revista pijao héctor sánchez

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Pijao 1 E s uno de los novelistas más imperativos de la literatura colombiana contemporánea. Uno de los contados autores en nuestro país que ha logrado ser ampliamente acogido por importantes editoriales extranjeras. Siglo XXI, Joaquín Mortíz y Fondo de Cultura Económica de México; , Juan Goyanarte de Argentina; Editorial Universitaria de Chile; Plaza y Janés, Argos Vergara, Planeta y Círculo de Lectores de Barcelona. Pocos como él han dejado su vida en la literatura, desde sus jóvenes hasta el presen- te. En Colombia también sus libros han sido publicados por Colcul- tura, Tercer Mundo, Educar, Trilce, Pijao Editores y Caza de Libros. Este autor, nace en el municipio tolimense de El Guamo y, es sin- gularmente uno de los más prolíficos de su país. Su obra, ha sido reconocida por la crítica internacional e incluida en representativas antologías, destacada en publicaciones literarias, despertado un cre- ciente interés.. Su infancia transcurre en medio del calor, las canciones y el cine mexicano, el juego del billar y ese cúmulo de personajes anónimos y derrotados que más tarde poblarán sus páginas. Es en este llano ar- diente, en su casa a orillas del ferrocarril, donde ve pasar sus días de estudiante. Era aún posible dormir tranquilamente con las puertas abiertas, pero en Bogotá asesinan a Gaitán, estalla el bogotazo y la paz huye por los pastizales. Como no existía en el pueblo un colegio de bachillerato, sus padres le hacen repetir toda la primaria para que no pierda el tiempo. A los trece años se encuentra en el internado del colegio de San Simón, en Ibagué, donde organiza un garito con juego de cartas y dados planeando así conseguir el escaso dinero que le servía para golpear duro en las mesas de los bares donde iba a beber cerveza. HÉCTOR SÁNCHEZ LA LITERATURA Y EL LENGUAJE VITAL DE LA DESESPERANZA

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Dossier Héctor Sánchez.

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Es uno de los novelistas más imperativos de la literatura colombiana contemporánea. Uno de los contados autores en nuestro país que ha logrado ser ampliamente acogido por importantes editoriales extranjeras. Siglo XXI, Joaquín

Mortíz y Fondo de Cultura Económica de México; , Juan Goyanarte de Argentina; Editorial Universitaria de Chile; Plaza y Janés, Argos Vergara, Planeta y Círculo de Lectores de Barcelona. Pocos como él han dejado su vida en la literatura, desde sus jóvenes hasta el presen-te. En Colombia también sus libros han sido publicados por Colcul-tura, Tercer Mundo, Educar, Trilce, Pijao Editores y Caza de Libros.

Este autor, nace en el municipio tolimense de El Guamo y, es sin-gularmente uno de los más prolíficos de su país. Su obra, ha sido reconocida por la crítica internacional e incluida en representativas antologías, destacada en publicaciones literarias, despertado un cre-ciente interés..

Su infancia transcurre en medio del calor, las canciones y el cine mexicano, el juego del billar y ese cúmulo de personajes anónimos y derrotados que más tarde poblarán sus páginas. Es en este llano ar-diente, en su casa a orillas del ferrocarril, donde ve pasar sus días de estudiante. Era aún posible dormir tranquilamente con las puertas abiertas, pero en Bogotá asesinan a Gaitán, estalla el bogotazo y la paz huye por los pastizales.

Como no existía en el pueblo un colegio de bachillerato, sus padres le hacen repetir toda la primaria para que no pierda el tiempo. A los trece años se encuentra en el internado del colegio de San Simón, en Ibagué, donde organiza un garito con juego de cartas y dados planeando así conseguir el escaso dinero que le servía para golpear duro en las mesas de los bares donde iba a beber cerveza.

HÉCTOR SÁNCHEZ

LA LITERATURA Y EL LENGUAJE VITAL DE LA DESESPERANZA

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Este ambiente, señala Jorge Eliécer Pardo en un libro sobre su vida y obra, publi-

cado por Pijao, aparecerá en repetidas escenas en su nove-la El tejemaneje. De las anéc-dotas del colegio saldrán los temas para su primer libro, Cada viga en su ojo, en el cual se venga literariamente de al-guno de sus profesores de se-cundaria..

En 1959 tres hechos cam-biaron su vida: una guitarra envuelta en papel regalo que le obsequiara una amiga, la muerte de su padre que le impidió hacerse bachiller y el ingreso al mundo de los telo-nes y los maquillajes para ha-cer teatro. Frecuenta por esta época la lectura de los autores clásicos y se hace miembro de la Academia Literaria Manuel Antonio Bonilla. Tras una temporada en la radio como locutor, actividad en la cual cifraba grandes esperanzas, termina por hacerse maestro fugaz de escuela y combina esta actividad con su partici-pación en un grupo teatral, primero como actor y después como director. Carlos Duplat, Jaime Santos y Jorge Alí Tria-na son sus compañeros inicia-les en esta aventura.

Abandona Ibagué en 1965 y en Bogotá se enreda en el periodismo en un cargo en Colombia Press que le consi-gue su coterráneo, el escritor Hugo Ruíz y en una agencia de publicidad, años que luego recreará en su novela Entre ruinas. Más tarde hará crítica

literaria y teatral en El Siglo, cuyos juicios certeros lo lle-van a ser designado jurado del Primer Festival Nacional de Teatro Universitario en 1966 y al año siguiente dirige el grupo de teatro de la Univer-sidad La Gran Colombia. En 1968 se enrola en un grupo teatral que viaja a México a las Olimpiadas Culturales, luego de haber editado por su cuen-ta, en 1967, su primer libro de cuentos, Cada viga en su ojo. Deserta del grupo y se queda en México con los originales de su novela Las maniobras, obra que, sin ninguna clase de padrinazgos, lograría publicar

en la editorial Joaquín Mortíz para empezar a proyectarse en el ámbito latinoamerica-no. Sobre ella afirmó el con-sagrado crítico Ángel Rama que es el antecedente de una nueva vida donde se encuen-tra una múltiple versión de los elementos marginales, ci-fras dispersas de una sociedad que intenta acomodarse justa-mente al advenimiento de los nuevos tiempos y en la cual se asiste al lento desplazamiento del mundo rural hacia la vida urbana.

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Por varios años vive en México donde dirigió un taller literario en Centro Universitario

de Estudios Cinematográfi-cos de la Universidad Autó-noma. Allí escribe, en medio de zozobras económicas, una novela que le hizo sacar la ca-beza del agua y que le gran-jeó, durante el tiempo de su escritura, la amistad solidaria y entusiasta del poeta Álvaro Mutis. Con este libro lograría su siguiente acontecimiento narrativo. Seleccionado en-tre 122, gana con Las causas supremas el Premio Esso de Novela Colombiana que antes había alcanzado, entre otros, Gabriel García Márquez con La mala hora. La obra es edi-tada en 1969 por Lerner y lue-go por Goyanarte en Argen-tina.

Una nueva maleta y otro li-bro lo llevarán a Suramérica. Visita Ecuador, Perú, Chile y

Argentina durante dos años y dicta algunas conferencias en universidades de Santiago de Chile y Buenos Aires. Su presencia es destacada por los periódicos de esos países. En 1972 aparece en la Editorial Universitaria de Chile su libro de cuentos La orilla ausente, lo mismo que su ensayo Lite-ratura y chantaje publicado como el segundo volumen de la Biblioteca de Autores Toli-menses de Pijao Editores. Al año siguiente sale en Méxi-co, publicada por Siglo XXI, su novela Los desheredados, cuya segunda edición es he-cha por el Círculo de Lecto-res de España. En 1975 viaja a Barcelona donde permane-cerá doce años. Vive de las in-vestigaciones que realiza para diccionarios y enciclopedias y como lector de editoriales, pero nunca con un horario es-tablecido ni escritorio asigna-do. En Barcelona aparece su cuarta novela, Sin nada entre

las manos, editada por Pla-neta en 1976. Esta novela fue llevada en 1984 a la televisión colombiana bajo el nombre de El faraón, y reeditada sucesi-vamente por Educar y Pijao Editores.

En una nota de la contrapor-tada, el autor afirma que “la literatura es el mejor trabajo que he tenido porque nadie me lo ofreció y en cambio es-toy obligado a rendir cuentas del mismo. Esta no será mi última tentativa ni mi última novela porque todo narrador que se respete quiere cometer el crimen perfecto que tantas decapitaciones ha provocado en este mundo.”

En 1979, Plaza y Janés edi-ta su novela El tejemaneje y en el mismo año, el Instituto Colombiano de Cultura, en su colección de Autores Na-cionales, publica su libro de cuentos Se acabó la casa.

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Sus éxitos y aceptación en el territorio de ha-bla hispana continúan y la editorial española

Argos Vergara, en su selecta colección Fénix, publica en 1983 su novela Entre ruinas, finalista en el Premio Rómu-lo Gallegos que han obtenido Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y William Ospina. Más ade-lante, en 1989, Tercer Mundo edita su novela El héroe de la familia, y en 1996 aparece Las mujeres de Manosalva, que se incluye en la selecta colección 50 novelas colombianas y una pintada, de Pijao Editores y Caza de libros.

Cerca de veinte son los libros publicados por este pertinaz autor, sin contar aquí la obra inédita que nunca ha sido poca y los volúmenes publi-

cados en la colección Archivo, del Fondo de Cultura Econó-mica de México.

