artigas - la redota

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Primeros capítulos de la novela de PABLO VIERCI

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VtÑ•àâÄÉ D Montevideo, 1884

Esa mañana había sido providencial para el Maestro. Juan Manuel Blanes, pintor famoso, es un hombre ma-

duro. Ni siquiera se puede decir que lleva bien sus cincuenta y cuatro años: los aparenta, con esa barba larga y la mirada vivaz y eternamente curiosa, que todo lo observa con expre- sión intensa, ensimismada.

Como todos los días, hace mucho que está instalado en su lugar de trabajo.

En otro sector del atelier –ahora que no cuenta con nin- guno de sus dos hijos, esos sí pintores incipientes–, está su joven ayudante, Vicente Costa, de cara redonda, grandes ojos que bailotean en las órbitas y cabellos rubios ensortijados; viste un delantal sucio de colores, como si se tratara de un cuadro al óleo, y está rodeado de papeles, haciendo cuentas.

–Hay varias deudas impagas –murmura. Blanes lo ignora. La encomienda que le ha hecho el

excelentísimo general Máximo Santos, mandamás de Uru- guay que se autoinvistió presidente de la República, se le ha transformado en un enigma.

Hace rato que recorre con la vista las palabras sueltas escritas en un papel que tiene en su mano. Hasta que se deci-

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de. Se dirige a un espejo de cuerpo entero que cuelga en una de las paredes, lo encara y pronuncia lo que parece ser un discurso…

–“Mi autoridad emana”... ¿emana? –mira las notas, y con más énfasis–: “Mi autoridad emana de vosotros” –consulta de nuevo el papel– ... “y ella cesa ante vuestra presencia sobe- rana” –declama, actuando, con gesto solemne.

Al fondo, el joven ayudante, sin prestarle demasiada aten- ción porque el Maestro se ha pasado dos horas en lo mismo, sigue hurgando en los papeles y hablando solo.

–Será imposible hacerlo en dos meses, ¡mal sabemos quién era ese… Artigas!

Se dirige a Blanes: –¡Y hay tantas obras comprometidas para entregar antes

que hacer eso! Primero que nada, el retrato del barraquero, del que ya pagó un anticipo. Buen trabajo tendrá para disi- mularle la papada y darle brío a esa mirada porcina, por lo que el hombre está pagando con tanta prodigalidad... Pero por lo menos es un rostro de carne y hueso, con dinero con- tante y sonante que lo respalda, y no un fantasma.

Abstraído, Blanes vuelve a enfrentarse al espejo, cónsul- ta otra frase y la ensaya:

–“No venderé el rico patrimonio de los orientales…”. –No es su caso –masculla el ayudante–. ¡A la vejez, vi-

ruela! Blanes continúa sin escucharlo, leyendo. –“No venderé el rico patrimonio de los orientales… al

bajo precio de la necesidad”… Linda, esta... –farfulla, asin- tiendo con la cabeza–. “Es muy veleidosa la probidad de los hombres, solo el freno de la Constitución puede afirmarla”… Pero no, con frases así, por más lindas que sean, no lo visualizo. Tenemos que encontrar algo más claro... más rotundo.

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El Maestro busca entre los papeles desparramados sobre la mesa, separándolos, clasificándolos. Mientras tanto, el ayu- dante continúa entre gemidos y rezongos.

–“Linda” es esta cuenta de las telas que se trajeron de Europa… Veinte pesos… “Clara y rotunda” es la misiva que la acompaña… y “visualizo” prisión por deuda para uno… –y alza apenas la mirada para ver cómo reacciona su patrón, que está de muy buen talante.

Y no es para menos. Esa mañana había sido providen- cial, en verdad. A las 9, se apersonó en el atelier el mismísimo presidente Máximo Santos, con un historiador a quien Blanes jamás había oído nombrar (posiblemente un burócrata de la Presidencia, aficionado a la Historia como pasatiempo), que le traía nuevos materiales (a los que él calificaba como “prue- bas”), para desmontar una larga “leyenda negra”, según adu- jo el viejo, de cuya espalda brotaba una corcova asimétrica que se ensañaba con el hombro derecho.

