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PARA UNA FILOSOFÍA POLÍTICA CRÍTICA. ENSAYOS

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PARA UNA FILOSOFÍA POLÍTICA CRÍTICA.ENSAYOS

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PENSAMIENTO CRÍTICO / PENSAMIENTO UTÓPICO

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PARA UNA FILOSOFÍAPOLÍTICA CRÍTICA

ENSAYOS

Miguel Abensour

Traducción, introducción y notasde Scheherezade Pinilla Cañadas y Jordi Riba

UNIVERSIDAD AUTONOMA METROPOLITANAUNIDAD IZTAPALAPA División de Ciencias Sociales y HumanidadesCasa abierta al tiempo

Esta obra se benefició del apoyo del Servicio Cultural de la Embajadade Francia en España y del Ministerio francés de Asuntos Exteriores,

en el marco del Programa de Ayuda a la Publicación(P.A.P. GARCÍA LORCA)

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Para una filosofía política crítica : Ensayos / Miguel Abensour ; traducción,introducción y notas de Scheherezade Pinilla Cañadas y Jordi Riba. — Rubí(Barcelona) : Anthropos Editorial ; México : Universidad Autónoma Metropoli-tana. Iztapalapa, 2007

XXVI p. 325 p. ; 20 cm. (Pensamiento Crítico / Pensamiento Utópico ; 165)

ISBN 978-84-7658-831-4

1. I. II. Título III. Colección

Primera edición: 2007

© Miguel Abensour, 2007© de la traducción Scheherezade Pinilla Cañadas

y Jordi Riba Miralles, 2007© Anthropos Editorial, 2007Edita: Anthropos Editorial, Rubí (Barcelona)

www.anthropos-editorial.comEn coedición con la División de Ciencias Sociales y Humanidades.

Universidad Autónoma Metropolitana. Iztapalapa, MéxicoISBN: 978-84-7658-831-4Depósito legal: B. 38.432-2007Diseño, realización y coordinación: Anthropos Editorial

(Nariño, S.L.), Rubí. Tel.: 93 697 22 96 Fax: 93 587 26 61Impresión: Novagràfik. Vivaldi, 5. Montcada i Reixac

Impreso en España - Printed in Spain

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna formani por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por foto-copia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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Para Viviane G.

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Y este pensar, alimentado por el presen-te, trabaja con los «fragmentos de pen-samiento» que puede arrebatar al pa-sado y reunir sobre sí mismo. Al igualque un pescador de perlas que descien-de hasta el fondo del mar, no para exca-var el fondo y llevarlo a la luz sino paradescubrir lo rico y lo extraño, las perlasy el coral de las profundidades del pa-sado, pero no para resucitarlo en la for-ma que era ni contribuir a la renova-ción de las épocas extintas.

H. ARENDT, «Walter Benjamin»

Sobre el regreso de la filosofía política

Schopenhauer1 se lamentaba de que la expresión «Kant yFichte» se hubiera convertido en una suerte de lema filosóficode su tiempo, sin que preocupase mucho su significado y laposible —o imposible— compatibilidad de los términos unidospor la conjunción copulativa. Algo parecido sucede con la afir-mación de «el regreso de la filosofía política». El regreso puederevestirse con los ropajes de la renovación, cobertura externade un movimiento expansivo de dimensión mundial que se ar-ticularía en torno a La teoría de la justicia de J. Rawls. Ajena ala hipótesis straussiana del fracaso, esta filosofía política se com-place en la multiplicación de editoriales, revistas y departamen-tos o en la exitosa estrategia que le ha permitido relanzar su

INTRODUCCIÓN

LA IRRUPCIÓN DE LO POLÍTICO

1. A. Schopenhauer (2006): «Sobre la filosofía universitaria», en Parerga y Paralipó-mena I, Editorial Trotta, Madrid, p. 203.

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propia historia al desplazar los interrogantes. No se preguntapor los problemas concretos de la ciudad, le basta restaurar lapregunta filosófica «sobre» lo político. La filosofía política sepropone tareas, se plantea debates; pero no se cuestiona a símisma como sujeto de ese regreso. Prefiere el aséptico análisisde las razones de la ruptura histórica entre filosofía política yfilosofía, al incómodo pensamiento de su oposición.

La expresión «el regreso de la filosofía política» también pue-de hacer referencia a una empresa más modesta, con protago-nistas de una discreción casi carbonaria, de la que sólo son capa-ces los pioneros. Podríamos pensar en un acontecimiento queencontraría su sentido en una cadencia que iría de la filosofía ala política. Sin embargo, descubrimos fuerzas tectónicas de sen-tido inverso —de la política a la filosofía— que nos libran delhechizo de los nombres y nos enfrentan a la irrupción de lascosas políticas mismas.

El planteamiento de cuestiones tales como la revuelta, la in-surrección, el heroísmo, el teológico-político, la revolución y lasdivisiones sociales, emancipación e igualdad, dominación y ser-vidumbre y, especialmente, la relación inextricable entre utopíay democracia aclaran el sentido y el sujeto de un regreso por elque se pregunta Miguel Abensour como editor y como pensadorde lo político. Estas líneas —siempre en plural, siempre abiertase inacabadas— de pensamiento han sido desarrolladas a lo largode toda su obra, desde su importante trabajo de tesis, inédito,sobre las formas de la utopía —que ha nutrido su pensamien-to— hasta su lectura maquiaveliana de Marx; pasando por sucrítica del totalitarismo, su análisis innovador sobre Lévinas osu interés por la cuestión del heroísmo.

Pascal, pensamiento 294

La historia de la filosofía política, con todos sus regresos,está contenida en el pensamiento 294 de Pascal. Platón y Aristó-teles, vestidos de pedantes, en un jardín, entretenidos con susLeyes y sus Políticas, son la imagen de la institución platónicade la filosofía. Más allá, lejos, del lado serio de los asuntos hu-manos, queda la reunión de los que habitan la ciudad. Y ésta esla historia de la no-filosofía o, al menos, de la excepción, de los

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pocos filósofos que, siguiendo el ejemplo de Sócrates, entendie-ron que la filosofía no podía dejar de sentirse concernida poresa otra forma de vida elevada que es la política; que la filosofíaes para la polis, o no es. Miguel Abensour es de los que se hansituado de este lado. Así lo demuestran su participación (comofundador y colaborador), en los años setenta y ochenta —juntoa Cornelius Castoriadis, Pierre Clastres, Marcel Gauchet, Mi-chel-Pierre Edmond o Claude Lefort—, en revistas tan estimu-lantes y confidenciales como Libre, Passé Present o Textures; supapel de mentor de algunos de los más destacados nombres dela renovación de la cuestión política en Francia o su etapa comopresidente del Collège International de Philosophie. El gesto so-crático también se advierte en el gusto benjaminiano por el tex-to breve que transforma la filosofía en micrología;2 en la afir-mación de la armonía entre acción y pensamiento; en la sonrisade S. Leys; en su incansable búsqueda de las escasas brechashistóricas en las que la libertad surge; en la construcción de unpensamiento polifónico empeñado en distinguir las diversasconstelaciones; en una escritura filosófica que hace de su dispo-sitivo retórico —cargado de interrogantes y de la doble nega-ción frankfurtiana— parte esencial de su núcleo crítico.

Esta filosofía de la libertad se construye, necesariamente, apartir de una tradición; ahora bien, no basta con replantear lapregunta de quiénes son los clásicos, ni sacar a la luz autoresolvidados, resulta imprescindible establecer relaciones crítico-inventivas con la tradición, una tradición que no es inmediata-mente aplicable a la sociedad fruto del proyecto moderno. Esnecesario modificar la tradición, apropiársela y fecundarla, darun paso más. Proclamarse hijos de una tradición que no existe,de una tradición rota, no sólo implicaría pensar con determina-dos autores; sino pensar con ellos el presente,3 al objeto de crearnuevos nexos que posibiliten la propia reflexión.

La tradición de la que se reclama Abensour es la de quienesse han negado a sí mismos la condición de filósofos, en su afánpor liberarse del peso de una expresión tan cargada por las ideasrecibidas como la de filosofía política. El redescubrimiento del

2. M. Abensour (1977): «La théorie critique: une pensée de l´exil», en M. Jay:L´imagination dialectique. L´école de Francfort (1923-1950), Payot, París, p. 428.

3. M. Abensour (2004): La démocratie contre l´État. Marx et le moment machiavelien.Éditions du Félin, París, p. 31.

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continente «re-emergido» tras los totalitarismos se realiza a par-tir de la nunca escrita filosofía política de Kant,4 de la risa eman-cipadora de Saint-Just,5 del momento maquiaveliano del Marxde 1843 —momento que reaparece en el pensamiento políticocontemporáneo en las figuras de Maurice Merlau-Ponty o Clau-de Lefort—, de la comunidad invisible de Pierre Leroux, del re-chazo arendtiano a la filosofía política como filosofía heredadao del contra-Hobbes de Pierres Clastres y E. Lévinas.6

La filosofía política contra la filosofía política

Pensar desde el presente no significa que, a semejanza deHannah Arendt, consideremos las cosas políticas «con una mi-rada limpia de toda filosofía». Miguel Abensour propone la cons-trucción —o, más aún— la entre-construcción de una filosofíaque sustente el regreso de la política misma, un regreso de lasideas de libertad y de justicia. Regreso, que no restauración, in-siste una y otra vez nuestro autor, por cuanto la restauraciónimplicaría el silencio —que difícilmente podríamos consideraringenuo— sobre el sin-precedente totalitario y la reducción de lapolítica a mero programa de una disciplina especializada en elpasado. Regreso de —y no regreso a— las cosas políticas que, demanera intempestiva y con la urgencia que sólo concede el pre-sente, vendrían al encuentro de la filosofía.

Este doble regreso no sólo cambia la manera de pensar lo po-lítico, cambia la manera de pensar, sin más. La filosofía política yano puede conformarse con añadir adjetivos (poco satisfactorios,como nueva, verdadera, moderna; o más acertados, como crítica)a la ya adjetivada filosofía; adjetivos que pretenden completar el

4. Miguel Abensour participa plenamente de la interpretación arendtiana de Kantque hace de la comunicación universal afirmación de la premisa igualitaria. Cfr. M.Abensour (2006): Hannah Arendt contre la philosophie politique?, Sens et Tonka, París,p. 199 y E. Tassin (1987): «Sens commun et communauté: la lecture politique de laphilosophie de Kant», en VV.AA.: «Hannah Arendt. Confrontations», Les Cahiers dePhilosophie, p. 82.

5. El impulso Saint-Just está presente en toda la obra de Miguel Abensour. Cfr. M.Abensour (1966): «La philosophie politique de Saint-Just», Annales historiques de laRévolution française, n.º 1, pp. 1-32 y n.º 3, pp. 341-358 y M. Abensour (2005): Rire deslois, du magistral et des dieux. L´impulsion Saint-Just, Horlieu Éditions, París.

6. M. Abensour (1987): «Le contre-Hobbes de Pierre Clastres», en M. Abensour(dir.): De l´esprit des lois sauvages, Seuil, París.

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significado de algo que parece formar parte de un todo más im-portante o purificar la naturaleza híbrida del binomio problemá-tico. La filosofía sin adjetivos responde a una necesidad real. Comodijo Feuerbach en su texto Necesidad de una reforma de la filosofía(1842), «es cosa muy distinta que una filosofía deba su existenciaa la mera necesidad filosófica [...] o que, muy contrariamente,surja o se corresponda con una necesidad de la humanidad».7

Bajo este prisma, la problemática de la filosofía política nodepende de la premisa platónica de la desigualdad —la distin-ción entre sabios e insensatos. No existen dos momentos, a sa-ber, un momento de la política que precede al momento de lafilosofía. La afirmación abensouriana de un único momento filo-sófico-político niega, de plano, la existencia de una jerarquía delos modos de existencia y, con ello, desplaza el eje de la thaumá-zein hasta convertir a la condición ontológica de pluralidad ensu objeto.8 Lo que se presenta como no-filosofía, es decir, el sim-ple hecho de estar en el mundo, de percibir las cosas, de verlas yexpresarlas no se distingue de la filosofía. La política es, desdeeste momento, problema filosófico y no una esfera separada quese contempla desde un nivel superior.9 Al separar la filosofía dela política, nos dice Abensour, separamos la filosofía de la liber-tad. Si queremos hallar el nexo entre estas dos formas de vida,«el filósofo —como dijo Feuerbach, en sus Tesis provisionalespara la reforma de la filosofía (1842)— tiene que incorporar altexto de la filosofía lo que en el hombre no filosofa, lo que másbien está contra la filosofía [...] Sólo así la filosofía se convertiráen un poder universal, acontradictorio, irrefutable e irrevocable.La filosofía no tiene que comenzar consigo misma, sino con suantítesis, con la no-filosofía».10

La acción, el campo de experiencia de lo político, no sólo hade considerarse condición del pensamiento; sino que ha de ser

7. Inédito en español. Trad. de Anselmo Sanjuán.8. H. Arendt (1997): Filosofía y política. Heidegger y el existencialismo, Besatari, Bil-

bao, p. 63.9. En este sentido, la institución platónica de la filosofía política remite siempre a la

idea de una reflexión «sobre» la política, y no a una reflexión que tenga a la políticacomo objeto. Cfr. R. Esposito (1996): Confines de lo político. Nueve pensamientos sobrepolítica, Editorial Trotta, Madrid, p. 17. También E. Weil (1998): Problèmes kantiens,Librairie Philosophique J. Vrin, París, p. 141.

10. L. Feuerbach, (1984): Tesis provisionales para la reforma de la filosofía, Orbis,Barcelona, p. 33.

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contemplado como pensamiento mismo. Y ello porque el pensa-miento comporta comunicabilidad y ésta, a su vez, una comuni-dad de hombres a los que dirigirse. Miguel Abensour borra, así,la distinción entre filosofía primera y filosofía práctica. Afirmala filosofía-política como filosofía primera o filosofía impensada,y hace del tiempo de la no-filosofía, el presente, el tiempo pro-piamente filosófico. En definitiva, invita —empujado por unimpulso que le es característico— a pensar con la filosofía políti-ca contra la filosofía política.11

Crítica de la dominación, pensamiento de lo político

La filosofía política que se piensa contra la filosofía políticaparte de la evidencia levinasiana de que el ser no existe jamás ensingular.12 La pluralidad es el origen de todo, incluida la críticade la dominación. No resulta extraño que filósofos de la plurali-dad como E. Lévinas, H. Arendt y Cl. Lefort se cuenten entre losgrandes intérpretes del totalitarismo y hayan inspirado la re-flexión abensouriana sobre los totalitarismos, una reflexión tanpolimórfica y compleja como las estructuras de dominación queintenta penetrar.

El primer acento que distingue a esta crítica es su insistenciaen el carácter nodal del propio término totalitarismo. Es impres-cindible restituirlo en toda su dimensión filosófica y radical no-vedad; pues sólo así se superan las definiciones banales que pre-sentan el sistema totalitario como exceso de lo político y se tras-lada el debate hasta su verdadero núcleo: de la pretendidamonstruosidad monolítica del totalitarismo a la comprensiónde su diversidad, de su definición como intento de politización aultranza a su identificación con la destrucción de la política.13

La inteligencia del fenómeno arranca de su formulación enplural —que incluye la comparación entre nazismo y comunis-

11. Miguel Abensour ha publicado recientemente una versión ampliada de estetrabajo. Cfr. M. Abensour (2006): Hannah Arendt contre..., op. cit.

12. E. Lévinas (2004): Le temps et l´autre, Quadrige, PUF, París, p. 21.13. Al objeto de denunciar las identificaciones perversas entre totalitarismos y ex-

ceso de lo político, Miguel Abensour se cuida de distinguir entre la politización a ul-tranza y el intento totalitario de ideologización de lo social. Dicho intento comportaríala imposición, bajo el control del partido único, de un modelo dominante al conjuntode actividades de una sociedad concreta.

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mo— y de su análisis a partir de la categoría central de pluralidad.Lo propio de los regímenes totalitarios, nos dice Miguel Aben-sour, es alcanzar el elemento propiamente humano, destruir elvínculo en la separación que distingue a la amistad. Se trata, endefinitiva, de la destrucción de la política, del mundo como hori-zonte de sentido que comparten quienes habitan la tierra, del po-der como fenómeno que se da con y entre los hombres.14

La idea lefortiana de la institución de lo social y el conceptoarendtiano de espacio-entre-los-hombres proporcionan a MiguelAbensour el material necesario para elaborar una metáfora origi-nal: la compacidad.15 En esta forma societaria inédita, todo suce-de como en el interior de un cuerpo compacto en el que, superadala fobia al contacto,16 no hay lugar para la división. La configura-ción totalitaria de lo social viene marcada por una mutación, post-y contra-democrática, que acaba con la irreductibilidad de la car-ne de lo social.17 Se observa un doble juego de espejos en el quecuerpo del Egócrata encuentra su proyección simétrica en el To-dos-Uno.18 Nada queda fuera, salvo un «Otro» maléfico que sóloexiste —o se crea— para reforzar el sentimiento de pertenencia.Esta nueva figura de la servidumbre voluntaria laboetiana (descu-bierta explícitamente en Lefort y, de manera implícita, en Arendt)se erige en auto-representación de una sociedad —la totalitaria—que se sueña comunidad fusionada, universo armónico.

Bajo esta ilusión de totalidad unificada, Abensour señala, gra-cias al concepto levinasiano de estar-clavado-al-cuerpo, una nue-va entrada en servidumbre. Esta experiencia del cuerpo19 inau-gura un modo de existir que rompe con la tradición de la eman-

14. Como P. Clastres y H. Arendt, Miguel Abensour separa radicalmente el poder dela violencia y esa separación es la que le hace concebir las formas sociales con poder nocoercitivo como formas políticamente adultas. M. Abensour (1987): «Présentation», enVV.AA.: L´esprit des lois sauvages, op. cit., p. 16.

15. Sobre este concepto y su significado cfr. M. Abensour (1997): De la compacité.Architectures et totalitarismes, Sens et Tonka, París.

16. E. Canetti (2000): Masa y poder, Muchnik Editores, Barcelona, p. 10.17. M. Abensour (1997): De la compacité. Architectures et totalitarismes, Sens et

Tonka, París, p. 63.18. C. Lefort (2004): «La cuestión de la democracia», en La incertidumbre democrá-

tica. Ensayos sobre lo político, Anthropos, Barcelona, p. 42.19. Lévinas utiliza el concepto heideggeriano de Stimmung —disposición afecti-

va— contra el propio Heidegger e intenta aprehender lo que él denomina el hitlerismoa través de la primacía que se da a esta experiencia del cuerpo. Cfr. M. Abensour (1997):«Le mal élémental», en E. Lévinas: Quelques réflexions sur la philosophie de l´hitlerisme,Rivages, Payot, París, pp. 38-39.

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cipación que postula la preponderancia de lo espiritual sobre elorden de la realidad.20 Esta original interpretación de E. Lévinaspermite a nuestro autor reflexionar sobre el nexo cierto que exis-te en el nazismo entre política y vida, al tiempo que introduce unnuevo elemento en su diálogo permanente con Arendt y Lefort.21

La crítica abensouriana de los totalitarismos no se agota aquí.Abensour no se limita a señalar el sin-precedente, a describirempíricamente un fenómeno; nos advierte de los peligros de creer-lo mágicamente irrepetible,22 de elaborar una suerte de teoríapara todo que acabe por convertir el orden existente en «el mejorde los mundos posibles», impidiendo la búsqueda incesante devías alternativas de construcción de lo político. El instrumentoteórico binario que contrapone democracia y totalitarismos re-sulta demasiado simple; hemos de utilizar una tercera categoría,la del Estado autoritario —que el autor toma de la obra de F.Neumann, Behemoth—,23 para pensar conjuntamente la eman-cipación y su contrario, la posibilidad de degeneración. Y esaposibilidad, nos dice Abensour, permanece ahí, en el interior mis-mo de las repúblicas o las democracias, amenazándolas; al ex-tremo de poder llegar a vaciarlas de sentido. La tarea de la filoso-fía política crítica consistiría en señalar las formas de domina-ción autoritaria que persisten en los regímenes políticos libres yen reconstruir los movimientos sociales que hacen de la libertadel verdadero núcleo de sus proyectos.

Sólo desde esta perspectiva podemos evitar ceder al irenismo—que sitúa la dominación en el exterior de las formas políti-cas— y al catastrofismo —que entiende que todo proceso de co-rrupción desemboca, necesariamente, en una situación totalita-ria. Frente a esta doble tentación —y, singularmente, contra elpathos de la dominación—, nuestro autor propone la crítica de

20. E. Lévinas, op. cit., pp. 15-16.21. Pese a reconocer sus méritos, Roberto Esposito reprocha a estos dos pensado-

res no haber señalado la absoluta especificidad bio-política del nazismo; una especifi-cidad que no sólo rompió con las categorías que habían sostenido el orden político dela modernidad, sino que supuso la sustitución integral de la filosofía por la biología. R.Esposito (2006): «Nazisme et philosophie», en A. Kupiec y E. Tassin, Critique de lapolitique. Autour de Miguel Abensour, Sens et Tonka, París, p. 322.

22. Esta idea se repite en los dos grandes referentes —Hannah Arendt y ClaudeLefort— de Miguel Abensour en su crítica de los totalitarismos. Así, por ejemplo, cfr. H.Arendt (2004): Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Madrid, p. 557.

23. F. Neumann (1983): Behemoth. Pensamiento y acción en el nacional-socialismo,Fondo de Cultura de Económica, México.

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los totalitarismos como una crítica en dos tiempos.24 En un pri-mer momento, plantea una reflexión profunda sobre la novedadradical del siglo XX; más tarde, y en el fondo de esa misma re-flexión, una vía alternativa y dolorosa —la salida de los totalita-rismos no se hace sin dolor— de redescubrimiento de lo político.

La elección de lo político

Pensar de manera crítica y conjunta política y filosofía noslleva a responder con un mismo concepto, el de democracia, alas preguntas por el sentido de las cosas políticas y por el mejorde los regímenes políticos que Léo Strauss se planteara en sutexto ¿Qué es la filosofía política?25 El pensamiento de lo políticoes el pensamiento de la indeterminada (e indeterminada porquees, cada vez, diferente) configuración del nexo invisible que unea los hombres. La libertad nace de este nexo, de la intriga que setrama entre los hombres. Para referirse a esta cuestión, MiguelAbensour utiliza, indistintamente, los términos «vínculo huma-no», «vínculo político» y «vínculo social». La imprecisión termi-nológica no resta originalidad a su contribución y tampoco afec-ta al nervio teórico del concepto, la división. El mundo no es untodo, es un entre-dos, una mediación; lo que implica una distan-cia y, sin metáfora, un espacio, un movimiento posible. Nuestroautor concibe este vínculo-entre-los-hombres bajo el signo de ladisonancia y de la visibilidad.26 Y esta exposición del conflicto ala luz no pasa sólo por el consentimiento de actuar y hablar, seencuentra también en la comunicabilidad del pensamiento.

Abensour no puede —y no quiere— pensar en una filosofíaajena a esta potencia reveladora, a esta demanda de redescubri-miento incesante. Como hemos dicho, el advenimiento de unaforma política no crea un estado de no-retorno que garantice,para siempre, la persistencia de esa forma; de ahí que nuestroautor entienda que la reflexión filosófica es, esencialmente, re-

24. Tal vez sea Jacques Rancière el único que no ha partido de la crítica de los totali-tarismos para elaborar su pensamiento de lo político. Cfr. J. Rancière (1995): La mésen-tente, Galilée, París; e ídem (2004): Aux bords du politique, Folio, Gallimard, París.

25. L. Strauss (1970): ¿Qué es filosofía política?, Guadarrama, Madrid, p. 14.26. M. Merlau-Ponty (1960): «Note sur Machiavel», Éloge de la Philosophie et autres

essais, Folio, Gallimard, París, p. 296.

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flexión sobre la democracia en cuanto forma que conlleva la in-agotable exigencia de volver a pensar. Esta exigencia es una delas dimensiones de la propia insurgencia de la democracia; elenigma que se abre ante nosotros para no cerrarse jamás, comodemuestra una reciente polémica entre el propio Abensour yMarcel Gauchet27 sobre el concepto de democracia.

Este debate no se reduce a una simple discusión entre dosformas distintas de concebir lo político, existen elementos ex-ternos que determinan la excepcionalidad de esta polémica res-pecto a debates anteriores. El primero de ellos es el paralelismoque se establece entre lo político y lo filosófico. La coincidenciadel regreso intempestivo de las cosas políticas y del pensamien-to transformado por la crisis filosófica hizo del redescubrimientode lo político una aventura inédita que ya no perseguía la deter-minación del momento inaugural de la división originaria de losocial; pretendía, simplemente, posibilitar su advenimiento. Laausencia de fundamento en el registro filosófico tenía su corre-lato en la superación de las instancias primeras en el espacio dela política. Por otra parte, la desaparición del tiempo histórico yla sustitución de la idea de progreso por el benjaminiano «nohay tiempo» se han traducido en una pérdida de sensibilidadpor el futuro como proyección de nuestras vidas y en una nega-ción del pasado como referente. No hay tiempo, no hay mode-los. El presente sólo puede ser pensado desde el presente.

La idea del presente como único tiempo legítimo para la filo-sofía nos remite a una concepción heroica de la filosofía en cuantopensamiento del presente sobre el presente. La parte de verdadque alcancemos con este tipo de reflexión no sólo está ligada alestricto esfuerzo por el conocimiento, sino también a su cuali-dad esencial de presente. No tenemos derecho a despreciar elmomento que vivimos.28 El presente es siempre un tiempo críti-co, un tiempo en el que la libertad de los hombres está en juego.Estamos en el presente, sólo este tiempo es real; todo lo demás esrecuerdo o esperanza. Si ponemos en cuestión el orden del pre-sente no es para hacer un elogio del pasado, ni para hacer un

27. Hemos expuesto más ampliamente el contenido de esta polémica en J. Riba «Lademocracia contra la filosofía política», en R. Mate (2005): Nuevas teologías políticas,Anthropos, Barcelona.

28. C. Baudelaire (1999): «Le peintre de la vie moderne», Curiosités esthétiques.L´art romantique, Classiques Garnier, París, p. 467.

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llamamiento a la confianza en el futuro. «Comprender es [...]aceptar el tiempo en el que estamos».29

Pensar desde el presente nos mantiene alerta frente al ries-go de la dominación y, lo que es más importante a juicio deAbensour, nos permite pensar la política como su exacto opues-to. La reivindicación del filosofar como acción heroica, del pen-sar como parte indispensable de la vita activa, es una apuestaen pro de la libertad del mundo, de la apertura de un espacioque escape a la división entre dominadores y dominados. Aho-ra bien, esta nueva manera de pensar política y filosofía entraen conflicto con el principio de realidad, ya que la forma Esta-do permanece como representación del conjunto social y, almismo tiempo, como máquina que no sabe adecuarse a la con-tinua modulación que el proyecto democrático le brinda. Fren-te a esta rigidez, la filosofía hace virtud de la crisis filosófica yconvierte a la democracia en el modo de institución de lo socialque puede satisfacer su inagotable exigencia de volver a pensar.

La democracia insurgente

Para Miguel Abensour, democracia es el tipo de sociedad ca-paz de desarrollar formas de auto-construcción y de entre-cons-trucción, si se nos permite cambiar la fórmula laboétiena. Par-tiendo del modelo de democracia salvaje propuesto por ClaudeLefort, Abensour, en «Democracia salvaje y principio de anar-quía», pretende mostrar que la verdadera esencia de la democra-cia se encuentra, precisamente, en una disolución de referentesque desemboca en la indeterminación de los fundamentos delpoder, de la ley y del saber. Nuestro autor evoca, en este trabajo,el horizonte conceptual desde el que surge el concepto lefortianode democracia salvaje: la afirmación de la división irreduciblede lo social y su identidad enigmática, la imposibilidad de llegaral conocimiento de la heterogeneidad de lo social, la constata-ción de su radical indeterminación.

De todo ello se colige la espontánea aparición de la democra-cia salvaje, potencia extraña a toda arkhé y a toda autoridad. La

29. C. Lefort (1986): «Hannah Arendt et la question du politique», Essais sur lepolitique, Éditions du Seuil, París, p. 62.

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democracia salvaje es, esencialmente, una muestra de libertadque rechaza la división entre gobernantes y gobernados y, portanto, cualquier forma de sumisión al poder establecido. A lahora de establecer la dimensión ontológica de la democracia sal-vaje, Abensour recurre a la obra de Reiner Schürmann, Le prin-cipe d´anarchie.30 A partir de una interpretación inédita del pen-samiento heideggeriano, el autor intenta fijar la no fundamenta-da fundamentación de la democracia. En la célebre entrevistadel Spiegel (septiembre de 1966), Heidegger31 dejaba abierto elinterrogante sobre la eventual compatibilidad entre democracia(entendida como sistema político) y sociedad tecnificada: «Hoyes para mí una cuestión decisiva cómo podría coordinarse unsistema político con la época técnica actual y cúal podría ser. Noconozco respuesta a esta pregunta. No estoy convencido de quesea la democracia».

Este «no sé» del rector de la Universidad de Friburgo sirve a R.Schürmann en su intento de dar consistencia a la ausencia de unprincipio determinante de la democracia. Con la deconstrucciónheideggeriana, desaparece la vinculación tradicional entre teoríay práctica; el referente teórico que marcaba las pautas de actua-ción deja su espacio a la acción. El paso siguiente viene de la manodel principio de anarquía, que posibilita la irrupción de «la acciónsin porqué». Si trasladamos esta fundamentación no fundamen-tada de la acción al plano societario, llegamos al concepto aben-souriano de «democracia insurgente».

La democracia, para Abensour, no es ni una forma cristaliza-da, ni una organización de los poderes; es un movimiento que nopuede ser otra cosa que movimiento. Estamos ante la acciónpolítica que persigue la destrucción de la forma Estado y, porende, la ruptura de la lógica que ella implica (dominación, tota-lización, mediación, interpretación); al objeto de sustituirla poruna lógica propia, la del pueblo soberano en lucha contra lasreconciliaciones mistificadoras y las interrogaciones falaces. Lademocracia, sostiene Abensour, «es la institución determinadade un espacio conflictivo, de un espacio contra, de una escena

30. R. Schürmann (1982): Le principe d´anarchie. Heidegger et la question de l´agir,Éditions du Seuil, París.

31. M. Heidegger (1989): «Entrevista del Spiegel», en La autoafirmación de la univer-sidad alemana, Tecnos, Madrid, p. 68-69.

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agonística en la que se enfrentan dos lógicas contrarias, la de laautonomización del Estado en cuanto forma, y la de la vida delpueblo en cuanto acción, actuar político».32

Si la democracia es una forma de sociedad que da cabida alconflicto, el conflicto primero tendrá que ver con su existenciamisma y su contenido. ¿Cómo definir lo que excede a toda defi-nición? La democracia se presenta como una suerte de aporíapositiva desde el momento en que los adjetivos —«salvaje», «ra-dical» o «insurgente»— aconsejan, más que la determinación deun conjunto de caracteres, la búsqueda de una raíz común. Di-cha raíz la encontramos en el impulso antiestático marxiano e,incluso más allá de éste, en la lucha contra el Estado que surgede toda revolución moderna.

Marx es quien, adecuándose a esta sensibilidad, abre una ter-cera vía frente a una alternativa, que se suele plantear comodisyuntiva, entre el ejercicio temperado de la democracia (la re-ducción de ésta a la condición de marco político insuperable) yla ilusión democrática (que entiende la democracia como unaforma de dominación tanto más perniciosa cuanto se escondebajo la apariencia de libertad). La propuesta de Marx, la «verda-dera democracia»,33 permite a Abensour alejarse tanto de los quehan optado por la moderación como de los que han preferido elrechazo. Todo ello, sin recurrir al esencialismo y desde la pers-pectiva de una reflexión sobre el destino de la democracia en lamodernidad. La pregunta de Marx por la «verdadera democra-cia» redefine los términos de un debate que se ha visto domina-do por cuestiones menores, como la del déficit democrático o lade las ilusiones suscitadas por el feliz advenimiento. Para Marx,el sentido de la democracia es la desaparición de la dominación;de ahí que considere que la verdadera democracia es aquella quepone todas sus energías en la destrucción del Estado, por seréste la forma que representa a la dominación en la modernidad.

Si pasamos esta idea marxiana por el tamiz schürmanniano, sesigue que la democracia se manifestaría allí donde surja una cesuraentre dos formas políticas; puesto que ése es el lugar en el que pue-den aparecer formas de acción ajenas a todo tipo de principio o

32. M. Abensour (2004): «Lettre d´un “révoltiste” à Marcel Gauchet converti à la“politique normale”», Réfractions, Démocratie, la volonté du peuple?, 12, pp. 7-8. [Latraducción es nuestra.]

33. Cfr. K. Marx (1975): Critique du droit politique hégélien, Éd. Sociales, París, p. 70.

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referencia. Se suspende por un tiempo el princeps, el gobierno, y elprincipium, el sistema que aquel impone y sobre el que descansa.«En tales cesuras —afirma Reiner Schürmann— el campo políticoejerce, de manera plena, su papel de revelador: manifiesta, a losojos de todos, que el origen del actuar, del hablar y del hacer no estáen el ser (sujeto, estar-ahí, o devenir; que no es un principio quedomina y organiza una sociedad, sino que es la simple aparición detodo lo que es). Tales cesuras muestran que, con el origen, no co-mienza nada, es decir, que la pareja de nociones arkhé-telos no agotael fenómeno del origen. Tales cesuras también muestran que el ori-gen no funda nada, que no es un “porqué” firme e indudable, apartir del cual la razón pueda derivar unas máximas.»34

En estas ocasiones críticas y, por otra parte, escasas —comodijera H. Arendt—, de la Historia, la democracia se ha mostra-do, tal como señala Abensour (citando a Marx), «el enigma re-suelto de la constitución».35 Para comprender la objetivaciónconstitucional es necesario retrotraerse hasta aquello que lo haproducido: el demos y su acción. ¿Acaso la salvaguarda del con-trato, del vínculo con el «pueblo real», no exige de la verdaderademocracia, desde su constitución, la desaparición del Estadoen cuanto potencia organizadora que ocupa el lugar de la ac-ción del pueblo? La repolitización de la sociedad civil está inex-tricablemente ligada a lo que podríamos denominar momentorestituyente, esto es, el momento en el que se redescubre la di-mensión política fundamental de la reunión de los hombres,dimensión que ha sido ocultada por la Filosofía y usurpada porel Estado. No se trataría tanto de devolver la política a la ciu-dad —asegura Abensour— cuanto de (re)exponerla a la luz.

¿Podría, entonces, concebirse la «democracia salvaje» —eluci-dada por el principio de anarquía— como una forma posible de lademocracia contra el Estado? Un tipo de institución de lo socialque se define por la disolución de las certezas, por la repetidaprueba de la indeterminación y, en consecuencia, por la salida dela derivación metafísica, por la emancipación de un principio convalor de fundamento, parece incompatible con el Estado, cuyaexistencia ha de apoyarse en un principio con valor de fundamen-to. En este sentido, la democracia debería ser todo lo opuesto alEstado. Pero la posibilidad no es, advierte Abensour, necesidad.

34. R. Schürmann, op. cit., p. 107.35. M. Abensour (2004): La démocratie contre..., op. cit., p. 7.

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Nuestro autor sostiene que la lógica de la democracia salvajeno es, necesariamente, anti-Estado. En primer lugar, porque el ca-lificativo de salvaje hace referencia a una crisis de fundamento dela que no se extraen todas las consecuencias posibles. En segundolugar, porque existe el peligro de aproximar la idea de democraciasalvaje a la de derecho y, más específicamente, a la lucha por elmantenimiento de los derechos adquiridos y a la conquista deunos nuevos.36 Sin acercar la idea de derecho a la de dominacióny reconociendo que esta lucha presenta ciertos aspectos de resis-tencia, la tesis abensouriana afirma que esta dinámica acaba con-virtiéndose en una batalla por el reconocimiento y la sanción delos derechos por parte del Estado, posibilitando así el reforza-miento y la reconstrucción permanente de éste.

El esquema lefortiano acoge la formulación individual delconflicto (la del ciudadano frente a los poderes) sin llegar aplantear el conflicto fundamental, el de la comunidad de ciu-dadanos contra el Estado. Y es precisamente este conflicto elque emerge con la democracia insurgente. La asunción de lapoliticidad primera supone la formulación en plural de estecontra. Ello no debe llevarnos a confundir la democracia insur-gente con una de las variantes de la democracia conflictiva,puesto que lo característico «de la democracia insurgente esdesplazar, sensiblemente, los problemas. En lugar de concebirla emancipación como la victoria de lo social (una sociedadcivil reconciliada) sobre lo político, entrañando, al mismo tiem-po, la desaparición de lo político; esta forma de democraciahace surgir, contribuye a hacer surgir, en permanencia, unacomunidad política contra el Estado».37 Esta definición com-porta pensar una carne social que se resiste a ser cuerpo políti-co, una nueva experiencia del vínculo humano; en definitiva,tener la conciencia de que la esencia del hombre se encuentraen el «estar juntos», y no en la simple unión del hombre con elhombre, o en la afirmación de que la elevación propia de lapolítica impregna todas las esferas de la vida humana.

Desde esta óptica, la democracia insurgente sería, no tantoun desarrollo de la democracia salvaje, cuanto fruto de una

36. J. Rancière considera que la pretendida sumisión de lo estático a lo políticooculta, en realidad, la sumisión de lo político a lo estático por medio de lo jurídico. Cfr.J. Rancière (1995): La mésentente..., op. cit., p. 150-151.

37. M. Abensour (2004): La démocratie contre l´État..., op. cit., p. 19.

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lectura integrada del contra-Hobbes plural formulado por P.Clastres y E. Lévinas. Abensour inscribe la original articula-ción del autor de La société contre l´État en la tradición de pen-samiento político que coloca el conflicto en el núcleo de la polí-tica. Le interesa su definición de la guerra como instituciónplenamente humana que encuentra su sentido irreducible en elrechazo a todo intento de síntesis.38 El deslumbrante PierreClastres le permite convulsionar el «pensamiento del Estado»al presentar el poder coercitivo como un caso particular delpoder político —éste, sí, universal, inmanente a lo social.39

Pero, después de todo, este contra-Hobbes supone cierta acep-tación del estado de naturaleza hobbesiano —en y por la guerra,pasamos del lobo al hombre. Lévinas es mucho más radical. Sen-cillamente, rompe con la idea del Leviathán como horizonte in-superable y plantea ese más allá que apunta a la utopía, ese másallá que persigue Abensour. El autor de Ética e infinito piensaotro posible y opone al «Estado de César»—nacido de la violen-cia del estado de naturaleza— «el Estado de David», que encuen-tra su sentido en el recuerdo de la aventura primera —la frater-nidad que da origen a una paz de la proximidad—,40 y en el finque persigue —la justicia. Lo que admira Abensour en Lévinases la propuesta de una intriga originaria nueva, fundada en elvínculo humano,41 que coloca al Estado en un espacio pluridi-mensional, crítico, en el que es posible la contestación.42

Centinela de sueños y pescador de perlas43

En literatura, el filósofo es un tema difícil. Parecería que estu-viéramos obligados a ser platónicos y no pudiéramos concebir

38. M. Abensour (1987), «Le contre-Hobbes de Pierre Clastres», op. cit., p. 141-142.39. P. Clastres (1974): La société contre l´État..., op. cit., p. 20.40. Lévinas descubre un origen del Estado distinto al hobbesiano, pues, como él

mismo dice, antes de la guerra existían los altares. Cfr. E. Lévinas (1991): Entre nous,Grasset, París, p. 20.

41. Cfr. E. Lévinas (1982): Éthique et Infini, Fayard, París, p. 74-75.42. M. Abensour (1998): «Le contre-Hobbes d´Emmanuel Lévinas», en J. Halpérin

y N. Hanson (dirs.): Difficile justice, Actes du XXXVI colloque des intellectuels juifs delangue française, Albin Michel, París, p. 129.

43. La unión de estas dos bellas imágenes no es nuestra, la encontramos en el pro-pio autor. Cfr. M. Abensour (2000): L´utopie de Thomas More à Walter Benjamin, Sens etTonka, París, p. 211.

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que fuera posible ser filósofo y hombre al mismo tiempo. Algo deello hay en el Ursus hugoliano de L´homme qui rit. Este nombresólo puede pertenecer a una singular criatura, que puede ser máso menos que un hombre; pero que no es exactamente un hombre.Claro que no todo en Hugo es filosofía heredada, intuimos al pe-queño Sócrates en su definición del filósofo como espía, comocentinela de sueños.44 Esta hermosa imagen —cita recurrente enlos textos de Miguel Abensour— está en el origen de la afirmaciónabensouriana de la inquietud como disposición filosófica prime-ra, disposición que previene contra los peligros de la dialéctica dela emancipación —movimiento paradójico, en virtud del cual, laemancipación está expuesta a convertirse en su contrario—45 yrompe con la tranquilidad que se supone propia de la filosofía.

Para Miguel Abensour, el filósofo, como Ursus, ha de tener elcoraje de exponerse, de aparecer. Su sitio (nada es igual tras lostotalitarismos) ya no es la actividad del pensar, sino un mundocompartido —en palabras y en actos— con la paradójica plurali-dad de seres únicos. En este lugar del vértigo debe ser audaz yllegar al fondo, allí donde se encuentra lo rico y lo extraño, loscorales y las perlas.46 En su preciosa colección,47 Abensour des-cubre un nuevo modo de relación con el pasado. Ahí está PierreLeroux, gema extraordinaria en su propia tradición —un socia-lista que piensa la política como un no derivado. Y esa piedra esengastada de tal suerte por el pescador de perlas que encaja a laperfección con un filósofo que, a priori, no es un pensador de lopolítico: E. Lévinas. Estos fragmentos de pensamiento, arranca-dos de su contexto, encuentran la unicidad de lo auténtico en lafusión del elemento humano con la utopía.

Este nuevo todo abre una brecha por la que se filtran significa-dos olvidados. Pero, ¿cómo recuperar conceptos que han sido uti-lizados para perpetuar épocas muertas? ¿Cómo arrancar la utopíadel lado de los totalitarismos48 para colocarla —a contracorriente,

44. Victor Hugo (2002): L´homme qui rit, Folio, Gallimard, París, p. 395.45. M. Abensour (2000): Le procès des maîtres rêveurs, Éditions Sulliver, Arles, p. 20.46. H. Arendt (2001): «Walter Benjamin», Hombres en tiempos de oscuridad, Gedi-

sa, Barcelona, p. 212.47. Esta expresión se puede aplicar, literalmente, al pescador que reunió los títulos

de la colección «Crítica de la política» de la Editorial Payot.48. Desde la asunción de la pura heterogeneidad de las utopías, Abensour rescata

los movimientos —entre otros señala a Josephe Déjacque y William Morris— que seopusieron resueltamente a la idea de partido único y a la estatización homogeneizantede lo social. Cfr. M. Abensour (2000): L´utopie de Thomas More..., op. cit., pp. 19-20.

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en un tiempo anti-utópico— del lado de la socialidad, de la rela-ción inter-humana? Con la pasión del coleccionista, el pescador deperlas prosigue su búsqueda hasta dar con las piedras más raras,aquellas en las que se refleja la fragilidad del mundo. Y, desde elpasado —ese fondo casi insondable del que habla Arendt—49 sonllevadas a la luz por un pensamiento alimentado por el presente.Ése es el gesto que hallamos en Miguel Abensour cuando ve, en elfracaso de 1848 y la extraordinaria floración utópica que le siguió,la esperanza para un futuro post-totalitario.

El viejo Leroux nos enseña, según nuestro autor, un plus utó-pico que convierte a la política en sinónimo de crítica constantey nos permite pensar la utopía en relación con la democracia y laemancipación. El «Rousseau del siglo XIX» se esforzó por demo-cratizar la utopía, por buscar nuevos espacios horizontales deexperimentación social (la asociación). Y obedeciendo a un mis-mo impulso, se empeñó en utopizar la democracia, en convertirel horizonte crítico-utópico, no en un limes, sino en la fuerzaactiva que permitiría a la democracia resistirse a la constanteamenaza de la degeneración.50

Como nacida de esta confluencia entre democracia y utopía,irrumpe la cuestión mayor, la cuestión destinada a permanecertal: la emancipación. Este interrogante, en cuanto enigma per-sistente, recorre toda la obra de Miguel Abensour y nos deja en-trever una pluralidad de posibles, una impulsión obstinada ha-cia la libertad y la justicia que, pese a todos los fracasos, renace acada nueva cesura de la historia.

* * *

Quisiéramos agradecer a Miguel Abensour su entusiasmo ysu paciente colaboración en este proyecto. También debemosexpresar nuestro reconocimiento a los profesores Patrice Ver-meren y Reyes Mate, sin ellos no hubiera sido posible este libro.Contigo y con Heine.

SCHEHEREZADE PINILLA CAÑADAS

JORDI RIBA

49. Ibíd.50. M. Abensour (2006): «Persistante utopie», Mortibus, n.º 1, p. 22.

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ITINERARIOS

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La crítica de la economía política no incluye, ni puede incluir,la crítica de la política que formaba parte, aunque de manera dis-tinta, del proyecto de los grandes textos de 1843 y de 1844 deljoven Marx. La crítica de la política se funda en la distinción esen-cial entre dominación y explotación y pretende recuperar la per-dida, o voluntariamente silenciada, dimensión marxiana. Dadoque se trata de un conjunto de fenómenos diversos, conceptual-mente diferenciados, la dominación no puede reducirse a la ex-plotación, ni puede ser considerada como derivada de ésta; ni si-quiera por quienes conceden una autonomía relativa a lo político.

Más allá de su propio objeto —la estructura histórica específi-ca de la dominación-esclavitud— la crítica de la política se define:

— por el rechazo de la sociología política, instancia que permi-te ocultar las cuestiones críticas enunciadas por la filosofía políti-ca; por cuanto, en su intento de edificar una ciencia de lo político,acaba por hacer de la política una ciencia;

— por la elección de un punto de vista: escribir sobre lo polí-tico desde la perspectiva de los dominados, de los que están aba-jo, de aquellos para los que el estado de excepción es la regla;

— por la pregunta, genialmente formulada por La Boétie, de:¿por qué la mayoría de los dominados no se rebela?

De cara a su realización, este esfuerzo crítico tiene el propó-sito de desarrollarse en tres direcciones fundamentales:

CRÍTICA DE LA POLÍTICA*

* Este texto corresponde a la presentación de la colección Crítica de la Política de laeditorial Payot, de la que Miguel Abensour es director desde su creación en 1973.

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La elaboración de una crítica social de la dominación que,con el apoyo de la Escuela de Frankfurt, y al margen del politi-cismo, sostenga como hipótesis principal la existencia de unatendencia a la dominación total en el mundo contemporáneo;sea cual sea el régimen político que la acompañe. Esta críticapersigue desvelar, más allá de justificaciones ideológicas, las nue-vas formas de dominación que se refieren a la mutación de lopolítico y al reinado universal de la burocracia. La ambivalenciade las estructuras de dominación exigirá llevar a cabo un análi-sis sobre la genealogía de las formas históricas de lo político.Lejos de limitarse a la crítica fundamental del Estado, esta críti-ca resultará tan polimórfica y diversa como la estructura com-pleja de dominación que intenta desenmascarar.

Una crítica de la razón política que —a partir de los grandestextos que, a lo largo de la historia, han servido para construiresta razón— dará lugar a las críticas teóricas de la política y sepreguntará por los puntos ciegos del pensamiento occidental delo político y por la relación de la filosofía y de lo político; al tiem-po que procurará descubrir las raíces teóricas de la dominación.

Una reconstitución de las prácticas críticas de la política, esdecir, de los movimientos sociales que, con ocasión de las distin-tas insurrecciones y revoluciones de la historia, fieles a la divisani Dios ni Maestro, han atacado en acto la estructura misma dela dominación y, más que instalar un nuevo poder coercitivo,han querido abolir la división entre señores y siervos.

La colección Critica de la política, siempre atenta a denun-ciar las empresas que impiden —con la instauración de unaconfusión entre la subversión de la sociedad y la transforma-ción o modernización del Estado, y bajo el manto de la emanci-pación política— la vía de la emancipación humana, prestaráatención a los proyectos que, en lugar de continuar la rehabili-tación de la política tal como hacen diversas corrientes moder-nas, pretenden romper las «cadenas de la esclavitud».

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Comenzar, en estos tiempos y en el seno de la institución uni-versitaria francesa, una publicación de filosofía política, podríaparecer, si no aventurado; al menos, problemático. No se tratade enfrentarse al peso de la tradición o a la arrogancia de ambi-ciones que, a partir de horizontes diferentes, tendrían en comúnla voluntad de oponerse a una confrontación, al reencuentro delo filosófico y lo político. A juicio de la mayoría de los filósofos,sólo se podría reconocer un derecho a la filosofía política comogénero menor, una especie de apéndice de la obra filosófica; opeor aún, un género mixto donde la impureza de lo político ven-dría a turbar la serenidad o la elevación de lo filosófico. Ciertospolitólogos, ciertos especialistas en ciencia política, que ambi-cionan, animados por su pretendida juventud, construir una cien-cia empírico-analítica de los fenómenos políticos —a menudo,un compuesto inestable entre el funcionalismo y el marxismo—sólo muestran desprecio hacia un tipo de discurso que conside-ran anticuado. Convencidos del fundamento de la identificaciónentre filosofía e ideología, estos analistas entienden que la filoso-fía política quedaría inmediatamente invalidada por cuanto nose ha operado la distinción básica entre ciencia e ideología; obien se descubriría, si nos fijáramos bien, un resurgimiento in-genuo de la moral. ¿No sabe la filosofía que sólo merece el nom-bre de ciencia una forma de conocimiento éticamente neutra?

PRESENTACIÓN DE LOS CAHIERSDE PHILOSOPHIE POLITIQUE*

* Los Cahiers de Philosophie politique, dirigidos por Miguel Abensour, aparecenen 1983 y son una publicación del Centre de Philosophie Politique de la Universidadde Reims.

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¿Afirmaciones trasnochadas? Es cierto que, durante el últi-mo decenio, se han manifestado ciertas muestras de interés, ciertoánimo de confrontación. El presente empeño también merece lapena, siempre que tenga una buena recepción y pueda, en con-secuencia, ser compartido. Pero sería incompleta una visiónpuramente institucional y francesa —una especificidad nacio-nal que está estrechamente ligada a la institución ecléctica de lafilosofía en el siglo XIX. Esta crisis es, prácticamente, universal yse sitúa más allá de las amenazas que hostigan a una disciplinade enseñanza y de investigación. Escuchemos a Leo Strauss: «Hoyla filosofía política está en decadencia o, quizá, en estado de pu-trefacción, si es que no ha desaparecido por completo. No setrata sólo de un total desacuerdo sobre su objeto, su método y sufunción, sino que incluso la mera posibilidad de su existencia seha hecho problemática. [...] No exageramos en absoluto al decirque hoy la filosofía política ya no existe, excepto como objeto deenterramiento, apropiado para las investigaciones históricas, ocomo tema de frágiles declaraciones que no convencen a nadie»(What is political philosophy?, 1955).*

El diagnóstico se concreta y señala una época: la crisis políti-ca es la crisis de la modernidad; o, si invertimos la proposición,la crisis de la modernidad consiste, esencialmente, en la crisis dela filosofía política moderna. Esta declaración puede parecerexorbitante, provocadora y capaz de provocar una carcajada.Comprendamos bien la ironía straussiana: la filosofa política noes una disciplina académica; baste recordar que los grandes filó-sofos políticos —Sócrates, Platón, Jenofonte, Aristóteles, Maquia-velo, Rousseau— no eran profesores universitarios. Podemosintuir que se trata del destino del «viejo Adán», que lo que poneen juego el declinar de esta forma de pensamiento es la cuestióndel nihilismo; e incluso, el rechazo o la aceptación de lo intolera-ble (por ejemplo, lo acontecido en 1933).

La conclusión parece evidente. Convendría restaurar la filo-sofía política y, a tal fin, regresar al momento inicial de la des-trucción de la filosofía clásica, al comienzo de la filosofía políti-ca moderna; en definitiva, reabrir la Querella entre los Antiguos ylos Modernos para elegir, frente al proyecto moderno, el partido

* La cita ha sido tomada de la edición española de L. Strauss, ¿Qué es filosofíapolítica?, Madrid, Guadarrama, 1970, pp. 22-23. [Nota de los T.]

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de los Antiguos, el de la filosofía política clásica. Restauraciónque no equivale a repetición. Según confiesa el propio Strauss,este «regreso a los Antiguos» sólo puede tener un valor experi-mental, ya que la tradición, en sí misma, no es inmediatamenteaplicable a una sociedad fruto del proyecto moderno; y, en estesentido, totalmente desconocida para los Antiguos. Hay que cui-darse de convertir en slogan o en programa dogmático aquelloque pretende, más bien, abrir una perspectiva, un distanciamien-to que permite tomar la medida del mundo moderno.1

Además, la referencia a Strauss no debe inducir a error. Todointerés por la filosofía política ha de pasar por un regreso a suobra; es más, no puede constituirse ni afirmarse sino medianteun diálogo con Leo Strauss —cómo olvidar la huella indelebleque su pensamiento transmite al pensamiento contemporáneode lo político. Ello no significa, en ningún caso, que haya desuscribirse el análisis straussiano sobre la modernidad. Quedanalgunas preguntas por resolver.

— ¿Pueden considerarse homogéneas las diversas fundamen-taciones múltiples de la modernidad? ¿Se puede incluir, por ejem-plo, en una misma unidad —el proyecto moderno— las figurasinstauradoras de Maquiavelo, Bacon y Hobbes?

— ¿Se puede pensar la modernidad, tal como nos invita LeoStrauss, desde la perspectiva de la pérdida de lo antiguo, de ladecadencia, de lo pequeño —la sociedad moderna sería Lili-put— del estrechamiento del horizonte? ¿Cómo un pensamien-to resueltamente anti-tiránico puede permanecer insensible ala aparición de una nueva libertad propia del mundo moder-no? Pierre Leroux, advertido del sentido político de la Querellade los Antiguos y de los Modernos, sabe reconocer en la emanci-pación la esencia propia de la modernidad —una triple eman-cipación que comporta una nueva afirmación, el sentimientocreador «de una elevación de la Humanidad, una especie deexaltación divina de todas sus facultades»— sin ignorar que elfantasma de una reconciliación amenaza a esta emancipaciónmoderna con la creación de una nueva servidumbre. ¿LeoStrauss plantea que la época moderna comprende lo humano a

1. Sobre este tema, nos permitimos señalar nuestro artículo, escrito en colabora-ción con Michel-Pierre Edmond, Leo Strauss, en la Encyclopedia Universalis.

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la luz de lo infra-humano antes que a la de lo sobre-humano?Una visión más compleja, y también más generosa, de la mo-dernidad; sensible, a un tiempo, a la opacidad moderna y a loque se revela a través de esa opacidad, no podría aprehender(con Merleau-Ponty) nuestro tiempo, «tan alejado de una ex-plicación del hombre por lo inferior como de una explicaciónpor lo superior»;2 y, por esta vía, no se encerraría lo políticosobre sí mismo, sino que se abriría, desde el seno mismo de lainmanencia, hacia otra dirección, a la de la obra que confiere alo político, a la manera de los modernos, irreductibilidad y re-latividad, apartándola de la ilusión del dominio. Existen otrosmodelos de la modernidad, sea como proyecto inacabado, seacomo proyecto ambiguo donde la invención, el surgimiento delo nuevo, se enfrenta a la repetición.

— Antes de aceptar la alternativa —o filosofía política dellado de los Antiguos o ciencias sociales del lado de los Moder-nos—, convendría exponer y explorar otra disyuntiva: filosofíapolítica clásica o filosofía política moderna, en el entendido deque el proyecto político moderno no conduce necesaria y unáni-memente a una «cientifización» de lo político. La hostilidad ha-cia cierta forma de inteligibilidad puede verse acompañada de laadhesión al despertar de otra.

La exigencia nace también de la búsqueda de los lugares o losespacios desde los que puede elaborarse una filosofía políticamoderna, al margen del historicismo o del positivismo; por ejem-plo, desde la perspectiva del «momento maquiaveliano» o desdela perspectiva de la tradición criticista del idealismo alemán. Así,creemos continuar nuestra reflexión sobre la idea y la legitimi-dad de una filosofía política moderna, filosofía de la libertad yno de la virtud, a partir de una reactivación o, mejor dicho, deuna reconstrucción capaz de establecer relaciones inéditas conla tradición. Orientaremos nuestro trabajo en torno a cuatro in-terrogantes fundamentales:

— ¿A través de qué vías una filosofía política moderna puedellegar a pensar la consistencia de lo político, sin servirse del refe-rente teológico de un orden natural o de un orden del mundo;

2. M. Merleau-Ponty, Signes, París, Gallimard, 1960, p. 304.

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sin que ello comporte una reducción de lo político a mero nivelde la totalidad a partir del que podría edificarse un ciencia regio-nal? La tesis de la «autonomía relativa», que algunos presentancomo un progreso —puesto que evitaría la proyección de lo polí-tico sobre la economía— puede interpretarse de forma distinta;a saber, como una transacción estratégica, como una forma decensura sofisticada destinada a silenciar, bajo la apariencia de lasobredeterminación, la proposición radical de Rousseau, segúnla cual, «todo se refiere a lo político».

Ya se trate de una fenomenología de la acción (H. Arendt), dela valorización de la pluralidad de los modelos de socialización(J. Habermas), o del pensamiento de lo político como instaura-dor de lo social (Cl. Lefort), estamos ante una misma determina-ción: recobrar, reconquistar la irreducible heterogeneidad de lascosas políticas; heterogeneidad que no puede relacionarse conninguna necesidad natural o material, ni con lo empírico. Endefinitiva, pensar como nos invita a hacerlo el contraste entrelas dos ciudades que inaugura la República: el enigma del vivir-juntos de los hombres que se manifiesta por esta separación,más allá del carácter recíproco de las necesidades, del juego deintereses, de la división del trabajo y de sus efectos, como rela-ción, como nexo propiamente humano. Enigma de lo humano,del nexo social humano, que persiste, e incluso se acentúa, cuan-do se piensa lo político a partir de la figura de la servidumbrevoluntaria (La Boétie) o de la del combate por el que pasamos delas «bestias» al «hombre» (Maquiavelo).

— ¿A qué llamamos pensar lo político y gracias a qué facul-tad podemos pensar lo político sin positivizarlo, ni transformar-lo en objeto sociológico?

— ¿Qué relaciones se pueden establecer entre la filosofía po-lítica moderna y las ciencias sociales?

— ¿Qué transformación, qué inflexión experimenta, finalmen-te, la cuestión del mejor régimen en las modernas corrientes depensamiento, que han sabido sustraerse tanto al positivismo deuna política del entendimiento como al nihilismo, merced a suruptura con el «noble sueño» de los clásicos y con la ilusión mo-derna de la buena sociedad? Tal vez sea en la experiencia inaudi-

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ta de nuevas formas de sociedad y en la atención prestada a lascuestiones que la forma totalitaria hace surgir donde hallamosel espacio en el que se redefinen las cuestiones de la libertad y dela democracia.

Es evidente que la filosofía política moderna, indefectible-mente unida a la crítica de la dominación, intenta retomar connuevos aires, de manera incesante y lejos de toda resignación, lacuestión destinada a permanecer tal: la emancipación humana.

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La pregunta que enuncia este título da cuenta de una inquie-tud creciente —incluso de un malestar— ante un importante nú-mero de fenómenos que se inscriben bajo el signo del retorno. Loque hemos visto reaparecer no se corresponde con lo que esperá-bamos. ¿Hemos hecho mal el trabajo? Aquello por lo que unos yotros hemos trabajado, de manera dispersa, sigue retrasando suaparición; mejor dicho, el retorno ha cedido, progresivamente, sulugar a una restauración, de la que podría pensarse que, por aña-didura, impide el retorno que esperábamos. Con la excepción, esverdad, de ciertas obras que nos permiten medir mejor la distan-cia que separa regreso y restauración.

¿Acaso no estamos en presencia de dos gestos intelectualesque, por próximos que parezcan, entrañan una confusión verda-deramente lamentable: retorno a la filosofía política, por un lado;retorno de las cosas políticas, por otro?

A primera vista, los signos son múltiples: creación de revis-tas, colecciones, organización de coloquios, asociaciones, publi-cación de manifiestos... Parece incluso —primera llamada deatención— que este movimiento precipita en un crisol práctica-mente anónimo, muy en boga en la escena intelectual. Poco im-porta la divisa —filosofía política, filosofía moral, filosofía delderecho—, la dirección es la misma. En un primer momento, setrata de la constatación, más o menos dolorosa, de una desapari-ción enigmática. La disciplina intelectual de la que pretendemos

¿DE QUÉ REGRESO SE TRATA?*

* Este texto apareció como presentación de los Cahiers de Philosophie, 18, Les cho-ses poltiques, Lille, invierno 1994-1995.

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ocuparnos habría desaparecido, de forma extraña, de la vida in-telectual de nuestros contemporáneos. En un segundo momen-to, a pesar de esta extrañeza, el analista que prosigue su búsque-da sin muchas dificultades acaba por encontrarse con la tríadainfernal, Marx, Nietzsche, Freud; o, en su defecto, con uno deellos, considerado lo suficientemente malévolo como para haberprovocado, por sí mismo, los efectos nefastos de la tríada de lasospecha. En un tercer momento, se anuncia la intención de re-gresar a la disciplina olvidada; atemperada en la medida en quees presentada y practicada, si no como un pensamiento débil, almenos, como una teoría de medio alcance.

Cosa muy distinta es el regreso de las cosas políticas y la res-puesta que se ha dado a esta cuestión. Se podría decir que lascosas políticas regresan. Ya no se trata del intérprete que decideretomar un discurso provisionalmente olvidado para darle vida;sino que son las mismas cosas políticas las que hacen irrupciónen el presente, rompiendo con el olvido que las afectaba, espe-rando que se les de respuesta. En el momento del fin de los tota-litarismos, es decir, de las tentativas que pretendían acabar conlo político; lo político regresa como si su «permanencia», en lu-gar de tomar caminos ya recorridos, nos llevara a abrir vías in-éditas; pues es su permanencia misma la que se discute.

Sería un grave error pensar que estos dos gestos intelectualesvan en la misma dirección o responden a una misma orientación;distinguiendo en el segundo un fenómeno de naturaleza más am-plia, capaz de incluir y superar al primero. No es así. Si entende-mos que el retorno de las cosas políticas puede incluir, opcional-mente, un retorno de la filosofía política —o, más exactamente dela tradición, pero de la tradición interrumpida—, es legítimo pen-sar que el retorno de la filosofía política pueda tener el efecto pa-radójico de apartarnos de las cosas políticas hasta ocultarlas. Hi-pótesis cuyo carácter paradójico se atenúa cuando recordamosque dos de los más grandes pensadores de lo político de nuestrotiempo, Hannah Arendt y Claude Lefort —críticos de la domina-ción totalitaria desde una perspectiva distinta a la de los libera-les— han manifestado serias reservas respecto a lo que se ha de-nominado, clásicamente, filosofía política. La primera se presen-taba como «escritora política», preocupada por considerar las cosaspolíticas con una mirada ajena a toda filosofía, es decir, una mira-da no contaminada por la «deformación profesional» de los filó-

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sofos, ni por su desconfianza respecto a la política. El segundoprefería el término de «pensamiento político» al de filosofía políti-ca para definir su trabajo, pues consideraba que el primer térmi-no estaba demasiado marcado por su relación con un fundamen-to (el cosmos, la naturaleza, Dios, etc.). Este hecho —la oposicióna la filosofía política de dos grandes pensadores de lo político; dospensadores que establecen una relación fecunda e inventiva conla ruptura que supone la obra de Maquiavelo— que podría pare-cer sorprendente a primera vista; este hecho aparentemente igno-rado, despreciado u olvidado, merece toda nuestra atención, puestoque su elucidación puede llevarnos al núcleo de nuestras dificulta-des y nuestros problemas. Esta reticencia compartida no da mues-tras suficientes de que el urgente interés por aplaudir el despertarde la filosofía política —pareciera que el encanto de Marx o deNietzsche se hubiera desvanecido— evidenciara, en el mejor delos supuestos, ingenuidad y, en el peor, astucia. Queda por cali-brar el sentido y los parámetros de esta reticencia, por compren-der cómo la práctica de «los ejercicios de pensamiento político»(H. Arendt) o la asunción de la tarea de «pensar lo político» (Cl.Lefort) exige distanciarse de la filosofía política, más aún, traba-jar contra ella para liberarse de la carga del pensamiento hereda-do, sin ceder por ello a una cierta téchne sociológica.

Con el fin de entender mejor la diferencia entre retorno yrestauración, volvamos nuestra mirada hacia Feuerbach —au-tor poco tratado por los nuevos guardianes— quien, en 1842, alprincipio del escrito Necesidad de una reforma de la Filosofía in-vitaba, precisamente, a distinguir entre dos tipos de reforma:

Son dos cosas muy distintas la de una filosofía que viene a co-rresponder a la misma época común de las filosofías anterioresy la de otra filosofía que viene a corresponder a un nuevo capítu-lo de la humanidad, es decir, es cosa muy distinta que una filoso-fía deba su existencia a la mera necesidad filosófica— como esel caso de la de Fichte en relación a la de Kant— , o que, muy alcontrario, surja o se corresponda con una necesidad de la huma-nidad. Una filosofía que nace de la historia de la filosofía y queno toca más que indirectamente, por ella, la historia de la huma-nidad es una cosa; muy distinta es una filosofía que es, inmedia-tamente, historia de la humanidad.*

* Inédito en español, trad. del alemán de Anselmo Sanjuán. [Nota de los T.]

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De esta manera, si somos capaces de tomar la senda abiertapor Feuerbach —a quien F. Rozensweig saludaba como inven-tor de un nuevo pensamiento— aprenderemos a discernir, bajola etiqueta de filosofía política, entre el simple despertar de unadisciplina académica —que, encerrada en un horizonte estre-chamente institucional, vuelve a comenzar como si nada hu-biera pasado, hallándose expuesta, además, a convertirse, casiobligatoriamente, en historia de la filosofía política— y algocompletamente distinto: la manifestación post-totalitaria de lanecesidad de lo político; o, para decirlo como Feuerbach, elredescubrimiento de las cosas políticas después de que la do-minación totalitaria hubiera intentado anular y borrar, parasiempre, esta dimensión constitutiva de la condición humanaque se resume en una necesidad de la humanidad. Otra pre-gunta, otro proyecto, otros problemas, otro sistema de pensa-miento, otro registro. Se comprenderá fácilmente que elaboraruna investigación sobre Rousseau o sobre Kant es una cosa yformular la pregunta sobre la servidumbre voluntaria, tal comofue reactivada por las experiencias totalitarias —o, a partir deesas mismas experiencias, preguntarse sobre el posible sentidode la política—, otra muy distinta. Ahora bien, precisamente,esta diferencia, este origen —pensamiento de la resistencia yno empresa académica— ha nutrido a los dos pensadores que,en un mismo movimiento indivisible, han descrito la naturale-za del totalitarismo y han trabajado, bien en redescubrir la es-pecificad de la acción como algo distinto del trabajo y de laobra, bien en la enunciación de la cuestión de la democraciamoderna. A su vez, estas dos preguntas se sostienen en unainterrogación aún más radical, a saber, ¿qué es la cosa políti-ca?, interrogante que ha de desglosarse en cuestiones últimastales como: ¿qué es la libertad, el «milagro» de la libertad? ¿Quées el hombre como ser político? ¿Cómo distinguir entre domi-nación, poder y autoridad? ¿Cómo distinguir entre política yEstado? ¿Qué significa pensar lo político en el horizonte de lassociedades contra el Estado? ¿Cuál es la diferencia entre régi-men político libre y despotismo? ¿Qué es la felicidad pública,ese «tesoro perdido» de las grandes revoluciones modernas?

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FILOSOFÍA POLÍTICA CRÍTICA

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La humanidad es una sociedad invisible.

MERLEAU-PONTY

De Pierre Leroux, Georges Sand y Lamartine, entre otros,dijeron que sería el «Rousseau del siglo XIX». Poco importa queeste juicio se haya revelado erróneo: dice mucho de la considera-ción que Pierre Leroux merecía a sus contemporáneos. «El ge-nial Pierre Leroux» escribía el joven Marx, en una carta enviadaa Feuerbach, con fecha de 3 de octubre de 1843, a propósito del«affaire Schelling».1 Si la predicción no se ha cumplido, tal vez lacausa no haya de buscarse solamente en los defectos de PierreLeroux: la repetición, su excesiva locuacidad. También se nospodría imputar la culpa, ¿no se nos debería acusar de hacer oí-dos sordos a una forma de cuestionamiento, insólito a nuestrosojos, que mezcla sin confundir, la filosofía, «ciencia de la vida»,con la política, la política con el arte, el arte con la religión? Deahí el haz de tres discursos Sobre la situación actual de la socie-dad y del espíritu humano, dirigido a filósofos, artistas y políticos.

¿Dónde podemos ubicar la obra política mayor de Pierre Le-roux? ¿En qué texto se apreciaría mejor la parte de su obra quele valió ser comparado con Rousseau? ¿En la Réfutation del’éclectisme (1839), que trata de la política de la filosofía? ¿En lostres Discours y, especialmente, en el Discours aux politiques (laprimera versión fue publicada en agosto de 1832 en la Revueencyclopédique, con el título De la philosophie et du christianis-

¿CÓMO UNA FILOSOFÍA DE LA HUMANIDADPUEDE SER UNA FILOSOFÍA

POLÍTICA MODERNA?*

* Este texto aparece como Postfacio del libro de Pierre Leroux, Aux philosophes,aux artistes, aux politiques. Trois discours et autres textes, París, Payot, 1994.

1. Sobre este punto, me permito referirme a mi trabajo, «L’affaire Schelling. Unecontroverse entre Pierre Leroux et les jeunes hégéliens», Corpus. Revue de Philosophie,18-19, 1991, pp. 117-142.

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me)? ¿En la Grève de Samarez (1863-1865), poema filosófico so-bre la esencia del siglo XIX?

El procedimiento de Pierre Leroux, su halo, es el rodeo: lavía indirecta es, para él, lo propio del filosofar. El pensamientode Leroux, articulado por la voluntad de dejarse llevar hasta laspreguntas últimas, conoce en su escritura misma un perpetuodesplazamiento, en el que la cuestión más trivial se manifiestacomo fundamental o conducente a lo fundamental; e, inversa-mente, lo fundamental aclara aquello que en un primer mo-mento parecía trivial. «La filosofía posee siempre la doble ca-racterística de partir de las cosas más comunes y de los hechosmás ordinarios para regresar a ellos después de un inmensorodeo [...] no se trata de una cuestión de tipo práctico, tan sim-ple como la imaginemos, que arrastra a nuestro espíritu a son-dear los más profundos misterios y que nos conduce, de estaforma, a las preguntas más difíciles de la filosofía y, recíproca-mente, los dogmas de la filosofía tienen por objetivo la propiapráctica de la vida».2 Se trata de una obra, si no directamentepolítica, poseedora de un gran valor ontológico —De l’humanité.De son principe et de son avenir— y es precisamente aquí dondehay que situar la mayor contribución de Pierre Leroux al pensa-miento político. «Es indispensable abandonar el puro dominiode la política y de la historia para buscar fuera, en la filosofía,ese punto de anclaje que necesitamos».3 ¿Fundamentalismo me-tafísico de Pierre Leroux? Antes de proferir, en nombre de unnihilismo consumado, esta acusación, convendría —en aras deuna mejor comprensión de este pensamiento— percibir en él labúsqueda de la necesaria articulación entre ética y política; ar-ticulación muy necesaria para la política moderna y de la que lateoría del nexo humano constituiría su núcleo esencial.

Además, ¿no es esta filosofía de la humanidad la que rela-ciona los tres discursos dirigidos, respectivamente, a los filóso-fos, a los artistas y a los políticos? ¿No es ésta la «brújula» quePierre Leroux busca y que descubre, progresivamente, situán-dose en un triple punto de vista para salir de laberinto, en elque, según él, está sumido el siglo XIX? ¿No se trata de la mani-

2. P. Leroux, De l’humanité, Corpus des oeuvres de philosophie en langue française(texto revisado por Miguel Abensour y Patrice Vermeren), París, Fayard, 1985, p. 27.

3. Ibíd., p. 20.

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festación de la nueva Síntesis de todo el conocimiento humanoque anunciaba el prólogo de la edición de 1841? También pode-mos leer los textos aquí reunidos como otras tantas etapas de lagénesis de la gran obra de Pierre Leroux, De l’humanité... Porejemplo, la pregunta dirigida a los filósofos desde 1831: ¿qué esla Humanidad? Nada sabemos de ella. ¿De dónde viene, haciadónde se dirige? Nada sabemos tampoco».4 Y este anuncio, cuan-do no respuesta, que viene a cerrar el Discours aux philosophes:«De esta manera, con el corazón afligido por los males de nues-tra época, concebimos, no obstante, una gran esperanza y pre-sentimos el tiempo en que la Humanidad renacerá recuperan-do la Unidad; pues la Unidad, es la Vida».5 O bien esta aprecia-ción, en el Discours aux artistes, sobre el arte de la época, apropósito de la poesía byroniana: «Es el producto más vivo deuna era de crisis y de renovación, en la que todo ha sido puestoen duda; porque, sobre las ruinas del pasado, la Humanidad vaa comenzar la edificación de un mundo nuevo».6 Finalmente,en la prefiguración del Discours aux politiques, esta definiciónde sociedad, fruto evidente de la doctrina de la humanidad: «Lasociedad no son los hombres, los individuos que componen elpueblo; la sociedad es ese ser metafísico, armoniosa unidad for-mada por la ciencia, el arte y la política».7

Brújula, puesto que Leroux, gracias a su recorrido a través dela tríada de la filosofía (o ciencia), del arte y de la política, sitúaexactamente el lugar al que ha llegado la Humanidad: «desdeahora, la sociedad entra en una nueva era, en la que la tendenciageneral de las leyes, en lugar de tener por objetivo el individua-lismo, tendrá por meta la asociación. Éste es el Rubicón que seha de cruzar, o no; y más allá del cual, todo cambia de aspecto.De aquí se deriva la existencia, en la época en que estamos, dedos generaciones espirituales en casi todo distintas y opuestas:aquellos —poco numerosos, hay que reconocerlo— que han dadoese paso y aquellos que todavía permanecen de este lado» (De laphilosophie et du christianisme, primera versión del Discours auxpolitiques, 1832).8

4. P. Leroux, Aux philosophes, aux artistes, aux politiques, París, Payot, 1994, pp. 118-119.5. Ibíd., p. 130.6. Ibíd., p. 163-164.7. Ibíd., p. 210.8. Ibíd., p. 195.

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La elección del opus magnum, De l’humanité..., además derespetar la andadura del autor, es tanto más legítima cuanto co-loca este análisis bajo el signo de la problematicidad: sin dejarde preguntarnos por la pertenencia de tal filosofía a la metafísi-ca de la subjetividad, podemos enunciar, de entrada, la preguntaesencial: ¿se puede edificar, legítimamente, una filosofía políticaa partir del sujeto «humanidad»?

Empecemos por subrayar algunas particularidades del pen-samiento de Pierre Leroux; presentadas, breviatis causa, en for-ma enunciativa.

Primera singularidad: Leroux desarrolla una filosofía políti-ca moderna en el seno de la tradición socialista, de tendenciapoco favorable a la idea misma de filosofía política. Elabora unaarticulación inédita entre la filosofía política y la cuestión socialque lleva, en su obra, el nombre de asociación.

¿Una filosofía política? En primer lugar, Leroux, al contra-rio que su contemporáneo Marx, se cuida de distinguir entredominación y explotación; a su juicio, el final de la explotaciónno se acompaña, necesariamente, del fin de la dominación. Lavinculación con la cuestión política no se agota con esta prime-ra distinción; esencial, por otra parte. Si Leroux asigna a la eman-cipación —la destrucción de toda forma de autoridad— la su-presión de la dominación, se guarda mucho de identificar ladesaparición del nexo señor-siervo con el fin de lo político. Sa-ludando en Proudhon al pensador de la anarquía, interpretaesta teoría como un momento en la génesis de la libertad mo-derna —el de la negatividad, sólo un momento y no el telos deesta libertad—, con el fin de reafirmar mejor la necesidad de lopolítico como relación: «Destruida la dominación del hombrepor el hombre, quedan los hombres, queda la ausencia de jerar-quía; entonces, esta ausencia de jerarquía, o dicho en otros tér-minos, esta igualdad, posee una ley; puesto que los humanos,sea en la época que sea, aún menos que las moléculas de la ma-teria o los astros del cielo, pueden vivir sin relación. LlamandoAnarquía, por utilizar vuestro lenguaje, a la no-jerarquía; es de-cir, a la Humanidad nueva, la Humanidad después de la des-trucción de toda casta, ¿decidme cuál es la ley de la Anarquía?».9

Lejos, pues, de reducir la cuestión política a la de la domina-

9. P. Leroux, La République, 3 de marzo de 1850, p. 1.

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ción, convencido de que el vínculo político constituye una di-mensión imprescindible del vivir-juntos de los hombres, indiso-lublemente relacionado con lo simbólico, Leroux no ha dejadode preguntarse por la ley de la libertad moderna.

Filosofía política moderna, lo que invalida, en su caso, la alter-nativa straussiana, sea la filosofía practicada como regreso a losAntiguos, sea la entrada en la «vulgaridad moderna», aceptandola cientifización de lo político y dejando libre curso a los dos agen-tes destructores de la idea misma de filosofía política, el histori-cismo y el positivismo. En la Querella entre Antiguos y Modernos,bien conocida por Leroux e interpretada justamente como el en-frentamiento de dos proyectos de sociedad, Leroux se inclinó porla posición de una «síntesis» y supo unir la idea de koinonía de losAntiguos con la de perfectibilidad de los Modernos.

¿Quiere ello decir que Leroux, pensador de la Asociación, queescribe y cita en griego (cfr. De l’égalité), se habría limitado a con-traponer la filosofía política clásica (Platón, La República) con laidea socialista; o incluso, que habría vertido la utopía socialistaen el molde de la filosofía política clásica? Operación que no po-dría sorprendernos, puesto que tenemos conocimiento, en la tra-dición, de numerosas referencias socialistas a La República y po-demos invocar, a propósito de estas recuperaciones, los sarcas-mos de Nietzsche en Humano, demasiado humano (§ 473, «Elsocialismo con respecto a sus medios de acción»): «El socialismoes el fantástico hermano menor del casi decrépito despotis-mo, cuyo heredero quiere ser; sus afanes son, pues, reacciona-rios en el sentido más profundo. Pues apetece una plenitud depoder político como sólo el despotismo ha tenido; más aún, exce-de de todo lo pasado por aspirar a la aniquilación literal del indi-viduo. Se le antoja éste como un lujo injustificado de la naturale-za y que él debe corregir en un órgano de la comunidad que seaconforme a fin. Debido a su parentela, aparece siempre próximoa todos los despliegues excesivos de poder, como el antiguo socia-lista típico, Platón, en la corte del tirano siciliano; desea (y bajociertas circunstancias promueve) el cesáreo Estado dictatorial deeste siglo, pues, como queda dicho, quisiera ser su heredero. Peroni aun esta herencia bastaría para sus fines: ha menester el másrendido sometimiento de todos los ciudadanos al Estado absolu-to, como nunca ha existido nada igual; y como ya no puede con-tar siquiera con la antigua piedad religiosa para con el Estado,

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sino que más bien tiene sin querer que trabajar constantementepor su eliminación —pues de hecho trabaja por la eliminación detodos los Estados existentes—, sólo por breves períodos puedetener aquí y allá esperanzas en la existencia apelando al más ex-tremo terrorismo. Por eso se prepara en silencio para regímenesde terror y les mete a las masas semi-cultivadas la palabra “justi-cia” como un clavo en la cabeza, para arrebatarles su entendi-miento (después de haber sufrido ya mucho este entendimientopor la cultura a medias) y procurarles una buena conciencia parael villano papel que han de desempeñar. El socialismo puede ser-vir para enseñar muy brutal y persuasivamente el peligro de to-das las acumulaciones de poder político y en tal medida infundirdesconfianza hacia el Estado mismo».10 Si, gracias al método ti-pificador de Nietzsche, Platón puede ser calificado de «viejo so-cialista típico», ¿se puede ver en Leroux a un «joven platónico»no menos típico? De ninguna manera. Ninguno de los signos dela «regresión platónica» diagnosticada por Nietzsche aparece enLeroux: ni la negación del individuo, ni el desarrollo excesivo dela potencia estatal. En muchos aspectos, Leroux participa plena-mente de la libertad de los Modernos:

— Al definir la sociedad moderna como la salida de la era decastas, critica sin reserva la orientación jerárquica de la triparti-ción platónica que pertenece a la forma de desigualdad propiade las sociedades de castas y rechaza, del mismo modo, cual-quier reproducción de esta tripartición.

— Encuentra en el reconocimiento del hombre por el hom-bre, del semejante por el semejante, la esencia de la experienciapolítica moderna por el hecho de que pone en marcha el dog-ma político —pero no sólo político—, el dogma filosófico de laigualdad.

— Animado por un sentido agudo de la individualidad que seenriquece en su relación con Leibniz —el hombre comprendidocomo absolutamente distinto de todos sus semejantes—, Lerouxse esfuerza por desarrollar, siguiendo la estela dejada por Mainede Biran, una filosofía original de la subjetividad.

— La crítica repetida de la idea de soberanía, la crítica del«socialismo absoluto», la distancia de Leroux respecto de las jus-

10. F. Nietzsche, Humano, demasiado humano, vol. 1, Madrid, Akal, 1996, p. 229.

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tificaciones de la violencia revolucionaria le sitúan lejos de lajustificación de la potencia.

Filosofía política moderna por cuanto como pensamientointegra, en su reflexión, el momento crítico y sabe, mediante unmovimiento de auto-reflexión, discernir las aporías de la eman-cipación o el movimiento de inversión por el que la emancipa-ción moderna —lucha contra las autoridades religiosas, espiri-tuales, políticas— crea nuevas formas de autoridad.

Con esta disidencia democrática, estamos ante una auténti-ca filosofía política moderna que conquista su identidad en opo-sición frontal a Hobbes y mediante una relación crítico-inven-tiva con la tradición que procede de La Boétie y Rousseau. Enesta vía, Leroux se ha dado por objetivo pensar la idea de rela-ción entre los hombres —la vida de relación del hombre consus semejantes—, no sólo en la dimensión sincrónica sino tam-bién en la diacrónica. Retomando una de las expresiones favo-ritas de Leroux, se trata de «convertir» al individuo moderno,al individuo independiente, simultáneamente distinto e igual aotro hombre, en humanidad: «El hombre no es ni un alma, niun animal. El hombre es un animal transformado por la razóny unido a la humanidad. Unido a la humanidad [...]. Es el me-dio nuevo, el medio verdadero, el único medio en el que se de-sarrolla la existencia de este nuevo ser surgido de la condiciónanimal, y que se llama hombre».11 Notemos la importancia deesta conjunción. No es posible un origen individual de la razón.El acceso a la razón, verdadera metamorfosis, no puede llegarsino gracias a la pertenencia común a la humanidad. Lerouxdesarrolla también, en contra del cartesianismo, una teoríademocrática del sentido común o del «consentimiento».

En definitiva, la singularidad de la obra de Leroux, su nove-dad, consiste en instituir una filosofía política moderna que arti-cule la ciudad con la idea de humanidad. «La Humanidad, con-siderada como ser colectivo, ha sido la causa originaria de todaslas naciones [...]. Lo que los hombres han llamado ciudad, pa-tria, aquello que ha constituido tantas ciudades diversas y tantaspatrias provisionales, es la Humanidad, que se encontraba deba-jo de todas esas ciudades, en el fondo de todas esas patrias».12 De

11. P. Leroux, De l’humanité, op. cit., p. 100.12. P. Leroux, Revue sociale, 1847, p. 133.

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esta manera, en la idea de humanidad (en sus diversas acepcio-nes) se circunscribe un lugar teórico original —como un estrato,un nexo originario— a partir del que puede constituirse una filo-sofía política moderna; al margen del historicismo, del positivis-mo y del tecnicismo que destruyen la idea misma de filosofíapolítica. Apertura que no se orienta tanto hacia una antropolo-gía o a un humanismo cuanto hacia una ontología, un pensa-miento de la vida y del ser.

De ahí, la crítica que, en un primer momento, hace Leroux delsensualismo materialista. A su juicio, éste contamina la políticamoderna confiriéndole un carácter objetivante y apunta a una purainstrumentalización del poder entendido como conciliación de unarelación de fuerzas. «[...] la Humanidad es sólo una palabra paralos políticos actuales, [ellos] no ven en el género humano más quehombres particulares y, como dicen, individuos [...]. Los políticos,que no ven la intervención de la Humanidad en cada uno de losseres particulares que la componen, sólo poseen de esos seres par-ticulares la fisonomía de un egoísmo impulsado por el cuerpo,por las sensaciones y por las necesidades; lo que permanece de lanaturaleza humana, aquello que se podría llamar su aspecto mo-ribundo; y proclaman como resultado de su ciencia, aquello quees, efectivamente, resultado: el egoísmo».13

De ahí la búsqueda, en un segundo momento —a partir deuna alternativa claramente enunciada (Hobbes o contra-Hob-bes)—, de un «axioma ontológico cierto». «¿Qué son los unos enrelación a los otros? ¿Sois hermanos o enemigos?».14 Se trata deencontrar una proposición irreducible para la política, para lahistoria, que permita pensar, para una filosofía convertida enreligión, la política moderna como el advenimiento del hombre-humanidad, como trabajo implícito de una comunidad invisibleo, mejor aún, como manifestación en el seno de las comunida-des visibles, de un nexo social, de un nexo humano, invisible.«Es un axioma sobre la vida, sobre el ser que nos falta. Es unaxioma religioso. ¿Qué somos, qué hay de cada uno de nosotrosen Dios? ¿Cuál es la voluntad del creador al darnos el ser en cadainstante de nuestra existencia? ¿Dónde está nuestra vida, cuál esel objeto de nuestra vida? [...] Ahora bien, esta cuestión, que con-

13. Ibíd., p. 132.14. P. Leroux, De l’humanité, op. cit., p. 26.

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sidero demostrable en la medida en que la vida puede serlo, en lamedida en que el infinito puede probarse, y de la que voy a inten-tar aportar una demostración, es la comunión del género huma-no; o, en otros términos, la solidaridad mutua de los hombres».15

Rousseau: la antinomia de la ciudad y del género humano

Las predicciones de George Sand sobre las relaciones privile-giadas entre Leroux y Rousseau se comprenden mejor desde laperspectiva de una filosofía de la humanidad. Reconoce al autordel Contrato social haber sido uno de los instauradores de la ideade humanidad. «Ha enseñado a todo hombre a contemplarsecomo miembro del único soberano legítimo. Inmenso y prodi-gioso cambio que hace de la Humanidad una nueva raza».16 Aúnmás, Rousseau es un revelador: «Este hombre nos llevará a Diosy a la Humanidad».17

Tan pronto subrayamos esta conexión con Rousseau, aparecela pregunta: ¿en qué medida una filosofía de la humanidad puedepretender ser una filosofía política? Su orientación hacia lo cos-mopolita, hacia el género humano, ¿no implica, necesariamente,una salida de lo político, una salida de la dimensión propia de laciudad? Leroux, de quien se puede decir que luchó contra losmodelos negadores de lo político en el seno de las tradiciones so-cialistas —bajo la forma de subordinación de lo político a lo eco-nómico, o como forma de ilusión del fin de lo político—, ¿no secompromete, acaso, volens nolens, por esta vía en una reflexión deeliminación de lo político? ¿De dónde, por qué vía, Leroux habríaconseguido escapar, profesando una filosofía de la humanidad, aesta figura inédita de negación de lo político?

Uno se siente tanto más autorizado a plantearse la cuestiónen estos términos cuanto es Rousseau quien formula, con lamayor claridad, la antinomia entre la ciudad y el género huma-no. En un primer momento, convendría leer el Discurso sobre elorigen de la desigualdad en el sentido de una contribución a unagénesis ideal del género humano o de la humanidad y ver cómo

15. Ibíd., p. 23.16. P. Leroux, Revue sociale, 1847, p. 134.17. Ibíd.

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la idea de humanidad es inseparable de una reiterada reflexiónsobre la piedad, lo que Leroux designa como el sentimiento quenos une, en humanidad, con nuestro semejante. Pero sobre todo,sería conveniente efectuar un análisis exhaustivo de la antino-mia que Rousseau plantea entre la adhesión a la ciudad y el amora la humanidad: «El patriotismo y la humanidad son dos virtu-des incompatibles en su energía y, de manera especial, en todoun pueblo. El legislador que desee ambas no obtendrá ningu-na».18 El amor a la humanidad ha de buscarse más del lado reli-gioso que del lado político, que se subordina a las religiones na-cionales. La idea de humanidad se relaciona con el cristianismo,por cuanto éste considera al hombre fuera de toda adscripciónpatria. «La gran sociedad, la sociedad humana en general, estáfundada en la humanidad, en la benevolencia universal. Digo yhe dicho siempre que el cristianismo es favorable a ella. Pero lassociedades particulares poseen otro principio completamentedistinto; son establecimientos puramente humanos».19

Parecería que una filosofía de la humanidad fuera una filoso-fía de esencia religiosa y que, contrariamente, una filosofía polí-tica se aleje, en cuanto tal, de la propia idea de humanidad, sien-do más filosofía del ciudadano y para el ciudadano que filosofíadel hombre o del género humano.

No se puede decir, sin embargo, que Rousseau haya ignoradola humanidad. Si acaba por suprimir el capítulo del ContratoSocial referido a la sociedad general del género humano, no dejade mantener que la patria debe reposar sobre un sentimiento dehumanidad que otorga muchas virtudes, pero no alcanza a co-municar la fuerza, la voluntad de ir más allá de uno mismo queproduce la adscripción a la ciudad.20 De ahí la existencia de unatensión interna e irreducible en la obra de Rousseau.

Leroux: una filosofía de la humanidad como filosofía política

¿De qué manera llegará a resolver Leroux la antinomia plan-teada por Rousseau y, por tanto, concebir una filosofía de la hu-

18. J.J. Rousseau, Cartas desde la montaña, III.19. J.J. Rousseau, Lettre à Usteri, 18 de julio, 1763.20. Sobre este punto, véase Pierre Burgelin, La Philosophie de l’existence de Jean-

Jacques Rousseau, París, PUF, 1952, p. 521.

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manidad que tenga el valor de filosofía política; es decir, capazde relacionar la singularidad de lo político con la generalidad delo humano, con lo cosmopolita?

Se podría decir, en primera instancia, que, para el hombremoderno, la experiencia de lo político es inseparable de unaconciencia nueva de la humanidad. Más concretamente, la ciu-dad revolucionaria, «organización nueva de la vida colectiva»,constituye lo que se podría definir como una experiencia de hu-manidad. Entendiendo que, para Leroux, la Revolución Fran-cesa debe ser analizada como una formidable y primera expe-riencia del reconocimiento del hombre por el hombre. Al otroya no se le considera, de acuerdo con la lógica de una sociedadde órdenes, como el superior o el inferior, sino que es reconoci-do, desde este momento y por encima de cualquier otra deter-minación, como el semejante. En una sociedad de castas, o enla sociedad del Antiguo Régimen, el hombre se mostraba y seescondía, a la vez, bajo cualidades y atributos sociales; hoy, enla sociedad democrática post-revolucionaria, la cualidad dehombre es la primera evidencia. Es decir, que más allá de laigualdad jurídica, política, surgió una dimensión mucho másprofunda de la igualdad, una cualidad antropológica —la llega-da del homo aequalis—, una dimensión ontológica nueva. Algoha cambiado en la economía del ser. «Si la justicia es justa eimparcial hacia ellos, es, únicamente, porque son hombres. Elpadre no tiene derecho de matar al hijo, porque el carácter dela humanidad se encuentra en la cara de su hijo [...]. Entoncesreconocéis un derecho al hombre sólo por el hecho de que eshombre [...]. Lo que constituye el derecho, el derecho actual almenos, es la Igualdad reconocida de los hombres. Esta igual-dad reconocida está antes que la Justicia, es ella quien la causay la constituye».21 Leroux insiste en la prioridad del derecho delhombre sobre el ciudadano. Su posición es, exactamente, in-versa a la de Marx. Mientras que éste último, en su crítica delas declaraciones de los derechos del hombre, reduce el hom-bre al individuo prisionero de las determinaciones de la socie-dad civil y concibe al ciudadano como conquistador de su li-bertad mediatizada, gracias a la superación esas determinacio-nes, en y por el Estado; para Leroux, el hombre está en primer

21. P. Leroux, De l’égalité, París, 1845.

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lugar, la experiencia de la humanidad con la llegada del homoaequalis es simbólicamente fundadora; la humanidad accedeal estatuto de condición de posibilidad de la experiencia de laciudadanía y de la democracia. «Demostraré que la igualdaddel ciudadano, tal como la entendemos hoy, tiene su origen enla creencia de la igualdad de los hombres en general [...] esreconocido, hoy, por el espíritu humano que un hombre poseeciertos derechos por su sola cualidad de hombre; lo que lleva adecir, cuando se piensa en ello, que un hombre posee los mis-mos derechos que cualquier otro hombre [...] de ahí se entien-de que, si somos incapaces de organizar la Igualdad humanasobre la tierra, ello no signifique que esta igualdad sea superiory anterior a nuestras nacionalidades, a todas nuestras constitu-ciones, a todas nuestras instituciones».22 Sobre la base de estaexperiencia de humanidad, aparece una nueva definición de lacuestión política: ¿cómo se puede organizar una ciudad másallá de la división señor-súbdito? ¿de qué manera los hombrespueden formar una sociedad democrática sin ser amos los unosde los otros, sin dominarse, ni mandarse, sin reconocerse supe-riores o inferiores?

