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Los derechos de los trabajadores: ¿un tema para arqueólogos? Por Eduardo Galeano Este mosaico ha sido armado con unos pocos textos míos, publicados en libros y revistas en los últimos años. Sin querer queriendo, yendo y viniendo entre el pasado y el presente y entre temas diversos, todos los textos se refieren, de alguna manera, directa o indirectamente, a los derechos de los trabajadores, derechos despedazados por el huracán de la crisis: esta crisis feroz, que castiga el trabajo y recompensa la especulación y está arrojando al tacho de la basura más de dos siglos de conquistas obreras. La tarántula universal Ocurrió en Chicago, en 1886. El 1º de mayo, cuando la huelga obrera paralizó Chicago y otras ciudades, el diario Philadelphia Tribune diagnosticó: El elemento laboral ha sido picado por una especie de tarántula universal, y se ha vuelto loco de remate.Locos de remate estaban los obreros que luchaban por la jornada de trabajo de ocho horas y por el derecho a la organización sindical. Al año siguiente, cuatro dirigentes obreros, acusados de asesinato, fueron sentenciados sin pruebas en un juicio mamarracho. Georg Engel, Adolf Fischer, Albert Parsons y Auguste Spies marcharon a la horca. El quinto condenado, Louis Linng, se había volado la cabeza en su celda. Cada 1º de mayo, el mundo entero los recuerda. Con el paso del tiempo, las convenciones internacionales, las constituciones y las leyes les han dado la razón. Sin embargo, las empresas más exitosas siguen sin enterarse. Prohíben los sindicatos obreros y miden la jornada de trabajo con aquellos relojes derretidos que pintó Salvador Dalí. Una enfermedad llamada trabajo. En 1714 murió Bernardino Ramazzini.El era un médico raro, que empezaba preguntando: –¿En qué trabaja usted?

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Los derechos de los trabajadores: ¿un tema para arqueólogos?

 Por Eduardo Galeano

Este mosaico ha sido armado con unos pocos textos míos, publicados en libros y revistas en los últimos años. Sin querer queriendo, yendo y viniendo entre el pasado y el presente y entre temas diversos, todos los textos se refieren, de alguna manera, directa o indirectamente, a los derechos de los trabajadores, derechos despedazados por el huracán de la crisis: esta crisis feroz, que castiga el trabajo y recompensa la especulación y está arrojando al tacho de la basura más de dos siglos de conquistas obreras.

La tarántula universal

Ocurrió en Chicago, en 1886.

El 1º de mayo, cuando la huelga obrera paralizó Chicago y otras ciudades, el diario Philadelphia Tribune diagnosticó: El elemento laboral ha sido picado por una especie de tarántula universal, y se ha vuelto loco de remate.Locos de remate estaban los obreros que luchaban por la jornada de trabajo de ocho horas y por el derecho a la organización sindical. Al año siguiente, cuatro dirigentes obreros, acusados de asesinato, fueron sentenciados sin pruebas en un juicio mamarracho. Georg Engel, Adolf Fischer, Albert Parsons y Auguste Spies marcharon a la horca. El quinto condenado, Louis Linng, se había volado la cabeza en su celda.

Cada 1º de mayo, el mundo entero los recuerda.

Con el paso del tiempo, las convenciones internacionales, las constituciones y las leyes les han dado la razón. Sin embargo, las empresas más exitosas siguen sin enterarse. Prohíben los sindicatos obreros y miden la jornada de trabajo con aquellos relojes derretidos que pintó Salvador Dalí. 

Una enfermedad llamada trabajo.

En 1714 murió Bernardino Ramazzini.El era un médico raro, que empezaba preguntando:

–¿En qué trabaja usted?

A nadie se le había ocurrido que eso podía tener alguna importancia.

Su experiencia le permitió escribir el primer tratado de medicina del trabajo, donde describió, una por una, las enfermedades frecuentes en más de cincuenta oficios. Y comprobó que había pocas esperanzas de curación para los obreros que comían hambre, sin sol y sin descanso, en talleres cerrados, irrespirables y mugrientos.

Mientras Ramazzini moría en Padua, en Londres nacía Percivall Pott.

Siguiendo las huellas del maestro italiano, este médico inglés investigó la vida y la muerte de los obreros pobres. Entre otros hallazgos, Pott descubrió por qué era tan breve la vida de los niños deshollinadores. Los niños se deslizaban, desnudos, por las chimeneas, de casa en casa, y en su difícil tarea de limpieza respiraban mucho hollín. El hollín era su verdugo.

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Desechables

Más de noventa millones de clientes acuden, cada semana, a las tiendas Wal-Mart. Sus más de novecientos mil empleados tienen prohibida la afiliación a cualquier sindicato. Cuando a alguno se le ocurre la idea, pasa a ser un desempleado más. La exitosa empresa niega sin disimulo uno de los derechos humanos proclamados por las Naciones Unidas: la libertad de asociación. El fundador de Wal-Mart, Sam Walton, recibió en 1992, la Medalla de la Libertad, una de las más altas condecoraciones de los Estados Unidos.

Uno de cada cuatro adultos norteamericanos, y nueve de cada diez niños, engullen en McDonald’s la comida plástica que los engorda. Los trabajadores de McDonald’s son tan desechables como la comida que sirven: los pica la misma máquina. Tampoco ellos tienen el derecho de sindicalizarse.En Malasia, donde los sindicatos obreros todavía existen y actúan, las empresas Intel, Motorola, Texas Instruments y Hewlett Packard lograron evitar esa molestia. El gobierno de Malasia declaró union free, libre de sindicatos, el sector electrónico.Tampoco tenían ninguna posibilidad de agremiarse las ciento noventa obreras que murieron quemadas en Tailandia, en 1993, en el galpón trancado por fuera donde fabricaban los muñecos de Sesame Street, Bart Simpson y Los Muppets.

En sus campañas electorales del año 2000, los candidatos Bush y Gore coincidieron en la necesidad de seguir imponiendo en el mundo el modelo norteamericano de relaciones laborales. “Nuestro estilo de trabajo”, como ambos lo llamaron, es el que está marcando el paso de la globalización que avanza con botas de siete leguas y entra hasta en los más remotos rincones del planeta.La tecnología, que ha abolido las distancias, permite ahora que un obrero de Nike en Indonesia tenga que trabajar cien mil años para ganar lo que gana en un año un ejecutivo de Nike en los Estados Unidos.

Es la continuación de la época colonial, en una escala jamás conocida. Los pobres del mundo siguen cumpliendo su función tradicional: proporcionan brazos baratos y productos baratos, aunque ahora produzcan muñecos, zapatos deportivos, computadoras o instrumentos de alta tecnología además de producir, como antes, caucho, arroz, café, azúcar y otras cosas malditas por el mercado mundial.

Desde 1919, se han firmado 183 convenios internacionales que regulan las relaciones de trabajo en el mundo. Según la Organización Internacional del Trabajo, de esos 183 acuerdos, Francia ratificó 115, Noruega 106, Alemania 76 y los Estados Unidos... catorce. El país que encabeza el proceso de globalización sólo obedece sus propias órdenes. Así garantiza suficiente impunidad a sus grandes corporaciones, lanzadas a la cacería de mano de obra barata y a la conquista de territorios que las industrias sucias pueden contaminar a su antojo. Paradójicamente, este país que no reconoce más ley que la ley del trabajo fuera de la ley es el que ahora dice que no habrá más remedio que incluir “cláusulas sociales” y de “protección ambiental” en los acuerdos de libre comercio. ¿Qué sería de la realidad sin la publicidad que la enmascara?

