jacques rancière - en los bordes de lo político

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  • 7/31/2019 Jacques Rancire - En los bordes de lo poltico

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    INTRODUCCIN

    EN LOS BORDESDE LO POLTICO

    Jacques Rancire

    Traduccin:

    Alejandro Madrid-Zan y Jos Grossi

    Edicin electrnica de philosophia.cl/ Escuela de Filosofa de la Universidad

    de Artes y Ciencias Sociales.

    Hablar de los bordes de lo poltico no compromete aparentemente anada muy preciso o actual. La leyenda de lo poltico sita suscomienzos siempre en algn borde, del Tber al Neva, para encallarleen algn otro, de Siracusa al Kolyma. Riberas de los ros de la

    fundacin, orillas de los ros de la refundacin, precipicios de ruina uhorror. Algo esencial debe contener este paisaje para que la poltica sehaya obstinadamente representado en l. Sabemos que la filosofa hatomado parte destacada en esta obstinacin; sus pretensiones respectoa la poltica pueden resumirse bastante bien a travs de esteimperativo: para arrancar a la poltica del peligro que le es inmanentees necesario arrastrarla sobre seco, instalarla en tierra firme.

    La totalidad de la empresa poltica platnica puede ser pensada comouna polmica antimartima. El Gorgiasinsiste en ese punto: Atenas est

    enferma de su puerto, de la predominancia de una empresa martimaen que la supervivencia y el lucro son los nicos principios. La polticaemprica - entindase, el hecho democrtico - se identifica al reinomartimo de esos deseos de posesin que recorren los mares,exponindose simultneamente al vaivn de las olas y la bru talidad delos marinos: el gran animal popular, la asamblea democrtica de lapolis imperialista podra ser representado como un trirreme demarinos ebrios. Para salvar la poltica hay que arrastrarla sobre tierrade pastores.

    Como sabemos por la discusin con que se ini cia el Cuarto l ibro de lasLeyes, los ochenta estadios que separan la ciudad de Clinias de supuerto parecen demasiado escasos al Ateniense. Slo la existencia dealgunas montaas en su contorno impide que esta proximidad hagadesesperada la empresa de fundacin. Y es que estamos siempredemasiado cerca del almuron, del olor salobre. El mar hiede. Y no acausa del limo. El mar huele a marino, huele a democracia. El trabajo

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    de la filosofa consiste en fundar una poltica distinta, una poltica deconversin que vuelva las espaldas al mar.

    Esto es antes que nada un asunto de puesta en escena, undesplazamiento de imgenes: caverna y montaa en lugar de mar yti erra. A ntes de hacernos descender en l a clebre caverna, Scrates nosha hablado abundantemente de trirremes, marinos incorregibles y

    pilotos impotentes. Ya en la caverna diremos adis a este paisajemarino, seductor y fatal. La caverna es el mar conducido bajo tierra,privado del resplandor de su prestigio: en lugar del horizonteocenico, el encierro; hombres encadenados sustituyen al banco deremeros; la opacidad de las sombras contra el muro, el reflejo de la luzsobre las olas. Precediendo la operacin en que se libera al prisionero yse le invi ta a conversar encontramos esa otra y pr imera metafori zacinque consista en enterrar el mar, secarlo, en privarle de sus reflejos, encambiar la naturaleza misma del reflejo. Violencias de las que, comosabemos, el mar se vengar. De ah la paradoja de esta empresa: para

    conducir la poltica al elemento firme del saber y el coraje se hacenecesario abordar las islas de la refundacin y atravesar nuevamenteel mar, entregando al capricho de mareas y marinos los planos de larefundada ciudad de pastores.

    Tal podra ser el primer objetivo de este anuncio no comprometedor,de este anuncio sin promesa: indicar algunos lugares y caminos dereflexin en torno a esta figura de los bordes que no ha cesado deacompaar al pensamiento de lo poltico, como tambin sobre esa viejay siempre actual posicin de la filosofa al borde de lo poltico -vinculada a la idea de un alejamiento del borde fatal, de un cambio derumbo; conversin que no ha cesado de acompaar, de maneraparlanchina o silenciosa - digamos silenciosamente parlanchina - lareflexin, la irreflexin, o la distraccin de la filosofa frente a lopol ti co desde la metanoiagriega hasta la Kehrealemana.

    Empero, se ha hecho patente a la vez que la actualidad podaproporcionar a esa interrogante una nueva significacin. Mil

    discursos, sabios o profanos, anuncian hoy el fin de la edad en que lapoltica erraba de costa a costa. Y se dice terminado, asimismo, eltiempo en que los filsofos legisladores pretendan reinstalarla en suterreno, arriesgando conducirla a nuevos precipicios: la polticaabandonara hoy, f inalmente, el terri tori o de los bordes - los bordes delorigen o del precipicio - en que la enclaustraba la tutela filosfica.Libre, de ahora en adelante sta se desplegara en el espacio sin orillas

    de su propia supresin. El fin de la poltica sometida sera tambin elfin de la poltica misma. Vivimos, se dice, el fin de las divisionespolticas, de los desgarramientos sociales y de los proyectos utpicos.Hemos entrado en la poca del esfuerzo productivo comn y de lalibre circulacin, del consenso nacional y la competencia internacional.En lugar de islas utpicas y milenarismos, la tarda sabidura denuestro tiempo propone parasos terrestres ms accesibles, plazos msprximos: el Centro o Europa, 1993 o el ao 2000.

    Sin embargo, y considerndola ms detenidamente, esta temtica

    ofrece algunas sorpresas. As, el notable norteamericano que anunciaracon tanto ruido que en nuestra poca se sita el fin de la historia nosadvierte, con ms modestia, que ese fin es el mismo que proclamaraHegel en 1807, a riesgo de dejarnos en la indecisin: ese intervaloparticularmente denso, los dos siglos que demorara la historia enconsumar su muerte, obedecern, acaso, a la siempre lenta eliminacinde las supervivencias o bien al error funesto del exgeta Marx, que noviera en la promesa hegeliana el anuncio del fin de la historia, sino elfin de su prehistoria?

    Podramos limitarnos simplemente a sonrer ante la prisa con que losgestionarios polticos anticipan el momento en que, acabada lapoltica, podrn finalmente trabajar en calma los asuntos polticos.Empero, quiz sea ms interesante examinar ms de cerca ladup li cidad de esta reali zacin/ supresin de lo polti co - que es, almismo tiempo, una supresin/ realizacin de la filosofa; puede quevalga la pena interrogarse respecto a esta nueva conjuncin la viejapretensin de la filosofa de alejar la poltica de sus bordes funestos y

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    la nueva certidumbre en la consumacin de la poltica o el fin de lahistoria. Acaso no es justamente en ese momento - en el momento enque se piensa liberada del peso de las utopas filosficas - que lapoltica pasa a ocupar la funcin que le asignara el proyecto filosfico,la de acabar con l os desrdenes de la pol t ica?

    Los textos que siguen intentan extraer algunos elementos de anlisis

    de ese nudo singular. A travs de los anlisis satisfechos o nostlgicosde nuestro tiempo sobre al trmino de las desventuras igualitarias ycomunitarias, el triunfo de la democracia liberal, el fin de lasideologas, el fin de la poltica o de la historia, hemos intentadodiscernir algunas paradojas que pueden conducirnos a reexaminar nosolamente la intervencin poltica de la filosofa, sino tambin elestatuto de esa extraa actividad que llamada poltica. Debemosprevenir al lector sobre al carcter coyuntural de estos anlisis y elcontexto en que se insertan, en part icular los dos primeros textos, fru tode una discusin con filsofos y amigos latinoamericanos

    confrontados a las esperanzas y dificultades del retorno a lademocracia. En Santiago hemos intentado reflexionar en torno a unareinterpretacin de la experiencia democrtica ms all de losestereoti pos, terica y polt icamente desastrosos, de democracia realy democracia formal . En un encuentro franco-brasileo, la reflexinse detiene, por el contrario, en algunas de las ambigedades e impasesoccidentales de la democracia en la hora supuestamente triunfal desuperacin de la lucha de clases. Una huelga de estudiantes en Pars yla ltima eleccin presidencial francesa han proporcionadoeventualmente su materia inmediata a esta reflexin. Sin privarme deprecisar una formulacin ambigua, o de desarrollar un anlisissugestivo, he querido guardar en estos textos su carcter deconfrontacin inmediata entre ciertos problemas de interpretacin dela herencia filosfica clsica y algunos problemas suscitados por lassolicitaciones y sorpresas de nuestro presente.

    EL FIN DE LA POLITI CAO LA UTOPIA REALISTA

    1.- El fin de la promesa

    El fin de la poltica, cuyo rumor corre hoy por doquier, esfrecuentemente descrito como el fin de cierto tiempo, de un tiempomarcado en s mismo por cierto uso del tiempo, el uso de la promesa.La actualidad poltica inmediata nos ofrece una ilustracinsignificativa. En 1981 hemos elegido un nuevo presidente de laRepblica, que por entonces nos hiciera ciento diez promesas. No cien,ciento diez. El excedente es la esencia de la promesa. En 1988 lereelegimos, sin preguntarle cuntas de stas haba cumplido. Por locontrario, la opinin ilustrada le alabar por lo siguiente: aparte unaexcepcin, que mencionaremos enseguida, el presidente ya no hacaninguna promesa. Lo que sucede, se dijo por entonces, es que en estossiete aos tanto l como nosotros hemos cambiado de siglo. Hemosabandonado el polvori ento corpus fi losfico y cultu ral del siglopasado, el diecinueve, el siglo del pueblo soado, de la promesacomunitaria y de las islas de utopa; el siglo de la poltica del futuroque abriera el abismo en que nuestro siglo peligraba sucumbir. Lanueva actitud de nuestro presidente candidato sera la quecorresponde al que finalmente ha comprendido la leccin, asumiendoel giro del siglo. Pues el principio del mal resida precisamente en lapromesa, en ese gesto que lanza por delante un telosde la comunidadcuyos fragmentos se precipitan como piedras mortferas. La poltica

    denunciara hoy su largo compromiso con las ideas de lo futuro y delo allende; al llegar a su fin en tanto viaje clandestino hacia islas deutopa se identi fi cara, desde ahora, con el arte de conducir el navo, deesquivar las olas; con el movimiento natural y pacfi co del crecimiento,de esa pro-duccinque reconcilia la physisgriega con el arte cotidianode propulsar paso a paso las cosas delante suyo - produccin que elsiglo enloquecido confundiera con el gesto homicida de la promesa.

