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2. PODER Y SUBJETIVIDAD EN EL TRABAJO: DE LA DEGRADACIÓN A LA DOMINACIÓN EN LAS RELACIONES SOCIALES* DAVID KNIGHTS Y HUGH WILLMGTT I. INTRODUCCIÓN El objetivo de este artículo es explorar y ofrecer algunas aportaciones vida social, una limitación esencial del análisis sociológico. A fin de ilustrar nuestra tesis, nos basamos en las últimas contribuciones teóri- cas dentro del ámbito de la sociología del trabajo y, más específica- mente, sugerimos que con este fin puede ser útil recurrir a algunos elementos de la obra de Foucault para superar algunas limitaciones teóricas del análisis de las relaciones laborales. Aunque nos centra- mos en el ámbito especializado de la sociología, creemos que nuestras observaciones tienen relevancia también para otras áreas de la investi- gación sociológica. Esta idea no se debe únicamente al hecho de que algunos campos de la sociología sean también ámbitos laborales don- de hay trabajadores y organización del trabajo, sino también y, lo que es tal vez más importante, a que los problemas teóricos que afrontan los sociólogos del trabajo, como el de la relación entre «acción» y «es.- tructura», son semejantes a los de otras especialidades en el marco de esta disciplina. El problema teórico que nos atañe en este artículo es el de la sub- jetividad: ¿es posible tomarse en serio «la subjetividad» sin que el aná- lisis sobre esta degenere en una «subjetivación» del mundo social? No * «Power and subjectivity at work: from degradation to subjugation in social rela- tions», Soaoloiy, vol. 23 (4), pp. 535-558, Sage Publications, 1989. Traducción de Pe- dro Tena. 27

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2. PODER Y SUBJETIVIDAD EN EL TRABAJO: DE LA DEGRADACIÓN A LA DOMINACIÓN EN LAS RELACIONES SOCIALES*

D A V I D K N I G H TS Y H U G H W I L L M G T T

I. INTRODUCCIÓN

El objetivo de este artículo es explorar y ofrecer algunas aportaciones

vida social, una limitación esencial del análisis sociológico. A fin de ilustrar nuestra tesis, nos basamos en las últimas contribuciones teóri­cas dentro del ámbito de la sociología del trabajo y, más específica­mente, sugerimos que con este fin puede ser útil recurrir a algunos elementos de la obra de Foucault para superar algunas limitaciones teóricas del análisis de las relaciones laborales. Aunque nos centra­mos en el ámbito especializado de la sociología, creemos que nuestras observaciones tienen relevancia también para otras áreas de la investi­gación sociológica. Esta idea no se debe únicamente al hecho de que algunos campos de la sociología sean también ámbitos laborales don­de hay trabajadores y organización del trabajo, sino también y, lo que es tal vez más importante, a que los problemas teóricos que afrontan los sociólogos del trabajo, como el de la relación entre «acción» y «es.-tructura», son semejantes a los de otras especialidades en el marco de esta disciplina.

El problema teórico que nos atañe en este artículo es el de la sub-jetividad: ¿es posible tomarse en serio «la subjetividad» sin que el aná­lisis sobre esta degenere en una «subjetivación» del mundo social? No

* «Power and subjectivity at work: from degradation to subjugation in social rela-tions», Soaoloiy, vol. 23 (4), pp. 535-558, Sage Publications, 1989. Traducción de Pe­dro Tena.

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Efraín
Typewritten text
Efraín
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Knights, David, y Hugh Willmont. «Poder y subjetividad en el trabajo.- De la degradación a la dominación en las relaciones sociales.» En Vigilar y Organizar, de Carlos Fernández Rodríguez, editado por Carlos Fernández Rodríguez, 27-68. Madrid: Siglo XXI, 2007.
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cabe duda de que esta cuestión no es nueva. No se ha dejado de deba­tir acerca de cómo tener en cuenta el voluntarismo de la «acción so­cial» sin menospreciar el determinismo del «sistema social» (Dawe, 1970). Por un lado, la sociología de la «acción social», como el inte-raccionismo simbólico, ha puesto el énfasis en el aspecto crucial de la autonomía del individuo, que se expresa en la interpretación (inter) subjetiva del significado y en la capacidad del individuo de ejercer control sobre el mismo. Frente a este enfoque, las sociologías del «sis­tema social», como el funcionalismo, subrayan la fragilidad y la plasti­cidad de la naturaleza humana, y señalan las repercusiones objetivas de los procedimientos de socialización y la necesidad de alcanzar un orden social si se desea evitar el caos anómicp. En general, las dos ten­dencias predominantes son las de tomar bien «la sociedad», bien «el individuo» como la unidad o nivel principal de análisis. En la primera se subrayan las estructuras o limitaciones «objetivas»; en la segunda, la atención se centra en las interpretaciones o disposiciones «subjeti­vas». En este sentido, tal como observan Abrams et al. (1976: 8) al re­flexionar sobre la situación de la sociología:

En el mundo del pensamiento sociológico subyace una profunda dualidad, un universo de actores sociales y hechos sociales, con significado y estructura, observador y observado [... ]

Desde luego, es mucho más fácil poner de relieve y lamentar la exis­tencia de esta dualidad que buscar un remedio para superarla. Tanto es así que se ha argumentado que esta separación entre acción y es­tructura, así como la división entre voluntarismo y determinismo den­tro de la sociología reflejan la condición existencialista de la era con­temporánea, ya que la modernidad, al romper con la visión del mundo cerrada y religiosa que presidía la Edad Media, favorece la ansiedad conservadora acerca del mundo social y el apetito humano de un ma­yor control (Dawe, 1978); o, tal como lo formuló Fromm (1949), nuestra libertad respecto de los vínculos con el pasado nos deja a mer­ced de un temor perpetuo a un orden sin sentido que reduce nuestra libertad para trabajar en un sentido creativo (Knights y Wilmott, 1982). La tendencia a la coexistencia de la concentración del poder económico y político con una obsesiva búsqueda de estilos de vida in-

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dividualistas y privatizados expresa y alimenta la tensión entre orden y control (Mills, 1959; Brittan 1977).

Si la presencia de esta dualidad en la sociología entre individuo (acción) y sociedad (estructura) refleja una dualidad en el seno de la sociedad moderna, el único modo de resolver con garantías de efica­cia la tensión entre orden y control es por medio de la transformación práctica de las relaciones sociales. Este tipo de análisis, en el que resue­nan las tesis de Marx sobre Feuerbach, merece toda nuestra simpatía, pero incurre en el riesgo de suponer que existe una dualidad entre la. teoría (ideas) y la práctica (acción). Pese a que es perfectamente posi­ble sostener que la naturaleza de la sociología es predominantemente discursiva, en la práctica esta no puede evitar participar en la repro­ducción o transformación de dicha dualidad. La sociología no simple­mente refleja o comunica el mundo social, sino que también lo cons­truye en la medida en que está constituida por él.

Por este motivo, el proyecto de crear métodos de análisis socioló­gico donde la dualidad sea menor no es necesariamente una idea con­fusa o idealista, aun cuando esta clase de esfuerzos de superación es­tán invariablemente destinados al fracaso. Como señala Dawe, esto se produce porque los autores están (tal vez sin saberlo) estrechamente vinculados a uno u otro extremo, y terminan por tender la mano o gui­ñar un ojo hacia algún elemento del extremo opuesto (es el caso de Parsons, 1949; y de Cohén, 1968). Aun los proyectos filosóficos más sólidos destinados a trascender dicha dualidad, como los que llevaron a cabo Berger y Luckmann (1967), tienden a generar una incómoda alternativa que elimina, más que destaca, la ambigüedad que entraña esa experiencia en la vida cotidiana (Willmott, 1989a). Entre las pro­puestas más recientes, la tentativa de Giddens (1979; 1984) de conce­bir una teoría que reconcilie « la dualidad entre individuo v sociedad. o entre sujeto v objeto» (1979: 4) pierde pie en una teoría del sujeto según la cual este quedaría obligado a reproducir los hábitos del or­den institucional, debido a la necesidad de mantener el equilibrio de su «estructura de seguridad básica» (Willmott, 1986).

Estas breves observaciones nos dan algunas pautas sobre el pro­blema de la dualidad que se le plantea a la sociología, así como sobre las dificultades para resolverlo satisfactoriamente. Tal como hemos su­brayado, esta situación se produce en parte porque la dualidad exis-

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tente en la teoría social refleja a su vez una dualidad en la práctica so­cial, que únicamente podrá resolverse con la condición de que se pro­duzca algún cambio en la sociedad (Knights y Willmott, 1982). Sin embargo, según nuestro punto de vista, el problema de la dualidad también es una consecuencia de la asunción irreflexiva, por parte de la sociología, de las interpretaciones de sentido común acerca del «indi­viduo», «la sociedad» y la relación entre ambos. Una de las alternativas a este enfoque es centrar el análisis en las prácticas sociales, y explorar en qué medida dichas prácticas están mediadas simultáneamente por la subjetividad y las relaciones de poder. Siguiendo a Foucault, el po­der y la subjetividad son entendidos como una condición y una conse­cuencia recíproca uno del otro. Desde esta perspectiva, el sentido de la subjetividad o de la conciencia de uno mismo es un producto de la par­ticipación en relaciones de poder, a través de las cuales se genera una idea de identidad. Sin embargo, el mismo ejercicio del poder descansa en la constitución de sujetos que están obligados por su propio sentido de identidad a la reproducción de las relaciones de poder. Es de crucial importancia comprender que tanto el sentido de la subjetividad como los ejercicios de poder son problemáticos. El sentido de la subjetividad es casi invariablemente contradictorio: pese a ser positivo, da lugar a características en las relaciones de poder que también pueden ser ex­perimentadas como negativas o restrictivas. En este caso, el ejercicio del poder también puede encontrarse con cierta resistencia pese al he­cho de que los sujetos están parcialmente obligados por su propia identidad. Para decirlo con otras palabras:

En cualquier testimonio sobre la experiencia de la presión deshumanizadora que ejerce la sociedad industrial contemporánea se afirma también la presen­cia de un yo contrapuesto, de una identidad personal, de un ser humano; de lo que es o podría ser estar en control de la propia vida, de actuar en y sobre el mundo, de ser un individuo con capacidad de actuar. Así pues, nos resistimos por nuestra identidad personal, por nuestras esperanzas, proyectos y anhelos personales, por nosotros mismos [Dawe, 1978:364-5].

La sociología, en general, y la sociología del trabajo en particular, se han atrincherado en una tradición intelectual que niega la ambigüe­dad de la agentividad humana al gravitar esta entre uno y otro extre-

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mo de la dualidad entre sujeto y objeto, acción y estructura, individuo y sociedad. En este sentido, la obra Labor andMonopoly Capital (Bra­verman, 1974) demuestra el esfuerzo de la sociología del trabajo de la postguerra por corregir la acentuada tendencia de esta disciplina en hacer hincapié en la acción y en la conciencia (por ejemplo, en las pau­tas para trabajar) negando, al mismo tiempo, las estructuras que con­dicionan la expresión de las mismas. Braverman defiende la idea de centrarse exclusivamente en el constructo «objetivo» de clase y en la omisión consciente de la condición subjetiva del individuo {ibid.: 27), aduciendo que este enfoque ofrece una alternativa radical a los relatos burgueses sobre el trabajo en los que, afirma él, «clase» y «alienación» existen únicamente en la conciencia articulada del trabajador. La ob­jeción fundamental de Braverman a esta clase de relatos es que en ellos se asume y da a entender que los trabajadores pueden liberarse de su experiencia de «clase» y «alienación» mediante programas de motiva­ción profesional y humanización del trabajo que, se supone, no exigen ningún cambio sustantivo en la estructura básica de explotación y opresión de las relaciones capitalistas de producción.

