a la intemperie. primera parte

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A la intemperie Cuentos de Cencla Francisco G. Cencla

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F. G. Cencla

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A l a i n t e m p e r i e

Cuentos de Cencla

Francisco G. Cencla

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Son c u e n t o s

Max Aub

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Contenido

Primera Par te

1. Los focos 92. El pr imer via je 193. La ausencia 294. En la cama 395. Miedo 496. El te levisor 597. Tránsi to 698. Una costumbre 799. En el bar de jazz 89

Segunda Par te

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P R I M E R A PA R T E

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L O S F O C O S

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En la calle estaban aparcados los camiones ylos coches de la productora. En la cafetería dela esquina grababan secuencias de alguna seriede televisión o de alguna película. La calle es-taba iluminada por grandes focos que seproyectaban hacia el interior del local. Él subíala cuesta de la calle y deseaba llegar a casacuanto antes. Eran las cinco y media de latarde. Sólo había dormido tres horas y media.Miró los focos, luego, tras los cristales,observó las mesas y las sillas colocadas y figu-rantes sentados en ellas. En las cuatro o cincomesas todos eran parejas menos en una, dondehabía sentado un hombre solo. Tomaban en sumayoría vino. Algún café. Torció y miró el

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suelo. De nuevo torció y se encaminó por lacuesta más pronunciada hacia su casa. Hastalas siete no llegará. Mejor. Así me echaré unpoco y cerraré los ojos. Abrió la puerta. Nohabía nadie. Ella aún no había llegado. Losabía y deseaba. Se quitó los pantalones, lacamisa. Se puso una camiseta y se tiró en lacama. Boca abajo se durmió. Oyó la puerta,pero ni siquiera se movió. Sus ojos siguieroncerrados durante bastante más tiempo. No oyóningún otro ruido. Serían las ocho más omenos cuando decidió levantarse. Al entrar alsalón, ella estaba sentada en el sofá. Leía. El sesentó a su lado. No dijo nada. Ella lo miró.¿Has descansado?, dijo. Siguió sin decir nada.Ella continuó con su lectura. A los cinco mi-nutos él se levantó y se dirigió al baño.Después retrocedió. Me voy a la ducha, dijo él.Entró en la habitación, cogió un calzoncillo yde nuevo se metió en el baño. Le sentó biensalir de la bañera y sentir el pelo mojado.Hacía mucho calor. Treinta y ocho grados. Denuevo se sentó en el sofá. Ella no se habíamovido. Seguía leyendo. Él la miró un ins-tante para luego apartar la vista y mirar el bal-cón, a su izquierda. Al poco ella apartó ellibro. ¿Qué tal ayer?, preguntó. Esta vez noguardó silencio ni esperó a que repitiese lapregunta. Normal, contestó. Ella se confor-mó. Conocía demasiado bien el malhumor de

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él. Aunque no lo esperaba. Y hoy, ¿qué tal?,volvió a preguntar. Ya ves. Sin parar, comosiempre, dijo él. ¿Te apetece cenar?, continuóella. Bueno, como quieras, dijo él parafinalizar. Ella se levantó bruscamente, peroinmediatamente le preguntó que qué leapetecía. Me da igual, contestó él. Está bien,¿qué tal un perrito?, dijo ella sin tener encuenta su desgana. Vale, concluyó él sininterés. Pero cuando iba a dirigirse a la cocina,de nuevo rectificó: ¿Qué te pasa? Él esta vezno dijo nada. Permaneció mudo. No teníaganas de hablar y menos con ella. Siguiómirando al balcón. En la calle lo único que sesentía era el calor, el bochorno. Posiblementehoy hubiese tormenta. El cielo durante todo eldía estuvo poblado de nubes. Aun así, el calorera insoportable. Él se puso una camisetalimpia y volvió al sofá. En ese momento ellavolvía de la cocina y preguntó: ¿Quieres una odos salchichas? Él, aunque quiso permanecermudo, contestó: Da igual. Una. No, a ver,¿cuántas quieres?, chilló ella ya sin poder con-tenerse. Ya te he contestado. Una. Es fácil.Ella se dio la vuelta y gritó: Mira, estoy harta.Si quieres algo, háztelo tú. De nuevo se fue ala cocina. Él no hizo caso, simplemente se fuea donde estaba el ordenador y lo encendió.Pero cuando ya había entrado a la página webque buscaba, se levantó y se fue a donde esta-

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ba ella. Al entrar, la vio con lágrimas en losojos. Siempre la ocurría lo mismo. Primero lomontaba todo. Y luego la única forma de queel montaje se desmontase era llorando. Pero yahabían pasado los días en que eso lo des-montaba a él. Que va. Ya no. Ya estamos comosiempre. No puedes hablar como una personanormal, sin llorar, dijo él. Esta vez fue ella laque permaneció muda. Lo que hizo que élcontinuase: Ya veo que sólo estás haciendouna. Me parece un poco egoísta por tu parte.A ver déjame. Y se puso a su lado, cogió otrasalchicha de la bolsa que ella estaba cerrandoen ese momento y también la puso en la plan-cha y añadió: No sé qué pretendes. Y ella: Yo,qué pretendo yo. Y tú, qué pretendes tú. Mira,da igual, no se puede hablar contigo. Al menossécate esas lágrimas, dijo él con desdén. Actoseguido se volvió al ordenador y la dejó a ellacon las cosas de la cena. Pero apenas se sentóde nuevo cuando se levantó y volvió a la coci-na. En ese momento ella cortaba el pan parasu perrito. Ya veo que solo piensas en ti, dijo.Ella no contestó. Se limitó a seguir pochandola cebolla para la guarnición del perrito y acolocar el pan en la plancha junto a lasalchicha. Él también cortó el pan, pero cogióotro cuchillo. No habrás cortado tu pan conese cuchillo, ¿verdad?, dijo él. Es eso lo que tepreocupa, si he cortado el pan con ese cuchi-

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llo, gritó ella. Pero de nuevo se sumió en elsilencio. Él se puso a hacerse la cena, tambiénmudo, pensando en que ese cuchillo iba aperder el filo si ella seguía cortando el pan conél. Al momento se fue a la habitación. Él iba yvolvía de la cocina al ordenador y del orde-nador a la cocina. Al poco ya estaban los dossentados a la mesa. Se comieron los perritoscalientes sin decir palabra. Ella seguía con lá-grimas en los ojos. El simplemente miraba porel balcón desde donde estaba sentado. Cuan-do terminaron y recogieron todo, él fue elprimero en hablar: Esto viene del otro día. Poruna simpleza dejas de hablar y se construyeuna barrera que es imposible de soslayar. Ellano contestó. Aunque ante su insistencia y antela culpa que él la atribuía no pudo contenerse:Esta barrera también la haces tú. No sé porqué estás de mal humor y por qué lo pagasconmigo. Yo no estoy de mal humor, contestóél. Sí, bien sabes que sí, insistió ella. Pues si loestoy, también sabrás de quién es la culpa, dijo.Pero de qué estás hablando, concluyó ella. Conun movimiento de sus manos él diseñó unmuro, un muro que según él los separaba y quehabía sido ella quien lo había levantado.Después habló: Hace ya tres días y el murosigue ahí. Qué pasa, que no piensas hacernada. Ya bastante estás haciendo tú por mí,¿no te parece?, dijo ella. Él cogió el plato

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donde se había comido el perrito, también elvaso, y los llevó a la cocina. Ella se quedó sen-tada donde estaba. Él volvió a la habitación.Se puso delante de la pantalla. Buscaba unprograma de imágenes que no conseguía ba-jarse a su ordenador. Después de intentarlorepetidamente desde distintas páginas, lo dejó.Volvió al salón. Ella ya había recogido la mesay se había sentado. Estaba leyendo de nuevo.No lo miró. ¿Vamos a seguir así mucho tiem-po?, dijo. No contestó. Él se sentó a su lado,como antes. Pero ahora no miraba hacia elbalcón, sino a ella. Ninguno hablaba. Me voy,dijo él. Se levantó de un salto. Se fue a lahabitación, abrió el armario, cogió unos pan-talones, una camiseta y las sandalias. ¿A dóndevas? Es pronto, dijo ella. Acto seguido con-testó él: Sí, pero me voy. Aquí no pinto nada.Y ella añadió: Pero si todavía faltan cuarentaminutos. Da igual, para lo que hago aquí, con-cluyó él. Está bien, pero al menos cierra elordenador. No se molestó en cerrarlo como esdebido, sino que directamente presionó elbotón. Y dijo: Ya está. Ella no lo vio, pues denuevo se encontraba en el sofá sentada,aunque esta vez no leía. El cogió su cartera.Introdujo Kjell Askildsen y Esch o la anarquía yla cerró. Después se la colgó al hombro. Yrepitió: Me voy. Ella no lo miró. Aunque repi-tió también: Es muy pronto. Sí, no quiero lle-

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gar tarde, dijo él para finalizar. Abrió la puer-ta y salió. Bajó las escaleras. No tenía prisa.Había salido muy pronto, pese a ser ya denoche. Se encaminó por la calle pendienteabajo. Giró hacia la calle por donde habíavenido antes. Torció de nuevo y se encontrócon los focos en la siguiente esquina, ilumi-nando la cafetería. También lo iluminaban a éla medida que se acercaba. Bajó la mirada, perocuando llegó a la altura del local, miró haciadentro. No había ninguna pareja en las mesas,aunque sí continuaba el hombre sentado enuna de ellas.

