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Oskar Schindler era un industrialalemán católico y estaba muy bienrelacionado con la jerarquía nazi.Además, era un mujeriegoempedernido y un gran bebedor.

¿Quien iba a pensar que tras esaapariencia frívola y bohemia seescondía un hombre que no dudaríaen arriesgar su piel para salvar amás de mil judíos durante laSegunda Guerra Mundial?

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Thomas Keneally

El arca deSchindler

ePUB v2.0Ozzeman 05.08.12

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Título original: Schindler's ArkAutor: Thomas Keneally, 1982.Traducción: Carlos PeraltaDiseño/retoque portada: Ozzeman

Editor original: Ozzeman (v1.0 a v1.1)Corrección de erratas: Faro47 (v1.1)ePub base v2.0

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A LA MEMORIA DE OSKARSCHINDLER

Y A LEOPOLD PFEFFERBERG,CUYO CELO Y

PERSISTENCIA DETERMINARONQUE SE

ESCRIBIERA ESTE LIBRO

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NOTA DEL AUTOR

En 1980 entré en una tienda deartículos de piel, en Beverly Hills, ypregunte precios de carteras. La tiendaera de Leopold Pfefferberg, unsuperviviente de Schindler. Entre lasestanterías de maletas italianasimportadas de Pfefferberg oí hablar porprimera vez de Oskar Schindler, alemánbon vivant, especulador, seductor yejemplo de contradicciones, y de cómohabía salvado a una sección transversalde una raza condenada durante los añosque ahora se conocen con la

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denominación genérica de Holocausto.Esta narración de la sorprendente

historia de Oskar se funda, en primerlugar, en entrevistas con cincuentasupervivientes de Schindler, de sietenaciones: Australia, Israel, AlemaniaFederal, Austria, Estados Unidos,Argentina y Brasil. Se ha enriquecidocon la visita, en compañía de LeopoldPfefferberg, a sitios de notoriaimportancia en este libro: Cracovia, laciudad adoptiva de Oskar; Plaszow,escenario del campo de trabajo deAmon Goeth; la calle Lipowa, deZablocie, donde está todavía la fábricade Oskar; Auschwitz-Birkenau, de

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donde sacaba Oskar a sus prisioneras.El relato se vale además de losdocumentos y otros datos aportados porlos pocos hombres, relacionados conOskar durante la guerra, a quienes aúnes posible encontrar, así como la grancantidad de sus amigos de posguerra.Muchos de los cientos de testimoniossobre Oskar depositados por los Judíosde Schindler en Yad Vashem, lainstitución que recuerda a los héroes ymártires, acrecientan el relato, y tambiéntestimonios escritos, de fuentesprivadas, y gran volumen de papeles ycartas de Schindler, algunos cedidos porYad Vashem y otros por amigos de

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Oskar.Emplear la textura y los recursos de

la novela para contar una historiaverdadera es un camino que sigue confrecuencia la literatura moderna. Es elque he elegido, tanto porque el oficio denovelista es el único al que puedo alegarderecho como porque la técnicanovelística parece apropiada para unpersonaje de la ambigüedad y magnitudde Oskar. Sin embargo, he procuradoevitar toda ficción, que sólo empañaríael relato, y también distinguir entre larealidad y los mitos que suelen rodear alos hombres de la envergadura de Oskar.A veces ha sido necesario tratar de

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reconstruir conversaciones de Oskar yotros de las que apenas existenvestigios. Pero la mayor parte de losdiálogos y comunicaciones, y todos loshechos, se basan en las detalladasmemorias de los Schinderjuden (Judíosde Schindler), del mismo Schindler, y deotros testigos de sus audaces rescates.

Desearía agradecer, en primer lugar,a tres de los supervivientes de SchindlerLeopold Pfefferberg, el juez MosheBejski, de la Corte Suprema de Israel, yMieczyslaw Pemper, quienes no sólotransmitieron al autor sus recuerdos deSchindler y le entregaron documentosque han contribuido a la exactitud de la

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narración, sino que también han leído elprimer borrador y sugeridocorrecciones. Muchas otras personas,supervivientes de Schindler o relacionesde posguerra de Oskar, me hanconcedido entrevistas y generosainformación en forma de cartas ydocumentos. Entre ellas figuran EmilieSchindler, Ludmila Pfefferberg, SophiaStern, Helen Horowitz, Jonas Dresner,Mr. y Mrs. Henry, Mariana Rosner,Leopold Rosner, Alex Rosner, IdekSchindel, Danuta Schindel, ReginaHorowitz, Bronislawa Karakulska,Richard Horowitz, Shmuel Springann,Jakob Sternberg, Lewis Fagen y Sra.,

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Henry Kinstlinger, Rebecca Bau,Edward Heuberger, Mr. y Mrs. M.Hirschfeld, Mr. y Mrs. Irving Glovin ymuchos otros. En mi propia ciudad, Mr.y Mrs. E. Korn me han ofrecidoconstante apoyo, aparte de sus recuerdosde Oskar. Josef Kermisz, ShmuelKrakowski, Vera Prausnitz, ChanaAbelís y Hadassah Modlinger, de YadVashem, me concedieron libre acceso alos testimonios de los supervivientes deSchindler y al material fotográfico y envídeo.

Finalmente desearía honrar losesfuerzos realizados por el extintoMartin Gosch para llamar la atención

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del mundo sobre el nombre de OskarSchindler, y dar las gracias a su viuda,Lucille Gaynes, por su cooperación coneste proyecto.

Tom Keneally

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PRÓLOGO

Otoño de 1943

En lo más profundo del otoñopolaco, un joven alto, con un costosoabrigo sobre el smoking cruzado en cuyasolapa había una gran esvásticaornamental de esmalte dorado sobrenegro, emergió de una elegante casa deapartamentos en la calleStraszewskiego, en el límite de laciudad vieja de Cracovia, y vio a su

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chófer respirando vapor junto a la puertaabierta de una enorme limusina Adler,relumbrante a pesar de la negrura de esemundo.

—Cuidado con la acera, HerrSchindler —dijo el chófer—. Estáhelada como el corazón de una viuda.

En esta pequeña escena invernal,pisamos terreno seguro. El joven altollevará hasta el fin de sus días chaquetascruzadas; hallará gratificación en losvehículos grandes y brillantes, quizá porser una especie de ingeniero; y a pesarde ser alemán y, en este punto de lahistoria, un alemán de cierta influencia,nunca dejará de pertenecer a la clase de

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hombres a quienes un chófer polacopuede hacer sin temor una broma tímiday afable.

Pero no será posible desarrollartoda la historia con tan sencilloselementos. Porque ésta es la historia deltriunfo pragmático del bien sobre el mal,un triunfo en términos eminentementemensurables y estadísticos, y nadasutiles. Cuando se trabaja en ladirección opuesta, y se narra el éxitomensurable y predecible que el malsuele alcanzar, es fácil mostrarse agudoy sarcástico y evitar el sentimentalismo.Es muy sencillo demostrar cómo,inevitablemente, el mal terminará por

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apoderarse de lo que podríamos llamarlos bienes inmuebles del relato, aunqueen poder del bien queden algunosescasos imponderables como ladignidad y el conocimiento de sí mismo.La fatal maldad humana es la materiaprima corriente de los narradores; elpecado original, su líquido materno.Pero escribir sobre la virtud es empresamuy ardua.

Tan peligrosa es la palabra virtud,que debemos explicar a toda prisa: HerrOskar Schindler, el hombre quearriesgaba sus bien lustrados zapatossobre la acera helada en ese barrio viejoy elegante de Cracovia, no era un

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hombre virtuoso en el sentido corriente.Vivía con su amante alemana y manteníauna antigua relación con su secretariapolaca. Su esposa Emilie preferíaresidir en su Moravia natal la mayorparte del tiempo, aunque a veces acudíaa Polonia a visitarlo. Una cosa hay quedecir en favor de él: era un amantecortés y generoso con todas sus mujeres.Pero si nos atenemos a la interpretacióncorriente de virtud, esto no es unaexcusa.

Además era bebedor. A veces bebíapor el cálido placer de beber; a veces,con sus asociados, con los burócratas olos hombres de las SS, para obtener

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mejores resultados. Era capaz comopocos de mantenerse bien y sin perder lacabeza mientras bebía. Pero tampocoesto ha sido nunca una excusa de lasalegres borracheras ante la moral ensentido estrecho. Y aunque los méritosde Herr Schindler están biendocumentados, es un rasgo característicode su ambigüedad que viviera dentro deun sistema salvaje y corrompido, o quese apoyara en él; un sistema que llenabaEuropa de campos de concentración deinhumanidad variable pero nuncaausente, creando una nación sumergida ynunca mencionada de prisioneros. Por lotanto, quizá lo mejor sea empezar

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poniendo un ejemplo de la extrañavirtud de Herr Schindler, y de los sitiosy personas con que solía ponerse encontacto.

Al fin de la calle Straszewskiego, elcoche pasó bajo el bulto negro delcastillo de Wawel, desde donde elabogado Hans Frank, favorito delPartido Nacional Socialista, ejercía elGobierno General de Polonia. Como enel palacio de un ogro maligno, no seveía ninguna luz. Ni Herr Schindler ni elconductor miraron hacia lo alto de lasmurallas mientras el coche giraba haciael sudeste, en dirección al río. En elpuente de Podgórze, los guardias

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apostados sobre el helado Vístula paraimpedir que los guerrilleros u otrosinfractores del toque de queda pasarande un lado a otro entre Cracovia yPodgórze, conocían el vehículo, la carade Herr Schindler y el Passierscheinque mostraba el chófer. Herr Schindlerpasaba frecuentemente por ese control,cuando se dirigía desde su fábrica(donde también poseía un apartamento)hacia la ciudad, por negocios, o desdesu casa de la calle Straszewskiego hacialos talleres del suburbio de Zablocie.Estaban acostumbrados a verlo tambiéndespués del anochecer, vestido formal osemiformalmente, encaminándose a una

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cena, una fiesta, una alcoba o también,como ocurría esa noche, al campamentode trabajos forzados de Plaszow, a diezkilómetros de la ciudad, donde cenaríacon el SS Hauptsturmführer AmonGoeth, un hombre sensual deencumbrada posición. Herr Schindlertenía la reputación de hacer generososregalos de bebidas en Navidad, de modoque se permitió el paso del coche alsuburbio de Podgórze sin muchademora.

Es evidente que, en este momento dela historia, y a pesar de su amor al vinoy la buena comida, Herr Schindlerconsideraba su cena con el comandante

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Goeth con más repugnancia que alegría.En realidad, no había ocurrido una solavez que sentarse a beber con Amon nofuera un asunto repelente. Sin embargo,el rechazo que sentía Herr Schindler erade un carácter incitante, como el gozososentimiento de abominación quedemuestran, en las pinturas medievales,los justos ante los condenados. Es decir,una sensación que no le resultabadeprimente, sino acuciante.

En el interior de piel negra delAdler, que corría por los rieles deltranvía de lo que había sido, hasta pocoantes, el ghetto judío, Herr Schindlerfumaba un cigarrillo tras otro, como

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siempre. Pero de una manera compuesta.Jamás se advertía tensión en sus manos;su estilo depurado revelaba que sabía dedónde provenía cada nuevo cigarrillo,cada nueva botella de coñac. Sólo élpodría decirnos si tuvo necesidad derecurrir a su petaca mientras atravesabael pueblo mudo y oscuro de Prokocim ymiraba, en la vía férrea que llevaba aLwow, una hilera de vagones de ganado,que podían transportar soldados deinfantería, prisioneros, o incluso —aunque era infinitamente menos probable— ganado.

Ya en el campo, a unos diezkilómetros del centro de la ciudad, el

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Adler giró a la derecha y cogió una callellamada irónicamente Jerozolimska. Esanoche de netos contornos glaciales HerrSchindler vio primero, debajo de lacolina, una sinagoga en ruinas, y luegolas desnudas formas de lo que en esosdías representaba la ciudad deJerusalén: el Campo de TrabajosForzados de Plaszow, un pueblo debarracones que contenía a veinte milatormentados judíos, polacos y gitanos.Soldados ucranianos y de las Waffen SSsaludaron cortésmente a Herr Schindleren el portal, porque era por lo menos tanconocido allí como en el puente dePodgórze.

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Al llegar a la Administración, elAdler torció por una calle interiorpavimentada con lápidas de tumbasjudías. El campo de concentración habíasido, hasta dos años antes, uncementerio judío. El comandante AmonGoeth, que se consideraba un poeta,había utilizado en la construcción delcampo todas las metáforas que habíaencontrado a mano. Esta calle corría alo largo de todo el campo, dividiéndoloen dos, pero no llegaba hasta la casa queocupaba el, en el este.

A la derecha, más allá de loscuarteles de la guardia, había un antiguopanteón: parecía expresar que allí toda

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muerte era natural y que todos losmuertos estaban a la vista. En realidad,ahora servía de establo al comandante.Aunque Herr Schindler estabafamiliarizado con su aspecto, es posibleque aún reaccionara con una tosecillairónica. Desde luego, si se reaccionabaante las pequeñas ironías de la nuevaEuropa, cada una pasaba a formar partede la propia carga; pero Herr Schindlerposeía una inmensa capacidad parasoportar esa variedad de secretogrotesco.

Un prisionero llamado PoldekPfefferberg también se dirigía, esanoche, a la casa del comandante. Lisiek,

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el asistente de diecinueve años delcomandante, había ido al barracón dePfefferberg con un pase firmado por unsuboficial de las SS. El problema deljoven era que la bañera del comandantemostraba una pertinaz mancha anular, yLisiek temía que lo castigaran cuando elcomandante Goeth fuera a tomar su bañomatinal. Pfefferberg, que había sidoprofesor de Lisiek en el colegio dePodgórze, trabajaba en el garaje delcampo de concentración y tenía acceso alos disolventes. De modo que ahora,acompañado por Lisiek, acababa desacar del garaje un palo con unestropajo y una lata de disolvente.

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Acercarse a la casa del comandantesiempre era un asunto turbio, peroimplicaba la posibilidad de recibiralgún alimento de manos de HelenHirsch, la maltratada criada judía deGoeth, una chica generosa que habíasido también alumna de Pfefferberg.

Cuando el Adler de Herr Schindlerestaba aún a cien metros de la casa deGoeth, los perros empezaron a ladrar: ungran danés, un borzoi y muchos otrosque el comandante alojaba en lasperreras situadas a cierta distancia de lacasa. Esta era una construccióncuadrangular con un piso alto y unbalcón, rodeada por una galería con una

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balaustrada. A Amon Goeth le agradabasentarse fuera en verano. Había ganadopeso. El verano próximo, sería ungrueso adorador del sol. Pero en esaversión particular de Jerusalén se sentíaa salvo de las burlas.

Un SS Unterscharführer con guantesblancos aguardaba esa noche ante lapuerta. Saludó y abrió la puerta a HerrSchindler. En el vestíbulo, Iván, elasistente ucraniano, cogió el abrigo y elsombrero hongo de Herr Schindler. Estepalpó el bolsillo interior de su chaquetapara asegurarse de que allí estaba elregalo para el dueño de casa, unacigarrera chapada en oro del mercado

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negro. A Amon le iba tan bien en susnegocios paralelos, en especial el de lasjoyas confiscadas, que le ofendería unchapado inferior al mejor. E incluso éstele parecería sólo un grato cumplido.

Ante las puertas dobles del comedorlos hermanos Rosner tocaban, Henry elviolín, Leo el acordeón. Por orden delHauptsturmführer Goeth se habíanquitado sus andrajos del taller de pinturapara ponerse los trajes de etiqueta queguardaban en sus barracones para estasocasiones. Como Oskar Schindler sabía,aunque el comandante admiraba sumúsica, los hermanos Rosner nunca sesentían tranquilos en su casa. Habían

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visto demasiado a Amon. Sabían que eravoluble y dado a las ejecuciones extempore. Tocaban esmeradamente yesperaban que sus melodías noprovocaran alguna furia inesperada.

Esa noche debía haber sietepersonas a la mesa de Goeth. Aparte delmismo Schindler, el Oberführer JuliánScherner, jefe de las SS en la región deCracovia, y el ObersturmbannführerRolf Czurda, jefe del SD, el servicio deseguridad del extinto ReinhardHeydrich, en la misma zona, eran loshuéspedes de honor, porque elcampamento estaba bajo su jurisdicción.Eran unos diez años mayores que Goeth,

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y Scherner, jefe de policía de las SS,parecía decididamente un hombremaduro, con sus gafas, su calvicie y suligera obesidad. Pero, a causa de laslicenciosas costumbres de su protegido,la diferencia de edad no parecía muygrande.

El mayor del grupo era Herr FranzBosch, un veterano de la primera guerramundial, gerente de varios talleres —legales e ilegales— de Plaszow. Eratambién el «asesor económico» deJulián Scherner, y tenía otros intereseseconómicos en la ciudad.

Oskar despreciaba a Bosch y a losdos jefes de policía, Scherner y Czurda.

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Sin embargo, su cooperación eraesencial para la subsistencia de supropia fábrica de Zablocie, de modo queles enviaba regalos regularmente. Losúnicos concurrentes por quienes Oskarsentía alguna simpatía eran JuliusMadritsch, dueño de la fábrica deuniformes Madritsch, dentro delcampamento de Plaszow, y su gerenteRaimund Titsch. Madritsch eraaproximadamente un año más joven queOskar y que Goeth. Era un hombreemprendedor pero humano; y si se lehubiera pedido que justificara laexistencia de su provechosa empresadentro del campo de concentración

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habría sostenido que empleaba a cuatromil prisioneros, a quienes mantenía así asalvo de la maquinaria de la muerte.Raimund Titsch, un hombre de poco másde cuarenta años, delgado, reservado, yque probablemente se marcharíatemprano de esa reunión, dirigía lostalleres de Madritsch con un contratorenovado día a día, contrabandeabacamiones de comida para losprisioneros (actividad que podíaconducirlo a un desenlace fatal en laprisión de Montelupich, la cárcel de lasSS, o en Auschwitz), y estaba deacuerdo con Madritsch.

Ése era el conjunto habitual de

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comensales en la casa del comandanteGoeth.

Las cuatro mujeres invitadas,lujosamente vestidas y peinadas, eranmás jóvenes que cualquiera de loshombres. Eran prostitutas de categoría,polacas y alemanas, de Cracovia.Algunas asistían regularmente a esascenas. Su cantidad ofrecía un pequeñomargen de opción caballeresca a los dosoficiales de mayor edad. La amantealemana de Goeth, Majola, generalmentepermanecía en el apartamento de laciudad durante estas reuniones.Consideraba que eran esencialmentemasculinas, y por tanto ofensivas para su

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sensibilidad.No hay duda que Oskar agradaba, de

alguna manera, a los jefes de policía y alcomandante. Sin embargo, había en élalgo extraño. Ellos probablemente lohubieran atribuido a sus orígenes. Oskarera un alemán de los Sudetes; deArkansas para su Manhattan, deLiverpool para su Cambridge. Habíaseñales de que no era perfectamentebien pensant, aunque pagaba bien, sabíabeber, era una buena fuente de bienes deconsumo que escaseaban, y tenía unsentido del humor contenido pero aveces estrepitoso. Era un hombre aquien se saludaba y sonreía a través del

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salón; pero no era necesario ni prudenteponerse de pie con precipitación paraatenderlo obsequiosamente.

Lo más probable era que loshombres de las SS advirtieran la entradade Oskar Schindler por la excitación quedespertaba entre las mujeres. Quienesconocieron a Oskar en esos años hablandel encanto magnético que ejercía sinesfuerzo sobre ellas, y de su éxitoinfalible y a todas luces impropio. Losdos jefes de policía, Czurda Scherner,empezaron a atender a Herr Schindlerpara no perder la atención de lasjóvenes. Goeth se adelantó a estrecharsu mano. El comandante era tan alto

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como Schindler; y la impresión de queera demasiado grueso a sus treinta ypocos años se debía en parte a su altura,una talla atlética a la que la obesidadparecía artificialmente añadida. Surostro no tenía defectos notables, apartedel brillo alcohólico de sus ojos. Elcomandante bebía indecorosascantidades del licor local.

Sin embargo, no iba tan lejos comoHerr Bosch, el mago económico dePlaszow y, en general, de la SS. HerrBosch tenía la nariz morada; el oxígenoa que tenían legítimo derecho las venasde su cara se había consumido durantemuchos años en la llama azul de ese

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mismo licor. Schindler, mientrassaludaba con una inclinación de cabezaa Herr Bosch, supo que esa nocherecibiría de el un nuevo pedido.

—Bienvenido nuestro industrial —dijo Goeth melódicamente, y lo presentóluego a las muchachas. Los hermanosRosner seguían tocando; los ojos deHenry sólo se apartaban de las cuerdaspara mirar el ángulo vacío del salón;Leo sonreía a las teclas de su acordeón.Y de esas actitudes brotaban las notasque había escrito Strauss para excitar ala clase media.

Herr Schindler sintió un asomo depiedad por esas chicas trabajadoras de

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Cracovia; sabía que más tarde, a la horade los manotones y las cosquillas, losprimeros podían sacar ampollas y lassegundas arañar la piel. Por el momento,sin embargo, el HauptsturmführerAmon Goeth —un demente sátrapacuando estaba ebrio— parecía uncaballero vienés de conducta ejemplar.

La conversación previa a la cena notuvo nada de particular. Se habló de laguerra; mientras Czurda, el jefe del SD,se ocupaba de asegurar a una chica altaalemana que las posiciones de Crimeano corrían el menor peligro, el jefe delas SS, Scherner, informaba a otra mujerque un muchacho a quien había conocido

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en Hamburgo, una buena persona,Oberscharführer de las SS, habíaperdido las piernas cuando losmilitantes de la resistencia pusieron unabomba en un restaurante deCzestochowa. Schindler hablaba denegocios con Madritsch y con Titsch.Había entre los tres empresariosauténtica cordialidad. Herr Schindlersabía que el pequeño Titsch procurabacantidades ilegales de pan del mercadonegro a los prisioneros de la fábrica deuniformes de Madritsch, y que era éstequien cargaba en gran medida con losgastos. Era la actitud humanitariamínima porque, a juicio de Schindler,

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las ganancias en Polonia eran suficientespara satisfacer al capitalista másinveterado, y bien justificaban la comprailegal de un poco más de pan. En el casoparticular de Herr Schindler, loscontratos de la Ruseungsinspektion —laInspección de Armamentos, encargadade organizar licitaciones y otorgar lasconcesiones para la manufactura de todoel material necesario para las fuerzasalemanas— eran tan cuantiosos que élhabía cumplido con exceso su deseo deparecer un hombre de éxito a los ojos desu padre. Infortunadamente, las únicaspersonas de quienes sabía que invertíanregularmente dinero en pan del mercado

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negro eran Madritsch, Titsch y el mismo.Cuando se acercaba el momento de

que Goeth los llamara a la mesa, HerrBosch se dirigió a Schindler, lo cogiódel brazo y lo llevó hacia donde tocabanlos hermanos Rosner, como si esperaraque sus impecables melodíasencubrieran sus palabras.

—Ya veo que los negocios marchanbien —dijo Bosch.

Schindler sonrió.—¿De veras ve usted eso, Herr

Bosch?—Así es —dijo Bosch.Por supuesto, debía de leer los

boletines oficiales de la Junta Central de

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Armamentos, donde podía encontrarinformación acerca de los contratosconcedidos (por licitación) a la fábricade Schindler.

—Me preguntaba —dijo Bosch,inclinando la cabeza— si a la vista desu éxito en varios frentes, sin duda bienmerecido, me preguntaba… si no podíausted sentirse inclinado a un gestogeneroso. Nada importante. Solamenteun gesto.

—Por supuesto —respondióSchindler. Sentía náuseas, como siempreque era usado, y al mismo tiempo algoparecido a la alegría. En dos ocasiones,la oficina del jefe de policía Scherner

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había empleado su influencia para sacarde la cárcel a Oskar Schindler. Ahoradeseaban reconstruir los motivos paravolver a hacerlo.

—Han bombardeado la casa de mitía Bremen, pobrecilla —dijo Bosch—.Ha perdido todo. La cama dematrimonio. Los muebles, toda suporcelana de Meissen. Me preguntaba sipodría regalarle usted algunas cosas decocina. Y quizás una o dos de esassoperas, las grandes, que hacen en laDEF.

Deutsche Emailwaren Fabrik,fábrica alemana de esmaltados, era elnombre de la floreciente empresa de

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Herr Schindler. Los alemanes la llamanDEF; los polacos y judíos le daban elnombre abreviado de Emalia.

Herr Schindler respondió:—Pienso que eso se puede arreglar.

¿Quiere que le envíe las cosasdirectamente, o por mediación suya?

Bosch ni siquiera sonrió.—Envíemelas a mi, Oskar. Quisiera

agregar unas líneas.—Muy bien.—Entonces, queda resuelto.

Digamos, media gruesa en total de todo,platos, ollas, cafeteras. Y media docenade esas soperas.

Herr Schindler alzó la cabeza y se

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echó a reír. En esa risa había un poco defatiga. Pero, cuando habló, su voz eracomplaciente. Como su ánimo. Siempreera generoso en los regalos. Sólo queBosch sufría regularmente de parientesbombardeados.

—Su tía, ¿gobierna un orfanato? —murmuró Oskar.

Bosch lo miró a los ojos; ese ebriono tenía nada de furtivo.

—Es una mujer anciana sin recursos.Lo que no necesite, lo podrá vender.

—Le diré a mi secretaria queprepare el envío de inmediato.

—¿Esa chica polaca? —dijo Bosch—. ¿La guapa?

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—La guapa.Bosch trató de producir un silbido,

pero la abundancia de los licores fuerteshabía destruido la energía de sus labios,y sólo consiguió un resoplido.

—Su esposa debe de ser una santa –dijo—, de hombre a hombre.

—Lo es —admitió Herr Schindler,con cierta inquietud. No le importabaque Bosch le pidiera ollas, pero sí quehablara de su esposa.

—Dígame —continuó Bosch—,¿cómo lo hace para que lo deje en paz?Sin duda ella lo sabe… Sin embargo,parece que usted la controlaperfectamente.

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Todo el humor desapareció delrostro de Schindler. Cualquiera podíaadvertir su franco disgusto. Pero elgrave y potente murmullo que salió de suboca no se diferenciaba de su tonohabitual.

—No suelo hablar de intimidades —dijo.

Bosch respondió precipitadamente:—Perdón. No he querido… —

Prosiguió excusándose conincoherencia. A Herr Oskar Schindler nole gustaba Herr Bosch lo suficiente paraexplicarle, a esta altura de su vida, queno se trataba de controlar a nadie; eldesastre matrimonial de los Schindler se

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debía a que un temperamento ascético,el de Frau Emilie Schindler, y otrohedonista, el de Herr Oskar Schindler,se habían unido voluntariamente y contratoda sensatez. Pero la ira de Oskar eramás profunda de lo que él mismohubiera admitido. Emilie se parecíamucho a su propia madre muerta, FrauLouisa Schindler, a quien Herr Schindlerpadre había abandonado en 1935. Oskartenía la sensación visceral de que HerrBosch, al menoscabar su matrimonio,hacía lo mismo con el de sus padres.

El hombre continuaba con susexcusas. Ese especulador de rostroalcohólico, con una mano en cada caja

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registradora de Cracovia, sudaba depánico ante el temor de perder seisdocenas de juegos de vajilla.

Los huéspedes fueron invitados a lamesa. Una criada trajo y sirvió la sopade cebolla. Mientras los concurrentescomían y hablaban, los hermanosRosner, sin dejar de tocar, se acercarona la mesa, aunque no tanto que pudieranestorbar los movimientos de la criada yde los dos asistentes ucranianos deGoeth, Iván y Petr. Herr Schindler,sentado entre la muchacha alta queScherner se había apropiado y una chicapolaca de cara dulce y huesos delicadosque hablaba alemán, vio que ambas

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miraban a la criada. Vestía el uniformetradicional: vestido negro y delantalblanco. No llevaba la estrella judía en elbrazo ni una franja amarilla en laespalda, pero era judía. Lo que llamabala atención de las dos mujeres era elestado de su cara. Tenía marcas moradasjunto al mentón; cualquiera habríapensado que a Goeth podía avergonzarlemostrar ante sus invitados de Cracovia auna criada en esas condiciones. Las dosmujeres y Herr Schindler podían vertambién una mancha oscura másalarmante, que no siempre cubría eluniforme, en la base de su delgadocuello.

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Pero Amon Goeth no sólo prescindióde dejar a la muchacha disimuladamenteen el fondo, sin explicaciones, sino quese volvió hacia ella y la señaló con ungesto a los demás. Herr Schindler nohabía estado en esa casa durante lasúltimas seis semanas, pero susinformantes le habían contado cómohabía evolucionado la relación entreGoeth y la muchacha. Cuando él recibíaa sus amigos, la utilizaba como un temade conversación. Sólo la ocultabacuando acudían a su casa oficialessuperiores de otras regiones.

—Señoras y caballeros —dijo,remedando el tono de un animador de

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cabaret que se finge borracho—, ¿puedopresentarles a Lena? Está aquí hacecinco meses, y se destaca ahora por sucocina y por su buen comportamiento.

—Se ve en su cara —dijo la chicaalta, la de Scherner— que ha tenido unchoque con los muebles de la cocina.

—Y bien podría tener otro esta perra—dijo Goeth, con un gorgoteo líquido—. Sí. Otro. ¿No es verdad, Lena?

—Es duro con las mujeres —dijo eljefe de las SS, con un guiño, a su altacompañera. Quizá la intención deScherner no era mala, porque no sehabía referido a las mujeres judías, sinoa todas en general. Era cuando le

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recordaban a Goeth que Lena era judíaque ella sufría mayor castigo, bienpúblicamente, ante los invitados, o mástarde, cuando los huéspedes semarchaban. Scherner, que era el superiorde Goeth, podía ordenar al comandanteque no golpeara más a la muchacha.Pero eso habría sido incorrecto, habríaagriado las amistosas reuniones en casade Amon. Y Scherner no estaba allícomo un superior, sino como un amigo,un asociado, amante de francachelas ymujeres. Amon era un individuo extraño,pero nadie ofrecía fiestas mejores.

Luego llegaron el arenque con salsay los codillos de cerdo,

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espléndidamente preparados yguarnecidos por Lena. Bebían un densovino rojo de Hungría; los hermanosRosner pasaron también a las cálidasmelodías húngaras, y el ambiente delsalón se volvió más intenso. Losoficiales se quitaron las chaquetas y seanimó el intercambio de chismes acercade los contratos de guerra. Preguntaron aMadritsch, el fabricante de uniformes,acerca de su fábrica de Tarnow.¿Marchaban tan bien los contratos con laInspección de Armamentos como sufábrica en el interior de Plaszow?Madritsch cedió la respuesta a Titsch, sudelgado y ascético gerente. Goeth

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mostró brusca preocupación, como unhombre que recuerda en mitad de la cenaun detalle de un asunto urgente quedebería haber resuelto por la tarde, yque ahora reclama su atención desde lasprofundidades de su despacho.

Las chicas de Cracovia se aburrían;la delicada polaca de labios brillantes,de veinte años, o más probablementedieciocho, puso su mano en la mangaderecha de Herr Schindler.

—¿No eres soldado? —murmuró—.Te sentaría muy bien el uniforme. —Todos rieron, incluso Madritsch. Habíavestido el uniforme durante unatemporada, en 1940, hasta que le dieron

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la baja porque su talento comoempresario era indispensable para elesfuerzo de guerra. Pero Herr Schindlertosía tanta influencia que jamás habíasido amenazado con la Wehrmacht.Madritsch sonrió con aire experto.

—¿Habéis oído eso? —preguntó elOberführer Scherner a todos—. Estaniña imagina a nuestro industrial vestidode soldado. El soldado Schindler, ¿eh?Comiendo en uno de sus propios platoscon una manta en el hombro. Y enKarkov.

Era realmente una extraña imagen,dada la elegancia de Herr Schindler, y élmismo rió de buena gana.

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—Eso le ocurrió a… —dijo Bosch,tratando infructuosamente de chasquearlos dedos—. A… ¿cómo se llamaba? EnVarsovia.

—Toebbens —dijo Goeth,reviviendo sin aviso previo—. Leocurrió a Toebbens. O casi.

El jefe del SD, Czurda, agregó:—Ah, sí. Estuvo a punto. —

Toebbens era un industrial de Varsovia.Más importante que Madritsch y queSchindler. Un hombre de gran éxito—.Heini —continuó Czurda (Heini eraHimmler)— fue a Varsovia y dijo alencargado de armamentos: «Saque a losmalditos judíos de la fábrica de

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Toebbens, mande a Toebbens al ejércitoy envíele al frente. Quiero decir: ¡alfrente!». Y luego Heini dijo a nuestragente allí: «Revisad sus libros conmicroscopio».

Pero Toebbens gozaba de lapredilección de la Inspección deArmamentos; ellos lo habían favorecidocon sus contratos de guerra, y él habíadevuelto la atención con sus regalos. Ylas protestas de la Inspección lograronsalvar a Toebbens, como explicósolemnemente Scherner, que luego seinclinó e hizo un guiño a Schindler.

—Pero eso no ocurrirá en Cracovia,Oskar. Todos te queremos demasiado.

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En seguida, quizá para subrayar elafecto que toda la mesa sentía por HerrSchindler, el industrial, Amon Goeth sepuso de pie y entonó una canción sinpalabras sobre el tema principal deMadame Burterfly, que los hermanosRosner ejecutaban tan afanosamentecomo trabaja cualquier obrero de unafábrica amenazada en un ghetto tambiénamenazado.

En ese mismo momento, Pfefferbergy Lisiek, el asistente, fregaban con elestropajo y el disolvente la mancha de labañera en el cuarto de baño de Goeth.

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Podían oír la música de los hermanosRosner y ráfagas de risas y deconversación. Abajo era la hora delcafé. La magullada Lena llevó labandeja a la mesa y regresó a la cocinasin ser molestada.

Madritsch y Titsch apuraron el caféy se despidieron deprisa. Schindler sepreparaba para hacer lo mismo. Lapequeña polaca había puesto la mano ensu manga, pero esa casa no le convenía.En la Goethhaus todo estaba permitido;pero el conocimiento que Oskar teníaacerca de la conducta de las SS enPolonia arrojaba una luz de espantosobre todo lo que allí se decía y sobre

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cada copa de vino que se bebía, para nohablar de una proposición sexual. Sillevaba a la muchacha al piso alto, nopodría olvidar que Bosch, Scherner yGoeth serían sus compañeros en elplacer; que repetirían los mismosmovimientos en las escaleras, loscuartos de baño, los dormitorios. HerrSchindler, que ciertamente no era unmonje, hubiera preferido eso a pasar lanoche con una mujer en casa de Goeth.

Habló con Scherner, sentado al otrolado de la chica, de la guerra, de losbandidos polacos y de la probabilidadde un crudo invierno. Para que ellacomprendiera que Scherner era un

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hermano, y que él no le quitaría jamásuna mujer. Con todo, no dejó de besar sumano al despedirse. Vio que Goethdesaparecía por la puerta del comedor,dirigiéndose a la escalera apoyado enuna de las mujeres que habían estado asu lado durante la cena. Oskar sedespidió y alcanzó al comandante. Pusola mano en su hombro. La mirada deGoeth se volvió hacia él, esforzándosepor enfocarlo.

—Ah —dijo Goeth, con voz pastosa—. ¿Te vas, Oskar?

—Tengo que ir a casa —respondióOskar. En casa estaba Ingrid, su amantealemana.

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—Eres un semental —dijo Goeth.—No como tú.—No, tienes razón. Soy un

copulador olímpico. Vamos… ¿adóndevamos? —preguntó, volviéndose a lamujer, pero él mismo respondió—:Vamos a la cocina, a ver si Lena haordenado todo como se debe.

—No —dijo la chica riendo—. Noes eso lo que haremos.

Lo guió hacia la escalera. Era unacto generoso, de solidaridad femeninaactiva, proteger a la muchacha delgada ylastimada de la cocina.

Herr Oskar Schindler miró elextraño animal asimétrico formado por

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el voluminoso oficial y la mujer esbeltaque lo sostenía, mientras subía conesfuerzo los escalones. Goeth,aparentemente, necesitaría dormir hastala hora de la comida; pero Oskarconocía la sorprendente constitución delcomandante y el reloj que latía en él. Alas tres de la madrugada Goeth podíalevantarse a escribir una carta a supadre, que estaba en Viena. Y a las siete,después de una hora de sueño, podíaestar en el balcón, con su fusil deinfantería, listo para disparar contracualquier prisionero que se mostraraindolente.

Cuando Goeth y la muchacha

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llegaron al primer rellano, Schindler sedeslizó cautelosamente hacia el fondo dela casa.

Antes de lo que esperaban,Pfefferberg y Lisiek oyeron que elcomandante entraba en el dormitorio,murmurando algo a la muchacha. Ensilencio recogieron el estropajo y la latade disolvente, pasaron al dormitorio eintentaron salir sigilosamente por unapuerta lateral. Pero estaban en la líneade visión de Goeth, que aún estaba depie y retrocedió pálido, pensando quepodían ser asesinos. Cuando Lisiek seadelantó y balbuceó una trémula excusa,comprendió que eran sólo prisioneros.

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—Comandante —dijo Lisiek, conjustificado temor—, debo informar quehabía una mancha en su bañera…

—Ah —dijo Amon—. De modo quehas traído a un especialista. —Llamó almuchacho con un gesto—. Acércate,querido.

Lisiek avanzó y recibió tal golpe quecayó a medias debajo de la cama. Amoninsistió en su invitación, como sipudiera divertir a su compañera con suscariñosas palabras a los prisioneros. Eljoven Lisiek se puso de pie y trastabillóhacia el comandante, que lo golpeónuevamente. Mientras el muchacho selevantaba por segunda vez, Pfefferberg,

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un prisionero experimentado, se preparópara todo, por ejemplo, para que Ivánlos ejecutara de inmediato en el jardín.Pero el comandante se limitó a rugir quese marcharan, cosa que hicieron en elacto.

Cuando, unos días más tarde,Pfefferberg supo que Amon habíamatado de un tiro a Lisiek, pensó queera por el incidente del cuarto de baño.Pero era por otro motivo: Lisiek habíaenganchado un caballo a un calesín, paraHerr Bosch, sin pedir antes permiso alcomandante.

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En la cocina, la criada, Helen Hirsch(ella dijo siempre que Goeth la llamabaLena por pereza) alzó la vista y vio en lapuerta a uno de los invitados. Puso enuna mesa el plato de restos de carne quesostenía y se irguió con brusquedad.

—Herr… —Miró su smoking ybuscó un tratamiento adecuado—. HerrDirektor, estaba preparando las sobraspara los perros del comandante.

—Por favor —dijo Schindler—. Ami no me debe explicaciones, FräuleinHirsch.

Oskar se adelantó, bordeando la

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mesa. No parecía perseguirla, pero ellasintió miedo de sus intenciones. AunqueAmon se complacía en golpearla, porser judía se había librado hasta ahora deun acoso sexual directo. Sin embargo,había alemanes menos quisquillosos queAmon en materia racial.

El tono de este hombre era el de unaconversación social ordinaria. Era untono al que no estaba acostumbrada, queni siquiera usaban los oficiales ysuboficiales que venían a la cocina adecir que lamentaban la conducta deAmon.

—¿No me conoce? —preguntó,como una estrella del cine o el deporte

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cuyo sentido de la celebridad sufrecuando alguien no lo reconoce—. SoySchindler.

Ella inclinó la cabeza.—Herr Direktor —dijo—. Por

supuesto, he oído hablar… Y ya haestado aquí. Ahora recuerdo…

Él la rodeó con el brazo. Sintió latensión en el cuerpo de Helen cuandotocó su mejilla con sus labios.

Murmuró:—No es un beso de esa clase. Es un

beso piadoso, si quiere usted saberlo.Ella no pudo evitar el llanto.

Entonces el Herr Direktor Schindler labesó con fuerza en mitad de la frente, a

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la manera de las despedidas polacas enlas estaciones de tren: un sonoro beso deEuropa oriental. Helen vio que tambiénél lloraba.

—Ese beso es algo que le traigode… —Con un amplio ademán indicóalguna tribu de hombres honestosescondidos en los bosques, o durmiendoen la oscuridad en literas superpuestas,de hombres para quienes ella, alabsorber el castigo delHauptsturmführer Goeth, era de algúnmodo una protección.

Herr Schindler se apartó, metió lamano en el bolsillo de la chaqueta ysacó una gran barra de chocolate. Por su

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calidad parecía de antes de la guerra.—Guarde esto en alguna parte —le

dijo.—Aquí me dan comida extra —

respondió ella, como si fuese cosa deamor propio que él no sospechara que semoría de hambre. En realidad, elalimento era la última de suspreocupaciones. Sabía que no saldríaviva de casa de Amon, pero no sería porfalta de comida.

—Si no la quiere, véndala —dijoHerr Schindler—. ¿Por qué no serecobra? —Dio un paso atrás y la miró—. Itzhak Stern me habló de usted.

—Herr Schindler —murmuró la

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muchacha. Bajó la cabeza y lloró muycompuesta, módicamente, unos segundos—. Herr Schindler, le gusta pegarme enpresencia de esas mujeres. El primer díame golpeó porque tiré los huesosdespués de la cena. Bajó al sótano amedianoche y me preguntó dóndeestaban. Para sus perros, ¿comprende?Ésa fue la primera paliza… Le dije…No sé por qué se lo dije, ahora jamás selo diría: «¿Por qué me pega?». Élrespondió: «Te pego porque mepreguntas por qué te pego».

Helen movió la cabeza y se encogióde hombros, como si se reprocharahablar demasiado. No quería hablar

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más, no podía narrar la historia de sucastigo, la reiterada experiencia de lospuños del Hauptsturmführer.

Herr Schindler se inclinó y le dijo:—Su situación es tremenda, Helen.—No importa —respondió ella—.

La he aceptado.—¿Aceptado?—Un día me matará de un tiro.Schindler movió la cabeza, y ella

pensó que no bastaba con eso para darleánimos. De pronto, la ropa elegante y lacuidada piel del hombre le parecieronuna provocación.

—Por Dios, Herr Schindler, yo veomuchas cosas. El lunes estábamos

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barriendo la nieve del tejado, con eljoven Lisiek. Y el comandante salió porla puerta del frente y bajó al patio,justamente debajo de nosotros. Y allímismo alzó su fusil y disparó contra unamujer que pasaba. Una mujer quellevaba un lío de ropa. Le dio en elcuello. Era simplemente una mujer queiba a alguna parte. No parecía másgruesa o más delgada que otras; no ibamás rápido ni más despacio. No logrésaber qué había hecho. Cuanto más seconoce al comandante, es más claro queno hay reglas fijas. No se puede unadecir a sí misma: «si me atengo a estasreglas, estaré segura».

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Schindler cogió su mano y la apretó.—Escuche, mi querida Fräulein

Helen Hirsch; a pesar de todo, esto esmejor que Majdanek o que Auschwitz.Si cuida usted su salud…

Ella respondió:—Pensé que no sería difícil cuidar

la salud en la cocina del comandante.Cuando me trajeron aquí, las chicas dela cocina del campo de concentraciónme envidiaban.

Una sonrisa triste apareció en suslabios.

Schindler alzó la voz. Parecía unhombre que enuncia un principio defísica.

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—No la matará, porque usted legusta, Helen. Tanto, que no le permiteusar la estrella. No quiere que nadiesepa que una judía le agrada a talextremo. Mató a esa mujer porque nosignificaba nada para él: era una en unaserie; ni le agradaba ni le disgustaba. Encambio usted… Es una indecencia,Helen. Pero es la vida.

Alguien más le había dicho esomismo. El Untersturmführer Leo John,un oficial a las órdenes de Goeth. Johnhabía dicho:

—No te matará hasta el final, Lena,porque tú le entusiasmas.

Pero, dicho por John, no había

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tenido el mismo efecto. Herr Schindlerla condenaba a una dolorosasupervivencia.

Él, aparentemente, comprendía suasombro. Murmuró unas palabras dealiento. Volvería a verla. Trataría dellevarla afuera.

—¿Afuera? —repitió ella.—Fuera de la casa —explicó él—.

A mi fábrica. Sin duda habrá oído hablarde ella. Tengo una fábrica de productosesmaltados.

—Ah, sí —dijo ella, como un niñode un barrio miserable al que hablan dela Riviera— Emalia de Schindler.

—Cuide su salud —repitió él.

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Parecía seguro de que era la clave.Parecía conocer, al decirlo, lasintenciones futuras de Himmler, deFrank.

—Está bien —dijo ella.Le volvió la espalda, se dirigió a un

aparador, lo separó de la pared con unafuerza que en una muchacha tandevastada sorprendió a Herr Schindler.Retiró un ladrillo de la pared y sacó delhueco un fajo de zlotys de la ocupación.

—Mi hermana está en la cocina delcampo —dijo—. Es más joven que yo.Quiero que trate de rescatarla si algunavez la quieren llevar en los vagones deganado. Creo que usted muchas veces

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sabe esas cosas de antemano.—Me ocuparé —dijo Schindler,

pero evitando formular una promesasolemne—. ¿Cuánto hay?

—Cuatro mil zlotys.Tomó el dinero descuidadamente y

lo guardó en el bolsillo. Estaba másseguro en sus manos que detrás delaparador de la cocina de Amon Goeth.

Así comienza nuestra historia deOskar Schindler; con nazis góticos, conel hedonismo de las SS, con unamuchacha delicada maltratada y con unaficción tan popular como la de la

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prostituta de corazón de oro: el buenalemán.

Oskar, por una parte, se ha ocupadointensamente de estudiar el conjunto delsistema, la cara enferma tras el velo dedecencia burocrática. Sabe ya, cuandomuchos todavía no se atreven, lo quesignifica Sonderbehandlung;«tratamiento especial» significapirámides de cadáveres envenenados enBelzee, Sobibor, Treblinka, y en elcomplejo, situado al oeste de Cracovia,que los polacos llamaban Oswiecim-Brzezinska y que Occidente conoceráluego por su nombre alemán, Auschwitz-Birkenau.

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Por otra parte, es un empresario, unnegociador por temperamento, y no seopone abiertamente al sistema. Ya hacontribuido a reducir el tamaño de laspirámides; y aunque no sabe aún quedurante este año y el siguiente creceránhasta sobrepasar el Matterhorn, noignora que el tiempo del horror seavecina. Aunque no puede predecir loscambios burocráticos que se sucederándurante su construcción, presume quesiempre habrá sitio para el trabajo delos judíos, y necesidad de él. Por lotanto durante su visita a Helen Hirschinsistía en que «cuidara su salud».Estaba seguro, como también muchos

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judíos insomnes en los oscurosArbeitslagern de Plaszow, de queningún régimen con la marea en contrapodía permitirse el lujo de prescindir deuna abundante fuente de mano de obragratuita. Los que serían hacinados en losvagones que iban a Auschwitz eran losque se desmoronaban, escupían sangre,caían víctimas de la difteria. El mismoHerr Schindler había oído decir aalgunos prisioneros en la Appellplatz, elpatio de ejercicios del campo de trabajode Plaszow, en voz baja: «Por lo menos,aún estoy sano», en un tono quenormalmente sólo emplean los ancianos.

De modo que esa noche de otoño era

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ya temprano y tarde en la empresapráctica de Herr Schindler de salvaralgunas vidas humanas. Estaba yaprofundamente comprometido; y habíaroto en tal medida las leyes del Reichque habría merecido multitud de penasde horca, decapitación y reclusión en loshelados barracones de Auschwitz oGross-Rosen. Sin embargo, aún noconocía el verdadero coste; aunquehabía gastado ya una fortuna, aún noimaginaba el volumen de los pagos quesería necesario efectuar.

Para no exigir tan pronto unacredulidad excesiva, la narracióncomienza con un gesto corriente de

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bondad: un beso, unas palabras dealiento, una barra de chocolate. HelenHirsch nunca volvería a ver sus cuatromil zlotys, al menos en forma quepermitieran contarlos o sostenerlos en lamano. Pero hasta el día de hoy le parecede escasa importancia ladespreocupación de Oskar por el dinero.

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CAPÍTULO 1

Las divisiones de tanques delgeneral Sigmund List avanzaron hacia elnorte a partir de los Sudetes ysorprendieron por ambos flancos la joyapolaca de Cracovia el 6 de septiembrede 1939. Siguiendo su estela, OskarSchindler entró en la ciudad que habíade ser su caparazón durante los cincoaños siguientes. Aunque antes de un messus diferencias con elnacionalsocialismo resultarían

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evidentes, no se le ocultaba queCracovia, con su empalme ferroviario ysus industrias todavía modestas, podíallegar a ser un próspero centro delnuevo régimen. Él no sería un viajantede comercio; ahora se proponía ser unmagnate.

No es fácil encontrar en la historiafamiliar de Oskar el origen de suimpulso humanitario. Nació el 28 deabril de 1908 en la montañosa provinciade Moravia, en el Imperio Austriaco deFrancisco José. Su ciudad natal eraZwittau; alguna oportunidad comercialhabía llevado allí desde Viena a losantepasados de Schindler a principios

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del siglo XVI.Herr Hans Schindler, el padre de

Oskar, estaba de acuerdo con el modelodel imperio; se consideraba, en términosculturales, un austriaco, hablaba alemánen la mesa, por teléfono, en sus negociosy en sus momentos de ternura. Sinembargo cuando, en 1918, HerrSchindler y los miembros de su familiavieron que eran ciudadanos de larepública checoslovaca de Masaryk yBenes, ni el padre ni menos aún su hijode diez años sintieron una preocupacióngrave. Según Hitler adulto, Hitler niñovivía atormentado por la separaciónpolítica que rompía la unidad mística de

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Austria y Alemania. Ninguna neurosis depérdida de ese tipo amargó la infanciade Oskar Schindler. Checoslovaquia erauna república boscosa, tan incorruptacomo un buñuelo, y las personas dehabla alemana asumieron graciosamentesu carácter minoritario a pesar de ladepresión y algunas locuras menores desu gobierno.

Zwittau era una ciudad pequeña ycubierta de polvo de carbón situada enlas estriaciones del sur de las montañasJesenik. Las sierras que la rodeabanestaban en parte deterioradas por laindustria y en parte cubiertas de alerces,pinos y cedros. A causa de la comunidad

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local de alemanes de los Sudetes, habíauna escuela alemana a la que asistíaOskar. Luego prosiguió sus estudios enel Realgymnasium, consagrado a laproducción de ingenieros —civiles,mecánicos, de minas— adecuados alpaisaje industrial de la región. HerrSchindler era propietario de una fábricade maquinaria agrícola y la educaciónde Oskar preveía esa futura herencia.

La familia Schindler era católica.También lo era la del joven AmonGoeth, que en esa época completaba elcurso de Ciencias y preparaba losexámenes finales en Viena.

Louisa, la madre de Oskar,

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practicaba enérgicamente su fe. Susropas olían todo el domingo al inciensoque se elevaba como una nube en laiglesia de San Mauricio durante la misamayor. Hans Schindler era de esoshombres que inducen a sus mujeres a lareligión. Le gustaban el coñac y losbares. Ese excelente monárquico olía acoñac, a buen tabaco, a un ánimo a todasluces terrenal.

La familia vivía en una casamoderna, rodeada por un jardín, a ciertadistancia del sector industrial de laciudad. Había dos niños: Oskar y suhermana Elfride. Pero no hay ya testigosde la vida de esa casa, de la que sólo se

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recuerdan algunas generalidades.Sabemos, por ejemplo, que desolaba aFrau Schindler que su hijo, como sumarido, fuese un católico muynegligente.

Pero sin duda esto no era muydoloroso para nadie. Por lo poco quedecía Oskar de su infancia, no había enesa casa oscuridad. El sol brillaba entrelas agujas de los pinos del jardín. Losciruelos daban fruto a principios delverano. Si Oskar pasaba una parte de lamañana del domingo en la misa, noregresaba con gran preocupación por elpecado. Sacaba al sol el coche de supadre y hurgaba en el motor. O bien,

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sentado en los escalones laterales de lacasa, limaba el carburador de lamotocicleta que estaba construyendopieza por pieza.

Oskar tenía algunos amigos judíosde clase media, enviados por sus padresa la escuela alemana. Esos muchachosno eran ashkenazim de ciudad, rígidos,ortodoxos, de lengua yiddish, sino hijosde hombres de negocios, políglotas ymenos rituales. Del otro lado de lallanura de Hana, en las sierras deBeskidy, en una familia judía de estetipo, había nacido Sigmund Freud, antesde que Hans Schindler naciera en sutradicional hogar alemán de Zwittau.

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La historia posterior de Oskarparecería exigir algún incidenteincrustado en su infancia. Por ejemplo,que hubiera defendido a algún judíoperseguido al salir de la escuela. Es muyprobable que esto no haya ocurrido, ynos alegramos, porque habría parecidorebuscado. Aparte de que salvar de ungolpe en la nariz a un chico judío nosignifica nada. Himmler mismo sequejaría más tarde, en un discurso a unode sus Einsatzgruppen, que todo alemántenía un amigo judío:

—Hay cosas que se dicen condemasiada facilidad. Los miembros delpartido repiten: «El pueblo judío será

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eliminado. Está en nuestro programa, yanos ocuparemos de su aniquilación». Yluego cada uno de los ochenta millonesde alemanes viene caminando al lado desu amigo judío. Sin duda, todos losdemás son unos cerdos; pero ése es unaexcepción.

Tratando de encontrar, a la sombrade Himmler, algún vestigio de losfuturos intereses de Oskar, descubrimosque el vecino inmediato de los Schindlerera un rabino liberal llamado FelixKantor. El rabino Kantor era undiscípulo de Abraham Geiger, que sehabía esforzado por hacer más abierto eljudaísmo, declarando que no era malo,

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sino digno de elogio, ser alemán ademásde judío. El rabino Kantor no era unsacerdote rígido. Se vestía a la moda yhablaba alemán en su casa. Llamabatemplo al lugar de culto, y no empleabala antigua palabra sinagoga. Asistían asu templo los médicos, ingenieros ypropietarios de fábricas textiles deZwittau. Cuando viajaban, decían a suscolegas:

—Nuestro rabino es el doctorKantor: escribe artículos no sólo en losperiódicos judíos de Praga y Brno, sinotambién en los periódicos alemanes.

Los dos hijos del rabino Kantorasistían a la misma escuela que el hijo

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varón de su vecino alemán Schindler.Tal vez, posteriormente, los dosmuchachos fueran bastante inteligentespara sumarse a los escasos profesoresjudíos de la Universidad Alemana dePraga. Por ahora, esos dos prodigiosgermanoparlantes de pelo rapado ypantalones cortos corrían por losjardines de las dos casas, perseguidospor los hermanos Schindler opersiguiéndolos. Y Kantor, mientras losveía cruzar como flechas el cerco detejos, quizá pensaba que se estabancumpliendo las predicciones de Geiger,Graetz, Lazarus y los demás judíosliberales alemanes del siglo XIX.

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Nuestras vidas son ilustradas; nuestrosvecinos alemanes nos estiman; HerrSchindler a veces nos habla con ironíade los estadistas checos. Somoshombres educados y mundanos así comointérpretes sensatos del Talmud.Pertenecemos a la vez a la antigua raza yal siglo XX. A nadie ofendemos, y nadienos ofende.

Quizá más tarde, a mediados de ladécada de 1930, el rabino revisaría esaestima y comprendería finalmente quesus hijos jamás conquistarían al partidonacionalsocialista con un doctorado enlengua alemana; que ningún judío podíahallar un santuario en la cultura o en la

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tecnología del siglo XX, así como nohabía ninguna clase de rabino aceptablepara la nueva legislación alemana. En1936 los Kantor se trasladaron aBélgica. Los Schindler no volvieron aoír hablar de ellos.

La raza, la sangre, la tierra, nosignificaban mucho para Oskaradolescente. Era de esos chicos paraquienes el más atractivo modelo deluniverso es una moto. El padre —mecánico por naturaleza— apoyó alparecer el interés de su hijo por lasmáquinas veloces. Hacia el final de sus

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estudios secundarios, Oskar recorríaZwittau en una Galloni roja de 500 cc.Su compañero Erwin Tragatsch mirabacon indecible codicia la motocicleta queatronaba por las calles de la ciudad yllamaba la atención de la gente. Era unprodigio (como los hijos del rabinoKantor); no sólo era la única Galloni deZwittau o de Moravia, sinoprobablemente de toda Checoslovaquia.

En la primavera de 1928, preludiodel verano en que Oskar se enamoraría ydecidiría casarse, apareció en la plazade la ciudad con una Moto Guzzi de 250cc. Sólo había cuatro fuera de Italia, queutilizaban corredores internacionales:

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Giessler, Winker, el húngaro Joo y elpolaco Kolaczkowski. Sin duda algúnvecino habrá dicho, moviendo la cabeza,que Herr Schindler malcriaba a su hijo.

Iba a ser el verano más dulce einocente de Oskar, ese joven de cascode piel ceñido al cráneo que acelerabael motor de la Guzzi y corría contra losequipos de las fábricas locales en lasmontañas de Moravia, vástago de unafamilia para quien la máximasofisticación política consistía enencender de vez en cuando una vela enmemoria de Francisco José. A la vueltade una curva entre los pinos leesperaban un matrimonio ambiguo, la

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crisis económica, diecisiete años de unapolítica fatal. Pero el corredor no sentíaesto; sólo el viento y la velocidad; ycomo era nuevo, y no profesional, y aúnno había establecido su propio récord,podía ganar premios más fácilmente quelos mayores, los profesionales, loscorredores que debían sobrepasar unamarca previa.

Su primera carrera fue en mayo, enel camino de montaña de Brno aSobeslav. Era una competición deprimera categoría; el costoso jugueteregalado por el próspero Herr HansSchindler a su hijo no se oxidaría en ungaraje. Llegó tercero en su roja Guzzi,

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detrás de dos Terrot provistas demotores Blackburne ingleses.

Para la siguiente se alejó algo másde su casa: era en el circuito deAltwater, en las sierras de la frontera deSajonia. Participaban Walfried Winkler,el campeón alemán de 250 cc, y suveterano rival Kurt Henkelmann, con unaDKW refrigerada por agua. Y tambiénlos campeones de Sajonia: Horowitz yKliwar; y los ases de los 350 cc, y unequipo BMW de 500 cc. Entre lasmáquinas había varias Terrot-Blackburne y Coventry Eagle, y tresGuzzi aparte de la de Oskar Schindler.

Fue casi el día mejor y menos

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complicado de la vida de Oskar. Semantuvo muy cerca de los líderesdurante las primeras vueltas, esperandouna oportunidad. Una hora más tarde,Winkler, Henkelmann y Oskar habíandejado atrás a los sajones; las demásGuzzi desaparecieron por fallosmecánicos. En la vuelta que Oskar creíapenúltima pasó a Winkler y seguramentevislumbró, tan palpablemente como elpavimento asfaltado y la imagen borrosade los pinos, su posibilidad comocorredor y la vida viajera que ellas leofrecerían.

En la vuelta que para él era laúltima, Oskar pasó a Henkelmann y las

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dos DKW, atravesó la línea de llegada yse detuvo. Sin duda hubo alguna señalengañosa de los jueces, porque tambiénel público creyó que la carrera habíaterminado. Cuando Oskar supo que noera así, y que había cometido un error deaficionado, Walfried Winkler y MitaVychodil lo habían pasado, e incluso elexhausto Henkelmann pudo arrebatarleel tercer puesto.

En su casa lo agasajaron. Al margende ese error técnico, había vencido a losmejores de Europa.

Tragatsch suponía que las razonespor las que Oskar dio por terminada sucarrera de motociclista eran

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económicas. Era una suposiciónacertada. Porque ese verano, después deun noviazgo de sólo seis semanas, secasó con la hija de un granjero, y perdióasí el favor de su padre, que era tambiénsu empleador.

Su esposa procedía de un pueblosituado al este de Zwittau, en la llanurade Hada. Había estudiado en unconvento y poseía la misma reserva queél admiraba en su madre. El padre de lamuchacha, viudo, no era un campesino,sino un propietario. Durante la Guerrade los Treinta Años, sus antepasadosaustriacos habían sobrevivido a lasrecurrentes campañas y épocas de

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hambre que habían asolado a esa fértilllanura. Tres siglos más tarde, en unanueva era de peligros, una de susdescendientes contraía un inconvenientecon un joven de Zwittau sin formaciónprofesional. El padre de la chica lodesaprobaba tanto como el de Oskar.

A Hans le parecía mal porque veíaque Oskar seguía su propio modelomatrimonial.

Un joven sensual, con uncomponente de loca osadía, buscaba aedad demasiado temprana una especiede paz en una muchacha recatada,monjil, sin la menor sofisticación.

Oskar la había conocido en Zwittau,

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en una fiesta. Se llamaba Emilie y habíavenido a visitar a unos amigos de supueblo, Alt-Molstein. Oskar conocía ellugar porque había recorrido la zonavendiendo tractores.

Cuando se anunciaron lasamonestaciones en las iglesiasparroquiales de Zwittau, algunosconsideraron la pareja tan malconstituida que buscaron otros motivosaparte del amor. Es posible que ya eseverano los talleres de Schindler tuvieranproblemas, porque insistían en lafabricación de un tipo de tractores avapor que los granjeros estimabananticuado. Oskar reinvertía en la

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empresa gran parte de su salario peroahora, junto con Emilie, recibiría unadote de medio millón de marcos, unasuma tranquilizadora de todo punto devista. Sin embargo, las sospechas y loschismes carecían de fundamento, porqueese verano Oskar estaba enamorado. Ycomo el padre de Emilie jamás hallómotivos para pensar que el muchachoterminaría por asentarse y ser un buenmarido, sólo les dio una mínima parte dela dote.

Emilie estaba encantada de alejarsedel obtuso pueblo de Alt-Molstein y decasarse con el apuesto Oskar Schindler.El mejor amigo de su padre era el

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obtuso cura de la parroquia, y Emiliehabía crecido mientras les servía el té yescuchaba sus ingenuas opinionesteológicas y políticas. Si continuamosbuscando judías significativas,hallaremos alguna en la juventud deEmilie. Por ejemplo, el médico quehabía atendido a su abuela, y Rita, lanieta del dueño de una tienda local,Reif. En una de sus visitas a la granja, elpárroco dijo al padre de Emilie queconsideraba, en principio, impropia unaamistad entre una muchacha católica yuna judía. Con la obstinación casiglandular de la juventud, Emilie rechazóel dictamen eclesiástico. Su amistad con

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Rita Reif duró hasta el día de 1942 enque los oficiales nazis del pueblo laejecutaron frente a la tienda.

Después de la boda, Oskar y Emiliese establecieron en un apartamento deZwittau. Quizá, para Oskar, la década de1930 fue sólo el epílogo del gloriosoerror cometido en el circuito deAltwater en el verano de 1928. Hizo elservicio militar en el ejércitochecoslovaco, donde condujo camionesy aborreció la vida militar, no porpacifismo, sino por un desacuerdoesencial. De regreso en Zwittau, dejaba

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sola por las noches a Emilie; visitabalos cafés como un soltero, conversabacon muchachas que no eran recatadas nimonjiles. En 1935 la empresa familiarquebró, y el mismo año su padreabandonó a Frau Louisa Schindler y seinstaló en un apartamento. Oskar lodetestó por eso; lo censuraba cuando ibaa tomar el té a casa de sus tías y hasta enlos cafés por haber traicionado a unabuena mujer. Aparentemente, no teníaconciencia del parecido entre su propioy vacilante matrimonio y el de suspadres.

A causa de sus excelentes contactoscomerciales, su jovialidad y sus dotes

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de vendedor y de buen bebedor,consiguió empleo en mitad de ladepresión como gerente de ventas de lacompañía electrotécnica de Moravia. Lasede se encontraba en la sombría capitalprovincial de Brno, pero le agradaba elviaje desde Zwittau, como todo viaje:éstos eran la mitad del destino que sehabía prometido mientras pasaba aWinkler en el circuito de Altwater.

Cuando murió su madre, retornóprecipitadamente a Zwittau. Permanecióa un lado de la tumba junto a sus tías, suhermana Elfride y su esposa Emilie,mientras Hans se mantenía en el ladoopuesto, sólo en compañía del suntuoso

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párroco. La muerte de Louisa consagróla enemistad entre Oskar y Hans. Oskarno podía comprender —solo las mujereslo veían— que su padre y él eran enrealidad dos hermanos separados por elaccidente de la paternidad.

En la época de ese funeral, Oskarllevaba la Hakenkreuz, la cruz gamadaque era emblema del partido alemán delos Sudetes de Konrad Henlein. Emilie ylas tías no estaban de acuerdo, perotampoco les importaba mucho; era unacosa que los jóvenes checos alemanesusaban esa temporada. Únicamente lossocialdemócratas y los comunistas nousaban ese símbolo ni apoyaban al

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partido de Henlein, y sabía Dios queOskar no era comunista nisocialdemócrata. Oskar era un gerentede ventas; y, en igualdad de condiciones,el vendedor que se presentaba ante unacompañía alemana llevando la esvásticaera el que obtenía el pedido.

Pero, aparte de su libro de pedidos ysu activo lapicero, Oskar tuvo tambiénla sensación en los meses de 1938anteriores a la entrada de las divisionesalemanas en los Sudetes de que seaproximaba un gran cambio histórico, yse dejó seducir por la excitación departicipar en él.

Sin embargo, cualesquiera que

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fueran sus motivos para apoyar aHenlein, sufrió un desencanto con elnacionalsocialismo, tan instantáneo ycompleto como el que había sufrido consu matrimonio. Aparentemente esperabaque la potencia invasora permitiera lafundación de alguna clase de fraternalRepública Sudetes. Dijo en unaoportunidad que le espantaba laviolencia del nuevo régimen con lapoblación checa y la invasión de suspropiedades. Su primer actodocumentado de rebelión ocurriría muypronto, en el conflicto mundial que seavecinaba; y no se puede dudar de quele sorprendió la temprana exhibición de

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tiranía del Protectorado de Bohemia yMoravia proclamado por Hitler enmarzo de 1939, en el castillo deHradcany.

Por otra parte, las dos personas cuyaopinión más respetaba —su padre yEmilie— no se habían dejado llevar porla gran hora teutónica y proclamabanque Hitler no podía tener éxito. Susideas no eran profundas, pero tampocolas de Oskar. Emilie creía, con unaseguridad campesina, que ese hombresería castigado por erigirse en dios.Herr Schindler padre, según laspalabras transmitidas a Oskar por unatía, evocaba principios históricos

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básicos. Justamente en las afueras deBrno estaba la costa fluvial en queNapoleón había ganado la batalla deAusterlitz, pero ¿qué le había ocurridoal triunfante Napoleón? Se habíaconvertido en un don nadie quecultivaba patatas en una isla delAtlántico. Lo mismo le ocurriría a eseindividuo. El destino, afirmaba HerrSchindler, no era una soga, sino unelástico: cuanto más se avanzaba, másviolento era el tirón hacia el punto departida. Esto era lo que la vida, elmatrimonio y la bancarrota económicahabían enseñado a Herr Hans Schindler,hombre mundano y marido fracasado.

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Pero quizá su hijo Oskar no eratodavía un enemigo tan declarado delnuevo sistema. Una noche de ese otoño,el joven Herr Schindler asistió a unareunión en una casa de reposo en lascolinas de las afueras de Ostrava, cercade la frontera polaca. La invitación erade su dueña, clienta y amiga de Oskar,quien le presentó a un alemán delgado ysimpático llamado Eberhard Gebauer.Hablaron de negocios, y de lospróximos pasos que podían dar Francia,Rusia y Gran Bretaña. Luego seretiraron con una botella a unahabitación vacía, a sugerencia deGebauer, para hablar con mayor liberad.

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Allí Gebauer se identificó como oficialde la Abwehr, al servicio de inteligenciadel almirante Canaris, y le ofreció a sunuevo amigo la oportunidad decolaborar con la Sección Extranjera dela Abwehr. Oskar tenía clientes del otrolado de la frontera polaca, en todo el sury en la Alta Silesia. ¿Estaría dispuesto aproporcionar a la Abwehr informaciónmilitar acerca de esa región? Gebauerdijo que sabía, por su amistad con ladueña de la casa, que Oskar erainteligente y sociable. Con esos donespodría, aparte de desarrollar sus propiasobservaciones de las instalacionesindustriales y militares de la región,

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obtener información de los alemanesresidentes en Polonia a quienes pudieraconocer en bares y restaurantes, o enreuniones de negocios.

Una vez más, los apologistas deOskar dirán que aceptó trabajar paraCanaris porque, como agente de laAbwehr, quedaría libre de otrasobligaciones militares. Ese era, en granmedida, el atractivo de la propuesta.Pero también debía estar de acuerdo conla invasión alemana de Polonia. Comoel esbelto oficial que bebía con él,sentado en la cama, es posible queaprobara la empresa nacional aunqueestuviera en desacuerdo con su

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administración. Sin duda, Gebauer teníacierto ascendiente moral sobre Oskar;tanto él como sus colegas de la Abwehrse consideraban miembros de unavirtuosa elite cristiana. Esto, que no lesimpedía planear la invasión de Polonia,les inspiraba en cambio desprecio porHimmler y las SS, con las que creían —de modo muy arrogante— estar encompetencia por el dominio del almaalemana.

Muchos años más tarde, unorganismo de inteligencia muy diferentedescubriría que los informes de Oskareran sumamente precisos y completos.En los viajes que hizo a Polonia para la

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Abwehr demostró gran talento paraobtener información de las personas, enparticular en los ambientes sociales, encenas y reuniones. No conocemos laimportancia ni el carácter exactos de lasrevelaciones que hizo a Gebauer y aCanaris; pero sabemos que le agradósobremanera la ciudad de Cracovia.Descubrió que no era una gran metrópoliindustrial, pero que sí era una exquisitaciudad medieval rodeada por uncinturón fabril químico, textil ymetalúrgico. Y que los secretosmilitares del ejército polaco —nomotorizado— eran demasiado evidentes.

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CAPÍTULO 2

A fines de octubre de 1939 dossuboficiales alemanes de un regimientode granaderos entraron en el salón deventas de J.C. Buchheister y Compañía,en la calle Stradom, de Cracovia, einsistieron en comprar algunos costososcortes de tela para enviar a su casa. Elempleado judío, que llevaba una estrellaamarilla cosida sobre el pecho, explicóque Buchheister no hacía ventas directasal público, sino al mayor, a tiendas yconfeccionistas. No pudo impedir quelos soldados se llevaran el género.

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Cuando llegó el momento de pagar,entregaron al cajero dos fantasiososbilletes: uno, bávaro, de 1858; otro, dela ocupación alemana de 1914.

—Es dinero perfectamente válido —le dijo uno de ellos.

Eran dos jóvenes de aspectosaludable, que habían pasado laprimavera y el verano en maniobras; elotoño les había obsequiado un triunfofácil y luego el rango de conquistadoresen una hermosa ciudad. El cajero aceptóel pago y consiguió que salieran de latienda antes de hacer sonar la cajaregistradora.

Ese día, más tarde, llegó el joven

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censor de cuentas alemán delFideicomiso de la Propiedad Oriental,eufemismo encargado de confiscar ydirigir las empresas judías. Era uno delos dos funcionarios asignados aBuchheister; el primero era elsupervisor Sepp Aue, un hombre deedad mediana y sin ambiciones, y elsegundo ese joven vencedor del mundo.El joven revisó los libros y la caja, yencontró los billetes sin valor. ¿Quésignificaba ese dinero de ópera cómica?

Cuando el cajero judío narró loocurrido, el censor lo acusó de haberreemplazado válidos zlotys con losbilletes antiguos. Y más tarde, en los

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depósitos de Buchheister, situados en elpiso alto, informó de esto a Sepp Aue yle dijo que deberían llamar a laSchurzpolizei.

Ninguno de los dos hombresignoraban que eso determinaría lareclusión del cajero en la cárcel de lacalle Montelupich. El joven censorpensaba que esto constituiría unexcelente ejemplo para el resto delpersonal judío de Buchheister. Pero laidea inquietaba a Aue, que tenía unaabuela judía, aunque todavía nadie lohabía descubierto.

Aue envió a un botones con unmensaje para el censor de cuentas

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original de la compañía, un judío polacollamado Itzhak Stern, que estaba en sucasa enfermo de gripe. Aue, que habíasido designado por motivos políticos,tenía escasa experiencia contable, ydeseaba que Stern examinara elproblema de los cortes de la teladesaparecidos. Acababa de enviar elmensaje a Stern a su casa de Podgórze,cuando entró la secretaria y anunció queHerr Oskar Schindler, quien decía teneruna cita, aguardaba afuera. Aue salió yvio a un joven alto, tan plácido como ungran perro, que fumaba tranquilamente.Lo había conocido la noche anterior enuna reunión. Oskar estaba allí con una

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chica alemana de los Sudetes, llamadaIngrid, que era Treuhänder —supervisora— de una compañíaferretera judía, así como Aue eraTreuhänder de Buchheister. Formabanuna pareja seductora; estabanvisiblemente enamorados, eranelegantes, tenían numerosos amigos en laAbwehr.

Herr Schindler deseaba desarrollaralguna actividad en Cracovia.

—¿Textiles? —sugirió entonces Aue—. No se trata sólo de uniformes. Elmercado interno polaco es bastantegrande para mantenernos a todos. Meencantaría que viniera de visita a

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Buchheister.No sabía, en ese momento, que tal

vez el día siguiente, a las dos de latarde, lamentaría ese gesto casual decortesía.

Schindler advirtió que Herr Aue lohabía pensado mejor.

—Si no es el momento oportuno,Herr Treuhänder… —dijo.

—No, no —dijo Herr Aue, yacompañó a Schindler al depósito yluego a los talleres de hilado, de cuyasmáquinas surgían grandes rollos de teladorada. Schindler preguntó si habíaproblemas con los polacos.

—No —respondió Aue—, cooperan.

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En todo caso, están un pocodesconcertados. Y, después de todo, éstano es una fábrica de municiones.

Herr Oskar Schindler parecía a talextremo un hombre con buenasrelaciones que Aue no pudo resistir latentación de ponerlo a prueba. ¿ConocíaOskar a los miembros de la JuntaSuperior de Armamentos? ¿Por ejemploal general Julius Schindler? ¿Era tal vezpariente del general?

—Eso no haría ninguna diferencia—dijo, sonriendo, Oskar (no erapariente del general)—. El generalSchindler es bastante buena persona,comparado con algunos otros.

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Aue estaba de acuerdo. Pero élnunca se encontraría con el general paracenar o para beber una copa, ésa era ladiferencia.

Regresaron al despacho, yencontraron en el pasillo a Itzhak Stern,el censor de cuentas judío deBuchheister, aguardando en una silla quele había ofrecido la secretaria de Aue.Plegaba su pañuelo sin dejar de toser.Se puso de pie, unió sus manos sobre elpecho y con sus ojos inmensos vio cómolos dos conquistadores se acercaban,pasaban a su lado y entraban en eldespacho. Allí Aue ofreció una bebida aSchindler y luego, excusándose, lo dejó

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junto a la chimenea y salió a atender aStern.

Este era un hombre delgado y enjutoque tenía, a la vez, el aire de unestudioso del Talmud y el de unintelectual europeo. Aue le contó lahistoria del cajero y los suboficiales ymencionó las sospechas del jovencontable alemán. Sacó de la caja elbillete bávaro de 1858 y el de laocupación alemana de 1914.

—He pensado que quizás hubiesedesarrollado usted algún procedimientocontable para resolver situaciones comoésta —dijo Aue—. Deben ocurrir confrecuencia en Cracovia en estos días.

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Itzhak Stern cogió los billetes y losestudió.

—Sí, Herr Treuhänder —respondió—. Conozco un procedimiento. —Sinuna sonrisa ni ninguna otra expresión, sedirigió a la chimenea que ardía en unextremo de la habitación y arrojó losdos billetes al fuego. Luego tosió yremovió las brasas con un atizador.

—Anoto estas transacciones, enganancias y pérdidas, como muestrasgratis —dijo. Desde septiembre seregistraba gran incremento de muestrasgratis.

Aue admiró la forma eficaz y tajantecon que Stern se había deshecho de las

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pruebas legales. Se echó a reír mientrasleía en los rasgos delicados del censorde cuentas las complejidades de lamisma Cracovia, la astucia parroquialde los pueblos pequeños. Sólo la gentedel lugar conocía los hilos. Y en eldespacho aguardaba Herr Schindler, quedeseaba obtener información local.

Aue condujo a Stern a su despacho.El alto joven alemán estaba de pie juntoal fuego, sosteniendo en la mano unapetaca abierta. Lo primero que pensóItzhak Stern fue: «Este hombre no esfácil de manejar». Aue usaba la insigniadel Führer, una Hakenkreuz enminiatura, tan casualmente como podía

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llevar cualquier persona la insignia desu club de ciclismo. El emblema deSchindler, del tamaño de una moneda,reflejaba en su esmalte negro el fuego dela chimenea. Eso, y el aire deprosperidad del joven, simbolizabanperfectamente los pesares que habíatraído el otoño a ese judío polacoresfriado.

Aue los presentó. Cumpliendo eledicto del gobernador Frank, Sterndeclaró:

—Debo decirle, señor, que soyjudío.

—Está bien —gruño Herr Schindler—. Y yo alemán. No tiene importancia.

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«En ese caso —se dijo Stern detrásde su pañuelo—, ¿por qué no derogan eledicto?».

Era apenas la séptima semana delnuevo orden en Polonia, y ya pesabansobre Itzhak Stern no sólo ese edicto,sino muchos. Hans Frank. GobernadorGeneral de Polonia, había firmado seis,dejando que se ocupara del resto eldoctor Wáchter. SS Gruppenführer.Stern no sólo debía declarar su raza sinotambién llevar una tarjeta deidentificación señalada por una franjaamarilla. Y mientras tosía en presenciade Schindler, se cumplían tres semanasdesde la prohibición de los alimentos

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«kosher» y la imposición del trabajoforzado a los judíos. Su ración oficialcomo Untermensch —subhumano— eraapenas superior a la mitad de laasignada a los polacos no judíos, aunquetambién ellos caían dentro de lasubhumanidad. Y el edicto del 8 denoviembre ordenaba que el 24 delmismo mes quedara completo el registrogeneral de los judíos de Cracovia.

Stern, con su mente serena yabstracta, sabía que los edictoscontinuarían, reduciendo cada vez másla posibilidad de vivir y de respirar. Lamayoría de los judíos de Cracoviaesperaban esa epidemia de edictos.

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Habría alteraciones de la vida cotidiana.Se traería a los judíos de los shtetls(pueblos habitados casi exclusivamentepor ellos) a cargar carbón, y se enviaríaa los intelectuales al campo a cosecharremolachas. Habría durante ciertotiempo masacres esporádicas, como lade Tursk, en que una unidad de artilleríade las SS había obligado a la poblacióna trabajar todo el día en un puente, y lahabía liquidado a la noche en lasinagoga del pueblo. Se repetiríanesporádicamente estos sucesos. Pero lasituación terminaría por estabilizarse, yla raza sobreviviría merced a lahumildad y al soborno de las

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autoridades. Era el viejo método: habíaservido desde el Imperio Romano, yserviría ahora. Las autoridades civilestenían necesidad de los judíos, enparticular en una nación donde había unopor cada once habitantes.

Sin embargo, Stern no se contabaentre los más confiados. No creía que lalegislación llegase pronto a un puntoculminante de severidad, a partir delcual fuera posible negociar. Era unaépoca terrible. Y aunque no sabía que lapersecución llegaría a ser muy distintade las anteriores, por su carácter y porsu magnitud, sentía ya suficiente recelodel futuro para pensar: «sin duda están

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bien para ti, Herr Schindler, tuspequeños gestos generosos deigualdad».

—Este hombre —dijo Aue— era lamano derecha de Buchheister. Tieneexcelentes relaciones con la comunidadcomercial de Cracovia.

No era oportuno discutir ese punto.Sin embargo, Stern se preguntó si elTreuhänder no le doraba la píldora a suvisitante.

Aue se excusó y se marchó.A solas con Stern, Schindler

murmuró que le agradaría conocer suopinión acerca de algunas empresaslocales. Stern, poniéndolo a prueba,

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sugirió que tal vez Schindler deberíahablar con los funcionarios delFideicomiso.

—Son unos ladrones —dijo HerrSchindler, sin ambages—. Y, porañadidura, burócratas. Yo necesito máslibertad. —Se encogió de hombros—.Soy por temperamento un capitalista, yno me gusta que me controlen.

Stern y el autodenominadocapitalista empezaron así a dialogar.Stern era una inagotable fuente deinformación; parecía tener amigos oparientes en todas las fábricas deCracovia, tanto las que se ocupaban detelas, vestidos o pastelería como las que

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producían muebles o artículos de metal.Schindler, impresionado, sacó un sobredel bolsillo interior de su chaqueta.

—¿Conoce una compañía llamadaRekord? —preguntó.

Itzhak Stern la conocía. Estaba enquiebra. Fabricaba productos de metalesmaltado, y como algunas de lasprensas habían sido confiscadas, ahora,bajo la dirección de un pariente de susdueños anteriores, su producción habíadescendido mucho.

—Mi hermano —continuó Stern—representa a una firma suiza que es unade las principales acreedoras deRekord. —Se permitió revelar cierto

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grado de orgullo fraternal y luego dejóescapar una leve exclamación dedisgusto—. Era una empresa muy maladministrada.

Oskar Schindler dejó caer el sobreen las rodillas de Stern.

—Este es el balance de Rekord.Dígame qué le parece.

Itzhak dijo que Herr Schindler debíaconsultar, por supuesto, a otros. Oskarrespondió que, por supuesto, lo haría.

—Pero apreciaría su opinión.Stern leyó rápidamente; luego se

concentró unos minutos y de prontosintió el extraño silencio de lahabitación y alzó la vista, para encontrar

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la mirada de Herr Oskar Schindlerclavada en él.

Los hombres como Stern suelentener el don ancestral de discernir al«goy» justo, que puede servir deprotección, en cierta medida, contra elsalvajismo de los otros. Es un sentidoque permite descubrir una casa segura,un refugio potencial. Y desde esemomento en adelante, la posibilidad deque Herr Schindler fuera una tabla desalvación dio color a la conversación,así como una promesa sexual, intangibley apenas vislumbrada, tiñe laconversación de un hombre y una mujeren una reunión. Stern tenía mayor

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conciencia de esto que Schindler; y nodiría nada explícito por temor aldeterioro de esa tenue conexión.

—Sería un excelente negocio —dijoStern—. Podría hablar usted con mihermano.

Y, naturalmente, ahora existe laposibilidad de los contratos militares.

—Así es —dijo Schindler.Porque casi inmediatamente después

de la caída de Cracovia y antes de queconcluyera el sitio de Varsovia, se habíacreado, en el Gobierno General, unaInspección de Armamentos encargada decontratar, con los fabricantes adecuados,la producción de equipamiento para el

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ejército. Una industria como Rekordpodía producir utensilios de mesa ycocina de campaña. Como Stern sabía,el director de la Inspección deArmamentos era el mayor general JuliusSchindler, de la Wehrmacht. El general,¿era pariente de Herr Schindler?

—Me temo que no —respondióSchindler, como si deseara que Sternmantuviera en secreto que no era supariente.

—De todos modos —dijo Stern—,la minúscula producción actual deRekord rinde ganancias superiores amedio millón de zlotys por año, y nosería difícil adquirir nuevos hornos y

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prensas de moldeo. Eso depende de susposibilidades de obtener créditos.

—El metal esmaltado —dijo HerrSchindler— está más cerca de micapacidad que los textiles. Tengoexperiencia en maquinaria agrícola yestoy familiarizado con las prensas devapor.

No se le ocurría ya a Stern preguntarpor qué un elegante empresario alemándeseaba hablar con él de oportunidadescomerciales. Durante toda la historia desu tribu se habían celebrado encuentroscomo ése, que no se explicaban del todopor la mera relación entre hombres denegocios. Habló del tema con cierta

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extensión, y dijo que la Corte Comercialdebía fijar el precio para elarrendamiento de una propiedad enquiebra. Arrendar con una opción decompra era más conveniente que ser unsupervisor. Un Treuhänder estaba porcompleto en manos del Ministerio deEconomía.

Stern bajó la voz y se arriesgó adecir:

—Eso si: tendrá restricciones encuanto a la cantidad de personas quepuede usted emplear…

Esto divirtió a Schindler.—¿Cómo sabe eso? ¿Conoce

también las finalidades?

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—Algo he leído en el BerlinerTageblatt. Todavía los judíos podemosleer diarios alemanes.

Schindler, riendo, apoyó su mano enel hombro de Stern.

—¿De veras?Stern lo sabía porque Aue había

recibido una extensa comunicación delministro de Economía del Reich,Eberhard von Jagwitz, que establecía lapolítica a adoptar en el proceso dearianización. Aue le había entregado eldocumento a Stern para que hiciera unresumen. Von Jagwitz observaba, conmás tristeza que ira, que había presionesde otras instituciones gubernamentales y

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del partido, como la RHSA de Heydrich—la Oficina de Seguridad del Reich—para que no se arianizara solamente lapropiedad y la gerencia de las empresas,sino también la mano de obra. Cuantoantes los Treuhänder seleccionaran alos trabajadores especializados judíosindispensables, tanto mejor. Desdeluego, se debía tener en cuenta lanecesidad de mantener un nivel deproducción aceptable.

Finalmente, Herr Schindler guardónuevamente en su bolsillo los informesde Rekord, se puso de pie y salió conItzhak al despacho principal. Allípermanecieron un tiempo, entre los

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empleados y las mecanógrafas, hablandode filosofía como le agradaba a Oskar.Éste dijo en ese momento que elcristianismo se fundaba en el judaísmo,un tema que siempre le interesaba poralguna razón, quizás incluso por suamistad infantil con los Kantor. Sternhablaba suavemente y con granconocimiento. Había publicado variosartículos sobre temas de religióncomparada. Oskar, que se veíaequivocadamente como un filósofo,había dado con un experto. Stern, aquien algunos consideraban algopedante, encontraba superficial a Oskar:una mente privilegiada, pero sin gran

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capacidad conceptual. Pero Itzhak Sternno pensaba quejarse. Había quedadofinalmente establecida una amistad entreesas personalidades dispares, y Stern sehalló de pronto trazando una analogía,como había hecho antes el padre deOskar, con otros imperios anteriores, yexplicando por qué, a su juicio, Hitlerno podía alcanzar el éxito.

Stern no logró refrenarse. Los demásjudíos del despacho bajaron sus cabezasy permanecieron con la mirada clavadaen sus papeles. Herr Schindler noparecía alterado.

Hacia el fin de su conversación,Oskar dijo algo novedoso. En épocas

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como ésa, dijo, debería ser difícil paralas iglesias continuar diciendo a la genteque el padre celestial se preocupabaincluso por la muerte de un solo gorrión.Nada odiaría más que ser un sacerdoteen un tiempo en que la vida valía menosque un paquete de cigarrillos. Sternmanifestó su acuerdo; pero agregó queun verso del Talmud aclaraba la alusiónbíblica formulada por Herr Schindler:quien salva la vida de un hombre, salvaal mundo entero.

—Así es, por supuesto —dijo OskarSchindler.

Acertada o equivocadamente, Itzhakcreyó siempre que en ese momento había

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dejado caer en el pozo la piedraoportuna, que había pronunciado laspalabras fundamentales.

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CAPÍTULO 3

Otro judío de Cracovia ha narradosu encuentro con Schindler ese mismootoño de 1939, y también que estuvo apunto de matarlo. Se llamaba Leopold(Poldek) Pfefferberg; con el grado deteniente, había mandado una compañíadel ejército polaco durante la dramáticay reciente campaña. Herido en unapierna durante el combate por el río San,había cojeado un tiempo, ayudando a losdemás heridos, en el hospital polaco dePrzemysl. No era médico, pero se habíagraduado en educación física en la

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Universidad Jagielloniana de Cracovia,y poseía, por lo tanto, algunosconocimientos de anatomía. Teníaconfianza en sí mismo, gran capacidadde recuperación, veintisiete años y lafuerza de un toro.

Con varios cientos de oficialespolacos capturados en Przemysl,Pfefferberg era trasladado a Alemaniacuando su tren entró en Cracovia, suciudad natal. Los prisioneros fueronconducidos como ganado a la sala deespera de primera clase, en espera deque se hallase transporte para continuarel viaje. Su casa estaba a sólo diezcalles. Escandalizaba a ese joven

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práctico no poder ir hasta la calle Pawiay coger el tranvía número 1 paradirigirse a su casa. El centinela de laWehrmacht de aire bucólico que habíaen la puerta le parecía una provocación.

Pfefferberg tenía en el bolsillo undocumento firmado por las nuevasautoridades alemanas del hospital dePrzemysl, que le otorgaba libertad paracircular por la ciudad, integrando elpersonal de ambulancias que atendía alos heridos de ambos ejércitos. Era unfolio espectacular, lleno de sellos yfirmas. Se acercó al centinela y se lopuso debajo de los ojos.

—¿Sabe leer alemán? —preguntó

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Pfefferberg.Desde luego, eso había que hacerlo

muy bien. Era necesario ser joven ypersuasivo; y también haber conservado—sin mengua a pesar de la sumariaderrota— esa actitud segura,característicamente polaca, que losnumerosos aristócratas del cuerpo deoficiales habían inculcado hasta en losescasos judíos que lo integraban.

El centinela parpadeó.—Por supuesto que sé leer alemán

—dijo. Pero sostenía el papel como sino supiera, como si fuera una rebanadade pan. Pfefferberg explicó que le dabaderecho a circular libremente para

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atender a heridos y enfermos. Elcentinela sólo pudo ver la proliferaciónde sellos oficiales, y pensó que era undocumento muy importante. Con un gestode la cabeza, indicó la puerta.

Pfefferberg fue esa mañana el únicopasajero del tranvía número 1. No erantodavía las seis. El conductor recibió elprecio del billete sin dar muestras deextrañeza: aún había en la ciudadmuchos soldados polacos que no habíansido procesados por la Wehrmacht. Laúnica norma era que los oficiales debíanregistrarse.

El vehículo giró en torno delBarbakan, atravesó la puerta de la

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antigua muralla, continuó por Florianskahasta la iglesia de Santa María, cruzópor el centro de la plaza y llegó, encinco minutos, a la calle Grodzka. Alllegar a la casa de sus padres —Grodzka, 48— repitió un juego infantil:saltó del tranvía antes de que actuaranlos frenos neumáticos, aprovechando elimpulso del movimiento sumado al de susalto para golpear con suave impacto elmarco de la puerta de su casa.

Después de la fuga, vivió conbastante comodidad en casas de amigos,visitando de vez en cuando la casa de lacalle Grodzka, 48. Las escuelas judíasabrieron sus puertas por un breve plazo

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—seis semanas más tarde cerrarían denuevo— y Leopold retornó a su antiguoempleo. Estaba seguro de que a laGestapo le llevaría algún tiempo dar conél, y pidió por lo tanto una libreta deracionamiento. Empezó a vender joyas—por su cuenta y como agente de otros— en el mercado negro instalado en laplaza central de Cracovia, bajo lasarcadas de Sukiennice y las torresdesiguales de Santa María. Había unactivo comercio, incluso entre losmismos polacos, y aún más en el caso delos judíos polacos. Sus libretas deracionamiento, llenas de cuponespreviamente cancelados, sólo les daban

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derecho a los dos tercios de carne y lamitad de la mantequilla que se otorgabana los ciudadanos arios, y todos loscupones de arroz y cacao estabananulados. Por lo tanto, el mercadonegro, que había funcionado durante lossiglos de ocupación y las escasasdécadas de autonomía, se convirtió en lafuente de ingresos y alimentos, y en elmedio de resistencia más inmediato, demuchos respetables ciudadanosburgueses, especialmente aquellos que,como Leopold Pfefferberg, teníanabundante experiencia del mundo.

En el futuro próximo se proponíaviajar por las rutas de esquí del Tatras,

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cerca de Zakopana, y atravesar eldelgado cuello de Eslovaquia para pasara Hungría o Rumania. Estaba preparadopara la aventura; había sido miembrodel equipo nacional polaco de esquí. Yen lo alto de la estufa de porcelana delapartamento de su madre tenía unaelegante pistola de calibre 22 para lahuida prevista, o para defenderse sialguna vez la Gestapo lo atrapaba en elapartamento.

Con ese casi juguete de cachas denácar estuvo a punto de matar a OskarSchindler un día de noviembre.Schindler, con su terno cruzado y suinsignia del partido en la solapa, había

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decidido visitar a la señora MinaPfefferberg, madre de Poldek, paraencomendarle una tarea. Las autoridadesalemanas que se ocupaban de lavivienda le habían concedido unhermoso apartamento en la calleStraszewskiego. Había sido antes laresidencia de una familia judía, losNussbaum. Estas operaciones serealizaban sin indemnizar al antiguoocupante. El día que llegó Oskar, MinaPfefferberg estaba preocupada por eldestino de su apartamento de la calleGrodzka.

Varios amigos de Schindler diríanmás tarde —aunque no ha sido posible

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probarlo— que Oskar había buscado ala familia desalojada en Podgórze y leshabía entregado una suma de casicincuenta mil zlotys en compensación.Se dice también que con ese dinero losNussbaum pudieron comprar su fuga aYugoslavia. Es verdaderamenteprobable que así haya ocurrido, y esaacción hablaría muy bien de Oskar. Unasuma tan crecida implicaba una resueltaactitud disidente, que no fue, por otraparte, la única: hubo otras, similares,antes de Navidad. Algunos de susamigos sostienen que la generosidad era,en Oskar, una compulsión frenética, unade sus pasiones. Solía pagar a los

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conductores de taxis el doble de latarifa. Y conviene recordar también queconsideraba injusta la conducta de laocupación alemana en materia devivienda, y que se lo dijo claramente aStern, no cuando el régimen empezó atener dificultades, sino ya en ese primerotoño, el menos violento.

