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MIGUEL ANTONIO CARO: RELIGIÓN, MORAL Y AUTORIDAD 1 Rubén Sierra Mejía Miguel Antonio Caro fue una figura de primera línea en la vida intelec- tual y política de Colombia durante más de cincuenta años, aquellos que corren desde los inicios de la Regeneración hasta la reforma constitucio- nal de 1936. Con esto quiero decir que su influencia se expandió por casi treinta años más allá de su muerte. La ambivalencia con que se lo ha apreciado en la historiografía política y cultural tiene su origen en el reconocimiento de su asombrosa inteligencia por una parte y, por otra, en el rechazo de un pensamiento atado a un dogmatismo a todas luces oscurantista. La herencia que dejó, como indiscutible líder intelectual —más que como conductor político—, produjo una cultura cerrada, de corte autoritario, sometida a la orientación del clero católico; una cultu- ra que tuvo como resultado sepultar el espíritu vigoroso que se respiró en un largo período de nuestra historia, así sea necesario reconocer que ese espíritu se dio dentro de un clima político que se caracterizó, durante buen tiempo, por su anarquismo y sus exageradas posiciones libertarias. Mis propósitos en este ensayo no son detenerme en sus actuaciones de la vida pública, analizar sus aciertos y sus múltiples actitudes arbitra- 1. Para evitar las molestias de las constantes referencias a pie de página, las obras de Miguel Antonio Caro las citaremos, dentro del texto, en la siguiente forma: AD: Artículos y discursos, 1888, 2 a edición, Biblioteca Popular de Cultura Colombia- na, Bogotá, 1951. 0-1: Obras, tomo 1, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1962. o-in: Obras, tomo m, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1980. IH: Ideario hispánico, Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, Bogotá, 1952. Ep-i: Escritos políticos, primera serie, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1990. Ep-11: Escritos políticos, segunda serie, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1990. Ep-m: Escritos políticos, tercera serie, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1991. Ep-iv: Escritos políticos, cuarta serie, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1993. [9]

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Page 1: Rubén Sierra Mejía - Universidad Nacional De Colombiade esas actitudes. La recurrencia al sofisma y la tergiversación —otra for ma de sofisma— no puede olvidarse en un estudio

M I G U E L A N T O N I O C A R O :

R E L I G I Ó N , M O R A L Y A U T O R I D A D 1

Rubén Sierra Mejía

Miguel Antonio Caro fue una figura de primera línea en la vida intelec­tual y política de Colombia durante más de cincuenta años, aquellos que corren desde los inicios de la Regeneración hasta la reforma constitucio­nal de 1936. Con esto quiero decir que su influencia se expandió por casi treinta años más allá de su muerte. La ambivalencia con que se lo ha apreciado en la historiografía política y cultural tiene su origen en el reconocimiento de su asombrosa inteligencia por una parte y, por otra, en el rechazo de un pensamiento atado a un dogmatismo a todas luces oscurantista. La herencia que dejó, como indiscutible líder intelectual —más que como conductor político—, produjo una cultura cerrada, de corte autoritario, sometida a la orientación del clero católico; una cultu­ra que tuvo como resultado sepultar el espíritu vigoroso que se respiró en un largo período de nuestra historia, así sea necesario reconocer que ese espíritu se dio dentro de un clima político que se caracterizó, durante buen tiempo, por su anarquismo y sus exageradas posiciones libertarias.

Mis propósitos en este ensayo no son detenerme en sus actuaciones de la vida pública, analizar sus aciertos y sus múltiples actitudes arbitra-

1. Para evitar las molestias de las constantes referencias a pie de página, las obras de Miguel Antonio Caro las citaremos, dentro del texto, en la siguiente forma:

AD: Artículos y discursos, 1888, 2a edición, Biblioteca Popular de Cultura Colombia­na, Bogotá, 1951. 0-1: Obras, tomo 1, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1962. o-in: Obras, tomo m, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1980. IH: Ideario hispánico, Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, Bogotá, 1952. Ep-i: Escritos políticos, primera serie, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1990. Ep-11: Escritos políticos, segunda serie, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1990. Ep-m: Escritos políticos, tercera serie, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1991. Ep-iv: Escritos políticos, cuarta serie, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1993.

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rias como gobernante. Sólo pretendo trazar su perfil intelectual o —se­ría más correcto decir— mental. Don Miguel Antonio fue sin lugar a dudas un hombre de pensamiento que como pocos dejó en una serie de artículos doctrinarios o de ocasión, en discursos oficiales o en tratados de acento filosófico, la justificación de sus actos, escritos que llegaron a constituir el corpus de una ideología que orientó a Colombia durante varias décadas2. Algunos de esos escritos son en realidad piezas magis­trales desde un punto de vista puramente formal, como sus mensajes al Congreso, sobre todo el último, el de 1898. Tienen una fuerza de convic­ción que hay que reconocer, aunque como lectores de hoy nos distancie­mos de sus ideas y los encontremos propensos a lograr la persuasión por medio de la falacia. Como escritor de prensa tuvo siempre la doctrina como propósito fundamental: el comentario de un hecho de la vida po­lítica nacional lo convertía en motivo para expresar sus convicciones re­ligiosas o ideológicas.

Me niego a aceptar que su trabajo como escritor de temas filosóficos, religiosos y políticos se lo pueda leer sólo como una simple reacción al curso que al Estado le señaló el liberalismo radical. Tampoco creo que el carácter que imprimió a sus actuaciones políticas y administrativas fue­ron simples cuestiones de ocasión, forzado a reaccionar con severidad a acciones de los enemigos del régimen. Su conducta se entiende mejor si se tiene en cuenta, además de las circunstancias, la personalidad intelec­tual de quien no tuvo ningún escrúpulo de pasar por encima de los dere­chos de aquellas personas que se situaban en el bando contrario, fuese religioso o fuese político. En realidad, sus maneras de pensar y de actuar obedecían a una personalidad dogmática, cuyo principio esencial de ra­zonamiento fue el concepto de autoridad, y unas maneras de argumen­tar que le permitían transgredir las leyes de la lógica si esa trasgresión podía servirle para imponer sus ideas. La ironía, además, fue un arma

2. Disponemos de una edición, todavía en proceso, de las Obras de Miguel Anto­nio Caro, hecha por Carlos Valderrama Andrade y publicada pulcramente por el Insti­tuto Caro y Cuervo (Bogotá), edición que nos permite construir una nueva imagen suya. Valderrama Andrade no se ha limitado a cazar en la prensa de la época textos antes desconocidos: ha agregado a la edición de cada volumen útilísimas introduccio­nes y abundantes notas explicativas.

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demoledora que utilizó sin sutilezas ni consideraciones, con el ánimo de sacar de la arena a sus contrincantes. Sospecho que se podría ir mucho más allá de la mera constatación de sus ideas a través de sus escritos y tratar de estudiar su carácter psicológico, a la luz de su historia personal, pero esto representa otro tipo de estudio que escapa de mis objetivos ac­tuales.