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E L P R I M E R V I A J E

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Quedaron para comer ese día. Hacía muchoque no habían hablado. Al principio no iban aquedar para comer, simplemente era paratomar un café por la tarde, pero a última hora,esa misma mañana él la llamó al trabajo desdecasa. Qué te parece si en vez de quedar por latarde, quedamos cuando salgas y comemos enalgún lado, dijo él, cuando ella se puso almóvil. Ella se quedó un momento pensativa.Vale, sí, contestó al fin. ¿Dónde?, preguntó asu vez. No sé, cualquier lado está bien, dijo él.Al final quedaron en un restaurante queconocían los dos y que no estaba lejos ni deltrabajo de ella ni de la casa de él. Hacía ya

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algunos años que se habían separado, peroseguían manteniendo cierta relación. De vezen cuando, tampoco con mucha frecuencia, sellamaban, y, a veces, quedaban para verse. Noera habitual, pero en ocasiones ocurría. Estavez fue ella quien había llamado. A él le pare-ció bien, ese día no tenía nada importante quehacer. Y luego cuando se presentó el día,decidió llamarla para anticipar la cita, puesconocía su horario de trabajo. Cuando él llegó,ella ya estaba esperando en la puerta delrestaurante. Justo acabo de llegar, dijo ella.¡Qué bien!, ¿entramos?, contestó él. Pasaronjuntos y les dieron una mesa para no fu-madores. Cuando estuvieron sentados, él pre-guntó: ¿Qué tal te va? Bueno, bien. Nadanuevo, creo, dijo ella. Nada nuevo desde laúltima vez, quieres decir, porque tu vida sí queha cambiado, replicó él. Sí, más o menos. ¿Ytú?, dijo ella justo antes de que viniera elcamarero a atenderles e interrumpirles. Amboseligieron sus platos respectivos y el camarerose marchó. Te veo bien, dijo él entonces. ¿Có-mo te va el trabajo? ¿Y esa loca que tienes decompañera?, se acordó él. Bueno, un poco máscalmada. Ahora la ha tomado con mi otracompañera, la que trabaja conmigo por lamañana, dijo ella. Ya, supongo que es de esaclase de gente que necesita a alguien de vícti-ma y cuando ve que no puede con uno lo

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intenta con otro, elucubró él. Sí, puede ser,pero el problema es el jefe. Porque es él quienhace caso de sus maldades, zanjó ella. En esemomento les sirvieron el vino y acto seguidoles trajeron los primeros platos. Siguieronhablando del trabajo de ella durante la mayorparte de la comida. Cuando ésta terminó y yase habían tomado el postre, él propuso que envez de tomarse el café allí, se fuesen a tomar-lo a algún otro sitio. A ella no le pareció mal.Pero tengo que llamar, dijo. Pagaron la cuentay mientras salían, ella habló por el móvildurante unos minutos. Después fueron a bus-car un lugar agradable. ¿Se te ocurre algo poraquí?, preguntó ella. Eso estaba pensando, dijoél. No sé…, quizá dos calles más abajo, hay uncafé que no está mal. Además tú también loconoces. ¿Cuál?, preguntó ella. Pero enseguidacayó en la cuenta. Ah, ése. Vale, dijo al fin. Yse fueron para allá. Al entrar en el local, ella alinstante divisó a alguien conocido. ¿No es eseun amigo tuyo?, dijo. ¿Quién?, preguntó él,que estaba intentando ubicar una mesa dondepoder sentarse. Sí, ese de la barra, dijo ellaseñalándolo con la barbilla. Ah, sí, dijo él. Voya saludarle un momento, concluyó. Se fue paraallá y le estrechó la mano. El otro no se habíadado cuenta y se sorprendió un tanto cuandoél se acercó. Después simplemente se salu-daron, hablaron un instante y él, señalándola a

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ella, se despidió y se acercó a donde ella esta-ba. Mientras él hablaba, ella ya había elegidouna mesa y se había sentado. Tú también loconoces, ¿verdad?, dijo él al sentarse. Sí, dijoella, creo que lo conociste en el transcurso delúltimo año que estuvimos juntos. Sí, es ver-dad. Ya no recordaba, dijo él. Ha sido él quienme lo ha recordado, cuando le he dicho quehabía venido contigo, continuó. Y ¿qué tal?,¿os veis mucho?, preguntó ella para seguir elhilo. Pues la verdad es que no. Ya no coincidi-mos casi nunca. Sinceramente me ha sorpren-dido verle, dijo él observándolo. El amigoestaba tomándose una copa, absorto en suspensamientos. Incluso se le veía apuntar algoen alguna libreta. En aquel tiempo le veíasbastante ¿no?, volvió a preguntar ella. Sí,bueno. Tampoco tanto. Más que ahora sí, porsupuesto, dijo él dubitativo. ¿Sigue haciendo loque hacía?, preguntó de nuevo ella. Pues, no losé, creo que le fueron mal las cosas hace unpar de años, pero no lo sé muy bien. De ver-dad que le he perdido la pista, siguió él comorecordando. Pero pronto decayó ese tema deconversación y empezaron a hablar de otrascosas. De cosas que en su vida en comúnhabían compartido. De las familias respecti-vas, sobre todo. Que qué tal la madre de ella,que cómo se había acostumbrado a la jubi-lación. Que qué tal el hermano de él, que a qué

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se dedicaba ahora. Y de si seguía siendo tandespegado como siempre. Todo lo contrarioque la familia de ella, siempre tan familiar.Entonces él decidió preguntar sobre la nuevapareja de ella, ya no tan nueva. No era un temaque saliese a colación cuando hablaban,porque él siempre había sido muy comedidorespecto a ese asunto. No sólo él, ella tambiénobviaba tratarlos y casi nunca se había permi-tido preguntarle sobre con quién estaba o loque hacía. Es decir, que aunque seguían vién-dose de vez en cuando, normalmente la dis-tancia creada entre ellos se había mantenidodesde casi el mismo momento de la sepa-ración. Pero esta vez él, sin ninguna preme-ditación consciente, se atrevió a preguntar.¿Qué tal él? ¿Eres feliz?, dijo directo. Ella, alprincipio, no entendía. No entendía porque noesperaba la pregunta. Y se quedó un tanto per-pleja. En ese momento se acercó el amigo queestaba en la barra y saludó. Entonces ella selevantó y le dio dos besos. Venía a pedirte unfavor, dijo el amigo. Sí, dime, contestó él. Teimporta que utilice tu móvil. El mío se haquedado sin batería y necesito llamar aalguien, le pidió. Él no lo esperaba, pero sindudar se sacó el móvil del bolsillo y se lo ofre-ció. No hay problema. Claro, dijo. Toma. Elotro lo cogió y se alejó un tanto de él. En esemomento, él se excusó y dijo que se iba al

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baño. Cuando regresó, su amigo ya estaba ensu lugar de la barra y su móvil permanecía enla mesa donde ellos estaban sentados. ¿Ya haacabado?, pregunto él afirmando. Sí, dijo ella.Para después continuar : Parecía un poconervioso. ¿Quién? ¿Él?, preguntó él. Sí, pa-recía que la conversación o la persona con laque hablaba le ponía nervioso, afirmó ella. Nosé, dijo él, no prestando mucho interés.Entonces fue ella la que cambió de conver-sación bruscamente. ¿Y tú? ¿Qué tal tú?¿Cómo te va?, preguntó. Parecía que le queríadevolver el interés que hacía un momento élhabía tenido hacia la vida de ella. ¿Que cómome va? ¿A qué te refieres?, dijo él sin com-prender del todo. Sí, que cómo te va a ti. ¿Hasencontrado a alguien?, preguntó directa. Bue-no, en cierto modo, dijo él. ¿Cómo en ciertomodo?, volvió a preguntar. Bueno, parece quesí. No, no vivo con ella, continuó él, no tevayas a pensar, pero ya hemos realizado algúnviaje juntos y parece que nos complementa-mos. Pero ya sabes cómo va esto, es el inicio yno sé si seguirá por donde ha empezado, con-cluyó él. Sí, ya sé. Los primeros momentos sonlos mejores, eso dices ¿no?, reflexionó ella porél. Sí, eso digo. El último viaje fuimos a A.,dijo él, sin prestar mucha atención a la caraque ponía ella. Ah, ¿estuvisteis en A.?, pregun-tó interesada. Sí. Ella no lo conocía y le ha

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encantado. Entonces, ella no pudo reprimirsey dijo: Pero allí fue donde fuimos nosotros ennuestro primer viaje, ¿verdad? En ese momen-to el notó el tono con el que ella había repli-cado y calló. Pero ella ya no pudo parar yvolvió a preguntar: ¿Y pudisteis entrar a …?¿Cómo era que se llamaba? Sí, aquello queestaba cerrado en ese momento por reforma yque ahora han abierto recientemente. ¿Teacuerdas? ¿Aquello que nos quedamos con lasganas de ver y que luego dijimos que teníamosque volver sólo para verlo?, siguió ella, ¿teacuerdas? Sí, contestó al fin él, bajando la voz,aunque continuó: Sí, y le ha gustado mucho.Ya, concluyó ella.