Para vincular el pensamiento de Leroux con su filosofía de lahistoria, la Revolución Francesa es analizada por él como la salidade la sociedad de castas; como el surgimiento de la «casta-humani-dad», como disolución de propio fenómeno de la casta, como ad-venimiento del hombre-humanidad. Esta desaparición de las cas-tas patrias no significa la desaparición de lo político, puesto queno se trata de la negación del vivir juntos de los hombres en el senode una ciudad; sino que se trata de acabar con un vivir juntos fun-cionando con exclusividad, para volverse hacia un vivir juntos quese abre a la generalidad de lo humano, a un horizonte cosmopoli-ta. Lo que implica que todo grupo particular, en la historia post-revolucionaria —familia, patria, ciudad—, conozca en lo concretomismo de su experiencia parcial un movimiento que, desde lo másprofundo de sus límites, le lleve más allá de ellos, que todo grupoobedezca a una orientación hacia una comunicación generalizadade tal forma que el repliegue sobre sí, el ensimismamiento, seancontrariados cuando no imposibilitados; estando toda relación,todo tejido relacional parcial atravesado y habitado por la presen-

22. Ibíd., pp. 14-16.

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cia de la humanidad, por una tensión irreducible e irreprimiblehacia la humanidad.

Podría parecer que el fenómeno histórico del final de las cas-tas hubiera tenido por efecto hacer acceder a la humanidad alrango de sujeto virtualmente político, de hacer que una filosofíade la Humanidad no sólo no evite la cuestión política, sino queayude a plantearla y a pensarla de otra manera, en otra dimen-sión, con la mirada puesta en este nuevo sujeto, el género huma-no, que vendría a aparecer en toda manifestación de la emanci-pación moderna.

Pero, y ésa fue la objeción de Ravaisson, ¿este género huma-no, como género lógico, no es una entidad puramente nominal,vacía y, por ello, necesariamente desprovista de identidad políti-ca? Conviene preguntarse por el estatuto del concepto de huma-nidad en la obra de Leroux. Éste procede en una doble direccióncrítica: contra los nominalistas (Hobbes), afirma la existencia dela humanidad; contra los dogmáticos, desubstancializa la hu-manidad y postula que el modo de existir de este ser colectivo esdel orden de la idealidad: la humanidad no es un dato de identi-dad empíricamente demostrable; sino un deber-ser, con el aña-dido de la cualidad de vínculo ontológico invisible. «Estamosunidos por un vínculo invisible».23

La pregunta de Leroux es: ¿existe un ser colectivo Humani-dad o sólo existen individuos hombres? Reprocha a los pensado-res del siglo XVII su atomismo dogmático; ya que, de seguirles,sólo existirían individuos y todos los pretendidos seres colecti-vos o universales —Sociedad, Patria, Humanidad— no seríanmás que abstracciones de nuestro espíritu. «No comprendíannada que no fuera tangible por los sentidos; no comprendían loinvisible», escribe Leroux. Pero, con la afirmación de la Huma-nidad, Leroux insiste en el específico modo de existir de ese sercolectivo, con el fin de prevenir toda forma de hipóstasis de lahumanidad que, pensada como totalidad orgánica, reintroduci-ría el principio «católico» de autoridad y de abnegación. La hu-manidad, ser colectivo, no existe con una existencia real en elespacio-temporal, como cualquier otro ser. Como ser colectivo,puede ser concebida, podríamos decir, pero no conocida; puestoque, como ser ideal, escapa a toda percepción de los sentidos.

23. P. Leroux, Revue sociale, 1, octubre, 1845, p. 22.

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«No digas tampoco que la sociedad lo es todo y el individuo noes nada, o que la sociedad está antes que los individuos [...] Novayáis a convertir a la sociedad en una especie de monstruo delque seríamos las moléculas, las partes, los miembros [...]. Si Dioshubiera querido que los hombres fueran partes de la Humani-dad, los habría encadenado en un gran cuerpo».24 Conviene, parasalvar del pensamiento de Leroux su veta y su cualidad anti-au-toritaria (en relación con su teoría de la conciencia de sí), distin-guir correctamente entre la parte y la manifestación. Entonces,¿cómo podemos pensar la humanidad? «Existe un reflejo nece-sario del ser particular hombre en el ser general humanidad y,recíprocamente, del ser general o colectivo humanidad en el serparticular hombre».25 O bien: «Existe una penetración del ser par-ticular hombre y del ser general humanidad. Y la vida resulta deesa penetración».26

Leroux concibe la humanidad a partir del modelo spinozistade la expresión intermediadora de la sustancia y los atributos,salvo por lo que hace a una corrección importante. La relacióndel hombre con la humanidad puede concebirse a partir delmodelo de relación de la expresión del atributo con la sustancia,insistiendo en la singularidad irreducible del modo finito. Comosi, para Leroux, la relación que une al hombre con la humanidaddebiera guardar, al mismo tiempo, ese carácter de expresión quedescansa sobre la relación de identidad parcial entre el ser parti-cular y el ser general —la humanidad—, pero sin que esa rela-ción de expresión pueda, en nombre de esa identidad parcial,borrar la singularidad del individuo. Si sólo nos quedáramos conlos efectos de la participación del modo finito con la sustanciainfinita, se perdería la singularidad del modo finito. En contrade Giordano Bruno, Leroux escribe: «Tenéis razón al decir queen este hombre veis al ser, la sustancia, Dios». Pero hay que guar-darse, añade a continuación, de confundir expresión e identi-dad. «Pero usted, y Spinoza, y Schelling, y Hegel, están equivo-cados al decir por ello que ese ser sea Dios. Es Dios por cuantoviene de Dios, procede de Dios; pero no es Dios por ello».27 De loque se sigue que es legítimo decir: cuando veo a un hombre, veo

24. P. Leroux, Revue sociale, 1846, p. 184.25. P. Leroux, De l’humanité, op. cit., p. 192.26. Ibíd., p. 196.27. Ibíd., p. 191.

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a la humanidad, por mucho que se precise «y es, sin embargo,un hombre particular».28 Al rechazar, de una parte, una concep-ción empírica de la humanidad y al reivindicar, de otra, en elseno de una concepción filosófica, la diferencia entre expresióne identidad, Leroux sitúa la singularidad en esta separación in-superable y procede a una verdadera recuperación. Parte de loque podría aparecer como un déficit para afirmar la especifici-dad de lo humano.

La humanidad como ser ideal puede entenderse en un doblesentido: la humanidad es un ser ideal, inmaterial, lo que designa-ría al conjunto de los nexos invisibles que vienen a superponerse alo visible y aseguran, en cuanto lazos simbólicos, el intercambio,la coexistencia de los hombres. Es decir, al insistir en lo invisiblecomo superposición de lo visible —la humanidad, sociedad invi-sible, escribe Merleau-Ponty—, Leroux afirma la dimensión sim-bólica del ente humano en contra del materialismo sensualistaque reduce al hombre a un ser de necesidad o de sensación y que,confundiendo la manifestación y el ser, no ve en el mundo másque cuerpos. «Animal simbólico», el hombre-humanidad sólopuede constituirse en una relación en perpetuo diálogo crítico conla tradición que, si bien precipita en obras, no deja de instituir una«circulación» inmaterial entre los hombres.

Pero esta definición de humanidad remite, igualmente, a unsujeto que pertenece al orden de la idealidad, a un tiempo, comodeber-ser para siempre inaccesible —la humanidad es un infini-to que se abre a otro infinito, Dios— y como horizonte implícitohacia el que se dirige, intencionadamente, toda relación huma-na construida por una sobre-significación. Así, la relación polí-tica está orientada, necesariamente, hacia la humanidad; por lasobre-significación que la transita, la relación política se excedea sí misma. Contiene algo más que ella misma pues, como aper-tura sobre lo humano, se relaciona con el infinito-humanidad,con el infinito de la humanidad. Se puede definir la humani-dad como la luz que sólo llega a hacer plenamente visible aque-llo que está presente en la ciudad, el Estado o la república: «Lahumanidad es al hombre lo que la luz es al ojo».29 La humani-dad, medio de vida, horizonte, manifestación de la vida, es la luz

28. Ibíd.29. P. Leroux, Revue sociale, 7 de abril de 1846.

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gracias a la que vemos, aunque nosotros no lleguemos a verla.Este invisible inscrito en el corazón mismo de nuestra relacióncon lo visible define el cómo de la manifestación de la rela-ción política: la humanidad, en cuanto dimensión invisible, estáen los más profundo de la ciudad, bajo la forma de un estado delatencia que acompaña a toda manifestación. Lo que está enjuego en esta voluntad de articular la política con un axiomaontológico es la elaboración de una nueva concepción de la vida,la vida o el ser, estrato original, como si se tratara de dar unnuevo temple a las manifestaciones de lo político dentro de estafuente originaria. La Humanidad, tal como la concibe Leroux,en una relación compleja con Spinoza y Leibniz que queda porelucidar, funciona, exactamente, como un infinito positivo o uninfinitamente infinito —característica del gran racionalismo delsiglo XVII, según Merleau-Ponty— y que todo ser parcial presu-pone directa o indirectamente y en cuyo interior está contenido.Este infinito positivo es la vida: «No veis que aquello que os da lavida no puede ser otra cosa que la vida; es decir, la Vida univer-sal, y que, en consecuencia, a través de esa luz, lo que os sucedey penetra es esta inteligencia, este sentimiento y esta sensación,que os atribuís, de manera absurda, a vosotros mismos y a nadiemás [...]. Consecuentemente, no hay que decir que esta luz espuramente física y material; hay que decir que ES EL SER UNI-VERSAL (que es, a un tiempo, inteligencia-amor-y-cuerpo) QUIEN

SE MANIFIESTA POR ESE CUERPO QUE LLAMAMOS LUZ [...]. Esrealmente Dios el que se hace sentir en la luz [...]. Dios se en-cuentra por todas partes en el Universo, y se manifiesta a noso-tros por el universo».30

La originalidad de Leroux y el interés que despierta, ¿no pro-cede del giro que efectúa de la cuestión de la naturaleza humanahacia la enigmática cuestión del vínculo humano? Leroux plan-tea la pregunta: ¿en qué consiste el vínculo que une a los hom-bres entre ellos, y también el vínculo que une al hombre indivi-duo con la humanidad, en qué consiste el vínculo humano? Par-ticularmente digno de atención parece ser esta doctrina de lahumanidad, esta interrogación sobre el vínculo humano, sobreel elemento humano, tomando el elemento en el sentido fuertedel término, como medio de vida y como algo que se ajusta a las

30. P. Leroux, Revue sociale, 8 de mayo de 1847, p. 131.

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leyes de la vida. Tal forma de cuestionamiento conduce, necesa-riamente, a repensar lo político en su relación imborrable con laética, tomando en consideración, desde ahora, este elementohumano, elemento real y vivo, sin ignorarlo, sin forzarlo o redu-cirlo al conjunto empírico de los vínculos entre los hombres. Loque tiene el mérito de cortar de raíz toda tentativa de instrumen-talización de la política o de su reducción a la cuestión del poder;o, inversamente, de absolutización. La política moderna así articu-lada con la humanidad y, más allá, con una «intuición de la esen-cia misma de la vida», no puede más que encerrarse en ella mis-ma: abierta por esta vía a la cuestión de la humanidad comohorizonte constitutivo, éste se define como el gesto de la reli-gión. Entendemos la manifestación en un espacio de apariencia,de este vínculo humano, de esta vida que se encuentra en el nú-cleo del axioma ontológico, de ese vínculo, de esa concreta co-munidad invisible en la religión.

Se puede dar una nueva respuesta a la pregunta de parti-da: una filosofía de la humanidad no desemboca, necesaria-mente, en una salida o en una negación de lo político en bene-ficio de lo religioso puesto que, bajo ciertas condiciones, pue-de conducir a pensar las manifestaciones de la vida en el campopolítico —ciudad, Estado, república— en relación con lo invi-sible que los habita, que no deja de intervenir en ellas, con eseser en estado de latencia, el infinito-humanidad. Lejos, pues,de reducir lo político, incluso de eliminarlo, este movimientode pensamiento daría su plena consistencia a lo político mo-derno. Materialización, configuración de este vínculo invisi-ble, lo político no sería ya un dominio cerrado sobre sí mismosino, considerado, por su tropismo hacia la humanidad, unmovimiento centrífugo, que le llevará, de modo distinto al delos clásicos, a conquistar su irreductibilidad en la misma me-dida que dará, por su relación con la humanidad, prueba desu relatividad. Es, pues, reconocer que una filosofía de la hu-manidad, antes de revelarse como una filosofía de esencia re-ligiosa, puede concebirse como la condición de posibilidad deuna filosofía política moderna: obligaría a pensar lo político,dimensión esencial del vivir-juntos de los hombres —ni siquierala anarquía puede prescindir de una ley ni de una relación—,desde la perspectiva de un elemento que la trascienda, desdela luz de la humanidad. El «buen-vivir» de los clásicos recibi-

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ría una nueva acepción: el suplemento que designa en rela-ción con el vivir y en el que consiste la irreductibilidad de lopolítico exigiría, desde ahora, orientar las formas del vivir-juntos hacia la humanidad. El «buen-vivir» se convierte envivir según la humanidad, con la preocupación por el vínculohumano, no manipulable, y con la preocupación de la consti-tución, siempre interminable, del hombre-humanidad.

Se comprende mejor la fórmula de Georges Sand: Lerouxhabía creado, en relación con una determinada concepción de lavida, la doctrina que Rousseau sólo habría profetizado. Diga-mos de entrada que, para Leroux, en la relación del hombre con elhombre, indisociable de la relación del hombre individuo con lahumanidad, se pondría de manifiesto una forma de unidad o,más exactamente, una forma relacional completamente distintade cualquier otra forma de unidad que aparezca en el universo,tales como la atracción entre los campos materiales o las relacio-nes desencarnadas entre los espíritus. De ahí la crítica auténtica-mente filosófica e original que Leroux, «centinela de sueños»,dirige a la utopía moderna. Si él aplaude en ésta la grandeza yreconoce a los utopistas haber sabido percibir, en la experienciarevolucionaria o en la industria, el surgimiento de un nuevovínculo social, critica la voluntad de organizar o constituir laciudad futura, en la ignorancia destructiva del la especificidaddel vínculo humano. Según Leroux, la idea básica tal como serevela en las Lettres de Genève de Saint-Simon (1802), el origofons del movimiento utópico, consiste en afirmar que una mis-ma ley, la de la atracción o de la gravitación universal, mueve elmundo moral tanto como el mundo físico. En este sentido, Saint-Simon aparece como un genio político que, gracias a una nuevaconcepción del vínculo entre los hombres, habría proyectado otramodalidad de vínculo, una forma de vinculación distinta a lapropuesta por el «ciudadano de Ginebra» en el Contrato social.«El principio de los astrónomos dice que los cuerpos celestesactúan unos sobre otros en razón directa con su masa y en razóninversa con el cuadrado de sus distancias. El principio de Saint-Simon dice que los hombres actúan los unos sobre los otrosmediante una ley análoga; de tal forma que ningún hombre esactivo sin ser pasivo, ni atrae sin ser atraído, ni pesa sobre losotros sin que los otros pesen sobre él. Y ve cómo esta ley se ma-nifiesta claramente en las tres clases que ha distinguido en el

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orden social actual».31 De ahí, pese a las opiniones políticas detal o cual fundador, una orientación fundamentalmente demo-crática de la utopía moderna que persigue el objetivo de destruirtoda relación de mandato y de obediencia. «La verdad, que re-sulta de una comprensión correcta de este libro, de la ley de Atrac-ción sustituida por la ley de dominación y esclavitud, una orga-nización completamente nueva, sin superiores ni inferiores».32

Con el advenimiento de la utopía moderna, que no se puede cla-sificar simplemente del lado de una negación de lo político, setrata, llámese como se quiera, de que la asociación —una formade relación anti-jerárquica— sustituya al reinado multisecularde la dominación. Pretendiendo, en nombre de esta ley de atrac-ción, ser un Newton del mundo moral, el utopista moderno seequivoca al considerar la atracción entre los hombres bajo unmodelo material, como si se tratara únicamente de combinarcuerpos o de asociar fuerzas mesurables. También practica unaconfusión entre órdenes diferentes de lo real y se orienta, al mis-mo tiempo, sea cual sea su intencionalidad emancipadora, haciauna fórmula tanto más tiránica cuanto mantiene la ilusión dedominio de lo social. «¡Cosa singular! Mucho se ha hablado enestos últimos siglos de la atracción, de la que se ha querido hacerley única del mundo material. Se ha ido demasiado lejos y se hapretendido introducir esta ley en el mundo moral, como si elmundo moral, una vez sometido a la atracción, debiera tomareste modelo fijo e inmóvil que, por medio de un prejuicio absur-do, se atribuía a la naturaleza física. Es verdad que aquellos quehan hablado de generalizar en la sociedad humana aquelloque llaman el descubrimiento de Newton sólo han comprendidolas apariencias del mundo moral, habrían querido introducir enel mundo material una especie de atracción material. Pero, enrealidad, este sistema de la atracción en el mundo espiritual existedesde siglos».33

La gran pregunta es: ¿de qué forma se debe concebir estaatracción entre los hombres y cómo esta atracción puede y debeestablecerse en el mundo moral? «¿El hombre es únicamentesensación, la generalización de la atracción es la libertad conce-

31. P. Leroux, La République, 10 de febrero de 1850, p. 3.32. P. Leroux, La République, 10 de marzo de 1850.33. P. Leroux, De l’humanité, op. cit., pp. 92-93.

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dida a los instintos?». Si el hombre es algo distinto de la sensa-ción, si es sentimiento y conocimiento, ¿de qué manera podráestablecerse el reino de la atracción, que comprenderá tantonuestras necesidades de sentimiento y conocimiento como nues-tras necesidades de sensación?34 Se mide aquí en qué medida laidea de humanidad, al tiempo que obliga a pensar la heteroge-neidad del mundo moral como búsqueda del vínculo humano einterés en esta parte invisible que se oculta en toda manifesta-ción visible, invita, no a oponer la utopía a la política, sino arenovar la cuestión política dándole todo su espesor carnal.

Desde este punto de vista, la crítica de Leroux no pretendedesmantelar la utopía moderna, sino pensarla de otro modo alcircunscribirla al campo que le es propio, la vida del yo y del noso-tros o la humanidad en el sentido del vínculo humano —la bús-queda fenomenológica de la heterogeneidad de la relación huma-na: «nuestra vida no solamente está en nosotros, sino fuera denosotros, en los otros hombres, nuestros semejantes, y en la hu-manidad».35 Estas reflexiones merecen ser comparadas con lasespeculaciones de Kant, en Los sueños de un visionario..., en loque hace referencia a las fuerzas que mueven el corazón humano,cuyas sedes parecen estar situadas fuera de él: «el punto en el quecoinciden las líneas directrices de nuestros impulsos no está, pues,sólo en nosotros, sino que existen fuerzas que nos mueven confor-me al interés de otros. De ahí surgen las tendencias morales quemuchas veces nos arrastran en contra de nuestro propio interés...».Interrogándose sobre el sentido moral, Kant evoca la atracción deNewton insistiendo en la especificidad de la unidad moral propiadel mundo inmaterial: «¿No sería posible representar el fenóme-no de las tendencias morales de las naturalezas pensantes tal comose relacionan recíprocamente como consecuencia de una fuerzaverdaderamente activa por la que las naturalezas espirituales seinfluyesen unas a otras, de tal modo que el sentimiento moralfuera ese sentimiento de dependencia de la voluntad individual res-pecto de la voluntad general y una consecuencia de la acción recí-proca natural y universal por la que el mundo inmaterial alcanzasu unidad moral organizándose según las leyes de su propia com-binación en un sistema de perfección espiritual?».36

34. La Revue social, 11 de agosto de 1846; Lettres sur le fouriérisme, p. 162.35. P. Leroux, De l’humanité, op. cit., p. 29.36. I. Kant, Los sueños de un visionario, Madrid, Alianza ed., 1987, pp. 51-53.

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Este elemento humano, considerado en su heterogeneidad,ha de pensarse en relación con una concepción de la esencia dela vida que asume la escala de los seres y el paso de un reino aotro. Leroux se esfuerza en confrontar lo humano con el mundono humano, con el conjunto de la vida, vegetal y animal. Estabúsqueda de la especificidad del vínculo humano se apoya, ade-más, en un pensamiento de la subjetividad; lo que Leroux deno-mina, de manera más concreta, la «verdad ontológica admira-ble» de Maine de Biran quien, afirmando el yo —la fuerza mani-festada por la percepción—, no dejaba de afirmar que, en lapercepción, se manifiesta también el objeto del fenómeno.37

A partir de la relación del Yo con aquello que no es, con laexterioridad, Leroux elabora su concepción del vínculo humano.La conciencia de sí, fuerza y no sustancia pensante, que Lerouxsitúa en un nivel originario —«lejos de explicar, como Leibniz, laconciencia de nosotros mismos a través de la razón, sería másverosímil explicar la razón a través de la conciencia de nosotrosmismos»—,38 no se piensa ni como coincidencia de sí, ni comoinherencia de sí, tampoco como perseverancia del sujeto en suser; menos aún como soberanía, sino como relación del Yo conotro elemento. Es decir, sin tomar en consideración las tesis deLeroux sobre la duración, sobre el mundo del tiempo, «segundomundo», la conciencia de sí, distinta del conocimiento de sí, mo-mento imborrable, según Leroux, que marca su diferencia den-tro del pensamiento socialista, es concebida como diferencia desí —el presente no existe— y como salida de sí. El sentimiento dela existencia, la mismidad, se constituye en una intencionalidadhacia afuera, hacia la exterioridad; y es la relación del yo y del no-yo la que descubre el yo a uno mismo. «A través de estas trescaras de su naturaleza, el hombre se relaciona con los otros hom-bres y con el mundo. Los otros hombres y el mundo, he aquí loque, uniéndose a él, lo determina y revela, o le hace revelarse; éstaes su vida objetiva, sin la que su vida subjetiva permanece latentey sin manifestación [...] Lo que llama su vida no le pertenece en-teramente, y no está solamente en él, está dentro y fuera de él;reside en parte y, por así decirlo, de forma indivisa, dentro de sussemejantes y en el mundo que lo rodea».39 Y todavía: «La vida del

37. P. Leroux, Réfutation de l´éclectisme, Ginebra, Slatkin, 1979, p. 129.38. Ibíd., p. 178.39. P. Leroux, De l’humanité, op. cit., pp. 128-129.

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individuo, en cada instante de su existencia, es a la vez subjetiva yobjetiva. Ahora bien, ¿quién le proporciona la parte objetiva desu vida, es decir, cuál es su objeto? El hombre y la naturalezaexterior, siempre el hombre y la naturaleza exterior, y nada más.El hombre objeto contiene una parte de la vida del hombre sujeto.Por ello, el perfeccionamiento del hombre compete al hombre. Elgénero humano es solidario [...]. No se puede obliterar la porciónobjetiva de mi vida sin herirme en mi vida subjetiva».40

De esta conciencia de sí como fuerza de aspiración, de estavida a la vez en sí y fuera de sí, Leroux deduce la existencia y lanecesidad de la comunicación del hombre con la naturaleza y consus semejantes. También se podría afirmar que, para Leroux, elbienestar está relacionado con el aumento de nuestra fuerza deaspiración y con la multiplicación de nuestra vida relacional.

Con el fin de aprehender esta descripción del vínculo huma-no, podríamos tomar una dirección que nos hiciera volver haciala descripción que Leroux hace del sujeto entendido como sujetoencarnado. La definición del hombre como compuesto de espí-ritu-cuerpo hace que su fuerza de aspiración se despliegue y serevele a sí misma como fuerza que pertenece a un cuerpo vivo, loque aumenta la intencionalidad; ya que este cuerpo, en su condi-ción de cuerpo vivo, es inseparable de una relación constante, deuna comunión perpetua con el universo exterior : «El ser que losfisiologistas llaman un cuerpo no es más que un cadáver tanpronto como esta comunión cesa, y [...] lo que deberíamos lla-mar de verdad un cuerpo, sería ese cuerpo más todos los mediosque le dan la vida, que responden a su vida, que viven con él ycon los que vive».41 De ahí se deriva una primera definición delproyecto de Asociación: se trata de organizar la pluralidad deestos medios, mejor aún, de esos medios de vida, para constituir,a partir de una fuerza de aspiración multiplicada, la humanidaden cuanto medio, medio simbólico irreducible a un medio ani-mal, pues la humanidad es tradición. No somos miembros de lahumanidad, ni somos partes, vivimos en ella, vivimos en la luzde la humanidad. Somos humanidad. También se podría decirque la desubstancialización de la humanidad pasa, en Leroux,por su reducción a un medio en el sentido fuerte del término, red

40. Ibíd., p. 146.41. P. Leroux, Réfutation de l’éclectisme, op. cit., p. 290.

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de significaciones abiertas, medio de una pluralidad de medioso mundo de la vida, en relación con la concepción del hombrecomo animal simbólico.

En definitiva, para dar a este pensamiento su plena consis-tencia, habría que consagrarse pacientemente a la descripciónque propone Leroux del vínculo humano como reversibilidad,y que tiene, incontestablemente, un alcance crítico tanto por loque se refiere a los utopistas que conciben la atracción comoalgo puramente material como por lo que hace a los revolucio-narios, que no sospechan los efectos destructores de la violencia,pues ignoran la especificidad del vínculo humano y de su rever-sibilidad. De esta manera se explicaría cómo, en el movimientode la revolución, la emancipación podría transformarse en unanueva forma de dominación. La violencia revolucionaria o, másgeneralmente, la violencia política es «ruptura» del vínculo hu-mano, empobrecimiento. De ese principio de reversibilidad sesigue que «no podéis hacer mal sin haceros mal a vosotros mis-mos. Pues soy vuestro objeto como vosotros sois el mío, porquevuestra vida necesita objetivamente de la mía, igual que la míanecesita objetivamente de la vuestra, os desafío a hacerme infe-liz sin perjudicaros a vosotros mismos. Si me tomáis como es-clavo, os convertís en déspota. Es una desgracia ser esclavo, perotambién lo es ser tirano [...]. Caín se hirió a sí mismo hiriendo aAbel».42 A partir del propio principio de la vida que hace al hom-bre objeto del hombre y que une al hombre con el hombre, delvínculo humano como manifestación de la reversibilidad dela vida con ella misma —la ley de la vida comporta la unión de laobjetividad y la subjetividad—, Leroux emprende una descrip-ción de ese vínculo como reversibilidad a varios niveles: a nivelde la nutrición, de la generación en sus diferentes figuras y, so-bre todo, de la tradición, la manifestación más alta y más com-pleja del hombre como reversibilidad. La subjetividad, lejos depoder auto-constituirse, sólo puede aparecer cuando deja librecurso a la reversibilidad, sea por la amistad, sea por el amor. Lafalta de amor es la extinción de la subjetividad. ¿El hombre obje-to del hombre? Como si percibiera el carácter insatisfactorio deesta formula, Leroux insiste en el carácter específicamente hu-mano de la reversibilidad: a su juicio, no se debería confundir,

42. P. Leroux, De l’humanité, op. cit., pp. 147-148.

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por decirlo en términos de Buber, la relación yo/tú con la rela-ción yo/eso. «Por tanto, yo vivo por la comunión con mis seme-jantes. Entre ellos y yo, existe la vida invisible. Así, yo no vivo deellos como vivo del mundo exterior».43 La reversibilidad huma-na es uno de los más dignos signos por el que podemos interro-garnos, es la existencia misma del libro. Estamos en nuestroslibros. Para el sensualismo materialista, «un libro es negro sobreblanco, caracteres alfabéticos trazados sobre una sustancia tex-til, que, por medio de una magia inexplicable, me transmitenideas [...]. Yo creo en otra magia, en virtud de la que los muertos,aunque muertos, permanecen vivos. Para mí, un libro es un hom-bre que habla».44 Solidaridad, reversibilidad eterna de los hombres,el libro es una de las formas del renacimiento del hombre indivi-duo en la humanidad. La Asociación, a la luz de esta forma depensar el vínculo humano, accede a una nueva definición: la ili-mitada materialización de vínculos de reversibilidad, la consti-tución de medios de vida diferenciados, plurales y no jerarquiza-dos; de tal naturaleza, que constituyen la Humanidad como ungran ser vivo, eternamente vivo.

Es decir, que la humanidad, como vínculo invisible que vienea repetir lo visible, no remite sólo a los vínculos simbólicos quepermiten la comunicación y el intercambio entre los hombres;sino que comporta una dimensión incontestablemente fenome-nológica que tiene su origen en la concepción del sujeto comosujeto encarnado, en una teoría del cuerpo vivo y, más general-mente, en una concepción de la vida que viene a superponerse auna filosofía de la encarnación.

No será exagerado considerar que esta filosofía de la huma-nidad dé nacimiento a lo que se podría designar un derecho na-tural moderno como derecho a la comunicación y define, a untiempo, las obligaciones de una filosofía política entendida comofilosofía práctica.

Efectivamente, del axioma ontológico que se apoya en la re-versibilidad, Leroux deduce unos criterios de juicio: es legítimatoda forma de relación que va en el sentido de la solidaridad, delintercambio generalizado, que favorece la constitución de la hu-manidad; a la inversa, es ilegítima la relación que va en la direc-

43. P. Leroux, Revue sociale, 1847, p. 140.44. P. Leroux, La grève de Samarez, París, Klincksieck, t. I, 1979, p. 75-76.

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ción del ensimismamiento, de una separación, que provoque ladesaparición de la humanidad y un regreso al fenómeno de lascastas. «Entonces, si, en lugar de tender a la expansión de lacomunión general de los hombres entre ellos y de éstos con eluniverso, tienden a la negación o a la restricción del propio dere-cho que las funda; de ello resulta un mal, es más, de ello resultantodos los males».45 Según Leroux, toda forma de manifestacióndel vínculo humano (familia, propiedad, ciudad) está expuesta auna doble demanda, bien en términos de Fourier como «impul-so subversivo» hacia el repliegue sobre sí y la desvinculación,bien como «impulso armónico» hacia la apertura a la humani-dad y la multiplicación del vínculo humano.

Aún queda por precisar que, para Leroux, la reversibilidad noes solamente relación de un ser finito con otro ser finito; sino quesurge, en el seno de interrelación, del infinito de la relación afecti-va. Para los hombres, seres finitos, se trata de gravitar por la me-diación del infinito-Humanidad hacia el infinito Dios. Esta filoso-fía de la humanidad, al mismo tiempo que se revela como filosofíapolítica, manifiesta incontestablemente una dimensión religiosaque no se puede sin embargo reducir, como hace Alexis Philonen-ko,46 a una involución a lo teológico-político.

La necesidad de una reconstrucción conceptual de este pensa-miento no debe esconder otras exigencias: darle mayor consisten-cia, encarando las prolongaciones en la esfera económica, espe-cialmente, la cuestión de la subsistencia y la teoría del circulus;restituyéndola en las prácticas políticas, utópicas, periodísticas eindustriales de Leroux ; interrogándose sobre la parte negativaque pueda contener (la cuestión de la nutrición); haciendo traba-jar su extravagancia (la supervivencia en la humanidad) y su inte-rés por el «bárbaro» en nosotros ; finalmente, tomando distanciaen relación al dogmatismo metafísico que la atraviesa.

¿Podemos contraponer, como hace Philonenko en el artículo«Autour de Jaurès et de Fichte», «un espiritualismo de rostro hu-mano», el de Jaurès, —«cosa nueva, maravillosa [...] algo fuerte,potente, enérgico; no solamente materialismo, sino la presenciadel hombre en sí [...] esta ambición se resume en una palabra, lahumanidad»— con el espiritualismo tradicional, impregnado de

45. P. Leroux, De l’humanité, op. cit., p. 145.46. A. Philonenko, Études kantiennes, París, Vrin, 1982, pp. 177-178.

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religiosidad, el que habría profesado, según el desprecio del autor,«los Saint-Simon, los Auguste Comte, incluso los Leroux»?47

Con todo respeto, este desprecio, en el caso «de los Leroux»,parece menos fundado, por cuanto A. Philonenko ignora clara-mente la dimensión económica de la doctrina de la humanidad,así como la oposición al cristianismo a través de la crítica de laabnegación y del sacrificio. Por otra parte, esta lectura pareceparticipar de una visión, cuando menos insuficiente, de la pre-sencia de lo religioso en la Revolución Francesa: ¿hemos de versólo debilidad, incapacidad de la Revolución para desposeer a laIglesia de su poder y de su influencia? ¿Hemos de ver, en defini-tiva, una regresión a lo teológico-político? Tal vez debamos pre-guntarnos, como ha hecho Claude Lefort en su estudio «¿Per-manencia de lo teológico-político?»,48 por la permanencia de loreligioso en la política moderna, aunque estemos dispuestos apercibir en ello la importancia constitutiva de lo simbólico en lainstitución política de lo social. En este último caso, el intérpreteya no intentará situar las filosofías de la humanidad del lado dela pre-modernidad o del lado de las supervivencias; sino que,acogiéndolos, se preguntará por la contribución original de esospensamientos de la humanidad a la filosofía política moderna.

A menos que asumamos cierta ingenuidad filosófica o sos-tengamos ilusiones restauradoras, es verdad que estas filoso-fías de la humanidad no pueden ser tomadas tal como ellas sepresentan.

Exigen, de entrada, ser confrontadas con el anti-humanismomoderno para apreciar hasta qué punto estas formas de pensa-miento caen ante el ataque de la crítica legítima del humanismo.Queda por ver, por ejemplo, si el concepto de humanidad talcomo aparece en Leroux está dentro de la dependencia de unametafísica de la subjetividad. Se puede dudar legítimamente.Conviene señalar que la mismidad, ni cosa, ni sustancia, ni trans-parencia de sí, sino fuerza de aspiración, no cae ni en la suficien-cia de un sujeto reconcentrado ni tampoco en la ilusión de laautosuficiencia. Perpetuamente descentrado en relación con élmismo, en razón de la temporalidad y en razón del principio dela reversibilidad, el sujeto se orienta siempre hacia la exteriori-

47. Ibíd., p. 178.48. Cl. Lefort, Le temps de la réflexion, París, Gallimard, 1981.

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dad, «intencional y virtualmente en comunión con sus semejan-tes [...] con todo el universo», dentro de un sistema generalizadode intercambios.

La humanidad, en el proyecto de Leroux de dar cabida a todoslos panteones sin excepción, de escuchar todas las tradiciones,aparece como un tema paradójico, plural y no reducible: al tiem-po que se constituye, se muestra como enigma y, a un tiempo,desaparece; puesto que surge en perpetuo exceso de sí mismo,con manifestaciones en direcciones diversas. Del mismo modo, anivel del individuo, la atención que Leroux presta a las formas deexperiencia que la razón clásica sitúa al margen, el éxtasis, el sue-ño, todo lo que denota pasividad, muestran a las claras el distan-ciamiento que Leroux mantiene respecto al humanismo clásico.

No es menos cierto que estas filosofías de la humanidad, quese presentan como «grandes relatos» de emancipación o de con-clusión, son portadoras de dogmatismo metafísico, finalismo, pro-videncialismo, afirmación de un sentido inscrito en la historia,etc., que no pueden ser más que objeto de sospecha o de crítica.

Antes de remitir estos pensamientos de la humanidad al hu-manismo con el fin de asociarlos al descrédito en el que hancaído, ¿no sería conveniente proponer otra hipótesis de lecturaque no reduciría estas filosofías de la humanidad a simples obje-tos históricos? Quizá convendría, contemplando la cuestión po-lítica como algo que no se cierra sobre sí mismo, desembarazar-las de su formulación metafísica de partida al objeto de reactivarciertos conceptos en juego y abrir un acceso a su verdadero con-tenido. ¿De qué manera, en nuestra época, la cuestión del víncu-lo humano puede ayudar a concebir de otra manera la búsquedadel «buen-vivir»? Desde esta perspectiva, hemos de entender elgesto especulativo con el que Adorno finaliza Minima moralia:«La única filosofía de la que podemos asumir la responsabilidadfrente a la desesperanza intentaría considerar todas las cosas talcomo se presentarían desde el punto de vista de la redención [...]Frente a la existencia a que debe hacer frente, la cuestión queconcierne a la realidad o la irrealidad de la redención resultapoco menos que indiferente».49

La cuestión sería: ¿la actualización de estas filosofías de lahumanidad no se manifestaría del lado de esto que podríamos

49. Th.W. Adorno, Minima moralia, Madrid, Taurus, 1987, p. 250.

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llamar «fenomenologías de lo humano», incluyendo la crítica dela metafísica? Se trataría de hacer trabajar lo que implica el pasode la humanidad a lo humano; lo que se realiza, por ejemplo, conel desplazamiento de la idea de género humano hacia la búsque-da de una historicidad primordial a partir de una reflexión sobreel cuerpo. Estas fenomenologías pueden desplegarse, ya sea bajola forma de una analítica de la condición humana, que nos mues-tra cómo la Acción puede crear vínculos inmateriales entre loshombres (H. Arendt), ya sea a partir de una experiencia tenidapor privilegiada, por su capacidad de darnos acceso a la «carnedel mundo» (Merleau-Ponty), ya sea bajo la forma de una tomaen consideración del «elemento humano» y de la carne de losocial. De esta forma, la democracia moderna se constituiría através de una tensión irreducible entre el polo del poder, de laley, de la soberanía, y el polo de lo humano, y la humanidad no sepensaría ya como un cuerpo total, superior, incluyente —«grananimal», diría Leroux— y se crearía un tejido de vínculos origi-nales —Claude Lefort.50

A partir de la señalización y del respeto de esta diferenciade tiempo, habría de establecerse una comunicación entre es-tos pensamientos de la humanidad aparecidos en el siglo XIX

—muchos de los cuales siguen sin estudiarse: Leroux, Quinet,Michelet, pues han sido ignorados, banalizados o simplifica-dos— y un pensamiento de lo humano de nuestro siglo que,saludando la intuición genial del anti-humanismo moderno—«el humanismo sólo debe ser denunciado por ser insuficien-temente humano» (E. Lévinas)—, se anuncie como el «huma-nismo de otro hombre».

50. Cl. Lefort, «L’idée d’humanité et le projet de paix universelle», en Écrire à l’épreuvedu politique, París, Calmann-Levy, 1992, p. 244.

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¿Cómo podemos reactivar, hoy, la teoría crítica? Esta pre-gunta resulta mucho más audaz y fecunda que la que se pregun-ta por «lo que está vivo y lo que está muerto en la teoría crítica».Quien así formula la pregunta se asemeja al cirujano que exami-na un cuerpo para determinar qué merece ser salvado. Mientrasque la cuestión, tal y como la planteamos, parte de nosotros, delos intereses de la razón que son los nuestros, de nuestro propionexo con la emancipación. En la medida en que perseveremosen hacer nuestra la cuestión de la emancipación, estaremos endisposición de establecer un vínculo con la teoría crítica.

Pero, ¿cómo aprehender este hoy? Podemos contentarnos condefinirlo como una renovación de la filosofía política. Si es así,¿qué relación podemos construir con la teoría crítica en este cli-ma? En todo caso, hemos de saber de qué renovación se trata.¿Asistimos a un regreso a la filosofía política, a la restauraciónde una disciplina académica; o, cosa completamente distinta, aun regreso de las cosas políticas? Los defensores de la primerahipótesis entienden que estamos ante un movimiento interno ala historia de la filosofía, incluso cuando toman en considera-ción, o creen hacerlo, aquello que, púdicamente, denominan «lascircunstancias». Tras el eclipse más o menos misterioso de lafilosofía política, se vislumbraría un regreso a esta disciplinamenospreciada, así como una rehabilitación del derecho y de lafilosofía moral. Muy distinto es el regreso de las cosas políticas.Con la quiebra de los totalitarismos, lo político reaparece. No se

¿POR UNA FILOSOFÍA POLÍTICA CRÍTICA?*

* Este texto fue publicado en la revista Tumultes, n.º 17-18, mayo de 2002, pp. 207-258.

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trata ya del intérprete que vuelve su mirada a un discurso tem-poralmente abandonado con la intención de recuperarlo, sinoque son propiamente los hechos políticos los que han irrumpidoen el presente; rompiendo con el olvido que los afectaba, o po-niendo freno a los intentos por hacerlo desaparecer. Las hipóte-sis planteadas no deben, en ningún caso, confundirse; más aúncuando el regreso a la filosofía política puede llegar a ocultar,paradójicamente, las diferencias existentes. Feuerbach, en Nece-sidad de una reforma de la filosofía (1842), invitaba a distinguirentre dos tipos de reforma. De un lado, la filosofía que nace delmismo fondo histórico del que surgieron sus predecesoras. Deotro, la filosofía que aparece con el advenimiento de una nuevaera de la historia humana. «Son dos cosas muy distintas la deuna filosofía que viene a corresponder a la misma época comúnde las filosofías anteriores y la de otra filosofía que viene a co-rresponderse con un nuevo capítulo de la humanidad».* Ade-más, debemos aprender a discriminar, en la expresión renova-ción de la filosofía política, entre la reaparición de una simpledisciplina académica que vuelve a escena como si nada hubierasucedido y la manifestación post-totalitaria de una necesidad delo político. Entendiendo por esto último el descubrimiento delhecho político después de que los totalitarismos hayan pretendi-do anular o borrar para siempre la dimensión política de la con-dición humana, dimensión que no es sino una necesidad de lahumanidad. Si se nos pide una manifestación de este regreso delhecho político, aludiremos al resurgir de la distinción entre régi-men político libre y despotismo, a la cuestión que Spinoza tomade La Boétie: «¿Por qué los hombres luchan por su servidumbrecomo si se tratara de su liberación?».

Si medimos bien los efectos, la distinción referida a la reno-vación de la filosofía política no es, ni mucho menos, una cues-tión menor. Parece que si designa solamente la restauración deuna disciplina académica, esta renovación comporta, como mí-nimo, un desinterés por toda forma de pensamiento crítico; cuan-do no, una franca oposición. A decir verdad, para estos «nuevosfilósofos» de la política el problema no sería desbancar la teoríacrítica por su conexión con la escuela de la sospecha —«la tríadainfernal compuesta por Marx, Nietzsche y Freud»— y con la crí-

* Trad. inédita del alemán de Anselmo Sanjuán. [Nota de los T.]

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tica de la dominación que debería, a su vez, ser sustituida, yaque no nos permite ver la especificidad de la política. Por lo con-trario, si esta renovación es preámbulo del regreso de las cosaspolíticas, el marco teórico que se plantea es muy diferente. En lamedida en que la cuestión política no se reduzca a una meragestión no conflictiva del orden establecido, y se abra a una re-formulación de la emancipación hic et nunc, se impone la vincu-lación con el pensamiento crítico y, más precisamente, con lateoría crítica en cuanto crítica de la dominación, ya que los ca-minos de la emancipación pasan necesariamente, si no exclusi-vamente, por esta crítica. La diferencia irreducible que existeentre política y dominación nos impide ignorar los fenómenosque atañen a la crítica de la dominación y, por ende, convierte enlegítima la exploración (e incluso la invención) de una relacióntal vez inédita entre teoría crítica y filosofía política. No es acasoesta vía la que nos abre la posibilidad de lanzarnos a la búsquedade una filosofía política crítica, o crítico-utópica, que, lejos deapartarnos de lo político, del resurgimiento de la cuestión políti-ca, nos conduce a ello; tanto más cuanto la orientación hacia laemancipación evitaría peligros igualmente funestos, a saber, elolvido de los fenómenos de dominación o la no percepción de ladiferencia entre política y dominación.

La pregunta por lo que podría ser una filosofía política críti-ca, por la posible articulación entre teoría crítica y filosofía polí-tica, exige un recorrido complejo.

En primer lugar, hay que intentar dar respuesta a una cues-tión previa que no puede ser obviada: ¿puede considerarse lateoría crítica, de alguna manera, como una filosofía política; o, aminima, ¿existen afinidades entre la teoría crítica y la filosofíapolítica? Es evidente que una separación total entre ambas haríamás difícil, tal vez imposible, la constitución de una filosofíapolítica crítica. Sólo en el terreno de una relativa proximidadpuede pensarse la articulación, incluso si ha de realizarse al pre-cio de ciertos giros significativos. Nos sobreviene la tarea de de-terminar si la teoría crítica —de la que uno de sus fundadores,Marx Horkheimer, ha declarado: «la autoridad es una categoríaesencial de la historia»—1 contiene explícita o implícitamenteuna filosofía política.

1. M. Horkheimer, Autoridad y familia, Barcelona, Paidós, 2001.

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No es suficiente verificar la orientación de la teoría críticahacia la filosofía política para concluir, inmediatamente, en laposibilidad y la legitimidad de una filosofía política crítica. Estaorientación, sin duda necesaria, no posee el valor de condiciónsuficiente. Una de las grandes cualidades de la teoría crítica es lade asumir la historicidad del trabajo del concepto. Lo que supo-ne, en segundo lugar, la toma en consideración de las dimensio-nes indisociablemente filosóficas e históricas del problema. Siconsideramos que la novedad de la época tiene que ver con lasalida de las dominaciones totalitarias, entendidas como des-trucción de la política y, por ende, encaminadas hacia el redes-cubrimiento de la política, nos encontramos frente a la siguientedisyuntiva: alternativa o articulación.

Ya se trate de una alternativa entre dos paradigmas, el de lacrítica de la dominación que define la teoría crítica y el del pen-samiento de la política como algo diferente de la dominación;nos encontraríamos ante dos campos: de un lado, la crítica de ladominación que proseguiría, de manera incansable, la búsque-da de las manifestaciones de la división entre señor y siervo; delotro, los que, sensibles al renacer de la política, ignorarían lassombras que le aporta la persistencia de la dominación.

Ya se trate de una articulación ajena a las dificultades deleclecticismo, que asumiría la aventurada tarea de concebir, deforma conjunta, en una co-existencia conflictiva, la crítica de ladominación y el pensamiento de la política; sin que la existenciade una impida la presencia de la otra. Convendrá proponer unapieza que una a ambas.

Si nos retrotraemos al título del escrito, es claro que la hipótesisde la alternativa no nos complacerá por su lamentable tendencia acircunscribirse a una lógica unilateral de facciones y a complacer-se en el enfrentamiento entre paradigmas. Sólo la vía de la articula-ción merece ser explorada; ya que, bajo la denominación de filoso-fía política es posible mantenerse al margen de dos derivas en lasque podemos caer fácilmente: el irenismo y el catastrofismo.

¿La teoría crítica como filosofía política?

Cuestión de difícil respuesta, por cuanto, para responder demanera satisfactoria, precisamos de otra definición, de una con-

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cepción de la filosofía política que permita apreciar la adecuaciónde esta identificación. Esta dificultad, positiva o negativa, aparecedesde el momento en que nos volvemos a las respuestas dadas.

Así, G. Friedman, en su obra La filosofía política de la Escue-la de Frankfurt, responde afirmativamente. Sin dar una defini-ción previa, el autor reconoce en la obra colectiva de la Escuelade Frankfurt una filosofía política, en la medida en que la teoríacrítica elabora una crítica de la modernidad e intenta interveniren esa crisis. Para los teóricos de Frankfurt, el objeto esencialde la crítica sería la paradoja moderna, es decir, la aparición deuna razón irrazonable con el advenimiento de la modernidad;de una razón que no mantiene sus promesas y da lugar a unmundo donde triunfa la sinrazón. Paradoja que daría respuestaa la pregunta inicial de La Dialéctica de la Ilustración: ¿por quéla humanidad, en lugar de comprometerse en condiciones ver-daderamente humanas, ha caído en una nueva barbarie? A jui-cio del autor, la Ilustración fue el punto de partida de la filosofíapolítica característica de la teoría crítica,2 si atendemos a lasfrases iniciales del capítulo «El concepto de Aufklärung» en LaDialéctica de la Ilustración: «La Ilustración, en el sentido másamplio del pensamiento en continuo progreso, ha perseguidodesde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo yconstituirlos en señores. Pero la tierra, enteramente “ilustrada”,resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad».3 Si el pro-grama de las Luces consiste en liberar al mundo del yugo delmito, la pregunta pasa a ser la siguiente: ¿mediante qué procesointerno la razón llega a autodestruirse, es decir, a convertirse enuna nueva mitología? La tesis fundamental de Adorno y Hork-heimer afirma la eficacia del movimiento interno de la razón ensu propia destrucción.4 Del seno mismo de la razón surge esamitología destructiva de la razón, que nada tiene que ver conarcaicas supervivencias, ni con manipulaciones concertadas.Lejos de mantener a la razón separada del mito, la teoría críticadescubre su proximidad y, lo que es peor, su afinidad. Aun des-pierta, la razón engendra monstruos. De esta manera, la teoría

2. G. Friedman, La filosofía política de la Escuela de Frankfurt, México, F.C.E.,1986, p. 110.

3. M. Horkheimer, Th.W. Adorno, La Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Trotta, 6.ªed., 2004, p. 59.

4. Ibíd.

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crítica da la vuelta a la problemática clásica de la Ilustración,que hacía de la razón una adversaria declarada del mito. SegúnAdorno y Horkheimer, existe, por el contrario, una complicidadsecreta entre razón y mito. En su calidad de motor de la inver-sión, dicha complicidad residiría en la unión de la liberacióndel miedo y la elección de la soberanía. Es, precisamente, enesta unión, en esta identificación, donde se encuentra la com-plicidad secreta entre razón y mito. Para la teoría crítica no setrata de despedirse de la razón; sino de la afirmación de unavoluntad de salvamento. Siguiendo los análisis de G. Friedman,el asalto de la teoría crítica al filisteísmo burgués y al marxismoinstitucional, se inscribiría en la estela de un giro estético, comosi la cuestión política hubiera abandonado la economía paravolver sobre el arte y las promesas de felicidad que anuncia.Falta una pregunta: ¿una crítica de la modernidad, por comple-ja y paradójica que sea, basta para constituir una filosofía polí-tica? La conclusión de la obra expresa ciertas dudas en cuanto ala realidad de esta filosofía política. ¿La valoración de Eros, es-pecialmente en la obra de Marcuse, no ha tenido por efecto ale-jar al hombre de los problemas de la ciudad? ¿Una desmesuratípicamente moderna no comportaría el olvido de la cuestiónde la justicia? ¿Cómo concebiremos la sociedad emancipada:mantendrá una dimensión política, o se situará más allá, comosi la emancipación significara liberarse de la política? La for-mulación de estas dudas no es óbice para que el autor manten-ga la perspectiva elegida y continúe viendo, en la crítica de larazón moderna, los elementos de una posible filosofía política.

Por su parte, L. Kolakowski, en las duras páginas que ha con-sagrado a la Escuela de Frankfurt, acaba por responder negati-vamente a la pregunta. La asunción de posiciones liberales y ladefensa de una definición taxonómica de la filosofía política, apartir de sus objetivos más clásicos, le sirven para negar a lateoría crítica esa cualidad y la hace derivar de otros ámbitos: laideología, la utopía o la crítica social. Ahora bien, esta deriva-ción de la teoría crítica fuera del ámbito de la filosofía políticano deja de ser problemática.

Verdad es que la teoría crítica no es una filosofía política enel sentido académico del término; mucho menos, cuando quie-nes la practican se mantienen apartados de lo que Schopenhauerdenominaba, despectivamente, filosofía universitaria. Aclarada

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esta cuestión, conviene añadir al punto que, dentro del campode la filosofía moderna, la teoría crítica se distingue por su sen-sibilidad hacia la cuestión política o la cuestión de la emancipa-ción. Filosofía para tiempos sombríos, podríamos decir. Si reto-mamos, por un momento, una polémica propia del joven hege-lianismo, tal y como la expuso Feuerbach, gracias a la oposiciónentre filosofía y no-filosofía, la cuestión política se definiría comoalgo exterior de la filosofía, de la no-filosofía, que no deja deperturbar la identidad aparentemente estable de la filosofía. Acasola política, en cuanto práctica, no reintroduce en el texto de lafilosofía —que se construye bajo la negación del espacio y deltiempo—, precisamente, ese espacio y ese tiempo que son losprimeros criterios de la práctica. Marcuse afirma, en Razón yRevolución, que lo propio de Hegel es haber hecho posible eltránsito hacia la teoría social. Con ello, Marcuse describe lo quele sucedió a la filosofía política de Hegel —de la que trata en elcap. VI de la Primera Parte— y a la filosofía política en general;señalando, al mismo tiempo, la centralidad de la obra hegelianaen la modernidad. «Sus ideas filosóficas esenciales se realizaronbajo la forma histórica específica del Estado y de la sociedad yesta última se ha convertido en el objeto central de un nuevointerés histórico. De esta forma el trabajo de la filosofía es deri-vado hacia la teoría social».5 Llegados a este punto, se abren dosvías: o bien el Estado y la sociedad se integran en el sistema y,entonces, la filosofía se convierte en ciencia administrativa —conL. von Stein— y la dialéctica en sociología; o bien la cuestión delEstado y de la sociedad se transforman en la cuestión de su abo-lición; es decir, en la cuestión de la revolución que, por defini-ción, es exterior al sistema. Se opera, así, un desplazamiento dela filosofía política, en la medida en que la cuestión política sesitúa, desde este momento, fuera de sí. Este paso de la políticahacia su exterioridad, esta salida de la política hacia otro ele-mento, implica una traducción del lenguaje filosófico; fundamen-talmente, que la lengua de la política se vierta a la lengua másgeneral de la emancipación. «La transición de Hegel a Marx,escribe Marcuse, es bajo todos sus aspectos una transición haciaun orden verdaderamente distinto y que no debe ser interpreta-do en términos filosóficos. Veremos cómo los términos filosófi-

5. H. Marcuse, Razón y revolución, Madrid, Alianza ed., 2.ª ed., 1972, p. 168.

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cos de la teoría marxista son categorías sociales y económicas,mientras que las categorías sociales y económicas en Hegel sonsiempre conceptos filosóficos. Tampoco en los escritos del jovenMarx lo son. Expresan la negación de la filosofía a pesar de que lohagan todavía en lenguaje filosófico».6 Con el añadido de quemientras, en el sistema hegeliano, todas las categorías utilizadasconciernen exclusivamente al orden establecido; en Marx, lascategorías se refieren a la negación de ese orden. Dichas catego-rías apuntan a una nueva forma de sociedad y se dirigen a unaverdad que aparecerá con la abolición de la sociedad civil. «Lateoría de Marx —escribe Marcuse— es una crítica en el sentidoque todos sus conceptos son al mismo tiempo actos de acusa-ción a la totalidad del orden establecido».7 A ello se añade elhecho de que la crítica de la sociedad se convierte en la obra, node la filosofía, sino de una práctica emancipadora socio-histórica.

Para apreciar la calidad de filosofía política de la teoría críti-ca, hemos de considerar las dos salidas de sí —el de la filosofía yel de la política— que la constituyen: salidas que, en ningún caso,deben ser tenidas por abandono del objeto; sino por un despla-zamiento de éste hacia otro elemento, por ejemplo, el de la eco-nomía, y por la distinta continuación, en este elemento, de losfines de la filosofía y de la política. De ello se sigue que la teoríacrítica no significa tanto el abandono de la filosofía política, o sunegación pura y simple, cuanto la traducción al lenguaje de laemancipación o de la revolución. Traducción que lleva a esa si-tuación paradójica por la que la teoría crítica rompe con la filo-sofía política para retomarla y continuarla; en resumen, parasalvarla por otros medios, mediante otros elementos y por otroscaminos. Los fundadores conciben la teoría crítica como salva-mento por transferencia de la filosofía política. No hay duda deque el modelo elaborado por K. Korsch, en ese gran libro que esMarxismo y filosofía, ha sido determinante.

En esas condiciones, comprenderemos en qué medida la res-puesta negativa al problema que nos ocupa queda de lado, por nohaber considerado y entendido el giro y el salvamento por trans-ferencia de la filosofía política y en qué medida esta respuesta serevela inaceptable.

6. Ibíd., p. 258.7. Ibíd.

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La cuestión política, incluso traducida a otro lenguaje, se en-cuentra presente en la textura de la teoría crítica. Posee el estatu-to de una dimensión constitutiva. Desde el preludio de Minimamoralia, T.W. Adorno evoca, no sin melancolía, los nexos entrefilosofía y política y recuerda que la misión de la primera era laenseñanza de la «vida justa». Ahora bien, la «ciencia melancóli-ca» que nos presenta Adorno no es un saber resignado; si enten-demos necesario «estudiar su forma alienada [de la vida], lospoderes objetivos que determinan la existencia individual hastasus zonas más ocultas»8 no es para renunciar a la búsqueda de lavida justa, a aquello que entre los clásicos tenía que ver con labúsqueda del mejor régimen en la teoría. Incluso si existen in-contestables divergencias entre el principio y la conclusión deMinima moralia, la insistencia final en la Redención no resultaajena a esta búsqueda.

La teoría crítica nos pone en presencia de un grupo de filóso-fos que, en el siglo XX, han creído no degradarse al escribir sobrela sociedad moderna y las formas contemporáneas de la domina-ción. En lugar de reducir la teoría crítica a una teoría del conoci-miento —como la recepción francesa ha estado tentada de haceren la mayor parte de las ocasiones—, resulta más fecundo recono-cer una crítica de la modernidad en sus manifestaciones más di-versas; crítica orientada a la emancipación y, como tal, «el viejotopo» dispuesto a construir galerías en direcciones radicalmentedivergentes, con el propósito de subvertir mejor la sociedad bur-guesa. De ahí la existencia de un corpus impresionante de obrasque son, al mismo tiempo, contribuciones a una crítica de la polí-tica. Retengamos de Horkheimer et alii, Autoridad y familia, 1936;Egoísmo y emancipación, 1936; Razón y autoconservación, 1942;El Estado autoritario, 1942; El Eclipse de la razón, 1944; en colabo-ración con Adorno, La Dialéctica de la Ilustración, 1944; la direc-ción de Studies in Prejudice; de manera especial, el gran libro en elque la colaboración de Adorno fue determinante, La personalidadautoritaria, 1950; de Leo Lowenthal y N. Guterman, The prophetsof Deceit, 1949; de Leo Lowenthal, el estudio sobre los campos; deMarcuse, La lucha contra el liberalismo en la concepción autorita-ria del Estado, 1934; Algunas implicaciones sociales de la tecnolo-gía moderna, 1941; State and individual under National Socialism,

8. Th.W. Adorno, Minima moralia, Madrid, Taurus, 1987, p. 9.

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1942; sin hablar de las obras más conocidas, como los artículos deAdorno sobre la propaganda fascista, las creencias astrológicas,Des Etolies à terre, 1952-1953, la crítica de la industria cultural. Siechamos un vistazo a los «minores» de la Escuela de Frankfurt,las investigaciones recientes de William E. Scheheuerman hanmostrado que, tanto en F. Neumann —autor del gran libro sobreel nazismo, Behemoth, 1942— como en O. Kirchheimer, existíauna reflexión original sobre el destino de la ley en la sociedadmoderna y los elementos de una teoría crítica de la democracia,en considerable oposición al jurista nazi Carl Schmitt.9 Finalmen-te, habría que hacer mención de los trabajos de F. Pollock sobre laAutomatización y sobre El capitalismo de Estado.

Esta crítica de la política llevada a cabo por la teoría críticapudo efectuarse merced a un distanciamiento teórico respecto aMarx. Cuando, en 1843, éste pasaba —según las interpretacionestradicionales— de la crítica de la política a la crítica de la econo-mía política, escribió en una carta a Ruge: «dominación y explo-tación son un solo y mismo concepto». De ello se sigue, brevitatiscausa, la tendencia a derivar la política de la economía, que seconvierte, de esta forma, en instancia determinante. La teoríacrítica, especialmente sus fundadores, rechazan esta identifica-ción que comporta, según explican, confusión entre dominacióny explotación, rehúsan esta mengua de lo político en relación a loeconómico que conduce, necesariamente, a la inclusión de la crí-tica de la política en la crítica de la economía política. Para Hork-heimer, en su obra consagrada a la filosofía burguesa de la histo-ria (1930), la historia de las sociedades humanas se constituye eny por la división entre grupos de dominadores y grupos de domi-nados, al tiempo que la dominación permite la apropiación deltrabajo alienado. No es casual que Horkheimer afirme lo siguien-te en el capítulo consagrado a Maquiavelo: «Pero la sociedad nose apoya sólo en el dominio de la naturaleza, en sentido estricto,en el descubrimiento de nuevos métodos de producción, en laconstrucción de máquinas, en el mantenimiento de un cierto ni-vel de salubridad; la sociedad se basa en todo esto tanto como enla dominación de unos hombres sobre otros hombres».10 En este

9. W.E. Scheuerman, Between the Norm and the Exception, The Frankfurt Scholl andthe Rule of Law, The MIT Press, 1994, y W.E. Scheuerman (ed.), The Rule of Law UnderSiege, University of California Press, 1996.

10. M. Horkheimer, «Los comienzos de la filosofía burguesa de la historia», enHistoria, metafísica y escepticismo, Madrid, Alianza ed., 1982, p. 20.

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mismo texto, Horkheimer define la política, explícitamente y sinreservas, bajo el signo de la dominación: «El conjunto de los mé-todos que conducen a esa dominación y de las medidas que sir-ven para mantenerlas se llama política».11 En cualquier caso, he-mos de retrotraernos a Adorno y su texto, Dialéctica Negativa,para encontrar el más serio intento de diferenciación entre domi-nación y explotación, remontándola a un origen que nada tieneque ver con la economía. Adorno plantea, bajo el título de Contin-gencia del antagonismo, la pregunta sobre si el antagonismo, «pe-dazo de historia natural prolongada», surgido cualquier día, seseparaba de las necesidades de supervivencia de la especie; o bienlo hacía, de manera contingente, «mediante actos arbitrarios yarcaicos que pretenden la toma del poder». Planteada así la posi-bilidad de una catástrofe contingente en el origen de la historiahumana, y alejándose, al mismo tiempo, del topos de la edad deoro, Adorno se dedica a desprestigiar la «Razón en la historia», laidea misma de la necesidad histórica, ya sea definida en los tér-minos de Hegel o en los de Marx y Engels. Pero no se trata deplantear, bajo el nombre de contingencia del antagonismo, unanueva reificación que perjudicara a todo proyecto con una inter-vención histórica que profetiza a la dominación «un futuro eter-no, tan duradero como sea posible, bajo cualquiera que sea laforma en que se organice la sociedad». El razonamiento de Ador-no es tan crítico como complejo: no le basta con invitarnos adistinguir entre dominación y explotación, a contestar la preemi-nencia de la una sobre la otra; considera necesario vislumbrar laposibilidad de una dominación que no sea fruto de la economía,una dominación que sea extraña a ese campo. A propósito deMarx, a quien critica en este punto, escribe Adorno: «La econo-mía primaría sobre la dominación, que no podría derivarse denada que no fuera la economía». Es decir, la contingencia delantagonismo implica la existencia de una dominación que resul-ta de una catástrofe tan indeterminada como contingente y desti-nada a permanecer tal. No se trata, en ningún caso, de sustituir lanecesidad económica por una necesidad antropológica o psicoló-gica. A juicio de Adorno, encontraríamos en Marx y Engels unaverdadera deificación de la historia en el seno mismo del ateísmoy la afirmación de la economía como seguro y garantía de la praxis.

11. Ibíd.

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Si la economía tiene la primacía sobre la dominación y si, condi-ción suplementaria y esencial, la dominación es considerada comoderivada de la economía, la transformación de la economía com-portaría, automáticamente, la desaparición de la dominación. «Laprimacía de la economía, escribe Adorno, debe fundar histórica-mente, con rigor, el final feliz como algo inmanente a la econo-mía; el proceso económico crearía y convulsionaría las relacio-nes políticas de dominación, hasta la necesaria liberación de lasnecesidades de la economía». Por el contrario, el primado de ladominación y la hipótesis de una dominación indeterminada per-miten comprender el hecho de que la transformación de la eco-nomía pueda dejar inalterado el reino de la dominación. Que éstase perpetúe más allá de la transformación de la economía, ¿no esuna las definiciones posibles del fracaso de la revolución? Fraca-so al que Marx y Engels no son ajenos, en la medida en que, porsu preocupación por desmarcarse de los anarquistas, habríandejado sin respuesta la cuestión del final de la dominación. «Él[Engels] y Marx querían la revolución en cuanto la de las relacio-nes económicas en la sociedad en su totalidad, en el nivel funda-mental de su auto-conservación, no como cambio de las reglas dejuego de la dominación, su forma política».12 Tanto la hipótesisde una catástrofe irracional en los orígenes como el vértigo frentea la catástrofe presente echan por tierra la idea de totalidad histó-rica, totalidad que se entiende dotada de una necesidad económi-ca calculable y, por ello, controlable. De ahí la exigencia de unpensamiento nuevo de la dominación, exterior a la economía;que no parece, sin embargo, una fetichización de la política, niuna tendencia a pensar la dominación como eterna, como co-extensiva a la historia humana. La intención de transformar elmundo se origina y fortalece con un cuestionamiento del carác-ter inevitable de la totalidad. «Hoy en día — escribe Adorno— laabortada posibilidad de lo Otro se ha concentrado en la de, pesea todo, evitar la catástrofe».13

La atención prestada a la cuestión de la dominación da ori-gen, en Horkheimer, a una teorización de la autoridad entendidacomo dominación aceptada, e incluso, interiorizada. A partir dela pregunta sobre las grandes instituciones sociales y la dinámi-

12. Th.W. Adorno, Dialéctica negativa, Madrid, Akal, 2005, p. 296.13. Ibíd., p. 297.

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ca de su desarrollo, Horkheimer sostiene que la orientación y elritmo de ese proceso están determinados, en última instancia,por las leyes internas del aparato económico de la sociedad. Noobstante, tal como había hecho ya en 1931, en la lección inaugu-ral del Instituto de Investigación Social, Horkheimer subrayaque el comportamiento de los hombres, en una época determi-nada, «no puede explicarse solamente por los hechos económi-cos de la precedente». Desde este punto de su investigación,Horkheimer insiste en la importancia del carácter de los hom-bres, de sus disposiciones psíquicas, que han de ser considera-das en relación con las instituciones relativamente estables deuna sociedad determinada. La economía no puede actuar de «for-ma mecánica, aislada», sino sumergida en una pluralidad de fac-tores. Aparece la idea de la indeterminación. «De esta forma, elconjunto de la cultura, escribe Horkheimer, se integra en la di-námica de la historia».14 Más que invocar a la cultura para ren-dir cuentas de las disposiciones psíquicas de los individuos, Hork-heimer se vuelve, deliberadamente, hacia el poder del Estado.«Aquello que sería decisivo —escribe— [...] por supuesto en elmarco de las posibilidades económicas, sería el arte de gober-nar, la organización del poder del Estado y, en último lugar, laviolencia física». Horkheimer también señala su distancia en re-lación con la economía cuando insiste en la división política, noentre explotadores y explotados, sino entre los que mandan y losque ejecutan. «El proceso de la vida social no se podría cumplirsi no fuera por la escisión entre dirigentes y ejecutantes, escisiónespecífica para cada época». ¿Qué conviene invocar para darcuenta de una unidad social determinada? ¿Un cimiento espiri-tual, es decir, una concepción dinámica de la cultura o bien la«forma extremadamente concreta del poder ejecutivo»? ¿Estaúltima hipótesis, identificada con una llamada al realismo, esdel todo fundada? ¿El aparato psíquico de los miembros de unasociedad de clases no es la interiorización o, al menos, la racio-nalización y el complemento de la violencia psíquica? Horkhei-mer recurre entonces a la hipótesis sombría de Nietzsche en laGenealogía de la moral, según la cual, la transformación del hom-bre, «olvido encarnado», en un animal capaz de memoria, de

14. M. Horkheimer, Autoridad y familia, Barcelona, Paidós, 2001. Todas las citasrelativas a la autoridad en el texto provienen de este escrito.

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promesa —es decir, en un animal previsible y, por ello, social—,es la culminación de una historia bajo el signo del terror. Hork-heimer cita los fragmentos más célebres del § 3 de la SegundaDisertación: un vínculo escondido, pero no menos real; pues, encuanto que persiste, relaciona lo que llamamos «conciencia»,moralidad de las costumbres, e incluso sociabilidad, con ese te-rror primigenio, originario. «[...] Incluso podría decirse que entodos los lugares de ésta donde todavía ahora se dan solemni-dad, seriedad, misterio, colores sombríos en la vida del hombrey del pueblo, sigue actuando algo del espanto con que en otrotiempo se prometía, se empeñaba la palabra, se hacían votos...Cuando el hombre consideró necesario hacerse una memoria,tal cosa no se realizó jamás sin sangre, martirios, sacrificios».15

Al final de este pasaje de Nietzsche, uno de los inspiradores delpensamiento de la dominación en la Escuela de Frankfurt, Hork-heimer reconoce sin reserva el lugar que ocupa la violencia en lahistoria de la civilización: «Es cierto que no se podría dar másimportancia al papel de la violencia, que no determina sólo elprincipio, sino el desarrollo de todas las formas de Estado, si sequiere explicar la vida social a lo largo de la historia hasta nues-tros días». Por violencia, hay que entender tanto los castigos y laamenaza de dichos castigos como la presión del hambre sobreaquellos que se someten. No obstante, para Horkheimer subsis-te, con más intensidad que nunca, la pregunta siguiente: «¿porqué las clases dominadas han soportado tanto tiempo el yugo?».Si para dar una respuesta adecuada a esta pregunta hemos detener presente la violencia, Horkheimer no podría atribuir, porcompleto, la explicación a la acción concreta del poder ejecuti-vo. Una vez que ha recordado, con la ayuda de Nietzsche, losplanos oscuros de la cultura, considera que la historia debe te-ner en cuenta a la cultura en su conjunto, entendida como factorespecífico de la dinámica social. «En cualquier caso, no se puedeimputar el mantenimiento de las formas sociales caducas a lasimple violencia o a la mentira mantenida en el seno de la masabajo intereses concretos». La violencia no es suficiente para ex-plicar la división entre dominadores y dominados y, menos, paraexplicar la aceptación de esta escisión; es decir, la aceptación dela dominación. Para entender la interiorización que engendra la

15. F. Nietzsche, La genealogía de la moral, Madrid, Alianza ed., 2.ª ed., 1975, p. 69.

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aceptación, conviene considerar al conjunto de la cultura, ce-mento espiritual, o mejor, al juego complejo que surge entre lacultura, las instituciones sólidas y el aparato psíquico o aparatointerior. No se trata ni de la economía aislada, ni de la violenciasola; sino de una sobredeterminación que pone en marcha, eneste conjunto dinámico que es la cultura, ese otro elemento di-námico que es el aparato psíquico, tan importante, desde losorígenes, para la teoría crítica. «La presencia de esta violencia yde esta mentira, así como sus modos de existencia, están en fun-ción de las disposiciones psíquicas de los hombres...». Del granestudio de Horkheimer sobre la autoridad, hemos de retener trescuestiones importantes:

— La demostración de la aceptación por parte de los domina-dos: «No es solamente la violencia inmediata lo que ha permitidoal orden mantenerse: los hombres han aprendido a aceptarlo».

— El reconocimiento, de la forma más clara posible, de laomnipresente presencia, en la historia, del fenómeno de la do-minación, que constituye, según Horkheimer, el marco del pro-ceso vital de la sociedad. «La mayoría de los hombres ha trabaja-do siempre bajo las órdenes de la minoría y este estado de de-pendencia se ha traducido siempre en un agravamiento de lascondiciones de existencia». En cuanto a los tipos humanos, pesea su diversidad, presentan algo en común: «Se encuentran todosdeterminados, en sus trazos esenciales, por la relación de domi-nación que caracteriza la sociedad de su época».

— Al margen del quietismo de un Norbert Elias y su teoría dela dinámica de las civilizaciones, la insistencia, por parte de Hork-heimer, en la imbricación entre las relaciones de dominación yla cultura; imbricación tal que la autoridad, en última instancia,puede definirse como el estado de dependencia aceptado, o comoun estado de dependencia interiorizado. Se percibe aquí la vin-culación entre esta primera reflexión sobre la autoridad y la in-vestigación ulterior sobre la personalidad autoritaria. «Reforzar,escribe Horkheimer, la necesidad de la dominación del hombresobre el hombre, incluso en el psiquismo de los individuos do-minados —necesidad que hasta hoy ha determinado la estructu-ra de la historia— fue una de las funciones del aparato culturalen las diversas épocas; en cuanto que ella es, al mismo tiempo,resultado y condición siempre renovada de este aparato, la fe en

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la autoridad constituye en la historia tan pronto su motor comosu freno».

La respuesta negativa a nuestra pregunta de principio es in-aceptable, por lo que tiene de exageradamente simplificadora.Sin llegar a percibir el salvamento por transferencia de la filoso-fía política por parte de la teoría crítica, pretende encontrarse enpresencia de un discurso que no tendrá nada en común ni con lafilosofía política ni con su objeto, a saber, la búsqueda de la liber-tad y el proyecto de edificación de una sociedad según las exi-gencias de la razón.

Pero la respuesta positiva —la teoría crítica es una filosofíapolítica— tampoco es sostenible; pues, para ser sensible a la di-mensión política de la teoría crítica, a la crítica de la política queella comporta, minimiza y, a un tiempo, oculta los desplazamien-tos y las transformaciones que la filosofía crítica ha hecho expe-rimentar a la filosofía política. Sin interrogarnos sobre la natu-raleza de la filosofía política, contentémonos con una mínimadefinición, al objeto de determinar los elementos constitutivosde esta filosofía. Dos requisitos parecen necesarios:

— La afirmación de la consistencia de lo político, es decir, dela especificidad de las cosas políticas, especificidad que las haceirreducibles y distintas a otros fenómenos con los que suelen sera confundidas, fenómenos sociales, o socio-históricos.

— La insistencia en la distinción entre régimen político librey despótico; o, en términos más contemporáneos, entre políticay dominación totalitaria.

¿Pese a los elementos de una crítica de la política que hemosdescubierto en el seno de la teoría crítica, podemos declarar queestamos en presencia de una filosofía política? Hay motivos legíti-mos para ponerlo en duda. El propio Horkheimer muestra susreservas hacia la idea de filosofía política e intenta, ostensible-mente, mantener cierta distancia en relación a un proyecto deeste orden. En un artículo de 1938, La filosofía de la concentraciónabsoluta, una crítica sin indulgencia de una obra contemporáneade S. Marck, Le Nouvel Humanisme en tant que Philosophie politi-que, publicado en Zurich, Horkheimer manifiesta, a tres niveles,sus reservas respecto a una filosofía que se presenta como políti-

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ca. Primero, una sospecha: si juzgamos a partir de la actitud delos socialistas después de 1919, ¿no es la filosofía política un nom-bre que sirve para enmascarar la falta de libertad o las insuficien-cias de la praxis política? Luego, una interrogación. ¿Qué quedade la idea de filosofía política, si consideramos que su destino seencuentra estrechamente relacionado con las democracias deca-dentes de la época? Finalmente, un recordatorio. En contra de lasposiciones sostenidas por S. Marck, M. Horkheimer subraya quela filosofía política, desde hace bastante tiempo, ha experimenta-do una transformación esencial y deja traslucir que invocarla, sinmás, es síntoma de una regresión al estado anterior de dicha trans-formación. «Queremos dar a entender, escribe Horkheimer, quela filosofía que se califica como política se haya convertido ya hacetiempo en la crítica de la economía política».16 Este «desdehace bastante tiempo» indica que esa metamorfosis de la filosofíapolítica parece referirse al trabajo crítico de Marx que, en la déca-da de 1840, se salió de la filosofía política para trasladar su objetoa la crítica de la política y, más tarde, a la economía política. Se-gún Horkheimer, esta metamorfosis coloca a la filosofía políticaante una alternativa: o bien permite esta transformación y reservasu fuerza crítica para desenmascarar la situación histórica; o biense aferra a su identidad y se convierte, en este caso, en un discursoornamental, sin referencia a lo real. «Entonces, [la filosofía políti-ca] queda en manos de los epígonos».17

De igual manera, puede considerarse que la teoría crítica nosólo no se identifica con la filosofía política, sino que se apartade ella y, merced a esta distancia, según Horkheimer, consegui-ría permanecer fiel a su espíritu crítico. Se pueden señalar, almenos, dos posibles diferencias entre la teoría crítica y la idea defilosofía política.

En primer lugar, no basta con proponer una crítica de la do-minación tan compleja como se quiera, ni con atisbar la existen-cia de una dominación que no derive, necesariamente, de la eco-nomía para conseguir crear una filosofía política. Porque, salvosi se quiere caer en un descrédito radical del dominio político,como lo hizo, por ejemplo, M. Hess cuando identificó, en Philo-

16. M. Horkheimer, «La filosofía de la concentración absoluta», en Teoría Crítica,Barcelona, Barral, 1973, p. 89.

17. Ibíd., p. 324.

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sophie de l’action, la política con la dominación; la política nopodrá ser reducida a una relación de dominación, a la existenciade una estructura que se define como escisión entre una minoríade dominadores y una multitud de dominados. Spinoza ya lohabía afirmado en el Tratado teológico-político: el Estado, en lamedida en que se trata de una institución para la libertad, ha deinstaurarse fuera de la dominación. «De los fundamentos delEstado a que nos hemos referido más arriba, se deduce eviden-temente que su fin último no es dominar a los hombres ni aca-llarlos por miedo o sujetarlos al derecho de otro, sino, por elcontrario, libertar del miedo a cada uno para que, en tanto quesea posible, viva con seguridad, esto es, para que conserve elderecho natural que tiene a la existencia, sin daño propio o aje-no. Repito que no es el fin del Estado convertir a los hombres deseres racionales en bestias o en autómatas, sino, por contrario,que su espíritu y su cuerpo se desenvuelvan en todas sus funcio-nes y haga libre uso de la razón sin rivalizar por el odio, la cólerao el engaño, ni se haga la guerra con ánimo injusto. El fin delEstado es, pues, verdaderamente la libertad».18 Cierto, la teoríacrítica no se limita a una crítica de la dominación; o, más exacta-mente, la crítica de la dominación que lleva a cabo es insepara-ble de un deseo de emancipación. El binomio dominación-eman-cipación explica el carácter singular de los conceptos de la teoríacrítica, tan alabada por H. Marcuse en el importante texto de1937, La Filosofía y la Teoría Crítica: «Cuando la teoría critica, enmedio de la desorientación actual, señala que lo que interesa enla organización de la realidad que ella pretende es la libertad y lafelicidad de los individuos, lo único que hace es ser consecuentecon sus conceptos económicos. Éstos son conceptos constructi-vos que conciben no sólo la realidad dada, sino también su supe-ración y la nueva realidad. En la reconstrucción teórica de pro-ceso social aquellos elementos que se refieren al futuro son par-tes necesarias de la crítica de las relaciones actuales y del análisisde sus tendencias».19 No existe la menor duda de que la salida dela dominación orientada a la emancipación contiene, bajo ladenominación de sociedad razonable, las ideas de libertad y feli-

18. B. Spinoza, Tratado teológico-político, Madrid, Tecnos, 1966, cap. XX, p. 124.19. H. Marcuse, «La Filosofía y la Teoría Crítica», en Cultura y Sociedad, Buenos

Aires, Sur, 1976, p. 87.

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cidad. Ello no es óbice para que la teoría crítica guarde un curio-so silencio en relación al reino de la libertad. Lo implícito de estalaguna sería: «eso no hay ni que decirlo». En el origen de este si-lencio no estaría tanto la prohibición de la representación, cuan-to el grave error que, en el binomio dominación-emancipación,hace remitir o situar la política del lado de la dominación —encuanto conjunto de medios que permiten instaurar y manteneresta dominación—, y no del lado de la emancipación o de lalibertad. Como si la emancipación consistiera, no en instauraruna comunidad política libre, sino en liberarse de la política; esdecir, en trascender a una organización de la sociedad que seapoya en la dominación.

Ahora bien, la política abre, al margen de la innegable domi-nación, la posibilidad de un nexo —y de un espacio— específicopara las formas múltiples; ya que, lejos de privilegiar la unidad,puede constituirse como vínculo de la división, según ha mostra-do Nicole Loraux, a propósito de la ciudad griega. El nexo políti-co, sea a la manera de la unión o de la división, instituye un vivir-juntos, un modo singular de coexistencia; e incluso, una acciónde concierto realizada bajo el signo de la libertad. Jacques Ran-cière, de quien se sabe rechaza todo proyecto de filosofía políticapor crítica que sea, distingue dos maneras o dos lógicas del vivir-juntos humano que, con otras denominaciones —la política y lapolicía—, se refieren a la diferencia entre política y dominación.«Espectacular o no —escribe—, la actividad política sigue siendoun modo de manifestación que sustituye el compartir lo sensibledel orden policiaco por la materialización de una presuposiciónque le es, por principio, ajena: la de una parte de los sin-parte».20

Podríamos considerar que esta afirmación se orientaría en la pers-pectiva de una filosofía política crítica, puesto que invita a pen-sar, conjuntamente, la heterogeneidad de la política y su relacióncon la dominación o vigilancia. «Tampoco olvidaremos el hechode que si la política activa una lógica completamente ajena a la dela policía, está siempre ligada a ella».21 Es cierto que Rancière semantiene claramente apartado de toda idea de filosofía política;no teme escribir, aunque pueda parecer contradictorio, que lapolítica no posee ni cuestiones ni objetos que le sean propios. La

20. J. Rancière, La Mésentente, Politique et Philosophie, París, Galilée, 1995, p. 53;igualmente pp. 49-50.

21. Ibíd., p. 55.

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dominación es susceptible de sufrir una regresión, de desapare-cer, en la medida en que existe la institución política de lo social,en los términos de Claude Lefort, o la constitución de un nexopolítico con la acción de concierto; reconociendo en el estableci-miento de un nexo, más allá de la división entre gobernantes ygobernados o de la relación de mandato y obediencia, la ambi-ción de la política. Si seguimos los análisis de H. Arendt en Lacondición humana, pensaremos la política a partir de la expe-riencia de la libertad que tuvo lugar en el seno de la polis griega—pero, de igual manera, en las grandes revoluciones modernas—y en oposición a la experiencia de la dominación que, bajo elimperativo de la necesidad, se vivía en el interior de la familia, deloîkos. En esas condiciones, identificar la política con la domina-ción lleva a confundir distintos órdenes de lo real, las lógicas opues-tas del vivir-juntos y a cortar el cordón umbilical que une la polí-tica con lo que es su fuente viva, a saber, la libertad. La libertad esel elemento propio de la política, el elemento en el sentido fuerte,se podría decir. Tal es la especificidad de la política, según H.Arendt, en su estudio ¿Qué es la libertad? «El campo en el quesiempre se conoció la libertad, sin duda no como un problemasino como un hecho de la vida diaria, es el espacio político [...]apenas si podemos abordar un solo tema político sin tratar, im-plícita o explícitamente, el problema de la libertad del hombre[...] muy pocas veces constituida en el objetivo directo de la ac-ción política —sólo en momentos de crisis o de revolución—, lalibertad es en rigor la causa de que los hombres vivan juntos enuna organización política: sin ella, la vida política como tal notendría sentido. La raison d’être de la política es la libertad, y elcampo en el que se aplica es la acción».22 Este primer distancia-miento en relación a la filosofía política nos permite estimar cómola filosofía política, siempre requerida por la urgencia y la necesi-dad de una crítica de la dominación de su época, ha faltado, par-cial o globalmente, a la especificidad y al carácter irreducible delvivir-juntos; al haber situado, erróneamente, la política del ladode la dominación y de sus instrumentos. El privilegio otorgado ala crítica de la dominación ha llevado a la teoría crítica, en unintento de escapar a las insuficiencias de la filosofía política

22. H. Arendt, «¿Qué es la libertad?», en Entre el pasado y el futuro, Barcelona, Penín-sula, 2003, p. 231. También en ¿Qué es la política?, Barcelona, Paidós, 1997, pp. 57-59.

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contemporánea, a obviar la reflexión sobre la consistencia y ladignidad de las cosas políticas, incluso si la idea de libertad leparecía esencialmente evidente.

Un segundo distanciamiento. Las orientaciones anti-totali-tarias de la teoría crítica son incontestables y manifiestas, tan-to en el ensayo de 1942 de M. Horkheimer, El Estado autorita-rio, como en el gran libro de F. Neumann consagrado al nazis-mo, Behemoth. Estas orientaciones merecen tanto más nuestraatención por cuanto están próximas a una crítica anti-totalita-ria, a menudo ignorada en Francia, a saber, la de la izquierdaalemana —K. Korsch, O. Rühle y otros—, publicada con el títu-lo de La Contre-révolution burocratique.

De esta forma, la cuestión del Estado autoritario, o de la domi-nación totalitaria, establece correspondencias entre M. Horkhei-mer y K. Korsch.23 Parece existir cierta proximidad entre la teoríacrítica y determinadas tendencias de la filosofía política que po-seen la particularidad de asociar una crítica política del totalita-rismo al redescubrimiento de las cosas políticas. Bien mirado,esas críticas, aun cuando enuncian una oposición entre democra-cia y totalitarismo, se han fundado en la oposición de política ydominación total. Dichas críticas consideran que el totalitarismono es, ni mucho menos, una excrecencia monstruosa de la políti-ca, sino la búsqueda de su destrucción hasta afectar a la condiciónpolítica de los hombres. A pesar de las divergencias que existenentre la obra de H. Arendt y la de Cl. Lefort, estas dos interpreta-ciones nos imponen, tras la catástrofe del totalitarismo, la revi-sión de lo que ha sido destruido, o lleva camino de serlo, a saber, eldomino político, el dominio de los asuntos humanos.

El lector del Estado Autoritario no puede dejar de sentirsesorprendido por la proximidad de los análisis. M. Horkheimercompara el nazismo con el «estatismo integral», es decir, con laURSS, y percibe aquí las dos figuras de una nueva forma dedominación como dominación abierta e inmediata. Opone alestatismo integral los intentos de instaurar la libertad verdade-ra, las formas de una democracia sin clases que puedan «impe-dir el paso de posiciones administrativas en posiciones de po-

23. Sobre este punto, se puede consultar el valioso libro de William David Jones,The Lost debate. German Socialist Intellectuals and Totalitarianism, University of IllinoisPress, 1999, que muestra cómo la cuestión del totalitarismo no se limita, en absoluto, acuestiones de enfrentamiento durante la guerra fría.

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der».24 En diversos pasajes, se deja oír en este texto una llamadaa la revolución contra el Estado autoritario, con la esperanza deque llegue un día en el que los hombres puedan resolver solida-riamente sus asuntos. M. Horkheimer encarga la realización deesta revolución, no a un partido o a un grupo de vanguardia,sino a individuos aislados; recordando que, en la historia, la hu-manidad no fue traicionada por los intentos intempestivos delos revolucionarios, sino por la inteligencia oportunista de losrealistas. Adhiriéndose, con vehemencia, al discurso sobre el ca-pitalismo de Estado como posibilidad de la época, M. Horkhei-mer critica esta forma de pensamiento que «sólo conoce unadimensión, en la que se refleja el progreso y el retroceso» e igno-ra «la intervención humana».25 Para concluir, declara: «Mientrasla historia mundial siga su curso lógico, no cumplirá su destinohumano».26 A pesar de esta proximidad, existe una particulari-dad de la teoría crítica que la mantiene al margen de esta conste-lación de la filosofía política, crítica de la dominación total. Enlos textos de M. Horkheimer, es frecuente encontrar la afirma-ción de la continuidad entre el Estado autoritario y el liberalis-mo, como si la nueva forma de Estado que ha destruido el libe-ralismo resultara ser, sin embargo, su heredera. En La filosofíade la concentración absoluta, M. Horkheimer considera que «ElEstado autoritario caracteriza el sector de la sociedad europeaque reemplaza el liberalismo. Significa la represión en su másalto grado. La tarea de dominar las masas separadas de los me-dios de producción y de entrenar al pueblo para la lucha en elmercado mundial [...] surgió del liberalismo».27 A esta tesis de lacontinuidad se opone la de la discontinuidad radical, que apare-ce en los análisis de H. Arendt y Cl. Lefort. Para la autora de Losorígenes del totalitarismo, la dominación total es la gran novedadde nuestro siglo, constituye su esencia; es, exactamente, el sin-precedente y, por ello, no puede ser confundido con ninguna otraforma de dominación autoritaria —el despotismo o la tiranía—que la historia haya conocido. Encontramos en los partidarios

24. M. Horkheimer, «El Estado autoritario», en Sociedad en transición: estudios defilosofía social, Península, Barcelona, 1976, p. 117.

25. Ibíd., p. 123.26. Ibíd.27. M. Horkheimer, «La filosofía de la concentración absoluta», op. cit., p. 86 y

también en p. 87. Igualmente, en «Montaigne y la función del escepticismo», en TeoríaCrítica, Barcelona, Barral, 1973, p. 57.

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de la discontinuidad, en su empeño por estar a la altura de estesin-precedente, una voluntad de análisis que se ve aumentadapor una llamada a la imaginación, algo que no es propio de unteórico que pretende remplazar al Estado autoritario dentro delhorizonte conocido. No es menos cierta la estridencia que se evi-dencia en El Estado autoritario, el ensayo de Horkheimer, en lamedida en que el autor pretende aprehender una forma de do-minación que engloba el régimen de Stalin y el de Hitler, hacien-do un llamamiento a una resistencia inédita: la de los aislados.También podemos observar en este ensayo la superación de lasmetafísicas de la historia, es decir, del pensamiento de Hegel yde Marx. M. Horkheimer critica la representación hegeliana deldesarrollo del espíritu del mundo, que se manifestaría por eta-pas que se suceden según una necesidad lógica. Marx cometió elerror de haberse mantenido fiel a Hegel en esta cuestión. «Lahistoria —escribe— aparece como un desarrollo sin solución decontinuidad. Lo nuevo no puede empezar antes de que haya lle-gado su tiempo. Pero el fatalismo de ambos pensadores se refie-re únicamente, cosa curiosa, al pasado. Su error metafísico deque la historia obedece a una ley fija, es reparado por el errorhistórico que se realiza en su época. El presente y el futuro novuelven a encontrarse bajo la ley».28

Si se rechaza la metafísica marxista de la historia, se conser-va el marxismo en cuanto instrumento de análisis. Se hace deri-var el Estado autoritario de la economía o del conjunto de laestructura socio-económica, considerada desde la dinámica dela cultura. El campo de la economía es el espacio de inteligibili-dad de la nueva forma de dominación, ya que la lógica de laeconomía política —el paso del mercado al plan con el capitalis-mo de Estado—, es capaz de dar razón de la aparición del Esta-do autoritario. Las interpretaciones del totalitarismo que hemosmencionado discrepan de la teoría crítica en esta cuestión. Tan-to para H. Arendt como para Cl. Lefort, si se quiere aprehenderla génesis y la constitución de la dominación total, es necesariohacer un llamamiento a una lógica de la política. De esta mane-ra, hacen entrega de sus cartas de nobleza a la inteligencia polí-tica de la historia, que tiende a restaurar el lugar y la eficacia delcampo político. Si consideramos el conjunto de la teoría políti-

28. M. Horkheimer, «El Estado autoritario», op. cit., p. 109.

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ca, observamos que la génesis del totalitarismo muestra dos ló-gicas no exclusivas, una lógica de la estructura socio-económica,el capitalismo de Estado, y una lógica de la razón moderna. Enel movimiento mismo de la razón —su subjetivación y la instru-mentalización subsiguiente—, o en la complicidad de la razóncon el mito, ésta se transforma en una nueva mitología que es, asu vez, uno de los orígenes posibles de la nueva dominación.

Sensible al sin-precedente de la dominación total, la filosofíapolítica se ha esforzado por ofrecer una interpretación originalde esta nueva forma de régimen que, en cierto sentido, es un no-régimen. Podría considerarse que esta interpretación tiene suinspiración en la fenomenología, por cuanto H. Arendt insisteen el movimiento que lleva al totalitarismo y Cl. Lefort en la ima-gen del cuerpo que se pone en marcha con la sociedad totalita-ria, una carrera vertiginosa por la identidad, en la estela encanta-dora del nombre de Uno. Nada de ello encontramos en la teoríacrítica, al menos, en Horkheimer o en H. Marcuse. M. Horkhei-mer analiza el Estado autoritario a partir de una lógica econó-mico-social, la del capitalismo de Estado, sin llegar más que auna descripción empírica del fenómeno, incluso cuando el re-curso a la hipótesis de la burocratización del mundo confiere asu análisis el vigor de una crítica de la política. Por el contrario,F. Neumann, en su libro sobre el nazismo, Behemoth (1942), muyinfluido por Adorno y por Marcuse, tuvo el mérito de presentaruna tesis original, según la cual, el Estado totalitario sería un no-Estado y, en este sentido, una ruptura con la tradición europeaque va de Platón a Hegel. Un no-Estado, porque Behemoth en-gendraría un régimen y una situación de no-derecho, de no-ju-risdicción; un no-Estado, porque Behemoth padece la ausenciade un aparato de Estado unificado gracias a la proliferación detodo tipo de burocracia; en fin, un no-Estado en el que, comosucedáneo del orden, reinaría solamente el poder carismáticodel jefe. Podríamos pensar que la lectura de Behemoth no dejóindiferente a H. Arendt. Ésta, en la línea del autor de Behemoth,invita a contemplar el régimen totalitario como una estructurade capas de cebolla. ¿Podemos relacionar la tesis del no-Estadocon el análisis de H. Arendt, para quien la dominación total equi-vale a una destrucción de la política?

La distancia respecto a la constelación de la filosofía política,que ha elegido repensar la política desde la experiencia del tota-

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litarismo, es doble. La teoría crítica, al haber permanecido fiel ala crítica de la economía política, pese a las transformacionesacaecidas, no ha conseguido dar razón de la novedad en la histo-ria, ni concebir una lógica de la política, incluso cuando su opo-sición a este nuevo régimen no le restaría ni un ápice de radica-lidad, o su naturaleza resueltamente anti-totalitaria nos llevaríaa preguntarnos por las formas políticas susceptibles de acabarcon esta forma de dominación, a saber, en su caso, la democra-cia de los consejos.

Al final de este recorrido, podemos replantearnos la preguntainicial. En adelante, la pregunta correcta no será la de si la teoríacrítica es una filosofía política. Esta pregunta habrá de ser másdinámica, más abierta y dúctil y se formularía de la siguiente for-ma: ¿tiene la teoría crítica capacidad para contribuir a la elabora-ción de una filosofía política crítica, orientada a la emancipación?Una de las transformaciones exigidas, en relación al binomio do-minación-emancipación, es la de situar la política no tanto dellado de la dominación cuanto del lado de la emancipación.