Sin negar la fuerza de la crítica «estructuralista» a la sociología burguesa, en este artículo tratamos de elaborar una respuesta alterna­tiva a sus deficiencias. Más que dejar de lado la cuestión, esta respues­ta introduce una valoración de la subjetividad como concepto válido para analizar la reproducción/transformación de las relaciones socia­les, entre otras de las relaciones en el momento de la producción. Con respecto a esta última esfera, nuestra tesis recuerda la afirmación de Thompson (1989) de que «la construcción de una teoría completa acerca del sujeto perdido es probablemente la tarea de mayor enver­gadura que ha de afrontar la teoría sobre el proceso de trabajo», y tra­ta de responder a ella.

Sin olvidar este amplio proyecto, empezamos por identificar nues­tros intereses dentro del marco del debate sobre el poder cuya relevan­cia se extiende claramente más allá de los límites comparativamente especializados de la sociología del trabajo y la sociología organizacio-nal. Al centrarnos en el proceso de trabajo, examinamos desde una perspectiva crítica el análisis de Marx sobre la subjetividad en esta on-tología de la clase trabajadora. Nuestro argumento es, concretamente, que tanto el esencialismo de sus primeros escritos «filosóficos» sobre

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la alienación como el tratamiento que hace del individuo en tanto per­sonificación de las categorías económicas en los trabajos «científicos» de su última época impiden, cada uno por su parte, la construcción de una teoría plenamente social de la subjetividad. Esta deficiencia que aparece en Marx, se repite posteriormente en la obra de Braverman. Al examinar los intentos realizados por los críticos de Braverman a fin de proponer una alternativa a la polarización entre una forma «objetiva» y otra «subjetiva» de análisis, afirmamos que Storey (1983) circunscri­be su análisis de la subjetividad a un concepto bastante mecánico de la relación entre ambos polos, mientras que Cressey y Maclnnes (1980) se deslizan hacia el voluntarismo como la única escapatoria concreta al determinismo abstracto que constituye el meollo de su crítica. Las in­fluyentes etnografías realizadas por Burawoy (1979) y Cockburn (1983) muestran, cada una a su manera, la presencia e importancia de la subjetividad al centrar sus respectivos análisis en la identidad social, lo cual añade por tanto una dimensión subjetiva al paradigma marxis-ta1. Según Burawoy, la identidad es el estímulo de los trabajadores para aceptar el juego que se les ofrece y satisfacer sus objetivos productivos. Frente a esta idea, Cockburn utiliza la identidad para explorar las con­tradicciones de género que causa el poder masculino, menospreciadas por el análisis marxista. Sin embargo, en ambos casos, la identidad es considerada como un mecanismo de compensación a cambio de las penurias que padece la clase trabajadora. Ambos autores consideran que el juego y la masculinidad proporcionan una identidad basada en

' En este sentido, el debate surgido como consecuencia de la crítica de Braverman a la sociología burguesa del trabajo encuentra un paralelismo en las respuestas formula­das a la crítica de Lukes (1974) al análisis de la ciencia política. En ambos casos, el inte­rés preponderante es revelar aquellas apariencias que se consideran relativamente su­perficiales y podrían desviar la atención (por ejemplo, la expresión de satisfacción por parte de los trabajadores, o la participación de una serie de actores en la toma de deci­siones) a fin de exponer la realidad de una estructura objetiva de clase donde los intere­ses «reales» son sistemáticamente manipulados y negados. En ambas controversias, las críticas de Lukes y Braverman van dirigidas al hecho de que las dos comparten una de­pendencia respecto a una noción objetiva y contrafactual de dichos intereses. No obs­tante, así como las respuestas críticas a Lukes han sido más bien teóricas, una buena parte de los críticos más penetrantes de Braverman han basado sus tesis en argumentos empíricos.

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la autonomía y la libertad en un mundo en el que normalmente se nie­ga esta clase de dignidad a la clase trabajadora.

Tras rechazar la tesis de la compensación, procedemos a elaborar la teoría de la subjetividad esbozada en la ya mencionada crítica de Marx. Al concentrarnos en la relación entre poder y subjetividad, prestamos una especial atención a las cuestiones del control y la resis­tencia que se han puesto de relieve en los análisis recientes sobre el proceso de trabajo. Con argumentos basados en la obra de Foucault, hacemos hincapié en cómo los sujetos se reconocen a sí mismos como individuos discretos y autónomos cuya adquisición del sentido de una clara identidad y desu mantenimiento a lo largo del tiempo se produ­ce gracias a la participación en las prácticas sociales que son una con­dición y una consecuencia del ejercicio de poder y de la producción de saberes específicos. En conclusión, para llevar a cabo una valora­ción más aceptable de la subjetividad es necesario explicar esta me­diante una teoría que la contemple tanto como instrumento y resulta­do de las relaciones de poder, como respuesta a los problemas que plantea la individualización de los sujetos en la sociedad moderna.

ü. E L DEBATE SOBRE E L PODER

Vamos a situar ahora nuestra crítica del olvido de la subjetividad den­tro del marco de la discusión que tiene lugar en la teoría social acerca del poder. Nuestra intención es poner de relieve tres cuestiones. En primer lugar, mostrar cómo el análisis sobre el poder ha supuesto una alternación entre los extremos de «acción» y «estructura». En segun­do lugar, revelar cómo los esfuerzos recientes para superar las defi­ciencias de la formulación de Lukes de una «perspectiva radical» nos han indicado la importancia de teorizar sobre la subjetividad sin hacer ningún movimiento sustancial en este sentido; y, en tercer lugar, me­diante un compromiso con el debate sobre el poder, señalar la pers­pectiva desde la que se formula nuestra consiguiente crítica del análi­sis sobre los procesos experimentados en la esfera del trabajo.

El debate sobre el poder en las ciencias sociales muestra la ten­dencia de estas a alternar entre los extremos de «acción» y «estructu-

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ra». En un principio, al destacar el extremo de la acción mediante el estudio de las interacciones de aquellos que tienen poder para decidir (Dahl, 1962; Polsby, 1963), el debate se desplazó hacia una valoración de las condiciones estructurales de la acción (Bachrack y Baratz, 1962; Crenson, 1971) antes de volver a introducir, sobre todo en épocas re­cientes, elementos olvidados del ámbito de la ideología y la organiza­ción (Benton, 1981; Hindess, 1982).

Con su propuesta de una «perspectiva radical», Lukes (1974) está interesado en «volver a introducir la sociedad» en el análisis de las polí­ticas sobre la vida social que, previamente, se había centrado en las ac­ciones o no-acciones de los participantes ante el menosprecio de la me­diación institucional. Insatisfecho con las formalidades de los pluralistas y de sus críticos, Lukes afirma que el poder no se limita a estar presente en las situaciones donde se aprueban dichas decisiones (una perspectiva que Lukes denomina «monodimensional»), ni siquiera en aquellas otras donde se aprecia que la expresión del conflicto de intereses ha sido ex­cluida del debate sobre la toma de decisiones (perspectiva «bidimensio-nal»). Lukes reserva su crítica más dura para la perspectiva «bidimen-sional» del poder, según la cual el poder existiría únicamente cuando se niega la expresión de las quejas articuladas por los individuos en el pro­ceso político. Al hacer hincapié en que la ausencia de estas quejas no puede interpretarse como la manifestación de un consenso natural so­bre la definición de las cuestiones relevantes, Lukes afirma:

¿No es el mayor y más insidioso ejercicio de poder impedir a los individuos, en la medida que sea, que formulen sus quejas, modelando las percepciones, conocimientos y preferencias de estos de tal modo que acepten su papel en el orden social instituido, ya sea porque no ven ni imaginan en él ninguna alter­nativa, ya porque consideran que se trata de un orden natural e incontroverti­ble, ya porque lo valoran como la manifestación favorable de un orden divi­no? Asumir que la ausencia de quejas equivale a un auténtico consenso es simplemente eliminar mediante definición por decreto la posibilidad de la existencia de un consenso falso o manipulado [ibid;. 24]

La tercera dimensión del poder, sostiene Lukes, se expresa mediante el desarrollo sistemático de las normas y rutinas institucionales que no son directamente atribuibles a las decisiones o no decisiones de los in-

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dividuos particulares. Este punto de vista radical del poder sirve para revelar cómo el consenso en la toma de decisiones puede ser manipula­do de tal forma que se nieguen los intereses «reales» de los individuos. En contraste con las perspectivas de una y dos dimensiones, este enfo­que «mantiene que los deseos de los individuos pueden ser por sí mis­mos un producto de un sistema que va en contra de sus intereses que, cuando este es el caso, relaciona estos intereses con lo que ellos desean y prefieren, como si pudieran elegirlo» {ibid.: 34). Pese a ser un factor olvidado u oscurecido por otras perspectivas, a esta línea de argumen­tación viene a sumarse el ejercicio rutinario del poder mediante «el control de los medios de comunicación de masas y el proceso de socia­lización» (ibid: 23), contribuyendo todo ello a «configurar, determinar o inspirar» (ibid.) los deseos humanos. Mediante este insidioso ejerci­cio de poder se garantiza la aquiescencia discreta de los individuos a las demandas de los demás.

El ataque de Lukes a los análisis previos sobre el poder ha provo­cado una respuesta crítica entre los científicos sociales que comulgan en buena medida con su propósito inicial. La principal objeción que se le ha hecho se ha centrado exclusivamente en su definición contrafac-tual de los deseos e intereses «reales» de los individuos. Benton (1981) señala que con argumentos como este se abre la puerta a todos aquellos que, apelando a los intereses «reales» de los demás, se ponen a cometer atrocidades en nombre de aquellos a quienes dicen conocer y servir. Otro de los puntos débiles de la tesis de Lukes concierne a la escasa ve­rosimilitud que tiene imaginar seres humanos cuya subjetividad no esté condicionada por el poder2. Si es verdad que, como discutiremos más tarde, el poder es una parte inherente e indisoluble de la vida social, entonces hablar de intereses «reales» de los sujetos como si estos pu­dieran definirse al margen de las relaciones de poder-conocimiento es una contradicción en sí misma. Además, esto supone caer en la duali­dad de percibir al individuo como alguien separado de la sociedad, una trampa que el propio Lukes entendía que había que tratar de evitar.

2 Esta es una debilidad exactamente análoga a los intentos de los filósofos políticos dásicos que han tratado de imaginar al hombre en estado de naturaleza con el fin de poner entre paréntesis la contingencia sociohistórica. Podrían encontrarse excusas para esta apelación a la lógica de la realidad humana, previa a cualquier comprensión sociológica, pero no dentro del discurso de la propia sociología.

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Con el fin de evitar la dependencia del análisis crítico del poder respecto a los argumentos contrafactuales, Benton (1981) recomienda sustituir los intereses «reales» por los objetivos empíricamente obser­vables de los actores sociales los cuales, afirma, se revelan en el conte­nido simbólico de sus prácticas. Sobre estos objetivos se pueden «en principio, tomar decisiones» de un modo que es posible sobre los in­tereses (ibid.: 174). Sin negar la fuerza de la objeción de Benton a la definición contrafactual de los intereses que formula Lukes, ponemos en duda la afirmación de que pasar del análisis de los intereses «rea­les» a los objetivos revelados solucione el problema que plantean los valores en conflicto. Nosotros sugeriríamos que la observación del contenido simbólico de las prácticas sociales es, no menos que las aplicaciones de la lógica contrafactual, resultado de los procedimien­tos interpretativos que se basan irremediablemente en un punto de vista (Knights y Willmott, 1982). Pese a que cabe suponer que la refe­rencia a los datos empíricos observables limitaría considerablemente el alcance de la impugnación de los objetivos de los actores sociales, apenas resulta suficiente para resolver la precariedad que lleva apare­jado el proceso de atribución social.