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Aquella mañana me lo contaron. No habíatenido noticias de él en mucho tiempo. Y esamañana me llamó mi hermana por teléfono yme contó por encima lo sucedido. En esemomento estaba hablando por la otra línea,cerrando una operación, y no podía hablar conella. Entonces decidí que tenía que visitarle.Había pasado demasiado tiempo desde la últi-ma vez. Y no era justo. Aunque la justicia nosea el concepto adecuado en esta situación. Elcaso es que sentía que debía ir. Por eso ade-lanté algunas cosas que tenía pendientes y meorganicé el resto del día para dejarme unhueco a última hora de la tarde. Al final a esode las ocho, no pude antes, estaba camino de

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su casa. Di algunas vueltas a la manzana hastaque encontré un sitio para aparcar, algo aleja-do eso sí. Después me encaminé hacia su casa.Se había mudado allí después de la separaciónhacía ya de eso muchos años. Vivía en un ter-cero que en realidad era un cuarto. En unbloque de pisos ya algo antiguo, de la época enla que los ascensores no eran obligatorioscuando se construían. Eso en otros edificiospodía ser subsanado, ya sea quitando espacioal patio o incluso a alguno de los pisos de cadaplanta, pero en éste no había forma de insta-larlo. Y eso, para una persona mayor era unproblema. Y en esa zona empezaban a abundarlas personas mayores. Cuando llegué a su por-tal, llamé y no contestó nadie. Después de lacuarta o quinta llamada, abrió, pero sin con-testar. Cuando subí a su piso y abrió la puerta,la cara le cambió. ¿Has abierto tú?, le pregun-té dudoso. ¿Cómo que si he abierto?, me con-testó sin entender. Sí, que si me has abiertoabajo, repliqué. Ah, no, no he oído nada, dijo.Pues ha debido de ser alguna vecina, supongo,concluí. Entonces me hizo pasar y nos senta-mos en el cuarto de estar. ¿Quieres tomaralgo?, me dijo. Bueno, una cerveza, ¿tienes?,dije. Pues no lo sé, contestó. Nos levantamosambos y nos fuimos hacia la cocina. Cuandoentré en ella, me di cuenta de lo que habíapasado. Mientras sacaba la única cerveza que

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tenía en la nevera y me la servía allí mismo, lepregunté: ¿Qué ocurrió? Entonces él empezósin preámbulo, sabía muy bien que venía a verqué había ocurrido. No lo sé, en realidad,comenzó. Recuerdo, dijo, que ese día apenashabía comido. Si acaso algo para desayunar. Yasabes con este calor, no apetece comer nada.Además, añadió, había bajado a comprar algu-na cosa a la charcutería y las escaleras cada vezse me hacen más cuesta arriba. Recuerdo, con-tinuó, que, sin apetito, me puse a cocinar algo.Recuerdo que había dejado la sartén con elaceite a un lado, ya que, aunque lo habíapuesto al fuego para hacerme un huevo frito, yya estaba caliente, en el último momentodecidí que iba a hacer otra cosa antes, no sé elqué. Recuerdo, entonces, que algo se prendió.No sé qué fue. No sé de dónde surgió la chis-pa, pero enseguida la cortina que estaba cercasalió ardiendo. Y… algo pasó, dijo dudando,pero yo no sé qué fue. No sé si me resbalé oqué, pero lo siguiente que recuerdo es queestaba en el suelo, medio sentado, intentandolevantarme. O no, sin intentarlo. Simplementeestaba allí sentado. Después, creo recordar queoí que llamaban a la puerta. Pero yo estaba enel suelo y no podía moverme. Seguí sentadomientras continuaban llamando cada vez másfuerte, hasta que por fin algo en mí hizo queme arrastrase. No sé de dónde saqué las

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fuerzas, pero medio me reincorporé y con-seguí llegar hasta la puerta. Mi vecina me gri-taba que abriese rápido. Yo en ese momento,creo, no sabía a qué venía esa angustia suya.Como seguía en el suelo, no llegaba a la ce-rradura para poder abrirla. Entonces conseguíestirarme un poco y llegar y por fin abrirla.Después ya no sé qué pasó. Según ella, me dijodespués, había tenido mucha suerte porquesólo se habían prendido las cortinas cuandoella llegó y un poco un mueble cerca de losfogones de la cocina y que pudo apagarlo muyrápido con un trapo. Yo, me dijo también ella,seguía sentado diciendo que qué pasaba, que aqué tanto jaleo. Luego ella me contó que desdesu casa que daba al mismo patio había miradohacia mi ventana por casualidad y que ensegui-da se había dado cuenta de que estaba en lla-mas. Además salía mucho humo y se alarmó.Entonces subió corriendo y consiguió queabriese. Luego todo fue muy rápido, llamó auna ambulancia porque yo parecía ausente ycontinuaba sentado en el suelo sin hablar.Aunque antes de que llegase la ambulancia,ella, junto a su hijo, que estaba con ella, y aotra vecina, que con el alboroto había acudidotambién, ya había conseguido que me levan-tara y que me sentase en una silla. Después merecostó en el sofá mientras esperábamos. Ypor último vinieron los de urgencias y me lle-

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varon al hospital, aunque enseguida me man-daron para casa citándome para el día si-guiente, terminó. Bueno, y ¿qué te han dichodespués?, pregunté. Pues aún no lo sé concerteza, dijo. Me han estado realizando prue-bas esta semana, pero no lo saben muy bien.Suponen, continuó, que me ha podido pasaralgo en el cerebro, pero no saben nada segurohasta que no tengan los resultados. Todavía,además, tengo que ir la semana que viene aque me realicen alguna prueba más. ¿Quépruebas?, pregunté. No sé, una eco, creo, unelectrocardiograma, ¿se dice así?, también, meparece, no sé, contestó sin mucho con-vencimiento. Entonces, fui yo el que hice otrapregunta que no debí haber hecho. ¿Por quéno avisaste?, dije. ¿Cómo?, preguntó sinentender. Que por qué no nos avisaste, paraque hubiésemos ido contigo al médico. Almenos nos hubiésemos enterado de lo que teha pasado, concluí categórico. Ah, claro, dijosarcástico, es verdad que en cuanto os llamoacudís enseguida. Eso debe ser, que estáis aquíen cuanto os necesito. Además, ¿para qué? Yome valgo muy bien solo, dijo. Sí, ya se ha visto,dije yo. No, claro, ahora ya no me valgo, es eso¿verdad?, recapituló él. No es que no te valgas,es que quizá deberías ir pensando en contratara alguien que te ayudara o que…, pero no con-cluí lo que estaba pensando. Lo hizo él: Que

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me internen en alguna residencia ¿no? Pues, yaque lo dices…, asentí. Sí, es verdad, quizádeba hacerlo, confirmó él para mi sorpresa.Para suavizar un poco el asunto, cambié algola conversación y retrocedí. A lo mejor hassufrido algún colapso, o algún mínimo parocerebral, o, quizá, tenga que ver con elcorazón, dije. Sí, a lo mejor, contestó él ya sinmucho ánimo de seguir hablando. Supongoque las pruebas que te están haciendo deter-minarán eso, lo que te ha pasado, concluí. Él,entonces, ya no contestó, se limitó a mirarhacia otro lado, como ausente. Pero yo insistí.¿Te pasa algo?, ¿te sientes mal a menudo?, pre-gunté. No, dijo, volviendo durante un instante.¿Te cansas?, ¿eso es?, volví a preguntar. Mecanso, sí. Me canso de esto. Me canso de queestés aquí, me retó. Si quieres, me voy, dije sinpremeditación. Sí, dijo. ¿Cómo?, pregunté.Pero él ya no estaba conmigo. Se había ido. Elúltimo diálogo había sido más bien un monó-logo por mi parte porque él de una u otramanera estaba ausente. Se había esfumado dela cocina donde estábamos. Miraba para todoslados. Parecía que no identificaba que aquellaera su cocina. Que estábamos en su propiopiso. Que yo estaba allí con él y que le habla-ba. De pronto dijo: ¿Qué quieres? Yo no loesperaba y dije: Nada. Entonces fue cuando élcon plena conciencia de lo que estaba dicien-

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do según me pareció, me soltó: Entonces,¿para qué has venido si no quieres nada de mí?Eso es lo que ha existido entre nosotros en losúltimos años: nada, continuó. Por tanto, ¿quéte ha hecho venir aquí? Como tú mismo dicesno quieres nada. Entonces vete. Vete de unavez. Ya me las arreglaré solo, finalizó. Y esohice. Me fui. Y allí lo dejé. En el últimomomento volví la vista y aunque tenía sus ojosdirigidos hacia mí, no me veía. Quizá porqueyo tampoco lo veía a él. Quizá porque nuncalo supe mirar y reconocer. Y ya era tarde.

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Él se había masturbado esa mañana. Se habíalevantado empalmado y lo había hecho. Ella,antes, muy temprano, como siempre, se habíaido a trabajar. Ella siempre se levanta antesque él para irse a trabajar. Él no necesaria-mente. Su trabajo es muy variable. A veces nisiquiera tiene que ir a trabajar. Se queda encasa. Cuando ella regresa después del trabajo,él la ha esperado para comer juntos. Aunqueella regresa tarde, él suele esperarla. No leimporta comer a las cuatro de la tarde. Otrasveces, si tiene demasiado hambre, no la espera.Esta vez sí. ¿Qué tal todo?, pregunta éldespreocupadamente desde el comedor, mien-tras ella se cambia de ropa para estar más

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cómoda. La mesa ya está puesta, dice actoseguido. Si alguna costumbre tiene él muyacentuada, es la de que todo esté listo en elmomento justo. Quizá porque piensa que a élle gustaría que eso mismo se lo hiciesen tam-bién a él. Por eso cuando ella regresa del tra-bajo, la mesa está preparada y la comida estáreciente en el plato. Justo para comer. Él estásirviendo ya la crema de calabaza, cuando ellasale de la habitación y se sienta en la silla.Después se sirve a sí mismo y también se sien-ta. Pero se da cuenta a tiempo y coge la jarritadel aceite de oliva, se levanta y echa un chorri-to, que hace de serpiente, en el plato de ella ydespués, ya sentado, en el suyo. Al principiocomen sin decirse nada. Ella parece cansada.Él, a la mitad de su plato, se levanta y va a lacocina. Cuando terminan la crema de calabaza,él se levanta corriendo a por el solomillo a lapimienta, que acaba de retirar de la plancha,después de un vuelta y vuelta. Perfecto paracomer. En ese momento, con los medallonesdel solomillo en el plato es cuando ella pre-gunta a su vez: ¿Y tú? ¿Qué has hecho estamañana? Nada, dice él. ¿Cómo nada? ¿Algohabrás hecho?, insiste. No, nada. Descansar,concluye él. No hay más conversación duranteel tiempo que dura la comida. Después entreambos recogen la mesa y ambos se sientan enel sofá. Al poco él se levanta y se va a la otra