Esas cláusulas son meros impuestos que el vicio paga a la virtud con cargo al rubro relaciones públicas, pero la sola mención de los derechos obreros pone los pelos de punta a los más fervorosos abogados del salario de hambre, el horario de goma y el despido libre. 

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Desde que Ernesto Zedillo dejó la presidencia de México, pasó a integrar los directorios de la Union Pacific Corporation y del consorcio Procter & Gamble, que opera en 140 países. Además, encabeza una comisión de las Naciones Unidas y difunde sus pensamientos en la revista Forbes: en idioma tecnocratés, se indigna contra “la imposición de estándares laborales homogéneos en los nuevos acuerdos comerciales”. Traducido, eso significa: olvidemos de una buena vez toda la legislación internacional que todavía protege a los trabajadores. El presidente jubilado cobra por predicar la esclavitud. Pero el principal director ejecutivo de General Electric lo dice más claro: “Para competir, hay que exprimir los limones”. Y no es necesario aclarar que él no trabaja de limón en el reality show del mundo de nuestro tiempo.

Ante las denuncias y las protestas, las empresas se lavan las manos: yo no fui. En la industria posmoderna, el trabajo ya no está concentrado. Así es en todas partes, y no sólo en la actividad privada. Los contratistas fabrican las tres cuartas partes de los autos de Toyota. De cada cinco obreros de Volkswagen en Brasil, sólo uno es empleado de la empresa. De los 81 obreros de Petrobras muertos en accidentes de trabajo a fines del siglo XX, 66 estaban al servicio de contratistas que no cumplen las normas de seguridad. A través de trescientas empresas contratistas, China produce la mitad de todas las muñecas Barbie para las niñas del mundo. En China sí hay sindicatos, pero obedecen a un estado que en nombre del socialismo se ocupa de la disciplina de la mano de obra: “Nosotros combatimos la agitación obrera y la inestabilidad social, para asegurar un clima favorable a los inversores”, explicó Bo Xilai, alto dirigente del Partido Comunista chino.

El poder económico está más monopolizado que nunca, pero los países y las personas compiten en lo que pueden: a ver quién ofrece más a cambio de menos, a ver quién trabaja el doble a cambio de la mitad. A la vera del camino están quedando los restos de las conquistas arrancadas por tantos años de dolor y de lucha.

Las plantas maquiladoras de México, Centroamérica y el Caribe, que por algo se llaman “sweat shops”, talleres del sudor, crecen a un ritmo mucho más acelerado que la industria en su conjunto. Ocho de cada diez nuevos empleos en la Argentina están “en negro”, sin ninguna protección legal. Nueve de cada diez nuevos empleos en toda América latina corresponden al “sector informal”, un eufemismo para decir que los trabajadores están librados a la buena de Dios. La estabilidad laboral y los demás derechos de los trabajadores, ¿serán de aquí a poco un tema para arqueólogos? ¿No más que recuerdos de una especie extinguida?

En el mundo al revés, la libertad oprime: la libertad del dinero exige trabajadores presos de la cárcel del miedo, que es la más cárcel de todas las cárceles. El dios del mercado amenaza y castiga; y bien lo sabe cualquier trabajador, en cualquier lugar. El miedo al desempleo, que sirve a los empleadores para reducir sus costos de mano de obra y multiplicar la productividad, es, hoy por hoy, la fuente de angustia más universal. ¿Quién está a salvo del pánico de ser arrojado a las largas colas de los que buscan trabajo? ¿Quién no teme convertirse en un “obstáculo interno”, para decirlo con las palabras del presidente de la Coca-Cola, que explicó el despido de miles de trabajadores diciendo que “hemos eliminado los obstáculos internos”?

Y en tren de preguntas, la última: ante la globalización del dinero, que divide al mundo en domadores y domados, ¿se podrá internacionalizar la lucha por la dignidad del trabajo? Menudo desafío.

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Un raro acto de cordura

En 1998, Francia dictó la ley que redujo a treinta y cinco horas semanales el horario de trabajo.

Trabajar menos, vivir más: Tomás Moro lo había soñado, en su Utopía, pero hubo que esperar cinco siglos para que por fin una nación se atreviera a cometer semejante acto de sentido común. Al fin y al cabo, ¿para qué sirven las máquinas, si no es para reducir el tiempo de trabajo y ampliar nuestros espacios de libertad? ¿Por qué el progreso tecnológico tiene que regalarnos desempleo y angustia?

Por una vez, al menos, hubo un país que se atrevió a desafiar tanta sinrazón. Pero poco duró la cordura. La ley de las treinta y cinco horas murió a los diez años.

Este inseguro mundo

Hoy, abril 28, Día de la Seguridad en el Trabajo, vale la pena advertir que no hay nada más inseguro que el trabajo. Cada vez son más y más los trabajadores que despiertan, cada día, preguntando:

– ¿Cuántos sobraremos? ¿Quién me comprará?

Muchos pierden el trabajo y muchos pierden, trabajando, la vida: cada quince segundos muere un obrero, asesinado por eso que llaman accidentes de trabajo.

La inseguridad pública es el tema preferido de los políticos que desatan la histeria colectiva para ganar elecciones. Peligro, peligro, proclaman: en cada esquina acecha un ladrón, un violador, un asesino. Pero esos políticos jamás denuncian que trabajar es peligroso, y es peligroso cruzar la calle, porque cada veinticinco segundos muere un peatón, asesinado por eso que llaman accidente de tránsito; y es peligroso comer, porque quien está a salvo del hambre puede sucumbir envenenado por la comida química; y es peligroso respirar, porque en las ciudades el aire puro es, como el silencio, un artículo de lujo; y también es peligroso nacer, porque cada tres segundos muere un niño que no ha llegado vivo a los cinco años de edad.

Historia de Maruja

Hoy, 30 de marzo, Día del Servicio Doméstico, no viene mal contar la breve historia de una trabajadora de uno de los oficios más ninguneados del mundo.

Maruja no tenía edad. De sus años de antes, nada decía. De sus años de después, nada esperaba. No era linda, ni fea, ni más o menos.

Caminaba arrastrando los pies, empuñando el plumero, o la escoba, o el cucharón. Despierta, hundía la cabeza entre los hombros. Dormida, hundía la cabeza entre las rodillas. Cuando le hablaban, miraba el suelo, como quien cuenta hormigas. Había trabajado en casas ajenas desde que tenía memoria. Nunca había salido de la ciudad de Lima. Mucho trajinó, de casa en casa, y en ninguna se hallaba. Por fin, encontró un lugar donde fue tratada como si fuera persona. A los pocos días, se fue. Se estaba encariñando.

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Desaparecidos

Agosto 30, Día de los Desaparecidos:

Los muertos sin tumba, las tumbas sin nombre, las mujeres y los hombres que el terror tragó, los bebés que son o han sido botín de guerra.

Y también:

los bosques nativos, las estrellas en la noche de las ciudades, el aroma de las flores, el sabor de las frutas, las cartas escritas a mano, los viejos cafés donde había tiempo para perder el tiempo, el fútbol de la calle, el derecho a caminar, el derecho a respirar, los empleos seguros,    las jubilaciones seguras, las casas sin rejas, las puertas sin cerradura, el sentido comunitario y el sentido común.

