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JUAN JOSÉ B O T E R 0 Una introducción a la filosofía política

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J U A N J O S É B O T E R 0

Una introducción a la filosofía política

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Me corresponde la tarea un poco ingrata de hacer una introducción a la filoso­fía política. Digo que es una labor poco grata porque una introducción debe ser general y, por lo tanto, puede parecer que pasa por alto cosas muy importantes o que es un mero conjunto de lugares comunes. Por otro lado, debo hacer énfa­sis en el artículo indeterminado: se trata de una introducción a la filosofía polí­tica; es decir, se trata de exponer -como en todo trabajo filosófico- una visión particular del asunto, en este caso la mía, que con seguridad no es única, y que a pesar de que puede ser compartida por muchos otros es apenas una entre múltiples posibilidades. Doy por terminadas las aclaraciones preliminares, con las que espero e\ ilar polémicas innecesarias, y paso directamente a la cuestión que nos concierne.

I . EL C A M P O DE T R A B A J O DE LA F I L O S O F Í A P O L Í T I C A

;De qué se ocupa la filosofía política? Permítanme empezar deslindando el verdadero ámbito de la filosofía política de otros campos con los que no debe confundirse. En primer lugar, ha de desligarse de las discusiones políticas or­dinarias: éstas se reducen por lo común, y es fácil constatarlo, a confrontacio­nes entre eslóganes o consignas, condimentadas a veces con una retórica no siempre muy afortunada, aunque a veces ingeniosa. I^sto, por supuesto, no tie­ne nada que ver con la filosofía. En segundo lugar, también debemos distinguir entre las discusiones en filosofía política y otras discusiones, más serias que las ya mencionadas, las cuales versan sobre asuntos pragmáticos o estratégicos del momento: estos debates son claramente coyunturales, no filosóficos. Pero ade­más, y en tercer lugar, hay que superar la muy común creencia según la cual las discusiones políticas serias son los debates ideológicos. No me cabe la menor duda de que este tipo de debates, que se dan regularmente sobre diversos te­mas entre formaciones políticas establecidas o partidos más o menos estables (por ejemplo entre concepciones socialdemócratas, neoliberales, feministas, ecologistas, conservadoras, etc.), son mucho más serios que las discusiones po­líticas ordinarias a las que me refería antes; pero es un error suponer que la filosofía política no hace cosa distinta a reflejar la superficie de estos debates, recogiendo lo que en ellos se expone. Si uno se fija con cuidado en esas discu­siones, reconoce la continua aparición de posiciones conceptualmente muy confusas; de problemas conceptuales, de argumentos en cuyas premisas se mezclan fuentes teóricas muy diversas y no siempre compatibles entre sí, e incluso de propuestas de acción que son francamente contrarias a los funda­mentos doctrinales mismos en los que se supone que se apoya la concepción política en juego. No hay que buscar muy lejos los ejemplos.

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El campo de la filosofía política, así lo creo yo, debe penetrar las apariencias que envuehen esos debates ideológicos, de tal modo que saque a la luz la cohe­rencia interna - y también, por supuesto, las posibles incoherencias- de las teo­rías subyacentes a las posiciones debatidas; eso es lo que diferencia a la filosofía política de lo que serían concepciones políticas particulares sobre algún tema o problema específico. Lo que estoy intentando señalar es muy importante: cuando se discute de filosofía política, realmente no se está discutiendo de política, se está discutiendo acerca de las concepciones más profundas que subyacen a las teorías políticas en debate. Esto debe quedar bien claro desde el comienzo: cuando se debaten teorías de filosofía política no se está discutiendo de políti­ca, sino de filosofía.

En los últimos 30 años la filosofía política contemporánea ha estado domi­nada por la discusión de la obra de JOHN RAWLS, autor perteneciente a la tradi­ción filosófica conocida como "filosofía analítica", más precisamente al último período de ella, que cs el período no-positivista o post-positivista. Teniendo eso en cuenta, el campo de la filosofía política, tal y como yo lo voy a delimitar, está determinado de cierto modo por el referente metodológico de dicha tradi­ción. Por lo menos ese es el sesgo que tiene mi exposición: el de la filosofía política post-positivista. Y justifico tal proceder en la relevancia que han teni­do, y tienen, los trabajos de RAWLS. N O quiero decir con esto que todos los que discuten la obra rawlsiana sean filósofos analíticos o que pertenezcan a la co­rriente analítica, de ninguna manera. Lo que quiero decir es que, puesto que fue la obra de RAWLS la que planteó cl tema de la filosofía política después de un ostracismo de muchísimos años, sin duda alguna la pertenencia de tal obra a la tradición analítica ha debido tener cierta influencia en las discusiones con­temporáneas en filosofía política; aunque es de resaltar que RAWLS mismo no hace uso del método analítico clásico.

Nuestra pregunta inicial es, lo repito, ;dc qué se ocupa la filosofía política? Una primera respuesta sería la siguiente: "La filosofía política se ocupa de la vida política en cuanto dimensión de la existencia humana". Es esa una res­puesta de estilo filosófico muy clásico, una formulación tan general que parece poco útil intentar algún desarrollo teórico a partir de ella. No estoy diciendo que tal respuesta sea falsa; digo que, desde el punto de vista teórico, tal como está formulada es poco práctica. Así las cosas, voy a tratar de precisarla, alu­diendo a los fenómenos que aparecen como característicos de esa "vida políti­ca". Se trata de fenómenos como el Estado, el derecho, la ley, las comunidades políticas, los partidos, la guerra, etc. Si consideramos que es útil trabajar con estos fenómenos es porque suponemos que tenemos a nuestra disposición he­rramientas conceptuales que los hacen inteligibles, categorías con las cuales

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Juan José Boten,

podemos abordarlos teóricamente. ¿Cuáles son esas categorías? Si evocamos dichos fenómenos en relación con el objeto de la filosofía política estamos dan­do claramente por sentado que entre ellos existen ciertas relaciones, las cuales, a su vez, se rigen por cierta lógica que determina el que constituyan un conjun­to coherente. De no ser así no los hubiéramos mencionado juntos. Después de todo, ¿por qué ponemos allí al Estado y al derecho, y no a la crema chantillí y a los cultivos de cordia aliodora en la zona cafetera, por ejemplo? Hay que mirar, pues, qué tienen en común esos fenómenos; hay que buscar las razones por las cuales los hemos agrupado en un conjunto que consideramos coherente.