La articulación de dos paradigmas o la constituciónde una filosofía política crítica

De este primer examen, concluimos con una doble proposi-ción negativa, muy al estilo de la Escuela de Frankfurt: la teoríacrítica no es ni una filosofía política, ni una negación pura ysimple de la filosofía política. Lo que nos lleva al modo afirmati-vo: la teoría crítica es un salvamento por transferencia de la filo-sofía política, es decir, ha transferido las cuestiones que le sonpropias a otro elemento, la problemática de la dominación y dela emancipación. La cuestión esencial, al menos en Horkheimer,es el hecho de haber situado la política del lado de la domina-ción, como si las ideas de libertad, de felicidad, de sociedad soli-daria, autónoma y razonable —el tejido de la emancipación—no tuvieran nada que ver con la política.

Una vez analizado el problema, podemos regresar a la pre-gunta inicial: ¿cómo podemos reactivar, hoy, la teoría crítica, enaras de la renovación de la filosofía política? Desde el principio,hemos considerado que, dependiendo de la naturaleza de su re-novación, se ofrecen distintas posibilidades. Si la renovación es

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sinónimo del resurgir de una disciplina académica, siempre ex-puesta a transformarse en historia de la filosofía política y, enconsecuencia, a la ocultación de los verdaderos problemas dehoy en beneficio de una gestión del orden establecido, llegamosa una alternativa: o teoría crítica o filosofía política. Lo que noslleva a escoger la filosofía política contra la teoría crítica. Igualque hemos podido leer «¿por qué no somos nietzscheanos?»;podríamos preguntarnos, en el mismo sentido, «¿por qué no so-mos teóricos críticos?». La escena intelectual francesa ha vistocómo ciertos filósofos pasaron de un vago interés por la teoríacrítica —Luc Ferry y Alain Renaud son autores de un prefaciode la edición francesa de la Teoría Crítica de Horkheimer— a unaadhesión entusiasta a la filosofía política, concebida como una re-vocación absoluta de la teoría crítica y de todo lo que concierna,de cerca o de lejos, a una crítica de la dominación.29

Si la renovación significa, por el contrario, el regreso de lascosas políticas tras la quiebra de los totalitarismos, el panoramacambia radicalmente. La cuestión no estriba en elegir una frentea otra; sino en intentar una articulación entre la crítica de ladominación (entendida como una recuperación de la Escuela deFrankfurt) y el redescubrimiento de la política, de lo político ensu irreducible heterogeneidad, en su consistencia y dignidad,cualidades todas ellas que no son susceptibles de intercambio.

Así pues, tenemos dos paradigmas: el paradigma de la críticade la dominación, surgido de la teoría crítica, y el paradigmapolítico. ¿Cómo articular ambos paradigmas? ¿Qué puede apor-tarnos la teoría crítica frente a la coexistencia de los paradig-mas? ¿De qué manera esta aportación favorece una posible arti-culación entre los dos paradigmas? Después de una breve pre-sentación de estos enfoques será necesario examinar en quétérminos ha de establecerse su posible articulación.

¿No podríamos intentar este ensamblaje invocando el nom-bre de Spinoza? Efectivamente, en el Tratado teológico-políticopretende abrir un camino inexplorado, distinto a las dos víasque describe y critica. En primer lugar, la de los moralistas, quese ríen o se lamentan de los afectos humanos, lo que les lleva aconcebir una doctrina política quimérica. En segundo lugar, la

29. L. Ferry y A. Renaut fueron también responsables de un n.º de Archives de Phi-losophie consagrado a la Escuela de Frankfurt: t. 54, cahier 2, abril-junio de 1982.

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vía de los pragmáticos de la política, que reducen ésta a un con-junto de estrategias con el propósito de dominar a los hombres.Spinoza busca otra senda, que se guarda tanto de tomar a bro-ma las acciones humanas como de reducirlas a una simple tácti-ca. No se trata de reír, ni de llorar, ni menos aún de manipular;sino de comprender e intentar pensar una política que apunte ala dirección señalada por la Razón. Esta senda es extremada-mente complicada, según confiesa el propio Spinoza. Siguiendoa este autor, queda por explorar un camino distinto a los abier-tos por los dos paradigmas que venimos estudiando, un caminoque persigue articular una crítica de la emancipación con unpensamiento de lo político, o viceversa. Para hacer comprendermejor su necesidad, sólo hay que observar que cada uno de losparadigmas en cuestión, limitado por su carácter exclusivo, desa-rrolla una deriva sintomática. Por lo que se refiere al pensamien-to político, nos encontramos con el irenismo, una representa-ción de la política como actividad llamada a desplegarse en elespacio llano, sin asperezas, sin fisuras o conflictos, orientadahacia una intersubjetividad pacífica y carente de problemas. Porlo que hace al paradigma de la crítica de la dominación, halla-mos el catastrofismo, actitud que consiste en pensar que todaslas relaciones son de dominación, sin excepciones, sin la posibi-lidad de una apertura de un espacio o un tiempo de libertad queescaparía a la escisión entre dominadores y dominados. Ya setrate de la política, de la justicia, de los medios de comunicacióno de cualquier otra actividad que concierna a la convivencia delos hombres, el espíritu habría de escoger entre la perspectivairénica y la catastrofista; como si no existiera la posibilidad dehuir de los «usureros» de ambos bandos, como si no fuera posi-ble percibir lo que complica y dificulta la aplicación sistemáticade cada uno de los paradigmas.

El paradigma de la crítica de la dominación

Establezcamos algunas consideraciones previas. En el terre-no de la teoría crítica, el pensamiento de la dominación es deuna gran complejidad. Dispone de varios niveles que se entre-cruzan y que no debemos confundir. Podemos discriminar, almenos, tres niveles relacionados con la crítica de la política; cada

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uno de ellos contribuye, dentro de sus posibilidades, a la domi-nación en el campo político.

El primer nivel, y éste es el esencial, puesto que se le recono-ce, claramente, una fuerza determinante, es el de la dominaciónde la naturaleza. Este nivel posibilita una crítica de la razón,puesto que, tomando la apreciación de G. Petitdemange, «la dia-léctica así descrita entre razón y naturaleza es la avanzadilla másfecunda de la Escuela de Frankfurt».30 Tras haber establecidouna conjunción entre la liberación del mundo y la búsqueda dela soberanía, la razón acaba por «considerar el mundo comorefugio» y por negar toda alteridad; como si abdicara de su cali-dad de razón y se hiciera ella misma naturaleza. «La sujeción dela naturaleza —escribe Horkheimer— reculará hacia la sujecióndel hombre y viceversa, por tan largo período que no compren-derá su propia razón y el proceso de base por el cual ha creado ymantenido el antagonismo que está en vías de destruirlo».31 Lasalvación pasa por una autorreflexión de la razón, capaz de dis-cernir en ella este movimiento hacia la dominación, movimientoque se traduce en una orientación hacia la observación de sí, conlos efectos nefastos que ello entraña. Si la historia humana pue-de entenderse, en cierta medida, como la dominación de la natu-raleza, corresponde al filósofo pensar esta historia en función dedicha forma de dominación y de su eficacia. «Una construcciónfilosófica de la historia universal —escribe Horkheimer— debe-ría mostrar cómo, pese a todos los rodeos y resistencias, el domi-nio coherente de la naturaleza se impone cada vez más decidida-mente e integra toda interioridad. Desde este punto de vista se-ría necesario deducir también las formas de la economía, deldominio, de la cultura».32 El episodio de Ulises y las sirenas, enel que el marinero consigue neutralizar los encantos de éstasordenando a sus hombres que lo aten al mástil y que ellos mis-mos taponen sus oídos con cera, ilustra la división entre el traba-jo manual obligado y el goce estético, escisión conectada con elobstáculo que representa la dominación de la naturaleza. Másallá de la situación originaria, la dominación de la naturaleza

30. G. Petitdemange, «L´Aufklärung Un Myhte, Une Tâche», Recherches de ScienceReligieuse, julio-septiembre de 1984, t. 72, p. 426.

31. M. Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, Madrid, Trotta, 2002, p. 180.32. M. Horkheimer, Th.W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Trotta, 5.ª

ed., 2003, p. 267.

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lleva a la técnica, a la ambición de un Bacon que permite al en-tendimiento humano dominar la naturaleza desmitificada. «Loshombres —escriben Adorno y Horkheimer— quieren aprenderde la naturaleza la manera como utilizarla, para dominar máscompletamente, tanto a ella como a los hombres».33 Tambiéndeberíamos describir la pluralidad de concepciones de la técni-ca que posee la Escuela de Frankfurt; así, la de Marcuse en 1941,concepción que reaparece, en cierta medida, en El hombre uni-dimensional; o la de W. Benjamin quien, gracias al contraste en-tre las dos técnicas, intenta concebir otra imagen de la técnica,más cercana al juego que al trabajo y susceptible, por ello, desustituir la liberación de la naturaleza por su dominación.

Debido a que el hombre forma parte de la naturaleza, la do-minación de ésta comporta la dominación del hombre por elhombre. «Tan pronto como el hombre —escriben los dos auto-res— se aleja de la conciencia que él tiene de ser él mismo natu-raleza, todos los fines por los que se mantiene en vida [...] sereducen a nada».34 Una de las mediaciones esenciales entre lasdos formas de dominación es, claramente, el trabajo humano.Actividad de transformación de la naturaleza, el trabajo se ejer-ce en el seno de la división entre trabajo intelectual y trabajomanual, entre función de dirección y función de ejecución; sien-do todo ello una continuación de la dominación en la historia.«Las formas de sociedad que conocemos —escribe Horkheimer—fueron organizadas, desde siempre, de tal manera que sólo unaminoría pudiera gozar de la cultura del momento, mientras quela gran mayoría se encontraba obligada a vivir en la renuncia alos instintos. La forma de sociedad que hasta ahora impusieronpor fuerza las circunstancias materiales se caracterizaba por laescisión entre la dirección de la producción y el trabajo, entre losdominantes y los dominados».35 Esta dominación del hombrepor el hombre, ha tenido, según Adorno y Horkheimer, un obje-to privilegiado, a saber, el cuerpo. De ahí la idea de una doblehistoria de Europa; una, la oficial, la conocida, aquella que rela-ta el proceso de civilización; la otra, subterránea, oculta, concer-niente al destino de los instintos y de las pasiones humanas, desna-

33. Ibíd., p. 22.34. Ibíd., p. 68.35. M. Horkheimer, «Los principios de la Filosofía burguesa de la historia», en

Historia, metafísica y escepticismo, Alianza ed., Madrid, 1982, p. 41.

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turalizados por la civilización. «Esta especie de mutilación —seseñala en la Dialéctica de la Ilustración— toca especialmente alas relaciones con el cuerpo».36 Finalmente, se llega a la domina-ción de la naturaleza interior. Cada individuo debe controlar, ensí mismo, a la naturaleza. El principio de dominación, luego delreino de la fuerza bruta, ha sido objeto de un proceso de espiri-tualización y de interiorización. Horkheimer se acerca por estaúltima vía a la hipótesis de la servidumbre voluntaria. Acaso nollega a afirmar que «por mor del dominio mismo, el dominio seve así “internalizado”».37

Si nos adentramos en la construcción de este paradigma dela dominación, desglosamos tres elementos esenciales.

En primer lugar, la dominación está pensada a partir de He-gel y, más concretamente, a partir de la dialéctica del señor y delsiervo, según la formulación que se recoge en La Fenomenologíadel espíritu. Partiendo de la célebre frase de Hegel, «la concien-cia de sí sólo consigue su satisfacción en otra conciencia de sí»,38

Marcuse expone las escansiones principales tanto en su tesis comoen Razón y Revolución:39 1) la forma inmediata de la confronta-ción de los individuos en un combate a muerte; 2) según la natu-raleza del trabajo, se da el paso a un modelo de mediación de lasconciencias que toma forma de escisión entre quien se apropiadel trabajo de otro —el señor— y quien trabaja para otro —elsiervo—, que vive en una situación de no libertad; 3) más allá deeste reconocimiento «unilateral y desigual», se produce la trans-formación del siervo por el trabajo; así, el trabajador se convier-te en autónomo en y gracias al objeto de su trabajo. Transfor-mando la naturaleza, el trabajador se transforma a sí mismo;mientras que el señor, siempre en el lado del goce, está destinadoal consumo de las cosas. Mediante este desequilibrio entre loque permanece y lo que desaparece, el siervo quiebra el poderdel señor; 4) si la relación del señor y del siervo pretende el reco-

36. M. Horkheimer, Th.W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Trotta, 6.ªed., 2004, p. 277.

37. M. Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, Madrid, Trotta, 2002, p. 116.38. G.W.F. Hegel, La phénomenologie de l´esprit, Aubier, París, 1949, t. I, p. 153. [Hay

ed. española, La fenomenología del espíritu, Madrid, F.C.E.]39. H. Marcuse, L´ontologie de Hegel, París, Minuit, 1972, pp. 262-271. [Hay ed.

española, Ontología de Hegel, Barcelona, Martinez Roca, 1972.] Reason and Revolution,Nueva York, 1983, pp. 114-120. [Hay ed. española, Razón y Revolución, Madrid, Alian-za ed., 2.ª ed., 1972.]

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nocimiento mutuo, resulta evidente que dicha relación no puedecumplirse y queda afectada por una desigualdad determinante.Ahora bien, si la dramaturgia hegeliana está presente en la teo-ría crítica, sería lícito preguntarse si no sale malparada de surecuperación a través de la historia de Ulises. Adorno y Horkhei-mer citan correctamente a Hegel, especialmente, cuando se re-fieren al pasaje en el que se deja al señor entregado al placer;mientras que el siervo sale de su estado de no-libertad gracias asu actividad y a su transformación de lo real. A juicio de losfrankfurtianos, existe un freno a la transformación del siervo yde la propia relación en su conjunto. En un primer momento,interpretan la historia a través de Hegel. Así, se puede leer en LaDialéctica de la Ilustración: «Ulises ordena ser sustituido en eltrabajo. Igual que no puede ceder a la tentación de abandonarse,renuncia finalmente, en su condición de propietario, a partici-par en el trabajo y, en última instancia, a dirigirlo; mientras quesus acompañantes, no pueden gozar de su trabajo, pese a que losaproxima a lo real, porque lo realizan bajo coacción, sin espe-ranza, con los sentidos obturados por la fuerza».40 Sin embargo,la conclusión de estos teóricos críticos se aleja del movimientohegeliano: el siervo no transforma y el señor involuciona. Estosteóricos prosiguen diciendo: «El siervo queda dominado en cuer-po y alma y el señor sufre una regresión». El resultado de todoello sería la permanencia de la dominación, su repetición recu-rrente en la Historia, desafección relacionada con el destino delpoder. «Ninguna dominación —escriben los teóricos críticos—ha sabido todavía evitar pagar este precio y el carácter cíclico dela Historia se explica, en parte, por este desamparo, que es elequivalente del poder».41 ¿El carácter peculiar de la relación deUlises con sus siervos da razón de la desviación del esquemahegeliano? Ulises, figura tradicional del señor, de la dominación,no se apropia solamente del trabajo de otros —está tan determi-nado que no renuncia a dirigir— sino que, por las disposicionesque manda tomar para neutralizar los encantos de las sirenas,también protege a sus siervos. Por lo que se refiere a estos últi-mos, la obturación de sus sentidos perturba su relación sensiblecon el mundo de los objetos y queda, bajo el amparo de esta

40. M. Horkheimer, Th.W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, p. 77.41. Ibíd.

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protección, al otro lado de la transformación liberadora que anun-ciaba el escenario hegeliano. Horkheimer afirma en Razón yautoconservación que «la protección es el arquetipo de la domi-nación»; como si, con la protección, se pudiera dar un salto cua-litativo en la dominación. De esta forma, con la apropiación deltrabajo del otro, se llegaría a una forma de relación todavía másalienante, la relación del protector con sus protegidos; sin quehaya posibilidad de un reconocimiento recíproco, quedando cadauno de los protagonistas prisionero del papel que le es otorgadoen la relación estereotipada que analizamos. «Los rufianes, loscondottieri, los señores feudales, las ligas —escribe Horkheimer—siempre han protegido y despojado, al mismo tiempo a quienesdependían de ellos. Velaban por la reproducción de la vida ensus dominios».42

Tal vez se encuentre en esta desviación del esquema hegelia-no el porqué del distanciamiento de los teóricos críticos respec-to a Marx. Si hallamos en éste una dialéctica del señor y delsiervo bajo la forma del binomio dominación-servidumbre, eltrabajo de la teoría crítica consiste en disociar dominación y ex-plotación, sustituyendo la idea de un antagonismo necesario porla idea de un antagonismo contingente que se refiere a posiblesactos arbitrarios del poder. Con ello, el acceso a una historia au-tónoma de la dominación —de la fronda a la bomba atómica, enexpresión de Adorno— invita a salir del quietismo marxista y apensar la historia de los hombres bajo el signo de una inquietud,inquietud imposible de superar, pues se alimenta del enigma deuna historia destinada a no ser resuelta.

El segundo elemento refuerza una salida del quietismo quedesemboca en Nietzsche. Mediante esta elección, se intenta nosólo «hacer bailar las categorías reificadas del marxismo», sinohacer penetrar en la esfera nocturna de la historia, una esferaque suelen eludir los filósofos para privilegiar la historia trans-parente de los dos últimos milenios. Por su parte, el psicólogonietzscheano, siempre a la búsqueda de la historia anterior alalma humana, se esfuerza por encontrar, más acá del nacimien-to de la razón o de la civilización, el texto primitivo, «el terribletexto básico homo natura».43 Como si este texto hiciera las veces

42. M. Horkeheimer, «Razón y autoconservación», en Teoría tradicional y teoría crí-tica, Barcelona, Paidós, 2000, p. 102.

43. F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza ed., 2.ª ed., 1975, p. 69.

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de soporte de aquello que tiende a escapársele, como si la histo-ria humana, historia de los grupos humanos, estuviera obligadaa luchar sin fin contra el regreso de lo arcaico, sobre todo, de ladivisión entre una mayoría de dominados y una minoría de se-ñores. De ahí la invocación de los autores de La Dialéctica de laIlustración a la Genealogía de la moral y a su orientación hacia laera prehistórica y subterránea del devenir humano, la era de lastorturas, de los suplicios y de los castigos; era que ha contribui-do a hacer del hombre natural, «olvido encarnado», un animalprevisible, aunque susceptible de prometer, de convertirse en unser responsable y social. Este problema, muy antiguo, insisteNietzsche, no se ha resuelto con delicadeza: «tal vez no haya, enla entera prehistoria del hombre, nada más terrible y siniestroque su mnemotécnica».44 Páginas en la prehistoria de los hom-bres tanto más crueles cuanto los hombres han descubierto, enel dolor, el elemento coadyuvante más eficaz para la creación deuna memoria. «Ay, la razón, la seriedad, el dominio de los afec-tos, todo ese sombrío asunto que se llama reflexión, todos esosprivilegios y adornos del hombre: ¡qué caros se han hecho pa-gar!, ¡cuánta sangre y horror hay en el fondo de todas las “cosasbuenas”!».45 Este terror primigenio no ha desaparecido nuncade la historia de los hombres hasta el punto de que, en cualquiermomento de la cultura, se encuentra, según Benjamin, la barba-rie. Los teóricos del criticismo son nietzscheanos hasta ciertopunto, porque han comprendido que, detrás del «vasto y lejanopaís escondido de la moral», se escondía un país todavía mássecreto, el del poder. Acaso no es un acto de poder el que Nietzschedescribe en el § 17 (segunda disertación) de La genealogía de lamoral, cuando rinde cuentas del nacimiento del Estado, fruto de«puros actos de violencia», por parte «de una horda de rubiosanimales de presa»: «el Estado» más antiguo apareció como unahorrible tiranía, como una maquinaria trituradora y desconsi-derada, y continuó trabajando hasta que aquella materia brutahecha de pueblo y semi-animal no sólo acabó por quedar bienamasada y maleable, sino por tener una forma».46 Esta nuevamáquina de opresión ha hecho desaparecer «una prodigiosa can-

44. F. Nietzsche, La genealogía de la moral, Madrid, Alianza ed., 2.ª ed., 1975, p. 69.45. Ibíd., p. 71.46. Ibíd., p. 98.

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tidad de libertad del mundo», hipótesis asimilada por la teoríacrítica para dar cuenta de la dominación de la naturaleza interior.

A esto conviene añadir, al menos en el caso de Horkheimer,aquello que podríamos denominar una lectura sobria de Maquia-velo y, en definitiva, clásica. En el primer capítulo de la obra Loscomienzos de la filosofía burguesa de la historia, Horkheimer pre-senta al autor de El Príncipe y los Discursos como el fundador deuna nueva ciencia política, alguien que, a la manera de los sabiosy los físicos de su época, busca un principio de uniformidad que lepermita deducir las leyes que son propias a la historia humana.Ahora bien, esta ciencia, según Horkheimer, tendría por objetopredilecto el hecho de la dominación, la división de las sociedadeshumanas en dominadores y dominados. El sabio de la política,cuyo laboratorio sería, de alguna manera, el pasado, rastrearía enla lectura de Tito Livio, o en otros autores de la Antigüedad, «lasleyes eternas de la dominación», fundándose en la hipótesis de lainvariabilidad de la naturaleza humana. La aportación de Ma-quiavelo podría definirse como una doble modificación. Por unlado, añadirá al saber pragmático y tradicional de la dominaciónla dimensión de la conciencia y, con ello, de la reflexión. Por elotro, reorientará la práctica de la dominación asignándole comoobjetivo supremo la constitución de un Estado fuerte, condiciónnecesaria del desarrollo del individuo y de la sociedad.

Si bien es cierto que Horkheimer no olvida la insistencia deMaquiavelo sobre la importancia de la división y que percibe eneste autor ciertas simpatías democráticas (incluso cuando relatael extraordinario discurso del jefe de los Ciompi), no consiguesuperar el punto de vista de la dominación y comenzar a conce-bir a un Maquiavelo capaz de pensar la libertad política, un Ma-quiavelo que consigue articular la dominación con su contrario,la voluntad de vivir en libertad. Según sostiene Maquiavelo, todaciudad se define por el enfrentamiento de dos deseos: el de losgrandes (dominar) y el del pueblo (no dejarse dominar). Ahorabien, leyendo a Horkheimer parece que sólo existe el deseo delos grandes, que la escena política está enteramente invadida porla libido dominandi, que esta libido propia de los grandes no cho-ca necesariamente con el pueblo y con el deseo de libertad que loanima. Sin embargo, Maquiavelo reconoce al pueblo, más que aningún otro tipo de ciudadano, el derecho de preocuparse porsu libertad. Lectura unidimensional la de Horkheimer, ya que

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privilegia la dominación si haber tenido en cuenta su contrario,el deseo de libertad. Desde esta perspectiva, no llega a percibiren Maquiavelo a un pensador de la libertad política. Este fracasolleva a una cuestión de tipo más general: ¿las filosofías de la do-minación se otorgan a sí mismas los medios para pensar la liber-tad o, por el contrario, pueden permanecer insensibles y cerrar-se para siempre la posibilidad de alcanzarla?

El paradigma político

La proposición central del paradigma político podría ser ladeclaración de Rousseau en las Confesiones de que «todo se rela-ciona con la política». Esto no significa, en absoluto, como lasalmas caritativas se apresuran en señalar que «todo es política»,confundiendo así el hecho de «relacionarse con» y el hecho de«ser». Las expresiones «relacionarse con» o «pertenecer a» indi-can un vínculo entre dos instancias distintas y no una identidado una homogeneización que anule las diferencias. En la proposi-ción de Rousseau, hemos de entender que todas las manifesta-ciones de una sociedad dada (trátese de la relación con la natu-raleza, de las relaciones entre los hombres o de la relación consi-go mismo o con el otro) tienen que ver, a través de mediacionesdiversas, con el modo de ser político de esa sociedad, con el régi-men político entendido en un sentido amplio. El carácter delibe-radamente indeterminado de esta formulación señala que lasdiferentes dimensiones de una sociedad dada dependen del mo-delo de institución política de dicha sociedad.

De esta dependencia de un sistema político dado, se sigue,por lo que toca al estatuto de lo político (segundo elemento cons-titutivo del paradigma político), que lo político debe ser pensadocomo no derivado, o mejor, como no derivable de ningún tipo deinstancia, sea ésta económica, militar o religiosa, etc. Por ejem-plo, aun cuando algunas de sus formas históricas son contempo-ráneas al sistema capitalista, no pueden derivarse de éste. Puedeocurrir que la lógica de la democracia choque, por momentos,con la lógica del capitalismo; pero ello no impide que no puedaser identificada con éste y que posea, en relación al sistema capi-talista, un irreducible resto que sólo una aproximación políticaes susceptible de hacer inteligible. En el texto Sur la démocratie,

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le politique et l´institution du social, Claude Lefort y Marcel Gau-chet afirman: «Si no hay duda de que el análisis de la inserciónde tal sistema político en tal modo de producción [...] constituyeel rodeo obligado que asegura el modo de conocer su veracidad,queda por concluir que el estatuto de lo político, en general, es elde fenómeno esencialmente derivado [...] en ningún caso, infran-queable. Tan preocupado se muestra por no erigir ninguna ins-tancia última como la única real y por no limitar, con ello, lasinstancias segundas a puras apariencias, por distender un pocomás de lo habitual la distancia que separa lo determinado de lodeterminante, que el repliegue de lo político sobre lo económicodisimula el fundamento propio que encuentra en lo social la ins-titución de un sistema de poder».47

¿De qué manera esta formulación permitiría creer que lo so-cial es el fundamento de lo político? En ningún caso. Lo políticono es más derivable de lo social que la economía o cualquier otrainstancia. Entendamos más bien que lo político y lo social for-man una pareja indisoluble; en la medida en que lo político, encuanto «esquema director» de un modo de coexistencia humanaes respuesta, es toma de posesión en relación a la división origi-naria de lo social, división que es el ser mismo de lo social. «Lalógica que organiza un régimen político —escriben Claude Le-fort y Marcel Gauchet— es la de una respuesta articulada por elacontecimiento y en el acontecimiento de lo social como tal. Elhecho de que haya sociedad, de que aparezca lo social, se vincu-la a una sociedad, mediante las formas de distribución del poderque la rigen».48 Lejos de ser una realidad masiva, sustancial, ho-mogénea y estable, lo social se encuentra amenazado, desde elorigen, por la posibilidad de su desaparición y su división, comosi su acontecer llevara en sí mismo la cuestión de por qué haysociedad en lugar de nada y, al mismo tiempo, la amenaza de lanada o de la pérdida en sí. Considerando esta perspectiva, pare-cería que la insociable-sociabilidad de Kant haya sido transpor-tada de un plano psico-sociológico a un plano ontológico. Losocial puede ser tanto menos fundamento de lo político cuantono puede haber sociedad sin institución política, incluso si esta

47. Cl. Lefort, M. Gauchet, «Sur la démocratie, le politique et l´institution du so-cial», Textures, 1971, n.º double 2-3, p. 8.

48. Ibíd., pp. 8-9.

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institución no puede sino ejercerse como mirada de la divisiónoriginaria de la sociedad, de la interrogación del sí constitutivodel acontecer de lo social. Cualquier otra concepción llegaría a laabsurda conclusión de «colocar la sociedad por delante de lasociedad». Para el paradigma de lo político y, concretamente paraClaude Lefort, el modelo de institución de lo social, los princi-pios generadores de la coexistencia humana o, mejor aún, el es-quema director son los que «ordenan una configuración no sóloespacial, sino temporal de la sociedad».49

Sin duda, existe un vínculo que une la singularidad de la ins-titución política de lo social y la idea de irreductibilidad de lopolítico. Eso puede ser, incluso, una explicación posible. Un ter-cer elemento del paradigma (no importa la definición que se lede) consiste en afirmar —en parte contra el materialismo, perono sólo en contra de él— el carácter heterogéneo de las cosaspolíticas, la imposibilidad de ser reducidas a otro orden de larealidad. Ya se trate de la institución política de lo social, dela articulación de las prácticas de las opiniones por medio de lasevaluaciones o de la manifestación de una acción cuya razón deser es dar, de nuevo, consistencia a lo político —aquello en lo queconsiste—, al tiempo que previenen las operaciones de reduc-ción que se esconden tras el modelo «la política no es sólo» y lasno menos nefastas de la identificación. El paradigma político sedefine mediante la afirmación de la especificidad del hecho polí-tico y el afán de considerar lo real en lugar mismo de lo político,disociándolo eventualmente de cualquier otra dimensión quepodría sacarlo de su órbita al extremo de apartarlo de su eje y deperturbar su propia lógica. Así se explica el gran empeño, a lolargo de la modernidad, por separar lo político de lo teológico, esdecir, de poner fin al nexo teológico-político.

Así, uno de los efectos (y no de los menores) del paradigmapolítico es el de rechazar, gracias a la afirmación de la especifici-dad de lo político, la reducción de la política a la dominación o laidentificación de una y otra. Para el paradigma político, el pro-blema es sostener, de manera radical, el diferente grado de con-sistencia de la política; de tal suerte que no pueda ser confundi-

49. Cl. Lefort, «¿Permanencia de lo teológico-político?», en La incertidumbre demo-crática. Ensayos sobre lo político, Barcelona, Anthropos, 2004, p. 58 (ed. original fran-cesa, Essais sur le politique, París, Ed. du Seuil, 1986).

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da con el hecho de la dominación. De esta suerte, se rompe conuna creencia secular que hace de la política el conjunto de estra-tegias y medios que tienen por meta el posibilitar a unos pocos eldominio sobre la multitud; como si esta creencia no hubiera sidoafectada por la revolución de la ciudad griega ni por las grandesrevoluciones modernas. Desde esta óptica, Hannah Arendt es elreferente en el que encontramos la diferenciación más explícitay reveladora de las tendencias del paradigma político. Inspirán-dose en la concepción griega de la política, Arendt asigna a cadauno de los fenómenos un espacio, un escenario y un orden realdistintos; ubicando el hecho de la dominación en el lado del oîkosy las cosas políticas en el terreno de la ciudad. Se abre así unabismo entre los dos, reproduciendo, a su vez, la diferencia cua-litativa que existe entre estas dos esferas de la ciudad antigua. Lalógica de la dominación, la escisión entre el dominador y el do-minado, es la que rige en la casa o el oîkos, reinado despótico delpadre de familia sobre los demás miembros del conjunto: mujer,hijos y esclavos. Como subraya Arendt, las palabras dominus (dedonde proviene la palabra dominación) y pater familias eran si-nónimos. La misma autora recuerda en una nota que, segúnFustel de Coulanges, «todas las palabras griegas y latinas queexpresan gobierno sobre otros, tales como rex, pater, anax, basi-leus, se refieren, originalmente, a las relaciones domésticas y erannombres dados por los esclavos a sus amos».50 Para satisfacerlas exigencias de reproducción de la vida, el oikos vive bajo lanecesidad interior de la relación dominación-servidumbre. Sóloal salir del oikos, después de haber franqueado las demarcacio-nes que delimitan el ágora, el ciudadano penetra en el espaciopolítico, un espacio que se caracteriza por la igualdad de susmiembros en el sentido de la isonomía y accede a la política, a laposibilidad de la acción colectiva, a la actuación concertada, unaacción que tiene como razón de ser la libertad. En esta constela-ción, la libertad se sitúa en las antípodas de la dominación, pues-to que representa una situación que se sale del marco de las rela-ciones de mandato y obediencia —«no desea gobernar ni sergobernado»—51 y, concretamente, de la realización de la condi-ción de pluralidad mediante la acción y la palabra. Cuando esta

50. H. Arendt, La condición humana, Barcelona, Paidós, 2002, nota 22, p. 96.51. Ibíd.

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experiencia de la libertad ha desaparecido con la constitución delos Imperios, los emperadores romanos seguían tomando el títu-lo de dominus. Así, la mutación surgida con la ciudad griega haquedado como experiencia matriz que ha reaparecido, bajo di-versas formas, a lo largo de la historia discontinua de la libertad.Según Arendt, siempre que pronunciamos la palabra política,establecemos, lo sepamos o no, una relación con la ciudad grie-ga, con la polis. «Que política y libertad van unidas y que la tira-nía es la peor de todas las formas de estado, la más propiamenteanti-política, recorre como un hilo rojo el pensamiento y la ac-ción de la humanidad europea hasta la época más reciente».52

De la relación entre política y libertad se desprende, necesaria-mente, que el hecho de la dominación, a despecho de quienescreen reconocer en ella la esencia de la política, nada tiene quever con la política; es más, se sitúa en su opuesto simétrico yviene a ser su elemento destructor por naturaleza.

Siguiendo a La Boétie, la oposición entre dos fenómenos pue-de describirse mejor por el contraste entre el todos Uno, situa-ción en la que la relación entre los hombres se destruye paradejar paso a la figura del señor y del todos uno; situación en laque la relación entre los hombres, el reconocimiento, la amistad,da lugar a una totalidad (el todos) de carácter particular; en lamedida en que, como totalidad, si bien no desprecia la condi-ción ontológica de pluralidad, permite la expansión (los unos seconvierten en pluralidad); hasta el punto de aprobar el desarro-llo de un vínculo político específico, dirigido hacia la libertad yque se constituye como rechazo permanente de la relación do-minación-servidumbre.

Dada la naturaleza del paradigma político, no es de extrañarque Maquiavelo reciba un tratamiento especial por parte deArendt. Lejos de ser, como en Horkheimer, el pensador típico dela política (en el sentido del conjunto de los medios de domina-ción), Maquiavelo emerge, en Arendt, como el pensador moder-no que, más allá de la Edad Media, ha sabido redescubrir la gran-deza de una política apartada de la dominación, de una políticaconcebida como experiencia de la libertad y del valor. «Lo quecontinúa siendo sorprendente —declara Arendt— es que el úni-co teórico político post-clásico que, en su extraordinario esfuer-

52. H. Arendt, ¿Qué es la política?, op. cit., p. 71.

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zo por restaurar la vieja dignidad de la política, captó dicha se-paración y comprendió algo del valor necesario para salvar esadistancia fue Maquiavelo».53

En el núcleo del paradigma político se dan dos relacionesantitéticas que pueden ser formuladas de la siguiente manera:allí donde hay política, es decir, experiencia de libertad, la domi-nación tiende a desaparecer; por el contrario, allí donde reina ladominación, la política desaparece de la experiencia de los hom-bres y es objeto de destrucción.

De la explicación y la confrontación de ambos paradigmassurge la posibilidad del establecimiento de dos unilateralismosque desembocan en dos derivas: el catastrofismo, para el para-digma de la crítica de la dominación y el irenismo, para el pa-radigma de la política.

Por lo que se refiere al paradigma de la crítica de la domina-ción, la unilateralidad consistiría en ignorar, en beneficio delhecho de la dominación, la especificidad y la consistencia de lopolítico (sea cual sea la definición que se le dé), así como el nexosustancial que une política y libertad; como si lo político pudierareducirse a la dominación hasta llegar a identificarse con ella,como si lo político no fuera, precisamente, sino el fruto de unalucha sin tregua entre dominación y libertad. Y lo que es másgrave aún, el paradigma de la crítica de la dominación ignoraríano sólo la relación esencial entre política y libertad, sino tam-bién la cuestión del vínculo político o la política que instituyeuna Relación entre los hombres, relación específica por cuantopermite el desarrollo de la pluralidad, la manifestación de unarelación que tiene como particularidad la capacidad no tanto deunir cuanto de juntar y separar al mismo tiempo. Es la separa-ción que une, característica del todos uno. La cuestión del víncu-lo político, por lo que se refiere a la problemática de la domina-ción y de la emancipación, está amenazada de resultar, en ciertamanera, mutilada. Si la política se reduce a la dominación, laemancipación se concibe, lógicamente, como una salida de ladominación. Pero, ¿esta emancipación entendida como salidade la dominación puede pensarse como una entrada en el terre-no de lo político, como una experiencia de libertad? Por el con-trario, esta emancipación puede no identificarse con una salida

53. H. Arendt, La condición humana, op. cit., pp. 59-60.

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de la dominación, siempre y cuando la libertad signifique estarliberado de la política. ¿Basta con evocar la libertad y la felicidadpara definir a la sociedad emancipada? ¿Hemos de estableceruna equivalencia entre emancipación y surgimiento de la cues-tión política; presentándose la emancipación, no como una ne-gación de la política, sino como su aparición en cuanto que inte-rrogante, en cuanto que enigma persistente e irresoluble?

La representación de la política a través del prisma unilateralde la dominación puede, sin ninguna duda, conducir al catastro-fismo. Pensando la historia bajo el signo de la repetición de ladominación y de la dominación de la repetición, la historia sepresenta a su intérprete como una eterna catástrofe. De igualforma, es imposible ver las brechas de la libertad, los momentosfundadores de la libertad. Momentos que, en su sucesión, pue-den ser interpretados como una historia discontinua de la liber-tad; historia cuyos momentos más brillantes serían la democra-cia griega, la república romana, las repúblicas italianas y las gran-des revoluciones modernas; episodios en los que se mezclan, parareforzarse, los sentimientos de revuelta y el deseo de libertad.

En cualquier caso, no se puede ver en este paradigma una ten-dencia exclusiva a pensar el totalitarismo como desarrollo mons-truoso de la dominación; lo que sería uno de los efectos nefastosdel paradigma de la crítica de la dominación. Los que salieronbien parados fueron insensibles al «sin-precedente» de la domina-ción total y a su aspecto más inquietante: la destrucción de la esfe-ra política y, más allá, de la condición política de los hombres.

La teoría crítica nacida del paradigma de la dominación pue-de ser objeto de estos reproches, siempre que planteemos dosrestricciones: 1) los teóricos críticos están lo suficientementepreocupados por lo no-idéntico como para no pensar la historiabajo el signo de una identidad cualquiera, aunque sea la de ladominación. Así, Benjamin, sensible a la crítica de la ideologíadel progreso que ya sostuviera Blanqui, percibía en la obra deéste, L´Éternité par les astres (1871),* la realización de una nuevafantasmagoría. ¿El revolucionario no se aventuraba a leer la his-toria bajo el signo de la identidad transhistórica del desastre? 2)La teoría crítica ha de tomarse en su conjunto, es decir, conside-

* Hay ed. española, A. Blanqui, La eternidad a través de los astros, México, SigloXXI, 2000. [Nota de los T.]

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rar también a aquellos que no se han contentado con reclamarsede la libertad y la felicidad, sino que han intentado —como F.Neumann y O. Kirchheimer— pensar la diferencia entre Estadodemocrático, Estado autoritario y totalitarismo y que han inter-pretado la emancipación desde la perspectiva del surgimientode la cuestión política, no de su desaparición.

El paradigma político puede derivar en otra forma de unila-teralidad. La voluntad legítima de querer pensar lo político en suconsistencia y especificidad tendría como tributo el olvido, cuan-do no la ocultación, del hecho de la dominación; como si la apa-rición de la cuestión política se efectuase en un espacio liso, ho-mogéneo, sin asperezas ni conflicto. ¿Quiénes son los que, den-tro del paradigma político, incurren en este unilateralismo? Elparadigma político conoce hoy una doble orientación: una, deinspiración maquiaveliana, preocupada por situarse frente al con-flicto entre dominadores y dominados, no podría olvidar ni ocul-tar el hecho de la dominación; otra, de inspiración neo-kantia-na, que insiste, fundamentalmente, en la intersubjetividad. Éstasería una intersubjetividad sin aristas, sin drama ni sinuosida-des; una intersubjetividad que tendería a reducir a ella lo políti-co y sus diferencias, como si lo político pudiera pensarse, única-mente, a partir de la libertad de pensamiento y de la libertad decomunicación que ello implica. Recordemos las palabras de Kanten ¿Qué es orientarse en el pensamiento?: «¿hasta qué punto ycon qué corrección pensaríamos si no pensáramos, por decirloasí, en comunidad con otros, a los que comunicar nosotros nues-tros pensamientos y ellos los suyos a nosotros?».54 Si es verdadque la libertad de pensar no se puede disociar de la libertad decomunicar, ¿podemos aceptar la restricción de la política a laexistencia de estas dos libertades, ciertamente esenciales? Todoello sin tener en cuenta a la lógica y su acción, tal como ha sidodescrita por H. Arendt en La Condición Humana y sin conside-rar la institución política de la sociedad —siempre en relación,según Claude Lefort, con la división originaria de lo social.

De esta propensión a pensar la cuestión política fuera delhecho de la dominación —como si el espacio político instituidopudiera mantener, de manera soberana, alejados de sí todos los

54. I. Kant, ¿Qué significa orientarse en el pensamiento?, Madrid, Fac. Filosofía de laU. Complutense, 1995, p. 23.

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fenómenos que tienden a perturbarlo y a aniquilarlo— resulta laderiva del irenismo. Podemos alegrarnos de este redescubrimien-to de lo político, redescubrimiento que ha superado los intentostotalitarios de destruir la experiencia política y la condición po-lítica de los hombres. No menos estima merece la determina-ción de pensar la política como no derivada o inderivable. Pero,¿este redescubrimiento, esta determinación deben necesariamen-te concebirse en un universo reconciliado, pacificado hasta elpunto de que las fuentes del conflicto y de las situaciones dedominación hayan desparecido como por arte de magia? Delhecho de que existan, en el plano de los conceptos, relacionesantitéticas entre política y dominación no se puede colegir lamágica desaparición, en el plano socio-histórico, de la cuestiónpolítica y del hecho de la dominación. La confusión de estos dosplanos, ¿acaso no tiene por consecuencia esa extraña tendenciade la filosofía política contemporánea de acompañar su renova-ción con un rechazo y una ocultación de las cuestiones políticas,cuestiones nacidas de su imbricación con lo social? Este esque-ma puede llegar a proceder al abandono del espacio del desor-den, de lo socio-histórico y a encerrar a la filosofía sobre sí mis-ma, invitándola a volverse sobre su historia interna y, en esteinterior, a limitarse a practicar, ocasionalmente, síntesis entretal y cual autor, con un desprecio (consciente o no) de lo exterior.Sin embargo, no podemos pasar del desorden de lo político y delhecho de la dominación. ¿Acaso no se encuentra el todos-unosen peligro de degradación permanente, al punto de convertirseen todos-uno? Del poder con los otros pasamos al poder sobrelos otros. En síntesis, el redescubrimiento de lo político no esgarantía de perpetuidad de lo político, como si su reapariciónpudiera asegurar su perseverar infinito en el ser. Si, tras el granlibro de M.C. Nussbaum, The fragility of goodness,* el tema de lafragilidad no se hubiera degradado o frivolizado, estaríamos ten-tados ante la idea de la fragilidad de las cosas políticas. Una delas manifestaciones más evidentes del irenismo es el predominiodel consenso, del modelo consensuado, que no puede sostenersesino excluyendo el hecho de la dominación, susceptible de rein-troducir el conflicto en la esfera de lo político. La inspiración

* Hay ed. española, M.C. Nussbaum, La fragilidad del Bien, Madrid, Visor, 1995.[Nota de los T.]

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maquiaveliana no puede caer bajo los golpes de las mismas críti-cas. Esta inspiración se constituye en la permanencia del con-flicto y en la hipótesis de que este conflicto —de ahí la domina-ción y la lucha contra ella— es el principio de la libertad política.

Valdría la pena preguntarse, de manera casi sociológica, porla degradación actual del paradigma político en relación a lasconcepciones de sus iniciadores; ya que parece que, para algu-nos autores, el pensamiento de la política y su consistencia hu-biera tenido como efecto ulterior la supresión del hecho de la do-minación de la escena universal; todo ello en nombre de la in-fluencia del derecho sobre la política o de la «gobernanza» yotros artilugios de moda. Clarificadas las dos posturas unilatera-les, una solución alternativa no puede sino ser rechazada; puesobligaría a elegir a una en detrimento de la otra, sin tener razo-nes sólidas que den cuenta de dicha elección. Queda entonces laposibilidad de una articulación entre la cuestión política y el he-cho de la dominación, posibilidad que confluye en la vía de unafilosofía política crítica. Bien mirado, esta filosofía política críti-ca ya existe. Si consideramos la obra de dos de los pensadoresmás importantes del paradigma político, H. Arendt y Cl. Lefort,hemos de reconocer que en su obra encontramos apuntes deeste proyecto, siempre que no tengamos en cuenta, por el mo-mento, la oposición de H. Arendt a la idea misma de filosofíapolítica. ¿Acaso no piensan uno y otro, en su conjunto, el hechode la dominación y de lo político? ¿El redescubrimiento de lopolítico no va acompañado o, mejor aún, no es suscitado por lacrítica de la dominación totalitaria? Es necesario pensar, demanera conjunta, dominación y política, puesto que observa-mos una misma progresión en dos tiempos: primero, la críticadel totalitarismo presentado como «lo sin precedente» del sigloXX; más tarde, en el fondo de esa crítica, el redescubrimiento ola afirmación de lo político concebido como antítesis misma delsistema totalitario, antítesis que puede tomar la forma de la de-mocracia, sea ésta la de la república o la del Estado de consejos,según H. Arendt. En ningún caso, una «muralla china» separa lopolítico —democracia o república— de la dominación total. Cadauna de las dos formas políticas está amenazada de caer en ladominación total, lo que no impide que los dos polos antitéticospermanezcan en relación de exterioridad. El totalitarismo se pien-sa como «el otro» de lo político.

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Bajo esta perspectiva, ¿no conviene pensar la articulaciónentre el hecho de la dominación y lo político de forma interna, esdecir, enlazándolo en el seno mismo de lo político? Con esta hi-pótesis, ha de entenderse que la forma política —democracia orepública— puede encontrarse amenazada desde el interior porel resurgimiento de la dominación, no necesariamente totalita-ria. Para ver esta hipótesis en todo su desarrollo, hay que añadiruna suplementaria, la de la siempre posible degeneración, ame-naza continua de las formas políticas. Como manifestacionesdel principio político, democracias y repúblicas no son ni for-mas estables ni formas irreversibles. El retorno del hecho de ladominación las amenaza desde el interior al extremo de poderllegar a destruirlas, arruinarlas y vaciarlas de sentido. Una de lasinconsistencias del paradigma político consiste en pensar que laconsecución de una forma política crearía, de hecho, un estadode no retorno; garantizando para siempre la persistencia de estaforma. Ahora bien, esta falla del paradigma de lo político provie-ne de haber excluido el hecho de la dominación o de haberlasituado en el exterior de la forma política. De ahí esta visiónirénica de una escena política a salvo, no se sabe muy bien porqué, del regreso de la dominación. Por supuesto, no se trata deun fatum, es decir, la versión maquiaveliana del paradigma polí-tico no se encuentra, por principio, expuesta al irenismo; puestoque esta versión encierra en sí, mediante la pareja antagónicagrandes-pueblo, una articulación entre política y dominación,en la medida en que dicha interpretación concibe la libertad comoalgo que surge de la lucha permanente contra la dominación.«La libertad política —escribe Cl. Lefort— se desarrolla graciasa su contrario; es la afirmación de un modo de coexistencia den-tro de ciertos límites, pues ninguno tiene autoridad para decidirsobre los asuntos de otros, es decir, para ocupar la posición depoder».55 Podemos preguntarnos si esta interpretación se sostie-ne siempre sobre la posibilidad de articulación. A falta de pre-guntarse sobre la «corrupción» de la democracia y de la repúbli-ca, ¿no tiene tendencia a abandonar ese intento articulador? Talvez sea necesario plantearse la cuestión de manera inversa alirenismo, considerando que la forma política (democracia y po-lítica) toma su principio de la lucha contra la dominación. Como

55. Cl. Lefort, Écrire à l´épreuve du politique, París, Calmann-Lévy, 1992, p. 171.

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si, de alguna manera, el hecho recurrente de la dominación fue-ra, a causa de la lucha que engendra entre el pueblo y los gran-des, motor de una institución continuada de la política. En estecaso, no hay por qué alejarse de las líneas de pensamiento queeligen por objeto el hecho de la dominación, siempre que noperpetúen este hecho y lleguen a percibir su supresión; circuns-tancia que se da en el caso de la teoría crítica. De ahí que el pasoalternativo de la teoría crítica a la filosofía política contemporá-nea resulte aciago y nefasto.

Dirijamos nuestra mirada hacia un pensador de la emanci-pación, G. Vico, a quien Horkheimer dedica un capítulo de suobra, Los comienzos de la filosofía burguesa de la historia. SegúnG. Vico, la emancipación se halla presente en el núcleo de lahistoria de la humanidad con un doble movimiento, ascendentey descendente. «Para Vico, los hombres —escribe G. Navet—crean y transforman su mundo civil hasta alcanzar la igualdad yla libertad de las repúblicas populares. El problema es que semuestran incapaces de mantener o de retener ese momento, deperseverar en él de forma duradera, a fortiori, de progresar».56

Resulta evidente que G. Vico invita a pensar, conjuntamente, laemancipación y su contrario, es decir, la posibilidad de su dege-neración. Haciéndolo, no sólo llega a la articulación del princi-pio político con el hecho de la dominación; sino que, por añadi-dura, suministra la hipótesis que la esclarece. Efectivamente, laforma de articulación ha de pensarse a partir de la hipótesis dela degeneración —al parecer, ignorada por el paradigma políti-co—, es decir, ha de pensarse en la dirección de una filosofíapolítica crítica. Pero, ¿hacia dónde va esta degeneración? Unahipótesis de otro orden, que no es ajena a la teoría crítica, permi-te responder a esta cuestión. Antes que permanecer bloqueadospor el binomio antitético democracia-totalitarismo, resulta con-veniente hacer intervenir a un tercer elemento, una tercera for-ma, la del Estado autoritario, que permite pensar la degenera-ción de la democracia o de la república sin obligar a que esteproceso derrote, necesariamente, por el lado del totalitarismo.Es posible concebir la articulación entre la crítica de la domina-ción y el pensamiento de lo político porque la democracia o la

56. G. Navet, Le temps de l´emancipation, Memoria H.D.R. Université de Paris 7-Denis Diderot, 2002.

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república están, permanentemente, expuestas a su corrupción,es decir, a degenerar en Estado autoritario; forma que no debeser confundida con la del Estado totalitario o totalitarismo. Estoes, precisamente, lo que un teórico crítico, F. Neumann, ha teni-do el mérito de hacer posible. Su pensamiento se articula, enefecto, en torno a tres ejes: el Estado democrático, el Estado auto-ritario y el Estado totalitario o totalitarismo. Siguiendo el análi-sis del capítulo uno de la primera parte de su obra consagrada alnazismo, Behemoth, el Estado totalitario tiene como rasgo parti-cular ser un no-Estado; en la medida en que esta forma de domi-nación se ejerce sin recurrir a las reglas del derecho, se ejerce enun Estado de no-derecho. Habrá dominación directa de los gru-pos dirigentes sobre el resto de la población, «sin la mediaciónde este aparato racional, aunque coercitivo, que se conoce con elnombre de Estado».57 La dominación se ejerce recurriendo alaparato del Estado allí donde el totalitarismo se distingue delEstado autoritario.

Las grandes líneas de la articulación aparecen de forma másclara. Conviene pensar, de manera conjunta, el principio políticoy la crítica de la dominación, porque toda manifestación del prin-cipio político, sea la democracia o sea la república, puede dege-nerar en una forma que, aunque alejada de las manifestacionespuras, sigue siendo de naturaleza estática, a saber, el Estado au-toritario. Estamos en presencia de una oposición interna a lademocracia o a la república. En este caso, no se establece unaarticulación entre la crítica de la dominación totalitaria y el pen-samiento político, sino entre la crítica de la dominación autori-taria y el principio político. Precisemos que, en este caso, no setrata tanto de pensar la articulación bajo la forma de una sínte-sis teórica entre dos paradigmas antitéticos, cuanto de aprendera contemplar la escena política como el teatro de una lucha sintregua entre el hecho de la dominación y la institución política;como el escenario de una posible degeneración de esta institu-ción. Si la democracia es una forma de sociedad que se caracte-riza por dar cabida al conflicto, ¿acaso no es conflicto primero elque tiene que ver con su existencia misma y su contenido?

57. F. Neumann, Behemoth, Madrid, F.C.E., 1983, p. 518. También The Democraticand the Authoritarian State, edited and with a preface by H. Marcuse, The Free Press,Nueva York, p. 157; igualmente, The rule of he law under siege, selected essays of F. Neu-mann and O. Kirchheimer, ed. By W.E. Scheuerman, University of California Press, 1996.

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Conclusión

Al término de este recorrido, sólo podemos rechazar aquellaposición que prima la alternativa en su forma presente, es decir,el planteamiento de una elección entre filosofía política y teoríacrítica. Rechazamos todo lo que signifique dar, a la ligera, unsalto de la teoría crítica a la filosofía política; cuestionamos tam-bién el predominio exclusivo y no contestado del paradigma po-lítico, que descansa, claramente, sobre la evicción de la críticade la dominación. Pareciera que, en la esfera de la política, estaforma de crítica estuviera superada, en la medida en que el do-minio político se concibe como un universo sin aristas del quehabría desparecido toda forma de dominación, de conflicto; comoun espacio en el que tendría cabida una intersubjetividad no pro-blemática. Es lo que algunos denominan una intercomunicaciónno violenta.

Una vía de articulación de los dos paradigmas puede ha-llarse en una relación viva con la teoría crítica. En cierta medi-da, la teoría crítica tiene vocación de articulación, si tenemosen cuenta los elementos que contribuyen a ello. En ningúncaso, la teoría crítica piensa la dominación como un destinoineluctable. Inquietada por lo no-idéntico, la teoría crítica nopodrá ceder al pathos de la dominación recorriendo, cual sifuera un hilo negro, la historia universal. En realidad, la do-minación se piensa como dimensión compleja. Sin duda, unelemento recurrente en la vida de los hombres, pero suscepti-ble de ser transformada por ellos, que debe ser transformadapor ellos. Así, es importante constatar que los conceptos de lateoría crítica son bifrontes: críticos de la dominación, llevanen su propia estructura la idea de su supresión. Esto explica elhecho de que la cuestión política no esté ausente de la teoríacrítica, sino que permanezca, por así decirlo, «en el vacío».Hemos de aprender a distinguir las distintas voces de los miem-bros de la Escuela de Frankfurt. Por lo que se refiere a la rela-ción de la política y al binomio dominación-emancipación,hemos de discriminar dos dispositivos contrarios. Si Horkhei-mer demuestra una propensión lamentable a disminuir la po-lítica a favor de la dominación; Adorno, por su parte, refuerzaesa distinción, estableciendo un vínculo entre emancipación ypolítica. «Sin embargo —escribe en Minima moralia— una

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sociedad emancipada no será un Estado unitario, sino la reali-zación de lo universal en la reconciliación de las diferencias.Por eso, una política interesada por un tipo de sociedad taldebería evitar la propagación —incluso como idea— de la no-ción de igualdad abstracta de los hombres».58 Con esto, Ador-no da el paso decisivo, puesto que ha conseguido desplazar lapolítica, separarla de la dominación, para hacerla gravitar dellado de la emancipación; satisfaciendo de esta manera una delas condiciones esenciales de elaboración de una teoría políti-ca crítica. Que el interés por la emancipación pueda ser inte-rés por la política es también convicción de F. Neumann y deO. Kirchheimer, excepciones, hasta cierto punto, de la teoríacrítica, por cuanto se esforzaron por elaborar una teoría críti-ca de la democracia.

Una de las condiciones de la relación mantenida con la teoríacrítica sería partir del paradigma de lo político a la hora de esta-blecer la articulación. ¿Por qué este privilegio? No se puede con-cebir la articulación como la simple apertura recíproca de am-bos paradigmas; yendo, bien de la dominación a la política, biende la política a la dominación. A decir verdad, ¿se trata de dosmovimientos simétricos? ¿El paradigma de la crítica de la domi-nación (incluso en el caso de la teoría crítica) no tendrá másdificultades para producir un pensamiento político plenamentedesarrollado, impedido como está por su identificación de prin-cipio entre política y dominación? Es difícil pasar de una críticade la dominación al pensamiento político, cuando no se distin-gue la especificidad de la política. Sólo puede darse la articula-ción si hay un reconocimiento previo de la especificidad y de laheterogeneidad de las cosas políticas. Para el paradigma de lopolítico, basta con admitir que, realmente, los fenómenos dedominación pueden llegar a oponerse a lo político, corromperlo,e incluso hacerlo desaparecer. El redescubrimiento de la políticano autoriza, en ningún caso, a ignorar el hecho de la domina-ción, a ocultarlo. Concediendo prioridad al paradigma político,aunque sin llegar a hacer de él algo absoluto, se puede instauraruna relación con la teoría política. Quedará pendiente la cues-tión de que los pensadores de lo político estén lo suficientementeconcienciados de su fragilidad y sepan que toda forma de liber-

58. Th.W. Adorno, Minima moralia, Madrid, Taurus, 1987, p. 99.

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tad está expuesta a corromperse, a degenerar, por ejemplo, enforma de un Estado autoritario.

«Por una Filosofía política crítica» comporta mantenerse ale-jado tanto del irenismo como del catastrofismo, el gran hotel delAbismo. Una respuesta al regreso de lo político, poniendo enfuncionamiento la necesaria articulación de los dos paradigmas;exige hacer de la inquietud nuestro referente.

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Este interrogante, aun considerado en su naturaleza, puedesorprender. De manera casi unánime, Hannah Arendt es vistacomo la autora de una de las grandes filosofías políticas de nues-tro tiempo. Antes de responder a la pregunta, convendrá anali-zar la recepción de esta obra.

Hace treinta años, cuando el análisis de lo político era unaempresa propia del marxismo, del funcionalismo o de una mez-cla indigesta de ambos, la obra de Hannah Arendt aparecía comoun polo de resistencia: como filosofía política, hacía posible laresistencia a la cientifización o a la sociologización de lo políti-co. Incluso si pudiéramos ignorar las particularidades de Han-nah Arendt —especialmente, una relación singular con Maquia-velo— la identificaríamos, sin problemas, con la filosofía políti-ca y su tradición. Podría suceder que, en virtud de la lógica delenfrentamiento, fuera colocada, estratégicamente, en las filas deLeo Strauss, como si coincidieran en su manera de pensar lopolítico, como si las divergencias que les separaran no se debie-ran más que a las elecciones políticas propiamente dichas. Porejemplo, Leo Strauss, a diferencia de Hannah Arendt, no consa-gró ninguna obra a la revolución. Ello equivaldría a ignorar, de-masiado rápido, el hecho de que los straussianos negaban a Han-nah Arendt el título de filósofa y le acusaban de hacer, en el me-jor de los supuestos, periodismo con pretensiones filosóficas. Estaidentificación no ha desaparecido. Todavía hay quienes escriben

¿HANNAH ARENDTCONTRA LA FILOSOFÍA POLÍTICA?*

* Texto publicado en E. Tassin (dir.), Hannah Arendt. L’humaine condition politique,París, L’Harmattan, 2001.

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obras sobre la filosofía política de Hannah Arendt, mientras queotros la tienen por aristotélica o neo-aristotélica.

El panorama intelectual ha cambiado hasta tal punto, que yano es defendible la primera percepción que teníamos de HannahArendt; percepción que, de mantenerse, nos induciría a error. Lacoyuntura cumple una función reveladora. Esta situación, almenos en la escena francesa, puede definirse por un regreso a lafilosofía política que, a decir verdad, se descubre como restaura-ción de la filosofía política en cuanto disciplina académica, conlos síntomas clásicos de este tipo de fenómenos (creación de aso-ciaciones, de revistas, organización de coloquios, etc.). Como sila lección de Leo Strauss —la afirmación de que la filosofía polí-tica no concernía a los profesores de universidad, sino al hom-bre ordinario— hubiera perdido su vigencia.

A partir de ahí, conviene distinguir, lo más nítidamente posi-ble, entre el retorno de las cosas políticas y las respuestas dadas.Regresan las mismas cosas políticas. Ya no es el homo academi-cus quien decide volver su mirada hacia un discurso provisio-nalmente abandonado; son las cosas políticas las que irrumpenen el presente, acabando con el olvido que las afectaba, luchan-do para que se ponga fin a este distanciamiento y para que seresponda a las preguntas que no dejan de plantearse. En el mo-mento de la desaparición de los totalitarismos, es decir, de lasempresas que pretendían dar fin a lo político; lo político regresa.Ahora bien, su permanencia, lejos de incitarnos a retomar lasvías ya utilizadas de la tradición, nos conduce, más bien, a laapertura de vías inéditas, hasta el punto de que su manifestaciónmisma plantea un interrogante.

Estamos en presencia de dos gestos intelectuales que no de-beríamos confundir, ni pensar que tienen un mismo sentido oque responden a una misma orientación. No importa si algunosse rasgan las vestiduras. De un lado, asistimos a la restauraciónde un discurso académico que, ingenuamente o no, vuelve a co-menzar, retoma la cuestión como si nada hubiera sucedido, comosi en el siglo XX la tradición no hubiera sido irremediablementequebrada por pruebas de inhumanidad sin precedentes. Por elotro lado, conocemos la expresión de una necesidad de la huma-nidad, el redescubrimiento de la cosa política, después de que ladominación totalitaria hubiera intentado anular y borrar parasiempre esta dimensión constitutiva de la condición humana.

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Frente a esta ambigüedad histórica y filosófica, ¿dónde ubi-camos a Hannah Arendt? Quizá habríamos de situarla, comoestuvimos tentados de hacer treinta años atrás, del lado de estarenovación de la filosofía política en la que se superponen testa-mentos. En este último caso, la misma obra de Hannah Arendtadquiriría este sentido testamentario. Pero también podríamosaproximarnos a ella desde la perspectiva del retorno de las cosaspolíticas y de la de los pensadores que, denunciando la domina-ción totalitaria, han favorecido este regreso; del lado de quieneshan contribuido y contribuyen a este regreso, anunciando y cla-rificando la verdadera alternativa: ¿política o totalitarismo? Larespuesta parece evidente. La obra de Hannah Arendt presentaun doble potencial revelador. De un lado, la lectura de HannahArendt permite distinguir claramente esos dos movimientos yescapar al equívoco presente. Mejor aún, permite considerar queel regreso contemporáneo a la filosofía política, paradójicamen-te, nos aparta de las cosas políticas hasta ocultarlas, hasta despo-seerlas de todo lo que tienen de intempestivo. Esta obra descu-bre, de manera palmaria, el significado de este movimiento afavor de la restauración de la filosofía política. De otro lado, estaposición, esta acción crítica, la lucidez que destila, revela la sin-gularidad de Hannah Arendt. Es ese tipo de pensadora singularque coadyuva al redescubrimiento de la acción política, en lamisma medida en que ella misma no ha dejado de luchar contrala tradición de la filosofía política, sus lastres, sus construccio-nes y sus puntos ciegos. Desde estos parámetros, surge una nue-va percepción de su obra, a la que ya no podemos identificar,legítimamente, con la filosofía política; siempre que esa identifi-cación no sea una opción estratégica. Hannah Arendt se convier-te, por partida doble, en una figura de la resistencia. De maneraevidente, contra la siempre amenazante cientifización de lo polí-tico; ¿o es que no hemos escuchado, recientemente, una llamadaa la renovación de la sociología bajo la forma de una «filosofíapolítica científica»? En cualquier caso, figura de resistencia con-tra esa restauración de la filosofía política y sus efectos de ocul-tación de las cosas políticas; figura que ha de ser tanto más vigo-rosa cuanto de lo que se trata no es del proceso de restauración,sino del objeto que ha de ser restaurado. Bien mirado, la obra deHannah Arendt se ha construido, desde sus inicios, en francaoposición a la filosofía política.

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¿Hannah Arendt contra la filosofía política? Pregunta y res-puesta tienen un aire deliberadamente provocativo. Pero estaprovocación viene de la propia Hannah Arendt, cuando nos invi-ta a meditar sobre la siguiente afirmación: «nuestra herencia noestá precedida de ningún testamento».*

Nos vienen a la memoria las célebres declaraciones, hechascon ocasión de la famosa entrevista televisada con Günter Gaus,en 1964. En esta conversación, Hannah Arendt rechaza el títulode filósofa y afirma que su oficio es la teoría política. A la pre-gunta de ¿dónde se encuentra, a su juicio, la diferencia entre lafilosofía política y su trabajo como profesora de teoría política?,respondió de la siguiente manera:

La diferencia no está en la cosa misma. La expresión «filosofíapolítica», expresión que yo evito, está extremadamente sobre-cargada por la tradición. Cuando yo hablo de estos temas, seaacadémicamente o no, siempre menciono que hay una tensiónentre la filosofía y la política. Es decir, entre el hombre como serque filosofa y el hombre como ser que actúa; es una tensión queno existe en la filosofía de la naturaleza. En cambio, frente a lapolítica el filósofo no tiene una postura neutral. ¡Es así desdePlatón! Hay una suerte de hostilidad a toda política en la mayo-ría de los filósofos, con muy pocas excepciones. Kant es unaexcepción. Esta hostilidad es de extraordinaria importancia entodo el problema, pues no se trata de una cuestión personal.Está en la naturaleza de la cosa misma. [...] En efecto, «no quie-ro participar de esa hostilidad»: yo quiero mirar a la política, porasí decirlo, con ojos no velados por la filosofía.1

Estas frases sintetizan la postura de Hannah Arendt.En primer lugar, la insistencia en la ilegitimidad de la unión

de los términos filosofía —que remite a la acción— y política —quese refiere al objeto. Para Hannah Arendt, esta expresión es in-aceptable por su naturaleza engañosa; la idea de filosofía políti-ca induce a pensar en una afinidad esencial, en una relaciónconsustancial de la filosofía y de la política; cuando, en realidad,se trata de dos actividades distintas, de dos formas de vida entre

* Se trata de un aforismo de René Char perteneciente a Feuillets d’Hypnos, París,1947, § 62. [Nota de los T.]

1. H. Arendt, «¿Qué queda? Queda la lengua materna», Revista de Occidente, 220,septiembre de 1999, p. 85.

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las cuales existe, no una proximidad, sino una tensión que puedeconvertirse, incluso, en antagonismo declarado. También con-viene abandonar el nombre de «filosofía política»; ya que, comoel velo, trae la oscuridad y, llevado al límite, la mistificación. Estasituación procede de la actitud corporativista de los filósofos;actitud que nació con la institución platónica de la filosofía polí-tica, que instauró una jerarquía entre la vita contemplativa y lavita activa, hasta el punto de llenar de descrédito la praxis y elbios politikós. Frente a la cuestión política, los filósofos habríanabandonado la exigencia de universalidad que les caracteriza paraprivilegiar, ante todo, su interés de grupo y, de esta forma, podermantenerse apartados de los asuntos de la ciudad. En lugar dereconocer una afinidad electiva entre filosofía y política, fuerzaserá constatar una hostilidad, no ya ocasional, sino esencial en-tre ambas actividades. Ello tiene que ver con la cosa misma, su-braya Hannah Arendt. Ésta es la razón por la que ella mismaadopta la posición singular de «teórica de la política», sugirién-donos un cambio de perspectiva: nos invita a dejar de mirar lascosas políticas a través de los cristales de la filosofía. HannahArendt, «una especie de fenomenóloga», invoca la fenomenolo-gía contra la filosofía, apelando a una especie de epokhé, que, eneste caso, no persigue la liberación del psicologismo o del socio-logismo, sino de la filosofía. Sólo el distanciamiento de la filoso-fía permitirá el acceso a las cosas políticas mismas, a considerar-las con una mirada «no velada por la filosofía», ajena a la pertur-bación que produce la filosofía profundamente anti-política. Lejosde ser la expresión de una irritación pasajera, esta hostilidad a lafilosofía política se convierte en el leitmotiv de muchos textos deHannah Arendt. Es conveniente tomar estos textos en serio, pro-poner una lectura maximalista, enfática. Estos textos conocidoshan sido, hasta cierto punto, ignorados. El reconocimiento de lapreferencia de Hannah Arendt por estos temas va parejo de undesprecio en forma de resistencia; como si se dijera: ciertamen-te, Hannah Arendt critica la filosofía política, «sí, pero a pesar detodo», perdura como filósofa de la política, haciendo obra defilosofía política.

Un análisis serio de estos textos comporta superar esta resis-tencia, indicar la distancia que existe entre Hannah Arendt y lafilosofía política, tomar medidas al objeto de conocer esa quie-bra y explorarla para lograr que produzca sus efectos. «El curio-

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so y difícil problema de la relación entre la política y la filoso-fía», la actitud extraña de los filósofos hacia el campo político,son cuestiones recurrentes que no dejan de atormentar a Han-nah Arendt. No podemos quedarnos en la explicación del distan-ciamiento y, menos aún, diría Hannah Arendt, contentarnos, ennombre de su hostilidad hacia la filosofía política, con un regre-so a una ciencia empírico-analítica de los fenómenos políticos.

En un segundo momento, surge necesariamente una pregun-ta más arriesgada, en consonancia con el tono de esta obra: ¿cuáles el espacio de pensamiento que abre el distanciamiento deHannah Arendt? ¿Cuál es la terra incognita que intenta descubriro redescubrir en contra de la tradición? ¿Cuál es el nuevo pensa-miento de la política que ella persigue bajo denominaciones, real-mente poco satisfactorias, tales como «una nueva filosofía polí-tica» o «una auténtica filosofía política»? ¿Se reducirá el núcleodel debate a un problema de autenticidad?

Punto primero: los filósofos y el rechazo de la acción

Si pretendiéramos resumir, de manera sencilla, el contencio-so entre Hannah Arendt y la filosofía política, podríamos recu-rrir a la frase de R. Cummings, que la propia Arendt cita en elcurso sobre Kant; frase con la que está visiblemente de acuerdo,hasta el punto de que, en su simplicidad, esta apreciación parececorresponderse con lo que la pensadora intenta mostrar pormedios más complejos. Según R. Cumming: «El objeto de la filo-sofía política moderna [...] no es la polis o su política, sino larelación entre filosofía y política».2 Y Hannah Arendt añade, in-mediatamente, que esta puntualización es extensible tanto alconjunto de la tradición como a sus inicios platónicos en Atenas.Hannah Arendt ha recurrido siempre al mismo guía, a Pascal, y,especialmente, al pensamiento 468, cuando se ha propuesto elu-cidar «este curioso y difícil problema». No podríamos resaltarmejor la importancia que, a juicio de Hannah Arendt, posee estetexto: es, prácticamente, una obsesión; ya que no duda en reto-

2. R.D. Cumming, Human Nature and History: a Study of the Development of LiberalPolitical Thought, Chicago University Press, 1969, vol. 2, p. 16, cit. en H. Arendt, Confe-rencias sobre la filosofía política de Kant, Barcelona, Paidós, 2003, p. 48.

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marlo cada vez que intenta definir las relaciones entre la filoso-fía y la política dentro de la tradición o desea poner en evidenciala hostilidad que preside las relaciones entre los dos fenómenos.En su obra, encontramos esta referencia, al menos, en cuatroocasiones: 1) en el texto «El interés por la política en el pensa-miento filosófico europeo»; 2) en el curso sobre la filosofía polí-tica de Kant; 3) en la Vida del Espíritu, t. 1, p. 175; 4) en el curso¿Qué es filosofía política?

Releamos el pensamiento de Pascal:

No se imagina uno a Platón y Aristóteles más que con grandestogas de oradores. Eran personas atentas y, como las demás,reían con sus amigos; y cuando se han distraído escribiendosus Leyes y su Política, lo han hecho como jugando; era ésa laparte menos filosófica y menos seria de su vida, la más filosó-fica era vivir sencilla y tranquilamente. Si han escrito de polí-tica, era como si trataran de arreglar un hospital de locos; y sihan aparentado hablar de ello como de una gran cosa, es quesabían que los locos a quienes se dirigían pensaban ser reyesy emperadores. Tenían en cuenta sus principios para mode-rar su locura, lo menos mal que se podía hacer.3

Este texto feroz e insolente se revela iconoclasta si lo contra-ponemos a una definición relativamente neutra, según la cual, lafilosofía política clásica tendría por objeto la polis y la filosofíapolítica moderna, el Estado. Su potencial revelador, nacido delpesimismo mundano, y no sin relación con la tradición cínica,consiste en destruir las sobrevaloradas representaciones imagi-narias que rodean a Platón, a Aristóteles y a sus obras consagra-das a la política. Lo que suele colocarse del lado de lo serio, delcolmo de la seriedad, como si la filosofía política fuera la culmi-nación del trabajo filosófico, debe ser colocado, a ciencia cierta,del lado de la diversión y del juego. Será un ejercicio lúdico, queintentará introducir reglas en un mundo descompuesto, anómi-co. De ahí el desplazamiento del objeto: «Han escrito de políticacomo si trataran de arreglar un hospital de locos». Para acabarmejor con el prestigio majestuoso de estas obras fundadoras,Pascal sugiere que su apariencia de seriedad no es más que unaficción de filósofo, una especie de vía indirecta —«la via obli-

3. B. Pascal, Pensamientos, Buenos Aires, Aguilar, 1959, n.º 294, p. 133.

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qua»— por la que se harían escuchar por los insensatos que,instalados en el poder, se toman a sí mismos en serio. A juicio deHannah Arendt, este texto de Pascal, pese a su insolencia, o gra-cias a su insolencia de moralista cristiano, dice la verdad de lafilosofía política, de sus motivaciones reales. Desvela la inten-ción constitutiva (el desdeño por los asuntos humanos), el carác-ter preventivo y curativo de esta intervención filosófica. Se trata-ría de remediar la falta de sabiduría, la locura de los hombres,siendo la ciudad el teatro de esta locura.

Por esta razón, en el proceso que Arendt interpone contra lafilosofía política cita a Pascal, en el doble sentido del término,como escritor y como testigo de cargo, como aquel que revela,en su declaración, lo impensado de la filosofía política. En unprimer momento, Hannah Arendt no emprende, inmediatamen-te, el proceso contra la filosofía política como tal, sino contra lasactitudes de filósofos que hicieron obra de filosofía política. In-cluso se ocupa de distinguir entre dos modos de institución, poruna parte, el de Sócrates —muchas veces relacionado con So-lón—; por otra, el de Platón. La primera forma de institución seocupó de las cosas políticas y de discutirlas desde el punto devista de la ciudad, mientras que la segunda parece haber insti-tuido la filosofía política en oposición a los asuntos humanos.En las dos se observa una mutación fundamental: si la primeratenía por objeto la ciudad y la acción política, la segunda nohabría retenido de este conjunto más que las relaciones del filó-sofo y de la ciudad. Con frecuencia, Hannah Arendt remonta eltraumatismo originario a la condena de Sócrates, proceso queabrió el abismo entre la filosofía y la política. «La tradición denuestro pensamiento político —escribe en Filosofía y Política—comienza en el mismo momento en que la muerte de Sócrateslleva a Platón a desesperar de la vida de la polis y a poner a la vezen duda ciertos fundamentos de las enseñanzas socráticas».4 Estaconvulsión tuvo efectos múltiples. Además de originar la des-confianza radical de Platón hacia la polis, impulsó a éste a poneren cuestión la lección de Sócrates, especialmente, todo lo que serefiere al valor de la doxa y a la posibilidad de pasar de ésta a laverdad. En cualquier caso, de este hecho surge una nueva pre-

4. H. Arendt, Filosofía y Política. Heidegger y el existencialismo, Bilbao, Besatari,1997, p. 11.

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gunta: ¿de qué manera el filósofo, o el grupo de filósofos, puedeprotegerse de la agitación de la multitud? ¿Cómo pueden libe-rarse, apartarse de la preocupación por los asuntos humanos? Almismo tiempo, la pregunta por el mejor régimen sufrió una trans-formación. Ya no era necesario responder a la cuestión desde elpunto de vista de la ciudad y de su interés, sino desde el punto devista de la filosofía y de su necesaria protección. La nueva for-mulación fue la siguiente: ¿cuál es la mejor forma de gobierno,es decir, cuál es la forma que asegura al filósofo la continuidadde su trabajo, al abrigo de la sinrazón de la ciudad, de la locurade la multitud? Este predominio del punto de vista del filósofo,esta nueva manera de formular la pregunta política, se acompa-ña de una tendencia que privilegia valores distintos a los de laciudad, tales como la búsqueda de la permanencia y de la soli-dez. Este cambio de perspectiva comporta un desprecio por lascosas políticas, al tiempo que las oscurece hasta el punto de ve-lar su naturaleza y de hacer derivar lo político de una situaciónde coexistencia y de la necesidad de una organización capaz degarantizar un equilibrio armonioso al conjunto.

Hannah Arendt no se contentó con denunciar las actitudesauto-protectoras de los filósofos, su espíritu de cuerpo. Su ata-que fue mucho más profundo y audaz. En cierto sentido, su ges-to puede ser comparado al de Heidegger cuando critica la meta-física tradicional por haber sido construida a partir del olvidodel ser; e invita a una lectura crítica de la tradición, en la estelade este olvido, que no ha de reducirse a la condición de fenóme-no puramente negativo. En el caso de Hannah Arendt, se trata-ría de denunciar la institución platónica de la filosofía políticaque, en su hostilidad hacia la ciudad, entrañaría el olvido de laacción, de la acción política. Olvido que ha lastrado de tal formala tradición que la esencia de la política podría ser «inocente-mente» definida por las relaciones de mando y de obediencia; o,de manera más simple, como el ejercicio de la dominación. Sepercibe en Hannah Arendt, además de una invitación a desman-telar la tradición bajo la influencia de la institución originaria,una llamada que sugiere «una vuelta» a los «escritores políticos»—Maquiavelo, Montesquieu, Tocqueville—, que poseería el va-lioso mérito de contemplar la política «con ojos limpios de todafilosofía»; de posibilitar, cuando menos, el distanciamiento de lainstitución platónica y de sus efectos. O más secretamente, una

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llamada de atención sobre los momentos históricos en los que,en el intervalo entre dos formas políticas, resurge la acción; lasbrechas en las que la acción se «presenta de forma distinta a laarkhé o el principio».5 Tal sería la admirable «deconstrucción delcampo político» a la que, según Reiner Schürmann,6 se habríaentregado Hannah Arendt. De ahí una complejidad de movimien-tos que intenta, no sin riesgo ni ambigüedad, un nuevo comien-zo; bien sea que Hannah Arendt se oriente hacia un origen ante-rior a la institución platónica (Homero, Sócrates), repetición másque regreso, pues no se trataría tanto de imitar o perpetuar cuantode reactivar; bien se levante acta del «fin de la filosofía política»,del fin de la tradición ante los envites de Marx, Kierkegaard yNietzsche. Una nueva «misión del pensamiento» por la que pu-diéramos redescubrir la acción, que permitiera a la filosofía li-berarse de la hipoteca que, según Hannah Arendt, impide perci-bir las cosas políticas en su irreducible especificidad; incluso sieste nuevo origen toma, eventualmente, el nombre de una «filo-sofía política auténtica». El campo de ruinas de la cultura con-temporánea no es sólo deplorable, contiene, implícitamente, «lagran oportunidad de poder contemplar el pasado con una mira-da ajena a toda distracción que provenga de la tradición, conuna inmediatez que ha desparecido de la lectura y de la escuchaoccidentales desde que la civilización romana se sometió a laautoridad del pensamiento griego».7

«Una mirada ajena a toda distracción que provenga de la tradi-ción». Conviene recuperar el anti-platonismo de Hannah Arendt alobjeto de comprender mejor cómo su crítica de la institución polí-tica de la Filosofía política pretende encontrar esquemas fundado-res y tendría como consecuencia el olvido de la política y la exclu-sión de la acción. Breviatis causa, la lectura de esta crítica nos per-mite enumerar cuatro elementos que son, a un tiempo, fundadoresde la filosofía política y destructores de la acción política:

1. La reducción de la polis al hogar o a la familla, oîkos y, porende, la difuminación de las diferencias entre un espacio de li-bertad en el que la acción posee su propio fin y un espacio de

5. R. Schürmann, Le Principe d’anarchie. Heidegger et la question de l’agir, París,Seuil, 1982, p. 50.

6. Ibíd.7. H. Arendt, Entre el pasado y el presente, Barcelona, Península, 2003, p. 49.

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necesidad orientado hacia una reproducción de la vida bajo laautoridad despótica del jefe de familia.

2. La disociación del binomio árkhein/práttein (comenzar yactuar), que define el ejercicio de la política en la ciudad hasta elpunto de venir a reemplazar a otra distinción, la que existe entremandar y ejecutar. La acción, con todas las características que leson propias —fragilidad, imprevisibilidad, irreversibilidad—, sevacía de contenido en beneficio de una nueva identificación en-tre política y gobierno. La acción en cuanto acción de concierto,acción entre iguales, es sustituida por la división entre gober-nantes y gobernados.

3. En nombre del deseo de solidez, se rechaza la acción, quetiene, precisamente, la fragilidad por defecto. De lo que se coligeuna nueva manera de pensar lo político a partir del modelo de laobra, poíesis. En adelante, la política será pensada desde el es-quema medios-fines, expuesta, de esta forma, a una valorizaciónde la violencia semejante a la que se desprende de la célebrefrase: «el fin justifica los medios». La búsqueda de modelos, utó-picos o teóricos, obligaría a la actividad política a aplicar, a ma-terializar estos modelos; entendiendo por lo real, no una red derelaciones que, a su vez, engendra la acción, sino el mero con-junto de las condiciones existentes.

4. Finalmente, la negación de la condición ontológica de lapluralidad que entraña, especialmente en Platón, un valoraciónmáxima, sin límite, de la unidad, por cuanto se opone a la natu-raleza misma de la ciudad y deja al descubierto el tropismo delfilósofo hacia la tiranía, pues la negación de la pluralidad impli-ca la aceptación del tirano.

A través de este esquema, podemos observar, nos dice HannahArendt, las características típicas de la filosofía política, reprodu-cidas hasta el exceso, volens nolens, por la mayor parte de los filó-sofos que se reclaman de esta tradición. El texto de Pascal tendríavalor de revelación; como si, por medio de la ironía pascaliana,fuera posible que la filosofía política se revelara tal y como es.Hostil hacia las cosas políticas por su agustinismo, Pascal habríasabido reconocer, por afinidad y simpatía, una hostilidad de ori-gen distinto, pero no de menos intensidad que la de los grandesfundadores de la tradición. Doble revelación, ya que, más allá dela revelación de la identidad de la filosofía política, los sarcasmos

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de Pascal subrayarían el divorcio entre filosofía y política y aque-llo que, en parte, lo funda: el supuesto abismo entre sabios e in-sensatos. Hannah Arendt no recoge sólo esta revelación, sino quese lanza a transformarla en una renovación de lo impensado de lafilosofía política clásica, de su tradición, en una invitación a des-mantelar esta tradición a partir de la señalización de los puntosciegos que le han dado su forma específica. Ello significa el reco-nocimiento de que Hannah Arendt no participa, en absoluto, de lahostilidad de los filósofos hacia las cosas políticas, ni de la opiniónde Pascal. Frente a esta último, la teórica política deviene juez enpresencia de un testigo de cargo que va a volver su declaracióncontra la tradición, fundando la legitimidad del proceso empren-dido contra la filosofía política clásica, sobre todo platónica, hastaconcluir en el paradójico veredicto que afirma que las más gran-des obras de la tradición descansan en el desprecio de la filosofíarespecto a la política y en el olvido de la acción. Hemos de retenerdos elementos de esta lucha:

— La teórica política critica el conjunto de los gestos intelec-tuales que componen la tradición, con su distinción entre inclu-sión y exclusión, por ejemplo, la división entre sabios e insensa-tos. En ¿Qué es la política? la autora intenta definir mejor suanti-platonismo:

Platón —escribe ella—, el padre de la filosofía política de Occi-dente, intentó de maneras diversas oponerse a la polis y a lo queen ella se entendía por libertad. Lo intentó mediante una teoríapolítica en la que los criterios políticos no se extraían de lo polí-tico mismo sino de la filosofía.8

— Igual crítica merece la institución platónica de la filosofíapolítica, en la medida en que Platón habría trasladado la liber-tad de la polis a otro escenario, el de la Academia, como si pormedio de esta institución hubiera querido luchar contra la polis,al tiempo que guardaba, en un espacio restringido, parte de suexperiencia de la libertad y de la política. Hannah Arendt es, portanto, una parricida.

8. H. Arendt, ¿Qué es la política?, Barcelona, Paidós, 1997, p. 80.

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Llegados a este punto, se abre una alternativa: ya sea la repe-tición de un momento originario, ya sea la búsqueda de un nue-vo principio que posibilite abordar la política «con una miradaajena a toda filosofía». ¿Es éste el proyecto de H. Arendt? Decidi-da, como está, a distinguir, de la manera más clara posible, entredos formas de experiencia —la política y la filosófica—, ¿pode-mos concluir que va a prescindir, definitivamente, de la filosofíapara acercarse a la política? Lo cierto es que la autora guarda unmomento fundamental de la filosofía el asombro. Acaso esta sor-presa no descubre la condición ontológica de la pluralidad y delorigen. ¿No es el asombro el único capaz de crear un nuevo co-mienzo? Al término del ensayo Filosofía y Política, propone, pre-cisamente, una nueva conjunción posible entre filosofía y políti-ca, en la estela de este asombro:

La filosofía, tanto la filosofía política como todas sus otras ra-mas, nunca podrá renegar de que su origen es thaumázein, asom-bro ante lo que es tal y como es. Si los filósofos, a pesar de sunecesario extrañamiento de la vida cotidiana y los asuntos hu-manos, han de llegar alguna vez a una verdadera filosofía políti-ca, habrán de convertir la pluralidad humana de la cual surgetodo el ámbito de los asuntos humanos con toda su grandeza ymiseria, en el objeto de su thaumázein.9

Punto segundo: la relación de la filosofía con la muertey la cuestión política

El trabajo crítico de H. Arendt consiste, por tanto, en detectary descubrir los puntos ciegos de la tradición, con el fin de estable-cer una distinción entre filosofía y política, dado que una y otraobedecen a orientaciones radicalmente distintas. Una hipótesis,entre las más fecundas, sería la de señalar la existencia de unarelación (que habría que definir) entre la filosofía y la muerte y lamanera de acoger y pensar lo político. La relación con la muertedeterminaría la manera de pensar lo político. En su estudio críti-co, H. Arendt centraría su atención no tanto en las doctrinas cuantoen las actitudes, más específicamente, en las actitudes que los filó-sofos desarrollan a partir de sus doctrinas.

9. H. Arendt, Filosofía y Política. Heidegger y el existencialismo, Bilbao, Besatari,1997, p. 63.

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Pese a la diversidad de sistemas filosóficos, ¿habría una acti-tud propiamente filosófica por lo que se refiere a la muerte? ¿Nosería el Fedón el origen de esta actitud común a la mayoría de losfilósofos?

Al poner el acento sobre la transmisión, H. Arendt, en suempeño por que conozcamos cómo se constituyó la tradición—incluso al precio de una simplificación que raye el contra-sentido—, no se preocupa tanto por la elaboración de una in-terpretación nueva del Fedón cuanto de captar una especie deversión vulgarizada, según la cual, «filosofar es aprender amorir». Según Monique Dixsaut, cuando Platón, en sus céle-bres frases, afirma que «un filósofo es un hombre que, durantesu vida, se entrega a una forma de vida lo más cercana a lamuerte que sea posible», o que «quienes filosofan bien se pre-paran para la muerte», no se referiría a «aprender a morir oprepararse para una muerte digna», sino a «llegar a purificar elpensamiento de todo lo que le llega del cuerpo».10

El filósofo estaría cautivado por la muerte, porque, a travésde ella, podría conocer la experiencia de la separación del cuer-po y del alma; pues, en la muerte, y gracias a ella, el alma seliberaría del cuerpo y de las exigencias que obstaculizan su ansiay su búsqueda de la verdad. Si hemos de creer a H. Arendt, estecontacto con la muerte sería una actitud casi estructural de losfilósofos: aparecida en Jonia, se repetiría a lo largo de toda lahistoria de la filosofía hasta Heidegger. «A lo largo de la historiade la filosofía persistió la curiosa idea de una afinidad entre lamuerte y la filosofía. Durante siglos se supuso que la filosofíaenseñaba a los hombres a morir...».11 Quien se convierta a la filo-sofía entablará también una relación singular con la muerte, comosi en esta situación se encontrara el paradigma de la emancipa-ción del alma respecto al cuerpo-fardo. H. Arendt insiste en laconsiderable influencia del Fedón en el origen de una tradiciónespiritualista multisecular; después de Platón, la predilección delos filósofos por la muerte se ha convertido en un topos del dis-curso filosófico. Más allá del círculo de los filósofos, alimenta lasrepresentaciones habituales de la actividad filosófica. Para H.

10. Platón, Phédon, trad. de Monique Dixsaut, París, Flammarion, «GF», 1991, nota94, p. 333.

11. H. Arendt, La vida del espíritu, Barcelona, Paidós, 2002, p. 101.

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Arendt, esta predilección, esta afinidad electiva entre muerte yfilosofía, es problemática. Esta afinidad engendra, casi automá-ticamente, una sospecha sobre la vida que llega a entrañar ciertodesprecio por el dominio de los asuntos humanos, de la políticay de todo lo que le es propio.

Durante el curso de 1969 sobre Filosofía y Política, H. Arendtinsiste, de nuevo, en la idea del peso aplastante que el Fedónejerce sobre la tradición filosófica y lleva su crítica más allá de laconstatación o del lamento, desvelando cómo esta elección filo-sófica se aparta de la ciudad y de sus valores. Según Platón, ¿elcuerpo no habita la ciudad y la virtud política no está situada enel lado del cuerpo? Si tal es el caso, liberarse del cuerpo-fardosupone salirse del espacio cívico, romper los lazos que atan conla ciudad y poner distancia respecto a las virtudes vigentes: lagloria y la búsqueda de la inmortalidad.

[...] los filósofos de verdad rechazan todas las pasiones del cuer-po y se mantienen sobrios y no ceden ante ellas, y no por temora la ruina económica y a la pobreza, como la mayoría de loscodiciosos. Y tampoco es que, de otro lado, sientan miedo de ladeshonra y el desprestigio de la miseria, como los ávidos de po-der y de honores, y por ello luego se abstienen de esas cosas.12

Hasta cierto punto, la crítica arendtiana vendría a coincidircon la que Nicole Loraux formula a partir del Fedón. Según éstaúltima, el célebre diálogo que inaugura la historia occidental delalma sería el lugar donde se realizaría una operación extraordi-naria que sustituiría la inmortalidad del alma por la inmortali-dad cívica, a expensas de la ciudad. El Fedón sería «una empresade reapropiación de los valores vigentes en la ciudad. Con la se-paración irreducible entre cuerpo y alma, Platón acaba para siem-pre con la idea de inmortalidad de la gloria cívica a la que sevinculaba».13 Se trata de una sustitución, ya que la proeza delFedón «consiste en remplazar una inmortalidad por otra, en rem-plazar la palabra gloria por la supervivencia del alma».14

12. Platón, Fedón, 82c. Trad. de Carlos García Gual en Platón, Diálogos, III, Madrid,Gredos, 1986, p. 76.

13. N. Loreaux, «Donc Socrate est inmortel», en Le temps de la réflexion, III, París,Gallimard, 1982, p. 36.

14. Ibíd., p. 45.

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Si la finalidad de ambas críticas es evidenciar un punto deinflexión del desprecio por lo político en Occidente, difieren encuanto a la forma. Para H. Arendt, todo es cuestión de método.Le será necesario explicar, en un principio, qué es lo que apartaa los filósofos de la ciudad para, en un segundo momento, des-cubrir una orientación diferente, susceptible de abrir la políticaa una nueva vía, con el objetivo de restaurar la dignidad y lagrandeza de las cosas políticas. En la primera vía, la purificaciónque persigue la filosofía mediante su separación del cuerpo pro-voca una ruptura; mientras que, por la segunda, la política ins-taura un nuevo vínculo. Para conocer en toda su amplitud estaorientación hay que referirse al análisis de la condición humana,a la oposición entre las dos dimensiones que la constituyen, elnacimiento y la muerte.

Si pensamos en términos de condición humana las condicionesesenciales por las que la vida nos ha sido dada, existe el simplehecho de que ha llegado a través del nacimiento y que desapare-ce a través de la muerte, natalidad y mortalidad.15

H. Arendt no se contenta con mostrar que la orientación dela filosofía hacia la muerte comporta un desprecio de los asun-tos humanos; lleva su crítica más lejos: a partir de la referencia ala condición humana, diferencia dos series, según se privilegie,en el análisis, el nacimiento o la muerte. Estas dos orientacio-nes, ontológicamente fijadas, desembocan en dos paisajes com-pletamente distintos.

Por un lado, la insistencia en la mortalidad conduce, necesa-riamente, al distanciamiento respecto a la ciudad. De ello se si-gue una valoración de la ruptura que se transforma, inmediata-mente, en una valorización de la soledad que experimentamoscon la reflexión. A ello se añade, tal como hemos observado enNicole Loraux, el hecho de que la inmortalidad del alma viene asustituir a la inmortalidad que aporta la gloria cívica.

Por el contrario, poner el acento sobre la natalidad lleva hacialas cosas políticas, a comprender su consistencia y a determinar lascondiciones de su posibilidad. El hecho mismo de nacer es ya unaexperiencia de la pluralidad, de la condición ontológica de la plura-

15. H. Arendt, curso «Philosophy and Politics: What is Political Philosophy», NewSchool, spring 1969, L.C.C.: 45, p. O24 445.

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lidad, condición necesaria para que la acción política vea la luz.Venimos al mundo, nacemos de la unión de un hombre y una mu-jer, nacemos entre otros hombres. Nuestro nacimiento nos inscribeen una familia, en un pueblo, en una comunidad política. A travésdel nacimiento descubrimos la condición de la pluralidad, el hechode que los hombres habitan la tierra más allá del campo de la polí-tica. En la natalidad se encuentran, a un tiempo, la experiencia dela pluralidad y la posibilidad de la política.

