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Subsidio para vivir la Semana del Buen Samaritano

Mensaje del Santo Padre Francisco II Jornada Mundial de los Pobres 4

La Solidaridad en el Antiguo Testamento 10

Cuidar y cuidarnos: una lectura desde Lc 10,35 22

Índice

Este material es un subsidio para vivir la Semana del Buen Samaritano elaborado por el Departamento de Pastoral Social de la Arquidiócesis de San José.

Teléfono: 2232-6211Correo electrónico: [email protected]

San José, Costa Rica 2018.

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2. El salmo describe con tres verbos la actitud del pobre y su relación con Dios. Ante todo, “gritar”. La condición de pobreza no se agota en una palabra, sino que se transforma en un grito que atraviesa los cielos y llega hasta Dios. ¿Qué expresa el grito del pobre si no es su sufrimiento y soledad, su desilusión y esperanza? Podemos preguntarnos: ¿Cómo es que este grito, que sube hasta la presencia de Dios, no consigue llegar a nuestros oídos, dejándonos indiferentes e impasibles? En una Jornada como esta, estamos llamados a hacer un serio examen de conciencia para darnos cuenta de si realmente hemos sido capaces de escuchar a los pobres.

Lo que necesitamos es el silencio de la escucha para poder reconocer su voz. Si somos nosotros los que hablamos mucho, no lograremos escucharlos. A menudo me temo que tantas iniciativas, aun siendo meritorias y necesarias, están dirigidas más a complacernos a nosotros mismos que a acoger el clamor del pobre. En tal caso, cuando los pobres hacen sentir su voz, la reacción no es coherente, no es capaz de sintonizar con su condición. Estamos tan atrapados por una cultura que obliga a mirarse al espejo y a preocuparse excesivamente de sí mismo, que pensamos que basta con un gesto de altruismo para quedarnos satisfechos, sin tener que comprometernos directamente.

3. El segundo verbo es “responder”. El salmista dice que el Señor, no solo escucha el grito del pobre, sino que le responde. Su respuesta, como se muestra en toda la historia de la salvación, es una participación llena de amor en la condición del pobre. Así ocurrió cuando Abrahán manifestó a Dios su deseo de tener una descendencia, a pesar de que él y su mujer Sara, ya ancianos, no tenían hijos (cf. Gn 15,1-6). También sucedió cuando Moisés, a través del fuego de una zarza que ardía sin consumirse, recibió la revelación del nombre divino y la misión de hacer salir al pueblo de Egipto (cf. Ex 3,1-15). Y esta respuesta se confirmó a lo largo de todo el camino del pueblo por el desierto, cuando sentía el mordisco del hambre y de la sed (cf. Ex 16,1-16; 17,1-7), y cuando caían en la peor miseria, es decir, la infidelidad a la alianza y la idolatría (cf. Ex 32,1-14).

La respuesta de Dios al pobre es siempre una intervención de salvación para curar las heridas del alma y del cuerpo, para restituir justicia y para ayudar a reempren-der la vida con dignidad. La respuesta de Dios es también una invitación a que todo el que cree en él obre de la misma manera, dentro de los límites humanos. La Jornada Mundial de los Pobres pretende ser una pequeña respuesta que la Iglesia entera, extendida por el mundo, dirige a los pobres de todo tipo y de cualquier lugar para que no piensen que su grito se ha perdido en el vacío. Probablemente es como una gota de agua en el desierto de la pobreza; y sin embargo puede ser un signo de cercanía para cuantos pasan necesidad, para que sientan la presencia activa de un hermano o una hermana. Lo que no necesitan los pobres es un acto de delegación, sino el compromiso personal de aquellos que escuchan su clamor. La solicitud de los creyentes no puede limitarse a una forma de asistencia —que es necesaria y providencial en un primer momento—, sino que exige esa «atención amante» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 199), que honra al otro como persona y busca su bien.

Mensaje del Santo Padre Francisco

II Jornada Mundial de los Pobres

1. «Este pobre gritó y el Señor lo escuchó» (Sal 34,7). Las palabras del salmista las hacemos nuestras desde el momento en el que también nosotros estamos llamados a ir al encuentro de las diversas situaciones de sufrimiento y marginación en la que viven tantos hermanos y hermanas, que habitualmente designamos con el término general de “pobres”. Quien ha escrito esas palabras no es ajeno a esta condición, sino más bien al contrario. Él ha experimentado directamente la pobreza y, sin em-bargo, la transforma en un canto de alabanza y de acción de gracias al Señor. Este salmo nos permite también hoy a nosotros, rodeados de tantas formas de pobreza, comprender quiénes son los verdaderos pobres, a los que estamos llama-dos a dirigir nuestra mirada para escuchar su grito y reconocer sus necesidades.

Se nos dice, ante todo, que el Señor escucha a los pobres que claman a él y que es bueno con aquellos que buscan refugio en él con el corazón destrozado por la tristeza, la soledad y la exclusión. Escucha a todos los que son atropellados en su dignidad y, a pesar de ello, tienen la fuerza de alzar su mirada al cielo para recibir luz y consuelo. Escucha a aquellos que son perseguidos en nombre de una falsa justicia, oprimidos por políticas indignas de este nombre y atemorizados por la violencia; y aun así saben que Dios es su Salvador. Lo que surge de esta oración es ante todo el sentimiento de abandono y confianza en un Padre que escucha y acoge. A la luz de estas palabras podemos comprender más plenamente lo que Jesús proclamó en las bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3).

En virtud de esta experiencia única y, en muchos sentidos, inmerecida e imposible de describir por completo, nace el deseo de contarla a otros, en primer lugar a los que, como el salmista, son pobres, rechazados y marginados. Nadie puede sentir-se excluido del amor del Padre, especialmente en un mundo que con frecuencia pone la riqueza como primer objetivo y hace que las personas se encierren en sí mismas.

Este pobre gritó y el Señor lo escuchó

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por lo tanto, merecedores de rechazo y apartamiento. Se tiende a crear distancia entre los otros y uno mismo, sin darse cuenta de que así nos distanciamos del Señor Jesús, quien no solo no los rechaza sino que los llama a sí y los consuela. En este caso, qué apropiadas se nos muestran las palabras del profeta sobre el estilo de vida del creyente: «Soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo» (Is 58,6-7). Este modo de obrar permite que el pecado sea perdonado (cf. 1P 4,8), que la justicia recorra su camino y que, cuando seamos nosotros los que gritemos al Señor, entonces él nos responderá y dirá: ¡Aquí estoy! (cf. Is 58, 9).

6. Los pobres son los primeros capacitados para reconocer la presencia de Dios y dar testimonio de su proximidad en sus vidas. Dios permanece fiel a su promesa, e incluso en la oscuridad de la noche no deja que falte el calor de su amor y de su consolación. Sin embargo, para superar la opresiva condición de pobreza es necesario que ellos perciban la presencia de los hermanos y hermanas que se preocupan por ellos y que, abriendo la puerta de su corazón y de su vida, los hacen sentir familiares y amigos. Solo de esta manera podremos «reconocer la fuerza salvífica de sus vidas» y «ponerlos en el centro del camino de la Iglesia» (Exhort. apost. Evangelii gaudium, 198).

En esta Jornada Mundial estamos invitados a concretar las palabras del salmo: «Los pobres comerán hasta saciarse» (Sal 22,27). Sabemos que tenía lugar el banquete en el templo de Jerusalén después del rito del sacrificio. Esta ha sido una experiencia que ha enriquecido en muchas Diócesis la celebración de la primera Jornada Mundial de los Pobres del año pasado. Muchos encontraron el calor de una casa, la alegría de una comida festiva y la solidaridad de cuantos quisieron compartir la mesa de manera sencilla y fraterna. Quisiera que también este año, y en el futuro, esta Jornada se celebrara bajo el signo de la alegría de redescubrir el valor de estar juntos. Orar juntos en comunidad y compartir la comida en el domingo. Una experiencia que nos devuelve a la primera comunidad cristiana, que el evangelista Lucas describe en toda su originalidad y sencillez: «Perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones. [....] Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2,42.44-45).