Sin vanidad y con la altivez de un escritor que ha dejado su vida en el oficio, dignifi-cándolo desde la humildad y el respeto, con su pinta de adolescente como si estuviera condenado a nunca enveje-cer, tiene el resultado hasta ahora de una tarea y una obra que asume como la extensión de su existencia. En Barcelo-na, ejercerlo no fue sólo una entrega vocacional sino una manera de ganarse la vida, allí donde una actividad mirada en Colombia como dispara-tada adquiere una dimensión sólida y respetable. El amor, como la literatura, son para él las más asombrosas pasiones, así como la arrogancia, la so-berbia, la prepotencia infun-

dada, desquician el proyecto humano y lo convierten en algo cercano al reino de los animales.Sus libros son la historia del desarraigo, la ironía y la des-esperanza, la vasta crónica de pequeños personajes, ver-daderos antihéroes que se debaten entre lo grotesco, lo escatológico, lo divertido y lo irónico. Estas obras muestran el mapa interior del hombre contemporáneo y su tránsito de los pequeños poblados a la gran ciudad. Sánchez ha expe-rimentado en sus libros diver-sas formas narrativas. En oca-siones aborda un cierto estilo surrealista y en otras se vale de un estilo desenfadado y cerca-no a lo esperpéntico para tra-zar, como en Las maniobras, la vida de aquellos que viven en mundos subterráneos, en los extramuros, los basureros,

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sumidos en el alcohol, el desempleo, la falta de techo, el deterioro de la existencia y la búsqueda de nue-vas oportunidades en medio de la derrota. O, como en Las causas supremas, dibujar personajes que desde un pequeño poblado de tierra caliente ven el desmembramiento de la seguridad personal con la aparición de la violencia y la supremacía arbitraria de la autoridad y la dictadura. Los acontecimientos lugareños, la lluvia, todo un mundo rutinario y pro-vinciano narrado con elementos de lo grotesco a fin de caricaturizar los hechos de un modo apartado de lo tradicional. En sus obras, suma de realidades y de sueños, ofrece ricas vertientes imaginativas, visio-nes satíricas y doloridas de los seres humanos que se consumen en un presente desvertebrado y caótico.Ubicado por Isaías Peña Gutiérrez en la denominada Generación del bloqueo y el Estado de sitio que más tarde llamará del Frente Nacional, Sánchez, quien conserva varias obras de teatro y dos libros de cuen-tos inéditos, continúa sin hacerle caso a los halagos ni a la coquetería del poder fatuo de la burocracia, enfrentado a todos los riesgos de escribir en un país donde poco se lee y poco se respeta el oficio, inmerso en sus historias y en el ya largo camino recorrido. Disfruta de los pequeños y felices momentos que le ofrece la vida, poseído por el placer de ver que lo que escribe surge de una manera cálida y animada, por-que si bien pinta la desesperanza, ésta no lo habita. Su largo peregrinaje por la literatura y por el mundo lo identifica como uno de los más importantes no-velistas de la generación posterior a Gabriel García Márquez.Es coautor del Manual de Historia del Tolima, pu-blicado por Pijao Editores. Caza del libro, una joven editorial publica en el 2007 una de sus más exitosas novelas esta editorial difunde en 2007 su novela Mis noches en casa de María Antonia. El robo de la ca-ñonera, que Pijao Editores, al cumplir 40 años, se siente orgullosa de publicar dentro de sus novedades y de presentar la voz del autor cumpliendo confesio-nes sobre el oficio de escribir. Perfiles suyos aparecen en el libro Protagonistas del Tolima Siglo XX, a más de estar incluido en diversas antologías de cuento. Por otra parte, el número 2 de Pijao Editores, titu-lado Literatura y chantaje, es un texto olvidado que contiene una conferencia suya ofrecida en el Banco del República de Ibagué en uno de sus regresos a Co-lombia y un reportaje de sus editores.

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HÉCTOR SÁNCHEZ SE CONFIESA

¿Qué significa dentro de su obra novelística El robo de la cañonera y cómo la define?

Soy un convencido de que la novela es una expresión autónoma que libera al mundo

conocido de sus interpretacio-nes obvias, para entregarnos uno profundamente ligado a la imaginación aunque también ligado a la vida. El robo de la cañonera, la novela que por es-tos días ha sido publicada por la editorial independiente Pi-jao, es, como el resto de mis li-bros, un esfuerzo por no incu-rrir en el pleonasmo del retrato o clisé, del realismo disfrazado de estos tiempos que intenta disimularlo con la suciedad del mundo que casi siempre se re-pite en sus gustos y elecciones. La novela es el recurso que tie-ne el escritor de ir más allá de la inocencia de creer que todo lo que brilla es oro. Lo feo, os-curo y confuso de nuestra era, de nuestro momento, es eso simplemente y si el creador no se impone la necesidad de convertir esa amarga verdad en una resonancia mejorada

que, nos dé la ventaja de soltar el lastre como se hace al viajar en globo, el escritor ha perdido su tiempo. Las grandes novelas son los soplos majestuosos de grandes imaginativos y, hasta obras complejas de difícil lec-tura que son producto de la audacia, del desquiciamiento interior, terminan por impo-nerse. Yo he intentado con este libro confirmar que se puede hacer literatura de ficción, in-ventando la historia de unos mangantes que después de servirle a la Armada Nacional, de un país que aunque remoto algo conozco, deciden incor-porarse al desmadre nacional y se apoderan de la lancha pa-trullera que vigila las fronteras amazónicas y en vez de com-batir la delincuencia y el tráfico del contrabando, se entregan al saqueo, el crimen, la locura y la invulnerable estupidez de sus almas errantes y obstinadas. Es muy posible que en el futu-ro ocurra de forma parecida, porque en mi novela, Los des-heredados publicada en Mé-xico, en 1973, alguien se roba una empinada colina. Tiempo después, al noreste de Bogotá, alguien se robó la colina de verdad. Lo que esto confirma

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es que, como tanto se ha repe-tido, la realidad imita el arte y que nada cambia en el mundo que no haya cambiado previa-mente el arte y también en la ciencia. Yo luché toda la vida por tomarme en serio a este país, tan seriamente que jamás alcé siquiera una piedra para enfrentarlo o, como se dice, para desahogarme. Ha sido mi mayor equivocación porque el Estado con todos sus parási-tos, responde a los ciudadanos con la burla. Y me pregunto si uno puede tomarse en serio a un país que no toma en serio a sus habitantes. . Así lo presentí desde que entré en la edad de la razón y, por suerte, en mis libros, el sarcasmo, la carica-tura, mi facilidad para la irre-verencia y la burla piadosa que me impide tomarme en serio lo que debía resultarme sagra-do, es el eje sustancial de todas mis historias. Este es nueva-mente mi gesto reiterado en El robo de la cañonera. ¿Por qué su marcada ausencia de la llamada “vida literaria”?

Yo llevo mucho tiempo en este ofi-cio esperando que me trague la tierra,

pero ni esperándolo lo con-sigo porque el hábito de los libros me exoneró de creer-me un elegido para la afición nacional al dinero, sobre todo, al dinero mal habido. En la secundaria, después de aprender a leer en los libros a Máximo Gorki, Alejandro Dumas, Herman Melville, Emilio Salgari, Julio Verne, , descubrí que para curarme el

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desconcierto de una adoles-cencia algo desamparada, mi mejor amigo era el libro y sin querer, él me fue enseñando que la estatura de un hombre es la que alcanza la riqueza de su mundo interior y que no es subiéndose en un avión rumbo al extremo oriente que conocemos al mundo, sino a través de nuestra propia aven-tura intelectual. A veces uno escucha que alguien conoce a Nueva York porque desem-barcó en su aeropuerto y aca-so durmió en la ciudad un par de noches y, lo que uno perci-be es que después de que esa persona conoce a Nueva York, como lo afirma, su vida sigue siendo tan gris como antes, por una sola razón, porque nunca estuvo allí. El contac-

to verdadero con el mundo lo cambia a uno mucho. El con-tacto verdadero y, el mundo del libro es ese viaje que nos enseña y humaniza en la ge-nuina dimensión de lo que somos. Soy reticente al coctel literario y sobre todo, el coctel social porque me siendo ridí-culo. Esa clase de exhibicio-nismo no añade nada nuevo ni a mi vida, ni a mis libros, ni a la clase de escritor que soy. Me queda casi nada de fe para creer en algo en esta vida y, en lo que creo, no incluyo la des-esperada necesidad del reco-nocimiento, ni el aplauso, ni la condecoración, ni las menti-ras piadosas que escuchamos en aquellos cocteles. Como no creo en la fama, debo creer en el prestigio, que ese si me

parece un bien insuperable re-servado a muy pocos. Y si no creo en todo aquello, creo me-nos en las modas, sobre todo, en las literarias que hemos visto alzarse y desaparecer en un periquete. En este trabajo no existen las modas, sólo los buenos libros y si algo debe-mos a las modas es que los fa-bricantes de esas modas que, están en los medios de comu-nicación más conocidos, se parecen mucho a ellas porque son arreglistas fugaces que mejor debieron cerrar sus bo-cas. Soy directo en los comen-tarios que hago sobre nove-leros que publican sus libros, pero no escribo contra ellos. Yo hago mis cocteles en casa con amigos inteligentes que me combaten con su buen hu-

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mor, y a los que combato con mis peores recursos y, así nos comprendemos bien.

Existe una generación de es-critores posterior a la suya llena de premios, honores tipográficos, formación aca-démica, estudios de cine, columnas en periódicos y re-vistas, pero que muchos ca-lifican de superficiales. ¿Qué piensa de esto?

En estos tiempos son más quienes pu-blican libros con la buena intención de

engordar su ego y convertirse en nuevos ricos que, escrito-res probados y expuestos al riesgo de serlo, a lo largo de todas sus vidas. Hay muchos libros de actualidad y poca grandeza en el resultado. Pu-blican sus historias las reinas de belleza que cayeron en manos de la delincuencia, los comunicadores graduados de sabelotodos en la nada de los escándalos de gente inferior, las víctimas de hecatombes nacionales, los políticos que generalmente son analfabetas y que después de sus bovinos discursos se creen prepara-dos para escribir sus memo-rias y, especialmente hacen lo propio, los noveleros que han vivido poco y creen tener cosas importantes que narrar. Todos ellos creen que sus vi-das nos interesan por irrepe-tibles e incomparables. No por noveleros escriben como lo hacen, sino por la jactancia

de que escribir es lo más pare-cido a un albañal, donde los olores van aparejados con la suciedad y la burdidez de sus pequeños mundos. Escribir es un deporte nacional, pero leer es el más amargo porque nos obliga a pensar y, resulta que no es posible un buen escritor, sin el ejercicio permanente de la lectura. El problema de una literatura accidental y necró-tica es que reproduce malos lectores. Cervantes Saavedra nos previene con su senten-cia de que quien mucho anda y mucho ve, mucho aprende

y mucho sabe. Hay tonela-das de papel, muchos elogios, muchos escenarios donde esta clase de escritores sientan cá-tedra con el mismo rostro de los poetas tristes que llevan seriamente el mundo a cues-tas. Esa clase de ceremonia es aburrida y debe serlo como sus libros y opiniones. Anto-nio Machado escribió su Juan de Mairena, un ensayo sobre estos y aquellos escritores ac-cidentales, quiero decir, ma-níacos de todos los tiempos y, nos alerta contra los nove-dosos que se declaran genios,

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con cierta tenden-cia iconoclasta, expuesto así a mi manera. Tened cuidado con los inactuales, argu-menta, porque los inactuales de hoy serán los moder-nos del mañana. Los inactuales no son los olvida-dos por el fugaz regocijo de una obra mediocre. Yo añadiría a la predicción de Ma-chado, desechad todos esos libros pretenciosos que a través de la gro-sería, la blasfemia y las miserias in-trínsecas de su neocostumbrismo citadino, intentan sorprendernos.

