posea existencia autónoma, ni valores de referencia propios, aparte sus relaciones con el poder, ni que pueda juzgarse más que como una parcela del sistema de autoridad política. En el fondo, el

11 Cita de David Caute en Le Communisme et les intellectuels français, París, 1967, Gallimard. Subrayado por mí. 1ª edición inglesa, 1964, Communism and the French Intellectuals 1914-1960.

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totalitarismo no condena una obra porque «esconda» una intención política. Nada de eso: a los ojos del capitalismo, la obra tiene siempre una dimensión política, porque el régimen que la produce es totalitario: mejor dicho, tiene sólo una dimensión política, a favor o en contra del régimen, el cual se concibe como un bloque de elementos indisociables.

Estos hechos son tan conocidos, lo son desde hace tanto tiempo y la documentación sobre este tipo de régimen es tan abundante y elocuente, que resulta menos interesante repetir la demostración, que tratar de comprender por qué tiene tan poco alcance.

Y es que ya no hace falta demostrar que los regímenes comunistas son tan contrarios al marxismo de Marx como a los ideales de un socialismo democrático (mejor dicho: y por consiguiente, a los ideales de un socialismo democrático). Lo que se ha de explicar es por qué cunde tanto la negativa a levantar acta de la demostración. Acaso sea éste el principal escollo que retrasa y compromete el salvamento político y social de la Humanidad actual. Mientras los socialistas no comprendan que el más temible enemigo del socialismo es el comunismo —más temible incluso que el capitalismo—, será irrealizable la revolución que tanto necesita el mundo de hoy. Es posible pasar del capitalismo al socialismo, pero no del comunismo al socialismo. Que socialistas y comunistas formulen las mismas quejas contra el capitalismo, no significa que éste deba ser sustituido por el mismo régimen. La lucha de la futura clase dirigente burocrática de los ciudadanos-trabajadores contra la clase dirigente de los propietarios actuales, puede coincidir transitoriamente con la crítica de los ciudadanos-trabajadores contra los mismos propietarios, pero su objetivo es el poder para los burócratas y no para los ciudadanos-trabajadores. No será a los marxistas a los que haya que explicar este elemental mecanismo histórico.

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Éste es el motivo por el que carece de fundamento la objeción ritual de que los socialistas deben guardarse de mezclar sus ataques contra el estalinismo, con los de los defensores del capitalismo. Los representantes del capitalismo atacan al estalinismo principalmente porque éste quiere destruirlos; y lo mismo deberían hacer los representantes del socialismo, sin el menor escrúpulo y por la misma razón, porque el estalinismo también quiere destruirlos a ellos. Dejarse encerrar por la propaganda estaliniana en la misma categoría que el capital si protestan contra los métodos comunistas cuando están amenazados a título distinto que el capital, pero del mismo peligro, constituye para los socialistas una concesión sin contrapartida. Por otra parte, en las filas de los capitalistas abundan los demócratas que rechazan el estalinismo por las mismas razones que los socialistas: por adhesión a la democracia política y al pluralismo. Negar su existencia y su importancia, so pretexto de no «hacerle el juego a la derecha», es precisamente hacerle el juego al estalinismo, el cual trata siempre de escamotear la cuestión de la democracia, de servirse de los socialistas para derribar al capitalismo y luego a la democracia, a costa de ellos.

Es un error inexcusable imaginar que puede haber una lucha común a socialistas y comunistas, hasta el punto en el que, después de la eliminación del capitalismo, se elija entre la corriente democrática y la corriente totalitaria. Cuando se llega a este punto, el comunismo resulta ser siempre el más fuerte, aunque no tenga la mayoría en las elecciones, cosa que, por cierto, nunca ha tenido. Y cuando la tenga (por ejemplo, en Italia), los comunistas serán invencibles. ¿Cómo es posible que un partido que actúa ya como si tuviera a la opinión unánime en su favor, cuando cuenta sólo con una minoría de votos, cambie de actitud si alcanza la mayoría relativa? Y, una vez en el poder el comunismo, sería ya tarde para salvar al

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socialismo, su causa estaría irremisiblemente perdida: contra el capitalismo siempre se ha podido organizar una oposición eficaz; contra la Burocracia, jamás. Es más fácil corregir las desigualdades económicas, que liberarse de un despotismo político.