7. Son innumerables las iniciativas que diariamente emprende la comunidad cristiana como signo de cercanía y de alivio a tantas formas de pobreza que están ante nuestros ojos. A menudo, la colaboración con otras iniciativas, que no están motivadas por la fe sino por la solidaridad humana, nos permite brindar una ayuda que solos no podríamos realizar. Reconocer que, en el inmenso mundo de la pobreza, nuestra intervención es también limitada, débil e insuficiente, nos lleva a tender la mano a los demás, de modo que la colaboración mutua pueda lograr su objetivo con más eficacia. Nos mueve la fe y el imperativo de la caridad, aunque sabemos reconocer otras formas de ayuda y de solidaridad que, en parte, se fijan los mismos objetivos; pero no descuidemos lo que nos es propio, a saber, llevar a

4. El tercer verbo es “liberar”. El pobre de la Biblia vive con la certeza de que Dios interviene en su favor para restituirle la dignidad. La pobreza no es algo buscado, sino que es causada por el egoísmo, el orgullo, la avaricia y la injusticia. Males tan antiguos como el hombre, pero que son siempre pecados, que afectan a tantos inocentes, produciendo consecuencias sociales dramáticas. La acción con la que el Señor libera es un acto de salvación para quienes le han manifestado su propia tristeza y angustia. Las cadenas de la pobreza se rompen gracias a la potencia de la intervención de Dios. Tantos salmos narran y celebran esta historia de salvación que se refleja en la vida personal del pobre: «[El Señor] no ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre desgraciado; no le ha escondido su rostro: cuando pidió auxilio, lo escuchó» (Sal 22,25). Poder contemplar el rostro de Dios es signo de su amistad, de su cercanía, de su salvación. Te has fijado en mi aflicción, velas por mi vida en peligro; […] me pusiste en un lugar espacioso (cf. Sal 31,8-9). Ofrecer al pobre un “lugar espacioso” equivale a liberarlo de la “red del cazador” (cf. Sal 91,3), a alejarlo de la trampa tendida en su camino, para que pueda cami-nar libremente y mirar la vida con ojos serenos. La salvación de Dios adopta la forma de una mano tendida hacia el pobre, que acoge, protege y hace posible experimentar la amistad que tanto necesita. A partir de esta cercanía, concreta y tangible, comienza un genuino itinerario de liberación: «Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 187).

5. Me conmueve saber que muchos pobres se han identificado con Bartimeo, del que habla el evangelista Marcos (cf. 10,46-52). El ciego Bartimeo «estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna» (v. 46), y habiendo escuchado que Jesús pasaba «empezó a gritar» y a invocar al «Hijo de David» para que tuviera piedad de él (cf. v. 47). «Muchos lo increpaban para que se callara. Pero él gritaba más fuerte» (v. 48). El Hijo de Dios escuchó su grito: «“¿Qué quieres que haga por ti?”. El ciego le contestó: “Rabbunì, que recobre la vista”» (v. 51). Esta página del Evangelio hace visible lo que el salmo anunciaba como promesa. Bartimeo es un pobre que se encuentra privado de capacidades fundamentales, como son la de ver y trabajar. ¡Cuántas sendas conducen también hoy a formas de precariedad! La falta de medios básicos de subsistencia, la marginación cuando ya no se goza de la plena capacidad laboral, las diversas formas de esclavitud social, a pesar de los progresos realizados por la humanidad… Cuántos pobres están también hoy al borde del camino, como Bartimeo, buscando dar un sentido a su condición. Muchos se preguntan cómo han llegado hasta el fondo de este abismo y cómo poder salir de él. Esperan que alguien se les acerque y les diga: «Ánimo. Levántate, que te llama» (v. 49).

Por el contrario, lo que lamentablemente sucede a menudo es que se escuchan las voces del reproche y las que invitan a callar y a sufrir. Son voces destempla-das, con frecuencia determinadas por una fobia hacia los pobres, a los que se les considera no solo como personas indigentes, sino también como gente portadora de inseguridad, de inestabilidad, de desorden para las rutinas cotidianas y,

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en su Camino de perfección: «La pobreza es un bien que encierra todos los bienes del mundo. Es un señorío grande. Es señorear todos los bienes del mundo a quien no le importan nada» (2,5). En la medida en que sepamos discernir el verdadero bien, nos volveremos ricos ante Dios y sabios ante nosotros mismos y ante los demás. Así es: en la medida en que se logra dar a la riqueza su sentido justo y verdadero, crecemos en humanidad y nos hacemos capaces de compartir.

10. Invito a los hermanos obispos, a los sacerdotes y en particular a los diáconos, a quienes se les impuso las manos para el servicio de los pobres (cf. Hch 6,1-7), junto con las personas consagradas y con tantos laicos y laicas que en las parroquias, en las asociaciones y en los movimientos, hacen tangible la respuesta de la Iglesia al grito de los pobres, a que vivan esta Jornada Mundial como un momento privilegiado de nueva evangelización. Los pobres nos evangelizan, ayudándonos a descubrir cada día la belleza del Evangelio. No echemos en saco roto esta oportunidad de gracia. Sintámonos todos, en este día, deudores con ellos, para que tendiendo recíprocamente las manos unos a otros, se realice el encuentro salvífico que sostiene la fe, vuelve operosa la caridad y permite que la esperanza prosiga segura en su camino hacia el Señor que llega.

Vaticano, 13 de junio de 2018 Memoria litúrgica de san Antonio de Padua

Francisco

todos hacia Dios y hacia la santidad. Una respuesta adecuada y plenamente evangélica que podemos dar es el diálogo entre las diversas experiencias y la humildad en el prestar nuestra colaboración sin ningún tipo de protagonismo.

En relación con los pobres, no se trata de jugar a ver quién tiene el primado en el intervenir, sino que con humildad podamos reconocer que el Espíritu suscita gestos que son un signo de la respuesta y de la cercanía de Dios. Cuando encontramos el modo de acercarnos a los pobres, sabemos que el primado le corresponde a él, que ha abierto nuestros ojos y nuestro corazón a la conversión. Lo que necesitan los pobres no es protagonismo, sino ese amor que sabe ocultarse y olvidar el bien realizado. Los verdaderos protagonistas son el Señor y los pobres. Quien se pone al servicio es instrumento en las manos de Dios para que se reconozca su presencia y su salvación. Lo recuerda san Pablo escribiendo a los cristianos de Corinto, que competían ente ellos por los carismas, en busca de los más prestigio-sos: «El ojo no puede decir a la mano: “No te necesito”; y la cabeza no puede decir a los pies: “No os necesito”» (1 Co 12,21). El Apóstol hace una consideración importante al observar que los miembros que parecen más débiles son los más necesarios (cf. v. 22); y que «los que nos parecen más despreciables los rodeamos de mayor respeto; y los menos decorosos los tratamos con más decoro; mientras que los más decorosos no lo necesitan» (vv. 23-24). Pablo, al mismo tiempo que ofrece una enseñanza fundamental sobre los carismas, también educa a la comunidad a tener una actitud evangélica con respecto a los miembros más débiles y necesitados. Los discípulos de Cristo, lejos de albergar sentimientos de desprecio o de pietismo hacia ellos, están más bien llamados a honrarlos, a darles precedencia, convencidos de que son una presencia real de Jesús entre nosotros. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).

