cien pasos para volar · 2018-04-20 · respondido a sus notas con una resonancia única, ......

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CIEN PASOS PARA VOLAR Giuseppe Festa

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CIEN PASOSPARA VOLAR

Giuseppe Festa

Ilustración de cubierta: Gala PontDiseño de cubierta: Sergi PuyolMaquetación y diseño de interior: Endoradisseny Título original: Cento passi per volare© 2018, Giuseppe Festa, por el texto© 2018, Marta Gil Santacana, por la traducción

ISBN: 978-84-17128-15-9Código IBIC: YF DL B 5.949-2018

© de esta edición, 2018 por Antonio Vallardi Editore S.u.r.l., Milán Primera edición: abril de 2018Duomo ediciones es un sello de Antonio Vallardi Editore S.u.r.l. www.duomoediciones.com

Gruppo Editoriale Mauri Spagnol S.p.A. www.maurispagnol.it

Impresión: Grafica Veneta S.p.A. di Trebaseleghe (PD) Impreso en Italia

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet— y la distribución de ejemplares de este libro mediante alquiler o préstamos públicos.

CIEN PASOSPARA VOLAR

Giuseppe Festa

Traducción de Marta Gil Santacana

«Una historia preciosa en la que la naturaleza nos libera de prejuicios y nos enseña cómo somos: más fuertes de lo que pensamos, mejores que a simple

vista y muy distintos a nuestra apariencia. Un viaje a la montaña y a nuestro interior.»

Araceli Segarra, alpinista y escritora

«No he podido resistirme, me he enamorado de este libro. Lucas ve la naturaleza como solamente

pueden verla quienes la miran con el corazón.»

Emilio Ortiz, escritor invidente, autor de A través de mis pequeños ojos y de La vida con un perro es más feliz

Para Sandro y Daniela

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PRÓLOGO

Se despertó en mitad de la noche, atrapado por el perfume intenso de las estrellas.

El aire frío del valle erizó las hojas de los árbo-les y siguió trepando por la roca, hasta la cornisa sobre la que se encontraba desde hacía casi dos meses.

A poca distancia, vigilante al borde del precipicio, una presencia familiar escudriñaba insomne las tinieblas del bosque. El pequeño se preguntó qué era lo que turba-ba el sueño de su padre. Quizá la sombra de un oscuro presentimiento.

Se pegó al cálido cuerpo de su madre. Entre sus sua-ves plumas, se abandonó a un sueño inquieto.

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CAPÍTULO 1

La montaña dio al muchacho una bienvenida de resina.No fue un saludo repentino. Lucas había capta-

do la esencia de los abetos desde el sendero que, más abajo, atravesaba los prados bañados por el sol. El olor de las coníferas se había hecho cada vez más intenso. Cuando su piel notó las primeras sombras de los árbo-les, se vio envuelto por una fragancia balsámica. Lucas no era muy amante de los abrazos, pero aquel del bos-que le gustaba.

—Menos mal, un poco de aire fresco —dijo Bea. La mujer se paró y se ajustó las correas de la mochila.

Lucas, detrás de ella, quedó agradablemente sorpren-dido por el profundo eco que la voz de su tía había ge-

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nerado. Los troncos de los árboles eran una caja de re-sonancia perfecta.

—¡Si tuviera la flauta! —se lamentó. El abetal habría respondido a sus notas con una resonancia única, muy distinta de la de los bosques de robles jóvenes que cre-cían cerca de su casa—. La próxima vez me la traigo y me grabo. Así mando un pequeño recuerdo al profesor de música.

Lucas y el colegio eran como el amor y el odio centri-fugados juntos: llevaba a casa dieces en las asignaturas que le apasionaban con la misma facilidad con la que coleccionaba cuatros en las que le aburrían. Música per-tenecía al club de los dieces, y a su profesor lo llevaba en el corazón. Lamentaba sinceramente no poder tenerlo más como maestro, desde que había terminado la pri-maria.

—Podemos volver otro día —lo animó Bea—. Ade-más, me parece que ya hay un concierto en marcha. ¿Qué es este canto?

—¿Qué canto? —preguntó Lucas—. Hay tantos...—Ese que proviene de aquí arriba —respondió Bea.—Un pinzón —sentenció el chico—. Y allá hay un

carbonero… y también un piquituerto, me parece —dijo apuntando con el dedo hacia arriba.

En ese momento, un pájaro carpintero repiqueteó un

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tronco vacío, mientras el inconfundible canto del cuco emergía de entre el murmullo rítmico de los grillos, más abajo en los prados. Lucas catalogó y memorizó cada sonido. Luego cogió con la mano izquierda el pa-ñuelo de seda de su tía y, dándole algunos giros, se lo enrolló en la muñeca.