Enfocados en ese objetivo pueden surgir dos opciones. La primera consiste en tomar esos fenómenos y preguntarse por la esencia común que los hace perte­necer a un mismo conjunto sistemático, por el fundamento ontológico compar­tido que nos autoriza a colocarlos juntos bajo la denominación "objeto de la filosofía política". Esa es la opción que yo llamaría, por razones obvias, "meta­física". En tal caso, las categorías con que trabajaríamos en filosofía política serían categorías metafísicas. La otra opción consiste en tomar esos conceptos (Estado, ley, comunidades políticas, partidos, guerra, etc.) y tratar de aclarar el significado o sentido que ellos adquieren al interior de los enunciados en los que aparecen. Es decir, dado que los teóricos los utilizan como parte de los enunciados que profieren, nuestro trabajo sería el de aclarar el sentido en que los utilizan. Esa es la opción que yo considero la opción analítica clásica. De acuerdo con ella, la filosofía política se concentra únicamente en aclarar el sen­tido de ciertos conceptos, y de los enunciados en los que ellos aparecen; no construye teorías ni se ocupa de "esencias".

RAWLS simplemente ignora esa prohibición de construir teorías, de modo que, aunque trabaja con toda la metodología analítica, avanza en el planteamien­to de propuestas. Por eso la filosofía política de RAWT S no puede catalogarse como perteneciente a la corriente "clásica" de la filosofía analítica. De hecho, la filoso­fía política que seguía la vía analítica clásica se entretenía haciendo largas listas de conceptos, aclaraciones y sub-aelaraciones, pero nunca producía nada. No obs­tante, si yo tuviera que escoger entre la opción metafísica y la analítica clásica, escogería esta última por puras consideraciones pragmático-teóricas, pues es, repito, más útil y fructífero trabajar con ésta que con aquélla. La opción metafí­sica nos obliga a buscar una verdad última, y sobre eso nunca vamos a estar de acuerdo. Me parece, entonces, que lo mejor es trabajar con una concepción ana­lítica modificada en el sentido de que no se ciñe tan estrictamente a las restric­ciones clásicas.

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A . LA P R O P U E S T A A N A L Í T I C A C L Á S I C A Y E L T I P O

L Ó G I C O DE L O S E N U N C I A D O S U E LA T E O R Í A P O L Í T I C A

¿Qué se propone la vía analítica clásica? Su objetivo cs clarificar el sentido de los conceptos que usamos, principalmente ana/izando las proposiciones o enun­ciados que hacemos en filosofía política. En nuestro caso, deberíamos empezar preguntándonos cuál es el tipo lógico característico de los enunciados de la filosofía política, si es que lo hay; esto es, si tienen algún rasgo específico que los distingue de los enunciados de la ciencia, de la sociología, del derecho, etcéte­ra, y, si lo tienen, cuál es. El objetivo final es establecer la posibilidad y la forma que pueda tener una argumentación racional en el campo de la filosofía políti­ca. Lo primero es, obviamente, establecer si es posible una argumentación ra­cional en el campo de la filosofía política, y lo siguiente sería definir qué "forma" tendría tal argumentación, cs decir, cuáles serían los lineamientos generales que ella debería respetar para poder ser considerada racional. Sabemos, claro, que hay puntos sobre los cuales no es posible tener una argumentación pura­mente racional (las supersticiones personales o los gustos gastronómicos de cada individuo, por ejemplo); pero hay campos en los que la pregunta por la racionalidad cs muy pertinente: en el arte o en la filosofía política, por ejemplo. Lo que estoy sugiriendo es que cl enfoque analítico nos permite avanzar en este sentido mejor que cualquier otro enfoque.

Los enunciados de la filosofía política, es decir, las ideas que expresamos en ese ámbito, responden en general a preguntas como las siguientes: ¿que debemos hacer de nuestra sociedad? ¿Qué criterios deben guiar nuestras decisiones colectivas? ¿Qué es una sociedad justa? Las respuestas a estas preguntas son, precisamente, el tipo de enunciados que encontramos en los textos de filosofía política. Com­parémoslos con esta otra serie de preguntas: ¿cuáles son las características de nuestra sociedad actual? ¿Cuáles son los motivos que llevaron a la gente a votar masivamente por cl candidato x? ¿Cuántos colombianos viven bajo la línea de po­breza?'Es claro que las respuestas a esta segunda serie de preguntas se formu­lan mediante los así llamados enunciados Jadieos o enunciados de hecho: proposiciones que sirven para describir hechos. Los enunciados usados para contestar preguntas del primer tipo, por su parte, no serán Lácticos sino norma­tivos, prescriptivos o evaluativos. Se trata de juicios de valor que en filosofía se suponen pertenecientes al campo de la ética. La diferencia fundamental entre los enunciados que responden a una u otra serie de preguntas está en que los correspondientes a la segunda serie pueden ser verdaderos o falsos, mientras que los de la primera no. Los enunciados Lácticos se refieren, precisamente, a hechos. Luego, es posible determinar si el hecho que describen es o no es. Pero el

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Juan José Botero ig

caso de los juicios valorativos es distinto, dado que ellos no describen ninguna situación fáctica, de modo que en tal caso no hay lugar para establecer verdad o falsedad -al menos no si uno quiere usar los términos "verdad" y "falsedad" en su sentido habitual.

La especificidad de los juicios éticos se puede ver más claramente si se examina el contraste entre los siguientes enunciados:

i. El Estado debe reducir las injusticias sociales. 2. El Estado debe otorgar subsidios de desempleo si se quiere reducir el

número de indigentes. i El enunciado es claramente normativo, y por lo tanto pertenece a la ética;

mientras que el enunciado 2 es, en cambio, descriptivo, y puede pertenecer, por ejemplo, al ámbito de la macroeconomía. Fijémonos en qué es lo que diferen­cia uno del otro. Ambos tienen la misma forma gramatical e incluso se sirven del mismo verbo, "debe", ¿cuál es, entonces, la diferencia? Para responder a esta cuestión voy a hacer uso de una distinción que establece KANT (aunque en estricto sentido no es la misma distinción, o, mejor, KANT no la aplicaría como yo lo voy a hacer). 1 y 2 son del mismo tipo en el sentido en que ambos son lo que KANT llamaba enunciados imperativos. Ahora, como es bien sabido, KANT

distinguió dos clases de imperativos: por un lado los llamados imperativos hipo­téticos y por el otro los categóricos. En los imperativos hipotéticos, tales como el enunciado 2, el verbo "debe" es una especie de condicional. Dichos enuncia­dos establecen cuáles son los medios más apropiados para conseguir determi­nado fin, sobre el cual ya hay un acuerdo previo: si el Estado quiere reducir el número de indigente,s una buena política sería establecer el subsidio de des­empleo, de esa manera evitaría que los desempleados se convirtieran en indigentes. En cambio, los imperativos categóricos son, por excelencia, enun­ciados normativos incondicionados, pues en ellos el "debe" no tiene condicio­nes sino que tiene fuerza de autoridad. En otras palabras, dichos enunciados no son requisito para nada, no son un medio para alcanzar cierto fin. Considérese, por ejemplo, el enunciado 1: el Estado debe reducir las injusticias sociales por­que ello hace parte de los fines para los que fue creado, no para lograr otra cosa, no como condición para obtener algo más. Enunciados como ese son por exce­lencia los enunciados normativos. En cambio, los enunciados hipotéticos, repi­to, sólo parecen normativos por el uso del verbo "debe"; pero en realidad pertenecen al tipo de enunciados que pueden ser catalogados como verdaderos o falsos, es decir, a los enunciados descriptivos. De hecho, es posible que la mejor política para reducir el número de indigentes no sea establecer un subsi­dio de desempleo: claramente este enunciado puede ser verdadero o falso,