8. Aquí se comprende la gran distancia que hay entre nuestro modo de vivir y el del mundo, el cual elogia, sigue e imita a quienes tienen poder y riqueza, mientras margina a los pobres, considerándolos un desecho y una vergüenza. Las palabras del Apóstol son una invitación a darle plenitud evangélica a la solidaridad con los miembros más débiles y menos capaces del cuerpo de Cristo: «Y si un miembro sufre, todos sufren con él; si un miembro es honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12,26). Siguiendo esta misma línea, así nos exhorta en la Carta a los Romanos: «Alegraos con los que están alegres; llorad con los que lloran. Tened la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de grandeza, sino poniéndoos al nivel de la gente humilde» (12,15-16). Esta es la vocación del discípulo de Cristo; el ideal al que aspirar con constancia es asimilar cada vez más en nosotros los «sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5).

9. Una palabra de esperanza se convierte en el epílogo natural al que conduce la fe. Con frecuencia, son precisamente los pobres los que ponen en crisis nuestra indiferencia, fruto de una visión de la vida excesivamente inmanente y atada al presente. El grito del pobre es también un grito de esperanza con el que manifiesta la certeza de que será liberado. La esperanza fundada en el amor de Dios, que no abandona a quien confía en él (cf. Rm 8,31-39). Así escribía santa Teresa de Ávila

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exponer ciertos aspectos del mensaje contenido en el Pentateuco, con unas palabras finales sobre profetas y sabios.

1. El Génesis

Quizá sea este libro el más rico de la Biblia a propósito del tema que nos interesa. En él se expone la base inicial de la solidaridad, las cuatro rupturas posteriores, y el esfuerzo por recomponer esa fraternidad perdida.

La solidaridad inicial y las cuatro rupturas posteriores

El primer capítulo del libro del Génesis pone ya la base de la solidaridad, que se encuentra en la creación. Precisamente una de las mayores manifestaciones de la insolidaridad, es la que se da a nivel del mismo género humano entre sus dos elementos componentes, el hombre y la mujer. Es igual que hablemos de feminis-mo o de machismo. En cualquier caso, los términos reflejan una tensión, que ha provocado y sigue provocando grandes injusticias, y que en muchos casos ha intentado fundamentarse con ideas filosóficas y teológicas. El primer capítulo del Génesis nos dice que esto no pertenece al plan originario de Dios.

Cuando se habla de la creación de la primera pareja humana, la mayoría de la gente sólo recuerda el relato de la formación de Adán a partir del barro y de Eva a partir de la costilla de Adán (Gén 2,7-25). Pero el capítulo primero enfoca las cosas de manera distinta. Al llegar al sexto día de la creación, después de haber realiza-do todas sus obras en el cielo, en el mar y sobre la faz de la tierra, Dios decide: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza; que dominen los peces del mar, las aves del cielo, los animales domésticos y todos los reptiles. Y creó Dios al ser humano a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Gén 1,26-27).

En cualquier forma que se interprete la imagen y semejanza de Dios -tema muy discutido- lo importante es que, para el autor de este capítulo, la imagen y semejanza de Dios, el reflejo de su gloria, la misión de dominar el mundo, es algo que no corresponde sólo al varón, sino al varón y a la mujer de forma indisoluble. La Biblia, tan acusada de antifeminismo, se abre con la afirmación más tajante de la igualdad de los dos sexos. Y así pone el fundamento para aclarar todos los otros problemas de insolidaridad que iremos encontrando a lo largo de la historia. Esa solidaridad no sólo existe entre el hombre y la mujer, sino entre ambos y Dios, continuando su obra creadora y participando en su mismo proyecto histórico.

Sin embargo, esta solidaridad inicial se rompe de inmediato según el mismo relato bíblico. Casi siempre nos fijamos en la ruptura con Dios por la desobediencia. Pero es igual de clara y trágica la ruptura que se produce entre Adán y Eva. En el capítulo tercero, después del pecado original, Dios interroga a los culpables. Comienza por Adán, y éste se excusa cargando la responsabili dad sobre Eva y

La Solidaridad en el Antiguo TestamentoJosé Luis Sicre - Mario Montes Moraga

Antes de entrar en materia conviene salir al paso de dos posibles equívocos, con respecto al tema de la solidaridad en la Biblia.

El primero es un equívoco terminológico. Mucha gente piensa que el término solidaridad significa siempre un valor positivo, una virtud en relación con el bien. Sin embargo, el Diccionario de María Moliner define el término como “la relación entre las personas que participan con el mismo interés en cierta cosa”, “la actitud de una persona con respecto a otra y otras cuando pone interés y esfuerzo en una empresa o asunto de ellas”. Por consiguiente, lo esencial de la solidaridad no es el hecho de unirse para el bien, sino el simple hecho de sentirse unidos, aunque la causa sea mala desde nuestro punto de vista.

Pues también los narcotraficantes son solidarios entre ellos, aunque su empresa no sea digna de imitación para nosotros. Igual que, en términos bíblicos, eran solidarios los asirios cuando devastaban los territorios conquistados. Lógicamente, nos fijamos en la solidaridad para el bien. Por otra parte, la solidaridad es un concepto que no existe en la Biblia, y que más bien deberíamos sustituir por el de fraternidad.

Un segundo equívoco significa concebir la Biblia como un gran canto a la solidaridad o fraternidad universal. Esto responde a una mentalidad romántica sin base en la realidad. La Biblia constata con un realismo cruel que la humanidad se divide desde el comienzo en fuertes y débiles, asesinos y asesinados, Caín y Abel (Gén 4,1-16.23-24). Y en ningún momento intenta recomponer de forma paradisíaca esta ruptura de la familia humana, que es también la familia de Dios. Por eso, a lo largo de todos los libros, constatamos una división creciente, que culmina en el último, el Apocalipsis, donde la sangre de Abel se con vierte en la sangre de los innumerables mártires de Cristo, y el astuto Caín adquiere las dimensiones devastadoras del Imperio romano (Ap 12,3).

Sin embargo, esta triste experiencia va acompañada de un esfuerzo por salvar la fraternidad o solidaridad. Dada la abundancia del material bíblico, me limitaré a

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al cielo, para hacernos famosos y para no dispersarnos por la superficie de la tierra”. Es frecuente ver aquí un nuevo pecado de orgullo, no ya de la primera pareja, que pretende “ser como dioses”, sino de toda la humanidad, que intenta escalar el cielo. Sin duda, hay un matiz de orgullo en las palabras de la humanidad, pero no parece tan marcado como a veces se dice. Lo que más llama la atención son las palabras de Dios, que ve amenazada su soberanía y decide confundir las lenguas para que tengan que dispersarse. Con esto, el primer y único proyecto solidario de la humanidad se ve abocado al fracaso.

Como he indicado anteriormente, estos relatos no debemos interpretar los como hechos históricos, pero plantean una interesante visión del fenómeno de la in-solidaridad. Ante todo, la solidaridad se ha visto rota a tres niveles distin tos: matri monial, fraternal y universal. Y cada una de esas rupturas significa también una ruptura con Dios. La solidaridad aparece como un sueño irrealizable. Pero, lo que es más grave todavía, en los tres casos, Dios aparece como responsable parcial o absoluto de esta ruptura. Con ello, los autores bíblicos nos están demostrando que son más profundos en sus reflexiones que nosotros.

Nosotros tendemos a ver el fenómeno de la insolidaridad como un simple resultado de causas sociales, políticas y económicas, basadas a lo sumo en un egoísmo manifiesto a nivel personal, nacional o internacional. La Biblia desmonta en parte esta interpretación al presentar el hecho de la insolidaridad desde un punto de vista teológico, como un fenómeno inexplicable y miste rio so, en el que también Dios es responsable.