Se suponía que esos documentos, libros y papeles viejos –a los cuales el historiador depositó jadeando sobre la mesa– ayudarían al pintor a imaginar la esquiva imagen de José Artigas que debía plasmar en un retrato. El que quiso matar a Artigas

Blanes busca otros materiales, hasta que de pronto su mano encuentra un cuaderno dentro de un sobre, en cuyo exterior se ha escrito, con la misma letra tediosa y uniforme con que el historiador ha enumerado los documentos:

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Prueba C: Guzmán de Calderón,

el que quiso matar a Artigas

–¡Por Dios! –exclama Blanes, al advertir semejante título. Abre el sobre, saca el cuaderno y lo ojea desde el final. Se

entusiasma cuando descubre un minúsculo bosquejo en la última hoja, y se regocija al advertir que en casi todas las páginas hay dibujos, algunos realizados con más esmero que otros, alternados con breves comentarios. Se trata de una bella cartilla con tapa dura de cuero. Ade- más de los dibujos y las anotaciones, hay alguna hoja de árbol pegada, restos de barro en una página... Cuando el pintor la abandona sobre la mesa, para recurrir a sus carbonillas porque le ha venido una imagen a la mente, el ayudante se precipita y la toma entre sus manos, disimulando su ansiedad.

Toca los folios, los palpa, los manosea, hasta que con la uña advierte que el forro interior de la contratapa está suelto. Introduce la hoja de una navaja que usa para sacar punta a las carbonillas, y la abre, despegándola por completo. Ahí está la carta escondida. La extrae suavemente, como si fuera un papi- ro milenario de Oriente, presto a convertirse en polvo.

Exultante, con una sonrisa de oreja a oreja que muestra sus dientes blancos y desparejos, se la entrega a Blanes, quien toma la carta, sorprendido. La lee. Levanta la cabeza, atizado por la imaginación. ¿O sea que todo ese cuaderno está escrito con el lenguaje… del corazón? ¡Qué coincidencia!, ¿no es cier- to? ¡Las mismas tribulaciones que él está viviendo! ¡Solo que este hombre –un tal Calderón– las vive con una tal Isabel, y él con una tal Carlota! Pero Blanes no lo puede expresar en

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voz alta. El mequetrefe de Vicente es demasiado avispado. Bueno... y la bella Carlota Ferreira ya lo ha visitado en el estudio. Él ya le ha hecho el primer retrato y ella pretende el segundo… y el mequetrefe sospecha, y tiene mucha confían- za en su olfato de perro sabueso.

“Deliras, muchacho, ¡si soy un hombre casado y esa mujer es el amor de mi hijo Nicanor!”, le espetó cuando el joven, con voz rebuscada, le hizo un comentario malicioso: “¡Qué mujer, es capaz de llevar a cualquiera a cometer una locura… a uno lo arroja al abismo de la pasión! ¿No experimenta lo mismo, Maestro?”.

“Concéntrate en el trabajo, muchacho, eres tan disperso y alocado que nunca llegarás a nada. Atiende los detalles, ¡caramba!, y no pienses en mujeres, que te nublan la vista y tienes que pintar con los ojos abiertos”, le aconsejó entonces.

El Maestro toma la cartilla de Calderón, y se sienta jun- to a la ventana que da a la calle, frente al caballete con el lienzo en blanco.

–Veamos, veamos este asunto de nuevo –se propone con energía.

Como si todo cobrara otro sentido, ahora se detiene com- placido en la primera página del cuaderno del hombre que “quiso matar a Artigas”. Pasa el dedo por la cara interior del lomo. Sí, las primeras hojas fueron arrancadas. ¿Cuándo? ¿Por qué? Tras esas hojas ausentes, observa la primera presente, donde, por encima del dibujo de las rejas de una pulpería y por debajo del de unas graciosas aves en vuelo, muy bien resueltas, el español Calderón escribió las siguientes palabras:

Buenos Aires, mayo de 1812

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VtÑ•àâÄÉ E Buenos Aires, mayo de 1812

El español Guzmán de Calderón, un hombre cuya edad frisa los cuarenta y cinco años, bien plantado pero con aire abatido, la cara abotagada, no sabe cómo proceder. Suda, da vueltas. Lo que está por hacer no tiene retorno. Sus ojos, de un azul profundo, miran a la nada.

Llega a un establo de tablas anchas, vacío. Entra y aguarda, evitando pisar el estiércol equino. Espía entre las maderas.

Un pensamiento lo estremece: cualquier hombre, dadas las circunstancias, es capaz de hacer cualquier cosa. Cual- quier cosa, se repite.

Para serenarse, en una hoja de la cartilla, en pocos trazos hace el dibujo de la pulpería que está enfrente. A través de las ventanas con rejas gruesas observa, a la luz mortecina de las velas, las dos mesas ocupadas.

