periodismo de a de veras

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1 http://es.scribd.com/doc/147507840/Tentaciones-Narrativas PERIODISMO INTERPRETATIVO Crónicas y reportajes Lic Javier García Wong Kit [email protected] Agosto 2013

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Periodismo del güeno güeno.

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Page 1: Periodismo de a de veras

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http://es.scribd.com/doc/147507840/Tentaciones-Narrativas

PERIODISMO INTERPRETATIVO

Crónicas y reportajes

Lic Javier García Wong Kit

[email protected]

Agosto 2013

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Inicio de clases: 1 de agosto Examen parcial: 18 al 26 de setiembre Examen final: 21 al 29 de noviembre Entrega de crónica: Entrega de reportaje:

PARCIAL (EP) FINAL (EF) PROMEDIO DE PRÁCTICAS (PP) P. FINAL (PF)

CRÓNICA (10) EXAMEN (10) REPORTAJE (10) EXAMEN (10) C. LECTURA (5) PRACTICAS (5) PARTICIPAC. (10) EP+EF+PP/3

Lecturas evaluadas: Documentales: -La mirada del periodista – Jon Lee Anderson *Yanacocha, el precio del oro (2002), Ernesto Cabellos -El emperador – Ryszard Kapuściński * En la boca del diablo (2010), Amanda Gonzales -Secretos del túnel – Umberto Jara *1509 Operación Victoria (2011), Judith Vélez -La caída del héroe – Carlos Paredes Referencias: Rodolfo Walsh / Günter Wallraff / Bob Woodward / Gay Talese Janet Malcolm / Andrés Oppenheimer / Daniel Santoro / Tomás Eloy Martínez Gustavo Gorriti / Ricardo Uceda / Carlos Paredes / Ángel Páez Casos: Comisión de la Verdad / Caso Uchuraccay / Operación Chavín de Huántar Grupo Colina / Redes de narcotráfico / Bagua y comunidades nativas Operación Cóndor / Minería y contaminación / Petroaudios Lecturas:

(3) Etiqueta Negra – Julio Villanueva Chang (5) Sólo para débiles – Juan Villoro (7) Langostas y periodismo – Marco Avilés (12) La crónica, el rostro humano de la noticia (extracto) – Alberto Salcedo Ramos (18) Polvos azules, el mercado donde todo es posible – Jaime Bedoya (21) Una visita a Polvos azules – Edmundo Paz Soldán (22) Cena a ciegas – Carolina Reymúndez (28) El periodista, la objetividad y el compromiso – Pascual Serrano (31-33) La verdad en el periodismo – Federico Campbell / El estilo del periodista – Alex GRijelmo (36) Un resplandor silencioso – John Hersey (39) Una chica incorrecta en ropa interior – Melina Dalboni (41) La hija patria – Juan Manuel Robles (52) El peor de la fórmula uno – Juan Pablo Meneses (56 - 58) Enfoque de temas (selección) / Nueva York, ciudad de cosas inadvertidas – Gay Talese (61) El vaquero que nunca envejece – Felipe Restrepo Pombo (62) La leyenda de Facundo Cabral – Leila Guerriero (68 - 71) La centésima moneda (en busca del sentido) / El gran golpe (72 - 73) Tan real como la ficción (el punto de vista) – Doménico Chiappe / Narradores (selección) (74 - 78) Kina Malpartida, campeona de autoayuda pelea contra el espejo – Daniel Titinger / Inicios (79) Que por qué soy periodista – Orazio Podestá (82) Las muertes en los sótanos del Pentagonito – Ricardo Uceda (85) Chile autoriza la extradición de Fujimori a Perú (87) Daniel Santoro, o la artesanía de la investigación periodística (94) Petroaudios (extracto) – Gustavo Gorriti (98) “El Ácido”, el militar más influyente en el entorno del presidente Humala – Ángel Páez (100)Un hombre borrado de Machu Picchu – Sergio Vilela (104)Los niños del plomo – Marina Walker (114- 115)Cifras, estadísticas e interpretaciones / El frondoso bosque del Adolfo – Pablo Calvo (116) Apuntes al periodismo de precisión

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“Cada una de las siguientes preguntas corresponden a un texto que ya publicamos en Etiqueta Negra. ¿Qué hacer si tu madre (con Alzheimer) se olvida de ti? ¿Es posible que el crítico más influyente del mundo sea un crítico de vinos? ¿Cuál es la inmoralidad de un ladrón de orquídeas? ¿Puede un hombre embrutecido amar a una flor? ¿Por qué las mujeres más hermosas del mundo son hombres? ¿Qué anima a un biógrafo de dictadores a viajar miles de kilómetros sólo para ver tres minutos a un mono? ¿Por qué los presidentes de un país necesitan tanto a las brujas? ¿Por qué correr el maratón de Nueva York con la certeza de ser la última en llegar? ¿Qué le excita a un hombre que piropea en la calle a una mujer embarazada? ¿Por qué a las mujeres les gustan tanto las carteras? ¿Es razonable que el futbolista más genial del mundo opine con el pie izquierdo? ¿Qué de normal tiene un neurólogo cuyo paciente es el hombre que confundió a su mujer con un sombrero? ¿Puede un traficante de armas ser un hombre sentimental? ¿Por qué la obra de un artista puede ser igual de

sospechosa para la policía como para los críticos de arte? ¿Puede un escritor conocer a la mujer de su vida en un gimnasio? Todas las respuestas están en Etiqueta Negra”.

Julio Villanueva Chang

http://es.scribd.com/doc/50884388/Etiqueta-Negra-A-Matar-el-Tiempo

http://es.scribd.com/doc/50903659/Etiqueta-Negra-Maldita-Crisis

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TRAS LOS PASOS DE BALDOR

Entre tortura y fascinación, todos recordamos el Álgebra de

Baldor.

El cronista Sandro Mairata buscó más allá del árabe en la portada del temible libro

y descubrió que la vida del cubano Aurelio Baldor fue más compleja y fascinante

que los problemas que planteó.

http://www.soho.com.pe/2012/05/tras-los-pasos-de-baldor/

LA QUINTA QUE LOS VECINOS

QUIEREN

A la Quinta Baselli la conocen como el

Titanic de Barrios Altos: escaleras de

mármol, balaustradas de madera fina y

elegantes baldosas. Los años han hecho

mella en su estructura, pero sus habitantes

están dispuestos a devolverle su vieja

prestancia.

http://www.larepublica.pe/21-04-2013/la-quinta-que-los-vecinos-quieren#!foto1

“Cementerio de la tecnología”

Por: Paola Dongo

Esqueletos de televisores en blanco y negro, cables eléctricos

que trepan entre lustradoras oxidadas, radios de madera

abandonados en viejos anaqueles, un tocadiscos rojo,

reproductores de casetes cubiertos de polvo, tubos al vacío,

transistores: El siglo XX y sus artefactos.

http://revistaladob.wordpress.com/2010/03/26/cronica-cementerio-de-la-tecnologia/

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Sólo para débiles Por: Juan Villoro

En su libro Traiciones de la memoria,

Héctor Abad Faciolince describe a un

verdulero de Mendoza, Argentina,

afecto a las frases sugerentes. Hombre

sabio y muy dedicado a los tomates,

explica así su negativa a hacer ventas

a domicilio: “Yo vivo de sus

tentaciones, no de sus necesidades”.

La frase resulta perfecta para hablar

de la prensa, donde unos viven de la

tentación y otros de la necesidad. Es

obvio que los diarios requieren de

informaciones básicas. La agenda del presidente, la catástrofe de turno, los goles de la liga y el estado

del clima son prioridades que no pueden soslayarse. El periodismo de necesidad se ocupa de lo

esencial –el resumen del universo en primera plana- y permite que exista el periodismo de antojo, al

que nos dedicamos los colegas del verdulero de Mendoza.

¿Por qué leemos un artículo? La razón natural –“biológica”, podríamos decir- es que tenemos hambre

de argumentos. La ética de los curas, la aplicación de la ley, los escándalos financieros, los crímenes no

resueltos y la conducta de los políticos pertenecen a las cosas que debemos saber. Como el arroz, la sal

y el aceite se trata de imprescindibles asuntos cotidianos. Quien solicita comida a domicilio jamás se

equivoca en esa clase de pedidos.

En cambio, hay quesos únicos y yogures combinados que sólo comparas si los tienes enfrente. Lo

mismo pasa con ciertas columnas periodísticas. Aunque presumiblemente todos disponemos de dos

riñones, el gran público no ha mostrado mucha curiosidad renal; sin embargo, de pronto leemos un

apasionante texto sobre el tema, no porque brinde noticias de primera fila acerca de cálculos o diálisis,

sino por la forma en que está escrito. El periodismo de tentación es lo contrario a una exclusiva:

encandila con algo que podríamos ignorar. No se basa en la información sino en su manejo hedonista.

Julio Camba, Álvaro Cunqueiro, Ramón Gómez de la Serna, Josep Pla, Eça de Queiroz y Jorge

Ibargüengoitia perfeccionaron el difícil arte de vender lechugas por su aspecto. Sus artículos son casos

de tentación, equivalentes al de pasar sin hambre ante un puesto de verduras y sentir insólitas ganas

de morder una hoja color verde translúcido.

En tiempos de comida congelada y activos mensajeros en motocicleta, las necesidades se satisfacen

más y mejor que los caprichos. Los verduleros y los periodistas de tentación no siempre encuentran

espacio para ofrecer los duraznos que frotan con esmero en sus solapas. Y pese a todo, no han dejado

de demostrar una paradoja: también la tentación es necesaria.

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Hace un par de años, el cronista argentino Martín Caparrós recibió la invitación de un amigo de toda la

vida a incorporarse a un nuevo periódico, en la sección que él escogiera. Para sorpresa de todo mundo,

Caparrós eligió ser subdirector, cargo tan complejo, demandante y explosivo como el de auxiliar de

entrenador de la selección nacional. El amigo de toda la vida creyó que el cronista pasaba por un

temporal episodio de demencia; le recordó que le iba muy bien tal como estaba y le preguntó las

razones para querer sumirse de cabeza en las procelosas aguas de una redacción. Caparrós contestó

con una historia.

Un jerarca de Asia Menor decide unir su reino con el de su vecino y le envía una vasija en señal de

disponibilidad. Como los reyes de aquel tiempo eran metafóricos, el segundo monarca responde

llenando la vasija de leche. Eso quiere decir que sus necesidades están colmadas y que no ve ninguna

ventaja en ampliar su territorio. Entonces el jerarca que desea la unión espolvorea azúcar en la leche y

devuelve la vasija. El mensaje es el siguiente: ambos reinos sobreviven bien por su cuenta, pero uno

puede endulzar al otro. El periodismo de tentación mejora las páginas cuando lo demás está cubierto.

Caparrós defendía con esta historia la importancia de agregar algo a la realidad. Todo gran fotógrafo

registra los hechos y añade su mirada. Lo mismo pasa con lo que se vuelve opinable.

En el artículo “Un adverbio se le ocurre a cualquiera”, publicado en la revista Interviú, Juan José

Millás cuenta que de chico quiso poner una tienda de

palabras para comerciar con ellas como otros

comercian con calcetines. Las interjecciones estarían

en oferta y los sólidos sustantivos serían más caros. El

éxito del negocio dependería de la variedad de los

vocablos. Esta tienda es gemela de la verdulería de

Mendoza. El adjetivo impar y la ciruela rubicunda

deben ser vistos para ser consumidos.

El periodismo de tentación tendría sus días contados

si la gente no fuera tan antojadiza. Aunque nadie va al

cine por la calidad de las palomitas, un cine sin

palomitas deprime mucho.

A fin de cuentas nada es tan humano como sucumbir

a una debilidad. En El abanico de Lady Windermere,

escribe Oscar Wilde: “Puedo resistirlo todo, salvo la

tentación”.

Pero hay de debilidades a debilidades. Unas

degradan, otras enaltecen, otras más son tan comunes

que ni se notan.

El cometido ético del periodismo de tentación

consiste en mejorar las debilidades de los lectores.

http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/villoro/libro_y_otros/solo_debiles01.html

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Langostas y periodismo

Un testimonio descabellado sobre periodismo narrativo, seguido de un manual para escribir un libro sobre la cárcel de mujeres de tu localidad.

Por Marco Avilés

Una molesta lluvia de langostas interrumpía el merecido descanso en el jardín del hotel. Los bichos gordos y feos como cucarachas verdes caían atontados al suelo mientras el fotógrafo Daniel Silva y yo bebíamos cerveza. Era una noche fresca, y estábamos agotados después de varios días subiendo y bajando montañas en busca de una historia que, al final, conseguimos con mucho esfuerzo. Las hermanas langostas querían decirnos algo.

Acabábamos de volver de un lugar llamado “el pueblo de los melocotones”, donde, además de frutas enormes de exportación, es célebre su profusa población de agricultores ciegos. Se trata de una gran familia desperdigada a lo largo de un valle cuyos integrantes sufren de una enfermedad hereditaria. A los cinco años los niños sufren para ver de noche; y a los cuarenta, los hombres ya no reconocen a nadie. Todo se vuelve blanco para ellos, como si las nubes hubieran caído sobre la tierra.

El mal ha pasado de generación en generación y, contra lo que se puede creer, los ciegos trabajan y mantienen a sus familias. Y no al revés. Vi a un ciego que aseaba el patio de su casa y a otro que cargaba un saco de papas por el filo de una montaña y a otro que demolía el techo de una iglesia con ayuda de una barreta de fierro. El primero de ellos era un anciano viudo y solitario que, a pesar de vivir en las “tinieblas”, tenía la cortesía de pagar puntualmente el recibo de luz para que sus visitantes pudieran ver de noche.

El árbol genealógico de la familia se puede rastrear hasta ciento diez años atrás, y la historia transcurre entre diferentes pueblos de la costa del Perú, Lima y los Estados Unidos; entre campos de melocotón, templos evangélicos y laboratorios de investigación genética. Es una novela que aún nadie ha escrito.

Para los cronistas, la vida es una historia en espera de autor. No cualquier autor, por cierto. La realidad no se va con el que llega primero, sino con el que aprende llegar mejor.

Aquella noche, entre cervezas y langostas voladoras, Daniel y yo intercambiábamos algunos lugares comunes sobre nuestro trabajo y una frase quedó para el recuerdo: nunca he sido más feliz que cuando reporteo una historia. Escribir es una tortura, como ha descrito bien la cronista Leila Guerriero cuando se ha referido a sus jornadas de dieciséis horas de trabajo continuo. Es así. Pero reportear, zambullirse en la vida de los otros, es algo tan parecido a la felicidad. Y casi nunca es fácil.

Muchos diarios y programas de televisión habían pasado por ese pueblo desde que una ONG local alertó sobre la existencia de los ciegos, pero nadie se había tomado el tempo de desentrañar la historia completa. Los reporteros llegaban al lugar en camionetas poderosas, hacían unas entrevistas y se iban deprisa. Al ver los reportajes en la televisión, los habitantes se sintieron estafados. Las historias daban cuenta de un pueblo donde casi todos eran ciegos. Se tildaba de lugar maldito, un sitio olvidado por Dios.

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Los lugareños recuerdan a esos periodistas como se recuerda a una plaga de langostas, y refutan aquellas afirmaciones: la enfermedad no castiga al pueblo entero, solo a una familia; el lugar no es un sitio perdido ni olvidado, todo lo contrario, los exportadores de fruta saben dónde queda y se disputan sus cosechas. Tampoco es un lugar maldito. Es un pueblo próspero, tiene varias iglesias y el paisaje es verde en el verano.

La plaga de reporteros —me contó un pastor ciego— llegó al pueblo en invierno. Eran días de lluvia: buenos para las plantas, malos para hacer entrevistas. El agua se empozaba. El suelo resbalaba. Los ciegos, como seres precavidos, evitaban salir de casa. El diluvio es esa alegría que el agricultor vive a puerta cerrada.

A los periodistas el lugar les pareció Transilvania.

***

Los periodistas de medios tradicionales se comportan muchas veces como turistas apurados y establecen un contacto fugaz con la realidad. Viven con la presión draconiana del tiempo de cierre. Del deadline para ayer. De la angustia por contar las historias antes que nadie, en una competencia que solo entienden los técnicos y directivos de la empresa. Trabajan, por lo general, con el descuido profesional de quien tiene licencia para equivocarse, pues en la lógica empresarial lo más importante no es la calidad de una historia, ni la ética del trabajo, sino la prisa por llegar antes que los demás.

Cuando llegué a ese lugar era pleno verano. Había un clima feliz producto de una buena cosecha. Pero los lugareños no querían saber nada de los periodistas. Yo era una langosta que llegaba a destiempo. Tardé mucho en demostrarles que quizá sus ojos les estaban engañando.

***

Los cronistas somos esa clase de periodistas que suelen llegar tarde al lugar de los hechos. Nos movemos a un ritmo pausado, como tortugas que toman notas y se alimentan de tiempo. En el fondo es todo lo que necesitamos para este trabajo. Tiempo y un cuaderno. Pero el riesgo de llegar tarde, en estos tiempos de sobre información y culto al reportero anónimo, es que te confundan con las plagas apuradas que arrasan con la confianza y las expectativas de las personas que tienen una buena historia —o que la tenían— y que aprenden a detestar a los periodistas.

Hay pocos espacios tan manoseados por los medios como una cárcel de mujeres. Si vives en Lima, tienes que haber visto al menos una vez esos reportajes de televisión que celebran la sobrepoblación extranjera del penal Santa Mónica, donde las reclusas europeas con ánimos de notoriedad exhiben su anatomía en el desfile anual por el día de la primavera, o aquellas primicias donde las asesinas del momento dicen que están arrepentidas o las recurrentes entrevistas con las dóciles celebridades caídas en desgracia. El guión se repite año tras año. Las reclusas sonríen. Lloran. Dicen que aprenden manualidades. Pero nunca pueden referirse al lugar donde pasan su encierro.

Si pudieran hacerlo con honestidad, quizá describirían los baños malogrados y malolientes, denunciarían a las cucarachas que pueblan las celdas o enumerarían las técnicas para soportar la abstinencia sexual propia de la cárcel femenina. Quizá entonces hablarían a sus anchas de Mandingo.

Como cualquier periodista de esta ciudad, yo no sabía nada de Mandingo hasta que una editorial me invitó a hacer un libro sobre esa cárcel. La idea me encantó por la frívola razón de que me imaginé, de

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pronto, rodeado de mujeres. Las más desalmadas del país, seguramente, pero mujeres al fin. Parecerá una razón estúpida pero hay que hacerle caso a la primera emoción cuando te invitan a escribir una historia. Yo trabajaba como editor en la revista Etiqueta Negra y a veces publicaba crónicas de viajes. Jamás había escrito sobre mujeres hasta entonces aunque siempre he disfrutado escuchándolas sin demasiado esfuerzo. Tengo cuatro hermanas mayores, y parte de mi infancia consistió en escucharlas charlar sobre chicos, o verlas disputar batallas por el baño o interrumpir sus confesiones a media voz o acaso espiar sus llantos repentinos y frecuentes.

Por entonces, yo sabía sobre ese penal más o menos lo mismo que sabe cualquier periodista: que más de la mitad son presas extranjeras que intentaron sacar cocaína por el aeropuerto y que cientos de caballeros acuden de visita al penal para enamorarlas, casarse con ellas y así obtener una visa para Europa o los Estados Unidos. También sabía que si solicitaba los permisos necesarios para hacer mi trabajo de periodista, terminaría haciendo entrevistas correctas a presas correctas bajo la tutela de un guardián en una sala correctamente maquillada para la ocasión. Mis dos editoras estuvieron de acuerdo en que el resultado de esa experiencia podía ser impublicable.

Había un primer problema por resolver. De cierta manera, ir a reportear se parece mucho a lanzarse de un avión sin paracaídas: el fracaso es seguro pero tienes que aprender a confiar en la fortuna. Fui al penal un sábado de visita en busca del azar y sin libreta de notas.

Desde los muros exteriores se desenredaba una fila larguísima de visitantes: hijos, esposos, amantes, novios, padres de las reclusas. Todos parecían conocerse e intercambiaban confesiones en voz alta. Había muchos rostros feroces y uno de ellos me era familiar. Era un viejo amigo cuya esposa estaba detenida desde hacía más de un año por haber enviado ayahuasca a España, aunque hacerlo no representaba un delito. En tanto los jueces tardaban en determinar su inocencia (como al final ocurrió), Ronald iba todos los sábados a visitar a Haydée. Como la mayoría de visitantes, llevaba consigo una bolsa de regalos para su mujer: revistas, chocolates, ropa, comida, fajos del expediente judicial y una botella de jugo de naranja que —me dijo— contenía un pequeño porcentaje de ayahuasca. Los agentes jamás lo detectaron. El alucinógeno ayudaba a Haydée a soportar el encierro. Llegada la noche, ella bebía el brebaje y se recostaba en espera de visiones más agradables que la realidad. La cárcel es un infierno. Repetirlo, un lugar común. Tomar ayahuasca no.

Aquella confesión fue una primera señal. Le conté a Ronald sobre el libro que quería escribir y, una vez dentro del penal, me invitó a pasar el día en la misma mesa con su esposa y algunas compañeras que ella iba a presentarme. En el sentido más literal, el patio de la cárcel parecía una fiesta: la mayoría de las presas se habían preocupado por ponerse guapas para sus hombres, incluso las que no tenían visitas lucían arregladas, en vestidos, labios pintados de colores, escotes atractivos. Eran unas quinientas mujeres desperdigadas por el patio, solas o acompañadas, y la carga sexual era notoria como un huracán. Escotes. Miradas. Besos volados. Las presas sin visitas se reunían en una verja y llamaban a los caballeros solos, como sirenas a la caza de aventureros.

En la mesa, Haydée fue revelándome las reglas del día de visita y me guió por en ese carnaval de contenido desenfreno. Las que ves allá quieren tener un novio para que les regalen cosas: jabones, fideos, revistas. La de allá es sudafricana y tiene sida. Ella se llama July, es escocesa y la semana pasada se quiso ahorcar. Esa chica que camina solita es filipina y no habla con nadie porque no sabe una palabra de español ni de inglés. La señora de cabello rubio está como loca porque una banda ha matado a dos de sus hijos. La gordita sonriente entró acá porque vendió a su hijita recién nacida. A esa le dicen la gitana, siempre pide plata y no está embarazada: es un tumor. A esa española le ha pasado cada cosa: la directora del penal le tenía celos porque su esposo, que era abogado, la miraba mucho; al final el marido se fue con otra reclusa. Esas dos son enemigas a muerte; les han prohibido estar a

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menos de cinco metros una de la otra. Esa de allá acaba de salir del hueco, encerrada sin luz durante quince días. Y esta chica guapa de acá es mi amiga Alicia.

Haydée me presentó a sus compañeras y estas me llevaron a otras reclusas que luego me condujeron a más. Las conversaciones fluían como pueden hacerlo las charlas entre amigos. Haydée les decía que yo era un periodista y que quería escribir un libro —aunque no sabía muy bien de qué— y que me bastaba con conocerlas y escucharlas.

Aquella primera mañana yo había sido demasiado precavido y ni siquiera llevaba una libreta de apuntes. Temía que incautaran mis anotaciones. Solo llevaba dos hojas bond dobladas, donde apunté mis primeras impresiones sobre el lugar. El escenario. Los olores. Los colores. Los sonidos. Las imágenes como venían. Era muy importante registrar estos datos desde el inicio, pues en lo sucesivo mis sentidos se irían acostumbrando al lugar y todo perdería su sorpresa original.

Cuando Haydée me presentó a Alicia Barona entendí cuál iba a ser el tema de mi libro. Era una reclusa ecuatoriana de veintiséis años, guapísima, que hacía unos meses había dado a luz a su tercer hijo. No tenía esposo ni novio y toda su familia, incluidos sus hijos, estaban en su país. Iban a condenarla a veintidós años por haber sido cabecilla de una banda de narcotraficantes. Ella decía que era inocente, pero con el correr del tiempo y con la confianza que generan las visitas, me contó algunos secretos. Lo que más la aterraba era imaginar que pasaría las dos décadas siguientes sin tener sexo. De hecho, llevaba ya un año sin que un hombre la tocara y eso la afligía. Una noche tuvo un sueño perturbador. Un policía negro y grande entró en su cama, la besó por todo el cuerpo y la penetró con furia. Cuando despertó, Alicia tenía moretones en el cuello. Sus compañeras le explicaron que un fantasma rondaba el penal en busca de las mujeres más necesitadas de cariño. Era un ser perverso. Solo se le aparecía una vez a cada reclusa. Alicia, como otras que habían soñado con él, pasaba las noches deseando inútilmente que Mandingo regresara.

Alicia me enseñó una dimensión invisible del encierro. Estar presa es una cosa. No tener sexo ni amor, una tortura adicional, algo sobre lo que los jueces y fiscales jamás te previenen. En ese estado de insatisfacción de lo más elemental, “el infierno” se hace material. No tener sexo. No tener un baño limpio. No tener privacidad. No tener espacio para bailar, si eres bailarina. No tener permiso para besar a tu novia, si eres lesbiana. No tener opción de trabajar para mantener a tus hijos, si eres madre, y enterarte semana a semana que ellos se van haciendo hombres como pueden y donde pueden. Las rejas destruyen todas las relaciones, y este penal estaba lleno de familias, matrimonios y noviazgos deshechos. En los penales de hombres, las reglas son tan flojas que los reclusos terminan llevando prostitutas a sus celdas, si es que no desean usar las habitaciones conyugales de la cárcel con sus mujeres. En el penal femenino, el sistema raciona el sexo de tal manera que, de 1250 reclusas, solo cincuenta tenían permiso para usar las habitaciones matrimoniales. Las mujeres se embarazan, me explicó un funcionario. Los hombres no. Alicia Barona quería tener sexo y no podía. Soñaba con Mandingo.

***

Durante los doce meses que visité el penal, conversé con unas cincuenta reclusas. Con algunas charlé a lo largo de varias semanas y con otras apenas un día o una tarde. Siempre dejé que los encuentros fueran naturales, y que ninguna reclusa se sintiera presionada o perseguida. El encierro las convertía en seres muy volubles y tenían una necesidad muy grande de hablar. Hacerlo con un extraño era una ventaja para ellas: yo no las juzgaba, no las iba a denunciar y tampoco pretendía correr con el chisme entre sus compañeras, algo ellas temían y por lo cual se sentían solas a pesar de estar rodeadas de

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tantas personas. Nunca sabes cuándo una confesión se convertirá en la telenovela de moda en el penal. Yo tomaba notas, las escuchaba y les hacía preguntas. A veces les invitaba a un café o un cigarrillo, como hacen las personas gentiles; casi nunca los periodistas.

Después del sábado de visita, me hacía tiempo en los días de semana para revisar archivos de diarios, ir a bibliotecas y hacer entrevistas. Conversé con funcionarios sobre el sistema penitenciario, con abogados sobre los engorrosos procesos judiciales, con antropólogos sobre la cultura carcelaria; también hablé con antiguas reclusas que ya gozaban de libertad; con policías que habían participado en la captura de algunos de mis personajes; con periodistas de sucesos que cubrieron esos momentos; con mujeres que prestan servicio de voluntariado en el penal; con parientes de reclusas en las casas de las reclusas; también leí tesis universitarias, novelas y ensayos; desde Dostoievski y Foucault hasta testimonios de reclusos liberados e informes médicos sobre las patologías en el penal. El trabajo se convirtió en una obsesión y en una forma de vida a lo largo de un año. Quería convertirme en la persona que más supiera sobre el tema. No sé si lo conseguí, pero me ayudó a escribir. Si eres reportero, has de saber bien que la información siempre te dará autoridad.

Comencé a escribir tres meses antes de que se cumpliera el plazo de entrega del libro. Fueron días intensos porque, además de seguir reporteando, debía cumplir con el trabajo en la revista, donde el día a día era ya de por sí es arduo y fatigante. Para cumplir con ambas obligaciones, tuve que crearme una rutina especial y la defendí por encima de todas las cosas.

Dejé de salir los viernes por la noche durante todo el año que duró el trabajo. El sábado debía levantarme fresco y lúcido para ir al penal. No es gran cosa pero me perdí juergas y cumpleaños de muchos amigos. Fue más difícil crear el espacio para escribir. ¿En qué momento puedes escribir cuando tienes un trabajo de oficina? Nunca he tenido problemas con levantarme temprano así que, esta vez, adelanté el despertador. Prefiero leer y escribir temprano en la mañana pues es el momento del día en que estoy más lúcido. Conforme las horas avanzan, la vida se contamina de obligaciones y de problemas por resolver: suena el teléfono, llegan mensajes al correo, tocan la puerta de casa. La paz sólo existe de madrugada, cuando el mundo duerme. Así que fijé el despertador a las 3 de la mañana y aprendí a irme a la cama muy temprano. Escribía, reescribía y corregía hasta las 9 am. Seis horas. Luego salía a trabajar, a resolver problemas, a responder el correo electrónico.

He tratado de mantener esa rutina hasta ahora.

***

¿Cuántas historias eres capaz de escuchar sin que te duela? ¿Cuántas desgracias puedes oír sin empezar a sentirte un poco desgraciado? ¿Cómo le afecta al reportero su trabajo de testigo y oidor profesional?

No me hice estas preguntas hasta que terminé de escribir Día de visita. Durante casi doce meses escuché todo tipo de confesiones, desde las más hilarantes hasta las más terribles. Vi a docenas de mujeres llorar, arrepentirse, renegar de su pasado. Una reclusa me pidió que le enviara un mensaje a un hombre que había visto apenas una vez y del que estaba enamorada hasta el insomnio. Otra me tomó de la mano mientras me contaba que todas las noches soñaba con la hija que una vez vendió. Hubo quien les decía a sus compañeras que yo era su novio y luego me pedía que, por favor, no la desmintiera. Una reclusa me dio permiso para solicitar una habitación conyugal para acostarme con ella. El libro ya estaba impreso y se vendía en librerías, se había presentado y los diarios publicaban reseñas, pero yo seguía preguntándome qué iba a ocurrir con las reclusas ahora que ya no las vería

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más. ¿Encontrarían amor? ¿Se reconciliarían con sus hijos? ¿Irían a buscarlas los hombres de sus vidas? La ansiedad por saber cómo sigue la historia me perseguía. Tenía pesadillas.

Un día se lo conté a Ronald, ese amigo chamán cuya esposa estaba presa, y su diagnóstico fue tan claro que le creí. Me dijo que mi corazón había absorbido demasiada pena, y que necesitaba reposo. “No eres una esponja”, me explicó. “Si te cargas de tristeza tienes que liberarla tarde o temprano”. Tomar ayahuasca fue un buen remedio para mí; era un planta que conocía bien y que había bebido en otras circunstancias, pero hubiera dada lo mismo si emprendía un viaje a las montañas o si tomaba unas vacaciones en la playa. Necesitaba descansar y descansé. Ahora considero necesario cumplir un rito similar de liberación después de cada aventura. El reportero debe saber cuidar y descansar el espíritu.

***

Aquella noche en el hotel, las langostas revoloteaban a sus anchas mientras Daniel y yo reposábamos sobre tumbonas. El hotel estaba lleno de políticos locales, que iban a reunirse el día siguiente para hablar sobre los bichos. Un comunicado que alguien había abandonado sobre el mostrador de la recepción decía: “Se les informa que la plaga todavía no ha sido extinguida, señores, y no debemos bajar la guardia”.

Una langosta mordisqueaba el filo de la hoja de papel con ansiedad y hasta se diría que con odio.

La escena era de terror y hermosa a la vez porque era la realidad. Cansado y sin ánimos para nada, sentí una breve ráfaga de felicidad. La felicidad de no ser una langosta.

http://www.jotdown.es/2012/07/langostas-y-periodismo/

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La crónica, el rostro humano de la noticia (extracto) Por Alberto Salcedo Ramos La elección del tema 1. Elige un tema que sea de interés humano y que, para bien o para mal, afecte al mayor número posible de personas. 2. En este género el tema no debe provenir obligatoriamente de la realidad inmediata – la noticia – pero en la medida en que sea actual tiene mayores probabilidades de captar la atención de la gente. Los medios muy rara vez se aventuran a publicar una historia que no tenga un gancho de actualidad. En el momento en que la Organización Mundial de la Salud da a conocer un informe sobre la obesidad, podemos encontrar el pretexto ideal para trabajar una crónica sobre un gordo -- anónimo o famoso -- que le ponga rostro humano a las cifras. Es lo que en el medio se denomina “coyuntura” y algunos teóricos como Álex Grijelmo llaman “percha”. 3. Es recomendable, además, que haya conflicto, es decir, obstáculos entre el personaje y sus metas, enfrentamientos con otros seres o a veces consigo mismo, choque con su entorno, dificultades en su rutina cotidiana. Una revisión cuidadosa nos muestra que la vida corriente está llena de conflictos. Por ejemplo, una mujer cabeza de familia que intenta sobrevivir y mantener a sus tres hijos con el sueldo mínimo, un muchacho rechazado en la Base Naval por ser negro, un cirujano que practica una delicada operación de páncreas, un hombre que no ha podido superar las secuelas de un secuestro.

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4. Procura que haya espacio para las emociones. Pulitzer decía: “hazlos reír o hazlos llorar”. Un buen cronista sabe que las cifras más contundentes pueden resultar inocuas si no hay un rostro que las haga más humanas. Sin el ánimo de volverse melodramático, no hay que olvidar que escribimos para seres que tienen sentimientos. 5. Un elemento que puede potenciar tu tema es la curiosidad. No necesariamente se trata de buscar que sea el hombre el que muerda al perro, como propuso el periodista Charles Danah. También los ríos que no se desbordan, los choferes de bus que no se vuelan los semáforos, la gente que llega puntual a las citas, los políticos que no se roban ni un centavo y los partos normales, pueden ser excelente materia prima para un buen cronista. Simplemente, hay que saber aprovechar lo que cada uno ofrece, captando su esencia y narrando con fuerza y con encanto. Pero sin duda lo curioso funciona como un valor agregado. Abundan los ejemplos, como la historia de amor de un enano de 91 centímetros y una mujer de 1,75, escrita por Germán Santamaría. O una reciente del periódico El País sobre un ladrón que se metió a robar en un hospital y se quedó dormido. 6. Es recomendable que el tema que vas a tratar te apasione. Cuando escribes sobre algo que no te interesa, puedes resultar frío, distante, errático. Si no sabes de béisbol, vas a tener serios problemas para describir una jugada de “bateo y corrido”, y si apenas hace dos horas te enteraste de quién es Joyce Caroll Oates, no te metas en el lío de entrevistarla. En un medio de comunicación siempre existe la posibilidad de trabajar una historia que no te agrada. Pero mientras te sea posible, evítalo. Ernest Hemingway tenía una frase tan simple como sabia: “escribe sobre lo que conoces”. El cronista, escritor y académico Juan José Hoyos, en su libro Escribiendo historias, el arte y el oficio de narrar en el periodismo, nos recuerda que el narrador húngaro Stephen Vizinczey sugiere plantearse siempre la siguiente pregunta: “¿de verdad me interesa esto?” Hoyos añade otra cita inquietante del propio Vizinczey: “cuando era joven perdí mucho tiempo intentando describir vestidos y muebles. No sentía el menor interés por los vestidos ni por los muebles, pero Balzac experimentaba por ellos una intensa pasión, que consiguió contagiarme mientras le leía, así que pensé que debía dominar el arte de escribir excitantes párrafos sobre armarios, si quería ser algún día un buen novelista. Mis esfuerzos estaban condenados y agotaron todo mi entusiasmo. Ahora sólo escribo sobre lo que me interesa”. 7. Es importante desarrollar el instinto y confiar en él. De Truman Capote se burlaban muchos colegas cuando se dedicó a escribir -- ¡durante seis años! -- sobre un caso aparentemente menor de baranda judicial. El asesinato múltiple de la familia Clutter (cuatro personas) pudo haberse quedado como un hecho de sangre común y corriente si no hubiera caído en manos de un narrador excepcional como Capote, quien lo hizo trascender gracias a la belleza de su relato, a la agilidad en el tratamiento de la trama y a su agudeza para elaborar el perfil sicológico de los asesinos. Capote confió en su instinto hasta las últimas consecuencias y el tiempo terminó dándole la razón. Siempre hay que preguntarse, de cualquier manera, si la historia que se tiene entre manos es verdaderamente interesante y, en caso de que la respuesta sea afirmativa, tratar de establecer hasta qué punto puede resultar atractiva. Si algo te conmueve profundamente o te hace reír o te hace enojar, es muy posible que produzca el mismo efecto en las demás personas. Pero después te tocará saber recrear la situación. El trabajo de campo 1. Una vez tienes el tema, lo que sigue es la investigación. Existe la opción de que te lances a desarrollar el trabajo de campo de manera directa. Lo ideal es que saques un poco de tiempo para

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documentarte previamente, bien sea a través de publicaciones -- escritas o audiovisuales -- o a través de personas que conozcan a fondo la materia sobre la cual vas a tratar. De esa manera acumulas conocimientos que te permiten explorar mejor a tus personajes y desenvolverte en el entorno que les tocó en suerte. Si te corresponde trabajar un perfil de Jessica Lange, lo mínimo que debes saber es que es una importante actriz de cine. Planear tu historia antes de afrontar el trabajo de campo no implica que vayas con criterios preconcebidos e inmóviles, sino que orientes tus pesquisas, prepares mejor tus preguntas, sepas por dónde moverte y a quiénes buscar. 2. Existen las técnicas para desarrollar el trabajo de campo, pero como nos lo recuerda el ya mencionado Juan José Hoyos, ninguna sirve si el investigador no tiene una sensibilidad especial para relacionarse con la gente e interesarse por lo que ella cuenta. El etnógrafo polaco Bronislaw Malinowsky, citado por el propio Hoyos, lo resume así: “capacidad de sumergirse sin prejuicios en la cultura de los otros, con el fin de comprenderla y aprehenderla”. 3. Es necesario saber observar. Todo el que tiene ojos, mira. Pero observar va más allá de las meras pupilas. No es un ejercicio del ojo sino de la inteligencia y de la sensibilidad. Es poder ver más de lo aparente. La observación es importante porque permite describir a los personajes y recrear los espacios en los cuales se desenvuelven. 4. También es imprescindible saber escuchar. Estar pendientes de todo lo que los personajes dicen. 5. Aparte de la observación, el trabajo de campo implica la realización de entrevistas. Es importante planear los cuestionarios, para no dejar ningún aspecto esencial por fuera y obtener información suficiente y de calidad. Ahora bien: no hay que ser rehén de las entrevistas. No basta con escuchar al personaje diciendo que va a misa todos los domingos: hay que procurar ir a misa con él, verlo actuar en ese escenario. El testimonio es definitivo pero hay que ir más allá. La realidad no es sólo lo que oigo sino también lo que veo. Y en ese sentido, es deseable acompañar a nuestros personajes en los espacios por los cuales se mueven, pues no en todas partes se comportan de la misma manera. 6. Muchos reporteros importantes, entre ellos Mark Kramer, aconsejan darle a las entrevistas 10que se utilizarán en los grandes géneros narrativos – como la crónica, el perfil y el reportaje – un tratamiento menos formal, más cercano a la conversación, a fin de que los personajes se relajen y entreguen información de calidad, anécdotas, y detalles reveladores y de interés humano. 7. Norman Sims, importante estudioso del periodismo literario, habla de la inmersión. Es la capacidad de sumergirse en un tema tanto tiempo como sea posible y necesario, para comprenderlo y recrearlo de manera cabal. No existe un tope que podamos plantear como dogma. A veces te toca conseguir todo el material en una sola sesión de trabajo y a veces puedes hacerlo en muchos días o inclusive meses y años. Eso depende del tema, de tu tiempo y de tus objetivos, lo mismo que de la periodicidad del medio (si es que trabajas para alguno). Lo cierto es que mientras más convivas con tu materia, más posibilidades tienes de conocerla a fondo y describirla de manera profunda. 8. Para conseguir información de calidad --reveladora y de interés humano -- es necesario generar confianza. Eso se logra cuando muestras conocimiento del tema y una actitud de respeto. Pero también cuando tienes paciencia y, a fuerza de perseverar en la interacción con tus personajes, ya no te ven como el periodista sino como parte del paisaje. 9. No sólo el protagonista de tu historia tiene algo que contar. Muchas personas que le conocen y que le han visto actuar en diferentes etapas de su vida, pueden aportarte información valiosa que el personaje ha omitido, bien sea por olvido o por cualquier otra razón.

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10. Muchos grandes periodistas y escritores critican, con algo de razón, el uso de la grabadora. García Márquez, por ejemplo, dice que “las grabadoras no oyen los latidos del corazón”. Y Gay Talese afirma que “yo mismo he sido entrevistado por jóvenes reporteros que manejaban grabadoras. Como permanecía sentado contestando sus preguntas, podía verlos medio escuchando, tranquilos, relajados, porque sabían que las pequeñas ruedas de plástico estaban girando”. También hay defensores de la grabadora. Dicen que, al fin y al cabo, es una mera herramienta, como la libreta de apuntes. El problema no es ella misma sino el manejo que le demos. Un bolígrafo, por ejemplo, puede servir para escribir una novela formidable o para arrancarle los ojos a la vecina. La grabadora puede permitirnos recordar sonidos, gritos, palabras, que pueden servirnos después para la recreación de las atmósferas. Si se utiliza razonablemente y el personaje está de acuerdo, ¿cuál es el problema? De todos modos, lo importante es tener claro que no siempre se puede usar, ya que a veces cohíbe o predispone a nuestros interlocutores. Qué contar y cómo enfocar 1. Una vez has desarrollado la investigación, debes plantearte unas inquietudes necesarias. Por ejemplo, ¿y ahora qué cuento y cómo enfoco todo este material? ¿Qué selecciono y qué descarto? ¿Por dónde me meto? No se trata de salir del trabajo de campo directamente hacia el computador. Es necesario que leas tus apuntes, los analices, los subrayes, los clasifiques por temas y subtemas, si es posible, a fin de saber con qué cuentas e ir determinando la posible estructura que le vas a dar a tu historia. Si tu personaje es Maradona, por ejemplo, algunos de los temas podrían ser los siguientes: la infancia pobre en el barrio Villa Fiorito, la primera pelota que pateó, los amigos de adolescencia, el equipo que se arriesgó a contratarlo cuando no era nadie, el campeonato mundial de 1986, anécdotas conmovedoras o divertidas, el gol que anotó con la mano, el golazo que hizo driblando jugadores desde la mitad de la cancha, los títulos con el Nápoles y su caída en las drogas, entre otros. Cuando repasas tus apuntes, cuando interactúas con ellos, no sólo puedes clasificarlos para tener un dominio panorámico y en detalle sobre la totalidad de tu material, sino que además vas descubriendo el grado de interés y de fuerza que tiene cada uno. No todo lo que se obtuvo en la investigación es digno de ser contado. Hay que saber seleccionar losdatos, de acuerdo con las necesidades informativas, el ritmo y el tono de la historia, y de acuerdo también con su interés y su color humano. El secreto del arte de narrar es el manejo de la elipsis, de los pasos de tiempo. Hay que eliminar todo aquello que, aunque sea cierto, no le aporte nada a la trama. Robándonos una frase de Alfred Hitchcock sobre el cine, es válido afirmar que “la crónica es la vida sin los momentos aburridos”. 2. La revisión de los apuntes que te quedaron del trabajo de campo puede permitirte, además, aclarar la entrada y el remate de tu historia, así como su enfoque e inclusive el tono que puede resultar más conveniente, de acuerdo con el tema que tienes entre manos. 3. El enfoque hace referencia a la ruta que vas a tomar para conducir al lector. Tu criterio y tu olfato deben indicarte qué rasgos o qué elementos resultan más atractivos para la gente. Con frecuencia hay que elegir un elemento novedoso que llame la atención y sirva como gancho para el resto de la historia. Por ejemplo, Gonzalo Arango, para presentarnos al ciclista “Cochise” Rodríguez y definirlo de una vez por todas como una persona de supuesto mal gusto, empieza mostrándonos el corazón de Jesús que hay en su casa, al que se refiere como “el más feo del mundo”. ¿Qué habría pasado si principia por la última etapa que ganó “Cochise”, o por el número de trofeos de su carrera ciclística?