Se ha llegado a elogiar el rigor lógico del pensamiento de don Mi­guel Antonio, confundiendo tal vez el carácter consecuente de sus actua­ciones en la vida política e intelectual con respecto a los principios que rigieron sus ideas, y por otra parte el compromiso que un escritor debe mostrar con el resultado lógico de los argumentos que aduzca en favor de una tesis o de una hipótesis. Sin duda hizo siempre gala de lo primero, de lo que podríamos llamar la coherencia ideológica, pero sus argumen­tos particulares adolecen, como lo indiqué hace poco, de frecuentes fa­lacias; una observación que ya había señalado Baldomcro Sanín Cano3. Falacias sin duda intencionadas. No vaciló nunca en recurrir al sofisma cuando en la polémica lo consideraba útil como arma para vencer al contrario. Un recurso para el que se sirvió del extraordinario conoci­miento que tenía de la lengua española: por medio de un esguince gra­matical o un sutil cambio en la significación de un vocablo, solía intro­ducir la falacia sutil e imperceptible, y dejar así intacto el dogma que le había servido para afrontar la discusión.

Sus creencias estaban libres del resultado al que pudiera llevar un argumento filosófico que se ajustara a una lógica rigurosa. En uno de los ensayos recogidos en su libro Artículos y discursos [1888]4 lo da a enten­der sin simulaciones. Al querer justificar la actitud de la Iglesia católica de haber prohibido a Jeremy Bentham y no a Frédéric Bastiat, y después de haber dado algunas exculpaciones basadas sobre la popularidad del

3. Sanín Cano, Letras colombianas, FCE, México, 1944, p. 152. 4. Este libro —una compilación de ensayos—, publicado con prólogo del propio

Caro en Bogotá en 1888, fue reeditado en Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, que publicaba el Ministerio de Educación (Bogotá, 1951). La nueva edición del Instituto Caro y Cuervo disemina sus artículos haciéndole perder la unidad ideológica que él tiene, y que sin lugar a dudas fue uno de los propósitos del autor cuando los recogió en volumen. Por esta razón he decidido hacer siempre referencia a la edición de 1951.

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primero de los filósofos y la poca fama del segundo, lo que, según él, hacía innecesaria su inclusión entre los autores cuya lectura debían evi­tar los católicos, afirma con el fin de clausurar cualquier discusión poste­rior: "Para los verdaderos católicos hay otra explicación más satisfacto­ria; la de San Agustín: Roma locuta est; causa finita est. Ha hablado la Santa Sede; la cuestión ha terminado" (AD, 8o). Esta manera de zanjar el problema no debe entenderse como una salida suya a una situación embarazosa, sino como una actitud constante en sus maneras de argu­mentar. La autoridad, en este caso la autoridad de la Iglesia, era la última razón que se podía esgrimir en cualquier asunto de controversia acerca del cual la Santa Sede hubiese emitido un juicio. Y en otro ensayo del mismo libro, "La controversia religiosa", se propone señalar que el católi­co no debe discutir sus creencias. Si lo hace, será con el solo fin de tratar de convencer al contrincante, no en busca de ninguna conclusión al res­pecto, si no es la de afianzar la fe: de ninguna manera se ha de aceptar un resultado, proveniente del raciocinio, que pudiese desviarlo de las doc­trinas religiosas en que apoyaba su pensamiento:

... un buen católico no puede usar para con su adversario sino un lengua­

je semejante a éste: "Yo entro con vos en discusión para probaros que mi

fe puede defenderse con las armas de la razón; y esto para honra de Dios

y para aprovechamiento vuestro. Deseo lograr venceros con las armas de

la razón, a fin de inclinaros a la fe. Mas si lográis vos dejarme sin respuesta

en esta discusión, no por eso me daré por vencido; pues yo tengo el asilo

de mi fe, a donde no alcanzan los tiros del raciocinio" (AD, 55).

El ensayo, es cierto, está centrado en la controversia de problemas relativos a cuestiones religiosas y a los límites de la argumentación en estos casos. Pero si se tiene en cuenta que para Caro —como lo vere­mos— la voz de la Iglesia católica es autoridad para todos los campos del pensamiento —el teológico, el filosófico, el científico, el político—, esas mismas ideas cobijan a todas las áreas de la actividad mental del hombre, sobre todo aquellas que tocan los problemas morales.

Sanín Cano, en un ensayo publicado con ocasión del centenario de Miguel Antonio Caro, en el que se propuso emitir un juicio sobre su

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presencia en nuestra historia cultural, recuerda una anécdota que nos coloca de frente con quien no temió recurrir a la tergiversación cuando asumía la crítica de una doctrina o de un texto: reducirlo a la máxima simplicidad hasta convertirlo en una ridicula caricatura, es lo que se ob­serva en muchos de los artículos de prensa y aun en los que tienen inten­ciones de trascender la mera polémica del momento:

Luchaban cada cual en su diario políticamente don Santiago Pérez y don

Miguel Antonio [Caro]. Apareció un día en el periódico del primero un

artículo de gran resonancia sobre las tendencias y cánones del partido

conservador. Corregía el señor Caro unas galeradas en la redacción de su

órgano de publicidad, cuando acertó a pasar por ahí don Rufino [Cuer­

vo] , que fue invitado por su amigo, el periodista, a que escuchase en prue­

bas el artículo de contestación a las ponderosas inculpaciones del señor

Pérez. Escuchó don Rufino con indeclinable atención la lectura de las

pruebas y al final fuele pedida su opinión sobre el naciente artículo. La

dio en palabras semejantes a éstas: "Está muy bien como redacción y doc­

trina, pero Santiago no trae en sus expansiones lo que tú tratas de desva­

necer como dicho por él". "Es cierto, insinuó don Miguel Antonio. Eso lo

comprendes y puedes apreciar tú; pero muchos de los que van a leer este

periódico ni han leído las graves y meditadas inculpaciones de Santiago,

o si las leyeron ya no se acuerdan, si acaso las han entendido"5.

La anécdota la reproduce don Baldomcro con el ánimo de subrayar la naturaleza polemista de los escritos de Caro y el carácter intencional de esas actitudes. La recurrencia al sofisma y la tergiversación —otra for­ma de sofisma— no puede olvidarse en un estudio de su obra literaria y de sus actuaciones en política. No son pocos los ejemplos que se pueden dar, y cuando fue objeto de rectificaciones asumió poses desdeñosas, como la que cuenta Sanín Cano. Esas dos cualidades de su temperamento le sirvieron para desarrollar con vigor su personalidad religiosa y su férreo espíritu dogmático, que no le permitía ceder ante un argumento válido

5. Sanín Cano, El oficio de lector. Biblioteca Ayacucho, Caracas, s. f., p. 310.

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que pudiera poner en duda sus creencias. Nunca sufrió desmayo su con­vicción de que poseía la verdad y de que tenía la obligación moral de imponerla con cualquier instrumento retórico —o jurídico, cuando la ocasión le daba la oportunidad de este último.