¿Qué significa para usted ser escritor?

Cada escritor define su trabajo, coinci-dencialmente como una vocación y, hay

vocación en su trecho inicial, pero hay más. En mi caso, el libro como parte de mi cons-trucción humana y en mis cir-cunstancias, es el anticuerpo que me ha protegido de las agresiones permanentes de la vida. En la secundaria fui un desaprovechado porque mi interés estaba en otra parte

y, por desgracia, no halle un desiderátum que me sedujera. Como era la clase de estudian-te relegado que nunca izará la bandera, ni tocará el tambor y tal vez, sólo tenga un asiento en la última fila, encontré en el alarde literario una nota sobresaliente que me hizo contradictorio, porque era un despreocupado, pero un despreocupado imaginativo, superior en lo que yo quería ser. Entonces descubrí que esa sola demostración me hacía sentir mejor, casi invulnerable y me gustó, porque me vol-vió diferente y, ser diferente entonces y ahora justifica la

elección de este trabajo para mi existencia. Si no hubiera buscado mi autoestima en la literatura, ten-dría resuelta mi vida como todos los seres humanos que no necesitan ser extraordina-rios para ser feli-ces a su manera. Lo que así empe-zó dejó de ser un acto puro de des-obediencia, un desquite premedi-tado, para conver-tirse en una de las más insuperables adicciones. No creí que pudiera compararse con los vicios verda-deros, pero es de esa misma mane-ra que escribir se convierte en una actitud necesaria,

parecida a tocar el fondo de quien se administra morfina para soportar sus males. Bue-no, la vida laboral es igual-mente una adicción, sólo que escribir no paga y, sin embar-go, repetimos a Sísifo en la permanencia de llevar la pie-dra a lo alto de la montaña y verla rodar a continuación desde lo alto hacia abajo y lue-go repetir la operación, fatal-mente y sin beneficio. Cuando uno deja la vida en este oficio, es porque sólo de esta ma-nera la vida es posible. Yo al menos no concibo la vida de otra manera y por añadidura

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no deseo otra vida con todas sus ventajas, porque yo tengo mi llave y no tiene precio. Ho-mero, nueve siglos antes del cristianismo debió decirse, escribo luego existo y, tenía razón, porque después de los siglos, es un maestro inevi-table que ninguna barbarie, ni la paciente demolición de los tiempos pueden aniqui-lar. ¿Qué sería del mundo sin la armonía de los libros que nos educaron en la infancia y olvidamos en la vida adulta porque ya no los necesitamos para triunfar con el mérito de la nada y la recompensa segu-ra del olvido?

Cómo asume la literatura?

Alguna vez le escu-ché a uno del lla-mado boom lati-noamericano, que

el verdadero escritor debe ju-gársela para alcanzar la gracia de ser reconocido y, no dijo que al ser reconocido sólo fal-taría sacar una silla al jardín y sentarse a esperar que los dó-lares llovieran de arriba como las hojas de un árbol en oto-ño. Encontré muy razonable lo que dijo, y como no tenía nada que perder al intentar-lo, aproveché la oportunidad que me dio el español Alber-to Castilla, director de teatro en la Universidad Nacional, al ofrecerme el modesto papel de un perro que ha de ladrar en diferentes escenas, en fun-ción de la técnica del esper-pento elaborada por el drama-

turgo Valle Inclán. Viajamos a México poco tiempo después y, tal vez, más adelante refe-riré lo que me ocurrió en su presentación. Lo cierto es que deserté y con Las maniobras, novela que llevaba escrita, tuve la audacia de llevársela a Joquín Mortiz, una flor de edi-torial que publicaba a autores nobeles. Me quedé esperando el resultado de su lectura y si, obtuve una buena puntua-ción. En un cuarto de la co-

lonia Coyoacán, ajusté a una pequeña mesa una máquina de escribir gringa sin tildes ni eñes que adquirí regalada en Tepito y, sin mayor trascen-dencia me dije, ahora empie-zo a ser escritor y sostendré lo que digo hasta donde me alcance la vida. Una promesa secreta que hasta ahora di-vulgo porque no valdría mu-cho si la hubiera incumplido, aunque tal vez, valga mucho menos después de todo, por-

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que no soy precisamente una gloria de las letras. Tengo que reconocer en voz baja que debo a la editorial mexicana, primero Mortiz y después Si-glo XXl, mi fundación de na-rrador, con lo que mis actos

serán siempre insuficientes para dimensionar mi afec-to entrañable a ese país. Por consideraciones impagables llegué dirigir en la Univer-sidad Autónoma de México, facultad de cinematografía, un taller literario. Debo igual-mente a Barcelona, en España, la otra mitad del escritor que sigo siendo, porque allí tam-bién hallé mi hogar, la alegría complementaria que me po-see inevitablemente, llueva o truene, porque esta vida mía no debe nada al desaliento. Colombia es el desasosiego inmanente, el sino irreversi-ble, el rayo que no cesa. Ahí nací y hay dos cosas que no podemos elegir, ni nuestras madres ni el lugar donde he-mos sido alumbrados. Yo

no hago literatura para festejar mi vanidad y como lo dijera el brasilero Joao Guimaraes Rosas, para el pobre los caminos son más largos. Y aunque suene a arrogante y no se acepte, he hallado mi verdadera patria en la literatura que hago y que me cobija con cierta fortuna, sin cobrarme nada a cambio, aunque recordándome siempre que será la buena composición de mis libros la que definirá su mayor o menor mérito.

Nadie conoce por es-tos lados y parece un secreto, que Héctor Sánchez, bajo seudó-nimos, publicó varios libros de investigación en México, entre los que contamos El pro-blema de la vivienda en México; La comi-sión tripartita y La lucha en México con-tra las enfermedades mentales, publicados por el Fondo de Cultu-ra Económico. ¿Cómo fue esa historia?

La pregunta me sorprende porque realmente en sólo un episodio. Después de muchos años me atrevo a refe-rir el tema. Yo llegué al Fondo contactado por Álvaro Mutis y empecé a trabajar en una colección llamada

Archivo del Fondo que, buscaba hacer accesibles a todos los lectores, sin dejar de ser un aporte para los especialistas de la materia, el planteamiento objetivo y el análisis científico o téc-nico de aquellas materias que configuraban, por distintas ver-tientes, los problemas nacionales. Buscaban los editores, igual-mente, compartir con otros países del continente el tratamiento que recibían en México temas sociales de interés común. A mí me interesan fundamentalmente los libros literarios y aque-llos eran investigativos. Sólo firme uno de ellos, los otros con seudónimos. Me pagaban bien y llegué a adquirir un auto y conseguí vivir mejor. Para entonces había pactado con el pin-tor Mario Lafont un encuentro en Barcelona España que, por aquellos años tenía un magnetismo especial de ciudad libre y pecadora donde se compactaban los artistas con escritores y poeta, marinos y vagabundos que llovían del cielo, de los bar-cos y perseguidos de las dictaduras de todo el mundo.

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Cómo fue lo del grupo de Barcelona

En Barcelona coinci-dimos en los años 70 una docena de narradores que em-

pezábamos a publicar. No es tan cierto que lo hicimos y, en particular no lo hice porque allí vivieran escritores mayo-res que empezaban a hacer ruido, aunque ciertamente la escena era propicia para fe-cundar nuestros propósitos. Pero no fuimos un grupo que conduce el pastor, ni una ca-beza mayor, aunque a algunos de ellos le hubiera agradado que así fuera. Cada uno iba abriéndose camino como po-día, sin excluir la solidaridad y los afectos que despertaba encontrarnos en las noches para el debate y las inercias de nuestros destinos acosados por emergencias parecidas. Había quien iba frecuente-mente al periódico para ha-cerse propaganda, quienes escribían poco por tener ocu-pado su tiempo en el bar y también quienes apretábamos los dientes para cumplir la ta-rea que nos había llevado allí. Yo me anclé en Barcelona 18 años y lo hice, primero, por un estricto sentido económi-co y, sin tener en cuenta que al hacerlo quedábamos sujetos a la amenazante dictadura de Francisco Franco. A mí no me costó trabajo odiar a ese suje-to y, en cambio, mucho menos darle la importancia de un ca-ballo viejo que pasta difícil-mente a causa de su edad. Y

tenía razón porque pronto moriría. En Barcelona encontré la dignidad de ser escritor porque me pagaron por redactar textos , primero en la publicidad , después en las diversas enciclope-dias de la Editorial Planeta y finalmente como lector asesor del Círculo de Lectores, donde un par de años atrás reeditaran mi novela Los Desheredados, publicada en México en el 73. Des-de entonces resolví que mi trabajo debía ser pagado, como es remunerado el trabajo de los negreros que te proponen el ne-gocio de que lo ha-gas gratis, a cuenta de que la gerencia está pobre, pero habrá que obser-var sus barrigas y el cuello gordo de esos esclavis-tas. No he escrito ni escribiré una lí-nea para negocios ajenos, aunque pongo aparte mi voluntad de hacer-lo en confirmadas áreas de la cultu-ra. En realidad lo que soberanamen-te deseo escribir, tiene el aliento de que puedo hacer-lo en mis libros, a mucha distancia

