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Perfiles Educativos | vol. XXXII, número especial, 2010 | IISUE-UNAM 95 La autonomía universitaria Una perspectiva política Humberto Muñoz García * El concepto de autonomía se aplica a las universidades públicas en México. Puede entenderse desde distintos enfoques disciplinarios: el derecho, la historia, la sociología y, también, desde una perspectiva política, como es el caso de este ensayo. Políticamente, la autonomía es un atributo reconocido por el Estado; adquiere significado en la Carta Magna 1 y dota a la univer- sidad de poder para instituirse y relacionarse con los poderes del Estado. Además, le permite hacer frente a otros poderes políticos y económicos que busquen poner a la universidad al servicio de intereses particulares o disputar el ejercicio de la autonomía, para sujetarla o restringirla. 2 Es el ejercicio de la autonomía el objeto de la disputa y como tal es un hecho po- lítico. Cuando el ejercicio de la autonomía está amenazado, la universidad gana fuerza y resistencia para defenderse, así practica y recrea a plenitud su carácter autónomo. La autonomía está asociada al carácter público de la universidad 3 y le es esencial para su debido funcionamiento. Muchos de los asuntos que ocurren en el ámbito universitario tienen que ver con la perspectiva po- lítica que se aplique a la autonomía. Además de regular las relaciones con el poder del Estado, la universidad adquiere, a través de la autonomía, ca- pacidades para vincularse positivamente con la sociedad, de la cual forma parte. La autonomía le permite procesar las demandas educativas o de co- nocimiento que le puedan hacer instituciones, actores, grupos sociales o personas; asimismo, abre la posibilidad de establecer prioridades para dar respuesta a las demandas y, a medida que responde, para hacerse presente 1 Se han dado muchos argumentos acerca de la autonomía como una característica fun- damental de las universidades. En la opinión de Neave ( 1995) es una característica muy frágil y que fácilmente puede ser redefinida por los gobiernos, para bien o para mal. La autonomía no es una constante; sus límites y alcances sufren fluctuaciones en la histo- ria de las universidades en varias partes del mundo. Sobre los cambios que ha sufrido la autonomía en las universidades públicas mexicanas véase el texto de Alcántara (2009). La autonomía en el ámbito de la UNAM ha tenido definiciones móviles, dice Monsiváis (2004) en un importante e interesante texto en el que analiza el concepto en cuatro mo- mentos: 1929, 1933, 1953 a 1965 y 1968. 2 García Salord (s/f) en un texto inédito sostiene la idea de una disputa social por la au- tonomía que se libra en el terreno de la política. La disputa la analiza en la historia de la UNAM vinculada al surgimiento de la “clase universitaria”, de los pioneros de la carrera académica, en el recorrido de esta institución entre 1920 y 1929, año este último en el que se le otorga la autonomía. Véase también Marsiske (2001). 3 Sobre la noción de lo público de la universidad véase el texto de Suárez (2009). * Doctor en Sociología por la Universidad de Texas en Austin. Investigador titular del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. Líneas de investigación: política uni- versitaria y políticas académicas; gobierno universitario y gestión institucional; organi- zación académica; trabajo académico.

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Perfiles Educativos | vol. XXXII, número especial, 2010 | IISUE-UNAM 95

La autonomía universitaria Una perspectiva política

Humberto Muñoz García*

El concepto de autonomía se aplica a las universidades públicas en México. Puede entenderse desde distintos enfoques disciplinarios: el derecho, la historia, la sociología y, también, desde una perspectiva política, como es el caso de este ensayo. Políticamente, la autonomía es un atributo reconocido por el Estado; adquiere significado en la Carta Magna1 y dota a la univer-sidad de poder para instituirse y relacionarse con los poderes del Estado. Además, le permite hacer frente a otros poderes políticos y económicos que busquen poner a la universidad al servicio de intereses particulares o disputar el ejercicio de la autonomía, para sujetarla o restringirla.2 Es el ejercicio de la autonomía el objeto de la disputa y como tal es un hecho po-lítico. Cuando el ejercicio de la autonomía está amenazado, la universidad gana fuerza y resistencia para defenderse, así practica y recrea a plenitud su carácter autónomo.

La autonomía está asociada al carácter público de la universidad3 y le es esencial para su debido funcionamiento. Muchos de los asuntos que ocurren en el ámbito universitario tienen que ver con la perspectiva po-lítica que se aplique a la autonomía. Además de regular las relaciones con el poder del Estado, la universidad adquiere, a través de la autonomía, ca-pacidades para vincularse positivamente con la sociedad, de la cual forma parte. La autonomía le permite procesar las demandas educativas o de co-nocimiento que le puedan hacer instituciones, actores, grupos sociales o personas; asimismo, abre la posibilidad de establecer prioridades para dar respuesta a las demandas y, a medida que responde, para hacerse presente

1 Se han dado muchos argumentos acerca de la autonomía como una característica fun-damental de las universidades. En la opinión de Neave (1995) es una característica muy frágil y que fácilmente puede ser redefinida por los gobiernos, para bien o para mal. La autonomía no es una constante; sus límites y alcances sufren fluctuaciones en la histo-ria de las universidades en varias partes del mundo. Sobre los cambios que ha sufrido la autonomía en las universidades públicas mexicanas véase el texto de Alcántara (2009). La autonomía en el ámbito de la UNAM ha tenido definiciones móviles, dice Monsiváis (2004) en un importante e interesante texto en el que analiza el concepto en cuatro mo-mentos: 1929, 1933, 1953 a 1965 y 1968.

2 García Salord (s/f) en un texto inédito sostiene la idea de una disputa social por la au-tonomía que se libra en el terreno de la política. La disputa la analiza en la historia de la UNAM vinculada al surgimiento de la “clase universitaria”, de los pioneros de la carrera académica, en el recorrido de esta institución entre 1920 y 1929, año este último en el que se le otorga la autonomía. Véase también Marsiske (2001).

3 Sobre la noción de lo público de la universidad véase el texto de Suárez (2009).

*Doctor en Sociología por la Universidad de Texas en Austin. Investigador titular del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. Líneas de investigación: política uni-versitaria y políticas académicas; gobierno universitario y gestión institucional; organi-zación académica; trabajo académico.

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en el devenir político de la sociedad, impulsar la esfera pública y demandar respeto y responsabilidad a quienes se relacionen con ella.

La autonomía universitaria es la que brinda la posibilidad de ejercer la reflexión y la crítica, para que la universidad sea el espacio libre en el que se produzca y trasmita el conocimiento. Concede a las casas de estudio el derecho de autogobernarse, de construir un gobierno propio y normas que regulen los juegos de poder de sus actores, así como tener una vida política interna estructurada. La autonomía, además, constituye un elemento de identidad y de convocatoria a la unidad de los universitarios

La autonomía es la que da cobertura para que la universidad determine su orden jurídico4 y para establecer su organización, funcionamiento y ti-pos de autoridad; y por tanto, para que la autoridad y la comunidad tomen decisiones libremente sobre el desarrollo institucional y sobre los modos de vinculación con el marco social que rodea a la universidad.

En este trabajo vamos a tocar tres puntos para resaltar el carácter polí-tico de la autonomía. En primer lugar se mencionará el contexto histórico-estructural en el que está disputándose el devenir de la universidad, porque en esta dinámica se sitúa la autonomía. Después abordaremos la autono-mía como liga que le permite a la universidad relacionarse con el Estado en estos tiempos, pero también con otros actores en la sociedad que tienen interés en sus tareas. Finalmente analizaremos algunos aspectos de la vida política universitaria desde el ángulo de la autonomía. Concluiremos con algunas ideas para responder inicialmente la pregunta: ¿qué sigue en la dis-puta política por el ejercicio de la autonomía?

Una nota sobre el contexto

La economía mundial ha reemplazado gradualmente al capital físico por el conocimiento como principal fuente de riqueza y, por ello, las universi-dades constituyen instituciones estratégicas para el desarrollo. Junto con la globalización se ha intentado, a veces con éxito, imponer lógicas mercanti-les en todas las instituciones del país, incluidas las universidades públicas. Ha sido el Estado mexicano, principal espacio de lo público, el que deci-dió insertar en la educación superior pública la cultura empresarial de la competencia a través de lo que se llama la nueva gestión pública.5 Así, se ha venido redefiniendo lo público en cuanto a sus alcances y límites, y con ello el ejercicio pleno de la autonomía. La reducción de lo público en el campo educativo se ha asociado a la restricción de la autonomía universitaria.

Instaladas las bases de acumulación de capital a través del predomi-nio del mercado, la alianza entre la élite política y el sector privado ha ido ganando y consolidando poder. Por conducto del gobierno se han

4 Varios juristas han destacado por sus contribuciones al análisis de la autonomía; entre ellos se encuentran González Pérez y Guadarrama (2009), cuyo libro es una referencia obligatoria al tema de la autonomía y la política. Desde el punto de vista de las ciencias sociales, consúltese la obra de Levy (1980) y la de Ordorika (2006).

5 Casanova (2009) sostiene que la nueva gestión pública en las universidades ha sido un movimiento de irrupción de lo privado en lo público.

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dado cambios en la visión y orientación de las políticas educativas ins-talando mecanismos de competencia por medio de la evaluación y la asignación y distribución de los recursos económicos, esto es, por me-dio del manejo del subsidio, para acercar a las universidades públicas a las lógicas del mercado.

Esta forma de ver y manejar a la educación ha encontrado resistencia en algunas autoridades universitarias. La resistencia está representada en un discurso y una práctica que han encontrado sostén en la idea de que los productos de la educación superior y la investigación no son meras mer-cancías que puedan ser apropiadas por individuos o empresas de forma privada; que si bien el trabajo de las universidades debe apoyar y estimular el crecimiento de la economía, también debe estar vinculado al interés ge-neral y al bien común de la sociedad. Y, por tanto, que el Estado no puede renunciar a su responsabilidad con la educación, entre otras razones, por-que la sociedad la coloca en un primer plano.

Para las universidades públicas la disputa entre proyectos educativos (énfasis en la autonomía o en el control institucional) que está dándose, les representa una serie de retos. Uno, de gran envergadura, es volverse com-petentes y competitivas a nivel nacional e internacional, esto es, hacerse más fuertes y tener un mayor impacto académico. El otro es sostener en la autonomía su libertad académica y su postura ligada a la educación como bien público. La autonomía, en este sentido, le ha resultado incómoda al gobierno y a la iniciativa privada para implantar políticas de control de las instituciones. Y, por tal motivo, han restringido su alcance (Alcántara, 2009) con la instauración de lo que se llama subsidios extraordinarios, por medio de los cuales se imprimen intereses del gobierno en la conducción de la academia y en la forma de organización de la universidad.

La universidad es parte del Estado, jurídicamente hablando, como or-ganismo descentralizado. De esta suerte, las universidades públicas son las únicas instituciones educativas a las que el Estado les reconoce autonomía. Ellas actúan para defenderla, conservarla y ampliar su ejercicio, pues las preserva en medio de las tensiones políticas, con el Estado y el mercado, que los tiempos actuales les han traído. La autonomía le resulta crucial a la universidad pública, en estos momentos, para darse a sí misma un proyecto y para hacer con la sociedad un proyecto compartido, que tenga en cuenta los imperativos económicos, políticos, sociales y culturales que emanan de la necesidad de que México se instale con éxito en la nueva época globali-zadora, pero sin lacerar sus principios, valores y compromisos históricos con el bienestar y la justicia social. Para que la universidad pueda cumplir con estos cometidos requiere hacer un uso pleno de la autonomía, impli-cada fundamentalmente en su relación con el Estado, que es el encargado de la política educativa y de dotar recursos a las instituciones públicas de educación superior.

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La autonomía Núcleo de las relaciones de la universidad con el Estado, el sistema político y la sociedad

La autonomía alude a dos entes o instancias que guardan relación. La au-tonomía universitaria se refiere a las relaciones de la universidad con el Estado; es el sostén sobre el que se fincan las articulaciones entre ambos. La primera es autónoma con relación al segundo. Así, las característi-cas esenciales del concepto, siendo una noción jurídica, se refieren a una cuestión eminentemente política. El carácter político del concepto abre una discusión sustantiva acerca de cuáles son los límites del Estado, que crea y financia a las instituciones de educación pública, para intervenir en su vida, y cuáles son las facultades que tienen las instituciones universita-rias frente al Estado para ejercer plenamente su autonomía.6

Las relaciones de la universidad con el Estado, en México, han sido ob-jeto de análisis desde hace tiempo (p.e. Levy, 1980; Muñoz, 2006). También, desde la crisis de la deuda externa se ha observado que el gobierno ha ve-nido sintiendo desdén por la universidad pública. Para la universidad ha sido difícil mantener su independencia académica y política, porque al mismo tiempo es dependiente del subsidio gubernamental; pero a pesar de este hecho ha podido salir adelante porque la autonomía le da un man-to protector a su acción. En el país, las relaciones de la universidad con el Estado se han venido tejiendo en los intentos del gobierno para restringir el ejercicio de la autonomía y en la defensa de la misma por parte de las universidades públicas.

En las relaciones de la universidad con el Estado lo que se pone en dis-puta es la práctica de la autonomía, la posibilidad de la institución de crear, transmitir y difundir conocimiento para determinados fines, de tener un proyecto educativo propio definido por la capacidad de autogobernarse en materia académica. Para el Estado, en el fondo, se trata de un asunto que se liga al grado de control que puede ejercer el gobierno sobre la conducción académica y política de las universidades públicas, lo cual lo vincula al fi-nanciamiento de estas instituciones y a sus propios intereses políticos en materia de desarrollo económico. En este juego, entre la postura de la uni-versidad y la postura del Estado se tensan las relaciones entre las dos partes. La disputa por el ejercicio de la autonomía es, a fin de cuentas, una disputa por la hegemonía del proyecto educativo, sostén del modelo de desarrollo de la sociedad.

En el momento actual el Estado está buscando resignificar una serie de conceptos que le permitan intervenir cada vez más de manera directa sobre la conducción de las universidades públicas. El propósito del gobierno es que la universidad pública se adapte a las nuevas pautas de desarrollo social

6 Sobre los elementos jurídicos y políticos de la autonomía universitaria y sobre las rela-ciones de las universidades con el Estado, véase el estudio de Finnochiaro (2004) para la Argentina.

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que éste impulsa, con mayor presencia del mercado:7 poner a la universidad pública en la sociedad del riesgo, manejarla con incertidumbre, entenderla como parte de la sociedad del consumo, desde aquel lugar donde se puede discutir acerca de su rentabilidad.

El Estado mexicano dejó de ser educador y se convirtió en supervisor a distancia de la universidad; con este cambio, el gobierno ha tratado de sortear los obstáculos que el ejercicio de la autonomía le pone para tener injerencia en el desarrollo institucional de las universidades. Los actores favorables a la lógica del mercado desean resignificar la autonomía enten-diéndola como un impedimento, como una barrera que se interpone a los intereses privados y a los del gobierno; como aquello que limita el poder del Estado, de sus órdenes y designios contenidos en las políticas educativas. Se trata de manejar a la universidad e implantarle valores para impedir que la comunidad se oponga a la evaluación por méritos, ligada a sus retribu-ciones, a la monetarización, esencia del sistema educativo imperante. Con su modo de actuar hacia la universidad, el gobierno ha tratado de restarle márgenes de maniobra para educar, para acotar su presencia y poder de interacción política en la sociedad.

La relación del Estado con la universidad basada en el desarrollo autó-nomo de cada institución ha cambiado. Se ha venido modificando a partir de que el gobierno federal se dio a la tarea de construir un modelo para pla-near y evaluar las actividades universitarias. Ha diseñado y ejecutado en la práctica un conjunto de políticas cuyo objetivo es que los recursos econó-micos extraordinarios se destinen a programas elaborados por él mismo. Por tal razón, el gobierno ha ejercido una mayor supervisión y control para que se cumpla con los propósitos establecidos en sus políticas.

Las iniciativas tomadas por el gobierno sobre la universidad han signi-ficado intervenir en la vida académica e imponerle criterios al desarrollo de sus actividades. Con ello se ha reducido la eficacia de la autonomía como arma de defensa de las instituciones para manejar su actividad académica, obligada a satisfacer requerimientos de las políticas educativas. No obstan-te, las universidades han tratado de evitar que se les afecte del todo como espacios científicos y culturales; que se les afecte menos de lo que implican las limitaciones económicas con las que juega el gobierno.

En los tiempos que corren, la defensa de la autonomía es un impera-tivo para que la universidad pública pueda tener relaciones pactadas con el gobierno que le permitan manejarse con suficiente flexibilidad acadé-mica para educar e investigar, con el propósito de contribuir al desarro-llo social de su entorno, en el contexto de lo nacional y lo global; en ese tenor, continuar como factor de movilidad social y equilibrio político. El ejercicio pleno de la autonomía busca que la universidad tenga relaciones con el gobierno que salvaguarden la libertad indispensable al progreso de

7 Neave (1995) sostenía, hace varios lustros, que el Estado evaluador o supervisor tiene el propósito de reducir el gasto en educación superior, de definir nuevas prioridades en este nivel educativo, controlar, monitorear y evaluar el desempeño de cada institución en particular. Al ser intervenidas por el gobierno, las universidades tendrían que pres-tar mayor atención a las fuerzas del mercado para sostenerse y expandirse.

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la ciencia y a la crítica, para funcionar como caja de resonancia dentro de la cual la sociedad se piensa a sí misma para formular opciones históricas a su desarrollo.

Mantener la disputa por ampliar el ejercicio de la autonomía vale lo suficiente porque dota de poder a la universidad para operar como una entidad independiente8 frente al sistema político. La independencia le re-presenta la capacidad de tener un proyecto educativo y de aparecer frente a otros actores políticos sin estar sometida a algún poder existente en la sociedad. La independencia que otorga los derechos de la autonomía le permite a la universidad entrar al espacio público, en el que se construyen escenarios políticos en los cuales la universidad puede actuar y mantener relaciones con todos los actores políticos que participan en la obra edu-cativa. Particularmente, la independencia de la que puede gozar faculta a la universidad para ubicarse en el terreno político nacional donde se dan las fluctuaciones en los intereses del gobierno y los cambios en las orien-taciones dirigidas al sistema educativo ligados a la alternancia partidaria. Entra al juego político, entre otras cosas, para adquirir condiciones y re-cursos para cumplir mejor sus funciones y para coadyuvar al desarrollo de la sociedad.

En la esfera pública, donde hay una pluralidad de actores políticos, la universidad interviene como uno más. La distinción con respecto a los otros la adquiere gracias a su autonomía frente al Estado; en ella se soporta la acción de la universidad que contribuye a ampliar el espacio público, que es vital para que la universidad se reproduzca y se ligue a la sociedad desde su postura autónoma. Es gracias a la autonomía que la universidad enta-bla más y mejores relaciones con quienes tienen intereses en sus procesos y resultados.

En la esfera pública la universidad interviene para negociar sus recursos con el gobierno federal. Entra a una red de relaciones y referencias en la que se ha multiplicado el número de actores y agentes, a raíz del tránsito a la democracia electoral, con los cuales gestiona, conviene y compromete sus recursos, a la par que gana influencia y prestigio. La universidad forma parte del contexto en el que se gestan escenarios políticos, que es donde los otros actores la perciben y reconocen.

La universidad pública se relaciona con el conjunto de la sociedad sos-tenida en su autonomía. Su tarea frente a la sociedad es formular proyectos alternativos de desarrollo social, así como proponer nuevos modelos cul-turales, que se transfieren a la sociedad para orientar sus cambios en pos de sus objetivos de desarrollo. En este sentido, realiza propuestas de cambio

8 Derrida (1992) cita a Kant en “El conflicto de las facultades” cuando sostiene que la universidad debe ser completamente independiente de las órdenes del gobierno. Los académicos deben ser libres de enseñar su materia sin tener que conciliar con nadie, guiándose a sí mismos por el solo interés en la verdad. Sobre la relación entre autono-mía universitaria y libertad de cátedra consúltese Castro (2009). La autora sostiene que la autonomía es la dimensión institucional de la libertad académica para garantizar la dimensión personal del profesor para ejercitar la libertad de cátedra. Del concepto de autonomía deriva la autonormación y autoorganización de la universidad, por lo cual puede elaborar sus planes de estudio e investigación.

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social que compiten y confrontan a grupos y organizaciones que tienen sus propios proyectos en la esfera política de lo público. En esta esfera, la uni-versidad comunica, publica y discute sobre la realidad social presente a la luz de su pasado y su futuro; organiza el debate racional de asuntos públi-cos, que son de interés común.

Hacia el exterior, la fuerza y la libertad que da el ejercicio de la autono-mía generan condiciones para que las propuestas de la universidad sean te-nidas en cuenta por las fuerzas políticas; además, la autonomía le da condi-ciones favorables para definir qué demandas de educación y conocimiento científico acepta, entre las que le hacen llegar un número de públicos cada vez mayor, y para que las tensiones que le produce la multiplicación de de-mandas puedan resolverse positivamente. La autonomía, además, está li-gada a la transparencia, a la rendición de cuentas y a la justificación de los recursos que la sociedad le dedica a la universidad.

La universidad gana fuerza para relacionarse con el Estado mediante el reconocimiento que le hagan a su labor actores y grupos sociales que ten-gan efectos pertinentes sobre el sistema político y sobre las políticas educa-tivas. Las alianzas que pueda tejer la universidad con este tipo de actores le permiten relacionarse con el Estado de una manera más conveniente para preservar su esencia, mutarse y cumplir con nuevos fines adecuados al cambio de la propia sociedad.

Autonomía y vida política en la universidad

La autonomía de la que goza la universidad pública abre un campo de ac-ción política al interior de la institución.9 El autogobierno que ella garantiza implica que la universidad tenga la capacidad de gobernarse bajo sus pro-pias normas (de carácter obligatorio para sus miembros), lo que incluye la designación de autoridades y la representación comunitaria en los órganos de autoridad colegiados.10

Al interior de la universidad, el autogobierno supone competencia por el poder del rectorado y por recursos, así como negociaciones entre los grupos que forman la universidad y que tienen intereses y valores di-ferentes con relación a lo que debe ser la vida académica y su correspon-diente forma de gobierno. En consecuencia, la autonomía está ligada a cómo se estructura el poder en el campus, a su ejercicio y a la competen-cia por él. La universidad como organización compleja tiene un sistema político en el que se tienen que lograr articulaciones y resolver demandas

9 El carácter político de la universidad ha sido discutido en la literatura desde hace bas-tante tiempo. Hay varios trabajos clásicos en esta área, entre otros el de Baldridge (1971). Sobre las universidades como sistemas políticos puede verse el texto de Moodie y Eustace (1974).

10 La autonomía permite a la universidad hacer reglas de derecho que gobiernan a la ins-titución. La universidad funda su autoridad en lo académico y lo académico está aso-ciado a la libertad de pensamiento, enseñanza e investigación. Las normas académicas le dan a la institución supremacía para ordenar la actividad y las relaciones académicas en su interior. Libertad, autoridad y supremacía académicas forman parte esencial de la autonomía.

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para que sea gobernable, el rectorado goce de legitimidad y la adminis-tración sea eficiente.

Como se mencionó, la restricción de la autonomía ha sido causada por la influencia que han tenido las políticas educativas, el financiamien-to “extraordinario” y la supervisión a “distancia” del desarrollo institu-cional por parte del gobierno federal. Las acciones que han restringido el ejercicio de la autonomía, a su vez, han impactado el régimen de auto-gobierno al provocar cambios en los rectorados para instaurar la planea-ción estratégica, la evaluación, y la distribución y administración central de los recursos. El gobierno universitario ha representado la cadena me-diante la cual se transmiten y operan las políticas del gobierno federal al interior de las instituciones.

Las lógicas financieras implícitas en los programas del gobierno han provocado que las autoridades universitarias tengan que negociar recur-sos en una posición subordinada. La vulnerabilidad institucional que esto acarrea ha causado que las universidades públicas tengan más dificultades para satisfacer demandas y resistir presiones, que provienen de una combi-nación de factores del Estado, el mercado y la sociedad.

La restricción de la autonomía se ha reflejado en la actividad política interna de la universidad pública, como veremos enseguida. La proposi-ción que recojo de algunos análisis indica que las políticas de educación superior ligadas al financiamiento extraordinario han permitido el control político del gobierno universitario por parte del gobierno federal; de esta forma se inmiscuye en la vida académica de la universidad.

Desde hace algunos años he explorado el cambio reciente de la forma de gobierno de las instituciones universitarias (Muñoz, 2006). Tal como lo advertía, en esos momentos los rectorados ya se habían vuelto gestores más que conductores de la academia. En ese movimiento se fue desplazando a una serie de actores (a un sector de los académicos, a cuerpos colegiados, a los sindicatos y a organizaciones estudiantiles) que actuaban y tenían peso en la política universitaria. Con tal desplazamiento la burocracia ganó fuerza y su presencia y dominio son, hoy, uno de los rasgos más importan-tes del gobierno de las universidades.

La expansión y fuerza de la burocracia universitaria son resultado de dos tipos de factores: en primer lugar, de la necesidad de contar con un per-sonal especializado para la puesta en marcha y el manejo de recursos fi-nancieros aplicados a los programas oficiales. La manera como el gobierno federal ha manejado el subsidio extraordinario y la operación de sus pro-gramas en las universidades ha impuesto a los altos mandos universitarios tener que “competir” por recursos y con ello estimular la ampliación de una burocracia con habilidades técnicas para ganar ventajas en la competencia por dinero.

En segundo lugar, la fuerza de la burocracia universitaria ha derivado de la necesidad que tuvieron las casas de estudios de adaptarse a la situa-ción política del país y de los estados de la república. Las políticas aplicadas implicaron que las autoridades universitarias tuvieran que relacionarse

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con gobernantes, funcionarios del gobierno federal y local y con represen-tantes en las cámaras de distinto signo partidario, con visiones diferentes sobre la educación superior. A medida que las autoridades universitarias se acomodaron a las reglas impuestas y a las negociaciones por el presu-puesto, la burocracia universitaria ganó fuerza, porque la academia pasó a depender de los resultados de sus gestiones. Con el advenimiento del poder burocrático las universidades se volvieron políticamente más débiles para interactuar con el gobierno federal y con los gobiernos estatales.

El cambio de la forma de gobierno en las universidades públicas es re-levante porque la máxima expresión de la autonomía consiste en la capa-cidad de designar a las autoridades y de darles a éstas amplios márgenes de maniobra. A raíz de la restricción a la autonomía y la introducción de la planeación estratégica, a la que se ciñe la voluntad universitaria, la toma de decisiones se lleva a cabo sin que existan los mecanismos adecuados de consulta y participación de la comunidad académica.

Así, la burocratización de la vida política universitaria, su monetari-zación, y la necesidad de que los rectores aparezcan frecuentemente en el escenario político local y nacional, han modificando el significado de la autoridad universitaria. Acosta, en su último libro (2009), lo plantea de una manera más completa y compleja: los rectores se volvieron príncipes, buró-cratas y gerentes. Esta figura ilustra los cambios del gobierno universitario, producto de una alta burocratización.

Por otra parte, la burocratización ha hecho que la administración se sobreponga a la academia. Ha establecido una lógica política en la que los argumentos e intereses académicos de la comunidad cuentan menos en la designación de autoridades que las conexiones políticas de los actores; lo que cuenta es los grupos a los que se pertenece, la eficacia y la eficiencia del control político de las entidades universitarias. En estas circunstancias aparece un nutrido sentimiento comunitario de falta de representatividad de los cuerpos colegiados. La lucha en la comunidad por ganar espacios y establecer programas académicos propios, en un contexto de recursos es-casos y burocratización, se ha vuelto más política que académica. Para la gestión de lo académico cuenta, y bastante, el peso político de quien pro-mueve alguna acción.

