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Si yo fuera futbolista El humorista argentino Roberto Fontanarrosa —creador de Boogie, el aceitoso— se puso los guayos para contarnos cómo viviría sus días si hubiera sido futbolista. Por: ROBERTO FONTANARROSA No me asusta la ciencia–ficción, caballero. Y eso que he visto monstruos horribles en el cine. Y soy una persona impresionable. Cuando dieron la primera de Alien me pasé tres semanas con un dolorcito en el tórax, esperando que se me rompiera el pecho y saltara de allí un bicho tremebundo. Admito, eso sí, que me deja un tanto impávido esa ciencia– ficción que arranca ubicándonos en el año 14.517 de la galaxia Vandelinus, tiempo y espacio un tanto ajenos como para identificarme, como para imaginarme involucrado en esa trama. Pero ahora, el desafío, pese a ser un tanto fantasioso, no suena tan lejano. ¿Cómo alguien, sin pagar por su atrevimiento, puede proponerme escribir un artículo titulado “¿Si yo fuera futbolista”? ¡Yo soy futbolista, caballero¡ ¡He sido, soy y seré un futbolista que ha gozado de todos los infortunios del fútbol y ninguna de sus ventajas! Tengo un menisco de plástico, una cadera de teflón y una cara de piedra que me han permitido seguir jugando. Partamos de una realidad irrebatible: soy argentino. Y el argentino tipo, el Ser Nacional, el nativo de las pampas australes juega al fútbol, baila tango y hace asado. Como para que quede claro, caballero. Todo eso le brinda al gaucho ese particular rostro de preocupación extrema ya que no son actividades simples, mi estimado. Civilizaciones menos arrogantes, poco ambiciosas, optaron,

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Si yo fuera futbolista

El humorista argentino Roberto Fontanarrosa —creador de Boogie, el aceitoso— se puso los guayos para contarnos cómo viviría sus días si hubiera sido futbolista.

Por: ROBERTO FONTANARROSA

No me asusta la ciencia–ficción, caballero. Y eso que he visto monstruos horribles en el cine. Y soy una persona impresionable. Cuando dieron la primera de Alien me pasé tres semanas con un dolorcito en el tórax, esperando que se me rompiera el pecho y saltara de allí un bicho tremebundo. Admito, eso sí, que me deja un tanto impávido esa ciencia–ficción que arranca ubicándonos en el año 14.517 de la galaxia Vandelinus, tiempo y espacio un tanto ajenos como para identificarme, como para imaginarme involucrado en esa trama.

Pero ahora, el desafío, pese a ser un tanto fantasioso, no suena tan lejano. ¿Cómo alguien, sin pagar por su atrevimiento, puede proponerme escribir un artículo titulado “¿Si yo fuera futbolista”? ¡Yo soy futbolista, caballero¡ ¡He sido, soy y seré un futbolista que ha gozado de todos los infortunios del fútbol y ninguna de sus ventajas! Tengo un menisco de plástico, una cadera de teflón y una cara de piedra que me han permitido seguir jugando.

Partamos de una realidad irrebatible: soy argentino. Y el argentino tipo, el Ser Nacional, el nativo de las pampas australes juega al fútbol, baila tango y hace asado. Como para que quede claro, caballero. Todo eso le brinda al gaucho ese particular rostro de preocupación extrema ya que no son actividades simples, mi estimado.

Civilizaciones menos arrogantes, poco ambiciosas, optaron, por ejemplo, por las danzas intuitivas. Los sajones, sin ir más lejos. Inventaron el rock y se acabó el esquema, murió la disciplina. Basta de los cuatro pasitos hacia el frente, los dos hacia atrás y la reverencia. Basta del medio giro hacia la derecha, el balanceo suave y el retorno a base.

El rock liberó la posibilidad de saltar, sacudirse, enrollarse, rodar por el piso y treparse salvajemente a las mesas. Cualquier imbécil envalentonado pudo, entonces, lanzarse a las pistas simulando bailar bajo las luces restallantes de las discotecas.

Pero el argentino no, caballero. Porque el argentino tiene una misión en la vida, ha sido puesto con un objetivo sobre la tierra. El argentino baila tango y eso no es fácil. Torvos profesores enseñan por televisión el ritmo del 2x4, con expresión severa y énfasis religioso, lejos de esas ridículas clases de aerobismo dictadas por señoras con calzas elásticas sobre la cubierta de un portaaviones. En el tango, un mínimo error en el paso, una imperceptible falla en la quebrada puede precipitar la puñalada, el cuchillazo recordatorio, la cicatriz en la cara. La gente de Medellín lo sabe. Y tampoco es sencillo hacer asado, convengamos. Echar la carne sobre las brasas y

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vigilarla en su tránsito a la inmortalidad no es tan complejo. Pero primero hay que tener una vaca. Y a la vaca argentina hay que seguirla ya que es criada ‘a campo’, suelta en la pampa, caminando como loca en busca de sus pasturas. No como las mariconas vacas europeas que se crían dentro de sus establos, alimentadas en la boca por sus propios dueños, presas de la molicie y la más pura holganza.

Y así siguiendo las vacas, aprende el argentino a caminar la cancha, de área, de lateral a lateral. Y así me hice yo futbolista. Amador, por no caer en extranjerismos y decir amateur, que es poco macho. Y, en cierta forma, profesional también, porque siempre he tenido que pagar para jugar. Pagar el alquiler de la cancha, el costo del árbitro, las medias, las camisetas. Pero, si acepto la propuesta, caballero, tal como está redactada, bajo la duda del condicional, le digo que yo sé qué clase de futbolista sería de ser rentado, aunque esto suena a ciencia–ficción, o a ese género inclasificable del cine americano donde el protagonista muere y vuelve a la tierra convertido en perro, en ángel o en su propio padre.

Yo sería un jugador veterano, caballero, virtud que se haría notoria no sólo por mi sabiduría para caminar la cancha sino, más bien, por mi calvicie, el paso un tanto remiso y la curvatura de mi pierna derecha, propietaria de una comba ósea que ya querría adquirir el balón en un tiro libre. El público, siempre deseoso de comunicarse con sus ídolos, me gritaría: “¡Ladrón! ¡Deja de robar y andá a cuidar tus nietos!”. Y yo deambularía por el medio campo, amparado por esa ambigua figura jurídica que representa el ‘cuarto volante’, que le permite a uno justificar su ausencia tanto en ataque como en defensa. Y terminaría como una víctima más de la violencia, me temo, cuando algún inadaptado, el Patrón Bermúdez, por ejemplo, me atropellara en un corner sin compasión ni piedad, arrojándome fuera de los límites de la cancha, del estadio, de la ciudad y del fútbol mismo, el juego “más bello del mundo”, como bien lo calificaran los piratas ingleses.

SI YO FUERA FUTBOLISTA…...cada pase mío, cada asistencia de gol mía, valdría mil dólares. Y se los cobraría al compañero goleador asistido.

...celebraría mis goles de una manera particular: para prolongar el delirio público, bajo mi camiseta tendría otra, con foto de Sharon Stone totalmente desnuda.

...llevaría en mi camiseta el número 14… médium.

...le dedicaría mi mejor gol al Papa, porque sería un milagro.

...desarrollaría una curiosa adicción al control antidoping, que me obligaría a llevar siempre conmigo un frasquito. Caería, así mismo, en las garras de la droga, en este caso, dada mi edad, opio.

...en mi retiro me convertiría en modelo masculino top, de colecciones de moda, para continuar siendo, ya fuera de la cancha, una figura decorativa.

...habría jugado en el glorioso Bucaramanga, declarando a la prensa, en mi debut, que desde pequeño fui hincha fanático de ese club.

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...y para hablar de técnicos me llevaría bien con todo ‘técnico’ obsesivo, que anule la creatividad del jugador para que, así, no se note que carezco de ella.

“¡Humille, Maestro, humille!”

Fontanarrosa recuerda el día en que lo marcaron con una cicatriz de la que se siente orgulloso, la del fútbol argentino. Defensa abierta de quienes no están dispuestos a permitir que el juego se confunda con negocio.

Por: ROBERTO FONTANARROSA

Yo siempre digo, en mis frecuentes ataques de megalomanía, que si algún día se filma la película sobre mi vida (una comedia ligera) la música de fondo deberá ser la transmisión de un partido de fútbol (aparte de que el protagonista fuera Brad Pitt). La transmisión radial de los partidos ha sido la música que me ha acompañado toda la vida. Desde que era chico, en mi casa, en la casa de mis tíos, los domingos a la tarde, mientras yo jugaba con otra cosa, sin prestarle demasiada atención, sin saber, casi, de qué se trataba, estaba siempre esa musiquita lejana y machacante, casi un rap de palabras apretujadas, monocorde a veces y que solía elevar imprevistamente su volumen. Cuando escucho esa música, entonces, cerca o lejos, siento como que todo está bien, que todo funciona, que el mundo sigue andando.

Mi viejo no era muy entusiasta del fútbol, pero sí un apasionado del básquet. No iba mucho a la cancha pero estaba más cerca sentimentalmente de Rosario Central que de Newell’s Old Boys porque era un peronista emocional y siempre Central ha sido el equipo popular, “verdulero y peronista”, mientras que Ñuls era el equipo de los “oligarcas”. Solía ir a la cancha con los amigos y se negaba a llevarme porque, sin duda, debía cuidarme de los apretujones en la popular o, en su defecto, comprar plateas, lo que le significaba un gasto desequilibrante. Por fin me llevó a ver un partido de Central y Tigre, que ganó Central por goleada, a la popular nomás, una tarde en que llovía. Allí comprendí –lo constataría luego con mi hijo Franco– que uno debuta como espectador en partidos poco importantes, donde no haya multitudes, nunca en un clásico o en un encuentro con Boca o con River. No solo por proteger al hijo de las avalanchas sino porque a nadie le gusta llevar a hacer pis a un niño mientras se ejecuta un córner angustioso.

De todas formas, los que encendieron definitivamente mi pasión por el fútbol y por Rosario Central fueron mis amigos Fernando y Alejandro Gutiérrez. Fernando era compañero de banco en tercer grado de la primavera y ya era muy “canalla” (mote que se le brinda a los hinchas de Central). Su padre, el Rafa, los llevaba a él y a su hermano, Alejandro, cada quince días a la cancha y le resultó sencillo llevarme con ellos. Nació allí un sentimiento que se lleva luego con uno para toda la vida, como una cicatriz, y genera una lealtad que no se tiene ni con la esposa, ni con la madre, ni con la patria.

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Paralelamente, comencé a jugar al fútbol. Y allí uno descubre algunas de las causas por las cuales el fútbol gusta tanto. Una de esas causas, tal vez la principal, es esta: es un juego muy lindo. Así de simple. Cada tanto, y sospechosamente cerca de los Mundiales, suelen aparecer ensayos cuestionando (con razón) el fútbol profesional y su arrasador mercantilismo. Y pienso, entonces, que se toca tan solo la punta de un enorme iceberg. Debajo del pequeño triángulo emergente existen (al menos en la Argentina) miles y miles de niños, jóvenes, no tan jóvenes y casi viejos (“superveteranos”) que juegan al fútbol tenaz y encarnizadamente y que también son profesionales porque siempre han tenido que pagar para jugar: pagar por el alquiler de la cancha, pagar para comprar las camisetas, pagar para contratar a un árbitro. Gente que se levanta los sábados más temprano que los días de trabajo, sin protestar, sin insultar, animosa, porque se va a jugar al fútbol. Creo que la pasión nace del gusto por jugar. Después uno se hace hincha de un equipo. Casi todo hincha ha jugado (bien, mal, regular o pésimo) o juega al fútbol, lo que lo convierte en un espectador muy exigente y crítico. Sabe cuando se le pega bien a la pelota, cuando se le entra mal pisado, cuando se salta a destiempo o cuando al jugador lo tocaron en el aire. Desconfía, por lo tanto –y esto no es machismo sino lógica–, de las señoritas que aparecen hoy por hoy en televisión comentando fútbol porque intuye que ellas no lo han jugado nunca. Ahora bien, comprendemos que se disfrute tanto del juego porque es muy lindo, un tanto salvaje y animaloide. No sé si será, como dicen los ingleses, “el juego más lindo del mundo” pero por ahí anda, aún admitiendo que los ingleses lo dicen porque lo inventaron ellos.

Si lo hubiesen inventado los africanos lo habrían calificado como “un ameno pasatiempo primitivo”. Se corre al aire libre, se salta, se grita, se insulta, se descarga, se percibe el olor al pasto, se transpira, es intuitivo y es un juego de fricción, donde emerge el rito del valor personal y, ahora sí, del machismo. No es solitario sino grupal y allí uno aprende a conocer al egoísta, al generoso, al obcecado, al criterioso, al necio. Y es complejo, requiere atención, divierte, lo que permite borrar de la cabeza, durante 90 minutos al menos, el acoso de problemas de trabajo o familiares. Permite también jugar a los enanos y bajitos, a diferencia del básquet, que se ha convertido en un juego para gigantes. Lo que no se comprende muy bien es por qué los argentinos tomamos de los ingleses el fútbol y no alguno de los otros juegos con pelota, que hay cientos. Podríamos habernos inclinado por el baseball (derivado del cricket) y ser hoy una potencia mundial y atacar a Irak, como los Estados Unidos. Tal vez la elección sea otra muestra, digamos, de nuestra inveterada costumbre de complicarnos la vida, ejemplificada por el “mate”, donde se bebe una infusión de una calabaza mediante un tubito en lugar de hacerlo directamente de un vaso. ¿Por qué empecinarse en manejar un balón con los pies cuando todo lo demás lo manejamos con las manos? Nadie tiene la respuesta. Tal vez la cosa parte de la tan zarandeada egolatría argentina. “No hay argentino pequeño”, dice un personaje de historieta. El regate, la gambeta, la moña (como dicen los uruguayos) desaira, inferioriza, engaña, ridiculiza. “Humille, Maestro, humille”, brama la hinchada, pidiendo al habilidoso, al fantasista de turno que meta un “caño”, que “tire un sombrero”, que pise la pelota y haga pasar de largo a alguno, que lo haga arrastrar el culo por el piso, que se estrelle contra el alambrado sin haber encontrado al rival ni a la pelota. Por eso, la técnica, la habilidad, ha sido siempre un rasgo del jugador argentino, más que la fuerza o el empuje. Incluso la gambeta, ese quiebre intuitivo de la gravedad y la inercia que no se enseña, aparece. Aunque los gambeteadores, en realidad, como Orteguita, por ejemplo, no son ni siquiera argentinos. Son alienígenas. Pero, sin duda, el mayor emblema del jugador argentino ha sido Maradona. Si (volviendo al tema) un

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extraterrestre llegaba a la tierra y lo veía jugar, decía: “es argentino”.