El origen del mundo

Hacía pocos años que había terminado la guerra española y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República.

Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros, le daban la espalda. Con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le recitaba el catecismo. Mucho tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio.

Me lo contó: él era un niño desesperado, que quería salvar a su padre de la condenación eterna, pero el muy ateo, el muy tozudo, no entendía razones.

–Pero papá –preguntó Josep, llorando–. Si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?

Y el obrero, cabizbajo, casi en secreto, dijo:

–Tonto.

Dijo:

–Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.

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Haití, país ocupado

Por Eduardo Galeano *

Consulte usted cualquier enciclopedia. Pregunte cuál fue el primer país libre en América. Recibirá siempre la misma respuesta: los Estados Unidos. Pero los Estados Unidos declararon su independencia cuando eran una nación con seiscientos cincuenta mil esclavos, que siguieron siendo esclavos durante un siglo, y en su primera Constitución establecieron que un negro equivalía a las tres quintas partes de una persona.

Y si a cualquier enciclopedia pregunta usted cuál fue el primer país que abolió la esclavitud, recibirá siempre la misma respuesta: Inglaterra. Pero el primer país que abolió la esclavitud no fue Inglaterra sino Haití, que todavía sigue expiando el pecado de su dignidad.

Los negros esclavos de Haití habían derrotado al glorioso ejército de Napoleón Bonaparte y Europa nunca perdonó esa humillación. Haití pagó a Francia, durante un siglo y medio, una indemnización gigantesca, por ser culpable de su libertad, pero ni eso alcanzó. Aquella insolencia negra sigue doliendo a los blancos amos del mundo.

- - -

De todo eso, sabemos poco o nada.

Haití es un país invisible.

Sólo cobró fama cuando el terremoto del año 2010 mató a más de doscientos mil haitianos.

La tragedia hizo que el país ocupara, fugazmente, el primer plano de los medios de comunicación. Haití no se conoce por el talento de sus artistas, magos de la chatarra capaces de convertir la basura en hermosura, ni por sus hazañas históricas en la guerra contra la esclavitud y la opresión colonial. Vale la pena repetirlo una vez más, para que los sordos escuchen: Haití fue el país fundador de la independencia de América y el primero que derrotó la esclavitud en el mundo.

Merece mucho más que la notoriedad nacida de sus desgracias.

- - -

Actualmente, los ejércitos de varios países, incluyendo el mío, continúan ocupando Haití. ¿Cómo se justifica esta invasión militar? Pues alegando que Haití pone en peligro la seguridad internacional.

Nada de nuevo.

Todo a lo largo del siglo diecinueve, el ejemplo de Haití constituyó una amenaza para la seguridad de los países que continuaban practicando la esclavitud. Ya lo había dicho Thomas Jefferson: de Haití provenía la peste de la rebelión. En Carolina del Sur, por ejemplo, la ley permitía encarcelar a cualquier marinero negro, mientras su barco estuviera en puerto, por el riesgo de que pudiera contagiar la peste antiesclavista. Y en Brasil, esa peste se llamaba haitianismo.

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Ya en el siglo veinte, Haití fue invadido por los marines, por ser un país inseguro para sus acreedores extranjeros. Los invasores empezaron por apoderarse de las aduanas y entregaron el Banco Nacional al City Bank de Nueva York. Y ya que estaban, se quedaron diecinueve años.

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El cruce de la frontera entre la República Dominicana y Haití se llama El mal paso.

Quizás el nombre es una señal de alarma: está usted entrando en el mundo negro, la magia negra, la brujería... El vudú, la religión que los esclavos trajeron de Africa y se nacionalizó en Haití, no merece llamarse religión. Desde el punto de vista de los propietarios de la Civilización, el vudú es cosa de negros, ignorancia, atraso, pura superstición. La Iglesia Católica, donde no faltan fieles capaces de vender uñas de los santos y plumas del arcángel Gabriel, logró que esta superstición fuera oficialmente prohibida en 1845, 1860, 1896, 1915 y 1942, sin que el pueblo se diera por enterado.

Pero desde hace ya algunos años, las sectas evangélicas se encargan de la guerra contra la superstición en Haití. Esas sectas vienen de los Estados Unidos, un país que no tiene piso 13 en sus edificios, ni fila 13 en sus aviones, habitado por civilizados cristianos que creen que Dios hizo el mundo en una semana. En ese país, el predicador evangélico Pat Robertson explicó en la televisión el terremoto del año 2010. Este pastor de almas reveló que los negros haitianos habían conquistado la independencia de Francia a partir de una ceremonia vudú, invocando la ayuda del Diablo desde lo hondo de la selva haitiana. El Diablo, que les dio la libertad, envió al terremoto para pasarles la cuenta.

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¿Hasta cuándo seguirán los soldados extranjeros en Haití? Ellos llegaron para estabilizar y ayudar, pero llevan siete años desayudando y desestabilizando a este país que no los quiere.

La ocupación militar de Haití está costando a las Naciones Unidas más de ochocientos millones de dólares por año. Si las Naciones Unidas destinaran esos fondos a la cooperación técnica y la solidaridad social, Haití podría recibir un buen impulso al desarrollo de su energía creadora. Y así se salvaría de sus salvadores armados, que tienen cierta tendencia a violar, matar y regalar enfermedades fatales. Haití no necesita que nadie venga a multiplicar sus calamidades. Tampoco necesita la caridad de nadie. Como bien dice un antiguo proverbio africano, la mano que da está siempre arriba de la mano que recibe.

Pero Haití sí necesita solidaridad, médicos, escuelas, hospitales y una colaboración verdadera que haga posible el renacimiento de su soberanía alimentaria, asesinada por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otras sociedades filantrópicas.Para nosotros, latinoamericanos, esa solidaridad es un deber de gratitud: será la mejor manera de decir gracias a esta pequeña gran nación que en 1804 nos abrió, con su contagioso ejemplo, las puertas de la libertad.

(Este artículo está dedicado a Guillermo Chifflet, que fue obligado a renunciar a la Cámara de Diputados del Uruguay cuando votó contra el envío de soldados a Haití.)

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Cuestiones imperiales

 Por Alcira Argumedo *

La historia enseña que los imperios, antes de caer, tienden a mostrar sus rostros más oscuros. La actuación del imperio francés posterior a la Segunda Guerra Mundial es un ejemplo que debiéramos tener presente ante la actual situación en Honduras. Al finalizar la guerra, Francia se resiste a aceptar las nuevas realidades del esquema bipolar liderado por Estados Unidos y la Unión Soviética, así como los inicios de la Revolución del Tercer Mundo, con las luchas de liberación nacional, los procesos de descolonización, las revoluciones o los gobiernos de corte popular en Asia, Africa y América latina, que cuestionan duramente la hegemonía de las potencias imperial-capitalistas y sus dominios coloniales o neocoloniales. No obstante haber firmado en 1948 la Declaración de los Derechos del Hombre en las Naciones Unidas –reivindicando la gloria de la Resistencia ante la ocupación genocida nazi– en un intento por evitar su desintegración, el imperio francés lanza al año siguiente una guerra colonial genocida contra Indochina. Derrotado en 1954, lanza otra guerra colonial genocida en Argelia: cuando comienza a hacerse evidente una nueva derrota –y en el frente interno intelectuales como Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir condenan al colonialismo–, el presidente Charles de Gaulle se asume como el liquidador del Imperio para salvar a Francia: en 1962 los argelinos obtienen su independencia, al costo de un millón de muertos. Francia será desde entonces una gran nación, pero ya no el imperio colonial de los siglos anteriores.