El concepto de autoridad es el concepto esencial —ya lo observé— de su pensamiento. Es la vértebra desde la cual se articula toda su estruc­tura mental, y que llevó como principio básico a la Constitución de 1886 . Pero antes de avanzar, debo decir que este concepto, tal como lo usa Caro, cubre un campo demasiado extenso de aplicaciones. No se lo puede li­mitar a su sola acepción política; es también fundamental cuando se refiere a la filosofía, a la ciencia o a instituciones de la vida cultural. Empecemos por advertir que del reconocimiento de la autoridad como un fenómeno presente en muchas manifestaciones del comportamiento humano y, sobre todo, en los procesos de adaptación del hombre a su mundo (el aprendizaje de la lengua materna, por ejemplo; o la aceptación pasiva de informaciones recibidas de la tradición, sin que tengamos, por innecesa­rias o imposibles, que recurrir a "pruebas experimentales"), Caro, en una especie de tour de forcé, pretende negarle al hombre la mayoría de edad, esto es, renuncia a aceptar la soberanía de la razón en beneficio de un mandato externo, en especial de carácter religioso. Temía que la duda o la crítica, como elemento esencial en la renovación del saber, pudiesen afectar el acato que el hombre debe a las doctrinas que imparte la Iglesia.

"Del uso en sus relaciones con el lenguaje", el discurso con que la Academia Colombiana inauguró sus actividades (1881), es ejemplo de esta actitud autoritaria. Indudablemente ejemplar por sus extraordina­rias cualidades expositivas, y por su carácter científico y sus reales apor-

6. En su "Discurso de posesión de la Vicepresidencia de la República" (7 de agosto de 1892), dice: "Si volvemos los ojos a los comienzos de nuestra última transformación política, encontraremos como documento fundamental la exposición que el presiden­te de Colombia dirigió al Consejo Nacional de 1885. Allí, con valor heroico para aque­llos tiempos, proclámase la 'república autoritaria', la unidad legislativa, la concordia entre la Iglesia y el Estado, la enseñanza cristiana, la moralización de la prensa, la devo­lución al gobierno de sus facultades naturales, porque 'la garantía para los ciudadanos no consiste en reducir a la inutilidad a sus mandatarios, sino en elegirlos por sí mismos y en hacer su elección honradamente'" (Ep-m, p. 15).

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tes al conocimiento de la naturaleza del lenguaje, hay que leerlo hoy como una pieza típica del sometimiento de los estudios gramaticales a mode­los universales de los respectivos idiomas, modelos que salvaguardan su unidad, por encima de las formas que caracterizan a los dialectos, que son los que determinan las diferencias entre regiones de un mismo uni­verso lingüístico7. Por más que se le conceda, parece concluir, "al uso todo el poderío y los privilegios todos que de derecho se le deben, toda­vía no es él arbitro supremo, única norma del lenguaje" (o-m, 34). Aque­llos dialectos son, nos dice, "anuncio de debilidad, y presagio de destruc­ción de las naciones" (o-m, 83). Como lo sería la pluralidad de credos religiosos. No desconoce el influjo que tienen la literatura y la gramática para la unidad del idioma, pero ese influjo está representado finalmente en instituciones de naturaleza legislativa y administrativa. Una academia —como una iglesia— ejercerá la autoridad suficiente para conservar una lengua unificada y, por este medio, la cohesión cultural de un pueblo. La unidad lingüística la consideraba esencial, "porque cada idioma repre­senta un carácter especial" (m, 111). Al fin y al cabo era el carácter hispá­nico lo que Caro quería defender, como habremos de subrayarlo más adelante. El texto al respecto es nítido y diciente:

La descomposición de una lengua entregada al uso, y su multiplicación en dialectos, es ley natural, cuyo cumplimiento sólo se aplaza o se elude por la acción que ejerce la literatura sobre el lenguaje vulgar. Es la litera­tura la sal del lenguaje, el único poder que neutraliza e impide la acción

7. Caro va más allá en sus consideraciones sobre las maneras que deben adoptarse en el buen manejo del idioma, para afirmar que el modelo lo ofrece y lo ofrecerá Espa­ña: "... aunque en algunos puntos de América se conserve el habla exenta de las nove­dades y corruptelas de origen transpirenaico, la capital de España, mientras la civiliza­ción siga su curso natural, mantendrá siempre la preeminencia que le corresponde en materia de buen lenguaje, y de letras en general, porque en su seno vive la flor de los poetas, literatos y oradores de la Nación" (o-m, 65). Y poco más adelante trascribe, en pleno acuerdo con el espíritu del texto, el siguiente concepto del filólogo español Anto­nio Puigblanch: "Los españoles americanos, si dan todo el valor que dar se debe a la uniformidad de nuestro lenguaje en ambos hemisferios, han de hacer el sacrificio de atenerse como a centro de unidad al de Castilla, que le dio el ser y el nombre" (0-111,67).

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disolvente del uso. Y comoquiera que la unidad de la lengua sea en mu­

chos casos objeto del más lato interés, la cuestión toma, desde ese mo­

mento, un aspecto nuevo e importantísimo: no será ya progreso de buena

ley el que no se realice a un tiempo donde quiera que se habla el idioma;

y la libertad de los escritores ha de restringirse y templarse, en beneficio

de la unidad, bajo la discreta dirección de los centros de mayor cultura, de

Academias, donde las haya, encargadas de velar por la conservación del

patrio idioma" (O-m, 64) .

De más importancia para nuestros propósitos es señalar el proble­ma en los campos del pensamiento filosófico y, en particular, de la teoría política. En el primer caso el problema está vinculado con los límites del conocimiento y en especial de la razón. El racionalismo no es para Caro más que una filosofía espuria originada en la soberbia protestante, secta que "profesa el juicio privado como principio esencial de su creencia" (AD, 50-1), y que, por lo tanto, no logra alcanzar las verdades que se colo­can más allá de la razón. No puede pues el hombre prescindir en ningún momento de alguna autoridad, ni siquiera en sus maneras de pensar. Esto es justamente lo que hace al criticar la filosofía de Descartes, por ejemplo. Cuando intentaba el filósofo francés, nos dice, fundamentar el conocimiento sin apoyarse en la autoridad del saber filosófico recibido, creyó encontrar la piedra de toque en el entinema (es expresión de Caro) pienso, luego existo, pero, concluye, "es evidente que confiaba en la veraci­dad de una lógica cuyos principios no había él creado, cuya solidez mis­ma no acertaba él a explicarse" (0-1,437-438). Si se trata de un entimema —y así se lo llegó a entender en tiempos de Descartes— tendríamos que darle la razón a Caro, al menos cuando señala que el filósofo francés no pudo prescindir de formas de pensar heredadas de una tradición, como tampoco pudo prescindir de algunos conceptos metafísicos que venían del pensamiento escolástico, que él estudió y el cual quiso superar. Pero

8. Más adelante encontramos un pasaje complementario: "Institutos que, como la Academia Española, están encargados del depósito de la lengua, y que, también como ella, tienen antigüedad y tradiciones bastantes a crear vida independiente de los vaive­nes de la política, son los llamados por su naturaleza y sus antecedentes a representar esta especie de nacionalidad, que llamaremos literaria" (IH, 86).