Podría arriesgar, tal vez, con esa inseguridad tan marciana: “O puede ser uruguayo. O brasileño”. Pero no mucho más. Y no lo hubiera dicho por verle los rulos, la piel oscura o escucharlo decir “¿qué hacés, fiera?”, sino por verlo manejar la pelota como si fuera un sobrehueso de su propio cuerpo, un satélite atraído por la masa muscular. Si uno ve jugar a Batistuta, en cambio, puede decir: “es alemán, o inglés”. No solo por ser rubio, corpulento y de ojos azules, sino por su juego, potente, empecinado, noble. Cosa que no pasaría con Diego Armando. Y viendo a Maradona uno entiende que no obedece a una generación espontánea. No conozco toda la literatura colombiana, pero intuyo que si dio un García Márquez es porque existe una enorme pirámide debajo suyo. “Difícilmente aparezca un Maradona en el principado de Mónaco”, bromea Menotti. Por lo tanto, en Maradona uno adivina la herencia genética del ‘Cabezón’ Sivori, Onega, Di Stefano, Pedernera, el ‘Charro’ Moreno. Productos genuinos de un pueblo que encontraba una diversión formidable en rellenar una media con papel y trapos para hacer un balón y jugaba con ella en las calles casi sin autos hasta que se iba la luz del sol, aprendiendo a manejarla en lo desparejo del empedrado o lo agreste de los campitos. No había muchos otros entretenimientos, como ahora, con los videos, las Barbie, los bares temáticos o la internet. Ahora –dicen los que saben (Carlos Bianchi, entre ellos)– los chicos llegan con menos horas de manejo y se quedan menos tiempo dándole a la pelota. De todos modos, si bien el terror a perder ha generado el advenimiento de jugadores utilitarios, rústicos, torpes y persistentes que aseguran el cero en el arco propio; y si la globalización nos trae ejemplos de jugadores extranjeros que por su manejo de pelota “parecen argentinos” (Fran, Raúl, Revivo, Chiessa, Del Piero, etc.) entiendo que los argentinos seguimos prefiriendo que nuestros jugadores tengan esa marca en el orillo y esa manito que llevan en el pie tipos como Riquelme, el ‘Burrito’ Ortega, Alessandro o Walter Gaitán. Más que nada, porque el fútbol es uno de los pocos motivos de orgullo del ser argentino, junto a la carne de vaca, el tango y el dulce de leche.

Es en el único predio donde nos sentimos del Primer Mundo. Ningún argentino cree tener una economía, un nivel de vida o una educación propia del Primer Mundo. Pero con respecto al fútbol, sí. Se nota en los apodos. En un país tan permeable a la avalancha de información extranjera, especialmente norteamericana –en un país donde se redactan avisos en inglés y en negocios que se llaman Nebraska Store, Indian Summer o Alligators cuelgan carteles donde dice Sale o Coming Soon–, los pibes que juegan al fútbol no se gritan unos a otros “Jerry” , “Michael” o “John” sino que se llaman “Bati”, “Bruja” o “Cholo”. Detalle que, además, respeta una tradición futbolera, porque Juan Sebastián Verón es la “Brujita” por la “Bruja” Verón, su padre. Y porque Simeone es el “Cholo” por el Carmelo “Cholo” Simeone que jugara en Boca, décadas atrás. Hay un entroncamiento que viene del pasado, un conocimiento que parte de lo que nos han contado los padres, los tíos o los abuelos. No es un invento como “Halloween”, celebración que algunos negocios argentinos intentan imponer con la sana intención de venderle zapallos a la gente para que se los pongan en la cabeza.

El fútbol es en Argentina un motivo de orgullo. Y donde hay orgullo no hay copia. Será, tal vez, por todo esto que, hoy por hoy, hombre grande ya, mi capacidad de raciocinio, mi poder de reflexión no me han alcanzado para adquirir el nivel de paz, sosiego y armónica sabiduría de aquel viejito oriental que instruía a John Carradine en la serie Kung Fu. Por el contrario, cada vez que voy a la cancha a ver a Central sufro como sufría a los doce años cuando iba a verlo con Fernando o salto y me abrazo con los que

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me rodean para festejar un gol como no podría hacerlo por ningún otro estímulo de mi vida.

Mi aparato favorito

En exclusiva para SoHo, el humorista argentino Roberto Fontanarrosa describe las bondades del segundo aparato más importante para la virilidad. Aquello que nos hace enormes, poderosos e invulnerables.

Por: ROBERTO FONTANARROSA

Cuando mi hijo Franco era pequeño, veía por televisión a uno de esos superhéroes fisicoculturistas que se llamaba He-man. He-man, con unos músculos producto del exceso de anabólicos, solía elevar sobre su cabeza rubia una espada gigantesca y gritar, falto de humildad: "¡Yo tengo el poder!". Y yo me pregunto, estimado amigo, hermano latinoamericano: ¿Qué pasa cuando uno descubre que allí, al alcance de la mano, en nuestra propia casa, sorpresiva e inesperadamente, tiene el secreto mismo del Poder, tiene el acceso directo al Poder? Y no me estoy refiriendo a la descomunal espada de He-man, ni a la Piedra Filosofal, ni siquiera, incluso, a una benemérita pastilla de Viagra. No. Tampoco a los extraños poderes que obtenía el tímido Clark Kent (casi un imbécil) cuando se ponía las ropas de Supermán dentro de una cabina telefónica, que le permitían, Dios sea loado, atravesar con su mirada biónica las vestimentas de las mujeres. No. Nada de eso. El secreto del Poder al que hago mención no es otro que el doméstico y prosaico control remoto del televisor. Por supuesto, como todo recurso que nos transforme y agigante, este control remoto genera dependencia. ¿Cómo podíamos vivir sin él, cuando no existía? Nos preguntamos. ¿Cómo podía la humanidad seguir adelante cuando había que levantarse del sofá cada vez que teníamos que cambiar el canal con el agotamiento que eso conlleva? Ni un día podría enfrentar yo, hoy por hoy, sin la asistencia de este adminículo maravilloso. Como primera ventaja nos permite domesticar a la pantalla boba, es como la silla para el domador de circo. "El televisor invade nuestra privacidad ?ha bramado algún apocalíptico estudioso de los medios masivos?. Se mete en nuestras casas". Mentiras. Burdas mentiras propias de pusilánimes. El televisor no se mete en nuestras casas como un bicho de la luz, un saltamontes o una vulgar cucaracha que aparece por la rejilla del baño. Al televisor lo vamos a buscar nosotros a un negocio de electrodomésticos, lo elegimos, peleamos el precio con el comerciante y luego, por si fuera poco, lo pagamos. Y si, tiempo atrás, la ausencia de control remoto, unida a una natural indolencia, forzaba a nuestros hijos a estupidizarse largamente frente a las aventuras de He-man, ahora, con la magia del cambiador a baterías, ellos ya pueden saltar a otros canales donde les enseñen la crítica superviencia de los lemúridos de Madagascar o el rescate de momias desagradables en el desierto de Abisinia. Pero el poder formidable que nos concede el control remoto del televisor no es ese, mi estimado amigo. Por supuesto que no. Pongámonos en escena, si no le es molestia. Ocurre, entonces, que yo estoy despatarrado en el sofá de mi casa, tomando un vaso de cerveza o comiendo un yogur frutado. Da lo mismo. Y aparece en pantalla, por ejemplo, el mismísimo presidente Bush, usted lo conoce. El mismo, el hijo

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del padre, el texano que habla recio y escupe lejos, el que tiene los dos ojitos pegados a ambos lados de la nariz, frontales, como todos los grandes depredadores. Y Bush habla para el mundo entero desde su condición de líder absoluto de la potencia más poderosa de la Tierra. Y nos advierte que está muy tentado de meter mano en ciertas regiones del globo donde la gente no se está comportando muy bien y que prestemos atención porque va a decirnos algo fundamental y que no piensa repetirlo más de dos veces. Y entonces yo, el oscuro, el hijo de la América morena, el subdesarrollado, el que bebe cerveza indolentemente en el sofá de su casa, el que nunca llegará a yuppie ni aparecerá en la tapa de la revista Forbes entre los mayores millonarios del mundo, sin levantarme, sin agitarme, con un solo movimiento de mi mano derecha, digo, anuncio, proclamo: "¡Basta ya, muñeco! ¡Me importa un carajo todo lo que puedas decirme! ¡Mirá lo que hago contigo, pequeño!". Y lo saco, lo echo, lo quito, lo vuelo de la pantalla. Lo elimino, lo borro, lo atomizo, lo hago desaparecer. Yo. A George W. Bush, presidente de los Estados Unidos de América. Y pongo al Chavo del 8. O a Los Simpsons. O a Utilísima, un programa argentino que nos enseña a pintar una maceta con flores o preparar una tarta de acelgas. O, mejor que mejor, pongo el partido por el torneo del ascenso entre Talleres de Remedios de Escalada y Defensores de Combaseres. Y me siento, gracias al pequeño y negro control remoto, tan enorme, invulnerable y poderoso como He-man, el estentóreo consumidor de anabólicos.

(Cuento de humor) A bordo del Fierce Toad

Un episodio inédito en la vida del humorista argentino Roberto Fontanarrosa: los dos meses en que hizo parte del grupo de pilotos de guerra de un portaaviones norteamericano. Leer para creer.

Por: ROBERTO FONTANARROSA

Poca gente conoce ese capítulo de mi vida, y en esa gente incluyo a familiares y relaciones muy cercanas. Me estoy refiriendo a los dos meses en que fui piloto de combate a bordo del portaaviones americano Fierce Toad, en aguas del océano Índico. Admito que aquellos que me conocen a través de mis ensayos, mis relatos, mi enérgico aporte como pensador o, incluso, mi desempeño como duelista, pueden asombrarse al descubrir este perfil, tal vez inesperado, de mi vida. Pero confieso que ya escribí sobre el tema, cambiando nombres, lugares y fechas, en aquel cuento memorable llamado "Aterrizaje nocturno", incluido en mi exitoso libro Uno nunca sabe. Obviamente, la alteración de datos respondió a un expreso pedido del almirante Gilbert F. Durrance, por elementales razones de seguridad de la Sexta Flota. ¿Qué pudo empujar a un intelectual como yo, poco dado a los eventos riesgosos, más propenso a las largas cavilaciones sedentarias que a la acción pura, decidirse a pilotear uno de esos rugientes monstruos voladores que surcan el espacio a velocidades de

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vértigo? Pues bien, debo confesar que, en ese entonces, yo estaba un tanto aburrido de la fama. Algo harto, también, del acoso femenino luego de que la revista Cardigan me considerara el metrosexual más impúdico de Latinoamérica. Y abatido, lo reconozco, por el desafortunado duelo con Lord Irving Wetmore debido al enojoso tema de las islas. Unos vecinos de Rosario y yo habíamos enviado una tajante carta a la Cámara de los Comunes exigiendo que si Gran Bretaña persistía en su dominio sobre las Islas Malvinas, Argentina, a cambio, debía quedarse con Irlanda. Lord Wetmore se sintió ofendido y me retó a duelo, sabiendo que no soy hombre de rechazar esos lances. Acepté el reto aun sabiendo que Wetmore había sido seleccionado por el director de cine Ridley Scott para filmar Los duelistas, papel que no aceptó por razones de edad, ya que superaba los 86 años. Nuestros padrinos acordaron un duelo a sable, a segunda sangre, en territorio neutral. Suiza, por supuesto. Yo jamás había empuñado un arma blanca ya que todos mis duelos previos fueron a pistola. Lo cierto es que Wetmore precipitó la primera sangre hiriéndome malamente en una oreja. Allí fluyó mi sangre italiana, festiva y rumorosa, descendiente de Susana Fontanarossa, madre de Colón, nacida en Génova. En la segunda sangre, brotada de un tajo artero en la nalga diestra, afloró mi sangre francesa de rama materna, los orgullosos Lac Prugent, mezcla de corsos y sefardíes. Wetmore, entonces, previendo quizás mi enfurecida reacción, adujo enfrentarse en desigual combate con una alianza de nacionalidades. Arrojó el sable y se marchó, dejándome confuso y sin revancha. Deprimido, escribí entonces a la marina norteamericana, solicitando que me aceptaran como piloto de jet. Yo tenía cierta experiencia, detalle que remarqué en mi carta al almirante Durrance. De adolescente me apasionaba el aeromodelismo y tengo aún en mi estudio un par de maquetas de aviones a hélice. Leí, asimismo, Elegidos para la gloria, el apasionante libro de Tom Wolfe sobre los astronautas, marcando, incluso, algunos párrafos con bolígrafo azul. ¿Qué empujó, de todos modos, al Alto Mando Aeronaval con base en la isla italiana de la Magdalena, a confiarme el control de un formidable Tomcat F27-N, cuyo valor se calcula en más de 758 millones de dólares, en su versión sencilla, sin consola luminosa ni butaca reclinable? Muy sencillo: históricamente, los yanquis han preferido mandar al combate a los negros, a los hispanoparlantes u otras minorías étnicas, no sajonas, dispuestas a cualquier cosa en procura de hacerse de la mágica green card. Ya no quedan hondureños en Yonkers, lo sabemos. Y hay más salvadoreños en Irak que en Chalatenango. Lo cierto, lo real, lo concreto es que, tres meses después de haber enviado la carta, surcaba yo la noche sobre el océano Índico, piloteando mi Tomcat a dos veces la velocidad del sonido, pertrechado con más armamento sobre mis alas que el que pudiera almacenar cualquier país soberano de los llamados "emergentes". Despegar y aterrizar sobre un portaaviones es el ejercicio más riesgoso y difícil del mundo, cualquiera lo sabe. Depositar una bestia metálica de más de 476 toneladas, a velocidades de Match 1 sobre la oblicua, corta y angosta pista de una nave en marcha que se sacude de izquierda a derecha y de arriba a abajo, no es para cualquiera, lo juro. Para colmo, de pronto, a poco de alistar mi avión para el descenso, me llegó el mensaje fatídico desde el Fierce Toad. -Franela Uno -reconozco la voz del capitán Wakelin-. Se nos ha cortado la luz a bordo, no hay energía eléctrica en el portaaviones. Nos estamos comunicando gracias al equipo electrónico de emergencia. Confío en que lo solucionaremos a la brevedad. Manténgase sobrevolando la zona. Controlé mi combustible. No me quedaba casi nada. Siempre prefiero volar liviano, a tanques semivacíos, costumbre que me quedó de mi paso por la Fórmula Uno.