Lo anterior deja una sensación de malestar y rebeldía. La humanidad parece hundida en un pozo sin fondo, y sin esperanzas de salir de él. Curiosamente, el libro del Génesis, que ha comenzado con esta visión tan pesimista, después de destrozar todas las utopías, se va a convertir en una gran exhortación a la solidaridad, a la convivencia, a sentirse hermanos a nivel familiar e interna cional.

La reconquista de la solidaridad

Los protagonistas de esta reconquista de la fraternidad serán los patriarcas; hombres que las tradiciones bíblicas presentan con todo realismo, envueltos en debilidades, pero capaces también de las mayores proezas espirituales. Abrahán, Jacob y Esaú, José, nos enseñan en las circunstancias más distintas como recomponer ese mundo que se había derrumbado.

La primera solidaridad rota era la que debía sentir el hombre con el proyecto de Dios. Ahora surge un nuevo proyecto, distinto, de salvación. Y el hombre, Abrahán, está dispuesto a colaborar. La orden inicial, “sal de tu tierra y de tu casa paterna hacia la tierra que yo te mostraré”, es dura y exigente (Gén 12,1). Mucho más que no comer del árbol que está en el centro del jardín. Hay que romper con el mundo en que uno ha crecido, de afectos, tradiciones, historia.

sobre el mismo Dios: “La mujer que me diste por compañera me alargó el fruto y comí” (Gén 3,12).

Eva ya no es para Adán “hueso de mis huesos y carne de mi carne”, como había exclamado en el momento de su creación (Gn 2,23). Ahora la ve como algo distinto de él, que Dios ha puesto en su camino para desgracia suya. Como quien dice: “la que me diste como compañera, es la culpable de que yo comiera” (Gén 3,12). Adán, buscando una excusa, deja de identificarse con su mujer y establece un abismo entre ambos.

El que estos relatos no reflejen la realidad histórica, es decir, que no están contando un pleito entre una pareja y un juicio de Dios como juez, no significa que carezcan de profundo valor. Igual que los mitos griegos, expresan en lenguaje poético los más profundos problemas de la vida humana. Los autores bíblicos intentan decirnos que, cuando comienza la experiencia histórica de la humanidad, cuando se sale del paraíso, la humanidad está ya dividida. Este es el primer pecado “original”: ruptura con Dios, ruptura entre los seres humanos y ruptura con la creación.

Después de la unión del hombre y la mujer en el matrimonio, la segunda experien-cia fundamental de unión es la que debe existir entre hermanos. Y también ésta se rompe desde el comienzo con el asesinato de Caín (segundo pecado original: ruptura entre hermanos). El autor lo cuenta de forma tan escueta que resulta desconcertante y misteriosa. Entre Caín y Abel no han mediado discusiones ni disputas.

Leyendo el texto bíblico, sólo podríamos decir que el único responsable es Dios, más inclinado hacia Abel y su ofrenda que hacia Caín y la suya. Con esto, el autor nos deja con un interrogante sin respuesta. ¿Por qué mata un hombre a su hermano? ¿Cómo es posible que se rompa una unión tan sagrada sin motivos aparentes? El autor ha tenido la profunda sabiduría de no querer buscar explicaciones, porque no las hay. En definitiva, nos encontramos ante un misterio. Pero la respuesta de Caín a Dios después del crimen vuelve sobre un tema ya conocido.

Cuando Dios le pregunta dónde está Abel, tu hermano, Caín responde con una indiferencia y desfachatez: “No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?” (Gn 4,9). Si la base de la solidaridad, de la fraternidad, consiste en sentirse íntimamente unidos, como carne y sangre, el principio de la insolidaridad radica en sentirse distintos, individuos al margen de los otros, cada cual con su propia historia y destino, marcando límites y establecien do barreras.

Prescindiendo de otros detalles, pasamos al conocido relato de la Torre de Babel(Gén 11,1-9). Después del diluvio, la humanidad se recupera, aumenta, y se muestra unida. El autor lo expresa haciendo referencia a que todos hablaban la misma lengua con las mismas palabras. Y surge un proyecto común, en el que todos se muestran solidarios: “Vamos a construir una ciudad y una torre que alcance

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de la venganza surge en la historia ese otro misterio del perdón.

Y este misterio, tan esencial para la convivencia humana, vuelve a convertirse en tema capital en las tradiciones de José. A veces concebimos a José como un ser angelical, víctima de la envidia de sus hermanos. Sin embargo, no es exacto. Lo primero que el texto bíblico dice de él es que, cuando tenía diecisiete años, “un día trajo a su padre malos informes acerca de sus hermanos” (Gén 37,2). Es acusetas y soplón.

Él es el “delatador” de sus hermanos que hace surgir las divisiones en la familia. Por otra parte, antes de ser víctima de sus hermanos, José fue víctima de su padre. Jacob sentía predilección por él porque le había nacido en su vejez; y, como detalle concreto de predilección, el autor dice que Jacob le regaló “una túnica con mangas”. Esta predilección, que nos recuerda la de Dios hacia Abel, provocará también el malestar de los hermanos, que “le cogieron rencor y le negaban el saludo”, tratándolo con dureza (Gén 37,4).

La tensión crece con los sueños de José, en los que no siente reparo de conside-rarse superior a su padre, su madre y sus hermanos. Poco después, estalla el conflicto. Los hermanos lo venden como esclavo. Toda la historia, llena de peripecias entretenidas, termina sin embargo con el perdón. Igual que Esaú olvidó la injusticia cometida por Jacob, José olvida y perdona. Más aún, sabe ver en todo lo ocurrido un plan misterioso de Dios para sacar bienes mayores.

En este contexto familiar debemos recordar también lo ocurrido entre Abrahán y su sobrino, Lot. Los conflictos no se dan entre ellos, sino entre sus pastores. Pero cabe el peligro de que estas disputas terminen afectando a las relaciones entre ambos. Abrahán prefiere salvar la fraternidad a cualquier ventaja económica, e invita a Lot a elegir la región que prefiera. “No haya disputas entre nosotros dos ni entre nuestros pastores, pues somos hermanos. Tienes delante todo el país, sepárate de mí; si vas a la izquierda, yo iré a la derecha; si vas a la derecha, yo iré a la izquierda” (Gén 13,8-9). No se trata de una separación motivada por el sentido práctico, que lleva al olvido del otro. Más tarde, cuando Lot se ve en dificultad, Abrahán acude a liberarlo (Gén 14); posteriormente, intercede por él y lo salva de la destrucción de Sodoma (19,29).

Pero a los autores del Génesis no les interesa sólo salvar las relaciones familiares. Han partido de una humanidad que procede de un tronco común y en donde todos son hijos de Dios. Por eso, conceden también gran atención a las relaciones entrelos pueblos.

De hecho, las tradiciones sobre Abrahán y Lot no se refieren sólo a los sentimien-tos vigentes entre dos individuos, sino que pretenden ser modelo de las relaciones entre los pueblos descen dientes de ellos. Porque Lot es el padre de amonitas y moabitas, vecinos de Israel.Como pueblos vecinos, cabe el peligro de que se enfrenten en continuas disputas territoriales. El Génesis inculca a los israelitas el ejemplo de Abrahán como modelo de comportamiento.

Hay que abandonar un paisaje conocido para lanzarse a la aventura y recorrer un país nuevo, en el que siempre se sentirá peregrino. Pero Abrahán, a diferencia de Adán, obedece, se muestra solidario con el plan de Dios, y así comienza la historia de la salvación. Esta solidaridad la mantendrá a lo largo de su vida, en las circunstancias más difíciles, cuando las promesas parecen no cumplirse, incluso cuando Dios mismo parece ir contra ellas, pidiendo el sacrificio del único hijo, Isaac. Y esta solidaridad con el plan de Dios la mantendrán también los patriarcas siguientes, incluso el rebelde Jacob, siempre dispuesto a discutir y pelear con el Señor.