El poder ha desplazado, en muy buena medida, al saber como criterio de designación de las autoridades.11 El prestigio académico está ubicado en un segundo plano. Los grupos dirigentes de la universidad han fincado su capacidad de mando en el manejo exitoso de la gestión para conseguir recursos económicos y han encontrado mecanismos de reproducción por fuera de la academia. En las universidades hay una menor capilaridad polí-tica en el reclutamiento de cuadros directivos provenientes de la academia y una menor rotación en los puestos de mando.

11 Aguilar (1988) sostiene que hay una crisis de autoridad en la universidad pública, que deriva de muchos factores, siendo uno de ellos la falta de creencias colectivas sobre su legitimidad. Esto se da, desde el punto de vista de quien esto escribe, por el desplaza-miento del saber como criterio para asignar la autoridad en la academia.

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Es muy importante resaltar, entonces, que los cambios en la forma de gobierno de las universidades han alterado la noción de autoridad. El juego político que la restricción de la autonomía abrió al interior de la universidad se ha llevado al punto de una sujeción de lo académico a intereses políticos de las burocracias y de los factores reales de poder en la universidad, y con ello se ha minado la creencia en la legitimidad basada en el valor del cono-cimiento que sustenta a la autoridad universitaria. Esta transformación en el campus ha resultado provechosa para que el gobierno federal intervenga en la vida universitaria y restrinja la autonomía. Sin embargo, lo que queda de autonomía sigue incomodando al gobierno para implantar sus políticas.

La separación entre el rectorado y la comunidad académica, la frag-mentación de esta última por el individualismo que ha traído el régimen la-boral en las universidades, la ausencia de canales de comunicación, la falta de organización de los académicos, la pérdida del interés común y la mone-tarización como guía del desarrollo institucional dificultan sobremanera que la universidad gane fuerza política suficiente para detener los intentos del Estado con el fin de ponerle límites al ejercicio de la autonomía. En esta circunstancia la universidad tiene que reaccionar participando en la esfera pública como respuesta a los embates contra la autonomía, reacción que lleva el riesgo de tensar, aún más, las relaciones de la universidad con el go-bierno, que puede resistirse si el rectorado consigue articular a los factores reales de poder internos y cohesionar a la comunidad para lograr su apoyo.

¿Qué sigue?

La disputa principal de las universidades públicas con el Estado mexicano es por la ampliación del ejercicio de la autonomía, para que la autonomía opere de manera más apegada al texto constitucional, que otorga la garan-tía de la libertad académica. La defensa del ejercicio de la autonomía va li-gada al carácter público de la universidad y al establecimiento de relaciones políticas y de respeto con el gobierno; por otro lado, el pleno ejercicio de la autonomía se asocia a la relevancia que actualmente tiene la universi-dad para ampliar la esfera pública en la sociedad y coadyuvar a la salida de la crisis nacional. La noción de autonomía sirve para que la universidad plantee opciones de desarrollo al país, para que la sociedad reconozca la importancia de sus tareas y sea la que mandate al gobierno a darle un fi-nanciamiento suficiente y oportuno que brinde certeza a la realización de su quehacer sin interferencias de nadie.

Los límites al ejercicio de la autonomía no han sido sólo de carácter económico. En una situación de escasez de fondos con reducción del gasto público el problema es de racionalidad política. ¿Dónde ubica el gobierno en turno los recursos que detenta? En el caso de México, la educación no ha merecido la prioridad que debe tener conforme a lo señalado en la Carta Magna. El gobierno ha limitado el crecimiento de los recursos ligados al gasto social, incluido en él la educación superior. Los análisis del financia-miento público (e.j. Labra, 2005; Mendoza, 2007) muestran que la educación

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superior no ha sido una actividad estratégica para el gobierno. Los indica-dores del gasto público en educación superior y ciencia, como porcentaje del PIB, son muy bajos, y prácticamente no han variado.12

Detrás de este hecho se asienta una práctica intervencionista del go-bierno en la conducción universitaria. Una práctica que muestra que los argumentos que apoyan la autonomía y el ejercicio de la autonomía son frágiles, lo que también pone al gobierno en entredicho: éste se apoya en la heteronomía financiera y en lo estrecho del espacio público para limitar el ejercicio de la autonomía universitaria, cuando la autonomía es reconocida por él con rango constitucional. Hay incongruencia de su parte.

La compresión de los presupuestos educativos, más la definición y prác-tica del subsidio extraordinario, limitan el rango de opciones para que la universidad atienda responsablemente las demandas que le dirige la socie-dad, así como las posibilidades para que se relacione con una multiplicidad de actores sociales y para funcionar como agente del desarrollo.

El ejercicio restringido de la autonomía es inconveniente para el queha-cer académico y produce más tensiones con el Estado, por las reacciones que genera en la universidad para evitar que se siga restringiendo. La autono-mía es un derecho constitucional a ser defendido siempre que se restrinja su práctica, y es a los universitarios, quienes la ejercen, a los que les toca defen-derla. Estamos en una coyuntura histórica en la que la autonomía no puede ser vista como un privilegio, ni tampoco como una garantía parcial, porque las dos cosas se oponen al espíritu de la ley y a la vida académica como tal.

La autonomía ha vivido un tiempo difícil. Como muchas otras cosas está en un contexto social en el que privan el riesgo y la incertidumbre; un contexto político que vulnera a la universidad pública por los condiciona-mientos que le impone un poder superior que reduce la esfera pública y controla los recursos económicos que la universidad necesita para operar. Un mayor control tiene el efecto de obstaculizar a las universidades para que logren un desempeño apropiado a los tiempos y a las circunstancias que vive el país.

En este momento se requiere que apoyemos la existencia de un Estado democrático que impulse un nuevo modelo de desarrollo. Para un Estado democrático es de interés vital sostener la tradición de libertad universita-ria, la cual provee condiciones óptimas para el desarrollo del conocimiento científico (March y Sabloff, 1995) y sus ligas con el crecimiento económico.

En lo interno, los universitarios requerimos un ejercicio extenso de la autonomía para que lo académico vuelva a ser el elemento fundamental de los procesos políticos universitarios, el núcleo desde donde se constituye la comunidad, desde donde se establecen los principios que la cohesionan y le dan identidad. El ejercicio de la autonomía al interior de la universidad ge-nera las condiciones para que los cuerpos colegiados tomen y justifiquen sus decisiones, elaboren las normas de la institución y designen a las autoridades.

12 En el proyecto de presupuesto entregado por el Ejecutivo a la Cámara de Diputados, el gasto en educación superior para 2010, como porcentaje del PIB, se reduce de 0.66 a 0.60 por ciento.

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El ejercicio interno de la autonomía abre la posibilidad de que los acto-res políticos universitarios participen efectivamente en el gobierno institu-cional para que este último pulse el sentir de los académicos y estudiantes. La aplicación de la autonomía al interior de la universidad hace que la auto-ridad gane legitimidad y, con ella, que pueda presentarse en los escenarios externos con el apoyo de una comunidad cohesionada en su interés común y en su voluntad general.

Ante los embates contra el ejercicio de la autonomía universitaria hay una proposición que sostiene que la independencia política de la institu-ción para la defensa de sus intereses aumenta con la participación de la comunidad en el gobierno universitario, la cohesión y la identidad insti-tucional, todo lo cual tiene que ver con la derrota del “espíritu” burocrático que ha capturado el campus. Trabajar por ello es algo que puede resultar nuevo en el marco de lo que ha sido el pasado reciente de las universidades públicas mexicanas. La unidad comunitaria es vital para efectuar estrate-gias de resistencia contra quienes se oponen a la autonomía universitaria y al carácter público y laico de la educación superior.

Con base en la autonomía y en la prudencia política que imponen los tiempos habrá que proponer reformas jurídicas y políticas que le den nue-vas energías al gobierno universitario, para que tenga una buena conduc-ción institucional. En esa condición, desde el ethos académico y sus valo-res, tendrá la mejor arma para disputar la autonomía y su ejercicio con el Estado, para conciliar con él sobre la base del interés común y para que las instituciones puedan avanzar en estos tiempos en medio de la complejidad social y del conocimiento científico.

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La autonomía universitaria Una perspectiva política

Imanol Ordorika Sacristán*

En 2009 se cumplieron ochenta años del otorgamiento de la autonomía a la entonces Universidad Nacional de México. Con toda intención, este artículo delimita el alcance de la reflexión principalmente a los primeros setenta años de autonomía universitaria. Si bien el cambio de partido en el gobierno a partir del año 2000 ha producido transformaciones en las rela-ciones entre el Estado y las universidades mexicanas, a pesar de este cam-bio se mantienen los rasgos fundamentales del autoritarismo en el sistema político mexicano.

En el caso de la UNAM, y de casi todas las universidades públicas del país, todas ellas conservan a su vez las características esenciales de sus propios sis-temas autoritarios de gobierno. Sin embargo, como se hace evidente casi to-dos los días en los medios de comunicación, las relaciones del gobierno con la UNAM y con otras universidades se han modificado de manera significativa.

La autonomía universitaria ha sido un tema clásico y sigue siendo ma-teria de referencia en el campo de estudios de la educación superior a nivel internacional, y también en México. La polémica en el campo de conoci-miento, por supuesto, ha reflejado la complejidad de la autonomía como ele-mento fundamental de la vida de las instituciones, en el marco de diversas tradiciones universitarias y en diferentes contextos nacionales e históricos.

En este artículo se discute la relación entre la autonomía —como forma de interacción entre las universidades y otras instituciones del Estado— con la conceptualización sobre la misma, en particular para el caso de la UNAM y otras universidades mexicanas. Se pone énfasis en la naturaleza política de la autonomía y por ende la necesidad de desarrollar perspectivas de corte político para su análisis y comprensión.

Aproximaciones analíticas al tema de la autonomía

Desde diferentes perspectivas analíticas la noción de autonomía se ha con-ceptualizado como rasgo institucional, como relación entre universidad y gobierno, o como proceso de interacción que involucra a diversos actores e

*Doctor en Ciencias Sociales y Educación por la Universidad de Stanford. Investigador titular en el Instituto de Investigaciones Económicas de la UNAM. Integrante del Se-minario de Educación Superior de la misma institución. Líneas de investigación: edu-cación superior y sociedad del conocimiento; Estado y políticas educativas en México; financiamiento de la educación superior en México; indicadores sobre educación en México; poder, política y cambio en la educación superior; movimientos sociales y edu-cación; y teoría social y educación.

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instituciones de la sociedad, entre otras aproximaciones. Así como los es-tudios sobre la educación superior se desarrollaron originalmente, como un campo bien definido, en los países anglosajones, los primeros análisis académicos sobre el tema de la autonomía de las universidades tuvieron lugar en los Estados Unidos.

Las vertientes clásicas anglosajonasLos estudios clásicos sobre autonomía se centraron en la relación entre organismos estatales e instituciones de educación superior a partir de un marco analítico enfocado en la articulación de intereses (Pusser, 1999). Berdahl definió la autonomía como “el poder que tiene una universidad o una escuela universitaria... de gobernarse a sí misma sin control externo” (Berdahl, Graham y Piper, 1971: 8). En un intento normativo por estable-cer una relación apropiada entre la autonomía y la coordinación guberna-mental, y con el fin de evitar la intromisión estatal en la vida universitaria, surgió la necesidad de distinguir entre la autonomía sustantiva y la autono-mía de procedimiento. La autonomía sustantiva remite a los “propósitos, las políticas y los programas que una institución ha decidido seguir”, y la autonomía de procedimiento a las “técnicas seleccionadas para llegar a las metas propuestas” (Berdahl, Graham y Piper, 1971: 10).

Estudios posteriores dentro de la misma tradición (Millett y Harcleroad, 1984; Zusman, 1986) pusieron el acento en el conflicto existente alrededor del control y la coordinación de las instituciones de educación superior. Estas perspectivas siempre estuvieron basadas en una visión pluralista en la que se tomaba a las instituciones postsecundarias como separadas y dife-renciadas del Estado, y a este último como una representación homogénea del “bien común” (Ordorika, 2001; 2003). Las relaciones instrumentales en-tre el Estado y la educación superior se analizaron fundamentalmente en el ámbito de las leyes, las normas y los reglamentos.

Otras aproximaciones analíticas, enfocadas en la economía política de la educación superior y su impacto en la autonomía universitaria (Slaughter y Silva, 1985; Slaughter, 1993; Gumport y Pusser, 1995; Hardy, 1996), han ido más allá del estudio instrumental de las relaciones entre gobiernos e institucio-nes postsecundarias. Desde una perspectiva de la “dependencia de recursos” Slaughter y Leslie argumentaron que los proveedores “tienen la capacidad de ejercer gran poder” (1997: 68) sobre las instituciones de educación superior. De acuerdo con estos autores, los gobiernos tradicionalmente otorgaban una autonomía considerable a través de subsidios ordinarios o financiamiento no etiquetado para investigación; pero los cambios en los patrones de finan-ciamiento de gobiernos estatales y federales, proveedores principales de re-cursos en casi todo el mundo, incrementaron la dependencia de la educación superior y establecieron nuevas limitaciones a la autonomía institucional (Slaughter y Silva, 1985; Slaughter, 1993; Gumport y Pusser, 1995; Hardy, 1996).

Las aproximaciones desde este campo de estudios han estado limita-das para comprender la naturaleza y límites de la autonomía en una gran diversidad de instituciones y tradiciones universitarias. Ni las perspectivas

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políticas pluralistas, ni la “dependencia de recursos” han sido suficientes para explicar la complejidad de las relaciones de poder al interior de las uni-versidades, así como entre éstas y otras instituciones del Estado (Ordorika, 2003). Las organizaciones de educación superior públicas son instituciones del Estado (Rhoades, 1993). La interacción entre universidades y gobier-nos está sujeta a relaciones de poder en permanente disputa en el ámbito normativo y de los actores políticos; en el control sobre agendas, políticas y temas; así como en el ámbito simbólico o cultural del discurso y las percep-ciones e ideologías hegemónicas (Ordorika, 2001).

El debate sobre la autonomía universitaria en MéxicoEn México la autonomía ha estado en juego como tema a debate y como demanda de estudiantes, académicos e intelectuales desde antes de la fundación de la Universidad en 1910, precediendo en casi tres décadas a la decisión presidencial; y como relación entre universidad y Gobierno, des-de la aprobación de la Ley que instituyó la autonomía en la Universidad Nacional, en 1929 (Garciadiego, 1996).

En la polémica política, en las relaciones históricas y en el análisis aca-démico, la autonomía universitaria mexicana se ha evidenciado como una interacción de enorme complejidad. El Congreso de la Unión legisló la re-lación entre el gobierno y la Universidad principalmente en 1910, 1929, 1933 y 1945. Como se ha dicho, a partir de 1929 se le otorgó a la UNAM autonomía institucional. Con variaciones históricas, el gobierno federal concedió a la Universidad un estatuto autónomo que incluyó, entre otros aspectos, los derechos legales de administrar sus recursos, de tomar decisiones acadé-micas y de nombrar a sus autoridades.

Posteriormente, en el marco de los conflictos sindicales universitarios de los años setenta, en 1979-1980 se estableció un marco jurídico constitu-cional para normar la autonomía universitaria, en el ámbito federal y esta-tal, y regular con ello las relaciones entre universidades autónomas, actores universitarios (como los sindicatos) y gobiernos en estos dos niveles.

Los límites dentro de los cuales esta autonomía ha tenido una existencia real frente a la presencia de un régimen político altamente centralizado y autoritario ha sido un tema que sigue generando polémicas y discusiones, así como apreciaciones divergentes y hasta encontradas. Las expresiones acerca de la influencia e injerencia gubernamental sobre la vida y decisio-nes de las universidades en México han ido desde la autonomía absoluta hasta el control total. Existen diversas valoraciones sobre los límites de la autonomía universitaria; pocas veces, sin embargo, éstas se han fundado en investigaciones, revisiones históricas o análisis sistemáticos.

Actores universitarios, estudiosos y especialistas se han ocupado de analizar la relación entre las universidades mexicanas, en particular la UNAM, y el gobierno. La discusión clásica y fundacional viene desde los años treinta y en ella destacan las reflexiones de actores como Alejandro Gómez Arias (1929); Alfonso Caso y Lombardo Toledano así como de Narciso Bassols (1933) y Manuel Gómez Morín (1934), entre muchos otros.

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En el debate académico contemporáneo el trabajo University and Government in Mexico: Autonomy in an authoritarian system, de Daniel Levy (1980), ha sido particularmente influyente. Partiendo de una perspec-tiva analítica convencional, instrumental y pluralista, hizo una definición funcional de la autonomía, compatible con la presentada por Berdahl, ca-racterizada como la ubicación de la autoridad “en algún lugar dentro de la universidad” (Levy, 1980: 4), o como “el control universitario sobre los com-ponentes del autogobierno institucional” (p. 7).

Levy llegó a la conclusión de que existía una autonomía académica casi absoluta ya que no se percibía ningún ejemplo claro de injerencia del go-bierno en la fijación de las políticas de acceso, currículum y programas aca-démicos. Planteó que el monopolio del gobierno sobre el financiamiento a la universidad no implicaba ningún tipo de control mediante el flujo de recursos, y que la contratación y promoción del personal académico era esencialmente un asunto interno. Reconoció que los procedimientos para nombrar a las autoridades universitarias eran más problemáticos; sin em-bargo, concluyó que, aunque limitados y probablemente sujetos a interven-ciones externas, éstos tenían en la UNAM más fundamentos universitarios que en la mayoría de las universidades estadounidenses o latinoamerica-nas. En resumen, para Levy

la autonomía de la universidad pública en México, aunque lejos de ser comple-ta, es relativamente fuerte, más fuerte que el control gubernamental y sin duda considerablemente más fuerte que la autonomía universitaria en la mayoría de las demás naciones latinoamericanas (Levy, 1980: 19).

Aunque para muchos académicos mexicanos el análisis de Levy ha sido paradigmático, tanto especialistas como actores universitarios suelen coin-cidir en que la autonomía efectiva es más endeble de lo que Levy sostenía. Para la mayoría de los autores mexicanos en el campo de la educación supe-rior, el problema parecía de simple apreciación en cuanto a los grados rea-les de autonomía (Kent, 1990; Acosta, 1998; Muñoz, 2002; Casanova, 2004). Otros, sin embargo, han problematizado los fundamentos mismos del es-tudio y sus conclusiones (Guevara Niebla, 1983; 1988; 1990; Martínez Della Rocca, 1983; 1986; Ordorika, 2003). Las principales diferencias al abordar la naturaleza y los límites de la autonomía en la Universidad Nacional son consecuencia de las distintas posturas teóricas y, por consiguiente, de las diferentes maneras de valorar la evidencia histórica.

La autonomía en un contexto de cambio

A partir de la década de los ochenta se desarrollaron cambios profundos en las políticas públicas para la educación superior en casi todo el mundo que tuvieron efectos notables en universidades públicas latinoamericanas y mexicanas en particular. La estrategia de ajuste estructural adoptada inicialmente, y en general las llamadas políticas neoliberales que acompa-ñaron al fenómeno de la globalización a finales de siglo abrieron nuevos

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temas y establecieron nuevos límites a la autonomía de las universidades mexicanas. Las políticas públicas para la educación superior correspon-dientes al período incluyeron temas explícitos como la reducción del finan-ciamiento público y la rendición de cuentas; la diversificación institucional y la “descentralización”; la búsqueda de la “excelencia”, la evaluación y la adopción de prácticas de competencia y remuneración “de mercado”; así como los procesos de privatización y comercialización de la oferta educa-tiva, de la “producción universitaria” y de las prácticas académicas, entre otros aspectos (Mendoza, 2002; Ordorika, 2008).

El Estado limitó severamente su participación y apoyo a la educación superior. Esta retracción se expresó en las limitaciones impuestas al cre-cimiento de la oferta pública, la desregulación y la promoción del sector privado (Rodríguez, 2003). También se hizo notable en la reducción de re-cursos públicos (Altbach y Johnstone, 1993; Johnstone, 1998).

Este conjunto de políticas abrió una nueva etapa de relación entre las universidades y el Estado caracterizada, entre otros elementos, por una in-tensa y creciente competencia por recursos individuales e institucionales frente al Estado mismo y de cara al mercado (Marginson, 1997; Marginson y Considine, 2000). De este modo la autonomía tradicional de las institucio-nes académicas (universidades y demás organizaciones educativas postse-cundarias) y sus profesionales frente al Estado y el mercado se redujo nota-blemente (Slaughter y Leslie, 1997; Rhoades, 1998; Ordorika, 2004).

La “confianza perdida”En el contexto de cambio neoliberal se desarrollaron, en el ámbito de las percepciones sociales sobre lo público, dos puntos relevantes que habrían de tener importantes repercusiones en la problemática de la autonomía universitaria. En primer lugar el proceso caracterizado como de crisis de confianza en “lo público”, y en segundo el desarrollo de mecanismos e ins-trumentos de evaluación y rendición de cuentas de todas las instancias de la administración pública (Rodríguez, 2003). Este movimiento ha sido ca-racterizado a partir de la emergencia y desarrollo de la denominada “nueva administración pública”.

La interacción entre la universidad moderna y la sociedad se caracteri-zó, durante muchas décadas, por el apoyo otorgado a través de la provisión de recursos públicos y la autonomía concedida a la primera, a través del Estado. La sociedad garantizó así las condiciones materiales para la super-vivencia de las instituciones de educación, al tiempo que les otorgaba la independencia necesaria frente al propio Estado y un relativo aislamiento frente al mercado. Tanto el otorgamiento de recursos, sin requisitos esta-blecidos para la provisión de bienes o servicios y sin exigencia de rendición de cuentas, como la autonomía jurídica, organizativa y administrativa de las universidades estaban basados en una relación implícita de confianza de la sociedad frente a las instituciones de educación superior (Trow, 1996).

La globalización neoliberal vino acompañada de un proceso cre-ciente de economización de la sociedad. En este contexto se desarrolló

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también un intenso cuestionamiento y consecuente deterioro de “lo pú-blico” (Wolin, 1991); el cambio en la naturaleza y capacidad de acción de los Estados nacionales (Evans, Rueschemeyer y Skocpol, 1985); y la expansión continua de los mercados, en particular hacia el ámbito de la producción de conocimientos y la educación (Marginson, 1997; Slaughter y Leslie, 1997; Marginson y Considine, 2000). Estos procesos permiten entender en buena medida la “reducción de la confianza” de la sociedad frente a la universidad. Al ponerse en cuestión la esfera de lo público y al incrementarse el peso de las relaciones de mercado, en todos los ámbitos de la sociedad se enfatiza-ron las iniciativas para la rendición de cuentas.

Evaluación y rendición de cuentasLa crisis de “lo público” en el ámbito educativo se expresó en los cuestiona-mientos permanentes acerca de la eficiencia, falta de equidad y baja calidad de los grandes sistemas escolares (Díaz Barriga, 1998). La crítica a la situación de la educación y el reclamo de rendición de cuentas hicieron de la evaluación y la certificación elementos centrales de las políticas públicas en educación en todo el orbe. La diversificación y diseminación de los planteamientos de evaluación académica e institucional respondieron tanto a una dinámica im-pulsada desde organismos internacionales (la UNESCO y el Banco Mundial, entre otros) como a la adopción del discurso y la práctica de la evaluación y la rendición de cuentas por parte de los Estados nacionales y los administrado-res educativos a nivel local (Coraggio y Torres, 1997; Díaz Barriga, 1998).

En la educación superior, la evaluación también se convirtió en un elemento central de las políticas públicas. La disminución de los recursos públicos incrementó la centralidad de los mecanismos de rendición de cuentas para la orientación estatal de la educación superior. Al promover-se la competencia por recursos frente al Estado y en el mercado, se generó también la necesidad de establecer indicadores de calidad y medidas de desempeño. En el discurso y la práctica los mecanismos de financiamiento a través de subsidios base y el respeto a la autonomía en la administración de los recursos tendió a disminuir ante la importancia de procesos de ren-dición de cuentas y de sujeción a la reglas del mercado.

Autonomía y política

En los últimos años se han desarrollado en México procesos de mercanti-lización, reducción de subsidios públicos y entrega de recursos etiquetados a través de presupuestos extraordinarios competitivos, privatización del financiamiento y la oferta educativa así como demandas de rendición de cuentas y mecanismos de control externos a través de diversos dispositi-vos de evaluación. Todas estas políticas públicas para la educación superior han tenido un impacto significativo para la autonomía universitaria. Por supuesto que los efectos son diferenciados en función de los diversos con-textos estatales y federal, del tamaño y estabilidad de las instituciones de educación superior, así como de su fuerza, tradición histórica y legitimidad.

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En el contexto descrito, desde mediados de los años ochenta del siglo XX, en México, se diversificaron los estudios sobre cambio institucional, gobierno universitario y en particular las aproximaciones al tema de la au-tonomía. Ante la magnitud de los cambios institucionales, en esta última década varios especialistas en el campo de la educación superior han re-visado críticamente las políticas gubernamentales y las caracterizaciones prevalecientes sobre la naturaleza y límites de la autonomía universitaria en México.

Una de las tendencias más reconocibles ha sido la de articular temas de políticas públicas y sus efectos; cambios en las relaciones entre universida-des y gobiernos (federal y estatales); así como del gobierno y gobernabili-dad de las instituciones (ver por ejemplo López Zárate, 2001; Muñoz García, 2006; 2009; Acosta Silva, 2008; 2009). En estas aproximaciones se han tratado de introducir, en mayor o menor grado, perspectivas y teorizaciones de orden político. En muchos de los casos, sin embargo, la intención de utili-zar la perspectiva política como paradigma analítico no va más allá de su aplicación como un referente externo, contextual o solamente descriptivo (Acosta Silva, 2008; 2009; Casanova, 2009).

Una perspectiva analíticaAceptar que la autonomía es una forma de articulación política entre la universidad y otras instituciones del Estado implica asumir que esta rela-ción refleja un conjunto de interacciones de poder entre instituciones, así como entre actores diversos dentro y fuera del campo de la educación supe-rior. El sentido de una perspectiva política para la comprensión de la auto-nomía universitaria nos remite a tres elementos analíticos fundamentales, estrechamente vinculados entre sí.

En primer lugar es importante recalcar que la autonomía es una rela-ción que involucra a actores e instituciones. Una reflexión de Modonesi sobre la noción de autonomía en otro contexto contribuye a enfatizar el carácter relacional del concepto. Señala que autonomía

…es poder y, por lo tanto, se desprende de relaciones de poder, es poder enten-dido como relación y no como cosa u objeto… La autonomía surge y se forja en el cruce entre relaciones de poder y construcción de sujetos. En esta intersec-ción, la autonomía aparece como parte del proceso de conformación del sujeto sociopolítico (2010: 4, cursivas en el original).

El carácter relacional de la autonomía implica una condición dinámi-ca, en permanente proceso de construcción y reconstrucción, y por ello el ejercicio de la autonomía adquiere sentido en función del contexto en que se realiza. Ésta es una de las razones por las que los intentos variados para definir con precisión lo que se entiende por autonomía universitaria han resultado tan difíciles y han aportado poco a su comprensión.