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habitación. Ella permanece en el sofá, sentada,y echa una cabezadita. Ella está acostumbradaa dormirse estando sentada. Cosa que a él nor-malmente le suele parecer irritante. Y más queirritante, algo absurdo, porque teniendo elsofá enterito para ella, se puede tumbar sinningún problema. Y mejor aún, se puede ir a lacama y estar todavía más cómoda. Pero a ellaesa costumbre le gusta. O en realidad ni legusta ni le disgusta, es simplemente una cos-tumbre. Después, a veces, se puede despertarde mal humor, o no. Esta vez no. Media horadespués ella ya se ha despertado y ha encendi-do la televisión. No hay nada de interés enella, pero la deja puesta. Él sigue en lahabitación. Por eso ella desde el salón le pre-gunta: ¿Qué haces? Él no contesta en un prin-cipio, pero, cuando vuelve a preguntar, dice:Nada. Y tras una pausa: Aquí, ya sabes, con-cluye él. Otra vez con las medias palabras,piensa en este caso ella, pero no dice nada, selo calla. En ese momento se levanta y se va albaño. Al regresar, él está sentado en el sofá ytiene el mando a distancia en la mano. Siempretiene el mando a distancia en la mano. Y pasade un canal a otro casi sin dejar tiempo a verlo que hay en cada uno de ellos. Ella se sientaa su lado. Cuando por fin elige un canal ysuelta el mando de la mano, ella se le acerca.Más aún, se tumba casi encima de él, que per-

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manece sentado, y pone la cabeza delante. Élhace ademán de seguir mirando la pantalla ypara eso mueve su cabeza como intentandoesquivar la cabeza de ella. En realidad no estáviendo nada en la televisión, pero le incomodaque se le pongan delante, vea lo que vea. Ellano hace ni el más mínimo caso a su esti-ramiento de cuello y empieza a besarlo en lacara. Primero alrededor de la boca, luegodirectamente en ella. Él no hace nada. Semuestra más bien hierático, pero tampocopone mala cara. Ella sigue besándole. Ahoracon más determinación. También más con-cretamente en los labios. Y son los labios y nola boca, porque él no la abre para nada. Enrealidad no recibe sus besos con ningún pla-cer. Más bien parece que les hace ascos. Ellainsiste. Ahora aprieta su boca y con su lenguaintenta abrir la boca de él. Él cede un poco,pero vuelve a cerrarla. Ella al segundo o al ter-cer intento, se da por vencida. Se levanta deencima de él y se sienta de nuevo en el sitiodonde estaba antes. No dice nada. Simple-mente se pone a ver lo que en esos momentoshay en la televisión, que él ha elegido. Justocuando ella se levanta es cuando él se da cuen-ta a su vez de que algo ha pasado. Es decir,que su actitud, no premeditada, eso sí, le hasentado mal a ella. Entonces es él el que seacerca y la da un beso en la mejilla. Qué pasa,

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que quieres follar ¿eh?, dice justo después.Ella no contesta. Dime, dime, a que quieresfollar, insiste él. Ella lo mira, pero de nuevotuerce la cara para ver la pantalla del televisor.Bueno, pues nada, dice él para finalizar. Perono finaliza, sino que vuelve a intentar darla unbeso. Esta vez no sólo uno, sino que sigue,empezando por su frente, después por su ojo,después por la comisura de sus labios, hastaterminar en ellos. Pero ahora es ella la que seaparta y hace que está viendo la televisión.Todo queda como al principio. Cada uno en sulado del sofá. Pero al poco él se va de nuevo ala habitación y la deja sola. La cara de ella esde seriedad absoluta. No sabe qué pensar. Noes la primera vez que ante sus acercamientos élactúa con frialdad absoluta. Y eso la está em-pezando a joder. Y mucho. Parece que estu-viera cansado de ella. Desde la habitación él lagrita: No te habrás enfadado, ¿verdad? Y al norecibir contestación, vuelve al salón y de pie,pregunta: ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa a ti?,salta ella casi sin dejarle terminar. No, qué tepasa a ti, dice él más tranquilo. Ya tienes esacara como de que ha sucedido algo, continúaél. ¡Ah! ¡Que no ha pasado nada!, casi chillaella. Pues que yo sepa no, contesta él. Muybien, pues nada, concluye ella levantándose.Mientras sale del salón hacia la cocina, él siguehablando: No empieces con tus tonterías. Qué

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pasa que querías follar, pues venga, vamos.Venga, ven, no te vayas. No hagas una barrerade nada. Simplemente estaba viendo algo en latelevisión y por eso ha sido… Y mientras élsigue hablando en esos términos, ella va pen-sando que sí, que por eso ha sido seguramente,pero no dice ni mu. Sólo alcanza un vaso delescurreplatos, después coge la jarra de aguadel frigorífico y se lo llena hasta el borde.Bebe como si estuviese seca. Y sigue sin pro-nunciar palabra. Él ya se ha callado. Ya no dicenada. Ha vuelto a la habitación, mientras en elsalón que ahora está vacío continúa el ronro-neo de la televisión que nadie ve. A pesar deese ruido el silencio puebla la casa durantetodo el resto de la tarde. Él sigue con suscosas en la habitación, mientras ella va de unlado al otro de la casa, sin tener nada especialque hacer. La cena transcurre con las palabrasjustas. Y ya en la cama, más temprano inclusode lo habitual, y cuando la luz ya está apagada,él vuelve a acercarse a ella. Intenta pasar unbrazo por debajo de su cuello, pues ella estátumbada boca arriba. Pero ella no le facilita lascosas. De nuevo intenta darla un beso. Ella nose mueve. No dice nada. Parece que tampocosiente nada. Vista su actitud, él no aguantamás y pregunta: ¿Qué, vamos a seguir asímucho tiempo? Como no obtiene contes-tación, se da la vuelta en la cama y le da la

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espalda. Estira el brazo y enciende la luz de lalámpara de su lado. Se gira de nuevo y la mira.Pero ya no dice nada. Se vuelve a girar, vuelvea estirar el brazo y apaga la luz de su lámpara.Ahora la habitación está en penumbra. Al nohaber luz en el interior, la única que entraproviene de la ventana que tiene las cortinasechadas y la persiana medio bajada. Si alguienmirase desde fuera por alguna rendija entre lascortinas y por debajo de la persiana, sólo conesa luz, vería a un hombre tumbado de ladocon un brazo por debajo de la almohada,pudiera ser que tuviera los ojos abiertos,aunque también es posible que los tuviera ce-rrados. Y a su lado vería a una mujer tumbadaboca arriba, totalmente estirada, con los bra-zos por encima de las sábanas. A lo mejor susojos estuviesen mirando el techo o a lo mejorestuviesen cerrados y no mirasen nada. Peroseguro que no podría saber si duermen o no.

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M I E D O

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Ha descolgado el teléfono. Era su hijo. Quétal, dijo su hijo. Bien, contestó. Qué tal elviaje, ¿todo bien?, volvió a preguntar el hijo.Bien, dijo seco. Entonces el hijo se puso ahablar de sus planes de cambiarse de piso.¿Por qué?, preguntó él. Bueno, siguió contan-do el hijo, en principio está cerca de aquí. Yasabes que nos gusta este barrio. Lo que pasa esque la casa se nos está haciendo pequeña ynecesitamos espacio. Además no va a sermucho la subida del alquiler. Casi ni lo vamosa notar, concluyó. Ya, pero…, iba a preguntarél, mas el hijo no le dejó continuar y siguióhablando: Además, el otro piso es un pocomás grande y sobre todo tiene armarios empo-

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trados donde guardar cosas. Porque ya sabesque el problema de éste es eso, que no haysitio donde guardar nada. En cambio el otroincluso tiene un maletero. Y luego el bañotambién tiene un armario. Aquí no tenemosninguno. Y la cocina también es más grande.En realidad tiene dos espacios, la cocinapropiamente, con muchos muebles y lugarpara guardar cosas y luego una especie deoffice, donde podemos poner una mesa y asíno tener que llevar las cosas al salón paracomer allí. Bueno, no sé, nos ha gustado, ter-minó de parlotear su hijo. Él, se vio en lanecesidad de decirle algo, aunque tenía pocasganas de hablar, y preguntó: ¿Pero habéis esta-do viéndolo?, el otro piso, digo. Sí, sí, claro,contestó el hijo, si es aquí mismo. Estaban losalbañiles terminando algunas cosas y les hepreguntado si podíamos verlo y hemos entra-do. No está mal. Ya lo habíamos visto antes,pero ahora como está recién reformado… Enese momento dejó de hablar del piso porquenotó que su padre parecía ausente, para actoseguido preguntar: ¿Te pasa algo? No, que va.Es que estoy viendo una película, mintió él.En principio su hijo no prestó mayor atencióny para concluir, le dijo: Bueno, no te molestomás. De todas formas mañana os iré a ver, quetengo que pasar por allí. Y el padre, que esta-ba deseando colgar el teléfono, dijo: Ah, vale,

