adorables criaturas

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Adorables criaturas, de Rodolfo Palacios: un adelanto exclusivo El periodista argentino Rodolfo Palacios acaba de dar a luz su nuevo libro, “Adorables criaturas, crónicas grotescas de ladrones y asesinos” (Ross). Presentamos un adelanto exclusivo: una crónica del Robo del Siglo, aquel asalto a un banco de Acassuso en el que los ladrones usaron como cobertura una toma de rehenes mientras saqueaban 145 cajas de seguridad para luego huir por los desagües. Palacios no solo cuenta detalles hasta ahora desconocidos del robo, sino que traza un perfil de los miembros de la banda, de sus ambiciones y debilidades, escritas con una pluma tan precisa como exquisita. Adorables Criaturas se presenta en Mar del Plata el jueves 10 de mayo, a las 18,30 en espacio cultural La Bodeguita, en el marco del Festival Azabache . El lunes 14 se presentará en el Centro Cultural Ross de Rosario y el sábado 19 en el Sindicato de Prensa de Chaco. En junio se hará una presentación en Buenos Aires. Mientras, no dejen de leer. Sin armas ni rencores A Maby, Majo y Lean.

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Adorables criaturas, de Rodolfo Palacios: un adelanto exclusivo

El periodista argentino Rodolfo Palacios acaba de dar a luz su nuevo libro, “Adorables criaturas, crónicas grotescas de ladrones y asesinos” (Ross). Presentamos un adelanto exclusivo: una crónica del Robo del Siglo, aquel asalto a un banco de Acassuso en el que los ladrones usaron como cobertura una toma de rehenes mientras saqueaban 145 cajas de seguridad para luego huir por los desagües. Palacios no solo cuenta detalles hasta ahora desconocidos del robo, sino que traza un perfil de los miembros de la banda, de sus ambiciones y debilidades, escritas con una pluma tan precisa como exquisita.

Adorables Criaturas se presenta en Mar del Plata el jueves 10 de mayo, a las 18,30 en espacio cultural La Bodeguita, en el marco del Festival Azabache. El lunes 14 se presentará en el Centro Cultural Ross de Rosario y el sábado 19 en el Sindicato de Prensa de Chaco. En junio se hará una presentación en Buenos Aires. Mientras, no dejen de leer.

Sin armas ni rencoresA Maby, Majo y Lean.

Maloliente mugre enmohece los tesoros ocultos, pero el oro que es usado más oro engendra.

Venus y Adonis, Shakespeare.

En Acassuso, uno de los barrios más pintorescos de San Isidro, situado 20 kilómetros al norte de Buenos Aires, casi todas las casas tienen alarma, cámaras de seguridad o perros guardianes. En las esquinas, hay garitas con custodios privados y los jardineros toman sol después de una mañana agotadora. En una misma manzana, conviven árboles con moras, naranjos o quinotos y parques con rosas blancas. Si se respira profundo, es posible sentir cada fragancia. En las calles Perú y Fernández Espiro, el aroma que predomina es el del tilo. Es un paseo placentero: circulan pocos autos y el canto de los pájaros se oye con nitidez. Pero si se caminan cuatro cuadras hacia el sur, del otro lado de las vías del tren, esa belleza desaparece en forma abrupta: la calle se ensancha y desemboca en un desagüe pluvial. En esas aguas viscosas, de movimiento constante y con un sonido similar al de una pequeña cascada, cientos de bagres esquivan las ramas que flotan sin rumbo y devoran la basura que encuentran a su paso. Una rata del tamaño de un zapato mediano trepa por una pila de escombros. Mientras contemplo la escena desde un pequeño muro de cemento me tapo la nariz.

A Ramiro Villarreal, que está a mi lado, el hedor le trae buenos recuerdos. Por ese desagüe, el 13 de enero de 2006, su padre y otros seis delincuentes huyeron en dos lanchas con 15 millones de dólares que habían robado en un banco cercano. En la frenética huida, los billetes se mojaron y el olor pestilente quedó impregnado en la tinta. Esa noche, Ramiro –que no participó del asalto– ayudó a su padre Carlos a apilarlos sobre la mesa. Le pasaron un secador de pelo, los plancharon y los rociaron con perfume. Pero los billetes aún olían a podrido.

–Me imagino cómo será la primera escena de mi película: afuera del banco, sólo habrá caos. Un plano panorámico mostrará policías confundidos, patrulleros, helicópteros, ambulancias y gente desesperada. Luego pasaré a un primer plano para mostrar a los francotiradores ubicados en los edificios más altos–me dice Ramiro mientras nos acercamos al Banco Río de Acassuso, en Perú y Avenida del Libertador, a seis cuadras del desagüe. Mi guía es un joven de 30 años, de mediana estatura, pelo lacio castaño, cara angulosa, nariz pequeña y físico atlético. Desde hace un tiempo, tiene una obsesión. No es buscar el dinero que supuestamente su padre escondió en un lugar inhallable. La misión que lo desvela es filmar la historia del increíble robo. En los últimos dos años, no paró de darle forma a su proyecto: por las mañanas, entrevistó a los cinco ladrones detenidos y condenados, entre ellos a su padre, y por las noches escribió el guión. Trató de aplicar lo que aprendió en sus tres años de estudio cinematográfico en la Escuela Audiovisual de Lomas de Zamora. Es fanático del cine: suele mirar 10 películas por semana; la mayoría son de acción. Para que nadie le gane de mano, registró el título de su obra, consciente de que pecaba de poco original. Decidió llamarla “El robo del siglo”.

Aquella mañana calurosa en que se ejecutó el gran golpe, el cronómetro de su padre Carlos Villarreal, de 53 años, barba rala, calvo y excedido de peso, se puso en marcha a las 10 de la mañana en punto. A esa hora entraron en el banco. Cada uno tenía un rol establecido. El plan, calculado milimétricamente, no podía durar más de dos horas. Eso lo tenía bien claro su compañero Francisco González, que había entrado en el lugar disfrazado de médico y con una peluca rubia que le había prestado su mujer (sus cómplices empezaron a llamarlo Susana por Susana Giménez), cuando les advirtió a los clientes que hacían cola en las cajas de atención al público:

–¡Esto es un asalto! ¡Todos al piso!

El resto de la banda ocupó sus lugares.

Los ladrones simularon una toma de rehenes. Pero mientras en la planta baja y en el primer piso parecía desarrollarse la acción central (los delincuentes apuntaban a los rehenes y fingían ser capaces de volarle la cabeza al que no cumpliera sus órdenes), lo más importante ocurría en el subsuelo. Allí, tres de los asaltantes vaciaban 147 cajas de seguridad. Las rompían a mazazos. Estaba todo calculado: la idea era hacer tiempo, lograr que la policía y las víctimas creyeran que los ladrones estaban cercados. La fuga estaba asegurada. Durante un año, los delincuentes habían cavado un túnel para unir una de las alcantarillas del desagüe con un boquete que comunicaba con el depósito de las cajas de seguridad. Mientras hacían el túnel y creaban una represa que mantuviera la profundidad del agua, los ladrones aparecían en el barrio disfrazados de obreros. No llamaron la atención porque en Acassuso hay obras en construcción y muchos vecinos rediseñan sus casas de dos plantas. En esa zona, los albañiles pasan tan inadvertidos como un hombre trajeado con maletín que camina por la peatonal Florida.