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de esos aburridos medios es-critos que, tienen los articu-listas que se merecen. En Bar-celona pasé los mejores años y llegué a tener mi vivienda frente al domo de la Sagrada Familia. Una ocasión, desde el balcón de mi apartamento, mientras desayunaba junto a una pequeña mesa, observé a una multitud en el parque ce-lebrando en paz algo. Deben venir los políticos, me dije. Pero no. Quien asomó fue un pequeño hombre vestido de blanco, algo giboso, sonriente, todo él discreto. Tuve a Juan Pablo ll a ciento cincuenta metros de distancia, él en el altillo que le construyeron y yo en el mío y permanente, tomando mi jugo de naranja y recostado en mi silla, escu-chando sus amonestaciones, con las sedas albinas de su jubón al viento, descargan-do su secularidad indomable sobre los feligreses que no tuvieron más remedio que es-cucharlo en castellano, donde el idioma catalán no perdona. Abandoné a Barcelona, como he abandonado otros lugares porque cuando uno no tiene de donde ser, termina por ser de todas partes. El mundo, como en la novela del peruano Ciro Alegría, es ancho y ajeno y mal hechas las cuentas, a veces nos empeñamos en ser de alguna parte, por la misma razón que el creyente inventa a su Dios o, inventa la felici-dad o, descubre un vicio que lo conducirá al paraíso y todo, porque como dice Albert Ca-mus, en la caja de Pandora, el último de los males que saldrá

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de allí será la esperanza. Hay quienes piensan que el Estado es una niñera que debe cui-dar a sus hijos, porque el Es-tado es una gran familia y en la familia todos deben amarse y, como nadie va más lejos de lo que cree y ama, olvidamos que el Estado sólo se cuida a sí mismo y a sus favoritos, de padres a hijos y, a eso llama-mos mi amado país. ¿Lee a sus contemporáneos?

Sigo la estrategia de los buenos lectores que no tienen tiempo de leer a sus contemporá-

neos, porque aún releídas, las

novelas clásicas son sinfonías que premian el buen gusto de nuestras vidas. La verdad es que los contemporáneos andamos en paños menores, fingiendo que somos más ta-lentosos que los precursores del oficio, cuando sólo somos más imbéciles y jactanciosos. He visto como un relámpago, a algunos narradores postmo-dernistas que insertan a mitad de página un aviso clasificado o desparraman hacia abajo las letras, repitiendo así a la vieja escuela del español Enrique Jardiel Poncela, de discuti-ble mérito literario. Andan en las meras nubes quienes se creen capaces de inventar la literatura de ayer a hoy, se-gún sus cánones personales.

Los libros se hacen con pa-labras, pero también con ta-lento y mucha imaginación, y no podemos llegar más alto de lo que es una buena prosa, una prosa eficiente, una prosa que nos subyugue, que defina alguna originalidad en el au-tor, que nos devuelva el eje de toda historia que somos noso-tros mismos en el vertiginoso tránsito por la tierra, así uti-licemos una escalera de bom-beros. Habrá quien lo haga y de hecho, hay que ver la auda-cia que ellos utilizan. Utilizan hasta el apellido de sus padres, el cargo público que ocupan o han dejado de ocupar, utilizan la majadería de los gacetille-ros que rondan los medios es-critos y sobre todo, los visua-

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les. Actúan como los cantores populares y afónicos que tienen afán de hacerse ricos, aunque Plácido Domingo se muera de hambre porque ellos llegaron. Como dijera el argentino Jorge Luis Borges aquella vez, el hombre no elige la puerta, la puerta elige al hombre y lo repito, la puerta tiene su llave. La cerradura es esquiva y muchos de esos contemporáneos afanosos no en-contrarán su llave y, se resistirán aduciendo que en el pasado nadie los tomó en serio, cosa que al fin y al cabo es una jeremia-da tan vieja como la historia misma de los libros, en la que sólo aquellos de buen cuerpo, como el vino, resistirán la prueba. La parte ventajosa de esa verdad es que el tiempo no perdona en la literatura la mediocridad y a cada uno le retribuye tarde o temprano lo que se merece. Por ello no hay buena literatura in-édita. La bien concebida, porque tuvo buenos padres, superará la prueba, la otra no existió. Igual pasa en la música, la pintura. La fascinación por el veneno de la tecnología ha convertido al hombre en su esclavo y un esclavo obedece, se resigna. El su-permercado con sus chucherías nos ha robado el alma y cuanta más basura llevemos al hogar la vida será igualmente más feliz. En medio de esta neurosis colectiva, el libro que no se lea ma-nualmente resultará mal leído y escasamente divertido. En la carrera por alcanzar la riqueza de cualquier manera, escribir es un anacronismo y, quienes lo intentan tienen siempre un plan B justificado que consiste en abandonar escudo y lanza en el campo de batalla.

Por qué dicen sus amigos que usted es Onetiano.

Alguna vez hallé en un cesto de saldos literarios un libro que sólo el azar pudo llevar allí. Viaje hacia el fin de la no-che, novela del francés Louis Ferdinand Celine. Mis lectu-ras alcanzaron con este libro una ruptura y por primera vez vislumbré que tiempo y espa-cio ya no eran literariamente lo de antes y que existía una posibilidad no sólo nueva sino funcional de enfocar la mane-ra de escribir. Tiempo atrás, en la vuelta del novecientos, el francés Henri Bergson ha-bía desarrollado en su Evolu-ción Creadora, la majestuosa teoría de los fenómenos que intervienen en la conciencia

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humana al reflexionar, que puso en camino la nueva y fecunda literatura moderna. Celine instaura en aquella novela el existencialismo y se revuelve contra el sentido lógico de la vida, conducién-donos a su gran absurdo y los nuevos significantes de nues-tra conducta. Después, Albert Camus se ocupó de codifi-car ese nuevo fenómeno que

irrigó a tantos sobrevinientes escritores de allá y de acá. Yo atravesé la primera puerta sin darme cuenta e inicié la caída que me condujo al maravillo-so hallazgo del uruguayo Juan Carlos Onetti, con su novela El Pozo, publicada en 1939 y que ha sido considerada pionera de la moderna prosa latinoamericana. Ser inactual costó a Onetti el silencio de la

crítica y por añadidu-ra la grotesca mueca del destino que aflige también a sus perso-najes. No hay un par que haya atravesado mayores vicisitudes en su tarea literaria, que este admirable francotirador que no falló al elegir el blan-co geométrico de su obra, sin ceder al des-aliento, la adversidad, la incomprensión y hasta la envidia de sus colegas que, llevaban sus escritos por el ca-mino del falso realis-mo.. Onetti ha sido acusado de pesimista y por el cinismo de sus afirmaciones, de pervertido, hereje, misógino y después de todo, también de escritor magistral. Le-yendo a Onetti descu-bro conscientemente de que no hay litera-tura feliz de buena ca-lidad. Los grandes libros confirman mi aseveración y el hecho de que sus grandes dramas sean tristes,

como ocurre con El Quijote y más recientemente con Bajo el volcán, novela de Malco0ln Lowry, no significa que no sean obras bellas, contunden-tes y abrumadoras. Qué culpa dirán ellos si la vida es así y las apelaciones que inventamos para hacer menos áspero y atroz el camino, no resuelven el asunto esencial de que es

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tamos solos desde el princi-pio hasta el final, porque los demás arrastran igualmente sus propios problemas y la carne, como el pensamiento, no tienen principios que nos garanticen la felicidad. Onetti, siendo un gigante, aún con sus lacras contaminantes, mereció mil veces más de lo que obtuvo por atreverse a ver el mundo sin complicidades ni piedad y, cuando pudo ser, llevarse a casa uno de esos Nóbeles que entregan en Suecia.

Cuál de sus novelas quiere más.

No voy a caer en la repetición de que uno ama a sus libros como ama a sus hijos por igual. Yo recuerdo conmovido mi primer libro, Cada viga en su ojo, colección de cuentos publicado en 1967. Y debo ese

sentimiento al hecho de que pagué mi novatada con el dinero que resté a la leche y el pan de cada día, en la distante Bogo-tá que padeciera tanto tiempo. Tengo un amigo, Chamizo, que protagonizó filmes y obras de teatro y que en aquel momento me dijo, vámonos para el festival de la cultura en Cali que allá venderemos toda la edición. Le hice caso y él muy diligente y desvergonzado fue vendiendo lo que pudo mientras yo lo agua-daba en el bar, con un jarro de cerveza en la mano. Vendía y

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con lo vendido pagábamos las cuentas, hasta que ya no ven-dió más porque se acabó la fiesta y con el cierre, mi sueño de rescatar el dinero invertido en la impresión del libro, para seguir publicando el resto de lo que escribiera, terminó en nada, aunque como sentenció Zorba el griego y, también él lo expresó, al final no hicimos el negocio que esperábamos pero nos divertimos. La prosa áspera y enérgica de esos re-latos fue entendida con cierta benevolencia, sobre todo por-que mientras los narradores del momento, guiados por el compromiso, abordaban el tema de la violencia, des-virtuada por el heroísmo y la grandeza, yo escribía la his-toria de un jubilado solitario que, echa mano de sus aho-rros y se compra una becerra que lleva a casa y le enseña a dormir a su lado, a comer en un mismo plato y a entender-se como dos amigos cuando dialogan. El poeta Alvaro Mu-tis que leyó la historia predijo que sería antologable y así ha ocurrido a lo largo de estos años. La revista Visión que cu-bría el continente, introdujo en sus páginas un comentario de Germán Vargas y, por mo-mentos me sentí importante. El cuento se llama Los inquili-nos.

En la última Feria del libro, además de su nueva novela El robo de la cañonera, se reedi-tará Entre ruinas, en la selec-ta colección de Caza de Libros. ¿Podría hablarnos de ella?

