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Populismo es hegemonía es política? La teoría del populismo de Ernesto Laclau. 1 Benjamin Arditi Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM [email protected] El trabajo de muchos de nosotros nunca hubiera sido igual sin la influencia intelectual de Ernesto Laclau, uno de los pensadores políticos más lúcidos de su generación. Es difícil no dejarse cautivar por su prosa —los giros de lenguaje, la elegancia de su coreografía conceptual, el uso frecuente de ejemplos o la facilidad con la que ensambla sus argumentos nutriéndose del trabajo de filósofos, lingüistas, psicoanalistas e historiadores. Tiene un talento especial para atraer a sus críticos a su terreno conceptual e interpretar los argumentos de éstos a través de los lentes de su propia terminología. Cuando esto no es una opción viable, muestra una habilidad igualmente notable para debilitar o desechar las críticas con respuestas que parecen tener la fuerza de silogismos. En esto Laclau sigue los pasos de Louis Althusser, un pensador que también se movía a sus anchas en el terreno de la intertextualidad y siempre buscó presentar sus argumentos de manera clara y persuasiva, como si fueran conclusiones evidentes por sí mismas. Althusser no es ningún extraño para él dado que sus teorías están presentes en su primer libro de ensayos, Política e ideología en la teoría marxista. Laclau abandonó gradualmente las tesis acerca de la autonomía relativa de las superestructuras y de la determinación en última instancia por la economía en los escritos que fueron abonando el terreno para Hegemonía y estrategia socialista. Lo que aún resuena en ese libro así como en Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo y en su más reciente La razón populista es el talento de Althusser para imprimirle a su discurso la 1 Trabajo publicado originalmente en la revista Constellations, Vol. 17, No. 2, 2010, pp. 488-497.

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Populismo es hegemonía es política? La teoría del populismo de Ernesto Laclau. 1

Benjamin Arditi

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM

[email protected]

El trabajo de muchos de nosotros nunca hubiera sido igual sin la influencia intelectual de Ernesto Laclau, uno de los pensadores políticos más lúcidos de su generación. Es difícil no dejarse cautivar por su prosa —los giros de lenguaje, la elegancia de su coreografía conceptual, el uso frecuente de ejemplos o la facilidad con la que ensambla sus argumentos nutriéndose del trabajo de filósofos, lingüistas, psicoanalistas e historiadores. Tiene un talento especial para atraer a sus críticos a su terreno conceptual e interpretar los argumentos de éstos a través de los lentes de su propia terminología. Cuando esto no es una opción viable, muestra una habilidad igualmente notable para debilitar o desechar las críticas con respuestas que parecen tener la fuerza de silogismos. En esto Laclau sigue los pasos de Louis Althusser, un pensador que también se movía a sus anchas en el terreno de la intertextualidad y siempre buscó presentar sus argumentos de manera clara y persuasiva, como si fueran conclusiones evidentes por sí mismas. Althusser no es ningún extraño para él dado que sus teorías están presentes en su primer libro de ensayos, Política e ideología en la teoría marxista. Laclau abandonó gradualmente las tesis acerca de la autonomía relativa de las superestructuras y de la determinación en última instancia por la economía en los escritos que fueron abonando el terreno para Hegemonía y estrategia socialista. Lo que aún resuena en ese libro así como en Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo y en su más reciente La razón populista es el talento de Althusser para imprimirle a su discurso la discreta elegancia de un razonamiento que no parece dejar hilos sueltos.

La razón populista (de aquí en adelante RP) es un libro fascinante. Está escrito de una manera tal que su tema de estudio aparece como una continuación y confirmación de su teoría postgramsciana de la hegemonía. La hegemonía es el medio a través del cual el populismo se despliega y, como veremos, a menudo es difícil diferenciar entre una y otro. En las primeras setenta u ochenta páginas Laclau revisa las teorías de Canovan, Minogue y varios de los trabajos incluidos en la compilación de Ionescu y Gellner sobre el populismo. También discute lo que plantean Le Bon, Tarde, McDougall y Freud acerca de grupos, multitudes y líderes. Esto prepara al lector para lo que será su propia interpretación acerca del populismo. Si bien este trabajo de zapa es interesante, prefiero concentrarme en las secciones subsecuentes donde Laclau formula su posición de manera explícita. También he querido evitar la tentación de escribir una suerte de “Laclau para principiantes”. En vez de distraerme explicando lo que el autor entiende por discurso, diferencia, articulación y tantos otros términos de su léxico me interesa discutir algunas tensiones conceptuales en sus argumentos sobre el populismo (o sobre la política-como-populismo). Parafraseando algo que decía Gastón Bachelard, la mejor manera de honrar a un gran pensador es polemizando con sus ideas, poniendo en relieve las tensiones presentes en su trabajo.

1 Trabajo publicado originalmente en la revista Constellations, Vol. 17, No. 2, 2010, pp. 488-497.

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Demandas, equivalencia, antagonismo, “pueblo” y líder

Laclau desarrolla su argumento en dos etapas. En la primera introduce una serie de supuestos simplificadores que abandonará gradualmente para arribar a lo que el autor describe como su “noción desarrollada del populismo” (RP, 219). El paso de una a otra se hace, entre otras cosas, mediante la introducción de significantes flotantes en un discurso que hasta ese entonces se había basado en significantes vacíos. Si bien éstos le sirven para explicar la construcción de las identidades populares cuando las fronteras son estables, los significantes flotantes le permiten contemplar el desplazamiento de esas fronteras cuando las fuerzas populistas están embarcadas en guerras de posiciones. Para Laclau esta distinción entre una versión simplificada y otra acabada es clara, pero la impresión que uno tiene al leer RP es que se trata de diferentes tonalidades de un mismo núcleo conceptual. Esto se debe a que las ideas —y a menudo la estructura de las oraciones así como las síntesis teóricas que el propio Laclau ofrece en distintas partes del libro— son similares en las versiones simplificada y desarrollada.