En apoyo de estos datos históricos podría invocarse, una vez más, el testamento de los fundadores del socialismo, que ha sido violado hasta tal punto, que uno de los más eminentes eruditos en la materia ha podido citar a Marx critique du marxisme.12 En un capítulo cuyo título basta para demostrar que el tema es más afín al género literario de la oración fúnebre que al de programa político, "Marx y la democracia", el sabio llega a proponer que se descarte el término «marxismo», que él considera «inútil» y hasta «nocivo». Porque se ha asociado a sistemas políticos que han sido los mayores destructores de las ideas de Marx, o bien se han convertido en sinónimo de socialismo en general.

Otros autores no menos cualificados podrían citar multitud de textos demostrativos de que Marx consideraba la idea de partido —y no digamos la de partido único— incompatible con la revolución proletaria, condenaba con virulencia —concretamente, en su polémica con Bakunin— a aquel partido, ya leninista, de «sacerdotes de una ciencia secreta», cuya norma de conducta se traduce en la fórmula «el que no está con nosotros, está contra nosotros», aquel partido que «sólo aspira a eternizar la dictadura», con su «comunismo de cuartel».13 Si estas expresiones no fueran de Marx, se diría que reflejan el «anticomunismo vulgar» y «obsesivo» de los enemigos de la distensión y de la Unión de la izquierda. Y, a mayor abundamiento, con razón se podría denostar, 12 Título del libro de Maximilien Rubel, París, 1974, Payot. Rubel, a su vez, se refiere a la edición de Marx hecha por la Bibliothèque de la Pléiade (Gallimard).13 Cita de Kostas Papaïoannou, L'ldéologie froide, essai sur le dépérissement du marxisme, París, 1967, J.-J. Pauvert, Cap. I: «Marxisme et orthodaxie».

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con los mismos términos, el anticomunismo de Lenin, quien, en 1895, antes de hacerse del todo leninista, escribió, en su artículo necrológico sobre Engels: «Marx y Engels se hicieron socialistas después de haber sido demócratas, y en ellos era muy fuerte el sentimiento democrático de odio hacia la arbitrariedad política. Este sentido político innato, unido a una profunda comprensión teórica de la relación existente entre la arbitrariedad política y la opresión económica, así como su rica experiencia, hicieron a Marx y a Engels muy sensibles a la relación política.»14 Pero, ¿de qué pueden servir estas citas ni los miles de otras citas que podríamos invocar, en apoyo de la misma demostración? La búsqueda, confrontación y exégesis de los textos, indispensables para el conocimiento —para las raras personas interesadas por el conocimiento—, nunca influyeron en la acción, las sectas ni los poderes. Antes y después de la historia de los sucesores de Marx, la de los sucesores de Aristóteles o de Freud ha demostrado claramente que cuanto más cultiva una tradición el fetichismo de los textos, más incapaz es de establecer un consenso en torno a cualquiera de tales textos, por más claro que parezca, de entrada, a una mente no prevenida, el pensamiento de los fundadores. Más aún: especialmente cuando el pensamiento está claro. En tales tradiciones, el empleo de la fuerza —que abarca desde el simple monopolio pedagógico hasta el campo de reeducación y la ejecución capital— suele ser necesario para la comprensión colectiva de las fuentes literarias de la ortodoxia.

Si el contraste entre el pensamiento de Marx y la realidad de los regímenes y partidos que lo invocan pone en las conciencias sólo un desconcierto académico y estimula más la controversia sobre los libros que la rectificación de la acción política, ello se debe a que es más fácil adaptar una filosofía a una realidad, que a la 14 Kostas Papaïoannou, op. cit.

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inversa. Destronar a Stalin es incómodo; justificarlo está al alcance de toda conciencia flexible, y precisamente la flexibilidad —por afortunado designio de la madre Naturaleza— abunda más en las conciencias que en los hechos. Por tanto, la indulgencia para con el totalitarismo no es frenada por el brumoso fantasma de la «inspiración original y auténtica» del marxismo ni por la información sobre la realidad que se vive en los países comunistas. No me sorprende que los ideólogos de estos países insistan en que todavía no han alcanzado la fase del comunismo propiamente dicho, sino sólo la del socialismo. Digamos, pues, que, técnicamente —como fenómenos políticos concretos—, los países comunistas se definen como aquellos en los que todo el poder está en manos de un partido único, que se auto-titula partido comunista.

