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¿POR UNA FILOSOFÍA POLÍTICA CRÍTICA? 1 Miguel Abensour ¿Qué relación viva podemos establecer hoy con la teoría crítica? Esta pregunta resulta más generosa y ciertamente más fecunda que interrogarse sobre “qué es lo que permanece vivo y qué ha muerto en la teoría crítica”. Los que planteen la pregunta bajo esta forma pueden compararse a un cirujano que palpa un cuerpo para ver lo que merece ser salvado. En cambio, la pregunta tal como la formulamos parte de nosotros, de los intereses de la razón que son los nuestros, es la de nuestra relación presente con la emancipación. En efecto, sólo en la medida en que perseveremos en hacer nuestra la pregunta por la emancipación podremos también instaurar un lazo con la teoría crítica. ¿Pero cómo aprehender este hoy? ¿Alcanzaría quizás con definirlo como renovación de la filosofía política? Y si así fuera, ¿qué relación construir con la teoría crítica en este ámbito? En todo caso, es necesario saber de qué renovación se trata. ¿Estamos en presencia de un retorno a la filosofía política, es decir de la restauración de una disciplina académica, o, lo que es por completo diferente, de un retorno de lo político? Para quienes sostienen la primera hipótesis, se trata de un movimiento interno a la historia de la filosofía, aun si toman en cuenta o creen tener en cuenta lo que ellos llaman púdicamente “las circunstancias”. Luego del eclipse más o menos enigmático de la filosofía política, se estaría iniciando un retorno a esta disciplina abandonada y, paralelamente, una rehabilitación del derecho y de la filosofía moral. Completamente distinto es el retorno de lo político. En el momento del derrumbe de las dominaciones totalitarias, lo político vuelve a emerger. No se trata del intérprete que eligió retomar un discurso provisoriamente dejado de lado para volverlo a la vida, sino que son las cosas políticas mismas las que irrumpen en el presente, saliendo del olvido que las afectaba o poniendo término a los intentos de hacerlas desaparecer. Es preciso no confundir dos situaciones por completo diferentes: que no esté prohibido pensar el retorno a la filosofía política quizá tenga el efecto paradojal de desviar lo político hasta ocultarlo, lo que para algunos no haría más que repetir la tendencia propia de la filosofía política y su tradición. Ya Feuerbach, en 1842, en Necesidad de una reforma de la filosofía invita a distinguir entre dos tipos de reforma: una filosofía surgida del mismo fondo histórico que sus predecesoras, o una filosofía que emerja de una nueva era de la historia humana. “Una cosa es la filosofía que no es más que el fruto de la necesidad filosófica; otra cosa muy distinta es una filosofía que responde a una necesidad de la humanidad.” Debemos aprender a distinguir, entonces, en los términos de la renovación de la filosofía política, entre el despertar de una simple disciplina académica que reaparece como si nada hubiera pasado y la manifestación post totalitaria de la necesidad de la política. Entendámonos, el redescubrimiento de la política luego de la dominación totalitaria intentó anular o borrar para siempre la dimensión política de la condición humana, producto de una necesidad de la humanidad. Y si se nos pide que citemos una cosa política que retorna, podemos hablar del retorno de la cuestión política misma, o del resurgimiento de la distinción entre régimen político libre y despotismo, o bien la pregunta que Spinoza retoma de La Boétie: “¿por qué los hombres luchan por su servidumbre como si se tratara de su salvación?”. Si se miden bien los efectos, esta distinción en cuanto a la significación de la renovación de la filosofía política no es indiferente. Parece que apenas se diseña la restauración de una disciplina académica, esta renovación implica al menos un desinterés por la teoría crítica, cuando no una franca oposición. A decir verdad, parece que estos “nuevos filósofos” de la política se proponen suplantar la teoría crítica en tanto esta toma partido por la escuela de la sospecha –el trío infernal: Marx, Nietzsche, Freud– y con una crítica de la dominación que, como se sabe, debería ser 1 AA.VV., (2005), Voces de la filosofía francesa contemporánea, Buenos Aires, Colihue.

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¿POR UNA FILOSOFÍA POLÍTICA CRÍTICA?1

Miguel Abensour

¿Qué relación viva podemos establecer hoy con la teoría crítica? Esta pregunta resulta más generosa y ciertamente más fecunda que interrogarse sobre “qué es lo que permanece vivo y qué ha muerto en la teoría crítica”. Los que planteen la pregunta bajo esta forma pueden compararse a un cirujano que palpa un cuerpo para ver lo que merece ser salvado. En cambio, la pregunta tal como la formulamos parte de nosotros, de los intereses de la razón que son los nuestros, es la de nuestra relación presente con la emancipación. En efecto, sólo en la medida en que perseveremos en hacer nuestra la pregunta por la emancipación podremos también instaurar un lazo con la teoría crítica.

¿Pero cómo aprehender este hoy? ¿Alcanzaría quizás con definirlo como renovación de la filosofía política? Y si así fuera, ¿qué relación construir con la teoría crítica en este ámbito? En todo caso, es necesario saber de qué renovación se trata. ¿Estamos en presencia de un retorno a la filosofía política, es decir de la restauración de una disciplina académica, o, lo que es por completo diferente, de un retorno de lo político? Para quienes sostienen la primera hipótesis, se trata de un movimiento interno a la historia de la filosofía, aun si toman en cuenta o creen tener en cuenta lo que ellos llaman púdicamente “las circunstancias”. Luego del eclipse más o menos enigmático de la filosofía política, se estaría iniciando un retorno a esta disciplina abandonada y, paralelamente, una rehabilitación del derecho y de la filosofía moral. Completamente distinto es el retorno de lo político. En el momento del derrumbe de las dominaciones totalitarias, lo político vuelve a emerger. No se trata del intérprete que eligió retomar un discurso provisoriamente dejado de lado para volverlo a la vida, sino que son las cosas políticas mismas las que irrumpen en el presente, saliendo del olvido que las afectaba o poniendo término a los intentos de hacerlas desaparecer. Es preciso no confundir dos situaciones por completo diferentes: que no esté prohibido pensar el retorno a la filosofía política quizá tenga el efecto paradojal de desviar lo político hasta ocultarlo, lo que para algunos no haría más que repetir la tendencia propia de la filosofía política y su tradición. Ya Feuerbach, en 1842, en Necesidad de una reforma de la filosofía invita a distinguir entre dos tipos de reforma: una filosofía surgida del mismo fondo histórico que sus predecesoras, o una filosofía que emerja de una nueva era de la historia humana. “Una cosa es la filosofía que no es más que el fruto de la necesidad filosófica; otra cosa muy distinta es una filosofía que responde a una necesidad de la humanidad.” Debemos aprender a distinguir, entonces, en los términos de la renovación de la filosofía política, entre el despertar de una simple disciplina académica que reaparece como si nada hubiera pasado y la manifestación post totalitaria de la necesidad de la política. Entendámonos, el redescubrimiento de la política luego de la dominación totalitaria intentó anular o borrar para siempre la dimensión política de la condición humana, producto de una necesidad de la humanidad. Y si se nos pide que citemos una cosa política que retorna, podemos hablar del retorno de la cuestión política misma, o del resurgimiento de la distinción entre régimen político libre y despotismo, o bien la pregunta que Spinoza retoma de La Boétie: “¿por qué los hombres luchan por su servidumbre como si se tratara de su salvación?”.

Si se miden bien los efectos, esta distinción en cuanto a la significación de la renovación de la filosofía política no es indiferente. Parece que apenas se diseña la restauración de una disciplina académica, esta renovación implica al menos un desinterés por la teoría crítica, cuando no una franca oposición. A decir verdad, parece que estos “nuevos filósofos” de la política se proponen suplantar la teoría crítica en tanto esta toma partido por la escuela de la sospecha –el trío infernal: Marx, Nietzsche, Freud– y con una crítica de la dominación que, como se sabe, debería ser

1 AA.VV., (2005), Voces de la filosofía francesa contemporánea, Buenos Aires, Colihue.

excluida dado que ella nos impide ver la especificidad de lo político. A la inversa, si esta renovación acepta lo político que retorna, la situación teórica se presenta completamente distinta. Siempre que la cuestión política no se reduzca a la gestión no conflictiva del orden establecido, y se abra a una reformulación de la cuestión de la emancipación hic et nunc, se impone el lazo con la teoría crítica, en tanto que crítica a la dominación, en la medida misma en que los caminos de la emancipación pasan necesaria, o acaso exclusivamente, por esta crítica. Es más, precisamente porque existe una divergencia irreductible entre política y dominación no pueden ignorarse los fenómenos que dan cuenta de la crítica de la dominación y es legítimo explorar, incluso inventar, una relación quizá inédita entre teoría crítica y filosofía política. ¿No será justamente este el camino a seguir para buscar una filosofía política crítica que, lejos de desviarnos de lo político, del resurgimiento de la cuestión política, nos conduzca hacia ella de modo más seguro? La orientación hacia la emancipación nos permitiría evitar dos escollos tan funestos el uno como el otro: el olvido de los fenómenos de dominación, por una parte, y la ceguera ante la diferencia entre política y dominación, por la otra.

La exploración de lo que podría ser una filosofía política crítica, de una articulación posible entre teoría crítica y filosofía política exige un camino complejo.

En un primer tiempo, es necesario el intento de responder a una cuestión previa que no se puede evitar: ¿la teoría crítica puede ser considerada, en la medida que sea, como una filosofía política? O por lo menos, ¿existen afinidades entre teoría crítica y filosofía política? Es obvio que una divergencia absoluta entre ambas volvería muy difícil, al límite de lo imposible, la constitución de la filosofía política crítica. Únicamente sobre el terreno de una relativa proximidad puede concebirse la articulación, aun cuando no se la pueda efectivizar más que al precio de desplazamientos significativos. Debemos dedicarnos a la tarea de determinar si la teoría crítica –uno de cuyos fundadores, Max Horkheimer, declaró: “la autoridad es una categoría esencial de la historia”– contiene explícita o implícitamente una filosofía política.

Pero no basta con constatar una orientación de la teoría crítica hacia la filosofía política para concluir en la posibilidad y la legitimidad de una filosofía política crítica. Esta orientación es sin ninguna duda una orientación necesaria, pero no tiene el valor de condición suficiente. Una de las cualidades más preciosas de la teoría crítica es la de asumir la historicidad del trabajo del concepto. Lo que para nosotros significa que nos falta, en un segundo tiempo, tomar en cuenta las dimensiones indisociablemente filosóficas e históricas del problema. Si consideramos que la novedad de la época consiste en el fin de las dominaciones totalitarias, pensadas como destrucción de la política, y por lo tanto en el redescubrimiento de la política, nos enfrentamos con la siguiente disyuntiva: alternativa o articulación.

La alternativa se plantea entre dos paradigmas: el de la crítica de la dominación, que define la teoría crítica, y el del pensamiento de la política como diferente de la dominación. Nos encontraríamos en presencia de dos campos: por un lado, la crítica de la dominación que continuaría incansablemente investigando las manifestaciones de la división entre amo y esclavo; por el otro, aquellos que, sensibles a la salida al sol de la política, ignorarían soberbiamente las sombras que proyecta la persistencia de la dominación.

La articulación, ajena a las facilidades del eclecticismo, se asignaría la tarea titánica de concebir en conjunto, en una coexistencia conflictiva, la crítica de la dominación y el pensamiento de la política, sin que la existencia de una corte el camino a la otra. Todavía convendría proponer una pieza que actuara como bisagra entre las dos.

Si nos remitimos a nuestro título, es evidente que la hipótesis de la alternativa no nos retendrá por su enojosa tendencia a encerrarse en una lógica unilateral de bandos y a complacerse en la confrontación de los paradigmas. Nos parece que únicamente vale la pena internarse por la vía de la articulación, puesto que, bajo el nombre de filosofía política crítica, tiene al menos el mérito de

mantenerse alejada de dos cómodas pendientes por las que no es demasiado difícil deslizarse, esto es el irenismo y el catastrofismo.

¿La teoría crítica como filosofía política?

Cuestión difícil de resolver ya que, para responderla de manera satisfactoria, es necesario aún disponer de una definición, o mejor, una concepción de la filosofía política que permita apreciar el carácter apropiado o no de esta identificación. Esta dificultad resulta evidente cuando nos remitimos a las respuestas, positivas o negativas, que otros han aportado.