A pesar del carácter dinámico de la interacción entre universidad y gobierno, desde una óptica jurídica, los alcances y límites de la autono-mía universitaria han sido establecidos en leyes y normas específicas que

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institucionalizan los términos de esta relación en momentos históricos concretos. En el análisis jurídico de la autonomía en México hay mucho te-rreno recorrido. Destacan en este ámbito los trabajos de Valadés (1974; 1987), García Ramírez (2005) y González (2009), entre otros.

En segundo lugar, la autonomía, entendida como una relación diná-mica, implica entonces una condición necesariamente histórica, como lo es la propia relación estatal. Los alcances, límites y características de la autonomía de la universidad se transforman en función de las distintas circunstancias históricas por las que atraviesa tanto la institución univer-sitaria como su entorno. No se puede concebir el carácter histórico de la autonomía ni como una sucesión de momentos azarosos ni como un sim-ple proceso rutinario de evolución. La autonomía universitaria es históri-ca porque sus contenidos se van confirmando y a la vez redefiniendo en el cumplimiento de sus funciones relativas a la creación de conocimiento y su cambio en el tiempo y en la sociedad nacional y universal; en cuanto a la educación en necesaria y constante extensión, ampliación e intensifica-ción en el ámbito de la nación; y en su relación con la sociedad global y sus intensos cambios en estos terrenos. Se construye en cada momento a partir de las relaciones entre actores y sujetos sociales que forman parte de las ins-tituciones postsecundarias o interactúan con ellas a partir de condiciones específicas y en contextos temporales concretos.

En tercer lugar, la autonomía es una relación histórica de orden político dado que depende en cada momento de las relaciones de poder entre fuerzas internas de la universidad, así como entre éstas y otras fuerzas externas a nivel del Estado y la sociedad. Se puede coincidir con Levy en distinguir, con fines analíticos, entre autonomía y democracia interna en cuanto se trata de relaciones políticas diferentes. Sin embargo, es fundamental establecer que existe una articulación profunda entre ambos procesos (autonomía y de-mocracia interna), dado que las relaciones políticas entre los actores sociales dentro de la universidad tienen una fuerte influencia sobre los alcances y los límites fácticos de la autonomía, como relación con el medio externo. El análisis de las relaciones entre la universidad y el gobierno no puede limitar-se a una evaluación estática de los ámbitos de toma de decisión formal y de las estructuras determinadas por las leyes y los estatutos. Para aprehender el carácter de la autonomía universitaria en cada momento resulta necesario examinar el conflicto interno, en sus conexiones con confrontaciones exter-nas de distinto alcance, todo ello desde una perspectiva histórica.

En suma, desde una perspectiva política, es importante reiterar que la autonomía es una relación que se establece entre la universidad, el resto de las instituciones del Estado y la sociedad. Esta relación es histórica en un doble sentido. En primer lugar porque ha sido una condición constitutiva de la universidad a lo largo de buena parte de su existencia. En segundo tér-mino, porque se transforma y se recrea a lo largo de la historia, a partir de la interacción de actores, sujetos sociales e instituciones; del devenir mismo de la universidad en el desempeño de sus funciones y el desarrollo de sus dinámicas y conflictos internos; así como en la articulación con la Nación,

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el Estado y la sociedad. Este proceso de transformación y recreación histó-rica está fuertemente condicionado por relaciones políticas; relaciones de poder entre fuerzas políticas, actores y sujetos sociales que interactúan al seno de la universidad y fuera de ella.

Dimensiones políticas de la autonomíaLos procesos políticos que conforman la autonomía universitaria en cada momento histórico se dirimen en varias dimensiones. Éstas inclu-yen la instrumental, referente a los actores y fuerzas en conflicto; las le-yes, normas y reglamentos así como las estructuras y formas de gestión, entre otras. Una segunda dimensión de la disputa política tiene que ver con el control de temas, agendas y políticas específicas. Las relaciones entre gobierno y universidad, así como las que tienen lugar al interior de esta última, definen los temas y problemas a debate; aquellos sobre los que se diseñan políticas y se toman decisiones; y los que quedan fuera del marco de discusión y decisión. Las anteriores se entrelazan en una tercera dimensión que podemos denominar simbólica o cultural: aquella en la que se establecen las visiones dominantes, la hegemonía (Ordorika, 2001).

El ejercicio de la autonomía universitaria se pone de manifiesto en las relaciones que existen entre los actores en conflicto, tanto por parte del Estado como de las instituciones de educación superior. Las relaciones de poder permean el nivel instrumental de la toma de decisiones; el control de las agendas y temáticas específicas sobre las que se toman decisiones y se establecen políticas; y la dimensión cultural de la confrontación política por la visión y el papel de la universidad en cada momento.

UNAM: autonomía en la historiaCon fundamento en esta perspectiva analítica se puede sostener que his-tóricamente la Universidad Nacional Autónoma de México ha tenido una enorme dependencia pero no ha estado completamente controlada por el gobierno. Ha gozado de una buena medida de autonomía formal y sustan-tiva conforme con lo establecido en la Ley Orgánica de 1944.

Al mismo tiempo, en la práctica, la autonomía universitaria ha estado muchas veces limitada, en mayor o menor medida, por la intervención constante del Estado. Ésta puede verse en diversos terrenos: en el nom-bramiento y remoción de rectores a través de la influencia ejercida direc-tamente sobre la Junta de Gobierno; en los intentos de imposición de polí-ticas de admisión y cobro de matrículas; en el control sobre el presupuesto asignado a la Universidad; a través de acciones políticas directas al tolerar, o inclusive fomentar, interferencias políticas externas en los asuntos uni-versitarios; y en el establecimiento de políticas externas específicas que se vuelven obligatorias por la vía de los hechos, entre otras.

Por mucho tiempo la subordinación de funcionarios universitarios al poder estatal ha sido un vehículo de intromisión y limitación de la auto-nomía universitaria. La existencia de lealtades políticas o conformidades

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ideológicas establecieron cadenas informales de autoridad de funcionarios del gobierno hacia los universitarios.

Hasta el año 2000, con el cambio del partido en el poder ejecutivo fede-ral, las expectativas de los funcionarios sobre sus carreras políticas futuras, tanto dentro de la Universidad Nacional como en el gobierno federal, for-talecieron la dependencia del exterior. En distintas coyunturas históricas las autoridades universitarias han dependido del respaldo gubernamental en situaciones de conflicto, y las expectativas políticas de una excesiva bu-rocracia crearon vínculos que subordinaron decisiones de la Universidad a proyectos y prácticas del gobierno.

La confrontación interna entre perspectivas y proyectos opuestos tam-bién han condicionado los límites de la autonomía de la Universidad. El con-flicto, patente o latente, funciona como contrapeso para los actores políticos con más poder dentro de la universidad (burocracias y élites universitarias). En ausencia de conflicto los grupos dominantes han actuado muchas veces dentro de los parámetros del discurso político en el poder y de los proyectos educativos diseñados a nivel gubernamental. Esto no quiere decir que las relaciones entre dichos grupos dominantes que operan en distintos nive-les dentro del Estado hayan estado exentos de tensiones: la autonomía de la Universidad se determina a su vez por conflictos sociales e internos, y por la articulación y las tensiones dentro de los grupos en el poder.

La autonomía relativa de la Universidad Nacional Autónoma de MéxicoLa independencia relativa de la UNAM tiene que ser evaluada a la luz de los factores y mecanismos que influyen en la autonomía universitaria. En tér-minos generales, estos factores muestran que la autonomía institucional de la Universidad frente al gobierno se ha debilitado en algunos terrenos y se ha ampliado en otros.

Por un lado, el debilitamiento de la autonomía se explica parcial-mente por la fragilidad de los fundamentos estructurales de la autono-mía universitaria como consecuencia de la organización política interna de la UNAM. En muchos momentos la autonomía universitaria ha de-pendido, de hecho, de la voluntad política del Ejecutivo en el contexto de requerimientos sociales, políticos o económicos históricamente de-terminados, por consiguiente, la autonomía ha sido menor en las áreas que presentan un interés fundamental para el gobierno. Por ejemplo, después de las crisis económicas de 1976 y 1982, y con la implementación de las políticas de privatización y libre mercado, se ha incrementado la intervención gubernamental en asuntos financieros internos, en las po-líticas salariales, en directrices con respecto a las cuotas y colegiaturas, así como en las demandas de rendición de cuentas. Los programas de pago por méritos y la implantación de programas de financiamiento compensatorios para la investigación han establecido límites a la liber-tad de cátedra e investigación, determinada en buena medida a través de evaluaciones externas.

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Por otro lado, a partir de los cambios políticos ocurridos como producto de los triunfos del PAN a nivel federal, la Universidad Nacional ha tendido a distanciarse del poder ejecutivo. En primera instancia, la posición del eje-cutivo federal —y sus intelectuales— respecto de las instituciones públicas de educación superior, y en particular frente a la UNAM, han obligado a las universidades a asumir la defensa de la educación superior pública, las insti-tuciones que la componen y el financiamiento y apoyo requerido del Estado. Una segunda situación es que, con el reemplazo de actores y operadores po-líticos en el poder ejecutivo, se perdieron e incluso se rompieron las correas de transmisión, los mecanismos y procedimientos de articulación entre gobierno y Universidad, forjados y transformados sutilmente a lo largo de décadas de interacción. La ruptura de lazos, vínculos y procedimientos ha generado condiciones de mayor independencia y ha hecho más compleja y problemática la transmisión de iniciativas y políticas gubernamentales para el sector hacia las diferentes instituciones. Las relaciones se han vuelto más burdas y abruptas y han provocado muchos roces, cuando no proce-sos abiertos de confrontación. En este contexto, por la vía de los hechos, los márgenes de autonomía para las universidades mexicanas se han ampliado de manera diferenciada, en función de la fuerza, tradición y legitimidad de cada una de ellas. El caso de la UNAM, durante los últimos diez años, ha sido de una combinación compleja de coexistencia institucional y confrontación que incluso se ha venido expresando en el terreno público.

Consideraciones finales

Uno de los elementos más importantes para analizar la autonomía univer-sitaria es observar cómo se han transformado los mecanismos de interven-ción del Estado en los asuntos universitarios, a lo largo de la historia. En la actualidad, conflictos abiertos y públicos al interior de la UNAM (como las huelgas estudiantiles de 1987 y 1999) y eventos políticos de orden nacional (como la presencia del PAN en el ejecutivo federal desde el año 2000) han modificado la magnitud y formas de intervención gubernamental.

En párrafos anteriores se ha discutido que la existencia de fuerzas or-ganizadas, los conflictos latentes y las tensiones internas de la institución en un contexto de crisis del sistema político mexicano y sus partidos han modificado las formas de intervención gubernamental en los asuntos uni-versitarios. Por un lado éstas han utilizado mecanismos más sutiles, por ejemplo programas gubernamentales y requerimientos de información. Por otro, se han exacerbado las disputas y magnificando las situaciones de confrontación entre autoridades universitarias y gobierno federal.

Los márgenes de la UNAM hoyLas relaciones entre la UNAM y el gobierno federal a partir del año 2000 to-davía tienen que ser analizadas rigurosamente para establecer los patrones de continuidad y cambio en los que se dirimen los márgenes de autonomía de la Universidad. Existe evidencia que permitiría suponer que los límites

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de autonomía relativa de la UNAM frente al Estado se han ampliado en lo general, aunque existen instancias en los que políticas públicas y decisiones judiciales se imponen a la Universidad sin grandes posibilidades de resisten-cia. Como ejemplos pueden citarse las políticas de control de plazas desde la Secretaría de Hacienda, la injerencia en las políticas de posgrado desde el CONACyT, resoluciones de la Corte que anulan derechos establecidos en la Ley Orgánica (por ejemplo en el caso del pago de impuestos), así como el requerimiento, asumido como acción voluntaria por la UNAM, de rendir cuentas y de ser auditada por organismos públicos externos a la Universidad.

En el nuevo contexto, sin embargo, la diversificación de los actores po-líticos externos también ha abierto posibilidades a las universidades pú-blicas mexicanas. Un ejemplo de esto han sido las negociaciones para el incremento de presupuestos a las IES en el Poder Legislativo. Para casi to-das las instituciones ha representado la oportunidad de mejorar su acceso al financiamiento federal. En conjunto el gasto aprobado para educación superior ha superado las asignaciones propuestas por el Ejecutivo en un promedio anual de casi 10% entre 2001 y 2009;1 así, las posibilidades de ne-gociación con el Legislativo han ampliado los márgenes de autonomía para algunas universidades.

Son múltiples los efectos de la crisis económica, política y social por la que atraviesa nuestro país, sobre las universidades y demás instituciones de educación superior. En estas consideraciones finales vale la pena resaltar al menos uno de ellos: la crisis de confianza del sistema político mexicano y los partidos, así como de otras instituciones públicas, entre las que destacan las de seguridad y justicia, contrasta con los crecientes niveles de credibilidad y legitimidad que alcanzan las universidades entre la ciudadanía. En este ru-bro destacan, por ejemplo, los datos publicados por Consulta Mitofski de 2005 a 2010. Las universidades encabezan la calificación a la confianza con un promedio de 7.9, por encima del ejército y la Iglesia con 7.8; del presidente con 6.8 y muy arriba de senadores, policía, sindicatos, partidos políticos y diputados (todos ellos con menos de seis).2

Históricamente la UNAM ha tenido un alto reconocimiento, legitimi-dad y autoridad moral de cara a la ciudadanía, a nivel nacional. Los datos comentados refuerzan la idea de que las universidades, y en particular “la máxima casa de estudios”, destacan por los altos niveles de confianza y le-gitimidad. Este hecho coloca a la UNAM en una situación de fortaleza fren-te a otras instituciones del Estado y en particular ante el gobierno federal, incrementa su potencialidad crítica y su influencia en los debates nacio-nales, y le da mayor fuerza en las negociaciones por recursos financieros y materiales. En pocas palabras, amplía sus márgenes de autonomía y su capacidad de negociación.

1 Cálculos propios con base en datos del Presupuesto de Egresos de la Federación de 2001 a 2009.

2 Cálculos propios con base en Consulta Mitofski, Encuestas de confianza en institucio-nes, julio 2005, agosto 2006, noviembre 2007, octubre 2008, enero 2009 y enero 2010.

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Retos de la autonomía en la UNAMA ochenta años del otorgamiento de la autonomía a la UNAM, y en el con-texto nacional e internacional que se ha discutido en este texto, parece conveniente plantear, para concluir, cuáles son las alternativas de acción y de conceptualización de las relaciones entre la Universidad y el Estado. La complejidad de la coyuntura y las tensiones existentes presentan simul-táneamente nuevas limitaciones y también márgenes más amplios para el ejercicio de la autonomía. El mayor peso de unas o de otras en cada mo-mento dependerá, como cabe esperar, de las relaciones entre las fuerzas actuantes dentro y fuera de la Universidad. Éstas se expresarán en función de condiciones instrumentales establecidas (por ejemplo de leyes, normas y planes) así como de la capacidad de las instituciones y los actores sociales para definir los temas de la agenda nacional, en particular los de la educa-ción superior.

Resulta especialmente relevante, sin embargo, en la ampliación de los márgenes y capacidades de la UNAM, la concepción prevaleciente de au-tonomía que rija la actuación de los universitarios. Por un lado, existe en algunos núcleos universitarios la tentación de reivindicar la visión más conservadora y tradicional de autonomía, aquella que se centra en una pre-tensión de aislamiento frente a los problemas contemporáneos y los hechos del devenir nacional. La que reclama fundamentalmente la preservación de prebendas, privilegios internos y un orden universitario estático que ga-rantice la continuidad de los grupos hegemónicos en el poder al interior de la Universidad.

En contraposición a esta idea existen otras que enfatizan la importancia de la autonomía como la responsabilidad de los universitarios para defi-nir, por sí mismos, los ámbitos y los términos de las acciones que asuma la UNAM frente a la sociedad. Es una noción que reivindica la responsabilidad de adoptar, con libertad e independencia, tanto posturas críticas fundadas en el conocimiento y la investigación, como la discusión y promoción de alternativas a los problemas de nuestro país.

Si, como hemos discutido a lo largo de este texto, los márgenes y posi-bilidades en el ejercicio pleno de la autonomía universitaria dependen de las relaciones de poder existentes, entonces la reafirmación y recreación de la noción misma de autonomía es un hecho político que incide en la corre-lación de fuerzas. La reivindicación del ejercicio de la autonomía como el derecho de los universitarios a conocer e interpretar libremente el mundo que nos rodea, a proponer iniciativas para su transformación, a debatir de manera abierta y pública nuestras posiciones y a organizarnos como mejor nos parezca para lograr estos fines, es la mejor manera de defender, cons-truir y ampliar la autonomía de nuestra Universidad.

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Consideraciones políticas sobre la autonomía universitaria

María Herlinda Suárez Zozaya*

Introducción

Vale empezar este artículo con una afirmación: sólo una institución que haya construido y disponga de una imagen fuerte del Nosotros, como actor colectivo, tiene la capacidad para decidir sobre su propia marcha y direc-ción, así como acerca de su relación con los demás. Comenzar así un texto que pretende abordar el tema de la autonomía universitaria desde una pers-pectiva política anuncia que lo que se pondrá en juego es el análisis y pro-blematización de la construcción y significación del Nosotros-universidad como poder político y social capaz de demandar y ejercer la autonomía. Y es que desde la perspectiva de este texto la construcción y puesta en juego del Nosotros es condición necesaria sin la cual la universidad no puede tener el carácter de sujeto y, por lo tanto, adolece de la capacidad y del poder para ser gobernada, así como de gobernarse a sí misma; es decir, de ser autónoma.

Al respecto de la relación entre autonomía y política este artículo la concibe como producto de una disputa de sentido y del orden social que tiene su base en la polaridad genérica “Nosotros” versus “el Otro”. Desde esta concepción, de entrada, el significado de la autonomía universitaria y, por tanto, de su ejercicio, queda pendiente de la relación que establezcan, en momentos determinados, el Estado (el Otro) y la universidad (Nosotros). Es evidente, entonces, que la autonomía deviene en discurso y estigma que unen, y a la vez distinguen y separan a estos dos entes. Para el Estado, la Universidad Autónoma simboliza el reclamo social de pluralismo y, por lo tanto, una acotación a su poder absoluto. Por su parte, en los significados que los universitarios dan a su autonomía subyace una representación de poder moral y un cierto sentido de heroicidad. Por un lado, cobra el signifi-cado de capacidad derivada del saber-quehacer de la institución y, también, alude al valor que tiene la misma para cuestionar y enfrentarse a una volun-tad superior, que para el caso es el Estado.

Hoy, frente a la concepción neoliberal y macroeconómica de lo social, percibir un Nosotros se ha vuelto difícil. Una afirmación de Zygmunt Bauman (2002) resume bien la problemática que, respecto de la construcción del Nosotros y, por lo tanto, de la capacidad de actuar como instituciones au-tónomas enfrentan hoy las universidades, sobre todo las que son de carácter

* Investigadora en el Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM desde 1987. Posee doctorado y maestría en Sociología. Sus líneas de investigación versan respecto de: educación superior y jóvenes universitarios, en particular sobre el cambio institucional y la participación de agentes, actores y sujetos.

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público. Dice este autor que es característica de los tiempos que corren el sur-gimiento y constante incremento de un sentimiento de impotencia colectiva que ha degradado el nivel de autonomía de la sociedad, y que la ponderación de los valores individuales, de los intereses privatizadores y de la lógica de los mercados han provocado una cierta desafección institucional.

Lo cierto es que, en la actualidad, en las universidades públicas mexi-canas el Nos-universidad se encuentra desdibujado. El presente texto trata de explorar esta afirmación y de reflexionar acerca de ella. Se toma como punto de partida la fundación de la Universidad Nacional de México y se hace un recorrido hasta nuestros días, por cierto no exhaustivo. Da cuenta de la aparición del Nosotros-universidad y de su encarnación en distintos protagonistas, o sujetos históricos, en diversas coyunturas.

La autonomía otorgada

Para cuando comenzó el siglo XX en México no había universidad. Los go-biernos liberales la habían suprimido varias veces, en distintos momentos, por considerarla símbolo del conservadurismo.1

Justo Sierra era liberal. Con todo, reclamaba a sus antecesores el hecho de haber desaparecido del mapa mexicano a la institución universitaria sin haberla sustituido por una universidad “nacional y eminentemente laica” (Garciadiego, 1997: 770-771). Pero, aún a finales del siglo XIX, cuando Sierra presentó a la Cámara de Diputados su proyecto de creación de la universidad, la institución no contaba con la simpatía suficiente para que fuera fundada. Hubo una fuerte oposición debida, entre otras cosas, a que en ese momento la opinión pública, en su mayoría católica, no estaba de acuerdo con la idea de Sierra. Además, se argumentaba que “en el país no había una base poblacio-nal suficiente con educación elemental como para crear una estructura vasta de enseñanza superior” (Escobar, 2000: 13). Lo cierto es que, para decirlo con palabras de Edmundo O´Gorman “ni la doctrina a la moda, ni los intereses políticos dominantes parecían exigir esa novedad” (Gaciadiego, 1997: 773).

Casi treinta años después, cuando Porfirio Díaz sancionó la ley consti-tutiva de la Universidad Nacional que la dotó de personalidad jurídica y le reconoció el derecho de realizar sus funciones, las cosas habían cambiado. Es cierto que, para ese entonces, más de 85 por ciento de la población adulta y más de 78 por ciento de la población total era analfabeta (Ornelas, 1995: 209), pero también lo es que en el lapso que hay entre el momento en el que Sierra presentó por primera vez su proyecto y 1910 “ya se podía coronar un sistema

1 Se tiende a pensar que durante el siglo XIX en México no hubo institución universitaria o que solamente existía la Universidad de México. En realidad, los colegios de la ciudad de México y de los estados en donde se brindaban estudios superiores desde la época colonial (Puebla, Michoacán, Oaxaca, Nuevo León, Durango), se habían transformado en instituciones universitarias. Desde la perspectiva de los liberales, en estos recintos se impartía conocimiento poco práctico e inútil. Para ellos, además, representaban focos de oposición política. Así que, haciendo uso del poder ganado las clausuraron todas. Sobre esta base, en el país, la institución universitaria ha tenido una historia llena de aperturas y cierres a manos de los “liberales” y de “conservadores”, lo que refleja que, en México, esta institución es vulnerable.

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que había hecho grandes progresos” (Garciadiego, 1997: 774). Además, el es-tatus político de Sierra había mejorado, pasando de diputado a ocupar una secretaría de Estado y, lo más importante: el entonces presidente Porfirio Díaz y la clase dirigente del país, por una u otra razón, consideraron que ha-bía llegado el momento de que la imagen de México se proyectara al mundo como un país que se abría a la modernización; tener universidad representa-ba una exigencia para el logro de tan ambicioso proyecto.

Ha de reconocerse, entonces, que en sus orígenes el proyecto universita-rio respondió más a las estrategias del poder público que a los reclamos de la sociedad mexicana. Este hecho ha marcado la historia de la universidad y de su estatus autónomo y quedó nítidamente plasmado en el discurso que el entonces ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes pronunciara al presentar la iniciativa de Ley para la creación de la Universidad, a saber: “Empezaré por confiar, Señores Diputados, que el proyecto de creación de la Universidad no viene precedido por una exigencia clara y terminante de la opinión pública. Este proyecto no es popular, en el rigor de acepción de esta palabra: es gubernamental” (Domínguez, 1997: 55).

Sobre los objetivos que Sierra tuvo para presentar a la Cámara su proyec-to de universidad hay varias versiones. Se ha hablado de que, en la primera ocasión, “el objetivo era doble: preservar al positivismo en una institución importante; por si acaso prosperaban los ataques contra la Preparatoria, y conservar la confianza y simpatía de la mayoría de las autoridades” (Garciadiego, 1997: 775). Respecto a la segunda ocasión, cuando Sierra ya era a todas luces anti-positivista, se ha dicho que: “el objetivo era la conciliación de ideologías y no el ajuste de cuentas con determinada corriente filosófica, así como complacer a las potencias internacionales y a los principales gru-pos políticos e intelectuales nacionales, ya fueran positivistas, liberales o ca-tólicos” (Garciadiego, 1997: 775). Sea por lo que haya sido, lo cierto es que ya había quien (quienes), con suficiente poder, veía con buenos ojos y apoyaba la idea de que en México hubiera una Universidad Nacional.2

En 1910 la Universidad Nacional fue fundada utilizando la figura de “establecimiento público”. Este estatus le otorgó el derecho a gozar de personalidad jurídica y de patrimonio propio. Aunque Sierra nunca hizo nada por separar a la universidad del control que sobre ella reivindicaban las fuerzas del Estado, es interesante recordar que cuando Enrique M. de los Ríos le señaló las contradicciones de su proyecto, Sierra contestó: “para mí el proyecto ideal sería la autonomía universitaria, pero semejante meta no puede alcanzarse de buenas a primeras: hay que ir por pasos contados” (Gaceta, 2004/3748: III).3

2 De hecho, el carácter nacional que le fue otorgado a la recién creada institución obede-cía al sentido de integración y reconciliación que la versión liberal daba a la construc-ción de un proyecto nacional. Por supuesto, también tiene que ver con la necesidad de darle a México “una” existencia específica y particular en el mundo.

3 La autonomía es un elemento que se encuentra en la esencia de la institución universi-taria. Ha estado presente desde los orígenes medievales de la institución. Sin embargo, en México, y en general en Latinoamérica, debido a la profunda intolerancia que ha caracterizado a los gobiernos, la autonomía de las universidades ha sido vista como un atentado contra la autoridad del Estado.

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En los primeros años de existencia de la Universidad Nacional el país estuvo inmerso en la gesta revolucionaria y sus consecuentes vaivenes políticos e ideológicos. Entonces, el Estado mexicano se encargó de dejar bien claro que su estatus de entidad pública no implicaba que el gobier-no perdiera el mando ni el control de la institución. Así que prácticamente de siempre la referencia a la autonomía universitaria evoca un significado que ubica a la Universidad Nacional flanqueada por tensiones causadas por ideologías y proyectos políticos en pugna, que buscan utilizar o debilitar a la institución para ganar, o cuando menos no perder, hegemonía.4 Este imaginario no carece de fundamento, pues tiene como base hechos histó-ricos: por varios años el desempeño y la vida universitaria se vieron directa y profundamente afectados por los conflictos ideológicos y políticos que tuvieron lugar en el país.

Varios autores han interpretado que la institución se mantuvo al mar-gen de los sucesos revolucionarios. Esta interpretación no es cierta ni justa porque los universitarios jugaron un papel importante en la gesta histórica; basta leer el artículo de Garciadiego, ya tantas veces citado en este artículo, para caer en la cuenta de esto. Además, no sólo fue a través de ellos que la Universidad Nacional estuvo presente sino que, justamente porque ellos participaron, la institución sufrió los embates gubernamentales o gozó de su apoyo, según fuera el caso. Por tanto, es innegable que la Revolución Mexicana estuvo más que presente en la recién fundada universidad y que los universitarios participaron en ella. De hecho, los sucesos que tuvieron lugar en México en la década que va de 1910 a 1920 marcaron profundamen-te los mitos y la historia de la universidad.