Laclau desarrolla esta teoría en seis pasos que valen para cualquiera de las dos etapas o tonalidades de su argumento. La secuencia es como sigue: (1) cuando demandas sociales no pueden ser absorbidas diferencialmente por los canales institucionales ellas (2) se convierten en demandas insatisfechas que entran en una relación de solidaridad o equivalencia entre sí y (3) cristalizan alrededor de símbolos comunes que (4) pueden ser capitalizados por líderes que interpelen a las masas frustradas y por lo tanto comienzan a encarnar un proceso de identificación popular que (5) construye al “pueblo” como un actor colectivo para confrontar el régimen existente con el propósito de (6) demandar el cambio de éste. Se trata de una narrativa gobernada por la tesis de que la política-como-populismo divide el escenario social en dos campos y produce una frontera o relación antagónica entre ambos, y también por referencias continuas a significantes flotantes, la idea de carencia o falta constitutiva prestada del psicoanálisis, la heterogeneidad, la distinción entre nombrar y conceptos y la primacía de la representación.

La noción de “demanda”, o, más precisamente, de demanda social, opera como la unidad mínima de su análisis. El término significa una petición y un reclamo y el tránsito de aquella a éste constituye una de las características definitorias del populismo (RP, 98). Laclau luego distingue entre demandas intra- y antisistémicas, esto es, entre demandas que pueden ser acomodadas dentro del orden existente y demandas que representan un desafío a éste. A las primeras las denomina demandas democráticas y se satisfacen cuando son absorbidas y posicionadas como diferencias dentro del orden institucional. Las antisistémicas, en cambio, son demandas populares o demandas que permanecen insatisfechas. Estas últimas son el embrión del populismo pues es a partir de ellas que se puede empezar a constituir el “pueblo” que confrontará al estatus quo (pp. 99, 161). La operación clave en este proceso es la convergencia de múltiples demandas sociales en una cadena de equivalencias y la consecuente división de la sociedad en dos campos antagónicos. La identidad general que resulta de esta operación no anula la naturaleza diferencial de las demandas e identidades que se articulan entre sí en el campo popular. Es más bien su denominador común. Esta identidad general o supraordinal se empalma con la propuesta de Gramsci acerca de la hegemonía: a diferencia de una alianza política circunstancial, que deja intacta la identidad de las fuerzas que intervienen en ella, la

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hegemonía modifica la identidad de las fuerzas intervinientes a través de valores e ideas compartidas que les permiten configurar un bloque histórico.

La construcción del campo popular está íntimamente ligada con la manera en que concibe al “pueblo”. Laclau se refiere al trabajo de Jacques Rancière en términos muy elogiosos e incluso compara su noción de “pueblo” con la de demos de aquel. Para Rancière, el demos no es una categoría social preexistente sino el nombre de los parias, “de aquellos a quienes se niega una identidad en un determinado orden de policía”. El demos es un “entremedio”: aparece en el intervalo entre su de-clasificación del no-lugar que les asignaron en un orden existente y su simultánea identificación con aquello en lo que desean convertirse (Rancière 2000: 149). Es la parte de los que no tienen parte en la comunidad y a su vez la parte que identifica su nombre con el nombre de la comunidad (Rancière 1996: 22-23; 2006, Tesis 5: 66). Estas ideas reverberan en la concepción de “pueblo” de Laclau, sea porque la constitución del mismo es una tarea política y no un dato de la estructura social (RP, 278), lo cual coincide con la negativa de Rancière a identificar el demos con un grupo sociológico, o porque, al igual que el demos, el “pueblo” está escindido internamente —entre populus y plebs, el todo y la parte— y la producción populista del “pueblo” requiere una operación que presente al plebs como la totalidad del populus (pp. 107, 122 y sigs.)

Pero Laclau y Rancière difieren respecto a la legitimidad. Para Rancière la política surge cuando el “pueblo” aparece como suplemento de toda cuenta empírica de las partes de la comunidad (Rancière 2006, Tesis 6: 69). La legitimidad no aparece en su conceptualización del “ruido” introducido por el demos en la partición de lo sensible, o, más bien, la legitimidad de este ruido perturbador es algo que está en juego en un desacuerdo o es simplemente irrelevante para que aparezca esa diferencia evanescente que Rancière llama “política”. Laclau, en cambio, sostiene que “a fin de concebir el pueblo del populismo necesitamos algo más: necesitamos una plebs que reclame ser el único populus legítimo” (RP, 108). La cita es bastante elocuente en la medida en que presenta la legitimidad como un rasgo distintivo de la plebs populista. ¿Cómo podemos entender la legitimidad y su rol en el desafío populista? Es difícil saberlo pues Laclau introduce este calificativo de la plebs sin desarrollarlo. Es una lástima que no lo haya hecho dado que la legitimidad nos puede brindar un ángulo potencialmente productivo para estudiar el populismo. Un indicio de esto es la distinción clásica entre país real y país formal: los populistas invariablemente se sitúan del lado del país real dondequiera que aparezca esta distinción en las controversias políticas.