La banda tuvo el tiempo a su favor: afuera, en la calle, todos –la Policía, los fiscales, la gente, los periodistas– creían que estaban ante una posible masacre. Por eso, cuando la Policía al final decidió entrar en el banco, siete horas después de la toma, se encontraron con una sorpresa: los ladrones habían desaparecido como por arte de magia, sin disparar. Los clientes y empleados del banco estaban sanos y salvos. Humillados, los detectives descubrieron el boquete y un mensaje escrito por los asaltantes: “En barrio de ricachones, sin armas ni rencores, es sólo plata y no amores”. Los policías, que llevaban metralletas y estaban decididos a enfrentarse a tiros para rescatar a los rehenes y convertirse en héroes, se sintieron estúpidos.

La pasión domada

Ramiro, que no ignoraba a qué se dedicaba su padre, se enteró del robo cuando él lo citó pocas horas después en el Café Central, en Constitución.

–Hijo, hice algo grande.

–¿Vos estuviste en eso? –le preguntó mientras le señaló con el dedo índice el televisor del lugar, que mostraba las imágenes del golpe.

–Sí. En el baúl del auto tengo un regalito para vos. No quiero que alquiles más. Cómprate una casa.

Ramiro dice que no llegó a comprar nada porque la plata desapareció “misteriosamente” cuando su padre fue detenido. “No hubiese estado bien usar ese dinero”, se consuela justo cuando estamos frente al banco, un edificio rectangular de cemento. Por dentro, no es tan amplio como imaginaba. ¿Cómo hicieron los siete ladrones para moverse rápidamente con 23 rehenes en ese espacio reducido? Aunque el gran interrogante que dejó el golpe fue otro: ¿más allá de que el objetivo principal era volverse millonarios, el golpe tuvo también un sentido ideológico?

En la Argentina, no son pocos los que piensan que robar un banco sin lastimar a nadie puede llegar a ser un acto de justicia o rebeldía. La repetida frase de Bertolt Brecht (“Es mayor delito fundar un banco que haberlo robado”), tiene sus adeptos. En las cárceles, este tipo de asaltantes gozan del mayor respeto de sus compañeros. Hay grupos de Facebook que elogian a los ladrones: los llaman genios, revolucionarios, émulos de Robín Hood.

Ese sentimiento de resistencia contra los bancos se fortaleció en plena crisis de 2001, cuando el llamado corralito impuesto por el gobierno de Fernando de la Rúa, con el supuesto propósito de evitar un colapso financiero, impidió a los ahorristas sacar su dinero de los bancos. Cuando mejoró la situación económica, los bancos recuperaron su fortaleza, pero miles de personas se quedaron sin su dinero o por la devaluación se tuvieron que conformar con pesos en lugar de los dólares que habían depositado. Hubo jubilados que nunca recuperaron los ahorros de toda su vida y enfermos que murieron sin poder pagar sus tratamientos.

Entre los jubilados que perdieron su plata se encontraba un tío de “el Líder” (será llamado así porque pidió reserva de identidad), el ladrón que planeó el robo. Esa impotencia lo llevó a odiar a los bancos.

Al Líder lo conmueven los tipos comunes que se levantan todos los días antes de que amanezca para ir al trabajo. Basta con subir al subte un lunes a las siete de la mañana y ver las caras de desgano. La frustración de los tipos que se van a entregar como vacas al matadero a trabajos insoportables. A veces, cree el Líder, esos tipos desearían quedar atrapados en el subte con tal de no sufrir los maltratos del jefe. El encierro bajo tierra los pondría a salvo. Sentados, si es que tienen la suerte de sentarse en la hora pico, parecen muertos vivientes. Inmóviles, incapaces de pronunciar una palabra, dejan que la mirada se pierda en la nada. Algunos son tipos que se rompen el lomo y no llegan a fin de mes. Son bastardeados por sus patrones y la única forma de rebelarse es quejarse en silencio. Esos tipos lo saben: nunca tendrán un auto o una casa. A lo sumo, si son oficinistas, podrán sacar un crédito, hacer méritos o, en el peor de los casos, chuparle las medias al superior para conseguir un ascenso. La rutina los carcome. Es un virus que un día, sin que se dieran cuenta, se les metió en el cuerpo. Trabajan por inercia. Pasan todo el día cumpliendo órdenes. Todo para que un día los devoren las fauces que convierten a los útiles en prescindibles. A la vuelta del trabajo, después de un día agotador, llegarán a sus casas y no le dirigirán la palabra a sus esposas o a sus hijos. Callados, sentados a la mesa ante un plato de comida, se reirán con el programa de Tinelli o se indignarán con la protesta sindical del día que paralizó el tránsito en la ciudad, sin pensar que el próximo desocupado dispuesto a cortar la calle podría ser él. A estos tipos, el Líder los admira. Se pregunta cómo hacen para estar mansos en lugar de estallar o volverse locos. Incapaces de rebelarse, van resignados al ostracismo, silenciosos, ensimismados; convertidos en ladrillos de carne y hueso que pronto serán polvo y escombros pisoteados por la suela del zapato lustrado de sus jefes. A estos tipos derrotados les han quitado hasta la posibilidad de fantasear, por ejemplo, con ser millonarios de un día para el otro, conocer Europa, o enfiestarse con dos vedettes famosas que lo dejen seco. Ellos ya están secos, pero de agotamiento. Estos tipos, se imagina el Líder, ni siquiera saben que esas fantasías sólo pueden ser cumplidas por sus patrones. Estos tipos son los mismos que engordan las colas de los bancos. Porque un poderoso no pierde el tiempo en esperar. Basta con observar quiénes están en la cola para darse cuenta de que la mayoría son laburantes. Algunos irán por la migaja, otros por un cheque que quizá rebote por falta de fondos. Unos tantos rezarán por un mísero crédito. Los más viejos esperarán que otra vez no les cambien la jubilación por billetes falsos. A muchos de ellos les tocará un buen cajero. Pero no todos los empleados bancarios son buena gente. Están los que se ponen la camiseta del banco y le cuidan el bolsillo al patrón. Se deben sentir importantes retando al cliente, negándole el préstamo porque falta una firma o metiéndole, como sea, una tarjeta de crédito a alguien que no la pidió. El Líder detesta a los empleados que lo miran a uno de arriba abajo, esos tipos que pierden el pelo por el estrés pero se creen galanes porque