Un criollo, Ildefonso Fuentes, de edad mediana, y otro hombre rubio, con aspecto y ademanes de inglés, se intercambian papeles y, por debajo de la mesa, algo que Cal- derón no ve, pero imagina.

Poco después el criollo sale de la taberna con un male- tín. El dichoso botín por el que tanto ha penado. El dinero inglés por la venta de los cueros, y el dinero para la extraña

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rebelión de los renegados orientales, los del otro lado del río Uruguay.

Calderón sale tras él. Ildefonso Fuentes camina hacia su derecha por la noche

porteña, semidesierta, con el presentimiento de que alguien lo está siguiendo. Mira en derredor, pero no ve nada. Llega a un palenque solitario, a orillas del Río de la Plata, donde hay dos caballos atados, próximos a un bebedero. Solo uno está ensillado.

En respuesta a lo que parece un presentimiento, el crio- llo saca una pistola y apunta hacia la oscuridad, de donde, en efecto, surge Calderón. Al reconocerlo, Fuentes se tran- quiliza.

–Ah, es usted. Baja el arma y enseguida la atraviesa en su cinturón. Le

da la espalda a Calderón para acomodar la cincha de su reca- do, sin descuidar totalmente al recién llegado.

–Ya lo tengo. Ahora le pago lo que le corresponde… Te- nía razón, quieren seguir comprando –dice.

–Usted no pretendía pagarme y ahora no lo quiero –res- ponde Calderón, y con velocidad de centella saca su daga y se le abalanza.

Fuentes se vuelve, retrocediendo. Trastabilla, mientras intenta tomar su pistola; pero antes de que pueda apun- tarla, Calderón le lanza una estocada que lo hiere en el corazón.

No bien el agresor monta el caballo, surge la montonera…

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La partida de defunción

Calderón está en un calabozo infecto, tumbado en un camastro, con notorias señales de haber sido torturado. Jun- to con él hay otros cinco presos: tres en sus literas y dos in- dios pampa en cuclillas, recostados a la reja. Para ellos ni siquiera hay catres. Lo único que sobra en abundancia para todos son los piojos.

Entran dos guardias uniformados. Con las manos atadas con sogas y grillos de hierro en los tobillos, se llevan a Calde- rón, conduciéndolo por el cuartel donde está prisionero.

Avanza arrastrando los pies y cojeando: la paliza que le dieron le lastimó la espalda y el rostro, y le quemaron con brasas las piernas.

Lo llevan por corredores donde se cruzan con militares y civiles, suben escaleras y, al final del recorrido, llegan a un amplio patio central. En uno de los lados, se ve el cuadrado de madera con el patíbulo y la horca, que desde ese ángulo resulta tan macabra como imponente. En ese instante están bajando el cadáver de un ahorcado. La escalera de madera se ve muy sucia, al igual que los palos, el cadalso y el dogal oscuro y grasiento. Debajo se amplía el charco de humedad permanente provocado por la orina de los moribundos. El Buenos Aires revolucionario, tras los acontecimientos de 1810, está viviendo su período de Terror.

La cara de Calderón, lívida, desfigurada por el miedo, se sobrepone por momentos con atisbos de serenidad. Lo suben por la escalera y, sin cubrirle los ojos, quien parece ser el ver- dugo le coloca la soga en torno al cuello. Por el pantalón del condenado corre un hilito de orina. Le asaltan fragmentos de recuerdos inconexos. Él ante un espejo, la primera vez que

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vistió el uniforme del ejército español, con su padre, detrás, sonriendo complacido; un lance del duelo que mantuvo con el afrancesado que le robó a su mujer, en el momento en que él le cortó al otro el tendón de la mano. Isabel, junto a él, mientras le susurra: “Adiós, mi amor”.

Sorpresivamente, surge un fraile que quiebra su ensoña- ción y le quita el dogal del cuello, lo baja del cadalso y, junto con los guardias, se lo lleva de vuelta a la misma mazmorra de donde partió.

A Calderón le falta el aire. “Me matarán luego de la con- fesión”, se atormenta pensando.

Al llegar, advierte que los otros presos no están y, en su lugar, junto a dos sillas simples de madera, a un lado de su camastro, hay un militar grueso, de gran estatura y expresión patibularia. El maletín que le había quitado a Ildefonso Fuen- tes está sobre el camastro, así como una pequeña valija de cuero. Cuando entra, se arrodilla ante el fraile.

–Imploro misericordia, Padre, ¡no permita que me tor- turen más! Que me ahorquen, que me maten con dignidad de soldado, ya les dije todo lo que… –suplica.