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-Franela Uno a Moño Cero -contesté-, intentaré bajar de todos modos. Pero aquella no era mi noche. Otra vez escuché la voz del capitán Wakelin, algo alterada. -Franela Uno -decía-. Llega un informe meteorológico desde Djakarta. Ya tenemos encima al tifón Ana, que acaba de arrasar la ciudad de Padang, en Sumatra. Me mordí los labios. No era poco para un vuelo de bautismo. Un rayo, zigzagueante y rojo, certificó lo anunciado por el capitán, reventando contra el fuselaje de mi avión como una bomba. Creí perder el control de mi nave. Logré estabilizarla e hice un recuento de los daños. El vidrio de la carlinga se había partido como un melón y ahora el agua de la tempestad entraba como catarata sobre mi cuerpo. Los dos alerones posteriores se habían desprendido, el ala derecha solo estaba sostenida por un perno y escuchaba un gorgoteo en una de las toberas, que no me gustaba nada. Para colmo, un pedazo de palmera traído por el tifón de quién sabe dónde, había pegado contra la panza del Tomcat trabándome el tren de aterrizaje, que no bajaba. -Intentaré aterrizar sin ruedas -advertí al Fierce Toad, procurando dominar mi avión que se sacudía como entre las fauces de un depredador gigante. -Franela Uno -me reconfortó de nuevo la voz de Wakelin en los auriculares-. Toda la tripulación del Fierce Toad subirá a cubierta con antorchas, para guiar su aterrizaje. Me conmovió el mensaje. En aquel momento dramático, afloraba el viejo sentido de cuerpo de la US Navy, como en Saipán, Guam, Guadalcanal, Apocalypse Now o Regreso del infierno. Me pareció extraño que cesaran, de pronto, los rayos y relámpagos que iluminaban la noche como de día, ya que persistía el ulular del viento y el traqueteo ensordecedor de los truenos. Fue cuando descubrí la horrible verdad. -Franela Uno a Moño Cero -comuniqué, en verdad, contrito-. Me he quedado ciego. Posiblemente un trozo de tejado arrancado por el meteoro en la ciudad de Padang me golpeó el cráneo. Tengo rajado el casco. Me sangra una ceja. Intentaré aterrizar guiándome tan solo por el sonido del choque de las olas contra los flancos del portaaviones y el silbido del tifón entre los cables. -Haces bien, muchacho -oí a Wakelin-, porque lamento decirte que aquellos que subieron a cubierta portando antorchas fueron barridos por una ola formidable y ahora son pasto de los feroces escualos. -Recen por mí -pedí, pese a mi acendrado descreimiento, y recordando aquel libro de Pierre Closterman En el cielo no hay ateos. No sé cómo lo hice. Juro que no lo sé. Hoy puedo contar todo esto completando el relato gracias al aporte de Naomi Fogle, una enfermera que siguió la trayectoria de mi descontrolada nave desde el puente de telemetría a la luz de los relámpagos, los rayos, las centellas y las llamas que provenían del arsenal de popa del Fierce Toad donde una colilla de cigarrillo había desatado un voraz incendio. Al parecer, mi Tomcat, gracias a mi aproximación acústica, encaró la cubierta del portaaviones más de una vez, fallando el contacto. Naomi Fogle jura que creyó, en repetidas ocasiones, que mi avión se estrellaría contra el barco o que se pulverizaría sobre el mar. Pero, al vigésimo intento, ya sin combustible y perdida parte de la trompa por la borrasca, atropelló como una exhalación sobre la cubierta, exacto y preciso, arrancando millones de chispas de la superficie empapada. Hubo un rugido insoportable cuando apliqué la reversa de las turbinas para frenar mi impulso supersónico. -Pensé -solloza Naomi al recordar- que lo había logrado, que Bob lo había hecho, que había conseguido el milagro de aterrizar en medio de la tempestad, la oscuridad absoluta y el caos instrumental. Fue cuando sucedió. Y lo que sucedió fue el choque. El choque y la explosión aterradora. El calor abrasador.

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Y la nada. Retomé la conciencia tres días después, en una camilla de la enfermería del Fierce Toad, que navegaba calmo, como si nada hubiera sucedido. -Has vuelto a ver -se complació, a mi lado, el capitán Wakelin. -Fue solo un golpe -dije, tocándome la ceja-, que me afectó la vista momentáneamente. -Lo tuyo apuntaba para ser un aterrizaje histórico, muchacho -reconoció Wakelin. Como nunca yo había visto bajo condiciones tan adversas. Lograste alinear al Tomcat perfectamente para detenerse... -Y... ¿qué... qué sucedió? -pregunté, confuso. -Atropellaste una vaca. -¿Una vaca? Wakelin asintió con la cabeza. -¿Viva? Otra vez Wakelin aprobando con la cabeza. -¿Se cruzó en la pista? -Sí. -¿Y cómo llegó hasta allí? -No lo sabemos. El almirante Durrance ha ordenado una investigación. Es un caso grave de desidia. Ocho días después, ya repuesto de mis fracturas expuestas, pedí la baja. El episodio de la vaca colmó mi paciencia. Conservo aún una de sus astas, que hallé dentro de uno de los retorcidos lanzamisiles de mi avión. Hoy por hoy, retomada mi actividad de ensayista, pienso en aquella aventura y encuentro todo un poco loco. Por cierto, sigo pagando, mes a mes, obedeciendo a un plan de pagos que ellos me ofrecieron, el costo total del destrozado Tomcat, porque el seguro no cubría ese tipo de accidentes. El almirante Durrance me dice que si lo de la vaca se resuelve favorablemente, me reintegrarán el dinero. Pero, sinceramente, a esta altura de los acontecimientos, ya no lo creo.

El pedo

Pese a la irrebatible riqueza verbal, literaria e intelectual que ha aportado el pedo, sigue siendo discriminado y mal visto. Tal vez sea el momento de abandonar la hipocresía y admitir la resonancia de una palabra de cuatro letras y miles de implicancias.

Por: ROBERTO FONTANARROSA

Al pedo pero temprano -dijo el General Perón. Y no solo remarcó la tendencia militar de levantarse al alba, para no hacer nada, sino que, además, profundizó el permanente sentido peyorativo que rodea a la palabra "pedo". Sentido peyorativo marcadamente injusto, señores, si observamos el significativo aporte que esta palabra, con sus diversas acepciones y aplicaciones ha hecho a la lengua castellana o, al menos, a la argentina. En Argentina, el país de Borges y de Cortázar, "estar al pedo" significa estar sin hacer nada. El alpedismo significa dejar pasar el tiempo sin practicar actividad alguna, aunque puede disimularse como germen de la filosofía o de la reflexión. Hacer algo al pedo es

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hacerlo inútilmente, en vano. La expresión incluye una variante aumentativa y casi poética: "Hacer algo al divino pedo" o "al reverendo pedo". Sin alternativas que certifican lo inconducente del esfuerzo "al pedo como bocina de avión" o "como timbre de panteón" son dos metáforas populares que también sacan partido de la potencia y el grafismo del zarandeado pedo. "Estar en pedo" es, en Argentina, estar borracho, e incluye figuras literarias de gran audacia y cierto grado de absurdo. "Tenía un pedo que flameaba" suele decirse de algún respetado amigo a quien el alcohol lo hace flamear como una bandera. El pedo, no obstante, esa palabra pequeña, concisa, fácil de pronunciar este acierto fonético, sonoro como suele ser sonoro su origen fisiológico, despreciada entre las clases cultas como es despreciada la mandarina entre las frutas, se brinda, pese a todo, generosa a figuras poéticas dignas de Breton. "Qué grande ha sido nuestro amor -dice el tango Los mareados- y sin embargo ya lo ves, mirá lo que duró". Cuanto más mágico, cuanto más sutil, cuanto más sugerente, señores, es la frase popular, refiriéndose al algo efímero, fugaz, "duró lo que un pedo en la mano". Hay otra semejanza metafísica, casi rayana con la química o el ilusionismo que dice "duró lo que un pedo en una canasta". No todos emplearon la dúctil palabra como apoyatura de la vulgaridad o el escarnio. Amílcar de Esporcedro, poeta de la corte de Luis XIII, pasó a la posteridad cuando escribió, tierno y sensual, refiriéndose a la controvertida ventosidad. "Entre dos paredes blandas sale un títere, y canta", descripción bella, producto, sin duda, de una observación cercana. Pero, ¿por qué el agravio, por qué el desmedro hacia un acto natural y entendible para todo aquel que entiende el aparato digestivo? Hay algunas teorías que, si bien no convencen del todo, acercan una explicación más o menos lógica. "La flatulencia -aporta la psicóloga Ernestina Fay- nos sume, generalmente, en la vergüenza y la humillación. Por fortuna aún no hay un examen de ADN que pruebe, inequívocamente que tales sones y aromas pertenecen a tales personas, transformando a sospechosos en culpables". No es equivalente la satisfacción física con la repulsa del entorno. Fue Emmanuel Carit, fisiatra y ambientalista alemán del siglo XVIII, quien acuñó la frase "Más vale perder un buen amigo que perder un buen pedo". Pero el consejo, lanzado en épocas en que el meteorito socavaba el Primer Reich, perdió vigencia con los años, cuando creció el concepto de amistad y la perfumería fue eliminando aromas amargos. "Amargo como pedo de perro", dice el criollo cuando rememora momentos difíciles. Hoy por hoy solo a los ancianos parece permitírseles el desliz, cuando al reclinarse sugestivo de su torso, se admite "se alivió el abuelo". El mismo Ernesto Sábato describe con pluma elocuente el incómodo momento cuando entre los pasajeros de un ascensor empieza a infiltrarse "el olor insidioso de un pedo silencioso". El mundo de los sonidos se enriquece con el gas orgánico. "Un pedo -escribe el dramaturgo venezolano Jourdan Aviba- estalló en la noche con el sonido prolongado de una tela que se desgarra". También el ámbito de las sensaciones. "Ese extremo derecho -califica el cronista deportivo- es un pedo líquido"-haciendo una referencia de respeto y de temor hacia la especie más temida entre las flatulencias, la acuosa, la traicionera, la instantánea, la fulmínea incontenible. "El chijete", como la definió Einstein. El fútbol también acuñó otros aciertos. Un remate débil será "un pedo de vieja" y un fuera de juego dudoso será "finito, como pedo de oveja". "En la época victoriana -ilustra Ferdinand Ojostrosa, astrónomo y físico culturista paraguayo- la ventosidad gástrica era confundida con el ectoplasma. Se suponía que era el hálito vital que se desprendía del cuerpo al sobrevenir la muerte". De allí, talvez la conclusión vulgar al referirse al deceso de alguien. "Cagó fuego", se dice. Es notable, señores, pese a la irrebatible riqueza verbal, literaria e intelectual que ha aportado el pedo, sigue siendo discriminado y mal visto. "Es más digno sangrar que desgraciarse"

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nos ha dicho, dolido, Majaraishi IV en su libro ¿Qué fue eso? El sistema, tan flexible con otros temas, parece inflexible con este. Carl Fleming, joven dibujante de cómics estadounidense, creó un superhéroe que volaba a velocidades supersónicas pulsado por sus propias flatulencias. Flats Cooper se llamaba, y su vigencia fue

corta. Pero ahora un tema inquietante amenaza la existencia misma de la humanidad y aparece como clara revancha de esta práctica tan antigua y natural como vilipendiada. Científicos de todo el mundo coinciden en que las ventosidades despedidas por miles de vacas en todo el planeta debilitan la capa de ozono poniendo en riesgo nuestra existencia. Tal vez sea el momento de abandonar la hipocresía y admitir la resonancia de una palabra de cuatro letras y miles de implicancias.

Soplo dorsal. Suspiro de la retaguardia.

Retiro de Afganistán, ya

Una petición en un programa de radio de provincia termina por desencadenar un episodio diplomático incontrolable. otra de las situaciones absurdas creadas por el genio fontanarrosa.