De todos modos, Mina Pfefferbergno sabía para qué había llamado a supuerta ese alemán alto y bien vestido.Quizá viniera a preguntar por su hijo,que precisamente estaba en la cocina. Oa exigir la entrega de su apartamento, suestudio de decoración, sus antigüedades,sus tapices franceses…

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Un mes más tarde, en diciembre,coincidiendo con la fiesta de laHanukkah, la policía alemana,cumpliendo disposiciones de lasautoridades de la vivienda, llegaría porfin a casa de los Pfefferberg, y lesordenaría que salieran tiritando alpavimento de la calle Grodzka. Minapediría permiso para coger un abrigo yse lo negarían; Pfefferberg intentaríasacar de su escritorio un reloj de oroheredado y le darían un golpe en lamandíbula. «He visto cosas terribles enel pasado», dijo luego Goering;«algunos chóferes y pequeñosGauleiters han sacado tanto provecho

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que son ahora millonarios». Bien podíapreocuparse Goering del efectodevastador, sobre la moral del partidonazi, de robos tan sencillos como el delreloj de oro de Pfefferberg padre: eseaño, en Polonia, la Gestapo tenía comonorma no rendir cuentas a nadie por elcontenido de los apartamentosconfiscados.

Sin embargo, cuando Herr Schindlerllegó por primera vez a casa de losPfefferberg, la familia mantenía aún, encierto modo, su ritmo habitual. Mina ysu hijo fugitivo conversaban entremuestras de telas y papeles de paredcuando llamó Herr Schindler. Leopold

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no se alarmó. El piso tenía dos entradas;la puerta del estudio y la de la cocinaestaban frente a frente en el pasillo.Leopold fue hasta la cocina y miró alvisitante por el resquicio de la puerta.Examinó el corte elegante de su terno, suformidable estatura. Regresó al lado desu madre. Presentía, le dijo, que era unmiembro de la Gestapo. Cuando ella leabriera la puerta del frente, él podríadeslizarse por la trasera.

Mina Pfefferberg temblaba. Abrió,atenta a los ruidos del interior.

Pfefferberg recogió su pistola y conella apretada bajo el cinto se dispuso asalir al amparo del ruido de la entrada

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del visitante. Pero le pareció de prontouna locura marcharse sin saber para quéhabía venido. Quizá fuera necesariomatarlo: y entonces habría que pensar enla huida concertada de toda la familia aRumania.

Si el magnético curso de los hechoshubiera obligado a Pfefferberg adisparar, la muerte, la huida y lasrepresalias habrían pasado porcorrientes y apropiadas para la historiadel momento. Se habría lamentado unpoco y vengado sumariamente la muertede Herr Schindler, y ése habría sido, porsupuesto, el brusco punto final de susposibilidades. Quizás, en Zwittau,

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alguien habría preguntado:—¿Deja una viuda?La voz sorprendió a los Pfefferberg.

Calmada, modulada, parecía apropiadapara tratar de negocios e incluso parapedir favores. En esas seis semanas,todos se habían acostumbrado al tono delas órdenes y de las expropiaciones.Este hombre parecía amistoso. Era dealgún modo peor. Pero intrigante.

Pfefferberg no estaba ahora en lacocina, sino escondido detrás de laspuertas dobles del comedor. Podía veruna franja vertical del alemán.

—¿Es usted la señora Pfefferberg?—preguntó éste—. Herr Nussbaum me

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ha recomendado. Acabo de ocupar unapartamento en la calle Straszewskiegoy me gustaría cambiar la decoración.

Mina Pfefferberg seguía de pie juntoa la puerta. Empezó a hablar con talincoherencia que su hijo se apiadó yentró, con la chaqueta abotonada sobreel arma. Pidió al visitante que entrara ysusurró unas palabras en polaco paratranquilizar a su madre.

Oskar Schindler dijo su nombre. Loshombres se midieron; era obvio paraOskar que el joven acudía con unafinalidad primaria de protección.Parecía una casamata eslava. Schindlerdemostró su respeto hablando como si el

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hijo fuera un intérprete, a través de él.—Mi esposa vendrá pronto de

Checoslovaquia —dijo—, y me gustaríaque el piso estuviera decorado más deacuerdo con sus preferencias. —Agregóque los Nussbaum lo habían arregladomuy bien, pero con gruesos cortinajes ycolores oscuros, y que Frau Schindlerprefería los colores vivos, el estilofrancés, algún toque escandinavo.

Mina Pfefferberg se había recobradolo suficiente para decir que no sabía; seacercaban las fiestas, había muchotrabajo. Leopold podía ver suresistencia instintiva a tener un clientealemán, pero quizá sólo los alemanes

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podían tener suficiente confianza en elfuturo, en esos días, para pensar encambios de decoración. Y teníaverdadera necesidad de un trabajo bienremunerado: su marido había sidodespedido de su empleo y sólo recibíauna paga mínima por sus tareas en laGemeinde, la institución judía deasistencia mutua.

Dos minutos después, los hombreshablaban como amigos. El arma dePfefferberg sólo era una precaución paraun futuro remoto. Por supuesto, la señoraPfefferberg se ocuparía del apartamentode los Schindler, sin reparar en gastos; ycuando estuviera listo, quizá Leopold

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Pfefferberg quisiera ir para hablar deotros asuntos.

—Me agradaría oír su consejoacerca de la adquisición de cosaslocales —dijo Herr Schindler—, como,por ejemplo, su bonita camisa azul. Nosé dónde buscar. —Su ingenuidad eraartificial, pero no desagradó aPfefferberg.—Como ustedes saben, lastiendas están vacías.

La estrategia de supervivencia deLeopold Pfefferberg consistía en elevarlas apuestas.

—Herr Schindler —dijo—, estascamisas son muy costosas. Las hecomprado a veinticinco zlotys.

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Había multiplicado el precio porcinco. Inmediatamente apareció en elrostro de Schindler la divertidaexpresión de que no lo ignoraba. Peroeso no puso en peligro la frágilcordialidad lograda, ni recordó aPfefferberg que llevaba un arma.

—Probablemente podría conseguiralgunas —agregó éste—, si me diceusted cuál es su medida. Eso sí, mepedirán el pago adelantado.

Schindler, con la misma expresiónen los ojos y en las comisuras de loslabios, sacó su billetera y entregó aPfefferberg doscientos marcos. Era unacantidad descaradamente excesiva, e

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incluso al precio exorbitante de Leopoldhabría sido suficiente para comprarcamisas a una docena de magnates. PeroPfefferberg aceptó la jugada sinparpadear.

—Dígame cuál es su medida —pidió.

Una semana más tarde, Pfefferbergfue al apartamento de Schindler en lacalle Straszewskiego con una docena decamisas de seda. Acompañaba al dueñode la casa —quien la presentó como laTreuhänder de una ferretería deCracovia— una bonita alemana. Y unanoche, más tarde, Pfefferberg vio aOskar con una hermosa polaca, rubia y

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de ojos enormes. Si había realmente unaFrau Schindler, no apareció, ni siquieracuando la señora Pfefferberg completóla transformación del apartamento. Y suhijo se convirtió en el contacto másregular de Schindler con el pequeñomercado de artículos de lujo —sedas,muebles, joyas— que aún florecía en laantigua ciudad de Cracovia.

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CAPÍTULO 4

Itzhak Stern volvió a ver a OskarSchindler una mañana, a principios dediciembre. Schindler ya había enviadosu solicitud a la Corte Comercial deCracovia, pero halló un rato libre paravisitar el local de Buchheister,conversar con Aue y luego detenersejunto al escritorio de Stern, dar unapalmada y anunciar con una voz queparecía algo ebria:

—Mañana va a empezar. Será en lascalles Jozefa e Izaaka.

Había realmente en Kazimierz una

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calle Jozefa y una calle Izaaka, como entodos los ghettos. Y Kazimierz era elemplazamiento del antiguo ghetto deCracovia, originariamente una islacedida a la comunidad judía porKazimier el Grande, y ahora un bonitosuburbio alojado en un recodo delVístula.

Herr Schindler se inclinó sobreStern, que sintió el olor a coñac de sualiento y se preguntó: «¿Sabía HerrSchindler que ocurriría algo en lascalles Jozefa e Izaaka de Kazimierz orepetía los nombres al azar?».

De todos modos, Stern sintió unadolorosa decepción, Herr Schindler le

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estaba anunciando jactanciosamente unpogrom, como para ponerlo en su sitio.

Hoy era el 3 de diciembre. Sternpresumía que Oskar no había dicho«mañana» refiriéndose al 4 dediciembre, sino al modo de los profetasy los borrachos, a algo que ocurriríapronto o que ya era hora de queocurriera. Sólo unos pocos de los queoyeron la semiebria advertencia de HerrSchindler la tomaron al pie de la letra.Algunos metieron en una maleta lo másindispensable y se dirigieron aPodgórze, al otro lado del río.

Oskar pensaba en cambio que habíaanticipado una terrible noticia con cierto

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riesgo personal. La había conocido poral menos dos fuentes, entre sus nuevosamigos. Uno era un sargento de policía,el Wachtmeister Hermann Toffel, queintegraba el personal del SS OberführerScherner; el otro, Dieter Reeder,perteneciente a la plana mayor deCzurda, jefe del SD. Eran dos ejemploscaracterísticos del tipo de oficial al queOskar siempre lograba extraerinformación.

Nunca se explicó claramente elmotivo que le llevó a hablar con Sternese día, y que muchas veces ha sidointerpretado con suspicacia. Él afirmómás tarde que durante la ocupación

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alemana de Bohemia y Moravia habíavisto lo suficiente de la expulsiónforzada de judíos de la región de losSudetes, y de la ocupación depropiedades checas y judías, paradesengañarse del nuevo orden. Suadvertencia a Stern, en medida muchomayor que la no confirmada historia deNussbaum, prueba hasta cierto punto suafirmación.

Además, debía esperar, como losjudíos de Cracovia, que después deldesborde inicial el régimen seablandaría y permitiría respirar a lapoblación. Si era posible mitigar lasincursiones de las SS durante los

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próximos meses, mediante la filtraciónde noticias anticipadas, quizá serestablecería la cordura en la próximaprimavera. Después de todo —se decíanOskar y los judíos—, Alemania era unanación civilizada.

Sin embargo, la invasión deKazimierz provocó en Oskar un disgustofundamental. No era todavía perceptibleen el nivel en que ganaba dinero, salíacon muchas mujeres o cenaba con susamigos; pero terminaría, a medida quese aclaraban las intenciones del poderimperante, por ser el motivo principalde la exaltación que lo llevó a corrergraves peligros, y su obsesión

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permanente. En parte, la operación teníacomo objeto las joyas y las pieles: sedesalojarían algunas casas yapartamentos de la zona más próspera,el límite entre Kazimierz y Cracovia.Pero, aparte de estos resultadosprácticos, se deseaba que esa primeraAktion tuviera el sentido de un preavisoa los despavoridos habitantes del viejobarrio judío. Para ese fin, dijo Reeder aOskar, un pequeño destacamento dehombres de los Einsatzgruppenentrarían por Stradom en Kazimierz enlos mismos camiones de los soldados delas SS y de la policía local.

Con el ejército invasor habían

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llegado a Polonia seis Einsatzgruppen.Ese nombre tenía sutiles connotaciones.«Grupos de tareas especiales» es unatraducción aproximada; pero la amorfapalabra Einsatz posee otros matices,relacionados con el desafío, el acto derecoger el guante, la caballerosidad.Eran miembros seleccionados del SD—Sicherheitsdienst— de Heydrich.Sabían ya que gozaban de ampliasatribuciones. Seis semanas antes, su jefesupremo había dicho al general Keitelque «en el Gobierno General de Poloniaes inevitable una violenta lucha por laexistencia nacional, que no tolerarárestricciones legales». Dada la

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arrogante retórica de sus jefes, lossoldados Einsatz sabían que esa luchapor la existencia nacional significabaguerra racial, y que la misma palabraEinsatz —esas tareas especialescaballerescas— implicaba el cañohumeante de un arma.

El escuadrón Einsatz destacado parala acción de esa noche en Kazimierz eraun cuerpo de elite. Dejaría a losaprendices de las SS de Cracovia latarea menor de registrar las casas enbusca de anillos de diamantes y deabrigos de piel; y cumpliría en cambiouna misión simbólica más radicalrelacionada con los instrumentos

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mismos de la cultura judía, es decir, conlas antiguas sinagogas de Cracovia.

Durante varias semanas habíanaguardado el momento de desempeñarsus Einsatz, como también los SSSonderkommandos —escuadronesespeciales— y la policía de Seguridad oSD de Czurda, que participarían en esaprimera Cracow Aktion. El ejércitohabía negociado con Heydrich y losjefes superiores policiales lapostergación de las operaciones hastaque Polonia pasara del gobierno militaral civil. Ahora ya se había realizado eltraspaso, y los caballeros del Einsatz ylos Sonderkommandos de todo el país

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estaban en libertad de avanzar, con elsentido adecuado de la historia racial ycon todo su celo, contra los antiguosghettos judíos.

Al final de la calle donde estaba elapartamento de Oskar se encontraba elpromontorio rocoso fortificado deWawel, sede del gobierno de HansFrank. Para comprender el futuro deOskar en Polonia es necesario conocerlas relaciones entre Frank y los jóveneshalcones de las SS y la SD, y tambiénentre Frank y los judíos de Cracovia.

En primer lugar, Frank no teníacontrol directo de esos muchachos queavanzaban hacia Kazimierz. Las fuerzas

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policiales de Heydrich Himmler creabansu propia ley allí donde actuaban. AFrank no sólo le molestaba suindependencia sino que no estaba deacuerdo con ellos por motivos prácticos.Abominaba a la población judía tantocomo cualquier otro miembro delpartido, y consideraba intolerable ladulce Cracovia por la abundancia dedicha población. En las últimas semanasse había quejado cuando las autoridadesintentaron utilizar el empalmeferroviario de Cracovia como un terrenode descarga para los judíos de laWartheland, de Lodz y Poznan. Frank nocreía que los Einsatzgruppen ni los

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Sonderkommandos pudieran resolverrealmente el problema judío utilizandolos métodos acostumbrados. La creenciade Frank, que había compartidoHimmler en algunas oportunidades,durante sus divagaciones, era que debíahaber un solo vasto campo deconcentración para los judíos. Podía ser,por ejemplo, la ciudad de Lublin, consus alrededores, o todavía mejor, la islade Madagascar. Los polacos mismoshabían creído siempre en Madagascar.En 1937 el gobierno polaco habíaenviado una comisión a visitar esa islade alto espinazo montañoso, situada tanlejos de su sensibilidad europea. La

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Oficina Colonial de Francia, a quienpertenecía Madagascar, estaba dispuestaa aceptar un acuerdo de gobierno agobierno para la recolonización, porqueMadagascar, repleta de judíos europeos,sería un magnifico mercado deexplotación. El ministro de Defensa deSudáfrica, Oswald Pirow, presidiódurante las negociaciones entre Hitler yFrancia acerca de la isla. Por lo tanto, lasolución Madagascar tenía un honorablepedigree. Ésta era la apuesta de Frank;no los Einsatzgruppen. No podrían, conmasacres e incursiones esporádicas,reducir la población subhumana deEuropa oriental. Durante el sitio de

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Varsovia, los Einsatzgruppen habíanahorcado judíos en las sinagogas deSilesia, destrozado sus organismos conla tortura del agua, irrumpido en sushogares la noche del Sabbath o los díasde fiesta, cortado sus rizos rituales,quemado sus chales de oración. Todohabía sido prácticamente inútil. Franksostenía, apoyándose en muchosargumentos históricos, que en general larazas amenazadas derrotaban elgenocidio con la reproducción. El faloera más rápido que las armas.

Lo que nadie sabía, ninguna de laspartes del debate, los bien educadosjóvenes de los Einsatzgruppen, los

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menos refinados de las SS, los fieles delos servicios vespertinos de lassinagogas, y tampoco Herr OskarSchindler mientras regresaba a su casade la calle Straszewskiego a vestirsepara la cena; lo que ninguno de ellossabía, lo que ni siquiera se atrevían aesperar quienes planeaban la políticadel partido, era que se hallaría unasolución tecnológica; que un compuestoquímico desinfectante llamado Zyklon Breemplazaría con ventaja la soluciónMadagascar.

Hubo un incidente en que intervinola actriz y directora cinematográficafavorita de Hitler, Leni Riefenstahl. Leni

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había ido a Lodz con un equipo defilmación ambulante poco después de lacaída de la ciudad, y había visto allí auna hilera de judíos, judíos visibles, dela variedad que llevaba rizos rituales,ejecutados con armas automáticas.Había ido directamente a presencia delFührer, que estaba en el cuartel delejército del sur, y había hecho unescándalo. Era por eso: por la logística,las cifras involucradas, las relacionespúblicas, que los muchachos de losEinsatzgruppen parecían ridículos. Perotambién parecería ridícula la soluciónMadagascar si se lograba encontrarmedios para reducir sustancialmente la

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población subhumana de Europa central,en establecimientos especiales, dotadosde sistemas adecuados y donde no fueraprobable la aparición de cineastas demoda.

Como Oskar había advertido a Sternen Buchheister, las SS cumplieron unasobria acción de guerra en las callesJozefa, Izaaka y Jakoba. Entraron en lascasas, echaron abajo el contenido de losarmarios, rompieron los cierres decómodas y escritorios. Quitaron joyasvaliosas de dedos y cuellos, y relojes demuñecas y bolsillos; le rompieron elbrazo a una muchacha que intentabaconservar su abrigo de piel y mataron de

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un tiro a un chico de la calle Ciemna quequiso esconder sus esquís.

Algunas de las personas despojadas,ignorando que las SS operaban almargen de toda norma legal, sequejarían al día siguiente en loscuarteles policiales. La historia lesdecía que en alguna parte encontrarían aalgún oficial superior con ciertaintegridad, que se sentiría confundido yquizás castigara a esa gente. Sin duda, seinvestigaría el asunto del chico muertoen la calle Ciemna, y el de la mujer aquien le habían roto la nariz con un palo.

Mientras las SS se ocupaban de lascasas de apartamentos, el escuadrón

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Einsatz se dirigió a la sinagoga del sigloXIV de Stara Boznica. Como esperaban,encontraron en la plegaria a lacongregación de judíos tradicionales,con barbas, rizos y chales de oración.Trajeron a otros menos ortodoxos de lascasas y las calles próximas, como siquisieran medir las reacciones de ambosgrupos entre sí.

Entre los miembros del segundogrupo había un gángster, Max Redlicht,que jamás hubiera entrado en el viejotemplo, ni habría sido invitado a entrar.

Esas dos partes de la misma tribu,que un día normal hubieran consideradoofensivo el contacto reciproco, estaban

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frente al Arca. Un suboficial Einsatz laabrió y sacó el rollo de pergamino de laTorah. La heterogénea congregacióndebía desfilar y escupir en él. Y sinsimular. La saliva debía verse sobre lacaligrafía.

La gente tradicional se mostró másrazonable que los agnósticos, losliberales, los que se llamaban europeos.Era evidente para los jóvenes Einsatzque los «modernos» titubeaban ante laTorah y hasta trataban de atraer sumirada, como si quisieran decir:«Vamos, este disparate no está a nuestraaltura». Durante su entrenamiento,habían enseñado a los hombres del SD

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que el carácter europeo de los judíosliberales era una apariencia tenue comoun velo; y, ahora, la resistencia de losque llevaban ropa contemporánea y elpelo corto lo demostraba.

Finalmente, todo el mundo escupióexcepto Max Redlicht. Quizá loshombres de los Einsatzgruppen hayanpensado que la experiencia justificaba eltiempo perdido: hacer que un hombreostensiblemente ateo profanara con susaliva un libro que veía, con su mente,como una estúpida antigualla tribal peroque su sangre consideraba todavíasagrado. ¿Era posible rescatar a un judíode las ridículas creencias que llevaba en

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la sangre? ¿Podía un judío pensar tanclaramente cómo Kant? Ese era el test.

Redlicht fracasó. Hizo un pequeñodiscurso:

—He hecho muchas cosas. Esta nola haré.

Lo mataron en primer término, yluego, de todos modos, a los demás. Yfinalmente incendiaron y redujeron aruinas la sinagoga más antigua de todaPolonia.

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CAPÍTULO 5

Victoria Klonowska, su secretariapolaca, era lo más bonito del despachode Oskar, qué muy pronto inició con ellauna prolongada relación. Sin duda,Ingrid, su amante alemana, no loignoraba, así como Emilie Schindlersabía de la existencia de Ingrid. PorqueOskar no fue nunca un amanteclandestino. Tenía una franqueza sexualinfantil. No era jactancia; simplementeno veía ninguna necesidad de mentir, dedeslizarse en los hoteles por la puertatrasera o golpear furtivamente la puerta

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de una muchacha a la madrugada. ComoOskar jamás intentó seriamente engañara sus mujeres, sus opciones eranrestringidas: no eran posibles lasescenas tradicionales entre amantes.

Con el pelo rubio recogido en lanuca, y el hermoso rostro afinadomaquillado vívidamente, VictoriaKlonowska parecía una de esaspersonas para quienes los desastres dela historia significan sólo una invasiónpasajera de la verdadera esencia de lavida. Ese otoño de ropas sencillas,Victoria parecía lujosamente ataviadacon su chaqueta, su blusa plisada y sufalda ceñida. Pero era directa, obstinada

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y eficiente. Y también tenía un robustonacionalismo polaco. En un momentodado, negociaron con las autoridadesalemanas la liberación de su amante delas prisiones de las SS. Por el momento,Oskar le asignaba tareas menospeligrosas.

Un día le dijo, por ejemplo, que leagradaría encontrar un bonito bar ocabaret en Cracovia al que pudierallevar a sus amigos. No contactos, nigente importante de la Inspección deArmamentos. Amigos verdaderos. Unlugar alegre, donde no fuera probableencontrar oficiales de mediana edad.

¿No conocía Klonowska algún lugar

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así?Victoria encontró un lugar excelente,

un sótano donde se podía escuchar jazzen una callejuela al norte del Rynek, laplaza de la ciudad. Gozaba de granpopularidad entre los estudiantes y losprofesores jóvenes de la universidad,pero ella no había estado antes allí. Loshombres maduros que solían perseguirlaantes de la guerra jamás hubieranentrado en un lugar semejante. Si sedeseaba, se podía ocupar unapartamento y mantener reunionesprivadas detrás de una cortina, alamparo del ritmo africano de laorquesta. Por haber descubierto ese

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sitio, Oskar concedió a Klonowska elapodo de «Colón». La teoría oficial delpartido nazi sobre el jazz era que, apartede artísticamente decadente, expresabauna bestialidad negroide y subhumana.El ritmo preferido de las SS y de losfuncionarios nazis era el «um-pa-pa» delos valses vieneses; evitabanescrupulosamente toda contaminacióncon el jazz.

Alrededor de la Navidad de 1939Oskar reunió en ese bar a un grupo desus amigos. Como todo cultivadorinstintivo de contactos, Oskar eraperfectamente capaz de beber con genteque no le gustaba. Pero todos los

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invitados de esa noche le gustaban.Desde luego, todos podían —además—ser útiles: eran miembros menores dediversos órganos de la ocupación, perono carecían de influencia, y eran todosellos en cierta medida doblementeexiliados, porque, lejos o cerca de suhogar, sentían, en diverso grado,disgusto por el régimen.

Entre ellos estaba, por ejemplo, unjoven agrimensor alemán de la Divisióndel Interior del Gobierno General.Había establecido los límites de lafábrica de esmaltados de Oskar enZablocie. Detrás de la Deutsche EmailFabrik había un terreno vacío al que

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daban otras dos fábricas, una de cajas yotra de radiadores. A Schindler leencantó descubrir que la mayor parte deese terreno pertenecía a la DEF.Brotaron ante su imaginación visionesde expansión económica. Por supuesto,ese agrimensor había sido invitadoporque era una persona decente, porquese podía hablar con él, porque quizáconvendría tenerlo cerca para obtenerfuturos permisos de construcción.

También estaban allí el policíaHerman Toffel, y Reeder, del SD, y unjoven funcionario —también agrimensor— de la Inspección de Armamentos,llamado Steinhauser. Oskar los había

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conocido mientras hacía las gestionesnecesarias para poner su fábrica enmarcha. Ya había bebido con ellos.Siempre creería que la mejor manera dedesatar el nudo gordiano de laburocracia era —aparte del soborno lisoy llano— la bebida.

Finalmente, había dos hombres de laAbwehr. El primero era EberhardGebauer, el teniente que había reclutadoa Oskar el año anterior. El segundo erael teniente Martin Plathe, del cuartelgeneral de Canaris en Breslau. Habíasido merced a su ingreso en la Abwehr araíz de un encuentro casual con Gebauerque Herr Oskar Schindler había

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descubierto las oportunidades que seofrecían en Cracovia.

La presencia de Gebauer y de Platherendiría beneficios adicionales. Oskarseguía formando parte de la Abwehr, ydurante todos sus años en Cracoviahabía de enviar satisfactorios informesal despacho de Canaris, en Breslau,acerca de la conducta de sus rivales delas SS. Por lo tanto, su invitación apersonas más o menos descontentas,como Toffel de las SS y Reeder del SD,era para Plathe y Gebauer unacolaboración en materia de inteligencia;un regalo de muy distinto carácter que labuena compañía y la bebida.

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Aunque no es posible decirexactamente de qué hablaron losconcurrentes a esa reunión, es posiblehacer una reconstrucción plausible apartir de lo que dijo más tarde Oskarsobre cada uno de ellos.

Fue sin duda Gebauer quien ofrecióel brindis; no en honor de gobiernos,ejércitos o potentados, sino de la fábricade esmaltados de su amigo OskarSchindler. Porque si ella prosperaba,dijo, habría más fiestas al estiloSchindler, las mejores que se podíanconcebir.

Y una vez que todos bebieron, laconversación recayó naturalmente en el

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tema que preocupaba hasta la obsesión atodos los niveles de la burocracia civil:los judíos.

Toffel y Reeder habían pasado el díaen la estación Mogilska, supervisandolos cargamentos de polacos y judíos quetraían los trenes provenientes de losTerritorios Anexionados, regionesrecientemente conquistadas que habíansido alemanas en el pasado, y donde serestauraba ahora la más perfecta purezaaria. Toffel no pensaba, en ese momento,en la comodidad de los pasajeros de laOstbahn, aunque reconocía que latemperatura era muy baja. El transportede seres humanos en vagones de ganado

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era nuevo para todo el mundo, aunquetodavía el hacinamiento no erademasiado inhumano. Lo quedesconcertaba a Toffel era la política enque esto se fundaba.

—Corre el persistente rumor de queestamos en guerra —dijo Toffel—. Y, enmitad de la guerra, la pureza racial delos Territorios Anexionados no tolera lapresencia de unos cuantos polacos y demedio millón de judíos. Y por lo tanto—agregó—, todo el sistema ferroviariode la Ostbahn ha sido trastocado paratraerlos aquí.

Los hombres de la Abwehrescuchaban sonriendo levemente. Para

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las SS el enemigo interior eran losjudíos; para Canaris el enemigo interioreran las SS.

—Las SS —continuó Toffel—disponen de toda la red ferroviariadesde el 15 de noviembre. En miescritorio de la calle Pomorska tengofuriosas copias de furiosos memorandosde las SS dirigidos a los oficiales delejército: protestan porque el ejército,abusando de los acuerdos convenidos,ha excedido en dos semanas su derechoal uso de la Ostbahn. Por Cristo —preguntó—, ¿no debe tener prioridad elejército en el uso de los ferrocarriles,durante el tiempo que se le antoje?

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¿Cómo se desplegarán las tropas en eleste y en el oeste si no es así? ¿Enbicicleta?

Oskar advirtió con cierta diversiónque los hombres de la Abwehr no hacíancomentarios. Sospechaban que Toffel noestaba bebido, sino que les tiraba de lalengua.

Los dos agrimensores hicieron aToffel algunas preguntas acerca de esoscuriosos trenes que llegaban a Mogilska.Muy pronto, no se hablaría más de talescargamentos: el transporte de sereshumanos sería un tópico de la políticade reasentamiento de poblaciones. Pero,en esa reunión de Navidad de Oskar,

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todavía era una novedad.—Ellos hablan de concentración —

dijo Toffel—. Esa es la palabra que seusa en los documentos: concentración.Yo diría que es una terrible obsesión.

El propietario del local trajo platosde arenque con salsa. El pescadocombinaba bien con los licores fuertes;y mientras comían Gebauer habló de losJudenrats, los consejos judíos que sehabían creado en todas las comunidadesjudías por orden del gobernador Frank.En las ciudades como Varsovia oCracovia, el Judenrat tenía veinticuatromiembros electos, personalmenteresponsables del cumplimiento de las

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órdenes del régimen. El Judenrat deCracovia tenía sólo un mes deexistencia; su presidente era MarekBiberstein, una respetable autoridadmunicipal. Y ya se había presentado enel castillo de Wawel, según había oídodecir Gebauer, con un plan para laorganización del trabajo judío. ElJudenrat proporcionaría los equipos detrabajo para excavar zanjas, construirletrinas y despejar la nieve. ¿No creíanlos demás que era una actitudexcesivamente cooperativa?

—De ningún modo —respondióSteinhauser, de la Inspección deArmamentos—. Sin duda creen que así

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evitarán el reclutamiento forzado al azar,que siempre es causa de palizas y dealgún balazo en la cabeza.

Martin Plathe pensaba lo mismo.—Son cooperantes para evitar algo

peor —dijo—. Conviene recordar queése es su método habitual. Siempre hanintentado comprar a las autoridadesciviles cooperando con ellas, paranegociar después.

Gebauer parecía interesado endesconcertar a Toffel, porque insistió enel tema demostrando, acerca de losjudíos, más dureza de la que en realidadsentía.

—Les diré cómo veo yo esta

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cooperación. Frank publica el edictoque exige a todos los judíos el uso deuna estrella amarilla. El edicto data depocas semanas atrás. Y ya hay enVarsovia un industrial judío que estáhaciendo estrellas de bakelita a treszlotys la pieza. Es como si no tuvieraidea del sentido del edicto, como si setratara de insignias de un club deportivo.

Alguien sugirió entonces que, comoSchindler se dedicaba a la fabricaciónde productos esmaltados, podríafabricar estrellas esmaltadas, de lujo, yvenderlas por medio de la red deferreterías que supervisaba su amigaIngrid. Y alguien recordó que la estrella

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era la insignia nacional judía, el símbolode un estado que había sido destruidopor los romanos y que ahora sólo existíaen la mente de los sionistas. Quizá losjudíos estaban orgullosos de usar laestrella.

—Lo cierto —dijo Gebauer— esque no tienen la más mínimaorganización para protegerse. Tienenorganizaciones para capear la tormenta.Pero no una tormenta como la que seavecina, lanzada por las SS. —Una vezmás parecía que Gebauer, aunque sinmayor entusiasmo, aprobaba el celoprofesional de las SS.

—No lo creo —dijo Plathe—. Lo

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peor que les puede pasar es que losenvíen a Madagascar, donde el clima esbastante mejor que en Cracovia.

—Pues yo no creo que lleguen nuncaa Madagascar —respondió Gebauer.

Oskar pidió que cambiaran de tema.—Después de todo, ésta es mi fiesta

—dijo.La verdad era que Oskar había visto

a Gebauer mientras entregaba a unhombre de negocios judío, en el HotelCracovia, documentos falsos para quepudiese huir a Hungría. Quizá Gebauerhabía recibido dinero a cambio, aunqueparecía un hombre demasiado integropara vender papeles, firmas, sellos. Y

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estaba seguro, a pesar del papel quehabía representado ante Toffel, de queno odiaba a los judíos. Y tampoco losdemás. En la Navidad de 1939, ellossignificaban sólo un consuelo ante laviolencia política oficial. Más adelante,sus invitados habrían de tener un valormás positivo.

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CAPÍTULO 6

La Aktion de la noche del 4 dediciembre convenció a Stern de queOskar Schindler era esa cosa tan rara: el«goy» justo. La antigua leyendatalmúdica de los Hasidei Ummot Ha-olam dice que en cualquier momentodado de la historia de la humanidad haysiempre treinta y seis hombres justos.Para Stern la leyenda era válida entérminos psicológicos, aun cuando nocreyera literalmente en ese númeromístico; y pensaba por lo tanto que hacerde ese alemán un santuario real viviente

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era un camino sensato y apropiado.Después de todo, Schindler

necesitaba capital: la Rekord había sidoparcialmente desprovista de maquinaria,con excepción de una pequeña nave deprensas, cubas de esmalte, hornos ytornos. Stern podía ejercer poderosainfluencia espiritual sobre Oskar; y elhombre capacitado para ponerlo encontacto con capitales ofrecidos entérminos convenientes era AbrahamBankier, gerente de Rekord, a quienOskar también había conquistado.

Los dos —Oskar, grande y sensual, yel bajo y menudo Bankier— empezarona visitar a posibles inversores. Por el

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decreto del 23 de noviembre, losdepósitos bancarios y las cajas deseguridad de todos los judíos quedabanbajo el fideicomiso permanente de laadministración alemana, sin que lospropietarios tuvieran derecho alguno aretirarlos ni a percibir intereses.Algunos de los comerciantes más ricos,los que sabían algo de historia, poseíanfondos secretos en monedas fuertes.Pero también sabían que durante unoscuantos años, mientras gobernara HansFrank, las divisas serían peligrosas, ymenos deseables que las riquezas másportátiles: el oro, los diamantes, ciertosbienes de consumo.

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Bankier conocía cierta cantidad depersonas que residían en los alrededoresde Cracovia y estaban dispuestas ainvertir dinero a cambio de una cantidadasegurada de productos. Por ejemplo,cincuenta mil zlotys a cambio de ciertacantidad de kilos de ollas y sartenes pormes, que se entregarían durante un año apartir de julio de 1940. Para un judío deCracovia, con Hans Frank instalado enel castillo de Wawel, era más fácil yseguro negociar con utensilios de cocinaque con zlotys.

De estos arreglos no guardaban lamenor constancia Oskar, el inversor, niel intermediario Bankier; ni siquiera una

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anotación. Un contrato en regla erainútil, y de todos modos, no era posibleexigir su cumplimiento. Todo dependíade que Bankier hubiera juzgadoacertadamente al fabricante deesmaltados de los Sudetes.

Los encuentros se realizaban, quizás,en el apartamento del inversor en elcentro de Cracovia, la ciudad vieja. A laluz de la transacción cobraban nuevoscolores los paisajes polacos que amabala esposa del inversor, las novelasfrancesas que saboreaban sus alegres ydelicadas hijas. A veces, el inversorhabía sido expulsado de su casa yresidía en unas pobres habitaciones de

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Podgórze. Y era ya un hombre en plenodesconcierto, que había perdido su casay su negocio, del que tal vez era unempleado menor; y todo esto habíaocurrido en pocos meses, cuando el añoaún no había terminado.

A primera vista parecería un meroembellecimiento de la historia decir queOskar jamás fue acusado de faltar a esoscontratos informales. El año siguientehabía de mantener una disputa con unminorista judío por la cantidad deproductos que el hombre tenía derecho aretirar del muelle de carga de laDeutsche Email Fabrik, en la calleLipowa. Y ese hombre insistiría en sus

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acusaciones contra Oskar hasta el fin desus días, por ese asunto particular. Perojamás se dijo que Oskar no cumplierasus arreglos.

Porque Oskar era por naturalezacumplidor; daba a veces la impresión deque podía hacer pagos ilimitados apartir de recursos ilimitados. De todosmodos, Oskar y otros oportunistasalemanes ganarían tanto dinero en loscuatro años siguientes que sólo unhombre consumido por el deseo de lucrohubiera dejado de pagar lo que el padrede Oskar habría considerado deuda dehonor.

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Emilie Schindler fue a Cracovia avisitar por primera vez a su marido paraAño Nuevo. La ciudad le pareció la másbonita que había visto nunca,infinitamente más grandiosa, antigua yagradable que Brno, la ciudad principalde Moravia, con sus nubes de humoindustrial.

Le impresionó el nuevo piso de sumarido. Las ventanas daban al Planty,una elegante sucesión de parques quecorría alrededor de la ciudad siguiendoel contorno de las viejas murallas,derribadas mucho antes. Al final de lacalle se erguía la gran fortaleza deWawel; y en medio de esas venerables

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reliquias estaba el moderno apartamentode Oskar. Emilie miró los tapices ycortinajes elegidos por la señoraPfefferberg: era palpable en ellos eléxito reciente de su marido.

—Te ha ido muy bien en Polonia —dijo.

Oskar sabía que, en realidad, ellaestaba hablando del asunto de la doteque su padre se había negado a pagardoce años antes, cuando unos viajerosque venían de Zwittau habían irrumpidoen el pueblo de Alt-Molstein con lanoticia de que su yerno vivía y bebíacomo un soltero. El matrimonio de suhija era exactamente el tipo de

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matrimonio que había temido siempre, yde ningún modo les daría la dote.

Y aunque la falta de esoscuatrocientos mil marcos había alteradoun poco los planes de Oskar, el granjerode Alt-Molstein no sabía cuánto habíade entristecer y poner a la defensiva a suhija, ni que doce años más tarde, cuandoya fuera para Oskar un asunto sinimportancia, aún estaría en primer planoen la mente de Emilie.

—Querida —había repetido Oskarmuchas veces—, nunca tuve necesidadde esa maldita suma.

Las relaciones intermitentes deEmilie con Oskar parecen las de una

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mujer que no ignora las infidelidadespresentes y futuras de su marido, pero nodesea, sin embargo, que le pongan laspruebas ante los ojos. Sin duda sesentiría desasosegada al acudir, enCracovia, a reuniones donde los amigosde Oskar debían saber los nombres delas otras mujeres, esos nombres que ellaen realidad no quería conocer.

Un día un joven polaco —era PoldekPfefferberg, que casi había disparadocontra su marido, aunque ella no podíasaberlo— llegó a la puerta con unaalfombra enrollada sobre el hombro. Erauna alfombra del mercado negro, quehabía venido de Estambul a través de

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Hungría; Ingrid, que se había marchadode la casa durante el tiempo de la visitade Emilie, le había encargado aPfefferberg la tarea de encontrar una.

—¿Está Frau Schindler? —preguntóPfefferberg. Siempre llamaba así aIngrid, porque le parecía menosofensivo.

—Yo soy Frau Schindler —dijoEmilie, que no ignoraba el significadode la pregunta.

Pfefferberg demostró ciertasensibilidad al disimular. En realidad nodebía ver a Frau Schindler, explicó,aunque había oído hablar mucho de ellaa Herr Schindler. Debía ver a Herr

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Schindler por un asunto de negocios.Herr Schindler no estaba, respondió

Emilie. Ofreció al joven Pfefferberg unabebida que él rechazó en seguida.Emilie sabía también qué significabaeso: él estaba un poco escandalizadopor la vida personal de Oskar y leparecía indecoroso sentarse a beber conla víctima.

La fábrica que había arrendadoOskar se encontraba en Zablocie —alotro lado del río— en el número 4 de lacalle Lipowa. Los despachos que dabana la calle tenían un diseño moderno y

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Oskar pensó que tal vez fuera posible yconveniente trasladarse allí alguna vez,tener un apartamento en el tercer piso,aunque el entorno era industrial y no tanalegre como la calle Straszewskiego.

Cuando Oskar se instaló en laRekord, con el nuevo nombre deDeutsche Email Fabrik, había cuarenta ycinco personas a cargo de la pequeñaproducción de utensilios de cocina. Aprincipios del nuevo año recibió susprimeros contratos del ejército. Nofueron una sorpresa. Había cultivado larelación de varios influyentes ingenierosde la Wehrmacht que pertenecían a lajunta principal de armamentos de la

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Inspección de Armamentos de Schindler.Había compartido reuniones con ellos ylos había invitado a cenar al HotelCracovia. Hay fotos de Oskar con ellos,ante mesas costosas; todos sonríeneducadamente a la cámara. Están bienalimentados, han bebido generosamente,los oficiales llevan elegantes uniformes.Algunos de ellos habían puesto lossellos adecuados en sus propuestas oescrito importantes cartas derecomendación al general Schindlermeramente por amistad y porque creíanque la fábrica de Oskar cumpliría sucompromiso. Otros se dejabanconquistar por los regalos que Oskar

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hacía siempre a los funcionarios: coñac,tapices, joyas, muebles, cestos dealimentos de lujo. Se decía también queel general Schindler conocía a suhomónimo fabricante de esmaltados yque éste le agradaba mucho.

Con la autoridad de sus lucrativoscontratos con la Inspección deArmamentos, Oskar pudo expandir susinstalaciones. Había espacio. Detrás delos despachos de la DEF había dosgrandes naves industriales. En la de laizquierda, tal como se salía de losdespachos, estaba la zona ocupada porla producción actual. La otra naveestaba totalmente vacía.

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Compró máquinas nuevas, algunasen Polonia, otras en Alemania. Apartede los pedidos militares, había queabastecer el devorador mercado negro.Oskar sabía ya que podía ser unmagnate. A mitad del verano de 1940tendría doscientos cincuentatrabajadores polacos y consideraría laposibilidad de establecer un turno denoche. La fábrica de maquinariaindustrial de Herr Schindler, en Zwittau,había empleado cincuenta personas en elmejor momento. Es muy satisfactoriosuperar a un padre a quien no se haperdonado.

En algunos momentos, a lo largo del

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año, Stern visitaba a Schindler y lepedía un empleo para algún joven judío,siempre un caso especial: algúnhuérfano de Lodz, la hija de unempleado de la Judenrat. A los pocosmeses, Oskar empleaba cincuentaempleados judíos y su fábrica empezabaa adquirir una pequeña reputación delugar seguro.

Ese año —como todos losposteriores durante el resto de la guerra— los judíos buscaban empleos que seconsideraban esenciales para el esfuerzode guerra. En abril, el gobernadorgeneral Frank decretó la evacuación delos judíos de Cracovia, su capital. Era

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una decisión extraña, porque lasautoridades del Reich seguíanintroduciendo diez mil judíos y polacosdiarios en la zona del GobernadorGeneral. Sin embargo, como dijo Franka su gabinete, las condiciones enCracovia eran escandalosas. Sabía dealtos oficiales que residían en casas deapartamentos donde aún había inquilinosjudíos. Había incluso jefes de divisiónsometidos a la misma deplorableindignidad. Frank prometió que en elplazo de seis meses lograría unaCracovia judenfrei. Sólo se permitiríala presencia de cinco a seis miltrabajadores judíos especializados.

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Todo el resto sería trasladado a las otrasciudades del Gobierno General:Varsovia, Radom, Lublin oCzestochowa. Los judíos podríanemigrar voluntariamente a la ciudad queeligieran, pero sólo hasta el 15 deagosto. Los que quedaran en la ciudaddespués de esa fecha serían enviadoscon una cantidad mínima de equipaje acualquier lugar que conviniera a laadministración. A partir del primero denoviembre, dijo Hans Frank, losalemanes de Cracovia podrían respirarun «buen aire alemán» y salir a pasearsin ver las calles y caminos repletos dejudíos.

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Frank no lograría reducir ese año lapoblación judía de la ciudad hasta unnivel tan bajo. Pero cuando anunció susplanes, la población judía de Cracovia,y especialmente los jóvenes, seprecipitaron a aprender oficiosespecializados. Hombres como eldelgado Itzhak Stern —agentes oficialesy oficiosos del Judenrat— elaborabanlistas de simpatizantes alemanes aquienes podían recurrir. En esa listafiguraba Schindler así como el vienésJulius Madritsch, que había logradorecientemente su baja de la Wehrmacht yel cargo de Treuhänder de la fábrica deuniformes Optima. Madritsch también

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había pensado en los ventajososcontratos de la Inspección deArmamento y se proponía abrir unafábrica de uniformes en el suburbio dePodgórze. Con el tiempo amasaría unafortuna aún mayor que la de Schindler;pero ese annus mirabilis de 1940 sóloganaba un salario. Se sabía que era unabuena persona y eso era todo.

El primero de noviembre Frankhabía logrado sacar de Cracovia milvoluntarios judíos. Algunos de ellos semarcharon a los nuevos ghettos deVarsovia y de Lodz. Es fácil imaginarlas tristes despedidas en las estacionesde tren y los espacios vacíos en las

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mesas, pero la gente aceptabaresignadamente, pensando: «lo haremos;ésta será la peor parte». Oskar tampocoignoraba lo que ocurría pero, como losmismos judíos, esperaba que fuese unexceso pasajero.

Probablemente fue el año másindustrioso de la vida de Oskar. Suempresa pasó de la bancarrota a un nivelde producción que las instituciones delgobierno tomaban seriamente. Cuandocayeron las primeras nieves, Schindleradvirtió con irritación que cada díafaltaban a su trabajo unos sesenta o másoperarios judíos. Detenidos mientrasacudían a su trabajo por las patrullas de

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las SS, eran obligados a despejar lanieve. Schindler visitó a su amigo Toffelen el cuartel general de las SS en lacalle Pomorska para expresar susquejas. Cierto día, dijo a Toffel, habíaciento veinticinco empleados ausentes.

Toffel no vaciló en responder:—Tiene que comprender que a

mucha de nuestra gente no le importanada la producción. Para ellos es unaprioridad nacional que se empleenjudíos para despejar la nieve. Enverdad, no lo comprendo… Ven unsignificado ritual en esa tarea. No leocurre a usted sólo, sino a todos.

Oskar preguntó si también los demás

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se quejaban. Si, dijo Toffel. Y sinembargo, agregó, un alto funcionario dela Oficina de Construcciones yPresupuestos de las SS había dichodurante una comida en la calle Pomorskaque era una traición considerar que losobreros especializados judíos pudierantener un lugar en la economía del Reich.

—Por lo que me parece, no dejaráde ver a muchos de sus judíos barriendonieve, Oskar.

Por el momento, Oskar adoptó laactitud del patriota ultrajado, o tal vez ladel ávido empresario ultrajado.

—Para ganar la guerra —dijo—,habría que quitarse de encima a esos

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hombres de las SS.—¿Quitárselos de encima? —repitió

Toffel—. Por Cristo, si son los quemandan.

Como resultado de esta y otrasconversaciones similares, Oskar empezóa defender el principio de que unempresario debía poder disponerlibremente de su personal y de que esepersonal debía tener libre acceso a lafábrica sin que nadie los detuviera ni lesimpusiera otras tareas mientras sedirigían a su trabajo o de este a su casa.Para Oskar, esto era un axioma moraltanto como industrial. Y lo aplicaríaluego hasta los últimos límites en la

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Deutsche Email Fabrik.

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CAPÍTULO 7

Algunos habitantes de las grandesciudades, de Lodz y de Varsovia, dondehabía ghettos, o de Cracovia, debido aldeseo de Frank de hacerla judenfrei, semarcharon al campo para ocultarse entrelos campesinos. Los hermanos Rosner seestablecieron en el antiguo pueblo deTyniec, en un bonito recodo del Vístuladominado por un cerro de piedra calizadonde había una vieja abadíabenedictina. Era un sitio suficientementeanónimo para los Rosner. Había unospocos tenderos y artesanos judíos

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ortodoxos que no podían tener nada encomún con unos músicos de baresnocturnos. Pero los campesinos,tediosamente atareados por lascosechas, recibieron a los músicos tanbien como ellos ya esperaban.

No habían llegado a Tyniec desdeCracovia; no huían de ese gran punto deconcentración, cerca de los jardinesbotánicos de la calle Mogilska dondejóvenes soldados de las SSamontonaban gente en camiones ypronunciaban suaves y mentirosaspromesas sobre la entrega posterior detodos los equipajes adecuadamenterotulados. Venían de Varsovia; habían

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estado contratados en el Basilisk.Habían partido el día anterior al cierredel ghetto de Varsovia ellos dos, Henryy Leopold, Manci, la esposa de Henry, yOlek, su hijo de cinco años.

A los hermanos Rosner les agradabala perspectiva de instalarse en un pueblopolaco del sur, cerca de su Cracovianatal. Si las condiciones mejoraban,tendrían la posibilidad de coger unautobús a Cracovia y buscar trabajo allí.La muchacha austriaca —Manci Rosner— había llevado consigo su máquina decoser y los hermanos abrieron en Tyniecuna pequeña tienda de ropa. Por lasnoches tocaban en las tabernas causando

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sensación en ese pueblo tan pequeño.Los pueblos solían recibir bien y apoyarpequeñas maravillas ocasionales aunquefueran judías. Y el violín era elinstrumento mas venerado en Polonia.

Una noche un viajeroVolksdeutscher —un polaco de lenguaalemana— de Poznan oyó tocar a loshermanos Rosner en la terraza de lahostería. El Volksdeutscher, uno de esospolacos alemanes en cuyo nombre Hitlerhabía ocupado inicialmente, era unfuncionario municipal de Cracovia. Dijoa Henry que el alcalde de Cracovia, elObersturmbannführer Pavlu y susegundo, el renombrado esquiador Sepp

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Röhrl, visitarían esa zona rural durantela cosecha; sería un placer para él quepudieran escuchar a un dúo tan perfecto.

Una tarde en que los haces deespigas dormitaban en los campos tantranquilos y solitarios como losdomingos, una hilera de grandes cochesoficiales atravesó Tyniec y subió lacuesta que llevaba a la residencia devacaciones de un aristócrata polacoausente. Los hermanos Rosner esperabanen la terraza. Fueron invitados a tocarcuando todas las damas y caballeros sesentaron en un salón donde alguna vez sehabían celebrado bailes. Henry yLeopold sintieron a la vez excitación y

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miedo al ver la gravedad con que losinvitados del ObersturmbannführerPavlu se disponían a escuchar. Lasmujeres vestían de largo y con guantes,los oficiales uniforme de gala, losburócratas cuellos de pajarita. Era fácildecepcionar a personas que se tomabantantas molestias. Y era un grave crimenque un judío causara incluso unadecepción cultural al régimen.

Pero el público se enamoró de ellos.Eran un grupo característicamentegemütlich: adoraban las obras deStrauss, Offenbach, Lehar, AndréMessager y Leo Falí. A la hora de laspeticiones se pusieron sentimentales.

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Y mientras Henry y Leopoldtocaban, los hombres y las mujeresbebían champaña en altas copas traídasespecialmente en cestos.

Terminado el recital para losfuncionarios, acompañaron a loshermanos hasta el píe de la colina,donde estaban reunidos los soldados dela escolta y los campesinos. Si sepreparaba alguna violenta demostraciónracial, era allí donde debía ocurrir. Peroapenas los dos hermanos subieron a uncarro y miraron a la muchedumbre,Henry supo que no tendrían problemas.Estaban protegidos por el orgullo de loscampesinos, su actitud nacional, el

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hecho de que esa noche los Rosnerdieran prestigio a la cultura polaca. Esose parecía tanto a los viejos tiempos queHenry se encontró sonriendo a Olek y aManci, tocando para ella, capaz deignorar todo el resto. Durante unosinstantes pareció que, finalmente, lamúsica había pacificado la tierra.

Cuando concluyeron, un suboficialde las SS —tal vez un Rottenführer;Henry no conocía bien sus grados—, demediana edad, se acercó a los hermanos,que recibían felicitaciones junto alcarro. Inclinó su cabeza, sonriendoapenas.

—Espero que tengáis una buena

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fiesta de la cosecha —dijo, y se alejó.Los hermanos se miraron. Cuando el

militar se apartó, cedieron a la tentaciónde discutir el sentido de esas palabras.Leopold estaba convencido:

—Ha sido una amenaza —dijo.Demostraba lo que habían temido en elfondo de su corazón cuando elfuncionario Volksdeutscher les habíahablado por primera vez: que no eraconveniente, en esos días, destacarse yadquirir un rostro distintivo.

Pero la fiesta de la cosecha llegó ypasó, y los Rosner no fueron molestadosen Tyniec.

Así era la vida en el campo en 1940.

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Una carrera suspendida, una borrosaactividad comercial, el terror ocasional,la atracción del brillante núcleo que eraCracovia. Los Rosner sabían que algunavez volverían a él.

Emilie regresó a su casa en otoño; ycuando Stern visitó nuevamente aSchindler, fue Ingrid quien sirvió elcafé. Oskar no ocultaba sus debilidades,y aparentemente jamás pensó que fueranecesario excusarse ante el ascéticoItzhak Stern por la presencia de Ingriden el apartamento de Straszewskiego. Nipor coger del armario una nueva botella

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de coñac y ponerla en la mesa entreStern y él, como si hubiera algunaprobabilidad de que le ayudara abeberla.

Stern había ido esa noche a advertira Oskar de que una familia, a quienesllamaremos los C, hablaban mal de él.El viejo David y el joven Leon Crepetían incluso en las calles deKazimierz que Oskar era un gángsteralemán y un asesino. Stern no empleótérminos tan vívidos en su informe aOskar.

Oskar sabía que Stern no esperabarecibir respuesta; solamente traía lanoticia. Pero sintió, sin duda, que debía

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responder.—También yo podría hablar de ellos

—dijo—. Me han estado robando.Puede preguntarle a Ingrid.

Ingrid trabajaba en la ferretería delos C, en la calle Stradom. Era unaTreuhander benigna, y como aún no teníatreinta años, sin experiencia comercial,se rumoreaba que Schindler mismohabía hecho designar a la muchacha paratener allí un mercado seguro para susesmaltados. Sin embargo, los C aúnmanejaban en gran medida a su gusto sucompañía. Si estaban resentidos porquela potencia ocupante ejerciera sufideicomiso, nadie podía censurarlos.

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Stern alzó la mano. ¿Quién era élpara censurar a Ingrid? Y tampoco podíaservir de mucho comparar notas con lachica.

—Han utilizado a Ingrid —dijoOskar. Habían ido a la calle Lipowapara retirar sus pedidos, y allí mismohabían alterado las facturas parallevarse más mercancía que laestipulada y pagada.

«Ella dice que está bien —dijeron alpersonal de Oskar—. Él lo ha arregladocon Ingrid».

El hijo había reunido muchedumbresy declarado que Schindler había hechoque los SS le golpearan. Pero esa

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historia variaba. La paliza habíaocurrido en la fábrica de Schindler, enun depósito del que había salido eljoven C con la cara hinchada y dientespartidos. Y también se decía que habíasido en Limanowskiego y ante testigos.Y un hombre llamado H, empleado deOskar y amigo de los C, dijo que habíaoído a Oskar cuando amenazaba matar alviejo David C, mientras caminaba de unlado a otro de su despacho de la calleLipowa. Y se murmuraba además queOskar había ido a la calle Stradom:después de violentar la cajaregistradora, se había llenado losbolsillos de dinero, afirmando que había

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en Europa un nuevo orden. Y que habíagolpeado en su despacho al viejo DavidC.

Oskar no podía alegar en su defensaque pagaba a los C un salario mensualde setecientos cincuenta zlotys. Tantopara él como para Stern, la compañíaferretera era de los C.

¿Era posible que Oskar golpeara alviejo David C hasta el punto de quedebiera meterse en cama? ¿Era capaz depedir a sus amigos de la policía quegolpearan a Leon? En cierto nivel,Oskar y los C eran delincuentes quevendían ilegalmente toneladas deesmaltados, sin enviar a la Transfertelle

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el detalle de las ventas ni utilizar loscupones obligatorios, los Bezugschein.En el mercado negro los diálogos eranprimitivos y el mal carácter aflorabarápidamente. Oskar admitió que habíaentrado tempestuosamente en eldespacho de los C, que había llamadoladrones al padre y al hijo, y que habíatomado de su caja el importe de lasmercancías que ellos habían retirado sinautorización. Y admitió que había dadoun puñetazo al joven Leon, esto era todo.

Los C, a quienes Stern conocíadesde la infancia, tenían una reputacióndudosa. No eran incorrectos, pero síduros en sus negocios. Y lo que es

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significativo en este caso, tenían fama dequejumbrosos cuando se metían en líos.

Stern sabía que Leon C teníarealmente marcas de golpes. Las habíamostrado en público, deseoso de hablarde ellas. La paliza de las SS habíaocurrido realmente en un lugar o en otro,pero podía tener una docena de causas.Stern no sólo no creía que Schindlerfuera culpable, sino que pensaba quecreer o no creer en lo que se decía erairrelevante para sus propios fines. Sólotendría importancia si llegaba aconfirmarse la brutalidad habitual deOskar. Para los fines de Stern, loserrores ocasionales no contaban. Y si

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Oskar hubiera estado libre de todaculpa, ni ese piso lujosamente decoradohabría existido, ni habría estado Ingridesperando en el dormitorio.

Sin embargo, algo más se debedecir: Oskar había de salvarlos a todos.A David C y su esposa, a Leon, a suempleado H, y a M, la secretaria delviejo C. Ellos no lo negarían nunca,pero tampoco dejarían de insistir en suhistoria inicial.

Esa noche Itzhak Stern traía ademásla noticia de que Marek Biberstein habíasido condenado a dos años de cárcel enla prisión de la calle Montelupich; era—o había sido hasta el arresto— el

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presidente del Judenrat. En otrasciudades el Judenrat motivaba ya larepulsa general de la población judía,porque su tarea principal consistía enpreparar las listas para las tareasobligatorias y para las transferencias alos campos de concentración. Laadministración alemana consideraba alos Judenrats como instrumentossometidos a su voluntad; pero enCracovia Marek Biberstein y su gabinetese veían aún como un amortiguador entreFrank, Wáchter, Pavlu y los jefes depolicía Scherner y Czurda, por unaparte, y los habitantes judíos de laciudad, por la otra. En el Cracower

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Zeitung, el diario alemán de la ciudad,del 13 de marzo de 1940 el doctorDietrich Redecker decía que, al visitarel Judenrat, le había asombrado elcontraste entre sus ricos tapices ymuebles y la sordidez de las casasjudías de Kazimierz. Sin embargo, losjudíos supervivientes no recuerdan a losantiguos miembros del Judenrat deCracovia como personas aisladas delpueblo. Ansiosos por obtener fondos,habían cometido el mismo error que losJudenrats de Lodz y Varsoviaanteriormente, permitiendo que los ricoscompraran su eliminación de las listasde trabajo obligatorio, y obligando así a

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los pobres a ganar duramente el pan y lasopa. Pero incluso más tarde, en 1941,Biberstein y sus consejeros gozaban aúndel respeto de los judíos de Cracovia.

Esos primeros integrantes delJudenrat eran veinticuatro hombres, ensu mayoría intelectuales. Todos los días,cuando se dirigía a Zablocie, Oskarpasaba por su edificio de Podgórze,donde se apretujaba una cantidad desecretarías. Como en un gabinete, cadamiembro del consejo se ocupaba de unaspecto diferente del gobierno. El señorSchenker se ocupaba de los impuestos, yel señor Steinberg de las viviendas, unatarea esencial en una sociedad donde las

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personas iban y venían, intentando estasemana refugiarse en algún pequeñopueblo para regresar a la siguiente,oprimidos por la estrechez de loscampesinos. Leon Salpeter,farmacéutico, cumplía parte de lastareas de asistencia social. Habíasecretarias de alimentos, cementerios,salud, documentación para viajes,asuntos económicos, serviciosadministrativos, cultura e incluso —acausa de la supresión de las escuelas—educación.

Biberstein y su consejo creían quelos judíos expulsados de Cracoviaterminarían en sitios peores y por lo

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tanto habían decidido reiterar unaantigua estrategia: el soborno. Elcastigado tesoro del Judenrat destinódoscientos mil zlotys a este fin.Biberstein y el secretario de vivienda,Chaim Goldfluss, buscaron unintermediario, en este caso unVolksdeutscher llamado Reichert, quetenía contactos en las SS y en el castillode Wawel. La misión de Reichertconsistía en pasar el dinero a una seriede oficiales a partir delObersturmführer Seibert, oficial deenlace entre el Judenrat y el GobiernoGeneral. A cambio del dinero laadministración permitiría que otros diez

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mil judíos de la comunidad de Cracoviapermanecieran en la ciudad a pesar delas órdenes de Frank. No fue posiblesaber si Reichert insultó a los oficialesreservando para sí un margen demasiadogrande y haciendo una oferta demasiadobaja, o si los militares involucradosconsideraron que la ambición delgobernador Frank de una Cracoviajudenfrei tornaba demasiado peligrosala aceptación del soborno. PeroBiberstein fue condenado a dos años enMontelupich, Goldfluss a seis meses enAuschwitz y Reichert mismo a ochoaños. Sin embargo, todos sabían que éllo pasaría mejor que los otros dos.

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Herr Schindler movió la cabeza antela idea de apostar doscientos mil zlotysa una esperanza tan frágil.

—Reichert es un delincuente —murmuró. Diez minutos antes habíandebatido si él mismo y los C erandelincuentes, sin poner un punto final ala discusión. Pero no había ninguna dudaacerca de Reichert—. Yo hubierapodido decirles que Reichert era unsinvergüenza —insistió.

Stern observó, en el tono de losaforismos filosóficos, que en ciertosmomentos sólo se podía hacer negocioscon sinvergüenzas, porque eran losúnicos que quedaban.

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Schindler se echó a reír. Una risafranca, con dientes, casi rústica.

—Muchas gracias, querido amigo —dijo.

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CAPÍTULO 8

La Navidad de ese año no fue tanmala. Pero cundía la nostalgia y la nievecaía como una pregunta en los parquesfrente a la casa de Schindler y cubríacomo algo eterno y vigilante los techosdel castillo de Wawel y la calleKanonicza, al pie de las viejas fachadas.Nadie creía ya en la resolución rápidade la guerra, ni los soldados, ni lospolacos, ni los judíos a ambos lados delrío.

Schindler compró un caniche, unaridícula cosa francesa adquirida por

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Pfefferberg para su secretaria polaca. AIngrid le regaló alhajas y también envióalgunas a Zwittau para la dulce Emilie.Leopold Pfefferberg dijo que no habíasido fácil encontrar el caniche, pero silas joyas. A causa de los tiempos quecorrían, las piedras preciosas teníanextremada movilidad.

Aparentemente Oskar mantenía lazossimultáneos con las tres mujeres y devez en cuando amistades casuales conotras sin sufrir jamás las penalidadesnormales que aquejan a los mujeriegos.Los visitantes de su casa no recuerdansiquiera haber visto a Ingrid demalhumor. Era, parece, una chica serena

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y generosa. Emilie, que tenía aún másmotivos de queja, era demasiado dignapara montar las escenas que Oskarmerecía sobradamente. Si VictoriaKlonowska estaba resentida, esto noafectaba a sus modales en el despachode la DEF ni su lealtad al Herr Direktor.Uno esperaría que, en una vida como lade Oskar, los enfrentamientos públicosentre mujeres enfurecidas fueran hechoscotidianos. Pero nadie entre los amigoso los empleados de Oskar —testigosdeseosos de admitir, a veces con unasonrisa, los pecados de la carne deOskar— recuerda un enfrentamiento deeste tipo, frecuente destino de personas

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menos osadas que otras.Sugerir, como han hecho algunos,

que a cualquier mujer le habríaagradado disponer parcialmente deOskar es subestimar a las mujeresinvolucradas. El problema estaba enque, si se hablaba a Oskar de fidelidad,aparecía en sus ojos una mirada deauténtico asombro infantil, como si unomencionara un concepto similar a larelatividad, que sólo era posiblecomprender disponiendo de cinco horaspara meditar y concentrarse. Oskarnunca tuvo cinco horas y nuncacomprendió.

Excepto en el caso de su madre. En

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recuerdo de su madre muerta Oskar fueesa mañana de Navidad a la misa deSanta María. Había un espacio vacíosobre el altar; hasta pocas semanasantes, estaba allí el tríptico de maderade Wit Stwosz, distrayendo a los fielescon su apretujada muchedumbre dedeidades. Esa ausencia, la palidez de lapiedra allí donde había estado eltríptico, avergonzaron a Herr Schindler.Alguien lo había robado. Había sidoenviado a Nuremberg. El mundo sehabía convertido en un lugarimprobable.

Igualmente los negocios fueronmaravillosos ese invierno. Los primeros

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días del nuevo año sus amigos de laRuseungsinspektion le hablaron de laposibilidad de que creara una secciónde armamentos para fabricar granadasantitanques. A Oskar le interesaban máslas ollas y las sartenes que las granadas.La ingeniería de las ollas y las sartenesera sencilla. Se cortaba y prensaba elmetal, se sumergía en cubas, se sometíaa la temperatura adecuada. No eranecesario calibrar instrumentos: enningún punto del proceso el trabajodebía ser tan preciso como paraproducir armas. Por otra parte, noexistía la posibilidad del comercioclandestino de granadas, y a Oskar le

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encantaba el comercio clandestino porsu aspecto deportivo, su malareputación, los rápidos ingresos y lacarencia de papeleos.

Pero como era buena política,inauguró una sección de municiones,instalando en una galería de su nave 2varias inmensas máquinas Hilo para elprensado y mecanizado de precisión dela cubierta de las granadas. Sinembargo, por ahora la sección teníacarácter experimental; pasarían variosmeses de planeamiento y control deproducción antes de que apareciera laprimera granada. Pero las grandes Hilodaban a la fábrica de Schindler el

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aspecto de una industria básica y eranpor lo tanto un paradero contra eldudoso futuro.

Antes de que las Hilo estuviesensiquiera calibradas, Oskar empezó arecibir veladas noticias de sus contactosen las SS de la calle Pomorska de quepronto se establecería un ghetto para losjudíos. Mencionó discretamente elrumor a Stern, tratando de no crearalarma. Si, dijo Stern, corría esa noticia.Incluso algunas personas la veían conesperanza. Estaremos dentro, el enemigoestará fuera. Podremos ocuparnos de

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nuestros propios asuntos. Nadie nosenvidiará, nadie nos arrojará piedras enla calle. Las murallas del ghetto seránestables. Esas murallas serían una formafija y definitiva de la catástrofe.

El edicto 44/91 fue publicado el 3de marzo de 1941 en los periódicos deCracovia y aullado por los altavoces delos camiones en Kazimierz. Mientrasrecorría la sección de municiones,Oskar oyó comentar las noticias a unode sus técnicos alemanes.

—¿Y no estarán mejor allí? —preguntaba el hombre—. Los polacoslos odian.

El edicto contenía la misma excusa.

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Para reducir los conflictos raciales en laGobernación General se crearía unbarrio judío cerrado. La residencia en elghetto sería obligatoria para todos losjudíos, pero quienes tuvieran la tarjetade trabajo correspondiente podrían salirpara regresar por la noche. El ghettoestaría situado en el suburbio dePodgórze, sobre el río. La fecha límitede ingreso era el 20 de marzo. Ladistribución de viviendas quedaría acargo del Judenrat, pero los polacosque actualmente vivían en la zona delghetto y que por lo tanto debíantrasladarse, se dirigirían a su propiaoficina de vivienda para obtener

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apartamentos en otras partes de laciudad.

El edicto incluía un mapa del nuevoghetto. El límite norte era el río, el estela línea férrea a Lwow, el sur lascolinas al otro lado de Rekawka, y eloeste la plaza de Podgórze. Sería unespacio densamente poblado.

Pero existía la esperanza de que larepresión adquiriera una forma definida,dando a la gente una base para planearsus restringidos futuros. Para un hombrecomo Juda Dresner, un vendedor depaños de la calle Stradom, queoportunamente conocería a Oskar, el añoy medio pasado había sido una

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asombrosa sucesión de intrusiones,confiscaciones y decretos. Elfideicomiso se había apoderado de suestablecimiento y había perdido sucoche y su casa. Su cuenta bancariaestaba congelada. Las escuelas a las queconcurrían sus hijos habían sidocerradas. Le habían quitado las joyasfamiliares y la radio. Ni él ni su familiapodían pisar el centro de Cracovia niviajar en tren. Sólo podían utilizar lostranvías para judíos. Su mujer, su hija ysus hijos estaban expuestos a lasfrecuentes redadas de personas paradespejar la nieve u otras tareasobligatorias. Nadie sabía, cuando lo

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metían en un camión, si su ausencia seríabreve o larga, ni qué clase de loco degatillo fácil supervisaría el trabajo queestaría obligado a hacer. Con un régimensemejante sentíase que la vida noofrecía un punto de apoyo, que se caíaen un pozo sin fondo. Pero tal vez elghetto era el fondo, un punto desde elcual era posible el pensamientoorganizado.

Además, los judíos de Cracoviaestaban acostumbrados, de un modo quepodría llamarse congénito, a la idea delghetto. Y ahora que la decisión habíasido tomada, hasta la misma palabratenía un acento ancestral y

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tranquilizador. Sus abuelos no habíantenido el derecho de salir del ghetto deKazimierz hasta 1867, año en queFrancisco José firmó un decreto que losautorizaba a vivir en el punto de laciudad que desearan. Los cínicos habíandicho entonces que los austriacosnecesitaban abrir Kazimierz, en elrecodo del río, junto a Cracovia, paraque los trabajadores polacos pudieranencontrar hogares más próximos a loslugares de trabajo. Francisco José eratan bien recordado por los ancianos deKazimierz como lo había sido en la casanatal de Oskar Schindler.

La libertad había llegado muy tarde,

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y entre los judíos más ancianos deCracovia había cierta nostalgia delantiguo ghetto de Kazimierz. Un ghettoimplicaba cierta sordidez, casasatestadas, grifos y lavabos compartidos,disputas por el espacio para tender laropa lavada. Pero también concentraba alos judíos en sus propias peculiaridadesy favorecía la riqueza de la culturacompartida, las canciones, lasconversaciones sobre el sionismo, codoa codo, entre cafés abundantes en ideasaunque no en crema. Llegaban terriblesrumores de los ghettos de Lodz y deVarsovia; pero el ghetto de Podgórze, talcomo estaba planeado, era más generoso

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con el espacio. Si se superponía elplano del ghetto sobre el de Cracovia,se veía que el primero ocupaba la mitaddel espacio de la ciudad vieja: no era deningún modo suficiente pero tampocoera sofocante.

El edicto incluía también unacláusula pacificatoria que prometíaproteger a los judíos de suscompatriotas polacos. Desde elcomienzo de los años treinta se habíadesarrollado en Polonia una campañaracial cuidadosamente orquestada.Cuando se inició la depresión y cayeronlos precios de los productos agrícolas,el gobierno polaco aplicó sanciones

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contra los grupos políticos antisemitasque consideraban a los judíos como lacausa de todos sus problemaseconómicos. El Sanacja —el Partido deLimpieza Moral— del mariscalPilsudski se alió, a la muerte delmariscal, con la Unidad Nacional, ungrupo derechista y antisemita. El primerministro Skladkowski declaró en elParlamento de Varsovia: «¿Una guerraeconómica contra los judíos?¡Adelante!». Y, en lugar de dar a loscampesinos la reforma agraria, elSanaeja los alentó a mirar las tiendasjudías del mercado como el símbolo y laexplicación perfecta de la pobreza rural

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polaca. Hubo pogroms contra lapoblación judía en muchas ciudades,empezando por Grodno en 1935. Loslegisladores polacos se unieron a lalucha y las nuevas leyes de créditobancario sofocaron a las industriasjudías. Los gremios quedaron cerradospara los artesanos judíos y lasuniversidades impusieron una cuotamáxima de acceso para los estudiantesjudíos, que las personas de culturaclásica llamaban numerus clausus autnullus (número restringido o ninguno).Ante la insistencia de la UnidadNacional, se otorgaron bancosespeciales para los judíos en las aulas,

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en el lado izquierdo. Era común en lasuniversidades polacas que las bonitas ybrillantes hijas de la judería localsufrieran, al salir de las aulas, velocesnavajazos en las mejillas asestados poralgún joven delgado y serio de laUniversidad Nacional.

En los primeros días de laocupación asombraba a losconquistadores que los polacosestuvieran dispuestos a señalar las casasjudías o a sostener a un judío por loslargos rizos ortodoxos mientras lecortaban la barba con tijeras o marcabansu rostro con una bayoneta de infantería.Por lo tanto, la promesa de proteger a

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los residentes del ghetto contra losexcesos nacionalistas polacos casiparecía creíble.

Aun cuando no había gran júbiloespontáneo entre los judíos de Cracoviamientras se preparaban para instalarseen Podgórze, estaba presente ciertoextraño elemento de retorno al hogar, asícomo la sensación de llegar a un límite:más allá de éste, con un poco de buenafortuna, no habría más desarraigo nitiranía. Algunas personas de los pueblosque rodeaban a Cracovia —Wieliczka,Niepolomice, Lipnica, Murowana,Tyniec— se dirigieron a Podgórzeapresuradamente para que el 20 de

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marzo no los sorprendiera encerrados,fuera, en un paisaje desolado. Porque elghetto era por naturaleza, y casi pordefinición, habitable aunque sujeto aataques esporádicos. El ghettorepresentaba la stasis, no elmovimiento.

El ghetto introduciría un pequeñoinconveniente en la vida de OskarSchindler. Tenía el hábito de salir de suelegante piso de Straszewskiego, pasarjunto al bulto de piedra caliza delcastillo de Wawel, metido en la boca dela ciudad como un corcho en una botella,atravesar Kazimierz y seguir luego porel puente Kosciuszko para girar a la

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izquierda hacia su fábrica de Zablocie.Desde ahora los muros del ghettobloquearían ese camino. Era unproblema ínfimo, pero tornaba másrazonable la idea de instalar un nuevoapartamento en el piso superior deledificio de la calle Lipowa. No estabatan mal: era una construcción al estilo deWalter Gropius con mucha luz,abundancia de cristales y elegantesladrillos cúbicos en la entrada.

Cada vez que viajaba entre la ciudady Zablocie en esos días de marzo antesde la fecha límite, veía en Kazimierz alos judíos que empacaban suspropiedades; y en la calle Stradom, a

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familias que empujaban carretillas conaltas pilas de sillas, colchones y relojeshacia el ghetto. Sus antepasados habíanvivido en Kazimierz desde que era unaisla separada del centro por un brazo delrío llamado Stara Wisla; exactamente,desde que Casimiro el Grande los habíainvitado a residir en Cracovia en unmomento en que, en todas partes, se lesechaba la culpa de la Peste Negra.Oskar imaginó que así habían entrado enCracovia quinientos años antes;empujando una carretilla de muebles.Ahora se marchaban con las mismascosas. La invitación de Casimiroquedaba cancelada.

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Cuando atravesaba la ciudad unamañana, Oskar vio que los tranvías de laciudad pasarían en el futuro por la calleLwowska, atravesando el ghetto. Losobreros polacos estaban recubriendo deladrillos todas las paredes que daban alos carriles del tranvía y elevandomuros de cemento donde había espaciosvacíos. Los tranvías tendrían sus puertascerradas desde que entraran en el ghettoy no se detendrían mientras no volvierana aflorar al Umwelt, el mundo ario, en laesquina de las calles Lwowska y Kingisuroeste. Oskar sabía que la gentetomaría de todos modos el tranvía. Conlas puertas cerradas, sin paradas, con

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ametralladoras emplazadas en losmuros; tanto daba. Los seres humanoseran incurables en este sentido. Algunostratarían de bajar del tranvía en marcha,alguna criada polaca leal con un paquetede salchichas. Otros tratarían de subir,algún joven atlético de movimientosrápidos, como Leopold Pfefferberg, conel bolsillo lleno de diamantes o zlotysde ocupación, o con un mensaje encódigo para los guerrilleros. La genterespondía ante cualquier oportunidad,aunque fuera un vehículo que venía delexterior, se movía velozmente entremuros ciegos y tenía las puertascerradas.

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A partir del 20 de marzo losoperarios judíos de Oskar no recibiríansalario; deberían vivir exclusivamentede sus raciones. En cambio, él pagaríaun arancel en los cuarteles de las SS deCracovia. Esto desagradaba a Oskar y aMadritsch: sabían que algún díaterminaría la guerra y que lospropietarios de esclavos, como habíaocurrido en América, seríanavergonzados en público. El dinero quedebían entregar a los jefes policiales erael arancel standard de la OficinaAdministrativa y Económica SS: sietemarcos y medio diarios por cada obrero

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calificado, cinco por cada mujer uobrero no calificado. La cantidad erainferior a la usual en el mercado libre detrabajo. Pero, tanto para Oskar comopara Julius Madritsch, el disgusto moralpesaba más que la ventaja económica.El pago de ese dinero era, ese año, lamenor de las preocupaciones de Oskar.Él no había sido nunca un modelocapitalista. Su padre lo había acusadofrecuentemente en su juventud de serdesaprensivo con el dinero. Cuando sóloera un gerente de ventas, Oskar tenía doscoches y la esperanza de que Hans seenterara con desagrado. Ahora, enCracovia, podía tener un garaje lleno: un

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Minerva belga, un Maybach, un Adler,un BMW.

Uno de los triunfos a que aspirabaSchindler era mostrarse pródigo y, sinembargo, ser más rico que su padre, máscuidadoso. En los momentos deexpansión el coste del trabajo no teníaimportancia.

También era así para Madritsch. Sufábrica de uniformes estaba al oeste delghetto, más o menos a dos kilómetrosdel establecimiento de Oskar. Susnegocios marchaban tan bien que seproponía abrir una fábrica similar enTarnow. También él era un favorito de laInspección de Armamentos, a tal punto

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que acababa de recibir un préstamo deun millón de zlotys de un banco, elEmisyjny.

A pesar de sus problemas morales,no es probable que ninguno de ambosempresarios, Oskar o Julius, sintieran laobligación moral de no emplear másjudíos. Eso habría sido sólo un gesto y,como eran pragmáticos, los gestos noeran su fuerte. De todos modos, ItzhakStern y Roman Ginter —un comercianteque pertenecía al Judenrat— visitaron aOskar y a Julius y les pidieron queemplearan más judíos, tantos comopudieran. Su objetivo era dar al ghettoestabilidad económica. Era casi

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axiomático, pensaban Stern y Ginter enese momento, que, si un judío teníacierto valor económico en un flamanteimperio hambriento de obreroscalificados, estaba a salvo de cosaspeores. Oskar y Madritsch estaban deacuerdo.

Durante dos semanas, familias declase media, con la ayuda de sus criadospolacos, empujaron sus carretillas através de Kazimierz y del puente haciaPodgórze. En la parte inferior estabanlos abrigos de pieles y las joyas queconservaban; arriba, las teteras, las

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ollas, los colchones. En las callesStradom y Starovislna grupos depolacos se burlaban o les arrojabanbarro.

—¡Se van los judíos! ¡Se van losjudíos! ¡Adiós, judíos!

En el otro lado del puente un vistosoportal de madera recibía a los nuevospobladores del ghetto. Adornado confranjas blancas que le daban aspectoárabe, tenía dos grandes arcos para lostranvías que iban y venían de Cracovia.A un lado había una garita blanca, parael centinela. Encima de los arcos, unaleyenda en hebreo: Ciudad Judía. En laparte frontal del ghetto, sobre el río,

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había una alta cerca de alambre deespino; y en todos los sitios dondequedaban huecos se habían colocadounas losas de cemento de tres metros dealtura redondeadas en la parte superior,similares a las lápidas de los muertosanónimos.

En la puerta del ghetto recibía a losjudíos un representante de la oficina devivienda del Judenrat. Un hombrecasado y con familia numerosa podíadisponer de dos habitaciones y unacocina. Pero era penoso, después de lascomodidades de las décadas de 1920 y1930, compartir la vida privada confamilias de hábitos y rituales diferentes,

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y de otro olor. Las madres lloraban; lospadres decían que todo podía ser peor ymovían sus cabezas. En la mismahabitación, el ortodoxo considerabaabominable al liberal.

El 20 de marzo se completó eltraslado. Todo judío estaba en peligrofuera del ghetto. Los moradores delinterior estaban en paz, por el momento.

A Edith Liebgold, de veintitrés años,le asignaron una habitación en un primerpiso, compartida con su madre y con suniño pequeño. La caída de Cracovia,dieciocho meses antes, había puesto a sumarido al borde de la desesperación. Sehabía marchado de su casa para tratar de

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examinar las posibilidades que tenía.Pensaba en los bosques, en hallar unlugar seguro. Jamás había regresado.

Desde su ventana, Edith Liebgoldpodía ver el Vístula a través de labarricada de alambre de espino. En sucamino a otras partes del ghetto, comopor ejemplo al hospital de la calleWegierska, debía atravesar la PlacZgody, la Plaza de la Paz, la única delghetto. Allí, el segundo día de su vidadentro de los muros, se salvó por pocossegundos de que la metieran en uncamión de las SS y la llevaran a palearcarbón o nieve en la ciudad. No setrataba solamente de que esos

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destacamentos de trabajo solían regresaral ghetto con uno o dos miembros demenos, según los rumores; Edith temíaaún más que la obligaran a subir a uncamión cuando se dirigía a la farmaciade Pankiewicz y debía dar de comer a suhijito dentro de veinte minutos.

Por eso acudió con sus amigas a laOficina Judía de Empleos. Si hallabaocupación, su madre podría cuidar delniño por la noche.

En aquellos días la oficina estabarepleta de postulantes. El Judenrat teníasu propia policía; el Ordnungdienst seexpandió y regularizó para mantener elorden en el ghetto, y un muchacho con

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gorra y brazal organizaba las colas anteel edificio.

Edith Liebgold y sus amigas estabanjustamente dentro del portal,conversando ruidosamente para pasar eltiempo, cuando se acercó un hombre deedad mediana con un terno oscuro ycorbata. Era evidente que se habíasentido atraído por el ruido y sus rostrosbrillantes. Al principio pensaron queintentaba seducir a Edith.

—Hay una fábrica de esmaltados enZablocie —dijo—. Es más convenienteque esperar.

Dejó que el nombre del lugarcausara efecto. Zablocie estaba fuera del

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ghetto. Allí se podía cambiarprovisiones con los obreros polacos.Necesitaban diez mujeres sanas paraturno de noche. Las chicas norespondieron de inmediato, como sipudieran elegir un trabajo e inclusorechazarlo. No es pesado, les aseguróél. Y os enseñarán. Su nombre, dijo, eraAbraham Bankier. Era el gerente. Eldueño era alemán, por supuesto. ¿Quéclase de alemán?, preguntaron ellas.Bankier sonrió como si desearacomplacer todas sus esperanzas. No esmala persona, respondió.

Esa noche, Edith Liebgold se reuniócon otros miembros del turno de noche

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de la fábrica de esmaltados; todosatravesaron el ghetto hacia Zablociebajo la custodia de un guardia delservicio de orden del ghetto. Mientrascaminaban, Edith hizo preguntas acercade la Deutsche Email Fabrik. Sirven unasopa muy sustanciosa, le dijeron.¿Palizas?, preguntó. No es un lugar deesa clase, le respondieron. No es comola fábrica de hojas de afeitar deBeckmann; se parece más a lo deMadritsch. La fábrica de Madritsch noestá mal, y tampoco la de Schindler.

Cuando llegaron, Bankier llamó alas nuevas y las condujo escalerasarriba, entre los escritorios vacíos, hasta

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una puerta en la que se leía HerrDirektor. Una voz profunda los invitó aentrar. Herr Direktor estaba sentadosobre un ángulo de su escritorio,fumando un cigarrillo. Su pelo, entrerubio y castaño claro, parecíarecientemente cepillado; llevaba unachaqueta cruzada y una corbata de seda.Tenía exactamente el aire de un hombreque debe ir a una cena y sin embargo noquiere dejar de cambiar unas palabrascon su nuevo personal. Era muy alto ytodavía joven. Edith esperaba de eseideal hitleriano una conferencia sobre elesfuerzo de guerra y las normas deproducción.

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—Quería daros la bienvenida —dijoen polaco—. Sois una parte de laexpansión de esta fábrica. —Apartó lavista; incluso era posible que pensara:«No les digas que no tienen la menorimportancia».

Y luego, sin parpadear, sin alzar loshombros, sin aviso previo, agregó:

—Estaréis seguras aquí. Si trabajáisen esta fábrica, sobreviviréis a laguerra. —Luego se despidió y salió conellas del despacho; Bankier las retuvoen lo alto de la escalera, y Herr Direktordescendió y se puso al volante de sucoche.

Esa promesa, digna de un dios, las

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había asombrado. ¿Cómo podía unhombre prometer algo así? Sin embargo,Edith Liebgold lo creyó de inmediato.No porque lo deseara, no porque fueraun despiadado incentivo. Era porque,cuando Herr Schindler la formuló, noquedaba otra opción que creer.

Las nuevas operarias de la DeutscheEmail Fabrik recibieron susinstrucciones complacidas ymaravilladas. Era como si una gitanavieja y loca, sin nada que ganar, leshubiera asegurado que se casarían conun príncipe. La promesa habíamodificado definitivamente lasexpectativas de Edith Liebgold.

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Probablemente, si algún día la fusilaban,protestaría: «Pero si el Herr Direktordijo que esto no podía ocurrir».

La tarea no exigía esfuerzosmentales. Edith debía llevar las ollascubiertas de esmalte suspendidas conganchos de una larga pértiga hasta loshornos. Pensaba todo el tiempo en lapromesa de Herr Schindler. Sólo loslocos dicen cosas tan absolutas. Sinparpadear. Sin embargo, no estaba loco.Era un empresario, debía acudir a unacena. Por lo tanto, sin duda sabía. Esosignificaba una visión superior, algúncontacto profundo con Dios o con eldiablo o con la trama de las cosas. Pero

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su aspecto… Esa mano con el anillo desello de oro no era la mano de unvisionario. Era una mano tendida haciauna copa de vino, una mano en que sepodían sentir de algún modo las cariciaslatentes. Edith retornó a la idea de lalocura, la ebriedad, las explicacionesmísticas, la técnica con que HerrDirektor le había contagiado sucertidumbre.

Análogos razonamientos tendrían eseaño y los años futuros todos aquellosque oyeran las impetuosas promesas deOskar Schindler. Algunos tendríanconciencia del punto sobreentendido. Siel hombre se equivocaba, si usaba con

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ligereza su poder de convicción,entonces no había Dios ni humanidad,pan ni alivio. Estas cosas sólo eranprobabilidades, por supuesto; y lasprobabilidades no eran muchas.

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CAPÍTULO 9

Esa primavera Schindler salió de sufábrica de Cracovia en su BMW yatravesó la frontera y los bosques quedespertaban para ir a Zwittau, en eloeste. Iba a ver a Emilie, a sus tías y asu hermana. Todas ellas habían sido susaliadas contra su padre, alimentando lallama del martirio de su madre. Si habíaun paralelo entre el sufrimiento de sumadre y el de su esposa, OskarSchindler no lo percibía mientrasbuscaba, con sus manos enfundadas enguantes de cabritilla, un nuevo cigarrillo

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turco en su abrigo de solapas de piel,ante el volante hecho a medida, alenfrentarse a un trecho helado en lacarretera de las Jeseniks. No era propiode un hijo percibir esas cosas. Su padreera un dios y estaba sometido, por lotanto, a leyes más rigurosas.

Le encantó visitar a sus tías: alzabanlas manos admiradas por el corte de suterno. Su hermana menor se habíacasado con un funcionario deferrocarriles y vivía en un agradablepiso cedido por la empresa. Él era unhombre importante en Zwittau, dondehabía un empalme ferroviario y unavasta área de carga. Oskar, su hermana y

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su marido tomaron el té y bebieron luegoun poco de Schnaps. Había en lahabitación una leve atmósfera decongratulación mutua: no les había idotan mal a los hijos de los Schindler.

Por supuesto, la hermana de Oskarhabía atendido a Frau Schindler durantesu última enfermedad y ahora visitabasecretamente a su padre. No podía hacermás que delicadas sugerencias en elsentido de una reconciliación. Lo hizodespués del té y obtuvo un gruñido comorespuesta.

Más tarde Oskar cenó en su casa conEmilie. Ella estaba muy excitada por suvisita de vacaciones. Estarían juntos,

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como una pareja anticuada, durante lasceremonias de Pascua. Es apropiadohablar de ceremonias, porque danzaronceremoniosamente toda esa noche,atendiéndose mutuamente como extrañoscorteses. Tanto Emilie como Oskarestaban sorprendidos, en el fondo de suscorazones, por su curiosaincompatibilidad matrimonial.Ciertamente, él podía ofrecer máscuidados a otras personas, a losoperarios de su fábrica, que a ella.

Pesaba entre ambos la posibilidadde que Emilie se reuniera con él enCracovia. Si ella dejaba su piso deZwittau o lo alquilaba, no podría

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escapar de Cracovia. Creía que era sudeber estar con Oskar; la ausencia de élde su hogar era, en el lenguaje de lateología moral católica, «una ocasión depecado». Sin embargo, vivir con él enuna ciudad extranjera sólo seríatolerable si él era discreto, cuidadoso ysensible a sus sentimientos. Y elproblema radicaba en la imposibilidadde confiar en que Oskar guardara elsecreto de sus aventuras. A vecessonriente, algo ebrio, parecía creer que,si una muchacha le gustabaverdaderamente, debía gustar también atodo el mundo.

El interrogante no resuelto se tornó

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tan opresivo que, después de la cena, élse excusó y fue a un café de la plazaprincipal. Era un sitio frecuentado poringenieros de minas, pequeñoscomerciantes, algún vendedorconvertido ahora en oficial del ejército.Vio con alegría a algunos de sus amigosmotociclistas; casi todos llevabanuniformes de la Wehrmacht. Bebiócoñac con ellos. Alguien demostró susorpresa porque un hombre tan joven yrobusto no vistiera el uniforme.

—Industria básica —respondió—.Industria básica.

Le recordaron sus tiempos dedeportista. Bromearon acerca de la

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oportunidad en que él había montado unamotocicleta con piezas de desguacecuando estaba en la escuela. Su ruidoexplosivo. El estruendo de su Galloni de500 cc. Pidieron más coñac a gritos. Elnivel de ruido del local aumentó. Delcomedor anexo salieron antiguoscompañeros de escuela, que lo miraroncomo si hubiesen reconocido una risaolvidada: la habían reconocido.

Luego, uno de ellos dijo gravemente:—Escucha, Oskar. Tu padre está

aquí cenando solo. —Oskar Schindlermiró su coñac. Con el rostro ardiente, seencogió de hombros.

—Deberías hablar con él —dijo

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alguien—. Es una sombra el pobreviejo.

Oskar dijo que haría mejor enmarcharse a su casa. Empezó a ponersede pie, pero manos apoyadas en sushombros le obligaron a sentarsenuevamente. Sabe que estás aquí,dijeron. Otros dos estaban ya en elcomedor, tratando de convencer a HansSchindler. Oskar, aterrorizado, de pie,buscaba en el bolsillo la ficha delguardarropa, cuando Herr HansSchindler, con el rostro descompuesto,apareció, empujado suavemente por dosjóvenes. Oskar sintió inmenso asombro.A pesar de su propia altanería, siempre

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había pensado que, si alguna vez seacortaba la distancia entre Hans y él,debería ser él quien la cortara. Elanciano era muy orgulloso. Y sinembargo permitía que lo arrastraranhacia su hijo.

El primer gesto del anciano fue unamedia sonrisa apologética; alzó un pocolas cejas. El gesto familiar sobrecogió aOskar. No lo pude evitar, decía Hans; tumadre y yo, el matrimonio, todo siguiósus propias leyes. La idea que estabadetrás del gesto podía ser ordinaria;pero Oskar había visto esa misma nocheuna expresión idéntica en otra cara. Enla suya propia, cuando estaba ante el

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espejo en casa de Emilie, poniéndose elabrigo para salir. El matrimonio, todo,siguió sus propias leyes. Habíacompartido esa expresión consigomismo y ahora, tres coñacs más tarde, supadre la compartía con él.

—¿Cómo estás, Oskar? —preguntóHans Schindler. En el borde de laspalabras había una fatiga peligrosa. Lasalud de su padre era peor de lo quepensaba.

Y Oskar decidió entonces queincluso Herr Hans Schindler era un serhumano, una proposición que no habíapodido aceptar en casa de su hermana ala hora del té, y abrazó al anciano y lo

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besó tres veces en la mejilla, sintiendoel impacto de la barba de su padre, yempezó a llorar mientras los ingenieros,los soldados y los antiguos motociclistasaplaudían la gratificante escena.

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CAPÍTULO 10

Los consejeros de ArturRosenzweig, el nuevo presidente delJudenrat, todavía se veían comocustodios de la salud, la vida y lasraciones de pan de los pobladores delghetto, convencieron a la policía judía,al Ordnungdienst, de que eranservidores públicos. Habían procuradocontratar jóvenes compasivos y concierta educación. Sin embargo, las SSconsideraban que el OD era igual acualquier otra fuerza policial auxiliarque debía recibir sus órdenes, aunque no

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era ésa la imagen interior de la mayoríade sus miembros en el verano de 1941.

No se puede negar que, a medidaque pasaba el tiempo, los hombres delOD se tornaban cada vez mássospechosos de colaboración. Algunosdaban información a la resistenciaclandestina y desafiaban al sistema; peroprobablemente la mayoría descubrió quesu existencia y la de sus familiaresdependía cada vez más de lacooperación que ofrecieran a las SSpara un hombre honesto, el OD eracorruptor; para uno deshonesto,significaba una oportunidad.

Pero en Cracovia, en los primeros

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meses de su existencia, parecía unafuerza benigna. Leopold Pfefferberg eraun buen ejemplo de su ambigüedad.Cuando, en diciembre de 1940, seprohibió toda educación para los judíos,incluso la organizada por Judenrat, elOD ofreció a Poldek trabajo en laoficina de vivienda del Judenrat: debíallevar un libro de citas y ocuparse de lascolas. Era un empleo a tiempo parcial,pero le daba cobertura para moverse porCracovia con cierta libertad. El ODhabía sido fundado con el propósitodeclarado de proteger a los judíos quevenían al ghetto de Podgórze desde otraspartes de la ciudad. Poldek aceptó la

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invitación de llevar la gorra del OD.Creía comprender su propósito: no sóloasegurar una conducta racional dentro delos muros, sino obtener también esegrado de desganada obediencia tribalque, a lo largo de toda la historia de losjudíos en Europa, había servido paraque los opresores se marcharan antes yfueran más descuidados, de modo que,en los intersticios creados por eldescuido, la vida volviera a ser posible.

