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Textos a la intemperie (Cortos ensayos dispersos) Teódulo López Meléndez 1

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Cortos ensayos dispersos sobre literatura y política. Desde el camino que lleva la literatura, su análisis como fracaso, hasta consideraciones de los males políticos de la Venezuela actual.

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Textos a la intemperie(Cortos ensayos dispersos)

Teódulo López Meléndez

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Los ensayos son manifestaciones dispersasFrancis Bacon

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Índice

ILa literatura que se ata al pasadoLa literatura como fracaso La soledad en la literatura El espesor de la palabra

IIDecadenciaUn país sin noticiasLa evanescente realidad La realidad social Como el conocimiento puede definir la realidad La realidad virtualPolítica y lenguaje: Deterioro paraleloEl poder como estrategia La estrategia del poder y el poder como espectáculoVenezuela sin tecnopolítica En la pre-tecnopolíticaLos rasgos de la utopíaEl mito políticoDe la anomia al empoderamientoHacia una sociedad civil El espacio público como escenario argumentativo

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La literatura que se ata al pasado

La cultura, tal como la hemos venido entendiendo, es una línea continua de los hechos humanos con marcas puntuales que han definido etapas más o menos largas y que hemos aceptado como tales consensuadamente. No hemos mirado fragmentos sino una línea unificadora y con sentido. Es lo que generalmente se ha denominado la visión humanística del tiempo.

No estamos negando, sin embargo, que la concepción misma del tiempo tiene su propia historia, si la palabra es pertinente.

Mircea Eliade nos lleva hacia las tradiciones y las religiones antiguas con un tiempo circular marcado por las cosechas, por los solsticios, por el movimiento de algunos otros astros, por festividades religiosas o por hechos que habían marcado su propia cultura.

Los griegos reflexionaron sobre la idea de eternidad y sobre el tiempo como la manifestación de una realidad de gradualidad con preeminencia del espíritu sobre el cuerpo, aunque Aristóteles hable de instantes y se permanezca en el dilema si es un ser o un no-ser. Sobre la practicidad romana se impuso el cristianismo adoptando sí el tiempo como movimiento, pero agregando que todo movimiento tiene un final lo que conllevaba necesariamente el fin del mundo. De esta manera el tiempo dejó de ser circular y se convirtió en la línea recta en cuyo final está la eternidad.

Con la aparición del reloj en el siglo XIV y el desarrollo de la mecánica el tiempo se convierte en un valor matemático, esto es, algo absoluto y medible. Luego Kant afirma que no tiene realidad fuera de nuestra mente y la mayoría de los pensadores conciben el concepto de historia y en él el tiempo como una expresión colectiva que atesora las vivencias humanas y sus logros. Toynbee se centra en la historia como cíclica, lo que nos lleva a la idea del eterno retorno plasmado en Eliade.

Heidegger define al hombre como un ser para la muerte y Einstein introduce el concepto de espacio-tiempo. Al convertir el tiempo en una magnitud relativa según quien y bajo cual circunstancia se mida, muere la concepción del tiempo como un

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algo absoluto lo que hace que la duración de un proceso dependa del lugar donde esté situado el observador y de su estado de movimiento.

Stephen Hawking nos relata todas las concepciones del universo hasta marcar un hito en el siglo XX, uno antes del cual nadie se pudiese haber planteado que el universo se expandía o contraía.

En el siglo XX irrumpen las vanguardias según las cuales el tiempo se reduce al futuro y ocasión en que se cuestiona la cultura literaria como primacía en el repertorio cultural. Ese cuestionamiento es actual, ya lo hemos señalado en textos anteriores, aunque no proviene de iluminados escritores previendo el insurgir de la máquina, sino tal vez de ella misma, y no es otra que la comunicación digital, una que modifica el concepto de tiempo y hace intrascendente la ubicación del usuario. De manera que la expresión literaria deja de ser el vehículo primordial ante la avalancha de un ciberespacio donde se combinan todas las formas de expresión y donde cada usuario que accede a la red combina y recombina en la formación de hipertextos.

Es pues el concepto mismo de continuidad cultural el que se enfrenta a la ruptura en este siglo XXI, uno que ha sido fundamento de la literatura y que le otorgaba legitimidad como centro del discurso cultural y poder para el establecimiento de validez amplia. Se plantea así también una revisión del concepto mismo de historia y una interrogante necesaria sobre el futuro de la palabra escrita.

La literatura abandona su asiento tal como la hemos conocido en occidente. Su integración con otros medios y su lectura por otros medios la hace también escribirse por otros medios. Como hemos dicho se impone una cultura científica que es obvio carece de discursividad. El futuro pasa a ser el nuevo campo de la literatura.

Cuando hablo de futuro lo que me pregunto es si los temas del espacio-tiempo están colocando a la literatura en el campo de la cosmología filosófica, uno donde se vería la luz deformada del inicio, esto es, la literatura podría buscar el futuro encontrando una autogeneración inicial. De esta manera resucitaría bajo la norma de que la vida es una continua repetición, pero que la palabra se organiza sólo una vez en relación con el tiempo con lo que determinaría su originalidad. Esa información es un momento que podríamos definir como un ahora inexistente.

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El manejo de las dimensiones inalterables podría conducirnos a hablar de un eternalismo cuyo orden sería irrelevante. El tiempo de la literatura pasa a ser así el futuro lo que implica la ruptura de los tiempos que también significa olvidarse de ellos y disolverse.

Es obvio que la literatura ha estado siempre ligada, de una manera u otra, a la cosmología, sólo que ahora cuando asistimos a su aparente muerte, en realidad lo que está es reafirmándose en la disolución.

Desde el momento en que se planteó la creación de una teoría general del conocimiento se ha estado creando una epistemología antropológica y social para observar el comportamiento caótico de un sistema complejo para lo cual es menester recurrir a un análisis del discurso. No ha sido un descubrimiento, pues todo hecho social se halla asociado al lenguaje y si existe alguna estructura compleja de pensamiento es la poética, como lenguaje del pensamiento. La poesía conceptualiza su intención de significar y es quizás el mejor paradigma de la transcomplejidad.

La transdisciplinariedad implica una visión del mundo que puede provenir de formas diversas e incluso albergar nociones contrapuestas. En el lenguaje del análisis se entremezclan desde la teoría del caos hasta la sociología del conocimiento científico, de manera que en la palabra de un pensamiento complejo es ella el problema a enfrentar como un asunto multidimensional.

El mundo que asoma no puede ser enfrentado con simplismos y menos con paradigmas anticuados. Si algo comienza y avanza lo que sabemos de él es necesariamente incompleto y toda respuesta, por ende, es inacabada. Todo proceso implica por definición movimiento permanente. La noción de exactitud no existe. Estamos en un mundo de incertidumbre y la única manera de abordarlo es desde las probabilidades y esta conclusión no excluye a lo que en el pasado fueron llamadas ciencias exactas, porque las ciencias en cuanto modo de conocer han sido superadas por lo que ha sido llamado un nuevo paradigma epistémico.

Veamos el ángulo de la explicación. La tecnología nos ha alterado. Estamos articulados, ya somos híbridos con constantes presencias posthumanas, con modificación sustancial de los flujos de sentido. La tecnología nos ha sembrado en la ausencia. En las redes sociales percibimos el vacío de las subjetividades o una

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multiplicidad de subjetividades extrañas. No se puede escribir de la misma manera. El inexistente futuro -recurramos a una tautología- no existe, dado que parecemos en un eterno presente, pero la literatura debe hacerlo. No estamos frente a un juego de paradojas, lo que estamos es ante un revolcón de eso que hemos definido como cultura.

En otras palabras, el discurso convencional cae, entre otras razones, porque parece difícil discernir un sentido en estos momentos de interregno en la organización humana. La literatura está cuestionada como primacía cultural, ha pasado a ser apenas un modo más entre los múltiples de la comunicación, al igual que ha dejado de ser el continuun al resquebrajarse sus vínculos con la temporalidad.

Estamos, hay que admitirlo, ante un cuestionamiento muy serio de la literatura lo que obliga a plantearse su destino en un contexto epistémico por la consecuencial pérdida de su jerarquía. En este mundo profundamente dominado por la técnica se tiende a superar el pasado, mientras la literatura sigue amarrada a él. Sólo la ruptura que la lleve a moverse en la velocidad de lo actual puede mantenerla, una que le permita reconstruir anticipadamente.

La tecnología ha alterado las formas identitarias, pareciera posible la construcción sin agendas del pasado, en un presente que tiende a hacerse perpetuo, uno representado por la ausencia.

La forma de mirar las relaciones entre el hombre y la realidad es lo que nos debe conducir hacia una revalorización de lo humano sobre una razón mecanizada. Son tales los procesos y subprocesos en lo social, en lo político y en el conocimiento que podrían ser definidos como metaprocesos o metafenómenos a enfrentar con una visión de pensamiento complejo y con transdicisciplinariedad.

Como nunca vivimos en el simulacro, de lo que quizás sea definible como una ilusión de lo humano. Es esta la era y sobre ella debe escribirse, también porque desconocemos el destino del cosmos, uno de inconclusión.

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La literatura como fracaso

Tu llameante rostro me ha perseguido y yo no supe que era para salvarme.

Rafael Cadenas/Fracaso

Fracaso no parece ser la definición de un diccionario. Estos hablan de “un suceso lastimoso, inopinado y funesto” o de la “caída y ruina”. Es mejor ir a la filosofía o internarse en el concepto de éxito que nos dejó el siglo XX. Desde el primer ángulo, hay que decir que el fracaso aparece cuando el hombre se queda solo y comienza un proyecto que es el que fracasa. Es exactamente la descripción de un escritor. Desde el segundo ángulo lo que enfrenta el escritor es el concepto de éxito de una cultura edificada sobre la base del sistema económico.

En cualquier caso, hay escritores que escriben sobre el fracaso, tal como la obra espléndida de Julio Ramón Ribeyro (La crónica de un fracaso) o, más recientemente, de Vila Mata, por ser sus novelas auténticas odas al mismo. Devenir en escritor maldito no es una elección, al menos desde la óptica de este fracasado compilador de fracasos, puesto que está más bien ligado a procesos mentales de creación muy particulares. No hay fracaso en no recibir premios o en no vender libros y ni siquiera que un libro no salga conforme a la intención inicial, dado que abundan los ejemplos de libros fracasados en sus inicios y luego considerados obras maestras de la literatura. El fracaso más bien anda por el afán de decir un discurso fuera de tiempo, aunque este afán sea apenas una variedad, dado que el fracaso puede ser el del tiempo o el de toda una generación o simplemente del escritor que ya no escribe o del que, harto y cansado, un día desaparece.

Muchos han escrito sobre el fracaso. "Instrucciones para fracasar mejor" (de Miguel Albero Suárez, por cierto abogado, diplomático y escritor), debe ser el último de una serie, el último por ahora, inspirado el título en la gran frase de Beckett “Fracasa. Prueba. Prueba otra vez. Fracasa, fracasa mejor". Bolaños habló de la poesía como la única forma de no tener miedo e instalarse en él como algo parecido a vivir dentro de la lentitud.

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La literatura encarna al fracaso porque esa es su materia prima, aunque haya personajes exitosos. En el mismo momento en que el escritor decide que es lo trascendente está ejerciendo su oficio para el fracaso. El escritor tiende a lo necesario y eso lo hace absolutamente un fracasado, puesto que el mundo al que se dirige está lleno de falsificaciones, mientras que la historia inventada de la literatura lo que está, generalmente, es prescindiendo de lo accesorio.

El escritor pretende la creación de mundo y en el que lo intenta, anodino y fastidioso, se crea una molestia que estamos tratando de definir como fracaso. No olvidamos para nada que ha aparecido en todo su esplendor una “literatura” complaciente, una que pretende divertir, una que se dedica a distraer, una asimilable a lo que se ha denominado la “civilización del espectáculo”, y no lo olvidamos puesto que su contribución a la literatura como fracaso es más que obvia. Cabría anotar que no excluimos textos y que ello no puede deducirse de la frase anterior, ni entramos en disquisiciones sobre géneros, realismo o textos herméticos. Simplemente hacíamos una acotación sobre el espectáculo de este mundo actual, uno propicio para que aparezcan los escritores detrás del efímero éxito mientras la literatura busca la trascendencia, no de la obra concreta, y no pretende lograr satisfacciones a la manera del mundo actual, lo que la está llevando a convertirse en algo que ya habría que buscar debajo de las piedras. Si bien la literatura siempre ha sido fracaso porque fracasa su objetivo, porque ella es caer, ahora mismo se hace más evidente porque pululan los autores que quieren evitar el fracaso.

Algunos sostienen que se escribe para no morir, mientras el suicidio abunda entre los escritores. Esta paradoja de tratar de encontrar la inmortalidad se topa con la imposibilidad de ser para enfrentar la muerte, lo que ha llevado a asumir el fracaso cono norma de inmortalidad. Uno puede, leyendo aquí y allá, encontrar escritores que tienen miedo al final, pero se alegran de la mortalidad y, en el fondo, esperan ansiosos la caída. El primer fracaso del escritor parece ser frente a su propia obra, porque ella es su tumba. Cuando termina lo que escribe toma perfecta cuenta de ello y recomienza haciéndose cada vez más débil. Cuando escribe se muestra interiormente y toma conciencia de que no puede escaparse. Es lo que algunos han llamado el arribo de “la noche”. La literatura se asume como fracaso porque quien la hace, al concluirla, sólo espera esa “noche” de su propia destrucción.

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Es también fracaso porque a medida que la literatura se hace se van olvidando las pretensiones. El joven escritor seguro ambiciona, pero a medida que va extendiendo su producción o comienza el auto cuestionamiento o la convicción de que está inmerso en una carrera hacia la nada, la fortaleza de palabras se le va derruyendo y descubre la tragicidad de habitar en el lenguaje.

Ribeyro a quien mencionábamos arriba, es la viva encarnación del Perú de su tiempo, uno de imposibilidades, dado que la precariedad existencial de entonces marca toda su obra. El escritor que escribe en decadencia describe el fracaso y en buena medida lo encarna, antes de la noche por supuesto, dado que Ribeyro es hoy admitido como un escritor excepcional. No en vano puso, plenamente consciente, como epígrafe de su libro la frase de Tagore: “El botín de los años inútiles, que con tanto celo guardaste, disípalo ahora: te quedará el triunfo desesperado de haberlo perdido todo”. Ribeyro asume la literatura como único medio de salvación, esto es, como admisión del fracaso.

No, el fracaso no es palabra a buscar en el diccionario, hay que buscarlo en la dureza de la caída, porque el escritor cae con grandeza, lo asume como un rango, lo que lo conduce más bien a buscar sinonimia con magia. Jamás debe usarse la palabra frustración, una reservada a pequeñas debilidades. Aquí estamos hablando de una poética del fracaso. Por lo demás, en nuestra lengua la tradición de abordar el tema del fracaso es prolija. Hasta se realizan congresos sobre “la cultura del fracaso” (Universidad de San Gallen, Suiza) que lo abordó como “figura mental-poético-cultural de las letras hispánicas…”, esto es, como un generador de nuestro imaginario. Allí, por ejemplo, se tomó a Bolaños como texto para ejemplificar el fracaso de las utopías en Hispanoamérica. La cantidad de ejemplos de nuestros escritores para bucear en el fracaso es tal que se requerirían numerosos simposios.