Es evidente —escribe H. Arendt— que la natalidad se encuentraentre las condiciones esenciales de toda vida política y de todocambio. La mortalidad es exactamente lo contrario: venimos almundo y nos reunimos con los otros. Partimos y los abandona-mos. Y cuando los abandonamos, también abandonamos estemundo, partimos solos, entregados a nosotros mismos.16

Esta orientación hacia la natalidad es, además, orientaciónhacia la política; puesto que el hecho de nacer es experiencia deprincipio. Aparecemos ante los demás hombres como recién lle-gados, capaces de crear algo, de introducir novedades. El naci-miento, él mismo un acontecimiento, está preñado de aconteci-mientos futuros. En este sentido, un hilo sutil y valioso vincula elnacimiento con el principio (no tanto el nacimiento biológicocuanto la repetición de éste por la aparición en la escena políti-ca); y el comienzo, con la libertad. Somos seres para-la-libertad,podemos tener una experiencia de la libertad, porque somos se-res de principio, seres para-el-nacimiento. No sin razón, Han-nah Arendt finaliza su gran obra sobre el totalitarismo recor-dando esta facultad eminentemente política.

Pero también permanece la verdad de que cada final en la Histo-ria contiene necesariamente un nuevo comienzo: este comienzoes la promesa, el único «mensaje» que le es dado producir al final.El comienzo, antes de convertirse en un acontecimiento históri-co, es la suprema capacidad del hombre; políticamente, se identi-fica con la libertad del hombre. Initium ut esset homo creatus est(«para que un comienzo se hiciera fue creado el hombre»), dicesan Agustín. Este conjunto es garantizado por cada nuevo naci-miento; este comienzo es, desde luego, cada hombre.17

16. Ibíd.17. H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Taurus, 1974, p. 580.

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El campo de la política es, por excelencia, el campo donde seentrecruzan la experiencia del nacimiento y la experiencia delprincipio. La aparición en la escena pública —la realización deacciones y la enunciación de grandes discursos— posee valor desegundo nacimiento, a saber, la repetición y la confirmación, enel campo político, del simple hecho del nacimiento. Este desper-tar a la política es despertar a un principio; simultáneamente,existe principio de la posibilidad y posibilidad de principio. Endefinitiva, la interrupción de un proceso, gracias a una palabra oa una acción que, súbitamente, y de manera imprevisible, se con-vierte en acontecimiento.

Al término de este recorrido, a Hannah Arendt no le bastacon haber desvelado las relaciones que existen entre el nacimientoy la política; entre la muerte y la separación, unión del alma a sí.La autora llega a una verdadera intersección en la que se pone derelieve la diferencia cualitativa entre dos formas de existenciaposible: por un lado, la política; por otro, la filosófica. Con elpropósito de subrayar mejor esta diferencia cualitativa, H. Arendtvuelve su mirada hacia Heidegger, más como testigo que confir-ma la atracción irresistible de la filosofía por la muerte que comoautoridad. Cita el § de Ser y tiempo —proyecto existencial de unser auténtico para la muerte. Desde el punto de vista de las for-mas de existencia, el pensamiento puede describirse como anti-cipación de la muerte; en el mismo sentido en que el pensamien-to comprende la mortalidad como uno de los rasgos fundamen-tales de la existencia humana. Ello permite al Dassein salvar suautenticidad de la pérdida y la disolución en el régimen del «Se».La posibilidad propia del Dassein, su posibilidad insigne. Comosi, en el pensamiento, el Dassein anticipara la unión sobre sí. Deesta forma, la condición de mortal sería el origen eterno de laforma de existencia que es la filosofía y la condición del «naci-do», o de ser-para-el-nacimiento, el origen de ese otro modo deexistencia que es la política. H. Arendt concluye, de esta forma,el contraste entre las dos orientaciones:

Si hablamos en términos de modos de existencia, la diferencia ola oposición entre Política y Filosofía es idéntica a la que existeentre Nacimiento y Muerte; en términos conceptuales, a la queexiste entre Natalidad y Mortalidad. La Natalidad es la condiciónfundamental del vivir-juntos y, por tanto, de toda política. La Mor-

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talidad es la condición fundamental del pensamiento en el senti-do de que el pensamiento se refiere a alguna cosa que está fuerade toda relación, a alguna cosa que es lo que es por sí-misma.18

Al descubrir este punto ciego de la tradición, el trabajo de H.Arendt lleva a enunciar, frente al pensamiento establecido, lacuestión crítica: ¿cuál es la fuerza que ha sostenido este pensa-miento? ¿Se trata de una fuerza orientada hacia la mortalidad,hacia la contención del cuerpo y el desprecio por la política? ¿Obien estamos ante una fuerza orientada hacia la natalidad, haciala experiencia de la pluralidad y de la acción política? Por ejem-plo, ¿se puede reorientar, con Spinoza, la filosofía; apartándolade la relación con la muerte, es decir, definiendo al hombre librecomo aquel cuya sabiduría es meditación sobre la vida y no so-bre la muerte? (Ética, III, proposición 67) Este filósofo, tardía-mente leído por H. Arendt, que invitaba a preguntarse sobre loque puede un cuerpo; ¿no se giró, especialmente en el Tratadoteológico-político, hacia los grandes textos emancipadores, haciala política y hacia una reflexión sobre las condiciones de la liber-tad? ¿O bien la filosofía se encuentra, desde Platón y el hallazgodel Fedón, bajo el signo de un destino inexorable hacia la morta-lidad y hacia el desinterés por las cosas políticas? Si la diferenciaentre filosofía y política es la que se da entre dos modos de exis-tencia, ¿de qué forma se puede resolver o superar la tensión en-tre el hombre que filosofa en soledad, o, al menos, apartado, y elhombre que, en el seno de la pluralidad, actúa de concierto? ¿Laidea misma de filosofía política no se muestra como inconcebi-ble y, por tanto, ilegítima?

Punto tercero: el giro kantiano y la cuestión de la igualdad

En esta cuestión, la posición de H. Arendt va variar, sensible-mente, respecto a la que había venido manteniendo. Señalandoun punto ciego de la filosofía política —la relación del filósofocon la mortalidad— la autora resalta sus efectos profundamenteantipolíticos: el desprecio por la vida política y por la acción.Incluso si aquí el objetivo es idéntico (criticar a la tradición),

18. H. Arendt, curso «Philosophy and politics», p. O24 446.

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procede de modo distinto. Primero, va a señalar la innovaciónkantiana relativa a la igualdad, con el fin de descubrir, por deri-vación, los límites de la tradición; o, más exactamente, la pre-sunción de desigualdad sobre la que reposa. De ahí la aperturade una nueva vía que se erige, a un tiempo, como ruptura con latradición y como superación de la filosofía política. Para cali-brar mejor los parámetros de esta cuestión, hemos de regresar alo que Leo Strauss define como «centro de la posición clásica»en su artículo sobre Rousseau.

Podemos decir que la premisa de partida de la filosofía políticaclásica es la idea de que la desigualdad natural de las capacida-des intelectuales es —o debe ser— de una importancia políticadecisiva. Por ende, el poder ilimitado de los sabios, en absolutoresponsables ante sus súbditos, aparece como la mejor solución,en términos absolutos, del problema político.19

Evidentemente, ocurre algo muy distinto fuera de lo absolu-to. Según Leo Strauss, la desproporción entre las exigencias dela ciencia y las de la sociedad, o de la ciudad, transforma el pro-blema del mejor régimen y, de alguna manera, lo desvirtúa.

El orden verdadero o natural (el poder absoluto de los sabiossobre los que no lo son) debe ser reemplazado por su equivalen-te o imitación política: el poder de los patricios (circunscrito porla ley) sobre los que no lo son.20

Ahora bien, esta premisa de partida de la filosofía política clási-ca tiene por consecuencia lógica los dispositivos que H. Arendt hadenunciado, por su cuenta, en la tradición. A saber, la concepciónde la política como organización elaborada por quienes «saben»con el fin de regular y controlar la vida de los que «no saben»; entérminos pascalianos, la política como regla para un asilo de locos.La idea de que el objeto primero de la filosofía política no es lapolítica —la acción, la vida política—, sino las relaciones difíciles,eventualmente arriesgadas, entre la filosofía y la ciudad, entre elgrupo de los filósofos y la comunidad de ciudadanos. Desde la pers-

19. L. Strauss, «L’intention de Rousseau», en Pensée de Rousseau, París, Seuil, 1984,pp. 92-93.

20. Ibíd., p. 93.

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pectiva de la desigualdad, el mejor régimen es aquel que sitúa a lossabios al abrigo de los insensatos, de sus errores y sus locuras. Elrégimen se piensa en interés de los filósofos, a distancia de la ciu-dad, en su contra.

Kant destruye, justamente, la premisa de base de la filosofíapolítica clásica —la división entre sabios e insensatos— y, bienmirado, de manera mucho más radical que Rousseau. Siguien-do a H. Arendt, Kant no podía más que rechazar, incluso consi-derando la vida como una prueba temporal, una filosofía para laque el verdadero conocimiento sólo era accesible a un espírituindependiente, liberado de los sentidos. En efecto, para Kant, elacto de conocer resulta del encuentro entre el entendimiento y lasensibilidad; hasta tal punto, que se ha podido interpretar la Crí-tica de la razón pura «como una apología de la sensibilidad hu-mana». Por lo demás, incluso en su juventud, cuando manifesta-ba tendencias platónicas, Kant nunca consideró que el cuerpo ylos sentidos fueran origen de error. De esta orientación esencialde la filosofía de Kant, H. Arendt deriva dos consecuencias:

1. Para Kant, el filósofo, lejos de tener acceso a verdades quelo apartarían de los demás hombres, de la conciencia común,asume un papel muy modesto: ha de iluminar la conciencia co-mún, revelarle su propio saber. Para Kant, declara ella, «el filó-sofo es un hombre como los demás, alguien que vive entre hom-bres, no entre filósofos».21

2. Cualquier hombre ordinario, y no solamente el filósofo, escapaz de apreciar la vida en relación al placer y al displacer».

Ésta es la dimensión profundamente igualitaria de la filoso-fía de Kant. ¿El autor de las Críticas no veía posible el rencuen-tro de la filosofía y de la opinión? A su juicio, profesar una filoso-fía cuya proposición menor no pudiera ser comprendida por larazón común equivaldría a profesar una filosofía inhumana. Portanto, H. Arendt interpreta desde una perspectiva resueltamenteigualitaria la innovación kantiana. «Estas consecuencias son, asu vez —escribe ella— las dos caras de una misma moneda lla-mada igualdad».22 En apoyo de su interpretación, cita el famoso

21. H. Arendt, Lecciones sobre la filosofía política de Kant, Barcelona, Paidós,2003, p. 58.

22. Ibíd.

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pasaje de Kant en el que éste relata cómo fue despertado de susueño moral por Rousseau. La lectura de éste último transformósu mirada sobre los demás y sus relaciones con ellos.

Yo mismo soy por gusto un investigador. Siento toda la sed porel conocimiento y la inquietud desasosegada por conocer siem-pre más, así como también el contenido que hay en todo progre-so. Algún tiempo creí que todo esto podía constituir el honor dela humanidad y despreciaba a la plebe que no sabe. Pero Rous-seau me ha traído a lo que es recto. Esta prerrogativa deslum-brante desaparece, aprendo a honrar a los hombres, y me en-contraría a mí mismo más inútil que los trabajadores comunessi no creyera que esta consideración puede participar a todos losdemás un valor para restablecer de nuevo los derechos de lahumanidad.23

Lo que se pone en evidencia, lo que revela la innovaciónkantiana no sólo es la estructura de desigualdad de la filosofíapolítica clásica. Su alcance teórico va mucho más allá. El au-tor de las Críticas demuestra cómo la forma, las orientaciones,la problemática misma de la filosofía política, dependían de lapremisa de la desigualdad, de la división entre los que saben ylos que no saben. Negando esta premisa, así como la ilusión desuperioridad que la acompaña, se desvanecería esta tradición;hasta el punto de que, para acabar con ella, no habría de pro-ponerse una filosofía política de tendencia igualitaria —¿nosería un proyecto contradictorio?—; sino la realización de unextraño giro que alcanzara a la idea misma de filosofía políticay a aquello que le es indisociable, por ejemplo, la jerarquía delos modos de existencia.

Con la desaparición de esta distinción ancestral ocurre algo cu-rioso. El filósofo deja de estar preocupado por la política, ya notiene interés alguno por ella; desaparece el interés personal y labúsqueda de un poder o de una constitución capaz de protegeral filósofo de la multitud.24

23. I. Kant, «Bemerkungen zu den Beobachtungen über das Gefühl des Schönenund Erhabenen», en Kants gesammelte Schriften, ed. de la Academia de Berlín, XX, p.44 (citado por L. Jiménez Moreno en Observaciones acerca del sentimiento de lo bello ylo sublime, Madrid, Alianza Editorial, p. 9).

24. H. Arendt, Lecciones sobre la filosofía..., op. cit., p. 60.

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De esta forma, se manifiesta la excepción kantiana en lahistoria de la filosofía política. El carácter distintivo de Kant esque no ha escrito filosofía política en cuanto tal. Este carácternegativo, este déficit que representa una excepción en la tradi-ción, esta laguna, es el signo de su fuerza; da razón del giroefectuado. Despertado de su sueño político por la experienciaestimulante de la Revolución Francesa, Kant consigue superarlos escollos de la filosofía política, evitar la reproducción de susdefectos, especialmente, por lo que hace a la desconfianza refe-rida a la política. Le resulta extraño el pensamiento que, parasalvaguardar la filosofía, cree conveniente controlar y domesti-car a la comunidad de ciudadanos. De esta forma positiva einventiva, merced a esta «laguna», Kant, a semejanza de Sócra-tes, consiguió hacer de la política un objeto para la filosofía,con el mismo título que la historia. Aquí se subraya claramentela distancia respecto a la filosofía política: mientras que éstaúltima se da por objeto las relaciones entre la filosofía y la polí-tica, el pensamiento de Kant regresa, en cierta medida, a lapolítica misma; cosa completamente distinta.

En esta cuestión, H. Arendt retoma la interpretación de EricWeil en Problèmes kantiens. Según este autor, «la política, conKant, deja de ser una preocupación para los filósofos; se convier-te, al igual que la historia, en problema filosófico».25 Entenda-mos que la pregunta filosófica por el sentido de la política, o dela historia, pasa a ocupar el lugar de la pregunta por el mejorrégimen, aquel que da las máximas garantías a los filósofos, comocuerpo particular separado de la ciudad. «No se trata solamentede combinar historia y política, se trata de comprender su senti-do común, el sentido que debe decidir toda combinación».26

De lo que se sigue que, a menos que elijamos la vía de larestauración de la filosofía política clásica y, con ella, la recupe-ración de la premisa de la desigualdad —vía elegida por LeoStrauss y sus discípulos—; sólo podemos inscribirnos en el re-greso a Kant. A decir verdad, H. Arendt, al elegir esta últimaopción, abre un espacio de pensamiento que combate en dosfrentes. De una parte, contra Hegel y la disolución del pensa-miento de la política dentro de la filosofía de la historia. Si bien

25. E. Weil, Problèmes kantiens, París, Vrin, 1970, pp. 140-141.26. Ibíd.

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Arendt reconoce en Hegel una rehabilitación de la política ins-crita en el regreso a Kant; obligado es reconocer que Hegel en-cuentra algo para perderlo poco más tarde, transformándolo enuna filosofía de la historia que desemboca en la disolución de lapolítica. ¿Es que el modelo del artificio de la razón no terminaen una negación de toda acción? De otra, contra Leo Strauss ysus discípulos; quienes, con su recuperación de la filosofía polí-tica clásica, reproducen volens nolens los puntos ciegos señala-dos y denunciados.

En cierto sentido, H. Arendt intenta abrir una tercera vía: sies verdad que la modernidad, gracias al giro kantiano (sin men-cionar a Maquiavelo), vuelve a la filosofía política clásica no puedeser pensada bajo el signo de la pérdida y de la decadencia; ya quetambién es germen de otra forma de pensar la política que rom-pe con los puntos ciegos de la tradición; sin que esta filosofíapolítica, esta «verdadera filosofía política», se vea expuesta a di-solverse y a pederse en una filosofía de la historia.

Conclusión

«Una verdadera filosofía política», ¿este programa no expre-sa, tal vez sin pretenderlo, los límites de la crítica de H. Arendt?¿Esta expresión no deja entender que, más allá de la filosofíapolítica y de sus «vicios», sería posible acceder a otra filosofía polí-tica que, liberada de sus defectos, permitiera esperar una filoso-fía política en su verdad y en su autenticidad? Pero, ¿se puedeconcebir una verdad de la filosofía política? ¿Es legítimo entre-garse a la venida de una «verdadera filosofía política»? ¿O sólose trata, so pretexto de esta exigencia, de reproducir y reforzaruna ilusión consustancial al proyecto mismo de filosofía políti-ca? Para una crítica que se quiere más radical —el, por momen-tos, arendtiano Jacques Rancière—, la verdad de la filosofía po-lítica sería su falsedad. No cabría alimentar el sueño de una filo-sofía política auténtica, pues lo que se rechaza sin condiciones, yno sólo tal o cual manifestación histórica, es la idea misma de lafilosofía política, o de la política de los filósofos, indefectible-mente unida a una oposición de principio al antecedente de unapolítica del demos. A decir verdad, H. Arendt no es ajena a estaafirmación radical; no en vano ella teme caer, de nuevo, en los

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errores de la política de los filósofos. De ahí que rechace obstina-da y enérgicamente el título de «filósofa» y se sitúe, más modes-tamente, entre los escritores políticos.

Llegados a este punto del recorrido, nos encontramos endisposición de explicar, mucho mejor, la exigencia de abordarla política «con una mirada no velada por la filosofía». Estaexpresión significa, de entrada, no encarar la política desde elpunto de vista de la filosofía, del interés de grupo de los filóso-fos. Después, no someter la actuación política a la distinción ya la jerarquía entre dos modos de existencia, el filosófico y elpolítico, otorgando el primer rango al modo de vida contem-plativo. Y, para finalizar, no reproducir los errores de la tradi-ción: el miedo a la acción, la orientación hacia la mortalidadcon sus inevitables efectos, la premisa de la desigualdad. Sólodespués de este ejercicio preliminar complejo, H. Arendt, «unaespecie de fenomenóloga», según sus propios términos, entien-de que puede regresar a la acción misma, aprehender su irre-ducible especificidad, al margen del trabajo y de la obra, reve-lando, de esta forma, significados dormidos u olvidados. De lafilosofía, como hemos indicado ya, ella no espera (con el fin deno caer ni en el empirismo ni en el positivismo) más que elasombro ante la condición ontológica de la pluralidad... Antesde definir esta «verdadera filosofía política» en todo su alcan-ce, si es que existe la filosofía política, lo que vendría a descri-bir, en cierto sentido, toda la obra de H. Arendt, conviene des-plazar el ángulo de aproximación y prestar atención y oído altono de esta filosofía, a su característica tonalidad. ¿Acaso noes en la tonalidad donde se encuentran, al mismo tiempo, lareactivación de la oposición a la filosofía política y el intento deir más allá; deshaciendo, en cierta forma, los errores de la tra-dición? Esta tonalidad no es, ni mucho menos, una simple su-perestructura; orientaría las elecciones fundamentales de estafilosofía política de tal forma que fuera posible la elaboraciónde posiciones nuevas y la réplica a las opciones anti-políticasde la tradición.

Planteada la cuestión en estos términos, es evidente que Han-nah Arendt profesa una concepción heroica de la política en lamedida en que comparte una concepción política del heroísmo. Através de este camino, gracias a ese tono heroico, la autora seesfuerza por responder de manera inventiva, por replicar a los

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puntos ciegos de la tradición, por contrarrestar la pesadez y laimposición del pensamiento heredado.

Al objeto de evitar cualquier equívoco, precisemos, de entra-da, que la concepción heroica de la política de Hannah Arendt esde una cualidad particular. No ignoramos los peligros de la valo-rización de la tonalidad heroica. El siglo XX ha conocido formasde heroísmo totalitarias; ya sea mediante la exaltación del solda-do en pro de la movilización total; ya sea mediante la glorifica-ción del hombre nuevo. Una vez abierta esta puerta no faltan,por supuesto, «las almas cándidas» que procuran aproximar latonalidad heroica de Hannah Arendt con la de Heidegger; hastael punto de discernir un heroísmo típicamente anti-político, di-rigido contra la ciudad. Sin lanzarnos a una confrontación entreel heroísmo arendtiano y el heroísmo heideggeriano (confronta-ción que debería inscribirse en la senda trazada por Jacques Ta-miniaux, preocupado por mostrar, en La fille de Thrace et le Pen-seur professionnel, lo mucho que Arendt ha pensado replicandoa Heidegger), hemos de concluir que, en principio, resulta sufi-ciente señalar que Hannah Arendt profesa una concepción sor-prendentemente sobria del heroísmo. Inspirándose en Homero,la autora define al héroe como un hombre libre que, en compa-ñía de otros hombres libres, ha combatido en Troya. Al mismotiempo, elimina las concepciones post-homéricas que, habitual-mente, han situado al héroe en un espacio indeterminado entrelos dioses y los hombres, haciendo del héroe un semi-dios o unhombre divinizado. El héroe no posee cualidades heroicas, nomanifiesta una naturaleza que lo distingue de los demás hom-bres, sus iguales.27 Le basta con estar dotado de la cualidad polí-tica por excelencia, a saber, el valor; cualidad redescubierta porMaquiavelo en contra de la valorización cristiana de la humil-dad. El valor es lo que permite responder «presente» en una si-tuación crítica o en una situación en la que está en juego la liber-tad de los hombres.

Esta convicción de que sólo puede ser libre quien esté dispuesto aarriesgar su vida jamás ha desaparecido del todo de nuestra concien-cia... La valentía es la primera de todas las virtudes políticas y todavíahoy forma parte de las pocas virtudes cardinales de la política.28

27. H. Arendt, La condición humana, op. cit., p. 215.28. H. Arendt, ¿Qué es la política?, op. cit., p. 73.

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Sólo si el actor político remonta el miedo a la muerte puededejar la esfera familiar; esfera orientada a la reproducción y a laprotección de la vida, para exponerse, en la escena política, amúltiples riesgos que van desde el ostracismo hasta la muerte.Las categorías de que se sirve Hannah Arendt invitan a pensar lapolítica en relación con el heroísmo. Así, se pasa de la oscuridadpropia del dominio privado a la luz de la esfera pública. No estanto un paso cuanto un salto que, en su inmediatez, es abando-no al abrigo de la esfera privada y exposición a los peligros de lavida pública. No menos importante es la repentina transforma-ción del hombre: en el momento en el que el actor político revelaa los demás y a sí-mismo una identidad problemática, la delQuién, el nombre patronímico, el nombre del padre sale de laserie repetitiva de las generaciones para brillar con nuevo fulgor.Los grandes hechos o las grandes palabras le permiten acceder ala inmortalidad cívica. En el caso de Hannah Arendt, esta con-cepción heroica de la política es pre-platónica, en el sentido deque se gira deliberadamente de este lado de la institución plató-nica de la filosofía política —especialmente en el Fedón— parareencontrarse con Homero; como si deseara hacer de éste últi-mo el educador de la política; al tiempo que rechaza, contra Pla-tón, el magisterio de Sócrates, al menos, del Sócrates de Platón.¿Acaso Arendt no afirma un nexo imborrable entre la polis, laexperiencia de la libertad y la aventura homérica? En ¿Qué es lapolítica?, ¿qué conserva la autora de la epopeya homérica sino laprefiguración de «la experiencia prodigiosa de las posibilidadesde la vida entre iguales».

Hablábamos de la réplica a los tres puntos ciegos de la filoso-fía política clásica.

Si la filosofía política, o la política de los filósofos, se caracte-riza por el miedo a la acción, miedo a la acción de los ciudada-nos; un miedo capaz de venir a turbar la serenidad de la vidafilosófica; una concepción heroica de la política privilegia la ac-ción hasta asegurar su preeminencia sobre toda teorización po-sible; puesto que, según H. Arendt, que aparta al héroe del mito,éste es «el ser que actúa en el sentido más elevado». Ésta es lacualificación precisa que, plegándose al hábito lingüístico grie-go, ella le reconoce en La vida del espíritu.29 Conviene notar que

29. H. Arendt, La vida del espíritu, op.cit.

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ello no sólo es válido para el héroe de la ciudad griega o de larepública romana, sino también para el héroe revolucionariomoderno; por más que éste siga siendo, en último caso, un actorpolítico. Arendt aconseja, a quien quiera comprender efectiva-mente las características de la acción, volverse explícitamentehacia las grandes revoluciones modernas y estudiarlas.30 Pode-mos esperar una concepción heroica de la política, en el sentidoarendtiano, que supere el miedo a la acción y deje atrás el puntode vista estrecho y temeroso de los filósofos.

Hemos visto cómo H. Arendt, en su reflexión sobre la filoso-fía política, ha distinguido dos series de determinantes para pen-sar la relación con la política; por una parte, la natalidad y, porotra, la mortalidad. La mortalidad siempre desprecia el cuerpovolcado en la ciudad y la vida política; mientras que la natalidadse relaciona con la condición ontológica de pluralidad que seorienta hacia la política. Ahora bien, el héroe, en la concepciónarendtiana, establece una relación esencial con la natalidad. Esel actor político por excelencia, el ser del comienzo, el «inicia-dor», aquel que es capaz de interrumpir un proceso gracias auna acción de concierto y de coadyuvar al advenimiento —o alcomienzo de su posibilidad— de un hecho en esta cesura. Surepentina irrupción en el espacio público posee el valor de unsegundo nacimiento; en cuanto tal, repite y metamorfosea elhecho mismo del nacimiento biológico. El héroe se dispone aafrontar el riesgo de la muerte en el seno de esta reinscripciónpolítica en la condición de natalidad. Parecería que el ser-para-el-nacimiento que, al principio, pone a prueba sus poderes, de-bería preceder al ser-para-la muerte. Porque incluso si el héroenace para sí mismo y para los otros asumiendo el riesgo y lasuerte de la inmortalidad cívica, no deja de ser un ser-para-el-nacimiento; puesto que esta relación con la muerte se colocabajo el signo de la natalidad, de un segundo nacimiento, en la luzde la ciudad. Maurice Blanchot escribió: «Muriendo, el héroe nomuere; nace, deviene glorioso, accede a la presencia, permaneceen la memoria, en el recuerdo secular».31

Por lo que se refiere a la premisa de la desigualdad, ¿notendríamos la tentación de pensar que el héroe la refuerza sen-

30. H. Arendt, «Action and the “pursuit of Happiness”», en Politische Ordnung undMensliche Existenz, Festgabe Für Eric Voegelin, C.H. Beck, Munchen Nehen, 1962, pp. 1-16.

31. M. Blanchot, L’entretien infini, París, Gallimard, 1969, p. 549.

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siblemente, al añadir lo que Nietzsche llama «el pathos del dis-tanciamiento», que marcaría una separación entre él y el restode los humanos? Pero esto sería olvidar que, en el caso de H.Arendt, la concepción heroica de la política se encuentra abso-lutamente relacionada con una concepción política del heroís-mo. ¿Qué queremos decir? Que no basta con decir que Arendtprofesa una concepción sobria del heroísmo; sino que hay queañadir que el carácter político del heroísmo es la condición deposibilidad de esta sobriedad. Este carácter político del heroís-mo ha de entenderse en su sentido fuerte; formulado negativa-mente quiere decir que no se trata de una concepción metafísi-ca, en la que el héroe se entrega a las aventuras de la negativi-dad, eligiendo la vía de una super-naturaleza que niega másrotundamente la condición humana; ni de una concepción es-tética, en la que el héroe trabaja para hacer de su vida una obrade arte. La insistencia en el carácter político del heroísmo sig-nifica que éste se desarrolla y se manifiesta en los límites de lacondición humana; no es, precisamente, la relación con la polí-tica la que debe permitir a tal héroe luchar contra la hýbris dela aventura heroica y resistir a las llamadas embaucadoras deuna super-natualeza, sea cual sea el nombre de ésta. Este he-roísmo surge en el seno, en el corazón de una experiencia polí-tica específica, de una experiencia de libertad que lleva pornombre la ciudad. El héroe se revela a sí mismo y a los demáscomo el actor político por excelencia, como el ser que actúa enel sentido más elevado del término en el marco de la polis ypara-la-polis. En lugar de alzarse hypsípolis, por encima de laciudad y fatalmente contra ella, el héroe, tal y como lo concibeH. Arendt, intenta inscribirse en el seno de la ciudad; de talforma que este carácter político, en el sentido fuerte, para-la-polis le preserva de transformarse en bestia salvaje en contrade los demás hombres y previene el siempre amenazante desli-zamiento del heroísmo hacia la tiranía. En cierta forma, la cua-lidad política de este heroísmo es lo que le salva de la locura y loque introduce algo de mesura en este recorrido desmedido. Ade-más, este heroísmo está volcado en la política, puesto que semanifiesta, según lo ha mostrado Jacques Taminiaux, en el senode una acción de concierto, emprendida por muchos, experien-cia in actu de la condición de pluralidad, exacto opuesto delpathos de la distancia y de la voluntad de separación.

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Tal vez el heroísmo de las grandes revoluciones modernas—especialmente la de junio de 1848 y la de la Comuna de 1871—nos permitiría aproximarnos mejor al heroísmo arendtiano. Unheroísmo de la brecha, de tal suerte que el héroe, después de unmomento de esplendor, acepta, como ciudadano republicano,volver a la fila; un heroísmo de nuevo cuño que, al contrario delheroísmo clásico, tendería hacia esta forma paradójica que esla del heroísmo sin nombre. ¿Cómo lo describieron los con-temporáneos y, posteriormente, los historiadores? ¿Quién co-noce a esos héroes que, en 1848 o en 1871, tomaron la iniciati-va de un asalto o resistieron, hasta morir, en las barricadas frentea las fuerzas represivas?

Estas tres respuestas derivadas de una concepción heroicade la política indican, sin duda, un propósito más amplio. Seorientan hacia una concepción de la política que, si guarda vin-culación con el asombro filosófico, se sitúa resueltamente en elexterior de la filosofía política; no en sus bordes, ni en sus már-genes, sino en su exterioridad. Existe en H. Arendt un «heroísmodel espíritu», en el sentido de Vico, que le permite conquistaresta posición de exterioridad, como si el tono heroico abriera lavía hacia una nueva aproximación a la acción... Antes de hacerde la «verdadera filosofía política» un nuevo avatar de la políticade los filósofos, que ambicionaría comprender la política en suverdad, más allá del carácter imprevisto de la acción, podríamosseñalar una distancia crítica e irónica, gracias a una fórmulapascaliana —siempre Pascal— que rezaría «la verdadera filoso-fía política se burla de la filosofía política». Se burla de la tradi-ción, del pensamiento heredado, se burla también de los inten-tos —presentes y pasados— de restauración. Esta fórmula, queno borra ni atenúa la oposición de H. Arendt a la filosofía políti-ca, señala un lugar a partir del que podemos leer a la autora deLa Condición Humana. Podemos presuponer, sin miedo a equi-vocarnos, que la lectura de Arendt será distinta —si tomamos, ono tomamos, en cuenta— esta lucha contra la tradición. Si laminimizamos, o no la tomamos en serio, reduciéndola a la ex-presión de una idiosincrasia contingente; si trabajamos en hacerde H. Arendt una de las más grandes filosofas políticas de nues-tro tiempo, desembocaremos rápidamente en una H. Arendt ca-nónica, momificada, petrificada, que pronto funcionará comouna autoridad que servirá para legitimar los conservadurismos

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32. H. Arendt, «El sionismo. Una retrospectiva», La tradición oculta, Barcelona,Paidós, 2004, pp. 129-169.

existentes, ya se trate de la educación o de la república. Muchosson los «arendtianos» que prefieren silenciar esta oposición a lafilosofía política.

Por el contrario, si prestamos toda la atención a esta orien-tación esencial, a esta ironía, si acogemos a esta fuerza pertur-badora, si nos apercibimos de que esta exterioridad es un pasoobligado para llegar a lo que de inclasificable, escandaloso yheterodoxo hay en H. Arendt. En definitiva, se multiplican lasoportunidades de encontrar «l’enfant terrible» cuyo pensamien-to, en todas sus vertientes, señala a una idea libertaria de lapolítica. Baste recordar sus posiciones sobre Israel en el impor-tante texto de 1944, El sionismo. Una retrospectiva,32 su críticadel Estado-nación, su crítica de la soberanía, de los partidos,su interés por la desobediencia civil, su relación con RosaLuxemburgo, su preferencia por la república de los consejos.

Antes de explorar estas vías, sepamos reconocer en H. Arendta un tábano, a un torpedo, a un Sócrates moderno, a alguien queimpide pensar de manera circular, que pone su bastón entre laspiernas de los jóvenes que se precipitan hacia las bibliotecas para«hacer» filosofía política y les formula la pregunta preliminar,embarazosa donde las haya: pero, what is political philosophy?

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CRÍTICA DEL TOTALITARISMO

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Un hombre que se atreve a reír. Ése es Simon Leys. La lecturade Ombres chinoises plantea una cuestión previa, ausente de cual-quier escrito sobre China; cuestión esencial que marca, de entra-da, la distancia, la irreducible diferencia, entre S. Leys y esasobras. ¿Cuál es el secreto de esa constante felicidad de expresiónque aparece en esas páginas ligeras, aparentemente deslavaza-das, casi frívolas? ¿Cuál es el secreto de su cualidad casi poética?

Frente al continente de China, resueltamente determinado asuperar todas las nieblas y las nubes que lo envuelven, S. Leysintenta, a su vez, una «investigación literaria», una suerte de ex-ploración lateral que busca los detalles, los pequeños aconteci-mientos (un encuentro, una sonrisa), los pequeños hechos signifi-cativos. Las viñetas inconexas frente al cuadro monumental. Mien-tras que el cuadro, obra de gran dimensión, frecuentementeencargado por los grandes señores, oculta y enmascara; la viñeta,especie de microcosmos que condensa, merced a una vida o unfragmento de vida, la época, la sociedad, e incluso la historia, tie-ne un valor de instantaneidad explosiva que hace emerger las som-bras y desvela todo. El despotismo, o el amor por el despotismo,embota el estilo, dice Stendhal. El horror intenso ante la mentiraestática confiere al estilo una chispa perpetua de inteligencia.

En el mar de escritos referidos a China, S. Leys ocupa unaposición singular y, por muchas razones, intolerable: al margende las mentiras de los propagandistas, o de la voluntad neurótica-mente demostrativa de los turiferarios occidentales, S. Leys emer-

ATREVERSE A REÍR*

* Este texto fue publicado por la revista Textures (10-11-1975).

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ge como un escritor extraviado entre funcionarios. Un escritorque se dirige y se rebela contra los funcionarios del pensamiento,de la historia o de la revolución. Advertido del peligro de la atrac-ción de lo individual por la universalidad, bajo su forma lógica ypolítica, S. Leys se confía a su subjetividad —una subjetividad quese nutre del conocimiento de la lengua y de una prolongada expe-riencia de la cultura china— al objeto de abrir una vía de accesoirremediablemente cerrada a los ideólogos. Más proclive al artede la elipsis que a la voluntad de decirlo todo, S. Leys escribióunas Minima Moralia ejemplares, teñidas de una continua ironíacontra la aburridísima burocracia china. Nos proponemos descu-brir la arquitectura interna de este tratado oculto que anuda yentrelaza sus digresiones sutiles en torno a un tema dominante: elintelectual frente al Estado o, más bien, contra el Estado; temaque se acompaña de una reflexión en perpetua alerta contra elEstado totalitario, horizonte político del presente.

No existe el menor atisbo de inocencia ni de espontaneidaden este proceder. Lejos de ser el fruto de una feliz inspiración ode un deseo fútil por distinguirse, la perspectiva mencionada esconsecuencia de una actitud razonada, de una reflexión muycoherente, histórica y políticamente, fundada en las relacionesque el intelectual mantiene frente al poder. Hobbes no sólo defi-nió el ser del Estado moderno, sino también el servicio que elintelectual presta a esta nueva máquina de opresión: «Esos erro-res, de los que afirmamos en el capítulo precedente que eranincompatibles con la tranquilidad del Estado, se han deslizadoen el ánimo de los incultos en parte por los predicadores, enparte por las conversaciones cotidianas de los que se dedicabana los estudios al no tener preocupaciones familiares, y en losánimos de estos últimos por los maestros de su adolescencia enlas escuelas públicas. Por lo cual, el que quiera introducir la sanadoctrina debe proceder al revés, comenzando por las escuelaspúblicas. Es allí donde se deben poner los cimientos de la doctri-na civil verdadera y demostrada, con la que los adolescentes,después de haberla asimilado, puedan más adelante instruir a laplebe en público y en privado. Cosa que harán con tanta mayorfuerza y entusiasmo cuanto más seguros estén de la verdad de loque enseñan y predican».1

1. Th. Hobbes, El ciudadano, Madrid, Debate/CSIC, 1993, XIII.9, p. 116.

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El Estado está presente, masivamente presente. No podemossustraernos a la nueva alternativa histórica: estar al servicio de, obien, estar contra el poder; servidor del Estado o traidor al Estado,funcionario o escritor. La elección atañe incluso al estilo. La granRevolución Francesa agravó, si es que no trastocó, las variables delproblema, al crear la noción, desconocida hasta entonces, de «go-bierno revolucionario»; en el que se ha creído ver, con cada nuevageneración de intelectuales, la salida inesperada a una alternativatan constrictiva. Como si escribir a favor de la revolución exculparade escribir en pro del poder o del gobierno. Los enragés* son losúnicos que, en este tiempo, se atreven a denunciari la monstruosi-dad del acoplamiento Gobierno/Revolución. Protesta histórica fun-damental de la que percibimos un eco en la impertinente cuestiónque Marx planteara a los socialdemócratas alemanes: ¿Qué es unEstado libre? Esta advertencia quedaba sin efecto puesto que, «pormás que se acople de mil maneras distintas la palabra Pueblo y lapalabra Estado, no se avanzará ni un palmo en el problema».

Esta alternativa, en el momento de la revolución, más que des-aparecer, se evapora como por encantamiento, merced a la fór-mula mágica del gobierno o el Estado revolucionario y cristalizarepentinamente, en una disyuntiva ineludible, definitiva —mo-mento privilegiado en el que los años de lucha se esclarecen, ad-quieren su fisonomía definitiva bajo este nuevo estímulo—; de unlado, las acrobacias dialécticas, la mentira organizada, el servilis-mo, la producción y la reproducción de una nueva servidumbre;de otro, la perseverancia, la fidelidad constante, única en casonecesario, al movimiento de la revolución que, en su entramadomismo, en su impulso, lleva la destrucción, la aniquilación delEstado, la abolición de la división señor-siervo.

A juicio del lúcido Lu Hsün, tras la victoria de la revolución,existen dos categorías de escritores: los que se dedican a hacerel elogio a la revolución —«su elogio y su celebración de la re-volución no sería más que un elogio de los detentadores delpoder; ¿qué relación podría tener todavía la revolución?»— yaquellos que «provistos de antenas más sutiles» no dejan, sinembargo, de estar insatisfechos y de mostrar su descontento.Infelices conciencias que irán a engrosar las filas de los irre-

* Nombre que identifica a la facción ultra-revolucionaria, especialmente activadurante el periodo del Terror, en la que se ha querido ver el embrión de una revoluciónproletaria. [Nota de los T.]

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ductibles, de los mártires, de los suicidas, tales como Wang ShihWei, Hu Fang, Wu Han, Tang T´o.

Frente a los dirigentes revolucionarios que, tras la revolución,proclaman que el tiempo de la crítica ha pasado, S. Leys se colocadel lado de Lu Hsün, de Orwell, y afirma su concepción del escritorcomo crítica permanente del Poder, de todo poder, sea cual sea, in-cluido el «poder revolucionario». Esta afirmación de principio, in-defectiblemente unida al propósito de Leys, es una declaración deguerra a Mao, es el exacto contrapunto a las declaraciones de ésteúltimo, que no ha cesado de acosar a los intelectuales. Leys se abro-ga el derecho de crítica que Mao negó, de manera absoluta, a losintelectuales chinos. En contra de lo que proclamaban las tesis delGran Timonel de 1961, el panfleto y la sátira están, más que nunca,a la orden del día. El panfleto es el instrumento ideal (y OmbresChinoises es el panfleto acabado) para denunciar las mentiras deli-beradas de la propaganda maoísta, cuidadosamente reproducidaspor los intelectuales afectados por el mal del servilismo. En este sen-tido, la escritura de Leys, especie de aviso permanente para llevar acabo un regreso a las cosas mismas sin llegar a la ideología, es unacto anti-Mao. Un acto de insurrección, no contra una línea políticacoyuntural, sino contra el sistema Mao. De ello se trata precisamen-te, de desmontar los engranajes de un verdadero sistema: el pensa-miento de Mao Tse-tung o el sistema anti-pensamiento.

El primer paso de esta guerra contra el espíritu fue dado enYenan, con las famosas Interventions aux causeries sur la littératureet sur l´art, primera teorización de la necesidad de domesticar a losintelectuales. Cada proposición de este texto, al que son tan aficio-nados ciertos ideólogos occidentales, debe leerse con el trasfondode las purgas políticas: es parte integrante del «Movimiento de rec-tificación» y exacto contemporáneo de una campaña de depura-ción lanzada para asegurar, definitivamente, la autoridad de Maosobre el partido. ¿El balance? Según J. Guillermaz, elimaron de40.000 a 80.000 personas, entre expulsiones y ejecuciones capita-les. Tal fue la «sociedad fraternal» de Yenan, tan querida para elprofesor Chesneaux. Éste puede ignorar soberanamente «la som-bra» de Wang Shih Wei, represaliado en 1942 y ejecutado en laprimavera de 1947, de quien ni siquiera conocía su existencia.

Todo estaba en el comienzo de Yenan. Se enunciaron las doscuestiones fundamentales en nombre del utilitarismo proletario yrevolucionario: ¿a quién servir? ¿Cómo servir? Aquel a quien los

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intelectuales franceses saludan como su «maestro de pensamien-to» —uno, por haber desvelado la naturaleza específica de la con-tradicción marxista; otro, por su vena poética, su caligrafía— asignaa los intelectuales (a quienes profesó una desconfianza constante)la tarea de reflejar, de repetir el pensamiento del maestro, es decir,de ponerse al servicio del partido y de su líder supremo. Es ciertoque estos intelectuales franceses no conciben el pensamientomás que como un pensamiento de escuela, la escuela como unmini-Estado y el Estado como una inmensa escuela; fieles en estoa la orden maoísta que, según J.P. Dieny, «trata a los niños comohombres y a los hombres como niños». En el universo maoísta, elintelectual, despojado absolutamente de su función crítica, debecontribuir a imponer a las masas doctrinas favorables al nuevoLeviathán, aureolado por el nombre de la revolución. «Tanto enlas escuelas como en los cursos destinados a los cuadros de fun-cionarios, los profesores de filosofía no orientan a los alumnoshacia el estudio de la lógica de la revolución china, ni los de cien-cias económicas les orientan hacia el estudio de las particularida-des de la economía china, ni los de ciencias políticas les orientanhacia el estudio táctico de la revolución china, ni los de las cien-cias militares hacia el estudio de la estrategia y de la táctica queresponden a las condiciones específicas de China, etc. De loque resulta la extensión del error y, por ende, del mal. Lo queaprendimos en Yenan, ya no lo sabemos aplicar a Foushien».2

En cuanto sistema, la política cultural maoísta manifiesta la ten-dencia irreprimible a perseverar en el ser. Implacable, la risa deLeys destruye las leyendas con las que se parapeta el maoísmo fren-te al exterior: el mito del anti-estalinismo, el mito de la renovacióncultural. A través de las vicisitudes de la política maoísta, no se pro-duce un renacimiento cultural; sino una desolación abisal en la queel Estado-Moloc, a cada crisis regenerada, emerge siempre más fuer-te. Hecho que confirma el penetrante estudio de Siwit-Aray sobreCent Fleurs (Flammarion, 1973), de donde se colige que la «flora-ción interrumpida», «congelada» por una represión brutal de todaslas fuerzas vivas de la crítica, la legalidad desquiciada, perfecciona-ron el sistema de la «reeducación por el trabajo», realizando unsalto hacia delante con el propósito de hacer surgir un «Orden queno quiere dejar nada fuera del espacio que circunscribe».

2. Mao, Reformons notre étude, mayo de 1941. [Hemos traducido la versión francesaque cita el autor. Nota de los T.]

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La obra de Mao es una gran reducción, una gran simplifica-ción en acto, e incluso más, un terrorífico e incesante trabajo deunificación; una impulsión devoradora que tiende a reducir lodiverso, lo múltiple, lo no-Mao a la unidad Mao. Nada escapa,nada se resiste a esta larga marcha hacia la unidimensionalidadmaoísta. Aquí cabe señalar la reforma de la escritura, más des-tructiva, según Leys, que cien, que mil autos de Fe; puesto quehace intransmisible e ilegible a las generaciones futuras de chi-nos la totalidad de su cultura. Amargos, terriblemente amargosson los frutos de la gran simplificación.

Mao valoró el estado de indigencia de los chinos al extremode escribir: «Una página blanca está libre de toda carga, se prestaa lo que en ellas inscriban las palabras más nuevas y hermosas, alo que allí impregne la pintura más nueva y hermosa». Pareceríaque Mao estuviera prisionero del fantasma de la página en blan-co y persiguiera inexorablemente una política de tabula rasa, detierra quemada, confundiendo el punto de partida con el de llega-da. Mao funciona como un gran destructor, no para liberar laenergía de unas masas populares vejadas durante siglos, sino paracrear una suerte de gran desierto blanco, espacio político vertigi-noso en el que pueden efectuarse, hasta el infinito, la reproduc-ción, la repetición, la duplicación de la imagen de Mao, de loseslóganes de Mao, del pensamiento de Mao Tse-tung. Ser la únicapresencia. En última instancia, China aparece como la superficielisa de un inmenso espejo en el que viene a fijarse y reflejarse elrostro petrificado del maestro. El desierto chino o la creación deun nuevo espacio-tiempo, un espacio-tiempo Mao Tse-tung.

Hay vértigo y terror en la risa de Leys. La ligereza del tono nodebe engañarnos: una tesis central emerge de Ombres Chinoises, asaber, la domesticación de los intelectuales, su reducción al esta-do de técnicos especializados al servicio del Estado «revoluciona-rio», no es más que la parte más visible, más superficial e inme-diatamente más perceptible de un proceso generalizado de do-mesticación del pensamiento; de todo pensamiento que, en cuantotal, lleva en sí la amenaza virtual de la herejía. Domesticación im-placable que, en su movimiento mismo, se adapta a la estructurapiramidal de la sociedad burocrática: parte de la cima que ganalas capas intermedias al objeto de desplegarse y abatirse sobre lasmasas, cual aplastante capa de plomo. «Resulta evidente que estagigantesca empresa de cretinización del pueblo más inteligente

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de la Tierra está animada, bajo su apariencia burlesca, de un pro-pósito, de un rigor y de una coherencia terribles. Se trata de anes-tesiar la inteligencia crítica, de purgar los cerebros y de inyectaren los cráneos, debidamente vaciados de su contenido, el cementode la ideología oficial que, una vez depurada y cristalizada, nodejaría ya espacio a la introducción de ninguna idea extraña yopondría su masa compacta, amorfa y hermética a toda opera-ción intelectual de carácter autónomo o heterodoxo» (p. 247). Grananalista de los mecanismos del totalitarismo burocrático, Leys,más allá del perpetuo movimiento del régimen maoísta, designael instrumento principal de esta tiranía: la gran mistificación de la«lucha de clases». «La Propaganda ha sustituido la lucha de clasesreal que opone en China los dirigentes a los dirigentes, por la fic-ción de una lucha entre el “proletariado” y la “burguesía” [...] Lalucha de clases tal como la entiende el sistema maoísta, es decir, ladenuncia, por parte de las masas, de los culpables que han sidopreviamente señalados por el Poder, constituye la válvula de segu-ridad, su higiene de base, la sangría periódica que le permite eva-cuar los humores tóxicos de su organismo [...]. En efecto, el enga-ño es total, puesto que lo propio del sistema burocrático es, preci-samente, la condición intercambiable de los burócratas: ningúnrelevo de personal podría afectar lo más mínimo a la naturalezadel régimen» (pp. 278-280).

Siguiendo las pistas trazadas por Leys, delimitamos con ma-yor precisión la especificidad del maoísmo, especialmente, laomnipresencia y la potencia de la ideología, signos indudablesde la vejez del orden maoísta, de la continuidad que instauraentre el antiguo régimen imperial y la sociedad salida de la revo-lución. Leys separa el trabajo permanente ejercido sobre el len-guaje, la tendencia a transformar el lenguaje «en una suerte deálgebra arbitraria y autónoma», de la empresa total del Estado.Gracias a su predilección por las abreviaciones cifradas, la fra-seología maoísta produce dos niveles de lenguaje: el de la esferapolítica y el de la vida popular efectiva —contraste en el que semanifiesta la escisión (Spaltung), la quiebra sintomática de laemancipación política y se revela la imperfección propia de estaforma de emancipación. Lo que vale para la «Cuestión Judía»,según Marx, vale para la cuestión china. La emancipación políti-ca no es la forma acabada de la emancipación humana. Queda-ría por interpretar la reaparición de esta escisión, su agravación

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en un orden burocrático que se edifica sobre la armadura delsocialismo. Sería preciso interrogarse sobre la sorprendente im-posición de la metáfora médica en el pensamiento maoísta talcomo aparece desde Yenan («La argumentación consiste, antetodo, en trastornar al enfermo diciéndole: “¡Estás enfermo!”, conel propósito de que transpire de terror y, más tarde, aconsejarlegentilmente que siga un tratamiento»);3 o bien, en el eslogan «cu-rar la enfermedad para salvar al hombre». Medicalización delpoder que coloca, al mismo tiempo, a quien ocupa su lugar enuna situación total de exterioridad, de soberanía inaccesible. Elseñor es, simultáneamente, legislador, médico, pedagogo. Aquíse descubre la mayor sombra, la de los campos de trabajo, quepermanece como trasfondo en la descripición de Leys y define,en su esencia misma, el universo social maoísta, universo com-puesto de tres dimensiones principales: Estado, instituciones dereeducación y trabajo. Es decir, la importancia del testimonio dePasqualini, Prisonnier de Mao, por pensar la diferencia entre elmaoísmo y el estalinismo y ver cómo la «persuasión» en el inte-rior o en el exterior de los campos se transforma, a espaldas desus agentes, en una verdadera tecnología del «material» hombre.

No se nos olvide, a propósito de Ombres Chinoises, la cantinelaun tanto trasnochada sobre el etnocentrismo. ¿Leys permanececiego a la alteridad china, a la originalidad de la vía china? Tributoa una ingenuidad superada, según tres pintorescos devotos (LeMonde, 25 de febrero de 1975), esta originalidad —verdaderamenteúnica, podríamos decir— está ligada al hecho de que dirigentes ydirigidos no forman más que un único conjunto. La fuerza singu-lar de Leys se debe a que se atreve a prestar su voz a los hetero-doxos chinos cuya voz ha sido sofocada y amordazada por el régi-men; y esto es intolerable, precisamente, porque denuncia la grandivisión dominantes/dominados.

— La voz perspicaz de Wang Zun-yi (profesor en la Escuela Nor-nal de Shanxi): «Es necesario ir al Comité Central del Partido y delPresidente Mao para encontrar el origen de los “tres males” (buro-cratismo, subjetivismo, sectarismo) [...]. Pido al Presidente Mao, tepido, presidente Mao, que desciendas del trono y te adentres en elcampo para ver un poco las condiciones de vida de los campesinos».

3. Mao, Contre le style stéréotypé dans le Parti, 8 de febrero de 1942.

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— La voz lúcida de los autores del programa de «Guanchang»:«Es preciso llevar el centro de nuestra atención a la búsqueda de losorígenes de los tres males; de tal forma que las gentes puedan conocerclaramente que el problema que se plantea no se limita a una cues-tión de estilo: es el sistema del Estado el que se pone en cuestión».

— La voz amarga de un grupo de estudiantes de primer añodel Departamento de historia de la Universidad de Pekín: «Elobjetivo de la campaña de rectificación del Partido Comunistano era eliminar los tres males, ni resolver las contradicciones enel seno del pueblo, ni mejorar el estilo de trabajo; sino adquirirun poder más grande, con el propósito de reinar más fácilmentesobre el estúpido pueblo chino. ¿No es verdad?».4

Este libro es admirable por lo que dice y por lo que intenta.Adoptando la perspectiva de lo que Marx denomina «la vida po-pular efectiva», podría entenderse como una introducción meto-dológica de viaje en una sociedad que se reclama hija de la revolu-ción. Cómo no dejarse engañar por la nueva teatralidad revolucio-naria y cómo desenmascarar la ilusión histórica del maoísmo. Dete fabula narratur. China está cerca. Los intelectuales progresistas,como los emigrados tras la Revolución Francesa, no han aprendi-do nada ni han olvidado nada de la China de Mao, a la que mimancon la moderación interrogativa que procede de su asentimientoo en la que penetran decididamente con servilismo apologético.Los mejores en este arte han sido los que se atreven a escribiracerca del testimonio de Pasqualini sobre los campos de trabajo,para quienes todo aquello nada tiene de abrumador; declarando,sin vergüenza, que ahí se encuentra un ejemplo notable del siste-ma de reeducación maoísta (Fairbanks, Daubier). ¿De dónde pue-de surgir y hasta cuándo se puede mantener esta ciega voluntadde servir, de hacer aceptable lo inaceptable?

Pero, ¿dónde surge la sonrisa saludable de Leys? Si procede deuna voluntad inquebrantable de no compromiso ni con el Poder nicon quienes concurren a la formación de un tabú, si procede del«gran rechazo», dicha risa se aproximaría más a la risa agresiva, ala risa regicida de los de abajo, de aquellos que Leys denomina «loshumildes, los anónimos, los parados». Durante un tiempo, se so-meten, pero por su distancia respecto del poder, por su posiciónapartada, los parados no son menos libres potencialmente. A tra-

4. Textos tomados de Siwit Aray, Les Cents Fleurs, pp. 150-154.

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vés de la insolencia de Leys, resuena «la gran queja de los oprimi-dos» y, con fórmula más prometedora, el eco de la revuelta sordade los que están en la base. Esos bruscos instantes de cólera, esosfurtivos y rápidos gestos de insumisión y de complicidad contra elPoder, esas sátiras obscenas dirigidas al presidente Mao, esas chis-pas de insurrección, esos gestos. Todo ello para desmembrar laarmadura sagrada del poder, para traspasar y poner al desnudo elcuerpo del tirano. Algo diferente se pone en funcionamiento cuan-do se abre una brecha, cuando aparece una grieta, una risa que,desde el fondo del alma, saludará a un nuevo amanecer.

Leys se integra en la gran tradición de quienes, para alejar-nos de la fascinación del poder, han tenido el cuidado de recor-darnos que, por majestuoso que sea el tirano, siempre «ha desentarse sobre su trasero».

Para Leys, es el momento de censurar los abusos políticos deun poder sin control: se trata del sistema de Estado totalitario.Participando, como Etienne Balazs y otros, en el movimiento deredescubrimiento de lo político que impone el surgimiento ge-neralizado del totalitarismo burocrático, Leys practica una es-critura irreverente y resueltamente libertaria. Actitud libertariamás ofensiva y acentuada cuanto, lejos de alimentar la recupera-ción de la ideología anarquista, aparece espontáneamente con lalógica misma de la situación histórica. El totalitarismo no esuna verruga en la cara de la historia, ni una arruga que pueda serborrada a voluntad; de ahora en adelante, se ha convertido en elrostro mismo de esta historia, la nuestra. De esta constatación,que pone fin al quietismo en relación a la política, que hace queel enigma de lo político inquiete, emerge, de forma generalizada,una nueva interrogación sobre las formas de la libertad por to-das partes, que desafía todas las máquinas de opresión.

Leys no se desespera por el futuro. Los parias han enterradoveinte dinastías y sobrevivirán a todas ellas: «¡Se saben más gran-des que aquellos que los gobiernan!».

Es cierto. ¿Qué pueblo no ha terminado por despreciar susleyes y sus dioses?

Cuando Roma cayó, era estoica; cuando lo hizo Grecia, éstaera filósofa y, en uno y otro caso, los hombres se reían de las leyes,de los magistrados y de los dioses, observó Saint-Just. De ahí,concluye: «Me atrevo a predecir que, más tarde o más temprano,el hombre debe pisotear a sus ídolos».

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Convendría preguntarse por el estatuto paradójico del conceptode totalitarismo. ¿La ambición de este concepto no es la de desig-nar, señalar la novedad esencial de nuestro siglo, lo que constituiríasu especificidad, a saber, el surgimiento de una forma de domina-ción total? En este sentido, estamos ante una dominación inédita,incomparable y que, en razón de su carácter inconmensurable, nopodría reducirse a otras formas de dominación aparecidas en lahistoria; ya se trate del despotismo, de la tiranía o del fascismo,puesto que los fascismos no son necesariamente totalitarios.

De esta forma, se percibe en quien recurre a este término,con la intención de subrayar «el sin precedente», la voluntad deno ceder al encanto de la repetición, fortalecida con la decisióncrítica de no ocultar la novedad del totalitarismo, recubriéndolacon denominaciones tradicionales. Podríamos hablar de unadoble novedad: el totalitarismo es la novedad de nuestro siglo y,en este sentido, su núcleo (H. Arendt). Dentro de la historia de ladominación, pone de manifiesto una forma radicalmente nuevaen todo lo que tiende a borrar la condición política de los hom-bres. Tanto la fidelidad, la sensibilidad hacia la experiencia de lonuevo, como la distancia crítica que se refiere a las calificacio-nes tradicionales, dejan suponer la complejidad del concepto,una elaboración que implica una cierta interpretación de la his-toria, de lo socio-histórico moderno y un pensamiento reafirma-do o reinventado de lo político. Dada su exigencia, esta nueva

REFLEXIONES SOBRE LAS DOSINTERPRETACIONES DEL TOTALITARISMO

DE CLAUDE LEFORT*

* Este texto apareció en C. Habib y C. Mouchard (dirs.), La démocratie à l´œuvre.Autour de Claude Lefort, París, Éditions Esprit, 1993, pp. 79-136.

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conceptualización no es suficiente para la constatación del acon-tecimiento, si bien conviene todavía interrogarse sobre las re-presentaciones a partir de las que es posible pensar, de tomarconciencia de la mutación que comporta el fenómeno totalita-rio. A la pregunta que plantea ¿por qué estamos autorizados ahablar de totalitarismo?, Claude Lefort responde: «Detenerse enlas características de la dictadura es quedarse en el nivel de ladescripción empírica».1

Pese a la conceptualización que el término de totalitarismoexige, y que aún debemos desarrollar —tanto más precisamentecuanto no está unificada, sino que aparece distinta de un autor aotro, e incluso en un mismo autor, según las perspectivas desdelas que surja— esta paradoja ha sido simplificada al extremo.

«Vocablo gastado», verifica Claude Lefort, e incluso devaluadopor lo que se refiere a su fuerza interpretativa. En el equívoco, eltérmino parece remitir a toda dictadura caracterizada por la con-centración de los poderes y la supresión de las libertades funda-mentales. Banalización, equívoco, por cuanto se difuminan lasdistinciones y se borran las fronteras. ¿No hablan algunos de «to-talitarismo democrático» y otros de «democracia totalitaria»? Aquíamenaza la célebre noche en la que todos los gatos son pardos.

Curiosamente, el proceso al totalitarismo instruido en el pasode los años 1970-1980 ha reforzado la confusión; ya sea porqueesta denuncia sirve para defender los valores de Occidente y lademocracia como un régimen instituido con derechos adquiri-dos; ya sea porque el término se mezcló con una denuncia de ladominación estatal a través de los siglos y de la que totalitarismo ydemocracia no representarían más que dos formas de intensidadvariable; ya sea porque el proceso al totalitarismo lleva al odio porla política, como si el totalitarismo representara su exceso. De ahíla desengañada puntualización de Cl. Lefort: «Quienes atacaronal totalitarismo, con una prudencia proporcional a la prudenciacautelosa de comunistas y socialistas, no han intentado concebir-lo».2 También podemos suponer, legítimamente, que, tras la sim-plificación y confusión, se ocultan una negación del fenómeno yuna resistencia a la conceptualización que exige toda reflexión.

1. Cl. Lefort, L´Invention démocratique, París, Fayard, 1981, p. 98.2. Cl. Lefort, Éléments d´une critique de la bureaucratie, París, Gallimard, col. «Tel»,

1979, préface, p. 27.

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En rigor, se acepta emplear, con desgana, el término; pero,inmediatamente, se niega todo contenido preciso, se elimina todacrítica y, por ende, la facultad de designar una mutación políticafundamental. Una forma más sofisticada de resistencia sería lade tomar como pretexto la trivialización del término para redu-cirlo, abandonarlo a la doxa, con el propósito de oponerlo a lasexigencias de cientificidad y a una verdadera conceptualizaciónque quedaría al abrigo de la ideología. Esto es lo que ha nutrido,por ejemplo, el rechazo marxista bajo sus distintas formas. Tam-bién puede producir otra estrategia. Hay quienes, deseosos decomprender la específica novedad de nuestro siglo, se ponen, nodel lado del totalitarismo, sino del de la técnica, dispensando dehacer del Estado totalitario un efecto de acompañamiento.

De dónde viene esta resistencia si no es de una adhesión alproyecto histórico de emancipación cuyo fracaso presente no sequiere reconocer. Sus errores y sus faltas se consideran contin-gentes; negándose a formular la pregunta por las cuestiones másarduas, a pesar de que, lo que ha aparecido bajo el nombre desocialismo, siguiendo la estela de las revoluciones obreras y cam-pesinas, es un sistema de opresión sin precedente en la historia, eimpidiendo la búsqueda, en el seno mismo del proyecto, de lasfuentes de esta monstruosa inversión. Para terminar, rechazamosel término, dados el carácter excesivo y la errónea construcciónteórica del concepto de totalitarismo, como si el referente, de al-guna forma, estuviera contaminado por su objeto. Por el contra-rio, podemos apropiárnoslo y, al margen de toda conceptualiza-ción, hacer de él una suerte de contrapunto que permita justificarel orden establecido y desacreditar, por adelantado, la invenciónde una nueva forma de emancipación. Y los que han convertido eltérmino en una palabra de moda se han preguntado, por un ins-tante, lo que el término podía significar. Los que actúan en unsentido y en otro, ¿son conscientes? Dejando a un lado su ceguera,¿se han molestado en comparar las concepciones singulares deltotalitarismo, tales como la de R. Aron, la de C. Fiedrich, la de H.Arendt o la de Cl. Lefort? ¿Han intentado discriminar entre unacrítica liberal, republicana, libertaria del totalitarismo? ¿Sospe-chan la existencia misma de estas diferencias?

Ésta es, precisamente, la razón por la que, frente a esta para-doja, este embrollo, es necesario restituir toda la carga filosóficadel término totalitarismo; pues no se trata sólo de una palabra

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sin más, sino del fruto de una paciente elaboración crítica. Parallegar hasta aquí no hay mejor vía que la de recorrer el caminoya trazado por un autor —en este caso, Cl. Lefort. Este pensadorno ha dejado de preguntarse, por las sendas más diversas, sobreel totalitarismo, de analizar el hecho totalitario luchando contrala banalización y el equívoco, convencido de que el totalitarismo,en cuanto forma de dominación inédita, pretende la destruccióndel vínculo humano, del vínculo entre los hombres y del vínculoentre los hombres y la humanidad. Difícil reflexión sobre el tota-litarismo, tanto más compleja y fecunda cuanto comprende —yésta es mi hipótesis— si no dos teorías (el término resulta quizáun poco forzado); al menos, dos estados o, mejor dicho, dos cons-telaciones diferentes de la teorización. Como mejor se percibe ladistancia entre opinión y verdad es con la repetición de un movi-miento pendular, movimiento que tiene lugar en un horizontediferente cada vez.

En el recorrido de este itinerario, me he marcado, fundamen-talmente, dos objetivos:

— En primer lugar, explorar, explicitar y desarrollar los pre-supuestos teóricos y las articulaciones conceptuales que produ-cen o acompañan la elaboración del concepto de totalitarismo. Siadmitimos que existen dos interpretaciones, habremos de descri-bir los marcos teóricos de cada una de ellas, preguntándome porlos puntos de divergencia, las inflexiones y las eventuales repeti-ciones. Podemos presumir que hay mucho que examinar, ya quela primera constelación toma su forma del interior del marxis-mo, de un marxismo auténtico en la fidelidad a la inspiracióncrítica de Marx; mientras que la segunda hace lo propio desde elexterior del marxismo, en un impulso de redescubrimiento de lopolítico que podríamos calificar como maquiaveliano.

— En segundo lugar, analizar los problemas, es decir, circuns-cribir los horizontes teóricos y prácticos en los que quedan delimi-tadas las dos constelaciones. De lo que se colige, fácilmente, quepodemos esperar encontrar una diferencia sensible entre una in-terpretación crítica del totalitarismo pensado desde el comunismo—o, más exactamente, de la socialización acabada— y una inter-pretación que se fija como proyecto radicalizar la crítica, una radi-calización que comporta una reelaboración, no desde la perspecti-va de la democracia, sino desde la de la revolución democrática.

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En diferentes ocasiones, el propio Lefort ha descrito su itinera-rio, insistiendo, cada vez, en el replanteamiento teórico de comien-zos de la década de 1960, una vez consumada la ruptura con Socia-lisme ou barbarie, que se produjo en 1958. No ha vuelto a hacermención de una nueva conceptualización del totalitarismo. Másque insistir en la cuestión de la continuidad y la discontinuidad,bastaría la constatación de la persistencia de la crítica del totalita-rismo y, simultáneamente, las variantes teóricas; bastaría, para estepropósito, retener la siguiente afirmación de Cl. Lefort: «Mis anti-guos análisis me han otorgado el poder de rebasar sus límites».3

A lo dicho, añadiría que la cuestión del totalitarismo y de suconcepción crítica es un excelente observatorio para comprendereste itinerario. Es necesario corroborar esta apreciación de unintérprete que saluda en la última obra de Cl. Lefort, Écrire àl´épreuve du politique, una evolución de su tradición de pensa-miento de origen, la fenomenología, a la tradición crítica. Por loque a mí se refiere, prefiero dedicarme (y en esta tarea estoy auxi-liado, felizmente, por la cuestión del totalitarismo) a repasar unitinerario de pensamiento político e, indisociablemente, filosófi-co, que tendría su origen en la crítica de los análisis de Trotkskisobre la URSS y su desembocadura en un redescubrimiento deMaquiavelo, bajo el signo de la división originaria de lo social ydel nexo entre la ley y el deseo, siempre irreprimible, de libertad.

Así, tenemos dos estados de conceptualización:

— La primera constelación comprende, principalmente, elensayo: «Le totalitarisme sans Staline» (Socialisme ou barbarie,n.º 14, julio-septiembre de 1956), que precede, por poco, a larevolución de Hungría. Un grupo de textos gravita en torno aeste ensayo fundamental en el que se condensa la problemáticade este período —la del marxismo antiburocrático. Podríamosubicar este primer conjunto entre «La contradiction de Trotski»y «Le problème révolutionnaire» (les Temps modernes, diciem-bre de 1948-enero de 1949) y «Qu´est-ce que la bureaucratie?»,Arguments, n.º 17, 1960) que, como el propio Lefort reconoce,representa un momento decisivo en su itinerario.

— La segunda constelación se compone de una serie detextos mucho más recientes, inaugurada por Un homme en

3. Ibíd., p. 13.

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trop,* publicado en 1976. Conviene subrayar que, entre 1960 y1976, a excepción del ensayo referido a la ideología, no consa-gra ningún texto al totalitarismo; como si, hasta esta últimafecha, se tratara de una cuestión determinada. En cambio, entre1976 y 1980 se sucede una serie de textos (cinco exactamente),motivada por los acontecimientos de Polonia y la llegada alpoder de la izquierda, textos que serán recuperados enL´Invention démocratique, publicado en 1981, con el subtítulode Limites de la domination. A todo ello habría que sumar elensayo crítico dedicado a Orwell, «Le Corps interposé» (PasséPresent, n.º 3, 1984).

El intérprete está bien provisto para comprender, de la mejormanera posible, la evolución entre estas dos constelaciones, pues-to que Cl. Lefort ha brindado al público textos de «auto-análisis»en los que, él mismo, ha intentado re-pensar su propio recorri-do, esforzándose por subrayar los puntos de ruptura y el surgi-miento de nuevas preguntas. Así, podríamos citar la advertenciafinal a Éléments d´une critique de la bureaucratie, de 1971, recu-perada en 1979, en la segunda edición y bajo el título de Nouveauet l´attrait de la répétition; la entrevista con el Anti-mythes (n.º 14,abril de 1975); la nota final a la nueva edición de Éléments d´unecritique de la bureaucratie (1979); «L´image du corps et le totali-tarisme» (Confrontations, 1979); «Philosophe?» (1985). Y, todoello, a la sombra de esa inmensidad que es Travail de l´oeuvreMachiavel (1971).

Totalitarismo, burocracia, revolución

Sabemos (pero, ¿lo sabemos realmente?) que el proyecto deSocialisme ou barbarie se articuló en torno a una crítica de lastesis que, sobre la naturaleza social de la URSS, enunciara Trot-ski en La revolución traicionada; tesis que, en cuanto tales, cons-tituían la plataforma de la «oposición de izquierda» y, posterior-mente, de la IV Internacional. A tenor de estos principios, la URSShabría sido un «Estado obrero degenerado», es decir, un Estado

* Ed. española Cl. Lefort, Un hombre que sobra. Reflexiones sobre El ArchipiélagoGulag, Barcelona, Tusquets, 1980. [Nota de los T.]

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que, desde el punto de vista socio-económico, descansaba sobrefundamentos socialistas, pero cuyo aparato político habría sidoacaparado por «una casta parásita», la burocracia que dominaal proletariado. De ahí la degeneración. Desde el punto de vistapráctico, se seguía que la tarea a alcanzar no era la de la revolu-ción social, sino la de la revolución política destinada a liberar alproletariado de la dominación burocrática.

La aportación de Socialisme ou barbarie hace referencia acuatro cuestiones fundamentales:

— La refutación de la tesis de las bases socialistas de la URSS.Partiendo de la distinción esencial entre el régimen jurídico dela propiedad y las relaciones de producción, C. Castoriadis, enun artículo seminal —«Les rapports de production en URSS»—demostraba que la nueva formación social aparecida en URSSni era socialista, ni suponía un regreso al capitalismo clásico;sino un capitalismo burocrático que generaría una nueva divi-sión social entre dirigentes y ejecutores.

— La refutación de la identificación de la burocracia con unacasta parásita. La constitución de esta nueva sociedad, capitalismode Estado, según Lefort, iría de concierto con la formación de laburocracia en cuanto nueva clase social dominante. Desde esta pers-pectiva, quedaba por resolver, con relación al marxismo, la cuestiónde la génesis de esta clase y de las condiciones que la propiciaban.

— La refutación del proyecto práctico. No se trataría tantode derrocar la casta parásita que sería la burocracia medianteuna revolución puramente política, como de efectuar un verda-dera revolución social destinada a destruir esta nueva clase do-minante y abolir la nueva división dirigentes/ejecutores.

— La refutación de la identificación del totalitarismo comorégimen político característico de la burocracia como casta pa-rásita. De la misma fuente de la que surgía la hipótesis hetero-doxa, según la cual, tras la estela de las revoluciones obreras ycampesinas, no aparecía la sociedad sin clases anunciada porMarx, sino una nueva forma de división social sui generis, seprecisaba la idea de que totalitarismo sería el nombre que mejorse ajustaba a esa nueva forma de sociedad.

De esta forma, en el marco de una reflexión sobre la natura-leza social de la URSS y, siendo más ambiciosos, de una reinter-

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pretación del proyecto revolucionario a partir de la naturalezade la producción moderna, Cl. Lefort, en el grupo Socialisme oubarbarie, asume la misión de reflexionar sobre el totalitarismo.

Volvamos al texto de 1956, «Le totalitarisme sans Staline». Elmovimiento de este ensayo va de una definición mínima del fe-nómeno totalitario a una definición máxima; definición que ven-dría a anular las anteriores, en el sentido de que las incluiría.Una definición mínima podría inducir al intérprete a tomar, equi-vocadamente, la parte por el todo.

Una primera definición del totalitarismo, cuyo horizonte crí-tico vendría a refutar la pseudo-explicación del estalinismo apartir del culto a la personalidad, distinguiría tres rasgos funda-mentales:

— La concentración de todas las funciones políticas, econó-micas, sociales, jurídicas, culturales, etc., en una sola autoridad.

— La imposición de un modelo de dominación, bajo controlde la dirección, a todas las actividades.

— El control de los individuos y los grupos por eliminaciónfísica de todos las formas de oposición.

A decir verdad, lo que se designa como «un entramado decaracterísticas» es de tal extensión, que acaba por componerun sistema. También se afirma, desde el principio del análisis,que «es rigurosamente absurdo separar la actividad políticade la vida social total».4 Muy pronto aparece en el texto «laidea de la sociedad totalitaria».

La interpretación del totalitarismo como «fenómeno socialtotal» no debe ocultar la función específica que, en su constitu-ción, juega una instancia propiamente política, a saber, el parti-do. De aquí se deriva una segunda definición que insiste en larelación esencial entre el estalinismo y el partido totalitario: «[Elestalinismo] se confunde con el advenimiento del partido totali-tario», escribe Lefort. Hemos de entender que, en el interior delpartido, se efectúa la concentración de poderes; concentraciónque no aparecía en la primera definición y que justificaría laidentificación del partido con el Estado, e incluso, el surgimien-

4. Cl. Lefort, «Le totalitarisme sans Staline», Éléments d´une critique de la bureau-cratie..., op. cit., p. 158.

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to del partido-Estado. Ésa es la forma que domina todas las ins-tituciones y se desarrolla al margen de todo control. Librémonosde simplificar esta tesis. Cl. Lefort navega, con precaución, entredos escollos, el politismo, de un lado, y el economicismo, de otro.

Se sitúa al margen del politismo, por cuanto el intérprete del«Totalitarismo sin Stalin» se toma la molestia de precisar que elpartido totalitario, «ese aparato político [que] se subordina di-rectamente al aparato de producción»,5 no es un deus ex machi-na que daría forma a la realidad histórica en una suerte de vacui-dad social. El aparato político del partido puede subordinarsedirectamente al aparato de producción en la medida en que lanaturaleza de la producción moderna —su orientación a la con-centración— requiere, suscita, un aparato político.

Se sitúa al margen del economicismo, ya que esta correla-ción entre el partido y la producción moderna no es sinónimo dedeterminación. Ni el partido determina ya la producción moder-na ni la producción determina la existencia y la forma del parti-do. El intérprete se rebela contra la tesis del partido-efecto, o delpartido-reflejo, contra una reducción del partido a una simpleinstrumentalización del aparato de producción moderno. «Nidemiurgo» —el error del politicismo— ni instrumento —el errordel economicismo— «el partido debe ser comprendido en cuan-to realidad social».6 Consideramos que la imaginación sociológi-ca debe dejar un lugar a la opción social, la opción de abolir lascontradicciones del pre-estalinismo entre los medios utilizadosy los fines invocados, la opción por cierta institución de lo social.Interesado en dar su lugar a la noción de acto, Cl. Lefort ve en elpartido totalitario «un medio en el que se imponen las necesida-des de una nueva gestión económica y se elaboran activamentelas soluciones históricas».7

Esta concepción del partido como «realidad social» abre laposibilidad de una definición máxima del totalitarismo. En efec-to, si el analista fija su atención en la función histórica del totali-tarismo, las definiciones hasta ahora propuestas —el régimenpolítico, la intervención de un partido de nuevo estilo— se reve-lan insuficientes y reductoras. Es necesario saber reconocer en

5. Ibíd., p. 174.6. Ibíd., p. 175.7. Ibíd.

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el estalinismo al agente de una formidable convulsión social quepractica una doble exclusión del poder (frente los antiguos amosde la producción) y de control social (frente al proletariado). Enparalelo a esta expropiación, surge una nueva clase dominanteque acapara las tareas de dirección de la nueva sociedad. La apor-tación de la definición máxima es la siguiente: el totalitarismo secorresponde con la emergencia histórica de una nueva forma desociedad —la sociedad totalitaria como formación social sui ge-neris. La esencia del totalitarismo es un modo de socializaciónoriginal, inédito, en relación con la estructura de la produc-ción moderna, y que instaura una nueva división social bajo laaparente negación de esa división.

Tres características definen el modo de socialización totalitaria:

— Una tendencia a la integración social absoluta.— La imposición de un sistema normativo hegemónico.— Una sociedad de control total.8

Más que anular las definiciones precedentes, la definiciónmáxima ejerce un efecto crítico que repercute sobre cada una deellas. Aún resulta más difícil circunscribir el totalitarismo, encuanto modo de socialización, a una forma de régimen político.El totalitarismo encierra, en sí mismo, una paradoja específicade la política totalitaria: teniendo por manifestación una politi-zación extrema de todos los ámbitos —de donde se deriva laacusación de una excrecencia monstruosa del poder político—el totalitarismo desemboca en una desaparición de lo políticocomo esfera separada. Lo mismo podría decirse sobre el parti-do. La definición del totalitarismo como modo de socializaciónexige pensar la heterogeneidad del partido totalitario en rela-ción a otras formas de partido aparecidas en la modernidad.

La complejidad y «la estructura de muñeca rusa» de esta teori-zación muestran que sólo se puede pensar rigurosamente el tota-litarismo, sin pretender encontrar una determinación de últimainstancia, tejiendo y entrecruzando, sin cesar, tres hilos: el del ca-pitalismo de Estado, el del partido totalitario y el de la burocracia;intentando aprehender las interrelaciones entre cada una de tresdimensiones, el juego cruzado de sus lógicas internas.

8. Ibíd., p. 190.

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Podemos preguntarnos, legítimamente, por las razones queindujeron a Cl. Lefort a pasar de la primera a la segunda conste-lación. Este paso no significa, en ningún caso, abandono. Es in-dudable que, para el analista de 1981, el hecho totalitario estásiempre ahí, masivamente presente, con su constante exigenciade interpretación y, para reconocerlo en su especificidad, es ne-cesario luchar contra múltiples obstáculos: la «utopía trotskis-ta», la negación del hecho por parte de los diferentes partidoscomunistas —recordamos la célebre frase «el así llamado fenó-meno totalitario»— y la ceguera de los socialistas, incapaces deelaborar un análisis un poco coherente.

Esta perseverancia en la crítica se acompaña, sin embargo,de un cambio de perspectiva conceptual y de horizonte político.

A comienzos de la década de 1960, Cl. Lefort pone en cues-tión el concepto mismo de revolución. En efecto, acaso no setrata de una ilusión que descansa en la creencia en una rupturaradical entre el pasado y el futuro, un momento absoluto y privi-legiado en el que se haría presente el sentido de la historia. Estacrítica al monismo se une al rechazo de encerrar toda la historiaen los límites de una clase singular. Ruptura manifiesta con laconcepción marxiana de la clase obrera, según la cual, dicha cla-se sería el agente histórico que condensaría y concentraría todaslas alienaciones; sólo ella susceptible, merced a la quiebra totalde la alienación, de acceder, y hacer acceder a la humanidad, auna liberación radical. Al mismo tiempo, Cl. Lefort, en sus en-frentamientos con C. Castoriadis, profundiza en la crítica de laidea de la dirección revolucionaria y se esfuerza por provocar laaparición del conjunto de representaciones a las que se adhiere;especialmente, la de la organización. También rompe con la creen-cia en una fórmula general de organización de la sociedad, enuna «solución», sea cual sea, que alimente la idea de una matrizde lo social; entendiendo lo social como una materia que hayque organizar, producir, configurar.

Lejos de abandonar la crítica de la burocracia, Cl. Lefort pro-fundiza en ella al actualizar todas las representaciones políticasque fomentan esta nueva forma de dominación. Sin embargo,no podríamos deducir de este conjunto crítico la tesis de que larevolución llevaría, necesariamente, al totalitarismo —Lefort dejaesta simplificación a los que reconocen el terreno. Su trabajocrítico es mucho más serio y sutil; a decir verdad, más que con-

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denar para siempre la idea de la revolución, se trataría de refor-mular en plural y de encontrar, al mismo tiempo y en otras for-mas, la exigencia de autonomía que ha arruinado la imposicióndel modelo bolchevique. Dentro del movimiento que sirve a Le-fort para orientarse hacia una crítica democrática, de inspira-ción libertaria, de los proyectos modernos de emancipación, elautor pretende fijar los lugares de comunicación posible —y, portanto, de deslizamiento— entre ciertas representaciones revolu-cionarias y la experiencia totalitaria. Esta contigüidad paradóji-ca, que no es una fatalidad, sino un fenómeno social, podemoscomprenderla mejor si, por un momento, recuperamos la visiónque se ofrecía del totalitarismo en el texto de 1956. La fuerza y laoriginalidad del análisis de Lefort se debe al hecho de que piensael totalitarismo desde el punto de vista del comunismo, o mejordicho, por comparación con el comunismo. Lejos de hacer deltotalitarismo una figura monstruosa de la dominación que re-mitiría a motivaciones psicológicas, o a los efectos de la técnica,Lefort percibe una forma de socialización sui generis de la quesólo se puede aprehender la esencia o la lógica interna por larelación que ella misma mantiene con el comunismo. Lefort es-cribe: «podemos decir que [el totalitarismo] es el reverso del co-munismo. Es la alteración de la totalidad efectiva».9 Acertadafórmula que podríamos aproximar a la de Horkheimer en «ElEstado autoritario» (1942): «El capitalismo estatal parece a ve-ces casi una parodia de la sociedad sin clases».10 Alteración, pa-rodia del comunismo, todo ello significa que, en el totalitarismo,existen dos movimientos inextricablemente mezclados, sociali-zación y degradación; fracaso de la socialización en la medidaen que este movimiento hacia la socialización se tropieza conuna nueva división capital/trabajo, con la lógica implacablede una nueva sociedad de explotación. Sigamos un poco más decerca el análisis: la socialización degenera en unificación de lascreencias y de las actividades, la creación colectiva en pasividady conformismo, la búsqueda de la universalidad en estereotiposde los valores dominantes. Trabajando, por otra parte, en el des-cubrimiento de «las exigencias positivas a las que viene a res-

9. Ibíd., p. 191.10. M. Horkheimer, «El Estado autoritario», en Sociedad en transición: estudios de

filosofía social, Barcelona, Península, 1976, p. 119.

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ponder el totalitarismo», Lefort accede a una forma superior dela crítica que supera, con mucho, la tesis de la mentira o de lamanipulación instrumental para llegar a la de la ilusión, dar cuen-ta de su génesis, aceptar (aunque ello nos parezca de un raciona-lismo político estrecho) que los dominados son parte activa de lailusión totalitaria. Ésta es, a juicio de Lefort, la función radical-mente nueva del partido: la de agente de la alteración. Al partidocorresponde retomar las órdenes del comunismo, como proyec-to histórico de reapropiación de la comunidad humana, reem-prender la tarea de abolir todas las distinciones característicasdel mundo burgués —distinción entre campo-ciudad, entre tra-bajo intelectual y manual, entre la vida del Estado y la cotidia-neidad, etc.—, de abolirlas o, mejor dicho, de pretender abolir-las; ya que, incluso abolidas, estas distinciones se reinstauran yse alzan, siempre potentes y extrañas, frente a los miembros deesta nueva sociedad totalitaria. En cuanto al origen de esta alte-ración, todo sucede como si, por mediación del partido, la socie-dad totalitaria se constituyera antes de la revolución (lo que seríauna revolución social anti-burocrática que destruiría la nuevadivisión dirigentes-ejecutantes denunciada, en 1917, por muchosgrupos, tales como Oposición obrera), como si existiera despuésde la revolución; jugando todo el tiempo con el señuelo que en-traña la confusión entre la revolución hecha (la de la burocracia)y la revolución por hacer (la revolución del proletariado).

Ante esta encrucijada, este nido de confusión, entendemosmejor la economía del Terror que, frente a lo insuperable en elmarco existente de la nueva explotación, se afana por invocar elperíodo transitorio para confundir el antes y el después, paraengendrar la confusión entre la lógica de una sociedad reaccio-naria en todos los planos y la de una sociedad revolucionaria instatu nascendi. En este sentido, el Terror funciona como un sus-tituto de lo que podría ser la espontaneidad colectiva de unasociedad que se constituye en la experiencia de una revoluciónauténtica, es decir, de una revolución que, destruyendo cualquiernueva forma de división social, permitirá a sus participantes ac-ceder a la autonomía. Y es aquí, precisamente, donde radica laalteración del comunismo que, por medio del velo de la ilusión,se erige en el secreto del atractivo innegable, formidable, que lanueva sociedad ejerce sobre miles de conciencias imbuidas deldeseo de revolución, del deseo de superar la división; como si el

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deseo de revolución aunara, en este nuevo universal concreto, la«necesidad de filosofía».

Este análisis de la tesis de la alteración nos permite circuns-cribir, de la mejor manera posible, el núcleo esencial de la transi-ción entre las dos interpretaciones del totalitarismo.

Resulta evidente que, en 1956, la denuncia de la parodia ge-nera, casi necesariamente, la exigencia de verdad; la reivindica-ción de una verdadera socialización, es decir, el socialismo defi-nido como gestión colectiva de los medios de producción. Encuanto se abandona el binomio parodia/verdad, la sospecha tam-bién se ve afectada. En 1956, se trata de poner en cuestión elmodo en el que se efectúa el proyecto —el ejercicio burocrático dela socialización y su confiscación en provecho de una nueva cla-se dominante—; posteriormente, el proyecto mismo de sociali-zación será rechazado y criticado, en cuanto responsable de ladesaparición de las diferencias entre la sociedad civil y el Estadoy, más allá, de toda división interna de la sociedad. De ahora enadelante, el problema no es el de distinguir entre una socializa-ción auténtica y un simulacro de socialización; sino el de mante-ner la distancia respecto a cualquier intento de borrar o superarlas diferencias que manifiesta lo social, de romper con la ilusiónde una realización de lo social. Volviendo a la ruptura con Socia-lisme ou barbarie, Lefort escribe en 1979: «Considero que la ideade una unificación inminente de todas las prácticas, de una so-cialización acabada, está estrechamente conectada al mito deuna indivisión, de una homogeneización, de una transparenciainterna de la sociedad, de la que el totalitarismo mostraría susestragos, pretendiendo inscribirla en la realidad».11

Este redescubrimiento, esta revalorización de la distinciónen el seno de lo social no significa, en ningún caso, el retorno a ladistinción sociedad civil/Estado, característico del capitalismoburgués, una redefinición de esta distinción y de las que se danentre las diferentes esferas de lo social —política, económica,jurídica, cultural, etc.— tal y como se manifiestan y desarrollanen el seno del universo democrático. La modernidad no es uná-nimemente capitalista, también está conformada por la revolu-ción democrática que pone en marcha, sin fijarla en institucio-nes rígidas, una diferenciación de las esferas de lo social, irredu-

11. Cl. Lefort, Éléments d´une critique de la bureaucratie..., op. cit., pp. 10-11.

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cible al estado de hecho del capitalismo. Se reafirma, en apoyode este movimiento, la autonomía de la democracia en cuantomodo de socialización original. Es decir, se considera ilegítimoel intento de proyectar la historia de la democracia sobre la delcapitalismo, mientras que la burguesía no ha dejado de lucharcontra los efectos de la sociedad a cuyo nacimiento ha contribui-do. Se trata de arruinar la expresión de «democracia burguesa»,de hacerla estallar al reenviar cada uno de los dos términos ha-cia una historia propia y, lo suficientemente compleja, como parapoder mezclarse sin confundirse.

El horizonte político se revela radicalmente diferente: la crí-tica no se enuncia ya desde el punto de vista del comunismo encuanto reapropiación de la comunidad humana; sino desde elpunto de vista de la democracia o, más exactamente, de la revo-lución democrática.

Se puede decir lo mismo de las modificaciones conceptualesque se observan a dos niveles:

— Distancia frente al comunismo; pero, también, distanciafrente al marxismo. Esta nueva teorización del totalitarismo seapoya en un redescubrimiento filosóficamente fundado de lopolítico, que se reivindica (aunque, dada la importancia acorda-da al partido, no podamos hablar de una sobreestimación de lopolítico en la primera teorización) en relación con la divisiónoriginaria de lo social. Distancia en relación al marxismo al quese le reprocha, por una parte, haber pensado lo político comoalgo derivado, fuera cual fuera la voluntad de introducir media-ciones en la aproximación a lo socio-histórico y, por otra, nohaber sabido pensar el conflicto —frecuentemente reducido auna dimensión puramente empírica— más que como algo histó-ricamente provisional. No en vano, según la perspectiva marxia-na, el conflicto de la sociedad de clases estaba destinado a des-aparecer en la sociedad sin clases.

— Podríamos hablar de un cambio de objeto: la nueva críticadel totalitarismo, es decir, la hipótesis (de origen muy complejo)de la imagen del cuerpo tal como aparece, desde 1976, en Unhombre que sobra y que se desarrolla, plenamente, en el texto de1979, pretende responder a la cuestión fenomenológica del cómo.¿Cómo se presenta, se manifiesta, la lógica de la indivisión en eltotalitarismo, a través de qué vías lo hace, cuáles son las repre-

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sentaciones que se utilizan para darle respuesta?; más exacta-mente, ¿cuál es la matriz de todo esto?

Se sigue que, para dar razón de la segunda teorización, con-viene no precipitarse con la hipótesis de la imagen del cuerpo,sino dar el rodeo que lo hace posible, a saber, la cuestión de ladivisión originaria de lo social.

El momento maquiaveliano y la crítica del totalitarismo

¿Qué es lo que hemos de entender cuando colocamos la se-gunda crítica del totalitarismo bajo el signo del «momento ma-quiaveliano»?

Esta expresión remite a la magistral obra de J.G.A. Pocock,El momento maquiavélico,* quien, a partir del resurgimiento delrepublicanismo en Italia, deriva una tradición filosófica y políti-ca que va del humanismo cívico florentino hasta la fundación dela República americana. A nuestro juicio, el recurso a esta cons-telación singular se justifica por cuanto se acepta la hipótesis deuna transposición del momento maquiaveliano a nuestro tiem-po. Retomemos sus elementos constitutivos al objeto de com-prenderlos mejor.

— La revalorización de la vita activa por parte de los huma-nistas, en oposición al privilegio cristiano que se acordaba a lavita contemplativa, se corresponde con el redescubrimiento de lacosa política y también contra la reducción o la negación mar-xista de la política, que redujo a ésta a la condición de elementosegundo y derivado de la infraestructura económica.

— El ideal republicano que opone la forma republicana a laforma imperio respondería a la definición de la revolución de-mocrática como elemento constitutivo del mundo moderno y ala reformulación del proyecto democrático a partir de una opo-sición susceptible de conocer distintas interpretaciones de lademocracia y el totalitarismo.

* J.G.A. Pocock, El momento maquiavélico. El pensamiento político florentino y latradición republicana atlántica, México, F.C.E., 2002 (ed. original en inglés, The Machia-velian Moment, Princeton University Press, 1975). [Nota de los T.]

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— La república, capaz de materializar, con su intento de crearun orden humano, la finitud temporal, frente a la escatologíacristiana, se correspondería con la determinación, por parte delos pensadores de lo político, de rechazar el historicismo mar-xista al objeto de redescubrir el tiempo de la praxis, el tiempo dela acción política.

Esta transposición vendría a reforzar una hipótesis suplemen-taria, en virtud de la cual, existiría, en el seno de nuestra moder-nidad política (al menos, a nivel del pensamiento de lo político),una suerte de fatalidad de la filosofía política, a un tiempo, don ycastigo, que conduciría a quienes plantean la cuestión de lo polí-tico a encontrarse con Maquiavelo, o, más exactamente, a em-prender un camino que les llevaría a una crítica de Marx o delmarxismo, a una relectura presente de Maquiavelo, una relectu-ra del presente. La apertura de un itinerario complejo de Marx aMaquiavelo y de Maquiavelo a nosotros se debería al hecho deque algunos entenderían que aquello que su pasión política leshabía impulsado a buscar en Marx —un pensamiento del con-flicto a través de la doctrina de la lucha de clases, una determi-nación del campo político como espacio del surgimiento de lalibertad— se hallaría, de una forma mucho más radical, en Ma-quiavelo, en la medida en que, para éste último, la cuestión polí-tica no estaría destinada a desaparecer con el advenimiento deuna sociedad sin clases; sino a ser pensada y planteada comoconsustancial a la «condición humana». Muchos han sido losque han tomado esta vía: Simone Weil, con su obra Oppressionet liberté; H. Arendt que, en distintas obras, ha analizado las rela-ciones entre Marx y Maquiavelo; Merleau-Ponty, cuya duda so-bre la condición política del hombre se nutre de un diálogo ince-sante con Maquiavelo; finalmente, Claude Lefort, el primero enquien podemos seguir las diferentes etapas de este camino.