Pfefferberg negociaba además conbienes ilegales —pieles, objetos decuero, joyas, dinero— dentro y fuera delghetto. Conocía al Wachtmeister de lapuerta, Oswald Bosko, un policía tan

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adverso al régimen, que permitía laentrada en el ghetto de ropas, vino,artículos de ferretería y la salida debienes para ser vendidos en Cracovia,sin pedir siquiera una comisión.

Al salir del ghetto, entre los ociososSchmalzownicks (o informadores) de lapuerta, Pfefferberg buscaba una calletranquila para quitarse el brazal que loseñalaba como judío, y luego se dirigíaa sus negocios en Kazimierz o en elcentro.

En los muros de la ciudad, porencima de las cabezas de los pasajerosdel tranvía, podía leer los carteles delmomento: anuncios de hojas de afeitar,

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edictos de Wawel sobre elencubrimiento de bandidos polacos, elslogan «Judíos, piojos, tifus», el rostrovirginal de la joven polaca que dabaalimentos a un judío de nariz ganchudacuya sombra era la del diablo, «Ayudara un judío es ayudar a Satán». En laparte exterior de los colmados habíacarteles de judíos que hacían pasteles deratas, echaban agua a la leche, dejabancaer piojos en el pan, amasaban con lospies mugrientos. Las artes gráficas y laliteratura del Ministerio de Propagandaconvalidaban el ghetto en las calles deCracovia. Y Pfefferberg, con un aspectoario, se movía serenamente entre esas

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obras de arte, con una maleta llena deropa, joyas y dinero.

El año pasado Pfefferberg habíadado un gran golpe cuando el gobiernode Frank había retirado de la circulaciónlos billetes de cien y de quinientoszlotys, ordenando que todas lasexistencias fueran depositadas en elBanco de Crédito del Reich. Como unjudío sólo podía cambiar dos mil zlotys,todos los billetes secretamente retenidospor encima de esa cantidad perderían suvalor si no era posible encontrar unhombre de aspecto ario y sin brazal quequisiera unirse a las largas colas depolacos ante el Banco de Crédito del

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Reich. Pfefferberg y un joven amigosionista reunieron varios cientos demiles de zlotys de las denominacionesprohibidas en una maleta y volvieroncon los billetes legales de ocupación,descontando solamente el dineroempleado para sobornar a la PolicíaAzul polaca de la entrada.

Pfefferberg era un policía de esaclase. Excelente para las normas delpresidente Artur Rosenzweig,deplorable para las normas de la callePomorska.

Oskar visitó el ghetto en abril, por

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curiosidad y para ver a un joven a quienhabía encargado dos anillos. Elamontonamiento era superior a loimaginable; dos familias por habitaciónsi no tenían la suerte de conocer aalguien del Judenrat. Olía a lavabosembozados, pero las mujeres manteníana raya el tifus frotando todoenérgicamente e hirviendo las ropas enlos patios.

—Las cosas están cambiando —dijoel joyero a Oskar—. Ahora el OD llevagarrotes.

La administración del ghetto, comola de todos los demás, había pasado delcontrol del gobernador Frank al de la

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Sección 4B de la Gestapo, y laautoridad suprema en asuntos judíos eraahora, en Cracovia, la del SSOberführer Julian Scherner, un hombrede cuarenta y cinco a cincuenta años,calvo, con gruesas gafas y vestido depaisano que parecía un burócrataindefinido. Oskar lo había conocido enlas reuniones de la comunidad alemana.Scherner hablaba mucho; no de laguerra, sino de negocios e inversiones.Abundaban los funcionarios como él enlos rangos intermedios de las SS. Leinteresaban la bebida, las mujeres y losbienes confiscados. A veces sedescubría en él algún vestigio de su

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inesperado poder, similar a un resto deconfitura en la boca de un chico. Erasiempre cordial y siempre despiadado.Oskar sabía que para Scherner valía máshacer trabajar a los judíos que matarlosy que sería capaz de desobedecer lasnormas por dinero aunque estuvieradispuesto a seguir la tendencia políticageneral de las SS hasta cualquierextremo.

Oskar no había olvidado al jefe dela policía la Navidad pasada, y le habíaenviado media docena de botellas decoñac. Este año sería más caro, porquesu poder había aumentado.

El poder se había desplazado: las

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SS no se limitaban a cumplir unapolítica, sino que la creaban. Por esto,bajo el sol más caliente de abril, el ODempezó a adoptar un nuevo carácter.Oskar, que se limitaba a pasar de vez encuando por el ghetto, advirtió elprogreso de una nueva figura, un antiguocristalero llamado Symche Spira, unpoder creciente en el OD. Spira teníaantepasados ortodoxos y despreciaba,por su historia personal y portemperamento, a los judíos liberaleseuropeizados que aún quedaban en elJudenrat. No recibía órdenes de ArturRosenzweig, sino del UntersturmführerBrandt en los cuarteles de las SS, al otro

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lado del río. Spira regresaba al ghettotras sus encuentros con Brandt conmayor conocimiento y autoridad. Brandtle ordenó que creara y dirigiera unasección política en el OD, y él reclutó avarios de sus amigos. El uniforme no erala gorra y el brazal del OD callejero,sino camisa gris, polainas de caballería,ancho cinturón y lustrosas botas de lasSS.

Pronto, la sección política de Spiraexcedería la desganada cooperación y sellenaría de hombres venales, resentidospuerilmente por el menosprecio social eintelectual de los judíos respetables declase media, como Szymon Spitz,

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Marcel Zellinger, Ignacy Diamond, elvendedor David Gutter, Forster, Grúner,Landau. Inmediatamente se dedicaron ala extorsión y a la elaboración de listasde personas sediciosas o poco dignas deconfianza.

Poldek Pfefferberg se dispuso aabandonar el OD. Corría el rumor deque la Gestapo exigiría a todos susmiembros juramento de lealtad alFührer; después de eso sería imposiblela desobediencia. Poldek no deseabaparticipar en la tarea de Spira, ni vestirsu camisa gris, ni hacer listas con Spitzy Zellinger. Acudió entonces al hospitalde la calle Wegierska para hablar con el

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médico oficial del Judenrat, un hombresuave, de dientes algo salientes, llamadoAlexander Biberstein, hermano deMarek, el primer presidente del consejo,que continuaba en la lóbrega prisión deMontelupich por violación de las leyesmonetarias e intento de soborno.

Pfefferberg pidió a Biberstein uncertificado médico que le permitieradejar el OD. No era fácil, dijoBiberstein. Pfefferberg no parecíaprecisamente enfermo. No podría fingirpresión alta. El doctor Biberstein leenseñó los síntomas de doloreslumbares. Y más tarde Pfefferberg sepresentó a tomar servicio severamente

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encorvado y apoyándose en un bastón.Spira se indignó. La primera vez que

Pfefferberg mencionó su posiblealejamiento del OD, su jefe habíarespondido —como el comandante de laguardia de palacio— que sólo podríamarcharse sobre su escudo. En elinterior del ghetto, Spira y sus amigosjugaban a soldados de elite, a la legiónextranjera, a la guardia pretoriana.

—Tendrá que ver al médico de laGestapo —gritó Spira.

Biberstein, consciente de lavergüenza del joven Pfefferberg, lohabía instruido bien. Poldek sobrevivióal examen del médico de la Gestapo y se

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retiró del OD por una enfermedad quepodía inhibir su buen desempeño en elcontrol de la muchedumbre. Spiradespidió al agente Pfefferberg confuriosa hostilidad.

El día siguiente Alemania invadióRusia. Oskar oyó ilegalmente la noticiapor la BBC y supo que el planMadagascar había muerto. Pasarían añosantes de que hubiera barcos disponiblespara una solución semejante. Oskarsintió que el acontecimiento cambiabaen su esencia los planes de las SS. Loseconomistas, los ingenieros, losorganizadores de los desplazamientos depersonas, los policías de todos los tipos,

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empezaban a adoptar los hábitosmentales correspondientes no sólo a unalarga guerra, sino a la búsquedasistemática de un imperio racialmenteinmaculado.

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CAPÍTULO 11

En una callejuela que daba aLipowa, junto a los talleres deesmaltados de Schindler, estaba laFábrica Alemana de Cajas. OskarSchindler, eternamente inquieto ydeseoso de compañía, iba allí a veces acharlar con el Treuhänder ErnstKuhnpast o con el antiguo dueño y actualgerente oficioso Szymon Jereth. Suestablecimiento se había convertido enla Fábrica Alemana de cajas dos añosantes según el método habitual: sincompensación ni documentos que él

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hubiera firmado. Esa injusticia nopreocupaba ya particularmente a Jereth.La mayor parte de la gente que conocíala había sufrido. Lo que le preocupabaera el ghetto. Las peleas en la cocina, ladespiadada convivencia, el olor de loscuerpos, los piojos que saltaban de lachaqueta grasienta de un hombre a quiense rozaba en la escalera. Su esposa,explicó a Oskar, estaba muy deprimida.Venía de una buena familia de Kleparz,al norte de Cracovia, y siempre habíaestado acostumbrada a las cosas bonitas.Y pensar, agregó, que con toda esamadera de pino me podría haberconstruido una casa allí. Señaló el

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terreno detrás de su fábrica. Los obrerossolían jugar al fútbol, un deporte queexigía correr mucho y espacioabundante. La mayor parte de eseterreno pertenecía a la fábrica de Oskar,y el resto a una pareja de polacos cuyonombre era Bielski. Oskar no le dijo esoal pobre Jereth ni tampoco que a él leinteresaba ese espacio vacío. Enfocabasu atención en el discreto ofrecimientode madera. ¿Podría «enajenar» unacantidad tan grande de madera de pino?Usted sabe, respondió Jereth, que sóloes cuestión de papeles.

Miraban por la ventana del despachode Jereth el baldío. Del taller llegaba el

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estrépito de los martillos y la sierra. Noquisiera perder contacto con este lugar,dijo Jereth. No quisiera desaparecer enun campo de trabajos forzados y pensardesde muy lejos qué hacen aquí estostontos. Seguramente usted mecomprende, ¿no es verdad, HerrSchindler?

Un hombre como Jereth no podíatener la menor esperanza.Aparentemente los ejércitos alemanestenían ilimitado éxito en Rusia, e inclusoa la BBC le era difícil creer queavanzaban hacia una trampa fatal. Elescritorio de Oskar estaba lleno depedidos de ollas y platos de campaña

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para la Inspección de Armamentos,enviados con los cumplidos del generalJulius Schindler y acompañados por lasfelicitaciones, enviadas telefónicamente,de otros funcionarios más jóvenes.Oskar aceptaba las órdenes y lasfelicitaciones y al mismo tiempoexperimentaba contradictoria alegríaante las desaprensivas cartas que supadre le escribía para celebrar sureconciliación. No puede durar, decíaSchindler senior. Este hombre —Hitler— no puede durar. América terminarápor aplastarlo. ¿Y los rusos? Por Dios,¿nadie le ha dicho cuántos bárbaros sindios hay allí? Oskar, sonriendo mientras

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leía, no tenía inconveniente en aceptarlos dos placeres conflictivos: susatisfacción comercial por los contratosde la Inspección de Armamentos y suíntima alegría ante las cartassubversivas de su padre. Oskar enviabaa Hans todos los meses un cheque de milmarcos en nombre del amor y lareconciliación filiales, complacido porsu propia prodigalidad.

Fue un año rápido y casi indoloro.Horas de trabajo más largas que nunca,reuniones a cenar en el Cracovia y abeber en el club de jazz, visitas al pisode la deslumbrante Klonowska. Cuandoempezaron a caer las hojas, se preguntó

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adónde se había ido ese año. Lastempranas lluvias del fin del verano ydel otoño aumentaban la impresión de untiempo desvanecido. Las estacionesasimétricas favorecerían a los soviets yafectarían las vidas de todos loseuropeos. Pero en la calle Lipowa, paraHerr Oskar Schindler, el clima erameramente clima.

Y entonces, a fines de 1941, Oskarfue arrestado. Alguien —un empleadopolaco de expedición, un técnico alemánde la sección de armamentos, no habíaforma de saberlo— lo había denunciado

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en la calle Pomorska. Dos hombres de laGestapo, vestidos de paisano,bloquearon la entrada de la fábrica consu Mercedes como si intentaran acabarcon todas las actividades de Emalia. Enel despacho de Oskar mostrarondocumentos que los autorizaban allevarse todos sus registros comerciales.Sin embargo, no parecían saber grancosa de comercio.

—¿Qué libros quieren revisar,exactamente? —preguntó Schindler.

—Los libros de caja —dijo uno.—Sus libros mayores —dijo el otro.Fue un arresto tranquilo: los policías

charlaban con Victoria Klonowska

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mientras Oskar buscaba sus libros decontabilidad. Le dieron tiempo paraanotar algunos nombres que bien podíanser los de personas con quienes Oskartenía cita que ahora era precisocancelar. Klonowska comprendió, sinembargo, que eran las personas aquienes debía dirigirse en busca deayuda.

El primer nombre de la lista era eldel Oberführer Julian Seherner, elsegundo el de Martin Plathe, de laAbwehr de Breslau. Una llamada delarga distancia. El tercer nombre era eldel supervisor de la fábrica Ostfaser: unveterano del ejército, muy afecto a la

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bebida, llamado Franz Bosch, a quienSchindler había entregado ilegalmenteciertas cantidades de utensilios decocina. Inclinado sobre el hombro de laKlonowska y de su pelo color de linopeinado alto, señaló especialmente conel dedo el nombre de Bosch. Era unhombre influyente: Bosch conocía yasesoraba a todos los altos oficiales quenegociaban en el mercado negro deCracovia. Y Oskar sabía que el arrestotenía que ver con el mercado negro:siempre era posible encontrarfuncionarios dispuestos a aceptar elsoborno, pero nunca se podía predecirel resentimiento de los propios

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empleados. Ese era el peligro.El cuarto nombre de la lista era el

presidente alemán de la Ferrum AG deSosnowiec, la compañía a la quecompraba el acero. Esos nombres loreconfortaban mientras el Mercedes dela Gestapo lo llevaba hacia la callePomorska, más o menos a un kilómetroal oeste del centro. Eran la garantía deque no desaparecería en el sistema sindejar huellas. No estaba indefenso,como los mil moradores del ghettoenumerados en las listas de SymcheSpira que habían sido conducidos, bajolas estrellas heladas de diciembre, a losvagones de ganado de la estación de

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Prokocim. Oskar tenía relacionesimportantes.

El centro de las SS en Cracovia eraun inmenso edificio moderno, pocoalegre pero no tan sombrío como laprisión de Montelupich. Sin embargo, eldetenido, aunque dudaba de los rumoresde tortura asociados con él, solíadesconcertarse por su tamaño, suscorredores kafkianos y la muda amenazade los nombres pintados en las puertas:Jefatura de las SS, Policía de Orden,Kripo, Sipo y Gestapo, Personal,Asuntos Judíos, Raza y Recolonización,Tribunal SS, Operaciones,Reichskommissariat para el

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Fortalecimiento del Germanismo,Oficina de Asistencia a los AlemanesÉtnicos…

En alguna parte de esa colmena unhombre de la Gestapo, de mediana edad,que parecía tener conocimientos decontabilidad más precisos que los dosagentes, empezó a interrogar a Oskar.Parecía a medias divertido, como unaduanero al descubrir que un pasajerosospechoso de contrabando de divisaslleva, en realidad, plantas de interiorpara su tía. Dijo a Oskar que se estabarealizando una investigación de todaslas empresas que fabricaban material deguerra. Oskar no le creyó, pero nada

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dijo. Como Herr Schindler podíacomprender, continuó el hombre de laGestapo, las empresas que contribuíanal esfuerzo de guerra tenían laobligación moral de consagrar toda suproducción a ese gran empeño. Y nominar la economía del GobiernoGeneral con negocios irregulares.

Oskar murmuró en ese tono peculiarque contenía a la vez cordialidad yamenaza:

—¿Quiere usted decir, HerrWachtmeister, que mi fábrica no cumplesus cuotas?

—Usted vive muy bien —respondiósu interlocutor, pero con una sonrisa

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condescendiente, como si fueraaceptable que un industrial importanteviviera en la opulencia—. Y debemosasegurarnos de que el nivel de vida detoda la gente que vive bien procede…,bueno, exclusivamente de sus contratoslegales.

Oskar sonrió.—Sea quien sea el que le ha dado mi

nombre —dijo—, es un tonto que lehace perder el tiempo.

—¿Quién es el gerente de planta dela Deutsche Email Fabrik? —preguntó elpolicía, ignorando lo que había dicho.

—Abraham Bankier.—¿Judío?

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—Por supuesto. La fábrica era desus parientes.

—Tal vez los libros que Oskar habíatraído fueran suficientes, dijo el hombrede la Gestapo. Pero, si se necesitabanmás, suponía que Herr Bankier podríaentregárselos.

—¿Eso significa que me detendrán?—preguntó Oskar. Se echó a reír—.Debe usted saber —agregó— que,cuando el Oberführer Seherner y yohagamos bromas sobre este asuntomientras bebemos una copa, le diré queme ha tratado usted con la mayorcortesía.

Los dos agentes que lo habían

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arrestado lo llevaron al segundo piso,donde fue registrado, aunque lepermitieron conservar sus cigarrillos ycien zlotys para hacer pequeñascompras. Después lo encerraron en undormitorio que, a juicio de Oskar, debíade ser una de sus mejores habitaciones.Disponía de un lavabo y de unaspolvorientas cortinas sobre la ventanaenrejada. El tipo de habitaciónreservado al interrogatorio dedignatarios. Si el dignatario quedaba enlibertad, no podría quejarse de esacárcel, aunque tampoco sintiera granentusiasmo. Y si era hallado culpable detraición, sedición o un delito económico,

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como si en el suelo de la habitación seabriera una trampa, se encontraría enuna celda del sótano, inmóvil ysangrante en los bancos llamadostranvías y pensando en Montelupich,donde solían ahorcar a la gente en susceldas. Oskar miró la puerta. Si alguienme pone una mano encima, prometió,haré que lo envíen a Rusia.

Esperar no era su fuerte. Una horamás tarde golpeó la puerta y dio alhombre de las Waffen SS que respondiócincuenta zlotys para comprar unabotella de vodka. Era, naturalmente, eltriple del precio, pero ése era el métodode Oskar. Más tarde llegaron libros,

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pijamas y un bolso de objetos detocador, enviados por Ingrid y Victoria.Le sirvieron una excelente comida conmedia botella de vino húngaro, y nadielo molestó ni le hizo preguntas.Presumía que el contable de la Gestapono habría apartado la vista de los librosde Emalia. Le hubiera gustado disponerde una radio para oír las noticias de laBBC sobre Rusia, el Lejano Oriente ylos Estados Unidos, que acababan deentrar en la guerra; tenía la sensación deque, si pedía una a sus carceleros, quizáse la traerían.

Esperaba que la Gestapo no hubiesevisitado su casa de Straszewskiego para

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investigar el valor de los muebles y lasjoyas de Ingrid. Pero cuando se durmióhabía llegado a un punto en que estabapreparado para hacer frente a uninterrogatorio.

A la mañana le llevaron un buendesayuno: arenque, huevos, queso,panecillos, café. Nadie lo molestó. Yluego llegó el contable de mediana edadde las SS, con sus libros.

El auditor le dio los buenos días.Esperaba que hubiese pasado bien lanoche. Sólo había tenido tiempo dehacer un rápido examen de los libros deHerr Schindler, pero se había decididoque un empresario con tan buena fama

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entre las personas responsables delesfuerzo de guerra no merecía, por elmomento, una investigación a fondo.Hemos recibido varias llamadastelefónicas, agregó. Oskar estabaconvencido, mientras daba las gracias,de que su liberación era sólomomentánea. Cogió sus libros y en larecepción le devolvieron su dinero.

Victoria Klonowska lo esperabaradiante. Su tarea de enlace había dadofruto: Schindler salía de la casa de lamuerte con su chaqueta cruzada y sin unrasguño. Fueron juntos hasta el Adler; lehabían permitido que lo dejara dentrodel portal. En el asiento trasero estaba

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su ridículo caniche.

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CAPÍTULO 12

La niña llegó a casa de los Dresneral final de la tarde, desde el lado estedel ghetto. La pareja polaca que la habíacuidado en el campo la devolvía aCracovia. Habían logrado que la PolicíaAzul polaca de la puerta del ghetto lespermitiera la entrada por motivos denegocios, y la niña pasó por su hija.

Eran personas correctas y lesavergonzaba haber llevado a la niña alghetto de Cracovia. Era encantadora y laquerían. Pero ya no se podía tener unaniña judía en el campo. No sólo las SS;

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las autoridades municipales ofrecíansumas de quinientos zlotys o más porcada judío denunciado. El problemaeran los vecinos. No se podía confiar enlos vecinos. Y entonces no sólo habríaproblemas para la niña, sino para todos.¡Si había zonas donde los campesinoscazaban a los judíos con hoces yguadañas!

La niña no parecía sentir la sordidezimpuesta por el ghetto. Sentada ante unamesita, entre la ropa húmeda tendida,comía desganadamente la corteza de panque le había dado la señora Dresner.Aceptaba las palabras cariñosas de lasmujeres que compartían la cocina. La

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señora Dresner advirtió que susrespuestas eran reservadas. Era raro.Sin embargo, tenía sus pequeñasvanidades y, como muchos niños de tresaños, un color que preferíaapasionadamente. El rojo. Tenía unabrigo rojo, un gorro rojo, pequeñasbotas rojas. Los campesinos la habíancomplacido satisfaciendo suspreferencias.

La señora Dresner le habló de susverdaderos padres. También ellos vivíanen el campo, en realidad, escondidos.Pero pronto vendrían a reunirse con ellaen Cracovia, dijo la señora Dresner. Laniña asintió pero guardó silencio, y no

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parecía que fuera por timidez.En enero sus padres habían sido

llamados porque sus nombres estaban enlas listas que Spira había dado a las SS;mientras iban en columna hacia laestación de Prokocim, habíanencontrado una muchedumbre depolacos que los despedíanburlonamente. «Adiós, judíos». Habíanlogrado escapar de la columna como doshonestos ciudadanos polacos quecruzaban la calle para contemplar ladeportación de los enemigos sociales.Se unieron a la muchedumbre, tambiénellos se burlaron unos momentos, yluego se dirigieron al campo a través de

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los suburbios.Ahora también ellos encontraban que

la vida en el campo no era segura, y seproponían deslizarse a Cracovia en elverano. La madre de Caperucita Roja,como la bautizaron los chicos Dresnercuando regresaron a su casa con losdestacamentos de trabajo, era primahermana de la señora Dresner.

Pronto regresó también la hija de laseñora Dresner, la joven Danka, de lastareas de limpieza que desempeñaba enla base aérea de la Luftwaffe. Dankatenía poco menos de catorce años, peroera bastante alta para poseer unaKennkarte (tarjeta de trabajo) que le

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permitía trabajar fuera del ghetto.Saludó alborozada a la niña, que noabandonaba sus reservas.

—Genia, conozco a tu madre. Eva yyo salíamos juntas de compras y ella mecompraba pastas en la pastelería de lacalle Bracka.

La niña no sonrió; miraba haciaadelante.

—Se equivoca, señora. Mi madre nose llama Eva, sino Jasha. —Insistió enlos nombres de la falsa genealogíapolaca que sus padres y los campesinosle habían enseñado para el caso de quela Policía Azul o las SS la interrogaran.Los Dresner fruncieron el ceño

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doloridos por la astucia de la niña: lesparecía una obscenidad pero nadadijeron, comprendiendo que muy prontopodría ser indispensable para lasupervivencia.

A la hora de la cena llegó IdekSchindel, joven médico del hospital delghetto en la calle Wegierska, que era tíode la niña. Era exactamente el tíocaprichoso, fastidioso, infatuado queagrada a los niños. Al verlo, Geniavolvió a ser una niña y se precipitósobre él. Si él estaba allí y llamabaprimos a los presentes, entonces eranprimos. Ahora se podía admitir quemamá se llamaba Eva y que los abuelos

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no se llamaban, en realidad, Ludwik ySophia.

Luego llegó Juda Dresner, gerente decompras de la fábrica Bosch, y lafamilia quedó completa.

El 28 de abril era el aniversario deHerr Schindler; en 1942 lo celebróruidosa y pródigamente, como un hijo dela primavera. Fue un gran día en laDeutsche Email Fabrik. Sin pensar enlos gastos, el Herr Direktor llevó panblanco —muy escaso— para servir conla sopa del mediodía. La celebración sedifundió a los despachos y a los talleres.

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El industrial Oskar Schindler festejabala exuberancia general de la vida.

La conmemoración de sus treinta ycuatro años se inició muy temprano enEmalia, cuando salió de su despachocon tres botellas de coñac y lascompartió con los ingenieros, loscontables, los encargados de los pagos ydel personal, entre los que distribuyópuñados de cigarrillos. A mediamañana, sus dones llegaron a lostalleres. Cortó sobre el escritorio de laKlonowska una torta traída de lapastelería. Llegaron delegaciones deoperarios judíos y polacos y él besó auna chica llamada Kucharska, hija de un

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miembro del parlamento polaco antes dela guerra. Luego acudieron lasmuchachas judías y los hombresrecibieron apretones de manos y hastaapareció Stern, que de algún modo habíaescapado de la fábrica Progress, dondeahora trabajaba: se disponía a apretarformalmente la mano de Oskar cuandose vio envuelto en un gran abrazo.

A la tarde, alguien, tal vez el mismodescontento de la oportunidad anterior,llamó a la calle Pomorska y denunciólas inconveniencias raciales deSchindler. Sus libros podían resistir atodo examen, pero nadie podía negarque besaba a las chicas judías.

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Este arresto fue más profesional queel anterior. La mañana del 29 de abril,un Mercedes bloqueó la entrada de lafábrica y dos hombres de la Gestapo,que parecían más seguros de sí mismosque los otros dos, acudieron a suencuentro en el patio de la fábrica.Estaba acusado, le dijeron, de haberinfringido las disposiciones de la Ley deRaza y Recolonización. Le pedían quelos acompañara. No, no era necesarioque pasara antes por su despacho.

—¿Traen una orden de arresto? —preguntó.

—No es necesario —le dijeron.Oskar sonrió. Debían comprender

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que si lo llevaban sin una orden dearresto, tal vez más tarde lo lamentarían.

Lo dijo con suavidad, pero vio ensus actitudes que su motivación era másfirme y precisa que en la casi cómicadetención del año pasado. En aquellaoportunidad el problema eran las leyeseconómicas. Ahora se trataba de lasleyes de lo grotesco, las leyesviscerales, los edictos de la zona negradel cerebro. Era grave.

—Nos arriesgaremos a lamentarlomás tarde —respondió uno de ellos.

Midió su seguridad y la peligrosaindiferencia que demostraban ante unhombre rico como él, que acababa de

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cumplir los treinta y cuatro años.—Una mañana de primavera —dijo

—, puedo perder algunas horas.Se dijo que nuevamente lo llevarían

a una celda de lujo en la callePomorska. Pero cuando entraron en lacalle Kolejowa vio que esta vez sería laprisión Montelupich.

—Quiero hablar con un abogado —dijo.

—A su tiempo —respondió elconductor.

Oskar sabía, por las razonablesquejas de uno de sus amigos de copas,que el Instituto Jagielloniano deAnatomía recibía cadáveres de

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Montelupich.El muro se extendía una larga

manzana y desde el asiento trasero delMercedes de la Gestapo se podía ver laominosa igualdad de las ventanas de lospisos tercero y cuarto. Entraron por elportal del frente, pasaron por un arco yllegaron a un despacho donde unfuncionario hablaba en un murmullo,como si la voz normal pudiera producirecos insoportables en los estrechoscorredores. Le quitaron su dinero y ledijeron que se le entregarían, mientrasestuviera detenido, a razón de cincuentazlotys por día. No; todavía no era elmomento de llamar a un abogado.

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Luego los agentes que lo habíanarrestado lo dejaron bajo custodia en elpasillo; Oskar prestó atención a losvestigios de gritos que, en ese silencioconventual, podían filtrarse por lasventanillas de los muros.

Fue conducido escaleras abajo a untúnel claustrofóbico donde había unahilera de celdas cerradas y una con unareja abierta. En ella se veían mediadocena de prisioneros en mangas decamisa, cada uno en un cubículoseparado y de frente a la paredposterior, de modo que no era posiblever sus rostros. Oskar advirtió una orejadesgarrada. Y alguien respiraba como si

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padeciera un resfriado pero prefería nosonarse la nariz. Klonowska,Klonowska, amor mío. ¿Has empezadoya a usar el teléfono?

Abrieron una nueva celda y entró.Sintió el temor banal de que el lugarestuviera atestado. Pero sólo había otroprisionero, un soldado con su abrigosubido hasta las orejas, sentado en unade las dos literas bajas de madera, cadauna con su colchón. No había lavabo,por supuesto. Un cubo de agua y otropara las necesidades. Y un hombre —como vio luego, un Standartenführer delas Waffen SS— con la barba algocrecida, una camisa sucia y

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desabrochada bajo el abrigo, y botasenlodadas.

—Bienvenido, señor —dijo eloficial con una sonrisa torcida,tendiéndole una mano. Era un hombre debuena estampa, pocos años mayor queOskar. De acuerdo con lasprobabilidades, debía de ser un agente.Aunque era raro que le hubieran puestoun uniforme de tan alto rango.

Oskar miró su reloj, se sentó, sepuso de pie, miró hacia las altasventanas. Se filtraba un poco de luz delos patios, pero no era una ventana a laque fuera posible acodarse paradescansar de la intimidad forzosa de las

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dos literas próximas, de estar sentadofrente al compañero con las manos enlas rodillas.

Finalmente empezaron a hablar.Oskar lo hizo cautelosamente, pero elStandartenführer charlaba sin la menoraprensión. ¿Cómo se llamaba? Philip; nopensaba que un caballero debiera decirsu apellido en la cárcel. Y ya era horade que la gente usara sólo su primernombre. Si lo hubiéramos hechosiempre, seríamos ahora una raza másfeliz.

Oskar llegó a la conclusión de queera un agente; padecía alguna especie dedepresión o quizás un shock provocado

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por una granada. Había combatido en elsur de Rusia y su batallón había ayudadoa conservar Novgorod todo el invierno.Había recibido permiso para visitar auna amiguita polaca en Cracovia;ambos, según sus propias palabras, «sehabían perdido el uno en el otro» y lohabían arrestado en el piso de la chicatres días después del vencimiento de supermiso.

—Supongo que, al ver cómo vivíanesos bastardos —agregó Philip,señalando hacia arriba, la estructura quelos rodeaba, los burócratas, losencargados de planeamiento de las SS—, resolví no ser demasiado exacto con

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las fechas. Yo no quería excedermedeliberadamente. Sentí que merecía unpoco más de libertad.

Oskar le preguntó si no hubierapreferido que lo llevaran a la callePomorska. No, respondió Philip,prefiero estar aquí. Pomorska parece unhotel, pero los bastardos tienen allí unacelda para ejecuciones, llena de barrascromadas brillantes. ¿Y qué había hechoHerr Oskar?

—Besé a una chica judía —respondió Oskar—. Una empleada. Deeso me acusan.

Philip se burló.—¡Ah! ¿Y se le cayó a usted el

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pene?Durante toda la tarde el

Standartenführer Philip continuó sudiatriba contra las SS. Unos ladrones,decía. No se podía creer. Las fortunasque reunían. Al comienzo eran inocentese incorruptibles. Y luego podían matar acualquier pobre polaco por un kilo detocino mientras vivían como unosmalditos barones hanseáticos.

Oskar respondía como si todo estofuera una novedad, como si la venalidadde los jefes del Reich fuera un dolorosoataque a su ignorancia comercial y a lainocencia provinciana que le habíainducido a descuidarse y a besar a una

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chica judía. Finalmente Philip, fatigadopor sus excesos verbales, se durmió.

Oskar deseaba beber. Un poco dealcohol le ayudaría a pasar el tiempo, yharía del Standartenführer uncompañero más agradable si no era unagente y menos infalible si lo era. Oskarbuscó un billete de diez zlotys y escribióen él nombres y números de teléfono,más nombres que la otra vez, unadocena. Cogió otros cuatro billetes, losarrugó en la mano, se dirigió a la puertay golpeó. Apareció un suboficial SS; unhombre de rostro grave y mediana edad.No parecía capaz de romper riñones conlas botas, por supuesto, ése era uno de

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los poderes de la tortura: no se esperabasufrir a manos de un hombre que parecíaun pariente del campo.

¿Era posible pedir cinco botellas devodka?, preguntó Oskar. ¿Cincobotellas, señor?, dijo el suboficial,como recomendando moderación a unjoven empedernido. Y también parecíareflexionar si no convenía informar a sussuperiores. El coronel y yo, dijo Oskar,desearíamos una botella cada unomientras conversamos. Y acepte, porfavor, el resto para compartirlo con suscolegas. Supongo además, agregó Oskar,que un hombre de su graduación puedehacer una llamada en nombre de un

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detenido. Ahí están los números deteléfono… si, en los billetes. No esnecesario que los llame a todos. Bastacon que se los comunique a misecretaria. Si, es la primera de la lista.

—Es gente muy importante —murmuró el suboficial.

—Ha sido una tontería —dijo Philip—. Lo fusilarán por tratar de corrompera sus guardias.

Oskar se dejó caer en un banco.—Y besar a una judía es otra

tontería —agregó Philip.—Ya veremos —dijo Oskar. Pero

estaba asustado.Por fin, el suboficial regresó

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trayendo, además de las dos botellas, unpaquete de camisas limpias, ropainterior, algunos libros y un poco devino, que Ingrid había preparado en elapartamento de la calle Straszewskiegoy llevado al portal de Montelupich.Philip y Oskar pasaron una agradablevelada, aunque en cierto momento unguardia golpeó la puerta de acero yordenó que no cantaran más. Peroincluso entonces, mientras la bebidaagregaba espacio a la celda einesperado interés a las furiosaspalabras del Standartenführer,Schindler estaba atento a remotos gritoso a los golpecitos en morse de algún

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desesperado prisionero de la celdavecina. Sólo en una oportunidad elverdadero carácter del lugar atravesó laeficacia del vodka. Philip descubrióunas palabras en letra muy pequeñajunto a su litera, casi escondidas por elcolchón. Pasó un rato descifrándolas,con dificultad, porque conocía menos elpolaco que Oskar.

—«Dios mío —tradujo—, cómo mehan puesto». Este mundo es unamaravilla, amigo Oskar, ¿no es verdad?

Schindler despertó con la cabezaclara. Nunca había sentido una resaca yse preguntaba qué les ocurría a losdemás. Pero Philip estaba deprimido y

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no se sentía bien. A media mañana se lollevaron; luego volvió a recoger suspertenencias. Esa tarde debíaenfrentarse a una corte marcial pero,como le acababan de dar un cargo en laescuela militar de Stutthof, no creía quepensaran fusilarlo. Recogió su abrigo ysalió, dispuesto a justificar sus amoríospolacos. Oskar, solo, pasó el díaleyendo el libro de Karl May enviadopor Ingrid y luego hablando con suabogado, un alemán de los Sudetes,establecido en Cracovia dos años antes.La entrevista alivió a Oskar. La causadel arresto era la expuesta; no estabanutilizando sus devaneos interraciales

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como un pretexto para retenerlo mientrasinvestigaban sus asuntos comerciales.

—Pero probablemente tendrá quepresentarse ante la corte SS, y lepreguntarán por qué no está en elejército.

—La razón es evidente —dijo Oskar—. Tengo una industria básica de guerra.El general Schindler puede confirmarlo.

Oskar leía despacio y saboreó elrelato de Karl May sobre un cazador yun sabio indio en los desiertos deAmérica, una historia muy decorosa. Detodos modos, no se daba prisa para leer.Quizá pasaría una semana antes de quedebiera comparecer ante la corte. El

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abogado esperaba una reprimenda delpresidente de la corte por su conductaindigna de un miembro de la razaalemana y una multa severa. Pues bien,que así fuera. Al salir tendría máscuidado.

La quinta mañana había bebido yamedio litro de café ersatz que le dabancomo desayuno cuando llegaron unsuboficial y dos guardias. Fueconducido más allá de las puertas mudasy luego escaleras arriba hasta uno de losdespachos del frente. Allí encontró a unhombre a quien conocía, elObersturmbannführer Rolf Czurda, jefedel SD de Cracovia. Czurda, con su

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excelente ropa, parecía un hombre denegocios.

—Oskar, Oskar —dijo Czurda, en eltono de censura de un viejo amigo—. Ledamos esas judías a cinco marcos pordía. Debería besarnos a nosotros, no aellas.

Oskar explicó que era suaniversario. Había bebido. Se sentíaimpetuoso.

Czurda movió la cabeza. Ignorabaque fuera un hombre tan conocido,Oskar, dijo. Llamadas de larga distanciadesde Breslau, de nuestros amigos delAbwehr. Por supuesto, es absurdomantenerlo alejado de su trabajo sólo

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porque ha tocado a un judía.—Es usted muy comprensivo, Herr

Obersturmbannführer —dijo Oskarsintiendo cómo crecía en Czurda lapetición de alguna compensación—. Sialguna vez puedo devolver sugenerosidad…

—En realidad —dijo Czurda—,tengo una tía anciana que ha perdido sucasa por un bombardeo.

Una tía anciana. Schindler hizo unmohín de compasión y dijo que recibiríaa un representante del jefe Czurda en lacalle Lipowa, en cualquier momento,para que eligiera lo que deseara entrelos productos allí elaborados.

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Pero de nada servía que hombrescomo Czurda consideraran su liberacióncomo un favor absoluto, ni las ollas ysartenes como lo menos que podíaofrecer un prisionero liberado. CuandoCzurda dijo que podía marcharse, Oskarobjetó. No puedo pedir mi coche, HerrObersturmbannführer. Después de todo,mis recursos de combustible sonlimitados.

Czurda preguntó si Herr Schindleresperaba que el SD lo llevara a su casa.

Oskar se encogió de hombros. Vivíaen el otro extremo de la ciudad. Era muylejos para ir a pie.

Czurda se echó a reír.

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—Haré que uno de mis propioschóferes lo lleve, Oskar.

Pero cuando el gran coche apareció,con el motor bramando, al pie de laescalinata principal, y Herr Schindlermiró hacia lo alto, hacia las siniestrasventanas, esperando algún signo de esaotra república, el reino de la tortura, dela prisión incondicional, del infiernopara aquellos que no tenían ollas ysartenes que ofrecer a cambio, RolfCzurda le cogió el codo.

—Bromas aparte, Oskar, queridoamigo, será un tonto si se enamora dealguna falda judía. No tienen futuro,Oskar. Le aseguro que ahora no se trata

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del viejo cuento del odio a los judíos: esun punto político esencial.

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CAPÍTULO 13

Los moradores del ghetto seaferraban todavía, ese verano, a la ideade que sus muros eran un dominiopequeño pero permanente. Esa ideahabía sido fácilmente creíble en 1941,cuando había una oficina de correos yhasta sellos del ghetto, y un periódico,aunque apenas contenía otra cosa quelos edictos del castillo de Wawel y de lacalle Pomorska. Habían permitido quese abriera un restaurante en la calleLwowska, el Foerster, donde loshermanos Rosner, que habían

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abandonado los peligros del campo y lascambiantes pasiones de los campesinos,tocaban el violín y el acordeón. Duranteun breve tiempo parecía que se podríaimpartir enseñanza en aulas regulares,que las orquestas podrían reunirse atocar, que la vida judía podríaextenderse como un organismo benigno alo largo de las calles, comunicándose deun artesano a otro, de un erudito a otro.Todavía los burócratas de las SS de lacalle Pomorska no habían expuestodefinitivamente la idea de que un ghettode esa clase no se podía considerarsimplemente como un capricho, sinocomo un insulto a la dirección racional

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de la historia.Cuando el Untersturmführer Brandt

ordenó que llevaran a ArturRosenzweig, el presidente del Judenrat,a la calle Pomorska y lo apalearan conel mango de una fusta, intentaba corregirsu incurable imagen del ghetto como unazona de resistencia permanente. Elghetto era un depósito, un edificioaccesorio, una estación de autobusesamurallada. En 1942 se abolió todoaquello que podría haber alentadoimágenes distintas.

De modo que este ghetto era muydistinto de los que recordaban, a vecesafectuosamente, los ancianos. Aquí la

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música no era profesión. No habíaprofesiones. Henry Rosner trabajaba enla base aérea de la Luftwaffe, en elcomedor. Conoció allí a un jovenalemán llamado Richard, un muchachosonriente que se ocultaba —como puedehacer un chef— de la historia del sigloXX entre los elementos de la cocina ydel bar. Se llevaba tan bien con elatildado Henry Rosner, que a veces loenviaba a recibir el pago del servicio decomidas de la Luftwaffe.

—No se puede confiar en losalemanes —decía Richard—. El últimoescapó a Hungría con el dinero.

Richard, como cualquier barman

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digno de su profesión, oía muchas cosasy gozaba del afecto de los oficiales. Elprimer día de junio, fue al ghetto con suamiga, una chica Volksdeutsche con unaamplia capa que no parecía excesivapara los chubascos de aquel mes dejunio. Richard conocía a muchospolicías, entre ellos al WachtmeisterOswald Bosko, y fue admitido en elghetto sin dificultad, aunque era un lugaroficialmente prohibido para él. Una vezen el interior, Richard atravesó la PlacZgody y buscó la dirección de HenryRosner. Henry se sorprendió al verlo.Había salido poco antes del comedor dela Luftwaffe pero allí estaba Richard

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con su amiga, vestidos ambos como parauna visita formal. Henry sintió que esoacrecentaba el extraño carácter de laépoca. Durante los últimos dos días, lagente del ghetto había hecho cola ante elviejo Banco de Ahorros de la calleJozefinska para pedir las nuevas tarjetasde identidad. Los funcionarios alemanesagregaban ahora a la Kennkarte amarillacon su foto sepia y su gran J azul —siuno tenía suerte— una etiqueta azul. Lagente salía del banco agitando la tarjetacon el Blauschein como si éstedemostrara la validez permanente de suderecho a respirar. Los trabajadores delcomedor de la Luftwaffe, del garaje de

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la Wehrmacht, de las fábricas deMadritsch y de Schindler o de Progress,no tenían dificultad para obtener elBlauschein. Para aquellos a quienes seles negaba sentían que incluso supertenencia al ghetto estaba en tela dejuicio.

Richard dijo que Olek, el hijo deHenry, debía ir a pasar un tiempo con suamiga, en el piso de ella. Era obvio quese había enterado de algo en el comedor.Pero no podrá pasar por la puerta, dijoHenry. Ya está arreglado con Bosko,dijo Richard.

Henry y Manci, vacilantes, semiraron mientras la chica de la capa

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prometía alimentar a Olek sólo conchocolate. ¿Una Aktion? Henry Rosnerpreguntó en un susurro. ¿Habrá unaAktion?

Richard respondió con una pregunta:—¿Tienes tu Blauschein? —

preguntó.—Por supuesto —dijo Henry.—¿Y Manci?—Manci también.—Pero Olek no —dijo Richard. En

la oscuridad, bajo la llovizna, OlekRosner, hijo único, de seis años reciéncumplidos, salió del ghetto bajo la capade la amiga del chef Richard. Si algúnpolicía se hubiera molestado en levantar

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la capa, tanto Richard como la muchachapodrían haber sido fusilados por suamistoso subterfugio. Y Olek también.Mirando el rincón del niño, sin el niño,los Rosner deseaban haber procedidointeligentemente.

Poldek Pfefferberg, el comisionistahabitual de Schindler, había recibido aprincipios de ese año la orden de darclases a los hijos de Symche Spira, elcristalero elevado a la jefatura del OD.

La orden había sido dada de malagana, como si Spira dijera.

—Sabemos que no eres capaz de

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hacer el trabajo de un hombre, pero almenos podrás transmitir a mis hijosalgunos de los beneficios de tueducación.

Schindler se divertía con los cuentosde las funciones docentes de Pfefferbergen casa de Symche. El jefe de policíaera uno de los pocos judíos quedisponían de un piso entero. Symchecaminaba de un lado a otro, entreretratos de rabinos del siglo XIX,escuchando las clases de Pfefferberg;aparentemente deseaba ver brotar elconocimiento, como una flor, de lascabezas de sus hijos. Con la manometida en el chaleco, creía que ese gesto

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napoleónico era universal entre loshombres importantes.

La esposa de Symche era una mujeranónima, un poco desconcertada por elinesperado poder de su marido, quizásun poco excluida por sus antiguosamigos. Sus hijos —un muchacho deunos doce años y una chica de catorce—tenían buena disposición, aunque no eranmuy estudiosos.

Pfefferberg fue al Banco de Ahorrosseguro de que le darían el Blauscheinsin dificultad. Pensaba que su trabajocon los hijos de Spira sería consideradocomo una tarea esencial. Su tarjetaamarilla lo identificaba como profesor

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secundario, y en un mundo racional,todavía sólo en parte trastocado, era untítulo honorable.

Los funcionarios se negaron a darlela etiqueta. Discutió con ellos y sepreguntó si debía recurrir a Oskar o aHerr Szepessi, el austriaco que dirigíala Oficina de Trabajo alemana algo máslejos. Durante un año Oskar le habíapedido que trabajara en Emalia peroPfefferberg siempre había pensado queun trabajo full-time le quitaríademasiada libertad.

Al salir del edificio del banco,destacamentos de la policía deSeguridad alemana, la policía Azul

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polaca, y del grupo político del ODexaminaban las carpetas de todo elmundo y arrestaban a los que no teníanel Blauschein. Ya había una hilera dehombres y mujeres rechazados en lamitad de la calle Jozefinska. Pfefferbergadoptó su actitud militar polaca yexplicó que tenía varios negocios. Peroel policía a quien se dirigió movió lacabeza y dijo:

—No discuta conmigo. ¿No tiene elBlauschein? Vaya a esa cola.¿Comprende, judío?

Pfefferberg se sumó a la cola. Lamuchacha bonita y delicada con quien sehabía casado dieciocho meses antes

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trabajaba para Madritsch y ya tenía suBlauschein.

Cuando hubo más de cien personasreunidas, los llevaron, dando vuelta laesquina, y más allá del hospital, hasta elpatio de la vieja fábrica de golosinasOptima. Ya había centenaresaguardando. Los que habían llegadoantes ocupaban las zonas sombreadasque habían sido antes los establos dondese uncían los caballos a los carros deOptima, cargados de bombones. No eraun conjunto ruidoso. Eran profesionales,empleados de banca, farmacéuticos,dentistas. En grupos pequeños,conversaban serenamente. El joven

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farmacéutico Bachner hablaba con unapareja mayor, los Wohl. Había muchagente anciana. Los viejos y los pobresque dependían de la ración delJudenrat. Este verano el Judenratmismo, distribuidor de alimentos eincluso del espacio, había sido menosequitativo que antes.

Las enfermeras del hospital delghetto se movían entre los detenidos concubos de agua: se decía que el agua erabuena para la desorientación y latensión. De todos modos, era casi laúnica disponible que el hospital podíaofrecer, aparte del cianuro que seencontraba en el mercado negro. Las

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familias pobres de los shtetls y losviejos bebían agua en silencio.

Policías de las tres clases entrabantodo el tiempo trayendo listas;destacamentos de las SS formabancolumnas en la entrada y las guiabanhacia la estación ferroviaria deProkocim. Algunas personas sentían elimpulso de escapar a ese movimientoinminente manteniéndose en los ángulosmás alejados del patio. Pfefferbergprefería estar cerca de la puertaesperando que apareciera algúnfuncionario a quien pudiera dirigirse.Tal vez Spira, vestido como un actor decine, estaría dispuesto a liberarlo,

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después de pronunciar alguna plomizaironía. Pero junto a la garita de laentrada sólo había un chico de caratriste, con la gorra del OD, que leía unalista y sostenía el papel con dedosdelicados. Pfefferberg había servidoalgún tiempo con él en el OD y además,el primer año de su carrera docente enla escuela Kosciuszko, de Podgórze,había dado clases a su hermana.

El joven alzó la mirada.—Profesor Pfefferberg —murmuró

con un respeto que venía de aquelloslejanos días de la escuela situada muycerca, junto al parque. Como si elparque estuviera lleno de criminales

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empedernidos, le preguntó qué estabahaciendo allí.

—Una tontería —dijo Pfefferberg—.Aún no he ido a buscar el Blauschein.

El chico movió la cabeza. Sígame,dijo. Llevó a Pfefferberg hacia unSchupo uniformado a quien saludó. Noparecía un héroe con su absurda gorra ysu cuello flaco y vulnerable. Más tarde,Pfefferberg imaginó que eso lo hacíamás digno de crédito.

—Este es Herr Pfefferberg, delJudenrat —mintió, con una hábilcombinación de respeto y autoridad—.Ha venido a visitar a unos parientes.

El Schupo parecía fatigado por la

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pesada tarea policial que se cumplía enel patio. Negligentemente, indicó lapuerta a Pfefferberg. Este no tuvo tiempode darle las gracias al muchacho ni deresolver ese misterio: por qué un chicode cuello flaco es capaz de mentir hastala misma muerte para salvar a unapersona sólo porque ha enseñado a suhermana a usar el caballete de gimnasia.

Pfefferberg corrió a la Oficina deTrabajo y pasó por alto las colas. Detrásde una mesa estaban Fräulein Skoda yFräulein Knosalla, dos amables chicasalemanas de los Sudetes.

—Liebchen, liebchen —dijo aFräulein Skoda—, me quieren llevar

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porque no tengo la etiqueta. Míreme: ¿nosoy exactamente el tipo de hombre quele gustaría ver por aquí?

A pesar de la muchedumbre que nole daba respiro, Fräulein Skoda no pudoreprimir una sonrisa. Cogió suKennkarte.

—No puedo hacer nada, HerrPfefferberg —respondió—. No se la handado, de modo que yo… lo siento.

—Pero usted puede, liebchen —insistió él con voz fuerte, pastosa, deopereta—. Tengo trabajo, liebchen, hagonegocios.

Fräulein Skoda dijo que sólo HerrSzepessi podía ayudarle y que sería

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imposible que Pfefferberg lo viera.Llevaría días. Pero usted lo conseguirá,liebchen, dijo Pfefferberg. Y ella lohizo. Por esto tenía fama de buena chica:porque era capaz de resistir al caudal dela política y de responder a un rostroindividual, incluso en un día de durotrabajo. Sin embargo, quizás un ancianocon sabañones habría tenido menossuerte que Pfefferberg.

Herr Szepessi, que también teníafama de ser humano aunque era unservidor de la máquina monstruosa, mirórápidamente la tarjeta de Pfefferberg ymurmuró:

—Pero no necesitamos profesores

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secundarios.Pfefferberg había rechazado siempre

las ofertas de empleo de Oskar porquese consideraba un individuo capaz. Noquería trabajar largas horas por unaescasa paga en la fea Zablocie. Peroveía ahora que la era del individualismose acababa. Las personas debían tenerun oficio. Era un artículo de primeranecesidad. «Soy pulidor de metales»,dijo a Szepessi. Durante cierto tiempohabía trabajado con su tío de Podgórze,dueño de un pequeño taller metalúrgicoen la calle Rekawka.

Herr Szepessi miró a Pfefferberg através de sus gafas. Eso sí es una

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profesión, dijo. Cogió una pluma, tachócuidadosamente las palabras profesorsecundario, y también los estudios en laUniversidad Jagielloniana que tantoenorgullecían a Pfefferberg, y escribióencima pulidor de metales. Cogió unsello de goma y un pote de pegamento ysacó de su escritorio una etiqueta azul.Entregó el documento a Pfefferberg.Cuando se encuentre con un Schupo,dijo, podrá demostrarle ahora que es unmiembro útil de la sociedad.

A fines de ese año enviarían aAuschwitz al pobre Szepessi por ser tancomprensivo.

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CAPÍTULO 14

Oskar oyó de distintas fuentes —elpolicía Toffel, el ebrio Bosch de laOstfaser (la empresa textil de las SS)—el rumor de que se tornarían másintensas las «operaciones en el ghetto».Las SS estaban desplazando a Cracoviaalgunas rudas unidades deSonderkommandos desde Lublin, dondeya habían cumplido una valiosa tarea enmateria de purificación racial. Toffelsugirió incluso que, si Oskar no deseabainterrupciones en la producción, haríabien en instalar algunos catres para sus

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operarios del turno de noche hastadespués de junio.

De modo que Oskar instalódormitorios en los despachos y en eltaller de munición. Algunos estabancontentos de pasar la noche allí. Otrostenían esposa o hijos en el ghetto. Peroposeían además el Blauschein, lasagrada etiqueta azul, en susKennkartes.

El 3 de junio el gerente de Oskar,Abraham Bankier, no apareció en lacalle Lipowa. Schindler estaba todavíaen su casa, tomando el café, cuandorecibió una llamada de una de lassecretarias. La chica había visto que

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sacaban a Bankier del ghetto y lollevaban directamente a Prokocim, sindetenerse siquiera en la Optima. Y en elgrupo había también otros obreros deEmalia. Estaban Reich, Leser… unadocena.

Oskar pidió por teléfono que letrajeran su coche del garaje. Fue por elpuente y por la calle Lwowska aProkocim. Mostró su pase a los guardiasde la entrada. El área de maniobrasestaba llena de vagones de ganado y laestación repleta de ciudadanosprescindibles en filas ordenadas ytodavía convencidos —quizá con algunarazón del valor de una respuesta pasiva

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y ordenada—. Era la primera vez queOskar veía esa combinación de sereshumanos y vagones de ganado, y leimpresionó mucho más que ladescripción oída. Tuvo que detenerse alborde del andén. Vio a un joyero a quienconocía.

—¿Ha visto a Bankier? —preguntó.—Ya está en uno de los vagones,

Herr Schindler —dijo el joyero.—¿Adónde los llevan?—Dicen que vamos a un campo de

trabajo. Cerca de Lublin. Probablementeno será peor que… —el hombre agitó lamano señalando Cracovia.

Schindler sacó del bolsillo un

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paquete de cigarrillos y varios billetesde diez zlotys y dio al joyero el paquetey el dinero. Este se lo agradeció. Estavez lo habían obligado a salir de su casasin llevar nada. Decían que más tardeenviarían el equipaje.

A fines del año anterior, Schindlerhabía encontrado en el Boletín deConstrucciones y Presupuestos de las SSuna licitación para construir hornoscrematorios en un lugar situado alsudeste de Lublin, Belzec. Schindlermiró al joyero. Sesenta y tres o sesenta ycuatro. Demasiado delgado. Tal vezhabía sufrido de los pulmones durante elpasado invierno. Una gastada chaqueta a

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rayas, demasiado abrigo para ese día. Y,ante una mirada conocedora, lacapacidad de soportar sufrimientos hastacierto límite. Ese verano de 1942 eratodavía imposible imaginar la conexiónentre un hombre así y aquellos hornos deextraordinaria capacidad cúbica.¿Pensaban provocar epidemias entre losprisioneros? ¿Sería ése el método?

Schindler recorrió, a partir de lalocomotora, la hilera de más de veintevagones de ganado, gritando el nombrede Bankier a las caras que lo mirabandesde el enrejado de los vagones. Fueuna suerte para Abraham que Oskar nose preguntara por qué repetía su nombre

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sin detenerse a considerar que tenía elmismo valor que todos los demásnombres cargados en los vagones deganado de la Ostbahn. Un existencialistase habría paralizado ante la multitud deProkocim, desconcertado por laigualdad de todos los nombres y detodas las voces. Pero Herr Schindler erainocente de toda filosofía. Conocía a lagente que conocía el nombre de Bankier.

—Bankier, Bankier —gritaba.Un joven SS Oberscharführer, un

experto en cargamentos humanos deLublin, le cortó el paso. Pidió su carnet.Oskar vio en la mano izquierda delhombre varias hojas con nombres, una

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lista inmensa.—Son mis obreros —dijo Schindler

—. Trabajadores de una industriabásica. Mi gerente. Es una idiotez.Tengo contratos de la Inspección deArmamentos, y usted me quita loshombres que necesito para cumplirlos.

—No se los puede llevar —dijo eljoven—. Están en la lista. —Elsuboficial sabía por experiencia que lalista imponía igual destino a todos losnombrados.

Oskar dejó caer su voz hasta eseduro murmullo de hombre razonable ybien relacionado que no gastaba todavíatodos sus recursos. ¿Sabía el Herr

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Oberscharführer cuánto tiempo llevaríaformar obreros especializados quereemplazaran a los de la lista? En mifábrica, la Deutsche Email Fabrik, hayuna sección de municiones bajo laprotección especial del generalSchindler. Los camaradas delOberscharführer en el frente ruso seríanafectados por la merma de laproducción, y además la Inspección deArmamentos pediría explicaciones.

El joven movió la cabeza, sólo eraun funcionario fatigado.

—Ya he oído cosas así, señor —dijo. Pero sentía temor. Oskar loadvirtió y continuó hablándole

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suavemente con un vago tono deamenaza.

—No puedo discutir esa lista conusted —dijo Oskar—. ¿Quién es susuperior?

El muchacho indicó a un oficial delas SS, un hombre de poco más detreinta años, con gafas y ceño fruncido.

—¿Puede decirme su nombre, HerrUntersturmführer? —dijo Oskarmientras sacaba una agenda del bolsillo.

El oficial también se refirió a lasantidad de la lista. También era para élun funcionamiento racional, seguro ysuficiente de toda esa movilización dejudíos y locomotoras. Pero Schindler se

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enfureció. Ya sabía todo sobre la lista,dijo. Lo único que deseaba ahora erasaber el nombre del Untersturmführerpara dirigirse de inmediato alOberführer Scherner y al generalSchindler, de la Inspección deArmamentos.

—¿Schindler? —preguntó el oficial.Por primera vez miró cuidadosamente aOskar.

El hombre vestía como un magnate,llevaba la insignia adecuada, teníagenerales en su familia.

—Le aseguro, HerrUntersturmführer —dijo Schindler conacento bondadoso—, que estará en

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Rusia antes de una semana.Herr Schindler y el oficial,

precedidos por el joven suboficial,pasaron entre las filas de prisioneros ylos vagones cargados. La locomotoraestaba preparada; el conductor seasomaba a la ventanilla, esperando laorden de partida. El oficial ordeno a losfuncionarios de la Ostbahn queretuvieran el tren. Por fin llegaron a unode los últimos vagones. Allí estaban losdoce obreros y Bankier, como siformaran parte de la misma remesa. Lapuerta aún estaba abierta; descendieron.Bankier y Frankel, del despacho Reich,Leser y los demás, del taller.

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Silenciosos, no querían que nadieadvirtiera su satisfacción. Los quequedaron en el interior empezaron acharlar animadamente como si sesintieran afortunados por disponer detanto espacio libre. Moviendoenfáticamente la pluma, el oficial tachóde la lista uno por uno a los trabajadoresde Emalia y pidió que Oskar pusiera sufirma.

Schindler dio las gracias al oficial yse volvió para seguir a su personal; elhombre lo retuvo por el codo de suchaqueta.

—Señor —dijo—, para nosotros nosupone ninguna diferencia, ¿comprende?

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Nos da lo mismo una docena que otra.El oficial tenía el ceño fruncido en

el primer momento, pero ahora parecíamás amable, como si hubieradescubierto el teorema oculto detrás dela situación. ¿Usted cree que estos treceobreros del metal son importantes? Pueslos reemplazamos con otros obreros delmetal y eso compensará sus sentimientospor éstos.

—Lo que importa no es la lista —explicó finalmente el oficial.

El pequeño y regordete Bankierreconoció que ninguno de ellos se habíapreocupado por pedir el Blauschein enel Banco de Ahorros. Schindler,

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bruscamente irritado, ordenó que lohicieran. Pero su sequedad encubría sudesaliento ante esa muchedumbre quepor falta de una etiqueta azul, esperabanen Prokocim que el nuevo y decisivosímbolo de su situación, el vagón deganado, fuera arrastrado por pesadasmáquinas mas allá del alcance de suvista. Somos animales reunidos,expresaban los vagones de ganado.

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CAPÍTULO 15

En los rostros de sus propiostrabajadores podía leer Oskar, en parte,el tormento del ghetto. Porque la genteno tenía tiempo, allí, para recuperar elaliento, para establecerse, afirmar sushábitos o sus rituales familiares. Muchosse refugiaban, con una especie de alivio,en la actitud de sospechar de todo elmundo, de las personas que estaban enla misma habitación tanto como delhombre del OD que montaba guardia enla calle. Pero ni siquiera los máscuerdos sabían en quién confiar. «Cada

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habitante», escribió un joven artistallamado Josef Bau, refiriéndose a unacasa del ghetto, «tiene su propio mundode secretos y misterios». Los niñoscallaban al escuchar pasos en laescalera. Los adultos despertaban de sussueños de exilio y privaciones paraencontrar el exilio y las privaciones deuna habitación repleta en Podgórze; loshechos —y hasta el sabor mismo delmiedo— de los sueños continuaban dedía. Terribles rumores llegaban a sushabitaciones, a las calles, a las fábricas.Spira tenía otra lista, dos o tres vecesmás larga que la anterior. Todos losniños serían enviados a Tarnow, donde

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los fusilarían, o a Stutthof, donde losahogarían, o a Breslau, donde seríanadoctrinados, desarraigados, operados.¿Tiene usted un padre anciano? Llevarána todas las personas mayores decincuenta años a las minas de sal deWieliczka. ¿A trabajar? No. Paraemparedarlos en las galeríasabandonadas.

Estos rumores, muchos de los cualesllegaban también a oídos de Oskar, sefundaban en el instinto humano de alejarel mal mediante su proclamación, dedetener el destino demostrando que unopodía ser tan imaginativo como ellos.Pero ese mes de junio lo peor de los

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sueños y rumores adoptó formaconcreta, y lo más inimaginable seconvirtió en un hecho.

Al sur del ghetto, más allá de lacalle Rekawka, se alzaban unas verdescolinas. Desde ellas se podía ver unaimagen íntima, como la de los sitios enla pintura medieval, del ghetto, porencima de la pared del sur. Cuando unorecorría a caballo las colinas serevelaba el mapa del ghetto, y lo queocurría en sus calles. Schindler habíadescubierto ese punto ventajoso cuandocabalgaba con Ingrid en la primavera.Ahora, indignado por lo que había vistoen Prokocim, decidió volver a ir. La

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mañana siguiente al rescate de Bankier,alquiló dos caballos en los establos delparque Bednarskiego. Ingrid y él vestíanimpecables chaquetas largas ypantalones de montar, y botasresplandecientes. Dos rubios alemanesde los Sudetes, muy por encima delrevuelto hormiguero del ghetto.

Atravesaron el bosque y galoparonpor la pradera despejada. Ahora podíanver desde sus monturas la calleWegierska y la muchedumbre reunidajunto a la esquina del hospital y, máscerca, un destacamento de SS con perrosque entraba a las casas mientras lasfamilias salían a la calle con pesados

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abrigos a pesar del calor, anticipandouna larga ausencia. Ingrid y Oskardetuvieron sus animales a la sombra delos árboles y empezaron a advertirdetalles de la escena. Hombres del OD,armados con bastones, colaboraban conlas SS. Y con entusiasmo, porque enpocos minutos vio que en tres ocasionesdescargaban sus bastones sobre elhombro de tres mujeres remisas. Alprincipio sintió una ingenua furia. LasSS utilizaban judíos para apalear judíos.Sin embargo, pronto sería evidente quealgunos de los OD golpeaban a la gentepara ahorrarles males peores. Y, detodos modos, había ya una nueva norma

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para el OD: si alguno de ellos nolograba obligar a una familia adescender a la calle, su propia familiacorría peligro.

Schindler observó también que habíados hileras continuas de gente en la calleWegierska. Una era estable, pero la otra,a medida que se alargaba, era cortada ensecciones regulares y conducida fuerade la vista después de coger la calleJozefinska a la vuelta de la esquina. Noera difícil interpretar esos movimientos;Ingrid y Schindler, ocultos entre lospinos, estaban a sólo doscientos otrescientos metros del lugar de laacción.

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Las personas que salían de las casaseran separadas violentamente en doslíneas sin atender a consideracionesfamiliares. Las hijas adolescentes conlos papeles adecuados pasaban a lalínea estática, desde donde llamaban asus madres que estaban en la otra. A untrabajador nocturno, entorpecido aúnpor el brusco despertar, le indicaron unalínea, mientras su esposa y su hijopasaban a la otra. En mitad de la calle,el hombre discutía con el policía OD.Gritaba:

—¡Al diablo con el Blauschein!Quiero ir con Eva y con el chico.

Intervino un SS armado. Entre la

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masa amorfa de los Ghettomenschen, unser semejante, con su uniforme deverano bien planchado, parecíamaravillosamente robusto y bienalimentado. Y desde la colina se veíarelucir el aceite en la pistolaametralladora que tenía en la mano. ElSS golpeó al judío en la oreja y hablócon voz áspera y fuerte. Schindler nopodía oír, pero estaba seguro de eranpalabras similares a las escuchadas enla estación de Prokocim. Para mí no hayninguna diferencia; si quieres ir con tuputa judía, ve. El hombre pasó de unahilera a la otra. Schindler lo vio abrazara su esposa; al amparo de este acto de

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lealtad conyugal, una mujer retornófurtivamente a su casa, sin ser vista porun Sonderkommando.

Oskar e Ingrid hicieron girar suscabalgaduras, atravesaron una desiertaavenida y se dirigieron sobre la calleKrakusa.

La calle, en su punto más próximo,no parecía tan bulliciosa comoWegierska. Dos guardias conducíanhacia la calle Piwna una columna, nomuy larga, de mujeres y niños; uno calleWegierska. La afirmación tenía que ver,por supuesto, con la pasión por el colorrojo avanzaba al frente y otro atrás.Había cierto desequilibrio en la

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columna; había muchos más niños de losque podían haber dado a luz tan pocasmujeres. Al final había un niño o niña,vestido con un pequeño abrigo rojo y ungorro del mismo color. Llamó laatención de Schindler porque formulabauna afirmación, como había hecho eltrabajador nocturno de la calleWegierska. La afirmación tenía que ver,por supuesto, con la pasión por el colorrojo.

Schindler consultó a Ingrid. Sin dudaera una niña, dijo Ingrid. Las niñitasadoraban los colores, en particular losmás brillantes.

Mientras miraban, el Waffen SS que

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iba atrás extendía de vez en cuando lamano para corregir la dirección de esebroche rojo. No lo hacía con rudeza;podría haber sido un hermano mayor. Sisus superiores le hubieran ordenadotomar en consideración los sentimientosde los espectadores, no podría hacerlomejor. Y, por un segundo, la ansiedad delos dos jinetes del parque Bednarskiegohalló un insensato alivio. Porque fuebrevísimo. Detrás de la columna demujeres y niños, grupos de SS conperros iniciaron el registro de las casasa ambos lados de la calle, hacia el norte.

Irrumpieron en las fétidas casas;como una señal de su violencia, una

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maleta voló por la ventana de unsegundo piso y se abrió sobre elpavimento. Y, corriendo ante los perros,salieron a la calle los hombres, mujeresy niños que se habían escondido endesvanes y armarios y cómodas sincajones, los evadidos del primerregistro, gritando, despavoridos por losdoberman. Todo parecía acelerado; lapareja de la colina apenas lograbaseguir el ritmo de los hechos. Los queemergían eran fusilados de inmediato,donde estaban; rebotaban por el impactode las balas y la sangre fluía por losdesagües. Una madre y su hijo de ochoaños, o quizá diez, se habían acurrucado

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bajo el alféizar de una ventana, en ellado oeste de la calle Krakusa.Schindler sintió intolerable miedo porellos, un terror en su propia sangre queaflojó sus piernas en la silla y estuvo apunto de derribarlo. Miró a Ingrid, conlas manos apretadas sobre las riendas.Oyó su dolorida exclamación.

Los ojos de Oskar subieron por lacalle Krakusa hasta la niñita de rojo.Estaban haciendo eso a media manzanade donde ella se encontraba. No habíanesperado siquiera a que la columnagirara por la calle Jozefinska. Alprincipio, Schindler no habría podidoexplicar cómo se compaginaba eso con

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los crímenes en la calle. Perodemostraba, de un modo que nadie podíaignorar, la seriedad de sus intenciones.Mientras la niña de rojo se detenía ygiraba para mirar, mataron a la mujeracurrucada de un tiro en el cuello y,cuando el chico se deslizó al suelogimiendo, una bota se apoyó en sucabeza, como para sostenerlo en sulugar, y el caño del arma se acercó a lanuca —el blanco recomendado a las SS— y disparó.

Oskar miró nuevamente a la niñitade rojo. Había visto cómo bajaba labota. Quedaba ahora un espacio entreella y el resto de la columna. Otra vez,

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el guardia SS la empujó fraternalmente yla puso en línea. Herr Schindler nocomprendía por qué no la derribaba conla culata del rifle, ya que en el otroextremo de la calle Krakusa la piedadhabía sido cancelada.

Por fin, Schindler se deslizó delcaballo, dio unos pasos y se encontró derodillas, abrazando el tronco de un pino.Sintió que debía contener su deseo devomitar su excelente desayuno, porquesospechaba que su astuto cuerpo sólo seproponía hacer suficiente sitio paradigerir los horrores de la calle Krakusa.

El peor aspecto de lo que habíavisto no era la falta de vergüenza de

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esos hombres, que habían nacido demujer y debían escribir cartas a su casa(¿qué ponían en ellas?). Sabía que notenían vergüenza, puesto que el guardiade la columna no había sentido lanecesidad de impedir que la niñita vieralo que ocurría. Y eso era lo peor: sí notenían vergüenza, eso significaba quehabía una sanción oficial. Ya nadiepodía refugiarse en la idea de la culturaalemana, ni en los pronunciamientos desus líderes; cualquiera podía asomarse asu jardín, o ver desde su despacho larealidad de la calle. Oskar había vistoen la calle Krakusa una afirmación de lapolítica de su gobierno que no podía

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desestimar como una aberracióntemporal. Los SS de Krakusa estabancumpliendo las órdenes de su líder; deotro modo su colega no hubierapermitido que una niñita mirara.

Y más tarde, después de absorberuna cantidad de coñac, Oskarcomprendió lo que ocurría en términosmás precisos. Dejaban que hubieratestigos, como la niñita de rojo, porqueestaban convencidos de que todos lostestigos perecerían.

En una esquina de la Plac Zgodyestaba la farmacia de Tadeusz

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Pankiewicz. Era una farmacia a laantigua. Ánforas de porcelana con elnombre de viejos remedios en latín yvarios cientos de pequeños cajones bienlustrados ocultaban las complejidadesde la farmacopea de los ciudadanos dePodgórze. Pankiewicz vivía sobre sutienda con el permiso de lasautoridades, a petición de los médicosde la clínicas del ghetto. Era el únicopolaco a quien se permitía residir dentrode los muros. Era un hombre tranquilo,apenas mayor de cuarenta años, connotorios intereses intelectuales.Visitaban regularmente su casa elimpresionista polaco Abraham

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Neumann, el compositor MordeheGebirtig, el filósofo Leon Steinberg y elsabio doctor Rappapor. Su casa servíatambién de enlace; era el buzón de lainformación y los mensajes queintercambiaban la Organización Judía deCombate (ZOB) y los guerrilleros delEjército Polaco del Pueblo. El jovenDolek Liebeskind, y los esposos Shimony Gustav Dranger, organizadores de laZOB de Cracovia, iban también allíalgunas veces, aunque discretamente.Era importante no comprometer aTadeusz Pankiewicz con sus propósitosque, contrariamente a la políticacooperadora del Judenrat, involucraban

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la resistencia furiosa e inequívoca.En esos primeros días de junio, la

plaza, ante la farmacia de Pankiewicz,se convirtió en un área de maniobra.«Desafiaba la capacidad de creer»,diría luego Pankiewicz, refiriéndose a laPlac Zgody. En el césped del centro secontinuaba separando a la gente. Lesdecían que dejaran su equipaje. No, no,lo enviaremos después. Contra el muro,en el lado oeste de la plaza, se fusilabaa los que se resistían y a quienesocultaban en sus bolsillos la secretaopción de los documentos ariosfalsificados, sin dar explicaciones a losque estaban en el centro de la plaza. El

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estrépito de los disparos fracturaba lasconversaciones y las esperanzas. Pero apesar de los gritos y gemidos de losparientes de las víctimas, algunos,paralizados o desesperadamenteaferrados a la vida, parecían casiignorar los montones de cadáveres.Apenas llegaban los camiones y losdestacamentos de judíos cargaban a losmuertos, los que permanecían en laplaza volvían a hablar del futuro. YPankiewicz oía repetir a los suboficialesde las SS lo que habían dicho todo eldía:

—Le aseguro, señora, que losllevamos a trabajar. ¿Cree que podemos

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malgastar el esfuerzo de los judíos?En las caras de esas mujeres se veía

vívidamente el deseo frenético de creer.Y las tropas SS, después de proceder alas ejecuciones, pasaban entre lamultitud reunida enseñando a la gente laforma correcta de rotular su equipaje.

Desde Bednarskiego, OskarSchindler no había podido ver la PlacZgody. Pero Pankiewicz, en la plaza —como Oskar desde la colina—, no habíavisto jamás un horror tan desapasionado.También Pankiewicz sintió náuseas y unirreal zumbido en los oídos, como sihubiera recibido un golpe en la cabeza.

Estaba tan confuso por la masa de

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ruido y salvajismo, que no se enteró dela muerte en la plaza, de sus amigosGebirtig —el compositor de la famosacanción Arde, ciudad, arde— yNeumann, el pintor. Los médicosacudían a la farmacia, jadeando,después de correr desde el hospital.Querían vendas; habían llevado alhospital a los heridos, arrastrándolos. Yun médico pidió eméticos, porque unadocena de personas agonizaba en laplaza por haber tomado cianuro. Uningeniero a quien Pankiewicz conocía lohabía hecho mientras su mujer miraba enotra dirección.

El joven doctor Idek Schindel, que

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trabajaba en el hospital de la calleWegierska, se enteró por una mujer conun ataque de histeria de que se llevabana los niños. Los había visto alineados enla calle Krakusa, y a Genia entre ellos.Schindel había dejado esa mañana aGenia con los vecinos. Él estaba a cargode ella en el ghetto; sus padres aúnestaban escondidos en el campo,aguardando el momento de retornar a la—hasta hoy— relativa seguridad de susmuros. Esa mañana, Genia, de acuerdocon su aire general de independencia, sehabía alejado de la mujer que la cuidabay había regresado a la casa donde vivíacon su tío. Allí la habían arrestado. Y

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por eso Oskar Schindler había advertidosu presencia en la columna de la calleKrakusa.

El doctor Schindel se quitó su batade cirujano, corrió a la plaza y la viocasi inmediatamente, en la hierba,fingiendo calma dentro del muro deguardias. El doctor Schindel sabía quefingía, porque muchas veces se habíalevantado de noche para acallar susgritos y tranquilizarla.

Caminó por el borde de la plaza yella lo vio. No grites, habría queridodecir él, yo lo arreglaré. No queríaorganizar una escena porque podríaterminar muy mal para ambos. Pero no

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tenía necesidad de preocuparse, porquevio cómo los ojos de la niña se tornabanmudos e ignorantes. Se detuvo,transfigurado por su lamentable yadmirable astucia. Genia sabía a los tresaños lo necesario para no ceder al brevealivio de llamar a su tío. Sabía queatraer la atención de las SS hacia el tíoIdek no sería la salvación.

El médico componía el discurso quepensaba hacer al enormeOberscharführer apoyado contra elmuro de las ejecuciones. No conveníaacercarse a las autoridades condemasiada humildad ni por intermediode nadie de rango inferior. Se volvió

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nuevamente hacia la niña y creyósorprender el esbozo de un parpadeo; yluego, con la sorprendente frialdad de unespeculador, ella se deslizó entre losdos guardias que tenía más cerca y saliódel cordón. Se movía con una lentitudque galvanizaba la atención de su tío,quien más adelante vería muchas veces,con los ojos cerrados, su pequeña figuraentre el bosque de altas botas. Nadiemás la vio. Ella mantuvo el mismo paso,mitad vacilante, mitad ritual, hasta laesquina de Pankiewicz y luego giró,manteniéndose en la acera invisibledesde la plaza. El doctor Schindel sintiódeseos de aplaudir. La representación

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merecía un público, aunque, por sunaturaleza, ese público la hubieradestruido.

Estimó que no podía seguirla enseguida sin denunciar la hazaña con sutorpeza de adulto. Contra todos susimpulsos habituales, pensó que elinstinto que la había salvadoinfaliblemente de la Plac Zgody lallevaría a un escondite. Regresó alhospital por el otro camino, para darletiempo.

Genia regresó a la habitación de lacalle Krakusa que compartía con su tío.La calle estaba ahora desierta; y si aúnhabía alguien allí, amparado por su

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astucia o por una pared falsa, no sedejaba ver. Genia entró y se escondiódebajo de la cama. Desde la esquina,Idek vio que un SS, en su últimorecorrido, golpeaba la puerta. Genia norespondió. Y no respondió tampococuando Idek entró. Sólo que él sabíaadónde mirar, entre la cortina y laventana, y allí brillaba su zapatito rojoen la penumbra, junto al cubrecama.

A esa hora, Schindler había devueltolos caballos al establo. No vio desde lacolina el pequeño pero significativotriunfo de la niñita de rojo que regresóal sitio donde las SS la habíanencontrado al principio. Estaba ya en su

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despacho de la DEF, sólo por un rato,incapaz de compartir las terriblesnoticias del día con su personal. Muchomás tarde, en términos pocos frecuentesen el jovial Herr Schindler, el invitadofavorito de las fiestas de Cracovia, elnotorio pródigo de Zablocie —es decir,en términos que revelan al juezimplacable oculto tras la fachada delplayboy—, Oskar atribuiría especialimportancia a esa jornada. «Después deese día», afirmó, «ninguna personacapaz de pensar podía dejar de saberqué ocurriría. Yo estaba ya decidido ahacer todo lo que estuviera a mi alcancepara derrotar el sistema».

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CAPÍTULO 16

Las SS continuaron su tarea en elghetto hasta el sábado por la noche. Semovían con la misma precisión quehabía observado Oskar en lasejecuciones de la calle Krakusa. Eradifícil prever sus ataques, y mucha genteque había escapado el jueves cayó elsábado. Genia sobrevivió, sin embargo,porque tenía el precoz don del silencio yporque era invisible vestida de rojo.

En Zablocie, Oskar no se atrevió apensar que esa niña podría habersobrevivido a la Aktion. Había sabido

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por Toffel y otros conocidos del cuartelgeneral de la policía en la callePomorska que se habían sacado delghetto siete mil personas. Un oficial dela Oficina de Asuntos Judíos de laGestapo confirmó, encantado esa cifra.En la calle Pomorska, entre los primerosde papeles, se consideraba que laAktion había sido un éxito.

Oskar buscaba ahora mayorexactitud en sus informaciones. Sabíapor ejemplo, que había dirigido laAktion el SS Obersturmführer Otto vonMallotke. Oskar no llevaba un registro,pero empezaba a prepararse para unanueva época en que haría un informe

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completo, ya fuera para Canaris o parael mundo entero. Eso ocurriría antes delo que pensaba.

Pero, por el momento, investigabaasuntos que en el pasado habíaconsiderado locuras temporales.Recibía noticias de sus contactospoliciales, y también de los judíoslúcidos como Stern. Los guerrilleros delEjército del Pueblo filtraban al ghetto,en parte a través de la farmacia dePankiewicz, informaciones acerca deotras partes de Polonia. DolekLiebeskind, jefe del Grupo deResistencia Akiva Halutz, traía tambiéninformación de otros ghettos, producto

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de su cargo oficial en la AyudaComunitaria Judía, organización que losalemanes consentían para no romper deltodo con la Cruz Roja Internacional.

De nada servía transmitir esasnoticias al Judenrat. El consejo noconsideraba recomendable hablar de loscampos de concentración a lospobladores del ghetto. La gente sólocaería en la desesperación, y habría enlas calles desórdenes que seríancastigados. Siempre era mejor dejar quela gente oyera rumores disparatados,pensara que eran exagerados, yrecobrara la esperanza. Esta había sidola actitud de la mayor parte de los

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consejeros judíos incluso bajo ladecente presidencia de ArturRosenzweig. Pero Rosenzweig se habíaido. El vendedor David Gutter, con laayuda de su nombre germánico, seríapronto presidente del Judenrat. Y nosólo distraerían las raciones dealimentos ciertos oficiales de las SS,sino también Gutter y los nuevosconsejeros, cuyo representante en lacalle era Symche Spira, jefe del OD. ElJudenrat no tenía ya interés en informara la población del ghetto de su posibledestino; confiaban en que a ellos mismosse les ahorraría el viaje.

El principio del conocimiento para

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el ghetto —y la oportunidad, para Oskar,de atar cabos— había sido el retorno aCracovia, ocho días después de haberpartido de Prokocim, del jovenfarmacéutico Bachner. Nadie sabíacómo había aparecido en el ghetto, nipor qué había regresado a un lugar dedonde las SS simplemente volverían allevárselo. Pero lo que había traído aBachner era, por supuesto, la carga de loque sabía.

Contó su historia por la calleLwowska y por las calles situadasdetrás de la Plac Zgody. Había visto,dijo, el horror definitivo. Tenía los ojosdesorbitados y su pelo había encanecido

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durante su breve ausencia. Toda la genteapresada en Cracovia había sidollevada, contó, hasta un lugar próximo aRusia, el campamento de Belzec.Ucranianos con palos sacaron a la gentede los vagones cuando llegaron a laestación. Había un olor horrible en ellugar, pero un SS dijo amablemente queeso se debía al uso de desinfectantes.Alinearon a la gente ante dos vastosdepósitos; uno llamado «guardarropa» yotro «objetos valiosos». Les ordenaronque se desvistieran y se quitaran gafas yanillos. Un chico judío recorrió las filasdistribuyendo trozos de cordel para atarcada par de zapatos. El peluquero afeitó

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la cabeza de los prisioneros, así,desnudos; era un suboficial de las SS, yexplicó que el pelo era necesario parafabricar algo que utilizaban lastripulaciones de los submarinos. Volveráa crecer, dijo, manteniendo el mito de superpetua utilidad. Finalmentecondujeron a las víctimas por uncorredor entre alambradas de espinohasta unas construcciones que tenían laestrella de David en lo alto y el rótulode «cuartos de baño y de inhalación».Los SS les recomendaron respirarprofundamente. Bachner vio que unaniña dejaba caer una pulsera; un niño detres años la recogió y entró en el cuarto

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de baño jugando con ella.Una vez dentro, mataron a todos con

gas. Más tarde entró un grupo desoldados para desenredar la pirámide decadáveres y llevarlos a la sepultura. Ensólo dos días, dijo, todos habían muertoexcepto él mismo. Mientras esperaba suturno, le habían alarmado las palabrastranquilizadoras de los SS, y se habíametido en una letrina, dejándose caerpor el hueco. Había permanecido tresdías allí, hundido hasta el cuello entrelos desechos humanos, con la caracubierta de moscas. Había dormido depie, estirando los miembros por el temorde ahogarse, y finalmente había salido

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arrastrándose de noche.De alguna manera había logrado

salir de Belzec, siguiendo las vías deltren. Todo el mundo comprendía quehabía salido precisamente porque habíaperdido la razón. Alguien lo habíalimpiado —quizás alguna campesina—y le había dado ropas para su viaje deregreso.

Incluso entonces hubo gente enCracovia que consideró esa historia unpeligroso rumor. Parientes de losprisioneros de Auschwitz habíanrecibido tarjetas postales. Así que,aunque hubiera ocurrido en Belzec, nohabía ocurrido en Auschwitz. ¿Y acaso

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se podía creer? Dadas las escasasraciones emocionales admitidas en elghetto, había que aferrarse a lo creíble;no había otra forma de subsistir.

Las cámaras de Belzec, segúndescubrió Herr Schindler por medio desus fuentes, habían sido terminadas enmarzo de ese año por una firma deHamburgo, bajo la supervisión deingenieros de las SS procedentes deOranienburg. A juzgar por el testimoniode Bachner, podían producir tres milmuertes al día. Los hornos crematoriosestaban en construcción, para evitar queun anticuado medio de eliminarcadáveres pusiera freno al moderno

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método de matanza. La misma firmahabía construido instalaciones similaresen Sobibor, también en el distrito deLublin. Se había licitado la construcciónde otras cámaras —ya muy adelantada—en Treblinka, cerca de Varsovia. Y habíatanto cámaras como hornos enfuncionamiento en el campo deconcentración de Auschwitz, y en elvasto campo de Auschwitz Número Dos,a pocos kilómetros del primero, enBirkenau. La resistencia afirmaba quediez mil asesinatos en un solo día noexcedían la capacidad de AuschwitzDos. Y en la zona de Lodz estaba elcampo de concentración de Chelmno,

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equipado también con los nuevosrecursos tecnológicos.

Escribir esto ahora es repetir untópico histórico. Pero descubrirlo en1942, ver caer estas cosas del cielo dejunio, implicaba un shock fundamental,un trastorno de esa región del cerebro enque se guardan las ideas permanentesacerca de la humanidad y de susposibilidades. Ese verano, variosmillones de personas en Europa, y entreellos Oskar y los habitantes del ghettode Cracovia, ajustaron la economía desus almas a la idea de recintos comoBelzec en los bosques de Polonia.

También ese verano, Schindler puso

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fin a la situación de bancarrota deRekord, y, según las disposiciones de laCorte Comercial de Polonia, adquirió enuna especie de subasta pro forma lapropiedad del establecimiento. Aunquelos ejércitos alemanes habían pasado elDon y estaban en camino a los pozos depetróleo del Cáucaso, Oskar entendió,por la evidencia de lo que habíaocurrido en la calle Krakusa, que nopodían triunfar a la larga.

Por lo tanto, ése era un buenmomento para legitimar tanto como fueraposible su posesión de la fábrica de lacalle Lipowa. Esperaba todavía, de unmodo casi infantil, que la historia no lo

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tendría en cuenta, que la caída del reyperverso no le arrebataría esalegitimidad y que en la nueva épocaseguiría siendo el hijo con éxito de HansSchindler, de Zwittau.

Jereth, de la fábrica de cajas,continuaba insistiendo en queconstruyera cabañas, refugios, en elterreno baldío. Oskar consiguió laaprobación de los burócratas, con elpretexto de una zona de descanso para elturno de noche. Tenía la maderanecesaria: la había donado el mismoJereth.

Cuando quedó terminada, en otoño,la construcción parecía demasiado

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ligera e incómoda. Parecía que lastablas del techado, de la madera nuevaque se emplea para hacer cajas, podríanencogerse a medida que se secaran,dejando filtrar la nieve acumulada. Perodurante una Aktion en octubre, allíencontraron refugio el matrimonioJereth, los trabajadores de la fábrica decajas y la de radiadores, y los operariosdel turno de noche de Oskar.

El Oskar Schindler que desciende desu despacho la fría mañana de unaAktion para hablar con el hombre de lasSS, el auxiliar ucraniano, la PolicíaAzul o los destacamentos del OD quehan venido desde Podgórze para

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escoltar a su turno de noche en elcamino de regreso; el Oskar Schindlerque, mientras toma su café, telefonea alWachtmeister Bosko y le explica, conalgún pretexto, por qué su personal debepermanecer esa mañana en la calleLipowa, es ahora un hombre que se haarriesgado mucho más de lo querecomiendan las cautelosas prácticascomerciales. Las personas influyentesque en dos ocasiones lo han sacado dela cárcel no pueden hacerloconstantemente, aunque él sea generosocon ellas. Este año hay personasinfluyentes encerradas en Auschwitz. Simueren allí, sus viudas reciben un

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escueto y frío telegrama del comandante:«Su marido ha muerto en elkonzentratiosnslager Auschwitz».

Bosko era más delgado que Oskar, ytenía una voz áspera. Era, como él, uncheco alemán. Su familia, como la deOskar, era conservadora y creía en losantiguos valores germánicos. Duranteuna corta temporada había sentido ciertaexcitación pangermánica a raíz de laascensión de Hitler, así como Beethovenhabía sentido fervor europeo ante losavances de Napoleón. En Viena, dondecursaba estudios de teología, se habíaunido a las SS, en parte como unaalternativa a la conscripción en la

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Wehrmacht, en parte por ese efímeroentusiasmo. Ahora lamentaba suentusiasmo y lo estaba expiando, enmayor medida de lo que Oskar pensaba.En ese momento, Oskar sólo sabía queBosko jamás tenía inconveniente enminar una Aktion. Su responsabilidadera el perímetro del ghetto y desde sudespacho, situado fuera de los muros,contemplaba lo que ocurría con unhorror no exento de precisión porque,como Oskar, se consideraba un testigopotencial.

Oskar ignoraba que en la Aktion deoctubre Bosko había sacado del ghetto avarias docenas de niños en cajas de

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cartón. También ignoraba que elWachtmeister proveía, a diez cada vez,pases generales para la guerrilla. LaOrganización Judía de Combate (ZOB)tenía considerables fuerzas en Cracovia.Estaba integrada principalmente porjóvenes asociados de algunos clubs,como, en especial, el Akiva, así llamadoen honor del legendario rabino Akiva,estudioso de la Mishna. La ZOB estabadirigida por la pareja Shimon y GustavDranger —su diario llegaría a ser unclásico de la resistencia— y por DolekLiebeskind. Sus miembros debían entrary salir libremente del ghetto paracumplir misiones de reclutamiento,

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llevar dinero, documentos falsos yejemplares de su periódico clandestino.Tenía contactos con el Ejército delPueblo de Polonia, de izquierdas, cuyabase estaba en los bosques de losalrededores de Cracovia, y que tambiénnecesitaba los documentos obtenidospor Bosko. Aunque los contactos deBosko con la ZOB y con el Ejército delPueblo eran suficientes para unaejecución sumaria, él se despreciabasecretamente a sí mismo y seavergonzaba de sus rescates realizadosen pequeña escala. Bosko quería salvara todo el mundo; pronto intentaríahacerlo y moriría en el intento.

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A los catorce años, Danka Dresner,prima de Genia la roja, había perdido yalos infalibles instintos infantiles quehabían permitido a la niña atravesar conrelativa seguridad el cordón de la PlacZgody. Aunque trabajaba en la limpiezaen la base de la Luftwaffe, lo cierto esque cualquier mujer menor de quinceaños o mayor de cuarenta podía sercapturada en cualquier momento.

Por lo tanto, la mañana en que un SSSonderkommando y varios grupos de lapolicía de seguridad entraron en la calleLwowska, la señora Dresner se dirigiócon Danka a Dabrowski, a la casa de

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una vecina que tenía una pared doble.Esa vecina tenía casi cuarenta años,trabajaba en el comedor de la Gestapopróximo al castillo de Wawel y podíaesperar, hasta cierto punto, untratamiento excepcional. Pero susancianos padres constituíanautomáticamente un riesgo. Por estohabía construido una falsa pared quedejaba una cavidad de sesentacentímetros para sus padres: era unproyecto costoso, que exigía entrar decontrabando en el ghetto cada ladrillo,en carretilla, debajo de los bienespermitidos: leña, ropas, desinfectantes.Dios sabía cuánto le había costado ese

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recinto secreto: cinco mil zlotys, tal vezdiez mil.

Se lo había dicho varias veces a laseñora Dresner. Si había una Aktion,podría esconderse allí con Danka. Poresto, cuando Danka y la señora Dresneroyeron el ladrido de los doberman y losdálmatas, y el rugido de unOberscharführer por un megáfono,corrieron a casa de su amiga.

Madre e hija subieron a lahabitación de la mujer y comprobaronque el estrépito la había perturbado.

—Lo siento —dijo—. Mis padres yaestán allí. La chica puede entrar. Pero túno.

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Danka miró fascinada la pared delfondo, cubierta de papel manchado. Allí,emparedados, quizá con ratas entre lospies, con los sentidos aguzados por laoscuridad, estaban la madre y el padrede esa mujer.

La señora Dresner estaba segura deque la amiga sufría un trastorno. Lachica sí; tu no, repetía. Era como sipensara que si las SS descubrían elsubterfugio serían más piadosos porqueDanka pesaba menos. La señora Dresnerexplicó que era delgada, que la Aktionparecía concentrada en esta parte de lacalle Lwowska y que no tenía adónde ir.Y que cabía. Se podía confiar en Danka,

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agregó, pero se sentiría más segura juntoa su madre. Y bastaba mirar la paredpara ver que cabían cuatro personas.Los disparos próximos barrieron la pocarazón que le quedaba a su interlocutora.Puedo ocultar a la chica, gritó. Tú, vete.

La señora Dresner se volvió haciaDanka y le dijo que se escondiera tras elmuro.

Danka no logró recordar, más tarde,por qué había obedecido a su madre. Lamujer la llevó al ático, alzó unaalfombra y luego algunas tablas delsuelo. Danka descendió. No estabaoscuro: los padres de la mujer habíanencendido una vela. Danka se encontró

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al lado de la anciana; era la madre deotra persona pero tenía, más allá delolor a suciedad, la cálida máscaraprotectora de la maternidad. La ancianale sonrió. Su marido estaba a su ladocon los ojos cerrados; no quería recibirseñales del exterior.

Un rato después, la anciana le indicóque podía sentarse, si lo deseaba. Dankase acurrucó de lado y halló una posturacómoda en el suelo de la cavidad. Nohabía ratas. No oía ruidos; ni siquierauna palabra de su madre o de la otramujer. Y, por encima de todo, se sentíainesperadamente segura. Y con lasensación de seguridad llegó primero al

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arrepentimiento por haber obedecido tanciegamente a su madre, y luego el temorpor ella, que estaba fuera, en el universode las Aktionen.