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el propósito de Caro se situaba más allá de señalar errores conceptuales o de argumentación en el procedimiento que siguió Descartes en busca de un saber autónomo y racional. Su verdadero objetivo en éste como en otros casos fue el de invalidar la filosofía que nace con el filósofo francés por haber pretendido limitarse, en lo tocante al conocimiento científico, a las luces que provenían de la razón humana. Para don Miguel Antonio Caro por el solo poder de la razón no es posible obtener un conocimien­to universalmente válido.

No sólo el racionalismo de corte alemán sino también el empirismo originado en Inglaterra fueron corrientes filosóficas rechazadas por Caro, pues las consideraba inapropiadas para el conocimiento de verdades que por su naturaleza metafísica se ubican más allá de las posibilidades del conocimiento humano. Aunque a veces se acerca (son nombres que él ci­ta) a Platón, Descartes y Kant, por el reconocimiento que hacen de nocio­nes que no provienen de los sentidos, "ora se llamen ideas arquetípicas, ora formas de la razón" (o-i, 47), interpreta estas formas como ideas in­natas, regalos de Dios, para que el hombre pueda orientarse en el mun­do, pues no podía haber dejado "a la inteligencia humana desprovista de toda noción predisponente, desorientada, digámoslo así, en medio del orden universal" (0-1,45-46). Es que para Caro la filosofía tiene un carác­ter mixto, entre religioso y científico, que le permite acceder a problemas teológicos que tanto para un racionalista como para un empirista se ha­llan más allá de lo cognoscible por meros procedimientos racionales:

La filosofía es una planta que nace y crece en el terreno de la religión y

que prospera y fructifica con los abonos de la ciencia o, en otros térmi­

nos, la filosofía es una intermediaria entre la religión y la ciencia. Quitada

la religión, la filosofía no tiene principios de donde partir; quitada la cien­

cia, la filosofía no tiene hechos que explicar ni en qué apoyarse. Cualquie­

ra cuestión filosófica que se presente, ofrece al atento observador ese do­

ble carácter de religiosa y de científica. Sirvan de ejemplo las cuestiones

relativas al alma humana. Sin el fundamento de la religión, en vano han

pretendido los filósofos espiritualistas evidenciar el origen divino y la in­

mortalidad de nuestra alma; destruyendo ese cimiento religioso, en vano

pretenderán los filósofos materialistas convencernos de que todo acaba

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en la tumba. Aceptando, sobre bases religiosas, la existencia del alma, en

balde trataremos de explicar sus relaciones con el cuerpo, si totalmente

prescindimos de las leyes que determinan las funciones de nuestra organi­

zación física, o sea de la fisiología. Con la luz de la religión, con los datos

de la fisiología, el entendimiento descubre maravillosas conexiones entre

el alma, cuya existencia garantiza la primera, y el cuerpo, cuyas leyes exa­

mina la segunda; y de esta comparación, de este análisis, de este estudio,

nace ese conjunto de principios, observaciones y luminosas conjeturas

que constituyen la filosofía del alma o sea la psicología (o-i, 5/7-8)9.

De allí que no escatimara los improperios al racionalismo ilustrado: el siglo XVIII era para él un "siglo ignorante y presuntuoso que adoró a la razón encarnándola en una meretriz" (o-i, 1.079); s u filosofía, "una filo­sofía enervante" (0-1,1.105), y sus filósofos, "los más enclenques razona­dores de todos los siglos" (0-1,1.069). En realidad su crítica al racionalismo fue pertinaz y tan acerba como la que dirigió en varias ocasiones a las filosofías empiristas, que él solía cobijar bajo el término común de sen­sualismo: si en éste criticaba su incapacidad de ir más allá de los meros sentidos, de reducir el pensamiento "a cortos paseos terrestres" (AD, 377), a los racionalistas les reprochaba su soberbia de no reconocer su sumi­sión a las verdades religiosas: "La razón, sobre falible, es impotente para hacer revelaciones sobrenaturales" (0-1,1361). Protestantismo y raciona­lismo, cada uno en su esfera, concuerdan en oponerse al espíritu dogmá­tico del catolicismo al proponer un pensamiento libre de los controles externos, libertad contra la cual debe dirigirse la educación del pueblo: "La educación bien entendida y bien dirigida es, en efecto, la negación más explícita de la libertad sin límites del pensamiento y la palabra. Edu-

9. La crítica al empirismo se centra en la incapacidad de la inducción para llegar a verdades universales: "... la inducción supone precisamente lo que no puede haber pa­sado por los sentidos, a saber, el tránsito de las cosas sentidas a las cosas metafísicas; pues como nota exactísimamente Aristóteles distinguiendo la sensibilidad de la inteli­gencia, el ejercicio de aquélla sólo concierne a lo particular, mientras ésta se eleva a lo universal. Ni la idea universal, ni el paso mediante el cual la adquirimos, son efecto de sensaciones" (0-1, 532-3).

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car es enseñar, por medios más o menos eficaces, a pensar con rectitud, a hablar con decoro, y a obrar bien" (AD, 169).

Volvamos al concepto de autoridad. En una serie de artículos ("Au­toridad es razón", "En dónde está la autoridad" y "Razón de autoridad") pretende demostrar que no es posible encontrar la verdad con la sola razón, sin el apoyo de una autoridad (cf. 0-1, 575). Y cuando acepta las ideas innatas no las interpreta como formas a priori propias de la razón humana, sino como especies de revelación hecha por Dios, o como las llama en otro lugar, "divinas inspiraciones", que yacen "en la región más alta del alma" (0-1,452). Someterse a una autoridad en el campo del pen­samiento, como lo será también en el campo de la moral, es una mani­festación de humildad, virtud connatural con todo espíritu cristiano (ibid). Sus argumentos recurren ad nauseam a la autoridad cuando le faltan otras razones que alegar en favor de sus ideas.