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entonces nos vemos mañana. ¿A qué hora tepasas? Después del trabajo, contestó el hijo.Pues hasta mañana entonces, dijo el padre ycolgó. Al hijo eso le pareció un poco raro, supadre no solía ser tan brusco, pero no le dio lamenor importancia. Seguramente, como lehabía dicho, estaría viendo alguna película devaqueros y estaba prestando más atención a latelevisión que a lo que él le estaba diciendo. Elpadre, en cambio, no estaba viendo ningunapelícula. Simplemente no tenía muchas ganasde hablar. Y menos por teléfono y con ella, sumujer, delante. Al instante, ella le preguntó:¿Quién era? Tu hijo, contestó él. ¿Y quéquería?, volvió a preguntar. Nada, dijo élescuetamente, sin mencionar en ningún mo-mento los planes de su hijo de cambiar dealquiler y mudarse de casa. Entonces ella sedesentendió y se fue del salón. El padre si-guió medio recostado en el sofá sin prestaratención a nada en particular, como esperan-do. Su otro hijo, que aún vivía con ellos, salióde su habitación y pasó por delante de él endirección al baño. Ninguno de los dos dijonada. A la vuelta del servicio, su otro hijo lemiró y lo encontró en la misma posición en laque se encontraba antes, pero tampoco dijonada. Así transcurrió toda la tarde. En la cena,él se mostró algo taciturno, pero ni su mujer nisu hijo mostraron el menor interés. Mientras

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ellos se quedaban, él se fue a dormir tempra-no, aunque no tenía ni pizca de sueño. En rea-lidad, no se durmió hasta bien entradas las tresde la mañana, cuando su mujer hacía tiempoque se había acostado y posiblemente se habíadormido. De nuevo a las cuatro y media yaestaba despierto. No supo al levantarse cuán-tas vueltas había dado en el transcurso de lanoche. Se sentía mucho más cansado que a lahora de acostarse. Pero el cansancio no era elculpable de nada. Había algo dentro que leestaba carcomiendo. Al levantarse su hijo ysalir a desayunar, lo notó ausente y le pregun-tó: ¿Ocurre algo? En un principio él no queríahablar del tema. No nada…, empezó diciendo,pero a mitad de la frase no pudo contenerse yse lo contó. Su hijo le prestó atención. Nohizo ningún comentario, mientras su padre selo contaba y no le interrumpió hasta queacabó. Después sólo dijo: ¿Lo sabe mamá? Ysu padre enseguida contestó: No, y no quieroque lo sepa. ¿Por qué?, preguntó el hijo.Porque no, porque no quiero que se preocupe,dijo para terminar. Y por lo bajo, su hijo dijopara sí: ya, para que no se preocupe… En esosmomentos apareció su madre por la puerta yambos dejaron de hablar. El hijo poco despuésya estaba saliendo por la puerta para ir a sutrabajo y él también, necesitaba airearse, yademás no quería estar con ella. No, porque

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seguro que había notado que no había dormi-do nada. Ella no era de las que dormían bien ytenía un sueño bastante ligero. No como él. Aél se le notaba enseguida cuando le pasabaalgo, pues si no era así, dormía sin problemasy además profundamente. Tanto como para nodejar dormir a nadie con sus ronquidos.Posiblemente esa noche apenas había roncado,pero el dar tantas vueltas seguro que le habíadelatado. Después de deambular sin rumbofijo durante toda la mañana, volvió a casa acomer. Cuando llegó, su otro hijo ya había lle-gado. Y le había estado contando a su madresus planes de mudanza. ¿Te quedas a comer?,dijo en ese momento la madre a su hijo. No,no, contestó éste, me voy enseguida. Ydirigiéndose al padre dijo de nuevo ésta: Qué,ya te habrás fumado el paquete entero, ¿no? Lamadre entonces se metió en la cocina a termi-nar lo que estaba haciendo, momento que elhijo aprovechó para entablar conversación consu padre. ¿De dónde vienes?, preguntó. Deningún lado, de por ahí, dijo el padre distraído.A eso te dedicas ahora por las mañanas, ¿a ir aningún lado?, prosiguió el hijo. A veces, dijoescueto. ¿Qué te pasa?, preguntó entonces elhijo, que continuó, a ti te pasa algo, ¿verdad?¿Por qué lo dices?, preguntó él disimulando.Porque te pasa algo. Ayer ya te lo noté cuandohablamos por teléfono, ¿a que no era verdad

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que estuvieses viendo una película?, preguntó.Y él ya no pudo aguantar más y dijo: No.Ambos, padre e hijo siempre se habían enten-dido bien. Habían tenido sus diferencias,claro, pero en general se entendían. Ahora elpadre ya rondaba los setenta años y en susúltimos años, desde algo antes de jubilarse,siempre la había pedido consejo a él. Posible-mente se entendía mejor que con su otro her-mano. Y esta vez, aunque ya había hablado conel otro, no necesitó mucho para empezar acontar a su hijo lo que le había tenido despier-to durante toda la noche. Hablaba bajo, de-masiado bajo, pues más de una vez su hijo lehabía pedido que le repitiese lo que le estabadiciendo, hasta que le preguntó: ¿Por quéhablas así? El padre no quiso decir el porqué ysiguió hablando. Pero en ese momento sumadre apareció por la puerta y el padre secalló. ¿Qué habláis?, dijo entonces la madre.Nada, se precipitó a decir el padre. Cómonada, estabais hablando de algo, ¿qué es?,insistió. Nada, nada importante. Le pregunta-ba por su cambio de piso, dijo entonces paradesviar el tema. ¿Y por eso hablabais tanbajo?, preguntó ella. Entonces el hijo se diocuenta de todo e interrumpió a su madre paradecir: Qué pasa, que no lo sabe ¿no?, dirigién-dose a él, no se lo has contado. No sabe elqué, dijo el padre haciéndose el tonto. Lo que

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me estabas contando a mí, concluyó el hijo. ¿Yqué te ha dicho a ti?, terció la madre, casi enun grito. Qué ocurre, cuál es el secreto, siguióella alarmada. Entonces el padre, que ya seveía descubierto, tronó: Ves, esto es lo que noquería. ¿El qué?, dijo ella, ¿qué es lo que noquerías? Que yo me enterase. Pero que te creesque me chupo el dedo. Te crees que no sé queno has dormido en toda la noche. Te crees queno sé que te has ido esta mañana tan tempra-no para que no te preguntase nada. Te creesque no sé que algo hay porque ayer estuvistetodo el día tumbado sin hacer nada. Eso tecrees, que no me doy cuenta. Te crees que soytonta, eso te crees, concluyó. Entonces, elpadre se sentó y se dispuso a hablar, por fin.Ya sí que no tenía más remedio.

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E L T E L E V I S O R

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Esa mañana había ido con ella a comprar unnuevo televisor. El anterior, después de durarapenas tres años, no tenía reparación. O,como le habían insinuado los dos serviciostécnicos a los que había acudido, su re-paración era más costosa que si se comprabaun televisor nuevo. El nuevo televisor era delmismo tamaño que el anterior, aunque pa-recía más pequeño colocado en el mismositio. Sus altavoces no estaban a los lados,como antes, sino abajo y no se veían, y la voz,notó enseguida, parecía que provenía dealgún lugar recóndito. Además se había en-contrado con el problema de que o bien no

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sabía conectar los cables correctamente entreel televisor y el DVD o que simplemente ésteno valía para aquél. Y para ahondar un pocomás, que el cable del Video, al instalarlo denuevo, se había estropeado, como si lehubiesen arrancado alguna pequeña clavija aldesconectarlo y conectarlo de nuevo. El casoes que se pasó toda la tarde sintonizando loscanales y ordenándolos en el televisor nuevo.Y mientras se disponía a esperar a queempezase el partido de Brasil, se puso a plan-char las cinco o seis camisas y los tres o cua-tro pantalones que tenía en el armario desdehacía algunos días esperando. Después deinstalado y configurados los canales, trajo latabla de planchar de la otra habitación, sacólas camisas arrugadas del armario donde esta-ban, rellenó la plancha con agua y empezócon la tarea. Por lo menos le llevaría hora uhora y pico acabar con todo lo que tenía pordelante. Mientras él planchaba, ella estabahaciendo la comida para el día siguiente.Siempre se dejaba la comida hecha para el díao días posteriores, pues ni a él ni a ella losdaba tiempo a cocinar los días que trabajabany era preferible calentar en la sartén o almicroondas algo ya preparado. Qué haces,gritó ella desde la cocina. La plancha, ¿tienesalgo?, contestó él. No, bueno…, dudó ella.Quieres que te planche alguna cosa ¿sí o no?,

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repitió éste. No, no, déjalo, dijo al fin. Siquieres te la dejo encendida…, dijo él cadavez menos interesado. Bueno, sí. Cuando ter-mines déjala encendida, que ya estoy termi-nando aquí, concluyó ella. Cuando sólo lequedaban un par de camisas para acabar deplanchar, se hicieron las ocho, la hora delpartido. De nuevo encendió la televisión consu mando nuevo y desde el sitio donde seencontraba planchando sintonizó la cadenadonde iban a retransmitir el partido de losbrasileños. Ella seguía en la cocina. No habíadicho nada en todo ese tiempo, pero cuandositió la televisión acudió al salón, le miró ydijo: ¿No acabas? No, dijo él. Apenas la miró.Entre las imágenes que se sucedían en la tele-visión y la plancha, sus ojos parecían no darabasto para nada más. Cuando termines, meavisas, que tengo una falda y un pantalón paraplancharme, repitió ella. Él siguió a lo suyosin responder. Quizás por eso ella se diomedia vuelta y regresó a la cocina. El plato yaestaba a punto y apagó el fuego. En realidadhabía hecho dos comidas: un guiso deOsobuco para el día siguiente y judías verdescon jamón y hierbas aromáticas como primerplato para el posterior, sólo faltaba hervir unhuevo duro, trocearlo y echarlo para terminarcon él. El huevo ya estaba cociendo desdehacía unos cinco minutos. ¿Te parece que tro-