Por: ROBERTO FONTANARROSA

"Siempre alguien lo escucha". Eso le dijo el astrólogo Alfredo Alegre a Ezequiel Morabito, poco antes de que este concurriera al programa Consultando con la almohada, de FM El Altillo, la noche del 23 de noviembre de 2001. Alegre practicaba la predicción astrológica y difundía sus logros a través de un breve micro de la misma FM, pero a las cinco de la mañana, cuando terminaba Consultando con la almohada, y antes del comienzo de La linterna, el programa creado por Félix Reynoso. Por su parte, Ezequiel Morabito, ocasional oyente, había sido favorecido por un inesperado golpe de la fortuna: se había ganado dos entradas, que FM El Altillo regalaba a las ocho personas que llegaran primero al auditorio, para asistir a la première de la película francesa La baranda, con Philippe Rhallys y Michèle Petit. -Yo no creo que nadie escuche radio a esta hora -comentó Morabito, por decir algo. Mientras esperaba su turno para retirar el premio. -No se crea -le dijo entonces el astrólogo Alegre, sentado casualmente en una silla cerca de él, y ordenando los papeles de su micro-. Siempre va a encontrar, mañana o pasado, a alguien que lo escuchó, usted va a ver, y que le comentará el programa. -¿A esta hora? -desconfió Morabito. Eran las cuatro de la mañana. -A cualquier hora. No olvide que hay camioneros, taxistas. A mí me llaman mucho los taxistas. Yo les informo a qué calles está favoreciendo Júpiter, por ejemplo, para que ellos consigan clientes. Y no se olvide de los serenos y de los que tienen insomnio. -Mi caso -dijo Morabito.

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-Entonces usted escucha este programa.... -Alegre señaló vagamente la luz roja que indicaba que Consultando con la almohada estaba en el aire- y sabrá cuánta gente llama por teléfono. Morabito asintió con la cabeza, distraído, muy lejos de imaginar lo acertado que había estado Alegre con su comentario acerca de que siempre habría alguien escuchando. Meditaba qué hacer con la otra entrada. Hacía tres meses que había roto con Marisa, tras cuatro días de tibia relación y repasaba ahora la lista de sus pocos amigos pensando a quién de ellos podría invitar al cine. No sabía aún que su intervención radiofónica desataría la historia que estamos a punto de relatar. Tampoco había imaginado Morabito, mientras se sentaba procurando no hacer ruido al correr la silla frente al otro micrófono, que Abel Moyano, el conductor del programa, le brindaría tanto tiempo para el diálogo. Solo cuando Moyano le preguntó si le gustaba el cine francés, si solía comer mucho de noche, si sentía alguna atracción por el ajedrez y cuáles eran sus otras aficiones, Morabito cayó en la cuenta de que él nunca había escuchado el programa desde su comienzo ni lo había soportado hasta el final. Por lo tanto ignoraba que duraba cuatro horas y, en consecuencia, no podría ser llenado solo con consultas sentimentales. -También encabezo el MBT, Movimiento Barrial Trotskysta "Santiago Pérez" - agregó Morabito decidido, como descubriendo, por fin, lo que era tener delante de él un medio de comunicación a través del cual difundir sus ideas. -Qué interesante -lo miró fijo Abel Moyano-. ¿Y en homenaje a quién le han puesto "Santiago Pérez"? -Es el nombre de la persona que, con enorme generosidad, nos alquila el garaje donde realiza sus actos nuestro movimiento -respondió Morabito, sintiéndose un poco tonto-. Pero nos lo alquiló con la condición de que la agrupación llevara su nombre, algo que nosotros aceptamos porque no son muchos los ciudadanos que se atreven a comprometerse con nuestra lucha. -Muy bien, muy bien, excelente, hay que destacar esos gestos -dijo Moyano, tocándose repetidas veces los auriculares e intercambiando gestos con el operador que dormitaba tras el vidrio, en una mínima sala de controles-. Lo felicitamos, amigo Morabito, y ahora vamos a otro disquito y después la respuesta a esa consulta que nos quedó pendiente... Morabito se puso de pie, enredándose un poco con los cables. -Su saludo -lo invitó sin embargo Moyano, cuando ya crecía la cortina musical- y su mensaje a la audiencia, si es que desea agregar algo... Morabito frunció el ceño, se agachó tomando la base metálica del micrófono. -Solo deseo agregar -dijo, decidido- que el Movimiento Barrial Trotskysta "Santiago Pérez" exige el total retiro de las tropas norteamericanas del territorio de Afganistán. Inmediatamente. Pero no mañana o pasado o la semana que viene... -pegó con la punta de su rígido dedo índice sobre la mesa, repetidas veces-... ¡sino ya, ya, ahora mismo! -Gracias, mi amigo -Moyano viró con su silla giratoria hasta golpearse la rodilla contra la pared, reclamó con su mano en el aire que aumentara el volumen de la cortina y la luz roja del estudio se apagó. Al día siguiente, a eso de las cuatro de la tarde, Morabito recibió un llamado telefónico. Estaba completando unas palabras cruzadas y debió interrumpir para ir a atender. -El señor William Hammond desea hablarle -le dijo una voz femenina. Morabito no dijo nada, el bolígrafo aún en la mano. -Mi nombre es William Hammond. ¿Con quién tengo el gusto de hablar? -escuchó pronto una voz con marcado acento inglés. -Morabito, Ezequiel.

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-Le estoy hablando desde Aricana, señor Morabito, mucho gusto. -Ah... ¿Cómo le va? -Muy bien. Mire, iré al grano, los americanos somos hombres prácticos. Yo soy el director de Aricana y escuché anoche sus declaraciones por la radio... -Ah... -Morabito se puso derecho en la silla, enfrentado al aparato telefónico, volvió a fruncir el ceño y mordió la punta de bolígrafo. -Más que sus declaraciones -siguió la voz con acento inglés-... sus exigencias. Y le soy sincero, pese al predicamento que tienen Aricana en Rosario no está en mis manos tomar decisión alguna con respecto a lo que usted pretende. -No soy yo, señor Hammond. El Movimiento. -De acuerdo, el Movimiento. Pero créame que estoy haciendo todo lo posible por contactarme con Edward Klockenbrink, embajador de los Estados Unidos en la Argentina, para ponerlo al tanto del problema. Le ruego tenga un poco de paciencia. Morabito cortó tras un saludo breve. Se quedó mirando la pared de la cocina. Nunca hubiera imaginado años atrás que el MBT alcanzara tanta repercusión, cuando él mismo había creado la agrupación vecinal movilizado por la necesidad de gestionar la instalación de las cloacas. Luego los mismos vecinos habían propuesto mantener una comisión estable para exigir el fin del gas envasado y, por último, varios tomaron la costumbre de reunirse en el garaje de Pérez para debatir sobre cine y jugar a los naipes, nunca por plata. La cosa adquirió un perfil político el día en que comentaron la película soviética Moscú no cree en lágrimas. El martes 26 de noviembre, dos días después del primer llamado, quien telefoneó a casa de Morabito fue el embajador norteamericano en la Argentina, Edward Klockenbrink. Había un atisbo de enojo en sus palabras. -Su reclamo es por cierto desmesurado, señor Morabito -dijo, tras los saludos de rigor. -En absoluto, señor Klockenbrink -Morabito optó por no amilanarse-. No sé si usted tiene bien presente lo que dije... -Por supuesto que lo tengo presente. En realidad, el señor Hammond, de Aricana, se me adelantó, pero mi gente ya había grabado ese programa y es más, la grabación ya ha sido remitida a Washington. -Se habrá percatado usted, entonces, de que mi reclamo no tiene nada de exagerado. Se escuchó como un bufido desde el otro extremo de la línea. -Imaginará usted -Klockenbrink trataba de controlarse- que no soy yo quien tiene que tomar este tipo de decisiones. De esto deberá ocuparse el general Ashcroft. Pero desde ya le digo que lo veo muy difícil, muy difícil. Hay miles y miles de nuestros muchachos en Afganistán. -Nadie los llamó, señor Klockenbrink. Mi exigencia sigue en pie. -Ni siquiera una superpotencia como la nuestra puede retirar tantas tropas en tan poco tiempo, señor Morabito. Sin duda usted desconoce la logística militar. -Ni quiero conocerla, señor. ¡Si dije ya, es ya! Morabito le colgó. Lógicamente alterado fue hasta la heladera, sacó el agua fría y bebió un poco. Luego tomó un papelito sujeto por un imán con forma de rana sobre la puerta de la heladera donde había un número anotado. Llamó a la rotisería La Juliana y habló con el dueño, secretario primero del MBT, para imponerlo de los acontecimientos. Lucho, así le decían al secretario, se mostró interesado, pero se disculpó argumentando que tenía muchos pedidos pendientes y no podía atenderlo. Morabito comprendió que no podría contar con él. Llamó entonces a Robiolo, el dueño de la bicicletería El Rayo, el otro integrante del Movimiento, pero Robiolo se había ido a una procesión por la Virgen de San Nicolás. Morabito se mordió una uña y se quedó pensando. Se sentía un

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tanto solo. Y no descartó que el Imperio hubiera iniciado su contraataque, desalentando con amenazas o sobornos a sus laderos más fieles. Dos días más tarde, el 28 de noviembre, cuando ya pensaba que la cosa se había diluido, recibió un llamado desde Washington. Lo intuyó cuando al levantar el auricular, escuchó con claridad el "pip" que precedía a las llamadas de larga distancia. Una voz femenina le dijo algo en inglés, inquietándolo. Eran muy escasos los conocimientos de ese idioma que tenía Morabito. Algo había retenido de la escuela, pero no lo suficiente para mantener una conversación compleja en torno al conflicto de Afganistán. Por suerte la voz femenina, sin aguardar contestación, lo puso al habla con el general Ashcroft. -Morabito... -fue al grano el hombre de armas-, soy Ashcroft. -¿Cómo le va, General? -se agitó un poco Morabito, conmocionado. -Su petición es impracticable en un plazo corto. -Habla usted muy bien el castellano... -Morabito procuró cambiar el ángulo de la charla. Y no solo para ganar tiempo. Le fastidiaba esa forma tan directa de los anglosajones-. ¿Lo estudió en algún lado? -Estuve en Nicaragua, El Salvador, Bolivia. Y ahora le digo que lo de Afganistán, así como usted lo plantea, no puede ser. Habría que charlarlo. Son miles de hombres, con vehículos blindados y helicópteros. -Así como los pusieron allí pueden sacarlos, General. -Lo llamo mañana. Sáqueme de una duda... ¿Usted fue el que en l969 le arrojó una bomba de alquitrán al frente de Aricana, allí en Rosario? Morabito hizo silencio, jugando con el cable del teléfono. -No puedo contestarle esa pregunta, General. -Así me lo informó la CIA. Morabito aspiró hondo, tratando de calmarse. Lo estaban investigando. Cortó sin despedirse. Hubiera sido ingenuo suponer que esa conversación no estaba siendo grabada. Nunca había arrojado una bomba de alquitrán contra el frente de Aricana. Pero no sabía si era conveniente declararlo. Tal vez era mejor si ellos pensaban que estaban frente a un hombre dispuesto a todo. La noche del 14 de enero de 2002, Ezequiel Morabito tomó un vuelo de línea con rumbo a Washington en la clase turista de American Airlines. El pasaje se lo había entregado en sus propias manos uno de los porteros de Aricana en el bar La Buena Medida, de Rioja y Buenos Aires. Mientras comía con apetito un trozo algo insulso de pollo con hebras de apio, calculó los peligros. Quizás todo era una trampa y volaba derecho hacia una emboscada. El capitán Adrian Calder, asistente personal de Ashcroft, le había dado el lugar, el día y la hora de su cita con el General. También le había solicitado absoluta reserva sobre el viaje, advirtiéndole que cualquier nueva declaración suya en la radio, especialmente en Consultando con la almohada, echaría por tierra las negociaciones. Morabito, salvo su tía Adela, no tenía a quién informar nada de nada, y solo pidió al quiosco de la plaza Alberdi que por una semana no le llevaran el diario. Si algo pasaba -explosión del avión, accidente en una highway, envenenamiento en el hotel Potomac Paradise de Washington- casi nadie, salvo Adela, que era sorda, lo echaría en falta. Tras cuatro días encerrado en la habitación 453 del hotel Potomac, hojeando diarios americanos que no entendía, buscando en el televisor los canales latinos y agotando el stock de maníes salados de la heladerita a su disposición, Morabito tuvo la clara sensación de que estaba siendo objeto de una broma pesada. Al quinto día fue a buscarlo un helicóptero Chinook. Primero todas las ventanas

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vibraron como si se estuviesen desatando un terremoto, luego se oyó un ruido atronador mientras las palmeras enanas se sacudían enloquecidas y, por último, el Chinook aterrizó en el jardín trasero del hotel. Cuatro hombres de negro y un marine con traje camuflado tomaron sin violencia pero con firmeza a Morabito de los brazos y lo condujeron al helicóptero, que ni siquiera apagó del todo sus turbinas. -Tenemos este asunto de Kosovo, tenemos la intervención en Colombia, tenemos lo de Kuwait, que nos vuelve locos... -el general Ashcroft transitaba la enorme oficina a grandes zancadas, mientras enumeraba las tareas a realizar-. ¿Cómo pretende usted que retiremos esas tropas inmediatamente? Morabito, hundido en un sillón profundísimo, optó por el silencio. -34.527 marines tenemos allí, Morabito. 34.527. Acabo de recibir las cifras definitivas. Desde que usted empezó con lo suyo estamos contando... Eso no se saca de allí en un Hércules, créame... Morabito no dijo nada. -Tal vez usted reclamó lo que reclamó en un tono tan perentorio -señaló Ashcroft- porque se creyó aquello de que toda la operación militar la habían montado los mujaidines, y que nosotros solo teníamos instructores allí. Pero no es así. Tenemos más de 30.000 soldados. Es inútil ocultarlo. Después de Vietnam ya no nos cree nadie lo de los instructores. Morabito siguió sin pronunciarse. Solo inflaba y desinflaba los mofletes, como un pescado. Un ordenanza se asomó por la inmensa puerta blanca. -Perdón, General... -dijo-, el Presidente. El General cesó sus caminatas y miró el teléfono. -Lo mantendré informado, Morabito. Le aseguro que estamos estudiando lo suyo. Daba por terminada la reunión. Morabito juzgó oportuno decir algo. Fijar su posición. -Todo esto me parecen torpes maniobras dilatorias, General -dijo-. Me han tenido días interminables viendo televisión ahí metido en ese hotel de cuarta. Y ahora usted me pide una nueva espera. -Me ocuparé de lo suyo, Ezequiel. Le aseguro que nos ocuparemos. Estamos en eso. -No es lo mío. Le repito que no es lo mío. Es del Movimiento.