Entre ruinas es una novela publicada en España por Carlos Barral en 1984. Los comentarios fiables que re-cibo me han llevado a creer que es uno de mis mejores libros y, dicho sobre el resto de mis obras, me llevaría

a pensar que así debe ser. La he vuelto a leer tras largos años para la reedición que prepara Pablo Pardo en Caza de libros y encontré bien grata su lectura. Cuando los libros no se caen de las manos es un buen síntoma y me lleva a recordar que escribir esa historia, me resultó un padecimiento inmenso, porque en Barcelona era un invierno de 12 grados bajo cero que me obligó a entrar en el lecho con la ropa puesta. Acostado allí, con un calefactor que enrarecía el oxígeno, en la penum-bra generalizada y apuntando el papel sobre una tabla, me entregué a su composición. Al lado de mi vivienda el gran mazo de una grúa rompía los muros del edificio para echar abajo sus paredes y, la ejecución del proyecto se extendió durante meses. Lo soporté y cuando recuperaba el aliento, escuché nuevamente el mazo tirando por tierra la construc-ción del lado opuesto. El edificio angosto que habitaba se mantuvo como una caja de cerillos en medio de la devas-tación. Y yo resistí todo ese tiempo con la tabla sobre mis piernas y la pluma invencible en mi diestra, hasta que el oc-cipital empezó a generar llamaradas y las calles ondulaban y creí que un rebaño de elefantes me aplastaría. El siquiatra efectuó un electro y no halló nada maligno. Su veredicto fue acertado y tras el diagnóstico me entregué a culminar el libro. Entre ruinas tiene ese origen y, el más aterrador de mi paso fugaz por el mundo de la publicidad. En ese trabajo

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estuve a punto de perder mi sesera y cuando una noche no pude contener las arca-das, decidí dejarlo, para ves-tir solamente mi propia ca-misa de fuerza. Hay medios aterrorizantes, pero no más despiadados que aquel, don-de todo es vanidad estúpida, como ni siquiera ocurre en los estudios cinematográfi-cos de Hollywood. Conocí a ese monstruo en las entrañas y debí escuchar a Carroñín Pantoja, protagonista de mi novela, espetarme que allí no necesitaban a ningún Bergman delicado y precio-sista. Se refería al maestro sueco Ingmar Bergman, di-rector de grandes obras del cine mundial. El burdo Ca-rroñín tratando de ofender-me me elogió. Yo no serví para vender manteca como se vende un perfume o el elixir de la vida. Esta nove-la fue considerada en 1987 para el premio literario con-tinental Rómulo Gallegos y, contribuyó a que confia-ra en que después de todo, valió la pena resistir tantas pequeñas adversidades físi-cas para salvar su materia narrativa. Pero el asunto va más allá, porque una novela sin el revulsivo de la mujer que todo lo puede, hasta la infelicidad, no estaría com-pleta y, allí aparece ese pe-queño infierno, con grandes entonaciones, zozobras y desgracias. Es un libro que a través de su vitalidad soste-nida define una estética justa al propósito del libro.

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¿Cómo asimilaste la expe-riencia de llevar tu novela Sin nada entre las manos a un serial de la televisión co-lombiana, teniendo en cuen-ta las reservas que te produce ese medio?

Ese medio es otro de los leviatanes que devoran el mun-do de los vivos. Podría ser un monstruo útil, generoso, comprometido con el sano desarrollo de la humani-dad, pero no lo es. La tecnología en este caso es mara-

villosa, su utilización, en cambio, deja mucho que desear. Pasa con todos los hallazgos de escala científica, por una razón sen-cilla, porque donde está el hombre está el maleficio, el germen intrínseco de su propia destrucción. El hombre es como la rela-tividad, según donde se encuentra, actúa. Si lo vistes de solda-do, hace la guerra, si lo vistes de político, miente, si lo nombras obispo, reparte bendiciones. Yo llegué a la televisión porque sólo un necio renunciaría a utilizarla con todas las grandes ven-tajas que ofrece. No llegué nuevo porque siempre estuve cerca

de ella y alguna vez adaptaron para su programación alguno de mis cuentos. Mi buen ami-go Jaime Santos lo propuso en torno a la historia de un ciclis-ta auténticamente nacional, un ciclista heroico de los de antes. Para su realización tele-visiva tomó el nombre de El faraón. No llegué engañado, ni mal pago, ni cosa parecida, pero tampoco entusiasma-do, teniendo en cuenta que para encuadrar un libro en un libreto comercial, hay que comportarse como un cadá-ver al que viseccionan, como se hace con el pollo que lue-go echamos en la olla. Todo lo que dije a Santos es, haz lo que se te antoje con la novela y, cerré los ojos, no figurativa-mente sino de verdad, porque de esa producción sólo vi un par de capítulos. La televisión se llama comercial porque no tiene otro ideal diferente que ganar dinero. Los mensos nos ocuparemos de fomentar la cultura que ellos destruyen. Así que soñar allí fines altruis-tas, es tan difícil como llevar una vida sana. Algunos que jamás habían leído uno de mis libros indagaron por qué ha-

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bía accedido a admitir ese negocio, como si la respuesta no se encontrara en la pregunta. La experiencia con ser discutible, es también sorprendente, porque los alcances divulgativos de ese medio son infinitamente superiores a los de cualquier otro co-nocido, incluido el que pueda acompañar al mejor de los libros. De aquel momento no queda nada, pues ya la novela de autor ha pasado al anticuario. Los inspirados libretistas del presente no serán tan cultos y talentosos, pero de algo ha de servirles el mal gusto de su experiencia existencial, silvestre y sin sus-tancia que se repite con grandes lagunas en sus argumentos. Como todo en la vida, la fórmula tendrá su ocaso y llegaremos, como ya ocurre, al vacío insoportable de la improvisación, la sosería, la banalidad, el tedio. Hay que vivir para ver niños en pijama realizando programas y niñas idiotas hablando hasta de la hiperdulía, sin saber lo que significa, pero ellas allí con sus narices respingonas embruteciéndonos y enviando besos al rebaño. Como lo expresara sonriente y comprensivamente nuestro amigo Albert Einstein, hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez. No es por nada que hoy muchos jó-venes admiten la poesía en sus vidas y se animan a escribirla. Una televisión que nada nos ofrece también se encuentra en la

zona de riesgo que muy pron-to la conducirá al anticuario. Confío entusiasmado en mi predicción.

Hace 44 años publicó usted su primer libro de cuentos, Cada viga en su ojo. Qué piensa que ha cambia-do o ha permanececido de su manera de escribir y su temá-tica?

Desde mi primer libro publicado, Cada Viga en su ojo, relatos, la in-

sistencia en la tarea de escribir

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va desbrozando mis recursos lingüísticos, di-cho así con cierta pedantería. Cuando llevé al poeta Álvaro Mutis en México ese libro, prometió que lo leería y, lo hizo, de modo que en la primera oportunidad me aflojó un comentario riguroso, del que recuerdo

la insolvencia en el libro de modismos na-cionales. No se debe caer en el facilismo de rebajar la prosa a ciertos recursos regionales, porque no existe una literatura antioqueña, ni guajira, ni huilense. Existen libros escri-tos en castellano, en francés, en chino y en la narrativa, sólo hace camino la que honra esas lenguas con sus preceptos universales. Describe bien tu aldea, nos dice León Tolstoi y, habrás pintado el mundo. Para ampliar las fronteras de mi lenguaje y sustraer del mis-mo esos inviables localismos que un poco más allá no significan nada, hice un paciente viaje desde Chile, pasando por Centroamé-rica hasta México y, aprecio en mi trabajo las ventajas de haberlo hecho. Ni siquiera en los recursos del diálogo, apelo a esos localismos y lo que hago es traducirlo para que suene

parecido, cosa que algunos refutan, pero que rigurosamente sólo refuta su deficiente manera de leer. Fue una buena lección y en mi prosa es-forzadamente sencilla que, sigue conduciendo a tantos equívocos, no es posible descubrirme muletillas, lugares comunes, modismos intra-

ducibles, ripios, aunque si retruécanos y herejías malsonantes aprendidas del ingenioso hidalgo. A través de los años y en libros sucesivos algo he avanzado y el resultado es engañoso, porque la entonación y el desenfado deliberado de mi prosa pareciera inocente, como esas pinturas del Bosco, maravillosas en él, pero claro, no en mí. En realidad, es el riesgo que corro frente al reto de encontrar cierta originalidad, como ha ocurrido con el uruguayo Felisberto Hernández o el mexicano Juan Rulfo, santos irrenunciables de mi devoción. Ni en los primeros libros ni en los últimos he procesado mis vanidades intelec-tuales como un insulto al lector. Trato de disi-mularlo con la perspectiva minimista de quien refiere algo sin el ánimo de ofender, ni calum-niar, ni desatar testimonios equívocos, aunque la verdad es que ese es el propósito festivo y

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deseado de mis historias. Yo siempre he escrito desde mi memoria y muy poco desde el presente. El único libro que difiere de esa constante es Mis noches en casa de María An-tonia, publicado en el 2007, por la sencilla razón de que los hechos allí referidos sólo podían transcurrir en México. Viví 18 años en Barcelona y jamás se me ocurrió darme al placer de tomarla por escena-rio de alguno de mis libros. El escritor Jorge Eliecer Pardo, generoso autor de un texto en torno a mi obra, expresaba mi persistencia en temas regio-nales, en cuentos de la tierra. Estoy convencido de que con temas de allá o de acá, escribo de una misma manera y eso conduce a que la atmósfera de mi escritura y la pasión que le impongo me diferencien, para bien o para mal y, di-

cho sin presentar excusas. Me atrevo a pensar que antes era más escritor, sólo que ahora soy mejor. Después de muchos años re-gresa usted a México y a la Feria del libro en Guadalaja-ra invitado por su editorial, ¿qué piensa encontrar allá?