En la formulación de Benton sobre la clasificación de los objeti­vos de los actores sociales, la ausencia de reflexión de estos últimos se evidencia también en la distinción que este establece entre las «capa­cidades intrínsecas» de los agentes (por ejemplo, en sus conocimien­tos, habilidades, etc.) y sus «recursos extrínsecos» (por ejemplo, la posesión de los medios de producción, la autoridad legítima, etc.) so­bre los cuales se basan para satisfacer sus objetivos. La debilidad de esta formulación reside en el hecho de que con ella no se acierta a comprender la interconexión práctica y problemática que existe en­tre estas fuentes de poder, aparentemente separadas y «dadas» . En opinión de Hindess (1982: 507), es inevitable que el reconocimiento (y adscripción, añadiríamos) de los objetivos sea indeterminado y dis­cutible, aunque solo fuese porque «las formas de discurso que los agentes tienen a su disposición permiten la formulación de una serie de objetivos distintos y, a menudo, incompatibles entre sí» (véase Henriques etal, 1984).

Nuestra crítica de los enfoques sobre el poder que proponen Lu­kes y Benton pone en cuestión el proceso de razonamiento práctico

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que llevan a cabo los actores, en la medida en que ellos y las relaciones con los demás se constituyen en el marco de un escenario de lucha. Desde esta perspectiva, los «intereses» y los «objetivos» han dejado de asignarse incondicionalmente, una idea de la que Hindess (1982: 503-4) se hace eco cuando se refiere a la empresa capitalista como tal:

El análisis de las empresas en términos de lucha de clases, es decir, en térmi­nos de las relaciones que se establecen entre los capitalistas y los trabajadores, solamente pone de manifiesto un único aspecto de las condiciones diferencia­les para la actuación de los individuos en las empresas. Sin embargo, en una empresa pueden darse también otros ejes de conflicto y entrecruzarse unos con otros. Un análisis en términos de clase establece una serie de característi­cas de las condiciones de acción de los agentes que participan en la produc­ción, pero no determina qué otras condiciones están implicadas, ni tampoco garantiza que los actores interesados consideren que se trata de la cuestión más importante por la que deben luchar.

Sin entrar en la cuestión de la subjetividad, Hindess señala en este pá­rrafo los problemas que suscita esta como condición y consecuencia de los procesos de lucha. Pese a reconocer que algunos autores (por ejemplo, Foucault) han formulado una «contundente crítica» de las «estrechas relaciones entre poder y saber», rehusa adoptar dicho aná­lisis como base de su argumentación aduciendo (de modo poco con­vincente) que «plantea cuestiones de distinta índole de las que aborda en su artículo» (ibid.: 500).

Lo que tienen en común los análisis que formulan Lukes, Benton y Hindess es el hecho de que, en ninguno de los tres, se valora hasta qué punto el poder arraigado en las prácticas sociales transforma a los individuos en sujetos que confirman sus ideas sobre el significado y la realidad a través del ejercicio de dicho poder. Es decir que, aunque el poder se ejerza sobre los demás, es necesario valorar y teorizar de qué modo aquellos individuos que están sujetos a él (y en virtud de él) por sus efectos de verdad participan, también ellos, en el proceso por el que se reproducen las relaciones de poder. Cada uno de los autores mencionados se acerca a formular un análisis en estos términos. Por ejemplo, al reconocer que la subjetividad ocupa el centro de la tercera dimensión de poder (es decir, el endoctrinamiento, la configuración

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de las preferencias), Lukes aboga por una noción del poder como cua­lidad de las personas, los grupos y, especialmente, de las instituciones dominantes. Formula su teoría sobre el poder en términos negativos, porque considera que este oscurece o distorsiona los intereses «rea­les» de sus víctimas. Según el análisis de Hindess, la problematización de los intereses u objetivos, así como la atención al modo en el que se constituyen los escenarios de lucha sugieren, en ambos casos, la im­portancia de teorizar el poder junto con la subjetividad, como dos ca­ras de la misma moneda.

Sin embargo, es Benton (1981) quien se aproxima más a la articula­ción de la relación poder-subjetividad cuando reconoce, en la sección con la que concluye su artículo, que las luchas de poder son conflictos de identidad. El análisis de los conflictos tanto ideológicos como prác­ticos, afirma Benton, exige comprender «la organización e incorpora­ción de los individuos en modelos opuestos de identidad, lealtad y compromiso sociales» (ibid.: 182). No obstante, en vez de explorar de qué modo los individuos constituyen y reproducen activamente rela­ciones que, ulteriormente (e incluso simultáneamente) pueden inter­pretar como manipuladoras o degradantes, Benton supone que deter­minadas relaciones e instituciones son incuestionablemente opresivas, y justifica este argumento prestando exclusivamente atención a aque­llos actores cuya conducta (es decir, resistencia) confirma esta tesis.

Sin rechazar las críticas radicales según las cuales las instituciones sociales dominantes favorecen el hecho de que muchas, si no todas, las personas que trabajan en ellas tengan una experiencia contradicto­ria, no estamos convencidos de que pueda elaborarse como es debido una teoría sobre los problemas que plantea esta experiencia tomando únicamente como referencia las desigualdades (institucionalizadas) del poder: por ejemplo, las que se dan entre hombres y mujeres, o en­tre empleadores y empleados. Como observa el propio Benton, por pequeña que sea la participación de un individuo en el Curso de ac­ción de otra persona, influye en ella «desempeñando un papel en la constitución social y/o en la reconstitución de su identidad social y personal» (ibid.: 181). Sin embargo, pocas veces este «papel» es, en el caso de que lo fuese, completamente predecible, precisamente por es­tar mediado por la compleja y contradictoria configuración de la sub­jetividad. Uno de los principales obstáculos que se les plantea a los

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partidarios de la crítica de Lukes a las perspectivas monodimensional y bidemensional del poder es la creación de una alternativa radical que evite el contrafactualismo y resuelva teóricamente la «subjetivi­dad», cuya transformación constituye tanto el objeto como el obstácu­lo de las ciencias sociales críticas (Fay, 1987).

El análisis previo ha servido para ubicar nuestra perspectiva den­tro del marco del debate sobre el poder de los últimos tiempos. A par­tir de ahora, vamos a abordar teóricamente el poder como un espacio de relaciones dentro del cual surge la subjetividad, en tanto experien­cia compleja, contradictoria y cambiante, que a su vez se transforma y se reproduce mediante las prácticas sociales dentro de las cuales se ejerce dicho poder. La subjetividad no debe equipararse ni reducirse a la idea que propone Lukes de un individuo abstracto, esencial, cuyos intereses «reales» solamente sean observables mediante una construc­ción contrafactual de relaciones «libres» de los efectos manipuladores y distorsionantes del poder; por el contrario, ha de abordarse teórica­mente como una relación determinada por el espacio que media entre aquellas representaciones que definen y condicionan la existencia hu­mana y aquellas otras que hacen posible conocerla, reconocer los lími­tes de esta y seguir reflexionando sobre las tensiones irresolubles aso­ciadas a la oscilación entre nuestro conocimiento efectivo de las prácticas humanas y aquel otro que amenaza continuamente el ejerci­cio real de las mismas (Foucault, 1970; Cousins y Hussain, 1984).

E l . MARX Y LA SUBJETIVIDAD: D E LA ALIENACIÓN AL FETICHISMO

En esta sección fundamentamos nuestra posterior investigación del poder y la subjetividad en el análisis de Marx sobre la condición de la clase trabajadora en la sociedad capitalista. En particular, destacamos el hecho de que en el análisis de Marx no figure ningún estudio funda­mentado de las implicaciones negativas de la «automediación» para propiciar un cambio radical3. Pensamos que, a pesar de que Marx de-

3 Los párrafos siguientes se basan en los argumentos desarrollados por Willmott (1989a).

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dica una gran atención al potencial (históricamente condicionado) que entraña la automediación para la emancipación, su análisis pasa por alto la amplitud e incertidumbres que conlleva la conciencia de nosotros mismos en tanto sujeto y objeto del conocimiento. Por esta razón, Marx no considera en qué medida nuestra inseguridad puede provocar acciones negativas y contraproducentes que no podrían ser plenamente comprendidas en el marco de las condiciones de explota­ción del capitalismo.

En los textos del primer Marx se aborda la subjetividad mediante el análisis de la alienación del sujeto trabajador de su condición de «ser determinado por la especie a la que pertenece». En sus últimos escritos, Marx articula esta idea mediante una crítica de las contradic­ciones dentro del sistema capitalista. En opinión de Aronowitz (1978: 140), una de las consecuencias de este cambio en Marx fue «la aboli­ción de la posibilidad de una teoría de la subjetividad». En cierto sen­tido, su cambio de opinión es excusable porque indica la tendencia a reducir la clase trabajadora a un mero instrumento de subsistencia. Sin embargo, es una idea insuficiente porque deja de lado la impor­tancia de los aspectos simbólicos de la existencia (es decir, estatus, función, identidad) con los cuales los trabajadores pueden llegar a sentirse estrechamente vinculados, y cuya defensa les incumbe direc­tamente. En este sentido, pensamos que el análisis de Marx es menos sensible a esta realidad que una serie de análisis contemporáneos de influencia marxista en los que se pone de manifiesto cómo, en la bús­queda de identidades de seguridad, los trabajadores contribuyen a la reproducción de las condiciones que les oprimen (Willis, 1977; Bura­woy, 1979).

Desde luego, la identidad del trabajador lleva la marca de las con­tradicciones de las instituciones y las relaciones sociales en cuyo seno aquella se constituye y adquiere carta de naturaleza. Sin embargo, el deseo de defender y perfeccionar aspectos valorados de dicha identi­dad puede conducir a mantener, antes que a poner en cuestión, las prácticas y los valores cotidianos (por ejemplo, el individualismo po­sesivo, la competición). Estos deseos pueden crear problemas a la re­producción del capitalismo, por ejemplo, en el caso de que los directi­vos de una empresa pretendan flexibilizar la plantilla mediante la reestructuración de los trabajos o de las prácticas laborales. Pero es

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discutible, por decir poco, que esta clase de deseos puedan alimentar la capacidad de resistencia para transformar las relaciones sociales ha­cia una dirección emancipadora.