La señora Dresner no se marchó deinmediato. Las SS estaban ya en la calleDabrowski. Le parecía que tanto dabaquedarse. Si la capturaban, su amiga notendría dificultades. Incluso podía serventajoso para ella. Llevarse a unapersona de la habitación probablementeaumentaría su satisfacción por el buenresultado de la tarea, y evitaría quehicieran una inspección a fondo de lasparedes.

Pero la mujer estaba convencida de

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que nadie sobreviviría al registro si laseñora Dresner se quedaba; y eraevidente para la señora Dresner que asíocurriría si la mujer continuaba en eseestado. De modo que se puso de pie,serenamente, dándose por perdida. Laencontrarían en la escalera. ¿Y por quéno en la calle?, se preguntó. Era unanorma tácita que los habitantes delghetto debían esperar temblando en sushabitaciones a que los descubrieran;tanto, que cualquier persona hallada enlas escaleras era de algún modoculpable de desafío al sistema.

Una figura que llevaba una gorra leimpidió salir. Apareció en la escalera

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del frente y miró por el oscuro corredorla fría luz azul del patio. Él lareconoció, y ella a él. Era un amigo desu hijo mayor, pero eso nadasignificaba: era imposible saber laspresiones que sufrían los muchachos delOD. Este se acercó.

—Señora Dresner —dijo, y señalólos escalones—. Se irán dentro de diezminutos. Métase debajo de las escaleras.Vamos. Debajo de la escalera.

Tan ciegamente como la habíaobedecido antes su hija, obedeció ella aljoven OD. Se acurrucó bajo losescalones, sabiendo que de nadaserviría. Si querían examinar el patio, o

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el apartamento situado frente a laentrada, la verían. Y como estaragachada o de pie no hacía ningunadiferencia, se irguió. Ya muy cerca de lapuerta, el hombre del OD le indicó quese quedara allí, y se marchó. Acontinuación ella oyó gritos, órdenes yllamadas, muy cerca, en la puerta de allado.

Finalmente, él regresó con otros.Oyó el ruido de sus botas en la puerta.Le oyó decir el alemán que habíaregistrado los bajos sin encontrar anadie. Pero había habitaciones ocupadasarriba. La conversación que manteníacon los SS era tan prosaica, que no

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parecía estar a la altura del riesgo quecorría. Apostaba su vida a laposibilidad de que, fatigados por elregistro de la calle Lwowska y parte deDabrowski, fueran ahora suficientementenegligentes para no buscar en el pisobajo ni hallar a la señora Dresner, aquien apenas conocía, oculta bajo laescalera.

Como se comprobó, aceptaron lapalabra del OD. Subieron; les oyógolpear las puertas y pisar en lahabitación de la pared doble, y la vozaguda y sobresaltada de su amiga. Porsupuesto, tengo el permiso de trabajo,es en el comedor de la Gestapo,

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conozco a todos allí. Bajaron delsegundo piso con alguien, más de uno,una pareja, una familia. Me reemplazan,se dijo luego. Una voz de varón, dehombre ya mayor, con bronquitis, dijo:

—Pero seguramente, señores,podemos llevarnos algunas ropas…

Y, en el tono indiferente de un guardade tren que da una información sobre elhorario, la respuesta del SS en polaco:

—No es necesario. Allí les darán detodo.

Los ruidos se alejaron. La señoraDresner aguardaba. No hubo un segundoregistro, aunque volverían una y otravez. Lo que en junio parecía el horror

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culminante, era en octubre un procesocotidiano. Y, a pesar de suagradecimiento al chico del OD, eraevidente para ella, mientras subía abuscar a Danka, que cuando el asesinatose tornaba tan programado, habitual,industrial como era ahora en Cracovia,una actitud heroica no podía modificarla dirección de la abrumadora inerciadel sistema. Los más ortodoxos delghetto tenían una máxima: «una hora devida ya es vida». El joven del OD lehabía dado esa hora. Nadie podía darlemás.

En lo alto, su amiga parecíaavergonzada.

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—Tu hija puede venir cuando quiera—dijo. Es decir, no la había excluidopor cobardía, sino por un designiopolítico, que seguía en vigencia. Ella nosería aceptada, pero la muchacha sí.

La señora Dresner no discutió: teníala sensación de que la actitud de lamujer era parte de la ecuación que lahabía permitido salvarse debajo de laescalera. Dio las gracias a la mujer. Erade temer que Danka necesitara suhospitalidad en el futuro.

Desde ese momento, aunque parecíajoven para sus cuarenta y dos años ytenía buena salud, la señora Dresnerintentaría sobrevivir de acuerdo con un

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criterio económico: el posible valor desu energía física para la Inspección deArmamentos o cualquier otro sector delesfuerzo de guerra. Aunque tampococonfiaba mucho en esto. En esos días,cualquiera que tuviese ciertacomprensión de la verdad sabía que,para las SS, la muerte de un judíosocialmente imposible de apaciguarsuperaba su valor como mano de obra.La pregunta, por lo tanto, era: ¿quiénsalvaría a Juda Dresner, gerente decompras, a Janek Dresner, mecánico decoches en el garaje de la Wehrmacht, y aDanka Dresner, doméstica de laLuftwaffe, el día en que las SS

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decidieran, finalmente, prescindir de suvalor económico?

Mientras un miembro del ODpermitía la supervivencia de la señoraDresner en la calle Dabrowski, losjóvenes sionistas de la Juventud Halutz yde la ZOB preparaban un acto deresistencia más visible. Habíanadquirido uniformes de las Waffen SS y,con ellos, derecho de entrar en elrestaurante Cyganeria —reservado a lasSS— en la Ducha Plac, frente al TeatroSlowacki. En el Cyganeria dejaron unabomba que impulsó las mesas hasta el

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techo, despedazó a siete SS e hirió aotros cuarenta.

Cuando Oskar se enteró, pensó quepodría haber estado allí, intentandoganarse a algún oficial.

La intención deliberada de Shimon yGustav Dranger y de sus colegas erasacudir el antiguo pacifismo del ghetto yconvertirlo en una rebelión universal.También pusieron una bomba en el cineBagatella —asimismo reservado a lasSS—, en la calle Karmelicka. En laoscuridad, Leni Riefenstahl hacíaflamear la promesa de la femineidadalemana ante los ojos de los soldadosalejados de su hogar y enervados por el

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desempeño del deber nacional en elbárbaro ghetto o en las calles cada vezmás peligrosas de Cracovia; y de prontouna vasta llamarada amarilla extinguióla visión.

Muy pronto la ZOB hundiría lanchaspatrulleras en el Vístula, incendiaria concócteles molotov varios garajesmilitares de la ciudad, conseguiríaPassierscheine para personas que nodebían tenerlos, enviaría fotografías depasaporte a centros donde sefalsificaban documentos arios,provocaría el descarrilamiento delelegante tren para personal militar deCracovia a Bochnia, y pondría en

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circulación su periódico clandestino.Por su acción, dos de los principalestenientes de Spira, Spitz y Forster, quehabían preparado listas para el envío demiles de personas a campos deconcentración, cayeron en unaemboscada de la Gestapo. Era unavariante de un viejo truco de estudiantes.Un miembro de la resistencia,fingiéndose un informante, concertó unacita con los dos policías en un pueblopróximo a Cracovia. Al mismo tiempo,se indicó a la calle Pomorska que doslíderes de la resistencia judía debíanreunirse en ese mismo punto. Spitz yForster fueron derribados mientras huían

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de la Gestapo.Sin embargo, el estilo de la

resistencia del ghetto era en general elde Artur Rosenzweig; cuando lepidieron, en junio, que preparara un listade varios miles para la deportación,puso en primer término su nombre, el desu esposa y el de su hija.

Y en Zablocie, en los bajos deEmalia; Oskar Schindler y Jerethdesarrollaban su propia forma deresistencia, planeando un segundobarracón.

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CAPÍTULO 17

Un dentista austriaco, el doctorSedlacek, recién llegado a Cracovia,hacía cautelosas averiguaciones acercade Schindler. Había venido en trendesde Budapest y traía una lista deposibles contactos y, en un doble fondo,una cantidad de zlotys de ocupación que,desde la prohibición de los billetes dealto valor, ocupaban un volumendescabellado.

Aunque pretendía viajar por motivoscomerciales, era el correo de unaorganización sionista de Budapest.

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En 1942 los sionistas de Palestina—para no hablar de la población delmundo— sólo conocían por rumores loque estaba ocurriendo en Europa.Habían establecido una oficina enEstambul para tratar de obtenerinformación exacta. Tres de sus agentesenviaron tarjetas postales a todos losgrupos sionistas de la Europagermánica, desde el barrio de Beyoglu.Las tarjetas decían: «Dime, por favor,cómo estás. Eretz te espera». Eretzsignifica «la tierra», y para un sionista,Israel. Las tarjetas postales estabanfirmadas por una muchacha llamadaSarka Mandelblatt, que tenía

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nacionalidad turca.Las postales cayeron en el vacío.

Nadie respondió. Esto significaba quesus destinatarios estaban en la prisión,en los bosques, en algún campo deconcentración, en un ghetto o muertos.Los sionistas de Estambul tuvieron así laominosa prueba del silencio.

A fines del otoño recibieron unarespuesta, una tarjeta postal con unafotografía del Belvaros, de Budapest. Eltexto era: «Tu interés por mí es un granaliento. Tengo necesidad de rahaminmaher [ayuda urgente]. Por favor,escribe».

La respuesta era de un joyero de

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Budapest llamado Samu Springmann,que había recibido y descifrado elmensaje de la tarjeta enviada por SarkaMandelblatt. Samu era un hombre muydelgado, de la talla de un jockey, depoco más de treinta años. Desde muyjoven, a pesar de su probada honestidad,hacía favores al cuerpo diplomático ysobornaba funcionarios y miembros dela policía secreta húngara, famosa porsu pesada mano. Los agentes deEstambul le comunicaron que deseabanemplear sus servicios para introducirdinero en el imperio alemán y sacar deél alguna información exacta sobre loque ocurría con los judíos europeos,

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para transmitirla luego al mundo.En la Hungría del general Horthy,

aliada de Alemania, Samu Springmann ysus amigos sionistas no poseían másnoticias de lo que ocurría en Poloniaque los agentes de Estambul. Pero logróencontrar correos que, por un porcentajedel envío, o sólo por sus convicciones,estaban dispuestos a penetrar en elterritorio alemán. Uno de sus correosera un mercader de diamantes, ErichPopescu, agente de policía secretahúngara. Otro, un contrabandista detapices procedente del hampa, que sellamaba Bandi Grosz, que también habíasido informante de la policía secreta. El

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tercero era Rudi Schulz, especialistaaustriaco en violentar cajas fuertes yagente de la Oficina de laAdministración de la Gestapo enStuttgart. Springmann tenía un verdaderodon para tratar con agentes dobles comoPopescu, Grosz y Schulz, apelando a sucodicia, a su sentimiento y hasta a susprincipios.

Otros de sus correos eran realmenteidealistas. Entre éstos se encontrabaSedlacek, el hombre que hacíaaveriguaciones acerca de Herr Schindleren Cracovia a finales de 1942. Teníagran éxito como dentista en Viena y nonecesitaba viajar a Polonia con maletas

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de doble fondo. Pero allí estaba y teníaen el bolsillo una lista que habíarecibido de Estambul. El segundonombre de esa lista era el de Oskar.

Esto significaba que alguien —ItzhakStern, Ginter, el hombre de negocios, eldoctor Alexander Biberstein— habíadado el nombre de Schindler a lossionistas de Palestina. Y, sin saberlo,Herr Schindler había sido elegido parael cargo de hombre justo.

El doctor Sedlacek tenía un amigo enla guarnición de Cracovia: era vienéscomo él y lo había conocido en su

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consulta. Era el mayor Franz von Korab,de la Wehrmacht. En su primera nocheen Polonia, el dentista invitó a una copaal mayor Von Korab en el HotelCracovia. Sedlacek había pasado un díaespantoso. A través del grisáceo Vístulahabía contemplado la fría fortaleza dealambre de espino de Podgórze, con susmuros de enormes lápidas; ese día, enmitad del invierno, había sobre el ghettouna nube de oscuridad especial y unalluvia pertinaz caía más allá de laabsurda puerta del este donde hasta lospolicías parecían víctimas de unamaldición. A la hora convenida sedirigió de buena gana a encontrarse con

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Von Korab.Siempre se había dicho en los

suburbios de Viena que Von Korab teníauna abuela judía. Los pacientes deldentista decían, ociosamente, cosascomo ésa; en el Reich los chismes sobrela genealogía eran tan corrientes comohablar del tiempo. La gente discutía enlos bares si era verdad, por ejemplo,que la abuela de Reinhard Heydrich sehabía casado con un judío llamado Suss.Una vez, amistosamente y contra todobuen sentido, Von Korab había dicho aSedlacek que el rumor era, en su caso,verdadero. Esa confesión era un gestode confianza que ahora se podía

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devolver. Por lo tanto, Sedlacek hizoalgunas preguntas al mayor sobre ciertaspersonas de la lista de Estambul.Cuando llegó al nombre de Schindler,Von Korab respondió con una risaindulgente. Conocía a Herr Schindler,había cenado con él. Era un hombre degran presencia física, dijo el mayor, yganaba dinero a manos llenas. Eramucho más inteligente de lo quepretendía. Puedo llamarloinmediatamente y concertar una cita,dijo Von Korab.

La mañana siguiente, a las diez,ambos entraron en el despacho deEmalia. Schindler recibió cortésmente a

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Sedlacek mientras intentaba medir laconfianza que podía depositar VonKorab en el dentista. Poco después, elmayor se excusó, sin dejarse atraer porel café de la mañana.

—Pues bien —dijo Sedlacek cuandoel oficial se marchó—, ahora le diréexactamente de dónde vengo.

No mencionó el dinero que habíatraído ni dijo que en el futuro loscontactos dignos de confianza dePolonia recibirían pequeñas fortunasprocedentes de la caja de la ComisiónJudía Conjunta de Distribución. Lo queel dentista quería saber, sin ningúnequivoco financiero, era qué pensaba

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Herr Schindler sobre la guerra contralos judíos en Polonia.

Sedlacek formuló la pregunta ySchindler vaciló. En ese momento,Sedlacek se preparó para una negativa.La industria de Schindler empleabaquinientos cincuenta judíos a la tarifa delas SS. La Inspección de Armamentosaseguraba a un hombre como Schindleruna continuidad de contratos lucrativos,y las SS le prometían tantos esclavoscomo quisiera a siete marcos y mediopor persona. No sería sorprendente quese echara atrás en su cómodo sillón depiel y alegara total ignorancia.

—Hay un problema, Herr Sedlacek

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—gruñó Schindler—. Es éste: no esposible creer lo que le están haciendo ala gente de este país.

—¿Piensa usted —preguntó eldoctor Sedlacek—, que mis superioresno le creerán? ¿Es eso lo que lepreocupa?

Schindler asintió.—Apenas puedo creerlo yo mismo.Se puso de pie, buscó una botella de

coñac, sirvió dos copas y le dio una aldoctor Sedlacek. Regresó con la suya asu sillón, bebió un sorbo, frunció elceño ante una factura, la cogió, sedirigió a la puerta de puntillas y la abriócomo para sorprender a un espía.

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Permaneció un momento enmarcado enel vano. Luego Sedlacek le oyó hablaren tono amable acerca de la factura consu secretaria polaca. Unos minutos mástarde volvió, cerró la puerta, se sentó,bebió un buen sorbo y empezó a hablar.

Ni siquiera dentro del pequeñocírculo de Sedlacek —su club antinazide Viena— se imaginaba que lapersecución de los judíos hubiesellegado a ser tan sistemática. La historiaque Schindler le contó no sólo erasorprendente en términos de moral: eradifícil comprender que en mitad de unabatalla desesperada losnacionalsocialistas destinaran miles de

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hombres, preciosos recursosferroviarios, un enorme tonelaje decarga, costosas técnicas de ingeniería,un número fatal de hombres de cienciaentregados a la investigación y eldesarrollo, una burocracia sustancial,arsenales enteros de armas automáticasy municiones, a un exterminio que notenía significado económico ni militar,sino puramente psicológico. El doctorSedlacek sólo esperaba oír merashistorias de horror: hambre, estrechezeconómica, violaciones de la propiedad,algún violento pogrom en una u otraciudad, lo habitual.

El informe de Oskar sobre los

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hechos ocurridos en Polonia persuadió aSedlacek precisamente porque Oskar eracomo era. Había ganado dinero con laocupación, estaba sentado en el centrode su propia colmena con una copa decoñac. Poseía una imperturbable calmaen la superficie y una furia fundamental.Era como un hombre que, a su pesar,hallaba imposible no creer en lo peor.No demostraba la menor tendencia aexagerar.

—Si puedo obtener su visado —dijoSedlacek—, ¿vendría a Budapest paracomunicar a mi superior y a los demáslo que acaba de decirme?

Schindler mostró cierta sorpresa.

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—Usted podría escribir un informe—dijo—. Y ya habrá oído cosasparecidas de otras fuentes.

Pero Sedlacek le dijo que no, quehabían recibido relatos individuales,detalles de algún incidente, pero ningúncuadro completo.

—Venga a Budapest —insistió—.Pero le advierto que el viaje podría serincómodo.

—¿Quiere decir —preguntóSchindler— que tendré que cruzar lafrontera a pie?

—No será tan malo —dijo eldentista—. Pero sí en un tren demercancías.

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—Iré —dijo Oskar Schindler.Sedlacek inquirió luego acerca de

los otros nombres de la lista deEstambul. Había, por ejemplo, undentista de Cracovia. Siempre era fácilvisitar un dentista porque todo el mundotiene, por lo menos, una caries auténtica.

—No —dijo Herr Schindler—. Novea a ese hombre. Está comprometidocon las SS.

Antes de partir de Cracovia parainformar a Springmann en Budapest,Sedlacek se encontró nuevamente conSchindler. En su despacho de la DEF, leentregó casi el total del dinero queSpringmann le había encargado llevar a

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Polonia. Siempre había algún riesgo deque Schindler, dados sus gustoshedonistas, comprara con él joyas en elmercado negro. Pero ni Springmann niEstambul pedían seguridad. No eraprobable que pudieran erigirse enauditores.

Pero Oskar se condujo de maneraimpecable y entregó el dinero a suscontactos de la comunidad judía paraque lo emplearan a su juicio.

Mordecai Wulkan, que, como laseñora Dresner, conocería más tarde aHerr Oskar Schindler, era joyero de

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profesión. Un hombre del OD políticode Spira lo visitó en su casa hacia fin deaño. Esta vez no habría problemas, dijoel OD. Ciertamente, antes los habíahabido.

El año anterior había sidosorprendido por el OD vendiendobilletes en el mercado negro. Como senegó a trabajar como agente para laOficina de Control de Dinero, fuegolpeado por las SS, y la señora Wulkanhabía tenido que visitar al WachtmeisterBeck, del cuartel policial del ghetto, ydarle dinero para conseguir que lopusieran en libertad.

En junio lo habían seleccionado para

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enviarlo a Belzec, pero un joven OD queconocía lo había sacado del patio de laOptima. Incluso en el OD habíasionistas, aunque no tenían muchasprobabilidades de ver alguna vezJerusalén.

El hombre que lo visitaba ahora noera sionista. Las SS, dijo, necesitabanurgentemente cuatro joyeros y le habíandado a Symche Spira tres horas paraencontrarlos. Un rato más tarde loscuatro joyeros —Herzog, Friedner,Gruner y Wulkan— estaban reunidos enel cuartelillo del OD. Con su escolta,salieron del ghetto y se dirigieron a laantigua Academia Técnica, donde se

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encontraba ahora el depósito de laOficina Administrativa y Económica delas SS.

Apenas entró en la Academia,Wulkan advirtió que allí se trabajabacon severas normas de seguridad. Encada puerta había un guardia. Un oficialde las SS dijo a los joyeros que, sihablaban con alguien acerca del trabajoque se les confiaría, serían enviados deinmediato a un campo de trabajoforzado. Debían llevar todos los díassus equipos para medir la calidad de losdiamantes y la graduación en quilatesdel oro.

Los condujeron al subsuelo. Los

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estantes de la pared estaban cubiertos demaletas, cada una con un nombrecuidadosa e inútilmente escrito por sudueño anterior. Debajo de las altasventanas había un hilera de grandescajas de madera. Mientras los cuatrojoyeros aguardaban, dos SS bajaron yllevaron con dificultad una maleta quevaciaron ante Herzog. Volvieron a laestantería en busca de otra, que vaciaronante Gruner. Luego derramaron otracascada de oro para Friedner y otra paraWulkan. Eran piezas antiguas: anillos,broches, brazaletes, relojes, boquillas,gafas. Los joyeros debían separar laspiezas chapadas y las de oro macizo,

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evaluar los diamantes y las perlas yclasificar todo en cajas separadas.

Al principio empezaron a observarpoco a poco piezas individuales, peroempezaron a trabajar más rápido amedida que se reafirmaba su viejohábito profesional. Hacían pequeñosmontones de oro y joyas que los SSllevaban a la caja correspondiente.Cuando se llenaba una caja, le ponían unrótulo en pintura negra: «SSReichsführer Berlín». Había grancantidad de anillos infantiles y erapreciso controlar fríamente elconocimiento de su procedencia. Sóloen una oportunidad vacilaron los

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joyeros, cuando los SS abrieron unamaleta de donde cayeron dientes de oro,algunos manchados aún de sangre. Entrelas rodillas de Wulkan estaban las bocasde mil muertos pidiéndole que sereuniera con ellos, que se pusiera depie, que arrojara a lo lejos susinstrumentos y su lupa y declarara elorigen siniestro de esos objetos.Después de una pausa, Herzog y Gruner,Wulkan y Friedner, volvieron a su tarea,conscientes del radiante valor de lostrocitos de oro que llevaban en susbocas, y temerosos de que los SS losexaminaran.

Les llevó seis semanas clasificar los

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tesoros de la Academia Técnica.Cuando terminaron, los llevaron a ungaraje en desuso, convertido en depósitode platería. Los fosos usados para elengrase estaban llenos hasta desbordarde plata maciza: anillos, pendientes dePascua, varas yad, collares,candelabros. Separaron la plata macizade la chapada y pesaron todo. El oficialde las SS se quejó de que algunos deesos objetos eran difíciles de empacar, yMordecai Wulkan sugirió la posibilidadde que los fundieran. Aunque Wulkan noera un hombre piadoso, le parecía dealgún modo mejor que el Reichrecibiera la plata sin su forma judaica

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anterior. Pero por alguna razón el oficialse negó. Tal vez esos objetos irían a unmuseo didáctico, o a las SS les gustabala artesanía de la platería de lasinagoga.

Cuando esa tarea concluyó, Wulkanse encontró nuevamente sin empleo.Debía salir regularmente del ghetto paraprocurar alimento a su familia y enparticular a su hija, que sufríabronquitis. Durante cierto tiempo,trabajó en una herrería de Kazimierz,donde conoció al OberscharführerGola, una persona moderada. Gola leconsiguió empleo como encargado demantenimiento en los barracones de las

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SA cerca de Wawel. Cuando Wulkanentró en el comedor con susherramientas, vio una inscripción sobrela puerta: Für juden und Hunde EintrittVerboten, «Prohibida la entrada a perrosy a judíos». Esas palabras, junto con loscien mil dientes que habían pasado porsus manos en la Academia Técnica, ledijeron que no podía esperar lasalvación sólo por un favor casual delOberscharführer Gola. Gola acudía abeber allí sin advertir esa inscripción, ytampoco notaría la ausencia de lafamilia Wulkan el día que lo llevaran aBelzec o a cualquier otro lugar desimilar eficacia. Wulkan, como la

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señora Dresner y otros quince milmoradores del ghetto, sabían que senecesitaba una forma de liberación muyparticular y no creía que fuera posible.

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CAPÍTULO 18

El doctor Sedlacek le habíaprometido un viaje incómodo y lo fue.Oskar llevaba un buen abrigo, unamaleta y una bolsa de consuelosmundanos de los que verdaderamentetuvo necesidad. Aunque poseía losdocumentos adecuados, prefería noutilizarlos. Era más conveniente que nolos presentara en la frontera. De esemodo, siempre podría negar que habíaviajado a Hungría.

Estaba en un vagón de mercancíasrepleto de grandes paquetes del

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periódico del partido nazi, el VölkischerBeobachter, para vender en Hungría.Comprimido entre la pesada letra góticade la publicación oficial de Alemania yel olor de la tinta, atravesó las heladasmontañas de Eslovaquia hacia el sur y,después de pasar la frontera húngara, elvalle del Danubio.

Tenía habitación reservada en elhotel Pannonia, cerca de la universidad,y poco después de su llegada, elpequeño Samu Springmann y uno de suscolegas, el doctor Rezso Kastner, fuerona visitarlo. Los dos hombres habían oídofragmentos de noticias traídos por losrefugiados. Pero los refugiados sólo

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conocían detalles. El hecho mismo deque hubieran logrado escaparsignificaba que ignoraban elfuncionamiento exacto de la máquina dematar, su distribución geográfica y elvolumen de su producción. Kastner ySpringmann sentían intensa expectativa;si podían creer en Sedlacek, ese alemánde los Sudetes les ofrecería el cuadrocompleto, el primer informe integral delhorror polaco.

Las presentaciones fueron breves;Springmann y Kastner habían venido aescuchar y Schindler estaba ansioso porhablar. Con todo, como era natural enesa ciudad obsesionada por el café,

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pidieron café y pastas para formalizar lareunión. Kastner y Springmann, despuésde intercambiar un apretón de manos conel enorme alemán, se sentaron. Schindlerechó a andar de un lado a otro. Enapariencia, lejos de Cracovia y de larealidad del ghetto y las Aktionen, loque sabía le turbaba más que cuandohabló sucintamente con Sedlacek.Recorría la alfombra a grandes pasos.Quizá en la habitación interior se oíanesos pasos; quizá se movió la arañacuando él pisó con fuerza, representandoal SS del pelotón de ejecución de lacalle Krakusa, aquel que había apretadocon su bota la cabeza de su víctima a la

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vista de la niñita de rojo.Empezó con sus imágenes

personales de las crueldades deCracovia, de lo que había visto en lacalle y oído tanto de los judíos como delas SS. Traía, dijo, algunas cartas demiembros del ghetto; de Itzhak Stern yde dos médicos, Chaim Hilfstein y LeonSalpeter. La carta del doctor Hilfsteinera un informe sobre el hambre.

—Cuando se acaba la grasa delcuerpo —dijo Oskar—, el hambre actúasobre el cerebro. Los ghettos estabandesapareciendo. Esto ocurría enVarsovia, en Lodz, en Cracovia. Lapoblación del ghetto de Varsovia había

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quedado reducida a la quinta parte; la deLodz a un tercio, la de Cracovia a lamitad. ¿Dónde estaba esa gente?Algunos, dijo Oskar, estaban en loscampos de trabajo forzado; pero almenos las tres quintas partes de elloshabían desaparecido en los campos deconcentración que aplicaban los nuevosmétodos científicos. No eran lugaresexcepcionales, y poseían un nombreoficial: Vernichtungslager, quesignificaba campo de exterminio.

Oskar agregó que en las últimassemanas unos dos mil habitantes delghetto de Cracovia habían sido enviadosa campos de trabajo próximos a la

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ciudad, y no a las cámaras de Belzec.Había uno de esos campos en Wieliczkay otro en Prokocim, es decir, en dosestaciones ferroviarias de la Ostbahn, lalínea que se dirigía al frente ruso. Todoslos días llevaban a los prisioneros deWieliczka y Prokocim a un lugar situadoen las afueras del pueblo de Plaszow,donde se estaban poniendo los cimientospara un enorme campo de trabajo. Lavida en ese campo, continuó Schindler,no sería como unas vacaciones: losbarracones de Wieliczka y Prokocimestaban bajo el gobierno de un hombrede las SS, llamado Horst Pilarzik, queen el mes de junio había contribuido a

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sacar del ghetto a unas siete milpersonas, de las cuales sólo una —unquímico— había regresado. Un hombredel mismo calibre estaría al mando delcampo de Plaszow. Con todo, loscampos de trabajo carecían delequipamiento técnico empleado para lamasacre metódica. Su finalidad eradiferente. Tenían carácter económico.Los prisioneros de Wieliczka yProkocim salían a trabajar todos losdías en distintos proyectos. Los jefes depolicía de Cracovia, Julian Scherner yRolf Czurda, estaban a cargo deWieliczka, Prokocim y el futuro campode Plaszow, en tanto que la Oficina

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Administrativa y Económica de las SSde Oranienburg, cerca de Berlín, era laque dirigía los Vernichtungslagern. Enéstos también se utilizaba a losprisioneros como mano de obra durantecierto tiempo, pero su industria esencialera la muerte y sus subproductos: lasropas, las joyas, las gafas, los juguetes yhasta la piel y el pelo de los muertos. Enmitad de su explicación sobre lasdiferencias entre los campos de trabajoforzado y los de exterminio, Schindlerse movió de pronto hacia la puerta, laabrió y miró el pasillo vacío. Conozcola reputación de esta ciudad, explicó. Elpequeño Springmann se puso de pie.

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—El Pannonia no es tan malo —dijoen voz baja a Oskar—. El hotel de laGestapo es el Victoria.

Schindler cerró la puerta, se situójunto a una ventana y continuó con susombrío informe. Para dirigir loscampos de trabajo forzado sedesignarían hombres conocidos por laseveridad y eficiencia con que habíanarrasado los ghettos. Había de vez encuando palizas y asesinatos y sin lamenor duda sustracción de alimentos, demodo que los prisioneros vivirían conraciones de hambre. Pero eso erapreferible a la muerte segura en unVernichtungslager. Sería posible

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proporcionar alguna ayuda a losprisioneros, e incluso sacar de allí aalgunos individuos para llevarlos aHungría.

—Entonces, ¿las SS son tancorruptas como cualquier otra fuerzapolicial? —preguntó un miembro de lacomisión de rescate de Budapest.

—Por lo que he podido ver —gruñóOskar—, no hay un miembro de las SSque no lo sea.

Hubo un silencio. No era fácilsorprender a Kastner y a Springmann.Habían vivido toda su vida bajo laintimidación de la policía secreta. Lapolicía húngara tenía vagas sospechas

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acerca de sus actividades actuales, quelos judíos respetables tambiénmenospreciaban. Por ejemplo, SamuelStern, presidente del Consejo Judío ymiembro del senado húngaro, diría mástarde que el informe de Oskar Schindlerera sólo una perniciosa fantasía, uninsulto a la cultura alemana, y una críticaa las intenciones del gobierno húngaro.Por lo tanto, no se trataba de queSpringmann y Kastner sintieranmeramente angustia ante el testimonio deSchindler: se trataba de que sucomprensión se expandíadolorosamente. Ahora que sabían contraqué se enfrentaban, sus recursos les

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parecían diminutos. El enemigo no eraun gigante filisteo predecible, sino elmismo Behemot. Quizá comprendían yaque, aparte de las negociacionesindividuales —algunos alimentos paraun campo determinado, el rescate de unintelectual determinado, un soborno paramoderar el ardor profesional de unmiembro de las SS—, era precisoorganizar un vasto esquema de rescatede costes inimaginable.

Schindler se dejó caer en el sillón.Samu Springmann miró al industrial,ahora sereno. Su informe les habíacausado tremenda impresión, dijoSpringmann. Naturalmente,

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comunicarían a Estambul todo lo queOskar les había dicho. Esperabanpersuadir así a una acción más enérgicaa los sionistas de Palestina y a laComisión Conjunta de Distribución.También se informaría a los gobiernosde Churchill y Roosevelt. A juicio deSpringmann, Oskar había tenido razón aldecir que el relato parecía increíble.

—Por lo tanto —agregó—, le ruegoque vaya a Estambul y hablepersonalmente con ellos.

Después de una breve vacilación,motivada por las exigencias de sufábrica o quizá por el riesgo de cruzartantas fronteras, Schindler aceptó.

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—Hacia fin de año —dijoSpringmann—. Y, mientras tanto, veráregularmente al doctor Sedlacek.

Se pusieron de pie; Oskar pensó quesus interlocutores eran ahora hombresdiferentes.

Le dieron las gracias y se marcharoncon el aire de dos reflexivosprofesionales de Budapest que acabande enterarse de alguna malversación enuna sucursal.

Esa noche, el doctor Sedlacekacudió al hotel de Oskar y lo llevó porlas calles animadas a cenar en el HotelGellert. Desde su mesa podían ver elDanubio, las barcas iluminadas, la

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ciudad que continuaba en la otra margendel río. Parecía una ciudad de preguerra,y Schindler empezó a sentirse como unturista. Después de su moderación deesa tarde, empezó a beber el densoborgoña local con lentitud y asiduidad.

Mientras cenaban se reunió con ellosun periodista austriaco llamado Schmidta quien acompañaba una exquisita rubiahúngara. Schindler, mientras admirabalas joyas de la muchacha, le dijo que élmismo era un gran admirador de laspiedras preciosas. Pero a la hora dellicor de albaricoques su tono era menosamistoso. Con el ceño algo fruncido oíahablar a Schmidt de precios de

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propiedades, ventas de coches ycarreras de caballos. La muchachaatendía extasiada, puesto que llevabaalrededor del cuello y de las muñecaslos resultados de sus éxitos comerciales.Pero era obvia la desaprobación deOskar. Secretamente, el doctor Sedlacekse divertía: quizás Oskar veía un reflejopeyorativo de su propia y flamanteriqueza y de su propia tendencia a losnegocios marginales.

Después de cenar, Schmidt y suamiga se marcharon a un club nocturno;Sedlacek tuvo buen cuidado de llevar aSchindler a otro. Mientras miraban elespectáculo, bebieron insensatas

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cantidades de coñac.—Schmidt —dijo Schindler, que

deseaba aclarar la cuestión para podergozar de las últimas horas de la noche—. ¿Usted lo usa?

—Sí.—No creo que convenga emplear

hombres así —dijo Oskar—. Es unladrón.

Sedlacek apartó un poco su cara y susonrisa.

—¿Cómo puede estar seguro de queentrega el dinero que usted le da? —preguntó Oskar.

—Le damos un porcentaje —dijoSedlacek.

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Oskar reflexionó medio minuto.Después murmuró:

—Yo no quiero ningún malditoporcentaje. Ni que me lo ofrezcan.

—Está bien —dijo Sedlacek.—Miremos a las chicas —dijo

Oskar.

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CAPÍTULO 19

Mientras Oskar Schindler regresabaen otro tren de mercancías desdeBudapest, donde había formulado lapredicción de que el ghettodesaparecería en breve, elUntersturmführer Amon Goeth estabaen camino desde Lublin para llevar acabo ese proceso y asumir el mando delZwangsarbeitslager (campo de trabajoforzado) de Plaszow. Goeth era unosocho meses más joven que Schindler,pero compartía con él algo más que elaño de nacimiento. Como Oskar, se

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había educado en el catolicismo, aunquehabía dejado de practicar los ritos de laIglesia en 1938, cuando fracasó suprimer matrimonio. También comoOskar se había graduado en unRealgymnasium, en ingeniería, física ymatemática. Era por lo tanto un hombrepráctico, aunque se consideraba unfilósofo. Se había unido muy tempranoal Partido Nacionalsocialista de Viena,en 1930. Cuando la nerviosa repúblicaaustriaca prohibió el partido en 1933, élera ya miembro de las fuerzas deseguridad, las SS. Obligado a pasar a laclandestinidad, reapareció en las callesde Viena, después del Anschluss de

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1938, con el uniforme de suboficial delas SS. En 1940 fue ascendido aOberscharführer y en 1941 se convirtióen oficial, lo que era infinitamente másdifícil en las SS que en la Wehrmacht.Después de entrenarse en prácticas deinfantería, dirigió a losSonderkommandos en varias Aktionenen el populoso ghetto de Lublin,antecedente que le otorgó el derecho deliquidar el de Cracovia.

De modo que el UntersturmführerGoeth, que se dirigía en tren especial dela Wehrmacht de Lublin a Cracovia paraponerse a la cabeza de los eficacesSonderkommandos, no sólo compartía

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con Oskar el año de nacimiento, sinotambién su religión, su debilidad por lasbebidas y un físico igualmentedestacado. El rostro de Goeth eraabierto y agradable, algo más alargadoque el de Schindler. Sus manos grandesy musculosas tenían también largosdedos. Se mostraba sentimental acercade sus hijos —de su segundo matrimonio—, a quienes no había visto muchasveces durante los últimos tres años. Encambio, se ocupaba con frecuencia delos hijos de sus oficiales amigos. Eratambién en ocasiones un amantesentimental y seductor pero, aunque separecía a Oskar por su voracidad

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sexual, sus gustos eran menosconvencionales: se orientaban a veceshacia sus hombres de las SS y leagradaba golpear a las mujeres. Apenasse disipaba el primer ardor de lainfatuación, empezaba con los golpes.Se consideraba un hombre sensible ypensaba que su negocio familiar loconfirmaba. Su padre y su abuelo eranimpresores y encuadernadores de librosen Viena, y él solía definirse en losdocumentos oficiales como un hombrede letras. Y, aunque en ese momentohabría asegurado que consideraba sumisión exterminadora como la mayoroportunidad de su carrera, dada la

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promesa de un ascenso, su participaciónen las acciones especiales parecía haberalterado el carácter de su energíanerviosa. Padecía de insomnio desdehacía dos años y, cuando podía, sequedaba despierto hasta las tres o lascuatro de la madrugada, durmiendo hastamuy tarde por la mañana. Se habíaconvertido en un bebedor empedernido,y creía que toleraba el alcohol con unafacilidad que no había poseído en sujuventud. Parecido a Oskar también enesto, jamás sufría las resacas quemerecía y se lo agradecía a sus eficacesriñones.

Las órdenes que le confiaron la

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extinción del ghetto y el poder absolutosobre el campo de Plaszow estabanfechadas el 12 de febrero de 1943.Venía a encontrarse con Wilhelm Kunde,comandante de la guardia SS del ghetto,con Willi Haase, el delegado deScherner, y con sus propios suboficialesde rango mayor; esperaba que fueraposible iniciar la limpieza del ghettoantes de treinta días, a contar de la fechade su designación. El comandante Goethfue recibido en la estación central deCracovia por Kunde y un alto Joven SS,Horst Pilarzik, temporalmente a cargode los campos de trabajo de Prokocim yde Wieliczka. Subieron juntos a la parte

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posterior de un Mercedes y fueron ahacer un reconocimiento del ghetto y delas obras del nuevo campo. Era un díamuy frío y empezó a nevar mientrascruzaban el Vístula. ElUntersturmführer aceptó agradecido untrago de la petaca de ginebra dePilarzik. Atravesaron la puertapretendidamente oriental del ghetto ysiguieron por la calle Lwowska, quedividía al ghetto en dos glaciales partes.El atildado Kunde, que había sidoaduanero en la vida civil, hizo unaexcelente descripción del ghetto. Leencantaba la tarea de informar a sussuperiores. La parte a la izquierda era el

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ghetto B, dijo Kunde. Sus dos milhabitantes habían escapado a lasAktionen anteriores o estabanempleados en la industria. Pero sehabían emitido nuevas tarjetas deidentificación con las inicialesapropiadas: W para empleados delejército, Z para empleados de lasautoridades y R para los operarios delas industrias básicas. Los habitantes delghetto B carecían de las nuevas tarjetasy debían ser trasladados para suSonderbehandlung. Quizá fueraconveniente empezar a despejar primeroesa parte del ghetto aunque,naturalmente, esa decisión táctica

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pertenecía totalmente al HerrKommandant.

La parte más grande del ghetto seencontraba a la derecha y contenía aúnunas diez mil personas. Estas serían lafuerza de trabajo inicial para lasfábricas del campo de Plaszow. Seesperaba que los empresarios ysupervisores alemanes, Bosch,Madritsch, Beckmann, Schindler,desearían trasladar parcial o totalmentesus instalaciones al campo. Habíatambién, a un kilómetro de Plaszow, unafábrica de cables, adonde se llevaría alos trabajadores todos los días.

¿No querría el Herr Kommandant,

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preguntó Kunde, recorrer unoskilómetros para ver personalmente elcampo?

Sí, dijo Amon, sería conveniente.Salieron de la carretera por la calle

Jerozolimska, donde estaba la fábrica decables, con sus gigantescos carretescubiertos de nieve en el patio demaniobras. Amon Goeth vio algunosgrupos de mujeres agachadas, abrigadascon bufandas, que transportabansecciones de barracones —paneles depared de techo— por la carretera yluego por la calle Jerozolimska de laestación de Cracovia-Plaszow.Pertenecían al campo de Prokocim,

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explicó Pilarzik. Por supuesto, cuandolas obras de Plaszow estuvieranterminadas, se desalojaría Prokocim yesas mujeres quedarían bajo el mandodel Herr Kommandant.

Goeth calculó que las mujeresdebían recorrer unos tres cuartos dekilómetro.

—Todo el camino cuesta arriba —dijo Kunde, llevando su cabeza hacia unlado y luego hacia el otro, como siquisiera decir que era una formasatisfactoria de disciplina, aunquetornaba más lenta la construcción.

El campo requeriría un ramalferroviario, dijo el Untersturmführer.

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Había un pedido a la Ostbahn.Vieron a su derecha una sinagoga

con sus edificios fúnebres; y, por unapared a medias derrumbada, las lápidascomo dientes de la boca cruelmenteabierta del invierno. Hasta el añoanterior, parte del campo había sido uncementerio judío.

—Muy extenso —observó WilhelmKunde.

El Herr Kommandant pronunció unaagudeza que repetiría muchas vecesdurante su residencia en Plaszow:

—No tendrán que ir lejos paraencontrar sepultura.

A la derecha había una casa que

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quizás el comandante podría utilizarcomo residencia temporal y, cerca, ungran edificio nuevo que podría servirpara instalar la administración. Elpanteón de la sinagoga, ya dinamitadoparcialmente, se convertiría en elestablo del campo. Kunde observó que,desde donde se encontraban, se podíanver dos canteras de caliza situadasdentro del campo. Una estaba al pie delpequeño valle, y la otra en la colina,detrás de la sinagoga. El HerrKommandant podía ver los carriles quese habían construido para los vagonesdestinados al transporte de piedras.Cuando mejorara el tiempo, se

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terminaría la construcción.Giraron hacia el extremo sudeste del

futuro campo por un sendero cubierto denieve y apenas practicable que concluíaen lo que había sido una fortificación detierra austriaca. Un promontorio circularrodeaba una amplia y profundaexcavación. Un artillero habría pensadoque era un excelente reducto desdedonde se podría apuntar un cañón haciael camino a Rusia. Al UntersturmführerGoeth le parecía un lugar apropiadopara los castigos.

Desde allí se podía ver todo elterreno del campo de trabajo. Era unaextensión rural, adornada por el

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cementerio judío y plegada entre doscolinas. Parecía, bajo la nieve, las dospáginas de un libro abierto para elobservador situado en la fortificación.En la entrada del valle había una grancasa de campo de piedra; más allá,sobre la colina más alejada y entre lospocos barracones terminados, se movíangrupos de mujeres, negros y semejantesa notas musicales, en la extrañaluminosidad de la nieve. Salían de lasheladas callejuelas detrás de la calleJerozolimska, subían la blanca cuestahostigadas por los guardas ucranianos, ydejaban caer su carga siguiendo lasinstrucciones de los ingenieros de las

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SS, vestidos de paisano y con sombreroshongo.

El Untersturmführer Goeth dijoamablemente que no tenía quejas acercadel trabajo de los prisioneros en lalejana colina. En verdad, leimpresionaba secretamente que tantarde, un día tan frío, los hombres de lasSS y los ucranianos que dirigían lasoperaciones en la colina no permitieranque la idea de la cena y un cálidobarracón redujera su ritmo.

Horst Pilarzik le aseguró que lasobras estaban más avanzadas de lo queparecía: se habían instalado loscimientos a pesar del frío, el terreno

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estaba aterrazado y se habían llevado,desde la estación, gran cantidad desecciones prefabricadas. El HerrUntersturmführer podría hablar mañanacon los empresarios; la cita estabaconvenida para las diez. Los métodosmodernos, combinados con una copiosaprovisión de mano de obra, permitíanconstruir instalaciones como ésas caside la noche a la mañana, si el clima lofavorecía.

Pilarzik parecía creer que Goethcorría peligro de desmoralizarse. Pero,en verdad, Amon estaba muycomplacido. Lo que veía era suficientepara que pudiera imaginar la

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conformación final del lugar. No lepreocupaban las cercas: serían más bienun consuelo para los prisioneros que unaprecaución indispensable. Porque, unavez que se aplicara al ghetto dePodgórze la metodología establecidapara la liquidación, los barracones dePlaszow serían mirados conagradecimiento por los prisioneros.Incluso irían allí furtivamente los queposeían documentos arios, buscando unasórdida litera en un barracón entre losárboles cubiertos de escarcha. Para ello,en su mayoría, las alambradas de espinoserían un incentivo: les darían laseguridad de que eran prisioneros contra

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su voluntad.

La mañana siguiente se realizó elencuentro con los empresarios yTreuhändern locales en el despacho deJulian Scherner, en el centro deCracovia. Amon Goeth llegó sonriendofraternalmente; con su nuevo uniformede las Waffen SS a medida, dominaba lahabitación. Estaba seguro de que podríapersuadir a los independientes —Bosch,Madritsch y Schindler— a llevar susinstalaciones con mano de obra judía alinterior de las alambradas de Plaszow.Además, al examinar los oficios y

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capacidades de los pobladores delghetto, había observado que Plaszowpodía llegar a ser un excelente negocio.Había joyeros, tapiceros, sastres, quepodían emplearse para finalidadesespeciales bajo la dirección delcomandante, abasteciendo a las SS, laWehrmacht y la adinerada oficialidadalemana. Estaban las fábricas de ropa deMadritsch y de esmaltados de Schindler,y se proyectaban una herrería, unafábrica de cepillos y un taller para lareparación de uniformes usados,manchados o deteriorados de laWehrmacht procedentes del frente ruso,otro taller para reciclar las ropas de los

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judíos de los ghettos y enviarlas a laspoblaciones bombardeadas deAlemania. Sabía, por su conocimientopersonal de los depósitos de joyas ypieles de las SS de Lublin y por habervisto que sus superiores tomaban deellos su parte, que de casi todas esasempresas movidas por los prisionerospodían esperar un porcentaje. Habíallegado a un punto feliz de su carrera enque el deber y las oportunidadesfinancieras coincidían. El amable jefede policía de las SS, Julian Scherner,había hablado con Amon la nocheanterior, durante la cena, acerca de lasventajas que podía otorgar Plaszow a un

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joven oficial, es decir, a ellos dos.Scherner se refirió solamente a la

«concentración del trabajo» como sifuera un principio económico que laburocracia de las SS acabara dedescubrir. Los empresarios tendrán a susobreros en el sitio de trabajo, dijoScherner. El mantenimiento de lasfábricas se realizará sin coste, y nohabrá que pagar ningún alquiler. Luego,Scherner invitó a los empresarios ainspeccionar las obras de Plaszow esatarde.

Después de las presentaciones, elnuevo comandante dijo que le complacíatrabajar con unos hombres de negocios

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cuya valiosa contribución al esfuerzo deguerra era ya ampliamente conocida.

Amon señaló en un mapa el sectordestinado a las fábricas. Estaba junto alos barracones de los hombres; lasmujeres —dijo con una sonrisa fácil yencantadora— tendrían que caminar unpoco más, cien o doscientos metroscolina abajo, para llegar a los talleres.Aseguró que su tarea consistía ensupervisar el buen funcionamiento delcampo, y no en interferir con la políticade cada fábrica ni con la autonomía deque gozaban en Cracovia. Sus órdenes,como podía confirmar el OberführerScherner, prohibían en absoluto

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semejante intrusión. Pero el Oberführerhabía destacado correctamente lasmutuas ventajas que presentaría eltraslado de las instalaciones industrialesal perímetro del campo de trabajo. Losempresarios no tendrían que pagaralquiler y él, el comandante, no se veríaobligado a proporcionar escolta paraque los prisioneros fueran a la ciudad yregresar. Era fácil comprender que ellargo camino y las hostilidades de lospolacos podían desgastar la capacidadde los obreros.

Durante este discurso, el comandanteGoeth miró en varias ocasiones aMadritsch y a Schindler, a quienes más

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deseaba conquistar. Ya sabía que podíacontar con el conocimiento y el consejode Bosch. Pero Herr Schindler, porejemplo, tenía en su fábrica una secciónde municiones, pequeña y por ahoraexperimental. Su instalación de Plaszowdaría prestigio al campo ante laInspección de Armamentos.

Herr Madritsch escuchabaatentamente con el ceño fruncido y HerrSchindler, con la cabeza ladeada,sonreía de modo condescendiente. Antesde terminar de hablar, el comandanteGoeth sabía por intuición que Madritschsería razonable y se trasladaría, y queSchindler se negaría. Y que era difícil

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juzgar, por esas decisiones diferentes,cuál de los dos sentía mayorresponsabilidad respecto a sus judíos: siMadritsch, que aceptaría estar con ellosdentro de Plaszow, o Schindler, quequería conservarlos a su lado en Emalia.

Oskar Schindler fue con los demás avisitar el campo con la misma máscarade ávida tolerancia. Ahora Plaszowestaba tomando forma: el cambio delclima había permitido el montaje de losbarracones y la excavación de letrinas yde hoyos para los pilares, al deshelarseel terreno. Una compañía polaca deconstrucción había instalado el cercoperimetral de varios kilómetros. Se

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erguían contra el horizonte de Cracovialas torretas de guardia, sobre gruesospilares y también en dirección al valle,en la parte más lejana del campo, y en lacolina oriental, desde donde la comitivaoficial contemplaba el rápido desarrollode esta nueva creación al amparo de lafortificación austriaca. Oskar observó ala derecha grupos de mujeres quetransportaban por el fango grandessecciones de barracones hacia las víasdel tren. Más abajo, desde la parte másdeprimida del valle, las terrazasascendían y en ellas los prisionerosvarones clavaban, montaban y ajustabanlos barracones con una energía que a esa

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distancia parecía voluntaria.En la parte mejor, el terreno más

nivelado, por debajo de la comitivaoficial, se veían largas estructuras demadera destinadas a las instalacionesindustriales. Si era preciso instalarmaquinaria pesada, se construiríansuelos de cemento. Las SS se ocuparíandel traslado de las fábricas. Desdeluego, el camino de acceso era poco másque un sendero rural; pero Klug, unafirma de ingeniería, recibiríaprobablemente el cargo de construir unacalle central en el campo de trabajo y laOstbahn había prometido un ramal hastala entrada del campo. Terminaría en la

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cantera situada a la derecha. Las piedrasde las canteras y algunas de las lápidasdel cementerio —a Goeth le agradabadecir que habían sido estropeadas porlos polacos— servirían para construirotros caminos interiores. Losempresarios no debían preocuparse poresos caminos, aseguró Goeth, porqueproponía mantener un contingenteimportante de prisioneros para eltrabajo en las canteras y la construcciónde caminos.

Una pequeña vía férrea corría desdela cantera hasta más allá del edificio dela administración y de los grandesbarracones de piedra que se destinaban

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a la guarnición ucraniana y a las SS.Grupos de treinta y cinco a cuarentamujeres arrastraban las vagonetas depiedra caliza, de seis toneladas de peso,tirando de cables y encorvadas paracompensar el desnivel. Las quetropezaban eran pisoteadas si no seapartaban del camino, porque el grupo yla vagoneta tenían su propio movimientoorgánico del que no podía desviarseningún individuo. Mientras contemplabaesa actividad faraónica, Oskar sintió lasmismas náuseas, la misma irritaciónesencial que había experimentado antesen las colinas, frente a la calle Krakusa.Goeth suponía que los empresarios eran

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un público seguro, que todos eran comoél. No le avergonzaba aquella tareasalvaje. Surgía, como en la calleKrakusa, una pregunta: ¿qué podíaavergonzar a las SS? ¿Qué podíaavergonzar a Amon?

La actividad de los montadores delos barracones tenía, incluso para unobservador bien informado como Oskar,la engañosa apariencia de un grupo dehombres que trabaja duramente paraconstruir las casas de sus mujeres. Pero,aunque Oskar aún no se había enterado,esa misma mañana Amon habíaprocedido a una ejecución sumaria enpresencia de esos hombres, de modo que

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ahora sabían cuáles eran los términos desu trabajo allí. Después de encontrarsecon los ingenieros, Amon había idocaminando por la calle Jerozolimskahasta los barracones de las SS, dondedirigía el trabajo un excelente suboficialque pronto sería ascendido a oficial,llamado Albert Hujar. Hujar se habíaacercado para informar de lasnovedades. Una parte de los cimientoshabía cedido, dijo Hujar, con el rostroencendido. Mientras hablaba, Amonobservaba a una muchacha que se movíaen torno del edificio a medio construir,hablando con los hombres, señalando,dando órdenes. ¿Quién es?, preguntó a

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Hujar. Una prisionera llamada DianaReiter, dijo Hujar, arquitecta e ingenieraasignada a la construcción de losbarracones. Decía que los cimientos nohabían sido excavados hasta laprofundidad adecuada, y quería que sesacara la piedra y el cemento y serecomenzara la tarea en esa parte de laobra.

Goeth vio por los colores en la carade Hujar que había tenido una violentadiscusión con la mujer. Así era, y Hujarsólo había podido gritar por fin:

—¡Son barracones y no el malditoHotel Europa!

Amon dirigió a Hujar un esbozo de

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sonrisa.—No vamos a discutir con esa gente

—dijo en tono de promesa—. Traiga aesa chica.

Era evidente para Amon, por suandar, la elegancia que habían imbuidoen ella sus padres de clase media, y lasmaneras europeas que había adquiridoen Viena o en Milán —porque loshonestos polacos no la hubieranaceptado en sus universidades— juntocon su profesión y un excelentecamuflaje de protección. Se acercó a élcomo si fuera su igual, y como si esaigualdad debiera unirlos en la luchacontra cualquier suboficial y contra el

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inferior conocimiento de cualquieringeniero de las SS que hubierasupervisado la excavación de loscimientos. Ella no sabía que él la odiabamás que a nadie: representaba a esaclase de personas que, incluso ante laevidencia de su uniforme de las SS,parecían creer que su judaísmo no eraperceptible.

—Ha discutido usted con elOberscharführer Hujar —dijo Goeth,como enunciando un hecho. Ella asintiócon firmeza. Ese gesto sugería que elHerr Kommandant comprendería aunqueese idiota de Hujar no pudiera. Erapreciso reconstruir los cimientos por

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completo en ese extremo, dijo ellaenérgicamente. Amon sabía naturalmenteque eran así: les agradaba aferrarse a sutrabajo, asegurándose así de que estabanseguros mientras durara. Si no sereconstruye todo, la parte sur delbarracón cederá. Y podríadesmoronarse.

Siguió ofreciendo razones; Amonasintió presumiendo que mentía. No sedebía creer jamás en un especialistajudío, era un principio esencial. Losespecialistas judíos estaban modeladospor Marx, cuyas teorías atacaban laintegridad del gobierno, y por Freud,que atacaba la integridad de la mente

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aria. Amon sentía que los puntos devista de la muchacha atacaban suintegridad personal.

Llamó a Hujar. El suboficial seacercó de mala gana, pensando que lepediría que aceptara el consejo de lamuchacha. Ella también lo creía. Mátela,dijo Amon a Hujar. Hubo una pausamientras Hujar digería la orden. Mátela,repitió Amon.

Hujar cogió el codo de la muchachapara llevarla a algún lugar menospúblico.

¡Aquí! —dijo Amon—. ¡Mátela aquímismo! Es una orden —agregó.

Hujar sabía cómo se hacía. Sin

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soltarle el codo, la situó delante de sí,luego sacó de la funda su pistola Máusery le disparó un balazo en la nuca.

El estruendo paralizó a todo elmundo, excepto a los ejecutores y a lamisma Diana Reiter, agonizante. Cayósobre sus rodillas y alzó la vista por uninstante. Será necesario algo más, decíaesa mirada. Sus ojos inteligentesasustaron a Amon, justificaron suacción, lo elevaron. No tenía idea nihubiera creído que esas reaccionestenían un nombre en la patología. Creíaverdaderamente que le había concedidola exaltación inevitable que sigue a unacto de justicia política, racial y moral.

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Pero incluso así tuvo que pagar unprecio, porque la perfección de esemomento se convirtió al anochecer enuna sensación de vacío tan intensa que,para no ser aventado como una hoja,tuvo necesidad de consolidar su tamañoy su estabilidad por medio de la comida,el alcohol y el contacto con una mujer.

Aparte de esas consideraciones, laejecución de Diana Reiter y lacancelación de su diploma de Europaoccidental tuvo un beneficio práctico:ningún trabajador en los barracones ocaminos de Plaszow podía considerarseimportante por su tarea; si Diana Reiterno se había podido salvar, a pesar de su

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capacidad profesional, la únicaesperanza para los demás era el trabajoactivo y anónimo, Y por esto, lasmujeres que transportaban elementos deconstrucción desde la estación deCracovia-Plaszow, los equipos de lacantera, los hombres que montaban losbarracones, trabajaban con una energíaproporcionada al conocimiento quehabían recibido merced al asesinato dela arquitecta Reiter.

Hujar y sus colegas, por su parte,aprendieron que la ejecución inmediatasería el estilo propio de Plaszow.

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CAPÍTULO 20

Dos días después de la visita de losempresarios a Plaszow, Schindleracudió al despacho provisional delcomandante Goeth en la ciudad,llevando consigo una botella de coñac.La noticia del asesinato de Diana Reiterhabía llegado ya a Emalia: una noticiasemejante sólo podía confirmar laintención de Oskar de mantener sufábrica lejos de Plaszow.

Los dos hombres de elevada estaturase sentaron frente a frente; había entreambos un conocimiento mutuo, como el

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que había habido brevemente entreAmon y la arquitecta Reiter. Lo quesabían era que los dos estaban enCracovia para hacer fortuna y que, porlo tanto, Oskar pagaría por los favoresque recibiera. En ese nivel, Oskar y elcomandante se comprendíanperfectamente. Oskar tenía el doncaracterístico de los vendedores detratar como hermanos a personas queaborrecía; esto engañaría tancompletamente al Herr Kommandant,que siempre habría de creer en laamistad de Oskar.

De las pruebas aportadas por y otraspersonas surge claramente que, desde

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sus primeros contactos, Oskar consideróa Goeth un hombre capaz de asesinarcon la misma impasibilidad con quecumple sus tareas un empleadoadministrativo. Oskar podía hablar conAmon el administrador, o Amon elespeculador; pero sabía que nuevedécimas partes del comandante estabanpor debajo de la racionalidad normal delos seres humanos. Las relacionessociales y comerciales entre Oskar yAmon funcionaban suficientemente bienpara suponer quizá que Oskar estaba, encierto modo y a pesar de sí mismo,fascinado por la maldad del funcionario.Sin embargo, nadie que conociera a

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Oskar en ese momento o más tarde vionunca señales de esa actitud. Oskardespreciaba a Goeth en los términos mássensibles y apasionados. Ese despreciocrecería sin límites, como había dedemostrar dramáticamente el futuro. Almismo tiempo, es difícil olvidar queAmon era el hermano oscuro de Oskar,el ejecutor demente y fanático queOskar, por algún infortunado trastornode sus apetitos, podría haber llegado aser.

Ante la botella de coñac, Oskarexplicó a Amon por qué era imposiblesu traslado a Plaszow. Su fábrica erademasiado compleja. Sabía que su

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amigo Madritsch pensaba ir a Plaszowcon su personal judío; pero lamaquinaria de Madritsch no ofrecíadificultades para el traslado, porqueconsistía básicamente en una cantidad demáquinas de coser. Pero era muy distintoel desplazamiento de las pesadasprensas de metal que, como ocurre contoda maquinaria sofisticada, habíandesarrollado pequeñas manías. En otrositio, esas máquinas presentarían unconjunto de excentricidades totalmentedistinto. Habría demoras y el período deinstalación sería mucho más largo que eldel estimado amigo Julian Madritsch. ElUntersturmführer comprendería que,

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dados los importantes contratos deguerra que debía cumplir, la DEF nopodía perder ese tiempo. HerrBeckmann, que tenía un problemaanálogo, había decidido suprimir atodos los judíos de la fábrica Corona.Deseaba evitar la complicación creadapor el transporte de los judíos desdePlaszow a su trabajo por la mañana y deregreso por las noches. Peroinfortunadamente él, Schindler teníacentenares de obreros cualificadosjudíos. Si los eliminaba, deberíaentrenar polacos, lo que tambiénocasionaría una demora en laproducción; ésta sería todavía peor que

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aceptar la atractiva oferta de Goeth.Amon pensaba secretamente que tal

vez preocuparan a Oskar lasincomodidades que el traslado aPlaszow podía imponer a ciertosnegocios en Cracovia. Por lo tanto, elcomandante se apresuró a asegurar queno habría interferencia con laadministración de la fábrica.

—Sólo me inquieta el problemaindustrial —dijo inocentementeSchindler. No deseaba crearinconvenientes al comandante, pero leagradaría, y estaba seguro de quetambién lo agradecería la Inspección deArmamentos, que se permitiera a la DEF

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quedarse donde estaba.Entre hombres como Goeth y Oskar

la palabra agradecer no tenía un sentidoabstracto. Agradecer era pagar. Licoresy diamantes. Comprendo sus problemas,Herr Schindler, dijo Amon. Cuando seliquide el ghetto, tendré el gusto deofrecerle una guardia para escoltar a supersonal de Plaszow a Zablocie.

Itzhak Stern fue una tarde a Zablociedesde la fábrica Progress, por negocios:encontró a Oskar deprimido y observóen él una peligrosa sensación deimpotencia. La Klonowska les llevó

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café, que el Herr Direktor bebió, comosiempre, con un poco de coñac; luegoOskar dijo a Stern que había vuelto aPlaszow, en apariencia para dar unvistazo a las nuevas instalaciones, peroen realidad para calcular cuándo sería eltraslado de los Ghettomenschen.

—Hice algunas cuentas —dijoOskar. Había contado los barracones dela colina; si Amon pensaba meterdoscientas mujeres en cada uno, comoera probable, ya había lugar para unasseis mil. El sector de los hombres, al piede la colina, no estaba tan adelantado;pero al ritmo actual de las obras podíaquedar terminado en pocos días.

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Todo el mundo en la fábrica sabe loque ocurrirá, dijo Oskar. Y de nadasirve mantener aquí al turno de nocheporque, cuando se termine Plaszow, nohabrá un ghetto al que volver. Lo únicoque puedo decirles, continuó Oskar,bebiendo una copa de coñac, es que nodeberían ocultarse si no están segurosdel escondite. Había oído decir que, unavez desalojado, el ghetto seríaprácticamente desmantelado. Selevantarían todos los tapices, serevelarían todos los nichos y cavidades,se registrarían todos los áticos ysótanos. Sólo les puedo aconsejar, dijoOskar, que no se resistan.

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Y así fue como Stern, uno de losobjetivos de la próxima Aktion, tuvo queconsolar, paradójicamente, al HerrDirektor Schindler, que sólo podía sertestigo. La preocupación de Oskar porsus operarios judíos se difuminaba en latragedia más amplia del próximo fin delghetto. Plaszow era un campo detrabajo, dijo Stern. Era posiblesobrevivir a Plaszow, como a cualquierotra institución del mismo tipo. No eracomo Belzec, donde se fabricaba lamuerte, como Henry Ford fabricabacoches. Era una nueva degradaciónverse obligado a residir en Plaszow,pero eso no era el fin del mundo.

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Cuando Stern concluyó, Oskar pusoambos pulgares debajo de la pesadatabla superior de su escritorio; duranteunos segundos, Stern tuvo la impresiónde que deseaba alzarla como si fuerauna tapa.

—Usted sabe, Stern, que no bastacon eso.

—Sí —dijo Stern—. Es lo único quese puede hacer.

Y siguió discutiendo, aferrándose aminucias, y él mismo estaba asustado.Porque Oskar parecía estar en crisis. Ysi Oskar perdía la esperanza, todos losoperarios judíos de Emalia correríanpeligro, porque Oskar quizá deseara

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librarse de esa enojosa cuestión.—Ya habrá tiempo de hacer algo

más positivo —dijo Stern—. Todavíano.

Abandonando su tentativa dearrancar la tapa del escritorio, Oskarvolvió a su sillón y a su depresión.

—Usted conoce a Amon Goeth —dijo—. Tiene encanto. Incluso podríaagradarle a usted. Pero está loco.

La última mañana del ghetto, el 13de marzo de 1943 —un Sabbath—,Amon Goeth llegó a la Plac Zgody, laPlaza de la Paz, antes del alba. Las

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nubes bajas borraban toda distinciónprecisa entre la noche y el día. Vio quelos hombres del Sonderkommando yahabían llegado: sobre la tierra heladadel pequeño parque central fumaban yreían en voz baja, ocultando supresencia de los moradores del ghetto yde las calles situadas más allá de lafarmacia de Herr Pankiewicz. Las callespor donde avanzarían estabandespejadas, como en una municipalidadmodélica. La nieve estaba amontonada aambos lados de la calzada y contra losmuros. Se puede conjeturar conseguridad que el sentimental Goethsentíase como un padre mientras

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contemplaba la ordenada escena yobservaba la camaradería previa a laacción entre los jóvenes del centro de laplaza.

Amon bebió un sorbo de coñacmientras esperaba al SturmbannführerWilhelm Haase, de edad mediana, quetendría el control estratégico —aunqueno el táctico— de la Aktion de hoy. Elghetto A, desde la Plac Zgody hacia elOeste, el sector más grande, donderesidían todos los judíos con trabajo, losmás saludables y esperanzados, debíaquedar vacío. El ghetto B, el pequeñoconjunto de pocas manzanas en elextremo este, donde estaban los viejos y

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los menos utilizables, sería barridodurante la noche o mañana. Sushabitantes partirían al campo deexterminio que dirigía el comandanteRudolf Hóss en Auschwitz,recientemente muy expandido. El ghettoB era una tarea honesta y directa. Elghetto A era un desafío. Todo el mundodeseaba estar presente allí, porque eraun día histórico. Durante más de sietesiglos había existido una Cracovia judía;para la noche de hoy, o para mañana,esos siete siglos se habrían convertidoen una leyenda, y Cracovia sería unaciudad judenfrei. Hasta los oficiales derango menor de las SS anhelaban poder

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decir luego que habían visto latransformación. Incluso Unkelbach, elTreuhänder de la fábrica de cubiertosProgress, que tenía un grado de reservade las SS, se pondría hoy su uniforme desuboficial para integrar uno de losescuadrones que operarían en el ghetto.Y por esto el distinguido Willi Haase,de alto rango, que había actuado en elplaneamiento, estaría también presente.

Amon sufría, como de costumbre, unleve dolor de cabeza y sentía ciertafatiga por el febril insomnio de lamadrugada. Pero ahora que estaba allí,experimentaba cierto júbilo profesional.Era un gran don del partido

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nacionalsocialista a los hombres de lasSS esa posibilidad de entrar en batallasin riesgo físico, y de alcanzar honoressin los inconvenientes y lasincomodidades de recibir un disparo.Era más difícil obtener la impunidadpsicológica. Todo oficial de las SS teníaalgún amigo que se había suicidado. Lostextos de instrucción de las SS, escritospara combatir esas fútiles bajas,señalaban el necio error de creer que unjudío, aunque no llevara armas a lavista, estaba desprovisto de armamentosocial, económico y político. En verdad,estaba armado hasta los dientes. Debéisendureceros, decían los textos, porque

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un judío es un enemigo mucho máspoderoso de lo que llegará a ser nuncaun ruso; una mujer judía es una biologíaentera de traiciones, y un niño judío unabomba de tiempo cultural.

Amon Goeth se había endurecido. Sesabía intocable, y la sola idea le daba ladeliciosa excitación que puede sentir uncorredor de fondo cuando se sienteseguro ante una competición. Amondespreciaba cordialmente a los oficialesque dejaban la acción a sus soldados y asus suboficiales. Sentía que, de algúnmodo, eso era más peligroso que ponerpersonalmente manos a la obra.Mostraría el camino, como había hecho

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con Diana Reiter. Conocía la euforia queiría en aumento durante el día, y lagratificación que sentiría, junto con eldeseo de beber, cuando llegara elmediodía y el ritmo de la acciónaumentara. Incluso bajo la sordidez deesas nubes, sabía que ese día había deser uno de los mejores, que cuando fueraviejo y su raza se extinguiera, losjóvenes preguntarían maravillados pordías como éste.

A menos de un kilómetro dedistancia, un médico de hospital deconvalecientes del ghetto, el doctor D,estaba también despierto y mentalmenteactivo esa oscura mañana de la

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liquidación. El piso alto del hospital,donde se encontraba con sus últimospacientes, estaba a oscuras; agradecíaque el dolor y la fiebre los mantuvieranaislados, a cierta altura sobre la calle.

Porque al nivel de la calle todo elmundo sabía lo que había ocurrido en elhospital de epidemias próximo a la PlacZgody. Un destacamento de las SS almando del Oberscharführer AlbertHujar había entrado en el hospital paracerrarlo, encontrando allí a la doctoraRosalia Blau entre las camas de suspacientes de escarlatina y tuberculosisque, según dijo, no podían sertrasladados. Más temprano había

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enviado a su casa a los niños con tosferina. Pero era peligroso sacar de allí alos pacientes de escarlatina, por ellosmismos y por la comunidad, y lostuberculosos no podían moverse.

La escarlatina es una enfermedadpropia de adolescentes, y muchaspacientes de la doctora Blau eran chicasde doce a dieciséis años. La doctoraBlau señaló a Albert Hujar, comoprueba de su juicio profesional, esaschicas febriles de ojos muy abiertos.

Hujar, de acuerdo con el mandatoque había recibido de Amon Goeth lasemana anterior, mató de un balazo en lacabeza a la doctora Blau. Los soldados

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ejecutaron con furiosas ráfagas a lospacientes infecciosos. Algunos trataronde salir de sus camas, otros no llegarona salir de su propio delirio. Cuando eldestacamento de Hujar terminó su obra,se llamó a un grupo de hombres delghetto para que se ocuparan de loscadáveres, amontonaran las sábanasensangrentadas y fregaran las paredes.

El hospital de convalecientes estabasituado en lo que antes había sido uncuartel de policía polaco. Durante todala vida del ghetto, sus tres pisos habíanestado repletos de pacientes. Su directorera un respetable médico llamado doctorB. Para la lúgubre mañana del 13 de

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marzo, los doctores B y D habíanreducido su población a cuatro personastodas ellas incapacitadas de moverse.Una era un joven obrero con unatuberculosis galopante, el segundo untalentoso músico afectado por unaenfermedad renal incurable. Dconsideraba importante que se lesahorrara el pánico final de una locaráfaga de metralla. Y más todavía alciego que había sufrido un ataque, y alanciano recientemente operado de untumor intestinal, debilitado por unacolostomía.

El equipo médico, incluyendo aldoctor D, era extraordinario. De ese mal

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equipado hospital del ghetto saldría elprimer estudio polaco sobre laenfermedad eritroblástica de Weil, queafectaba la médula ósea, y del síndromede Wolff-Parkinson-White. Sin embargo,esa mañana el doctor D estabapreocupado por problemas vinculadoscon el empleo de cianuro.

Con miras a la opción del suicidio,D había adquirido una cantidad desolución de ácido cianhídrico. Sabía queotros médicos habían hecho lo mismo.El año anterior, la depresión había sidoun mal endémico en el ghetto. Habíacontagiado también a D. Era joven ytenía brazos poderosos. Pero la misma

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historia parecía un tumor maligno. Saberque disponía de cianuro había sido unconsuelo para D en sus peores días. Enesa última etapa de la historia del ghettoera el único fármaco del que habíacierta cantidad. Casi nunca habíantenido sulfamidas. Se habían acabadolos eméticos, el éter y hasta lasaspirinas. El cianuro era la única drogasofisticada que quedaba.

El doctor D había despertado esamañana antes de las cinco en suhabitación de la calle Wit Stwosz acausa del estrépito de los camiones quepasaban. Al mirar por su ventana, vio alos Sonderkommandos que se

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concentraban junto al río, y comprendióque habría en el ghetto una accióndecisiva. Corrió al hospital y encontróal doctor B y a las enfermeras actuandoya sobre el mismo presupuesto. Juntosse ocuparon de que todos los pacientesque podían moverse se marcharan a sucasa, acompañados por parientes oamigos. Cuando todos menos los cuatromencionados se fueron, el doctor Bordenó a las enfermeras que se retiraran,lo que todas hicieron excepto la demayor edad y categoría. Ella y losdoctores B y D permanecieron junto alos cuatro últimos pacientes en elhospital casi desierto.

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B y D no hablaron mucho mientrasaguardaban. Ambos conocían laexistencia de la droga, y pronto Dadvertiría que la mente de B estabatristemente preocupada por el mismomotivo.

El suicidio era una posibilidad,desde luego. La eutanasia también. Perola idea aterrorizaba a D. Tenía rostrosensible y sus ojos expresaban grandelicadeza. Sufría a causa de una éticatan real e íntima como los órganos de sucuerpo. Sabía que cualquier médicodotado de sentido común y una jeringapodía sumar, como una lista de compras,las ventajas de ambas posibilidades:

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inyectar el ácido cianhídrico, oabandonar los pacientes a losSonderkommandos. Pero D sabía queeso era cosa de sumar columnas decifras; que la ética era más compleja ytortuosa que el álgebra.

De vez en cuando, el doctor B seacercaba a la ventana, miraba si ocurríaalgo en la calle, y se volvía hacia D conuna mirada equilibrada y profesional.También B, sabía que D, examinaba lasopciones como si fueran naipes, y volvíaa comenzar. Suicidio. Eutanasia. Ácidocianhídrico. Un concepto atractivo:quedarse entre las camas como RosaliaBlau. Otro: tomar el cianuro junto con

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los pacientes. La segunda idea legustaba más al doctor D, porque parecíamenos pasiva que la primera. Y además,los tres últimos días, al despertar, habíasentido casi un deseo físico del rápidoveneno, como si fuera meramente ladroga que toda víctima necesitaba parasuavizar la hora final.

Para un hombre serio como D, estomismo era una razón compulsiva para notomar esa droga. Había adquirido suidea del suicidio en la infancia, cuandosu padre le había leído el informe deFlavio Josefo sobre el suicidio en masade los fanáticos del Mar Muerto antes deser capturados por los romanos. Esa

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idea establecía que no se debía entrar enla muerte como en un puerto abrigado.Debía ser una clara negativa a rendirse.Por supuesto, los principios son losprincipios; y el terror, una mañana gris,es una cosa muy distinta. Pero D era unhombre de principios.

Y tenía una esposa. Él y su esposapodían seguir otro camino; partía deldesagüe situado en la esquina de lascalles Piwna y Krakusa, y llevaba, conun poco de suerte, al bosque de Ojcow.Tenía más miedo de eso que del fácilabandono del cianuro. Y sin embargo, silo detenían los alemanes o la PolicíaAzul, y le bajaban los pantalones,

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pasaría la prueba gracias al doctorLachs. Lachs era un distinguidoespecialista en cirugía plástica, quehabía enseñado a una cantidad dejóvenes judíos de Cracovia cómoalargar incruentamente sus prepuciosdurmiendo con un peso, una botella conuna cantidad creciente de agua. Lachsdecía que los judíos habían utilizado esemétodo durante la persecución romana, yla intensidad de la actividad de la SS enCracovia había hecho que revivieradurante los últimos dieciocho meses.Lachs lo había enseñado a su jovencolega D; y, como había tenido bastanteéxito, D tenía aún menos razones para

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suicidarse.Al alba, la enfermera, una mujer

serena de unos cuarenta años, rindió suinforme a D. El joven descansabatranquilamente pero el ciego estaba muyansioso. El músico y el hombre quehabía sufrido la intervención habíanpasado una mala noche. Sin embargo, elhospital de convalecientes estaba muysilencioso. Los pacientes respiraban, alfinal de su sueño o en la intimidad de sudolor, y el doctor D salió al heladobalcón sobre el patio para fumarse uncigarrillo y volver a plantearse lapregunta consabida.

El año anterior, D se encontraba en

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el viejo hospital de enfermedadesepidémicas en la calle Rekawka cuandolas SS decidieron cerrar esa parte en elghetto y reubicar el hospital. Alinearonal personal en la pared e hicierondescender a los pacientes por laescalera. D vio que la pierna de laanciana señora Reisman quedabaatrapada entre dos pilares de labalaustrada; el SS que la empujaba no laayudó a liberarse, sino que la tiró de laotra pierna hasta que el miembro sequebró en un ruido ahogado. Así setrataba a los enfermos del ghetto. Pero elaño pasado nadie pensaba en la muertepor piedad. En ese momento, todos

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esperaban aún que las cosas mejorarían.Ahora bien, incluso si el doctor B y

él tomaban esa decisión, D no sabía sitendría valor para administrar cianuro alos pacientes, o para contemplar conserenidad profesional a quien lo hiciera.Era, absurdamente, como aquelproblema de la juventud: uno decidíaaproximarse a la chica que le gustaba,pero, aun si lo decidía, eso no contaba:todavía era necesaria la acción.

Oyó los primeros ruidos fuera delbalcón. Empezaron temprano, en elextremo este del ghetto. Los megáfonosaullando Raus! Raus!, las habitualesmentiras sobre los equipajes, que

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algunos todavía ansiaban creer. En lascalles desiertas, y entre los edificiosdonde nadie se movía, se podía oír entodas partes, desde los cantos rodadosde Plac Zgody hasta la calleNadwislanska, cerca del río, unindefinido murmullo aterrorizado queestremeció al doctor D.

Luego oyó la primera ráfaga,bastante fuerte para despertar a lospacientes. Y una brusca estridenciadespués de los disparos: un megáfono yuna quejumbrosa voz femenina, y luegouna nueva ráfaga apagando el quejido, yotros gritos. Los megáfonos, losansiosos hombres del OD, los vecinos,

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urgían a los desposeídos, y unsufrimiento inexpresable se desvanecíaen la puerta situada en el punto másremoto del ghetto. D sabía que el ruidopodía llegar incluso al músico, a pesarde su estado precomatoso.

Cuando regresó a la sala, vio quetodos lo miraban. Podía sentir que suscuerpos se endurecían en sus camas; elanciano de la colostomía se quejaba porel esfuerzo muscular.

—Doctor, doctor —dijo alguien.—Un segundo —respondió D, con lo

que quería decir: Estoy aquí y todavíaestán lejos. Miró al doctor B, queentrecerró los ojos mientras el ruido de

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los desalojos volvía a estallar a tresmanzanas. El doctor B asintió, se dirigióal pequeño botiquín cerrado que habíaen un extremo de la sala y regresó conuna botella de ácido cianhídrico.Después de una pausa, D se acercó a sucolega. Podía haberse quedado dondeestaba, encargando de la misión a B.Imaginaba que el hombre tendría valorpara hacerlo solo, sin la aprobación desu colega. Pero sería una vergüenza,pensó D, no poner su propio voto, noasumir parte del peso. D, aunque másjoven que B, había pertenecido a laUniversidad Jagielloniana, era unespecialista y un investigador. Quería,

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pues, dar su respaldo a B.—Bien —dijo B, alzando por un

instante la botella. La palabra quedócasi oculta por un grito de mujer yviolentas órdenes oficiales que veníandel otro extremo de la calle Jozefinska.B llamó a la enfermera.

—Administre cuarenta gotasdisueltas en agua a cada paciente.

—Cuarenta gotas —repitió ella.Sabía de qué medicamento se trataba.

—Así es —dijo B. D también lamiró. Si, quería decir. Ahora tengobastante fuerza, yo mismo podríahacerlo. Pero eso lo alarmaría. Todoslos pacientes saben que son las

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enfermeras quienes distribuyen lasmedicinas.

Mientras la enfermera preparaba lasdosis, D recorrió la sala y apoyó sumano sobre el anciano.

—Le daré algo que le hará bien,Roman —le dijo.

D sintió con sorpresa la historia delanciano a través del roce. Por unsegundo, como una llamarada, aparecióallí Roman, joven, durante la época deFrancisco José; un don Juan deCracovia, la joya del Vístula, la petiteViena, una ciudad como un bombón.Vistiendo el uniforme de Francisco José,iba a las maniobras de primavera en las

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montañas. En Rynek Glowny, con laschicas de Kazimierz, presumiendo de suuniforme, en la ciudad de los encajes ylas pastas. En lo alto del monteKosciuszko, robando un beso entre losarbustos. ¿Cómo podía cambiar tanto elmundo en la vida de un hombre?,preguntaba el joven Roman desde elviejo Roman. ¿Cómo se llegaba desdeFrancisco José hasta un suboficial quetenía el derecho de condenar a muerte aRosalia Blau y a unas chicas enfermasde escarlatina?

—Por favor, Roman —dijo eldoctor; quería decir que el ancianodebía relajar su cuerpo. Pensó que los

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Sonderkommandos tardarían a lo sumouna hora. D sintió, pero resistió, latentación de comunicarle el secreto. Eldoctor B había ordenado una dosisgenerosa. Unos segundos de dificultadrespiratoria y una pequeña sorpresa noserían una sensación nueva niintolerable para el viejo Roman.

Cuando llegó la enfermera con loscuatro vasos de medicamento, ningunode los pacientes preguntó de qué setrataba. D no sabría nunca si alguno deellos comprendía. Se apartó y miró sureloj. Temía que cuando lo bebieran seoyera algún ruido, algo peor que losestertores de los hospitales. Oyó

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murmurar a la enfermera:—Esto es para usted.Un suspiro. No sabía si era un

paciente o la enfermera. Esta mujer es laheroína de esta situación, pensó.

Cuando alzó nuevamente la vista, laenfermera había despertado al pacienterenal, el soñoliento músico, y le ofrecíael vaso. Desde el extremo opuesto de lasala, el doctor B, con una bata blancalimpia, miraba. D se acercó al viejoRoman y le tomó el pulso.

No había. El músico bebía el líquidoque olía a almendras.

Todo fue tan tranquilo como Desperaba. Los miró. Tenían las bocas

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abiertas, pero sin exageración; los ojosvidriosos e inmunes, las cabezas haciaatrás, el mentón hacia lo alto. Los mirócon la envidia que sentían todos lospobladores del ghetto ante los fugitivos.

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CAPÍTULO 21

Poldek Pfefferberg compartía unahabitación en el segundo piso de unacasa del siglo XIX en la calleJozefinska. Sus ventanas daban, porencima del muro del ghetto, al Vístula,por donde las barcas polacasremontaban la corriente ignorando elúltimo día del ghetto y las lanchaspatrulleras de las SS zumbabanalegremente como embarcaciones deplacer.

Pfefferberg esperaba con su esposaMila a que llegaran los

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Sonderkommandos y les ordenaranbajar a la calle. Mila era una chicanerviosa y pequeña de veintidós años,refugiada de Lodz, con quien Poldek sehabía casado los primeros días delghetto. Provenía de una familia de variasgeneraciones de médicos. Su padre eraun cirujano que había muerto muy joven,en 1937, y su madre una dermatólogaque había sufrido la misma suerte queRosalia Blau durante una Aktion en elghetto de Tarnow el año anterior: unaráfaga de ametralladora mientras estabaentre sus pacientes.

Mila había tenido una infancia feliz,pese al antisemitismo de Lodz, y había

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iniciado sus estudios de medicina enViena el año anterior a la guerra. Sehabían encontrado cuando la gente deLodz fue remitida a Cracovia en 1939:Mila fue instalada en el mismo pisodonde residía el vivaz PoldekPfefferberg.

Ahora, como Mila, él era también elúltimo de su familia. Su madre, quehabía decorado el apartamento deSchindler en la calle Straszewskiego,había sido enviada con su padre alghetto de Tarnow. Como se sabría mástarde, de allí pasaron a Belzec, dondefueron asesinados. Su hermana y sucuñado, con documentos arios, se habían

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desvanecido en la prisión de Pawiak, enVarsovia. Mila y él sólo se tenían el unoal otro. Había entre ambos abismaldiferencia de temperamento: Poldek eraun chico de barrio, un líder y unorganizador; el tipo de hombre que,cuando aparece la autoridad y preguntaqué ocurre, da un paso al frente y habla.Mila era menos inquieta, y el destinoque había devorado a toda su familia lahabía tornado aún más silenciosa. Enuna época de paz, la mezcla habría sidoexcelente. Ella no sólo era inteligentesino sabia: un centro sereno. Tenía eldon de la ironía, que con frecuencianecesitaba Poldek Pfefferberg para

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contener sus torrentes de elocuencia. Sinembargo, hoy, en este día imposible,estaban en conflicto.

Mila deseaba escapar del ghetto sise daba la oportunidad, e inclusoalentaba la imagen mental de sí misma yde Poldek como guerrilleros en elbosque, pero temía los desagües. Poldekse había valido de ellos más de una vezpara salir del ghetto, aun cuando a vecesse encontraban policías en alguno de losdos extremos. Recientemente, su amigo yantiguo profesor, el doctor D, habíamencionado también los desagües comouna ruta de salida que tal vez quedarasin custodia el día que vinieran los

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Sonderkommandos. Habría que esperarhasta el temprano crepúsculo invernal.La puerta de la casa del doctor estaba aunos metros de la tapa circular de laalcantarilla. Una vez allí, había queseguir hacia la izquierda un túnel quepasaba por debajo de las calles dePodgórze, fuera del ghetto, hasta lasalida, en la costa del Vístula, cerca delcanal de la calle Zatorska. D le habíaexplicado ayer su plan. D y su esposaintentarían huir por allí y esperaban quelos Pfefferberg se reunieran con ellos.En ese momento, Poldek no podíacomprometerse. Mila tenía el temor,perfectamente razonable, de que las SS

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inundaran de gas el sistema de desagües,o resolvieran las cosas de otro modollegando temprano a su habitación de lacalle Jozefinska.

Vivieron en su ático una lentajornada de tensión, aguardando, sinsaber en qué dirección saltar. Tambiénlos vecinos aguardaban. Quizás algunos,para no soportar esa tensión, habíanbajado ya a la calle con sus paquetes ymaletas. Era natural ser arrastradoescaleras abajo por la peculiar mezclade ruidos: el violento estruendo que seoía a la distancia y el silencio de lacasa, en que se podía oír cómo losantiguos e indiferentes mataderos de la

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construcción marcaban los últimos ypeores segundos de la residencia en elghetto. A mediodía Poldek y Milamasticaron su reserva de trescientosgramos de pan moreno. El ruido de laAktion saltó a la esquina de la calleWegierska, a una larga manzana dedistancia, y luego, cerca de la mediatarde, volvió a desaparecer. Casi habíasilencio. Alguien trataba en vano dedescargar la cisterna del recalcitrantelavabo del rellano del primer piso. Enese momento, casi era posible creer quehabían pasado inadvertidos.

Esa sombría tarde se negaba aterminar en la calle Jozefinska número

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2. Poldek pensaba que la luz erabastante escasa para probar suerte conel desagüe antes del anochecer. Queríasalir, ahora que todo estaba tranquilo,para hablar con el doctor D. Por favor,no, dijo Mila. Pero él la tranquilizó. Semantendría fuera de las calles,moviéndose por la red de huecos en losmuros que conectaban unos edificios conotros. Amontonó las razones: no habíapatrullas en estas calles, eludiría a algúnOD o SS que pudiera haber en lasesquinas, volvería en cinco minutos.Querida, querida, le dijo, tengo quehablar con D.

Bajó por la escalera posterior y

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pasó por los huecos de las paredes, sinemerger a la calle hasta la Oficina deTrabajo. Allí se arriesgó a cruzar laancha calzada para alcanzar el laberintode manzana triangular que habíaenfrente; allí vio grupos de hombresconfundidos que discutían rumores yposibilidades de esconderse en cocinas,cobertizos, corredores. Salió a la calleKrakusa, justamente frente a la casa delmédico. Cruzó sin ser visto por unapatrulla que trabajaba cerca del extremosur del ghetto, en la zona dondeSchindler había visto las primerasdemostraciones de la política racial delReich y los extremos a que podía llegar.

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La casa de D estaba vacía, pero enel patio Poldek encontró a un hombredeslumbrado; éste le dijo que losSonderkommandos ya habían estadoallí, y que D y su esposa se habíanescondido primero, para dirigirse luegoa los desagües. Quizás eso sea lo mejor,dijo el hombre. Los SS volverán. Poldekasintió; conocía las tácticas de lasAktionen, porque había sobrevivido amuchas.

Regresó por donde había venido yno tuvo dificultad para cruzar las calles.Pero halló su casa vacía. Mila habíadesaparecido con el equipaje; todas laspuertas estaban abiertas y las

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habitaciones desiertas. Se preguntó si noestarían todos escondidos en el hospital:el doctor D, la señora D, Mila. Quizálos D habían ido a buscarla, por sustemores y por su linaje médico.

Poldek volvió a salir y por otrocamino llegó al patio del hospital. Comoabandonadas banderas de rendición,sábanas ensangrentadas colgaban de losbalcones de ambos pisos superiores.Sobre el empedrado había un montón devíctimas. Algunas tenían las cabezaspartidas y los miembros retorcidos. Noeran, por supuesto, los pacientes deextrema gravedad de los doctores B y D.Eran personas detenidas allí durante el

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día y ejecutadas luego. Algunos de ellosparecían capturados arriba, muertos yarrojados por las ventanas.

Aunque no tuvo tiempo de contar loselementos entrelazados de esa pirámide,Poldek dijo siempre, cuando lepreguntaban por los muertos del patiodel hospital del ghetto, que eran sesentao setenta. Como Cracovia era unaciudad de provincias, y Poldek habíadesarrollado su sociabilidad enPodgórze, y luego en el centro, visitandocon su madre a las personas ricas ydistinguidas de la ciudad, reconoció enese montón rostros familiares, viejosclientes de su madre, personas que le

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habían preguntado por sus estudios en elGymnasium Kosciuszko y le habíanregalado pastas o golosinas por lagracia de sus precoces respuestas o porsu encanto. Ahora estabanindecorosamente expuestas yconfundidas en ese patio enrojecido porla sangre.

Por algún motivo, no se le ocurrióbuscar en ese terrible montón loscuerpos de su esposa y de los D. Sintió,en cambio, que estaba allí por un motivoconcreto. Creía inconmoviblemente quellegarían mejores años, años detribunales justos. Y tenía en esemomento la misma sensación de ser un

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testigo que había experimentadoSchindler en la colina, más allá de lacalle Rekawka.

Se distrajo al ver un grupo de genteen la calle Wegierska. Se movían haciala puerta de Rekawka con la obtusalanguidez de los obreros de las fábricaslos lunes por la mañana o los partidariosde un equipo de fútbol derrotado. Entreesa ola de gente vio algunos vecinos dela calle Jozefinska. Se alejó del patiodel hospital, guardando como un arma surecuerdo. ¿Qué le había ocurrido aMila? ¿Alguien lo sabía? Ya se habíamarchado, le dijeron. LosSonderkommandos llegaron después. Ya

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estaría fuera de la puerta, en camino aese lugar. A Plaszow.

Por supuesto, él y Mila tenían unplan de emergencia para esa situación.Si alguno de los dos terminaba enPlaszow, sería mejor que el otrointentara mantenerse fuera. No ignorabaque Mila tenía el don de pasarinadvertida, un don valioso para unprisionero, pero también que sufríadolorosos accesos de hambre. Él podríaenviarle alimentos desde afuera. Estabaseguro de que cosas como ésa eranposibles. Pero era una decisión difícil:la multitud confusa, apenas custodiadapor los SS, que se dirigía hacia la puerta

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del sur y hacia las fábricas situadasdetrás de las alambradas de espino dePlaszow, indicaba claramente adóndepensaba la mayoría de la gente, sin dudacon acierto, que estaba a la larga laseguridad.

Aunque era tarde, la luz era nítida,como si estuviera a punto de nevar.Poldek cruzó la calle y entró en la casade apartamentos que había en frente. Sepreguntó si estaban realmente vacíos, osi había muchos moradores del ghettoescondidos más o menos astuta oinocentemente, creyendo que,adondequiera llevaran las SS a alguien,siempre era en última instancia a las

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cámaras de gas.Poldek buscaba un escondite de

primera. Fue por los patios traseroshasta el depósito de madera de la calleJozefinska. La madera escaseaba. Nohabía grandes estructuras ni tablas paraocultarse detrás. El mejor lugar era,aparentemente, detrás del portal dehierro, en la entrada del depósito. Sutamaño y su negrura parecían unapromesa de la próxima noche. Mástarde, no podía creer que hubieseelegido ese escondite con talentusiasmo.

Se acurrucó detrás del batienteabierto; entre la puerta y el marco podía

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ver la calle Jozefinska, por donde habíavenido. Más allá de esa helada hoja dehierro había una franja vertical de nochegris, fría y luminosa, y cruzó las solapasde su abrigo sobre su pecho. Un hombrey su esposa corrían hacia la salida delghetto, esquivando los bultos y lasmaletas abandonados con sus fútilesrótulos. Kieinfeid, proclamaban a la luznocturna. Lehrer, Baume, Weinberg,Sinolar, Strus, Rosenthal, Birman,Zeitlin. Ningún recibo se extendería acambio de esos equipajes. «Montonesde cosas cargadas de recuerdos»,escribió el joven Bau. «¿Dónde estánmis tesoros?».