Es ésta una actitud intelectual, por así llamarla, que se respira en toda su obra. Por eso el Syllabus se convirtió para él en una especie de dog­mática, en la que solía apoyarse, como si se tratara de un conjunto de axiomas, para sustentar sus ideas, no sólo las relacionadas con el campo religioso, sino además las atañederas a cuestiones científicas o filosóficas. Recordemos que este documento pontificio fue expedido por Pío ix, en 1864, y que en él se consignan todas aquellas tesis que condena la Iglesia, no sólo las teorías que pudieran atentar contra los dogmas de la fe: tam­bién la filosofía empirista, la racionalista, las ideas liberales, las socialis­tas, teorías científicas como la evolución, etc.; cuanta doctrina supusiera la Santa Sede que podría socavar la fe de los fieles o —en política— con­dujera a establecer una relación de dependencia de la Iglesia con relación al poder civil o incluso las que establecen una separación entre las dos potestades. Fue éste, el Syllabus, un documento, como recuerda José Luis Romero, que adoptó el conservadurismo ultramontano de América La­tina para sus propuestas políticas y sociales, y que la Santa Sede promul­gó con el ánimo de dar "la batalla frontal contra el liberalismo"10. Caro lo

10. José Luis Romero, "Prólogo", en Pensamiento conservador (1813-1898), Bibliote­ca Ayacucho, Caracas, 1978, p. xv.

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entendió además como una condena global del pensamiento moderno. Y así lo expresó sin ambages: "¡Ahora ved si Pío ix ha tenido razón en condenar esa civilización moderna! El Syllabus es la bandera del derecho: en él se declara la guerra al panteísmo, al naturalismo, al racionalismo, a todos los abortos del protestantismo" (o-i, 629). De aquí que lo hubiera convertido en fuente y arbitro de pensamiento; algo más, como el verda­dero manifiesto de lo que sería el partido católico que se propuso fundar en Colombia, proyecto que le fracasó, entre otras razones por la oposi­ción de una fracción del clero colombiano. Fue no obstante el documen­to en el que fundamentó el ideario con que quiso orientar al país desde sus columnas de El Tradicionista y, años después, desde el palacio presi­dencial cuando estuvo encargado del poder ejecutivo (0-1,752).

Desde un punto de vista moral —incluido aquí el político—, la au­toridad tiene un origen divino. Su opinión la fundamenta en textos anti­guos como el Nuevo Testamento, en los padres de la Iglesia o en teólogos católicos11. Es admirable la soltura con que se mueve dentro de la cultura romana clásica que conocía en detalle y la de los primeros siglos de la era cristiana. En varias ocasiones, en cambio, mostró, como ya observamos, su desafecto por el pensamiento moderno, que consideró siempre como un infundio de las iglesias que se separaron de la autoridad del Papa: el protestantismo y el anglicanismo. Ese origen divino, como derecho natu­ral o preexistente, es el único que fundamenta todo derecho positivo, y conlleva a que se entienda la autoridad como obediencia incondicional del subdito al poder establecido, así éste adquiera la naturaleza de una tiranía (0-1,387-388). Es en el desconocimiento de la ley natural en que se fundan los gobiernos despóticos e irracionales:

En el desconocimiento de la ley natural se fundan (...) doctrinas, o las

más anárquicas o las más despóticas; sistema racional, ninguno. Desde

11. Las influencias recibidas por Miguel Antonio Caro no son fáciles de identificar. No se lo puede hacer a partir de la frecuencia con que cita a un autor, a Joseph de Maistre o Jaime Balmes, por ejemplo, pues son sólo citas que buscan el apoyo de una autoridad intelectual, no propiamente para sustentar una tesis con argumentos prove­nientes de esos autores. Y las referencias a grandes filósofos del pasado están sacadas de historias de la filosofía, no de las obras originales.

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luego; no habiendo ley natural, no existen deberes ni derechos naturales

ningunos; esto es lógico: no existiendo aquellos, los hombres no están

obligados a organizarse, ni una vez organizados, a someterse al imperio

de la ley; ello puede ser tan conveniente como se quiera, pero nunca obli­

gatorio. Tuérzase cuanto se quiera la noción de conveniencia; nunca se

transformará en la de deber. De dos maneras se establecen los gobiernos;

o alguno o varios dictan la ley, o todos (todos, digo, para no evadir ningu­

na hipótesis) acuerdan un pacto. En ninguno de los casos la ley pública

admite explicación racional, según el principio de la utilidad; no en el

primero, porque no habiendo derecho antes de la ley, nadie lo tiene indi­

vidualmente para establecerlo; no en el segundo porque, por la misma

razón, nadie lo tiene tampoco colectivamente. Allá, nadie tiene el dere­

cho de reconocer la autoridad, porque ésta no representa el derecho sino

la fuerza; tampoco acá, porque ella en este caso no representa el derecho,

sino el capricho o la casualidad. En ninguno de los dos casos existe el

deber de respetar lo acordado, porque tal deber en caso de existir, tendría

que ser anterior a la ley; ahora bien, según la hipótesis utilitarista, no hay

derechos ni deberes en el estado de naturaleza. No siendo, pues, la ley hija

del derecho sino de la fuerza, el capricho o la casualidad, nadie tiene el

derecho de dictarla, nadie el deber de obedecerla (o-i, 388-9).

El texto que acabo de citar pertenece a Cartas al señor doctor don

Ezequiel Rojas (Carta v, del 31 de julio de 1868), donde ofrece una prime­

ra crítica al utilitarismo. Y en otro ensayo de Artículos y discursos afirma:

"Toda potestad viene de Dios —decía san Pablo—; quien resiste a la po­

testad, a la voluntad de Dios resiste; hemos de obedecer, no sólo por te­

mor, sino por deber de conciencia", nos recuerda Caro. Y esto —también

nos lo recuerda— lo decía el apóstol en tiempos de Nerón, "tipo de los

tiranos" (AD, 30-31).

Hay que reconocer que Caro fue en sus actos públicos consecuente

con su doctrina. En varias ocasiones se vanaglorió de su posición en el

Congreso cuando en 1868, como representante a la Cámara, defendió

una ley de orden público encaminada a fortalecer la autoridad, en contra

de la anarquía, aunque aquella ley en ese momento favorecía a un gobier­

no contrario a sus ideas (cf. Ep-m, 19, y AD, 8-9).

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RUBÉN SIERRA MEJÍA

Ahora bien, no obstante lo anterior, el pensamiento de Caro no olvi­da en ningún momento la sumisión que se le debe a Iglesia católica y la defensa de su superioridad frente a cualquier otra autoridad. Como afir­mación inicial de su argumento, acepta que Iglesia y Estado "son potes­tades independientes y armónicas" (Ep-m, 386). Pero en el mismo texto, inmediatamente antes de la cita que acabo de transcribir, afirma que "fuera de los poderes temporales, que constituyen el Estado, existe un poder espiritual que reside en una sociedad universal, jerárquicamente organi­zada, que es la Iglesia" (ibid). El carácter moral y espiritual de ésta la coloca por encima del Estado, y el respeto que según sus palabras deben tenerse ambas potestades se convierte en sumisión del uno en relación con la otra. En este sentido, prevalece la obediencia a la Iglesia sobre la autoridad del Estado. El argumento lo toma, como casi siempre, de la teología, y la autoridad literaria en la que se apoya proviene de los padres de la Iglesia, para quienes "el acatamiento debido a la autoridad tempo­ral" tiene una limitación "una sola —la del respeto y obediencia que es­tamos obligados a prestar, antes que todo, a la autoridad espiritual, de la cual es depositaría la Santa Iglesia Católica" (AD, 31 s. Cf. Ep-11,320 ss). Al fin y al cabo, si se postula que la autoridad tiene origen divino, es lógico (o consecuente, para mantener la distinción que introduje al comienzo) reconocer que la Iglesia, como depositaría de la voluntad divina, se cons­tituya en una potestad superior a cualquier autoridad temporal.