La propia apertura de la subjetividad humana, que surge de la condición de ser al mismo tiempo parte integrante y separada de la na­turaleza (Bauman, 1976; Giddens, 1979), nos conduce a buscar la se­guridad en aquellas identidades sociales que la sociedad pone a nues­tra disposición y a las que otorga un valor. Nuestra reflexividad tiene, de hecho, un efecto sumamente conservador sobre esta apertura, un efecto que es aprovechado por aquellos cuya identidad está más com­prometida con la reproducción de las relaciones de poder que les con­fieren privilegios simbólicos y materiales, o es más dependiente de ellos. Tanto en el trabajo como en el ocio se nos anima sin cesar a bus­car el reconocimiento en determinadas identidades sociales por las cuales somos recompensados. Por otra parte, precisamente porque nuestra subjetividad es abierta, cualquier idea ya asentada de identi­dad es susceptible de ser desconfirmada. Por supuesto, estas descon­firmaciones pueden incitar a una reacción defensiva (por ejemplo, la negación directa de esta desconfirmación, la simulación de indiferen­cia o la búsqueda inmediata de una identidad menos vulnerable), en cuyo caso se pierde la oportunidad de reflexionar críticamente sobre el fetichismo de la identidad. No obstante, la decepción que lleva apa­rejada la desconfirmación puede, a su vez, dar pie a una expansión de la conciencia más allá de las fronteras dadas del «yo» y, en última ins­tancia, aproducir una interpretación (socialmente mediada) de la na­turaleza inexorablemente convencional de la identidad, que desembo­que en una crítica más generalizada del fetichismo del que es objeto la sociedad capitalista.

Al igual que el fetichismo de la mercancía, el fetichismo de la iden­tidad contiene en esencia la posibilidad de la invalidación y la emanci­pación. Precisamente porque se basa en una ilusoria cristalización de la subjetividad, en el sentido de que no le es posible reflejar la compleji­dad ni la dinámica de la experiencia humana, también puede ser des­cubierto y trascendido. De este modo, la autoconciencia es comprendi­da como una característica social del trabajador, y no como un objetivo o una propiedad socionatural de esta clase trabajadora (Marx, 1976: 164 y ss). No obstante, en Marx las relaciones sociales que genera el

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modo de producción capitalista son consideradas como las únicas res­ponsables de las acciones asociadas a emociones como la ansiedad, la culpa, la envidia, la codicia, la agresividad, etc.

En un sistema de propiedad privada [...] cada individuo especula con crear una nueva necesidad en otro individuo, con el fin de obligarlo a realizar un nuevo sacrificio, de colocarlo ante una nueva dependencia y atraerle hacia un nuevo tipo de placer... Con la masificación de objetos, crece el reino de los poderes ajenos a los que todos los hombres están sometidos, y cada nuevo producto es una nueva potencialidad para el engaño y el pillaje de unos con otros [Marx, 1975:358; la primera cursiva es añadida].

Es evidente que Marx reconoce la naturaleza social del fenómeno de proliferación de necesidades y «placeres»; sin embargo, rehusa estu­diar las ansiedades e inseguridades humanas que son una condición y una consecuencia de estas experiencias destinadas a incitar los senti­dos. Del mismo modo, subraya cómo el interés privado ya es un inte­rés determinado socialmente, que únicamente puede satisfacerse den­tro de las condiciones establecidas por la sociedad y con los medios que esta pone a su alcance (Marx, 1973: 156). No obstante, como se­ñala Foucault (1982: 208):

Hay dos significados de la palabra sujeto: sujeto al control y a la subordina­ción; y ligado a su propia identidad por una conciencia o auto-conocimiento. Ambos significados sugieren una forma de poder que subyuga y sujeta.

El segundo significado de «sujeto» nos sensibiliza con las distintas maneras en que puede darse el sometimiento a medida que se configu­ra nuestro sentido del yo y se fortalecen los vínculos con la experiencia y el sentido simbólico del yo, un proceso disciplinario cuyas «recom­pensas» están siempre condicionadas a la continuidad de las defini­ciones vigentes y a la distribución de los recursos más apreciados. De un modo paralelo a como sucede con el fetichismo de la mercancía, según el cual «la mercancía proyecta ante los hombres el carácter so­cial del trabajo de estos como si fuese una cualidad material de los propios productos de su trabajo» (Marx, 1976: 164-5), el fetichismo de la identidad desprecia el proceso social a través del cual se constru­ye y reproduce la identidad.

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Para ilustrar mejor esta idea del fetichismo de la identidad, pode­mos adaptar el ejemplo utilizado por Marx sobre la madera como ma­terial que puede transformarse en la misteriosa mercancía de una mesa. En el siguiente pasaje, hemos sustituido «madera» por sensuali­dad humana, «mesa» por identidad social y «objeto físico» por ser.

La forma de la sensualidad humana (madera), por ejemplo, cambia al conver­tirla en una identidad (mesa). No obstante, la identidad (mesa) sigue siendo sensualidad humana (madera), sigue siendo un ser sensual (objeto físico) vulgar y corriente. Pero en cuanto empieza a comportarse como identidad social, se convierte en un objeto que trasciende la conciencia. El ser humano no sólo se apoya con sus pies en el suelo, sino que, en relación a los demás seres, se pone por delante, y de su cerebro sensual empiezan a brotar ideas esperpénticas [.-.;]

En el caso del fetichismo de la identidad, las ideas son «esperpénticas» porque la mercantilización/solidificación de la subjetividad subestima la precaria e ininterrumpida evolución que conduce a la formación de esta. «La supresión de la ambivalencia por la "solidificación" de los va­lores» (Baudrillard, 1988: 92) supone un autoengaño mediante el cual la subjetividad como proceso sensual adquiere un carácter objetivo, una determinada identidad4. En contraposición a Marx, esta cita nos pone en guardia sobre la importancia de reflexionar más profunda­mente sobre la significación de la ontología abierta y dialéctica de los seres humanos que alimenta el deseo de preservar nuestra existencia simbólica (y física) y, por consiguiente, de reproducir las instituciones que proporcionan dicha seguridad, así como el deseo de cambiar aque­llas otras que son percibidas como instancias susceptibles de socavarla.

Tal como estamos tratando de exponer aquí, este punto flaco de Marx vuelve a aparecer, con diversos fines, en los escritos de los teóri­cos de los procesos de trabajo, incluso en los de aquellos que afirman estar interesados en corregir la omisión de lo que Braverman (1974: 27) denomina el elemento «subjetivo» de la clase.

4 Marx reconoce en contadas ocasiones la ambigüedad de los deseos humanos: una de ellas es, por ejemplo, cuando señala que «todo deseo real o potencial es una debili­dad que atraerá al pájaro a la liga» (Marx, 1975:359). Según señala Cutler (1978), esta visión romántica se refleja en Labour andMonopoly Capital.

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IV. L A SUBJETIVIDAD E N L A OBRA D E BRAVERMAN Y E N L A D E SUS

CRÍTICOS

Es bien sabido que la aparición de la obra Labor andMonopoly Capital (1974) de Braverman dio origen a un incesante debate sobre la natura­leza cambiante del proceso de trabajo en las sociedades industriales contemporáneas (Littler, 1982; Thompson, 1983; Knights y Willmott, 1989). En el curso de este debate, muchos de los seguidores de Braver­man, así como sus críticos, han cuestionado el sentido de analizar el contenido «objetivo» de clase con independencia de su reproducción (intersubjetiva). Dejando a un lado, por el momento, una evaluación de la respuesta de estos, conviene señalar que la estrategia analítica de Braverman consiste en abstenerse de analizar la dimensión subjetiva más que suprimiendo la referencia a la subjetividad. Una lectura dete­nida de Labour and Monopoly Capital revela que existe una continua dependencia de la noción humanística del sujeto que lleva la marca del romanticismo y del esencialismo (Cutler, 1978).

Sobre la base del análisis de Marx acerca del desarrollo de la su­bordinación real de los trabajadores dentro del modo capitalista de producción, Braverman estudia los pormenores de la distorsión del trabajo como proceso creativo; más concretamente, destaca el hecho de que la falta de especialización y degradación del trabajo surge de haber separado los aspectos inteligentes e intencionales de la produc­ción de la ejecución rutinaria de tareas predeterminadas. Un ejemplo ilustrativo de esta afirmación es su ejemplo de que el objetivo de la gestión empresarial es «sustituir a los trabajadores como elemento subjetivo del trabajo, y transformarlos en objeto» (ibid.: 180). Al for­mularlo de este modo, se equipara la subjetividad con el voluntarismo y el control. De acuerdo con ello, Braverman anticipa la posibilidad, e incluso la inevitabilidad, de la reducción del trabajo a mero objeto dentro de la sociedad capitalista del monopolio. Al mismo tiempo, sus vínculos románticos con la creatividad esencial del trabajador le per­miten mantener su fe en este como «el mayor desafío y el más grave problema» que tiene planteado el capitalismo (ibid.: 57).

Pese a la fuerte crítica de Braverman a la «lógica del capital» y a la generalización ininterrumpida del control sobre la gestión, el temor a

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una contaminación ideológica procedente del voluntarismo parece ha­ber impedido que el análisis del proceso de trabajo llegue más allá de una mera articulación y una crítica de su determinismo. Hay diversas fuerzas que vienen asociadas a los cambios que ha experimentado di­cho proceso, como son las nuevas tecnologías (Noble, 1979; Child, 1985), la competencia internacional (Littler, 1982 y 1985), la interven­ción del estado (Hopper et al., 1986) y la reestructuración de las orga­nizaciones, ya sea internamente mediante la adopción de una estructu­ra compuesta por múltiples divisiones (Coyle, 1983), o externamente mediante la generalización de operaciones de índole multinacional (El-son, 1979; Littler y Salaman, 1982). Aunque estas teorías prestan aten­ción a la dinámica de las estrategias de gestión (Friedman, 1977; Thur-ley y Wood, 1983; Knights y Willmott, 1985 y 1986), no es frecuente que vengan acompañadas de un análisis de la subjetividad. Tampoco se valora en ellas el significado de la subjetividad que habían desarrollado considerablemente los autores cuyos análisis se centraban en la impli­cación de los trabajadores en las luchas de «clases» y en las negociacio­nes (Aronowitz, 1978; Palmer, 1975; Nichols y Beynon, 1977; Elger, 1979; Littler y Salaman, 1982; Knights, Willmott y Collinson, 1985) con las empresas. En primer lugar, vamos a explorar estas limitaciones mediante un breve examen de los trabajos de Storey (1983) y Cressey y Maclnnes (1980), que formulan dos de los esfuerzos más sistemáticos por superar el «monismo» del que adolece el análisis de Braverman. En la siguiente sección pasaremos a abordar el análisis de la subjetivi­dad dentro de los influyentes estudios etnográficos sobre el proceso de trabajo realizado por Burawoy (1979) y Cockburn (1983).

Con argumentos extraídos de las aportaciones teóricas posterio­res a Braverman sobre el proceso de trabajo, Storey pone en duda la suposición de Braverman de que pueda hacerse un examen sensato de la dimensión objetiva de clase sin incluir en él su (re)producción sub­jetiva. Resulta, sin embargo, decepcionante que Storey no trate de ela­borar una teoría capaz de valorar la interpenetración de los aspectos «subjetivos» y «objetivos» en el proceso de trabajo. En vez de ello, se basa en el construccionismo social de Berger y Luckmann, donde es­tos elementos se combinan mecánicamente como momentos distintos en el proceso de reproducción social (Willmott, 1989a). Además, como consecuencia de pasar por alto la atención que prestan Berger y

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Luckmann al significado conservador de «apertura de mundo», atri­buye exclusivamente a la presencia de formas hegemónicas de domi­nación la existencia de una conceptualización del mundo social. Con­sidera que la «construcción social» es la única que tiene «un potencial humanístico para la liberación» {ibid.: 41), pero no se contempla la posibilidad de que su presencia pudiera ser ambigua, ni que suponga tanto riesgos como oportunidades para la emancipación de los indivi­duos. Por consiguiente, en vez de esforzarse en elaborar una teoría más rigurosa sobre el proceso de trabajo en el capitalismo, en el que la reproducción de las formas de control esté mediada por subjetividades «abiertas» constituidas en el marco de unas relaciones de producción contradictorias, Storey, siguiendo los pasos de Braverman, formula una teoría sobre la contradicción y/o resistencia en términos de un subjeti­vidad esencial que resulta alienada como consecuencia de las deman­das degradantes del capitalismo.