¿Qué Maquiavelo hallamos en este último autor? Si observa-mos en Claude Lefort el movimiento general descrito con ante-rioridad, pero aún más acentuado y fundado que en otros pensa-dores, conviene precisar, una vez reconocida la relación críticacon Marx, que, para él, no sería prioritario orientarse hacia elrepublicanismo a través de Maquiavelo —tendencia que podríaatribuirse a Pocock y a Skinner—, sino mostrar cómo el nombrede Maquiavelo hace referencia a la división originaria de lo so-

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cial. Para un pensamiento pre-marxista, la fuerza de Maquiavelono estaría relacionada con su preferencia por la república —¿dón-de estaría, en este caso, su vigor crítico en relación a Marx?—sino con el nexo que establece entre la división y la instituciónpolíticas. Así, en el Travail de l´oeuvre, que interpreta a Maquiave-lo, especialmente el cap. IX del Príncipe y el cap. IV de los Discur-sos, Lefort insiste en la división del deseo en la ciudad; por el ladode los señores, el deseo de oprimir, de mandar; por el lado delpueblo, el deseo de no ser gobernado, de no estar sometido a losseñores, el deseo de libertad. «Debemos concluir, en efecto, que elorden de la Ciudad exige la expansión del deseo de los hombres,en un doble movimiento en el que dicho deseo se opone a sí mis-mo; que este orden no resulta de una represión del deseo, merceda la instancia de la razón, sino de la emergencia de la división... yque se instauran, de una sola vez, potencia, ley y libertad».12 Comosubraya Cl. Lefort, Maquiavelo crea una nueva concepción de laejemplaridad de Roma, que rompía con la opinión clásica quecompartía la juventud republicana de Florencia; para quien lagrandeza de Roma tenía su origen en la sabiduría de su constitu-ción republicana, gracias a la cual, se habían contenido los de-seos de la multitud y había sido posible el reinado de la unidad.Por el contrario, Maquiavelo hace de la discordia, de la desunióninterna —la lucha entre el Senado y la plebe— el espacio, la fuen-te misma de la libertad romana. «Sostengo que quienes conde-nan los tumultos de la nobleza y la plebe condenan la que fuecausa primera de la libertad romana, dejándose afectar más porlos ruidos y los gritos que por los beneficios que producen».13

A decir verdad, se plantea otra versión del momento maquia-veliano. Si Pocock ponía el acento en la ruptura entre Maquiave-lo y el humanismo cívico, Cl. Lefort interpreta de manera muydistinta la elección del autor de los Discursos. Para éste último,la grandeza de la República tenía su origen en su capacidad paraacoger el conflicto, para permitir la desunión entre el partido delos señores y el partido del pueblo, para vivir en el clima agitadode los tumultos, para inclinarse por el acontecimiento antes quepor el sueño de la estabilidad. Todo ello engendraría las «buenas

12. Cl. Lefort, Travail de l´œuvre Machiavel, París, Gallimard, 1972, p. 480.13. Citado por Claude Lefort en Écrire. À l´épreuve du politique, París, Calmann-

Lévy, 1992, p. 144.

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instituciones».14 De estas características de la división y de lalibertad política se desprende otro concepto de ley que remitiría,no a la idea de medida, sino a la de la desmesura del deseo delibertad, el deseo del pueblo, deseo de ser y no-deseo de tener.Para Maquiavelo, la multitud, desde este punto de vista, se reve-la más sabia y constante que el príncipe.

Ciertamente, Roma ya no está en Roma; pero, como nos haenseñado Cl. Lefort en sus análisis del totalitarismo, el deseo deunidad, tan equívoco en un Estado, no habría perdido ni un ápi-ce de su atractivo.

En el caso de Lefort, la recuperación de Maquiavelo es, tam-bién, la recuperación de un pensamiento de lo social bajo el signodel conflicto, de la división. Ahora bien, bajo el manto de Maquia-velo, se insiste tanto en la quiebra característica de toda ciudadhumana como en el redescubrimiento de lo político; no tanto porsu autonomía como por su función de instituir lo político en larelación que mantiene con la división originaria de lo social.

En el texto publicado con Marcel Gauchet,15 Cl. Lefort se alzacontra una revalorización relativa de lo político, tal como lo po-dría llevar a cabo quien estuviera preocupado por introducir me-diaciones —pensamos en el texto de L. Althusser, «Contradictionset surdétermination»— porque, bajo el manto de la «sobredeter-minación» se mantiene, en última instancia, el carácter determi-nante de lo económico. Lo que se afirma, siguiendo una líneaque va de Maquiavelo a Rousseau, es el carácter no derivado delo político; al tiempo que se denuncia todo intento, por sofistica-do que sea, de replegar lo político sobre lo económico, con elpropósito de disimular mejor «el fundamento propio que en-cuentra, en lo social, la institución de un sistema de poder».16 Ellugar de inscripción de un sistema de poder se plantea como unapregunta: «La pregunta que hace de lo social su origen. La lógicaque organiza un régimen político, más allá del discurso explícitoen él, en un principio, lo aprehendemos, es la de una preguntaarticulada con el interrogante abierto por el acontecimiento, enel advenimiento de lo social como tal. Una sociedad, a través de

14. Ibíd., pp. 144-145.15. Cl. Lefort, M. Gauchet, «Sur la démocratie: le politique et l´institution du so-

cial», Textures, 1971/2-3, pp. 7-78.16. Ibíd., p. 8.

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sus formas de reparto del poder, confirma el hecho de que allídonde exista sociedad, habrá de aparecer lo social».17

Lo dicho con anterioridad podría traducirse en otra preguntareferida al enigma de lo social: ¿Por qué existe lo social antes quela nada? Como si toda manifestación de lo social, toda apariciónde lo social estuviera, al mismo tiempo, asediada, habitada por laamenaza de la disolución; «la amenaza de pérdida de sí que habi-ta lo social —amenaza consustancial al ser de lo social».18 Ésa es lacuestión a partir de la que se instituiría todo régimen político y ala que, en su singularidad, intentaría responder. Aquí es dondehallamos la división del deseo señalada por Maquiavelo. La expe-riencia de esta división es la que permite a lo social remitirse, pa-radójicamente, a sí mismo; la que hace posible que aparezca comotal, sin poder disociarse de su manifestación. ¿No podría conside-rarse —aunque sólo sea para comprenderla mejor desde un puntode vista pedagógico— esta división originaria de lo social, a nivelsimbólico y a nivel de una ontología de lo social —de un pensa-miento del ser de lo social— como la transposición de la teoríakantiana de la insociable sociabilidad? En Ideas para una historiauniversal en clave cosmopolita (IV Proposición), Kant escribió:«Entiendo aquí por antagonismo la insociable sociabilidad de loshombres, esto es, el que su inclinación a vivir en sociedad sea inse-parable de una hostilidad que amenaza constantemente con disol-ver esa sociedad».19 En vez de invocar una lucha de tendenciasantagónicas, tal vez convendría más hablar de una oscilación ori-ginaria, consustancial al ser de lo social, entre «el intercambio y lalucha de los hombres», por retomar los términos de un antiguotrabajo de Cl. Lefort sobre Marcel Mauss. Intercambio y lucha delos hombres; la conjunción da cuenta de esta coexistencia prime-ra entre el nexo y la división: «Sólo el hombre puede descubrir alhombre que es el hombre, igual que sólo él puede poner esta ver-dad en peligro. Es promesa de humanidad o amenaza de aliena-ción. La fórmula spinozista, “el hombre es un dios para el hom-bre”, tiene su corolario negativo».20

17. Ibíd., p. 9.18. Ibíd.19. I. Kant, Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos

sobre Filosofía de la Historia, Madrid, Tecnos, 2001, pp. 8-9.20. Cl. Lefort, Formes de l´histoire. Essais d´anthropologie politique, París, Gallimard,

1978, p. 28.

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Desde esta perspectiva, se descarta toda representación delo social como totalidad masiva, compacta, plena, constituidapor un repliegue sobre sí misma —lo que incluye una crítica dela reciprocidad— y, por tanto, todo proyecto de totalidad ar-moniosa, reconciliada; pero también una representación de losocial como totalidad negativa, negatividad que habrá de en-tenderse como déficit provisional de lo social que está destina-do a coadyuvar al advenimiento de un social plenamente so-cial: la totalidad reconquistada y transparente para sí misma.Fenomenología de la sociedad que, ajena a la perspectiva dialéc-tica, no deja de explorar «la carne de lo social»: «un medio dife-renciado que se desarrolla a partir de su división interna, y sen-sible a sí misma en todas sus partes».21

De todo ello se deriva un nuevo pensamiento de lo político,libre de toda derivación. En efecto, la estructura política de unasociedad se hace inteligible en el análisis de la relación caracte-rística que una sociedad establece con el hecho de su existencia,a partir de la división que la constituye y que instituye.22

Recordemos brevemente esta conocida oposición para volversobre ella. La democracia se constituye en la aceptación, en laasunción de la división originaria de lo social. Esta forma de so-ciedad, este modo de socialización (cualquier definición en térmi-nos de régimen político es insuficiente) reconoce la legitimidaddel conflicto en su seno; como si la democracia fuera la socie-dad que deja libre curso a la pregunta que lo social no deja deplantearse, pregunta irresoluble y, de alguna manera, destinada aser interminable. Podríamos hablar de una experiencia desmulti-plicada del conflicto por cuanto la democracia, al tiempo que abre,hasta cierto punto, la expresión al conflicto de clases por medio dela instauración de mecanismos de luchas por el poder, instituyeuna división del poder y de la sociedad civil; ella misma, a pesar desus instituciones, espacio de conflicto permanente, puesto que cadauno de los polos siempre desea reducir la potencia del otro.

El totalitarismo se define, por el contrario, como ese modode socialización que procede de una fantástica negación del con-flicto, sea porque haya pretendido abolir la división, sea porqueprocure llevar a cabo un desgarramiento, concebido como histó-

21. Cl. Lefort, Écrire à l´épreuve du politique, op. cit., p. 71.22. Artículo de Claude Lefort y Marcel Gauchet en Textures, op. cit., p. 14.

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rico y reducible. Esta vocación universal, creadora de una lógicaidentitaria, asume la tarea de realizar la socialización y formarun poder exterior a lo social en un lugar desde el que cree poderacceder, por su posición de superioridad, a un dominio pleno delo social. Ésta es una de las múltiples paradojas del totalitarismoque, en la lógica del sistema, da paso a otra negación.

Es evidente que, cada una de las dos formas, en la medida enque una plantea la división como irreducible y la otra como re-ducible, se corresponde con una concepción y, por tanto, conuna institución diferente de lo social. Acaso la idea misma de unsocial enigmático no haría de la identidad misma de lo socialalgo enigmático, desafiando, para siempre, la definición que con-vendría a una entidad sustancial y estable. Siguiendo la lógicadel universo democrático, que se construye sobre la incertidum-bre, la movilidad (denunciada airadamente por Lamennais en elsiglo XIX) y la exposición a la diferencia, no es posible compro-meterse con la vía de un repliegue de lo social sobre sí mismo,con la plenitud; sino con un modo de existencia cuyo ritmo vienemarcado por una oscilación, esencialmente inestable, entre launión y la división. Formación y manifestación de las diferentesesferas de la sociedad, apertura a la exterioridad en la medida enque la democracia puede acoger una verdadera experiencia dealteridad, esta forma de sociedad a la que podemos añadir elsentido whitmanniano de la multiplicidad como proliferaciónmaravillosa de lo semejante y de lo diferente —coexistencia deactividades, de pasiones, de búsquedas, de temporalidades, delos ritmos más heteróclitos— sólo puede conducir, al margen de losfantasmas de la totalidad, a una experiencia de lo irreducible enla que vienen a confluir y fundirse una especie de descomposi-ción de lo social que se escapa a sí mismo y su indeterminación.

Este movimiento característico de la democracia, esta prue-ba renovada de la no-coincidencia consigo misma, de la descom-posición —lo que Cl. Lefort designa algunas veces como demo-cracia salvaje— puede suscitar movimientos contrarios, ya quealgunos de los individuos o de los grupos que la forman no pue-den soportar más las «turbulencias» del estar-en-sociedad de-mocrática. Ésa es la razón por la que el totalitarismo amenazasiempre en el horizonte —ninguna garantía institucional puedepreservarnos de ello. El totalitarismo ofrece el espejismo, aun-que no se viva como tal, de una definición de lo social y, en el

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proyecto de una adecuación a esta definición, el espejismo delacceso a un social plenamente positivo, sustancial, que coincide,por fin, con la superación de su descomposición. Los agentes delmundo totalitario poseen un conocimiento previo de lo social(plantear la división como reducible anula el enigma de lo so-cial), el conocimiento de su esencia y de su modo de actualiza-ción. Dichos agentes están en disposición de construir, gracias auna fórmula o una solución, un mundo que alcanzaría la pleni-tud de la existencia social al cerrarse sobre sí, en una perfeccióninmóvil, ya sea por la valoración de una naturalidad cualquiera,ya sea por la abolición de las clases antagonistas, hermosa tota-lidad que está llamada a permanecer tal.

El atractivo de este universo construido contra la incertidum-bre y la confusión democráticas parece residir en su capacidadpara terminar con las tormentas de la división y con la aberturade la indeterminación.

Para analizar esta segunda teorización podríamos hablar deun cambio de horizonte político, de un cambio de espacio con-ceptual. Ahora bien, en la teoría de Cl. Lefort, la democracia poseela virtud de aunar estos dos cambios. La audacia del pensamientodemocrático consiste en atreverse a confrontar el moderno pro-yecto de autonomía con los «irreductibles de lo político» —divi-sión originaria de lo social, pero también división del deseo delibertad, si aceptamos reconsiderar la hipótesis de la servidumbrevoluntaria, singularmente reactivada por la interpretación políti-ca y filosófica del totalitarismo. Ello no significa que el pensa-miento se resigne; muy al contrario, consciente de la inversión delproyecto moderno de la emancipación, no renuncia a ella, sinoque intenta re-pensarla abriendo la senda de la complicación.

Así, desde el punto de vista de la «invención democrática»—este movimiento característico de la sociedad moderna queplantea, de manera renovada, la diferencia de naturaleza en-tre régimen libre y tiranía— se replantea la crítica de la domi-nación. Queda por resolver, desde esta perspectiva novedosa ymás allá de la hipótesis del disfrazamiento del comunismo, lacuestión del funcionamiento interno del totalitarismo. Si el to-talitarismo es esa forma de sociedad moderna, y a pesar de lasseñas de arcaísmo que presenta, post-democrática y anti-de-mocrática —movilizada contra la invención democrática— quedescansa sobre la representación del pueblo-Uno, ¿cómo se

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construye esta representación? ¿Cómo se efectúa esta nega-ción de la división interna? Y es exactamente aquí, en este es-tadio de representación, en la cuestión del cómo, donde Cl.Lefort introduce la hipótesis de la metáfora del cuerpo, quetiene por ambición describir la lógica de identificación del to-talitarismo y explorar las figuras de la servidumbre voluntariaque en ella se manifiestan. En términos de Claude Lefort, aquípodría definirse el estatuto. Desde la filosofía política y en unarelación compleja con la tradición (porque no se trata sólo deuna recuperación de la teoría de los regímenes políticos), Clau-de Lefort sostiene que una sociedad se distingue de otra «poruna cierta configuración de la coexistencia humana», un pa-trón característico, de principios generadores, un modo sin-gular de institución de lo social. Configuración que se acom-paña, según el texto esencial de 1981, «Permanence du théolo-gico-politique?» («¿Permanencia de lo teológico político?»), deuna significación y una puesta en escena de las relaciones so-ciales que son, a un tiempo, una experiencia de la coexistenciahumana y una experiencia del mundo. Ahora bien, la metáfo-ra del cuerpo propia del totalitarismo es la figuración del es-quema que rige el orden social totalitario. La metáfora del cuer-po, constitutiva e indisociable de la configuración y la puestaen escena del totalitarismo, es, en primer lugar, la puesta enescena de la institución totalitaria de lo social, por la que lasociedad se da una casi-representación de sí misma; por ella, ya través de ella, el pueblo queda completamente figurado y sele atribuye una identidad sustancial que permite a lo socialcerrarse sobre sí mismo y ahoga la pregunta sobre sí que nodeja de habitarle.

Por el contrario, se comprende fácilmente que la democraciase sitúa del lado de lo infigurable, de lo irrepresentable —¿cómorepresentar lo carnal?—, puesto que gracias al rechazo mismode la figuración se preserva mejor la indeterminación de la so-ciedad democrática y la dimensión simbólica de lo social —sinque ningún imaginario venga a ocultarla. La institución demo-crática, como ninguna otra, expone, de forma cruda, la distin-ción y el juego de las articulaciones entre el polo del poder, de laley y del saber —lo que no significa que sea visible en lo socialempírico—; al tiempo que posibilita el desarrollo de la división ylos procesos de diferenciación.

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Retomemos, cuidadosamente, la hipótesis de Cl. Lefort al ob-jeto de no reducir su complejidad. La metáfora del cuerpo no esuna hipótesis integradora, sino que funciona a distintos niveles.

La lógica del sistema totalitario pone en evidencia «una ima-gen nueva del cuerpo social». No basta con definir el totalitarismocomo fantástica negación de la división interna, convendría aña-dir que esta negación se acompaña de la afirmación de la divisiónentre el interior indiviso —el pueblo-Uno— y un exterior repre-sentado como un otro maléfico. ¿Reubicación de la división? Setrataría más bien de la proyección de la división hacia lo que esteinterior indiviso plantea y produce como exterior. En este primernivel, la metáfora del cuerpo, por su idea de unidad, por la indivi-sibilidad que se le atribuye, permite trazar una frontera entre elinterior y el exterior. La primera dimensión hace referencia a laidentidad, a la integridad del cuerpo; la segunda, a todo lo quepuede causarle perjuicio. Se trata de reconocer que estamos anteun organicismo que funciona, simultáneamente, como un movi-miento de inclusión —la inserción en un Nosotros colectivo— ycomo un proceso de exclusión, de expulsión, que están, evidente-mente, conectados. En la medida en que el Nosotros se constituyecomo cuerpo, el otro maléfico, rechazado en nombre de la «profi-laxis social», es eliminado como desecho, daño o parásito, capazde corromper la salud del Nosotros.

Este movimiento ya había sido subrayado en Un hombre quesobra. Hace falta la imagen de este enemigo, de este otro parasostener la del pueblo unido, sin división. La operación que ins-taura la «totalidad» exige siempre la que suprime a los hombres«que sobran»; la que afirma al Uno impone la que suprime alOtro. Sin embargo, apenas se hacía mención del cuerpo; sinoque se interpreta la empresa de la «profilaxis social» descrita porSolzhenitsin como el fantasma «de un cuerpo aséptico». En todocaso, la nueva hipótesis es mucho más ambiciosa, ya que preten-de dar cuenta del imaginario totalitario y de su dinámica. Lametáfora del cuerpo es la imagen que la sociedad totalitaria sehace de sí misma como cuerpo —donde aparece ante sí mismacomo cuerpo—, es decir, el esquema gracias al que instituye laseparación entre el interior y el exterior. Podríamos hablar deuna doble génesis: por la determinación del interior, asegura suidentidad sustancial, su integridad, e incluso, su pureza; al ce-rrarse sobre sí misma, determina como algo propio lo que se

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encuentra en el interior de sus propios límites, de sus bordes. Enparalelo a la conquista de esta identidad, o contribuyendo a laconquista de esta identidad, se constituye a partir del rechazo deun exterior imaginario al que remite toda alteridad que amenacela negación de la división, el rechazo a la diferenciación; el espa-cio en el que expulsa todo lo que aparece como peligro de efrac-ción o de intrusión.

La ganancia no es poca. En este sentido, el término de géne-sis no es adecuado; a decir verdad, se trata de la institución con-tinuada de la sociedad totalitaria, porque la frontera no deja dedesplazarse, ni se paraliza ni se detiene el juego del interior y elexterior, puesto que dicho juego está en el doble movimientonecesariamente conjunto de inserción y exclusión. Por añadidu-ra, la función de la imagen del cuerpo desborda ampliamenteesta institución continuada de lo social mediante el estableci-miento de una separación entre el interior y el exterior. Podría-mos estar tentados de preguntarnos, sabiendo que la relacióncon la exterioridad no se puede ignorar jamás, por lo que ocurreen el interior. En este punto, la perspectiva de análisis se despla-za considerablemente, puesto que Cl. Lefort cuestiona, precisa-mente, a la ideología totalitaria, a partir de la que va a intentaruna «investigación» filosófica. En adelante, habremos superadola negación de la división; o, más bien, el intérprete asumirá latarea de seguir mucho más de cerca los desarrollos de la nega-ción de que se nutre la ilusión totalitaria. Dado que estamos ins-critos en la ilusión, lo que significa —además de la crítica de lastesis instrumentalistas y la consideración del deseo de los miem-bros de la sociedad totalitaria en la génesis de la ilusión— quelos agentes del sistema totalitario son ellos mismos presos de lailusión que contribuyen a crear, en un juego de representacionescuyo secreto se les escapa. Reino de las «ideas oscuras», de laconfusión —¿se trata del entrecruzamiento de los límites dela sociedad civil y del Estado— o, más bien, el reino de la no-contradicción? En la estela de la ilusión totalitaria, el principiode no-contradicción deja de estar vigente. A continuación, Cl.Lefort descubre dos no-contradicciones que aparecen en este ex-traño universo. De una parte, no existe contradicción entre larepresentación del pueblo-Uno, indiviso, y la del partido, para-dójicamente separado del conjunto social; de otra, no existe ven-taja entre la representación del pueblo-Uno y la del poder todo-

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poderoso, omnisciente, distinto de la sociedad y que culmina enla figura del Egócrata. Entendamos que lo que, en la efectividadsocial, introduce la división interna es percibido a través de laimagen que la sociedad totalitaria se da a sí misma como cuer-po, como algo no-contradictorio, como algo que no introduce ladiferencia, como algo que no alcanza a la indivisión proclama-da, afirmada. Pero, ¿podemos permanecer ahí, en el reino de lailusión? Sea como fuere, una explicación en términos de nega-ción resultaría insuficiente. Lo que queda al descubierto con eldescubrimiento de otra función de la imagen del cuerpo es lapuesta en marcha de un proceso dinámico, afirmativo, un pro-ceso de identificación generalizado, el despliegue, mejor aún, eldesencadenamiento de una lógica identitaria de tal naturalezaque, por medio de «ideas claras y distintas», introduciría la dife-rencia y, por tanto, la división, que se consideraría como algoidéntico, de suerte que la imagen del cuerpo ocultaría la diferen-cia e, incluso, la absorbería.

Tomemos el caso del partido. Según Cl. Lefort, las dos repre-sentaciones, la del pueblo-Uno y la del partido pueden coexistiren el universo totalitario, el partido no aparece, en su manifesta-ción misma, como algo dotado de una realidad particular. «Elpartido es el proletariado en el sentido de la identidad».23 Lo quepodría traducirse en una teoría renovada de los regímenes polí-ticos por la formulación siguiente: el totalitarismo es esta formade régimen lato sensu que tiene por principio la identidad, quefunciona con la identidad. El secreto de este principio identita-rio sería la imagen que esta sociedad se da a sí misma en cuantocuerpo, en la medida en que la imposición de la representacióncorporal en lo social tendría por efecto, jugando con la pertenen-cia al mismo cuerpo, borrar la diferencia, digerirla, hacer preva-lecer la identidad o la «mismidad» sobre todo origen de diferen-ciación. Puede decirse lo mismo por lo que se refiere a la repre-sentación del poder, que no comporta contradicción con larepresentación del pueblo indiviso. Precisemos que, en este últi-mo caso, se trataría más de una confusión o de una indistinciónque de una identificación propiamente dicha. «Un poder tal, quese destaca del conjunto social y cuya totalidad sobrevuela, es

23. Cl. Lefort, «La imagen del cuerpo y el totalitarismo», en La incertidumbre demo-crática. Ensayos sobre lo político, Barcelona, Anthropos, 2004, p. 248.

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confundido con el partido, con el pueblo, con el proletariado».24

El matiz es muy importante, puesto que evoca la imposible in-corporación del poder en la sociedad y de la sociedad en el Esta-do. A decir verdad, observamos una lógica de la identificaciónque funciona en los dos sentidos, o, si se quiere, que es reversi-ble. De una parte, funciona de lo más general o más comprensi-vo a lo concreto; la identificación que parte de un extremo de lacadena, el pueblo-Uno, hasta llegar al otro extremo, el Egócrata.Lo que significa, en el marco de la imagen del cuerpo, que latotalidad del cuerpo, o que el cuerpo como totalidad, se recono-ce en una de sus partes en la medida en que ésta última pareceser su quintaesencia, como si este reconocimiento-identificaciónestuviera favorecido o, incluso, suscitado por la negación al co-mienzo de la división.

De forma inversa, la lógica de identificación funciona de loconcreto a lo general, del Egócrata hacia el pueblo-Uno. «En cadacaso, un órgano es a la vez el todo y la parte destacada que loproduce».25 Cómo no pensar en la definición anterior del partidototalitario, descrito en 1956, para percibir en ella la absoluta nove-dad como «el medio en el que el Estado se transforma en sociedado la sociedad en Estado».26 Sin embargo, para dar cuenta de estaidentificación, ¿bastaría recordar que el partido es agente de so-cialización? No parece. Recuperemos mejor los análisis del Hom-bre que sobra, a propósito de Stalin. El Egócrata es definido como«un amo que gobierna solo, eximido de las leyes, sino el que con-centra el poder social en su persona, y, así, aparece (y se aparece)como si nada hubiera fuera de sí mismo, como si hubiera absor-bido la sustancia de la sociedad, como si, Ego absoluto, pudieradilatarse infinitamente sin encontrar resistencia en las cosas».27

Percibimos que existen distintas modalidades de identificación;al menos es lo que deja entender el término «confundir». Nos aden-tramos en un universo hechizado. Más allá de una simple encar-nación de la totalidad social, aparecen, por parte del Egócrata,movimientos de dilatación —la parte se dilata hasta unirse, hastaalcanzar el todo—, de absorción de la sociedad, de consumición.Universo hechizado en el que, según la distinción propuesta en el

24. Ibíd., p. 249.25. Ibíd.26. Cl. Lefort, Éléments d´une critique de la bureaucratie..., op. cit., p. 191.27. Cl. Lefort, Un hombre que sobra, op. cit., p. 62.

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artículo de Textures, ya no estamos en la estela de la ilusión; sino,más bien, en la de lo imaginario, a saber, «la conquista del poderpor lo imaginario, la inscripción en lo real del gobierno del imagi-nario, la ocupación de la escena política por la empresa fantasma-górica de transformación de lo simbólico en algo real, gracias a lamagia del Príncipe...».28 La sociedad aparece ante sí como unaunidad imaginaria a través del cuerpo del tirano que le remitecomo un doble espejo de sí misma —»espejo perfecto del Uno».Cuerpo extra-ordinario, inconmensurable, fuera de las constric-ciones de la finitud, ni en el espacio, ni en el tiempo, cuerpo fan-tástico, simultáneamente, separado de la sociedad que domina yconfunde con ella, desafiando lo imposible, ya se trate de las rela-ciones internas de la parte y del todo o de una coincidencia conaquello que tiende, sin cesar, a desbordarla; consumición intermi-nable (como si el Uno, el todos Uno debiera trabajar sin descansoen la reducción de la multiplicidad inquietante del todos unos),que está secretamente expuesta a una tensión tal que el Otro seconvertiría, de repente, en un Otro maléfico. «Así ocurre que estehombre, que está de más, se convierte en un hombre que sobra.Stalin aparece entonces como el parásito, el deshecho, el pertur-bador número uno».29

Un grado más de opacidad. La identificación no sólo juegaentre los elementos y la totalidad social, en un sentido o en otro,sino que gana —como si por el encadenamiento de representa-ciones se abriera un abismo de indistinción— la imagen misma,puesto que la cabeza y el cuerpo tienden a confundirse. «Es con-fundido (el poder) con el cuerpo entero siendo al mismo tiemposu cabeza».30 ¿Tendríamos que entender esta proposición comoel esclarecimiento de una contradicción en el reino de la no-con-tradicción que adquiriría sentido en la oposición entre la ficcióny la realidad, o como el recordatorio de una paradoja propia deltotalitarismo que, por un lado, descansa en el principio de laconsustancialidad del Estado y de la sociedad civil y, por otro,engendra un poder que se escinde de la sociedad y se separa?¿La invocación legítima de la paradoja no es una forma de sus-traerse a la imposición todopoderosa de la no-contradicción?

28. Artículo de Claude Lefort y Marcel Gauchet en Textures, op. cit., p. 31.29. Cl. Lefort, Un hombre que sobra, op. cit., p. 80.30. Cl. Lefort, «La imagen del cuerpo y el totalitarismo», La incertidumbre..., op.

cit., p. 249.

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¿No habríamos de avanzar más en el reino de las «ideas oscu-ras», no habríamos de dar todo su sentido a la idea de la tomadel poder por lo imaginario, el imperio de lo imaginario? Másque a la creación de una paradoja o a la ocultación de una con-tradicción, con el totalitarismo asistimos al nacimiento de uncuerpo fantástico, a una metamorfosis de la imagen del cuerpo,es decir, a la invención de otra imagen del cuerpo. Cuerpo fueradel tiempo, pero también fuera del espacio, de tal forma que unaparte pueda ser el todo o el todo pueda ser una parte (absorciónde la cabeza en el cuerpo, absorción del cuerpo en la cabeza).Concentración, condensación de la unidad imaginaria de la so-ciedad, como si ello no fuera ya el cuerpo del tirano, sino la cabe-za —y por qué no la mirada— que serviría de apoyo a la imagenespecular de la sociedad.

Como recuerda Cl. Lefort, Trotski tuvo la audacia intelectualde prestar a Stalin esta frase reveladora: «La sociedad soy yo».Esta identificación, en relación con un intento de incorporaciónde lo social, podría declinarse, en un régimen totalitario, de lasiguiente forma: «El poder soy yo, la ley, el saber soy yo»; paraañadir, poco después, que la apropiación difumina las fronterasentre lo que es apropiado. Así podría describirse la singularidaddel totalitarismo por lo que se refiere a su empresa de «transmu-tación de lo simbólico en real». Como sabemos, el sistema totali-tario tiende a acabar con la novedad de la democracia moderna:la emergencia de un poder como espacio simbólicamente vacíoe, incluso, el Egócrata tiende, en nombre de la consustancialidaddel Estado y la sociedad, a materializar, a encarnar el poder, aapropiárselo, a ocupar ese lugar que no se puede ocupar. Se ma-nifiesta aquí, bajo la forma de la imagen del cuerpo, un descono-cimiento de la naturaleza simbólica del poder que, en un régimendemocrático, no pertenece a nadie y no se puede localizar. Lareincorporación totalitaria del poder —ataque al orden simbóli-co— se acompaña de una coagulación, de una imbricación de lospolos de la ley y del saber, como si el furor de la indistinción, elfuror del Uno desencadenado por la lógica de la identificación«determinada secretamente por la imagen del cuerpo», no hubie-ra dejado de anular los procesos de diferenciación entre estasesferas. Si es cierto que no se puede concebir la sociedad sin ha-cer referencia al polo del poder, de la ley y del conocimiento, estaapropiación por el poder así como por la ley y por el saber, en la

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medida en que niega el juego de articulación que las diferencia,pone en peligro la existencia misma de lo social o, más exacta-mente, de la sociedad política y de sus articulaciones específicas.Por la caducidad de lo simbólico se produce un cerramiento de losocial sobre sí y, al mismo tiempo, un rechazo a toda exteriori-dad. Por tanto, paradoja del totalitarismo: este objetivo de plenaactualización de lo social, bajo la forma de una positivación de laley y del saber, está amenazada por una anulación de lo social,bajo la forma de una anulación de lo simbólico. Pocos son lostextos en los que Cl. Lefort propone una definición explícita de losimbólico; así, vale la pena recoger la que da en una preciosaentrevista con François Roustang: «Cuando hablamos de organi-zación simbólica, de constitución simbólica, pretendemos des-cubrir, más allá de las prácticas, de las relaciones, de las institu-ciones que parecen de los hechos dados, naturales o históricos,un conjunto de articulaciones que no se pueden deducir de lanaturaleza y de la historia, pero que ordenan la comprensión delo que se presenta como real».31 De forma mucho más clara queen otros textos, en el ensayo de 1979, nos recuerda que la distin-ción simbólica de las esferas del poder, de la ley y del conocimien-to «es constitutiva de la sociedad», o «es un casi-trascendental»de la sociedad puesto que constituye la condición de su posibili-dad. «La dimensión de la ley y la dimensión del saber [...] instau-ran las condiciones mismas de la sociabilidad humana».32

A decir verdad, el término de «casi-trascendental» no es ade-cuado. No puede tratarse de un trascendental porque la distin-ción de lo simbólico y de lo empírico no recubre la de lo trascen-dental y la experiencia. En adelante, lo simbólico, este «escalona-miento de esquemas organizadores» funciona, nos atreveríamosa decir, «como» un trascendental, puesto que es condición de po-sibilidad de la sociabilidad humana. Si bien no está en el tiempode la realidad fenoménica ni tampoco fuera del tiempo como loestaría un puro a priori, este conjunto de articulaciones, en loque tiene de específico, varía con la institución de cada cultura,su universalidad sólo concerniría a lo que no es sociedad huma-na —ya se trate de las sociedades sin historia o, más bien, contra

31. Psychanalystes, Revue du collège de psychanalystes, n.º 9, octubre de 1983, p. 42.32. Cl. Lefort, «La imagen del cuerpo y el totalitarismo», La incertidumbre..., op.

cit., p. 249.

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la historia, o de las sociedades históricas— sin configuración dela dimensión simbólica. De esta forma parece aclararse la tesis,según la cual, el intento de acabar con lo simbólico característicodel totalitarismo, o el ensayo de transmutación de lo simbólicoen real, tiende a alcanzar lo que Cl. Lefort designa, en Un hombreque sobra, como «el elemento humano».33

Ésta es la «gran puesta en escena totalitaria», regulada por laimagen del cuerpo y la lógica de la identificación devoradoraque ella misma engendra. En el texto consagrado a Orwell, «Lecorps interposé», Cl. Lefort no se contenta con encontrar un do-ble movimiento ya definido —constitución del pueblo-Uno, ex-pulsión del enemigo—, descubre toda la dramaturgia del cuerpoo, mejor, de los cuerpos. Fractura del cuerpo, en efecto, desdo-blamiento; durante el transcurso de la proyección ritual de lapelícula de propaganda los Deux minutes de la haine, tenemos,por un lado, el cuerpo del enemigo, el desecho, el parásito esinterpuesto y lanzado a las ratas —»un cuerpo producido paraser destruido eternamente»—, por el otro, el cuerpo del amigodel pueblo, el cuerpo protector de Big Brother, «que conjura elpeligro de muerte eternamente». Esta oposición sería muy sim-ple, e incluso mistificadora. El análisis también deja de lado losgrandes planos y sabe hacerse micrológico para adaptarse mu-cho mejor a la odisea de una conciencia enfrentada al hechizodel sistema totalitario. Intérprete filósofo de la «investigaciónliteraria» de Orwell, Cl. Lefort retoma, con renovado impulso, lacuestión de la servidumbre voluntaria. Ya La Boétie supo llamarla atención sobre el cuerpo del tirano. «Este que os domina tantono tiene más que dos ojos, no tiene más que dos manos, no tienemás que un cuerpo, y no tiene ni una cosa más de las que poseeel último hombre [...] Lo que tiene de más sobre todos vosotrosson las prerrogativas que le habéis otorgado para que os destru-ya. ¿De dónde tomaría tantos ojos con los cuales os espía si voso-tros no se los hubierais dado? [...]».34 Relación con La Boétieque, por no señalarse, no deja de estar menos presente. La cues-tión esencial que continúa Cl. Lefort por medio del análisis de1984 de Orwell es la siguiente: ¿cómo se lleva al fracaso a una

33. Cl. Lefort, Un hombre que sobra, op. cit., p. 93.34. E. La Boétie, Discurso sobre la servidumbre voluntaria o el Contra uno, Madrid,

Tecnos, 1995, p. 14.

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revuelta contra el sistema totalitario? Revuelta auténtica es la deWinston Smith, revuelta marcada por una doble voluntad: la de darcon el secreto del régimen y la de explorar su propio pasado.Pero poco importa la autenticidad de la revuelta. La cuestión noes ésa. La primera preocupación de Cl. Lefort consiste en hacer-nos comprender que si Winston Smith se convierte, él mismo,en su propio enemigo, es porque la cadena que lo retiene es másinterior que exterior. El diagnóstico de Cl. Lefort, lector de Orwell,no deja lugar a dudas: «Hay algo en él que se presta al fantasmaque gobierna el totalitarismo»35 (p. 27). Ahora bien, este algo nosremite al peso de la imagen del cuerpo: «La conciencia que vuel-ve de su alienación en Big Brother, conciencia sublevada (se com-prometerá en la conspiración), es una conciencia engañada,embrujada por una imagen del cuerpo que está oculto en él comolo está el pasado» (p. 29). Así se entiende un juicio enunciado entérminos próximos a los de La Boétie: «Él es su propia víctima,ha sido cogido en su propia trampa» (p. 29).

Antes de preguntarnos por el fracaso de esta revuelta, volva-mos al combate de Winston Smith, tal y como lo interpreta Cl.Lefort. En el régimen totalitario, el cuerpo de aquel que no tienemás que dos ojos puede ser un espacio de resistencia contra elpartido que tiene «mil ojos» (Brecht). Ya Adorno, en Dialécticanegativa, tomaba partido por el individuo contra Brecht, que valo-raba la omnisciencia de lo colectivo, es decir, del partido. «Sinembargo, el individuo aislado, al que no afecta el ukase, puede aveces percibir la objetividad de una manera menos turbia que uncolectivo [...] La fantasía exacta de un disidente puede ver másque mil ojos a los que les han calado las gafas rosadas de la uni-dad».36 Para dar cuenta del «drama» de Winston Smith, Cl. Lefortdistingue tres secuencias inextricablemente unidas, como las fa-ses de un combate —el combate del individuo que busca salirsedel cuerpo colectivo—, vuelta y contra-vuelta de la individuación,que se esbozan como las aventuras de la interposición.

El primer momento, la resistencia o el acceso a la concienciade sí, se apoya en la certidumbre del pasado, del nacimiento, dela muerte y, aún más, la certidumbre del cuerpo que ocupa un

35. Cl. Lefort, «le Corps interposé. 1984 de George Orwell», en Écrire à l´épreuve dupolitique, op. cit., pp. 15-36. Siguiendo de cerca la obra, incluimos la paginación ennuestro propio texto.

36. Th.W. Adorno, Dialéctica negativa, Madrid, Akal, 2005, p. 53.

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punto en el espacio, cuerpo objetivo y experiencia del cuerpopropio. Primer momento o primera interposición: el cuerpo fi-nito, el cuerpo mortal, situado en el espacio, expuesto al tiempo,a la muerte —a lo ingobernable— se interpone para distanciarsemejor de la absorción en el partido, la aniquilación en la omnis-ciencia y la omnipotencia de Big Brother. «Existir por sí mismo»,o, mejor, el advenimiento del Yo, coincide con la disidencia, esteYo que acompaña todos mis actos de resistencia —actos de liber-tad—, como si, en un régimen totalitario, sólo la disidencia ori-ginaria fuera capaz de abrir el camino de la conciencia de sí.

Lejos de cerrarse en un repliegue sobre sí, en un egoísmo, laresistencia del individuo crece, se refuerza considerablementeen el encuentro con el otro. Así, la relación amorosa entre Wins-ton Smith y Julia constituye una relación Yo/Tú (sin que hayanecesariamente una reciprocidad) que conquista su singulari-dad, lo que ésta tiene de propio, en la oposición a la dominaciónde lo objetivo: el Yo/Tú contra el nosotros del partido. En estevínculo carnal, en esta experiencia cruzada del propio cuerpocon el cuerpo amado en la que se une, por retomar los bellosanálisis de François Roustang, el vínculo de la libertad, es decir,esta forma de vínculo social y de vínculo humano que se consti-tuye al margen del esquema guía-multitud (tirano-esclavo) y que,a partir de la multiplicidad de las relaciones humanas, la multi-plicidad de redes —la condición ontológica de la pluralidad— seabre a una experiencia de la indeterminación de tal forma que elejercicio de la libertad, lejos de concebirse de forma restrictiva,negativa —los muy célebres límites— se desarrolla, por el con-trario, a partir del modelo spinozista del encuentro positivo —laamistad—, una composición de fuerzas que aumenta nuestrapotencia de actuación, nuestra «fuerza de existir». Trazos de cuer-pos expuestos a la finitud, insiste Cl. Lefort: «El cuerpo de Juliaes un cuerpo mortal, la ama en cuanto tal y este amor es suyo; elotro le da la seguridad de su propio cuerpo» (p. 34). Ahí, en estallamada de la libertad de uno a la libertad del otro, en este juegode pertenencia, en este tejido que nace de una felicidad y de unapromesa de felicidad compartida, Julia y Winston ponen su fuer-za más grande para resistir y encuentran su protección más se-gura. Cl. Lefort recuerda la frase de los amantes en la habitaciónque les sirve de refugio: «No entrarán en nosotros»; señalando, acontinuación, que, para pronunciar estas palabras, es necesario

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imaginar una entrada secreta, la del fantasma totalitario. Ahorabien, esta protección se derrumba, no resiste la prueba de latortura. Segunda figura de la interposición: enfrentada al supli-cio, presa del pánico de la consunción, la consunción por lasratas, cada uno interpone el cuerpo del otro entre él y la amenazaterrorífica, cada uno pide que se lance el cuerpo del ser amado alas ratas. Al mismo tiempo, es el desastre, todo está destruido, laconciencia de sí, la experiencia del propio cuerpo y la del cuerpodel amado, el núcleo de resistencia y el vínculo de la libertadnacido de este estar-juntos carnal. «Ha destruido la carne de sucarne. Se ha privado de la carne que lo protegía, lo alimentaba,en la que se habían formado su amor, su deseo, su conciencia desí. Para protegerse, ha abandonado una protección primordial,ha rasgado su tejido interno» (p. 34). Parece como si las miradasde los amantes dejaran de encontrarse, de cruzarse —una inte-rrupción de la mirada, una repentina no-comunicación—, comosi cada uno apartara su mirada de la mirada del otro, para ir afundirse, a perderse, en todos los sentidos del término, en la mi-rada de O´Brien, el verdugo. Al contrario de lo que ocurre en elprimer caso que relata François Roustang, el del militante quecede a la tortura, no podemos invocar, en la situación de Wins-ton, la ausencia del propio cuerpo en relación con una falta depertenencia del «cuerpo social individual» al «cuerpo social co-lectivo», por retomar los términos de François Roustang, tantomenos cuanto la relación con el cuerpo amado ha reforzado laexperiencia con el propio cuerpo. ¿Cómo podemos dar cuentade este desmoronamiento?

Aquí nos reencontramos con la imagen del cuerpo, fantasmaespecífico del totalitarismo. En la relación con el verdugo, nosólo se rompe la díada que forma la pareja de amantes. En elmomento mismo de la ruptura, en el núcleo de esta ruptura in-terviene una tercera interposición: la protección del cuerpo delser amado es sustituido por la protección del Egócrata, sustitui-do por el micro-Egócrata O´Brien, el verdugo, protección de laque no se puede decir que sea el arquetipo de la dominación.Cada uno de los amantes, sin llegar a un «Morir por...», en térmi-nos de Lévinas, cede al movimiento de auto-conservación e in-terpone entre él y el miedo a la muerte el cuerpo inconmensura-ble e inmortal de Big Brother. Para aquel que cede a la tortura, nose trata (como en el caso que relata François Roustang) de supe-

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rar el vacío creado por el horror del cuerpo, llenándolo con lapresencia del verdugo; no se trata tanto de efectuar una des-rela-ción, cortando todos los vínculos con el cuerpo amado para su-mergirse, fundirse, dejarse engullir por el cuerpo del tirano; setrata de pasar del «cuerpo social colectivo» dual o plural —el dela salida de sí y el del encuentro de la alteridad con el otro— al«cuerpo social colectivo» totalitario, que es aniquilación de sí,desaparición de toda alteridad y entrada en el reino de lo neutro.Combate de imágenes: contra la imagen concreta del ser amadoen su singularidad se eleva, vuelve a la superficie y trae una ima-gen del pasado, que trabaja en profundidad, la imagen incons-ciente del cuerpo, cuerpo-Uno, protector, cerrado sobre sí, mo-nádico, incluyente, absorbente, devorador. En su lectura, Cl. Le-fort procura mostrar todos los signos capaces de revelar el secretode este fracaso. ¿Cómo se explica el fracaso de esta revuelta com-partida? La culpabilidad de Winston, su voracidad —niño, ¿nose comporta como un ratón?—, la fascinación del torturado porsu verdugo son otros tantos indicios. Siguiendo esta lectura, ¿nosería necesario, en primer lugar y sobre todo, entender que lacadena interior más sólida, la que puede dar cuenta de la no-resistencia de Winston, es su deseo loco de fusión, el vestigio desu pertenencia a una totalidad-Una? ¿Acaso Julia y él no se van aentregar, de manera insensata, a aquel que pronto será su tortu-rador, para compartir con él un supuesto proyecto de conspira-ción y compartir el conocimiento del libro? Así, la conquista dela finitud, que va de la mano de la conquista de sí, desea «partici-par en un saber común, en una comunión de los pensamientosde cada uno» (p. 35). Lo que la imagen del cuerpo lleva en ella esun deseo de indivisión que se acompaña de un rechazo de ladivisión. ¿No es, precisamente, este rechazo de la división lo quelleva a los amantes a separarse el uno del otro, a romper sinremisión un vínculo amoroso, insatisfechos con esta forma derelación, es decir, con una relación en el que la distancia —portanto, la división— se mezcla, indisociablemente, con la proxi-midad? «Lo que presentamos como fracaso de la comunicaciónen el amor constituye, precisamente, la positividad de la rela-ción; esta ausencia del otro es, justamente, su presencia comootro», escribe Lévinas. No faltan las diferencias entre Winston yJulia; por ejemplo, uno es intelectual, la otra no. Pero, ¿qué bus-can, apasionada y compulsivamente, cerca de O´Brien, si no es

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un amor que los una, que acabe con toda distancia, la inclusiónen un Nosotros en el que se borren tanto uno como otro —amor,sin ninguna duda, mortífero? La imagen del cuerpo: ése es elalcance secreto por el que «penetran en ellos», es el camino de laservidumbre voluntaria en el régimen totalitario.

Es inútil insistir más. Resulta evidente la diferencia de pro-blemática entre la crítica de 1956, inspirada por un marxismoanti-burocrático, en el horizonte de la socialización acabada, yla crítica posterior, en el marco del «momento maquiaveliano»(cuyo sentido aclaramos con anterioridad) y bajo el signo de lademocracia. Gracias al redescubrimiento de lo político y su arti-culación con la división originaria de lo social, el totalitarismoaparece al intérprete como esa forma de sociedad moderna quese ordena y se constituye en la negación imaginaria de la divi-sión interna, dejando aparecer una lógica de la identificaciónque hace que la no-contradicción desaparezca en su seno; ganala indistinción, y, en la estela de la imagen consciente del cuerpo,se efectúa una verdadera «toma del poder por parte del imagina-rio», impidiendo, al mismo tiempo, todo acceso a la dimensiónsimbólica de lo social. No cabe la menor duda de que esta lógicadinámica de la identificación y de la indistinción, sin límite, sincontrol, conoce un crescendo: desaparición, confusión de las fron-teras entre la sociedad civil y el Estado; desaparición de la dife-renciación de esferas que se dan en una sociedad histórica mo-derna; desaparición de la separación de los polos del poder, de laley y del saber. Crescendo, en efecto, porque si el totalitarismoalcanza a lo que es la esencia del liberalismo político, es decir, eltrabajo de la delimitación. De manera más profunda, el totalita-rismo tiende a anular la condición de esta delimitación, es decir,el desbloqueo de las articulaciones simbólicas a que procede,como ninguna otra, la sociedad democrática moderna, cuando,interrumpiendo la incorporación monárquica de lo social, ela-bora e inventa, en el registro de la separación, su particular ma-nera de responder a la división originaria de lo social.

Sin preguntarnos, en profundidad, por los orígenes de estanueva teorización, podemos señalar sus elementos:

— Una relación compleja con el psicoanálisis que se mantie-ne al margen de las facilidades y simplicidades del psicoanálisisaplicado a la cosa política. ¿La hipótesis de la imagen del cuerpo

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no se formuló, en un primer momento, para un público de psi-coanalistas?

— Una recuperación de la cuestión de La Boétie, poniendocuidado en distinguir un doble movimiento: el comentador deLa Boétie pone a prueba, en el análisis crítico del totalitarismo,la nueva agudeza de la mirada que aparece en el paciente co-mentario al Discurso de la servidumbre voluntaria. El intérpretedel totalitarismo, lejos de hacer de la servidumbre voluntaria uninvariable de la historia humana enuncia o permite enunciaruna nueva cuestión: ¿de qué manera el sistema totalitario reacti-va o transforma esta extraña disposición de los hombres a com-batir por su servidumbre como si se tratara de su salvación?

— Finalmente —aquí observamos una notable distancia res-pecto al texto de 1960, Pour une sociologie de la démocratie—37

una investigación filosófica de los análisis de Kantorowicz sobreLos dos cuerpos del rey* lleva a Cl. Lefort, haciendo de la inven-ción democrática uno de los espacios de la modernidad, al con-cebir el surgimiento de la democracia como la desincorporaciónde lo social, del poder, la desincorporación de los individuos —lasociedad deja de figurarse como encarnada en el cuerpo del reyy como cuerpo de cuerpos— y como el acceso de lo social a unasuerte de extrañamiento de sí consigo.

Por el contrario, podemos percibir una relativa continuidaden cuanto a la temática. La tesis del travestismo y la de la imagendel cuerpo, a pesar de sus diferencias sensibles, tienen en comúnla ambición de responder a la misma cuestión, la del atractivo queejerce el sistema totalitario sobre quienes son sus víctimas. Antesde retomar el discurso clásico de los «arcanos de la dominación»que instala a aquel que lo sostiene en un espacio en el que preten-de descubrir a quienes no pueden criticar, siquiera eventualmen-te, los instrumentos de la dominación —propaganda, disciplina,seducción, etc.—, Cl. Lefort, crítico del totalitarismo, intenta, sindisociarse de aquellos sobre los que se ha abatido la capa totalita-ria, encontrar el principio de interiorización que mantiene a mi-llones de seres cautivos. A un La Boétie del sistema totalitario,

37. Cl. Lefort, Éléments d´une critique de la bureaucratie..., op. cit., pp. 323-348.* Ed. española E. Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey, Madrid, Alianza, 1985. [Nota

de los T.]

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cuidándose mucho de proponer una «solución» —la democraciano se piensa ni se presenta como tal, en la medida misma en laque ella rompe con el mito de la buena sociedad— le basta mos-trar los desastres que provoca el olvido de lo político y plantearque la cuestión política, la de la institución de un régimen políticolibre, es, por definición, una cuestión interminable, objeto de unainterrogación repetida y de una búsqueda incesante. Como uncentinela, no separado de los otros hombres, sino sólo ligeramen-te retrasado, este ligero retraso que aumenta la sensibilidad antela diferencia entre un régimen político libre y el despotismo, nodeja de recordarnos que no existe ciudad que pueda evitar la divi-sión del deseo y pretender escapar a la oposición entre los «gran-des», los que desean dominar, y el pueblo, los que desean no seroprimidos. Observamos un desplazamiento sensible del proyectode la socialización acabada hacia el de la democracia. En adelan-te, será profundamente inexacto hacer de la opción de la demo-cracia el resultado de una iluminación súbita que marcaría unaruptura entre un antes y un después. Además de que en el espíritude Cl. Lefort, la acabada socialización no podría disociarse de laautonomía obrera, de los elementos, desde la primera teorización,que anuncian este redescubrimiento de la democracia; no seríamás que la crítica de todos los proyectos de dirección revolucio-naria y la interpretación de las revoluciones anti-totalitarias comoprofundamente democráticas, como reinvención de la democra-cia. En este sentido, convendría añadir una precisión de impor-tancia, pues a falta de ello, algunos podrían estar tentados de re-ducir el pensamiento de Cl. Lefort a una variante del racionalismojurídico-liberal.

Al contrario de lo que afirman las descripciones apresura-das, la oposición a la que conduce la segunda teorización críticade Cl. Lefort no es la de la democracia y el totalitarismo, sino lade la «invención democrática» y la de la «dominación totalita-ria», o, mejor, la de la revolución democrática, «revolución inde-finida, siempre en construcción», y la de la «contra-revolucióntotalitaria».38 Comprendemos que la crítica de la institución to-talitaria de lo social se hace desde la perspectiva de la revolucióndemocrática, que se piensa como un conjunto complejo de mu-taciones políticas esenciales. Pese a la banalización de los térmi-

38. Cl. Lefort, L´Invention démocratique..., op. cit., p. 29.

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nos, el esfuerzo de pensar, de concebir tanto la institución demo-crática de lo social como la dominación totalitaria producen unanálisis nuevo, inédito, al que sólo la conjunción de la pereza y lamala fe recubren con lo ya conocido. ¿Cómo nos podemos sor-prender de ello? ¿Maquiavelo no fue, él mismo, durante siglos,víctima de una simplificación semejante? ¿No se le ha atribuido,recientemente, el haber pensado el poder en términos de rela-ciones de fuerza, mientras que toda su audacia fue criticar loque era un lugar común en los medios aristocráticos de Florencia?

Análisis nuevo, porque no se trata ya de oponer la democra-cia, régimen instituido por los derechos adquiridos y, por tanto,instalado en una plena posesión de sí, de su definición, de su iden-tidad, y el totalitarismo —monstruo político de nuevo cuño—,que tendría valor de contrapunto o de contra-tipo deificado. Demanera incontestable, el pensamiento de Cl. Lefort incluye unarelación con el liberalismo político; pero no se reduce a ello, comomuestran sus interesantes análisis sobre Tocqueville. Siguiendolos análisis de Cl. Lefort, ninguna muralla de China, ni jurídica niinstitucional, separa la democracia del sistema totalitario. Antesbien, se trata —y ésa es la novedad de la interpretación— de rein-troducir intelectualmente la comunicación, la posible complici-dad entre la aventura democrática y «la experiencia» totalitaria,al igual que La Boétie tuvo el genio, en su época, de hacer lo pro-pio con la libertad y la servidumbre. Si retomamos los rasgosprincipales de la institución democrática de lo social en su especi-ficidad histórica, pronto llegamos a la conclusión de que el siste-ma totalitario no podría pensarse como una monstruosidad com-pletamente extraña al universo de la democracia, puesto que serevela como otra respuesta a las cuestiones que suscita la moder-nidad política tras la monarquía del antiguo régimen. Hemos dequedarnos con dos lecciones por lo que se refiere a la manera deconcebir estas dos formas de sociedad.

Por una parte, ¿cómo se puede pensar el totalitarismo desdeesta perspectiva? El sistema totalitario, a pesar de los signos deanarquismo que puede manifestar aquí o allí, es una experienciaprofundamente moderna, post-democrática. Esto es, una forma-ción social que nace de un rechazo generalizado a las transfor-maciones políticas esenciales que definen la revolución demo-crática. Así, sólo el conocimiento de la democracia permite abrirun espacio de inteligibilidad de la formación social totalitaria.

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De todas las prevenciones de Cl. Lefort, quedémonos con la másexplícita: «El totalitarismo procede de una mutación política: seinstituye por la inversión del modelo democrático; prolonga demanera irreal alguno de sus rasgos, encuentra su origen en unarevolución democrática que, si bien avanzó a lo largo de todo elAntiguo Régimen, como muestra Tocqueville, convulsionó la so-ciedad del siglo XIX. En vano se intenta ignorar esta filiación».39

Sin retomar los análisis de Cl. Lefort en su conjunto, lo seguimosen lo que se refiere a sus reflexiones sobre el pueblo. La demo-cracia es el advenimiento del pueblo soberano que se convierteen un nuevo polo identificador para los ciudadanos; incluso con-vendría añadir que, en la sociedad democrática moderna, la iden-tidad del pueblo está destinada a permanecer como algo enig-mático, en permanente búsqueda de sí misma. Si leemos la His-toire de la Révolution Française de Michelet, comprendemos queel pueblo es un sujeto político de nuevo tipo que tiene por carác-ter distintivo el hecho de no coincidir jamás consigo mismo; ines-table, sometido a eclipses, ya en la sombra, ya en la luz de laesfera pública, aparece por encima de sí mismo (en las jornadasrevolucionarias) o por debajo de sí mismo (en las masacres deSeptiembre). Por añadidura, ¿acaso la democracia no es teatrode un doble movimiento, el de la experiencia de la división, eincluso de la diferencia en una pluralidad de registros y el de laafirmación reiterada de la unidad del pueblo? Si esta sociedadentra en crisis de forma repentina, si el juego entre estos dosmovimientos contradictorios se estropea, si lo social apareceamenazado por la disolución, el totalitarismo sería esa forma desocialización post-democrática que se daría por objetivo actuali-zar el pueblo, constituirle como unidad esencial, ya sea por laelección de una función y de un grupo que se convertiría en laesencia de lo social (el pueblo de trabajadores), ya sea por la elec-ción de una naturalidad cualquiera. Filiación paradójica, peroterrenal: en la estela del advenimiento del pueblo, pero contra laindeterminación de éste último en el régimen democrático, puedenacer, en el sistema totalitario, la imagen imaginaria del pueblo-Uno que busca en el Egócrata una imagen especular de su sus-tancia ilusoria. A la concepción tocquevilliana de la revolucióndemocrática como igualación de condiciones, Cl. Lefort añade

39. Cl. Lefort, Éléments d´une critique de la bureaucratie..., op. cit., pp. 23-24.

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dos rasgos esenciales que designan lo que podríamos denomi-nar la trascendencia democrática: la experiencia de la desincor-poración y una mutación simbólica en el campo del poder bajola forma de la aparición de un lugar de poder como lugar vacío—ningún individuo, ningún grupo puede convenirle— y comolugar no configurado e ilocalizable en la medida misma en queaparece como articulación simbólica que permite la aprehen-sión de lo que se da como real y, por tanto, del espacio. De estasdos experiencias conjuntas surge una forma de socialización in-édita que, liberándose de las ataduras tradicionales, se desarro-lla en un movimiento que la lleva, permanentemente, más alláde sí misma, más allá de sus límites, revolución democrática omovimiento ilimitado que se nutre de la pérdida de un funda-mento y de la disolución de todo espacio de certidumbre.

Al objeto de intentar definir esta trascendencia que, en ciertosentido, se escapa a la definición, Cl. Lefort califica a esta socie-dad de «inaprensible», «irreducible», «indefinida» —lo que se vecomo algo instituido no se establece jamás, lo conocido quedaafectado por lo desconocido, el presente se revela innombrable,cubriendo los tiempos sociales múltiples [...] una aventura queno se deshace por la experiencia de la división».40 Podríamosretomar la célebre frase de Eric Weil, en Logique de la philoso-phie, para definir al hombre democrático: ¿el hombre es un serque es lo que no es y que no es lo que es?41 Trascendencia demo-crática o prueba de una indeterminación radical, entendida, node forma negativa, como condición de posibilidad de una aper-tura a lo no conocido, al sin precedente, a una verdadera expe-riencia de la alteridad. Desde esta concepción de la revolucióndemocrática, el sistema totalitario es esta forma de sociedadmoderna que se constituye en un movimiento de resistencia a latrascendencia democrática. Tanto en el nivel de la ideología comoen el de las prácticas, el trabajo del totalitarismo consistiría enrehacer el cuerpo, en rehacer la determinación, el fundamento,en cerrar la historia, en replegar lo social sobre sí, en rehacer lacertidumbre. Estas fórmulas no deben desorientarnos, el totali-tarismo no es una empresa de restauración; parada de la tras-cendencia democrática, crea una solución distinta a la democra-

40. Cl. Lefort, L´Invention démocratique..., op. cit., p. 174.41. E. Weil, Logique de la philosophie, París, Vrin, 1950, p. 5.

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cia, sustituye el proyecto de una solución, sea cual sea, por laaventura democrática, desafío a la idea misma de solución. Po-demos medir el beneficio crítico de esta lección. Además de mi-nar las certidumbres de los «pequeños propietarios» de la demo-cracia que creen llegar a buen puerto utilizando esta fórmula yhaber acabado con la cuestión política, esta lección tiene el mé-rito de echar por tierra la tesis de quienes entienden que el tota-litarismo habría de situarse del lado del arcaísmo y la democra-cia, del lado de la modernidad, como si el totalitarismo fuerauna especie de sociedad tradicional, antidemocrática, que nohubiera sabido liberarse del peso del pasado. Al mismo tiempo,caen las interpretaciones que muestran, sin saberlo, una fatigade la razón crítica: incapaz de sostener la experiencia de lo nue-vo, la razón fatigada interpreta la novedad totalitaria como repe-tición del pasado, ya sea retorno al despotismo oriental, ya searetorno a lo religioso. Culminación, fin de la aventura democrá-tica, el sistema totalitario post-democrático, y no anti-democráti-co, es profundamente moderno; es más, en cuanto voluntad deimponer una solución —como una captación— a la trascenden-cia democrática, no deja de amenazarla, pues está expuesta, demanera permanente, a las empresas de inversión y perversión.

Por una parte, la insistencia en la revolución democrática,dando a este concepto su extensión máxima, añade una segun-da lección por lo que se refiere al pensamiento de la democra-cia. El esclarecimiento de la trascendencia democrática ofreceuna primera aproximación a lo que Cl. Lefort entiende por «laidea libertaria» de la democracia que se conecta con «la diso-lución de las referencias de la certidumbre», características dela democracia moderna. «Inaugura una historia en la que loshombres experimentan una indeterminación última respectoal fundamento del poder, de la ley y del saber, y respecto alfundamento de la relación del uno con el otro en todos losregistros de la vida social».42 La referencia libertaria no debecomprenderse aquí en un sentido ideológico. Se trata de aque-llo sobre lo que había ya prevenido Cl. Lefort cuando tuvo laaudacia provocadora de calificar a Solzhenitsin, «contradic-tor público», de libertario. «La actitud libertaria escapa a las

42. Cl. Lefort, «La cuestión de la democracia», La incertidumbre democrática, op.cit., p. 50.

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categorías de la ideología y, menos aún, puede codificarse enuna doctrina».43

Además de la referencia a la actitud, la calificación libertariaremite a la particularidad de la democracia en cuanto modelo,no en el sentido normativo, sino en el sentido de una forma quepermite aprehender y describir el gobierno de un funcionamien-to político —y que tiene sentido filosófico— específico. Con elfin de preservar mejor el estatuto y el valor de la inteligibilidadde la referencia libertaria, podemos comparar provechosamente—y no identificar, porque la presencia de Heidegger hace quepersistan diferencias sensibles— las características de lo que R.Schürmann denomina, paradójicamente, el Principio de anar-quía y las grandes líneas de la democracia salvaje, en cuantomatriz simbólica. ¿Esta forma de democracia no pertenece a una«ontología anárquica»?44 Democracia salvaje es, en efecto, el tér-mino que elige, en varias ocasiones, Cl. Lefort, invalidando, almismo tiempo, las definiciones que pretenden reducir la demo-cracia a una fórmula institucional, a un régimen político, o a unconjunto de procedimientos, o de reglas de juego, en lenguajecontemporáneo, de técnicas. «Es cierto que nadie detenta la fór-mula de la democracia, y es tanto más ella cuanto más salvaje es.Es quizá esto lo que hace su esencia; en la medida en que noexiste una referencia última a partir de la que el orden socialpueda ser concebido y fijado, este orden social está en perpetua

43. Cl. Lefort, Un hombre que sobra, op. cit., p. 32.44. R. Schürmann, Le Principe d´anarchie, Heidegger et la question de l´agir, París,

Seuil, 1982. Es evidente que el pensamiento de R. Schürmann se desarrolla en la estelatrazada por Heidegger, puesto que se ofrece como una interpretación o un estudio sobreHeidegger y la cuestión de la acción. Habríamos de quedarnos con esta definición de laanarquía: «La anarquía [...] es el nombre de una historia que ha afectado al fundamentode la acción, historia en la que ceden los cimientos, en la que nos apercibimos de que elprincipio de cohesión, sea autoritario o racional, ya no es un espacio blanco sin poderlegislador sobre la vida» (p. 16). Los elementos que enumeramos a continuación nospermiten establecer a una confrontación con la democracia salvaje tal y como la entien-de Claude Lefort: el deterioro de los fundamentos que afecta a la acción; la reconstruc-ción de los fundamentos y, por tanto, la no-sumisión de la acción a una referencia ideal onormativa; la crítica de la teleocracia: el descubrimiento de que la historia epocal, lahistoria hecha de principios imperativos puede llegar a su fin; la reconstrucción de lasontologías del cuerpo político en beneficio de una tipología del espacio político. No pue-de tratarse más que de un diálogo o de una confrontación en torno a divergencias impor-tantes: la recuperación del anti-humanismo, por un lado, y la reforma en la organizaciónsimbólica de la democracia en el hombre, ser indeterminado por excelencia; la indiferen-cia por la cuestión del régimen político libre, por un lado, y la referencia, por el lado deLefort, de la modernidad como revolución democrática.

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búsqueda de sus fundamentos, de su legitimidad y es, justamen-te, en la contestación o en la reivindicación de quienes son ex-cluidos de los beneficios de la democracia donde encuentra suresorte más eficaz».45 Democracia salvaje —lo que da su conteni-do y sentido a esta idea libertaria de democracia. Entendamosque la democracia, aunque permanezca fiel a su esencia, no estádomesticada, ni es domesticable, no podría serlo, resiste a la do-mesticación. Allí donde encontramos la crítica y el rechazo de lanoción de democracia burguesa, pues no fue otro el papel dela burguesía: trabajar por reconducir dentro de los límites delorden burgués este movimiento ilimitado característico de la mo-dernidad política. A quienes estuvieran tentados de conjugar,en un sentido o en otro, democracia y burguesía, Cl. Lefort lesrecuerda que «el intento de sacralización de las institucionesmediante el discurso corre parejo a la pérdida de sustancia de lasociedad, de la descomposición del cuerpo».46 Por lo que se re-fiere al culto burgués por el orden, entiende que da testimonio«de un vértigo ante la abertura de una sociedad indefinida».47

Más allá de esta resistencia a la domesticación, democraciasalvaje designa positivamente el conjunto de luchas por la demo-cracia de los derechos adquiridos y el reconocimiento de los de-rechos lesionados o todavía no reconocidos. Volviendo, en estacuestión, a una tesis del gran historiador inglés E.P. Thompson,el autor de The making of the the English Working Class,* Cl.Lefort llama la atención sobre el espacio de contestación perma-nente que abre la reivindicación del derecho en el seno de larevolución democrática. Quien antaño invitaba a pensar, en suintegridad, «la experiencia proletaria», propone concebir la lu-cha política —en este caso, democrática— como un fenómenosocial total, en la que la aspiración a otra forma de comunidadno podría disociarse de la lucha por el derecho y lo que de exi-gencia del derecho lleva en sí la exigencia de otra relación social.«Aunque se diga que no sólo se pone en cuestión la protección delas libertades individuales, sino también la naturaleza de la rela-

45. Cl. Lefort con P. Thibaud, «La communication démocratique», Esprit, n.º 9-10,septiembre-noviembre de 1979, p. 34.

46. Cl. Lefort, L´Invention démocratique..., op. cit., p. 173.47. Ibíd.* Hay ed. española, La formación histórica de la clase obrera. Inglaterra: 1780-1832,

Barcelona, Laia, 1977. [Nota de los T.]

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ción social, y que es allí donde la sensibilidad por el derecho sedifumina, la democracia es, necesariamente, salvaje y no domes-ticada».48 Sin entrar en detalle en la lectura política que Cl. Lefortpropone de los derechos del hombre —una lectura que no esética ni individualista— podemos, brevemente, mostrar, cómopor y en la articulación con el derecho —el derecho no se piensacomo un instrumento de conservación social, sino como la fuen-te, en el sentido fuerte del término, de una sociedad que se cons-tituye en la búsqueda de sí misma— la idea de democracia ad-quiere un sentido plenamente libertario.

Democracia salvaje, ante todo, por la relación esencial que estaforma mantiene con los derechos del hombre. Por el hecho deestar colocada junto al sujeto-hombre, tal y como lo concibierondesde Rousseau a Fichte, como algo no determinado, como unanada de determinaciones, la democracia conoce espontáneamen-te un movimiento de indeterminación, puesto que ninguna deter-minación previa viene, a priori, a entorpecer su expansión conesta referencia. Modelada por el reconocimiento de un ser porexcelencia indeterminado, la democracia es esa forma de socie-dad en la que el derecho, en su exterioridad en relación al poder,se revelerá en exceso respecto a lo que está establecido, como si loinstituyente resurgiera pronto con la mira puesta en una reafir-mación de los derechos existentes y en la creación de nuevos dere-chos. Se abre una escena política en la que se entabla una luchaentre la domesticación del derecho y su desestabilización-recrea-ción permanente por la integración de nuevos derechos, de nue-vas reivindicaciones consideradas, en adelante, legítimas. SegúnCl. Lefort, la existencia de esta contestación incesante, de este tor-bellino de derechos, lleva al Estado democrático más allá de loslímites tradicionales del Estado de derecho.

Democracia salvaje, allí donde se manifiesta mejor la di-mensión simbólica de los derechos del hombre. Cl. Lefort —alcontrario del joven Marx, quien, en su crítica a los derechos delhombre que aparece en La cuestión judía, confundía lo simbó-lico y lo ideológico, e incluso, reduciría lo simbólico a lo ideoló-gico, a falta de pensarlo— plantea que los derechos del hombreconstituyen una pieza esencial de la constitución simbólica dela democracia moderna. Por medio de los derechos del hombre

48. Cl. Lefort, Éléments d´une critique de la bureaucratie..., op. cit., p. 23.

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—entre otros medios— los ciudadanos de una democracia mo-derna pueden aprehender lo que se presenta ante ellos comoreal, así como el descubrimiento de uno y otro.

Por el principio de interiorización que suscitan, los derechosdel hombre engendran una nueva sensibilidad por el derecho, unanueva conciencia del derecho. Así, la democracia es, ante todo,esa sociedad modelada por un conflicto incesante entre lo simbó-lico y lo ideológico, entre este conjunto de articulaciones que dejalibre curso a una experiencia de la indeterminación, en relacióncon la pérdida de fundamentos —del lado de lo salvaje— y losmúltiples ensayos de lo ideológico por apoderarse de lo simbóli-co, para apropiárselo al objeto de domesticarlo mejor, intentos degrabar en el nombre de un grupo o de un hombre un contenidodeterminado aquello que se resiste y desafía toda determinación.

Democracia salvaje, en fin, porque por la desaparición del cuerpodel rey y la desincorporación de lo social que se deriva, la sociedadse aparta, se separa del Estado y accede, al tiempo, a una experien-cia, en sí misma, plural, diversa, bajo el signo de la interrogación.Con la constitución de lo que Cl. Lefort denomina «el poder so-cial», aparecen nuevas formas de lucha que, llevadas a la lógica dela democracia, se convierten en inteligibles. Estas reivindicacio-nes, estas luchas «en nombre del derecho» son lo suficientementeheterogéneas como para no precipitarse en la ilusión de una solu-ción global. Lo propio de la democracia moderna así concebida,¿no consistiría en abrir la escena a una reivindicación continua,indefinida, que se desplaza de un espacio a otro, transversalmente,como si estuviera en juego, de manera permanente, el antagonis-mo entre esta pluralidad efervescente que remite a una multiplici-dad de polos y la coacción estatal reforzada por la organización?Estos movimientos son irreducibles, porque han nacido en espa-cios múltiples de socialización, se nutren de su asumida, y reivin-dicada, especificidad; se apartan de toda forma de sujeto unifica-dor que pretendiera concentrar y condensar sus luchas, es decir,englobarlas. Democracia salvaje en el sentido en el que el modeloque aflora con ella es el de la revolución anti-totalitaria, revoluciónplural que sabe distinguir entre el polo de la institución colectiva yel de la diferenciación social y no ceder a la ilusión de una desapa-rición de lo político. Tal es la paradoja de la sociedad democrática:no tiende tanto a borrar la instancia del poder al objeto de reple-garse mejor sobre sí, cediendo al atractivo del Uno, cuanto deja

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que rompa el tumulto, los tumultos que la agitan; mientras que elpolo del poder —espacio, por primera vez, vacío— funciona comouna mediación simbólica por la que la sociedad confía en sí mis-ma, al tiempo que experimenta un extrañamiento entre su interiory su exterior.

Salvaje: este calificativo se recomienda tanto más cuanto unanálisis ilusorio pretendería comprender la invención democrá-tica en el exclusivo plano de lo real, como un conjunto de institu-ciones positivas. La democracia, como matriz simbólica de lasrelaciones sociales es y queda por encima de las instituciones através de las que se manifiesta. Cl. Lefort se dirige a los ensalza-dores y a los detractores diciendo: «La democracia es soñar quesuponemos que la poseemos [...] No es más que un juego de po-sibles, iniciado en un pasado todavía próximo, del que nos que-da todo por explorar».49

¿Salvaje? ¿Qué pretende esta exploración en última instancia?O, desde la perspectiva de este pensamiento y de su vínculo conMerlau-Ponty, ¿con qué espacio se relaciona esta búsqueda queanima el vivir-juntos democrático, esta «carne de lo social», si noes con el «El Ser bruto? [...] el Ser vertical [...] desde luego, no con elSer “aplastado” que se ofrece a los sueños de una conciencia sobe-rana. Es el Espíritu salvaje, el espíritu que hace su propia ley, noporque haya sometido todo a su voluntad, sino porque, sometidoal Ser, se despierta siempre al contacto del acontecimiento paracontestar la legitimidad del saber establecido».50

La modernidad política no deja de enfrentarse a una dificultadparticularmente peligrosa: borrada toda referencia a un polo in-condicional (Dios, la naturaleza o la razón objetiva), ¿cómo pode-mos llegar a pensar la divinidad de lo político y redescubrir suconsistencia? Sabemos que la «solución» de los Antiguos consistíaen pensar lo político a partir de una dimensión o un horizonte quese sitúa más allá de lo político —la búsqueda del «vivir bien», lacomunidad política en pro de buenas acciones—; esta relativiza-ción tendría como consecuencia paradójica dar, conferir consis-tencia a la cosa política sin llegar a su absolutización. «La irreduc-tibilidad del dominio político se corresponde con su relatividad».51

49. Ibíd., p. 28.50. Cl. Lefort, «L´idée d´Être brut et d´esprit sauvage», en Sur une colonne absente.

Écrits autour de Merlau-Ponty, París, Gallimard, 1978, p. 44.51. M.P. Edmond, Philosophie Politique, París, Masson, 1972, p. 80.

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¿Qué nuevo dispositivo podemos inventar cuando desapare-ce la relación con un garante extrínseco, con una trascendencia?A falta de esta relación, lo político corre el riesgo de ser llevado alabsoluto —la política se transforma en religión, el Estado se trans-forma en «el hombre absoluto» en los jóvenes hegelianos de iz-quierda— o bien de ser reducido a una simple técnica —el mo-delo tecnocrático o los lectores vulgares de Maquiavelo— o in-cluso puede remitirse a lo irracional —el modelo decisionista.Retomando una excelente fórmula de François Roustang quecritica a Michel Foucault, pensador del poder, podríamos pre-guntarnos si el inmanentismo no sería, como la visibilidad, unatrampa. Si se impone como necesario pensar lo político en rela-ción a una dimensión que lo excede, en relación a una sobre-significación, ¿qué dispositivo podemos inventar, qué relaciónpodemos elaborar entre lo político y la meta-política? Cuestióntanto más temible cuanto la referencia a lo meta-político puedeser una de las vías que toma la negación moderna de lo político.

Uno de los mayores interrogantes que propone la reflexiónde Cl. Lefort plantearía si la democracia no abriría una oportu-nidad, sin garantía, para afrontar esta dificultad. Acaso la desin-corporación del poder —la descomposición del cuerpo—, el des-enmarañamiento del poder, de la ley y del saber no han abiertouna suerte de trascendencia interna a lo social, trascendenciaque, cual lugar vacío de poder, está destinado, no a substanciar-se, ni a actualizarse, ni a nombrarse; sino a permanecer, conpeligro de desaparición, en la indeterminación, en este espaciono domesticable, espacio simbólico que no es «sólo para el hom-bre y por el hombre», irreducible a un hecho social empírico,espacio en el que lo social experimenta un continuo extrañamien-to, un interrogante de sí sobre sí. Relación en exceso con el Ser ocon el Ser como exceso, prueba de la desmesura engendrada porla irresistible y siempre renaciente pulsión del deseo de libertad,relación con una alteridad, por ejemplo, la del tiempo; desafíorepetido con el proyecto de autonomía, la democracia es esa for-ma de socialización, esta institución específica de lo social que,al permitir el advenimiento de la «carne de lo social», posibilitaotra experiencia del Ser. Paradoja de una prueba de la trascen-dencia en el seno de la inmanencia, una inmanencia en la que seesboza una relación inesperada, pero una relación posible entreel no-lugar de la utopía, su excentricidad, y el no-lugar que, en

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un desorden siempre nuevo, abre la democracia salvaje.52 ¿Lacarne de lo social? «Con la carne no se ofrece una versión máselaborada de la experiencia muda, del último texto que, con an-terioridad, había sido descifrado por medio del cuerpo. Precisa-mente nos vemos inducidos a preguntarnos por la carne comonoción última mediante la destitución de este texto, la descom-posición de la imagen del cuerpo. Noción última, puesto que danombre a lo que no tiene figura, ni reside en ninguna parte, ni serefiere a un fondo oculto, ni implica una referencia al sujeto quela descubriría, que haría el movimiento del descubrimiento; pues-to que lleva en sí misma el enigma de la diferenciación y de lareflexión, de la historia y de la repetición».53

52. Cl. Lefort, «Le désordre nouveau», en E. Morin, Cl. Lefort, J.M. Coudray, Mai1968: la Brèche, París, Fayard, 1968, p. 49.

53. Cl. Lefort, «Le corps, la chair», en Sur une colonne absente..., op. cit., p. 130.

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¿La crítica arendtiana de la dominación total que dio lugar ala obra Los orígenes del totalitarismo** contiene una problemáti-ca de la servidumbre voluntaria, ya sea recuperada y heredadade La Boétie, ya sea reinventada espontáneamente por HannahArendt ante esta nueva forma de régimen?

Esta cuestión, que no es ni un problema de origen ni un pro-blema de influencia, parece legítima cuando se trata del totalita-rismo. Podemos considerar que la crítica del totalitarismo hapodido reactivar la cuestión de la servidumbre voluntaria, almenos, en dos sentidos:

— La hipótesis de la servidumbre voluntaria ha podido servircomo principio de inteligibilidad del fenómeno totalitario, espe-cialmente, de sus caracteres más desconcertantes.

— Por el contrario, la crítica del totalitarismo ha podido te-ner como consecuencia, tal vez inesperada, el resurgimiento re-pentino de la cuestión de la servidumbre voluntaria; de maneratanto más aguda cuanto la experiencia totalitaria del siglo XX hahecho al lector más sensible al enigma así denominado por LaBoétie y más dispuesto a acogerlo, sin enmascararlo con lectu-ras democráticas o anarquistas. Evidentemente, el fenómeno dela dominación total es un sin precedente. Lo que no impide quesu crítica, estimulada por la interrogación de La Boétie, que tam-

HANNAH ARENDT:¿LA CRÍTICA DEL TOTALITARISMO

Y LA SERVIDUMBRE VOLUNTARIA?*

* Este texto fue publicado en Eugène Enriquez, Le goût de l´altérite, Desclée deBrouwer, París, 1999, pp. 29-52.

** Ed. española Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Taurus, 2004. [Nota de los T.]

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bién vale para la tiranía, nos pueda hacer avanzar en la explora-ción y en el conocimiento de lo innombrable, como si quedarapor descubrir una nueva forma específica del enigma: la servi-dumbre voluntaria en el régimen totalitario. No se trataría derepetir a La Boétie, sino de asombrarse, siguiendo su ejemplo, alenfrentarnos con una forma de dominación inédita.

Movimiento, de alguna manera, circular: podemos partir dela hipótesis de la servidumbre voluntaria, sin perjuicio de queexperimente algunas modificaciones, para intentar esclarecer losmecanismos más desconcertantes de la dominación total —aque-llos que más se resisten a un análisis en términos institucionales.Esta recuperación, esta puesta al día de la lógica totalitaria, pue-de confirmar y enriquecer la hipótesis laboétiana, descubrir suscaracterísticas insospechadas, desde la experiencia de una for-ma de dominación sin precedente.

¿Cuál es el caso de Hannah Arendt, autora de una —la otrasería la de Claude Lefort— de las grandes interpretaciones filo-sóficas del totalitarismo? ¿Su teoría crítica del totalitarismo en-cuentra su origen en una problemática de la servidumbre volun-taria o bien la encuentra en un momento de su recorrido, inspi-rándose en ella para abrir nuevos caminos? ¿Cómo dar cuentade este silencio, de esta distancia, de este rechazo o de esta resis-tencia? De manera subsidiaria, ¿el análisis arendtiano del totali-tarismo es de una naturaleza capaz de recuperar la cuestión dela servidumbre voluntaria, haciendo que asumamos lo que exigede nosotros, al objeto de una eventual re-actualización, la dife-rencia entre el totalitarismo y la tiranía?

Para responder mejor a estas cuestiones, tomaré dos desvíos:en primer lugar, un breve pasaje por la obra de Claude Lefort, en laque encontramos reunidas, precisamente, una interpretación crí-tica del totalitarismo y una relectura ejemplar de La Boétie; críticay relectura que mantienen una relación evidente, como si el cono-cimiento del totalitarismo hubiera hecho a Claude Lefort particu-larmente sensible a la hipótesis de La Boétie, a su novedad siem-pre silenciada y recubierta de explicaciones convenientes —comosi la interpretación de La Boétie surgida con las preguntas de nues-tro siglo hubiera lanzado a Claude Lefort al asalto del enigma tota-litario. El movimiento complejo de Claude Lefort ofrecería un pre-cioso punto de comparación de nuestro diálogo con la obra de

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Hannah Arendt. En segundo lugar, un breve repaso de la cuestiónde la servidumbre voluntaria contra la tiranía tal como fue genial-mente enunciada por La Boétie, con el fin de comprender mejorlas inflexiones que eventualmente aporta ésta a una crítica de ladominación total.

Primer desvío. La obra de Claude Lefort ofrece dos interpre-taciones del totalitarismo, una primera, en 1956, con Le totalita-risme sans Staline, que gira alrededor del partido concebido comorealidad social que da lugar a una forma de socialización suigeneris. Aparece una segunda constelación de textos, a partir de1976: Un homme en trop (Un hombre que sobra), 1976, L´inventiondémocratique, 1981, «Le corps interposé», Passé Présent, 1984.Si la inspiración de esta segunda crítica es de cuño maquiavelia-no, en el sentido de que se efectúa a partir de una activación dela división originaria de lo social, se distingue de la primera porsu aproximación a la cuestión de la servidumbre voluntaria y deltotalitarismo. El totalitarismo sería la forma moderna de unaservidumbre voluntaria inédita que encontraría, sin embargo,en La Boétie una impulsión crítica primera, susceptible de serrenovada y enriquecida al hacer intervenir en ella, por ejemplo,la imagen del cuerpo y su dinámica destinada a dar cuenta delimaginario totalitario. No cabe ninguna duda de que la virulen-cia crítica del análisis del totalitarismo ha ganado una agudezarenovada con la lectura del Discurso de la servidumbre volunta-ria. A lo largo del mismo año de 1976, Lefort escribe Un hombreque sobra y propone una lectura ejemplar de La Boétie en eltexto «Le nom d´Un» (Payot, 1976). De esta presencia evidentede La Boétie en la crítica lefortiana del totalitarismo, que no esajena, por momentos, a una problemática analítica —desde estaperspectiva ha de entenderse la distinción de lo real, lo imagina-rio y lo simbólico—, subrayaré, brevemente, cuatro elementos:

— El totalitarismo es esa forma de socialización moderna quedescansa en la representación imaginaria del pueblo-Uno. SegúnClaude Lefort, a través de la imagen del cuerpo, verdadero esque-ma director, la sociedad totalitaria se daría una casi-representa-ción de sí misma. Imaginaria negación de lo social, esta imagenpronto produce una separación entre el interior indiviso, el pue-blo-Uno, y el exterior que adquiere el estatus de enemigo maléfico.

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— En la estela de la ilusión totalitaria, nacida de la imagendel cuerpo, el principio de no-contradicción pierde vigencia has-ta el punto de engendrar el reino de las ideas oscuras y permiteque se desencadene, en toda la sociedad, una extraña lógica iden-titaria que funciona de manera reversible, de lo general a lo con-creto e, inversamente, de lo concreto a lo general que acaba pordesembocar en un proceso de consunción.

— De la combinación entre la imagen del pueblo-Uno y la delpoder-Uno, resulta el gran individuo que Solzhenitsin denomina elEgócrata. Según Lefort, aquí encontramos una pieza maestra yrecurrente de la institución totalitaria de lo social, definida no como«un amo que gobierna solo, eximido de las leyes, sino el que con-centra el poder social en su persona, y, así, aparece (y se aparece)como si nada hubiera fuera de sí mismo, como si hubiera absorbi-do la sustancia de la sociedad, como si, Ego absoluto, pudiera dila-tarse infinitamente sin encontrar resistencia en las cosas».1

— Lefort percibe, en un nivel micrológico, podríamos decir,en el análisis de 1984 de G. Orwell, especialmente en los prota-gonistas Winston Smith y Julia, el movimiento de autodestruc-ción que tan bien analizara La Boétie. Lefort entiende que, pesea su rebelión, la conciencia de Winston Smith es víctima de unseñuelo: «Fascinado por una imagen del cuerpo que está ocultacomo lo está el pasado». De ahí se sigue un juicio enunciado entérminos muy próximos a los de La Boétie: «[Winston Smith] es,ante todo, su propia víctima, está cogido en su propia trampa».2

Reflexión ejemplar la de Claude Lefort, porque en ella encon-tramos la articulación de una crítica del totalitarismo con la re-cuperación de la cuestión laboétiana. Lejos de hacer de la servi-dumbre voluntaria una invariable transhistórica, fruto de unahipotética naturaleza humana, Lefort somete la hipótesis de LaBoétie a la prueba de la diferencia de tiempos. La «novedad» deltotalitarismo que se percibe aquí tiene que ver con la imagendel cuerpo, con su imposición y sus efectos. A través de la ima-

1. Cl. Lefort, Un hombre que sobra, op. cit., p. 62.2. Cl. Lefort, «La corps interposé», en Écrire à l´épreuve de la politique, París, Cal-

mann-Lévy, 1992, pp. 15-36. Me permito remitir a mi artículo, «Réflexions sur les deuxinterprétations du totalitarisme chez Claude Lefort», en La démocratie à l´œuvre. Au-tour de Claude Lefort, París, Éd. Esprit, 1993, pp. 79-136. [Este trabajo se incluye en estelibro. Nota de los T.]

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gen del cuerpo, la representación de lo social como cuerpo quese une, en la experiencia totalitaria, a esta inquietante disposi-ción que impulsa a los hombres «a combatir por su servidumbrecomo si se tratara de su salvación». A través del añadido de laimagen del cuerpo, de la consideración de la organización sim-bólica de lo social, Lefort llega a pensar el «sin precedente» de ladominación totalitaria, bajo la forma de la emergencia de unamanifestación inédita de la servidumbre voluntaria.

Segundo desvío. Para nuestra reflexión presente nos bastacon reparar en algunas de las cuestiones claves del complejo re-corrido de La Boétie.

Ante todo, el asombro del autor ante un estado de servidum-bre tan generalizado, tan devorador que abarca «mil ciudades»,que alcanza millones de hombres. Asombro redoblado, pues seenfrenta a un fenómeno realmente desconcertante. No se tratasólo de constatar este estado, sino de comprender que, lejos deresultar de los esfuerzos del tirano —de los «instrumentos de latiranía»—, esta servidumbre se revela fruto de una actividad delos dominados que trabajan por esclavizarse ellos mismos, queabren la tumba de su propia dependencia. Ésa es la novedad sinigual, y casi sin precedente, de La Boétie: la hipótesis de la servi-dumbre voluntaria —«concepto inconcebible», según ClaudeLefort— es sustituida, repentinamente, por la problemática clá-sica de los «arcanos de la dominación». La ruptura laboétiana estan nueva que, incluso los escritores posteriores que han creídorepetirla o plagiarla, no la han comprendido en absoluto y sehan dedicado, simplemente, como Marat, a recuperar una de-nuncia de las cadenas de la esclavitud. De alguna manera, conLa Boétie, estamos ante una revolución copernicana. No se tratade hacer que la mirada del filósofo se gire hacia las estratagemasa las que han recurrido los señores para someter a los domina-dos, sino de invertir la dirección y provocar que se vuelvan hacialas extrañas disposiciones por las que los sujetos trabajan por supropia servidumbre, por forjar sus propias cadenas. La origina-lidad de este pensamiento es tal que, en un análisis reciente, Jean-Michel Rey señala su excepcionalidad, aun cuando perciba en élcierta proximidad a Erasmo. «Por una parte, se trata de unareflexión de fondo sobre el estar sometido, sobre determinadasmodalidades de dependencia que parecen el estado natural del

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sujeto. Semejante propósito obliga al pensamiento a asumir unaperspectiva para la que no está preparado o acostumbrado. Ape-nas encuentro precedentes de esta reflexión. Tendremos que “es-perar” a Nietzsche, Freud y Valéry para encontrar, con distintoacento y orientación, un recorrido parecido».3

Este desvío, esta inversión de la mirada hace presente a uninnombrable, esto es, un fenómeno que se opone a la nomina-ción, que se resiste a ella, y que, por otra parte, se revela mons-truoso. «Por consiguiente, ¿qué monstruoso vicio es este que nomerece ni siquiera el título de cobardía? ¿Quién encuentra unnombre más villano? ¿Qué naturaleza no desaprueba esta situa-ción que hasta la lengua rehúsa denominarla?».4 Enigma que noes ajeno a la dialéctica del escepticismo que La Boétie ha logra-do renovar. Ha sabido llamar nuestra atención sobre este fenó-meno que se manifiesta sin manifestarse, en términos de Lévi-nas, o cuya manifestación conservará siempre una parte irredu-cible de opacidad.

Discurso ciertamente distinto al del poder, el texto de La Boé-tie es también un discurso de libertad. Porque —y el enigma nodeja de crecer— la servidumbre voluntaria no proviene de un amorpor la dominación, sino de una extraña proximidad del deseo delibertad al deseo de servidumbre, o, mejor, de una fragilidad deldeseo de libertad que estaría expuesta a convertirse, catastrófica-mente, en su contrario. Profesando una concepción de la libertadresueltamente política, La Boétie asocia libertad y entre-conoci-miento, libertad y compañerismo, libertad y amistad. En efecto,libertad y compañía van de la mano, la comunidad humana escondición de posibilidad de la libertad. El sometimiento no es unhecho de la naturaleza. No hay duda, estima La Boétie, de que«somos todos libres, porque todos somos compañeros, y no pue-de caber en la mente de nadie que la naturaleza haya colocado aalgunos en esclavitud, habiéndonos colocado a todos en comuni-dad».5 En el reconocimiento del semejante vivificado por la natu-raleza lingüística del hombre —«este gran presente de la voz y dela palabra»— tiene su origen el comercio humano. A juicio de LaBoétie, la libertad es ella misma indisociable de la pluralidad hu-

3. J.-M. Rey, La part de l´autre, París, P.U.F., 1998, p. 191.4. E. La Boétie, op. cit., p. 9.5. Ibíd., p. 17.

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mana, de esa relación en el seno de la que experimentamos, a untiempo, el vínculo y las diferencias. Es lo que Hannah Arendt de-nomina la condición ontológica de pluralidad, cuando designa aesta forma de vínculo que se une a nuestras singularidades, a tra-vés de nuestras singularidades y no contra ellas, ni violentándolasni negándolas. La pluralidad se manifestaría bajo la forma de unaseparación comunicativa. La Boétie busca esta paradoja de la plu-ralidad humana cuando recurre a una rareza o a una invenciónortográfica —el todos unos— con el propósito de hacernos com-prender la particularidad de este vínculo puesto que la ipseidadpersiste hasta en la constitución del «todos». La naturaleza haapretado «el nudo de nuestra alianza y sociedad; si ha mostradoen todas las cosas que lo que más quería era unirnos y que todosfuéramos uno...».6 Sobre este todos unos puede ejercerse, se ejercela fuerza capaz de engendrar la servidumbre voluntaria. La plura-lidad humana se revela irremediablemente frágil; pues se trata dela libertad. La libertad humana encuentra su origen en la plurali-dad, en ese todos unos, origen que explica su exposición a conver-tirse en su contrario, de la misma manera que este todos unos estáexpuesto a metamorfosearse en otra configuración: el todos Uno.De ahí la extraordinaria novedad laboétiana que ilustra este extra-ño parentesco entre el deseo de libertad y el deseo de servidum-bre, puesto que afina nuestra mirada hasta el punto de permitir-nos distinguir los lugares de transición entre los dos deseos que sedejan ver, aunque insistamos en seguir las sorprendentes aventu-ras de la pluralidad. La Boétie no afirma que los hombres esténsometidos por naturaleza; muy al contrario, recuerda, a semejan-za de los trágicos griegos, la fragilidad del bien, de la libertad.

La Boétie aporta o parece aportar una respuesta a la pregun-ta de partida. Se impone la precaución, pues esta respuesta, si esque existe, tiene la particularidad de no resolver el enigma, sinode reactivarlo al cambiar los términos del debate, al enunciarlosde otra manera. «Hechizados y encantados por el sólo nombre deuno», dice La Boétie. Cambio que no solución, porque si el autormuestra que, bajo el estandarte de este nombre de uno, se poneen marcha un misterioso mecanismo en el que el todos uno sedescompone para dejar su lugar al todos Uno. El asombro per-manece. ¿Podemos ir más allá en la inteligencia de este mecanis-

6. Ibíd.

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mo? Para ello, basta invocar, como hace Cl. Lefort, la amenazadel encantamiento inscrito en el lenguaje y añadir que esta fuer-za no se ejerce en un espacio indeterminado, indiferente, sino enun lugar muy particular, el lugar del poder que, liberado, marcauna diferencia con la sociedad, tanto más marcada cuanto setrata de un lugar apartado de los demás hombres y en el que esposible para quien lo ocupa hacer el mal, es decir, mostrarseinhumano y salvaje ante los otros. El encanto del nombre deUno o el encanto del nombre del tirano. «Su nombre amado seconvierte en aquel ante el que todos permanecen hechizados bajopena de no ser nada».7 Dados estos pasos, ¿lo inconcebible con-tinúa siendo tal? ¿Debe permanecer así? El juego sutil de LaBoétie pretende despertar nuestro asombro, aumentarlo siem-pre, proporcionarnos respuestas que pronto se revelan trampo-sas y hacernos creer que cualquiera que posee la respuesta ocree poseerla se prepara nolens volens a ocupar el lugar del po-der. En ningún caso intenta darnos una ontología cualquiera delmisterio, sino que procura enfrentarnos al enigma de la cuestiónpolítica que, orientada a la libertad, no está menos expuesta agirarse hacia la servidumbre. Si existe la sociedad emancipada,ésta se constituye o se constituirá a partir de este afrontamientopermanente, sin tregua, de esta irritante cuestión. Cuanto máspreocupada esté por preservarla, mejor sabrá que quienes cono-cen la respuesta, o pretenden conocerla, se revelan, invariable-mente, como candidatos a la ocupación del lugar de poder. Deahí que encontremos en La Boétie una voluntaria ausencia desolución y la sola invocación de la amistad, única capaz de ofre-cer un espacio de resistencia al encanto del nombre de Uno.