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Oyó, más allá de ese campo debatalla de maletas caídas, agresivosladridos. Luego irrumpieron en la calleJozefinska tres hombres de las SS, unode ellos arrastrado por un tumultocanino que se resolvió en dos enormesperros de policía. Los perros lo llevaronhasta el número 41 de la calleJozefinska, pero los otros dos hombrespermanecieron donde estaban. Poldekmiró atentamente a los perros. Parecíanun producto muy delgado de un cruceentre dálmatas y pastores alemanes.Pfefferberg aún pensaba que Cracoviaera una ciudad cordial, y perros comoaquellos parecían extranjeros, como si

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los hubieran traído de otro ghetto dondetodo fuera peor. Porque incluso en esemomento, entre los equipajesabandonados, detrás de esa puerta dehierro, estaba agradecido a su ciudad ycreía que el horror final sólo podíaocurrir en otro lugar. El medio minutosiguiente desmintió esa suposición. Esdecir, lo peor ocurrió allí, en Cracovia.Por la hendidura vio que, si había unpolo del mal, no estaba situado enTarnow, en Czestochowa, en Lwow o enVarsovia: estaba en la acerca norte de lacalle Jozefinska, a ciento veinte pasosde distancia. Del número 41 emergióuna mujer gritando, con un niño. Uno de

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los perros retenía a la mujer por la carnedel muslo y la tela del vestido. El SSque era el criado de los perros cogió alniño y lo arrojó contra la pared. El ruidoobligó a Pfefferberg a cerrar los ojos;oyó el disparo que puso fin al aullido deprotesta de la mujer.

Pfefferberg diría siempre que el niñotenía dos o tres años de edad, así comoque había sesenta o setenta cadáveres enel patio del hospital.

Tal vez antes de que la mujerestuviera muerta, y ciertamente antes deque él tuviera conciencia de que sehabía movido, como si la decisiónviniera de alguna glándula de reservas

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de coraje situada detrás de su frente,Pfefferberg salió de detrás de la puerta—que no podía protegerlo de los perros— y se encontró en la mitad del patio.Adoptó instantáneamente la posiciónmilitar que había aprendido en elejército polaco. Salió del depósito demaderas como un hombre que cumpleuna misión ceremonial, y empezó a sacardel paso las maletas y los bultos, y aapilarlos contra la pared del depósito.Oía que los tres SS se acercaban; casipodía sentir el aliento de los perros y lanoche entera se estiraba hasta romperseen sus traíllas. Cuando calculó que seencontraban a unos diez pasos se

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enderezó y se permitió advertir supresencia. Vio que sus botas y suspolainas estaban manchadas de sangre, yque no les avergonzaba presentarse asíante otros seres humanos. El oficial queestaba en el medio era el más alto. Noparecía un asesino: su cara alargada nocarecía de sensibilidad y en su bocahabía sutileza.

Pfefferberg, con sus ropas gastadas,golpeó los talones al modo polaco ysaludó al hombre alto. No conocía losgrados de las SS y no sabía cómollamarlo.

—Herr —dijo—. HerrKommandant.

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Su cerebro, amenazado con laextinción, había propuesto ese términocon energía eléctrica. Era precisamenteel que correspondía, porque el hombrealto era Amon Goeth en el momento másvital de su jornada, exaltado por elprogreso del día y tan capaz de ejercerinstantánea e instintivamente el podercomo era capaz Poldek Pfefferberg delsubterfugio instantáneo e instintivo.

—Herr Kommandant, informorespetuosamente que he recibido laorden de amontonar estos equipajes a unlado para que no haya obstáculos alpaso.

Los perros se estiraban hacia él. A

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causa de su negro entrenamiento y delritmo de la Aktion en curso, esperabanque les permitirían lanzarse contra lamuñeca y la ingle de Pfefferberg. Susgruñidos demostraban no sóloanimalidad, sino una terrible seguridadacerca del resultado. El interrogante erasi el SS que estaba a la izquierda delHerr Kommandant tenía suficiente fuerzapara contenerlos. Pfefferberg lo dudaba.No le sorprendería caer bajo los perrospara ser librado de sus dientes por unbalazo. Si esa mujer no había tenidoéxito alegando su maternidad, menosprobable era que él se salvara con unahistoria de equipajes, o de despejar una

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calle donde, de todos modos, el tránsitode seres humanos había sido abolido.

Pero Pfefferberg divertía más alcomandante que una madre. He ahí a unGhettomensch que juega a ser soldadoante tres oficiales de las SS y da el partede novedades, servil si es cierto y casienternecedor si no lo es. Y sus manerasson todo un cambio en el estilo de lasvíctimas. De todos los condenados de lajornada sólo éste ha tenido la idea degolpear sus talones.

Por lo tanto, el Herr Kommandantpodía ejercer el derecho imperial dedemostrar su diversión irracional einesperada. Su cabeza se inclinó hacia

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atrás, su largo labio superior se retrajo.Fue una risa franca y alegre y suscolegas sonrieron y movieron la cabezaa su medida.

En su excelente voz de barítono, elUntersturmführer Goeth dijo:

—Nosotros nos ocuparemos de todo.El último grupo está saliendo del ghetto.Verschwinde! Es decir, ¡desaparece,soldadito polaco!

Pfefferberg echó a correr, sin mirarhacia atrás; no se habría sorprendido silo hubieran derribado por la espalda.Corriendo llegó a la esquina de la calleWegierska, y allí torció, pasando por elpatio del hospital donde había sido,

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horas antes, un testigo. Cuando seacercaba a la puerta descendió laoscuridad, y se desvanecieron lasúltimas familiares calles del ghetto. Enla plaza Podgórze el último grupooficial de prisioneros estaba rodeadopor un descuidado cordón de ucranianosy SS.

—Debo de ser el último que hasalido vivo —dijo a la gente.

Si no era él, eran tal vez el joyeroWulkan, su mujer y su hijo. Durante esosmeses Wulkan había trabajado en lafábrica Progress. Sabía lo que ocurriríay se había dirigido al TreuhänderUnkelbach con un gran diamante que

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había guardado durante dos años,escondido en el forro de un abrigo. HerrUnkelbach, dijo al hombre, yo iréadonde me envíen; pero mi mujer nopodrá soportar tanto ruido y violencia.Wulkan, su mujer y su hijo aguardaríanen el cuartel policial del OD, bajo laprotección de un policía judío queconocían; y quizá más tarde, durante eldía, Herr Unkelbach podría llevarlos aPlaszow sin derramamiento de sangre.

Desde esa mañana habían estado enun cubículo del cuartelillo; había sidouna espera tan espantosa como si sehubieran quedado en su cocina. El chicoestaba alternativamente aburrido y

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aterrorizado; su esposa silbabaincesantemente reproches. ¿Dóndeestaba? ¿Vendría alguna vez? Esa gente,esa gente… Poco después de mediodía,sin embargo, Unkelbach apareció. Entróen el cuartel de la Ordnungdienst parausar el lavabo y tomar un café. Wulkanemergió del pequeño despacho dondeestaba y vio a un Treuhänder Unkelbachque no conocía, un hombre pequeñovestido con el uniforme de suboficial delas SS que fumaba y cambiaba cortasfrases animadas con otro; con una manobebía con pasión su café, mordía elhumo de su cigarrillo o devoraba untrozo de pan moreno mientras apoyaba

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la izquierda, con la pistola, en una mesa,como un animal descansando. Teníaoscuras manchas de sangre en eluniforme, sobre el pecho. Los ojos quevolvió para mirar a Wulkan no lovieron. Wulkan supo inmediatamente queUnkelbach no había decidido faltar a sucompromiso: simplemente no lorecordaba. El hombre estaba ebrio, y node alcohol. Si Wulkan lo hubierallamado, la respuesta habría sido unamirada de total incomprensión. Seguida,probablemente, por algo peor.

Wulkan cedió y retornó al lado de sumujer. Ella repetía:

—¿Por qué no le hablas? Iré yo, si

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aún está allí.Pero vio entonces la sombra en los

ojos de Wulkan, y espió por el borde dela puerta. Unkelbach se preparaba parasalir. Vio su uniforme, manchado con lasangre de pequeños comerciantes y desus esposas. Dejó escapar un gemido yvolvió a su silla.

Como su marido, cayó en una bienfundada desesperación, y la espera setornó algo más fácil. El hombre del ODque conocían les devolvió la pulsaciónhabitual de esperanza y ansiedad. Lesdijo que todo el OD, aparte de lospretorianos de Spira, debía estar, a lasseis de la tarde, fuera del ghetto, en la

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carretera de Wieliczka y el camino aPlaszow. Vería si había un modo dellevar a los Wulkan en uno de losvehículos.

Después de la caída de la oscuridad,cuando Pfefferberg ya había llegado a lacalle Wegierska y el último grupo deprisioneros estaba reunido ante la puertaen la plaza Podgórze, cuando el doctorD y su esposa se dirigían hacia el este,acompañados y amparados por un grupode ruidosos ebrios polacos, mientras losescuadrones de Sonderkommandosdescansaban y fumaban antes delregistro final de los edificios, dos carrosarrastrados por caballos se acercaron a

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la puerta del cuartel policial. Loshombres del OD escondieron a lafamilia Wulkan entre cajas y líos deropa. No se veía a Symche Spira ni a susamigos del OD: seguramente estabantrabajando en las calles o bebiendo cafécon los suboficiales para celebrar supermanencia dentro del sistema.

Pero antes de que los carros salierande las puertas del ghetto, los Wulkan,apretados contra las tablas, oyeron eltableteo casi continuo de metralletas yarmas pequeñas en las calles quedejaban atrás. Significaba que AmonGoeth, Willi Haase, Albert Hujar, HorstPilarzik y varios centenares más

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buscaban ahora en los falsoscielorrasos, las paredes dobles de losáticos, los recovecos de los sótanos, alos que durante ese día habíanmantenido un esperanzado silencio. Másde cuatro mil de ellos fuerondescubiertos esa noche y ejecutados enlas calles. En el curso de los dos díassiguientes llevaron sus cuerpos aPlaszow en carros abiertos y lossepultaron en dos grandes fosas comunesen el bosque, más allá del nuevo campode trabajo.

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CAPÍTULO 22

No sabemos en qué estado de ánimoestuvo Oskar Schindler el 13 de marzo,el peor y último día del ghetto. Perocuando sus operarios regresaron dePlaszow, con escolta, ya estabareuniendo datos para comunicar aldoctor Sedlacek en su próxima visita.Por los prisioneros supo que elZwangsarbeitslager Plaszow —como lollamaba la burocracia SS— no sería elreino de la razón. Goeth había dado unasegunda muestra de su odio a losingenieros haciendo que los guardias

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golpearan a Zygmunt Grunberg hastadejarlo en coma y demorando tanto suenvío a la clínica, situada junto al sectorde mujeres, que su muerte quedóasegurada. Mientras comían la excelentesopa del mediodía en la Deutsche EmailFabrik, los prisioneros dijeron a Oskarque Plaszow no se usaba solamentecomo un campo de trabajo, sino tambiéncomo un sitio de ejecución. Todo elcampo podía oír las ejecuciones, peroalgunos habían sido también testigospresenciales.

Por ejemplo, el prisionero M [*], queantes de la guerra poseía en Cracovia unestudio de decoración. En los primeros

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días de existencia de Plaszow, leordenaron que decorara las casas deoficiales de las SS, unas pocas casas decampo situadas al norte. Como cualquierotro artesano especialmente valioso,tenía más libertad de movimiento. Unatarde regresaba de la casa delUntersturmführer Leo John por elsendero que atravesaba la elevaciónllamada Chujowa Gorka, en cuya cimase encontraba el fuerte austriaco.

Antes de torcer hacia las fábricas,tuvo que ceder el paso a un camión delejército que subía penosamente lacuesta. M observó que, debajo de lalona, había un grupo de mujeres

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custodiadas por guardias ucranianos conpetos blancos. Se escondió entre unosmaderos y pudo ver, por un hueco entrelos muros de la fortificación, cómohacían descender a las mujeres, lasllevaban al interior de la fortificación yles ordenaban que se desnudaran. Ellasse negaron. El hombre que gritaba lasórdenes era el SS Edmund Sdrojewski.Los suboficiales ucranianos castigaron alas mujeres con sus látigos. M pensabaque eran judías, probablementesorprendidas con documentos arios ytraídas de la prisión de Montelupich.Algunas gritaron bajo los golpes, perootras guardaron silencio, como para

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rehusar esa satisfacción a losucranianos. Una de las mujeres empezóa cantar el Shema Yisroel, y las demás laacompañaron. Los versos brotabanvigorosamente de la fortificación, comosi las muchachas —que hasta ayer sehabían fingido arias puras— se sintieranahora perfectamente libres de celebrarsus diferencias tribales ante las caras deSdrojewski y de los ucranianos. Luego,mientras se apretujaban en el frío aire deprimavera, las derribaron a balazos. Ala noche, los ucranianos cargaron suscuerpos en carretillas y las enterraron enel bosque.

También la gente del campo había

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oído esa primera ejecución en la colinaque los alemanes llamaban colina delpene. Algunos prisioneros se dijeronque allí fusilaban a los guerrilleros,marxistas empedernidos o nacionalistasacérrimos. Ese sitio era otro mundo. Sicumplían las órdenes dentro de lasalambradas, nunca irían allí. Pero losmás lúcidos de los operarios deSchindler, que habían sido escoltadospor la calle Wieliczka, junto a la fábricade cables, y luego hasta Zablocie paratrabajar en la DEF, sabían por qué seejecutaba en la fortificación austriaca alos prisioneros de Montelupich y porqué las SS no se inmutaban si todo el

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mundo veía llegar los camiones yescuchaba los disparos. La razón eraque las SS no pensaban que la poblaciónde Plaszow pudiera dar su testimonio. Sihubieran estado preocupados por unfuturo tribunal, por un conjunto defuturos testigos, habrían ejecutado a lasmujeres en lo más profundo del bosque.La conclusión, para Oskar, era que lafortificación austriaca no era un muroseparado de Plaszow, sino que todos losprisioneros del campo de trabajoestaban sentenciados.

La primera mañana que el

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comandante Goeth salió a la puerta de sucasa y mató a un prisionero al azar,también se pudo advertir la tendencia aconsiderar incluso eso —como laprimera ejecución en la fortificación—un hecho aislado. Pero muy pronto severía que las ejecuciones en la colinaeran habituales, y también la rutinamatinal de Amon.

Éste solía bajar los escalones de sucasa provisional (estaban reformandootra mejor en el extremo opuesto delcampo) en camisa, pantalones de montary botas bien lustradas por su ordenanza.A medida que avanzaba la primaveraaparecería también sin camisa, porque

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amaba el sol. Pero por ahora sepresentaba con las mismas ropas conque había tomado el desayuno, unosbinoculares en una mano y un rifle defrancotirador en la otra. Examinaba lasobras en la cantera mirandodetenidamente a los prisioneros queempujaban las vagonetas por los carrilesque pasaban ante su puerta. Quienesalzaban la vista podían ver el humo delcigarrillo apretado entre sus labios a lamanera del hombre que fuma sin usar lasmanos porque está demasiado ocupadopara dejar las herramientas de su oficio.En los primeros días de la vida en elcampo disparaba así, desde su puerta,

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contra cualquier prisionero que noempujaba con fuerza suficiente lasvagonetas cargadas de piedra caliza.Nadie sabía cuáles eran sus razonesconcretas para elegir a un prisionerodeterminado; ciertamente Amon noestaba obligado a documentar susmotivos. Después del disparo, losguardias apartaban del grupo al hombrecaído y lo arrojaban a un lado delcamino. Los demás dejaban de empujar,con los músculos tensos, esperando unamasacre general. Pero Amon agitaba sumano con el ceño fruncido, como siquisiera decir que, por el momento,estaba satisfecho con su nivel de

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desempeño.Aparte de esos excesos, Amon

rompió también una de las promesas quehabía hecho a los industriales.Madritsch telefoneó a Oskar: deseabaque ambos se quejaran. Amon habíadicho que no interferiría con elfuncionamiento de las fábricas. Nointerfería desde dentro; pero demoraba alos grupos de trabajadores al mantener ala población del campo durante horas enla Appellplatz para pasar lista.Madritsch mencionó un caso particular.Se encontró una patata en un barracón yhubo que azotar públicamente a todoslos prisioneros del mismo ante los

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demás. No es posible conseguir queunos cuantos centenares de personasreciban veinticinco latigazos conrapidez después de haberse bajado lospantalones y de haber subido suscamisas o sus vestidos. La norma deGoeth era que la persona castigadallevara la cuenta de los azotes para losordenanzas ucranianos que realizaban latarea. Si la víctima perdía la cuenta,había que recomenzar. Las reunionespara pasar lista de la Appellplatzconsumían enormes cantidades detiempo.

Por lo tanto, los grupos detrabajadores llegaban con varias horas

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de demora a la fábrica de ropas deMadritsch situada dentro del campo, ytodavía una hora después a la calleLipowa. Además, venían espantados,incapaces de concentrar su mente,murmurando el relato de lo que Amon,John o Scheidt, o algún otro oficial,habían hecho esa mañana. Oskar sequejó a un ingeniero que conocía en laInspección de Armamentos. De nadasirve quejarse a los jefes de la policía,dijo el ingeniero. No están haciendo lamisma guerra que nosotros. Lo que yodebería hacer, respondió Oskar, esmantener a la gente en la fábrica. Hacermi propio campo de trabajo.

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La idea divirtió al ingeniero.—¿Y dónde los pondría? —preguntó

—. No tiene bastante espacio.—Si yo pudiera comprar el espacio

—dijo Oskar—, ¿escribiría una cartaapoyando la petición?

El ingeniero aceptó. Oskar telefoneóa los Bielski, la pareja anciana quevivía en la calle Stradom. Les preguntósi estarían dispuestos a recibir unaoferta por el terreno adyacente a sufábrica. Cruzó el río para visitarlos. Lesencantó el estilo de Schindler. Comosiempre le había aburrido el ritual delregateo, empezó por ofrecerles unprecio propio de una época de boom.

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Sirvieron el té y, muy excitados,llamaron a su abogado para quepreparara los papeles, lo que se hizo deinmediato. Oskar fue luego a visitar aAmon, a quien informó por cortesía quese proponía crear un subcampo dePlaszow en el terreno de su propiafábrica. Amon se mostró conforme conla idea. Si los jefes de las SS loaprueban, dijo, puede contar con micooperación, siempre que no se lleve amis músicos ni a mi criada.

El día siguiente se realizó unencuentro formal con el OberführerScherner en la calle Pomorska. TantoAmon como el general Scherner sabían

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que sería posible inducir a Oskar apagar el coste íntegro de un nuevocampo. Pudieron observar que, cuandoOskar formuló su argumento industrial(«Quiero a mis operarios en la fábricamisma para poder explotar al máximo sutrabajo»), complacía al mismo tiempoalguna íntima locura personal en la queno contaban los gastos. Pensaban queera una persona bastante valiosaafectada por alguna forma de amor a losjudíos, semejante a un virus. La teoríade las SS sostenía que el genio judíoinvadía el mundo y podía determinarefectos mágicos; el corolario era que sedebía compadecer a Herr Schindler

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tanto como si fuera un príncipeconvertido en sapo. Pero tendría quepagar por su enfermedad.

Los requisitos impuestos por elObergruppenführer Friedrich WilhelmKruger, jefe de policía del GobiernoGeneral, y superior de Scherner y deCzurda, se fundaban en los reglamentosestablecidos por la Sección de Camposde Concentración de la OficinaAdministrativa y Económica de las SSdel general Oswald Pohl, aunque en esemomento la dirección de Plaszow nodependía de Pohl. Un Subcampo deTrabajo Forzado de las SS debía tenercercos de tres metros de altura, torres de

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guardia a intervalos establecidos a lolargo del perímetro, letrinas,barracones, una clínica, un consultoriodental, una sala de baño, instalacionespara despojar de piojos a losprisioneros, un depósito de alimentos,un lavadero, una construcción para laguardia, de mejor calidad que losbarracones, con todos sus accesorios.Amon, Scherner y Czurda considerabanque Oskar, como correspondía, haríafrente al coste ya fuera por motivoseconómicos justificables, ya por elhechizo cabalístico de que era víctima.

Aunque le obligaran a pagar, lapropuesta de Oskar les convenía.

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Todavía quedaba un ghetto en Tarnow,cien kilómetros al este; Plaszow deberíaabsorber su población cuando fueraabolido. Y además estaban llegando aPlaszow miles de judíos provenientes delos shtetls del sur de Polonia. Unsubcampo en la calle Lipowa aliviaríala presión.

Amon comprendía también, aunquejamás hablaría de esto con los jefes depolicía, que no tendría necesidad deproveer con demasiado rigor al campode la calle Lipowa la mínima cantidadde alimentos mencionada en lasdirectrices del general Pohl. Amon, quepodía matar a quien quisiera desde la

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puerta sin temor a protestas, que creía enla idea oficial de que en Plaszow sedebía tender a la reducción del número,ya estaba vendiendo un porcentaje de laración de alimentos destinados a laprisión en el mercado negro de Cracoviapor medio de un agente, un judíollamado Wilek Chilowicz, relacionadocon gerentes de fábrica, comerciantes, eincluso con restaurantes de Cracovia.

El doctor Alexander Biberstein, queera también ahora un prisionero dePlaszow calculó que la ración diariaoscilaba entre setecientas y mil ciencalorías. A la hora del desayuno cadaprisionero recibía medio litro de café

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negro con sabor a bellotas y un trozo depan de centeno de ciento setenta y cincogramos, la octava parte de las hogazasredondas que cada mañana recogían losguardias de los barracones en lapanadería. Para aprovechar lainsolidaridad que genera el hambre, losguardias encargados del rancho cortabanel pan de espaldas a los prisioneros,gritando:

¿Quién quiere este trozo?A mediodía se distribuía una sopa,

con zanahorias, remolachas, y sucedáneode sagú. Algunos días era menos claraque otros. Los grupos de trabajo queregresaban a la noche traían mejores

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alimentos. Se podía ocultar bajo elabrigo o en las perneras del pantalón unpanecillo blanco o un pollo pequeño.Amon intentaba impedirlo haciendo quelos guardias registraran a losdestacamentos de trabajo frente aledificio de la administración, alanochecer. No quería frustrar la obra deldesgaste natural ni que sus negocios dealimentos, realizados por medio deChilowicz, quedaran privados de suideología básica. Y por lo tanto, ya queno favorecía a sus propios prisioneros,consideraba que, si Oskar quería cargarcon mil judíos, bien podía hacerlo a suspropias expensas, sin recurrir a una

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provisión regular de pan y remolachasde los depósitos de alimentos dePlaszow.

Esa primavera Oskar no sólo tuvoque hablar con los jefes de policía de laregión de Cracovia, sino también consus vecinos. Fue, pasando las dosendebles cabañas construidas con lamadera de Jereth, hasta la fábrica deradiadores de Kurt Hoderman.Empleaba gran cantidad de polacos ymás o menos un centenar de reclusos dePlaszow. En la dirección opuesta seencontraba la fábrica de cajas de Jereth,supervisada por el ingeniero alemán deKuhnpast. Como los prisioneros de

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Plaszow eran una proporción pequeñade su personal, no se apasionaron por laidea aunque tampoco se oponían. Oskarles ofreció alojar a sus judíos acincuenta metros del lugar de trabajo, yno a cinco mil kilómetros.

Oskar visitó después al ingenieroSchmilewski en la guarnición de laWehrmacht, a pocas calles de distancia.Empleaba varios reclusos de Plaszow:Schmilewski no formuló objeciones. Sunombre, con los de Kuhnpast yHoderman, se unió a la solicitud queenvió Schindler a la calle Pomorska.

Los inspectores de las SS visitaronEmalia y conversaron con el inspector

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Steinhauser, un viejo amigo de Oskarperteneciente a la Inspección deArmamentos. Examinaron el sitio con elceño fruncido, como se supone quedeben hacer los inspectores, e hicieronpreguntas acerca de los desagües. Oskarlos invitó a su despacho a tomar café ycoñac, y luego todos se despidieroncordialmente. Pocos días más tarde seaceptaba la solicitud para establecer uncampo de trabajo forzado detrás de lafábrica.

Ese año, la Deutsche Email Fabrikvendió productos por valor de 15,8millones de marcos. Se podría pensarque los trescientos mil marcos que

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invirtió Oskar en la compra demateriales de construcción para elcampo de Emalia constituían una cifraelevada, pero no fatal. Pero la verdadera que, con ese dinero, sólo habíaempezado a pagar.

Oskar pidió al Bauleitung (Oficinade Construcciones) de Plaszow lacolaboración de un joven ingenierollamado Adam Garde; Garde estabatrabajando todavía en los barracones delcampo de Amon; después de dejarinstrucciones a los hombres fue enviadocon guardia individual de Plaszow a la

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calle Lipowa para supervisar laconstrucción. La primera vez que Gardeestuvo en Zablocie encontró doscabañas rudimentarias ocupadas porcerca de cuatrocientas personas. Habíaun cerco patrullado por un destacamentode las SS, pero los prisioneros dijeron aGarde que Oskar no permitía la entradade las SS al campo ni a la fábricaexcepto, por supuesto, cuandoinspectores de rango más elevadovenían a examinar el lugar. Oskar,agregaron, obsequiaba con licores a lapequeña guarnición SS de Emalia, queestaba encantada con su suerte. Gardeobservó además que los prisioneros de

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Emalia no parecían descontentos entrelas frágiles tablas de las dos cabañas, lade los hombres y la de las mujeres.Empezaban ya a llamarseSchindlerjuden; usaban el término concautelosa complacencia, como podríadenominarse a sí mismo un mendigofeliz o el hombre que se recupera de unataque cardiaco.

Habían construido unas letrinasprimitivas que el ingeniero Garde, apesar de su aprobación del impulso queles había llevado a construirlas, podíaoler desde la entrada de la fábrica.Utilizaban una bomba situada en el patiode la DEF.

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Oskar le pidió que subiera a sudespacho a ver los planos. Seisbarracones para mil doscientaspersonas. La cocina en el extremo, elbarracón de las SS (Oskar los alojabaprovisionalmente en una parte separadade la fábrica) en el extremo opuesto ydetrás de las alambradas. Quiero unlavadero y unas duchas de primeracategoría, le dijo Oskar.

Mis soldadores pueden hacer eltrabajo bajo su dirección. Por el tifus,gruñó, sonriente. No queremos tifus. EnPlaszow hay muchos piojos. Quiero quesea posible hervir las ropas.

A Adam Garde le gustaba ir todos

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los días a la calle Lipowa. Dosingenieros habían sido castigados enPlaszow por poseer diplomas; pero enla Deutsche Email Fabrik un experto eratodavía un experto. Una mañana,mientras caminaba por la calleWieliczka hacia Zablocie, ni él ni elguardia ucraniano apresuraban el paso ysólo se veían carros de campesinoscuando apareció bruscamente un grancoche negro que frenó a su lado. De élsurgió el Untersturmführer Goeth. Teníaun aire especial: el hombre que no sepermite negligencias.

Un prisionero, un guardia, observó.¿Que significa esto? El ucraniano

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informó al Herr Kommandant que teníala orden de escoltar todas las mañanas aese prisionero a Emalia, de Herr OskarSchindler. Tanto Garde como elucraniano esperaban que la mención delnombre de Oskar les concedierainmunidad. ¿Un guardia, un prisionero?,volvió a preguntar el Comandante, pero,apaciguado, retornó a su coche sinresolver de modo radical el asunto.

Ese día, más tarde, vio a WilekChilowicz, que era, aparte de sus tareascomo intermediario, el jefe de la policíajudía del campo, los «bomberos».Symche Spira, que hasta poco anteshabía sido el Napoleón del ghetto, aún

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se encontraba allí supervisando labúsqueda del oro, dinero y diamantesescondidos por personas que eran ahorasólo cenizas en los pinares de Belzec.Sin embargo, Spira no tenía poder enPlaszow. El centro del poder eraChilowicz, aunque nadie sabía de dóndederivaba su autoridad. Quizá WilliKunde había mencionado su nombre aAmon, quizás Amon estaba complacidocon su estilo. Pero de pronto habíaaparecido como el jefe de los bomberosde Plaszow y el dispensador de lasgorras y brazales de la autoridad en esedegradado reino. Como Symche, teníatan poca imaginación, que equiparaba

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ese poder con el de los zares.Goeth dijo a aquel Seyano en

miniatura que haría mejor en enviardefinitivamente a Adam Garde a lafábrica de Schindler y terminar con esacuestión. Tenemos ingenieros para tirar,dijo Goeth con repugnancia. Laingeniería, sabía Goeth, había sido unaopción aceptable para los judíos aquienes no se les permitía acceder a lasfacultades de medicina polacas. Sinembargo, dijo Amon, antes de que semarche a Emalia debe terminar laconstrucción de mi invernadero.

Adam Garde se enteró de la noticiaen su barracón, el número 21, entre las

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hileras de cuatro literas superpuestas.Iría a Zablocie después de una duraprueba. Debería trabajar junto a lapuerta trasera de la casa de Goeth,donde, como Grunberg y Diana Reiterhabían descubierto, las reglas eranimpredecibles.

Durante la construcción se elevó unagran viga que sostendría el techo delinvernadero de Amon. Mientrastrabajaba, Adam Garde oía los ladridosde los perros del comandante. Sellamaban Rolf y Ralf y sus nombresprocedían de un comic de losperiódicos. Tenía gracia; pero la semanapasada Amon había hecho que

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desgarraran el pecho de una prisioneraporque no trabajaba con suficientediligencia. Amon, que no habíaterminado su educación técnica, asumíauna actitud profesional para mirar a loshombres que elevaban las vigas conpoleas. Hizo una pregunta mientrascolocaban en posición la viga central.Era un inmenso madero de pino. AdamGarde no comprendió y llevó la mano asu oído. Goeth repitió la pregunta:Garde no comprendió, lo que era peorque no haber oído. No comprendo, HerrKommandant, admitió. Amon aferró laviga con sus manos de largos dedos y laempujó hacia el ingeniero. Garde vio

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que el enorme madero giraba sobre sucabeza y comprendió que era uninstrumento mortal. Alzó la manoderecha y la viga dio contra ella,destrozando sus nudillos y susmetacarpos. Adam Garde cayó. Cuandorecuperó la visión entre una niebla dedolor y náusea, Amon había giradosobre sus talones y se alejaba. Tal vezvolvería más tarde para recibir unarespuesta satisfactoria.

Para que no lo considerarandeformado e inútil, el ingeniero no seocupó de su mano destrozada mientrasiba a la Krankenstube, la clínica.Colgaba a su lado y era un tormento. El

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doctor Hilfstein lo persuadió a aceptaruna escayola. Continuó supervisando laconstrucción del invernadero; todos losdías iba a Emalia esperando que la largamanga de su abrigo ocultara la escayola.Se la quitó muy pronto, porque no estabaseguro de que quedara bien oculta. Quela mano colgara como fuera. No queríaque un defecto pudiera impedir sutransferencia al subcampo de Schindler.

Una semana más tarde lo llevarondefinitivamente a la calle Lipowa: traía,en un lío, una camisa y algunos libros.

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CAPÍTULO 23

Los prisioneros que lo sabíanempezaban a competir por entrar enEmalia. Dolek Horowitz, encargado decompras del campo de Plaszow, noignoraba que no se le permitiría. Perotenía esposa y dos hijos.

Richard, el menor, solía despertarsetemprano aquellas mañanas deprimavera, cuando la tierra exhalaba enforma de vapor sus últimos humoresinvernales, bajaba de la litera de sumadre, en uno de los barracones de lasmujeres, y corría colina abajo hacia el

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sector de los hombres, con la mente fijaen el áspero pan de la mañana. Debíaestar con su padre a la hora de la revistamatinal, en la Appellplatz. Su camino lollevaba a pasar por el puesto de lapolicía judía de Chilowicz e, incluso lasmañanas de niebla, a la vista de dostorres de guardia. Pero no corría peligroporque lo conocían. Era el hijo deHorowitz. Herr Bosch, uno de loscompañeros de copas del comandante,consideraba inapreciable a su padre. Lainconsciente libertad de movimientos deRichard derivaba de la capacidad de supadre. Como amparado por un hechizose movía bajo los ojos de las torres

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hasta el barracón de su padre, trepaba asu litera y lo despertaba con preguntas.¿Por qué hay niebla a la mañana y no ala tarde? ¿Vendrán camiones?¿Estaremos mucho tiempo en laAppellplatz? ¿Habrá azotes? Los azotesretardaban la llamada para el desayuno.

Por las preguntas matutinas deRichard, Dolek Horowitz vio quePlaszow no era el lugar adecuado nisiquiera para un niño privilegiado. Talvez pudiera dirigirse a Schindler; de vezen cuando Schindler iba allá, al edificiode la administración y a los talleres,como si estuviera haciendo negocios,para llevar pequeños regalos y noticias

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a sus amigos como Stern, Roman Gintery Poldek Pfefferberg. A Dolek no leparecía posible hablar con él en esasocasiones, pero tal vez si por intermediode Bosch. Dolek creía que Bosch ySchindler se veían a menudo. Tal vez notanto en Plaszow como en las reunioneso en los despachos de la ciudad. Eraevidente que no eran amigos, peroestaban unidos por tratos y favoresmutuos.

Dolek no quería enviar a la fábricade Schindler a Richard solamente.Richard lograba difuminar sus terroresen una nube de preguntas. Pero su hijaNiusia, de diez años, ya no hacía

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preguntas. Ya había llegado a la edad dela sinceridad y, desde la ventana deltaller, mientras cosía cerdas al mango demadera de los cepillos, veía llegar lacarga diaria de los camiones a lafortaleza austriaca. Era una niña delgadapara quien el terror era insoportable,como para los adultos, que ya no podíatransferir sus miedos al pecho del padreo de la madre. Para calmar el hambre,Niusia había aprendido a fumar la pielde las cebollas envuelta en papel deperiódico. Según rumores dignos deconfianza, precoces hábitos como éseeran innecesarios en Emalia.

Dolek se dirigió a Herr Bosch

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cuando éste recorría el depósito deropas. Por las anteriores bondades deHerr Bosch, dijo, esperaba que hablaraahora con Herr Schindler. Repitió dosveces su petición y los nombres de losniños para que Bosch, cuya memoriaestaba en parte atrofiada por el alcohol,no lo olvidara. Probablemente,respondió Bosch, Herr Schindler es mimejor amigo. Hará lo que yo le pida.

Dolek no esperaba gran cosa de esaconversación. Regina, su mujer, no teníaexperiencia en la fabricación degranadas ni esmaltados. Y Bosch novolvió a hablar del asunto. Sin embargo,una semana después estaban incluidos en

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la lista de personal enviado a Emalia,firmada por el comandante Goeth acambio de un pequeño sobre con joyas.Niusia parecía una adulta delgada yreservada en el barracón de las mujeresde Zablocie, y Richard andaba por todaspartes, como en Plaszow. Todo el mundolo conocía en la sección de municiones yen los talleres de esmaltados, y losguardias aceptaban su familiaridad.Regina esperaba que Oskar se acercaraa ella y le dijera: «¿Así que usted es laesposa de Dolek Horowitz?». No sabíacómo le daría las gracias. Pero él nuncase acercó. Regina se tranquilizó al verque ni ella ni su hija llamaban la

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atención en la calle Lipowa. Sinembargo, Oskar debía de saber quiéneseran, porque muchas veces llamaba aRichard por su nombre. Y podíanapreciar lo mucho que habían recibidopor el cambio en las preguntas del niño.

En el campo de Emalia no había uncomandante residente de las SS quetiranizara a los reclusos. No habíaguardias permanentes, ya que laguarnición se relevaba cada dos días.Venían a Zablocie, desde Plaszow, doscamiones de ucranianos y SS para velarpor la seguridad del subcampo. A los

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soldados de Plaszow les agradaba elservicio ocasional en Emalia. La cocinadel Herr Direktor, aunque era másprimitiva que la de Plaszow, obteníamejores comidas. Como el HerrDirektor se indignaba y empezaba atelefonear al Oberführer Scherner sialgún guardia entraba en el campo enlugar de patrullar por fuera de lasalambradas, la guarnición se manteníaen el exterior. La vigilancia en Zablocieera afortunadamente aburrida.

Los prisioneros que trabajaban en laDEF rara vez veían de cerca a losguardias, excepto durante lasinspecciones de los oficiales superiores

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de las SS. Un pasillo de alambre deespino conducía a los reclusos a lafábrica de esmaltados y otro a la secciónde armamentos. Los prisioneros quetrabajaban en la fábrica de cajas, en lade radiadores o en el despacho de laguarnición eran escoltados por losucranianos, que se renovaban cada dosdías. Ningún guardia tenía tiempo paradesarrollar un odio fatal contra algúnprisionero.

Por lo tanto, aunque las SScontrolaban los límites de la vida que lagente llevaba en Emalia, Oskar imponíasu carácter. Ese carácter implicabacierta frágil estabilidad. No había

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perros. No había palizas. El pan y lasopa eran mejores y más abundantes queen Plaszow: unas dos mil caloríasdiarias, según un médico que fueoperario de Emalia. Los turnos eranlargos y a veces llegaban a doce horas,porque Oskar no había dejado de ser unempresario con contratos de guerra ydeseos convencionales de lucro. Debedecirse, sin embargo, que el trabajo noera penoso y que, para muchos de susprisioneros, significaba una contribuciónen términos mensurables a su propiasupervivencia. Según las cuentas queOskar presentó, después de la guerra, ala Comisión de Distribución Conjunta,

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invirtió un millón ochocientos mil zlotys(trescientos sesenta mil dólares) enalimentos para el campo de Emalia. Enlos libros de Farben y Krupp se hallaronpartidas destinadas a los mismos bienes,aunque en ningún caso representaban unporcentaje tan alto de las ganancias. EnEmalia nadie murió ni enfermó a causadel hambre, el exceso de trabajo o loscastigos, en tanto que sólo en una fábricade la I.G. Farben, la de Buna,veinticinco mil prisioneros, sobre unafuerza de trabajo total de treinta y cincomil, perecieron en el lugar de trabajo.

Mucho más tarde el personal deEmalia pensaría que el campo de trabajo

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de Schindler había sido un paraíso.Como para ese momento ya no estabanjuntos sino ampliamente dispersos, no esposible que fuera una descripcióndecidida con posterioridad. Sin duda,ese término se usaba cuando estabantrabajando en Emalia. Por supuesto, sóloera un paraíso relativo, en comparacióncon Plaszow. La gente de Emalia tenía lasensación de una seguridad casisurrealista, una cosa absurda que noquería mirar muy de cerca por temor aque se evaporara. Los nuevos operariosde la DEF sólo conocían a Oskar deoídas. No querían ponerse en el caminodel Herr Direktor ni se atrevían a hablar

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con él. Necesitaban tiempo pararecobrarse y ajustarse al poco ortodoxosistema carcelario de Schindler.

Un ejemplo es una muchachallamada Lusia. Recientemente su maridohabía sido seleccionado entre losprisioneros reunidos en la Appellplatzde Plaszow y enviado con otros aMauthausen. Ella lo lloró como unaviuda, lo que era, como se vio, purorealismo. Llorando, había sidotrasladada a Emalia. Se le asignó latarea de llevar al horno los objetos demetal con el esmalte fresco. Se podíacalentar agua sobre la superficiecaliente de los hornos, y el suelo estaba

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tibio. El agua caliente fue para Lusia elprimer don benéfico de Emalia.

Al principio, Oskar era sólo unaforma que se movía entre las prensas oatravesaba una pasarela. De algunamanera, esa forma no era amenazante.Sentía que, si alguien la observaba, lascondiciones del sitio —la comida, laausencia de guardias, la inexistencia decastigos— podrían cambiar. Sólodeseaba cumplir su horario sin seradvertida y regresar por el pasillo dealambre de espino a su barracón.

Algún tiempo después podía saludarcon un gesto de la cabeza a Oskar yhasta decirle: «Si, gracias, Herr

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Direktor, estoy muy bien». En unaoportunidad, él le regaló algunoscigarrillos, más valiosos que el oro,tanto por sí mismos como para hacertransacciones con los obreros polacos.Como sabía que los amigosdesaparecen, temía a causa de suamistad: quería que él fuera unapresencia permanente, un padre mágico.Un paraíso gobernado por un amigo eraalgo demasiado vulnerable. Paragobernar un cielo estable era necesarioalguien más autoritario y misterioso queun amigo. Muchos prisioneros de Emaliapensaban igual.

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En esa época, una muchacha llamadaRegina Perlman vivía en la ciudad deCracovia con documentos falsos desudamericana. Su tez oscura tornabacreíbles sus papeles, y trabajaba en eldespacho de una fábrica de Podgórze,pasando por aria. Habría estado másresguardada de los chantajistas sihubiera ido a Varsovia, a Lodz o aGdansk. Pero sus padres estaban enPlaszow y también por ellos usabadocumentos falsos; porque así podíaenviarles comida, consuelo,medicamentos. Sabía, por sus días en elghetto, que se podía esperar de HerrSchindler, según la mitología judía de

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Cracovia, considerable ayuda. Sabíatambién qué ocurría en Plaszow, en lacantera, en la puerta de la casa delcomandante. Consideraba esenciallograr que sus padres fueran trasladadosal campo de Schindler, aunque para ellotuviera que abandonar su cobertura.

La primera vez que fue a la DeutscheEmail Fabrik lo hizo con un vestidofloreado anónimo y sin medias. Elportero polaco se tomó el trabajo desubir al despacho de Herr Schindler,pero ella pudo ver, a través de loscristales, que el hombre no la aprobaba.Una pobre chica de otra fábrica. Ellatenía el miedo —corriente entre la gente

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que usaba documentos arios— de que unpolaco hostil descubriera de algún modoque era judía. Y éste parecía hostil.

No tiene importancia, dijo cuando élvolvió moviendo la cabeza. Quería queél no le pudiera seguir la pista. Pero elpolaco ni siquiera se molestó en mentir.No la verá, le dijo. En el patio de lafábrica brillaba la carrocería de unBMW; sólo podía pertenecer a HerrSchindler. Él estaba allí, pero no parauna visitante sin medias. Regina se alejótemblando. Se había salvado de hacer aHerr Schindler una confesión que temíahacer a nadie, incluso en sueños.

Esperó una semana buscando una

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oportunidad en que la fábrica dePodgórze le concediera más tiempolibre. Dedicó medio día a preparar elencuentro. Se bañó y compró medias enel mercado negro. Una de sus escasasamigas —una chica judía condocumentos arios no podía tener muchas— le prestó una blusa. Poseía una bonitachaqueta y compró también unsombrerito de paja con un velo. Semaquilló y obtuvo una oscurairradiación apropiada para una mujerlibre de amenazas. Vio en el espejo algoparecido a su imagen de preguerra: unaelegante cracoviana de orígenesexóticos, quizás un padre húngaro y una

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madre brasileña.El polaco de la puerta, como ella se

proponía, no la reconoció. La hizo pasaral interior mientras llamaba a lasecretaria del Herr Direktor, de nombreKlonowska, que pasó la comunicaciónal Herr Direktor mismo. Herr Direktor,dijo el polaco, una señora lo busca porun asunto importante. Herr Schindlerquería más detalles. Una señora muyelegante, dijo el polaco, y luego,haciendo una inclinación, sin dejar elteléfono, agregó: y muy hermosa. Comosi estuviera impaciente por verla, o talvez como si temiera que fuese unaperdida capaz de avergonzarlo,

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Schindler la recibió en la escalera.Sonrió al ver que no la conocía. Teníamucho gusto de conocer a la señoritaRodríguez. Ella vio que le interesabanlas mujeres guapas y que era un hombrea la vez infantil y sofisticado. Con ungesto semejante al de un actor, le indicóque la siguiera. ¿Quería hablar con él asolas? Por supuesto. Ambos pasaronante Victoria Klonowska. Esta no seinmutó. La chica podía significarcualquier cosa, mercado negro, divisas,incluso podía ser una guerrillera bonita.El motivo no tenía por qué ser el amor.Y a una chica mundana como Victoria nole interesaba ser la dueña de Oskar ni

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que él fuera su dueño.En el despacho, Schindler aguardó a

que se sentara y luego se instaló detrásde su escritorio, bajo el retrato ritual delFührer. ¿Deseaba un cigarrillo? ¿Quizásun pernod o un coñac? No, perotampoco tenía inconveniente en que élbebiera. Schindler se sirvió una copa ypreguntó cuál era el asunto importante,sin la gracia vivaz que había demostradoen la escalera. Porque la actitud de ellahabía cambiado ahora que la puertaestaba cerrada. Él sabía que se tratabade un asunto difícil. Regina se inclinóhacia adelante. Por un segundo lepareció ridículo —su padre había

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pagado cincuenta mil zlotys por suspapeles arios— contar la verdad, sinpausas a un alemán de los Sudetes mitadirónico, mitad preocupado, con una copade coñac en la mano. Sin embargo, dealgún modo, fue lo más fácil que habíahecho nunca.

—Debo decirle, Herr Schindler, queno soy aria. Mi nombre verdadero esPerlman. Mis padres están en Plaszow.Dicen, y lo creo, que venir aquí es comorecibir una Lebenskarte, un permiso devida. Nada puedo ofrecer a cambio, hepedido ropas prestadas para venir averlo. ¿Podrá usted traerlos aquí?

Schindler dejó su copa y se puso en

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pie.—¿Quiere usted hacer un arreglo

secreto? Yo no hago arreglos secretos.Lo que usted sugiere, señorita Perlman,es ilegal. Yo soy dueño de una fábrica ylo único que me importa es si unapersona posee o no una ciertacapacitación. Si quiere usted dejarme sunombre ario y su dirección, tal vezpueda escribirle en alguna ocasión paradecirle si necesito a sus padres por susoficios. Pero no ahora, ni por ningúnotro motivo.

—No podrían venir como obreroscapacitados —dijo ella—. Mi padre esimportador, no obrero metalúrgico.

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—Tenemos un equipo administrativo—dijo Schindler—. Pero lo que másnecesitamos son operarios calificados.

Regina estaba derrotada. Cegada amedias por las lágrimas, escribió sunombre falso y su dirección verdadera.Que él hiciera con eso lo que deseara.

En la calle comprendió y empezó areanimarse. Quizás Schindler habíacreído que ella era una agente, que letendía una celada. De todos modos,había sido muy frío. Le había señaladola puerta sin siquiera un ambiguo gestode amabilidad.

Un mes más tarde el señor y laseñora Perlman llegaron a Emilia desde

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Plaszow. No solos, como habíaimaginado Regina Perlman que ocurriríasi Herr Oskar Schindler se dignabamostrarse piadoso sino como parte de unnuevo destacamento de treinta operarios.De vez en cuando ella iba a la calleLipowa a visitarlos. Su padre hundía laspiezas metálicas en el esmalte, paleabacarbón, barría los desechos del suelo.Pero ha vuelto a hablar, dijo la señoraPerlman a su hija. Porque en Plaszow noabría boca.

A pesar de las corrientes de aire delos barracones, en Emalia había unatenue confianza, una sospecha deestabilidad que ella, viviendo con

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documentos peligrosos en la sombríaCracovia, no podría sentir hasta elmomento en que esa locura se acabara.

Regina Perlman-Rodríguez nocomplicó la vida de Herr Schindlerirrumpiendo en su despacho llena degratitud ni escribiendo cartas efusivas.Sin embargo, siempre salía del portalamarillo de la Deutsche Email Fabrikcon envidia por los que se quedabanadentro.

Hubo una campaña para llevar aEmalia al rabino Menasha Levartov, quepasaba en Plaszow por obrero del metal.

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Levartov era un erudito rabino de laciudad, joven y de barba negra. Era másliberal que los rabinos de los shtetls dePolonia, para quienes el Sabbath eramás importante que la vida y que durante1942 y 1943 morían a centenares losviernes a la noche por negarse a trabajaren los campos de trabajo. Era uno deesos hombres que, incluso en los añosde paz, habría enseñado a sucongregación que se podía honrar a Dioscon la inflexibilidad de las personaspiadosas, pero también sin dejar detener la flexibilidad de las personassensatas.

Itzhak Stern, que trabajaba ahora en

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la Oficina de Construcción en laadministración de Amon Goeth, habíaadmirado siempre a Levartov. Stern yLevartov, si hubieran podido, habríanhablado durante horas dejando enfriarsus tazas de té, acerca de la influenciade Zoroastro sobre el judaísmo, oviceversa, o sobre el concepto delmundo natural en el taoísmo. Sternsiempre sintió más placer cuandohablaba de religiones comparadas conLevartov que con Oskar Schindler, quientenía fatales veleidades al respecto.

Durante una de las visitas de Oskar aPlaszow, Stern le dijo que era necesariollevar a Menasha Levartov a Emalia de

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algún modo, porque era seguro queGoeth lo mataría. Levartov se destacaba.Era una cuestión de presencia. Laspersonas de presencia ejercíanmaterialmente atracción sobre Goeth,los ociosos, otra clase de gente queconstituía un blanco prioritario. Sterncontó a Oskar cómo Goeth había tratadode matar a Levartov.

Había ahora en Plaszow más detreinta mil personas. En la parte máspróxima a la Appellplatz, cerca delestablo en que se había convertido lacapilla del cementerio judío, había ungrupo de barracones destinados apolacos que podía contener unos mil

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doscientos prisioneros. ElObergruppenführer Kruger quedó tansatisfecho con la inspección de estenuevo sector, velozmente construido,que ascendió al comandante dos grados,al rango de Hauptsturmführer.

Así como una muchedumbre depolacos, también residirían en Plaszowlos judíos del este y de Checoslovaquia,mientras se les hacía sitio en Auschwitz-Birkenau y en Gross-Rosen. A veces lapoblación sobrepasaba los treinta ycinco mil, y la Appellplatz estaba llena arebosar durante la revista. Confrecuencia, Amon debía reducir elnúmero de los reclusos que habían

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llegado más temprano para dejarespacio a los nuevos. Y Oskar sabía queel sencillo método del comandanteconsistía en entrar en cualquier taller odespacho, hacer formar el personal endos hileras y llevarse una. Esta eraconducida o bien a la fortalezaaustriaca, donde los pelotones defusilamiento de Horst Pilarzik procedíana la ejecución, o bien a los vagones deganado de Cracovia Plaszow, o delramal que llevaba a los bien protegidosbarracones de las SS, apenas quedóterminado, en el otoño de 1943.

En una ocasión semejante, pocosdías atrás, Amon había entrado en un

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taller, continuó narrando Stern a Oskar.Los supervisores se cuadraron comosoldados y rindieron ansiosamente suinforme, sabiendo que podían morir poruna infortunada elección de palabras.Necesito veinticinco obreros, dijo Amondespués de escuchar los informes.Veinticinco solamente. Muy capacitados.

Uno de los supervisores señaló aLevartov, que se unió a la línea, aunquepudo ver que Amon observabaespecialmente su designación. Porsupuesto, nunca se sabía qué línea seríaelegida ni para qué; pero en la mayorparte de los casos era más segurocontarse entre los más capacitados.

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La selección continuó. Levartovadvirtió que el taller estabanotablemente menos poblado esamañana; algunos de los que allítrabajaban, advertidos de que Goeth seacercaba, se habían deslizado hasta lafábrica de ropas de Madritsch paraesconderse entre las balas de lino oentre las máquinas de coser, quesimulaban reparar. Ahora, los cuarentaque no estaban enterados de la visita ohabían sido demasiado lerdos, estabanalineados en dos hileras entre losbancos y los tornos. Todo el mundo teníamiedo, pero los más inquietos eran losde la hilera menos numerosa.

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Uno de éstos, un chico de edadindeterminada, tal vez de dieciséis años,o a lo sumo diecinueve, dijo:

—Pero, Herr Kommandant, tambiényo soy un obrero calificado.

—¿Si, Liebchen? —murmuró Amon.Luego sacó su pistola de reglamento, seacercó al muchacho y le disparó a lacabeza. El feroz impacto arrojó elcuerpo contra la pared. El espantadoLevartov creía que estaba muerto antesde caer al suelo.

Llevaron esa hilera, ahora aún másbreve, a la estación y el cadáver a lacolina en una carretilla. Lavaron el pisoy pusieron nuevamente en marcha los

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tornos. Levartov, que en su banco detrabajo hacia lentamente bisagras parapuertas, no olvidó la mirada dereconocimiento que había brillado uninstante en los ojos de Amon, unamirada que significaba: «Este es uno deellos». El rabino pensaba que el chico,al gritar, había distraído a Amon de sublanco más propicio, es decir, de élmismo. Y que la deplorable muerte deese joven no era un simple asesinato,sino también la promesa de que él,Levartov, sería atendido a su debidotiempo.

Pasaron unos días, continuó Stern,antes de que Amon retornara al taller. Lo

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encontró repleto y empezó a preparar suselección de candidatos a la colina o alos vagones. Se detuvo junto al banco deLevartov, como éste sabía que haría.Levartov podía oler su loción paradespués de afeitarse. Veía el almidonadopuño de su manga. Amon vestía muybien.

¿Qué está haciendo? —preguntó elcomandante—.

—Bisagras, Herr Kommandant —dijo Levartov. Y señaló un pequeñomontón de bisagras que había en elsuelo.

—Haga una ahora —ordenó Amon.Sacó su reloj del bolsillo y empezó a

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contar el tiempo. Levartov empezó acortar y trabajar el metal urgiendo a susdedos, unos dedos que trabajaban conenorme convicción y felices de serhábiles. Llevando en su mente unatemblorosa estima del tiempo, terminóuna bisagra en lo que le parecieron unoscincuenta y ocho segundos, y la dejócaer a sus pies.

—Otra —murmuró Amon. Despuésde su prueba anterior, el rabino estabamás tranquilo y trabajaba con confianza.En un minuto más, otra bisagra cayó alsuelo.

Amon miró el montón.—Está trabajando aquí desde las

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seis de la mañana —dijo Amon, sinapartar la vista del suelo—. Puedetrabajar a la velocidad que acaba dedemostrar, ¿y ha hecho tan pocasbisagras?

Levartov sabía, por supuesto, queacababa de producir, con sus dedos, supropia muerte. Amon lo llevó haciaafuera. Nadie se preocupó o tuvo valorpara alzar la vista. ¿Para ver qué? Unpaseo hacia la muerte. Esos paseos eranprosaicos en Plaszow.

Una vez en el exterior, ese mediodíaprimaveral, Amon situó a MenashaLevartov contra la pared, cogiéndolopor el hombro, y sacó la pistola con que

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había matado al chico dos días antes.Levartov parpadeó y miró a los

demás prisioneros, que transportabanmateriales o empujaban carretillas,procurando mantenerse fuera delalcance. Quizá los cracovianospensaban: Dios mío, le ha tocado elturno a Levartov. Secretamente,murmuró el Shema Yisroel mientras oíalos pequeños ruidos de la pistola. Peroel movimiento interno de los resortes noterminó con un rugido, sino con un clicsemejante al de un mechero que no dalumbre. Y como un fumador frustrado,con el mismo nivel de molestia banal,Amon Goeth sacó el cargador de la

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pistola y lo reemplazó por otro, volvió aapuntar y disparó. Mientras la cabezadel rabino empezaba a desear que fueraposible absorber el impacto de una balacomo si fuera un puñetazo, de la pistolade Goeth sólo surgió otro clic.

El Herr Kommandant Goeth empezóa maldecir groseramente.

—Donnerwetter! Zum Teufel! —Levartov pensó que en cualquiermomento Amon empezaría a denigrar lapésima calidad de la artesanía moderna,como si ellos dos fueran unos operariosque intentaban realizar una pequeñatarea, instalar un caño o hacer unagujerito con un taladro. Amon guardó la

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defectuosa pistola en la cartuchera ysacó de un bolsillo de la chaqueta unrevólver con cachas de nácar; sólo porlos westerns que había leído en sujuventud conocía el rabino la existenciade armas semejantes. Pero estabaclarísimo, pensó, que no habríasalvación por el fallo técnico. Elcomandante insistiría y lo mataría con unrevólver de cowboy; e incluso si alguienhabía limado todos los percutores de losrevólveres era seguro que elHauptsturmführer recurriría a armasmás primitivas.

Según el relato de Stern, cuandoGoeth apuntó nuevamente, Menasha

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Levartov había empezado a mirar a sualrededor, buscando alguna cosa que,sumada a los dos sorprendentes fallosde la pistola, pudiera ayudarle. Junto ala pared había una pila de carbón, unartículo poco prometedor en sí.

—Herr Kommandant —empezó adecir Levartov; pero ya oía cómo lospequeños y asesinos martillos y resortesde esa arma de saloon actuaban unossobre otros. Y por tercera vez, un cliccomo el de un mechero descargado.Amon, enfurecido, parecía decidido aarrancar el cañón del revólver.

El rabino Levartov adoptó entoncesla actitud que muchas veces había

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observado en los supervisores del taller.—Herr Kommandant, deseo

informar que mi producción de bisagrasera insatisfactoria porque hoy se hanrecalibrado las máquinas, de modo quese me ordenó, en vez de hacer bisagras,bajar de un carro ese carbón con unapala.

Levartov sintió que estaba violandolas reglas del juego a que jugabanambos, un juego que debía terminarrazonablemente con su muerte, así comotermina el juego de Serpientes yEscaleras cuando alguien saca un seis.Era como si el rabino hubiese robado eldado, y ahora no pudiese haber una

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conclusión. Amon le golpeó la cara conla mano izquierda libre y Levartov sintiósabor a sangre en su boca.

Y luego el Hauptsturmführer Goethse limitó a dejar a Levartovabandonado, contra la pared. Sinembargo, tanto Levartov como Sternestaban seguros de que la partida sólohabía sido suspendida.

Stern susurró este relato a Oskar enla Oficina de Construcciones dePlaszow, algo inclinado, con las manosunidas, mirando hacia arriba y tangeneroso en detalles como decostumbre.

—No hay ningún problema —dijo

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Oskar. Pero le agradaba fastidiar a Stern—. ¿Por qué hacer tan larga la historia?En Emalia —dijo— siempre habrá sitiopara una persona que puede hacer unabisagra en menos de un minuto.

Cuando Levartov y su esposallegaron al campo de Emalia en elverano de 1943, el rabino tuvo quesoportar lo que inicialmente considerabapequeñas ironías religiosas deSchindler. Los viernes a la tarde, en lasección de municiones de la DEF, dondeLevartov trabajaba como tornero,Schindler decía:

—No debería estar aquí, rabino.Tendría que prepararse para el Sabbath.

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Pero cuando Oskar le entregó unabotella de vino para la ceremonia,Levartov comprendió que el HerrDirektor no bromeaba. Y desdeentonces, los viernes antes del ocaso, elrabino abandonó su banco de trabajopara dirigirse a su barracón detrás de laDEF. Y allí, bajo la ropa tendida que sesecaba lentamente, recitaba el Kiddushsobre una copa de vino, entre las literas.Y también, por supuesto, debajo de latorre de guardia de las SS.

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CAPÍTULO 24

El Oskar Schindler que solíadesmontar de su caballo por esos díasen el patio de Emalia era todavía unpróspero hombre de negocios. Su rostroterso y bello recordaba el estilo de dosactores cinematográficos —GeorgeSanders y Curd Jurgens— con quienessiempre lo compararían. Vestía una biencortada chaqueta de montar, polainas ybotas bien lustradas. Parecía un hombrede gran éxito.

Sin embargo, cuando regresaba desus paseos por el campo, debía afrontar

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en su despacho cuentas y facturasinsólitas incluso para una empresa tanpoco convencional como la DeutscheEmail Fabrik.

Dos veces por semana llegaban dePlaszow a la calle Lipowa, en Zablocie,remesas de unos pocos centenares depanes y, de vez en cuando, mediacarretada de nabos. Sin duda, esospequeños cargamentos aparecíanmultiplicados en los libros delcomandante Goeth. Intermediarios comoChilowicz vendían en beneficio delHauptsturmführer la diferencia entre lasmagras provisiones que llegaban a lacalle Lipowa y los opulentos convoyes

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fantasmas que Goeth asentaba en suslibros. Si Oskar hubiera dependido deAmon para las comidas de Emalia, susnovecientos reclusos habrían recibidotal vez tres cuartos de kilo de pan porsemana, y sopa un día de cada tres.Oskar invertía mensualmente,personalmente o por medio de sugerente, cincuenta mil zlotys enalimentos comprados en el mercadonegro para sus cocinas. Algunassemanas adquiría hasta tres mil hogazasredondas. Se dirigía a la ciudad yvisitaba a los supervisores alemanes delas grandes panaderías, llevando en sucartera abundantes marcos y dos o tres

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botellas.Aparentemente, Oskar no pensó

nunca que ese verano de 1943, enPolonia, era uno de los campeones de laalimentación ilícita de prisioneros, nique la nube de hambre que la política delas SS suspendía sobre las grandesfábricas de la muerte y sobre losbarracones rodeados de alambradas deespino de los campos de trabajoforzados brillaba por su ausencia, de unmodo peligrosamente ostensible, en lacalle Lipowa.

Ese verano ocurrió una multitud deincidentes que acrecentaron la mitologíade Schindler y la suposición casi

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religiosa de muchos prisioneros dePlaszow y de la población total deEmalia de que Oskar era capaz de lograruna absurda salvación.

Al comienzo de la existencia detodos los subcampos, los directores delLager padre los visitaban paraasegurarse de que la energía de lostrabajadores esclavos fuera estimuladadel modo más ejemplar y radical. No sesabe con exactitud qué miembros delequipo directivo de Plaszow estuvieronen Emalia, pero varios prisioneros y elmismo Oskar dijeron más tarde queGoeth era uno de ellos. También puedenhaber estado allí Leo John, Scheidt, o

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Josef Neuschel, un protegido de Goeth.No es en modo alguno inexactomencionar sus nombres en relación con«estimular la energía del modo másejemplar y radical». Ya lo habían hechoen Plaszow. Cuando visitaron Emalia,vieron que, en el patio, un prisionerollamado Lamus empujaba una carretillacon demasiada lentitud. Oskar declaróposteriormente que había sido Goethquien estaba allí ese día y, al ver laparsimonia de Lamus, se había vueltohacia un joven suboficial llamado Grün;Grün era otro protegido de Goeth;especialista en lucha libre, era elguardaespaldas del comandante. Fue

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ciertamente Grün quien recibió la ordende ejecutar a Lamus.

De modo que Grün arrestó alhombre mientras los inspectoresvisitaban otras partes de la fábrica.Alguien corrió al despacho del HerrDirektor y le avisó. Oskar bajó aún másrápido que el día de la visita de ReginaPeríman y llegó al patio justamentecuando Grün ponía a Lamus contra lapared.

Oskar gritó. No puede hacer esoaquí. Si empiezan a fusilar gente nopodré hacer que los demás trabajen.Tengo contratos de guerra de altaprioridad, etc. Era el argumento

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standard de Schindler, realzado con lasugerencia de que había oficialessuperiores, conocidos de Schindler, quese enterarían del nombre de Grün siponía obstáculos a la producción deEmalia.

Grün no era tonto. Los demásinspectores habían pasado al taller, demodo que el estruendo de las prensas ylos tornos ocultaría cualquier ruido quehiciera o dejara de hacer. Lamus era unser tan poco importante para loshombres como Goeth o John, que no seharía ninguna investigación.

¿Qué ganaría yo? —preguntó aOskar el joven SS—.

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¿Vodka, tal vez? —dijo Oskar—.¿Un litro y medio?

Era un precio considerable paraGrün. Se le daba medio litro de vodka alsoldado que trabajaba todo el día con laametralladora durante lasEinsatzaktionen, las ejecucionesmasivas y cotidianas del este, es decir,por matar a centenares de personas. Losmuchachos hacían cola para integraresos pelotones y ganar ese premio delicor, que llevarían con orgullo alcomedor del cuartel. Y Herr Schindlerle ofrecía tres veces más por una simpleomisión.

—No veo la botella —dijo de todos

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modos. Herr Schindler ya estabaempujando a Lamus lejos del alcance deGrün—. ¡Fuera! —gritó Grün a Lamus.

—Puede ir a buscarla a mi despachoal final de la inspección.

Oskar realizó una transacciónparecida cuando la Gestapo allanó lacasa de un falsificador y descubrió,entre varios documentos falsosterminados o casi terminados, lospapeles arios de los Wohlfeiler, elpadre, la madre y los tres hijosadolescentes. Los cinco estaban en elcampo de trabajo de Oskar. Por lo tanto,dos hombres de la Gestapo fueron a lacalle Lipowa a buscar a la familia para

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interrogarla, lo que conduciría, a travésde la cárcel de Montelupich, a lafortaleza austriaca de Plaszow. Treshoras después de entrar en el despachode Oskar, los dos salieron de laDeutsche Email Fabrik con ciertavacilación y resplandeciendo con lamomentánea afabilidad del coñac yseguramente de alguna otracompensación. Los papeles confiscadosquedaron en el escritorio de Oskar, quelos arrojó al fuego.

Un viernes, los hermanos Danzigerrompieron una prensa de estampar. Suformación técnica no era impecable; unpoco aturdidos observaban, con la

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mirada fija del shtetl, la máquina queacababan de destrozar con granestruendo. El Herr Direktor estaba fueray alguien —un espía de la fábrica, dijoluego Oskar— denunció a los hermanosDanziger a la administración dePlaszow. Los sacaron de Emalia y en larevista de diana de la mañana siguientese anunció que serían ahorcados. Estanoche (decía el anuncio) el personal dePlaszow asistirá a la ejecución de dossaboteadores. Por supuesto, el principalmotivo era el aspecto de judíosortodoxos de los hermanos Danziger.

Oskar regresó de su viaje denegocios a Sosnowiec a las tres de la

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tarde del sábado, tres horas antes de lahora fijada para la ejecución. En suescritorio le esperaba la noticia de lasentencia. Se dirigió de inmediato aPlaszow, llevando consigo coñac yalgunas excelentes salchichas kielbasa.Aparcó junto al edificio de laadministración de Plaszow y encontró aGoeth en su despacho. Le alegró noverse obligado a despertarlo de la siestavespertina. Nadie sabe qué negociaciónse realizó esa tarde en ese despachosemejante al de un Torquemada, encuyos muros había anillas de hierrodestinadas a sujetar a las personas parasu instrucción o su castigo. Pero es

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difícil creer que Amon se contentara concoñac y unas salchichas. De todosmodos, su preocupación por las prensasde estampar del Reich disminuyómerced a la entrevista, y a las seis enpunto, la hora de la ejecución, los doscondenados regresaban en el mullidoasiento trasero del coche de Oskar a ladulce sordidez de Emalia.

Por supuesto, sólo eran triunfosparciales. Era un don de los césares —Oskar lo sabía— poder conceder elperdón tan irracionalmente como lacondena. Emil Krautwirt, que de díatrabajaba como ingeniero en la fábricade radiadores situada detrás de los

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barracones de Emalia, era uno de losreclusos del subcampo SS de Oskar. Erajoven, y había obtenido su diploma afines de la década de 1930. Como otraspersonas de Emalia, llamaba al lugar elcampo de Schindler; pero, cuando sellevaron a Krautwirt a Plaszow paraahorcarlo como escarmiento, las SSdemostraron de quién era el campo detrabajo, al menos en tino de susaspectos.

La ejecución del ingeniero Krautwirtes la primera historia que relatan, apartede su propia historia de dolor yhumillación, la fracción de los reclusosde Plaszow que sobrevivieron hasta que

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llegó la paz. Las SS fueron siempreahorrativas con sus horcas. Las dePlaszow parecían una acumulación bajay larga de porterías de fútbol; carecíande la majestad de otras instalacioneshistóricas, como la guillotinarevolucionaria, los patíbulos isabelinos,o la solemne horca del jardín delsheriff. Vistas en tiempos de paz, lashorcas de Plaszow no llamarían laatención por sus solemnidad sino por sertan ordinarias. Pero, como sabían lasmadres de Plaszow, sus hijos podían verdemasiado bien las ejecuciones desdelas filas de prisioneros reunidas en laAppellplatz. Un chico de dieciséis años

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llamado Haubenstock sería ejecutado enla misma ocasión. Krautwirt estabaacusado de haber escrito cartas apersonas sediciosas de la ciudad deCracovia. Se había oído cantar aHaubenstock Volga Volga, KalinkaMaya y otras canciones rusas prohibidascon la intención de convertir albolchevismo a los guardias ucranianos,según afirmaba su sentencia de muerte.

El ritual de ejecuciones de Plaszowimponía silencio. Contrariamente a losalegres ahorcamientos de épocasanteriores, el acto se cumplía en unsilencio de iglesia. Los prisionerosestaban agrupados en falanges

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separadas, custodiadas por hombres ymujeres que conocían la extensión de supoder: Hujar y John. Amthor y Scheidt,Grimm y Grün, Ritschek y Schreiber, lassupervisoras SS recientementedesignadas en Plaszow, Alice Orlowskiy Luise Danz, ambas enérgicas en el usodel bastón. Bajo su atenta vigilancia,todos oían en silencio la defensa de loscondenados.

Al principio, el ingeniero Krautwirtparecía aturdido, y no quiso decir nada,pero el chico era locuaz. Con la vozquebrada intentó razonar con elHauptsturmführer, que quedaba al ladode la horca. No soy comunista, Herr

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Kommandant. Odio el comunismo. Sóloeran canciones, canciones corrientes. Elverdugo, un carnicero judío deCracovia, a quien le había sidoperdonado un crimen anterior acondición de que aceptara esa tarea,hizo colocar a Haubenstock sobre unbanco y le puso un nudo corredizoalrededor del cuello. Sabía que Amonquería que el chico fuera ejecutado enprimer término para acabar con ladiscusión. Cuando el carnicero dio unpuntapié al banco, la soga se cortó y elmuchacho, sofocado, rojo, con la cuerdaal cuello, a gatas, se acercó suplicante aGoeth, hasta que puso su cabeza contra

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los tobillos del comandante y le abrazólas piernas. Era el gesto de la sumisióndefinitiva, y confería a Goeth una vezmás el dominio que había estadoejerciendo durante todos esos meses.Amon, ante la Appellplatz, ante lasbocas abiertas que sólo emitían unaespecie de grave silbido, o un susurrocomo el del viento sobre la arena, sacóla pistola, apartó al muchacho de unapatada y le disparó en la cabeza.

Cuando el pobre ingeniero Krautwirtvio esta horrible ejecución, se cortó lasmuñecas con una hoja de afeitar quehabía ocultado en el bolsillo. Losprisioneros de las primeras filas dijeron

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que Krautwirt se había heridogravemente. Pero Goeth ordenó que elverdugo continuara con su tarea, demodo que dos ucranianos,ensangrentados por las heridas deKrautwirt, lo subieron al banco donde elcarnicero lo ahorcó ante los judíos delsur de Polonia.

Era natural que los reclusos dePlaszow creyeran con una parte de lamente que cada una de esas bárbarasexhibiciones podía ser la última, quequizás habría un cambio de métodos yactitudes inclusive en Amon y, si no él,

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en los oficiales invisibles que en algúnlujoso despacho con puertas de cristal ysuelos de parquet, sobre una plaza en laque las ancianas vendían flores, debíanproyectar la mitad de lo que ocurría enPlaszow, omitiendo el resto.

Durante la segunda visita a Cracoviadel doctor Sedlacek, Oskar y él tuvieronuna idea que habría parecido ingenua aun hombre más introvertido queSchindler. Oskar dijo a Sedlacek quequizás Amon Goeth se conducía demodo tan bestial, en parte, por la malacalidad del alcohol que bebía; esoscubos de alcohol local de noventa y seisgrados que recibían el nombre de coñac

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debían debilitar aún más el yadefectuoso sentido de las consecuenciasúltimas de Amon. Con una parte de losmarcos que el doctor Sedlacek acababade entregar a Oskar, se compraría ungarrafón de coñac de primera, muycostoso y difícil de encontrar enPolonia, después de Stalingrado. Oskarse lo regalaría a Amon y en el curso dela conversación siguiente le sugeriríaque, de un modo u otro, la guerrallegaría a su fin, y que quizás habríainvestigaciones sobre los actos de losindividuos. Y que tal vez incluso losamigos de Amon recordarían suexcesiva severidad.

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Estaba en la naturaleza de Oskar lacreencia de que se podía beber con eldiablo y corregir la balanza del mal conuna copa de coñac en la mano. No eraque le asustaran los métodos másradicales. Simplemente, no se leocurrían. Toda su vida había sido unnegociador.

El Wachtmeister Oswald Bosko, quehabía estado anteriormente a cargo de lacustodia del ghetto, era, en cambio, unhombre de ideas. Se le había hechoimposible seguir tolerando el plan de lasSS, reducido a pagar un soborno,entregar algún documento falso, o ponera una docena de niños al amparo de su

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autoridad mientras se llevaban delghetto a un centenar. Bosko huyó delcuartel de la policía de Podgórze y seunió a los guerrilleros de los bosques deNepolomice, tratando de expiar en elEjército del Pueblo el inmaduroentusiasmo que había sentido por elnazismo en el verano de 1938. Untiempo después, reconocido en unpueblo al oeste de Cracovia, vestido degranjero polaco, fue fusilado portraición. Desde entonces fueconsiderado un mártir.

Bosko había ido al bosque porqueno tenía otra opción. No poseía losrecursos financieros con que Oskar

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engrasaba los engranajes del sistema.Pero estaba en la naturaleza de unomorir sin otra cosa que un uniforme y ungrado abandonados, y en la del otroesforzarse por tener dinero y bienes deintercambio. No ensalza a Bosko nidenigra a Schindler afirmar que, sialguna vez Oskar sufriera el martirio,sería sólo por accidente, porque algunode sus planes había marchado mal. Yhabía gente que aún respiraba —losWohlfeiler, los hermanos Danziger,Lamus— sólo porque Oskar actuaba deese modo. Y porque Oskar actuaba deese modo estaba en la calle Lipowa elimprobable campo de trabajo de Emalia

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donde, la mayor parte del tiempo, habíamil personas a salvo de una captura ydonde las SS se quedaban fuera de lasalambradas. Allí no se golpeaba a nadiey la comida era suficientemente nutritivapara sostener la vida. En la relación consus naturalezas, el disgusto moral de losdos miembros del partidonacionalsocialista era equivalente,aunque Bosko lo manifestara colgandola chaqueta de su uniforme en una perchaen Podgórze y Oskar poniéndose su graninsignia del partido para llevarexcelente coñac al demente Amon enPlaszow.

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Anochecía; Oskar y Goeth estabanen el salón de la casa blanca de Goeth.Majola, la amiga de Goeth, unamuchacha de huesos pequeños que erasecretaria en la fábrica Wagner enCracovia, llegó de visita. No pasabatodo el tiempo en la abrumadoraatmósfera de Plaszow. Parecía unapersona sensible y su delicadezacontribuyó a crear el rumor de que habíaamenazado a Goeth con no acostarse conél si seguía matando gente. Nadie sabía,sin embargo, si era verdad o sólo una deesas interpretaciones terapéuticas quesurgen en la mente de los prisionerosdesesperados por hacer tolerable su

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cárcel.Esa noche Majola no se quedó

mucho tiempo con Amon y Oskar. Estabasegura de que beberían copiosamente.Helen Hirsch, pálida, de negro, les llevólos complementos necesarios: tortas,canapés, salchichas. Apenas podíatenerse en pie de agotamiento. La nocheanterior Amon le había pegado porquehabía preparado la cena a Majola sin supermiso; esa mañana la había obligado asubir y bajar cincuenta veces tres pisosporque había encontrado una cagada demosca en uno de los cuadros del pasillo.Helen Hirsch había oído rumores acercade Herr Schindler, pero aún no lo

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conocía. Y esa tarde no le alegró ver aesos dos hombres sentados frente afrente ante una mesa baja con aparentefraternidad. Aunque tampoco leimportaba mucho, porque tenía lacertidumbre de su propia muerte a breveplazo. Sólo esperaba que sobrevivierasu hermana menor, que trabajaba en lacocina general del campo. Teníaescondida una suma de dinero con la quese proponía contribuir a la vida de suhermana. Pero creía que ninguna suma,ninguna solución podría mejorar suspropias perspectivas.

Oskar y Amon empezaron a beber alatardecer y continuaron por la noche. No

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dejaron de hacerlo hasta mucho despuésde que la prisionera Tosia Liebermancantara, como todas las noches, laCanción de cuna de Brahms paraserenar a las mujeres de los barracones,aunque algunas palabras se filtrabantambién hasta el sector de los hombres.Sus hígados prodigiosos ardían comohornos. Y, a la hora precisa, Oskar seinclinó sobre la mesa y, demostrandouna amistad que ni siquiera con tantocoñac sobrepasaba la superficie de supiel, que sólo era una especie detemblor, un estremecimiento fantasmal,empezó a tentar a Amon, con la astuciadel demonio, para inducirlo a la

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moderación.Amon no lo tomó a mal. Oskar pensó

que le atraía la idea, que era unatentación digna de un emperador. Amonpodía imaginar a un esclavo enfermoempujando una vagoneta o un prisioneroque regresaba de la fábrica de cables,vacilando —de ese modo tan deliberadoque era difícil tolerar— bajo una cargade ropas o de madera recogidas en lapuerta de la prisión. Y la fantasíainspiraba una extraña calidez en Amon,que era capaz de perdonar a eseperezoso, a ese actor patético. Así comoquizá Calígula tuvo alguna vez latentación de verse como Calígula el

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Bueno, la imagen de Amon el Buenohabitó por un tiempo en la mente delcomandante. En realidad, siempre habíatenido una debilidad por esa imagen. Yesa noche, mientras el coñac tornabadorada su sangre y el campo dormía, lapiedad seducía a Amon másvigorosamente que el miedo a lasrepresalias. Pero a la mañana siguienterecordaría la advertencia de Oskar y lacombinaría con las noticias del día: losrusos amenazaban el frente de Kiev.Stalingrado estaba muy lejos dePlaszow, pero la distancia a Kiev no eranada inimaginable.

Durante algunos días, después de la

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conversación de Oskar con Amon, llegóa Emalia la noticia de la que la dobletentación discreción y la piedad habíadado cierto resultado. El doctorSedlacek, al regresar a Budapest,informó a Samu Springmann que Amonhabía dejado de asesinar personasarbitrariamente, al menos por elmomento. Y el amable Samu,preocupado por una larga lista delugares, desde Dachau y Drancy en eloeste hasta Sobibor y Belzec en el este,aumentó alguna esperanza de una mejoraen Plaszow. Sin embargo, la clemenciase desvaneció rápidamente. Si hubo unbreve respiro, los que sobrevivieron y

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pudieron dar testimonio de sus días enPlaszow no se enteraron. A su juicio, lasejecuciones sumarias continuaron. SiAmon no aparecía en la puerta de sucasa una mañana determinada, o lasiguiente, eso no impedía que lo hicierauna tercera. Se habría necesitado muchomás que una ausencia temporal de Goethpara dar incluso al prisionero másengañado la esperanza de un cambiofundamental en la naturaleza delcomandante. Y, de todos modos, allíestaba, en los escalones de la entrada,con el sombrero tirolés que usaba parael crimen, buscando un culpable con susbinoculares.

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El doctor Sedlacek no sólo llevó aBudapest la esperanza de un cambio enAmon, sino también datos más exactossobre el campo de trabajo de Plaszow.

Una tarde, un guardia de Emalia fuea Plaszow para buscar a Stern yconducirlo a Zablocie. Apenas Sternllegó, le indicaron que subiera al nuevodepartamento de Oskar, que le presentóa dos hombres bien vestidos. Uno era eldoctor Sedlacek y el otro un judío —equipado con un pasaporte suizo—llamado Babar.

—Querido amigo —dijo Oskar—,quiero que escriba el informe máscompleto sobre la situación en Plaszow

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que se pueda terminar en una tarde.Stern no había visto nunca antes a

Sedlacek ni a Babar y pensó que laconducta de Oskar era imprudente. Seinclinó murmurando que antes deemprender la tarea querría hablar unmomento en privado con el HerrDirektor.

Oskar solía decir que Itzhak Sternnunca podía hacer una petición o unaafirmación directa si no estaba envueltaen un montón de conversación sobre elTalmud de Babilonia y los ritos depurificación. Pero en esa ocasión fuemás directo.

—Herr Schindler —dijo—, ¿no cree

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que esto es una locura?Oskar explotó. Antes de que pudiera

controlarse, sus dos invitados le oyerongritar:

—¿Cree que lo habría llamado sihubiera peligro? —Luego se calmó yagregó—: Siempre hay algún riesgo,como sabe usted mejor que yo. Pero nocon estos dos hombres.

Finalmente, Stern dedicó toda latarde a redactar su informe. Era unerudito y estaba acostumbrado a escribircon gran exactitud y corrección. Laorganización de rescate de Budapest ylos sionistas de Estambul recibieron deStern un informe verdaderamente digno

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de confianza. Multiplicando el resumende Stern por los mil setecientos camposde concentración y de trabajo, grandes ypequeños, de Polonia se podía obtenerun cuadro capaz de asombrar al mundo.

Oskar y Sedlacek querían algo másque el informe de Stern. La mañanasiguiente a su alcohólica noche conAmon, Oskar llevó de vuelta a Plaszowsu heroico hígado antes de la hora deabrir los despachos. Oskar no sólo habíaintentado sugerir tolerancia a Goeth,sino que también había conseguido unaautorización escrita para llevar a dos«industriales» amigos a visitar aquellacomunidad industrial modelo. Oskar

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entró con esos capitanes de empresa enel grisáceo edificio de la administracióny solicitó los servicios del Haftling(prisionero) Itzhak Stern para que losguiara en el campo. El amigo deSedlacek, Babar, tenía una cámara enminiatura que llevaba ostensiblementeen la mano. Casi se podía pensar que, siun SS le llamaba la atención,aprovecharía con gusto la oportunidadpara jactarse durante cinco minutos deese objeto minúsculo que habíacomprado en un reciente viaje comerciala Bruselas o a Estocolmo.

Cuando Oskar y los visitantes deBudapest salieron del edificio, Oskar

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cogió del hombro al delgado Stern. Asus amigos les gustaría ver los talleres ylos barracones, dijo Oskar. Pero si Sternpensaba que no debían dejar de ver algoen particular, sólo debía inclinarse paraatar el cordón de sus zapatos.

Fueron por el camino central dePlaszow hasta más allá de losbarracones de las SS. Allí se desatóbruscamente un zapato del prisioneroStern. El socio de Sedlacek sacó fotosde los grupos que cargaban rocas arribaen la cantera mientras Stern murmuraba:perdón, señores. Pero atar el cordón lellevó bastante tiempo para que ellospudieran mirar el suelo y leer los

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fragmentos de lápida con que el caminoestaba pavimentado.

Estaban allí las lápidas de BlumaGemeinerowa (1859–1927); MatyldeLiebeskind, muerta a los noventa añosen 1912; Helena Wachsberg, que habíamuerto al dar a luz en 1911; RoziaGroder, una chica de trece fallecida1931; Sofía Rosner y Adolf Gottlieb,muertos durante el reinado de FranciscoJosé. Stern deseaba destacar que losnombres de esas personas habían sidoconvertidos en adoquines.

Pasaron luego junto a la Puffhaus, elburdel de chicas polacas de losucranianos y las SS y fueron hasta la

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cantera, cuyas excavaciones penetrabanprofundamente en la colina de piedracaliza. Allí Stern se vio obligado a atarsólidamente sus cordones. En esossocavones se destruía a los hombres quetrabajaban con cuñas y martillos.Ninguno de los hombres cubiertos decicatrices que trabajaban en la canterademostró interés por los visitantes.Estaba presente el chófer ucraniano deGoeth, y el supervisor era un criminalalemán llamado Erik. Erik habíademostrado su capacidad de asesinarfamilias porque había matado a suspropios padres y hermana. Estaría ahoracolgado o en un calabozo si las SS no

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hubieran comprendido que había todavíapeores criminales que los parricidas yque era conveniente emplear a Erikcomo un garrote para golpearlos. Sterncontaba en su informe que un médico deCracovia llamado Edward Goldblatthabía sido enviado a la cantera por elmédico Blancke, de las SS, y suprotegido judío el doctor Leon Gross. AErik le encantaba ver en la cantera a unhombre culto y capaz pero débil para eltrabajo físico, y en el caso de Goldblattlos castigos empezaron con la primeravacilación en el uso del martillo y laalcayata. Durante varios días, Erik yvarios ucranianos y SS golpearon a

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Goldblatt. El médico trabajaba con lacara terriblemente hinchada y un ojosemicerrado. Nadie sabe qué error detécnica de canteras indujo a Erik a dar aldoctor Goldblatt la paliza final. Bastantedespués de que el médico perdiera elconocimiento, Erik permitió que lollevaran a la Krankenstube, donde eldoctor Leon Gross se negó a aceptarlocon esa sanción médica, Erik y un SSsiguieron pateando al agonizante dondeestaba, en el umbral del hospital.

Stern había atado los cordones desus zapatos porque, como Oskar y variasotras personas de Plaszow, creía enfuturos jueces que preguntarían:

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—¿Dónde ha ocurrido esto?Esa mañana Oskar pudo dar a sus

colegas una visión general del campo.Los llevó incluso a Chujowa Gorka,donde las ensangrentadas carretillasusadas para transportar los muertos albosque estaban desvergonzadamente a lavista en la entrada de la fortaleza. Habíaya miles sepultados en fosas comunes enlos pinares del este. Cuando llegaron losrusos ese bosque cayó en sus manos, consu población de víctimas, antes que elagonizante campo de trabajo dePlaszow.

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CAPÍTULO 25

Algunas personas pensaban queOskar gastaba dinero como un hombreposeído por la locura del juego. Aunaquellos que lo conocían, poco podíanpresumir que estaba dispuesto aarruinarse si ése era el precio. Mástarde —no en aquel momento, porqueentonces aceptaban su caridad comoacepta un niño los regalos de Navidadde sus padres— dirían: gracias a Diosque era más fiel con nosotros que con suesposa. Como los prisioneros, muchosoficiales y funcionarios adivinaban

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también la pasión de Oskar.Uno de ellos, el doctor Sopp,

médico de las cárceles SS de Cracoviay de la corte SS de la calle Pomorska,hizo saber a Herr Schindler por mediode un mensajero polaco que deseabahacer un pequeño negocio con él. En lacárcel de Montelupich había una mujerllamada Frau Helene Schindler. Eldoctor Sopp sabía que no teníaparentesco alguno con Oskar, pero sumarido había invertido algún dinero enEmalia. La mujer tenía documentos ariosmuy dudosos. El doctor Sopp nonecesitaba agregar que esto significabapara Frau Schindler el viaje seguro a

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Chujowa Gorka. Pero si Oskar estabadispuesto a invertir cierta cantidad, eldoctor podía extender un certificadomédico que permitiría a Frau Schindler,por su estado, hacer una cura por tiempoindefinido en Marienbad, en Bohemia.

Oskar fue a la consulta de Sopp yhalló que el doctor quería cincuenta milzlotys por ese certificado. De nada valíadiscutir. Después de tres años depráctica, Sopp sabía con gran exactitudcuánto valían los favores. Durante elcurso de la tarde, Oskar reunió eldinero. Sopp sabía que así debía ser,porque Oskar era de esa clase dehombres que tenían reservas de dinero

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del mercado negro, dinero sin historia.Antes de pagar, Oskar puso algunas

condiciones. Iría a Montelupich con eldoctor Sopp a buscar a la mujer en sucelda. El mismo la llevaría a casa de susamigos. Sopp no se opuso.

En la helada prisión de Montelupich,a la luz de una bombilla desnuda, FrauHelene Schindler recibió su costosocertificado.

Un hombre más cuidadoso, conmente de contable, habría pagado estasmolestias con el dinero traído deBudapest por Sedlacek. Oskar recibiríapronto ciento cincuenta mil marcostransportados en maletas de doble fondo

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o en el forro de alguna chaqueta. PeroOskar, en parte por su sentido del honory en parte por su impreciso sentido deldinero (ya fuera deudor o acreedor),entregó a sus contactos judíos todo eldinero que recibió de Sedlacek, conexcepción de la suma invertida en elcoñac de Amon.

No siempre fue fácil. En el veranode 1943, cuando Sedlacek llevó dinero aCracovia por vez primera, los sionistasde Plaszow a quienes Oskar ofrecióesos cincuenta mil marcos tuvieronmiedo de que fuera una emboscada.

Oskar se dirigió primero a HenryMandel, soldado del garaje de Plaszow

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y miembro del Hitach Dut, elmovimiento juvenil sionista. Mandel noquiso tomar el dinero. Tengo una cartade Palestina, dijo Schindler, escrita enhebreo. Pero, naturalmente, si era unatrampa, si alguien estaba usando aOskar, era lógico que tuviera una cartade Palestina; y cuando a uno le faltaba elpan, que le ofrecieran semejante suma—cincuenta mil marcos, cien mil zlotys— para usarlos a su antojo, erasimplemente increíble.

Entonces Schindler trató de dar eldinero que tenía allí, dentro de lasalambradas de Plaszow, en el maleterode su coche, a otro miembro del Hitach

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Dut, una mujer llamada Alta Rubner, quetenía ciertos contactos, mediante losprisioneros que trabajaban en la fábricade cables y algunos polacos de laprisión polaca, con la resistencia deSosnowiec. Quizá, dijo ella a Mandel,lo mejor sería poner todo el asunto enmanos de la resistencia a fin de queellos decidieran acerca del buen origendel dinero que les ofrecía Herr OskarSchindler.

Oskar intentó convencerla, alzandosu voz al amparo de las ruidosasmáquinas de coser de la fábrica deMadritsch.

—Le aseguro con todo mi corazón

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que esto no es una trampa.Con todo mi corazón. ¿Qué otra

cosa hubiera dicho un agenteprovocador?

Sin embargo, después de que Oskarse marchó, Mandel habló con Stern quedeclaró auténtica la carta, y volvió ahablar con la muchacha, diciendo luegoaceptar el dinero. Pero entonces Oskarse negó a llevarlo. Mandel se dirigió aMarcel Goldberg en la administración.Goldberg también había sido miembrodel Hitach Dut pero, a partir delmomento en que le encargaron llevar laslistas de trabajo y de transporte, laslistas de los vivos y los muertos, había

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empezado a recibir sobornos. Mandellogró presionarlo. Una de las listas queGoldberg podía manipular, por lo menoscon adiciones y sustracciones, era la deprisioneros que debían ir a Emalia arecoger chatarra para los talleres dePlaszow. De ese modo, en recuerdo delos viejos tiempos y sin verse obligadoa revelar sus razones para ir a Emalia,el nombre de Mandel fue incluido en esalista.

Al llegar a Zablocie, pasófurtivamente a los despachos peroBankier le impidió el acceso. HerrSchindler estaba muy ocupado, dijoBankier.

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Una semana más tarde Mandelvolvió. Bankier tampoco le permitióhablar con Oskar. La tercera vez fue másexplícito: ¿quiere el dinero sionista?Antes lo rechazó. Y ahora no lo tendrá.Así es la vida, señor Mandel.

Mandel asintió y se marchópresumiendo que Bankier se habíaquedado al menos con una parte deldinero. Pero Bankier era muy cuidadoso.El dinero llegó a las manos de losprisioneros sionistas de Plaszow:Sedlacek entregó a Springmann el recibofirmado por Alta Rubner. Se empleó, enparte, para ayudar a judíos que novenían de Cracovia y que, por lo tanto,

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no poseían fuentes de apoyo.Oskar jamás se preocupó por el

destino de esos fondos una vez que loshabía transmitido; no sabía si seinvertían especialmente en alimentos,como hubiera preferido Stern, o enarmas y documentos falsos para laresistencia. Pero no salía de allí eldinero necesario para sacar a FrauSchindler de la cárcel de Montelupich opara salvar a los hermanos Danziger. Nipara pagar las treinta toneladas de ollasesmaltadas que Oskar entregó a oficialessuperiores e inferiores de las SS durante1943 para impedir que recomendaran elcierre del campo de trabajo de Emalia.

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Tampoco fue el dinero de Sedlacekel que pagó los diecisiete mil zlotys eninstrumentos ginecológicos que Oskarcompró en el mercado negro cuando unamuchacha de Emalia quedó embarazada,lo que significaba, por supuesto, latransferencia inmediata a Auschwitz. Niel Mercedes deteriorado delUntersturmführer John. John le ofrecióen venta a Oskar ese coche al mismotiempo que Oskar pedía el traslado aEmalia de treinta prisioneros dePlaszow. Oskar lo compró por doce milzlotys y al día siguiente fue requisadopor un amigo y colega de Leo John, elUntersturmführer Scheidt, para la

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construcción de sembradíos dentro delcampo. Tal vez lo usen para llevar tierraen el maletero, dijo furioso Oskar aIngrid durante la cena. En una narracióninformal de ese incidente, dijo luego quele había complacido prestar un servicioa los dos oficiales.

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CAPÍTULO 26

Raimund Titsch pagaba en otramoneda. Titsch era un austriaco católicotranquilo, de aspecto burocrático, quecojeaba un poco. Algunos decían queera un recuerdo de la primera guerramundial y otros que se debía a unaccidente en su infancia. Era diez añosmayor que Amon y Oskar. Dirigía lafábrica de uniformes de Julius Madritschen el interior de Plaszow, que empleabaa tres mil costureras y mecánicos.

Una forma de pago eran sus partidasde ajedrez con Amon Goeth. Una línea

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telefónica conectaba el edificio deadministración con los talleres deMadritsch y Amon solía llamar parainvitar así a una partida en su despacho.La primera vez que Raimund aceptó, lapartida terminó en media hora, conresultado adverso para el comandante.Mientras moría en sus labios el «mate»discreto y muy poco triunfal que habíapronunciado, Titsch contemplaba lasorprendente reacción de Amon. Elcomandante cogió su chaqueta y elcinturón con la pistola, lo abotonó confuria y se encasquetó la gorra. RaimundTitsch, esperando, pensó que Amon ibaa buscar de inmediato un prisionero para

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castigarlo debidamente por la pequeñahazaña ajedrecística de su adversario. Apartir de esa ocasión, Titsch adoptó unanueva política. A veces le llevaba hastatres horas perder la partida. Y cuando elpersonal de administración veía pasar aTitsch por la Jerozolimska para cumplircon ese pequeño trabajo forzado, sabíanque esa tarde sería más segura. Esamodesta sensación se transmitía hastalos talleres y llegaba incluso a losdesventurados que empujabanvagonetas.