Así G. Friedman, en su obra The Political Philosophy of the Frankfurt School (Cornell Unversity Press, 1981) responde afirmativamente. Sin darse una definición previa, el autor reconoce en la obra colectiva de la Escuela de Frankfurt una filosofía política, en la medida en que la teoría crítica elabora una crítica de la modernidad y apunta a intervenir en esta crisis. Declaración bastante sorprendente por parte de un straussiano puesto que, según Léo Strauss, la crisis de la modernidad, constituida por tres oleadas –Maquiavelo, Rousseau, Nietzsche–, tuvo precisamente como efecto principal la ruina de la filosofía política. Para los teóricos de Frankfurt, el objeto esencial de la crítica sería la paradoja moderna, esto es, el advenimiento en la modernidad de una racionalidad irrazonable, de una razón que no mantiene sus promesas y da nacimiento a un mundo donde triunfa la irracionalidad. Una paradoja que permitiría responder a la pregunta inicial de la Dialéctica de la Ilustración: ¿por qué la humanidad en lugar de avanzar hacia condiciones auténticamente humanas está oscurecida por una nueva barbarie? Según el autor, el problema del Iluminismo fue el punto de partida de esa filosofía política propia de la teoría crítica, si se da crédito a las frases iniciales del capítulo “El concepto de Aufklärung” en la Dialéctica de la Ilustración: “En todos los tiempos, la Aufklärung ha perseguido siempre el objetivo de liberar a los hombres del terror y volverlos soberanos Pero la tierra enteramente ‘iluminada’ resplandecía bajo el signo de las calamidades por doquier triunfantes”. Si el programa de las Luces consiste en liberar el mundo humano del influjo del mito, la pregunta es: ¿por qué proceso interno la razón llega a autodestruirse, es decir, a invertirse en nueva mitología? La tesis fundamental de Adorno y Horkheimer es la de la eficacia del movimiento interno de la razón autodestruyéndose. En el seno de la propia razón surge esta mitología autodestructiva de la razón, que no tiene nada que ver con las supervivencias arcaicas, ni con las manipulaciones concertadas. En lugar de mantener, de forma tranquilizadora, a la razón alejada del mito, la teoría crítica revela su proximidad, o peor, su afinidad. Aun despierta, la razón engendra monstruos. En eso, la teoría crítica defiende lo contrario de la problemática clásica de las Luces que hacía de la razón un adversario declarado del mito. Para Adorno y Horkheimer existiría, por el contrario, una complicidad secreta de la razón y del mito. En cuando al motor de la inversión, ¿no reside en la juntura entre la liberación del miedo y la elección de la soberanía? En esta juntura, en esta identificación se mantendría la complicidad secreta de la razón y el mito. Pero no se trata, por parte de la teoría crítica, de dar licencia a la razón sino que, por el contrario, se afirma la voluntad de salvarla.

De acuerdo a los análisis de G. Friedman, el asalto de la teoría crítica contra el filisteísmo burgués, como así también contra el marxismo institucional, se inscribiría en un viraje estético, como si la cuestión política hubiera desertado de la economía para volcarse hacia el arte y las promesas de felicidad que éste anuncia. Hace falta un interrogante: ¿es suficiente una crítica de la modernidad, por completa y paradojal que sea, para constituir una filosofía política? No obstante, en la conclusión de la obra se expresan algunas dudas en cuanto a la realidad de esta filosofía política. La valorización de Eros, particularmente en la obra de Marcuse, ¿no tendría por efecto desviar al hombre de los problemas de la ciudad? Una falta de moderación típicamente moderna, ¿no engendraría una ignorancia de la cuestión de la justicia? Finalmente, ¿cómo concebir la sociedad emancipada?, ¿como aquella que conserva una dimensión política o como la que se sitúa más allá de la política, como si la emancipación significara ser liberado precisamente de la

política? Esto no impide que, a pesar de la formulación de estas dudas, el autor mantenga la perspectiva elegida y persista en ver en la crítica de la razón moderna, los elementos de una filosofía política posible.

A la inversa, L. Kolakowski, en las severas páginas consagradas a la Escuela de Frankfurt responde por la negativa. Inspirándose en una posición liberal y manteniendo una definición taxonómica de la filosofía política a partir de sus objetos más clásicos, le niega a la teoría crítica esta cualidad y la remite a diversos lados: a la ideología, a la utopía, a la crítica social. Ahora bien, el hecho de remitir a la teoría crítica fuera de la filosofía política no deja de crear problemas.

Ciertamente, la teoría crítica no es una filosofía política en el sentido académico del término, sobre todo si se considera que muchos de los que la practican se mantienen a distancia de lo que A. Schopenahuer llamaba despectivamente la “filosofía universitaria”. Pero aclarada esta situación, conviene también añadir que, en el campo de la teoría moderna, la teoría crítica se distingue por una sensibilidad particularmente aguda ante la cuestión política o ante la cuestión de la emancipación. Filosofía para tiempos sombríos, podríamos decir. Si se considera por un momento la problemática del joven Hegel tal como la expone L. Feuerbach, gracias a la oposición entre filosofía y no-filosofía, quizás tengamos que poner la cuestión política en la exterioridad de la filosofía, del lado de la no- filosofía que no cesa de perturbar la identidad falsamente estable de la filosofía. La política como práctica reintroduce en el texto de la filosofía –construido sobre la negación del espacio y del tiempo– precisamente este espacio y este tiempo que son los criterios básicos de la práctica. Según H. Marcuse, en Razón y Revolución, lo propio de la filosofía de Hegel, ¿no es acaso haber vuelto posible el pasaje a la teoría social? De este modo, Marcuse no sólo describiría lo que ha advenido a la filosofía política de Hegel (de la que habla en el capítulo VI de la primera parte), sino también, dado que la obra hegeliana es central en la modernidad, a la filosofía política en general. “Sus ideas filosóficas esenciales están cumplidas –escribe Marcuse– en la forma histórica específica del Estado y de la sociedad y esta última ha devenido el objeto central de un nuevo interés teórico. De esta manera el trabajo de la filosofía recayó en la teoría social.” En este punto se abren dos caminos: o el Estado y la sociedad permanecen en el interior del sistema, y la filosofía se convierte en ciencia administrativa con L. Von Stein y la dialéctica en sociología, o las cuestiones del Estado y de la sociedad se transforman en la cuestión de su abolición, es decir en la cuestión de la revolución que, por definición, es exterior al sistema. Se opera así un desplazamiento de la filosofía política en la medida en que la cuestión política queda de allí en adelante, en cierto modo fuera de sí. Este pasaje fuera de sí de la política, esta salida de la política hacia otro elemento implica una traducción de la lengua de la filosofía, pero sobre todo implica traducir la lengua de la política a la lengua más general de la emancipación. “La transición de Hegel a Marx –escribe Marcuse– es en todos los aspectos una transición a un orden fundamentalmente diferente de la verdad y que no debe ser interpretado en los términos de la filosofía. Veremos que todos los conceptos filosóficos de la teoría marxista son categorías sociales y económicas, mientras que las categorías sociales y económicas en Hegel son todos conceptos filosóficos. Ni siquiera los escritos del joven Marx no son filosóficos. Expresan la negación de la filosofía aunque estén hechos en la lengua de la filosofía.” Además, mientras en el sistema de Hegel, todas las categorías utilizadas conciernen exclusivamente al orden existente, en Marx las categorías se refieren a la negación de este orden; apuntan a una nueva forma de sociedad y se dirigen a una verdad que aparecerá con la abolición de la sociedad civil. “La teoría de Marx –agrega Marcuse– es una crítica en el sentido en que todos sus conceptos son otros tantos actos de acusación de la totalidad del orden existente”. A esto se añade el hecho de que la crítica de la sociedad deviene acción, no filosofía, sino una práctica emancipatoria sociohistórica.

Para apreciar en qué medida la teoría crítica puede ser una filosofía política, nos hace falta tener en cuenta estos dos pasajes fuera de sí –el de la filosofía y el de la política– que la constituyen. Estas salidas no significan únicamente el abandono del objeto, sino un desplazamiento de éste hacia otro elemento, por ejemplo el de la economía, y el proseguir de modo diferente, en este

elemento, los fines de la filosofía y la política. En consecuencia la teoría crítica más que ser el abandono de la filosofía política, o su negación pura y simple, es la traducción en la lengua de la emancipación o de la revolución. Traducción que concluiría en esta situación paradojal, en la cual la teoría crítica rompe con la filosofía política para retomarla, aún mejor continuarla, en suma salvarla, por otros medios, en otros elementos y por otros caminos. En una palabra, la teoría crítica es concebida, según sus fundadores, como un salvataje por transferencia de la filosofía política. No cabe ninguna duda de que el modelo elaborado por L. Lorch en ese gran libro que es Marxismo y Filosofía ha sido efectivo.

En estas condiciones, se comprenderá en qué medida la respuesta negativa a la cuestión que nos ocupa deja del lado el problema –por no haber considerado y comprendido el desplazamiento y el salvataje por transferencia de la filosofía política– y lo inaceptable que resulta esta respuesta.

La cuestión política, aunque traducida en otra lengua, está presente en la textura de la teoría crítica, donde mantiene el estatuto de dimensión constitutiva. En el comienzo de Mínima Moralia, Adorno evoca, no sin melancolía, los lazos de la filosofía y de la política y recuerda que la tarea de la filosofía era la enseñanza de la “justa vida”. Ahora bien, el “triste saber” que nos ofrece Adorno no es un saber resignado: si bien debe “inquirir sobre la forma alienada que la vida ha tomado, es decir, sobre las potencias objetivas que determinan la existencia individual en el plano íntimo de sí misma”, no es en absoluto para renunciar a esta búsqueda de la justa vida, que en los clásicos tenía que ver con la búsqueda del mejor régimen de las palabras. Y aunque exista un indiscutible desequilibrio entre el inicio y la conclusión de Mínima Moralia, la insistencia final sobre la Redención no es extraña a esta búsqueda.

La teoría crítica nos pone en presencia de un grupo de filósofos que en el siglo XX no creyó desechable escribir sobre la sociedad moderna y las formas contemporáneas de la dominación. En lugar de reducir la teoría crítica a una teoría del conocimiento –como la recepción francesa está frecuentemente tentada de hacer– es sin ninguna duda mucho más fecundo reconocerla como una crítica de la modernidad en sus manifestaciones más diversas, crítica orientada a la emancipación que, como un “viejo topo”, se presta a cavar galerías subterráneas en las direcciones más dispares, con el fin de subvertir mejor a la sociedad burguesa. De allí, un cuerpo impresionante de obras que son otras tantas contribuciones a una crítica de la política. Retengamos de M. Horkheimer y otros, Estudios sobre la autoridad y la familia, Paris, 1936; Egoísmo y emancipación, 1936; Razón y conservación de sí, 1941; El estado autoritario, 1942; El eclipse de la razón, 1944; en colaboración con Adorno: Dialéctica de la Ilustración, 1944; la dirección de Studies in Préjudice y en particular el gran libro donde la colaboración de Adorno fue determinante, La personalidad autoritaria, 1950; de Leo Lowenthal y N. Guterman, The prophets of Deceit; el estudio sobre los campos de concentración de Leo Lowenthal; de Marcuse: La lucha contra el liberalismo en la concepción autoritaria del Estado, 1934; Algunas implicaciones sociales de la tecnología moderna, 1941, State and individual under National Socialism, 1942, sin hablar de las obras más conocidas; los artículos de Adorno sobre la propaganda fascista, las creencias astrológicas, De las estrellas a la Tierra, 1952-53, y la crítica de la industria cultural. Si nos volvemos hacia los “minores” de la Escuela de Frankfurt, las investigaciones recientes de William E. Scheuerman mostraron que tanto en F. Neumann, el autor Behemoth (1942), un gran libro sobre el nazismo, como en O. Kirchheimer había una reflexión original sobre el destino de la ley en la sociedad moderna y existían elementos de una teoría crítica de la democracia, particularmente en la oposición al jurista nazi Carl Schmitt. Finalmente, es necesario mencionar los trabajos de F. Pollock sobre la Automatización y El capitalismo de Estado.

Esta crítica de la política, por parte de la teoría crítica, pudo efectuarse gracias a una distancia teórica con relación a Marx. Este último, cuando según las interpretaciones tradicionales pasaba de la crítica de la política a la crítica de la economía política, escribió, en 1843, en una carta a Ruge: “dominación y explotación son un único y mismo concepto”. Rápidamente, brevitatis causa, la tendencia a derivar la política de lo económico era planteada como instancia determinante.

Ahora bien, la teoría crítica, especialmente sus teóricos fundadores, rechazan esta identificación que lleva, desde su punto de vista, a la confusión de la dominación y de la explotación; se oponen a esa subordinación de lo político a lo económico que lleva necesariamente a una inclusión de la crítica de la política en la de la economía política. Ya en su obra de 1930 consagrada a la filosofía burguesa de la historia, Horkheimer considera que la historia de las sociedades humanas está constituida en y por la división entre grupos dominantes y grupos dominados, y es la dominación la que permite la apropiación del trabajo alienado. No es por azar que en el capítulo consagrado a Machiavelo Horkheimer declara: “Pero esta sociedad (la sociedad burguesa) no se basa solamente en la dominación de la naturaleza en sentido estricto, en la invención de nuevos métodos de producción, en la construcción de máquinas, en la obtención de un cierto nivel de higiene; se funda en igual medida en la dominación de los hombres por otros hombres”. Y es en este texto que Horkheimer define explícitamente y sin reserva a la política, bajo el signo de la dominación: “El conjunto de los medios –escribe– que conduce a esta dominación y las medidas que sirven a su mantenimiento se llama política”. Y, según Hobbes, las universidades, y más precisamente la ciencia política, son las que volverían a elaborar y difundir las representaciones favorables a esta nueva forma de dominación que es el Estado Nacional.