Pero la ruptura con Dios se había manifestado también a nivel interhumano: relaciones familiares (entre los esposos y entre los hermanos) y grupales (entre los pueblos) quedaron afectadas por la desobediencia a Dios. Por otra parte, a nivel familiar, el libro del Génesis es un magnífico programa de restauración de las relaciones perdidas. No partiendo de utopías, sino de las realidades concretas y duras de la vida.

La tensión surgida entre Adán y Eva queda superada en las relaciones entre Abrahán y Sara, Jacob y sus dos mujeres (Raquel y Lía). Las cosas no son fáciles. Sara es estéril, a veces dominante y egoísta; Abrahán puede parecer en momentos débil y cobarde, incapaz de tomar la decisión más adecuada. Sin embargo, a pesar de todas las dificultades, los vemos envejecer juntos, esperar juntos la promesa de la descendencia, superar juntos las crisis inevitables que provoca la dilación de Dios. Una unión que encuentra su expresión culminante cuando, muerta Sara, Abrahán compra un terreno para enterrarla.

Las relaciones entre Jacob y sus dos mujeres son más conflictivas todavía. Los autores bíblicos quizá han querido reflejar los problemas inevitables de la poligamia. A pesar de ellos, la familia se mantiene unida, comparte ilusiones y temores, participa en la misma aventura.

Más atención que a las relaciones entre esposos conceden los autores bíblicos a las relaciones fraternas. Una vez más se parte del conflicto. Ismael e Isaac son hermanos, pero hijos de distin ta madre. Uno, hijo de la esclava; otro, hijo de la señora. La vida los separará, pero el amor a su padre volverá a unirlos en el momento trágico de la muerte de su padre, Abrahán.

Ambiciones y engaños separarán también a Esaú y Jacob. Pero la vida enseña a perdonar y a restaurar la fraternidad. Cuando Jacob vuelve de Siria, donde ha estado habitando con su tío Labán, teme que Esaú quiera vengarse del engaño porl que le había arrebatado la primogenitura. Su miedo es tan grande que llega a dividir sus posesiones en dos campamentos, con vistas a salvar uno al menos. Sin embargo, cuando se produce el encuentro, “Esaú corrió a recibirlo, lo abrazó, se le echó al cuello y lo besó llorando” (Gén 33,4). Caín no tenía motivos para matar a Abel. Humanamente hablando, y puestos en la mentalidad de la época, Esaú tiene motivos para matar a Jacob. Sin embargo, no lo hace. Algo superior, misterioso, que el autor del relato no explica, le mueve a perdonar. Junto al misterio

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en los capítulos 3-4, indica sus numerosas resistencias. El número cinco es más importante en la Biblia de lo que a veces se piensa. Y cinco son las objeciones de Moisés, en su intento de eludir la misión que Dios le encomienda. Usa argumentos muy distintos: lo descomunal de la tarea, su ignorancia teológica, el temor de que no le hagan caso, su falta de cualidades, para terminar presentando su dimisión. Es el relato más elaborado en toda la Biblia sobre la resistencia del hombre a aceptar una misión divina.

Pero Dios no desiste de su empeño. Con esto comenzará una nueva etapa en la vida de Moisés. Al despedirse de su suegro, pronuncia unas curiosas palabras que provocan la sonrisa del lector: “Voy a volver a Egipto, a ver si mis hermanos viven todavía” (Éx 4,18). Como si, inconscientemente, deseara su muerte para no tener que realizar su misión.

Vuelto a Egipto, el éxito inicial ante el pueblo (Éx 4,30-31) se verá ensombrecido por el primer fracaso ante el faraón (Éx 5,1-3) y los reproches de los mismos capataces israelitas (Éx 5,20-21). Siguen momentos parecidos, en los que llega a quejarse a Dios, hasta que empieza la gran confrontación con el rey. Dos detalles subrayan los textos bíblicos: la paciencia de Moisés, que siempre da una oportunidad nueva e intercede por el faraón (Éx 8,5-10; 8,25-27; 9,29; 10,18), junto con la firmeza de su postura, que no hace las menores concesiones en lo esencial: es todo el pueblo, hombres, mujeres y niños, junto con el ganado, los que tienen que salir de Egipto (Éx 8,21-25; 10,9; 10,25-26).

Por último, conviene destacar su reacción ante las durísimas palabras del pueblo cuando éste se ve entre el mar y el ejército del faraón (Éx 14,10-12). Igual que en las ocasiones anteriores, no formula el menor reproche ni se da por ofendido. Sólo pronuncia palabras de aliento y confianza (Éx 14,13). Esta actitud cambiará en momentos posteriores.

Igual que los quince primeros capítulos del éxodo nos trazan la figura del déspota, también presentan la imagen del libertador humano. Su preocupación inicial por los que padecen injusticias, su temor a llevar a cabo tarea tan difícil, sus negociaciones pacientes y firmes en busca de solución. Aquí sí tenemos lo que se conoce como “espejo de príncipes”.

Dios

El protagonista más importante es el último en ocupar la escena. En Éx 1 aparece de forma muy secundaria, favoreciendo a las parteras por su buena conducta (Éx 1,20). Pero no parece enterado de la opresión inicial del pueblo. Es en Éx 2, cuando los hijos de Israel claman desde su dura esclavitud, cuando se dice que “Dios escuchó sus quejas y se acordó de la alianza que había hecho con Abrahán, Isaac y Jacob. Dios vio la situación de los hijos de Israel y la tuvo en cuenta” (Éx 2,24-25).

Con esto aborda el relato uno de los mayores problemas teológicos de la historia

Algo parecido podemos decir de las tradiciones sobre Jacob y Labán, que equiva-len a las posteriores entre israelitas y sirios. La historia demuestra que esas relaciones se prestaron a tremen das crueldades, que duran hasta nuestros días. El autor de estos relatos conoce lo ocurrido. Pero proclama un modo de comporta-miento distinto, fraterno, en el que los conflictos inevitables se resuelvan con buena voluntad.

Incluso con otros pueblos con los que no existen vínculo de parentesco, indica el Génesis que los problemas se deben resolver de buena manera, acudiendo al diálogo: así ocurre en el caso de Egipto (Gén 12), y en diversas tradiciones sobre los contactos de los patriarcas con los filisteos (Gén 20; 21,22-34). Incluso la inhospitalaria Sodoma (Gén 18,16-33) es digna de la preocupación y la defensa de Abrahán.

En resumen, el libro del Génesis, que describe las cuatro rupturas iniciales de la humanidad, olvidando utopías e idealismos ingenuos, partiendo de una realidad conflictiva, proclama que el hombre puede y debe restablecer la fraternidad. Para ello, unas veces tendrá que ceder, como Abrahán con Lot; otras, tendrá que dialogar, como se hace con los filisteos; otras, que perdonar, como en los ejemplos de Esaú con Jacob, y de José con sus hermanos. De este modo, se obedece a Dios y se restaura también la ruptura principal que se dio con el plan divino.

2. El Éxodo

Si el libro del Génesis nos traza una rica perspectiva sobre la solidaridad humana, el del Éxodo profundiza el tema situándo nos en circunstancias nuevas: la opresión de Egipto, padecida no por un individuo o una familia, sino por todo el pueblo. En este contexto, dos personajes (hablando literariamente) van a mostrar su profunda solidaridad con las desgracias de los israelitas: Moisés y Dios.

Moisés

Moisés, educado en la corte, en un ambiente cómodo y agradable, no olvida sus orígenes y “salió para ver a sus hermanos”. Si el comienzo de la crueldad del faraón radica en que “no conocía a José”, el cambio de Moisés comenzará a producirse cuando entre en contacto con su gente y advierta que “estaban someti-dos a trabajos forzados” (Éx 2,11). La política opresora empieza por desconocer al prójimo; la liberación empieza por el conocimiento del dolor humano.