Ya no es hora de discutir con don Miguel Antonio sus tesis expuestas en varios textos y en diversas circunstancias. Me interesa en cambio su­brayar que de ellas se deducen dos consecuencias que afectan la activi­dad política misma. Ambas fueron enérgicamente defendidas por Caro y se convirtieron en práctica habitual de la vida nacional, hasta el ascenso del liberalismo en 1930:1) la Iglesia puede y debe reprender a los gobier­nos, cuando a su juicio, se separan de los mandatos de aquella, y 2) el clero puede y debe intervenir en política (0-1, 928). Al problema le dedi­ca un corto artículo titulado "¡Cuidado con el sofisma!", en el que critica la tesis contraria que había acogido el liberalismo internacional, y que se encontraba, por supuesto, entre las proposiciones condenadas en el Sy­llabus. El pasaje esencial dice:

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MIGUEL ANTONIO CARO: RELIGIÓN, MORAL Y AUTORIDAD

La política es un vasto campo en que las cuestiones morales, sociales y

administrativas se encuentran, se penetran y confunden. En lo puramen­

te administrativo no tiene que ver la iglesia, pero en lo moral y social sí

tiene que enseñar, advertir y reprender. ¿Por qué? Porque la Iglesia enseña

fe y costumbres, y en el departamento de las costumbres se encierran las

cuestiones morales y sociales (o-i, 928).

Y en otro lugar afirma:

La Iglesia tiene el derecho de reprender a los gobiernos refractarios a aque­

llas creencias que, respetadas por ellos, serían para el pueblo mejor ga­

rantía que las mentidas promesas de precarias constituciones; y la Iglesia,

para bien de los pueblos, en defensa de los ciudadanos inermes y aislados,

y en amparo de la amenazada y desvalida infancia, tiene el deber de mez­

clarse en la política, es decir, en la parte de la política que se refiere a la

educación pública y a la moralidad social (0-1, 903).

La conclusión de todo su argumento parece ser el que las cuestiones morales son en esencia de jurisdicción de la Iglesia, pero no sólo aquellas que atañen a la vida privada, sino además las propias de la vida pública (Ep-m, 362-363). Afirma entonces: "Cuando la política no tenga que ver con la moral, la religión no tendrá que ver con la política" (0-1,292). Esto es, cuando la política sea un simple sistema de administración.

Sus propósitos fundamentales como pensador y como político fue­ron los de educar un ciudadano cristiano para un Estado católico. No debe sorprender entonces que hubiera puesto tanto énfasis en el proble­ma de la educación, concretamente en la defensa de la educación religio­sa y en contra de la laica, que se había impuesto en Colombia. La educa­ción era para él uno de los asuntos prioritarios de un gobierno: ya en su "Discurso de posesión como Vicepresidente de la República", el 7 de agosto de 1892, se refería al asunto cuando hacía énfasis en la necesidad de trans­formar al hombre (EP-III , p. 16). Y en "Los hermanos de las Escuelas Cristianas", dice que la palabra misma educación es "sagrada", una "cues­tión trascendental". Ese proceso de formación del hombre lo entiende en un sentido eminentemente religioso, pues con ella se trata, como lo ano­

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té hace un momento, de la formación del ciudadano de un Estado cató­lico (cf. AD, p. 63).

Esto explica que hubiera sido ese enemigo feroz de la educación lai­ca que instituyó la Constitución de Rionegro. Al problema le dedicó va­rios artículos de prensa, en especial "La religión y las escuelas", publicado también en Artículos y discursos. El asunto no lo planteaba como la posi­bilidad de que los colombianos pudieran tener una educación religiosa desde las aulas de las escuelas públicas —que de hecho existía—, sino que esa educación debía ser —para él— obligatoria. No le satisfacía que las puertas de los establecimientos de enseñanza pública estuvieran abier­tas, algunos días en la semana, al párroco para que éste pudiera impartir su catequesis a aquellos niños cuyos padres así lo demandaran (cf. AD, 152-3). De hecho el artículo 36 del Decreto Orgánico contemplaba:

El gobierno no interviene en la instrucción religiosa: pero las horas de

escuela se distribuirán de manera que a los alumnos les quede tiempo

suficiente para que, según la voluntad de los padres, reciban dicha ins­

trucción de sus párrocos o ministros.

Con la educación laica y las medidas que tomó para fomentarla, el radicalismo buscaba crear un espíritu de tolerancia religiosa, pero Mi­guel Antonio Caro y otros miembros del Partido Conservador —que no todos, como tampoco todo el clero católico—, sólo vieron en ella una manera torcida de promover el ateísmo, por medio del indeferentismo que aquella educación significaba, y por consiguiente de golpear la auto­ridad de la Iglesia. Partía Caro de un principio que no admitía discusión: Colombia es un país católico. Pero de esta constatación deducía que la educación religiosa debía ser obligatoria en las escuelas públicas para todos los discentes matriculados en ellas. No llegó a proponer que todos los ciudadanos colombianos debieran ser católicos, pero miró con aquies­cencia el que la Constitución de Ecuador exigiera como condición para ser ciudadano la de que perteneciese a la religión católica: "¿y esto para qué? —se pregunta— Para que no se hallen, como en otras partes, in­finidad de ciudadanos que nunca hayan oído hablar de Dios. El santo temor de Dios es el principio de la sabiduría, antes que leer y escribir"

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(AD, pp. 169-170). Toda su posición contra la educación laica se sustenta­ba en la noción misma de gobierno que defendía: gobernar es educar, "y la educación supone principios morales y religiosos" (0-1, 763). Es ésta la razón además por la cual consideraba que los gobiernos que no se comprometen con un credo religioso carecen del derecho a educar (o-1.759).

El que no cree no tiene derecho a quitar ni a imponer creencias. Un go­

bierno ateo no tiene derecho a educar. La autoridad civil tiene derecho a

enseñar las ciencias, pero no de fijar la doctrina. Entendemos por doctri­

na el orden religioso y moral con sus dependencias. La autoridad civil

tiene derecho a dar instrucción, y a obligar a recibirla toda vez que garan­

tice la legitimidad de la parte doctrinaria de la misma instrucción con la

aprobación de la Iglesia católica, que es la encargada de definir (0-1,759).

No se podía aceptar entonces, por parte de los católicos, y especí­ficamente por parte del Partido Conservador, una educación que se li­mitara a la enseñanza de los elementos básicos de las ciencias sin forma­ción religiosa estricta y obligatoria para todos los colombianos. Esto se­ría marginar a la Iglesia católica de su potestad de intervenir en la forma­ción de los nuevos ciudadanos (cf. AD, 152-3). Como la educación es el molde en que se vacia la materia humana, si ese molde no está acorde con la doctrina cristiana esa materia se pervierte, dice en otro texto (cf. AD, 87). Ésta fue una de las razones por las cuales se opuso con vigor1 a la importación de maestros protestantes alemanes para las escuelas públi-

12. "Pero si el Gobierno, o mejor dicho el partido liberal que con tan poca verdad y tan poca consideración se ha declarado patrono de la instrucción, se encapricha en darle a la obra santa de la educación el carácter sacrilego de labor impía y corruptora; si no acepta la condición sencilla y justa que proponemos, entonces seguirá la oposición por nuestra parte; levantaremos escuela contra escuela, costeando así dos veces la ins­trucción como han hecho por siglos los católicos de Irlanda, y si viniere la guerra, que, como hombres pacíficos, no provocamos ni queremos, la aceptaremos sin embargo con la conciencia del que tiene la razón de su parte, y con el valor desesperado de quien sacude el más pesado de los yugos: el que oprime la conciencia de un pueblo" (AD, 156-7).