Raimund Titsch no se limitaba alajedrez preventivo. Titsch, que nadasabía del amigo de Sedlacek que había

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visitado Plaszow con una cámara enminiatura, había empezado a tomarfotos. Desde la ventana de su despacho,desde los rincones de los talleres,fotografiaba a los prisioneros con susuniformes rayados en los carriles de lasvagonetas, la distribución del pan y lasopa, la excavación de cimientos ydesagües. Algunas fotos registraban laprovisión ilegal de pan a los talleres deMadritsch. Raimund comprabapersonalmente ese pan, con elconsentimiento y el dinero de JuliusMadritsch, y lo llevaba a Plaszow encamiones, escondido con lonas y rollosde tela. Titsch fotografió esos redondos

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panes de centeno que pasaban de manoen mano al depósito de la fábrica por laparte relativamente oculta que estabamás lejos de las torres y del caminoprincipal de acceso. También tomó fotosde los SS y de los ucranianos durante sutrabajo y su descanso. Y de un grupo detrabajo supervisado por el ingenieroKarp, a quien pronto los perros asesinosdesgarrarían un muslo y los genitales.Una toma general de Plaszow mostrabael tamaño y la desolación del campo. Yen el terrado en que Amon tomaba el solse atrevió a hacer fotos del comandantedormido en una tumbona, cerca ya de losciento veinte kilos que le reprochaba

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Blancke, el nuevo médico de las SS:«Basta ya, Amon; tiene que perderpeso». Titsch fotografió también a Rolf ya Ralf jugando al sol, y a Majolasosteniendo del collar a uno de losperros con pretendida diversión. Y aAmon en toda su majestad, montado enun gran caballo blanco.

Titsch no revelaba los rollos. Eranmás seguros y portátiles tal comoestaban. Los guardaba en una caja deacero en su casa de Cracovia, dondeconservaba también algunos pocosobjetos pertenecientes a los judíos deMadritsch. En todo Plaszow había genteque poseía un último tesoro, algo que

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ofrecer en el momento de mayor peligroal hombre de la lista, al hombre queabría y cerraba las puertas de losvagones de ganado. Titsch sabía quesólo las personas más desesperadasconfiaban esos bienes a su custodia. Enla prisión había una minoría que habíalogrado esconder en Plaszow anillos,joyas, relojes, y no necesitaban suayuda: compraban regularmente favores.Titsch guardaba los últimos recursos deuna docena de familias, el broche de laprima Yanka, el reloj del tío Mordche.

En realidad, cuando caducó elrégimen de Plaszow, cuando huyeronScherner y Czurda, cuando los

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impecables archivos de la OficinaAdministrativa y Económica de las SSfueron cargados en camiones para servircomo pruebas, Titsch no tuvo necesidadde revelar las fotografías. No le faltabanrazones. En los registros de laODESSA, la sociedad secreta deposguerra de los antiguos miembros delas SS, figuraba como un traidor. Laprensa dio cierta publicidad al hecho deque Titsch había suministrado alpersonal de Madritsch unas treinta milhogazas de pan, una buena cantidad degallinas y algunos kilos de mantequilla,acción humanitaria que había sidohonrada por el gobierno israelí. Algunas

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personas lo habían amenazado en lascalles de Viena llamándolo amante delos judíos. Por esa razón, los rollos denegativos de Plaszow estuvieronenterrados veinte años en un pequeñoparque de los suburbios de Viena ypodrían haber permanecido allí parasiempre, mientras se secaba la emulsiónque contenía las oscuras y secretasimágenes de Majola, el amor de Amon,de sus perros asesinos, de sustrabajadores esclavos sin nombre.Seguramente fue una especie de triunfopara la población de Plaszow que ennoviembre de 1963 un superviviente deSchindler (Leopold Pfefferberg)

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comprara discretamente esa caja aRaimund Titsch, que sufría entonces unaenfermedad cardiaca mortal. Raimundpidió que los rollos se revelaran sólodespués de su muerte. La sombraanónima de la ODESSA le asustaba másque, en los días de Plaszow, lapresencia de Amon Goeth, de Scherner,de Auschwitz.

Después de su entierro se revelaronlos rollos. Casi todas las fotosaparecieron al revelado.

Esto no implica que la pequeñacantidad de reclusos que lograron

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sobrevivir a Plaszow y a Goeth tuvieranalgo que criticar a Raimund Titsch. Sóloque él no era, como Oskar, uno de esoshombres a cuyo alrededor se creanmitologías. A partir del final de 1943 seextendió entre los supervivientes dePlaszow una imagen de Schindler dotadade la excitación eléctrica de los mitos.No importa que un mito sea o noverdadero, ni que debiera serverdadero: un mito es de algún modomás verídico que la verdad misma.Cuando se oye hablar de este asunto, seve claramente que Titsch era para lagente de Plaszow el buen ermitaño; peroOskar era un dios menor de la

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liberación, bifronte al modo griego,dotado de todos los vicios humanos y demuchas manos, sutilmente poderoso,capaz de obtener una salvación gratuitay segura.

Una historia se refiere al momentoen que los jefes policiales de las SSempezaron a recibir presiones paracerrar Plaszow, que no tenía buenareputación en la Inspección deArmamentos como eficiente complejoindustrial. Helen Hirsch, la criada deGoeth, vio muchas veces oficialesinvitados que salían a la cocina o a lagalería para escapar de Amon por unrato, moviendo la cabeza. Un oficial SS

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llamado Tibritsch, dijo una vez a Helen:—¿No sabe él acaso que otros

hombres mueren?Quería decir que morían en el frente

del Este, por supuesto, y no en laoscuridad de Plaszow. Los oficiales quetenían vidas menos imperialesempezaban a indignarse por lo que veíanen la casa de Amon. O quizá sentíanenvidia, lo que era aún más peligroso.Según la leyenda, el general JuliusSchindler visitó personalmente Plaszowun domingo por la noche para decidir sisu existencia tenía verdadero valor enrelación con el esfuerzo de guerra. Erauna extraña hora para que un gran

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burócrata hiciera visitas de fábrica, perotal vez la Inspección de Armamentos,ante el terrible invierno que caía sobreel frente del Este, había empezado atrabajar con desesperación. Lainspección siguió a una cena en Emaliaen la que fluyeron el vino y el coñac, deacuerdo con la tradición que asocia aOskar con la estirpe de los diosesdionisíacos.

Después de la cena, los inspectoresse dirigieron a Plaszow en susMercedes, no muy bien dispuestos parala imparcialidad profesional. Cuandoafirma esto, la leyenda ignora queSchindler y los oficiales eran ingenieros

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y expertos en producción con casi cuatroaños de profesionalismo imparcial. Peroesto en modo alguno sorprendía a Oskar.

La inspección empezó por lostalleres de Madritsch, que eran lo quesiempre se mostraba de Plaszow.Durante 1943 habían producido algomás de veinte mil uniformes mensualespara la Wehrmacht. Se trataba deestablecer si Herr Madritsch no haríamejor en abandonar Plaszow,invirtiendo su capital en la expansión desus fábricas, más eficaces y mejorequipadas, de Podgórze y Tarnow. Lasdeplorables condiciones de Plaszow nopodían alentar a Madritsch ni a ningún

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otro inversor a instalar el tipo demaquinaria que requería una industriamoderna.

La inspección acababa de comenzarcuando se extinguieron las luces detodos los talleres. Los amigos de ItzhakStern acababan de sabotear el generadorde Plaszow. A las desventajas delalcohol y la indigestión que Oskar habíaimpuesto a los oficiales de la Inspecciónde Armamentos se añadió así la falta deluz. La inspección continuó a la luz delinternas entre las máquinas paradas y,por lo tanto, menos provocativas para laactitud profesional de los inspectores.

Mientras el general Schindler

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recorría las inmóviles prensas y tornos,treinta mil habitantes de Plaszow,desasosegados en sus literas,aguardaban su decisión. A pesar delrecargado tránsito de la Ostbahn, laelevada tecnología de Auschwitz seencontraba a muy pocas horas de viaje.Comprendían que no podían esperarcompasión del general Schindler. Suespecialidad era la producción; éstadebía ser también para él el criteriosupremo.

El mito dice que la gente de Plaszowse salvó a causa de la cena de Oskar ydel fallo en el generador. Es una fábulagenerosa porque apenas una décima

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parte de la población de Plaszow habíade salvarse. Pero más tarde Stern y otroscelebraron esa victoria, y la mayoría desus detalles son probablementeverídicos. Porque Oskar siemprerecurría al alcohol cuando no sabía biencómo tratar a los funcionarios o a losoficiales y, además, no hay dudas de quele habría encantado la treta dereducirlos a la oscuridad.

—No se debe olvidar —dijo mástarde un muchacho salvado por Oskar—que Schindler tenía una parte alemana ytambién una parte checa. Era el buensoldado Schweik y nada le gustaba másque obstruir el sistema.

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No hace justicia al mito preguntarsequé pensó Goeth cuando las luces seapagaron. Tal vez estaba borracho ocenando en otra parte. Más justo seríapreguntar si Plaszow sobrevivió porqueel alcohol y la oscuridad engañaron algeneral Schindler, o porque era uncentro de concentración excelente por elmomento, ya que la gran estaciónterminal de Auschwitz-Birkenau estabaabarrotada. Pero, de todos modos, lahistoria se refería más bien a lasexpectativas que Oskar inspiraba a lagente que al terrible campo de Plaszowo al fin de la mayor parte de susreclusos.

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Mientras las SS y la Inspección deArmamentos analizaban el futuro dePlaszow, Josef Bau —un joven artista deCracovia a quien Oskar llegaría aconocer bien— se enamoró conspicua eincondicionalmente de una muchachallamada Rebecca Tannenbaum. Bautrabajaba como delineante en la Oficinade Construcciones. Era un chicosolemne con el sentido del destino quesuelen tener los artistas. Se habíafugado a Plaszow, por así decirlo,porque jamás había tenido en el ghettolos documentos apropiados. Como denada servía para las fábricas del ghetto,

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había sido escondido por su madre y susamigos. Durante la liquidación de marzode 1943, había logrado salir y unirse aun destacamento de trabajo quemarchaba hacia Plaszow. Allí había unaindustria nueva que no existía en elghetto: la construcción. Josef Bautrabajaba con las copias de los planosen el mismo edificio sombrío dondeestaba el despacho de Amon. Gozaba dela protección de Itzhak Stern, que lohabía recomendado a Oskar como unexcelente dibujante y un buen herrero, almenos en potencia.

Bau tuvo escaso contacto con Amon,lo que era una ventaja, porque tenía ese

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aspecto sensible que inducíairresistiblemente a Amon a coger supistola.

El despacho de Bau era el másalejado del de Amon. Algunosprisioneros trabajaban en la planta baja,en los despachos adyacentes al delcomandante: los encargados de lascompras, las secretarias, el taquígrafoMietek Pemper. No sólo se enfrentabanal riesgo permanente de una balainesperada sino, con mayor certidumbre,al ataque de su sentido del poder, Porejemplo, Mundek Korn, que había sidoel gerente de compras de una serie desubsidiarias de Rothschild antes de la

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guerra, y que ahora compraba telas,hierros y maderas para los talleres,trabajaba en la misma ala del edificiodonde estaba el despacho de Amon. Unamañana Korn alzó la vista de su mesa yvio por la ventana, al otro lado de lacalle Jerozolimska y junto al barracónde las SS, a un muchacho de Cracoviaque conocía, de unos veinte años,mientras orinaba contra una pila demaderos. Al mismo tiempo vio emergerde la ventana del cuarto de baño dosbrazos cubiertos por una camisa blancay dos enormes puños. El derechosostenía una pistola. Hubo dos rápidosdisparos; por lo menos uno de ellos

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atravesó la cabeza del chico y lo lanzócontra la pila de tablones. Cuando Kornvolvió a dirigir la vista a la ventana delbaño, un brazo y la mano libre seocupaban de cerrar la ventana.

Esa mañana en la mesa de Kornhabía formularios de pedidos firmadoscon letra de Amon, bastante legible apesar de las vocales abiertas. Su miradaiba de la firma al cadáver desabotonado.No sólo se preguntaba si había vistorealmente lo que había visto. Percibía elconcepto intrínseco en los métodos deAmon. Es decir, la tentación de pensarque, si el asesinato no significaba másque una visita al lavabo, una mera pausa

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en la monótona tarea de firmarformularios, entonces toda muerte debíaaceptarse como una rutina.

Aparentemente, Josef Bau no estuvoexpuesto a formas tan radicales depersuasión. Incluso se libró de la purgadel equipo administrativo de la plantabaja. Ésta comenzó cuando JosefNeuschel, un protegido de Goeth,informó al comandante que una chica deldespacho había comprado una cortezade tocino. Amon llegó indignado de sudespacho. Aquí están todas demasiadogordas, gritó. Y luego dividió alpersonal en dos hileras. A Korn leparecía una escena de la escuela de

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Podgórze: muchas chicas de la otra filaeran hijas de las familias a las queconocía de toda su vida. Una maestraelegía quiénes visitarían el monumento aKosciuszko y quiénes irían al museo delcastillo de Wawel. Pero toda la gente dela otra hilera fue conducida a ChujowaGorka y ametrallada por uno de lospelotones de Pilarzik, por una corteza detocino.

Aunque Josef Bau no se vio afectadopor ese hecho, nadie podía decir queviviera con seguridad en Plaszow. Sinembargo había corrido menos peligroque la muchacha de quien se habíaenamorado. Rebecca Tannenbaum era

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huérfana, pero, dada la vida de clanesde la Cracovia judía, no estabadesprovista de tíos y tías amables. Teníadiecinueve años, bonita figura yexpresión tierna. Hablaba bien alemán yle gustaba charlar. Desde hacía pocotiempo trabajaba en el despacho deItzhak Stern, en el piso alto del edificiode la administración, lejos del entornoinmediato de las vesánicasinterferencias del comandante. Pero éstaera sólo una parte de sus tareas.Rebecca era manicura. Se ocupaba unavez por semana de las manos de Amon,del Untersturmführer Leo John, deldoctor Blancke y de su amante, la SS

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Alice Orlowski, bonita y brutal. Lasmanos de Amon eran largas y bienhechas y sus dedos finos no eran los deun hombre grueso ni, ciertamente, los deun salvaje.

Cuando un prisionero se le acercó yle dijo que el Herr Kommandant queríaverla, Rebecca echó a correr entre lasmesas y luego escaleras abajo. Elprisionero la siguió exclamando:

—Por Dios, no. Me castigará a mí sino te llevo.

Entonces Rebecca lo siguió hasta lacasa de Goeth. Antes de entrar en elsalón, visitó el maloliente sótano; estoocurría en la primera casa de Goeth,

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construida dentro del antiguo cementeriojudío. Allí, en el sótano, Helen Hirsch,la amiga de Rebecca, se curaba susmagulladuras. Es un problema, admitióHelen. Haz lo que dice y veremos, nopuedes hacer otra cosa. De algunaspersonas espera un tono profesional, deotras no. Y yo te daré pasteles ysalchichas cuando vengas. No los tomes,pídeme. Algunas personas se llevan deaquí cosas de comer y yo no siempre sécómo reemplazarlas.

Amon aceptó la actitud profesionalde Rebecca; extendió sus dedos mientrascharlaba con ella en alemán. Podríanhaber estado en el hotel Cracovia, Amon

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podría haber sido un joven y opulentocomerciante alemán, de camisaalmidonada y excesivamente grueso quehabía venido a Cracovia a vendertextiles, acero o productos químicos. Sinembargo había en esos encuentros algoque disipaba la atmósfera intemporal. Elcomandante siempre tenía su pistolajunto al codo izquierdo, y con frecuenciaalguno de los perros dormitaba en elsalón. Ella los había visto cuandodesgarraban la carne del ingeniero Karpen la Appellplatz. Y, no obstante, cuandoel perro resoplaba en sueños, cuandoAmon y ella hablaban de sus visitas depreguerra a las termas de Carlsbad, los

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horrores de la revista en la Appellplatzparecían remotos e increíbles. Un día sesintió bastante confiada para preguntarpor qué tenía siempre la pistola a mano.La respuesta congeló la nuca deRebecca mientras se inclinaba sobre lamano del comandante.

—Por si alguna vez me haces daño.Si necesitaba alguna prueba de que

para Amon era lo mismo charlar sobreCarlsbad que proceder a un acto delocura, la tuvo un día en que al entrarvio cómo Amon arrastraba por el pelo asu amiga Helen Hirsch: Helen trataba deno perder el equilibrio y Amon, siperdía agarre un segundo, lo recuperaba

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al siguiente con sus manos gigantescas ybien cuidadas. Y tuvo aún otra prueba lanoche en que, al entrar en el salón, unode los perros —Rolf o Ralf— aparecióbruscamente, saltó sobre ella y mantuvouno de sus pechos entre sus dientesmientras apoyaba las patas en sushombros. Ella vio a Amon, sonriente,reclinado en el sofá.

—No siga temblando, estúpida —dijo él—, o no podré contenerlo.

Durante el tiempo en que Rebecca seocupó de las manos del comandante, élmató a su limpiabotas por no hacer sutrabajo con perfección, colgó de lasanillas de su despacho a su ordenanza de

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quince años, Poldek Dereshowitz,porque había encontrado una pulga enuno de los perros y ejecutó a su criadoLisiek, que había prestado a Bosch unadrozka y un caballo sin pedir permiso.Sin embargo, dos veces por semana labonita huérfana entraba en el salón ycogía filosóficamente la mano de labestia.

Conoció a Josef Bau una mañanagris: él sostenía hacia las bajas nubes deotoño un marco que contenía la copia deun plano, junto a la Oficina deConstrucciones. El delgado cuerpo deJosef casi parecía incapaz de sostener elmarco. Rebecca le preguntó si

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necesitaba ayuda. No, dijo él, necesitola ayuda del sol. ¿Por qué?, preguntóella. Josef explicó que en el marcoestaba la perspectiva de un nuevoedificio, dibujada en papel de calco,sobre el papel sensible azul. Si el solbrillara un poco más, dijo, unamisteriosa unión química transferiría eldibujo al papel azul de copia. Y luegodijo: ¿no quieres ser tú ese sol?

Las mujeres bonitas no estabanacostumbradas a la delicadeza enPlaszow. La sexualidad adquiría unaáspera violencia por las ejecuciones enla Appellplatz y por las ráfagas que seoían en Chujowa Gorka. Bastaba

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recordar, por ejemplo, el día en que seencontró una gallina abandonada dentrode un saco ante la puerta del campodurante el registro de un grupo detrabajo que regresaba de la fábrica decables de Wieliczka. Amon vociferabaen la Appellplatz. ¿De quién es estesaco? ¿De quién es esta gallina? Comonadie hablaba, Amon arrebató el fusil deun SS y disparó contra el prisionero queencabezaba una fila. La bala atravesó sucuerpo y derribó también al hombre queestaba detrás. Nadie habló. Cómo osamáis unos a otros, rugió Amonpreparándose para ejecutar al tercerhombre. Un chico de catorce años se

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adelantó. Temblaba y lloraba. Él sabíaquién había traído la gallina. ¿Quién?,gritó el Herr Kommandant.

El chico señaló a uno de los doshombres caídos. Éste, gritó. Y Amonsorprendió a toda la Appellplatz cuandole creyó y se echó a reír con esa especiede incredulidad que a veces afectan losmaestros en el aula. Qué gente, decía.¿Comprenderían por fin por qué estabantodos condenados?

Después de una noche así, en lashoras de libertad, entre las siete y lasnueve, los prisioneros sentían en generalque no había tiempo para un cortejoprolongado. Los piojos que pululaban en

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el pubis y las axilas de todos hacían dela formalidad una burla. Los jóvenes seechaban sin ceremonia sobre lasmuchachas. En el barracón de lasmujeres se cantaba una canción quepreguntaba por qué y para quién sereservaban las vírgenes.

En Emalia la situación no era tandesesperada. En el taller de esmaltadoshabía rincones, entre las máquinas, quepermitían encuentros menos apresuradosa los amantes. La separación de hombresy mujeres era sólo teórica. La ausenciade miedo y la ración más abundante decomida creaban un clima más sosegado.Y, además, Oskar no permitía que la

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guarnición SS penetrara en la prisión sinsu permiso.

Un prisionero recordó que en eldespacho de Oskar se había instalado undiscreto sistema de alarma para el casode que algún oficial SS solicitara accesoa los barracones. Mientras el hombrebajaba, Oskar oprimía un botónconectado con un timbre en los talleres:daba a los hombres y las mujeres tiempopara ocultar los cigarrillos provistosilícitamente por Oskar. («Vaya a mishabitaciones», decía casi a diario aalgún miembro del personal «y lleneesta cigarrera». Y luego guiñaba un ojo).Por la noche, el timbre advertía a la

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gente que debía volver a las literas quetenían asignadas.

Por todo esto, para Rebecca fue unaindecible sorpresa, algo parecido alrecuerdo de una cultura extinguida,encontrar a un chico que cortejaba comosi ambos hubieran estado en un salón deté del Rynek.

Otra mañana, cuando ella bajaba deldespacho de Stern, Josef le mostró sumesa de trabajo. Estaba dibujando losplanos de nuevos barracones. ¿Cuál esel tuyo? ¿Quién es la Alteste de tubarracón? Ella se lo dijo, después deofrecer la resistencia que correspondía.Había visto cómo Amon arrastraba por

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el pelo a Helen Hirsch, y moriría sialguna vez cortaba accidentalmente lacutícula del pulgar de Amon; y sinembargo ese muchacho le había devueltola timidez de la juventud. Iré a hablarcon tu madre, dijo él. No tengo madre,dijo Rebecca. Entonces hablaré con tuAlteste. Así comenzó su noviazgo, con elpermiso de los mayores y como siexistieran espacio y tiempo suficientes.Como era un chico lleno de ceremonia yfantasía, no la besó. La primera vez quela abrazó fue bajo el techo de Amon.Después de cumplir sus tareas demanicura, Rebecca tomó el agua calientey el jabón que Helen le entregó y se

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deslizó al piso alto, vacío porque seproyectaban reformas, para lavar sublusa y su ropa interior. Usaba paralavar el mismo jarro en que mañanatomaría la sopa.

Estaba inclinada sobre ese pequeñorecipiente espumoso cuando aparecióJosef. ¿Qué haces aquí?, le preguntó.Tomo medidas para los planos de lasreformas. ¿Y tú? Ya lo ves, dijo ella.Pero habla más bajo, por favor.

Josef bailaba por la habitación,estirando la cinta de medir a lo largo delas paredes y las mesas. Hazlo concuidado, dijo ella, ansiosa, conscientedel nivel de exigencia de Amon.

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Ya que estás aquí, dijo él, tambiénpodría medirte. Deslizó la cinta a lolargo de sus brazos y luego desde lanuca de Rebecca hasta el punto másdelgado de su espalda. Ella no podíaresistir el contacto de esos dedos queestablecían sus dimensiones. Perodespués de un largo abrazo, ella le pidióque se marchara. No era un lugaradecuado para una tarde de languidez.

Había otros desesperados romancesen Plaszow, incluso entre las SS, peroeran menos alegres que el verdaderonoviazgo de Josef Bau y la manicura.Por ejemplo, el Oberscharführer AlbertHujar, que había matado a la doctora

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Rosalia Blau en el ghetto y a DianaReiter cuando cedieron los cimientos deun barracón, se había enamorado de unaprisionera judía. La hija de Madritschestaba cautivada por un chico judío delghetto de Tarnow; por supuesto habíatrabajado en la fábrica de Madritsch enTarnow hasta que el experto liquidadorde ghettos, Amon, se encargó declausurar Tarnow al fin del verano,como había hecho con Cracovia. Ahorael chico estaba en el taller de Madritschen Plaszow, donde su hija podíavisitarlo. Pero no tenía salida. Losprisioneros disponían de rincones dondepodían encontrarse los amantes y los

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esposos. Pero todo —las leyes delReich y el extraño código de losprisioneros— se oponía a las relacionesentre Fräulein Madritsch y ese joven.Del mismo modo, el honesto RaimundTitsch se había enamorado de una de susmaquinistas. Era un amor suave, secretoy en gran medida frustrado. En cuanto alOberscharführer Hujar, Amon le ordenópersonalmente que dejara de hacer eltonto; de modo que Albert llevó a suamiga a pasear por el bosque y con grandolor le disparó un balazo en la nuca.

Parecía realmente que la muertependía sobre las pasiones de las SS.Henry y Leopold Rosner lo sabían,

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mientras difundían melodías vienesasjunto a la mesa de Goeth. Una noche unalto y delgado oficial de las Waffen SS,de pelo gris, había acudido a cenar acasa de Amon y, después de beber enabundancia, había pedidoreiteradamente a los Rosner una canciónhúngara, Domingo Triste, unaalmibarada balada amorosa en que unmuchacho está a punto de suicidarse poramor. Poseía exactamente ese tipo desentimiento excesivo que, como Henryhabía observado, atraía a las SS en susratos de ocio. La canción habíaadquirido fama en la década de 1930:los gobiernos de Hungría, Polonia y

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Checoslovaquia habían considerado laposibilidad de prohibirla porque supopularidad había coincidido con unaepidemia de suicidios por amoresinfelices. A veces, los jóvenes que sepreparaban para volarse la cabezacitaban las palabras de la canción en suscartas al juez. Estaba prohibida hacíamucho por el Departamento dePropaganda del Reich. Y ahora eseoficial alto y elegante, losuficientemente mayor para tener hijos ehijas adolescentes envueltos en pasionesjuveniles, se dirigía una y otra vez a losRosner para decir: «Tocad Domingotriste». Aunque el doctor Goebbels no

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lo hubiera permitido, nadie en lassoledades del sur de Polonia pensabadiscutir con un oficial combatiente delas SS con dolorosos recuerdos de amor.

Cuando el invitado pidió por cuartao quinta vez la canción, Henry Rosnersintió una increíble convicción. En susorígenes tribales, la música siempre eramágica y siempre buscaba un resultado.Y nadie, en Europa, tenía un sentido másclaro del poder del violín que un judíode Cracovia como Henry, provenientede aquellas familias para quienes lamúsica no es tanto algo aprendido comoheredado, así como el rango de lossacerdotes hereditarios, los Kohen.

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Henry pensó en ese momento, según dijodespués: «Dios mío, si tengo ese poder,tal vez este hijo de perra se suicide».

La repetición otorgó legitimidad a lamúsica prohibida de Domingo Triste enel comedor de Amon, y ahora Henrydeclaraba la guerra con ella. Leopoldtocaba con él, bajo las miradas demelancolía casi agradecidas que eloficial les dirigía.

Henry sudaba: pensaba que estabatocando en su violín tan visiblemente lamuerte del SS, que cualquier momentoAmon lo advertiría y lo llevaría a laparte trasera de la casa para ejecutarlo.En cuanto al nivel de la interpretación

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de Henry, no tiene sentido preguntar siera bueno o malo. Henry estaba poseído.Y sólo un hombre lo advirtió, el oficialSS, que, a través de la estrepitosaconversación de ebrios de Bosch,Scherner, Czurda y Amon, continuabamirando fijamente a los ojos de Henry,como si pensara ponerse en pie encualquier momento para decir: «Porsupuesto, el violinista tiene toda larazón. No tiene sentido soportar unaaflicción como ésta».

Los Rosner repitieron esa músicahasta el límite en que Amon solía gritar«¡Basta!». El oficial se levantó y salióal balcón. Henry comprendió de

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inmediato que todo lo que él podía hacera ese hombre estaba hecho. Se deslizó,con su hermano, a Lehar y a Von Suppé,procurando cubrir sus huellasrotundamente con la opereta. El invitadose quedó en el balcón y un rato mástarde interrumpió la fiesta disparándoseun tiro en la cabeza.

Así era el sexo en Plaszow. Piojos,ladillas y urgencia dentro de lasalambradas, crimen y locura fuera deellas. Y, en el centro, Josef Bau yRebecca Tannenbaum bailaban la danzaritual del cortejo.

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Entre las nieves de ese año, hubo enPlaszow un cambio administrativoadverso para todos los amantes delinterior. En los primeros días de enerode 1944, Plaszow pasó a ser unKonzentrationslager sometido a laautoridad central de la OficinaAdministrativa y Económica de las SSde Oranienburg, en las afueras deBerlín, cuyo mando ejercía el generalOswald Pohl. Los subcampos dePlaszow —como Emalia, de OskarSchindler— estaban ahora bajo elcontrol de Oranienburg. Los jefes de

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policía Scherner y Czurda perdieron suautoridad directa. Las tarifas pagadaspor los prisioneros que empleabanOskar y Madritsch no iban ya a la callePomorska, sino al despacho del generalRichard Glucks, jefe de la Sección D(campos de concentración) de Pohl. SiOskar quería algún favor, no sólo debíaconducir hasta Plaszow y emborrachar aAmon o invitar a Julian Scherner acenar, sino también dirigirse a ciertosoficiales del gran complejo burocráticode Oranienburg. Oskar aprovechó laprimera oportunidad que tuvo paraviajar a Berlín y conocer a las personasvinculadas con sus asuntos. Oranienburg

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había sido inicialmente un campo deconcentración. Ahora era un conjunto deedificios administrativos. Desde losdespachos de la Sección D sereglamentaban todos los aspectos de lavida y la muerte en las prisiones. Sujefe, Richard Glucks, era quien decidía,en consulta con Pohl, la proporciónentre los trabajadores esclavos y loscandidatos a las cámaras de gas,resolviendo una ecuación en que Xrepresentaba el trabajo esclavo e Y a loscondenados con mayor urgencia.

Glucks había establecidoprocedimientos para cada situación y sudepartamento emitía memorando

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redactados en el lenguaje anestésico deldistante especialista en planificación:

Oficina Principal SSAdministrativa y EconómicaJefe de Sección D(campos de concentración)D1-AZ:14fl-ot-S-GEH TGB NO453/44A los Comandantes de losCampos de ConcentraciónDa, Sah, Bu, Mau, Slo, Neu, AuI-III.Gr-Ro, Natz, Stu, Rav, Herz, A-L-Bels,Gruppenl. D. Riga, Gruppenl. D.

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Cracow (Plaszow).

Registrándose un aumento en lassolicitudes formuladas por losComandantes de Campo para laflagelación de prisioneros afectados alas industrias de producción de guerraen casos de sabotaje, ordeno:

que en el futuro se formule unasolicitud de ejecución en la horca paratodos los casos probados de sabotaje(con un informe adjunto de la dirección).La ejecución debe realizarse entre losmiembros reunidos del destacamento detrabajo correspondiente. Se debeproclamar el motivo de la ejecución

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para obtener un efecto disuasorio.Firmado: SS Obersturmführer

En esa disparatada cancillería,algunos documentos analizaban lalongitud que debía tener el pelo de losprisioneros para que pudieraconsiderarse de utilidad económica en«la manufactura de calcetines de pelopara las tripulaciones de los submarinosy de alfombrillas de pelo para losferrocarriles del Reich»; otrosestudiaban si los formularios queregistraban las «bajas mortales» debíanarchivarse en ocho departamentos o sibastaba con una carta unida a la ficha

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personal a medida que se actualizabanlos datos.

Y a ese lugar acudía Herr Schindler,de Cracovia, para hablar de su pequeñaindustria de Zablocie. Enviaron aatender a Oskar a un oficial de rangomedio, un funcionario menor depersonal.

Oskar no se desanimó. Habíapatronos de prisioneros judíos de mayorimportancia que él. Los grandeselefantes: Krupp, naturalmente, e I.G.Farben. Y las fábricas de cables dePlaszow. Walter C. Toebbens, elindustrial de Varsovia a quien Himmlerhabía tratado de alistar en la Wehrmacht,

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empleaba más prisioneros que HerrSchindler. Y también las acerías deStalowa Wola, las fábricas de avionesde Budzyn y Zakopane, las instalacionesde Steyr-Daimler-Puch en Radom.

El funcionario tenía en su mesa losantecedentes de Emalia. Espero, dijobrevemente, que no desee ustedaumentar las dimensiones de su campo.Sería imposible sin correr el riesgo deuna epidemia de tifus.

Oskar hizo un gesto, indicando queeso no le importaba. Pero le interesabala permanencia de su fuerza de trabajo.Había hablado del asunto, dijo, con suamigo el coronel Erich Lange. Ese

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nombre significaba algo para el SS.Oskar le dio una carta del coronel, queel hombre leyó. El despacho estaba tantranquilo y silencioso que sólo se podíaoír el rasguear de las plumas, el susurrode los papeles, las conversaciones envoz baja, como si nadie en ese lugarsupiera que estaba en el corazón de ununiverso de gritos.

El coronel Lange era un hombre degran influencia, jefe de estado mayor dela Inspección de Armamentos en elCuartel General del Ejército de Berlín.Oskar lo había conocido en una reuniónen el despacho del general Schindler, enCracovia. Ambos hombres se habían

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gustado de inmediato. En las reunionessolía ocurrir que dos personas sintieranmutuamente su resistencia al régimen yse retiraran a un lugar apartado paraponerse a prueba y, tal vez, paraestablecer una amistad. Erich Lange sehabía escandalizado ante los campos detrabajo de Polonia, como la fábrica dela I.G. Farben en Buna, por ejemplo,donde los capataces adoptaban el tonode las SS y obligaban a los prisioneros adescargar cemento a la carrera y dondelos cadáveres de los presos hambrientosy desgastados eran arrojados a lastrincheras construidas para los cables yrecubiertos de cemento. «No estáis aquí

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para vivir, sino para ser sepultados encemento», decía un capataz a losprisioneros recién llegados. Lange habíaoído pronunciar esas palabras y se habíasentido muy mal.

La carta que llevaba Schindler habíasido precedida por varias llamadastelefónicas; tanto carta como llamadasformulaban iguales aseveraciones: «EstaInspección de Armamentos consideraque los equipos de cocina y las granadasantitanque de 45 mm de Herr Schindlerson una importante contribución a lalucha por la supervivencia nacional.Herr Schindler ha entrenado un conjuntode operarios especializados, y no debe

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hacerse nada que interfiera con lastareas que cumplen bajo la supervisióndel Herr Direktor Schindler».

El funcionario quedó impresionado,y dijo que sería sincero con HerrSchindler. No había planes de alterar lasituación del campo de Zablocie, ni deinterferir con su población. Sinembargo, el Herr Direktor debíacomprender que la situación de losjudíos, aunque sean obreros calificadosde una fábrica de armas, es siemprearriesgada. Incluso en nuestras propiasempresas de las SS. La Ostindustrieemplea prisioneros en las turberas, enuna fábrica de cepillos y una fundición

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de hierro de Lublin, y en fábricas deRadom y Trawniki. Pero, aunque laOstindustrie es la compañía de las SS,otras ramas de las SS aniquilancontinuamente su fuerza de trabajo, a talpunto que ahora la Osti estáprácticamente inactiva. Y en los centrosde exterminio jamás se conserva unporcentaje de prisioneros suficiente parael trabajo de las fábricas. Esto hadeterminado una cantidad decorrespondencia, pero los superioresson intransigentes. Por supuesto, dijo elfuncionario, repicando con los dedossobre la carta, haré lo que pueda porusted.

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Comprendo su problema, dijo Oskar,mirando al hombre de las SS con unasonrisa radiante. Si puedo expresar migratitud de alguna manera…

Oskar salió de Oranienburg conciertas garantías acerca de lapermanencia de su campo de trabajo deZablocie.

La nueva caracterización de Plaszowafectaba a los amantes porque establecíauna adecuada separación penal de lossexos, de acuerdo con las precisasinstrucciones de la OficinaAdministrativa y Económica de las SS.

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Se electrificarían las cercas entre elsector de las mujeres y el de loshombres, la que rodeaba el sectorindustrial y la perimetral. Lasdirectrices de la Oficina detallaban elvoltaje, la distancia entre los alambres,la cantidad de aisladores. Amon y sushombres comprendieron rápidamente lasposibilidades disciplinarias del nuevosistema. Ahora podían poner de plantóna los prisioneros veinticuatro horasininterrumpidas entre la cerca exteriorelectrificada y la interior. Si vacilabande fatiga, sabían que a unos centímetrosde su espalda corrían centenares devoltios. Por ejemplo, Mundek Korn, que

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regresó al campo con un destacamentode prisioneros en que faltaba uno, seencontró en ese estrecho espacio por undía y una noche.

Aún peor que el riesgo de caercontra la cerca electrificada era que ledieran corriente desde el final de larevista de la noche hasta la diana del díasiguiente, abriendo un abismo entrehombres y mujeres. Ahora sólo había unmomento para el contacto, cuando laAppellplatz estaba atestada, antes de quese gritaran las órdenes de ponerse encolumna. Cada pareja eligió unamelodía que silbaba entre lamuchedumbre, tratando de oír la

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respuesta entre un bosque de silbidos.También Rebecca Tannenbaumestableció su melodía simbólica. Lasinstrucciones de la Oficina del generalPohl habían obligado a los prisionerosde Plaszow a adoptar las estratagemasconyugales de las aves. Y, de este modo,el noviazgo formal de Rebecca y Josefcontinuó.

Luego Josef consiguió en el depósitode ropas el vestido de una prisioneramuerta. Con frecuencia, después de larevista de los hombres, se dirigía a lasletrinas, se ponía el largo vestido y secubría el pelo con un gorro ortodoxo, yse unía a la formación de las mujeres. Su

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pelo corto no podía sorprender a losguardias, porque la mayoría de lasmujeres estaban rapadas a causa de lospiojos. Con las trece mil prisioneras,entraba en el sector de las mujeres ypasaba la noche en el barracón 57,sentado, acompañando a Rebecca.

Las ancianas de ese barracónaceptaron la palabra de Josef. Si éldeseaba un cortejo tradicional, ellascumplirían su papel tradicional decarabinas. Josef era también para ellasun regalo; les permitía jugar a suceremoniosa identidad de preguerra.Desde sus literas vigilaban a los dosjóvenes hasta que todos dormían. Si

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alguna de ellas pensó: «No nospreocupemos demasiado, en un tiempocomo éste, por lo que hagan los jóvenesa la madrugada», jamás lo dijo. Dos delas ancianas se apretujaban en unaestrecha litera para que Josef tuviera unalibre. La incomodidad, el olor del otrocuerpo, el riesgo de las mutuasmigraciones de piojos, nada tenía tantaimportancia como la propia estima ycomo el desarrollo del cortejo según lasnormas.

Al final del invierno, Josef, con elbrazal de la Oficina de Construcciones,se acercó a la nieve curiosamenteinmaculada de la franja situada entre la

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cerca interior y la electrificada y, con lacinta metálica en la mano, fingió mediresa tierra de nadie por alguna razónarquitectónica.

En la base de los pilares de cementoerizados de aisladores de porcelanacrecían las primeras florecillas del año.Sin abandonar su cinta, recogió muchasy las guardó en su chaqueta. Después sedirigió a la calle Jerozolimska; pasabajunto a la casa de Amon, con el pechocubierto de flores, cuando elcomandante bajó los escalones delfrente. Josef Bau se detuvo. Erapeligrosísimo detenerse, dar ante Amonla impresión de un movimiento

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contenido. Pero ya que lo había hecho,se mantuvo inmóvil, temiendo que esecorazón que tan enérgica y honestamentehabía consagrado a la huérfana Rebeccase convirtiera en un nuevo blanco paraAmon.

Pero cuando éste pasó a su lado, sinverlo, sin objetar que estuviera allí conuna ociosa cinta métrica en la mano,Josef Bau sintió que esto tenía unsignificado. Nadie escapaba de Amon sino era por un destino manifiesto. Un día,Amon había entrado inesperadamente enel campo de trabajo por la puertaposterior, con el uniforme de matar, yhabía encontrado a la chica Warrenhaupt

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en el garaje, dentro de un coche ymirándose en el espejo retrovisor. Lasventanillas que le habían ordenadolimpiar estaban sucias. Había muertopor eso. Y por una ventana de la cocinaAmon había visto, en otra oportunidad,que una madre y una hija mondabanpatatas con demasiada lentitud: apoyadosobre el antepecho, las había matado alas dos. Y, sin embargo, ahora, casi allado de su puerta, había encontrado algoque odiaba, un dibujante judíoenamorado e inmóvil, con una cintamétrica en la mano, y había pasado delargo. Bau sintió la necesidad deconfirmar su absurda buena suerte con

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una acción decidida. Y el matrimonioera, por supuesto, la acción másdecidida que existía.

Regresó al edificio de laadministración, subió la escalera hastael despacho de Stern y pidió a Rebeccaque se casara con él. A Rebecca leagradó y le preocupó que la urgenciaapareciera en escena.

Esa noche, con el vestido de laprisionera muerta, visitó nuevamente asu madre y a las ancianas del barracón57. Sólo faltaba un rabino. Pero lapresencia de un rabino habríasignificado que estaban ya muy cerca deAuschwitz, y que no había tiempo para

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que unas personas que necesitaban losritos del Kiddushin y el nissuinpudieran pedirle ese último ejercicio desu sacerdocio antes de que entrara en elhorno.

Josef se casó con Rebecca una nochemuy fría de febrero, un domingo. Nohubo rabino. La señora Bau, madre deJosef, ofició. Eran judíos reformados, demodo que podían prescindir delketubbah escrito en arameo. En su taller,el joyero Wulkan había logrado hacerdos anillos con una cucharilla de plataque la señora Bau había escondido. Enel suelo del barracón, Rebecca girósiete veces en torno de Josef, quien

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aplastó cristales con sus pies (unabombilla quemada de la Oficina deConstrucciones).

Habían destinado a la pareja unalitera alta. Para mayor intimidad, estabarodeada de mantas. Josef y Rebeccatreparon hasta allí en la oscuridad, entrebromas terrenales. En las bodas dePolonia siempre había un período detregua en que se daba oportunidad deexpresarse al amor profano. Si losinvitados a la boda no deseaban proferirellos mismos chistes de doble sentido,contrataban a un bromista profesional debodas. Y, esa noche, las mujeres quequizá diez o veinte años antes

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desaprobaban las frases atrevidas y lasrisotadas de los hombres, permitiéndosesólo por momentos acceder a ladiversión, como personas maduras,desempeñaron el papel de todos losbromistas de bodas, muertos y ausentes,del sur de Polonia.

Josef y Rebecca no habían estadojuntos más de diez minutos cuando seencendieron las luces del barracón.Mirando entre las mantas, Josef vio alUntersturmführer Scheidt caminandoentre las literas superpuestas. Su eternasensación de destino sobrecogió a Josef.Por supuesto, habían descubierto que noestaba en su litera, y habían enviado a

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uno de los más crueles oficiales abuscarlo al barracón de su madre. Amonsólo había sido cegado por un instantepara que Scheidt, que era veloz con elgatillo, viniera a matarlo la noche de suboda.

Sabía también que todas las mujeresestaban en peligro: su esposa, su madre,las que habían pronunciado las bromasmás atrevidas y exquisitas. Empezó apedir que lo perdonaran. Rebecca lepidió que callara. Quitó las mantas. Aesa hora de la noche, pensó, Scheidt notreparía a una litera alta si no había unmotivo. Las mujeres de las literasinferiores le pasaron sus pequeñas

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almohadas rellenas de paja. Josef sehabía casado, es cierto; pero en esemomento era un niño a quien había queesconder. Rebecca lo empujó contra elángulo de la litera y lo cubrió dealmohadas. Vio pasar a Scheidt pordebajo y salir del barracón por la puertatrasera. Las luces se apagaron. Entre unaúltima lluvia de oscuros chistes, los Bauregresaron a su intimidad.

Muy poco después se oyeron lassirenas. Todo el mundo se incorporó enla oscuridad. Para Josef, eso significabaque sí, que estaban decididos a impedirsu boda ritual. Que habían encontradovacía su litera y lo buscaban, ahora de

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verdad.Las mujeres se apretujaban en los

pasillos. También ellas lo sabían. Oíaque lo decían. Su amor a la antigua lasmataría a todas. La Alteste del barracón,que tan bien se había portado con ellos,sería fusilada en primer término cuandose encendieran las luces y sedescubriera al novio vestido de mujer.

Josef Bau recogió sus ropas. Besórápidamente a su esposa, se deslizó alsuelo y salió del barracón a la carrera.El aullido de las sirenas perforaba laoscuridad. Corrió por la nieve sucia,con su chaqueta y el viejo vestido bajoel brazo. Cuando encendieran las luces,

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lo verían desde las torres. Pero tenía laloca idea de que podía llegar a la cercaantes que la luz, y que incluso podíasaltar sobre ella entre los ciclosalternados de la corriente. Una vez devuelta en el sector de los hombres,podía inventar alguna historia, unadiarrea súbita, se había desmayado en elsuelo de las letrinas y había despertadocon las sirenas.

Si se electrocutaba, pensó mientrascorría, no podría confesar a qué mujervisitaba. Mientras se acercaba a losalambres de la inmolación nocomprendía que habría una de esasescenas escolares en la Appellplatz y

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que Rebecca se vería obligada, de todosmodos, a dar un paso al frente.

La cerca entre el sector de loshombres y el de las mujeres tenía nuevealambres electrificados. Josef Bau saltóhacia arriba, para poder poner el pie enel tercero y alcanzar con sus manos elsegundo contando desde arriba.Imaginaba que podría deslizarse porencima con la vivacidad de una rata,pero simplemente quedó colgado de lacerca. Creyó que la frialdad del metalera el primer mensaje de la corriente.Pero no había corriente. No había luz.Josef Bau, apretado contra la cerca, nose detuvo a pensar por qué. Pasó por

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encima y se dejó caer en el sector de loshombres. Eres un hombre casado, sedijo. Se deslizó a las letrinas, junto a lasduchas. «Una terrible diarrea, HerrOberscharführer.» Se detuvo jadeante,en mitad del hedor. La ceguera de Amonel día de las flores… La consumación,esperada con indecible paciencia,interrumpida dos veces… Scheidt y lassirenas… Un problema con las luces ylas cercas. Vacilante, sin aliento, sepreguntó si podía soportar laambigüedad de su vida. Como otros,anhelaba un rescate más definido.

Fue uno de los últimos en unirse alos hombres formados ante el barracón.

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Temblaba, pero estaba seguro de que elAlteste lo protegería. «Sí, HerrUntersturmführer; he dado permiso alHaftling Bau para ir a las letrinas».

No lo buscaban a él. Buscaban a tresjóvenes sionistas que habían huido en uncamión cargado con los productos deltaller de tapizado, donde hacían, conalgas, colchones para la Wehrmacht.

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CAPÍTULO 27

El 28 de abril de 1944 Oskarreconoció, al mirarse de lado en elespejo, que su cintura se habíaensanchado. Cumplía treinta y seis años.Pero esta vez, al menos, nadie semolestaría en denunciarlo si besaba alas chicas. Cualquier informante quehubiera entre los técnicos alemanesestaría desmoralizado, puesto que las SShabían permitido a Oskar salir dePomorska y de Montelupich, sitios quese consideraban inaccesibles para todainfluencia.

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Emilie envió su habitual felicitacióndesde Checoslovaquia: Ingrid y VictoriaKlonowska le hicieron regalos. Su vidaprivada casi no había cambiado en loscuatro años y medio que llevaba enCracovia. Ingrid era su consorte,Victoria su amiga, Emilie una esposacomprensiblemente ausente. No serecuerdan las amarguras ni lasperplejidades de cada una, pero prontosería evidente que había cierta frialdaden las relaciones de Oskar con Ingrid,que la Klonowska, una amiga siempreleal, se contentaba con una liaisonesporádica, y que Emilie considerabaaún que su matrimonio era indisoluble.

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Por el momento, entregaban sus regalosy reservaban su opinión.

Otras personas participaron en lacelebración. Amon permitió que HenryRosner fuera con su violín a la calleLipowa, custodiado por el mejorbarítono de la guarnición ucraniana. Enese momento, Amon estaba muysatisfecho de su asociación conSchindler. A cambio de su permanenteapoyo al campo de trabajo de Emalia,Amon había pedido un día, y recibido,el Mercedes de Oskar; no el cacharroque Oskar había comprado a John, sinoel coche más elegante del garaje deEmalia.

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El recital se realizó en el despachode Oskar. Sólo Oskar estaba presente,como si el bullicioso empresarioestuviera harto de compañía.

En un momento en que el ucranianose fue al lavabo, Oskar habló a Henry desu depresión. Estaba preocupado por lasnoticias de la guerra. Había demoras.Los ejércitos rusos se habían detenidodel otro lado de las ciénagas de Pripet,en Bielorrusia, ante Lwow. Los temoresde Oskar sorprendieron a Henry. ¿Acasono comprendía, se preguntó, que si nadiecontenía a los rusos eso significaría elfin de sus actividades?

—Muchas veces he pedido a Amon

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que le permita instalarse aquípermanentemente —dijo Oskar a Rosner—. Con su esposa y su hijo. Pero noquiere saber nada: siente granadmiración por usted, mas…

Henry estaba agradecido. Pero leparecía conveniente señalar que sufamilia estaba segura en Plaszow. Porejemplo, Goeth había descubierto a sucuñada fumando mientras trabajaba, yhabía ordenado su ejecución. Pero unode los suboficiales había dicho al HerrKommandant que esa mujer era laseñora Rosner, la esposa delacordeonista. Oh, había dicho Amon alperdonarla, pero recuerda, muchacha, no

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quiero que nadie fume en el trabajo.Henry dijo a Oskar que a esa actitud

de Amon —esa inmunidad de los Rosnerpor su talento musical— se debía queManci hubiese decidido llevar al campoa su hijo de ocho años, Olek. Habíaestado escondido en Cracovia, en casade unos amigos; pero eso era cada vezmenos seguro. Una vez en el interior,Olek se podía confundir con la pequeñamultitud de niños, muchos no registradosen la prisión, que los prisioneroscuidaban y los oficiales de menorgraduación no maltrataban. Pero llevar aOlek a Plaszow había sido peligroso.Poldek Pfefferberg, que había ido a la

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ciudad a buscar herramientas en uncamión, había traído al chico a suregreso. Los ucranianos casi lo habíandescubierto en la puerta, cuando todavíaera un extraño y contravenía todos losestatutos raciales del Gobierno Generaldel Reich. Sus pies asomaban por elextremo de la caja que había entre lostobillos de Pfefferberg. «SeñorPfefferberg, señor Pfefferberg», habíaoído decir Poldek, mientras losucranianos registraban la parte posteriordel camión, «se me ven los pies».

Henry podía reír ahora, aunquecautelosamente, porque había aúnmuchos ríos que cruzar. Pero Schindler

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reaccionó dramáticamente, con un gestoque parecía brotar de la melancolíalevemente alcohólica que había caídosobre él ese aniversario. Alzó su sillónhasta la altura del retrato del Führer. Porun segundo, pareció que iba a lanzarlocontra el icono. Pero giró sobre sustalones, lo bajó hasta que las cuatropatas estuvieron a la misma distanciadel suelo y entonces lo hundió en laalfombra con tal violencia quetemblaron las paredes.

Luego dijo:—Allí están quemando cadáveres,

¿no es verdad?Henry hizo una mueca, como si el

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olor llegara a esa habitación.—Si —admitió—. Han comenzado.

Ahora que Plaszow era, en ellenguaje de los burócratas, un KL(Konzentrationslager), sus reclusosconsideraban menos peligroso unencuentro con Amon. Los jefes deOranienburg no permitían lasejecuciones sumarias. Los días en que sepodía castigar en el acto a lasmondadoras de patatas lerdas ya habíanpasado. Sólo se podían matar con unproceso en regla. Debía haber unaaudiencia, de la cual se enviaba un

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informe por triplicado a Oranienburg.Debía confirmar la sentencia eldespacho del general Ghicks, y tambiénel Departamento W (EmpresasEconómicas) del general Pohl. Porque,si un comandante mataba obrerosesenciales, el Departamento W podíarecibir demandas de compensación. Porejemplo, Allach-Munich Ltd., fabricantede porcelanas que empleabatrabajadores esclavos de Dachau, habíasolicitado recientemente treinta y un milochocientos marcos porque «a causa dela epidemia de tifoidea que se declaróen enero de 1943, no hemos tenidotrabajadores a nuestra disposición desde

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26 de enero hasta el 3 de marzo de1943. Por lo tanto, creemos tenerderecho a compensación según laCláusula 2 del Fondo de CompensaciónComercial…».

Las responsabilidades delDepartamento W se agravaban si lapérdida de trabajadores calificados sedebía al celo de un oficial de las SSdemasiado veloz con el gatillo.

Por lo tanto, para evitar el papeleo ylas complicaciones burocráticas, Amoncontenía en general sus impulsos. Laspersonas que lo veían en la primavera ya principios del verano de 1944entendían que había menos peligro,

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aunque nada sabían del Departamento Wni de los generales Pohl y Glucks. Lesparecía tan misterioso como la mismalocura de Amon.

Sin embargo, como Oskar le habíadicho a Henry Rosner, ahora estabanquemando cadáveres en Plaszow. Entresus preparativos para la ofensiva rusa,las SS suprimían sus instituciones deleste. Treblinka, Sobibor y Belzec habíansido evacuados el otoño anterior. Sehabía ordenado a las Waffen SS, que losdirigían, dinamitar las cámaras y loscrematorios para no dejar huellas, yluego partir a Italia para luchar contralos partigiani. El inmenso complejo de

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Auschwitz, en el seguro territorio deAlta Silesia, completaría la gran tareadel este y, una vez terminada, loscrematorios serían enterrados. Porquesin la evidencia de los crematorios losmuertos no podrían presentar testigos,serían solamente un susurro en el viento,un polvo etéreo sobre las hojas de losálamos.

En Plaszow las cosas no eran tansencillas, porque había muertos en todaspartes. En el entusiasmo de la primaverade 1943, los cuerpos —y en particularlos cuerpos de los muertos en los dosúltimos días del ghetto— habían sidoarrojados al azar a las fosas comunes

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abiertas en el bosque. Pero ahora eldepartamento D ordenaba a Amon quelos buscara a todos.

Las estimaciones de la cantidadvarían ampliamente. Las publicacionespolacas, fundadas en los trabajos de laComisión de Investigación de losCrímenes Nazis en Polonia, y otrasfuentes, sostienen que ciento cincuentamil prisioneros, muchos de ellos entránsito a otros lugares, pasaron porPlaszow y sus cinco subcampos. Lospolacos creen que ochenta mil murieronallí, principalmente en las ejecucionesmasivas de Chujowa Gorka y a causa deepidemias.

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Estas cifras confunden a los reclusossupervivientes de Plaszow querecuerdan la terrible tarea de incinerar alos muertos. Dicen que la cantidad queellos exhumaron varía entre ocho y diezmil —una terrible multitud— y que nodesean exagerar. La distancia entre lasdos estimaciones se acorta si serecuerda que las ejecuciones depolacos, gitanos y judíos continuaría alo largo de todo ese año en ChujowaGorka y en otros puntos, cerca dePlaszow, y que las SS adoptaron lapráctica de quemar los cuerposinmediatamente después de las masacresde la fortificación austriaca. Además,

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Amon no consiguió sacar todos loscadáveres de los bosques. Seencontraron muchos miles más en lasexhumaciones de posguerra; y todavíahoy, a medida que los suburbios deCracovia se extienden hacia Plaszow, sedescubren huesos cuando se construyencimientos.

Oskar vio una serie de hogueras enla elevación situada sobre los talleresdurante una visita que hizo a Plaszowjustamente antes de su cumpleaños.Cuando regresó, una semana más tarde,esa actividad había aumentado.Prisioneros varones, con mascarillas,exhumaban los cuerpos. Los

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transportaban en carretillas y angarillas,cubiertos con mantas, hasta el sitioelegido. Allí los colocaban sobretroncos entrecruzados. Construían unapira, capa por capa, y cuando alcanzabala altura del hombro, vertían petróleo yle prendían fuego. Pfefferberg sehorrorizó al ver la momentánea vida quelas llamas conferían a los muertos, laforma en que los cuerpos se sentaban,arrojando lejos los leños encendidos, enque los miembros se extendían y lasbocas se abrían para una palabra final.Un joven SS corría entre las pirasagitando una pistola y rugiendo órdenesfrenéticas. Las cenizas de los muertos

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caían sobre las ropas tendidas en losjardines posteriores de las casas de losoficiales jóvenes. Oskar se asombró alver cómo reaccionaba el personal alhumo, como si esas cenizas fueran uninevitable subproducto industrial. Y,entre la niebla creada por las piras,Amon salía a caballo con Majola.Ambos parecían tranquilos en sus sillas.Leo John llevaba a su hijo de doce añosa cazar renacuajos en las zonaspantanosas del bosque. Las llamas y elolor no los apartaban de sus vidascotidianas.

Oskar, en el asiento del conductor desu BMW, con las ventanas cerradas y un

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pañuelo sobre la nariz y la boca, pensóque los Spira ardían con los demás. Lehabía sorprendido la ejecución de todoslos policías del ghetto y de sus familiasla última Navidad, apenas Symche Spiraterminó de supervisar la destrucción delghetto. Los habían llevado allí a todos,con sus esposas e hijos, y los habíanmatado a la caída del frío sol. Habíanmatado a los más fieles (Spira yZellinger), así como a los másreticentes. Spira, y la vergonzosa señorade Spira, y los poco dotados niños deSpira a quienes había dado clasesPfefferberg: todos estaban desnudos antelos rifles, apretujándose entre sí,

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temblando. El napoleónico uniforme deSpira era un montoncillo de ropa areciclar, caído junto a la entrada de lafortificación. Y Spira quizá seguíaasegurando a todos que eso no podíaocurrir.

La ejecución había asombrado aOskar porque demostraba que un judíono podía ofrecer ninguna muestra desumisión que pudiera asegurarle lasupervivencia. Y ahora quemaban a losSpira tan anónima e ingratamente comolos habían fusilado.

Incluso a los Gutter. Eso habíaocurrido el año anterior, después de unacena en casa de Amon. Oskar se había

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marchado temprano, pero luego seenteró de lo ocurrido. John y Neuschelhabían obligado a Bosch. Pensaban queél no era capaz. Siempre se habíajactado de ser un veterano de lastrincheras. Pero no le habían vistopracticar jamás una ejecución.Continuaron durante horas: fue la bromade la noche. Finalmente, Bosch ordenóque sacaran de sus barracones a DavidGutter, su esposa, su hijo y su hija.También en ese caso se trataba de fielesservidores. David Gutter había sido elúltimo Presidente del Judenrat y habíacooperado en todo; jamás había ido a lacalle Pomorska a protestar por las

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Aktionen o por las dimensiones de lostraslados a Belzec. Gutter había firmadotodo, considerando razonable cualquierexigencia de los alemanes. Y, además,Bosch había utilizado a Gutter comoagente dentro y fuera de Plaszow, y lohabía enviado a Cracovia concargamentos de muebles reciéntapizados y bolsos de joyas para venderen el mercado negro. Y Gutter lo habíahecho, en parte porque era de todosmodos un delincuente, pero sobre todoporque creía que así su esposa estaría asalvo.

A las dos de esa madrugada polar,un policía judío, Zauder, amigo de

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Pfefferberg y de Stern, y a quien mataríaPilarzik durante una de sus correrías deborracho, oyó lo que ocurría. Boschordenó a los Gutter que se alinearan enuna depresión del suelo, cerca del sectorde las mujeres. Los niños suplicaban,pero David y la señora Gutter semostraban serenos, sabiendo que nohabía remedio. Y ahora, mientras Oskarmiraba las hogueras, todas esas pruebas,los Gutter, los Spira, los rebeldes, lossacerdotes, los niños, las muchachasbonitas con documentos arios, todovolvía a esa colina de la locura para serborrado por el temor de que los rusosentraran en Plaszow y dieran demasiada

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importancia al asunto.«Se deben tomar precauciones con

la eliminación de todos los cuerpos enel futuro», decía una carta deOranienburg a Amon; para ese fin seenviaría un representante de una firmade ingeniería de Hamburgo a examinarel terreno para construir crematorios.Mientras tanto, se debían colocar loscadáveres en tumbas cuidadosamenteseñaladas para su recuperaciónposterior.

Cuando Oskar vio la cantidad dehogueras de Chujowa Gorka, en susegunda visita, su primer impulso fue nosalir del coche, ese cuerdo mecanismo

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alemán, y regresar a su casa. Pero encambio fue a visitar a sus amigos de lostalleres y luego a Stern. Creía quemientras esas cenizas entraban por lasventanas, no era improbable que la gentede Plaszow pensara en el suicidio. Y, sinembargo, era él quien se mostraba másdeprimido. No preguntó, como solía:«Si Dios ha hecho al hombre a suimagen y semejanza, Herr Stern, ¿quéraza se le parece más? ¿Un polaco separece más a Dios que un checo?». Encambio, murmuró:

—¿Qué piensa la gente?Stern respondió que los prisioneros

eran prisioneros: hacían su trabajo y

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esperaban sobrevivir.—Yo los sacaré —dijo Oskar de

pronto, apoyando el puño sobre la mesa—. Los sacaré a todos de aquí.

—¿A todos? —preguntó Stern. No lohabía podido evitar. Esos bíblicosrescates masivos no estaban de acuerdocon estos tiempos.

—A ustedes —dijo Oskar—. Austedes.

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CAPÍTULO 28

En el despacho de Amon en eledificio de la administración había dosmecanógrafos. Una muchacha alemanallamada Frau Kochmann, y un jovenprisionero estudioso, Mietek Pemper.Pemper sería más adelante secretario deOskar, pero en el verano de 1944todavía trabajaba con Amon y, comocualquier otra persona en su situación,no tenía demasiada confianza en susposibilidades.

Entró en contacto con Amon tanaccidentalmente como la criada, Helen

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Hirsch. Pemper fue llamado al despachode Amon porque alguien lo habíarecomendado al Herr Kommandant.

El prisionero era estudiante decontabilidad, mecanógrafo al tacto, ysabía taquigrafía en alemán y polaco. Sedecía que su memoria era prodigiosa.Así, víctima de su propia capacidad,Pemper se encontró al lado de Amon, enel despacho principal de Plaszow, y aveces acudía a su casa para que elcomandante le dictara.

La ironía es que, a pesar de lostestimonios de tantos prisioneros, seríala memoria fotográfica de Pemper lo quellevaría a Amon con más eficacia a la

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horca.Pemper era el segundo mecanógrafo.

Para los documentos confidenciales,Amon se valía de su secretaria alemana,Frau Kochmann, que era mucho menoscompetente que Mietek y muy lentacomo taquígrafa. A veces, Amon rompíala regla y dictaba textos confidencialesal joven Pemper. Mientras estabasentado frente a Amon, con el bloc denotas en las rodillas, Mietek no podíaevitar distraerse por dos sospechascontradictorias. Una era que todos esosinformes y memorandos cuyos detallesquedaban grabados en su menteextraordinaria harían de él un testigo de

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primera el remoto día en que Amon y élestuviesen ante un tribunal. La otra eraque Amon terminaría por eliminarlo,como se hace con un documentopeligroso.

Sin embargo, todas las mañanasMietek preparaba sus propios juegos defolios, papel carbón y copias, y unadocena para la chica alemana. Cuandoella terminaba su trabajo, Pemper seocupaba de destruir el papel carbón;pero no lo hacían sin leerlo antes. Noguardaba notas escritas, pero la fama desu buena memoria lo acompañaba desdela infancia. Sabía que si alguna vez sereunía ese tribunal, y si Amon se sentaba

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en el banquillo de los acusados, él habíade sorprender al comandante con laprecisión de sus datos y fechas.

Pemper vio así varios sorprendentesdocumentos secretos. Por ejemplo, unmemorando sobre la aplicación delatigazos a las mujeres. El memorandorecordaba a los comandantes de loscampos que debían practicarse con lamáxima energía. Como se considerabaindecoroso emplear, para esa tarea,personal de las SS, las mujeres checasdebían ser azotadas por las eslovacas, ylas eslovacas por las checas. Lo mismocon las rusas y las polacas. Loscomandantes debían usar la imaginación

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para explotar las diferencias nacionalesy culturales.

Una circular establecía que loscomandantes no poseían el derecho deimponer sentencias de muerte, y quedebían pedir la autorizacióncorrespondiente, por carta o telegrama,a la Oficina Principal de Seguridad delReich. Amon había hecho esto en laprimavera cuando dos judíosprisioneros de Wieliczka intentaronfugarse; el comandante propuso quefueran ahorcados, y recibió laautorización por telegrama. Estabafirmada, como observó Pemper, por eldoctor Ernst Kaltenbrunner, jefe de la

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Oficina Principal de Seguridad delReich.

En abril Pemper leyó también unmemorando de Gerhard Maurer, jefe dedistribución de trabajadores de laSección D del general Glucks. Maurerpreguntaba a Amon a cuántos húngarospodía alojar temporalmente en Plaszow.El destino final de esos húngaros era laDAW (Fábrica Alemana de Armas), unasubsidiaria de Krupp que producíadetonadores para granadas de artilleríaen el enorme complejo de Auschwitz.Como Hungría se había convertidorecientemente en un ProtectoradoAlemán, los judíos y disidentes

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húngaros estaban en mejor estado desalud que los polacos, porque no habíansufrido años de ghetto y de prisión, yeran, por lo tanto, un verdadero regalopara las fábricas de Auschwitz.Infortunadamente, no había todavíaposibilidades de alojarlos en la DAW; yla Sección D quedaría muy agradecidasi el comandante recibía siete mil, unavez hechos los arreglos adecuados.

Pemper leyó o copió la respuesta deAmon: Plaszow tenía su capacidadcolmada, y no había ya espacio paranuevas construcciones dentro de lascercas electrificadas. Pero Amonaceptaría hasta diez mil prisioneros en

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tránsito si a) se le permitía liquidar a loselementos improductivos de su campo, yb) si se autorizaba que sus prisionerosdurmieran dos en cada litera. Maurerrespondió que esto último erainconveniente en verano por temor altifus y que, según las normas, lo idealera que cada prisionero dispusiera detres metros cúbicos de aire. En cambio,la respuesta al punto «a» era afirmativa:la Sección D advertiría a Auschwitz-Birkenau —o por lo menos al sector deexterminio de esa gran empresa— querecibirían un cargamento de prisionerosde desecho de Plaszow; también sellegaría a un acuerdo para el transporte

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con la Ostbahn, que pondría suficientesvagones de ganado en el ramal quellevaba hasta las puertas mismas dePlaszow.

Por lo tanto, Amon debía realizar unproceso de selección en su campo. Conla bendición de Maurer y de la SecciónD, destruiría en un solo día tantas vidascomo Oskar Schindler había logradoalbergar en Emalia tras años de ingenioy de tremendos gastos. Amon denominóa esa selección Gesundheitaktion(acción sanitaria).

La organizó como si fuera una feriarural. Se inició el 7 de mayo en laAppellplatz cubierta de banderas y

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pancartas: Para cada prisionero, eltrabajo apropiado. Los altavocesemitían valses de Strauss, baladas ycanciones de amor. Bajo las banderashabía una mesa donde estaban el médicode las SS, el doctor Blancke, el doctorLeon Gross y varios empleadosadministrativos. La idea de salud deldoctor Blancke no era menos excéntricaque las de otros médicos de las SS.Había librado de los enfermos crónicosa la clínica de la prisión coninyecciones de bencina en las venas.Nadie podía considerar que ese métodoprocuraba una muerte piadosa: lospacientes sufrían convulsiones y morían

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de asfixia en un cuarto de hora. MarekBiberstein, que había sido presidentedel Judenrat y enviado a Plaszow trasdos años de cárcel, sufrió un fallocardiaco y fue atendido en laKrankenstube. Pero antes de queacudiera Blancke con su jeringa debencina, el doctor Idek Schindel, tío deGenia, la niña que había galvanizado laatención de Oskar a distancia, dos añosantes, se acercó al lecho de Bibersteinacompañado por varios colegas; uno deellos le aplicó una indolora inyección decianuro.

Con los ficheros de toda lapoblación de Plaszow sobre la mesa,

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Blancke se dispuso a evaluar el estadosanitario de cada prisionero, barracónpor barracón. Al llegar a la Appellplatz,se ordenaba a los prisioneros que sedesnudaran. Así, desnudos, debíanformar en línea y correr por turno antelos médicos. Blancke y su colaboradorjudío Leon Gross hacían anotaciones enlas fichas, señalaban a los prisioneros,pedían a algunos que confirmaran sunombre. Mientras corrían, los médicosbuscaban signos de enfermedad o dedebilidad muscular. Era una situaciónextraña y humillante. Hombres con laespalda dislocada (como Pfefferberg, acausa de un golpe descargado por Hujar

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con el cabo de un látigo), mujeres quesufrían de diarrea crónica y que sehabían frotado las mejillas con col rojapara darles color, corrían para salvar suexistencia y con pleno conocimiento deello. La joven corredora Kinstlinger, quehabía representado a Polonia en lasOlimpíadas de Berlín, sabía que aquellohabía sido apenas un juego. Ésta era laverdadera competición. Sin aliento, conel estómago revuelto, había que correrpor la vida misma, entre las mentirosasoleadas de la música.

Nadie supo los resultados hasta eldomingo siguiente en que, con la mismamúsica y las mismas banderas, se reunió

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de nuevo al total de los reclusos.Mientras se leían los nombres y se hacíaformar a los desaprobados de laGesundheitaktion en el lado este de laplaza, se oyeron gritos de indignadoasombro. Amon, que esperaba untumulto, había pedido la ayuda de laguarnición de la Wehrmacht enCracovia, que permanecía alerta por sise producía un levantamiento. Durante lainspección general del domingo anteriorhabían aparecido casi trescientos niños;ahora, mientras los apartaban, losllantos y protestas de sus padres eran tanviolentos que la mayor parte de laguarnición, junto con los destacamentos

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de la policía de seguridad venidos deCracovia, se sumaron al cordón queseparaba ambos grupos. Laconfrontación duró horas; los guardiasrechazaban a los padres enloquecidos yrepetían las mentiras habituales aquienes tenían parientes entre laspersonas rechazadas. Nada se habíadicho, pero todos sabían que laspersonas apartadas habían fallado en laprueba y que no tenían futuro posible.Una deplorable barahúnda de mensajesgritados de un grupo al otro se confundíacon los valses y las canciones cómicasde los altavoces. Henry Rosner,atormentado por la idea de que su hijo

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Olek estaba escondido en alguna partedel campo, tuvo una curiosaexperiencia: un joven SS, queproclamaba a gritos lo que estabaocurriendo, le aseguró que se ofreceríacomo voluntario para el frente del Este.Los oficiales anunciaron que, si losprisioneros no demostraban mayordisciplina, ordenarían abrir fuego a sushombres. Quizás Amon esperaba queunas ráfagas de metralla justificablesredujeran aún más la superpoblación dePlaszow.

Al final del proceso, milcuatrocientos adultos y doscientossesenta y ocho niños quedaron

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confinados, bajo la amenaza de lasarmas, en el lado este de la Appellplatz,para su inmediato traslado a Auschwitz.Pemper vio y recordó las cifras, ytambién que Amon las consideródecepcionantes. Pero, aunque no fueranlas que esperaba, dejaba sitio deinmediato a una gran cantidad dehúngaros.

El sistema de ficheros del doctorBlancke no registraba tan precisamente alos niños como a los adultos. Muchos deellos habían decidido pasar los dosdomingos escondidos; como sus padres,sabían instintivamente que su edad y laausencia de sus nombres y otros datos en

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los registros del campo los convertíanen blancos evidentes del proceso deselección.

Olek Rosner se escondió en elcielorraso de un barracón el segundodomingo. Había otros dos niños quepasaron todo el día sobre las vigas conél, manteniendo absoluto silencio yconteniendo sus deseos de ir al lavabo,entre los piojos, los pequeños líos depertenencia de los prisioneros y lasratas del techo. Porque los niños sabíantan bien como los adultos que las SS ylos ucranianos tenían miedo de eseespacio sobre el cielorraso: creían queestaba habitado por el tifus; el doctor

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Blancke les había dicho que bastaba lacaída de un fragmento de las heces de unpiojo sobre una diminuta herida de lapiel para provocar el tifus epidémico.Algunos niños de Plaszow habían estadoalejados durante meses en el barracón,situado junto al sector de los hombres,que llevaba la inscripción «AchtungTyphus». Pero ese domingo, para OlekRosner, la acción sanitaria de Amon erainfinitamente más peligrosa que lospiojos portadores de tifus.

Otros niños, incluso varios de losdoscientos sesenta y ocho apartados esedía, se habían escondido antes de laAktion. Cada uno de ellos había elegido

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su escondite favorito, con la mismadecisión que llevaba a Olek amantenerse inmóvil y en silencio.Algunos habían elegido un hueco debajode algún barracón, otros el lavadero, oun cobertizo detrás del garaje. Muchosde esos escondites habían sidodescubiertos ese domingo, o el anterior.

Muchos habían concurrido a laAppellplatz sin sospechar nada. Habíapadres que conocían a algún suboficial.Himmler mismo se había quejado deesto: un Oberscharführer que noparpadeaba ante una ejecución tenía, sinembargo, niños a quienes protegía, comosi un campo de concentración fuera el

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patio de una escuela. Si había problemascon los niños, pensaban algunos padres,se podía recurrir a algún SS conocido.

El domingo anterior, un niñohuérfano de trece años se habíaconsiderado seguro porque, en otrasrevistas, había pasado por un jovencito.Pero, desnudo, no podía ocultar lasformas infantiles de su cuerpo: leordenaron que se vistiera y se reunieracon los destinados a Auschwitz. Ymientras los padres lloraban en el otroextremo de la Appellplatz, y losaltavoces rebuznaban una canciónsentimental llamada «Mammi, kauf mirein Pferdchen» (Mamá, cómprame un

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caballito), el chico simplemente pasó deun grupo a otro, moviéndose con elmismo instinto infalible que la niña derojo de la Plac Zgody. Y, comoCaperucita Roja, pasó inadvertido.Ahora era un adulto aceptable entre losdemás, mientras la odiosa músicaatronada y su corazón parecía a punto deescapar de su pecho. Fingiendo losespasmos de la diarrea, pidióautorización a un guardia para ir a lasletrinas.

Las largas letrinas estaban más alládel sector de los hombres; al llegar, elchico se metió entre los tablones y, conun brazo a cada lado, se dejó caer,

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tratando de apoyar pies y rodillas enambas paredes, enceguecido por lafetidez y por las moscas que invadían suboca, sus orejas, su nariz. Cuando tocóel inmundo suelo, oyó lo que parecióuna alucinación: un rumor de voces, porencima del zumbido de las moscas:

—¿Te siguieron? —preguntó unavoz. Y otra dijo:

—¿Qué haces aquí? ¡Este lugar esnuestro!

Había diez niños más allí con él.

El informe de Amon, que MietekPemper leyó por encima del hombro de

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Frau Kochmann el lunes por la mañana,utilizaba la palabra compuestaSonderbehandlung: tratamientoespecial. Años más tarde sería unapalabra famosa, pero era la primera vezque Pemper la veía. Por supuesto, teníaun sentido tranquilizador, e inclusomédico. Pero Mietek sabía ya que noimplicaba ninguna terapéutica.

Un telegrama que dictó luego Amon,al campo de Auschwitz, explicó conmenos ambigüedad su significado. Amonexplicaba que, para hacer más difícil lahuida, había insistido en que el personalpara el Sonderbehandlung se despojara,antes de subir a los vagones de ganado,

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de todo resto de ropa corriente que aúnconservara, y vistiera el uniformerayado de la prisión. Como en todo elsistema había gran escasez de estasprendas, solicitaba su devolución al KLPlaszow apenas los candidatos alSonderbehandlung llegaran aAuschwitz.

Todos los niños que permanecieronen Plaszow, como los que habíancompartido la letrina con el huérfanoalto, se escondieron o pasaron poradultos hasta que búsquedas posterioresrevelaron su presencia. En el momentoen que esto ocurría, iniciaban el lentoviaje diurno de sesenta kilómetros hasta

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Auschwitz. El material rodante se usó deeste modo durante todo el verano:llevaba tropas y provisiones a lasparalizadas líneas alemanas cerca deLwow y, al regreso, se detenía en elramal de Plaszow donde los médicos delas SS examinaban sin cesar a hombres ymujeres que corrían desnudos.

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CAPÍTULO 29

Oskar, sentado en el despacho deAmon ante las ventanas abiertas de paren par, un sofocante día de verano, teníala impresión de que esa reunión era unafarsa. Quizá Madritsch y Boschpensaban lo mismo, porque apartabanincesantemente la vista de Amon paramirar las vagonetas de piedra caliza ocualquier carro o camión que pasara.Sólo el Untersturmführer John tomabanotas, se mantenía bien erguido yllevaba la chaqueta abotonada.

Amon había dicho que se trataba de

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una reunión de seguridad. Aunque ahorael frente se había estabilizado, dijo, elavance del centro de los ejércitos rusoshasta los suburbios de Varsovia alentabala actividad de la resistencia en toda laGobernación General, y las tentativas defuga de los judíos que oían hablar de esaactividad. Por supuesto, éstos ignoraban,señaló Amon, que estaban mejor detrásde las alambradas que expuestos a losguerrilleros polacos, asesinos de judíos.En todo caso, todo el mundo debíaprepararse para un posible ataqueguerrillero del exterior y para lo quepodía ser peor, el contacto entreguerrilleros y reclusos.

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Oskar trató de imaginar una invasiónde Plaszow por la guerrilla, que dejabaen libertad a los polacos y judíos paraconvertirlos en un ejército de inmediato.Era un sueño diurno; ¿quién podíacreerlo? Pero Amon se esforzaba porconvencer a todo el mundo de que él locreía. Esa pequeña comedia debía detener un sentido. Oskar estaba seguro.

Bosch dijo:—Espero que los guerrilleros no

aparezcan por aquí una noche que mehayas invitado.

—Amén, amén —murmuróSchindler.

Después de la reunión, Oskar llevó a

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Amon a su coche, aparcado junto aledificio de la administración. Abrió elmaletero. En su interior había una sillade montar ricamente adornada con eldiseño típico de Zakopane, una regiónmontañosa al sur de Cracovia. Oskardebía continuar con sus pequeñosregalos a Goeth, ahora que la paga deltrabajo esclavo de la Deutsche EmailFabrik no se entregaba al comandante dePlaszow sino directamente alrepresentante, en la zona de Cracovia,de los cuarteles del general Pohl enOranienburg.

Oskar ofreció llevar a Amon, juntocon su silla de montar, hasta su casa.

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Ese día ardiente algunos de losprisioneros que empujaban lasvagonetas mostraban algo menos que elcelo requerido. Pero la silla de montarhabía dulcificado a Amon, y de todosmodos ya no le permitían bajar delcoche y matar a la gente. El coche pasómás allá de los barracones de laguarnición y llegó hasta el fin del ramal,donde había un tren de vagones deganado custodiados. Oskar supoinmediatamente, por la ondulante nieblaque cubría los vagones y se combinabacon el efecto del sol sobre los techosmetálicos, que estaban repletos. Y porencima del fragor de la locomotora se

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podían oír quejas y voces suplicandoagua.

Oskar frenó y escuchó. Podíahacerlo, merced a la costosa silla quehabía en el maletero. Amon sonrió conindulgencia a su sentimental amigo.

—En parte son de aquí, en parte delcampo de trabajo de Szebnia —dijo—.Y algunos polacos y judíos deMontelupich. Van a Mauthausen. —Amon dejó flotar unos segundos el puntode destino—. ¿Se quejan aquí? Yatendrán motivos en Mauthausen…

Los techos de los vagonesresplandecían al sol.

—¿Le importa que llame a su

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brigada de incendios? —dijo Oskar.Amon dejó escapar una risa que

significaba: «Y, después, ¿Qué se leocurrirá?». Y también que a ningún otrole permitiría hacerlo, pero si a Oskar,que era tan extravagante. Y, por otraparte, el asunto sería una excelenteanécdota para alguna de sus cenas.

Sin embargo, mientras los guardiasucranianos hacían sonar la campana parallamar a los bomberos judíos, estabasinceramente desconcertado. Sabía queOskar sabía qué significaba Mauthausen.Y arrojar agua sobre los vagones eracomo prometer algún futuro a susocupantes. ¿No era eso, para cualquier

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código, una verdadera crueldad? Ciertaincredulidad se mezclaba con sudivertida tolerancia mientras los chorrosde agua restallaban con un ruidosibilante sobre el metal ardiente.Neuschel se acercó; movió la cabeza,sonriendo, mientras los ocupantes deltren gritaban agradecidos. Grün, elguardaespaldas de Amon, que estabacharlando con el UntersturmführerJohn, reía sonoramente y se dabapalmadas. Pero, aun con toda su presión,el chorro de las mangueras sólo llegabahasta la mitad del tren. Oskar pidióentonces a Amon un camión y unosucranianos para que fueran a buscar a

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Zablocie las mangueras de incendios dela Deutsche Email Fabrik. Teníandoscientos metros, dijo Oskar. Poralguna razón, esto le pareció muyhilarante a Amon. Por supuesto, puedeusar este camión, dijo. Amon estabadispuesto a contribuir con lo que fuera ala comedia de la vida.

Oskar dio a los ucranianos una notapara Bankier o Garde. Cuando partieron,Amon, compenetrado con el espíritu dela situación, permitió que se abrieran laspuertas de los vagones, se distribuyeroncubos de agua y se sacara a los muertos,con sus caras rojas e hinchadas.Alrededor del tren había oficiales y

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suboficiales de las SS, muy divertidos.—¿De qué pensará que los está

salvando?Cuando llegaron las grandes

mangueras de la DEF y todos losvagones fueron refrescados, la bromaasumió nueva dimensión. Oskar, en sunota, había pedido también que llenaran,en sus habitaciones, una cesta debebidas, quesos, salchichas ycigarrillos. Entregó la cesta al suboficialque estaba a cargo de la custodia deltren. Era una transacción descarada, y elhombre, sorprendido ante talabundancia, la guardó rápidamente en elinterior del último vagón para no ser

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visto por los oficiales. Sin embargo,dado que Oskar parecía gozar hasta talpunto del favor del comandante, loescuchó respetuosamente.

—¿Querrá usted abrir las puertas delos vagones —dijo Oskar— cuando eltren se detenga cerca de algunaestación?

Años más tarde, dos supervivientesde ese tren, los doctores Rubinstein yFeldstein, dijeron a Oskar que elsuboficial había ordenadofrecuentemente que se abrieran laspuertas y se llenaran de nuevo los cubosde agua durante el fatigoso viaje aMauthausen. Por supuesto, para la mayor

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parte de los ocupantes de los vagonesesto fue sólo un consuelo antes de lamuerte.

Mientras Oskar caminaba junto altren, entre risas de los SS, distribuyendouna misericordia que era, en términosgenerales, inútil, parecía cada vezmenos desasosegado y más sereno.Incluso Amon sabía que su ánimo habíacambiado. Todo aquello: las largasmangueras, el soborno de un suboficial ala vista de todos… Un matiz en la risade Scheidt, de John o de Hujar podríaprovocar la denuncia colectiva deOskar, algo que la Gestapo no podríaignorar. Y, en ese caso, Oskar iría a

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Montelupich, y a causa de lasacusaciones raciales previas,seguramente a Auschwitz. Amon sehorrorizó al ver que Oskar insistía entratar a esos muertos como si fueranparientes pobres que viajaban en terceraclase para ir a un sitio normal.

Poco después de las dos lalocomotora arrastró el miserable tren devagones de ganado hacia la víaprincipal, y se enrollaron las mangueras.Schindler dejó a Amon, con su silla demontar, en su casa. Amon vio que Oskarestaba aún inquieto y, por primera vez,le dio un consejo.

—Debe tranquilizarse —dijo—. No

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puede usted correr detrás de todos lostrenes que salen de aquí.

También el ingeniero Adam Gardevio huellas de un cambio en Oskar. Lanoche del 20 de julio, un SS entró en elbarracón de Garde y lo despertó. ElHerr Direktor había llamado parasolicitar la ayuda profesional delingeniero, en su despacho.

Garde halló a Oskar ante la radio,con el rostro encendido, y una botella ydos vasos sobre el escritorio. Adornabala pared un mapa en relieve de Europa.No había ninguno durante los días de la

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expansión alemana, pero Oskar parecíatener gran interés por el retroceso delfrente. Esta noche escuchaba laDeutschlandsender y no, como decostumbre, la BBC. Transmitía músicaseria, como solía ocurrir antes de losanuncios importantes.

Oskar parecía escuchar con avidez.Cuando entró Garde, se puso de pie einvitó a sentarse al joven ingeniero.Sirvió coñac y pasó deprisa al otro ladodel escritorio.

—Han tratado de matar a Hitler —explicó Oskar. Lo habían anunciado mástemprano, y también habían dicho queHitler vivía y que pronto hablaría al

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pueblo alemán. Pero no había ocurrido.Habían pasado horas, y aún no podíanpresentarlo. Y seguían emitiendo músicade Beethoven, como el día de la caídade Stalingrado.

Oskar y Garde pasaron horas juntos.Era la rebelión: un judío y un alemándispuestos a escuchar la radio toda lanoche, si era preciso, para saber si elFührer había muerto. Naturalmente,Adam Garde compartía el mismoresurgimiento de la esperanza. Oskarhacía vagos ademanes, como si laposibilidad de la muerte de Hitlerhubiese distendido sus músculos. Bebíaasiduamente y urgía a beber a Garde. Si

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era verdad, decía, los alemanes, losalemanes comunes como él, podríanempezar a redimirse. Sólo porquealguien del entorno de Hitler habíatenido valor suficiente para liquidarlo.Sería el fin de las SS. Himmler estaríaen la cárcel a la mañana siguiente.

Oskar fumaba nubes de humo.—Dios mío —dijo—, ¡qué alivio

ver el fin de esto!A las diez de la noche se repitió el

anuncio anterior. El atentado contra lavida del Führer había fracasado; elFührer hablaría poco más tarde. Unahora después aún no lo había hecho, yOskar experimentó una fantasía que

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sería muy común entre los alemanes amedida que se aproximaba el fin de laguerra. Nuestras penurias se acaban, sedijo. El mundo recupera la cordura;Alemania podrá aliarse a Occidentecontra Rusia.

Las esperanzas de Garde eran másmodestas. Le bastaba con un ghettocomo los del tiempo de Francisco José.

Mientras bebían y oían música, cadavez les parecía más razonable queEuropa les concediera esa noche unamuerte esencial para la restauración dela salud de su mente. Eran de nuevociudadanos de Europa; no un prisioneroy el Herr Direktor. Las promesas del

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mensaje del Führer se repitieron, y cadavez Oskar rió con menos mesura.

A medianoche dejaron de atender aesas promesas. Ya era más fácil respiraren la Cracovia posthitleriana. Por lamañana, pensaban, se bailaría en todaslas plazas, sin que nadie pudierareprimirlo. La Wehrmacht arrestaría aFrank en el castillo de Wawel y rodearíaa las SS de la calle Pomorska.

Poco antes de la una Hitler hablódesde Rastenberg. Oskar estaba ya tanconvencido de que no volvería a oír esavoz, que durante unos segundos no lareconoció, a pesar de su familiaridad.Pensó que era algún contemporizador

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portavoz del partido nazi. Pero elingeniero Garde no se engañó desde laprimera palabra.

—¡Camaradas alemanes! —decía lavoz—. Os hablo ahora en primer lugarpara que oigáis mi voz y sepáis queestoy sano e ileso y, en segundo lugar,para que os enteréis de un crimen que notiene paralelo en la historia deAlemania.

El discurso concluyó cuatro minutosdespués, con una amenaza a losconspiradores.

—Ajustaremos cuentas con ellos enla forma en que nosotros, losnacionalsocialistas, acostumbramos

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hacerlo.Adam Garde no había compartido la

fantasía de Oskar. Porque Hitler era másque un hombre: era un sistema conramificaciones. Aun si moría, no eraseguro que el sistema cambiara decarácter. Y no era natural que unfenómeno semejante desapareciera de lanoche a la mañana.

Pero Oskar había creído en esamuerte con febril convicción durantehoras; y cuando vio que era una ilusión,fue el joven Garde quien tuvo queconsolarlo, mientras el alemán sequedaba casi con acentos de ópera.

—Nuestra esperanza se desvanece

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—dijo. Sirvió otra copa de coñac paracada uno, y luego le ofreció la botella ysu cigarrera abierta—. Llévese el coñacy algunos cigarrillos y duerma un poco—agregó—. Tendremos que esperar unpoco más hasta que llegue nuestralibertad.

Confundido por el coñac, laesperanza inicial y el brusco cambio dela madrugada, Garde no consideróextraño que Oskar hablara de «nuestralibertad», como si sus necesidadesfueran equivalentes y ambos fueranprisioneros en espera pasiva de sulibertad. Pero, al regresar a su litera,Garde pensó: es extraño que el Herr

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Direktor hable así, como una personadada a las fantasías y a los accesos dedepresión. Por lo general, parece unhombre pragmático.

En la calle Pomorska y en loscampos de trabajo de los alrededores deCracovia pululaban los rumores de unaredistribución inminente de losprisioneros. Oskar estaba preocupadopor esto; en Plaszow, Amon recibió lanoticia extraoficial de que los camposdesaparecerían.

En realidad, la «reunión deseguridad» no se debía a la necesidadde defender Plaszow contra laresistencia, sino al próximo cierre del

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campo de trabajo. Amon sólo habíaconvocado a Madritsch, a Oskar y aBosch buscando camuflaje. Después dela reunión, fue a visitar, en Cracovia, aWilhelm Koppe, el nuevo jefe de policíade las SS en la Gobernación General.Amon se instaló ante el escritorio deKoppe fingiendo preocupación; suslargos dedos se abrían y cerraban alazar como si le angustiara el posibleasedio de Plaszow. Repitió ante Koppelo mismo que había dicho a Oskar y alos demás. Las organizaciones de laresistencia actuaban dentro del campo,los sionistas de Plaszow secomunicaban con los guerrilleros del

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Ejército del Pueblo y de la OrganizaciónJudía de Combate. Como elObergruppenführer sin dudacomprendía, era difícil evitar esascomunicaciones: se podía deslizar unmensaje dentro de un trozo de pan. Peroante la primera señal de una rebeliónconcreta, él, Amon Goeth, comocomandante del campo, debía tomardecisiones inmediatas. Lo que deseabapreguntar era lo siguiente: ¿Tendría elapoyo del Obergruppenführer Koppe sidisparaba primero y se ocupaba despuésdel papeleo con Oranienburg?

—Naturalmente —dijo. Tampoco élaprobaba a los burócratas. Durante los

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últimos años, como jefe de policía de laWartheland, había dirigido una flota devehículos que llevaban a losUntermenschen al campo; allí sebombeaban al interior los gases delescape de los motores a plena potencia.También ésas eran acciones noautorizadas de las que no se llevaba unregistro perfecto.

—Por supuesto, pero tendrá quehacerlo con discreción —dijo—. Si esasí, lo apoyaré.

Oskar había percibido desde elinicio que Amon no estabaverdaderamente preocupado por laresistencia. Si hubiera sabido que

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Plaszow sería liquidado, habríacomprendido el sentido profundo de larepresentación de Amon. Amon estabapreocupado por Wilek Chilowicz, eljefe de la policía judía del campo, aquien había usado frecuentemente comointermediario ante el mercado negro.Chilowicz conocía Cracovia. Sabíadónde vender la harina, el arroz, lamantequilla que el comandante tomabapara sí de las provisiones del campo.Conocía a los comerciantes que podíantener interés en la producción de lajoyería de moda que había creado enPlaszow merced al trabajo de reclusoscomo Wulkan. Amon estaba preocupado

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por todos los Chilowicz: MarysiaChilowicz, que gozaba de privilegiosconyugales, Mietek Finkelstein, elsegundo de Chilowicz, la señora Ferber,hermana de Chilowicz, y su marido elseñor Ferber. Si había una aristocraciaen Plaszow, era la de los Chilowicz.Tenían autoridad sobre los prisioneros;pero su conocimiento tenía doble filo.Sabían tanto acerca de un pobremaquinista de los talleres de Madritschcomo acerca de Amon. Si aldesaparecer Plaszow eran enviados aotro campo de concentración, y si algunavez estaban en peligro, tratarían de sacarprovecho de su conocimiento de los

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turbios negocios del comandante.Bastaría con que tuvieran hambre.

Naturalmente, también Chilowiczestaba preocupado. No sabía si lepermitirían salir de Plaszow, y Amon noignoraba sus dudas. Decidió entoncesusar como palanca precisamente laansiedad de Chilowicz. Amon llamó aSowinski, un auxiliar de las SSreclutado en Checoslovaquia, en laregión del Tatra, a su despacho, y leencargó una tarea: Sowinski debíaacercarse a Chilowicz y ofrecerle unplan de fuga. Amon estaba seguro de queChilowicz aceptaría de buena gana laposibilidad.

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Sowinski hizo bien su tarea. Dijo aChilowicz que podía sacar del campo atoda la familia en uno de los grandescamiones que utilizaban leña comocombustible. Si se empleaba, en cambio,gasolina, se podría ocultar a mediadocena de personas en el depósito deleña.

A Chilowicz le interesó laproposición. Por supuesto, Sowinskienviaría una nota a algunos amigos delexterior, que proporcionarían otrovehículo. Sowinski llevaría a la familiaen el camión hasta el punto de la cita.Chilowicz no tenía inconveniente enpagar con diamantes; pero, en señal de

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mutua confianza, Sowinski debíaconseguirle un arma. Sowinski informóde este trato al comandante, y Amon leentregó una pistola del calibre 38 con elpercutor limado. Sowinski se la dio aChilowicz, quien, por supuesto, nopodía probarla. En cambio, Amonpodría jurar ante Koppe y sus superioresde Oranienburg que el prisionero estabaarmado.