Pero como hay que pelearse sobre todo, no falta quien piense esquemático el libro de Albero por considerar al fracaso un hijo más directo del siglo XX. En verdad el XX impuso el concepto del éxito lo que también llevó a la plena asunción del fracaso. En cualquier caso está dicho en el epígrafe de Cansinos Arends (El divino fracaso) al que recurre Albero: “Aceptarás desde luego tu fracaso, heroica y magnánimamente, en plena plenitud, como esas mujeres que, en la juventud más deseada, cercenan sus cabellos: aceptarás tu divino fracaso, para sentirte más triunfalmente seguro de ti mismo”. Una mirada a la filosofía constata

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la afirmación de que estamos destinados al naufragio y para nada me estoy imaginando una especie de existencialismo sin alternativa.

Creo fue Leo Bersani (El cuerpo freudiano. El silencio y sus bordes) quien definió al arte como una “conciencia imposibilitada”. Se le critica a Albero recurrir a un tono de humor y de burla. Por lo que a este escribidor se refiere debo admitir que en este desvarío de ponerme a reflexionar sobre la literatura como fracaso he incurrido en un estruendoso fracaso. Como se puede colegir, la literatura sabe que el fracaso está asegurado. Al fin y al cabo la literatura problematiza sus propias aspiraciones.

La soledad en la literatura

Descubrirnos es sabernos solos. En el campo literario quien lo supo muy bien fue Ernesto Sábato, dado que sus novelas son fundamentalmente una reflexión sobre la incomunicación y la soledad del hombre. Sábato va desde el nihilismo inicial de El túnel (no olvidemos la fecha, en la inmediata postguerra, 1948), pasando por Sobre héroes y tumbas donde asoma una metafísica de la esperanza, una llevada a su culminación en Abaddón el exterminador, aunque siempre para Sábato la soledad sigue siendo el fondo último de la condición humana.

En su magnífico El laberinto de la soledad Octavio Paz nos hace entender que todos en algún momento nos sentimos solos, para precisarnos que todos los hombres están solos y que la soledad es el fondo último de la condición humana.

El escritor, el creador en general, requiere de la soledad para desarrollar su obra, hasta el punto de Schopennhauer haberla calificado como la suerte de espíritus excelentes. Por supuesto que no hablamos de los aspectos que la psicología pueda encontrar en la soledad, hablamos particularmente del escritor, el que escoge la soledad para poder desarrollar su obra. Kafka está en el extremo al renunciar a su amor por Felice para irrumpir con su célebre frase “todo cuanto es realizado es sólo un logro de la soledad”.

Es evidente que la necesaria soledad del escritor va siempre acompañada de mayores deseos de pasión, ya que la literatura es atrapar la vida en lenguaje. Un solitario como Rulfo nos muestra personajes que no tienen a nadie para ayudarlos. Podríamos citar sin término, pero es en las letras latinoamericanas donde

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encontramos más fuerte esa tendencia a combatir la soledad, asumida voluntariamente, en un esfuerzo de eliminarla anulando espacio-tiempo.

Podríamos argumentar en tanto escritor la lucha entre la soledad y el mundo. Se desea la primera y se pretende incorporarse al segundo. De allí se escribe y se pasa a ser literatura. Allí se vive y allí se escribe, no sin ir percibiendo que ella no lo salva de nada. En otras palabras, no se está solo, se es solo.

Los filósofos nos lo han advertido desde siempre, llegando a definir la soledad como una preparación para la muerte, o alguna queja sobre quien nadie enseña a soportarla, o porque instalarse alto implica no conseguir interlocutores, o la negativa de algún poeta en especial al rechazar cualquier coexistencia. Quizás Antonio Tabucchi: “Escribir es siempre un modo de llegar a un compromiso con la falta de sentido de la vida”.

Debemos añadir el desarraigo del escritor, ya no en la infinidad de casos del transeúnte voluntario o forzado de geografías diversas y ni siquiera como malestar de la sociedad actual, más bien como reflejo de una experiencia vital a la que conducen el fracaso y la soledad, dado que su “producto” es cualitativo y no cuantitativo.

En buena medida para el escritor el mundo es un extraño, lo que la sociología ha definido como homelesness, olvidando quizás que el hogar del escritor es el texto que escribe o, si se quiere, lo que ha escrito y está por escribir. Al fin y al cabo, el escritor reconstruye en sus personajes, o en su poesía, la condición de su tiempo, una donde se refleja una manera propia de ver la existencia.

El escritor está alejado de la producción material, produce arte y pensamiento y, por tanto su autonomía es mayor, lo que lo conduce a abordar el conjunto social de una manera paradójica. Para analizarlo, reflejarlo, desmenuzarlo o condenarlo debe permanecer alejado, al mismo tiempo que es el sujeto más inmerso en él.

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El espesor de la palabra

Muchos de los libros que se publican son la mejor prueba de que la literatura lleva el mismo camino de la realidad global: la escritura ha dejado de ser demostración (ética o estética) para convertirse en mostración. Bien lo explica Paul Virilio en “El procedimiento silencioso” cuando advierte de la desaparición de la geopolítica ahora sustituida por una “cronopolítica”, para evidenciar el surgimiento del ciudadano virtual de la ciudad mundial, que no es ciudadano sino contemporáneo. Ya la literatura no quiere demostrar, según lo han determinado los editores preocupados por sus ingresos. El escritor tiene que “echar un cuento”, plagarse de anécdotas en menoscabo de la “dentritud” del lenguaje. La naturaleza misma de la literatura está en peligro, pues ha asumido “la estética de la desaparición” para ocupar las reglas massmediáticas establecidas que no son otra cosa que dar prioridad absoluta a la notificación. Es claro, como lo recuerda Virilio, que el “arte moderno” fue paralelo a la revolución industrial, mientras el arte “posmoderno” marcha con el lenguaje analógico, con el progreso tecno-científico, con la revolución informática. Tengo mis bemoles con el llamado “realismo mágico”, pues me parece que fue la asunción perfecta de este enunciado y, en consecuencia, madre paridora multípara de esto que hoy llamamos “literatura light”.

No hay duda que el mundo está desquiciado. Y la literatura con él. Si procuramos con Derrida entender, habría que decir “el presente es lo que pasa, el presente pasa”. Así, la literatura, se ha colocado en lo transitorio, “entre lo que se ausenta y lo que presenta”. En otras palabras, la literatura ha tomado para sí la huida. La pregunta es si será así siempre, si ha terminado la literatura como la hemos entendido. El porvenir de la literatura sólo puede pertenecer al pasado en el sentido de modificar con las nuevas técnicas y con todas las innovaciones posibles la vieja misión de demostrar, de crear, es decir, de volver a ser arte. Esta presencia sólo la encontramos en los viejos textos, de los cuales podemos decir “está escrito a la vieja manera”, en cuanto a estilo o a sintaxis, pero en los que pervive el afán de una tarea por realizar, aceptando que lo heredado no está dado. Quizás debamos comenzar desde aquí: partir de una inconclusión y convencernos de que este dominio de la mostración pasará, como pasa siempre toda hegemonía.

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El mundo anda muy mal y muy mal anda la literatura. Es probable que no percibamos en toda su magnitud su actual desgaste. Comprendamos que siempre ha habido desarreglos y desajustes. El futurismo desencadena su perorata sobre la máquina en pleno auge de la era industrial. El arte actual se copia de la perorata de los medios radioeléctricos, esto es, de la intrascendencia. El escritor quiere ser actor de televisión y no escritor. En otras palabras, la literatura se hace incompetente, pierde la legitimidad que venía de su antiguo espacio. El lector, por supuesto, asume que ya no habrá más literatura, que la literatura es lo que se le ofrece paralelo al bodrio informático. Sin embargo, todo muta y se reelabora. Lo tele-tecno-mediático, la mostración que cunde en putas, en exguerrilleros, en drogadictos, en sobrevivientes de dictaduras y, en fin, en personajes sin misterio, sólo se entienden como símbolos mediáticos de masas, la gran concesión de la literatura a los programas, a las modas y a los discursos de la pantalla-ojo. Es obvio que el contemporáneo, el sustituto del ahora del hombre alerta, se mueve en inertes rutinas prácticas y todo lo que le perturbe es rechazado como una intensidad indeseable. La masa quiere desechar toda expresividad, está integrada por individuos de vulgaridad invisible y, en consecuencia, procura leer sólo lo que refuerce una condición masiva y vulgar. En materia literaria cabe recordar aquélla frase de Hannah Arend donde habló de “desamparo organizado”.

Para entender al mundo no es necesaria a la literatura la conversión en espejo. La literatura, aún conviviendo con la realidad, debe dejarnos visiones proféticas de cómo ese mundo podría ser. Es obvio que cuando hablamos de literatura realista no estamos condenando la existencia de una que nos de una visión de la realidad del mundo, no, lo que condenamos es una desprovista de fantasía, de profetismo. La literatura debe ser, como la filosofía, un escenario del choque entre el ser y el deber ser. No estamos defendiendo una tesis de evasión, sino proclamando que si la literatura no es inconforme no es literatura. La literatura construye anticipadamente y eso no excluye que la realidad pueda convertirse en metáfora social. Esa metáfora puede reflejar perfectamente la quiebra de un país. La proclama de que en América Latina la realidad es superior a la fantasía es una falacia que le ha hecho mucho daño a la palabra.

La palabra está devaluada, ha perdido su condición de apertura. La palabra como riesgo ha sido abandonada. La palabra se hizo tejné, es decir, técnica y cedió su espacio a la imagen. Tecnología y palabra han sido alzadas una frente a la otra; la

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primera es el futuro, la segunda es inútil. El desvalimiento de la palabra conduce a un pensamiento comprimido. Creo que estamos llegando a la pérdida de la memoria y sin memoria no hay lenguaje.

Las reglas del mercado, la cultura como negocio y la primacía de una tecnología tecno-científica, han desvalijado a la literatura. La literatura debe recobrar su capacidad de anticipar. Puede y debe describir los problemas actuales del hombre, pero también los que vendrán. La literatura, por obligación, debe ser profética. Debe anticiparse, intuir, vislumbrar, entrever e, incluso, sospechar.

La literatura es, esencialmente, un cuestionamiento. Ha quedado claro que si escribimos es por nuestra inconformidad con el mundo como es. Una literatura que se dedique a respaldar, resguardar y sostener las ideas ortodoxas predominantes en el mundo en que ella se produce es anticipadamente sospechosa. La literatura debe preguntar y cuestionar. El escritor es un permanente inconforme.

En la literatura se entremezclan las diferentes respuestas del género humano en la evolución de las diversas culturas y de la interacción de unas con otras. La literatura inventa y señala al hombre posibilidades de futuro. La literatura chata, sin imaginación y prospección, no es tal. La literatura debe decir del mundo y de su habitante inteligente. La literatura debe inmiscuirse en la naturaleza humana sin corromperse. La literatura es hábitat de experiencias y contra-experiencias. Debemos develar (aletheia) la palabra y devolverle el espesor.

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II

Decadencia

Una decadencia es la extinción de ciertas características de una sociedad, lo que podemos percibir claramente en nuestro presente. Esa ruptura societal es también señalada en términos sociológicos como ruina, dado que las condiciones generales empeoran a ojos vistas.

Fue con “La decadencia de occidente” de Spengler (1.er volumen Viena, 1918; 2.º volumen Múnich, 1922) que se inició formalmente la conformación de una teoría filosófica del término, aplicada, claro está, a una civilización, aunque se puede hablar de decadencia de un grupo en particular o de un país. Al fin y al cabo la palabra implica declive, caída, empeoramiento, deterioro.

Más contemporáneamente ha sido el historiador norteamericano Arthur Herman en “La idea de la decadencia en la historia occidental” (Edit. Andrés Bello, Santiago, 1998) quien ha vuelto sobre el concepto resaltando el pesimismo como uno de sus signos identificatorios, pero con afán histórico nos lleva hasta el romanticismo reaccionando frente a la revolución francesa y pensando el mundo se acababa. Herman habla de tres paradigmas del pesimismo, el racial, el histórico y cultural. En nuestro presente de país encontramos una absoluta caída cultural apreciable sobre todo en los dirigentes emergentes que dan muestras de una ignorancia conceptual, y en lo social, donde se ha aposentado un típico clientelismo populista.

Es claro que el concepto de decadencia es mucho más antiguo y podemos rastrearlo en numerosos autores, siempre como un decaimiento casi lógico, si por lógica entendemos nacimiento, crecimiento y caída, como ha sucedido con todos los grandes imperios. Siempre a beneficio de inventario hay que reconocer en Herman la negativa a admitir leyes estrictas sobre el tema, esto es, su inexistencia nos conduce a pensar que frenar la decadencia es una decisión que un pueblo toma en ejercicio responsable. Lo fundamental es aprender, agregamos nosotros, que se está en decadencia, pues si esta admisión no puede haber esfuerzo. La caída

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cultural y social de Venezuela podría acometerse desde una gran insurgencia que nos devolviera el control, pero hay que partir de las admisiones.

Después de la decadencia algo viene, no es ella el final, aún dentro de un necesario pesimismo intelectual que se afinca en la realidad. Las teorías sobre la decadencia son muchas y variadas, generalmente partiendo desde un panorama sombrío que no puede dejar de lado ni el concepto de poder, dado que este ha estado sometido a variaciones de fondo por influencia de la tecnología y porque hoy nos preguntamos si alguien tiene ese ingrediente para modificar realmente una relación social, que en nuestro caso, luce deslegitimada.

Una decadencia encuentra en el plano de las ideas su expresión más acabada. Sin ideas ella es una acción progresiva hacia el oscurantismo que trae, por añadidura parasitismo. En la decadencia se asiste a una multiplicidad de voces anárquicas que encuentran vía fértil en las llamadas redes sociales, en una especie de renacimiento de un individualismo que ya no se expresa en un consumismo desenfrenado, dado que el modelo económico ha producido, además, escasez y carestía. Podríamos concluir en la aparición de un deber social atrofiado.

Pareciera signo de Venezuela que a comienzos de cada siglo nos asalte la palabra decadencia. Bien lo supo José Rafael Pocaterra con sus “Memorias de un venezolano de la decadencia” (Biblioteca Ayacucho, Caracas). Ortega y Gasset, el prologuista de Spengler, reiteró que una cultura sucumbe por dejar de producir pensamientos y normas. Sobre los inicios del siglo XX venezolano se alzaron dirigentes de alta capacidad y formación, algo de lo que ahora carecemos. Había para el inicio del XX lo q Ortega gustaría de definir como “ideas peculiares”, unas ideas cargadas a fuerza de ser pensadas.

Pocaterra no podía elegir. Estaba frente a un compromiso y lo cumplió a cabalidad, pensando como debía hacerlo, porque él era el pensador y, en consecuencia, el verdadero protagonista. Uno de los detalles claves para la decadencia es cuando un pueblo elige el mito.

Hemos dicho el concepto de poder no se puede tomar de manera tajante. Podríamos, incluso interrogarnos, sobre el desafío de Pocaterra al describir la decadencia que le tocó en suerte, una que necesariamente implica al “poder” que la

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causa, conjuntamente, claro está, con todos los demás elementos de antecedentes históricos y de devaluación del cuerpo social.