Antes de decir algo más acerca de la parte que se presenta a sí misma como la encarnación de la comunidad quiero referirme al papel del líder en esta teoría del populismo. Laclau lo concibe casi como una derivación lógica de su discusión sobre el nombrar y la singularidad. Su punto de partida son las situaciones en que el sistema institucional experimenta sacudidas que le impiden desempeñar la tarea de mantener unida la sociedad. Cuando esto sucede, “el nombre se convierte en el fundamento de la cosa”, a lo que añade que “Un conjunto de elementos heterogéneos mantenidos equivalencialmente unidos sólo mediante un nombre es, sin embargo, necesariamente una singularidad” (RP, 130). Este es el preludio de una secuencia argumentativa que nos lleva de la equivalencia al nombre del líder. En palabras de Laclau, “la lógica de la equivalencia conduce a la singularidad, y ésta a la identificación de la unidad del grupo con el nombre del líder” (p. 130). No se está

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refiriendo a personas realmente existentes sino al nombre del líder como función estructural, al líder como un significante vacío o puro de la unidad. Pero rápidamente pasa del nombre y la singularidad a los individuos de carne y hueso al invocar a dos iconos del canon occidental. Primero se remite a Hobbes, para quien sólo un individuo puede encarnar la naturaleza indivisible de la soberanía, y luego a Freud, señalando que “la unificación simbólica del grupo en torno a la individualidad —y aquí estamos con Freud— es inherente a la formación de un pueblo” (p. 130). No me parece muy convincente que se apele al argumento de autoridad —en este caso, lo dicho por dos conocidos pensadores— para demostrar que el individuo representa la unidad del pueblo. Lo que si está claro es que Laclau deriva un corolario importante de esto, a saber, que sin un líder no puede haber “pueblo” y por lo tanto tampoco puede haber política.

Los lectores de Deleuze y Guattari disputarían esta conclusión recordando el provocativo pasaje de Mil mesetas donde los autores dicen que no siempre se necesita un general para que un conjunto n de individuos disparen al unísono (Deleuze y Guattari 1988: 17, 21). Negri, Hardt, Virno y otros teóricos de la “multitud” también objetarían pues conciben a ésta como un sujeto colectivo cuya unidad cae fuera de la lógica de la equivalencia. El motivo de ello es sencillo: la multitud es refractaria al n + 1 de una identidad supraordinal debido a que ella devaluaría la singularidad de las singularidades que la componen. Al desmarcar a la multitud de una identidad supraordinal deben rechazar también la tesis de que la singularidad debe ser concebida sobre la base de la identificación con un líder.

El fuerte apego al líder —que realmente indica el apego a un líder fuerte— sigue siendo problemático incluso si uno es reacio a reivindicar la multitud. El líder puede ser presentado como un significante vacío, pero también es una persona. Por lo mismo, se debe contemplar el posible reverso del argumento acerca de “la unificación simbólica del grupo en torno a la individualidad”. Laclau no lo hace pues su análisis se centra en la mecánica a través de la cual la política-como-populismo genera cohesión en función de la individualidad. No aborda el conocido argumento de que seguir a un líder fácilmente se transmuta en un culto a la personalidad. Dicho de otro modo, no confronta las objeciones de quienes ven en la forma populista de la unificación del pueblo rasgos tan poco edificantes como la pretendida infalibilidad del líder, su condición de estar más allá del bien y del mal, su rol como árbitro indiscutible en las disputas entre las diferentes facciones, la percepción de que cualquier desafío al líder es una traición o la tendencia a suprimir el disenso en el nombre de la unidad del pueblo. Esto debilita el presunto empoderamiento populista de los “de abajo”, o cuando menos puede generar un empoderamiento espurio cuando termina sometiendo al pueblo a los dictados de un líder.

Algunos dirán que estas objeciones pueden ser desechadas pues se aplican a encarnaciones conservadoras o autoritarias del populismo, pero esa es una manera demasiado fácil de exorcizar la sombra proyectada por una forma de unidad que se basa en individuos. Esta sombra hace difícil pensar que la política-como-populismo puede realmente generar “formas de democracia fuera del marco simbólico liberal” (RP, 211) o por lo menos siembran la duda acerca de si estas formas de democracia pueden llegar a ser preferibles a la liberal.

Hegemonía = populismo = política

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Las referencias a la política-como-populismo requieren una mayor elaboración. Las fronteras entre hegemonía, política y populismo son borrosas dado que La razón populista aborda su objeto de estudio con bloques conceptuales que son similares y a menudo idénticos a los que Laclau usó para desarrollar su teoría postgramsciana de la hegemonía. Pienso, por ejemplo, en articulación, diferencia, equivalencia, antagonismo y tantos otros, aunque resulta llamativo que la “dislocación”, un concepto central en Nuevas reflexiones, prácticamente desaparece o es mencionado sólo de pasada. Si en su libro conjunto con Chantal Mouffe (Hegemonía y estrategia socialista, en adelante HES) se tiende a identificar hegemonía y política, en RP es el populismo el que se entremezcla con la política (o por lo menos con la política radical) a través del lenguaje y la práctica de la hegemonía. El populismo se convierte aquí en la verdad de lo político o en el camino privilegiado para entenderlo. Esto refuerza la sospecha de que el itinerario intelectual que ha llevado a Laclau de Política e ideología en la teoría marxista de 1977 a RP en 2005 puede ser interpretado sea como una reelaboración de la teoría de la política-como-hegemonía o como un proyecto intelectual en el cual el populismo funciona menos como un tema de estudio que como telón de fondo o incluso como instigador implícito de su pensamiento político. Quiero mencionar algunos de los argumentos que apoyan lo que percibo como una convergencia entre la política-como-hegemonía y la política-como-populismo.