La crisis que estalla en Wall Street y golpea las economías de Estados Unidos, la Unión Europea y Japón no es meramente económica o financiera. Se trata de una crisis que marca un cambio de época y da cuenta de una decisiva reformulación en el equilibrio de poder internacional, con la declinación de Estados Unidos como primera potencia y el diseño de un esquema multipolar en el cual emergen nuevos polos como India y China, que le disputan la hegemonía. En este contexto, las áreas de repliegue de Estados Unidos, ante una hipótesis de derrota en Irak y el pantano de Afganistán, sólo pueden ser Africa o América latina: Honduras sería entonces una prueba piloto para evaluar la posibilidad de reproducir la ola sincrónica de golpes cívico-militares con terrorismo de Estado, que fuera la respuesta ante la derrota norteamericana en Vietnam. Al igual que lo sucedido en Francia, todo indica que en Estados Unidos existe una feroz confrontación entre los “halcones” del establishment junto con un sector de los republicanos, que se resisten a aceptar la declinación imperial, y quienes pretenden cumplir el papel de De Gaulle: revertir las políticas imperiales con el fin de salvar la nación, ante la amenaza de una decadencia aún más grave. La orientación del gobierno de Barack Obama, con sus avances y retrocesos, indicaría la decisión de seguir el ejemplo gaullista –acuerdo sobre armas nucleares con Moscú, desautorización de un eventual ataque de Israel a Irán, repudio al golpe en Honduras, designación en el área de Derechos Humanos del crítico a las intervenciones en el continente Mike Posner–, mientras la OEA y los países de la Unión Europea, incluyendo a Sarkozy o a Berlusconi, se pliegan a la posición de Obama.

Con el lanzamiento del proyecto neoliberal-conservador de Reagan en los años ochenta, Honduras cumplió un papel paradigmático como sede y retaguardia de los “contras” que acosaban a la revolución sandinista triunfante en 1979, del mismo modo que Saddam Hussein fuera el instrumento de Estados Unidos y los países europeos para hostigar la revolución 

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islámica, también triunfante en Irán en 1979: en ambos casos la agresión militar, sea bajo la forma de la guerra Irak-Irán entre 1981 y 1988 o las incursiones en territorio nicaragüense durante esa década, estuvo incondicionalmente apoyada por el gobierno norteamericano como parte de su estrategia de restauración conservadora. También en esos años se promueve la lucha de los talibán, liderada entre otros por Osama bin Laden, contra la ocupación soviética en Afganistán. Eran épocas de un predominio supuestamente inapelable y de una poderosa ofensiva a nivel mundial –sustentada en el monopolio de las tecnologías y conocimientos de avanzada de la Revolución Científico-Técnica en el campo civil y militar– que culminara con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la euforia del “fin de la historia”, el “triunfo final del liberalismo” y la globalización neoliberal.

El gobierno de George Bush hijo marca un punto de inflexión histórica para Estados Unidos, que será víctima del efecto boomerang de sus estrategias agresivas: las Torres Gemelas con el inesperado protagonismo de Osama bin Laden; la guerra en Irak y el juicio a Saddam Hussein que concluye con su condena a la horca, aunque la derrota se manifiesta tanto en el campo de batalla como en el frente interno; en Afganistán las tropas de ocupación escasamente pueden moverse a pocos kilómetros de Kabul. La globalización neoliberal y el crecimiento especulativo de la economía basado en papeles pintados sin respaldo real implosionan con la crisis de Wall Street y sus graves secuelas para las principales economías centrales, demostrando la debilidad de sus bases de sustentación: la quiebra de la General Motors es el símbolo más elocuente de la decadencia como primera potencia mundial y del fracaso de los halcones neoliberales. En este marco, Honduras pareciera ser un manotazo de ahogado; el ensayo de un posible repliegue sobre América latina capaz de compensar esa supremacía mundial herida de muerte. Cuentan allí con sus antiguos aliados, con graduados en la Escuela de las Américas y oscuros personajes vinculados con el Plan Cóndor, dispuestos a no aceptar el profundo cambio que se está procesando en la arena internacional; pero los antiguos aliados suelen transformarse en peligrosos enemigos al cambiar las definiciones estratégicas. De este modo, al margen de la situación interna de Honduras, la verdadera pelea de fondo es la que se libra entre “halcones” y “gaullistas” en el corazón de los grupos más poderosos de Estados Unidos y en los distintos espacios políticos de ese país, donde también intelectuales encabezados por Noam Chomsky condenan las políticas imperiales. El resultado de esta pugna necesariamente habrá de influir en las perspectivas futuras de América latina; por ello, Honduras adquiere una especial relevancia para nuestras naciones.

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Wallerstein vino, habló y recorrió todo el Bauen

El destacado académico de 77 años hizo un alto en su gira por el Cono Sur para conocer de primera mano la experiencia de las empresas recuperadas por sus trabajadores. Preguntó de todo. El profesor norteamericano de 77 años entró al Bauen con su mujer y fue directo a la librería. De ahí al bar, para ametrallar a preguntas a Federico Tonarelli, delegado del hotel tomado por sus empleados. “¿Todos ganan lo mismo?”, preguntó. De ahí a la sala, la pileta, el auditorio, las suites, un recorrido que dejaría exhausto a más de un adolescente. “Beatrice, please”, susurró Immanuel Wallerstein al oído de su mujer, que venía a la rastra y le imploraba que se tomaran un descanso. Habían llegado al piso 19, el último.

Wallerstein es un sociólogo reconocido a nivel internacional. Después de visitar la ciudad de Porto Alegre en Brasil y Montevideo en Uruguay, el teórico partidario del foro social mundial vino a la Argentina para dar una conferencia ayer por la mañana en la carrera de Sociología de la UBA en su 50º aniversario. Allí habló del declive inevitable de su país como potencia mundial hegemónica, en un nuevo aniversario de la caída de las Torres Gemelas. Por la tarde, antes de juntarse con algunos de sus lectores en la Biblioteca Nacional, fue al Bauen invitado por los trabajadores que están haciendo una campaña internacional en favor de su gestión, que se ve amenazada por un fallo judicial. Cuentan con el apoyo de –entre otros– Noam Chomsky, Toni Negri, Evo Morales y Danielle Mitterrand. Wallerstein es un acérrimo opositor a la política belicista de Bush.

“¿Cuál es la situacion legal?”, preguntó Wallerstein cuando el delegado dijo que los 156 empleados ganaban lo mismo, salvo los 30 fundadores de la cooperativa, que ganan un poco más porque pusieron plata de su bolsillo. “Todas las empresas recuperadas tenemos problemas con la propiedad del inmueble. No lo tenemos resuelto. Zanon tampoco. Es una cuestión de relación de fuerzas. En este momento no nos es favorable porque la Justicia avanzó, pero ellos tampoco nos pueden sacar. Nosotros nos movilizamos e hicimos actividades, por eso hay un empate.”