–Shhhh –le susurra el supuesto fraile, colocando las ma- nos sobre sus hombros, mientras el guardaespaldas hace se- ñas a los soldados para que le quiten los grilletes y se retiren.

El fraile se baja la capucha. –No soy ningún Padre. Seguramente me conoce... –dice

el desconocido. Calderón lo observa con ojos parpadeantes. –Soy Manuel de Sarratea, el triunviro que gobierna este

territorio libre. Ordenaré que le vean esas heridas. En su rostro tiene como estampadas la mueca de una

sonrisa y la mirada de unos inescrutables ojos claros.

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Bajando la voz, Sarratea agrega: –Y créame, no comparto para nada esos excesos, no los

justifico, pero usted me entenderá, somos un Triunvirato y... Calderón observa su rústico disfraz. –… fue esta la forma de poder encontrarme con usted.

Siéntese, por favor –mientras él hace lo propio en la otra silla.

Sarratea consulta unos papeles que trae escondidos entre los pliegues de su hábito.

–No entiendo, créame que no lo comprendo. ¿Qué hace un oficial de la Corona española, con las credenciales que usted tiene, en un lugar como este? Cuando me lo contaron, no podía creer lo que me decían. ¿Qué está haciendo aquí, Calderón?

Sarratea se coloca los anteojos, elige unos documentos y sube y baja la mirada, leyendo:

–Finalmente tenemos su verdadero nombre: don Guzmán Ignacio de Calderón de la Seguía... Cristiano. Nacido en Madrid, en 1764. Entró al ejército a los catorce años. Muy joven estuvo en las colonias, en el Virreinato del Perú, pero pronto regresó a la metrópoli. Sirvió con hono- res en las guerras contra Napoleón. Cuando se produjo la debacle, en 1808, fue nombrado capitán de caballería. Hay una referencia muy elogiosa de sus superiores dirigida al rey, que ya no estaba, y luego del descalabro, la Junta Su- prema lo envía a las colonias, en 1810, ahora con creden- ciales muy ambiguas, para ejercer “servicios especiales de información militar”… Bah… espía… Y lo debe de haber hecho bien, porque no sabíamos de su existencia. Se hacía pasar por comerciante, ¿no es cierto?

Calderón lo observa con pesadumbre.

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–Pero bueno, hasta ahí todo tiene cierta lógica –conti- núa Sarratea–. Un soldado calificado y con lealtades. Pero lo que sigue es un laberinto. No podemos entender dónde y cuándo usted se da vuelta. ¿Qué es lo que sucedió?

Sarratea busca otro papel. “Es un cínico”, piensa Calde- rón. “Un farsante”.

–Por un momento nos confundió. Pensamos que lo ha- bían comprado, o peor, convencido los insurgentes, ¡algún tipo de rebelión contra el destino! ¡Qué sé yo! Pero no, usted no es tan ingenuo: sabe que ese es un camino sin salida. Pero después ocurre lo impensado: asalta, roba y mata al correo más cargado que tenían los artiguistas. Y en una forma tonta, indigna de usted, deja que lo capturemos nosotros, aquí, en pleno Buenos Aires. ¡Porque debía saber que a ese Fuentes lo venimos siguiendo desde hace mucho! ¡Un hombre de los insurrectos, que pretenden sublevar a todas las provincias! Porque eso es lo que está ocurriendo: un intento de rebelión al nuevo orden establecido –en este Virreinato sin España, hasta que regrese el rey prisionero–, comandado por alguien que es nuestro subordinado. De todo esto, lo único claro como el agua es que usted quiere desertar, abandonar a su Corona y quedarse en América... y para eso precisa plata. ¡Pero justo esta!... –señala el maletín–. ¡Qué ingenuidad, Calderón! No- toriamente, más que la codicia, fue la imperiosa necesidad la que le nubló los ojos. Hoy por hoy, nos quedan pocas alter- nativas. Mire –y le va señalando con los dedos–: una, lo en- tregamos a los artiguistas, con parte de las pruebas –apunta al dinero– como el asesino de su más preciado correo. Lo degüellan. Dos, le hacemos un juicio sumario, lo ahorcamos nosotros por asesino, ladrón, espía y traidor. Tres…

–¿Qué quiere? –musita Calderón.

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Sarratea busca otro documento entre los papeles que ha traído.