Gómez no era el poder, era una potencia, para usar la sutil e inmensa definición a la vez de Antonio García-Trevijano en “Teoría pura de la república” (edit. El Buey Mudo, 2010). La vieja definición de que el poder absoluto se corrompe absolutamente es válida, pero sus abusos muestran que le es inherente a su propia naturaleza y que resulta harto difícil puedan ser frenados por algún poder social (en muchos casos inexistente) o que esa “potencia” deje de imprimirle la característica que le es propia: hacerse obedecer.

La decadencia de comienzos del siglo XX tenía otros antecedes históricos: las guerras civiles y los caudillos en armas. La de este en el derrumbe de una partidocracia que se empeña en reproducirse, pero en ambos casos se manifiesta en una “potencia” salvadora que se degenera, como lo hace el cuerpo social decadente.

Por supuesto que de decadencia se habla desde hace siglos. Desde su expresión latina es declinación, ruina, algo que se aproxima a lo inanimado, desgaste, deterioro, lo que continuamente empeora. Sin entrar en disquisiciones sobre las teorías sobre ella podemos aceptar se refiere a lo que va perdiendo su valor e importancia, a un colapso societal. Tucídides usó la palabra sobre la guerra del Peloponeso y hasta para la peste que azoló a Atenas. En cualquier caso cuando hablamos de decadencia en referencia a los procesos sociales podemos clasificar por intensidades y duración. Esta de la cual nos ocupamos parece intensa y durable.

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Un país sin noticias

Es de suponer que cuando se da una noticia se está revelando el contenido de una información que nunca antes había sido comunicada, se está entregando un hecho novedoso, lo que algunos han denominado en la teoría de la comunicación un “recorte de realidad”.

La entrega de este acontecimiento nos obliga a recordar que por tal se entiende un evento o una situación que ha adquirido un relieve tal que amerita ser comunicado, aunque pueda ir desde una calificación de histórico hasta meramente banal. La repetición del mismo acontecimiento convertido en una “noticia” permanente bien podría ser definido como propaganda, muy contrario al sentido filosófico, el cual implica alteraciones con consideraciones sobre espacio y tiempo y disquisiciones sobre cómo deben ser entendidos, si como proposiciones o hechos con identidad dependiente de los conceptos en que están enmarcados.

Determinar lo que es una noticia, definámoslo como el criterio de noticiabilidad es, en el mundo de los massmedia, e incluso en el de la Torre de Babel que la tecnología ha impuesto en las llamadas redes sociales, un tema de alta complejidad. Una noticia no parece ser lo que está aconteciendo. Los hechos en sí mismos pueden ser la noticia, su reconstrucción, bajo previa selección, un hecho informativo. No obstante, la conformación de lo que antes se llamaba “opinión pública”, concepto también disminuido, encuentra en el cúmulo de informaciones lo que entiende por su conocimiento, uno que contiene todos los elementos de la selección, de las formas de procesamiento y de los valores que se han amontonado sobre el hecho original. Es lo que algunos llaman “realidad construida”. Es así como el concepto de noticiabilidad se hace patente, desde el aparato informativo controlando y gestionando hasta los usuarios obsesos de redes sociales repitiendo en círculo.

La noticia no goza, entonces, de una inocencia originaria, más bien de una entremezcla de suceso, de medio, de público y de empresas. Podemos citar la posibilidad de que un suceso se presione para su conversión en noticia o se repite hasta convertir en tal el hecho irrelevante, disquisiciones que hacemos ante el amontonamiento de los periódicos en los puestos de venta, lo que no se debe

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solamente a la presencia de Internet y a las versiones web de los periódicos, sino a otra circunstancia que puedo apreciar en mi país: desinterés por la noticia.

No sólo parece tratarse de noticia como sinónimo de “mala noticia”; quizás que en el panorama específico de un país la ausencia de noticia ha pasado a convertirse en sinónimo de “buena noticia” o la espera de una noticia que la historiografía pudiese definir como “acontecimiento histórico”. Puede deberse a una distorsión permanente de la noticia, especialmente en un país donde se pretende una hegemonía comunicacional donde un análisis somero, digamos de las estaciones de radio FM de la capital, sólo para ejemplarizar, nos revela alrededor de un 40 % transmitiendo consignas oficiales disfrazadas de “hecho noticioso”, lo que nos lleva de nuevo a considerarlos, en cuanto a credibilidad, según el viejo axioma de que más vale la fuente que la verosimilitud del hecho.

Por otra parte, la velocidad del hecho informativo, adquirido en los teléfonos inteligentes, en la multiplicidad de blogs y en la disponibilidad de Internet, hacen de la novedad un hecho instantáneo que se disuelve a pesar de que el elemento obsesivo haga a los “babelonios” girar intermitentemente sobre él.

Otro elemento radica en las columnas de opinión donde se escribe repetitivamente lo que una audiencia cautiva quiere oír, o en ejercicio de una oposición política intrascendente o de manipulación distraccionista, o paradójicamente en su opuesto, en una escritura que ya dejó de ser, por los elementos mencionados, de algún interés para los lectores. Encontramos que la noticia es reproducida una y otra vez, lo que en el periodismo del pasado era una virtud (que un medio se viese obligado a reproducir lo publicado por otro), mientras que ahora lo que se reproduce son las contradicciones y las manipulaciones de atribución del hecho a unos causantes supuestos, usados hasta el aburrimiento, lo que convierte a la noticia repetida en un eco perdido, en una mercancía consecuencia de una manipulación en la que caen, obviamente, sus opuestos.

Puede argumentarse que estos criterios no son aplicables, con exactitud, a la noticia internacional, a lo cual se contraargumenta que tal no es relevante para un país que no entiende de su importancia, que ignora los acontecimientos de un mundo globalizado,- más aún, glocalizado- deben ser seguidos con especial

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atención para entender sus propios sucesos internos y hasta para superar la desidia de ignorar su propia historia. Si conforme a alguna definición “noticia es aquello que hace hablar a la gente”, hay países donde no se habla del mundo.

Por lo demás, cabe una reflexión de la noticia como semantización, como estilo lingüístico, en situaciones donde la corrosión del lenguaje ha llegado a sus extremos, por haber perdido toda propiedad y en haberse convertido en un amontonamiento de signos que se emiten con total irresponsabilidad llegando a convertirse en significantes sin significados lo que, obviamente, lleva a concluir que sin significados no hay significantes, comentario especialmente aplicable a lo que hoy bien podría denominarse “periodismo ciudadano electrónico”.

Hay que admitir que la degeneración de la palabra proviene fundamentalmente de quienes hablan como actores públicos, de aquellos a los que los medios prestan atención por su protagonismo político. Si la noticia la consideramos, en teoría de la comunicación como un texto autónomo, sus actores, especialmente en el terreno de la política, lo convierten en un texto desechable.

Recordemos ahora, en algunos aspectos, a Maxwell McCombs, el profesor autor de la teoría de la agenda-setting (su último texto, Communication and Democracy: Exploring the Intellectual Frontiers in Agenda-Setting Theory), ya conocida del público interesado hace más de 25 años, por su abundancia sobre la agenda de los medios sobre la pública, esto es, sobre la decisión de los medios de hacer o no de un hecho una noticia., pero más que todo porque ha alcanzado otros niveles, tales como la descripción de los atributos en cuanto se refiere a la relevancia que se otorga a ellos, dado que se establece que no sólo se determina sobre qué pensar sino también cómo debe pensarse sobre ello.

El asunto nos coloca en el nivel de la ética. Si la noticia, en un país determinado ha pasado a convertirse sólo en el enredo verbal del establishment del poder y en el propio de quienes aspiran a sustituirlo, caemos necesariamente en el tema de la democracia y en su relación con las variantes de la agenda-setting, dado que, conforme a ella, podemos encontrar en un país pérdida total de los elementos claves de la comunicación, a saber, consenso, vigilancia y transmisión de la herencia social, convertida esta última en una deformación de la historia. Dicho en otras palabras, la noticia oculta entre sus pliegues la posibilidad de llegar a

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acuerdos, mientras aquí genera el desacuerdo, lo que ya harta a sectores crecientes de la población. Es obvio que sin consenso no hay democracia, mientras que si se divide entre dos sectores irreconciliables la noticia única radica en la ruptura, en la inexistencia de democracia.

En este país asistimos, además, al acoso a los medios impresos con la carencia de papel o a procesos judiciales inéditos en la historia del periodismo, como procesar a la directiva de un diario por una cita hecha en su texto por un columnista de opinión. Concluimos en la identidad entre noticia y democracia, no sin olvidar, como la propia teoría agenda-setting lo muestra, las profundas desviaciones ya señaladas hasta el cansancio por todo analista serio de la comunicación. En cuando a la agenda-setting ha sido llevada a otros campos, como lo ha hecho la profesora española Raquel Rodríguez Díaz (“Teoría de la agenda-setting, aplicación a la enseñanza universitaria”) al estudiar el papel de los profesores en sus alumnos, como hace McCobbs al estudiar el papel de la noticia en quienes la ven, oyen y leen. Aplicable, por supuesto, a las formaciones mentales de los usuarios de las redes sociales, al avasallante diluvio de falsificaciones de los regímenes dictatoriales, a la invención o a la intrascendencia presentada como noticia.

Iremos, para concluir, hasta Anthony Giddens, no por su criterio sobre una segunda modernidad, más bien por su concepto de “fiabilidad”. Las diferenciaciones entre modernidad de los clásicos y este grupo de pensadores europeos de los noventa son notorias, como las diferentes denominaciones, desde segunda modernidad o tiempo social tardío moderno hasta sociedad global del riesgo, desde sociedad postradicional hasta sociedad posindustrial, desde hipermodernidad hasta sociedad informacional, hasta sociedad del conocimiento con la revolución que implica. Quien escribe suele hablar de postmodernidad.

En el tema que nos ocupa, Giddens (“Consecuencias de la modernidad”) aparece por sus opiniones sobre la fiabilidad de los sistemas abstractos o sobre las relaciones entre fiabilidad y competencia o entre fiabilidad y seguridad ontológica. En otras palabras, si buscamos en la intimidad del receptor de la noticia, encontraremos en buena medida la vieja calificación lacaniana de “yoísmo”, pero aquí vista desde el ángulo de la imposibilidad de relaciones sociales fiables, con sus consecuencias de dispersión y de multiplicidad angustiante de desvaríos, porque ante la desaparición de la noticia como acontecimiento en su definición

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filosófica, cada quien anda buscando construirse un yo que no puede pasar sino por un proceso reflexivo que aún no se da.

Estamos en un nuevo orden que apenas se asoma, uno donde todos los conceptos están en dudas, desde el de poder mismo hasta las ópticas culturales. Giddens piensa que la fiabilidad estás puesta en capacidades abstractas y no en individuos (lo contrario de lo que aquí acontece), para añadir que la característica está en la posibilidad de resultados probables más que en una comprensión cognitiva, lo que pone el balance decisorio en el individuo común más que en lo que se denomina “sistemas expertos”. Su tesis sobre la reflexión de los procesos sociales implica que esa reflexión continuamente ingresa en el universo de sucesos explicados, se despega y reingresa. He aquí que hemos reingresado la noticia.

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La evanescente realidad

Lo real es lo que existe, podría definirse por oposición a lo situado en el terreno de la imaginación o de la ilusión. No obstante, tal simplismo ha sido rechazado por la filosofía pues, para comenzar, los sentimientos y las emociones también son reales, tanto como la fantasía.

El primero en desconfiar de los sentidos fue Platón al distinguir entre una realidad sensible e imperfecta captada por ellos y el mundo de las ideas, o Aristóteles, al suministrar el concepto de que cuando una posibilidad se concreta surge una nueva realidad. El punto fundamental estaba en la importancia atribuida a los sentidos en la comprensión del mundo, de allí a la conclusión platónica de que lo observado por los sentidos no era más que el reflejo de la verdadera realidad situada en el mundo de las ideas, lo que conllevaba a considerarlo como una representación que carecía de un sustento propio.

Por supuesto que las visiones fueron cambiando, desde Aristóteles hasta Tomás de Aquino o hasta el empirismo afirmando que sólo existen percepciones del mundo o hasta Kant sumando lo percibido por los sentidos con las categorías mentales. Por otra parte, en el terreno de la lingüística se precisa sobre el significado de “realidad” como concepto abstracto y como concepto concreto, uno como el conjunto de todo lo que es real y lo segundo lo que es real para el sujeto concreto. Es decir, la “realidad” como algo conceptual o como cuantificable en el individuo existente.

Desde la filosofía clásica, con sus bases en esencia y existencia, desde los argumentos ontológicos hasta la reflexión sobre la “conciencia”, desde los esfuerzos por sintetizar racionalismo y empirismo hasta las distinciones entre realidad dada y realidad puesta como categoría de realidad, se ha tratado con insistencia de comprenderla a nivel de categoría. Lo que pretendemos mostrar, antes que un resumen de la filosofía sobre “realidad”, es que esta palabra ha sido y es esquiva en el campo de la fenomenología ontológica, lo real como opuesto a aparente, lo real como actualidad o realidad como existencia, la suposición de un acto de ser o la determinación de lo real por el grado de plenitud de ser.

Lacan llegó a diferenciar la realidad de lo real. La primera es sólo una percepción de los humanos y lo segundo es el conjunto independientemente de cómo lo

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perciban esos humanos. Así, la “realidad” está marcado por los medios lingüísticos culturales lo que lleva a la distinción entre significante y significado y, obviamente, a su tesis sobre el psicoanálisis y al sujeto asumiendo sus espejismos (“Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis”). O las tesis que pretenden actualización en el tiempo hablando de como la mente y el mundo construyen conjuntamente la mente y el mundo.

Quizás, para aproximarnos a nuestro tema deberíamos incidir en la distinción entre realidad y apariencia, pero primero debemos acercarnos a la Teoría de la Relatividad y a la física cuántica. Newton había establecido su “mecánica” que se suponía comprendía la naturaleza y sus leyes, pero la comunidad científica pronto percibió que las teorías no reflejan con exactitud la realidad. Einstein se puso a hablar del espacio-tiempo como una goma estirada que los cuerpos deformaban forzando así a otros cuerpos a acercarse. La cuántica, incluso llevada al terreno de la filosofía, puso bajo cuestionamiento el concepto de realidad tal como lo entendía la cultura occidental, con algo tan aparentemente sencillo como que no es posible medir todas las magnitudes físicas que definen un sistema, es decir, si no puedo saber el estado total de un sistema jamás puedo estar realmente seguro de lo que va a suceder. Podríamos concluir que la realidad es sólo lo que cada observador mide. Generalmente se habla en el terreno de la física de cosas como la inexistencia de una realidad profunda, de universos paralelos, de la realidad como creación de la conciencia. Tal vez fue el físico teórico Pascual Jordan quien mejor lo resumió: "La observación no solo afecta lo que se observa...también lo produce” Stephen Hawking (“The Grand Design”) también se pregunta, vaya novedad, si la realidad existe y cómo podemos estar seguros de tener de ella una percepción verdadera y no distorsionada y apela a las leyes de la física como un consenso aceptado, de manera que cuando dejen de serlo dejarán de ser la realidad, lo que está más que demostrado en la historia del pensamiento humano. Generalizando, tenemos modelos de realidad, pero no la realidad misma. Como Hawking lo afirma todo concepto de realidad depende de una teoría. Para aproximarnos al concepto de realidad social deberemos, entonces, partir de la base de llevar al plural la palabra y hablar de realidades.