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Sencillamente, le habría salido la misma historia convencional que publican casi todos los redactores deportivos. En cambio, al elegir ese detalle marcó de inmediato el destino de su relato, que no fue otro que explorar la psiquis y los modales del personaje, para arrimarnos a una versión suya que estaba inédita hasta entonces. Describir a gente famosa en espacios diferentes de los que se le conocen, tiene un encanto evidente. Por ejemplo, si tu personaje es una monja a la que le gusta el fútbol, es muy posible que te convenga enfocar más por el estadio que por el templo. Volvamos un momento a Maradona. Una periodista y escritora argentina, Alicia Dujovne, escribió un perfil extraordinario sobre él, en el cual hay un capítulo enfocado en el pie izquierdo del futbolista. Ella nos habla del pie cuando era niño y no tenía zapatos, del pie caminando por entre montones de guijarros, del pie pateando una pelota construida con calcetines, del pie como instrumento de la genialidad, del pie como sinónimo de lo zurdo, de lo torcido, de la caída del personaje. Como en el caso de “Cochise”, si la autora hubiera decidido hablar del mismo Maradona que conocemos todos, su narración habría sido menos atractiva. De modo que no es bueno sentarse en el computador sin tener claro cuál va a ser el enfoque de tu texto. Hay que procurar, en lo posible, elegir ángulos inexplorados y que te permitan mayor proximidad humana con los elementos de tu historia. Algunas pautas para la escritura 1. Por muy lindo que escribas, ten presente que la crónica, aparte de valer por su propuesta estética, es también un género informativo. Aquí no tienes que suministrar la información a la manera esquemática de la noticia, pero al fin y al cabo debes suministrarla. Finalmente, en tu crónica también hay un “qué”, un “dónde”, un “cuándo”, un “cómo” y un “quién”. (A veces, incluso, también hay un “por qué”). Si investigas y procesas la información de manera correcta, al lector le van a quedar resueltos esos interrogantes, aunque utilices el lenguaje más literario que te sea posible. Recuerda: no debes reemplazar hechos con retórica. 2. Dedícale tiempo a la redacción de la entrada. El primer párrafo no sólo debe servir para enganchar al lector sino también para determinar el tono y el ritmo de la historia. Martín Vivaldi considera que las mejores entradas son aquellas en las cuales: a) tienes algo que decir, b) lo dices de la manera más ágil que te es posible y c) te callas en cuanto queda dicho. Otros teóricos importantes, como Martínez Albertos, recomiendan que el lead no exceda las 40 palabras. Esto no es un dogma pero indudablemente las mejores entradas son aquellas que abordan el asunto de maneracontundente. No se trata de meter toda la información en el párrafo de entrada: a veces basta una sola línea, un simple detalle bien puesto. Además, no olvides que tienes la opción de desarrollar la historia a lo largo del texto. Ahora bien: en la crónica, a diferencia de la noticia, no existe la camisa de fuerza de la pirámide invertida, que te obliga a introducir lo más importante en la entrada e ir perdiendo fuerza en la medida en que avanza el relato. Sin embargo, si escribes una crónica que en los tres primeros párrafos no da una idea clara del tema que vas a abordar, seguramente estás en serios problemas. Aparte de la economía y la contundencia, se recomienda un estilo sugerente que llame la atención. 3. A continuación me permito transcribir algunos ejemplos de entradas que aplican los criterios expresados hasta este momento: A. “Esta aldea es tan pequeña como el cementerio de Kentucky, pero muchísimo más aburrida”. (Hemingway describiendo un pueblo de África). B. “Batistuta es como una fiera que se la pasa enjaulada a pan y agua, de lunes a sábado. El domingo lo sueltan en el

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área”. (Oswaldo Soriano, en perfil del futbolista Gabriel Batistuta). C. “Lo único que siempre dejo para mañana, es mi propia muerte”. (Gonzalo Arango en la crónica que escribió sobre el rumor infundado de que se había suicidado). D. “Trevor Berbick ya tiene la fórmula para ganarle a Mike Tyson, si acaso se enfrentan de nuevo en un combate de revancha: un rifle”. (Crónica de la agencia de noticias AP, sobre la pelea en la cual Mike Tyson le quitó el título mundial a Trevor Berbick, en tan solo un minuto). E. “Desde que volví de Ciudad del Este tengo una pesadilla que me persigue: regreso a Ciudad del Este”. (Alberto Fuguet en una crónica de viajes). F. Como se puede ver, todas estas entradas tienen en común la contundencia, la brevedad, el no saturar el párrafo de datos informativos sino elegir una idea y expresarla de manera sugerente. 4. Hay que procurar que lo que empieza bien termine bien. El remate es definitivo: debe ser redondo, dejar la sensación de que el tema fue cerrado de la mejor manera posible. Es, para 18utilizar un símil taurino, como matar al toro para que la faena sea perfecta. 5. Tanto el remate como la entrada, así como el desarrollo del tema, son elementos que se aprenden a fuerza de ejercicios y de constancia, leyendo, además, a los buenos autores. 6. Algunas recomendaciones en relación con el estilo son las siguientes: a) Claridad: se trata de expresar las ideas de manera transparente e inequívoca. Cuando la frase está mal redactada, puede tener un significado diferente al que pretende darle el autor. Hay que evitar las ideas confusas, los juegos de palabras que no son entendibles, los párrafos oscuros. b) Concisión: se trata de decir, ni más ni menos, lo necesario. Hay que evitar el rodeo inútil. c) Precisión: procurar ser exactos tanto en el uso del lenguaje como en la reconstrucción de los hechos que se narran. D) Sencillez: evita los rebuscamientos: la historia no está en el diccionario sino en la vida corriente. He aquí un ejemplo del lenguaje amanerado que debes evitar si quieres que tu prosa tenga fuerza y encanto (la frase fue sacada de un catálogo sobre Bogotá): “hay que repensar la ciudad desde lo dialogante, para resignificar las nuevas tendencias urbanísticas”. Con esos giros y ese tono podrás lograr un ensayo académico muy serio y muy importante, pero jamás una buena crónica. Así de simple. Pero, por otro lado, conviene tener presente el mandamiento del 19cuentista uruguayo Horacio Quiroga: “inútiles serán todos los adjetivos que añadas a un sustantivo débil”. La poesía no está en la grandilocuencia sino en el aprovechamiento estético de las situaciones comunes y corrientes. Cuando no tienes la preparación para escribir en un lenguaje literario, es preferible que narres de manera directa, escueta, en vez de caer en una floja poetización que no constituye ningún aporte. La poesía, finalmente, no consiste en mencionar las nubes ni en decirle “astro rey” al sol. Ni tampoco en “fregarle la paciencia al crepúsculo”, como advertía con gracia al maestro Héctor Rojas Herazo. 7. Evita incurrir en el culto del paisaje, especialmente cuando no resulte relevante para tu historia. ¿A cuenta de qué ponerse a describir las nubes cuando tu personaje se ha machacado un dedo con un martillo? Para explicar gráficamente los problemas que se derivan de esa situación, imagínate un documental de televisión en el cual el personaje está diciendo cosas interesantes, mientras el camarógrafo está empecinado en mostrarnos una hermosa flor roja que se tambalea a la orilla de un riachuelo. Sí, muy bonita la postal, pero no tiene nada que ver con la historia. 8. Húyele a los lugares comunes y a las frases obvias como si fueran el mismísimo diablo. Evita expresiones de este corte: “era un día como cualquier otro”, “la hermana república”, “la trágica muerte”, “negro como la noche”, “claro como el agua” y “por esas cosas del destino”. Extraído de: http://bicentenario.fnpi.org/meteriales/la_cronica_el_rostro_humano_de_la_noticia.pdf

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Polvos azules, el mercado de Lima donde todo es posible Por Jaime Bedoya

Lima, paraíso de mujeres, purgatorio de solteros, infierno de casados. La tradicional frase limeña caía a

pelo en el Jirón Santa allá por el año 1570. En esa calle, a una cuadra de la Plaza de Armas y con vista al

río Rímac, quedaba la curtiembre de don Gaspar de los

Reyes. Este buen hombre había descubierto una secreta

forma de teñir la piel de cabra en azul. Por dicho portento

tecnológico, tal como consta en sesión del Cabildo de Lima

de 1573, se le confirió la exclusividad del teñido añil por

tres años. Es en esos tres años es que se activa la malicia

apócrifa. Dícese que su mujer, de buen andar y mejor

grupa, tenía por costumbre discurrir entre los cueros en

horas que la elegancia tildaría de inapropiada. Los

empleados de don Gaspar, expertos en amansar el más

tenso cuero, difícilmente habrían podido resistirse a

demostrar su profesionalismo ante un requerimiento de la esposa del jefe. Lo que explica que a ella se le

viera abandonar la curtiembre con notorias huellas azules cubriéndole las más privadas regiones

anatómicas. Gaspar de los Reyes ganó mucho dinero en esos tres años. Su mujer, experiencia. Y el jirón

Santa un nuevo nombre: Polvos Azules.

El pérfido nombre persistió a lo largo de siglos, hasta llegadas las postrimerías del XXI, los ochentas.

Entonces, lo que había sido calenturienta curtiembre, malecón fluvial e irrepetible arquitectura colonial,

habíase transformado en plana y concreta Playa de Estacionamiento Polvos azules. El Rímac seguía ahí,

aunque más sucio y más seco. En cambio, el caudal humano signado por el desempleo masivo había

crecido hasta la inundación. Las calles del centro de Lima sufrían cada día una oleada cíclica de

apropiación ilícita. Temprano en las mañanas, marcando con una tiza un cuadrado primarioso, gente que

se ganaba la vida en la calle establecía imaginariamente lo que vendría a fungir, para todo efecto, de

puesto de trabajo real. Eran los llamados vendedores ambulantes que, paradójicamente, trabajaban

inmóviles. Vendían desde cortauñas chinos a perros bastardos con las orejas untadas de Terokal para

ocultar su falta de linaje. En 1981 el alcalde Orrego dictó el Decreto de Alcaldía 110. En él, dentro del plan

de recuperación del Centro de Lima, se derivaba a todo vendedor ambulante a pasar de las calles a la

Playa de Estacionamiento Polvos Azules. La Municipalidad de Lima censó entonces a 3.200 vendedores

ambulantes. Entre ellos estaba José Álamo Camones, de 16 años, vendiendo medias panty, cassettes y

calzado para damas y caballeros de buen gusto y menesteroso presupuesto.

Aquel centro comercial de descarte y sin raigambr fue un éxito. Una clientela popular encontraba ahí a su

alcance lo que en otras tiendas era solo un lejano vitrinazo. De las tres bes, contaba con las últimas:

bonito y barato. A veces solo con la última... Además, Polvos se empezó a convertir en un lugar donde por

obra de una organizada casualidad, la víctima de un robo podía encontrar, aún tibio, el producto hurtado

apenas horas antes. Como en cualquier civilizado país del tercer mundo, el agraviado volvía a comprar su

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propiedad casi con agradecimiento. Pero la dicha, si no es breve, es sospechosa. En 1983 la UNESCO

declaró a Lima Patrimonio Histórico de la Humanidad. La buena noticia era mala para José Álamo y 3.199

ambulantes más. Ni un solo vendedor podía seguir en el centro histórico, ni siquiera en un

estacionamiento. Cotejando copiosa caja fuerte bajo el colchón, la primera reacción de los pudientes

comerciantes ajenos al pago de impuestos fue "compremos Polvos". "No está en venta", respondió la

Municipalidad. "Techemos el río Rímac", fue otra propuesta. "Ni hablar", dijo el Municipio, con la guardia

de asalto por delante. Desesperadamente, los ambulantes se organizaron en búsqueda de un lugar donde

mudarse, motivados además por un sospechoso incendio en el Campo Ferial. En 1997, tras 16 años de

ocupación ilegal, casi 1.500 vendedores ambulantes que quedaban se mudaron a lo que consideraban la

mejor opción. Una Antigua fábrica textil que ahora era un abandonado edificio de Sider Perú, a la vera de

la Vía Expresa, a pocas cuadras del hotel Sheraton y del Museo de Arte de Lima. Pagaron entre todos

US$ 5 millones por 16.000 m2 propios. La compra luego saldría torcida y hasta la fecha arrastran litigios

penales y civiles por malas jugadas de los vendedores. Pero fue un triunfo dejar el centro de Lima con un

festivo pasacalle, llevándose consigo sus mercancías y el ganado nombre. Polvos azules se mudaba al

distrito de La Victoria, el distrito con más swing de

Lima.

Polvos azules, antes que azul, es una inmensa e

inconclusa mole coronada por estridente publicidad

de marcas extranjeras donde a veces aparecen

Britney Spears u otra estrella pop entrada en carnes.

Últimamente se ha sumado a ese bosque de paneles

el auspicioso anuncio de un banco importante que ha

puesto oficina en la aorta misma del capitalismo

popular. Los colores del logo bancario, coincidencia,

son el celeste y el azul. Carretillas de sabrosas y

temerarias viandas al paso, que usualmente

alimentan a vendedores y compradores por igual,

flanquean nutritivamente su perímetro. Una bullanga mezcla de regeatton, chicha, Nintendo y parlamento

de película en inglés excita al visitante apenas pone un pie adentro. El hipotálamo, o píloro, da igual, activa

un febril deseo de compra. Y empieza el festín. Zapatos de marca o estampa. Zapatillas fronterizas.

Bluyines en orgía índigo. Camisetas trilingües. Relojes aún calientes. Juguetes abiertos pero sin jugar.

Video juegos con 20 adns. Electrónica de punta para quien no haga preguntas. Mp3. Mp atrás. Exquisita

lírica. Rock heroico. Baladas pírricas. Metal paranoico. Celulares de oreja ajena. Summum pornográfico. Y

giga-catálogo cinematográfico. Giga: el más completo, abusivo, detallista y exquisito catálogo de DVDs de

la costa del Pacífico, desde Stallone a Wong Kar Wai, desde Twin Peaks a todas las temporadas,

completas, de Perdidos en el Espacio, esplendor de un personaje seminal de la dramaturgia de

anticipación, el profesor Zachary Smith. Un DVD de Perdidos en el Espacio o su homologación, La Isla de

Gilligan, por ejemplo, está a 3 soles. Menos de un dólar. Uno de Wenders o Fellini puede llegar a cinco o

seis. Todos con menú, entrevistas y extras. Y si está mal, lo cambian. La piratería seguramente es mala,

pero el desempleo debe ser peor. No pretendo defenderla, algo que sí hace el cineasta peruano Javier

Corcuera, quien en uno de los puestos de cine arte ha dejado la siguiente dedicatoria sobre el DVD pirata

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de su documenta La espalda del mundo: "A Polvos

Azules, por democratizar la cultura". Ni un video clip he

hecho, pero sí he comprado productos piratas en Nueva

York, Madrid, París, Seúl, Buenos Aires y Río. Doy fe

que en ninguno de esos lugares he encontrado el

standard de calidad ilegal del DVD pirata peruano que,

derramando lisura del puente a la alameda, nace y

florece en Polvos azules. Tengo por los menos 800 de

esas gemas en mi hogar. Llévenme preso, culpable soy

yo.

José Alamo Comones, ahora con 43 años, pasó de vender pantys en la calle de niño a convertirse en el

actual Secretario de Imagen Institucional de Polvos azules. Despacha en su oficina al interior de la

laberíntica galería mientras en otra oficina vecina se discute si la nueva pinta que debe hacerse a la salida

del estacionamiento debiera ser "Gracias por su visita" o "Gracias por su preferencia". Se queja de la

ferocidad policial a la hora de hacer sus esporádicas intervenciones para incautar falsificaciones y

piratería. "Que se lleven lo que se tengan que llevar, pero que no destrocen el lugar o masacren a la gente

que trabaja dice. Cada vendedor es responsable por lo que vende, apunta, yo no puedo recomendarle a la

gente que compre o no piratería. Existe en todo el mundo, es un problema socioeconómico". "¿Pero usted

tiene DVDs piratas en su casa?", pregunto. "Por supuesto. Me encanta el cine", responde. Si no fuera por

los litigios en curso, advierte Camones, Polvos ya tendría cinco pisos. El rumor de 2.074 tiendas

disputándose la preferencia de los 10 mil clientes promedio que llegan en un día de semana, en visitas de

entre una y dos horas, establecen la banda sonora.

Lejanos los días de ambulante, los ahora empresarios encargaron a una empresa consultora de marketing

la mejor disposición de rubros al interior del local. Pusieron escaleras mecánicas para movilizar

compradores entre pisos, pero esas escaleras -casi siempre inmóviles- sólo se prenden en días

especiales, tipo Navidad. Desde el año 2002, cajeros automáticos se atrevieron a instalarse al interior del

centro, y a partir de este año el banco Interbanc ha puesto una oficina con un contrato de exclusividad por

cinco años. A las ciencias administrativas se le ha sumado el acervo telúrico. Polvos azules se encuentra

bajo el patronato espiritual de Santa Rosa de Lima. Mientras que la seguridad física reposa, además de en

robustos guachimanes, en Cholo Bravo, Kiara y Luisa, la guardia canina del lugar. Camones, junto con el

historiador Ernesto García Torres, están preparando un libro sobre la historia de Polvos azules. García,

más que cinemero, se declara un "loco-libro". Y pro-democratizador de la cultura, eufemismo militante de

los pro-piratas. Verbigracia: quería leer El Código Da Vinci. En la librería estaba a 50 soles. En la calle, a

8. ¿Qué hacía? ¿Me quedaba sin leer?

El próximo aniversario por los 27 años es el 8 de junio, la Pincesa Acollina y la Orquesta Prado Band

amenizarán un almuerzo danzante en los aires de Polvos, desde el mediodía hasta las últimas

consecuencias. Además, están en conversaciones con el vicepresidente de la República para exponer en

el próximo foro de la APEC a realizarse en Lima: cómo se dio el tránsito de sobrevivientes precarios y al

borde de la ley a capitalistas populares. El símbolo de esta laboriosidad reposa en una suerte de vitrina.

En ella, cual piel sagrada, se guarda el disfraz de goma-espuma de la mascota símbolo de Polvos, La

Hormiga Azul. El actual alcalde, el popularísimo Castañeda Lossio, tiene como símbolo ubicuo en la

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ciudad una hormiga amarilla. "Él nos la copió", dice Camones. En cuanto a la pinta, queda "Gracias por su

preferencia".

Resulta imposible hoy salir de Polvos azules con las manos vacías. En este caso, las tres primeras

temporadas de Kung Fu, con David Carradine interpretando al letalmente pacífico Kuang Chang Caine, lo

atestiguan. En la vecindad, al lado del Sheraton se levanta otra mole, un incoloro y modesto rascacielos

limeño de 32 pisos, el antiguo Centro Cívico, trampolín favorito de suicidas. Ahí, en abierto desafío

comercial a Polvos azules, se piensa instalar un futuro Ripley. En el centro comercial peruano ya están

preparando una respuesta a la tarjeta Ripley, la venta al crédito de la tienda chilena: la Polvos Card. La

calle enseña. Tampoco sería imposible, así es el mercado, ver una futura publicidad de la señora Cecilia

Bolocco rodando entre DVDs colorinches y con una sutil huella dactilar azulina demarcando sus vértebras

lumbares, diciendo "me fascina Polvos".

http://www.ar.terra.com/terramagazine/interna/0,,OI2908243-EI11329,00.html

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Una visita a Polvos azules

Por Edmundo Paz Soldán

Cuando comenté a mis amigos en Bolivia que iba a estar en Lima por la feria del libro, hubo algunos que me recomendaron lo típico -restaurantes, librerías, museos--, y otros que fuera a Polvos azules. Sabían que me gustaba buscar películas raras y me dijeron que todo estaba allí. Intrigado, decidí hacerles caso.

Polvos azules es un centro comercial, pero no uno cualquiera. Aquí casi todo lo que se encuentra es pirateado. Deambulé por galerías de ropa de marca -Lacoste, Hugo Boss--, me sorprendí por la calidad de los productos -hay piratas y piratas--, por lo barato de todo. Busqué una funda para iPod, y me dejé abrumar por los puestos de artefactos electrónicos, en los que jóvenes de manos hábiles desbloqueaban celulares a la vista de los clientes. Abundaban los errores y la creatividad: vi, entre otras cosas, zapatillas deportivas Pmua (¿Puma?) y energizantes Duff (la cerveza de Los Simpson).

Me llamó la atención que hubiera librecambistas ataviados con una camisa fosforescente que indicaba que compraban dólares y euros. Los encargados de Polvos azules saben que este centro comercial se ha convertido en un destino turístico y están dispuestos a hacer todo para que los turistas no tengan contratiempos. El comercio pirata ha sido institucionalizado (algo que, en mayor o menor medida, ocurre en todos los países latinoamericanos).

Pasé la mayor parte del tiempo en las galerías 17 y 18, dedicadas a películas. Había puestos específicos para los estrenos comerciales, una sección que ofrecía hentai (porno animé, entre las que destacaban las parodias de Naruto), y una dedicada al cine clásico e independiente. Los puestos tenían catálogos que hojeé exhaustivamente, impresionado por lo completos que eran: en uno de ellos, dedicado al cine latinoamericano, encontré incluso películas bolivianas inhallables en mi país. El vendedor atendía a

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cinco clientes a la vez, sabía todo de cine independiente, y no dejaba de ofrecer su tarjeta al final de la compra, pidiéndonos que volviéramos pronto.

Durante muchos años los mercaderes de Polvos azules debieron luchar contra el deseo de la alcaldía de combatir el comercio ilegal. Alguna vez sus puestos se hallaban cerca del palacio presidencial de Lima, pero cuando la UNESCO declaró al centro histórico patrimonio de la humanidad, Polvos azules debió buscarse otro espacio. Así llegaron al lugar donde se encuentran ahora, por el paseo de la República, primero como mercado callejero, luego como centro comercial. Al no poder vencerlos, la alcaldía ha decidido unirse a ellos, o por lo menos dejarlos en paz.

El día que estuve en Polvos azules, sentí que me picaban los ojos y me raspaba la garganta. Un vendedor me explicó que eso se debía al gas lacrimógeno que la policía había tirado la noche anterior. Pregunté si los policías hacían batidas para confiscar productos. Me dijeron que sí, pero no a pedido de la alcaldía ni de los comerciantes legales, sino por cuenta propia, cuando necesitaban algo de dinero. De hecho, en general los policías trataban de resguardar el orden en Polvos azules.

Me fui a casa con treinta películas en una bolsa negra y lágrimas en los ojos.

http://www.elboomeran.com/blog-post/117/9485/edmundo-paz-soldan/una-visita-a-polvos-azules/

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Cena a ciegas

Por Carolina Reymúndez

El Blindekuh es el primer restaurante del mundo donde se come a oscuras, y donde los únicos discapacitados son los videntes. Después de su apertura en Zurich, la moda de cenar en tinieblas llegaría a ciudades como Berlín, Viena, Buenos Aires. Son restaurantes donde los ciegos hacen de lazarillos. Al parecer, nunca se ve tanto como cuando no se puede ver.

Nunca llegué a ver a María Oddo, pero jamás olvidaré su risa despreocupada en ese instante negro, aun más negro que una noche sin pizca de Luna. La conocí en el otoño europeo, en Zurich, en la barra de un restaurante, el Blindekuh. Nunca la pude ver, pero pudimos conversar. Me preguntó si en Argentina hacía calor y si yo bailaba tango. Le pregunté si le gustaba su trabajo y cuánto hacía que se había quedado ciega. Estábamos a cada lado de la barra, separadas por un tablón con la temperatura de la madera. María Oddo atendía y me sirvió una copa de vino tinto. La imaginaba morena, crespa, con sonrisa de dentífrico pero también con algún diente torcido. La pensaba redonda, con la redondez de las mujeres de Botero, y joven, con esa juventud que queda para siempre en las fotos viejas. Ella se las arreglaba para que, al principio o al final de lo que contaba, su risa invisible inundara toda esa oscuridad.

Era el restaurante suizo Blindekuh, el primero en el mundo donde se come en tinieblas. A decir verdad, me sentí cómoda en la escena, tan cómoda como se puede estar en el chiringuito de la playa ideal, en buena compañía, bebiendo un trago, sin pensar en el tiempo. Había sólo una diferencia: el paisaje. Aquella noche con María Oddo no hubo más paisaje que un todo negro y amorfo. Blindekuh

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significa vaca ciega, y es la versión suiza de ese inquietante y divertido juego de chicos: la gallinita ciega. Hubo primero una imitación de él en Alemania (el Restaurante Oscuro de Berlín), y luego se expandió la idea a otros países. Blindekuh fue fundado por ciegos para los videntes que quisieran tener una cena sin vista, guiada por camareros ciegos, una especie de reeducación de los sentidos, el redescubrimiento de los olvidados oído, tacto, olfato y, sobre todo, buen gusto. Esa noche no ví nada: ni rendijas ni reflejos. Ni siquiera la luz de mi reloj. La oscuridad, tenebrosa, también fue un bálsamo.

***

A las seis de la tarde llego al Blindekuh, y me divierte pensar que en unos minutos estaré cenando. Todavía falta para escuchar la risa clara de María Oddo, para tocar el cristal frío de una copa de tallo largo, para oler el chocolate amargo que más tarde se meterá por el túnel de mi garganta. Hace un rato caminaba bajo la lluvia en Seefeld, un barrio residencial y elegante de la ciudad más alemana de Suiza: Zurich es millonaria, cosmopolita y nublada.

—Acá no vemos el sol. Acá venimos a hacer plata —me dijo en un perfecto alemán el turco que me traía del aeropuerto a la ciudad.

El Blindekuh queda en Mühlebachstrasse 148, en el interior de una antigua iglesia luterana de Seefeld. En la entrada hay un cartel negro impreso con letras blancas: "Sólo con el corazón se puede ver bien". En el portal de madera, se acerca un perro labrador. Me rodea y husmea antes de que un hombre robusto que está detrás del mostrador lo llame: el labrador responde al nombre de Panko. Más tarde sabré que Urban Hartmann, ese hombretón con barba y cabello largo y blanco, era camionero cuando perdió la vista en un accidente de carretera. Hoy es parte del equipo de veinte empleados ciegos y diez que sí pueden ver en el Blindekuh. Tienen distintas capacidades y cobran lo mismo, pero aquí los discapacitados son los videntes.

Ahora espero unos minutos en el hall despojado y silencioso, donde el mundo de la luz todavía anda encendido. De una pared cuelgan tres pizarrones negros con los platos del día escritos en tiza. Ahí los ves y piensas en qué quieres comer; adentro la camarera te los repite, pero ya no los ves más. Sopa al curry, ciervo con repollitos de bruselas, penne rigatti a la scarparo. De postre: torta de chocolate, pie de manzana o frutas. Se acerca una chica rubia, alta, suiza. Lleva el cabello atado, un delantal azul y los ojos sin pupilas, blancos.

—Soy Anneliese, su camarera. Vamos a pasar al restaurante.

Anneliese Müller me pide lo que siempre pide: apagar teléfonos celulares, quitarse relojes si tienen luz, deshacerse de encendedores. Prohibido fumar en el Blindekuh.

—Apoyen sus manos en mis hombros y déjense llevar. Si durante la comida me quieren pedir algo, sólo griten mi nombre.

La camarera sin pupilas está parada en el codo de penumbra que precede al salón comedor. Me acompaña Adrian Schaffner, el manager de Blindekuh. Regla número uno: la confianza ciega es la base para pasarla bien. Anneliese Müller tiene veintitrés años y, además de trabajar en el restaurante, estudia lenguas: alemán, inglés y francés. Me apoyo en sus hombros más blancos que azúcar impalpable y desaparecemos en la oscuridad. Desde este instante no volveré a ver por unas horas. Anneliese Müller zigzaguea y un río de voces se agiganta en el espacio insondable. Camino a tientas con pasos de plomo.

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—La vista les da el balance para moverse. Ahora ya no la tienen, así que atención a los sonidos —dice ella, y me aferro a su voz como un ciego de su bastón.

***

Mientras mastico este espacio negro entre mi ceguera y la mesa adonde me lleva la camarera, recuerdo a una compañera de la universidad y su bastón de metal. Varias veces la ayudé a subir la escalera tomándola del brazo. Ella me explicó que prefería sujetarme, porque de lo contrario se iba a sentir insegura. Me contó que el punto de referencia para un ciego es la pared, que el bastón se usa con la mano derecha, que no se debe levantar más de diez centímetros, que se pierde la noción de las irregularidades del terreno al paso, que es posible golpear a alguien. Mi amiga de la universidad no era muy alta. Tenía los pómulos salientes, los ojos muy hundidos. En las clases tomaba apuntes en braille, un formato de escritura en relieve basado en la combinación de seis puntos distribuidos en dos columnas de tres. Desde que V. Hauy y L. Braille descubrieron los alfabetos que ahora llevan sus nombres, se multiplicaron los progresos técnicos en favor de los ciegos. Mi amiga invidente se graduó sin problemas. Nunca más la vi.

Recuerdo que cada vez que nos despedíamos después de una clase no podía evitar decirle: "¡Nos vemos!". De inmediato advertía mi propia falta de tacto y me maldecía en silencio. Hasta que un día me dijo: "No te preocupes. Yo también digo nos vemos". Ahora mismo, no sé por qué ella, Anneliese Müller, la camarera de Blindekuh, me ha hecho recordar a mi ex compañera de la universidad. Tal vez porque ambas son ciegas y uno no conoce a demasiados ciegos en la vida.

En Blindekuh se invierten los papeles y todos somos ciegos al menos por unas horas. Los necesitamos para no tropezarnos y estropearlo todo. Hay en el mundo unos doscientos millones de ciegos y disminuidos visuales que recorren a tientas un universo que es visual. Andan por él como pueden, como los dejamos. Quizá les damos el brazo para cruzar la calle. Quizá miramos para otro lado. El disparador de este exitoso restaurante fue una exhibición que se hizo en Zurich. Se llamó Diálogo en la oscuridad y recreaba situaciones en las que personas ciegas guiaban a otras que podían ver. La muestra tuvo tanta acogida que Jorge Spielmann, un pastor ciego que atendió un bar oscuro en aquella ocasión, se inspiró y abrió el Blindekuh junto a tres amigos invidentes.

—Además de darle trabajo a los ciegos, los que ven pueden apreciar la habilidad que significa moverse en la oscuridad —me dice Schaffner.

Para él fue un desafío mudarse del glamour de un restaurante cinco estrellas a uno en el que no se ve absolutamente nada. Schaffner tiene cerca de cincuenta años y es un gourmet flaco. Se define como un hombre muy visual y detallista. Sus inquietos ojos azules, que saltan atentos de un lado otro, lo confirman. Lo conocí por e-mail, cuando yo andaba en Buenos Aires y me dijeron que iría a Suiza por trabajo. Sabía de Blindekuh por una amiga argentina que se casó con un suizo y vive en Zurich. Busqué la página en Internet y mandé un mail "a quien corresponda" pidiendo conocer el lugar. Schaffner me respondió diciéndome que estaría encantado de recibirme. Durante la cena a oscuras me enteraría de que son tantos los periodistas que llegan a Blindekuh que él nunca come con ellos. Pero le pareció muy exótico que viniera desde Argentina y decidió acompañarme.

—Todos los artículos que salieron de Blindekuh suman más de un millón de dólares en publicidad que, como ves, no fue necesaria —me dice Schaffner.

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Trabajó años en el restaurante de su padre y luego en otros de gran categoría, pero nunca a oscuras. Siempre le gustó que las mesas estuvieran perfectas, ni una sola arruga, todo en su lugar. Parte del trabajo de Schaffner era corregir a los camareros. Siempre estaba atento a cada movimiento, como un espía, sin pestañear, para que todos se sintieran en casa.

—Acá no puedo. Tuve que olvidarme del control tal como lo conocía. Aprendí a confiar en ellos, a entender que son sus propios jefes —me dice con su voz grave, en la noche de Blindekuh.

***

La oscuridad es húmeda y da frío. Anneliese Müller me deposita en una silla. Lo mismo hace con Schaffner. No veo nada. Ni mis manos, ni las dimensiones de este lugar. Ni al hombre que tengo enfrente. Estoy tiesa frente a una mesa. Esto da un poco de miedo. De ser cierto lo que dicen, que el ochenta por ciento de los estímulos normales son visuales, en este preciso instante percibo el mundo con lo que me queda. Me siento incómoda, encerrada, hasta que mis manos dan el primer paso y deciden ver adónde estamos. Mantel de algodón, cubiertos fríos, servilletas grandes, dos copas y una mesa larga, de madera. Ahora salen mis oídos: se escuchan voces muy cerca. Son dos parejas que hablan en francés. Estiro el brazo lentamente, tímida, y compruebo que la mesa continúa aquí. Apenas unos centímetros más allá hay una camisa, un reloj, pelos, ah, un brazo. Disculpe, señor.

Las mesas son alargadas para que los camareros se muevan más cómodos. En cada una se sientan de seis a ocho personas, me explica el encargado. Blindekuh se inauguró a fines de 1999 y tuvo repercusión no sólo en Suiza, sino en el resto del mundo. Schaffner me dice que le llegan reservas de todas partes y que no siempre las pueden admitir porque no se dan abasto. Si hoy pidieran una mesa dos personas para cenar, la fecha más cercana que le daría la computadora es hasta dentro de casi un año. El restaurante abre al mediodía y por la noche, y en cada turno se sirven setenta cubiertos. El último mes, dos mil quinientas personas vivieron esta experiencia de comer sin ver.

Regla número dos: cruzar la barrera del miedo, relajarse. Pido vino, un tinto español de La Rioja. A cuentagotas, como si estuviera haciendo la digestión, el cuerpo absorbe la oscuridad y la vista se acostumbra al negro. Ahora veo la vida en negro, acaso más que un ciego. No traer a Borges a un relato sobre los ciegos sería políticamente incorrecto. En una conferencia, el escritor disertó sobre su "modesta ceguera personal", una ceguera total de un ojo y parcial del otro. Dijo que la gente se imaginaba al ciego encerrado en un mundo negro, pero que no era así: "No es la noche que la gente se imagina". La ceguera, según Borges, es un mundo oscuro, con rojos, neblinas verdosas y vagamente azuladas. Eso veía él. Pero yo, desde mi silla de madera y en este episodio de ciega, apenas distingo un negro profundo, sin interrupciones. En Blindekuh, sin duda, Borges vería más, pero no sé si lo disfrutaría tanto. Los que lo conocieron dicen que era un tipo aburrido para comer, que no salía de la sopa de arroz, del bife con ensalada y de su arroz con leche.

Era hora de improvisar ante lo desconocido y, como tratando de nombrar los instrumentos de una orquesta delirante, empecé a jugar conmigo. ¿Campanas? No, el ruido que escuchaba era más sutil. Eran cascabeles. Los llevan los camareros en las rodillas, para no tropezarse entre ellos. Detrás de ese sonido dulce suelen pronunciar un achtung ultraalemán. Quiere decir "cuidado" y es parte de su código, una especie de semáforo que deja pasar al que viene mientras espera el que va. Suena extraño tanto orden en una habitación negra, pero alguna lógica debe tener. En este restaurante no se rompen tantos platos ni vasos.

—Igual que en cualquier otro, uno cada tanto —me recuerda Schaffner.

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Risas. Después de los cascabeles se escuchan mil risas. Graves, agudas, esdrújulas. Nerviosas. De hombres y de mujeres. Resfriadas, abiertas, tímidas, exageradas. Risas que se acercan y se alejan, como las olas. Enlatadas, ahorcadas. Risas en fin. No veo pero escucho, toco, huelo, gusto. Los sentidos se desperezan, se confunden y se excitan.

—Aquí está el vino. Voy a apoyar la botella en el centro de la mesa, las copas están a su derecha, disfruten —dice la camarera.

Ella me habla clara y pausadamente, como les hablan las madres a los chicos. Aunque acabo de conocerla, cuando la voz de Anneliese Müller está cerca me siento en casa. Ahora tomo la botella de vino. Me parece tan pesada. Recorro el borde fino de la copa de cristal, calculo dimensiones y sirvo. Nunca sabré cuánto, pero enseguida se repite la operación. La mesa es de madera y está barnizada. El pan tiene gusto a cereales que me raspan el paladar. ¿De qué color serán las servilletas? El vino se oxigena en mi nariz grande. Huelo a madera, chocolate, alguna nota de tabaco, un toque de canela también.

Dan ganas de caminar en la oscuridad, y le pido a Schaffner que me lleve a la barra. Me tomo de sus hombros altos y flacos, y enseguida estamos ahí. Este movimiento es una excepción porque en el Blindekuh, teóricamente, nadie puede andar a sus anchas pululando por la oscuridad. Es peligroso. Pero me tomo esta licencia y llego hasta María Oddo, la de la risa clara y despreocupada, que ahora apoya mi copa de vino en la barra. Desde la cocina, por un intercomunicador, le avisan que los espaguetis de la mesa cinco están listos. María Oddo se quedó ciega por una enfermedad. Hoy está en el restaurante porque un compañero de Blindekuh no pudo venir, pero suele trabajar en la oficina, frente a una computadora ideada por Accesstech, una empresa suiza que fabrica software para ciegos. Además de tener un teclado en braille, la máquina le lee los e-mails por medio de un micrófono. Ella toma reservas, habla con proveedores, es ágil y efectiva. Si uno no supiera que es parte del equipo de Blindekuh, jamás adivinaría que es ciega.

***

¿Quién adivinaría que Erik Weihenmayer, uno de los que ha alcanzado la cima del Everest, es ciego? Ciego desde los trece años. Weihenmayer fue el primer invidente que alcanzó la cima del Everest. Él y su equipo invirtieron más de dos meses en culminar esta mítica montaña, dentro de la Everest Expedition 2001 que organizó la Federación Nacional de Ciegos Estadounidense. María Oddo no sabe su historia, pero también es valiente y tiene una percepción distinta de qué es ser ciego. El año pasado, por ejemplo, se fue sola de vacaciones a Grecia. Sola. Aunque, probablemente, ser ciego en el Primer Mundo sea muy distinto a ser ciego en Argentina, el Perú o la India. En Buenos Aires, el grupo Ojcuro presenta el espectáculo teatral La isla desierta, de Roberto Arlt, sin luz, durante toda la obra. Es una decena de ciegos o gente con resto visual que trabaja con algunos compañeros que ven y llevan al espectador de viaje. Aun sentado, aun a oscuras, uno transita por playas desiertas, mercados de la China, océanos salvajes y olvidadas tierras orientales con mujeres bellas y voluptuosas y hombres tatuados y valientes. No es fácil conseguir sitio para ver a Ojcuro. Las funciones están siempre agotadas. Cecilia D'Aquino, una de las actrices que ve y que actúa en esta obra, me dijo que ella se siente muy cómoda en la oscuridad.

—Es como estar en el agua —me dijo, mientras se pintaba los labios, antes de salir a un escenario tan negro como el del Blindekuh.

***

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Regla número tres: desapurarse. Tomarse todo el tiempo del mundo para comer, sentir, estar vivo. El chef del Blindekuh, Thomas Haeni, no es ciego, pero es discapacitado visual. Igual el hombre se las rebusca para desmitificar eso de que la comida entra por los ojos. Me recuerda que en un restaurante cualquiera los colores son fundamentales, pero que en el Blindekuh no valen. Queda entonces combinar texturas, verduras con carnes y especias en busca de lo más agradable. A mi mesa llega la sopa, que me parece la más caliente y aromática de todas las sopas que he probado en mi vida. Es espesa, consistente. Después de la primera cucharada diría que es de arvejas, pero la segunda le abre la puerta al puerro y a la zanahoria. La tercera me lleva a la India, a esas mezclas o "masala" llenas de jengibre, clavo de olor y ají picante.

Me sabe a delicia. En eso estoy, viajando con los restos de especias que se acodaron en mi paladar, cuando Anneliese Müller retira el cuenco de sopa y apoya sobre mi mesa otro plato, grande y lleno, como lo serviría una tía que nos quiere hacer engordar. El ciervo es tierno y de gusto intenso. Me trae algunos problemas prácticos pescarlo con cuchillo y tenedor, y más de una vez es necesario recurrir a las manos para establecer los límites del bocado de carne que me llevo a la boca. Incluso, ahora mismo, estoy tirando con manos y dientes para ver si corto este pedazo de una vez. Menos mal que está oscuro, me consuelo.

Mientras tanto, Schaffner usa la palabra. Usa la oscuridad como cómplice para confesarme que más de una vez extraña la luz, las mujeres y los hombres hermosos y el brillo de los restaurantes de lujo. Pero estos fideos son un lujo, pienso, y me doy cuenta de que no había almorzado. Tienen unas gotas de oliva extra virgen y están resbaladizos. Se me quieren escapar, pero los mantengo a raya. Están tan ricos mezclados con repollitos de Bruselas y unos copos de orégano. En fin, el gusto de los platos es exquisito, aunque no se vea nada. No podría ser de otra manera en un lugar exótico frecuentado por gourmets europeos que pagan por una experiencia insólita, pero también por una excelente comida. Me dicen que lo ganado se reinvierte en una fundación de ayuda para ciegos que está detrás del Blindekuh, lo que resulta del mero placer que da comer a oscuras unos treinta dólares por persona. Si estos se multiplican por los miles de clientes que lo visitan por mes, uno llega a la conclusión de que ha sido un negocio clarividente. Me despierta la voz de Schaffner.

—Estamos a punto de inscribirnos en el Slow Food Club, una sociedad italiana que defiende el placer del buen comer y se tira en contra del concepto de fast food.

Brindamos por el gusto, y por esta torta de chocolate que me devoro con confianza ciega. Se parece a mi novio: tiene una capa crocante y el corazón blando. Es una marquise bien amarga y, como corresponde a un restaurante cinco tenedores, siento que tiene una hoja de menta fresca arriba. Al perder la vista, uno se olvida de la compostura que se exige en un lugar de este tipo y se libera. (Me pregunto si existirá un manual de buenos modales para ciegos). Y uno come con hambre y con gusto y con bigotes de chocolate y dedos manchados. Todas esas licencias de las que usualmente nos privan esos respingados restaurantes cinco tenedores.

Si mi madre viera mi voracidad, pensaría que tengo un antojo irrefrenable o que en Suiza me volví loca. Pero por suerte no está, aunque de repente siento sus ojos inquisidores en la nuca y me limpio con la servilleta. Ya me está gustando esto de la oscuridad. Me siento libre y deseo que el tiempo de no ser vista dure un rato más. Total, sé que soy ciega de prestado. Pero mala suerte: antes que después, la carroza se convierte en zapallo. Puntualmente, a las veintitrés horas y media, los ciegos del Blindekuh tienen una camioneta que los lleva a la estación de trenes más cercana, desde donde abordan el transporte que los lleve hacia sus casas. En Suiza hay quinientos mil ciegos que se mueven cómodos en una sociedad que los acepta y ayuda. Blindekuh me devuelve a la luz de la noche.

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Ahora camino lentamente hacia mi hotel. Ya casi no llueve en Zurich, pero sigue nublado. Cada tanto pasa algún ómnibus medio vacío. No puedo dejar de pensar en esas horas negras: Blindekuh es un happening, la experiencia perfecta para los que buscan nuevos sabores, pero es también hacer turismo por la ceguera: ilumina una realidad a la que le cerramos los ojos. Es un informe sobre ciegos, que no llega a bajar al sórdido mundo de un barrio, como en una novela de Sábato. El informe de ciegos de Blindekuh es más simple, pero tiene la incomodidad a veces tenebrosa de que cada uno debe convivir con su propio ciego por un rato. De camino al hotel pienso en cómo contaré lo que no vi. Creo que empezaría con la risa de María Oddo, esa que imaginé tan clara y despreocupada. Luego seguiría con la oscuridad. Desde que salí de Blindekuh tengo un recuerdo negro, que no es triste. Nada que ver. Simplemente es negro, como la suma de todos los colores. –

http://www.letraslibres.com/revista/convivio/cena-ciegas

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El periodista, la objetividad y el compromiso

Por: Pascual Serrano

Los teóricos neoliberales centran su análisis sobre la información en la necesidad de elementos como

la imparcialidad, la objetividad, la independencia, la neutralidad... El ejemplo más claro de que, en

términos absolutos, no existe la neutralidad informativa se evidencia desde el momento en que se elige

lo que es noticia1. Cuando un periódico selecciona como noticia principal de portada la concesión de

un oscar en Hollywood o un informe de Amnistía Internacional, está tomando una posición editorial

determinada. Ya dijo Ryszard Kapuscinski que no puede ser corresponsal quien “cree en la objetividad

de la información, cuando el único informe posible siempre resulta personal y provisional”.2

Algo similar podríamos decir del concepto de equilibrio

informativo. El veterano periodista experto en Oriente

Medio Robert Fisk criticó ese falso discurso del

equilibrio y afirmó que “los periodistas deberíamos estar

del lado de quienes sufren. Si habláramos del comercio

de esclavos en el siglo XVIII, no le daríamos igualdad de

tiempo al capitán del navío de esclavos en nuestros

reportes. Si cubriéramos la liberación de un campo de

concentración nazi, no le daríamos igualdad de tiempo

al vocero de las SS”3. José Ignacio López Vigil ha

dedicado toda su vida al periodismo comunitario en América Latina, al lado de la gente pobre y

sencilla. Él también reivindica el compromiso frente a las injusticias:

Frente a un panorama tan cruel, ninguna persona sensible, con entrañas, puede permanecer

indiferente. Es hora de poner todos nuestros esfuerzos personales, toda nuestra creatividad, para

mejorar esta situación. No caben mirones cuando está en juego la vida de la mayoría de nuestros

congéneres, incluida la del único planeta donde podemos vivirla4.

López Vigil va todavía más lejos:

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Ni el arte por el arte, ni la información por la información. Buscamos informar para inconformar, para

sacudir las comodidades de aquéllos a quienes les sobra y para remover la pasividad de aquéllos a

quienes les falta. Las noticias, bien trabajadas, aún sin opinión explícita, sensibilizan sobre estos

graves problemas y mueven voluntades para resolverlos5.

No faltan periodistas jóvenes de última generación que también reniegan del mito de la equidistancia,

como Olga Rodríguez, curtida en los conflictos de Oriente Medio: “huyo de la equidistancia porque

creo que es una trampa: no se puede tratar igual al que bombardea que al que es bombardeado, al

invasor que al invadido, al opresor que al oprimido... Vivimos en un mundo plagado de desigualdades,

injusticias y desequilibrios y creo que una de las misiones de los periodistas es buscar que la balanza se

equilibre”6. Decía el poeta español Gabriel Celaya, “maldigo al poeta que no toma partido”, y hoy el

recién fallecido ensayista estadounidense Howard Zinn afirma que “no se puede ser neutral viajando

en un tren en marcha que se dirige a un despeñadero”.

El historiador Paul Preston recoge en su libro “Idealistas bajo las balas”, el sentimiento que vivieron

los corresponsales de prensa extranjeros destinados en España durante la guerra civil7. Según Preston,

“no se trataba sólo de describir lo que presenciaban. Muchos de ellos reflexionaban sobre las

consecuencias que tendría para el resto del mundo lo que sucedía entonces en España. (…) se vieron

empujados por la indignación a escribir en favor de la causa republicana, algunos a ejercer presión en

sus respectivos países y, en unos pocos casos, a tomar las armas para defender la República”. Preston

deja bien claro que ese activismo no fue “en detrimento de la fidelidad y la sinceridad de su quehacer

informativo. De hecho, algunos de los corresponsales más comprometidos redactaron varios de los

reportajes de guerra más precisos e imperecederos”8.

La percepción del periodismo como un compromiso con los oprimidos ha inspirado a lo más valioso de

nuestra profesión, quienes, a diferencia del hipócrita discurso dominante actual, han reivindicado esa

responsabilidad. Desde el cubano Pablo de la Torriente Brau al británico Robert Fisk o el franco-

español Ignacio Ramonet. Recordemos que iniciativas tan justas y loables como la creación de un

impuesto para las transacciones financieras especulativas (la Tasa Tobin), el apoyo a los Foros Sociales

Mundiales o el combate al Acuerdo Multinacional de Inversiones (AMI) surgieron en medios de

comunicación de indiscutible prestigio como Le Monde Diplomatique. También lo han entendido así

muchos fotoperiodistas profesionales: “Me molestan ciertas etiquetas, como cuando me dicen que soy

un periodista solidario. Para mí el periodismo es compromiso”9, afirmó el fotógrafo Gervasio Sánchez,

Premio Nacional de Fotografía en España. El fotoperiodista todavía va más lejos: “Si yo fuera alguna

vez decano de una facultad de Periodismo eliminaría una palabra: 'objetividad', la quitaría, rechazaría

y quemaría”10.