Por otra parte puede presentarse el caso contrario, es decir, el de enuncia­dos normativos que parecen descriptivos, por ejemplo:

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3. El secuestro de personas es una práctica muy extendida en Colombia. 4. El secuestro de personas es una práctica abominable. El "debe" no aparece aquí por ninguna parte. 3 es, sin lugar a dudas, un

enunciado descriptivo. 4 parece tener la misma forma que 3, pero no es un enunciado descriptivo sino normativo. En la misma situación se encuentran enunciados tales como "la sociedad colombiana es una sociedad injusta" o "la situación social en Colombia es injusta": parecen enunciados fácticos, pero yo creo que son juicios normativos. Ahora, puede haber casos aún más difíciles de discernir, porque la forma gramatical puede ser engañosa, por ejemplo:

5. Todo colombiano tiene derecho a expresar libremente sus ideas. 6. Todo colombiano tiene derecho a 21 días de vacaciones pagadas en vir­

tud de la legislación vigente. Uno de esos enunciados tiene un sentido claramente normativo (5); el otro

parece ser descriptivo. Todo esto puede parecer trivial a primera vista, pero no es difícil encontrar en la práctica política muchos malentendidos que provienen de la amalgama entre estos dos tipos de enunciados. Pensemos, por ejemplo, en el tema de los así llamados "derechos de segunda generación". En términos de distinción entre enunciados por su forma lógica y no por su forma gramatical, ¿qué tanta fuerza tienen? ¿Qué tan categóricos son? He aquí un tema interesante. Pero el punto es que el método analítico nos brinda herramientas muy útiles en el campo de la filosofía política, las cuales nos permiten evitar los errores más cra­sos. Por supuesto, allí no acaba la filosofía política, pero ia labor analítica evita discusiones inútiles y largas. Muchas veces, por ejemplo, basta con darse cuenta de que se está tratando de establecer la verdad de algo sobre lo cual no es posible hacerlo, con lo cual, acto seguido, se deja sin piso el debate.

Ahora bien, en el ámbito de los enunciados éticos hay algunos que respon­den a preguntas como las siguientes: "¿qué hago yo, le doy limosna a una per­sona que se me presenta como desplazado, o más bien le doy consejos, lo llevo a la casa, le doy alimentación?". O, ¿qué debo hacer yo como sujeto ético con esta cartera que me encontré y que sé a quién pertenece, pero cuyo contenido en dinero me serviría para satisfacer una necesidad urgente? Tales cuestiones son evidentemente éticas, pero pertenecen al campo de la ética individual. En este sentido, resultan ser preguntas cuya respuesta debe funcionar como nor­ma de acción individual.

Hay otros enunciados que, por el contrario, constituirían respuestas a pre­guntas muy distintas, por ejemplo: "¿qué tipo de instituciones sociales pode­mos adoptar?", "¿cómo debemos definir colectivamente las reglas que deben regir la actividad económica.' , etc. Esas tamuien son preguntas eticas, reto ya no pertenecientes al campo de la ética individual sino al campo de la ética social (y económica, en los casos en los que se pregunta por el tipo de instituciones que convendría adoptar para regular la economía de una sociedad). Hago esta

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distinción porque, desde mi punto de vista, el campo de la ética social (cómo comportarse éticamente a nivel social) y el campo de la ética económica (qué tipo de instituciones deben regular la actividad económica) constituyen juntos el campo de acción de la filosofía política. Para resumir, en la filosofía política se funden los ámbitos de la ética social y la económica. Ella no tiene que ver con comportamientos individuales, ni en el campo económico ni en el campo de la vida ordinaria, sino que se ocupa de los comportamientos sociales y de las instituciones corresjwndientes.

B . LA TE O R Í A DE LA J U S T I C I A

C O \ I O E J E DE LA F I L O S O F í A P O L Í T I C A

Entendida de la manera como la acabo de caracterizar, la filosofía política (a par­tir de la obra de RAWLS, repito) ha privilegiado un aspecto de la ética social y económica que se ha denominado teoría de la justicia o teoría de Injusticia social. Tal teoría, como tendremos oportunidad de mostrarlo, es más amplia de lo que parece, pues no se ocupa de la mera equidad económica. Ahora bien, ¿qué es la teoría de la justicia? Podemos adoptar la caracterización que de ella han dado dos filósofos belgas, CHRISTIAN ARNSPERGER y PHILIPPE VAN PARLES: la teoría de la justicia social es cl conjunto de principios que rigen la definición y la repartición equitativa de derechos y deberes entre los miembros de la sociedad1.

Entendida así, como cl conjunto de principios a partir de los cuales se defi­nen y distribuyen equitativamente los derechos y deberes entre los miembros de la sociedad, resulta más o menos evidente que la teoría de la justicia social es más amplia de lo que podría parecer en principio, ya que su problema no cs solamente la repartición equitativa de bienes materiales. Dadas así las cosas, una teoría de la justicia tiene como objeto, en tanto que eje de la filosofía polí­tica, instituciones sociales, no comportamientos individuales. Pero lo que le interesa de esas instituciones a la filosofía política es, precisamente, que sean justas. De allí la importancia de la teoría de la justicia en la filosofía política.

Lo que he dicho hasta ahora puede resumirse en el siguiente gráfico:

Teoría de la justicia Filosofía política

1 Cfr. ARNSPF.RGER A V W PARIJS. Ethique économique cl sociale. Paris, Edit. La Découverte, 2000

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L ua introducción a la filosofía política

La ética económica y la ética social, como vemos, forman entre sí una inter­sección, y este cruce entre ambas resulta ser el objeto teórico de la filosofía política. Y dentro del ámbito del que se ocupa la filosofía política, a su vez, hay un núcleo llamado "teoría de la justicia".