Inquieto, el norteamericano insistía con sus preguntas en un castellano duro pero claro. De vez en cuando paraba para traducirle a su esposa. “¿Quién ha pagado la reconstrucción?”, quiso saber Wallerstein. “Empresas recuperadas como Zanon nos ayudaron a poner el piso de cerámica de porcellanato que tiene este bar. Lo reconstruimos con nuestros bolsillos”, le respondió Tonarelli, mientras una delegación de la fábrica neuquina miraba el partido de rugby de Los Pumas en la mesa de enfrente.

Durante la recorrida pasaron por una sala repleta de gente discutiendo. “Esa es una reunión del cuerpo de delegados del subte, porque esta semana la empresa les mandó telegramas de despido y están viendo qué hacer”, le explicó uno de los trabajadores.

En el auditorio, Wallerstein pudo probar las nuevas fundas rojas que los empleados habían colocado sobre las butacas. Después encaró hacia el ascensor. En cada piso el visitante saludaba a los trabajadores. “Buena suerte con su lucha”, les decía.

Del tercero bajó por las escaleras hasta llegar a la pileta vacía, mientras los empleados le contaban las maniobras del antiguo dueño que vació el hotel y hoy pretende recuperarlo. De 

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ahí subió al piso 19, donde antes vivía el antiguo dueño. Finalmente, Beatrice lo convenció y terminó la recorrida. Cuando se le preguntó qué le había parecido lo que acababa de ver, el profesor que se había mostrado tan locuaz a la hora de preguntar fue cauto a la hora de responder, como si necesitara un tiempo para digerir y procesar tanta información.

“Es la primera empresa recuperada que visito en mi vida. La experiencia fue muy interesante”, es todo lo que dijo. Y partió con Beatrice y un libro del Bauen que le regalaron los trabajadores.

“El poder de EE.UU. termina”

“Vivir en un mundo posnorteamericano.” Esa fue la premisa que intentó imprimir el intelectual estadounidense Immanuel Wallerstein ante un auditorio plagado de jóvenes estudiantes en una conferencia que dio el lunes pasado en el centro porteño. Para el reconocido crítico del imperialismo norteamericano y férreo opositor de la actual guerra en Irak, los años dorados de la expansión estadounidense llegaron a su fin y sólo queda esperar el declive definitivo de la superpotencia y la emergencia de nuevos polos de poder, como China, la Unión Europea, Japón, India y, si el Mercosur se consolida y extiende, América del Sur.

Wallerstein fue muy categórico. Desde Richard Nixon hasta Bill Clinton, todos los presidentes norteamericanos intentaron dilatar lo que él considera, desde hace ya varios años, inevitable. “El poderío de Estados Unidos terminará”, sentenció una y otra vez el veterano pensador. El problema con que se encontraron los siempre optimistas estadounidenses, aseguró entre sonrisas, es un presidente como George Bush que, en vez de seguir la tradición de sus antecesores, apretó el acelerador hasta el fondo y convirtió lo que era un declive paulatino en una “caída estrepitosa”. “Ya no hay vuelta atrás”, aseguró, refiriéndose tanto al inmediato fracaso en Irak como a la desaparición a largo plazo del mundo unipolar, que Estados Unidos supo construir desde la posguerra.

Este mundo está decayendo y prueba de ello, sostuvo el veterano intelectual de izquierda, es que los neoconservadores del gobierno de Bush no han podido “reubicar” a los contestatarios países europeos y a los países islámicos moderados. Wa-shington se ha ganado la enemistad de la gran mayoría del mundo musulmán y no ha logrado subordinar a la OTAN en su aventura en Irak. Esos fracasos son parte esencial del argumento de Wallerstein. “Esto no habría sucedido hace treinta años”, advirtió. Para el sociólogo, muchas potencias, e inclusive regiones enteras como América latina, comienzan a sentirse más seguras y a actuar con una relativa independencia a medida que la superpotencia no puede ya esconder sus puntos débiles.

Seguro del desenlace de esta historia, Wallerstein se animó a pronosticar cómo será el debate político en Washington en los próximos años. La estrategia del presidente Bush es patear el problema iraquí a la próxima administración, dijo con un castellano casi porteño. Será el futuro gobierno demócrata, continuó, el que tendrá que tomar la única decisión que queda: “¿Cómo nos vamos de este lío?”. “Por supuesto, Bush estará allí para acusarlos de traidores”, dijo riendo. La cuestión, destacó, será ver cómo los demócratas –tradicionalmente catalogados por los republicanos como débiles en lo militar– hacen para quedar bien parados. Eso, ni él lo pudo contestar.

Chomsky, el más chévere

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¿Quién necesita publicistas y costosas campañas de publicidad cuando se tiene a Hugo Chávez para promocionar sus libros? Cuando el líder de Venezuela habló esta semana en la ONU y describió a George Bush como un diablo, también le dio un impulso resonante a un libro de otro franco crítico del presidente de Estados Unidos, Noam Chomsky.

Después de que Chávez recomendó que cualquiera que quisiera entender “lo que ha estado sucediendo en el mundo durante el siglo XX” debe leer el trabajo del profesor Chomsky, Hegemonía o Supervivencia: La Búsqueda Estadounidense del Dominio Global, las ventas se fueron por las nubes. En la lista de best sellers de Amazon.com saltó de la noche a la mañana de la posición 160.722ª a la 7ª.

Chomsky, profesor de lingüística en el Instituto Tecnológico de Massachusetts y un crítico veterano de la política exterior de las naciones occidentales, dijo ayer que todavía no había tenido la oportunidad de leer el discurso de Chávez y que no sabía nada sobre el aumento en las ventas de su libro. En un e-mail, añadió: “Respecto de la búsqueda de dominio por parte de Estados Unidos, no es nada nuevo, es algo que se remonta a largo tiempo y es familiar en la corriente literaria de las relaciones internacionales de política exterior”.

Chávez recomendó el libro, un análisis detallado de la política exterior de Estados Unidos y sus esfuerzos por lograr la llamada “dominación del espectro total”, a los delegados y a los otros. Añadió: “Creo que los primeros que debieran leer esta libro son nuestros hermanos en Estados Unidos, porque su amenaza está en sus propias casas. El diablo está en el hogar. El diablo, el diablo mismo, está justo en la casa”.

“Los imperios se visten con un aura de benevolencia”

Desde el antiguo Imperio Romano al actual imperio estadounidense, pasando por el nazismo y el llamado socialismo real. En una extensa conversación con el director de Alternative Radio de Colorado, el pensador Noam Chomsky desmenuza el hilo conductor de los sistemas imperiales. La charla será publicada en castellano por la editorial de la Universidad Veracruzana, de México. Aquí, un adelanto.

 Por David Barsamian *

–Háblenos un poco de Estados Unidos y de cómo nos beneficiamos del imperio, si es posible utilizar ese pronombre colectivo. En Empire as a Way of Life, el historiador William Appleman Williams escribió: “Los estadounidenses del siglo XX aman el imperio exactamente por las mismas razones por las que lo amaron las generaciones de los siglos XVIII y XIX: porque les ofrece oportunidades renovadas, riqueza y otros beneficios y satisfacciones, incluyendo el sentimiento psicológico del bienestar y el poder”. ¿Qué piensa usted del análisis de Williams? –Creo que tiene razón, pero recuerde que este país no se formó como un imperio típico al estilo europeo; no fue, por ejemplo, el caso del imperio británico. Los colonos ingleses que llegaron a Estados Unidos no hicieron lo que hicieron en la India. No utilizaron a la población indígena para crear una fachada detrás de la cual gobernar. En gran medida, dejaron al país sin población indígena. La situación, entonces, fue bastante diferente.