El periodista siempre tendrá la tentación de dejarse llevar por los oropeles palaciegos, bien por razones

económicas, por sumisión al poder, o simplemente por la tendencia a considerar más veraz y valiosa la

información sólo porque procede de la moqueta y el esplendor de los centros del poder. Pero hay que

recordar que tenemos una obligación social, un compromiso, una especie de juramento hipocrático

que consiste en sacar a la luz, en informar, sobre tantas y tantas luchas de hombre y mujeres que

combaten por su supervivencia y dignidad. Como dice Kapuscinski en su obra El Sha, debemos

reivindicar “las palabras que circulan libremente, palabras clandestinas, rebeldes, palabras que no van

vestidas de uniforme de gala, desprovistas del sello oficial”. Por eso cuando en una guerra un jefe

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militar nos anuncie una liberación le preguntaremos a la señora que salió a comprar el pan en la zona

recién liberada; mientras el ministro nos esté enseñando el nuevo hospital inaugurado, acercaremos el

micrófono al anciano que se encuentra en la sala de espera, y durante la pomposa inauguración de la

industria de vanguardia tecnológica interrogaremos al obrero por su paga.

Tal como sucedió a los periodistas decentes que cubrieron la guerra civil en España, es necesario sentir

en la piel el destino de los desfavorecidos para comprender cuál es el lugar del periodista.

El verdadero periodismo es intencional, a saber: aquél que se fija un

objetivo y que intenta provocar algún tipo de cambio. No hay otro

periodismo posible. Hablo, obviamente, del buen periodista. Si leéis los

escritos de los mejores periodistas -las obras de Mark Twain, de Ernest

Hemingway, de Gabriel García Márquez-, comprobaréis que se trata

siempre de periodismo intencional.11

El discurso de la neutralidad se utiliza inteligentemente desde los medios

de comunicación neoliberales. Basta con observar los nombres con los

que gustan denominarse en sus cabeceras: El

Imparcial, Informaciones, ABC, La Nación, El Mundo, El País, La

Razón. Todos son asépticos y neutrales, como desean que creamos que

son sus contenidos. Su celo por aparentar ausencia de ideología les lleva

incluso a prohibir a sus periodistas que tengan ideas hasta fuera de la

redacción, en su vida privada.

La ciudadanía se indigna ante cualquier intento de dirigismo político e ideológico. Sabedores de eso, la

estrategia actual de los medios es disimular a toda costa la intencionalidad para que pase inadvertida a

las audiencias y pueda ser efectiva. El objetivo es proporcionar (u ocultar) al lector, oyente o

espectador determinados elementos de contexto, antecedentes, silenciamientos o métodos discursivos

(en el caso de los medios audiovisuales las posibilidades son infinitas) para que llegue a una conclusión

y posición ideológica determinadas, pero con la percepción de que es el resultado de su capacidad

deductiva y no del dirigismo del medio de comunicación. De ahí la importancia de denunciar las falsas

objetividades y neutralidades para dignificar un periodismo de principios y valores.

Los grandes medios comerciales hablan de neutralidad periodística mientras tienen periodistas

empotrados entre las filas del ejército estadounidense en Iraq, de pluralidad informativa cuando sus

redactores no salen de la sala de prensa de la Casa Blanca y nunca han visitado un suburbio de

Washington o Nueva York, de imparcialidad mientras siguen estigmatizando en sus informaciones a

los gobiernos que cometen el delito de recuperar sus recursos naturales de las manos de

transnacionales. Alardean de objetividad, pero sus páginas y espacios informativos se reservan al

oropel, el lujo y el glamour de famosos y grandes fortunas que identifican de esta forma como modelos

a admirar.

No es verdad que los medios de comunicación comerciales sean soportes neutrales de información.

Ellos militan y hacen apología de un modelo económico concreto en el que se desenvuelven y del que

obtienen beneficios, bien para su propia empresa o para la casa matriz accionista. Frente a ello, no se

trata de que desde el compromiso del periodista el periodismo se convierta en panfleto, la ciudadanía

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rechaza los intentos de un periodismo militante que no aporta rigor ni información contrastada y sólo

incluye ideología. Lo que reivindicamos es la recuperación de la dignidad y el servicio a la comunidad,

a la justicia social, a la soberanía de los pueblos y a las libertades. No será periodismo si no se hace así,

como no es medicina curar sólo a quienes tienen dinero para pagarla. No se debe confundir

periodismo comprometido con servir incondicionalmente a un partido político o a un gobierno con el

que se simpatiza. El compromiso es con unos principios y unos valores no con unas siglas o un

determinado órgano de poder. Y, sobre todo, dar la voz a quienes tantas veces tienen vetado el acceso a

los medios de comunicación. La escritora Elena Poniatowska en su libro “La noche de Tlatelolco”12,

recogió la masacre de cientos de estudiantes que protestaban en la plaza de ese mismo nombre, en la

ciudad de México, el 2 de octubre de 1968. Para ello se dedicó a transcribir textualmente los

testimonios de los afectados y ordenados cronológicamente. Sin duda se trata de un periodismo

incompleto -hay elementos y datos que no se pueden ofrecer mediante testimonios-, pero es un

ejercicio magnífico de dar la voz a la gente.

En muchos foros los profesionales insisten en que su capacidad de maniobra para practicar un

periodismo comprometido con valores distintos de los impuestos por el mercado es muy limitada. Es

verdad, pero es imprescindible que todo periodista ponga al servicio de esos ideales sus conocimientos

y su trabajo si quiere que la decencia sea emblema e insignia de su vida y su profesión, y

probablemente deba ser fuera de su puesto de trabajo en un medio de comunicación comercial. No se

trata de militancia, sino de de decencia. La decencia es lo que diferencia al biólogo que trabaja para

una gran empresa de transgénicos o para una organización ecologista, al abogado que defiende los

intereses de una multinacional o los de los trabajadores que exigen un sueldo justo, al militar que

dispara contra el pueblo refugiándose en órdenes de superiores o al que combate al lado de la gente.

Ninguno de ellos puede ser neutral, ni imparcial, ni objetivo.

http://www.saladeprensa.org/art1002.htm

La verdad en el periodismo (extractos) Por: Federico Campbell

“Un hecho es como un saco: no se mantiene

en pie si no le metemos algo dentro”.

Luigi Pirandello

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La traición de las imágenes (Esto no es una pipa) 1928/29. Los Angeles, County Museum, René Magritte.

Claro que la verdad es un problema filosófico (…) Pero en una dimensión más terrenal, podría

convenirse en que la verdad periodística es la misma que expresa un testigo al establecer una

coincidencia entre lo dicho y lo hecho.

“Nosotros no publicamos la verdad. Publicamos lo que nos dicen que es la verdad o lo que leemos

como verdad en un documento”, suelen decir muchos colegas. Y ciertamente en este aspecto la labor

del reportero se parece mucho a la del notario. A ninguno de los dos les pueden constar siempre las

cosas. Toman nota y señalan la fuente.

¿Podría el trabajo del periodista ser parangonable al del juez? No. Para los jueces la relación de los

hechos o la verdad factual no tiene mucha importancia. Lo que procuran, para hacer justicia, es que se

ajusten las pruebas –o los indicios en su conjunto como plena prueba- a la “norma”. Es decir, lo que les

dicta su oficio es abonar la “verdad jurídica”, trabar bien el enlace lógico natural entre la verdad

conocida y la verdad que se busca. Y no siempre su sentencia se acopla a la verdad de los hechos.

Verdad, objetividad y veracidad – Apuntes

“Las cosas no son cómo las vemos, sino cómo las recordamos”.

Ramón del Valle Inclán

-La verdad no es por sí misma evidente ni simple.

-La verdad es una característica de las proposiciones o enunciados; no es una característica, en

cambio, de los conceptos, que no son verdaderos ni falsos.

-Un hecho es un fenómeno; una verdad es la explicación ideal de los hechos. Así, lo que un presidente

del Gobierno manifiesta es un hecho; en cambio, lo que la frase manifestada significa (entre otras

cosas, por qué y para qué lo dijo) compete a la verdad.

-Conocer qué sucedió es conocer los hechos, pero comprender qué sucedió es asunto de la verdad.

-El hecho es aquello que el periodista observa; informar de los hechos es informar de lo que el

periodista ve y oye. Por ende, la verdad no es un hecho, es más amplia que el hecho.

-Nuestra percepción es selectiva, reforzada por nuestros valores, actitudes y creencias. Es una

tendencia que se acentúa cuando dejamos de percibir el objeto y empezamos a recordarlo.

-La objetividad busca una validez universal de los hechos.

-La subjetividad es el punto de vista del observador (periodista).

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-La subjetividad es el único medio de interpretación posible. Por tanto, la objetividad es una utopía

inalcanzable.

-El periodista se aproxima a los hechos para averiguar su sentido, a sabiendas de la falibilidad de su

juicio individual.

-No hay observación sin interpretación. El problema de la verdad en la información empieza con la

relación entre el observador (periodista), el mensaje y su destinatario.

-La objetividad en el periodismo es la “voluntad” de transmitir fielmente un mensaje a un receptor

mediante un código lingüístico. Esta dimensión de la objetividad se conoce como veracidad.

-El informador debe decir aquello que piensa que ha ocurrido, y no algo diferente o contrario. Es decir,

ser veraz, imparcial y honesto.

-La veracidad se sustenta en tres hechos: 1) Respecto al hecho mismo, 2) A la conciencia del

informador y 3) A su capacidad de hallar la verdad.

El estilo del periodista GRIJELMO, Álex

“Dónde reside la interpretación”

¿En qué elementos sintácticos o morfológicos reside la

interpretación? En todos, si bien normalmente anida en los

verbos, los adjetivos y los adverbios. Pero atención: también en

estos elementos puede introducirse el juicio de valor y la opinión.

El verbo: “El ministro se extendió en los problemas de la pesca y

aventuró que en septiembre habría acuerdo con Canadá”.

Tanto “se extendió” como “aventuró” forman parte de la frase

informativa, puesto que constituyen la acción que se retrata, y a la

vez trasladan interpretaciones del periodista (por tanto, forman

un ejemplo perfecto de cómo ha de escribirse la crónica). En un

texto puramente noticioso, de agencia, la frase podía ser: “El

ministro habló una hora sobre los problemas de la pesca y

prometió que en septiembre habrá acuerdo con Canadá”.

La interpretación en el verbo se hace muy aconsejable en las noticias de declaraciones. A menudo nos

encontramos en ellas expresiones corno “aseguró”, “dijo”, “aseveró”, “prosiguió”, “afirmó”, “agregó”...

verbos que indican solamente que alguien estaba en el uso de la palabra. Pero podremos sustituidos

por conceptos más ricos, siempre que se adapten a la realidad de los hechos: “espetó” (cuando algo

causa sorpresa o se ha dicho de manera tajante), “resaltó” (cuando ha puesto énfasis, en esa frase),

“anticipó” (cuando el personaje ofrece una primicia), “lamentó” (cuando el protagonista se conduele

por lo que dice), “bromeó”, “ironizó”. “Precisó, “matizó”, “enfatizó”... Toda esta colección de verbos da

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mayor riqueza a lo que se cuenta, interpretan la actitud del declarante y hacen más amena la

información.

El adverbio: “El ministro habló largamente sobre los problemas de la pesca y, sorprendentemente,

prometió para septiembre un acuerdo con Canadá”.

Los adverbios son los adjetivos de los verbos, y por tanto esconden siempre una cierta visión -o

calificación- personal. Por eso hay que tener cuidado, cuando se escriban crónicas, con todos aquellos

adverbios que Impliquen un juicio de valor, un análisis de intenciones o, sobre, todo, una

descalificación. Por ejemplo: “El ministro habló machaconamente sobre la pesca e, increíblemente,

prometió para septiembre un acuerdo con Canadá”. (Esto ya no sería una crónica, sino un artículo o un

editorial).

Los adjetivos: “El ministro hizo un largo discurso sobre la pesca, y prometió para septiembre el

deseado acuerdo con Canadá”.

Sirven también aquí las consideraciones sobre los adverbios y los juicios de valor. Insistimos, en que

una crónica no debe incluir sentencias, sino descripciones de, los hechos. Y los adjetivos expresados en

este ejemplo sí encajarían en el género. El adjetivo no representa un elemento desechable porque sí.

Muchos adjetivos pueden dar riqueza a una descripción: “El nuevo ministro es un hombre enjuto”,

“Induraín usó una bicicleta ultramoderna”, “la ministra vive en una casa desvencijada”, “el entrenador

acometió una actuación desesperada”... El problema se plantea cuando en el adjetivo incluimos un

juicio moral: “el nuevo ministro es un hombre tacaño”, “Induraín usó una bicicleta desastrosa”, “la

ministra tiene una casa incensada”, “el entrenador acometió una actuación equivocada”... Estos

adjetivos no corresponden ya a una crónica, sino a un artículo de opinión o a un editorial.

-------------------------------------------------------------------------------------------------------------- La construcción de la noticia El periodista es el autor de un mundo posible que se manifiesta en forma de noticia. En la construcción de la noticia intervienen tres mundos distintos e interrelacionados: -El mundo “real”: La fuente que produce los acontecimientos que el periodista utilizará para confeccionar la noticia. Los hechos, datos y circunstancias que son conocidos por el periodista. -El mundo de referencia: Aquel en que se encuadra el acontecimiento del mundo “real” para darle un significado contextual. El marco cultural en que se encuadran los hechos para su mejor comprensión. -El mundo posible: El que construye el periodista teniendo en cuenta el mundo “real” y un mundo de referencia escogido siguiendo las marcas pertinentes. Es el modelo narrativo que se construye a partir de los otros dos mundos.

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Muerte a las puertas del Paraíso La Vanguardia, 1 de octubre de 2000

Un cadáver en la playa. Una pareja de bañistas observa indiferente el cuerpo de un inmigrante ahogado en la playa de Zahara de los Atunes. Más de 260 cadáveres de inmigrantes han sido contabilizados por Protección Civil en esta parte de la costa de Cádiz en lo que va del año. (Foto: Javier Bauluz).

Vista general sobre la playa – Arcadi Espada

Izquierda: Vista general sobre la playa, © Javier Bauluz. Fotografía publicada por La Vanguardia el 2 de marzo de 2003. Derecha: Infografía de la fotografía de Javier Bauluz Vista general sobre la playa, en que se aprecia tanto el foco, dirección y sentido aproximados en que fue tomada, como el encuadre en que fue publicada por primera vez por La Vanguardia. *********************************************************************************************

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Un resplandor silencioso – John Hersey (Extracto de “Hiroshima”)

Exactamente a las ocho y quince minutos de la mañana, hora japonesa, el 6 de agosto de 1945, en el momento en que la bomba atómica relampagueó sobre Hiroshima, la señorita Toshiko Sasaki, empleada del departamento de personal de la Fábrica Oriental de Estaño, acababa de ocupar su puesto en la oficina de planta y estaba girando la cabeza para hablar con la chica del escritorio vecino. En ese mismo instante, el doctor Masakazu Fujii se acomodaba con las piernas cruzadas para leer el Asahi de Osaka en el porche de su hospital privado, suspendido sobre uno de los siete ríos del delta que divide Hiroshima; la señora Hatsuyo Nakamura, viuda de un sastre, estaba de pie junto a la ventana de su cocina observando a un vecino derribar su casa porque obstruía el carril cortafuego; el padre Wilhelm Kleinsorge, sacerdote alemán de la Compañía de Jesús, estaba recostado —en ropa interior y sobre un catre, en el último piso de los tres que tenía la misión de su orden—, leyendo una revista jesuita, Stimmen der Zeit; el doctor Terufumi Sasaki, un joven miembro del personal quirúrgico del moderno hospital de la Cruz Roja, caminaba por uno de los corredores del hospital, llevando en la mano una muestra de sangre para un test de Wasserman; y el reverendo Kiyoshi Tanimoto, pastor de la Iglesia Metodista de Hiroshima, se había detenido frente a la casa de un hombre rico en Koi, suburbio occidental de la ciudad, y se preparaba para descargar una carretilla llena de cosas que había evacuado por miedo al bombardeo de los B-29 que, según suponían todos, pronto sufriría Hiroshima. La bomba atómica mató a cien mil personas, y estas seis estuvieron entre los sobrevivientes. Todavía se preguntan por qué sobrevivieron si murieron tantos otros. Cada uno enumera muchos pequeños factores de suerte o voluntad —un paso dado a tiempo, la decisión de entrar, haber tomado un tranvía en vez de otro— que salvaron su vida. Y ahora cada uno sabe que en el acto de sobrevivir vivió una docena de vidas y vio más muertes de las que nunca pensó que vería. En aquel momento, ninguno sabía nada. El reverendo Tanimoto se levantó a las cinco en punto esa mañana. Estaba solo en la parroquia porque hacía un tiempo que su esposa, con su bebé recién nacido, tomaba el tren después del trabajo hacia Ushida, un suburbio del norte, para pasar la noche en casa de una amiga. De las ciudades importantes de Japón, Kyoto e Hiroshima eran las únicas que no habían sido visitadas por B-san —o Señor B, como llamaban los japoneses a los B-29, con una mezcla de respeto y triste familiaridad—; y el señor Tanimoto, como todos sus vecinos y amigos, estaba casi enfermo de ansiedad. Había escuchado versiones incómodamente detalladas de bombardeos masivos a Kure, Iwakumi, Tokuyama y otras ciudades cercanas; estaba seguro de que el turno le llegaría pronto a Hiroshima. Había dormido mal la noche anterior a causa de las repetidas alarmas antiaéreas. Hiroshima había recibido esas alarmas casi cada noche y durante semanas enteras, porque en ese tiempo los B-29 habían comenzado a usar el lago Biwa, al noreste de Hiroshima, como punto de encuentro, y las superfortalezas llegaban en tropel a las costas de Hiroshima sin importar qué ciudad fueran a bombardear los norteamericanos. La frecuencia de las alarmas y la continuada abstinencia del Señor B con respecto a Hiroshima habían puesto a la gente nerviosa. Corría el rumor de que los norteamericanos estaban reservando algo especial para la ciudad. El señor Tanimoto era un hombre pequeño, presto a hablar, reír, llorar. Llevaba el pelo negro peinado por la mitad y más bien largo; la prominencia de su hueso frontal, justo encima de sus cejas, y la pequeñez de su bigote, de su boca y de su mentón, le daban un aspecto extraño, entre viejo y mozo, juvenil y sin embargo sabio, débil y sin embargo feroz. Se movía rápida y nerviosamente, pero con un dominio que sugería un hombre cuidadoso y reflexivo. De hecho, mostró esas cualidades en los agitados días previos a la bomba. Aparte de decidir que su esposa pasara las noches en Ushida, el señor Tanimoto

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había estado trasladando todas las cosas portátiles de su iglesia, ubicada en el atestado distrito residencial de Nagaragawa, a una casa de propiedad de un fabricante de telas de rayón en Koi, a tres kilómetros del centro de la ciudad. El hombre de los rayones, un tal señor Matsui, había abierto su propiedad, hasta entonces desocupada, para que varios amigos y conocidos pudieran evacuar lo que quisieran a una distancia prudente de los probables blancos de los ataques. Al señor Tanimoto no le había resultado difícil empujar él mismo una carretilla para mudar sillas, himnarios, Biblias, objetos de culto y discos de la iglesia, pero la consola del órgano y un piano vertical le exigían ayuda. El día anterior, un amigo del mencionado Matsuo lo había ayudado a sacar el piano hasta Koi; a cambio, él le había prometido al señor Matsuo ayudarlo a llevar las pertenencias de una de sus hijas. Era por eso que se había levantado tan temprano. El señor Tanimoto preparó su propio desayuno. Se sentía terriblemente cansado. El esfuerzo de mover el piano el día anterior, una noche de insomnio, semanas de preocupación y de dieta desequilibrada, los asuntos de su parroquia: todo se combinaba para que apenas se sintiese capaz del trabajo que le esperaba ese nuevo día. Había algo más: el señor Tanimoto había estudiado teología en Emory College, en Atlanta, Georgia; se había graduado en 1940 y hablaba un inglés excelente; vestía con ropas americanas; había mantenido correspondencia con varios amigos norteamericanos hasta el comienzo mismo de la guerra; y, metido entre gente obsesionada con el miedo de ser espiada —y quizás obsesionado él también—, descubrió que se sentía cada vez más incómodo. La policía lo había interrogado varias veces, y apenas unos días antes había escuchado que un conocido, un hombre de influencia llamado Tanaka, oficial retirado de la línea de vapores Tokio Kishen Kaisa, anticristiano y famoso en Hiroshima por sus ostentosas filantropías y notorio por sus tiranías personales, había estado diciéndole a la gente que Tanimoto no era confiable. En forma de compensación, y para mostrarse públicamente como el buen japonés que era, el señor Tanimoto había asumido la presidencia de su tonarigumi local, o Asociación de Vecinos, y esta posición había sumado a sus otras tareas y preocupaciones la de organizar la defensa antiaérea para unas veinte familias. Esa mañana, antes de las seis, el señor Tanimoto salió hacia la casa del señor Matsuo. Encontró allí la que sería su carga: un tansu, gran gabinete japonés lleno de ropas y artículos del hogar. Los dos hombres partieron. Era una mañana perfectamente clara y tan cálida que el día prometía volverse incómodo. Pocos minutos después se disparó la sirena: un estallido de un minuto de duración que advertía de la presencia de aviones, pero que indicaba a la gente de Hiroshima un peligro apenas leve, puesto que sonaba todos los días, a esta misma hora, cuando se acercaba un avión meteorológico norteamericano. Los dos hombres arrastraban el carrito por las calles de la ciudad. Hiroshima tenía la forma de un ventilador: estaba construida principalmente sobre seis islas separadas por los siete ríos del estuario que se ramificaban hacia fuera desde el río Ota; sus barrios comerciales y residenciales más importantes cubrían más de seis kilómetros cuadrados del centro de la ciudad, y albergaban a tres cuartas partes de su población: diversos programas de evacuación la habían reducido de 380.000, la cifra más alta de la época de guerra, a unos 245.000 habitantes. Las fábricas y otros barrios residenciales, o suburbios, estaban ubicados alrededor de los límites de la ciudad. Al sur estaban los muelles, el aeropuerto y el mar interior, tachonado de islas. Una cadena de montañas recorre los otros tres lados del delta. El señor Tanimoto y el señor Matsuo se abrieron camino a través del centro comercial, ya atestado de gente, y cruzaron dos de los ríos hacia las inclinadas calles de Koi, y las remontaron hacia las afueras y las estribaciones. Subían por un valle, lejos ya de las apretadas filas de casas, cuando sonó la sirena de despeje, la que indicaba el final del peligro. (Habiendo detectado sólo tres aviones, los operadores de los radares japoneses supusieron que se trataba de una labor de reconocimiento.)

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Empujar el carrito hasta la casa del hombre de los rayones había sido agotador; tras maniobrar su carga sobre la entrada y las escaleras del frente, los hombres hicieron una pausa para descansar. Un ala de la casa se interponía entre ellos y la ciudad. Como la mayoría de los hogares en esta parte de Japón, la casa consistía de un techo de tejas pesadas soportado por paredes de madera y un marco de madera. El zaguán, abarrotado de bultos de ropa de cama y prendas de vestir, parecía una cueva fresca llena de cojines gordos. Frente a la casa, hacia la derecha de la puerta principal, había un jardín amplio y recargado. No había ruido de aviones. Era una mañana tranquila; el lugar era fresco y agradable. Entonces cortó el cielo un resplandor tremendo. El señor Tanimoto recuerda con precisión que viajaba de este a oeste, de la ciudad a las colinas. Parecía una lámina de sol. Tanto él como el señor Matsuo reaccionaron con terror, y ambos tuvieron tiempo de reaccionar (pues estaban a 3.200 metros del centro de la explosión). El señor Matsuo subió corriendo las escaleras, entró en su casa y se lanzó de cabeza entre los bultos de sábanas. El señor Tanimoto dio cuatro o cinco pasos y se arrojó entre dos rocas grandes del jardín. Se dio un fuerte golpe en el estómago contra una de ellas. Como tenía la cara contra la piedra, no vio lo que sucedió después. Sintió una presión repentina, y entonces le cayeron encima astillas y trozos de tablas y fragmentos de teja. No escuchó rugido alguno. (Casi nadie en Hiroshima recuerda haber oído nada cuando cayó la bomba. Pero un pescador que estaba en su sampán, muy cerca de Tsuzu en el mar Interior, el hombre con quien vivían la suegra y la cuñada del señor Tanimoto, vio el resplandor y oyó una explosión tremenda. Estaba a treinta y dos kilómetros de Hiroshima, pero el estruendo fue mayor que cuando los B-29 atacaron Iwakuni, a no más de ocho kilómetros de allí.) Cuando finalmente se atrevió, el señor Tanimoto levantó la cabeza y vio que la casa del hombre de los rayones se había derrumbado. Pensó que una bomba había caído directamente sobre ella. Se había levantado una nube de polvo tal que había una especie de crepúsculo alrededor. Aterrorizado, incapaz de pensar por el momento que el señor Matsuo estaba bajo las ruinas, corrió hacia la calle. Se dio cuenta mientras corría de que la pared de la propiedad se había desplomado hacia el interior de la casa y no a la inversa. Lo primero que vio en la calle fue un escuadrón de soldados que habían estado escarbando en la ladera opuesta, haciendo uno de los mil refugios en los cuales los japoneses se proponían resistir la invasión, colina a colina, vida a vida; los soldados salían del hoyo, y la sangre brotaba de sus cabezas, de sus pechos, de sus espaldas. Estaban callados y aturdidos. Bajo lo que parecía ser una nube de polvo del lugar, el día se hizo más y más oscuro.

http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=1859

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UNA CHICA CORRECTA EN ROPA INTERIOR La industria de la moda bosteza con escándalos de anorexia, drogas y derroche, Gisele Bündchen no fuma ni va a fiestas, pide las cosas por favor y construye una casa que funciona con energía solar. ¿Cómo seguir siendo la número uno cuando debes cambiarte de ropa cada cuatro minutos? Un perfil de Melina Dalboni (extracto) Una noche Gisele Bündchen corre como una salvavidas que debe rescatar a un niño al borde de una piscina. Pero su prisa no se debe a una emergencia de vida o muerte. Es 2009 en la Sao Paulo Fashion Week y acaba de recorrer la pasarela de Colcci, una compañía textil brasileña, vistiendo pantalones ajustados blancos y una blusa de inspiración militar. Necesita llegar a su camerino. Jadea. Esquiva a camareras, modelos y guardaespaldas que se interponen en su camino.Bündchen corre sólo para cambiarse de vestido.Como las demás maniquíes, tiene menos de cuatro minutos para mudarse de ropa y mostrar el siguiente atuendo al público, pero ninguna de las otras modelos se agita tanto. Apenas abrevian su paso para cambiar de look y seguir con el desfile. Mientras la brasileña se mueve con urgencia, sus colegas menos famosas no tienen prisa. Gisele Bündchen, después de todo, ya es la modelo del siglo. Se ha tomado en serio un trabajo que consiste en caminar para que la miren. Balzac decía que hay tres tipos de personas: las que trabajan (los ocupados), las que piensan (los artistas) y las que no hacen nada (los elegantes). Tal vez por eso podríamos pensar que el modelaje, el oficio de la elegancia, no necesita tanto esfuerzo. Gisele Bündchen es una ocupada elegante. «Si no es tortura, no es moda», declaró después de pasar nueve horas bajo un clima de cuarenta grados centígrados en un estrecho corsé de Dior. En el hotel Copacabana Palace, en Río de Janeiro, Mario Testino, el fotógrafo favorito de Vogue, Vanity Fair y Harper’s Bazaar, me dijo horas después de hacerle unas fotos en la playa: «Todo en Gisele es perfecto. Es repugnante que ella tenga tanto, y nosotros tan poco». Mide 1.79 metros y su peso es un misterio no confirmado de algo más de cincuenta kilos. El suyo es un cuerpo esculpido con ejercicios desde la adolescencia, cuando entrenaba vóleibol. La piel tostada por el sol, como si acabara de volver de vacaciones. Su mirada mezcla la impaciencia y complicidad de quien adivina que van a contarle una mentira pero lo perdona. El pelo largo, con rayas en tonos de miel y oro con ondas naturales. Pero sonríe con sencillez, mostrando todos los dientes, como disculpándose por ser flaca, alta y linda. El magnetismo que Bündchen ejerce sólo puede entenderse mirándola en la pasarela. En un desfile de modas típico, las modelos delgadas de aspecto aburrido caminan de un extremo a otro como perchas fantasmas. No sonríen. Desfilan sin expresión, sin vida, como una negación de la belleza. Bündchen es lo contrario. Con un caminar bautizado como horse walk, ella trota y levanta las rodillas, proyecta el pie adelante, pisa firme y cruza el paso. Es como un caballo andaluz, de paso fino. «Le da vida a las ropas, haciendo que sean sexis y fuertes», opinó la diseñadora Donatella Versace. Después de cruzar casi veinte metros de pasarela, la brasileña se detiene delante de los fotógrafos y hace un show de miradas y movimientos de caderas y de pelos rubios y brillantes para en seguida, con aire insolente, volver al backstage. Gisele Bündchen es la modelo más poderosa en la lista de celebridades de Forbes 2011. Rebasa a Lionel Messi, Julia Roberts, Will Smith, Stephen King y a otra treintena de estrellas de cine, televisión, moda y deporte. Fue novia de Leonardo DiCaprio la segunda vez que a él lo nominaron al Oscar. Entre

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2010 y 2011 facturó cuarenta y cinco millones de dólares, mil veces más de lo que ganó un estadounidense promedio ese mismo año, suficiente para construir una planta tratadora de agua en el Medio Oriente. Acaba de cruzar los treinta años y desde 1999, cuando apareció en la portada de Vogue, habita en la cumbre de las pasarelas. Es la modelo que más cobra: hace unos años su fortuna era de doscientos cincuenta millones de dólares, lo necesario para comprar dos boletos redondos a la Luna y seguir siendo millonaria. Quienes hablan de ella suelen usar la palabra «profesionalismo» para traducir la clave de su éxito. «Es una mujer de negocios –dice la modelo brasileña Izabel Goulart, quien trabajó cuatro años con Bündchen en Victoria’s Secret–. Se centra siempre en su objetivo y sigue de frente». Pareciera que antes de ella ninguna modelo hubiera sido así. Se porta como una niña perfeccionista que se esfuerza para enorgullecer a sus padres en el recital de ballet. Bündchen siempre está lista, disponible para el trabajo. Sigue apretando el paso para no ser reemplazada por otra new face. El carácter de la industria de la moda es efímero. Cada cuatro meses, el mundo fashion perdona los errores de la temporada pasada, pero también anula sus aciertos. Los diseñadores viven en el futuro, alistando colecciones que llegarán a las tiendas meses después. Quince minutos de un desfile en una semana de moda de Nueva York, París o Milán deciden el futuro no sólo de la propia colección, sino también de decenas de millares de marcas populares que las copiarán con descaro. Las compañías de ropa fast fashion como Zara, Mango y H&M que combinan diseño y precios moderados aceleraron la competencia. En un mercado que factura miles de millones de dólares al año, no hay espacios para el error. La ropa debe provocar emoción, incitar a abrir la cartera y reemplazar la del año anterior. No es un capricho ni un derroche, sino una invitación a ser flexibles y a experimentar. En la moda hay que ser creativo y adivinar el deseo del consumidor: un equilibrio difícil de lograr. Los diseñadores deben ser velocistas del ingenio y artistas del marketing. Marc Jacobs, Calvin Klein y Donatella Versace frecuentaron clínicas de rehabilitación. Yves Saint Laurent sufrió con la depresión. John Galliano bebió de más e hizo comentarios antisemitas en un bar de París que le costaron su trabajo. Alexander McQueen se suicidó antes de la temporada otoño-invierno 2010/2011. La expectativa que cargan las prendas se traslada también a las maniquíes que deben portarlas frente al público. Desde adolescentes ellas sufren la tiranía de la perfección, el rechazo y la inestabilidad. Según un estudio reciente de Ashley Mears, una socióloga que antes desfilaba por las pasarelas, el mercado del modelaje es caprichoso por tres motivos: la apariencia es evaluada de forma arbitraria, los clientes no saben con certeza qué modelo venderá mejor su producto y los looks cambian todo el tiempo porque la novedad es apreciada. La top model checa Karolina Kurkova casi se retira en 2008, después de que la criticaran por subir en biquini a la pasarela de la Sao Paulo Fashion Week con unos gramos de más. Carré Otis, exmujer de Mickey Rourke, ha sido anoréxica y tenido líos de farmacodependencia. Lucy Gordon, la imagen de CoverGirl, se suicidó en 2009. «Como los alimentos, las modelos se malogran con la edad», declaró la alemana Heidi Klum a una revista. Gisele Bündchen parece no tener fecha de caducidad. Claudia Schiffer dijo que para ser una supermodelo había que estar en las portadas de las revistas de todo el mundo todo el tiempo. Gisele Bündchen lo logra desde hace más de diez años. Su rostro ha estado en medio millar de portadas, un promedio de dos veces al mes desde que tenía catorce años, pero a ella no la llaman supermodelo ni top model, como a Linda Evangelista, Kate Moss o Cindy Crawford. Esas eran las mujeres que, en los años noventa, no dejaban su cama por menos de diez mil dólares al día. Bündchen vino después, y es la única modelo de su generación que tiene tanta o más notoriedad que las anteriores. «Hay supermodelos. Y hay Gisele Bündchen», dijo el diario británico The Independent. Ella es la Übermodel, con el prefijo del superlativo alemán para nombrar lo que está por encima de todo lo demás. Un economista creó un índice que mide el progreso de las acciones en la bolsa de valores de las compañías que ella representa, como Procter & Gamble y LVMH, la dueña de Louis Vuitton y Givenchy. En un periodo de cinco años, mientras el Dow Jones cayó 4%, el Gisele Bündchen Stock Index subió 41%. Junto con su esposo Tom Brady, la estrella del equipo de fútbol americano New England Patriots, forma la pareja de celebridades que más facturó entre 2010 y 2011:

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ganaron dieciséis millones de dólares más que Brad Pitt y Angelina Jolie. Según Forbes, la brasileña estaría a punto de llegar a la lista de billonarios, un espacio reservado para los dueños de fortunas de más de mil millones de dólares. Industriales, herederos, magnates. Allí no hay modelos. Todavía. http://etiquetanegra.com.pe/articulos/una-chica-correcta-en-ropa-interior ********************************************************************************************

La hija patria

Un perfil de Juan Manuel Robles

El presidente del Perú juraba que Zaraí no era su hija. Luego

tuvo que reconocerla, más como un calculado gesto político

que como un acto de amor paternal. Si existe una madre

patria, este país de huérfanos de padre ha engendrado a su hija

emblemática. Zaraí tenía quince años cuando se publicó esta

historia.

Algunos creían que era una niña prodigio, una chiquivieja

insoportable. Otros creían que era una adolescente candidata

política. Pero nuestro reportero descubriría que la abanderada

de los hijos con padres en fuga sufría más con sus problemas de Física. Después de

publicado este perfil, el presidente le regaló un departamento en Lima y Zaraí ingresó a

la Universidad Católica. Además fue modelo.

Desde que ascendió al estatus de hija del presidente, Zaraí Toledo tiene a su disposición una camioneta 4 x 4 con dos guardaespaldas y un chofer. Todo el día. Toda la noche. Esta mañana viste un pulóver blanco que tiene estampado a un bicho de la Warner BROS. llamado Taz. Acaba de volver de Colombia, adonde viajó para promover la paternidad responsable con su ONG Zaraí Justicia. En la televisión de ese país contó cómo es que el actual presidente del Perú, Alejandro Toledo, había negado ser su padre durante casi 15 años hasta admitir que ella era su hija. Es la última semana que le queda de vacaciones del colegio y ahora Zaraí está en los asientos traseros de la camioneta oficial. La muchacha coge su teléfono celular y marca el número de su amiga más íntima: “Te estoy yendo a visitar, no me importa si estás en bata, Chata”, le dice como una traviesa amenaza. Veo su teléfono móvil y recuerdo el correo de voz que casi me quitó las ganas de hacerle alguna entrevista: “Hola, habla Zaraí. Posiblemente no esté, o simplemente no te quiero contestar. Deja tu mensaje”. Ahora la venganza de Zaraí contra los periodistas que la acusaron de haber sido una marioneta inventada por Vladimiro Montesinos es como una dictadura infantil: ella los maneja como títeres de su propio teatro con esa manipulación natural de la que sólo es capaz una quinceañera veleidosa. No vale lo tramposo ni amable que seas: Zaraí se esfuerza en repetirte que ella tiene el control, que nunca le ha dicho a ningún periodista más de lo que le ha dado la gana de decirle, que si ella quisiera ya te habría avisado que te vayas, que tú no vas a ser la excepción.

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Había que tomar precauciones. Un atractivo fotógrafo que la había visitado antes de que el presidente la admitiera como su hija –y que después ha seguido intercambiando e-mails con la chica- me lo había advertido así: “Zaraí es superdura. Su inteligencia radica en la lucidez que tiene para saber lo que quiere. No la puedes florear. Cuando imaginas que se está creyendo tu cuento, te das cuenta de que se ha estado burlando de ti. No va a tener misericordia contigo. Cuídate.” Después de unos días cerca de ella, la advertencia del fotógrafo es una caricatura, parte de la imagen que ella quiere que te tragues. Cuando desde Lima llamé a la casa de Zaraí, mi intención era conversar primero con su madre. Lo lógico era explicarle por qué quería escribir un perfil sobre su hija, pedirle su aprobación para comprar el primer boleto y viajar a Piura. No se me había pasado por la mente la posibilidad de que la propia Zaraí me contestaría el teléfono. -Con mi mamá hemos llegado a un acuerdo. Ella decide sobre sus entrevistas y yo sobre las mías. Zaraí tiene 15 años, pero parece que tuviera menos. Cuando me abrió la puerta de su casa en Piura, una ciudad a mil kilómetros al norte de Lima, me sorprendí al ver lo menuda y delgada que es la chica que puso en jaque al gobierno de su padre. La casa no parece tener vecinos, salvo a los de la sede de la Embajada de Ecuador. Hay un jardín antes de llegar a la puerta principal. Cuando llegas a su sala, te abruma la sensación de estar en el mismo sofá donde antes se han acomodado cientos de reporteros, casi todos preguntando lo mismo sin conseguir novedades de ella. Algunas miniaturas dominan la escena de la sala y el comedor: un elefante flanqueado por dos cisnes de metal, perros de mármol, más cisnes en un estante de vidrio. En las paredes, hay cuadros de un paisaje bucólico y el infaltable Corazón de Jesús, un espejo grande con una suerte de barniz sepia y un tumi de oro que no es de oro. Hay rosas de verdad en la mesa de centro, una lámpara negra en una esquina. Pero lo que seduce más es un cuadro homenaje a la batalla legal para ser reconocida como hija. En el lienzo aparece el rostro de Zaraí flotando en el aire, y están también, volando ingrávidas, las caras de su papá presidente y de Eliane Karp, la primera dama. El artista, un hombre sencillo que incluyó brochazos de expresionismo frenético, me dijo que sus intenciones fueron dos: 1- Hacer un homenaje a la epopeya Zaraí. 2. Pintar bonita a Zaraí. Me dice que en hebreo su nombre significa princesa. Lo he buscado: un diccionario de la Biblia no lo consigna, Zaraí son unas ruinas en Argelia, un banco en Pakistán, una cantante francesa. Le pregunto si es verdad que sabe leer desde muy niña. Responde: “Diría yo que a los meses de nacida. Creo que al tercer mes de gestación de mi madre”. Siempre se está burlando de la imagen de niña prodigio que el Perú se ha tragado de ella. En el acto de burlarse, se esfuerza en modular una voz risueña, caricaturesca, sarcástica. Zaraí se ríe, sobre todo, del poder. Su padre biológico hizo del histrionismo una herramienta para conquistar a las masas, a la prensa y llegar al poder. Ella, en cambio, se exhibe histriónica para reírse de las masas, de los periodistas y del poder. Una noche la invitaron al programa de César Hildebrandt, tal vez el más influyente periodista del Perú. Allí Zaraí se tropezó en el set con Fernando Rospigliosi, un ex asesor de su padre cuando era candidato y en ese entonces ministro de gobierno de Toledo. Rospigliosi había sido uno de los más obstinados defensores de que el tema de la paternidad de Zaraí era un invento de Vladimiro Montesinos, el mandamás del Servicio de Inteligencia Nacional. Se había burlado de Lucrecia Orozco y de su hija de un modo despectivo y cruel. Cuando Rospigliosi la vio entrar en el set de TV, se sacó el micrófono de la solapa.