tocan cientos de fajos con guita que no es de ellos y que nunca lo será. Esos bancarios con ilusiones de banquero que hablan banalidades con su compañero o critican por lo bajo mientras uno espera, harto, que llegue su turno. Al Líder lo enfurecen las publicidades de bancos, esas que muestran a la familia feliz que puede viajar porque existe una tarjeta de plástico que es mágica. No sólo pueden viajar: también pueden cenar en los mejores restaurantes, comprar electrodomésticos con cuota fija y sin interés y ropa de moda. Esa tarjeta de plástico que parece mágica pero no lo es. Porque un día, esa tarjeta mágica te hace volver al mundo real y quedas en la lona. Mejor dicho, debajo de la lona, consumido por una bancarrota. El compre ahora y pague en seis meses es un espejismo, como lo fue la plata dulce y el deme dos. Hay discursos que se construyen con frases pegadizas, como las de la publicidad. Hay que pasar el invierno. Les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo. A vos no te va tan mal, gordito. El que apuesta al dólar pierde. El que depositó dólares tendrá dólares. Hay frases políticas que llevan a otras frases, menos políticas y más furiosas, pero tan pegadizas como las otras. Qué se vayan todos. Chorros, devuelvan los ahorros. Piquete y cacerola, la lucha es una sola. El Líder prefería otra frase, brutal y directa: arriba las manos, carajo. Sin el carajo, asegura el Líder, no tiene la misma fuerza. El carajo dignifica.

Muchas veces, sentía el impulso de zamarrear a los zombis de los subtes y de las colas de los bancos. Hubiese deseado gritarles, despertarlos de su letargo, invitarlos a la revolución que estaba por planear. Creía que muchos de estos tipos, en el fondo de sus almas, estaban dispuestos a hacer lo que él, tarde o temprano, solo o acompañado, iba a hacer: robar un banco.

“La paciencia es la pasión domada”, decía el Líder. Era su frase de cabecera. Ignoraba que el pastor protestante estadounidense Lyman Abbott, autor del libro Cómo triunfar, había dicho esas palabras. El Líder creía que esa especie de declaración de principios era del millonario Rockefeller.

Una vez, el Líder leyó en la sección Internacionales del diario que un japonés se hizo pasar por un inspector de sanidad y convenció a 17 empleados de un banco para que tomaran una supuesta medicina. Les dijo que era el único modo de salvarse de una epidemia. Lo hizo desarmado, aunque la persuasión puesta al servicio del mal puede dañar casi tanto como un arma. Al rato, los empleados cayeron como naipes y se retorcieron en el suelo. Gritaban del dolor. El tipo les había dado veneno. Con paciencia, esquivó los cadáveres y vació las cajas de atención al público. Se sacó el pasamontañas para cubrirse la nariz: el olor era insoportable. Se fue en silencio y por el apuro tuvo que pisotear varios cadáveres. Las suelas de sus zapatos estaban llenas de vómitos. Es así: el vómito es el último grito del envenenado. Es como si en ese vaho sofocante se le fuera el alma. En

Japón suelen pasar ese tipo de cosas. El Líder vio por televisión la noticia de un ladrón que robó 500 mil dólares. Salió favorecido por la ley del menor esfuerzo: aprovechó que el terremoto y el tsunami habían inundado un banco de Kesennuma, al noroeste de Japón. La fuerza del sismo había abierto la bóveda. En medio del caos, el tipo manoteó los billetes que flotaban en el agua turbia.

Qué hijos de puta estos japoneses, pensó el Líder. A él jamás se le ocurriría envenenar a las víctimas o aprovecharse de una tragedia para robar un banco. A lo sumo, él era capaz de dar un sopapo. O de apoyar el chumbo en la espalda. Es simple: si el rehén se pone pesado, implora por sus hijos o se hace pis de los nervios, lo calmás con una palmadita o le hablas en voz baja. Tranquilito que todo va a estar bien, se le dice. A veces es mejor ponerse firme, pegar un grito seco, amenazante, o llevar el fierro a la cabeza de la víctima. De ese modo, los otros sabrán que la cosa va en serio. Pero hay límites. El Líder no es un santo de estampita ni se perfuma con agua bendita del Vaticano. No es un caballero francés con bombín, bastón y frac blanco. A no confundirse. El Líder puede llegar a ser un hijo de puta con todas las letras. Un agresivo que está obsesionado con la guita. Pero también es cierto que sólo mataría si se viera acorralado. Si su vida o la de los suyos dependiera de su dedo en el gatillo. El Líder es el típico ladrón con códigos que trata de respetar una máxima del delito: la plata manchada con sangre no tiene valor. Es cartón pintado.

Por eso el Líder se ríe de los periodistas que se burlaron de los ladrones que no hace mucho robaron las sacas de un banco, pero sólo se llevaron papeles y cartas. Qué idiotas, pensaron los giles. No se llevaron plata. Pero los giles son los que piensan eso. Se llevaron algo mucho mejor que el dinero: la información. La información es poder. Estos tipos tienen los nombres, las direcciones, los datos de miles de personas. Ellos sabrán qué hacer con eso.

Al Líder jamás se le pasó por la cabeza contarle a una mujer que estaba por asaltar un banco. Como buen lector de las novelas policiales francesas, había aprendido la máxima de los detectives: “Cherchez la femme” (“busquen a la mujer”). Cuando se busca a una banda, no hay nada mejor que una amante despechada dispuesta a delatar al hombre que la traicionó.

Sólo se lo confesó a su psicólogo:

–Estoy por afanar un banco.

El tipo se inclinó sobre su silla y sonrió.

Pero su paciente le aclaró que hablaba en serio.

El psicólogo nunca llegó a creerle del todo. O le creyó pero prefirió hacerse el distraído, quizá porque no quería quedar enredado en un asunto complicado. ¿Violaría el secreto profesional para abortar el robo del siglo?

–La gente se tiene que identificar con nosotros. El tipo laburante, el que no llega a fin de mes, el que está cansado de que los bancos le metan el dedo en el culo. El oficinista que es forreado por su jefe y sabe que nunca tendrá un auto o una casa. El tipo que no consigue laburo o el viejito que es bastardeado en los bancos por cajeros que inútilmente les cuidan el bolsillo a sus patrones. Tenemos que pensar en esos tipos. Que una vez que trascienda el robo, estos pobres digan: los chorros son geniales. A esto, lo llamo sensación de clamor popular.

Para el Líder, la mejor forma de robar un banco era combatirlos con las mismas recetas, aunque los bancos son como las víboras: inmunes a su veneno. El Líder había pensado ejecutar un golpe perfecto.

A su favor, podría decirse que él pensaba repartir el botín por partes iguales. Pero era su proyecto y no permitiría que alguien se lo arruinara o cambiara. Además, pensaba, no cualquiera estaba capacitado para sumarse a su plan. Los débiles y torpes eran prescindibles. Aunque antes que un traidor talentoso, prefería un subordinado fiel e inútil. Podía aceptar ideas o sugerencias. Estaba dispuesto a ceder un poco. Las cosas iban a hacerse a su antojo. Ahora, todos tendrían que obedecerle. Acaso sin saberlo, el Líder se estaba convirtiendo en los patrones o en los gerentes de banco que tanto odiaba.