No es cierto que Morabito se haya reunido con el presidente George W. Bush. Hay varias versiones que así lo afirman y hasta muestran fotos de ambos, dándose la mano, claramente trucadas. Pero lo cierto es que el jueves 12 de febrero, Morabito fue atendido, en el Salón Oval, por Isabel N. Parker, edecán privada de Bush. -Señor Morabito -susurró la Parker, una atractiva mujer de unos 55 años-, le pido que nos dé algo más de tiempo para el retiro de nuestras tropas de Afganistán. Morabito endureció sus mandíbulas. Ya le había caído mal que le mandaran a una mujer a hablar con él. Una mujer ante quien, por elemental respeto, no podía sostener demasiado su particular intransigencia. -Señora Parker... -dijo al fin-, nuestra paciencia tiene un límite. Ya me parece descomedido que no me reciba el Presidente como me habían prometido. -Le ruego que no lo difunda, pero tuvo que visitar al médico por una obstrucción intestinal. Usted sabe que sufre ese tipo de problemas. -Lo sé -mintió Morabito. -Seis meses -dijo entonces la Parker, en otro susurro-. En seis meses no queda un solo soldado americano en Afganistán. -Es una burla. Es muchísimo tiempo. -Es todo lo que podemos ofrecerle -la Parker miraba a Morabito como para perforarlo, y este comprendió que tal vez había tirado demasiado de la cuerda.

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-Tres. Tres meses -probó Morabito. -Cinco. Es lo máximo que puedo ofrecerle -ella se mostraba como una hábil negociadora. -¿Qué seguridad tengo de que ustedes cumplirán este acuerdo? -Mi palabra. Allí aparecía, flagrante, la razón por la que habían enviado a una mujer a negociar. Morabito no podía desconfiar de la palabra de la Parker sin ofenderla en su condición femenina, aun conociendo la histórica tendencia de la diplomacia yanki a la patraña y a la mentira. -Ustedes nunca han cumplido sus compromisos -masculló Morabito-. Traicionaron a sus propios indígenas. ¿Cómo murió, acaso, Caballo Loco? -Mi palabra, señor Morabito. Nada más. -Habrá algo firmado, me imagino. La Parker negó morosamente con la cabeza, haciendo balancear su cabello ondulado, como en un aviso comercial de champú. -Si usted revela públicamente algo de esta reunión -dijo luego-, la Casa Blanca negará todo, hasta su propia existencia si es preciso. -¿Debo tomar esto como una amenaza? -se alarmó Morabito. -Para nada -la Parker se puso de pie-, pero quédese tranquilo. Nuestra misma gente nos reclama que regresemos a los chicos. Hay muchos padres pendientes de eso. Morabito también se puso de pie. -Cinco meses. Ni un día más. Ni un día. Después se fue. Un auto negro lo condujo directamente al aeropuerto Ronald Reagan. Llevaba entre sus manos una foto enmarcada y autografiada por el presidente Bush. "To Ezequiel", decía. Morabito valoró el gesto. No cualquiera se hacía tiempo para congraciarse con alguien teniendo una obstrucción intestinal. Le habían dado, también, una edición resumida de la Constitución norteamericana y una réplica pequeña, en plástico, del portaaviones atómico USS Enterprise, a la que se le despegó una torre aun antes de que Morabito subiera al avión que lo conduciría de regreso. Como es bien sabido, las tropas americanas no abandonaron Afganistán ni en tres meses, ni en tres años, y se supone que miles de soldados yankis continúan allí. Ezequiel Morabito estuvo tentado a reiterar sus reclamos a través de la radio, pero Abel Moyano -el conductor nocturno de Consultando con la almohada- se negó a recibirlo, con evasivas y aduciendo que pretendía ahora un espacio con más música y menos intervención de los ganadores de entradas. Morabito hasta vio al poco tiempo cómo el MBT se disolvía, ante la imposibilidad de seguir sesionando en el garaje de Santiago Pérez, cuando este lo reclamó para poner una

verdulería. A muy poca gente contó Morabito sus tratativas con las autoridades yankis y su corto paso por la Casa Blanca. Quizás le hirió saberse engañado por la diplomacia americana, una vez más, sumándose a la larga lista de estafados, burlados y defraudados. Quizás, como lo supone su tía Adela -quien estuvo conversando con él sobre el tema en un par de ocasiones-, Morabito sabe que no tuvo la firmeza, la dureza o la entereza necesarias en la reunión final con la edecán del Presidente. Y la constancia de su propia debilidad lo deprime. -No les importan absolutamente nada los reclamos de la gente -le comentó a alguien hace poco como amargura y refiriéndose, sin duda, a los ocupantes de la Casa Blanca-. Nada de nada.

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Lo que el fútbol me enseñó de la vida

Del fútbol aprendió que no se puede estar seguro de nada, a dudar de todo, que la premisa de que la sabiduría viene con los años, es tan solo una mentira más, y que el fútbol es la dinámica de lo impensado.

Por: ROBERTO FONTANARROSA

Mi tía Aurelita le comenta a una amiga: "A mí no me gusta el fútbol, pero yo insisto en acompañar a mi esposo al estadio porque, en una de esas, hay un gol y él me abraza". El fútbol, estimados amigos, también me enseñó cuál es el verdadero amor. No, por cierto, el del marido de tía Aurelita hacia a ella, sino hacia la divisa de sus desvelos. "Un hombre -anunció, ya en las postrimerías del Renacimiento, el filósofo y diseñador de ropa para atletas, Príamo di Rapallo (cocreador del uniforme de la Guardia Suiza del Vaticano, a bastones verticales azul y oro)- será más fiel a los colores de su club de fútbol que a su propia esposa". Hay quienes desafían esta creencia y las consecuencias suelen ser penosas. Un conocido hincha argentino, a quien por su seguridad llamaremos N.N., tras ser durante muchos años hincha de Rosario Central, comenzó a experimentar, de pronto, una enfermiza atracción hacia Chacarita Juniors. Mintiendo a su familia, oculto de sus amigos, marchó un domingo hasta el reducto funebrero. Y tuvo su castigo. No solo Chacarita perdió cuatro a cero, sino que los propios partidarios locales le propinaron una paliza al considerarlo un pájaro de mal agüero. Otra cosa que me enseñó el viril deporte del balompié es que el ser humano busca, casi demencialmente, las dificultades. "El hombre -ha dicho el pensador proustiano Arthur Mc Gulliver- es el único animal que para cada solución tiene un problema". Eso es lo que explica que, en el fútbol, se haya reglamentado que el balón deba ser conducido con los pies y no con las manos, que es como manejamos el resto de las cosas. Con las manos yo activo esta computadora, amigos lectores, y usted sostiene esta revista. -Y esta idea antojadiza -clama Ezequiel Villagra, rubio defensor central de Deportivo Rafaela- surge cuando ya los seres humanos, debido a la evolución de las especies, hemos perdido los atributos del mono. Manteniéndonos como cuando éramos cuadrumanos tendríamos, hoy en día, una destreza prensil enorme en las extremidades inferiores. Villagra es reconocido por su manifiesta torpeza en el manejo del balón. Mi padre solía decir, contemplándolo al lucero: "Nunca dejes de alumbrar la vuelta del guitarrero". Pero, además de esos entusiastas arranques folclóricos, agregaba: "No hay nada que eduque más que los deportes de conjunto. En el juego de equipo uno puede reconocer al noble y al egoísta, al valiente y al temeroso, al esforzado y al holgazán, enseñanzas que no podrás obtener en las disciplinas individuales". Mi padre no solo destacaba la posibilidad de adquirir ese exhaustivo conocimiento ético y moral, enorme

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base de datos gratuita que el equipo brinda sobre cada uno de sus integrantes, sino que, asimismo, sumaba un concepto rígido, cuasi samurái. Él, recio fullback de básquet en épocas donde tras cada tanto se sacaba del medio, inscripto en la filosofía griguoliana (Carlos Timoteo Griguol) del "reciba y pegue callado", tendía a preservar, en un juego de fricción como el fútbol, la reconocida bravura del gaucho argentino. "Si te pegan una patada en un tobillo -pontificaba mi padre-, le pegás una patada en la rodilla. Si te pegan en la rodilla, le pegás en lo huevos. Si te pegan en los huevos, le pegás en la cabeza y si hay que irse de la cancha hay que irse de la cancha". Nada, entonces, de "si te pegan en una mejilla pon la otra". No. Ojo por ojo y menisco por menisco. -Si ves que vas a chocar con un rival -continuaba Berto- acelerá en los últimos metros. El rival debe chocar contra algo duro, huesudo y punzante. Si él encuentra algo blando, la próxima vez te entrará más fuerte y mucho más la tercera. En cambio, si se estrella contra un codo, una rodilla rocosa o una cadera de cemento, la próxima vez lo pensará dos veces. Y, no olvides nunca esto, hijo mío, a los grandotes les duele tanto como a los chiquitos, y una plancha a la altura de la ingle mortifica tanto al enano como al gigante. Adviertan, estimados futboleros, la enseñanza fundacional. La humanidad se iguala en el dolor y el rico puede sufrir tanto como el menesteroso. Del fútbol, también aprendí que, aquella fantasía popular de que la sabiduría viene con los años, es tan solo una mentira más. Esos ancianos inmóviles y meditabundos, suspendidos en la gracia y la reflexión pura -cuando no en la levitación- que, con la misma facilidad con que atrapan una mosca en el aire derraman, las pocas veces que hablan, verdades absolutas, solo existen en las series de televisión sobre artes marciales.

Cuando debí abandonar la Liga de Fútbol "25 de Mayo", ya que no podía competir con los más jóvenes, pasé, primero, a una liga de veteranos que estaban entre los 40 y 50 años y luego a otra de superveteranos que estaban entre los 50 y la muerte. Pensé, entonces, que allí sería todo más tranquilo, más calmo y más relajado. Gran error, compañeros. Nunca presencié tantas peleas ni escuché tantos insultos ni vi tantos golpes malintencionados como en esa etapa. Con lo que pude comprobar algo desalentador: los años no traen la sabiduría sino, más bien, el agudizarse de las manías, los vicios y las fobias. A lo que hay que sumar, también, la inevitable torpeza física que llega con la tercera edad trayendo la bronca y la frustración por la impotencia. Ese tumulto de hombres ya mayores, en el cual yo me encontraba, procuraba, ingenuamente, amaestrar a una pelota. Y hay pocas cosas más caprichosas, casquivanas e imprevisibles que una pelota de fútbol. El científico inglés Edward J. Tydfil, titular adjunto del laboratorio terreno de Morai Firth, al norte de Escocia, especializado en el estudio y la investigación espacial, lo reveló el mes pasado. -Se ha descubierto -dijo, inquietante- que, al igual que dentro de los peligrosos cúmulos limbus, dentro de una pelota de fútbol bien inflada circulan vientos a velocidades escalofriantes. Hemos detectado ciclones, tifones y huracanes de increíble magnitud en pelotas de fútbol aparentemente mansas e inofensivas. Por fuera, la apariencia es normal pero, gracias a nuestro instrumental de última generación, supimos que en su interior se registran tales meteoros. Es por eso que los balones suelen adoptar rumbos y comportamientos caprichosos y no debido a impulsos externos, como pueden ser puntapiés y cabezazos, sino por urgencias internas incontenibles. Tal grado de imprevisibilidad ya fue advertido por el crítico deportivo Dante Panzeri, quien definió al fútbol como "la dinámica de lo impensado". Este juego suele someter a los espectadores a presiones y sorpresas insoportables al punto de que, muchos de ellos, pueden llegar a perder la vida durante el espectáculo. Como el partidario de Rosario