Los gobiernos en turno, comenzando por el de Francisco I. Madero, buscaron el apoyo de los universitarios para los proyectos que sostenían o pensaban emprender.5 Pero la universidad no podía actuar, en bloque, de tal o cual manera por dos razones principales. Primera, porque entre los universitarios, maestros, estudiantes, directivos y hasta rectores, las adscripciones ideológicas y políticas eran diversas: positivistas, liberales, científicos, católicos, anticlericales, elitistas, socialistas, nacionalistas, lati-noamericanistas, radicales, humanistas, pragmáticos, maderistas, carran-cistas, huertistas, obregonistas, reyistas, zapatistas, cristeros, revoluciona-rios, etc., y todos los “antis” de estos calificativos, se usaron para identificar y deslindar a los diversos grupos que entonces daban vida a la universidad. Claro está que entre todos estos calificativos destacan también los de indis-ciplinados y violentos, utilizados sobre todo para referirse al estudiantado. Con tal multiplicidad de identidades, la afirmación de que la Universidad Nacional, para ese entonces, seguía siendo una universidad porfiriana no puede mantenerse. De hecho, Garciadiego (1997: 778) refiere que recién

4 La utilidad que puede brindar al poder la universidad deviene, tanto de conseguir sim-patías y votos entre los universitario como, y sobre todo, de los imaginarios sociales que la ligan a la posesión del saber.

5 Durante el periodo presidencial de Francisco I. Madero se fundó, en octubre de 1912, la Universidad Popular. Su misión primordial era la extensión universitaria. Su proyecto y aparición se debió a los miembros del Ateneo de México.

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fundada la universidad los estudiantes realizaron un foro político de clara oposición al porfiriato.

Segunda, por ser una entidad cuyo gobierno y recursos dependían completamente del Estado los frecuentes revanchismos políticos causaban en ella grandes repercusiones. El Estado tenía la facultad de remover a los directores de las escuelas universitarias que no le eran afines, imponer me-didas de presión y disciplina interna e incluso desaparecer a la institución. A este respecto cuenta Garciadiego, en el mismo artículo, que Francisco Vázquez Gómez quiso desaparecer a la Universidad Nacional aprovechan-do su puesto de secretario de Instrucción Pública, durante el gobierno transitorio de Francisco León de la Barra. Su animadversión provenía, so-bre todo, de su enemistad abierta hacia los “científicos” y los positivistas. Esta claro: el estatus de organismo descentralizado no le alcanzaba a la Universidad para protegerse de las rivalidades y antipatías que esta institu-ción provocaba al Estado y sus gobiernos.

La aparición del Nos-universitario

Lo antes expuesto suscita la pregunta: ¿por qué con tantos enemigos pode-rosos que cuestionaron su pertinencia y hasta su existencia la Universidad Nacional no fue disuelta como más de una vez lo hicieron los liberales en el siglo XIX?

Partiendo de la revisión de la historiografía consultada, derivamos las siguientes razones: a) desde inicios del siglo XX todos los países que se preciaban de ser civilizados o de querer serlo contaban con sistemas nacionales de escolarización que incluían universidades. México no po-día quedarse atrás; b) México estaba tratando de ocupar un lugar como nación moderna en el mundo y suprimir la universidad sería mal visto en los escenarios internacionales; c) deshacerse de esta institución im-plicaba tener un proyecto alternativo para la educación superior y en ese momento, en el país, nadie lo tenía; d) en sus pocos años de existencia la Universidad Nacional de México se había ganado ya un lugar en la socie-dad mexicana y muchos de sus miembros la consideraban necesaria, tan-to en términos de aspiraciones individuales y grupales como de logros de desarrollo nacional; e) habría que enfrentar enojos, disturbios y mo-vimientos sociales provenientes, sobre todo, de los estudiantes, no sólo de los mexicanos, sino incluso de los de universidades latinoamericanas; y f) entre los funcionarios y profesionistas prominentes de entonces ya había egresados y maestros universitarios que, independientemente de su adscripción ideológica y política, veían a la Universidad Nacional con buenos ojos. Así que la respuesta contundente a la pregunta planteada es: el Nosotros de la Universidad, aunque todavía no respondía a una iden-tidad fraguada, ya se dejaba sentir. En la escena nacional “su espíritu”6 ya

6 Podríamos definir el “espíritu” del Nosotros-universidad como las ideas y los hábitos que favorecen la conciencia crítica, el compromiso reflexivo y la responsabilidad con la nación.

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estaba presente como poder con capacidad para cuestionar y confrontar al Estado. Así que, aunque tal vez fue antes, podemos decir con seguri-dad que para 1917 ya existía el Nos-universidad dispuesto a reivindicar no sólo la autonomía como esencia de la institución universitaria, sino la existencia de la universidad misma. Cuando, en este año, en el marco de la Constitución, se dispuso que desaparecieran las secretarías de Justicia e Instrucción Pública y Bellas Artes, la existencia de la universidad se vio en peligro. Después de varias discusiones se consideró que debía con-vertirse en un departamento dependiente del Ejecutivo, criterio que en las Cámaras acabó prevaleciendo para quedar así estipulado en la Ley de Secretarías y Departamentos de Estado de diciembre de 1917. De esta manera, la institución dejaba de tener una base jurídica para existir como tal y pasaba a formar parte de la Secretaría de Gobernación. Al saberse la decisión del Senado, y ante el peligro de que la Cámara de Diputados votara la iniciativa en el mismo sentido, surgió una ola de manifestaciones en apoyo a la universidad y de repudio al intento de supresión de la mis-ma (Gaceta, 2004/3752). En el texto de Escobar, ya antes citado, se dice que cuando los universitarios se enteraron de tal cosa enviaron a la Cámara el siguiente escrito:

La Universidad Nacional de México se constituyó conforme a la ley promulga-da el veintiséis de mayo de 1910, en un cuerpo docente cuyo objetivo primordial fuere realizar en sus elementos superiores la obra de la educación nacional.7 El Estado cedió parte de sus facultades que estaban en manos del Ejecutivo de la Unión a una persona moral que en lo sucesivo habría que ejercerla. El acto de constitución del instituto al cual tenemos la honra de pertenecer como profe-sores y alumnos, como directores de facultades o como miembros del consejo universitario, implica pues un acto de autonomía que, sin duda, forma la esen-cia de la universidad. Tal acto como todo en principio de su evolución no abarcó cuanto los propósitos ideales de la concepción universitaria exigen, esto es, la emancipación no pudo ser desde el primer día absoluta y perfecta. Pero tiempo es ya de ampliarla hoy que la institución ha vivido cerca de dos lustros en una época de tremendas conmociones. Porque la esencia de los organismos univer-sitarios es la autonomía y esta autonomía es perfectamente explicable por razo-nes en cuanto a su capacidad; el Estado no tiene la competencia necesaria para descender de sus principios generales de política y administración al terreno técnico de las instituciones universitarias (Escobar, 2000: 5).

La cita referida entrega una muestra de que pasados menos de diez años de la fundación de la Universidad Nacional ya existía un Nos-universidad, como identidad colectiva, que se había auto-instituido marcando dife-rencias respecto del Otro-Estado. Hay que apuntar, sin embargo, que la autonomía que reivindicaba este Nos se basaba en una significación pro-movida por la sociedad moderna que sostiene que la vida de los sujetos y de las instituciones ocurre por etapas evolutivas y progresivas. Desde esta perspectiva, los universitarios reclamaban autonomía para su institución basados en el hecho de que la Universidad Nacional de México ya había

7 El subrayado es nuestro. Con ello, queremos llamar la atención del objeto primordial con el que se fundó la universidad. Más tarde haremos referencia a la importancia de este objetivo.

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operado el tránsito de la juventud hacia la edad adulta y que, por lo tanto, ya contaba con la madurez y las capacidades para autogobernarse. Así sig-nificada, a manera de línea o frontera de tránsito, el otorgamiento de la au-tonomía adquiere el sentido de rito de paso8 y encubre su esencia política.

En fin, volviendo a la cita hecha por Escobar, se aprecia que el germen y sustento de la aparición del Nos de la Universidad Nacional descansan en los siguientes fundamentos: 1) la adjudicación del compromiso y la respon-sabilidad con la obra educativa nacional “en sus elementos superiores” y, 2) la capacidad y competencia técnica para llevarla a cabo y cumplirla debi-damente. Por su parte, al Estado se le representó como el interlocutor ne-cesario pero carente de las competencias concretas que exige la dedicación al quehacer técnico de la educación superior. Queda claro que el Nosotros-universidad, que entonces estaba en proceso de auto-institución, reivindi-caba la autonomía como vínculo de relación entre la Universidad Nacional y el Estado. Se buscaba que este vínculo le permitiera a la universidad trazar una diferencia que la distinguiera del Estado. Aunque ambos compartían responsabilidades y compromisos respecto de la obra educativa nacional, el Nos-universidad quedaba instalado en el dominio de la técnica y el Otro-Estado en el de la política general y la administración. Apenas hay necesi-dad de decir que la representación de carencia de capacidad plena, adjudi-cada al Estado, para contender con la obra educativa nacional en su nivel superior, siempre ha molestado al gobierno, y para la Universidad Nacional ha significado que se le coloque en escenarios de rivalidad y de arrogancia frente a las autoridades educativas.

Cabe hacer notar aquí que, como lo señala Garciadiego comentando lo expresado por O´Gorman (1997: 777), la recién creada universidad no contó con nuevas instalaciones que la distinguieran de las ya existentes escuelas profesionales, que conservaron planes y programas de estudio y sus mis-mas autoridades y docentes. A pesar de lo anterior, por el objetivo que asu-mió, el Nosotros de la Universidad Nacional no se fraguó por la suma de las fuerzas e identidades de las escuelas. Superó el objetivo de la mera for-mación de profesionales y se adjudicó derechos y responsabilidades, com-partidos con el Estado, en la construcción y desarrollo de la obra educativa nacional. Garciadiego lo escribe de la siguiente manera: “Finalmente, los verdaderos constructores de la institución fueron los miembros de su co-munidad” (Garciadiego, 1997: 777).

Para dar cuenta, de manera sintética, de la emergencia del Nos-universitario, lo relatado en la Gaceta de la UNAM (2004/3753: III) cae como anillo al dedo:

8 Los ritos de paso marcan el cambio de una etapa a otra. Entre otras, tienen la función de organizar los tempos sociales, de dotar de nuevas cualidades y de ganar la aproba-ción y protección de todo un grupo, a la vez que sirven para separar. Contribuyen a re-gular la posición de los individuos (en este caso de la universidad) en la sociedad. Entre otros autores que han hecho aportes sobre los ritos de paso están: Arnold Van Gennep, Levy-Strauss, Marcel Mauss y Durkheim.

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Como un balance general de estos días podemos decir que la Universidad empezó a conocer sus posibilidades políticas, y los estudiantes sus tácticas de lucha, sea para demandas académicas o políticas. Es decir, la Universidad de la Revolución se reconoce a sí misma como fuerza política, y da sus primeros pasos en ese campo de una manera abierta. A partir de 1917, no cabe duda que las relaciones Estado-Universidad y las autoridades-estudiantes van a quedar planteadas de tal manera que los conflictos se van a suceder constantemente…

La autonomía conquistada

Los antecedentes de lucha por una universidad libre, en México, datan, cuando menos, de 1875. Fueron los jóvenes estudiantes de las escuelas que en ese entonces se denominaban de “segunda enseñanza” quienes comen-zaron a reivindicar una universidad libre. Las acciones autoritarias que empleaban los maestros sobre los alumnos que no acataban las reglas con-signadas o que se subordinaban contra los métodos pedagógicos dieron como resultado que los futuros médicos llevaran a cabo una huelga en su escuela, logrando la adhesión de los estudiantes de Derecho, Minería y de otros planteles de educación profesional; también se sumaron alumnos de la Escuela Nacional Preparatoria (Gaceta, 2004/3759).

Los estudiantes llevaron sus demandas más allá de las problemáticas escolares situándolas en la reivindicación de combatir la dependencia de la educación respecto del Estado. Organizados en la Asociación de Escuelas Secundarias Unidas a la Sociedad Mexicana, los estudiantes plasmaron en un manifiesto lo siguiente:

Se trata de suprimir los fueros de las tinieblas; se trata de desamortizar la luz; se trata de independer la enseñanza del Estado; se trata, en fin, de una conse-cuencia rigurosamente lógica de nuestras creencias. Hemos conquistado los grandes principios sociales, conquistemos ahora los principios intelectuales, y consagremos nuestros esfuerzos a hacer práctica esta máxima, tal vez más fe-cunda que las que hasta hoy formaron nuestro credo: la enseñanza libre, en el Estado libre (Gaceta 3747/2004: III).

Pero el hecho fundamental es que desde que dio inicio el siglo XX prác-ticamente en toda la región latinoamericana flotaba en el aire el tema de la autonomía universitaria. Este tema se había instalado en el debate de las comunidades universitarias de la región y se difundía en periódicos de cir-culación nacional. Su primera aplicación fue en 1908 en la Universidad de Montevideo. En México, la Universidad Nicolaita de Michoacán (1918) y la Universidad de San Luis Potosí (1923) habían adquirido tal estatus an-tes que la Universidad Nacional de México. Ha sido dicho que la autono-mía universitaria es un fenómeno predominantemente latinoamericano (Marsiske, 2004: 161) y que el empeño de la institución por gozar de este es-tatus deviene de la necesidad, que siempre ha habido en la región, de cam-biar las estructuras de poder (Zea, 1979: 321). Frente a esta situación, para las universidades la autonomía se convirtió en exigencia porque, entre otras cosas, 1) no hay separación entre lo político y lo educativo y por ende los

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políticos quieren utilizar la universidad para fines políticos; 2) las universi-dades pueden ser un canal importante para grupos políticos minoritarios o secundarios que aspiran a tomar el poder (Solari, 1972). Así mismo, 3) el poder político sostiene un conflicto básico con el poder moral que reviste a la universidad y teme a la voz calificada de los universitarios.

En fin, la juventud latinoamericana se tornó beligerante contra las ac-ciones autoritarias que se le trataban de imponer. En los jóvenes estudiantes de la región había surgido la convicción de que debían tener participación en la conducción de sus instituciones, que se tenía que llevar a cabo una reforma curricular y que había que abrir la universidad hacia los procesos sociales. Bien conocido es que fueron los estudiantes de la Universidad de Córdoba, Argentina, con su Manifiesto de los Estudiantes, quienes en 1918 llamaron a los jóvenes estudiantes latinoamericanos para que juntos presentaran “las demandas de la nueva generación”. La principal deman-da fue “un gobierno estrictamente democrático” y se sostenía que “el demo universitario, la soberanía, el derecho a darse el gobierno propio radicaba principalmente en los estudiantes” (Gaceta, 2004/3753: III).

Así, la insurgencia estudiantil que trascendía las fronteras de México y se auto-representaba como latinoamericana fue la que constituyó el aconte-cimiento histórico clave para que la Universidad Nacional de México con-quistara formalmente, en 1929, la autonomía. Con todo, no puede descono-cerse que en varias ocasiones anteriores los estudiantes mexicanos habían realizado movimientos y declaraciones demandando la autonomía univer-sitaria. A este respecto destaca la “Propuesta de autonomía de la Federación Mexicana de estudiantes” presentada ante la Cámara de Diputados en 1923. Por diversas razones, más de una vez se desvaneció lo que aparentemente ya era un hecho y la autonomía no fue otorgada, causando recelo y frustra-ción entre los universitarios. Pero, para cuando Emilio Portes Gil envió al Congreso la iniciativa de Ley de Autonomía de la Universidad, mediante la cual se entregaba finalmente el gobierno de la Universidad a ella mis-ma, los estudiantes universitarios ya habían consolidado el Nosotros de la Universidad Nacional de México que demandaba, con fuerza, la autono-mía respecto del Estado; de no haber sido así el presidente interino no hu-biera tenido la necesidad de otorgarla. Vale aclarar aquí que la autonomía no pudo ser proclamada por la misma institución universitaria ya que ésta no contaba con la atribución legal para auto-concedérsela.

Vistas así las cosas, la interpretación de que la “A” (de autonomía) que lleva la universidad en su nombre fue una dádiva o una concesión que el presidente interino dio a los universitarios resulta errónea. La autonomía de la que hoy goza formalmente la UNAM fue una conquista política del Nosotros de la universidad, representado, para ese entonces, principal-mente por jóvenes estudiantes. Claro está que no hay que perder de vista que identificar a los estudiantes con ese Nos, al que se debe la autonomía universitaria, obliga a recordar la acotación que hiciera Monsiváis (2004) para referirse a los estudiantes que participan en los movimientos estu-diantiles. Escribió este autor: “Por estudiantes se entiende por lo común a la

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minoría activa que, por su impulso o por la inercia de los demás, representa a la totalidad”. Desde la perspectiva estatal no se debía dar lugar a la inter-pretación de que la autonomía universitaria representaba una victoria de los estudiantes. Esta perspectiva quedó plasmada en las palabras pronun-ciadas por Portes Gil al declarar a la Universidad Nacional formalmente autónoma. Este presidente siempre insistió en que él había sido quien había otorgado tal concesión. Al respecto se ha dicho que fue un “golpe maestro” debido al buen olfato político de este presidente que buscaba ganar popula-ridad frente a los estudiantes los cuales, en su mayoría, eran partidarios de José Vasconcelos, su principal rival en las elecciones presidenciales que ya estaban próximas (Gaceta, 2004/3756: III-IV).

Portes Gil comenzó el discurso que les dirigió a los universitarios de la siguiente manera: “Aunque no explícitamente formulado, el deseo de ustedes es el de ver su Universidad libre…”. Con ello quiso menospreciar la presión y el peso político de los estudiantes y dejar grabado en el imaginario colectivo que era a él a quien la Universidad Nacional debía su autonomía. Trató de desconocer las demandas y la lucha estudiantil y de deslegitimar el reconoci-miento social que el Nos-universidad ya había ganado, así como su fuerza y el poder que tenía frente al Estado.9 Cabe recordar aquí lo expresado por Portes Gil, siendo ya ex-presidente, en la entrevista que concedió a James Wilckie: “No fueron los estudiantes los que la pidieron, yo fui el que la otorgó”.10

En julio 10 de 1929 se anunció, al fin, la expedición de la ley que con-fería la autonomía a la Universidad Nacional. Un día después, el ingenie-ro Enrique E. Shultz, quien fuera director provisional de la Asociación de Profesores Universitarios, expresó:

Cualesquiera que sean los defectos de que la ley adolezca, lo que importa ahora no es objetarla, sino procurar su mejor cumplimiento. Estamos convencidos de que la resolución de lo que se ha dado en llamar el problema de la autonomía universitaria, depende —ante todo y sobre todo— de la sinceridad, de la honra-dez y del esfuerzo que cada profesor y cada estudiante pongan al servicio de la Universidad (Gaceta, 2004/3757: IV).

Entonces, el Nos-universidad reconoció que con la autonomía había ganado derechos y también adquirido responsabilidades; comprendió que más allá del otorgamiento legal, la autonomía universitaria tenía un carác-ter legítimo fincado en el ejercicio de un poder moral.

El recelo del Otro frente al Nos autónomo

El otorgamiento legal del carácter autónomo a la universidad coincide con la apertura del país al capitalismo y a aquello que Michel Foucault llamó la sociedad disciplinar, en la que las élites se preocupan no solamente por

9 En cambio, poco antes de que Portes Gil pronunciara tales palabras, José Vasconcelos había dicho en Veracruz: “La actual huelga de estudiantes viene a demostrar la fuerza del poder que ejercen éstos en la opinión pública” (Monsiváis, 2004).

10 Citado por Domínguez, 1997: 65.

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las desobediencias cometidas, sino también por las que pueden llegar a suceder: el control no se ejerce sólo en lo que se es o por lo que se hace, sino principalmente sobre lo que se podría ser y hacerse. Así, perceptiva y subjetivamente, por ser autónoma, la Universidad Nacional pasó a repre-sentar una oposición respecto de los gobiernos, aunque sólo fuera de ma-nera virtual. En este contexto, la autonomía conquistada causó gran recelo y miedo a muchos, en particular al Estado, ya constituido para entonces, formalmente, en el Otro.

Las palabras del diputado Bautista son un buen ejemplo de la preocu-pación que causó al gobierno la autonomía otorgada a la Universidad. La Gaceta (2004/3758: II) consigna su intervención como sigue:

En efecto, las expresiones del diputado Bautista pueden servir de ejemplo: “yo pienso para mí que la autonomía universitaria es el producto de la alta cultura de los pueblos más que otra causa que la pueda producir, al observar la acti-tud arrogante y de indisciplina de los señores estudiantes de la metrópoli es-toy temeroso de que la libertad puesta en sus manos pueda transformarse en libertinaje”. Más adelante agregaba: “sabemos también, señores, que debemos tener la estricta obligación de vigilar a la Universidad para que no se transforme mañana en una institución de hombres privilegiados donde puedan nutrirse cerebros que más tarde vengan a combatir a la Revolución”.

Después, en la Cámara de Senadores, se propuso que se hiciera saber a los universitarios que la autonomía otorgada era una autonomía “muy relativa”, que de ninguna manera significaba que la Universidad Nacional podría ejercer una libertad absoluta (Gaceta, 2004/3758: II). Tan fue así que el licenciado Ignacio García Téllez, que era oficial mayor de Gobernación, fue investido como rector interino por designación de la Presidencia de la República. A él fue a quien el gobierno asignó para que organizara la Universidad Nacional Autónoma de México.

El derecho a restringir y controlar el “grado” de la autonomía universi-taria se lo atribuyó el gobierno mexicano desde la significación de que era “la nación” quien la pagaba. Así, advertía Portes Gil:

deseo reiterar de una manera enfática que la autonomía universitaria pagada por la nación se justificará solamente si los que la manejan saben patriótica-mente identificarse, al desenvolver su programa de acción universitaria, con la fuerte y noble ideología de la Revolución Mexicana (Gaceta, 2004/3758: II).

Identificadas como manipuladoras (es decir, irrespetuosas de la au-tonomía) las autoridades universitarias quedaron instruidas por el señor presidente en turno para que condujeran a la institución al logro de los in-tereses gubernamentales ¿Dónde quedaba entonces la libertad de cátedra y de investigación?11

11 Aquí vale la pena aclarar que auque es frecuente que el concepto de autonomía se confunda con el principio de libertad académica, no son lo mismo, pero sí están em-parentados. La autonomía es condición para impedir que el poder político (interno o externo a la universidad) se encuentre en contradicción con la libertad de cátedra y de investigación.

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En realidad, nunca pensó el Otro-Estado que la Universidad Nacional de México gozaría de una autonomía plena. De siempre hubo desconfian-za de que, de ejercerla así, el quehacer de la institución se volvería contra los intereses de quienes gobernaban. El punto nodal de la desconfianza del Estado, y por lo tanto la razón principal de la imposición de vigilancia a la universidad, se plantó, como ya había sucedido cuando la institución fue fundada, en la sospecha de que los universitarios (identificados como in-telectuales) simpatizaran, desarrollaran y transmitieran ideologías contra-rias a las que sostenían los grupos en el poder. Lo anterior se advierte con suma claridad en la exposición de motivos de la iniciativa de ley:

Siendo responsabilidad del gobierno inminentemente revolucionario de nues-tro país, el encauzamiento de la ideología que se desenvuelva por las clases in-telectuales de México en la enseñanza universitaria, la autonomía que hoy se instituye quedará bajo la vigilancia de la opinión pública, de la Revolución y de los órganos representativos del gobierno.12

Al instituir la autonomía universitaria de esta manera, el Estado mexi-cano dejaba constancia de que la Universidad Nacional Autónoma de México no era libre de hacer lo que quisiera; es decir, que la autonomía que le fuera reconocida estaba restringida y controlada por el poder del Estado. Aún así, y tal vez por ello, entre los universitarios la autonomía ad-quirió el sentido de posibilidad y derecho a retar la opresión del Estado y de mantener la lucha contra el autoritarismo gubernamental. Esta signifi-cación, en la que convergieron varios y diversos grupos universitarios, va-lió para que los gobiernos revolucionarios trataran a la universidad como si fuera contrarrevolucionaria. Para hacerlo, se presentó a la institución como elitista —que en cierta forma lo era—, y contraria a los intereses de las clases populares. Incluso, la autonomía que entonces le fuera reconoci-da a la Universidad Nacional ha sido interpretada como una concesión a los grupos de derecha.

Aquí resulta interesante apuntar que en 1929, el mismo año que la Universidad adquirió formalmente su autonomía, se fundó el Partido Nacional Revolucionario. En los documentos de creación de este partido se afirma que el factor más importante de la colectividad mexicana son las clases obreras y campesinas, excluyendo a las clases medias.13 Estaba claro: a los gobiernos revolucionarios no le simpatizaban los universitarios; se ha-bían visto obligados a otorgarle autonomía a la institución que los producía y cobijaba y, consecuentemente, la diferenciación y el distanciamiento en-tre universidad y gobierno se ahondó. De hecho, la autonomía universitaria ha propiciado varias veces la agresividad de los gobiernos mexicanos hacia los universitarios y hacia la universidad misma.

12 “Ley Orgánica de la Universidad Nacional. Considerandos”, Diario Oficial, México, tomo LV, 26 de julio de 1929, num. 21, p.1, Sesión Segunda. Citado por J. Raúl Domín-guez (1997: 8).

13 Partido Nacional Revolucionario, “Declaración de principios”, en Instituto de Capaci-tación Política. Historia Documental del Partido de la Revolución, tomo I, PNR, 1929-1932, México, PRI, 1981, p.57.

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Respecto a tal agresividad, resulta oportuno comentar lo ocurrido cuando, en 1933, el secretario de Educación, Narciso Bassols, presentó la iniciativa de la segunda Ley Orgánica de la Universidad. Presentando a la Universidad como una institución destructora e infecunda en donde más que democracia se producía agitación estéril y destructiva y se enve-nenaba prematuramente a los jóvenes, el secretario de Educación planteó la nueva ley de autonomía; ley que significaba a la autonomía de tal ma-nera que, por serlo, la universidad se convertía en una universidad priva-da, “en una universidad más del país, [que] quedará colocada en el único plano que en justicia le corresponde” (Gaceta, 2004/3758: III). Dijo Bassols que la autonomía otorgada a la Universidad en 1929 no había sido ple-na y que ya era hora de poner en manos de los propios universitarios su institución, sin intervención del Estado. Añadió que, en lugar de clausu-rar la universidad, como lo había hecho cien años antes Valentín Gómez Farías, ahora se la dejaba a su propio destino (Gaceta, 2004/ 3758: III). Por supuesto, esto tendría repercusiones sobre el presupuesto que el Estado proporcionaba a la universidad: durante la vigencia de la Ley Orgánica de 1933 la institución se vio sumida en una grave crisis económica que limitó su actividad. Así, la “plena autonomía” otorgada se convertía en entelequia y hasta en burla.

Más allá de los problemas de desorganización y conflictos que, en efecto, había en la universidad, puede pensarse que lo hecho por Bassols obedeció a lo extremadamente celosa de la hegemonía sobre la política nacional que ha sido, y sigue siendo, la élite del poder en México. Los go-biernos “de la revolución” se afanaron por construir una cerrada identi-ficación del Estado con la nación, y de paso con la sociedad, de tal suerte que la élite política fuera el único intérprete de los intereses del país. Una universidad nacional, y además autónoma, desafiaba la hegemonía del gobierno sobre la política de largo plazo y sobre las grandes orientaciones que afectan y definen estructuras sociales y políticas del país; por supues-to también ponía en riesgo la definición de ideologías y valores. En un contexto de consolidación del autoritarismo, quitarle a la Universidad Autónoma su carácter nacional fue una estrategia para tratar de evitar que la institución se convirtiera en representante legítimo de la nación y de sus proyectos. Es más, precisamente esto, el proyecto educativo na-cional, y por lo tanto el proyecto de nación, es lo que siempre ha estado en disputa entre el Estado y la Universidad Nacional. No se puede desco-nocer, sin embargo, que ha habido periodos de amistad y de encuentro entre ellos.