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La realidad social

La realidad social bien puede definirse como una construcción simbólica estructurada por una sociedad específica, esto es, como una combinación de subjetividades que parte siempre de sus propios parámetros y prejuicios, derivadas de sus relaciones internas y de la visión de su entorno, uno condicionado por diversos tipos de factores, desde la información que circula hasta los paradigmas internalizados en las mentes de sus componentes. En otras palabras, la realidad de un cuerpo social sólo puede lograrse mediante el recurrir a abstracciones y análisis que van desde la psicología social hasta el análisis de los llamados medios de comunicación, desde la investigación sociológica de campo hasta la penetración en el lenguaje prevaleciente, desde las relaciones económicas – con todo lo que ellas implican- , hasta una medición del grado de conciencia política.

La realidad social es por tanto multiforme, dada la obvia multiplicidad de sus actores y de los factores que le son inherentes. Desde el control social que se ejerce sobre los individuos hasta los valores, las formas de ejercicio del poder en su seno hasta la implementación de los cambios culturales, muchos de ellos ejercidos mediante apabullante propaganda por regímenes inclinados al totalitarismo. Todo lo cual nos lleva al concepto de cambio, o mejor a su posibilidad, por cuanto podemos admitir tiene la condición de transformarse, aunque el elemento historia nos indique que tales cambios suelen suceder por lo que denominaremos rupturas.

Los intentos de cambios originados desde arriba suelen encontrarse la resistencia ante la intervención social generalmente inspirada por una concepción ideológica ortodoxa, lo que equivale a denominarla como trasnochada. Los exitosos suelen provenir de factores internos de gran variabilidad y que van desde el hartazgo ante un sistema autoritario, lo que bien podemos denominar como factor político en sentido muy estricto, hasta una concepción amplia y conveniente de la política que abarca todo tipo de transformaciones internas que van desde la aparición de una nueva generación (la que se requiere formada, lo que en infinidad de casos no sucede) hasta una necesidad existencial que encuentre formas de expresarse y no sea taponada por los actores que anunciándola hacen todo lo posible por convertirla en inviable.                       

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  La calidad de vida alcanzada, fundamentalmente por el ascenso a estadística de clase media, implica –y lo estamos viendo en algunos países latinoamericanos- nuevas y mayores exigencias. Las crisis económicas que han azolado al mundo muestran procesos migratorios o conflictos de calle. En un siglo XXI que ha comenzado en la indefinición nos encontramos desde cambios sustanciales en el modelo productivo hasta la aparición relevante de lo local, transformada en algunos casos en solicitudes de independencia, desde la crisis del Estado-nación hasta un replanteo de las ideas en sustitución de las ideologías entendidas como cuerpos cerrados de doctrina que se proclamaban con respuestas a todo en el campo de la organización socio-política.

Por supuesto que en el mundo actual surgen otras fuentes de conflicto, desde un individualismo entendido como forma de defensa frente a la imposibilidad de ejercicio de formas efectivas de cambio, hasta las explosiones propiamente dichas que hemos visto en los últimos años y terminadas en frustración. Encontrar un instante de cohesión capaz de producir cambios sociopolíticos significativos –más allá de una simple sustitución de un gobierno- es harto difícil cuando los errores amontonados han convencido a una población de la inutilidad de un esfuerzo. Ello implica la pérdida de valores tales como la comunicación, la empatía, la disposición para la acción común y, sobre todo, el respeto. Toda necesidad de cambio latente, o simplemente percibido implica para su concreción, un conocimiento de la propia historia, el saber de los imprevistos con que suele sorprendernos y la plena conciencia de que producirlo exige sacrificios en dramáticos precios a pagar.

La sociología ha discernido abundantemente sobre el concepto de “realidad social”. Desde las anteriores que la consideraban una integración de sustancias individuales por decisión voluntaria y racional hasta las más actuales que desdeñan de esa sustancia individual alegando que los individuos están modificados por los otros que han intervenido y modificado su propia realidad, constituyendo lo que bien podría denominarse una unidad primaria. Otros sostienen que lo social es pura imitación subsistiendo, obviamente, la individualidad que es lo que cada uno hace por sí mismo. Si concluyésemos que estas formas pertenecen a lo físico de cada individuo, pues no habría “realidad social” sino individuos con modulación social.

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Desde los estudios de las Naciones Unidas sobre los alimentos que se suministraban a poblaciones sometidas a hambrunas por cualquier razón, desde económicas propiamente dichas hasta conflictos violentos, desde las concepciones más recientes del desarrollo sostenible hasta la realidad palpable de la movilización social, encontramos hoy la acción comunitaria como esencial, hasta la aceptación de formas de propiedad común conviviendo pacíficamente con la propiedad privada individual. Esto es, con pleno respeto por el individuo, al que preferimos llamar persona, la discusión excede a la teoría sociológica, y filosófica claro está, y sus preguntas sobre la vida en sociedad, para trasladarse a cómo modificar la realidad social mediante un espíritu comunitario.

Una realidad social no es colocar un observador sobre un amontonamiento. Es la riqueza de la multiplicidad de alternativas que bien pueden concentrarse en objetivos, como un sistema "autopoiético", lo que plantea el concepto de conocimiento, hasta el punto de muchos hablar hoy de la necesidad de construir sociedades del conocimiento, como también este autor lo ha planteado como objetivo para su propio país. Ello implica desechar la comunicación como mera transmisión para convertirla en acontecimiento que autoriza al manejo múltiple de posibilidades o, si se quiere, es la apertura de una realidad a otra realidad. Cuando hablamos de cuerpo social entendemos que uno, no acondicionado o cohesionado por la solidaridad, ya no lo es, se ha convertido en un campamento, en una permanencia forzada, en un existir desprovisto. Sin embargo, hay que recordar que toda “realidad social” es siempre provisional, lo que llamaremos “un momento”, uno en el cual la “realidad” se ha hecho común, lo que quiere decir debe exceder a lo físico para ir hasta lo “imaginante”. No hay construcción posible de nuevas realidades sociales sin la presencia de la imaginación traducida a ideas. El conocimiento implica la toma y la respuesta, el conocimiento implica un juicio.

Como el conocimiento puede definir la realidad

En “La construcción social de la realidad", P. Berger y T. Luckmann plantean otro aspecto, si la realidad se construye socialmente es porque esta no existe, no está edificada y estas ideas socialmente determinadas es lo que llaman ideología. Es así como el hombre de la calle no tiene ningún interés en cambiarla, de manera que vive en el conjunto de los signos y valores que él considera lo real, lo que le lleva a considerar una ilusión la pretensión de conocer una determinada realidad

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social en un proceso transformador. Si seguimos a estos autores concluimos en la ideología como una cámara oscura en el que la realidad parece invertida. En otras palabras, la pregunta es cómo es posible que los significados subjetivos se conviertan en facticidades objetivas, de manera que el objetivo de la sociología del conocimiento debe centrarse en las maneras que para ese hombre común de la calle se cristaliza la realidad ya establecida. Los objetivos fundamentales serían la conciencia, el mundo intersubjetivo, la temporalidad, la interacción social y el lenguaje.

Diría María Zambrano que el hombre es el ser que padece su propia trascendencia, en esa búsqueda suya de unidad de la filosofía y de la poesía de donde proviene el leiv motiv fundamental de su obra: la razón poética. Egon Friedel (“Historia cultural de los tiempos”) habla del “fin de la realidad” basándose en los descubrimientos científicos que nos han mostrado la incertidumbre del cosmos. Hoy se dice de la contingencia, de la indeterminación, de lo inesperado, de la codeterminación y hasta del escepticismo sobre los comportamientos de la realidad como para mirar sus fenómenos. La ciencia ha elevado la observación por encima de la materia. De allí tesis sobre el caos, sobre la incertidumbre o sobre las estructuras disipativas, proceso en el cual el arte y la filosofía han hecho lo suyo, contribuyendo a una evasión del ya esquivo concepto de realidad. Hoy nos caracterizamos por el derrumbe de las certezas, desde los conceptos mismos de sujeto y objeto. La realidad se desrealiza, bien puede ser la conclusión.

La tecnología nos ha introducido en la simulación del ciberespacio que nos dota de un espacio imaginario donde lo físico es sustituido por lo digital, a la copia de un mundo donde nunca ha existido un original, tal como ha sido bien definido en casi todas las aproximaciones filosóficas a este simulacro. La realidad ha sido absorbida plenamente por la realidad virtual. En este proceso evanescente lo material se evapora hacia una subjetividad acentuada que implica un creciente desconocimiento por la separación que implica entre la realidad, tal como fue descrita, sobretodo en la cultura occidental, y el modelo tecnológico virtual, uno donde la realidad real pasa a un segundo plano, si es que tal realidad real pudiera ser precisada. Esta realidad alternativa nos lleva a concluir que viviremos de los efectos sin concresión.

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La realidad virtual

La realidad virtual es una simulación de otra simulación para permitir al usuario, mediante el uso del artefacto tecnológico, una apariencia de presencia dentro de ella. Esto es, modifica las coordenadas de espacio-tiempo para hacerse un continuo donde lo importante es que el otro no tiene presencia física, que está lejos. Este “compartir” permite una “relación” que es percibida como “real” y como una posibilidad de manifestar identidad.

Por supuesto que la tecnología ha abierto con ella posibilidades impensadas, incluso en el campo de la medicina o de la arquitectura, pero a nuestro objetivo lo que interesa destacar es que su principal “producto” es la sensación de presencia y la posibilidad de ser otro durante el espacio de la inmersión. Este “hacer cosas especiales” nos la presenta como un mundo activo e ilimitado. Si vemos el avance tecnológico constatamos la aparición de instrumentos que permitirán sentir hasta la forma propia de los objetos situados en el interior de lo virtual o cascos que colocan, en cada ojo, pantallas diferentes de manera de conformar un relieve. Sin detallar instrumentos parece avanzar a la conformación de una habitación con visión de 360 grados entregándonos cualquier circunstancia imaginable.

Por supuesto que los aparatos tecnológicos suelen ser espectaculares, lo que conlleva a visiones parciales o exageradas, pero por encima de ello hay que precisar que su objetivo es engañar a los sentidos a los que se dirige, concediendo una simulación de vida mientras niega se trate de un simulacro donde se puntualiza lo importante es la “experiencia”, de manera que termina la distancia de la representación.

En este caso específico podemos entender la tecnología como un procedimiento técnico de acción sobre lo “real”. Existe una heterogeneidad tecnológica que en el terreno de la “realidad virtual” está desvirtuando al sujeto. Si la realidad pasa a ser fundamentalmente objetual, con el sujeto desaparece una perspectiva para abordar el mundo donde la abstracción fingida hace desaparecer toda concreción. Si tuvimos una sociedad oral y una sociedad escrita resulta obvio que estamos entrando en una sociedad electrónica, lo que quiere decir asistimos a una sustitución de lo que subjetivamente hemos denominado una “realidad real” por una virtual donde el tiempo se hace atemporal, el espacio inmaterial y donde no

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hay referencias que llamaremos históricas, en el sentido de inexistencia de referencias a pasado o futuro, dado que desaparecen las secuencias.

Es obvio que se puede hablar de una sociedad tecnológica en cuanto se han erosionado los mapas cognitivos y las coordenadas de tiempo y espacio haciéndonos entrar, en la realidad virtual, en una especie der eterno presente donde lo inmediato es el protagonista. Las consecuencias exceden al sujeto humano para tenerlas sobre amplios aspectos, desde el concepto mismo de democracia, con todos los que implica, hasta el orden jurídico y económico. Está claro que una época cambia fundamentalmente cuando hay modificaciones cualitativas de la experiencia humana y, por ende, de la cultura. La priorización del lenguaje audiovisual, la multimedia y el hipertexto conlleva a formas distintas de percepción. El cúmulo de problemas ontológicos, gnoseológicos, epistemológicos, axiológicos y teleológicos ya provocan abundantes reflexiones.

La prevalencia del control de la experiencia sensorial, nos ha convertido en necesidad apremiante la generación tecnológica de realidad virtual. La filosofía ha discutido a largo si la conciencia es o no real, si es simplemente una “virtualidad”, el ser intencional como puramente virtual. Recordemos que una posibilidad no es real, es simplemente un proyecto. El hombre crea -lo ha hecho en una “realidad real” proyectando sueños e ideas, personajes y obras-, lo que ahora parece transformarse en una sustitución por lo que crea la tecnología para intervenir los sentidos. No se trata, pues, de una prolongación del hombre creador que crea virtualidades. Más bien asimila al humano –con todo lo que le rodea- a un sujeto desaparecido.

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Política y lenguaje: Deterioro paralelo

Cuando una sociedad se corrompe, lo primero que se gangrena es el lenguaje.

Octavio Paz

El tema del lenguaje ha sido siempre de interés de la filosofía. Sobre el desgaste del lenguaje o sobre la muerte de las palabras o sobre la relación entre mundo y lenguaje actuaron dos filósofos contemporáneos entre sí, como Heidegger y Wittgenstein, dejándonos expresiones como el hundimiento del lenguaje en la decadencia o de la búsqueda del sentido original de las palabras. Sobre las palabras, como signos convencionales, dejaron abierta la duda sobre la correspondencia entre ellas y los objetos.

Más allá, o más acá, de los filósofos expresando su búsqueda, encontramos la referencia directa a un deterioro del lenguaje en el siglo XXI, uno que parece compartido entre los medios tecnológicos y los actores políticos. Admitimos al lenguaje como un cuerpo vivo en constante transformación y sujeto a periodizaciones, pero también que toda descomposición del lenguaje implica una descomposición social. Quien tiene una lengua empobrecida simplemente ya no piensa.

El impacto tecnológico sobre el lenguaje ha provocado incertidumbres e interrogantes pues, en cualquier caso, están modelando nuevos procesos cognitivos y nuevas estructuras mentales. El lenguaje es expresión del pensamiento, la capacidad lingüística elabora reflexiones. El empobrecimiento del lenguaje a través del messenger, del chat o de redes sociales con número limitado de caracteres ha sido señalado en innumerables ocasiones.

  Al mismo tiempo que uno de los temas claves de las primeras dos décadas de este siglo ha sido el deterioro de la democracia; podemos apreciar un deterioro paralelo del lenguaje, de una crisis del debate público que conlleva a señalar a los actores políticos como unos vacíos de contenido y como pervertidores de este último. El lenguaje de los políticos se ha vuelto nimio, liviano, una nominación de insignificancias. La mentira descarada, la destrucción de la sintaxis, la aberrante “feminización” en ruptura de todas las especificidades de nuestro idioma, la

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ausencia de sustancia argumentativa, el uso de todas las argucias para engañar, han convertido a los inertes ciudadanos en receptores de lenguaje corrompido. Seguramente lo que Giovanni Sartori llamaría “videopolítica”.