En HES se sostiene que la hegemonía “es, simplemente, un tipo de relación política; una forma, si se quiere, de la política” (HES, 160). Esta es una manera de decir que la forma hegemónica de la política tiene un estatus óntico. Pero en las líneas finales del libro los autores alegan que lo político es el campo de un juego llamado hegemonía (p. 217), lo que sugiere que la distancia entre ellos se va acortando y que los campos semánticos ocupados por “política” y “hegemonía” comienzan a superponerse. Esto puede explicar por qué Laclau discrepa con quienes abogan por una política de la multitud. Como se mencionó, la multitud es un conjunto de singularidades que subsisten como singularidades sin necesidad de agregarles el n + 1 de una identidad común, esto es, que prescinde de una identidad por encima de las singularidades que la componen. La multitud no requiere —y de hecho rechaza— las cadenas de equivalencia y la identidad supraordinal que éstas suponen. Dicho de otro modo, la multitud cae fuera de la teoría de la hegemonía.2

En RP también hay una secuencia progresiva que va de una forma específica de la política a la política en cuanto tal, sólo que propone una convergencia entre política y populismo y no entre política y hegemonía. Laclau comienza diciendo que “El populismo es, simplemente, un modo de construir lo político” (RP, 11). Posteriormente añade que “el populismo es la vía real para comprender algo relativo a la constitución ontológica de lo político como tal” (p. 91) y que por “por ‘populismo’ no entendemos un tipo de movimiento… sino una lógica política” (p. 150). Las tres citas describen al populismo como una posibilidad de la política entre otras y por ende dejan la puerta abierta para concebir formas no populistas de lo político. Es una visión óntica del populismo. La distancia entre ambos comienza a acortarse cuando dice que “no existe ninguna intervención política que no sea hasta cierto punto populista” (p. 195), algo que Laclau repite casi textualmente cuando hace suya la

2 Esto demuestra que hay formas de acción colectiva fuera del marco de la hegemonía, aunque como sostengo en otro escrito (Arditi 2007), éstas no tienen por qué agotarse con la multitud.

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afirmación de Meny y Surel de que no hay política que no tenga una veta populista (Laclau 2006b: 57). El populismo es un componente de toda política. La distancia entre política y populismo se desvanece por completo cuando Laclau declara que la razón populista, en la medida en que es la lógica misma de la construcción del “pueblo”, “equivale … a la razón política tout court” (RP, 279). Aquí el populismo ya no es una manera de construir lo político: se ha convertido en la política en cuanto tal.3

Puede parecer injusto derivar esta conclusión de una sola observación, pero Laclau plantea lo mismo en otro escrito. Dice: “Si el populismo consiste en la postulación de una alternativa radical dentro del espacio comunitario, una elección en la encrucijada de la cual depende el futuro de una determinada sociedad, ¿no se convierte el populismo en sinónimo de la política? La respuesta solo puede ser afirmativa” (Laclau 2009: 68-69). Dada esta sinonimia, hay que preguntarse por qué se necesita dos nombres, populismo y política, para describir el mismo tipo de fenómeno —fundamentalmente la construcción del “pueblo”— o por qué Laclau escoge La razón populista como título de su libro si el tema de estudio es la razón política o, por lo menos, la razón que opera en las variantes radicales de la política.

En RP hay incluso una tercera posibilidad, una que construye el nexo entre hegemonía y populismo como una relación entre género y especie a través de la catacresis. Entendida como “un desplazamiento retórico [que ocurre] siempre que un término literal es sustituido por uno figurativo” (RP, 95), la catacresis es una manera de nombrar una plenitud ausente —en este caso, la plenitud de la comunidad. Esta ausencia no es una deficiencia empírica sino una falta o carencia constitutiva en el sentido lacaniano de un “vacío del ser” o un “ser deficiente” (pp. 145, 148) que es experimentado, por ejemplo, cuando una demanda permanece insatisfecha (pp. 112-113). La falta y la catacresis operan como dos aspectos de un mismo argumento. Si la catacresis describe “un bloqueo constitutivo del lenguaje que requiere nombrar algo que es esencialmente innombrable como condición de su propio funcionamiento” (p. 96), entonces la hegemonía es una operación esencialmente catacrésica porque consiste en la “operación por la que una particularidad asume una significación universal inconmensurable” (p. 95). La identidad hegemónica resultante de esta operación será del orden de un significante vacío porque la particularidad en cuestión busca encarnar la totalidad/universalidad que es, en última instancia, un objeto imposible. De ahí la fórmula paradójica que propone Laclau: la plenitud es inalcanzable y a la vez necesaria (p. 95). En el caso de la falta Laclau invoca la caracterización del objet petit a que propone Joan Copjec: es aquel que eleva el objeto externo del deseo a la dignidad de la Cosa (pp. 147, 152-153; también en Laclau 2006a: 27).