Desde hace mucho tiempo, los gobiernos mexicanos han tratado de representar la autonomía conquistada por la universidad como un factor que identifica a la institución como adversario ideológico de los proyec-tos emanados del Estado. También ha sido utilizada para desacreditar los procesos académicos que se llevan a cabo, señalando que los univer-sitarios aprovechan su estatus autónomo para no acatar debidamente sus responsabilidades académicas y no rendir cuentas cabales. Tal y como lo

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hicieron Bassols y otros, una estrategia de intervención, varias veces utili-zada en este sentido por el Estado mexicano, es acusar a la UNAM de tener mala organización, de dispendio de fondos, conflictividad interna e insu-ficiente calidad académica, entre otras inculpaciones. De esta manera, la autonomía sirve al gobierno para legitimar su desatención presupuestal a la institución y la obliga a tomar decisiones y acciones que no necesaria-mente son resultado del ejercicio de su voluntad, sino que se le presentan como inevitables para acceder a mayores recursos y restablecer la confian-za que en ella tiene la sociedad.

La vocación por lo político y los riesgos del ejercicio de la autonomía

Una vez que la universidad inscribió en su nombre la A de autonomía, se situó frente al Estado como oposición virtual en la arena política mexicana. De esta manera, la autonomía tomó la significación de posibilidad de poner límite al poder casi omnipotente que la configuración política y cultural en México otorga al Estado y particularmente al presidente. Ciertamente, muy pronto la virtualidad y la posibilidad de que la UNAM se construyera y actuara como actor político opuesto al Estado se convirtieron en realidad. De hecho, con todo y que el gobierno le hubiera quitado formalmente el carácter nacional, la universidad nunca dejó de auto-representarse como Universidad Nacional, lo que además de ser una “acción subversiva” res-pecto a los mandatos gubernamentales dejó claro que este carácter estaba ya tatuado en las significaciones imaginarias y en las auto-afirmaciones del Nos-universidad.

Durante el periodo presidencial del general Lázaro Cárdenas el con-flicto abierto entre la Universidad y el Estado fue frecuente; también lo fue la represión. Haciendo uso de su autonomía, entre otros hechos, la Universidad rechazó cambiar Los Pinos por la Casa del Lago para esta-blecer ahí la residencia presidencial; impugnó el artículo tercero consti-tucional que promulgaba la educación socialista; no apoyó la iniciativa presidencial de que toda la educación secundaria, pública y privada, fuera administrada por el gobierno federal y, en cambio, quiso crear secunda-rias bajo la tutela de la Universidad. Por supuesto, estas desobediencias, y otras que impugnaban abiertamente las decisiones presidenciales, moti-varon la congelación de la ya de por sí escasa ayuda que el gobierno revo-lucionario otorgaba a la Universidad.

Sin el subsidio del Estado, la Universidad Nacional Autónoma de México cayó en tal crisis financiera que el rector en turno tuvo que pedir a Cárdenas su apoyo. A tal pedido el presidente contestó:

Es lamentable tener que convenir en que el estado económico de la Universidad es apremiante, pero debemos admitirlo como una consecuencia lógica de la errónea interpretación que dicho instituto ha establecido para el ejercicio de su autonomía, y obligado al Poder Público a tomar al pie de la letra las obligacio-nes impuestas por la Ley Orgánica en vigor, más, si el gobierno asume, como

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se pretende, todas las responsabilidades de orden económico que presupone el sostenimiento de dicho instituto, tendrá necesariamente que restringirse su autonomía, modificándose por ficticio el régimen imperante, para ponerlo en concordancia con la realidad y dar franca intervención al estado en la marcha administrativa de esa casa de estudios, así sea sólo para velar por una correcta y conveniente aplicación de sus fondos.14

Con la respuesta que Cárdenas dio al rector Ocaranza, el presidente dejó bien claro, una vez más, que el gobierno mexicano no estaba dispuesto a soportar a una universidad disidente que desafiara la estructura centra-lizada del poder. Hizo saber a los universitarios que, en el país, el Estado representa la garantía de supervivencia y reproducción de la universidad pública y que puede ser su aliado, pero que también puede ser su peor ad-versario. Nótese que este suceso histórico ejemplifica muy bien el principio que aún rige la relación de la UNAM con el Estado mexicano.

El episodio narrado muestra que la Universidad, con todo y que legal y legítimamente sea autónoma, por no tener recursos propios no puede hacerse a un lado del intervencionismo estatal; el grado y alcance del in-tervencionismo depende de las tradiciones ideológicas y políticas a las que la universidad y el Estado se encuentren adscritos en cada momento dado. Cuando han sido representantes de tradiciones y corrientes opuestas se ha planteado un fuerte antagonismo político basado en oposiciones y des-acuerdos profundos en torno a principios, convicciones y valores, así que las querellas entre ellos son recurrentes y esto no tiene solución. Cuando los desencuentros no son extremos o comparten proyectos, los compromisos y acuerdos a los que el Estado y la universidad llegan son siempre tempo-rales, porque en el compromiso que comparten, a saber: llevar a cabo la “obra educativa en su nivel superior”, cristalizan las percepciones, las dis-putas, los anhelos y los proyectos del futuro de la sociedad. Visto así, desde la responsabilidad compartida de cumplir con la obra educativa del país, la autonomía es lo que está “entre” el Nos-universidad y el Otro-Estado. El ejercicio de la autonomía es, pues, lo que en términos de proyecto de nación permite que la universidad se ubique “con” o “contra” el Estado. El ejercicio de la autonomía exige que la universidad mantenga su espíritu crítico para no perder su poder moral. No cabe duda entonces de que la autonomía uni-versitaria tiene un denso contenido político.

En este punto cobra sentido recurrir al pensamiento de Hannah Arendt acerca del significado del “entre” respecto de la política. Tomando la óptica de esta autora, la pluralidad15 aparece como exigencia de la relación entre la universidad y el Estado y el ejercicio de la autonomía universitaria no resulta, por tanto, un asunto privado (entre el Estado y la universidad) sino y, sobre todo, tiene un carácter público. De este modo, los acuerdos, pactos,

14 “Carta del presidente Lázaro Cárdenas sobre el subsidio a la universidad, dirigida al Sr. Rector, septiembre, 1935”. Referencia extraída del texto de J. Raúl Domínguez (1997: 56).

15 “Para Arendt pluralidad no es idéntica a simple alteridad (otherness); pluralidad tiene que ver con distinción, tiene que ver con lo que se muestra a través de la acción y del discurso… En la medida de que pluralidad significa distinción, es posible la revelación —en el medio público— de la individualidad de cada uno, de la identidad (whoness)” (Arendt, 1997: 20).

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controversias, antagonismos y conflictos que acontecen entre estos dos en-tes no involucran solamente los intereses particulares de cada uno de ellos, sino que conciernen al interés general, es decir, al interés de la sociedad mexicana toda; valga decir, de la nación.

Del tema de la educación, que es en el que Estado y universidad com-parten responsabilidades de manera explícita, derivan, necesariamente, debates en torno a las grandes orientaciones políticas. Semejante peculia-ridad implica que la universidad, a través de la posibilidad de ejercer su au-tonomía, y por su carácter nacional, desempeñe un papel estratégico en los escenarios de la vida política mexicana. En cualquier caso, para el Estado mexicano, organizado en forma piramidal, y que basa su operación en una elevada concentración de poder, el carácter autónomo de la universidad, conjugado con el membrete de nacional, le resulta molesto y peligroso. Por lo que toca a la UNAM, la problemática del ejercicio de su autonomía tras-ciende el estricto marco legal y la sitúa legítimamente en la arena política junto al Estado. Sin duda esto le acarrea enemistades y riesgos.

Ahora estamos en condiciones de comprender que si bien la conquista de la autonomía la debe la UNAM, principalmente, al Nosotros-universidad en-carnado en movimientos estudiantiles, la posibilidad de su ejercicio deviene del poder moral de su Nosotros-universidad, que por su capacidad reflexiva y su saber-quehacer cuenta con legitimidad para cuestionar las ideas y acciones del Estado, al tiempo que su misma capacidad y saber le advierten que ha de emprender acciones tratando de evitar rupturas con el sistema político.

La opacidad del Nos universitario

Legalmente es “la universidad” la que funge como titular de la facultad y de la responsabilidad de ejercer la autonomía. Considerando que según la Ley Orgánica vigente, las autoridades universitarias son: la Junta de Gobierno, el Consejo Universitario, el rector, el patronato, los directores de facultades, escuelas e institutos, así como los consejos técnicos, es de suponer que son estos poderes los que tienen la facultad y el deber de ejercerla y defenderla. La legitimidad de sus acciones emana, por un lado, del respeto a los principios del artículo tercero constitucional, en el que se sustenta el estatus de la auto-nomía universitaria; y por otro, como la pretensión es la democracia, de ser representantes de las voluntades de la así llamada “comunidad universitaria”.

Resulta muy complejo definir e identificar a la comunidad universita-ria respecto de una realidad concreta vinculada con la vida institucional. Por principio de cuentas, puede considerarse ligada a la vida académica y cotidiana de la universidad, organizada en cátedras (grupos de maestros y alumnos), pero sobre todo en colegios y academias, que son los espacios en donde se elaboran las reglamentaciones y los códigos pertinentes así como la simbología necesaria para que el Nos-universidad accione como un actor político consistente, capaz de ejercer y defender la autonomía más allá de la gran diversidad interna, y de los desacuerdos y fraccionamientos ideológicos y políticos que existen entre los universitarios.

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Como entidad social, la comunidad universitaria, restrínjase a comu-nidad académica o no,16 es extremadamente diversa y compleja, pero como identidad política lo es menos, pues consta de una identidad simbólica que es de donde emana ese Nos al que ese Otro respeta, pero no necesariamen-te porque entre ellos haya una relación de amistad sino porque se le presen-ta como amenaza. De hecho, podemos decir que, más que un grupo social concreto, la comunidad universitaria es un “espíritu”. Desde esta interpre-tación, la capacidad que tiene la universidad de gobernarse a sí misma y de plantarse, como poder, frente al Estado, deviene, en buena medida, de su espíritu académico, que en principio es comunitario. Por cierto, este poder emana del saber intelectual y científico y su carácter es, principalmente, moral y político.

Muchas han sido las acciones tomadas por el Estado que han permitido comprobar que en México la comunidad universitaria es débil respecto al dominio que sobre ella tiende a ejercer el Estado.17 En varias ocasiones la vida académica de la institución se ha visto vulnerada debido a la interven-ción de los gobiernos en turno. Desde que la universidad fue creada en con-textos liberales, pasando después a ubicarse en entornos revolucionarios y desarrollistas, el Estado mexicano se configuró e identificó a sí mismo como Estado-educador. El sentido más extremo de este tipo de entidad po-lítica proviene del control que ha ejercido sobre el sistema educativo y sobre la enseñanza, lo cual, como lo escribió Soledad Loaeza “forma parte de la tradición intervencionista del Estado mexicano, que aún sustenta” (1988: 62).18 Con todo, hoy las cosas han cambiado en el contexto marcado por las crisis económicas y la reconfiguración de las relaciones entre lo local-nacional-global. En la década de los ochenta, se reformuló la relación del Estado mexicano y la educación. Pero dejemos esto para más tarde.

En tiempos del Estado-educador, la UNAM, por autónoma que haya sido, varias veces tuvo que someterse a los imperativos del Estado mexi-cano cuyo comportamiento más común fue el de sacrificar la calidad académica en aras de lograr legitimación política y apagar, por la vía del incremento en la cobertura, cualquier movimiento social relacionado con las demandas sociales por educación. Lo funesto fue que estas interven-ciones en materia educativa pocas veces vinieron acompañadas por la

16 El concepto de comunidad universitaria abarca una población mayor que el de comu-nidad académica. En el primero quedan inscritos el personal administrativo y otros trabajadores, así como los exalumnos. Sin duda, en el Nos de la universidad también están presentes miembros de estos grupos.

17 La diferencia entre dominio y poder es importante aquí. Alude a la diferencia apunta-da por Hannah Arendt (1997) quien distingue tres tipos de poder: poder como acción y capacidad para concertar con los demás y actuar de acuerdo con ellos; poder apolítico (la dominación), y poder antipolítico (apartamiento del mundo, el totalitarismo, la vio-lencia ciega…).

18 Es interesante comentar que los liberales del siglo XIX, como José Ma. Luis Mora, fue-ron conscientes de que oponerse al control de la educación por el Estado era una visión romántica. Citando a Leopoldo Zea: “La libertad en nombre de la cual los liberales combaten el control de la educación por el gobierno, no es sino un mito. Esta libertad no existe ni podrá existir sin hombres conscientes de la misma. Y esta conciencia será imposible si previamente no se educa a estos individuos para hacer posible el disfrute de la libertad”. Citado por Soledad Loaeza (1988: 62).

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preocupación por la calidad ni por el aumento de presupuestos. El alegato de insuficiencia de recursos se instaló de manera permanente en las rela-ciones entre universidad y Estado, complicando todavía más el ejercicio de la autonomía. A partir de 1954 (ya en sus nuevas instalaciones) “la UNAM se sometió a un ritmo de crecimiento vertiginoso, no obstante de que sus autoridades universitarias originalmente habían acordado —en usufructo de la autonomía— controlar el ingreso y establecer tope a la matrícula” (Domínguez, 1997: 61).

Principalmente debido al manejo de la política educativa del Estado-educador, el cabal ejercicio de la autonomía universitaria se tuvo que en-frentar ya no sólo a las presiones provenientes del Estado sino también a las de la sociedad que demandaba, para sus jóvenes, un lugar en la prestigiada “máxima casa de estudios”. A partir de tales presiones, el perfil de la insti-tución se fue modelando hasta albergar “masas” y, en ese contexto, tuvo que enfrentar las contradicciones entre el principio democrático de igualdad de oportunidades y el cuidado de la calidad académica. Esto aparecía como contradictorio debido a que nunca se hicieron las inversiones suficientes en materia económica ni de infraestructura; tampoco pedagógicas ni de planeación educativa. Al respecto, más allá de que las decisiones tomadas en el seno de las academias e instancias directivas de la institución también tuvieron su carga errática, lo que se quiere destacar aquí es que el ejercicio de la autonomía se subordinó al intervencionismo estatal que ponderó los intereses políticos sobre los académicos e institucionales.

En fin, bien sabido es lo que pasó, en términos de masificación de la educación superior. También son conocidos los sucesos del 68 y lo que pasó en la UNAM como consecuencia del movimiento estudiantil. Se sabe de las profundas violaciones a la autonomía universitaria ejercidas por el gobierno durante tal movimiento. Con todo y que estos dolorosos sucesos trajeron un enorme desprestigio y cuestionamientos al Estado mexicano, el 68 fue un momento en el que el gobierno le restregó al Nos-universidad, por si lo había olvidado, que “el que paga manda”. Vista así la relación de autonomía que media entre la universidad y el Estado cobra razón lo ex-presado por Domínguez: “la autonomía bien puede ser entendida como un mero mecanismo de transferencia de obligaciones que, en materia social, el Poder Público delega” (1997: 64). Claro está que esta interpretación es la que conviene al Estado.

Uno de los efectos de la masificación de las universidades públicas en México fue el desarrollo de la profesionalización del trabajo académico. Brunner afirma que la transformación más importante que experimentó la universidad moderna fue la conformación de un mercado académico (Brunner, 1985: 9-10). En la década de los setenta el trabajo de docencia, in-vestigación y difusión ya había quedado claramente definido por relacio-nes de tipo laboral y la identidad de los académicos se construía en torno a la división y la organización del trabajo. La representación de los profeso-res, investigadores y técnicos se vinculó claramente al trabajo asalariado y la universidad, más que un espacio de cultura, adquirió una significación

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de entidad productiva y se convirtió en un importante espacio ocupacio-nal (Guevara Niebla, 1986). Según informan los Anuarios Estadísticos de la UNAM, entre 1970 y 1980 el total del personal académico de la institución pasó de 9 mil 410 a 29 mil 426. Y, referidas las cifras tan sólo al personal de tiempo completo, en diez años, pasaron de 780 a 3 mil 524. Por su parte, de acuerdo a la misma fuente, en este mismo lapso el número de estudiantes se incrementó de 107 mil 056 a 303 mil 787.

Por supuesto, la masificación de la universidad y la adopción de la figura de “el trabajador” como identidad de los académicos transformó profunda-mente el “espíritu” del “Nos”-universidad, y cambió también las relaciones de la universidad con las clases y los grupos de la sociedad (Guevara Niebla, 1986). Las demandas laborales comenzaron a ser la fuente más importante de los conflictos en las universidades públicas y entre éstas y el Estado. El 10 de octubre de 1979 el presidente en turno, José López Portillo, remitió al Congreso una iniciativa de reforma al artículo tercero constitucional. Justificó el proyecto, entre otras cosas, por el hecho de que

…las universidades públicas del país han solicitado que se legisle a nivel consti-tucional para garantizar el ejercicio de su autonomía y precisar las modalidades de sus relaciones laborales, con la finalidad de hacer compatibles la autonomía y los fines de las instituciones de educación superior con los derechos labora-les de los trabajadores, tanto académicos como administrativos. El Gobierno de la República está persuadido de que estas precisiones auxiliarán a que las universidades cumplan cada día mejor sus finalidades y se superen académica-mente para que México pueda lograr su independencia científica y tecnológica (Gaceta, 2004/3764).

En esta ocasión el presidente no pudo desconocer que habían sido las presiones del Nos-universidad las que lo habían obligado a reconocer y for-talecer el carácter autónomo de la universidad. Estaba claro: el poder del Nos universitario basado en su espíritu académico había sido opacado por los imperativos del espíritu y poder del sindicalismo.19 Consecuentemente, las identidades construidas en torno a comunidades académicas habían cedido su lugar a las basadas en la organización gremial, que abarcaba (o cuando menos así lo pretendía) al conjunto de las universidades públicas del país. Vale decir que los estudiantes, aunque formalmente no eran parte de los gremios, solían identificarse y apoyar sus movimientos y demandas.

La recesión de la economía internacional en 1982 trajo efectos muy graves para la economía mexicana que mostraron claramente lo que ya se sabía: el agotamiento del modelo de crecimiento seguido hasta entonces. De ahí para adelante el Estado-educador se fue alejando cada vez más de sus compromisos con la sociedad, y consecuentemente las relaciones en-tre él y las universidades públicas cambiaron. Teniendo como prioridad el pago de la deuda externa, el Estado mexicano promovió un cambio para la

19 Oigamos lo que cuenta J. Dávalos al respecto: “Todavía en los años sesenta, algunos profesores e investigadores, sorprendidos se preguntaban ¿yo trabajador?... Tuvieron que suceder múltiples conflictos con los empleados administrativos y fueron necesa-rios los reclamos de algunos sectores del personal académico” (2003: 254).

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reestructuración y la modernización del aparato productivo que compren-dió, entre otras medidas, el congelamiento o contención de demandas sala-riales. En este contexto, las condiciones de trabajo académico, de la misma manera que las de otros tipos de trabajo, se vieron expuestas a procesos de precariedad. Esta situación provocó la pérdida del poder adquisitivo de los salarios de los académicos y recortes en los presupuestos otorgados a las uni-versidades públicas. Las consecuencias no se hicieron esperar: plantas aca-démicas deprimidas, cuyos miembros buscaban colocación en institucio-nes y/u ocupaciones que ofrecieran mejores remuneraciones, muchas veces en el extranjero. Nuevamente el ejercicio de la autonomía se vio violentado y minado por cuestiones de índole económica porque los espíritus académico y sindical se debilitaron. Consecuentemente también el de comunidad.

Con la entrada y consolidación de la ideología del neoliberalismo en México, a partir de finales de los ochenta, se instaló en el país el culto al mercado y a sus valores, en contextos de alto nivel de desempleo y flexibili-zación de las condiciones de trabajo. El Estado-educador se transformó en Estado-evaluador desplegando mecanismos de entrega de becas y estímu-los para los académicos y para las instituciones y programas de educación superior “que lo ameritaran”. Manteniendo deprimidos los salarios base y, al mismo tiempo, asignando ingresos extraordinarios a los académicos que se someten a procesos de evaluación externa que no repercuten en las pensiones ni las jubilaciones, el Estado-evaluador ha logrado reprimir la identidad gremial de profesores, investigadores y técnicos y doblegar, aún más, su espíritu comunitario y de compromiso con la universidad y su que-hacer. Así mismo, ha mermado la identificación de los universitarios con la responsabilidad ante la “obra educativa nacional, en su nivel superior”, misma que, como vimos antes, había sido el sustento del Nos-universitario capaz de plantarse como algo numinoso frente al Estado.

En la actualidad, la comunidad universitaria se encuentra fragmentada en un conjunto de individuos diferenciados y agrupados por segmentos, se-gún sea el tipo y monto de los estímulos y de las becas que reciben. La siem-pre presente intención del Estado de minar las identidades fraguadas parece haber sido lograda a través de la promoción de la competencia por recursos limitados. Se ha acentuado el debilitamiento de las organizaciones sindica-les y la capacidad de negociación laboral del personal académico frente al Estado y, como los mecanismos de evaluación utilizados no se restringen a los individuos sino que abarcan programas e instituciones educativas, la universidad, toda, ha quedado expuesta a la manipulación y al control gubernamental. Lo cierto es que, a través de la restricción de los recursos financieros y haciendo uso de la entrega condicionada de presupuestos adi-cionales después de “negociaciones”, los gobiernos neoliberales han logrado sembrar sus criterios y valores en los campi de la UNAM y en la mayoría de las universidades, sin violentar, formalmente, su régimen de autonomía.

Por su parte, los estudiantes también han sido alcanzados por las im-posiciones y las construcciones simbólicas del neoliberalismo y de la so-ciedad del consumo. El acceso a la educación superior se ha asociado a “la

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capacidad de compra” en un marco de desprestigio de la calidad educativa que ofrecen las universidades públicas. Las dificultades para incorporarse a las lógicas de la sociedad dominante, los obstáculos para acceder a los es-pacios e instituciones que ofrecen un mínimo de certezas para el futuro, el fantasma del desempleo, la inseguridad y la violencia, el crecimiento de la pobreza, el desencanto con la política, la manipulación de los medios de co-municación, así como la aparición de espacios alternativos de circulación del conocimiento y de adquisición de certificados y diplomas, han mer-mado, sin duda, “el hábito de la utopía”20 de los estudiantes universitarios. Además, la aureola de “movimiento derrotado” que alimentó las imágenes de los movimientos estudiantiles ante lo sucedido en el 68, siguen llegando del pasado. Todo esto prácticamente desapareció a la juventud que se ve a sí misma con posibilidad de incidir en la transformación del país (Gilabert, 1993: 293). En todo caso, lo que abunda en el ambiente universitario, hoy, es un individualismo ansioso y la abulia política. Para colmo, ni los espacios académicos ni su saber-quehacer mantienen el monopolio de la producción de conocimiento e información. En este sentido, hay que reconocer que el Nos-universitario ha perdido poder para disputar hegemonía y que ahora los medios de comunicación y las industrias culturales se ubican en una po-sición estratégica. Bajo tal premisa, el panorama no se muestra alentador.

A manera de cierre

Cabe preguntar si estando las cosas como las hemos reseñado, la UNAM to-davía dispone de una imagen fuerte del Nosotros, como actor colectivo, que tenga la capacidad para decidir sobre su propia marcha y dirección, así como acerca de su relación con los demás.

La respuesta a tal pregunta debe darse recordando que la UNAM car-ga en la memoria experiencias de derrotas muy dolorosas y de posibilidad de desaparición. Tiene como referente la traición del gobierno que ha sido capaz, entre otras cosas, de permitir que la institución tenga que enfrentar graves penurias financieras y de convertirla imaginariamente en enemigo del avance económico del país. Durante ya más de cien años, el reclamo de autonomía universitaria ha provocado que los gobiernos impugnen a la institución por servir a intereses ajenos. Ha sido acusada, entre otras cosas, de porfiriana, conservadora, antirrevolucionaria, y de adoptar posturas que inhiben los cambios. Y, de siempre, se le ha denunciado por despilfarro y falta de transparencia en el manejo de recursos. Sin duda, el afán por ser autónoma le ha valido a la universidad que los gobiernos y algunos particu-lares sospechen de ella y la hagan pasar penurias financieras.

Por eso, hoy el Nos-universitario debe actuar con cautela. Los elemen-tos éticos de la individualización (la valoración del esfuerzo personal, de la libre iniciativa, de la personalidad creadora, etc.) pueden aprovecharse para lograr que los académicos y estudiantes se esfuercen por dar lo mejor

20 Estoy haciendo referencia al título del libro de César Gilabert en el que analiza el ima-ginario sociopolítico en el movimiento estudiantil de México, 1968 (1993).

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de sí mismos. Ciertamente, “la autogestión del Yo” y su repercusión en los indicadores de desempeño institucional pueden servir para que el Estado-evaluador se vea forzado a respetar y apoyar financieramente a la universi-dad. Pero es importante no olvidar que la autonomía que fuera conquistada por el Nos-universidad no tuvo el objetivo de potenciar la auto-realización individual de los académicos ni de los estudiantes, como tampoco obte-ner mayores recursos y presupuestos, menos aún evitar conflictos con el Estado. Su objetivo primordial fue el de lograr la auto-determinación colectiva de la institución, más allá de los designios de los poderes hege-mónicos en turno. Si en la UNAM, y en general en todas las universidades mexicanas, desaparece el vínculo que la liga con el compromiso social y con la vocación política y se pierde el interés por la democracia, entonces la autonomía deja de tener sentido, independientemente de que siga estan-do formalmente instituida. ¿Cuál será, por lo tanto, el sentido de que en México haya universidades públicas?

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Notas sobre la significación sociológica de la autonomía universitaria

Susana García Salord*

En los tiempos que corren y en el caso de la UNAM, a ochenta años de haber sido promulgada la primera ley de autonomía y a treinta de que se estable-ciera como garantía institucional, parece ser que la autonomía es parte ya de la “naturaleza de las cosas” y que su existencia como condición legal es garantía de su vigencia práctica; sin embargo, un grupo considerable de es-tudiosos del tema advierte que la autonomía universitaria se ha visto seria-mente vulnerada por las políticas públicas implementadas en el transcurso de los últimos 25 años (Alcántara, 2009). Llama la atención, entonces, que para la mayoría de los universitarios la autonomía no sea hoy un objeto de reflexión ni de disputa —como en otras épocas de la historia de la UNAM— sino que, por el contrario, permanezca en calidad de conquista que, por establecida, se toma por dada de una vez y para siempre.

En este panorama de impasibilidad me parece oportuno proponer la reflexión acerca de la significación sociológica de la autonomía universi-taria, recuperando su significado como una relación y como un proceso social, tal y como se plantea en el registro original de los precursores de la Universidad Nacional (UN), a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX. Me parece oportuno plantear dicha reflexión porque, en este registro, la emergencia y el establecimiento de la autonomía, así como sus diversos sig-nificados, corren parejos al grado de conformación social de cada uno de los grupos involucrados en la historia de la UNAM y, por ende, al calor de la disputa inherente al proceso de diferenciación social entre los políticos, los sabios o peritos y los profesionales.