–Escuche esto –lo mira al español a los ojos, baja la vista y lee–: “Mi autoridad se origina en vosotros”. ¿Y quién le habrá dado esa autoridad? Un bando de maleantes, o un ejército de desdentados. Un retroceso en la historia. ¿Sabe de quién es este texto, que iba en una de las cartas de su víctima? –Continúa leyendo–: “... controlando los impues- tos, imponiendo el monopolio, Buenos Aires, como antes lo hizo España, siempre nos sojuzgará”. O esto: “Esta mar- cha es para héroes”. –Mirándolo a los ojos de nuevo, excla- ma–: ¿Héroes? ¿Usted cree que podemos construir una na- ción próspera con delirantes que se hacen llamar “héroes”? Sabrá, por su experiencia, que la razón no convence a los fanáticos que se creen santos, o héroes. Ellos solo entienden la lengua de las armas, y solo creen en su propio martirio ejemplarizante. Escuche esto: “La cuestión es solo entre la libertad y el despotismo”. ¿Libertad?, ¿libres de quién?, ¿a qué se refiere?, ¿a sus instintos?, ¿la anarquía? A la corta o a la larga, siempre bregará por la secesión de Buenos Aires. En realidad, liquidando a Fuentes usted nos ahorró la fae- na. Podemos ser socios. Usted tiene destrezas que no suelen verse por estas comarcas.

–¿Qué quiere que haga? –pregunta Calderón. Sarratea abre la otra maleta: saca documentos, anteojos,

vestimentas… Toma el cuaderno donde Calderón hace sus dibujos,

arranca las primeras hojas hasta que llega a una poblada de pequeños pájaros en vuelo y, debajo, el dibujo de la pulpería con las amplias ventanas enrejadas.

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–Su vida pasada desapareció. Ahora usted es Guzmán Vargas, empleado de Alexander von Humboldt para recrear la vida en el sur, adonde él nunca llegó, aprovechando que a usted le gusta dibujar pájaros, animalitos e insectos. Acá tie- ne todo lo que documenta su misión, en alemán y español, con todos los sellos correspondientes, más convincentes in- cluso que los originales. Nadie entenderá nada pero le cree- rán. Al alemán le entretiene enviar gente al fin del mundo para que le dibuje, y usted es uno de esos aventureros. Pero hará una encomiable misión para todos, especialmente para usted. Guzmán de Calderón murió de viruela. Aquí tengo su partida de defunción, que enviaré a España. Necesito la de- función de otro hombre… de la que ni siquiera necesito la partida…

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VtÑ•àâÄÉ F La quilla en el río de aguas terrosas

Acodado contra la borda, el flamante Guzmán Vargas está reconcentrado en el Río de la Plata, que se quiebra cuan- do la quilla del bergantín hiende sus aguas.

“Entiéndame, Calderón. Para devolver la paz a la pobre gente de este territorio sufrido de la Banda Oriental, firmamos un armisticio con los españoles a los que estábamos sitiando en Montevideo, y así iniciamos una tregua. No podíamos se- guir luchando en tantos frentes. Pero a este señor Artigas, esto no le servía para sus proyectos de poder y extravío mesiánico, y decidió retirarse con sus infelices a un campamento distante seis días de Montevideo, al norte. Se le pidió, como nuestro subalterno militar –desde que el año pasado abandonó a los españoles y se plegó voluntariamente a nuestra revolución; rei- tero: voluntariamente–, que retirara sus tropas del sitio a Mon- tevideo porque militarmente no estábamos en condiciones de continuarlo, y que acampara al norte, como ejército, no como pueblo, aguardando instrucciones. Pero el hombre se insubordina contra las reglas, porque solo obedece a su capricho. Y ambientó una fuga de parias, a la que fueron obligando a su- marse a todos los que encontraron en el camino. No se insu- bordinó formalmente, sino en los hechos, lo que es mucho más grave. Acata pero no obedece”.

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Sarratea no titubeaba, ni pestañeaba. Y cada tanto la muletilla: “¿Qué hace acá, señor Calderón?”.

Esa sorpresa no era sincera. Es un cínico contumaz. Guzmán toma el cuaderno de su bolso, una carbonilla y comienza a dibujar la quilla que quiebra el mar. Su vida tronchada.

Mi vida partida en dos. ¿Qué hago acá? No soy un asesino, señor Sarratea. Soy un hombre sin

patria, que perdió las grandes causas por las que luchaba, en América y en Europa.