El filósofo italiano acuñó el término pensando en la imposición de la imagen, pero sus comentarios son pertinentes sobre la incidencia del lenguaje en el tema que nos ocupa porque se trata de una transformación radical del “ser político” y de la “administración de la política”. En efecto, este efecto distorsionador es más notorio en regímenes totalitarios, pero igual en democracias deformadas donde existe una oposición que contribuye a que los procesos de opinión no se produzcan de abajo hacia arriba sino en cascadas que se contraponen a lo que viene de abajo. En otras palabras, lo que resulta es una opinión masivamente heterodirigida que vacía a la democracia como gobierno de opinión, dado que lo que se produce con el descarrilamiento verbal es un seudoacontecimiento resultante de una manipulación. Sartori agrega a la lista las estadísticas falsas, amén del predominio del ataque y de la agresividad, como lo presenciamos a diario.

Los significados se tuercen y se define incorrectamente todo lo del ámbito público, desde poder hasta revolución, desde inflación hasta la política carcelaria, pasando por convertirlo en instrumento de violencia. Rafael Echeverría (“Ontología del lenguaje”, Dolmen, Santiago 1994) definió este derrumbe como “el giro lingüístico” que tomó el lugar de la razón.

Si la filosofía definió al lenguaje como el que permite el advenimiento y apertura del Ser, podemos advertir que el de los actores políticos y del debate público siembra anticipadamente la oscuridad. El empobrecimiento del lenguaje desarticula el pensamiento y sin él no hay ideas y sin ideas es imposible cualquier vía de escape de la realidad mortificante que atosiga a un cuerpo social en ese oscuro momento.

Es evidente que la palabra deterioro equivale a disminución de lo entero. No saben ya los actores de una vida pública acezante nombrar totalidades, redactar su textura. También podemos denominarlo decadencia que encuentra en la conducta desorientada su normal consecuencia. Estamos ante la ausencia del diálogo que se origina en el lenguaje y que ha sido sustituido por balbuceos, uno que sólo encarna simulación. La cesura del lenguaje transmisor equivale a sumisión social en el

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marasmo. La clase política no dice, dicta. El lenguaje ha sido reducido a instrumento de imposición que, por ende, elimina todo pensamiento. El lenguaje es, en la admisión de las diferencias, un reconocimiento de semejanza. Un pueblo habita en su lenguaje de manera que el deterioro programado y ejecutado sin piedad por la clase política es un atentado a la pervivencia misma de ese pueblo.

Se recurre al eufemismo, un recurso aceptado en todos los idiomas, pero cuando un régimen, o quienes argumentan oponérsele, viven de él, se convierte en un enmascaramiento, en la forma habitual de las engañifitas, en una deformación del lenguaje que alcanza los linderos de un intento de dominación. Asistimos a diario a un emparentar de palabras que sólo muestran vacío cultural. La vida pública se ha convertido, pues, en un territorio reservado a los depredadores. Ese deterioro del lenguaje deteriora la política y, a su vez, la política deteriora el lenguaje, en un realimentarse perverso que lo primero que aleja de la palabra es toda credibilidad.

En Venezuela hay análisis como “El personalismo en el discurso político venezolano (Un enfoque semántico y pragmático) (Universidad del Zulia, Maracaibo. 1999), y muchos otros más de admirable oficio, de la profesora Lourdes Molero de Cabeza, estudio sobre los discursos de Hugo Chávez en la campaña presidencial de 1998 y durante su primer año de gobierno, donde podemos apreciar el personalismo en la perspectiva lingüística mediante la construcción del “yo” vía autoreferencias o comparación con personajes históricos. La autora destaca el estudio del discurso político desde Hobbes y el señalamiento en Austin y Searle del lenguaje como una forma de acción y a Chilton y Schaffner (“Política como Texto y conversación: enfoques analíticos al discurso político”) puntualizando como los términos del debate político, como los procesos políticos mismos, están constituidos por textos y habla y son comunicados por esos medios.

La política como discurso ha sido objeto de estudios desde hace mucho tiempo, en particular el lenguaje que corresponde al totalitarismo. George Orwell lo abordó en su obra fundamental 1984, pero también hay consideraciones suyas muy interesantes en un artículo publicado en 1946 bajo el título “La política y el lenguaje inglés”, donde insiste como la decadencia del lenguaje tiene causas políticas y económicas y de cómo el lenguaje se vuelve tosco por lo disparatado de nuestros pensamientos, pero al mismo tiempo la dejadez de nuestro lenguaje hace

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que pensemos disparates. Orwel observa como la voz de los políticos va careciendo de lenguaje nuevo, llenándose más bien de oscuras vaguedades. Si bien su crítica se centraba en el inglés son oportunos sus comentarios sobre la brecha entre los objetivos reales y los declarados y sobre los padecimientos del lenguaje en una atmósfera enrarecida.

El tema es puntual en el proceso de degradación generalizada de la política y del lenguaje al que asistimos en estas dos primeras décadas del siglo XXI, especialmente si se vive en un país donde ambos han llegado al extremo de la esterilidad. En países como España y Argentina, amén del nuestro, se vuelve a reflexionar sobre si la desvitalización del lenguaje se debe a la decadencia de valores morales y políticos o si el lenguaje no hace otra cosa que reflejar su agonía. Es obvia la presión degradante de la decadencia cultural sobre el lenguaje, apreciable en los mensajes emitidos desde el poder donde la vulgaridad y lo grotesco son mostrados como bienes adquiridos gracias al “proceso” encabezado por quienes hablan. Es tal el grado de importancia de esta caída de la palabra que podemos hacer una equivalencia con la subordinación a una voluntad despótica. En otras palabras, se trata de convertir sus cadenas significantes (llamadas en psicoanálisis “armazones de semblante”) en la verdad misma. El goce de la masa reunida, usada como escenografía, es harto difícil de superar como tal, pero es también cierto que la propia estructura de este discurso que excluye la realidad puede dar lugar a un deseo inconsciente de terminarla.

La filóloga, escritora y política española Irene Lozano nos habla en su libro “El saqueo de la imaginación” del cambio de sentido de las palabras en el lenguaje político lo que conlleva a un engaño generalizado para los valores de una sociedad y, obviamente, para la relación semántica entre las palabras. Y agrega que esta inestabilidad léxica o confusión semántica reflejan una carencia de sentido.

Ciertamente sabemos de una crisis generalizada, de un mundo agotado que se muestra incapaz de producir los elementos claves sustitutivos, a lo que debemos añadir, si es el verbo que cabe, el deterioro paralelo del lenguaje y de la política, las dos bases posibles para encontrar el camino. Por si fuera poco, el renacimiento de la manipulación lingüística llega en variados casos a tales extremos que muestran un retorno totalitario al uso de la destrucción de la palabra como arma fundamental de una neodominación. Para esta ideologización que desplaza el

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sentido original de las palabras Jorge Majfud encontró la expresión “narración invisible” en su texto “Teoría política de los campos semánticos”. “Palabras envenenadas” llama Lozano a estas a las que atribuye precisamente “un saqueo de la imaginación”.

La consecuencia obvia de esta degeneración del lenguaje y de la política es la dificultad de hacer entender un lenguaje que hable con la verdad, que disienta de aquél que pronuncia el poder (de quien lo ejerce desde cualquier trinchera) y que rompa con la cascada diaria de la alteración, dado que el ciudadano ha sido degenerado a polichinela incapaz de entender para encontrarse a sí mismo.

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El poder como estrategia

Max Weber (“Sociología del poder: los tipos de dominación”, Alianza 2012) definió al poder como la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, incluso contra toda resistencia y cualquiera fuese el fundamento de esa probabilidad.

Esta definición ha pesado a lo largo de la historia de la ciencia política, no sin profundos choques, del marxismo por ejemplo, hasta las más actuales concepciones. Ciertamente el concepto de poder se ha hecho elusivo, disperso, siendo Michel Foucault quien en la contemporaneidad lo abordó con mayor ahínco.

La ciencia política ha procurado desmenuzar un concepto que incluso se ha llegado a señalar como fuera de ella misma. Muchos lo han limitado a un subconjunto de relaciones sociales donde algunas de sus unidades dependen del comportamiento de otras no sin la advertencia de que su ejercicio lleve por condición inherente la satisfacción de los fines de alguien. En las concepciones novedosas se le considera como debe ser, como una participación en la toma de decisiones, lo que quiere significar una relación interpersonal. Aún así, en esta concepción cercana al pensamiento de Hanna Arendt (“Los orígenes del totalitarismo”, 1951, 1955 ALIANZA EDITORIAL), hay que recordar que sin poder las cosas que suceden no habrían sucedido, de manera que con Karl Deutsch (“Los nervios de Gobierno: Modelos de Comunicación Política y Control”, Paidós, 1968) hay que admitir que poder significa cambio de probabilidades en los acontecimientos del mundo, esto es, la posibilidad de alterar los cambios en proceso.

Como decíamos, en Arendt el poder se deslastra de coacción pues es una capacidad de actuar concertadamente, mientras la autoridad (distinción también vigente en Weber) es una variante que ejercen unos pocos con reconocimiento de aquellos a quienes se pide acatamiento, pero no sin distinciones pues para Arendt el poder sólo puede sobrevivir por el grado de adhesión que logre. Mantener, entonces, el ejercicio de poder sin consentimiento, se llama dictadura.

Foucault se centra en cómo se ejerce el poder, lo que lo reduce a un análisis de una situación estratégica compleja en un momento dado en una sociedad dada,

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distinguiendo entre violencia y poder, pues el poder requiere reconocimiento. La crisis de los partidos políticos, por ejemplo, copiados en su verticalidad del modelo estalinista, han llevado a la exigencia de horizontalidad y a la aparición de las denominadas “organizaciones inteligentes” y, por ende, a una profunda revisión del concepto de poder.

La caracterización de la red implica heterogeneidad, elementos dispares unidos por líneas, definidos por las conexiones. En algunos casos han tenido éxito en la conformación de un poder actuante, caso de las revoluciones árabes o de las expresiones iniciales de los llamados “indignados” y en muchos otros han derivado en Torres de Babel donde la anarquía predomina y se hace imposible cualquier coordinación, a pesar del aparente propósito común. Por supuesto que las redes no son jerárquicas, aunque los detentadores que llamaremos “poder agonizante” (partidos, sindicatos, gremios, universidades) se cierren en las suyas propias tratando de crear una verticalidad disfrazada mediante la condena de cualquier alteración. A pesar de todo, incluso del languidecimiento de la red como instrumento de cambio político, es obvio que el tradicional concepto de poder es cuestionado, al emerger como sustitutos de la fuerza y la coacción un intercambio de negociación y de estímulo. Si lo queremos decir de otra manera, el concepto de poder cambia con la modificación de los paradigmas, lo que nos lleva de nuevo a Foucault en cuanto a centrarse en su ejercicio y también al concepto de realidad pero, más aún, a un análisis de la complejidad donde el poder se transforma en un análisis de los objetivos perseguidos por un sector particular.

Bien podríamos decir que el análisis del poder se ha convertido en un buceo en un área específica de la realidad, en una profundización en alguna situación de una sociedad. En términos de Foucault (“La arqueología del saber”) el objetivo a estudiar son las instituciones de poder, la relación entre el sujeto y la verdad, dado que esta última se produce debido a numerosas coacciones y cada sociedad tiene o adquiere una especie de “política general” de la verdad, determinando lo que asume como verdadero o falso. En otras palabras, la búsqueda debe dirigirse a la historia de los discursos y su influencia en la creación de subjetividades. Ahora bien, poder así entendido es la capacidad de imposición a otros de mi verdad, lo que el filósofo francés termina llamando biopoder.

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La imposición del discurso es, pues, elemental procedimiento para todo régimen que pretenda construir verdades en la subjetividad de los sujetos que espera obedezcan. En Venezuela la ritualización ha llegado a su máximo esplendor, una para la cual los venezolanos no consiguieron otras maneras de juego, unas encarnadas en maneras distintas de pensar que encarnen acontecimientos contra la estabilidad de un poder que ha asumido la especialización de construir realidad desde el discurso. El poder, así considerado, no es más que una estrategia.

La estrategia del poder y el poder como espectáculo

El poder recurre a diversas maneras para mantener voluntades a su servicio, tales como el uso del miedo, retiro de las recompensas o la permanente amenaza de castigo a la resistencia. El poder, visto así, es asimétrico y su fuente la dependencia unilateral. Puede ejercerse poder por vía de la persuasión o del entendimiento, lo que implica, aún así, una percepción de cuánto poder tiene el sujeto y cuánto está dispuesto a ejercer, vigente aún en el sistema de redes.

El poder recurre a la distracción mediante el desvío de la atención de los problemas fundamentales. Para ello suele utilizar un proceso de inundación de informaciones intrascendentes, distraccionistas, que colocan a la gente alelada en temas sin importancia. Pueden crearse artificialmente problemas para ofrecer de inmediato soluciones. Puede permitirse un desbordamiento de violencia hamponil que conlleve a exigencias de dureza, aplicar procesos de degradación de las condiciones de vida para hacer aceptable la supuesta acción correctora ideologizada del poder o recurrir a la vieja frase de que son necesarios correctivos muy duros, pero absolutamente necesarios y, sobre todo, la constante recurrencia a lo emocional para cortar el ejercicio racional. Las estrategias del poder es algo que los venezolanos vivimos a diario sin que medie una comprensión de sus alcance. Así de nuevo con Foucault al aseverar que más que el poder el objeto de estudio es el sujeto, el manipulado, e ir a los objetos banales y verificar sus relaciones.

Alguien que ha profundizado en el tema ha sido Peter Schröder (“Estrategias políticas”, Fundación Friedrich Naumann / OEA 2004), desde su vieja condición de asesor de campañas hasta su transformación en un exponente de sus tesis aplicadas. No mencionamos a Schröder como un manipulador totalitario, sino como un simple ejemplo de la complejidad del trazado de estrategias para la

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obtención del poder, lo cual no significa que el tema sea novedoso, más bien antiguo desde que la condición humana se planteó una jerarquización que condujese a la obtención de voluntades.

Quizás sea más interesante recurrir al psicoanálisis por aquello de buscarse una respuesta ante el dolor de existir, uno donde aparece la política que pretende elevar al sujeto en el territorio de una satisfacción de influjo simbólico que termina en un real inmutable, puesto que para el psicoanálisis la política siempre se ejerce por y para la subjetividades, lo que lo lleva a una desconfianza definitiva del campo político por su condición de semblante, uno que se basa en la represión de la verdad y en hacer pasar sus invenciones como la verdad misma. De aquí podemos concluir que todo discurso del amo del poder está en el territorio de lo inconsciente, al constituir un saber que no se sabe, lo que significa lo que hemos repetido: la verdad del discurso impuesto, lo que conlleva a algo peor, si se quiere: cuando la ideología totalitaria encuentra su límite culpa y penaliza a aquellos que no se identifican con ella. El esloveno Žižek habla de cómo la ideología política sólo puede construirse mediante el fantasma de la fantasía, una que no es otra cosa que un argumento que llena una imposibilidad, es decir, como una representación, lo que nos lleva a la política y al poder como espectáculo.

Hay un ritual degenerativo en la política en general y en el ejercicio del poder en lo particular, especialmente en este último que se ejerce por cadenas radioeléctricas, conmemoraciones casi diarias de actos o palabras del caudillo, en ceremonias, inauguraciones o en anuncios repetidos o en muestras de cómo se manifiesta en respeto a la voluntad de los gobernados. El poder es ahora una dimensión simbólica del ritual, uno donde se ha sembrado la supervivencia y la incertidumbre sobre el futuro.