Pero estos países no son socialistas en absoluto. La idea fija que se interpone entre la izquierda occidental y los países comunistas —a modo de obturador que bloquea su visión de estos países—, es la de que estas sociedades representan una primera etapa hacia el socialismo. Una vez limpias de sus impurezas, se harán socialistas. A esta piadosa creencia —insisto— es inútil oponer bibliotecas enteras en las que se consignan los hechos demostrativos de que los regímenes comunistas nacieron, efectivamente, de revoluciones anticapitalistas, pero no proletarias ni socialistas. Son regímenes coherentes consigo mismos, no provisionales ni primeros pasos por el camino del socialismo. Como dice el autor de uno de los mejores estudios que se han hecho sobre el totalitarismo burocrático: «La burocracia no cumple las promesas del socialismo, sino sus propias promesas.»15

15 Marc Paillet, Marx contre Marx, París, 1971, Denoël. Paillet pone el dedo en la llaga cuando dice: «La desposesión fundamental de los capitalistas puede producirse por medio de la nacionalización del aparato de la producción, sin que ello acarree la realización del socialismo...» Esta desposesión provoca «una nueva organización de la sociedad... una economía que autoriza a una nueva clase dirigente, a nivel del Estado

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Sea como fuere, por más fuerza que tenga la masa de información existente sobre los países comunistas, los enamorados vergonzantes del totalitarismo sabrán ingeniárselas para soslayarla, desplazando la discusión al terreno de la «esencia» del socialismo. Porque la esencia es siempre más dócil que la existencia. O bien dirán que la teoría del comunismo como «capitalismo del Estado» y la burocracia como «nueva clase dirigente» es vieja y está ya muy vista. Pero no cabe duda de que esto es precisamente lo más interesante. La tesis de que la Tierra es redonda también es muy vieja y está muy vista; pero si mil millones de seres humanos siguieran navegando como si fuera plana, resultaría apasionante tratar de averiguar el origen de su convicción cosmológica y de su comportamiento náutico.

Puesto que nunca hubo un ejemplo de socialismo leninista que no fuera totalitario y burocrático, ¿cómo pueden los doctrinarios tratar con tanta altanería a los que se permiten observar que los proyectos de un futuro socialismo de libertad son muy loables, pero no pasan de ser proyectos para lo por venir, no constituyen un método probado? La panacea del «socialismo de rostro humano» se ha hecho polvo en todas partes, ya antes de nacer. (Por cierto que no deja de ser desconsolador que la adquisición de un rostro humano —que es realmente lo menos que cabría esperar de un régimen que quiere liberar al hombre— haya acabado por sernos presentada como el problema de la cuadratura del círculo del socialismo.) Si uno es marxista-leninista, o sea, socialista «científico», ¿no ha de buscar las causas de este aborto periódico? ¿Acaso en las ciencias no se considera ley aquello que corroboran todas las experiencias? ¿O es que los marxistas

y de la empresa, a recaudar la plusvalía de forma original, es decir, precisamente a través de los aparatos institucionales; tal es la razón de esta sorprendente aparición de la burocracia dirigente. Su sitio estaba marcado con un vacío. La revolución socialista la instaló en él. Reparamos al mismo tiempo en el sitio y en el ocupante. De ahí la sorpresa.

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modernos tratan de proceder a una revolución epistemológica de las suyas, una más, introduciendo este concepto nuevo, esta innovadora definición de la ley: en lo sucesivo, la ley será aquello que no es corroborado por ninguna experiencia? No sería más «científico» admitir que se ha equivocado uno de hipótesis de partida, que no existe vocación democrática inherente en el comunismo; en otras palabras, que entre los regímenes comunistas y lo que, sin un exceso de humor negro, se entiende por socialismo, no hay afinidad, sino incompatibilidad. Aunque, en lugar de socialismo, más exacto sería decir proyecto de socialismo, pues, si bien los regímenes comunistas son realidades bien tangibles, el socialismo nunca ha pasado de ser un proyecto.