Pero hace falta volvernos hacia Adorno y la Dialéctica negativa para reencontrar el intento más profundo por diferenciar la dominación de la explotación, remitiéndose a un origen que no tendría nada que ver con la economía. Bajo el título Contingencia del antagonismo, Adorno se pregunta si el antagonismo, “fragmento de historia natural prolongada”, que tal vez apareció un día, es el fruto de las necesidades de sobrevivir de la especie o si resultaba, de manera contingente, de “actos arbitrarios, arcaicos, destinados a la toma del poder”. Al plantear la posibilidad de una catástrofe contingente en el origen de la historia humana y al alejarse de la misma manera del topos de la edad de oro, Adorno se empeña en destruir la “razón en la historia”, la idea misma de necesidad histórica mientras sea pensada en los términos de Hegel o en los de Marx y Engels. Pero no se trata de introducir, bajo la no contingencia del antagonismo, una nueva reificación que podría alcanzar a todo proyecto de una intervención histórica profetizando a la dominación “un porvenir infinito, mientras existan sociedades organizadas, cualquiera sea su forma”. El camino de Adorno es tan crítico como complejo: a él no le basta con distinguir entre dominación y explotación, con discutir la preeminencia de una sobre la otra, sino que, además, necesita plantear la posibilidad de una dominación que no sería un fruto de la economía, que sería extraña a este campo. A propósito de Marx, a quien critica sobre este punto, Adorno escribe: “La economía tendría primacía sobre la dominación, la que a su vez sólo podría derivar de la economía”. Es decir que la contingencia del antagonismo implica la existencia de una dominación resultante de una catástrofe tan indeterminada como contingente y destinada a permanecer como tal. No se trata en ningún caso de sustituir la necesidad económica por una necesidad antropológica o psicológica. Según Adorno, habría en Marx y en Engels una verdadera deificación de la historia; en el seno del ateísmo, esta primacía de la economía tiene por efecto ofrecer seguridad y garantías a la praxis. En efecto, si la economía tiene el primado sobre la dominación, y si, condición suplementaria y esencial, la dominación es considerada como derivada de la economía, la transformación de la economía implicaría automáticamente la desaparición de la dominación. “El primado de la economía –escribe Adorno– debía fundamentar, históricamente y con rigor, que el desenlace feliz es algo inmanente a la economía; el proceso económico crearía y reinvertiría las relaciones políticas de la dominación, hasta la necesaria liberación con relación a las necesidades de la economía”. Inversamente, el primado de la dominación y la hipótesis de una dominación indeterminada permiten visualizar que la transformación de la economía puede dejar inmutable el reino de la dominación. ¿Qué se perpetúa más allá de la transformación de la economía?, ¿no es una de las definiciones posibles del fracaso de la revolución? Fracaso al que Marx y Engels no son totalmente ajenos, en la medida en que, en su preocupación por diferenciarse de los anarquistas, habrían dejado en el vacío la cuestión del fin de la dominación. “La revolución que Marx y él (Engels) deseaban –

escribe Adorno– era la de las relaciones económicas de la sociedad en su totalidad, en el nivel fundamental donde se autoconservan, y no la transformación de las reglas de juego de la dominación, es decir de su forma política.” Tanto la hipótesis de una catástrofe irracional en los comienzos como el vértigo frente a la catástrofe presente, arrasan con la idea de una totalidad histórica en la cual habría una necesidad económica calculable, y por lo tanto controlable. De allí la exigencia de un nuevo pensamiento de la dominación exterior a la economía, sin que aparezca sin embargo una fetichización de la política, ni una tendencia a pensar la dominación como eterna o como coextensiva a la historia humana. Por el contrario, es en un cuestionamiento del carácter inevitable de la totalidad donde se origina y se templa permanentemente la intención de transformar el mundo. “Hoy, escribe Adorno, la posibilidad abortada del Otro está concentrada en la de evitar a pesar de todo la catástrofe.”

Esta atención prestada a la cuestión de la dominación da nacimiento en Horkheimer a una teorización de la autoridad pensada como una dominación aceptada, más todavía, interiorizada. Interrogándose sobre las grandes unidades sociales y la dinámica de su desarrollo, Horkheimer plantea que la orientación y el ritmo de este proceso son determinados en última instancia por las leyes internas del aparato económico de la sociedad. Sin embargo, como ya había hecho en 1931 en una lección inaugural del Instituto de Investigación Social, Horkheimer destaca que el comportamiento de los hombres en una época dada “no puede explicarse únicamente por los hechos económicos de la época precedente”. En esta etapa de su reflexión, Horkheimer insiste sobre la importancia del carácter de los hombres, sobre sus disposiciones psíquicas que conviene encarar con relación a las instituciones relativamente estables de una sociedad específica. La economía no puede actuar bajo una forma mecánica, aislada, sino únicamente inmersa en una pluralidad de factores. En suma, se trata de la aparición de un pensamiento de la sobredeterminación. “Así, el conjunto de la cultura, escribe Horkheimer, está integrado en la dinámica de la historia.” Pero, más que invocar la cultura para dar cuenta de las disposiciones psíquicas, Horkheimer se vuelve deliberadamente hacia el poder del Estado. “Lo que sería decisivo, escribe, entendido en el marco de las posibilidades económicas, sería el arte de gobernar, la organización del poder del Estado y en último lugar la violencia física.” (p. 228). Otra distancia asumida respecto de la economía es la insistencia de Horkheimer sobre la división política, la división no entre explotadores y explotados, sino entre los que ordenan y los que ejecutan. “El proceso de la vida social no podría cumplirse más que por una escisión entre dirigentes y ejecutores, escisión específica para cada época”. (p. 228) Para dar cuenta de una unidad social dada, ¿qué conviene invocar?, ¿un cimiento espiritual, es decir una concepción dinámica de la cultura, o bien la “forma extremadamente concreta del poder ejecutivo”? ¿Resulta fundada esta última hipótesis, identificada con el realismo? ¿El aparato psíquico de los miembros de una sociedad de clases no es la interiorización, o al menos la racionalización y el complemento de la violencia física? Llegado a este punto, Horkheimer recurre a la hipótesis de Nietzsche en La genealogía de la moral, según la que la transformación del hombre, “olvido encarnado”, en un animal capaz de memoria, de promesa, es decir en un animal previsible y luego social, es la consumación de una historia bajo la influencia del terror. Horkheimer cita los pasajes célebres pasajes del parágrafo 3 de la Segunda disertación: un lazo oculto, pero no por ello menos real, que siempre persiste ligado a lo que se llama “conciencia”, moralidad de las costumbres, o socialidad, con ese terror primigenio, originario. “... Hasta se podría aún decir que por todas partes donde haya habido sobre la tierra solemnidad, gravedad, secreto, colores, sombras en la vida de un hombre o de un pueblo, sobrevive algo del terror del que se acompaña cada día el mundo, el hecho de prometer, de dar su palabra, de prestar juramento... Cada vez que el hombre juzgaba necesario hacerse de una memoria, no era nunca sin suplicios, sin mártires y sacrificios”. Al término de este pasaje de Nietzsche, que fuera uno de los inspiradores del pensamiento de la dominación en la Escuela de Frankfurt, Horkheimer reconoce sin reserva el lugar de la violencia en la historia de la civilización: “En verdad, la importancia que se le otorgue a la violencia para explicar en toda la historia y hasta nuestros días nunca será demasiada, puesto que no solamente determina el

comienzo, sino también el desarrollo de todas las formas de Estado” (p. 230). Por violencia, es necesario entender tanto los castigos, la amenaza de los castigos como la presión del hambre sobre aquellos a quienes se somete. Sin embargo, desde la perspectiva de Horkheimer, subsiste, más fuerte que nunca, la cuestión de “por qué las clases dominadas han soportado el yugo durante tanto tiempo” (p. 231). Si para responder a esta pregunta, importa tener en cuenta la violencia, Horkheimer no podría atribuir todo a la acción concreta del poder ejecutivo. Una vez que ha recordado, con la ayuda de Nietzsche, los trasfondos sombríos de la cultura, considera que la historia debe tomar en cuenta el conjunto de la cultura, pensada como un factor específico de la dinámica social. “En todo caso, no se puede imputar el mantenimiento de las formas sociales perimidas a la simple violencia o al mensaje mantenido en el seno de la masa sobre sus intereses concretos” (p. 240). La violencia no basta para explicar la división entre dominantes y dominados y aún menos la aceptación de esta escisión, es decir la aceptación de la dominación. Para comprender esta interiorización, que engendra la aceptación, conviene referirse al conjunto de la cultura, cimiento espiritual, o más bien, al juego complejo que se efectúa entre la cultura, las instituciones sólidas y el aparato psíquico o aparato interior. Ni la economía aislada, ni la sola violencia, sino una sobredeterminación que pone en juego en este conjunto dinámico que es la cultura, este otro elemento dinámico que es el aparato psíquico, tan importante desde el inicio para la teoría crítica. “La presencia de esta violencia y de este mensaje, así como su modo de existencia, es función de las disposiciones psíquicas de los hombres” (p. 240). Retengamos del gran estudio de Horkheimer sobre la autoridad, tres puntos importantes:

- la evidencia de la aceptación de parte de los dominados: “No es únicamente la violencia inmediata lo que ha permitido mantener el orden, sino que los hombres mismos aprendieron a experimentarla” (p. 243).

- el claro reconocimiento de la omnipresencia en la historia del fenómeno de la dominación que constituye, según Horkheimer, el marco del proceso vital de la sociedad. “La mayoría de los hombres siempre trabajó bajo la conducción o a las órdenes de una minoría, y este estado de dependencia siempre se ha traducido por un deterioro de las condiciones de existencia” (p. 243). En cuanto a los tipos humanos, a pesar de su diversidad, presentan un punto común: “Son todos determinados, en sus rasgos esenciales por la relación de dominación que caracteriza la sociedad de su época” (p. 243).

- Lejos del quietismo de un Noam Elias y de su teoría de la dinámica de la civilización, la insistencia de parte de Horkheimer sobre la imbricación de las relaciones de dominación y de la cultura, imbricación tal que la autoridad, en última instancia, puede definirse como un estado de dependencia aceptada, o como un estado de dependencia interiorizada. Se percibe aquí el vínculo entre esta primera reflexión sobre la autoridad y la investigación ulterior sobre la personalidad autoritaria. “Reforzar, escribe Horkheimer, en el psiquismo mismo de los individuos dominados la necesidad de la dominación del hombre por el hombre , necesidad que hasta el presente determina la estructura de la historia, fue una de las funciones de todo el aparato cultural de las diversas épocas; en tanto que ella es al mismo tiempo el resultado y la condición sin cesar renovada de este aparato, la fe en la autoridad constituye en la historia tanto un motor como un freno.” (p. 243)

La respuesta negativa a nuestra pregunta inicial es inaceptable, en tanto es abusivamente simplificadora. Hace falta haber percibido el salvataje por transferencia de la filosofía política por parte de la teoría crítica, que pretende encontrarse en presencia de un discurso que no tendría nada en común con la filosofía política excepto su objeto. Pero la teoría crítica tiene muchos elementos que, aunque transformados, mantendrían una relación con las principales orientaciones de la filosofía política, por ejemplo, la búsqueda de la libertad y el proyecto de edificar una sociedad según las exigencias de la razón.

Pero la respuesta positiva –la teoría crítica es una filosofía política– no es sostenible en adelante, porque para ser sensible a la dimensión política de la teoría crítica, la crítica de la política que ella contiene, minimiza y al mismo tiempo enmascara los desplazamientos y las transformaciones que la teoría crítica hizo surgir en la filosofía política. Un análisis riguroso de esta cuestión exigiría una definición de la filosofía política que se podría obtener poniendo cotejando las grandes concepciones que fueron elaboradas en el siglo XX, como las de L. Strauss, de Claude Lefort o de Hannah Arendt. Limitémonos aquí con una definición mínima que nos permita aislar el o los nudos constitutivos de la filosofía política. Al menos, dos requisitos parecen necesarios:

- la afirmación de la consistencia de lo político, es decir de una especificidad de la cosa política que la vuelve irreductible y heterogénea frente a los otros fenómenos con los cuales se tiende a confundírsela, fenómenos sociales, o sociohistóricos.

- la insistencia sobre la distinción entre régimen político libre y despotismo, o en términos más contemporáneos, entre política y dominación totalitaria.

A pesar de los elementos de una crítica de la política que hemos relevado en el seno de la teoría crítica, ¿podemos declarar que estamos en presencia de una filosofía política? Se puede dudar legítimamente. M. Horkheimer mismo manifiesta reservas respecto de la idea de filosofía política y busca visiblemente tomar distancia con relación a un proyecto de este orden. En efecto, en un artículo de 1938, La filosofía de la concentración absoluta, donde critica sin indulgencia una obra contemporánea de S. Marck –El nuevo Humanismo en tanto que filosofía política, publicado en Zurcí– M. Horkheimer manifiesta en tres momentos sus reservas respecto de una filosofía que se presenta como política. En primer lugar una sospecha: a juzgar por la actitud de los socialistas con posteridad a 1919, ¿la filosofía política parece ser un nombre que sirve para enmascarar la falta de libertad o las debilidades de la praxis política. Luego, una interrogante: ¿Qué queda de la idea de filosofía política, si se considera que su destino está estrechamente ligado al de las democracias en decadencia de la época? Por último, un recordatorio: contrariamente a las posiciones de S. Marck, M. Horkheimer subraya que la filosofía política luego de largo tiempo ha sido el objeto de una transformación esencial y deja entender que invocarla sin más es signo de una regresión al estado anterior a la transformación. “... Es verdad, dice Horkheimer, que pensamos que la filosofía que se califica de política se ha transformado, luego de largo tiempo, en crítica de la economía política.”. El “luego de largo tiempo” indica que esta metamorfosis de la filosofía política es verdaderamente se remonta al trabajo crítico de Marx que, en los años 1840, efectuó una salida de la filosofía para transportar el objeto a crítica de la política, y luego a crítica de la economía política. Según M. Horkheimer, esta metamorfosis ubica a la filosofía política ante una alternativa: o bien consiente en esta transformación y conserva su fuerza crítica desenmascarando la situación histórica, o bien se aferra a su identidad y deviene en este caso un discurso ornamental, sin captar lo real. “Entonces, ella toca a las epigonales almas bellas”.