Ahora combato por mí. En América puse mis esfuerzos al servicio de la Corona,

creyendo que traía civilización, cristianismo y progreso. En Europa, en el campo de batalla, mataba a enemigos

de España. Pero esa etapa terminó. Ahora, en América, mis armas van contra los que se interponen en mi destino. Y por primera vez fallé, en una emboscada, en la noche de Buenos Aires.

Y permití que me convirtieran en Guzmán Vargas, sica- rio del virrey criollo.

Guzmán anota la fecha…

20 de mayo de 1812, a bordo de un bergantín que cruza el Río de la Plata.

Y piensa: Una dama y su sobrina –esta última casada con un fami-

liar de Artigas, y la otra, que aparentemente fue amante del rebelde– podrían darme una carta de presentación para en- trar en el campamento de los bandidos. Eso es todo lo que

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me entregó Sarratea, así como el nombre de un cura a quien el virrey Elío expulsó de Montevideo.

Y, si todo sale bien, podré ejecutar mi encargo, cobrar la recompensa, perdonar tu traición, tras dos años carcomi- do por los celos, y traerte, mi amada Isabel Durán, para empezar todo de nuevo, sin reproches, sin pasado. No fuis- te tú, sino la patria postrada, la que te obligó a abrazarte al afrancesado, para no hundirte en la miseria a la que yo te condenaba. Los osados artigueños

A Vargas lo distrae la llegada a cubierta de dos hombres, uno joven y otro de edad madura, ambos con ademán ner- vioso. Hablan en murmullos y observan el horizonte, donde despunta el alba mientras la bruma aún flota sobre el mar.

Vuelve a concentrarse en las olas. El capitán del bergantín sube a cubierta, acompañado

por un marinero. –Buenas días, señor –le dice al español, que le responde

con un gesto–. Es un río hermoso, el más ancho del mundo, tanto como un mar. ¿Ya lo había atravesado?

–No. Es mi primera vez –le contesta. En ese momento irrumpe un hombre armado, trayendo

a otro marinero con él. Los primeros dos, el joven y el de edad madura, apuntan al capitán con viejos trabucos.

–¡No se mueva! –le gritan. Otros dos cómplices surgen del interior del bergantín,

con una pesada maleta, como si cargara piedras, o armas.

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Arrastran consigo a un marinero muy joven, casi un niño, a cuya cabeza apuntan con una pistola.

–¡Detenga el buque, capitán, ahora mismo! Sin manifestar demasiada sorpresa, el capitán le hace un

ademán a un marinero. De espaldas al río, Vargas observa la sincronización de

estos hombres. Sí, salieron de la Buenos Aires liberada y no pueden ingresar regularmente al Montevideo español. Son renegados, revolucionarios, buenos vecinos que estos tiem- pos convirtieron en malhechores. Como él.

Dos marineros arrían las velas y el bergantín aminora la marcha, hasta detenerse. Los asaltantes bajan uno de los bo- tes llevando de rehén al joven marinero. Pero no bien el bote toca el agua, antes de comenzar a remar, lo liberan. Agitado, el muchacho sube, asido de las sogas a estribor, como un mono perseguido por un leopardo.

En ese instante se iluminan disparos de artillería livia- na desde las sombras de la costa, a la que hasta ahora Vargas ni siquiera había descubierto. No imaginaba que estaban tan cerca del puerto. Son disparos espaciados, provenientes de diferentes puntos de la península, donde poco a poco, entre la bruma que se disipa, empiezan a titilar las luces de aceite.

Desde el bote responden a los disparos, que salpican el mar de estrellas.

–Nosotros no hacemos fuego contra los ladrones –orde- na el capitán–. No es nuestra disputa, que se arreglen entre ellos, que lo nuestro es el transporte de un puerto a otro, no al cielo, ni al infierno.

–Veo que la guerra no lo ha tomado por sorpresa –co-

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menta Vargas, ante una situación que parece de rutina.

–Estuvimos seis meses sin hacer la travesía. No hace mucho que la reanudamos, y si no asumimos alguna neutra- lidad en la contienda, volveremos a permanecer en tierra, y eso, para un marino, es una prisión. Aparte de que no recibi- mos paga de buena gente como usted.

De pronto suena otro disparo de cañón, que sacude el río a cincuenta varas del bergantín.

Los marineros corretean encendiendo lámparas por do- quier, para advertir a los españoles de Montevideo que este es el buque de línea. Muchas se apagan cuando sopla la brisa, y los tripulantes las vuelven a encender a las apuradas.

–Estos artigueños… –balbucea Vargas. –Andan huyendo de un lado al otro, y aun así se repro-

ducen como chinches. Los persiguen de todas partes pero los hombres tienen carácter –comenta el capitán, mirando con un catalejo la dirección del bote que le hurtaron.