Pueden ponerse más claramente de manifiesto las limitaciones de las investigaciones realizadas con posterioridad a Braverman si nos de­tenemos a analizar la observación de Cressey y Maclnnes (1980) sobre la «dualidad» que anida en el proceso de trabajo, en la que consideran que los directivos y los trabajadores están implicados en una relación de cooperación mutua, así como de antagonismo estructural. Los an­tagonismos se generan a medida que los trabajadores se ven privados del control sobre el producto de su propio trabajo. En este proceso, su trabajo se ve sometido poco a poco a una dinámica de mercantiliza-ción. Al mismo tiempo, con el fin de garantizar la productividad de los trabajadores, el capital está obligado a fomentar su capacidad de sub-jetivación {ibid.: 15). Siquiera para asegurarse sus puestos de trabajo, los trabajadores apoyan automáticamente «el mantenimiento... del capital» {ibid) y contribuyen a fomentar «las fuerzas de producción dentro de la fábrica», a menudo corrigiendo los errores que cometen los gerentes de la misma {ibid.). En esta relación contradictoria, los trabajadores tratan de «resistirse a estar subordinados al objetivo de la valorización mediante la reducción de su trabajo a mera mercancía» {ibid.), si bien, reforzando simultáneamente su propia condición mer­cantil en el momento de negociar mejoras salariales.

Desgraciadamente, Cressey y Maclnnes no analizan tan rigurosa­mente la evolución de la subjetividad como la dinámica de la política

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económica (Knights, 1989). Al pensar la subjetividad sencillamente como instancia que representa los aspectos autónomos y creativos de la vida humana {ibid.: 9,13 y 16), se sigue oponiendo un sujeto volun-tarista a un objeto determinante. Así pues, ellos afirman que «aun la menor señal de subjetividad y control minucioso de la dirección que toma el transcurso de su trabajo, puede utilizarse como un arma con­tra el capital . . .» {ibid.: 14). Pese a formular críticas a la referencia de Braverman (1974: 171-2) a la «gestión como el único elemento subje­tivo», no cuestionan la base conceptual, sino la verificación empírica de esta afirmación. Nosotros creemos que lo que es necesario poner en tela de juicio es el hecho de entender la subjetividad como una pro­piedad «opcional» de la persona que esta pudiera o no poseer, desa­rrollar o no desarrollar {ibid).

Pese a las afirmaciones formuladas en sentido contrario, ni Storey ni Cressey ni Maclnnes han logrado arreglar la construcción determi­nista de la tesis de Braverman. Storey cae en la trampa determinista de percibir al sujeto como el producto alienado de la dominación y la de­gradación capitalista: no consigue entender cómo los sujetos reprodu­cen activamente las relaciones sociales que los dominan. Cressey y Maclnnes nos ofrecen un relato menos mecanicista, donde se considera que tanto los trabajadores como los gerentes de las empresas reproducen y cuestionan a la vez su involucración en relaciones de tensión y contra­dicción. Sin embargo, al considerar que se trata de una capacidad resi­dual para fomentar la autonomía y el control sobre sí mismo, ambos sus­criben la misma idea reduccionista de subjetividad que Braverman.

IV.i. Memoria de la subjetividad en la etnografía: Burawoy y Cockburn

En esta sección, ampliamos nuestras reflexiones sobre la subjetividad estudiando más detalladamente dos etnografías sobre el proceso de trabajo (Burawoy, 1979; Cockburn, 1983). En nuestra opinión, estos estudios son excepcionalmente penetrantes por la luz que arrojan so­bre las tensiones y contradicciones que supone ser un trabajador, así como sobre la dialéctica de las relaciones entre capitalistas y trabaja­dores. No obstante, pese a sus muy estimables aportaciones, ninguna

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de ellas satisface plenamente las exigencias de sus respectivos proyec­tos: a saber, la cuestión sobre cómo los trabajadores (y los gerentes) re­producen las condiciones que los oprimen. A nuestro modo de ver, ambos estudios no consiguen elaborar una teoría sobre el concepto de identidad social (además de utilizarlo) cuando explican la reproduc­ción délas relaciones sociales capitalistas5.

En Manufacturing Consent (1979), Burawoy aporta pruebas empí­ricas que cuestionan la tesis de Braverman de que la intensificación del trabajo es el resultado del aumento del control adminstrativo de los directivos, unido al divorcio entre la idea y su ejecución. En su opi­nión (1979: 72), una estrategia igualmente efectiva, si no más, es la de «ampliar el campo de "auto-organización" de los trabajadores en la realización de sus actividades cotidianas». Esta flexibilización del control administrativo {ibid.: 176), sumada a la construcción de elabo­rados «juegos» en los que los trabajadores se apresuran a participar para «aprovechar el tiempo» (por ejemplo, rentabilizando al máximo los incentivos salariales), garantiza altos niveles de productividad. Por medio de la participación en estos juegos, desvían la atención de los tradicionales antagonismos de clases hacia los conflictos en el plano horizontal. De acuerdo con Burawoy, la participación de los trabaja­dores en determinados juegos genera una noción subjetiva de autono­mía de vida y de posibilidad de elección que compensa por los rasgos negativos del trabajo asalariado, entre los cuales cabe mencionar la in-certidumbre y la ansiedad, así como el aburrimiento y las lesiones. Di­cho con sus propias palabras:

L a presión para que los trabajadores se aprovecharan de la situación no pro­cedía únicamente de los directivos de las empresas..., sino de los operadores amigos y de los trabajadores subordinados. Además, ese juego, junto a las re­compensas sociales, nos trajo otras ventajas de orden fisiológico. Cuando al­guien trata de sacar el máximo rendimiento al tiempo, este pasa más rápido -de hecho, demasiado rápido- y uno se da menos cuenta del cansancio que acumula. L a diferencia entre aprovechar y no aprovechar el tiempo no la me­díamos en términos de los pocos peniques que ganábamos en concepto de in­centivos, sino en términos de prestigio, sensación del deber cumplido y orgullo

' Los párrafos siguientes se basan en los argumentos desarrollados por Knights (1989) y Willmott (1989a).

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personal. Participar en el juego eliminaba una gran parte de la carga y el aburri­miento que lleva aparejado el trabajo industrial [ibid., 89].

El reconocimiento de Burawoy de que los intereses e ideologías del trabajador se configuran en el lugar de trabajo, y de que no son sim­plemente el resultado de las estructuras de clase o de instancias ajenas de socialización, representa un gran avance con respecto a estudios previos sobre los trabajadores industriales en los que, o bien se negaba la importancia del sujeto (Braverman, 1974) o bien se reducía la subje­tividad a actitudes u orientaciones previas al propio trabajo (véase Goldthorpe et al., 1970). Sin embargo, también es importante señalar que el rechazo a imputar una serie determinada de intereses (y una conciencia de clase) a los obreros porque «la explotación y el trabajo no remunerado» no son parte de su experiencia vital en el taller (Bu­rawoy, op. cit.: 29) no se respeta cuando se teoriza sobre la subjetivi­dad de los directivos de estas fábricas. Burawoy no tiene ningún pro­blema en atribuir a todos los directivos sin excepción (pese a la competición entre unos sectores y otros) el interés en asegurarse y di­simular las plusvalías {ibid.: 190) que obtienen. Por supuesto, no es di­fícil aceptar que dichos directivos puedan identificarse directamente con el objetivo de generar esas plusvalías como medio de consolidar, mejorar o, simplemente, justificar su posición dentro de la jerarquía profesional. En comparación con la situación de los trabajadores, los directivos tienen más oportunidades de asegurarse el bienestar y/o una identidad socialmente de alto nivel, pero atribuirles un interés en impedir que se vea claramente la producción de plusvalías equivale a propugnar una teoría conspirativa sobre la organización capitalista. En principio, no hay motivo para suponer que el reconocimiento de los fundamentos sobre cómo garantizar y disimular las plusvalías, ni cómo «adaptar las exigencias del trabajo capitalista mediante la elabo­ración de juegos, del "instinto" de controlar, etcétera» {ibid.: 156-7) sea distinto en los trabajadores y en los directivos5.

6Burawoy (1985: 39) parece haber reconocido esta debilidad en sus primeros tra­bajos empíricos, pero sigue sin prestar suficiente atención al papel de los directivos. Ahora, la investigación sobre el proceso de trabajo de los gerentes está empezando a recibir la atención que merece (Knights y Willmott, 1986; Willmott, 1987; McGol-drick, 1988; European Institute for Advanced Studies in Management, 1988).

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Pese a estas limitaciones, desde nuestro punto de vista el valor del análisis de Burawoy reside en su crítica de los objetivos y la organiza­ción de incentivos en el proceso de trabajo, así como de las repercu­siones que las diferencias salariales y los planes profesionales tienen tanto en los trabajadores como en los gestores, en términos de su inci­dencia en la separación de unos individuos de otros y en el repliegue de los individuos sobre sí mismos. En la medida en que el sometimien­to socava la propia dignidad del individuo que lleva aparejada la expe­riencia de ser un sujeto independiente con derechos y responsabilida­des, los empleados no tienen más opción que la de replegarse sobre sí mismos en defensa de su propia estima. Por consiguiente, una de las respuestas habituales del individuo ante dicho sometimiento es adop­tar una cierta distancia mental (papel) frente a aquellas condiciones de dominación que contradicen el sentido de su propia independencia y autoestima (Palm, 1977; Sennett y Cobb, 1977; Knights y Roberts, 1982; Knights y Willmott, 1985). Al asumir los trabajadores una cierta indiferencia con respecto a gran parte de lo que sucede en su trabajo si no guarda relación con el salario que perciben, los trabajadores des­cartan también la indignidad del sometimiento, al mismo tiempo que anteponen el significado y la importancia de sus vidas privadas en las que experimentan mayores oportunidades de elección e independen­cia. Al ocupar una posición de independencia comparativa y aisla­miento social, no es difícil comprobar cómo aumenta el afán de ase­gurarse una supervivencia económica y social. Cuando los sujetos perciben que se encuentran en una situación vulnerable, lo que les in­teresa es acumular apoyos materiales y simbólicos para su existencia individual. La vida en el trabajo y fuera de él está colonizada sin reser­vas por la búsqueda personal de confirmaciones institucionales e in­terpersonales a su identidad social, y por la acumulación del poder y la riqueza que esta conlleva. En la fábrica que estudia Burawoy, el senti­do de elección e independencia se construyó mediante laparticipa-ción en juegos para sacar el máximo partido. Los trabajadores se ase­guraron sus identidades y autoestima desempeñando sus tareas de forma competente para lograr sus objetivos y obtener incentivos7.