La conclusión a la que llega Laclau es contundente. Dice: “En términos políticos, esto es exactamente lo que hemos denominado una relación hegemónica: una cierta particularidad que asume el rol de una universalidad imposible” dado que “[L]a lógica del objeto a y la lógica hegemónica no son solo similares: son simplemente idénticas”(RP, 147-149; también pp. 280-281). Esta triple identidad se traduce en la fórmula hegemonía = catacresis = lógica del objet petit a. Los tres elementos son intercambiables; todos ellos son modos de

3 Menciono de pasada que Laclau es consciente de la distinción entre la política y lo político pero a menudo utiliza ambos términos de manera indistinta. Aquí yo hago lo mismo.

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lidiar con una carencia constitutiva y producir un objeto necesario aunque en última instancia imposible, a saber, la plenitud de la comunidad.

El populismo replica este esquema. Su construcción del “pueblo” se basa en la catacresis porque busca nombrar la plenitud ausente de la comunidad (RP, 110). La plebs (una parte) aspira a convertirse en el populus (el todo) y aborda la cuestión del ser deficiente “introduciendo ordenamiento allí donde existía una dislocación básica” (p. 155). Siguiendo la narrativa psicoanalítica de Copjec, la construcción populista del “pueblo” eleva un objeto parcial a la dignidad de Cosa/Totalidad. La diferencia específica que introduce el populismo vis-à-vis la hegemonía es la división de la sociedad en dos campos con la finalidad de producir una relación de equivalencia entre demandas y construir una frontera o relación antagónica entre ellas. Esta es la razón por la que se puede decir que el populismo es una especie del género hegemonía, la especie que cuestiona el orden existente con el propósito de construir otro orden (pp. 156-167). Este género tiene por lo menos una especie más, el discurso institucionalista, cuya esencia es mantener el estatus quo.

Estas tres posibilidades avalan la sospecha que desde que Laclau comenzó a desarrollar su teoría de la política-como-hegemonía estaba pensando en el populismo, o tal vez que su teorización reciente de la política-como-populismo es una re-escritura ad hoc de la narrativa de la hegemonía para ajustarla a la temática de RP. En uno y otro caso hay un deslizamiento continuo entre populismo y hegemonía, y entre éstas y la política.

La crisis, ¿es una condición o un efecto de la política/populismo?

Laclau describe el discurso institucionalista como “aquel que intenta hacer coincidir los límites de la formación discursiva con los límites de la comunidad” (RP, 107). Lo institucional es lo dado, aquello que funciona como el lugar y objeto de las pulsiones disruptivas de los desafíos populistas. En el populismo una parte busca identificarse con el todo: es la plebs que se presenta a sí misma como el único populus legítimo y con ello desestabiliza la supuesta coincidencia entre formación discursiva y comunidad que caracteriza al discurso institucionalista. Este efecto desestabilizador parece confirmar el rol constitutivo de lo político, pero, ¿es esto lo que ocurre realmente en su manera de concebir el populismo?

Una comparación con Rancière puede ser ilustrativa. Para este autor la acción política o, más precisamente, la subjetivación política, consiste en nombrar un sujeto para revelar un daño y crear una comunidad en torno a una disputa particular. La parte de los que no tienen parte busca demostrar que la comunidad no existe porque no todos son contados como partes de ésta. Por eso la política inscribe al disenso en el espacio de lo dado: la parte de los sin parte busca mostrar la presencia de dos mundos en uno y modificar la partición de lo sensible u orden existente (Rancière 2006, Tesis 8: 71, 74). La política es la práctica del disenso y lo único que requiere es un modo de subjetivación, esto es, “la producción mediante una serie de actos de una instancia y una capacidad de enunciación que no eran identificables en el campo de experiencia dado, cuya identificación, por lo tanto, corre pareja con la nueva representación del campo de experiencia” (Rancière 1996: 52). La de- y re-estructuración del campo de experiencia ocurre a través de la subjetivación política independientemente de si ese campo ha experimentado una sacudida previamente.

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Laclau también sostiene que lo político es constitutivo. Lo hace cuando alega que “lo político tiene un papel primariamente estructurante porque las relaciones sociales son en última instancia contingentes, y cualquier articulación que prevalezca proviene de una confrontación antagónica cuyo resultado no está predeterminado” (Laclau 2006a: 20). Pero en RP parece contradecir dicha afirmación. Nos dice que el populismo interrumpe lo dado presentándose a sí mismo como “como subversivo del estado de cosas existente y también como punto de partida de una reconstrucción más o menos radical de un nuevo orden una vez que el anterior se ha debilitado” (RP, 221). El “una vez que el anterior se ha debilitado” indica que la situación de desorganización es un prerrequisito para la ruptura populista. Este es un tema recurrente. Aparece, por ejemplo, cuando Laclau distingue entre la función ontológica de producir orden y su realización óntica: “cuando la gente se enfrenta a una situación de anomia radical, la necesidad de alguna clase de orden se vuelve más importante que el orden óntico que permita superarla” (p. 116). Detrás del tono descriptivo de esta observación hay un supuesto normativo implícito: al igual que Carl Schmitt, Laclau da por sentada la bondad del orden y la necesidad de restaurarlo y/o transformarlo cuando éste ha sido perturbado, pero a diferencia de Schmitt, ve a las crisis como algo positivo dado que éstas operan como condiciones de posibilidad para el éxito de las intervenciones populistas. La ausencia de la comunidad o por lo menos una situación en la cual ésta ha sido debilitada nos brinda la brecha a través de la cual puede concretarse la promesa populista de una plenitud futura.