Esta dimensión analítica de la autonomía no ha sido suficientemente ex-plorada en forma sistemática y, a mi juicio, podría ser una veta fecunda para llegar a entender qué es la autonomía hoy, cuando los académicos de carrera se encuentran ya consolidados como un grupo social particular y, más aún, cuando la introducción de nuevas formas de regulación del trabajo académi-co, a principios de los años ochenta, no fue impulsada, dirigida y organiza-da por “el estado neoliberal” sino por el segmento más consolidado, en aquel momento, del grupo que se identifica como la comunidad científica nacional. Sirvan entonces estas notas para incentivar preguntas en dicha perspectiva. Para los fines de este trabajo desarrollaré en forma sintética la significación so-ciológica de la autonomía en el devenir del primer ciclo de constitución social de los universitarios y que, a fines analíticos, he delimitado entre 1910 y 1954. * Investigadora del Instituto de Investigaciones en Matemáticas Aplicadas y en Sistemas,

profesora de la Facultad de Ciencias Políticas y miembro del Seminario de Educación Superior, UNAM. CE: [email protected]

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1881. La autonomía una demanda de emancipación institucional y de diferenciación social de una clase ilustrada de origen universitario1

Podemos decir que la autonomía es el vínculo fundacional de la Universidad; su demanda es la razón por la cual, en 1881, Justo Sierra propo-ne la refundación del campo universitario mexicano, abolido por decreto dieciséis años antes. En el registro de “la escuela liberal positiva” en la que Sierra se auto adscribe, la autonomía condensa dos significados: uno es el de emancipación de las instituciones educativas y de las enseñanzas y otro el de diferenciación social de una clase ilustrada.

La emancipación de la “enseñanza secundaria y superior de la tutela del Estado en todo lo que atañe directamente a la propagación de la ciencia” es la demanda de que el Estado delegue la función docente que le correspon-de, porque dicha función “debe estar sometida a la dirección de un cuerpo técnicamente competente” (Sierra,1984: 77); y es también la demanda de li-bertad científica, porque la función docente debe regirse sólo por “la ley del método”, esto es, la libertad de expresión y de pensamiento como garantía de la pluralidad de concepciones fuera de todo sectarismo y de la revisión permanente de las ideas fuera de todo dogmatismo, así como garantía de autodeterminación en las formas de organización del trabajo intelectual.

En esta lógica, la UN sería la encargada de formar y reproducir ese “cuer-po técnicamente competente” porque para Sierra, en el proceso de evolu-ción seguido por la sociedad mexicana, ya era posible entrar en la fase que “Spencer llama la integración y que el mismo sabio apellida diferenciación”, facilitando por medio de la ley “la formación de un nuevo grupo social con vida propia”, siempre y cuando éste “coadyuve a la evolución total”, y que “la continuación de la absoluta sumisión del grupo social al Estado no sea un obstáculo al progreso” (Sierra, 1984: 65).

Así, en su registro original, la autonomía es la demanda por establecer un espacio social —la Universidad— en el que fuera posible la conformación y reproducción de una clase ilustrada: los universitarios. En consecuencia, la autonomía no trata sólo de la diferenciación jurídica y política entre el Estado y la Universidad como instituciones, sino que la emancipación institucional supone y opera sobre la diferenciación de dos grupos sociales: la clase política —los que ocupan los cargos públicos— y la clase ilustrada: los sabios o peritos que tienen la competencia técnica para desarrollar la función educativa.

Esta noción de autonomía es la que se plasma en la propuesta de fundar a la UN como una “corporación independiente” que, como tal, gozaría de libertad para organizar y desarrollar “el trabajo de perfeccionamiento” dirigido a for-mar profesionales y sabios; sería instituida como personalidad jurídica y, así, podría poseer y administrar fondos propios; y, como delegada de la función docente que corresponde al Estado, tendría la atribución de “validar los títulos otorgados fuera de ella”, siendo éstos “los únicos admisibles para el gobierno

1 La trayectoria de la génesis de la UN (1881-1911) la he trabajado en extenso en García Salord (2009).

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federal en los casos en que según la ley se requieran conocimientos facultati-vos”. Una corporación independiente que, representada en la metáfora de la “órbita”, se significaba como algo distinto del Estado pero no excéntrica a él. En esa lógica, la Universidad tendría el carácter de nacional; el Estado nom-braría al “director general” (rector) de la institución; ejercitaría “su derecho de vigilancia”, teniendo posibilidad de vetar las decisiones de los universitarios, y subvencionaría a la Universidad “con las cantidades que acuerde la Cámara de Diputados en los presupuestos anuales” (Sierra, 1984: 333-336).

Como sabemos, el proyecto no prosperó. En los argumentos que los legisladores de la época esgrimían para rechazar la creación de la UN se pone en evidencia que en la reivindicación de la autonomía se libra una disputa social de fondo. Según Sierra, los legisladores de 1881 apelaron a la vieja metáfora de la “pirámide invertida”: “¿…para qué llegar hasta la ins-trucción superior… si los elementos de donde toda ella habrá de nutrirse no están preparados?” (Pinto Mazal, 1974: 38). Como campo de argumen-tación, dicha metáfora alude a la lógica de producción y reproducción del conocimiento, señalada en la secuencia del proceso de formación del grupo encargado de producirlo y hacerlo circular. En esta secuencia, para los le-gisladores, la misión prioritaria del Estado era crear la base de la pirámide escolar atendiendo la alfabetización y la escolaridad básica, por lo tanto, los recursos debían destinarse a la instrucción primaria.

La “pirámide invertida” representa también la extrema concentración de los recursos económicos, simbólicos y culturales en un grupo social pe-queño; en este sentido, para los legisladores los estudios profesionales cons-tituían un privilegio porque redituaban un beneficio particular a quienes ejercían las profesiones liberales y, en consecuencia, dichos estudios debían ser financiados por los grupos sociales que pudieran beneficiarse con ellos.

La demanda de diferenciación entre el Estado y la universidad como instituciones resulta una disputa social porque lo que está en juego es el reconocimiento del interés particular de un grupo que, reivindicado como un interés desinteresado (desarrollar la función docente que le compete al Estado), pretende que sea instituido como un interés general y desarrolla-do, por ende, en un espacio público, sostenido por los dineros de la nación y ejerciendo el monopolio de la función docente. Y está en juego, también, facilitar las condiciones materiales de existencia a los universitarios como individuos y como grupo y, por ende, reconocer la existencia legítima de un grupo que se distingue no sólo por la especialización de su trabajo, sino también por lo escaso y deseado del bien que produce y del cual es portador.

Esta disputa social de origen es la que recorrerá la historia de la insti-tución y se planteará siempre como una disputa política, porque aceptar la creación de la universidad significaba instituir la posibilidad de que la corporación (la “órbita”) se conformara como “un cuarto poder” y que una “casta privilegiada” se convirtiera en una “minoría tiránica”. Así es que en la fundación de la UN se puso en juego la institucionalización del poder del saber, como poder específico de la clase ilustrada que pretendía ser el grupo conductor del alma de la nación.

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En 1881, Justo Sierra no contaba con la fuerza social y política necesaria para abrirle camino a una clase ilustrada de origen universitario; a pesar de que por origen familiar pertenecía a la red social de las élites políticas e in-telectuales, contaba con una trayectoria periodística, literaria y política que le había conferido ya presencia propia en dicho medio de la capital y era un abogado que se desempeñaba como diputado suplente por Chicontepec, Veracruz (Dumas, 1986). Los pares de Sierra no compartían su afán: no sólo mantenían el prejuicio que identificaba a la universidad con la universi-dad colonial, sino que ellos no habían necesitado de una universidad para construir su posición social; lo habían hecho formándose en los institutos literarios y científicos de los estados y en las Escuelas Nacionales de estu-dios profesionales que en ese momento dependían de diversas secretarías de Estado.

1910. La autonomía la emergencia de un lugar social y la búsqueda de la “independencia perfecta”

A juicio del historiador Javier Garciadiego, la fundación de la UN en sep-tiembre de 1910 no fue reclamada por ninguna comunidad académica de la época y se redujo al establecimiento de la rectoría como una “oficina coor-dinadora” que, por decreto, conjuntaba administrativamente instituciones de orígenes e historias muy diversas, resultando así una “típica creación gubernamental, vertical, desde arriba” (Garciadiego, 1996: 40). Sin embargo, desde una lectura sociológica del material historiográfico se advierte que la fundación de la UN traspasó las fronteras de lo administrativo y de lo políti-co y que su carácter vertical no agota su significado histórico. Ciertamente la nueva institución se conformó con establecimientos de vieja data y sólo uno de nueva creación, pero la confluencia de los itinerarios sociales y ocupacio-nales de quienes resultaron inscritos en esa nueva condición, tuvo el efecto de refundar el campo universitario mexicano y de instituir la condición de universitario, inexistente desde 1865. Concentrando “lo poco que se tiene” y evitando que todo sea “pequeño, débil y mezquino”, se pretendía establecer entre dichos integrantes un vínculo orgánico y no sólo administrativo.

Ese vínculo objetiva la concepción de Justo Sierra acerca del proceso de conformación de los ilustrados. Dicha concepción articula dos metáforas: la nueva universidad es un “cuerpo docente”, metáfora que representa la lógica de producción y reproducción del conocimiento en el desarrollo de la fun-ción que cada “órgano” tiene en la secuencia del proceso de conformación de los grupos conductores del progreso: iniciación, formación, reproducción.2

2 La Universidad nace como un “cuerpo docente” porque “está compuesta de órganos unidos entre sí” y es “un organismo al que se le pueden incorporar otros órganos, sin el propósito de armonizarlos”, sino de formar “un todo, unido y compacto” donde “cada órgano tiene su función y cada escuela se manejará de un modo distinto”. Debe llamarse cuerpo docente porque el Estado le encarga la “gran obra de la educación nacional”, no es indispensable agregar a dicha definición que sea “de investigación científica”, porque “no es toda la Universidad la que está llamada a la investigación científica”, esta función se concentrará en la ENAE y en los institutos que forman parte de ella (Sierra, 1984: 320).

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Ezequiel Chávez describe el funcionamiento donde cobra vida y sentido el vínculo orgánico entre las diferentes disciplinas y profesiones que se con-gregan en el nuevo establecimiento, comparando a la Universidad con un edificio en el que se realiza un “Comercio admirable, en donde el trabajo de cada uno aprovecha a los demás y de la diversidad y variedad de las ciencias se forma una sola: la verdad”.3 Ese “cuerpo docente” es también una “monta-ña”, metáfora que representa la lógica de la selección del grupo encargado de producir el conocimiento y de hacerlo circular. Al ser México una “aristo-cracia abierta”, a la Universidad arribarán los que han sorteado la selección escolar fundada en la selección social, y en ella encontrarán diferentes pel-daños que permiten el tránsito desde la base hacia la cima: podrán ingresar a la ENP y seguir toda la secuencia, o cubrirla hasta convertirse en profesiona-les liberales que ejercerán en pro del bien común y del progreso de la nación; o podrán acceder a la cima por medio de la certificación de conocimientos e iniciarse “en las lucubraciones más altas y menos accesibles, en donde los cursos se hicieran no con el objeto de preparar alumnos para los exáme-nes”, sino para la “creación”, compañera indispensable de “la ciencia ya he-cha” que se enseña en las escuelas profesionales y a la que nutre y mantiene viva (Sierra, 1984: 73-74). El cuerpo y la montaña se articulan entonces en el principio de que mientras los universitarios ascienden, la ciencia baja. En el esquema anexo se podrá apreciar la lógica del vínculo orgánico propia del “cuerpo docente” fundado bajo el nombre de Universidad Nacional.

Con la fundación de la UN emerge el campo de oportunidades para la conformación del núcleo original de los actuales académicos de carrera, ese grupo que —en la intersección de los siglos XIX y XX— quería vivir de y para la producción cultural, y al cual el postergado proyecto de universi-dad de Justo Sierra les ofrecía la posibilidad de contar con el espacio social adecuado para ser lo que querían ser. Se trata de ese grupo ya ampliamente estudiado y reconocido en los jóvenes ilustrados que en 1909 fundaron el Ateneo de la Juventud y que establecieron una alianza social e intergene-racional con Ezequiel Chávez y Justo Sierra quienes, a esta altura del siglo, ya habían logrado consolidar una posición social, intelectual y política que, ahora sí, les permitió sacar avante la negociación política necesaria para hacer realidad la emergencia de un espacio de reproducción social para los “grupos conductores” que, hasta ese momento, no tenían otra opción más que seguir los tres mecanismos vigentes en la época “para ingresar a la vida pública: la guía y protección de un mentor, la afiliación a un partido polí-tico y el desarrollo —con su grupo de pares— de una asociación propia” (Quintanilla, 1990: 236).

3 En ese comercio “los sabios que profundizan en ese templo las causas y las cosas, son entre sí como una biblioteca animada en donde cada libro se abre con espontaneidad en la página que se necesita y que lee él mismo en alta voz. El psicólogo consulta al clínico y al alienista, el legista tiene por guía al historiador que lo ilumina; el matemá-tico y el metafísico cambian sus ideas sobre el infinito; el criminalista conversa con el médico-legista; el profesor de literatura latina con el de derecho romano; el químico con el histólogo; el economista con el higienista; el teólogo y el moralista son interroga-dos por todos” (Ezequiel Chávez, “Necesidad de reformar la Universidad”, 1910, en De María y Campos, 1975: 47).

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Escuela Nacional Preparatoria92 profesores (39%) - 14 ayudantes (10%)

991 estudiantes (50%)

El lugar de la transmisión de la ciencia ya hecha: la formación profesional y el segundo peldaño de la montaña.

El lugar de la preparación: el semillero de la clase ilustrada y el primer peldaño de la montaña.

Los universitarios ascienden

Ejercer para el bien de todos y el progreso

Escuela Nacional deMedicina

54 profesores – 81 ayudantes443 estudiantes

Escuela Nacional de Ingeniería

27 profesores - 7 ayudantes232 estudiantes

Escuela Nacional de Jurisprudencia18 profesores

229 estudiantes

Escuela Nacional de Bellas Artes-Arquitectura21 profesores

31 estudiantes

Escuelas Profesionales120 profesores (50%) – 88 ayudantes (62%)

935 estudiantes (47%)

Escuela Nacional de Altos Estudios26 profesores (11%) – 40 ayudantes (28%)

43 estudiantes (2 %)

Secciones Institutos Museos

Médico7 profesores17 ayudantes

Patológico5 profesores6 ayudantes

Bacteorológico3 profesores3 ayudantes

Historia Natural5 profesores5 ayudantes

Arqueología, Historia y Etnología4 profesores3 ayudantes

El lugar de la creación y la cima de la montaña

Ingresan por certi�cación de conocimientos

La ciencia baja

Humanidades

Ciencias Exactas, Física y Naturales

Ciencias Sociales, Políticas y Jurídicas

La pirámide invertidaEl vértice :

Total de universitarios: 2349(238 profesores - 142 ayudantes - 1969 alumnos)

La base de reclutamiento :Total de habitantes: 15,063,207

La “substancia popular”: unamayoría analfabeta y de escasos

recursos

Coordinar “los frutos de las investigaciones que con �nes utilitarios vayan haciendo los institutos ya existentes” y completarlos “con el estudio sistemático de cuanto pueda abarcar el pensamiento humano”. Buscar las “verdades desconocidas” “para que el dolor, el implacable dolor que a los humanos persigue, sea vencido, para que la enfermedad retroceda, para que el error y el vicio sucumban”.

La minoría mejor provista que hasobrevivido a la selección social y

escolar

La Universidad Nacional de México: un cuerpo y una montaña Núcleo fundacional-1910

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Ahora bien, para los precursores, la Ley Constitutiva era “el principio del futuro de la universidad”. Ella hacía posible construir la institución pero no era todavía el logro del ideal. El establecimiento que nace veintinueve años después de la primera iniciativa nace adentro del Estado —inserto en la Secretaría de Instrucción Pública y de Bellas Artes— diferenciándose en su seno no como una corporación independiente, sino sólo como un “núcleo de poder espiritual condicionado por el poder político”. Por eso, el 15 de octubre de 1910, mientras Madero convocaba a la emergencia de la revolución para el 20 de noviembre, Ezequiel Chávez inauguraba la pri-mera sesión del Consejo Universitario diciéndole a los primeros consejeros que con la fundación de la UN se había dado un paso, pero que el destino de la Universidad era el logro de la “independencia perfecta”. Los convoca entonces a seguir propiciando el proceso de diferenciación de “los hombres de ciencia”, que se encontraban mezclados con quienes ejercían la función pública y dependiendo del gobierno, porque según Chávez,

…durante la larga era de formación de nuestra sociedad, el Gobierno ha tenido que constituirse, en parte considerable, con los hombres de ciencia: la indife-renciación primitiva es una ley de los organismos sociales. Como lo es de los organismos más humildes; pero da pasos siempre, a medida que se produce la evolución, a una diferenciación más y más acentuada (en UNAM, 1990: 177).

Esa “diferenciación más y más adecuada” requería conformar un no-sotros entre los integrantes del núcleo fundacional que hasta septiembre eran miembros de instituciones independientes. Las tareas concretas para construirlo se fincaban en:

• realizar la unificación moral [entre la Preparatoria (ENP) y las Escuelas Profesionales e] identificarlas [con la Escuela Nacional de Altos Estudios (ENAE), para que los esfuerzos de los nuevos universitarios] lleguen a unimis-marse, en la ciencia y por la virtud [y puedan conducir] a todos a las cimas de la prosperidad, acorde entre ricos y pobres, entre poderosos y humildes;

• [llegar a] ser la cabeza visible de la intelectualidad mexicana [para] realizar la gran función internacional coordinadora que va preparando el advenimien-to de la futura República Humana;

• iniciarse en la vida autonómica [aprendiendo a vivir en libertad, transfor-mando el] gobierno monárquico [que existe en las escuelas y en la preparato-ria, en uno] cada vez más y más democrático (en UNAM, 1990: 177-179).

Triunfo social de los ilustrados de por medio, ante la emergencia del proceso revolucionario Porfirio Díaz solicitó la renuncia a sus ministros y el 24 de marzo de 1911 Justo Sierra dejó su puesto y, por ende, dejó de ser el “Jefe de la Universidad Nacional”. La eficacia de la incipiente fuerza social y de la fuerza política acumulada por los precursores de la UN se sostuvo, en buena medida, en la posición de poder que establecieron en el aparato de gobierno porfirista; una vez perdido ese asiento quedó en evidencia no sólo la vulnerabilidad del lugar social por efecto de una coyuntura política adversa y de lo reciente de su creación, sino que reveló también la inefi-cacia de la reivindicación de la diferencia entre el “personal político” y el

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“personal administrativo” —entre la “aplicación de la ciencia” en el ejerci-cio de un servicio público y el ejercicio del poder político como gobernan-tes— en virtud de la ambigüedad estructural (ser y no ser) propia del lugar social demandado: ser un componente del Estado por efecto de un acto de delegación (de la función docente), pero no ser integrante del aparato político de gobierno por efecto de un acto de emancipación intelectual (de la competencia técnica).

1911-1917. La autonomía una ríspida disputa social y una incierta definición legal

En 1911 comienza otra historia. Justo Sierra no la vería pero la alianza so-cial e intergeneracional que hizo posible la fundación de la Universidad perduró. Sin Sierra como articulador los precursores van a librar ahora la disputa por “hacerse dueños de los medios” necesarios para realizar sus fines. Entre 1911 y 1920, la diferenciación social entre los hombres de cien-cia y los hombres del gobierno se disputa en las condiciones adversas del escenario de una revolución. La emergencia de los universitarios como un ser social en ciernes se imbrica en el proceso de descomposición del campo del poder y del campo político del porfiriato; corre pareja a los re-levos en el aparato de gobierno suscitados en la lucha armada por el poder y se asocia al alto grado de indeterminación que caracteriza al conjunto de los grupos sociales de la época, por efecto de la desestructuración de las actividades económicas fundamentales, que tiene lugar a lo largo del proceso revolucionario.

La búsqueda de la independencia perfecta se dará entonces en un es-cenario de múltiples confrontaciones. Las “fluctuaciones políticas” afectan a la Universidad no tanto por ocasionar relevos en la rectoría,4 sino por la efímera duración de las alianzas políticas —intermitentes e inestables— en-tre diferentes grupos de universitarios y de las fuerzas revolucionarias y sus consecuencias inmediatas (recurrentes despidos, suspensiones, renuncias, reincorporaciones y exilios obligados o auto impuestos de funcionarios y profesores universitarios); así como por los cambios de posiciones políticas que, reales o interpretados, fueron vividos al calor de los acontecimientos como golpes bajos, traiciones, frustraciones y desencantos (Quintanilla, 1990; Garciadiego, 1996).

Simultáneamente, en este escenario la disputa por la autonomía —como disputa social y no sólo política— se vuelve más compleja porque corre pareja también al proceso de diferenciación que empieza a ocurrir hacia el interior del cuerpo de profesores y con la presencia activa de los

4 Dos de los cinco rectores de esta etapa cumplen tres y cinco años en su gestión: el pri-mer rector, Joaquín Eguía Lis (septiembre de 1910-septiembre de 1913) sobrevivió la ex-pulsión de P. Díaz, el asesinato de F. Madero y el arribo de V. Huerta; y José Natividad Macías fue rector durante julio de 1915 a mayo de 1920, con una interrupción de seis meses cubierta por M.E. Schultz (23 de noviembre de 1916 a 3 de mayo de 1917). El perio-do de turbulencias ocurre entre septiembre de 1913 y julio de 1915, los rectores fueron E.Chávez y V. Gama y Cruz y se registra un interregno en el que la UN queda acéfala.

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estudiantes universitarios. En 1911 y 1912 ocurren dos movimientos estu-diantiles que, más allá de sus connotaciones políticas, inauguran la nego-ciación de las condiciones de estudio y de permanencia de los estudiantes en la nueva institución, y cuyo objeto de disputa será el llamado “sistema de reconocimientos”.5 Como desenlace de uno de estos movimientos, un grupo de universitarios se escinde de la UN creando la Escuela Libre de Derecho, pero lo hace sin romper sus lazos con ella; y, a su vez, desde el Ateneo de la Juventud, convertido ahora en Ateneo de México bajo la dirección de José Vasconcelos, se crea la Universidad Popular, otro frente de desarrollo del mismo grupo fundacional de la UN y génesis de las ex-periencias posteriores de extensión universitaria, destinadas a acercar el conocimiento y la cultura a sectores obreros y populares (Quintanilla, 1990; Garciadiego, 1996).

La disputa por la Universidad como un espacio de reproducción so-cial, se libra básicamente en el marco de un conjunto de iniciativas pre-sentadas a los órganos legislativos por grupos de muy diversas filiaciones políticas, ideológicas e intelectuales con el fin de suprimir a la institución o suspender sus actividades, agregar o quitar instituciones del núcleo ori-ginal, reducir su presupuesto o reformar su Ley Constitutiva. Es decir, iniciativas que pretenden desarticular el “cuerpo docente” ya sea separan-do la Preparatoria y dejando a los ilustrados sin su base de reclutamiento, separando los institutos de investigación que hacen que la institución sea una universidad, o suprimiendo la escuela de Altos Estudios, destinada a ser el baluarte en el que se formarían los sabios y se certificaría a los nuevos doctores, el núcleo madre de la clase ilustrada.

Los protagonistas plantean la disputa explícitamente como un conflic-to de intereses antagónicos entre ciertas clases sociales. La composición so-cial de la Universidad se instala como el “campo de batalla” y se utiliza con frecuencia (y virulencia) como un argumento central para fundamentar la necesidad o no de la existencia misma de la institución, los alcances y limitaciones de su autonomía y el monto del subsidio que debía otorgárse-le. La confrontación social es abierta y sin tapujos retóricos que encubran las disposiciones racistas y clasistas de los contendientes y se objetiva en términos de una sola oposición que articula, sin embargo, dos principios de diferenciación: uno que alude a la posición social y otra a la posición política, convirtiéndolas así en equivalentes.

En esta lógica, la polarización simplifica al extremo la gran heterogenei-dad de la composición social y política de los grupos que participan en di-cha disputa: los universitarios son de facto “reaccionarios” y se los identifica como “privilegiados” y “aristocratizantes”, aunque la mayoría de ellos no

5 El “sistema de reconocimientos” se reglamenta en el marco de la Ley de 1910. Los estu-diantes también discuten esta cuestión en su Primer Congreso de 1910. Posteriormente, siendo rector Ezequiel Chávez, intentó regularizar la situación sin éxito y se mantu-vieron los exámenes orales de fin de año. En 1925 dichos exámenes se abolieron, pero tampoco pudieron aplicarse los reconocimientos trimestrales. Finalmente, en 1926 y después de muchas resistencias por parte de las sociedades de alumnos, el reglamento se aplicó en todas las dependencias, menos en la Facultad de Derecho.

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sean integrantes de las élites por origen familiar, sino que son privilegiados sólo por haber sobrevivido a la drástica selección social y escolar vigente en la época; por otra parte, los políticos son los “revolucionarios” y se uni-fican políticamente como representantes del pueblo, la mayoría, los pobres, los analfabetos; y aunque un buen porcentaje de ellos cuenta con estudios profesionales, todos son identificados en bloque con los integrantes de la fuerza militar iletrada o no ilustrada.

Por último, la oposición entre reaccionarios/revolucionarios encubre los diversos contenidos de significación que asumen la justicia social, la democracia y la libertad como banderas reivindicadas por ambos grupos, y que son producto de intrincadas combinaciones de demócratas, civilis-tas, militaristas, conservadores, liberales y católicos; así como de diferentes proyectos de nación (centralismo y federalismo) y de revolución.

Podríamos decir entonces que, en la disputa por la autonomía, en la nueva institución se instala —por el camino de la repetición— aquel “sig-nificado de facción” que, al decir de Edmundo O’Gorman (1949), se ins-tituyó cuando la existencia de la universidad colonial se disputaba entre liberales y conservadores en el siglo XIX. Y que en 1934 le llevaría a decir a Manuel Gómez Morín que

La voz de “reaccionario” ya no tiene otro valor que el de una pedrada verbal que tiran los políticos contra el que no está con ellos… se trata de un apa-rato de constreñimiento psicológico y no de un argumento que se apoye en datos objetivos y en consideraciones racionales sinceras (en Pinto Mazal, 1974: 257).

En 1914 la disputa por la autonomía se concentra en dos reformas de la Ley Constitutiva de 1910: una firmada por Victoriano Huerta, con fecha de 15 de abril, y otra con fecha de 30 de septiembre, firmada por Venustiano Carranza. Según los historiadores, la vigencia de estas leyes fue efímera,6 sin embargo, en la coyuntura tuvieron efectos importantes porque dejaron a la UN en una situación de total indefinición jurídica o “prácticamente al garete” (Hurtado, 1976: 9). La existencia de la primera ley es directamente desconocida por la segunda, y ésta, si bien se establece con el “objeto de abreviar cuanto sea posible, los trabajos preparativos a la liberación defini-tiva de la Universidad Nacional de México”, la desmilitariza y la reincorpo-ra a la ENP, y simultáneamente suprime siete artículos básicos con lo cual, prácticamente, lo que se suprime es la Universidad.7 En ese estado de sus-pensión, la UN seguirá funcionando en los hechos hasta diciembre de 1917, porque el proyecto para la “liberación definitiva” de la institución nunca

6 La primera porque, en julio, Francisco Carvajal asume como presidente interino, y la segunda porque Carranza abandonó la ciudad y, desde Veracruz, la UN fue oficialmen-te cerrada (Garciadiego, 1996).