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Central que, ubicado en la platea a mis espaldas, allí nomás se quedó muerto, como el marino americano que -según contaba Nicolás Guillén- en un restaurante del puerto, le quiso dar con la mano. Y ahí nomás se quedó muerto. El marino americano, repito, que en un restaurante de puerto le quiso dar con la mano. El hincha de Rosario Central, por su parte, creyó que el árbitro había sancionado una mano dentro de nuestra propia área y allí nomás se quedó muerto. El fútbol, en su pragmática crueldad, nos somete a un entrenamiento riguroso propio de Boinas Verdes u otras fuerzas especiales. Los partidarios, por ejemplo, que hemos asistido en vivo y en directo, a través de la pantalla de la televisión, a la definición por penales que permitirá a nuestro equipo favorito seguir en la Copa Libertadores o quedar fuera de ella, creyendo morir en cada disparo desde los doce pasos, debemos tomar conciencia de que, si hemos sobrevivido a ello, tenemos asegurado un futuro de fortaleza física y mental inapelable. Como las cucarachas, que sobrevivieron incluso a explosiones atómicas, nosotros estamos creando una raza mejor y más fuerte. No son experiencias inocuas, por supuesto. Dejan secuelas imposibles de borrar. Yo, por ejemplo, en cada partido clásico de Rosario Central contra Newell´s envejezco cinco años. De allí que, aún joven, luzco como un anciano centenario. Pero ya no hay definición por penales ni goles en contra sobre la hora que puedan doblegarme. El fútbol me explicó, asimismo, el formidable proceso de la adaptación de las especies, puesto a consideración general por el maestro Charles Darwin. Mientras en el básquet la exigente altura del tablero obliga a reclutar atletas cada vez más altos, el fútbol, afortunadamente, se convirtió en un reservorio natural de individuos amenazados. Los pequeños, los enanos, los diminutos encontraron en el fútbol, mediante la habilidad y el talento, la posibilidad de crecer y reproducirse. Con el centro de gravedad muy bajo, favorable entonces a la estabilidad, y la pelota casi al nivel de sus ojos, los bajitos continúan siendo joyas valiosas a nivel mundial. Y basta mencionar a Maradona, Messi y Ronaldo cuando se agacha. Veloces, escurridizos, zigzagueantes como ratones, siempre encuentran el mínimo espacio necesario dentro de las pobladas áreas para perfilarse y rematar al marco. Livianos, acrobáticos, espectaculares, se escabullen por debajo de las axilas de sus rivales, localizando los espacios abiertos donde pueden sortear a sus pesados contrarios sin ser golpeados o encerrados por ellos. El fútbol me dejó claro, asimismo, que el estadio suele ser una suerte de zona liberada. -El hincha tiene derecho a protestar e insultar, porque para eso paga su entrada -suelen declarar a la prensa apesadumbrados futbolistas tras un partido perdido. Pero si ustedes leen lo que dice en su entrada, amigos lectores, no encontrará ningún párrafo que especifique el derecho al insulto. A nadie, por ejemplo, se le ocurrirá levantarse en medio de una obra de teatro e insultar a la primera actriz porque no le satisface su interpretación. Y mucho menos le arrojará una botella, la batería de una radio portátil, la radio portátil o un zapato. A lo sumo -lo han inmortalizado los chistes gráficos sobre ese tema- caerá sobre las tablas, un tomate en extremo maduro. Pero el fútbol permite al espectador estos desbordes, como insultar a la madre de un policía que permanece allí, impávido, tan solo a tres metros, separado apenas por el alambrado olímpico. El niño que va por primera vez al estadio portando la bandera con sus colores favoritos se sorprenderá alegremente al escuchar cómo el vecino de platea de su padre descarga con total libertad una infinidad apabullante de malas palabras, novedosas, imaginativas, sonoras, que abren al pequeño un nuevo mundo de expresión y posibilidades. Y el precio que se debe pagar para disfrutar tanto desmadre es, apenas, la obligatoriedad de concurrir a un baño público pestilente que a cualquier espectador motivaría a escribir una carta abierta en el periódico de su ciudad si tuviera que usarlo en una sala de cine

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porno de una estación de ómnibus de pueblo chico. El fútbol, por último, abnegado hincha, me enseñó a no estar seguro de nada, a dudar de todo. A dudar, por ejemplo, de si la sabiduría que le habían conferido los años a mi padre cuando me dio sus consejos, no sería tan endeble y falsa como la sabiduría de aquellos orientales a los que el tiempo solo había pertrechado de manías y caprichos. Cada vez que regreso del estadio tras haber visto perder a Rosario Central contra un equipo al que, a priori, deberíamos superar por una goleada vergonzante; cada vez que veo a los poderosos River o Boca caer en su propia cancha contra un rival entusiasta, pero primitivo; luego de presenciar cómo Camerún vence a la Argentina en el comienzo de un Mundial, me convenzo más de que el fútbol, como las mujeres, es, en principio, inexplicable. Por fortuna, Dios, en su infinita sabiduría, mantiene a las mujeres algo alejadas del más popular de los deportes. Sería extenuante, indudablemente, procurar entender ambos fenómenos al mismo tiempo. Porque, el fútbol, apasionados amantes del balompié, ya lo dijo el Dante, es la dinámica de lo impensado.

Viejo con árbol

Una conversación con el hombre que, religiosamente, asiste a todos los partidos del campeonato le descubre a 'El Soda' lo que en realidad es el fútbol. Cuento exclusivo de Fontanarrosa para SoHo.

Por: ROBERTO FONTANARROSA

A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol, bastante miserable. Después, las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo. Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera algo raída y gris, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos. Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos -el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca- que desembarcaban en el predio con los mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos. -Ojo con la vía -alertaba siempre Jorge, en tanto se cambiaban. -No pasan trenes, casi -tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.

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-¿No vino la hinchada? -ya preguntaban todos, al llegar nomás, buscando al viejo- ¿No vino la barra brava? Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos. -La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá- bromeó alguno. -Por ahí es amigo del referí -dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir tras las victorias, un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors. Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse 'El Soda' cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha; casi a desgano, aprovechando para desperezarse cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referí; 'El Soda' se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca del viejo, como nunca lo había estado, porque el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo. Pudo apreciar, entonces, 'El Soda', que el viejo tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción. -¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? -medio le gritó 'El Soda', cuando hubo recuperado el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja. -No -sonrió. Pareció que la cosa quedaba así. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatado-. Música -dijo después, mirando de nuevo al Soda. -Algún tanguito -probó 'El Soda'. -Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora. El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta al lado del viejo. -Pero le gusta el fútbol -le dijo-, por lo que veo. El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa. -Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte -dictaminó después-. Muy emparentado. 'El Soda' lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó. -Mire usted nuestro arquero -señaló el viejo, efectivamente, hacia De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra-. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvartura de los muslos. La tensión en los dorsales -se quedó un momento en silencio, como para que 'El Soda' apreciara aquello que él le mostraba-. Bueno. Eso, eso es la escultura. 'El Soda' adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo. -Vea usted -el viejo señaló, ahora, hacia el arco contrario, adonde estaba por llegar un córner- el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y siena de los muslos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así. Bueno. Eso, eso es la pintura...

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Aún estaba 'El Soda' con los ojos entrecerrados cuando el viejo arreció. -Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio. Bueno. Eso, eso es la danza. 'El Soda' procuraba estimular sus sentidos, pero solo veía que los rivales se venían con todo, porfiados y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León. -Y escuche usted, escuche usted.-lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido-. la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, las alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí. Bueno. Eso, eso es la música. 'El Soda' aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla increíble con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable. -Y vea usted a ese delantero.-señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado-. ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionado el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia. Bueno. Eso, eso es el teatro... 'El Soda' se tomó la cabeza. -¿Qué cobró? -balbuceó indignado. -¿Cobró penal? -abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas a la cancha- ¿Qué cobrás? -gritó después, desaforado- ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió? 'El Soda' lo miró, atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado, repentinamente, del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia 'El Soda', tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo. -.¿Y eso? -se atrevió a preguntarle 'El Soda', señalándolo. -Y eso.-vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra-. Eso es el fútbol.

Edmundo Cachín Medina

En exclusiva para Colombia, un cuento de Roberto Fontanarrosa sobre 'Cachín' Medina, un boxeador que no conoció nunca la humillación de ir a la lona. Con cabeza sobre los hombros o sin ella.

Por: ROBERTO FONTANARROSA

Todavía me acuerdo bien de esa trompada. Fue un derechazo en directo, seco y fulminante como un hondazo, que lo tomó a Medina lanzado al ataque, caminando. La recuerdo porque, a pesar de que eso ocurrió en el sexto round, fue el golpe que, para mí,

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definió la pelea. 'Cachín' mandó al ataque, como siempre lo hacía, abierto, la guardia desarmada, con esa guapeza indígena que lo caracterizaba y el contragolpe lo agarró viniendo. Fue un morterazo. Creo que ninguno de nosotros vio la mano. Se escuchó un estampido y vimos la cabeza de Medina salir despedida hacia el ring-side. No lo digo metafóricamente. El derechazo de Donald 'Varicela' Dinsmore arrancó la cabeza de Medina. La cabeza desapareció de cuadro y hubo una ducha de sangre espumosa que cubrió a los espectadores de las primeras filas y a nosotros, los periodistas. Edmundo 'Cachín' Medina quedó clavado en el medio del ring, con las piernas agarrotadas y, ahora sí, por fin, la guardia alta. Recuerdo que, después del "¡Uhhh!" que provocó en los cuatro costados del "La Brea Stadium Center" de Los Ángeles el tremebundo derechazo del grone sobre la humanidad de nuestro crédito pugilístico, nos miramos con Ruiz Elías, que relataba las incidencias de la puja al lado mío: no podíamos creer que 'Cachín' Medina siguiese en pie tras tamaño impacto. Pero el mendocino era de fierro, aunque no lo admitiésemos nosotros ni el mismo referí, el sudafricano Cecil Vereeniging, quien inició el conteo de protección. ¿Por qué le cuenta? ¿Por qué le cuenta? -escuché gritar indignado a Pellizeri, desde el rincón de Medina. Y tenía razón, pese al aturdimiento que sin duda había provocado el golpe en 'Cachín', este se mantenía de pie, erecto, con la guardia armada y dispuesto a continuar la lucha. Medina abría los brazos en un gesto de incredulidad y luego retornaba los puños protegiendo la zona alta. Pero el árbitro no se detuvo hasta llegar a los "ocho" reglamentarios. -¡Es muy difícil ganar acá! -escuché vociferar, por completo alterado, a Ruiz Elías. El público atronaba el estadio y la temperatura debía estar cerca de los 50 grados. -¡Voló el protector bucal del argentino! -oí también acotar muy cerca mío. No me había percatado de eso, encolerizado como estaba ante la actitud del árbitro. Máxime, considerando que el nuestro ni siquiera había tocado la lona. No la había rozado ni con un guante. Es más, el formidable derechazo del moreno lo había clavado en su sitio, eso sí, pero no había llegado a hacerlo retroceder. Quizás si la cabeza de 'Cachín' no hubiese sido arrancada de su implantación natural, tal vez si los músculos y arterias del cuello hubiesen soportado el mandoble, en ese caso, sí, el cuerpo de 'Cachín' hubiese sido catapultado hacia atrás, arrastrado por el vuelo de la cabeza y, es posible, incluso, que hubiese ido a parar a la horizontal ignominia del tapiz. Pero no, el tortazo impresionante del grone lo había decapitado limpiamente y el cuerpo fibroso de Medina seguía allí, un hito en medio del ring y esperando, ya a pie firme, el próximo embate del campeón. Palpé mi camisa bajo la corbata y advertí que estaba empapado en sudor. La fina llovizna de sangre que nos llegaba desde el cuadrilátero, más que refrescarnos, nos entibiaba. Donald "Varicela" Dinsmore se lanzó sobre el nuestro como un tigre apenas el árbitro finalizó el conteo de protección. El minuto siguiente, hasta el salvador sonido del gong, fue una persecución incesante del negro sobre 'Cachín', quien, con las piernas y brazos agarrotados procuraba prendérsele de cualquier parte con tal de no terminar con su humanidad sobre la lona. Pocas veces he visto una expresión tan cargada de ferocidad como la que se advertía en aquellos dos pequeños y perversos ojos de 'Barracuda' Dinsmore. Apenas 'Cachín' inició el retorno, vacilante, hacia su rincón, yo también abandoné mi puesto y me acerqué. -¡No te tocó! ¡No te tocó! -lo alentó Pellizeri, cuando 'Cachín' se hubo desplomado sobre el banquito, en tanto, con una esponja húmeda, procuraba eliminar los rastros de

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sangre de las botas del desafiante. -La venís llevando bien, pibe -lo confortó, también, Martín Lejarza, masajéandole las piernas trémulas. Sin embargo, 'Cachín' meneando ese rojo muñón que le asomaba entre los hombros, dijo: -¡No veo! ¡No veo casi nada del ojo izquierdo! Don Luis Pellizeri se hallaba empeñado en controlar la hemorragia. -No es nada -mintió-. Tenés muy hinchado el párpado. -No veo. No veo nada -escuché que insistía 'Cachín'. -¡No podés aflojar ahora, pibe! -lo sacudió por los hombros don Luis-. ¡No podés aflojar! ¡Esto es el título del mundo! ¡No es una pelotudez cualquiera! ¡Es el título del mundo! No podía saberse si 'Cachín' negaba con la cabeza porque no la tenía, pero yo, con alguna experiencia en el mundo del boxeo, juraría que era lo que estaba haciendo. -¡Pensá en tu vieja, allá en Mendoza! -acicateó don Luis, apelando a la vena sentimental-. ¡En tu abuelo que está en el ring- side, en tu novia, en los muchachos que se vinieron desde Tunuyán para verte, 'Cachín'! ¡Pensá en todos ellos! ¡No podes aflojar, carajo! Podía sonar un poco cruel el empleo de aquel sistema casi extorsivo para lanzar de nuevo a la pelea a un púgil que ya contaba con muy pocas o, tal vez, ninguna posibilidad de alcanzar la victoria. Pero el boxeo es un deporte duro, una pelea por el título del mundo no es una oportunidad que se consigue todos los días y lo cierto era que la sangre que manaba de las seccionadas arterias del cuello se había detenido en su fluir. Cuando 'Cachín' se puso de pie para enfrentar el séptimo round, llegó un rugido de entusiasmo desde el sitio alto de las tribunas, donde se había abroquelado la seguidora barra de argentinos. El "¡Vaaaamos, 'Cachín'!" volvió a oírse, nítido, cuando sonó el gong llamando a la pelea. Reconozco que todo aquello me había sorprendido. Yo tenía conocimiento de la mandíbula de cristal de Edmundo 'Cachín' Medina. Me había contado que una vez, en Rancul, Emérito Santamaría lo calzó en la pera al mendocino no ya con un impacto directo, sino con un movimiento de su mano derecha que no era otra cosa que un saludo hacia un familiar que se hallaba en las graderías. En esa oportunidad 'Cachín' había puesto los ojos en blanco y se había desplomado inerte sobre la lona para despertarse dos días después en la calidez de su hogar, cuando ya su madre desesperaba pensando hallarse ante otro caso de vida vegetativa. Pero en la noche del "La Brea Stadium Center" de Los Ángeles, lo que le había flaqueado era el andamiaje del cuello, revelándose de una fragilidad llamativa. Admito, no obstante, que los directos del grone eran las coces fulminantes de una mula. Y en el séptimo round, de esos piñones, de esas manos tremebundas que salían disparadas con la velocidad y contundencias de misiles eludiendo la guardia de 'Cachín' hasta macerar las carnes castigadas de este, pude contar más de ochenta. Faltando un minuto, el tronchado cuello del mendocino volvió a sangrar y, aún hoy, no me explico cómo pudo hacer ese muchacho para retornar a su rincón por sus propios medios al reclamo del gong. De nuevo me acerqué hasta allí, ya que había visto la severa figura del médico trepando al ring para observar si 'Cachín' podía seguir. Confieso que rogué por que el facultativo diese por terminada la pelea, si es que podía llamarse pelea a tal carnicería. Sin embargo, el médico estudió un par de segundos el orificio de la tráquea, palpó con cuidado algunos terminales nerviosos e hizo a Pellizeri una aprobación con su cabeza. Podía seguir. Creí que eso alegraría al veterano hacedor de púgiles, a juzgar por lo que le había oído decir en el descanso