Este argumento reaparece cuando Laclau afirma que “cierto de grado de crisis de la antigua estructura es necesaria como precondición del populismo” (p. 222) y, contrario sensu, cuando alega que “cuando tenemos una sociedad altamente institucionalizada, las lógicas equivalenciales tienen menos terreno para operar y, como resultado, la retórica populista se convierte en una mercancía carente de toda profundidad hegemónica” (p. 238). Por eso dice que la lógica de la equivalencia no puede prosperar y el populismo no puede ir más allá de una “demagogia trivial” (p. 238) a menos que haya algún tipo de des-institucionalización que perturbe al antiguo orden. Las coyunturas críticas brindan oportunidades para impulsar una relación de equivalencia entre las demandas insatisfechas y por lo tanto para que florezca el populismo.

Es difícil sostener el argumento de que la política-como-populismo tiene una fuerza estructurante —es decir, que tiene la capacidad de subvertir y reconstruir lo dado— y simultáneamente afirmar que las intervenciones populistas dependen de una crisis previa del orden existente, pues entonces lo político queda subordinado a las coyunturas críticas y su estatus es derivativo antes que constitutivo. Recordemos nos referimos a criterios teóricos y no a cuestiones de política práctica donde algunas condiciones son efectivamente más propicias que otras para el éxito de un emprendimiento cualquiera. Si lo político tiene un papel estructurante primordial, entonces también debe ser capaz de desencadenar la des-institucionalización del orden existente en lugar de depender de la presencia de una crisis para poder generar sus efectos subversivos y reconstructivos.

Eso es precisamente lo que propone Rancière cuando habla de la subjetivación política. Es también lo que la gente siempre ha hecho para generar un cambio de régimen. Lo podemos ver en las luchas de los chilenos para deshacerse de Pinochet o en los esfuerzos del Congreso Nacional Africano para desmantelar el apartheid. En ambos casos los actores

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buscaron coyunturas favorables para su acción pero no esperaron que aparezcan fisuras en el sistema para poder montar sus desafíos. Lo político no puede tener el rol configurador primario que Laclau le asigna si se mantiene subordinado a las oportunidades abiertas por la des-institucionalización —cuyo surgimiento, por lo demás, no es explicado sino presentado como algo que sucede. La paradoja es que esto lo expone al mismo tipo de críticas que él y Mouffe hacen a la Segunda Internacional en HES. Allí sostienen que ya para cuando el marxismo se había convertido en una teoría dogmática, la Internacional había hecho suya la tesis acerca de las leyes necesarias de la historia y con ello terminó privilegiando la lógica de la necesidad a expensas de la lógica de la contingencia que caracteriza a la política. Como resultado de ello, la política socialista languideció al subordinar el cambio radical a las condiciones objetivas especificadas por la doctrina. El esfuerzo por vincular la política-como-populismo con coyunturas críticas puede tener un efecto similar. Habría que esperar que se den las condiciones de anomia antes de embarcarse en una política de cambio.

Circularidad, estabilidad y desconocimiento

Quiero mencionar rápidamente algunos puntos adicionales. Primero, algunos comentaristas han cuestionado el uso autocomplaciente o endógamo de las fuentes teóricas y los casos históricos en RP. Dicen que éstos a menudo funcionan menos como medios para explicar o aclarar argumentos complejos que como una manera de corroborar la verdad de las afirmaciones de Laclau. Beasley-Murray (2006: 365) alega que los casos citados por Laclau son tratados como anécdotas o parábolas “para confirmar un sistema cuyos principios son desarrollados de manera endógena”. Žižek habla del componente autorreferencial de la reflexión de Laclau debido a que éste aplica la lógica de la articulación hegemónica a la oposición conceptual entre populismo y política. Como dice Žižek, para Laclau “el populismo es el objeto a de la política, la figura particular que ocupa el lugar de la dimensión universal de la política, lo cual explica por qué es el camino privilegiado para entender lo político” (Žižek 2006: 553).

El uso ejemplos seleccionados de manera discrecional es algo bastante común. Uno quiere validar sus argumentos de la manera mas convincente posible y para eso se remite a referencias históricas o invoca coyunturas recientes. En el caso de Laclau, dada la amplitud de sus investigaciones y la influencia que éstas han tenido sobre una buena cantidad de estudiantes y profesores, se podría incluso decir que la veta autorreferencial viene prácticamente de la mano con el éxito académico. Pero resulta difícil ignorar la objeción por completo. Pensemos en su evaluación del trabajo de Surel y Schedler sobre el populismo. Laclau simpatiza con ellos excepto en un punto, a saber, la estrechez del sistema de alternativas que proponen esos autores. Elabora este punto en una breve discusión sobre el fracaso del proyecto populista del general Boulanger en la Francia del siglo XIX. La reflexión que hace en torno a Boulanger ayuda a comprender por qué algunos dicen que su razonamiento tiende a ser endógamo o autorreferencial, y por qué sospechan de que los ejemplos son usados como meras constataciones de sus teorías. Según Laclau, las cuatro características políticas e ideológicas del boulangismo “reproducen, casi punto por punto, las dimensiones definitorias del populismo establecidas en la parte teórica de este libro”. Dichas características son: la agregación de fuerzas y demandas heterogéneas que exceden el marco del sistema institucional, la relación de equivalencia entre esas

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demandas en virtud de compartir el mismo enemigo, la cristalización de una cadena de equivalencias alrededor del significante vacío “Boulanger” y la reducción de “Boulanger” a un término que funda la unidad del objeto (RP, 225-226). Vemos así una secuencia argumentativa en la que el autor introduce un ejemplo, extrae consecuencias teóricas de éste y concluye que esas consecuencias encajan “casi punto por punto” con lo que predice su teoría. El sistema de alternativas más amplio del que proponen Surel y Schedler no es otra cosa que la teoría que el propio Laclau propone en las secciones previas del libro. Soy renuente a concluir que esto hace que el razonamiento de Laclau peque de tautológico, pero sí se puede decir que cosas como ésta —y también otras, como su apresurada caracterización del maoísmo como populismo— alimenta la creencia de que hay una veta autorreferencial en su trabajo.