Románticos capitalistas

–El verdadero robo del siglo fue el del corralito. Mucha gente nos quiere y nos aplaude porque la estafa mayor la hizo el Estado. ¿Quién hace más daño: un político corrupto o un ladrón de bancos?–se pregunta Francisco González. Lo conocí hace cuatro años. Por entonces, cada vez que le preguntaba si había sido uno de los ladrones, sonreía y decía:

–Los verdaderos chorros están tomando sol en el Caribe.

Pero después de varios encuentros en su casa de Buenos Aires y en la cárcel, González, un hombre de hablar pausado, tranquilo, de ojos azules profundos, se decidió a confesar su participación.

–Como meta principal, queríamos salvarnos, pero el golpe tuvo un costado idealista y romántico. Fue atentar contra el capitalismo.

El día del robo despertó confiado. La noche anterior, había repasado en su cabeza los pasos que debía dar cada uno. Lo tranquilizaba lo que para él era una certeza: saldrían de ese banco con varios millones de dólares. En pocas horas, pensaba, sería rico. Podía conocer el mundo, comprar autos y casas. Lo atormentaba un pensamiento: si llovía, el dique por el que pensaban escapar podía desbordarse y ellos morir ahogados durante la fuga. Mientras le apuntaba con un arma a uno de los clientes del banco, pensaba en el dique y cada tanto miraba de reojo hacia fuera: el cielo seguía despejado.

–A los rehenes los agarraba así –me dice mientras se abalanza sobre mí, me rodea el cuello con su brazo izquierdo y me clava su índice derecho en los riñones. Estamos en una pequeña sala de la Unidad Penal N° 9 de La Plata, una mole plana de cemento blanco situada a 59 kilómetros de Buenos Aires, donde cumple una condena de 15 años por el famoso robo. En el pabellón que ocupa, un grupo de presos escucha una canción de Yerba Brava, un grupo de cumbia villera. En uno de los patios, otros convictos evangelistas cantan, leen la Biblia y comen guiso de una olla oxidada. El está ajeno a todo eso.

–A un tipo, un poquito más gordo que vos, le decía: tranquilito que no te va a pasar nada. El tipo transpiraba como un chancho. Al final me dio lástima y le acaricié la cabeza. Si los tratábamos bien, ellos podían encariñarse con nosotros por eso del Síndrome de Estocolmo–me dice. Aún mantiene el dedo en mis riñones. Luego salimos a un pequeño patio de la cárcel: es una especie de pasillo a cielo abierto de 10 metros de ancho por 30 de largo. Algunos compañeros lo saludan con respeto. La esposa de uno de ellos le pide un autógrafo. “Lo vi en la televisión. Lo felicito”, le dice. Francisco sonríe y se ruboriza. Luce una camisa blanca, jeans y zapatos. Para pasar el rato me propone un ejercicio cotidiano para los presos: caminar ida y vuelta por el pasillo (al detenido le da la sensación de que transita distancias largas), con las manos en los bolsillos y la mirada al frente, mientras charlamos. Vamos uno al lado del otro. Camina a paso ligero y al llegar a una reja da la media vuelta. Lo hace antes que yo, que intento seguirle el ritmo, algo agitado.

–Juro que no me quedó nada de plata–dice mientras toma aire.

–¿Ni siquiera un departamento ni un auto?–le pregunto a pocos pasos de la reja.

–Nada. Una parte lo tiene la cana. La otra, se la quedó mi ex mujer –dice con resignación–. Reconozco que no estuvo bien robar. Pero juro que cuando nos enteramos de que uno de los damnificados guardaba en la caja de seguridad la plata para operar a su hijo, nos juntamos para devolverle la guita. Pero justo nos

detuvieron. Volví a ser pobre, pero me queda el placer de haber estado en ese robo. Fuimos como un grupo de actores. Sentíamos eso.

–¿Ensayaron cada movimiento?

–Sí, hasta los más obvios. Ejecutamos un libreto. Hasta las amenazas eran actuadas. Incluso pedimos pizza para ganar tiempo. No queríamos lastimar a nadie. Era nuestro juramento. Hubo dos policías que me pidieron autógrafos –dice y acelera su andar.

El ejercicio de ir y venir por ese pasillo es agotador. Es la sensación de la bicicleta fija: uno pedalea incansablemente, pero siempre está en el mismo lugar. Por suerte, Francisco corta abruptamente la caminata. Ofrece unos mates dulces y me hace otra confesión:

–El arma que usé era de juguete. Era de mi pibe. Y para confundir a los peritos y ganar tiempo, antes de irnos del banco tiramos pelo que compramos en una peluquería y dejamos una granada vacía.

Luego se emociona cuando recuerda a su hijo, que hoy tiene 16 años. Hace cuatro años que no lo ve. Mientras lo acompaño a su celda, me cuenta que cuando su hijo tenía seis años se le cayó un diente y se durmió esperando al Ratón Pérez. Esa noche, su padre robó a punta de pistola la recaudación de un colectivo. A la mañana siguiente, debajo de la almohada de su hijo, escondió una bolsa con 500 pesos en monedas. El niño despertó eufórico, a los gritos: “¡Papá, soy rico!”.

El distanciamiento de su familia generó una fuerte depresión en González. A una psicóloga de la prisión le confesó que ese vacío existencial sólo lograba llenarlo con un robo. La carencia de afecto era reemplazada por la adrenalina de un asalto.

Su ex esposa, Alejandra Olivares, se convirtió en su enemiga y no le permite ver a su hijo. Ella lo delató dos días después del asalto, supuestamente despechada porque estaba convencida de que su marido la engañaba con otra. “¿Señora sabe que su esposo le regaló una joya a su amante?”, le dijo uno de los detectives para enfurecerla aún más. Ella contó todo.

–Cuando llegué a casa –dice González–, en la televisión todavía transmitían la toma de rehenes. Pensaban que seguíamos ahí adentro. Nadie se imaginaba que los ladrones estábamos cada uno en nuestras casas. Llegué embarrado, con la

guita manchada. Una parte la escondí en el horno y la otra en la heladera. Mi ex mujer me traicionó.

No está convencido de participar en la película que planea hacer el hijo de su compañero, Ramiro Villarreal. Cree que lo más justo sería que todos escribieran el guión o se pusieran de acuerdo en contarle la historia a un guionista. Es probable que nunca se pongan de acuerdo: pretenden ganar por la película casi el mismo dinero que se llevaron del banco.

Cuando le pregunto a Ramiro si busca volverse millonario con el film, se enoja. “Sólo quiero reconocimiento”, me dice. Luego abre una valija y saca una carpeta con 193 páginas. Es su guión terminado. Sentado en el banco de una plazoleta de Acassuso donde hay un monumento de una bomba de agua que les rinde homenaje a los bomberos voluntarios, leo una escena graciosa:

Interior. Banco. Planta alta. Día.