 La población indígena de lo que hoy en día se llama Estados Unidos fue “exterminada”, para utilizar el término que nuestros padres fundadores usaron. No la exterminaron por completo, 

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pero eso era lo que creían que debía hacerse. Sustituyeron a la población indígena y Estados Unidos se convirtió en una especie de Estado de repoblación y no en un Estado colonial. La expansión del territorio nacional siempre se hizo sobre esta base, incluida la anexión de amplias extensiones de territorio mexicano. Si volvemos a la década de 1820, una de las primeras apuestas de la política exterior de Estados Unidos era apoderarse de Cuba. En esos años Thomas Jefferson, John Quincy Adams y otros consideraban a Cuba como el siguiente paso de la expansión, pero en el camino se encontraron con los británicos. La flota británica era mucho más poderosa y en ese momento no pudieron apoderarse de Cuba. John Quincy Adams, secretario de Estado en aquel entonces, hizo una declaración que se volvió célebre: por ahora debemos replegarnos y más tarde, por efecto de las “leyes de la gravitación política”, Cuba caerá en nuestras manos como una “fruta madura”. Esto significaba que, tarde o temprano, Estados Unidos incrementaría su poder y Gran Bretaña lo perdería, y que una vez que la fuerza de disuasión se retirara, sólo nos quedaría recoger el fruto maduro. Eso fue, efectivamente, lo que sucedió en 1898, bajo el pretexto de “la liberación”. Pero cada expansión de Estados Unidos, hasta la Segunda Guerra Mundial, no se traducía en el establecimiento de colonias tradicionales. En aquella misma época, en 1898, Hawaii fue ocupada con su población; fue robada por medio de la fuerza y el engaño. Y luego la población nativa fue sustituida y no colonizada. El caso de Filipinas es diferente; se parece más a una colonia. En ese sentido, los comentarios de Williams son correctos, pero creo que hacen referencia a un sistema imperial diferente. Si consideramos los imperios tradicionales, por ejemplo el imperio británico, no hay evidencias claras de que la población de Gran Bretaña haya ganado algo. En realidad, se trata de una materia de estudio muy difícil, una especie de balance de costos y beneficios del imperio. Ha habido unos cuantos intentos por estudiar este aspecto, y en el caso de aquellos que valen la pena lo que se desprende, en líneas generales, es que los costos y los beneficios casi se equilibran. Los imperios son costosos. Gobernar Irak no resulta barato. Alguien tiene que pagar por ello. Alguien tiene que pagarles a las empresas que lo destruyeron y a las que lo están reconstruyendo. Y son los contribuyentes estadounidenses los que, en ambos casos, lo harán. Es decir, debemos pagarles para que destruyan el país y luego para que lo reconstruyan. Son dos regalos indirectos de los contribuyentes estadounidenses a las empresas estadounidenses. Y resulta que afectaron a Irak. –No entiendo. ¿Cómo es que empresas como Halliburton y Bechtel contribuyeron a la destrucción de lrak? –¿Quién le paga a Halliburton y a Bechtel? El contribuyente estadounidense. La institución militar bombardeó Irak y lo destruyó. ¿Quién financió esto? El mismo contribuyente. Primero se destruye Irak y luego se le reconstruye. Es una transferencia de riquezas de la mayoría de la población a una pequeña parte de la misma. Incluso en el caso del famoso Plan Marshall, eso fue lo que sucedió. Se habla de él como de un acto de “inimaginable beneficencia”, pero ¿de quién vino ese acto de beneficencia? Del contribuyente estadounidense. De los 13 mil millones de dólares de ayuda que manejó el Plan Marshall, alrededor de 2 mil millones fueron a parar directamente a los bolsillos de las compañías petroleras estadounidenses. Este hecho formó parte del propósito de hacer que Europa pasara de una economía basada en el carbón a una economía basada en el petróleo, para que así algunos sectores de aquel continente se volvieran más dependientes de Estados Unidos. Europa tenía mucho carbón, pero no tenía 

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petróleo. Si se analiza lo que pasó con el resto de los 13 mil millones, la verdad es que sólo una parte muy pequeña de esa cantidad abandonó Estados Unidos. No hizo más que pasar de un bolsillo a otro. Si se estudia más detenidamente, el Plan Marshall ayudó a Francia a cubrir los costos del esfuerzo que hizo por reconquistar Indochina. Entonces, el dinero de los contribuyentes estadounidenses no sirvió para reconstruir Francia; sirvió para que los franceses compraran armas estadounidenses para aplastar Indochina. Se puede decir más o menos lo mismo de la primera etapa del Plan Marshall en Holanda y de para qué sirvió en Indonesia. Es un flujo complicado de ayudas y beneficios. Si volvemos al imperio británico, los estudios que al respecto se han hecho sugieren que los costos que el pueblo británico pagó estuvieron a la par de los beneficios que recibieron. También en este caso se trató de una transferencia interna de riquezas que enriqueció fabulosamente a los dueños de la Compañía de Indias y que representó un alto costo para las tropas británicas que murieron en la jungla. En buena medida, los imperialismos funcionan así y uno de los elementos importantes es la lucha de clases interna. –Puede ser fácil medir el costo en vidas, en número de soldados muertos, en dinero gastado. ¿Pero cómo se puede medir o, incluso, cómo se puede hablar de degradación moral? –Si no se puede medir, es sin embargo muy real y muy significativa. Esa es una de las razones por las que los sistemas imperiales o cualquier sistema de dominación, incluida la familia patriarcal, visten sus acciones con un manto de beneficencia. Volvamos al problema del racismo. ¿Por qué es necesario que alguien que aplasta a una persona lo haga diciéndole que es por su bien? Porque si no, debe hacer frente a la degradación moral. Y una manera de evitarlo es decir: “En realidad soy una persona altruista que trabaja por el bien de todos.” Si somos honestos, debemos aceptar que a menudo las relaciones humanas se dan de esta manera. Y la mayoría de las veces así funcionan las cosas al interior de los sistemas imperialistas. Es difícil encontrar un sistema imperial en el que la clase intelectual no haga el elogio de su benevolencia. Así es, incluso, en el caso de los peores monstruos. Cuando Hitler desmembró Checoslovaquia, el acto de desmantelamiento fue acompañado de una retórica maravillosa sobre la paz que este hecho traería a los grupos étnicos en conflicto, que así iban a poder vivir juntos en paz bajo la benévola supervisión de los alemanes. Hay que batallar para encontrar una excepción a este hecho. Y esto también vale, obviamente, para Estados Unidos. –Mark Twain es conocido por haber escrito Las aventuras de Tom Sawyer y Las aventuras de Huckleberry Finn, pero también fue un inquebrantable opositor a las guerras de agresión de Estados Unidos. Hace un siglo, formó parte de lo que entonces se llamaba la Liga Antiimperialista. En El misterioso extranjero escribió: “Y luego los hombres de Estado inventarán mentiras baratas, haciendo recaer la culpa en la nación atacada, y cada hombre se quedará contento con esas mentiras tranquilizadoras de conciencia y las estudiará concienzudamente, y se negará a examinar las posibles refutaciones, y terminará por convencerse de que la guerra es justa, y dará gracias a Dios por el placentero sueño que ese grotesco proceso de autoengaño le proporcione”. ¿Por qué esta faceta de Twain permanece casi totalmente oculta?