Ese conocimiento puede llevar a la rabia y la violencia. El primer acto de Moisés recogido en la Biblia es el asesinato de un egipcio (Éx 2,11-12). Esto provocará su huida posterior a Madián, donde el protagonista demuestra de nuevo su deseo de ayudar a los más débiles. Cuando los pastores quieren expulsar del pozo a las hijas del sacerdote, Moisés las defiende (Éx 2,16-20).

Sin embargo, no pensemos que Moisés, tan preocupado por los débiles, acepta fácilmente la misión que Dios va a encomendarle. El relato de la vocación, contenido

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En estos cuerpos jurídicos, que son el Dodecálogo siquemita, el Código de la Alianza, el Código Deuteronómico y la Ley de Santidad, los legisladores de Israel fueron plasmando las exigen cias concretas para cada época. En todos ellos notamos un aspecto de especial relevancia para el tema que nos ocupa: la solidaridad con los más débiles.

En el Dodecálogo siquemita (Dt 27,15-26), antigua recopilación, donde la conducta recta se formula a modo de maldiciones, encontramos esta frase: “Maldito quien defraude de sus derechos al emigrante, al huérfano o a la viuda” (v.19). Tenemos aquí a los tres grupos de personas más débiles en el antiguo Israel. El emigrante, porque reside fuera de su tierra, lejos de la protección natural de su familia. Huérfanos y viudas, porque en una sociedad machista, la muerte del varón deja a la mujer y a los hijos en la situación más desesperada. El peligro que corren es que se conculquen sus derechos, tanto en su situación laboral (caso del emigrante) como en el problema de la herencia y de la supervivencia (viudas y huérfanos).

Idéntica preocupación encontramos en el Código de la Alianza. “No oprimirás ni vejarás al emigrante” (Éx 22,20). “No humillarás a viudas ni huérfanos” (Éx 22,21). Lo primero que exigen los legisladores con respecto al emigrante es que no lo opriman, refiriéndose quizá a no cargarlo con un trabajo excesivo; es el matiz que puede tener en este caso el verbo yanah (oprimir), y coincide con otro precepto del código que pide el descanso semanal para el emigrante (Éx 23,12).

En segundo lugar exige que no se lo veje (lajas); este verbo se distingue de los otros referen tes a la opresión porque siempre el “vejador” y el “vejado” son de nacionalidades distintas; su contenido concreto es difícil de describir y Pons sugiere “un dominio vinculado a malos tratos y a trabajos forzados, es decir, una opresión que no se dirige ante todo a los bienes del oprimido, sino a su persona”. Sin embargo, en el caso concreto de Éx 22,20 propondría un matiz distinto. Ya que la norma aparece literalmente en 23,9 (“no vejarás al emigrante”), y allí el contexto habla de la administración de la justicia en los tribunales, creo que Éx 22,20 tiene en cuenta dos casos distintos: el de la injusticia que puede padecer el emigrante en su trabajo y el de la que puede sufrir en los tribuna les.

En cuanto a huérfanos y viudas, es difícil saber cómo se los humilla o maltrata; Isaías, uno de los mayores defensores de estos dos grupos, denuncia sobre todo las injusticias que padecen en los tribunales y por parte de los legisladores (Is 1,17.23; 10,1-2); en esta misma línea se orienta la legislación del Deuteronomio con respecto al huérfano (Dt 24,17). Es probable que Ex 22,21 exija en líneas generales que se evite toda forma de hacer más dura la ya difícil situación de estas personas. En este apartado de los grupos más débiles podemos incluir también las leyes sobre los esclavos (Éx 21,1-10.26-27; 23,12) y las referencias a los pobres (22,24; 23,6).

Siglos más tarde, cuando se redacta el Código deuteronómico, la situación de los grupos más débiles no ha mejorado, sino todo lo contrario. Es cada vez mayor el número de personas que han perdido sus tierras y deben trabajar por cuenta ajena.

de la humanidad y de la Biblia. ¿Por qué no escucha Dios desde el primer momento el grito de los oprimidos? Es imposible responder a este misterio. Pero hay un detalle importante. Desde que comenzó la opresión, esta es la vez primera en el que el pueblo “clama”. Este verbo está cargado de sentido teológico en la Biblia. No es la simple protesta del angustiado, ni un puro grito de rabia; es un grito que se dirige a Dios, pidiéndo le que intervenga.

Por consiguiente, en la mentalidad del relato, Dios escucha en cuanto el pueblo le presenta su problema. Nosotros nos sentimos tentados a descalificar esta teoría. Estamos convencidos de que, a lo largo de la historia, son muchos los clamores dirigidos a Dios sin encontrar respuesta. Pero esto no nos permite descalificar la opinión de este libro bíblico. Antes de hacerlo deberíamos recordar un pasaje evangélico en el que Jesús dice que Dios escucha la plegaria de los oprimidos cuando claman a El noche y día. Pero termina con unas palabras muy serias: “Cuando llegue el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe sobre la tierra?”. Esa fe que se mantiene firme, esperando contra toda esperanza el momento de la liberación.

En el caso que estudiamos, no cabe duda del interés de Dios por su pueblo oprimi-do. “He visto muy bien la miseria de mi pueblo que está en Egipto. He oído su clamor contra sus opresores y conozco sus sufrimientos (Éx 3,7 ) El clamor de los hijos de Israel llegó hasta mí, y estoy viendo la opresión con que los egipcios los atormentan” (Éx 3,7.9). “Oí los gemidos de los hijos de Israel, esclavizados por los egipcios, y me acordé de mi alianza” (Éx 6,5). Y Dios, a través de su instrumento humano, pondrá en marcha el proceso de liberación.

Pero, en el libro del Éxodo, Dios se manifiesta de forma nueva. En los relatos patriarcales aparecía como el Dios cercano, que dialoga bondadoso con los hombres e incluso pierde su combate con Jacob. Sólo en el episodio de Sodoma queda insinuado su tremendo poder. Ahora no es así. Se acomoda a la nueva situación de esclavitud y actúa también de forma tremenda, “con mano poderosa y haciendo solemne justicia” (Éx 6,6). El faraón tendrá que aceptar que “no hay nadie como Yahvé nuestro Dios” (Éx 8,6), “que la tierra pertenece a Yahvé” (Éx 9,29). La manifestación de su poder tendrá lugar en las plagas y en el paso del Mar.

3. El esfuerzo por crear solidaridad: los legisladores

El Éxodo representa el esfuerzo de Dios por formar un pueblo de hombres libres, unidos por la misma experiencia humana y religiosa, con una ley común y una tierra donde poder habitar. Algo esencial en la constitución de este nuevo pueblo es la ley. Sin una serie de normas que orienten la conducta de la comunidad y de los individuos, la convivencia resulta imposible. Nosotros acostumbramos pensar que la nueva ley es el Decálogo, y que son los diez mandamientos, con su respeto radical a Dios y al prójimo, los que rigen la conducta de Israel. Esto es cierto sólo en parte. Junto al Decálogo tenemos otros muchos códigos legales que cumplen una función parecida.

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pasada, que lo que Dios desea del israelita es “no cerrarte a tu propia carne”, que podríamos explicar: “no te desentiendas del prójimo, que es algo tuyo”. Como subrayan muchos comentaristas, el texto no dice “tu herma no”, sino “tu carne”, refiriéndose con ello a cualquier hombre, aunque no sea israelita.