Uno de los celulares que los ladrones guardaron en una bolsa comienza a sonar. El Líder se impacienta. Revuelve la bolsa, tira los celulares al piso. Los rehenes se miran nerviosos. El Líder levanta el celular.

El Líder:

¿De quién es este aparato?

Nadie responde. El Líder sonríe. De repente, una mujer levanta tímidamente la mano y dice que el celular es suyo.

Mujer:

Me llaman porque es mi cumpleaños.

Los ladrones se ríen. Juntos, le cantan el feliz cumpleaños.

En el guión hay otros detalles relevantes, pero Ramiro me pide discreción.

En la estación subimos al tren que en 20 minutos nos llevará hacia Buenos Aires. Hasta ese momento, ingenuamente, creí que Ramiro era un chico honesto, ajeno a la delincuencia. Además me había dicho que solía posar como modelo de calzoncillos y daba clases de taekwondo. Si bien había ayudado a su padre a secar los billetes, más como una travesura que como un acto consciente, supuse que nunca había cometido un delito. Me equivoqué. Cuando el tren pasaba por el Hipódromo de Palermo, me contó que en ese lugar tenía la entrada prohibida. El

motivo era una estafa simple: introducía billetes falsos en las máquinas tragamonedas. Una tarde fue descubierto: irá a juicio oral por falsificación de moneda. Luego me contó que solía pasar billetes falsos en comercios. Ramiro hablaba de sus andanzas delictivas en voz alta. En un momento, una pasajera comenzó a escucharlo. Le pedí que bajara la voz, pero no me hizo caso. En la penúltima estación, subió un policía. Ramiro seguía con la historia de las estafas. Le dije que cambiara de tema. No hubo caso. Antes de que nos bajáramos en Retiro, me hizo otra confesión:

–Cada vez que cometía una estafa, miraba una película. Atrápame si puedes, la del estafador que se vuelve millonario, me marcó. Eso del cine como inspiración lo aprendí de un maestro del delito.

Ramiro se refería al Líder, el delincuente que planeó el robo con obsesión. Todo detalle, por más insignificante que fuera, le parecía decisivo. Conocía los movimientos diarios casi de memoria. De a poco, comenzó a reclutar gente: un uruguayo especialista en boquetes que en el robo apareció vestido con traje gris, otro experto en asaltos, un técnico electrónico para desconectar las alarmas y un hombre que estudió ingeniería. En el robo también participaron un ladrón experimentado y un abogado que aún siguen prófugos, probablemente disfrutando sus tajadas fuera del país.

El Líder no dejó nada librado al azar. Mandó a hacer bolsas especiales para que los billetes no se mojaran (aunque el agua logró filtrarse) y llevó las copias de las llaves de la furgoneta en la que escaparon. Su instinto no falló: la llave original se partió cuando quisieron arrancar. Antes, había fallado el motor de una de las lanchas. Pero el Líder volvió a demostrar su astucia: había llevado remos.

Si la idea era simular una toma de rehenes, había que conocer con profundidad cómo actuaba el Grupo Halcón de la Policía Bonaerense, un grupo de elite entrenado para toma de rehenes y secuestros, ante una situación extrema. Por eso leyó un libro policial que indicaba el protocolo que debía seguir una fuerza de seguridad ante una toma. En ese momento descubrió que el golpe tendría un artificio esencial: hacerles creer a los policías que el tiempo estaba a su favor. Mostrarse nerviosos, aunque no lo estuvieran, también sería otro truco valioso. Hacerles creer que eran vulnerables, improvisados, agresivos y torpes, como si las cosas se les estuviesen yendo de las manos, aunque en el fondo, no eran más que un elenco que ejecutaba un guión con precisión y profesionalismo.

Se inspiraron en aquella frase que alguna vez pronunció el legendario ladrón del tren de Glasgow, Ronald Biggs, robo ocurrido en 1963: “Fue un atraco tan bien

planeado y concretado que lo ensayamos dos o tres veces como una obra de teatro. Ensayamos el sistema de señales, la fuga, todo”.

Por las noches, el Líder solía pensar en voz alta: si un bailarín ensaya hasta que sus pasos logran una armoniosa perfección, ¿por qué un ladrón de bancos no puede ensayar su golpe y tener la rigurosidad y el empeño de un artista? También podía ser comparado con esos entrenadores de fútbol que les obligan a sus dirigidos ver partidos de fútbol de sus rivales. A veces, sus compañeros pensaban que estaba loco. Cuando él los invitaba a su casa y les hacía ver películas sobre robos a bancos, ellos creían que era una pérdida de tiempo.

–Vean los movimientos coordinados. Eso es arte –decía maravillado el Líder cuando repetía varias veces la escena de Casta de malditos, película de Stanley Kubrick, en la que el ladrón roba la recaudación del Hipódromo mientras se corre una carrera. El éxito del plan dependía del tiempo: estaba todo cronometrado. Un segundo de demora tiraba todo por la borda. Al Líder le fascinaba una de las frases de los protagonistas: “Siempre pensé que el mafioso y el artista son similares. Son admirados y venerados, pero siempre hay alguien que quiere verlos destruidos en la cima de su carrera”.

Otra película, basada en el millonario robo al Banco de Niza, le dio una idea: en ese golpe, la banda dejó un mensaje antes de huir: “Sin armas, sin odio, sin violencia”. El Líder pensó en Acassuso como un barrio de ricachones: allí hay casas de dos plantas, circulan autos caros y vive un sector de la clase alta. La frase iba a tener otro mensaje oculto: es sólo plata y no amores.

Con eso, los delincuentes querían darles un mensaje a los clientes: sólo robarían dinero, no objetos con valor objetivo. “Pero uno de nosotros no cumplió con su palabra y metió 40 kilos de joyas en varias bolsas”, cuenta González.

–A nadie se le ocurra gastar la plata rápido o hacerse los ricos. Ya habrá tiempo para eso–aconsejó el Líder después de que se repartieron el botín. A cada uno le tocó US$ 1.300.000 y ocho kilos de joyas.

Antes del golpe, el Líder había leído el informe de un psicólogo que analizó el robo de dos millones de dólares en la empresa Brink, en Boston, ocurrido en 1950. El análisis fue lapidario: un millón de dólares en manos de alguien que nunca tuvo dinero produce el efecto de un martillazo en la cabeza. El efecto psicológico es inevitable: una fortuna repentina en un ladrón genera confusión mental. “Es como cuando el vino se sube a la cabeza: a la larga marea al que no está acostumbrado”, decía el psicólogo. Los ladrones siempre terminan delatándose de modo inconsciente, o gastando el dinero y llamando la atención.

Por eso, el Líder les pidió a sus compañeros que celebraran un pacto: nadie gastaría más de la cuenta. No había que despertar sospechas. Todos aceptaron el acuerdo. Dos días después, tres de ellos violaron el juramento. El vino les había llegado a la cabeza.