En segundo lugar, cuando Laclau discute las demandas sociales dice que “la unificación de estas diversas demandas —cuya equivalencia, hasta ese punto, no había ido más allá de un vago sentimiento de solidaridad— en un sistema estable de significación (RP, 99) es una de las precondiciones estructurales para el populismo. Lo plantea de nuevo al hablar de “la consolidación de la cadena equivalencial mediante la construcción de una identidad popular que es cualitativamente algo más que la simple suma de los lazos equivalenciales” (p. 102).

Detengámonos un momento para reflexionar acerca de este tránsito de un sentimiento de solidaridad vaga a un sistema de significación estable, a una identidad que es cualitativamente más que la suma de los vínculos que intervienen en su formación. Al igual que en su teoría de la hegemonía, lo que está en juego es la creación de una identidad supraordinal compartida por las demandas que entran en la cadena de equivalencias. Se nos recuerda frecuentemente que la diferencia y la equivalencia se mezclan y que ninguna equivalencia puede borrar el elemento diferencial de las demandas participantes. También sabemos —pues el propio Laclau se encarga de recordárnoslo— que su narrativa sobre el populismo se desarrolla en dos etapas y que los presupuestos simplificadores de los argumentos en torno a los significantes vacíos abandonan el escenario una vez que su noción “desarrollada” del populismo entra en escena. Por ejemplo, cuando los significantes flotantes y algo análogo a una guerra de posiciones de tipo gramsciana comienza a desestabilizar la pureza de las fronteras antagónicas. Lo que no se menciona es cómo determinamos si esta condición estructural ha sido alcanzada. Dicho de otro modo, ¿qué tan estable debe ser un sistema de significación para generar una identidad popular propiamente dicha? Hay un silencio similar en cuanto a qué significa que una identidad popular debe ser “cualitativamente más” que la suma de sus vínculos. ¿En qué radica esta diferencia cualitativa? ¿Cuándo es lícito decir que ya ha ocurrido el paso de una solidaridad vaga a una etapa cualitativamente diferente? Tal vez podemos responder usando calificativos borrosos como “más o menos” (RP, 221) y “más allá de cierto punto” (p. 205). Pero esto constituye, cuando mucho, una solución ad hoc y no una respuesta sustantiva como la que se espera de una teoría desarrollada.

Admito que sería injusto pedirle un criterio capaz de exorcizar la ambigüedad de estas distinciones. Al igual que muchos de nosotros, Laclau formula su pensamiento fuera de los parámetros de un universo cartesiano. Pero esto no lo exime de la obligación de decir algo al respecto. El no hacerlo trae consigo un doble riesgo. Por un lado, que el lector piense que es el teórico del populismo quien decide cuándo una equivalencia efímera se ha

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transformado en un sistema de significación estable. Por otro lado, si no hay un criterio de distinción, existe el peligro de difuminar la línea que separa al conjunto de singularidades propios de la multitud de la cadena de equivalencias requeridas para la construcción populista del pueblo. Esto haría que las críticas de Laclau a la teoría y la política de la multitud pierdan algo de sustento.4

El tercer y último punto nos lleva de vuelta a la cuestión de la anomia y la plenitud que discutimos antes: la plenitud de la comunidad —otro nombre para una sociedad reconciliada— puede ser un objeto imposible pero Laclau cree que cuando la gente enfrenta una anomia radical va a demandar un orden, cualquier orden, independientemente de su contenido. Esto presupone una división implícita entre el pueblo, esto es, aquellos que están dispuestos a aceptar lo que sea si ello resuelva la situación de anomia, y los políticos populistas y los intelectuales, sean éstos orgánicos o de otro tipo, quienes saben muy bien que la pretensión de restaurar la plenitud de la comunidad es —y sólo puede ser— una pretensión mítica. Si la movilización populista requiere que la gente desconozca lo que está en juego en sus acciones, entonces una de las condiciones para el desafío populista del estatus quo es que la gente no comprenda muy bien el sentido de sus acciones, que literalmente no sepan lo que hacen.