Guy Debord (“La sociedad del espectáculo”) desde el ya lejano año de 1967 nos explicó como esta escenificación establecía una modificación ante la cual la ignorancia no tenía nada que decir. El espectáculo como poder unitario y centralizador, pues permite y desautoriza y él mismo se hace realidad. Es cierto que la práctica del ritual y de la representación no es novedosa en regímenes de poder totalitario, como quedó demostrado ampliamente en el siglo XX, pero la reaparición de sus prácticas en el siglo XXI, con modalidades y usos tecnológicos propios de los tiempos, obliga a mirar el concepto de poder, especialmente en esta

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república experimental, con ojos que ya lo sacan del territorio de la ciencia política para colocarlo en otros muy diversos tal como lo hemos intentado.

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Venezuela sin tecnopolítica

La irrupción de Internet, y todas sus variantes técnicas, han cambiado la política. No se trata de enumerarlas sino de comenzar advirtiendo que su presencia no sólo ha cambiado la política tal como se presentaba sino también su estructura misma. Es lo que se ha dado en llamar “tecnopolítica”, una que da formas inéditas al crear esferas públicas muy distintas de las tradicionales mutando así la propia naturaleza de la organización social.

A lo largo de los últimos años hemos sido testigos de todos los esfuerzos por la realización de grandes movilizaciones, con resultados disparejos, pero también la aparición de toda una especulación teórica sobre las posibilidades: desde democracia directa, plebiscitaria o continua, uso electoral, vigilancia sobre las instituciones públicas y modificación radical de los procesos electorales, construcción de espacios autónomos y, por supuesto, de modificación radical de la ineficiencia de las políticas públicas. La tecnología abrió, así, un mundo lleno de promesas, desde el voto electrónico hasta la eventual construcción de una electronic town hall en una nación completa.

El planteamiento de fondo, por encima de los entusiasmos, sigue siendo la sustitución de una caduca democracia representativa por una participación acentuada que bien puede llamarse democracia deliberativa o democracia del siglo XXI. Esto es, una democracia, como la hemos llamado, de interrogación ilimitada, una que implica acceso sin límites al conocimiento, a la transformación tajante de la relación entre dirigentes y ciudadanos y a una capacidad de movilización siempre disponible.

Las ciencias sociales, hasta hace poco renuentes al abordaje de la tecnopolítica, hablan ahora de las multitudes conectadas, unas plenamente conscientes de sus capacidades y dispuestas a romper las inmensas limitaciones, de resistencia a la acción común, por parte de las tradicionales y vencidas maneras del ejercicio vertical de la política. La acción sinérgica se concibe como organización abierta a flujos y relaciones no fijas sino mutantes.

Sin duda han sido los jóvenes los que con mayor pasión han asumido la manera tecnológica de la política. Han demostrado en la práctica su eficacia para la aparición de nuevas identidades ciudadanas y para la revitalización del

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protagonismo social y político, aunque las frustraciones posteriores sean evidentes, digamos por ejemplo del caso de la primavera árabe. Aún así, son los jóvenes los más cansados de la pérdida de legitimidad de la democracia, de la falta de oportunidades y del ausentismo de los espacios deliberativos por la caída estrepitosa de los mecanismos tradicionales de intermediación. Por la vía de la tecnopolítica han encontrado la fórmula de retoma de la participación decisoria en un siglo XXI de alta complejidad, pero también de modelos agonizantes que no terminan de ser sustituidos.

La construcción de ciudadanía mediante comunidades virtuales y de software libre, ha hecho renacer un ideario de la democracia. También, como lo hemos visto en varios sucesos mundiales, modificando los modos habituales de las relaciones de poder rompiendo todo control unilateral de la información. Los argumentos críticos en contra señalan el acceso limitado a Internet o la advertencia de algún teórico de que no basta la tecnología para resolver la crisis de la democracia, tesis compartible, no sin reiterar la admisión de que la tecnopolítica permite la edificación de espacios hasta hace poco impensados que deberán encontrar en una dinámica interna la superación de la eficiente organización para llegar más lejos. No puede haber lugar a dudas que el ciberespacio ya está aquí como potencia instituyente de nueva ciudadanía.

Es cierto que en muchos casos Internet sigue siendo una vía desmejorada de alivio psicológico, lo que se llama del “simple hablar” y que muchos intentos se han hecho fragmentarios, intermitentes o inconclusos pero, aún así, ha seguido conformándose la interacción no mediada, el rescate del espacio público, el protagonismo común y, sobre todo, la construcción de una ciudadanía social. Digámoslo: la tecnología no basta, se requieren procesos de cambio de cultura política, de la organización de la esfera pública y de los procesos del pensamiento. Una complejidad que no debe angustiar.

En la pre-tecnopolítica

La política se ejercía a la espera de las decisiones de lo que comúnmente en Venezuela se dio en llamar “cogollos partidistas”. Se estaba, entonces, bajo el reinado omnímodo de los partidos políticos, unos en los cuales militar era sinónimo de orgullo y pertenencia. Los partidos se enorgullecían del número de sus

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militantes y de su poder de influencia, uno que se traducía en el “trabajo” de conseguir nuevos adherentes. En las sedes de los partidos políticos se hacía la política. La irrupción de la tecnopolítica llevó por ello a la frase, creo que originada en el 15M español, de cambio de las sedes a las redes.

La política era la encarnación de las decisiones verticales emanadas de la cúspide de la sede a través de los mecanismos de organización, una que era recibida como sacrosanta emanación de “la dirección nacional”, una que se fue endureciendo hasta convertirse en un cascarón hueco cuyo poder derivaba del acatamiento incondicional.

La no participación en la toma de decisiones, aunada a la esclerosis en cuanto a toda comprensión de los procesos sociales y al endurecimiento de costras dirigentes, fue parte de la democracia representativa y pretecnológica. Lo interesante a destacar es que en Venezuela se sigue viviendo, dentro de su particular y dramática situación, en el mismo punto. Tenemos una población inerme que espera instrucciones, bien sea desde las múltiples sedes o de la sede única donde ha sido implantado el entendimiento entre todas.

En la generalidad de los países irrumpió la ruptura de la comunicación unidireccional de arriba hacia abajo, con sus tradicionales medios de información de masas, a una de redes sustituyendo sedes, multidireccional, sin receptores cautivos sustituidos por una multiemisión, emisores en actividad de empoderamiento. Esta irrupción de la tecnopolítica provocó, sin que examinemos en detenimiento sus logros y fracasos posteriores, todos los movimientos de que hemos sido testigos, desde “primaveras” hasta “indignados”.

La tecnopolítica es, pues, definible como la apropiación de las herramientas digitales para permitir una acción colectiva, esto es, para permitir la reapropiación de la política por parte de los ciudadanos en lo que ha constituido el mayor desafío a lo que denominaremos “vieja democracia”, uno encarnado en un empoderamiento capaz de romper la verticalidad descendiente y frustrante de la obsoleta imposición desde arriba. En otras palabras, el avance tecnológico ha hecho posible la prescindencia de los intermediarios, la emersión de una conciencia-red con el uso de los elementos telemáticos y, claro está, la elaboración del relato desde una vocación colectiva.

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Si recordamos los episodios donde Internet, o en particular las redes sociales, ha tenido un protagonismo podríamos alegar fracasos, pero siempre en las conclusiones, no en el proceso de convocatoria y de empuje. Se ha alegado que la tecnopolítica, hasta ahora, ha tenido una manifiesta incapacidad para producir procesos pues tiende a quedarse en el acontecimiento intermitente o en la carencia de un lugar a donde dirigirse después de él. Podemos admitirlo, pero el hecho mismo del cambio en la transmisión cultural hace de la tecnopolítica un fenómeno fundamental de este tiempo, lo que algunos autores definen como la superación de lo alfabético-crítico hacia lo pos-alfabético y configuracional. No olvidemos que con el uso del instrumento tecnológico estamos poniendo en comunicación a mentes de estructuras internas diferentes y a ratos incompatibles, lo que exige una mutación de la subjetividad social y la aparición de una socialización de las multitudes conectadas, lo que exige nuevas maneras de expresión inteligente y de acción colectiva. Estos “enjambres sociales” no pueden conformarse desde la simple reacción sino desde la interacción y de la movilización de la psique.

En Venezuela no se ha creado una conciencia de red, ni modificación alguna en el uso de la herramienta digital y, mucho menos, la superación de la dependencia del verticalismo que emite coordenadas y órdenes, ni una coordinación de inteligencias que deje sin efecto el poder anulatorio de todo proceso de empoderamiento que siguen emitiendo los viejos jefes de la verticalidad. En otras palabras, el pésimo uso tecnológico que se da en Venezuela ha impedido la creación de entidades sociales.

Una mirada a las experiencias vividas en torno a movimientos sociales originados en la red, puede darnos indicativos claves para comprender la omisión venezolana, como es el caso del 15-M español reflejado en libros como “Tecnopolítica, Internet y r-evoluciones” (Alcazan,Arnaumonty,Axebra, Quodlibertat, Simona Levy, Sunotissima, Takethesquare y Toret).

En efecto, si miramos la red como confluencia de comunicación, conocimiento y afecto, elementos de la subjetividad, debemos tomarlos como componentes de la productividad social y del común, un espacio donde se puede construir un imaginario y una autoorganización, una real comunicación intersubjetiva entre singularidades que en Venezuela continúan aisladas y atomizadas.

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En otras palabras, las redes deben servir para expresar la indignación confabulada en común, (mientras aquí sigue presidiendo un exacerbado individualismo), no sin advertir que una vez producida esta se entra en serios problemas de organización. Un elemento debe ser la organización previa de diversos grupos que van sumándose al tejido de la red. Sin interconexión de estos intereses particulares hacia un punto de seguimiento común es imposible el encuentro de los valores colectivos, lo que conlleva a la recurrencia a los viejos métodos de la pre-tecnopolítica.

La clave parece ser, desde la “primavera árabe” hasta los movimientos de “indignados”, lo que los analistas llaman comunicación entre realidades –la virtual y analógica- hasta ir conformando un proceso de alfabetización digital. Logrado este objetivo se abre la hibridación de lo común conectado. Esto que en los términos actuales se llama nueva subjetividad tecnopolítica requiere un cambio drástico en los procesos comunicativos, empezando por el lenguaje. Esto es, la visualización de un estado de ánimo generalizado sumido en el aislamiento debe ser abordado desde la comprensión de la ruptura de la intermediación, desde la multiplicidad de las conexiones y hasta la aparición de la nueva subjetividad que implica la multiplicación de la inteligencia colectiva. Es menester transformar el malestar personal en proceso de politización reunida. Para decirlo de manera más precisa, las redes deben ser neuronales, sociales y digitales hasta la creación de un estado de ánimo común.

Los hábitos se modifican, se usan de otra manera las herramientas digitales y los canales de comunicación se transforman mediante la conformación del intelecto general. La nueva autonarración debe atravesar la realidad. En ello el lenguaje juega un papel esencial, dado que a lo establecido le es fácil determinar enemigos a los que puede encarcelar, pero muy difícil enfrentar sus contradicciones internas.

Internalizar lo nuevo que viene siempre de un cambio implica dejar de lado las competencias, como la aparición de la necesidad común implica olvidarse de la búsqueda de espacios de poder. Lo que se debe buscar es el conocimiento que aparecerá de la inteligencia colectiva.

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Los rasgos de la utopía

En 1516 Santo Tomás Moro publicó  Dē Optimo Rēpūblicae Statu dēque Nova Insula Ūtopia. Quedaba establecida la palabra utopía como una república óptima en una isla, en medio de un dominio absoluto de la religión católica, aunque el siguiente año de 1517 Lutero publicó sus tesis de Wittemberg lanzando la Reforma Protestante.

Moro, frente a la proliferación de eclesiásticos, plantea un Estado guiado por el Derecho Natural, uno donde existía igualdad entre los ciudadanos y una pluralidad religiosa. Era de tal magnitud el planteamiento que aparece lo utópico, palabra aún de origen etimológico desconocido (aunque todo indica se trata de un doble juego de significados extraídos del griego), situada la posibilidad en una isla. No había, de manera equivocada, la eventualidad de concebir tal sociedad ideal fuera de un espacio aislado en contraste con la realidad existente. En verdad el planteamiento “utópico” estaba ya en Platón con “La república” y en otros textos griegos. No obstante es de Moro que nos llegan utopía, utopismo y utópico, un “no lugar”, una idea que tiene en su propia esencia la imposibilidad de realización, una propuesta modélica imposible de construir.

Este Estado imaginario donde reinan la paz y la justicia se alza, obviamente, sobre la realidad real inaceptable por representar lo opuesto. Desde ese lejano 1516 muchas cosas han transformado las concepciones políticas y la idea de que todos los seres humanos somos iguales es un principio aceptado, aunque en la práctica se niegue en muchos lugares. Así mismo, aparecieron las palabras distopía y ucronía, siendo la primera de invención de John Stuar Mill para describir una “utopía negativa”, esto es, una sociedad hipotética indeseable. La ucronía, por su parte, es más bien un género literario donde la novela se sucede a partir de un hecho que en verdad sucedió de manera diferente.

Sea como sea, la utopía se ha alzado siempre como un planteamiento que señala una dirección de cambio, aunque sea un sueño inalcanzable, o como un reflejo de los anhelos de una sociedad determinada, o como una útil crítica pues muestra los límites de la política existente, o como el anuncio de la necesidad de actuar en procura de un mundo mejor.

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A pesar de la evolución conceptual de la palabra utopía sigue prevaleciendo la negativa, de manera que se responde normalmente calificando de utópico aquello que parece irrealizable. No obstante hay que señalar que la búsqueda de lo utópico es calificable como un hecho antropológico básico, como expresión fundamental de la libertad, como un motor de la transformación social.

La utopía, así, aparece como asociada a la condición humana. La búsqueda de nuevos estadios sociales se hace tarea moral nacida de una insatisfacción que aparece de manera especialmente fuerte en momentos de crisis, de derrumbe o de hecatombe de un mundo. Es obvio que la utopía, posibilidad de edificar nuevos cimientos, surge en la necesidad de un nuevo orden social. La conformidad con lo existente tarde o temprano se rompe e irrumpen lo que se ha dado en denominar cambios históricos, unos que han encontrado en el brote de las ideas y de los sueños el combustible necesario para percibir que no se ha llegado y que quizás sea imposible llegar, pero que el esfuerzo mismo ha producido transformaciones. No obstante, debemos precisar que no todo es quimera, sino un posible a buscar.

Un planteamiento de este tipo no constituye la aparición de una nueva ideología a engrosar la larga lista de los cuerpos cerrados que pretendían tener la respuesta a todo dentro de sus límites, axiomas y dogmas. Pueden transformarse en ello y los ejemplos históricos son abundantes. Rousseau planeaba sobre la Francia de 1879 y Robespierre resolvió mediante el terror. O “El manifiesto comunista” derivando en el totalitarismo de Stalin y de la URSS. No olvidemos, por supuesto, la condena de Marx al llamado “socialismo utópico” de Saint-Simon, Fourier, Proudhon y Robert Owen considerándolo irrealizable y apelando a lo que llamarían “socialismo científico”.