Del mismo modo, puede considerarse que la teoría crítica, lejos de identificarse con una filosofía política, más bien se distanciaría de ella y, gracias a este desvío, según M. Horkheimer, seguiría siendo fiel a su vocación crítica. Podemos notar al menos dos divergencias sensibles entre la teoría crítica y la idea de filosofía política.

En primer lugar, no basta con proponer una crítica de la dominación, por compleja que sea, ni aún encarar la existencia de una dominación no derivada necesariamente de lo económico para crear una filosofía política. Pues, salvo para caer en un descrédito radical del dominio político, como lo hizo por ejemplo M. Hess cuando identificó en La filosofía de la acción la política a la dominación, la política no podría ser reducida a una relación de dominación, a la existencia de una estructura que se define como una escisión entre una minoría de dominadores y una multitud de dominados. Spinoza ya había afirmado en el Tratado teológico-político: el Estado se instaura o debe instaurarse en el exterior de la dominación en la medida misma en que es una institución

para la libertad. “De los fundamentos del Estado, tal como los hemos explicado más arriba, resulta con la mayor evidencia que su fin último no es la dominación; el Estado es instituido no para mantener al hombre por el temor y hacer que pertenezca a otro; por el contrario es para liberar al individuo del temor, para que viva tanto como sea posible en seguridad, es decir conserve, tan bien como pueda, sin daño para otro, su derecho natural a existir y a actuar. No, repito, el fin del Estado no es hacer pasar a los hombres de la condición de seres razonables a la de bestias brutas o de autómatas, al contrario está instituido para que su alma y su cuerpo adquieran seguridad en todas sus funciones, para que ellos mismos hagan uso de una Razón libre, para que no luchen por odio, cólera o astucia, para que se soporten sin dañarse unos a otros. El fin del Estado es en realidad la libertad.” Ciertamente, la teoría crítica no se limita a una crítica de la dominación, o más exactamente, la crítica de la dominación de la que ella procede es inseparable de una concepción de la emancipación. La dupla dominación-emancipación es lo que subyace a la singularidad de los conceptos de la teoría crítica, valorada por H. Marcuse en el gran texto de 1937, La filosofía y la teoría crítica: “Si la teoría crítica, en medio del desaliento actual, recuerda que la felicidad y la libertad de los individuos que están en el centro de la organización de la realidad que ella propugna, no hace más que seguir las implicaciones de sus conceptos económicos. Estos son conceptos constructivos que no comprenden solamente la realidad existente, sino también la supresión de ésta y su reemplazo por una nueva realidad. En la reconstrucción teórica de las relaciones sociales, los elementos que se relacionan con el futuro son también componentes necesarios de la crítica de la situación actual y del análisis de sus tendencias.” No cabe duda entonces de que la salida de la dominación orientada hacia la emancipación contiene, bajo el nombre de sociedad razonable, las ideas de libertad y de felicidad. Esto no impide que la teoría crítica guarde un curioso silencio en cuanto al reino de la libertad. Lo implícito de esta laguna sería: “está sobreentendido”. En el origen de este silencio habría más que la prohibición de la representación; estaría el error más grave que, en la dupla dominación-emancipación, consistiría en situar a la política del lado de la dominación –en tanto que conjunto de medios que permiten instaurar y mantener esta dominación– y nunca del lado de la emancipación o de la libertad. Como si la emancipación consistiera, no en instituir una comunidad política libre, sino en liberarse de la política, es decir, en trascender una organización de la sociedad basada en la dominación.

Ahora bien, la política abre, más allá de la dominación ciertamente innegable, la posibilidad de exista un lazo y de un espacio específico multiforme, puesto que se puede, lejos de privilegiar la unidad, constituirse como lazo de la división, como lo mostró Nicole Loraux, a propósito de la ciudad griega. El lazo político, ya sea bajo la forma de la reunión o bajo la de la división, instituye un estar-juntos, un modo singular de la coexistencia humana, o aún un actuar en conjunto, bajo el signo de la libertad. Aún Jacques Rancière del cual se dice que recusa todo proyecto de filosofía política aunque fuese crítica, distingue dos modos o dos lógicas del estar-juntos humano que bajo otros nombres, la política y la policía, reenvía a la diferencia entre política y dominación. “Espectacular o no, escribe, la actividad política es siempre un modo de manifestación que deshace las particiones sensibles del orden policial por la puesta en acto de una presuposición que le es por principio heterogénea, la de una parte de los que no tienen parte...” Se podría estimar que avanza en el sentido de una filosofía política crítica, puesto que invita a pensar juntos la heterogeneidad de la política y su lazo con la dominación o la policía. “No se debe olvidar tampoco que, si la política pone en obra una lógica enteramente heterogénea a la de la policía, está siempre anudada a ella”. Pero es innegable que Rancière se mantiene resueltamente a distancia de toda idea de filosofía política; y no teme escribir, de una manera que me parece contradictoria, que la política no tiene objetos y cuestiones que le sean propias. En precisamente porque hay institución política de lo social, según los términos de Claude Lefort, o constitución de un lazo político en la acción conjunta, que la dominación es susceptible de retroceder, o incluso de desvanecerse, ya que el objetivo de la política es instituir un lazo más allá de la división entre gobernantes y gobernados, más allá de la relación de mando y obediencia. Si se siguen los

análisis de H. Arendt en La condición humana, la política se piensa a partir de la experiencia de la libertad que tuvo lugar, en el seno de la polis griega –pero también en ocasión de las grandes revoluciones modernas– y en oposición a la experiencia de la dominación, bajo el impulso de la necesidad, que se vivía en el interior de la casa, del oikos. En estas condiciones, identificar la política con la dominación lleva a confundir órdenes distintos de lo real, lógicas opuestas del estar-juntos y a cortar el cordón umbilical que ata la política con lo que es la fuente viviente, esto es, la libertad. La libertad, en efecto, es la cuestión propia de la política, su elemento en sentido fuerte, podría decirse. Tal es la especificidad de la política, según H. Arendt en su estudio ¿Qué es la libertad?: “El ámbito donde la libertad siempre fue conocida, no ciertamente como un problema, sino como un hecho de la vida cotidiana, es el dominio político... No podemos tocar una sola cuestión política sin poner el dedo en una cuestión donde la libertad humana está en juego... La libertad, que no deviene más que raramente –en los períodos de crisis o de revolución– el objetivo directo de la acción política, es realmente la condición que hace que los hombres vivan juntos en una organización política. Sin ella la vida política como tal estaría desprovista de sentido. La razón de ser de la política es la libertad, y su ámbito de experiencia es la acción.” Primera divergencia con relación a la filosofía política, que permite estimar que la teoría crítica, en su totalidad o no, apremiada por la urgencia o la necesidad de una crítica a la dominación en su época, perdió de vista la especificidad y la irreductibilidad del estar-juntos político y terminó arrojando erróneamente a la política del lado de la dominación y de sus instrumentos. El privilegio acordado a la crítica de la dominación, con el fin de escapar de los debilidades de la filosofía política que le era contemporánea, hizo que la teoría crítica dejara de lado una reflexión sobre la consistencia y la dignidad de lo político, incluso si la idea de libertad le era claramente esencial.

Una segunda divergencia. Las orientaciones antitotalitarias de la teoría crítica son indiscutibles y manifiestas tanto en el ensayo de 1942 de M. Horkheimer, El Estado autoritario, como en el gran libro de F. Neumann consagrado al nazimo, Behemoth. Estas orientaciones merecen más nuestra atención por cuanto se acercan a una crítica antitotalitaria, frecuentemente ignorada en Francia: la de la izquierda alemana, representada por el título, La contrarrevolución burocrática, de K. Korsch, O. Rühle, y otros. Así, la cuestión del Estado autoritario o de la dominación totalitaria fija el objeto de una correspondencia entre M. Horkheimer y K. Korsch. En este sentido, parece existir una proximidad similar entre la teoría crítica y ciertas tendencias de la filosofía política que tienen por particularidad asociar una crítica política del totalitarismo a un redescubrimiento de lo político. Se advierte que estas críticas, aunque postulan una oposición entre democracia y totalitarismo, están construidas sobre la oposición entre política y dominación total. Por motivos diversos, ellas consideran que el totalitarismo, lejos de ser una excrescencia monstruosa de la política, persigue más bien su destrucción hasta el punto de querer vulnerar la condición política de los hombres. A despecho de las divergencias que existen entre la obra de H. Arendt y la de Claude Lefort, estas dos interpretaciones nos intiman, al salir de la experiencia totalitaria, a mostrar lo que fue destruido, o está a punto de serlo, esto es, el dominio político, el dominio de los asuntos humanos.

El lector del Estado autoritario no puede evitar sorprenderse por la proximidad de estos análisis. M. Horkheimer compara allí el nazismo con “el estatismo integral”, es decir la URSS, y ve allí las dos figuras de una nueva norma de dominación, en tanto que se trata de una dominación abierta e inmediata. Al estatismo integral, opone las tentativas de instaurar la libertad verdadera, las formas de una democracia sin clases que pueden “impedir la transformación de posiciones administrativas en posiciones de poder”. En diversos momentos, se percibe en el texto un llamado a la revolución contra el Estado autoritario para que un día los hombres puedan regular solidariamente sus asuntos. Revolución que M. Horkheimer pone al cuidado no de un partido o de un grupo de vanguardia, sino de los individuos aislados, recordando que en la historia, la humanidad no fue traicionada por las tentativas intempestivas de los revolucionarios, sino por la

moderación oportunista de los realistas. Atacando con vehemencia el discurso sobre el capitalismo de Estado como posibilidad de la época, M. Horkheimer critica esta forma de pensamiento que “no conoce más que la dimensión en la que juegan progreso y regresión” e ignora “la intervención de los hombres”. Para concluir, declara: “Mientras la historia universal sigue su camino lógico, no cumple con su destino humano”. Pero a despecho de esta proximidad, hay una particularidad de la teoría crítica que la mantiene a distancia de esta constelación de la filosofía política, crítica de la dominación total. En diversos lugares en los textos de M. Horkheimer, se afirma la continuidad entre el Estado autoritario y el liberalismo, como si esta nueva forma de Estado que ha destruido al liberalismo fuera, sin embargo, su heredera. Así, en La filosofía de la concentración absoluta, M. Horkheimer considera: “El Estado autoritario caracteriza a la parte de la sociedad europea que toma el lugar del liberalismo y marca una escalada en la opresión. El proyecto de dominar a las masas apartadas de los medios de producción y de preparar al pueblo para luchar en el mercado mundial es (...) resultado del liberalismo”. A esta tesis de la continuidad, los análisis de H. Arendt como los de C. Lefort oponen la discontinuidad radical. Para la autora de Los orígenes del totalitarismo, la dominación total es la novedad de nuestro siglo, constituye el corazón, es con más exactitud “lo sin precedente”, que no puede confundirse con otras formas de dominación autoritaria conocidas en la historia, el despotismo o la tiranía. Y es para estar a la altura de este sin-precedente que se hace clara, en los partidarios de la discontinuidad, una voluntad de análisis fortalecida por un aporte de la imaginación, lo que no podría ser el caso para un teórico que busca reubicar el estado autoritario en el horizonte ya conocido. Sin embargo, resuena cierta estridencia en el ensayo de Horkheimer El Estado autoritario, en la medida en que el autor intenta aprehender una forma de dominación que engloba al régimen de Stalin y al de Hitler y llama a una resistencia inédita: la de los solitarios. También es notable que en este ensayo, se dejan de lado las metafísicas de la historia, es decir al pensamiento de Hegel pero también al de Marx. M. Horkheimer critica la representación hegeliana del desarrollo del Espíritu del mundo que se manifestaría por etapas que se suceden según una necesidad lógica. Marx habría cometido el error de permanecer fiel a Hegel en este punto: “La historia, escribe, es presentada (por Marx) como un desarrollo inviolable: nada nuevo puede comenzar. Pero el fatalismo de los dos pensadores son sólo se relaciona (...) con el pasado. Su error metafísico –creer que la historia obedece a una ley inquebrantable– es superado por el error histórico que consiste en creer que todo se acaba con su tiempo. El presente y el futuro escapan de nuevo a la ley”.

Si bien la metafísica marxista de la historia es rechazada, el marxismo en tanto que instrumento de análisis se conserva. El Estado autoritario es deducido de la economía o del conjunto de la estructura socioeconómico dentro de la dinámica de la cultura. El campo de lo económico es el hogar de la inteligibilidad de la nueva forma de dominación, puesto que es la lógica de la economía política, el pasaje al mercado en el nivel del capitalismo de Estado, lo que permite dar cuenta de la aparición del Estado autoritario. Sobre este punto las interpretaciones del totalitarismo que hemos mencionado se diferencian de la teoría crítica. Para H. Arendt como para C. Lefort, conviene a apelar a una lógica de la política si se quiere aprender la génesis y la constitución de la dominación total. Esto restituye al dominio político su lugar y su eficacia. En este punto, conviene matizar, pues si se considera al conjunto de la teoría crítica, se puede observar que la génesis del totalitarismo da cuenta allí de dos lógicas no excluyentes, una lógica de la estructura socioeconómica, el capitalismo de Estado, y una lógica de la razón moderna. En efecto, es en este movimiento mismo de la razón, su subjetivación y la instrumentalización consecuente, o bien en la complicidad de la razón con el mito que convierte a la razón en una nueva mitología, en la que reside una de las fuentes posibles de la nueva forma de dominación.