De otro modo, no se explica por qué uno de los delincuentes se compró una casa un día después del asalto. Otro de sus compañeros, empeñó sus alhajas en un local de la calle Libertad, en el centro porteño. Uno de ellos compró una camioneta 4×4 en US$ 50.000 y cuando comprobó que uno de sus compañeros aún andaba en bicicleta, le aconsejó comprarse un auto. “No seas tacaño”, le dijo y lo acompañó la concesionaria. El vendedor se sorprendió cuando los vio entrar con una bolsa llena de dólares. “Tengan cuidado, los pueden asaltar”, les aconsejó. Ellos sonrieron.

El gurú del delito

Para el Líder, robar un banco es como hacer un gran truco de magia. Pero, muchas veces, el gran truco falla. Sólo basta que surja una inesperada variación en uno de los eslabones de la milimétrica cadena de acontecimientos. No importa que ese cambio sea leve: no hay que ser un entendido en la materia para saber que una obra de arte puede arruinarse hasta con la pinchadura imperceptible de un alfiler o la minúscula caquita de una paloma. Un simple imprevisto, un cambio de horario, una presencia que no se tenía en cuenta, un atascamiento de tránsito, un percance climático o un inconveniente estomacal pueden arruinar un plan que se trazó día y noche, aun cuando sus ejecutantes dormían y las ideas del gran golpe se colaban en su enrevesado subconsciente. En eso, también, un boquetero se parece a un ilusionista. Nada puede salir mal. Si una diarrea incontenible sorprende al mago cuando está por tirar las cuchillas alrededor de su bella partenaire, al hombre no le quedan muchas opciones. Se hace encima (y perderá tiempo en explicar que eso no es parte del truco y que no camina como Chaplin para homenajearlo, sino porque no puede separar las piernas), corre al baño ante el abucheo del público o trata de aguantar y tira las dagas a lo guapo. Pero si ocurre eso es probable que la chance de que esa pobre mujer salga viva del truco sea tan inconsistente como la materia tóxica que de un momento a otro saldrá del cuerpo del protagonista del show, lentamente y con destino de fondo de inodoro.

Al igual que un mago, el boquetero no puede darse el lujo de que un problema escatológico se interponga en su camino. Un oficinista, por ejemplo, lo soluciona sin problemas. Se encierra en el baño con el diario gratuito del día y se entrega de cuerpo y alma. El problema, quizá, venga después, cuando no pueda combatir el mal olor ni vaciando el frasco de un desodorante de ambiente. Pero el ladrón,

como el mago, tiene que aguantar o rezar para que ningún contratiempo lo tome por sorpresa. En el clímax criminal, en el momento del truco final, nada puede salir mal. Un boquetero al que le tiemblan las manos cuando abre una caja fuerte es como el ilusionista que no puede abrir el candado de las cadenas que lo tienen atrapado en una caja de acrílico, ante la vista impiadosa de todos. Pero hay algo sustancial que los diferencia. El público puede ser el principal enemigo de un mago: nunca falta el que busca adivinar cómo fue el truco para escupirle el asado o el morboso que hace fuerzas por dentro para que corte en serio a la chica o le saque un dedo de un navajazo. La mirada del otro, a veces, puede hacer transpirar al mago.

El boquetero, en cambio, no tiene una larga fila de espectadores. Imposible imaginarlo: espectadores que alientan (“dale, cavá más rápido que falta poco” o “abrí aquella caja para ver qué tiene”) o celebran de pie cuando el elenco de encapuchados –llenos de polvo y emoción– muestra su botín mientras se inclina hacia el público, y van y vienen hasta que se agotan los aplausos. Ese delirio jamás ocurrirá. El boquetero ataca cuando nadie lo ve. Su enemigo, y único asistente al acto que ejecuta bajo tierra, es tan implacable como voraz: el tiempo. Ellos, los artistas del delito, van desaparecer ante la vista de todos. No escapar del plano hacia arriba, sino hacia abajo. Así su artificio habrá triunfado: nos harán hecho creer lo que no es. Los topos se perderán, inevitablemente, en la oscuridad.

Conocí al Líder una mañana de otoño en el patio de la cárcel N°9 de La Plata. Me lo presentó Francisco González, quien compartía pabellón con él. El Líder era un hombre de mediana estatura, musculoso, de cabello castaño y ojos celestes. Vestía una remera blanca ajustada, jeans y zapatillas deportivas. En su muñeca llevaba un Rolex auténtico. El Líder no parecía un típico delincuente. En rigor, no parecía un delincuente. Por su aspecto y modales, bastaba trasladarlo a una oficina y ponerle un traje planchado para convertirlo en gerente o empresario. Hablaba en forma pausada y era fácil imaginar que de ese modo les hablaba a sus subordinados a la hora de planear el robo.

–No sé qué te habrán contado de mí –me dijo el Líder mientras se sentaba a una mesa del patio del penal. Ese día había una celebración: entregarían los diplomas a los presos que habían egresado de la primaria.

–Veo mucha tele y leí todo lo que salió del robo. Tengo carpetas con recortes. Y los periodistas han dicho muchas boludeces. Y algunos de mis compañeros también. Todos se hacen pasar por los ideólogos. Son como las vedettes. Quieren fama y protagonismo. Acá, el que armó todo fui yo. Pero prefiero estar en las sombras.

A los pocos minutos me llevó a la Sala de Visitas, donde nos esperaba Francisco González. Comimos empanadas de jamón y queso, sándwiches y tomamos jugo de naranja. El Líder me observaba con detenimiento.

–A mí me gustaría que se escribiera un libro de esta historia. O se filmara una película. Pero nos tenemos que poner todos de acuerdo.

–¿Por qué falló el plan?

–Era un robo perfecto. Pero falló por una cosa simple.

–¿Cuál?

–El factor humano. Sabía que iba a pasar eso. Era muy probable. Robar no es una ciencia exacta. Hay sentimientos, odios, imperfecciones, envidias, egos. Juegan muchas cosas. La cuota de frialdad es la que diferencia un buen robo de uno malo.

–¿Se siente traicionado por alguno de sus compañeros?

–No, pero algunos fallaron. Hablaron de más, gastaron excesivamente y perdieron la cabeza. Habíamos quedado en no robar joyas, pero uno de ellos se tentó y las robó. No nos queríamos meter con los sentimientos de la gente.

Luego, el Líder me llevó hasta el patio. Un cantor cantaba las últimas estrofas del tango “Gayola”:

Pero me jugaste sucio y, sediento de venganza…

mi cuchillo en un mal rato envainé en un corazón…

y, más tarde, ya sereno, muerta mi única esperanza,

unas lágrimas amargas las sequé en un bodegón.

Me encerraron muchos años en la sórdida gayola

y una tarde me libraron… pa’mi bien…o pa’mi mal…

Fui sin rumbo por las calles y rodé como una bola;

Por la gracia de un mendrugo, ¡cuántas veces hice cola!

Las auroras me encontraron largo a largo en un umbral.

Hoy ya no me queda nada; ni un refugio…¡Estoy tan pobre!