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cee el huevo y lo eche ya a las judías o lohaces tú luego cuando las vayas a calentarmañana?, preguntó de nuevo gritando desdela cocina. Él no contestó. Eso era algo que lairritaba sobremanera, pero no insistió. De-cidió que lo dejaría enfriar y luego lo meteríaen la nevera. Justo cuando volvió al salón, élya estaba sentado en el sofá mirando la tele-visión. Había dejado la tabla de planchar y laplancha en el mismo sitio, pero ni siquiera lahabía avisado de que había terminado. Poreso dijo ella: ¿Podías haberme dicho que yahabías acabado? Ya lo ves, contestó él. Peroqué te pasa, ¿es tan interesante lo que hay entu nuevo televisor?, dijo irritada. Psse…,siseó él. Ella no insistió, se dirigió a lahabitación de al lado a coger el pantalón y lafalda. De hecho no tenía ni pizca de ganas deponerse con ello. Se había pasado todo el finde semana limpiando, comprando, cocinando,haciendo esto y aquello. En realidad no habíaparado. Además esa misma mañana había idocon él a por el televisor nuevo y se sentíacansada después de recorrer dos o tresgrandes almacenes mirando cosas que apenasla interesaban en la sección de productoselectrónicos. ¿Vamos a hacer algo?, preguntóella cansada de su silencio. Él seguía mirandola televisión como desde que ella se había idoa la cocina y no se dignó ni a contestar. Por

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eso repitió la pregunta: ¿Vamos a hacer algoesta tarde o nos vamos a pasar todo el díatumbados en el sofá viendo el fútbol? Él,entonces, hizo un encogimiento de hombrosque bien podía significar que sí como que no.Mirado desde su punto de vista, era evidenteque significaba que no, para eso había estado,instalando la televisión y sintonizando loscanales y luego esperando a que comenzase elpartido de Brasil mientras planchaba, perosabía que un no drástico podría provocar unasalida de tono por parte de ella y no teníaganas de ponerse a discutir en estos momen-tos por cualquier nadería. ¿Eso qué significa?,dijo ella. Pero la insistencia de ella sin embar-go ya no pudo soportarla más y contestóalzando la voz: ¿Tú qué crees? ¿Cómo que yoqué creo?, no lo sé, dímelo tú, volvió a decirella. Ya no podía más y encima esa chulería.Ya estaba harta de él. De su prepotencia, deque fuese tan borde, de que no pudiesenhacer nada, de que se tuviesen que pasar todoel fin de semana allí encerrados, excepto paracomprar su maldita televisión para que pud-iese ver el partido o los partidos o todos losmalditos partidos. Siempre lo mismo. Pues noeras tú el que decías que por ti no comprá-bamos ninguna televisión… Pues ya lo veo.Día que la tenemos, día que no te despegas deella, consiguió decir. Mira, no seas pesada.

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No me apetece hacer nada, simplemente, dijoél condescendiente. Qué pasa, que te aburres,es eso, ¿no?, siguió ella. Bueno, sí, estoy abu-rrido. Eso también, afirmó él. Cómo que esotambién, ¿es que hay más cosas?, preguntóinquieta. Mira, déjalo, terminó él. Déjalo,déjalo, cómo lo voy a dejar, casi chilló. Enesos momentos ella ya había cogido la falda yse disponía a plancharla. Él siguió mirando latelevisión impertérrito sin pronunciar pala-bra. Estaba medio tumbado en el sofá. Eradomingo. Un domingo cualquiera de prime-ros de mes. En esos momentos ella logródecir algo que la perturbaba: ¿Qué nos pasa?Y ante su muda contestación, continuó: Nospasa algo, ¿verdad? De nuevo, bajó la miradahacia lo que estaba haciendo y repitió: Quizásesto no debería continuar, ¿no te parece? Suvoz cada vez sonaba más baja, como si laspalabras que estaba pronunciando saliesen dealgún lugar más profundo y les costasen salira la superficie. Él sin despegar la mirada de latelevisión dijo bajando la voz: Quizá. Si lahubiese mirado, habría visto las primeraslágrimas que caían de los ojos enrojecidos deella. Y quizás se hubiese levantado a conso-larla o, mejor aún, se hubiese puesto a gritary a discutir como tantas otras veces, perosolamente acentuó su mirada, dirigida hacia lapantalla de la televisión, donde seguían

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echando el partido de Brasil, que quería verdesde que se compraron el nuevo televisor, yrepitió en un susurro: Quizá.

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T R Á N S I T O

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El tanatorio se veía desde la carretera. Era denoche y estaba todo iluminado. Luces y espe-jos y un fondo negro. Esa mañana llamaron acasa para decírmelo. A mí no me gusta ver anadie muerto desde aquella vez en la que lacuriosidad me hizo mirar a la madre de mipadre. Ella yacía tumbada en su propia cama.También había sido por la mañana cuando nosavisaron. Yo aún vivía con mis padres y decidi-mos que cogería mi coche y llevaría a mimadre, mientras mi padre iba por su cuentadesde el trabajo. Cuando llegamos a la casa,allí estaban mis tías, que ya lo habían organi-zado todo. Yo entré a saludarlas hasta másadentro de lo convenido conmigo mismo. Sin

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darme cuenta penetré en su habitación y tam-bién casi sin darme cuenta miré. Un cuerporígido, consumido, como corresponde a unapersona de noventa y tantos años. No quisemirar más y salí. Pero la imagen que se mequedó de aquello ha perdurado desdeentonces. Y desde entonces mi propósito hasido no ver nunca más a nadie muerto que yohaya conocido en vida. La imagen de una per-sona, la imagen de ella, que debe perdurar enla memoria, no puede ser nunca la de alguienque no es nadie, sino la de alguien que sonríe,que habla, que mira. Eso decidí en aquel mo-mento y hasta ahora lo he mantenido. Por esocuando llegué al tanatorio no penetré másadentro de la primera sala. En la segunda, alotro lado de un cristal, en su féretro, miraba elcuerpo sin habla, sin sonrisa y sin mirada de lamadre de mi madre, de mi abuela. Había vivi-do con ella durante muchos años, desde quenosotros, mi hermano y yo, éramos pequeños.No la gustaba vivir sola y al principio fue unagran ayuda para mi madre, pero luego con laedad fue ella la que cada vez necesitaba másatenciones. Saludé a los allí presentes: tíos ytías lejanos, el hermano de mi madre y sufamilia, algunos primos también lejanos, y a mihermano. Al poco salió de la segunda sala mimadre. Mi padre había fallecido de un ataquecardiaco hacía algunos años. Después de salu-

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dar a todo el mundo, hicimos entre ella, mihermano y yo un corrillo, siempre en los tana-torios se hacen corrillos y saludas a gente quehace mucho que no ves y que en otro momen-to no tienes oportunidad de saludar. Y hacíabastante tiempo que no nos veíamos los tresjuntos. Sí, por separado, a mi madre, y abuela,ahora muerta, menos a mi hermano. Su vida yla mía corrían paralelas en la misma ciudad,pues nos dedicábamos a lo mismo, pero nues-tras trayectorias nunca se hacían convergentesa no ser que uno de los dos, más yo que él, lointentase. Mi madre ya había estado por lamañana, organizándolo todo junto a su her-mano. Al final habían decidido que el entierrose celebrase en su pueblo y no aquí, en la ciu-dad donde vivían ellos, porque así lo habíadecidido mi abuela, según dijo mi madre.Quería estar en la misma tumba donde estabasu marido, el padre de mi madre. Por el cual yollevo el nombre que llevo. Él había muertohacía más de cuarenta años, pero daba igual.Allí estaban esperando sus huesos a recibir loshuesos recientes de la madre de sus hijos. Portanto, nos seguía diciendo mi madre, por lamañana, –ella se iba a quedar toda la nocheallí– temprano iríamos todos en caravana hastael pueblo donde ella había nacido. ¿Y por quélo hacéis tan complicado?, preguntó mi her-mano, poco dado a sentimentalismos de

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ningún tipo. Porque cada uno tiene que des-cansar donde él decida, contestó mi madrediplomática. A mí no me interesaba mucho eltema y no dije nada. En realidad no había pen-sado nunca en ello. Qué más da, me dije paramí, un sitio que otro, si no te vas a enterar,reflexioné en silencio, apoyando de algunaforma a mi hermano. Después de este diálogo,mi madre se fue a hablar con sus familiares.Siempre habían tenido una buena relación. Apesar de que su hermano apenas se hubiesededicado a su madre, entre ellos nunca habíasurgido ninguna disputa por ello, que yosupiese. Pero qué lentas se hacen las horas enun sitio como éste, pensé, todos miran el relojuna y otra vez, y el minutero con sigilo semueve perezosamente sin ninguna prisa. Unasdos o tres horas después, la mayoría ya sehabían ido a descansar y en ese momento tam-bién nos fuimos nosotros, excepto mi madre,que se quedó junto a alguna prima suya, puesno quiso que nos quedásemos ni mi hermanoni yo. El hermano suyo, en cambio, se fue,como era de esperar, junto a toda su familia, apesar de la devoción que siempre habíanmostrado por todo asunto religioso. Antes,unos y otros de los que iban a ir al entierrohabían decidido si saldrían directamente parael pueblo o se pasarían por el tanatorio yseguirían la comitiva del entierro. Nosotros

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decidimos ir juntos en el coche de mi her-mano, ya que mi madre iría en uno de loscoches de la funeraria. Quedamos pronto yllegamos al tanatorio una hora antes de quesaliese el féretro de allí. Pero ya el cuerpo noestaba en la sala, pues se lo habían llevadopara prepararlo, nos dijo mi madre. Esta veztodo fue bastante más rápido que la nocheanterior. Enseguida estábamos los parientescada uno en su coche camino del pueblo.Durante el trayecto de unas dos horas y mediani yo ni mi hermano hablamos apenas. Cuandollegamos allí, todos los coches se dirigierondirectamente al cementerio. Cada uno aparcócomo pudo, pues, en un pueblo pequeño comoera aquel, no había mejor sitio para aparcarque en pleno camino, o en las eras adyacentes.Nosotros tuvimos que subir bastantes metrosmás allá de la puerta del cementerio hastaencontrar un hueco. Cuando bajamos, todo seestaba desarrollando con bastante celeridad.Nos colocamos alrededor de la tumba abierta,en segunda o tercera fila. Ya el cura estabadiciendo las palabras acostumbradas de laliturgia. Y para mi extrañeza, rodeando elféretro, se encontraba la totalidad de la fami-lia del hermano de mi madre. Dos cuerdaspasaban por debajo del ataúd. El hoyo no eramuy profundo pero, claro, había que bajarlohasta el fondo y la mejor manera que habían