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    Cierta idea del fin de la poltica se enuncia as : secularizar la polticatal como se han secularizado todas las otras actividades queconciernen la produccin y la reproduccin de los individuos y de losgrupos; abandonar las ilusiones vinculadas al poder, a larepresentacin voluntarista del arte poltico en cuanto programa deliberacin y promesa de felicidad. Abandonar toda identificacin de la

    potestas poltica con el imperium de una idea, de cualquier telos degrupo; acercarla al poder que acompaa las actividades secularizadasdel trabajo, el intercambio y el goce; concebir un ejercicio poltico ensincrona con los ritmos del mundo, con el crecimiento de las cosas,con la circulacin de las energas, la informacin y los deseos: unejercicio poltico por entero en el presente, en el que el futuro no serams que expansin del presente. Al costo, evidentemente, de lasdisciplinas y depuraciones necesarias. Tal es la temporalidad nueva ala que accederamos ahora. Finalmente -con algunos decenios deatraso - hemos entrado en el siglo XX, se nos dice.

    Ciertamente esto denota un atraso. Denota, antes que nada, unaextraa configuracin de los tiempos modernos. Al parecer, nuestrosiglo ha consagrado lo esencial de su tiempo a ser tan slo el futuro - lapesadilla - del que le precede reatrapndose justo a tiempo alidentificarse al siglo por venir. Ese desfase de dos sigloscorrespondera al tiempo invertido en acabar la revolucin; esto es, eltiempo invertido en acabar tanto la destruccin de la figura real de lapoltica como la figura revolucionaria de esta destruccin para entraral fin en un tiempo homogneo, en una temporalidad aligerada de ladoble realeza del pasado y del f uturo.1

    1Es el fin de la excepcin francesa, se ha dicho, para marcar el fin de ese intervalo. Pero

    Francia no detenta para nada el monopolio del comienzo violento de la democracia

    razonable, incluso si algunos comienzan a creer de buena fe que el r gimen parlamentario

    ingls naciera del encuentro armonioso entre la sabidura real y la libre expansinindustrial; o la democracia americana de la simple unin entre el espritu de empresa y la

    moral puritana. Los marselleses que, al Este de Europa, han respondido al entierro

    pomposo o revanchista del bicentenario, confirieron a este fin de la excepcin su

    A ese tiempo que ya no se encuentra dividido por la promesa debecorresponder un espacio liberado de divisin. Centro es su nombre;ste no designa un partido entre otros, sino que es el nombre genricode una nueva configuracin del espacio poltico, libre despliegue deuna fuerza consensual adecuada al libre despliegue a-poltico de laproduccin y la circulacin. Pero si bi en es fcil decretar el comienzo y

    el fin de los tiempos la identificacin emprica de esa configuracinplantea otros problemas. El centro no cesa de escaprsenos. El fin de lapoltica parecer ms bien dividirse en dos fines que no coinciden - elfin de la promesa y el f in de la divi sin - y que producen vi rtualmentedos polt icas del fin de la poltica: el partido del tiempo nuevo y elpartido del nuevo consenso. La eleccin presidencial francesa de 1988podra proporcionarnos el ejemplo. El candidato derrotado seidentificaba, exactamente, con la idea del tiempo nuevo. Frente a surival, representado como el viejo hombre de la promesa y como elhombre del siglo diecinueve, reivindicaba la juventud del siglo por

    venir, el dinamismo de empresa que impulsa delante s a las cosasnuevas. Nos invitaba as, simplemente, a preferir la juventud a lavejez, a reconocer la evidencia que asimila hoy el ejercicio del poder allibre despliegue de la potencia. Intentaba atrapar una vez ms alarrepentido en el crculo de la promesa; hacerle confesar lo queprecisamente ste pretendiera disimular al no pr ometer nada - que eraineluctablemente el hombre de la promesa, un hombre que anunciapero impotente en realizar lo que anuncia, un hombre que proyectalejos adelante viejos asuntos en lugar de dar impulso, paso a paso, alas cosas nuevas. Al hombre de la vieja promesa - al viejo hombre de lapromesa, que ya no puede, o ya no osa confesarlo - se opona en eseentonces, en la persona del primer ministro candidato, el hombre deldinamismo que conduce las cosas nuevas; el joven que da impulso a lojoven; el ganador capaz de conducirnos como vencedores al tercermilenario.

    verdadero sentido, al resituarlo en el movimiento que comenzando en la Inglaterra de los

    Estuardo no ha llegado aun al final de su camino.

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    Discurso de la potencia que debe traducirse naturalmente en poder, yaque la promesa vuelve impotente o demencial al poder.Aparentemente, este era el nico discurso consecuente con esepensamiento del fin de la promesa, con la poltica no-ideolgica quereina sin contrapeso sobre los rganos, sabios o populares, de laopinin pblica, el discurso de la va cotidiana. Ahora bien, a pesar deeso - o a causa de eso - ese discurso no marcha en el da propicio. Ese

    discurso sociolgico dominante parece hecho para dominar todos losdas, excepto en uno, en el da de la poltica, en el da del frente afrente poltico televisado en el que los candidatos se juegan el todo porel todo. Ese da, nuestro joven y dinmico primer ministro hizo laexperiencia: imposible obligar a prometer, a traicionar su promesa, aquien no quiere hacerlo. Imposible obligarle a exhibir frente a s suscartas funestas. Se trataba de hacerle confesar la dualidad; a lo menoscierta idea de la dualidad: el dos de la promesa y la potencia, de lapalabra y la realidad, de los hombres de la promesa jams cumplida yde los hombres del dinamismo que progresa en permanencia. Pues

    bien, por lo menos una vez, y en determinada coyuntura, esadicotoma discursiva, que se traduce en todos los discursos de lapoca, no fue escuchada ni por aquel a quien estaba dir igi da ni por losespectadores que arbitran el duelo discursivo: en la coyuntura delmomento de concluir, cuando se trataba de concluir de la potencia alpoder, transformando la exhibicin en prueba de capacidad y dederecho al poder.

    Qu habr sucedido entonces para que una consecuencia tan naturalresulte inconcluyente? No gran cosa. Enfrentado a quien sita el poderdel lado de la potencia para hacernos entrar as en el prximo mi lenio,bast que el adversario pusiera en escena otro borde - no el del viaje,sino el del abismo - y que en lugar de enunciar la promesa enunciasesu inverso, la promesa de lo peor. Esta es, en efecto, la promesa nica ala que hice referencia anteriormente. El presidente candidato no haprometido nada, aparte lo peor: la divisin, la guerra civi l.Ponindonos nuevamente delante de lo que se proclamaba superadojunto con l a promesa, el presidente convocaba la pol ti ca a otro f in, a

    otro lmite. Y eso le bast para hacer vano ese dos de promesa ypotencia; para afirmar que l se encontraba all, incluso en sumutismo, para una sola cosa: reunir, mantener el trazo del Uno queretiene a la sociedad en el borde del abismo. As, la poltica ya no esms el arte de hacer avanzar las energas del mundo, sino el deimpedir la guerra civil mediante el uso razonable del trazo del Uno,por el llamado a la reunificacin. Pareciera que lo mltiple no llega

    por s mismo a lograr la paz. No es cierto que se pacifiqueespontneamente al arruinar los anti guos dualismos. La relacin entrelo uno reunificador y el dos de la divisin compete, aparentemente, aun arte, la poltica, y a una vi rtud , la autori dad.

    2. El retorno de lo arcaico

    Tal es el pase que presenciamos. Ha sido suficiente esgrimir lapromesa de lo peor para transformar el espacio del fin de lo poltico,para arcaizarlo, arrastrando la potestasdel otro lado; no ya hacia esapotentiaque, segun se dijo, era su porvenir, sino hacia aquello que laprecede: la auctoritas del sabio. A quien quera probar su potenciacomparando balances, se le ha respondido simplemente: hemos sidoigualmente impotentes para sacar las cosas adelante.Y sin embargo,hay algo respecto a lo cual no somos iguales: respecto a eso previo,que debe ser alejado antes de emprender lo que sea: la amenaza dedesgarramiento. Frente a esa amenaza, la potestas se inclinanaturalmente al lado de ese a quien el espritu de la Constitucin de

    nuestra Quinta Repblica reconoce la virtud suprema, la virtudprimera, la auctoritas.

    La auctoritas es la virtud anterior a la ley y al ejercicio del poder,virtud que segn Tito Livio era la de Evandro, el Griego, el hijo deHermes que se instalara en los bordes del Tber, en territorio latino,an antes que los descendientes de Eneas el Troyano, antes de la

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    fundacin de Roma. Ese mismo Evandro que, segn nos dice, se hacaobedecer por los pastores, ante todo, auctoritate magis quam imperio,antes por el prestigio reconocido de su persona que por las insignias ylos medios de coercin propios al mando. Tito Livio proporcionaenseguida la razn de esta autoridad. Evandro era venerabilis miraculol i t terarum, inspiraba respeto por su prodigiosa relacin con la letra, conlo que se dice por escrito, con lo que se anuncia e interpreta por medio

    de una misiva.

    Esta es la relacin primera entre la auctoritasy las letras. El auctor es unespecialista en mensajes, el que sabe discernir el sentido entre el ruidodel mundo. Evandro, vstago del heraldo divino y una sacerdotisa,proporciona el modelo evidente: en el ruido de la disputa sostenida alborde del ro por un grupo de ganaderos a causa de un robo debueyes y un asesinato - sabe distinguir la presencia del divinoHrcules bajo la apariencia de ese ladrn de bueyes que asesinara aquien le rob a su vez. Evandro reconoce el mensaje divino y calma la

    querell a. Mi lagro de las letras.

    Milagro que aparentemente subsiste. A los que queran atraparle en eljuego de la promesa y hacerle confesar no ha querido responder nada.Nada ha dicho, pero ha escrito, escrito una carta dirigida a todos losfranceses. Que el sarcasmo de los escpticos acoger con burla: siendotan voluminosa cuntos, entre aquellos a quienes se dirige, van aleerla?

    Insondable ingenuidad de los escpticos, para los cuales las palabrassobre el papel nunca sern capaces de hacer frente a la realidad,cualquiera que sta sea. La respuesta es evidente, sin embargo. Pocoimporta el nmero de los que la lean. Lo esencial es que haya sidodedicada y firmada. No es que por ello subestime el sentido de lapedagoga democrtica que pudo inspirar al autor de la carta, o elsentido cvico y el deseo de escoger con conocimiento de causa, quehan podido ganarle lectores perspicaces. Sin embargo, lo esencial noreside en esto. Para todos ha sido evidente que frente al deportista de

    los dientes aguzados se encontraba un personaje diferente, un serdotado del miraculum l i t terarum, un auctor.

    Es cosa sabida que nuestro presidente aprecia a los escritores. Losescpticos, para quienes la poltica es un espectculo, piensan quecultiva a los intelectuales para la galera. Empero, un auctor es algomuy distinto a un intelectual. El auctor es un garante, aquel que

    domina las letras y puede discernir el sentido - y, en consecuencia, lajusticia - en medio del ru ido del mundo, que puede apaciguar,mediante las letras, el ru ido de la querell a, unir gente por su capacidadpara discernir el sentido, pacificar en virtud de una capacidad queprecede al ejercicio del poder. Es alguien que puede aumentar (augere)la potencia del ser-en conjunto; aumento que, justamente, no tienemucho que ver con el dinamismo de la modernidad.