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-Hola, Zaraí -dijo el ministro. -¿Por qué me saluda si no existo? ¿Cómo va a saludar a un invento fujimontesinista? Hildebrandt se rió. El ministro quedó mudo. Esa parece ser Zaraí. La que enfatiza cada sílaba de su discurso pro paterno infantil. La que no parpadea. La implacable. “No va a tener misericordia contigo”, me había dicho ese fotógrafo tan pero tan lindo. *** Todos hacen siesta en Piura. Para qué estar despierto si con ese sol el cerebro no funciona y entra en un stand by de luz amarilla. Cuando Zaraí hace siesta en la tarde, tiene un sueño recurrente: los accidentes de su abuela. La atropella, se mata, se cae. Nunca llega a ver el cadáver. Eso la sobresalta, y le ha quitado las ganas de dormir a esas horas. “Es una advertencia para que estudies”, le dijo, impávida, su madre. Lucrecia confiesa haber soñado algunas veces con un tremendo caimán saliendo de un lago. Dice que es un signo favorable. Me perturba que Lucrecia gesticule tanto al hablar, lo acelerada que es, y esas ideas que te suelta sobre Zaraí como la ametralladora de un ejecutor con Parkinson. Cuando la conocí, me dijo que entre sus planes estaba hacer una galería museo que evocara la epopeya de pedirle al presidente el reconocimiento de que “su” hija era también su hija. Un templo de los derechos del niño abierto al público, en el que se reunieran fotografías, artículos periodísticos, videos, planillones con firmas a favor de su causa y el lienzo de la sala. Se atropella al pensar en eso. Se emociona. Se regocija. Zaraí la mira con un gesto de sardónica resignación. “No te la creas. Eso se le ocurre un día y después se le olvida”, me dirá luego. Sí, de esas ha habido una serie. Como la tarde iluminada en que mamá llegó a casa con un invento comercial que mandaría a la Barbie a un rosado ataúd: la muñeca Zaraí. Zaraí le dice a su mamá Lucrecia. Cuando quiere molestarla la llama Armida (su segundo nombre), o Tremebunda (la suegra de Condorito). A veces, llega a decirle Eliane (la esposa de su papá, el presidente). La mayoría del tiempo Lucrecia parece su hermana, y no precisamente su hermana mayor. Ahora, en la sala de su casa, la madre se queja de que la niña nunca va al mercado. La hija se defiende recordando un trauma de infancia: Lucrecia y ella caminan por un mercado de Piura, pasa un ladrón y le roba la cartera a su mamá. El ladrón ni siquiera corre. Se va caminando, pero mamá se queda paralizada, nerviosa y sin atinar a hacer nada. -¿Eso bajó la imagen que tenías de ella? -No, ya estaba baja hace tiempo –me corrige. Bajo un retrato de Zaraí sin dientes, hay un artefacto por el que ella muere: su computadora. Lucrecia la acaba de llamar desde su cuarto y, mientras su hija va a su encuentro, me ha quedado en la pantalla su archivo de fotografías digitales. No las veo: las imágenes suelen ser estafas, pero los títulos no: Con expresión de tonta.jpg, Cansadas de lo mismo.jpg, ¡ADN Ya!.jpg (luego me diría que esta es su foto más difundida, y que no le gusta nadita porque en ella tiene cara de estar pidiendo pan). En otra carpeta, hay unos archivos de textos que llaman mi atención: Informe sobre ADN.doc, Etimología de Toledo.doc, Sí existo.doc. Entre ellos, hay uno cuyo contenido sí puedo adivinar: Cholómetro.doc, un test en clave de sátira para medir tu grado de choledad (dícese de la condición del indio urbano sin buen gusto), con preguntas crueles como: ¿Usas sayonaras con medias cuando estás en casa? ¿Llevas un peine en el bolsillo trasero del pantalón? A la mitad de su mandato, los asesores de Toledo siguen diciendo públicamente que la baja popularidad del presidente se debe en gran parte al racismo. El cholómetro, visto superficialmente, es una inmundicia racista. Pero el hecho de que en el Perú nadie –nadie- pueda contestar el test sin que, aunque sea por un punto su

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choledad salga a flote, hace que finalmente el cuestionario sea un ejercicio de lúdica confraternidad. Otra pregunta del cholómetro se me viene a la memoria: ¿Aplaudes cuando aterrizas en avión? La computadora de Zaraí contiene también un juego de video en que Alejandro Toledo y el ex presidente Alan García se enfrentan en un combate cuerpo a cuerpo. Zaraí dice que le encanta. -¿Y quién eres tú en el juego? -Depende. Cuando juego con mi primo, hacemos yan-kem-po. El que pierde es Toledo. *** La hora de la siesta ha terminado. Mamá Lucrecia ingresa en la sala donde estoy entrevistando a Zaraí por segundo día consecutivo. A pesar de que ha visto esa escena al menos cien veces durante este año, siento que no puede evitar aún una mansa expresión de orgullo: otro periodista en casa de los vencedores. Un amigo que trabajaba en un tabloide de Lima me contó que como regalo por sus 15 años le había obsequiado a Zaraí el libro Mujeres sobre mujeres, de Share Hite. La autora es la misma que escribió el ya célebre The Hite Report, que causó revuelo hace unas décadas y desnudó la sexualidad de damas de toda condición en Estados Unidos. En ese libro, hay de todo: mujeres que se masturban por primera vez al borde de los 30 años y las que no recuerdan cuándo empezaron, mujeres que pueden vivir sin sexo y otras desesperadas por él. Mujeres fieles, mujeres promiscuas. Casos de la vida real. “Me pareció muy interesante cómo lograr un orgasmo mediante una masturbación entre cuatro mujeres”, me dice Zaraí. “Mujeres sobre mujeres es un título literal, pues”, me diría luego entre risas. La obra educativa le fue decomisada por su madre siguiendo el consejo de unos bienintencionados amigos. Ahora le he traído a Zaraí el último número de Etiqueta Negra. Instrucciones para ser sexy. Tapa roja, letras doradas. Raro espécimen editorial. Lucrecia coge la revista y la hojea con un gesto a medio camino entre una disimulada extrañeza y la más franca preocupación. Su pelo rojo se enciende por efecto de la tarde. -Pero dime, ¿esta revista no tendrá nada que ver con el Johnnie Walker? Johnnie Walker. El whisky preferido de ese hombre que pasó casi 15 años sin reconocer a su hija. La historia judicial es engorrosa y larga, pero la de amor fue simple y corta. En 1986, Lucrecia Orozco conoció a Alejandro Toledo en un bar de Miraflores, Lima. En marzo del año siguiente ella le dijo que estaba embarazada. Dos años después, Lucrecia le entabló el primer juicio. Perdió. En 1995, la primera vez que Toledo se presentó a las elecciones, una prueba sanguínea dijo que era el padre de Zaraí en un 97 por ciento. Faltaba la prueba de ADN. El 2000, cuando Toledo ya era una amenaza contra el tercer gobierno de Fujimori, Lucrecia acudió al programa de Laura Bozzo, esa animadora de reality-shows preferida por la dictadura, y que por esos días había mostrado cómo sus invitados lamían axilas por 20 dólares. Laura Bozzo, que hoy cumple arresto domiciliario, es la amada y odiada Laura en América. El programa en el que apareció Lucrecia se llamó Padres que no reconocen a sus hijos. Esa tarde de marzo alguien ordenó recoger a Lucrecia en un avión del Ejército, y el Perú vio por primera vez a Zaraí Toledo en una fotografía que su madre había llevado al estudio de grabación. Entonces, la niña tenía 12 años. -Si esta pobre señora no sabe con quién se acuesta es su problema. Esa fue la respuesta de Eliane Karp, la esposa del entonces candidato Toledo. El oportunismo del destape hizo que todo pareciera un montaje, una trampa de Vladimiro Montesinos para derribar su candidatura. Igual Fujimori ganó con fraude. Un video terminó por delatar la corrupción de su gobierno y Fujimori huyó del país. Meses después, durante el gobierno de

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transición que convocó a nuevas elecciones en 2001, el caso Zaraí parecía cerrado. Hasta que Jaime Bayly, el niño terrible de la televisión del Perú, hizo resucitar a quien para Toledo era sin duda su niña terrible. Pese a todo, ese año una jueza lo exculpaba de la obligación de hacerse la prueba de ADN. Fue la última vez que Zaraí recuerda haber llorado por su padre. El día en que Alejandro Toledo ganó las elecciones presidenciales, Zaraí se imaginó frente al televisor una grúa llegando a demoler su casa. Recuerda haberse preguntado: “Si antes de ser presidente no le habíamos hecho ni cosquillas, ¿cómo sería ahora?”. Algunos recomendaron a su madre renunciar a todo e irse del país. En Lima, ella recolectó firmas y lavó pañales frente al Palacio de Gobierno. El resto es historia conocida: meses de pelea mediática obligaron al presidente a admitir la paternidad de Zaraí. Obvio: más que un acto de paternidad responsable fue una inevitable respuesta política. De la ceremonia en la que fue reconocida como hija, Zaraí recuerda sobre todo los zapatos del presidente. Unos zapatos negros con truco: “Eran chéveres, porque, como él es bien chato, la plataforma lo hace crecer sutilmente. Interesantes sus zapatos”. Comentarios de diseño Zaraí. Detalles como estos le suelen llegar de golpe: iglesia Virgen de Fátima de Miraflores, el mismo barrio donde Toledo y Lucrecia se habían conocido. Zaraí se recuerda mirando un cuadro de la Virgen y a monseñor Luis Bambarén llamándola a su lado. Zaraí voltea y por fin queda frente a frente con su padre. Entonces el señor presidente le abre los brazos como cuando estaba en campaña y Zaraí solo le extiende su diestra. Le dice hola. Monseñor Bambarén la reprende. Le dice, cómo puedes ser tan fría, Zaraí. -Si le contestaba, tal vez hasta le faltaba el respeto. Podía respetar a mi progenitor pero no podía mentirme a mí misma -me advierte. Una de las cualidades que más me sorprende de la hija del presidente es su capacidad para la interpretación simbólica de todos los sucesos de su vida. Absolutamente todos. No es natural, pero es explicable. Sobre todo si tu papá es el presidente de un país y nunca quiso verte, y si tu mamá te ha exigido tener conciencia de adulta durante toda tu vida, aunque apenas hayas cumplido 15 años. La primera imagen que la hija de Alejandro Toledo tiene de su madre la sitúa en una casa vieja de Piura que quedaba en una esquina vieja de Piura: Lucrecia Orozco grita y cuando Zaraí llega corriendo a la cocina ve dos cosas: una rata negra y a su mamá subida en una silla. Una rata en la vida de ambas. La madre gritando. La hija con los pies en la tierra. Es una virtud darles sentido a las escenas. Zaraí cree que en la ceremonia de reconocimiento su padre abrió los brazos como cuando alguien se dirige a la divinidad para expiar sus culpas. -Me encantó cuando firmó el papel. Creo que eso ha sido lo más espectacular que he visto de él. Zaraí me dice que ese día Lucrecia estaba muda y extremadamente nerviosa. Se ríe cuando recuerda la forma en que su mamá temblaba durante toda la ceremonia. Meses después de ésta, un famoso periodista de televisión daría pistas para interpretar este extraño nerviosismo en un día que se suponía de fiesta por el reconocimiento de su hija. Según el periodista, dos días antes de esta ceremonia, la madre de Zaraí se había enterado de que, en una entrevista que iba a ser exhibida en la TV, la animadora de reality-shows Laura Bozzo la había acusado de haber recibido en los años de la dictadura un sobre con dinero enviado por un cómplice de Vladimiro Montesinos a cambio de reclamar públicamente la paternidad de quien por ese entonces era el candidato Toledo. El video de esta entrevista había llegado días antes de la ceremonia hasta el ya elegido presidente, quien había pretendido usar esta grabación para echar por la borda el reconocimiento de su hija y acabar de una vez por todas con la

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credibilidad de Lucrecia. Sin embargo, nadie llegó a emitir la grabación del testimonio de la Bozzo antes de aquel día. Y quién sabe si el recuerdo de Zaraí del nerviosismo de su madre pueda explicarse como la incertidumbre de Lucrecia a que esta denuncia se divulgase y echase a perder años de batalla. Ella estaba nerviosa, y la ceremonia estaba a punto de empezar. Ya todos estaban reunidos en la iglesia. Había una notaria al pie del lado del escritorio, y al frente estaba Alejandro Toledo, a quien Zaraí recuerda sentado con bolígrafo sobre la mesa. “Era un lapicero bonito que casi nos cegaba”, me cuenta, cubriéndose la cara con ambas manos. Más tarde, cuando se reunió en privado con su padre, dice que éste le increpó, a modo de justificación por haberla negado tanto, el haber ido al programa de Laura Bozzo. -Pero nunca he salido en ese programa. -Yo te vi –insistió el presidente. -No es verdad. Yo jamás he salido ahí. ¿Quién va a saber más? ¿Tú o yo? -Tú saliste ahí con tu madre. Par de tercos y orgullosos, aunque ninguno de los dos lo admita. Pese a que es cierto que nunca fue al programa, Zaraí recuerda no haber conseguido que su padre le creyera. Los días siguientes, en la casa de Piura, evocaba otras escenas más risueñas. Ella las recuerda todas. Una fue la del pequeño presidente saludando a la para él altísima mamá de su hija recién reconocida. Fue chistosa la forma en que él tuvo que mirar al cielo. Una reportera que suele acompañarlo en sus actividades presidenciales me dijo que Toledo bromeaba a menudo sobre el caso Zaraí. Luego de haber firmado el reconocimiento de su paternidad, su primera aparición en público fue acudir a resolver una inundación en Puente Piedra, un distrito al norte de Lima. La reportera recuerda que ese día hubo bastantes mujeres con niños que se le acercaron. Querían que Toledo les cargara los bebés. “Ya me quieren clavar más Zaraís”, les decía él, riéndose. No le quedaba de otra, pero es parte de su reputación de hombre bonachón. A fin de cuentas, su hija dice que Alejandro Toledo será siempre un hombre capaz de sorprenderla. Admite que el presidente a veces lo consigue. Pero es una sorpresa que al final se embroma, que tiene un detalle que lo estropea todo, como cuando un presidente regala computadoras en un pueblo donde no hay luz eléctrica, y el peso de la realidad agua la fiesta. Zaraí recuerda que cuando salían de la capilla de la Virgen de Fátima, Toledo la cogió del brazo. “Ya vas a ver, yo te voy a visitar. ¿No me crees? Lo voy a hacer”, insistió en decirle. -Me gustó oírlo –dice Zaraí-. No esperaba que me dijera eso. -¿Y lo hizo? –le pregunté, iluso. -Nunca lo hizo. Pero igual me sorprendió que lo dijera. *** Revisando los archivos me di cuenta de que Zaraí ha calificado a su padre de sinvergüenza, mentiroso y de nada valiente. La pregunta es por qué quería tenerlo cerca y ser su hija reconocida. Zaraí dice que su exigencia fue estrictamente jurídica y no afectiva. Pero me es difícil creerle. Sobre todo por la forma cómo Zaraí habla de su padre, por las veces que ha repetido que esperaría sentada a que él se acercara a ella, por el modo en que insiste que él tiene que ganarse su cariño, por su resentida negación a visitarlo en Palacio de Gobierno. No, no creo que ésta sea una cuestión de derechos. Como todos, Zaraí también ha escrito poemas. Tenía cinco años cuando escribió el primero. Y dice así: “Padre, aunque tú no me quieres, yo te amo, basta mi amor, sobra para amarte como te amo yo”. Había pasado casi toda su vida pensando que su padre era el hermano de su mamá, su tío Luis, quien cumplía todas las funciones de un padre. Pero papá Luis se casó y tuvo que mudarse de casa. Fue entonces

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cuando ella sintió curiosidad. No sólo preguntó a su madre quién era su padre, sino que le exigió que le mostrara una fotografía suya. Lucrecia le respondió que si lo hacía nunca más volviera a decirle “papá” a su tío. Entonces Zaraí dijo que no la quería. -¿Sabes que cuando tenía seis años pensé que los dos se peleaban por mi custodia? –me dice-. Siempre me dio vergüenza contarlo. La hipótesis es tristemente disparatada. Años después, Zaraí descubriría en el cajón de su mamá una foto de Toledo y Lucrecia en Catacaos, un distrito de Piura. El futuro presidente le cargaba las bolsas a su chica. “Toledo aparecía más joven y mi mamá más simpática”, recuerda ella. La fotografía ha desaparecido. Después la volvió a ver en la televisión en su primera campaña presidencial contra Fujimori. Recuerda que su mamá se reía cuando lo vio postular esa vez a la presidencia. A la hija, según se acuerda, le daba vergüenza ajena. En esos comicios, Alejandro Toledo no obtuvo ni el diez por ciento de los votos. Por aquellos días, Zaraí tenía seis años. Llevaba rulitos. Había publicado un libro de poemas. Tenía ilusiones. A su pare lo habían citado varias veces para someterse a la prueba de histocompatibilidad. Si no acudía esta vez, los jueces iban a dictar una orden de captura en su contra. Zaraí perdía clases en la escuela porque el juicio la obligaba a ir a Lima. Al fin Toledo acudió y ella pudo conocerlo. La escena de esa primera vez la persigue hasta hoy. Alguien le dijo a su padre: “Mira, Zaraí es una poeta”. Le dio el poemario que la niña había escrito. “Yo tenía curiosidad de mirar a mi padre”, me dice años después Zaraí. Nostalgia extraviada. Era la primera vez y estuvo a punto de acercarse a su padre. Nunca olvidará esa escena. Dice que cuando él la vio se cubrió la cara con el libro de poemas. Maldita poesía. Ahora es ella quien se cubre el rostro frente a mí. La hija que ya reconoció Toledo está leyendo La Razón, el diario que más ataca al gobierno de su padre. Zaraí está en su casa, echada en el sofá, sosteniendo el periódico. No se la ve mientras lee en voz alta. Parece haberme olvidado. Pero no. -72 por ciento lo desaprueba.76 por ciento cree que no terminará su mandato. Un espasmo de risa la interrumpe. -Adivina adivinador –me dice-. ¿Quién será? No contesto. Zaraí sigue hojeando el periódico con despreocupación. Hace años, su padre hizo lo inverso: se refirió a ella en términos estadísticos. Cuando el examen de sangre dio por resultado un 97 por ciento de probabilidades de que Alejandro Toledo fuera su padre, él dijo: “Como profesor de estadística, sostengo que tres por ciento es un margen muy alto para tomar cualquier decisión”. De repente Zaraí rompe a reír, y me acerco para ver qué es lo que le causa tanta gracia. Y allí, al pie de una página de chismes políticos llamada Carnecitas, el presidente aparece con una de esas expresiones en la que se acumula la fealdad de todo lo vivido. La fotoleyenda es un puñal de tinta. -Con esta cara, cómo no va a ser impopular. Zaraí acaba de leer en voz alta la fotoleyenda y yo me quedo mirándola. No puedo evitar reírme pero tampoco debería reírme. Algo anda mal. -Se exceden con tu viejo. -Eso sí no te lo permito -¿Qué? -Que lo llames “mi viejo”. -Okey, disculpa. Pero lo tratan muy mal. -Bueno, él ha demostrado que funciona a empujoncitos. ***

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-¿Qué tanto escribes? –indaga Zaraí. La camioneta oficial sigue su ruta a la casa de su amiga del alma, la Chata. Estamos apretados atrás y mira con extrañeza mis apuntes. Me arrancha la libreta y consigue leer un garabato: “Monjas”. -¿Qué quiere decir eso? -Nada, es una libreta personal. Se supone que deberías verla. -Dime qué quiere decir. -No -Voy a usar una táctica que no me gusta. Cualquiera de los apacibles transeúntes que caminan a esta hora por Piura puede ver un cuadro de chantaje adolescente: la hija del presidente saca por la ventana de su vehículo oficial mi libreta de apuntes anaranjada (está demostrado científicamente que el naranja es uno de los colores que más se queda en la memoria de los hombres y mujeres de 0 a 42 años. Véase The Orange Report). Algunos saludan a Zaraí desde la calle. -Si tú no me lo dices, boto tu libreta. Su advertencia va en serio. Su guardaespaldas, una mujer de mediana edad que está a mi lado, no hace el menor gesto. Mira al frente. Del hombre que está adelante sólo puedo ver el delgado cañón de un arma larga. Nadie dice nada. Por la ventana, la lenta Piura pasa rapidísima. Zaraí es una chica experta en hacer transacciones. Alguien me contó que una vez le pidió a todas sus amigas que escribieran en un cuaderno lo que pensaban de los chicos de la clase. Cuando recolectó el material, se los vendió a cada uno de ellos. En algunos casos, Zaraí ensayó una variante perversa: rompía las hojas escritas y cobraba por pedazo de papel. Ahora, en la camioneta, pienso en eso y creo que no me queda otra opción. -Bien. Quiere decir que estuviste en un colegio de monjas hasta primero de media y que luego te fuiste Punto. Libreta devuelta. El colegio de monjas se llama Santa María. Zaraí estudió allí hasta primero de secundaria. Luego decidió irse. “Es un trauma mío que no me gusta contar”, me diría más tarde. “Amé ese colegio de monjas, lo adoré, daba todo por mi colegio. Pero una vez una monja me dijo algo que me destruyó, y yo dije, mama, por favor, sácame de allí. Se me cayó toda la imagen católica. Hasta ahora sueño con esa monja”. No quiere decirme qué fue eso horrible que le dijo la monja. Pero por su modo de hablar intuyo que el problema tuvo que ver con su condición de hija no reconocida. Algunos en Piura creen que ese colegio religioso admitió recibir a la entonces niña sin padre debido al aporte económico que podía significar la próspera familia Orozco. Dos tiendas de muebles en Piura. No estaba mal. Zaraí se fue del Santa María con una mezcla de dolor y pena. Según propia confesión, cuando llegó a su nuevo colegio, que lleva el extraño nombre de Proyecto, obtuvo el primer puesto en primer bimestre sólo por vengarse de las monjas. Fue entonces cuando conoció a la Chata Cinthia. La Chata Cinthia sale con el pelo mojado de su casa. No está en bata. La verdad, va bastante más arreglada que Zaraí, quien por costumbre sólo se viste de azul, blanco y negro. Nos tardamos media hora buscando una librería porque Zaraí confunde la calle Pesebre con la calle Arrecife. Pasamos por el Night Club El Relax. “Éste es nuestro orgullo de Piura”, dice y se mata de la risa. Las invito a tomar helados a El Chalán, una de las mejores heladerías del país. Nos sentamos en una mesa cerca de la salida. Mi grabadora está en el bolsillo, y un micrófono de cable largo sobre la mesa. Cuchichean. Zaraí le muestra a su amiga los mensajes de texto

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que ha recibido. Daría cualquier cosa por saber qué dicen. Parece que se trata de un muchacho. Zaraí le cuenta algo al oído de su amiga. Lo hace casi en susurros porque tiene miedo de que replete mi libreta con puros secretos de quinceañera. -Zaraí es alguien en quien puedes confiar. Me aconseja bien –dice Cinthia mientras se toma su cremolada. La grabadora me molesta en el bolsillo y la coloco encima de mesa. Sigo comiéndome un helado con manchitas oscuras. -¿No quieres ponerte un letrero que diga “periodista”? –se queja. No me queda más que guardarla. Zaraí aprovecha para coger otra vez mi libreta de apuntes. Forcejeamos. Mientras la aprieto con los dedos pienso que lo más difícil de ser maestro de secundaria debe ser contener la tentación a recurrir a la fuerza bruta. Algunas mesas vecinas nos miran. La guardaespaldas está parada bajo el umbral de la entrada de la heladería. Siempre lista. Me pregunto cómo han llegado a ser tan amigas. Indago. Pregunto si Zaraí es dominante con sus amigas y su amiga me responde que con algunos lo es. También comenta que, durante lo día en que su pelea judicial parecía estar perdida, Zaraí se quedaba pensativa en clases y que por momentos se la veía muy nerviosa. Dice que la hija del presidente es a veces muy aniñada y que no tiene tolerancia con las bromas. Incluso puede responderte con un manazo. “Prefiero dar un manazo que insultar”, se defiende Zaraí. Ya no me quieren contar más. Hay un juego de miradas entre ambas. “Ella es la única amiga de mi grupo con la que no me he peleado”, me dice Zaraí. Y parece que en verdad no bromea. *** -No creo que lo que le hice haya sido tan grave. Una de las compañeras de clase de Zaraí me cuenta que están peleadas y que la hija del presidente ya no le habla. Me pide no ser identificada. No quiere decirme el motivo del entuerto, aunque me suelta unos cuantos datos que me apresuro en apuntar. Dice que le es imposible imaginarla desahogándose con alguien. Me cuenta que a Zaraí Toledo le encanta salir y comprarse ropa, pero nunca en Piura. Que es muy selectiva con sus amigas, que conversa con todas pero que casi ninguna llega a entrar en su casa. No se imagina a ex amiga con un enamorado. “Es demasiado independiente y no le da explicaciones a nadie. Como todas en el colegio, tiene pajaritos en la cabeza”, me comenta. Quien sabe. Tal vez a la hija del presidente le guste que la prensa crea que tiene amores sencillamente porque no tiene ninguno. Sabe que la duda la hace más misteriosa. La ex amiga está muy molesta con Zaraí. No le interesa volver a buscarla. Y ahora me avisa que tiene que irse. -Una pregunta más, ¿Zaraí es muy orgullosa, no? -Yo le enseñé a ser orgullosa –me dijo, casi reclamando su copyright. Todos saben que los niños pueden ser muy malvados. Días antes Zaraí se había definido ante mí como alguien cruel e hiriente, de las que te sueltan las verdades sin contemplaciones, de las que te dicen sin rodeos que estás hablando estupideces, de las que te echan de su casa cuando ya no te quieren. “Pero a mí no me gusta que me hagan eso”, me había confiado Zaraí esa vez. Se llama engreimiento y altanería, le comenté. “Ah, quizá lo heredé de mi madrastra”, me respondió, aludiendo a Eliane Karp. La primera dama. Pasa algún tiempo antes de que uno se de cuenta de que lo más revelador de Zaraí no son sus respuestas sino sus preguntas. Parece que la idea de no tener una respuesta justa la aterra y que se ha vuelto la actriz que interpreta su propio ideal de no ser sorprendida sin una

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respuesta contundente. En ese sentido, ha hecho de su breve vida un ensayo general de lo que vendrá. Ese es el verdadero enigma: ¿en qué se habrá convertido cuando sea adulta? Al final de nuestra tercera tarde juntos, Zaraí me pidió que le hiciera un diagnóstico sobre su personalidad. “De todo lo que has escrito y oído debes haber sacado algo”, me dijo con una curiosidad entre el suspenso y el ego. Parece necesitarlo, o por lo menos quererlo. Dice que el único psicólogo que la ha atendido en su vida es nada menos Mario Poggi, que en ese entonces –hace cinco años- actuaba en comerciales de promoción para las tiendas de muebles de su familia materna. Vale la pena resumir su prontuario: un ex psicólogo de la policía que consiguió la celebridad por haber asesinado a un reo sospechoso de ser un asesino en serie. Zaraí recuerda que, cuando la examinó, le pidió que dibujara un árbol. Pero la hija del presidente no me cuenta más de ese episodio de sus expedientes X. Renuncia a sus respuestas ingeniosas. Ahora prefiere sorprenderme con preguntas que cambiaban abruptamente el curso de la conversación, preguntas trascendentes y oceánicas como: ¿cuál es tu sueño? O ¿no es deprimente para los periodistas ser protagonistas de una historia sin aparecer? O ¿qué pasaría si me vuelvo una drogadicta alcohólica? Pero la que más me desconcertó fue la que me hizo la tarde de la víspera del cumpleaños de su padre. -¿Eres homofóbico? -No, ¿por qué? -Por nada. ¿Pero tienes amigos gays? -Sí. ¿Y tú tienes amigas lesbianas? -Sí. Pero si te lo digo mi mamáme mata. -¿Cómo sabes? Tal vez tu mamá también las tenía. -Mi mamá era una nerd. Me hace un gesto acusándome de ingenuo. -¿Qué te hace pensar eso? -Toda su vida -Y dime, ¿te parece que parte de esa conducta nerd la llevó a…? Zaraí toma una tijera con la que estaba forrando su cuaderno del colegio, y me la enrostra. -Ten cuidado con lo que vas a decir –me advierte. La tijera brilla y ciega la vista como el lapicero de su papá en la ceremonia. -Quiero decir, ¿esa conducta quizá la llevó a involucrarse con un tipo como tu padre? -No, una cosa es que sea nerd y otra cosa es que sea estúpida. Fue un error y punto. Durante su infancia su mamá prefería comprarle libros en lugar de juguetes. Libros de gente que llegó lejos. Hombres ejemplares. Zaraí no recuerda a ninguno, pero sí a los tres personajes de la televisión que en ese entonces definían su visión del mundo: el Narrador de Cuentos, la Nana y Freddy Krueger. Un anciano bonachón que cuenta historias encantadas, una solterona carismática que cuida niños y el más célebre habitante de las pesadillas del siglo XX. Esa fue su niñez. Zaraí Toledo aún no sabe manejar bicicleta. *** Zaraí está aburrida de mí y yo también un poco de ella. Qué hacer. La quinceañera se estira para coger mi teléfono. Otro asalto infantil de esta hija del presidente. Revisa mi directorio en la memoria telefónica. Batalla perdida. Suelta algún comentario cuando ve uno de esos codiciados números que este trabajo le permite a uno tener. Se queda con el de Diego Bertie, el galán de la telenovela Vale todo. -¿Quieres su número?

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-No, sería muy bajo. Lo puedo conseguir por mis propios medios. -Pero estos son tus propios medios. Tú cogiste mi celular. -Sí, supongo. En fin, ya me lo memoricé. Zaraí está aburrida de mí y persiste en curiosear en la memoria de mi teléfono. Parece ser muy hábil con los teléfonos. -¡Pero mira que dice aquí!: “Un beso”. -Basta, no puedes leer eso. Te estás metiendo en mi vida privada. -Uy, qué roche. -Dame el teléfono. -Mi celular es más bonito. -¿Ah sí? ¿Y tiene mensajes de ese tipo también? -No, los míos son más contundentes. Zaraí Justicia. Ella y su madre crearon esta ONG que ayuda a las mujeres cuyos hijos han sido víctimas del abandono de un padre. La hija mayor del presidente fue siempre reconocida. Ahora vive en Francia. Su nombre es Chantal Toledo Karp. Informes de la prensa dicen que sus padres le traspasaron una casa valorizada en medio millón de dólares. Se lo cuento a la hija menor. “Yo tengo una casa de ciento veinte mil dólares y no me la regaló nadie”, me dice Zaraí. Y ahora, no sé por qué, presiento que va a confesarme algo contundente. “Claro que no se compara en nada con su casota. En mis planes está tener todo eso por mis propios medios. Llámalo envidia o piconería, pero yo soy tan feliz así”, admite. No. No es una cuestión de derechos. Nunca lo fue. Coda -Una amiga me dijo que le habías preguntado sobre mí, y que le habías dicho: “Zaraí se va a molestar si no declaras”. Qué vil truco. He vuelto a Lima y la hija del presidente está al otro lado del teléfono. La he llamado para preguntarle sobre una noticia de último minuto que la ha devuelto a los titulares. Se ha difundido un video en el que la animadora de TV Laura Bozzo declara que Lucrecia Orozco recibió un sobre de parte de José Francisco Crousillat, uno de los propietarios de América Televisión en la época del destape del caso Zaraí, y uno de los hombres que Vladimiro Montesinos compró para controlar la televisión. Antes de decirle nada, Zaraí Toledo me sorprende acosándome de haber metido mis narices donde no debía. Buscar a sus amigas, qué vil truco. El reportaje sobre el video acusador ha sido exhibido hace unos minutos. Ahora mismo recuerdo que, semanas atrás, ella me había mostrado una fotografía en la que aparecía sonriendo con Laura Bozzo, cuando ambas, madre e hija, la visitaron en el arresto domiciliario que cumple internada en un set de TV en Lima. Zaraí acaba de telefonear, ella misma, al director del programa donde se ha difundido la existencia de ese video que acusa a u madre de haberse beneficiado de la mafia Fujimori-Montesinos. Quería preguntarle sobre este asunto. Pero es domingo por la noche, y la hija de presidente se queja porque hace rato está intentando aprenderse unas fórmulas de física. Y tiene que hacerlo sin un padre que la ayude. Y está aburrida, porque sabe que, al día siguiente, tendrá que interpretar de nuevo el papel de Zaraí la dura, la que no parpadea, la implacable. Todo el mundo se tragará esa imagen. Y esa imagen también será una estafa. http://cronicasperiodisticas.wordpress.com/2008/12/20/la-hija-patria/

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El peor de la Fórmula Uno

Hasta su jefe de prensa se asombró: el periodista Juan

Pablo Meneses estaba pidiendo una entrevista con

Robert Doornbos, el piloto de más pobre desempeño en

la temporada. Un perdedor que quiere ser el mejor.

Por Juan Pablo Meneses

Fabiana, la encargada de prensa del equipo Minardi, queda muda unos segundos. Hablando

en lenguaje de chat, su cara se transforma en ese emoticon con la boca llena de curvas.

Cuando sale de la sorpresa me devuelve la pregunta:

-¿Quieres entrevistar a Robert Doornbos?

Aunque en realidad, por su forma de preguntarlo, la traducción más exacta sería: ¿De verdad

quieres entrevistar al perdedor de Robert Doornbos?

Hoy es viernes en los suburbios de São Paulo. Dentro del Autódromo José Carlos Pace, en

honor del ex piloto brasileño y conocido popularmente con su antiguo nombre de Interlagos,

es el día de pruebas para la carrera del domingo. Por la zona de paddock, donde se pasean

mecánicos y periodistas y modelos y gerentes de las empresas auspiciantes, hay

tensión. Fernando Alonso pasa corriendo, arrancando de los micrófonos que lo esperan a la

salida del baño. Juan Pablo Montoya camina inflando el pecho y negándose a dar entrevistas.

Michael Schumacher, pese a la mala campaña, recibe una lluvia de flashes cada vez que se le

ocurre caminar desde el garage de Ferrari a su camarín. Kimi Raikkonen habla de la puesta a

punto mientras su mánager le cuelga la gorra de la McLaren. Niki Lauda despacha sus

comentarios en directo para Alemania. En ese entorno, triunfalista y competitivo como pocos,

hay corredores que se mueven sin recibir casi ninguna atención. Y hay un piloto, el holandés

Robert Doornbos, el peor corredor de la temporada, al que le hacen tan pocas entrevistas que

su propia encargada de prensa te pregunta si es cierto que quieres hablar con él.

-Bueno, si quieres vuelve en media hora -dice Fabiana, y la frase la balbucea en un italiano-

español que saca a flote al enterarse de que la entrevista es para SoHo, para Colombia.

Dentro de la zona restringida del autódromo lo único que se habla es que Fernando Alonso

puede salir campeón pasado mañana, aunque todo depende del accionar de los pilotos

McLaren. El escenario, el autódromo de Interlagos, tampoco es un circuito cualquiera: aquí se

corrió el primer Gran Premio de Brasil, que ganó Emerson Fittipaldi en 1973. Luego han

triunfado en esta pista emblemas de la categoría, como Niki Lauda, Alain Prost, Ayrton Senna

y Michael Schumacher. El año pasado fue Juan Pablo Montoya. La de este año será la primera

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carrera de Doornbos en Brasil.

A la media hora vuelvo al boxes de Minardi, una escudería chica que debutó hace exactamente

20 años aquí mismo, en Brasil, y que este año corre su última temporada: hace unos meses,

Paul Stoddart, director de la italiana Minardi, anunció que la escudería desaparecerá el

próximo año tras ser vendida en casi 100 millones de dólares a Red Bull Racing.

-Hola, soy Juan Pablo Meneses, estoy escribiendo un reportaje para Colombia y quería

entrevistarte.

Doornbos sonríe. Casi siempre está riendo, mucho más que

Alonso y Montoya y Kimi y Schumacher, todos juntos. El

piloto de la Minardi es flaco y sorprendentemente alto para

una categoría donde, al igual que en las carreras de caballos, el

peso y la destreza es fundamental. Un piloto de carreras muy

alto es tan raro como encontrar un tenista profesional obeso.

Doornbos es flaco y tiene cuerpo de tenista. Doornbos fue

tenista.

-Hice toda la carrera de junior como tenista y fui jugador semiprofesional en Holanda.

Competí en varios torneos europeos. Tenía puntos en el ATP y auspiciadores. Iba camino a ser

tenista, cuando se me cruzaron los autos- suelta casi de entrada, sin dejar de sonreír.

Desorientado. Nadie que llegue a ser el peor en algo tuvo siempre las cosas claras. Mientras

Alonso, Montoya y Schumacher estaban a los 6 años arriba del karting, amarrados al asiento

por sus propios padres, Doornbos durmió toda su adolescencia soñando ganar un Grand

Slam. Cientos de noches imaginándote la bolea ganadora en la final de Wimbledon,

irremediablemente te convertirán en un mal piloto de carreras.

-Hasta que un día, a los 17 años, me invitaron del equipo Williams a ver el Grand Prix de

Bélgica. Acepté, porque siempre me habían gustado los autos. Después de ese fin de semana

llamé a Jacques Villeneuve, que era piloto de Williams, y le dije que quería ser piloto de autos.

Dejó la raqueta colgada y, de la noche a la mañana, se largó en su aventura de ser corredor de

autos. Aprendió que las curvas las debes tomar abiertas, que en el centro de la curva debes ir

lo más cerca posible del pianito, que en las rectas debes buscar la parte del asfalto más limpia

para agarrar más velocidad, que ojalá siempre vayas con el acelerador a fondo, que le metas,

que le metas con todo salvo en contadas ocasiones donde debes bajar la velocidad. Y se largó.

Arrojo. El que no arriesga jamás llega a ser el peor de todos. Sin su ambición desmedida, Ed

Wood jamás podría haber llegado a ser quien fue. Si eres cobarde, nunca serás el peor.

* * *

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Hoy es sábado, el día de las clasificaciones. En el equipo de Minardi no logran entender que quiero hablar con Doornbos los tres días de carrera. Cuando me ve aparecer en los boxes, Fabiana, la encargada de prensa, me mira como se mira a los groupies psicópatas. Cada vez que me cruzo con Alejandro Burger, el periodista que transmite la Fórmula Uno en Venezuela, y le digo que sigo tras los pasos del piloto de la Minardi, otra vez me hacen sentir ese fanático obsesivo que se hace pasar por reportero para estar cerca de su ídolo. Como si nadie normal, en una actividad donde la competencia se mide hasta en microcentésimas de segundo y el ganador destapa una botella frente a tres mil millones de habitantes del planeta, pudiera seguir todo un fin de semana al peor. -Doornbos no hizo karting de niño, y eso se nota mucho en la Fórmula Uno. Pasa que su familia es una de las más ricas de Holanda, y aquí eso influye mucho. El dinero. Pero como piloto, es bastante deficiente-, me dice Burger, antes de salir disparado tratando de entrevistar a Alonso. Fabiana me dice que media hora después de las clasificaciones finales podré hablar con Robert. Dentro de la pista no hay sorpresas. Alonso se queda con la Pole, segundo Montoya, último Doornbos. El peor de la Fórmula Uno llega a la entrevista junto a su novia, Kim, una holandesa de melena rubia y anteojos de sol y escote juvenil. Los dos se ríen. No logro saber si están contentos por estar juntos, por estar dentro de la Fórmula Uno o porque alguien los esté entrevistando. Pero su alegría me contagia y, por un segundo, me doy cuenta de que en ese paddock nervioso, hipertecnologizado, con los millones de dólares paseando en las camisetas de mecánicos y pilotos, solo hay tres personas que sonríen: Doornbos, Kim y yo. -¿Qué pasó en las clasificaciones de hoy, Robert? -El auto no anda del todo bien, aunque anduvimos dentro del tiempo esperado. Recuerda que esto es Minardi, y no podemos competir con los equipos de avanzada. Nuestra realidad es otra. Y la realidad de los números, fría pero certera, dice que en los 30 años de competencia la Minardi nunca obtuvo un gran premio. No solo eso, en tres décadas ni siquiera consiguieron un solo podio. Robert sí. En 1999, compitiendo en la Fórmula Opel de Inglaterra tuvo cuatro victorias. En el 2000, en la Fórmula Ford europea obtuvo un segundo lugar. En el 2002 estuvo en la Fórmula 3 alemana, donde tuvo cuatro podios. El 2003 en la Fórmula 3 europea logró siete podios. Y el 2004 corriendo en la Fórmula 3000, logró cuatro podios y pasó a ser piloto de pruebas de la Jordan. De ahí, hasta julio de este año, donde debutó como piloto de Fórmula Uno en el Gran Premio de Alemania. Ha largado en todas las carreras, aunque ha abandonado en dos de seis. -Muy diferente el circuito del tenis al de la Fórmula Uno. -En algunas cosas se parecen, como que hay muchos viajes y que te vuelves a encontrar siempre con la misma gente. Pero hay cosas muy diferentes. En los viajes del tenis yo andaba solo, en cambio acá estoy con 40 personas que forman el equipo. Dependo de los mecánicos, de los ingenieros, somos todos un gran equipo.

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-¿Y en dinero? -En dinero, se gana mucho más que en el tenis. Yo no, claro. Pero los pilotos de más arriba ganan mucho más que los tensitas. A mí, de todas formas, no me motiva eso. Desinteresados. Nadie que quiera llegar a ser el peor puede pensar en el dinero como meta, ni siquiera como gran logro. El objetivo monetario es algo demasiado popular y masivo y aceptado, como para que te permitan ser el peor de todos. Robert Doornbos nació el 23 de septiembre de 1981 en Rotterdam, Holanda, aunque ahora vive en Mónaco. En su vida diaria en las calles de Montecarlo maneja un Audi y suele jugar Fórmula Uno en la PlayStation. -¿Cómo te sientes al quedar último en la largada? -Bien, muy bien. Es parte de lo que esperaba. Tengo que pensar en hacer una buena carrera mañana, ya no puedo seguir pensando en mi clasificación. Además, logramos clasificar. Eso ya es un avance. Optimismo. Nunca olvidar que para el puesto del peor hay una sola vacante. Y que si te hechas a morir, puede irse de tus manos esa posibilidad. Ningún pesimista llega a ser completamente el peor. * * * El día final el autódromo está a tope. Varios espectadores llevan el casco más emblemático que ha tenido la Fórmula Uno, el “verde-amarelo” de Ayrton Senna: el más grande ídolo deportivo automovilístico de Brasil que tras perder el control de su Williams en la curva de Tamburello, en el autródromo de Imola, murió al estrellarse contra un muro de cemento el 10 de mayo de 1994. Los momentos previos a la carrera los pilotos se pasean nerviosos por el paddock, seguramente pensando en mejorar sus tiempos, en lograr una buena ubicación y, es posible, sabiendo que cualquier mala maniobra por sobre los 250 kilómetros por hora les puede costar la vida. -Nunca pienso en la muerte -me dice Robert Doornbos, minutos antes de salir. Un periodista de Tele5 de Madrid, que lleva en directo para todo España la carrera, transmite las últimas declaraciones de Fernando Alonso antes de la largada: “No solo quiero ganar el campeonato, sino que también quiero ganar la carrera de hoy”. Al momento de la largada el ruido de los motores te aturde los tímpanos. Medio São Paulo, la ciudad de los 20 millones de habitantes y los cuatro mil rascacielos y los 600 helicópteros privados que van de un lado a otro, está atenta a lo que sucede. Juan Pablo Montoya gana la carrera seguido de Kimi Raikkonen. Gracias a su tercer lugar, sale campeón de la temporada 2005 el español Fernando Alonso. Es el piloto más joven de la historia en conseguir el título. Robert Doornbos, el peor piloto de la temporada, quema el motor faltando 32 vueltas. Las imágenes muestran su boxes con humo, y Robert adentro recibiendo el gas de extintores. Y seguramente sonriendo. Por la noche, en la discoteca Lotus del Word Trade Center de São Paulo, donde está el Hilton, hay una fiesta privada para celebrar el título. Los mecánicos son los que más celebran, y Fernando Alonso bromea y sonríe y se toma fotos con todos y la música va subiendo de volumen y al rato todos están en la pista, pero en la pista de baile. Afuera media São Paulo duerme, porque mañana es lunes. Algunos fotógrafos esperan afuera de la fiesta, a ver si consiguen alguna imagen. ¡Viva Alonso! Gritan en mal castellano los alemanes, los franceses, los ingleses, los brasileños. Primera vez que un campeón viene de España. -¿Cuál es tu sueño en la Fórmula Uno?- le pregunté a Robert tras la carrera, mientras en las

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pantallas del paddock mostraban a Montoya y la bandera colombiana flameando al compás de su himno. -Llegar a ser campeón. Alonso también partió en Minardi. Yo creo que si tuviera un buen auto, podría estar mucho más arriba y pelear el título. Esperemos que el próximo año, ahora que se acaba Minardi, pueda fichar por un buen equipo. Soñador. Sin sueños, nunca serás el peor. Y para llegar a ser el peor de la Fórmula, Doornbos primero cumplió su sueño de ser piloto. En la fiesta final, donde Alonso abraza a sus mecánicos, y los mecánicos a unas promotoras, Robert Doornbos no se aparece. Y nadie lo extraña. Seguramente el holandés está con Kim, celebrando que ha vuelto a correr una carrera. O que sigue vivo. O tal vez, lo más seguro, planificando su segundo sueño: ser el mejor.

http://www.soho.com.co/deporte/articulo/el-peor-de-la-formula-uno/6816

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Enfoque de temas (selección)

Latinoamérica es un continente

oculto en Estados Unidos

Por Diego Graglia

Ya sabemos que los inmigrantes ilegales ni siquiera

son ciudadanos. No tienen derechos, tampoco

documentos, y no pueden demostrar que existen

cuando la policía los captura para echarlos de un

país. Por eso se esconden. En Estados Unidos, los

«latinos» son parte de ese universo subterráneo de

forasteros que, sobre todo, quiere vivir allí. Un reportero recorre 6.692 kilómetros de autopistas en

busca de esas personas. ¿En qué consiste pertenecer a la clase social más débil del país más rico del

mundo? (EN 65).

Dos hipopótamos tristes

Por José Alejandro Castaño

Dos hipopótamos machos andan sueltos en las riberas del río Magdalena.

Buscan pareja y son peligrosos. Alguna vez pertenecieron al delirante zoológico

particular de Pablo Escobar. Esta crónica es un viaje a la idiosincrasia de la

Colombia contemporánea. (Letras Libres, junio 2008).

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Los buitres de la ciudad más violenta del mundo

Por Marcela Turati

En Ciudad Juárez, al norte de México, los narcotraficantes y oficiales del

estado mexicano pelean una guerra con más muertos que la de Irak. Los niños

fotografían cadáveres con su celular y uno de los lugares más concurridos es la

morgue. En las escenas de crimen acecha una multitud de agentes funerarios

de saco y corbata para negociar con las familias de los cadáveres. ¿Quiénes se

benefician más con la tragedia?

(EN 93).

Mike Tyson: La vida a 10 asaltos

Por Juan Manuel Rodríguez

Está a punto de cumplir los 45, pero en su rostro y en su corazón parecen haber

dejado huella cien años enteros. Fue el campeón más temible de los pesos

pesados; un huracán que buscaba en el ring vengar una infancia atroz. Tocó la

cima con los guantes, pero más dura fue la caída. Hoy deja pasar los días,

indolente, contemplando un pasado marchito y dando de comer a las palomas.

La vieja historia del “pudo ser”.

(Esquire España, 41).

Trece escenas con Calle 13

Por Diego Enrique Osorno

Más que un simple dúo de raperos puertorriqueños, Residente y

Visitante son filósofos subversivos. La música y sus letras son el

vehículo que utilizan para llevar sus ideas políticas a la gente.

(Gatopardo, 115).

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Martín Palermo, el mejor tronco del mundo

Por Martín Caparrós

Si uno es Messi y es goleador, no hay ninguna gracia. Pero si uno se

tropieza con el balón, se enreda con él y hasta cobra un penal con los dos

pies por física torpeza, y también se convierte en goleador, la cosa cambia.

Perfil del máximo anotador de Boca de toda la historia, por uno de sus

hinchas más acérrimos.

(Soho, 121).