7 Uno de los elementos que explican el interés de los obreros por lograr el éxito en el juego reside en su preocupación por preservar su propia identidad masculina. Sin

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Al contrario que en el estudio de Burawoy donde no se investiga la vinculación entre «orgullo» y confirmación de la identidad masculi­na, la obra de Cockburn, Brothers (1983) trata sobre el trabajo de los cajistas como espacio reservado a los hombres dentro del sector de la imprenta. Ella afirma que las suposiciones que rodean este oficio se basan bien en fundamentos esencialistas según los cuales se da a en­tender que las mujeres no están ni física ni mentalmente preparadas para hacer ese trabajo, bien en principios pseudo-morales en nombre de la protección del espacio doméstico y/o la feminidad de las mujeres (ibid.: 174-190)8. Su exploración de la importancia de la identidad se­xual y de la sexualidad para complementar y matizar las explicaciones sobre la segregación profesional y laboral es una importante contribu­ción para comprender las situaciones experimentadas en el proceso de trabajo. Sin embargo, al igual que Burawoy, su análisis presta poca atención desde el punto de vista empírico a la psicología social del control de la dirección de la empresa y a la relación de esta con la re­producción de determinadas subjetividades o identidades de los tra­bajadores. Análogamente a la perspectiva de Burawoy, según la cual la elección restringida de juegos compensaría de la degradación en el trabajo, Cockburn (1983:135) sostiene que « la preservación de la

embargo, el propio Burawoy está «ciego» a la cuestión del género. Argumenta bastan­te ingenuamente que «aunque el sexo puede haber tenido una influencia relevante en la formación de las relaciones en la producción, el hecho de que en una misma fábrica hubiera únicamente dos mujeres... haría imposible extraer ninguna conclusión» (ibid., 140). En Manufacturing Consent, se pierde una oportunidad para explorar la afinidad entre «aprovechar el tiempo» y una ideología sobre las proezas masculinas mediante la cual los trabajadores siguen construyendo el sentido machista de controlar los aconte­cimientos exteriores. Esta asociación entre trabajo físico fatigoso y la noción de lo que debe ser un hombre independiente e íntegro se realiza en virtud de la subjetividad. Tal como cabe deducir del siguiente artículo sobre el estudio de Cockburn, no puede no considerarse significativa la relativa ausencia de las mujeres obreras del trabajo de in­geniería de tipo cualificado y seudocualificado (Rothschild, 1983).

8 No es necesario mencionar que tales enfoques acerca de las mujeres contienen, y también esconden, fuertes elementos de satisfacción de uno mismo. La exclusión no solamente priva a las mujeres de la posibilidad de encontrar el impulso adecuado, las aptitudes y la confianza para introducirse en el mundo laboral, sino que el hecho de que un sexo esté siempre ausente impide concebir el proceso de trabajo (es decir, la tecnología, ergonomía y diseño del trabajo) para nadie más que para los hombres.

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identidad machista compensa de la relativa impotencia de un «trabaja­dor» frente al capital, pese a que ni siquiera el oficio puede hacer otra cosa que modificar dicha impotencia» (ibid.: 135). Abundando en este tema, la autora afirma que los trabajadores manuales protegen celosa­mente sus ventajas relativas respecto a los trabajadores no cualificados o poco cualificados, principalmente porque cuando se trata de recla­mar su condición masculina, un salario más elevado compensa por la pérdida de contenido físico, machista en su trabajo. Aunque «es redu­cido en relación con el capital, es grande en relación con su casa y es­posa» (ibid.: 134).

De acuerdo con Cockburn, los trabajadores construyen gran par­te de su autoestima a través de la afirmación de sus identidades ma-chistas en el trabajo y de su poder económico en el hogar. Como con­secuencia de ello, la pérdida de un trabajo se experimenta como una amenaza no solamente para su sustento económico, sino también para su autoestima como hombres (ibid.: 133). A nuestro modo de ver, es­tas observaciones no ofrecen ningún argumento rotundo para con­cluir que la identidad es una compensación por la privación de una identidad «con conciencia de clase» (ibid.: 175-9). Su tesis no resiste un análisis detenido ya que, pese a las variaciones culturales, prevalece la identidad machista en todos los estratos de la estructura de clase. La generalización de esta identidad se debe a que, en relación con la fa­milia y las mujeres, los hombres han asumido tradicionalmente su condición de «sostén de la familia» en nuestra sociedad patriarcal. En general, los trabajadores manuales parecen más machistas que otros miembros de la población, pero esta reflexión guarda más relación con la clase social que con el género. Un hombre de la clase trabajado­ra tenderá a ser más directo o explícito que su homólogo de clase me­dia, que será más reservado y refinado en su exhibición de masculini­dad machista. Esto no significa que la identidad sexual se perciba de modo distinto en los distintos niveles del espectro de clase, sino senci­llamente que la expresión de dicha identidad está imbuida de varia­ciones culturales de clase.

A modo de réplica a la teoría de la compensación, es posible com­prender el trabajo basado en la identidad, ya sea esta agresiva o defen­siva, como una consecuencia general de la condición individualizada de la vida en las sociedades modernas. La existencia de fuerzas tanto

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positivas como negativas que operan sobre los sujetos en las socieda­des modernas refuerzan la importancia del papel que desempeña la identidad en ellas. En términos positivos, la constitución del sujeto moderno como «independiente» y «responsable» se debe, en parte, a la institucionalización de los derechos y obligaciones «naturales» de la autonomía democrática. En términos negativos, la separación de unos individuos de otros se experimenta como una vulnerabilidad respecto de las opiniones de los «otros relevantes», y como una recu­rrente ansiedad sobre una favorable continuidad de las evaluaciones sociales externas. La presión sobre los sujetos individualizados para que se aseguren su propia identidad; y la dificultad de Llevar esta tarea a cabo en circunstancias institucionales (por ejemplo, en las bases obreras) donde el reconocimiento es un «bien» escaso que se obtiene mediante la competición, crea una considerable tensión y ansiedad entre los trabajadores. Con frecuencia, estos se liberan de dicha pre­sión esgrimiendo estereotipos agresivos y asertivos, y negando a aque­llos otros trabajadores cuyas diferencias suponen un desafío para su identidad.

En conclusión, tanto Burawoy como Cockburn conceden impor­tancia a la presencia de la subjetividad en el proceso de trabajo, pero no elaboran una teoría adecuada para explicarla. No solamente es ne­cesario cuestionar la noción de Braverman sobre el control de la direc­ción de la empresa, tal como hace Burawoy, y la invisibilidad de géne­ro, como hace Cockburn; también es imprescindible que el análisis sobre el proceso de trabajo tome distancia de una visión del poder considerado en términos de una cualidad de las personas, los grupos o las clases sociales, esencialmente negativa, opresiva o constrictiva. En las páginas que restan, vamos a analizar esta cuestión, basándonos selectivamente, y también críticamente, en la obra de Foucault en rela­ción con su análisis del poder y la subjetividad.

IV.2. Poder, individualismo y subjetividad

La singularidad de la perspectiva de Foucault (Foucault et al., 1979) sobre la subjetividad reside en su apreciación del sujeto como el resul­tado constitutivo de una pluralidad de mecanismos disciplinarios, téc-

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nicas de vigilancia y estrategias de poder-saber. Su obra se organiza en torno al cuestionamiento directo de aquellos que siguen percibiendo la subjetividad como aquella autonomía creativa o espacio personal que aún no ha sido captado por la economía política. En efecto, el ob­jetivo declarado de Foucault es liberar al discurso del «sujeto trascen­dental», al cual considera herencia de la filosofía clásica 9.

Por cuanto el objetivo teórico de los marxistas es la explotación de los trabajadores mediante la apropiación de las plusvalías, y el inte­rés de las feministas es estudiar la dominación de las mujeres a través del legado patriarcal, el análisis de Foucault complementa y matiza es­tos enfoques, centrándose en los procesos de sometimiento que de­sencadena el poder. En contraste con otras formas anteriores de po­der, como la dominación a la que se sometía a los grupos en virtud de su pertenencia a una raza o etnia, o la explotación, por la que se priva­ba a los trabajadores del rendimiento completo de su producción, la sujeción es una forma más económica de dominación, una técnica que atañe a la dimensión «social» y al «yo» cuyo resultado es una subjetivi­dad autodisciplinada. Efectivamente, las tecnologías de poder moder­nas producen la sujeción de los individuos provocando el plegamiento de estos sobre sí mismos, de un modo que acaba por «sujetarlos a (su) propia identidad mediante la conciencia o el conocimiento de sí mis­mos» (Foucault, 1982: 212). Aunque Foucault nunca es tan explícito, no haríamos una lectura errónea de su obra si sugiriéramos que la su­jeción ocurre allí donde la libertad de un sujeto es orientada de un modo restrictivo y autodisciplinario hacia la participación, en prácti­cas que el individuo interpreta o entiende que le proporcionan un sen­tido de seguridad y pertenencia. En pocas palabras, es precisamente el aislamiento social comparativo que los sujetos padecen como resulta­do del impacto individualizador del poder moderno lo que hace a los individuos vulnerables a las demandas o expectativas que les impone dicho poder.

En este sentido, el posicionamiento dentro de prácticas que refle­jan y reproducen las relaciones previas de poder-conocimiento es la instancia a través de la cual se afirma y se mantiene quién y qué somos [i.e. nuestra identidad social). De acuerdo con Foucault, estas relacio-

9 Los párrafos siguientes se basan en las tesis de Knights, 1989.

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nes de poder-conocimiento son tanto tecnológicas como económicas. Tecnológicas en la medida en que se ejercen en y mediante conoci­mientos específicos sobre los cuerpos (por ejemplo, la medicina, el psicoanálisis) y las poblaciones (por ejemplo, la demografía, la estadís­tica social); y económicas en la medida en que su efecto es infiltrarse en la mente y el alma, con el fin de configurar cuerpos y sujetos que se disciplinen a sí mismos. Así pues, el análisis de Foucault crea un vín­culo crítico entre la constitución de los sujetos y la objetualización, la subjetivación y, en último término, el sometimiento de los seres huma­nos en virtud de saberes específicos (por ejemplo, las ciencias de la biología, la medicina, la demografía, la psicología y las ciencias socia­les). Estos saberes son, a la vez, una condición y una consecuencia de las relaciones de poder, relaciones que no son meramente represivas, sino que también pueden ser positivas y fructíferas para la vida huma­na. Es precisamente la naturaleza positiva de las relaciones de poder-conocimiento lo que las hace tan atractivas y plausibles, puesto que las tecnologías y los mecanismos de poder generan prácticas sociales que son fuente de significado e identidad para los individuos que partici­pan en ellas. Un claro ejemplo de esta afirmación son los juegos entre los trabajadores que Burawoy descubre: el plan de incentivos repre­senta un mecanismo de poder que estimula a los trabajadores a garan­tizarse un sentido de su propia importancia, competencia, indepen­dencia y sexualidad machista mediante la práctica de «rentabilizar al máximo su tiempo». Es decir, los individuos trabajadores reafirman sus propias identidades como trabajadores y hombres independientes al configurar su trabajo como un juego donde el efecto de su preten­sión de rentabilizar al máximo los incentivos salariales es reproducir las condiciones de su propio sometimiento.

No se trata tanto de que los sujetos consientan las diversas tecno­logías de poder como de que participan en prácticas que son condi­ción y consecuencia de la reproducción de dichas tecnologías. Aun­que el poder tiene tendencia a estimular la resistencia en virtud de su potencial para amenazar las identidades dominantes, los mecanismos que pone en marcha generan y producen, con mucha frecuencia, sufi­cientes significados subjetivos como para socavar o desviar dicha opo­sición. El poder, desde la observación jerarquizada hasta los enjuicia­mientos normalizadores que constituyen la vigilancia rutinaria y el

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examen, no controla únicamente la distribución espacial y temporal de los individuos mediante una matriz de relaciones sociales, sino que se ejerce en la práctica alentando a los sujetos para que mejoren sus propias condiciones de bienestar mental y material. Estos mecanismos de poder otorgan poder al sujeto y, por tanto, contribuyen a su propia dispersión y reproducción. Al mismo tiempo, una consecuencia no deliberada de la vigilancia y de las prácticas de normalización es indi­vidualizar a los sujetos de tal modo que estos sean más dependientes y, sin embargo, también cada vez más inseguros respecto a la satisfac­ción de los principios establecidos por los criterios institucionaliza­dos. Una parte del problema reside en el hecho de que, al contrario de las expectativas sobre el respeto mutuo en la vida comunitaria, cuyo ejercicio se da por sentado, los sujetos individualizados compiten unos con otros por las escasas recompensas del reconocimiento social que administran los mecanismos institucionalizados de evaluación y enjuiciamiento. No hay garantías de que un sujeto llegue a alcanzar los criterios por los que es evaluado, tanto más cuanto que el poder de normalización y vigilancia reside en su capacidad de reservarse una cierta incertidumbre.