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pensado era con esas dos cuerdas que ser-virían a modo de polea para depositarlo en elinterior. El cura se alargó bastante y eso que elsol caía con gran justicia sobre la cabeza detodos los presentes. Quizá por eso yo no loseguía con gran interés. De pronto hizo unaseña y los que se encontraban alrededor delféretro cogieron las cuerdas. En ese momentolos observé con detenimiento. A uno de ellosyo no lo conocía, debía de ser un amigo de lafamilia del hermano de mi madre, otro era elyerno y los otros dos los hijos. Es decir, quehabían copado todo el protagonismo, comobuenos devotos. Y la voz de mando la llevabaél junto con el sacristán del pueblo. No séquién había decidido todo esto. Yo suponíaque los familiares de mayor cercanía, los quese habían preocupado de ella, cuando ésta yano pudo vivir por sí misma y necesitó delamparo de su familia, deberían ser los queestuvieran allí, pero nos encontrábamos, ex-cepto mi madre, en una fila posterior, obser-vando las evoluciones de los otros. El féretrodebía pesar bastante, no obstante la absolutalevedad de mi abuela en sus últimos momen-tos, porque el rictus de sus caras cambió encuanto lo levantaron con las cuerdas en loshombros y por detrás del cuello. En esemomento se les ladeó un poco hacia uno delos lados. Intentaron rectificar, pero lo único

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que consiguieron es que se balancease de unlado al otro. Cuando ya el féretro iba a pene-trar en el hoyo se les fue más pronunciada-mente hacia un lado y se abrió y el cuerposalió despedido casi fuera de la caja. Todosnos quedamos quietos en ese momento. Peroel hermano de mi madre, solícito, se tiró alhoyo y consiguió empujarlo hacia dentro delataúd. Yo ya no pude aguantarlo más. Salí delcementerio y subí la cuesta por donde estabaaparcado el coche de mi hermano. Y allí per-manecí mirando el horizonte de tierra y cieloque había visto nacer a mi abuela y que ahoraobservaba impertérrito e impotente cómo ellase abalanzaba a su suelo con gran ahínco ydeterminación, a pesar del esfuerzo de losdevotos de turno. Poco después oí a lo lejosque mi madre preguntaba por mí, supongo quea mi hermano: Y Claudio, ¿dónde está?

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U N A C O S T U M B R E

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Era una costumbre. Una forma de lenguajesecreto. Sólo compartido por ella y él. Norecuerda ninguno de los dos cómo ni cuándosurgió. Pero ellos se veían haciéndolo casidesde que se conocieron, o, quizás, mejor seríadecir, desde que se besaron, pues el conocersellevó cierto tiempo aún. Lo hacían disimulada-mente cuando nadie los podía ver. Aunque aveces corrían algún riesgo y con cierta posibi-lidad alguien seguro que los había mirado y alo mejor se pudiera haber extrañado de losgestos que uno le hacía al otro recíproca-mente. Él, ese día, al irse a trabajar, volvió adespedirse de la misma forma acostumbrada.Ella todavía se estaba terminando de arreglar

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para irse también a su trabajo. No se vierondurante toda la mañana. Ya por la tarde coin-cidieron en casa. Era jueves. El día anteriorhabía sido movido por muchos aspectos y éstese tornaba trascendental. Una vez que a ambosles había dado tiempo a descansar algo encasa, él le propuso a ella que se fueran a tomarun café fuera. Ella al principio se extrañó algo,pero él dijo: Sí, a ese Café nuevo que hanabierto hace poco. ¿Cuál?, preguntó ella sinentender a qué Café se refería. Sí, el que hanabierto aquí abajo, en la otra calle, explicó él.Ella volvió a poner cara de extrañeza, peroenseguida cayó en la cuenta y dijo: Ah, ya. Yasé cuál dices. Vale, asintió para finalizar.Salieron juntos de la casa, bajaron en el ascen-sor y se dirigieron hacia el Café. Ella ya habíaestado antes desayunando un día. Él simple-mente lo había visto por fuera, una vez quehabían pasado por allí de venir de la compra,un día por la mañana. Recuerda exactamente eldía que fue y lo que dijo. Era un sábado yvenían del supermercado. Él traía el carro dela compra y ella una bolsa en cada mano.Cuando pasaron por la puerta del Café nuevose pararon y se quedaron mirando el interior.Parecía un Café pequeño pero recoleto. Teníaexpuestos unos dulces y era una mezcla depastelería con cafetería. Entonces recuerdaque él dijo: Parece que está bien. Y ella

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respondió que a ver si se pasaban algún día oalgo parecido. Por eso él había pensado en eseCafé para ir hoy. Parecía un sitio agradable y eseso lo que necesitaba. Después ella le habíacomentado que ya había ido un día y que noestaba mal. Mejor así, si además a ella le habíagustado, mucho mejor. Llegaron, pues, al Café.Al entrar a él, uno se encontraba con la zonade la pastelería, y, más en el interior, con lazona de la cafetería y las mesas. Tenía pocas,unas cuatro. Una ya estaba ocupada y ellos eli-gieron una de las otras tres, la que estaba máscerca del expositor de los pasteles y los bo-llos. No tenían camarero para las mesas. Poreso él tomó la iniciativa y la preguntó: ¿Quéquieres? Un café con leche, dijo ella, añadien-do: con leche fría, ya sabes. Él se levantó y fuea pedir a la barra. Allí pidió el café de ella ypara él un café con leche, pero con lechecaliente. Desde la barra se volvió y la pregun-tó si quería algo de comer. Ella miró los bo-llos, se levantó para observarlos más de cercay le señaló a quien les atendía una napolitanade chocolate que tenía buena pinta. Él, encambio, no quiso comer nada. Ella regresó a lamesa con la napolitana que había pedido,mientras él esperaba que terminasen depreparar los cafés, de pie, en la barra. Cuandoestuvieron listos, los cogió, uno en cada manoy los llevó a la mesa. Ella empezó a partirse la

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napolitana con el cuchillo y el tenedor que lehabían puesto. El, entretanto, se echaba elazúcar en su café. Ya no pudo aguantar más yexplotó: Tenemos que hablar. Ella seguía conla napolitana sin prestarle mucha atención,pero levantó los ojos y respondió: ¿De qué? Élno sabía cómo continuar. Tomó un sorbo desu café y después dijo: De lo del otro día. Ellano había olvidado la conversación, no, nimucho menos. Fue por la noche. Antes deacostarse. Él yacía recostado en la cama cuan-do ella entró en la habitación. Estaba leyendo,pero al verla entrar, levantó la vista. Entoncesempezó a hablar de que a veces era mejorempezar de nuevo. Tener nuevas ilusiones.Hacer otras cosas. Incluso hacer esas cosasque uno se había propuesto antes, pero quepor circunstancias nunca había podido llevar acabo. Es decir, empezó a hablar de por ejem-plo tener la ilusión de amueblar un nuevo piso,o de vivir sólo, él nunca había vivido sólo.Salió de casa de sus padres para vivir con ella.Ella, en cambio, sí había pasado ya por esaexperiencia y no la echaba de menos, le dijo enese momento. Pero él insistía. Que a veceshabía periodos que llegaban a su fin. Que lavida se construye por etapas, y que éstas sevan acabando y empiezan otras. Que todotiene un tiempo determinado y que se notacuando algo ya no va. Que a veces hay que

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mirar un poco más allá. Ver los mensajes quete manda la vida. En realidad, pensó ella aque-lla noche, que todo eso que él la acababa dedecir venía de la ruptura que había experimen-tado una pareja amiga. Incluso, llegó a decírse-lo, que todo aquello era por sus amigos. Peroél lo negó. Simplemente dijo que no, que yallevaba mucho tiempo pensando en ello. Que aveces, y últimamente con más frecuencia, sesentía vacío. Y que no sabía el motivo. Sóloque no vivía como había previsto. Que queríahacer eso que siempre había tenido en mente ynunca se había atrevido. Más aún, la dijo quedesde que estaba pensando en esas cosas, dealguna forma algo había cambiado en él. Queya era otra persona y que, simplemente, teníaque dar el paso. Que ya estaba bien de ser uncobarde. Después ella le preguntó si era porella. Que si había alguien más. Que por quéestaba pensando esas cosas ahora. Ahora quehabían hablado de tener hijos. Ahora que todoestaba bien. Que ya habían pasado los peoresmomentos de la adaptación. Ahora que todoparecía ir bien. Que qué era lo que había ocu-rrido. Él ya no supo decirle más. Sencillamentese limitó a repetir lo ya dicho, remarcándolo,diciéndolo con otras palabras, o con las mis-mas. Repitiéndolo una y otra vez hasta que ellale dijo que se callase ya. Que ya había tenidobastante. Entonces cada uno se había acostado