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anterior. Pero me equivoqué. -Mire, pibe -le oí decir, junto al lugar donde habría estado, hipotéticamente, la oreja de 'Cachín' Medina-. Usted ya hizo suficiente. No es pavada aguantarle ocho rounds a 'Varicela' Dinsmore. Ya nadie le va a decir nada en la Argentina. Al contrario. Usted ya es un héroe nacional. Usted ya guapeó más que suficiente. Si no puede seguir, dígame y le tiro la toalla. Don Luis conseguía mantener su voz en un tono decoroso, pero pude ver lágrimas en sus ojos como así también en los de Settimini y Lejarza. -¡No! -se ofuscó 'Cachín'-. ¡Sí, en cualquier momento, lo saco, don Luis! ¡El negro es fuerte pero le entran como a cualquiera! ¡Tengo que terminar los quince round, don Luis, tengo que terminar! Ni él mismo creía en la posibilidad de una mano providencial que diese por tierra con el campeón de los medianos. Confuso, debilitado por la pérdida de sangre, disminuido físicamente por la pérdida de la cabeza, exigua su reserva de aire, era ingenuo suponer que pudiese alcanzar a una roca como Donald 'Varicela' Dinsmore y voltearlo por toda la cuenta. -¡No puedo hacerles eso a los muchachos, don Luis! -insistió 'Cachín'-. ¡No puedo perder por nocaut! ¡No puedo hacerles eso a los muchachos que se vinieron desde allá! -¡Vaaamos, 'Cachín'! -se escuchó, solitaria, la voz de aliento desde la tribuna, sobre el rumoreo incesante de los yanquis que comentaban la paliza a la que estaba siendo sometido nuestro crédito. -¿Escucha? ¿Escucha, Don Luis? -se animó 'Cachín'-. ¡Ese negro no me puede tirar! Y también vale recordar otro detalle: en su prolongada carrera profesional de 36 peleas, a pesar de sus cinco derrotas, Edmundo 'Cachín' Medina nunca había sabido de la humillación de ir a la lona, nunca había visto elevar la mano de su rival desde la vergonzante posición yacente, salvo el caso de aquel malhadado golpe de Emérito Santamaría, en Rancul, donde tampoco había visto nada dado su estado de total inconsciencia. Y ahora no podía caer ante los ojos del mundo entero, depositario de la confianza y el orgullo de todo un país. No obstante, en el décimo round, 'Cachín' Medina fue ocho veces a la lona, siete en el undécimo, dos en el duodécimo (aquí 'Varicela' se tomó un descanso aduciendo cierto dolor en los nudillos) y nuevamente ocho en el decimocuarto. El público no podía creer en esa demostración casi inhumana de coraje, fortaleza física y anímica, y la gritería ensordecedora pedía, suplicaba, exigía a Dinsmore que destrozara al argentino. La barra nuestra había enmudecido. Sólo de tanto en tanto, en algún momento de relativo silencio producido al caer de nuevo 'Cachín', o ante el estupor que producía su reincorporación, se dejaba oír una voz trémula: "¡Vaaamos, 'Cachín'!". Aquel último descanso previo al round final, el rincón de Medina era un infierno. 'Cachín' volvió a sentarse convertido en un moretón gigante. Tenía hematomas y cardenales hasta en las pantorrillas, los codos pelados de tanto caerse y la sangre manaba libremente por las arterias que asomaban, enredadas, por su cuello tronchado. -¡Basta pibe, esto es una locura! -procuró ponerse firme don Luis Pellizeri. 'Cachín' no contestó nada, no tenía aire para hacerlo. Pero un puntapié que pegó contra el balde de plástico fue más clarificador que cualquier respuesta. Faltaba un solo round, tres minutos apenas lo separaban de la gloria de retornar a la Argentina con los honores del derrotado digno, de ese campeón moral que tantas satisfacciones nos ha dado a través de nuestra historia deportiva. Ya sería imposible disuadirlo de continuar la pelea. Y otra vez el aliento

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desde lo alto de la tribuna vino en su ayuda. -¡Vaaamos, 'Cachín'! o 'Cachín' levantó la mano, exigiéndole a don Luis que prestase atención a ese grito, a ese reclamo, a ese apoyo. -¡No me puede tirar! -exclamó Medina, por último. Y se lanzó al decimoquinto round. No olvidaré mientras viva lo que fue aquello. Porque el negrazo se abalanzó sobre el nuestro como un búfalo, desesperado, incrédulo ante tanta tozudez, ante tanta terquedad, ante tamaño heroísmo vano e inconducente. Le pegó como si lo odiase, como si lo conociese de antes, como si 'Cachín' le hubiese insultado la madre. Siete veces fue 'Cachín' a la lona y tantas otras se puso de pie, ya parecía una exhibición de flexiones. Faltando treinta segundos nos pusimos a saltar y el gong final nos sorprendió brincando como pibes, llorando de emoción y unidos en el coro de "¡Argentina! ¡Argentina!". Donald 'Varicela' Dinsmore, 'El plesiosaurio repugnante de Portland' como lo llamaban en su hogar, había ganado por 43 puntos (en mi tarjeta yo tenía contabilizada una diferencia a favor del yanqui de 38 puntos, aunque aquello no modificaba las cosas) pero el triunfador parecía el nuestro sobre el ring. Sus segundos, don Luis, periodistas y muchos argentinos residentes en Los Ángeles saltaron al tapiz e improvisaron un carnaval de vítores y abrazos como si 'Cachín' hubiese ganado. Hasta llegué a escuchar que alguien le decía que le habían robado la pelea. En medio de aquel pandemónium, segundos después que 'Varicela' Dinsmore con rostro contrariado, se acercaba a felicitar a 'Cachín', el micrófono inquieto de Ruiz Elías logró filtrarse entre brazos, gritos y apretujones hasta la carótida del mendocino. -¡Para la Argentina, campeón, para la Argentina! -se desgañitó Ruiz Elías. -¡Tenía que terminar de pie! -alcanzó a gritar, sollozante, 'Cachín'-. ¡Por todos estos muchachos, por todos los que vinieron a verme desde la Argentina, por los amigos de Tunuyán, por esa voz de aliento que me llegaba desde la tribuna, no podía caer! -¡Grande, 'Cachín', grande! -vociferó un muchachón, a quemarropa, sobre el micrófono. -¡Hice todo lo que pude! -terminó 'Cachín'-. ¡Hice todo lo que pude! ¡Más no podía hacer! Los diarios americanos brindaron abundante información sobre la pelea. Pero lo que más llamó mi atención fue una notita corta, dentro de una de las secciones que habitualmente suelen dedicarse a diálogos previos o posteriores al evento, anécdotas, apostillas y detalles jugosos Parece ser que, en la mañana siguiente a la noche del combate, uno de los encargados de la limpieza del "La Brea Stadium Center" encontró, en las graderías de la tribuna popular, entre hojas de diarios, vasos descartables de gaseosas y latas de cerveza, la cabeza de 'Cachín' Medina. Cuando la levantó, sostenida por el pelo, la cabeza aún insistía en un hilo de enronquecida voz: "¡Vaaamos, 'Cachín'!".

Personajes

Un padre se encuentra con su hijo, después de varios años de no verlo, luego de la separación con la madre, en un cementerio, los dos reunidos frente a la tumba de una mujer que no saben quién es. Exclusivo para SoHo.

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Por: ROBERTO FONTANARROSA

Sentado sobre uno de los fríos bancos de mármol, mirando sin ver la tumba indicada, Froilán oyó la voz del muchacho.

-Viejo. No había sido un llamado, sino más bien una pregunta. -Viejo. -se le acercó, ya más seguro, el joven-. ¿Qué haces acá? -Hola, Pablito -se alegró moderadamente Froilán, sin levantarse-. ¿Qué hago? Qué sé yo qué hago. El muchacho se sentó junto a él, las manos en los bolsillos del sobretodo algo raído, oscuro y con las solapas levantadas. -No es el mejor lugar para quedarse mucho tiempo -dijo el pibe-. Con este frío -le salía vapor por la boca cada vez que hablaba. Froilán sonrió, forzado. -No te vayas a creer. Hay tipos que se pasan mucho tiempo acá -dijo-. ¿Y vos qué hacés en un cementerio? Tampoco me parece el mejor lugar para un adolescente. -Me dijo que viniera. Que te iba a encontrar. -Ah, claro. -Froilán meneó la cabeza, siempre mirando hacia el frente, fastidiado-. Que me ibas a encontrar. ¿Y te dijo qué teníamos que hacer? El pibe negó con la cabeza. -No. Ni mierda -contestó. -Claro., claro. ¡Qué fácil la hacen! ¡Qué fácil la hacen! -Froilán lanzó un escupitajo mínimo, sobre la grava del camino. -Siempre lo mismo. Qué fácil la hacen estos hijos de puta. -¿Por qué? -Porque yo los conozco. Y lo conozco, especialmente, a este tipo. Ya trabajé para él en otra historia, sé cómo labura. Es siempre lo mismo, el mismo rebusque. Te deja en banda. -¿Trabajaste en otra? -En la anterior. -¿Y hacías este mismo personaje? -Con otro nombre, pero casi el mismo. Vos viste que hay tipos que les va bien con una cosa y luego repiten el mecanismo, el sistema, todo, la estructura. -Borges decía que siempre se escribe el mismo libro. -¿Borges dijo eso? -Creo. -¿Y entonces por qué no escriben uno solo y se dejan de hinchar las pelotas? Que escriban uno solo. -El negocio, Viejo. El negocio. Para ganar más guita. -Atate los cordones. El pibe se miró las zapatillas de básquet. Tenía los cordones desatados, pero metidos dentro de los bordes del calzado, rodeando los tobillos. -Se usan así -se había parado de nuevo, siempre las manos en los bolsillos. Era alto, más alto que Froilán-. Te cagás de frío ahí sentado. -Te dejan en banda, te largan solo -insistió Froilán-. Así cualquiera. -No entiendo. -El pibe caminaba unos pasos para desentumecerse, sin alejarse

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demasiado, aplastando minuciosamente con la punta de sus zapatillas las hojas secas del otoño-. .Como que te largan solo. -Te ponen en una situación como esta -explicó Froilán-. Mirá qué joda. Te ponen en una situación como esta. Un padre se encuentra con su hijo, después de varios años de no verlo, luego de la separación con la madre, en un cementerio, los dos reunidos frente a la tumba de una mujer que no se sabe quién es. -¿Cómo? -lo miró el muchacho-. ¿Vos no sabés de quién es la tumba que estás visitando? -¡No! No sé. No tengo la más mínima idea. Sé que es de una mujer que ha tenido un papel importante en mi vida, pero eso es todo. -¿Y entonces? -Entonces, este tipo, te pone en esta situación. ¡Nos pone en esta situación, a vos y a mí! Este tipo piensa: un padre se encuentra con su hijo, a quien no ve desde hace tiempo, frente a la tumba de una mujer misteriosa que ha tenido mucho que ver con la historia personal de él, del padre, o del hijo, o de ambos. Perfecto. ¡Y algo va a salir de allí! ¡Algo va a salir! Eso es lo que piensa este hijo de puta. Piensa que nosotros tenemos que decidir lo que vamos a hacer. Que a vos o a mí se nos va a ocurrir algo interesante como para continuar con la novela. Es la puta modalidad de estas estructuras libres. "¡Yo arranco de una situación de partida y luego el mismo relato me conducirá solo!". Eso es lo que piensa. Ese es su sistema. El pibe detuvo su caminar en círculos. Miró hacia los costados, pensativo, hacia las arboledas, los senderos cubiertos de hojas, las hileras de tumbas. -Y bueno. -murmuró, una mano tomando el mentón-. Pensemos algo. Pensemos algo como para continuar. -¡Tomá! -estalló Froilán, sin levantarse-. ¡Tomá si voy a pensar algo! Que piense él que tiene la obligación, o el interés. Que piense él ya que dice que labura de esto, que eso es lo que no se cansa de decir en los reportajes. -Pero. Tampoco te vas a quedar indefinidamente aquí. Con el frío que hace. -¿Y por qué no? -Froilán lo miró, desafiante-. Por supuesto que me voy a quedar acá, Pablito. Me voy a quedar todo el. -Julio. -¿Cómo? -Julio. Yo soy Julio. -¿No sos Pablo? -No -Julio sonreía, suavizando el momento. -Pero antes te dije Pablo y. -No te quise interrumpir, seguiste hablando. Yo soy Julio, Iván es el del medio y Pablo el más chico. -¿El del medio no es Gonzalo? -el rostro de Froilán mostraba real confusión. -No. -Ah no. -se mordió el labio inferior, Froilán-. Gonzalo era un tipo que aparecía en la historia anterior. Pero, oíme -Froilán estudiaba ahora la cara del muchacho que continuaba parado frente a él-. Vos tenés mucha pinta de pendejo, por eso te confundí con Pablo. Pero vos ya debés andar por los 24. Julio hinchó el pecho en una aspiración larguísima. -Es que no crecí, Viejo -suspiró-. No crecí. -Volvió a sentarse junto al padre, en el banco de mármol-. Viste que hay personajes que crecen dentro de un relato, que cambian, que ocupan lugares que, en principio, no les correspondían, porque eran personajes laterales. Bueno, en mi caso, yo no crecí. No sé. tal vez tuve pocas oportunidades, pocos diálogos, pocas intervenciones. Tal vez no estaba bien preparado.