    Tal es la sorpresa de esta coyuntura. Al interior del gran consenso entorno a la modernizacin, que en apariencia permita escoger

    solamente entre lo joven y lo viejo - eleccin que la modernidad de lavida inclina siempre del mismo lado - surge un rasgo de arcasmoradical. El joven, el dinmico, el hombre de la produccin, no haconseguido que sus atributos sean reconocidos como ttulosconducentes al tercer mil enio, mi lenio de la sociedad pacificada y de lapoltica secularizada. En lo que supuestamente es el vrtice de lamodernidad, en el momento declarado decisivo de deflacin de lopoltico, se ha impuesto el arcasmo del viejo poltico que consiguetomar el lugar inmemorial del auctor que crea el borde del abismo, elborde de angustia del que l mismo se porta garante, garante deaquella operacin de pacificacin que debera surgir de la

    espontaneidad misma del mundo secularizado y que aparentementecompete ms bien al arte, el arte arcaico de la poltica.

    Pues lo que propone el viejo auctor es, sin duda, esa tarea de lamodernidad proclamada por doquier: secularizar lo poltico,desmilitarizarlo, disminuirlo, eliminar en l todo aquello que no estdirigido a la maximizacin de las posibilidades de xito del ser-en-

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    conjunto, a la simple gestin de lo social. Tarea poltica que consiste,precisamente, en la disminucin de s de lo poltico. Disminucin quepuede ser descrita de dos maneras, segn el modo en que se considerela relacin entre las categoras de lo social y lo poltico. Disminuir lopoltico significa, en cierto sentido, reducirlo a su funcin pacificadorade nexo entre los indiv iduos y la colectivi dad al descargarlo del peso yde los smbolos de la divisin social. Significa, al mismo tiempo,

    suprimir los smbolos de la divisin poltica en beneficio de laexpansin y del dinamismo propio a la sociedad. Ahora bien; ni laespontaneidad del siglo ni el zumbido de la empresa pueden operaresa doble supresin de lo poltico por lo social y de lo social por lopoltico. El U noen cuanto reunin racional no alude a la exigencia dela obra que se encuentra delante nuestro sino a la representacin delabismo arcaico que nos bordea en permanencia. La pacificacinrecproca de lo social y de lo poltico es asunto de viejos, es un viejoasunto que la poltica ha probablemente conocido desde siempre comosu esencia paradojal. La poltica es el arte que consiste en suprimir lo

    pol ti co, una operacin de substraccin de s. Quiz el fin de la polt icaes su consumacin, la consumacin siempre joven de su vejez. Quizsla filosofa, ms all de la oposicin entre clsicos y modernos, hayasiempre conocido esta duplicidad de la techn politik, al aproximareste fin permanentemente joven al pensamiento de la fundacin.

    3. Aristteles y la utopa centrista

    Examinar a fondo esta vecindad entre el comienzo y el fin implicarauna revisin completa de la nocin de filosofa poltica clsica que novoy a emprender en este lugar. Subrayar al pasar tan slo unproblema: designar, como hace Lvi-Strauss, la Repblicao la Polticacomo obras y paradigmas de la filosofa poltica suponeprobablemente borrar la tensin originaria de la relacin entre filosofay polt ica: la coincidencia entre el deseo de reali zar de verdad los

    asuntos de la polt ica reivi ndicado en el Gorgiasy el deseo de poner fina la poltica, de hacer odos sordos a ella. Poner fin, en todo caso a lopoltico tal como ste se manifiesta, a su estado espontneo,democrtico; poner fin a esa autoregulacin anrquica de lo mltiplepor la decisin mayoritaria. El demos es para Platn la facticidadinsostenible del gran animal que ocupa la escena de la comunidadpoltica, sin que por ello llegue a constituirse en un sujeto uno. El

    nombre que lo califica es ciertamente ochlos: turba popular,entindase, la turbulencia infinita de esas colecciones de individuossiempre diferentes de s mismos que viven la intermitencia entre eldeseo y el desgarramiento de la pasin. A partir de esta constatacinse define una duplicidad original, una relacin de la filosofa con lapoltica que es, a la vez, enteramente inmanente y radicalmentetrascendente, y que prohbe la existencia de algo as como la fi losofapoltica.

    Antes quizs que en el radicalismo de la refundacin platnica esta

    escisin manifiesta su complejidad en la tensin, ms discreta, queanima la Polticade Aristteles. El objetivo, aparentemente simple, desometer lo mltiple a la ley del Uno resulta en efecto distendido por eldesfase, nunca reabsorbido por completo, entre las dos maneras depensar el arte poltico y afrontar la cuestin de lo mltiple: comoorganizacin de la comunidad humana conforme al telos del serrazonable y como remedio al hecho bruto de la divisin social. LaPolticapresenta as dos orgenes de lo poltico: por una parte, el buenorigen, expuesto al comienzo del Primer libro, la distincin entre laphonanimal y el logoshumano, el poder propio al logosde proyectaren el seno de la comunidad el sentimiento de lo til (sumpheron) y loperjudicial (blaberon), y de abrir as al reconocimiento de lo justo y loinjusto. Por otra parte, ese mal origen expuesto en el Cuarto libro, quevincula la lgica del principio de contradiccin con la facticidad de unestado de cosas. En toda ciudad hay ricos y pobres, los queconstituyen por excelencia los elementos o las partes de la polis, encuanto designan los nicos principios no acumulables: podemossiempre imaginar que los agri cultores se convi ertan en guerreros o que

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    los artesanos participen en la Boul; sin embargo, ningn rgimenpuede lograr que se sea rico y pobre a la vez. La cuestin poltica seinicia en toda ciudad con la existencia de la masa de los aporoi,aquellos que no poseen los medios y con el reducido nmero de loseuporoi, que los poseen.

    Toda polis comprende estos dos componentes irreductibles, siempre

    en guerra virtual, siempre presentes y representados por los nombresque se atribuyen y por los principios en que se reconocen y quereclaman para s: libertad (eleutheria), para la masa de pobres; virtud(aret), para el pequeo nmero de ricos. As, ricos y pobres cogenconstantemente la cosa comn, la cosa del medio, en la tenaza de laganancia y los honores, de los intereses materiales y las inversionesimaginarias.

    Esto es un hecho. Desde que Soln aboliera en Atenas la esclavitud pordeudas, toda ciudad comporta esa masa de pobres impropios para

    el ejercicio de la ley y el mando y que sin embargo seencuentran igualmente en la polis. Hombres libres, que reclaman paras el nombre comn, el t tu lo comn de la comuni dad pol ti ca: lalibertad. De all procede una segunda determinacin del artepol tico; ste es, en trminos modernos, el arte de contar con : contarcon los inconciliables, con la co-presencia entre los ricos y los pobresque ya no pueden ser lanzados por la borda y que permanecen ligadosal centro de la polis.

    Esta primera tarea de la poltica puede ser descrita con gran exactitudpor medio de los trminos modernos de reduccin poltica de lo social

    (es decir, de distribucin de riquezas) y de reduccin social de lopoltico (entindase, de la distribucin de poderes y de las inversionesimaginarias que se siguen). Por un lado se trata de apaciguar mediantela di stribucin de derechos, cargas y controles, el confl icto entre ricos ypobres y por el otro, de encontrar en la espontaneidad de lasactividades sociales el apaciguamiento de las pasiones relativas a laocupacin del centro.

    La solucin ideal, la reduccin ideal de lo poltico por lo social, infiere,desde la homonimia la isomorfia: que el centro est en el centro, que elcentro poltico (el meson) de la polis sea ocupado por la clase media ( tomeson) - por la clase de aquellos que no son ni ricos ni pobres, ni aporoini euporoi, y que no tienen que transitar o viajar entre su espacio socialy el centro poltico. En consecuencia, el centro no es ms el centro detensiones provenientes del borde o hacia el borde. Los cargos - los

    archai - entre los que se reparta el arch- el mando de la polis ya noconstituyen un botn sobre el que algunos se precipitan o del que losotros huyen.

    Segn esa solucin - expuesta en el libro IV - la perfeccin de lapoltica tiende hacia su autosupresin. La coincidencia entre el centroy el medio hace evidentemente fcil obedecer al logos; logosque almismo tiempo aparece menos como lugar de discusin que como unapotencia a la que se obedece tal como un ser vivo obedecera a la leyde su organismo.

    Desgraciadamente, esta solucin positiva no pasa de ser un ideal. Enninguna parte, o casi en ninguna, encontramos ese rgimen. A lo queAristteles, una vez ms, ofrece una explicacin positiva, sociolgica:las ciudades son demasiado pequeas; no hay lugar para que sedesarrolle en ellas una clase media. Podra decirse que esta es unaintuicin del porvenir. Al ideal de la polis democrtica, Aristtelesopondra el verdadero futuro de la democracia, el rgimen de clasemedia de esos Estados extensos y desarrollados de la poca moderna.Pero quiz tambin esto no sea ms que una utopa, la utopa realista:no la brillante utopa de la isla lejana situada en ninguna parte, sino laimperceptible utopa que consiste en hacer coincidir dos espaciosseparados como la media social y el centro poltico. Ahora bien, comoes sabido, nuestras sociedades producen clases medias y sectoresterciarios en abundancia. Pero nos encontramos an a la bsqueda delcentro, de la coincidencia de los centros. El gobierno de centrocontina siendo la utopa de nuestra poltica realista. Porque elreali smo tambin es una utopa, como lo muestra A ristteles de modo

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    ejemplar. La utopa no es lo lejano o el futuro del ensueo irrealizadosino la construccin intelectual que hace coincidir un lugar depensamiento con un espacio intuitivo percibido o perceptible. Elrealismo no es ni el rechazo lcido de la utopa ni el olvido del telos,sino una de las maneras utpicas de configurar el telosy reencontrar larosa de la razn en la cruz del presente. Hacer coincidir la ideafi losfica del medio con la clase media y el espacio ciudadano signi fi ca

    an realizar el programa platnico; significa situar lo mltiple bajo laley del Uno, instituir el reino de la medida en lugar del apeirondemocrtico. La Filosofa pone fin a la divisin poltica y sutura supropia divisin frente a la poltica haciendo uso de un recursometafrico que, al mismo tiempo que la separa absolutamente de laempir icidad polt ica, le permite coincid ir exactamente con ell a.

    Sin olvidar ciertamente que el medio es siempre insuficiente paraocupar el centro. Puesto que lo social escapa al apaciguamiento de lopoltico es necesario, entonces, retomar el asunto a la inversa,

    asignando a lo polt ico la regulacin del confl icto social. Lo que ste nopuede hacer sino organizando su propia substraccin; borrando laimagen del centro y las tensiones imaginarias que se aproximan odistancian de ste. El arte poltico operar entonces una nuevacoincidencia entre espacio poltico, espacio social y espacio territorial,esto es, la coincidencia de las distancias. El arte poltico consiste enutilizar positivamente la contradiccin democrtica: el demos es launin entre una fuerza centrpeta y una fuerza centrfuga, la paradojaviviente de una colectividad poltica formada por individuos a-polticos. Continuamente el demos se distancia de s mismo,dispersndose en la multiplicidad de focos de goce y placeresintermitentes. El arte poltico debe transformar las intermitencias deldemos en intervalos que mantengan su poder a distancia de susturbulencias, separado de s mismo.