Indirectamente, el autor pone el dedo en la llaga y desvela una de las causas capitales de la injusticia: la falta de identificación con el que sufre, el no sentirnos afectados personalmente por el hambre, la desnudez o la pobreza de los otros, considerando estos hechos datos fríos de una posible encuesta sobre problemas sociales. Cuando alguien pasa hambre, eres tú quien pasa hambre. Cuando alguien va desnudo, eres tú quien va desnudo. Cuando alguien emigra al extranjero, eres tú el que abandona la familia y la patria. Cuando te desentiendes del prójimo, te cierras a ti mismo, porque no es algo ajeno a ti, sino tu propia carne.

Este texto tardío, probablemente de finales del siglo VI a.C., vuelve a ponernos en contacto con el Génesis y la creación de la humanidad. La ruptura que entonces comenzó sigue dando amargos frutos. Pero el creyente no puede aceptarla resignado. Como los patriarcas, como Moisés, como los antiguos legisladores y profetas, debe luchar por recomponer esa solidaridad primigenia. Sabe también que esa tarea es imposible en plenitud, que nadie puede mostrarse solidario con todos los hombres cuando algunos son los culpables directos de las desgracias de otros. Pero, en este conflicto inevitable, sabe en quienes debe volcar su solidaridad.

Su modelo definitivo es Dios, que se pone incondicionalmente de parte de los débiles, como dice el autor del libro del Eclesiástico, en los albores de la era cristiana:

“No lo sobornes, porque no lo acepta, no confíes en sacrificios injustos; porque es un Dios justo, que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; mientras le corren las lágrimas por las mejillas y el gemido se añade a las lágrimas,

Sus penas consiguen su favor y su grito alcanza las nubes; los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan; no ceja hasta que Dios le atiende, y el juez justo le hace justicia” (Eclo 34,14-21).

Los legisladores intentan ayudarles con esta nueva ley sobre el salario: “No explotarás al jornalero, pobre y necesitado, sea hermano tuyo o emigrante que vive en tu tierra, en tu ciudad; cada jornada le darás su jornal, antes que el sol se ponga, porque pasa necesidad y está pendiente del salario” (Dt 24,14).

El Deuteronomio, profundamente humanitario, defiende a estos grupos más pobres. Permite que entren en la viña del prójimo y coman hasta hartarse (sin meter nada en la canasta) o que espiguen en las mieses del prójimo (pero sin meter la hoz; Dt 23,25-26). Manda a los propietarios: “cuando siegues la mies de tu campo y olvides en el suelo una gavilla, no vuelvas a recogerla; déjasela al emigrante, al huérfano y a la viuda, y así bendecirá el Señor todas tus tareas. Cuando varees tu olivar, no repases las ramas; déjaselas al emigrante, al huérfano y a la viuda. Cuando vendimies tu viña, no rebusques los racimos; déjaselos al emigrante, al huérfano y a la viuda” (Dt 24,19-21).

El problema de los emigrantes debió crecer con la invasión del reino norte por los asirios. Muchos israelitas buscaron seguridad en el sur. Por otra parte, huérfanos y viudas no encuentran la antigua protección de la familia patriarcal y de los clanes. Esa sociedad ha desaparecido, los vínculos se han roto, mientras el número de viudas aumenta con las guerras.

El Deuteronomio hace más rigurosa la antigua ley de Éx 22,25, que permite tomar en prenda la capa o manto del prójimo, con tal de devolverla antes de ponerse el sol; ahora se prohíbe “tomar en prenda la ropa de la viuda” (Dt 24,17). Dentro del mismo espíritu encontramos otra disposición, inimaginable en el Código de la Alianza, con su acendrada defensa de la propiedad privada: “Si un esclavo se escapa y se refugia en tu casa, no lo entregues a su amo; se quedará contigo, entre los tuyos, en el lugar que elija en una de tus ciudades, donde mejor le parezca, y no lo explotes” (Dt 23,16). Supone, por parte del legislador, la concien-cia de una injusticia de base, de una sociedad arbitraria, donde a veces sólo cabe el recurso de escapar de ella; aunque se infrinjan las normas en vigor, el Deuteronomio comprende esa postura y defiende al interesado.

4. Dos palabras sobre profetas y sabios

Los textos anteriores dejan esbozadas las ideas principales de la Biblia sobre la solidaridad. Lo que encontramos en autores y libros posteriores, sobre todo en los profetas, es una denuncia radical de la insolidaridad en la se ha caído. El pueblo liberado de Egipto se encuentra en una nueva esclavitud, no llevada a cabo por extranjeros, sino por ciertos sectores del mismo pueblo: los que tienen el poder político, judicial, económico y religioso. Frente a esta insolidaridad de los podero-sos volvemos a descubrir al Dios del Éxodo, que se alinea con los débiles, y que sólo en esta gente sufrida y maltratada reconoce a su pueblo, como afirma Miqueas.

Pero, hablando del tema, no podemos omitir una breve referencia a un texto del libro de Isaías. En el famoso capítulo 58 sobre el verdadero ayuno, se dice, casi de

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llegó a ese lugar: lo vio, tomó el otro lado y pasó de largo.

Un samaritano también pasó por aquel camino y lo vio; pero éste se compadeció de él. Se acercó, curó sus heridas con aceite y vino y se las vendó; después lo montó sobre el animal que traía, lo condujo a una posada y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente sacó dos monedas y se las dio al posadero diciéndole: “Cuídalo, y si gastas más, yo te lo pagaré a mi vuelta.” Jesús entonces le preguntó: “Según tu parecer, ¿cuál de estos tres fue el prójimo del hombre que cayó en manos de los salteadores?”

El maestro de la Ley contestó: “El que se mostró compasivo con él.” Y Jesús le dijo: “Vete y haz tú lo mismo.”

Palabra del Señor.

3. Catequesis sobre “el cuidado”

Mientras «labrar» significa cultivar, arar o trabajar, «cuidar» significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza (LS 67).

En la Biblia la actitud de cuidar se relaciona con la vida cotidiana y con las personas que nos rodean.

No podemos obviar que en la concepción del ser humano que se desprende del judaísmo nos encontramos con una dimensión que es clave para comprendernos como personas, como creaturas y como miembros de una sociedad. Esta dimensión se refiere a nuestra capacidad de establecer relaciones con Dios, con los hombres y mujeres y con toda la demás obra creada.

Desde esa dimensión social podemos valorarnos desde el nivel individual y el nivel social y al observar las consecuencias de nuestras acciones podemos comprender que necesitamos mejorar para que nuestra vida personal y social sea más plena.

Como ya nos ha enseñado el papa Francisco en el numeral 5 de Laudato Si´: Toda pretensión de cuidar y mejorar el mundo supone cambios profundos en «los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las estructuras consoli-dadas de poder que rigen hoy la sociedad». El auténtico desarrollo humano posee un carácter moral y supone el pleno respeto a la persona humana, pero también debe prestar atención al mundo natural y « tener en cuenta la naturaleza de cada ser y su mutua conexión en un sistema ordenado » (SRS 34).8 Por lo tanto, la capacidad de transformar la realidad que tiene el ser humano debe desarrollarse sobre la base de la donación originaria de las cosas por parte de Dios (CA 37).

Cuando el papa Francisco habla de cambiar los estilos de vida, los modelos de

Cuidar y cuidarnos: una lectura desde Lc 10,35Pbro. Lic. David Solano Chaves

1. Oración inicial

Ven, Espíritu SantoVen, Padre de los pobres.Ven a darnos tus dones, ven a darnos tu luz. Hay tantas sombras de muerte, tanta injusticia, tanta pobreza, tanto sufrimiento. Penetra con tu luz nuestros corazones. Habítanos porque sin ti no podemos nada.Ilumina nuestras sombras de egoísmo, riega nuestra aridez, cura nuestras heridas. Suaviza nuestra dureza, elimina con tu calor nuestras frialdades, haznos instrumentos de solidaridad. Ábrenos los ojos y los oídos del corazón, para saber discernir tus caminos en nuestras vidas, y ser constructores de Vida Nueva. Amén.