A primera vista esto parece ser consistente con el proceso de constitución del “yo” en el psicoanálisis lacaniano. El funcionamiento simultáneo de mecanismos de reconocimiento y desconocimiento característicos de la identificación narcisista (que es propia de lo que Lacan llamaba el registro de lo Imaginaria que se diferencia de los registros Simbólico y Real) precipitará la formación de “yo” y sus efectos serán repetidos mucho después de que tengamos acceso al lenguaje, y por ende, a lo Simbólico. Reconocimiento y desconocimiento operan en tándem, como cuando mostramos fotografías tomadas durante vacaciones y decimos: “Ése soy yo tendido en una hamaca”, lo cual funciona sólo si ignoramos el hecho de que no soy yo tendido en una hamaca sino una representación de mí tendido en ella. Para Lacan no hay un afuera de este doble mecanismo de reconocimiento y desconocimiento: todos estamos inmersos en él, trátese del pueblo como de los líderes. Pero en la narrativa del populismo que nos propone Laclau hay una escisión. Por un lado tenemos algo análogo a lo que Lacan y luego Jacques-Alain Miller denominan un Sujeto supuesto Saber, a quien investimos con la presunción del saber. En el caso que nos concierne, se trata de un sujeto —sea el intelectual o el dirigente— que no desconoce nada pues sabe cuál es la chance real de que la sociedad futura sea efectivamente una sociedad plena, reconciliada. Por el otro lado están las masas, que se embarcan en un proyecto de plenitud que es presentado como espacio de inscripción de toda demanda social y como escenario donde esas demandas realmente serán satisfechas.5

4 Este último punto me fue sugerido por Guillermo Pereyra en una conversación sobre la multitud y el “pueblo” del populismo. Una posible respuesta de Laclau a esta convergencia entre multitud y equivalencia es que en el caso de la multitud la negatividad está ausente, cosa que no ocurre en las cadenas de equivalencia que engendran un antagonismo que separa a un nosotros de un ellos.5 Bowman (2007: 108-117) plantea una objeción similar respecto de la afirmación de Laclau de que toda identidad u objetividad es necesariamente incompleta. Si el “cierre” o la plenitud de un objeto cualquiera es una respuesta a la demanda por una intervención política decisiva y, a su vez, si esa intervención está condenada a acercarse a su meta más nunca alcanzarla, llama la atención que Laclau diga que lo político y la hegemonía están “perfectamente teorizados en mi trabajo”. Para Bowman esto es inconsistente. Dice que

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Lo que está en juego aquí no es si la plenitud es verdadera o no, pues Laclau tiene razón cuando la describe como un mito. Más bien estoy cuestionando el instrumentalismo que se filtra en su teoría de la política-como-populismo. Las masas creen en un sueño de plenitud y los líderes, que entienden las cosas como son, no hacen nada para cuestionar esa creencia porque ella les resulta útil. Esta concepción de la política como proceso que ocurre en dos niveles cognitivos diferenciados y asimétricos, el de líderes e intelectuales que entienden las cosas y el de mas masas que creen en la promesa de plenitud, brinda algo de sustento a los argumentos de quienes siempre criticaron el verticalismo de la política populista, una conducida por líderes sin escrúpulos para impulsar su propia agenda.

En fin, como decía al comienzo de este escrito, RP es un libro fascinante y tiene la ventaja adicional de permitirnos pasar revista a la trayectoria intelectual de Laclau en las últimas tres décadas. Para sus seguidores, el aparato conceptual que ofrece allí —uno que combina hegemonía, significantes vacíos, objet petit a, afecto, jouissance y “pueblo” en una narrativa sobre el populismo— será recibido como una contribución importante a sus discusiones acerca de qué es la política radical y cómo desarrollar alternativas de izquierda. Soy más cauteloso que ellos en mi evaluación de los logros de este libro, especialmente por la dificultad de desembarazarse de la impresión de que la teoría de la política-como-populismo que propone Laclau es realmente una variante de su teoría de la política-como-hegemonía.

Referencias

Arditi, Benjamin (2007), “Post-hegemony: politics outside the post-Marxist paradigm”, Contemporary Politics, Vol. 13, No. 3, pp. 205-226.

Beasley-Murray, Jon (2006), “On Populist Reason and Populism as the Mirror of Democracy”, review article, Contemporary Political Theory, Vol. 5, No. 3, pp. 362-367.

Bowman, Paul (2007), Post-Marxism versus Cultural Studies, Edimburgo: Edinburgh University Press.

Deleuze, Gilles, y Felix Guattari (1988), A Thousand Plateaus, Londres: The Athlone Press.

Laclau, Ernesto (2005), La razón populista, México: Fondo de Cultura Económica.

Laclau, Ernesto (2009), “Populismo: ¿qué nos dice un nombre?”, en Francisco Panizza (ed.), El populismo como espejo de la democracia, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, pp. 51-70.

Laclau, Ernesto (2006a), “Por qué construir un pueblo es la tarea principal de la política radical” Cuadernos del CENDES, Vol. 23, No. 62, Caracas, mayo-agosto, pp. 1-36

Laclau no puede plantear la imposibildad estructural de alcanzar la plenitud identitaria —resultante de la carencia o falta constitutiva— y luego eximir a su propia teoría de esa condición de plenitud imposible.

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Ernesto Laclau, “La deriva populista y la centroizquierda latinoamericana”, Nueva Sociedad, No. 205, 2006b, pp. 56-61.

Laclau, Ernesto y Chantal Mouffe (1987), Hegemonía y estrategia socialista, Madrid: Siglo XXI.

Rancière, Jacques (2000), “Política, identificación y subjetivación”, en Benjamin Arditi (ed.), El reverso de la diferencia. Identidad y política, Caracas: Nueva Sociedad, pp. 145-152.

Rancière, Jacques (1996), El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires: Nueva Visión.

Rancière, Jacques (2006), “Diez tesis sobre la política”, en Iván Trujillo (ed.) y María Emilia Tijoux (trad.), Política, policía, democracia, Santiago: LOM Ediciones, pp. 59-79.

Žižek, Slavoj (2006), “Against the Populist Temptation”, Critical Inquiry, No, 32, pp. 551-574.

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