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Nueva York, ciudad de cosas inadvertidas (Extracto) Por Gay Talese Nueva York es una ciudad de cosas inadvertidas. Es una ciudad de gatos que dormitan debajo de los coches aparcados, de dos armadillos de piedra que trepan la catedral de San Patricio y de millares de hormigas que reptan por la azotea del Empire State. Las hormigas probablemente fueron llevadas hasta allí por el viento o las aves, pero nadie está seguro; nadie en Nueva York sabe más sobre esas hormigas que sobre el mendigo que toma taxis para ir hasta el barrio del Bowery, o el atildado caballero que hurga en los cubos de la basura de la Sexta Avenida, o la médium de los alrededores de la calle 70 Oeste que afirma: "Soy clarividente, clariaudiente y clarisensual". Nueva York es una ciudad para los excéntricos y una fuente de datos curiosos. Los neoyorquinos parpadean 28 veces por minuto, pero 40 si están tensos. La mayoría de quienes comen pop en el Yankee Stadium deja de masticar por un instante antes del lanzamiento. Los mascadores de chicle en las escaleras mecánicas de Macy`s dejan de mascar por un instante antes de apearse: se concentran en el último peldaño. Monedas, clips, bolígrafos y carteritas de niña son encontrados por los trabajadores que limpian el estanque de los leones marinos en el zoológico del Bronx. Los neoyorquinos se tragan cada día 460.000 galones de cerveza, devoran 3.500.000 libras de carne y se pasan por los dientes 34 kilómetros de seda dental. Todos los días mueren en Nueva York unas 250 personas, nacen 460 y 150.000 deambulan por la ciudad con ojos de vidrio o plástico. Un portero de Park Avenue tiene fragmentos de tres balas en la cabeza, enquistadas allí desde la Primera Guerra Mundial. Varias jovencitas gitanas, influenciadas por la televisión y la educación, escapan de sus casas porque no quieren terminar ejerciendo de adivinas. Cada mes se despachan cien mil libras de pelo a Louis Feder, en el 545 de la Quinta Avenida, donde se elaboran pelucas rubias con cabellos de mujeres alemanas, pelucas castañas con cabellos de francesas e italianas, pero ninguna con

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cabellos de norteamericanas, ya que son, según el señor Feder, endebles por los frecuentes enjuagues y champús. Entre los hombres mejor informados de Nueva York están los ascensoristas, que rara vez conversan porque siempre están a la escucha; igual que los porteros. El portero del restaurante Sardi’s oye los comentarios sobre algún estreno que hacen los asistentes cuando salen de la función. Oye con atención. Pone cuidado. A diez minutos de caer el telón ya te podrá decir qué espectáculos van a fracasar y cuáles serán un éxito. Al caer la noche en Broadway un gran Rolls-Royce de 1948 oscuro se detiene y salta afuera una dama diminuta armada de una Biblia y un letrero que dice: «Los Condenados habrán de Perecer». Se planta entonces en la esquina y vocifera a las multitudes pecadoras de Broadway hasta las 3 a.m., cuando el Rolls-Royce y su chófer la recogen para llevarla de regreso a Westchester. A esas horas la Quinta Avenida está vacía, a excepción de unos cuantos insomnes de paseo, algún que otro taxista que circula y un grupo de sofisticadas féminas que pasan noche y día en las vitrinas de las tiendas, exhibiendo sus frías y perfectas sonrisas..., sonrisas conformadas por labios de arcilla, ojos de vidrio y mejillas cuyos rubores durarán hasta que la pintura se desgaste. Como centinelas, forman fila a lo largo de la Quinta Avenida: maniquíes que escrutan la calle silenciosa con sus cabezas ladeadas, sus puntiagudos pies y sus largos dedos de goma, que esperan cigarrillos que nunca llegarán. A las cuatro de la madrugada algunas de esas vitrinas se convierten en un extraño reino de las hadas, de diosas larguiruchas paralizadas todas en el momento de apurarse a la fiesta, de zambullirse en la piscina, de deslizarse hacia el cielo en un ondulante negligé azul. Aunque esta loca ilusión se debe en parte a la imaginación desbocada, también debe algo a la increíble habilidad de los fabricantes de maniquíes, quienes los han dotado de algunos rasgos individuales, atendiendo a la teoría de que no hay dos mujeres, ni siquiera de plástico o yeso, completamente iguales. Por tal razón, las muñecas de Peck & Peck se elaboran para que luzcan jóvenes y pulidas, mientras que en Lord & Taylor parecen más sabias y curtidas. En Saks son recatadas y maduras, mientras que en Bergdorf `s irradian una elegancia intemporal y una muda riqueza. Las siluetas de los maniquíes de la Quinta Avenida han sido modeladas a partir de algunas de las mujeres más atractivas del mundo. Mujeres como Susy Parker, que posó para los maniquíes de Best & Co., y Brigitte Bardot, que inspiró algunos de los de Saks. El empeño de hacer maniquíes cuasihumanos y dotarlos de curvas es quizás responsable de la bastante extraña fascinación que tantos neoyorquinos sienten por estas vírgenes sintéticas. A ello se debe que algunos decoradores de vitrinas hablen frecuentemente con los maniquíes y les pongan apodos cariñosos, y que los maniquíes desnudos en un escaparate inevitablemente atraigan a los hombres, indignen a las mujeres y sean prohibidos en Nueva York. A ello se debe que algunos maniquíes sean asaltados por pervertidos y que una esbelta maniquí de una tienda de White Plains fuera descubierta no hace mucho en el sótano con la ropa rasgada, el maquillaje corrido y el cuerpo con señales de intento de violación. Una noche la policía tendió una trampa y atrapó al asaltante, un hombrecito tímido: el recadero. Cuando el tráfico disminuye y casi todos duermen, en algunos vecindarios de Nueva York empiezan a pulular los gatos. Se mueven con rapidez entre las sombras de los edificios; los vigilantes, policías, recolectores de basura y demás transeúntes nocturnos los avistan... no por mucho tiempo. La mayoría de ellos merodea por los mercados de pescado, en Greenwich Village, y los vecindarios de los lados Este y Oeste, donde abundan los cubos de la basura. No hay, sin embargo, zona de la ciudad que no tenga sus animales callejeros, y los empleados de los garajes de veinticuatro horas de áreas tan concurridas como la calle 54 han llegado a contar hasta veinte de ellos cerca del teatro Ziegfeld por la mañana temprano. Pelotones de gatos patrullan los muelles por la noche a la caza de ratas. Los guardavías del metro han descubierto gatos que viven en la oscuridad. Parece que nunca un tren los

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atropella, aunque a veces a algunos los liquida el tercer riel. Unos veinticinco gatos viven veintitrés metros por debajo del ala oeste de la terminal Grand Central, son alimentados por los trabajadores subterráneos y nunca se aventuran a la luz del día. Los vagabundos, independientes y autoaseados gatos de la calle llevan una vida extrañamente diferente a la de los gatos mantenidos de casa o apartamento de Nueva York. Casi todos están infestados de pulgas. A muchos los matan la comida intoxicada, la intemperie y la desnutrición; su promedio de vida es de dos años, mientras que el de los gatos caseros es de diez a doce años o más. Cada año la ASPCA* (Sociedad Americana para la Prevención de la Crueldad contra los Animales) sacrifica unos 1.000 gatos callejeros neoyorquinos para los cuales no encuentra hogar. No es común el arribismo entre los gatos callejeros de Ciudad Gótica. Rara vez adquieren por gusto una mejor dirección postal. Por lo común mueren en las manzanas que los vieron nacer, aunque un pulgoso espécimen recogido por la ASPCA fue adoptado por una mujer acaudalada: ahora vive en un lujoso apartamento del lado Este y pasa el verano en la quinta de la dama en Long Island. La Asociación Felina Americana una vez trasladó dos gatos callejeros a la sede de las Naciones Unidas, tras haberse enterado de que los roedores habían invadido los archivadores de la ONU. —Los gatos se encargaron de ellos —dice Robert Lothar Kendell, presidente de la sociedad—. Y parecían contentos en la ONU. Uno de ellos dormía en un diccionario de chino. En cada barrio de Nueva York los gatos golfos están bajo el dominio de un «jefe»: el macho más grande y fuerte. Pero, salvo por el jefe, no hay mucha organización en la sociedad del gato callejero. Dentro de esa sociedad hay, no obstante, tres «tipos» de gatos: los salvajes, los bohemios y los de media jornada en tienda (o restaurante). Los gatos salvajes dependen, en cuestión de comida, de la ocasional tapa suelta del cubo de la basura, o de las ratas, y poco o nada quieren tener que ver con la gente, así sea con quienes los alimentan. Éstos, los más desaliñados, tienen una mirada perturbada, una expresión demente y ojos muy abiertos, y en general rondan por los muelles. El bohemio, por su parte, es más dócil. No huye de la gente. Con frecuencia recibe en la calle alimentación diaria de manos de sensibles amantes de los gatos (casi siempre mujeres) que los llaman «niñitos», «angelitos» o «queridos» y se indignan cuando los objetos de su caridad son tildados de «gatos de callejón». Tan puntuales suelen ser los bohemios a la hora de comer, que un amante de los gatos ha propuesto la teoría de que saben la hora. Puso el ejemplo de una gata gris que aparece cinco días a la semana a las cinco y media en punto en un edificio de oficinas en Broadway con la calle 17, cuyos ascensoristas le dan comida. Pero la minina nunca cae por allí los sábados y domingos: como si supiera que la gente no trabaja en esos días. El gato de media jornada en tienda (o restaurante), a menudo un bohemio reformado, come bien y espanta a los roedores, pero acostumbra usar la tienda a manera de hotel y prefiere pasar las noches vagando por las calles. Pese a tan generoso esquema laboral, reclama la mayoría de los privilegios de una raza emparentada (el gato de tienda de tiempo completo o sin pizca de callejero), incluido el derecho a dormir en la vitrina. Un bohemio reformado de un delicatessen de la calle Bleecker se agazapa detrás de la puerta y ahuyenta a los otros bohemios que mendigan bocados. A propósito, el número de gatos de tiempo completo ha disminuido en gran medida desde el ocaso de la pequeña tienda de ultramarinos y el surgimiento de los supermercados en Nueva York. Con el perfeccionamiento de los métodos de prevención contra ratas, mejores empaquetados y mejores condiciones sanitarias, almacenes de cadena como A&P rara vez tienen un gato de tiempo completo. En los muelles, sin embargo, la gran necesidad de gatos sigue vigente. Una vez un estibador alérgico a los gatos los envenenó a todos. En cuestión de un día había ratas por todas partes. Cada vez que los hombres se giraban a mirar, veían ratas sobre los embalajes. Y en el muelle 95 las ratas empezaron a robar los almuerzos de los estibadores, e incluso a atacarlos. De modo que hubo que reclutar gatos callejeros de las zonas vecinas, y ahora el grueso de las ratas está bajo control.

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—Pero los gatos no duermen mucho por aquí —decía un estibador—. No pueden. Las ratas acabarían con ellos. Hemos tenido casos en los que la rata ha destrozado al gato. Pero no pasa con frecuencia. Esas ratas del puerto son unas miserables desgraciadas. http://www.elboomeran.com/upload/ficheros/obras/retratos_y_encuentros.pdf ********************************************************************************************

El vaquero que nunca envejece

(Extracto)

Por: Felipe Restrepo Pombo

Además de ser el protagonista de clásicos como El bueno, el malo y el feo y Harry El

Sucio, Clint Eastwood es uno de los directores más respetados y prolíficos de los últimos

50 años. En una conversación exclusiva con Gatopardo, el septuagenario artista habla

sobre su nueva producción, Gran Torino, pero también sobre su sorprendente vida y sus

películas que han marcado la cultura popular.

No debe ser fácil levantarse de la cama todos los días cuando uno carga con el peso de ser una leyenda.

De hecho, son muy pocos los que han logrado llevar ese título con suficiente dignidad. Clint Eastwood,

en cambio, parece muy cómodo: sentado en un sillón de cuero, contempla el cielo azul y despejado de

Burbank, California. Estamos en un salón privado del Ross Film Theater en los monumentales

estudios de Warner Brothers y afuera hace un calor inusual para enero: más de 25 grados centígrados.

Eastwood viste un traje beige, una camisa azul celeste y unos tenis Nike grises con franjas amarillas. A

sus 78 años parece no estar agobiado por el hecho de ser uno de los grandes de la historia del cine.

Se levanta para recibirme. Mide un metro con ochenta y ocho centímetros. En Gran Torino —su más

reciente película—, el personaje que interpreta, Walt Kowalski, dice que se puede saber mucho de un

hombre por su manera de saludar. Recuerdo la frase mientras me extiende la mano. Su apretón es

firme: como corresponde a un tipo rudo. Nos sentamos y, antes de comenzar nuestra charla, dice que

tiene hambre. Pide algo de comer y, casi de inmediato, le traen una bandeja con golosinas. Me ofrece y

durante un rato compartimos, en silencio, unas galletas de chocolate y nueces. Sus favoritas.

Clint Eastwood está de buen humor, no cabe duda. Es lunes y Kevin Frank, un entusiasta ejecutivo del

estudio, le confirma, momentos antes de empezar la entrevista, que Gran Torino tuvo un estreno

espectacular. Durante su primer fin de semana en salas de cine recaudó 29.5 millones de dólares: el

mejor estreno de toda su carrera. Recuerdo entonces que en algún lugar leí que Eastwood es la única

persona que ha tenido éxitos de taquilla en cada una de las últimas cinco décadas. En este caso se trata

de un triunfo inesperado: Gran Torino es una película sencilla sobre la amistad entre un veterano de

guerra y un adolescente inmigrante, que parecía destinada a tener una recaudación moderada.

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Una sonrisa de satisfacción aparece en medio de su rostro, que es como un mapa de arrugas. Eastwood

empieza a hablar con la boca entrecerrada. Sus ojos azules también están entrecerrados. Su voz —su

famosísima voz— es un susurro grave que, sin embargo, inunda el salón.

Fuente: Revista Gatopardo.

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La leyenda de Facundo Cabral Por Leila Guerriero La voz —un insecto enhebrado en los párpados de la estática— llega a través del teléfono. —Yo… ocho idiomas… después… shock… 1978… mi hija… mi mujer… avión… me olvidé de hablar. En algún lugar, al sur de la provincia de Buenos Aires, un auto atraviesa la ruta y un hombre masculla —la voz sedosa, monocorde— lo que ha dicho tantas veces, con el tono de quien lo dice por primera vez: quien lo revela. —Perdí…. vista… sillón de ruedas… dos años. La voz, pulverizada entre los dedos de la interferencia, dice llamame, dice viernes, dice Buenos Aires. —Llamame… viernes… Buenos Aires. Alguien —el conductor: alguien— advierte «Se va a cortar, Facundo». Y, efectivamente, la comunicación se corta. *** Viernes. Buenos Aires. El hombre —camisa de jean, saco azul, gafas marrones, bastón de madera— tiene 70 años y manos cálidas, jóvenes. —Decime si hay algún pozo. Yo sólo puedo mirar hacia adelante. No puedo ver hacia abajo o hacia arriba. El bastón de madera palpa las baldosas de la Plaza San Martín, una de las zonas más elegantes de la ciudad. —¿Me acompañás a pagar el teléfono? El teléfono. El hombre, que vive a tres cuadras de esta plaza, en un cuarto de hotel que compró veinte años atrás, sólo puede llamarse dueño de alguna ropa, de algunos libros, de este teléfono. —No me gusta tener cosas que cuidar. Soy muy egoísta. Por eso vivo en un hotel. Tengo veinticuatro horas para mí. —Disculpe, ¿usted es de Tandil? –pregunta una mujer que pasa. El hombre dice sí. —Sí *** Facundo Cabral era un feto fornido, formidable, y llevaba nueve meses en el vientre de su madre, Sara, cuando su padre, Rodolfo, decidió dejarlo todo —hogar en la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires, seis hijos y otro en camino— e irse sin dar explicaciones. A Cabral le gusta decir que llevaba un día de nacido cuando su madre (que lo bautizó Rodolfo Enrique aunque lo llamó Facundo, toda la

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vida) se marchó, sola y su prole, hacia donde no pudieran verla o preguntarle nada. Emprendió la ruta del sur hasta Ushuaia y, cuando llegaron, cuatro hijos habían muerto en el camino. —No tengo recuerdos de esa época. No me interesaba nada. Sólo quería dormir y morir durmiendo. No quería vivir. Despertarme era una tortura. Me parecía que la vida iba a ser así siempre. Pero la vida fue otra cosa. *** —¿Usted es Facundo Cabral? —pregunta la mujer—. Usted vivió en Tandil, ¿no? Yo soy de Tandil. —Entonces usted conoció a mi madre. —Claro. Vivía a tres cuadras de mi casa. Y usted tenía una noviecita a la vuelta. En la calle Chacabuco. —Cómo me voy a olvidar si empecé a saber lo que era una mujer por ella. Mirna se llamaba. —Sí, señor. La hija del zapatero. Qué tal –dice la mujer, orgullosa, y sigue su camino. —Mirna —dice Facundo Cabral, y mira al cielo como si lo viera—. Yo tenía trece años, y ella veintiuno. Un pedazo de mujer. Yo la seguía siempre y un día se paró y me dijo: «Pibe, vos me estás siguiendo». Y le dije: «Estoy enamorado de usted. Me imagino que le hago el amor». Y me dice: «Se te está yendo la mano, sos un nene». Y le dije: «¿Le puedo pedir un favor? ¿Podemos hacer el amor?». Y se quedó mirándome extrañada. Para llegar a la casa había que pasar por un pasillo. Era una tarde de verano y ella empezó dándome una clase, medio en broma. «A ver, hacé esto, hacé lo otro». Terminamos haciendo el amor todos los días, a lo bestia. Ella se recostaba sobre un sillón verde, gastado, y yo la miraba con una vela. La desmesura. La pompa y la sentencia. El signo que, a veces, mejor dibuja. *** En galpones, en baños públicos, en la calle: en esos sitios vivieron en Ushuaia. Los vecinos cambiaban de vereda cuando veían a esa familia de rotos, de pobres descosidos, y Facundo alimentaba su odio con desesperación y alevosía. —Una madre sola o abandonada era peor que una leprosa. En un momento alguien dijo que Perón, que era presidente, daba trabajo, y yo me fui a Buenos Aires. Tenía nueve años y tardé tres meses en llegar. Cuando llegué, me dijeron que Perón iba a estar en la catedral de La Plata. Fui, y cuando pasaba el auto me escabullí y le grité: «¿Hay trabajo?». Le llamó la atención a Eva, que me dijo: «Por fin alguien que pide trabajo y no limosna. Sí que hay trabajo, mi amor, siempre hay trabajo». Dos días más tarde regresaba a Tierra del Fuego, en avión y con oferta de trabajo para su madre como celadora en un colegio de Tandil, sur de la provincia de Buenos Aires. Así, Facundo empezó a vivir en una ciudad donde, cuatro años después y a la luz de una vela, empezaría a vislumbrar el sexo de la mano de Mirna, la hija del zapatero, sobre las telas gastadas de un sofá muy verde. O eso —y así— le gusta contar. *** En la oficina de pagos de la empresa de celulares, Facundo Cabral espera en la fila frente a una de las ventanillas. —Adelante –dice una mujer, y Cabral avanza. —Hola. ¿Cómo es tu nombre, mi amor? —Ivana. —Ivana, eres la luz de mi ventana, para mí la vida sin Ivana no es nada. ¿Cuánto es, Ivana? —Ciento once pesos, señor. —Ivana, Dios te perdone por cobrarme. Ivana sonríe, chequea algo en su computadora y pregunta: —¿Usted es Cabral, Rodolfo Enrique? —Sí. Pero llamame táiguer. Yo supe ser el sex symbol de este barrio. —Señor, mire, acá dice que esa factura ya está paga. —Ah. Bueno. ¿Entonces no tengo que pagar nada? —No.

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—Bueno. Chau, querida. Gracias. Desanda el camino y susurra, a quienes todavía esperan: —Si le cantás, la cajera no te cobra. *** Cuando llegaron a Tandil, Facundo Cabral era analfabeto, ladrón, violento: un infierno con rulos dispuesto a acabar con el mundo. —Nunca había ido al colegio, vivía peleándome. Odiaba a mi padre. Quería matarlo por habernos abandonado. —¿Y sus hermanos? —No aportaban nada. Unos pobres tipos. Ahora no sé si sobrevive uno. Creo que no. Casi no los conozco. Cosa que agradezco. Para mí nunca fue una buena idea la familia. Para mí, mi familia es la humanidad. Yo siempre fui raro. Y para mis hermanos debo haber resultado un descastado. Sin embargo, vivieron siempre de mí. Materialmente, que parece que es lo que importa, fui el que aportó. —¿Eso le produce rencor? —No. Nada. O tal vez lo disimulé. Debo ser buen actor. Me dolía llevar libros a mi casa, que no leían. Libros escritos por mí. Hay un dolor en eso. Pero hay una frase de Macedonio Fernández: «¿Quién cree que es esa entrometida, la realidad, para arruinarme la vida?». A mí la realidad no me va a arruinar la vida. Aprendió a leer a los 14 y a los 17 caminaba por las calles de Tandil cuando un mendigo le gritó: «¡Príncipe!». A él, que sólo aspiraba a despertarse muerto. —Pensé que me estaba tomando el pelo. Le dije: «Viejo, a usted lo salva la edad». Y me dijo: «¡Príncipe! ¿O cómo llamás al hijo del rey del universo?». Simón se llamaba ese viejo. Y me dijo: «Hace muchos años pasó por aquí nuestro hermano mayor, Jesús, y trajo la gran noticia». «¿Y cuál es esa noticia?». «Que uno solo es el Padre». Al viejo Simón le debo la gran noticia de que yo no era huérfano, de que yo tenía un Padre grandioso. La epifanía. La vida sin transiciones. De momentos terribles a momentos perfectos. De momentos perfectos a momentos terribles. *** El local es apretado, gélido. Venden bolsos, y Facundo Cabral busca un bolso: un bolso con un cierre solo. —Entremos acá. Perdí un bolso y necesito un bolso con un solo cierre. Buenas, ¿se puede mirar sin comprar? Un hombre dice sí, claro, qué está buscando. —Un bolso con un solo cierre, porque tengo mucho pleito con la vista y si tiene muchos cierres meto las cosas en cualquier lado y no las encuentro. ¿Sabés cuáles usaba yo? Unos de marca Rosenthal. Me dicen que ya no se hacen. —Sí, se hacen, pero la calidad ya no es lo que era. —Nada es lo que era. Ni yo soy lo que era, flaco. ¿Vamos a comer? Renguea hasta la esquina. Levanta el bastón y un taxi se detiene. Sube con dificultad, primero el cuerpo, después las piernas. Los problemas de su pierna derecha tienen diversos orígenes: en los años 80, se debían a un accidente automovilístico; en los 90, a una debilidad congénita. Ahora, a dos balazos, gentileza de un marido despechado en Santo Domingo. —Nunca llegues a esta edad, flaco —le dice al taxista—. Yo daba miedo. Ahora doy lástima. *** La furia, allá en Tandil, no se detuvo. Cabral consiguió una guitarra, empezó a componer canciones y a trabajar como cosechero. —Me echaban de todas partes. Bebía mucho. Pero leía, y quería ser historietista como Hugo Pratt, el autor del Corto Maltés. Siempre dibujé. Y quería hacer la revolución. Leía a Proudhon, a Malatesta. Pero quería ser Hugo Pratt.

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Y para ser Hugo Pratt no encontró mejor camino que viajar a Buenos Aires e inscribirse en la Escuela Panamericana de Arte; donde daban clases los mejores ilustradores e historietistas de la época. Era junio de 1960. —Pero una cuadra antes de llegar a la escuela vi un cartel de la discográfica Odeón. Crucé la calle. Había una chica en la recepción y le dije: «Buenas, vengo a grabar un long play». Y me dijo: «Pero usted no es artista de la compañía». Y le dije: «No, elegí este sello por tus senos». Se armó un escándalo, y en ese momento entran tres tipos, uno de ellos el director del sello. Le digo: «Vengo a grabar un disco y no me dejan pasar». Y el tipo me dice: «Ah, no me diga que nos eligió, maestro». Y los mira a los otros dos como diciéndoles: «Síganle la corriente al loquito». Y dice: «¿Cómo es su nombre, maestro?». «Cabral». «Ah, qué bueno, pase por acá. ¿Cuándo podemos empezar a grabar?». Le digo: «Ahora». Y me ponen una silla y un micrófono, y se disponen a matarse de risa del loquito. Y yo canto “Vuele bajo”, que la había compuesto en esa época.”Vuele bajo porque abajo está la verdad, eso es algo que los hombres…”. Bajó volando el tipo y me dijo: «¿Cuántas tenés?» «¿Cuántas querés?». Me quedé una hora y grabé un long play. Al mes era el número uno en ventas en la Argentina. Entre 1960 y 1965 Facundo Cabral fue, bajo el seudónimo del Indio Gasparino, un éxito de ventas. Le compró casa a su madre y creyó que esa vida era todo lo que quería hasta el fin de los días. —Pero eran los 60 y me acordé que quería hacer la revolución. Así que dejé todo y me fui a recorrer el mundo. En jeep, en moto, en avión. Me fui por curioso. Uruguay, Chile, Perú, Bolivia, Ecuador, México. En 1969 llegó a Estados Unidos, en 1970 a Europa, y su vida devino lo que es: una iconografía extravagante en la que convergen Eva Perón y George Brassens; Rainiero y la viuda de Pancho Villa; Krishnamurti, a quien conoció en un parque de San Francisco; la madre Teresa, que lo llamó durante un programa de televisión en México invitándolo a orar con ella al día siguiente, y, claro, Borges. —Yo había grabado un disco en Roma y se lo dediqué a Borges. Vuelvo a la Argentina, voy caminando por la calle y me para alguien y me dice: «Señor Cabral, soy Carlos Frías, editor de Borges. Lo acompañé al maestro a Inglaterra y un crítico italiano le regaló un long play suyo que está dedicado a él, y él está encantado y me dijo: “Si un día lo encuentra a este señor, por favor déle las gracias e invítelo a casa”». Yo me quedé paralizado. Frías lo llamó desde un teléfono público y le dijo: «Maestro, estoy aquí con el señor Cabral». Y fui a la casa y me fui a las tres de la mañana. Él decía que yo era un optimista a priori. Un día me dijo: «Señor Cabral, me conmueve su inocencia. Yo conozco su forma de vivir. Usted no es un artista popular, usted adhiere a lo popular. Usted, camino a la cancha de Boca, se detiene en la Biblioteca Nacional». Y es verdad. Uno sabe que no es eso, pero adhiere. *** El restaurante, en plena Recoleta, está casi vacío, pero hay, todavía, una mesa con mexicanos que piden saludarlo. Cabral se acerca y se escuchan risas eufóricas, celebraciones. Cuando regresa dice: —¿Viste qué hermosa la mujer que está con los mexicanos? La mujer es una de esas bellezas artificiosas, el pelo alzado, el maquillaje, cejas sibilinas: una telenovela de las cuatro de la tarde. —Le dije que si yo era presidente de México, no la dejaba salir del país. Comerá bife jugoso, helado de vainilla, vino rosado. En un rato, cuando la mexicana pase junto a la mesa —porte de reina con carroza— él mirará con descaro y un hiato de admiración. —Los Cabral somos todos medio sexópatas. Yo siempre creí que por mis venas corre semen, no sangre. ¿Vos usás tanga? —¿Tanga? —Tanga. Esa cosa finita. ¿Querés helado? ¿Vamos a tomar un café por ahí? *** Barbra es, de todas las mujeres, la única a la que llama suya. Ella tenía 18 cuando él 40. —La vi en un restaurante. Estaba almorzando con los padres. Me acerqué y les dije: «Miren, esta mujer se tiene que ir conmigo porque es mi mujer». Y ella vino.

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Princesa en el concurso Miss America, tapa de Playboy, póster desplegable: era linda. Viajaron por el mundo —dice que vieron ballenas con Jacques Cousteau, que estuvieron en Vietnam los últimos meses de la guerra invitados por un comediante de la BBS, que fueron de misión con la Cruz Roja— y se correspondieron con un amor enfebrecido y una infidelidad muy mutua, consentida. —Ella me dijo: «Sospecho que te voy a amar mucho, pero quiero que sepas que yo no soy fiel». Y yo le iba a decir lo mismo. Los dos tuvimos otras historias, pero nada nos divertía tanto como estar juntos. «¿Podemos salir el martes, en vez del miércoles? Porque conocí a un alemán». Nunca conocí a un ser tan libre, tan sano. Un día me dijo: «¿Arreglaste lo del concierto de esta noche?». Y le dije: «Sí, el empresario siempre tiene un lugar para vos, mi amor». Y me dijo: «No, pero ahora somos dos». Estaba embarazada. Me pareció la cosa más increíble del mundo. ¿Yo, padre? Inconcebible. Y después vino el accidente. Ella tenía que tomar un avión en Chicago, y yo no llegaba pero le dije: «Andá, mi amor, que yo voy más tarde, en otro vuelo». Era 1978. Mi hija tenía un año. Cayó el avión, cayeron Barbra y la niña, y todo fue borrado por una furia majestuosa que venía del mismo sitio del que vendría, dirá después, toda belleza. —Yo hablaba ocho idiomas, pero me los olvidé todos. Bajé treinta kilos, perdí la vista. Estuve dos años así. Un día fui a ver a Krishnamurti. Le conté lo que me había pasado y me dijo: «Te envidio». Te envidio, me dijo. «Siempre te quita lo que más amás. ¡Cómo te envidio! Qué tarea debe tener pensada para vos. Toda pérdida es una liberación. La vida no te quita cosas. Te libera de cosas». Mi madre murió hace veintiún años. Y no tuve dolor. Sentí liviandad. Era tan grande el amor que sentía por mi madre, que era una cadena. Cuando uno siente tanto amor por alguien, llega un momento en que dice bueno, ya está bien. Cuando la democracia volvió a la Argentina, en 1983, Cabral regresó al país y presentó un espectáculo llamado Ferrocabral. Estructurado en diversas estaciones —la estación de la Partida, la de la Ignorancia, la de la Verdad, la de la Naturaleza—, con su tono elegíaco y sus aires de pastor hereje, decía cosas como: «Este es el viaje más extraordinario/. Vean qué espectáculo/: a la derecha los reaccionarios/, a la izquierda los revolucionarios/. En el medio, los hombres/, los que deciden su propia vida/, es decir, tres o cuatro». Y cerraba con una canción que había compuesto en Uruguay, en 1968, y que se transformó en su sello de fábrica, su marca en el orillo: “No soy de aquí ni soy de allá”. Hizo varias funciones en un teatro de la avenida Corrientes, llamado Astral, y allí, cuarenta y seis años después de no haberlo visto nunca, encontró a Rodolfo Cabral: su padre. —Me fue a ver y yo lo reconocí enseguida. Mi madre me había dicho: «Vos, que caminás mucho, algún día te lo vas a cruzar». Nos dimos un gran abrazo, me invitó a su casa. Lloré en su biblioteca. En un momento me dejó solo y vi que él leía lo que yo había leído. Nunca le pregunté nada, ni a qué se dedicaba ni por qué nos había dejado Nunca hablamos nada porque no es de caballeros. Mi madre me había dicho: «Cuando lo encuentres, no cometas el error de juzgarlo. Ese hombre es el hombre que más amó, más ama y más amará tu madre. Dale un abrazo y las gracias porque por él estás en este mundo». Y así fue. Él tenía mujer, hijos. Una alemana deliciosa. Hacía treinta años que vivía con ella. Mi padre murió en 1993. Tuve una amistad de diez años con él. —¿Y cómo se explica usted que él se haya ido sin explicar nada? —No sé. La vida es así. Otra frase de Krishnamurti: la vida no es como debería ser, la vida es como es. Pasados los ´90, con decenas de discos grabados —Cabralgando, Pateando tachos, Entre Dios y el Diablo, Ferrocabral—, una gira exitosa con Alberto Cortez —Lo Cortez No Quita Lo Cabral— y varios libros escritos —Ayer soñé que podía y hoy puedo, No estás deprimido, estás distraído—, Cabral volvió a un segundo plano discreto y a una carrera que, todavía hoy, lo lleva por toda Latinoamérica: Chile, Uruguay, Perú, Ecuador, Colombia, México y un etcétera abrumador para alguien que tuvo cáncer, problemas glandulares, óseos, dos desprendimientos de retina y una pierna que no funciona. —Yo no tendría que trabajar más. Pero emocionalmente no puedo. Económicamente sí, podría. Un tipo que a los 70 años no tiene solucionado lo económico es bastante estúpido. Estoy becado. Subo al escenario y me dan un café, dulce de leche, spaghettis, una botella de vino, un hotel, un avión. Vivo fenómeno. Pero mi salud es más que endeble, aunque soy de la clase de gente que no se queja. Me

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parece una vulgaridad quejarse. Para mí la muerte nunca fue un tema serio. Más bien es excitante la idea de la gran hembra, la muerte. Yo me imagino que el paso final debe ser como el silencio en el teatro, antes de que se encienda la luz. El paso al otro lado debe ser así. Ese silencio. *** En el shopping hay las marcas —Max Mara, Lacroix— y señoras y señores que las compran. Allí Facundo Cabral va cada día, o cuando puede, a mirar librerías, a tomar café, a deleitarse mirando gente bien vestida. —Amo a la gente que se viste bien. La gente cree que yo soy un hippie, pero a mí me gusta el refinamiento. Beber y comer bien, vestir bien. Me gusta la gente refinada. Yo pensé que a mi edad iba a viajar con un valet que me iba a llevar las valijas con los trajes. Mirá, ¡ahí hay bolsos! —Son de mujer, Facundo. —Ah. Afuera cae la noche. —Vení, sentémonos ahí. ¿Querés café? ¿Tenés papel y lápiz? Papel, lápiz. —Hace años yo escribí un libro en el que especulaba dónde me encontraría la muerte. Ahora es muy fácil saber dónde va a ser el final, porque queda muy cerca. No sé si son tres, cinco años más, pero si no es acá en Buenos Aires… Traza un círculo sobre el papel blanco. —… será acá, en Quito. Otro círculo. —… o acá, en Chicago. Otro más. —… o puede ser Mar del plata. Pero es por acá. Y seguramente en un hotel frecuentado, conocido por mí, o en una clínica de alguna de esas ciudades. No me preocupa, pero pensé que a los 70 años iba a tener una casa en el sur de la provincia de Buenos Aires, y a esta hora iba a estar tomando mi primera copa de vino frente a un hogar, leños ardiendo y un montón de niños jugando por ahí. Y yo contando historias. Nunca lo tuve ni lo tendré. Tampoco hice nada para eso. Pero creí que, naturalmente, se terminaba así. Que la soledad y el vagabundeo eran un juego hasta llegar a ese final. Una vez fui a Medellín. Todos los verdes del mundo y curvas, curvas. En la ladera de una montaña había una casita y dos viejitos de la mano, tomando sol. Destrozaron toda mi idea del mundo. Pensé «Qué imbécil, yo creí que sabía qué era la felicidad. Y tengo razón, pero si sacan a estos dos de acá». A esa edad debe ser lindo ir a una casa en la montaña, tomar una copa de vino, hablar tonterías. «¿Viste qué humedad?». «Escuché en la radio que mañana va a haber menos humedad». Las palabras, separadas por hilos de respiración, caen como ácido sobre el velo frágil del lugar común. —«Ah. ¿Llamó mi ahijado?». «Sí, dice que lo llames, que va a estar en la casa de la madre». «Ah». «Conseguí ese pan que te gusta». «No me digas». «Sí. Don Fermín lo trae de nuevo». «Me parece que me voy a ir a acostar». Vivir así. Es una posibilidad, ¿no? Cruza las manos sobre la empuñadura del bastón. Después suspira y dice: —No. https://prodavinci.com/2011/07/09/actualidad/la-leyenda-de-facundo-cabral-por-leila-guerriero/ *********************************************************************************************** MÁS PERFILES EN: http://asiasur.com/contenido/personajes/perfiles/

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La centésima moneda (en busca del sentido)

-resumen-

Por Juan Villoro

“Uno de los mayores problemas es pensar que los

textos se miden por el apego a la realidad. Y sin

embargo, la realidad del periodismo no está en la

realidad. Todo periodismo es una construcción. Sin

modificarlo, damos una visión personal del modelo

que retratamos”.

“Nuestra percepción del mundo nos hace buscar el

cierre de sentido. Si vemos una oración escrita sólo

con consonantes, al leerla completamos las vocales mentalmente. Si yo con los dedos formo

un círculo incompleto, ustedes en sus cabezas tenderán a cerrarlo”. Villoro dice que a veces el

protagonista de nuestra crónica muere y allí está el cierre. Pero que la mayoría de las veces eso

no pasa: es entonces cuando se deben crear cierres simbólicos para dar una sensación de

redondez.

“Hay que imponerle a la crónica sentido de la consecuencia: algo pasa porque otra cosa pasó

antes. Principio, nudo, desenlace”.

“La realidad es caótica e inexplicable. Ocurre sin pedirle autorización a nadie. Una de las

funciones de la comunicación es establecer sectores de sentido para algo que no lo tiene.

Vemos los hechos como fotos aisladas, no como una película continúa. Si no existieran los

periódicos y las revistas, el entorno sería mucho más insoportable”.

“La crónica es un relato con unidad significativa. Un relato que nos permite vincular

realidades para entender mejor y hacer más amigable el complejo y contradictorio mundo en

el que vivimos”, dice y cuenta una historia china, la historia del hombre feliz.

En un pueblo lejano de la China antigua vivía un hombre feliz, un hombre que no tenía

momentos de plenitud sino que disfrutaba cada minuto de su vida. El emperador del reino,

envidioso, llamó a sus sabios y les encargó destruir la felicidad de ese hombre. Los sabios

fueron hasta el jardín del hombre feliz y tiraron allí noventa y nueve monedas de oro. El

hombre las fue encontrando una a una. Luego pensó: “falta una moneda”. Y siguió

buscándola: amargado el resto de su vida por no poder encontrar ésa que no existía.

“Las historias que nos aparecen delante suelen tener noventa y nueve monedas. Parte de

nuestro talento como cronistas consiste en buscar la número cien para darle al lector una

ilusión de completitud”.

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La escritora catalana Empar Moliner hace una crónica de un lugar donde hay sexo en vivo. Un

adonis se pone, en la panza, dulce de papaya. Ella, que está ahí, lame al chico y de allí, de ese

antro, lleva al lector hasta la cocina molecular de uno de los restaurantes más exclusivos del

planeta y contrasta las dos realidades. “El chico sabía a un guiso de Ferran Adrià”.

“Mientras más cosas sepa un cronista, mientras más cosas

conozca, mejores crónica puede hacer. No digo que deba ser un

erudito, sino alguien con muy buena atención dispersa”.

El hombre ornitorrinco

En el prólogo de su libro Safari accidental, Juan Villoro escribió

que, si como decía Alfonso Reyes, el ensayo es el centauro de los

géneros, la crónica es el ornitorrinco de la prosa. “De la novela

extrae la condición subjetiva, la capacidad de narrar desde el

mundo de los personajes y crear una ilusión de vida para situar al

lector en el centro de los hechos; del reportaje, los datos

inmodificables; del cuento, el sentido dramático en espacio corto

y la sugerencia de que la realidad ocurre para contar un relato

deliberado, con un final que lo justifica; de la entrevista, los diálogos; y del teatro moderno, la

forma de montarlos; del teatro grecolatino, la polifonía de testigos, del ensayo, la posibilidad

de argumentar y conectar saberes dispersos; de la autobiografía, el tono memorioso y la

reelaboración en primera persona”.

Juan Villoro también se refirió a la verosimilitud de la crónica. A que hay detalles que nos

hacen creer la realidad, detalles nimios como que Dolores Haze, la protagonista de la novela

Lolita, de Vladimir Nabokov, es hermosa, pero tiene una cicatriz en el tobillo.

“La atención del cronista en los detalles es muy importante. Si tenemos una escena en una

sala de autopsias, no es necesario describir con minuciosidad las camillas, los escalpelos, la

sangre en la juntura de las baldosas, aunque quizá sea fundamental mencionar las cáscaras de

maní que alguien dejó tiradas en el piso, junto a la puerta. Algo que no pertenece a esa

realidad y la hace convincente”.

El detalle. Y la singularización de lo general.

“La manera de entender un hecho trágico como un tsunami o un atentado es a través de un

destino particular que capte, resuma, condense esa noticia. Si como lectores identificamos lo

sucedido con un destino individual podemos emocionarnos y sentir empatía. El componente

colectivo transformado en personas de carne y hueso. Allí, me parece, reside una condición

moral de nuestro trabajo. Señalar la importancia de la noticia como algo que afecta a los

lectores. Para que la información cause un impacto en cada persona que la lea”.

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Para ello, explica, no debemos robarle al lector la posibilidad de experimentar las emociones.

Mostrar sin decir. La emoción debe ser un atributo de la lectura, no de la escritura.

No explicitar: “Ésta es la historia de un villano miserable”, sino narrar la historia para que, al

terminarla, el lector piense: “Qué hombre tan miserable”.

“Antón Chéjov dice que escribir que un personaje está triste, no entristece. Distinto es que el

personaje salga al patio en medio de la noche y, a oscuras, se quede mirando un charco de

agua donde se refleja la luna”.

La tristeza no se lee, se siente.

Dice el escritor mexicano que si uno inventa, termina por

estereotipar todo. Termina pensando que los narcotraficantes sólo

oyen narcocorridos cuando es muy probable que a uno de ellos le

guste Mozart. “Termina simplificando la realidad”.

Descripciones y estadísticas

“¿Qué escoger al describir? ¿Cuántas cosas poner? Si vamos a describir una mesa llena de

objetos el relato puede tornarse aburridísimo. Las descripciones en serie se debilitan. En un

mercado, por ejemplo, uno dice: hay naranjas, manzanas, lechugas y podría seguir, así,

indefinidamente. Pero, mejor, podría decir: Hay naranjas, tomates, al lado: una bicicleta

china; y un cerdito camina por los pasillos. Con esas cuatro cosas ya no necesitamos describir

las otras verduras, sabemos que están y además conocemos, un poco, el clima del lugar”.

“Cuando en el texto aparecen muchos personajes, debemos pensar cuál necesita un nombre

propio. Podemos decir: una vendedora comenta algo. Pero si escribimos: la vendedora

Florencia Vázquez comenta algo, invocamos al destino de ese personaje. Despertamos en el

lector la curiosidad: quién es esa persona, de dónde viene, hacia dónde se dirige”.

“En muchos textos narramos una realidad y, dentro de ella, debemos introducir una noticia

que incluye estadísticas. Siempre es difícil encontrar la manera para que el tono del texto no

se vea alterado por esos números. Debemos buscar una forma de hacerlo suave.

Por ejemplo, en una crónica de brasileños en la Argentina, podemos jugar con el sentido de lo que venimos narrando, decir: Los vendedores de San Telmo prefieren a los europeos, que no regatean cada producto. Los brasileños, en cambio, piden descuentos en lámparas, en camperas, en cuadros al óleo. Sin embargo, hay cosas que no pueden regatear. Como el porcentaje que indica que son el 35% de los extranjeros que cada año llegan a este país”.

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El gran golpe

“Estoy convencido que escribir una crónica periodística equivale a dar un gran golpe. Pero no me refiero al simple “golpe

periodístico”, tras el cual corren diariamente millones de reporteros del mundo en busca de una exclusiva efímera. Cuando hablo de un gran golpe pienso en asaltantes de bancos, desvalijadores de cajas

fuertes, ladrones de piezas de museo. El cronista debe buscar eso mismo: quedarse para sí con un valioso botín.

Si el encargo es hacer el perfil de un personaje público, de nuestro alcalde o de una bailarina famosa, nuestro objetivo será rescatar lo más valioso que pueda tener esa persona. Pero, ¿cómo vamos a saber qué es lo más valioso de nuestro alcalde o de una bailarina famosa? El primer error sería preguntárselo a ella misma: la persona nunca nos lo va a decir. Generalmente ni ella misma lo sabe. Y si lo sabe, lo más seguro es que no lo querrá mostrar. Lo mismo sucede con los bancos. El banco nunca te va a decir: “nuestro tesoro está en el segundo piso, en la puerta 4 a la derecha”. Por eso es que tenemos que dar un gran golpe. Con las crónicas de viaje sucede igual. A la hora de enfrentarnos a un lugar, bien podríamos quedarnos con el anuncio publicitario. Muchos lo hacen, y terminan hablándonos del buen clima que hay en la Costa del sol, de la bohemia que se vive en París, de lo cosmopolita que resulta Londres, de la pintoresca pobreza de América Latina o de la fuerza económica de China. Cada ciudad, ya sea una megalópolis o una pequeña aldea, se ha inventado su propio eslogan que esconde el verdadero tesoro. Cuanto más escondido, mejor el botín.”.

Juan Pablo Meneses

¿Qué necesitamos? -Información: “El gran vicio del cronista debiera ser la información. La útil y la innecesaria. La inteligente y la boba. La elegante y la basura. Nunca se sabe de qué lado de nuestra información saltará lo que necesitamos”. -Escenario: “Debe ser concreto, cuantificable y, por lo mismo, descriptible. No sólo debemos conocerlo bien, sino contarlo”. -Riesgos: “El periodista que no esté dispuesto a tomar riesgos, sólo terminará robando su propio botín. Una y otra vez. -Memoria: “Usar la memoria como una bodega de soluciones, de escapatorias, de sucesos a asociar”. -Paciencia: “Esperar el momento justo para dar el gran golpe”. -Detallista: “La obsesión por el detalle es una de las pocas obsesiones que el cronista suele reconocer en público. En el periodismo narrativo el detalle revela, aporta y le da peso al relato. Un dato mínimo, pero certero, puede ser la ganzúa ideal para dar el gran golpe”. -Apoyo: “La labor de un buen editor, de un buen ayudante en la investigación, de alguien que aporte en la verificación de datos, o en propuestas claves para el trabajo, son fundamentales para terminar armando una buena historia”.

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Punto de vista (extractos) Por Doménico Chiappe (de “Tan real como la ficción”) Una historia puede contarse desde tantos puntos de vista como personas la viven y la conocen. Al elegir desde dónde se cuenta una historia, el periodista ejerce la manera más subrepticia que tiene para influir en un hecho (…) Un texto se puede escribir en cualquiera de las personas y tiempos. La elección la determina perspectiva desde la que se narra (…) <<La historia de un adulterio nos afectará de modo distinto si es presentado desde el punto de vista de la persona infiel, del amante, del traicionado o de una cuarta persona>>. Con el punto de viste se elige la voz narrativa (…) se elige el presente cuando la acción sucede todavía o el autor quiere crear el efecto de que lo que se cuenta puede suceder (sucederle al lector) en cualquier momento. Se utiliza el pasado cuando lo que se narra sucedió por completo o cuando se quiere transmitir que quien escribe, el narrador, es distinto al que vivió la acción. Las tres entidades del texto Todo relato requiere de una trinidad de personajes: la historia se escucha gracias a la voz del narrador que, a su vez, necesita del ente que sirva de eje coherente para observar la acción, que es el focalizado, y de otro que realice la acción, que es el protagonista. El narrador: cuenta. El protagonista: actúa. El focalizador: atestigua. En ocasiones un mismo personaje es narrador, focalizador y protagonista. Primera y segunda persona El narrador en primera persona, que no necesariamente es el protagonista, tiene licencia para reflejar opiniones. Su tono no es impersonal, se implica, toma posición. El periodista se descubre y fabrica como personaje. La crónica en primera persona es el espacio para mostrar indignación, ira, compasión, perplejidad. Otro tipo de crónica en primera persona resulta cuando el periodista encarna la acción a través de la oralidad de otro. La segunda persona, por su parte, se encuentra en una región fronteriza entre la primera y la tercera. Hay dos efectos principales que suceden con el empleo de la segunda persona: 1) el narrador se habla a sí mismo y 2) cuando el narrador no conoce tanto al protagonista / oyente. Pero quiere confesarle, contarle en voz baja, descubrirle un secreto. Se crea un clima de intimidad con el uso del “tú”. Tercera persona. Omnisciencia y equisciencia El periodista puede escribir una crónica desde la visión del otro cuando escribe en tercera persona y utiliza como focalizador a alguien que ha presenciado los hechos. Para mirar dentro de la historia ajena y reconstruirla, se requiere una sensibilidad extrema para las sensaciones y los detalles. Como cuando se reconstruyen historias ajenas, la sinceridad es crucial al acercarse a la fuente. La narración en tercera persona puede segmentarse en dos clases: omnisciente, cuando el narrador sabe lo que piensan y sienten sus personajes, y equisciente, cuando renuncia a estos poderes. El omnisciente utiliza su cualidad para ver y escuchar al protagonista incluso en sus momentos más íntimos y solitarios. Si el narrador se limita a observar se convierte en equisciente. Ya no puede saber

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lo que piensa y siente el personaje que observa. Sólo conoce lo que puede ver o escuchar. Esta es la manera narrativa más apegada a la realidad.