Sensible al sin-precedente de la dominación total, la filosofía política se esforzó por ofrecer una interpretación original de esta nueva forma de régimen que, en un sentido, es un no-régimen; interpretación de que se podría estimar que es, en uno u otro caso, de inspiración principalmente

fenomenológica. H. Arendt insiste sobre el movimiento que arrastra al totalitarismo; C. Lefort sobre la imagen del cuerpo que desencadena, en la sociedad totalitaria, un curso vertiginoso hacia la identidad, bajo el influjo del encanto del nombre de Uno. No hay nada de esto en la teoría crítica, por lo menos en M. Horkheimer o H. Marcuse. Al abordar el Estado autoritario a partir de una lógica económico-social, la del capitalismo de Estado, M. Horkheimer no llega más que a una descripción más bien empírica del fenómeno, incluso cuando el eventual recurso a la hipótesis de la burocratización del mundo confiere a su análisis el vigor de una crítica de la política. Por el contrario, P. Neumann, en su libro sobre el nazismo, Behemoth (1942), apreciado por Adorno y a Marcuse, tuvo el mérito de presentar una tesis original según la que el Estado totalitario sería en verdad un no-Estado y en este sentido una ruptura con la tradición europea de Platón a Hegel. Un no-Estado porque Behemoth enfrentaría un régimen y una situación de no-derecho, de no-juridicidad, un no-Estado porque Behemoth carece de un aparato de Estado unificado en razón de la proliferación de las burocracias de todos los órdenes; finalmente, un no-Estado donde en función de un orden reinaría únicamente el poder carismático del jefe. Se puede presumir que la lectura de F. Neumann no ha dejado indiferente a H. Arendt. Esta última va en el mismo sentido que el autor de Behemoth al proponer que se vea en el régimen totalitario una estructura de piel de cebolla. ¿Es posible percibir un hilo que une la tesis del no-Estado y el análisis de H. Arendt para quien la dominación total equivale a una destrucción de la política?

Doble divergencia entonces con relación a la constelación de la filosofía política que eligió repensar la política frente a la experiencia del totalitarismo. La teoría crítica, por haber permanecido fiel, a pesar del cambio de época, a la crítica de la economía política, en el sentido en que ella la entendía, no tuvo éxito en dar cuenta de lo nuevo en la historia, por no haber concebido una lógica de la política. Esto a pesar de su intransigente oposición al nuevo régimen y de su actitud resueltamente antitotalitaria que la llevó al punto de interrogarse sobre las formas políticas susceptibles de abatir esta forma de dominación, es decir, en su caso, la democracia de los consejos.

Al término de este recorrido, podríamos transformar la pregunta inicial. A partir de ahora la pregunta no sería si la teoría crítica misma es una filosofía política, sino, más bien, una pregunta más dinámica, más abierta, más móvil que se formularía así: ¿puede contribuir la teoría crítica a la elaboración de una filosofía política crítica, orientada hacia la emancipación? Una de las transformaciones requeridas consistiría, considerando la dupla dominación-emancipación, ubicar la política ya no del lado de la dominación, sino del lado de la emancipación.

La articulación de los dos paradigmas o la constitución de una filosofía política crítica

A partir de este primer examen, nos encontramos con una doble proposición negativa, muy en el estilo de la Escuela de Frankfurt: la teoría crítica no es ni una filosofía política, ni una negación pura y simple de la filosofía política. Lo que de un modo afirmativo se expresa así: la teoría crítica es un salvataje por transferencia de la filosofía política, es decir, ella ha transferido las cuestiones que le son propias a otro elemento, la problemática de la dominación y la emancipación. De allí que el punto débil, al menos en M. Horkheimer, es el hecho de haber clasificado a la política del lado de la dominación, como si las ideas de libertad, de felicidad, de sociedad solidaria, autónoma y razonable –el tejido de la emancipación– no tuvieran nada que ver con la política.

Atravesada esta cuestión, podemos volver a nuestra pregunta inicial: ¿qué relación viva podemos establecer hoy con la teoría crítica, frente a la renovación de la filosofía política? Desde el principio, nos pareció que según la naturaleza de esta renovación, se nos ofrecían posibilidades diferentes. Si esta renovación significa el retorno a una disciplina académica, expuesta a transformarse en historia de la filosofía política y a una ocultamiento de las tramas políticas del tiempo presente, en beneficio de una gestión del orden establecido, nos encontramos frente a una alternativa, la teoría crítica o la filosofía política, lo que nos lleva a elegir la filosofía política contra

la teoría crítica. Del mismo modo en que pudimos leer, “¿por qué no somos nietzscheanos?”, podríamos leer, en el mismo registro, “¿por qué no somos teóricos críticos?”. Y la escena intelectual francesa vio pasar filósofos desde un interés, por cierto mitigado, por la teoría crítica –Luc Ferry y Alain Renaut fueron los autores de un prefacio a la Teoría crítica de M. Horkheimer– a una adhesión sin reservas por la filosofía política, concebida como una exclusión inapelable de la teoría crítica y de todo lo que se relaciona de cerca o de lejos con una crítica de la dominación.

Si esta renovación significa, al contrario, el retorno de la cosa política después del desmoronamiento de las dominaciones totalitarias, la situación es completamente otra. No se trata más de elegir una contra la otra sino de mantener una articulación entre la crítica de la dominación, retomada de la Escuela de Frankfurt y un redescubrimiento de la política, de las cosas política en su irreductible heterogeneidad, en su consistencia y su dignidad, en el sentido en que no son susceptibles de intercambio.

Así, pues, hay dos paradigmas, el paradigma de la crítica de la dominación, surgido de la teoría crítica, y el paradigma político. ¿Cómo articular uno y otro? ¿Qué relación viva puede establecerse con la teoría crítica frente a la coexistencia de los paradigmas? ¿Cómo esta relación viva pasa por una articulación posible entre los dos paradigmas? Luego de una breve presentación de los dos paradigmas, nos hará falta examinar en qué términos conviene concebir una articulación posible.

¿No podría investigarse esta articulación invocando el nombre de Spinoza? En efecto, este último en el Tratado de la autoridad política ha intentado descubrir un camino no frecuentado, alejado de las dos vías que describe y critica. Por un lado, la de los moralistas que se burlaban o se lamentaban ante los afectos humanos, lo que los llevó a concebir una doctrina política quimérica. Luego, la de los pragmáticos de la política que la reducían a un conjunto de estratagemas destinadas a dominar a los hombres. Por el contrario, Spinoza investiga otra vía, una vía filosófica que se cuida mucho de hacer escarnio de las acciones humanas o reducirlas a una simple táctica. Ni reír, ni lamentarse, ni tampoco manipular, sino comprender e intentar pensar una política en la dirección indicada por la Razón, la vía más difícil según el mismo Spinoza. A semejanza de Spinoza, es necesario explorar otra vía que la abierta por cada uno de los paradigmas y que se esfuerza por articular una crítica de la dominación con un pensamiento de la política o a la inversa. Para hacer comprender mejor esta necesidad, no hay más que observar que cada uno de los dos paradigmas, limitado a su exclusividad, conoce una deriva sintomática. El irenismo, como deriva de paradigma político, es la representación de la política como una actividad que estaría llamada a desplegarse en un espacio liso, sin asperezas, sin clivajes ni conflictos, orientada hacia una intersubjetividad pacífica y sin problemas. El catastrofismo, en el que cae el paradigma de la crítica de la dominación, es esa actitud que consiste en pensar que todo es relación de dominación, sin excepción, sin posibilidad de abrir un espacio o un tiempo de libertad que escaparía a la escisión entre dominantes y dominados. Ya se trate de la política misma, de la justicia o de los media, o de cualquier otra actividad que afecta la coexistencia de los hombres, el espíritu debería elegir entre una visión irénica o una visión catastrófica, como si no hubiera posibilidad de escapar a los “mercaderes de sueños” de cada uno de los dos bandos, como si no hubiera posibilidad de percibir lo que viene a complicar y a perturbar la aplicación sistemática de cada uno de los dos paradigmas.

El paradigma de la crítica de la dominación

Es conveniente hacer algunas consideraciones previas. El pensamiento de la dominación en la teoría crítica es de una gran complejidad. Contiene, en efecto, muchos niveles que se entrecruzan, pero que no se deben confundir. Se puede distinguir al menos tres niveles que tienen que ver con la crítica de la política ya que cada uno de ellos contribuye, en su medida, a la dominación en el campo político.

El primer nivel –esencial, ya que se le reconoce de modo evidente una potencia de determinación sin par– es el de la dominación de la naturaleza. Lo que abre la vía a una crítica de la razón, pues para retomar la apreciación de G. Petitdemange, “la dialéctica así descrita entre razón y naturaleza es el avance más fecundo de la Escuela de Frankfurt”. Por haber establecido una conjunción entre liberación del temor y búsqueda de la soberanía, la razón termina por “considerar el mundo como una presa” y a negar toda alteridad. Como si abdicara de su cualidad de razón y se hiciera ella misma naturaleza. “La sujeción de la naturaleza, escribe Horkheimer, retrocederá hasta la sujeción del hombre y viceversa; hasta que el hombre no comprenda su propia razón ni el proceso de base por el cual la ha creado, mantendrá el antagonismo que está punto de destruirlo”. La posibilidad de salvación pasa por una autorreflexión de la razón capaz de discernir en sí misma este movimiento hacia la dominación, que se traduce por una orientación hacia la propia conservación, con los efectos nefastos que esto engendra. Si la historia humana está, de alguna manera, enmarcada por la dominación de la naturaleza, le toca al filósofo repensar esta historia en función de cierta forma de dominación y de su eficacia. “Una construcción filosófica de la historia universal, escribe Horkheimer, debería mostrar cómo, a pesar de todos los giros y de todas las resistencias, la dominación coherente de la naturaleza se impone cada vez más claramente e integra todas las formas de la interioridad. Desde este punto de vista, se podrían igualmente deducir ciertas formas de la economía, de la dominación y de la cultura”. El episodio de Ulises y de las sirenas, durante el que Ulises llegar a neutralizar el encanto de las sirenas, tanto para sus marineros a quienes hace tapar las orejas con la cera como para sí mismo atado al mástil, manifiesta ya la escisión entre el trabajo manual impuesto y el goce estético. Escisión relacionada con la obligación que implica la dominación de la naturaleza. Más allá de esta situación matricial, la dominación de la naturaleza lleva a la técnica y por ejemplo a la ambición de un Bacon de permitir al entendimiento humano dominar la naturaleza desmitificada. “Los hombres, escriben Adorno y Horkheimer, quieren aprender de la naturaleza cómo utilizarla, a fin de dominarla más completamente, a ella y a los hombres. Es la única cosa que cuenta”. Aún sería necesario describir la pluralidad de las concepciones de la técnica que atraviesan la Escuela de Frankfurt: la de Marcuse en un texto de 1941, que en un sentido reaparece en El hombre unidimensional, o la de W. Benjamín, quien gracias al contraste entre las dos técnicas se esfuerza en concebir otra figura de la técnica, más próxima al juego que al trabajo y susceptible, por ello, de sustituir el dominio de la naturaleza por su liberación.

Puesto que el hombre es una parte de la naturaleza, la dominación de esta implica necesariamente la del hombre por el hombre. “Apenas el hombre, escriben los dos autores, se separa de la conciencia que tiene de ser él mismo naturaleza, todos los fines para los cuales se mantiene con vida... son reductibles a la nada” Una de las mediaciones esenciales entre las dos formas de dominación es, evidentemente, el trabajo humano. Actividad de transformación de la naturaleza, el trabajo se ejerce en el seno de la división entre trabajo intelectual y trabajo manual, entre función de dirección y función de ejecución. Habría allí una continuidad de la dominación en la historia. “Las formas sociales que conocemos, escribe Horkheimer, estuvieron siempre organizadas de tal manera que una única minoría podía gozar de la cultura del momento, en tanto que la gran masa estaba obligada a continuar viviendo en el renunciamiento a los instintos. La forma de sociedad impuesta por las condiciones exteriores (la lucha contra la naturaleza) fue justamente caracterizada por la escisión entre la dirección de la producción y el trabajo, entre dominantes y dominados”. Esta dominación del hombre por el hombre tuvo, según Adorno y Horkheimer, un objeto privilegiado: el cuerpo. De allí la idea de una doble historia de Europa: una oficial, bien conocida que relata el proceso de la civilización, otra subterránea que concierne al destino de los instintos y de las pasiones humanas, desnaturalizadas por la civilización. “Esta suerte de mutilación afecta sobre todo a las relaciones con el cuerpo”, es lo observado en la Dialéctica de la Ilustración. Finalmente, el nivel de la dominación de la naturaleza interior. Cada sujeto debe poner en sujeción la naturaleza en sí misma. El principio de dominación, en el reino brutal de la fuerza, se hizo objeto de un proceso de espiritualización y de interiorización. Por esta

última vía Horkheimer se aproxima a la hipótesis de la servidumbre voluntaria. ¿No escribe acaso que “La dominación se interioriza por el amor a la dominación”?

Si analizamos la constitución de este paradigma de la dominación, distinguiremos tres componentes esenciales.