Revisado este segundo desvío, retomemos nuestra preguntade inicio. Hannah Arendt, en su crítica de la dominación total,recurre, en un momento de su reflexión, a una problemática dela servidumbre voluntaria, a la que se suma, como hace Cl. Le-fort, una hipótesis suplementaria, la de la imagen del cuerpo, alobjeto de delimitar mejor la diferencia entre totalitarismo y tira-nía. ¿Hannah Arendt se mantiene, firmemente, ajena a esta pro-blemática, sin llegar a su novedad, o llega, por otras vías, a aproxi-marse en tres niveles distintos, a la inversión de la problemática

7. Cl. Lefort, «Le nom d´Un», en Discours, op. cit., p. 274.

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clásica de la dominación, a la relación de la libertad con la plura-lidad, al encanto del nombre de Uno? Para algunos intérpretes,no cabría dudar de la reactivación del pensamiento de La Boétiepor parte de Hannah Arendt. Remo Bodei, durante el coloquiode Roma, se empeñó en la detección de una problemática de laservidumbre voluntaria en Hannah Arendt. Bertrand Vergely, ensu estudio sobre Ernst Cassirer, sugiere la proximidad entreHannah Arendt y La Boétie, invocando el «desinterés de las ma-sas» en el régimen totalitario.8 ¿Podemos identificar, sin más,desinterés y servidumbre voluntaria?

Pese a su crítica virulenta de la filosofía política, HannahArendt recupera la oposición que las define, esto es, la distinciónentre régimen político libre y tiranía, cuidándose mucho de dis-tinguir netamente el totalitarismo de la tiranía. Pero, si no meequivoco, ella jamás menciona a La Boétie, ni se sitúa a sí mismaen una perspectiva próxima. Su punto de partida ha de buscarseen otro sitio. Arendt parte de la teoría de los regímenes de Mon-tesquieu, teoría que modifica en la medida en que añade a losdos criterios que señalara este último —la naturaleza y el princi-pio— un tercer elemento: la definición de una experiencia fun-damental sobre la que reposa cada tipo de régimen. Punto departida que no deja de plantear problemas: ¿podemos conside-rar el totalitarismo como un régimen? ¿Podemos, como ha su-brayado Étienne Tassin, recurrir a un pensamiento crítico salidode la tradición o el totalitarismo ha arruinado todas las catego-rías provenientes de la tradición? A partir de los criterios toma-dos de Montesquieu, Hannah Arendt define el totalitarismo comoesa forma de dominación que tiene por naturaleza el terror, porprincipio la ideología y por experiencia fundamental el aislamien-to, considerablemente agravada por la experiencia moderna dela desolación. Ahora bien, el totalitarismo destruye el dominiopolítico, la esencia de la política, es decir, la acción de conciertoy lo que es su fuente viva: la pluralidad. «Los regímenes totalita-rios no se han contentado con poner fin a la libertad de opinión,sino que han acabado por aniquilar, en su principio, la esponta-neidad del hombre en todos los campos».9 Parte de Montesquieu,

8. B. Vergely, Cassirer. La politique du juste, París, Michalon, 1998, p. 93. Agradezcoa Catherine Chalier haberme indicado esta referencia.

9. H. Arendt, ¿Qué es la política?, op. cit., pp. 72-73.

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pero lo modifica. El terror, naturaleza del régimen totalitario, es,a un tiempo, ausencia de leyes y alteración de la idea de ley. Laley se convierte en la ley de un proceso, sea histórico, sea natu-ral, concebida como algo que está en vías de su realización. Tam-bién el totalitarismo conoce un juego específico entre la estabili-dad y el cambio: para que la ley del proceso pueda dejar librecurso a su dinámica, la dominación totalitaria se esfuerza porestabilizar a los hombres. Este doble movimiento, desapariciónde la ley y alteración de la ley, entraña la abolición de los límitesque circunscriben un espacio de libertad entre los hombres yprovoca, simultáneamente, una serie de destrucciones en cade-na: abolición del espacio entre los hombres, abolición de losmodos de comunicación, fin de la pluralidad. Por lo que se refie-re al principio, la diferencia con Montesquieu no es menos sen-sible. La ideología no funciona tanto como un principio de ac-ción —lo que lleva a los hombres a actuar en el sentido fuerte deltérmino—, como un principio de movimiento que sumerge, porasí decir, a los hombres en el proceso en curso. Por tanto, Han-nah Arendt procede a una revisión general de Montesquieu. Elterror, esencia, naturaleza del régimen totalitario, es pensado ydescrito como un proceso. Es claro que lo que vale para el terrorvale a fortiori para la ideología. El imperialismo del movimientodeja su sello en la esencia del régimen y en su principio: dinami-za la esencia en cierta forma y reduce el principio de acción alexclusivo rango de principio de movimiento. En la situación to-talitaria, la ley del movimiento reina como señor, transforma todolo que toca en movimiento. Para quienes los sufren, los regíme-nes totalitarios, afortunadamente, no son perfectos; remiten aun elemento coadyuvante que no es otro que la ideología, queviene a reforzar su esencia. Principio de movimiento que tiendea acelerar el proceso o a esperar su realización total, la ideologíahace superfluo, peligroso, todo principio de acción. Para insu-flar movimiento a un cuerpo político cuya esencia es el terror,«ningún principio de acción tomado del reino de las accioneshumanas —tales como la virtud, el honor, el miedo— es necesa-rio [...] Por tanto, lo que el régimen totalitario necesita es, enlugar de un principio de acción, un medio de preparar a los indi-viduos igualmente bien para el papel de ejecutor y para el papelde víctima. Esta doble preparación, sustituto del principio de

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acción, es la ideología».10 Retengamos bien estas frases esencia-les para relacionarlas con nuestra cuestión de partida. «Por tan-to, lo que el régimen totalitario necesita es, en lugar de un princi-pio de acción, un medio de preparar a los individuos igualmentebien para el papel de ejecutor y para el papel de víctima. Estadoble preparación, sustituto del principio de acción, es la ideolo-gía». Al leer este pasaje, resulta evidente que Hannah Arendt asu-me la perspectiva clásica de los arcanos de la dominación, pues-to que hace de la ideología una de las armas de la dominacióntotal. La elección de los términos no puede más que reforzar estaapreciación: se trata de «manipular», de «preparar», de «contarcon», de «movilizar», etc. Por añadidura, la autora no analiza laeficacia de la ideología más que como preparación para la fun-ción de verdugo o la de víctima; pero, en ningún momento, sesepara al verdugo de la víctima, no concibe, en absoluto, otrahipótesis que sí la acercaría a La Boétie, hipótesis que afirmaríaque la ideología, considerada en un movimiento que la excede-ría, podría actuar de tal suerte que la víctima se convertiría en supropio verdugo.

Si consideramos el último criterio, la experiencia fundamen-tal, el aislamiento agravado por la desolación —los peligros de laexistencia abandonada y superflua—, el totalitarismo se presentacomo un desierto, un desierto en movimiento. Significa reconocerque el totalitarismo engendra el desierto bajo la forma de la deser-tificación, de un proceso de extensión sin fin, como si el desiertodebiera absorber, recubrir los espacios que continúan distinguién-dose de ella. El desierto crece: la desertificación es un procesodinámico que gana terreno sin cesar. En la estela del movimiento,se aparta de la paz y conoce lo que Hannah Arendt denominatormentas de arena que ponen en peligro los últimos oasis. Des-trucción de todo espacio público, de todo espacio político, perotambién de todo espacio privado. La desertificación hace nacer laexperiencia de la desolación, experiencia absoluta de no-pertenen-cia al mundo. La desolación introduce un nuevo modo de existir,el ser abandonado, el ser abandonado por todo y por todos queexperimenta una triple pérdida: del yo, del otro y del mundo. Paraacabar, el ser abandonado se sume en el vértigo de ser superfluo.

10. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», en Ensayos de comprensión. Escri-tos no reunidos e inéditos de Hannah Arendt, Madrid, Caparrós Editores, 2005, pp. 419-420.

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Visión potente la de Hannah Arendt, casi alucinante, cuandodescribe el movimiento por el movimiento, más allá de las tipo-logías institucionales. Pero, por oscuro que pueda parecer estecuadro, no se manifiesta en él ninguna señal de servidumbrevoluntaria. El ser abandonado, convertido en ser superfluo, noes descrito, en ningún caso, como un ser auto-sometido. Nadade todo esto puede sorprender, puesto que Hannah Arendt no haabandonado la perspectiva clásica de los arcanos de la domina-ción, incluso cuando se enfrenta a una forma de dominaciónque considera sin precedente. Criticar la dominación total, e in-cluir en esta crítica la identificación de la ideología con un prin-cipio de movimiento, no es óbice para que Hannah Arendt seaconsiderada, de alguna manera, como pre-laboétiana, sin llegara la «revolución copernicana» del Discurso de la servidumbre vo-luntaria. La autora no concibe una inversión de la problemáticaclásica hasta el punto de imaginar que los dominados puedantrabajar por su propio sometimiento. Podríamos presumir queesta idea le haría poca gracia, no en vano rechaza rotundamentela idea de obediencia para dar cuenta del vínculo político entregobernantes y gobernados. Sólo del lado de este último, el de laexperiencia fundamental de la desolación, se percibe alguna duda,porque la dominación que aquí se analiza toma como referen-cia, no «la cima», sino la situación misma de los dominados.

Si nos detenemos ahora en el segundo nivel de la servidum-bre voluntaria, la relación de la libertad con la pluralidad, podre-mos hallar una proximidad aún mayor entre Hannah Arendt yLa Boétie. ¿No se asocia la dominación total con la destruccióndel espacio entre los hombres, con el surgimiento de una formade unidad tan violenta que destruye las singularidades y susmodos de interrelación y, al mismo tiempo, alcanza a la condi-ción ontológica de pluralidad? La definición arendtiana del te-rror —naturaleza del régimen totalitario— se enuncia en térmi-nos próximos, en cierto sentido, a los que emplea La Boétie paraesclarecer el paso misterioso del todos uno al todos Uno. La ima-gen del anillo de hierro, según Hannah Arendt, es la mejor evo-cación de la constitución de la unidad totalitaria, suerte de uniónfusional. «El terror — escribe— sustituye los límites y los cana-les de comunicación entre los hombres individuales por un ani-llo de hierro que los presiona a todos ellos tan estrechamente,unos contra otros, que es como si los fundiese, como si fuesen

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un solo hombre [...] el terror totalitario, sencilla e implacable-mente, presiona unos contra otros a todos los hombres tal comoson, de modo que desaparezca el espacio mismo de la acciónlibre —que es la realidad de la libertad».11 Para Hannah Arendt,como para La Boétie, libertad y pluralidad están estrechamenteasociadas, al extremo de que si una es alcanzada, pronto desapa-recerá la otra. Pese a una concepción común de la articulaciónentre estas dos dimensiones esenciales de la acción política, Han-nah Arendt, en ningún momento, concibe un nexo complejo en-tre el deseo de libertad y de la servidumbre voluntaria, ni conci-be de qué manera la destrucción de la pluralidad puede dejarsurgir algo así como el encanto del nombre de Uno, una atrac-ción por el Uno. Antes de seguir las vetas oscuras de la cuestiónpolítica, Hannah Arendt procede, cual mecanicista que, obser-vando la desaparición de un espacio entre los hombres ante lapresión de una fuerza de constricción, deduce un efecto de uni-dad apremiante. Evidentemente, los hombres sometidos, aplas-tados por el anillo de hierro totalitario son reducidos a un estadode servidumbre, puesto que el campo de la acción libre se havenido, necesariamente, abajo. ¿Podemos hablar de servidum-bre voluntaria? No, porque si seguimos el análisis arendtiano, eldeseo de libertad sobreviviría a la constricción del anillo de hie-rro. «El terror totalitario no coarta todas las libertades ni derogaciertas libertades esenciales, ni, al menos hasta donde llega nues-tro limitado conocimiento de él, consigue erradicar de los cora-zones de los hombres el amor a la libertad».12 Como sabemos,esta reserva no es puramente retórica. En su análisis de los orí-genes del totalitarismo, Hannah Arendt describe fenómenospróximos, en su concreción, a la servidumbre voluntaria, o fenó-menos de los que podríamos dar cuenta con la ayuda de la hipó-tesis de La Boétie. Planteado así el problema, a juicio de HannahArendt, el auténtico desinterés de los adherentes de los movi-mientos totalitarios, por desconcertante y extraño que sea, pue-de llevar a la autoinculpación, a la autodestrucción. Detengámo-nos, por un momento, en el pasaje de la obra de Los orígenes deltotalitarismo en el que podemos percibir un eco del comporta-miento incomprensible de algunos acusados, durante el proceso

11. Ibíd., p. 412.12. Ibíd.

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de Moscú. «Puede ser comprensible que un nazi o un bolchevi-que no se sientan flaquear en sus convicciones por los delitoscontra las personas que no pertenecen al movimiento o que in-cluso sean hostiles a éste; pero el hecho sorprendente es que noes probable que ni uno ni otro se conmuevan cuando el mons-truo comienza a devorar a sus propios hijos y ni siquiera si ellosmismos se convierten en víctimas de la persecución, si son acu-sados y condenados, si son expulsados del partido o enviados aun campo de concentración. Al contrario, para sorpresa de todoel mundo civilizado, pueden incluso mostrarse dispuestos a co-laborar con sus propios acusadores y a solicitar para ellos mis-mos la pena de muerte con tal de que no se vea afectado su statuscomo miembros del movimiento».13

Conmocionado por el sometimiento que sostiene a la tiranía,La Boétie exclama: «¿Qué monstruo del vicio es éste?». Hegelrechazaba la hipótesis de la servidumbre voluntaria, afirmando,apoyado en su racionalismo, que «los hombres no son estúpidoshasta ese punto». Enfrentada a actitudes autodestructivas, Han-nah Arendt, por su parte, no niega la evidencia y se interroga alobjeto de saber, siguiendo la fórmula hegeliana, por qué los hom-bres son estúpidos hasta ese punto. Evidentemente, no es la es-tupidez la vía que conduce a los hombres a un desinterés que seconvierte en negación de sí. Rechaza la explicación por idealis-mo ferviente. Además de su carácter ingenuo, esta explicaciónno conviene en el caso de los SS, que no estaban animados deningún tipo de idealismo sino que obedecían a una coherencialógica implacable. A su juicio, lo esencial, en esta situación tanparticular, es la pertenencia al movimiento o al partido o, másexactamente, la continuación de su pertenencia. Mientras elmovimiento o el partido existan, el sentimiento de pertenenciapersiste con todos sus efectos. Desde esta perspectiva, en defen-sa de la que Hannah Arendt invoca el testimonio de Trotski, laautora propone varias respuestas: el fanatismo, la identificacióncon el movimiento, el conformismo absoluto, la destrucción dela experiencia. «Pero dentro del marco organizador del movi-miento, mientras que los mantenga unidos, los miembros fana-tizados no pueden ser influidos por ninguna experiencia ni porningún argumento; la identificación con el movimiento y el con-

13. H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Taurus, pp. 387-388.

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formismo total parecen haber destruido la misma capacidad parala experiencia, aunque ésta resulte tan extremada como la tortu-ra o el temor a la muerte».14 La respuesta múltiple dice bastantedel desarrollo interpretativo del autor y de su incapacidad paranombrar: el fanatismo, esta «peste del alma», según Voltaire, sedesigna sin definirlo ni analizarlo en profundidad. Quedaría porpensar de qué manera esta violencia ejercida sobre el otro puedevolverse contra sí y convertirse en autodestructiva.15 El confor-mismo absoluto sólo se menciona como efecto. La vía de la iden-tificación con el partido o con el movimiento está abierta, perosin ser explorada, sin interrogarse por los mecanismos que po-nen en marcha un proceso de identificación, ¿proyección, ins-tinto mimético? A decir verdad, Hannah Arendt no se vuelve tantohacia la servidumbre voluntaria, repensada al mismo tiempo porW. Reich en La función del orgasmo,* cuanto hacia una recupe-ración del concepto benjaminiano de destrucción de la experien-cia.16 W. Benjamin, en su ensayo sobre «El narrador», constatócuánto «la cotización de la experiencia ha caído». A modo deejemplo, el mutismo de los combatientes de 1914 quienes, a suregreso del frente, «en lugar de retornar más ricos en experen-cias comunicables, volvían empobrecidos».17 De manera másgeneral, el hombre moderno experimenta, paradójicamente, lapérdida de la experiencia, su empobrecimiento, la incapacidad,de ahora en adelante, de verse afectado, de probar una experien-cia, de elaborarla, de compartirla con otra, de comunicarla, deacogerla o de rechazarla según las normas del sentido común.Frente a fenómenos o actitudes que muestran a las claras la ser-vidumbre voluntaria, Hannah Arendt queda de este lado de lahipótesis laboetiana. Ella las constata, subraya su carácter abe-rrante, pero no llega a denominarlos o, más bien, los denominade tal manera que dejan de ser desconcertantes, colocados bajociertas nociones —fanatismo, conformismo— que tienen comoconsecuencia calificarlas hasta silenciar la interrogación. Mien-

14. Ibíd., p. 388.15. Sobre el fanatismo, véase M. Ansart-Dourlen, Freud et les Lumières, París, Pa-

yot, 1985, pp. 185-208.* Hay ed. española en W. Reich, La función del orgasmo, Barcelona, Paidós, 1987.

[Nota de los T.]16. «La novedad del fascismo es que las masas consienten, ellas mismas, su sumi-

sión y se emplean en realizarla». Citado por M. Ansart-Dourlen, op. cit., p. 204.17. W. Benjamin, «El narrador», Iluminaciones IV, Madrid, Taurus, p. 112.

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tras que la servidumbre voluntaria no puede enunciarse más quebajo la forma del enigma, como mucho, de lo concebible, inclu-yendo a aquel que plantea la hipótesis en un estado próximo alvértigo, las categorías a las que recurre Hannah Arendt reducenpronto el asombro, el pavor que había hecho nacer la observa-ción. Fracaso al nombrarla, fracaso al responder a la cuestiónfenomenológica del cómo. Hannah Arendt invoca la identifica-ción con el partido o con el movimiento, pero no dice nada de losmecanismos de la identificación, ni cómo se hace, ni por quévías se efectúa ni como llega a conseguirla. Si podemos recono-cer a Hannah Arendt que consigue detectar el carácter proble-mático de las actitudes autodestructivas propias de los movi-mientos totalitarios, si observa, correctamente, que el núcleoesencial de la experiencia, la conservación de sí, ha sido destrui-do, que el «muelle» del miedo a la muerte ha sido, de algunamanera, sorteado; hemos de concluir que no va más allá de suasombro, no transforma este asombro en una renovada interro-gación sobre la sociedad totalitaria. En el caso de Hannah Arendt,se trata de dominación total y no tanto de sociedad totalitaria oinstitución totalitaria de lo social. Ella recuerda las célebres fra-ses de Trotski que justificaban teóricamente conductas de auto-inculpación: «Los ingleses tienen un lema: “Con mi país, conrazón o sin ella” [...] Nosotros disponemos de una justificaciónhistórica mucho mejor al decir que si algo es justo o injusto enciertos casos concretos individuales, es el partido quien es justoo injusto». Ella deriva de aquí el argumento que le sirve parasostener que, en el exterior del partido, estas conductas no apa-recen, puesto que el mecanismo de identificación no tiene razónde ser. Siguiendo a Hannah Arendt, el fenómeno totalitario sehabría circunscrito a los miembros del partido y no habría afec-tado al resto de la sociedad. Por ejemplo, los oficiales del Ejérci-to rojo que no pertenecían al partido y resistían.18

En su análisis crítico, Hannah Arendt nunca menciona «elencanto del nombre de Uno» o de un fenómeno de este orden.Incluso cuando se refiere, en la descripción del terror totalitario,a «Un Hombre», el nombre de este Hombre, aunque sea suscep-tible de ser nombrado, no parece ejercer ningún encanto, ni sus-citar ningún amor en la medida en que este Hombre sería el

18. H. Arendt, Los orígenes..., op. cit., nota 7, p. 388.

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sujeto, con todo el equívoco que el término comporta, del movi-miento de la naturaleza o de la historia, del proceso totalitario.Hannah Arendt se aproxima a la servidumbre voluntaria, unavez más, por una vía que le es propia, vía que podríamos deno-minar «la empresa de la lógica».

En la estela de Walter Benjamin, Hannah Arendt retoma lahipótesis de la destrucción de la experiencia, pero con el objetivode dar cuenta de la dominación totalitaria. La ideología, princi-pio de movimiento de la dominación total, destruye la experien-cia de diversos modos: no se interesa jamás «por el milagro delser», es decir, no piensa en el acontecimiento, sino que lo vinculaa lo que parece ser proceso o movimiento; en su pretensión deexplicarlo todo, la ideología no da cuenta de lo que es, de lo quenace o muere, pues está preocupada, de manera exclusiva, por elmovimiento según la ley de la naturaleza o de la historia; el pen-samiento ideológico se emancipa de la realidad que percibimos,con la ayuda de nuestros sentidos y, al mismo tiempo, de todaexperiencia posible. Invocando una realidad «más verdadera»que aquello que percibimos, la ideología se presenta como unsexto sentido que tendría por cualidad, revistiendo cada hechode una significación secreta, eximirnos de la experiencia quesomos capaces de compartir con otros. Sustituyendo a la reali-dad, la ideología funciona como una pantalla que nos libra de laexperiencia, de sus constricciones, pero también de sus ense-ñanzas. La cota de la experiencia se viene abajo. La ideología,como «lógica de una idea», realiza esta emancipación de la expe-riencia recurriendo, precisamente, a la lógica que, sustituyendoal pensamiento, parte de una premisa para reducir todo lo de-más, ya se trate de la naturaleza o de la historia, a una coheren-cia implacable.

De acuerdo con los análisis de Hannah Arendt, los hombres,durante el período totalitario, o pre-totalitario, experimentarían,paradójicamente, la pérdida de la experiencia, bajo la forma dela desolación. La desolación es un estado que afecta al conjuntode las relaciones que constituyen la existencia humana y queengendran en quienes la conocen el sentimiento desesperante deno pertenecer al mundo. Efecto de la destrucción de la plurali-dad que entraña el terror total y, en un sentido más amplio, deldesenraizamiento y de la inutilidad de las masas, la desolaciónes la experiencia de ser abandonado, de ser superfluo. «Lo que

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torna tan insoportable la soledad es la pérdida del propio yo [...]El yo y el mundo, la capacidad para el pensamiento y la expe-riencia, se pierden al mismo tiempo».19 Sobre este terreno desér-tico o, mejor dicho, en vía de desertificación, nace la empresa dela lógica, su atractivo. De manera bastante misteriosa y no deltodo elucidada, Hannah Arendt plantea, a partir de una cita deLutero, una relación entre la experiencia de la desolación y laseducción de la lógica. La desolación convertiría a la lógica enatrayente. En un primer nivel, parecería que, en este estadode pérdida generalizada —pérdida del yo, del otro y del mundo,pérdida de la experiencia—, sólo sobreviviría la facultad del ra-zonamiento lógico cuya premisa es aquello que es evidente porsí. Sólo habría una certidumbre a «la que agarrarse», esta ver-dad vacía, privada de todo poder de revelación, tiene la particu-laridad de ser productiva en el estado de desolación, en el senti-do de que tomaría la vía lógica de la deducción interna, sin per-juicio de pensar «desde la perspectiva de lo peor», según laexpresión de Lutero. En un nivel más profundo, el atractivo de lalógica que puede ir hasta adquirir la forma de una autoconstruc-ción vendría de lo que esta sumisión a la lógica ofrecería comoun indefectible «resto» en un universo desertificado, transfor-maría la no-contradicción en posible manifestación de una iden-tidad de sí con un sí vacío (A = A), hasta el punto de fetichizar laprimera premisa que permite el desarrollo de la lógica, inclusocuando este juego se demuestra una trampa. La valoración de lalógica, sea en los términos de Hitler o en los de Stalin, apareceríaante aquellos que aceptan la dominación «como un último apo-yo en un mundo en el que nadie es digno de confianza y en el queno se puede contar con nada».20 En la conferencia sobre La natu-raleza del totalitarismo, Hannah Arendt vincula, de manera mu-cho más clara, esta seducción de la lógica con la destrucción dela pluralidad y con el deterioro de la experiencia. «El logicismoes lo que atrae a seres humanos aislados, pues el hombre encompleta soledad, sin otro contacto con sus congéneres huma-nos y, por tanto, sin ninguna posibilidad real de experiencia, notiene otra cosa a que recurrir que las reglas más abstractas derazonamiento».21 Aceptar el reino de la lógica no es una muestra

19. Ibíd., p. 578.20. Ibíd., p. 579.21. H. Arendt, De la naturaleza del totalitarismo, op. cit., p. 430.

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de estupidez; aquel que lo consiente y se auto-constriñe sólo in-tenta escapar «de la desesperación del aislamiento por la adic-ción a los vicios de la soledad».22

Este señuelo es una auténtica trampa. Por la insistencia en elatractivo de la lógica, Hannah Arendt acaba, en el último capítu-lo, «Ideología y Terror», por responder a la pregunta planteadaen el cap. 1, «Una sociedad sin clases», a propósito de los proce-sos de Moscú. ¿Por qué los acusados de Moscú se comportaronde forma tan extraña, tan estúpida? ¿Por qué se autoinculparon,provocando, ellos mismos, su propia condenación a muerte?¿Cómo podemos dar cuenta de una conducta que llenó de «estu-por el universo civilizado»? En este punto del análisis, ni el fana-tismo, ni el conformismo absoluto, ni la identificación con elpartido son explicaciones válidas para Hannah Arendt. Sólo laauto-sumisión a la lógica, unida a la destrucción de la experien-cia, bajo la empresa de la ideología, de la lógica de una idea, escapaz de esclarecer y dar una respuesta más compleja, que me-rece ser valorada, aunque no comporte, necesariamente, un acuer-do. Según Hannah Arendt, esta actitud irracional, que no respe-ta la racionalidad mínima —la conservación de sí y el miedo a lamuerte— revelaría la potencia apremiante de la lógica. La acep-tación de la primera premisa, a saber, la lógica de una idea apli-cada a la historia —la historia es lucha de clases y el partido es elinstrumento privilegiado— llevó a los acusados, practicando laauto-sumisión a la lógica, a inculparse ellos mismos por críme-nes que no habían cometido, a asumir las deducciones internasde estas premisas, a hacerles la requisitoria a los procuradores,como si el miedo a la contradicción fuera mayor que el miedo ala muerte. Poco importan los crímenes en su concreción, sólocuenta el hecho de que el partido necesita criminales para fun-damentar sus acusaciones, sólo cuenta el castigo de los crimina-les. Si tal es la exigencia del partido, rechazar la asunción del roldel criminal significa rechazar la premisa de que el partido tienesiempre razón y la adhesión primera a esta premisa supone apar-tarse de las consecuencias lógicas de una y otra, renegar de unomismo con el pretexto de salvar la vida. «Aquí parece hallar sufuente la fuerza coactiva de la lógica —dice Hannah Arendt—;surgen de nuestro propio temor a contradecirnos».23 Habría algo

22. Ibíd., p. 431.23. H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, op. cit., p. 573.

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peor que la muerte: contradecirse, renunciar a sí, perderse. Deahí este trueque infernal: quien se salva atreviéndose a afirmarsu inocencia, se pierde; quien se pierde auto-acusándose, se sal-va.24 La identificación con el partido, invocada al comienzo delanálisis, no vale y no adquiere toda su amplitud a menos queasumamos que este fenómeno está bajo la estela de la lógica yque, para decir A, es necesario deletrear el alfabeto de la identifi-cación y de la sumisión hasta el final.

¿Esta auto-sumisión a la lógica es una nueva figura de laservidumbre voluntaria? ¿Puede existir una equivalencia entreel encanto del nombre de Uno y el atractivo por la lógica? ¿Han-nah Arendt redescubre la hipótesis de La Boétie cuando intentarehacer y describir el recorrido interior de los acusados de Mos-cú? Si lo juzgamos por sus efectos, la autoinculpación, la acep-tación de la muerte, la auto-negación, parece legítima la com-paración con quienes engendran el deseo de servidumbre. Peroresulta menos evidente que Hannah Arendt haya concebido unahipótesis próxima a la de La Boétie: el don de sí no se hace a untirano o, por ejemplo, a un Egócrata, sino a una instancia colec-tiva que, en el pensamiento de Hannah Arendt, no podría preca-verse contra el nombre del Uno, incluso cuando en la realidadhistórica una figura despótica la domina; por añadidura, la au-tora del libro Los orígenes del totalitarismo se sitúa del lado delos dominados para intentar comprender por qué mecanismosaceptan la negación de sí y van al encuentro de la muerte; ellono impide que esta autora considere que la tiranía de la lógicasea un efecto de la «preparación» efectuada por los dirigentestotalitarios. En fin, esta autoinculpación es negación de sí hastacierto punto, puesto que se trataría, de seguir el análisisarendtiano, de una manera encubierta y sacrificada de salvarsu identidad; identidad vacía, ciertamente, como si estuviéra-mos en presencia de «una artimaña de la identidad».

Al término de este recorrido, la respuesta a la cuestión de par-tida sólo puede ser articulada y, necesariamente, matizada: demanera incontestable, la obra crítica de Hannah Arendt presentaavances reales por lo que se refiere a la problemática de la servi-

24. «Los dominadores totalitarios se apoyan en el apremio con el que podemosobligarnos a nosotros mismos para obtener la movilización limitada de personas quetodavía necesitan; este apremio íntimo es la tiranía de la lógica, a la que nada se resistesi no es la gran capacidad de los hombres para empezar algo nuevo». Ibíd.

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dumbre voluntaria, recorre sus zonas próximas, especialmente,cuando constata la más que sorprendente conducta de los acusa-dos de los procesos de Moscú. En su asombro, escuchamos casiun eco de la espantosa pregunta de La Boétie, «¡Oh!, ¿qué mons-truo del vicio es éste?», y encontramos algo de este espanto cuan-do intenta describir los síntomas del «vicio totalitario». Pero —yaquí está, quizá, lo esencial— Arendt se queda a medio camino,no da el paso hacia delante cuando se trata de denominar a estevicio y vuelve sobre explicaciones tradicionales: el fanatismo, elconformismo absoluto que vendrían a ocultar y a cerrar un inte-rrogante que abriría un abismo por su exigencia de ser nombra-do. Y ello es así incluso cuando se dedica a profundizar, a compli-car la identificación con el partido, añadiendo la ruina de la plura-lidad, efecto del terror total, y la tiranía de la lógica; articulando lafe en la lógica y la descomposición de la pluralidad, una lógica quesustituye a la pluralidad desfalleciente. Como si la imaginación ala que apela de manera tan elocuente para «superar los abismos»no le bastara para reconocer y nombrar, precisamente, en los fe-nómenos totalitarios que «desafían el juicio normal», aquello quela lengua se niega a nombrar. En dos momentos, un movimientode escritura señala, quizá, lo que impide a la imaginación superardeterminados abismos. Hannah Arendt, sea cual sea el caráctersiniestro del cuadro que bosqueja del totalitarismo, sostiene queel amor por la libertad no ha desaparecido del corazón de los hom-bres. «El Gobierno totalitario no restringe simplemente el librealbedrío y arrebata las libertades; tampoco ha logrado, al menospor lo que sabemos, arrancar de los corazones de los hombres elamor por la libertad».25 Idéntica declaración encontramos en Dela naturaleza del totalitarismo, con la reserva del «hasta donde lle-ga nuestro limitado conocimiento».26 Lo que parece indicar que,en caso contrario —la desaparición del amor por la libertad—, elintérprete se encontraría en presencia de un régimen aún mássorprendente y que, por su imaginación, la dominación estaría auna distancia infinitamente más grande que la que había estima-do en un principio.

Volvamos a la cuestión de la pluralidad. ¿Cuando HannahArendt analiza la destrucción de la pluralidad queremos decir

25. Ibíd., p. 565.26. H. Arendt, De la naturaleza del totalitarismo, op. cit., p. 412.

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que toma por su cuenta el movimiento laboetiano, la repentinaconversión del todos unos en todos Uno por la que quedan aboli-das pluralidad y libertad, entrañando la desaparición de una eleclipse de la otra? No habría de percibirse en la identificacióndel terror total con un anillo de hierro, o con un círculo de fuegoy con la producción de Un Hombre, la recuperación de la críticaaristotélica de la unificación violenta a la que se entrega Platónen La República, ignorando que la ciudad «es una cierta formade multiplicidad». El producto del terror total, Un Hombre, pa-rece próximo, hasta cierto punto, al individuo Uno al que se opo-ne Aristóteles en la Política.27

¿Basta invocar el desinterés de las masas para concluir queexiste una problemática de la servidumbre voluntaria en la obrade Hannah Arendt? Desinterés significa des-inversión, al objetode indicar que el fenómeno clásico del interés no tiene vigenciaen el universo totalitario, en resumen, el paso de un acto positi-vo a un acto negativo. Entre el desinterés y la servidumbre vo-luntaria, la servidumbre no como retiro o pasividad —ellos han«ganado» su servidumbre, dice La Boétie—, sino como activi-dad o como deseo, teniendo en cuenta el paso que se da de laservidumbre voluntaria al deseo de servidumbre, existe un des-vío que Hannah Arendt no se atreve a traspasar, y se guardamucho de hacerlo pues, aun cuando admite la idea de «consen-timiento tácito», la idea de deseo le es ajena, al menos, para lacomprensión de la política. Ocurre lo mismo que con el amor.Recordemos cómo, en la célebre carta a Gershom Scholem, re-chaza de plano la noción de amor del pueblo judío, que le pare-ce, simplemente, incomprensible, pues contribuye a confundirlas esferas. En todo caso, cómo no subrayar que, cuando inten-ta esclarecer los oscuros progresos de la identificación con elpartido, se ve atrapada, de manera muy extraña, por una pro-blemática de la identidad. Si seguimos su razonamiento, la au-toinculpación de los acusados durante el proceso de Moscú tie-ne su explicación en un repliegue sobre sí, en el interior de un

27. «Sin embargo, es evidente que al avanzar en este sentido y hacerse más unitaria,ya no será ciudad. Pues la ciudad es por su naturaleza una cierta pluralidad, y al hacer-se más una, de ciudad se convertirá en casa, y de casa, en hombre, ya que podríamosafirmar que la casa es más unitaria que la ciudad y el individuo más que la casa»,Aristóteles, Política, lib. II, cap. II, Madrid, Gredos, 1999, p. 89. Por su parte, HannahArendt escribe en Los orígenes del totalitarismo, op. cit., p. 214: «En un perfecto Gobier-no totalitario, donde todos los hombres se han convertido en Un Hombre».

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circuito cerrado, bajo el signo de la lógica; como si su únicomóvil fuera permanecer fieles a ellos mismos, a su compromisode partida, a la primera premisa que les llevó a aceptar la ideo-logía bolchevique. ¡Curiosa identidad aquella que se autoincul-pa! Cómo no concebir la identificación con el partido como algoque lleva a sí. Una vez establecida esta identificación, ¿no setrata de un movimiento incontrolado, irresistible, que arrastraa quien se entrega a ella y lo empuja a subir por la cadena deidentificación hasta alcanzar la cima, hasta esa pieza esencialde la dominación totalitaria, es decir, al Egócrata? ¿Cómo esposible, después de haber descrito tan bien los efectos del terrortotal —el paso de todos los hombres a Un Hombre—, manteneresta enigmática autoinculpación al margen de toda relación conaquello que Claude Lefort denomina «el gran Otro», colofón deldispositivo totalitario? Hannah Arendt invita a distinguir entreel dirigente totalitario y el tirano; mientras que éste se sirve dela todo-potencia para asegurar la calma del reino, una vez de-rrotada la oposición, aquel pondría su omnipotencia al serviciode las leyes del movimiento, como si fuera el único soporte, elúnico apoyo, el único cerebro capaz de conocerlos y de aplicar-los, abriendo un abismo, no entre la todo-potencia y la omnipo-tencia, sino entre el superviviente y los seres superfluos. Si éstaes la singularidad del jefe totalitario, ¿cómo no percibir que sesepara imaginariamente de la sociedad que considera como elser material destinado a materializar les leyes devoradoras delmovimiento, cómo no considerar que ocupa efectivamente ellugar del Otro? Ya La Boétie, a propósito del tirano, mostrabacómo la dimisión, más exactamente, el don de todos, creaba unSer fantástico, «Un ser único», con el cuerpo inconmensurabledotado de millones de ojos, de miles de brazos, de mil pies, cons-tituido de alguna manera por lo que cada uno había «abando-nado». De manera extraña, para Hannah Arendt, el productodel terror total, lo que denomina «Un Hombre», sigue siendo unser de razón, como si no estuviera destinado a encarnarse, asustraerse de la sociedad que domina, a llevar un nombre sus-ceptible de ejercer este encanto del que nos advierte La Boétie.

Hannah Arendt describe la dominación total, y no la socie-dad totalitaria, por la excelente razón de que, a su juicio, éstaúltima no existe en cuanto tal. Si distingue entre los miembrosdel partido y los que se mantienen en el exterior, es para hacer-

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nos comprender que sólo en el interior de una formación políti-ca de este orden, sometida a la ideología, podían aparecer lasconductas aberrantes de autoinculpación; de esta forma, la so-ciedad en su conjunto permanecería ajena a la servidumbre vo-luntaria. Habida cuenta de la diferencia entre régimen totalita-rio y tiranía, Hannah Arendt se aleja de La Boétie, quien se dedi-ca a mostrar cómo, por medio de una serie de pasos, laservidumbre gana toda la sociedad hasta que el pueblo se con-vierte en «traidor de sí mismo». También se aparta de la atracti-va pintura de Solzhenitsin cuando describe «el pueblo converti-do en su propio enemigo», o de la interpretación de Claude Le-fort.28 A diferencia de Arendt, éste percibe, a partir de suarticulación de lo político y lo social, la servidumbre voluntariaen toda la extensión de lo social, suscitada por la lógica del tota-litarismo, la constitución del pueblo Uno que no deja de fabricar«hombres que sobran», que expulsa de su seno en cuanto otrosmaléficos. Lejos de esta re-actualización, transposición de la ser-vidumbre voluntaria, la obra de Hannah Arendt recupera la re-presentación clásica de un grupo de dirigentes, totalitarios eneste caso, que organizan la dominación total con ayuda del te-rror y de la ideología, que concibe como «la preparación de losindividuos para el papel de ejecutor y para el papel de víctima».29

Cuando se propone sustituir la cuestión de «¿por qué han obede-cido?» por la infinitamente más justa de «¿por qué han dado sugarantía?», resulta claro que piensa no tanto en las víctimas cuan-to en los verdugos.

¿Por qué Hannah Arendt, a pesar de sus avances en la di-rección de la servidumbre voluntaria, se quedó a medio cami-no? ¿Por qué no ha puesto a prueba la hipótesis de La Boétie,sin perjuicio de transformarla, al objeto de estar a la alturadel «sin precedente»? De haberlo hecho, Arendt habría temi-do sus derivas psicológicas, analíticas, a su juicio, reductoras,e incluso, mistificadoras. No hay más que leer lo que ha escri-to a propósito de la fascinación que tantos contemporáneosatribuyeron a Hitler. Además de cuestionar la realidad del fe-nómeno, recuerda a todos aquellos que se extravían que lafascinación es, en primer lugar y ante todo, un fenómeno so-

28. Cl. Lefort, Un hombre..., op. cit., pp. 43-44.29. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», op. cit., p. 420.

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cial y, en cuanto tal, signo de una interpretación social y polí-tica. Ella combate las reducciones psicologistas. También re-cuerda que el honor, la virtud y el miedo son principios deacción, el motor de la acción y no de los móviles psicologistas.

Convendría comprender la lógica del totalitarismo con ayu-da de la inteligencia política o de la inteligencia de lo político.Escribe sobre el abandono, que le parece ser el único terreno enel que la tiranía de la lógica alcanza su esplendor: «El aislamien-to ha dejado de ser, en un mundo como éste, un asunto psicoló-gico que manejar con términos tan bonitos y faltos de sentidocomo “introvertido” y “extrovertido”».30

La problemática de la servidumbre voluntaria, tal como fuedescubierta y desarrollada por La Boétie, es una hipótesis socialy política que se apoya en la naturaleza del vínculo social y larelación que los hombres mantienen con el lugar del poder, lu-gar aparte, heterogéneo. En este sentido, Hannah Arendt podríahaberla hecho suya. Puede ocurrir que determinadas concepcio-nes de lo político impidan la asunción de esta hipótesis. Éstatiene que ver con una concepción heroica de lo político que haceimposible, para quien la profesa, el reconocimiento de tal origendel régimen totalitario. Edgar Quinet, en Les esclaves, planteó laservidumbre voluntaria y el heroísmo como dos polos antago-nistas, viniendo éste a reparar a aquél. Quien elige a uno, ¿notiene la tendencia de minusvalorar al otro? No cabe duda de queHannah Arendt comparte una concepción heroica de la política,precisando, al objeto de evitar el malentendido, que defiende unaconcepción sobria del heroísmo, de inspiración homérica, quetiene la singularidad de ser un heroísmo en plural, que se practi-ca de concierto. No puede elaborar una concepción heroica de lapolítica porque eligió, deliberadamente, una concepción políti-ca del heroísmo que se mantiene apartada de ampulosidadesmetafísicas o estéticas. Aquí, junto a su desconfianza hacia laservidumbre, encontramos el origen de las mayores reticenciasde Hannah Arendt.

Nos equivocaríamos si interpretáramos de manera exclusi-vamente negativa esta reticencia de Hannah Arendt, o si no vié-ramos en ella más que un desfallecimiento, aun cuando sea cier-to que ignoró la dimensión simbólica de la institución totalitaria

30. Ibíd., p. 431.

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de lo social que permite evitar, precisamente, las lecturas psico-logizantes de la servidumbre voluntaria. Quizá habría que ver enesta resistencia una advertencia contra las reducciones analíti-cas y los intentos de hablar de servidumbre voluntaria, por ejem-plo, en términos de «masoquismo primario»; borrando, al mis-mo tiempo, la dimensión social y política. Advertencia saludableporque, así reducida, la servidumbre voluntaria se presta a to-dos los usos, es bueno para todo y se emplea en cualquier situa-ción. Cuando observamos la utilización acrítica de la noción debanalidad del mal, podemos prever y temer la eclosión de unaúltima novedad de moda bajo la forma de una equivalencia con-fusa que daría enunciados del siguiente tipo: la banalidad delmal es la servidumbre voluntaria e, inversamente, ¡la servidum-bre voluntaria es la banalidad del mal! No se emplea la hipótesisde la servidumbre voluntaria que se quiera; es necesario un amorindefectible por la libertad, la determinación de pensar lo políti-co en su irreducible especificad y una adhesión inquebrantablea la idea de que el hombre es un ser-para-la libertad. En estascondiciones, la reticencia de Hannah Arendt tiene el mérito derecordarnos en qué condiciones podemos pensar, legítimamen-te, la servidumbre voluntaria, si no queremos que el recurso in-controlado a esta hipótesis sea el primer paso de la entrada enservidumbre. Qué pretende hacer comprender La Boétie pormedio del relato de Licurgo y de sus dos perros —que vendría aconfirmar la tesis del hábito—, si no es convencer de que se tratade un discurso del tirano que pretende someter al pueblo y no dela llamada de un filósofo o de un hombre libre por la libertad delos hombres.

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¿La categoría interpretativa del totalitarismo no estaría afec-tada por una paradoja? En efecto, esta interpretación se desa-rrolla, a un tiempo, bajo el signo de la complejidad y de la bana-lización. Complejidad, porque se trata, al menos para las inter-pretaciones filosóficas, de comprender la novedad de nuestrosiglo, el quid, según Hannah Arendt, y, sobre todo, el sin prece-dente. Se trata de llegar a describir una forma de dominacióninédita que no puede confundirse ni con la tiranía ni con el des-potismo. Lo que implica una interpretación elaborada de lamodernidad y un nuevo pensamiento de lo político, al margende toda cientifización. Es de subrayar cómo, en los filósofos,podemos encontrar una voluntad de elucidación del fenómenoen su originalidad y una determinación por redescubrir lo políti-co, sea como acción, sea como institución de lo social. En resu-men, a partir de la experiencia del totalitarismo, se forjó un nue-vo pensamiento de lo político y, si bien mantiene relaciones conla tradición, no se reduce a ella. La experiencia totalitaria habríaabierto un abismo entre la tradición y nosotros.

Al mismo tiempo, obligado es constatar la banalización de lanoción, que da lugar a equívocos múltiples, desde la identifica-ción rápida de cualquier dictadura con el totalitarismo hasta laproposición de un simulacro de filosofía de la historia que pos-tula la permanencia de la dominación en la historia de los hom-bres, identificada, sin otra forma de proceso, con la política mis-ma. Uno de los puntos determinantes del equívoco es, precisa-

DE UNA ERRÓNEA INTERPRETACIÓNDEL TOTALITARISMO Y SUS CONSECUENCIAS*

* Este texto fue publicado en la revista Tumultes, n.º 8, 1996, pp. 11-44.

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mente, la relación del totalitarismo con la política. En referenciaal fenómeno totalitario, reaparece sin cesar una oscilación:

— A veces, el totalitarismo es considerado como el exceso delo político o como lo político llevado al exceso.

— A veces, el totalitarismo es concebido como la desapariciónde lo político, su destrucción, como el increíble intento de des-truir el vínculo político y, más allá, la condición política de loshombres. Como si el totalitarismo se quisiera la negación másradical de la tesis aristotélica del hombre como animal político.

Éste es el punto nodal que debemos desentrañar de maneraurgente y necesaria. Las cuestiones claves son las siguientes:

— Si el totalitarismo se concibe como un exceso de lo políticoo una politización a ultranza, la crítica del totalitarismo y la salidade lo político se orientarán hacia la desinversión política, que apa-rece tanto más legítima cuanto, en este caso, lo político es tenidopor responsable del mal totalitario.

— Si, a la inversa, el totalitarismo se concibe como la des-trucción de lo político, la crítica y la salida del totalitarismo seorientarían de un modo muy distinto. Tras la experiencia totali-taria, se trataría de instaurar lo político, de redescubrirlo afir-mando su consistencia irreducible y su dignidad. Redescubri-miento de las cosas políticas, puesto que el intento de destruirlases juzgado como responsable de la experiencia totalitaria.

Una vez esclarecida esta alternativa, esta oscilación, nos en-contramos con la cuestión del apoliticismo. Si prevalece la pri-mera tesis —el totalitarismo como exceso de lo político—, el apo-liticismo podría ser considerado como una reacción casi legíti-ma, normal, ante este exceso. El apoliticismo sería, en este caso,una desinversión de lo político que tiene lugar en una fase desaturación. Por el contrario, si prima la segunda tesis —el totali-tarismo como destrucción de lo político—, el apoliticismo apa-rece desde una perspectiva distinta. ¿No podríamos ver ahí unasupervivencia, un rastro de la destrucción totalitaria de lo políti-co en la sociedad post-totalitaria? En este caso, el apoliticismosería la señal de una irremediable herida inflingida a lo político.De este modo, el totalitarismo y su interpretación se descubren

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no sólo como uno de los posibles espacios del apoliticismo con-temporáneo, sino que determina igualmente su sentido y orien-tación; incluso si sus manifestaciones concretas puedan parecerpróximas: ya se trate del apoliticismo como rechazo de lo políti-co, ya se trate del apoliticismo como supervivencia de la destruc-ción de lo político.

El totalitarismo como exceso de lo político, sus efectos

Al objeto de hacer lo más explicita posible la tesis y salir delos equívocos de la opinión, me volveré hacia un ensayista, Si-mon Leys, quien, en distintas ocasiones, ha escrito sobre el tota-litarismo, en su caso, bajo la forma maoísta.1 Más tarde, propu-so un ensayo sobre Orwell,2 autor, como se sabe, de Homenaje aCataluña, Rebelión en la granja y, sobre todo, el célebre 1984;como si hubiera reconocido en Orwell la inspiración fundamen-tal para su propia crítica de la dominación totalitaria. En susobras, de las que podemos decir que añaden luces a la crítica enun período de oscurantismo, S. Leys analiza el totalitarismo comoel Todo político en el sentido de que, según él, el totalitarismo sedefiniría por el aplastamiento, la aniquilación de los elementos yde los valores no políticos de la existencia y del mundo, en nom-bre de lo político «instalado en el puesto de mando», podríamosdecir. Así, ha practicado, talentosamente, una «investigación li-teraria», en el sentido de Claude Lefort, del totalitarismo chinoal oponer a los grandes cuadros ideológicos la pequeña viñetacrítica, examinando el detalle desapercibido; e incluso oculta laconfesión de que el Todo es lo no-cierto. El totalitarismo, desdela perspectiva del «Todo político», aplastaría tanto lo contingen-te como lo eterno, el tejido imprevisible de lo cotidiano; lo que,en la vida de los hombres, pueda producir de nuevo, de improvi-so, aquello que Hannah Arendt denomina «el milagro del ser».

Esta interpretación del totalitarismo pronto produce efectosen Simon Leys, especialmente, en el ensayo consagrado a Geor-ge Orwell, cuyo título, «El horror por la política», es suficiente-

1. Cfr. S. Leys, Los trajes nuevos del presidente Mao. Crónica de la revolución cultu-ral, Barcelona, Tusquets, 1976 (ed. original en francés, Les habits neufs du présidentMao, París, Champ Libre, 1971) y S. Leys, Ombres chinoises, París, 1974.

2. S. Leys, Orwell ou l´horreur de la politique, Hermann, París, 1984.

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mente elocuente. A juicio de Leys, existiría un enigma de Orwell:para unos, éste sería el animal político por excelencia, «que lle-varía todo a la política»; para otros, entre los que cabría contarsea su segunda mujer, Sonia, le hubiera gustado vivir en el campo,lejos de la política, su participación en España no habría sidomás que un accidente sin importancia. Leys responde a este enig-ma con una paradoja, según la cual, Orwell habría vivido en unatensión entre dos direcciones: la política y lo bucólico. Pero prontoabandona él mismo la paradoja para reducir la excepcionalidadde Orwell al horror por la política, sin haber llegado a explorar lacategoría de lo impolítico. Más específicamente —escribe— aque-llo que explica su originalidad como escritor político es que odiabala política.3 Este escritor político que odiaba la política habríadado prioridad a lo contingente y a lo eterno; la política vendríadespués. Esta actitud podría ser definida como «un apoliticis-mo» de tendencia estético-metafísica. De ahí, Leys deriva la legi-timidad de una actitud general en relación con la política: man-tener con la política la misma relación que pueda tener un hom-bre preocupado por la conservación de sí con un perro rabioso,es decir, con un perro cuyo estado de furor no le permitiría ya, adiferencia del perro de Platón, distinguir entre amigos y enemi-gos. «Si la política debe llamar nuestra atención, debe hacerlo almodo de un perro rabioso que os salta a la garganta si le apartáisla mirada por un instante. En España, descubrió toda la feroci-dad de la bestia».4 Leys insiste en la relación que existe entre estaactitud de gran desafío por lo que se refiere a la política y laexperiencia española de Orwell. «Después de haber sido heridogravemente por una bala fascista, [Orwell] fue llevado a la reta-guardia para verse acosado por los asesinos estalinistas, menosdeseosos de defender la República contra el enemigo fascistaque de aniquilar a sus aliados anarquistas. De regreso a Inglate-rra, cuando quiso dar testimonio de la manera en que los comu-nistas habían traicionado la causa republicana en España, setopó pronto, y de manera duradera, con la conspiración del si-lencio y de la calumnia [...] Por primera vez, se enfrentó directa-mente con la mentira totalitaria».5 Ciertamente, Orwell descu-

3. Ibíd., p. 34.4. Ibíd., p. 35.5. Ibíd., p. 36.

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brió en España el estalinismo, su extensión y sus estragos, pero¿no sería un poco precipitado reducir «la lección de España» deOrwell al odio por la política; tanto más cuanto el odio al estali-nismo puede acompañarse muy bien del amor por la política?

En la pluma de Orwell, la expresión «el horror por la políti-ca», en relación con España, se asocia, justo es decirlo, «con lasmaquinaciones internas de los partidos políticos de izquierda».¿Horror por la política en sí o bien horror por la política partisa-na? La cuestión merece ser planteada, porque Orwell tambiéndescubrió en España el milagro de la Revolución o la Revolucióncomo milagro, es decir, como surgimiento, invención en pluralde algo nuevo. Algunas páginas del Homenaje a Cataluña figuranentre las más bellas que puedan leerse sobre el vínculo humano,sobre la metamorfosis del vínculo humano durante el períodorevolucionario, durante lo que Chateaubriand denominaba «lasvacaciones de la humanidad». «El atractivo aspecto de Barcelo-na superaba toda expectativa. Era la primera vez en mi vida queme encontraba en una ciudad en la que la clase obrera habíaganado la partida [...] Los mozos de café, los vendedores te mira-ban a la cara y te trataban como un igual. Los giros de frasesserviles o, simplemente, ceremoniosas habían desaparecidomomentáneamente [...] Y, sobre todo, se creía en la Revolución yen el futuro, existía la impresión de haber entrado en una era deigualdad y de libertad».6

Simon Leys nos ofrece, por tanto, un modelo acabado de laprimera interpretación del totalitarismo con sus dos tiemposesenciales:

— El totalitarismo como politización total o exceso de lopolítico.

— El odio por la política —susceptible de adoptar diversasformas: la oposición estética, metafísica, o más cerca de noso-tros, la oposición ética— como reacción legítima a esa nuevaforma de dominación.

Señalemos algunos puntos críticos antes de pasar a la segundainterpretación. Si designamos con el vocablo politicismo strictosensu un proceso de ideologización y, como ocurre con el término

6. G. Orwell, Homenaje a Cataluña, Barcelona, Ariel, 1983, pp. 11-13.

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«economicismo», la sobrevaloración de una instancia separadade la totalidad; el apoliticismo como rechazo a este proceso pare-ce, a todas luces, legítimo. Pero, ¿podríamos derivar un odio porla política como si el fenómeno de la política y su ideologización,su sobrevaloración, debieran confundirse necesariamente? ¿Elerror de Leys, a partir de esta identificación tan contestable, noconsiste en haber confundido el «apoliticismo» con un punto devista apolítico o, más bien, anti-político; en haber derivado unodio por la política, cuando menos, problemático, de un apoliti-cismo legítimo —como rechazo de la política? Mientras que esteapoliticismo, en el sentido indicado, tiene por objetivo, no la nega-ción de lo político, sino su hallazgo con vocación salutífera.

Frente a esta interpretación del totalitarismo, siguen sin des-pejarse determinadas cuestiones:

— ¿No se observa aquí una confusión entre el «Todo políti-co» y el «Todo ideológico», es decir, la imposición de un modelodominante bajo el control de un partido único a todas las activi-dades de una sociedad dada?

Sea como fuere, este Todo político, a través de la ideología—esta identificación de la totalidad con un modelo ideológico-político, este politicismo en acto—, ¿no autoriza, sin embargo,a llenar de descrédito la célebre frase de Rousseau en Las Con-fesiones, «todo se relaciona con la política», que significa queuna forma de institución política de lo social ejerce, hasta cier-to punto, una eficacia sobre el conjunto de los elementos deuna sociedad dada? Si analizamos bien esta proposición, com-probaremos que también es compartida por Montesquieu, consu teoría de los regímenes, y por Tocqueville, con su descrip-ción de la democracia americana. Criticar el politicismo en actoes una cosa; analizar el papel de lo político en la institución delo social, otra muy distinta.

— ¿No observamos, por añadidura, una confusión entre el «Todopolítico» y lo que revela ser, más bien, un intento de producir unasocialización acabada, cuya realización debería comportar, segúnsus artesanos y sus partidarios, la desaparición de lo político?

— ¿Esta interpretación del totalitarismo en términos del «Todopolítico» no es algo reduccionista? ¿Esta concepción no tendría

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el defecto de quedarse en una mera declaración de intenciones,sin llegar a calibrar los efectos de la práctica? Si suponemos queel totalitarismo es el proyecto de un «Todo político» —la identifi-cación de la política y de la totalidad—, la puesta en marcha deeste proyecto tendría por efecto hacer perder su consistencia ysus fronteras a lo político. Es decir, la realización del «Todo polí-tico» tendría por efecto paradójico disolver lo político que, encierto sentido, debería su existencia al hecho de que se distinguede otras dimensiones en la institución de una sociedad dada.

Por la acentuación de sus rasgos, este modelo de interpreta-ción del totalitarismo tiene, al menos, el mérito de hacernos sen-sible a la actitud de desafío en relación a lo político, que afectaampliamente a la opinión tras la experiencia totalitaria. Dentrode una concepción banal y equívoca, el totalitarismo aparececomo el desencadenamiento de lo político, como exceso de lopolítico; y no podemos más que comprender el desafío difuso dela opinión en relación con la política, un apoliticismo que siem-pre estará expuesto a degenerar en odio por la política. En estascircunstancias, quizá habría que contar con el despertar de vie-jas actitudes cristianas que tienen la tendencia de asociar lo po-lítico con el mal; en este caso, el totalitarismo sería la manifesta-ción del mal político por excelencia.

Curiosamente, la opinión es aquí reemplazada y confirma-da por las posiciones de determinados filósofos, como si, eneste caso, la filosofía no hiciera su trabajo de crítica de la opi-nión y no intentara el paso de la opinión a la verdad. ¿Extrañadimisión de la filosofía? Quizá se trate de la reactivación delespíritu de cuerpo de los filósofos y de su desconfianza haciala política, tan bien denunciada por Hannah Arendt. Segúnésta, desde el traumático acontecimiento inicial —el procesoy la ejecución de Sócrates— los filósofos sufrirían una «ver-dadera deformación profesional» que les llevaría a concebirla política como una actividad peligrosa, capaz de afectar a lacalma y la serenidad necesarias para la vita contemplativa yponer en cuestión su primacía. Podríamos observar esta des-confianza hacia la política en ciertos filósofos contemporá-neos, considerando la recepción que han dispensado a la obrade Emmanuel Lévinas. De creerlos, éste sería el portavoz dela prioridad de la ética y del desprecio de la política, puesto

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que esta prioridad tendría como consecuencia benéfica la lu-cha contra la política y su totalitarismo ontológico. Lecturamiope e inexacta. Emmanuel Lévinas, en la estela de Kant,distingue entre política y ética y no deja de plantear la articu-lación necesaria entre las dos, en la medida en que reconocela importancia y la consistencia de lo político. Evidentemen-te, postula la prioridad de la ética —del hecho ético, de laresponsabilidad para con el otro—; pero, para recordar que,con la aparición del tercero, se impone la necesidad de la polí-tica. Frente a la relación ética expuesta a la extravagancia y ala desmesura, la política asumiría la tarea de reintroducir lamedida, es decir, introducir, en función del tercero, la compa-ración entre los incomparables. Gracias a esta medida y, portanto, gracias a la política, puede darse el paso de la extrava-gancia ética a la justicia.

Esta recepción de la obra de Lévinas, con su excesiva simpli-ficación, es síntoma de los movimientos que afectan a la opinióntras la mal interpretada experiencia totalitaria, a saber, un apoli-ticismo que degenera en depreciación de la política y la sobreva-loración de la ética. Podemos reconocer este doble movimientoen la valoración acrítica de la humanidad, que sería el otro nom-bre de la prioridad, sin articulación, de la ética sobre la políticaen un mundo desencantado, desorientado.

El totalitarismo —es necesario insistir— constituye una re-ferencia esencial del mundo contemporáneo y nos servirá deorientación. Desde este punto de vista, es fundamental la acep-tación o el rechazo de la categoría para dar cuenta del nazismoy del estalinismo. Para quienes aceptan haber recurrido a estanoción al objeto de pensar esta nueva forma de dominaciónaparecida en el siglo XX, es evidente que el totalitarismo con-vulsionó el campo de lo político, al punto de hacerlo irrecono-cible. No nos sorprenderemos de que la concepción moderadadel totalitarismo pueda engendrar un conjunto de representa-ciones que ejercerán un efecto decisivo sobre nuestra relacióncon las cosas políticas; en este caso, sobre el apoliticismo y sudegeneración posible en descrédito de la política. Ya BenjaminConstant se alzaba contra la reducción de la política a un juegode fuerzas visibles y subrayaba la importancia de las opinio-nes. «Sin embargo, el imperio del mundo se debe sólo a lasopiniones. Las opiniones crean la fuerza, creando sentimien-

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tos, o pasiones, o entusiasmos».7 Como hemos visto, «la opi-nión» del totalitarismo como «Todo político», además de sercriticable, lleva en sí misma, de manera casi irresistible, el odiopor la política y todas las pasiones aferentes. Desde esta pers-pectiva, la experiencia totalitaria habría descubierto, o even-tualmente confirmado, la naturaleza profundamente malignade la política.

El totalitarismo: dominación total y destrucciónde la política

Afortunadamente, existen otras posiciones con relación altotalitarismo. A partir de otra percepción e interpretación delhecho totalitario, Hannah Arendt y Claude Lefort han podido,en un solo y mismo movimiento, criticar la dominación totalita-ria y trabajar en el redescubrimiento de lo político. Se han opuestoa los equívocos de la opinión y han invitado a resistir al despre-cio generalizado que parece afectar a lo político. Dos análisisque comparten una misma inspiración filosófica: una y otro seniegan a dar cuenta de la dominación totalitaria, a quedarse enuna descripción empírica que reúne un determinado número decaracterísticas para extraer, desde una perspectiva fenomenoló-gica, la esencia de esta forma de dominación. Por añadidura,reactivan, por vías distintas, la problemática de la filosofía polí-tica. Frente al fenómeno totalitario, plantean de manera renova-da la cuestión de saber cuál es la diferencia entre un régimenpolítico libre y su contrario, sin ceder por ello a la ilusión de unarecuperación pura y simple de la tradición. Si no profesan lamisma concepción de la política —una privilegia la acción y elotro insiste en la institución de lo social—, comparten, sin em-bargo, una tesis esencial: la dominación totalitaria, lejos de serla política a ultranza, el «Todo político», es, fundamentalmente,como reino de la ideología, destructora de las cosas políticas, deldominio de lo político y, más allá, de la dimensión política queconsideran como esencial de la condición humana. Tambiéndesarrollan, en la lucha contra el totalitarismo, o tras el totalita-

7. B. Constant, De la liberté chez les modernes, textes choisis et présentés par MarcelGauchet, Le Livre de Poche, París, 1980, p. 604.

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rismo, una posición distinta respecto a la política, una posicióndistinta por lo que se refiere a las oportunidades de lo político enel mundo post-totalitario. En este análisis, daré prioridad a Han-nah Arendt, que consagró un amplio estudio a los trabajos queClaude Lefort dedicara a esta cuestión.

Hannah Arendt, en su crítica del totalitarismo, parte de unateoría de los regímenes heredada de Montesquieu, pero sensi-blemente modificada, en la medida en que añade a los dos cri-terios de Montesquieu un tercer elemento. Conserva de Mon-tesquieu la distinción entre la naturaleza de un régimen —suforma y su estructura— y su principio de acción, la pasión espe-cífica que hace actuar y le permite perseverar en su ser. La au-tora añade un tercer elemento a estos dos criterios, a saber, ladefinición de una experiencia fundamental sobre la que des-cansa cada tipo de régimen, experiencia que remite, cada vez, auna dimensión de la condición humana. Mientras la monar-quía se apoyaría en la experiencia inherente a la condición hu-mana que distingue y diferencia a los hombres por su naci-miento; la República haría lo propio con la experiencia opues-ta, la de la igualdad entre todos los hombres, que nacen igualesy que no se distinguen más que por su estatus social; lo que semanifiesta por una igualdad de poder que remite a la condi-ción de pluralidad. Finalmente, la tiranía, que apela al temor,se sustentaría en la experiencia de angustia que experimenta-mos en situaciones de total aislamiento.8 Pertrechada de estostres criterios, Hannah Arendt define el totalitarismo como si-gue: tiene por naturaleza el terror, por principio de acción o,mejor, de movimiento, la ideología. Se apoyaría en la experien-cia fundamental que se relaciona con el aislamiento, agravadopor la experiencia moderna de la desolación.

Ahora bien, todo su análisis tiende a demostrar que, en estostres niveles, el totalitarismo destruye la vida política, el domi-nio político como dominio de los asuntos humanos, la esenciade lo político, esto es, la acción, la dimensión política por exce-lencia. Juicio que no puede ser tomado por la declaración deuna periodista o de una actriz política, sino como la conclusiónde una filósofa, conclusión que adquiere todo su sentido cuan-do se relaciona con las categorías esenciales de su pensamiento.

8. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», op. cit., p. 406.

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Destrucción de la política significa, ante todo, afectaciónde la condición de pluralidad, al hecho de que son los hom-bres los que habitan la tierra; ni un hombre, ni la simple mul-tiplicidad, sino la pluralidad que incluye, a la vez, el ser entrelos hombres y la unicidad. Verdadera condición ontológicade la política que, según Hannah Arendt, debe seguir provo-cando el asombro de una filosofía política renovada. Destruc-ción de la política significa también no tanto la destrucciónde los hombres cuanto la destrucción del mundo, ese hori-zonte de sentido que los hombres edifican entre ellos, en laintersección de la obra y de la acción. El mundo, un espacioen el que se desarrollan y se ventilan los asuntos humanos, unespacio de la aparición en el que «aparezco ante los otros comolos otros se me aparecen». Sólo el respeto de la condición depluralidad asegura la posible existencia de un mundo y sólola existencia de este mundo es la condición de posibilidad deun espacio público-político como espacio de libertad. Des-trucción de la política significa, finalmente, negación de lalibertad en un doble sentido: negación de la libertad de ex-presar e intercambiar opiniones, negación de la libertad deacción, del poder-comenzar, del poder de plantear un nuevocomienzo que depende de la presencia de otros y de la con-frontación con ellos. Como sabemos, para Hannah Arendt, laacción que se relaciona con la condición de natalidad es siem-pre acción de concierto.

Los conceptos están tan estrechamente unidos en HannahArendt que, en cierto sentido, si queremos dar fiel cuenta de supensamiento, bastaría con afirmar que el carácter esencial de ladominación totalitaria consiste en destruir la política, en la me-dida misma en que niega el que es su hecho fundador: la plurali-dad humana. El caso de Arendt es particularmente interesante;pues encontramos, en su obra, formulaciones tales como «lapolítica totalitaria» o «el Estado totalitario», formulaciones quepodrían llevarnos a pensar que oscila entre dos interpretacionesposibles del totalitarismo y comparte, por momentos, la prime-ra concepción. Al mismo tiempo, ¿no marcó su distancia críticarespecto a esta primera interpretación, puesto que escribió apropósito de las formas de Estados totalitarios «en los que, su-puestamente, la existencia entera del hombre ha sido politizada

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de manera absoluta»?9 Esta duda, esta contradicción, sólo esaparente. El recorrido de Hannah Arendt es más complejo. Lainterpretación del totalitarismo como negación de la política nonace de manera repentina; ante todo, es necesario aparentaradhesión a la tesis de la politización total, experimentarla de al-guna manera para hacer aparecer el prejuicio que está en suorigen y del que hay que desprenderse: la confusión entre domi-nación y política. La opinión sólo ve una manifestación de politi-zación total cuando identifica, de manera implícita, la políticacon la dominación. En un único y mismo movimiento, HannahArendt describe el totalitarismo como destrucción de la política,al disociar la política de la dominación y recobrar el sentido dela política: la libertad. Con un único y mismo movimiento, aca-ba con la desesperanza contemporánea que pretende liberarsede la política y encuentra en la política el espacio original de unmilagro propiamente humano, el milagro de la acción, de la ac-ción de concierto, «el milagro-acontecimiento» de la libertad enel dominio de los asuntos humanos.

Si la política tiene todavía un sentido, el de la libertad, com-prendemos que todos los males del totalitarismo que, errónea-mente, atribuimos a la política son, en verdad, imputables a laideologización de la dominación, a una división sin precedenteentre dominantes y dominados y no a la acción entre sus iguales,orientados a la libertad. Con la sutil reflexión que plantea el tex-to «¿La política tiene, finalmente, un sentido?», parecería quelos conceptos de Hannah Arendt se orientan todos en el sentidode la segunda interpretación del totalitarismo. ¿No afirmó, a pro-pósito de la tiranía, que se trata de un régimen que se autodes-truye puesto que el miedo que «enerva», que desalienta, no pue-de valer como principio de acción? Por lo que se refiere a losregímenes totalitarios —que son, en verdad, no-regímenes—; suveredicto no deja lugar a dudas. «Los regímenes totalitarios nose han contentado con poner fin a la libertad de opinión, sinoque han acabado por aniquilar, en su principio, la espontanei-dad del hombre en todos los campos».10

9. H. Arendt, «La politique a-t-elle encore finalement un sens?», Colloque HannahArendt, Ontologie et politique, Collège International de Philosophie, 1990, reeditado bajoel título Politique et pensée, París, Payot, 1993, p. 164.

10. H. Arendt, ¿Qué es la política?, op. cit., pp. 72-73.

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En primer lugar, la destrucción de la política, en el nivel de lanaturaleza del régimen, por el terror. El régimen totalitario comoterror se define por oposición al gobierno constitucional o repu-blicano. La esencia del gobierno republicano es la ley y, en cuan-to tal, instituye las condiciones de la libertad y de la acción. Ajuicio de Hannah Arendt, las leyes cumplen distintas funciones:

— Establecen barreras, delimitan y marcan límites.— Por medio de esta delimitación, crean un espacio diferen-

ciado entre los hombres (inter-esse) y, al mismo tiempo, hacenposible la puesta en marcha de la condición ontológica de lapluralidad.

— Gracias a estas limitaciones, las leyes instituyen modos decomunicación entre los hombres que viven juntos y actúan deconcierto.

— Estas leyes, por su estabilidad, permiten evolucionar alos hombres en el interior de un espacio así delimitado. Dichode otra manera, la estabilidad de las leyes permite a los hom-bres, en un régimen republicano, experimentar las conmocio-nes que es capaz de aportar la historia y, especialmente en elcampo político, el nacimiento de hombres nuevos. Pensadoresdel nacimiento, de la condición de natalidad, Hannah Arendtrecuerda: «Con cada nuevo nacimiento nace al mundo un nue-vo inicio, y un nuevo mundo entra potencialmente en ser».11 Deacuerdo con Hannah Arendt, podríamos considerar que la ac-ción de las leyes, su estabilidad, consiste en instaurar un juegocomplejo entre la preservación de un mundo común y la aper-tura a las potencialidades de este comienzo. «La estabilidad delas leyes, que erige los límites y canales de comunicación entrehombres que viven juntos y actúan concertadamente, protegeeste nuevo comienzo y asegura al mismo tiempo su libertad:las leyes aseguran la potencialidad de algo enteramente nuevoy la pre-existencia de un mundo común».12

El terror conoce, al mismo tiempo, la ausencia de leyes, loque la aproxima al despotismo y, sobre todo, una alteración de laley, de la idea de ley. La ley ya no es la expresión del derecho

11. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», op. cit., p. 412.12. Ibíd.

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positivo tal como se deriva de las fuentes tradicionales; se con-vierte en la ley de un proceso, ya sea natural, ya sea histórico,que es concebido como proceso en vías de realización, o porrealizar, al que se ha de contribuir necesariamente. Se instauraun juego característico del totalitarismo entre la estabilidad y elcambio por el que la ley del proceso pueda desarrollarse, paradejar libre curso a su dinámica; al tiempo que la dominacióntotalitaria estabiliza a los hombres. «El terror congela a los hom-bres para abrir paso al movimiento de la Naturaleza o de la His-toria».13 Esta ficción de los hombres, esta inversión de los espa-cios de lo estático y de lo dinámico alcanza pronto a la cualidadpolítica de los hombres en cuanto actores, seres-del-comienzo,para el comienzo. En la medida en que esta forma de domina-ción trabaja por la realización de un proceso, pretende impedir«todo acto imprevisto, libre, espontáneo», capaz de obstaculizarel desarrollo del proceso. Abolición del tiempo político o del tiem-po de la política como tiempo de la acción y de la novedad, pues-to que la única temporalidad que tolera esta forma de domina-ción es una temporalidad procesualmente anónima, neutra, quese opera, de alguna manera, «a espaldas» de los hombres, des-preciando su don de actuar. Abolición de los límites que compor-ta una cadena de destrucción: abolición del espacio entre los hom-bres que posibilita la activación de una relación compleja entreel vínculo y la división; abolición de los modos de comunicaciónentre los hombres y, sobre todo, de lo que constituye su raíz, lacondición de pluralidad. Al término de esta descripción, Han-nah Arendt propone la teoría del terror como anillo de hierro ocírculo de fuego, que alcanza a este espacio entre los hombres,crea un estado sin precedente, un estado inédito de confusión.«El terror sustituye los límites y canales de comunicación entrelos hombres individuales por un anillo de hierro que los presio-na a todos ellos tan estrechamente, unos contra otros, que escomo si los fundiese, como si fuesen un solo hombre. El terror,el siervo fiel de la Naturaleza o la Historia y el ejecutor omnipre-sente de su movimiento prefijado, fabrica la unidad de todos loshombres al abolir los límites de la ley que proporcionan el espa-cio vital para la libertad de cada individuo».14

13. Ibíd., p. 411.14. Ibíd., p. 412.

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No se trata tanto de la destrucción de las libertades cuanto dela negación misma de la libertad. «El terror totalitario, sencilla eimplacablemente, presiona unos contra otros a todos los hom-bres tal como son, de modo que desaparezca el espacio mismode la acción libre —que es la realidad de la libertad».15 Encontra-mos el mismo análisis en Los orígenes del totalitarismo, donde serelacionan la abolición de la pluralidad y el surgimiento del Uno.«[El terror] reemplaza a las fronteras y los canales de comunica-ción entre los individuos con un anillo de hierro que los mantie-ne tan estrechamente unidos como si su pluralidad se hubiesefundido en Un Hombre de dimensiones gigantescas [...] Presio-nando a los hombres unos contra otros, el terror total destruyeel espacio entre ellos».16

Para Hannah Arendt, el terror-anillo de hierro destruye, demanera incontestable, la política, negando, a un tiempo, lo quela hace posible y lo que ella, a su vez, hace posible. Destruye laciudad, esa forma específica de vida en común, esa esfera pú-blico-política en la que los hombres actúan, deciden, de mane-ra conjunta, poniendo en marcha y en escena la condición depluralidad por medio de relaciones agonísticas. Destruye tam-bién los frutos de la acción política, la institución de un domi-nio de los asuntos humanos, la constitución de un mundo, lainstitución de un vínculo humano, visible e invisible, entre loshombres; que se mantiene más allá de la necesidad y de la uti-lidad y que se relaciona con ese extraño fenómeno denomina-do «felicidad pública». El terror alcanza o intenta alcanzar a lacondición política de los hombres. El estado que instaura elterror es la negación de la sociedad y la negación de la política.

No cabe ninguna duda de que Hannah Arendt presenta aquíla influencia de ciertos orígenes aristotélicos, aun cuando ellamisma no fuera aristotélica. Como si la lucha contra el terror ennombre de la pluralidad recuperara, hasta cierto punto, la críti-ca que, en nombre de la multiplicidad, Aristóteles dirigiera a LaRepública de Platón. Según Aristóteles, La República, por su exa-gerada valoración de la unidad, violentaría a la ciudad en cuantomanifestación de la multiplicidad de los hombres. «Sin embar-go, es evidente que al avanzar en este sentido y hacerse más uni-

15. Ibíd.16. H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, op. cit., p. 565.

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taria, ya no será ciudad. Pues la ciudad es por su naturaleza unacierta pluralidad, y al hacerse más una, de ciudad se convertiráen casa, y de casa, en hombre, ya que podríamos afirmar quela casa es más unitaria que la ciudad y el individuo más que lacasa».17 Podríamos hablar, hasta cierto punto, de una recupera-ción de la crítica de Aristóteles. Quedaría por distinguir la plura-lidad arendtiana de la multiplicidad aristotélica y por precisarque Hannah Arendt no es Karl Popper. Si, en distintos momen-tos, profesó un antiplatonismo bien articulado, jamás cometió elerror de convertir a Platón en padre del totalitarismo moderno.

Si consideramos que el poder es un componente fundamen-tal de la esfera política, el terror totalitario se entrega a un traba-jo de destrucción a este nivel. Aquí aparece con toda su fuerza laoriginalidad del análisis arendtiano. Para Hannah Arendt, el to-talitarismo, lejos de constituirse como un exceso de poder, comouna acumulación de poder —que sería lo que vendría a decir latesis de la «politización total»—, deshace el poder, toda posibili-dad de poder entre los hombres, el poder como potencia paraactuar de concierto. Hannah Arendt es uno de los pocos pensa-dores modernos que no ha profesado una concepción «negati-va» del poder en la medida en que se guarda mucho de identifi-car poder y fuerza, poder y potencia de coacción o coerción. A sujuicio, existe una misteriosa alquimia del poder de tal forma queel poder adviene y deja vía libre al compañerismo de los hom-bres, a la «gran gracia del acompañamiento».18 A partir de unvínculo entre el poder —la posibilidad de poder— y el hecho delestar-juntos, Hannah Arendt concibe el fenómeno como poderentre los hombres, como poder con los hombres y no como po-der sobre. El poder es la manifestación misma de la pluralidadhumana. «Pues el poder mismo en su sentido verdadero nuncapuede ser poseído por un hombre solo: el poder viene al ser mis-teriosamente, por así decir, siempre que los hombres actúan “con-certadamente” [...]».19 Por el contrario, el aislamiento arruina laposibilidad misma del poder y de su aparición: engendra volun-tad de dominación. El tirano que está solo, sin amigos, al mar-gen del compañerismo de sus iguales, conoce el miedo al poderde los otros y les responde por la voluntad de dominación.

17. Aristóteles, Política, lib. II, cap. II, Madrid, Gredos, 1999, p. 89.18. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», op. cit., p. 432.19. Ibíd., p. 406.

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Al objeto de mantenerse al margen del prejuicio que confun-de política y dominación, Hannah Arendt presenta un cuadro decontraste: del lado de la pluralidad, la eclosión del poder de ac-tuar de concierto, la experiencia de la igualdad del poder entrelos hombres; del lado del aislamiento, la voluntad de domina-ción de un hombre sobre los otros hombres. Describe la tiraníacomo algo fundado en «experiencia de la absoluta impotencia».20

En este sentido, el totalitarismo, forma de dominación total, rei-no sin límites de la libido dominando, excluye, por la confusiónque instaura entre los hombres, por la destrucción del vínculohumano, la posibilidad misma del poder y de su surgimiento.Presas de la dominación sin límites, los hombres cogidos en elcírculo de hierro de la dominación totalitaria, están sin poder, almargen del poder, fuera de lo político, fuera de toda posible ac-ción. Descripción que, evidentemente, vale para dominantes ydominados, porque desde que cruzamos la puerta de la domina-ción, cerramos, de alguna manera, la puerta a la política y a loque la funda, el don de la acción.

No nos sorprenderemos de que, en estas condiciones, Han-nah Arendt, en un proyecto de investigación de 1948, haga delcampo de concentración la institución esencial de los regímenestotalitarios, instaurada con la vocación de provocar «un estadode apatía política y social» y ahogar la fuente de toda esponta-neidad humana, todo poder-comenzar. Pero quienes creen en-contrar el espacio público-político en el nazismo —porque, porsorprendente que pueda parecernos, la lectura que proponemosde Hannah Arendt, intérprete del totalitarismo, no parece impo-nerse—, están obligados a reconocer, cuando se vuelven hacialos campos de concentración, que allí no existe la menor trazade política, sino una situación extrema de dominación total.21

Precisamente, con el análisis de los campos, aparece el sin prece-dente del totalitarismo, su diferencia específica en relación conlas tiranías clásicas. Al margen de toda utilidad y de toda racio-nalidad política, esta institución pretende crear una situación detal naturaleza que pueda asegurar un dominio sin falla sobre

20. Ibíd.21. L. Krier, A. Krier, Albert Speer, architecture 1932-1942, Bruselas, 1985. En esta

cuestión, me permito remitir a mi artículo «Architecture et régimes totalitaires», LaPart de l´oeil, n.º 12, Bruselas, enero de 1996, pp. 9-29 (reeditado bajo el título De lacompacité. Architecture et régimes totalitaires, op. cit.).

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una población sometida al terror. «Lo que caracteriza al terrortotalitario es que, mientras se acrecienta, la oposición políticadisminuye y los campos de concentración se desarrollan mien-tras que se agotan las reservas de los individuos realmente hosti-les al régimen». Para Hannah Arendt, el núcleo del terror nopuede ser más evidente: «El totalitarismo tiene por objetivo ladominación total del hombre».22 Igualmente, existe un abismoentre el tirano clásico y el Egócrata totalitario; mientras que unoejerce el terror con el propósito de acabar con la oposición y deasegurar una dominación tranquila, el otro se ve como el líderde la especie humana y elimina a los hombres superfluos con elfin de permitir la realización de las leyes del movimiento.

Podríamos continuar, exponiendo la teoría de la ideología enHannah Arendt, la demostración: mostrar cómo la ideología,principio de acción del régimen totalitario, alcanza a la políticay contribuye a su destrucción, invitando a distinguir, precisa-mente, entre ideologización y politización total. Nos bastaríaretener tres cuestiones fundamentales:

— De acuerdo con Hannah Arendt, la ideología sería el princi-pio de acción de esa nueva forma de régimen, como la virtud es elprincipio de la república o el honor el de la monarquía. «Podemosdecir, pues, que en los gobiernos totalitarios la ideología sustituyeal principio de acción de Montesquieu».23 Pero la referencia aMontesquieu no debe ocultar el carácter novedoso del propósito,pues una lectura más atenta prueba que nada tiene que ver y queesta cuestión —principio de acción, o no— revela, precisamente,la especificidad del totalitarismo. En el seno del totalitarismo, laideología no funcionaría tanto como un principio de acción cuan-to como un principio de movimiento. Ése es el verdadero pensa-miento de Hannah Arendt. ¿Qué queda por decir?

En primer lugar, reconocer que si Hannah Arendt parte, efec-tivamente, de Montesquieu, la fidelidad a la esencia del totalita-rismo exige de ella una reconsideración general de la problemá-tica de partida. Volvamos al terror, la esencia del régimen totali-tario. La fuerza de la interpretación de Hannah Arendt provienedel hecho de que ha dado consistencia a la tesis del «sin prece-

22. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», op. cit., p. 428.23. Ibíd.

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dente», que disocia el terror de la tiranía, reino de lo arbitrario yde la ausencia de la ley. El terror obedece a una legitimidad másalta que aquella que rige las leyes positivas, puesto que invocauna ley del movimiento, la de la Naturaleza o de la Historia,destinada, en su realización, a producir, ni más ni menos, que elgénero humano. Si el terror empuja a los hombres unos contraotros en un anillo de hierro o en una picota que acaba con lacondición de pluralidad, tiene la función de acelerar, de realizarla ley del movimiento, negando la espontaneidad humana que serelaciona con la condición de natalidad. «El terror es la realiza-ción de la ley del movimiento; su objetivo principal es hacer po-sible que la fuerza de la Naturaleza o la Historia corra libremen-te a través de la Humanidad sin tropezar con ninguna acciónespontánea».24 Podemos ir más lejos y afirmar que el terror comoesencia del régimen totalitario es en sí mismo proceso, movi-miento —el terror es la ley de la Historia o de la Naturaleza enmovimiento. «Bajo condiciones totalitarias, esta esencia se haconvertido ella misma en movimiento: el gobierno totalitarioexiste únicamente en la medida en que se mantiene en constantemovilidad».25 Lo que entraña, pronto, una modificación de laidea de esencia, que ya no se puede pensar desde el lado de la per-manencia y de la estabilidad —como el bello animal en reposode La República—, sino aprehender como desarrollo del proce-so, como el bello animal en movimiento del Timeo. A partir deesta modificación de la esencia, de la idea misma de esencia enel caso del régimen totalitario, Hannah Arendt puede llevar aesta declaración sorprendente, en una primera lectura: el terrorcumple una doble función, la de la esencia del régimen totalita-rio y la de principio, y precisa pronto que se trata no de un prin-cipio de acción, sino de un principio de movimiento. El terrorno puede cumplir esta doble función, no puede poseer una doblecualidad más que en el caso del régimen totalitario pues, en cuan-to esencia, es ya movimiento, proceso; porque, en último extre-mo, se da una confusión entre la esencia del régimen y su princi-pio bajo el signo del movimiento. De ahí una inversión de lospolos de lo estático y lo dinámico. En un régimen clásico —repú-blica o monarquía— la esencia proporciona, por su estabilidad,

24. H. Arendt, Los orígenes del totalitarisno, op. cit., p. 564.25. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», op. cit., pp. 413-414.

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el cuadro estable en cuyo seno los hombres podrán dar librecurso a la acción en su imprevisibilidad y en su espontaneidad;por el contrario, en un régimen totalitario, la ley como ley delmovimiento, estabiliza a los hombres, los fija para obstaculizar,impedir la acción y permitir, con ello, el desarrollo de la esenciay la realización del movimiento. Por lo que hace a la esencia, ladinamiza; en cuanto a su principio, lo reduce al sólo rango deprincipio de movimiento. En la situación totalitaria, la ley delmovimiento reina como señor, transformando todo lo que tocaen movimiento. La esencia del régimen totalitario no necesita,ya no necesita, principio de acción, puesto que contiene, en símisma, un principio de movimiento que, en este caso, vale comosustituto de toda posible acción. Una vez que el movimiento seha convertido en la esencia del régimen, podemos considerarque esta solución se conectaría con la teoría clásica y que consis-tiría en saber cómo poner en movimiento una estructura perma-nente que privilegia la estabilidad, cómo responder a la exigen-cia del movimiento de un cuerpo político. De ahí que encontre-mos en Montesquieu la idea de principio de acción que, condiferentes nombres, adaptados a la esencia del régimen, respon-dería a esta exigencia. La particularidad del régimen totalitarioes que aporta una solución a este problema, no con el descubri-miento de un nuevo principio de acción, sino con el descu-brimiento de la inutilidad de todo principio de acción. Siendodinámica la esencia, ya no se necesita un principio de acciónque la dinamice. «En un régimen totalitario perfecto [...] enel que podemos sobreponernos al terror para dar al movimientoun carácter perpetuo, no necesitaríamos ningún principio de ac-ción separado de la esencia».26 Asimismo, está obligada a apelara un elemento coadyuvante, la ideología, que, según la lógica delrégimen totalitario, bajo la estela de la ley del movimiento, vienea reforzar la esencia y no funciona como un principio de acción,sino sólo como un principio de movimiento que persigue, bienacelerar el proceso, bien alcanzar su realización total. La ideolo-gía, como lógica de una idea aplicada a la historia, está ahí parapreparar a los individuos para participar en el proceso, descu-briéndoles la ley del movimiento, inculcándola, preparándolespara interpretar el papel de verdugo o el de víctima.

26. H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, op. cit., p. 567.

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Pese a la referencia a Montesquieu, la respuesta de HannahArendt se inscribe en una problemática sensiblemente modifica-da; si todavía le corresponde definir la ideología como principiode acción del régimen totalitario, su verdadera respuesta no ofreceninguna duda: el carácter sin precedente del régimen totalitariose relaciona con la parte de su esencia que es movimiento, pro-ceso; por otra parte, con el principio que la anima, la ideología,que ya no es principio de acción, sino sólo principio de movi-miento. Este principio de movimiento característico del régimentotalitario hace superfluo todo principio de acción, o, si se quie-re, en nombre de este principio de movimiento —las ideologíasque enuncian la ley del movimiento—, los dirigentes totalitarioseliminan, implacablemente, todo lo que se relaciona, de cerca ode lejos, con la acción humana. Para insuflar movimiento a uncuerpo cuya esencia sería el terror, «ningún principio de accióntomado del reino de las acciones humanas —tales como la vir-tud, el honor, el miedo— es necesario ni podría usarse para po-ner en movimiento un cuerpo político cuya esencia es la movili-dad vehiculada por el terror [...] lo que el régimen totalitarionecesita es, en lugar de un principio de acción, un medio depreparar a los individuos igualmente bien para el papel de ejecu-tor y para el papel de víctima. Esta doble preparación, sustitutodel principio de acción, es la ideología».27

¿Principio de movimiento, principio de acción? El debate noes escolástico; no se trata sólo de la aplicación de la categoríacorrecta, sino de la existencia misma de la política. Definir laideología como principio de movimiento vuelve a demostrar queel régimen totalitario —en la medida en que se da como realiza-ción de la ley de la naturaleza o de la historia destinada a pro-ducir el género humano— está movilizada en permanencia con-tra todo lo que podría obstaculizar su curso, en primer lugar,contra el don de la acción, contra la acción en plural, contra laexistencia de un dominio político, contra la posibilidad mismade la política. Los hombres se apartan del entre-conocimiento,en adelante, superfluo, para encontrarse en el conocimiento dela ley del movimiento, eventualmente accesible a la sabiduría deuno solo. «[...] sería necesario no el concierto de distintas men-tes humanas, sino un solo hombre para comprender estas leyes

27. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», op. cit., p. 420.

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y construir la humanidad».28 La ideología totalitaria, en su servi-dumbre para con el movimiento, lejos de ser una politización aultranza, un exceso de política, es la figura, por excelencia, de ladestrucción del dominio político, puesto que la ideologizacióntotal de la sociedad (que conviene distinguir del «todo se relacio-na con la política») a la que procede persigue sustituir, de mane-ra permanente, la «solución» ideológica, la que corresponde a laley interna del movimiento, por el comienzo imprevisible dela acción de concierto. En este sentido, hablar de destrucción dela política es decir demasiado poco. Se trata de negar, pura ysimplemente, la condición política del hombre, alcanzando sucualidad de ser para el comienzo, es decir, alcanzando su condi-ción de natalidad.

— Más allá del papel coadyuvante del terror, la ideología, pocoimporta su contenido, pone a las masas en movimiento. Lograimpulsar a las masas, en un sentido o en otro, gracias al atracti-vo que ejerce sobre ellas. ¿Cuál es ese atractivo? ¿Dónde se en-cuentra? ¿Cómo dar cuenta de él? Volviendo su atención sobrelos «farsantes de uniforme», Hannah Arendt escribe lo siguien-te: «Más allá de qué contenido acepten —más allá de en quéclase de ley eterna decidan creer—, una vez que ellos han dadoeste paso inicial, nada más puede ya pasarles y están salvados».Ella plantea pronto la pregunta: «¿Salvados de qué?».29

La ideología, como lógica de una idea, es una forma de doc-trina que pretende que la clave, la explicación de todos los miste-rios de la vida y del mundo, se daría en una única fórmula queremite a un único elemento determinante del proceso natural ohistórico. Ello explica por qué la ideología y quienes la compar-ten tienden a emanciparse de la realidad percibida por nuestroscinco sentidos invocando una «realidad más verdadera», oculta,a la que tendríamos acceso a través de la ideología que, en estecaso, funcionaría como un sexto sentido que vendría a corregir ysuplantar los juicios del sentido común. Como insiste HannahArendt, lo propio de la ideología es ordenar los hechos según unprocedimiento absolutamente lógico que parte de una premisatenida por axioma y del que se deduce el conjunto del proceso,

28. Ibíd., p. 430.29. Ibíd., p. 429.

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cuya lógica consecución se desarrolla a la manera de un alfabe-to. Ahí, en esa forma lógica que se sustituye por el pensamiento,y no tanto en el contenido de cualquier paraíso atrayente, estaríael atractivo que ejerce la ideología sobre las masas. Cuando sederrumba el mundo interpuesto entre los hombres, cuando loshombres viven en el desierto, presas de la desolación, sólo que-daría la brújula de la ideología, como lógica de una idea tantomás salvadora cuanto produciría certidumbre —«ese terreno fa-miliar y la certidumbre sin falla de la Ley»—, si hace falta, encontra de los testimonios de los sentidos. Como vemos, HannahArendt se aproxima, pero sólo se aproxima, a la hipótesis de laservidumbre voluntaria que elaborara La Boétie, sin adherirse asu falsificación, la tesis repugnante y cuán autoritaria de un pre-tendido «instinto de sumisión»: las masas, en la situación totali-taria, no son ni engañadas, ni manipuladas, sino atraídas, es de-cir, que participan, hasta cierto punto, en su propia dominación,en la medida en que encuentran en la lógica pura y el efecto decertidumbre que se sigue una especie de salvación o, mejor di-cho, la ilusión de una salvación.30 Desde este punto de vista, Han-nah Arendt, como señaló Remo Bodei, intenta dar cuenta de laopacidad moderna sin renunciar a la voluntad de la inteligibili-dad de la filosofía política que se pregunta por los resortes de unrégimen político libre y su contrario. La existencia misma de laservidumbre voluntaria (concebida por La Boétie en contrastecon la amistad entendida en el sentido político del término), ensituación totalitaria, muestra de qué manera este régimen se si-túa en el exacto opuesto de la relación política y de la forma delvínculo humano que éste último es capaz de hacer nacer.

— En otro nivel, podemos medir de qué manera, a pesar delas apariencias, la ideología, principio de movimiento, no tienenada de político. Para hacer esto, no hay más que confrontarlacon el juicio, con la facultad de juzgar, según Hannah Arendt,componente esencial de la acción, del dominio político. Mien-tras que, con la ideología, la cuestión es tratar de conseguir laadhesión a la ley interna del movimiento, el «apego» a una doc-

30. Para esta delicada cuestión, véase M. Abensour, «Hannah Arendt: la critique dutotalitarisme et la servitude volontaire», en Eugène Enriquez, Le Goût de l´altérité, Des-clée de Brouwer, París, 1999, pp. 29-52. [Trad. en este volumen.]