    Tal es la preocupacin que marca en los libros IV y VI de la Poltica lacomparacin entre las malas y las buenas formas de democracia. Lamala democracia es aquella que coincide con su nombre: en ella, el

    demosejerce el poder, habita en el centro de la ciudad y no tiene msque dar algunos pasos para asistir a la asamblea y aspirar a los archai.Por el contrario, la buena democracia - esa que se acerca tanto como esposible al rgimen ideal de la politeia - introduce la distancia en eldemos, alejando del centro a los aporoi, recurriendo al censo o a algnotro medio. En ese caso las leyes mandan en razn de la falta derecursos (prosodon)2.

    Prosodoses un trmino notable; significa, en primer trmino, el borde,el punto en que el camino toca a su fin. En el lenguaje poltico, esteborde asume un sentido ms preciso: constituye el hecho depresentarse para hablar ante la asamblea. Pero prosodos designa, almismo tiempo, el excedente que permite presentarse, ponerse encamino, ese algo ms que permite asistir a la asamblea: algosuplementario en relacin al trabajo y a la vida que ste asegura. Esesuplemento que falta no es necesariamente el dinero. Puede sersimplemente el tiempo, el tiempo libre. Tiempo libre que falta para ir

    al centro, porque el centro est lejos; porque no se puede renunciar altrabajo o la ganancia cotidiana.

    Estos son, segn lo expone el libro IV, los beneficios de la democraciarural, sobre todo all donde los campos se encuentran suficientementelejos de la ciudad. En razn de ello es posible lograr una buenademocracia e, incluso, una buena politeia: los agricultores no tendrntiempo para hacer asambleas frecuentemente, no tendrn el tiempo deocupar el centro, prefiriendo trabajar a perder el tiempo haciendopoltica. Tendrn la posibilidad (la exousia) de hacer poltica, perodecidirn ellos mismos abandonar los cargos a quienes poseen la ousia,

    la fortuna que permite dedicarles tiempo.

    En ese caso, la perfeccin se obtiene por desercin del centro. Esnecesario que los ciudadanos estn lejos del centro de su soberana.Para que el rgimen funcione, se necesita cierta cualidad (poion tina).

    2Poltica, 1, IV, 1292 b 37/38.

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    Mas esto no alude a una cualidad de los ciudadanos, sino solamente auna propiedad de su espacio. Es necesario que no existan campos en lainmediatez de los muros de la ciudad; que est cortado el acceso entrelo social y lo poltico, como tambin el acceso entre los ciudadanos y elterritorio de su ciudadana. Es necesario que exista un intervalo, unvaco en el borde de lo polt ico.

    Ciertamente, ese no man's landes an una utopa. Siempre hay gente,la turba ocupa siempre el gora, el populacho (ochlos) hierve en torno ala ecclesia. De all proviene la regla, imparable, que apunta a asegurarla ciudadana de los ausentes. En esas democracias en que la mul ti tudes compelida a emigrar al campo , es necesario que no se haganasambleas, incluso si hay una multitud (ochlos) en el gora, sin laconcurrencia de la masa que se encuentra en los campos 3.Simplificando: no hay que hacer asambleas en ausencia de los que noestn. Regla perfecta de una democracia autosustractiva, inversinirnica del principio del medio. Se trata con esto de garantizar el

    centro no ya por la presencia sino por l a ausencia, por l a funcin de unintervalo que dispersa los intereses.

    Realismo an utpico. No existe la clase que por su sola presencia oausencia pueda pacificar el lugar de lo poltico, que despeje su acceso.Al buen poltico corresponde entonces el prever los arreglos queregularn el acceso, segn un doble plan de disposiciones efectivas ypercepciones imaginarias. Para lo cual es necesario que al redistribuirlos puestos se redistribuyan los afectos, sustraer de lo que seproporciona a unos lo que lo hace deseable para los otros. El mejorejemplo de esto es la gratuidad de las magistraturas: sta permite dar a

    todos la exousia reservando los privilegios de la ousia. Gracias a ello,cada uno ocupar satisfecho el lugar que le corresponde. Los pobresno aspirarn a las magistraturas y no se sentirn celosos de los que lasejercen, puesto que stas no producen provecho, sacrificandolibremente la pasin pblica del honor a la pasin privada de la

    3Poltica, 1, VI, 1319 A 36/38.

    ganancia. Los ricos ejercern las magistraturas sin poder aumentar sufortuna; sin duda, debern incluso sacrificarla un tanto. Pagarn parasatisfacer su pasin, su principio de honor colectivo: por no tener queencontrarse ell os, los mejores, gobernados por los menos buenos .De ese modo tanto las pasiones privadas como las pasiones pblicas seencuentran bien repartidas. Se agrega a esto que los pobres, los aporoi,al consagrarse sin obstculos al trabajo, encuentran el medio de

    convertirse ellos mismos en ricos, en euporoi. Podramos cerrar elcrculo diciendo que stos podrn tambin participar, llegado suturno, a las prdidas y beneficios de los archai. Aristteles no lo hace,persuadido como est de que la nica pasin de la masa es el pecunioy que si sta se interesa por la poltica es slo a falta de otra cosa. Losmodernos cerrarn el crculo prometiendo a los pobres, por poco quese enriquezcan, el acceso a la clase providencial del justo medio.

    Aristteles inventa lo esencial: la modernizacin, la poltica del fin delo poltico, ese fin que se confunde con su nacimiento en cuanto arte de

    sustraer lo social mediante lo poltico y lo poltico mediante lo social.Al redistribuir los cargos y las pasiones que apuntan a ellos - lapercepcin de los placeres y los afectos ligados a esta percepcin - lapoltica organiza su propia deflacin: crea ese social que faltaba alcumplimiento natural de este fin; crea, en la conflictualidad del ser enconjunto, del inter esse, los intervalos de intereses que divergen ycoexisten; suscita ese social en el que lo privado y lo pblico searmonizan en su distancia, en el ejercicio separado de las pasionespblicas del honor y las pasiones privadas de la ganancia.

    Empero, hay un problema que subsiste, el problema del otro borde, de

    ese borde en que la perfeccin de lo polt ico autosustrado termina porparecerse enormemente a la negacin poltica de lo poltico, a esareabsorcin del espacio comn en la esfera privada del dominiollamado despotismo o tirana. La mejor de las democracias -entindase, la buena politeia - en que la masa de los ciudadanos sesatisface antes en su preferencia por el lucro que en la actividadciudadana; ese buen rgimen poltico que concuerda con la

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    satisfaccin a-poltica de los ciudadanos no pondr en juego losmismos recursos que sir ven para la aniqui lacin ti rnica de la potenciacomn: el microphronein, el mnimo-pensar de los individuos encerradosen la mezquindad, en la idiotezde los intereses privados; la adunamia,la impotencia propia a los que han perdido los recursos de la accincolectiva? Mnimo pensar, desconfianza e impotencia de losciudadanos; tales son los recursos de la tirana. Estos pueden parecerse

    enormemente a los recursos del buen gobierno, sobre todo si seconsidera que existen buenos tiranos, espontneamente dispuestos aemplear los buenos medios de conservacin que menciona el SextoLibro. Pisstrato proporciona el modelo del buen tirano: los mediosque empleara para gobernar, evocados en la Constitucin de Atenas,se parecen hasta la confusin a las buenas reglas de una democraciarural. De su propio pecunio, Pisstrato avanzaba dinero a los pobrespara que stos comprasen tierras. La finalidad es doble: que no pasenel ti empo deambulando por la ciudad sino que permanezcan dispersosen el campo; y que al disponer con ello de una riqueza a su medida

    (euporountes ton metrion), preocupados de sus asuntos privados, notengan ni el deseo ni el tiempo disponibles para ocuparse de las cosascomunes.

    Poltica de la dispersin. A quienes pueda inquietar el parecido entreambos fi nes de la polt ica Ar istteles ofrece una expl icacintranquilizadora: Pisstrato gobernaba antes como poltico que comotirano. Con el riesgo de enfrentarnos a una paradoja. Despolitizar: eseel ms anti guo de los trabajos de la polt ica; el que ll ega a culminacinal borde del fi n, a la perfeccin cuando llega al borde del abismo.

    Esa supresin poltica de la poltica es, al mismo tiempo, el medio porel que la filosofa realiza la ms cercana imagen del Bien poltico enmedio del desorden de la polt ica empr ica, del desorden democrtico.Realizacin que supone una mediacin especfica: as, entre latrascendencia del telosy los arreglos de la poltica, Aristteles deja unlugar para la utopa realista del centro, de ese social que se ordenarapor s mismo anulando, al mismo tiempo que su propia divisin, la

    divisin de las pasiones que apuntan a apropiarse del centro poltico.Para la realizacin filosfica del arte poltico, esta utopa es unmomento evanescente. Pero quizs el trabajo propio de la modernidadhaya consistido en dar cuerpo a ese tercer trmino evanescente. En esoconsistira la utopa de la modernidad la parte que se desprende o eltrmino medio emancipado de la utopa filosfica: la utopasociolgica, aquella que plantea su propia emancipacin como

    emancipacin de lo social; utopa de una racionalidad inmanente a losocial que anuncia en definitiva el fin simultneo de la filosofa y lapoltica.

    4.- La democracia sin bordes

    Sin duda Toqueville es quien nos permite observar mejor ese

    advenimiento de un fin sociolgico de lo poltico, y justamente en esamisma tensin que mantiene su anlisis entre la nostalgia delherosmo poltico y el reconocimiento de la democracia comoautoregulacin pacfica de lo social. Qu es lo que se nos propone enLa D emocracia en A mrica, sino una larga meditacin sobre laactualidad de Aristteles? La igualdad social; el rgimen del mnimopensar y las costumbres moderadas que corrigen la igualdad poltica;la invasin de la ecclesia y los archai por parte de los vstagos delarroyo democrtico, por la turba del gora acaso no sern la formamoderna de democracia pacificada que ms se acerca a la intuicinaristotlica? La genialidad particular de Toqueville reside en haber

    identificado una figura mixta, entre la coincidencia del centro y lasdistancias al interior de la sociabilidad democrtica moderna. Larealizacin del programa aristotlico no depende tanto de una clasesocial (de la clase media ocupando el medio, o de los agricultoresciudadanos ocupando la periferia) sino, ante todo, de cierto estado delo social. La pacificacin de lo poltico comporta un cambio muchoms profundo lo que supone el gobierno de un justo medio , de la

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    clase media, pues depende de esa nueva sociabilidad denominadaigualdad de condiciones, la que aporta una solucin realmenteprovidencial a la regulacin de las relaciones entre lo poltico y losocial. Lo que el poltico ms astuto no consigue realizar - laproduccin de una sociabilidad autoregulada en que se limitenespontneamente tanto los desbordes polticos de lo social como eldesborde social de lo poltico - lo realiza ese movimiento providencial

    al igualar l as condi ciones.