Por un lado, la dominación es pensada a partir de Hegel y más precisamente de la dialéctica del amo y del esclavo tal como es presentada en la Fenomenología del espíritu. Tomando su punto de partida en la célebre frase de Hegel, “la conciencia de sí alcanza su satisfacción únicamente en otra conciencia de sí”, Marcuse expone las escansiones principales tanto en su tesis, como en Razón y Revolución. 1) La forma inmediata de la confrontación de los individuos en un combate a muerte; 2) el pasaje, por el trabajo sobre las cosas, a un modo de mediación de las conciencias que toma la forma de una escisión entre el que se apropia del trabajo del otro –el amo– y el de que trabaja para otro –el esclavo– y que vive en una situación de no-libertad; 3) más allá de este reconocimiento “unilateral e inequitativo”, la transformación del esclavo por el trabajo, el trabajador deviene autónomo en y por el objeto de su trabajo. Transformando la naturaleza, el trabajador se transforma en sí mismo, en tanto que el amo, del lado del goce, es asignado al consumo de las cosas. Por este desequilibrio entre lo que permanece y lo que desaparece, el esclavo interrumpe la potencia del amo; 4) si la relación del amo y del esclavo apunta al reconocimiento recíproco, es evidente que esta relación no puede cumplirse y permanece afectada de una inequidad determinante.

Ahora bien, si la dramaturgia hegeliana está presente en la teoría crítica, puede preguntarse si ella no sale agravada al ser retomada a través de la historia de Ulises. En efecto, Adorno y Horkheimer citan bien a Hegel y especialmente el pasaje donde el amo es enviado al goce, en tanto que el esclavo sale de su no-libertad gracias a su hacer y a la manufactura de las cosas. Pero parecería que para los teóricos críticos, está bloqueada la transformación del esclavo y, por consiguiente, la relación en su conjunto. Si en un primer tiempo, leyeron la historia de Ulises a través de Hegel –escriben: “Ulises se hace reemplazar en el trabajo. Del mismo modo que resiste la tentación de abandonarse, finalmente renuncia, en calidad de propietario, a participar del trabajo y, en última instancia, a dirigirlo, mientras sus compañeros, a despecho de lo que los aproxima a las cosas, no pueden gozar de su trabajo porque ellos cumplen bajo obligación, sin esperanzas, todos sus sentidos obturados por la fuerza”– su conclusión aleja el movimiento hegeliano; el esclavo no conocería ninguna transformación y el amo solamente la regresión.. Continúan: “Al esclavo le queda servir con cuerpo y alma, al amo, volver retroceder”. El resultado sería una permanencia de la dominación, su repetición regular en la historia, un desamparo que es el equivalente del poder. Hay que ver en la particularidad de la situación de Ulises y de los esclavos, la explicación de la distancia con relación al esquema hegeliano? Ulises, figura tradicional del jefe, de la dominación, no se apropia únicamente del trabajo del otro –él incluso precisa que renuncia a dirigir– sino que, por las disposiciones que toma a fin de neutralizar a las sirenas, protege también a sus esclavos. En cuanto a estos últimos, obturados sus sentidos y perturbada su relación sensible con el mundo, quedan, bajo esta protección, al margen de la trasformación liberadora que anunciaba el escenario hegeliano. Horkheimer escribe en Razón y conservación de sí: “La protección es el arquetipo de la dominación”, como si la situación de protección representara un salto cualitativo de la dominación, en la medida en que la apropiación del trabajo del otro sería sustituida por una forma de relación aún más alienante, la relación del protector con sus protegidos, sin apertura posible hacia un reconocimiento recíproco, cada uno de los protagonistas prisionero del papel que le es impuesto en una relación fija. “Los proxenetas, los condottieri, escribe Horkheimer, los señores feudales, los ligas, siempre protegieron y compensaron, simultáneamente, a los que dependían de ellos. Velaban en sus dominios por la reproducción de la vida.”

¿Podemos reencontrar en este desvío con relación al esquema hegeliano, una de las razones de la distancia con Marx? Aunque se encuentra en este último la dialéctica del amo y del esclavo bajo la

forma de la dupla dominación-servidumbre, como ya lo hemos observado, el trabajo de la teoría crítica consiste en disociar la dominación de la explotación sustituyendo la idea de un antagonismo necesario por la de un antagonismo contingente referido a eventuales actos arbitrarios de poder. Así, el acceso a una historia autónoma de la dominación –de la honda a la bomba atómica según Adorno– puede salir del quietismo marxista y pensar la historia de los hombres bajo el signo de una inquietud insuperable que se nutre sin cesar del enigma de la historia destinada, no a ser resuelta, sino a permanecer como tal.

La salida del quietismo es reforzada por el segundo elemento, la recurrencia a Nietzsche. Por esta elección, no se trata solamente, de “hacer danzar las categorías reificadas del marxismo”, sino de hacer penetrar en la esfera nocturna de la historia de la cual suelen apartarse los filósofos para privilegiar la historia relativamente transparente de los últimos dos mil años. A la inversa, el psicólogo en sentido nietzscheano, en busca de la historia anterior del alma humana, se esfuerza en encontrar antes del nacimiento de la razón, o de la civilización, el texto primitivo, “el rudo texto del hombre natural”. Como si este texto tuviera bajo su cuidado lo que tiende a escapársele, como si la historia humana, historia de los tropiezos humanos, tuviera que luchar por siempre contra el retorno de lo arcaico, particularmente la división entre una mayoría de súbditos y una minoría de amos. De allí la invocación de La genealogía de la moral y de su orientación hacia la historia prehistórica y subterránea de los hombres, de las torturas, de los suplicios y de los castigos que contribuyeron a hacer del hombre natural “olvido encarnado”, un animal previsible, calculable, susceptible de prometer, de devenir un ser responsable y social. Este problema muy antiguo, insiste Nietzsche, no fue resuelto con gran delicadeza: “¿Ha habido algo más siniestro y espantoso en toda la prehistoria del hombre que su mnemotécnica?”. Páginas en la prehistoria de los hombres tanto más crueles cuanto los hombres han descubierto que el dolor es el catalizador más la más eficaz para la inculcación de una memoria. “Ah, la razón, escribe Nietzsche, la seria, el ama de las pasiones, todo este asunto lúgubre que se llama reflexión, todos estos privilegios y ornamentos de los hombres: ¡cuánto se ha pagado por ellos! ¡Cuánta sangre y horror se encuentra en el fondo de todas las ‘buenas cosas’!”. Este terror primigenio no abandonó jamás la historia de los hombres al punto que bajo cualquier monumento de la cultura está, según W. Benjamin, la barbarie. Los teóricos críticos son precisamente, en ciertos aspectos, nietzscheanos, porque comprendieron que detrás del “vasto y lejano país oculto de la moral” se disimulaba un país aún más secreto, el del poder. Se trata de un acto arbitrario de poder el que Nietzsche describe en el parágrafo 17 (Segunda disertación) de La genealogía de la moral cuando da cuenta del nacimiento del Estado, fruto de “actos de violencia abierta” de parte de “una horda cualquiera de bestias de presa rubias, raza de amos. ‘El Estado’ más antiguo fue una tiranía espantosa y una impiadosa maquinaria de opresión, hasta que esta materia primera, el pueblo, los semianimales, terminaron no solamente por volverse maleables y dóciles sino también por ser formados”. Y esta nueva máquina de opresión ha hecho desaparecer “una prodigiosa cantidad de libertad del mundo”. Esta hipótesis ha sido, sin ninguna duda, utilizada por la teoría crítica para dar cuenta de la dominación de la naturaleza interior.

A eso, conviene añadir, al menos en el caso de Horkheimer, lo que se podría llamar, una lectura estricta de Maquiavelo y, en suma, totalmente clásica. En el primer capítulo de la obra, Los inicios de la filosofía burguesa de la historia, Horkheimer presenta al autor del Príncipe y de los Discursos como el fundador de una ciencia nueva de la política que, a semejanza de los sabios y de los físicos de su época, buscaba un principio de uniformidad que le permitiera desarrollar las leyes propias de la historia humana. Ahora bien, esta ciencia, según Horkheimer, tendría por objeto privilegiado el hecho de la dominación, la división de las sociedades humanas dominantes y dominadas. La sabiduría de la política, de la que el pasado sería de alguna manera el laboratorio, investigaría en la lectura de Tito Livio o de los autores de la antigüedad, “las leyes eternas de la dominación”, fundándose sobre la hipótesis de la invariabilidad de la naturaleza humana. La novedad de Machiavelo consistiría en dos inflexiones: al saber pragmático y tradicional de la dominación,

Maquiavelo añadiría la dimensión de la conciencia y aún de la reflexión; además, reorientaría la práctica de la dominación asignándole como objetivo supremo la constitución de un Estado fuerte, como condición del desarrollo del individuo y de la sociedad.

Aun si Horkheimer no olvida la insistencia de Machiavelo sobre la importancia de la división, aun si percibe en este autor simpatías democráticas, incluso si relata el extraordinario discurso del jefe de los Ciompi, fracasa en superar el punto de vista de la dominación y en concebir cómo Maquiavelo, para pensar la libertad política, llega a articular la dominación con su contrario, la voluntad de vivir libre. Toda ciudad humana, según Maquiavelo, está constituida por el enfrentamiento de dos deseos, el de los grandes, de dominar, el del pueblo, de no ser dominado. Ahora bien, parecería que Horkheimer lee en esto que sólo existe el deseo de los grandes, como si la escena política fuera enteramente influida por la libido dominandi, como si esta libido propia de los grandes no se tropezara necesariamente con la negatividad del pueblo, con el deseo de libertad que lo anima. ¿No reconoce acaso Maquiavelo al pueblo, más que cualquier otra clase de ciudadanos, el derecho de cuidar de su libertad? Lectura unidimensional la de Horkheimer, por haber privilegiado la dominación sin tener en cuenta su contrario, el deseo de libertad; fracasa por lo tanto en percibir en Maquiavelo a un pensador de la libertad política. Este fracaso remite a una cuestión más general: ¿los pensamientos de la dominación se dan los instrumentos necesarios para pensar la libertad, o están amenazados de permanecer insensibles y de cerrarle completamente el acceso?

El paradigma político

La proposición central del paradigma político podría ser, en el fondo, la declaración de Rousseau en las Confesiones: “Todo tiende a la política”. Lo que no significa, como las buenas almas se empeñan en hacerle decir, que “todo es político”, confundiendo el hecho de “tender a” con el hecho de ser. “Tender a”, “tocar a” indica un lazo entre dos instancias diferentes y no una identidad o una homogeneización que logra abolir las diferencias. En la proposición de Rousseau, hay que entender que todas las manifestaciones de una sociedad dada, ya se trate de la relación con la naturaleza, de las relaciones entre los hombres, de la relación del sí respecto del otro, tienen que ver con mediaciones diversas, con el modo de ser político, con el régimen, en el sentido amplio del término, de esta sociedad. El carácter deliberadamente indeterminado de esta formulación significa que las diferentes dimensiones de una sociedad dada dependen del modo de institución política de esta sociedad. Como todo lector de Tocqueville sabe, en la familia americana, la relación de las generaciones depende de la institución democrática y de la temporalidad que les es propia.

De esta dependencia respecto del sistema político planteado, se deduce, en cuanto al estatuto de lo político –segundo elemento constitutivo del paradigma político–, que lo político debe ser pensado como no derivado, mejor dicho, como no derivable con relación a cualquier instancia que sea, la económico, la social, la militar, la religioso, etc. Por ejemplo, la democracia, incluso si algunas de sus formas históricas son contemporáneas del sistema capitalista, no puede ser derivadas de este último. Quizá la lógica de la democracia se entrecruce por momentos con la del capitalismo; pero esto impide que pueda ser identificada con ella, y que ella contenga, con relación al sistema capitalista, un resto irreductible que únicamente la proximidad política es susceptible de volver inteligible. Así, en el texto, Sobre la democracia: lo político y la institución de lo social, Claude Lefort y Marcel Gauchet declaran: “Queda por dar un gran paso para concluir que el estatuto de lo político, en general, es el de un fenómeno esencialmente derivado. Se trata de un paso infranqueable. Preocupados por no erigir una instancia última en único real y por no restringir las instancias segundas a puras apariencias, (...) el repliegue de lo político sobre lo económico disimula el fundamento propio que encuentra en lo social la institución de un sistema de poder”.

¿Quiere decir, como esta formulación podría hacer creer, que lo social es el fundamento de lo político? De ningún modo. Lo político no es más derivable de lo social que de lo económico o de cualquier otra instancia. Entendemos más bien que lo político y lo social forman una pareja indisoluble, en la medida en que lo político, en tanto que “esquema director de un modo de la coexistencia humana, es repuesta, toma de posición con relación a la división originaria de los social, división que es el ser mismo de lo social”. “La lógica que organiza un régimen político, escriben Claude Lefort y Marcel Gauchet, es la de una respuesta articulada al interrogante abierto por y en el advenimiento de lo social como tal”. Apenas aparece lo social, lejos de ser una realidad sólida, sustancial, homogénea y estable, es acosado por la posibilidad de su desaparición y de su división, como si su acontecer mismo llevara en sí la pregunta de por qué hay sociedad en vez de nada y, al mismo tiempo, la amenaza de nada o la perdida de sí. Al considerar esta perspectiva, parece que la insociable-sociabilidad de Kant hubiera sido elevada de un plano psico-sociológico a un plano ontológico. Lo social puede ser aún menos fundamento de lo político en el sentido de un principio determinante, en tanto no puede haber sociedad sin institución política, incluso si esta institución sólo pueda ejercerse con respecto de la división originaria de lo social y a la interrogación sobre sí constitutiva del advenimiento de lo social. Cualquier otra concepción concluiría en este absurdo que consistiría en “poner la sociedad antes de la sociedad”. Para el paradigma político, si se sigue en este caso el razonamiento de Claude Lefort, estos son el modo de institución de lo social, los principios generadores de la coexistencia humana, o aun, el esquema director “que rige una configuración no solamente espacial sino temporal de una sociedad”.