Por supuesto, alguien podría decir: "En efecto, el tema de la justicia es muy importante, pero, ¿acaso el concepto ético básico no era el concepto de bien} ¿Qué pasó con tal concepto? ¿Por qué, en lugar de plantear la pregunta en términos de lo que hace justa a una sociedad, no preferimos más bien plantear­la en términos de lo que la hace buena:". Yo creo que, en filosofía política, es posible y legítimo un desarrollo teórico acerca de la naturaleza de una sociedad buena. No obstante, creo también que antes de embarcarse en un proyecto como ese hay que responder algunas preguntas claves, la primera de las cuales cs si disponemos de las herramientas conceptuales que nos permitirán llevar a cabo tal empresa con rigor y buenos resultados -téngase en cuenta que se trata de un desarrollo conceptual del que se esperan profundas consecuencias tanto para la filosofía política como para la realidad social—. Por otra parte, una se­gunda pregunta sería si realmente es esa la tarea más importante para la filoso­fía política. Por mi parte, he venido sugiriendo que el tema esencial de la filosofía política es la justicia, y que tenemos más y mejores herramientas para abordar este tema que las que tenemos para trabajar la cuestión del bien. Para justificar esta sugerencia debo hacer un rodeo, el cual, de paso, me dará la oportunidad de caracterizar los dos enfoques básicos de filosofía política con que se ha tra­bajado y se trabaja hoy en día.

I I . D O S E N F O Q U E S E N F I L O S O F Í A P O L Í T I C A

El primero de ellos es el que ha sido llamado enfoque clásico. El ejemplo paradig­mático de éste cs la filosofía política de ARISTÓTELES, aunque también podríamos ejemplificarlo indicando los desarrollos teóricos dei comunitarismo. El segundo es el enfoque liberal, predominante en un sector muy significativo de la filosofía po­lítica actual. Tratemos, pues, de caracterizar esos dos enfoques brevemente.

A. EL E N F O Q U E C L Á S I C O

El enfoque clásico, repito, tiene como paradigma la filosofía política de ARISTÓTELES. Esta, esquemáticamente hablando, podría verse resumida en la cé­lebre formulación "el hombre es por naturaleza un animal político" {Política). Pero, por supuesto, todo depende del significado que le atribuyamos a dicha fra­se, v sólo el contexto en el que fue proferida puede ayudarnos a interpretarla correctamente: como sabemos, para ARISTÓTELES la ciudad griega, hpolis o Estado,

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Juan José Botero 1}

es la comunidad que ha llegado a su plena auto-subsistencia, a la independencia económica total; se basta, pues, a sí misma. Pero si bien la polis nace y se desarro­lla para satisfacer las necesidades vitales de los ciudadanos, en realidad existe, por naturaleza, para algo más, esto es, no solamente para vivir, sino para vivir bien. El Estado, entonces, no sólo ha de procurar los medios para vivir, sino los medios para vivir bien, para vivir moralmente bien. Esto explica por qué la polis es un hecho natural: es bien sabido que, para ARISTÓTELES, la naturaleza de una cosa es su finalidad, aquello para lo cual existe. La finalidad de cualquier asociación de individuos es la conformación de un Estado como hpolis; es esa la finalidad tanto de la familia como de cualquier otra comunidad. Mientras no se organicen como polis las asociaciones de individuos son incompletas, no se han desarrollado lo suficiente. Así, la polis existe por naturaleza en tanto que es la finalidad natural de la familia y la comunidad.

Por otra parte, aquello por lo que una cosa existe, su causa final, para ARISTÓTELES, es su bien supremo. El hombre, hemos dicho, es por naturaleza una entidad política, es decir que pertenece por naturaleza a un Estado o a una polis. Esa cs su finalidad: pertenecer a un Estado. Y como esa es su finalidad, esa es su naturaleza o su esencia, resulta entonces que el bien supremo es vivir como ciudadano de una polis.

El anterior razonamiento puede resumirse del siguiente modo: el bien su­premo de una cosa es su finalidad. La independencia económica, la plena auto-subsistencia, es para una comunidad su bien supremo. El Estado es la entidad que permite alcanzar esa auto-subsistencia. Por lo tanto, todas las otras formas de organización social (familia, aldea, comunidades) tienen en el Estado su fi­nalidad y, por consiguiente, existen sólo en función del Estado. De allí que el hombre que recurra a esas formas de vida asociativa para alcanzar su bien su­premo es también, por naturaleza, político, esto es, su naturaleza consiste en ser ciudadano de un Estado o de una polis.

Podríamos complementar lo dicho recordando la argumentación aristotélica en la Etica nicomáquea. Lo que allí dice ARISTÓTELES es que el bien supremo del hombre, y por lo tanto el objetivo de la política, es aquello que se conoce como eudaimonía (traducido habitual, y vagamente, como felicidad)2. Ahora, aunque por naturaleza todos los humanos buscan vivir bien, no hay acuerdo en cuanto a qué debe entenderse por "vida buena". FLs necesario, entonces, adquirir la con­cepción correcta de lo que es una vida buena y actuar de acuerdo con ella. ¿Cómo se adquiere ello? Mediante la crianza, la educación y la cultura, actividades que

Cfr. /•.'/. W E . I, 1-4,

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24 l na introducción a la filosofía pollina

sólo pueden desarrollarse al interior de instituciones como la familia, la comuni­dad y el Lstado. Por consiguiente, el hombre solamente puede alcanzar su bien supremo, la eudaimonía, como integrante de un Estado bueno. Necesita, pues, no de cualquier tipo de Estado, sino de uno que encarne el ideal correcto de vida buena. De aquí se sigue que la naturaleza o el fin del Estado es la perfección moral de los ciudadanos, la promoción de una actuación individual con miras siempre al bien vivir. Se sigue también que, dado que la eudaimonía únicamente puede alcanzarse cuando se pertenece a una polis, el hombre es por naturaleza político, en tanto que por naturaleza pertenece a un Estado.

La filosofía política de ARISTÓTELES, tal y como aquí la hemos presentado, tiene consecuencias de una gravedad evidente. La primera es que si "ser huma­no" es "ser miembro de un Estado", entonces éste es, no en un sentido temporal sino moral, previo al individuo. En otras palabras, ARISTÓTELES sostiene la prio­ridad del Estado sobre el individuo. Por lo tanto, el bien estatal tiene prioridad por sobre cl bien individual. Otra consecuencia es que si el bien del Estado es el perfeccionamiento moral de los ciudadanos y si la concepción correcta de vida buena sólo se adquiere, como dice ARISTÓTELES, por medio de la crianza, la edu­cación, y la cultura, entonces un buen Estado será aquél cuyas leyes e institucio­nes conduzcan a las personas a actuar correctamente desde la edad más temprana. Un buen Estado tendrá como tarea principal la de establecer y aplicar leyes que reflejen la concepción correcta de "vida buena". Por consiguiente, el Estado debe hacer a las personas fundamentalmente buenas. He aquí la esencia del enfoque clásico en filosofía política, ejemplificado a la perfección por toda la argumenta­ción aristotélica. Consecuentemente, hacer filosofía política al modo clásico cs, en primer lugar, configurar un ideal de vida buena, un supremo bien, y en se­gundo lugar identificar las formas de organización política que resulten ser los medios más aptos para alcanzar ese ideal-5,