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–Es una historia interesante. En los últimos años de su vida una de las principales actividades de Twain fue su decidida participación en el movimiento de oposición a la guerra de Filipinas. Twain escribió ensayos antiimperialistas magníficos. Pero no se encuentran referencias de ellos en ninguna parte. Creo que la primera publicación general al respecto fue un libro, Mark Twain’s Weapons of Satire, editado por Jim Zwick hace alrededor de diez años. Syracuse University Press publicó una colección de sus ensayos antiimperialistas. Si la memoria no me falla, la introducción de Zwick señala que las biografías oficiales no hacen referencia a esos escritos, aunque tampoco son un secreto. ¿Por qué? La pregunta lleva su propia respuesta: no se quiere que alguien destruya el aura de benevolencia bajo la cual nos escondemos.

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La palabra populismo

Por Emir Sader*

El término populista, nacido de algunas corrientes de la sociología política para designar gobiernos como los de Getulio Vargas y de Juan Domingo Perón, ha sido retomado, en el marco del discurso neoliberal, para designar las políticas consideradas “irresponsables”, “aventureras”, “inflacionarias”, que promueven concesiones sociales incompatibles con las leyes de hierro del ajuste fiscal. Serían concesiones ficticias, que terminarían produciendo su contrario: la inflación corroería el poder adquisitivo de los salarios reajustados, el desequilibrio fiscal llevaría a las crisis financieras que frenarían el crecimiento económico, la elevación de impuestos y el aumento de los gastos estatales inhibirían la capacidad de inversión, etcétera. Ya no me alargo porque los que aún tienen paciencia de leer las columnas económicas y de escuchar a los entrevistados en los programas económicos de los medios masivos de información lo conocen de memoria. Uno de los más promocionados escritores neoliberales de América latina, el mexicano Enrique Krauze –protagonista recientemente de una entrevista reproducida por toda la prensa occidental, junto con Vargas Llosa, en la que se denuncia la política externa del nuevo primer ministro español, José Luis Rodríguez Zapatero, nostálgicos de José María Aznar–, escribió un artículo denominado “Decálogo del populismo iberoamericano”, en el que resume los puntos de vista de esa corriente. Consciente de que el problema original del populismo es su raíz, proveniente de la detestada y descalificada palabra pueblo, que él llama, de forma irónica, “palabra mágica”. Pero la preocupación ahora no es con Perón, ni con el peronismo o con Getulio, sino con el “populista posmoderno” Hugo Chávez y su “socialismo del siglo XXI”. Krauze resume en 10 puntos lo que serían los rasgos específicos del “populismo”. En primer lugar, exaltaría al “líder carismático”, un líder providencial que se propone resolver de una vez por todas los problemas del pueblo. Ese líder usaría y abusaría de la palabra, apoderándose de ella, “como intérprete supremo de la verdad general y también de la agencia de noticias del pueblo”, “iluminando su camino”. No contento con eso, “el populismo fabrica la verdad”, abominando la “libertad de expresión”. Los fondos públicos serían utilizados de forma “discrecional” por los populistas, sin “paciencia con las sutilezas de la economía y de las finanzas”. Para él, todo gasto sería inversión. No contento con eso, el populista cometería el mayor de los pecados: “Distribuye directamente la riqueza”. Paralelamente, “incentiva el odio de clases”, “hostilizando a los ricos”, movilizando permanentemente a los grupos sociales, convocando y organizando a las masas, valiéndose de la plaza pública como escenario privilegiado. Además de eso, el populismo fustiga al “enemigo externo”, como chivo expiatorio, desprecia el orden legal y, por si no bastara, “mina, domina y, en última instancia, domestica o cancela las instituciones de la democracia liberal”. Como todo texto liberal, éste es ambiguo, contradictorio, dice lo que no es, escondiendo lo que realmente significa. En el caso del populismo, busquemos la traducción de lo que Krauze afirma. En primer lugar, demonizar un concepto que tiene su origen en la palabra pueblo ya habla suficientemente del odio al pueblo consagrado por el liberalismo. En nuestro continente, en particular, el liberalismo fue reiteradamente instrumentado a favor del pensamiento conservador.

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 Finalmente, fueron las ideas “liberales” las que trabajaron para preparar el clima del golpe militar de 1964: el mayor atentado a la democracia, a la libertad y a los derechos, colectivos e individuales, que Brasil conoció. Es decir, el mayor atentado contra los intereses del pueblo. Este decálogo es una radiografía de cuerpo entero del cinismo liberal. ¿A qué se refieren cuando hablan de la “exaltación del líder carismático”? Al pánico que tienen por el surgimiento de líderes populares, de dirigentes que unifiquen al pueblo, que traduzcan en proyecto político las necesidades populares. Quieren mantener al pueblo fragmentado, sometido, inerte a la influencia de su infernal máquina mediática, a las condiciones embrutecedoras de explotación. Necesitan que el pueblo permanezca distante de la política, que delegue ésta a los “políticos” profesionales, que gobiernan la sociedad en nombre de los intereses dominantes. Incomoda que los líderes “populistas” se apropien de las palabras. El orden capitalista requiere el silencio de los discursos alternativos, requiere que todos los que se manifiesten lo hagan dentro del universo de sus discursos, en sus términos y sus alternativas, es decir, dentro del sistema de poder que dirigen. Incomoda que esos líderes expresen las palabras, los intereses y los sentimientos de los que fueron condenados al silencio por esos sistemas de monopolio de la palabra. Esas palabras producen una verdad, que es criticada por ser “fabricada”. Y las verdades del sistema de poder actual, ¿no son gigantescamente fabricadas, al punto de que Noam Chomsky acuñó el término “consenso fabricado”, para expresarlas? Sus verdades –las del “mercado”– son “naturales”, las que se contraponen a ellas son fabricadas. Toda verdad es construida: la diferencia está entre las que lo son democráticamente, representando a los de abajo y las que son fabricadas desde las cúpulas del poder. ¿Uso discrecional de los fondos públicos? ¿Repartición de la riqueza? Significan: redistribución de renta, prioridad de lo social, oponiéndose a la prioridad del ajuste fiscal y a los intereses del gran capital. ¿Moviliza permanentemente a los grupos sociales? ¿Alienta el odio de clases? ¿Diagnostica las causas de la miseria y propone acciones de combate a las de sus mayores víctimas? ¿Fustiga al enemigo exterior? Apunta hacia la explotación por los capitales internacionales y los gobiernos que los defienden –los globalizadores– de los países del sur del mundo: los globalizados. Desprecia el orden legal, debilita la democracia liberal. Traducción: coloca la justicia por encima de las expresiones legales de un orden social injusto, identifica democracia con gobierno del pueblo y no como su expresión limitada en el liberalismo. En la era neoliberal, la palabra populismo sirve para intentar descalificar la prioridad de lo social: eje de la alternativa posneoliberal. 