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cas de Colombia: "Niños católicos piden maestros católicos: es absurdo, es tiránico criar ovejas a los pechos de los lobos" (AD, p. 69)13.

Podría reconstruirse su razonamiento a favor de una educación reli­giosa y de la autoridad de la Iglesia para intervenir en el sistema educati­vo de la Nación en estos términos: la razón está regida por la religión natural, y puesto que la razón obra sobre la voluntad (el campo propio de la moral), ésta —la voluntad— también se encuentra regida por la religión natural, la cual se manifiesta al hombre a través de la religión revelada, que representa la Iglesia católica.

Dije que en Caro los problemas morales pertenecían fundamental­mente al dominio de la religión. Es un concepto que podemos ampliar ahora diciendo que el carácter moral de la Iglesia es su mayor argumento para defender la superioridad de ésta frente al Estado, para abogar por una participación activa del clero en la política, para luchar por una edu­cación religiosa y finalmente para justificar el control de la enseñanza de la ciencia. Es una cuestión relacionada con la de la educación, que no sólo cubre el campo de la moral sino aspectos esenciales de la creación y difusión de la filosofía y de la ciencia. La moral es pues el eslabón que vincula o ata los problemas de la educación así como los de la ciencia al campo religioso. Y por lo tanto lo que otorga a la Iglesia el derecho a in­volucrarse en el sistema educativo como a sancionar las teorías científi­cas y las tesis filosóficas. No desatendió esta última cuestión. La trató en varias ocasiones, ya fuese de manera temática o bien histórica, como en los artículos dedicados a Galileo.

Es útil recordar, así sea de paso, que la crítica que le hace, por ejem­plo, a la filosofía del derecho de Kant es haber independizado a ésta de la moral, aunque hubiese visto en ésta el origen de aquél (0-1,157-159). El tratamiento del problema lo lleva a la naturaleza de la ciencia y a sus fi­nes. Y es en éstos (la causa final, que él dice) donde encuentra las razones para que la Iglesia pueda intervenir en su enseñanza o en sus controles,

13. Para un estudio de la polémica que suscitó en Colombia la reforma escolar de 1870, llevada a cabo por el radicalismo, es esencial el libro de Jane M. Rausch, La educa­ción durante el federalismo. Instituto Caro y Cuervo/Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá, 1993.

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pues esos fines se sitúan en el mundo de la moralidad. Como en otros casos, en el tratamiento de este problema empieza por una tesis concilia­dora, el reconocimiento de dos tipos de verdades: la religiosa y la científi­ca. A la ciencia le reprochó que quisiera intervenir en los asuntos teo­lógicos. Cuando un médico, por ejemplo, quiere argumentar en contra de la existencia del alma, que es asunto de la teología y no de la ciencia experimental. El ejemplo lo da el propio Caro, en una época del predo­minio del positivismo en Colombia. Es también la actitud que le critica a Galileo, haber asumido la defensa de la teoría heliocéntrica con argu­mentos teológicos. No se le puede reprochar a Caro, por otra parte, el reconocimiento de que los fines de la ciencia se colocan más allá de la ciencia misma, sobre todo los de las ciencias de la vida, de la medicina, que es el caso que él aduce, y que esos fines pertenecen al ámbito de la ética. Hoy más que en su época. Pero su argumento parte de un axioma que deja de entrada el espacio para que el problema ético propio de la causa final de la ciencia sea tratado desde la religión: las verdades teológicas y las de la ciencia no pueden estar en contradicción (o-i, 1132). Si ésta se da, naturalmente se impone la verdad teológica sobre la científica. El paso es sutil, pero concluyente: la causa final de la ciencia —ya se dijo— es moral. Es entonces de jurisdicción de la Iglesia. Por lo tanto ésta tiene el derecho a intervenir y a controlar la enseñanza de la ciencia misma, pues a la Iglesia le corresponde intervenir y examinar el principio que perturba la unidad armónica, "que debe reinar en el conjunto de sus enseñanzas" (0-1,1154-1155).

Visto el pensamiento de don Miguel Antonio Caro a la luz de la an­terior exposición, puede decirse que con las variantes propias de su ague­rrida personalidad polemista, es un ideario que obedece a las tipologías clásicas del conservadurismo en general: papel de la Iglesia como socie­dad perfecta y modelo para cualquier sociedad civil; necesidad de con­servar la jerarquización social y los privilegios que ésta conlleva; origen divino de la autoridad; supeditación de los conceptos de libertad y dere­chos al de autoridad; negación de la perfectibilidad del hombre, etc. Y, lo agrego aparte porque a este aspecto debo referirme ahora, un espíritu restaurador, cuando en la historia inmediata se han dado procesos sociales y políticos que han ido en contra de aquellos ideales de sociedad perfecta.

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Al comienzo de este ensayo me atreví a afirmar que la herencia que dejó Caro fue la de una cultura cerrada, que no se atrevía a mirar por fuera de su propia tradición, en la que la Iglesia católica imponía el cauce de su desenvolvimiento, cauce que seguía un curso contrario al del pen­samiento moderno. Fue la dirección cultural en que vivió Colombia du­rante buena parte del siglo xx, y que no le permitió sincronizar los relo­jes con los de los grandes centros de producción de conocimientos y de arte. Aunque sin explayarme en su análisis, quiero regresar a esta idea, pues considero que fue la consecuencia más nociva del magisterio ideoló­gico de Miguel Antonio Caro. Unas pocas observaciones bastarán para llamar la atención del problema, aunque reconozco que no son apun­tamientos novedosos.