Solamente vine a verte pa’ dejarte mi perdón…

Te lo juro; estoy contento que la dicha a vos te sobre…

Voy a trabajar muy lejos…a juntar algunos cobres

pa’ que no me falten flores cuando esté dentro ‘el cajón.

El Líder no le prestaba demasiada atención al show. Ahora el patio de la cárcel se había transformado en una pista de baile. Entre los bailarines estaba Francisco González, que bailaba con su novia.

–Paco es un buen muchacho. Muy profesional y honesto, pero siempre lo pierden las minas. Convirtió una obra de arte criminal en una novela de Alberto Migré. Una mariconada.

–Él dice que se quedó sin su parte del botín.

–De eso no voy a hablar.

–¿Miraba películas para inspirarse?

–Siempre miré películas. Las de robos las vi todas. Y leí muchos libros del tema. Pero una cosa es la ficción y otra es la realidad. En cine aparece Marilyn Monroe, en La jungla de asfalto, pero la realidad es menos poética. Yo me informo todo el tiempo. Para planificar el robo, saqué muchas cosas de internet.

–¿Por ejemplo?

–En internet pude desglosar el tipo de cerradura que tienen las cajas fuertes.

–¿Usted reclutó a la banda?

–Sí. Cada uno cumplió una función. Pero no daré detalles.

–¿Cuándo se le ocurrió robar ese banco?

–Todas las mañanas salía a correr por San Isidro. Y pasaba por la puerta del banco. Era tentador. Había desagües y era una zona tranquila. Después

averiguamos que había mucha guita. Antes del golpe, entré muchas veces en el banco y hasta saqué fotos.

–¿En ese banco había clientes poderosos?

–No lo puedo decir. Forma parte de la confidencialidad que debemos tener.

Luego, el Líder pronunció una frase que lo define de cuerpo entero. Refleja su obsesión:

–No hay día en que no vuelva a entrar mentalmente en ese banco. Es más, puedo poner la mente en blanco y trasladarme a otro lugar. Como si estuviera afuera.

De pronto, el Líder se excusó y volvió a su celda. Me pidió que le mandara libros sobre robos a bancos porque había perdido los suyos. Después supe que el criminal solía planificar el robo mientras fumaba marihuana y pintaba cuadros en su casa de San Isidro. Antes del gran golpe tenía antecedentes por falsificación de dólares.

Tiempo después, supe dos cosas del Líder. Una es que mientras planificaba el asalto les daba clases de artes marciales a sus compañeros. La otra es que le mandó un mail a un miembro de la banda para dejar las cosas en claro. Fue como decir “todavía mando yo”. El mail decía:

¿Qué hacés cocoliche?

En lo largo de estos últimos años los he visto utilizar los

medios televisivos y gráficos, apareciendo los tipos como si

fueran superhéroes (que el hombre de traje gris, que yo estuve en

la superbanda, que el hombre araña), sin lograr el objetivo, que era UTILIZAR LOS MEDIOS.

Siempre he tenido un bajo perfil, hasta que aparecí en Discovery. El documental termina erizándonos la piel, aparte de dejar otras cosas en claro (como que usamos armas de juguete), cosas que SI influyen positivamente en un juicio ,o por lo menos en la ya exhaustivamente estudiada “sensación del clamor popular”.

En definitiva parecen criaturas que lo único que desean es “llevar un poco de agua a su tanque” en la vorágine de la fama. Pero no se preocupen, acá esta

papá para poner un poco de orden. Es verdad, las cosas no salieron como calculamos, o tal vez sí, lo técnicamente calculable pero el factor humano nos jugó en contra… y peor si viene vestido de mujer. Pero no estoy acá para hablar del pasado, tal vez lo haremos el día de mañana pero en forma anecdótica. Yo no te guardo rencor ni a vos ni a la vigilante de tu jermu.

En el 2007me pregunte cómo seguía esto. Seguramente a

vos, como a todos, se nos ocurrió escribir la historia para llevarla al cine, empecé a estudiar el tema y me di cuenta que la plata está afuera. Por medio de un representante llegué a la productora de Tom Cruise (mi representante viajó a reunirse dos veces). En definitiva, hay un presupuesto de 40 millones para la película, la idea: esperar el juicio y firmar “todos “la historia (tenemos regalías para el resto de la vida). Así que en septiembre de 2007 escribí y registré la historia en el Registro de Propiedad Intelectual. Así con este registro cualquier boludo que quiera escribir la historia podemos embargarle lo recaudado. Ahora me encuentro que el boludo está dentro de mi grupo SOS VOS! tuve acceso a tus proyectos literarios y cinematográficos, yo

no estoy en desacuerdo en que quieras escribir de tu vida, adelante con eso, pero no pensé que te gustaba “saludar con sombrero ajeno”, ¿así que a vos se te ocurrió la idea de los rehenes? !ja, ja, ja! ¡pero culo roto si cuando te presenté el laburo ya estaba terminado y con moño de regalo! Describí la historia desde tu punto de vista pero no falsiés la verdad (me extraña un tipo con tanto código…seguramente lo habrás hecho para no comprometerme…). Asesorate con un boga pero no uno penalista, uno que haga propiedad intelectual. Yo puedo embargar preventivamente cualquier libro, película, cuenta de editorial etc. Este es el poder que tenemos

Contestame si estás en esta.

El maestro

PD1 : plata no me pidas que no tengo.

PD2: si tenés una propuesta mejor que 40 palos, avisa.

PD3: no firmes ni publiques nada sin consultarme.

PD4: la paciencia es la pasión domada.

El mensaje lo decía todo. ElLíderestaba enojado con sus compañeros. Sobre todo, con el ego que los devoraba casi tanto como la prisión. Se peleaban por las mujeres, por el dinero y por la fama. Los tipos que decían combatir al capitalismo a través de sus acciones no eran tan distintos de los capitalistas: nada de émulos de Robín Hood. Pero el que más irritaba al grupo era el uruguayo, más conocido como “el hombre del traje gris”.

La murga del boquetero

El uruguayo fue el último en incorporarse a la banda. Viejo delincuente, personaje de la noche y parlanchín bohemio, aportó al plan del Líder una parte del último botín que había robado. Pero su función sería mucho más que la de un financista: iba a participar. Era experto en robos. Cuando lo conoció, el Líder quedó encantado con él. El histrionismo y la personalidad del uruguayo lo catapultaron en un rol que aceptó sin dudar. Iba a ser el negociador.

–Hizo un buen laburo porque habla hasta por los codos. No es para cualquiera eso de hablar con la gente y con los canas. No se trata de pedir una pizza. La idea era que el uruguayo estirara lo más que pudiera la supuesta toma de rehenes. En un momento, para despistar, dijo que las cosas se nos habían ido de las manos. Hasta amenazó con matar a un rehén, pero era todo verso. Tenían que creer que la estábamos pasando mal. Igual el uruguayo cortó su papel antes de tiempo. Podría haber seguido unos minutos más. Eso equivalía a otro palo verde. Por lo menos.