—¿Seguimos? —dijo inquieto.De repente, un chillido partió el cielo en dos. Lucas se

estremeció, el corazón le latía con fuerza.—¡Un águila! —exclamó.Bea intentó mirar por entre las ramas.—¿Un águila? ¿Estás seguro?—¡Chist! —Lucas se llevó el dedo índice a la boca.Un segundo chillido, más débil, resonó entre las mon-

tañas.—Se está alejando —observó.Se quedaron en silencio durante unos minutos, pero

ya no oyeron nada más.

El aguilucho estiró el cuello, excitado: uno de sus pa-dres volvía al nido.

Poco después, un abanico de plumas lo abofeteó con poderosos golpes de aire. Las alas de la madre, batiendo con fuerza para frenar, levantaron un remolino de plu-mas y polvo. El aguilucho se acercó a ella dando saltitos,

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ella le ofreció una liebre suculenta y se quedó a un lado observando. Ahora ya no le tenía que despedazar la car-ne para alimentarlo, el pequeño ya era lo suficientemen-te mayor para lanzarse sobre la presa y alimentarse solo. Así que esperó a que el polluelo se hubiera saciado y se comió lo que quedaba. Finalmente, después de acariciar con el pico el del pequeño, emprendió de nuevo el vuelo.

La joven rapaz se acurrucó en el centro del gran nido y cerró los ojos, vencida por el letargo de la digestión.

Su padre, que se había puesto en marcha antes del alba, surcaba el cielo a lo lejos en busca de presas.

—Ánimo, ya no falta mucho —dijo Bea.Su meta era el refugio Cien Pasos, donde ella ya había

estado varias veces en el pasado y donde, aquel vera-no, había decidido llevar a su sobrino. Una ampolla en el talón derecho había empezado a molestar a Lucas, cuando sintió bajo sus pies un mullido manto de pinaza que recubría el sendero de piedras. Se adentraban en el espeso bosque. Y a pesar de que el dolor remitió un poco, notó que cojeaba y se esforzó por caminar con normalidad. Pero su cojera no pasó inadvertida al ojo atento de la tía. En cuanto tuvo ocasión, Bea se detuvo y se sentó sobre una roca que había junto al camino.

—¿Va todo bien, Lucas? —dijo desatándose las botas.

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—Sí, ¿por qué?—¡A mí me duelen los pies! Me están saliendo un

montón de ampollas —se lamentó ella observando la expresión del sobrino—. ¡Maldito el momento en que se me ocurrió ponerme las botas nuevas sin haberlas usado un poco!

—Ponte un par de tiritas —le aconsejó él, de pie fren-te a ella.

—Es justo lo que quiero hacer —dijo ella hurgando en la mochila—. Aquí están. —Se quitó las botas y fingió que se ponía las tiritas—. Ya está, ahora seguro que iré mejor —exclamó mostrando alivio—. ¿Y tú? ¿Cómo vas con las botas nuevas?

Lucas se quedó un momento en silencio.—Bueno, si tienes alguna tirita de más…Bea sonrió. Conocía a su sobrino como la palma de

su mano. Sabía que, sin aquel truco, no habría admitido nunca que algo iba mal. Más bien habría llegado al refu-gio con los calcetines ensangrentados.

El chico dejó el bastón de excursionista en el suelo y se quitó las botas. Se estremeció al pasar el dedo por la ampolla, ya llena de líquido. La cubrió con una tirita y se volvió a calzar las botas.

—Vamos, basta de descansos —murmuró levantán-dose—. Si no, no llegaremos nunca.

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Se enrolló el pañuelo de seda en la mano izquierda y recogió el bastón del suelo.

—En marcha —dijo dando una palmada a su tía en la cadera.

Poco después, el murmullo de un río cubrió los de-más sonidos. Bea y Lucas atravesaron un puente col-gante de madera, situado solo un poco más abajo de un impetuoso salto de agua. Él giró el rostro hacia la cascada: las gotitas suspendidas en el aire le acariciaron la piel, y la brisa húmeda de la canal lo hizo estremecer de placer.

—Ya casi hemos llegado —dijo Bea—. Me acuerdo de esta cascada.

Pasaron algunos minutos y salieron del bosque. Si-guieron por el sendero unos cuantos cientos de metros y cogieron un camino que iba directo al refugio.

El Cien Pasos descansaba sobre el valle.Lucas escuchó las primeras voces de los turistas que

charlaban en los bancos de madera del exterior del re-fugio.

Soltó el pañuelo de seda que Bea llevaba anudado a la cintura y sacó de un bolsillo de la mochila un segundo bastón telescópico. Ella suspiró.

—¿Por qué no me das la mano? Mira, no tienes por qué…

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—¡Tía! —la interrumpió bruscamente Lucas, intu-yendo lo que le iba a decir—. Tú continúa adelante, yo te sigo. Basta con que hables.

El tono no admitía réplica alguna, su tía lo sabía. Re-emprendió la marcha sin insistir, mientras el rostro de Lucas se ensombrecía. El pañuelo era una condición que aceptaba a regañadientes… pero la mano, eso sí que no.

«Soy ciego, pero no soy un crío», pensó mientras se acercaba cada vez más al refugio.