En realidad, el catolicismo no fue para don Miguel Antonio sólo uno de los pilares de la nacionalidad, uno de los elementos cohesionadores del pueblo, sino además —y sobre todo— el cerrojo que no permitiría la introducción al país de ideas disolventes de su propia tradición. Y en esta forma, el mayor obstáculo para el avance hacia una cultura moderna, crítica de su pasado y dispuesta a recibir préstamos de fuera que obrasen como genes renovadores. Una cultura en la que la filosofía y la ciencia modernas se cultivaran en sus instituciones académicas sin que mediase el control de un Estado y una Iglesia que se habían marginado de la pro­ducción intelectual de los nuevos tiempos, pues era una producción sos­pechosa de herejía. Bastará recordar la posición de Caro frente a algunas teorías científicas de su época, como el darwinismo; o la de su secretario de Instrucción Pública, Rafael María Carrasquilla, para quien estaría en desventaja la física que no se mostrara acorde con la ciencia teológica14. La difusión de estas teorías resultaría un caso de impiedad. Por eso creía Caro que ellas no deberían ser repartidas libremente, sino sólo entre quie­nes ya hubieran tenido una formación que les permitiese asimilarlas den-

14. Decía Carrasquilla: "Cuando la religión y la física están de acuerdo, mejor para ambas; cuando están desacordes, peor para la física. Así que me permitiréis que os diga, aunque no sin miedo, que no gusto del exagerado afán con que algunos sabios católicos se esfuerzan por demostrar que las verdades de la fe no se oponen a las ciencias natura­les". "La ciencia cristiana" (1882), en Estudios y discursos, Biblioteca de Autores Colom­bianos, Bogotá, 1952, p. 32.

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tro de los moldes de un espíritu cristiano. Encontró entonces justificada la actitud del Vaticano de usar el latín como medio de divulgación científi­ca, por considerar que como lengua destinada a una comunidad de ini­ciados "presupone cierto grado de ilustración", y porque además debe prejuzgarse que esas obras "no han de servir de pasto a la vana curiosi­dad de la ignorancia sino de alimento al estudio serio y concienzudo" (0-1,1.156).

Análogas consideraciones pueden hacérsele en relación con su his­panismo. También éste lo entendió como una poderosa arma defensiva frente a las amenazas del pensamiento moderno. Conocedor en profun­didad de la lengua y la literatura españolas, contribuyó como pocos en nuestro medio al estudio científico del idioma y a las relaciones de los escritores colombianos con los españoles. Ese estudio lo convirtió en una ideología que se propuso cerrar las fronteras lingüísticas de nuestra cul­tura —y en general de la latinoamericana—, con el argumento de que ésta era simplemente parte de la que se había producido y se seguía pro­duciendo en España. En una carta a Menéndez y Pelayo, en la que recla­maba al polígrafo español no haber incluido traductores americanos en su antología Horacio en España, le recordaba la filiación de nuestro con­tinente a la tradición cultural de la península15. Pero antes de avanzar debo recordar que esta posición era su respuesta a quienes se constituye­ron en críticos de esa tradición y abogaban porque Colombia se abriera a la influencia de otras culturas como la inglesa y la francesa. No se trata­ba de negar por un acto de la voluntad la afiliación a la tradición cultural española. Quienes así pensaban partían de un hecho irrebatible: España se había marginado de los procesos de creación de la cultura moderna, y por consiguiente su producción científica y literaria no respondía a los problemas contemporáneos1 .

15. "Cuando en la Revista Europea vi los últimos artículos de la erudita y meditada obra de usted, Horacio en España y Portugal, sentí mucho que usted por falta de datos no se extendiese a la América Española, cuya historia literaria es parte íntegramente de la de España". "Carta a M. Menéndez y Pelayo del 4 de diciembre de 1878" Epistolario de Miguel Antonio Caro, Academia Colombiana, Bogotá, 1941.

16. Cf. por ejemplo Manuel Murillo Toro, "Nuestro origen español", en Obras se­lectas. Cámara de Representantes, Bogotá, 1979, p. 139 s.

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No puede negarse que Caro partía de una serie de premisas que difí­cilmente pueden discutirse cuando trató el problema de la filiación al mundo español de la nueva sociedad latinoamericana. En la disputa que se llevó a cabo en la segunda mitad del siglo xix17 en torno a la indepen­dencia cultural, no dejaba de tener razón al señalar con énfasis nuestro origen hispano. Algo más, razón también le sobraba cuando sostenía la conveniencia de mantener viva la comunidad hispana —americana y española—, pues éramos habitantes de un mismo espacio lingüístico fa­vorable a ambas partes:

Si la lengua es una segunda patria, todos los pueblos que hablan un mis­

mo idioma forman en cierto modo una misma nacionalidad, cualesquie­

ra que sean por otra parte la condición social de cada uno y sus mutuas

relaciones políticas ( I H , 86).

Pero esta posición le sirvió de argucia —a él, como a quienes preten­dían que América Latina sólo tuviera como fuente de ideas filosóficas y literarias a la cultura española— para oponerse a la difusión del pensa­miento europeo moderno. Éste, ya lo vimos, era para Caro el peor de los males que había padecido la civilización cristiana, y el que, por desgra­cia, se había introducido alevosamente entre nosotros. En su empeño de eliminar el liberalismo, señala a Francisco de Paula Santander como la persona que, con sus reformas educativas, "dio un golpe mortal a nues­tro carácter nativo", es decir, a la tradición que nos llegó de España (cf. IH, 112), al imponer pensadores como De Tracy y Bentham, a cuyo ampa­ro, afirma, "se introdujeron las doctrinas más inmorales e impías" (IH, 113). Debo explicar esta última observación. En el tratamiento del pro­blema del hispanismo como ideología, Caro procedió a interpretar la guerra de Independencia como una guerra civil; por lo tanto, como una guerra que no significó un rompimiento cultural con la Europa trans­pirenaica, sino únicamente político, conservándose las costumbres, la

17. Cf. Jaime Jaramillo Uribe, El pensamiento colombiano en el siglo xix, Editorial Temis, Bogotá, 1964, cap. iv,"El regreso a la tradición española", donde analiza el pensa­miento de Miguel Antonio Caro al respecto.

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religión, la lengua que trajeron los conquistadores (cf. IH, 102). Elemen­tos culturales todos a los que los libertadores mantuvieron fidelidad, sin haberse querido distanciar de ellos. Fue una insistencia suya: la adhesión de los fundadores de la República al cristianismo y a la cultura española. Fue entonces el liberalismo ateo, como él lo llama, el que produjo la rup­tura cultural con España, y esto debido en especial a la influencia de filosofías —ya lo observé— como las de Bentham y de De Tracy, del todo extrañas al carácter que nos es propio y que tenemos el deber de cultivar.

En otras ocasiones habló del contagio de la incredulidad francesa —producto de la Ilustración—, para señalar las malas maneras que se aclimataron en la cultura local. Recuperar nuestra tradición era en bue­na parte recuperar el espíritu de los primeros libertadores y alejarse del modernismo, de todo lo que éste ha significado. Ese modernismo que, por malsano, había condenado Pío ix en el Syllabus.

En síntesis, en los propósitos políticos y culturales de Caro estaba el de restaurar la sociedad y la cultura española que se había implantado en América a partir de la Conquista, de restaurar la cultura colonial con sus costumbres, su religiosidad y sus maneras literarias y de pensamiento. Continuar además con la conquista que había quedado interrumpida con la independencia política de España: es decir, continuar con la tarea de catequizar al indígena en la religión católica y aculturizado en los modelos de la civilización hispánica. Religión católica y lengua española, los dos pilares de la Constitución de 1886, no sólo tenían, entonces, el pretexto de dar unidad a la Nación, sino además el propósito ideológico de un programa restaurador.

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