7 El único artículo reza “Quedan derogados los artículos 3, 5, 6, 7, 8,11 y 12 de la Ley Constitutiva de la Universidad de México, del 26 de mayo de 1910 en tanto se estudia y promulga una nueva Ley reorganizadora de la Universidad Nacional…”. En ellos se definen las autoridades universitarias, las atribuciones del rector y del Consejo Univer-sitario, los fondos económicos otorgados por el gobierno y la forma de administrarlos (en De María y Campos, 1975: 112).

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fue sancionado, aunque sí fue discutido entre las autoridades universitarias y Félix Palaviccini, oficial mayor de la Secretaría de Instrucción Pública, entre octubre y noviembre de 1914.8

La discusión del proyecto nos permite ver con claridad cómo se dis-puta la autonomía en sus significados de emancipación institucional y de diferenciación social, y cuáles son los argumentos que, de ahí en más, se pondrán en juego en dicha disputa. Se debate profusamente la necesidad de reglamentar la cantidad de horas clase permitidas a los profesores y de establecer la incompatibilidad entre los cargos públicos y los puestos de au-toridades y profesores universitarios, para evitar la “dependencia adminis-trativa del personal docente” de una secretaría de Estado y que las cátedras sigan “considerándose como simples sobre sueldos para beneficiar a los amigos del gobierno”. Y si bien hay acuerdo en otorgar la autonomía para que la UN “subsista ajena a las fluctuaciones de la política” y “libre de toda intervención oficial”, lo que prevalece es la posición de los funcionarios del gobierno: el Estado no abandonará a “la cultura superior” pero establecerá la “educación pagada”.

Para los representantes del gobierno de la revolución, la autonomía es una opción de clase:9 “mientras millares de seres de la gran familia mexi-cana permanecen dentro del analfabetismo, el oneroso sostenimiento de la educación académica es un crimen político”, porque favorece a las cla-ses privilegiadas, a “los pocos en perjuicio de los más”. En este registro, al igual que los legisladores de 1881, el gobierno de la Revolución asume que su compromiso es “procurar el mejoramiento de la enseñanza primaria” y que “la obligación de retribuir” la enseñanza profesional le corresponde a los alumnos. Sumado a lo anterior se argumenta que, en una institución que “da un 90 por ciento de fracasados”, la educación pagada sería un es-tímulo al mejor rendimiento y un mecanismo de selección natural de los más aptos, así como de control del “exceso de profesionales medianos que engrosan las alarmantes y crecientes filas del proletariado profesional...”.

Con base en esta justificación, en el Proyecto de Ley se propone con-ceder la autonomía a la Universidad “conciliando la conveniencia de su liberación, con la necesidad de su subsistencia”. Pero la liberación signifi-ca transitar a “bastarse a sí misma”; se establece entonces “una subvención anual” durante el tiempo que la Universidad tarde en ser autosuficiente. En el marco de la “educación pagada”, la subvención debe destinarse sólo “para sueldos del personal administrativo… los gastos de servicio y construcción de edificios durante el presente año escolar”, y para cubrir el “déficit del presupuesto docente”, en el caso de que no alcanzara lo recaudado por “de-rechos de inscripción, de estudios, pensiones, certificados, diplomas, etcé-tera”. Finalmente, se aclara que el subsidio se entiende como “una indem-nización” retroactiva por los bienes y los fondos con los que contaban las

8 Las actas de la primera y segunda sesión se encuentran en De María y Campos (1975: 148-157).

9 Considerando y Ley del “Proyecto de Ley para dar autonomía a la Universidad”, 1914 (en De María y Campos, 1975: 157-164).

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antiguas instituciones —que desde 1910 pasaron a formar parte de la UN— y que el gobierno federal “dispuso arbitrariamente” amparado en “una ley de presupuestos del 30 de mayo de 1868”.

Así planteada, la autonomía significa que las posibilidades de reproduc-ción de los profesores se vinculan a la condición social de los estudiantes y que, por ende, se necesitan mutuamente para subsistir. En esta composición de lugar, más allá de sus ríspidas discrepancias políticas lo que prevalecerá entre los universitarios es una suerte de alianza social virtual. Entre 1911 y 1916 los profesores llevarán la voz cantante de la defensa de la Universidad y disputarán su lugar incluyendo a los estudiantes. Un grupo de catedráticos del núcleo fundacional es el que sale al paso a los “paladines de la libertad”. En diciembre de 1914 discuten un proyecto alternativo de autonomía en el que se plantea el otro polo de argumentos que sostendrán esta polémica. A Ezequiel Chávez le corresponderá exponerlos y dar cuenta de quién es la “clase privilegiada” que demanda “libertad y subsistencia”.10

En principio, para este grupo, la definición de la UN y de los universita-rios como un cuerpo aristocrático se fundamenta en un concepto falso y ambiguo, que persigue el fin de negarles la independencia requerida, porque

...ni hay clases en México que tengan privilegios conforme a nuestras leyes, ni sostiene la Universidad cuerpo ninguno de carácter aristócrata; ni los maestros, ni los alumnos, ni los directores, ni el rector de la Universidad pertenecen o salen de las clases ricas, de las que gozan de exenciones, de las que están más allá del nivel común de los hombres... (en De María y Campos, 1975: 165).

Chávez describe al núcleo fundacional de la UNAM como un grupo so-cialmente heterogéneo y mayoritariamente de escasos recursos. Los “privi-legiados” de la UN de 1914

…vienen a menudo de las filas más humildes, de las oscuras muchedumbres que componen nuestra clase media, tan llena de privaciones, tan angustio-samente privada de recursos, que mejor debería llamarse clase pobre; vienen asimismo de nuestra clase absolutamente pobre, y no figura entre los estudian-tes de nuestra Universidad, acaso de uno al millar de individuos cuyos padres tengan grande holgura para vivir o puedan considerarse realmente ricos (en De María y Campos, 1975: 165).

Los catedráticos niegan su inclusión en el privilegio y reconocen que el término social de unidad entre los universitarios es su pertenencia a esas clases que no tienen “más capital que el de su energía, que el de su inteligen-cia, que el de su amor al progreso”; en esa condición es que se reivindican como “los únicos capaces de hacer obra educativa”, y justifican entonces su demanda de “libertad y subsistencia” argumentando que, en un país donde los capaces son “individuos de clase media, sin fortuna, y que llegan

10 Documento de presentación del “Proyecto de ley de independencia de la Universidad Nacional de México, aprobado por el grupo de profesores Universitarios que se reunió en los salones del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, las noches del 2, el 5 y el 7 de diciembre de 1914” (en De María y Campos, 1975: 164-178).

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a ocupar los puestos públicos”, le corresponde al Estado subvencionar la función docente; el no hacerlo es dejar “la más imperiosa de las funciones sociales” encomendada “a explotadores” o correr el riesgo de que la función de educar desaparezca. Así, rechazan la idea de que el subsidio sea un pri-vilegio y lo definen como una necesidad social:

...si se puede llamar privilegiada a la Universidad Nacional porque el Estado le concede recursos, deben llamarse también privilegiadas a todas las insti-tuciones a las que se conceden fondos para que vivan... pero ¿no es abusivo condenar estas concesiones porque se las llama privilegios? Si fuera justo ha-cerlo así, el Gobierno Nacional debería cerrar todas las escuelas, clausurar to-dos los hospitales, no conceder nunca más ninguna subvención para construir ferrocarriles o para hacer cualquier obra de utilidad pública... (en De María y Campos, 1975: 166-167).

Reivindicándose como “los únicos capaces”, fundan la legitimidad de la existencia de la UN en el principio de la selección de los mejores, esto es, en función de “la excelencia de los conocimientos, de las virtudes o de las aptitudes”. Argumentan entonces que la universidad es “aristocratizante” como lo es toda institución democrática: sólo en el sentido de que “en ella descuellan los mejores” y de que “se restringe de algún modo el voto”. En consecuencia, afirman que la UN es una “institución rigurosamente demo-crática” por dos razones: una, porque permite el desarrollo de estos grupos que no tienen fortuna sino inteligencia, y otra, porque los puestos deben obtenerse por “la devoción por el progreso, el mérito, al anhelo constante por la cultura” y “mediante elecciones, en las que participan todos los sec-tores interesados” y no por “el favor de una autoridad”; con ello se asegura

…tal equilibrio de gobierno entre cuantos individuos formen la misma Universidad: algunos exalumnos, profesores, directores, Rector, Consejo Universitario, que nadie pueda abusar y que se determine constantemente una distribución perfecta de funciones y una sinergia unánime de labor, análogas a las que existen en un organismo viviente, en el que la función respiratoria está encomendada, lo mismo que cualquiera de las otras, a un órgano específico, y no pueden realizarse sin embargo sino con el concurso de todos los demás órganos (en De María y Campos, 1975: 173).

La ley de autonomía nunca se sancionó y la UN siguió operando de facto como Departamento Universitario.11 Lo que sí prosperó fue la iniciativa de establecer el pago de colegiaturas. En enero de 1916, por un acuerdo del “C. Primer Jefe del Ejército Constitucionalista”, las enseñanzas universitarias “dejan de ser gratuitas”. Y es en este año cuando las nuevas generaciones de estudiantes comienzan a fortalecer sus organizaciones y reactivan la realización de Congresos Nacionales, inaugurados en 1910 (Marsiske, 1989; Velásquez, 2000).

11 En enero de 1915, Ezequiel Chávez presentará el proyecto a José Vasconcelos —quien fungía como Secretario de Instrucción del gobierno provisional de Eulalio Gutié-rrez— pero a finales de mes nuevamente hay recambio de autoridades y despidos en la Universidad.

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La definición del estatus jurídico de la Universidad llegó en febrero de 1917, pero en esta oportunidad tampoco se otorga la “independencia per-fecta”. En la nueva Constitución se establece la desaparición de la Secretaría de Instrucción Pública y de Bellas Artes; con esta decisión, según Ezequiel Chávez, “la función educativa volvió a entregarse… a la dispersa e inco-herente acción de los ayuntamientos, aunque sin hacerlos responsables de ella como había estado en el Distrito Federal hasta 1894”, y la UN perdió “su sustancia”: la ENP y los institutos de investigación.12

Todo parecía indicar que se retrocedía a la situación previa a 1910. El Senado aprueba que la UN pase a depender de la secretaría encargada de los asuntos políticos. En esta oportunidad, el reclamo lo hacen ya en forma conjunta profesores y estudiantes, presentando un Memorial a la Cámara de Diputados, en el que la reivindicación de la autonomía se inscribe en el registro fundacional.13 El grupo solicita que, si no es posible otorgar-les “la plenitud de la vida independiente”, legislando “la existencia de la Universidad con recursos proporcionados por el gobierno federal pero libres en su régimen interior”, y no sólo como un “acuerdo provisional”14 mientras lo puedan hacer los particulares, piden al menos que se reintegren la ENP y los institutos de investigación y que, “en vez de incorporar a la UN a la Secretaría de estado, se respete siquiera la autonomía del Departamento Universitario en la forma que actualmente tiene”.

Los universitarios vuelven a plantear el carácter “profundamente téc-nico” de la UN y la ausencia de “semejanzas en su cometido”, con una se-cretaría que “dirige principalmente las corrientes políticas del gobierno”. Apelando al “principio biológico y social de la división del trabajo” —esta-blecido en el derecho administrativo— argumentan que la especialización de las funciones es el fundamento del progreso: “un órgano para cada fun-ción es la Ley”. Con esta intervención logran parcialmente su cometido: no pudieron avanzar hacia la independencia perfecta, pero evitaron retroce-der en los logros ya obtenidos: los diputados rechazan la propuesta de los senadores, pero no promueven la reincorporación de la ENP ni de los insti-tutos de investigación y en diciembre, por efecto de una Ley de Secretarías y Departamentos de Estado, la UN queda instituida como Departamento Universitario y de Bellas Artes: “una humilde oficina gubernamental” que

12 “…el Patológico fue suprimido... el Bacteriológico se convirtió en un simple depar-tamento del Consejo Superior de Salubridad, no ya para investigar, sino para fabricar vacunas y sueros… el Médico, se incorporó con un nuevo nombre y un plan discuti-ble entre las dependencias de Agricultura y Fomento… la inspección de monumentos arqueológicos… se desorbitó de repente… para incorporarse en la Secretaría de Agri-cultura… la Universidad intentó organizar una escuela preparatoria antagónica de la vieja escuela preparatoria, que también había marchado a la deriva, para ir a parar por fin a ser una dependencia del Gobierno del Distrito y subordinarse a la llamada Direc-ción General de Educación Pública”. Ezequiel Chávez, Exposición general de motivos, 15 de julio de 1920 (en De María y Campos, 1975: 41- 44).

13 “Memorial que los profesores y estudiantes de la Universidad llevan a la H. Cámara de Diputados”, El Universal, 28 de julio de 1919 (en Pinto Mazal, 1974: 75-82).

14 La expresión es de Ezequiel Chávez y refiere a la condición que guarda la autonomía en la historia de la lucha por conseguirla. “Acotaciones. A propósito de iniciativas y mo-ciones que pueden tener por fin destruir la Universidad Nacional o la Escuela de Altos Estudios”, mayo de 1913 (en De María y Campos, 1975: 135-137).

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dependía del presidente y “cuyo director sería el rector al mismo tiempo” (Garciadiego, 1996: 345).

En 1917 la UN ya no es el “cuerpo docente” instituido en 1910 y la “in-diferenciación primitiva” se mantiene. La UN, como nuevo espacio de formación de los “grupos conductores”, hereda la eficacia que las antiguas Escuelas Nacionales, los concursos de oratoria y los movimientos estu-diantiles tenían antes de 1910; el itinerario que conduce desde los estudios profesionales al aparato de gobierno se fortalece, a pesar de que la disputa por el poder político se sostiene en la fuerza militar no ilustrada. La partici-pación de profesionales es significativa tanto en el congreso constituyente, donde “de un total de 225 diputados, cerca de 120 eran profesionistas”, como en la ocupación de gubernaturas, secretarías de Estado, presidencias muni-cipales y de puestos en la cancillería y en los aparatos político y burocrático de los estados (Garciadiego, 1996: 320-326).

El itinerario particular para los “hombres de ciencia” no logra instituir-se. La UN no consigue ser todavía el espacio propicio para la emergencia de quienes tienen al capital cultural (conocimientos, aptitud, inteligencia, mérito, energía, amor al progreso) como base fundamental de su repro-ducción social. En esta etapa, la emergencia del grupo requirió una fuerte inversión en institución, es decir, disponer del tiempo y de la energía del grupo en crear las condiciones para la producción de su capital específi-co, más que en “inversiones en uno mismo” (la formación individual en la “competencia técnica”). De igual manera, el itinerario destinado a la repro-ducción de los gremios profesionales es fuertemente cuestionado, como ya señalamos: al ejercicio liberal de las profesiones no se le reconoce utilidad pública porque produce un beneficio particular al profesionista y un recur-so accesible sólo a sectores minoritarios y privilegiados, por lo tanto no se acepta que su formación sea financiada con los dineros de la nación.

Por su parte, la alianza social entre profesores y estudiantes —gestada en la unión de sus destinos por efecto de la “educación pagada” y activa en la defensa de la UN como una institución autónoma— se sostendrá en un equilibrio inestable, cruzado por un conjunto de tensiones inherentes a la propia definición de la UN —como institución “aristocratizante” por “rigurosamente democrática”— que porta el grupo fundacional, y que se pondrá en evidencia mientras más avance el proceso de conformación de los universitarios como tales: la tensión entre la selección de los mejores y la inclusión de todos como principios que rigen la entrada y permanencia en la institución; la tensión entre la participación paritaria o ponderada como reglas del juego de la representación en los cuerpos colegiados; la tensión entre el favor y el mérito como recursos necesarios para ocupar puestos o ingresar a la institución; y la tensión entre la centralización del poder y la responsabilidad compartida como formas de ejercer el gobierno en la Universidad.

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1920-1924. La autonomía establecimiento del lugar social y autodeterminación de facto sin emancipación institucional

Entre 1920 y 1924 se registra una importante etapa de acumulación de fuerzas de los universitarios que llegarán a identificarse como una “clase universitaria”15 y una “clase estudiantil”.16 Si la fundación de la Universidad Nacional fue posible por la alianza intergeneracional articulada por Justo Sierra, y la eficacia de dicha alianza se sostuvo en la negociación política con Porfirio Díaz, en 1920, su construcción lo será porque los “sabios” acep-taron “sellar pacto de alianza con la revolución” que José Vasconcelos les ofrecía como “delegado de la Revolución” e “intérprete de las aspiraciones populares”, y sostenido en otra negociación, esta vez con Álvaro Obregón. Si la primera alianza se articuló en el interés por instituir un lugar social para la conformación de una clase ilustrada, la segunda apostó a salir de las “torres de marfil” para participar en “la obra de redimirnos mediante el trabajo, la virtud y el saber”, y elaborar el proyecto de creación de un nue-vo Ministerio de Educación (Vasconcelos, 1998: 33).17 Los “sabios” partici-paron activamente en la organización del “ejército de los educadores” que

15 En ella participan la generación ilustrada del núcleo original y las generaciones de es-tudiantes del 15 y del 17, ya incorporados como profesores. Una de sus cabezas visibles es el grupo de los “Siete Sabios”. Son los pioneros de la carrera académica. Durante la presidencia de Álvaro Obregón (1920-1924) ocuparon la rectoría: Antonio Caso (mayo de 1920); Balbino Dávalos (mayo-junio de 1920); Mariano Silva y Aceves (octubre-di-ciembre de 1921); Antonio Caso (diciembre de 1921-agosto de 1923); y Ezequiel Chávez (agosto de 1923-diciembre de 1924). Salvo Chávez, el resto asume la rectoría en un rango de edad comprendido entre los 32 y los 38 años.

16 Se trata de los contingentes organizados que instituyeron a los estudiantes como un ac-tor protagónico en la construcción de la UN. Se identifican como una “clase estudiantil compacta, fuerte y culta”; en su seno se registra una gran heterogeneidad política, ideo-lógica y social; participaron activamente en los asuntos académicos, los concursos de oratoria y en las “paginas universitarias” de los periódicos capitalinos; en los Congresos Nacionales debaten la misión de la “clase estudiantil” en la nueva situación social del país; reivindican “la autodeterminación de las instituciones de cultura superior”, de-mandan libertad de expresión y de pensamiento, participación paritaria en el gobierno de la Universidad y la unificación de los planes de estudio a nivel nacional; debaten la conveniencia de que “la Universidad tuviera vida propia, alejada de la política mi-litante” y que los profesores no sean los políticos de la época; estrecharon lazos con organizaciones estudiantiles latinoamericanas. Para 1929, tienen ya una experiencia acumulada como activistas estudiantiles y han consolidado su estructura organizativa compuesta de sociedades de alumnos, federaciones y la Confederación Nacional.

17 Vasconcelos propone crear un Ministerio Federal de Educación Pública que debía cu-brir “todo el territorio patrio” para “sobrepasar los estrechos límites del antiguo Minis-terio de Justo Sierra, que sólo tenía la jurisdicción en el Distrito Federal y dos territorios desiertos”. El Ministerio tendría tres departamentos: el de Escuelas, el de Bibliotecas y el de Bellas Artes, más dos departamentos auxiliares y provisionales (Enseñanza In-dígena y Desanalfabetización). La UN sería parte del Departamento de Escuelas que incluiría todos los niveles y tipos de enseñanza (Vasconcelos, 1998: 189-194).

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sustituyó al “ejército de los destructores”. En esta experiencia consiguieron rearticular el “cuerpo docente”.18

La construcción de la UN se inscribe nuevamente, y en forma explícita, en un proyecto cultural cuyo objetivo es aportar al proceso de reconstruc-ción del país. Dicho proyecto actualiza —resignificando— la propuesta fundacional. Si para Sierra, en la meta de construir la nación, la solución era reorganizar el sistema de instrucción pública dentro del concepto de “regeneración del pueblo mexicano” y mediante la homogeneización cul-tural, esto es, alfabetizar, romper la barrera del idioma y “blanquear” para convertir a la “masa menesterosa” de indígenas y mestizos en mexicanos (Sierra, 1984: 256); para Vasconcelos, después de la Revolución, el impera-tivo de la nación mexicana —“si quiere ser algo más que un agregado de razas en perpetuo desequilibrio y caos”— era promover “la regeneración de los oprimidos” propiciando la producción de una nueva cultura acor-de con los nuevos tiempos, en los que se tiende a sustituir “las antiguas nacionalidades... hijas de la guerra y la política, con las federaciones cons-tituidas a base de sangres e idiomas comunes” (Vasconcelos, 1998: 342). La resignificación del registro fundacional se plasmó en el reemplazo de los símbolos oficiales de la UN.19

Pero en esta etapa, el grupo fundacional tampoco logra la “independen-cia perfecta”. Si los precursores de la UN conciben a la autonomía como una condición de existencia necesaria, Vasconcelos, por el contrario, piensa que “las escuelas que dependen de la Universidad Nacional” ya eran libres y co-menzaban “a ser ricas”, “no necesitan otra característica” (Vasconcelos, 1998: 33). Su estrategia no contemplaba la autonomía; la misión de la UN era pre-figurar “en los hechos” al nuevo Ministerio para conseguir “el espaldarazo de la legalidad”, que dicho organismo necesitaría “para perpetuarse, pero no para ser” (Vasconcelos, 1998: 207). A finales de 1921 se crea la Secretaría de Educación Pública (SEP) y, acorde con la propuesta de Vasconcelos, la UN

18 Recuperan su base de reclutamiento: la ENP es reintegrada en 1920; reorganizan y for-talecen a la ENAE: se reglamenta acerca de los grados que se expiden y los requisitos para cada uno de ellos; se dictan las “Bases para la provisión de plazas de profesores” y establecen la presentación de un “certificado de aptitud para la enseñanza otorgado por la Facultad de Altos Estudios”, avalando así su función original como formadora de los cuadros universitarios; en 1924 se convierte en Facultad de Filosofía y Letras; orga-nizan la Escuela de Verano, la Extensión Universitaria (con “una finalidad análoga a la campaña de analfabetismo” pero “dirigida a quienes tengan estudios de primaria”) y el Departamento de Intercambio Universitario, que otorga becas para estudiantes mexi-canos y extranjeros. Siendo rector Antonio Caso (diciembre de 1921-agosto de 1923) se definen las funciones de las autoridades, los cuerpos colegiados y de las dependencias; se establece la diferenciación de tres tipos de nombramientos: docente, administrativo y servidumbre; y se reorganizan los servicios escolares.

19 El 27 de abril de 1921, el Consejo Universitario cambia el escudo y el lema con los que nació la institución: la imagen del águila y la serpiente rodeada de la leyenda “PATRIAE-SCIENTIAEQVE-AMOR-SALVS-POPVLI-EST” (“En el amor de la patria y de la ciencia está la salud del pueblo”), lema que según E. Chávez “patentiza bien la aspiración supre-ma” que guiaba a la UN: “la de salvar al pueblo, la de darle salud, la de darle vida, la de asegurar su progreso por el amor a la ciencia, por el amor a la patria” (UNAM, 1979: 56). El escudo nuevo “consistirá en un mapa de la América Latina” con la leyenda “POR MI RAZA HABLARÁ EL ESPÍRITU”, sostenido por “un águila y un cóndor apoyado todo en una alegoría de los volcanes y el nopal azteca” (Vasconcelos, 1998: 340-341).

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queda integrada al Departamento de Escuelas de la nueva Secretaría: ya no depende directamente del presidente, sino que su “jefe” inmediato vuelve a ser el secretario de Educación.

El “pacto de alianza” entre la Revolución y los universitarios mediado por Vasconcelos duró poco. La intromisión de Vasconcelos como secreta-rio de la SEP en asuntos “internos” de los universitarios vulneró la alianza establecida con sus pares del Ateneo de la Juventud, así como con las nuevas generaciones de estudiantes. En septiembre de 1923, será la Federación de Estudiantes de México la que presenta un Proyecto de Ley de Autonomía y logra el aval de los diputados y los senadores, pero la iniciativa fue “con-gelada” por Vasconcelos (De María y Campos, 1975: 123-129). La capacidad de negociación entre los universitarios para sostener su propia alianza iría perdiendo eficacia, hasta llegar a la confrontación en el movimiento estu-diantil de 1929, cuyo desenlace será el establecimiento de la autonomía.

1929-1944. La autonomía una conquista inacabada

Entre 1917 y 1944 la búsqueda de la autonomía será una conquista inacabada y dependerá de la capacidad de negociación que los universitarios —como desiguales, diferentes y contrincantes— pudieran o no construir entre sí y con los grupos insertos en la también emergente clase política. Como todos sabemos, en esta trayectoria de veintisiete años de vida de la institución se promulgan tres leyes de autonomía: la de 1929, la de 1933 y la de 1944. Cada una de ellas objetivará el grado de diferenciación logrado entre los grupos que emergieron al calor de la Revolución, así como el estado de la relación de fuerzas en el que se encuentran en cada coyuntura.

La autonomía establecida en 1929 formaliza la ambigüedad de la línea divisoria existente entre la clase política y los universitarios: al igual que en 1914 y 1917 —y con los mismos argumentos de 1881— el Ejecutivo de 1929 mantiene la posición de subsidiar a las escuelas profesionales “por lo pronto, y todavía por un periodo cuya duración no puede fijarse”. En consecuencia, la autonomía es un “acuerdo provisional”: la Universidad deberá transitar hacia su reconversión en institución privada “a medida que el tiempo pase” (De María y Campos, 1975: 215-218).

Para los universitarios, dicho acuerdo significa una nueva plataforma desde la cual pretenderán consolidar posiciones. Por el momento —y no es cosa menor para quienes lo están viviendo sin saber el final de la historia— la Universidad seguía siendo una institución nacional y pública, con plena personalidad jurídica; habían avanzado en la anhelada diferenciación entre la política y la técnica: la UN sería independiente de la SEP, los universita-rios ya no serían empleados federales sino de la misma Universidad, y el puesto de rector sería incompatible con la ocupación de cargos de elección popular y gubernamentales y con el ejercicio de la docencia. Finalmente, en la nueva ley se establece una forma de gobierno compartido entre to-dos los sectores universitarios, menos los trabajadores, lo que les permitiría

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encarar la tarea de construir un gobierno democrático, pendiente desde 1910;20 y la universidad vuelve a contar con institutos de investigación.21

Sobre esta plataforma se desarrollarán dos procesos de diferenciación que estaban latentes en el mismo seno de la Universidad. Por una parte, en septiembre, los empleados universitarios iniciaron la disputa por su reconocimiento, constituyendo la Unión de Empleados de la Universidad Nacional Autónoma (UEUNA), que convocó a los 211 técnicos y administra-tivos y a los 238 trabajadores clasificados como “servidumbre” (conserjes, porteros, mozos, veladores e intendentes). La disputa fue ríspida y se resol-vió en 1932, cuando la Suprema Corte de Justicia negó la existencia de una relación patrón/trabajador, apoyando el criterio del Consejo Universitario. Así la ambigüedad de las relaciones laborales quedó instalada como foco de conflicto y discrecionalidad (González del Rivero, 1989).