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en su lado de la cama. Eso había ocurridohacía más o menos una semana. Quizás algomás. Después no habían vuelto a hablar delasunto. Los días habían pasado sin mencionarni uno ni otro el tema. Cada uno con sus ruti-nas. Incluso el fin de semana anterior habíanido al teatro y habían ido a cenar a un restau-rante. Incluso se lo habían pasado bastantebien. Y ahora volvía con aquello. Tenemos quehablar, volvió a decir él. Mañana me voy, con-cluyó sin tregua. Ella no supo en ese momen-to qué contestar. Seguía cortando la napolitanade chocolate, pero ya no dirigía el tenedor asus labios. Seguidamente alzó la cabeza. Lemiró intensamente. Sus ojos grandes sehicieron aún más grandes. Él, en un principio,apartó un poco la mirada, pero regresó a susojos. De pronto ya no supo cómo continuar.No tenía, no sabía, nada más que decir. Fueella quien habló. Vámonos de aquí, dijo. Él,entonces, intentó decir algo, como que sequedasen un poco más. Que se terminaran elcafé. Que continuaran hablando. Pero al finalno dijo nada. Se levantó y fue a pagar la cuen-ta de nuevo a la barra. Cuando se dio la vuelta,ella estaba saliendo por la puerta. Él la siguió,la alcanzó y se dispuso a hablar. Ella se le ade-lantó. ¿Cuándo te vas?, preguntó. Mañana,contestó él enseguida. Pero al instante recti-ficó: O esta noche si te parece mejor. Esta

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noche, dijo ella. Regresaron a la casa. Durantela siguiente hora él estuvo recogiendo algunascosas mientras ella simplemente se mantuvo almargen. Sin darse apenas cuenta se encon-traron los dos en la puerta, como tantas otrasveces, cuando él o ella se iba a algún lado yuno u otro salía al umbral y se disponía a des-pedirse de la forma acostumbrada, con elgesto cómplice que habían establecido al prin-cipio del enamoramiento, con ese gesto que setraducía siempre en la mente de ella y en lamente de él en un te quiero, y que esta vez sequedó en el aire, como si el aire…

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E N E L B A R D E J A Z Z

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Habían salido a dar una vuelta. Caminaban porel centro de la ciudad sin ningún rumbo fijo.No hablaban demasiado. Hacía tiempo que yano hablaban demasiado. ¿Te apetece tomaralgo?, preguntó él. Bueno, dijo ella. ¿Qué teapetece?, volvió a preguntar. No sé, dijo ella.Bueno, di. ¿Quieres comer algo o simplementetomar una cerveza?, siguió él un poco hastia-do. Comer no, dijo ella decidiéndose. Estábien, concluyó él, para acto seguido ponerrumbo al lugar que ya tenía en la cabeza.¿Dónde vamos?, preguntó esta vez ella. Aquímismo, dijo él. Y así era, a la vuelta de laesquina apareció un Café-bar-garito, queambos conocían bien. Ella al verlo puso buena

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cara. No era la primera vez que estaban allí,no. Últimamente no iban mucho. Más biennada. Pero sí que lo habían frecuentado enotros tiempos. Entraron y directamente sefueron a una mesa libre que había junto a laventana. El sitio tenía una barra amplia en unlado, una columna central, y una especie depequeño escenario justo enfrente de la barra,ladeado en una esquina, en el que destacabanun piano y una batería. Las mesas se dis-tribuían alrededor de la columna central, tam-bién alrededor del escenario y luego, algo másalejadas, las que se encontraban mirando a lacalle por los dos amplios ventanales. No eramuy tarde y por tanto a esas horas había bas-tantes mesas desocupadas. Enseguida vino lacamarera y les tomó nota. A esta no laconocían, aunque había habido una época enla que se conocían a todos los camareros dellocal, incluso cuando los iban sustituyendo,que solía ocurrir cada año aproximadamente,solían acertar diciendo quién había sido elsustituido. Normalmente siempre había algúno alguna extranjera junto a otros de aquí. Erauna costumbre del sitio. Como también quecada noche hubiese un concierto de Jazz.Solían contratar a una Banda de Jazz durantecuatro o cinco días y el programa mensualsiempre estaba encima de cada mesa. Mientrasél ojeaba el programa, la camarera trajo las dos

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cervezas, las depositó en la mesa y dejó el ti-cket. ¿Los conoces?, preguntó ella, refirién-dose a las bandas del programa. Bueno, unasuele acudir cada año, creo, aunque no sé si hevenido a escucharla en alguna ocasión, dijo él.Al resto, no, continuó. Hacía tiempo que noveníamos, comentó ella. Sí, dijo él, muchotiempo. En ese momento le vino a la menteuna de las primeras veces que estuvieron allí.Hacía poco que se conocían. Era la época en laque empezaron a salir. Él venía de un divorcioy ella de una relación que no había terminadobien. Ese día llegaron pronto como hoy. En unprincipio no tenían pensado quedarse al con-cierto, pero se pusieron a hablar casi sin parary al final se quedaron. Estuvieron hablando delas causas de sus respectivas situaciones. Él seacordaba que le contó que meses antes de suseparación él ya había decidido que aquellotenía que acabar. Y ¿cómo lo supiste?, le pre-guntó ella en aquel momento. No sé, pormuchos indicios, le dijo él, uno se va dandocuenta de que las cosas no van por el caminoadecuado. O quizá yo me di cuenta, siguió, yella no. No lo sé. Yo tenía perspectivas quesabía que con ella al lado no iba a podercumplir. Tenía una forma de vida que drástica-mente me alejaban de ellas. Pero, ¿cómo era tuvida?, cree que le preguntó ella interesada.Pues anodina. Con una serie de costumbres

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demasiado familiares. Y yo soy una personabastante independiente. Siempre había cosasque celebrar en aquella familia. No lo soporta-ba. ¿Pero no llevabais juntos muchos años?,preguntó ella. Sí, dijo él, a lo mejor tambiénpor eso. Llevábamos más de diez años. Y yocreo que todo tiene sus ciclos y ese posible-mente se había acabado. Ella, entonces, hablótambién de su relación. De que salvando losprimeros años, siempre habían tenido proble-mas. Él, su anterior pareja, era una persona ala que le gustaba salir por ahí mucho, mientrasella era una persona más casera. Él apenastenía perspectivas de futuro. O más bien no selo planteaba, no ahorraba. Todavía no habíanpodido invertir en un piso, como ella quería enese momento. Tampoco tenía muy claro si loseguía queriendo. Habían tenido demasiadosproblemas de infidelidades mutuas como paraestar seguro de que aquello iba a funcionar.Entonces él recuerda que la dijo: Pues, debíade ser que todo estaba como escrito, ¿no? Túpor un lado y yo por otro parecía que teníamosque terminar juntos. ¿En qué piensas?, pre-guntó en ese momento ella al verle ensimisma-do. No, en nada, dijo él. En algo pensarás,porque estás como ausente, dijo de nuevo.Bueno, estaba pensando en las primeras vecesque vinimos aquí, ¿te acuerdas?, pregunto él asu vez. Claro, cómo lo iba a olvidar. Nos lo

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pasábamos bien entonces, siguió ella. Creoque fue nuestro mejor momento ¿no?, con-cluyó. Sí, seguro que sí, dijo él, que de nuevose quedó como ausente, pensando en aquellaconversación que mantuvieron. Además, aña-dió en aquel momento hablando de su relaciónanterior, todo se había vuelto demasiado pre-visible. No había variaciones, todo era siemprede la misma manera. Nada se improvisaba. Lasmismas personas, las mismas melodías, nin-guno de los dos éramos capaces de inventarnada nuevo. Todo lo mismo, día a día, semanatras semana, mes a mes. Entonces, justo cuan-do salían los músicos de jazz al escenario yempezaba el murmullo del público y losprimeros aplausos, dijo ella entusiasmada: Esono nos va a pasar a nosotros, a que no. Di queno. Verdad que no. Pero su voz se hacía cadavez más frágil en el mar de la música que yaempezaba a sonar. Y empezaron a desenten-derse de la conversación y a poner toda suatención hacia lo que estaba sucediendoalrededor. Incluso se levantaron, como otros,también para aplaudir los primeros acordes dela banda. ¿Ya te has tomado la cerveza?, pre-guntó él volviendo en sí, y dándose cuenta deque él se la había bebido ya. No, todavía no,contestó ella. Pero si tú quieres, tómate otra.Entonces él reflexionó un poco y dijo: Voy aver quiénes tocan hoy, y cogió el programa.

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¿Te apetece quedarte?, preguntó ella un pocoincrédula. No sé, dijo él, espera a ver quiénesson. ¿Los conoces?, preguntó de nuevo ella.No, ¿a ti te suenan?, replicó él pasándole elprograma. No, no los conozco de nada. Pero siquieres…, dejó caer sin mucho convencimien-to. Bueno, no sé, si a ti te apetece, dijo él comodejando las cosas en el aire, pero también singran interés. La verdad es que esta mañana mehe levantado muy pronto y estoy algo cansada,pero si quieres…, dijo de nuevo. Sí, es verdad.Yo también. Además, continuó él, simple-mente salíamos a despejarnos un poco y a daruna vuelta. Que mañana otra vez el ajetreo detodos los días. Si te apetece, dijo para concluir,podemos venir el fin de semana. Mira a verquién toca. Ella miró por encima y le pasó elprograma. Bueno, sí, mejor, mejor el fin desemana, ya lo decidiremos, dijo ella. Sí, mejorlo hablamos mañana o pasado, dijo él alzandola mano para que se acercase la camarera y lescobrase las consumiciones. Al poco ésta seacercó y les trajo las vueltas. Entonces él mirósi ella ya se había tomado su cerveza. Ella quelo notó, la cogió y le dio el último trago.Cuando quieras, dijo al fin ella después debeber. Entonces se levantaron. El local estabacasi lleno. Ya se sentía el bullicio de lospreparativos. Incluso había alrededor de lasmesas gente esperando a que se levantasen los

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que no se iban a quedar al concierto. Se nota-ba la vida que transmite el inicio de algo, comosi sólo al principio hubiese vida y al final loinevitable. Salieron del bar uno detrás de otroy se encaminaron a su casa. Lo que veníadespués ya lo sabían.

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