B . E L E N F O Q U E L I B E R A L

El enfoque alternativo es cl que hemos llamado liberalismo político, y para apre­ciar el contraste quiero que fijemos nuestra atención en la siguiente caracteri­zación que de él hace MARTHA NUSSBAUM:

Me sirvo de ARISEIV! i a i s como paradigma de! enfoque clásico con e! objeto de mostrar que éste es "clásico" en el sentido de que se remonta a una extensa y reconocidísima tradición de pensamiento político, no en cl sentido de que resulte vetusto, anticuado o anacrónico. Incluso hoy en dia pueden encontrarse rasgos de claro cuño aristotélico en los desarrollos comunitaristas en filosofía política. De hecho, algunos filósofos de dicha corriente se reclaman expresamente de esa herencia

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fuan José Bolero

El liberalismo sostiene la prioridad tanto analítica como normativa del desarrollo del ser humano, tomado individualmente, sobre el desarrollo del Estado, la nación o cl grupo religioso [...] prioridad analítica, porque esas unidades en realidad no borran la realidad separada de las vidas individuales; y prioridad normativa, porque el reconocimiento de esa separación [del individuo respecto de las organizaciones sociales] se sostiene como un hecho fundamental de la ética |es decir, sobre ello no se discute], la cual reconoce cada entidad separada como un fin y no como un medio para los fines de otros4.

Esta es la exposición más clara, directa y concisa que yo conozca de lo que es el enfoque liberal en la filosofía política: prioridad del individuo por sobre cual­quiera otra entidad (Estado, nación, grupo religioso, equipo de fútbol, etc). Y creo que bastaría ella sola para percatarse de la diferencia entre el enfoque clá­sico y el liberal. No obstante, valdría la pena abordar brevemente algunos pun­tos claves.

El enfoque liberal en filosofía política se deriva de las llamadas teorías contractualistas. Estas, como todos saben, surgen con el advenimiento de la Mo­dernidad y pertenecen al legado de la Ilustración, movimiento intelectual clave para la vida democrática del mundo occidental. Por supuesto, es cierto que entre los filósofos de la Grecia clásica también existía la idea implícita de un contrato que ligaba a los ciudadanos con la polis; pero hay algunas diferencias básicas con respecto a lo que es el contractualismo moderno, doctrina esencial para el pensa­miento político liberal de la Modernidad. Primero, los griegos no poseían, ni les hacían falta, los conceptos de "individualidad" y "autonomía legal", fundamen­tales en cualquier discusión moderna sobre filosofía política. Segundo, los grie­gos no veían que esas especulaciones acerca de algo así como un contrato fueran esenciales para justificar su sociedad o su concepción sobre la justicia. Este últi­mo es un punto clave porque, por el contrario, la justificación fue el corazón de la teoría del contrato social, cuando ésta apareció como doctrina central de la filoso­fía social y política de los siglos xvn y XVIII. Ciertamente, la teoría contractualista responde a la necesidad de justificar el derecho que tiene un Estado, por ejemplo, de quitarme una parte de mi propiedad en forma de impuestos; o de obligar a unos jóvenes a prestar el servicio militar; o, en general, de proferir y hacer cum­plir las leyes. Más fundamentalmente, la exigencia de justificación del orden po­lítico se convierte en la pregunta por aquello que legítima a un gobierno. La respuesta es que la legitimidad depende de la justicia, esto es, que un gobierno legítimo es un gobierno justo. Pero, ¿qué es un Estado justo? ¿Qué es la justicia? ¿Cómo hacen los Estados y los gobiernos para reclamarse como justos? La res-

Vi. NUSSHAUM. Sex and Social Juslice, New York, Oxford University Press, p. 64.

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puesta contractualista a estas preguntas es que un Estado y un gobierno son justos o legítimos en la medida en que estén respaldados por un acuerdo mutuo entre el ciudadano y el Estado; en caso contrario son ilegítimos.

En este punto debo hacer una aclaración importante. Para los que sostie­nen la teoría del contrato social, no es un problema el que históricamente sea verdadero que la gente se haya reunido y firmado un contrato, o que ello sea solamente hipotético. Lo importante para ellos es la concepción de la sociedad como una red de obligaciones aceptadas voluntariamente, la cual hemos here­dado de cierta tradición. En otras palabras, cualquiera que sea la realidad acer­ca del origen histórico de nuestra sociedad, dentro del enfoque contractualista es necesario concebirla como construida voluntariamente y compuesta por se­res humanos racionales y autónomos, los cuales idearon una manera de conci­liar sus intereses particulares aceptando un pacto en el que todos esos intereses, los propios y los ajenos, se rjudieran favorecer o promover. El contenido de ese pacto es, precisamente, lo que se llama "justicia".

Hagamos, pues, un brevísimo repaso de algunas de las teorías contrac-tualistas que seguramente habrán de abordar con más detenimiento otros au­tores en este mismo libro. El primero en desarrollar una teoría del contrato social fue, como es bien sabido, THOMAS HOBBES. De su teoría me interesa destacar, simplemente, que cl objeto del contrato social es proporcionar segu­ridad. El estado de naturaleza previo al acuerdo firmado por los individuos es, según HOBBES, un estado de guerra permanente de "todos contra todos"; cs la peor situación que uno se pueda imaginar, por eso la gente se somete a una autoridad política, a un soberano, justamente para superar esa situación de bru­talidad y profunda infelicidad, en la cual el concepto mismo de injusticia ni siquiera es pertinente.

Otro gran contractualista a quien quiero mencionar es JOHN LOCKE. La vi­sión que éste nos ofrece del estado de naturaleza es mucho más "benigna" que la de Hoisiii.s. En ella ios individuos son industriosos: siembran, construyen, traba­jan; tratan de hacer de su mundo un mundo mejor, más confortable, más cómo­do. Así las cosas, dado que se trata de un pacto entre individuos productores, el objeto del contrato social ya no es proporcionar seguridad sino proteger la pro­piedad, el producto de las labores de esos industriosos individuos.