Si la invitación a la Feria del Libro de Guadala-jara en México llega a un punto sin retorno

y se cumple, yo retornaré a una tierra que desde mi niñez fue un propósito existencial. Como en tantos, mis prime-ros pasos llegaron acompa-ñados del cine mexicano y de sus canciones, de modo

que lo aprendido entonces es parte de mi deformación in-telectual, calificativo que no es peyorativo, porque en al-gún meandro de mi vida soy de allá. Tal vez menos en el machismo que he consegui-do expulsar de mis hábitos por estricta decencia y respe-to al imperio de las ideas. En Guadalajara, si la memoria no me traiciona, prendió por pri-mera vez la agrupación de los mariachis, cuyo mayor expo-nente fue el mariachi Vargas de Tecalitlán, al sur de Jalisco. Es la segunda ciudad más im-portante de México y preserva el rostro vivo de toda una na-ción, con sus verdades proba-das, mitificaciones y tequilas. Ciudad bella y feliz que con serena vocación ha converti-do la cultura en su empresa más importante. Allí saben que el turismo es una indus-

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tria aprovechable y como son inteligen-tes canalizan bien el beneficio que les deja el millonario flujo de visitantes, sobre todo de sus vecinos al norte. Yo observo sin piedad que no se regre-sa al lugar donde no fuimos felices y también que donde lo fuimos, siempre estamos y, mejor si podemos hacerlo fí-sicamente. En Gua-dalajara, por cierto, terminó viviendo el importante escritor de ese país, Fernan-do del Paso. Había leído de él su novela José Trigo, cuando

aún no publicaba mi primer libro. El impacto que produjo en narradores de mi generación la lectura de aquel libro fue apo-teósica, porque la estructura de su prosa difería sustanciamente de las convenciones académicas regulares, pero sobre todo, de ese colorido mexicano tan persistente en su literatura. Fue el primer escritor que allí conocí y mi primer acto al conocerlo fue entregarle La viga en el ojo que, era todo lo que tenía y aún mejor, todo lo que entonces valía. Es uno de mis más cálidos amigos que puedo conjugar en el presente indicativo y no fue gratuito que tantas veces encontrara en su hogar el mío y, la mesa servida y su esposa Socorro y su hija Adriana, como reve-laciones de afecto y generosidad sin límites.

¿Qué grandes escritores han sido sus amigos?

Adiciono al comentario sobre Fernando del Paso y como respuesta a la nueva pregunta en torno a es-critores importantes que haya tratado, otro mexica-no, novelista, político, activista, comunista y presi-

diario en la cárcel de Las Marías por sus ideas jacobinas, José Revueltas. Hay que ser muy valiente para honrar no sólo a un

apellido que declara culpable a quien lo lleva, sino a una fa-milia que no supo ser de otra manera sino de artistas ab-solutos. Él, revolucionario al modo mexicano y luego ob-jetor de esa misma revolución triunfante y luego carcomi-da por la codicia y venalidad de sus dirigentes, tan peores como los amigos del dictador anterior Porfirio Díaz. Así es como Revueltas perdió la ino-cencia y adquirió su nuevo derecho, más sano y demo-crático de escribir. Quedan en mis recuerdos dos novelas de los 50, El luto humano y Los muros de agua que, expresan la pérdida de aquella inocen-cia y su denuncia temblorosa y vehemente, como entonces se templó el acero en aquellos días, literariamente hablando. Andaba por los 80 años y fu-maba como lo aprendiera en la prisión y bebía tequila a mi paso que, siempre lo he hecho como si tuviera 17. Cuando al-guna vez lo acompañé a la ca-lle a comprar tabaco, no paró de fijarse descaradamente en las pantorrillas de las mu-chachas. Cuando le pregunté cómo hacía para ser tan ejem-plar y envidiablemente joven me respondió, “es que yo no he parado de rezarle a la vida para que me dé licencia de ser un viejo cabrón”. A otro de los buenos escritores que conocí en México, fue a Juan Rulfo. Él y Martín Luis Guzmán, para mi gusto, los mejores na-rradores de ese país. Guzmán, autor de la rica saga de cróni-cas escritas en torno al legen-dario soldado del norte, Pan-

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cho Villa. Su prosa es de seda, como yo la califico, porque es tan sabrosa como un durazno fresco. Rulfo es el más genial de los escritores de ese país y sus alrededores. Me invitó al taller literario que presidía y trató de ayudarme con un au-xilio que no logramos, porque los suramericanos que habían recibido ese beneficio toma-ban el dinero y no regresaban siquiera a despedirse. Hay una clase de gente que es así, gente que a donde va, todo lo enmugra porque tiene una muy mala opinión de su vida. Rulfo es un escritor que amo entrañablemente y del que conservo borradores frustra-dos que no cederé a su divul-gación, por egoísmo absoluto en primer lugar y, en segundo, porque con sus escasos dos libros publicados nos dejó como dice alguno de sus per-sonajes, con la jeta parada. No hay comentarios sobre el tema de la copa, porque ese tema es el que gusta a quienes lo hacen y se creen mejores para no ser tomados por alcohólicos. Y cierro para no abundar, con el uruguayo Juan Carlos Onetti, este sí el eslabón perdido de la literatura latinoamericana. Ya lo he mencionado en esta in-terviú. Lo visité tras sus gran-des peripecias, en Madrid, España. Había dejado su vida en la literatura y yo seguía vi-viendo en Barcelona. Llegué a su apartamento en la calle Colombia en la hora del ape-ritivo con una botella de tinto en la mano. Estaba seguro de que me enviaría a conocer los monos del zoológico. Y casi.

Me miró desconfiado y oje-roso tras las grandes lunas de sus anteojos. Sólo llevaba una camiseta rasera de tiras y, esa expresión desolada de equi-no fatigado y gótico. Aguardó silencioso y educadamente mi explicación sin dejar de observarme. Como no había preparado nada que decirle, me limité a presentar excusas por estar allí sin ser invitado y agregué, maestro, yo vengo de lejos y ando en mis afanes de escribir. Vivo en Barcelo-na y estoy en Madrid por dos

razones, para visitar el museo del Prado y para conocerlo a Ud. Agregué, entera he leído su obra y, entonces sentí que mis ojos se abrillantaban por la emoción imposible que me produjo aquel encuentro. Me respondió bajando la guardia, mijo, me soltó ese mijo que usan condescendientemente los mayores y, añadió, ¿por qué no viene en la tarde y yo lo atiendo? Lo que pasa aho-ra es que estoy durmiendo y mi mujer ha salido. Perma-necimos otro momento en la

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puerta y la verdad, todo lo que yo quería era guardar su ima-gen, como lo hacemos frente a un monumento grandioso. En-tonces le entregué la botella y mi asentimiento de que volvería más tarde. No volví porque había sido invitado al programa televisivo 300 Millones que difundían a una misma hora en Hispanoamérica y cuando terminé la grabación me esperaba el vuelo de regreso a Cataluña. Nos faltó tiempo para ahondar en la amistad, pero sin esa ventaja, el gran mérito de su obra que es también el misterioso continente de su existencia, está en mí con dolor, porque su único aliado en este mundo fue la literatura.

¿Abandonó definitivamente el teatro?

Yo no abandoné el teatro. Fue el teatro quien me aban-donó. Cuando ingresé en su aprendizaje lo hice con decisión y no me quedé esperando a interpretar un papel. Pasaron por mi vida, bien leídos, Esquilo, Só-

focles, Eurípides, Aristófanes, el noruego Henrik Ibsen, Luigi Pirandello, Bertolt Brecht, Shakespeare, Tennessee Wiliams, Sean o´Casey. Los directores enseñantes que había tenido via-

jaron al extranjero a especiali-zarse y cuando regresaron no se fiaron de sus antiguos com-pañeros y cuando me presenté a ellos, lo más que conseguí es que me destinaran a pasar lis-ta antes de los ensayos. Santia-go García no entendió que de-seaba seguir actuando y como no me invitó a acompañarlo en sus grandes montajes, me hice el desentendido, mien-tras escribía comentarios tea-trales en El Siglo, periódico que sobresalió entonces por sus pá-ginas culturales. El maestro es-pañol Alberto Castilla que pre-paraba un elenco para viajar a México, a las olimpiadas cultu-rales del 68, me propuso unir-me al grupo para interpretar a un perro que ladra a su amo, un cónsul patético de camisa bordada y bata al tobillo, en El

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tirano Banderas de Ramón del Valle Inclán. Aunque sea la-drando abandono a este país, me dije y, me resigné al papel de mastín. Lo mejor de aque-lla obra que, contó con grandes actores de la escena nacional, fue mi actuación de perro bajo la cama que, responde a su amo con sus ladridos. Él pregunta-ba y yo respondía como hace un perro, ladrando y así, hasta

que sin estar previsto el lecho se vino abajo arrastrando al di-plomático en la caída y, yo que estaba debajo empiezo a gemir, con tanta sinceridad escénica, con tanta conmovedora vehe-mencia que, el público no tuvo más remedio que levantarse a ovacionarme hasta las lágrimas, tal vez, porque era la primera vez que asistía al mayor desas-tre del teatro mundial. Me fue

excelente, aunque el resto de la comparsa no lo manifestó así. Cuando fueron con-tándonos para regre-sar a Colombia no me encontraron, porque previamente yo había informado al maestro Castilla que no, que no subiría en el aeroplano y no subí. Él lo enten-dió mejor de lo que es-peraba y sinceramente me deseó suerte en el propósito de hacerme escritor en México. Yo llevaba escrita una novela, Las maniobras que entregué a la edi-torial Joaquín Mortiz que creía en la litera-tura, mucho más que en el dinero, aunque parezca un despropó-sito. Transcurrido un mes fui premiado con su publicación y 400 dólares que no podía imaginar. Fue cuando declaré mis votos per-petuos en este aposto-lado. El libro siguiente fue redactado en un año y enviado por mi gran benefactor Alva-

ro Mutis al concurso de novela ESSO de 1969. Ya iba a mar-charme para Grecia argumen-tado que lo hacía en busca de mis raíces, aunque realmente iba a nada, cuando me infor-maron que era rico porque ha-bía obtenido el premio de ese certamen. En las escaleras de la casa donde ocupaba en arrien-do una alcoba, en el barrio Co-yoacán, me senté a llorar. Esta-

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ba solo, conmovido, desconcertado y finalmente contento de mi buena suer-te. Mi más difícil decisión en la vida fue despedirme del teatro, pero creo que mi mejor encuentro ha sido el que me con-dujo a interesarme tanto, como no lo he hecho con nada ni por nadie, por este triste y bello oficio.