Sin ninguna duda, hay un lazo que une esta singularidad de la institución política a lo social y a la idea de la irreductibilidad de las cosas políticas. Puede incluso ser una explicitación posible de la misma. Poco importa la definición que se le dé, un tercer elemento del paradigma político consiste, en parte contra el materialismo, pero no solamente contra él, en afirmar el carácter heterogéneo de lo político y su carácter no susceptible de reducción a otro orden de la realidad. Ya se trate de la institución política de lo social, de la articulación de las prácticas con las opiniones a través de las evaluaciones, o de la manifestación de la acción cuya razón de ser es la libertad, el desafío para los partidarios del paradigma político es hacer aparecer, incluso reconquistar, la consistencia de lo político (aquello en lo que consisten) y al mismo tiempo evitar las operaciones de reducción que pueden anunciarse bajo el modelo de “la política no es más que ...”, o las no menos nefastas de la identificación. El paradigma político se constituye en la afirmación de la especificidad de lo político y en la determinación de considerar lo real en el lugar mismo de los político, disociando eventualmente toda otra dimensión que podría hacerlo salir de su órbita, hasta el punto de sacarlo de su eje y perturbar la lógica que le es propia. Así se desarrolló el largo trabajo de la modernidad que tuvo por tarea separar lo político de lo teológico, es decir poner término al nexo teológico-político.

Ahora bien, uno de los efectos, y no de los menores, del paradigma político es refutar, gracias a la clarificación de la especificidad de lo político, la reducción de la política a la dominación o la identificación de una con la otra. Más positivamente, se trata para el paradigma político de afirmar radicalmente la diferente consistencia de la política, para que no pueda ser confundida con el hecho de la dominación y para romper así con una creencia multisecular que hace de la política el conjunto de las estratagemas y de los medios que tienen por objetivo permitir a unos pocos dominar a la multitud, como si esta creencia no hubiera sido afectada ni destruida por la revolución de la ciudad griega, ni por las grandes revoluciones modernas. Desde este punto de vista, es muy probablemente H. Arendt quien hace la diferenciación más explícita y aun la más reveladora de las tendencias del paradigma político. H. Arendt, en efecto, inspirada en la concepción griega de la política, asigna a cada uno de los fenómenos un espacio, una escena, un orden de realidad distintos; ella sitúa el hecho de la dominación del lado del oikos y a las cosas políticas del lado de la ciudad, abriendo así una abismo entre las dos, reproduciendo al mismo

tiempo el salto cualitativo que existía entre dos esferas en la ciudad antigua. La lógica de la dominación, de la escisión entre dominante y dominado, es la que rige la casa o el oikos, el padre de familia reina allí como déspota sobre el conjunto de los miembros que componen el oikos, mujer, hijos y esclavos. Como lo subraya H. Arendt, las palabras dominus (de donde deriva dominación) y pater familias eran sinónimos. Recuerda también en una nota que, según Fustel de Coulanges, “todos las palabras griegas y latinas que indican una idea de dominación, como rex, pater, anax, basileus, se vinculan en el origen con relaciones familiares, eran los nombres que los esclavos daban al amo”. Para satisfacer las exigencias de reproducción de la vida, el oikos vive bajo la influencia de la necesidad en el interior de una relación dominación-servidumbre. Recién al salir del oikos, al haber traspasado los límites que circunscriben el agora, el ciudadano penetra en un espacio político, en el que todos los miembros son iguales en el sentido de la isonomía, y accede a la política, es decir a la posibilidad de la acción conjunta y consensuada cuya razón de ser es la libertad. En esta constelación, la libertad se sitúa en las antípodas de la dominación, puesto que ella significa una posición de exterioridad respecto de las relaciones de mando y obediencia. “Se trataba de no ser ni súbdito ni jefe”. Y positivamente, la puesta en acto de la condición de pluralidad a través de la acción y la palabra. Aunque esta experiencia de la libertad desapareció con la constitución de los imperios y los emperadores romanos tomaban el título de dominus, es innegable que la mutación surgida con la ciudad griega quedó como experiencia matricial de la política que resurgió, bajo formas diversas, en el curso de la historia discontinua de la libertad. Según H. Arendt, en tanto pronunciamos la palabra política, estamos entablando, lo sepamos o no, a una relación a la ciudad griega, con la polis. “El hecho de que la política y la libertad estén íntimamente ligadas, escribe, que la tiranía sea la peor de las formas de gobierno, incluso la más antipolítica, atraviesa como una línea roja el pensamiento y la acción de la humanidad europea hasta la época más reciente”. De la unión entre política y libertad se desprende necesariamente que el hecho de la dominación, a pesar de la opinión de quienes creen reconocer en ella la esencia de la política, no tiene nada que ver con la política, se sitúa incluso en un punto exactamente opuesto, e incluso representa el elemento destructor por excelencia.

En términos de La Boétie, la oposición de los dos fenómenos puede describirse mejor en el contraste entre el todo Uno, situación donde la relación entre los hombres se deshace para dejar lugar a la figura del amo y el todos unos, situación donde el lazo entre los hombres, el conocimiento entre ellos, la amistad, dan nacimiento a una totalidad (el todo) de un género particular. Una totalidad, cuya naturaleza no le impide aceptar la condición ontológica de pluralidad, y permite el florecimiento (los unos en plural) al punto de dejar advenir un lazo político específico, orientado a la libertad, y constituido en el rechazo permanente de la relación dominación-servidumbre.

Es tal la pregnancia del paradigma político, que Maquiavelo recibe en H. Arendt un lugar muy particular. Lejos de ser, como en Horkheimer, el pensador típico de la política, vista como conjunto de los medios de dominación, H. Arendt lo presenta como el pensador moderno que, más allá de la Edad Media, ha redescubierto la grandeza de la política, distanciada de la dominación, concebida como experiencia de la libertad y del coraje. “Lo que sorprende, declara H. Arendt, es que el único teórico postclásico que, en un esfuerzo extraordinario por devolver a la política su dignidad, entrevio este abismo (entre la polis y el oikos) y el coraje que se necesitaba para franquearlo, fue Maquiavelo”.

Se ve, entonces, que en el corazón del paradigma político hay dos relaciones antitéticas que se pueden formular del siguiente modo: allí donde hay política, es decir experiencia de la libertad, la dominación tiende a desaparecer; inversamente, allí donde reina la dominación, la política se desvanece de la experiencia de los hombres y se constituye en objeto de destrucción.

De la explicitación y de la confrontación de los dos paradigmas resulta la posibilidad de dos posiciones unilaterales, propias para cada uno de ellos, y susceptible de dar nacimiento a dos derivas: el catastrofismo, para el paradigma de la crítica de la dominación; el irenismo para el paradigma político.

Del lado del paradigma de la crítica de la dominación, la unilateralidad consistiría en focalizarse en el hecho de la dominación, en ignorar tanto la especificidad y la consistencia de lo político, cualquiera que sea la definición que se le dé, como el lazo consustancial de la política con la libertad; como si la política se redujera a la dominación hasta identificarse con ella, como si la política no adviniera precisamente en una lucha permanente, sin tregua entre la libertad política y la dominación. De manera más grave aún, el paradigma de la crítica de la dominación ignoraría no solamente la relación esencial de la política con la libertad, sino también la cuestión del lazo político, o la política instituyendo una relación entre los hombres, relación específica en la medida en que permite a la pluralidad aparecer, manifestarse, bajo la forma de una relación que tiene por particularidad, no tanto unir, sino ligar y separar a todos a la vez. La separación que hace lazo entre todos unos.

Ahora bien, la cuestión del lazo político, trasladada a la problemática de la dominación y de la emancipación, es seriamente amenazada con resultar mutilada o amputada. Si la política es reducida a la dominación, la emancipación se concibe lógicamente como una salida de la dominación. Pero esta emancipación, surgida de la dominación, ¿puede ser pensada como una entrada en el campo político y una experiencia de la libertad? ¿O bien el hecho de identificar a la política con la dominación, hace ver a esta emancipación como una salida de la política, como si la libertad significara en este caso ser liberado de la política? ¿Será suficiente con evocar la libertad y la felicidad para definir la sociedad emancipada? ¿O bien habría que plantear una equivalencia entre emancipación y advenimiento de la cuestión política? De ser así, la emancipación ya no se presentaría como la desaparición de la política, sino como su advenimiento en tanto interrogante, en tanto enigma persistente e insoluble.

La representación de la política a través del prisma unilateral de la dominación puede sin ninguna duda conducir al catastrofismo. Pensando la historia bajo el signo de la repetición de la dominación y de la dominación de la repetición, la historia se presenta al intérprete como una eterna catástrofe. Por ello, este último queda ciego ante las brechas de la libertad, o más bien ante los momentos instituyentes de la libertad. Momentos que en su sucesión pueden ser leídos como una historia discontinua de la libertad, de las experiencias de la libertad cuyos tiempos fuertes son la democracia griega, la república romana, las repúblicas italianas y las grandes revoluciones modernas donde se mezclan para reforzarse mutuamente sentimientos de revuelta y deseo de libertad.

Por último, ¿no habría que ver en este paradigma una tendencia a pensar el totalitarismo simplemente como un crecimiento, incluso monstruoso, de la dominación, lo que sería uno de los efectos nefastos del paradigma de la crítica de la dominación? Los que acordaran con él quedarían insensibles al “sin-precedente” de la dominación total y a su rasgo más inquietante: la destrucción de la esfera política y, peor aún, de la condición política de los hombres.

Aunque es cierto que la teoría crítica surgida del paradigma de la crítica de la dominación puede merecer estos reproches, debemos hacer dos salvedades: 1) los teóricos críticos están lo suficientemente preocupados por lo no-idéntico para pensar la historia bajo el signo de una identidad cualquiera, aunque fuese la de la dominación. Así W. Benjamin, sensible a la crítica de la ideología del progreso que había hecho Blanqui, percibía sin embargo en La eternidad por los astros (1871) la producción de una nueva fantasmagoría. ¿No se comprometía el revolucionario a pensar la historia bajo el signo de la teoría transhistórica del desastre?; 2) conviene tener en cuenta el conjunto de la teoría crítica, es decir también a los que no se limitaron a reivindicar la libertad y la felicidad, pero que están tentados –F. Neumann y O. Kircheimer– de pensar la diferencia entre Estado democrático, Estado autoritario, y totalitarismo, tratando de pensar la emancipación bajo la forma del advenimiento de la cuestión política y no de su desaparición.

En cuanto al paradigma político, sufriría o podría sufrir de otra forma de unilateralidad. La voluntad legítima de querer pensar lo político en su consistencia y su especificidad se pagaría en

ciertos casos con un olvido, o peor, una ocultamiento del hecho de la dominación, como si el advenimiento de la cuestión política se efectuara en un espacio liso, homogéneo, sin asperezas, ni conflictos. Hemos aclarado “en ciertos casos” porque el paradigma político, en el tiempo presente, parece tener una doble orientación: una, de inspiración neokantiana, que insiste en la prioridad de una intersubjetividad, una intersubjetividad dulce, heroica, sin drama, ni subterfugios, que tendría la tendencia a reducir a eso lo político y sus asperezas, como si lo político pudiera ser pensado únicamente a partir de la libertad de pensar y de la libertad de comunicar que ella implica. Recordamos esas famosas frases de Kant en ¿Qué es orientarse en el pensamiento?: “Acaso pensaríamos mucho y pensaríamos bien, si no pensáramos, por así decirlo, en común con los otros, que nos hacen parte de sus pensamientos y a los cuales les comunicamos los nuestros”. Si es verdad que la libertad de pensar no puede ser disociada de la libertad de comunicar, ¿se puede aceptar restringir la cuestión política a la existencia de estas dos libertades, ciertamente esenciales? Eso sin tener en cuenta la acción y su lógica, tal como es descrita por H. Arendt en La condición humana, o sin tomar en consideración la institución política de la sociedad, siempre en relación, según C. Lefort, con la división originaria de lo social.