En resumen, el análisis de Foucault sobre las consecuencias indivi-dualizadoras del poder pone de manifiesto cómo los regímenes mo­dernos empujan a los individuos a replegarse sobre sí mismos, provo­cando que la autoconciencia se convierta en una fuerza que constriñe y ata a los sujetos a sus (nuestras) propias identidades. En su análisis presta atención al poder y la identidad, en la medida en que son intere­ses de la subjetividad moderna e influyen sobre ella. Además, subraya el alcance que posee el hecho de que la idea que los sujetos tienen (te­nemos) de lo que son (somos), es decir de su (nuestra) identidad, una vez separados unos de otros y considerados más directa e intensamen­te responsables de sus (nuestras) propias acciones, es cada vez más problemática. Como consecuencia de la atribución de garantías por el colectivo comunitario, el sentido de la autoestima e importancia pro­pias no se hace únicamente más deseable, sino que es también más precario, debido a la intensa competencia por los «bienes» materiales y simbólicos que representan los criterios institucionalizados sobre lo que es una identidad social valorada (Knights y Willmott, 1985). En el próximo epígrafe, vamos a reunir los temas centrales que hemos ido

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abordando en nuestro análisis, poniendo de manifiesto su importancia para analizar el proceso de trabajo.

rv.3. Subjetividad y el proceso de trabajo

Una de las ideas fundamentales de nuestra tesis es que, con el fin de comprender la vulnerabilidad de los sujetos a las subjetivaciones que imponen la «competencia productiva», «el aprovechamiento del tiempo» o « la identidad machista», resulta necesario y revelador reali­zar un examen de los aspectos tanto positivos como negativos de la libertad. En términos positivos, la libertad se refiere a la naturaleza autoconsciente de los seres humanos: a la intencionalidad de la con­ducta con independencia del grado de sometimiento de los individuos al poder. Sin embargo, hay una «apertura» a esta conciencia de sí mis­mo que puede provocar ansiedad, en la medida en que impone una in­tencionalidad sin contenido. Uno de los rasgos de las tecnologías de poder en la sociedad occidental moderna es que amplían la libertad sin ataduras de los sujetos dentro de un contexto social que restringe las formas y limita los medios por los que puede mantenerse.

Así pues, por ejemplo, para los trabajadores de Burawoy la atrac­ción que ejercen sobre ellos los planes de incentivos salariales consis­tía en que era un juego que proporcionaba un sentido de libertad a su organización productiva, por cuanto ofrecía posibilidades para «ha­cerle una jugada» al sistema, y a menudo también el sentimiento de es­tar compitiendo «con éxito» en contra de él. Sin embargo, se nos dice que el juego va absorbiendo a los hombres, que pierden así su capaci­dad para cuestionar las reglas de este. En la medida en que el juego in­crementa su libertad para participar en su propia organización de la producción, los trabajadores supervisan y refuerzan el cumplimiento de las normas, procedimiento con el que reproducen la estructura de explotación material en las relaciones de producción. El poder no re­conocido de esta organización (capitalista) del proceso de trabajo resi­de en la constitución de la subjetividad de los trabajadores de tal modo que los convierte en autodisciplinarios, y orienta su libertad ha­cia el interés en mantener las condiciones que garantizan la produc­ción. Aunque Burawoy capta el sentido de esta autoorganización y au-

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todisciplina de los trabajadores en su lugar de trabajo, considera que sus condiciones de posibilidad se dan exclusivamente con la hegemo­nía de la empresa monopolista, cuyo poder sobre el producto y los mercados de trabajo la proporcionan el espacio necesario para «rela­jar» su control administrativo sobre los trabajadores. En este sentido, el análisis de Burawoy desvía la atención del estudio sobre los meca­nismos «sociales» (Donzelot, 1979; Knights y Vurdubakis, 1988) que generan la autodisciplina. El resultado de este enfoque es que, aunque se destacan las consecuencias no deliberadas de los juegos de identi­dad en la reproducción de la condiciones de poder opresivo para los trabajadores, Burawoy no incide en la constitución de la subjetividad.

En relación con el trabajo de Cockburn, la existencia de un poder ejercido por los hombres para excluir a las mujeres de determinados trabajos artesanales y para crear un sistema de segregación laboral ba­sado en la discriminación sexual se debe, en parte, a la discutible «libertad» de la que gozan ambos para organizar la vida doméstica en torno a un único y principal sostén del hogar. Fuera de los discursos y las prácticas feministas, ambos sexos han dado por sentado el poder, la responsabilidad y la libertad que emana de estas divisiones específicas sexuales del trabajo. Como consecuencia de ello, el poder del patriar­cado se ha mantenido gracias a la libertad de los hombres y las mujeres para asegurarse una idea de sí mismos en función de una división bas­tante rígida entre trabajadores domésticos y no domésticos basada en el género. Aunque se evoluciona lentamente hacia un cambio, las mu­jeres definen cada vez más esta libertad en términos que amenazan los «machismos» tradicionales del poder. De ahí que no resulte sorpren­dente que los hombres hayan puesto algunas resistencias y las mujeres no mantengan uniformemente su lucha. Pero la protección de las iden­tidades fundamentales de género no es, como sugiere Cockburn, sim­plemente una compensación por ser clase desfavorecida.

Si hablamos claramente, no estamos cuestionando la opinión de que los seres humanos experimenten disonancia social, o algo que suele describirse como alienación cuando sienten violados sus «dere­chos» a elegir y actuar responsablemente, pero rechazamos ver esta marginación como el resultado de la privación de alguna esencia inter­na en las personas. Más bien, se trata de una incoherencia en el poder que ejercen determinadas prácticas para construir o hacer crecer al

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sujeto de un modo «efectivo». Los humanistas producen un discurso en el que se traduce la subjetividad inducida por el poder en la ilus­tración (es decir, la independencia y la responsabilidad), en un con­cepto expresivo de la naturaleza humana sobre la cual edificar una serie de construcciones intelectuales (es decir, la estructura de cla­ses, el estado) a las que se atribuye la explicación de su desapari­ción. Uno de los problemas que plantea la perspectiva esencialista del sujeto es que, al reducir la libertad a la posibilidad de expresar el fuero interno, se quita de en medio el concepto de en qué consiste ser humano, traduciéndolo sencillamente como una «apertura» a las posibilidades de crear lazos con la naturaleza y la vida social (Knights, 1989; Willmott, 1989b). Esta posición reduccionista ha llevado a los humanistas, que se adscriben a una amplia gama de perspectivas políticas, a aceptar que la ausencia de oportunidades para expresar la esencia del individuo en el trabajo, por ejemplo, es alienante porque niega una libertad esencial. Por otro lado, Fou­cault (1982: 221) percibe la libertad y el poder como características que se definen una a la otra: «cuando los factores determinantes sa­turan la totalidad del individuo, no hay relación con el poder». Pre­cisamente porque las acciones humanas son libres, el poder se ejer­ce como un instrumento para persuadir a los demás para que utilicen su libertad de una forma determinada. En suma, el poder no niega la libertad, sino que sencillamente la conduce por determi­nados canales. Tampoco el poder se reduce a una cualidad de las personas, ni está en manos de una clase dominante, un soberano o el estado. Más bien está alojado en todas las relaciones sociales de un grupo humano, en un conjunto diverso de mecanismos y en una multiplicidad de direcciones.

Al igual que Foucault, nosotros definimos la libertad como una condición de la existencia humana que, pese a la fuerza de los meca­nismos disciplinarios y la dispersión del poder en todos los rincones de la sociedad, proporciona un potencial emancipador y asegura la constancia de la resistencia. La acción humana es fundamentalmente libre, en la medida en que hay siempre un ámbito de posibilidades o cursos de acción alternativos a los que emprenden los sujetos someti­dos al poder. No nos oponemos a la afirmación de que las formas mo­dernas de poder puedan ser estudiadas con independencia de su rela-

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ción con la dominación política o racial, o con la explotación econó­mica. Dudamos, sin embargo, de que las formas de poder se ejerzan sometiendo a los individuos a su propia identidad o subjetividad, y no son, por tanto, mecanismos que derivan directamente de las fuerzas de producción, la lucha de clases o las estructuras ideológicas (Foucault, 1977: 213; Knights y Willmott, 1983). A la luz de estas consideracio­nes, el consenso autoorganizado del trabajo, descrito por Burawoy, puede entenderse mejor como el resultado de una serie de individuos que se organizan a sí mismos (es decir, sus identidades) como trabaja­dores independientes, masculinos, cualificados o competentes me­diante el mecanismo de los planes de incentivos salariales.

Del mismo modo, la historia de la desigualdad de género y la segregación del trabajo no puede entenderse simplemente en térmi nos de lucha de clases y/o resistencia a la erosión de los salarios que pueden derivar de la entrada de mujeres en el mercado de trabajo. Al igual que muchos trabajadores manuales, en el relato de Cockburn (1983: 213) la identidad del impresor como clase trabajadora se subor­dina a menudo al interés en afirmar o mantener una imagen propia de la masculinidad. El enfoque foucaultiano no niega la importancia de la explotación económica ni de la relación de esta con el entramado de redes de poder que nos constituyen como sujetos provistos de género, con las consiguientes implicaciones para las relaciones entre los sexos, pero rechaza que estas últimas sean una consecuencia de la primera. Igualmente, rechaza la tendencia habitual a comprender las desigual­dades de género como un legado derivado de las relaciones de domina­ción sexual bajo el feudalismo. La propia Cockburn no se adhiere a ninguno de estos análisis, sino a una combinación de ambos que conforma una teoría denominada «sistemas duales» [ibid.: 8), según la cual se considera que de las clases y el patriarcado se derivan conse­cuencias independientes pero mutuamente reforzantes para las relacio­nes de género. El análisis de la subjetividad según este enfoque da un paso más allá, al arrojar luz sobre cómo la constitución propia de prácti­cas de reforzamiento de la identidad influye directamente, aunque no necesariamente de modo deliberado, sobre la reproducción de las desi­gualdades de clase y género.