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-¿Debo interpretar, con eso, que yo tengo parte de culpa? -se puso las manos sobre el pecho, Froilán. -No. No -se apresuró a puntualizar, Julio-. No es tu culpa, no es tu culpa. Si cuando empezó esta historia vos y mamá ya estaban separados. Vos ni interviniste en mi educación. -Peor todavía. Ahora resulta que yo evadí mis deberes de. -¡Para nada! ¡Para nada! Cuando yo aparezco, ya estaba el. -Porque siempre es lo mismo -se ofuscó Froilán-. Es como con tu madre. Siempre, al final, el culpable soy yo. Empieza hablando del mal tiempo y siempre termino siendo yo el que la liga. Tu madre leía en el diario que había habido un terremoto en Turquía y, no sé cómo mierda hacía, pero al final el culpable era yo. -Nosotros ya estábamos viviendo con Marcelo -completó Julio. -¿Quién es Marcelo? -Viejo. -abrió los brazos Julio, otra vez de pie-. Viejo. Es el tipo que vive con mamá y con nosotros. Froilán resopló. -Es el quilombo de estos relatos con tantos personajes -dijo-. Te perdés con tanta gente. Llega un momento en que no sabés quién es quién. Habría que hacer como en los libros de antes, que al principio aparecía una lista con todos los personajes, indicando qué hacía cada uno y qué parentesco los unía. -Eso es cierto. ¿Para qué tres hermanos, por ejemplo? Con dos alcanzaba. Se quedaron un rato en silencio. Vibraba, en el aire, el sonido del viento entre las ramas desnudas, el raspar de las hojas secas contra las baldosas rotas de los senderos angostos.

-Y entonces. -preguntó Julio-. ¿Qué vas a hacer? Froilán no contestó. Se apretó la punta de la nariz con los dedos de la mano derecha, como comprobando que aún tenía sensibilidad en esa zona. -Nada -se encogió de hombros. -Pero. -Julio miró hacia arriba-. Se viene la noche. -En todo sentido se viene la noche, Julito -sonrió Froilán-. Y a nuestro jefe también se le viene la noche. Porque yo no pienso mover un dedo para salir de esta situación. -Pero, Viejo. -Que labure él, mi querido. Yo ya me cansé de sacarle las papas del fuego. Esta vez que labure él. -No sé. No sé. -Julio miraba hacia otro lado, serio. -¿Vos te creés que a mí me gusta estar aquí? -preguntó Froilán. Consultó el reloj-. Hace como. ocho. nueve horas que estoy aquí, esperando que a este tipo se le ocurra algo, que arranque para algún lado. Otra vez la pausa. El silencio. -¿Sabés qué es lo que me da más bronca? -retomó Froilán-. Que esto va a terminar siendo un cuento. Y un cuento corto. Arrancó como para una novela, con muchos personajes, tipo Tolstoi, con un ritmo lento. -Y se empantanó. -Se empantanó. Cagó, cagó, cagó. -Y. -sonrió, amargo, Julio-. Para encarar algo tipo Tolstoi hay que ser Tolstoi. -Y este tipo, a Tolstoi, no le ata ni los cordones de los botines. -¡Por favor! -Julio casi se contorsionó, sin quitar sus manos de los bolsillos-. Está a años luz. -Pero entonces te caga. -por primera vez, Froilán se había puesto de pie, tosiendo- .te caga porque vos te confiás pensando que tenés laburo para un rato largo, para una

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novela clásica. Y resulta que todo termina nada más que en un cuento. Y en un cuento corto. Y te quedás en pelotas. Sin laburo de nuevo. -Bueno, en una de esas por ahí es mejor. No lo tenés que aguantar. -Sí. -Froilán giró sobre sí mismo-. Pero tenés que esperar a que el tipo termine con todos los otros cuentos. No va a largar algo con un cuento o dos, nada más. A menos que el que te toque sea el último. -Eso es cierto. Froilán tosió de nuevo, con más intensidad. Se tapó la boca con un puño, doblado por el esfuerzo, caminando hasta casi ocultarse tras una estatua. -¿Qué te pasa? -se alarmó Julio. -No quiero que me vea -logró decir Froilán, imprevistamente afónico-. A ver si me ve toser y se le ocurre que yo tenga una enfermedad terminal. -No creo. -Yo tampoco. Pero, en la desesperación. Siempre un protagónico con una enfermedad terminal genera otras puntas, otras posibilidades. -¿No te dio ningún dato, ninguna indicación, ningún indicio? -volvió a la carga Julio, incrédulo. -¿De que yo pueda estar enfermo, jodido de los pulmones? -No. De algo. De la trama. -Nada, nada -Froilán había recobrado el tono habitual de su voz-. Lo único que yo sabía es que tenía que venir acá y pararme adelante de esta tumba. Lo único. Ni flores traje. -Y yo sabía que tenía que venir acá y encontrarme con vos. Es más, pensaba que vos sabías cómo seguía. -¿Es un reproche? -lo miró, herido, Froilán-. ¿Es otro reproche? -Para nada, para nada. Uhhh, no se te puede decir nada, Viejo. -Es que, primero lo de la educación, que no me hice cargo, ahora esto. Ya estás como tu madre que. -Pensaba que vos sabías, nada más. No te dio nada, no te indicó nada.

Froilán negó con la cabeza, enérgico. Buscaba algo en los bolsillos de su sacón oscuro, golpeó con la mano abierta sobre los bolsillos laterales. -¿Qué buscás? -preguntó Julio-. ¿Vas a fumar? -Froilán asintió-. No seas boludo. Decís que tenés miedo que este tipo te tire con algo malo y seguís fumando. -Es verdad. Es verdad. -pero Froilán había tanteado algo adentro de uno de sus bolsillos laterales. Puso cara de extrañeza-. ¿Qué es esto? -se preguntó, levantando hasta la altura de sus ojos un boleto de avión. -Un pasaje -se acercó Julio. -Un pasaje a Australia -leyó Froilán, con ojos de intriga-. "Sydney" dice. ¿Sydney es Australia, no? -Bueno, algo es algo. Es una punta -Julio se había alegrado, imprevistamente. -Tomá -Froilán estiró el pasaje a su hijo-. Usalo vos. Es otro de esos recursos desesperados de este hijo de puta para ver qué pasa. Seguramente no tiene la más mínima idea de lo que puede suceder después. Es el facilismo. Caer en la crónica de viajes. Me juego la cabeza que mañana me encuentro en un cementerio de Sydney sin saber qué carajos hacer, en la misma situación de ahora, sin guita ni pasaporte. Acá, por lo menos, estoy cerca de casa. -Claro -Julio sostenía el ticket en su mano izquierda-. En todo caso, que el que se joda sea yo. -Vos sos joven, Julito. Tenés todo por delante. Australia es un país de promisión, con

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gran futuro. ¿Qué te vas a quedar haciendo acá? -Es verdad. Es verdad -el muchacho se metió el pasaje en un bolsillo-. A mí me gusta la idea. Total, llegado el caso, me vuelvo. -Te volvés. -¿Y vos? -se preocupó Julio-. ¿Insistís en quedarte acá? -Froilán asintió, porfiado-. ¿Por qué no te vas a algún bar, a algún boliche? Debe haber alguno por acá cerca del cementerio. Por lo menos te tomás un café, a la noche te comés una pizza, ves algo por televisión. -Me quedo acá hasta que a este tipo se le ocurra algo -Froilán volvió a sentarse, teatral-. Además, no te olvides de que yo tengo un protagónico, no tengo un personaje lateral, tengo un cierto grado de responsabilidad. Pero no le voy a dar el gusto a este rufián, Julito. No le voy a dar el gusto. Que me saque él de esta, ya que él me metió.

Otra vez el silencio. Empezaba a oscurecer y hacía más frío. Cada uno miraba hacia puntos diferentes. -Chau, Viejo -Julio se acercó a Froilán, se agachó un tanto y le dio un beso leve en la mejilla-. Me piro. -Chau. Que te vaya bien -Froilán apenas le tocó el brazo con su mano. -Cuidate esa tos. Froilán elevó el dedo índice en el aire, asintiendo. -Julio -llamó después. El muchacho se detuvo a pocos metros, en el sendero y giró hacia su padre. -Esto nos pasa por estar en manos de un pelotudo -gritó Froilán, casi riendo. Julio se rio también. Giró, y con las manos en los bolsillos, se alejó corriendo. "A ver si se pisa uno de esos cordones y se caga de un golpe", pensó Froilán.

La ilíada

Lo primero que aprendí leyendo La Ilíada, amigo lector de la audaz pupila, es que hay que abrazar la fe de las religiones monoteístas, si es que tenemos suficiente fe y no hay otra cosa más excitante para abrazar.

Por: ROBERTO FONTANARROSA

Es verdad que las religiones monoteístas ofrecen dioses únicos, omnipresentes, siempre cuestionados por aquello de que "quien mucho abarca poco aprieta" o "el que desea estar en todos lados, en definitiva, no está en ninguno". Pero, ese dios siempre será mejor que la pandilla de dioses impresentables, corruptos, entrometidos y poco serios que participaron en el conflicto de la bien murada Troya, sin permitir que mirmidones, carios, légeles, caucones, pelasgos y troyanos por un lado, y licios, misios, frigios y meonios por el otro, tuvieran su guerra en paz. Una banda de deidades de corte mafioso que azuzaban, interferían, desalentaban y disponían la suerte de los ejércitos enfrentados. A saber: Hera, Atenea, Poseidón, Hermes y Hefesto, con los aqueos. Ares, Apolo, Artemisa, Leto, el Janto y Afrodita, con los troyanos. Por cierto, la ausencia de un dios absoluto, multipropósito, todoterreno, que solucionara los problemas más

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diversos, obligaba a las especializaciones por áreas. Del amor se ocupaba Afrodita. Ares estaba a cargo de la guerra. Hades manejaba el mundo subterráneo, posiblemente, el petróleo. Zeuz era, según Homero, "el que amontona las nubes", calificación ni negativa ni positiva sobre una actividad un tanto vaga, que abre dudas sobre si Zeuz no era, en definitiva, un inútil. Hefesto era el dios de la metalurgia, cargo que lo emparentaba con la cuestionada condición de un sindicalista. De todas maneras, algunos, al menos, descubrían sus propósitos con la sola mención de sus nombres, como la diosa Discordia. Demás está decir que hasta el menos avispado de los mortales se daba cuenta de que, cuando esta deidad aparecía, traía consigo problemas, complicaciones, peleas y, como dirían los mirmidones y los argentinos, todo tipo de quilombos. Otra cosa que aprendí, lector del ardiente iris, al leer ese libro, cuando la adolescencia me cubría con su azafranado velo, es que las mujeres siempre traen problemas y dolores de cabeza. La bella Helena, seducida por Paris, desata una guerra que dura diez años. Y, agradezcamos a que dio resultado el tonto ardid del caballo porque, de lo contrario, se hubiera prolongado hasta el aburrimiento y su final hubiese hallado a una Helena vieja, ajada, gorda y reumática que haría preguntarse a los vencedores: "¿Y por este despojo peleamos tanto?". ¿Cuánto hubiese tenido que alargar, me pregunto, su show unipersonal el no vidente Homero para cantar la historia de Troya, considerando que ya, con diez años de combate, el público se le dormía al tercer año, detalle del cual él no se percataba porque, afortunadamente, era ciego? Otra cosa que aprendí, lector del lagrimal arduo, es cómo han cambiado los conceptos de belleza. Antes eran otras las cualidades que se exaltaban en una mujer. Criseida era "la de las hermosas mejillas". Andrómaca, "la de los blancos brazos". Iris, "la de los pies ligeros", eufemismo, tal vez, para no decirle "la ligera de cascos". Y Tetis, nombre que quizás ocultaba el vulgar apodo de "la Tetas", era "la de las hermosas trenzas". Ninguna era "la de las nalgas rozagantes" o "la de los pechos tiesos", lo que revelaba otros valores en el gusto masculino. Aprendí también que "icor" era el nombre de la sangre que corría por las venas de los dioses. Posiblemente la traducción registró "icor" y no "licor". Porque algunos comportamientos de los dioses eran, absolutamente, propios de borrachos. Poseidón, por ejemplo, se disfraza de Calcante, el adivino, para incitar a los aqueos. Lo hace tan mal, debido al alto contenido alcohólico en su sangre que, Ayax, simple mortal, le comenta a su hermano: "Vino Poseidón disfrazado de adivino". Juro que cuando leí eso, lector del cristalino cóncavo, dejé la bebida. Y no había cumplido yo los 13 años. También aprendí de La Ilíada que, incluso una madre, puede cometer errores irreparables. Tetis acude a Hefesto, dios de la metalurgia, para pedirle una armadura para Aquiles, su hijo, "el de los pies veloces". Le encarga un escudo con triple cenefa con abrazaderas de plata, una coraza, un casco y un par de grebas, protectores que cubrían las piernas desde las rodillas a los pies. Pero luego manda a Aquiles a pelear en sandalias, como si fuera verano, desprotegiendo su vital talón. Allí acierta la flecha de Paris y muere Aquiles, el de los pies tan veloces como desnudos. Y por último aprendí, amigo lector del pesado párpado, que no hay que leer un libro con tantos personajes como La Ilíada en la temprana adolescencia. Porque si, mucho tiempo después, uno debe recordarlo, ya la memoria se habrá evaporado, como se evaporaba la negra sangre de los guerreros sobre las sinuosas riberas del Escamandro.

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