Un domingo, a mediados de agosto,Sowinski recibió a los Chilowicz en eldepósito de materiales de construcción ylos escondió en el camión. Luegocondujo por la calle Jerozolimska hastala puerta. Después de las formalidades

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de rutina, el camión partiría hacia elcampo. En los cinco fugitivos ocultoslatía una ansiedad febril y casiintolerable por alejarse de Amon.

Pero en la puerta estaban, Amthor,Hujar y el ucraniano Ivan Scharujew.Procedieron a una detallada inspección.Con una media sonrisa, los SS dejaronel depósito de leña para el final, yfingieron sorpresa cuando descubrieronal lamentable clan Chilowiczcomprimido como sardinas. Chilowiczfue arrastrado afuera y Amon «encontró»el arma ilegal oculta en una de sus botas.Los bolsillos de Chilowicz estabanrepletos de diamantes que le habían

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dado, a cambio de su favor, reclusosdesesperados.

Los prisioneros, en su día dedescanso, se enteraron de que Chilowiczhabía sido sentenciado. La noticia causóel mismo asombro y las mismasemociones confusas que la ejecución deSymche Spira y otros miembros del OD,el año anterior. Ningún prisionero podíasaber, por otra parte, qué significaba esopara él.

Los Chilowicz fueron ejecutados unopor uno con una pistola. Amon,amarillento por trastornos del hígado yuna incipiente diabetes, en el puntoculminante de su obesidad y respirando

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con dificultad, como un anciano, apoyóel caño de su arma contra el cuello deChilowicz. Los cadáveres fueronexhibidos en la Appellplatz conleyendas atadas al pecho: Quienesviolen leyes justas pueden esperar unamuerte igual.

No fue ésa, por supuesto, lamoraleja que extrajeron del espectáculolos prisioneros del KL Plaszow.

Amon pasó la tarde redactando doslargos informes, uno para Koppe y otropara la Sección D (campos deconcentración) del general Glucks.

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Explicaba que había salvado al KLPlaszow del principio de una rebeliónen el momento en que un grupo deconspiradores huía del campo, mediantela ejecución de los cabecillas. Noterminó de revisar los informes hasta lasonce de la noche. Como Frau Kochmannno podía trabajar con rapidez y era muytarde, el comandante ordenó quedespertaran a Mietek Pemper en subarracón y que lo llevaran a su casa.Con voz tranquila, Amon le dijo quecreía que había participado en el intentode fuga del Chilowicz. Pemper,desconcertado, no supo qué responder;buscando alguna inspiración, miró el

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suelo y vio que tenía descosidos lospantalones en la pierna izquierda.

—¿Cómo podría salir de aquí conesta ropa? —preguntó.

La sincera desesperación de larespuesta satisfizo a Amon. Dijo almuchacho que se sentara y le indicócómo debía hacer el trabajo y numerarlos folios. Amon golpeó los papeles consus dedos en forma de espátula.

—Quiero un trabajo de primera —dijo.

Pemper pensó «Está claro: puedomorir ahora por tentativa de fuga, o, mástarde, por haber leído la justificación deAmon».

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Cuando Pemper salía con losborradores, Amon lo siguió hasta fuera yle dio una última orden.

—Cuando copie la lista de losinsurgentes —dijo suavemente—, dejesitio para otro nombre encima de mifirma.

Pemper asintió, con la discrecióndel secretario profesional. Durantemedio segundo buscó inspiración,alguna respuesta serena que pudieramodificar la orden de Amon acerca deese espacio extra. El espacio para sunombre: Mietek Pemper. En el tórridosilencio de esa noche de domingo en laJerozolimska, no se le ocurrió nada

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plausible.—Sí, Herr Kommandant —dijo.Mientras Pemper recorría a

tropezones el camino hasta el edificio dela administración, recordó una carta queAmon le había dado para copiar aprincipios de ese verano. Estabadirigida a su padre, el editor vienés, ymostraba gran preocupación filial por laalergia que había aquejado al ancianoesa primavera. Amon esperaba que yaestuviese mejor. Pemper recordaba esacarta entre todas las demás por unarazón media hora antes de llamarlo a sudespacho, Amon había arrastrado afueraa una chica del archivo y la había

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ejecutado. La carta y la ejecuciónsumadas demostraban a Pemper quepara Amon el crimen y la alegría eranacontecimientos de igual peso. Cuandose le indicaba a un taquígrafo dócil quedejara espacio para poner su nombre,era evidente que lo haría.

Pemper trabajó durante más de unahora, y finalmente dejó el espacio. Nohacerlo habría sido más rápidamentefatal. Los amigos de Stern comentabanque Schindler tenía una especie de plande rescate. Pero esa noche los rumoresde Zablocie no significaban nada.Mietek dejó en ambos informes el sitiovacío para su propia muerte. La cantidad

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de criminales hojas de papel carbón quehabía sostenido ante un espejo yaprendido de memoria se convertía enuna tarea inútil a causa de ese espaciovacío.

Cuando la copia de ambosdocumentos quedó perfecta, regresó a lacasa de Amon; éste le pidió queesperara junto a las puertas de cristalmientras leía los informes en su sala.Pemper se preguntó si pondrían en sucuerpo una inscripción declamatoria:Así mueren todos los judíosbolcheviques.

Por fin Amon reapareció.—Puede irse a dormir —dijo.

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—¿Herr Kommandant?—Le dije que puede marcharse.Pemper se alejó. Su paso era más

inseguro. Después de lo que había visto,Amon no lo dejaría con vida. Pero talvez pensaba que había tiempo paramatarlo más tarde. Mientras tanto, un díade vida era vida.

Como se supo más tarde, el espacioera para el nombre de un prisionero que,en algún momento de sus insensatosarreglos con hombres como John yHujar, había revelado que tenía unosdiamantes escondidos fuera del campode concentración. Mientras Pemper sesumergía en el sueño de los que han

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vuelto a la vida, Amon hizo llamar a esehombre, le ofreció la salvación acambio de su secreto y, cuando lemostró el escondite, lo ejecutó en elacto. Luego agregó su nombre a losinformes destinados a Koppe y aOranienburg, donde afirmabahumildemente que había cortado de raízla insurrección.

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CAPÍTULO 30

Las órdenes, con el sello del OKH(Alto Mando del Ejército), estaban yasobre el escritorio de Oskar. El directorde Armamentos informaba a Oskar que,a causa de la situación bélica, el KLPlaszow, y por lo tanto también elcampo de Emalia, sería clausurado. Seenviaría a Plaszow a los prisioneros deEmalia, en espera de su redistribución.Oskar debía ocuparse personalmente deconcluir sus actividades en Zablocie,con la mayor urgencia, reteniendosolamente al personal indispensable

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para desmantelar la fábrica. Si deseabaulteriores instrucciones debía dirigirse ala Junta de Evacuación, OKH, Berlín.

La primera reacción de Oskar fueuna fría indignación. Le enfurecía eltono de la carta, la idea de que unremoto funcionario quisiera absolverlode toda preocupación posterior. EnBerlín había un hombre que nada sabíadel pan del mercado negro que unía aOskar con sus prisioneros, ese hombreconsideraba razonable que el dueño deuna fábrica abriera las puertas ypermitiera que se llevaran a su personal.Pero lo peor era que no se definía eltérmino «redistribución». El gobernador

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general Frank había sido más sincero enun reciente discurso: «Cuando al finganemos la guerra, por lo que a mí meimporta, podéis hacer picadillo o lo quequeráis con los polacos, los ucranianosy todo el resto de esa chusma ociosa».Frank había tenido el valor de utilizaruna expresión adecuada. En Berlínhablaban de «redistribución» y creíanque eso era excusa suficiente.

Amon sabía qué era la«redistribución», y en la siguiente visitade Oskar a Plaszow se lo dijoclaramente. Todos los hombres dePlaszow serían enviados a Gross-Rosen.Las mujeres irían a Auschwitz. Gross-

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Rosen era una vasta zona de canteras dela Baja Silesia. Obras Alemanas deTierra y Piedra era una empresa de lasSS con ramificaciones en Polonia,Alemania y los territorios conquistadosque se ocupaba de liquidar a losprisioneros en Gross-Rosen. EnAuschwitz los métodos eran másdirectos y modernos.

Cuando la noticia de la clausura deEmalia llegó a los talleres y barracones,algunos pensaban que era el fin delsantuario. Los Períman, cuya hija habíaabandonado su cobertura aria paraayudarlos, empacaban sus mantas yhablaron filosóficamente con sus

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amigos. Emalia nos ha dado un año dedescanso, un año de comida, un año decobertura. Tal vez sea suficiente, decían.Y ahora esperaban que morirían. Eraevidente por el tono de sus voces.

El rabino Levartov también estabaresignado. Amon resolvería la cuentapendiente que tenía con él. EdithLiebgold, que había sido reclutada porBankier para el turno de noche en losprimeros días del ghetto, observó queOskar pasaba horas hablandogravemente con su plana mayor judía,pero que no hacía asombrosas promesasal personal. Quizás estabadesconcertado y disminuido por esas

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órdenes de Berlín como ellos. Y no eraese profeta que ella había visto al llegar,más de tres años antes.

De todos modos, al final del verano,mientras los prisioneros empacabanpara que los condujeran de vuelta aPlaszow, corrió entre ellos el rumor deque Oskar hablaba de recuperarlos. Selo había dicho a Klein, se lo había dichoa Bankier. Casi se podía oír cómo lodecía, con esa equilibrada certidumbre yesa voz gruñona y paternal. Pero alentrar a la calle Jerozolimska, al pasarmás allá del edificio de laadministración y mirar con laincredulidad de un recién llegado los

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grupos que cargaban las piedras de lacantera, el recuerdo de la convicción ylas promesas de Oskar era simplementeuna nueva carga.

La familia Horowitz estabanuevamente en Plaszow. Aunque Dolek,el padre, había logrado ir con los demása Emalia, allí estaban otra vez. Richard,de seis años, Regina, la madre, y Niusia,de once, que nuevamente cosía cerdas alos cepillos y miraba desde las altasventanas los camiones mientras subían aChujowa Gorka, y el negro humo de laincineración que se alzaba de la colina.Plaszow era lo mismo que había dejadoel año anterior; Niusia no podía creer

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que eso se acabara nunca.Pero su padre creía que Oskar haría

una lista de personas y las sacaría dePlaszow. La lista de Oskar, en la mentede muchos, era ya más que una meraenumeración. Era la lista porantonomasia, una dulce carroza quedescendía.

Oskar propuso la idea de llevarsealgunos judíos de Cracovia una noche,en la casa de Amon. Era una nocheserena, al final del verano. Amonparecía contento de verlo. A causa de susalud —los doctores Blancke y Gross lehabían advertido que, si no se moderabaen la comida y la bebida, corría peligro

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de muerte— en los últimos tiempos nohabía tantos visitantes en su casa.

Estaban bebiendo al nuevo ritmomoderado de Amon. Oskar dijobruscamente lo que pensaba hacer.Quería trasladar su fábrica aChecoslovaquia, y llevarse a susobreros calificados. También necesitaríaotras personas capacitadas de Plaszow.Buscaría la ayuda de la Junta deEvacuación para encontrar un sitioadecuado, en alguna parte de Moravia, ytambién la de la Ostbahn paratransportar sus máquinas hacia elsudoeste. Hizo saber a Amon que leagradecería su apoyo. La mención de la

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gratitud siempre excitaba a Amon. Si,dijo; si Oskar conseguía la cooperaciónde las instituciones citadas, él permitiríaque una lista de personas saliera dePlaszow.

Después de cerrar el trato, Amonpropuso una partida de cartas. Legustaba el blackjack, una versión delvingt-et-un francés. En ese juego, eradifícil para los oficiales jóvenes fingirque perdían sin ponerse en evidencia.No permitía la obsecuencia. Por lotanto, era verdaderamente un juego, yAmon lo prefería. Además, Oskar notenía interés en perder esa noche; ya lepagaría suficiente a Amon por esa lista.

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El comandante hizo inicialmenteapuestas modestas con billetes de cienzlotys, como si sus médicos le hubiesenaconsejado también moderación en eljuego. Pero pronto empezó a elevarlas, ycuando llegaron a los quinientos zlotys,Oskar obtuvo un «natural», es decir, unas y un diez; lo cual significaba queAmon debía pagar el doble de laapuesta.

Amon estaba desconsolado, pero nodemasiado enfadado. Ordenó a HelenHirsch que trajera café. Ella entró: erala parodia de una criada, muy pulcra yvestida de negro, pero con el ojoderecho hinchado. Era tan pequeña que

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Amon debía inclinarse para pegarle.Ahora la muchacha conocía a Oskar,pero no lo miraba. Casi un año antes, élhabía prometido sacarla de allí. Cadavez que él iba a casa de Amon, searreglaba para deslizarse por el pasillohasta la cocina y preguntarle cómoestaba. Eso significaba algo, pero noafectaba lo esencial de su vida. Porejemplo, pocas semanas atrás, porque lasopa no estaba bien caliente —Amonera muy exigente con la sopa, con lasmanchitas de las moscas, con las pulgasde los perros—, el comandante habíallamado a Ivan y a Petr y les habíaordenado que la llevaran junto al abeto

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del jardín y la mataran. Él miraba desdelas puertas de cristal; ella estaba ante elmáuser de Petr y hablaba en voz muybaja con el joven ucraniano. «Petr, ¿aquién vas a matar? Soy yo, Helen,Helen, que te da pasteles. No puedesmatar a Helen, ¿verdad?». Petrrespondía en igual tono: «Lo sé, Helen.No quiero. Pero, si no lo hago, mematará a mí». Ella inclinó la cabezajunto a la corteza moteada del abeto.Muchas veces había preguntado a Amonpor qué no la mataba; ahora quería morirserenamente, herirlo con su aceptación.Pero no era posible. Temblaba tanviolentamente que él seguramente lo

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vería. Y luego oyó decir a Amon:—Traed aquí a esa perra. Sobra

tiempo para matarla. Mientras tanto,quizá sea posible mejorar su educación.

Locamente, entre estallidos desalvajismo, había breves momentos enque trataba de mostrarse como un amobondadoso. Una mañana le dijo:

—Realmente es usted una excelentecocinera. Si necesita referenciasdespués de la guerra, me agradará darlemi recomendación.

Helen sabía que sólo eran palabras,sueños diurnos. Volvía hacia ellas suoído sordo, el que tenía el tímpanoperforado por uno de sus golpes. Tarde

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o temprano, sabía, moriría a causa desus habituales violencias.

En una vida semejante, la sonrisa deun invitado sólo era un consuelomomentáneo. Esa noche colocó unaenorme cafetera de plata al lado delHerr Kommandant —aún bebía cafécopiosamente en tazas repletas deazúcar—, hizo una leve reverencia ysalió.

Una hora más tarde Amon debía aOskar tres mil setecientos zlotys y sequejaba amargamente de su suerte.Oskar sugirió una apuesta distinta.Necesitaría una criada en Moravia, dijo,cuando se fuera a Checoslovaquia. Allí

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no era posible encontrar una tan capaz einteligente como Helen Hirsch. Sólohabía chicas del campo. Oskar sugiriójugar una última mano. Si Amon ganaba,Oskar le pagaría siete mil cuatrocientoszlotys. Si conseguía un «natural», seríancatorce mil ochocientos.

—Pero si yo gano —dijo Oskar—,Helen Hirsch entra en mi lista.

Amon reflexionó. Vamos, dijo Oskar,irá a Auschwitz de todos modos. Perohabía una relación personal; Amonestaba tan acostumbrado a Helen que nopodía privarse de ella automáticamente.Si había pensado alguna vez en sudestino, probablemente había previsto

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que moriría por su mano, en un accesode pasión personal. Pero si la apostabay la perdía, tendría la obligación, comoun buen deportista vienés, de renunciaral placer de un crimen llevado a cabo enla intimidad.

Mucho antes, Schindler había pedidoa Helen para Emalia y Amon se habíanegado. Apenas un año antes parecíaque Plaszow duraría décadas y que elcomandante y su criada envejeceríanjuntos, a menos que algún error de Helenprovocara el brusco fin de la relación.El verano anterior, nadie habría creídoque las cosas pudieran cambiar porquelos rusos estaban en las afueras de

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Lwow. Oskar formuló ligeramente supropuesta. No parecía ver ningúnparalelo con Dios y Satán jugando a lascartas por un alma humana. No sepreguntó qué derechos tenía para haceresas apuestas. Si perdía, susposibilidades de salvarla de otra maneraeran mínimas. Pero ese año todas lasposibilidades eran mínimas. Inclusivelas suyas.

Oskar se puso de pie y recorrió lahabitación en busca de papel con elmembrete oficial. Escribió ladeclaración que Amon debería firmar siperdía: Autorizo que se incluya elnombre de la prisionera Helen Hirsch

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en cualquier lista de obreroscalificados asignados a la DEF, deHerr Oskar Schindler.

Le tocaba dar cartas a Amon: Oskarrecibió un ocho y un cinco, y pidió más.Un cinco y un as. Tendría que arreglarsecon eso. Amon cogió sus cartas: uncuatro y un rey. Dios del cielo, dijoAmon. Era un caballero, demasiadocuidadoso para proferir obscenidades.Estoy liquidado. Rió un poco, pero noestaba nada divertido. Mis primerascartas, explicó, eran un tres y un cinco.Con el cuatro tenía buenas perspectivas.Y entonces salió ese maldito rey.

Finalmente, firmó el papel. Oskar

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recogió todo lo que había ganado esanoche y se lo devolvió a Amon.

—Cuide bien a la muchacha —dijo— hasta que nos marchemos todos.

Helen Hirsch, en la cocina, ignorabaque Oskar la había ganado a las cartas.

Probablemente porque Oskar hablócon Stern de su noche con Amon, seoyeron rumores sobre el plan de Oskaren el edificio de la administración eincluso en los talleres. Había una listade Schindler. Nada valía más que estarincluido en ella.

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CAPÍTULO 31

Siempre, en algún momento decualquier conversación acerca deSchindler, los amigos supervivientes delHerr Direktor, después de parpadear ymover la cabeza, se enfrentarán alproblema casi matemático de establecerla suma de sus motivos. Todavía hoy, losjudíos de Schindler repiten: «No sé porqué lo hizo». Quizá se diga inicialmenteque Oskar era un jugador y una personasentimental que amaba la transparencia yla sencillez de hacer el bien; o que erapor temperamento un anarquista a quien

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encantaba poner en ridículo al sistema, oque, debajo de su jovial sensualidad,estaba la capacidad de indignarse anteel salvajismo humano de reaccionar sindejarse abrumar. Pero nada de esto, ni lasuma completa, explica la obstinacióncon que preparó, en el otoño de 1944, unpuerto de destino para los graduados deEmalia.

Y no sólo para ellos. A principios deseptiembre fue a Podgórze a visitar aMadritsch, que en ese momentoempleaba en su fábrica de uniformes amás de tres mil prisioneros. Ahora lafábrica cerraría. Madritsch se llevaríasus máquinas de coser y su personal

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desaparecería. Si hacemos un planconjunto, dijo Oskar, podremos sacar amás de cuatro mil. Los suyos y los míos.Y llevarlos a un lugar más o menosseguro en la tranquila Moravia.

Madritsch sería adorado siempre ycon toda justicia por sus prisionerossupervivientes. Pagaba de su bolsillo ycon riesgo permanente el pan y lasgallinas que entraban de contrabando ensu fábrica. Sería considerado un hombremás estable que Oskar. Menos brillantey menos proclive a la obsesión. Jamáshabía sido arrestado. Pero se habíaconducido con una humanidad peligrosaque, sin talento y energía, lo habría

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llevado a Auschwitz.Oskar ponía ahora ante sus ojos la

visión de un campo de trabajoMadritsch-Schindler situado en algunaparte de los Altos Jeseniks, unapequeña, segura y humeante aldeaindustrial.

A Madritsch le agradó la idea perono se apresuró a decir que sí. Podía verque, aunque la guerra estaba perdida, elsistema SS era más implacable. Creía, yno se equivocaba, que los prisioneros dePlaszow se consumirían en los camposde exterminio del oeste en los próximosmeses. Porque, si Oskar era obstinado yresuelto, también lo eran la Oficina

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Principal SS y sus oficiales másapreciados, los comandantes de loscampos de concentración.

Sin embargo, tampoco dijo que no.Necesitaba tiempo para reflexionar.Aunque no se lo podía decir a Oskar, esprobable que compartir una zona fabrilcon un energúmeno como Herr Schindlerle inspirara temor.

Sin la decisión explícita deMadritsch, Oskar pasó a la acción. Fue aBerlín e invitó a cenar al coronel ErichLange. Puedo dedicarme íntegramente ala fabricación de granadas, dijo Oskar aLange. Puedo trasladar la maquinariapesada.

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La ayuda de Lange fue decisiva.Estaba dispuesto a otorgar contratos y aescribir las cálidas recomendacionesque Oskar necesitaba para la Junta deEvacuación y para los funcionariosalemanes de Moravia. Más tarde Oskardiría que ese oscuro oficial de estadomayor le había prestado siempre ayuda.Lange se encontraba en un estado deexaltada desesperación y de disgustomoral, como muchos que habíantrabajado dentro del sistema, pero nosiempre para él. Podemos hacerlo, dijoLange, aunque costará dinero. No paramí. Para otros.

Por mediación de Lange, Oskar pudo

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hablar con un funcionario de la Junta deEvacuación del OKH, en laBendlerstrasse. Era probable que seaprobara en principio la evacuación deesos prisioneros, dijo el funcionario;pero había un grave obstáculo. Elgobernador y Gauleiter de Moravia,cuya sede estaba en el castillo deLiberec, había seguido siempre lapolítica de mantener los campos detrabajo judíos fuera de su provincia.Hasta el momento, ni las SS ni laInspección de Armamentos habíalogrado que cambiara de actitud.Convenía estudiar la forma de resolverese problema, dijo el funcionario, con

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un ingeniero de la Wehrmacht, unhombre de mediana edad que trabajabaen el despacho de Troppau de laInspección de Armamentos. Se llamabaSussmuth. Oskar podía hablar tambiéncon Sussmuth acerca de los posiblespuntos de establecimiento en Moravia.Y, mientras tanto, Herr Schindler podíacontar con el apoyo de la JuntaPresidencial de Evacuación. Debíacomprender, eso sí, que sus miembrossufrían gran presión y que la guerrahabía carcomido su comodidadpersonal, de modo que probablementedarían una respuesta más rápida si erantratados con cierta consideración.

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Nosotros, la pobre gente de la ciudad,carecemos de jamón, tabaco, bebidas,ropa, café, ese tipo de cosas.

El funcionario parecía creer queOskar poseía la mitad de la producciónde Polonia en tiempos de paz. Pero, parareunir algunos regalos destinados a losmiembros de la junta, Oskar tuvo quecomprar objetos de lujo a los preciosdel mercado negro de Berlín. Unanciano empleado del Adler pudocomprar para Herr Schindler un buenSchnaps al reducido coste de ochentamarcos por botella. Y no se podía enviara la junta menos de una docena. El caféera como el oro y los puros tenían un

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precio insensato. Oskar compró unacantidad y los incluyó en el paquete. Losmiembros de la junta necesitarían tenerla cabeza fuerte para persuadir alGobernador de Moravia.

En mitad de las negociaciones deOskar, Amon Goeth fue arrestado.

Sin duda alguien lo denunció. Algúnoficial joven celoso, algún ciudadanoresponsable que visitó su casa,disgustado por el sibaritismo de Amon.Un inspector superior llamado Eckertempezó a investigar los asuntosfinancieros de Amon. Los disparos

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desde la puerta no interesaban a suinvestigación. Pero si la malversaciónde fondos y los negocios con el mercadonegro, así como las quejas por suseveridad de algunos de sussubordinados.

Amon estaba de permiso en Viena,con su padre, el editor Amon FranzGoeth, cuando las SS lo arrestaron.También allanaron un piso que poseía elHauptsturmführer Goeth en la ciudad,donde encontraron escondidos unosochenta mil marcos, cuya procedenciano pudo explicar satisfactoriamente.Hallaron también casi un millón decigarrillos. El apartamento de Viena de

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Amon era más bien un depósito que unpied-à-terre.

A primera vista podría parecersorprendente que las SS —o con másprecisión los funcionarios del Buró V dela Oficina Principal de Seguridad delReich— arrestaran a un servidor taneficaz como el Hauptsturmführer Goeth.Pero ya habían investigado ciertasirregularidades en Buchenwald tratandode incriminar al comandante Koch.Incluso habían intentado hallar motivospara el arresto del famoso comandantede Auschwitz, Rudolf Höss; habíaninterrogado a una judía vienesa que,según sospechaban, debía su embarazo a

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esa estrella del sistema de campos deconcentración. De manera que Amon,enfurecido mientras registraban suapartamento, no tenía ninguna razón paraesperar inmunidad.

Lo llevaron a Breslau, a una prisiónde las SS, hasta que concluyera lainvestigación y se realizara el juicio.Demostraron su inocencia acerca de laforma en que se llevaban las cosas enPlaszow cuando interrogaron a HelenHirsch, a quien sospechaban implicadaen los asuntos de Amon. En los mesessiguientes la llevaron en dos ocasiones alas celdas situadas debajo de losbarracones de las SS de Plaszow para

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interrogarla. Le hicieron preguntas sobrelos contactos de Amon con el mercadonegro y sobre sus agentes y acerca delfuncionamiento del taller de joyería dePlaszow, la tienda de modas y latapicería. Nadie la golpeó ni laamenazó. Pero estaban convencidos deque Helen era miembro de una pandillaque la amenazaba. Si ella pensó algunavez en una salvación gloriosa eimprobable, ciertamente nunca seatrevió a soñar que Amon pudiera serarrestado por sus iguales. Pero durantelos interrogatorios sintió que perdía larazón mientras intentaban, cumpliendosus propias leyes, encadenarla junto a

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Amon.Quizá Chilowicz hubiera podido

ayudarlos, dijo Helen. Pero Chilowiczestaba muerto.

Eran policías profesionales y, sinduda, pronto llegaron a la conclusión deque ella apenas podía dar algunainformación sobre la suntuosa cocina dela casa de Goeth. Quizá podrían haberlehecho preguntas acerca de suscicatrices, pero sabían que no podíancondenar a Amon por sadismo. Cuandoinvestigaban el sadismo en el campo deSachsenhausen habían sido obligados aretirarse por guardias armados. EnBuchenwald habían encontrado a un

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suboficial dispuesto a dar su testimoniocontra el comandante, pero ese testigopresencial había aparecido muerto en sucelda. El jefe del destacamento deinvestigación de las SS ordenó que seadministraran muestras del venenoencontrado en el estómago del suboficiala cuatro prisioneros rusos. Cuandomurieron tuvo una prueba contra elcomandante y el médico delcampamento. Una extraña forma dehacer justicia, aunque así pudo acusarlosde asesinato y de prácticas sádicas. Estohizo que el personal del campo cerrarasus filas y liquidara a toda personacapaz de aportar pruebas. Por estos

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motivos, los hombres del Buró V nadapreguntaron a Helen acerca de susheridas. Se limitaron al tema de lamalversación y por fin dejaron demolestarla.

También interrogaron a MietekPemper, quien, prudentemente, dijo pocoacerca de Amon y nada sobre suscrímenes contra seres humanos. Sóloconocía por rumores los negociosturbios de Amon. Representó el papeldel secretario cortés y neutral a quien nose entrega material secreto.

—El Herr Kommandant jamás mehabría hablado de asunto semejante —repetía continuamente. Pero, a pesar de

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su representación, sin duda tuvo unasensación de incredulidad parecida a lade Helen Hirsch. El acontecimiento quemás podía contribuir a darle unaposibilidad de sobrevivir era el arrestode Amon. Hasta ese momento, su vidahabía tenido un límite preciso: cuandolos rusos llegaran a Tarnow, Amon ledictaría sus últimas cartas y luego lomataría. Por lo tanto, lo que máspreocupaba a Mietek era que pusieranen libertad demasiado pronto a Amon.

Pero los investigadores no sepreocupaban exclusivamente por losnegocios de Amon. El OberscharführerLorenz Landsdorfer había dicho al juez

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SS que el Hauptsturmführer Goethhabía dictado a su taquígrafo judío losplanes y directrices que debía seguir laguarnición de Plaszow ante un ataque delos guerrilleros. Amon, cuando explicó aPemper cómo debía realizar su trabajo,le había mostrado incluso copias deplanes similares de otros campos deconcentración. Tanto alarmó al juez esarevelación de documentos secretos a unprisionero judío, que ordenó el arrestode Pemper.

Pemper pasó dos miserablessemanas en una celda, debajo de unbarracón de las SS. No hubo malostratos, pero una serie de investigación

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del Buró V y dos jueces SS lointerrogaron continuamente. Creyó leeren sus ojos la conclusión que lo másseguro era fusilarlo. Un día, mientras lointerrogaban sobre los planes deemergencia de Plaszow, Pemperpreguntó a sus jueces:

—¿Por qué me tienen aquí? Unacárcel es una cárcel. De todos modosestoy recluido a perpetuidad. —Era unargumento calculado para provocar unaresolución, la libertad o una bala.Cuando concluyó el interrogatorio,Pemper vivió algunas horas de ansiedadhasta que se abrió nuevamente la puertade su celda. Lo llevaron a su barracón.

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Sin embargo, no fue ésa la última vezque respondió a preguntas sobre temasrelacionados con el comandante Goeth.

Aparentemente, después del arresto,los subordinados de Amon no seapresuraron a defenderlo. Se mostraroncautelosos. Esperaron. Bosch, que habíabebido una proporción apreciable de loslicores del comandante, dijo alUntersturmführer John que erapeligroso tratar de sobornar a losinvestigadores del Buró V. En cuanto alos superiores de Amon, Scherner habíasido enviado a perseguir a losguerrilleros, y terminaría sus días en unaemboscada, en los bosques de

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Niepolomice. Amon estaba en manos dehombres de Oranienburg que nuncahabían cenado en su casa. Y si lo habíanhecho, habían sentido envidia orepulsión.

Cuando las SS la pusieron enlibertad, Helen Hirsch empezó a serviral nuevo comandante, elHauptsturmführer Buscher. Pocodespués recibió una amistosa nota deAmon: le pedía que le enviara algunasropas, novelas policíacas y un poco dealcohol para alegrar sus días en laprisión. Helen pensó que era como lacarta de un pariente. «¿Querría usted,por favor, enviarme lo siguiente?»,

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empezaba; y terminaba: «Esperandoverla muy pronto…».

Mientras tanto, Oskar había ido aTroppau a ver al ingeniero Sussmuth.Llevaba consigo bebidas y diamantesque, en ese caso, no fueron necesarios.Sussmuth dijo a Oskar que ya habíapropuesto el establecimiento depequeños campos de trabajo judíos enlas ciudades fronterizas de Moraviapara producir los equipos quenecesitaba la Inspección deArmamentos. Por supuesto, esos camposestarían sometidos al control central de

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Auschwitz o de Gross-Rosen, porque laszonas de influencia de los grandescampos de concentración atravesaban lafrontera entre Polonia y Checoslovaquia.Pero había más seguridad para losprisioneros en un pequeño campo detrabajo que en la gran necrópolis deAuschwitz. Sin embargo, Sussmuth nadahabía conseguido. El castillo de Liberechabía desestimado la propuesta. Nuncahabía tenido una influencia. Quizá lapalanca fuera Oskar, o el apoyo quetenía Oskar de Lange y de los miembrosde la Junta de Evacuación.

Sussmuth tenía en su despacho unalista de sitios adecuados para establecer

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industrias evacuadas de la zona deguerra. Cerca de la ciudad natal deOskar, Zwittau, en las afueras de unpueblo llamado Brinnlitz, estaba la granempresa textil de los hermanos vienesesHoffman. Habían vivido pobremente enViena, pero habían llegado a los Sudetesdetrás de las legiones (así como habíaentrado Oskar en Cracovia)convirtiéndose en magnates de laindustria textil. Una gran parte de susnaves estaba ociosa, y se usaba comodepósito de telares anticuados. Hastasus puertas llegaba un ramal desde laestación ferroviaria de Zwittau, donde elcuñado de Schindler estaba a cargo del

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depósito de mercancías. Los hermanoshan aprovechado la oportunidad, dijo,sonriendo Sussmuth. Tienen cierto apoyolocal del partido; se han metido en elbolsillo al jefe de distrito y al consejo.Pero usted tiene el respaldo del coronelLange. Escribiré inmediatamente aBerlín, prometió Sussmuth,recomendando que se aproveche elanexo ocioso de los Hoffman.

Oskar conocía desde la infancia elpueblo alemán de Brinnlitz. Su nombrecontenía su carácter racial; los checos lohabrían llamado Brnenec, así como unZwittau checo se habría llamadoZvitavy. A los ciudadanos de Brinnlitz

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no les agradaría tener mil o más judíosen la vecindad. Y tampoco gustaría a loshabitantes de Zwittau, de dondeprocedía en parte el personal deHoffman, esa invasión de sus rústicasinstalaciones industriales casi al fin dela guerra.

De todos modos, Oskar fue a dar unvistazo a Brinnlitz. No se acercó aldespacho de los Hoffman para no ponersobre aviso al más duro de loshermanos, el que dirigía la empresa.Pero también pudo deslizarse en elanexo sin que nadie se lo impidiera.Eran unas anticuadas naves industrialesde dos pisos, construidas en torno a un

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patio central. El piso bajo, de altocielorraso, estaba lleno de viejasmáquinas y cajones de lana. El piso altoseguramente había sido concebido paraalojar despachos y equipo ligero. Susuelo no podía soportar el peso de lasgrandes prensas. Pero se podríaninstalar abajo los nuevos talleres de laDEF, los despachos y, en un ángulo, elapartamento del Herr Direktor. La partealta sería el barracón de los prisioneros.

Le encantó el lugar. Regresó aCracovia ansioso por comenzar, porhacer los gastos necesarios, por volver ahablar con Madritsch. Sussmuth podríaencontrar también un sitio para

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Madritsch, tal vez incluso en Brinnlitz.A su regresó halló que un avión de

bombardeo aliado, derribado por uncaza de la Luftwaffe, había caído sobrelos dos últimos barracones de su campode trabajo. El fuselaje ennegrecidoestaba curiosamente retorcido sobre losescombros de las construcciones. EnEmalia sólo había quedado un pequeñogrupo de prisioneros para completar lastareas pendientes y mantener lasinstalaciones. Habían visto caer el aviónen llamas. Había dos hombres entre losrestos; sus cuerpos estabancarbonizados. Los hombres de laLuftwaffe que se los llevaron habían

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dicho a Adam Garde que el bombarderoera un Stirling, y que los hombres eranaustralianos. Uno tenía en las manos unabiblia en inglés, quemada; se habíaestrellado sin dejar de agarrarla. Otrosdos se habían lanzado en paracaídas enlos suburbios. Se había encontrado auno, muerto a causa de sus heridas. Losguerrilleros se habían apoderado delotro y lo escondían en alguna parte. Loque hacían esos australianos era arrojarprovisiones a la guerrilla oculta entrelos antiguos bosques al este deCracovia.

Si Oskar quería algunaconfirmación, allí estaba. Unos hombres

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habían recorrido toda la distancia quehabía desde los inimaginablespueblecitos de Australia para apresurarel fin de Cracovia. Llamó de inmediatoal funcionario que estaba a cargo delmaterial rodante en el despacho deGerteis, el presidente de la Ostbahn, y loinvitó a cenar para conversar sobre laposible necesidad de vagones de laDEF.

Una semana después de su entrevistacon Sussmuth, los directores de la Juntade Armamentos de Berlín comunicaronal Gobernador de Moravia que la

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empresa de armamentos de Schindlerdebía instalarse en el anexo de lahilandería Hoffman, de Brinnlitz. Losburócratas del Gobernador poco podríanhacer, informó Sussmuth a Oskar porteléfono, aparte de retrasar el papeleo.Pero Hoffman y la gente del partido nazide Zwittau se habían reunido paraadoptar disposiciones contra la intrusiónde Oskar en Moravia. El Kreisleirer(jefe de distrito) del partido en Zwittauescribió a Berlín protestando por elpeligro para la salud de los alemanes deMoravia que supondrían los prisionerosjudíos de Polonia. Probablemente lapeste negra aparecería en la región por

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vez primera en la historia moderna; y lapequeña fábrica de armamento de Oskar,de dudoso valor para el esfuerzo deguerra, atraería además a los avionesaliados de bombardeo, con los dañosconsiguientes para la importantehilandería Hoffman. La población decriminales judíos del campo de trabajopropuesto superaría en cantidad a lapequeña y decente población deBrinnlitz y sería un cáncer en el honradocuerpo de Zwittau.

Esta protesta no tenía ningunaposibilidad de éxito, puesto que fueremitida directamente al despacho deErich Lange en Berlín. Todas las

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protestas dirigidas a Troppau fuerondesestimadas por el excelente Sussmuth.Sin embargo, aparecieron carteles en lasparedes de la ciudad natal de Oskar: Nodejéis entrar a los criminales judíos.

Oskar pagaba y pagaba. Pasó a laComisión de Evacuación de Cracoviapara que se diera prisa con los permisosde traslado de su maquinaria. Tuvo quealentar al Departamento de Economía deCracovia para que liberase sus cuentasbancarias. Como en esos días el dinerono tenía gran valor, pagaba en bienes deconsumo: kilos de té, pares de zapatos,alfombras, café, latas de pescado.Pasaba las tardes en las callejuelas del

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mercado de Cracovia, adquiriendo aprecios descomunales lo que más podíandesear los burócratas. De otro modo, nolo dudaba, lo harían esperar hasta que elúltimo judío estuviera en Auschwitz.

Sussmuth le dijo que la gente deZwittau había escrito a la Inspección deArmamentos; acusaban a Oskar decomerciar en el mercado negro. Si mehan escrito a mí, dijo Sussmuth, puedeusted apostar a que también han enviadocopias de esta carta al jefe de policía deMoravia, el Obersturmführer OttoRasch. Debería visitar a Rasch ydemostrarle que es usted una personallena de encanto.

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Oskar había conocido a Raschcuando éste era jefe de policía deKatowice. Rasch era, por una felizcoincidencia, amigo del presidente deFerrum AG, de Sosnowiec, la empresa ala que Oskar compraba acero. Fue enseguida a Brno para adelantarse a susadversarios, pero, como no confiaba enalgo tan tenue como una amistadpersonal, llevó un diamante tallado enbrillante que se las arregló para exhibiren mitad de la reunión. La piedrapreciosa atravesó la mesa y pasó amanos de Rasch, y Oskar no tuvo yanada que temer en el frente de Brno.

Más tarde, Oskar calculó que había

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gastado cien mil marcos —casi cuarentamil dólares— para facilitar el traslado aBrinnlitz. La cifra no parecería nuncaimprobable a la mayor parte de lossupervivientes, aunque algunosmoverían la cabeza y dirían: «No. Más.Tenía que ser mas».

Oskar había preparado una lista queél llamaba previa y la había entregadoen la administración de Plaszow. En ellahabía más de mil nombres: todos los delos prisioneros de Emalia, y otrosnuevos, como el de Helen Hirsch,recientemente incorporado. Amon no

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estaba allí para discutirlo.La lista aumentaría si Madritsch

aceptaba ir a Moravia con Oskar, demodo que él seguía insistiendo conTitsch, su aliado ante Madritsch. Losprisioneros de Madritsch más próximosa Titsch sabían que se estaba preparandola lista y que podían acceder a ella.Titsch les había dicho sin la menorambigüedad que debían hacer todo loposible. Entre todos los papeles de losarchivos de Plaszow, solamente losdoce folios de nombres de Oskar teníanalguna relación con el futuro.

Pero Madritsch aún no habíadecidido si deseaba una alianza con

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Oskar ni si añadiría sus tres mil judíosal total.

Nuevamente aparece la vaguedadtípica de las leyendas en la cronologíaexacta de la lista de Oskar. La vaguedadno se refiere a la existencia de esa lista:se puede ver hoy la copia en losarchivos de Yad Vashem. Comoveremos, no hay tampoco incertidumbreacerca de los nombres recordados porOskar y Titsch en el último minuto yañadidos al final del documento oficial.No hay duda sobre los nombresincluidos. Pero las circunstanciasalimentan la leyenda. El problema esque se recuerda esa lista con una

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intensidad tal que su mismo ardorconfunde los hechos. La lista era un bienabsoluto. La lista era la vida. Más alláde sus márgenes se abría el abismo.

Algunos de los incluidos afirmanque hubo una fiesta en casa de Goeth,una reunión de empresarios y SS parafestejar los momentos pasados allí.Algunos creen incluso que Goeth estabapresente; pero, como las SS noconcedían a nadie libertad condicional,eso es imposible. Otros piensan que lafiesta se realizó en el apartamento deOskar, en su fábrica. Oskar habíaofrecido muchas reuniones durante másde dos años. Un prisionero de Emalia

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recuerda que, en las primeras horas delaño 1944, mientras desempeñaba susfunciones como vigilante nocturno,Oskar bajó de su apartamento, huyendodel bullicio, para regalar a su amigo elvigilante dos tortas, doscientoscigarrillos y una botella.

En esa fiesta de fin de curso dePlaszow, fuera donde fuera, losinvitados incluían al doctor Blancke, aBosch y, según algunos informes, alOberführer Scherner, en vacaciones desu cacería de guerrilleros. Tambiénestaban allí Madritsch y Titsch. Titschdiría más tarde que en esa reuniónMadritsch dijo a Oskar por primera vez

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que no lo acompañaría a Moravia.—He hecho por los judíos cuanto he

podido —dijo. Era una aseveraciónrazonable; y no estaba dispuesto adejarse convencer, aunque Titsch, comoagregó, había insistido durante días.

Madritsch era un hombre justo.Posteriormente eso sería reconocido.Simplemente, no creía que el plan deMoravia pudiera tener éxito. Si lohubiera creído, todo indica que lo habríaintentado.

Lo que se sabe de esa fiesta,además, es que en ella imperaba laurgencia, porque esa misma noche sedebía entregar la lista de Schindler. Este

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elemento se repite en todas las versionesde los supervivientes. Lossupervivientes sólo podían saber esto yexplayarse al respecto si lo habían oídode Oskar, un hombre que tendía aembellecer las historias. Pero aprincipios de la década de 1960 Titschatestiguó personalmente la verdadsustancial de ésta. Podría ser que elnuevo comandante interino de Plaszow,el Hauptsturmführer Buscher, hubieradicho a Oskar:

—Basta de bromas, Oskar. Tenemosque completar la documentación yresolver el problema del transporte.

O quizás había cierta fecha límite

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establecida por la Ostbahn y relacionadacon la disponibilidad de vagones.

Pero lo cierto es que Titsch anotó,por encima de las firmas oficiales, losnombres de los prisioneros deMadritsch cuyos rostros pudo evocar. Seañadieron así casi setenta nombres,recordados por Titsch o por Oskar.Entre ellos estaban los de la familiaFeigenbaum, con su hija adolescente quesufría de un cáncer incurable de loshuesos, y el hijo, Lutek, de vacilanteexperiencia en la reparación demáquinas de coser. Todos ellos setransformaron, mientras Titsch escribía,en obreros calificados de la industria

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armamentista. En la casa había risas,vocinglera conversación, canciones, unanube de humo de tabaco; y en un rincónOskar y Titsch se interrogabanmutuamente sobre nombres de personas,esforzándose por imaginar la ortografíacorrecta de algunos apellidos polacos.

Finalmente, Oskar puso su manosobre la muñeca de Titsch.

—Estamos sobrepasando el límite—dijo—. Ladrarán ante la cantidad queya tenemos.

Titsch no cesaba en su búsqueda denombres, y el día siguiente sereprocharía que se le hubiera ocurridoalguno demasiado tarde. Pero en ese

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momento estaba en el límite, agotadopor la tarea. De un modo casi blasfemo,estaba a punto de crear seres humanoscon sólo pensar en ellos. No lo eludía;era lo que esto decía acerca del mundolo que tornaba esa noche tan irrespirablela atmósfera de la casa de Schindler.

Marcel Goldberg, el encargado depersonal, podía interferir con laintegridad de la lista. A Buscher, elnuevo comandante, poco le podíaimportar quién figuraba en ella, siempreque el total de nombres no excediera decierto límite. Pero Goldberg podíamanipular sus márgenes. Los prisionerossabían además que estaba dispuesto a

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recibir sobornos. Los Dresner lo sabían.Juda Dresner, tío de Genia la Roja,marido de la señora Dresner, a quienuna vez le habían impedido escondersetras una pared falsa, padre de Janek y lajoven Danka; él lo sabía. «Compró aGoldberg», dirían luego para explicarcómo habían sido incluidos en la lista deSchindler. Nunca supieron qué le dio.Presumiblemente el joyero Wulkan entróen la lista del mismo modo, junto con sumujer y su hijo. Un suboficial SSllamado Hans Schreiber habló de la listaa Poldek Pfefferberg, que había sido untiempo proveedor de Oskar en materiade anillos de diamantes, perros falderos

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y tapices del mercado negro. Schreiber,un joven de unos veinticinco años, teníamala fama como cualquier otro hombrede las SS de Plaszow, pero Pfefferbergse había convertido en algo así como sufavorito, como solía ocurrir, dentro delsistema, entre prisioneros y personal delas SS. Esto había comenzado cuandoPfefferberg, jefe de grupo de subarracón, era responsable de la limpiezade las ventanas. Schreiber inspeccionólos cristales y halló una mancha.Empezó a vituperar a Poldek del modoque solía preludiar una ejecución;Pfefferberg perdió los estribos y le dijoque ambos sabían que las ventanas

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estaban perfectamente limpias. Si sólobuscaba un pretexto, más valía que lomatara sin demora. El exabrupto,paradójicamente, agradó a Schreiber,quien, a partir de ese momento, deteníaocasionalmente a Pfefferberg parapreguntarle cómo estaba y una vez leregaló una manzana para Mila. Enverano de 1944 Poldek apeló a élfrenéticamente para que sacara a Milade un cargamento de mujeres que partíade Plaszow al terrible campo deconcentración de Stutthof en el Báltico.Mila estaba ya en la fila destinada a losvagones de ganado cuando aparecióSchreiber con un papel en la mano,

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gritando su nombre. Otra vez, undomingo. Schreiber, ebrio, fue albarracón de Pfefferberg y, en presenciade unos pocos prisioneros, se echó allorar por las cosas «terribles» quehabía hecho en Plaszow. Queríaredimirse dijo, en el frente del este. Yfinalmente lo haría.

En ese momento, dijo a Poldek queSchindler tenía una lista y que deberíahacer todo lo posible para conseguir quesu nombre fuera incluido. Poldek fue ala administración y pidió a Goldbergque añadiera su nombre y el de Mila.Durante el último año y medio,Schindler había visitado frecuentemente

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a Poldek en el garaje de Plaszow, y envarias ocasiones le había asegurado quelo rescataría. Pero Poldek se habíaconvertido en un soldador consumado, ylos encargados del garaje, obligados aobtener alta calidad de trabajo paraconservar sus vidas, se negabanrotundamente a que se marchara.Goldberg estaba con la lista en la mano;ya había incluido su propio nombre, y elviejo amigo de Oskar, que había sido uninvitado frecuente en el apartamento dela calle Straszewskiego, esperaba queanotara también el de Mila y el suyosólo en honor de esa relación.

—¿Tienes diamantes? —preguntó

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Goldberg.—¿Lo dice usted en serio? —dijo

Poldek.—Para esta —respondió Goldberg,

ese hombre de prodigioso poderoccidental, mientras apretaba los folioscon el índice— hacen falta diamantes.

Ahora que el HauptsturmführerGoeth, amante de la música vienesa,estaba en la cárcel, los hermanosRosner, músicos de la corte, seencontraban en libertad de abrirse pasohacia la lista de Schindler. TambiénDolek Horowitz que antes había logradollevar a Emalia a su mujer y a sus hijos,persuadió a Goldberg de que anotase su

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nombre y el de su familia. Horowitzhabía trabajado siempre en el depósitocentral de Plaszow, y reunido así unpequeño tesoro, que entregó a MarcelGoldberg.

También figuraban los hermanosBejski, Un y Moshe, con lascalificaciones oficiales respectivas deajustador de máquinas y delineante. Unsabía de armas y Moshe tenía dotes parala falsificación de documentos. Elmisterio envuelve muchos pormenoresde la lista, y no se puede saber si fuerono no incluidos por esas capacidades.

En cierto momento se agregaríatambién el nombre de Josef Bau, el

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ceremonioso novio, pero sin que él losupiera. A Goldberg le conveníamantener a todo el mundo en laincertidumbre. Cabe suponer que, siJosef Bau hizo alguna petición personala Goldberg, debía referirse también,daba su naturaleza, a su madre y a suesposa. Sólo cuando ya era demasiadotarde supo que únicamente él estabaentre las personas destinadas a Brinnlitz.

En cuanto a Stern, el Herr Direktorlo había incluido desde el principio.Stern era el único padre confesor quehabía tenido Oskar en su vida, y sussugerencias tenían para él granimportancia. Desde el primero de

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octubre, no se permitía salir de Plaszowa los prisioneros judíos por ningúnmotivo. Además, los encargados delsector polaco montaban guardia en losbarracones para impedir el comercio depan entre los prisioneros judíos ypolacos. El precio del pan ilegal llegó aun nivel que era difícil de contar enzlotys. Antes era posible comprar un panentero por una chaqueta, o doscientoscincuenta gramos por una camisa enbuen estado. Ahora —con las mismaspalabras de Goldberg— hacían faltadiamantes.

Durante la primera semana deoctubre, Oskar y su gerente, Bankier,

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visitaron Plaszow por alguna razón y,como de costumbre, vieron a Stern en laOficina de Construcciones. El escritoriode Stern no estaba lejos del antiguodespacho de Amon, pero ahora se podíahablar con más libertad que nunca. Sternhabló a Herr Schindler de la inflacióndel precio del pan de centeno. Oskar sevolvió hacia Bankier.

—Ocúpese de que Weichert recibacincuenta mil zlotys —murmuró.

Michael Weichert era director delJUS, una organización de asistenciaconsentida por los alemanes en virtud desus relaciones con la Cruz RojaInternacional. Aunque muchos judíos

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consideraban ambigua su posición, y laresistencia la condenaba, el JUS, dentrode los estrechos límites en que podíaactuar, proporcionaba pan a muchosprisioneros y papeles falsos a algunos.Weichert nunca exigió compensacionesen dinero o en especie, y una corteisraelí lo absolvió después de la guerrade la acusación de haber colaborado conlos alemanes. Y era la persona ideal sise deseaba introducir cierta cantidad dealimentos en un campo de concentración.

La conversación de Stern y Oskarprosiguió rápidamente. Los cincuentamil zlotys fueron un mero incidente en sucharla sobre esos días de inquietud y

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sobre cómo estaría Amon en su celda deBreslau.

Unos días después esa mismasemana entró en el campamento, decontrabando, el pan del mercado negro,escondido debajo de los cargamentos detela, carbón o chatarra. Y un día mástarde el precio del pan había retornado asu nivel habitual.

Era un buen ejemplo de lacolaboración entre Oskar y Stern.Habría otros.

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CAPÍTULO 32

Por lo menos una de las personas deEmalia cuyo nombre tachó Goldbergpara dejar sitio a otros —a un pariente,un sionista, un operario calificado, unapersona que le pagaba bien— censuróluego a Oskar.

En 1963 la Sociedad Martin Buberrecibió una dolorosa carta de unneoyorquino que había sido prisionerode Emalia. Oskar había prometido laliberación, decía. Y la gente lo habíaenriquecido con su trabajo. Pero algunosfueron marginados en la lista. Ese

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hombre veía su omisión como unatraición personal, y con toda la furia dealguien que ha debido atravesar lasllamas para pagar por la mentira de otro,culpaba a Oskar de todo lo que le habíaocurrido después: Gröss-Rosen, elterrible acantilado de Mauthausen dedonde se despeñaba a los prisioneros, yla marcha de la muerte con que terminóla guerra.

La carta, llena de justa indignación,demostraba gráficamente que la vidadentro de la lista era una cosa posible, yfuera de ella algo inexpresable. Peroparece injusto condenar a Oskar por losmanejos que hacía Goldberg con los

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nombres. En el caos de esos últimosdías, las autoridades del campo deconcentración habrían firmado cualquierlista entregada por Goldberg si noexcedía demasiado notablemente de losmil cien prisioneros asignados a Oskar.Y éste no podía controlar a Goldbergcada momento. Pasaba los días hablandocon los burócratas, y las nochessobornándolos.

Por ejemplo, no tenía aún lasautorizaciones requeridas para eltransporte de sus máquinas Hilo y de susprensas; sus viejos conocidos deldespacho del general Schindler sedemoraban con los papeles o

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encontraban pequeños problemascapaces de obstaculizar el plan de Oskarpara salvar a sus mil cien.

Uno de ellos había planteado unadificultad: las máquinas de la sección dearmamentos de Oskar habían sidoaprobadas por el departamento delicencias de la Inspección de Berlín,pero específicamente para su uso enPolonia. El departamento no había sidonotificado de su desplazamiento aMoravia, y era preciso pedir suautorización. Eso podía demorarse unmes, Oskar no tenía un mes. A fines deoctubre, Plaszow estaría desierto ytodos sus prisioneros en Gröss-Rosen o

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en Auschwitz. Finalmente, ese problemase resolvió como los demás, con losregalos acostumbrados.

Aparte de esto, Oskar estabapreocupado por los investigadores delas SS que habían arrestado a Amon.Esperaba que lo arrestaran también a élo, lo que era lo mismo, que lointerrogaran detenidamente acerca de surelación con el anterior comandante delcampo. Hacía bien en pensarlo, porqueuna de las explicaciones que dio Goethacerca de los ochenta mil marcoshallados entre sus pertenencias habíasido: «Me los dio Oskar Schindler paraque tratara bien a los judíos». Por lo

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tanto, Oskar no debía perder contactocon sus amigos de la calle Pomorska,que podían informarle del rumbo quetomaba la investigación del Buró V.

Y finalmente, como su campo deBrinnlitz quedaría bajo la jurisdiccióndel KL Gröss-Rosen, estaba ya en tratoscon el comandante de Gröss-Rosen, elSturmbannführer Hassebroeck. Durantela administración de Hassebroeckmorirían cien mil personas en elcomplejo de Gröss-Rosen; pero esehombre no representaba un escollograve para Oskar, que habló por teléfonocon él y luego lo visitó en la BajaSilesia. Schindler estaba acostumbrado,

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para ese entonces, a los carnicerosencantadores; observó incluso queHassebroeck estaba agradecido por laoportunidad de extender a Moravia elimperio de Gröss-Rosen. PorqueHassebroeck pensaba realmente entérminos imperiales. Dirigía ciento tressubcampos. (Brinnlitz sería el centésimocuarto y, con sus mil prisioneros y susofisticada industria, una prestigiosaadquisición). De los campos deconcentración de Hassebroeck, setenta yocho estaban en Polonia, dieciséis enChecoslovaquia y diez en el Reich. Eramucho más de lo que había tenidoAmon.

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Con semejante tarea de persuasión,cohecho y papeleo durante la semana enque se desalojaba Plaszow, Oskar nohabría tenido tiempo para vigilar aGoldberg, aun si hubiese podidohacerlo. De todos modos, el relato quehacen los prisioneros acerca del últimodía y la última noche del campo deconcentración habla de caos y demovimiento incesante en torno aGoldberg, el Señor de las Listas, queaún recibía ofertas.

Por ejemplo, el doctor Idek Schindelpidió ayuda a Goldberg para ir aBrinnlitz con sus dos hermanos menores.Goldberg no le dio una respuesta

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definitiva y Schindel descubrió la nochedel 15 de octubre —mientras lollevaban con otros prisioneros varones alos vagones de ganado— que no estabaen la lista. De todos modos, lograronunirse a la columna de Schindler. Comoen un grabado moralista del día delJuicio Final, los que tenían la marcarequerida intentaban confundirse con losjustos desafiando al ángel de laretribución. Este —el OberscharführerMíllíer— se acercó al doctor y logolpeó dos veces, en la mejillaizquierda y en la derecha, y luego otrasdos, con el cabo de su látigo, mientraspreguntaba con regocijo:

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—¿Por qué quieres meterte en esacolumna?

Schindel fue obligado a quedarsecon el pequeño destacamento dedicado arealizar las últimas tareas del cierre dePlaszow, y luego a viajar, con un grupode mujeres enfermas, a Auschwitz.Alojaron a las mujeres y al doctor en unbarracón apartado de Birkenau, y losabandonaron a su suerte, para quemurieran de inanición. Sin embargo,sobrevivieron en su mayoría, porqueestaban libres de la atención de losfuncionarios y del régimen habitual delcampo de concentración. Luego Schindelfue enviado a Flossenburg con sus

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hermanos, y por fin a una marcha de lamuerte. Sobrevivió por muy poco, peroel menor de sus hermanos fue abatido abalazos durante la marcha el penúltimodía de la guerra. Esto proporciona unaimagen de la forma en que la lista deSchindler, sin ninguna malicia por partede Oskar, y con la malicia natural porparte de Goldberg, obsesiona todavía alos supervivientes, como losobsesionaba en esos desesperados díasde octubre.

Todo el mundo tiene su historiaacerca de la lista. Henry Rosner se unióa la columna de Schindler, pero unsuboficial advirtió su violín, pensó que,

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si Amon recuperaba la libertad, querríaconservar a sus músicos, y lo obligó aalejarse. Entonces Rosner ocultó elviolín debajo de su abrigo, con la cajaapretada en la axila, y volvió a la hilera:así pudo llegar hasta los vagones deSchindler.

Rosner era una de las personas aquienes Oskar había hecho promesasconcretas, y por lo tanto estaba en lalista desde el comienzo. Ése era tambiénel caso de los Jereth, el viejo Jereth dela fábrica de cajas y su mujer Chaja, aquien la lista describía con evidenteinexactitud y optimismo comoMetallarbeiterin, «obrera del metal».

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También figuraban los Períman y losLevartov. En realidad, y a pesar deGoldberg, Oskar logró sacar de Plaszowa la mayor parte de la gente que pidió,aunque había además varios personajesinesperados. Sin embargo, un hombremundano como Oskar no debe dehaberse sorprendido al encontrar aGoldberg mismo entre los enviados aBrinnlitz.

Había adiciones más deseables. Porejemplo, Poldek Pfefferberg,accidentalmente rechazado porGoldberg a causa de su carencia dediamantes. Pfefferberg decidió comprarvodka, que podía pagar con ropas o con

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pan; adquirió una botella y pidió yobtuvo permiso para visitar el edificiode la calle Jerozolimska dondeSchreiber estaba de servicio. Dio labotella a Schreiber y le pidió queobligara a Goldberg a anotar en la listasu nombre y el de Mila. Oskar Schindlerlo habría hecho si lo hubiera recordado,dijo. Poldek sabía que era cuestión devida o muerte.

—Sí —dijo Schreiber—, ambosdeben ir.

Es un misterio que hombres comoSchreiber no se preguntaran en unmomento semejante: «Si ese hombre y suesposa tienen derecho a salvarse, ¿por

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qué no los demás?». Los Pfefferbergestaban por lo tanto en la lista en elmomento de la verdad. Y también, parasu sorpresa, Helen Hirsch y la hermanamenor cuya supervivencia había sidosiempre su principal preocupación.

Los ochocientos hombres de la listade Schindler subieron al tren queaguardaba en el ramal de Plaszow eldomingo 15 de octubre. Pasaría unasemana antes de que salieran lasmujeres. Aunque los ochocientosestuvieron separados mientras secargaba el tren y luego fueron

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introducidos en los vagones demercancías reservados exclusivamenteal personal de Schindler, estos vagonesse acoplaron a un tren que contenía aotros mil trescientos prisionerosdestinados a Gröss-Rosen.Aparentemente, la mitad pensaba quepasarían a través de Gröss-Rosen en sucamino al campo de Schindler, peromuchos otros creían que el viaje seríadirecto. Todos estaban preparados paraun lento viaje a Moravia, y sabían quepasarían cierto tiempo detenidos enempalmes y vías muertas, o quedeberían esperar quizás hasta medio día,en alguna ocasión, a que pasaran trenes

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con mayor prioridad. La semana pasadahabía caído la primera nieve, y haríafrío. A cada prisionero se le habíanasignado sólo trescientos gramos de panpara todo el viaje; en cada vagón habíaun solo cubo de agua. Para susnecesidades naturales, los viajerosdebían usar un rincón del suelo, o, siestaban demasiado apretados, orinar ydefecar donde estaban. Pero finalmente,y a pesar de todos sus sufrimientos,llegarían al establecimiento deSchindler.

Las trescientas mujeres de la listasubirían a los vagones el domingosiguiente, en el mismo estado de ánimo

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esperanzado de los hombres.Algunos prisioneros observaron que

Goldberg viajaba con tan poco equipajecomo los demás. Por lo tanto, debíatener amigos, fuera de Plaszow, queguardaban sus diamantes y otros objetos.Quienes aún esperaban de él algunaayuda para sus tíos, hermanos ohermanas le cedieron espacio para quese acomodara. Otros se acurrucaron conel mentón contra las rodillas. DolekHorowitz sostenía en brazos a su hijoRichard, de seis años. Henry Rosnerhizo en el suelo, con ropas, una camitapara Olek, de nueve años.

El viaje duró tres días. A veces,

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cuando se detenían, el aliento secongelaba sobre las paredes. Escaseabael aire, y cada bocanada era fétida yglacial. Finalmente el tren se detuvo alocaso de un día desapacible de otoño.Las puertas se abrieron; los pasajerosfueron obligados a descender tanrápidamente como hombres de negocioscon citas que cumplir. Guardias SScorrían dando órdenes, y los insultabanpor su mal olor.

—¡Quítense todo! —gritó unsuboficial—. Hay que desinfectar laropa.

Amontonaron sus ropas y marcharondesnudos hacia la Appellplatz de ese

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lugar siniestro, donde permanecieron enformación. La nieve cubría los bosquespróximos, y el suelo de la Appellplatzestaba helado. No era el campo deSchindler. Era Gröss-Rosen. Los quehabían pagado a Goldberg lo mirabancon furia, y amenazaban matarlo,mientras los hombres de las SS,abrigados con capotes, caminaban entrelas líneas y descargaban latigazos sobrelos traseros de los que tiritabanvisiblemente.

Los retuvieron en la Appellplatztoda la noche, porque no habían

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barracones disponibles. Sólo a mediamañana del día siguiente los llevaron aun sitio bajo techo. Los supervivientesno mencionan ninguna muerte debida aesas diecisiete horas de desnudez con elfrío indecible. Quizá su vida en Emaliao en Plaszow había templado sus ánimosy los había preparado para una nochesemejante. Aunque hacía menos frío queotras noches de la misma semana, elclima era terrible. Por supuesto, muchosde ellos estaban demasiado pendientesde la esperanza de Brinnlitz para dejarsemorir de frío.

Más tarde, Oskar había de conocerprisioneros que habían sobrevivido a

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mayores exposiciones al frío. Yciertamente pudieron soportar esa nocheel anciano Garde, el padre de Adam, ylos niños como Olek Rosner y RichardHorowitz.

A las once de la mañana los llevarona las duchas. Poldek Pfefferberg mirócon desconfianza las tuberías,preguntándose si traerían agua o gas.Sería finalmente agua, pero antesentraron los barberos ucranianos quevenían a rapar sus cabezas y afeitar susaxilas y pubis. Los prisioneros debíanpermanecer erguidos y mirando al frentemientras los barberos trabajaban con susnavajas mal afiladas.

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—No corta —se quejó uno.—¿No? —dijo el ucraniano, y dio un

tajo en la pierna del prisionero parademostrar que la hoja aún tenía filo.

Después de la ducha, les entregaronlos trajes a rayas de la prisión y losllevaron a los barracones. Los hombresde las SS los obligaron a sentarse enhileras, como esclavos en las galeras:cada hombre se apoyaba en las piernasdel que estaba atrás y doblaba laspiernas para sostener al que estabadelante. Con este método, losochocientos hombres de Schindler y losotros mil trescientos prisioneros del trencabían en tres barracones. Los Kapos

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alemanes, armados con cachiporras, losvigilaban, sentados en sillas junto a lapared. Los hombres estaban tanapretados —no quedaba libre uncentímetro de suelo— que salir a laletrina, silos Kapos lo permitían,significaba pisar hombros y cabezas yrecibir por ello maldiciones.

En mitad de uno de los barraconeshabía una cocina donde se hacía pan y sepreparaba sopa de nabos. PoldekPfefferberg, al regresar de unaimpopular visita a las letrinas,descubrió que el encargado de la cocinaera un suboficial polaco a quien habíaconocido al principio de la guerra. El

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hombre le dio un poco de pan y lepermitió dormir junto a la cocina. Losdemás pasaron la noche apretujados enla cadena humana.

Por la mañana los llevaron a laAppellplatz, donde permanecieron diezhoras en silencio y en posición defirmes. Por la noche, después de la sopaaguada, les permitieron caminar en tornoa los barracones y conversar entre ellos.Un silbato señaló a las nueve de lanoche que debían retornar a su curiosaposición para pasar la noche.

El segundo día un oficial SS acudióa la Appellplatz y preguntó quién habíaescrito la lista de Schindler, puesto que

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aparentemente no la habían traído dePlaszow. Temblando, con las ásperasropas de la prisión, Goldberg fueconducido a un despacho donde leordenaron que escribiera a máquina lalista, de memoria. Al final del día nohabía terminado su tarea y retornó a subarracón; nuevamente lo acosaron consuplicas. En el frío ocaso, la lista seguíafascinando y atormentando a loshombres, aunque hasta ese momento sólohabía logrado llevarlos a Gröss-Rosen.Pemper y otros se acercaron a Goldbergy empezaron a presionar para queincluyera el nombre del doctorAlexander Biberstein la mañana

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siguiente. Era un respetado médico,hermano del Marek Biberstein que habíasido aquel optimista primer presidentedel Judenrat de Cracovia. Unos díasantes, esa misma semana. Goldberghabía engañado a Biberstein: le habíaasegurado que estaba en la lista. Y,cuando los prisioneros subían a losvagones, el doctor descubrió que no eraasí. Incluso en un sitio como Gröss-Rosen, Mietek Pemper confiabasuficientemente en el futuro paraamenazar a Goldberg con represalias enla posguerra si no se agregaba el nombrede Biberstein.

El tercer día, separaron del conjunto

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formado en la Appellplatz a losochocientos hombres de la lista revisadade Schindler. Luego los llevaron alpuesto de desinfección y a las duchas,los dejaron charlar unas horas delantede los barracones, como aldeanos, y loscondujeron nuevamente a los andenes,donde subieron a los vagones de ganadocon una pequeña ración de pan. Ningunode los guardianes presentes admitiósaber adónde se dirigían. Se instalaronen los vagones, sentados en el suelo,como esclavos de las galeras. Tenían enla mente el mapa de Europa Central, ytrataban de estimar continuamente ladirección y la duración del viaje por

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medio de la altura del sol y lasvislumbres del paisaje que recibían porlos respiraderos cubiertos de telametálica que había cerca del techo.Alzaron a Olek Rosner hasta uno deellos, y dijo que podía ver bosques ymontañas. Los expertos en navegaciónsostenían que se dirigían en generalhacia el sudeste. Eso indicaba algúnpunto de Checoslovaquia pero no seatrevían a afirmarlo.

Ese viaje de unos ciento sesentakilómetros llevó casi dos días. Cuandose abrieron las puertas, era el amanecerdel segundo día. Estaban en la estaciónde Zwittau. Bajaron y los guardias los

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condujeron a través de una ciudad queaún no había despertado y que seencontraba intacta, como si se hubieracongelado en 1939. Incluso las leyendaspintadas en los muros (Judíos: ¡Fuerade Brinlitz!) les parecían, extrañamente,de la preguerra. Habían vivido en unmundo donde les estaba prohibidorespirar; consideraban candorosa laingenuidad de la gente de Zwittau, quesólo quería excluirlos de un pueblo.

Tras una marcha de cinco o seiskilómetros, colina arriba, siguiendo unavía férrea, llegaron al pueblo industrialde Brinnlitz y vieron al frente, a la suaveluz de la mañana, el macizo edificio del

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anexo de Hoffman. Era ahora elArbeitslager Brinnlitz (campo detrabajo de Brinnlitz), con torres devigilancia, una cerca de alambre, elbarracón de la guardia situado dentro dela alambrada, y, más allá de la guardia,estaba la puerta que llevaba a la fábricay a los dormitorios de los prisioneros.

Mientras entraban por el portalexterior, Oskar apareció en el patio dela fábrica con un sombrerito tirolés.

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CAPÍTULO 33

Ese campo, como Emalia, había sidoequipado por Oskar a sus expensas. Deacuerdo con la teoría de los burócratasoficiales, todos los campos de trabajode las fábricas debían ser costeados porlos empresarios. Se pensaba quecualquier industrial hallaría, en el baratotrabajo de los prisioneros, suficienteincentivo para una pequeña inversión enmadera y alambre. En realidad, losindustriales mimados por el régimen,como Krupp o Farben, construían suscampos de trabajo con materiales

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donados por las empresas de las SS ycon gran abundancia de mano de obraprestada. Oskar no era un industrialmimado, y jamás recibió nada. Pudoconseguir algunas toneladas de cementode las SS por medio de Bosch, a unprecio que en el mercado negro Boschhubiera considerado bajo. Y de lamisma fuente obtuvo dos o trestoneladas de gasolina y gasóleo parausar en la producción y distribución desus mercancías. Y también llevó deEmalia parte de las alambradas.

Pero se vio obligado a construir unacerca electrificada en torno al desnudoanexo de Hoffman, letrinas, un barracón

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de guardia para cien SS, un despachoadjunto, una enfermería y cocinas. ElSturmbannführer Hassebroeck habíaestado ya de visita, y se había llevadouna provisión de coñac y de porcelana,así como «kilos de té». Según decíaOskar, lo que también debía sumarse alcoste. Hassebroeck había cobradotambién aranceles por la inspección yhabía exigido las contribuciones a laAyuda de Invierno previstas por laSección D, sin entregar recibo.

—Su coche tenía notable capacidadpara estas cosas —dijo más tarde Oskar.No dudaba de que Hassebroeck ya habíacomenzado a falsear datos en los libros

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de Brinnlitz en octubre de 1944.También era necesario complacer a

los inspectores enviados directamentedesde Oranienburg. Y antes de quellegara el total de los materiales y lamaquinaria de la Deutsche Email Fabrik,se necesitaría la capacidad de carga deunos doscientos cincuenta vagones. Essorprendente, dijo luego Oskar, que enun Estado en pleno desmoronamiento losfuncionarios de la Ostbahn —debidamente alentados— pudieranencontrar semejante cantidad devagones.

Lo más sorprendente de todo es que,en ese momento, mientras aparecía con

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su sombrero tirolés en el helado patio.Oskar, al contrario de Krupp, Farben ylos demás industriales que empleabanesclavos judíos, no tenía ninguna clasede intenciones industriales serias. Notenía expectativas de producción nigráficos de ventas en la mente. Cuatroaños atrás había ido a Cracovia enbusca de la riqueza; ahora no tenía yaambiciones empresariales.

La situación, desde el punto de vistaindustrial, era descabellada. Aún nohabía llegado buena parte de lasprensas, tornos y taladros, ni se habíanconstruido los suelos de cemento quedebían soportar su peso. Todavía el

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anexo estaba lleno de máquinas deHoffman en desuso. Pero, por elsupuesto personal especializado queentraba en ese momento, Oskar debíapagar a razón de seis marcos diarios porobrero no calificado y siete y medio porlos calificados. Esto significaba 14 000dólares semanales; y cuando llegaran lasmujeres la cuenta ascendería a 18 000.Por lo tanto, Oskar celebraba con susombrerito tirolés una insensata locuracomercial.

Otras cosas habían cambiadotambién en la vida de Oskar. FrauEmilie Schindler había venido deZwittau para instalarse en su

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apartamento de la planta baja. Brinnlitzno estaba lejos, como Cracovia, yEmilie no hallaba excusa para suseparación. Para una católica como ella,se trataba de legalizar la ruptura o biende reanudar la convivencia. Y entreambos había, por lo menos, tolerancia yprofundo respeto. A primera vista, ellapodía parecer un cero a la izquierda, unamujer engañada. Algunos de losprisioneros se preguntaron inicialmentequé pensaría al ver el tipo de fábrica yde campo de trabajo que había instaladoOskar en Brinnlitz; ignoraban todavíaque Emilie había de hacer su propia ydiscreta contribución, y no por

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obediencia conyugal, sino por suspropias ideas.

Ingrid había venido con Oskar atrabajar en las nuevas instalaciones deBrinnlitz, pero se alojaba fuera delcampo de trabajo y sólo acudía al KLBrinnlitz en horas de trabajo. Susrelaciones con Oskar se habían enfriadoostensiblemente, y ya no volvería a vivircon él. Pero no demostraba animosidad,y en los meses subsiguientes Oskar lavisitaba con frecuencia en su nuevoapartamento. La elegante patriota polaca—la atractiva Victoria Klonowska— sequedó en Cracovia, y también sin rencor.Oskar solía verla durante sus visitas a

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Cracovia, y ella volvió a prestarleayuda en sus problemas con las SS.Pero, aunque sus relaciones con Ingrid ycon Victoria se desvanecían del modomás afortunado y sin amargura, habríasido un error creer que Oskar habíasentado la cabeza.

Schindler dijo a los hombres, el díade su llegada, que se podía esperar conconfianza a las mujeres. No creía quesufrieran más demoras que ellos. Sinembargo, el viaje de las mujeres fue muydistinto. Después de un breve recorrido,la locomotora invirtió la marcha y las

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llevó, junto con otros varios centenaresde prisioneras de Plaszow, al arco de laentrada de Auschwitz-Birkenau. Cuandolas puertas se abrieron, se encontraronen la enorme explanada que dividía elcampo de concentración, y hombres ymujeres de las SS, de aspectocompetente, empezaron a clasificarlas.La selección se realizó con aterradorafrialdad. Si una mujer se movíalentamente, la golpeaban con porras. Elgolpe no tenía sentido personal. Setrataba de que las cifras coincidieran.Para los miembros de las SS deBirkenau, era un tedioso asunto derutina. Ya habían oído todas las súplicas

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y las historias. Conocían todas lasargucias imaginables.

Bajo los potentes focos, las mujeresse preguntaban mutuamente quésignificaba eso. Pero incluso a pesar desu asombro, mientras sus pies se hundíanen el barro que era el verdaderoelemento de Birkenau, podían advertirque las mujeres SS las señalaban ydecían a los médicos uniformados quedemostraban algún interés:

—Schindlergruppe!Los médicos, jóvenes y elegantes, se

alejaban y las dejaban en paz.Con los pies hundidos en el barro,

marcharon a las instalaciones de

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desinfección. Allí, jóvenes y fornidasSS, armadas con porras, les ordenaronque se desnudaran. Mila Pfefferbergestaba asustada por los rumores que lamayor parte de los prisioneros del Reichconocían: que de las duchas brotaba aveces un gas letal. Pero de ésas, comovio con regocijo, sólo salía agua helada.

Después del baño, algunasesperaban que las tatuaran. Eso era todolo que sabían acerca de Auschwitz. LosSS tatuaban a la gente que pensabanutilizar. Si pensaban arrojarlas a loshornos, no se tomaban la molestia. En elmismo tren que había traído a lasmujeres de la lista venían otras dos mil

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que, como no eran Schindlerfrauen,fueron sometidas al método habitual deselección. A Rebecca Bau le habíanotorgado un número, y también larobusta madre de Josef Bau habíaganado un tatuaje en esa grotesca loteríade Birkenau. Otra chica de Plaszow, dequince años, miró su tatuaje y descubrióencantada que contenía dos cincos, untres y dos sietes, cifra venerada por elTashlag, el calendario judío. Con sutatuaje, se podía salir de Birkenau parair a alguno de los campos de trabajo deAuschwitz, donde por lo menos habíauna posibilidad de sobrevivir.

Pero las mujeres de Schindler no

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fueron tatuadas. Se les ordenó quevolvieran a vestirse y las condujeron aun barracón sin ventanas en el sector delas mujeres. En el centro había unacocina de ladrillos con una plancha dehierro en la parte superior: era la únicacomodidad. No había literas; lasmujeres debían dormir de adoso de tressobre delgados colchones de paja. Elsuelo de arcilla estaba húmedo; lahumedad rezumaba y terminaba porempapar la paja y las andrajosas mantas.Era una de las casas de la muerte en elcorazón de Birkenau. Allí dormitaron,ateridas y angustiadas en la mitad deaquella inmensa extensión de barro.

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Ese sitio alteraba sus imágenes deuna aldea íntima de Moravia. Era unainmensa ciudad, aunque transitoria. Undía cualquiera podía alojar, por brevetiempo, una población de más de uncuarto de millón de polacos, gitanos yjudíos. Había miles más en Auschwitz I,el primer campo de concentración, máspequeño, donde residía el comandanteRudolf Höss. Y varias decenas de milestrabajaban, mientras podían, en la granzona industrial llamada Auschwitz III.Las mujeres de Schindler no habían sidoinformadas en detalle acerca de lasestadísticas de Birkenau o del ducado deAuschwitz. Sin embargo, podían ver

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hacia el oeste del enormeestablecimiento, más allá de losabedules, el humo que se elevabaconstantemente de los cuatrocrematorios y de las numerosashogueras. Sentían ahora que estaban a laderiva, y que la corriente acabaría porllevarlas hacia allí. Pero ni siquiera conla capacidad de segregar y creerrumores que caracteriza la vida en laprisión hubiesen podido imaginar cuántagente podía morir allí en las cámaras degas un día en que el sistema funcionaraeficientemente. Esa cifra, según elmismo Höss, era de nueve mil.

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Las mujeres de Schindler ignorabantambién que habían llegado a Auschwitzen un momento en que el desarrollo dela guerra y ciertas negociacionessecretas entre Himmler y el conde suecoFolke Bernadotte imponían algunoscambios. No se había logrado manteneren secreto la existencia de campos deexterminio, porque los rusos, al excavaren el campo de Lublin, habíanencontrado hornos con huesos humanos ymás de quinientos barriles de Zyklon B.La noticia se publicó en todo el mundo;y Himmler, que deseaba ser consideradoel obvio sucesor del Führer en laposguerra, estaba dispuesto a transmitir

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a los aliados la promesa de que seterminaría la ejecución de judíos congases. Pero no dictó la ordencorrespondiente hasta algún momento deoctubre: no se conoce con certidumbrela fecha exacta. Envió una copia algeneral Oswald Pohl, a Oranienburg, yotra a Kaltenbrunner, jefe de seguridaddel Reich. Ambos ignoraron la orden,como hizo también Adolf Eichmann. Porlo tanto, las ejecuciones masivas dejudíos con gases continuaron hastamediados de noviembre. Se cree que laúltima selección para las cámaras de gasse hizo el 30 de octubre.

Durante los primeros ocho días de

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su permanencia en Auschwitz, lasmujeres estuvieron en inminente peligrode muerte, e incluso después, ya que lasúltimas víctimas de las cámarascontinuaron desfilando a lo largo denoviembre hacia el extremo oeste deBirkenau; como los hornos y lashogueras continuaban devorando loscadáveres anteriormente acumulados,las trescientas prisioneras no podíanadvertir el menor cambio en lanaturaleza esencial del campo. Y toda suansiedad estaba bien fundada; porque lamayoría de las personas que subsistierandespués de terminar el empleo de losgases, serían fusiladas —como ocurrió a

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todos los trabajadores encargados de loshornos— o se permitiría que murierande enfermedad.

De todos modos, lasSchindlerfrauen sobrellevaronfrecuentes visitas médicas duranteoctubre y noviembre. Algunas fueronseparadas en los primeros días, yenviadas a los barracones destinados alos enfermos incurables. Los médicos deAuschwitz —Josef Mengele, Fritz Klein,los doctores Konig y Thilo— no sólo sepresentaban en la explanada deBirkenau, sino en las revistas y en lasduchas, a preguntar con una sonrisa:

—¿Qué edad tiene, abuela?

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Así enviaron al barracón de lasancianas a Clara Sternberg, y también aLola Krumholz, que tenía sesenta añospero hasta ese momento había pasadopor ser mucho más joven. En barraconescomo ése, los ancianos morían deinanición sin ocasionar gastos a laadministración. La señora Horowitzpensó que su hija de once años,delgadísima, no sobreviviría a unainspección en las duchas, de modo quela ayudó a ocultarse en una tina de saunavacía. Una de las muchachas SS de lacustodia, rubia y bonita, la vio pero nola denunció. Era cruel y de genio vivo,pero más tarde pidió algo a cambio a

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Regina Horowitz, y recibió un brocheque ella había logrado ocultar hasta esemomento, y que entregó filosóficamentea la joven SS. Había otra chica, másrobusta y de maneras más suaves, quehacía a las prisioneras propuestaslesbianas y a veces requería formas desoborno más personales.

Durante la revista, solían apareceruno o más médicos ante los barracones.Cuando veían a los médicos, las mujeresse frotaban las mejillas con tierra paradarles un falso color. En una de esasinspecciones, Regina apiló unas piedraspara que su hija subiera sobre ellas; eldoctor Mengele, joven y de pelo blanco,

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le preguntó con voz suave qué edad teníasu hija, y le pegó por mentir. Erahabitual que las mujeres derribadas asídurante la inspección fueran arrastradaspor los guardias hacia la cercaelectrificada, mientras estaban aúnmedio inconscientes, y luego arrojadascontra ella. Regina estaba ya a mitad decamino cuando recobró el conocimientoy suplicó que no la quemaran viva, quele permitieran volver a la formación. Ladejaron; se arrastró hasta su puesto y vioa su hija todavía inmóvil y sin poderarticular palabra sobre la pila depiedras.

Las inspecciones se realizaban en

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cualquier momento. Una noche sacaron alas mujeres de Schindler y les ordenaronesperar de pie en el barro mientras seregistraba el barracón. La señoraDresner, la misma que había salvado unavez un desaparecido chico del OD, saliócon la alta Danka, su hija adolescente, aese fango de Auschwitz que, como elfabuloso barro de Flandes, no secongelaba cuando todo lo demás estabahelado: los caminos, los techados, losviajeros.

Danka y la señora Dresner habíansalido de Plaszow con las ropas deverano, que eran su únicas posesiones.Danka llevaba una blusa, una chaqueta

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ligera, una falda de color castaño. Comohabía empezado a nevar al anochecer, laseñora Dresner había sugerido a Dankaque rasgara una tira de su manta y lallevara debajo de su falda. En el cursode la inspección, las SS descubrieron lamanta rota.

El oficial llamó a la Alteste delbarracón, una holandesa a quien nadiehabía visto hasta el día anterior, y ledijo que sería fusilada junto con laprisionera que tuviera un trozo de mantadebajo de su ropa.

La señora Dresner susurró a Danka:—Quítatela y la meteré otra vez en

el barracón. —Era una buena idea. El

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barracón estaba a la altura del suelo, sinescalones: cualquier mujer de la fila deatrás podía deslizarse hacia la puerta.Así como había obedecido a su madreen la calle Dabrowski de Cracovia,Danka la obedeció ahora, dejando caerel jirón de la manta más raída deEuropa. Mientras su madre entraba en elbarracón, el oficial SS se llevó a unamujer de la edad de la señora Dresner aun sitio peor que Auschwitz, un sitiodonde no sería posible mantener lailusión de Moravia.

Quizá las demás no se permitieroncomprender lo que ese simple actosignificaba. Pero era, realmente, la

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manifestación explícita de que ningúngrupo reservado de «prisionerosindustriales» estaba seguro enAuschwitz. No siempre bastaría gritar«Schindlerfrauen!» para conservar lainmunidad. Otros grupos de «prisionerosindustriales» habían desaparecido ya enAuschwitz. La Sección W del generalPohl había enviado el año anteriorvarios trenes cargados de obreros judíoscalificados de Berlín. La I.G. Farbennecesitaba mano de obra, y la SecciónW le había comunicado que debíaelegirla entre ellos. La Sección W habíasugerido al comandante Höss, además,que esos trenes debían dirigirse a los

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talleres de la I.G. Farben, y no a loscrematorios de Auschwitz-Birkenau. Delos mil setecientos cincuenta hombresdel primer tren, mil fueron enviados sintardanza a las cámaras de gas. De loscuatro mil que llevaba el segundo tren,dos mil quinientos fueron destinados alas «duchas». Si la administración deAuschwitz no refrenaba la mano ante laI.G. Farben o la Sección W, menosescrúpulos tendría con las prisionerasasignadas a algún oscuro fabricantealemán de esmaltados.

En los barracones como los queocupaban las mujeres de Schindler sevivía como a la intemperie. Las ventanas

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no tenían cristales y sólo servían paraponer un límite a las ráfagas heladas quesoplaban desde Rusia. La mayor partede las muchachas sufría de disentería.Encorvadas por el dolor, se acercabancojeando con sus zuecos al tonel queservía de lavabo. La mujer que seocupaba de él recibía a cambio un platomás de sopa. Una noche, MilaPfefferberg se acercó al toneltrastabillando; la mujer que estaba deturno —no era una mala mujer; Mila lahabía conocido en otros tiempos—insistió en que no podía utilizarlo. Debíaesperar a la próxima usuaria y luegovaciar el tonel con su ayuda. Mila

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protestó pero no pudo convencer a lamujer. Bajo las hambrientas estrellas,esa tarea se había convertido en algosemejante a una profesión, y habíareglas. Con el tonel como pretexto, lamujer había llegado a creer que elorden, la higiene y la cordura eranposibles.

Otra chica se acercó, gimiendo,desesperada. También ella era muyjoven y había conocido en Lodz a lamujer del tonel cuando era unarespetable señora. Ambas, obedientesllevaron el objeto a trescientos metrosde distancia por el barro. La chicapreguntó a Mila:

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—¿Dónde está Schindler ahora?No todo el mundo, en el barracón,

preguntaba eso mismo, o con esa amargaironía.

Por ejemplo, Luisa, la viuda deveintidós años cuya experiencia de lacaridad de Schindler había sido el aguacaliente de Emalia, repetía:

—Ya veréis como todo se arregla.Terminaremos en un sitio abrigado y conla sopa de Schindler.

Ella misma no sabía por qué lodecía. En Emalia no solía hacerpredicciones. Trabajaba, dormía, comía.Nunca había anticipado acontecimientosgrandiosos. La supervivencia cotidiana

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era bastante para ella. Ahora estabaenferma y no tenía motivos para lasprofecías. El frío y el hambre laconsumían, y también ella padecíaobsesiones que provocaban. Y sesorprendía a sí misma repitiendo laspromesas de Oskar.

Más tarde las trasladaron a unbarracón situado más cerca de loscrematorios, y mientras formaban decinco en fondo junto a su nueva moradaignoraban si las llevarían a las duchas oa las cámaras de gas. Pero Luisa nodejaba de difundir su mensajeesperanzado. Aun en esascircunstancias, en ese momento en que la

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marea del campo de concentración lashabía llevado a ese límite geográfico delmundo, ese polo, ese abismo, ladesesperación no era un sentimientocomún entre las Schindlerfrauen.Todavía se veían mujeres que hablabande recetas y soñaban con sus cocinas dela preguerra.

En Brinnlitz, cuando llegaron loshombres, no había más que un armazón.No había literas, y el dormitorio delpiso superior sólo disponía de un pocode paja. Pero estaba caliente, merced alas calderas. Tampoco había cocineros

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ese primer día. En la cocina había sacosde nabos, que los hombres devoraroncrudos. Luego se preparó una sopa y secoció pan, y el ingeniero Finder empezóa distribuir las tareas. Pero desde elcomienzo mismo todo se hizo conlentitud, excepto cuando los hombres delas SS estaban mirando. De modomisterioso, los prisioneros sentían queel Herr Direktor no participaba ya en elesfuerzo de guerra. El ritmo de trabajode Brinnlitz llegó a tener un caráctermuy especial y deliberado. Como aOskar no le preocupaba la producción,el trabajo a desgana se convirtió en lavenganza y la declaración de principios

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de los prisioneros.Era apasionante restringir la

capacidad de trabajo. En todo el restode Europa, la mano de obra esclavatrabajaba hasta el límite de susseiscientas calorías diarias, con laesperanza de atraer la atención de lossupervisores y demorar el traslado alcampo de exterminio. Pero en Brinnlitzexistía la embriagadora libertad deutilizar las herramientas con calma ysobrevivir a pesar de todo.

Esa decisión inconsciente no eraostensible los primeros días. Todavía lamayor parte de los prisioneros estabanpreocupados por sus mujeres. Como

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Dolek Horowitz, que tenía en Auschwitza su esposa y a su hija. O los hermanosRosner. Pfefferberg podía imaginar elefecto que algo tan espantoso comoAuschwitz causaría en Mila. JacobSternberg temía por la suerte de Clara.Pfefferberg recuerda que los hombres sereunían en torno a Schindler en el patiode la fábrica para preguntar dóndeestaban las mujeres.

—Las sacaré —murmuraba. Noentraba en explicaciones. No decíapúblicamente que sería menestersobornar a las SS de Auschwitz. Nodecía que había enviado la lista de lasmujeres al coronel Erich Lange, y que

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tanto Lange como él se proponíanllevarlas a Brinnlitz conforme a la lista.Nada de eso. Sencillamente—: Lassacaré.

La guarnición SS que llegó aBrinnlitz dio a Oskar algunos motivos deesperanza. Eran reservistas de edadmediana; reemplazaban a los másjóvenes, que eran enviados al frente. Nohabía tantos dementes como en Plaszowy Oskar los seducía con su cocina, queelaboraba comidas sencillas, peroabundantes. Cuando visitó su barracónpronunció su discurso habitual acerca de

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las maravillosas capacidades de susprisioneros y de la importancia de susactividades industriales. Granadasantitanque y la cubierta de un proyectilque aún estaba incluido en la listasecreta. Pidió que no interfirieran con lafábrica, para no perturbar a losoperarios.

Podía ver en sus ojos que no lesdesagradaba ese pueblo tranquilo.Esperaban poder sobrevivir allí alcataclismo. No estaban dispuestos airrumpir en los talleres como un Goeth oun Hujar. No querían que el HerrDirektor se quejase de ellos.

Pero su oficial superior no había

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llegado aún. Estaba en viaje desde elcampo de trabajo de Budzyn, donde sehabían fabricado piezas de avionesHeinkel de bombardeo hasta los últimosavances rusos. Sería un hombre másjoven, más duro, más difícil. Quizá noaceptaría que se le negara acceso a lafábrica.

Mientras se vertía el cemento y sehacían aberturas en el techo paraacomodar las inmensas máquinas Hilo;mientras intentaba ganarse la buenavoluntad de los suboficiales de las SS yse acomodaba a la vida conyugal con

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Emilie, Oskar fue arrestado por terceravez.

La Gestapo apareció a la hora decomer. Oskar no estaba en su despacho:había ido más temprano a Brno pornegocios. Acababa de llegar deCracovia un camión cargado con unaparte de los bienes muebles del HerrDirektor: cajas de vodka, coñac,champaña, cigarrillos. Algunos diríanmás tarde que eran propiedad de Goethy que Oskar había convenido llevarlos aBrinnlitz a cambio del apoyo de Goeth.Pero como éste se encontraba en laprisión desde hacía un mes y no tenía yaautoridad, también se podía considerar

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que esos artículos suntuarios eran deOskar.

Los hombres encargados deltransporte lo pensaron así, atemorizadosal ver a la Gestapo en el patio.Amparados por sus propias actividades,continuaron la marcha hasta encontrar untorrente, colina abajo, donde arrojaronlas bebidas. Luego ocultaron losdoscientos mil cigarrillos que traían —de modo más recuperable— bajo lacubierta del enorme transformador de lafábrica.

Es significativo que hubiera tantoscigarrillos y tantas bebidas en esecamión: esto indica que Oskar, siempre

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dispuesto a comerciar con bienes deconsumo, proyectaba ganarse la vida pormedio del mercado negro.

Llevaron el camión al garajejustamente cuando sonaba la sirena demediodía. Los días anteriores, el HerrDirektor había comido con losprisioneros, y los transportistasesperaban que hoy volviera a hacerlo,para explicar lo ocurrido con el valiosocargamento.

Regresó de Brno poco después, y fuedetenido junto al portal por un hombrede la Gestapo, con la mano alzada. Leordenaba que saliera inmediatamente delcoche.

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—Esta es mi fábrica —gruñó Oskar,como oyó un prisionero—. Si quierenhablar conmigo, suban al coche. De locontrario, síganme a mi despacho.

Entró en el patio mientras los doshombres de la Gestapo caminabandeprisa al lado del coche.

En el despacho le hicieron preguntasacerca de sus relaciones con Goeth y elbotín de Goeth.

—Aquí tengo algunas maletas —dijoOskar—. Son de Herr Goeth. Me pidióque se las guardara hasta que lo pusieranen libertad.

Los investigadores pidieron que selas mostrara, y Oskar los guió a sus

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habitaciones. Fría y formalmentepresentó a Frau Schindler a los doshombres del Buró V. Luego buscó yabrió las maletas. Estaban llenas deropa de paisano de Amon, y de losuniformes que había usado cuando eraun delgado suboficial de las SS. Cuandoterminaron su registro, sin hallar nada,procedieron a arrestarlo. Emilie se tornóagresiva. No tenían derecho, dijo, allevarse a su marido sin decir cuál era elmotivo. Eso no agradaría precisamente ala gente de Berlín.

Oskar le aconsejó que callara.—Pero tendrás que llamar a mi

amiga Klonowska —dijo Oskar—, y

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cancelar las demás citas.Emilie sabía qué quería decir.

Victoria Klonowska volvería ademostrar su eficacia telefónicallamando a Martin Plathe, en Berlín, alos amigos del general Schindler, atodas las personas importantes. Uno delos hombres del Buró V sacó unasesposas y las cerró sobre las muñecasde Oscar. Lo llevaron a su propio coche,fueron hasta la estación de Zwittau y loescoltaron en tren a Cracovia.