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V. RESUMEN Y CONCLUSIÓN

El objetivo de este artículo ha sido estudiar y proponer un análisis so­bre el proceso de trabajo mediante una perspectiva comparativa que nos permita poner de manifiesto el olvido de la importancia de la sub­jetividad en la organización y el control de la producción capitalista. Antes de desarrollar el principal argumento de nuestra tesis, hemos tratado de ubicar nuestro discurso dentro de un contexto teórico más amplio, señalando cómo el análisis de la subjetividad puede contri­buir a facilitar la reconciliación del dualismo acción (voluntarista)/es-tructura (determinista) dentro del ámbito de la sociología. Para pro­bar esta idea nos hemos fijado, en segundo lugar, en el debate sobre el poder, con el fin de mostrar cómo los teóricos sociales han reconoci­do la importancia de disponer de un concepto de sujeto, pero no han logrado desarrollar la relación esencial que existe entre este y sus teo­rías sobre el poder. Con este procedimiento, pretendíamos revelar los criterios amplios con los que construimos la subjetividad. Después, hemos revisado los fundamentos de la teoría de Marx sobre el proce­so de trabajo, donde hemos sostenido que la crítica al proceso de tra­bajo capitalista de sus primeros escritos filosóficos se basaba en un concepto esencialista inaceptable de la naturaleza humana. En sus úl­timos escritos, pasa de un análisis centrado en las contradicciones en la subjetividad a otro en el que explora las contradicciones dentro del sistema capitalista, donde los individuos son comprendidos como portadores de relaciones e intereses particulares de clase, con lo que deja una herencia teórica al proceso de trabajo en la que la subjetivi­dad queda en segundo plano.

En relación con el análisis reciente del proceso laboral, hemos mantenido que la reactivación por parte de Braverman de las tesis de Marx frente a los relatos subjetivistas burgueses sobre la conciencia de clase agrava la marginación de la subjetividad y la hace más transpa­rente. Mientras que una gran parte de los análisis realizados con pos­terioridad a Braverman se han centrado en corregir la supuesta simpli­ficación y monismo de los argumentos de este, los esfuerzos realizados para remediar la omisión de la dimensión subjetiva en el análisis del proceso de trabajo se han limitado a reconocer la existencia del con-

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flicto de clases y de una resistencia por parte de los trabajadores. Ape­nas se ha realizado intentos de abordar la subjetividad como una cues­tión crucial para elaborar una teoría sobre la comprensión que directi­vos y trabajadores tienen de sí mismos y de sus relaciones.

En nuestra crítica sobre el análisis del proceso de trabajo, nos he­mos basado en la obra de Foucacult para clarificar una noción alterna­tiva del poder y una teoría de la subjetividad. Sus trabajos sobre el po­der son pertinentes a nuestro proyecto, porque ponen en duda y rechazan el discurso fundado en la idea de un «sujeto trascendental», cuya autonomía resida únicamente en un espacio aún no colonizado por la economía política. Al oponerse a una visión esencialista de la naturaleza humana, entiende la subjetividad como un producto de los mecanismos disciplinadores, las técnicas de vigilancia y las estrategias de poder-saber: la libertad humana estaría constituida por la subjetivi­dad a través de la mediación de estos mecanismos. Mediante procesos de individualización, la activación de la autonomía acaba empeñándo­se en el disciplinamiento del yo, a fin de asegurarse el reconocimiento y la confirmación de los otros significativos. Se recurre a las tecnolo gías de poder porque precisamente son capaces de brindar la seguri­dad que la misma presencia de estas sirve para poner en cuestión. La implicación de la subjetividad en una serie de prácticas conocidas (por ejemplo, el juego de «aprovechar el tiempo» o la superioridad discriminatoria de un sexo sobre otro) impide la posibilidad de sub­vertirlas, ya que sin ella nuestra identidad o sentido de la realidad que­darían amenazados. Sin embargo, bajo el impulso de los efectos indi-vidualizadores en los modernos regímenes de poder, queda siempre la opción de reconocer y resistirse a dichas tecnologías inducidas por el poder por medio de las cuales estamos atrapados en nuestra tentativa de mejorar una situación que confirma nuestra idea de independencia e importancia. La consecuencia de nuestra tesis es que la escapatoria del doble vínculo que impone al individuo el deseo contradictorio de obtener su independencia dentro de un trasfondo social de aislamien­to depende de la deconstrucción de la certidumbre del yo, tanto o más que de la desreificación de la objetividad de las relaciones sociales.

Para concluir, un análisis del proceso de trabajo en la sociedad ca­pitalista debe complementar e introducir matices en el examen de las contradicciones y las discontinuidades que se derivan de la explota-

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ción, de la demanda de menor especialización y de la intensificación del trabajo. Además, debe proporcionar una explicación y una crítica de las contradicciones derivadas de los esfuerzos para dotar de certi­dumbre y objetividad a la subjetividad. Con ello, no negamos que tan­to el estímulo como el alcance de la acción emancipadora puedan con­figurarse dentro de las relaciones de trabajo. Sin embargo, los sujetos no tienen como máxima prioridad la transformación de las relaciones sociales cuando el poder se ejerce de tal modo que aisla a unos indivi­duos de otros y les hace replegarse sobre sí mismos. Por el contrario, la tendencia es preocuparse cada vez más por la consolidación del signifi­cado por medio de la objetualización del yo en identidades convertidas en fetiche. Desde nuestro punto de vista, el análisis del proceso de tra­bajo debe empezar por poner de manifiesto las incongruencias y con­tradicciones de la seguridad que implica esta forma de fetichismo.

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5. ABYECCIÓN Y ORGANIZACIÓN: HOMBRES, VIOLENCIA Y DIRECCIÓN DE EMPRESAS*

STEPHEN LlNSTEAD

I. INTRODUCCIÓN

La conducta violenta puede adoptar diversas formas: entre otras, físi­cas extremas, sexuales, intimidatorias, psicológicas, intensas, poco frecuentes, repentinas, crónicas, ritualizadas, oficiales, culturales, ver­bales, cognitivas, emocionales, lingüísticas, visuales y representativas (Hearn, 1994: 735; Lecercle, 1990). La violencia obliga tanto al vio­lento como a la víctima con el pensamiento, la palabra y la consiguien­te interacción, y sus consecuencias, que pueden durar toda una vida, se extienden a otros ámbitos cotidianos además de aquel en el que co­menzó la violencia. Esta engendra rabia (del mismo modo que es fruto de la rabia) y se perpetúa a sí misma; influye sobre la visión del mun­do, la capacidad de soñar y de prever el futuro; afecta a la autoestima y a la capacidad de enfrentarse al éxito y al fracaso; determina la capaci­dad de crecer y desarrollarse, así como de ocuparse de ese mismo cre­cimiento en otras personas e instituciones; y afecta a la capacidad de relacionarse con uno mismo y con los demás. Las víctimas, los maltra­tados, no solamente cargan con las cicatrices y el daño infligido sobre ellos el resto de sus vidas sino que, por irónico que parezca, a menudo reproducen las conductas que les causaron dolor en sus relaciones con los demás. En la gran mayoría de los casos, la violencia es infligida por hombres y, aunque las mujeres son sin duda capaces de protagoni-

«Abjection and organization: men, violence and management», Human Rela­tions, vol. 50 (9), pp. 1115-1145, Sage Publications, 1997. Traducción de Pedro Tena.

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STEPHEN LINSTEAD

zar cualquier clase de conducta violenta, normalmente no tienen la presión de adoptarla o incorporarla en su identidad de género, mien­tras que los hombres están obligados a afrontarla como una condición de la masculinidad (Polk, 1994). Este artículo se centra en el caso de estudio de los hombres de una familia con el fin de investigar si la vio­lencia intergeneracional puede influir sobre su evolución profesional como directores de empresa. Según nuestra tesis, apoyada en la teoría psicoanalítica y en la teoría cultural, la conducta patológica es el pro­ducto de una combinación de defensas del yo y de representaciones sociales de distintas clases de masculinidad, así como de la experien­cia y la situación dentro de la organización.

En las páginas siguientes, elaboraré en primer lugar los antece­dentes teóricos del estudio de la conducta violenta, centrándome en el psicoanálisis, especialmente en la teoría de las relaciones objetuales, tal como ha sido reformulada por Donald Winnicott y Julia Kristeva. Esta teoría gira en torno a los conceptos de narcisismo y abyección, que es esencialmente una experiencia que el individuo niega, pero que no puede eliminar completamente de su conducta. La defensa contra la existencia de lo abyecto encuentra un refuerzo en la inversión sim­bólica en el ideal del yo, que puede entrañar ideas artificiosas o exage­radas de la masculinidad o la feminidad. A través del estudio de una película se abordan las diversas formas con que los hombres utilizan estos recursos simbólicos. Asimismo, los datos extraídos de entrevis­tas personales y otros materiales de una novela de Alan Duff sirven de base para el examen de la conducta adictiva como una defensa parale­la contra las tendencias autodestructivas inherentes al narcisismo. Asi­mismo, también con el apoyo de entrevistas personales y de una bio­grafía reciente de una víctima del maltrato infantil, se analizan algunos ejemplos de conducta violenta inflingida a una serie de individuos, concluyendo con algunas consideraciones sobre las posibles conse­cuencias de esta para las organizaciones.

En este artículo no mantengo la tesis de que sea posible reducir la explicación sobre el surgimiento de las culturas organizativas masculi­nas a una mera descripción de psicopatologías individuales. Por el contrario, en la línea de una tradición que nos permitiría remontarnos hasta Freud, cuando no hasta Platón, sugiero que el estudio de las conductas patológicas revela procesos que operan en cualquier psique

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ABYECCIÓN Y ORGANIZACIÓN: HOMBRES, VIOLENCIA Y DIRECCIÓN DE EMPRESAS

«normal» o «sana», lo cual nos permite localizar tensiones habituales y generalizadas, si bien puede que no en crisis en todas partes. La dife­rencia entre lo normal y lo patológico radica, fundamentalmente, en una cuestión de en qué grado una personalidad adaptada socialmente pierde el sentido de los límites que le permiten cooperar con los de­más. No obstante, la existencia de estas diferencias debería invitarnos no a reproducir la expulsión de los mal adaptados y consolarnos con la idea de que la mayoría de las personas pueden solucionar sus pro­blemas sin convertirse en disfuncionales, sino a reflexionar sobre el hecho de que la personalidad, lejos de acabar de formarse del todo, está constantemente configurándose, reconstruyéndose, revisándose y depurándose a medida que vuelven a surgir las contradicciones y los problemas sin resolver y se afrontan nuevas situaciones. Las formas sociales y culturales, las prácticas discursivas y las relaciones de poder también dan lugar a un contexto cambiante, a un intertexto que atra­viesa el lugar de la subjetividad, haciendo de la personalidad y la iden­tidad proyectos que han de reformularse constantemente y que nunca acaban de definirse por completo. Las conductas adictivas son clara­mente visibles en las actividades de aquellos que no son adictos. Con el estudio de las conductas anormales se ponen de manifiesto los pro­cesos que operan en las relaciones cotidianas normales y corrientes, y sirven para recordarnos la fragilidad de esta clase de subjetividades dentro del contexto de las fuerzas que contribuyen a construirlas.

Además, aunque las personalidades «sanas» puedan llegar a acuerdos sociales sin demasiadas catástrofes, no hay que excluir la po­sibilidad de que, para afrontar una situación de estrés o de crisis extre­ma, un individuo pudiera recurrir a mecanismos más primitivos con el fin de asegurarse la supervivencia psicológica. Una de las característi­cas de las organizaciones es que tienen la tendencia «a resolver los problemas» únicamente cuando se plantea una situación problemáti­ca; y acusan a los enfoques que tratan de evaluar y localizar los proble­mas potenciales de crear obstáculos innecesarios con los que trabajar en ellas. No obstante, si queremos tratar de entender, como es debido, las fuerzas que influyen sobre la conducta de los directores de empre­sa y de los trabajadores de la empresa, no podemos permitirnos presu­poner que lo que aparentemente no está roto, no necesita arreglo. En este artículo se sostiene que aún no se ha estudiado convenientemente

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