    La igualdad de condiciones asegura la pacificacin de los afectospolticos mediante su polimerizacin. La desaparicin del afecto quese nutre de intervalo y distincin - el honor - abre un espacio social enel que las antiguas tensiones en torno al centro son reguladas por ladivisin, por la proliferacin de una infinidad de puntos de inters -puntos de satisfaccin de inters. La inflacin de lo privado, lamultiplicidad de satisfacciones que lo acompaan, desbordandoampliamente el simple dominio de la necesidad y el puro deseo de

    ganancia, garantizan la adscripcin a la regla de coexistencia pacfica yde disciplina colectiva que asegura la composibilidad de esassatisfacciones. Un trmino clave en ese dispositivo lo ocupan las costumbres suaves , equivalentes a esa facilidad (praotes) tanapreciada por la democracia ateniense, las mismas que Platndespreciara y que Aristteles quisiera asegurar no ya mediante ellaxismo popular, sino por la coincidencia natural del centro y elmedio. Las costumbres suaves, el apaciguamiento de las pasionesviolentas de la distancia, aseguran una fcil adecuacin entre la regla yla satisfaccin a partir del momento en que, simultneamente, laoposicin entre ricos y pobres cesa de polarizar el espacio polt ico y los

    provechos conjugados de idiony koinon, de lo privado y de lo pblico,se distribuyen en toda la superficie del cuerpo social, asegurando as lafacilidad de ese poco-de-virtud que, igualmente distribuido entretodos, garantiza mejor la paz que la virtud ostentatoria y provocadorade algunos. Lo que sin duda concuerda con el plan de la divinidad,incluso si es un t ri ste espectculo para las almas algo elevadas quehan guardado la nostalgia de una polt ica heroica.

    As, la consumacin de la polt ica, la instauracin de una medida en elseno de lo no-medido, del apeiron democrtico, se regulara desde elseno mismo del apeiron en su nuevo modo de ser. Para lo cual existe,sin embargo, un lmite y una condicin. El lmite se sita, como enAristteles, en ese punto en que el autodistanciamiento de lo polticodeviene enormemente parecido al despotismo, al dominio de ese

    poder tutelar cuya ventaja ms propia reside en poder dominarpacficamente, dejando a la sociedad en su estado de igualdad, desatisfaccin de lo privado y autoregulacin de las pasiones. Lacondicin es la existencia de una providencia. Renunciar a la polticadel honor hace necesario el auxilio de una providencia que percibamejor los senderos de realizacin del Bien que los nostlgicos de laedad heroica, y que garantice su distancia respecto de las vas deldespotismo. La utopa sociolgica no ha podido emanciparse, en uncomienzo, sino gracias a la secularizacin de la providencia,secularizacin que se sita de lado de la idea de progreso. El

    providencialismo sociolgico no es primeramente un pensamiento delprogreso sino una garanta contra la decadencia, un modo dereinterpretar lo que a pr imera v ista es aprehendido como decadencia.

    La poca calificada de postmoderna es aquella en que estareinterpretacin de la decadencia piensa poder emanciparse de todareferencia providencial. Hoy, se nos dice, la polarizacin entre ricos ypobres ha retrocedido suficientemente como para arrastrar en suretirada las fiebres del honor poltico y la democracia heroica. Lademocracia ha superado la poca de sus fijaciones arcaicas en la queconverta la debilitada diferencia entre ricos y pobres en mortal asunto

    de honor, encontrndose hoy tanto ms asegurada en cuantoperfectamente despolitizada, en tanto ya no es ms percibida comoobjeto de una eleccin poltica sino vivida como medio ambiente,como el medio natural de la individualidad postmoderna, sin imponerya ms las luchas y sacrificios que se contradecan con los placeres dela poca iguali taria.

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    La cuestin del espacio se regula as por el vaco, por la ausencia deintervalo visible, de borde divisor, de precipicio. La Er a del V aco; tal esel ttulo de una obra que ha suscitado alguna atencin. El autor refutaen ella los anlisis pesimistas que perciben una contradiccin entre elhedonismo contemporneo y la exigencias econmicas del esfuerzo ylas polticas de la igualdad; asegurndonos, por el contrario, de laconsonancia cada vez ms perfecta entre el pluralismo democrtico y

    el tr iunfo de ese proceso de personali zacin que promueve ygeneraliza un individuo que vive en el universo permanente de lali bertad, la eleccin y del descrispamiento humor stico frente sta. Amedida que aumenta el narcisismo, escribe Gilles Lipovetsky, lalegitimidad democrtica se impone, aunque sea de manera relax.. Losregmenes democrticos, con su pluralismo de partidos, sus elecciones,su derecho a la informacin, estn cada vez ms relacionados con lasociedad personalizada del libre servicio, el test y la libertadcombinatoria.

    A esos anlisis eruditos se suman los temas banalizados de la sociedadplural, esa sociedad en que la competencia de mercaderas, lapermisividad frente al sexo, el mestizaje de la msica y la baratura delos charters en direccin de las antpodas desarrollan con todanaturalidad un individuo comprometido con la igualdad y tolerantefrente a las diferencias. Un mundo en que todo el mundo tienenecesidad de todo el mundo, en el que est permitido todo cuanto seanuncie bajo el emblema del goce indi vidual, en el que todo y todos semezclan, y que sera el de la multiplicidad autopacificada. La razn serealizara all en su forma menos expuesta: no en tanto disciplinapermanentemente amenazada de transgresin y deslegitimacin por

    parte del hecho, sino en cuanto racionalidad producida por el mismodesarrollo, por la autorregulacin consensual de las pasiones.Pluralidad; ese sera hoy el nombre del punto de concordancia, puntode utopa entre la embriaguez de los placeres privados, la moral de laigualdad solidaria y la sabidura poltica republicana.

    5. La perturbacin-f in

    Navegamos as rumbo a los felices puertos del libre intercambio demercaderas, cuerpos y de candidatos. Pero en este mundo todafelicidad toca a su fin, incluso aquella felicidad del fin. Las utopasrealistas se encuentran sometidas, como las otras, a la sorpresa de loreal. La coyuntura electoral que nos mostrara al joven empresario

    desarmado ante el viejo auctor se reservaba todava otros medios paraensearnos que esa asimilacin usual entre el triunfo de la juventud yla pacificacin de la poltica decididamente no es muy feliz. Cuatromi ll ones de boletines de voto logrados por el candidato de Franciapara los Franceses lo anunciarn brutalmente: cuando l o pol ti co sedebilita, cuando el partido de los ricos y el de los pobres dicenaparentemente lo mismo - modernizacin - , cuando se dice que noqueda ms que escoger la imagen publicitaria mejor diseada enrelacin a una empresa que es casi la misma, lo que se manifiestapatentemente no es el consenso, sino la exclusin; no es la razn,

    devenida racionalidad social de la coexistencia de satisfacciones, sinoel simple odio hacia el Otro, el reunir para excluir. Cuando la polticaest llamada a reatrapar al siglo, a abandonar dogmas y tabes, lo queaparece dominando la escena no es lo que se esperaba - el triunfo de lamodernidad sin prejuicios - sino el retorno de lo ms arcaico, lo queprecede a todo jui cio: el odio.

    El partido de los jvenes y dinmicos ha terminado porcomprenderlo a su vez. Discutir sobre presupuestos y promesas, sobrela edad de los candidatos y de los programas, no era lo pertinente. Noes muy astuto pretender tr iunfar en un debate frente a quien se asigna

    el lugar del padre demostrndole que es un viejo. Lo que va de suyo.No es en el juego del discurso que atraparemos al padre. El rumbo aseguir en esos casos no es el de la nueva empresa, sino el de losantiguos odios. Nos tocara ver por entonces la silueta negra delpadre afichada en las calles, como la de un hombre al que se dieracaza. Con lo cual se estaba, seguramente, ms cerca de lacuestin. Contra el que se arroga el miraculum litterarum, lo ms

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    conveniente es el ladrido de la jaura. Contra el archa on, la archaoteron, lo ms arcaico. Contra la figura paternal del poltico, la figuradel padre a asesinar.

    Este pacfico fin de lo poltico se parece enormemente a su prehistoriaasesina. Lo que induce a dudar de la pretendida evidencia segn lacual la sociedad de libre intercambio de mercancas, cuerpos y

    simulacros es exactamente isomorfa en relacin a la sociedad delpluralismo consensual. Ciertamente, a partir de M alestar en la Cultur a,esta sospecha no es algo nuevo. Sin embargo, y en virtud de uncurioso viraje, la prediccin pesimista que hace sesenta aoscontestaba la promesa marxista, se encuentra constantementeencubierta por la prediccin de paz que derivara del declinar de esapromesa. Y se necesita la brutalidad del acontecimiento pararecordarnos que quizs no es precisamente la descrispacin lo quecaracteriza la economa del goce; lo que sta reencuentra, antes que latolerancia, es la irregulabili dad delhorror primigenio, la

    irregulabilidad de la angustia y del odio, el simple rechazo del otro.Rechazo puro que es demasiado cmodo atribuir a la frustracin,segn el incorregible angelismo de los realistas, para los que el odionace de la disputa por un bien o por un puesto, cuando el otro poseealgo que nos falta. Por ejemplo: se odia a los rabes porque se estcesante y stos tienen t rabajo. Se trata, una vez ms, de la seduccin delas coincidencias, an cuando fuesen infelices: segn esa hiptesis seodia porque se est privado, se excluye porque se est excluido. Estosucede, sin duda. Pero la experiencia cotidiana nos ensea, sinembargo, que los placeres de la exclusin no tienen ninguna tendencia

    a disminuir con el aumento del confort y la estabilidad de los empleos.Cargar el odio a la cuenta de la privacin es autorizarse a pensar esteasunto slo como un retraso de la modernidad, como resabio de laguerra superada entre ricos y pobres. Existen, segn se dice, losolvidados por la expansin, los que viven an en el siglo pasado,puesto que an nos falta tiempo para obtener que todos beneficien delos frutos del crecimiento.