2. Lectura Bíblica

Del Evangelio según san Lucas (10, 25-37):Un maestro de la Ley, que quería ponerlo a prueba, se levantó y le dijo: “Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?” Jesús le dijo: “¿Qué está escrito en la Escritura? ¿Qué lees en ella?” El hombre contestó: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y amarás a tu prójimo como a ti mismo.”

Jesús le dijo: “¡Excelente respuesta! Haz eso y vivirás.” El otro, que quería justificar su pregunta, replicó: “¿Y quién es mi prójimo?”

Jesús empezó a decir: “Bajaba un hombre por el camino de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos bandidos, que lo despojaron hasta de sus ropas, lo golpearon y se marcharon dejándolo medio muerto. Por casualidad bajaba por esecamino un sacerdote; lo vio, tomó el otro lado y siguió.Lo mismo hizo un levita que

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dañar, la vida no vale nada y entonces es licito acabar con ella; pero si nos descubrimos destinatarios de un amor diligente y concreto que nos da la vida y nos invita a participar de la plenitud, entonces nos vamos transformando y abrimos espacio para generar estilos de vida diferentes en los que el cuidado y la atención son parte de las actitudes para la convivencia en sociedad: “Como ha sido creado para amar [el ser humano], en medio de sus límites brotan inevitablemente gestos de generosidad, solidaridad y cuidado (LS 58).

4. Actividades

¿Quién es el otro para mí? En reflexión individual se plantea esta pregunta a partir de rostros concretos que hay en la vida parroquial y que son confrontativos con nuestros estilos de vida.

¿Cómo ejercemos el cuidado de los más débiles y de la creación en la vida parroquial?

¿Qué propuestas concretas para avanzar en el estilo de vida que nos permite cuidarnos podemos desarrollar?

5. Oración Final

Felices los que siguen al Señor por la senda del buen Samaritano.Los que se atreven a andar tras sus pasos,a superar las dificultades del camino,a vencer los cansancios de la marcha.Los que al andar van trazando sendas nuevaspara que otros sigan, entusiasmados, y continúen la obra del Señor.

Felices los que, atentos y presurosos, cambian su rutapara salir al encuentro del Señor vivo en el que sufre,tan presente en estos tiempos,tan cercano para algunos,para otros tan lejano.Felices los que dan la vida por los demás.Los que trabajan duro por la justicia anhelada.Los que construyen el Reino desde lugares remotos.Los que, anónimos y sin primeras planas,entregan su vida para que otros vivan más y mejor.

Felices TODOS los que trabajan por los pobres,desde los pobres,junto a los pobres,con corazón de pobre.

producción y consumo, las estructuras de poder, nos está invitando a pensar la vida social no de manera abstracta, sino como el fruto de nuestra acción u omisión en las formas de relacionarnos con los demás, con Dios y con la obra creada, de la que formamos parte.

Cuando revisamos las páginas de la Biblia, nos damos cuenta que la acción de cuidar se relaciona , ante todo, con la solicitud que se pone en la realización de un trabajo o de una misión. La Biblia admira y recomienda esta presencia inteligente y activa del ser humano en todos sus quehaceres; comenzando por los más humildes, en el marco de la casa, por ejemplo, en Prov. 31,10-31 se alaban los cuidados de la mujer en sus tareas domésticas, también se reconoce el ser cuida-doso en los oficios realizados y se le asocia a la diligencia al realizar realizar las tareas Eclo 38,24-34 o de las responsabilidades públicas (cfr. Eclo 50,1-4)

El ser cuidadoso se opone a la pereza y la negligencia, que nos llevan a dejar de lado las virtudes de la responsabilidad y la diligencia, si pensamos en nuestra condición relacional o social antes descrita nos resultan particularmente iluminado-ras las palabras del papa Francisco: “Si nos acercamos a la naturaleza y al ambiente sin esta apertura al estupor y a la maravilla, si ya no hablamos el lenguaje de la fraternidad y de la be¬lleza en nuestra relación con el mundo, nuestras actitudes serán las del dominador, del consumi¬dor o del mero explotador de recursos, incapaz de poner un límite a sus intereses inmediatos. En cambio, si nos sentimos íntimamente unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el cuidado brotarán de modo espontáneo” (LS 11).

También conviene que pensemos no solo el modo de relacionarnos con toda la obra creada, sino la forma en que hoy seguimos con nuestra capacidad limitada para cuidar de los otros seres humanos. Resuenan aquí, las palabras del maestro de la ley que le pregunta a Jesús: “y entonces, ¿quién es mi prójimo?” (Lc 10, 29). Aunque tenemos claro por el tiempo que llevamos de ser parte de la vida de la Iglesia y de servir en uno u otro ministerio que el mandato de Cristo implica amar a Dios y al prójimo, hoy por hoy nos sucede los mismo que el maestro de la ley, nos resulta difícil saber ¿Quién es nuestro prójimo? Y al no saberlo pues se vaimposibilitando nuestra vivencia del mandato del amor. “Amarse los unos a los otros” es todo un desafío pues ni siquiera nos sentimos vinculados con las demás personas, y menos capaces de vivir en la responsabilidad de cuidarnos unos a otros.

En cierto modo sigue vigente la respuesta de Caín “soy yo acaso el guardián de mi hermano” (Genesis 4,9); pues nos resulta complejo considerar al otro como parte de nuestra vida y por eso buscamos las maneras de suprimirlos de nuestra existencia.

Si las relaciones de la vida cotidiana no se inspiran en el cuidado, entendido como amor diligente y dedicado hacia toda la obra creada, que se hace posible porque antes hemos experimentado el amor cuidadoso de Dios, nuestra vida se vuelve una amenaza constante. Los otros no son nuestros hermanos, la creación se puede

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Felices los que encuentran que este amor,hoy, se revela en un camino:ser solidario,SER SOLIDARIO.

Amén

Marcelo Maura

Felices los que aman al hermano concreto.Los que no se van en palabras,sino que muestran su amor verdaderoen obras de vida, de compañía y de entrega sincera.

Felices los que enseñan,los que intentan que todos aprendansin distinciones de color, piel o dinero.

Felices los que comparten sus bienes,don-regalo del Buen Padre Dios,para vivir como hermanosy demostrarlo en la práctica.Los que no guardan con egoísmo,sino que brindan y comparten.

Felices los que caminan juntos,en búsqueda comunitariadel Reino de Vida Nuevay Fraternidad Realizada.

Felices los que se ayudanen las buenas y en las malas,los que aprendenque más pueden dos juntos que uno solo.

Felices TODOS los que piensan primero en el hermano,y que encuentran su alegríay el gozo,y el sentido de la vidaen trabajar por los demás,y por el Reinoy por el Señor vivo en medio nuestro,olvidado,marginado,solo y abandonadoen los rostros de jóvenes, de ancianosde mujeres solasde desempleadosde excluidos, de olvidados…y de tantos otros…

FELICES,LOS QUE VIVENEL MANDAMIENTO PRIMEROQUE ES AMOR A DIOS EN EL HERMANO.

Page 15: Subsidio para vivir lafatimaheredia.org/images/actividades/Tempo/201811... · general de “pobres”. Quien ha escrito esas palabras no es ajeno a esta condición, sino más bien

"No lo olvidemos jamás: ante el sufrimiento de tanta gente agotada por el hambre, por la violencia y la injusticia, no

podemos permanecer como espectadores. ¡Ignorar el sufrimiento del hombre, ¿qué cosa significa? Significa

ignorar a Dios!”

Papa Francisco Audiencia General 27 de abril 2016