El componente profético de la utopía también ha llevado a la consideración de las llamada utopías clásicas que se asocian al fin de la modernidad por basarse en un fundamentalismo metafísico o, por contraste, al naufragio de las utopías esencialistas sustituidas por unas antiesencialistas y antifundamentalistas, como en el caso de Vattimo (“Nihilismo y emancipación”, 2003), todo como consecuencia de la caída del “socialismo real” y del desencanto con el neoliberalismo. Quizás la respuesta del pragmatismo con ideas que reclamamos para el siglo XXI se define como rechazo al escepticismo y al dogma.

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No deja de venir a la mente el Quijote como un planteamiento utópico, pues en la novela de Cervantes se plantea una sociedad alternativa. En el terreno de la poesía, Marío Benedetti publico “Utopías” y Eduardo Galeano dejó dicho: “¿Para qué sirve la utopía? / Sirve para eso:/para caminar”. 

Los rasgos de la distopía

Hay quienes se empeñan, no obstante, en señalar en toda utopía una especie de protofascismo primitivo y un idealismo opuesto al realismo democrático. Hay quienes, creo, se olvidan de la distopía, aún admitiendo que toda utopía lleva dentro una. La perfección de las sociedades humanas puede considerarse utópica, pero no buscarla es lo que engendra las distopías. El planteamiento de una democracia posible, por ejemplo, en sustitución de la representativa, es producto de una insatisfacción y a las insatisfacciones se las debe colocar en el camino de las transformaciones. El ser humano se actualiza y en su búsqueda especula y piensa en las nuevas formas. En innumerables ocasiones la vigencia grosera de una distopía sólo puede enfrentarse mediante el diseño de formas alternativas sustitutivas y superiores.

No hablamos de escuelas ni de clasificaciones, de asuntos referibles a lo que se ha dado en llamar el “pensamiento utópico”. Hablamos de una exigencia mental de posibilidades partiendo de la base de que las realidades existen para ser cambiadas. En otras palabras, siempre es posible presentar alternativas a un presente desagradable mediante la estructuración de nuevos significados y significantes para los conceptos agotados. Así, democracia no es ya lo que definíamos en el siglo XX. Ahora hay una perspectiva de empoderamiento, de control y de ejercicio que busca sustituir a los enquilosados procedimientos de una burocracia enclaustrada.

La modernidad, con todo lo que representó de confianza en la razón y en la ciencia, nos presentó la posibilidad de un progreso continuo e indetenible. La postmodernidad nos muestra sus fallos y fracasos y la necesidad de inventarnos el siglo XXI, uno requerido con urgencia de ideas y desafíos. Algunos consideran el realismo político como el contrario a la utopía social, cuando, en verdad, el pragmatismo que requieren los tiempos exige más ideas y más sueños.

Ya está dicho que no se puede pretender convertir una utopía en una teoría científica. Es menester recordar que desde el “socialismo científico” lo que nos ha

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quedado es la presencia de una ideología, lo que es otra cosa, una y unas absolutamente agotadas por sus pretensiones de ser cuerpos cerrados de doctrina con respuestas para todo y, en consecuencia, derivaciones de cárceles al pensamiento. De ese pragmatismo con ideas que he mencionado debe haber abundancia de planteamientos a confrontarse sobre las posibilidades de organización política y económica, sin que falte una ética cívica.

Los fracasos del siglo XX, y los que se permiten extenderse en estas primeras décadas del XXI, obligan a lo que mencionábamos, a la confrontación de las ideas como expresión natural de lo humano, al enfrentamiento de las contradicciones y, en el campo específico de lo político, a considerar la democracia como una interrogación ilimitada. Los incumplimientos históricos dieron lugar, y dan, a las distopías. Seguir jugando a las viejas definiciones equivale a sumirse en paradigmas agotados y a cancelar toda posibilidad de transformación. Las distopías son la advertencia, dramáticas y crueles, de los desvaríos.

En su origen griego “dis” significa malo y “topos” el lugar. En otras palabras, distopía viene a ser una utopía negativa, es decir, aquel lugar donde se transcurre indeseablemente, de manera contraria a lo que sería el ideal.

Distópica es 1984 de George Orwell, pero la creación escritural no se basa en el aire, hay un fundamento real para reflejar un drama. La advertencia literaria es una cosa, pero las sociedades distópicas existen. Eso tenía en mente John Stuart Mill, cuando en 1868 inventó la palabra en un discurso parlamentario.

Las distopías van hacia la derivación totalitaria, hacia un capitalismo-socialismo de Estado, hacia una mediocridad generalizada que hemos llamado decadencia y a sociedades que se agotan en sí mismas llegando al aislamiento y a la propaganda convertida en política de Estado.

La presentación de una utopía puede esconder una distopía, o una pretensión de tal. La manipulación –lo que hemos llamado el poder como estrategia- apunta en ese sentido. La distopía a un conocimiento profundo de la gente, incluidas las prácticas para lograr su respaldo.

La distopía implica la construcción de un gigantesco imaginario. El pesimismo, el fatalismo y el miedo son sus logros. Toda distopía propone la creación de un

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mundo nuevo, es decir, un “altermundismo”. Este “mundo feliz” equivaldría a la dictadura perfecta, una donde el placer sería servir al amo con orgullo.

Una distopía es siempre una patología en la cual se falsea una historia, tal como se hace con cada momento del presente, convirtiéndose la irracionalidad en ideología, siempre basada en el “pueblo”, la “patria” y en la “defensa de los oprimidos”.

En una distopía vemos surgir una nueva clase que suele ser perturbada con señalamientos de enriquecimiento ilícito y de las cuales se defiende con propaganda que pretende probar que está en construcción una utopía.

La distopía repite los lemas de la utopía y logra lo que esta pretendía desterrar, a saber, la desesperanza, la falta de humanidad y de sentido vital. La distopía es invasora, amenazando que irá casa por casa, dejando en claro así que la libertad está limitada.

Sin una oferta de identidad los habitantes seguirán siendo distópicos errabundos que se la gozan.

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El mito político

Los mitos giran entre dioses, monstruos y héroes. Son creencias de una cultura, buena parte de ellos inducidos, y son consideradas como verdaderos. Originariamente se les puede considerar un relato oral, mientras en nuestro tiempo son producto del “marketing”.

Los pueblos antiguos conservan los suyos cosmogónicos (la creación del mundo), las religiones los teogónicos (el origen de los dioses) y los pueblos engañados los que simplemente llamaremos poligónicos.

La temporalidad de los mitos es distinta a la de la historia, con particularidades en los mitos políticos, generalmente provenientes de una falsificación de la misma. Paralelamente tenemos la leyenda, que es también una relación de sucesos más maravillosos que verdaderos, aunque con un fondo histórico que puede ser real, de manera que aquél a quien se ha hecho entrar en una puede ser identificado. No hay explicación sobrenatural en la leyenda, le basta relatar lo no comprobable.

Para decirlo con palabras propias de los efectos civilizacionales actuales el mito es una organización de imágenes. Suele mediatizarse el político con valores y sentimientos para sostener una acción política de masas, especialmente si quien los genera pretexta lo que desde su intento de imposición denomina “revolución”, o “reconstrucción de la república” o “cambio social”.

Para ello se recurre a la propaganda, a la manipulación mediática muy similar a la de una arenga militar, lo que le permite tratar de hacer de su edificación un permanente. Se llega así a hacer del ritual una sacralización hasta el punto de hacer ver que cualquier resistencia al proyecto de poder en curso es contraria a la propia identidad y a la propia legitimación social.

La expresión “mito político” es original de George Sorel (“Reflexiones sobre la violencia”, 1935). La definición implica que no habrá movimientos revolucionarios sin mitos aceptados por las masas. El dramatismo del mito lleva al compromiso emocional dado que otorga significados a la acción política de sus constructores. Fascismo, nacionalsocialismo y comunismo deben mucho a sus tesis.

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En América Latina apareció, por esa vía, la divinización del líder populista siempre alzado contra la oligarquía, contra los enemigos extranjeros que pretenden mancillar la “patria” y contra los autores de todo tipo de “guerras” contra la pretensión hegemónica. Después de la muerte el mito tiende a cosificarse lo que hace al pueblo que lo sigue uno ahistórico. Como el mito político se funda en símbolos no pueden encontrarse conceptos, apenas un juego para movilizar permanentemente a favor de los herederos del mito.

El mito político es una subespecie del mito que traduce todo a sentimentalismo, convirtiendo a la gente en una “unidad” que atrae, mediante su expansión publicitaria, a nuevos miembros y que permite movilizar sin la aridez y dificultades de los argumentos teóricos. Esto es, el lenguaje puede degenerarse, la reflexión echada al cesto de la basura y lograr la masa mediante la imposición de las imágenes que la creen.

El mito político, su utilización, es un elemento de retórica discursiva, un elemento estratégico de comunicación para amalgamar voluntades en torno a la memoria del héroe así construido. Es una combinación de simbolismo que se hace para el objeto, no una representación, dado que la imagen transmitida es el héroe mismo. Es obvio que el mito generalmente se teje alrededor de un “héroe”, uno en el cual sus “hazañas” integran la combinación misma. La creación del mito político es, pues, un hábil ejercicio de artificialidad ejecutado por manipuladores, generalmente desde el poder, pues se requiere una gran presencia hegemónica comunicacional para su fundación. Una de las vías más utilizadas es la referencia constante a una figura histórica resaltante y clave con la cual se identifica al mito en construcción, hasta arribar, como en numerosos casos, a describirlo como de la misma estatura de la referencia e, inclusive, hasta como superior en la etapa subsiguiente.

El mito político se corresponde con el dramatismo, con el lenguaje efervescente dirigido a crear conciencia que el mito no es el héroe, un ser individual, sino que ahora es todo el colectivo, uno donde todos son “hijos” suyos.

El mito político es enmascaramiento, un modo para justificar un orden. Si la política es interrogación cotidiana, el mito tiende a cosificarse, aunque sirva por un lapso para lograr mediante la fantasía una voluntad colectiva. Así, pasa a ser la

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fuente fundamental de estabilidad del nuevo orden. Antonio Gransci, vecino en este tema a Sorel, el fundador del término que dio lugar a los grandes mitos políticos que azolaron al siglo XX, lo considera indispensable para que las multitudes se conviertan en protagonistas de un proceso real, pues, para él, se necesita “la pasión del pueblo”. En otras palabras, sin mito no hay expresión real de la teoría revolucionaria o. si se quiere, no podría haber reordenamiento social.

En el caso venezolano de la conformación de un mito político con la figura de Hugo Chávez, la profesora Maritza Montero, de la Escuela de Psicología de la Universidad Central de Venezuela, (“Génesis y desarrollo de un mito político”), partiendo de los sucesos del 4 de febrero de 1992 (intento de golpe de Estado), traza toda la evolución de este proceso que bien organiza en apartados tales como marginación de aspectos negativos, abstracción del condicionamiento histórico, creación de una genealogía mítica, construcción de una imagen predominantemente positiva, dramatización y polarización más resistencia a la crítica, conexión entre el proceso de mitificación y la situación de crisis, marcado componente emocional unido a identificación con el personaje mítico.

Esto es, todos los ingredientes que conllevan al mitologema que recrea lo sucedido, dado que el carácter alegórico conlleva a que a partir de una cosa se represente y pase a significar otra. Para investigar esta fábula la profesora Montero realizó numerosos focosgroup para verificar como se incorpora a la narración el conjunto de representaciones míticas mediante los atributos conferidos. O lo que es lo mismo, la interpretación mítica se realiza a partir de categorías extrarracionales provenientes, sin embargo, de ámbitos no míticos, pero que ignora o se produce paralelamente a la demostración lógica. La expansión del mito requiere del establecimiento de un campo de batalla, vamos a llamarlo polarización, que conforme la expresión de una lucha feroz entre opuestos.

Quizás debamos recordar el mito platónico de la caverna donde los hombres encadenados consideran a las sombras que ven como verdad. El mito político se encierra en una supuesta transformación de lo vivido y en la posibilidad de dar un nuevo sentido a la crisis, al contrario de los mitos platónicos o cosmogónicos. Como es frágil requiere de constantes restauraciones. Un tratadista clásico de los mitos como Ernest Cassirer (“El mito del Estado”, 1945) advierte sobre la invalidez de los mitos para la fecha en la que escribe, al inicio de la postguerra.

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Gyõrgy Lukács (“El asalto a la razón”, 1953) señala al mito político como prueba de una ubicación histórica irracional y de una falsa conciencia. El mito político se construye, pues, desde una manipulación idológica.

En su libro “Mitologías”, escrito entre 1954 y 1956, Roland Barthes describe al mito como un lenguaje y se pregunta sobre la existencia de “una mitología del mitólogo”. Existen los mitólogos, los que fabrican los grandes mitos contemporáneos en pleno siglo XXI, sin percatarse de la fragilidad y temporalidad de ellos. En “Mitos y símbolos políticos”, Manuel García Pelayo nos describe el símbolo político como un antagonismo porque necesariamente hay que distinguirlo de quienes no lo siguen, generalmente denominados, agregamos nosotros, como “enemigos del proceso”, pero al mismo tiempo como elemento de integración dado que fortalece una “identidad” dentro del mito político creado. Si este carece de significación los creadores del mito terminan sembrando desintegración. Las grandes fracturas y las grandes derrotas terminan cayendo como pesadas losas sobre los países que fueron sus víctimas.

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De la anomia al empoderamiento

Cuando Emile Durkheim desarrolló el concepto de anomia tenía en mente a algunos individuos a los cuales la estructura social no podía suministrar los elementos necesarios al logro de las metas sociales. La sociología asumió el término hasta las definiciones de hoy colocando la responsabilidad en la incongruencia de estas normas que conllevan a la desorganización o aislamiento de los individuos. De allí se origina deanomia como equivalente a la ruptura de las normas sociales.

La criminología lo asumió colocando la conducta desviada del delito y el crimen en las capas socioeconómicas más vulnerables como efecto de un colapso de la gobernabilidad. En sus libros (La división del trabajo social y El suicidio) Durkheim muestra una disociación entre los objetivos culturales comunes y la imposibilidad de acceso de sectores a los medios para lograrlos. Luego Robert K. Merton (Teoría social y estructura social) amplió y modificó, en algunos aspectos, el concepto original.

La desinstitucionalización llega hasta la caída de las posibilidades y oportunidades para alcanzar nuevos estadios de desarrollo. Cuando se es anómico no se puede acceder a los medios o no hay normas para el comportamiento. En este rostro dual entre falta de oferta de la sociedad y la demanda de los individuos la anomia se implica en otras disciplinas como la psicológica. Va, necesariamente, sobre el comportamiento diario de la gente o haciendo trampa para evadir controles o pagando comisiones o recurriendo, como en el caso venezolano, a esa práctica del bachaqueo, una sin lugar a dudas anómica. Las consecuencias son las de una sociedad disfuncional.

La anomia social implica un menoscabo de valores y sobre todo un estado anímico que, en los tiempos actuales, podemos percibir claramente en las llamadas redes sociales. Hasta el comportamiento del hampa, una que no se limita a apropiarse del bien ajeno sino que mata sin necesidad, es un efecto de la anomia que hace de la muerte parte integrante de lo diario.