V.n la lista de contractualistas importantes no puede dejarse de lado, de nin­gún modo, aJEAN-JACQLES ROUSSEAU, cuya visión del estado de naturaleza ya no cs meramente benigna sino francamente idílica. Lo interesante de ROUSSEAU CS

ver en qué momento interviene, según él, el contrato social. Veamos: los indivi­duos eran felices por fuera de la sociedad, pero en algún momento de su historia decidieron usar la razón y tuvieron la idea de agruparse en sociedades. Esa vida en sociedad los corrompió y los convirtió en seres dependientes, desdichados y

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miserables. En consecuencia, para responder a ese sentido degenerado de las asociaciones humanas, aparece el contrato social. La diferencia entre la teoría contractualista de ROUSSEAU y sus equivalentes antes mencionadas es radical: el contrato social en ROUSSEAU no es fundador de la vida social, pues ésta ya existía antes de que surgiera aquél. En HOBBES y LOCKE, por el contrario, la sociedad sólo surge a raíz de tal contrato, como consecuencia de él. Para ROUSSEAU, repito, la vida social existía previamente al contrato, pero hacía tan desdichados a los hombres que éstos se ven obligados a pactar. Y lo hacen recurriendo a estructu­ras políticas cuyo fundamento no es el poder y el engaño de unos pocos, aunados a la estupidez de los demás, sino la auto-imposición por parte de los ciudadanos, a través del mencionado contrato, de leyes que les permiten cultivar juntos una vida moral pública. El contrato social, desde esta perspectiva, sirve para legiti­mar un Estado moderno, mas no para fundar la vida social5.

¿Cuál es realmente la diferencia entre el enfoque liberal y el enfoque clási­co? No es, como podría pensarse, que el enfoque liberal no tenga una concep­ción subyacente de la naturaleza humana, puesto que sí la hay, más o menos explícita. Voy a formular esquemáticamente esa concepción liberal de la natu­raleza humana, y lo haré de tal modo que pueda verse el contraste con el enfo­que clásico: los seres humanos son por naturaleza apolíticos. Es decir, no son esencialmente ciudadanos, sino agentes libres, iguales e independientes que persiguen la satisfacción de sus propios intereses. De aquí se siguen algunas consecuencias importantes para el tipo de filosofía política elaborada sobre esa base; consecuencias que, además, refuerzan el contraste con la visión aristotélica.

En primer lugar, el Estado resulta ser una creación humana y no un hecho natural. Por consiguiente, hay restricciones fuertes y severas en cuanto a los poderes del Estado frente al individuo. La función primordial del Estado es la protección de los ciudadanos y sus derechos naturales, no la de ejercer ninguna forma de tutoría moral sobre aquéllos. El Estado liberal no tiene, pues, nada que ver con la perfección moral de los ciudadanos. Esta consecuencia tiene una explicación adicional que es importante destacar, porque a diferencia de ARISTÓTELES los liberales piensan que hay muchas maneras de vivir una vida buena (y no una única). De aquí se sigue que hay que dejar a los individuos la libertad para perseguir su propio ideal de vida buena, con la obvia restricción de que el ejercicio de ella no le impida a otros perseguir el suyo propio6.

5 1 lov en día la teoría del contrato social constituye el núcleo central de los debates acerca de la justicia, principalmente -como ya se ha señalado varias veces- a partir de la visión contractualista rawlsiana; pero tal tema será abordado ampliamente por otros autores en este libro.

6 Algunos liberales, por ejemplo JOHN STI ARE MIEL, piensan incluso que esa cs la única libertad que merece llamarse tal

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En segundo lugar, y como consecuencia del punto anterior, resulta que el Estado no debe imponer ninguna concepción moral o visión particular de vida buena entre sus ciudadanos, y si lo hace cs un Estado opresor y, por consi­guiente, injusto. Esto implica dos cosas: por una parte, que los ciudadanos son libres de elegir el modo de vida que mejor les parezca y que el Estado tiene la obligación de proteger tal elección, cualquiera que ella sea; por otra, que es un deber tanto del restado como de los ciudadanos cl ser "tolerantes" frente a los diversos modos de vida7.

Otra consecuencia de la visión liberal moderna que contrasta claramente con el enfoque clásico es la prioridad del individuo y del bien individual por sobre el bien del listado o de cualquier otro grupo social, que fue justamente lo que leímos en la cita de MARTHA NUSSBAUM. El Estado sólo existe con el pro­pósito de servir a los fines de los ciudadanos, contrariamente a la visión aris­totélica, de modo que debe ser el reflejo de la voluntad ciudadana y, sobre todo, debe obtener el consentimiento de los ciudadanos. De lo contrario -es decir, si no tiene dicho consentimiento- como dice THOMAS JEFFERSON, debe ser aboli­do. Este es, sin duda, uno de los rasgos característicos del liberalismo político moderno.

Resumiendo, he esbozado dos grandes enfoques en la filosofía política, cl clásico y el liberal, para indagar cómo se hace filosofía política desde cada uno de ellos. Hacer filosofía política según el modelo clásico (aristotélico) no es otra cosa que encontrar una concepción correcta de lo que es la vida buena y luego tratar de diseñar las instituciones políticas más aptas para la consecución de ese ideal. La filosofía política clásica se centra, entonces, fundamentalmente en el Estado y en su función de tutoría moral. El enfoque liberal, por su parte, cen­tra su tarea en el individuo y en sus libertades. Otra manera, quizá más dramá­tica, de presentar el contraste entre un enfoque y otro sería la siguiente: ARISTÓTELES V filósofos con teorías políticas afínes se plantean como pregunta primordial la siguiente: "¿En qué tipo de Estado se realiza el ideal de vida hu­mana?"; mientras que el pensamiento liberal no parte del Estado como de una entidad necesaria. ROBERT NOZICK, representante de una visión ciertamente extrema -aunque no la más extrema- del pensamiento liberal, anota, por el contrario, que "la cuestión fundamental de la filosofía política es ante todo si debe haber un Estado. ¿Por qué debe haber un Listado?"8.

/ La palabra 'Tolerancia" no me gusta mucho, porque es un concepto muy engañoso; parece ser un con­cepto positivo pero en realidad resulta incluso peligroso: supone aceptar otros modos de vida condi­cionadamente, sólo hasta cierto punto, sólo por pura benevolencia.

S R. NOZK K. tnaicliy. State and l lupia. Ne» York, Basic Books, p. 4.