El que habla es otro de los ladrones. Porque hasta ahora el uruguayo no contó los detalles del robo. Sólo se confesó culpable para ir a juicio abreviado. Desde la cárcel, y junto a su odontólogo, compuso la canción “Sólo se llora por amores”:

Buscaban el secreto honor de todo ladrón

el robo del siglo

juraron éste será el golpe final, la pensión, el retiro.

Dieron comienzo a la función

un enero de calor, un aburrido viernes

entraron sin un solo disparo,

por la puerta del banco, con chumbos de juguete.

En la bóveda brindaron con champagne

Dejaron una nota que decía…

Cada detalle se planeó

con minuciosa precisión y paciencia de artista.

No hubo un pez gordo que bancara,

montaron la banda en cooperativa.

Se vivían momentos de tensión

y una negociación con dudas y engaños,

mientras los chorros le cantaban a una rehén

el feliz cumpleaños

Horas pasaron y al final

se decidió a entrar la policía

encontraron el corcho del champagne

y una nota en la pared que decía…

Sin armas ni rencores,

en un barrio de ricachones,

no es más que dinero, señores,

sólo se llora por amores.

Vieron con desesperación

los miembros del Grupo Halcón

el armario que cubría el boquete

por donde escaparon en gomones

navegando por lasalcantarillas.

Despechada una mujer los delató

al Paraguay su boquetero se rajaba.

Con la guita, otra mina y su honor,

Y los mandó a tragar sombra a la caña.

¡Salud! ¡Salud! ¡Salud!

No me hagas perder el tiempo…

200 cubanos en la puerta

Vamos que nos hacemos

Millonarios, querido,

¡Se van a querer matar!

Dale junta todo,

¡Rajemos, rajemos rápido!

¡Vamos carajo!

El uruguayo es como un personaje de Roberto Art.; una especie de heredero del Rufián Melancólico de los Siete Locos. Un admirador de la frase que el escritor llegó a plasmar en uno de otro de sus relatos: “Los ingenieros han inventado los fusiles ametralladoras, y eso está bien porque sin ametralladoras sería dificultoso asaltar un banco. ¡Dios bendiga a los ingenieros! –dijo Tony, el homicida de pie desnivelado”.

El uruguayo, consecuente, adoraba a los ingenieros, aunque pocas veces había tenido que disparar su arma. Sólo una vez, cuando mató a tiros al playero de una estación de servicio al que intentó asaltar en Uruguay en los inicios de su carrera.

El uruguayo siempre fue arrogante. Una mezcla de Humphrey Bogart e Isidorito Cañones. A sus compañeros le molestaba su perfil alto y caricaturesco, ese que lo lleva a decir que se hizo un entretejido y se alargó el pene para seducir mujeres.

–Soy un ladrón chapado a la antigua –reconoce el uruguayo. Habla desde uno de los teléfonos públicos de la cárcel de Rawson. Dice que fue el cerebro del robo al banco, aunque sus compañeros dicen que no es verdad y lo llaman “bocón”.

–Están calientes porque yo soy más inteligente que ellos. La tienen adentro. Son tipos descerebrados. Yo soy un hombre pensante. ¿También dicen que yo no fui el cerebro del robo? Que digan lo que quieran. Me deben envidiar por la pilcha que usé para entrar en el banco.

– ¿Usted invirtió dinero para participar del golpe?

–No daré detalles. Sólo puedo decir que soy pobre. Soy un tipo que ama la murga, los puteríos, las vedettes con conchero, los shows de tango en San Telmo y la ópera en el Colón. A las minas lindas les saco a pasear bien empilchado y con un ramo de rosas.

– ¿Usted es pobre? ¿Qué hizo con la plata?

–Me quedé a gamba y sin un peso. Al final, cuando le robé joyas a Martha Legrando me fue mejor. ¡No tengo ningún tesoro escondido! Aunque eso a las minas les gusta y yo les sigo el juego. ¡Cuántas veces tengo que decir que soy pobre! Espero hacer algo de guita cuando filmen la película y mi papel sea interpretado por Al Pacino.

–Es difícil creerle.

–¡Soy pobre!

–¿No será que no encuentra el dinero que escondió?

–¡Soy pobre!

El uruguayo no volvió a repetir que era pobre. Antes de que le hiciera otra pregunta, rió a carcajadas y cortó la llamada. Días después dijo una frase memorable en una entrevista que le hizo Javier Sinay para la revista El Guardián: “Gasté la plata en mujeres rápidas y caballos lentos”.

Luz, cámara, acción

Ramiro Villarreal se frota las manos. Sentado a la mesa de un café de San Isidro, sabe que tiene una historia fascinante sobre el robo del que participó sus padre. Aún no decidió quién se llevará el mejor papel. Su padre podría ser, aunque un detalle le resta protagonismo: no entró en el banco porque era “culón” y no

pasaba por el boquete, por eso se quedó haciendo campaña con la camioneta en la que huyeron los malandras. El Líder podría ser el protagonista: es una mezcla de empresario moderno, gurú de autoayuda y sabio oriental. Se jactaba de ser un buda. Amaba la cultura oriental. Había practicado taekwondo, karate, yudo. Se creía superior al resto; quizá lo era. El uruguayo estaba convencido de que su papel de hombre de traje gris se imponía en la banda. “A la gente le gusta mi drama personal, una especie de culebrón mexicano”, decía Francisco González, víctima de una mujer despechada.

El mayor conflicto de la historia es ése: ¿quién debe ser el protagonista? ¿El Líder porque planificó el robo? ¿El uruguayo por ser la voz cantante y un mujeriego empedernido? ¿González por su comedia de enredos?

Lo que no quedaba claro es si en ese filme se iba a revelar el mayor misterio del asalto: dónde estaba el dinero que robaron. Los hijos de dos de los delincuentes fueron secuestrados y liberados a cambio de dinero. Se sospecha que esos ataques fueron planeados por un grupo de policías corruptos que busca recuperar el botín para provecho propio.

¿Si la Policía y la Justicia sólo recuperaron poco más de dos millones de dólares, quiénes tienen los otros 13 millones? ¿Cuántas personas deben estar buscando ese tesoro oculto? “En la película estarán todas las respuestas. No quedará ningún secreto oculto”, promete Ramiro. Antes de despedirse, me pide que cuando llegue a mi casa lea la escena 58. “Eso que vas a leer, puede ser ficción o realidad”, dice enigmático. Mi ansiedad me supera. A las apuradas, mientras Ramiro se aleja, leo esa parte del guión. La escena está ambientada en una granja, en algún lugar del país. En un gallinero, bajo la tierra, oculta en una superficie de madera y hierro, en una bolsa manchada con estiércol y barro, se oculta un millón de dólares. En pocos años más, su dueño, aún preso, podrá disfrutar de esa fortuna, si es que nadie se interpone en su camino. Sólo deberá limpiar los billetes, que apestan. No creo que eso le importe.