    El tiempo se convierte as en huida hacia el futuro, en la materia de laltima utopa. Basta con que no nos falte, basta con no perderlo, paraque la poltica alcance su buen fin. Pretendemos que ha terminado lapoca de las ingenuidades del progresismo y la promesa. Empero, loque se encuentra superado no es tanto la fe progresista en los poderesdel tiempo sino el vinculo entre esta fe y la idea de una medida o un

    telos, que permita a la vez juzgar del estado poltico y proporcionaruna finalidad al movimiento. Desde ahora despojada de fin y medida,la fe en la pura forma del tiempo hace las veces de ltima utopa,aquella que subsiste en la decepcin que procura cada espacializacinde la utopa. Esta utopa hace coincidir dos caracterizaciones deltiempo. Por una parte, ste constituye la forma del infinito, del apeironal que pueden referirse, como a su lugar natural, todos los problemasde medida de lo sin-medida. Por otra parte, es el principio delcrecimiento que se opone al ni co mal que an puede ser identi fi cado:el atraso, fuente de privacin. Impera, entonces, antes que la idea de la

    dominacin tcnica del mundo, la del tiempo concebido como puraexpansin. El nuevo milenarismo nos anuncia que en 1993, o en el2000, entraremos en un tiempo continuo y homogneo, exento deacontecimientos, al que ningn acontecimiento podr servir demedida. Contrastando con los bicentenarios necrolgicos, esas fechasanuncian el fin del tiempo en que algunas fechas interrumpan eltiempo, o en el que acontecimientos los comportaban un efecto. Seanuncia, en lugar de ello, un tiempo en el que todo mandato polticotomar naturalmente la forma de un Adelante!, Marchad! . Eltiempo deviene as la medicina universal no slo el de las penas delcorazn, sino de todo mal poltico. Nos hace falta solamente tiempo;

    dadnos el ti empo, claman todos nuestros gobiernos. Ciertamente todogobierno tiende a perseverar en su ser. Pero hay algo ms en esellamado: se transfieren al tiempo todos los poderes utpicos. Laspolticas educativas dan el ejemplo cuando plantean la ecuacin:educacin = formacin. Ecuacin que indica bastante ms que en susentido obvio (proporcionar a los jvenes escolarizados unacalificacin que corresponda con los empleos existentes en el

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    mercado). Plantea una adecuacin utpica entre el ti empo biolgico dela madurez del nio que deviene adulto y el tiempo de expansinmercantil4. En el ltimo tramo de la secularizacin de la providencia,la fe en la naturaleza y en la productividad natural del tiempo llega aidentif icarse con la fe en l os milagros.

    Ante la provocacin de un retorno a lo arcaico o un viraje del fin la

    utopa realista responde con una huda hacia el futuro, que a la vez esuna teora de la huida hacia el futuro. Si no queremos dejarnos llevaren esta de esta huida es necesario retomar el asunto a contrapelo,tomando en serio ese viraje arcaico, esos nuevos desencadenamientosdel odio por el Otro y esas repeticiones del gesto ancestral depacificacin. Acaso no testimonian stos de una deriva singular,vi nculada al derrumbe de la instancia del dos, de la representacin delconflicto? En el momento en que se proclama enterrada la guerra entrepobres y ricos - principio social de la divisin - vemos aumentar lapasin del Uno que excluye. La poltica se ve enfrentada entonces a

    una divi sin ms radical, que no nace ni de la diferencia de riquezas nidel enfrentamiento por los cargos, sino de cierta pasin de unidad,sostenida por el poder reunidor del odio.

    4

    Utopa que repercute antes que nada en los medios propuestos de alcanzar estaadecuacin. En los vastos planes de reforma de la enseanza que produce todo ministerio

    consciente de sus deberes, hay un conjunto de proposiciones que reaparecen

    obstinadamente y que conciernen la organizacin del tiempo: proposicin de jornadasms cortas y aos ms largos, de cursos a los que se disminuyen cinco minutos o de

    reorganizacin de los perodos de trabajo y de vacaciones. Es cierto que esas medidas se

    encuentran justificadas por trabajos de psiclogos y pedagogos - y que p oseen el atractivoadicional de ser las menos costosas - pero la insistencia en ellas es ms bien un testimonio

    de la fe en los poderes mgicos del tiempo: poder que es tal que es imposible que almanipular el tiempo, incluso a ciegas, no se obtenga algn resultado milagroso.

    6. El filsofo y el poltico

    Probablemente ese punto ciego de los realistas sea tambin - all dondesta aborda la poltica - el punto ciego de una filosofa frecuentementems reali sta de lo que se imagina. Volvamos a ese doble origen, a ladoble determinacin de lo poltico en Aristteles: a la naturaleza, quehace del hombre un ser eminentemente poltico, y al hecho

    contingente de la divisin entre ricos y pobres. La distancia entre unoy otro nos lleva a preguntarnos si la totalidad de la cuestin seencuentra totalmente comprendida en la sumatoria entre el carcternaturalmente sociable de quienes comparten el logos y la oposicinprimera, en que se sitan aquellos que forzosamente son lo que losotros no son, no tienen lo que los otros tienen. Problema del entre-dosque puede ser evocado a partir de esa figura extraa que aparecefurtivamente en el Primer Libro de la Poltica, ese individuo apoltico,el ser sin fuego ni lugar que es o bien un ser superior al hombre, o bienun ser abyecto (phaulos, adjetivo suficientemente degradante paraevitar el comparativo). Un ser de la suerte, dice Aristteles, ese ser sinpolis, es un ser vido de guerra en la medida en que es azux,desacoplado, desaparejado, como en el tric-trac.

    Extraa proposicin; incluso para quien estuviera ms habituado quenosotros a las jugadas y trminos del tric-trac5. Empero, en s mismasta se encuentra slidamente enganchada a la demostracin, como lacontinuacin de una evidencia (phaneron) que se acaba de mostrar: queel hombre es por naturaleza un animal poltico; arrastrando enseguidaotra evidencia (delon) la que parece, si no deducirse enteramente de

    5Trictrac oDamas son trminos que no proporcionan sino un equivalente aproximativo

    de los pettoi (galets), que comprendan diversos juegos. La naturaleza exacta del juego

    que se evoca aqu ha sido objeto de una discusin presentada por Becq de Fourquires

    (Les Jeux des anciens, Paris, 1869) y H. Jackson (Journal of philology, 7, 1877). A travsde las divergencias e incertidumbres de los comentarios parece ms lgico admitir que la

    pieza azux es una pieza inmbil capaz de poner en jaque cualquier pieza que aproxime el

    cuadro vecino antes que una pieza aislada y encerrada durante el juego (puesto que setrata de una diferencia de naturaleza). El texto en su conjunto ha sido objeto de una

    discusin para fijar el texto y la divisin sintctica.

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    ella, por lo menos tomar fuerza de su argumento: nuevamente, que elhombre es un animal poltico, netamente ms poltico, en todo caso,que las abejas y las bestias de rebao.

    Entre esas dos evidencias se encuentra esta proposicin, a pesar detodo, singular: el deseo de guerra es lo propio al hombre aislado. Aquin, entonces, hara ste la guerra? A menos que estado de guerra

    quiera decir simplemente estado de soledad . El tr ictrac no essuficiente para aclararnos este punto. Ms bien parece encontrarse allpara cerrar el problema; lo quizs es un hbito. Ya en Platn, el t ri ctracintervena para zanjar sin apelacin posible. Tanto en la Repblicacomo en el Poltico probaba que la masa, que proporciona escasosjugadores de li te, es an ms inapta para proporcionar gobernantes ala polis. Aqu, el trictrac cierra la puerta a otra pregunta, la de un ser-en conjunto que podra ser portador del odio y factor de guerra. Slodos figuras de combate son consideradas: por una parte, la guerra queproduce el asocial, aquel que es ms o menos que hombre - guerra,

    impensable, inexplicable, que resta una hiptesis de escuela, ya quesupone otra naturaleza que la humana. Por otra parte, el combateentre grupos por la distribucin de bienes y prerrogativas, combateque la poltica puede modificar mediante la redistribucin de las cartasy la percepcin del juego.

    Estado de soledad o conflicto colectivo a causa de lo que el otro posee.El tercero excludo, el entre-dos impensado, es la socializacin delodio, el de esa comunidad que se forma no para apropiarse de losbienes del otro sino simplemente por y para el odio. Ese es elarchaioteron con quien el arche tiene que vrselas; ms antiguo que

    nada y siempre joven al abordar el milenario de la lucha de clasessuperada: el punto ciego en los bordes de lo poltico; punto ciego parauna filosofa que piensa la guerra como divisin y el odio comoenvidia; olvidando que el odio rene, y rene sin otra razn que elsimple hecho de encontrarse cada cual all, sin razn, antes de poderimaginar la causa o la razn; sin ser destinado a nada por unanaturaleza que hara signos (esos semeia, esos signos de la naturaleza

    que aparecen frecuentemente cuando Aristteles demuestra lanaturaleza poltica del animal humano). Odio que Spinoza a lo menosha debido encontrar en el desencadenamiento mortfero de los ul t im i barbarorum, es decir, de los ciudadanos de la nacin mercantil pionerade la modernidad sin bordes. Medir, sin embargo, la modernidad deesta barbarie, acaso no le hubiese obligado a arruinar su edificio, aadmitir una falla en el reino de la naturaleza: no la ridcula pretensin

    de un reino producido por la voluntad humana, sino, por el contrario,la regin ingobernable de un desamparo rebelde al conocimiento quetransforma en felicidad la tristeza?

    Esto es lo que a la filosofa, en su relacin paciente (Spinoza) oimpaciente (Platn) con la masa ignorante, le cuesta abordar: esepunto en que el orden de la jaura se diferencia de las reunionespopulares, esa articulacin de lo uno y lo mltiple que no es nireunin de lo mltiple discordante ni regulacin del litigio, sino elpunto en que los terrores de cada uno coinciden con aquellos de lo

    mltiple; en que la angustia del sujeto desmunido - de ese sujeto nioque evocara un texto de Jean Franois Lyotard6 - deviene fuerza deodio avasallador, en que el remedio a la separacin se convierte en malradical. No es ste, nuevamente, el punto que la filosofa evita, allmismo donde porta contra s la ms radical de las acusaciones, en elque hace de la traicin respecto a su propia tarea el principio mismode la catstrofe totalitaria? Lo propio a la operacin heideggerianarespecto a la poltica no es el precipitar la cuestin del odio reunidoren el abismo de una catstrofe y autocastigo supuestamente los msradicales de la filosofa? Frente al terror del siglo la filosofa no quierereconocer ningn otro principio fuera de su propia falta original: la

    vieja y siempre joven traicin llamada metafsica, que transforma latarea de revelacin de los entes en luz amenazada del ser enconstitucin de un sujeto omnipotente ejerciendo su dominacin sobreun mundo de objetos puestos a su disposicin: principio deomnipotencia del sujeto, de devastacin del mundo, que culmina con

    6Jean-Franois Lyotard, Le survivant in Ontologie et Politique, Hanna Arendt, Ed.

    Tierce, 1989.

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    el imperio de la tcnica y del que el terror poltico no aparece ms quecomo la realizacin particular (los cadveres en la cmara de gas comola tierra devastada por la industria agro-alimentaria).