Ahora los disparos son más espaciados, porque los de la costa perdieron el rastro del bote, que se diluyó en la niebla.

Desde el bergantín, el capitán ve lo que de la costa no consiguen divisar.

–Al noroeste. El bote quedará en la playita junto a la punta rocosa –les indica a los marineros, como si la suerte de esos hombres le fuera indiferente, pero la de su bote no–. Andan tan asustados que confunden mulas con caballos, ver- gantines con buques artillados, civiles con soldados. Es un tiempo que requiere muchos cuidados e infinitas precaucio- nes –le explica a Vargas, sin especificar si se refiere a los espa- ñoles o a los rebeldes–. Marque los nombres de estos hom- bres en la lista de pasajeros –ordena el capitán a otro marine- ro que llega con una hoja de papel–. Ya nos la pedirán los godos.

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Y, como si recién lo percibiera, se disculpa con Vargas: –Dicho esto sin ningún menoscabo, porque así como

usted es español, mi padre también lo es. El bergantín está llegando a la bahía de Montevideo cuan-

do la luz del alba se ha enseñoreado por fin del paisaje. Ahora se distingue claramente el puerto, la mejor y más segura ba- hía natural de la costa oriental de América, coronada al oeste por un cerro aislado, con forma de cono, como de cien varas de altura sobre el río que parece mar.

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VtÑ•àâÄÉ G Montevideo, el canto del cisne

Montevideo amurallada. La última ciudad que fundó el Imperio español, en el último Virreinato, el del Río de la Plata. El canto del cisne, la ciudad más austral, al sur del sur, mirando a la Antártida, de espaldas al mundo, piensa Vargas, otrora Calderón, y menea la cabeza, circunspecto. ¡Cuánta torpeza, España!

El bergantín atraca despacio contra el muelle. Cuando creó el Virreinato de Nueva España, o el Virreinato del Perú, a mediados del siglo XVI, o el de Nueva Granada, a comienzos del XVIII, se olvidó del sur. Siempre se olvidó del sur. Entonces, antes de que fuera demasiado tarde, enmendó el error y creó el Virreinato del Río de la Plata, sesenta años después.

Se había olvidado porque el sur no tenía lo que el apetito de los conquistadores requería: minas de oro y de plata –como las de Potosí, en Bolivia, las de Perú o las de Zacatecas, en México–, esmeraldas de Colombia, cultivos de algodón o los ingenios de azúcar, como los del Caribe. Pero más que nada, no tenía suficientes indígenas, que acá eran grupos pequeños y aislados viviendo en la Edad de Piedra. No tenía la mano de obra esclava merced a la cual los encomenderos podrían extraer las riquezas, a sangre y fuego. ¡Cuánta hipocresía!

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¡Qué ingenuo había sido, cuando llegó al Perú, casi un niño, vistiendo el glorioso uniforme del ejército español, para civil- zar y cristianizar, sacar del oscurantismo a los salvajes y devol- ver la esperanza a los hombres, porque el Nuevo Mundo era una tierra de salvación!

El forastero observa los grandes atados de cueros crudos apilados en los muelles del puerto y reflexiona.

El primer cambio que sufrieron estos indígenas del sur fue el ganado.

Luego de recorrer el territorio de la Banda Oriental du- rante seis meses, a principios del siglo XVII, Hernando Arias de Saavedra, o Hernandarias, como lo llaman, nacido en Pa- raguay, el primer criollo que se tornó gobernador, enemigo de las mitas y los encomenderos, comunicó al rey que habían subestimado el sur. Al este y al oeste del río Uruguay, las tie- rras calmas y planas, sin el vértigo de las montañas nevadas y la exuberancia de las selvas tropicales, con invernadas y refu- gios naturales, eran más fértiles que en ningún otro Virreinato. Si se poblaran con ganado europeo, ¿no se convertirían en un vergel?, ¿un paraíso de tierra vigorosa, reses y granos, en un mundo de pestes y hambrunas? Y si se transformara en tierra de provecho, allí se establecería población, colonos para defender la frontera, en la eterna pugna con Portugal. Como no recibió respuesta, pocos años después, Hernandarias re- gresó al oriente del río Uruguay, por la desembocadura del río Negro, y liberó ganado vacuno en el territorio. En dos años los animales se habían multiplicado por cuatro; en diez, por mil. La región se convirtió en una próspera vaquería sin propietario, donde las reses transportaban la riqueza en su propio cuerpo: piel y carne, cada vez más gorda.