Por otra parte, las autoridades, profesores y estudiantes plantea-rán una nueva demanda: la construcción de una ciudad universitaria. A principio de 1929, los estudiantes pusieron el tema en la agenda de su VI Congreso Estudiantil realizado en la ciudad de Mérida, Yucatán; en julio, Vasconcelos22 inscribió el proyecto de construcción en la premisa de que “Raza que no construye su edificio es raza que no sabrá tampoco ni siquiera reconocer su identidad...”. Esta obra debería llamarse “Nueva Sofía”, porque constituiría “un nuevo ensayo de universalidad tan necesario en nosotros como fue necesario en Bizancio”. Una gran obra arquitectónica en la que “un pueblo entero colaborará, soñará mientras construye” ese espacio de “síntesis”, unificador de “todo esto disperso y que lleva siglos de estar espe-rando la unión”.23

Y en noviembre, el Dr. Pedro de Alba plantea el punto de vista de los profesores para quienes la ciudad universitaria debía ser el lugar físico que objetivara el lugar social demandado desde la fundación de la UN: “para que en México se forme una clase universitaria capacitada para la investigación en el más alto sentido, responsable y disciplinada, es urgente que los maes-tros y los discípulos vivan en condiciones propicias”. En este registro se re-vela otra tensión entre los universitarios: la que existe entre los “hombres de ciencia” y los profesionales liberales, originada en la función particular

20 Además de las autoridades universitarias participan la Federación de Estudiantes a tra-vés de los consejeros alumnos elegidos en su seno; las asociaciones profesionales a tra-vés de un consejero (ex alumno graduado); las academias conformadas por profesores y estudiantes (en vez de las Juntas de Profesores originales). Y, destaca el establecimiento de cupos para garantizar la participación femenina en todos y cada uno de los puestos de representación (Art. 9 de la nueva Ley).

21 En 1929 se incorporaron a la UNAM instituciones de vieja data que son la base de los ac-tuales Institutos de Biología (1786), Bibliográficas (1833), Astronomía (1863) y Geología y Geofísica (1886).

22 Durante su gestión en la SEP (1921-1924), Vasconcelos mandó construir el edificio de la Secretaría y un centro deportivo y cultural cuyo proyecto original contemplaba la construcción de un “Centro Universitario”, pero que no llegó a concretarse (Vasconce-los, 1998: LXII).

23 “Nueva Sofía”, El Universal. 1º de julio de 1929 (en Díaz de Ovando y García Barragán, 1979).

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que la UN juega en sus respectivas estrategias de reproducción social: como grupos disciplinarios y como gremios profesionales.24

Si la clase política cuestiona a los profesionales liberales por su espíri-tu mercantilista, la “clase universitaria” los respeta25 pero no los reconoce entre sus integrantes. Para dicho grupo, los “médicos, abogados y los inge-nieros ‘postulantes’ de mucha o de poca clientela”, deben “ser empleados en campos restringidos” y —sin romper con la tradición de que formen parte de la Universidad— su inclusión debe dejar “lugar preferentemente para los profesores que puedan dar todo su tiempo a la Universidad”. Estos profe-sores serían “los primeros ciudadanos de la Ciudad Universitaria” y habría que “retribuirlos ampliamente, garantizarles su inamovilidad y su retiro”.

En octubre de 1930, el presidente Ortiz Rubio (febrero de 1930-septiem-bre de 1932) autoriza la compra de 153 terrenos en las Lomas de Chapultepec, pero en enero de 1931 los diputados no aprueban la partida para la cons-trucción de la Ciudad Universitaria (CU). Para ellos la prioridad era incre-mentar el salario a los maestros rurales, pues el objetivo más importante de la Revolución era “la integración cultural del indio por medio de la educa-ción rural”(Díaz de Ovando y García Barragán, 1979: 57). Si los universita-rios querían un lugar social lo tendrían, pero no a expensas de los dineros de la nación ni en contra de la ideología de la revolución.

El “acuerdo provisional” de 1929 se rompió en 1933. Como sabemos, el Consejo Universitario de la UN se negaba a asumir la orientación socia-lista para regir el rumbo de la institución y, en el marco de un conflicto nacional,26 el gobierno “corta” la relación entre la Universidad y el Estado, otorgándole la “autonomía plena”: deroga su carácter de institución nacio-nal y pública, la establece como una corporación dotada de plena capaci-dad jurídica que conserva los bienes patrimoniales en existencia; decreta la suspensión definitiva del subsidio y su reemplazo por la entrega de una suma única de dinero, considerada como “capital inicial”. En breve el go-bierno optaría por acelerar la reconversión de la UN en una institución pri-vada, prevista en la Ley de 1929.

Entre 1933 y 1944, para los universitarios la autonomía significa comen-zar a “valerse por sí mismos”, constituirse en una fuerza social y política y ejer-cer la libertad sin “orientación” sujeta sólo a la “ley del método”. Inicia aquí otra etapa en el proceso de constitución social de los universitarios, que

24 “La ciudad universitaria y las nuevas generaciones”, El Nacional Revolucionario, 12 de noviembre de 1939 (en Díaz de Ovando y García Barragán, 1979: 391-392).

25 Reconoce “un espíritu apostólico” en aquellos que “dedican horas a la enseñanza res-tándolas de la atención de su clientela particular” y no “es desdeñable el contingente de los hombres de lucha en la profesión, pues su experiencia aconseja caminos prácticos y sus triunfos estimulan una acción sostenida”.

26 Este conflicto incluye a la UN pero la trasciende. Recordemos que la conocida polémica sobre “la libertad de cátedra” tiene lugar en el Primer Congreso de Universitarios Mexi-canos, convocado por el Consejo Universitario de la UN por acuerdo del IX Congreso Nacional de Estudiantes. Se trató de una asamblea nacional de autoridades, profeso-res y estudiantes a la que asistieron representantes de 21 estados de la República y del Distrito Federal, inaugurada por el presidente, el secretario de Educación Pública y el cuerpo diplomático. El Congreso se llevó a cabo en las instalaciones de la UNAM, del 7 al 14 de septiembre de 1933.

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comúnmente se identifica como “caos”, a partir del simple recuento de jor-nadas electorales violentas y continuos cambios de autoridades.27 Sin em-bargo, esta visión de las cosas encubre las importantes transformaciones que registra cada sector de los universitarios y que se expresan y procesan en la ríspida lucha por la hegemonía entre la Universidad y el Estado, como instituciones; y en la disputa interna por el control político e ideológico de la institución que tuvo lugar en estos años.

La autonomía “plena” confronta a los universitarios con las tres tareas que Ezequiel Chávez planteó a los primeros consejeros de 1910.28 El Consejo Universitario de 1934 aceptaba que “la tarea esencial de unificación del es-píritu universitario, de los métodos, de las tendencias, de la orientación de la Universidad entera” no había sido posible hasta el momento; y reconocía que la UN era una “simple suma de distintos miembros dispersos”, en la que se había formado “una especie de feudalismo, de particularismo extrema-do, que hace de cada una de las instituciones universitarias un estado inde-pendiente” (en Alarcón, 1976: 117).

Los consejeros se proponen, entonces, “construir la Universidad como una unidad”, no respondiendo ya “a la idea de facultades y escuelas distin-tas”, sino a la de “formar un solo núcleo de elementos docentes”, nacido de la “relación estrecha y constante” que existe entre profesores y alumnos, a partir de la afinidad de asignaturas en cada ciclo escolar. De este primer nivel de asociación es que saldrán los delegados a los distintos órganos co-legiados (las academias parciales y generales, y el Consejo Universitario) los cuales tendrán siempre una composición paritaria (Alarcón, 1976: 117).

Al igual que la gesta fundacional, el nuevo intento de construcción de la “vida autonómica” se desarrollará en un escenario de múltiples confron-taciones. Todos los grupos sociales y las fuerzas políticas que participaban en la disputa nacional por la “orientación” estaban representados y activos en el seno mismo de los universitarios (Contreras, 2002). Así es que, si el “cuerpo docente” original había invertido tiempo y energía en elaborar y debatir proyectos de autonomía que buscaban la emancipación institucio-nal, la “comunidad de cultura” en ciernes lo hacía en acordar un Estatuto General al calor de ríspidas disputas por establecer el significado de la “fun-ción social” de la UN y los itinerarios sociales y ocupacionales de sus inte-grantes. Esta disputa quedó plasmada en la formulación de tres Estatutos (1934-1936-1938).

27 La visión maniquea de este tramo de la historia de la UNAM, que contrapone el “caos” previo a la ley de 1944 a la “paz” posterior, es una visión interesada en mantener la composición del poder universitario en los mismos términos que resultaron de esta coyuntura; además de que aporta a confirmar la representación oficial y social de los universitarios como un grupo incapaz de dirigir los rumbos de su propia existencia; o argumenta a favor de los imponderables: la idea de que la historia de México es el eterno discurrir de “incapacidades congénitas del ser nacional”; idea contra la cual nos alerta Edmundo O’Gorman, al estudiar los sucesivos cierres y aperturas de la Real y Pontifi-cia Universidad de México, entre 1833 y 1865.

28 Recordemos que dichas tareas eran: realizar la “unificación moral” de todas las es-cuelas para “unimismarse en la ciencia y la virtud”; constituirse en “la cabeza visible de la intelectualidad mexicana” e “iniciarse en la vida autonómica” construyendo un gobierno “cada vez más y más democrático”.

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Para 1944 la relación entre los universitarios era más que tensa; en el pro-ceso de elección de rector se dividen, llegando a coexistir dos rectores y dos Consejos Universitarios. Pero este grupo ya no era lo mismo que en 1933. Algunas de sus transformaciones más significativas son las siguientes:

1. La “clase universitaria” de 1929 logra establecer una línea divisoria que la distingue del resto de los universitarios: en octubre de 1943 finalmente se crea “la posición de profesor universitario de carre-ra”, sólo para quienes están adscritos a los baluartes del grupo fun-dacional (ENP, Iniciación Universitaria, facultades de Ciencias y de Filosofía y Letras). Dicha posición es para el profesor “consagrado a la investigación y a la docencia” y su ocupación es incompatible con el ejercicio liberal o asalariado de las profesiones y con los cargos públicos.29 La tarea pendiente de constituirse en “la cabeza visible de la intelectualidad mexicana” y tener un lugar en el concierto in-ternacional comienza a realizarse con éxito; los investigadores for-talecen su presencia como tales implantando la semilla de seis de los actuales institutos de la investigación científica y cinco de los de humanidades30 (UNAM, 2003; Domínguez, 2007).

Lo que quedará pendiente para este grupo es la construcción de Ciudad Universitaria. En 1937, para afrontar la crisis económica de la institución, el Consejo Universitario aprueba la venta de los terrenos de Lomas de Chapultepec, en donde se construyó final-mente una Ciudad Militar. En 1942, un grupo de estudiantes de la Escuela de Filosofía y Letras recupera el proyecto. Para ellos esta ta-rea aportaría a “crear el espíritu universitario que… existe en forma embrionaria”, y podría ser “el punto de partida de un patrimonio o capital suficiente para que la universidad pueda vivir decorosamen-te sin subsidio oficial”. Junto con el rector Brito Foucher (junio de 1942-julio de 1944) eligen unos terrenos ejidales en el Pedregal, lo-gran la autorización de los ejidatarios y en marzo de 1943 comienza el largo trámite de expropiación. Pero el rector renuncia y la cons-trucción de CU queda pendiente otra vez (Díaz de Ovando y García Barragán, 1979: 81-85).

2. La “clase estudiantil” de 1929 adquiere un nuevo perfil en los con-tingentes organizados de esta etapa. Las Sociedades de Alumnos, la Federación y la Confederación acentúan su rol protagónico y mantienen una controvertida inclusión formal en los espacios de

29 “Servicios docentes en cualquier centro de enseñanza que no pertenezcan a la Uni-versidad; Empleos técnicos o comisiones retribuidos de investigación en laboratorios que no dependan de la Universidad; Cargos de cualquiera categoría en dependencias u oficinas de los gobiernos municipales, o estatales, o del gobierno federal; Trabajos al servicio de personas o empresas particulares; Dedicarse profesionalmente al ejercicio lucrativo de cualquier actividad”. Para un tratamiento detallado de este proceso en la legislación universitaria véase Carrillo Prieto, 1976.

30 Institutos de Física, Geografía, Ciencias del Mar y de Limnología (1939); Química y Biomédicas (1941) y Matemáticas (1942); Sociales (1930), Estéticas (1935), Jurídicas, Filo-sóficas y Económicas (1940).

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deliberación y decisión institucionales, pero pierden su indepen-dencia de los grupos políticos que participan en la coyuntura, del aparato de gobierno y de las autoridades universitarias. En esta ex-periencia se forman grupos de presión política, grupos deportivos y grupos de choque que son de naturaleza, orígenes y composición muy diversa,31 pero se instituyen en el campo de cultivo de prácticas que se identificarán en el “pandillerismo universitario” donde, final-mente, se estructura el itinerario de las llamadas “porras” como un actor de peso en el devenir de la UN.32 Por otra parte, la experiencia de participación estudiantil sigue cumpliendo la función tradicional de semillero de futuros cuadros políticos y funcionarios, mayores y menores, no sólo del aparato de gobierno y de la administración pú-blica, sino también de la actividad cultural, científica y profesional.

3. Mientras la emancipación institucional subsiste en el terreno jurí-dico, los universitarios restituirán la capacidad de negociación de la UN, como institución, frente al gobierno de la revolución, estructu-rando diversos canales de comunicación entre ellos. Por una parte, algunos universitarios mantendrán la “indiferenciación primitiva”, legitimando el ancestral itinerario que conduce de la experiencia universitaria a la ocupación de cargos públicos; y, otros, por el con-trario, construirán la “diferenciación más y más acentuada” entre los hombres de ciencia y los que ocupan los cargos públicos, avan-zando en la profesionalización de la docencia y de la investigación. En esta experiencia irán construyendo el nuevo espacio de las élites nacidas de la revolución mostrando que la “indiferenciación” y la especialización no son etapas “evolutivas”, sino posiciones estructu-rales en las cuales las diferencias sociales y las discrepancias políti-cas entre los grupos que las construyen, van haciéndose más tenues mientras caminan rumbo a constituirse como una red social pe-queña y densa.

Por otra parte, la capacidad de negociación opera concretamente a través de conductos que no se reducen a las relaciones personales, sino que se objetivan en intercambios de recursos económicos del gobierno por servicios profesionales que brindan los universitarios, a partir del desarrollo de las funciones específicas de la Universidad (convenios de investigación, asesorías, desarrollos tecnológicos, obras públicas, etcétera). En esta lógica es que, mientras se dirime el signo político e ideológico de las prácticas universitarias, se van creando espacios institucionales que dan cuenta del vínculo que la UN establece con los “problemas nacionales”, tales como la extensión universitaria y el servicio social (UNAM, 1979, tomos V y VI).

31 Para un tratamiento detallado de esta cuestión véase Contreras, 2002.32 Como se sabe, este tipo de asociación reclutará sobre todo estudiantes de recursos eco-

nómicos y culturales escasos, que a cambio de sus servicios obtendrán una forma de vida basada en actos delictivos y en la impunidad, con la cual superarán la situación de precariedad económica e ilegitimidad que les es propia por origen familiar y social (Guitian, 1975; Lomnitz, 2008).

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4. Al calor de la ruptura ideológica entre la Universidad y el Estado opera también una recomposición del campo educativo nacional, que atiende a la antigua disputa social fincada en la “educación pa-gada”. Ante la preocupación manifiesta de que “las profesiones se aristocraticen” y que “sólo los estudiantes que puedan pagar las cuo-tas… lleguen a adquirir títulos profesionales”, el gobierno conside-ra que, mientras “no haya una reorganización fundamental en las profesiones liberales clásicas… una nueva orientación, un sentido social diferente y no asuman importancia más clara y definida para la colectividad”, no es “fundamental abrir las puertas de las profe-siones liberales a la gran masa del proletariado de la República”. Para el ejecutivo “el porvenir de las clases pobres del país y el porvenir de la transformación industrial y económica de la República” está en las escuelas técnicas, porque son más adecuadas a la “naturaleza y capacidad” de dichas clases y porque formarán “nuevos tipos de profesionistas, que sólo por prejuicio tradicional se consideran de inferior calidad, de inferior altura a las clásicas profesiones de abo-gado, médico, ingeniero y dentistas”.33

En consecuencia, “las probabilidades” de que los profesionistas que ocupen cargos públicos surjan “de la Revolución, del proletaria-do nacional”, dependerá de “la reacción y desenvolvimiento de los centros regionales de alta cultura que el país sabrá crear sin duda, para atender con orientación revolucionaria definida, a la necesidad de formación de profesionales”. En esta perspectiva, en 1935 el go-bierno decreta la conversión de la enseñanza secundaria como un ciclo terminal y de formación técnica y bajo la única responsabili-dad del gobierno, reservándose el derecho de validar o no los títu-los otorgados por las escuelas no incorporadas a la SEP; en 1936 crea la Universidad Obrera y el Instituto Politécnico Nacional (Lerner, 1979; Semo, 1983; Guevara Niebla, 1983).

Mientras tanto, en la UN, mediante una estrategia que articula la crea-ción de un ciclo de Iniciación Universitaria, la revalidación de estudios y la incorporación de escuelas particulares, se estructura una fuente de ingresos y se fortalece la alianza social con las instituciones educativas particulares, muchas de ellas católicas, con asiento en la capital y en diversos estados. Para 1940, las escuelas incorporadas ascendían a 21 instituciones (Contreras, 2002: 129). Podemos decir entonces que, en el devenir de esta coyuntura, la UN no sólo se fortalece como el espacio predilecto de la oposición al gobierno sino que, ahora, se instituye también como centro de gravitación de la acumula-ción de fuerza social y política de los grupos cuya estrategia de reproducción social contempla la creación de espacios educativos particulares.

En breve: la ruptura de la relación entre la Universidad y el Estado le redi-tuó a los universitarios un importante capital social y político que, al final de

33 “Discusión de la iniciativa de reforma a la Ley Orgánica de la Universidad Nacional Autónoma”. Diario de debates, 17 de octubre de 1933 (en Pinto Mazal, 1974: 207-218).

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cuentas, los dotaría de los medios para valerse por sí mismos usufructuando los vericuetos que ofrecía la ambigüedad estructural de su lugar social.

Para 1944 el proceso de diferenciación de los tres grupos sociales involucra-dos en esta historia llega a un fin de ciclo: en 1946, el Partido de la Revolución Mexicana se reconvierte en el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y la nueva clase política logra consolidarse institucionalizando la revolución;34 en 1945 se establece la Ley Reglamentaria del artículo quinto constitucional que regula el ejercicio de las profesiones; y en 1944 la clase ilustrada de origen uni-versitario, nacida en 1910, logra la “independencia perfecta” consolidando su plataforma como élite cultural y científica del país.

En este registro la autonomía es el logro de la emancipación institucio-nal y el establecimiento de un pacto político y de una alianza social entre los de arriba. La nueva ley de autonomía, significada como la conciliación en-tre dos instituciones —el Estado y la Universidad—, es la realización de un nuevo “pacto de alianza” entre el gobierno en turno de la revolución insti-tucionalizada y el grupo de universitarios que, ya establecidos como tales, están representados en la Junta de ex rectores que concibió la nueva Ley. El pacto es político y queda sellado en el concepto de autonomía que anima a la nueva legislación “...la abstención del Estado en la organización técnica de la Universidad, implica también, como una consecuencia de su propia defi-nición, la abstención de la Universidad en los asuntos políticos del Estado”.

El grupo fundacional es el que define la autonomía plasmando sus rei-vindicaciones históricas: pleno reconocimiento de la universidad como una institución nacional, una corporación pública, un organismo descen-tralizado, es decir, no ajeno al Estado pero dotado de personalidad jurídica, libertad de organización, libertad académica y de un subsidio permanente. En la nueva Ley el funcionamiento de las escuelas profesionales no depen-derá de las colegiaturas pagadas por los estudiantes porque el subsidio esta-tal se otorgará para la institución en su conjunto y su distribución se decidi-rá en el seno de la Universidad y por los mismos universitarios. Así, a partir de 1944 la disputa social de origen acerca de cómo se distribuyen los dineros de la nación se instala entre los mismos universitarios, configurando a las “cuotas” como un objeto de disputa entre las autoridades y los estudiantes. Por otra parte, la Universidad se define como empleadora y se mantiene el principio de que “la relación entre los empleados es estatuaria no contrac-tual, tienen derechos y prestaciones de orden social, incorporados al orden jurídico ya establecido”.

Este pacto no concluye, sin embargo, con la lucha por la hegemonía dentro de la UNAM, sino que la traslada a múltiples formas de intervención

34 Pueden señalarse como momentos clave de este proceso: marzo de 1929, con la crea-ción del Partido Nacional Revolucionario (PNR): la estructura partidaria emerge como el canal de reproducción social, sumándose al aparato de gobierno y a la detención del poder político, ya constituidas como plataformas de sus inversiones económicas; el pe-ríodo de 1933 y 1944 en que se construye la hegemonía de la nueva clase política en todos los frentes, a partir de 1936, cuando el PNR se reconvierte en un partido de sectores: el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), y emerge la lógica de reproducción social que, basada en el corporativismo, resultará instalada sólidamente en el período carde-nista; 1942, cuando el sector militar desaparece de la estructura formal del PRM.

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“indirecta” (Ordorika, 2006), que se gestan y circulan en la red pequeña y densa en la que los tres grupos originales de la UN se entrelazan en víncu-los familiares, sociales y políticos y, conservando sus diferencias, las hacen valer cuando lo consideran necesario. Coincidiendo ahora en el interés co-mún de defender el lugar construido por cada cual, la autonomía será el resguardo de una suerte de “convivencia pacífica”.

Por otra parte, la anhelada diferenciación entre la política y la técnica, como línea divisoria entre el Estado y la Universidad, entre los políticos y los sabios, se traslada ahora a la estructura organizativa de la institución. En el código de la “comunidad de cultura”, la intervención de la política se excluye como expresión de un interés partidario, pero se niega también la existencia de relaciones de poder entre los universitarios; con esta premisa, la política se excluye como objeto de la representación, es decir, como toma de posición legítima acerca de los asuntos inherentes a la vida académica, propiciando la institución de la “grilla”, como una “puerta falsa” para la ne-gociación política y el ejercicio del poder.

Ahora bien, si el pacto entre el grupo fundacional de la UN y la clase política es un pacto político, la alianza entre ellos será social y quedará se-llada en la construcción de Ciudad Universitaria. Entre el 28 de noviembre de 1946, que se realizó la ceremonia de entrega de los terrenos a la UNAM, y el 22 de marzo de 1954, que las autoridades universitarias recibieron for-malmente las instalaciones de CU, las diferencias de origen entre los grupos que conformaban las nuevas élites mexicanas se resignifican mediante un intercambio de recursos materiales y simbólicos: el 28 de febrero de 1950, el presidente Alemán recibe el Doctorado Honoris Causa y el 5 de julio se da el inicio simbólico de las obras, siendo la primera piedra la de la Facultad de Ciencias; mientras, los médicos y abogados no quieren abandonar el centro de la ciudad, donde se encuentran sus lugares de trabajo, y los arquitectos e ingenieros que representan a la UNAM tienen fuertes discrepancias con sus colegas que representan al gobierno de la revolución (Díaz de Ovando y García Barragán, 1979: 313). El 20 de noviembre de 1952, la inauguración del Estadio Olímpico fue el “Día de la Dedicación” porque en el acto principal, CU se dedicaría al presidente de la república, quien, según sus colaborado-res, quiso reunir “en una misma fecha resplandeciente la revolución política, la revolución industrial y la revolución espiritual de México...”. Mientras, el rector lo reconoce como “gobernante entusiasta y fervoroso de su pueblo... que al final de su mandato dedica a su Alma Mater para bien de la cultura y de la ciencia, para defensa de la libertad y de la dignidad del hombre”.

Como lo había imaginado Vasconcelos, la construcción de la CU fue también una gran obra arquitectónica donde operó un intenso trabajo de unificación simbólica: mientras se construía la nueva ciudad, los ejidata-rios de los terrenos del Pedregal recibían un nuevo hábitat, estudios uni-versitarios gratuitos para sus hijos y se reconvertían en trabajadores asa-lariados de la nueva construcción; las familias de apellidos ilustres, por su parte, aceptaron a disgusto que la Avenida Revolución partiera en dos a San Ángel; y muchos mexicanos compartieron el sueño dorado de que sus

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hijos ingresaran a la UNAM y llegaran a ser “alguien que es algo en la vida”. Soñaban con dejar de ser lo que eran, no en el registro de esa “especie de síntesis” de todas las razas que Vasconcelos planteaba, sino en el registro de la unidad nacional propuesta por el gobierno de la revolución y de la “movi-lidad social” propiciada por la Universidad Nacional (García Salord, 2000).

Así las cosas, para 1976 Larissa Lomnitz identifica que dentro de la UNAM, y a través del desarrollo de las funciones básicas de la institución, ya se había estructurado un conjunto de “especializaciones funcionales”, que ella denominó como “carreras de vida”, es decir, como un canal que “tiende a conformar un grupo social con sus propias características, su propia es-tructura interna, sus ritos de iniciación, sus normas y valores, y en fin, sus mecanismos para la integración de sus miembros a un determinado rol en la vida nacional” (Lomnitz, 1976). En el momento en que la autora realizó su estudio, en la UNAM existían cuatro carreras de vida: la académica, la política, la profesionista y la de los grupos de choque.

Simultáneamente, otra carrera había tomado cuerpo: la de la burocra-cia académica y administrativa, cuya génesis podría señalarse, posiblemen-te, en la creación de la Secretaría General en 1924 (De María y Campos, 1975: 131); mientras, el itinerario de los empleados excluidos de la “comunidad de cultura” recibía finalmente el reconocimiento, por efecto, en parte, del arribo de la generación joven de académicos que en la década de los setenta reconoció el carácter asalariado del trabajo intelectual y abrió así la puer-ta para la organización sindical en la UNAM. Será entonces en 1978 cuando cada cosa se encuentre ocupando su lugar: la política en los partidos y el congreso, el trabajo intelectual en la universidad, el trabajo administrativo y manual en el sindicato y el poder recorriendo a todos, y será en 1980 cuan-do la autonomía se establezca como garantía institucional.

En la UNAM, ya centenaria, el ciclo social de las generaciones pioneras, fundadoras y herederas ha concluido y la emergencia de un nuevo ciclo está anunciada: todos los mecanismos de reproducción social de los uni-versitarios están trabados. En su mayoría los profesores e investigadores son ya un grupo establecido y en edad de retiro, pero la jubilación no es una opción redituable y tampoco están disputando una forma de retiro alterna. El grupo de los científicos, responsables de haber introducido “los caminos de la excelencia”, comparte su posición de poder con los académicos instituidos en los nuevos pioneros de la década de los setenta —herederos del sueño dorado— que arribaron a la universidad como he-rederos de las promesas del gobierno de la revolución institucionalizada. Las nuevas generaciones de los herederos de la cultura —herederos de los caminos de la excelencia— no pueden acceder a su herencia, aún habien-do acumulado dos “pos-doc” en su haber; y las nuevas generaciones de estudiantes —“privilegiados del mundo de la desigualdad” y herederos de todas las crisis— han sido desheredados del privilegio y del derecho a la educación superior.

Cabe entonces la pregunta: ¿quién entiende qué por autonomía en esta composición de lugar?

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