Narradores (selección)

Ocho horas 17 minutos – Federico Bianchini Me llamo Damián Blaum. Tengo 28 años, y descalzo mido un metro setenta y seis, desnudo peso setenta kilos, y por así decirlo ahora estoy desnudo, acostado boca arriba, hablándole a la oscuridad en esta pieza de hotel. Un viejo maestro, Claudio Plit, que fue cuatro veces campeón del mundo, siempre decía que si la noche antes de una carrera uno logra mantener el cuerpo en posición horizontal y los ojos cerrados durante más de cuatro horas, tiene que estar agradecido. Pero miro el reloj, son las cinco menos cuarto de la madrugada, sólo dormí dos horas, y a las siete menos diez tengo que levantarme. En un rato arranca la carrera (…)

Papá, no me olvides – José Alejandro Castaño Alzheimer: eso dicen que tienes. Tú no lo sabes, pero eso no importa, ya no. Ahora, mientras me miras y ríes, yo te contaré una historia. ¿Recuerdas que en el frente de la casa había un jardín , ¿te acuerdas, papá? Allí sembraste un árbol de guayaba, uno de ciruelas, tres de naranja y uno de mandarina que nunca dio fruto, pero que acentuaba el olor verde que se metía por la sala cuando la puerta estaba abierta y nos hacía creer que vivíamos en un bosque (…)

Una mosca puso huevos en mi oído – Juan Pablo Meneses Estaba rodeado de caras de espanto, de asco, de gritos invocando a dios y gente que llamaba a otros para que vieran lo que salía de mi cabeza, como si fuera un alien, todos queriendo mirar al mejor estilo de los circos freaks o de las colas para ver la cara de un muerto: de un modo lo era, estaba viviendo mi propia muerte y mientras todos corrían para disfrutar el extraño espectáculo yo solo pensaba en una cosa: en el incendio forestal que había dentro de mi cabeza (…)

Desde el country – Josefina Licitra Hay algo que la niña, de pronto, sabe. Está recostada en la cama de su madre, en la duermevela de la tarde, quizás un fin de semana, seguramente en Burzaco, seguramente a fines de 1960. Está ahí, la niña, durmiendo o mejor dicho: intentando dormir, intentando vaciarse de todas las palabras cuando de improviso llega eso: la certeza. Como una hiedra que trepa, como una oscuridad que le va tomando el cuerpo y recién a lo último llega a la cabeza, la certeza avanza y se transforma en pensamiento, y ese pensamiento dice: la muerte es.

Las campeonas de los andes – Marco Avilés Benedicta Mamani recoge una pelota de su cocina y sale cojeando bajo la mañana helada de diciembre. Está lesionada. Ayer caminó mucho persiguiendo a las ovejas que pastaban en la montaña y ha amanecido con las pantorrillas moradas. Frota sus piernas con llantén, una planta analgésica que crece en el huerto de su cabaña. No quiere perderse el

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partido de entrenamiento de esta mañana: Mamani es delantera y capitana del equipo de fútbol de su aldea.

Kina Malpartida, una campeona de autoayuda pelea contra el espejo

¿Es boxear una venganza contra el pasado? Un perfil de Daniel Titinger Kina Malpartida tiene un tatuaje en la pierna izquierda, una inscripción en inglés que dice Live and give best of your ability. Give and forgive. Vive y perdona. Se lo hizo en 1999, cuando huyó de Perú y se mudó a Queensland, en la costa noreste de Australia, sin intuir que su futuro tendría que ver con un ring de boxeo: la profesionalización del dolor. Tenía diecinueve años y había recibido tantos golpes emocionales que se sintió obligada a hacer las maletas.Algunos de sus amigos de esos años cuentan que Kina Malpartida se fue pensando en no volver a Lima. Jamás. Lima eran sólo malos recuerdos.Con esa certeza se fue a correr olas a Australia y, mientras tanto, a estudiar Administración de Restaurantes y Catering. Dejó su pasado –para siempre– con una visión de lo que debía ser su futuro. Vive y perdona. Una década después, en 2009, sería campeona mundial de boxeo peso superpluma, y un ídolo súbito en el Perú, un país que nunca había tenido un campeón mundial de boxeo. Ahora Kina Malpartida quiere contar su vida como un libro de autoayuda. Ha sido ella una peleadora capaz de caerse y levantarse todas las veces, pero sobre todo fuera del ring. La vida es como el boxeo, y la metáfora es un lugar común tan evidente como un moretón en el ojo. Kina Malpartida ha vivido con los guantes puestos y ha peleado más veces contra sí misma. –Me han pasado cosas feas, sí, es alucinante ––dice con vista al mar del sur de California–. Me ha pasado de todo. Huntington Beach es una playa de surfers y sol centellante con un muelle largo anclado en tantas columnas que parece un ciempiés gigante de cemento. Kina Malpartida es una adicta al mar. Ahora vive en una habitación rentada, a unas calles de aquí. «La playa es lo más lindo que hay –dice, mirando hacia la orilla con sus redondísimos lentes oscuros marca Electric–. Es lo más lindo de toda la naturaleza, ¿no? El sonido es distinto, el sonido del mar, la arena, la calma, las olas, el sol, nunca voy a poder vivir sin mi playa. Por eso me fui a Australia y estuve cerca de la playa. Por eso vine a Los Ángeles y sigo cerca de la playa». Lima también tiene playa, pero su mar es de un color más turbio, como el pasado de Malpartida, y desde que es campeona del mundo la boxeadora vuelve al menos una vez al año, solo para volverse a ir. Hoy se ha sentado en la arena, bajo una sombra donde corre una brisa fresca que le permite conversar sin sudar. Hace unas horas estuvo entrenando en el Azteca Boxing Club de Los Ángeles, a unos cincuenta minutos de Huntington Beach, pero ahora luce como si estuviese recién salida de la ducha: el cabello

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mojado y amarrado atrás en una cola, la nariz hinchada, la cicatriz sobre su ceja derecha, el rostro delgado y encendido, rosado, como en un esfuerzo permanente y decidido, porque incluso cuando no está haciendo nada Kina Malpartida, campeona del mundo, está entrenando. Electric. Siempre está así. Se mueve intranquila casi todo el tiempo, juega con sus zapatillas en la arena, se frota los nudillos callosos de sus manos largas capaces de partirte la cara, y ese sonido del mar –las olas reventando contra la orilla– es el paréntesis que ella necesita en medio de tanta agitación. El gimnasio es bulla y caos, y la playa es, de alguna forma, el silencio, esos segundos luego de que suena la campana y el boxeador debe ir a su esquina. La playa es esa esquina. «Siempre voy a estar cerquita a la playa», dice, y vuelve a frotarse los nudillos con una sortija rosada y brillante que solo se quita para golpear. No está incómoda. Irá apaciguando sus movimientos conforme pasen los minutos, pero ahora se acomoda la camiseta negra marca Electric y la licra del mismo color que apenas le cubre las rodillas. ¿Seguirá sudando horas después de sudar? Se acomoda y se le ve el tatuaje en la pierna izquierda, un garabato difícil de descifrar. «¿Qué dice ahí, ah?», pregunto. Entonces ella habla de lo que llama «mis pensamientos», ese tatuaje, otro que tiene en el brazo derecho y dice Jehovah, the one and only –«Sí, creo en Dios y en la creación»–, y me habla, sobre todo, de lo difícil que se le hizo el mundo después de que muriera su padre. Si Kina Malpartida tenía algún futuro en el deporte, éste era el surf y no el boxeo. Su padre, el Chino Malpartida, fue tres veces campeón nacional de surf y una figura de los años setenta en los balnearios al sur de Lima. Era guapo, atlético y a veces parecía un rumor. No aparecía tanto en público. Quienes lo llegaron a ver en el mar cuentan que el Chino Malpartida no tenía miedo, que jamás se caía de una tabla y que era el más radical de los tablistas radicales. Solía lanzarse con su tabla a zonas peligrosas e inexploradas. En Punta Hermosa, su playa y centro de operaciones, dicen que fue el primero en correr El Paso, olas que te arrastran y revientan en un despeñadero. El Chino Malpartida corría olas en Hawái e Indonesia, mecas del surf mundial. Se casó con una top model, Susy Dyson, que aparecía en portadas de ELLE y VOGUE, y caminaba en las pasarelas de París. Los papás de la futura boxeadora eran hermosos y célebres. Kina adoraba a su padre y quería ser como él. Si él jugaba fútbol, ella quería jugar fútbol, y lo hizo en dos equipos de hombres. Si él hacía karate, ella quería hacer karate, y lo hizo a pesar que su madre trataba de inscribirla en clases de danza moderna y gimnasia acrobática. Si él era campeón de surf, ella también quería serlo: a los diez años corrió su primera ola, y papá le regaló su primera tabla, una Milton Whilar que ella recuerda como un tablón que la doblaba en tamaño, pero sobre todo porque «era una tabla de mi papá». A los doce años, Kina Malpartida compitió por su primer campeonato nacional y quedó segunda. «Mi niñez fue muy bacán», me dice enterrando las zapatillas en la arena. Hasta que una mañana, en las afueras de Lima, su padre se lanzó de una avioneta con un paracaídas que nunca se abrió. La sombra se ha corrido y el sol de Huntington Beach empieza a darnos en la cara. –Ahí empezó todo –me dice la boxeadora. De pronto empieza a contar una historia con la rapidez de quien quiere sacársela de encima. Sus lentes oscuros y redondísimos no dejan ver sus ojos. –Comencé a hacer cosas que no debía.

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No hay tanta gente en la playa y a esta hora el sol es engañoso: brilla más, pero se va apagando con la tarde. –Porque mi papá se murió y yo en mi casa tenía una relación con mi mamá que no era muy buena, y entonces preferí ir a la calle a vacilarme con mis amigos, y conocí gente. Kina Malpartida tenía dieciséis años y salía con un grupo de surfers de Punta Hermosa, tipos sin mucho talento en el agua, pero «malosos afuera», me dice un viejo amigo de ella que también corría olas. «Un día la dejamos de ver», dice una compañera de su colegio, el Franklin Delano Roosevelt, de los más adinerados de Lima. «Desapareció o la botaron, ya no me acuerdo bien, pero todos sabíamos qué estaba pasando con ella: se malogró», dice otro de sus ex compañeros dos décadas después. Hoy, antes de venir a Huntington Beach, una reportera de la CBS de Los Ángeles, llegó al Azteca Boxing Club para entrevistarla para un segmento del canal llamado People to watch, sobre vecinos de la ciudad que hacen cosas extraordinarias. La boxeadora subió al ring con un micrófono. «Yo anduve por el mal camino –le dijo–. Con la gente equivocada». Dormían de día. A veces ibas a Punta Hermosa y los veías durmiendo a todos en un mismo auto estacionado por el malecón, o fumando marihuana con ella.

Era tan adicta al mar como a las noches en las discotecas al sur de Lima –Kahunas, La Pólvora–. «Eran gente mala», me dice Kina Malpartida, se acomoda los lentes Electric, y mueve los hombros estirando el cuello. –Pero yo tampoco era una santa –admite–. Una vez me metieron cosas en el trago. Y no se aprovecharon de mí porque me pasé de vueltas y empecé a botar espuma por la boca, se me voltearon los ojos y ahí fue que me llevaron a mi casa, y mi mamá se asustó y me internó. La habían encontrado tirada afuera de Kahunas, inconsciente, en unas rocas que desembocan en el agua. Su madre top model nunca había querido que su hija corriese tabla. Seguro no por miedo al mar. –Mi mamá estaba paranoica y me metió a un sitio bien feo –me sigue contando–. A una clínica psiquiátrica donde me amarraron a una cama con las manos así. Kina Malpartida estira sus brazos a ambos extremos, como crucificándose en el aire.

–Me inyectaban nueve veces cada veinticuatro horas en el trasero, y el último día me inyectaron tres en cada músculo de la pierna, tres y tres, y no pude caminar dos meses. La habían llevado en brazos, recuerda, hasta un centro de rehabilitación alejado de Lima. Había allí drogadictos con años de consumo de pasta básica, terokal, cocaína. –Me descarrilé. Fue locazo, no sabes lo que fue. Me quedé internada ahí dos años. Hoy en California, la campeona me dice que ya es tiempo de que se sepa de dónde viene. Por eso habló temprano con una rubia maquilladísima de la CBS, y ahora conmigo. Tres días después hablará con un periodista del diario LA OPINIÓN de Los Ángeles y le repetirá lo mismo frente a una cámara de video. «Mi vida es una tragedia que quiero convertir en algo positivo», le dijo a Abraham Nudelstejer. Le repitió lo de sus dos años de reclusión en ese centro para drogadictos. Pero a Nudelstejer le dijo algo más: «Mi papá se dedicaba al narcotráfico». El Chino Malpartida solía ser un rumor. Parte de ese rumor era que en sus viajes para correr olas por el mundo se dedicaba a otros negocios. Eso lo hacía aún más enigmático. Ni siquiera en Punta Hermosa era frecuente cruzártelo en una calle. «¡El Chino se ha metido al agua!», decían, como quien anuncia una revelación, y la gente se estacionaba en la orilla a verlo, aunque fuese de lejos. Tal vez, cuando murió su padre, Kina Malpartida se enteró de que en la excitante vida de papá no todo había sido deportes extremos. O quizá fue antes. El hecho es que ella también quería huir de eso. Aprender a perdonar. El sol se aparta y otra vez nos cubre una sombra en

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Huntington Beach. Pero Kina Malpartida quiere que le dé el sol en la cara, así que se mueve unos metros para recibir, a quemarropa, los últimos rayos del día. El boxeo, en su significado más elemental, tiene que ver más con ser golpeado que con golpear. «Va más de sentir dolor, cuando no devastadora parálisis psicológica, que de ganar», escribió la novelista Joyce Carol Oates, quien fue una niña que se apasionó por el boxeo gracias a la afición de su padre. Como Kina Malpartida. El boxeo es dramático y al mismo tiempo trágico. Cuando decidió irse a Australia, aún no sabía que éste se cruzaría en su camino. Una mañana de 2003, caminando por la playa luego de correr olas, conocería a un entrenador de box, sin saber que ese entrenador, Jay Thomas, o JT, como ella lo llama, había sido un ex asaltante de bancos, un presidiario alcohólico y violento, al que ella a veces le pagaba con cerveza para que la entrene. Kina Malpartida huyó de Lima, dice que ha perdonado a todos los que le hicieron daño, Give and forgive, pero que pegar le produce adrenalina. Si hay gente que necesita terapia, ella necesita el boxeo. En Australia Kina Malpartida subió al ring para ser sparring de hombres. «Es que JT estaba loco», me dice hoy, años después, en Huntington Beach, elevando la voz como en una carcajada. La hacía pelear contra tipos más fuertes que ella, y ella se ponía a llorar después de los entrenamientos porque sentía –lo recuerda con esa sonrisa Dento de dientes torcidos– que le dejaban huecos en el estómago de tanto pegarle. Siempre le dolía la cabeza. Y también hacía de sparring de una campeona de muay thay: «Me masacraba, pero era una linda chica». Con cinco peleas profesionales tenía la mano derecha enyesada. «Si sigo con JT voy a terminar muerta, pensé, pero era linda gente, ah», dice Kina Malpartida y se ríe mientras palmea sus rodillas. Un día de 2005 vendió su auto y le dijo adiós a su manager australiano de entonces, Mike Altamura, quien por teléfono lo recuerda como si estuviera viendo la película de una heroína rehabilitada: «Fue a mi hotel en Sidney y me dijo, mi sueño ahora es irme a Estados Unidos, quiero ser una gran peleadora». Altamura cuenta que la dejó ir porque creía que era una atleta capaz de todo, y que, con esas ganas de salir de Australia, por fin tenía un objetivo. Kina Malpartida se mudó para ser la campeona del mundo. Desde que vive en Los Ángeles, a ella le han roto las costillas dos veces. Le han quebrado los dientes de un puñete, ha trabajado en restaurantes de mesera, bartender, asistente, manager y ha lavado platos para seguir boxeando, y boxeando también le han roto el tímpano derecho, la han estafado con dos peleas, supuestos empresarios de boxeo que la subieron a un ring y no le pagaron, le han dado una visa falsa y se le ha infectado un oído. Kina Malpartida es su peor mejor enemiga. Entrena desde las diez de la mañana en el Azteca Boxing Club, golpea costales de arena que parecen de piedra, corre y salta una soga que suena a latigazos sac-sac-sac y sigue corriendo, sudando, y luego golpea a su entrenador, que se cubre y le grita todo el tiempo «¡no descuide su izquierda! ¡Golpea abajo! ¡Vamos, Kina, vamos!», y tres horas después sigue golpeando sparrings en el ring y sudando y sacsac-sac como una marea incontenible. Cuando hace lagartijas y abdominales, parece que estuviera descansando. Luego almuerza, hace una siesta y en la tarde sale a correr por las montañas cercanas a Huntington, subidas y bajadas, una, dos, tres veces, y luego piques y seis rounds de boxeo todos los martes, jueves y sábado. Para la campeona del mundo relajarse quiere decir venir a la playa solo para ver la playa. Una boxeadora como Kina Malpartida es una profesional del dolor. Su entrenador, el mexicano Mario Yuca Morales, resume esa extraña afición por el sufrimiento en la palabra coraje. Puedes ser un gran boxeador si tienes técnica y experiencia y las peleas adecuadas. Pero solo puedes ser campeón del

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mundo si tienes coraje. «A esta pelada le sobra», me dijo Morales esta mañana, antes de venir con Kina Malpartida a Huntington Beach. Kina Malpartida nunca se rinde. Y es cuando le va peor, que más rápido se levanta. Ha convertido su dolor en estímulo y voluntad, y ha trabajado para quedarse buen tiempo de campeona mundial. Live and give best of your ability. La inscripción del tatuaje en su pierna izquierda salta a la vista. Es el mensaje que quiere contagiar. Me lo ha repetido varias veces, de distintas maneras, mientras la tarde ha caído. No te puedes quedar en el pasado. Tienes que seguir adelante pase lo que pase. No tienes que ser una ganadora del boxeo, sino de la vida. Tienes que creer en ti. «Es un hecho: yo tengo la fórmula perfecta para alcanzar un objetivo –me dice–. Puedo dártela, pero depende de ti lograrlo». Bajo el sol perezoso de Huntington Beach, Kina Malpartida se asoma como una maestra del sí-se-puede, el credo de los inseguros, débiles y vencidos. Pronto publicará su libro. –¿Hay que sacudirse de todo lo malo a puñetazos? –No sé, como que te da más gusto –dice–. Al final el éxito es la mejor venganza. Fuente: http://issuu.com/etiqueta-negra/docs/kinamalpartida

Inicios

Peter Gabriel frota la punta de su barba hasta dejarla en forma de signo de interrogación: “Sé cuál es la primera pregunta”, sonríe. “¿Por qué me tardé tanto en hacer otro disco?”. (“Peter Gabriel, el regreso del explorador”, Juan Villoro).

En la fotografía, él parte de esta tierra como una flecha. Aunque no ha

escogido su destino, parece como si en los últimos instantes de su vida se

hubiera abrazado a él.

(“El hombre que cae”, Tom Junod).

Acá. José Mujica, presidente de la República Oriental del Uruguay,

vive acá. En la entrada del rancho hay una cuerda donde cuelgan las

ropas de un niño –pobre-; una casucha de ladrillo gris a medio hacer

–pobre-; un desmadre de plantas –juncos, pastos crecidos, yuyos-;

una hectárea de tierra recién surcada; y perros, muchos perros.

(“Mujica, el presidente imposible”, Josefina Licitra).

¿Cómo termina? El dictador muere, marchito y demente, en

su cama; huye de los rebeldes en un avión privado; es

atrapado escondiéndose en un puesto de montaña, en una

cloaca, en el hueco de una araña. Es enjuiciado. No es

enjuiciado. Es arrastrado, sangrando, alucinado, a través de

las calles; luego, es ejecutado.

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(“Rey de reyes. Los últimos días de Muammar el Gadafi”, Jon Lee Anderson).

¿Que por qué soy periodista? Por: Orazio Potestá ¿Qué por qué soy periodista?... Responder esta pregunta es sumamente difícil. Pero más lo es esta otra: ¿y por qué de investigación? Haré un esfuerzo. Espero que el sueño atrasado -vieja secuela de los cierres de edición- me deje ser didáctico. Soy periodista desde el colegio, y tal vez desde mucho antes. Recuerdo que escribí mi primer artículo periodístico a los 7 años, que dirigí una sencillísima y corrosiva revista universitaria a los 18, y que el gusto por las letras y las humanidades fue un referente vocacional muy importante. Tuve un abuelo que quiso ser poeta, un padre que gastó fortunas en la compra de las mejores enciclopedias, y una tía profesora (de lengua y literatura) que me inculcó la lectura de clásicos y la práctica de una adecuada ortografía. El descarte tuvo también mucho que ver: en números era realmente malo. Pero lo curioso es que estos ingredientes, por sí solos, no hacen a un periodista. Por lo menos eso pasó conmigo. Hace falta un condimento que no se vende en las bodegas y que tampoco se aprende leyendo manuales y libros: las ganas irrefrenables de incomodar. Eso: incomodar. Incomodar al que tiene la sartén por el mango, al que abusa, al que roba, al que mata, y al que habla en voz alta creyéndose dueño de una total impunidad. Hasta aquí podríamos decir que ser periodista, en los términos más castizos y criollos posibles, es ser un maldito aguafiestas. ¿Y por qué?... Pues porque nos encargamos de decirle al gobernante de turno, envanecido por el poder, que es tan humano e imperfecto como nosotros. Pues porque le decimos al asesino lo que es y no "héroe de la pacificación". Pues porque le decimos al militar o funcionario corrupto que el dinero que se roba impide, por un lado, que se ganen las guerras, y por otro, que no lleguen las vacunas contra la polio al otro lado de los andes. En ambos casos, lamentablemente, los afectados quedan limitados para siempre, al menos en lo físico: soldados sin piernas por pisar minas explosivas y niños inválidos y desplazados para siempre. Quebramos falsos sueños y ponemos en tierra firme a quienes andan trepados en sus nubes. ¿Incomodar será lo mismo que ser rebelde o no saber callar? Prefiero quedarme con la segunda opción pero con un par de añadidos: se debe ser prudente y justo. Los periodistas no deben vociferar. Es una obligación fundamentar -sin acusar- a la hora de informar, y analizar -sin exagerar ni adulterar- al momento de colocar el hecho noticioso en un contexto. ¿Y de dónde saqué esas ganas de incomodar o de no callar? Realmente no lo sé. Un familiar mío se hizo la pregunta y obtuve algunas respuestas. Pude conocer, por ejemplo, que uno de mis bisabuelos participó en una revolución en Europa, y que mi padre, hace ya varios años, apagaba incendios armado con una manguera delgada y un trapo mojado en la cabeza. Era bombero voluntario. Los pasos previos Mi carrera periodística transcurrió por una combativa ONG de derechos humanos, Aprodeh, y por la revista Oiga, la verdadera, la de Paco Igartua. En Aprodeh socialicé con el Perú y conocí que en nuestra tierra habían ocurrido masacres y crímenes más terribles incluso que los habidos en la guerra de Vietnam. Afronté como periodista y estudiante

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universitario el caso La Cantuta y palpé cómo podían ser las reacciones del poder cuando se encuentra, de pronto, acorralado por una minoría. Demás está decir que tardé mucho en comprender y racionalizar cómo un ser humano que antes amaba, hablaba, bromeaba, y que encerraba energía, proyectos, y esperanzas, podía ser convertido en trozos de carne seca y amorfa. "Aquí han colocado un cuerpo" -escuché que dijo alguien en el tráfago de las exhumaciones de Cieneguilla y Huachipa. Era una caja de zapatos. En Oiga estuve dos o tres meses, hasta su cierre definitivo, causado, como se sabe, por la asfixia tributaria que el gobierno de Alberto Fujimori Fujimori le infringió por no compartir sus propósitos políticos. Oiga, como paso previo a Caretas, que era, a la postre, mi meta profesional más deseada, me ayudó a saber lo que era enfrentarse a un cierre de edición y usando, aunque parezca increíble, una Remington de 1965. Por cierto, la redacción parecía un campo de batalla, y las máquinas de escribir, auténticas metralletas. Pero fue el temple de Paco Igartua lo que me impresionó. Dirigía la revista a gritos, desde su oficina, como si fuera el centro de operaciones de un acto bélico, aunque a veces ésta podía parecer una carpa con muertos y heridos. Era brillante para encontrar la noticia y buscarle una explicación. Además le daba forma gráfica al diagramar la misma y buscarle fotos, a veces, teniendo que dividir en cuatro un contacto de negativo con el fin de extraer la parte más llamativa e impactante. La imagen podía acabar en una página entera y borrosa por el exagerado crecimiento. Eso era lo que le encantaba: el efecto casi clandestino de la imagen difusa. Sus editoriales los hacía a mano, con lápiz, papel y borrador, como un herrero que pule y forja estatuas. Pero lo que más atesoro de este maestro de periodistas fue la terca y religiosa defensa de sus principios. Nunca claudicó y no entregó Oiga -para salvarla- a quienes querían convertirla en un vocero oficial. Todas estas experiencias, sin saberlo, me ayudaron a perfeccionar un perfil profesional y personal al que ahora hecho mano. La vieja y querida Caretas Es aquí donde espero contestar aquella segunda pregunta que consigné al inicio de este artículo: ¿y por qué periodista de investigación? Si bien tenía ciertas preferencias y afinidades hacia los temas que trata el periodismo de investigación, fue la casualidad la que me empujó hacia el partidor. El 31 de marzo de 1999 cayó en el puerto del Callao un embarque de varias toneladas de cocaína que tenía como destino Europa. Era la noticia de la semana y Caretas no podía dejarla pasar. Pero no sólo eso: el caso y sus destapes debían ser propiedad de la revista, así como lo habían sido, en el pasado, las legendarias investigaciones sobre Villa Coca, Carlos Lamberg, y Vladimiro Montesinos. Era jueves, recuerdo. Entraba a mi oficina -tenía apenas dos semanas en Caretas- cuando Marco Zileri, con ese vozarrón muy suyo, me dijo, textualmente, señalando una primera página de un diario: "métete de cabeza... el caso tiene que ser nuestro... hazme caso... aquí hay carne...". Y vaya que tuvo razón. Y vaya que hubo carne: fue lomo de primera calidad. Fue una orden (de vez en cuando el periodismo de Caretas no pide opiniones) que acaté sin calibrar la dimensión del asunto. Lo repito: mi entrada al periodismo de investigación fue circunstancial. Y no me avergüenza decirlo. La droga era de la banda de Los Camellos, tal vez la mayor organización del narcotráfico que haya operado en el país. Al menos eso decían algunos miembros de la Policía Nacional del Perú y ciertas fuentes de la DEA. Pero eso, claro está, yo no lo sabía. Esta mafia reportaba directamente con Vladimiro Montesinos y Caretas estuvo (estuve) a punto de probarlo. Llegamos hasta el número dos de la organización, el

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abogado Javier Corrochano Patrón, un hombre pedante y exquisito que se ufanaba de su vieja amistad con el ex asesor presidencial y de manejar a su antojo el Poder Judicial. Me costó mucho acceder a la información porque no tenía fuentes ni informantes en el tema de tráfico de drogas. Y para graficar mejor el drama, diré que ni siquiera sabía donde quedaba la sede de la Dirección Nacional Antidrogas (DINANDRO). Ante la impotencia, pensé en renunciar a la revista en varias ocasiones. Los Camellos sacaban toneladas de droga a la semana con apoyo de altos oficiales de la DINANDRO. Lo hacían en barcos cargueros luego de convertir la costa del país en un alargado y descuidado desierto. Incluso, se daban el lujo de transportar sus insumos en helicópteros del Ejército. Corrochano Patrón me entabló una demanda judicial por medio millón de dólares que perdí en varias instancias, pese a tener pruebas contundentes. Por ejemplo, demostramos la existencia de transferencias millonarias a sus cuentas - que intentó disimular con la venta ficticia de yates- y hasta un viaje secreto a Cuba para negociar la rendición de uno de los cabecillas de Los Camellos, el corredor de autos Bruno Chiappe Ebner, el mismo que terminó siendo su patrocinado. Corrochano Patrón, de acuerdo al encargado de finanzas de Los Camellos, el panameño Boris Foguel y Suengas, reportaba directamente con Vladimiro Montesinos la salida de la droga, la protección de los embarques, y el precio que se debía pagar. Este hecho, por cierto, se conoció tiempo después. El caso dejó como resultado, al menos, una treintena de presos. Javier Corrochano Patrón no estaba entre ellos pese a haberlo merecido. Este abogado de la mafia cayó detenido meses después por otro escándalo y no tuvo otra alternativa que acogerse a la ley de colaboración eficaz luego de delatar y detallar sus carreras y faenas con El Doctor. Caretas le dedico al tema de Los Camellos seis portadas y no menos de veinte reportajes que eran redactados con presión, temor, y con un abogado al costado, por el proceso judicial que tenía yo pendiente y que fue presentado para amedrentarme. Pero el plan no les resultó. Fue un caso espectacular para alguien que debutaba en el periodismo de investigación y en el terreno inseguro de las amenazas de muerte. Para defenderme, de hecho, tuve que incomodar como nunca antes lo había hecho. Enrique Zileri, el director, me dijo un día: "con este juicio ya tienes un galón, eres alférez, pero debes ser general si quieres avanzar". Me quedé mudo. Estaba frente a un Mariscal. Sus palabras retumban todavía en mi cabeza, y a veces, lo confieso, las repito y absorbo como si fueran los ingredientes de un jarabe multi vitamínico cada vez que paso por momentos complicados. O sea, cada 15 minutos y siete segundos. Es que para llegar a ser como Enrique Zileri, uno debe afrontar -como él lo ha hecho- por una veintena de juicios y decenas de persecuciones y deportaciones. Le cabe, a este viejo genio, el dudoso honor de ser el periodista más asediado y amenazado de América Latina. Ya en lo mío, el juicio por difamación, que tantas horas de sueño me cobró, volvió a fojas cero, una vez derrumbada la pasada dictadura. Y tal vez ahora lo gane, pero eso poco me importa. Pienso que en casos como este -y a diferencia del fútbol- más importantes son las victorias morales que permiten que uno pueda dormir tranquilo y mirar a los hijos a los ojos. Alejado un poco de las tormentas, aunque no sé por cuanto tiempo, dedico mi tiempo actual a dos cosas preciadas: dirigir la jefatura de la unidad de investigación del diario Correo, y al dictado del curso de periodismo de investigación en la facultad de ciencias y artes de la comunicación de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Algo quiero decir al final de esta historia. En el mundo hay sólo dos tipos de periodismo: aquel que es capaz de cambiar a un país, y otro, que sólo se contenta con divertirlo y relajarlo. Uno escoge en que bando desea estar. Ojalá haya sido claro en este devenir de recuerdos. Agradezco a mis amigos de Palestra por la oportunidad de formar parte de su página web y mil disculpas por la grave extensión de este artículo.

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Fuente: http://palestra.pucp.edu.pe/pal_com/?file=periodismo/potesta.htm ESPECIAL

Las muertes en los sótanos del Pentagonito El escalofriante caso de los sótanos del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE) sale del olvido con el dictamen que permitiría juzgar a Fujimori por la desaparición forzada de tres detenidos en el Pentagonito. Por: Ricardo Uceda A fines del 2004, cuando publiqué un libro sobre crímenes políticos, pensé que uno de sus descubrimientos corría el riesgo de ser rápidamente olvidado. Con ese temor, le puse al libro el nombre del capítulo correspondiente: "Muerte en el Pentagonito". Narraba allí cómo tres presuntos senderistas habían sido secuestrados en Lima en momentos distintos, llevados al Cuartel General del Ejército y asesinados con arma de fuego. Antes los habían torturado, y, después, sus cadáveres fueron incinerados en un horno habilitado para tales propósitos. Todo esto en 1993, durante el apogeo de Fujimori y Montesinos. Mi creencia se fundaba en la falta de evidencias. Nunca se encontrarían los cuerpos, como en el caso de los desaparecidos de La Cantuta, que debe su impacto al macabro hallazgo de los cadáveres por periodistas de "Sí", en 1993. No había asesinos con nombre y apellido, como los del Caso Barrios Altos, individualizados desde la primera crónica de la matanza, también publicada por "Sí" en 1992. Tampoco habría un testigo clave. La fuente principal del libro, el agente del SIE Jesús Sosa, decidió desaparecer, y hasta hoy no es habido. Por último, estaba el anonimato de las víctimas: Justiniano Najarro, panadero ayacuchano, y los estudiantes Kenneth Anzualdo y Javier Roca, ambos de la Universidad Técnica del Callao (UTC). Sus desapariciones nunca ocuparon las primeras planas, e incluso, luego de la publicación del libro, cedieron lugar ante revelaciones de otros capítulos y desgracias de otras víctimas. Por ejemplo, ante el caso del primer huésped fatal del sótano del SIE, el espía ecuatoriano Enrique Duchicela, ejecutado extrajudicialmente en 1988. Aun ahora, cuando el dictamen de la fiscal Mónica Maldonado se conoce completamente, los expedientes del sótano del SIE han pasado casi desapercibidos. Sin embargo, sustentan una de las acusaciones más graves que enfrentará Fujimori --la desaparición forzada puede merecer 35 años de cárcel-- si la Corte Suprema de Chile concede la extradición por los tres casos. MUERTES EN EL SIE Primero desapareció Justiniano Najarro, a la edad de 50 años. Fue secuestrado el 6 de julio de 1993 mientras regresaba a pie a su casa en San Juan de Miraflores. Cuando lo interceptaron, iba acompañado por su sobrino, Melitón Ochoa, de 14 años. Varios hombres los metieron a un Volkswagen celeste que enrumbó al Pentagonito, del cual el panadero jamás volvió a salir. En cambio el muchacho solo estuvo un día. Encapuchado como entró, fue sacado en un auto y obligado a bajarse en Miraflores. Después dijo que estuvo encerrado en un lugar desconocido, desde donde escuchó a su tío gritar. El segundo secuestrado, Javier Roca, tenía 27 años y estudiaba Economía en la UTC. El 5 de octubre del mismo año fue inmovilizado por agentes del SIE cuando se acercaba a su casa, en la urbanización

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Medalla Milagrosa. Introducido a un auto, fue llevado al Pentagonito y recluido en el sótano del SIE. Allí también lo escucharon gritar, hasta llorar, aunque esto se conocería mucho después, por circunstancias imprevisibles. El 16 de diciembre, Kenneth Anzualdo, de 25 años, iba en un bus rumbo a su casa, de regreso de sus clases de Economía en la UTC. Unos policías que investigaban un supuesto robo subieron al vehículo e hicieron descender a varios sospechosos, entre ellos al estudiante. Una vez abajo, los sospechosos --en realidad agentes del SIE-- se volvieron contra él y lo metieron en un auto, que media hora después ingresó al Pentagonito por la puerta 3. Hasta hoy nadie dijo haber visto o escuchado al estudiante en el sótano del SIE. Todos los detenidos murieron en el Pentagonito como resultado de sendos balazos en la cabeza. Los cadáveres fueron incinerados en el horno que cinco años atrás calcinó el cuerpo sin vida de Duchicela. Los hechos anteriores, tal cual están descritos, me fueron narrados por el ex agente del SIE Jesús Sosa, quien afirmó haber participado en los secuestros. Las circunstancias, fecha y hora de las acciones descritas por Sosa coincidieron exactamente con los detalles brindados para mi investigación por testigos y familiares. Dos testigos no citables corroboraron los hechos de dos de las tres operaciones de secuestro y confirmaron también la ocurrencia de las ejecuciones y la posterior incineración de los cadáveres. Sin embargo, no presenciaron las muertes. Todo esto puede permitir hacer una historia periodística, ¿pero sirve mucho para que un fiscal investigue o un juez señale culpabilidad? De hecho, hasta hace solo año y medio, la Procuraduría Ad Hoc ni siquiera había documentado el caso. EL EXPEDIENTE RESUCITA En noviembre del 2005, cuando Fujimori llegó a Chile desde Japón, el expediente denominado "Sótanos del SIE" estaba basado en las supuestas torturas a Susana Higuchi y Leonor La Rosa, ambas falsas, como ya está demostrado. Otras acusaciones se referían al secuestro de Samuel Dyer, Gustavo Gorriti, Hans Ibarra y las mencionadas La Rosa e Higuchi. De estas, solo las de Dyer y Gorriti tenían base, tanto así que fueron las únicas que sobrevivieron al control de calidad y resultaron respaldadas por la fiscalía chilena como delitos comprobados, aunque inhabilitados por prescripción. Pero, además, el expediente pretendía acusar a Fujimori por desaparición forzada y homicidio calificado "de un número indeterminado de personas". ¿Cuántas y cuáles? No lo decía. En fin, el caso era tan pobre que fue uno de los dos que la Corte Suprema del Perú rechazó del grupo de 19 que la Procuraduría Ad Hoc le envió para pedir a Chile la extradición de Fujimori. Entonces Javier Ciurlizza, presidente de una comisión de la cancillería para procesos jurisdiccionales en el exterior, le encargó a un abogado de su equipo revisar el caso de los sótanos del SIE. ¿Podría resucitarlo o se le consideraba desahuciado? Dio la casualidad que este abogado, Víctor Quinteros, había trabajado en la investigación del libro "Muerte en el Pentagonito", y guardaba apuntes de sus entrevistas con los familiares de Najarro, Anzualdo y Roca. El caso revivió cuando Quinteros estudió tres cuadernos que contenía el expediente, debidamente autenticados, con anotaciones de ocurrencias en el SIE entre 1993 y 1994. El Cuaderno 1 registraba al personal que ingresaba a los calabozos. El 2 estaba dedicado a memorandos del servicio de custodia. El 3, a documentos del SIE2, el Departamento de Contrainteligencia. Había información copiosa, aunque los detenidos no estaban identificados sino señalados con números y letras: 5C, B2. Sin embargo, constaba la fecha de ingreso de un prisionero, en algunos casos sin registro de salida. Constaban las horas...

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Quinteros buscó en "Muerte en el Pentagonito" la fecha y hora del secuestro de Javier Roca y comprobó que eran compatibles con el registro de ingreso del detenido 5C, según el Cuaderno 2. En los días siguientes las notas daban cuenta de sus gritos, sollozos e imprecaciones. Quinteros buscó luego los datos de la desaparición de Anzualdo, y también eran compatibles con los de la fecha correspondiente del Cuaderno 1. Después se dedicó al Cuaderno 3, donde encontró las huellas de la permanencia de Najarro en el Pentagonito. El parte del 6 de julio de 1993 indica el ingreso de un detenido no identificado. Pero el número de detenidos está tachado y junto a la corrección se escribió el número 1. Es obvio que la tachadura se debió al intento de desaparecer el número original, 2, pues Najarro llegó con su sobrino, luego liberado. Toda esta evidencia permitió demostrar que los estudiantes y el panadero habían estado en el Pentagonito. Así, a última hora, la procuraduría pudo enviar a Chile el pedido de añadir sus casos a los motivos de extradición. LA VISITA DEL DOCTOR Establecido el hecho de que Najarro, Anzualdo y Roca estuvieron detenidos en el sótano del SIE, las preguntas restantes son quién decidió su suerte, hasta qué punto estaba involucrado con estas decisiones Vladimiro Montesinos y cuánto de todo sabía o aprobaba Fujimori. Si finalmente procede la extradición por desaparición forzada, este será un aspecto fundamental del juicio al ex mandatario. Al respecto, el Cuaderno 1, correspondiente al 11 de octubre de 1993, es sumamente revelador. Ese día estaba aún con vida Javier Roca. Una de las anotaciones dice así: Servicio: 11/10/93 Hora: 19:50 Ocurrencia: Coronel Oliveros, Dr. Montesinos y Tc. Rojas visitan a los detenidos (hora de salida 21:30) La anotación se refiere a Montesinos, al jefe del SIE Enrique Oliveros y al comandante Rojas (Tc. equivale a teniente coronel). La presencia de Montesinos atañe a la responsabilidad de Fujimori, quien según el dictamen de la fiscalía chilena tuvo participación culpable por su "dominio de hecho" en el caso de las tres desapariciones forzadas. Es decir, porque "por sí o por otros que dependen de él, ha estado en situación de determinar el curso causal de los hechos que condujeron a la comisión de esos delitos". Tenía esta capacidad porque el SIN y Montesinos le rendían cuentas, y porque, de acuerdo con la legislación por ambos impulsada, los servicios de inteligencia del Ejército, Marina y Aeronáutica pasaron a depender operativamente del SIN desde julio de 1992. En otras palabras, cuando Montesinos estuvo ante el estudiante Javier Roca --había sido interrogado el día anterior y, según el Cuaderno 2, ya empezaba a enloquecer--, desde un punto de vista institucional eran los ojos de Fujimori los que lo veían. ¿Cómo despacharían respecto de tales asuntos ambos personajes? Es posible que el juicio futuro arroje un rayo de luz sobre las escenas. "El 'Chito' Ríos y Leonor La Rosa conocen mucho de estos casos" Miembro del Grupo Colina pero aún no juzgado por su condición de prófugo, Jesús Sosa Saavedra participó en las operaciones de secuestro de Justiniano Najarro, Javier Roca y Kenneth Anzualdo. Esta es la breve entrevista que concedió para esta nota: -¿Cuál es su opinión sobre el dictamen de la fiscal chilena Mónica Maldonado que permitiría juzgar a Alberto Fujimori por la desaparición forzada de Justiniano Najarro, Javier Roca y Kenneth Anzualdo? Los hechos se produjeron, pero no me puedo pronunciar respecto de si Fujimori los conoció o no. No me consta. Esas operaciones las manejaba el jefe del SIE, el coronel Enrique Oliveros. -¿Pero cómo podría seguir la investigación en el Perú, sin testigos? Usted, por ejemplo, está prófugo. Ahora no existen condiciones para que yo tenga una buena defensa. Pero hay otras personas que no tienen mis juicios, que pueden colaborar.

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-¿Por ejemplo? -El 'Chito' Ríos y Leonor La Rosa. -¿Por qué Miguel Ríos? Porque él participó en el secuestro de Javier Roca. Él trabajaba para el SIE en 1993, reportando al SIE1. Él puso a Roca al SIE. Roca era senderista. Cuando Roca salía de la universidad, Ríos indicó quién era al grupo del SIE que lo iba a secuestrar. Yo estaba allí. -¿Y por qué Leonor La Rosa? Porque ella participó en el seguimiento a Justiniano Najarro, que también era senderista. Estoy seguro de que se debe acordar. Estuvo vigilándolo el día mismo de su secuestro, el 5 de octubre de 1993. -Es difícil que alguien que haya participado en estas operaciones lo declare, pues se incrimina. No veo por qué. ¿Acaso trabajar para el SIE es un delito? ¿Acaso hacer el seguimiento a un senderista es un delito? Ejecutar a alguien ya es otra cosa, pero hacer seguimiento o dar información para la captura de alguien es parte del trabajo de un agente o un informante. Fuente: http://elcomercio.pe/edicionimpresa/html/2007-06-10/ImEcPortada0736730.html ------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

Chile autoriza la extradición de Fujimori a Perú La justicia peruana acusa al ex presidente de corrupción y violación de los derechos humanos AGENCIAS Santiago de Chile / Lima 21 SEP 2007

La Corte Suprema de Chile ha aprobado la extradición a Perú del ex presidente peruano Alberto Fujimori (1990-2000) por dos delitos de violaciones de los derechos humanos y cinco de corrupción, han informado hoy fuentes del alto tribunal. Tras conocer la noticia, Fujimori, de 69 años, ha declarado que su retorno a Perú "es una oportunidad para encontrarme con el pueblo". La decisión de entregar al ex mandatario a Perú fue adoptada por la II Sala Penal del máximo tribunal chileno, que de ese modo revocó el fallo de primera instancia dictado el pasado 11 de julio por el juez Orlando Álvarez, que había rechazado la demanda de extradición del Estado peruano. "Se ha concedido la extradición", ha anunciado a los periodistas el magistrado Alberto Chaigneau, presidente de la Sala que resolvió el caso. Chaigneau ha precisado que en las acusaciones por las matanzas de Barrios Altos (1991) y La Cantuta (1992), la extradición de Fujimori fue aprobada por unanimidad, lo mismo que en el caso de unos sobornos pagados a congresistas. En cuanto a los otros cuatro delitos de corrupción, los magistrados estuvieron divididos, ha indicado Chaigneau. Alberto Fujimori se encuentra actualmente bajo arresto domiciliario, que cumple en una mansión que alquiló en una exclusiva zona al norte de Santiago de Chile. Fujimori, que llegó a Chile por sorpresa desde Japón el 6 de noviembre de 2005, estuvo detenido seis meses en la Escuela de Gendarmería (Servicio de Prisiones) de Chile, hasta que obtuvo la libertad provisional en mayo de 2006.