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Hice este paseo por los dos enfoques principales de la filosofía política para poder responder un par de preguntas; ¿cuál es el enfoque preferible? Y, ¿por qué la filosofía política debe responder a la pregunta "qué es una sociedad justa" más bien que a la pregunta "qué es una sociedad buena"? De la forma como hemos caracterizado cada una de las dos perspectivas de la filosofía polí­tica se puede llegar a cierta conclusión que para mí constituye una respuesta válida a dichas preguntas. El argumento es el siguiente: en las sociedades con­temporáneas es un hecho que a cada persona, a cada organización social, se le reconoce la posibilidad de determinar lo que es valioso e importante para su propia existencia. Ahora bien, dado que existen, o pueden existir en principio, tantas concepciones de vida buena como individuos hay, sería imposible lograr que coexistieran "pacíficamente" todos esos ideales de vida buena sin un mar­co de condiciones institucionales propicias. Esas condiciones institucionales deben ser determinadas, sin embargo, colectivamente, pues hoy en día no se puede hacer, no se hace y no se debería hacer de otra manera. Pero, para que sean aceptadas por la colectividad, tienen que ser condiciones justas. Este ar­gumento, así lo creo yo, responde a la pregunta de por qué el tema de la filoso­fía política es el tema de la sociedad justa y no el de la sociedad buena. Para expresarlo en otros términos, en la situación histórica actual la tarea de caracte­rizar lo que es una sociedad justa aparece como la más importante cuestión para la filosofía política porque, de hecho, hay que garantizar la coexistencia de muchas y muy diversas opciones de vida buena. Para ello se requiere un marco institucional que sea aceptado por todos, y la única manera de lograr semejante nivel de consentimiento es que dicho marco sea probadamente justo.

Si esto no ha bastado tengo aún otro argumento: las instituciones que se determinan colectivamente tienen que ser percibidas como equitativas por gente que tiene concepciones muy diversas (a menudo radicalmente diferentes) de la vida buena. Eso exige que tales instituciones estén justificadas mediante argu­mentos. Pero, en mi opinión, ante semejante variedad de concepciones de vida buena las restricciones a las argumentaciones posibles son tan fuertes que es viable encontrar un argumento para hacer aceptables como justas tales institu­ciones. La argumentación acerca de los contenidos de la justicia es, pues, viable en una sociedad tal; al menos mucho más viable que una argumentaciém con­vincente en favor de una determinada caracterización de la vida buena. En efecto, si hay tantas concepciones diferentes de vida buena como suponemos, entonces habrá infinidad de argumentaciones contrarias entre sí sobre ese punto, de modo que será altamente improbable llegar a un acuerdo sobre cuál de ellas es la correcta. Esa me parece otra buena razón para que la filosofía política se centre en el concepto de justicia y para que la teoría de la justicia ocupe un lugar tan importante en la filosofía política.

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Para terminar, quiero dejar planteados algunos problemas o temas centrales para la discusión en filosofía política contemporánea. Lo que he pretendido hacer como introducción a la filosofía política son algunas anotaciones metodológicas, dar algunos argumentos que pueden explicar por qué en la filo­sofía política contemporánea se tiene determinada orientación, cuál es esa orien­tación, y cuáles serían las consecuencias para la elaboración de una teoría política. No he hecho, y no ha sido éste cl objetivo, una exposición de ninguna teoría filosófica política. Pero sí me parece importante hacer al menos una breve men­ción de dos temas que ocupan la atención de las discusiones contemporáneas en el ámbito de la filosofía política (temas que, por cierto, casi nunca se discu­ten separadamente el uno del otro; yo los separo por simple comodidad ex­positiva). A esos dos temas quiero añadirles, finalmente, una tercera cuestión, más crucial si se quiere, quizás hasta "brutalmente" crucial por razones co­yunturales, pero que no es nada coyuntural en la medida en que plantea discu­siones de fondo para la filosofía política contemporánea.

El primer tema es cl de la función y el papel de la justicia. Pregunta clave que se presenta ya en la concepción de JOHN STUART M I L L , cuya posición se conoce como utilitarismo, según el cual la función de la justicia es maximizar lo que él llama el "bien común". No voy a entrar en detalles, pero la idea es que resulta problemático determinar qué es lo que hay que maximizar, cuál es el mencionado bien y, sobre todo, cómo se va a distribuir. Hoy en día, paralelo al tema de la justicia se plantea siempre cl tema de la igualdad. Más exactamente, surge la pregunta de si la justicia supone igualdad. El sentido común nos per­mite percatarnos de que las personas son muy diferentes, y que algunas de esas diferencias son realmente pertinentes a la hora de plantear el asunto de la jus­ticia. Un sentido mora! muy profundo nos dice, por otro lado, que debemos ser partidarios de la igualdad, que de algún modo todos somos seres humanos. Esto último es cierto, pero también lo es que tenemos necesidades y orientacio­nes distintas, que contribuimos de manera diferente a la sociedad, y que tratar a todo el mundo igual sería colmo de la injusticia: dar a un estudiante que no trabajó la misma calificación que obtuvo uno que sí lo hizo parece sin duda injusto, por ejemplo. Castigar igual al que robó dineros públicos y al que hurtó una sola vez en un supermercado cs, claramente, otro ejemplo similar. Se pue­de alegar que la igualdad consiste simplemente en no hacer discriminaciones arbitrarias, en no tratar de manera desigual cosas iguales y en no permitir pre­ferencias injustificadas. Pero eso parece más bien un problema de coherencia lógica que de justicia. No obstante, si uno se fija muy bien en cuál es el campo

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más determinante en el que se plantean problemas de justicia, no es difícil ver que es sobre todo en el ámbito socioeconómico.

Como señalaba al comienzo, el campo de la filosofía política se ubica en la intersección de los ámbitos de la ética social y la económica, y dentro de ella ocupa un lugar muy preponderante, hasta el punto de que en muchos casos se la confunde con ella, la teoría de la justicia social. Eso nos lleva a una conclu­sión, y es que la preocupación central de la filosofía política a propósito de la justicia tiene que ver, en últimas, con el eje de la vida social y económica; el mercado libre. El problema crucial de la igualdad y su articulación coherente con la justicia se plantea, pues, con referencia a esa máxima institución de la vida económica. Es significativo que sea alrededor de estos temas que surjan algunas de las discusiones contemporáneas más álgidas en filosofía política; pero eso explica también la relación que hay, casi de insejxtrabilidad, entre al­gunos temas económicos y cl tema de los derechos fundamentales. La filosofía contemporánea ha hecho del tema de la justicia distributiva su cuestión central a partir de la obra de JOHN RAWLS. N O tengo que mencionar las protestas de los economistas a propósito de algunas decisiones de la Corte Constitucional para poner de presente lo difícil que es esto: en opinión de nuestros lúcidos econo­mistas, los honorables juristas saben mucho de derecho pero poco de econo­mía, y dichos ámbitos son independientes uno de otro. Así, en los casos en que se cruzan ambos campos es el economista quien tiene la última palabra, porque es él quien maneja a la perfección tanto un tema como el otro.