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Con ese solo gesto, abandonando ganado, que ni siquie- ra fue producto del trabajo español, aunque sí provino de la actitud de un hijo de España, se generó una riqueza que lle- garía a ser tan demandada como el oro y la plata: el cuero. Más versátil que ningún otro material, permitía improvisar albergues y reparos, fabricar paredes, techumbres, botes, puer- tas, ventanas, camas, catres, aperos de montar, arreos, arne- ses, toldos de carretas, lazos, riendas, boleadoras, botas, som- breros, cintos, vainas, cordajes, tientos, canastos, cofres, bol- sas, odres, sillas, petacas para asientos. Y vestimenta. Todo o casi todo lo que se necesitaba, mientras la carne se salaba y vendía como charque, se utilizaba el sebo para fabricar velas y jabón, y se aprovechaban las astas. Y todo estaba al alcance de cualquiera.

Las reses habían encontrado uno de los mejores ambien- tes para reproducirse. Las condiciones favorables de las para- deras y el clima crearon el único territorio del universo don- de no se necesitaba trabajar para vivir. Un curioso edén, que atrajo por el norte y por el este las incursiones de los portu- gueses desde Brasil, Inglaterra desde el mar, y paralelamente, el acoso de faeneros de todos los pelos. Los portugueses fun- daron Colonia del Sacramento y la Corona española respon- dio creando Montevideo, pero prohibiéndole cualquier co- mercio, que solo salía de Buenos Aires y estaba sujeto al régi- men del monopolio imperial. El único destino de Montevi- deo, encerrada entre muros, era el de guarnición. La zona comenzó a ser codiciada por todos, y se convirtió en frontera de los deseos.

Vargas baja a puerto. La tierra que lo circunda es un pro-montorio que protege la bahía de todos los vientos, salvo del pampero. El pueblo está construido sobre esa cuesta, con

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casas de piedra y ladrillo cocido: la mayoría son de una plan- ta, algunas con tejado y las mejores son altas, provistas de azotea y mirador.

Frente al muelle, un gran cuerpo de guardia. A un costa- do, el edificio de la aduana.

El viajero presenta sus credenciales en alemán y español, que los funcionarios se pasan de mano en mano, sin enten- der ni jota.

Nadie habla de los fugitivos que escaparon en un bote, lo que deja en evidencia que cinco hombres asustados han logrado evadirse sin mayores contratiempos. ¿Qué traían de Buenos Aires? Ildefonso Fuentes no era el único, sin duda.

Lo dejan pasar y, con sus alforjas al hombro, el recién llegado camina por el damero de calles rectas, de piedra suel- ta y arena.

Por aquí vino al mundo Artigas, piensa Vargas, exCalderón. Hace un año que escucha hablar de él. Este reciente enemigo del godo, rebelde de Buenos Aires y hostilizado por Portugal, nació en el centro mismo del mundo español. Pertenece a una de las privilegiadas familias de puro origen peninsular; es nieto de españoles, los que vinieron con el fundador Zabala. Todos, padres e hijos, fueron funcionarios agraciados por la Corona con casas, chacras, estancias y haciendas.

Qué paradoja. Buena parte de su familia huyó en la diás- pora… Pero de inmediato se corrige. ¿Huyó? Eso de trasla- darse “con sus familias a cualquier punto donde puedan ser libres, a pesar de trabajos, miserias y toda clase de males”, como escribió el propio Artigas en un oficio, ¿fue una huida? No, por favor, ese hombre no huye. Se desplaza. Se mueve.

El insurgente los tiene confundidos. No se amolda a los cánones preestablecidos. Ni los del pasado, ni los del presen-

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te. Sí, Artigas es de esos hombres que se acomodan mejor que otros a los tiempos turbulentos.

Aunque la contrariedad de Artigas no es España, que ya está vencida. Es Buenos Aires. Y la piedra en el zapato es Portugal. Portugal, Portugal… Si España terminó siendo tor- pe, Portugal ha demostrado ser indigno…

Vargas sonríe, recordando el día en que volvió a conver- tirse en español, a pesar de todos los desengaños que había padecido, en ese tiempo cuando nada era lo que parecía.

Camina por el Montevideo húmedo, con olor a rancio, siguiendo las indicaciones de la carta que le entregó Sarratea, la que puede abrirle las puertas del campamento de Artigas. Qué ironía, piensa. Dos veces fui español, y ahora no soy de ninguna parte.