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En junio de este año, el ex presidente volvió a quedar en situación de detención domiciliaria. El Estado peruano pidió la extradición del ex mandatario para que sea procesado por cinco delitos de corrupción y dos de violaciones a los derechos humanos. En una entrevista en Radio Programas del Perú (RPP), Fujimori ha afirmado que su entrega "es una oportunidad para encontrarme con el pueblo". El ex mandatario ha asegurado que "con certeza y seguridad" saldrá airoso del proceso judicial en Perú. Asimismo, ha reconocido que su Gobierno cometió errores, pero ha destacado que los "avances" que logró en la lucha antiterrorista demuestran que "actuó correctamente". http://internacional.elpais.com/internacional/2007/09/21/actualidad/1190325613_850215.html -------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

Daniel Santoro, o la artesanía de la investigación periodística Qué es periodismo investigativo Durante estos años como periodista investigador Santoro armó una definición sencilla sobre el oficio de investigar: el resultado de un trabajo realizado por un reportero de manera sistemática, que obedece a ‘datos disparadores’ que le permiten ver lo que otros no percibieron, y que no es el resultado de un proceso judicial o de la denuncia de particulares. Santoro amplió su propio concepto utilizando los puntos con los que Petra M. Secanella (Periodismo de Investigación, Editorial Tecnos, 1986) ha definido este tipo de periodismo: 1. La investigación es el resultado del trabajo del periodista, no la información elaborada por otros profesionales. 2. Que el objeto de investigación tenga importancia razonable para un amplio sector de la sociedad y que no se trata de hechos personales o íntimos. 3. Que alguien quiera ocultar el hecho investigado. Luego de elaborar esta definición Santoro aclaró que una investigación periodística no debe ser necesariamente sobre hechos de corrupción política, sino que puede girar alrededor de otros temas de interés público. La receta o el método Estos son los pasos que Santoro ha desarrollado para realizar una investigación periodística: 1-Búsqueda de la historia. En el día a día surgen hechos que algunos funcionarios del poder quieren ocultar y que merecen ser descubiertos por los periodistas. Para llegar a ellos hay que tener iniciativa, olfato y 'el dato disparador' que genera inquietud en el reportero. Esos 'datos disparadores' no

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aparecen por arte de magia en el escritorio del periodista, sino que florecen en la cotidianidad, en los rumores, las filtraciones, las publicaciones públicas o privadas, las llamadas anónimas, las confidencias, la observación estructurada y “del propio motor de búsqueda de todo periodista investigador”. 2-Delimitación de la investigación. Con el 'dato disparador' comprobado y verificado, es necesario delimitar la investigación. ¿Cómo hacerlo? Puede ser de forma cronológica o arrancando por un aspecto puntual del hecho. Si, por ejemplo, la investigación es sobre prostitución infantil, de entrada el tema debe limitarse a una región específica y a un tiempo determinado. No puede hacerse sobre lo que pasa en todo el mundo y desde los tiempos en que nació el cristianismo. 3-Viabilidad. Con el tema delimitado, el periodista debe preguntarse si realmente la investigación es viable. Esas claridades ayudan a racionar y manejar los recursos logísticos, financieros del medio de comunicación y del grupo de periodistas y profesionales que van a intervenir en la investigación. De entrada, la investigación periodística es un oficio costoso y con un alto grado de riesgo. 4-Formulación de hipótesis. Con el tema por investigar delimitado, debe plantearse una conjetura verosímil o suposición para explicar y comprobar el hecho que se va a investigar. Es como la pregunta que se hacen a diario los periodistas sobre qué es noticia. Esa hipótesis debe ser puntual y lógica para poder darle cuerpo e hilo conductor a la investigación. “Es como armar un rompecabezas”, con la salvedad de que la formulación planteada al principio pueda, en algún momento, ser falsa. El periodista debe estar dispuesto a fallar. La hipótesis debe discutirse entre los colegas que conforman el equipo investigador, pero no puede variar constantemente, como la veleta que se mueve con el viento, porque esto genera inestabilidad en el trabajo y dispersión del mismo. 5-Búsqueda de huellas. El periodista investigador debe tener en claro que los delitos de cuello blanco o guante blanco, como casi todos los delitos, dejan huella, un rastro que seguir. Esas huellas pueden surgir en los testimonios y en documentos, a veces largos y tediosos, que el periodista debe leer con la idea clara de que evidenciaran aspectos del hecho investigado. Es también aquí, en la búsqueda y lectura de documentos, cuando se presenta problemas con el exceso de documentación. Frente a este problema el mejor antídoto es la claridad de la hipótesis y la organización de documentos de los que se hablará más adelante. ¿Cómo seguirle la pista a esas huellas? Muchas veces se trata de información oculta, como el pago de “mordidas” o sobornos o de documentos públicos de difícil acceso. En este punto Santoro hizo una generalización, porque sabe que no todos los países tienen la misma legislación para el acceso de documentos de Estado. Esto plantea que en cada país los periodistas conocen los caminos que llevan a ese tipo de información. En Colombia se maneja el derecho de petición y la tutela como instrumentos para conseguir información, aunque se parte del supuesto de que, con contadas excepciones, la mayoría de los documentos son públicos. Otras pautas o consejos para búsqueda de huellas: -En general, en casi todos los países, existen organismos fiscales y de control que manejan información sobre políticos o gente cercana al poder, a ellos se puede recurrir para pedir el nombre de los dueños

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de propiedades inmuebles o los automotores. También existen ong encargadas de seguir la vida pública de los políticos. -Un buen recurso es el Internet. Por ejemplo: existe un portal de la sucursal en México de la Asociación de Periodista y Editores de Investigación de eeuu (ire), en el que se enseña cómo usar plantillas de cálculo en Excel para manejar estadísticas o datos en investigaciones periodísticas. -Para localizar números de identidad se puede consultar datos del censo electoral. -Aunque suene a Perogrullo la guía telefónica es la herramienta más accesible y rápida para conocer números telefónicos. -Los antecedentes laborales se pueden conseguir, dependiendo del país, a través, por ejemplo, de los sistemas laborales de jubilación. -Otra fuente importante de información son las “viudas del poder”: ex funcionarios; amantes despechadas; gente señalada o investigada que haya salido de la organización; rivales políticos o de negocios y los que quieren hablar por que los mueve cierto interés. Hay que establecer con estas fuentes el tipo de intereses que los motivaron a hablar y la manera como supieron la información. -Cuando el periodista se encuentra con personas que están implicadas en negocios de corrupción (para el caso de la guerra el ejercicio también se puede aplicar), debe conseguir copia de los bienes y las declaraciones de impuestos de esas personas para demostrar incrementos patrimoniales. Una manera de llegar a esta información es a través de las “viudas del poder”, de parientes y de amigos. También, cuando se trata de funcionarios del Estado se pueden hacer campañas de transparencia con otros medios en las que los implicados se vean comprometidos a presentar el estado de sus bienes. Búsqueda de antecedentes. Con la hipótesis planteada, definida y discutida lo que sigue es la búsqueda de los antecedentes del hecho que se investiga. ¿Dónde están? En la bibliografía del caso y en la información de revistas y periódicos. En este punto hay que tener especial cuidado de posibles errores u omisiones de la información manejada por los medios. Por ejemplo ¿quién asegura que una información publicada en el diario x no fue desmentida, refutada o aclarada? De ser así se generaría un efecto multiplicador de errores. Para evitar ese tipo de males congénitos es necesario aplicar un paciente ejercicio que Santoro denomina: “glúteo-cerebral”: sentarse a leer los documentos publicados sobre el hecho que se está investigando. Ese recaudo de información puede servir de defensa al periodista, en caso de ser demandado o desmentido por uno de los interesados en el hecho investigado. Lista de fuentes. Hay que establecer una lista de fuentes que conocen y son especialistas del tema, ya sea para consultarlos en on the record y off the record. Lista de entrevistas. Se debe establecer un orden de entrevistas en las que hay que, obviamente, incluir a los implicados en la investigación periodística, aunque lo mejor es hablar con los involucrados en el cierre de la investigación, cuando se trata de políticos o empresarios poderosos, para evitar manipulaciones o que la investigación sea boicoteada. Si, por el contrario, se trata de gente del común hay que hacer la llamada con una semana de anticipación al cierre. Sin embargo, no se puede llegar a extremos como los de llamar a los implicados a pocas horas de concluir la nota periodística.

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Organización del archivo. Arriba se dijo que la búsqueda de documentos puede generar un cierto caos porque puede desbordar la hipótesis y el orden lógico de la investigación. Por eso con los documentos conseguidos se debe organizar un archivo. Puede ser en orden cronológico o por temas. En todos los casos es recomendable tener la ayuda de un índice para encontrar rápidamente la información. Un buen archivo -según Santoro- ahorra tiempo y permite llevar un orden de los documentos calientes y fríos. Cronograma de los hechos. Además de la organización del archivo se puede elaborar un cronograma histórico de los hechos en el tiempo. Con esto se evitan errores e incluso pueden surgir nuevas pistas en la investigación. Ese orden ayudará luego para la redacción de la nota periodística. Copias de seguridad. De todos los datos, documentos, casetes y videos que se consigan en la investigación hay que hacer, por lo menos, tres copias para evitar pérdidas irreparables. Una copia debe estar en la redacción y las otras dos en lugares seguros. Proteger las fuentes. Es importante borrar las evidencias de quién suministró la información, de dónde salió, el número de páginas y el cabezote de los faxes. Con eso no se pone en riesgo a las fuentes. Informe semanal. Debe hacerse un informe semanal por escrito con las principales noticias de las entrevistas en on the record o off the record y de los documentos y datos obtenido. Esta metodología ayuda a aclarar el panorama de la investigación y advierte de posibles desvíos o cruzamientos innecesarios de la información y las fuentes. Cruzamiento de datos. Este es la etapa más productiva de la investigación y su método es sencillo porque se hace una lista con los nombres y apellidos, direcciones, números telefónicos, nombres de abogados, contadores y empresas de los involucrados en el hecho que generó la investigación periodística para luego contrastar qué o quiénes tienen algún tipo de relación. “Es como reconstruir la trama de la película”. El ejemplo utilizado por Santoro para explicar este punto fue el siguiente: durante el cruzamiento de datos en la investigación sobre la venta de armas del gobierno Menem a Ecuador y Croacia, él y su grupo de Clarín, encontraron que la venta no fue directa, de gobierno a gobierno, sino que intervinieron dos empresas fantasmas registradas en Uruguay. Ambas eran manejadas por un reconocido traficante de armas argentino y compartían el mismo contador. Este tipo de verificaciones y cruzamientos ayuda aún más a cerrar el cerco de dónde enfocar la investigación periodística. Mapa mental o escrito de la nota. Antes de sentarse a elaborar el artículo o la nota periodística es bueno hacer un ejercicio mental para saber por dónde empezar, los elementos claves, las escenas, los diálogos, la entrada de las fuentes (las que van a aparecer o las que no figurarán) y hasta el tono que se va a utilizar. Es, en síntesis, ir más allá de pensar en el lead, el título y la bajada o sumario.

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Verificación final de la información. Antes de sentarse a escribir es necesario volver a verificar cada uno de los datos. Es como escanear todo lo que se consiguió para evitar errores. Si alguien faltó por hablar, es en ese momento cuando se le debe hacer la última llamada. Esto previene futuros dolores de cabeza. Redacción de la nota. Es tal vez uno de los momentos más difíciles para el periodista porque hay ansiedad y esto puede perjudicar la elaboración del relato. Por eso es necesario hacer el mapa mental del texto, referido arriba. Al igual que cualquier noticia, la redacción de una historia que contiene un hecho producto de una investigación debe apegarse a las técnicas periodísticas de sencillez y claridad, pero eso puede mezclarse con técnicas de periodismo literario o de periodismo novelado para hacer fluir el texto. Este tipo de recursos se utiliza para dibujar escenas, para llevar al texto relatos o diálogos y para darle al lector un alto grado de certeza. Dato sobre dato y nada inventado. Edición. Cuando está lista la nota periodística, hay que buscar otras herramientas que ayuden al lector y al artículo. Está entre ellas: las fotografías, las imágenes, las infografías etc. Características del periodista investigador El periodista investigador debe tener claridad de que no es su responsabilidad si la justicia resuelve o no los casos que él denuncia. Es su deber hacer seguimiento de las denuncias que hizo y persistir en sus investigaciones. Pero no puede dejar caer a la opinión pública en el aburrimiento y “el escepticismo hacia la justicia de la democracia”, sosteniendo en el tiempo una denuncia sin nuevos datos y hechos novedosos. El periodista investigador vive, entre otras cosas, en función de una constante persistencia de contar lo que alguien intenta ocultar. El periodista investigador debe guardar calma cuando no ha concretado un tema específico o está en etapa de hipótesis. Debe saber manejar el alto grado de tensión y ansiedad que generan esos días. El periodista investigador no puede emocionarse con la versión de los delincuentes ni los implicados de un delito, debe guardar distancia de ellos y, en todo caso, contrastar. Tampoco es conveniente aplicar efectos tipo campanazo en los medios y generar sentimientos encontrados entre los lectores con mediocres investigaciones. El periodista investigador debe tener claro los límites de su trabajo y el de las autoridades. “No somos justicieros, somos periodistas.” El periodista investigador debe estar atento a otras formas de corrupción de los mismos colegas, como las llamadas filtración dirigidas de información o el sistema de alerta temprana a políticos, empresarios o deportistas sobre los que se va a publicar de ellos al día siguiente y las denuncias periodísticas en su contra. -Las investigaciones periodísticas deben demostrar con datos y hechos reales los “delitos intangibles” como los relacionados con la ética o con los conflictos de intereses. El periodista no hace valoraciones, cuenta lo que sucedió. -El off the record no debe romperse, porque pone en riesgo la fuente y acaba con la credibilidad del periodista.

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-El periodista investigativo debe revisar semanalmente qué hizo y plantearse que dejó de preguntar en las entrevistas o qué le faltó a los artículos que publicó. En esa revisión del trabajo pueden surgir nuevas puntas de la historia. -En las entrevistas el periodista investigativo debe mantener disposición de ánimo y una actitud permanente de interrogación y cuestionamiento. -Los periodistas o los editores no pueden caer en la trampa de que se deben abstener de publicar un hecho porque afecta algún interés nacional. Los sacerdotes son los únicos que guardan los secretos de la confesión, los periodistas no tienen porque guardar verdades. -El periodista debe guardar cierta distancia con las fuentes y con los hechos, pero sin generar desconfianza. Recomendaciones Aunque algunas ya han aparecido de manera velada o explícita, se hacen aquí algunas observaciones útiles para el periodista investigador. -Para evitar contaminar la investigación con datos inciertos, no se recomienda acudir a aquellos archivos que se hacen a partir de recortes de periódico. -Los colegas no son fuentes, las fuentes son aquellos que vivieron los hechos. -Hay que tener buenas y confiables fuentes, pero no es conveniente consultar las mismas fuentes todo el tiempo, es necesario buscar otras voces, sin dejar de cultivar las que ya se tienen. -Cuando surgen amenazas porque “se le pisó la cola a la víbora”, es decir, se tocó a los interesados, no se debe denunciar públicamente las amenazas hasta cuando se haya establecido su veracidad. Hacer este tipo de llamados tipo ‘pastorcito mentiroso’ puede generar desconfianza en los lectores y hasta vedetismo entre algunos periodistas. -Es saludable dentro de las redacciones invitar a periodistas de distintas secciones para que ayuden al grupo que conforma la unidad investigativa en trabajos puntuales. -El uso de cámaras ocultas y micrófonos es un dilema ético que cada medio y periodista deben valorar, aunque es claro que en Colombia estos mecanismos periodísticos no son bien vistos. Pero más allá de la manera como se consiguió la información, el periodista debe contrastar las versiones antes de que se hagan públicas las denuncias. -Las denuncias periodísticas esperan una respuesta de la justicia o del mismo Estado, pero esta debe ser efecto logrado en el trabajo, no iniciativa del medio y los periodistas. -Una investigación periodística puede cerrarse cuando todos los datos e informaciones están confirmados; cuando ha llegado la fecha límite que se impuso desde el principio del trabajo y que por

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lo general coincide, en el caso de investigaciones sobre hechos del pasado, con celebraciones especiales o el aniversario de hechos específicos; o cuando se ha adelantado buena parte del texto. -Cuando una investigación periodística se hace por entregas, cada una de estas debe tener nuevos elementos y datos. La gente se cansa de las denuncias estáticas. Eso no quiere decir que el contexto deba desaparecer. Al contrario, es importante porque evita que la historia se convierta en una novela para especialistas. -Uno de los mayores problemas de la investigación periodística es el cansancio que el caso produce en el reportero. Hay que vacunarse contra ese mal, manteniendo la chispa para que cada vez que aparezca algo nuevo, se presente con la misma intensidad de la primera nota. El uso de la información ¿Cómo se puede citar información en off the record? Al procedimiento Santoro lo llama 'blanquear información'. “Se trata de cómo negociar con una fuente que no quiere que ni siquiera le atribuyan un dato a su ministerio, empresa o fuerza en general. El procedimiento es proponerle consultar a otra fuente del sector haciéndose el que desconoce el tema y cuando la confirma, atribuirle la información a la segunda fuente y así dejar a la primera totalmente ajena a la información para preservarla y que no sea sancionada”. Su ejemplo es el siguiente: durante la investigación del tráfico de armas argentinas a Ecuador y Croacia, una 'viuda del poder' le dejó ver copia de una carta dirigida de un ministro a otro, ambos del gobierno Menem. Él consiguió copia de esa carta y antes de publicarla en su diario, habló con el vocero oficial de uno de los implicados y éste por propia iniciativa y ante su sorpresa, le dio la carta secreta de la réplica de un ministro al otro para que se conocieran los dos argumentos de su jefe. Tuvo entonces dos versiones del mismo hecho. El periodista por encima de todo debe ser leal con los lectores y sus fuentes. De los dos el que guarda mayor importancia es el primero, pues es a él a quien debe entregarle hechos comprobados. Cada lector requiere de la mayor cantidad de indicios de esas fuentes citadas para creerle al periodista. De la manera de entrevistar y preguntar El periodista investigativo debe saber entrevistar y utilizar los datos, versiones y testimonios que obtenga. De ellas, depende buena parte del éxito de la denuncia periodística. Con la entrevista el periodista quiere llegar a demostrar algo o intenta descorrer la cortina de unos hechos evidentes en la investigación. Por eso las preguntas deben tener una estructura y detrás de cada una debe haber una serie de datos puntuales que le dejen saber al entrevistado el grado de preparación y la información del periodista. El peso de las preguntas es el que le demuestra al lector que la investigación es verosímil, aún en casos de evasivas y mentiras del entrevistado. Existen entrevistas en off the record y on the record. Esta última es la mejor de las dos porque libra al periodista de posibles demandas. La primera depende de la fuente y es el periodista el que valora y determina el uso de la información. En la entrevista en profundidad el periodista puede usar una gama de preguntas-tipo. El gran problema de las entrevistas es la dispersión: cuando el entrevistado buscar irse por caminos distintos.

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Es ahí cuando el periodista debe saber llevar al interlocutor al paso y por el camino que quiere. Generalmente esa dispersión se da por preguntas abiertas. Este tipo de preguntas se utiliza para abrir la conversación, porque rompen el hielo y hasta bajan la tensión del momento. Lo mejor son las preguntas cerradas, clasificadas por Santoro así: Pregunta de alternativa. Se le pide al entrevistado que se ponga de acuerdo con algo. Por ejemplo: decirle a un político usted está en completo desacuerdo, en desacuerdo, en desacuerdo parcial con ruptura de las negociaciones de paz entre el gobierno y la guerrilla colombiana. Son las mejores para obtener el título de la historia. El sí o el no. Cuando el entrevistado pone cierta resistencia al tema es bueno aliviar la situación buscando que esté de acuerdo sí o no con un hecho. El ping pong. Es una técnica de preguntas completamente desestructuradas que le presentan al entrevistado palabras que pueden estimular una respuesta espontánea de su parte. Por ejemplo, luego de 20 preguntas decirle a Maradona: Diego que te trae a la cabeza la palabra cocaína. Son preguntas que rompen con las preguntas profundas. Preguntas de retórica. Aquellas que ponen a polemizar con el entrevistado. En la entrevista no solo se debe registrar lo que se dijo, sino cómo se dijo. Esos pequeños detalles y su registro en el texto (señas, movimientos etc.), le dan credibilidad y realismo. En todo caso el periodista debe mantener una actitud inquisitiva para preguntar, pero no puede entrar en peleas y disputas con la fuente. Tampoco puede permitir los “mensajes publicitarios” de los funcionarios, cuando son ellos los entrevistados. Es importante que la entrevista sea directa, sin intermediarios ni cuestionarios previos. Hacerlo así le quita al periodista la “capacidad de contra preguntar”. El periodista, además de preparar la entrevista, puede llevar fotos y textos para buscar activar la memoria del entrevistado. http://fundaciondesc.org/articulo/Daniel_Santoro__o_la_artesania_de__la_investigacion_periodistica-2200/?print ------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

Petroaudios (extracto) Por: Gustavo Gorriti Prólogo: Espías y periodistas Todo periodista debe proteger sus fuentes. La metáfora está bien escogida: fuentes. Son los manantiales informativos del periodista en una geografía de escasez y contaminación. El periodista tiene privilegios reconocidos en la mayor parte de sociedades democráticas para el manejo reservado de la información. No es la única profesión que posee privilegio o deber de reserva: sacerdotes, psicoterapeutas, abogados y banqueros también la tienen, con diversos grados y, a veces, regulaciones.

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La analogía y contraposición más interesante en la relación con la información y la reserva es la que contrapone al periodismo con los servicios de inteligencia y, en el terreno individual, a periodistas con espías. Para empezar, hay gran parecido funcional. Periodistas y espías se esfuerzan por cazar, pescar o recolectar la mejor información posible, en especial la que tenga mayor relevancia para el Estado o la sociedad. La diferencia está en la expresión y el destinatario. El espía trabaja para el Estado o, sobre todo en estos años, para corporaciones; el periodista, por definición, trabaja para la sociedad. Para el espía, la relación entre importancia y difusión de la información es inversa: cuanto más importante sea, menos usuarios tendrá; para el periodista es exactamente lo opuesto: cuanto mejor, más importante y exclusiva, más prominencia y difusión. La información da poder. Desde esa perspectiva, el espía alimenta el poder de oligarquías, y el periodista, el de democracias. Está claro que un Estado democrático necesita espías, pero aun en ellos, quienes usan la información más poderosa, más secreta cuanto más importante, son el grupo pequeño de mandatarios (o el mandatario) con mayor autoridad: una oligarquía temporal a fin de cuentas. En la misma circunstancia democrática, el periodista contrapesa ese privilegio informativo al publicar información importante y ponerla a disposición de todos. Esa contraposición de objetivos es frecuentemente conflictiva. A veces letal. El ejemplo más claro de la confrontación entre espías y periodistas, con la información como campo de batalla, fue el que se dio en el régimen de Fujimori entre los espías del Servicio Nacional de Inteligencia (sin), controlado por Vladimiro Montesinos, y los periodistas de investigación. Fue una lucha por arrebatarse la información para darle en cada caso el uso opuesto. Mantenerla en secreto fortalecía decisivamente a Montesinos y su sistema de gobierno; hacerla pública lo debilitaba y eventualmente lo derrotaba. Fue una lucha difícil que, con algo de suerte y también torpeza de la otra parte —como sucede en toda guerra—, ganaron los periodistas de investigación. Pero no debe pensarse que fue una confrontación entre los poderosos servicios de Inteligencia y una prensa indómita, porque no hubo tal. Solo lo fue del sin contra un puñado escaso de periodistas de investigación y otro más pequeño de medios. La mayor parte del periodismo —sobre todo los dueños de medios pero también muchos que trabajaron en ellos— colaboró con el régimen y su servicio de Inteligencia o se mantuvo neutral, lo cual ya era en sí una forma de colaboración. Las analogías, similitudes y, en el caso del Perú, la especial promiscuidad descrita, no solo borraron fronteras sino que, mediante los extraños cruces a que dieron lugar, crearon varios tipos nuevos de periodistas y también de espías. Los lobos y los perros tienen casi todo en común menos la función, que los enfrenta. Sin embargo, no siempre se matan a dentelladas: a veces dudan, se encuentran y hasta se cruzan. Siempre ha habido corrupción en el periodismo peruano (y fuera del Perú también, por supuesto). Por alguna razón, quizá por el dulcete pecaminoso de los sobornos, se le conoció entre periodistas como mermelada, y a los periodistas corruptos, como mermeleros. Pero antes la mermelada era una actividad más bien artesanal. Después de los diez años de gobierno del sin de Montesinos, el mermeleo ya era industrial. Quizá no sea justo echarle la culpa de todo al sin, pero en este proceso jugó un papel protagónico. La oleada masiva de dudosas concesiones y privatizaciones creó, en la gama informativa, nuevas categorías de empleo en las corporaciones: manejadores de imagen, estrategas de comunicación, relacionistas públicos (a veces igualmente privados), con varias especialidades. Una de las más cotizadas fue la prevención de ataques y denuncias en los medios; otra fue la creación de agenda informativa favorable. Así surgió una nueva categoría de profesionales híbridos, inmunes a la diabetes, que con una variedad sorprendente de matices y estilos circula entre la propaganda, el periodismo y el tráfico informativo

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mientras hace lo posible por maquillar el hibridaje. Es que gran parte de su valor comercial radica en que su negocio no sea evidente. Tratar de aparecer ante el público como periodista independiente, cuya información y opinión provienen solo de su criterio, su inteligencia, su conocimiento, sus reflexiones y no sus facturaciones. Pero en el ambiente periodístico, muchos conocen quién trabaja para qué compañías y con qué personajes. Los iniciados calculan o suponen la tarifa por la información y el análisis: el valor por adjetivo, por tiempo de transmisión, por énfasis y certidumbre en la voz. No son tarifas acordadas —aunque se acusen a veces entre sí de dumping mermelero, de malograr el mercado bajando precios—, pero la matemática envidiosa hace cálculos de cuántos minutos de propaganda trajeada de comentario puede haber costado el nuevo cuadro en la pared, las llantas nuevas del Mercedes, la cena en La Gloria con la nueva pareja. Los más exitosos en ese hibridaje profesional desarrollan cuidadosamente su ventaja mayor: estar bien informados. La siguiente ventaja —que es también un requisito— es estar bien conectados. Por eso, aunque disimuladamente competitivos, son gregarios y se ayudan, se ordeñan, compiten y colaboran entre sí, en congregaciones marcadas por la implícita jerarquía de las remuneraciones. Ahí, cofrades de circunstancia, se juntan los relacionistas públicos de corporaciones contenciosas con los columnistas con cartera de clientes, con los ejecutivos de empresas de «imagen» y relaciones públicas, con periodistas que luego pondrán un tono catoniano sin que se les corra el maquillaje cuando presenten sus trabajos firmados, con el usual epígrafe de «unidad de investigación» —que es como decir «fuerzas especiales» entre militares—, y que son con frecuencia el resultado de informaciones preparadas para servir los objetivos de quienes les entregaron la información lista y empacada. Hay que añadir al cuadro la promiscuidad empresarial entre los propietarios de la mayoría de medios y el fundamental conflicto de intereses que supone. Manejar los intereses de un periódico y los de una constructora, por ejemplo (y sobran ejemplos), es intrínsecamente contradictorio. Uno de los dos sufrirá, y el que siempre sufre es el periodismo. Así como cambiaron los periodistas, cambiaron también los espías. Aún durante el período de indisputada hegemonía de Montesinos, las privatizaciones y las grandes inversiones que les siguieron —buena parte de ellas logradas gracias a la corrupción y la intervención disyuntiva de Montesinos— necesitaron de aparatos propios de seguridad, información y contrainteligencia. Casi todos quedaron a cargo de oficiales retirados de las Fuerzas Armadas, especialmente de inteligencia y particularmente de la Marina. En muchos casos se contrató la seguridad corporativa —incluida la inteligencia— a compañía sin dependientes. Aunque parezca innecesario, no sobra añadir que durante la década del noventa toda la seguridad privada, sin importar su tamaño o importancia, sabía que lo que no se podía hacer era antagonizar, provocar o siquiera desagradar al sin de Montesinos. Sumisión, vasallaje o las dos cosas; pero autonomía, de ninguna manera. Bajo ese esquema, varios prosperaron, mientras que otros, como veremos, fueron aplastados. Cuando cayó Montesinos, el centro se disgregó, pero se mantuvo un cierto orden. Como el manejo económico apenas sufrió modificaciones y las grandes empresas pasaron de un escenario bueno a otro mejor, sus estructuras de servicios, desde los estudios de abogados hasta sus compañías de seguridad y sus funcionarios de relaciones públicas, permanecieron igual o crecieron. Pero ya no había sin, el árbitro de último recurso, con su costosa y centralizada presencia. Un contingente de espías técnicamente calificados se encontró sin empleador, mientras que jueces, fiscales, dueños de medios y accionistas de empresas quedaban sin alguien que les dijera qué no hacer, qué hacer y por cuánto. La adaptación no fue difícil. El arte del lobby se hizo más complejo —aunque siempre dentro del ámbito de lo asequible— y requirió mejores servicios profesionales. Como las empresas y estudios de abogados precisaban mejor información, los espías desempleados con capacidad técnica no quedaron mucho tiempo sin trabajo. El legado quizá involuntario de Montesinos fue, para utilizar los términos

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de hoy, la puesta en valor de la intimidad vulnerada. La electrónica posibilitó la presencia invisible y la asistencia a transacciones íntimas o confidenciales cuya revelación perjudicaría a sus protagonistas. Esa información, aplicada a lo empresarial y lo político, podía llegar a tener gran poder y consecuentemente gran valor. ¿Cómo procesar el poder y el valor de esa información? Revelándolo, si se trata de algo que no se debía conocer. Parecido a los objetivos del periodismo de investigación, ¿verdad? Pero también a los del chantaje. El arte de esa nueva forma de —para usar el lenguaje de espías— explotación de la inteligencia era parecerse a lo primero para lograr el objetivo de lo segundo. Surgió así un conjunto nuevo de destrezas en ese nuevo pero pronto pululante mestizaje de perros y lobos. Entre ellos hubo algunas categorías novedosas e interesantes; sobre todo, la del espía editor. Era inevitable que algo así sucediera. En la corte de milagros informativa durante el gobierno de Toledo, hubo políticos que ejercieron de editores informales de investigación o abastecedores de informaciones que provenían de los espías en pleno proceso de adaptación. En la promiscuidad del sachaperiodismo descrito, eso y mucho más era posible. El contacto más directo y menos intermediado entre espías y periodistas de investigación, en el que el arte de los primeros consistiría en funcionar como editores de facto de los segundos, aparentando ser solo una fuente generosa, no tardó en llegar. Es cierto que Montesinos controló a la gran mayoría de medios y fue, para todo efecto práctico, el mayor editor en la historia de los medios en el Perú. Pero su acción se dio desde el Estado. La de ahora ocurrió desde el sector privado. Así, un territorio que siempre debió ser de vigilancia, competencia y, excepcionalmente, de tensa y alerta relación, entre espías y periodistas, terminó siendo simbiótico en muchos casos. El principio de la revelación periodística, contrapuesta en su esencia al de los servicios de espionaje, terminaba adecuándose a los objetivos de los servicios de inteligencia privatizados. Ya no era la información revelada a todos, al común, al ciudadano de a pie, para darle fuerza, poder y decisión; sino la información calculada para crear una oleada de indignación que sirviera a los objetivos políticos o empresariales de quienes habían contratado a los espías y a sus jefes. Conviene tener en cuenta lo descrito, esa simbiosis nunca admitida entre perros y lobos, para comprender mejor varias historias, y esta también. A la vez, conviene saber que los planes nunca salen como se pensaron.

Casos de investigación

Matanza de Uchuraccay Chavín de Huántar Operación Masacre

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“El Ácido”, el militar más influyente en el entorno del presidente Humala Domingo, 12 de junio de 2011 Perfil. Adrián Villafuerte Macha se encarga del estratégico sector Defensa. Pertenece al círculo de Humala desde el 2006 por vínculos con el Ejército, pero también por relaciones familiares con el presidente electo. Ángel Páez y M. E. Hidalgo. “El Ácido”, así lo conocen sus compañeros de la 81ª Promoción Coronel Mariano Aragonés, que egresó de la Escuela Militar de Chorrillos  en 1977. Pero también lo han comenzado a llamar “El Mudo”, porque habla lo estrictamente necesario o no dice nada. El coronel en retiro Adrián Villafuerte Macha es recordado por sus compañeros del arma de Infantería como un tipo silencioso,  aislado, de carácter fuerte, pero inteligente, decidido y leal. No es de los que busca caer bien a todos. Es más, no le importa. Villafuerte tiene dos tipos de poderosas vinculaciones con el presidente electo Ollanta Humala. Por un lado, por intermedio de altos oficiales que trabajaron con Humala en el Ejército, algunos de los cuales son parte de su promoción y en la actualidad desempeñan puestos decisivos, por lo que se puede decir que tiene “llegada” en los altos mandos. Y, por otro, Villafuerte mantiene relaciones con oficiales que pertenecen a la familia de Humala. Villafuerte es integrante del arma de Infantería de la 81ª Promoción Coronel Mariano Aragonés. Cuatro miembros de dicha promoción son generales de división y están en la línea para eventualmente ocupar la Comandancia General del Ejército: el jefe de la estratégica Región Militar Sur (RMS), general Víctor Ripalda Ganoza; el inspector general del Ejército, general Ricardo Moncada Novoa: el jefe del Comando de Inteligencia y Operaciones del Comando Conjunto en el Vrae, general Benigno Cabrera Pino; y el jefe del Comando de Personal del Ejército (Copere), general Carlos Farach Ynga. A estos se suma el general de brigada Raúl Silva Alván, el número dos de la región Militar Norte. Tu sangre y la mía De hecho, Villafuerte antes de la primer vuelta de las elecciones presidenciales fue en busca de Benigno Cabrera para medir las tendencias en el Ejército respecto a la candidatura de Humala. Cabrera es un viejo conocido de Ollanta Humala. En 1992, fue jefe del Batallón Nº 313 de Tingo María, del que dependía la Base Contrasubversiva de Madre Mía, que estaba al mando de Humala en ese año. Fue Cabrera quien elaboró el “Informe de Eficiencia del Oficial” por el desempeño de Humala en Madre Mía, en el que resaltó sus cualidades. El término que usó Cabrera fue “brillante”, para referirse a la actuación de Humala. Villafuerte y Cabrera son compañeros de promoción. Pero hay otra conexión con Humala. Adrián Villafuerte es también compañero de promoción  del coronel en retiro Jorge Zerillo Bazalar, hermano del congresista electo Manuel Zerillo Bazalar. Los Zerillo son familia de los Tasso, el tronco maternal de Ollanta Humala. Manuel Zerillo es esposo de Raquel Tasso Clímaco, la sobrina de la mamá del presidente electo, Elena Tasso Heredia. En el 2006, por pura coincidencia, se extravió el legajo de Ollanta Humala, que se encontraba en la Dirección de Personal del Ejército, donde laboraba el coronel Zerillo. Empero, a quien se

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responsabilizó del hecho fue al coronel Luis Pereyra Briceño. Luego de haber sido sancionado y pasado al retiro, Pereyra se convirtió en activista de Gana Perú. Adrián Villafuerte suscribió la denominada “Acta de Sujeción” a Vladimiro Montesinos –ese documento infame con el que los altos mandos de las Fuerzas Armadas se comprometieron  a oponerse a toda investigación por violaciones a los derechos humanos–, al igual que sus compañeros de promoción. Los allegados de Villafuerte sostienen que simplemente acató órdenes como todos los oficiales de la época, sin excepción. Vínculos con Saucedo Lo que despierta suspicacias es que entre 1997 y 2000 se desempeñó como secretario personal del general EP César Saucedo Sánchez, durante el periodo en el que éste actuó como ministro de las carteras del Interior y de Defensa, además fue comandante general del Ejército y presidente del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas. Saucedo, un conocido montesinista, sufre prisión por actos de corrupción. Sus allegados manifestaron que “El Ácido” se limitó a cumplir una delegación de funciones. En todo caso, no bien terminó el régimen, fue pasado al retiro. Villafuerte  no aceptó una entrevista con La República, pero la vocera oficial de Gana Perú, Aída García Naranjo, dijo que el presidente electo Ollanta Humala confiaba plenamente en el coronel en retiro. Por eso a “El Ácido” también le dicen “El Mudo”. Hermanos de sangre La vocera de Gana Perú, Aída García Naranjo, expresó que el presidente electo Ollanta Humala ha renovado su confianza en el coronel EP (r) Adrián Villafuerte Macha. “Villafuerte ha demostrado lealtad y consecuencia, y no ahora en el 2011 sino desde la primera campaña de 2006”, dijo García Naranjo: “No tiene procesos judiciales pendientes, no está involucrado en actos de corrupción y es un importante conocedor del Sector Defensa”, afirmó. Precisamente, Ollanta Humala ha delegado a Villafuerte la responsabilidad de la transferencia del Ministerio de Defensa al nuevo gobierno, en una manifestación de su confianza respecto al coronel en retiro. “Es un oficial que se aislaba de todo el mundo, que era muy seco en su manera de interactuar con las personas, era alguien que prefería el perfil bajo. Y si actuó como secretario del general Saucedo fue porque cumplió órdenes”, dijo un compañero de su promoción: “Es un hombre modesto que ha vivido la mayor parte de su vida en residencias militares. No ha demostrado signos exteriores de riqueza”. Otro vínculo importante de Villafuerte en el entorno de Humala es Alexis Humala Tasso, hermano del presidente electo, quien también mantiene relaciones con los militares. Fuente: http://www.larepublica.pe/12-06-2011/el-acido-el-militar-mas-influyente-en-el-entorno-del-presidente-humala *********************************************************************************************

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Un hombre borrado de Machu Picchu

Cuando Hiram Bingham llegó a la ciudad de los

incas, en 1911, descubrió en una piedra un

nombre que parecía una advertencia: «A.

Lizárraga 1902». Nunca más se supo de él. Un

cronista y un historiador buscan a los

descendientes de este hombre cien años

después y encuentran a uno de ellos viviendo a

espaldas del Huayna Picchu. ¿Puede un

desconocido cambiar la historia oficial del

descubrimiento un siglo más tarde? Este es un

adelanto del libro El último secreto de Machu Picchu.

Por Sergio Vilela y José Carlos de la Puente La mañana en que Hiram Bin gham descubrió Machu Picchu pasó cinco horas frente a su hallazgo y luego se fue. Entonces deambuló el mismo tiempo que un turista se toma hoy para andar por allí. Registró unas cuantas imágenes con su Eastman Kodak y recorrió aquello que por entonces parecía sólo ser un enorme laberinto de muros de piedra y árboles caídos en medio de la maleza. El sitio no calzaba con la descripción de la mítica Vilcabamba, el último refugio de los incas, que el explorador había venido a buscar al Perú. Antes de marcharse de allí, sin adivinar aún la naturaleza de su descubrimiento, Bingham trazó un boceto impreciso del Templo de las Tres Ventanas -dibujó cuatro-, notó una inscripción en una de las paredes del templo y la apuntó en su diario. Alguien había escrito un nombre y una fecha en uno de los muros de roca porosa nueve años atrás. Un día después de haber llegado a la ciudadela, el 25 de julio de 1911, Bingham escribió en su diario «Agustín Lizárraga es el descubridor de Machu Picchu». Sin razón aparente, un año después, mandó a borrar la inscripción de esa piedra. En 1922, en su libro Inca Land lo vuelve a citar. Pero más de tres décadas después, en su libro Lost City Of The Incas omite su nombre. Mientras él pasaría a la historia como el gran descubridor de Machu Picchu, del fantasma que había escrito su nombre en el Templo de las Tres Ventanas no se sabría casi nada. Hasta el día en que pusimos un aviso en un periódico. "PERIODISTAS DE LIMA BUSCAN DESCENDIENTES DE PERSONAS QUE PARTICIPARON EN LA EXPEDICION DE HIRAM BIN- GHAM A MACHU PICCHU. PRESENTARSE EN EL CAFE AYLLU (PLAZA DE ARMAS), PREGUNTAR POR EL ENCARGADO DEL LOCAL. SABADO 15 DE DICIEMBRE, DE 10.30 AM A 12.00 PM". Publicar un aviso en el diario El Sol del Cuzco fue el último recurso. Llevábamos meses tras la pista de Agustín Lizárraga y de otros personajes que acompañaron a Bin-gham y que él cita en sus libros. Había sido una búsqueda inútil en archivos y en bibliotecas. Por eso dejamos unos números telefónicos en el aviso del periódico, sabiendo que era improbable que tuviéramos alguna sorpresa. El viernes 14 de diciembre de 2007 apareció una mujer al otro lado del teléfono. Era la voz de una señora que no esperaba que alguien le pidiera contar su historia. Dijo llamarse Sonia Lizárraga y que podía vernos al día siguiente en el Café El Ayllu, frente a la Plaza de Armas del Cuzco. Nada hacía sospechar que esa llamada telefónica nos conduciría un día después a la espalda del Huayna Picchu, la montaña gemela

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que figura en todas las postales de la ciudad inca, y que allí encontraríamos una respuesta sobre el enigma A. Lizárraga. *** Un anciano de barba fluvial, el sobrino nieto del hombre que llegó antes que Bingham a Machu Picchu, nos hace una señal para cruzar un río que es el único modo de llegar a él. Para aterrizar en su casa, hay que sobrevolar el Urubamba, a bordo de una frágil canastilla de fierro que se desliza por un cable de acero de unos 50 metros de longitud. La masa de agua ruge y arrastra piedras y ramas que arranca en su camino mientras avanza a gran velocidad. Somos tres e intentaremos cruzar de uno en uno. El anciano quiere ayudarnos. Tiene en sus manos unas lianas de caucho que promete jalar para auxiliarnos si nos quedamos a medio camino, flotando como en un columpio sobre el río donde tiempo después, sin que él lo adivinara, moriría ahogada su mujer, que hoy lo acompaña. Dejaremos que la ligera inclinación del cable, sobre el que gira la polea de la que pende la canastilla metálica, nos ayude a aterrizar. Arriesgarse a caer 10 metros sobre un río embravecido y en medio de una lluvia torrencial, tiene sentido cuando sabes que quien te espera al otro lado se apellida Lizárraga y conoce la historia de esa inscripción.

A primera vista, Germán Echegaray Lizárraga no parece un campesino: parece un náufrago. Es un sobreviviente, un hombre de casi 90 años viviendo a la vuelta de un Machu Picchu que nadie ve, un lugar tan extraviado como la historia de su tío abuelo, A. Lizárraga, y donde no hay luz eléctrica y el agua potable es un acto de caridad. Dos perros no paran de ladrarnos cuando acabamos de aterrizar en su casa. El náufrago es un hombre menudo, de cabello blanco, largo y desordenado que camina apoyándose en una rama pulida que le sirve de bastón. Lleva puesto un suéter azul eléctrico, pantalones grises y un sombrero que ha resistido sol y lluvia. Cuando habla, levanta las cejas y sus ojos azulados se encienden como neones. Llegamos hasta aquí, guiados por su sobrino nieto, a quien conocimos luego de que su familia respondiera al aviso que publicamos en el periódico. El sobrino le habla en voz alta para que lo pueda oír. El náufrago vive en este lugar con su mujer y una de sus hijas. Su casa está hecha de una madera delgada, levantada en los escasos metros de tierra fértil que le ha arrancado al río, un claro entre el Urubamba y la espalda de la pirámide verde, que es el Huayna Picchu.

La ley que rige el área le impide utilizar materiales más permanentes en un lugar que es Patrimonio Cultural y Natural de la Humanidad. Quienes viven aquí no tienen vecinos. Están solos en esta orilla. Si los Echegaray Lizárraga necesitan comprar algo para preparar la cena, deben caminar no menos de media hora. Llegar al pueblo más cercano supone andar dos horas. En las paredes de su casa cuelgan una imagen de la Virgen y tres calendarios, uno de ellos de hace 10 años. Germán Echegaray Lizárraga es la única conexión viviente con la leyenda. ¿Por qué desapareció de la historia ese hombre que había dejado la inscripción allí más de una década antes de que la ciudadela de los incas fuera presentada al mundo en la edición de abril de 1913 de National Geographic? ¿Sería cierto el rumor de que Bingham no había encontrado grandes tesoros, porque los vecinos de la zona habían arrasado con los objetos más valiosos antes de su llegada? Echegaray Lizárraga había crecido oyendo la historia de cómo su tío había llegado hasta Machu Picchu.

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-Mi familia se asentó aquí hace muchísimos años -dice el náufrago y nos hace pasar a su comedor que está casi al aire libre. El árbol genealógico de los Lizárraga es intrincado. El abuelo del náufrago se llamaba Angel Mariano y era el hermano mayor del «A. Lizárraga 1902», borrado de la historia. El náufrago nos ofrece una taza de té y le pide a su hija que hierva el agua. Llegan luego platos con arroz y yuca para todos, un menú muy parecido al que probó Bin-gham cuando llegó a Machu Picchu. El náufrago cuenta que de niño su abuelo le narraba historias de su hermano mayor y de cuando el gringo Bingham llegó con sus expedicionarios y les ofreció trabajo para que lo ayudasen en las excavaciones. La mujer del náufrago nos contempla desde el otro lado de la mesa: se llama Nicasia Oré, es huraña y reservada y habla español con el acento de quienes tienen el quechua como primera lengua. Lleva trenzas y una gorra de algodón multicolor que la hace ver diminuta. En la primera mitad del siglo XX, los dos se instalaron en Incarracay y comenzaron a sembrar en las terrazas que se ven por la ventana de esta casa. Su abuelo le narraba historias de su hermano mayor y de cuando llegó el gringo Bingham y les ofreció trabajo en las excavaciones. Su mujer le alcanza una bolsa de plástico, de la que el náufrago empieza a extraer unos papeles. *** A. Lizárraga era una especie de oficial de caminos, un cobrador de impuestos del Estado que tenía a su cargo todos los puentes desde el Cuzco hasta Quillabamba. "El era el encargado de mantenerlos -dice el náufrago-, porque los herrajes los desgastaban". A. Lizárraga se asentó al lado del puente San Miguel, recuerda el náufrago, mientras da un bocado de arroz con yuca, antes de contarnos qué le sucedió a su tío abuelo después de que Hiram Bin- gham pisara Machu Picchu. Era la historia de un accidente. La mujer que respondió al aviso del periódico cumplió con llegar a la mañana siguiente al café El Ayllu. Sonia Lizárraga vestía un sastre negro y llegó del brazo de su hija, una estudiante de psicología. No estaban solas. Había dos miembros más de su familia. El primero, Carlos Enrique Lizárraga, el estudiante de Historia que acabaría por acompañarnos en un viaje de seis horas para conocer al pariente más antiguo que les quedaba. El mayor de todos los que fueron al café Ayllu, Rómulo Lizárraga, fue el último en hablar. Es un profesor universitario y guía de turistas, que recolecta datos sobre la biografía de su antepasado. ¿En qué momento su nombre fue borrado del muro del Templo de las Tres Ventanas y de los registros, si Bingham había tomado nota de él en su diario de viaje? El guía sacó un cartapacio, lo abrió y exhibió una fotografía. Era la imagen de Agustín Lizárraga. El nombre de esa inscripción sobre la roca de Machu Picchu por fin tenía un rostro. En la imagen llevaba un traje y una corbata oscuros, sobre una camisa blanca y un sombrero ligeramente caído de lado. Tenía un bigote fino y angosto, recortado al tamaño de la boca. Sus ojos se veían tan achinados que parecía haberlos cerrado, como para evitar que una ráfaga de luz le cayera en el rostro. Era un hombre de tez clara, si se la compara con la de los primeros habitantes de Machu Picchu. Parecía un cuzqueño de clase media de principios de siglo XX, que bien podría haber pasado por un notario y que poco tenía que ver con la imagen de campesino que hasta entonces era más acorde con su historia.