Solamente voy a mencionar de pasada el segundo problema, ya que es una de las grandes discusiones de la filosofía política contemporánea. Se trata de la discusión entre liberalismo y comunitarismo. El enfoque liberal conduce a la idea de un Estado neutral frente a las diversas opciones de vida buena, mien­tras que el enfoque comunitarista exige que cl Estado favorezca el así llamado "bien común": una concepción común del bien o de la vida buena que deter­mina la forma de vida de la comunidad. Hay en cl comunitarismo esa idea según la cual la comunidad tiene un conjunto de tradiciones y prácticas habi­tuales que constituyen el parámetro o patrón de medida para evaluar lo que es bueno para todos y para tomar decisiones de acuerdo con tales evaluaciones. Por ejemplo, a la hora de tomar decisiones de política económica tales como dónde hacer inversiones, habrá que consultar cuáles de esas inversiones favo­recerían las tradiciones, las prácticas y el ideal de vida buena de la comunidad, para llevar a cabo esas y no otras. Se trata de una discusión muy importante, porque tiene que ver con temas tan básicos como por ejemplo si uno tiene la libertad de no estar de acuerdo con la forma de vida de la comunidad: ¿por qué debo estar de acuerdo con una comunidad profundamente machista? Si ese es el ideal de vida buena, ¿tendría que vivir con ello o sería libre de rechazarlo?

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Otro tema muy conflictivo en este punto es el de cómo se configura la identi­dad de las personas en tanto que ciudadanos de un Estado determinado; ¿por su origen étnico? ¿por sus preferencias sexuales?, ¿por sus preferencias religio­sas?, ¿por algún otro rasgo o combinación de rasgos? Es esta otra discusión muy complicada y muy interesante de la filosofía política. Por ejemplo, HABERMAS -un pensador que no puede ser alineado ni en el liberalismo ni en el comunitarismo— critica fuertemente al enfoque comunitarista porque no reconoce que la forma de vida de una sociedad puede ser profundamente alienada.

Para finalizar, quiero dejar señalado el tercer problema prometido, el cual, repito, puede considerarse coyuntural en principio, pero que luego de un aná­lisis concienzudo demuestra esconder tras de sí cuestiones muy profundas: desde hace diez o quince años la llamada globalización, que comenzó como globalización de los mercados financieros, continuó con la supresión de barre­ras nacionales en la circulación de bienes y en la actualidad ha iniciado el pro­ceso de libre circulación de servicios (lo cual es muy delicado porque plantea todo el problema de los servicios públicos, del papel del Listado en los servicios públicos tales como la salud, la educación, la justicia, etc.), amenaza con elimi­nar las barreras nacionales incluso a nivel político. Esa tendencia ha generado fuertes presiones sobre la soberanía y la autonomía de los Estados-Nación, hasta tal punto que la pregunta actual no es si dicha forma de organización política va a poder resistir, sino cuánto más logrará hacerlo. De hecho, la polí­tica de los Estados nacionales depende cada vez más de normas y decisiones provenientes de entidades supranacionales que, debido al mismo estatuto supranacional de la institución que las promulga, no están sujetas a ningún control democrático. El control democrático de las decisiones que toman las entidades estatales es una de las herencias fundamentales de la vida política de Occidente, de modo que si cada día perdemos más ese poder, ello significa que es la democracia misma la que está desapareciendo. La cuestión que se plantea es, entonces, de qué modo puede responderse ante esa dinámica mundializadora. Claro está, la globalización se puede apreciar positiva o negativamente. Tiene cosas constructivas, por ejemplo la libre circulación de ideas o la creación de entidades como la Corte Penal Internacional (supremamente útil para evitar la impunidad en los casos más flagrantes de barbarie). Pero también se ha visto que tiene aspectos negativos: destruye formas tradicionales de vida, aumenta la marginación de sectores muy amplios, etc. Precisamente porque está mane­jada por las grandes potencias, la globalización genera resistencias de muy va­riada índole, y en la medida en que esas resistencias resulten cada vez más impotentes también serán cada vez más violentas. El tema coyuntural es, pues, el de los atentados terroristas del t í de septiembre del año 2001 en Nueva York, los cuales indudablemente han precipitado una dinámica que nos lleva a pensar que estamos ante un cambio sustancial en el juego de la política interna-

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cional. Esto merece al menos el intento de una reflexión político filosófica. Parece que cl derecho internacional y las organizaciones encargadas de apli­carlo están en mora de iniciar una profunda reflexión sobre este tema. Por ejemplo, un concepto tan clave en las actuales circunstancias como el de "te­rrorismo internacional" ha sido adoptado, utilizado, manipulado e instrumenta-lizado sin que nadie, mucho menos las instituciones supranacionales, haya hecho el más mínimo intento serio por definirlo.

Personalmente creo que conceptos claves de nuestra tradición como por ejem­plo el concepto de soberanía, exigen que se los vuelva a pensar, no necesariamen­te para superar la tradición que les dio origen, que cs toda la herencia que nos ha legado la Ilustración. Cuando digo "re-pensar" no quiero decir, pues, "dejar atrás el ideal democrático, porque ya no tiene sentido", sino por el contrario, ver qué nos está faltando o qué nos faltó por realizar. Por ejemplo, al concepto de sobera­nía iba ligado, en la época de la Ilustración, el concepto de cosmopolitismo, según el cual los seres humanos resultan ser una especie de "ciudadanos del mundo". ¿No parece acaso muy apropiado este ideal cosmopolita en un mundo globalizado hasta el punto en que el Estado-Nación parece ser una institución arcaica? Lo que quiero decir es que no es necesariamente verdadero que estemos asistiendo a la desaparición del ideal democrático moderno; que esa sería una conclusión apre­surada, producto de una consideración superficial del fenómeno de la globalización y de sus manifestaciones más perversas, como la marginalidad o el terrorismo fanático-religioso de alcance multinacional. Existe, claro está, el riesgo de que la democracia sucumba ante esa nueva dinámica, pero eso únicamente sucederá si se permite que la orientación de la globalización sea impuesta por los poderes técnico-financieros. No es que yo tenga algo contra ellos, es sólo que por su natu­raleza misma dichos poderes son cortos de miras y, por esta razón, resultan pro­fundamente irresponsables. Menos aún debemos permitir que la dinámica la impongan las redes de fanatismo religioso. Lo que digo es que esos riesgos pue­den enfrentarse con éxito si empezamos a reflexionar acerca de las relaciones entre globalización y democracia. Esa cs, me parece, una de las tarcas cruciales de la filosofía política hoy en día.

B I B L I O G R A F Í A

ARISTÓTELES. Etica nicomáquea. Fallí Bonet (trad.), Madrid, Gredos, 1985

ARNSPERGLR, CRISTIAN y PHILIPPE VAN PARIJS. Ethique économique et sociale, Paris, Edit. La

Découverte, 2000.

NOZICK, R. Anarchy, State and Utopia, New York, Basic Books.

NUSSBAUM, Al. Sex and Social Justice, New York, Oxford University Press,

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