    Conocemos el modo drstico en que este pensamiento delprincipio-precipicio regula el acceso a la poltica. Planteando comouna unidad - la unidad de l'poque - una nica esencia de la

    dominacin, ste prohbe conferir un sentido al dos de la poltica seacual sea su forma (nazismo y social democracia, burguesa yproletariado, democracia y totalitarismo) al dos de la poltica. Amricay Rusia ponen necesariamente en juego el mismo pri ncipio precipicial:el frenes de la tcnica desencadenada y de la normalizacin de unhombre sin races. Di sipndose de ese modo la singularidad del r euni rpara excluir y de su punto de radicalidad exterminadora. El bordecomn del abismo permite slo dos posibilidades: la metanoiavoluntarista que vuelve las espaldas al mar y se opone a la derivacomn de esos equipos de remeros americanos y soviticos paraconducir el pueblo de salvacin sobre tierra firme, la tierra de valoresde la tierra que se presta para todas las homonimias; o bien el vuelcodel siglo, el rayo de luz en medio de la desesperacin en que elpensamiento conduce la espera mediante ese trabajo de espaciami ento,de sustraccin interminable de lo filosfico por el filosofar que mimala autosustraccin de lo poltico en una singular pasin deautomortificacin.

    Extraamente, la misma figura sustractiva sirve al mismo tiempo aquienes enfrentan la pregunta: cmo es posible que el filsofo delsiglo, el mismo que pas su vida advirtiendo a su siglo del horror al

    que estaba destinado, haya podido hacerse cmplice de la figura msradical de este horror? La clave de la respuesta se encuentra siempreen el punto en que el pensamiento ha olvidado distanciarse de sudoble metafsico, el punto en que la ti erra toca an las murallas. As, setrata de rastrear el concepto que an no ha sido deconstrudo y cuyasobrevivencia provoca la adhesin a lo innoble. Al parecer, haysiempre palabras que estn de ms; palabras que, al literarizarse,

    consuman la cada en el abismo impensado. Es necesario, todava,depurar; y, despus de cada depuracin, puede probarse que an nose ha depurado suficientemente.

    Puede ser que este procedimiento dependa ms de lo que supone de ladoxa de una poca, feroz en sistematizar una desconfianza frente a laspalabras (que, segn se dice, jams son inocentes) que se revela, la

    mayor parte de las veces, vana. Nada que hacer: siempre habrpalabras de ms, como hay siempre tierra tocando las murallas, o unamultitud en el acceso a la ecclesia. Lo mltiple, sea cual sea la figuraque asuma, continuar haciendo ley. Podremos continuarsuprimiendo palabras; pero eso no impedir los ladridos de la jaura.De all el patetismo un poco vano de esa operacin por la que lafilosofa se entrega al sacrificio para expiar sus pecados,consumindose en una llama que pretende ser, al mismo tiempo, laluz que se ha aportado y la reparacin pagada por los horrores delsiglo. Esa expiacin espectacular deja en los hechos a los prcticos dela poltica la tarea de regular concretamente el odio. Tal es entonces latarea que se confa al rey garante de la democracia: marcar el trazoreunidor de manera que se reduzca la dispersin sin desencadenar lareunin del odio; marcarlo en su relacin necesaria con un por lomenos dos, que no representa ni la simple factualidad de la divisinde las fuerzas sociales ni el idilio de la discusin en que se hace la luz,sino el terreno para una catharsiscomn de las pasiones de lo uno y delo mltiple, el punto de restriccin mnima de aquello que no puedevivir pacficamente ni en el rgimen de lo uno ni en el rgimen de ladispersin.

    Acaso es necesario pensar esa restriccin, esos juegos del uno y el dospor el gobierno de lo mltiple como un simple asunto de rectaopinin, privada para siempre de su logos? O, peor an, como unacuestin de empeira, de cocina, como Scrates calificara el arte oratoriade los mulos de Gorgias- de cocina electoral como se la l lama anhoy en da? No ser necesario seguir ms bien otra va, volver a eseprimer punto, ese momento inaugural en que la filosofa, para

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    conjurar el desorden del ochlosy el mal de la divisin, inventaba, paras misma y para los polticos a venir, la poltica del fin de lo poltico?En ese punto primero la filosofa se equivocaba, en cierto sentido, demal radical, desconociendo la verdadera figura del ochlos, que no es laturbulencia desordenada de lo mltiple, sino la reunin de odios entorno a la pasin de lo Uno que excluye. No es acaso estaequivocacin inicial la que reaparece cuando, en lugar de la divisin

    sobrepasada, se escuchan de nuevo los gri tos de la jaura? Quizs seanecesario, entonces, repensar la facticidad de la divisindemocrtica, pensar que tanto la guerra pol ti ca entre partidos como laguerra social de pobres y ricos, de la que pensbamos haber felizmentesalido, comportaban, por s mismos y en su entrelazamientoconflictivo, el poder mal comprendido de remediar al mal radical.Como si esa guerra entre pobres y ricos hubiese, a su manera,pacificado una guerra ms antigua. Como si la doble divisin de lopoltico y lo social cumpliera una funcin reguladora respecto aldesgarramiento tanto ms radical que provoca cierta pasin por launidad, con lo que el retorno de los gestos y carismas arcaicos depacif icacin sera correlati vo a la desaparicin de la di vi sin misma.

    7. Democracia y ochlocracia.De Platn al post-socialismo

    Pensar el signi fi cado actual del fin de la polt ica obliga, as, a

    reelaborar la relacin establecida por el pensamiento griego entredemosy ochlos, entre el poder del pueblo y la reunin turbulenta de lasturbulencias individuales. Ese esquema inicial ha sido validado directao indirectamente por el moderno pensamiento de la democracia,identif icando la democracia sea a la autoregulacin en lt ima instanciade los focos dispersos de goce, sea al poder de la ley que instituye lacolectividad soberana sometiendo lo particular a lo universal. Pero si

    bien en su principio el ochlosno es la pura adicin desordenada de losapetitos, sino la pasin del Uno que excluye - la aterradora reunin delos hombres aterrados esa relacin debe ser pensada de otro modo.Bien puede ser que el demosno sea otra cosa que el movimiento por elque lo mltiple se arranca al destino inercial que lo arrastra a tomarcuerpo como ochlos, en la seguridad de su incorporacin a la imagendel todo. La democracia no es ni la autoregulacin consensual de la

    pluralidad de pasiones de la multitud de individuos ni el reino de lacolectividad unificada por la ley y amparada por la declaracin deDerechos. En una sociedad habr democracia siempre que el demosexista como poder de divisin del ochlos. Ese poder de divisin serealiza a travs de un sistema histrico contingente deacontecimientos, discursos y prcticas, mediante las cuales unamultitud cualquiera se declara y manifiesta como tal, denegando, almismo tiempo, su incorporacin al Uno de una colectividad quedistribuye rangos e identidades, y la pura dereliccin de los focosindividuales de goce y terror7. Para que haya democracia no essuficiente que la ley declare que los individuos son iguales y que lacolecti vi dad es duea de s mi sma. Es necesario, adems, ese poder deldemosque no es ni la adicin de los partenaires sociales ni la coleccinde las diferencias, sino, todo lo contrario, el poder de deshacer lospartenariats, las colecciones y ordenaciones. Potencia de lo mltipleannimo como tal que el genio de Platn ha concebido con justezacomo la rebelin de lo cardinal contra lo ordinal. Es cierto que paraste esa rebelin slo poda consistir en la pura masa, en la adicindesordenada de los focos desordenados de apetito. Pero la afirmacindemocrtica moderna invierte esa postulacin, plantendose en contrade toda ordenacin - toda igualdad geomtri ca - al postular el demos

    como un poder capaz de separase a s mismo del ochlos, del reino

    7Los problemas de la incorporacin imaginaria y de la divisin democrtica ocupan un

    lugar central el del trabajo de Claude Lefort. La nocin de multitud cualquiera ha sido

    objeto de una elaboracin filosfica sistemtica en L'Etre et l'Evnement de AlainBadiou. La necesaria referencia a esos dos tipos de pensamiento, despus de todo bien

    diferentes, otorga al autor de estas lneas la responsabilidad de lo que aqu es pensado en

    esos mismos trminos.

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    animal de la pol ti ca, en sus formas conjuntas o disjuntas : el Uno de lacolectividad, la reparticin de las especies sociales o el ilotismo de losind iv iduos. Esa potencia propi a al demos, que excede toda disposicindel legislador, es, en su frmula elemental, el poder reunidor-divisordel primer mltiple, el poder del dos de la divisin. El dos de ladivisin es la va por la que pasa un Uno que ya no es el de laincorporacin colectiva, sino el de la igualdad de un uno cualquiera

    con cualquier otro.

    En efecto, lo propio de la igualdad reside menos en el unificar que enel desclasificar, en el deshacer la supuesta naturalidad de los rdenespara remplazarla por las figuras polmicas de la divisin. Poder de ladivi sin inconsistente y siempre renaciente que arranca a la pol ti ca delas diferentes figuras de la animalidad: el gran cuerpo colectivo, lazoologa de los rdenes, justificada por los crculos de naturaleza yfuncin, la reunin colecti va de odios de la jaura. La divisin in-consistente de la polmica iguali taria ejerce esta potencia dehumanizacin a travs de figuras histricas especficas. En la edaddemocrtica moderna, la divisin des-clasificadora ha tomado unaforma pri vi legiada, cuyo nombre est completamentedesprestigiado, pero que es necesario, sin embargo, para saber en qupunto nos encontramos, mirar cara a cara. Forma privilegiada que seha ll amado lucha de clases.

    Contra el viejo sueo feudal de un gran cuerpo colectivo dividido enrdenes en sus nuevas variantes, sabias o populistas; contra el nuevosueo li beral de los pesos y contrapesos de una sociedad pl uralguiada por sus lites, la lucha de clases ha proclamado e instalado en

    el corazn mismo del conflicto democrtico el poder humanizante dela divisin. Ser un miembro de la clase combatiente no quiere decir, enprincipio, sino esto: dejar de ser miembro de un orden inferior.Nombrar la oposicin entre burgueses y proletarios equivale aestablecer el lugar uno de una divisin polmica, para afirmar el no halugar de toda reparticin no igualitaria, y de cualquier fijacin deespecies sociales segn el modo de las especies animales. Es por ello

    que la declaracin de lucha de clases ha sido presentada ante todomediante dos figuras diferentes, pero igualmente apropiadas paradesconcertar a los zologos que buscan el secreto en el trasfondo delos modos de vida populares o en la distincin de capas obrerasarcaicas o modernas, calificadas o descalificadas. La primera seencuentra formulada en la ingenuidad de esos panfl etos obreros queasumen como bandera de combate la afirmacin de que no hay clases,

    la segunda en la sofisticacin del terico que proclama al proletariadocomo una no-clase de la sociedad, como la disolucin de todas lasclases. El difcil punto de encuentro entre Marx y los proletariossocialistas se juega sobre el filo de navaja de esta cuestin paradojal:cmo pensar al operador de esta accin de des-clasificacin? Cmonombrarlo si no, an, en trminos de clase? Ese nombre querr deciras dos cosas contradictorias. Por una parte, designar la disolucin enacto de las clases - es decir, tambin, la disolucin por s misma de laclase obrera, el trabajo sobre s que la arranca simultneamente tanto ala animalidad de las como a la de la jaura. Pero, al mismo tiempo,fijar en su sustantividad a la clase que opera la desclasificacin,resucitando de esta manera el fantasma de una buena reparticin delas funciones sociales, es decir, en ltimo trmino, la nueva figura delUno bien ordenado.