Filósofos y epistemólogos se han referido a la realidad como una abstracta reconstrucción desde la Grecia antigua misma. Durkhein se centró en el debilitamiento del orden normativo, tema asumido por la sociología y descrito por

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Raymon Aron en Las etapas del pensamiento sociológico. Muchos vincularon su evolución al de la sociedad industrial pero, en términos generales, se puede argumentar en la existencia de expectativas recíprocas que se rompen por irrespeto a las normas, uno que conduce a la pérdida de la solidaridad.

He aquí cuando Merton emerge, representante de lo que se ha dado en denominar “estructural funcionalismo”, llevando el concepto de anomia a dos vertientes, una que se da a nivel individual y la que se refiere a toda una estructura social, siendo evidente que es la última la que nos interesa para estos breves comentarios, pues concluye que la presión sobre la gente puede llevar a un comportamiento conformista o a uno no conformista, manifestaciones que vemos en el comportamiento anómico político y social venezolanos, entrelazándose hasta el punto de la confusión. Los individuos pueden manifestar conformidad con lo institucionalizado o la presión conducir a conductas desviadas, de entre las cuales cabe mencionar al hampa. Algunos lo llaman simplemente resentimiento.

En Venezuela las reglas sociales están absolutamente debilitadas lo que conlleva a la desorganización social. La impotencia ante ciertas realidades transforma el concepto de anomia en uno político, dado que la convicción de que toda acción es ineficaz transforma no sólo al individuo sino a la nación misma y acaba con toda institucionalidad que se ha alejado escandalosamente de todos los valores. Aparece la ansiedad y una sociedad violenta traducida, en buen venezolano, a “viveza”, una que se pondera de traspasar todos los límites. Cuando la acción política gobernante tiene como propósito transformar a los individuos en meros engranajes necesariamente se produce el disenso sobre “valores” impuestos, uno que aumenta su desesperación al no encontrar las vías de la ruptura y la reedificación de otros.

Si quienes deben cumplir las normas no son confiables, si obedecen a un interés de permanencia en el poder o a la ideologización de toda una sociedad, si los encargados de la aplicación de la norma son dependientes del poder o si la corrupción es evidente, se pierde la posibilidad del futuro lo que conduce a la emigración masiva, entre otras muchas, pues la única definición posible es la de admitir la existencia de un país anómico y como el suicidio no ha escapado de los estudios sobre la materia es perfectamente lícito asegurar en términos de anomia social que un país anómico se encuentra al borde del suicidio. De manera especial cabe señalar los cambios abruptos en la economía, entre los cuales una alta

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inflación y un desabastecimiento seguido de intento de control sobre el suministro de alimentos como forma de control político, a la vez que como forma de disfraz sobre la ineptitud e incapacidad de los gobernantes.

Como hemos señalado, fue Merton el que llevó el concepto de anomia hasta los territorios del hampa, del crimen y de las anomalías psicológicas, pasando por la existencia de normas despropositadas y que, además, no se cumplen, unas que quedan en los anuncios de los anuncios. De allí conformidad, ritualismo, retraimiento, rebelión. En cualquier caso la palabra es desorganización, una que conlleva a la ansiedad y a la agresión, una marcada por la ausencia casi total de un sistema simbólico válido en el cual reconocerse. Tenemos un tejido social roto donde sólo limita un Estado en uso ilegítimo del monopolio de la fuerza y un hampa desbordada con pérdida absoluta de todo límite, mientras la población se encuentra ante una ilegalidad y una ilegitimidad que la coloca al margen del acontecimiento efectivo, dado que en su estado de perturbación reinan los políticos aprovechadores o sin la esencia del conocimiento para interpretar los procesos históricos, y una casi imposibilidad de cambio hacia un orden social válido que se transforma en frustración.

La clave está en usar la anomia para empoderarse. Hemos dicho repetidas veces que un proceso de sustitución de la clase dirigente inepta y la imposición de nuevas normas de conducta implica siempre un trauma. Venezuela vive en un suspenso donde los nuevos valores están disponibles, pero no vistos por el cuerpo social anómico. Quizás podríamos definir la situación como prepolítica, lo que de inmediato lleva a concluir que se requiere un retorno de la política. En cualquier caso la palabra es desorganización, una que conlleva a la ansiedad y a la agresión, una marcada por la ausencia casi total de un sistema simbólico válido en el cual reconocerse. Tenemos un tejido social roto donde sólo limita un Estado en uso ilegítimo del monopolio de la fuerza y un hampa desbordada con pérdida absoluta de todo límite, mientras la población se encuentra ante una ilegalidad y una ilegitimidad que la coloca al margen del acontecimiento efectivo, dado que en su estado de perturbación reinan los políticos aprovechadores o sin la esencia del conocimiento para interpretar los procesos históricos, y una casi imposibilidad de cambio hacia un orden social válido que se transforma en frustración.

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No tenerlas equivale a un rechazo de lo dominante, pero a uno sin músculo. O como han señalado otros, el autointerés es siempre incompleto, tiene que tener principios sociales que lo sustenten y lo validen. Sobre la base excluyente del “yo” no hay organización social sustitutiva que brote. Con marketing no se va a ninguna parte.

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Hacia una sociedad civil

Asistimos a una percepción generalizada de la sociedad civil de la irrelevancia de las opciones electorales. La única explicación posible es la similitud de las ofertas políticas, pues, a pesar de la polarización y de las más que obvias diferencias, hay comportamientos muy similares que conllevan a pensar en ejecutorias igualmente viciadas. Quizás, en el fondo, la sociedad civil intuye el principio de la legitimidad aplicado a la alternativa que presume “no hay más nadie, deberán votar por nosotros” y se interroga, a la manera weberiana, sobre la justificación del derecho a ejercer el poder.

Eso que llamamos sociedad civil siempre ha existido como concepto. Ya Aristóteles definía como tal a la comunidad donde vive el ser humano. Con Hegel el concepto fue a dar a lo no estatal e, incluso, antiestatal. Hoy hablamos de ella como no religiosa o militar, poniendo el énfasis en su capacidad para asumir propósitos o de promover causas. En otras palabras, la legitimidad de la sociedad civil proviene de su capacidad de representar preocupaciones e intereses que los ciudadanos manifiestan en el espacio público. Es obvio pensar que tales preocupaciones e intereses han sido debatidos en lo que comúnmente se llama “el diálogo civil”, puesto que nadie puede precisar esos dos términos si no ha habido un debate democrático.

La democracia se hace de ciudadanos y no de electores, hemos precisado en numerosas ocasiones. Sin una sociedad civil viva la legitimidad del poder se corroe y se pierden valiosas iniciativas que contribuirían a la mejora de las políticas públicas. En el campo meramente político es obvio que su ausencia reproduce todos los vicios de la democracia representativa, pero también del autoritarismo. Es por ello absolutamente necesario el “diálogo civil” para que el concepto de “sociedad civil” no se degenere a la emersión de organizaciones que pueden argumentar representación sin consulta.

Por supuesto que en el derecho privado existe el concepto de sociedad civil como la alianza de dos o más personas con fines legítimos. Lo estamos mirando desde el punto de vista de la ciencia política, lo que implica el concepto de ciudadanos que actúan colectivamente para enfrentar consideraciones y tomar decisiones en el ámbito público. Sin sociedad civil cumpliendo los principios conceptuales

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señalados no puede haber democracia. Esa conjunción de movimientos sociales no solamente ejercen una función contralora, sino que deben ser la fuente elemental en la propuesta, o defensa, de nuevos derechos y valores. Para generarla debe haber voluntad de generarla, perogrullada aparente, pero que forma parte de una sociedad activa, dado que la reticencia, el desdén o la demora en organizarse para la expresión de ideas o propósitos, conduce a la pérdida de toda oportunidad para el logro concreto, de manera especial si se está bajo un régimen autoritario. No en vano  Jürgen Habermas le agrega la posibilidad de defenderse de la acción estratégica del poder y del mercado y la viabilidad de la intervención ciudadana en la operación misma del sistema. Esto es, el concepto de sociedad civil ha ido adquiriendo complejidad teórica que lleva a implicar la derogación del concepto de política como delegación. En un mundo donde las entidades intermedias tradicionales (partidos, sindicatos, gremios) han ostensiblemente perdido fuerza la acción de la sociedad civil emerge como un nuevo desiderátum contemporáneo.

Sin duda que "Sociedad civil y teoría política", de Jean Cohen y Andrew Arato, es una obligatoria referencia teórica, una que necesariamente parte de la lucha contra el autoritarismo, es decir, el concepto enmarcado dentro de la situación política actual. Aún más, en el supuesto de su abolición, sobre el retorno a una democracia representativa o un salto calificado a lo que nosotros hemos denominado una democracia del siglo XXI. De allí la importancia de este planteamiento teórico que comentamos, pues de la creación de una nueva realidad histórica creemos se trata.

Entre otras cosas Cohen y Arato refutan a Hegel señalando que la economía no es parte constituyente de la sociedad civil e insisten en la autonomización de las esferas del Estado y la sociedad civil. Algo muy parecido a lo dicho por Gramsci que comprende a la sociedad civil, al Estado y al mercado como esferas autónomas con añadidos de Tocqueville, lo que denominan “un modelo centrado en la sociedad”. Resumiendo, las asociaciones voluntarias y de esfera pública son las instituciones fundamentales de la sociedad civil lo que le confiere el papel fundamental en la lucha por la democracia y por su calidad, creyendo nosotros que esto último pasa por un control permanente y deliberativo que la libere de las taras de la representatividad, agregando que la sociedad civil encarna la posibilidad de toda la ética moderna.

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En este modelo conceptual la sociedad civil es, entonces, una esfera de interacción social entre la economía y el Estado, incluidas las esferas intima, de asociaciones, de movimientos sociales y las formas de comunicación, lo que significa, señalamos, la obligación de cuerpos sociales precarios como el venezolano de ir hacia una gran resolución que emane desde sus propias bases.

Un conservador como Larry Diamond (Developing Democracy: Toward Consolidation) sostiene que está bien la separación de sociedad civil de economía y Estado, pero ve tal complejidad en la definición de lo que para él es “…espacio de la vida social organizada que es voluntariamente autogenerada, (altamente) independiente, autónoma del Estado y limitada por el orden legal o juego de reglas compartidas...” merece un análisis separado en sus esferas “económicas, culturales, informativas y educativas, de interés, de desarrollo, de orientación específica y cívicas”, no sin introducir la observación precisa de exclusión de los partidos considerándolos una “sociedad política” aparte con la cual, obviamente la civil puede influir, determinar o interactuar. Su aporte a la democracia, limitar el poder estatal, adiestrar a los ciudadanos para la democracia, ser el espacio para el desarrollo de los atributos de la ética, representar y organizar los que están fuera de esa “sociedad política” llamada partidos, generar y formar nuevos líderes para la vida pública

Una sociedad que no dialoga, que no genera líderes y que no procura cubrir la abstinencia de los entes llamados al aporte mayor (universidades, dixit) no entra en el concepto de sociedad civil. Será una simple sociedad anómica en peligro de disolución. Digámoslo así: toda discusión sobre sociedad civil en el plano de las ciencias políticas lo es sobre la teoría democrática.

En el caso de regímenes dictatoriales la sociedad civil es una de las alternativas posibles a su superación. Las otras dos son o la intervención militar o la disolución por sí mismo por un proceso degenerativo indetenible. Hay que tener un proyecto discutido y generado en la sociedad civil. Sin él estará cual brizna de paja en el viento, de espaldas a sí misma, convertida en lo que muchos teóricos llaman ya una “sociedad acivil”.

Espacio público como escenario argumentativo

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Otro ángulo interesante a considerar es el de “espacio público” desde su dimensión social, cultural y política, dado que es allí donde la gente se encuentra, o al menos se topa, estableciendo la posibilidad de una acción común.

Es obvio que el término haya pasado a las ciencias sociales dada su inmensa posibilidad para el “diálogo civil” en una identificación simbólica. Así, podemos encontrar en Kant una de las primeras referencias, pero fue  Jürgen Habermas (L'espace public: archéologie de la publicité comme dimensión constitutive de la société bourgeoise)  quien lo colocó en la dimensión de estos tiempos como un sitio donde proceder a la transformación de la vida pública.

“Espacio público” es para Habermas uno usurpable a la autoridad y donde metafóricamente se ejerce la crítica contra el poder del Estado. El debate conlleva a una diferenciación entre “espacio público” y “opinión pública”, concepto este último afectado por las manipulaciones, lo que lo lleva también al campo de la teoría de la comunicación.

Es perfectamente abordable, además, desde situaciones obvias de nuestro tiempo, como la apatía hacia la política, el desencanto, las ofertas incumplidas, el encierro en la vida privada como evasión o el ejercicio de una catarsis frente a lo que la desesperación considera inmodificable.

De allí el espacio público (ya no entrecomillado) es retomado como uno que se ve, que está allí, que es común y bien puede ser tomado como uno ideal para el ejercicio de la ciudadanía. Desde el espacio público donde se delibera puede ocasionarse un sinfín de procesos políticos, pero también culturales y hasta económicos. El entremezclar espacio y público y ciudadanía conlleva una superación de la fragmentación, dado que en él no hay diferenciaciones irritantes de exclusión, por el contrario, se amplía la participación social, nace una pluralidad del uso de lo común y una mayor capacidad de ver que acentúa el control ciudadano sobre el poder.

Si tomamos de Habernas “por espacio público entendemos un ámbito de nuestra vida social, en el que se puede construir algo así como opinión pública” vemos en toda su dimensión el espacio público como el lugar de salida de la opinión pública, lo que lleva a una consideración que ya hemos expresado en este texto, el espacio público no como espacio político (recordemos la diferenciación con los partidos

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como sociedad política, a manera de ejemplo, sino como uno ciudadano, civil, como uno de la vida y no de un determinado sistema. Hannah Arendt en “La condición humana” había señalado que la modernidad había extinguido las diferenciaciones tradicionales de las esferas pública y privada para subsumirlas en la esfera de lo social.

  Se suele distinguir en el terreno de la filosofía política entre concepciones conservadoras, emancipadoras y sistémicas de espacio público. La primera se da ante un modelo autoritario donde el monopolio del Estado es tal que crea por exclusión a la sociedad civil como ente diferenciado. La segunda es tomada como una de racionalización del poder administrativo o o de generación del poder comunicativo. La tercera como un filtro del sistema político y la formación de temáticas. Entre todas hay aspectos comunes, aunque las más recientes tesis apuntan a hablar del espacio público informal, es decir, aquel donde se produce un entendimiento intersubjetivo que integra y es la verdadera causa de una opinión y de una voluntad verdaderamente democráticas, hasta tal punto de legitimar o deslegitimar el sistema político. Otros van más allá hasta considerarlo como el instrumento de la conexión de la política con la vida, siempre mirándolo como lo que debe ser: un escenario argumentivo. Se entra así en otro campo, el de la existencia de una soberanía popular que forma opinión y voluntad estructuralmente movilizadas, es decir, lo contrario al populismo que es antidemocrático por esencia. Se trata de orientar los temas hacia algo con sentido, lo que permite señalar el mal uso de algunos medios electrónicos como una dispersión. Se trata de lograr con el “diálogo civil” en el espacio público” que las cosas sean de otra manera, lo que conlleva a una sociedad civil deliberativa y actuante.

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