De esta propensión a pensar la cuestión política distanciada del hecho de la dominación, como si el espacio político una vez instituido pudiera soberanamente mantener en su exterioridad todos los fenómenos que tienden a perturbarla o a destruirla, resulta la deriva al irenismo. Se puede ciertamente celebrar el redescubrimiento de la política luego de que la dominación totalitaria intentó destruir la experiencia política y hasta la condición política de los hombres. Se puede también aplaudir la determinación de pensar lo político como no derivado o inderivable. ¿Pero este redescubrimiento, esta determinación deben necesariamente concebirse en un universo reconciliado, pacificado hasta un punto tal que las fuentes del conflicto y las situaciones de dominación hayan desaparecido como por encanto? Que haya, en el plano de los conceptos, relaciones antitéticas entre política y dominación no tiene por efecto hacer desvanecer mágicamente la imbricación, en el plano de lo socio-histórico, de la cuestión política y del hecho de la dominación. ¿Acaso la confusión de los dos planos no tiene por consecuencia esta extraña tendencia de la filosofía política contemporánea de acompañar su renovación con una denegación y un ocultamiento de las cuestiones políticas, de las cuestiones groseramente políticas? Con el tiempo, esta tendencia puede llegar hasta el abandono del lugar de la imbricación, de lo socio-histórico y a encerrar a la filosofía política en ella misma invitándola a volverse hacia su historia interna y, dentro de esta historia, a practicar eventualmente la síntesis entre tal o cual autor, desdeñando consciente o inconscientemente la exterioridad. Y sin embargo no se puede evitar la imbricación de lo político y del hecho de la dominación. ¿El todos unos no se expone permanentemente a degradarse en todos Uno y el poder con los otros en poder sobre los otros? En suma, el redescubrimiento de lo político no es una garantía de la esencia de lo político, como si una vez reaparecido lo político estuviera asegurada la perennidad de su ser. Si, luego del gran libro de M. C. Nussbaum, The fragility of goodness, el tema de la fragilidad no hubiera sido tan banalizado, estaríamos tentados de hablar de la fragilidad de lo político. Una de las manifestaciones más evidentes del irenismo es la predominancia del consensus, del modelo consensualista que no puede validarse más que excluyendo el hecho de la dominación, susceptible en tanto que tal de reintroducir al conflicto en la esfera política. Es evidente que la vertiente maquiavélica no puede caer bajo el golpe de las mismas críticas. Ella se constituye en la afirmación misma del conflicto entre los grandes y el pueblo, en la afirmación de la permanencia de este conflicto, y en la hipótesis de que el conflicto –es decir la dominación y la lucha contra la dominación– es el origen de la libertad política.

Aclaradas las dos posiciones unilaterales, la solución de la alternativa no puede ser más que rechazada, pues ella vuelve a preferir una unilateralidad en detrimento de la otra, y sin razones sólidas para apoyar esta preferencia. Queda, pues, la elección de la articulación entre la cuestión política y el hecho de la dominación que nos conduce al camino de una filosofía política crítica.

Observando con detalle, esta filosofía política crítica ya existe. Si se considera a dos pensadores entre los más importantes del paradigma político, H. Arendt y C. Lefort, es forzoso reconocer en su obra las manifestaciones de este proyecto, aun sin tener en cuenta, por el momento, la oposición de H. Arendt a la idea misma de filosofía política. ¿Acaso uno y otro no piensan en conjunto el hecho de la dominación y lo político? ¿El redescubrimiento de lo político no está acompañado, o mejor, no es suscitado por la crítica de la dominación totalitaria? Se trata entonces de que ellos piensan conjuntamente la dominación y la política, porque hay un mismo recorrido en dos tiempos: primero, la crítica de la dominación totalitaria presentada como “lo sin-precedente” del siglo XX, luego, sobre el fondo de esta crítica, el redescubrimiento o la afirmación de lo político concebido como la antítesis misma del sistema totalitario, que toma la forma o de la democracia, o de la de la república, o la del Estado de los consejos, para H. Arendt. Ciertamente en ninguno de los dos casos existe una “muralla china” que separe lo político –democracia o república– de la dominación total. Cada una de las dos formas políticas es amenazada por la posibilidad de una caída en la dominación total. Esto no impide que los dos polos antitéticos queden en una relación de exterioridad. La dominación totalitaria es pensada como el otro de lo político.

¿No es conveniente acaso dejar atrás la estela de este camino, pensar la articulación entre el hecho de la dominación y lo político, pero de manera interna, es decir anudándose, efectuándose en el seno mismo de lo político? Es necesario en esta hipótesis pensar que la forma política –democracia o república– puede ser amenazada desde el interior por la resurgimiento del hecho de la dominación, no necesariamente totalitaria. Para encarar esta hipótesis en toda su amplitud, hay que añadir una hipótesis suplementaria, la de la degeneración, siempre posible, siempre amenazante, de las formas políticas. Democracia o república, en tanto que manifestaciones del principio político, no son ni formas estables, ni formas irreversibles. El retorno del hecho de la dominación las asedia desde el interior y corren el riesgo de ser destruidas, arruinadas y vaciadas de sus sentidos. Una de las debilidades del paradigma político es pensar que el advenimiento de una forma política podría crear un estado de no-retorno, que garantizaría por siempre la persistencia de esta forma. Ahora bien, esta falencia del paradigma político proviene de la exclusión del hecho de la dominación o de su remisión al exterior de la forma política. De allí esta visión irénica de la escena política que como tal estaría al abrigo, no se sabe por qué milagro, del retorno de la dominación. Es verdad que no se trata de un destino y que la versión maquiaveliana del paradigma político no está expuesta por principio al irenismo, puesto que ella contiene a la pareja antagonista poderosos- pueblo, una articulación entre política y dominación, en la medida en que ella concibe la libertad como naciendo en permanencia de la lucha contra la dominación. “La libertad política, escribe C. Lefort, se entiende por su contrario; es la afirmación de un modo de coexistencia, dentro de ciertas fronteras, ten el cual nadie tiene autoridad para decidir los asuntos de todos, es decir para ocupar el lugar del poder.” Pero puede preguntarse si en esta versión logra mantenerse siempre en el lugar de la articulación. ¿No hay acaso una tendencia a alejarse al evita interrogarse sobre la “corrupción” de la democracia o de la república? ¿No habrá que abordar la cuestión a la inversa de la postura irénica y considerar que la forma política, democracia o república extrae su principio de la lucha contra la dominación? Como si, de alguna manera, el hecho de la dominación, recurrente en la historia, fuera el motor –por la lucha que engendra del pueblo contra los grandes– de la institución continua de la política. En este caso, no hay lugar para dejar de lado a los pensadores que se dan por objeto el hecho de la dominación siempre y cuando no lo eternicen y encaren su supresión. Lo que está en cuestión es la posición de la teoría crítica. Así, el pasaje alternativo de la teoría crítica a la filosofía política contemporánea es un pasaje desafortunado.

Volvamos ahora hacia un pensador de la emancipación, G. Vico a quien Horkheimer consagra un capítulo de la obra Los inicios de la filosofía burguesa de la historia. Según G. Vico, la emancipación está en el corazón de la historia humana con un doble movimiento, ascendente y descendente. “Para

Vico, escribe G. Navet, los hombres hacen y transforman su mundo civil hasta llegar a la igualdad y a la libertad en las repúblicas populares. El problema es que ellos se muestran incapaces de mantener o de retener este momento, y perseverar en él de modo perdurable, y, menos aún, a progresar”. Como se ve, G. Vico invita a pensar en conjunto la emancipación y su contrario, es decir su degeneración siempre posible. Al hacerlo, no solamente llega a articular el principio político con el hecho de la dominación, sino que provee la hipótesis que hace posible pensar esta articulación. Es gracias a esta hipótesis de la degeneración –que parece ignorada por el paradigma político– que nosotros podemos dirigir el pensamiento en el camino de la articulación, es decir en la dirección de una filosofía política crítica. ¿Pero hacia dónde va esta degeneración? Una hipótesis de otro orden, no extraña a la teoría crítica, permite responder a esta cuestión. Más que permanecer encerrado en la pareja de oposiciones democracia-totalitarismo, conviene hacer intervenir un tercer término, una tercera forma, la del Estado autoritario, que permite pensar la degeneración de la democracia o de la república, sin volcar este proceso del lado del totalitarismo. La articulación entre la crítica de la dominación y el pensamiento de la política es concebible porque democracia o república están permanentemente expuestas a su corrupción, es decir a degenerar en Estado autoritario, noción esta que no debe confundirse con la de Estado totalitario o totalitarismo. Es precisamente lo que un teórico crítico, F. Neumann, tuvo el mérito de volver posible; su pensamiento se ordena, en efecto, alrededor de tres polos: el Estado democrático, el Estado autoritario, y el Estado totalitario o totalitarismo. Según el análisis que realiza en el capítulo I de la primera parte de Behemoth, su obra consagrada al nazismo, el Estado totalitario tiene como particularidad ser un no-Estado, en la medida en que la dominación se ejerce sin recurrir a las reglas del derecho, en un Estado de no-derecho. Habría dominación directa de los grupos dominantes sobre el resto de la población, “sin la mediación de este aparato racional, aunque coercitivo, conocido hasta ahora bajo el nombre de Estado”. Esto es en lo que el totalitarismo se distingue del Estado autoritario donde la dominación se ejerce teniendo como recurso al aparato del Estado.

Las grandes líneas de la articulación aparecen más netamente. Conviene pensar en conjunto el principio político y la crítica de la dominación, porque toda manifestación del principio político, sea democracia o república, está amenazada de degenerar en una forma que, a pesar de sus diferencias con relación a la democracia o a la república, sigue siendo estatal, esto es, el Estado autoritario. Estamos pues en el marco de una oposición interna a la democracia o a la república. En este caso, la articulación no se hace más entre la dominación totalitaria y el pensamiento de lo político, sino entre la crítica de la dominación autoritaria y el principio político. Precisemos que, en este caso, no se trata tanto de pensar la articulación bajo la forma de una síntesis teórica entre dos paradigmas antitéticos, sino de aprender a ver la escena política como el teatro de una lucha sin tregua ni descanso entre el hecho de la dominación y la institución política, originada en la posible degeneración de esta institución. Si la democracia es esta forma de sociedad que se caracteriza por dar cabida al conflicto, ¿el conflicto mayor, el primero, no es entonces el que se refiere a su existencia y a su contenido?.

Conclusión

Retomemos la pregunta inicial: ¿qué relación viva podemos establecer hoy con la teoría crítica frente a la renovación de la filosofía política? Volver a esta pregunta para terminar esta cuestión significa que rechazamos la posición de la alternativa y particularmente su forma actual. Refutamos igualmente lo que se da como un pasaje sin problemas de la teoría crítica a la filosofía política y el predominio indiscutido del paradigma político que descansa en la sola evidencia de la evicción de la crítica de la dominación. Como si, en la esfera política, esta forma de crítica estuviera superada y el ámbito político fuera concebido como un universo liso de donde habría desaparecido toda forma de dominación, como un lugar donde podría darse libre curso a una intersubjetividad no problemática que algunos llaman comunicación no violenta.

Una relación viva con la teoría crítica puede tomar el camino de la articulación entre los dos paradigmas. La teoría crítica no tiene ninguna clase de vocación por la articulación, ya que tiene dos elementos que la favorecen. En ningún momento se piensa la dominación –lo que no es el caso de todas las críticas de la dominación– como un destino ineluctable. Preocupada por lo no-idéntico, la teoría crítica no podría ceder al pathos de la dominación que atraviesa como un hilo negro la historia universal. La dominación es pensada como una dimensión compleja, ciertamente recurrente en la vida de los hombres, pero que puede ser transformada, que debe ser transformada por ellos. Respecto de esto, es determinante constatar que los conceptos de la teoría crítica tienen una doble cara: críticos de la dominación, llevan en su misma textura la idea de su supresión. Es la razón por la que la cuestión política no está ausente de la teoría crítica, pero queda allí en la mayoría de los casos como un espacio hueco. Asimismo, es necesario aprender a hacer distinciones entre los miembros de la Escuela de Frankfurt que no hablan todos con una única voz. Si Horkheimer tiene una propensión a rebajar la política a dominación, Adorno, por el contrario, la distingue para procurar establecer un lazo entre emancipación y política. “Y sin embargo, escribe en Minima Moralia, una sociedad emancipada no sería un Estado unitario, sino la realización de lo universal en la reconciliación de las diferencias. Por eso, una política, que interesa seriamente a una sociedad como esa debería evitar propagar –incluso como idea– la noción de igualdad abstracta de los hombres”. Que el interés por la emancipación pueda ser un interés para la política, es la convicción de F. Neumann y de O. Kirchheimer, excepciones hasta un cierto punto en la teoría crítica, por cuanto se han esforzado en elaborar una teoría crítica de la democracia.

Una de las condiciones de la relación con la teoría crítica sería salir, en la puesta en obra de la articulación, del paradigma político. ¿Por qué este privilegio? ¿No podría concebirse la articulación como simple apertura de ambos paradigmas, para ir indistintamente de la dominación a la política, o de la política a la dominación? Pero, a decir verdad, ¿los dos movimientos son simétricos? El paradigma de la crítica de la dominación, incluso en el caso de la teoría crítica, tendría más dificultad en producir un pensamiento de la política plenamente desarrollado, trabado como está por la identificación inicial entre política y dominación. Habría allí una dificultad en remontar desde una crítica de la dominación hasta un pensamiento de lo política, puesto que la diferencia de la política no está pensada. No puede haber allí articulación que sea previa al reconocimiento de la especificidad y a la heterogeneidad de la cosa política. En tanto que, para el paradigma político, basta únicamente con admitir que, en lo efectivo, los fenómenos de dominación pueden llegar a oponerse a lo político, corromperlo, e incluso anularlo. El redescubrimiento de la política no autoriza a ignorar el hecho de la dominación, o a ocultarlo. Una relación con la teoría crítica puede instaurarse, entonces, otorgando prioridad al paradigma político pero rehusándose a absolutizarlo. Pero además es necesario que los pensadores de la política estén suficientemente advertidos de su fragilidad y sepan que toda forma de libertad está expuesta a corromperse, a degenerarse, por ejemplo, en Estado autoritario. Optar “por una filosofía política crítica” implica mantenerse en el desvío tanto del irenismo como del catastrofismo, el Gran Hotel del Abismo. Responder al retorno de lo político, poniendo en acto una articulación entre ambos paradigmas, exige permanecer en el elemento de la inquietud.