¿Por qué la picaresca y no la sicaresca en sus novelas?

Nuestra corriente genealógica es sobrevi-viente de la morisca que se tomó a Espa-ña por ocho incompletos siglos. Con sus instintos primarios, con sus bajos hábitos,

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con el trueque como sistema económico y bajo su aparien-cia, la prestidigitación para llevarse la mejor parte. Nues-tra conducta proviene de ese mercado espurio a través de la hispania colonizadora. Mi-guel de Cervantes Saavedra escribió un relato corto: Pedro Urdimalas, personaje que se

mueve por estos pagos hasta el Ecuador. Todos sus nego-cios resultan adversos, así que debe manipularlos, como en el juego de dónde está la bo-lita. Los antioqueños que no leen tanto pero nacen apren-didos, colonizaron a su vez el cuento de Cervantes y termi-naron llamándolo Pedrore-malas o algo así. Los colom-bianos somos muy diestros en sacar ventaja hasta de un gato muerto. La picaresca es el asalto calculado al ingenuo para obtener algún beneficio. Somos buscones, como en la novela satírica de Francisco de Quevedo y Villegas, Histo-ria de la vida del buscón lla-mado don Pablos, publicada en 1626. No nos queda otro camino que negarlo porque en eso también somos exper-tos. Un ilustre hombre pú-blico que se destacó por su próvida conducta en el largo ejercicio de la vida pública, iba a comprar libros a la Bu-chholz en el centro de Bogotá y, desconcertado ante tantos volúmenes maravillosos aún no leídos, no sabía contenerse y en el forro de su gabardina se guardaba algunos de cor-tesía. El buen humor que se extiende por gran parte de la provincia colombiana, al nor-te y al sur, admite tonalidades pero todas ellas tienen un ad-mirable componente burlón. No hace más de veinte años que un huilense con cara de tonto hizo creer a sus paisanos que era embajador y acababa de llegar de la India en se-creto y, como un secreto sólo debe serlo para que alcance

su pronta divulgación, todos los vecinos de ese territorio se declararon en rebeldía para celebrarlo y, fueron a visitarlo al hotel que lo albergaba y le llevaron hasta sus hijas, como prueba de amistad. Dos tontos más se le aproximaron para pedir el favor de que hablara de ellos por allá que, con mu-cho gusto ellos viajarían don-de los llamaran. Me hubiera gustado inventar esa historia. Tal vez ya lo he dicho, no ten-go otra forma de percibir mi entorno sino como una cari-catura, a veces divertida como es la picaresca genuina que no se apoya en el crimen ni el delito punitivo que pasa a lla-marse de otra manera.

Como en aquella película, ¿dónde está la crítica? ¿Te ha afectado, hace falta o, cómo actúa en estos días?

La crítica hace mucho tiempo que dejó de tener importancia. En primer lugar porque

los llamados medios de comu-nicación, ya no comunican los comentarios que se ocupan de la cultura. Ahora un cantante cantinero, el delincuente de moda o, una reina de belleza metida a comediante, son los llamados a decir las cosas in-teligentes que ellos creen que balbucean. Ninguna verda-dera obra artística o literaria tiene espacio en la televisión u otros medios. Esto se lo escu-

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ché también al pintor Fernando Botero, vanamente, porque hay gente sorda y muda en el em-presariado de las comunicaciones que sabe muy bien qué hacer con comentarios como este. La crítica culta de otros años en este país, tuvo el inconveniente de retroalimentarse cargada de va-

nidad, de snobismo y hasta de artificios. Casi siempre despreció lo nacional, porque lo nacional era efectivamente malo, pero tampoco supo ser generosa con su erudición y en vez de destacar algo o a alguien, se destacaban veladamente a sí mismos. Era como una competencia de grandes ajedrecistas frente a una tribuna de adormecidos y mentecatos. En la pintura se avanzó algo, en la literatura, nada y así lo confirma el hecho de que todo se quedó en lo local que es lo mismo que esa crítica combatió. La crítica es actualmente una simulación, ya no en las alturas helénicas y parnasianas de entonces, sino en las baldosas de las universidades, donde por un mal entendi-do, los maestros de literatura se dieron a ser críticos. Para ser crítico hay que haberlo leído casi todo y, sería mejor decir, todo. No se puede comentar un libro sin haber leído unánimemente la obra completa de ese autor. Duela o no así debe ser en rigor o, por las buenas, nos quedamos con lo peregrino, imposible de digerir que aparece por ahí. Para alcanzar los perfiles de un buen crítico hay que tener sobre todo una gran sensibilidad, o si no Bajo el volcán, de Lowry, pasará a ser el libro de un borracho. Quien carezca de esa sensibilidad debe ejercer sólo sus odios y anti-patías en privado y, en este caso, lo más sabio es callar. En segundo término, el crítico no desci-fra, el crítico interpreta. El crítico no es un demiurgo para adivinar lo que me mueve a escribir, eso sólo lo sé yo. Cuando la crítica carece de una gestación creativa que compita en audacia con la del escritor, el analista está condenado a ver pasar la obra, repitiendo como un escolar el cuento que le contaron. Un crítico no sólo ha de ser generoso sino exigente. Como dice Emile Ciorán, un buen crítico debe hacer temblar al elogiado. La palabra elogiado es puntual y necesa-

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ria en este caso. No compren-do al que comenta por odio y para odiar, porque intentando negar una obra, se niega a sí mismo. Aprecio infinitamen-te más al comentarista sin pretensiones que premia con veinte, treinta líneas una obra, y en mi género, a grandes animadores de la literatura como Germán Vargas, padre de todos nosotros, Eduardo Pachón Padilla, Ignacio Ra-mírez, al excepcional Hugo Ruiz, ausentes, a Isaías Peña, Carlos Orlando Pardo, Félix Ramiro Lozada, Jorge Con-suegra, Alonso Aristizabal, Fernando Ayala, Jorge Eliecer Pardo. No basta con tener la mecánica nacional que pre-valece en las facultades de literatura. Allá pueden creer que su conocimiento lo revela todo, hasta nuestra alma. Pero ¿de qué sirve frente al hecho de que la literatura no es una ciencia, sino un arte y, el arte es abstracto, diverso, arbi-trario, hereje? Pueden correr todo lo que puedan, pero no llegarán a hacer los cien me-tros en nueve segundos, como sí lo hace un buen escritor. No es grata ni envidiable la tarea de hacer crítica donde la crí-tica no existe y, peor negocio, yendo tras el escritor para destruirlo. Describa la rutina de uno de

sus días

Soy un escritor adicto, con todo lo dramático que impone el vocablo. Del mismo modo que el afrodisiaco aguarda a su víctima, escribir me ha aguardado a mí todos los días de estas cuatro décadas que cuento a mi favor. Una

pena si pensamos en lo que dejé de hacer y de vivir y, una hon-rosa cruz que me inventé para morir a mi manera, sin vivir a la manera de otros, sin exigir nada porque nadie me obligó a ha-cerlo. Una rutina que yo compongo y bailo como me viene. La ceremonia imposible de ser escritor en un mundo que tal vez no merezca la palabra. De eso estoy seguro, pero cómo explicar que sólo escribiendo le encuentre sentido a la vida. No pue-do compararlo con quien ama la riqueza y la busca cada día, aún sabiendo que en la esquina lo aguarda el infarto. Es algo inexplicable, aunque apasionante. Sacar de esta convulsionada existencia en que nos movemos, acosados por alguien que no conocemos pero que asegura ser el que manda y, uno no sabe por qué, sacar de esta aporía una simulación que se le parece, pero que no es la explícita, es una experiencia que asumo con la delicadeza y entrega de un cirujano. Y al final, el regocijo que nos deja la página en blanco llena de signos, imágenes y pala-bras que quisiéramos entonar como debió hacerlo Miguel An-gel en el andamio de la Capilla Sixtina. Yo trabajo en la mañana después de hacer los tres mil metros a pie. En las tardes busco algún libro y después de leer un poco vuelvo a digitar hasta que se va la luz. Después de esa hora hago todo lo demás, menos escribir. Pero estoy dispuesto a levantarme para ir a otra cosa, si la propuesta me atrae. No soy un escritor de esos insoportables que tosen, se limpian la nariz con un pañuelo, ponen mala cara porque la vida es un asco, no responden llamadas telefónicas y hasta han fijado solemnemente la hora de su óbito. Soy una lechuga que se da sin problemas a los amigos, que escribe sobre una piedra o deja de hacerlo cuando se le antoja, pero claro, no

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cedo en mi empeño. Jamás he escrito un libro en varias jor-nadas, quiero decir, con gran-des interrupciones. Cuando asumo la escritura no paro y generalmente lo hago de un solo aliento a lo largo de dos años cuando menos, por cada libro. Soy constante en mi tra-bajo, no como una virtud, sino por la imposición de un desorden in-terior controlado que, finalmente se armoniza a través de las descargas na-rrativas. Lo que no consigo armonizar como una estrate-gia, es hacer algo por mis libros. No hago nada y así me va, porque en el cir-cuito de la oferta y la demanda, ando en triciclo. Soy el peor amigo de mis libros y, me aferro a creer que los libros deben defenderse solos y que, como lo expresara algu-na vez el argentino Julio Cortázar, no puede uno andar tras las publicacio-nes realizadas, dan-do toques en la cola de la fle-cha para que dé en el blanco. ¿Qué piensa de la amistad?