Precisamente la mezcla entre el proyecto socialista y la realidad comunista es lo que sustrae a todo rigor no sólo las discusiones sobre el carácter política y espiritualmente totalitario de las sociedades comunistas, sino también todo intento de evaluación de su rendimiento económico y de la felicidad material que procuran. El reajuste entre los hechos y las intenciones resulta muy cómodo para quien quiere evitar levantar acta de unos y precisar otras. Permite eludir, por un lado, el agobiante veredicto de la Historia pasada y presente, y, por otro, la servidumbre intelectual de un programa serio para el futuro. La penuria, la incoherencia, el despilfarro, las purgas son, según la interpretación «progresista», taras de economías socialistas, respecto a las cuales se admite que aún funcionan mal.

Ahora bien, las sociedades comunistas, por el contrario, funcionan espléndidamente, por lo menos desde el punto de vista imperante de las oligarquías que las dirigen. Pocas veces un sistema político ha respondido tan adecuadamente a lo que se esperaba de él. Para la Burocracia, la suprema prioridad es conservar el poder. Como es natural, una vez

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asegurado esto, no tiene nada contra la mejora del nivel de vida, siempre que tal mejora sea compatible con su autoridad. En caso de conflicto de intereses, es decir, cada vez que un progreso material tiene como requisito previo o como posible consecuencia una mayor libertad para tal o cual categoría de trabajadores, la Burocracia opta por la reafirmación de su poder, en detrimento del progreso material.

Mas preferiría no tener que elegir, y es una calumnia infame acusarla de mantener voluntariamente a sus ciudadanos por debajo del nivel medio de bienestar capitalista. La Burocracia no tiene prejuicios contra el bienestar. Pero no puede tolerar una brecha en el sistema de dirección autoritaria y centralizada de la economía, sin resquebrajar la base de su dominio político. El sistema es económicamente mediocre, pero políticamente indispensable. Sea como fuere, siempre que pueda mitigar la mediocridad del sistema económico sin comprometer la estabilidad política, ¿por qué no habría de hacerlo muy gustosa?

A causa de esta subordinación de lo económico a lo político, en los regímenes comunistas los gobernantes no tienen que pagar sus errores. Como ya he dicho, un sistema democrático normal es aquel en el que los errores de dirección son expiados por los gobernantes, mientras que en un sistema comunista son expiados por el pueblo. Estas expiaciones implican purgas, las cuales provocan, como es natural, la caída de algún personaje de la oligarquía, aunque afectan principalmente a los mandos inferiores y a las masas. En otras palabras: el castigo es más fuerte cuanto más débil haya sido la participación —si es que la hubo— en las decisiones aciagas. En una serie de artículos,16 que indignaron a los medios filantrópicos parisienses —los indignaron contra el autor de los artículos, por descontado—, Lucien Bianco, uno de los mejores 16 Lucien Bianco, La Nouvelle Orthodoxie, «Le Monde», 21 y 22 de enero de 1975.

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conocedores de China, pone de relieve la «irresponsabilidad» de Mao Tsé-tung con ocasión del «Gran Salto adelante» de 1958 y de la «Revolución cultural» de años después. Tanto en un caso como en otro, se tomaron decisiones aparentemente descabelladas y arbitrarias con una ligereza soberana, desorganizando la producción y sumiendo en la miseria a millones de personas. «Irresponsabilidad» innegable, desde luego, para con el pueblo chino, pero no respecto al objetivo real de las operaciones, que era el de restablecer el predominio político de Mao a la cabeza de la Burocracia. En su espantosa descripción de la vida cotidiana en un país totalitario, Andrei Sajarov17 revela con precisión cómo la mediocridad y la degradación de la existencia de las masas constituyen condiciones favorables para el mantenimiento de la dictadura policíaca y resultan, por consiguiente, de una necesidad política. Y esto que al pueblo puede parecerle una calamidad y a los ejecutores medios e inferiores una inexplicable sucesión de incoherencias, visto desde la cumbre de la jerarquía, constituye la prueba fehaciente de la eficacia y la lógica del sistema y de su excelente funcionamiento.

Pero el que, visto desde el exterior, este sistema pueda ser considerado por infinidad de personas como una variante, un poco enérgica, eso sí, del socialismo, constituye uno de los enigmas políticos y culturales más curiosos de nuestro tiempo.

17 Andrei Sajarov, Mon pays et le monde, París, 1975, Seuil. (Edición en lengua inglesa.)

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