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-Lo que pido al gobierno es simple -dijo Rómulo Lizárraga-. Que pongan una placa en Machu Picchu y se reconozca de una vez que mi abuelo, con otros agricultores fueron los primeros en llegar. *** El día que escribió su nombre en Machu Picchu, Agustín Lizárraga no había subido solo. Fueron con él dos lugareños, llamados Gavino Sánchez y Enrique Palma, aunque ellos no dejaron su nombre grabado en ninguna piedra y sus descendientes por ahora no reclaman nada. Carlos Enrique Lizárraga, el joven estudiante de Historia, ha revisado los libros de actas del municipio de Machu Picchu. Así se enteró de que Agustín Lizárraga, quizá por ser el hombre más preparado de la zona, fue designado cobrador de impuestos por el Ministerio de Transportes. La ruta se había vuelto muy transitada, porque estaban construyendo las vías ferroviarias. Viajar a Lima tomaba entonces varios días. Los diarios llegaban desde la capital del Perú con una semana de retraso. En ese mundo, Agustín Lizárraga conocía bien a todos los que pasaban por la zona que él cuidaba. Recibía noticias de los arrieros y de los hacendados y campesinos locales. Quién sabe si así se enteraría de que, a dos horas del lugar donde él vivía, había construcciones incas de dimensiones colosales. Según contó el guía de turistas, A. Lizárraga le habría dejado a su viuda dos cajones de "tesoros antiguos" que había recolectado en Machu Picchu: objetos de piedra, ruecas, cucharas, estatuillas de metal. Anciana y muy enferma, la señora se lo habría revelado a su confesor, el cura de la iglesia de Santa Clara en el Cuzco. El sacerdote la habría reprendido por estar conviviendo con los «gentiles», aconsejándole que llevara las cajas al convento para asegurarse un espacio en el cielo. A cambio, le habría ofrecido escribir su nombre en el altar mayor del templo: «En gratitud a doña Rosa Lizárraga». -Pero el nombre lo han borrado -dijo Rómulo Lizárraga. Eliminaba así otra de las posibles huellas del paso de su familia por la historia. *** Al día siguiente del encuentro en El Ayllu, Germán Echegaray nos cuenta la historia de un accidente. Lo dice sin dramatismos: la tarde del 11 de febrero de 1912, Agustín Lizárraga cayó al río Urubamba. Dicen que intentaba cruzar un puente de caña colocado entre dos rocas y que le permitía llegar a una isla en medio del río donde tenía una plantación de maíz. Lo acompañaba un niño, quien dio la voz de alarma. Lizárraga era un excelente trepador y caminaba entre las rocas con confianza. Pero aquella vez perdió el equilibrio. Una historia parecida nos había contado Rómulo Lizárraga en El Ayllu. La leyenda familiar dice que Agustín Lizárraga había sido contratado por Bingham para que trabajara en las excavaciones cuando el explorador regresó a limpiar el sitio. Lizárraga tenía una gran habilidad física y bastante conocimiento de la zona. Llevaban trabajando en lo alto de la montaña varios días. Estaban dedicados a recuperar la andenería y los recintos. Como el campamento base estaba abajo, al lado del río Urubamba, cada vez que había que traer pertrechos o herramientas, un par de miembros del equipo de cuzqueños debía encargarse de la tarea. Tenían que bajar durante dos horas y luego volver a subir con un nuevo cargamento de herramientas.

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-Ese día, el gringo le había pedido al tío que baje a Mandorpampa para recoger provisiones. Pero en realidad, le había preparado un viaje feo -nos dijo Rómulo-. Digamos que una trampa. Cuando le preguntamos sobre el presunto asesinato, el náufrago no parece muy convencido. Germán Echegaray baja la voz y admite haber escuchado el rumor entre su familia de que Bingham quiso deshacerse del tío abuelo. Para el guía de turistas, Bingham le habría encomendado a Agustín Lizárraga una misión que lo pondría en riesgo. No sólo debía bajar por los encargos a una hora en que la luz empezaba a decaer, sino que Bingham lo había mandado solo, cuando por lo regular esas tareas se emprendían en dúo. -Tuvo que cruzar a una hora en que la corriente estaba muy fuerte -dice-. Perdió el equilibro, porque el puente se soltó cuando él pasó por ahí. Y en ese momento se cayó al río. Lo único que se sabe es que A. Lizárraga fue arrastrado por la corriente y desapareció. Nunca pudieron encontrar su cuerpo. Al otro día, cuando fueron a ver qué había pasado con él, encontraron algo extraño. Cuando un puente se viene abajo, se supone que las cuerdas se deshilachan. En este caso estaban rotas como si hubieran sido cortadas por alguien. El guía de turistas da por confirmada así su teoría del asesinato. Es para él la explicación de por qué A. Lizárraga desapareció de la historia oficial de Machu Picchu. Pero ni el asesinato ni la conspiración parecen posibles. Ahora que Germán Echegaray Lizárraga lo cuenta, mientras su loro interrumpe el relato con chillidos, no es más que una insinuación novelesca. La sensatez del anciano no le permite culpar a Bingham de ningún cargo. Un profesor de apellido Cossío, quien viajó en su propia expedición a Machu Picchu siete meses después que lo hiciera Bingham, describe así lo sucedido: "Antier 11 de febrero hemos tenido la desgracia de perderlo a nuestro guía y compañero de excursión don Agustín Lizárraga. Iba muerto ahogado en el brazo del río que corre cerca de San Miguel, pasando el puentecito peligroso para ir á ver su chacra. Según me cuentan cayó de medio puente, y como iba sólo acompañado de un niño, no se le pudo auxiliar". Por lo demás, es simple constatar que, en febrero de 1912 (fecha de la muerte de Lizárraga), Hiram Bingham estuvo en New Heaven, en la Universidad de Yale, preparándose para volver al Perú en su segunda expedición a Machu Picchu. Fuente: http://latercera.com/noticia/cultura/2011/07/1453-379924-9-un-hombre-borrado-de-machu-picchu.shtml **********************************************************************************************

Los niños del plomo Por Marina Walker

Existe un pueblo en el Perú donde las casas, las calles, el hospital, el colegio y unas pocas áreas verdes están cubiertos por un polvo gris. Entre las partículas de esa nube negra que parece arena, hay plomo. El plomo que

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sale de las chimeneas de una fundición de metales que ha traído trabajo, “progreso” y docenas de historias de niños que no engordan ni crecen y que tragan esa tierra tóxica cada vez que se meten los dedos en la boca. Mishell Barzola tiene seis años y hace tiempo dejó de crecer. Mide apenas un metro y pesa 14 kilos, sólo un poco más que su hermano Steven de dos años. Su madre, Paulina Ccanto, sospecha que el plomo se le ha metido en el cuerpo. En La Oroya, Perú, donde vive Mishell, los niños respiran y tragan constantemente el metal que viaja en el aire y se deposita en el suelo. Cuando juegan al fútbol o a las canicas en las calles de tierra, el viento arroja polvo tóxico en sus caras. Cuando se llevan los dedos a la boca, los pequeños, literalmente, comen plomo. “No la veo bien a la niña”, me dice Paulina sentada en la pequeña habitación que alquila en esta ciudad andina de 33.000 almas, 180 kilómetros al sureste de Lima. Anoche llovió y las goteras se han ensañado con la cama que comparten tres de los cuatro hijos de la mujer. Un débil rayo de sol se cuela por el mismo agujero del techo por el que se filtra el agua. “Mishell no engorda ni crece. El doctor me dijo que puede ser por el exceso de plomo”, me explica Paulina casi susurrando, como si de ese modo la amenaza se tornase menos real. Su hija Rosario, de doce años, habla con la soltura propia de los niños: “A veces nos llenamos de plomo y nos da una enfermedad. Nuestro estómago se llena de plomo. Con eso también podemos morir”. Es febrero de 2005 y Paulina está a la espera de los resultados de un examen de sangre que despejará todas las dudas sobre la salud de Mishell. En La Oroya, diversos estudios han demostrado que prácticamente todos los niños están intoxicados con plomo en niveles tres veces mayores, en promedio, que lo máximo permitido por la Organización Mundial de la Salud. La razón está del otro lado de las aguas cobrizas del río Mantaro, en la enorme chimenea de cemento que desde hace 83 años escupe sus humos en la cara de los oroyinos. El complejo metalúrgico de La Oroya es, al mismo tiempo, el drama y la razón de ser de esta ciudad. De él viven las familias de los 4.000 obreros que trabajan en sus hornos procesando plomo, zinc, cobre, oro y plata. Miles de comerciantes y transportistas dependen de la fundición para su supervivencia. Y muchos otros han logrado que los nombres de sus hijos estén en la lista de asistencia social de la empresa estadounidense que desde 1997 maneja la planta, Doe Run Co., la productora de plomo más grande de América del Norte. Por momentos, y aunque la realidad la contradice, Paulina se esfuerza en pensar que tal vez Mishell sea la excepción entre los niños de La Oroya. Que los cuidados especiales de alimentación e higiene que ella le brinda hayan hecho su parte. Yo también quiero creerlo. Después de todo, pienso, Mishell tiene una energía envidiable.

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Sube corriendo las escaleras empinadas de su barrio, juega a la pelota y se va saltando por la vereda con sus amigos. Es pequeña, sí, pero no parece que estuviera enferma. La gran tragedia de la intoxicación por plomo es, precisamente, su sigilo, la ausencia de signos externos inmediatos o muy notorios. Sin embargo, la exposición prolongada al metal provoca daños irreversibles en el sistema nervioso central. Es un veneno de acción lenta, pero devastadora. Recorro las calles angostas, laberínticas de La Oroya Antigua, la zona más cercana a la fundición. Trozos de vida urbana compiten con escenas casi coloniales: falta de agua corriente, ausencia de un sistema de cloacas, basura amontonada a la orilla del río. Hay una belleza irónica en la confusión de casas viejas pintadas de azules, de amarillos y de marrones; bares improvisados que empiezan a poblarse desde temprano y cabinas de internet abarrotadas de niños y adolescentes. Ayer pagaron en la empresa y el mercado callejero está rebosante de vendedores de todo, desde aceite curativo de caracoles hasta trucha frita recién preparada. Perros flacos comen los restos de comida que caen de los puestos, y docenas de taxis se agolpan en las calles y hacen sonar sus bocinas. A lo lejos se escucha el andar pesado, metálico del tren que sale de la fundición con sus vagones repletos de minerales rumbo a Puerto Callao, en Lima. Nadie parece prestar atención al aire pesado, irrespirable, ni al olor ácido que lo impregna todo, se mastica, quema los ojos y la garganta. Los oroyinos me dicen que a la larga uno se acostumbra a los “gases”, como le llaman, una combinación de plomo, arsénico y dióxido de azufre, entre otros contaminantes que emite la fundición. El humo queda atrapado entre las laderas de los cerros donde se agolpa, caótica, la ciudad. Hugo Villa es neurólogo y trabaja en La Oroya desde hace 25 años. Me recibe en el hospital Essalud, donde se atienden los obreros de la fundición y sus familias, pero me pide discreción y me conduce a una sala alejada del paso del público. El médico se ha unido a los grupos que reclaman que Doe Run cumpla con el plan de mitigación ambiental al que se comprometió cuando compró el complejo hace ocho años. Pero quienes se atreven a hacer ese reclamo, dice Villa, son rápidamente señalados por los trabajadores del sindicato como “traidores”. “Quien habla del problema de salud está yendo contra la fuente de trabajo”, me explica el médico en baja voz, igual que Paulina. Por esta razón, según Villa, los padres no preguntan sobre el plomo cuando llevan a sus niños al hospital. Tampoco expresan preocupación. “Es como si tuvieran miedo”, dice Villa, “me siento frustrado, impotente. Me da rabia. En 15 ó 20 años toda una generación va a tener problemas de desarrollo psicomotor”.

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La planta de La Oroya la construyeron “los primeros gringos”, como se refieren los lugareños a los estadounidenses de la compañía Cerro de Pasco Copper Corporation que desembarcó en estas alturas de los Andes en 1922. El complejo metalúrgico permitió que vivieran las minas a lo largo y a lo ancho de la sierra central del Perú, cuyos minerales necesitaban ser procesados antes de venderse en el mercado internacional. Por la complejidad de los procesos que allí se realizaban -procesamiento de minerales “sucios”, con alto contenido de sulfuros-, La Oroya se transformó en un lugar de referencia para ingenieros metalúrgicos de todo el mundo. A los pocos años de creada la planta, los agricultores de la zona comenzaron a quejarse de que el humo secaba sus pastos. Cuentan los memoriosos que los cerros de La Oroya por ese entonces eran verdes, y en el Mantaro, uno de los ríos más importantes de Perú, se pescaban truchas y ranas. Hoy las montañas que rodean La Oroya están peladas y manchadas de negro, y del Mantaro algunos pobladores dicen que “está muerto”. En 2003, una ley nacional declaró la emergencia ambiental de su cuenca, de la que son responsables también las minas de la zona de cerro Pasco y las decenas de pueblos andinos cuyos desechos cloacales van a parar al río. Cuando en 1974 el gobierno peruano expropió y nacionalizó el complejo metalúrgico de La Oroya, la contaminación del suelo, el aire y el agua empeoró. Los pobladores se habituaron a vivir con los ojos rojos, inyectados, y un pañuelo siempre a mano para cubrirse la cara cuando “venía el humo”. Poco se sabía de la intoxicación por plomo por aquellos días porque todavía no se habían realizado estudios de sangre en la población. Una mañana de octubre de 1997, un grupo de estadounidenses firmó un contrato con el gobierno del ahora prófugo Alberto Fujimori por 120 millones de dólares. Doe Run Co., con sede en Missouri, acababa de comprar la planta de fundición de metales de La Oroya en condiciones más que ventajosas. El acuerdo de venta especificaba que durante diez años la empresa estatal Centromín Perú, que vendió a Doe Run el complejo, asumiría cualquier demanda legal atribuible a la contaminación histórica de La Oroya. En ese período, los estadounidenses se comprometieron a desarrollar un programa de control de emisiones y efluentes industriales, entre otras medidas de mitigación ambiental. Doe Run y la compañía neoyorquina a la que pertenece, Renco Group, enfrentan decenas de juicios en Estados Unidos por supuestos daños al medio ambiente y a la salud ocasionados por sus empresas. La Agencia estadounidense de Protección Ambiental acaba de demandar a una de las compañías de Renco por la presunta contaminación con PCB de los alrededores del Great Salt Lake, en Utah, donde opera una planta de magnesio.

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El accionista mayoritario de Renco es el enigmático multimillonario Ira Leon Rennert quien, según la prensa estadounidense, posee una mansión en Long Island, Nueva York, que dobla en tamaño a la Casa Blanca, con 29 habitaciones y 40 baños. Una de sus empresas, AM General Corp., es una de las grandes proveedoras de vehículos militares del Pentágono, incluido el famoso Humvee. La historia de Doe Run en el pequeño pueblo de Herculaneum, Missouri, donde la compañía tiene una fundición de plomo, no es menos controvertida. Cuando en 2001 los valores de plomo en la sangre de los niños comenzaron a subir, el gobierno ordenó a Doe Run reducir las emisiones de su chimenea y renovar la tierra de los jardines de las casas aledañas a su planta, entre otras medidas de protección de la población. Así, en los últimos dos años la compañía ha cumplido con los estándares nacionales de calidad de aire. Un panorama bien diferente al de Perú, donde la fundición de La Oroya arroja a la atmósfera alrededor de dos toneladas de plomo por día, de acuerdo con documentos de la empresa. Esto es menos plomo que lo que respiraban los oroyinos cuando la planta estabaen manos del gobierno peruano, pero es una cifra 29 veces mayor que la emisión de plomo en la planta de Missouri.

Los oroyinos, entre ellos Paulina Ccanto y su familia, recibieron a Doe Run con los brazos abiertos. En sus primeros años de operación, la compañía plantó árboles, organizó concursos de pintura en las escuelas y abrió un comedor para los niños de las familias más pobres. Rápidamente los colores corporativos de Doe Run, blanco y verde, comenzaron a cubrir los edificios de las escuelas públicas, el sindicato metalúrgico y la estación

de policía, regalo de la empresa. Las condiciones de trabajo dentro de la planta mejoraron y la compañía puso en marcha algunos proyectos ambientales, como la construcción de un depósito para almacenar trióxido de arsénico, sustancia altamente tóxica. Sin embargo, en 2003 una auditoría internacional realizada a pedido del gobierno peruano mostró que la calidad del aire se había deteriorado en La Oroya entre 1995 y 2002, mientras que la producción de plomo se había incrementado. Este fue el inicio de una serie de tira y aflojes entre el gobierno y la compañía que culminó el año pasado cuando Doe Run amenazó con retirarse de Perú si no se le ampliaba el plazo para completar el plan de mitigación ambiental que se vence en enero de 2007. Los ejecutivos de la minera argumentan que la competencia de China y los malos precios del plomo hasta el 2004 -hoy en alza- los dejaron sin recursos para concluir el proyecto más importante desde el punto de vista del medio ambiente: la construcción de una planta de

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ácido sulfúrico, valuada en US$100 millones, que disminuiría considerablemente la emisión de gases y metales a la atmósfera. La planta captaría el dióxido de azufre -gas altamente irritante y responsable primario de la llamada lluvia ácida que debilita el suelo y las plantas- y a través de un proceso químico lo transformaría en ácido sulfúrico, un producto comercializable. El rumor de que Doe Run podía irse de La Oroya se propagó rápidamente entre los obreros de la planta y los pobladores, y causó pánico. En un acto inédito en la historia sindical del país, la unión metalúrgica se alineó con la empresa “en defensa de la fuente de trabajo”. A principios de diciembre pasado estalló una huelga que incluyó cortes de rutas y cobró la vida de dos ancianos, quienes junto a cientos de pasajeros de autos, buses y camiones quedaron atrapados durante dos días en la Carretera Central, principal vía de acceso desde Lima a la región centro del país y a la selva. La escena contrastaba dramáticamente con la realidad de otros pueblos de Perú, donde en años recientes la población impidió la expansión de la minería. En la ciudad norteña de Cajamarca, la estadounidense Newmont Co. decidió acabar con sus planes de expandir la mina de oro de Yanacocha, la más grande de Latinoamérica, luego que los pobladores cortaron rutas en septiembre de 2004 para protestar por la contaminación del agua. En La Oroya, las penurias económicas ganaron la partida. “Nos dijeron que la empresa se iba a ir y que iba a venir otro dueño”, me cuenta Paulina, quien participó de algunas de las marchas de diciembre pasado en apoyo de Doe Run. La mujer reconoce que la contaminación que emite la fundición está lastimando a su familia, pero dice que sin la planta, La Oroya desaparecería del mapa en pocos meses. Cuando moría 2004, el presidente Alejandro Toledo firmó el Decreto Supremo 046 que permite que Doe Run y otras mineras en apuros financieros postulen para obtener extensiones de plazos de hasta cuatro años en proyectos específicos de sus programas de mitigación ambiental. El decreto irritó a grupos ambientalistas nacionales e internacionales, a la Iglesia católica y al gobierno regional de Junín, al que pertenece La Oroya. También se cobró el puesto de la ex directora general de Minería, María Chappuis, quien se oponía a que se otorgara tiempo adicional a Doe Run. “Creo en una minería sustentable, no en una minería a cualquier precio”, dice Chappuis sentada en la galería de su casa de Lima. Hace un silencio y sigue: “Me da pena la gente de La Oroya. Ellos no han conocido otra cosa; creen que todas las fundiciones trabajan como Doe Run”. Luego de varios días de conversar y de recibirme en su casa, Paulina se ha tornado esquiva. La noto asustada. Sus niños que antes corrían a darme la bienvenida, ahora me sonríen, pero siguen de largo. Finalmente una de las niñas me dice, apurada, que “las señoritas de la Doe

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Run” han llamado a su mamá y le han hecho preguntas sobre sus conversaciones conmigo. La angustia de Paulina está sobradamente justificada. Si bien su esposo no es obrero de la planta, tres de sus cuatro niños almuerzan cada día en el comedor de la empresa. En la última Navidad, los pequeños recibieron robots electrónicos y muñecas Barbie, regalos de Doe Run Perú. Y dos veces por semana madre e hijos se bañan en las duchas que la compañía provee a algunas familias necesitadas. Las “señoritas” son trabajadoras sociales de Doe Run y me aseguran que no han querido intimidar a Paulina, sino prevenirla contra “periodistas sensacionalistas”. Algunas horas más tarde vuelvo a golpear la puerta de la casa de Paulina. Esta vez la mujer me deja entrar y me cuenta que las trabajadoras sociales de Doe Run la han visitado y le han dicho que “está bien” hablar conmigo. “Yo estoy muy agradecida de la empresa por la ayuda que me da”, se apura a aclarar, nerviosa. Por unos segundos las dos nos miramos en silencio. Le pregunto por el análisis de sangre de Mishell. Me dice que aún no sabe nada. “Ya se están tardando mucho en entregar los resultados”, suelta Paulina con no poca angustia mientras carga a Steven en su espalda. Mishell es una de los 788 niños de La Oroya Antigua que participaron de un estudio de plomo realizado en conjunto por el Ministerio de Salud y Doe Run a finales de 2004. Luego de varios meses de espera de los resultados, los rumores han empezado a circular entre los vecinos. El comentario, por lo bajo, es que los valores de plomo han salido altos. Que nada ha cambiado demasiado para los niños de La Oroya a pesar de los esfuerzos de la empresa por promover campañas de higiene en la ciudad. Paulina no se hace eco de los rumores. Ella prefiere hacer en lugar de especular. Entonces compra pollo cada vez que puede para que la sopa de Mishell sea más nutritiva, y manda a la niña cada mañana al lavado de manos comunitario que organiza Doe Run en los barrios para prevenir la ingestión de plomo en los chicos. Las encargadas de llevar adelante estas campañas de higiene son las llamadas “delegadas ambientales”, un grupo de unas setenta amas de casa voluntarias que, según los más críticos, además de barrer calles y lavar manos diseminan el mensaje de la compañía entre los vecinos. Son, dicen, una máquina efectiva de control social. La recepción que me dan las delegadas no es precisamente cálida. Una de ellas se acerca y me interroga en la calle acerca de los motivos de mi visita. En concreto, me pregunta por qué estoy conversando tanto con Paulina y sus niños.

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“¿Cómo cree que nos sentimos cuando nos dicen que nuestros hijos son mongólicos? Muchos niños de aquí van a la universidad”, me dice gritando otra delegada, Elizabeth Canales, cuando me presento. La mujer se refiere a programas periodísticos de televisión en los que se ha discutido sobre el posible impacto del plomo en el desarrollo intelectual de los niños de La Oroya. A los pocos minutos estoy rodeada por siete mujeres que apoyadas en sus escobas se interrumpen entre sí y me dicen que sí, que contaminación hay, pero que antes era peor y que “después de todo Doe Run da alimentos y ropa para los niños, algo que jamás pasó cuando el gobierno manejaba la planta”. “Limpien, señoras, limpien. Muévanse como si estuvieran bailando”, escucho que Canales les grita a las otras delegadas mientras me alejo de la Calle 2 de Mayo. Las señoras hacen bien en limpiar, aunque los expertos dudan que sirva de mucho si la fuente de contaminación no disminuye. Un estudio reciente de la ONG Occupational Knowledge de California y de la fundación Labor de Lima mostró que 88% de las muestras de suelo tomadas en casas, escuelas y comercios de La Oroya tenían valores altos de plomo. Un tercio de las familias de La Oroya vive en casas de una sola habitación, sin baño ni agua corriente. Por eso la vida se extiende a la acera, donde las mujeres cocinan, lavan y bañan a sus hijos pequeños en fuentones de plástico. Pero “cuando vienen los humos”, me cuentan, las madres hacen entrar a los chicos en las casas, apuradas, y cierran tras de ellos puertas y ventanas. “Es en vano vivir acá”, me dice Carmen Cóndor, una mamá soltera que pasó varias noches en vela cuando en 2003 los médicos le dijeron que su hijo, Brayam Rosas, tenía niveles altos de plomo en el organismo, “la verdad es que estamos todos contaminados”. Aunque no se conocen, Carmen y Paulina comparten la misma angustia: sus niños no crecen, una característica común entre los chicos intoxicados con plomo. Brayam, de siete años, mide 12 centímetros menos de lo que debería de acuerdo con su edad y su peso. “Estoy chato”, me dice el niño apoyando la palma sobre su cabeza y sonriendo con inocencia. “A veces no como mucho”, cuenta Brayam. Carmen asiente con la cabeza. “Yo tengo miedo de que se quede chiquitito, de que ya no crezca”, me dice la mujer apretando una mano contra la otra. Algunos dirigentes políticos, en cambio, no encuentran mayores razones para angustiarse. “Probablemente haya algún niño enfermo por plomo, pero no conozco a ningún niño hospitalizado por esa causa”, dice impasible Clemente Quincho, intendente de La Oroya, quien lideró la huelga de diciembre para presionar al gobierno peruano en favor de Doe Run. Sentado en su oficina de gobierno, rodeado de diplomas de mérito y de un trofeo que ganó en un torneo de fútbol organizado por Doe Run, Quincho desmiente a quienes dicen que la compañía manipula al municipio. “Yo rechacé viajes que me ofrecieron las ONG [ambientalistas] y el viaje a Missouri que me ofreció la empresa”, aclara. Después se acomoda

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en su silla y me cuenta que sus tres hijos se criaron en La Oroya y que, no obstante, “son muy inteligentes”. Otros padres, sin embargo, quisieran hacer las valijas y llevarse a sus niños de aquí para siempre. Lucy Echeverría es una de ellas ya que su hija de ocho años, Diana, tiene asma. Para chicos con problemas respiratorios, a la amenaza del plomo se suma la del dióxido de azufre. “Hay momentos en que largan demasiado gas. Se pone todo como neblina y la vista quema. Yo no puedo respirar. Mi hija me dice que acá es feo y que mejor nos vayamos a otro lado”, dice Lucy, quien en las vacaciones manda a Diana a casa de unos parientes en Huanoco para que la niña descanse de los humos. La chimenea de la fundición despide más de 800 toneladas diarias de dióxido de azufre, sobrepasando cinco veces los límites máximos permisibles que establecen las leyes peruanas. Estas son las emisiones que se reducirían con la construcción de la planta de ácido sulfúrico que Doe Run quiere postergar hasta 2011. Lejos de los humos de La Oroya, sentado en una oficina vidriada en el coqueto barrio limeño de San Isidro, Bruce Neil, presidente de Doe Run Perú, asegura que la compañía aplica en Sudamérica los mismos estándares ambientales que en Estados Unidos. Dice que las emisiones se han reducido más de un tercio y que seguirán mejorando. “Tenemos una planta que tiene 83 años y que nosotros hemos manejado por 7,5 años y se la presenta como si fuera una empresa estadounidense. Esa categorización no es correcta, no es justa”, agrega Neil. Sentado a su lado, silencioso, está su mano derecha, José Mogrovejo, quien fue director de Asuntos Ambientales del Ministerio de Energía y Minas de Perú, ente de fiscalización de Doe Run, antes de aceptar el puesto de vicepresidente de Asuntos Ambientales de Doe Run Perú. “Soy padre y soy abuelo”, me dice Neil en un inglés pausado, “el hecho de que haya niños con altos niveles de plomo es absolutamente inaceptable. Tenemos que bajar ese número a cero”. Luego me cuenta la otra parte de la historia: “El metal mejora nuestras vidas. Este edificio está hecho de minerales y de metales, y los autos y tu grabador también. No podemos vivir sin metales”. A sus seis años, Mishell Barzola no entiende de intereses corporativos, de derechos ambientales o de protesta social. Juega distraída con la muñeca Barbie que le regaló Doe Run para Navidad. “Es una novia, con velo y con música”, me cuenta Mishell arreglándole el pelo rubio y brillante. “Cuidamos estos juguetes porque son los únicos que tenemos”, dice con gran seriedad. En mis últimos días en La Oroya noto que

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Paulina está cada vez más ansiosa por los resultados del análisis de sangre de Mishell. Casi a diario va al consultorio médico que comparten la empresa y el gobierno a preguntar si hay novedades. Y cada día vuelve con la misma respuesta: “más adelante”. Paulina me dice que quiere aprender más sobre el plomo para cuidar mejor a sus hijos, y que las trabajadoras sociales de Doe Run les han prometido a ella y a otras madres que, más adelante, habrá una charla. La mujer tiene esperanzas de que la empresa cumpla sus promesas y limpie el aire de La Oroya. “Mientras tanto, me dicen que lo principal es la higiene y la alimentación. La limpieza la cuido mucho. Baño a los niños, les lavo las manos. Cuando viene el gas encierro a los niños acá. Ellos ya están acostumbrados. Cierro la puerta y las ventanas hasta que paren los humos”. A fines de marzo, finalmente, Doe Run y el Ministerio de Salud de Perú han dado a conocer los resultados del estudio de plomo. Todos menos uno de los 788 niños menores de siete años evaluados tienen tres veces más plomo, en promedio, que el máximo de 10 microgramos por decilitro de sangre permitido por la OMS. Casi la mitad de los pequeños ya presenta deficiencias psicomotoras. Cinco niños tienen tanto plomo que, de acuerdo con los estándares de Estados Unidos, corren riesgo de muerte. Pienso en Paulina. La imagino lavando la ropa de su familia en una pileta comunitaria en la vereda, tal como la encontraba cada mañana, o limpiando, empecinada, el polvo tóxico que se asentaba en sus muebles y en los linteles de las ventanas y que volvía a aparecer siempre, algunas horas más tarde, en los mismos lugares. Sus esfuerzos no han podido frenar el avance del plomo en los riñones, pulmones, cerebro e hígado de Mishell. La pequeña tiene 42 microgramos de plomo por decilitro de sangre, cuatro veces más que el estándar de salud. Su hermano Steven, de dos años, roza los 50 microgramos. Doe Run y el Ministerio de Salud se han apurado a diseñar un plan de contingencia para atender a los niños más afectados por la contaminación. Un grupo de chicos irá a la escuela en un pueblo cercano a La Oroya para evitar, al menos durante el día, la exposición a las emisiones tóxicas. A los otros niños se les está haciendo seguimiento médico y nutricional. Pero es incierto lo que sucederá con los miles de chicos que viven en La Oroya y que no participaron del estudio de sangre. En abril una jueza ordenó al Ministerio de Salud tomar medidas urgentes para proteger a todos los habitantes de La Oroya, pero los funcionarios peruanos han apelado la resolución. En mi mente trazo paralelos con la ciudad de Herculaneum, Missouri, donde ya no se ven niños jugando en las cercanías de la fundición porque Doe Run, bajo la mirada estricta del gobierno local, los está trasladando a todos a pueblos aledaños, donde podrán crecer sin plomo. Pero La Oroya está en Perú, y en Latinoamérica, las dialécticas suelen ser tramposas: trabajo o salud, supervivencia económica o medio ambiente. Paulina Canto y sus niños lo saben bien.

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Fuente: cmsdata.iucn.org/downloads/latin_america_ninos_plomo.pdf

Cifras, estadísticas e interpretaciones Zidane en Marte “La memoria está hecha para olvidar números y nombres. No sólo hay quienes creen que todos los números son información, o que la información es ya el entendimiento: hay incluso los que creen que a más cifras más verdad. Se olvidan de advertir que sólo son valiosos si un autor los descifra: «Un observatorio espacial en Marte cuesta lo mismo que cuatro jugadores como Zidane», escribe Juan Villoro en Real Madrid, la Casa Blanca del Fútbol, un perfil que publicamos en la edición dedicada al deporte. Eso es convertir el dato en conocimiento. La revista suele tener esta política sobre el uso de los números. A veces cuando citamos una cifra, convertimos a ese número en un dato más para la indiferencia. En un perfil sobre Harrison Ford, su autora, Beatrice Sartori, decía que este actor había estado presente en cuatro de las diez películas más taquilleras de la historia del cine. «Sólo las que ha protagonizado –cito su texto en Vogue– han recaudado dos billones de dólares, lo cual equivale al PBI quinquenal de varios países del globo». Al margen de si fue una buena o mala economista o matemática, Sartori se preocupó de dotar a la cifra de sentido. En la revista, cuando es necesario, pedimos a un autor que busque una equivalencia para que un lector pueda sentir el significado de esa cifra. Los números no valen en sí mismos, aunque los exhiba una infografía. Sólo cuando uno traduce esa cifra, sólo cuando la descifra, se da cuenta del dinero que ha ganado Harrison Ford haciendo el papel de un hombre bondadoso”.

Julio Villanueva Chang San Marino, un extraño en el fútbol Por Javier García Wong Kit -San Marino ha sumado 17 goles en los 22 años que lleva afiliado a la FIFA y un solo partido ganado, 1 a 0 en un amistoso ante Liechtenstein y de penal. -Ha sufrido 43 derrotas consecutivas desde el 2004. Ha perdido 11 a 0 ante Alemania y 11 a 0 ante Holanda. - El promedio de gol de San Marino es de poco menos de un tanto por año. Tiene 17 goles en 22 años. ***********************************************************************************************

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EL BUSCAVOTOS | QUIERE PLANTAR ARBOLES A ESCALA JAMAS VISTA

El frondoso bosque del Adolfo Por Pablo Calvo

Adolfo Rodríguez Saá prometió impulsar la plantación de 1.200 millones de árboles si llega al poder. La propuesta pasó casi inadvertida entre las huestes ecologistas, pero, de concretarse, cambiaría el mapa de la Argentina. Y los manuales de botánica. Según cálculos de especialistas en bioproselitismo, el país pasaría a tener uno de los pulmones verdes más contundentes del planeta, apenas superado en América latina por la Amazonía. Ningún competidor de la carrera presidencial se atrevió hasta ahora a empardar la sugerencia del puntano. Sacaron cuentas y casi se desmayan: si los árboles fueran colocados en fila, a dos metros, quedaría trazada una línea que daría la vuelta al mundo 66 veces. Para colmo, Rodríguez Saá demostró que puede cumplir con sus promesas, por más faraónicas que suenen, al inaugurar una ciudad, La Punta, y un estadio de fútbol para multitudes. Con la forestación masiva del territorio nacional, el candidato pretende generar parvas de puestos de trabajo. "El intento es bueno, pero un tanto exagerado. Se necesitarían plantar 1.200.000 hectáreas y lo máximo que se ha plantado son 100 mil en un año. A toda máquina, con viento a favor y calculando las pérdidas, plantar 1.200 millones de árboles podría demorar entre seis y ocho años", dijo el ingeniero Jorge Ottone, decano de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Morón, eminencia en materia forestal. Con esos plazos, Rodríguez Saá necesitaría una reelección. Sin embargo, en la propuesta número 55 del "Pacto para Refundar la Nación", el candidato se comprometió a hacerlo en sólo seis meses. La relación de los candidatos y la tierra parece estar en plena germinación. Elisa Carrió tiene un proyecto para prohibir la venta de grandes extensiones a extranjeros. Carlos Menem dijo en un acto público que no quería "ni un centímetro de terreno sin plantar", para que nunca más falten alimentos a los argentinos. Y Néstor Kirchner rechazó la idea de empresarios japoneses de cancelar la deuda externa con la entrega de la Patagonia. Si todos cumplieran sus promesas, habría que pedirles terreno prestado a los países limítrofes, siempre desconfiados de los delirios expansionistas ajenos. "Si no cumplo, que me cuelguen de la Plaza de Mayo", ofreció en un acto Rodríguez Saá. Si cumple, en cambio, sobrarían las ramas para atar la soga.

Fuente: http://edant.clarin.com/diario/2003/04/03/p-02204.htm **********************************************************************************************

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Apuntes sobre el periodismo de precisión Se desarrolla el periodismo de precisión ante nuevos retos sociales e informativos. Moisés Egido Se ha abierto una nueva frontera en el campo del periodismo. La evolución de la sociedad está exigiendo a los medios informativos más rigor y profesionalidad. Las tecnologías de la comunicación proporcionan gran capacidad para procesar, comparar y analizar críticamente toda esa información. Así, ha surgido el llamado periodismo de precisión. "La vieja tradición de los periodistas transportadores de información está siendo sustituida por periodistas procesadores de información, del mismo modo que la vieja idea de agricultura de cosecha y consumo ha sido sustituida por la complejidad del procesamiento de materias alimenticias. El periodismo de precisión con sus técnicas de análisis cuantitativo y procesamiento informático de estadísticas sociales, cristaliza ese cambio de concepción de la actividad periodística". Estas palabras fueron pronunciadas por el profesor Philip Meyer en las Jornadas sobre Periodismo de precisión e investigación en Bases de Datos, celebradas en Madrid del 17 al 19 de mayo en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense. Quizá una de las definiciones más exacta de lo que es el periodismo de precisión la da el propio P. Meyer cuando dice que dicho modelo periodístico "rastrea y analiza mediante instrumento informático los contenidos de bases de datos, o que usa encuestas y sondeos para descubrir la realidad. También puede servir, por ejemplo, para verificar los datos que ofrecen los políticos en período electoral". Por lo tanto, se trata de una especialización periodística en los métodos de escrutinio y sondeo de investigaciones sociológicas y de opinión pública, además de estadísticas oficiales sobre censos de población, etc. Este nuevo modelo de periodismo, también llamado de rastreo informático o database journalism, utiliza los ordenadores para examinar las bases de datos y descubrir nuevas asociaciones o correlaciones estadísticas en listados socioadministrativos y de cruce de datos informativos en todo tipo de documentos informatizados. Los expertos opinan que esta nueva fórmula de hacer periodismo será la más utilizada en los medios de comunicación en el siglo XXI. CARACTERÍSTICAS DEL PERIODISMO DE PRECISIÓN El periodismo de precisión se caracteriza por: - La utilización de las cifras en la evaluación de un problema social. - No hay personalización ni descripción de un hecho aislado, sino la descripción general de un problema social. - Lo esencial del reportaje es la cuantificación numérica del problema analizado. - No tiene por qué ser un tema de actualidad.

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- Se basa en el empleo de un método de obtención de datos para validar la significación numérica. En cualquier caso, lo que determina el buen o mal uso de este tipo de técnicas es la profesionalidad y el rigor con que los periodistas aborden este tipo de trabajos. Por ejemplo, el número de camas hospitalarias de que dispone una Comunidad Autónoma puede ser un indicador del nivel de servicio sanitario de esa Comunidad, pero a lo mejor sería conveniente contar el número de médicos por cada mil habitantes para determinar la eficacia de ese servicio. ¿Y qué revela cualquiera de estos dos datos respecto de la salud real de los habitantes? Por otra parte, el simple recuento del número de camas puede reflejar los programas de subvenciones oficiales más que la prestación de un auténtico servicio sanitario. Es decir, para pretender realizar una rigurosa investigación como en el ejemplo comentado es necesario tener muy claro qué es lo que se quiere descubrir, operar hipotéticamente y hacerse previamente las preguntas que se quieren ver respondidas a través de los datos obtenidos. El periodismo de precisión en su breve historia ha obtenido ya unos grandes éxitos. Gracias a las técnicas de investigación de este nuevo modelo periodístico, prestigiosos profesores y periodistas norteamericanos han sido galardonados con el Premio Pulitzer. Son los casos de Elliot Jaspin, Director de Proyectos Especiales de la cadena periodística Cox Newspapers y Premio Pulitzer en 1979. Es autor de libro The Reporter's Handbook. Philip Meyer se hizo merecedor del mismo premio en 1968 por la cobertura informativa de las revueltas ocurridas en Detroit en el año anterior y que con el database journalism consiguió desmontar la creencia de que dichos disturbios eran ocasionados por los negros procedentes del sur de Estados Unidos que al llegar al norte encontraron una válvula de escape para su discriminación racial. Philip Meyer es profesor de Métodos de Investigación y Periodismo de Precisión en la School of Journalism University of North Carolina y autor del libro Periodismo de Precisión. Nuevas fronteras para la investigación periodística (edt. Boch, Barcelona). Dwight Morris es Director del Equipo de Investigación y Análisis por Ordenador de Los Angeles Times, pero fue en el Atlanta Journal-Constitution cuando actuó como supervisor de una serie de reportajes bajo el título de El color del dinero que ganó el Premio Pulitzer en 1988 y que permitió demostrar que la entidades financieras de la ciudad de Atlanta discriminaban a sus clientes por cuestiones raciales a la hora de conceder créditos. LAS NUEVAS FRONTERAS DEL PERIODISMO Estamos quizá ante el nacimiento de un nuevo género periodístico que posiblemente dé lugar a una nueva sección en los periódicos de grandes tiradas. Como afirma José Luis Dader, director académico de las Jornadas: "No será desde luego una moda pasajera. A medida que nos vayamos metiendo más en el entorno informático, y sintamos la necesidad de tener bases de datos, se hará connatural encontrarse correlaciones estadísticas entre unas y otras cifras y se impondrá de forma generalizada". Según el profesor Dader, esto no significa que vaya a desaparecer la forma clásica de hacer periodismo, con el relato social o político, la entrevista inquisitiva, etc. Pero lo que sí es cierto es la importancia creciente de un periodismo capaz de tratar con rigor las encuestas

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electorales o los sondeos de opinión, de los que se pueden obtener conclusiones de una gran relevancia social. La utilización de las técnicas del periodismo de precisión suponen un método científico de crear noticias merced a las nuevas correlaciones que pueden encontrase en el rastreo de bases de datos. Pero el ejercicio de este tipo de periodismo no sólo requiere la siempre necesaria intuición del periodista, sino que además necesita otras habilidades que aporten a la información un valor añadido. En palabras de Meyer: "El informador no debe ser sólo un mero transportista de la información, debe además procesarla de acuerdo con una serie de conocimientos que debe tener sobre aquello de lo que informa y de las fuentes". Para la obtención de estas habilidades ya existen en las Facultades en Estados Unidos asignaturas específicas como la de Estadística I, II y III. Además,en EE.UU. existe ya una extensa bibliografía sobre este tema, así como cursos y seminarios que ahondan en la enseñanza de estas técnicas. Sobre todo, y más relevante, es la utilización de estas técnicas en una gran parte de los periódicos norteamericanos, al menos de los más importantes, como el New York Times y el USA Today. SITUACIÓN EN ESPAÑA La situación del periodismo de precisión en España no es, desde luego, generalizada, pero existe ya desde el año 87 un tímido intento de inicio. Concretamente El País publicó el 29 de marzo de ese mismo año, según expuso José Luis Dader en las Jornadas, un artículo titulado "Tener y no tener" donde a lo largo de tres páginas se recogían las cifras de la pobreza en España y en el que aparecen las características más genuinas de esta modalidad periodística. Si tuviésemos que clasificar de alguna forma el periodismo de precisión lo podríamos hacer según los niveles o grado de utilización: - El pasivo: se limita a dar noticia de los estudios sociológicos que otros hacen. - El semi-activo: aquel que interpreta parcialmente los datos. - El de precisión propiamente dicho: realiza una hermenéutica de los datos que obtiene con la utilización del rastreo y cruce de bases de datos. En España este modelo de periodismo se encuentra, en su mayoría, en el primer nivel. Todavía es precario, está en fase de iniciación, es intuitivo. Los periodistas españoles aún hacen "análisis rudimentarios -en palabras de José Luis Dader- donde se hace uso del sentido común". Porque no hay que olvidar que para ser efectivos en la práctica de este modelo periodístico hay que tener en cuenta factores como la habilidad y conocimiento en el manejo de la tecnología informática, conocer las claves de acceso a las bases de datos que se desean consultar y una depurada metodología de análisis e interpretación de esos datos. De esta forma, el periodismo de precisión sería algo así como la búsqueda de la excelencia periodística. Por otra parte, el periodismo de precisión supone un instrumento de calidad para el periodismo de investigación. Y mientras que la práctica de éste necesita fuentes dispuestas a revelar secretos, por lo cual no es fácil encontrar material en qué trabajar, además de que se

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requiere muchos recursos en tiempo y personas, en el nuevo modelo periodístico las fuentes son las bases de datos y la información obtenida de ellas se convierte rápidamente en noticias, por lo que se ahorra tiempo y recursos. Un ejemplo: Averiguar con un Who's Who's en formato libro cuántos personajes pertenecen a un mismo grupo institucional de influencia, o cuantos magistrados estudiaron en la misma Universidad, llevaría meses. Realizar esto mismo mediante un rastreo por ordenador exige cinco minutos, con una base de datos con más de cien mil fichas biográficas. RETOS DEL PERIODISMO DE PRECISIÓN Así como los periodistas agudizan su ingenio para extraer de las bases documentales datos relevantes para una determinada investigación, también los responsables últimos de esas bases documentales manipulan a su gusto los datos que en ellas se introducen. Por ejemplo: el cuestionario que se utiliza para hacer el censo en Estados Unidos debe ser aprobado cada diez años por el Congreso. Cuando llega el momento de pedir de nuevo esa aprobación se producen unas presiones enormes al organismo encargado de hacer esa encuesta. "El Congreso nos somete a varias presiones -nos cuenta Alvin Toffler en su libro Cambio de Poder por boca de un responsable de ese departamento- hacemos una encuesta de muestra sobre los aspectos financieros de la agricultura. Luego, el Congreso nos dice que no recojamos esos datos porque podrían ser utilizados para recortar la ayuda federal a los agricultores". Toffler continúa en su libro, "las compañías de todos y cada uno de los sectores presionan también a la Oficina del Censo para que haga o deje de hacer determinadas preguntas". Está claro, que independientemente de lo objetivas que puedan parecer las bases de datos no cabe duda de que son un reflejo de los valores y relaciones de poder de la sociedad, concluye el famoso gurú norteamericano. Este es, por ejemplo, uno de los escollos a los que se tiene que enfrentar el periodismo de precisión. Pero no es el único. El rastreo de datos informáticos -que en España, por cierto, es escasísimo por la casi inexistencia de bases documentales a las que se puede acceder- plantea problemas por lo que supone de invasión en la vida privada de las personas, aunque hay muchos que opinan que el derecho a la información, el derecho a consultar los bancos de datos no debe quedar anulado por el derecho a la intimidad. En España la legislación que regula el acceso a las bases de datos es todavía muy opaca. La LORTAD (Ley Orgánica de Regulación del Tratamiento de Datos) mantiene el principio de privacidad y no hay en ella referencias al acceso público. Fuente: http://www.campusred.net/telos/anteriores/num_035/actuali_noticias4.html