El húngaro Imre Ker-tész, premio Nó-bel de literatura en el 2002, definió la

amistad como un evento re-gido por las circunstancias. Lo dijo quien había padecido un campo de concentración nazi y consiguiera sobrevivir-lo, dejando atrás amigos que

no volvería a ver. Tiene mu-cho sentido porque la amistad parece sucederse por etapas y en cada una de ellas de forma diferente y con personas que tantas veces perdemos de vis-ta. Los viejos que entregan la sucesión a jóvenes que tam-bién envejecerán, muestran su mano abierta y aseguran que los amigos caben en los dedos

de esa mano. Aunque parezca una exageración, el tiempo siempre les dará la razón. Nos pasa con la amistad lo que su-cede con la juventud que de-seamos retener como la mayor riqueza que alcanzamos en esta vida y, por desgracia, ni lo uno ni lo otro está a nuestro alcance. A veces la solidaridad

y el afecto nos permi-ten confiar y, después querer a personas que permanecen a nuestro lado y esos nexos son los que nos mueven a creer en la amistad. Pero de repente algo tan demoledor como la muerte nos arranca ese privilegio y ocu-rre como al árbol que nos da la sombra y progresivamente va perdiendo sus ramas. Entender la vida con todos esos hachazos, con los sinsabores que nos deja en ocasiones la venalidad tornadiza de quienes cautivaron nuestra confianza, son experiencias amargas que deslegitiman la fe en una de las mayores cualidades que poda-mos tener. Confiero la

peor calificación a la conducta sinuosa de la deslealtad que, es exactamente, lo contrario de una verdadera amistad. En La iliada de Homero, la leal-tad de Aquiles a sus amigos pero sobre todo, la de Ulises a las cabezas mayores de los aqueos que, no se ponen de acuerdo para asaltar las mu-rallas de Troya, es la lección

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desaprovechada de la humanidad y de quienes juegan a la poca hazaña de gobernar el mundo. Una persona desleal es la más peligrosa que podamos identificar y nos recuerda la fábula del escorpión que a la orilla de un pozo pide a la tortuga le lleve al otro lado. La tortuga desconfía y se niega porque sabe lo que le espera. El arácnido insiste y promete no inyectarle su veneno. La tortuga lo admite en su lomo y lo conduce a través del agua a la otra orilla. El escorpión dispara la ponzoña contra su benefactora y ella le dice, pero si prometiste no hacerme daño y el impla-cable animalejo le responde, lo siento, pero es mi carácter. Faltaría una segunda parte, en la que el escorpión embustero se aprovecha de otro animal de su especie para sacar ventajas y, haga como ocurre en la especie humana y entre escorpiones de una misma calaña, le aseste la mortal picadura.

Su percepción de la historia y el mundo de hoy

La historia es una fic-ción, como no lo son quienes la escriben convencidos de que

las extravagancias aprendi-das en sus investigaciones son dogmas irrefutables. Cuando

la misma versión de algún evento se trasmite de una persona a otra, se convierte en otra historia, porque cada uno tiene una forma de referirlo y, sobre todo, de referirlo de la manera más convincente echando mano de sus mejores recursos. Hay una determinada estrategia de escribir la historia, en forma lineal, refiriendo el pasado sin masticarlo. Es como el penoso trabajo de la mula que da vuelta en la noria para extraer el agua. Cree-mos que avanzamos, pero no lo hacemos y, de tanto insistir en los mismos detalles, el primer detalle repetido pierde a los de-más. La historia moderna que debe tener mejores armas para justificarse, más que referir hechos interroga al pasado, pero en el pasado que acaso, ha quedado referido con tinta en un papel, existen parecidos riesgos y por ello no podemos dejar de

Carlos Perozo, Carlos Orlando Pardo, Oscar Collazos, Héctor Sánchez, Magil y Fabio Martínez.

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admirar a quienes viajan por los archivos hasta de los juzga-dos municipales buscándole la punta al hilo. La historia en su primera versión fue escrita como Cayo Cornelio Tácito la recordó, de acuerdo a sus apuntes y, hay mucha verdad en el hecho de que los pueblos y sucesos no son como fueron sino como los recordamos. No creo por lo tanto en la histo-ria como ciencia, sino como una hipótesis, como la suma de detalles que profundizan en los personajes y los hechos, a la manera de Augusto Roa Bastos, al contarnos en Yo el supremo, novela, la andadura extraordinaria y algo sórdida de José Gaspar Rodríguez, más conocido como el doctor Francia, antiguo presidente dictador del Paraguay, a prin-cipios del siglo XlX. Sólo a través de este novelista el per-sonaje histórico alcanza una explicable y sólida estructura humana que arroja luz sobre

los hechos puntuales de su época. Yo creo al novelista, no a los amanuenses y miti-ficadores que creen excesivamente en que su palabra es de oro. León Tolstoi, uno de los cinco grandes es-critores universales, parodia la asignatura de la historia cuando nos la enseñan.”Luis XlV era un hombre orgulloso. Tenía tal y cual amante, tal y cual ministro y gobernaba muy mal. Sus here-deros eran también

hombres débiles y gobernaron también mal a Francia. Ellos también tenían tal y cual favorita y tal amante. A finales del siglo XVlll se reunieron en París unas docenas de personas que empezaron a decir que todos los hombres eran libres e iguales. Esa fue la causa de que la gente en toda Francia empezara a ma-tarse unas a otras. Esa gente mató al rey y a otra buena cantidad de personas, En esa época había un hombre genial en Francia: Napoleón Bonaparte. Conquistó poder en todas partes, es decir, mató a mucha gente porque era un genio y, por alguna razón, se fue a matar africanos y los mató tan bien, con tanta habilidad que, una vez de regreso en Francia, ordenó que todo el mun-do le obedeciera, cosa que todo el mundo aceptó. Después de haberse autoproclamado emperador se volvió a marchar para matar masas de gente en Italia, Austria y Prusia. También allí mató a una enorme cantidad de gente”. Y no sigo porque en-tiendo mucho menos lo que allí ocurrió. Hay un vacío lamen-table en mi vida, al no haber conocido en la secundaria la pro-bable historia de Colombia. Nunca conocí, por ejemplo, la triste misiva del caraqueño Simón Bolívar, dirigida a su amigo Maxwell Hyslop, en oc-tubre de 1815, durante su per-

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manencia en Kingston, Jamaica, implorando su ayuda: “Ya no tengo un duro. Ya he ven-dido la poca plata que traje. No me lisonjea otra esperanza que la que me inspira el favor de V. Sin él la desesperación me forzará a ter-minar mis días de un modo violento, a fin de evitar la humillación de implorar auxilios de hombres más insensibles que su oro mismo”. Jamás escuché que Bolívar hubiera pensado en el suicidio que, lejos de empequeñecer su estatura, la fortalece, explica y ennoblece. Tampoco tuve a mi alcance el testamento de Simón Bolívar, porque valía más esconder-lo. Catorce cláusulas registra ese documento y en ninguna de ellas menciona a este país. Tenía el alma rota por la ingratitud, pariente pobre de la deslealtad y, no se premia y menos se recuerda lo que cabe en esa infamia. Los libros, el vino, los viajes, la amistad, los afectos no confesables, la soledad. ¿Cómo de-fines este viaje?

Debieran ser sólo eso para eludir la oscura trama de la nostalgia. Como diría Heráclito, lo uno y lo otro, forman parte del todo y, el

principio de este círculo es también su final. Después del viejo ferrocarril de carbón con su alta chimenea atravesando el mundo, el objeto vivo que más venero es el libro. Me devolvió a la vida y también ha tenido el reconocido poder de quitármela. No creo que haya mayor grandeza en mi afirmación, pero habría mucho menos de ella si hubiera sido de otra manera. Del filósofo francés Sartre recuerdo bien su admonición: al final de toda existencia , lo úni-co cierto es que sólo hay dos formas de morir, libre o sometidos. Lo trágico no es su escueto significado. Lo verdaderamente trágico es que llegamos a un punto en que eso ya no impor-ta. Somos desechos, partes sin redención con-ducidos a un final sin dignidad porque sólo somos un redil. El vino y los afectos son como un gran poema secreto que guardamos impa-gables en el corazón. La temida soledad es el gran mito o la notable afirmación que espanta nuestra condición mortal. Soy de los intentan sacar ventajas de ellas y, es natural porque la imaginación trabaja en silencio y ausente del mundanal ruido. Pero me consuelo con la ayu-da de un inventario elemental. Una novela está llena de personajes que van acompañando lo que escribimos y permanecen a nuestro lado hasta el final. Se encuentran a nuestro alcance y están vivos en su inmutable protagonismo. ¿Cómo vamos a estar solos con tantos aliados? Los amigos carnales, en cambio, están ausen-tes, los recordamos y añoramos y, eso nos con-suela. Son más un sentimiento que un hecho cumplido.

En 2014 Pijao Editores ha publicado cuatro heroicas colecciones de narradores colombia-nos, entre ellas una suya con cinco de sus más importantes novelas de su infatigable trayec-toria. ¿Cómo ha recibido ese reconocimiento?

Es un detalle impagable porque algunos de esos libros estaban en mis archivos y, proba-blemente ahí debían permanecer, pero mi ami-

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go Carlos O. Pardo es invencible y en favor de la literatura se arriesga a todo y estas colecciones lo confirman. Uno cree habi-tuarse a las publicaciones que siguen a lo que escribimos, pero en mi caso, cada uno de esos libros son una nueva emoción. Esta colección es mucho más importante para mí, por todo lo que ha implicado. Primero su inversión material inmerecida, la actitud fraterna de mi editor y, finalmente, el esfuerzo que

me llevó escribir cada uno de esos libros. Una novela como ENTRE RUINAS que ha sido muy considerada por quienes la conocen y, su distinción en el premio Rómulo Gallegos. Y también, por la publicación

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de mi última novela, EPISODIOS DE LA VIDA LIGERA que, había ido postergando con mucha incertidumbre. Un intento por guardar en sus páginas, los memorables tiempos de los años sesenta cuando pagamos la inocencia del “retrato del artista ado-lescente”, en la fría Bogotá de entonces, cuando éramos como en la novela de He-mingway, pobres y felices. Creo que el esfuerzo ha valido la pena y habrá tiempo de confirmarlo. Yo he aprendido

a no afanar lo que escribo y, más bien me incomoda el elogio. Para un escritor de mi carácter, el ruido de sus resultados es se-cundario. Lo esencial es poder escribir lo que uno desea y estar convencido de sus logros. No sé si lo he dicho, pero la verdadera

grandeza de un escritor es sa-berse merecedor de un poco más y, no obstante, no renun-ciar a seguirlo intentando con su trabajo.

Defínase en cinco palabras

No necesito cinco palabras para defi-nirme. Una sola me basta: soy bizarro.

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