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trina que pretende explicar todo y se sostiene en la ilusión deque, en último caso, basta un hombre para comprender las leyesde la naturaleza o de la historia y producir humanidad; con lafacultad de juzgar, se trata de pensar «poniéndose en el lugar deotro ser humano». Ponerse en lugar de otro ser humano, graciasa una relación con el entendimiento y la imaginación, es lo quehace posible «un pensamiento de concierto», o un pensamientoque, virtualmente, apuntala «su juicio, por así decir, de la razónhumana en su integridad».31 El trabajo de la imaginación permi-te a este pensamiento ampliado desarrollarse en un espacio vir-tualmente público y el pensamiento adopta el punto de vista queKant atribuye al ciudadano del mundo.32 Mientras que la ideolo-gía, «pensamiento cautivo» o pensamiento pasivo que tiende ha-cia el no-pensamiento, exige de quienes le prestan obediencia, ya través de esta obediencia, sumisión a la ley interna del movi-miento, poniéndose en manos de instancias que, por un juegoidentitario, están llamadas a encarnar este movimiento; la facul-tad de juzgar tiene como primera máxima la de pensar por símismo. Desde este punto de vista, podríamos considerar que laexperiencia totalitaria ha modificado, indirectamente, el sentidode esta primera máxima. No se trataría, como en Kant, del pen-samiento sin prejuicio cuanto del pensamiento sin ideología quedesemboca en una nueva definición del Aufklärung: Aufklärungsignifica liberarse de la ideología.

El totalitarismo procede a una destrucción de la política, peor,de las condiciones de posibilidad de la política al nivel de la expe-riencia fundamental de la comunidad humana que, según HannahArendt, constituye el mantillo común del terror y de la ideología.

Como hemos notado, la situación de aislamiento de los hom-bres permite dar cuenta del atractivo que ejerce sobre ellos laideología. El análisis arendtiano va más lejos: más allá del aisla-miento que encontramos en la tiranía que deja pocas posibilida-des de acción; el totalitarismo, a través del miedo, descansa en laexperiencia fundamental de la desolación, es decir, en «el peligrodel aislamiento y la condición superflua».33

31. I. Kant, «Critique de la faculté de juger», Oeuvres philosophiques, t. II, Galli-mard, «Bibliothèque de la Pléiade», 1985, p. 1.072. [Hay ed. española, I. Kant, Críticadel Juicio, Madrid, Espasa Calpe, «Austral», 2004.]

32. Cfr. H. Arendt, Lecciones sobre la filosofía..., op. cit., p. 78.33. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», op. cit., p. 432.

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Sean cuales sean las diferencias reales entre soledad, aisla-miento y desolación, se dibuja una clara línea de continuidad yde agravación: la falta de compañerismo propia de estos tresestados, la ausencia de pares e iguales destruye toda posibilidadde poder —de poder con y de poder entre, esa realidad esencialde la esfera política. En relación con ella, Hannah Arendt nodeja de recordar la existencia de una relación entre el poder y elhecho de estar juntos o, por el contrario, entre la ausencia depoder y el aislamiento. Si la tiranía lleva en sí misma el germende su destrucción, pues el miedo —su principio de acción— esantipolítico, el totalitarismo aparece, en último extremo, comoun no-régimen, porque la desolación obstaculiza, por una exis-tencia que es negación de la pluralidad, la constitución de todovínculo político y la constitución de todo espacio entre los hom-bres en el que pueda manifestarse su cualidad de ser para liber-tad y de ser para el comienzo.

Al igual que la tiranía, el totalitarismo se corresponde conuna experiencia del desierto, pero considerablemente agravado.Cuando la tiranía engendra el desierto lo hace sobre el modelode la paz de los cementerios: «la paz reina» porque el tirano tie-ne por objetivo abatir la oposición, desalentarla en el sentidopreciso del término, con el fin de disfrutar «en paz» de los frutosde su dominación. Mientras que el totalitarismo produce el de-sierto bajo la forma de una desertificación, es decir, de un proce-so de extensión del desierto sin fin, como si el desierto debieraabsorber, recubrir, devorar los espacios que continúan diferen-ciándose y ofrecen, así, posibles espacios de resistencia. La de-sertificación es un proceso dinámico que gana terreno sin cesar;en este sentido, bajo la influencia del movimiento, se aparta dela paz y conoce, más bien, lo que Hannah Arendt denomina «tor-mentas de arena», en las que todo lo que es tranquilo como lamuerte se transforma, de repente, en pseudo-acción propia delos movimientos totalitarios.34 Campañas de movilización, CienFlores, etc. «El desierto en movimiento» es lo que amenaza conrecubrir la tierra por entero. Ésa es la potencia de la visión deArendt, porque estamos hablando de una visión. Además, el de-sierto totalitario, amén de intentar destruir la facultad de sufriry de actuar, pone en peligro los oasis, es decir, las fuentes de vida

34. H. Arendt, ¿Qué es la política?, op. cit., pp. 137-138.

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que existen, independientemente, de la política, por ejemplo, elamor entre Winston y Julia en 1984. Siguiendo las metáforas deHannah Arendt, la desertificación totalitaria amenaza los oasistanto más cuanto nos permiten vivir en el desierto «sin reconci-liarnos con él», es decir, endurecer el desierto, las condicionesdel desierto que esperan que los recién llegados, los que empie-zan, puedan salir del desierto y edificar un mundo humano.

Una vez más, Hannah Arendt se sitúa lejos de la crítica libe-ral clásica que concibe el totalitarismo como una sumisión de loprivado a lo público, como una confusión entre los dos y, conello, se aproxima a la primera interpretación. La visión de Han-nah Arendt es muy distinta, la dominación totalitaria no podríasometer la vida privada a la vida pública, puesto que es, antetodo y esencialmente, destrucción de esta última y de su posibi-lidad misma: con el impulso de destrucción del dominio públi-co-político que obedece al movimiento que la arrastra, la domi-nación totalitaria procede a la destrucción de la vida privada quepersigue la destrucción de toda comunidad humana. «Los Go-biernos totalitarios, como todas las tiranías, no podrían cierta-mente existir sin destruir el terreno público de la vida, es decir,sin destruir, aislando a los hombres, sus capacidades políticas.Pero la dominación totalitaria [...] no se contenta con este aisla-miento y destruye también la vida privada. Se basa ella mismaen la soledad, en la experiencia de no pertenecer en absoluto almundo, que figura entre las experiencias más radicales y deses-peradas del hombre».35

La experiencia fundamental de donde proviene el totalitaris-mo (el desarraigo y la inutilidad de las masas modernas), que élinstaura y generaliza, es específica. La desolación inaugura unnuevo modo de existir: el ser-abandonado de todo y de todos queexperimenta una triple pérdida, pérdida del yo, del otro y delmundo. Prueba de la destrucción de la experiencia, la desola-ción afecta a la condición humana misma: el ser-abandonado sesume en el vértigo de ser-superfluo.

Si tejemos los hilos que acabamos de ver —el terror, la ideo-logía, la desolación—, el diagnóstico de Hannah Arendt no dejade reforzarse, recorriendo tres niveles distintos. La dominación

35. H. Arendt, Los orígenes..., op. cit., p. 576.

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totalitaria es esa experiencia sin precedente de destrucción de lapolítica, de su dominio, de sus condiciones de posibilidad y, másallá, en su intento de producir una humanidad que encarna laley del movimiento, una voluntad de acabar con la condiciónhumana como condición política. De esta forma, la fórmula im-plícita del totalitarismo podría ser: el hombre es un animal pro-fundamente apolítico, e incluso, antipolítico, es decir, destinadoa vivir al margen de la ciudad y contra la ciudad o, a contraco-rriente, si queremos dar su sentido máximo a la cesura totalita-ria, a contracorriente de la invención de la política, de la rupturaque representa la emergencia de una comunidad de ciudadanos.Como contrapunto de este «acontecimiento-milagro» así descri-to por el historiador Christian Meier: «Por primera vez en lahistoria del mundo, los hombres adquieren la posibilidad de de-cidir ellos mismos en qué tipo de orden desean vivir. A decirverdad, no llegan a hacerlo más que metamorfoseándose ellosmismos y constituyendo una identidad política. Los conceptosconstitucionales en arkhía y en kratía nos parecen, hoy, eviden-tes. En realidad, han significado una revolución en la historiadel mundo».36 Si nos atenemos a lo que Hannah Arendt decíasobre Walter Benjamin, corresponde a la lengua dar «cimientofirmemente arraigado» a ese pasado, a esa revolución. La polisgriega seguirá estando presente en el fundamento de nuestraexistencia política, en el fondo del mar, por mucho que tenga-mos en la boca la palabra política.37 Por supuesto, es necesariosaber pronunciar esta palabra, saber a qué compromete su enun-ciación y no confundirla con su contrario, la dominación.

Si unimos los tres hilos, medimos la importancia de la erróneainterpretación del totalitarismo concebido como exceso de lo polí-tico, medimos cómo, cada vez, esta errónea interpretación descan-sa en una serie de prejuicios y de confusiones, confusión entrepolítica y dominación, entre poder y violencia, entre acción y mo-vimiento y, entrevemos más que medimos, la infinitas derivacio-nes que provoca esta errónea interpretación en nuestra relacióncon la política: ¿de qué manera todo lo que debería invitarnos a

36. Ch. Meier, Introduction a l´anthropologie politique de l´Antiquité classique, París,P.U.F., 1984, p. 30.

37. H. Arendt, «Walter Benjamin», en Hombres en tiempos de oscuridad, Barcelona,Gedisa, 2001, p. 211.

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recurrir a la política tiende, por el contrario, a alejarnos de ella, afalta de resistir a los prejuicios tradicionales y totalitarios que, enun tiempo post-totalitario, comunican el horror por la política?

Para orientar nuestra reflexión tras la experiencia totalitaria—por ejemplo, lo que vale, en la actualidad, para los países delEste de Europa—, Hannah Arendt nos advierte de que el totalita-rismo sobrevive al derrumbe de los regímenes totalitarios. El peli-gro del totalitarismo, un «peligro que por definición no conjurarála mera victoria sobre los gobiernos totalitarios».38 Directa o indi-recta, nuestra experiencia del totalitarismo nos deja «en un verda-dero campo de escombros». Escombros de la política, escombrosdel mundo. Además de la política, la dominación totalitaria hadestruido el mundo, ese horizonte de sentido, «esa cosa que surgeentre las personas y dentro de la cual puede llegar a ser visible yaudible todo lo que los individuos llevan consigo de manera inna-ta».39 El imperialismo del movimiento, que avanza hasta llegar aldesierto, ha destruido ese espacio interpuesto que se constituyeen la intersección de la obra y de la acción y lleva en sí, con él, unaespecie de permanencia. La experiencia totalitaria nos deja pre-sos de un nuevo tipo de acosmismo, fruto de la desolación.

Lo que ahora está en cuestión es la existencia de un mundo y,en relación con esa existencia problemática, la existencia de undominio político para los asuntos humanos, la posibilidad deuna existencia política, cuestión previa a toda reconstrucción deun espacio público-político. No es que estemos enfermos de po-lítica por haber abusado de ella, porque nos hubiéramos politi-zado al extremo; la política y el mundo están enfermos por laexperiencia totalitaria, pues la primera ha perdido su consisten-cia y éste, ni más ni menos, su textura. De ahí la extraña, perolegítima, expresión de «redescubrimiento de lo político», comosi ese continente hubiera desaparecido de nuestro horizonte. Peroese es el efecto de la dominación totalitaria, que nos deja buscarla política perdida; como si, cual pantalla, hubiera recubierto lapolítica y ocultado la dimensión de lo político, hasta el punto dehacernos perder el recuerdo, el sentido, hasta el deseo, que laapuesta por la política recuperada exige de nosotros, «pescado-

38. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», op. cit., p. 432.39. H. Arendt, «Sobre la Humanidad en tiempos de oscuridad: reflexiones sobre

Lessing», Hombres en tiempos..., op. cit., p. 20.

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res de perlas». En ningún caso. Quien trata el totalitarismo, tra-ta el apoliticismo y sus derivas, las condiciones del apoliticismo,de su posible génesis. La experiencia totalitaria es un punto cie-go y, muchas veces, inadvertido del apoliticismo, de todas lasformas de desinversión que afectan a la política. Por el contra-rio, quien no consiente en dar este obligado rodeo, quien trata elapoliticismo sin hacer referencia a la dominación totalitaria, nopuede aprehender este fenómeno de manera empírica, estrecha,sin reconocerle el espesor histórico y filosófico que ello exige.

Volvamos al conflicto de interpretaciones. Si insistimos en laprimera interpretación, sólo aumentaremos la confusión y noharemos más que sumergirnos en un mundo infrahumano, en eldesierto, mantener la desconfianza hacia la política, considera-da, a lo sumo, como un mal necesario o como un instrumentodestinado a regir los problemas nacidos de la coexistencia de loshombres. ¿Este horror por la política es tan puro? ¿No participa,sin saberlo, del odio por la acción sobre el que se edifica la domi-nación totalitaria? ¿El tema recurrente del odio por la políticano reproduce nolens volens la ilusión totalitaria de una desapari-ción de la política, la conquistada meta del movimiento? Ajeno ala revolución democrática moderna, el regreso a la libertad sevive como regreso a la libertad de liberarse de la política. Antesde levantar la bandera del odio por la política, quizá convendríaalbergar una saludable sospecha: ¿Este odio no es la recupera-ción del odio por la acción, no lleva en ella las marcas, los estig-mas del desierto que atraviesa? Más que una orden, se deberíaver en él un síntoma, la supervivencia de un mundo post-totali-tario de actitudes que han nutrido la experiencia totalitaria.

Si, por el contrario, nos volvemos sobre la segunda interpre-tación, podemos, tras el totalitarismo, siguiendo el razonamien-to del análisis propuesto, abrir un interrogante: ¿después de laexperiencia totalitaria, la política tiene, todavía, un sentido? ¿Yencontrar, en el núcleo de este interrogante, una posibilidad enla que este sentido sería, en términos de Hannah Arendt, el «acon-tecimiento-milagro» de la libertad? En esta dirección, despuésde haber medido el seísmo de la dominación totalitaria, ¿vemosdespuntar, tímido amanecer, una renovación del pensamientolibertario o una reorientación de esa inspiración que no ha deja-do de alentar la política moderna? Si la experiencia del totalita-rismo, las ruinas acumuladas, la radicalidad de la destrucción,

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hubiera descubierto, indirectamente, las nuevas exigencias deun pensamiento de la libertad: ¿de qué manera puede pensarsela libertad no ya contra la ley, sino con ella, al unísono del deseode libertad que la hace nacer? ¿Cómo se puede concebir la liber-tad no ya contra el poder, sino con el poder, concebido, de mane-ra distinta, como poder de actuar de concierto? ¿De qué manerala libertad ya no se dirige contra la política y la política es elobjeto mismo del deseo de libertad? Se piensa, se desea la políti-ca al margen de toda idea de solución, llevada a cabo como uninterrogante sin fin sobre el mundo y el destino de los mortalesque habitan la tierra. De los dos intérpretes del totalitarismo quehemos estudiado, uno, Claude Lefort, nos ha hecho descubriruna idea libertaria de la democracia, la democracia salvaje. Laotra, Hannah Arendt, ¿no participa de un «principio de anar-quía» y la reconstrucción de lo político a la que invita no libera laacción de la dominación de los principios, de la teoría y de losfines? Una acción libre de toda arkhé.

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LA INAGOTABLE CUESTIÓNDE LA EMANCIPACIÓN

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Conviene insistir, de entrada, en el carácter programático deeste ensayo. Se trata de describir las grandes líneas de una po-tencial confrontación entre la «democracia salvaje», en los tér-minos que utiliza Claude Lefort, y el «principio de anarquía»,según Reiner Schürmann.1 Empresa paradójica, puesto que setrata de permanecer en el umbral de esta aproximación; acari-ciando, al mismo tiempo, la posibilidad de su resultado. Paraquien intente interpretar la obra de Claude Lefort, el punto dellegada obligado es la democracia salvaje, siempre que no reduz-camos este pensamiento a una variante contestataria, «agitada»,de la democracia liberal. Como si el intérprete llegara a una no-ción que, lejos de darle la «clave de la obra», le revelara toda sucarga enigmática.

El término aparece, explícitamente, en varias ocasiones. Peroel calificativo, en lugar de determinar la democracia, de inscri-bir su relación consustancial con la indeterminación en límitesque puedan servir de referencia, relanza la pregunta. El califica-tivo resuena sobre el nombre para llevarlo hasta una determina-ción más grande, bajo el signo del tumulto, de lo irreducible, delo que es, precisamente, indomesticable. La lectura de la obra deReiner Schürmann, consagrada a Heidegger y a la cuestión de laacción, parecería dejar entrever ciertas conexiones entre la de-mocracia salvaje y aquello que el intérprete de Heidegger llama,

«DEMOCRACIA SALVAJE»Y «PRINCIPIO DE ANARQUÍA»*

* Este texto fue publicado en la revista Les Cahiers de Philosophie, 18, Les ChosesPolitiques, Lille, 1984.

1. R. Schürmann, , Le Principe d’Anarchie. Heidegger et la Question de l’Agir, París,Seuil, 1982.

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de manera absolutamente contradictoria, «el principio de anar-quía». ¿Este recorrido —aun cuando la referencia a Heideggersea problemática— a través de una interpretación «heideggeria-na de izquierdas» permitiría, si se intenta la confrontación, pen-sar mejor la democracia salvaje en su diferencia y también en sucomplejidad?

El camino propuesto es sencillo:

— Primero, intentaré definir la democracia salvaje, en el senti-do de Claude Lefort ; tarea, a mi entender, tanto más necesariacuanto esta concepción tan específica de la democracia constitu-ye una orientación esencial de esta obra, a menudo silenciada oatenuada, reducida al solo valor de una contestación permanente.

— En segundo lugar, después de haber explicitado el princi-pio de anarquía de Reiner Schürmann, esbozaré los términos deuna eventual confrontación; intentaré mostrar en qué medidaesta confrontación de la democracia con la anarquía, concebidacomo principio, tiene la virtud de mostrar sus caracteres más«salvajes», sin que ello suponga disimular las dificultades queeste esclarecimiento suscita o revela. Pero, a decir verdad, ¿notendríamos que volver a la diferencia entre anarquía y principio,ahondar en ella, al objeto de estar más cerca de «la esencia salva-je» de la democracia?

La democracia salvaje: ¿intento de definición?

Podríamos resumir la trayectoria de Claude Lefort diciendoque es la pregunta continua, jamás acabada, por interminable,de la novedad de nuestro siglo, es decir, de esa forma de domina-ción inédita que constituye el totalitarismo. En el seno de estecuestionamiento in-interrumpido, pueden distinguirse dos mo-mentos de análisis:

— Una primera interpretación que corresponde al períodode Socialisme ou Barbarie (en el caso de Claude Lefort, de 1947 a1958), interpretación que está mejor desarrollada en el gran ar-tículo de 1956, Le Totalitarisme sans Stalin.2 Este texto sobre el

2. Cl. Lefort, Éléments d’une Critique de la Bureaucratie, París, Gallimard, 1979, pp.155-235.

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totalitarismo denuncia un modo de hacer históricamente espe-cífico del proyecto de socialización: entendámonos, el ejercicioburocrático de la socialización y su confiscación por el partido-Estado, en provecho de una nueva clase social dominante, laburocracia. Esta primera crítica del totalitarismo se hace desdela perspectiva del comunismo, entendida como reapropiaciónde la comunidad humana o, si se prefiere, desde el horizonte dela socialización acabada que indica los criterios de juicio. El to-talitarismo es condenado en cuanto travestismo de la socializa-ción, en cuanto parodia del comunismo con la dinámica y losefectos que ello implica. Más que «la gran mentira» que se abatedesde el exterior sobre los dominados, el totalitarismo sería elreino de la ilusión en que participarían, hasta cierto punto, esosmismos dominados.

— Posteriormente, en un segundo momento interpretativo quecomienza a principios de la década de los sesenta, ya no se conde-na el modo de desarrollo del proyecto, sino el proyecto mismo desocialización; la idea comunista se convierte, desde entonces, enobjeto de crítica. Ya no se trata de distinguir para juzgar entre unasocialización auténtica y su simulacro, sino de poner en cuestiónesta voluntad de abolir las divisiones propias de la sociedad mo-derna, concretamente, romper con la ilusión de la realización delsocialismo bajo la forma de la indivisión.

Por lo que se refiere a una socialización acabada [...] admito quecontiene el mito de una indivisión, de una homogenización, deuna transparencia en sí de la sociedad, de la que el totalitarismomostraría sus derivaciones, al pretender inscribirla en la realidad.3

En esta segunda fase, observamos un radical cambio de rum-bo en la interpretación; el horizonte político se muestra absolu-tamente diferente. La crítica no se hace ya desde el punto devista comunista, sino desde el de la democracia. Más exactamente,tomando como parámetro su propia redefinición de la revolu-ción democrática, Claude Lefort asume la tarea de denunciar ydesvelar, en todas sus dimensiones, incluso las más ocultas, esanueva forma de dominación que la opinión y los analistas tien-den a reducir a una simple resurgencia del despotismo o de la

3. Ibíd., pp. 10-11.

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tiranía. Además, la constitución de la oposición revolución de-mocrática/dominación totalitaria (sobre la que hemos de pre-guntarnos constantemente) se inscribe en un movimiento depensamiento más amplio, en el que la salida del marxismo, en susingularidad, se acompaña del redescubrimiento de lo político.Lejos de pensar lo político como una instancia necesariamentederivada, disminuida por la economía con la precisión de la últi-ma instancia y la sofisticación de la sobredeterminación, hemosde abrir un nuevo campo de reflexión en el que lo político seaaprehendido en relación con la división originaria de lo social.

Bajo la influencia del Maquiavelo reinterpretado (Le travail del’oeuvre, 1971), Claude Lefort plantea que toda ciudad humana seordena, se construye, a partir de una división primera que mani-fiesta la división del deseo; el de los grandes de mandar y de opri-mir, el del pueblo de no ser mandado ni oprimido —deseo de li-bertad. Entendamos que, para esta inteligencia de lo político, todamanifestación de lo social está indisociablemente amenazada porla disolución, por la exposición a la división, a la pérdida de sí.Como si toda manifestación de lo social estuviera habitada, hosti-gada, por la amenaza de su disolución. De esta forma, se nos invi-ta a una nueva comprensión de lo político: todo sistema de podersería considerado como una respuesta a la interrogación abiertapor el advenimiento de lo social y su exposición a la disolución,como una posición o una toma de posición en relación a la divi-sión. La estructura de una sociedad se hace inteligible en el análi-sis de la relación que una sociedad establece con el hecho de suexistencia —la experiencia de la división.4

La proposición anterior, según la cual, a partir de los añossesenta, el totalitarismo se mide con la vara de la revolución de-mocrática, cobra todo su sentido. A partir de la división origina-ria de lo social y de su desarrollo, de su institución política, po-demos distinguir entre democracia y dominación totalitaria. Eltotalitarismo se define como esa forma de socialización que pro-cede de una imaginaria negación de la división y, en consecuen-cia, de un rechazo del conflicto; sea porque pretende haber abo-lido la escisión, sea porque asume la tarea de llegar hasta el finalde una división que, lejos de ser considerada como primera, es

4. Véase Cl. Lefort, M. Gauchet, «Sur la démocratie: le politique et l’institution dusocial», Textures, 1971, 2-3, pp. 8-9.

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pensada como histórica y, por ello, reducible. Por el contrario, lademocracia se constituye en la aceptación, más, en la asunciónde la división originaria de lo social. ¿No es esa forma de socie-dad que, no contenta con reconocer la legitimidad del conflictoen su seno, sabe percibir en él la fuente primera de una inven-ción siempre renovada de la libertad? Para introducir la idea dedemocracia salvaje, añadiría lo siguiente: como si la democraciafuera esa forma de sociedad que, a través del juego de la divi-sión, deja libre curso a la pregunta que lo social no deja de plan-tearse a sí mismo, pregunta sin resolver y destinada a permane-cer tal, dada la existencia de una interrogación de sí sobre sí.División originaria de lo social, por añadidura irreducible, iden-tidad enigmática de lo social, experiencia de lo irreducible quepermite articular la división de lo social y su indeterminación:tal es el horizonte conceptual en el que debemos enmarcar laaproximación a la idea de democracia salvaje.

Antes de proseguir, conviene descartar algunas interpretacio-nes inexactas.

— El término de salvaje asociado al de democracia no com-porta ninguna vinculación con las sociedades salvajes descritaspor la etnología; el rechazo de estos últimos a un poder indepen-diente obedece a una lógica distinta a la de la democracia.

— «Democracia salvaje» tampoco remite al estado de natura-leza, en el sentido de Hobbes, negación de la sociedad, caos queapelaría a la constitución de un Estado para poner fin a la gue-rra real o virtual de todos contra todos.

— «Democracia salvaje» evocaría, más bien, la idea de huel-ga salvaje, es decir, que surge espontáneamente, surge de sí y sedesarrolla de manera «anárquica», independientemente de todoprincipio (Arkhé), de toda autoridad —así como de reglas y deinstituciones establecidas— y se afirma como irreducible. Comosi el término «salvaje» dejara planear sobre la democracia unainagotable reserva de turbación. Forjarse una «idea libertaria»de la democracia implica pensarla como salvaje. La referencialibertaria —precisada en Un hombre que sobra— escapa a lascategorías ideológicas; designa una actitud que no podría codifi-carse ni solidificarse en una doctrina. Es libertario quien se atre-ve a hablar cuando todo el mundo calla, el contradictor públicoque osa romper el muro de silencio para hacer oír la voz intem-

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pestiva de la libertad. El vínculo entre libertario y salvaje mues-tra la particularidad de la democracia como forma —lo que per-mite aprehender y descubrir un modo de funcionamiento políti-co que, inmediatamente, tiene sentido filosófico. Rechazo de lasumisión al orden establecido, «disolución de los referentes dela certidumbre», la democracia «inaugura una historia en la quelos hombres experimentan una indeterminación última respec-to al fundamento del poder, de la ley y del saber, y respecto alfundamento de la relación del uno con el otro en todos los regis-tros de la vida social».5

Esta indeterminación de los fundamentos es el verdaderonúcleo en el que se entrecruzan lo libertario y lo salvaje. Antes deintentar una definición de la democracia salvaje a partir de unconjunto de caracteres, conviene subrayar el carácter aporéticode esta empresa. ¿Cómo definir aquello que excede a toda defini-ción, aquello que desafía a la operación de definir? Aporía posi-tiva, se podría decir, pues si «democracia salvaje» es el términoque Claude Lefort elige, a propósito, en distintos momentos, pararefutar las definiciones que pretenden reducir la democracia auna fórmula institucional, a un régimen político o a un conjuntode procedimientos o de reglas.

Es cierto que en democracia, de alguna manera, nadie posee lafórmula y es tanto más profundamente ella misma cuanto másdemocracia salvaje es. Aquí está, quizá, su esencia: desde elmomento que no existe una referencia última a partir de la quefijar y concebir el orden social; este orden social está en constan-te búsqueda de sus fundamentos, de su legitimidad y encuentrasu fuerza más eficaz en la contestación o en la reivindicación dequienes son excluidos de los beneficios de la democracia.6

Comprendamos que la democracia, por más que permanez-ca fiel a su «esencia salvaje», no está domesticada, ni es domesti-cable; no podrá serlo, resiste a la domesticación. La democracia,cual río impetuoso que desborda sin cesar el lecho que lo acoge,no podría «regresar a casa», someterse al orden establecido.

5. Cl. Lefort, «La cuestión de la democracia» , op. cit., p. 50. 6. Cl. Lefort con Cl. Thibaud, «La Communication démocratique», Esprit, 9-10,

septiembre-octubre de 1979, p. 34.

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Entonces, ¿podemos hablar de «esencia salvaje»? En cierto sen-tido, no más que de «principio de anarquía».

En los dos casos, el carácter contradictorio de esas expresio-nes, al tiempo que muestra la aporía inventiva de una situacióninédita, remite, a su manera, a la pérdida de fundamentos. Entérminos de Montesquieu, no se trataría tanto de describir unanaturaleza cuanto de aprehender un principio; añadiendo pron-to que, en el caso de la democracia salvaje, el principio lo llevaríahacia la naturaleza en la medida en que transformaría la natura-leza en un movimiento sin interrupción o en una naturaleza degénero nuevo que tendría la particularidad de no coincidir ja-más consigo misma; pues es arrastrada, de manera permanente,más allá de sí misma.

Resistencia a la domesticación, «democracia salvaje» designapositivamente el conjunto de combates para la defensa de los de-rechos adquiridos y el reconocimiento de los derechos violados otodavía no reconocidos. Confluyendo, en este punto, con una tesisdel gran historiador inglés E.P. Thompson, el autor de The makingof the English Working Class, Claude Lefort llama la atención so-bre el espacio de contestación permanente que abre la reivindica-ción del derecho en el seno de la revolución democrática. Aquelque con anterioridad invitaba a pensar, en su integridad, «la expe-riencia proletaria», apela a concebir el combate político —en estecaso, democrático— como un fenómeno social total, en el que laaspiración a otra forma de comunidad no se debería disociar delcombate por el derecho; menos aún cuando la exigencia del dere-cho comporta la exigencia de otra relación social.

Hemos de decir que no sólo la protección de las libertades indivi-duales es lo que está en juego, sino también la naturaleza del víncu-lo social y allí donde se difumina la sensibilidad hacia el derecho;la democracia es, necesariamente, salvaje y no domesticada.7

Sin retomar con detalle la lectura política que Claude Lefortpropone de los derechos del hombre —lectura que no es ni ética,ni individualista—, se puede, no obstante, mostrar brevementeque la idea de democracia adquiere un sentido plenamente liber-tario por y en la articulación con el derecho —el derecho no se

7. Cl. Lefort, Eléments d’une Critique de la Bureaucratie, op. cit., p. 23.

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piensa tanto como instrumento de conservación social cuantocomo instancia revolucionaria, es decir, el principio, en el senti-do fuerte del término.

Democracia salvaje, por la relación esencial que esa formaestablece con los derechos del hombre. Por su vinculación conel sujeto-hombre, concebido de Rousseau a Fichte como nodeterminado, como una nada de determinación, la democra-cia conoce espontáneamente un movimiento de indetermina-ción; puesto que, a través de esta referencia, ninguna determi-nación previa puede contrariar su despegue. Construida por elreconocimiento de un ser indeterminado por excelencia, la de-mocracia es esa forma de sociedad en la que el derecho, en suexterioridad respecto al poder, se presenta siempre como exce-so sobre lo establecido; como si, al instituirla, pronto resurgie-ra con el propósito de una reafirmación de los derechos exis-tentes y de la creación de nuevos derechos. Se abre una escenapolítica en la que se entabla un combate entre la domestica-ción del derecho y su desestabilización-recreación permanen-te mediante la integración de nuevos derechos, de nuevas rei-vindicaciones consideradas ya como legítimas. ¿La existenciade esta contestación incesante, de ese torbellino de derechos,no sería, según Claude Lefort, lo que llevaría a la democraciamás allá de los límites tradicionales del Estado de derecho?

Democracia salvaje, allí donde mejor se manifiesta la dimen-sión simbólica de los derechos del hombre. Claude Lefort —alcontrario del joven Marx que, en su crítica de los derechos delhombre en La cuestión judía, confundía lo simbólico y lo ideoló-gico; o, más bien, reducía lo simbólico a lo ideológico, sin llegara pensarlo— señala que los derechos del hombre forman unapieza esencial de la constitución simbólica de la democraciamoderna. Comprendamos que, a través de los derechos del hom-bre, entre otros, los ciudadanos de una democracia modernapueden aprehender lo que se presenta ante ellos como real, asícomo el descubrimiento de sí mismo y del otro.

Mediante el principio de interiorización que suscitan, los de-rechos del hombre engendran una nueva sensibilidad hacia elderecho, una nueva conciencia del derecho. La democracia esesa sociedad construida por un conflicto incesante entre lo sim-bólico y lo ideológico, entre este conjunto de articulaciones quedejan el campo libre a una experiencia de la indeterminación, en

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relación con la pérdida de fundamentos —del lado de lo salva-je— y los múltiples intentos de lo ideológico por acaparar lo sim-bólico, por apropiárselo para domesticarlo mejor, intentos deimprimir, en nombre de un grupo o de un hombre, un contenidodeterminado a lo que se resiste y escapa a toda determinación.

Democracia salvaje, en fin, pues mediante la desaparicióndel cuerpo del rey y la desincorporación social que se sigue, lasociedad se separa, se desvincula del Estado y accede, al mis-mo tiempo, a una experiencia plural, abundante, bajo el signode la interrogación. Con la constitución de lo que Claude Lefortdenomina «el poder social», aparecen nuevas formas de luchasque, vinculadas a la lógica de la democracia, se convierten eninteligibles. Estas reivindicaciones, estas luchas «en nombredel derecho», son lo suficientemente heterogéneas como parano engendrar la ilusión de una solución global. Lo propio de lademocracia moderna, así entendida, no es abrir la escena deuna reivindicación continua, indefinida, que se desplaza de unespacio a otro, transversalmente, como si estuviera en juego,de manera permanente, el antagonismo entre esta pluralidadefervescente que remite a una multiplicidad de polos y la coac-ción estatal reforzada por la organización. Estos movimientosson no-totalizables; porque han nacido en distintos espacios desocialización, que se alimentan de su asumida, e incluso reivin-dicada, especificidad; se apartan de toda forma de sujeto unifi-cador que pretendiera concentrar y condensar sus luchas, en-globarlas. Democracia salvaje en el sentido en el que el modeloque allí aflora es el de la revolución anti-totalitaria, revoluciónplural que, además, sabe distinguir entre el polo de la institu-ción colectiva y el de la diferenciación social; sin ceder, porello, a la desaparición de lo político. Tal es la paradoja de lasociedad democrática: no ambiciona tanto borrar la instanciadel poder —con el fin de replegarse sobre sí, cediendo a la atrac-ción del Uno— cuanto permitir que el tumulto se desarrolle.Los tumultos que la agitan, el polo de poder —lugar, por prime-ra vez, vacío—, funcionan como mediación simbólica por laque la sociedad se dirige a ella misma, al tiempo que experi-menta un extrañamiento entre su interior y su exterior.

Salvaje: este calificativo se recomienda tanto más para el aná-lisis, pues sería ilusorio intentar comprender la invención demo-crática en el único plano de lo real, como un conjunto de institu-

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ciones positivas. La democracia, como matriz simbólica de lasrelaciones sociales, está y permanece por encima de las institu-ciones a través de las que se manifiesta. Claude Lefort se dirige alos ensalzadores y los detractores, diciendo:

La democracia es soñar que suponemos que la poseemos [...]Sólo es un juego de posibles, inaugurado en un pasado todavíacercano, del que nos queda todo por conocer.8

¿Salvaje? En último análisis, ¿qué se pretende con esta explo-ración? O mejor, con qué espacio se relaciona, en la economía deeste pensamiento y de su vínculo con Merleau-Ponty, esta inves-tigación que anima el vivir-juntos democrático, esta «carne de losocial»; sino con...

El Ser bruto [...] el Ser vertical [...], no el Ser «aplastado», entre-gado a los sueños de una conciencia soberana, es el EspírituSalvaje, el espíritu que elabora su propia ley, no porque hayasometido todo a su voluntad; sino porque, sometido al Ser, sedespierta siempre al contacto del acontecimiento para contestarla legitimidad del saber establecido.9

Articulación que indica, suficientemente, que esta lucha porel derecho se integra en un movimiento mucho más amplio quela desborda, el de la revolución democrática, invención de unmundo sin reposo, trabajo de un espíritu igualmente sin reposo.Esta revolución, esta democracia, «juego de posibles», es, segúnClaude Lefort, en su ritmo, experiencia del ser, de la apertura delser, del fundamental incumplimiento de todo.10

«El principio de anarquía»

Algunas consideraciones previas. La referencia al libro deReiner Schürmann no significa, en ningún caso, que avale estainterpretación de Heidegger; pero tampoco que me oponga a

8. Ibíd., p. 28.9. Cl. Lefort, «L’idée d’être brut et d’esprit sauvage», en Sur une colonne absente.

Écrits autour de Merleau-Ponty, París, Gallimard, 1978, p. 44.10. Véase M. Richir, «Le sens de la phénomenologie dans Le Visible et l’Invisible», en

Maurice Merleau-Ponty, Esprit, 6 de junio de 1982, p. 132.

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ella. No es mi propósito juzgar esta lectura como tal. Ello nosignifica tampoco que quiera introducir, de manera indirecta,una relación entre el pensamiento de Claude Lefort y el de Hei-degger. Sin profundizar mucho, basta con enunciar ciertos pun-tos de ruptura entre estos dos pensamientos, lo suficientementeevidentes e importantes como para mantener a cierta distancialas teorías globalizantes que se limitan a comparar los pensa-mientos sólo en el nivel de la forma. Divergencias en lo que serefiere a la cuestión del humanismo, a la de la técnica y a lainterpretación de la modernidad como era de la técnica; pero,sobre todo, el estatuto y el carácter determinado que confiereHeidegger a la técnica no pueden más que suscitar la oposición yla crítica de aquel que, como Claude Lefort, recupera una inteli-gencia política de la sociedad moderna y percibe en la revolu-ción democrática un espacio de inteligibilidad primordial queno podría ignorarse en nombre del «a-razonamiento» o descritocomo un efecto derivado de un proceso no político.

A través de este recorrido, mi único propósito es mostrar ladimensión ontológica de la democracia salvaje que no podemossilenciar y cuya importancia desborda, ampliamente, la fuerzade contestación que le reconocemos; o, mejor, esta fuerza de con-testación no adquiere verdaderamente sentido hasta que no seconcibe dentro de la dimensión ontológica. Mi referencia al li-bro de Reiner Schürmann puede entenderse como una apuestapersonal. Sin ninguna duda, voy a forzarla; puesto que voy aintentar extraer de ella un modelo que confrontaré con la demo-cracia salvaje. Hay dos maneras de hacer este tipo de compara-ciones: ya sea mediante una atenuación de las particularidadesde los fenómenos en cuestión; ya sea mediante su acentuación,con la esperanza de que un nuevo esclarecimiento permita su-brayar mejor dichas singularidades.

La tesis de Reiner Schürmann, con la utilización del sorpren-dente término de «principio de anarquía», intenta situar, demanera inédita, la originalidad de la empresa heideggeriana, sevincula, de manera bastante curiosa, con la cuestión de la demo-cracia; efectivamente, pretende explicar la famosa frase de Hei-degger, en su entrevista póstuma, a propósito de la democracia.

Hoy es para mí una cuestión decisiva cómo podría coordinarseun sistema político con la época técnica actual y cuál podría ser.

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No conozco respuesta a esta pregunta. No estoy convencido queeso sea la democracia.11

De este «no sé», de esta ignorancia confesada, Reiner Schür-mann va a intentar explicar, proponiendo una lectura que no esbiográfica, ni psicológica, ni inmediatamente política, sino ple-namente filosófica.

Lo importante es que esta confesión no es accidental. Tal vez serelaciona directamente con la única cuestión que nunca dejó depreocupar a Heidegger.12

En definitiva, convendría vincular esta revelación con lo im-pensado de Heidegger y saber percibir aquí un efecto del princi-pio de anarquía que, como tal, invalidaría la idea misma de deri-vación o de coordinación de un sistema político.

Simplificando, podemos considerar que, bajo el término de«principio de anarquía», el trabajo de Reiner Schürmann con-siste en oponer el dispositivo metafísico clásico y el pensamientode Heidegger que estaría del lado de ese nuevo principio o, másconcretamente, de esta nueva manera de pensar el principio.

Si planteamos que una de las cuestiones esenciales de la tra-dición filosófica, del pensamiento heredado, es el de la unidadentre la teoría y la praxis, entre el pensar y la acción —¿bajo quéfundamento se responde a la cuestión de qué debo hacer?—, ¿cuáles el efecto de la deconstrucción heideggeriana en este dominio?La deconstrucción, descrita en relación con esta cuestión, se de-finiría de la siguiente manera:

[...] la pulverización de la base especulativa en la que la vidaencontraría su asidero, su legitimación, su paz.13

O, todavía más, la deconstrucción consistiría en:

[...] desmontar las derivaciones entre filosofía primera y filosofíapolítica [...] De ello se sigue que la deconstrucción deja al discurso

11. M. Heidegger, «Entrevista del Spiegel», en La autoafirmación de la universidadalemana, Madrid, Tecnos, 1989, p. 68.

12. R. Schürmann, op. cit., p. 12.13. Ibíd., p. 11.

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sobre la acción como suspendido en el vacío [...] el actuar mismo,y no sólo su teoría, pierde su fundamento o su arkhé.14

Al contrario de lo que piensan algunos de manera equivoca-da, no se olvidaría de la acción en beneficio de la cuestión del ser,sino que estamos ante otra posición.

[Heidegger] no desarticula la antigua unidad entre teoría y praxis,hace algo peor: formula la pregunta de la presencia de tal formaque la cuestión de la acción encuentra ya su respuesta, de talforma que la cuestión de la acción ya no vuelve a cuestionarse.15

Tengamos presente que la estructura filosófica tradicional—estructura de «arkhía», podríamos decir—, tenía por carác-ter dominante referir la cuestión de la acción a una arkhé; detal forma que las teorías sobre la acción que aspiraban a res-ponder a la cuestión de «¿qué debo hacer?» se referían a aque-llo que cada época entendía como saber último. Este conjuntode esfuerzos tendente a la determinación de un referente parala acción designaría la metafísica, o todavía, la metafísica seríaeste dispositivo...

[...] en el que la acción exige un principio al que puedan referirselas palabras, las cosas, las acciones.16

Principio que tendría, a un tiempo, valor de fundamento, decomienzo, de mandamiento.

La arkhé funciona siempre en relación con la acción como lasustancia funciona en relación con los accidentes, imprimién-doles sentido y telos.17

Esta derivación metafísica de la acción a partir de una filoso-fía primera —o de un Primero— se acompaña de la imposiciónunitaria de una instancia primera a lo múltiple. Además, estasfilosofías primeras procuran al poder sus estructuras formales.

14. Ibíd.15. Ibíd., p. 12.16. Ibíd., p. 16.17. Ibíd., p. 15.

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En el fondo de esta estructura metafísica y de arkhía, pode-mos comprender el nuevo sentido que el autor da al nombre deanarquía y, al mismo tiempo, a la obra heideggeriana. En la épo-ca del cerramiento del campo metafísico —la tesis del principiode anarquía está en estrecha dependencia con la hipótesis delcerramiento—, la regla, según la cual, el mundo es inteligible yestá gobernado a partir de un «Primero» —de un fundamentoprimero— pierde impulso. La derivación entre filosofía primeray filosofía práctica entra en decadencia; se atenúa el esquema dereferencia a una arkhé, al mismo tiempo que...

[...] se marchitan los principios epocales que, en cada era de nues-tra historia, ordenaban los pensamientos y las acciones.18

De ahí la enunciación de esa paradoja instructiva, «admira-ble», del principio de anarquía. Los dos términos que la compo-nen designan dos vertientes que se orientan en direcciones opues-tas: una, que se queda de este lado del cerramiento del campo dela metafísica; la otra, que mira más allá. Al mismo tiempo que lareferencia de principio se dice, se niega —la referencia de princi-pio se dice, pero para negarla. Comprendamos que el siglo XX,por la crítica de la metafísica, aparece como la época en la que seagota la derivación de la praxis a partir de la teoría. La acción semanifiesta como anárquica, es decir, desprovista de arkhé, defundamento, de comienzo, de mandamiento. La época del prin-cipio del sin-principio, o del principio que ordena no tenerlo.Llevada al pensamiento de Heidegger, esta paradoja evidenciaen qué medida este pensamiento es obra de transición; pues sibien se enmarca todavía en la problemática clásica del «¿qué esel ser?», se aparta ya de un esquema atributivo o participativo:

Principio todavía, pero principio de anarquía. Hay que pensaresta contradicción. La referencia de principio es analizada en suhistoria y en su esencia, por una fuerza de dislocación, de purifi-cación [...] La deconstrucción es un discurso de transición.19

De ahí la distinción esencial que se propone entre anarquismoy anarquía. El anarquismo todavía permanece por entero en el

18. Ibíd.19. Ibíd., p. 16.

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campo metafísico, en la medida en que sigue derivando la acciónde un referente. No afecta al esquema referencial, pero se conten-ta con sustituir, en el interior de este esquema, la razón por elprincipio de autoridad; en resumen, el mantenimiento del los pro-cesos de legitimación con la única elección de un nuevo criteriode legitimidad. Ahora bien, con Heidegger, la producción racionalde este anclaje metafísico se convierte ya en imposible.

La anarquía [...] es el nombre para una historia que ha afectadoal fundamento de la acción, historia en la que ceden los funda-mentos y en la que se percibe que el principio de cohesión, seaautoritario o racional, no es más que un espacio en blanco sinpoder legislador sobre la vida. La anarquía habla del destino quesocava los principios a los que los occidentales, desde Platón,han referido sus hechos y sus gestos; anclándolos allí, al objetode sustraerlos del cambio y de la duda.20

El principio de anarquía —el marchitamiento de los funda-mentos que ha afectado a la acción— sería lo que permitiría ilu-minar filosóficamente la ignorancia confesada de Heidegger ysu duda respecto a la democracia. A juicio de Reiner Schürmann,convendría saber reconocer, entender, en esta frase, más que dudao ignorancia, una negativa a dar respuesta, disimulo. En efecto,¿la decadencia del esquema referencial no obligaría a plantear lacuestión política en términos distintos a los de principio prime-ro y derivación? Pero, ¿podríamos decir —sin examinar, de mo-mento, la legitimidad de esta interpretación filosófica de la frasede Heidegger— que la hipótesis de la democracia salvaje no de-bería llevarnos a otra conclusión o, al menos, hacer que la con-clusión propuesta fuera menos segura y apresurada? En su pro-pio movimiento, en su dinámica, ¿la democracia salvaje no tieneque ver con la anarquía entendida como liberación de la autori-dad de los fundamentos —de una arkhé— sobre la acción, en elsentido de la manifestación de una «acción sin porqué»? Se pue-de admitir, ciertamente, que la cuestión política debe plantearseal margen del esquema referencial. Pero, ¿podemos considerar ala democracia un sistema como cualquier otro? O, por el contra-rio, la democracia, en su esencia salvaje, ¿no se encuentra, ins-tantáneamente, fuera del esquema principio-derivación? En este

20. Ibíd., pp. 16-17.

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caso, ¿qué relación mantiene, o es capaz de mantener, con elprincipio de anarquía?

Cuestión tanto más legítima cuanto la obra de R. Schürmannparece trabajar con sordina en la búsqueda de una « ilustración»política del principio de anarquía. Así lo atestigua el capítulo «De-construcción de lo político» o el lugar que reconoce —brevemen-te, es cierto— a H. Arendt, a quien se debe, según el autor, haberpracticado admirablemente la deconstrucción en el campo políti-co, es decir, haber conseguido mostrar el origen de las normaspolíticas en términos distintos a los de arkhé y principio.21 Acasoel autor no se vuelve hacia ésta cuando se pregunta por los mo-mentos en los que se libera la acción, «el tiempo en el que unorigen óntico cede a otro». Cesuras entre dos formas políticas:

Todos los esfuerzos modernos, analizados por H. Arendt en refe-rencia al modelo americano, que se han propuesto liberar eldominio público de la fuerza coercitiva, marcan, cada vez, el finde una época. Se suspende por un tiempo el princeps, el gobier-no, y el principium, el sistema que aquel impone y sobre el quereposa. En tales cesuras, el campo político ejerce, de maneraplena, su papel de revelador: manifiesta, a los ojos de todos, queel origen del actuar, del hablar y del hacer no está en el ser (suje-to, estar-ahí, o devenir; que no es un principio que domina yorganiza una sociedad, sino que es la simple aparición de todolo que es presente).22

La obra de R. Schürmann tiende a reconocer en H. Arendt ala verdadera pensadora de la acción, a quien ha sabido pensarla acción —la praxis— liberada de la influencia de lo teórico y,en su diferencia, en relación con la poíesis o fabricación. Seacomo fuere, una vez definido el principio de anarquía, convie-ne extraer un modelo desde el que analizar la democracia sal-vaje; sin que veamos en esta última la traducción política delprincipio —lo que sería contradictorio—, sino la invención po-lítica con la que merece ser confrontada.

Hemos de retener cuatro características:

1) Por lo que se refiere al cerramiento del campo metafísico,la crisis de fundamentos que ponga en cuestión la unidad tradi-

21. Ibíd., p. 50.22. Ibíd., p. 107.

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cional de la teoría y de la práctica y que hunda el esquema refe-rencial en el que la acción encontraba, hasta entonces, su legiti-mación; fuera cual fuera su instancia primera de legitimación(Dios, la Naturaleza, el Orden del Mundo, el Progreso, etc.) Sim-plificando, el derrumbamiento del dispositivo metafísico, al quecierra el camino hacia las derivaciones, libera a la acción de todasumisión de principio y da así nacimiento a una acción anárqui-ca, desprovista de arkhé.

2) La desaparición del esquema referencial y de la sumisiónde la acción a un principio cualquiera se acompaña de «la sub-versión de las representaciones teleocráticas». Subversión com-pleja que comprende, en primer lugar, el descubrimiento de quese acaba la historia hecha de principios imperativos; pero tam-bién la comprensión de que el momento en que puede darse estacontestación es aquel en el que se efectúa el giro de la clausurametafísica. Por añadidura, esta contestación corre pareja de unamodificación del pensamiento de lo político:

Con la clausura, determinada manera de entender lo políticocae en la imposibilidad y la otra se convierte en inevitable.23

Esta modificación del pensamiento de lo político no puedecomprenderse más que en relación con otro pensamiento dela presencia, la presencia como historia y no como máquina,como presencia constante, lo que significa una entrada en lapresencia como acontecimiento.

Si la presencia se juega en el acontecimiento, ella es hostil a ladominación por los fines.24

Medimos, al mismo tiempo, la liberación de la acción; puesno sólo escapa a toda referencia, sino que deja de obedecer afinalidades venidas o recibidas del exterior. Mejor todavía, re-descubre la verdadera naturaleza de la acción que es, para símisma, su propio fin y desecha un esquema de finalidad abusi-vamente trasladado, pues este último pertenece a la fabricaciónmás que a la acción. Una de esas redefiniciones «anárquicas»

23. Ibíd., p. 52.24. Ibíd., p. 302.

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efectuadas por Heidegger consiste, no en anular la finalidad, sinoen restringirla a su dominio propio, el de la fabricación.

La acción también debe sustraerse de la influencia de la fina-lidad que no es más que una categoría que se aplica a la fa-bricación.25

Gracias a esta entrada en el acontecimiento, la acción puedesustraerse de todas las formas de dominación ejercidas por elUno y puede encontrar, de nuevo, aquello que es su propio ele-mento; lo que H. Arendt denomina la condición ontológica depluralidad.

3) Aparición de una nueva concepción de lo político. En lamedida en la que desaparece la referencia a una arkhé —a unPrimero—, lo político ya no se piensa en términos de funda-mento. Siguiendo el análisis de Reiner Schürmann, asistiría-mos al nacimiento de una concepción, a la vez, más modesta ymás autónoma de lo político: lejos de fundar, o de materializarun principio primero con valor de fundamento, lo político selimitará a situar.

«Lo político es el espacio en el que las cosas, las acciones ylas palabras pueden convenir»,26 es decir, allá donde estos ele-mentos pueden darse de manera conjunta. Para Heidegger, elespacio es «aquello que une en él lo esencial de una cosa».27

Lo político es, por tanto, el espacio en el que se manifiesta lafuerza de cohesión del principio de una época. Manifestaciónen un doble sentido: venida a la presencia, desvelamiento; perotambién exposición, puesto que lo político hace público, ex-pone este mismo principio. Nadie duda de que el giro —«laruptura en las modalidades de la presencia»— aún no modifi-ca lo político. Más que el lugar de manifestación y de exposi-ción de un principio epocal, ¿no sería lo político el lugar de laentrada en el acontecimiento, de la presencia como historia?En el surgimiento de esa nueva concepción, resulta muchomás importante el paso de las ontologías del cuerpo político ala topología del lugar político, que hace las veces de deslegiti-

25. Ibíd., 303.26. Ibíd., p. 52.27. Ibíd., nota 3, p. 53.

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mación. Mientras que las ontologías del cuerpo político su-bordinan lo práctico a una idealidad y funcionan como dis-cursos que justifican la sumisión al Estado, la nueva concep-ción topológica, como deconstrucción de la metafísica delcuerpo político, devuelve la acción a sí misma; abriéndola, deesta manera, a una libre aventura.

4) El intento de construir otra filosofía política, a partir de ladeconstrucción de los fundamentos, que renuncia, por tanto, aldispositivo metafísico, es decir, a la referencia a una instanciaideal y normativa. Lo que implica, además, pensar de maneradistinta el origen; de tal forma que los momentos inaugurales noejercen ya la dominación y mandan sobre la acción y la acciónqueda exenta de los principios epocales.

Sería ilegítimo —he advertido— el intento de presentar lademocracia salvaje como la traducción política del principiode anarquía. ¿No sería contradictorio atribuir una aplicacióna un principio cuyo rasgo dominante es no tenerlo, no fun-cionar como principio? Dentro de esta constelación, la ac-ción deja de ser una derivación de la teoría y se revela anár-quica. Si analizamos la cuestión desde el extremo opuesto,¿cómo se podría reducir la democracia salvaje a la materiali-zación de un principio, incluso cuando se trate del principiode anarquía? En lugar de volver a encerrarse, erróneamente,en el esquema referencial, ¿no convendría mostrarse sensi-ble a la presencia de una doble paradoja, extraordinaria einstructiva en ambos casos? La democracia, como esenciasalvaje, ¿no es tan sorprendente como un principio que esprincipio de anarquía? Igual que la anarquía acaba con laidea de principio, lo salvaje trastorna la idea de esencia, defi-nición de la quididad. Esta relación con la paradoja, deberíaincitarnos, al atraer nuestra atención, a cambiar la pregunta:¿de qué manera la democracia salvaje, manifestación de unaexperiencia de libertad, presenta una economía que respon-de, que se corresponde con la organización interna del prin-cipio de anarquía?

Si formulamos el problema sin tener en consideración la hi-pótesis del cerramiento del campo de la metafísica, cómo nopreguntarse por las eventuales afinidades que podamos descu-

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brir entre democracia salvaje y principio de anarquía, por lasposibles correspondencias en los niveles hasta aquí señalados;es decir, preguntarse, con ayuda de esta aproximación, por lasdistintas respuestas, por los modos de acción que merecen sercomparados, frente a la constelación histórica de la moderni-dad, frente a lo que Merleau-Ponty designaba como «una ciertaoscuridad moderna».28

— La decadencia del dispositivo metafísico de derivación secorrespondería, del lado de la democracia salvaje, con la indeter-minación de todo lo que se refiere al fundamento del Poder, de laLey, del Saber y al fundamento de la relación de uno y otro entoda la extensión del campo social.

— La disolución de los referentes de la certidumbre y la inde-terminación entendida como finalidad última, sea la que fuere,respondería al hundimiento de la dominación teleocrática quelibera la acción del esquema finalista. La democracia salvaje,enfrentada al enigma del presente, se nutre de una interrogaciónpermanente relativa a lo social, a los límites de lo político, queestá expuesta a una exploración cuyos «caminos no se conocende antemano».29

— Tanto la desincorporación de lo social como la desincor-poración del poder que Claude Lefort relaciona, al menos enEuropa, con la experiencia histórica del regicidio, se correspon-dería con la desaparición de las ontologías del cuerpo políticoque sirven de discurso de legitimación y de sumisión.

— La búsqueda, en fin, de una filosofía política inspiradaen la deconstrucción de los fundamentos que da testimoniode «la duda» reveladora o, más bien, de la coexistencia enClaude Lefort de la llamada a una «restauración de la filoso-fía política» y la insistencia en el pensamiento de lo político,es decir, en este movimiento del pensamiento que, en su bús-queda de un redescubrimiento de lo político, se adentra enuna aventura sin fin; que no se apoya en el marco de la tradi-ción, que se sitúa fuera de la filosofía política clásica y que yano apela a las instancias primeras de donde se deducen losórdenes políticos que se consideran legítimos. Relación con

28. M. Merleau-Ponty, Résumés de Cours, París, Gallimard, 1968, p. 144.29. Cl. Lefort, Essais sur le politique (XIXe siècle-XXe siècles), París, Seuil, 1986, p. 7.

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el origen tanto más turbadora cuanto, para la democracia,no se trata de elegir un momento inaugural bajo cuya autori-dad se colocaría; sino de permitir el advenimiento de la divi-sión originaria de lo social y de experimentar una recupera-ción de la libertad. En este punto se puede calibrar la rupturacon la ontología tradicional de Aristóteles. En Le travail àl’oeuvre se confía a Maquiavelo el bosquejo de una nueva on-tología. El autor del Príncipe, aplicando el binomio esencia/accidente, no se contenta con juzgar a la tiranía como régi-men que está por debajo del modelo de Estado justo; señalala existencia de la diversidad de situaciones y entiende que lasociedad está, por principio, abierta al acontecimiento, enrazón de la división originaria que la habita. Con esta«brecha» tan ineludible como irreparable, se quiebra la con-cepción del Ser como presencia constante y estable, se diluyela idea de degradación y aparece un pensamiento del Ser des-de la experiencia de lo que todavía no es.

Pero el Ser no se deja aprehender más que en lo que adviene, enla articulación de las apariencias, en el movimiento que les im-pide fijarse y en la incesante puesta en juego de lo adquirido.30

El examen de esta nueva ontología leída en Maquiavelonos permite comprender la democracia salvaje: la contesta-ción permanente que la caracteriza en el campo del derecho yde la política no es más que el efecto de esta experiencia delSer, de este pensamiento del Ser como aquello que adviene,como acontecimiento. Si acordamos dar su verdadera dimen-sión a la contestación permanente, ésta no se presenta comoel rasgo empírico del régimen democrático, sino como el des-velamiento intermitente de esa experiencia del Ser en el tiem-po, allí donde se reconoce la lucha de los hombres que debe-remos cargar «con toda la creación histórica»;31 o, más bien,el juego interminable y complejo del intercambio y de luchade los hombres.

Las correspondencias, por interesantes que sean, no estánexentas de disonancias. En primer lugar, tenemos la cuestión

30. Cl. Lefort, Le Travail de l’oeuvre Maquiavel, París, Gallimard, 1972, p. 426.31. Ibíd., p. 725.

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del humanismo y la insistencia, por parte de Reiner Schür-mann, en una triple ruptura con el humanismo que llevaríapor nombre Marx, Nietzsche y Heidegger y se manifestaría enel buen uso de la presencia anárquica. Sin desarrollar aquíesta disonancia, nos bastará recordar que, si la interpretaciónde la democracia salvaje hace referencia explícita a los dere-chos del hombre, el hombre no se establece en función dedeterminaciones, sino más bien en espacio de indetermina-ción. Este pensamiento se sitúa tanto más lejos de un antro-pocentrismo cuanto se desarrolla al margen de una filosofíadel sujeto —o de una metafísica de la subjetividad—, puestoque, en el núcleo la historia, se sitúa la permanente divisiónoriginaria de lo social —división redoblada, el deseo de liber-tad que se mide, de manera permanente, con la inversión enservidumbre bajo el efecto «del encanto del nombre de Uno»—división que somete la indeterminación del hombre a una in-terminable experiencia del ser.

Distancia tanto más grande respecto de una filosofía delsujeto cuanto el pueblo cuya democracia se reclama está afec-tado, como han enseñado Michelet y Quinet, de una identi-dad, por lo menos, problemática; bien por encima de sí mismo—el pueblo en estado heroico que se constituye con la inven-ción misma de la libertad—, bien por debajo de sí mismo, cuan-do la experiencia de la libertad del pueblo se encuentra ex-puesta a convertirse en su contrario, la servidumbre; en resu-men, sin coincidir jamás consigo mismo, nunca idéntico a símismo, el pueblo, allí donde se manifiesta, allí donde viene ala existencia, está sometido a la experiencia insoportable delextrañamiento de sí. Añadamos a todo esto que la democraciaabre —o se abre— una reserva inexplorada de indetermina-ción por la relación que mantiene con eso que Claude Lefortdenomina, sin describirlo previamente, el elemento humano;enorgulleciéndose solamente del enigma que lo rodea paradesacreditar y condenar las empresas históricas, como el tota-litarismo, que pretendieron crearlo o intentaron organizarlocomo si se tratara de un material maleable a voluntad.

Suprimiendo al elemento humano, o, más aún, demostrando quese lo puede tratar como materia es como se obliga a reconocer elreino de la organización [...] Este trabajo es la gran preocupa-

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ción del nuevo Estado [...] obtener por fin hombres abstractos,sin vínculos que los unan entre sí, sin propiedad, sin familia, sinrelación alguna con ningún medio profesional, sin ubicación enel espacio, sin historia —desarraigados.32

Lo propio de la democracia no es sumergirse en este ele-mento inmaterial, desgranando su textura en toda su comple-jidad, los contornos en su diversidad y su pluralidad; acom-pañando al movimiento en su imprevisibilidad. Ocurre todolo contrario con la dominación totalitaria pues, negando laespecificidad de este elemento mediante la identificación conla materia, no deja de forzarlo hasta intentar destruirlo; arro-gándose, en su voluntad de omnipotencia, el poder de cons-truirlo o de organizarlo, sometiéndolo, de esta forma, a unaregla o a una norma identitaria que es homogeneizante hastael desprecio por la existencia de lo no-idéntico. ¿No es eso loque Adorno quería hacer entender cuando decía que «la for-ma política de la democracia es infinitamente más cercana alos hombres»?

A la democracia no le basta con respetar este elemento. Pre-cisamente aquí, en este espacio de complicaciones, de agitacio-nes, que comporta la articulación de vínculos múltiples (tantolos que unen como los que separan) —bajo diferentes figuras ycombinaciones, usurpación, desorden; pero también antago-nismo—, la democracia encuentra el origen de su fuerza salva-je. Al sumergirse, una y otra vez, en esta reserva de indetermi-nación se muestra indomable, salvaje, deshaciendo el orden,las órdenes establecidas y todo ello, no para erigirse en poten-cia soberana; sino para acoger, sin apartarse, la experiencia dela institución en contra de ese elemento humano salvaje en símismo (dotado de la «barbarie salvaje de la alteridad», segúnLévinas), susceptible en cuanto tal de engendrar formas de re-laciones inéditas, de permitir el advenimiento de la heteroge-neidad, un «desorden nuevo» que abra un no-lugar, por reto-mar la hermosa expresión de Claude Lefort; es decir, un espa-

32. Cl. Lefort, Un hombre..., op. cit., p. 93. Sin duda alguna, hay que entender «ele-mento» en el sentido de Merleau-Ponty; retomándolo tal como «lo empleaba para ha-blar del agua, del aire, de la tierra y del fuego, es decir, en el sentido de una cosa general,a medio camino del individuo espacio-temporal y de la idea, especie de principio encar-nado que comporta un estilo de ser omnipresente allí donde se encuentra una parcela»,Le Visible et l’Invisible, París , Gallimard, 1964, p. 184.

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cio o espacios de invención, de evasión, que perforen, en ciertamodo, la compacidad de lo real.

Allí renace lo posible, un posible indeterminado, un posibleque va a producirse y a modificarse de acontecimiento en acon-tecimiento.33

Allí se desmultiplican, según la multiplicidad de los víncu-los y sus conexiones, los lugares de conflicto, de división, don-de se puede hacer presente el deseo de libertad mediante surechazo de la siempre amenazante dominación. Cadena deparadojas vivientes, el elemento humano pone en marcha, enlo que adviene, al hilo del acontecimiento, el juego ontológicodel intercambio y el combate entre los hombres, de la amistady de la servidumbre. La democracia, por más que le reconoz-camos ser salvaje en su manifestación, es esa forma de socie-dad en la que «la carne de lo social» está en consonancia conel estilo de ser del elemento humano, la imprevisibilidad y laresistencia.

Esta proximidad, esta afinidad, deja surgir pronto otra cues-tión que me contentaré con enunciar, dadas las dificultades queentraña: ¿ hay que pensar lo humano sólo como juego ontológi-co de paradojas vivientes que lo animan; o, tal vez, entenderloen el sentido de Lévinas como interrupción del acontecimientode ser, del esfuerzo de ser, de la perseverancia en el ser, comoadvenimiento del uno-para-el otro, de la responsabilidad paracon otros, con toda la asimetría que ello implica; en definitiva,el elemento humano como distinto del ser, como si la meta-política debiera aprehenderse aquí en la relación de la demo-cracia con el acontecimiento ético? ¿Podemos considerar quela democracia —habida cuenta de la relación que mantiene,necesariamente, con la justicia, con la responsabilidad del hom-bre democrático y su no-indiferencia respecto de los hombresque no conoce— es ajena a esta extrañeza de lo humano? Sianalizáramos así la cuestión, quedaría por ver cómo se piensanlas relaciones entre democracia, división originaria de lo socialy elemento humano.

33. Cl. Lefort, «Le Désordre nouveau», en E. Morin, J.-M. Coudray, Cl. Lefort, Mai68: la Brèche, París, Fayard, 1968, p. 49.

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De otra parte, ¿podemos contentarnos con la confrontaciónde esta nueva concepción de lo político propia del principio deanarquía? Si es cierto que este pensamiento de lo político comolugar subraya la deconstrucción de la metafísica del cuerpo po-lítico, ¿podemos contentarnos con la generalidad que ella pro-pone? O, dicho de otra forma, ¿esta generalidad no es portado-ra de peligrosas ambigüedades? ¿La definición del lugar —y,por tanto, de lo político— como aquello que une no privilegiaerróneamente lo unitario, enmascarando, al mismo tiempo, ladivisión de la ciudad humana en dos deseos antagonistas? Dequedarnos en una concepción topológica, ¿lo político no sería,más bien, el lugar donde se elabora y se instituye la ruptura delo social, la fragmentación originaria de toda sociedad huma-na? ¿Y de qué manera el principio de anarquía puede despre-ciar dos de los caracteres esenciales de la democracia moder-na, a saber, la des-intrincación del poder, de la ley y del saber y,puesto que se trata de una cuestión de lugar, el hecho de que ellugar de poder sea un lugar vacío?

En definitiva, ¿podemos aceptar esta indiferencia filosófi-camente fundamentada y esta duda por lo que se refiere a lademocracia? ¿En nombre del principio de anarquía, podemosignorar la diferencia entre régimen político libre y despotis-mo? ¿Habría que ver en esta distinción el regreso a un esque-ma finalista? ¿Si la acción convertida en anárquica es entrega-da a sí misma —se vuelve a convertir en su propio fin—, puedetomar una dirección distinta a la de un régimen libre? El régi-men libre no implica la libertad de acción y ello tanto más cuan-to, en su forma salvaje, la democracia no posee valor de solu-ción; sino que abandona la idea misma de solución: la demo-cracia, en busca de su identidad, de cara a la indeterminación,se suma en su exceso al movimiento infinito de la libertad que,según Kant, «puede superar toda limitación establecida».

Más allá de la carga de las correspondencias y de las disonan-cias, persiste la dificultad esencial: ¿la democracia salvaje puededefinirse como anárquica? Esta confrontación nos ha permitido,tal vez, discernir que la contestación permanente, el tumulto queagitan a la sociedad democrática son el signo de una experienciadel Ser en el tiempo, «El Ser bruto», «El Ser vertical». La demo-cracia salvaje, como experiencia del Ser que adviene, se inscribeen el tiempo, acoge el acontecimiento sin los apoyos de la tradi-

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ción, está abierta a los combates de los hombres, despierta su fuerzainstituyente siempre en exceso bajo las formas instituidas y estádispuesta a cuestionar aquello que se considera perteneciente alorden establecido. Sin embargo, ¿qué hay de su relación con laley? O, en otros términos, ¿la relación que mantiene con la leypermite mantener una relación con la anarquía? En el caso delanarquismo clásico, la respuesta es sencilla: esta doctrina, en suoposición a toda forma de autoridad, se quiere exclusión, si no delderecho —la teoría del derecho social puede desarrollarse en elregistro del anarquismo—; al menos, de la ley que, acto de sobera-nía autoritaria, desnaturalizaría la espontaneidad y la armonía delo social. ¿Podría decirse lo mismo de la anarquía, en el sentidodel agotamiento de los fundamentos que han afectado la acción?Siguiendo los análisis de Claude Lefort, intérprete de Maquiavelo,descubriremos, sin dificultad, cómo una cierta concepción de laley puede acompañarse de una idea libertaria de la democracia y,por tanto, pertenecer a una constelación anárquica; sobre todo,porque las leyes a favor de la libertad no son leyes como las otras.¿La innovación maquiaveliana no ha consistido, en este punto, ensubvertir la representación clásica de la ley que le asignaba comomisión contener y moderar, por su sabiduría, los deseos de lamultitud? Por el contrario, Maquiavelo, cuando se trata de pue-blos libres, considera fecundos los deseos de la multitud. Lejos deasociarse con la medida, la ley así repensada nace de la desmesu-ra del deseo de libertad que, si bien tiene su origen en los apetitosde los oprimidos, no se reduce a ellos; se aparta, en cierta manera,para metamorfosearse en deseo de ser. Deseo sin objeto, negativi-dad pura, rechazo de la opresión. Conectada con la desmesura deldeseo de libertad y disociada de la imagen tradicional de la suje-ción moderadora, la ley se convierte en parte integrante, cuandono motor, de la democracia salvaje en concordancia con la anar-quía, puesto que el único fin que persigue es la libertad.

También en lo que aparece, a primera vista, como efervescenciade la pasión política, agresión contra el Estado, «modi straordi-narii e quasi efferati» (salvajes), debemos interpretar otro exce-so, el del deseo sobre el apetito, de tal naturaleza que fundamen-tar el exceso de la ley sobre el orden de hecho de la Ciudad.34

34. Cl. Lefort, Le travail de l’oeuvre Machiavel, p. 477.

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¿No se podría ir más lejos y sostener que la ley puede serconsiderada como «anárquica», desprovista de arkhé, en elsentido de «sin origen», «sin principio»? En efecto, cuandose deja de lado la cuestión del origen de la ley (Maquiavelo,por ejemplo, no entiende que la ley como tal sea producto delos hombres), ¿no puede pensarse la ley más allá de la oposi-ción autonomía/heteronomía? La ley, en lugar de definirsecomo el fruto de la voluntad humana, ¿no puede ser entendi-da como la relación política siempre presente en la sociedadhumana, como la clave siempre cuestionada de la instituciónpolítica, como la clave de la división y del enfrentamiento delos deseos antagonistas?

Al final de este recorrido y de estas interrogaciones, ¿noderiva todo hacia una paradoja todavía más extraordinaria quela del principio de anarquía, una paradoja que nos seduce, enefecto, hasta el punto de sustraerse de nuestra percepción des-de el instante mismo en que se manifiesta ante nosotros? ¿Estaparadoja no es la de la democracia, aun cuando descubra me-jor el calificativo de salvaje? La democracia, que tanto domes-tican y simplifican para domesticarla mejor, no es una formaextraña de experiencia política que, desarrollándose en la du-rabilidad y la efectividad, se da instituciones políticas; sinoque, en el mismo movimiento, no deja de dirigirse contra elEstado, como si en su oposición al Estado y en su efervescen-cia se tratara, no tanto de llegar al fin de lo político, sino deelaborar de la manera más fecunda y paradójica un «nuevodesorden» que sea invención de la política, siempre renovada,más allá del Estado, contra él. Este desorden «es la operacióndel deseo que mantiene abierta la cuestión de la Unidad delEstado y, desvelándola, obliga a quienes lo dirigen a poner denuevo en juego su destino».35

Si queremos llegar a comprender esta extrañeza de la demo-cracia, conviene no sólo rechazar las ideologías del consenso,sino tomar en serio la idea de conflicto, de otorgarle su máximafunción, es decir, la emergencia siempre posible de la lucha delos hombres, la aparición de la división originaria portadora dela amenaza de disolución, de fragmentación de lo social. Si elEstado, como nos ha enseñado Hegel, es, en cuanto sistema de

35. Ibíd.

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mediación, integración y reconciliación —el orden estatal tiene,precisamente, por función, integrar a la plebe en las reivindica-ciones salvajes y, por ello, exteriores a la sociedad: «El Estado esesencialmente una organización de tales miembros [...], y nin-gún momento debe mostrarse en él como una multitud inorgá-nica».36 De otro lado, la revolución democrática, como revolu-ción, ¿no mantiene, necesariamente, un movimiento contra elEstado, un desorden contra el Estado, contra esta reconciliaciónmistificadora y esta integración falaz? ¿La democracia, por pa-radójico que pueda parecer, no es esa forma de sociedad queinstituye un vínculo humano a través de las luchas de los hom-bres y que, con esta institución misma, se conecta con el origensiempre por redescubrir de la libertad?

Tal vez la democracia salvaje no debería confrontarse tan-to con el principio de anarquía —pensamiento de la transi-ción, se ha dicho—; sino que, más bien, habríamos de pensar-la, sin negar la contradicción que habita en este conjunto, conla mirada puesta en la insuperable diferencia entre anarquía yprincipio, de acuerdo con el análisis contrastado de Lévinas.37

¿Pensar la democracia desde el prisma del principio de anar-quía no significa acostarla en el lecho de Procusto y aprehen-derla, equivocadamente, desde la perspectiva de la idealidad?Obligándola a entrar en el corsé del principio de anarquía sellega, más que a una aclaración, a una privación de toda la fuer-za de aventura que lleva en sí y desborda todo principio, todaarkhé. Lévinas, en la lógica que establece entre principio y anar-quía, rechaza una concepción puramente política de la anarquíaque, según él, se sitúa más allá de la alternativa entre el ordeny el desorden.

La noción de anarquía, tal como la introducimos aquí, prece-de al sentido político (o anti-político) que popularmente se leatribuye.38

36. Hegel, Principios de la filosofía del derecho, Barcelona, Edhasa, 1988, § 303, p. 390.37. Véase en particular la esclarecedora nota 3 de la p. 166 de De otro modo que ser

o más allá de la esencia, Salamanca, Sígueme, 2003 (ed. original francesa, Autrementqu´être ou au-delà de l´essence, La Haya, M. Nijhoff, 1978).

38. Ibíd.

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Una concepción política de la anarquía no es sino la imposi-ción de un principio a la anarquía. Ahora bien, según Lévinas, laanarquía tiene que ver con un estrato mucho más profundo, ante-político o, más bien, más allá de lo político y más allá de la onto-logía. ¿La interrupción del juego del ser que aporta la irrupciónde lo humano como acontecimiento ético no está al margen detodo principio?

La anarquía conmociona al ser por encima de tales alternativas(orden/desorden). Detiene el juego ontológico que, precisamen-te, en cuanto juego, es conciencia en la que el ser se pierde y seencuentra y, de este modo, se esclarece.39

Disyunción de la anarquía y de lo político, disyunción de laanarquía y de todo principio (el anarquismo, lo hemos visto, noes más que la afirmación de un principio de razón frente a otrode autoridad).

Bajo pena de desmentirse, [la anarquía] no puede ser coloca-da como principio (en el sentido en que lo entienden los anar-quistas). La anarquía no puede ser soberana como lo es elarkhé.40

Aquí reencontramos la democracia salvaje y su oposición alEstado. Porque, aun cuando Lévinas separa la anarquía de suacepción puramente política, puesto que, en este caso, pasaríapor la idealidad de un principio y se mostraría contradictoria,no deja de subrayar los efectos turbadores que ella ejerce, al di-bujar las líneas de una dialéctica negativa. La democracia salva-je, y no el Estado —aunque éste se cierre sobre ella como si pu-diera incluirla identificándose con ella—, muestra, marca, almargen de toda arkhé, los límites del Estado; y, haciéndolo, con-testa, e incluso destruye, el movimiento totalizador de esa ins-tancia que se quiere soberana.

[La anarquía] No puede por menos de perturbar también, perode un modo radical, lo que hace posibles los instantes de nega-

39. Ibíd.40. Ibíd.

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41. Ibíd.

ción sin ninguna afirmación, esto es el Estado. De este modo, elEstado no puede erigirse en Todo.41

Éste es el desorden que, como sostiene Lévinas contra Berg-son, no está dirigido a convertirse en otro orden. La democraciasalvaje posee un sentido irreducible en cuanto rechazo de la sín-tesis, rechazo del orden; en cuanto invención en el tiempo de larelación política que desborda y sobrepasa al Estado.

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¿La extravagante hipótesis? Se trata de la hipótesis que pro-pone Emmanuel Lévinas acerca del origen del Estado o, en cier-tos textos, de la sociedad. En esta expresión, «extravagante» nose refiere tanto al razonamiento de Lévinas, del que podríamosdecir que es exageración o exceso, cuanto al fenómeno del queparte. En Paix et Proximité, designa el elemento sobre el que sesustenta como «la extravagante generosidad para-con-el otro».Esta extravagante generosidad para con el otro, este paso deun «pensamiento de [...] a un pensamiento para», suscita la bús-queda de una paz distinta a la paz política conforme a la idea delUno, la paz ética, la de la proximidad que se alimenta de la res-ponsabilidad del yo para con el otro.1

La extravagante hipótesis es, pues, la proposición de Emma-nuel Lévinas acerca del origen del Estado y adquiere su carácterextraordinario, su poder de errar, de apartarse de los caminostrillados, en la extravagancia misma del «hecho ético»: «La rela-ción en la que el Yo (Je) encuentra al Tú (Tu)», el encuentro en elque «el otro cuenta por encima de todo»; que, según Lévinas,constituyen «el lugar y la circunstancia originales del adveni-miento ético».2

LA EXTRAVAGANTE HIPÓTESIS*

* Este escrito apareció en la revista Rue Descartes, 19, dedicado a Emmanuel Lévi-nas, París, P.U.F., 1998.

1. E. Lévinas, «Paix et Proximité», en Les Cahiers de la nuit surveillée, 1984, pp.339-346.

2. El diálogo en E. Lévinas, De Dios que viene a la idea, Madrid, Caparrós Editores,p. 237 (ed. original francesa, De Dieu qui vient à l´idée, París, Vrin, 1982).

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I

Entre las numerosas formulaciones de esta hipótesis, centra-remos nuestra atención en dos:

— En Ética e infinito (1982), libro de entrevistas, Lévinas de-clara, a propósito de Totalité et Infini y su intento de mostrar unasociabilidad diferente de la sociedad total y adicional: «Tan sólointento deducir la necesidad de lo social racional a partir de lasexigencias mismas de lo intersubjetivo tal como yo lo describo.Es extremadamente importante saber si la sociedad, en el senti-do corriente del término, es el resultado de una limitación delprincipio que dice que el hombre es un lobo para el hombre, o si,por el contrario, resulta de la limitación del principio según elcual el hombre es para el hombre. Lo social, con sus institucio-nes, sus formas universales, sus leyes, ¿proviene de que se hanlimitado las consecuencias de la guerra entre los hombres, o deque se ha limitado lo infinito que se abre en el seno de la relaciónética de hombre a hombre?».3

Se abre la alternativa entre un social que procede de un prin-cipio animal, el de Hobbes, según el cual, el hombre es un lobopara el hombre, y un social que resulta, no del principio de Spi-noza, para quien el hombre es un dios para el hombre; sino deun principio humano, más exactamente, de la vinculación ex-cepcional que se manifiesta en la relación del hombre para conotro hombre.

¿A qué acontecimiento hemos de poner límites? ¿La guerra oel infinito de la relación ética?

— Al final del texto Paix et Proximité , «no resulta ni muchomenos intrascendente —piensa Lévinas— saber —y, tal vez, seala experiencia europea del siglo XX— si el Estado igualitario yjusto en el que el europeo se realiza —y que se trata de instaurary, sobre todo, de preservar— procede de una guerra de todoscontra todos —o de la responsabilidad irreducible de uno por elotro, si puede ignorar la unicidad del rostro y del amor. No resul-ta baladí saberlo; pues, de esta forma, la guerra no se convierte

3. E. Lévinas, Ética e infinito, Madrid, Visor, p. 76 (ed. original francesa, Ethique etInfini, París, Fayard, 1982).

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en instauración de una guerra con buena conciencia en nombrede necesidades históricas».4

Lévinas responde a esta cuestión sin rodeos; elige la segundahipótesis —la de la responsabilidad— para describir las bases delEstado y las de la paz, aun cuando su propósito va más allá de lasimple descripción. De igual manera, sitúa el papel de la filosofíaen la constitución del Estado en cuanto orden razonable y en laconstrucción de la paz, bajo el signo de la mesura. «A la extrava-gante generosidad del para-el-otro se superpone un orden razona-ble, pedestre o angélico, de la justicia a través del saber; y la filoso-fía es aquí una medida que se da al infinito del ser-para-el-otro dela paz y de la proximidad y como la sabiduría del amor».5

La economía de este pensamiento rechaza, sin ninguna duda,la hipótesis de Hobbes sobre el origen del Estado y la existenciade una sociedad razonable. «No es seguro que la guerra fuese alprincipio. Antes de la guerra estaban los altares».6 Rechazo esen-cial, pues permite a Lévinas apartarse de las vías comunes, per-fectamente conocidas, perfectamente explicitadas; como si suextravagancia procediera, efectivamente, de una lectura enfáti-ca de los adversarios de Hobbes, los partidarios de la sociabili-dad natural (Pufendorf). Esta lectura se hace bajo el signo delexceso, puesto que, para él, no se trata de permanecer en el mis-mo terreno de Hobbes, eligiendo en el interior de este espacio,de este mundo, una posición contraria —hacer jugar a la socia-bilidad contra la guerra, al altruismo contra el egoísmo—; sinode cambiar radicalmente de terreno, de evadirse del mundo,abriendo vías inéditas, insospechadas, pasando, gracias a la hi-pérbole, de la sociabilidad a la responsabilidad para con el otro.Salto superlativo por el que Lévinas se asegura el acceso «a todoun paisaje de horizontes que han sido olvidados»; en este caso, aeste lado de la identidad, a este «[...] “más acá” anterior a la intri-ga del egoísmo tejido en el conatus del ser».7 Lejos de los análisispsicológicos, sociológicos o antropológicos, Lévinas rechaza laprioridad de la guerra y la relación con el ser que ésta implica; de

4. E. Lévinas, «Paix et proximité», op. cit., p. 346.5. Ibíd.6. E. Lévinas, «Lenguaje y proximidad», en Descubriendo la existencia con Husserl y

Heidegger, Madrid, Síntesis, p. 331 (ed. original francesa, En découvrant l´existence avecHusserl et Heidegger, París, Vrin, 1987).

7. E. Lévinas, De otro modo que ser, op. cit., p. 155.

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esta manera, con su pretensión de explicar el Estado, descubreuna intriga distinta de la de la limitación de la violencia y, alsoslayar la perspectiva ontológica, conjetura, más allá del ser,una limitación del infinito de la relación ética. En definitiva, alvolver nuestra atención sobre lo humano, «que no es simple-mente lo que habita en el mundo», sobre nuestras relacionescon los hombres, «ese campo de investigación apenas entrevis-to» —según Totalidad e Infinito—, Lévinas se aparta de la hipóte-sis común de la guerra original, la evidente, la que parece serlo,que desciende la pendiente de nuestras evidencias al tiempo quemuestra cierto cansancio de la razón.

La separación de Lévinas encuentra su origen en la proposi-ción que afirma que las relaciones humanas, en cuanto huma-nas, proceden del desinterés. Lo humano, en el sentido levina-siano del término, comienza más allá del conatus. Esta rupturacon la doxa posee tanto más valor cuanto no emana de una con-ciencia irénica que ignoraría los acontecimientos del siglo XX y,más allá, los «milenarios fratricidas». ¿Cómo podría olvidar laviolencia de la historia una conciencia judía? ¿No recuerda Lévi-nas, en Paix et proximité, que la visión de la historia que prome-tía la Ilustración —la pacificación gracias a un saber universal—ha sido cruelmente desmentida en nuestros días? Ni cerrazón,ni optimismo. Una posición compleja en la que la ironía vendríaa mezclarse con la utopía, y la utopía, con su fuerza de evasión,con el estímulo. La travesía del desierto que hemos conocidoexige de nosotros una atención que va más allá de la transforma-ción de la mirada. Con el nombre de lo humano, se entrelazanvarios hilos que habrá que intentar desanudar; puesto que, a decirverdad, en este nudo tiene su origen la extravagante hipótesis.«La idea de que lo humano adquiere su sentido en la relación delhombre con los demás, ¿es optimista o pesimista? Es, sobre todo,una propuesta irónica tras los horrores de 1939-1945. O es utó-pica. Este término no me asusta. Pienso que lo humano propia-mente dicho no hace más que despertarse en “el hombre tal comoes”».8 La utopía no asusta a Lévinas, pues él mismo invita a reen-contrar lo humano, no en «lo real donde se hunde y se hace his-toria política del mundo»; sino en las rupturas de esa historia, enlos actos de resistencia, como si en esas brechas emergieran sig-

8. S. Malka, Lire Lévinas, París, ed. du Cerf, 1989, p. 109.

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nificados olvidados que permitieran a lo humano manifestarseen oposición de evidencias anti-utópicas.

Posición valiosa también, ya que esta evocación no es sólo des-cripción; sino, más audazmente, apertura de otro espacio de pen-samiento, de sensibilidad más que de percepción, más allá delsaber, apertura de otra orientación. Incluso cuando se trata deinstituir el Estado o de preservarlo cuando ya existe, Lévinas enningún momento hace de él un horizonte insuperable. Con estaraíz, ¿el Estado no reconoce estar atravesado por un movimientoirresistible que lo lleva más allá de sí mismo, según el título de unanueva lectura talmudica, Au-delà de l´État dans l’État?9

Mi razonamiento se realizará en dos tiempos.

— En primer lugar, antes de la extravagante hipótesis, en buscadel gesto filosófico que la ha hecho concebible.

— Posteriormente, una modificación que pretende apreciar losefectos múltiples que esta hipótesis hace, a su vez, posibles. De quémanera permite subrayar la pluralidad de tradiciones y formasestatales; iluminar de manera distinta las relaciones de lo político yde la ética; por último, abrir el camino más allá del Estado.

II

¿Cuál es el gesto principal que ha hecho posible, que ha pro-ducido, esta extraña conjetura?

Esta hipótesis ha visto la luz, ha podido ver la luz en el seno delo que Lévinas, en su texto de 1935, De l’évasion, llama, precisa-mente, una filosofía de la evasión que pone en el núcleo de suaventura «esta categoría de salida, no asimilable ni a la renova-ción, ni a la creación».10 Lévinas practica una transfiguración yuna radicalización filosófica de orientación literaria que tiene portema la evasión. Más allá de estos motivos, se esfuerza por recupe-rar un tema más profundo, más esencial, que toca a la raíz mis-ma. Lévinas profundiza, enfáticamente, en el extrañamiento: «Por-

9. E. Lévinas, Nouvelles lectures talmudiques, París, Minuit, 1996, pp. 43-76.10. E. Lévinas, De la evasión, introducción y notas de Jacques Rolland, Madrid,

Arena Libros, 1999, p. 82 (ed. original francesa, De l´evasion, Montpellier, Fata Morga-na, 1982).

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que [los motivos] todavía no ponen el ser en tela de juicio, y obe-decen a una necesidad de trascender los límites del ser finito. Tra-ducen el horror de cierta definición de nuestro ser y no del sercomo tal».11 La evasión, tal como la concibe Lévinas, pone en jue-go el horror del ser mismo. La sensibilidad moderna conoce unasituación paradójica: parece dividida entre el renacimiento de laontología y su contrario, como si el sentimiento del ser, que esta-ría en el origen de este regreso de la ontología, hiciera nacer, almismo tiempo, «una condena, la más radical, de la filosofía delser [de nuestra generación]».12 Bajo la «movilización» que amena-za —en el sentido de una influencia de orden universal— la sensi-bilidad moderna percibe en el ser «una tara más profunda».

En la meditación de 1935 se mantiene la oposición siempreretomada, revisada, de una parte, por una experiencia de los lí-mites del ser que concerniría solamente a su naturaleza o a suspropiedades (perfecto o imperfecto, finito o infinito) y, de otra,por una experiencia de distinta amplitud que es experiencia delser mismo, del hecho de que exista el ser. A la primera forma deexperiencia corresponde el deseo de ir más allá de los límites delser, de trascenderlos; a la segunda, un nuevo deseo que ambicio-naría, no trascender esos límites; sino liberarse del ser, de supesadez; en definitiva, salir. Deseo de evasión para el que Lévi-nas acuña un neologismo —el deseo de excendencia, con el finde subrayar mejor la originalidad irreducible.

El contraste entre las dos formas de experiencia cobra todosu sentido en la medida en que es la expresión de la diferenciaontológica, de la distinción entre existente y existencia —entrelo que existe y la existencia misma. La tara más profunda que lasensibilidad moderna ha sabido percibir concierne a la existen-cia misma, el ser de lo que es y no lo que es.

Lévinas, en oposición apenas encubierta a Heidegger, reconoceal deseo de evasión la fuerza de llegar al núcleo de la filosofía y deposeer un alcance crítico capaz de ejercerse en múltiples direccio-nes. Primero, conduce a una crítica de la filosofía tradicional. Des-pués, lleva a una crítica de la nueva filosofía alemana y de su maestromás prestigioso. «¿Está [el ser] en el fondo y en el límite de nuestraspreocupaciones tal como lo pretenden ciertos filósofos modernos?».13

11. Ibíd., p. 80.12. Ibíd., p. 78.13. Ibíd., p. 84.

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Contestar de esta forma a la universalidad del problema delser implica la subordinación de este pensamiento del ser a unacivilización que, so cobertura de universalidad, resulta ser his-tóricamente determinada. «¿No es [el ser], por el contrario, nadamás que la marca de cierta civilización, instalada en el hechoconsumado del ser e incapaz de salir de él?».14 Cuando conside-ra la revuelta anti-ontológica y sus resultados —el deseo de eva-sión, la excendencia— Lévinas se pregunta por el ideal de feli-cidad y de dignidad humana que prometen. De la declaraciónde Lévinas, la originalidad de la evasión es tal que se encuentraen disposición —ésas son las últimas palabras de la meditaciónde 1935— «de salir del ser por una nueva vía corriendo el ries-go de invertir algunas nociones que al sentido común y a lasabiduría de las naciones».15 En el vuelco de estas evidenciascomunes encontramos, exactamente, la extravagante hipótesis.Si esta hipótesis se desmarca de las vías trazadas por la sabidu-ría de las naciones —si extra-vaga—, si posee la fuerza de esca-par de las vías marcadas, evidentes o tenidas por tales, es por-que es el fruto de esa teoría de la evasión, de la puesta en prác-tica de la categoría de salida. La filosofía es capaz de concebiruna hipótesis que, contrariando la sabiduría de las naciones,dejaría de situar la guerra como prioridad, pues ella misma esevasión, salida del ser y, por ello, rompe o se esfuerza por rom-per con una filosofía del saber, del ser y de lo Mismo. Que lainfluencia del ser desaparezca y el torno de la guerra se destru-ya a continuación. La guerra está vinculada substancialmenteal ser, a la perseverancia en el ser, al conatus essendi o al Daseinpor el cual en su ser se trata de su ser mismo.16

En el prefacio de Totalidad e infinito, consagrado a la escato-logía de la paz (—«el extraordinario fenómeno de la escatologíaprofética»— que, lejos de reducirse a una evidencia filosófica,como si revelara el Telos del ser, se refiere más bien a «un añadi-do siempre exterior a la totalidad»), Lévinas asigna la guerra a laontología, la sitúa del lado del ser que se fija en el concepto detotalidad; ordenando, a la vez, la filosofía y la política occidenta-

14. Ibíd.15. Ibíd., pp. 116-117.16. Sobre el golpe que hace homólogos el conatus y el Dasein, E. de Fontenay,

«L’exaspération de l’infini», en Emmanuel Lévinas, Cahier de l‘Herne, 1991, p. 221.

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les. «[...] la guerra se presenta como la experiencia pura del serpuro». Se trata de un «acontecimiento ontológico».17

Asignación de la guerra al ser que se repite, con mayor insisten-cia, en De otro modo que ser. La esencia es participación, en el senti-do de una refutación de la negatividad y positivamente como «Cona-tus de los entes». ¿A qué lleva esta relación entre la esencia, la persis-tencia de la esencia y el conatus, adónde conduce la confrontacióndel conatus, sino a la guerra de todos contra todos? «El interés delser —escribe Lévinas en términos casi hobbesianos— se dramatizaen los egoísmos que luchan unos contra otros, todos contra todos,en la multiplicidad de egoísmos alérgicos que están en guerra unoscon otros y, al mismo tiempo, en conjunto. La guerra es el gesto o eldrama del interés de la esencia».18 En las dos obras mayores se en-cuentra la misma dinámica de búsqueda de una paz distinta a la delos Imperios, que reposa siempre sobre la guerra; distinta de la pazpolítica que sólo es cálculo y mediación. Esta otra paz, la paz mesiá-nica, se concibe, en Totalidad e Infinito, como irrupción del infinitoen el ser que supera la totalidad, añadido inaprensible; en De otromodo que ser, la paz de la proximidad —retorno, en cierto sentido,de una filosofía de la evasión— se descubre salida del ser, interrup-ción del juego conflictivo de los entes, de los conatus.