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El arte de gobernar

 Por Santiago O’Donnell

Los constitucionalistas aman las constituciones como los arquitectos aman las edificaciones. Las estudian, las diseñan, las comparan, critican sus fallas y limitaciones, proponen mejoras. Podrán reciclarlas, restaurarlas, cambiarle el uso o derrumbar una pared para que entre más luz. Pero nunca se les ocurriría destruirlas. En eso son conservadores. Para dinamitar un edificio hay que llamar a un ingeniero.

Durante largos años, Roberto Gargarella, constitucionlista de la UBA y la UDT, estudió las constituciones latinoamericanas del siglo XIX. Ninguna le gustó demasiado. Las más exitosas en términos de estabilidad institucional, como la chilena, le parecieron elitistas y conservadoras, funcionales a un sistema basado en la exclusión y la explotación. Pero no le pidan que se alegre cuando tres presidentes latinoamericanos, Hugo Chávez, Rafael Correa y Evo Morales, deciden deshacerse de sus respectivas cartas magnas a través de mecanismos de democracia directa como el plebiscito (Bolivia, Ecuador) o el voto de una asamblea sin representantes de la oposición (Venezuela), aun cuando las reformas propuestas provengan de líderes supuestamente progresistas, y aun cuando se hagan con el objetivo declarado de mejorar la distribución de la riqueza y la inclusión social.

“Es un hecho que muchas democracias modernas de países empobrecidos encuentran que deben tomar muchas decisiones rápidamente para mejorar el estado de las cosas. A diferencia de Europa, en América latina hay mucha avidez por provocar cambios, mucha expectativa por mejorar los niveles de pobreza, por terminar la corrupción, por crear mejores condiciones de trabajo. Hay una mirada puesta sobre el sistema político en todo el mundo, pero en nuestros países la mirada es más urgida. En todas las democracias modernas el procedimiento funciona con dificultades, pero en algunos países hay más necesidad de cambios”

explica el constitucionalista, en diálogo telefónico desde España, donde se encuentra dando clases. El problema, dice Gargarella, es que los atajos no llevan a buen puerto. O, como dicen los norteamericanos, no existe el almuerzo gratis.

“Por un lado las instituciones democráticas tienen problemas para funcionar. Todos coincidimos en el diagnóstico. Pero hay muchas diferencias sobre cómo reaccionar. Está la solución schmidttiana, que plantea que como el Parlamento se convirtió en un centro de intereses, intrigas y regateo, hay que concentrar toda actividad en el Ejecutivo.”

El alemán Carl Schmidtt, conocido como “el jurista del Tercer Reich”, sostenía que una dictadura fuerte representa la voluntad popular mejor que cualquier cuerpo legislativo, porque las dictaduras actúan con decisión, mientras la actividad parlamentaria requiere de discusiones y compromisos.

“Podemos coincidir en que hay que hacer algo, que el sistema no funciona bien –prosigue Gargarella–, podemos coincidir en que hay necesidades urgentes. Pero no porque el sistema representativo no funcione tenemos que cerrarlo o ningunearlo. Por el contrario, las decisiones que hay que tomar son demasiado importantes.

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 Lo que hay que hacer es facilitar los mecanismos de diálogo público. O buscamos un arreglo más descentralizado, más asambleario o concentramos la autoridad y terminamos otra vez en el caudillismo, que es una tradición muy propia de la región, muy arraigada y por lo tanto conservadora. Por eso me irrita que se hable de socialismo o progresismo, cuando estas reformas representan la corriente más conservadora del constitucionalismo latinoamericano.”

Bueno, le digo, pero Chávez diría que amplió la democracia al incluir a millones de pobres al sistema político. Además, le digo, no puede negarse que desde que ganó su primera elección, Chávez obtuvo todas sus reformas sin violentar el orden jurídico.

Gargarella responde que no critica las políticas sociales de Chávez sino su diseño institucional. “El demócrata tiene que resistir siempre la concentración de poder, debe defender la deliberación pública para que la ciudadanía recupere su poder de decisión. Un sistema mide su grado de republicanismo de acuerdo con el mayor o menor control que le da a la ciudadanía en las decisiones públicas. No hay que diseñar instituciones pensando en quién las ocupa, porque mañana pueden ser ocupadas por otra persona. Hay que diseñar instituciones que puedan reaccionar cuando Chávez tenga arranques autoritarios. Las instituciones no fueron pensadas para ángeles o iluminados, sino para soportar las peores conductas posibles. Las instituciones no deben diseñarse para abrir lugar a la expresión más generosa y bondadosa de un líder popular, sino para cuando el líder popular le da la espalda al pueblo.”

¿Pero qué pasa en un país como Ecuador, donde el Congreso es visto por la sociedad como una máquina de impedir y el mayor culpable de que el país haya tenido ocho presidentes en los últimos diez años, donde nueve de cada diez ciudadanos apoyan la reforma constitucional que traba el Congreso?

“Lo de Ecuador es interesante”, contesta. “Para mí es una expresión de la ausencia de remedios institucionales para problemas graves. Cada vez que pasa algo, la solución es hacer estallar el sistema, hacer volar al presidente. Cuando más se necesita, no hay un canal institucional abierto para encauzar la crisis. Es significativo lo que pasa en Ecuador, Bolivia, Venezuela: no hay canales institucionales. Cuando el sistema con Chávez se recontrapresidencializa, toda la responsabilidad, todas la expectativas recaen sobre su persona. Funciona bien en los momentos de bonanza, de hiperpopularidad del presidente. Pero cuando hay una crisis, todo el sistema entra en crisis. Y cuando hay un enojo muy fuerte con el presidente, la única solución es un juicio político ridículo por algún supuesto crimen, como el que se le hizo a Collor de Mello en Brasil, o un juicio por insania, como el que se le hizo Jamil Mahuad en Ecuador, o hacerlo huir por helicóptero, como le pasó a De la Rúa.”

¿Entonces para qué sirven la política y la deliberación si no solucionan los problemas de pobreza y desigualdad? Chile, Uruguay y Costa Rica tienen instituciones estables, pero en el terreno social no parecen haber avanzado demasiado. Gargarella no las defiende. Dice que optar entre el modelo chileno y el venezolano es como elegir entre Drácula y Frankenstein.

“Uruguay, Chile y Costa Rica son países más estables y esa estabilidad tiene que ver con las instituciones. Pero tampoco garantizan la participación política de la ciudadanía, la influencia sobre sus representantes.

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 Si el principal problema en la región es la pobreza y la pobreza se agudiza, quiere decir que el sistema político no registra esa queja, y que el sistema judicial, que debería corregir las falencias del sistema político, tampoco reacciona. Entonces las instituciones funcionan mal.

 Los frenos y contrapesos entre los poderes interesan muy poco si no funciona lo más importante, que son los controles exógenos desde la ciudadanía hacia los representantes. Me interesa un sistema institucional donde la gente enojada tenga medios para presionar, para canalizar su crítica, para obligar al poder a cambiar de rumbo.”

Los constitucionalistas son como artistas. Saben que la obra perfecta no existe, pero también que el premio está en la búsqueda.

Rafael Correa, economista, entiende de números y esos números le dicen que es hora de actuar. Evo Morales, cocalero, alterna la garra y la muñeca de los sindicalistas para empujar sus reformas. Hugo Chávez es militar. Disciplina la tropa, somete al enemigo y ocupa el territorio conquistado.