    Todos los confl ictos del movimiento obrero han portado en su senola nominacin de esta clase no-clase, de esta substancialidadinsubstancial. Marx a credo proporcionar una forma adecuada a lacontradiccin en la figura del partido que une a los proletariosdividiendo la clase de la que es partido. Que esta figura se hayahistricamente mostrado como la ms temible de las figuras del Uno

    subyugador, capaz de sustantivar todas las otras juntas, acumulandolos poderes de la incorporacin imaginaria, la estratificacin feudal yla soledad de los individuos atemorizados, es algo que de ningunamanera hace desaparecer el problema. El olvido de Marx, por muyaplastante que sea el peso de las buenas razone en que apoya suautoridad, corre el grave riesgo de hacer olvidar, al mismo tiempo, elotro lado de la contradiccin: el movimiento que ha alimentado las

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    democracias del poder des-clasificante, des-masificante, de la lucha declases. En efecto, por mucho que la democracia se ha ya dedicado areducir la lucha de clases como a una incongruencia en medio de unorden libre, igual y fraternal y por mucho que la lucha de clases sehaya esforzado en denunciar a la democracia en cuanto pretexto de ladominacin, ambas se han encontrado ligadas, intercambiando lospoderes de ese Uno que niega la exclusin y de ese dos que la

    descubre y abre el conflicto, cada una ofreciendo a la otra su cultura,mostrndose cada una de ellas mejor formadora y mejor civilizadorade la otra que cualquiera de las costumbres suaves, libres serv icios ylibres intercambios de cuerpos y mercancas. El olvido de Marx es asel olvido de esta simple cuestin: qu es lo que ms all de la lucha declases puede jugar el rol de la divisin que separa demosy ochlos? Ascomo el progresismo puro - la pura fe en los poderes del tiempo -sucede al progresismo de la sociedad en marcha hacia la realizacin desu telos, lo que sucede al marxismo olvidado es un hegelianismoenvilecido: la realizacin pacfica de la razn mediante el gobierno delos sabios, sobre un trasfondo de mediocracia consumidora yconsensual. La ochlocraciase realiza bajo la forma de gobierno de lossabios, el nico apropiado para dirigir la armona inarmnica de lamultiplicacin de focos de goce. La post-democracia es quiz la exactacoincidencia entre la ochlocracia y su opuesto contrario, laepistemocracia: el gobierno de los ms inteligentes que surgen queemergen con toda naturalidad de las reglas de la institucin escolarpara llevar a buen trmino la gestin exactamente calculada de lainfinidad de focos de goce, grandes o pequeos. Slo que, como sesabe, la limitacin de esos gestores del goce reside en su dificultadpara gestionar dos o tres sentimientos conexos, menos fcilmente

    cuantificables e indexables: la frustracin, el miedo y el odio. Es allque se requiere una intervencin suplementaria, la de ese buen rey, deese rey democrtico capaz de ejecutar dos gestos en uno: subrayar eltrazo del Uno justo en la medida necesaria para calmar las pasiones dela jaura humana, y preservar as al demos en tanto morada de ladualidad. An cuando deba conjurar al lobo para hacerlomanifestarse, evocar el borde del abismo que requiere la pacificacin.

    No estaremos viviendo en una monarqua? se pregunta, algunasveces, cierta opinin que pretende pasar por impertinente. Empero, loque se trasluce bajo la singular figura del rey democrtico, que nosconduce hacia la postmodernidad sin orillas por medio de larepeticin de gestos arcaicos, es ms bien la nueva figura del conflictoentre democracia y ochlocracia. Desconocer el alcance que esto tiene

    conducira, sin duda, a los gestionarios de la pol ti ca a tomar el caminode otros retornos arcaicos. Pero la cuestin que se plantea a lospolticos se vuelve tambin sobre la filosofa, sobre esa posicininaugural que la situara frente a la democracia como frente a su otroabsoluto, el escndalo mismo de la facticidad de lo mltiple haciendoley. Quiz esa caricatura de s misma que recorre hoy las vas de lapol ti ca il ustrada y el periodi smo pensante obliguen a sta a reexplorarcon ms resolucin las vas de otro pensamiento de la facticidad, esasvas de la sabidura de lo mltiple que el inagotable genio deAristteles esbozara ya, despus de todo, al lado de las vas de lautopa centrista en ms de un pasaje de la Poltica. Pues seraciertamente un escndalo extremo para la filosofa, el ms alto precioque debiera pagar por la arrogancia platnica frente a los empricos, eltener que abandonar no slo los asuntos del pueblo a la simplesabidura de la cocina poltica sino, incluso, el que es quiz el msnt imo de sus asuntos: la regulacin del temor y el odio.

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    LOS USOS DE LA DEM OCRACIA

    La reflexin moderna representa frecuentemente a la democracia comoa distancia de s misma, separada de su verdad. Aquellos que con msbro se felicitan de poseerla la reducen fcilmente a un consenso sobre

    el orden de desigualdad ms apropiado para garantizar a los menosfavorecidos una parte suficiente de poder y bienestar. Por el contrario,quienes subrayan sus exigencias igualitarias no tardan en oponerle larealidad efectiva de una desigualdad que la desmiente. La tradicinsocialista ha denunciado hace mucho tiempo en la democraciarepresentativa y en las teoras que la sostienen la ficcin de unacomunidad ideal que encubre un trasfondo real de egosmos yexplotacin de clase. Y el derrumbe del modelo socialista deja ansubsistir la sospecha de que quiz la democracia reconocida entrenosotros no sea ms que la sombra de la verdadera, ya que stasupone que el demosse constituya como un sujeto presente a s mismoa todo lo largo del cuerpo social. La figura emprica del hombredemocrtico parece contradecir la plenitud de la idea de unacomunidad democrti ca.

    Esa es la visin que se expresa, por ejemplo, en el libro de MacphersonThe Li fe and T im es of li beral D emocracy, all l a democracia liberal aparececomo la conjuncin, en cierta manera contra natura, entre la esenciacomunitaria de la democracia y el clculo individual de costos ybeneficios en el universo liberal de la mano invisible que ajusta losintereses. En s mismos, democracia e individualismo marcharan en

    sentido opuesto y, dado el contexto desencantado actual, casi notendramos otra opcin que escoger entre estas dos alternativas: o biensera necesario, asumiendo lo que llamamos democracia liberal,recolectivizar el sentido de la democracia (de all la bsqueda desuplementos de alma que se resumen en el tema de la participacin), obien habra que decir francamente que aquello que llamamosdemocracia no es otra cosa que el liberalismo, que ese soar con polis

    felices no ha sido nunca otra cosa que un sueo, una mentira quedirige a s misma una sociedad de pequeos y grandes capitalistas,cmplices, finalmente, del advenimiento del reino de los individuosposesivos.

    Me pregunto si con esos dilemas no se presuponen algunas falsasevidencias sobre la naturaleza de la democracia. Al centro de esas

    evidencias falsas se encuentra una extraa idea acerca de lo que es lademocracia original, la democracia antigua, como si sta hubiese sidoun sistema caracterizado por la continua presencia a s del sujetopueblo; y como si ese sistema hubiese sido contradicho, arruinadodesde el interior, por el surgimiento del individualismo capitalista ypor la emergencia de un sujeto que, incluso en su forma proletaria, hasido domesticado por ese individualismo. Segn esa representacin,las nostalgias revolucionarias y romnticas de una bella totalidadciudadana acaban por validar, precisamente, la certeza de los liberalesde haber sido los primeros inventores del individuo, construyndoseas cierta imagen bastante olvidadiza de los rasgos bajo los cuales lademocracia griega se representaba a s misma.

    El rgimen de lo mltiple

    Recordemos simplemente ese texto que inaugura la reflexindemocrtica sobre s misma - la oracin fnebre pronunciada porPericles en el libro II de la H istoria de l a gu err a del Peloponeso de

    Tucdides. Ese discurso plantea desde la partida un concepto, elconcepto de libertad, entendido como unidad entre dos cosas: ciertaidea de lo comn y cierta idea de lo propio. Pericles, segn el lenguajeque le atribuye Tucdides, dice ms o menos esto: nosotrosconducimos en comn los asuntos de la ciudad y en lo que conciernelo propio, los asuntos de cada cual, dejamos que cada uno los resuelvaa su modo.

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    El concepto de libertad unifica lo propio y lo comn, pero los unificarespetando su distanciamiento. Nuestro rgimen poltico, dir ensubstancia Pericles, no es el de la movilizacin. Nosotros no nospreparamos para la guerra como hace Esparta. Nuestra preparacinmilitar es nuestra vida, una vida sin coercin y sin secreto. El sujetopoltico democrtico tiene un denominador comn en la distancia

    misma de un modo de vida caracterizado por dos grandes rasgos: laausencia de coercin y la ausencia de sospecha. Sospecha, en el griegode Tucdides, se dice hypopsia, mi rar por debajo. Lo que caracteri za a lademocracia es el rechazo de ese mirar por debajo que los saberessociales de la poca moderna elevarn al rango de virtud terica,capaz de percibir bajo una apariencia comn la verdad que ladesmiente.

    Nada nos obliga, ciertamente, a creer sin ms a Pericles o Tucdides, aidentificar la democracia ateniense con el discurso que sta proclamasobre s misma en una circunstancia bien precisa. En la Inventiond'Athnes, Nicole Loraux nos hace recordar que ste es, precisamente,un discurso de movilizacin. Sabemos, por ejemplo, que la prcticaateniense de la delacin o el uso de la antidosia suponan prestarbastante atencin tanto a los actos y gestos del vecino como alinventario de sus propiedades. Queda de esto una idea, bastanteconsistente como para que los adversarios de la democracia lacompartan con sus adeptos: la democracia enlaza de partida ciertaprctica de la comunidad poltica con un estilo de vida caracterizadopor la intermitencia. El hombre de la ciudad democrtica no es unsoldado permanente de la democracia. Intermitencia que un

    adversario de la democracia, Platn, a ridiculizado en el libro VII de laRepblica al describir la igualdad tal como la concibe el hombredemocrtico, a saber, como incapacidad de jerarquizar lo necesario ylo superfluo, lo igual y lo desigual. El hombre democrtico, que deseali bertad en todo, incluso en lo desigual, no reconoce la di ferencia entrelo necesario y lo superfluo, y trata todas las cosas, incluso lademocracia, en forma de deseo, cambio, moda. Un da, nos d