Paz profética entonces, que, más allá de la lucidez que intuye lapermanencia de la guerra, no equivale, sin embargo, ni a la opi-nión, ni a la creencia próxima a la ensoñación. Esta paz, este pensa-miento de la paz, ¿no se niega, de entrada, a reducir lo humano aljuego del ser, a hacer de la energía animal el secreto de lo social y delo político? Al recordar, en la lección ¿Quién juega el último?, lascontroversias entre los rabinos que compartían una visión muy som-bría de la política universal, Lévinas inquiere: «Me pregunto [...] sila revelación inicial del judaísmo no es un cuestionamiento del de-recho incontestable del conatus mismo, del derecho a la perseve-rancia en el ser, sin otra razón de ser que la causalidad».19 Y Lévinasse dirige a los spinozistas, visiblemente sorprendidos por este cues-tionamiento del conatus, para formularles esta cuestión: ¿la perse-verancia en el ser, exigencia natural y sin justificaciones, es justicia?¿La ley no procede, más bien, de la responsabilidad para con el otro

17. E. Lévinas, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Salamanca, Sígue-me, 1977, p. 47 (ed. original francesa, Totalité et Infini, La Haya, M. Nijhoff, 1961).

18. E. Lévinas, De otro modo que ser, op. cit., pp. 46-47.19. E. Lévinas, L’au-delà du verset, París, Minuit, pp. 77-78.

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hombre? La respuesta levinasiana, que invoca la revelación previadel rostro humano, no deja lugar a dudas: «La Ley misma se derivade esta responsabilidad, Ley contra una política de la fuerza que va,de la fuerza que se despliega sola».20

Queda patente el vínculo entre la filosofía de la evasión y la ex-travagante hipótesis. Dónde puede manifestarse «la extravagantegenerosidad para con el otro» si no es más allá del ser, más allá de laparticipación de la esencia, del desencadenamiento de los conatusy, por tanto, más allá de la guerra. Esta forma particular de filoso-fía, la recuperación de este gesto inicial a través de la categoría desalida —«el tema inimitable que nos propone salir del ser»— quemás que haber hecho posible la hipótesis anti-Hobbes —porque nose trata, como ocurre con el método trascendental, de encontrar elfundamento, la condición de posibilidad de una idea—, ha inspira-do, bajo la influencia de la salida del ser, bajo el impulso del énfasis,otra salida, la salida de la guerra, de su evidencia, de su pretendidauniversalidad y de su no menos pretendida permanencia en el or-den del mundo. La filosofía ya no es el conocimiento de lo que escomo en el realismo hegeliano o feuerbachiano, sino que devienenuevo pensamiento en el sentido de F. Rosenzweig y nuevo camino,como si se tratara de perforar lo real. Desborda la ontología y prac-tica una evasión en el sentido de que, sobrepasando lo real referidoa él mismo, o aquello que se da por tal, pretende conseguir aquelloque se manifiesta más allá de la totalidad de lo que es, aquello quese manifiesta más allá de la participación de la esencia.

Sin duda, un hilo une la evasión, esta metáfora de la salida delser, el deseo de excendencia y la extravagante hipótesis, fruto, encierta forma, de esta salida, así como la búsqueda insistente deuna paz distinta a la política, la paz ética, la mesiánica, a la queLévinas denomina, en ocasiones, «la socialidad utópica». ¿Pode-mos encontrar ahí una relación directa? Iluminadora hasta ciertopunto, ¿es realmente satisfactoria esta respuesta? Podemos du-dar de ello, sobre todo si se la entiende en su simplicidad, puessegún el autor del prefacio del ensayo de 1935, «la noción de eva-sión iba a ser pura y simplemente abandonada en cuanto tal».21

Abandono que no es tanto rechazo cuanto apertura a unas «meta-

20. Ibíd.21. J. Rolland, «Salir del ser por una nueva vía», en E. Lévinas, De la evasión, op.

cit., p. 62.

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morfosis sucesivas» que han acompañado la obra en su desarro-llo. Y Jacques Rolland llegará a ver una conexión entre el ensayode 1935 y De otro modo que ser: «la última metáfora de la evasión»sería «la des-neutralización ética de lo que hay en la aventura de loque es distinto del ser». Y cita un pasaje de De otro modo que serque describe el significado del para-el otro —la entrega ética desí—, en la que se percibe la reactivación del registro de la evasión:«Liberación en sí de un Yo despertado de su sueño imperialista,de su imperialismo trascendental, despertado a sí mismo, pacien-cia en cuanto sujeción a todo».22 En la misma vía, en nombre deesas metáforas del tema de la evasión, o de recuperaciones conotros nombres, ¿no podríamos contar con la aceptación levinasia-na de la reducción fenomenológica que, según su propia confe-sión, no respeta las reglas fijadas por Husserl?

Baste evocar, gracias a un bello texto, «La filosofía y el desper-tar», los términos con los que Lévinas describe la reducción feno-menológica como respuesta a la degeneración del sentido, a lapetrificación del saber frente al pensamiento vivo; en la medidaen que, según él, la filosofía husserliana no se reduce a una expli-citación de la experiencia, experiencia del ser o presencia en elmundo. Contra este «aburguesamiento» del espíritu, contra estainversión de la razón caída en un estado paradójico de lucidezsonámbula, Lévinas subraya la radicalidad del gesto husserliano.

«Hay que cambiar de plan. Pero no se trata de añadir unaexperiencia interior a la experiencia exterior. Hay que remontar-se del mundo a la vida, ya traicionada por el saber, que se com-place en su tema, se absorbe en el objeto hasta el punto de perdersu alma y su nombre y convertirse en mudo y anónimo. Por unmovimiento contra-natura —porque es contra el mundo—, es ne-cesario remontarse a un psiquismo distinto al del saber del mun-do».23 Lévinas insiste en el carácter revolucionario de la reduc-ción recurriendo, no sin intención, a un vocabulario político. Elgesto de Husserl, parecido al de los revolucionarios, ¿no pretendedar vida a las voces reducidas al silencio, rechazadas por el saberpetrificado del mundo? «Es la revolución de la Reducción feno-menológica —revolución permanente. La revolución reanimaráo reactivará esta vida olvidada o debilitada en el saber [...] Bajo la

22. Ibíd., p. 69.23. E. Lévinas, «La philosohie et l’éveil», Les études philosophiques, 3, 1977, p. 312.

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paz en sí de lo Real referido a él mismo en la identificación, bajola presencia, la Reducción lleva una vida contra la que el ser te-matizado habrá ya, en su suficiencia, protestado o habrá resalta-do apareciendo. Intenciones ocultas que despiertan a la vida alreabrir horizontes desaparecidos, siempre nuevos, que descom-ponen el tema en su identidad de resultado, que despierta la sub-jetividad de la identidad donde reposa en su experiencia».24

Retengamos cuidadosamente estas fórmulas, «remontar delmundo a la vida ya traicionada por el saber», «remontar a unpsiquismo distinto al del saber del mundo», reactivar o reanimar«esta vida olvidada o debilitada en el saber», «intenciones ocultasque despiertan a la vida al reabrir horizontes desaparecidos», «quedescompone lo Mismo en el seno de su identidad» y percibire-mos los movimientos —cuestionamiento del sujeto, de la razónen la adecuación del saber, distanciamiento del mundo, desapari-ción de la conciencia de «toda traza de subordinación a lo mun-dano»—, que son otras tantas maneras de facilitar el camino a laextravagante hipótesis. ¿Esta amnesia, más allá de las evidenciasdel mundo, del saber del mundo, permite rechazar la tesis deHobbes, la de la guerra de todos contra todos, levantando, gra-cias a la vivacidad de la vida, horizontes impensados que el senti-do ponderado del teórico ingles, el aburguesamiento del saber,¡oh, cuán burgués!, encerrado en el «individualismo posesivo»,habían desacreditado hasta hacerlos desaparecer de la concien-cia europea? No cabe duda de que si, en nombre del saber o de laciencia lúcida, se invita a considerar las relaciones entre los hom-bres como relaciones de fuerza entre energías mecánicas o ani-males —homo homini lupus—, se llega al estado de guerra gene-ralizado. «Cuando juntamos —escribe Lévinas en Liberté et com-mandement— las libertades como fuerzas que se afirmannegándose mutuamente, se llega a la guerra en la que se limitanrecíprocamente. Se contestan o se ignoran inevitablemente, esdecir, no ejercen más que violencia y tiranía».25 La lucidez puedeser sueño despertado. Pero el trabajo de la reducción no se acabacon el extrañamiento de la odiosa hipótesis de Hobbes, segúnRousseau. Cuando se convierte en intersubjetiva, no se contenta

24. Ibíd., p. 312.25. E. Lévinas, Liberté et commandement, prefacio de P. Hayat, Montpellier, Fata

Morgana, 1994, p. 46.

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con disminuir, con rechazar; sino que revela, puede revelar unconjunto de relaciones humanas, inter-humanas apenas entrevis-tas, como si el extrañamiento de Hobbes, incrustado, tematizadoen el saber del mundo, dejara el campo libre para la aparición deotra figura de lo humano, opuesta a las evidencias del mundo.Conviene, en este nivel, superar los límites de Husserl, porqueeste último, fuera cual fuera su audacia, su fuerza de cambio, hapermanecido dentro de las fronteras del saber. «En él —juzgaLévinas—, incluso la propia espiritualidad del espíritu es siem-pre saber».26 Aún queda que la reducción llegue a realizar un sal-to en la revolución permanente, a hacer disponible una nuevamodalidad del despertar —éste es el novum de Lévinas, el lugarde su ruptura con la tradición filosófica—, a concebir un pensa-miento que no sea saber. Con la admiración de Jean-FrançoisLyotard, Lévinas responde describiendo esta instauración, queno es ebriedad, ni sueño. «Evocando la posibilidad de un pensa-miento que no sea saber, he querido afirmar un espiritual; que,ante todo —ante toda idea—, está en el hecho de encontrarsecerca de alguien. La proximidad, socialidad, es algo distinto alsaber que la expresa. El saber tampoco es creencia».27

La reducción intersubjetiva es el estadio último de la Epokhé,allí donde muestra y desarrolla sus efectos en toda su amplitud.Introducción a «algo distinto del saber», porque posee el valor deun acontecimiento no gnoseológico. La relación con el otro yo des-plaza el yo a su primordialidad, a su voluntad hegemónica. Despier-ta la subjetividad de «la egología: del egoísmo y del egotismo». Elencuentro con el rostro del otro, aventura excepcional, verdaderaconmoción, despierta al yo de su sueño dogmático, de su soberaníareplegada sobre sí en una quietud satisfecha. Salida del sueño queintroduce a la vigilia, no como estado; sino como vigilancia, comoinsomnio. Despertar específico a partir del otro; pues al tiempo quees fisión del sujeto —«desplazamiento de lo Mismo por el Otro»—es desilusión continua, sin descanso, de tal forma que lo Mismo esexcedido. Más allá de la experiencia que pertenece al mundo —laproximidad al otro desborda la experiencia del otro—, el reencuen-tro con el Otro es el acontecimiento propio de la trascendencia, laexperiencia de la trascendencia en relación con otro hombre.

26. E. Lévinas, «De la conciencia a la vigilia», en De dios que viene..., op. cit., p. 63.27. E. Lévinas, Autrement que savoir, édit. Osiris, 1988, p. 90.

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El camino recorrido parece llevarnos a la cuestión de la eva-sión y de su relación con la reducción. El saber del mundo, aquelque alimenta en su pseudo-evidencia la obra de Hobbes, es margi-nado; debido a que el encuentro con el rostro del otro es revela-ción de una relación humana que no es relación de fuerzas, queescapa, en su textura misma, al enfrentamiento de fuerzas. «Laoposición del rostro, que no es oposición de una fuerza, ni hostili-dad... Es quien se me resiste por su oposición y no quien se oponea mí por su resistencia. Quiero decir que esta oposición no sedescubre en el enfrentamiento con mi libertad, es una oposiciónanterior a mi libertad y la pone en marcha».28 La originalidad delencuentro con el rostro vale como refutación de Hobbes (y deHegel). En la medida misma en que el rostro no pertenece al mun-do, se escapa a las relaciones de fuerza que lo caracterizan. «Elrostro se niega a la posesión, a mis poderes».29 Si el rostro se resis-te a la dominación, si desafía mi capacidad de poder, su alteridadlo expone a la negación total, al asesinato. «La alteridad que seexpresa en el rostro proporciona la única “materia” posible a lanegación total. No puedo desear matar más que un ser absoluta-mente independiente... El Otro es el único ser que puedo desearmatar».30 Aquí se abre una extraordinaria aventura en lo humano,el paso hacia donde no hay paso. En la alteridad del rostro sedescubre la trascendencia del prójimo. Tal es la magnífica invali-dación de Hobbes que aporta Lévinas. Para el autor del Leviathán,todos tenemos en común ser asesinos potenciales y la astucia ven-dría a compensar las diferencias de fuerza. Pero este «drama»—ésa es la refutación del materialismo de Hobbes— no muestrauna relación de fuerzas, un cálculo de fuerzas. Efectivamente, laresistencia del prójimo «no concierne a la fuerza que este ser pue-da poseer como parte del mundo». Esta resistencia pertenece a unorden distinto. «En el contexto del mundo [el otro (prójimo)] escasi nada».31 En este nivel, Hobbes tiene, pues, razón; el cuerpohumano es vulnerable, lo puede vencer cualquier cosa. Sin em-bargo, el prójimo no opone una fuerza a otra —un dato objetivoque podría calcularse y controlarse—; sino la imprevisibilidad desu reacción, más, la trascendencia de su ser en relación a la totali-

28. E. Lévinas, Liberté et commandement, op. cit., p. 39.29. E. Lévinas, Totalidad e infinito, op. cit., p. 211.30. Ibíd., p. 212.31. Ibíd.

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dad, al sistema de fuerzas. La ruptura de la totalidad se operamediante una resistencia inédita —«resistencia de quien no tieneresistencia»— e imprevisible del otro, el infinito de su trascenden-cia. «Relación con algo completamente Otro [...] la resistencia éti-ca». En el aumento de la epifanía del rostro bajo la amenaza de lalucha —epifanía del infinito—, en el desbordamiento, en esta im-posibilidad de matar que se deriva, se produce la apertura de otradimensión que viene a redoblar lo real, perforar lo real y que remi-te al acontecimiento primero de la paz. Nos hemos liberado deHobbes y de sus pretendidas evidencias. «La guerra supone lapaz, la presencia previa y no alérgica del Otro; no marca el primerhecho del encuentro».32 Ciertamente, Lévinas no ignora las situa-ciones de hecho, el curso del mundo, que parecen otorgar la razóna Hobbes y a sus discípulos, para quienes la guerra es lo primero.A propósito de la vulnerabilidad —el sujeto como pasividad—,precisa: «Si no se plantea esto, de inmediato uno se encuentra enun mundo de revancha, de guerra, de la afirmación prioritaria delyo. No discuto que de hecho siempre estemos en este mundo, peroes un mundo de revancha, de guerra, de la afirmación prioritariadel yo. No discuto que de hecho siempre estemos en este mundo,pero es un mundo en el que estamos alterados. La vulnerabilidades el poder de decirle adiós a este mundo [...]».33 «Un mundo en elque estamos alterados», donde las relaciones humanas, en su hu-manidad misma, cambian a peor, son degradadas, peor, falsifica-das, por desconocidas; abandonadas completamente a la acciónviolenta, a la guerra, a los choques de los yos imperialistas, «enausencia de una relación con el Otro». Choques entre libertades,pero libertades salvajes, animales, «libertades sin rostro». «Lo quecaracteriza a la acción violenta —escribe Lévinas en Liberté etcommandement—, lo que caracteriza a la tiranía, es el hecho deno mirar de frente a lo que se aplica la acción [...] el hecho de noencontrarle de frente, de ver la otra libertad como fuerza, comosalvaje, de identificar lo absoluto del otro con su fuerza».34 Estemundo al estilo de Hobbes es un mundo que, en su unilateralidad,ignora la quiebra descubierta por Emmanuel Lévinas, la escisiónentre «el existir en su conatus essendi atraído por su ser... y la

32. Ibíd., p. 213.33. E. Lévinas, De dios que viene..., op. cit., p. 144.34. E. Lévinas, Liberté et commandement, op. cit., p. 39.

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posibilidad humana, pura eventualidad, claro, pero, en seguida,pura o santa —consagrarse al otro o presentir ya esa devoción, aespaldas o pese a la obstinación del conatus».35

En definitiva, un mundo anterior a la reducción, se podría decir,encerrado en la evidencia natural del egoísmo, de la perseveran-cia en el ser, de la guerra como resultado necesario e inevitable delos egoísmos. Un mundo que, bajo la influencia de los usureros,productores y reproductores de la tiranía, se niega a tomar cual-quier vía que llevaría a un dominio, a un hecho original, de talnaturaleza que invalida la autoridad de la guerra y de la astucia,que se niega a despertar la intenciones ocultas capaces de reabrirhorizontes desconocidos. Un mundo anterior a la reducción inter-subjetiva, que ignora el fin de la prioridad del yo que, al contactocon el Otro, pasa a un lugar secundario; cerrado a la vigilancia, «aldespertar que se levanta en el despertar» que, sin reprimir la liber-tad, la suscita de forma distinta, haciéndola surgir como respon-sabilidad para con el otro; cerrado a una desilusión capaz de unade-fección de la identidad; cerrado, finalmente, al salto de la ra-zón y del saber hacia esta otra fuente de lucidez distinta, la proxi-midad del prójimo. En contra de este mundo en el que la subjeti-vidad está atrincherada y ensimismada que se piensa como otraaventura que va a trazar, gracias a esta proximidad, una vía inédi-ta por donde salir del ser y de su afirmación.

¿Reducción y evasión? Forzada y abusiva sería una simpleidentificación de una y otra. Sería más justo considerar que lareducción fenomenológica produce efectos de evasión, al preci-sar que estos efectos, no sólo no son secundarios; sino que regre-san, en cierta forma, hacia la Epokhé, le dan color y tonalidad,como si la evasión fuera la Stimmung de la reducción.

En la obra de Lévinas, muchas, obsesivas, son las metáforas dela salida, del extrañamiento, de la retirada, del más allá, que perte-necen al registro de la evasión, en el sentido del ensayo de 1935. ¿Elhecho ético no es, por excelencia, salida del mundo? La originali-dad del encuentro con el otro está en el rostro del otro, que perma-nece trascendente, «rompe con el mundo que puede sernos co-mún».36 En Totalidad e Infinito, escribe sobre el rostro que abre eldiscurso original que «no pertenece al mundo».37 ¿Lo propio del

35. E. Lévinas, Autrement que savoir, op. cit., p. 33.36. E. Lévinas, Totalidad..., op. cit., p. 208.37. Ibíd., p. 212.

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énfasis o de la hipérbole, a diferencia del método trascendental, enbusca de un fundamento —un término que está construido para unmundo que habitamos—, no es partir de lo humano, es decir, de lohumano «que no es simplemente algo que habita el mundo, sinoque envejece en el mundo, que no se retira de él por oposición»?38

El despertar que procede de la no-indiferencia, de la responsabili-dad para con el otro, en la medida misma en que, como desilusión,rompe con la perseverancia en el ser, se efectúa más allá de la onto-logía. Tal es la originalidad de la proximidad que evitara la recupe-ración hegeliana, el regreso del conatus y al conatus. «La proximi-dad no es un estado, un reposo; sino que es precisamente inquie-tud, no-lugar, fuera del lugar del reposo que perturba la calma de lano-localización del ser que se torna reposo en un lugar».39 Si laproximidad del rostro da lugar a un significado más allá del ser, ¿nove, así, la luz el tema inimitable de salida; o mejor, no es la salida laque intenta abrir una salida más allá de la tematización? Aquí vol-vemos a encontrar la extravagante hipótesis, que supera de lejos lacrítica de Hobbes; porque resurge con una nueva intensidad, pues-to que se cuestiona su vinculación con un pensamiento más allá delser. En el último capítulo de De otro modo que ser o más allá de laesencia, Lévinas conecta su interrogación filosófica con las aventu-ras de la modernidad: «Para nosotros los occidentales, el verdaderoproblema no consiste tanto en rechazar la violencia cuanto en pre-guntarnos por una lucha contra la violencia que, sin languidecer enla no-resistencia al Mal, pueda evitar la institución de la violencia apartir de esta misma lucha».40 La respuesta a esta cuestión es, enprimer lugar, de orden filosófico: para evitar esta inversión de lalucha contra la violencia, hay que redefinir la paciencia, una ciertadebilidad humana, bajo el signo de la asimetría; de tal manera quepodamos «encontrar para el hombre un parentesco distinto a aquelque lo remite al ser».41

El término «más allá de» no cesa de acompasar el texto de Lévi-nas; aparece incluso en el título, De otro modo que ser o más allá dela esencia. Y, no obstante, ¿este término no puede ser objeto de unalegítima sospecha? A despecho de la salida que anuncia, ¿no expo-ne a una caída o a una recaída en la ontología? ¿Cómo hacer la

38. E. Lévinas, De dios que viene..., op. cit., p. 152.39. E. Lévinas, De otro modo que ser, op. cit., p. 142.40. Ibíd., p. 259.41. Ibíd.

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distinción entre una apertura que conduce a ser de otra forma yaquella que conduce a otra forma de ser? ¿Acaso la apertura puedeposeer otro significado que el de desvelamiento? En las últimaspáginas de De otro modo que ser, páginas sobrecogedoras, Lévinas,llevado por una inspiración extrema, se esfuerza por describir laproximidad del otro —la responsabilidad por el otro— como esaotra apertura del espacio, nacida de significaciones humanas: «comoabertura de sí sin mundo, sin lugar, la u-topía, el no estar amuralla-do, la inspiración hasta el límite, hasta la expiración».42 El Otrodetenta la clave de esta salida hacia otra forma de ser. Si la evasiónha podido rendir cuentas, hasta cierto punto, del movimiento de lautopía; la utopía puede, a su vez, ser testimonio inimitable dela evasión, para distinguirlo del éxtasis. En esta modernidad queLévinas define como «imposibilidad de permanecer en uno mis-mo», «cada individuo [...] está llamado a salir [...] del concepto delYo». Para quien quiera entablar una guerra justa contra la guerra,se impone «un relajamiento de la esencia en segundo lugar», undesfallecimiento o una debilidad, «un relajamiento sin abandonode la virilidad», que deja de lado los arrebatos del heroísmo.

Bajo el signo de la salida que, gracias a su vínculo humano,escapa a su indeterminación primera, se comprende la ironíautópica de Lévinas en presencia de aquello que llama el «fiascohumano»; o, en términos de Maurice Blanchot, el desastre. Ennuestro tiempo, el triunfo sin precedentes de la odiosa hipótesis,más allá de toda desesperanza, ¿no requiere girarse, medianteuna torsión radical, hacia la extravagante hipótesis, saber pres-tar atención a los márgenes de la historia, a lo humano utópico,a aquello que invalida efectivamente en la vida cotidiana «la sa-biduría de las naciones» y que es testimonio —sólo lo sería en el«buenos días» del encuentro— de la proximidad del otro?

III

Retomemos la extravagante hipótesis. El Estado, forjador depaz, lejos de proceder de la limitación de la violencia, de los lími-tes opuestos a los excesos de la guerra de todos contra todos,verdadero desencadenamiento de una libertad animal —homo

42. Ibíd., p. 265.

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homini lupus—, derivará, por el contrario, de la proximidad, dela aventura humana de la responsabilidad por el otro, de la ex-travagante generosidad para con el otro, en la medida en que seinstituiría limitando el infinito que afecta a la relación ética.

En todos los enunciados de esta hipótesis, se repite siempreuna fórmula: «no es cuestión menor saber»; o bien, «es extrema-damente importante saber». Conviene saber si esta hipótesis esla correcta, si es la justa, pues a su justicia se adscriben conse-cuencias múltiples y su importancia está a la altura del proble-ma que se plantea, prioridad de la guerra o de la paz.

En principio, de ello resulta un criterio para distinguir entretradiciones estatales y entre las formas de Estado. La preguntapasa a ser ésta: ¿un Estado dado surge de la responsabilidadpara con el otro y de su limitación; o bien, la forma del Estado,su concepción, es fruto de la limitación de la violencia?

El pensamiento de Emmanuel Lévinas se muestra, a menudo,ambivalente en relación al Estado. Si acepta sin reservas la necesi-dad del Estado —la importancia de preservarlo o de mantener-lo—, no confiesa menos sus reticencias o sus resistencias. De estamanera, en 1962, con ocasión de la presentación de sus tesis antela Société française de philosophie, Lévinas conecta el trabajo de lafilosofía y el del Estado como asimilación del Otro por lo Mismo.«Lo Mismo, en el que el Yo supera la diversidad y el No-yo que sele opone, comprometiéndose en un destino político y técnico. ElEstado y la sociedad industrial que el Estado homogéneo coronay de la cual nace, pertenece, en este sentido, al proceso filosófi-co».43 Pero, segundo movimiento, en este trabajo sobre el Estado,Lévinas distingue el origen de una nueva alienación. La guerra, laadministración, las jerarquías propias del Estado alienan lo Mis-mo hasta el punto de no reconocerse. Para suprimir la violencia,¿no debe el Estado, por su parte, recurrir a la violencia? El proce-so de mediación que hubiera debido garantizar el triunfo de loMismo es fuente de una alienación inédita de lo Mismo.

La contradicción, que no se detiene, es presentada como inhe-rente al proceso mismo de la mediación. A la crítica un poco violen-ta de Jean Wahl, ese día un poco más hegeliano que de costumbre,«Quiero que se critique el Estado, pero también percibo su utilidad.

43. E. Lévinas, «Transcendance et hauteur», Bulletin de la Société française de philo-sophie, t. LIV, 1962, p. 94.

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Sin él, ¿qué sucedería?»; Lévinas responde precisando su posición:el Yo cuya opresión por parte del Estado denuncia no es el Yo egoís-ta centrado en sí mismo; sino el Yo que «es necesario para dar dere-cho al Otro». No hay que denunciar al Estado en su incapacidad,sino al Estado funcionando a pleno rendimiento. La violencia deEstado puede correr pareja a las necesidades del orden razonable.«Hay lágrimas que un funcionario no puede ver: las lágrimas delOtro».44 De ahí la invocación a la responsabilidad infinita de cadauno, de ahí la llamada a la subjetividad para remediar un ciertodesorden susceptible de desprenderse del orden razonable. «[...] ElYo sólo puede percibir “las lágrimas secretas” del Otro que hace quese vaya a pique el funcionamiento, incluso racional, de la jerarquía».45

La protesta de la subjetividad se presenta como indispensable paraasegurar esta no-violencia que no es ajena a la vocación profundadel Estado. «Existo por el Yo, como existencia en primera persona,en la medida en que su ego-idad significa una responsabilidad infi-nita para con el Otro».46 Incluso cuando se refiere a la filosofía deHegel y una sabiduría más antigua, el Talmud, Lévinas propone,por su cuenta, una oposición entre Atenas y Jerusalén. De un lado,Atenas representa «una jerarquía enseñada»; de otro, Jerusalénmanifiesta un individualismo ético abstracto y un poco anárquico.Gracias a este contraste, se ofrece una primera distinción entre losEstados que se inscriben o, más bien, se instalan en la violencia, noolvidan su vocación primera de no-violencia, en la medida mismaen que su institución procede de la responsabilidad ética y de sunecesaria limitación.

Aparece otra oposición en el texto de 1971, «L´État de César etl´État de David», que debe llamar nuestra atención tanto más cuan-to coincide perfectamente con la alternativa abierta por Lévinasentre un Estado según Hobbes y un Estado contra Hobbes. Citan-do un pasaje del Talmud, Lévinas subraya que los rabinos tributa-ron homenaje al Estado de Roma —el Estado de César—, aunqueéste fuera una potencia pagana que representa, por añadidura, laopresión de los Imperios. Homenaje de los rabinos, pues estosúltimos no podían olvidar la reivindicación de la ley que sale a laluz, el principio organizador de Roma— y su derecho, el famoso

44. Ibíd., p. 102.45. Ibíd., p. 103.46. Ibíd.

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derecho romano. «Ya la Ciudad —sea cual sea su orden— garanti-za el derecho de los hombres contra sus semejantes, imaginadosen el estado de naturaleza, lobos para los hombres, como hubieraquerido Hobbes. Aunque Israel se quiere fruto de una fraternidadirreducible, no ignora, en sí mismo, o a su alrededor, la tentaciónde la guerra de todos contra todos».47 Pese a «su participación enla esencia pura del Estado», la relación con la paz, el Estado deCésar conoce la corrupción y cae en la idolatría de sí. Este Estado,al tiempo que persigue su realización, busca una hegemonía con-quistadora, imperialista, que «separa a la humanidad de su libe-ración». Evidentemente, no hay un lugar en este Estado para unYo que se constituiría en la responsabilidad para con el otro. Esta-mos en el reino de la Realpolitik.

De otro lado, encontramos el Estado de David, Jerusalén, queprocede de una fraternidad primera, irreducible y que, por ello, essusceptible de dar origen a una paz de la proximidad, fruto de esafraternidad original, en consonancia con ella, una paz bajo el signodel «para el otro». Muy distinto es, según Lévinas, el pensamientojudío, pensamiento complejo para el que el Estado no podría for-mar jamás un horizonte insuperable, puesto que el judaísmo teníala particularidad de saber entrever un más allá del Estado. Sin em-bargo, pese a esta apertura específica, el Estado no puede concebir-se como sustraído a la ley; incluso si se trata de ir más allá, el Es-tado, manifestación de la ley, representa un camino necesario enesta vía. Aparece aquí una concepción dinámica, evolutiva, del Es-tado que sabe mantener una posición difícil y original de naturale-za tal que consigue poner en práctica una apertura al más allá querechaza la anarquía o, más exactamente, el anarquismo. Lo esen-cial en esta confrontación es que el Estado de David, una realeza—la idea de realeza expresa, en efecto, el principio estatal—, no seconcibe como autónomo, encontrando su legitimidad en sí mismo.Por encima de él, se coloca la ley del absoluto, al tiempo que sólo seconcibe el Estado como «penetrado por la palabra divina». «Lo queimporta, sobre todo, es la idea de que no sólo la esencia del Estadono contradice el orden absoluto, sino que es apelada por él». LaCasa de David mantiene una relación indisoluble con la escatolo-gía. «El Estado davídico —escribe Lévinas— continúa en la finali-dad de la Liberación [...] Es necesario que este mundo político per-

47. Ibíd.

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manezca emparentado con este mundo ideal».48 A juicio de Lévi-nas, dos son las proposiciones que resumen esta tradición:

— La ciudad mesiánica no se sitúa más allá de la política,porque conserva una forma política; porque los «tiempos mesiá-nicos son tiempos de un reino».

— Pero la ciudad sin más, la ciudad política, no está jamás deeste lado de lo religioso.

El Estado davídico no sólo continúa en la finalidad de la Libera-ción, sino que, tras ella, se anuncia más allá del Estado, el Estadomesiánico y más allá del mundo futuro, «el mundo que viene», ver-dadero término de la escatología. Esta dimensión, que mantieneuna relación evidente con la utopía que, según Lévinas, tiene dere-chos sobre todo pensamiento digno de este nombre, comprendeposibilidades que se sitúan más allá de las estructuras políticas.

Clara distinción entre el Estado de César y el Estado de Da-vid; entre un Estado que proviene de la limitación de la violenciaprimera, según el modelo de Hobbes, y un Estado que proviene,por lo que a él se refiere, de la limitación de la fraternidad irre-ducible que une a los hijos de Israel. Un Estado que, en su ori-gen, se inspira en la utopía que la anima y la lleva más allá del lapolítica. Y así como uno se encierra en sí mismo, cogido en unirresistible movimiento centrípeto que lo constituye en totalidadcon desprecio del pluralismo; el otro, por su relación con unorigen extravagante —la extravagante generosidad del para elotro—, conoce un descentramiento que le permite conservar unsentido de la alteridad, de inscribirse en ella, de buscar aquí lasenda de la liberación, a condición de que no exista una capta-ción política abusiva de la Liberación y de lo religioso.

La elección entre las dos hipótesis no es indiferente: determi-na formas de Estado opuestas; la primera preserva en su natura-leza estatal, imbricándose ahí hasta el punto de engendrar elrealismo y el mito del Estado, horizonte insuperable; la segundatoma distancia para dejar abierta la posibilidad de realizaciónde un paso más allá, hacia la u-topía.

La hipótesis levinasiana crea una nueva posición de la relaciónentre la ética y la política. Su existencia, su concepción misma,

48. Ibíd., p. 213.

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permiten abrir un espacio crítico frente al Estado que se ve, así,despojado de una soberanía sin contestación o al abrigo de todacontestación. En dos momentos distintos de su obra, EmmanuelLévinas insiste en la especificidad de la situación que hace posiblela hipótesis que propone por oposición a la de Hobbes.

— En el curso sobre «Dios y la onto-teología», «¿podemosdeducir —se pregunta Lévinas— las instituciones a partir de ladefinición del hombre “lobo para el hombre” antes que la derehén de otro hombre? ¿Qué diferencia existe entre las institu-ciones que nacen de una limitación de la violencia y las que na-cen de una limitación de la responsabilidad? Al menos ésta: en elsegundo caso, podemos revolvernos contra las instituciones ennombre mismo de lo que les ha dado nacimiento».49 La extrava-gante hipótesis que hace proceder el Estado de la proximidadoriginal abre, por tanto, la vía a la crítica e incluso a la revueltaque lleva a invocar este origen extraordinario.

— En una entrevista publicada por la revista Concordia, al tiem-po que esboza la definición de un Estado totalitario, Lévinas su-braya la incapacidad crítica en que nos deja la concepción deHobbes. «[...] a partir de la relación con el Rostro, o del yo ante elotro, podemos hablar de la legitimidad del Estado o de su no-legitimidad. Un Estado en el que la relación inter-personal es im-posible, en la que está dirigida por el determinismo propio delEstado, es un Estado totalitario. Existe, por tanto, límite en el Es-tado. Mientras que en la visión de Hobbes —en la que el Estadosale, no de la limitación de la caridad, sino de la limitación de laviolencia—, no podemos fijar límites al Estado».50 Podemos dedu-cir el Estado a la manera de Hobbes —ésta es, tal vez, la inclina-ción natural del cinismo ordinario—; pero, en este caso, el Estadoresulta ser un dispositivo muy particular. Da lugar a un universoinstitucional unidimensional, completamente inmerso en la vio-lencia. Nacido de la violencia, puesto en marcha para limitar estaviolencia —eventualmente por la violencia—, no conoce ningunaexterioridad al fenómeno de la violencia. Porque incluso la paz

49. E. Lévinas, «Dieu et l´onto-théologie», en Dieu, la Mort et le Temps, estableci-miento del texto, notas y epílogo de J. Rolland, Grasset, 1993, pp. 211-212.

50. «Philosophie, justice, amour», entrevista con E. Lévinas, Concordia, 3, Valencia,1983, p. 61.

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que instaura —paz armada como la de los Imperios— descansa,más o menos, en la violencia virtual. Cuando definimos el Estadoa partir de Hobbes como detentador del monopolio de la violen-cia legítima, queremos decir que, en todo momento, el Estado escapaz de ejercer la violencia que mantiene en reserva —como undispositivo disuasorio— y mantiene controlados a sus eventualesenemigos al utilizar, implícita o explícitamente, la amenaza de laviolencia. Tal universo sufre la ausencia de lugar, de instancia, deidea, a partir de los que criticar el recurso a la violencia o su ejer-cicio espontáneo. La cuestión de la legitimidad, incluso si da lugara un Estado de derecho, no cambia fundamentalmente la situa-ción; porque, en estas condiciones, puede producirse una fetichi-zación de la forma, o una hýbris de la forma que sólo consiste envaciar el ejercicio de la violencia en el molde de la forma; o a hacerentrar la violencia en el marco del normativismo. A propósito deuna cuestión planteada a la Administración en relación a los cen-tros de relegación en los que son retenidos los sin-papeles, el fun-cionario concernido responde: «Es reglamentario». ¿No conoce-mos los Estados en los que se apela a la Corte suprema con elpropósito de obtener la autorización de practicar «interrogatoriosfuertes» que pronto pertenecen al Estado de Derecho? En estecaso, el único criterio a partir del que juzgar al Estado —la accióndel Estado en la historia— es puramente pragmático, incluso téc-nico. Juzgamos su eficacia y sólo su eficacia, a falta de criterioséticos y políticos. La sola existencia del Estado basta para confe-rirle la legitimidad, como si el problema de la legitimidad debieracoincidir necesariamente con el de la existencia efectiva.

La cuestión que se plantea ahora es: ¿el Estado llega a ponerfin al caos original que amenaza siempre y llega a asegurar unorden que permite una seguridad relativa y el juego de transac-ciones en el Estado? En resumen, domina la cuestión de la efec-tividad del poder y del orden. La sociología moderna, en la per-sona de Parsons, ¿no felicitó a Hobbes por haber sabido asociarlas estructuras políticas y el problema del orden?

Unidimensionalidad que, bajo la cobertura de la Realpolitik,reduce —ya que la tentación siempre está ahí en la modernidad—lo político a una técnica o, peor todavía, a lo que denominamos,en nuestros días, la «gestión» de los conflictos o los bloqueos; dadanuestra renuencia a reconocer la existencia de conflictos. Surge

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otra dificultad. Con el Estado sometido a una simple apreciacióntécnica, abandonado al determinismo de la violencia, ¿qué es loque le permitirá no comprometerse en la vía de la hegemonía, quéresorte será capaz de detenerlo en esta vía, qué prevendrá el movi-miento propio al Estado de César, la idolatría, la estatolatría? Re-cordemos que ya Hobbes denominaba al Estado «un dios mor-tal». Unidimensionalidad que es otra forma de mostrar que el Es-tado está centrado sobre sí mismo, que encuentra su centro degravedad en sí mismo, por retomar una expresión de EmmanuelLévinas, que obedece a una lógica centrípeta y acaba por consti-tuir una totalidad determinada a perseverar en su ser.

Desde que consideramos al Estado como una totalidad bajo elsigno del Uno, surgen los movimientos de negación de la plurali-dad, de integración-absorción o de exclusión de la alteridad y denegación del sufrimiento de lo particular; puesto que, según la lógi-ca de este Estado, pertenece a la totalidad «descubrir» este sufri-miento —para Hegel, el individuo es demasiado pequeño para quesu sufrimiento pueda intervenir en la Historia y formar uno de loslugares a partir de los que podamos juzgarla eventualmente. Comodecía Lévinas a Jean Wahl, «hay lágrimas que el funcionario no ve».

El dispositivo que se deriva de la hipótesis levinasiana es muydistinto. Esta diferencia le da fecundidad y valor. Desde el princi-pio, esta hipótesis, que descansa en la extravagante generosidad delpara el otro, coloca al Estado, lo instala en un espacio pluridimen-sional en el que se encuentra, en cierta forma, dividido entre laaventura extraordinaria de la que procede y el fin que persigue queno es otro que la justicia, como si la efectividad presente del Estadoestuviera subordinada antes y en apoyo de las instancias que, pornaturaleza, lo dominan y lo superan. Desde esta perspectiva, el Es-tado está permanentemente sometido a un doble cuestionamientocon el propósito de decidir sobre su legitimidad. De una parte, laforma de coexistencia humana que instituye el Estado, ¿está en lacontinuidad de la aventura original? De otra parte, ¿esta forma per-mite acceder al fin que la anima, la justicia? Esta concepción seorienta hacia un Estado descentrado, hacia un Estado al que some-te las determinaciones propias del movimiento centrífugo, en lamedida en que una eficacia orientada de otra forma viene a super-ponerse a la institución. El recuerdo de la aventura primera —laproximidad— y el telos del Estado —la justicia— permitirán lucharcontra la inclinación natural del Estado que consiste en volver a

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centrarse sobre sí mismo, a poner en marcha una lógica centrípetaque lo lleva a construirse y a reconstruirse como totalidad. Lévinas,en De otro modo que ser o más allá de la esencia, advierte contra estatendencia del Estado a replegarse de nuevo sobre sí mismo, quecomparte con otras piezas maestras de la sociedad moderna. «[...]el ser, la totalidad, el Estado, la política, las técnicas o el trabajoestán en todo momento a punto de encontrar su centro de gravita-ción en ellos mismos, de juzgar por su propia cuenta».51 Igual ad-vertencia encontramos en Paix et Proximité: «[...] la unidad políticacon las instituciones y las relaciones que allí se instauran, [...] pre-tenden, en todo momento, llevar su centro de gravedad a ellas mis-mas e influir sobre el destino de los hombres como fuente de con-flictos y violencias».52 Este descentramiento del Estado tiende ahacerle estallar como totalidad cerrada, a hacer resurgir el pluralis-mo primero, a abrir así el círculo al objeto de someter la instituciónpolítica a instancias de control de legitimidad que reintroducen laexterioridad y proporcionan verdaderos criterios de juicio. «La jus-ticia —escribe Lévinas—, la sociedad, el Estado y sus instituciones—los intercambios y el trabajo comprendido a partir de la proximi-dad—; todo ello significa que nada se escapa al control propio de laresponsabilidad del uno para con el otro».53 En el ensayo Paix etProximité, encontramos esta idea de manera más explícita: «Desdeentonces, nos ha parecido importante recordar la paz y la justiciacomo su origen (de las instituciones del Estado), justificación ymedida; recordar que esta justicia que puede legitimarlas éticamente[...] no es una legalidad natural y anónima que gobierne a las masasde la que se deriva una técnica del equilibrio social que armoniza,por medio de crueldades y violencias transitorias, las fuerzas anta-gonistas y ciegas [...] Nada podría sustraerse del control de la res-ponsabilidad de “uno para el otro” que dibuja el límite del Estado».

Mientras que Marx, en su lucha contra el Estado cristiano, veíauno de los signos de las fuerzas de la modernidad en el descentra-miento, en el movimiento que llevaba al Estado político a separarsede lo teológico y a encontrar en esta autonomía la posibilidad dedesarrollar su lógica específica sin dejarse parasitar, ni contaminarotras finalidades, salidas del universo teológico; Lévinas, sensible a

51. E. Lévinas, De otro modo que ser, op. cit., p. 239.52. E. Lévinas, «Paix et Proximité», op. cit., pp. 345-346.53. E. Lévinas, De otro modo que ser, op. cit., p. 239.

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la alienación de la desalienación que pesa sobre la emancipaciónmoderna, se dedica a subrayar los peligros que acechan a toda ins-tancia que pretende encontrar su centro de gravedad en ella mis-ma, sin preguntarse, previamente, por la inversión siempre amena-zante de la autonomía y su contrario. Todo ocurre como si Lévinas,en nombre de una analogía inexplorada, esbozara un paralelismoentre el Yo encerrado en su ego-idad, replegado sobre sí mismo ensu egoísmo, y el Estado recentrado en la lógica hegemónica que lees propia, la de una institución destinada a perseverar en su ser y areproducirse. Sería erróneo percibir aquí un anti-marxismo de Lé-vinas, pues éste, para quien sepa prestar atención, mantiene undiálogo intermitente, pero real, con Marx, que tiene que ver, preci-samente, con las aventuras de la emancipación moderna.

¿De qué manera podemos apreciar este dispositivo por lo quese refiere a las relaciones de la ética y la política?

Ya sea la célebre frase de Totalidad e Infinito: «Pero la políticalibrada a sí misma, incuba la tiranía».54 Se sigue la necesidad desometer la política a la ética. Pero, ¿qué significa esta sumisión?¿Es la entrada en el «todo ético»? ¿Es la afirmación de la priori-dad conferida a la ética? Lo que, en uno y otro caso, entraña elpeligro de una depreciación de la política. A decir verdad, la tesisdel «todo ético» o de la prioridad de la ética fuerza al pensamientode Lévinas, simplificándolo excesivamente, hasta el punto de trans-formarlo en cuestión ideológica. Lévinas, si no es un pensador delo político, ni un filósofo político, no ha dejado, sin embargo, derecordar «la importancia extrema, en la multiplicidad humana,de la estructura política de la sociedad sometida a las leyes y, des-de entonces, a las instituciones en las que el para-el-otro de lasubjetividad —o el yo—, entre, con la dignidad del ciudadano, enla perfecta reciprocidad de las leyes políticas esencialmente igua-litarias o referidas al futuro».55 Lo político sería el tiempo del pasode la disimetría de la relación ética a la reversibilidad entre ciuda-danos. También es legítimo sostener que Lévinas, lejos de recurrira la ética para despreciar lo político, inventa, más bien, entre lasdos esferas una articulación original que pretende dar a lo políticosu consistencia y dignidad, renovar, de alguna manera, la cuestiónpolítica. La hipótesis levinasiana, por la relación que mantiene

54. E. Lévinas, Totalidad e infinito, op. cit., p. 304.55. E. Lévinas, «Paix et Proximité», op. cit., p. 345.

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con la justicia y, más allá, con la proximidad, relativiza lo político,sometiéndolo a una instancia, la ética, que nace de la responsabi-lidad para con el otro. Relativizar, en este caso, no es reducir. Seefectúa aquí un doble movimiento, puesto que de esta relativiza-ción, paradójicamente, emergen la especificidad irreducible de lopolítico y de lo que le hace digno, es decir, lo plantea como nosusceptible de intercambio con cualquier otra dimensión. Inven-ción de Lévinas que no es ajena a la reducción fenomenológica,porque llega, en la modernidad y de forma moderna, a elaborarun dispositivo próximo al de los filósofos políticos clásicos que,sometiendo la política a lo metapolítico —la excelencia, la bús-queda del bien-vivir—; confiriéndole, gracias a esta relativización,irreducibilidad y dignidad. Al mismo tiempo, Lévinas evita dosescollos que amenazan a lo político en la modernidad, ya sea eltecnicismo que reduce la política a una tékhne que permite «admi-nistrar», organizar o movilizar a las masas, ya sea la absolutiza-ción en el sentido en el que la disolución del complejo teológico-político vuelve a centrar lo político sobre su eje, lo autonomizahasta hacer nacer en algunos, como Feuerbach, el vértigo de lapolítica que se transforma en religión.

Quizá no hemos subrayado suficientemente que Lévinas, ensu búsqueda de una articulación original, lucha en dos frentes ala vez: contra Hobbes y su odiosa hipótesis; pero, igualmente, demanera más inesperada, contra Buber. El anti-hegelianismo deLévinas no es el de Buber. Lévinas no contesta tanto al Estado,orden razonable, cuanto a la constitución idealista del Estado que,por la identificación de la voluntad con la razón, llega a eliminarla ética o a disolverla en lo político. «El idealismo profundizadohasta el fin lleva toda ética a la política».56 Bajo la forma delEstado, el reino de la razón impersonal que construye un siste-ma de tal forma que el otro y yo, rebajados al estado de articula-ciones, «juegan el papel de momentos y no de origen». El tropis-mo hacia lo universal vacía el lenguaje de todo significado so-cial, por cuanto allí la relación frente-a-frente desaparece paradejar lugar a una multiplicidad que se reabsorbe en la negaciónde las particularidades. A esta concepción Lévinas opone «la ex-periencia patética de la humanidad que el idealismo hegeliano o

56. E. Lévinas, Totalidad e infinito, op. cit., p. 230.

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spinozista relegan a lo subjetivo o a lo imaginario».57 Contra loque funciona como una universalización neutralizante, hace va-ler la experiencia sensible del rostro del otro que, por su poten-cia de afectar, no se eleva tanto contra el Estado cuanto profun-diza en este lado, para dejar aparecer, según los términos de Li-berté et commandement, «un discurso ante el discurso», «estaidea de relación de particular con particular con la instituciónde la ley racional», o mejor, «una racionalidad anterior a todaconstitución».58 Ahora bien, como subraya Lévinas en el prefa-cio a Utopie et socialisme de Buber, éste remite, sencillamente, alo político del lado de la dominación —más próxima en ello a lade M. Hess que a la de Marx— con el propósito de reestructurarlo social destruido por el capitalismo y el Estado. O bien, apode-rándose de las categorías de la filosofía del derecho de Hegel,invierte la economía y hace jugar, en la lógica de un pensamientodel derecho social, la sociedad civil contra el Estado, si preferi-mos, el polo positivo de lo social como Bien —el estar juntos delos hombres— contra el polo negativo, la malignidad de lo políti-co. «A partir de la idea de dominación, de la coerción —o, comodiríamos hoy, de la represión—, Buber piensa la relación políti-ca entre los hombres».59 Ni Buber, ni Hobbes, dos figuras in-vertidas —uno valora las relaciones de fuerza; el otro, las recha-za—, no para volver a Hegel, cuyos vínculos con el pensamientode Hobbes son evidentes; sino para reafirmar la extrema impor-tancia de la estructura política como forma de institución razo-nable de la coexistencia humana, aunque plantea la prioridad dela responsabilidad para-con-el-otro y acepta, con ella, sometersea su juicio, esforzándose por pensar de forma distinta el Estado.En relación con Buber, la insistencia de Lévinas en lo políticoofrece una doble vertiente crítica: reintroduce en la díada de Bu-ber, el binomio Yo/Tú, la presencia del tercero, de la que proce-den la medida y la justicia; subraya el carácter irreducible de lopolítico que, al valorar la asimetría del encuentro, con el fin demedir mejor las distancias respecto a la antropología de Buber,impregnada de reversibilidad y de un social pensado bajo la for-

57. Ibíd., p. 231.58. E. Lévinas, Liberté et commandement, op.cit., pp. 36-37.59. Prefacio de Emmanuel Lévinas a M. Buber, Utopie et socialisme, París, Aubier,

1977, p. 9.

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ma de un Nosotros reconciliado, que se cierra sobre sí, que seabraza a sí mismo.

¿El descentramiento del Estado en el que trabaja Lévinas al in-vocar la relación ética autoriza a detectar en su obra un regreso a loteológico-político, una voluntad de permanecer de este lado de lades-relación de lo religioso y de lo político característico de la de-mocracia moderna? Sin tener en cuenta esta cuestión en su totali-dad, especialmente la acusación del «giro teológico», nos basta re-cordar que la trascendencia descubierta en la relación con el rostrodel Otro no tiene nada de teológico, como Lévinas indica en distin-tas ocasiones;60 por añadidura, podemos sostener la acusación deregreso a lo teológico-político, pues, en ningún momento, Lévinasintenta traducir este descentramiento del Estado por la construc-ción de un complejo de instituciones religiosas y políticas. En ciertosentido, Lévinas, pensador moderno, estaría de acuerdo con Marxa la hora de rechazar el Estado cristiano, o cualquier otra forma deEstado religioso, que intentaría subordinar la política de los hom-bres a los imperativos del cielo y que, en nombre de estos imperati-vos, procuraría afectar a la libertad de pensar y actuar. Resuelta-mente moderna, pero no ajena a lo que Catherine Chalier denomi-na «el anacronismo judío», Lévinas pone en guardia a la modernidadcontra ella misma, con su soberbia y su suficiencia, capaces de en-trañar, a su vez, una verdadera dialéctica de la emancipación. Estaforma de crítica próxima a la de la Escuela de Frankfurt aparececlaramente en Humanismo del otro hombre cuando, al recurrir de-liberadamente a los términos hegelianos y marxianos, Lévinas sepregunta por «el contra-sentido de las grandes empresas fracasa-das —donde política y técnica alcanzan a la negación de los proyec-tos que los llevan», desafía a la conciencia trascendental. La angus-tia de hoy nace del fracaso de la emancipación. «Proviene de laexperiencia de las revoluciones que se hunden en la burocracia y enla represión; de la experiencia de las violencias totalitarias que sehacen pasar por revoluciones. Porque, en ellas, se aliena la desaliena-ción misma».61 En presencia de este desastre, el descentramientodel Estado es alegato a favor de un regreso a una forma de vida pre-

60. En este problema, el texto esencial de Guy Petitdemange, «Lévinas. Phénoméno-logie et judaïsme», Recherches de science religieuse, abril-junio de 1997, t. 85, pp. 225-247 ; también en Fabio Ciaramelli, «Remarques sur religion et politique chez Lévinas».

61. E. Lévinas, Humanismo del otro hombre, Madrid, Caparrós Editores, 1998, p. 84(ed. original francesa, Humanisme de l´autre homme, Montpellier, Fata Morgana, 1972).

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moderna que, gracias al vínculo con lo religioso, frenaría la libertadde pensar y volvería a la imposición autoritaria de los modos deobediencia tradicionales. Como ha mostrado Pierre Leroux en sucrítica del eclecticismo, existe una relación entre el pensamientodel Yo y el pensamiento del Estado. Esta relación puede ser esclare-cedora. En efecto, mediante el descentramiento se intenta que elEstado experimente la misma catarsis que la que el encuentro conel Otro inflige al Yo; en lugar de continuar orientándose hacia laconservación de sí, la lucha por la hegemonía en la guerra de todoscontra todos, «el Yo es cuestionado por el Otro de manera excepcio-nal», como si sufriera una torsión que la arranca del movimientoespontáneo de la perseverancia en el ser, que lo desarma hasta elpunto de apartarlo de la coincidencia de sí consigo y de dejar apare-cer una subjetividad anterior al Yo —la responsabilidad para el otroante la intencionalidad—, hasta el punto de hallar la idea de infinitoen la relación del Yo con el Otro. El Estado descentrado tambiénexperimenta una torsión destinada a arrancarlo de su sueño de so-beranía, de su imbricación en el mundo y sus fronteras para dejarremontar un más acá «anárquico» de donde procede, el infinito dela responsabilidad para-el-Otro. En este sentido, la religión, por re-tomar la excelente formulación de F. Ciaramelli, sería «la figura-ción simbólica de la exterioridad de la sociedad con ella misma».Por tanto, ni regreso a lo teológico-político, ni creación de autorida-des ético-políticas; falta aquí la idea de autoridad, puesto que setrata de cortocircuitar el Estado político y sus ilusiones de la coinci-dencia de sí consigo, propios de una metafísica de la subjetividad,efectivamente presentes en el joven Marx, por la revisión de un ori-gen olvidado, rechazado y capaz, con la superación del olvido, deponer al Estado en presencia de la idea de infinito. No se vuelve lamirada al pasado, esperando una restauración. Al oponer el ser-para un tiempo del Otro al ser-para-la muerte, Lévinas define laépoca presente como «acción para un mundo que viene, supera-ción de su época —superación de sí que exige la epifanía del Otro...»,en definitiva, como no exenta de mesianismo.62

Un más acá que remite a un más allá. Queda por mostrar elvínculo entre la extravagante hipótesis —el más acá de la proximi-dad— y el movimiento característico del Estado tal como lo conci-be Lévinas, este movimiento en el Estado más allá del Estado

62. Ibíd., p. 46.

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—más allá de la política razonable. Nueva secuencia en la que estáen juego no ya pensar al Estado de otra manera, sino concebir algodistinto del Estado. De acuerdo con la hipótesis levinasiana, el Es-tado está permanentemente atravesado, investido por una sobre-significación; esta hipótesis muestra que el Estado, en su efectivi-dad misma, no deja de conectarse con un más allá de sí mismo. Lahipótesis, de acuerdo con «la técnica fenomenológica», nos descu-bre el carácter implícito del Estado y, en este implícito, sabe hacer-nos ver «la superación de la intención en la intención misma», se-gún la descripción que Husserl da del análisis intencional en la Se-gunda meditación cartesiana.63 El Estado está cargado con un plus,un plus que lo supera, de paisajes olvidados, de horizontes insospe-chados y vuelve al análisis fenomenológico de hacer resurgir y, encierta forma, de poner en escena; invitándonos, al mismo tiempo, auna vigilancia indefectible. De acuerdo con el sobre-significado quehabita al Estado, existe en el Estado más que el Estado. El Estadose construye por un movimiento hacia este implícito que tiende asuperarlo como orden razonable. La aportación de la extravagantehipótesis, lejos de contentarse con recuperar la reflexión fenome-nológica para aplicarlo en el campo político, es llegar a nombrareste implícito, a reconocerlo en la proximidad y la responsabilidadpara el otro. La existencia en el Estado de algo más que el Estado, eslo que lo lleva a superarse, a auto-superarse, a abrir la vía a eseañadido que lo transita y se extiende más allá. Lévinas plantea unarelación entre lo estatal y lo que es distinto al Estado —la proximi-dad—, entre estas dos dimensiones que comunican, necesariamen-te, y deben seguir comunicando.

La intervención del tercero abre la posibilidad de la justicia.Conviene reconocer aquí un entramado de complejidades. En pri-mer lugar, pluralidad de aventuras, de una obra a otra o en el senode una misma obra. En Totalidad e infinito, el tercero está presenteen el rostro del otro; existe una simultaneidad, aún más, coinciden-cia del encuentro del rostro del otro con la aparición del tercero.«El tercero me mira con los ojos del otro —el lenguaje es justicia[...] La epifanía del rostro como rostro abre la humanidad [...] Lapresencia del rostro —el infinito del Otro— es indigencia, presen-

63. E. Lévinas, «La ruine de la représentation», en En découvrant l´existence avecHusserl et Heidegger, París, Vrin, 1967, p. 130; E. Husserl, Meditaciones Cartesianas,Madrid, Tecnos, 2002, pp. 39-73.

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cia del tercero (es decir, de toda la humanidad que nos mira)». Eltercero es concebido de modo distinto en De otro modo que ser...,de acuerdo con dos modalidades. El tercero puede presentarse comoseparado del prójimo, como otro rostro —«el tercero es distinto alprójimo»—; o puede presentarse como «pegado» al prójimo, segúnuna explicación similar a la de Totalidad e infinito, descripción a laque el autor remite explícitamente. «El prójimo es de golpe el her-mano de todos los otros hombres. El prójimo que me obsesiona esya rostro, comparable e incomparable al mismo tiempo, rostro únicoy en relación con otros rostros, precisamente visible en la preocu-pación por la justicia».64 El tercero plantea problemas, interrumpeel infinito de la responsabilidad que se define como justicia. Laasimetría de la proximidad es sustituida por el peso de la justiciaque introduce la tematización y la comparación entre incompara-bles. «Las instituciones y el Estado mismo pueden reencontrarse apartir del tercero que interviene en la relación de proximidad».

De esta complejidad que convendría explorar, porque no hace-mos más que entreverla, podemos colegir que si la aparición deltercero trae la justicia, la medida que viene a limitar el infinito de laresponsabilidad, si da lugar al Estado de la justicia como limitaciónde la proximidad, ello no significa, en ningún caso, la instaura-ción de una hermeticidad entre el orden de la justicia y el de laresponsabilidad, pues dejan de comunicarse en el Estado. Si tal esel caso, el Estado se instalaría en la buena conciencia de la compa-ración homogeneizante y universalizante que olvida, poco a poco,la extravagante generosidad del para-el-otro del que procede y aca-bará, insensiblemente, por confundirse con el Estado a la Hobbes,fruto de la conciliación de fuerzas antagónicas, de la limitación dela violencia. El desinterés no deja de asediar al Estado de la justicia,dividido, diríamos, entre su origen y su telos; pero, por añadidura,convulsionado por el intercambio permanente de la justicia y de laresponsabilidad, por la contaminación recíproca. La aparición deltercero y sus efectos no cerrarán la vía de la proximidad, porquemedir el para-el-otro no significa ni olvidarlo, ni despreciarlo, niinstituir una suerte de caída de nivel, una neutralización en la ho-mogeneidad del orden razonable. Porque si en la relación con elotro apunta ya el tercero, también en la relación con el tercero per-siste, perdura, imborrable, la relación ética. El tercero distinto del

64. E. Lévinas, De otro modo que ser, op. cit., p. 238.

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prójimo es también otro prójimo. A partir de estas invasiones múl-tiples, la insistencia de Lévinas sobre la contigüidad de estas situa-ciones, sin embargo, diferentes. «Y, por consiguiente, la palabra“justicia” se aplica mucho más a la relación con el tercero que a larelación con el otro. Pero lo que en realidad sucede es que la rela-ción con el otro nunca es exclusivamente una relación con el otro;desde el principio, en el otro está representado el tercero; en la mis-ma aparición del otro, el tercero me mira y me concierne. Y es estolo que hace que la relación entre la responsabilidad con respecto alotro, por una parte, y, por la otra, la justicia, sea extremadamenteestrecha».65 De ahí la insistencia de Lévinas en la naturaleza pluralde la justicia: «De ninguna manera la justicia es una degradación dela obsesión, una degeneración del para el otro, una disminución,una limitación de la responsabilidad anárquica, una “neutraliza-ción” de la gloria del Infinito; degeneración que se produciría en elgrado y en la medida en que, por razones empíricas, el dúo inicialse convirtiese en trío».66 ¿Lévinas no reconoce una doble naturalezaa la justicia, pedestre o angélica? También podemos reducir, comose ha hecho a veces, el pensamiento de Lévinas a la ingenuidad. Si,en las situaciones extremas, como las descritas por Grossman enVie et destin, la ingenuidad es el último recurso, es, como el rechazode Maurice Blanchot, una resistencia que en «los tiempos oscuros»preserva las oportunidades de una comunidad humana futura. Ahíexiste comunicación, contaminación: la bondad es anuncio de lajusticia, de la posibilidad de la justicia; la justicia, por su parte, anun-cio de la bondad. «En realidad, la justicia no me engloba en el equi-librio de su universalidad —la justicia me conmina a ir más allá dela línea derecha de la justicia, no puede marcar, desde entonces, elfin de esta marcha; detrás de la línea derecha de la ley, la tierra de labondad se extiende infinita e inexplorada, necesitando todos losrecursos de una presencia singular».67 Así aparece la extrañeza delEstado más allá del Estado. Mediante su relación con la justiciaderivada de la proximidad y mezclada con ella, deja coexistir supropio determinismo y otro determinismo, el de la relación éticaque, con una misma impulsión le ayuda a no encerrarse, a no caeren sus límites estatales y salir de ahí, mirando a un más allá de sí

65. E. Lévinas, De dios que viene..., op. cit., p. 143.66. E. Lévinas, De otro modo que ser, op. cit., p. 239.67. E. Lévinas, Totalidad e infinito, op. cit., p. 209.

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mismo. Extraña forma de Estado que no alcanza su legitimidad enla medida en que permanece siempre en contacto con lo que lasupera, en la medida en que deja oír la voz venida de muy lejos—diacronía— que la descentra y efectúa como una ingravidez per-manente. Porque este más allá del Estado, presente en el Estado, nodeja de denunciar el olvido de la responsabilidad inicial, el embota-miento, «el aburguesamiento» de la institución que conduce a laconservación de sí y a la hegemonía de lo Mismo. Pensamiento sinmás, pensamiento ciego como el de Hobbes que, so capa de surealismo, no llega a practicar la reducción fenomenológica, olvidael olvido y, mejor todavía, ignora, según la expresión de Lévinas,que, en el fondo del olvido, yace el recuerdo. Además de que estaforma permite luchar contra el tropismo del Estado a cerrarse so-bre sí mismo, abre un espacio de juicio, allí donde puede ejercerseel control de la responsabilidad de uno para-con-el-otro. Más quede coexistencia, se trata de una subordinación. La subordinacióndel determinismo del Estado a la relación ética, de la que podría-mos decir, por utilizar la terminología de Montesquieu, que es elprincipio del Estado de la justicia. ¿No le tocó a Lévinas traducir lasantidad por la virtud, principio de la democracia? Pero pronto seevidencia que este término no conviene: principio —arkhé— signi-ficaría desnaturalizar la responsabilidad, la proximidad anárquica;sin respetar su extravagancia misma.

Una última pregunta: la extravagante hipótesis no deja delanzar, de producir un efecto de desorden, un trastorno, una in-quietud. Más que atenuar este efecto, no conviene acrecentarloal plantear esta última cuestión: ¿qué relaciones podemos con-cebir entre la hipótesis levinasiana y la anárquica? Leamos lanota de la p. 166 de De otro modo que ser:

La noción de anarquía, tal como la introducimos aquí, precede alsentido político (o anti-político) que popularmente se le atribuye.Bajo pena de desmentirse, no puede ser colocada como principio(en el sentido en que lo entienden los anarquistas). La anarquíano puede ser soberana como lo es la arkhé. No puede por menosde perturbar también, pero de un modo radical, lo que hace posi-bles los instantes de negación sin ninguna afirmación, esto es elEstado. De este modo, el Estado no puede erigirse en Todo. Pero,en revancha, la anarquía puede decirse. Sin embargo, el desordentiene un sentido irreductible en tanto que rechazo de la síntesis.68

68. E. Lévinas, De otro modo que ser, op. cit., p. 166.

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Por hablar como Rousseau, hoy, cualquier estudiante de de-recho repite, convencido de enunciar una verdad incontestable,que existe una antinomia irreducible entre utopía y democracia.Tenemos dos proposiciones:

— quien elige la utopía se aparta de la democracia;— quien elige la democracia abandona la utopía.

A decir verdad, importaría, sobre todo, la segunda proposi-ción, pues ¿quién, según la opinión, se preocupa todavía por lautopía, si no ciertos iluminados trasnochados y ciertos adversa-rios apasionados? Además, éste sería el momento que hemosconocido y atravesado históricamente: tras un regreso polimor-fo de la utopía en los años setenta, en el que se mezclaban alegre-mente los nombres de Charles Fourier, Wilhelm Reich, HerbertMarcuse y Andre Breton, habríamos redescubierto lo político y,en este caso, la democracia —muy pronto identificada con elEstado de derecho. Redescubrimiento de lo político que nos ale-gra, que debe alegrarnos. Pero, ¿este redescubrimiento implica,necesariamente, el olvido de la utopía?

¿Podemos quedarnos con las evidencias de las escuelas dederecho, con las repeticiones de la opinión que mecen y adorme-cen? ¿No sería mejor pensar a contracorriente, rechazando laalternativa falaz que obliga a escoger entre utopía y democracia;

UTOPÍA Y DEMOCRACIA*

* Este texto apareció primero en la revista Raison Présente, n.º 121, 1997, y luego enM. Riot-Sarcey (dir.), L’Utopie en question, Saint-Denis, Presses Universitaires de Vin-cennes, 2001, pp. 245-257.

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e intentar, de manera intempestiva, la exploración de lo que po-dría proporcionarnos la conjunción de utopía y democracia? Deesta manera, no habría razón para escoger la exuberancia de lautopía, su extravagancia, dando la espalda a lo político —cuyapróxima desaparición se anuncia. Pero tampoco habría razónpara preferir la sobriedad de la democracia, despidiéndonos delas digresiones utópicas.

Entonces, ¿cómo tejer un vínculo entre uno y otro —el mari-daje de utopía y democracia—, cómo fecundar una con otra,asumiendo la hipótesis de que, en la modernidad, utopía y de-mocracia son dos fuerzas, dos impulsos indisociables; de que elmovimiento emancipatorio moderno se ha alimentado, se ali-menta de su encuentro, de las aguas mezcladas de su doble tra-dición? Como si una de las cuestiones esenciales de la moderni-dad, concebida bajo el signo de la libertad, no hubiera sido ela-borar, reelaborar sin fin, este doble movimiento: democratizarla utopía y, por citar un neologismo poco armonioso de Cabet,«utopianizar» la democracia.

Asunto este que nos compete, tal vez más que nunca; pues, afalta de una relación con la utopía, la democracia se encuentraexpuesta a deteriorarse —¿no lo está ya?— y a hundirse, cadadía más, en lo que sus extraños apologistas denominan grisalla.Por el contrario, a falta de una relación con la democracia, lautopía se ve abocada a una autolimitación, a limitarse a las ave-nencias asociativas de las pequeñas sociedades al margen de lagran sociedad; o bien a situarse, de nuevo, en un proceso dealienación de la desalienación.

Pero, ¿nos compete realmente esta cuestión? ¿No sería másoportuno, frente a las resurgencias, tan limitadas, de la utopía,construir de nuevo su proceso? Y dirá el estudiante de derecho,seguro de sí mismo, pegado al pedestal de sus evidencias, ¿cómose puede pretender asociar la democracia con la utopía, cuandotodo el mundo sabe que la utopía es espontánea e irresistible-mente totalitaria, es decir, anti-democrática? En pocas palabras,relacionar la invención democrática con la utopía sería tan para-dójico como querer mezclar el agua con el fuego.

Es imprescindible salvar este obstáculo previo, sin el que laconjunción de utopía y democracia sería, simplemente, impen-sable. Históricamente, podríamos demostrar sin dificultades quela dominación totalitaria, bolchevique por ejemplo, se ha cons-

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truido luchando contra y reprimiendo las tendencias utópicasmúltiples que animaban la revolución soviética. ¿Cómo sorpren-derse cuando se conoce que el leninismo había heredado de laoposición positivista —y no marxiana— la concepción de la uto-pía y de la ciencia, orquestada por Engels, y había hecho de elladogma deificado de su acción? De esta manera, se modifica laperspectiva: la utopía, lejos de ser el origen del totalitarismo —yase trate de la política (los consejos), de las costumbres, o de lasprácticas educativas—, se ha construido como un polo de resis-tencia al establecimiento de esta nueva forma de dominación;evidentemente, se situaba, más bien, del lado de la tradición re-volucionaria comunal de inspiración libertaria, que del lado bol-chevique. Además, la pregunta por la utopía como cuna de laexperiencia totalitaria no sería pertinente desde el punto de vistateórico. Pregunta poco ambiciosa; pero, sobre todo, mal formu-lada. Convendría más saber si la imagen o el mito de la sociedadreconciliada, de la sociedad en plena armonía consigo misma,imagen que pertenece incontestablemente a la genealogía deltotalitarismo, impregna necesariamente la tradición, o másexactamente, las tradiciones utópicas. En una palabra, ¿la uto-pía está abocada, sin remisión, a un proceso de mitologización?Esta misma pregunta, así formulada, al abrir un espacio críticoentre utopía y mito, permite orientarse hacia una respuesta máscompleja y matizada que rebate las afirmaciones dogmáticas.Aún se sostiene menos la tesis de la responsabilidad esencial-mente perversa de la utopía, por cuanto la modernidad correpareja a un extraño desarrollo utópico, una verdadera explosión;lo que implica pluralidad de tradiciones utópicas, no homogé-neas sino conflictivas, aspecto éste que imposibilita la formula-ción de cualquier tipo de juicio global. Ya Pierre Leroux, inspi-rándose en la tríada republicana, había enseñado a distinguirentre las utopías que se reclaman de la libertad, las que lo hacende la fraternidad y las que se colocan bajo el signo de la igualdad.De esta manera, las críticas que sirven para unas, no puedenaplicarse a otras. En menor medida, si cabe, se puede afirmar launidad de la tradición utópica puesto que, desde 1848 hasta nues-tros días, ha aparecido, bajo formas diversas, un nuevo espírituutópico que, a partir de una crítica de la constelación utópica deprincipios del siglo XIX, ha inventado, ya sea nuevas formas deutopías (William Morris), ya sea nuevos gestos especulativos que

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permiten, en lo sucesivo, pensar de manera distinta la utopía(Ernst Bloch; pero, sobre todo, Walter Benjamin, Martin Bubery Emmanuel Lévinas). Ante esta complejidad, resulta legítimoapartar la utopía de la génesis del totalitarismo. A decir verdad,es tan injusto e inexacto considerar la utopía necesariamentetotalitaria, como pensar la democracia esencialmente burguesa.En un caso, se ignora el conflicto que opone la revolución demo-crática a la burguesía; en el otro, aquel que no deja de existirentre la dominación totalitaria y la diferencia utópica.

Aún más, si —tras la teoría crítica— analizamos la modernidadcomo dialéctica de la emancipación, es decir, como el movimientoparadójico mediante el que la emancipación moderna se convierteen su contrario, dando origen a nuevas formas de dominación y deopresión —a la barbarie—, a pesar de la intencionalidad emancipa-toria de origen; entonces, la utopía aparece en su diversidad, en unnuevo día y puede asignársele una nueva función. Así, la utopíapuede tomar consistencia y sentido filosófico. En su relación con ladialéctica de la emancipación, el nuevo espíritu utópico tendrá porobjeto, una vez detectados los aspectos de la emancipación moder-na que producen la inversión, invertirlos, posibilitar un trabajo dedeconstrucción y de crítica que abre una nueva vía a la utopía, leimprime una nueva dirección, al desvelar lo que Adorno denominalas «líneas de fuga». Se trataría, esencialmente, de que el nuevoespíritu utópico «purgue» la utopía de la mitología que la pone enpeligro —por ejemplo, del mito de la buena sociedad que, habiendosuperado sus conflictos, se tornaría transparente para sí misma—;y ello, no para proclamar el fin de la utopía, pues la utopía no puedereducirse al mito, sino para preservarla de la regresión que la ame-naza. Se trata de restituir a la utopía su capacidad de actuación,especialmente, con la historia pensada, en adelante, como algo noresuelto, interminable, sin solución, ya sea porque descubre lo quequeda de inexplicable en la historia, ya sea porque haga de la pro-blematización su elemento: ¿qué mejor vía para medir este enigmaque una forma de pensamiento cuyo norte es «el extrañamientoabsoluto»? Este trabajo de desmitologización característico del nuevoespíritu utópico se distingue por el abandono de toda voluntad dereconciliación, del regreso al hogar o de acceso a una tierra prome-tida —otras tantas formas de la coincidencia de sí consigo mis-mo— y por el surgimiento de una nueva figura de la utopía quehace de la separación, de la no-coincidencia del estado de separa-

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ción, su estancia; manteniendo al margen el mito de la comunidadreconciliada y de la imagen del cuerpo que se le asigna. Gracias a estetrabajo de la utopía sobre sí misma, evidentemente, ignorado porsus críticos, a esta lucha contra los mitos que la socavan desde elinterior, podemos intentar pensar, con aires renovados, la conjun-ción de utopía y democracia; se abre un espacio de pensamientopara explorar los posibles vínculos entre el nuevo espíritu utópico yla revolución democrática.

Un pionero de esta tradición fue Pierre Leroux (1797-1871). Sutrayectoria es ejemplar: primero liberal, rompe con el liberalismoadolescente, culpable, según él, de abandonar el liberalismo en pro-vecho de la dureza de la economía política inglesa. Con el artículodel 18 de enero de 1831, «Ya no más liberalismo impotente», seadhiere a los saintsimonianos, a quienes alaba su magistral análisisde la sociedad moderna que conduce a conclusiones socialistas.Meses más tarde, en diciembre de 1831, se produce una nueva rup-tura, esta vez con la escuela saintsimoniana, a la que reprocha igno-rar la innovación democrática. La disidencia democrática que Le-roux afirmará como anti-autoritaria durante toda su vida está fun-damentada teóricamente. A su juicio, la constelación utópicapost-revolucionaria —a saber, la tríada Saint-Simon, Fourier,Owen— aporta la buena nueva de la Asociación, verdadera cesuraen la modernidad. Leroux interpreta esta revelación utópica comorespuesta a un impulso profundamente democrático. ¿La Asocia-ción no viene a sustituir el antiguo modelo, la jerarquía propia delas sociedades de casta, por una nueva forma de relación social, laatracción que tiende a abolir la relación orden/obediencia y, al mis-mo tiempo, los fenómenos de dominación? Al igual que la demo-cracia, la atracción descansa en una experiencia humana, el reco-nocimiento del semejante por el semejante. Pero no basta el anun-cio de la Asociación, es necesario saber pensarla teniendo en cuentala especificidad del mundo moral, del vínculo humano —de la vidadel yo y del nosotros. De esta manera, la utopía, más que compro-meterse en el camino de la negación de lo político, debe ocuparsede responder a la pregunta de cuál será la ley de la anarquía; en elentendido de que ninguna comunidad humana puede prescindirde la ley, que se concibe, antes que nada, como relación. Gracias aesta interpretación democrática del movimiento utópico, Lerouxcritica el regreso a formas políticas autoritarias, tan caras a los saint-simonianos. Estas concepciones, que muestran la influencia del

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pasado sobre la visión del futuro, están en contradicción con labuena nueva que anuncian. No se puede anunciar la disolución dela jerarquía en el seno de una relación jerárquica. Ha pasado eltiempo de los legisladores-mesías o de los profetas-redentores; ellegislador sólo puede ser colectivo, plural, una convención. Al reco-nocer la existencia de la opinión pública, el nacimiento del espaciopúblico, Leroux reconoce la legitimidad del gobierno representati-vo, incluso cuando éste debe ser sensiblemente mejorado. La épocademocrática exige reemplazar el «sustitucionismo utópico» —unaconciencia inspirada que pretende sustituir al movimiento social—por la intersubjetividad política. En contra de las oposiciones bina-rias, Leroux intenta, mediante su trabajo de interpretación históri-ca y filosófica, abrir la vía de la síntesis. De seguirle, conviene conju-gar la impulsión utópica con la tradición democrática moderna ycon la voluntad, tan sensible en ésta última, de luchar contra elprivilegio otorgado al Uno. Para llegar a la conjunción de la impul-sión utópica y de la acción política —la cuestión de la relación polí-tica—, habría que dar forma a la atracción por un principio funda-mentalmente político, a saber, la amistad. Una política de la philíacontra las políticas de eros, elogiadas por Fourier y los sansimonia-nos y que son igualmente destructoras del vínculo político. Por elcontrario, la amistad representa, entre las pasiones, una de las mássublimes, comprende el momento del juicio y conjura, a la vez, elegoísmo y la tentación de la comunidad fusionada. La amistad tie-ne la particularidad de instaurar un vínculo en la separación, esdecir, un vínculo que se establece preservando una separación entrelos miembros de la comunidad. Leroux, lector perspicaz del Discur-so de la servidumbre voluntaria, vela por que el todos unos, propiode la relación amistad-libertad, no degenere en un todos Uno.

La lección de Pierre Leroux es valiosa por la dirección queapunta. Pero, tras la experiencia de la dominación totalitaria, nopuede retomarse tal cual; la cuestión a la que responde exige serreexaminada. Allí donde Leroux piensa en términos de síntesis,nosotros hemos de profundizar, con la ayuda de pensadores que,entre nosotros, han propuesto un pensamiento renovado de lademocracia o la utopía.

Pero, ¿en qué sentido entendemos el término democracia? Alcontrario que muchos intérpretes, que conciben, esencialmente, lademocracia como un régimen político; entendemos por democra-cia, a la vez, una forma de socialización —una forma de sociedad

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salida de la disolución de las sociedades aristocráticas— y una for-ma de institución política de lo social. No podemos sorprendernosde que algunos, en su tenaz intento por banalizar la democracia,puedan identificarla, sin problema, con el Estado de derecho. ¿Laextrañeza de la democracia no está ligada a la manifestación de unaparadoja? En efecto, la democracia es esa rara forma de experien-cia política que, desplegándose en el tiempo y en la realidad, se dotade instituciones políticas; pero, con el mismo movimiento, no dejade sublevarse contra el Estado. Como si, en su oposición al Estadoy en su efervescencia, no se tratara de esperar el fin de la política;sino de elaborar, de la manera más fecunda y paradójica, un tumul-to nuevo que sea una invención de la política siempre renovada,más allá del Estado, incluso contra él. La revolución democrática—se trata más de una revolución que de un régimen instituido—,en cuanto revolución, mantiene necesariamente un movimientocontra el Estado, contra la reconciliación mistificadora y la integra-ción falaz. Por mucho que el Estado se reafirme, como si pudieraabarcarla identificándose con ella, la democracia es la que marca,la que revela los límites del Estado; y, haciéndolo, contesta al movi-miento de totalización de esta instancia que se cree soberana. Insis-tir en esta paradoja —la democracia contra el Estado— o la inven-ción continuada de la relación política que desborda y sobrepasa alEstado, es reconocer que nos inspiramos libremente en la idea li-bertaria de la democracia, según ha sido desarrollada por ClaudeLefort, bajo el enigmático nombre y, en cuanto tal, creativo, de «de-mocracia salvaje».

No podemos ahora desarrollar esta concepción, pero la resu-miremos en algunos puntos esenciales. En la medida en que lapolítica se comprende en relación con la división originaria de losocial, la democracia aparece constituyéndose en la aceptación,mejor, en la asunción de esta división. No es suficiente recono-cer la legitimidad del conflicto en su seno, ha de verse en él lafuente principal de una invención inagotable de la libertad. Eltotalitarismo, por el contrario, se define como ese modo de so-cialización que deriva de una fanática denegación de la divisióny, en consecuencia, del rechazo del conflicto bajo cualquier for-ma. La democracia es salvaje porque la democracia es esa formade sociedad que, mediante el juego de la división, deja libre cur-so a la cuestión que lo social no deja de plantearse; cuestión in-terminable, calada por una interrogación sobre sí misma.

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«Democracia salvaje» evoca la idea de «huelga salvaje», esdecir, que surge espontáneamente, que comienza por sí misma yse desarrolla de manera «anárquica», independiente de todo prin-cipio (arkhé), de toda autoridad —ya sean reglas o institucionesestablecidas— y se muestra, por tanto, indómita. Como si lo «sal-vaje» dejara planear una inagotable reserva de turbación sobrela democracia. Darse «una idea libertaria» de la democracia sig-nifica pensarla como salvaje. El vínculo entre libertario y salvajeaclara la particularidad de la democracia moderna en cuantomodo de institución de lo social. Lo propio de una «esencia sal-vaje» es escapar a la definición. Perfilemos, al menos, algunos desus rasgos. La calificación de salvaje evoca la indeterminaciónpor lo que se refiere a los fundamentos de la soberanía —el po-der, la ley— y del saber: esta indeterminación, reforzada por ladisolución de los referentes de certidumbre, comporta, entreotras, una liberación respecto de todo esquema finalista y detoda finalidad última, que prescribiría desde el exterior los obje-tivos de la democracia. En un régimen político libre, la libertades, en sí misma, su propio fin. Confrontada al enigma del pre-sente, la democracia salvaje se nutre de una interrogación per-manente referida a lo social, a los límites de lo político, encami-nada hacia una exploración cuyos «caminos se desconocen».Añadamos a ello que la democracia moderna ha de pensarse enrelación con la desaparición del cuerpo del rey —la experienciahistórica del regicidio— y con la desincorporación de lo socialque se deduce de ello. La sociedad se disgrega del Estado y acce-de, al mismo tiempo, a una experiencia plural de sí misma, abun-dante, bajo el signo de la interrogación. La democracia «inaugu-ra una historia en la que los hombres experimentan una indeter-minación última respecto al fundamento del poder, de la ley ydel saber, y respecto al fundamento de la relación del uno con elotro en todos los registros de la vida social».1 Esta indetermina-ción de los fundamentos es el verdadero núcleo en el que se arti-culan lo libertario y lo salvaje. En esta visión de la democracia,es particularmente original el lugar que Claude Lefort otorga alderecho; que, lejos de ser representado como un instrumento deconservación social, es origen revolucionario de una sociedadque se constituye en la permanente búsqueda de sí misma. Esta

1. Cl. Lefort, «La cuestión de la democracia», en La incertidumbre..., op. cit., p. 50.

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insistencia en el derecho y, más concretamente, en los derechosdel hombre entendidos de manera política, aumenta la indeter-minación de la que vive la democracia. ¿El sujeto a quien se con-fía su estructura simbólica no se concibe, en efecto, como algoindeterminado, como una nada de determinación? En lugar deobstaculizar la democracia fijando límites a sus determinacio-nes, el derecho multiplica sus posibilidades.

De esta manera, ¿no hemos de apoyarnos en el lado «salvaje»para descubrir un nuevo espacio de conjunción entre la demo-cracia moderna, frente a los vértigos de la indeterminación, y lautopía, de cara a los excesos de «la separación absoluta»? Porsupuesto, no hay que ignorar esta vía, ni despreciarla; puestoque revela, sin duda, una afinidad preciosa entre las dos. Pero,más que lanzarse a ella rápidamente, ¿no es mejor explorar otroterreno en el que sea posible la conjunción, más compleja, esverdad; pero, a un tiempo, testimonio de la indisociabilidad dela insurrección democrática y del aliento utópico? Utopía y de-mocracia tienen en común su relación con lo humano.

De acuerdo con los análisis de Claude Lefort, la singularidadde la democracia consistiría en respetar y no forzar lo que deno-mina «el elemento humano»; mientras que el totalitarismo seríaesa empresa histórica que pretende crear lo humano u organi-zarlo como si se tratara de un material maleable, a voluntad.«Suprimiendo al elemento humano, o, más aún, demostrandoque se lo puede tratar como materia es como se obliga a recono-cer el reino de la organización [...] Este trabajo es la gran pre-ocupación del nuevo Estado [...] obtener por fin hombres abs-tractos, sin vínculos que los unan entre sí, sin propiedad, sin fa-milia, sin relación alguna con ningún medio profesional, sinubicación en el espacio, sin historia —desarraigados».2

Lo propio de la democracia es sumergirse en este elementoinmaterial, analizar su textura en toda su complejidad, los contor-nos en su diversidad y su pluralidad, acompañando al movimien-to en su imprevisibilidad; al contrario de la dominación totalitaria

2. Cl. Lefort, Un hombre..., op. cit., p. 93. Sin duda alguna, hay que entender «ele-mento» en el sentido de Merleau-Ponty; retomándolo tal como «lo empleaba para ha-blar del agua, del aire, de la tierra y del fuego, es decir, en el sentido de una cosa general,a medio camino del individuo espacio-temporal y de la idea, especie de principio encar-nado que comporta un estilo de ser omnipresente allí donde se encuentra una parcela»,Le Visible et l’Invisible, Paris, Gallimard, 1964, p. 184.

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que, negando la especificidad de este elemento e identificándolocon una materia, no deja de desnaturalizarlo hasta intentar des-truirlo, hasta provocar una ruptura social en contra del proyectomismo de socialización; arrogándose, en su voluntad de omnipo-tencia, el poder de construirlo o de organizarlo; sometiéndolo, deesta manera, a una regla o a una norma identitaria, homogeneiza-dora, con desprecio de la existencia de lo no idéntico.

De aquí surge una posible nueva comparación con la uto-pía. En efecto, un pensamiento nuevo de la utopía en nuestrosiglo —Buber, Lévinas, por ejemplo, ¿no han pretendido reorien-tar la utopía hacia el dominio que es el suyo, el de lo humano?De esta forma, Martin Buber y, después, Emmanuel Lévinasnos invitan a llevar la utopía de la esfera del Yo/Eso (esfera dela objetivación, pero también de la dominación) y al pensamien-to del lado de la relación Yo/Tú, del lado de la socialidad. Laprimera preocupación de Lévinas es encontrar el lugar justo dela utopía, determinar el elemento al que pertenece; consecuen-temente, su primer gesto consiste en hacer emigrar la utopíade los lugares donde desaparece para devolverla a su elementoprimero, la relación inter-humana, mejor dicho, el vínculo hu-mano. La utopía no pertenecería, ni al orden de la compren-sión, ni al del conocimiento —leyes de la sociedad o leyes de lahistoria—; sino al registro del encuentro. Encuentro con otrohombre, la utopía es una forma de pensamiento distinta de unsaber. Pensar la utopía bajo el signo del encuentro comporta laapertura «de un campo de búsqueda entrevisto apenas»,3 nues-tras relaciones con los hombres. La socialidad, es necesarioinsistir, no se piensa a partir de un elemento común a los seresen relación; se trata de una socialidad en la que el encuentro esla relación con el otro como tal, en su unicidad incomparable.De esta manera, separado del orden del saber y, por tanto, delpoder; la utopía pertenece, de manera incontestable, al ordenético. ¿El hecho humano del encuentro no es el hecho ético porexcelencia?

La democracia y la utopía, colocadas bajo el signo de lo huma-no, ¿no aparecen, de inmediato, como una feliz conjunción? A lademocracia, configuración de la división de lo social, le corres-pondería la tarea de instituir, en el polo de la soberanía, la división

3. E. Lévinas, Totalidad e infinito, op. cit., p. 102.

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en la ciudad humana entre los grandes y el pueblo; a la utopía, laconfiguración de la pluralidad social, pues aparece diferencián-dose en el mundo común que une a los hombres. Pero esta con-junción tiene tan exagerada apariencia de solución, que no puedesatisfacernos. ¿La institución democrática de lo social no estaríaamenazada por la búsqueda de la armonía y la unidad?

Sin abandonar el fenómeno del elemento humano, resultamás exigente y más estimulante la confrontación entre dos aven-turas que no pretenden, en ningún caso, confundirse, ni comple-tarse en una armoniosa síntesis —ha pasado el tiempo de lassíntesis—; sino articularse bajo la forma de una tensión irredu-cible. No puede ignorarse la vigorosa crítica que Lévinas hizo dela antropología de Buber y del predominio que este último dabaa la reciprocidad o a la reversibilidad. Al subrayar los avataresde la reciprocidad, Lévinas se dedica a desformalizar el encuen-tro, a darle un contenido que invoca la noción de preocupaciónpor el otro. La alteridad del otro es inseparable de su necesidad.La utopía, en lugar de desarrollarse en una horizontalidad rever-sible, se convierte en ética; o, mejor, asume la dimensión ética,es decir, accede a la dimensión de la altura y de la verticalidad.Desde esta perspectiva, podemos comprender la insistencia deLévinas, contra Buber, en la disimetría de la relación ética, quepreserva la alteridad así como la textura paradójica del encuen-tro; proximidad, pero separación.

Dos aventuras, en efecto, que se cruzan, se enredan, se en-cuentran; pero no se confunden jamás, ni se identifican recípro-camente. De un lado, una aventura en la que se mezclan, indiso-ciablemente, lo político y lo social; del otro lado, una aventuraesencialmente ética, pero que no ignora, en contraste con lasinterpretaciones apresuradas, lo político; puesto que, bien mira-do, el tercero está siempre ahí. «El tercero me mira con los ojosdel otro», precisa Lévinas. Sin pretender dar cuenta aquí, demanera exhaustiva, de los efectos de esta confrontación, reten-gamos los más importantes.

Tanto la división, la configuración de la división en el campopolítico, como la relación disimétrica en el dominio ético traba-jan en el reforzamiento del movimiento de esta sociedad haciauna multiplicidad, hacia un pluralismo que no se reduce en launidad. En el registro de la no-coincidencia, cada uno de los dospolos tiende a designar una forma de comunidad no compacta,

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que se construye, paradójicamente, en, y a través de, la experien-cia de la separación. Sabemos cómo Emmanuel Lévinas, que sepermite pensar de manera distinta la utopía, insiste, al margende toda mitología, en la especificidad de la comunidad que seinstaura por medio del lenguaje: no constituye la unidad de gé-nero y los interlocutores permanecen completamente separados.

Antes de entenderla como una feliz fábula humanista, másvale saber estar disponible a la extrañeza de lo humano que allíaparece. ¿Estas dos aventuras no están construidas ni atravesa-das por una indeterminación indomesticable que, en uno y otrocaso, manifiesta su singularidad? La democracia encuentra lafuente de su fuerza indomable, en el elemento humano, en estefoco de complicaciones, de agitaciones, que entraña la articula-ción de vínculos múltiples (tanto los que unen como los que se-paran). En el recurrente regreso a esta reserva de indetermina-ción, la democracia se muestra indomable, salvaje, turbadoradel orden, de los órdenes establecidos; no para erigirse comopotencia soberana, sino para acoger, sin ocultarse, la experien-cia de la institución en contra de este elemento humano, él mis-mo salvaje; susceptible, en cuanto tal, de engendrar formas derelaciones inéditas, de permitir el advenimiento de lo heterogé-neo.4 «La utopía de lo humano», escribe Lévinas, para reeducarnuestro oído a la palabra humano. No el hombre, sino lo huma-no; no la determinación de la naturaleza humana, ni el destinohumano, sino lo humano; la imprevisibilidad de lo humano; laindeterminación de lo humano. No el orden o el reino humano,sino la perturbación del orden; el aumento del sentido. Como silo humano fuera un acontecimiento, despertar súbito de unainteligibilidad más antigua que el saber o la experiencia, ahon-damiento imprevisible que viene a cruzar el tiempo histórico,desafiando todos los cálculos, aparición de una efectividad másefectiva que la de los realistas.

En el caso de Lévinas, lo humano, que demuestra una conni-vencia todavía más profunda con la utopía, distinta a la de unacomplejidad que no puede organizarse ni dominarse, que se de-riva de la indeterminación, ¿no tiene algo que ver, además, conla singularidad del ser? El movimiento de salida del ser caracte-

4. M. Abensour, «“Démocratie sauvage” et “principe d’anarchie”», Les cahiers dePhilosophie, 18, 1994/1995, pp. 125-149.

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rístico de una filosofía de la evasión que cuestiona el primado dela ontología, el primado de la cuestión del ser, busca lo humano,más allá de la preocupación de ser, en una relación anterior a lacomprensión y, de hecho, cerca del no-lugar de la utopía. Casi alfinal de De otro modo que ser o más allá de la esencia, E. Lévinasescribe: «Al reproche del utopismo —si el utopismo es reproche,si algún pensamiento escapa del utopismo— este libro escaparecordando que lo que humanamente tuvo lugar jamás pudo per-manecer encerrado en su lugar» (p. 268).

Al final de este rodeo —la división de lo social que instaura lademocracia, la disimetría de la relación ética que trabaja la uto-pía—, tal vez sea legítimo regresar, avisados ya, a la afinidadsecreta entre utopía y democracia que habíamos entrevisto alprincipio.

¿Cuántas conexiones entre la desmesura del deseo de liber-tad, siempre susceptible de engendrar un nuevo desorden, decrear un no-lugar —en los términos de Claude Lefort—, y la ex-centricidad de la utopía, productora de otro no-lugar, o de unno-lugar otro, este paso fuera de lo humano, para llevarnos a lohumano, quedan por descubrir?

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INTRODUCCIÓN. La irrupción de lo político, por ScheherezadePinilla Cañadas y Jordi Riba .................................................... IX

ITINERARIOS

Crítica de la política ...................................................................... 3Presentación de los Cahiers de Philosophie politique ................... 5¿De qué regreso se trata? .............................................................. 11

FILOSOFÍA POLÍTICA CRÍTICA

¿Cómo una filosofía de la humanidad puede ser una Filosofíapolítica moderna? .................................................................... 17

¿Por una Filosofía política crítica? ............................................... 45¿Hannah Arendt contra la Filosofía política? .............................. 95

CRÍTICA DEL TOTALITARISMO

Atreverse a reír .............................................................................. 129Reflexiones sobre las dos interpretaciones del totalitarismo

de Claude Lefort ...................................................................... 139Hannah Arendt: ¿la crítica del totalitarismo y la servidumbre

voluntaria? ............................................................................... 189De una errónea interpretación del totalitarismo

y sus consecuencias ................................................................. 215

LA INAGOTABLE CUESTIÓN DE LA EMANCIPACIÓN

«Democracia salvaje» y «principio de anarquía» ......................... 247La extravagante hipótesis ............................................................. 277Utopía y democracia ..................................................................... 311

ÍNDICE