Se piensa que ese arresto le alarmómás que los anteriores. No se conservaninguna historia de coronelesenamorados que compartieran su celda y

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bebieran su vodka. Sin embargo, Oskarrecordó ulteriormente algunos detalles.Cuando los hombres del Buró V loacompañaban por la gran loggianeoclásica de la estación central deCracovia, un hombre llamado Huth seacercó. Era un ingeniero civil dePlaszow. Siempre se había mostradoobsequioso con Amon, pero tenía famade hacer secretos actos de generosidad.Quizá fuera un encuentro accidental,pero también es posible que actuara deacuerdo con Victoria. Huth insistió endar un apretón a la mano de Oskar, conlas esposas puestas. Un hombre del BuróV protestó.

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—¿Le va a dar la mano a unprisionero? —preguntó a Huth.

El ingeniero habló cálidamente deOskar. Se trataba del Herr DirektorSchindler, dijo; un hombre muyrespetado en toda Cracovia y unindustrial importante. Para mí no es unprisionero.

Llevaron a Oskar a un coche, y en él,a través de la ciudad familiar, a la callePomorska. Lo dejaron en una celdacomo la que había ocupado en el primerarresto; una habitación con una cama,una silla y un lavabo, con la ventanacerrada con barrotes. Aunque mostrabauna tranquilidad de oso, estaba inquieto.

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En 1942, cuando lo arrestaron el díasiguiente al de su trigésimo cuartocumpleaños, el rumor de que en la callePomorska había cámaras de tortura eraterrorífico, pero indefinido. Ahora noera indefinido. Sabía que el Buró V lotorturaría si quería realmentecomprometer a Amon.

Esa noche fue a visitarlo Herr Huth,con una bandeja de comida y una botellade vino. Huth había hablado conVictoria. Oskar mismo no sabría nuncacon certeza si la Klonowska habíaconcertado o no el encuentro «casual».

Fuera como fuese, Huth le dijo queVictoria había llamado a todos sus

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antiguos amigos.El día siguiente fue interrogado por

un conjunto de doce investigadores SS,de los cuales uno era un juez de la corteSS. Oskar negó haber entregado dineropara conseguir que el comandante, comodecía la transcripción de su testimonio,«tratara bien a los judíos». Podría ser,eso sí, que le hubiera hecho unpréstamo, admitió Oskar en ciertomomento.

—¿Y para qué le habría hecho ustedun préstamo?

—Dirijo una industria esencial deguerra —respondió Oskar, fiel a la viejacantinela—. Tengo un conjunto de

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operarios especializados. Si semodifica, puede haber pérdidas para mí,para la Inspección de Armamentos, parael esfuerzo de guerra. Si yo encontrabaentre la masa de prisioneros de Plaszowun buen obrero del metal de la categoríaque necesito, por supuesto que se lopedía al Herr Kommandant. Mi interésestá en la producción, por lo quesignifica para mí y para la Inspección deArmamentos; por eso, en consideracióna la ayuda del Herr Kommandant, puedohaberle hecho algún préstamo.

Esa defensa implicaba ciertadeslealtad a su antiguo anfitrión. PeroOskar no vaciló. Con una transparente

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sinceridad brillando en los ojos, en tonograve y sin mucho énfasis, Oskar —sindecir una sola palabra— hizo saber alos investigadores que ese préstamo erauna extorsión. No les causó muchaimpresión. Volvieron a encerrarlo.

El interrogatorio continuó durante elsegundo, el tercer y el cuarto día. Nadielo tocó, pero la severidad no disminuía.Finalmente negó toda amistad conAmon. No fue tarea difícil: Goeth leinspiraba profunda repugnancia.

—No soy homosexual —dijo a loshombres del Buró V, evocando rumoresque corrían acerca de Goeth y de susjóvenes asistentes.

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Amon no comprendería jamás queOskar lo despreciaba y que no teníainconveniente en contribuir a lasacusaciones del Buró V. Amon siemprese hacía ilusiones a propósito de laamistad. En sus momentos sentimentales,creía que Mietek Pemper y Helen Hirscheran fieles servidores llenos de cariñohacia él. Seguramente los investigadoresno le dijeron que Oskar estaba en lacalles Pomorska, y sólo escucharon ensilencio si alguna vez les dijo:

—Llamad a mi viejo amigoSchindler. Él saldrá en mi defensa.

Lo que más ayudó a Oskar ante losinvestigadores del Buró V fue que, en

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realidad, casi no tenía relacionescomerciales con Amon. Aunque algunasveces le había aconsejado en materia decontactos, jamás había tenido unaparticipación en algún negocio, ni habíaaceptado un zloty de Amon por susventas de raciones de la prisión, anillosdel taller de joyería, ropas o muebles dela tapicería. También le ayudó que susmentiras fuesen incuestionables, inclusopara la policía, y que cuando decía laverdad era positivamente irresistible. Yjamás daba la impresión de estaragradecido porque le creyeran. Porejemplo, cuando los investigadores semostraron dispuestos a aceptar, al

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menos, la idea de que esos ochenta milmarcos eran realmente un «préstamo»,es decir, una suma cedida bajo presión,Oskar les preguntó si finalmente ledevolverían el dinero, a él, al HerrDirektor Schindler, un impecablehombre de negocios.

Un tercer factor que lo favorecía erala solidez de sus avales. Cuando la gentedel Buró V le telefoneó, el coronel ErichLange destacó la importancia deSchindler para el esfuerzo de la guerra,Sussmuth, fue llamado a Troppau, afirmóque la fábrica de Oskar estaba vinculadacon la producción de «armas secretas».No era, como veremos, una afirmación

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falsa. Pero era exagerada y tenía un pesoequívoco. Porque el Führer habíaprometido «armas secretas». Unaexpresión carismática en sí, queextendía su protección a Oskar. Contrauna expresión como «armas secretas»,no tenía el menor valor ninguna lluvia deprotestas de los burgueses de Zwittau.

Pero Oskar no sentía que el asuntomarchara bien. El cuarto día, uno de losinterrogadores lo visitó, no para hacerpreguntas sino para escupirle. La salivacorrió por la solapa de su chaqueta. Elhombre lo insultó, llamándolo protectorde judíos y perseguidor de judías. Esose apartaba mucho de la extraña

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legalidad de los interrogatorios. PeroOskar no podía estar seguro de que nofuera algo deliberado, algo querepresentaba la verdadera causa de suencarcelamiento.

Transcurrida una semana, Oskarenvió un mensaje, por medio de Huth yde la Klonowska, al OberführerScherner. El Buró V aplicaba talpresión, decía el mensaje, que no creíaposible proteger por mucho más tiempoal antiguo jefe de policía. Schernerabandonó su misión represiva (que muypronto le costaría la vida) y aparecióese mismo día en la celda de Oskar. Loque estaban haciendo con él era un

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escándalo, dijo Scherner.—¿Y con Amon? —preguntó Oskar,

esperando una respuesta análoga.—Bien merecido tiene lo que le

ocurre —dijo Scherner. Aparentemente,todo el mundo abandona a Goeth.

—No se preocupe —dijo Sehernerantes de marcharse—. Me propongosacarlo de aquí.

La mañana del octavo día lopusieron en libertad. Oskar no perdiótiempo ni pidió un medio de transporte.Le bastaba con pisar el frío pavimento.Fue en tranvía al otro extremo deCracovia y caminó hasta el antiguo localde su fábrica en Zablocie. Había aún

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algunos polacos a cargo de la vigilancia.Subió a su despacho y llamó a Brinnlitzpara decir a Emilie que estaba enlibertad.

Moshe Bejski, un delineante deBrinnlitz, no ha olvidado la confusiónproducida por la ausencia de Oskar, losrumores, las suposiciones sobre lo quepodía significar. Pero Stern, MauriceFinder, Adam Garde y otros consultarona Emilie acerca de la provisión deliteras y alimentos y de la organizacióndel trabajo, y fueron los primeros endescubrir que Emilie no estaba allí depaso. No era una mujer feliz, y la prisiónde Oskar aumentaba su aflicción. Le

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parecía sin duda cruel que las SSinterrumpieran su reencuentro con Oskarantes casi de que hubiera comenzado.Pero para Stern y los demás era evidenteque Emilie no estaba en el pequeñoapartamento de la planta baja sólo porsus deberes de esposa. También pesabalo que podría llamarse un compromisoideológico. En una pared de su casahabía una imagen de Jesús con elcorazón a la vista y en llamas. Sternhabía visto esa misma imagen en casa dealgunos católicos polacos, pero nadasimilar en ninguno de los apartamentosde Schindler en Cracovia. Ese Jesús conel corazón expuesto no siempre

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significaba la seguridad cuando se loveía en una cocina polaca. Pero en elpiso de Emilie parecía una promesa, yuna promesa personal: la de Emilie.

Su marido regresó en tren, uno delos primeros días de noviembre. Noestaba afeitado, y olía mal a causa delos días pasados en prisión. Se asombróal enterarse de que las mujeres estabanaún en Auschwitz-Birkenau.

En el planeta Auschwitz, donde losSchindlerfrauen se movían tan cautelosay temerosamente como viajeros delespacio, el comandante era, como

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siempre, Rudolf Höss. Era su fundador,su constructor y su genio tutelar. Loslectores de la novela de William StyronSophie's Choice (La elección de Sofía)pueden reconocerlo en el amo de Sofía,un amo muy diferente de Goeth, unhombre más cuerdo, objetivo y educado.Pero de todos modos era el sacerdoteinexorable de esa región caníbal.Aunque en la década de 1920 habíaasesinado a una maestra del Ruhr pordenunciar a un activista nazi y habíaestado en la cárcel por su crimen, nuncamató por su mano a un prisionero deAuschwitz. Se veía a sí mismo como untécnico. Y como el adalid del Zyklon B,

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esas bolillas que exhalaban vaporescuando se exponían al aire, habíaintervenido en un largo conflictopersonal y científico contra su rival, elKriminalkommissar Christian Wirth,que encabezaba la escuela del monóxidode carbono. Un día de espanto, elquímico de las SS Kurt Gerstein fuetestigo en Belzee de que el método delKommissar Wirth requería tres horaspara liquidar a un grupo de judíosencerrados en las cámaras. El hecho deque Höss respaldaba la tecnología másadecuada quedó probado en parte por elcontinuo desarrollo de Auschwitz y ladeclinación de Belzec.

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En 1943, cuando Rudolf Höss dejóAuschwitz para prestar pasajeramenteservicios como jefe de la sección D enOranienburg, el sitio era ya algo másque un campo de concentración. Inclusoalgo más que una maravilla deorganización. Era un misterio. Noocurría allí que el universo moral sehubiese podrido. Se había invertido,convirtiéndose en una especie deagujero negro, a causa de la presión detoda la maldad de la tierra. Era unabismo que absorbía y vaporizaba lahistoria, donde el lenguaje fluía vueltodel revés. Las cámaras subterráneasrecibían la denominación de «sótanos de

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desinfección», y las que estaban a nivel,el nombre de «salas de baño». ElOberscharführer Molí, a quiencorrespondía la tarea de introducir loscristales azules por el techo de lossótanos y por las paredes de las salas debaño, solía gritar a sus asistentes:

—Vamos, les daremos algo paramasticar.

Höss regresó a Auschwitz en mayode 1944, y presidía el conjunto íntegrodel campo en el momento en que lasmujeres de Schindler se alojaban en unbarracón en Birkenau, muy cerca delcaprichoso Oberscharführer Molí.Según la mitología de Schindler, Oskar

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luchó contra el mismo Höss por sustrescientas mujeres. Ciertamente,mantuvo conversaciones telefónicas yotras relaciones con Höss, pero tambiéntuvo que tratar con el SturmbannführerFritz Hartjenstein, comandante deAuschwitz II, es decir, de Auschwitz-Birkenau, y con el UntersturmführerFranz Hössler, joven oficial que estaba acargo, en esa gran ciudad, del suburbiode las mujeres.

Lo que está fuera de toda duda esque Oskar envió una muchacha con unamaleta llena de jamón, licores ydiamantes para llegar a un acuerdo conesos funcionarios. Algunos dicen que

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Oskar fue luego a Auschwitzpersonalmente, llevando consigo a unasistente, un oficial de gran influencia delas SA (Sturmableitung, o tropas deasalto), el Standartenführer Peltze,quien, de acuerdo con lo que dijo mástarde Oskar a sus amigos, era un agentebritánico. Otros sostienen que Oskar semantuvo alejado de Auschwitz pormotivos de estrategia, y que acudió encambio a Oranienburg y a la Inspecciónde Armamentos de Berlín, para tratar deconseguir que desde allí se hicierapresión sobre Höss y sus hombres.

La historia, según la contó años mástarde Stern en público en Tel Aviv, en

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una conferencia, es la siguiente: despuésde que Oskar saliera de la cárcel, Sternle pidió «ante la insistencia de algunosde mis amigos» que hiciera algodecisivo acerca de las mujeresatrapadas en Auschwitz. En esemomento, apareció una de lassecretarias de Oskar; Stern no dijo cuál.Schindler miró a la muchacha y señalóuno de sus propios dedos, donde habíaun anillo con un gran diamante. Lepreguntó si le agradaría esa ostentosajoya. Según Stern, la chica demostrógran excitación y Oskar dijo:

—Busque la lista de las mujeres,prepare una maleta con las mejores

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cosas y bebidas que haya en mi cocina yvaya a Auschwitz. Ya sabe usted que elcomandante tiene predilección por lasmujeres bonitas. Si tiene usted éxito,recibirá este diamante. Y otros.

La escena y las palabras son dignasde los episodios del Viejo Testamentoen que se ofrece una mujer al invasorpara salvar la tribu. Y también de esatradición centroeuropea sobretransacciones de la carne y el centelleode grandes diamantes.

Según Stern, la secretaria fue y,como dos días más tarde no habíavuelto, el mismo Schindler, acompañadopor el oscuro Peltze, fue allá a arreglar

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las cosas.De acuerdo con la mitología de

Schindler, Oskar envió a una de susamigas a acostarse con el comandante,no se sabe si Höss, Hartjenstein oHössler, y a dejarle diamantes debajo dela almohada. En tanto que algunos, comoStern, dicen que era «una secretaria»,otros afirman que era una hermosa rubiade las SS, amante reciente de Oskar, queformaba parte de la guarnición deBrinnlitz. En todos los casos, la rubiafue a Auschwitz y habló con lasSchindlerfrauen.

Emilie Schindler creía que laemisaria era una muchacha de veintidós

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o veintitrés años. Nacida en Zwittau, supadre era viejo amigo de la familiaSchindler. Había regresado poco antesde la Rusia ocupada, donde habíatrabajado como secretaria en laadministración alemana. Era amiga deEmilie, y se había ofrecidovoluntariamente para esa tarea. Noparece probable que Oskar pidiera unsacrificio sexual a una amiga de lafamilia. Aunque no tenía mayoresescrúpulos en asuntos de esa clase, esteaspecto de la historia es casiseguramente mítico. No conocemos elcarácter de las negociaciones de lamuchacha con los jefes de Auschwitz.

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Sólo sabemos que esa joven entró en elreino del espanto y que se condujovalerosamente.

Oskar dijo más tarde, refiriéndose asus negociaciones con los señores de lamegalópolis, que le ofrecieron elantiguo cebo. Esas mujeres habíanestado en Auschwitz durante variassemanas. Ya no deben valer gran cosacomo fuerza de trabajo, agregaron. ¿Porqué no se olvida de ellas? Podemosapartar para usted otras trescientas delrebaño infinito. En 1942, un suboficialSS le había dicho lo mismo en laestación de Prokocim. No se preocupepor nombres individuales, Herr

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Direktor.Como en Prokocim, Oskar

desarrolló su argumento habitual. Sonoperarias especializadas en municiones.Son irreemplazables. Yo mismo las headiestrado durante años. Poseencapacidades que no es posible adquirircon rapidez. Los nombres que conozcoson los nombres que conozco.

Un momento, dijo su interlocutor.Veo aquí una hija de nueve años de PhilaRath. Y otra chica de once años, hija deuna tal Regina Horowitz. ¿Me dirá queuna niña de nueve y otra de once puedenser obreras calificadas?

Pulen las granadas de 45 mm, dijo

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Oskar. Las he elegido por sus largosdedos, que pueden llegar al interior delproyectil lo cual no es posible para unadulto.

Estas conversaciones, querespaldaban los movimientos de laamiga de la familia, se realizaronpersonal o telefónicamente. Oskarinformaba de las negociaciones a sucírculo íntimo entre los prisionerosvarones, que transmitía los detalles a losdemás. La pretensión de Oskar de quenecesitaba niños para pulir las entrañasde los proyectiles era un verdaderodisparate. Pero lo había usado más deuna vez. Una noche de 1943, una

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huérfana llamada Anita Lampel habíaencontrado, en la Appellplatz dePlaszow, a Oskar, que discutía con unamujer de cierta edad, la Alteste delsector de mujeres. La Alteste decía máso menos lo que dirían más tarde Höss yHössler en Auschwitz. No me dirá quenecesita a una chica de catorce años enEmalia. No puede ser que el comandanteGoeth permita que en su lista de Emaliahaya una chica de catorce años. (Porsupuesto, la Alteste estaba asustadaporque, si había un error en la lista deEmalia, ella tendría que pagar por él). Y,esa noche de 1943, Anita Lampel,estupefacta, oyó decir a Herr Schindler

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—quien jamás le había mirado lasmanos— que la había elegido por elvalor industrial de sus largos dedos, yque el Herr Kommandant había dado suaprobación.

Ahora Anita Lampel estaba enAuschwitz, pero había crecido y nonecesitaba ya el argumento de los dedoslargos. Por eso Oskar lo aplicaba enbeneficio de las niñas Rath y Horowitz.

El interlocutor de Schindler no seapartaba mucho de la verdad al decirque las mujeres habían perdido casitodo su valor industrial. Durante lainspección, jóvenes como MilaPfefferberg, Helen Hirsch o su hermana

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no podían impedir que los dolores de ladisentería las encorvasen yenvejeciesen. La señora Dresner habíaperdido el apetito, Danka no podíalograr que tragara ni siquiera lamezquina calidez de la sopa ersatz. Esosignificaba que pronto sería una«musulmana». El término, pertenecientea la jerga del campo de concentración,evocaba el recuerdo de los noticieroscinematográficos que mostraban escenasde hambre en países musulmanes, y seaplicaba a los prisioneros queatravesaban la línea de separación entrelos vivientes voraces y los que estabancomo muertos.

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Clara Sternberg, que tenía poco másde cuarenta años, había sido separadadel grupo de Schindler y alojada en unbarracón de «musulmanas». Todas lasmañanas, se obligaba a aquellasmoribundas a formar filas y se hacía unaselección. A veces era Mengele quienacudía. De las quinientas se llevaban, enocasiones, cien. Otras mañanas,cincuenta. Algunas se pintaban la caracon tierra de Auschwitz, otras intentabanmantenerse bien erguidas. Y más valíaahogarse que toser.

Después de una de esasinspecciones, Clara se encontró sinreservas para la espera y para el riesgo

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cotidiano. Tenía un marido y un hijo enBrinnlitz, pero ahora estaban más lejosque los canales del planeta Marte. Nopodía imaginar ya Brinnlitz, ni a lossuyos allí. Echó a andar, vacilante, enbusca de las alambradas electrificadas.Cuando había llegado, le había parecidoque estaban en todas partes. Ahora quelas necesitaba, no las podía encontrar.Cada giro le llevaba a otra calle fangosay la frustraba con una nueva visión deidénticos barracones miserables. Claravio a una persona que conocía dePlaszow, una mujer de Cracovia, y lepreguntó:

—¿Dónde está la cerca

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electrificada? —En su mentetrastornada, era una preguntaperfectamente razonable, y no dudaba deque la mujer, si aún tenía algúnsentimiento fraternal, le daría lainformación pedida. Pero la mujer dio aClara una respuesta poco más cuerdaque la pregunta, aunque contenía unpunto de vista, un equilibrio, un fondoobstinadamente sano.

—No te mates, Clara —dijo—. Si lohaces, nunca sabrás el final.

Quizá sea éste el más poderosoargumento que se puede emplear ante unpotencial suicida. Mátate y nunca sabráscómo termina la historia. Clara no tenía

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gran interés por saberlo, pero de algunamanera las palabras produjeron efecto.Se volvió. Cuando llegó nuevamente asu barracón, se sentía más angustiadaque al salir en busca de la alambrada.Pero su amiga de Cracovia habíacancelado la operación del suicidio.

Algo terrible había ocurrido enBrinnlitz. Oskar, el comerciante deMoravia, estaba ausente. Había salido avender utensilios de cocina, diamantes,licores y tabaco por toda la provincia. Ya comprar objetos esenciales. Bibersteinhabla de los medicamentos y el

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instrumental de medicina que llegaron ala Krankenstube de Brinnlitz. Eran deprimera calidad. Oskar debía habercomprado esas cosas en los depósitosde la misma Wehrmacht, o en algún granhospital de Brno.

Fuera cual fuese la razón precisa desu ausencia, no estaba cuando llegó uninspector de Gröss-Rosen, que recorriólos talleres acompañado por el nuevocomandante, el Untersturmführer JosefLiepold, a quien siempre complacíatener algún pretexto para entrar en lafábrica. Las órdenes del inspector,procedentes de Oranienburg, pedían quebuscara en los subcampos niños para los

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experimentos del doctor Mengele enAuschwitz. Olek Rosner y su primoRichard Horowitz creían que no habíaallí necesidad de esconderse; seperseguían mutuamente por el anexo,subían y bajaban las escaleras, jugabanal escondite entre los telares en desuso.Con ellos estaba el hijo del doctor LeonGross, quien poco antes habíadiagnosticado y atendido la diabetes deAmon Goeth, que había ayudado aldoctor Blancke durante su «acciónsanitaria» y debía responder aún porvarios otros crímenes. El inspector dijoal Untersturmführer Liepold que,evidentemente, esos niños no eran

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obreros esenciales. Liepold, bajo,moreno, menos demente que Amon, erasin embargo un SS convencido y no semolestó en discutir ese punto de vista.

Luego el inspector descubrió aRoman Ginter, de nueve años. Ginterconocía a Oskar desde los tiempos delghetto y había sido proveedor de lachatarra de la Deutsche Email Fabrik alos talleres de Plaszow. Pero elUntersturmführer Liepold y el inspectorno reconocían relaciones especiales.Roman fue enviado bajo escolta a lapuerta con los demás niños. El hijo deFrances Spira, de diez años y medio,pero muy alto, que según los libros tenía

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catorce años y que ese día estabalimpiando las ventanas en la cúspide deuna larga escalera, sobrevivió a laincursión.

Las órdenes exigían también lacaptura de los padres, para evitar elriesgo de que se produjera unadesesperada rebelión en el subcampo.Por lo tanto, fueron arrestados elviolinista Rosner, Horowitz y Ginter.Leon Gross bajó a la carrera desde laclínica para negociar con las SS. Estabacongestionado. Trató de demostrar alinspector Gröss-Rosen que hablaba conun tipo de prisionero verdaderamenteresponsable, con un amigo del sistema.

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El esfuerzo no sirvió para nada. Un SSUnterscharführer armado con unaametralladora recibió la misión deescoltarlos hasta Auschwitz.

El grupo de padres e hijos fue desdeZwittau hasta Katowice, en la AltaSilesia, en un tren común de pasajeros.Henry Rosner esperaba que los demáspasajeros fueran hostiles; pero unamujer se acercó por el pasillo con airedecidido y dio a Olek y a los otroschicos una manzana y un poco de pan sindejar de mirar a los ojos del sargento,como si lo desafiara a actuar. ElUnterscharführer asintió con cortesía yformalidad. Más tarde, cuando el tren se

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detuvo en Usti, dejó a los prisioneros acargo del soldado que lo acompañaba ycompró café y galletas en la cafetería dela estación, con su propio dinero.Empezó a hablar con Rosner yHorowitz. (Regina, la esposa deHorowitz, era la hermana de Rosner, yambos hombres eran muy amigos).Cuanto más hablaba elUnterscharführer, menos parecía unmiembro de las mismas fuerzas queAmon, Hujar, John y los demás.

—Debo llevaros a Auschwitz —dijo—, y recoger allí a unas mujeres paratraerlas a Brinnlitz.

Y así, irónicamente, los primeros

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moradores de Brinnlitz que descubrieronla posibilidad de que los mujeressalieran de Auschwitz fueron Rosner yHorowitz, mientras iban a ese mismositio.

Rosner y Horowitz estaban felices.Se lo dijeron a los niños.

Este buen hombre traerá a vuestrasmadres a Brinnlitz.

Rosner preguntó alUnterscharführer si le entregaría unacarta a Manci; Horowitz pidió lo mismo.El Unterscharführer les dio papel paraque escribieran a Manci y a Regina, losmismos folios que usaba para escribir asu esposa. En esa carta, Rosner

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proponía a Manci que se encontraran encierta dirección de Podgórze si ambossobrevivían.

Cuando Rosner y Horowitzterminaron, el SS guardó las cartas en suchaqueta. ¿Dónde ha estado este hombredurante estos últimos años?, se preguntóRosner. ¿Habrá sido un fanático alprincipio? ¿Habrá aplaudido cuando losdioses del estrado gritaban: «Los judíosson nuestra desgracia»?

Más tarde, Olek apoyó la cabeza enel brazo de Henry y empezó a llorar. Alprincipio no quiso decir qué le ocurría.Cuando por fin habló, dijo que eraporque lo estaba arrastrando a

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Auschwitz.—A morir por mi causa —terminó.

Henry podía haber tratado de animarlocon mentiras, pero de nada hubieraservido. Todos los niños sabían de laexistencia de las cámaras de gas. Si setrataba de engañarlos, se irritaban.

El Unterscharführer se inclinó.Quizás había oído; había lágrimas en susojos. Esto asombró a Olek, como podíaasombrar a un niño un animal de circoandando en bicicleta. Miró fijamente alhombre. Lo asombroso era que parecíanlágrimas fraternales, las de otroprisionero.

—Yo sé lo que ocurrirá —dijo el

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Unterscharführer a Olek—. Hemosperdido la guerra. Os pondrán el tatuaje.Viviréis.

Henry sintió que el hombre no hacíauna promesa a Olek tanto como a símismo; que se prometía una seguridadque podría emplear para serenarsealguna vez, dentro de cinco años, cuandorecordase ese viaje en tren.

La tarde del día en que salió abuscar las alambradas, Clara Sternbergoyó que en el barracón de lasSchindlerfrauen llamaban a lasprisioneras por su nombre, y, luego,

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risas de mujeres. Salió y vio a suscompañeras alineadas junto a la cercadel sector de las mujeres. Algunas sólovestían blusas y largos calzones.Estaban horribles, esqueléticas. Peroparloteaban como niñas. Incluso la rubiaSS parecía contenta; también ella semarcharía de Auschwitz si ellas se iban.

—Schindlergruppe! —ordenó—.¡Todas a la sauna, y luego al tren!

Parecía comprender el carácterespecial del acontecimiento.

Las prisioneras condenadas de losbarracones vecinos miraban la escenacon expresión remota, a través de lasalambradas. Era irresistible mirar a esas

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mujeres de la lista, bruscamente tandiferentes del resto del campo deconcentración. Pero se trataba de unhecho que nada significaba, porsupuesto; algo que no afectaba la vidade la mayoría, no alteraba el proceso nialigeraba el aire cargado de humo.

Sin embargo, para Clara Sternbergel espectáculo era intolerable. Ytambién para la señora Krumholz,relegada al barracón de las ancianas. Laseñora Krumholz empezó a discutir conla Kapo holandesa en la puerta.

—Voy a reunirme con ellas —dijo.La Kapo holandesa opuso vagosargumentos.

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—Estará mejor aquí, en definitiva.Si se marcha, morirá en los vagones deganado. Además, tendré que explicardónde está.

—Les puede decir que estoy en lalista de Schindler —respondió la señoraKrumholz—. Todo está arreglado.Figura en los libros. No hay ningunaduda.

Discutieron durante cinco minutos, ymientras lo hacían evocaron a susfamilias tratando de conocerrecíprocamente sus orígenes, quizábuscando un punto vulnerable fuera de laestricta lógica de la discusión. Así sedescubrió que la Kapo holandesa

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también se llamaba Krumholz. Y luegohablaron de sus familiares.

—Creo que mi marido está enSachsenhausen —dijo la señoraKrumholz holandesa.

—El mío y mi hijo mayor han ido aotro lugar. Me parece que a Mauthausen—dijo la señora Krumholz de Cracovia—. Y yo debo ir al campo de Schindleren Moravia. Como esas mujeres, quetambién irán allí.

—No irán a ninguna parte —dijo laseñora Krumholz holandesa—. Créame.Nadie va a ninguna parte, excepto en unadirección.

—Ellas creen que van —dijo la

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señora Krumholz de Cracovia—. ¡Porfavor! —Porque incluso si lasSchindlerfrauen se equivocaban, laseñora Krumholz de Cracovia queríacompartir su error. Finalmente la Kapocomprendió y abrió la puerta delbarracón, aunque de nada sirviera.

Entre la señora Krumholz y ClaraSternberg, por una parte, y las demásmujeres de Schindler, por la otra, habíasin embargo una cerca de alambre deespino. No estaba electrificada. Pero, deacuerdo con las normas de la Sección D,tenía dieciocho alambres, más próximosen la parte superior y algo más abiertosen la inferior, aunque no mucho más de

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una cuarta. Ese día, según el testimoniode los testigos y de las propiasprotagonistas, la señora Krumholz yClara Sternberg lograron pasar a travésde la alambrada para reunirse con lasmujeres de Schindler y compartircualquier ilusión de rescate quetuvieran. Estiraron los alambres, sedeslizaron por un espacio de a lo sumoveinticinco centímetros, desgarraron susropas y lastimaron su piel con las púas,pero se unieron a la cola de las mujeresde Schindler. Nadie las detuvo, porquenadie lo creía posible. Para las demásmujeres de Auschwitz, sólo era unejemplo irrelevante. Para cualquier otra

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fugitiva, después de esa alambrada deespino había otra, y luego otra, y por finla cerca electrificada. Para Clara y laseñora Krumholz, sólo había una. Lasropas que habían llevado puestas en elghetto, y que habían remendado enPlaszow, colgaban ahora del alambre deespino. Desnudas y ensangrentadas,ellas estaban ya con sus compañeras.

Rachela Korn estaba confinada en elbarracón hospital. Su hija la sacó de allípor la ventana, y la sostuvo mientras lacolumna Schindler se movía. Tambiénella, como las otras dos, habían vuelto anacer ese día. Todas las felicitaban.

Luego les cortaron el pelo. Una

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chicas letonas raparon una ancha franjaen sus cráneos, por los piojos, yafeitaron sus axilas y pubis. Después dela ducha, marcharon desnudas hasta undepósito donde les entregaron ropas deprisioneras muertas. Cuando se vieronrapadas y vestidas con ropasheterogéneas se echaron a reír, con larisa de las muchachas muy jóvenes. Lapequeña Mila Pfefferberg, que ahorapesaba poco más de treinta kilos,vestida con prendas de una mujer alta ycorpulenta, provoco enorme hilaridad.Medio muertas, vestidas con andrajosnumerados, se paseaban, presumían yreían como escolares.

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—¿Qué piensa hacer Herr Schindlercon esta colección? —preguntó unamuchacha SS a otra, como oyó ClaraSternberg.

—A nadie le importa —respondió lasegunda—. Que abra un hogar deancianos si lo desea.

A pesar de las expectativas, siempreera horrible meterse en esos trenes.Incluso a pesar del frío, los vagoneseran sofocantes, y la oscuridad agravabaesa sensación. Los niños siemprebuscaban una hendidura luminosa. Asíhizo Niusia Horowitz esa mañana, yencontró una tabla suelta. Miró por elhueco y vio, más allá de las vías, las

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alambradas del sector de los hombres.Un grupo de niños miraba el tren yagitaba las manos. Parecía haber unainsistencia muy especial en sus gestos.Le pareció extraño que uno de ellos separeciese a su hermano de seis años,que estaba a salvo, con Schindler. Y elchico que estaba a su lado era el doblede su primo Olek Rosner. Y luegocomprendió. Era Richard. Era Olek.

Se volvió, buscó a su madre y tiróde sus ropas. Regina miró, recorrió elmismo cruel ciclo de identificación yempezó a llorar. La puerta del vagón yaestaba cerrada; todas estabanapretujadas en la penumbra, y cada

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gesto, cada vestigio de pánico o deesperanza, era contagioso. Las demás seecharon también a llorar. Manci Rosner,que estaba junto a su cuñada, se acercó ala abertura, miró, vio a su hijo y estuvoa punto de caer desvanecida.

Se abrió la puerta del vagón y unrobusto suboficial preguntó quién hacíatanto ruido. Nadie más tenía motivospara adelantarse, pero Manci y Reginase abrieron paso atropelladamente parallegar hasta el hombre.

—Mi hijo está allí —dijeron las dosa la vez.

—Mi hijito —dijo Manci—. Quieromostrarle que estoy viva.

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Les ordenó que descendieran alandén. Cuando ambas lo hicieron,empezaron a preguntarse qué intencionestendría el suboficial.

—¿Su nombre? —preguntó a Regina.Ella se lo dijo; él buscó algo debajo

de su cinturón. Regina esperaba que lamano reapareciera con una pistola. Perotenía una carta de su marido para ella. Yotra de Henry Rosner para Manci. Luegocontó brevemente el viaje que habíahecho con sus maridos desde Brinnlitz.Manci sugirió que les permitierameterse entre las vías, debajo del vagón,como si quisieran orinar. A veces estose permitía, si los trenes permanecían

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inmóviles mucho tiempo. El hombreaccedió.

Apenas Manci estuvo debajo delvagón, usó el agudo silbato que habíaempleado para guiar a Henry y a Olek enla Appellplatz hacia ella. Olek lo oyó yagitó los brazos. Luego cogió la cabezade Richard y la orientó hacia dondeestaban sus madres, sin dejar de mirar através de las ruedas.

Olek alzó el brazo y recogió lamanga para mostrar su tatuaje: parecíauna vena varicosa en su antebrazo. Y porsupuesto las dos mujeres agitaron susbrazos, aplaudieron, asintieron, mientrastambién Richard mostraba su tatuaje.

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Con sus mangas recogidas, los niñosparecían decir: «Mirad, nos hanconcedido permanencia».

Pero las mujeres estabandesesperadas. ¿Qué les ha ocurrido?, sepreguntaban mutuamente. Pensaron queen las cartas hallarían una explicaciónmás completa. Las abrieron y leyeron, yluego las apartaron, sin dejar de agitarsus brazos.

Olek abrió la mano y mostró unaspequeñas patatas que tenía.

—Oye —gritó; Manci lo oíaclaramente—. No tienes que preocuparteporque pase hambre.

—¿Dónde está tu padre? —gritó

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Manci.—Trabajando —dijo Olek—. Pronto

volverá. Le he guardado estas patatas.—Dios mío —murmuró Manci a su

cuñada.Richard habló con menos rodeos:—Mamushka, mamushka, tengo

hambre —gritó.Pero también él tenía unas pocas

patatas. Las reservaba para Dolek.Dolek y Rosner estaban trabajando en lacantera.

Henry Rosner llegó primero.También él se acercó a la alambrada,con el brazo izquierdo en alto.

—El tatuaje —dijo, con voz triunfal.

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Ella pudo ver, sin embargo, que éltemblaba, sudaba y tenía frío al mismotiempo. La vida no había sido fácil enPlaszow, aunque al menos él podíadormir en el depósito de pinturasdurante las horas de trabajo cuandohabía tocado en la casa de Amon. Pero,en Auschwitz, la banda que a vecesacompañaba a las columnas que sedirigían a las salas de baño no tocabamúsica de Lehar.

Cuando llegó Dolek, Richard locondujo hasta la alambrada. Dolek violas caras bonitas y demacradas de lasdos mujeres, debajo del vagón. En esemomento, lo que más temían Henry y él

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era que ambas intentaran quedarse. Nopodrían estar con sus hijos en el sectorde los hombres. Se encontraban en laúnica situación que permitía ciertaesperanza: en un tren que seguramentesaldría antes de que el día terminara. Laidea de una reunión familiar era ilusoria,y los dos hombres, junto al alambre deespino, temían que las mujeres muriesenpor ella. Por esto, Dolek y Henry semostraban falsamente alegres, comopadres de tiempos de paz que handecidido llevar a sus hijos menores alBáltico para que sus hermanas mayorespuedan ir solas a Carlsbad.

—Cuida bien a Niusia —dijo Dolek,

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recordando a su esposa que tenían otrahija, y que estaba en el tren.

Finalmente, en el campo sonó unapiadosa sirena. Los hombres y los niñostuvieron que alejarse. Regina y Mancisubieron a su vagón y las puertas secerraron. No hablaron. Ya nada podíasorprenderlas.

El tren partió por la tarde. Sehicieron las conjeturas habituales. MilaPfefferberg pensó que, si no se dirigíana Moravia, la mitad de ellas nosobreviviría una semana. Pensaba queella misma no disponía de muchos días.Lusia tenía escarlatina. La señoraDresner, corroída por la disentería,

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parecía a punto de morir, a pesar de loscuidados de Danka.

Pero por la tabla suelta descubiertapor Niusia Horowitz las mujeres podíanver pinares y montañas. Algunas habíanvisitado esas montañas en la infancia; yver sus contornos conocidos inclusodesde ese vagón nauseabundo les dabauna desatinada sensación de vacaciones.Sacudieron a las chiquillas, que mirabanel vacío, sentadas en el suelo.

—Ya casi hemos llegado —dijeron.Pero ¿adónde? Un nuevo desvío

acabaría con todas.Al amanecer del segundo día les

ordenaron que bajaran. La locomotora

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silbaba en alguna región de la niebla. Delos vagones pendía sucia nieveendurecida, y el aire era muy frío. Perono era la atmósfera acre y pesada deAuschwitz. Era una rústica estación.Marcharon con los pies entumecidos enlos zuecos, todas tosían. Pronto vieronun gran portal y más allá una granconstrucción de donde emergían altaschimeneas. Su forma negra, de sólo dosdimensiones, recordaba demasiado lasque habían dejado en Auschwitz. Ungrupo de hombres de las SS aguardabanjunto al portal, dando palmadas paracombatir el frío. El grupo de hombres, lachimenea, todo parecía parte del mismo

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siniestro continuum. Al lado de MilaPfefferberg, una muchacha se echó allorar.

—Nos han traído hasta aquí sólopara enviarnos de todos modos por laschimeneas.

—No —respondió Mila—. Nohubieran perdido tanto tiempo. Ya lohabrían hecho en Auschwitz.

Su optimismo era como el de Lusia;no sabía de dónde venía.

Cuando estuvieron más cerca,advirtieron que Herr Schindler estaba enmitad de los SS. Lo sabían por sumemorable estatura y corpulencia.Luego vieron sus rasgos bajo el

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sombrero tirolés que usaba últimamentepara celebrar su regreso a su tierranatal. Un oficial bajo y de tez oscura, delas SS, estaba a su lado. Era elcomandante de Brinnlitz, elUntersturmführer Liepold. Oskar yasabía, y las mujeres no tardarían endescubrirlo, que Liepold —contrariamente a los miembros de suguarnición— no había perdido aún la feen lo que se llamaba «la solución final».Pero aunque era el respetable delegadopersonal del SturmbannführerHassebroeck, y la encarnación de suautoridad en Brinnlitz, fue Oskar quiensalió al encuentro de la columna de

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mujeres. Ellas se detuvieron y lomiraron. Miraron ese extraño fenómenoen mitad de la niebla. Sólo algunassonrieron.

Mila Pfefferberg, como otras,recuerda que fue un instante de lagratitud más básica y devota, totalmenteinexpresable. Años después, una mujerque había estado en esa columna, alrecordar esa mañana ante un equipo dela televisión alemana, dijo tratando deformular una explicación:

—Él era nuestro padre, nuestramadre, nuestra única fe. Nunca nosabandonó.

Luego Oskar habló. Era otro de sus

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discursos absurdos, lleno de promesas.—Sabíamos que veníais. Nos

avisaron desde Zwittau. Encontraréisdentro sopa y pan. —Y luego les dijo,con seguridad pontifical—: No tenéisnada que temer. Estáis conmigo.

Nada podía hacer elUntersturmführer ante estas palabras.Estaba furioso, y a Oskar no leimportaba. Y mientras el Herr Direktorentraba en el patio con los prisioneros,nada que hiciera Liepold podríaquebrantar esa certeza.

Los hombres lo sabían. Estabanmirando desde el balcón de sudormitorio. Sternberg y su hijo buscaban

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a Clara; Feigenbaum y su hijo buscabana Nocha y a su hija.

Juda Dresner y su hijo Janek, elanciano Jereth, el rabino Levartov,Ginter, Garde, Marcel, Goldberg,trataban de ver a sus mujeres. MundekKorn buscaba a su madre y a suhermana, y también a la optimista Lusia,que le agradaba. Bau cayó en unamelancolía de la que quizá nuncasaldría: ahora sabía definitivamente quesu madre y su esposa no llegarían nuncaa Brinnlitz. Wulkan, el joyero, al ver aChaja en el patio supo que realmentehabía individuos capaces de intervenir yprocurar la salvación.

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Pfefferberg agitó un paquete queguardaba para el regreso de Mila: unamadeja de lana robada de una de lascajas abandonadas por Hoffman, y unasagujas de acero que él mismo habíahecho en el taller de soldadura. Tambiénel hijo de diez años de Frances Spiramiraba por el balcón, con el puño en laboca para no gritar, pues había muchosSS en el patio.

Las mujeres pasaron tambaleantespor el patio de adoquines con susandrajosas ropas de Auschwitz. Teníanlas cabezas rapadas. Algunas estabandemasiado enfermas, demasiadodelgadas para que las reconocieran de

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inmediato. Era un extraño conjunto.Nadie se sorprendería al descubrir, mástarde, que en ninguna parte de ladolorida Europa se había celebrado unreencuentro como ése. Jamás habíahabido, ni habría, un rescate comparablede Auschwitz.

Condujeron luego a las mujeres a sudormitorio. Había paja en el suelo;todavía no había literas. Una muchachaSS sirvió la sopa de que Oskar habíahablado en la puerta, de una enormesopera de la DEF. Era deliciosa ysuculenta. Su aroma era el signo externodel valor de otras promesasimponderables: «No tenéis nada que

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temer».Pero no pudieron acercarse a los

hombres. Por el momento, el dormitoriode las mujeres estaba en cuarentena.Oskar, asesorado por los médicos,estaba preocupado por lo que hubiesenpodido traer de Auschwitz.

Sin embargo, se contravenía elaislamiento en tres puntos. Uno era unladrillo suelto junto a la cama de MosheBejski. Durante las noches siguientes,los hombres pasarían las horasarrodillados sobre el colchón de Bejski,comunicando mensajes. En la sala demáquinas había un tragaluz que daba albaño de las mujeres; Pfefferberg apiló

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cajas para que todos pudieran subir atransmitir mensajes. Y una barrera detela metálica separaba el balcón deambos dormitorios: a la madrugada y alanochecer estaba muy concurrida. Allíse encontraban los Jereth, el viejo Jerethcon cuya madera se habían construidolos primeros barracones de Emalia, y sumujer, que en el ghetto había necesitadoun refugio contra las Aktionen. Losdemás prisioneros tomaban a broma lascomunicaciones que intercambiaba laanciana pareja.

—¿Has ido al lavabo hoy, querida?—preguntaba ansiosamente Jereth a suesposa, que acababa de llegar de los

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barracones de Birkenau, castigados porla disentería.

Al principio, nadie quería ir a laclínica. Era un lugar peligroso enPlaszow, donde el doctor Blanckeaplicaba su tratamiento definitivo deinyecciones de bencina. E incluso enBrinnlitz, donde siempre existía elriesgo de una inspección, como aquellaque había terminado con el rapto de losniños. Según las instrucciones deOranienburg, las clínicas de los camposde trabajo no debían admitir pacientescon enfermedades graves. No tenían elcarácter de hogares de beneficencia; sufinalidad era proporcionar primeros

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auxilios en el caso de accidentes detrabajo. Pero de todos modos la clínicade Brinnlitz se llenó de mujeres. Allíestaba Janka Feigenbaum, que padecíade cáncer óseo y moriría de todosmodos, incluso en el mejor sanatorio. Almenos, se encontraba en el mejor que ensu caso era posible. También se internóa la señora Dresner, y a varias mujeresque no podían comer o retener lacomida. Lusia, la optimista, y otras dosmuchachas, tenían escarlatina. Nopodían estar en la clínica, y se instalaronsus camas en el sótano, junto a lascalderas. A pesar de la fiebre, Lusiaadvertía el maravilloso calor de ese

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sitio.Emilie se ocupaba de las enfermas,

silenciosa como una monja. Los queestaban sanos en Brinnlitz —como loshombres que desmontaban las máquinasde Hoffman y guardaban las piezas enlos depósitos junto al camino— apenasnotaban su presencia. Se dijo que erauna esposa callada y sumisa. Los sanosy fuertes estaban deslumbrados por elbrillo de Oskar y por el éxito de lajugarreta de Brinnlitz. Y la atención delas mujeres que se mantenían en pieestaba centrada en el mágico ytodopoderoso Oskar.

Por ejemplo, Manci Rosner. Algo

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más tarde en la historia de Brinnlitz,Oskar se acercaría al torno en que ellatrabajaba y le entregaría el violín deHenry. De alguna manera, durante unavisita a Hassebroeck en Gröss-Rosen,había hallado tiempo para buscar elviolín en el depósito. Le había costadocien marcos recobrarlo. Mientras se lodaba, sonrió de un modo que parecíaprometer el retorno del violinista quecorrespondía a ese violín.

—Es el mismo instrumento —murmuró—, aunque por el momento lamelodía es diferente.

Era difícil para Manci, mientrasmiraba ese instrumento milagroso, ver,

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más allá del Herr Direktor, a su serenaesposa. Pero Emilie era más visiblepara los enfermos graves. Les daba sopade sémola, que nadie sabía dónde habíaconseguido, preparada en su propiacocina y llevada luego a laKrankenstube. El doctor AlexanderBiberstein creía que la señora Dresnerno se salvaría. Emilie la alimentócucharada a cucharada siete díasseguidos, y la disentería cedió. El casode la señora Dresner parecía confirmarla idea de Mila Pfefferberg: si Oskar nohubiese logrado rescatarlas de Birkenaumuchas de ellas no habrían sobrevividootra semana.

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Emilie atendía también a JankaFeigenbaum, de diecinueve años. Lutek,el hermano de Janka, que trabajaba en eltaller, vio salir varias veces a Emilie desu apartamento con una olla de comidapreparada en su cocina para laagonizante.

—Estaba dominada por Oskar —decía Lutek—, como todos nosotros. Sinembargo no le faltaba personalidad.

Cuando se rompieron las gafas deLutek, ella logró que fueran reparadas.La receta estaba en la consulta de algúnoculista de Cracovia desde los días delghetto. Emilie hizo que alguien fuera aCracovia, recogiera la receta y arreglara

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las gafas. Para el joven Lutek esto eraalgo más que un acto normal degenerosidad, especialmente en unsistema que imponía positivamente lamiopía, que deseaba quitar las gafas atodos los judíos de Europa. Hay muchashistorias de gafas entregadas porSchindler a varios prisioneros. Cabepreguntarse si algunas acciones deEmilie en este sentido no han sidoescamoteadas por la leyenda de Oskar,así como la figura de Robin Hood o ladel rey Arturo ocultan a veces lashazañas de los héroes menores.

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CAPÍTULO 34

Los médicos de la Krankenstubeeran Hilfstein, Handíer, Lewkowicz yBiberstein. Los cuatro estabanpreocupados por la posibilidad de unaepidemia de tifus. El tifus no era sólo unriesgo sanitario. Podía ser, de acuerdocon las normas, causa suficiente paracerrar Brinnlitz, meter a los enfermos envagones de ganado y condenarlos amorir en los barracones de Birkenauseñalados con la leyenda AchtungTyphus! En una de las visitas matutinasde Oskar a la clínica, más o menos una

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semana después de la llegada de lasmujeres, Biberstein le habló de dosposibles casos. Dolor de cabeza, fiebre,malestar, dolores en todo el cuerpo.Todo eso había empezado. Bibersteinesperaba que pronto apareciera lacaracterística erupción tifoidea. Eranecesario aislar a las dos mujeres en unahabitación especial.

Biberstein no tuvo que dar a Oskardemasiada información acerca de lascaracterísticas del tifus. El tifus sepropagaba por la picadura de los piojos.Las prisioneras alojaban poblacionesincontrolables de piojos. La enfermedadtenía unas dos semanas de incubación.

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Podía estar presente ya en una docena oen cien prisioneras. Incluso con lasnuevas literas, la gente estabademasiado próxima. Los amantestransmitían el insecto virulento cuandose unían rápida y secretamente en algúnrincón escondido de la fábrica. El piojodel tifus era ampliamente migratorio.Quizás su energía superaba a la deOskar.

Por esto, cuando Oskar ordenó quese construyera una unidad dedesinfección, con duchas y unalavandería donde se podría hervir laropa, en el piso alto, no hubo demorasburocráticas. La unidad estaba

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alimentada por el vapor caliente de lascalderas del sótano. Los soldadorestrabajaron en tres turnos para realizarrápidamente la tarea. Y lo hicieron enforma voluntaria, como eracaracterístico en las industrias secretasde Brinnlitz. Las grandes máquinas Hiloapoyadas sobre el suelo recientementeconstruido simbolizaban la industriaoficial. Estaba en el interés de losprisioneros y en el de Oskar —observómás tarde Moshe Bejski— que lasmáquinas funcionaran a la perfección,porque ellas daban al campo de trabajouna cobertura convincente. Pero nadaera más importante que las industrias

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secretas. Las mujeres tejían ropas con lalana de los enormes bultos y cajonesabandonados por Hoffman. Sólo seinterrumpían y retornaban a la industriaoficial cuando algún oficial o suboficialde las SS pasaba por los talleres decamino al despacho del Herr Direktor, ocuando los incompetentes ingenierosFuchs y Schoenbrun («No tenían el nivelde nuestros ingenieros», diría más tardeun prisionero) salían de sus despachos.

El Oskar de Brinnlitz era aún el querecordaba los antiguos operarios deEmalia. Un bon vivant, un hombre decostumbres disipadas. Un día, Mandel yPfefferberg, después de trabajar

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duramente en la soldadura para lastuberías de vapor, resolvieron bañarseen un tanque de agua que alimentaba lasmáquinas y que estaba justamente debajodel alto techo de la nave. Se solíaacceder por unas escaleras y unapasarela. El agua estaba tibia, y eltanque estaba oculto a la vista si semiraba desde el taller. Los dossoldadores se izaron y se sorprendieronal ver que el tanque ya estaba ocupado.Por Oskar, que flotaba enorme ydesnudo, y por la SS rubia, la misma queRegina Horowitz había conquistado consu broche, cuyos pechos ondulaban en lasuperficie. Oskar advirtió su presencia y

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los miró sin inmutarse. Para él, eldisimulo o el recato en la materia sexualeran conceptos muy estimables, como elexistencialismo, pero difíciles decomprender. Y la chica, desnuda, erabellísima.

Ambos se disculparon y semarcharon, moviendo la cabeza y riendocomo niños de escuela. En lo alto, Oskarhacía el amor como Zeus.

La epidemia no se concretó, yBiberstein lo atribuyó a la unidad dedesinfección de Brinnlitz. Y cuando ladisentería desapareció, lo atribuyó a la

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comida. En el testimonio que seconservaba en los archivos de YadVashem, en Jerusalén, Bibersteindeclaraba que la ración diaria delcampo de trabajo superaba las dos milcalorías. Ese invierno, en todo elmiserable continente europeo, sólo losjudíos de Brinnlitz disponían de tansustancioso alimento. Entre tantosmillones, sólo los mil de Schindlerrecibían una sopa nutritiva.

Había también avena. Camino abajo,junto al torrente donde los transportistasde Oskar habían arrojado poco antesbebidas del mercado negro, había unmolino. Los prisioneros solían ir allí,

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provistos de un pase de trabajo,enviados por uno u otro departamento dela Deutsche Email Fabrik. Mundek Kornrecuerda cómo llevaban la avena. En elmolino, ataban los pantalones a lostobillos y aflojaban su cinturón. Uncompañero llenaba de grano lospantalones. Y luego el inapreciabledepósito viviente retornaba y pasabajunto a los centinelas, con paso algovacilante, y una vez en la cocina algunamujer desataba la ligadura del tobillo yrecogía la avena en un recipiente.

Los dos delineantes —Josef Rau y eljoven Moshe Bejski— habían empezadoya a falsificar pases que permitieran a la

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gente ir al molino. Un día, Oskar mostróa Bejski los documentos que llevaban elsello de las autoridades deracionamiento de la GobernaciónGeneral. Todavía, los mejores contactosde Oskar con el mercado negro estabanen Cracovia. Podía concertartelefónicamente los envíos. Pero en lafrontera de Moravia había que mostrarlos permisos del Departamento deAgricultura y Alimentación delGobierno General.

Oskar señaló el sello de los papelesque traía.

—¿Se puede hacer un sello igual? —preguntó a Bejski.

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Bejski era un artista. No necesitabamuchas horas de sueño. Pronto entregó aOskar el primero de los muchos sellosoficiales que había de elaborar. Susherramientas eran varios pequeñosinstrumentos cortantes y hojitas deafeitar. Sus sellos se convirtieron en elemblema de la descarada burocraciaautónoma de Brinnlitz. Hizo sellos delGobierno General, del Gobernador deMoravia, y otros para que losprisioneros pudieran ir en camión aBrno o a Olomouc para buscarcargamentos de pan, gasolina delmercado negro, harina, telas ocigarrillos. Leon Salpeter, el

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farmacéutico de Cracovia, antiguomiembro del Judenrat de MarekBiberstein, atendía el depósito deBrinnlitz. Allí se guardaban lasmiserables mercancías enviadas porHassebroeck desde Gröss-Rosen, juntoa las hortalizas, la harina y los cerealesque Oskar compraba utilizando lossellos de goma minuciosamente talladospor Bejski, con el águila y la ganchudacruz del régimen.

—La vida en Brinnlitz era dura —dijo luego uno de los prisioneros—; esono se puede olvidar. Pero en

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comparación con cualquier otro campode trabajo, era el paraíso.

Los prisioneros no ignoraban, enapariencia, que la comida escaseaba entodas partes, y que en el exterior eranpocos los que lograban saciar elhambre.

¿Y Oskar? ¿Reducía Oskar suspropias raciones hasta el mismo nivel delos prisioneros?

La respuesta a esta pregunta sueledespertar una risa indulgente.

—¿Oskar? ¿Y por qué debía reducirOskar sus raciones? Era el HerrDirektor. ¿Quiénes éramos nosotros paracontrolar sus comidas? —Nuestro

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interlocutor frunce rápidamente el ceño,temiendo que eso parezca demasiadoservil, y agrega:

—Usted no comprende. Estábamosagradecidos por estar allí. No habíaningún otro sitio donde estar.

Oskar no había dejado de ser portemperamento un marido ausente, comoen la primera época de su matrimonio; yera muy frecuente que estuviera fuera deBrinnlitz. A veces Stern, que erasiempre el portavoz de las peticiones ydeseos de cada día, lo esperaba toda lanoche en su apartamento, acompañado

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por Emilie, que compartía sus vigilias.El erudito contable siempre daba lainterpretación más leal de losvagabundeos de Schindler por Moravia.Años más tarde, durante unaconferencia, Stern diría:

—Salía de día y de noche, buscandosin cesar alimentos para los judíos delcampo de Brinnlitz, con documentosfalsificados por uno de los prisioneros,y también armas y municiones por si lasSS concebían la idea de matarnoscuando se retiraran.

La imagen de ese Herr Direktorincansablemente protector acredita elamor y la lealtad de Itzhak. Pero Emilie

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seguramente comprendía que no todasesas ausencias se debían a sushumanitarias transacciones.

Durante una de esas ausencias, JanekDresner, de diecinueve años, fueacusado de sabotaje. Dresner no teníaidea del trabajo metalúrgico. EnPlaszow había trabajado en la unidad dedesinfección, donde alcanzaba lastoallas a los SS que acudían a las duchaso a la sauna, y se ocupaba de poner enagua hirviente las ropas sucias y llenasde piojos de los prisioneros. (Habíaenfermado de tifus a causa de unapicadura, y sólo se había salvadoporque su primo, el doctor Schindel, lo

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había curado en la clínica afirmando quese trataba de un caso de anginas).

El supuesto sabotaje se produjocuando el ingeniero Schoenbrun, elsupervisor alemán, cambió su trabajo detornero por la atención de una de lasgrandes prensas de metal. Losingenieros habían empleado una semanapara ponerla a punto; apenas oprimió elbotón de arranque y empezó a usarla,produjo un cortocircuito y se partió unaplatina. Schoenbrun increpó a Janek yluego escribió un informe en que definíala acción como un sabotaje. Hizo copiarla carta y envió las copias a lasSecciones D y W de Oranienburg, a

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Hassebroeck en Gröss-Rosen y alUntersturmführer Liepold.

Como a la mañana siguiente Oskarno llegó, Stern retiró los informes delsaco de la correspondencia y los guardó.La queja dirigida a Liepold había sidoentregada en mano, pero Liepold obrócorrectamente, al menos en los términosde la organización a que pertenecía, y noquiso tomar medidas hasta que serecibieran las respuestas de Oranienburgy de Gröss-Rosen. Dos días más tardeOskar aún no había aparecido. «Debeser una fiesta de verdad», comentabanlos más sarcásticos. Schoenbrundescubrió de algún modo que Itzhak

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retenía los informes. Entró en sudespacho iracundo y dijo a Stern queagregaría su nombre al informe. Stern loescuchó con infinita calma y, cuandoSchoenbrun terminó, respondió quehabía cogido las cartas porque entendíaque el Herr Direktor debía serinformado, por motivos de cortesía, desu contenido. Por supuesto, el HerrDirektor, agregó Stern, se indignará alsaber que un prisionero ha provocadodaños por valor de diez mil marcos enuna de sus máquinas. Parece lo másjusto, concluyó Stern, que HerrSchindler pueda agregar al informe suspropias observaciones.

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Finalmente llegó Oskar. Stern salió arecibirlo y le habló de la máquina y lasacusaciones de Schoenbrun. También elUntersturmführer Liepold lo aguardaba,ansioso de afirmar su autoridad en lafábrica con el pretexto del caso de JanekDresner.

—Presidiré la vista del caso —dijoLiepold—. Usted, Herr Direktor, debehacer una declaración firmada de laextensión de los daños.

—Un momento —respondió Oskar—. Es mi máquina la que se ha roto. Yopresidiré la vista.

Liepold dijo que el prisioneroestaba bajo la jurisdicción de la Sección

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D. Pero la máquina misma, repusoOskar, dependía de la autoridad de laInspección de Armamentos. Y, además,no podía verdaderamente permitir unjuicio en los talleres. Si Brinnlitzhubiese sido una fábrica de ropas, o dematerias químicas, quizás una cosa asíno hubiese tenido gran impacto sobre laproducción. Pero ésa era una industriade armamentos, dedicada a lafabricación de piezas secretas.

—No quiero, por lo tanto, que seperturbe al personal —dijo Oskar.

Schindler impuso su criterio, quizáporque Liepold cedió. ElUntersturmführer temía los contactos de

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Oskar. De modo que esa noche se reunióel tribunal en la sección de máquinasherramientas de la DEF: sus miembroseran Herr Oskar como presidente, HerrSchoenbrun y Herr Fuchs. Una muchachaalemana, sentada a un lado de la mesa,estaba lista para tomar nota, de maneraque, cuando lo llamaron, el jovenDresner vio frente a si un tribunalcompleto y solemne. De acuerdo con eldecreto de la Sección D del 11 de abrilde 1944, lo que esperaba a Janek era elprimer paso, y el más importante, de unproceso que, tras el informe aHassebroeck y la autorización deOranienburg, podía culminar con su

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ejecución en la horca en el taller, enpresencia de todo el personal deBrinnlitz, incluidos sus padres yhermana.

Janek observó que esa noche Oskarno exhibía la familiaridad habitual. ElHerr Direktor leyó en voz alta elinforme de Schoenbrun sobre el sabotajecometido. Janek sólo conocía a Oskarpor lo que decían de él otras personas, yen especial su padre; y no sabía quépodía significar la lectura, en tonograve, de las acusaciones deSchoenbrun. ¿Realmente lamentabaOskar el destrozo de la máquina? ¿Otodo era una representación?

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Cuando terminó de leer, el HerrDirektor empezó a hacer preguntas.Dresner no podía responder gran cosa.Dijo que no estaba familiarizado con esamáquina. Había sido difícil calibraría,explicó; como estaba demasiadoansioso, había cometido un error.Aseguró al Herr Direktor que no teníaningún motivo para sabotear la máquina.

—Si no está usted capacitado paratrabajar en una industria de armamentos—dijo Schoenbrun—, no debería estaraquí. El Herr Direktor me ha aseguradoque todos los prisioneros tienen granexperiencia. Y usted alegaincompetencia, Häftling Dresner.

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Con gesto furioso, Schindler ordenóal prisionero que contara exactamentequé había hecho la noche del desastre.Dresner empezó a hablar de lospreparativos para poner la máquina enmarcha, del ensayo que había hechoantes de dar corriente, delaccionamiento final del interruptor, labrusca aceleración del motor y la roturade la pieza. Herr Schindler se mostrabacada vez más irritado mientras elmuchacho hablaba; echó a andar de unlado a otro mirándolo con enojo.Dresner describió luego ciertamodificación que había hecho en uno delos controles, y Schindler se detuvo de

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repente, con los puños apretados y losojos ardiendo.

—¿Cómo ha dicho? —preguntó.Dresner repitió:

—Ajusté el control de presión, HerrDirektor.

Schindler se lanzó contra él y le dioun puñetazo en la mandíbula. Dresnersintió que la cabeza le zumbaba, perocon alegría, porque Oskar —de espaldasa los otros dos jueces— le habíaguiñado un ojo de manera inconfundible.Luego empezó a agitar con fuerza susenormes brazos, y dijo:

—¡Maldito estúpido! ¡No puedocreerlo!

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Lo repitió varias veces vociferando.Se volvió hacia Schoenbrun y Fuchs,

como si fueran sus únicos aliados.—Desearía que fueran

suficientemente inteligentes parasabotear una máquina. Así podríaarrancarles la piel a tiras. Pero ¿qué sepuede hacer con gente como ésta?Hablar con ellos es perder el tiempo.

Oskar amagó nuevamente con elpuño, y Dresner retrocedió ante laperspectiva de un nuevo golpe quedeclarara su inocencia.

—¡Fuera de aquí! —aulló Oskar.Mientras Dresner salía, oyó que Oskarsugería a los demás olvidar el asunto y

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subir a beber un excelente Martell.Es posible que esa hábil subversión

del juicio no resultara satisfactoria paraLiepold y Schoenbrun. Porque no sehabía llegado a una conclusión formal nia una sentencia. Pero no podían decirque Oskar hubiese impedido el juicio, nique lo hubiera realizado con ligereza.

El informe que dio más tardeDresner permite suponer que Oskarmantenía la vida de sus prisionerosmediante una sucesión de trucos tanveloces que eran casi mágicos. Sinembargo, si se aspira a la verdadestricta, la existencia misma de Brinnlitzcomo prisión y como empresa industrial

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era el gran truco de prestidigitaciónsostenido, deslumbrante, total.

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CAPÍTULO 35

Porque la fábrica no producía nada.«Ni una sola granada», dicen todavía losantiguos prisioneros de Brinnlitz,moviendo la cabeza. Ni una cubierta deproyectil, ni una granada de 45 mm quefuncionara. El mismo Oskar hizo unacomparación entre la producción de laDEF en los años de Cracovia con la deBrinnlitz. En Zablocie se fabricaronesmaltados por valor de dieciséismillones de marcos. Durante el mismoperíodo de tiempo, la sección dearmamentos produjo granadas por valor

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de medio millón de marcos. Oskarexplicaba que en Brinnlitz, «aconsecuencia de la caída en laproducción de esmaltados», no habíaproducción de que hablar. Y la dearmamentos encontraba «dificultadesiniciales». Con todo, logró enviar uncargamento de «piezas de proyectiles»evaluadas en treinta y cinco mil marcos,durante los meses de Brinnlitz.

—Esas piezas —dijo Oskar mástarde—, habían llegado a Brinnlitz amedio hacer. Proporcionar todavíamenos (al esfuerzo de guerra) eraimposible, y la excusa de las«dificultades iniciales» se tornaba cada

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vez más peligrosa para mí y para misjudíos, porque Speer (ministro deArmamentos) incrementaba susexigencias mes tras mes.

El riesgo de la política improductivade Oskar no consistía sólo en que ledaba mal nombre en el Ministerio deArmamentos. Irritaba también a otrasagencias administrativas. Porque elsistema de fábricas actuaba porseparado: un taller producía lascubiertas, otro los detonadores, untercero fabricaba los explosivos ymontaba los demás componentes. Sepensaba que, de ese modo, una incursiónaérea contra una industria determinada

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no podría detener la producción dearmamentos. Ingenieros de otrasempresas, a quienes Oskar no conocía nipodía alcanzar, inspeccionaban lasgranadas de Oskar, enviadas por tren aotras fábricas. Los artículos de Brinnlitzno aprobaban el control de calidad.Oskar mostraba las cartas de queja aStern, Finder, Pemper o Garde. Y reíaruidosamente, como si los hombres queprotestaban fueran cómicos burócratasde opereta.

Elegiremos uno de estos casos, másadelante en el tiempo. Itzhak Stern yMietek Pemper estaban en el despachode Oskar la mañana del 28 de abril de

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1945, una mañana en que los prisioneroscorrían peligro extremo, porque habíansido condenados a muerte, en sutotalidad, por el SturmbannführerHassebroeck. Oskar cumplía treinta ysiete años, y acababa de abrir unabotella de coñac. Sobre su escritoriohabía un telegrama de una planta demontaje de armamentos situada cerca deBrno. Decía que las granadasantitanques de Oskar estaban tan malhechas que no soportaban uno solo delos controles de calidad. Estaban malcalibradas, y estallaban durante losensayos porque no habían sidotempladas a la temperatura adecuada.

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Oskar parecía extasiado con eltelegrama. Lo empujó hacia Stern yPemper para que lo leyeran. Pemperrecuerda que dijo una de susextravagancias:

—Es el mejor regalo de cumpleañosque podía haber recibido. Ahora sé quemis productos no pueden matar a ningúnpobre infortunado.

Este incidente habla de dos locurascontradictorias. Hay cierta locura en unempresario como Oskar, que se alegracuando su empresa no produce. Pero haytambién una fría demencia en eltecnócrata alemán que, cuando ha caídoViena, cuando los hombres del mariscal

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Koniev han abrazado a los americanosen el Elba, piensa todavía que unapequeña fábrica de armamentos de lascolinas tiene tiempo para refinar susproductos y para hacer una contribucióndigna de los grandes principios dedisciplina y productividad.

La primera pregunta que se planteaante ese telegrama de aniversario escómo habían subsistido Oskar y suempresa durante los siete meses previos.

La gente de Brinnlitz recuerda unalarga serie de inspecciones y controles.Hombres de la Sección D recorrían lostalleres con largas listas de control.También los ingenieros de la Inspección

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de Armamentos. Oskar siempre comía ocenaba con esos funcionarios. Losagasajaba con jamón y coñac. Ya nohabía en el Reich muchas invitaciones acomer. Los prisioneros que se ocupabanentonces de los tornos, los hornos o lasprensas han afirmado que esosinspectores uniformados solían apestar aalcohol y andar con paso vacilante.Todos los reclusos hablan de unfuncionario que se jactaba, en una de lasúltimas inspecciones de la guerra, deque Schindler no lograría seducirlo consu camaradería, ni con comidas obebidas. En las escaleras de losdormitorios a los talleres, dice la

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leyenda, Oskar hizo una zancadilla alhombre, que rodó por los escalones yconcluyó su caída con una pierna rota yuna herida en la cabeza. La gente nopuede identificar, en general, alprotagonista de ese caso extremo deprofesionalismo de las SS. Uno afirmaque se trataba del ObersturmbannführerRasch, jefe de la policía de Moravia.Oskar jamás mencionó ese incidente. Sinduda, se trata de otra de esas historiasque representan a Oskar como lapersonificación de un dios generoso;capaz de proveer a todas lasnecesidades. No importa, en si, que unhombre de las SS haya caído por las

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escaleras de la Deutsche Email Fabrik yse haya roto una pierna. Y es un actoelemental de justicia reconocer que losreclusos tenían derecho a difundirfábulas de ese tipo. Vivían en gravepeligro. Si el espíritu de la fábula no loshubiera sustentado, lo habrían pagadomuy caro.

Una de las razones que favorecían lasubsistencia de Brinnlitz a pesar de lasinspecciones era la implacable astuciade los obreros calificados de Oskar. Loselectricistas manipulaban los sistemasde control: la aguja registraba latemperatura correcta en el interior delhorno, que podía estar cientos de grados

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más frío.—He escrito a los fabricantes —

decía Oskar a los inspectores,desempeñando el papel del empresarioengañado a quien se le roba su justaganancia. Se quejaba de la ineficacia delos supervisores alemanes. Seguíahablando de «dificultades iniciales» yde «problemas de la dentición», ysugería vastas provisiones futuras deproyectiles cuando esos problemas seresolvieran.

En las salas de máquinasherramientas todo parecía normal. Sinembargo, las máquinas que parecíanperfectamente calibradas tenían sutiles

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defectos. La mayor parte de losinspectores que pasaron por Brinnlitz nosólo se marcharon con cigarrillos ycoñac, sino también con cierta simpatíapor los espinosos problemas queafrontaba ese hombre lleno de entereza.

Stern siempre afirmó que Oskarcompraba cajas de granadas a otrosfabricantes checos y las presentabacomo propias durante las inspecciones.Pfefferberg dice lo mismo. Lo cierto esque Brinnlitz subsistió, cualesquiera quefueran los trucos usados por Schindler.

Había ocasiones en que paracontener a la hostil opinión local,invitaba a importantes funcionarios a

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visitar sus instalaciones y a unaespléndida cena. Se trataba, en todos loscasos, de personas sin experiencia eningeniería ni en producción dearmamentos. Después de la estancia deOskar en la calle Pomorska, Liepold, deacuerdo con Hoffman y con elKreisleiter local del partido, escribió atodas las autoridades locales,provinciales o de Berlín que pudorecordar, protestando por su moralidad,sus relaciones y sus reiteradasinfracciones a la ley racial y penal.Sussmuth le advirtió que a Troppaullegaban montañas de cartas. Oskarinvitó entonces a Brinnlitz a Ernst Hahn.

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Hahn era el subjefe de la asistenciasocial a las familias de los SS.

—Era un bebedor empedernido —decía Oskar con la inocencia de losjustos.

Hahn llevó consigo a su amigo de lainfancia. Franz Bosch; el Bosch queOskar había conocido por medio deAmon. Bosch, como había dicho antesOskar, era «un borracho impenetrable»,aparte de haber asesinado a la familiaGutter. Sin embargo, Oskar le dio labienvenida por su importancia desde elpunto de vista de las relacionespúblicas.

Hahn llegó a Brinnlitz vestido

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exactamente con el espléndido uniformeque Oskar esperaba. Estaba lleno decintas y medallas, porque Hahn era unantiguo oficial que había conocido losdías iniciales y gloriosos del partidonazi. Con ese deslumbranteStandartenführer llegó un asistente nomenos vistoso.

Oskar invitó a Liepold a cenar conlos visitantes. Desde el principio de lavelada, Liepold se sintió fuera de lugar.Porque Hahn amaba a Oskar; todos losborrachos lo amaban. Más tarde, Oskardescribiría a esos oficiales y esosuniformes como «pomposos». Pero locierto es que convencieron a Liepold de

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que, si escribía quejas a remotasautoridades, sus cartas llegaríanprobablemente al escritorio de algúnviejo amigo de copas de Oskar, lo quebien podía ser peligroso para elUntersturmführer Liepold.

Por la mañana, Oskar pasó en sucoche por Zwittau, riendo, acompañadopor esos rutilantes oficiales de Berlín.Los nazis locales saludaron desde lasaceras al esplendor del Reich a su paso.

Pero Hoffman no se conformó tanfácilmente como los demás.

Las trescientas mujeres de Brinnlitzno tenían, según las palabras de Oskar,«oportunidad de empleo». Ya se ha

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dicho que muchas de ellas pasaban losdías tejiendo. En el invierno de 1944,para personas que tenían como únicovestido el uniforme a rayas, tejer no eraun entretenimiento ocioso. Sin embargo,Hoffman se quejó formalmente a las SSpor la lana que las mujeres de Schindlerhabían tomado del anexo. No sólo leparecía escandaloso, sino que ademásevidenciaba las verdaderas actividadesde la industria de armamentos deBrinnlitz.

Cuando Oskar visitó a Hoffman, elanciano tenía aire triunfal. Hemospedido a Berlín que lo saquen de aquí,dijo. Esta vez hemos incluido

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declaraciones juradas de que su fábricaestá en contravención con las leyeseconómicas y raciales. Hemos propuestoa un ingeniero inválido de la Wehrmacht,de Brno, para que convierta la fábricaen una empresa digna.

Oskar escuchó con paciencia aHoffman y se disculpó. Luego llamó alcoronel Erich Lange a Berlín y le pidióque detuviera la solicitud de la pandillade Hoffman. Pero el acuerdo queestableció con éste, fuera de lostribunales, le costó ocho mil marcos; ydurante todo el invierno las autoridadesmunicipales de Zwittau, tanto las civilescomo las del partido nazi, lo fastidiaron

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con diversos pretextos, desde las quejasde varios vecinos acerca de susprisioneros hasta el estado de susdesagües.

Lusia vivió una experiencia personalcon los inspectores de las SS que vale lapena recordar porque ejemplifica elmétodo de Schindler.

Aún estaba en el sótano, dondepasaría todo el invierno. Las otraschicas habían mejorado y serecuperaban en el piso alto. Pero Lusiasentía que Birkenau la había colmado devenenos. Su fiebre no cedía. Tenía las

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articulaciones inflamadas; en sus axilasse formaban abscesos. Apenas uno seabría y curaba, se formaba otro. Eldoctor Handíer, contra la opinión deldoctor Biberstein, perforó uno con uncuchillo de cocina. Y Lusia seguía en elsótano, bien alimentada, muy pálida, sinque su estado infeccioso remitiera. Entoda la extensión de Europa, ése era elúnico espacio en que podía vivir. Losabía, y esperaba que el vasto conflictopasara por encima de su cabeza.

En ese cálido hueco, el día y lanoche eran indiferentes. También lo erala hora a que se abría la puerta en lo altode la escalera. Estaba acostumbrada a

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las tranquilas visitas de EmilieSchindler. Pero una vez oyó botas en losescalones y su cuerpo se contrajo en lacama. El ruido evocaba una Aktion deotros tiempos.

Era el Herr Direktor con dosoficiales de Gröss-Rosen. Sus botasresonaban como un peligroso oleaje.Oskar estaba junto a los oficiales, quemiraban las calderas y la miraban a ella.Lusia pensó que ese día le tocaba ser laofrenda, el sacrificio necesario para quese fueran en paz. Estaba parcialmenteoculta por una caldera, pero Oskar nointentó disimular su presencia. Como losSS parecían molestos e incómodos,

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Oskar halló una oportunidad para decira Lusia unas maravillosas palabras queella no olvidaría jamás.

—No se preocupe. Todo marchabien.

Estaba muy cerca, como si al mismotiempo quisiera tranquilizar a losinspectores, demostrar que no era unaenferma contagiosa.

—Es una muchacha judía —les dijodirectamente—. No permití que lainternaran en la Krankenstube.Inflamación articular. De todos modos,no tiene cura. Le dan treinta y seis horas.

Luego continuó hablando del aguacaliente, de dónde venía, del vapor para

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la desinfección. Señaló los medidores,las tuberías, las calderas. Se movía entorno de su cama como si ella fuera algoneutral, una parte del mecanismo. Lusiano sabía adónde mirar, si abrir o cerrarlos ojos. Trataba de parecer en coma.Quizás era un poco exagerado, peroLusia no lo pensó hasta que Oskar,mientras guiaba a los SS hacia lasescaleras, le dirigió una cautelosasonrisa.

Lusia permaneció allí durante seismeses, y en la primavera subió condificultad las escaleras para reanudar suvida de mujer en un mundo cambiado.

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Durante el invierno, Oskar creó supropio arsenal. También esto generóleyendas. Algunos dicen que compró lasarmas a la guerrilla checa al final delinvierno. Pero Oskar, que había sido unmiembro evidente del partidonacionalsocialista en 1938 y 1939,seguramente sentía cierto recelo ante untrato con la resistencia checa. De todosmodos, la mayor parte de las armastenían un proveedor impecable. ElObersturmbannführer Rasch, jefe depolicía de Moravia. El pequeño arsenalincluía carabinas, ametralladoras,pistolas y unas pocas granadas de mano.

Más tarde Oskar hablaría de esa

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transacción sin darle mayor importancia.—Adquirí esas armas —dijo— con

el pretexto de defender mi fábrica y alprecio de un anillo con un brillante parasu esposa.

Se refería a la esposa de Rasch. Nodescribió en detalle su entrevista conRasch en el castillo de Spilberk, deBrno. No es difícil imaginarla. El HerrDirektor, preocupado por la posibilidadde una rebelión de esclavos, a medidaque la guerra se enconaba, deseabamorir lujosamente ante su escritorio, conuna ametralladora en la mano, despuésde haber liquidado piadosamente a suesposa de un balazo para ahorrarle algo

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peor. El Herr Direktor seguramenteevocaría también la posibilidad de quelos rusos aparecieran en el portal.

—Mis ingenieros civiles, Fuchs ySchoenbrun, mis honestos técnicos, misecretaria alemana… Todos ellosmerecen un arma para defenderse. Perono hablemos más de este triste tema.Preferiría hablar de asuntos máspróximos a nuestros corazones, HerrObersturmbannführer. Conozco supredilección por el arte de la joyería.¿Puedo mostrarle algo que heencontrado hace poco?

Entonces puso el anillo sobre elescritorio. Y luego murmuró:

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—Apenas lo vi, pensé en FrauRasch.

Cuando recibió las armas, designó aUn Bejski, hermano del artífice de lossellos de goma, como cuidador delarsenal. Un era pequeño, vivaz, guapo.La gente podía ver que entraba y salíadel apartamento de los Schindler comoun hijo. También Emilie lo quería y lehabía dado las llaves de su piso. FrauSchindler tenía también unapreocupación maternal por el hijosuperviviente de Spira, al que solíainvitar a su cocina y obsequiar conrebanadas de pan untadas con margarina.

Un llevaba a los miembros del

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pequeño grupo de prisioneros elegidospara el adiestramiento, uno por uno, aldepósito de Salpeter, para instruirlos enel uso del Gewehr 41 Ws. Se formarontres comandos de cinco hombres.Algunos reclutas de Bejski eran muyjóvenes, como Lutek Feigenbaum. Otroseran veteranos del ejército polaco comoPoldek Pfefferberg, y el resto eran losprisioneros a quienes los demásllamaban «la gente de Budzyn».

La gente de Budzyn eran oficiales ysoldados judíos del ejército polaco quehabían sobrevivido a la liquidación delcampo de trabajo de Budzyn, dondehabían estado bajo la autoridad del

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Untersturmführer Liepold. Liepold loshabía traído a Brinnlitz. Eran unoscincuenta, y trabajaban en las cocinas deOskar. La gente recuerda que estabanmuy politizados. Habían aprendidomarxismo durante su prisión en Budzyn,y anhelaban una Polonia comunista. Esuna ironía que trabajaran, en Brinnlitz,en la cocina del más apolítico de loscapitalistas, Herr Oskar Schindler.

Tenía buenas relaciones con losdemás prisioneros que, con la únicaexcepción de los sionistas, sólo seguíanla política de la supervivencia. Variosde ellos tomaron lecciones privadas deUn Bejski para el empleo de las armas

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automáticas; en el ejército polaco de ladécada de 1930 no habían tenidoelementos tan sofisticados.

Si Frau Rasch, en los últimos díasdel vasto poder de su marido en Brno,hubiese mirado casualmente, porejemplo durante el recital de música enel castillo, el corazón del diamanteobsequiado por Oskar Schindler, tal vezhubiera visto allí el incubo más temiblede sus malos sueños y los de su Führer:un judío marxista armado.

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CAPÍTULO 36

Los viejos compañeros de copas deOskar, como Amon y Bosch, habíanpensado a veces que era la víctima de unvirus judío. No era una metáfora. Locreían literalmente, y no culpaban alpaciente. Habían visto eso mismo enotras buenas personas. Alguna regióndel cerebro era afectada por un mal queera mitad bacteria, mitad magia. Si leshubiesen preguntado si eso eracontagioso, habrían dicho que si, ymucho. Y habrían considerado el casodel Oberleutnant Sussmuth como un

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conspicuo ejemplo del contagio.Durante el invierno de 1944-1945,

Oskar y Sussmuth colaboraron parallevar otras tres mil mujeres deAuschwitz, en grupos de trescientas aquinientas, a pequeños campos deMoravia. Oskar proporcionó suinfluencia, sus artes de vendedor y sucapacidad de soborno. Sussmuth seocupaba de los papeles. Había escasezde mano de obra en la industria textil deMoravia, y no todos los empresarioseran tan antisemitas como Hoffman. Porlo menos cinco fábricas alemanas deMoravia, situadas en Freudenthal,Jägerndorf, Liebau, Grulich y Trautenau,

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aceptaron a estos grupos de mujeres yconstruyeron campos en sus terrenos. Uncampo de trabajo no era nunca unparaíso, y los SS que lo regían semostraban más autoritarios que Liepold,a quien esto no se le permitía. Oskarhablaría luego de la vida de esasmujeres en los pequeños campos como«tolerable». Pero era precisamente lapequeñez de los campos de trabajo textillo que permitía la supervivencia: susguarniciones estaban integradas porhombres de mayor edad, menosdisciplinados y fanáticos. Había queeludir el tifus y soportar el peso delhambre; pero esos establecimientos

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diminutos, casi rurales, se libraron, ensu mayoría, de la orden de exterminioque llegó a los campos de concentraciónmayores en primavera.

La sepsis judía que afectaba aSussmuth tenía en Oskar caráctergalopante. Por intermedio de Sussmuth,Oskar pidió otros treinta obrerosmetalúrgicos. Es un hecho que habíaperdido todo interés por la producción.Pero veía, con el sector objetivo de sumente, que, si su fábrica debía dejustificar su existencia ante los ojos dela Sección D, necesitaba más operarioscalificados. Sin embargo, cuando seobservan otros hechos de ese loco

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invierno, es fácil ver que Oskar noquería a esos treinta extra no porquefueran eficientes torneros, sino porqueeran treinta más. No es exagerado decirque los quería con algo de pasiónabsoluta caracterizada por el visiblecorazón llameante de Jesús que colgabaen una habitación de Emilie. Como estanarración no aspira a la canonizacióndel Herr Direktor, es indispensabledemostrar que el sensual Oskar deseabaverdaderamente esas almas.

Uno de esos treinta obreros delmetal, llamado Moshe Henigman, hapublicado un informe acerca de suincreíble liberación. Poco después de la

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navidad, enviaron a Gröss-Rosen diezmil prisioneros que trabajaban enAuschwitz III en empresas como lafábrica de armas Krupp Weschel-Union,Tierras y Piedras, la fábrica Farben degasolina sintética y la empresa dedesguace de aviones. Tal vez algúnexperto en planificación pensaba queuna vez llegados a la Baja Silesia seríandistribuidos entre los establecimientosfabriles de la zona. Si ése era el plan,los oficiales y soldados de las SS queacompañaban la columna de prisionerosno lo conocían. Los que cojeaban otosían eran separados al principio decada jornada de marcha y ejecutados.

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Esos oficiales y soldados ignorabantambién el frío devorador de esedespiadado principio de año, y no sepreguntaron tampoco cómo alimentar ala columna. Henigman dice que, diezdías después de la partida, de los diezmil sólo quedaban mil doscientos. Haciael norte, los rusos de Koniev habíanatravesado el Vístula y dominaban todoslos caminos situados al sur de Varsoviapor donde la columna podía continuar sumarcha hacia el noroeste. Por lo tanto, eldiezmado grupo se detuvo en unaguarnición de las SS, cerca de Opole. Sucomandante inspeccionó a losprisioneros, y se hicieron listas de

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obreros calificados. Pero cada día sehacía una nueva selección y se fusilaba alos rechazados. Cuando llamaban a unhombre, éste no sabía jamás si recibiríaun trozo de pan o un balazo. Sinembargo, cuando gritaron el nombre deHenigman ocurrió otra cosa: lo llevarona un vagón de tren junto con otros treintahombres, y el tren partió hacia el sur.Los hombres estaban custodiados por unhombre de las SS, y por un Kapo. «Nosdieron comida para el viaje», dice elinforme de Henigman. «Era inaudito».

Luego, Henigman se refiere a lairrealidad exquisita de su llegada aBrinnlitz. «No podíamos creer que

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hubiera aún un campo de concentracióndonde hombres y mujeres trabajaranjuntos y donde no hubiera castigoscorporales ni Kapos». Esa reaccióncontiene una pequeña exageración,porque en Brinnlitz había segregación.Y de vez en cuando la rubia amiga deOskar soltaba una bofetada; y en unaocasión un chico robó una patata de lacocina y, cuando Liepold se enteró, loobligó a pasar el día entero de pie sobreun banco del patio con la patata en laboca, mientras la saliva le corría por elmentón, y con una leyenda colgada delcuello: Soy un ladrón de patatas.

Para Henigman, ese tipo de cosas no

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merecía una mención en su informe.¿Cómo se puede expresar —preguntaba— el paso del infierno al paraíso?

Oskar lo recibió y le ordenó que serecuperara.

—Cuando esté en condiciones detrabajar —dijo el Herr Direktor—,preséntese a los supervisores.

Henigman, ante esta extrañamodificación de la política usual, nosintió que había llegado a un puertoseguro, sino que había pasado a travésdel espejo.

Como treinta torneros eran sólo unamínima fracción de los diez mil,debemos repetir que Oskar sólo era una

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deidad menor de la liberación. Con laimparcialidad de los espíritus tutelares,salvaba por igual a Goldberg y HelenHirsch o se esforzaba por salvar a LeonGross y a Olek Rosner. Y, con idénticaigualdad gratuita, hizo un costosoarreglo con la Gestapo de Moravia.Sabemos que ese arreglo se cumplió;aunque no sabemos cuánto costó. Esseguro que fue una fortuna.

Uno de los beneficiarios del arreglofue un prisionero llamado BenjamínWrozlavski. Inicialmente había estadorecluido en el campo de trabajo deGliwice. No estaba en la región deAuschwitz —como el campo de

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Henigman—, pero sí lo bastante cercapara ser uno de los campos subsidiariosde Auschwitz. El 12 de junio Koniev yZukov lanzaron su ofensiva, amenazandocon la captura inmediata del espantosoreino de Höss y sus satélites. Entonces,pusieron a los prisioneros de Gliwice enlos vagones de la Ostbahn y los enviaronhacia Fernwald. De alguna manera,Wrozlavski y su amigo Roman Wilnerlograron saltar del tren. Eran muypopulares las tentativas de fuga por losventiladores flojos del techo de losvagones. Pero con frecuencia losprisioneros que trataban de escaparcaían bajo el fuego de los guardias

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apostados en los techos. Wilner fueherido durante la fuga, pero podía andar,y junto con Wrozlavski huyó entre lospueblos de montaña de la frontera deMoravia, hasta que ambos fueronarrestados en uno de ellos y conducidosal cuartel de la Gestapo de Troppau.

Después de que los registraran y losmetieran en una celda, entró un hombrede la Gestapo y les aseguró que no lesocurriría nada malo. Ellos no teníanmotivos para creer que eso fuera cierto.Pero el oficial dijo también que noenviaría a Wilner al hospital, a pesar desu herida, porque en ese caso locogerían y caería de nuevo dentro del

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sistema.Wrozlavski y Wilner pasaron allí

dos semanas. La Gestapo tenía queestablecer contacto con Oskar y discutirel precio. Durante ese tiempo, el oficialse dirigía a ellos como si estuvieranbajo su protección, y ellos seguíanencontrando absurda la idea.

Cuando se abrió la puerta y ambospudieron salir, creyeron que los iban afusilar. Pero un hombre de las SS loscondujo a la estación ferroviaria y losllevó luego en tren en dirección a Brno.

La llegada a Brinnlitz fue para ellostan surrealista, deliciosa y alarmantecomo había sido para Henigman.

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Internaron a Wilner en la clínica, bajo elcuidado de los doctores Handíer,Lewkowicz, Hilfstein y Biberstein, y aWrozlavski en una especie de sala paraconvalecientes que se había habilitado—por razones extraordinarias que seaclararán más adelante— en un ángulodel piso bajo de la fábrica. El HerrDirektor los visitó y les preguntó cómose sentían. La absurda pregunta, asícomo el entorno, asustaron aWrozlavski. Temía, como dijo mástarde, «que del hospital se pasaradirectamente a la ejecución, comoocurría en otros campos deconcentración». Lo alimentaron con los

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excelentes cereales de Brinnlitz, y viocon frecuencia a Schindler. Pero sudesconcierto subsistió: no podíacomprender el extraño fenómeno que eraese lugar.

Merced al arreglo de Oskar con laGestapo provincial, otros once fugitivosse sumaron a la ya densa población deBrinnlitz. Todos ellos habían escapadode alguna columna en marcha, o saltadode un tren; todos ellos habían intentadoesconderse, a pesar de sus uniformes arayas. Lo normal hubiera sido que losmataran a todos.

En 1963, el doctor Steinberg, de TelAviv, confirmó con su testimonio otro

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ejemplo de la desenfrenada y contagiosagenerosidad de Oskar, ofrecida siempresin hacer preguntas. Steinberg era elmédico de un pequeño campo de trabajoen las colinas de los Sudetes. CuandoSilesia cayó en manos de los rusos, elGauleiter de Liberec halló difícilmantener los campos de trabajo fuera desu incorrupta provincia de Moravia.Steinberg estaba recluido en uno de losmuchos Lagern nuevos esparcidos entrelas colinas, dedicado a la fabricación depiezas —que Steinberg no especifica—para los aviones de la Luftwaffe. Vivíanallí cuatrocientos hombres. La comidaera escasa y el trabajo agotador.

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Steinberg oyó rumores acerca deBrinnlitz, y se arregló para conseguir unpase y un camión de la fábrica para ir aver a Oskar. Describió las pésimascondiciones del campo de trabajo de laLuftwaffe y Oskar decidió, sin pensarlodos veces, cederle parte de susprovisiones. A Schindler, diceSteinberg, sólo le preocupaba una cosa:¿qué haría, el médico para justificarvisitas regulares a Brinnlitz para recogerlas cosas? Resolvieron entonces que elpretexto sería obtener ayuda médicaregular de la clínica de Brinnlitz.

A partir de ese momento, Steinberg,según ha afirmado, fue dos veces por

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semana a Brinnlitz para llevar a supropio campo pan, sémola, patatas ycigarrillos. Si Schindler veía aSteinberg mientras cargaba lasprovisiones, se alejaba inmediatamente.

Steinberg no precisa las cantidadesde alimento entregadas, pero asegura,como médico, que sin las provisiones deSchindler al menos cincuentaprisioneros del campo de la Luftwaffehabrían muerto antes de la primavera.

Aparte de las mujeres de Auschwitz,el salvamento más asombroso fue el dela gente de Goleszow. Goleszow era una

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cantera y fábrica de cemento situada enel interior de Auschwitz III, centro delas Obras Alemanas de Tierra y Piedras.Como hemos visto cuando se mencionóel caso de los treinta torneros, duranteenero de 1945 se procedió aldesmantelamiento de los terriblesdominios de Auschwitz; y a mediados demes metieron ciento veinte trabajadoresde la cantera Goleszow en dos vagonesde ganado. El viaje sería tan siniestrocomo todos, pero terminaría mejor quela mayoría. Conviene recordar que esemes toda la población de la región deAuschwitz estaba en movimiento. Porejemplo, Dolek Horowitz fue enviado a

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Mauthausen, aunque su hijo Richardquedó atrás, con otros niños. Ese mismomes, más tarde, las tropas rusasencontrarían a Richard en el campo deconcentración abandonado por las SS einformarían al mundo —con todaexactitud— que esos niños habían sidoretenidos para servir de cobayas enexperiencias médicas. Henry Rosner ysu hijo Olek, de nueve años, queaparentemente ya no era consideradonecesario en los laboratorios, salieronde Auschwitz con una columna querecorrió cincuenta kilómetros; los que serezagaban eran muertos de inmediato. EnSosnowiec los metieron en un tren. Con

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especial deferencia, un guardia SS quedebía separar a los niños permitió queOlek subiera al mismo vagón que Henry.Estaba tan atestado que todo el mundoiba de pie. A medida que los prisionerosmorían de hambre o sed, un hombre aquien Henry describió como «un judíopráctico» suspendía los cadáveres,envueltos en una manta, de las argollaspara sujetar al ganado fijadas cerca deltecho. Así quedaba más espacio para losque estaban vivos. Para que Olekestuviera más cómodo, Henry loenvolvió en su manta y lo suspendió delmismo modo. Esto no sólo permitía alchico viajar mejor, sino también, cuando

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el tren se detenía en alguna estación,pedir a los alemanes que arrojaran bolasde nieve a los respiraderos de alambretejido. La nieve se partía, y los hombresse disputaban los pequeños trozos.

Siete días tardó el tren en llegar aDachau; la mitad de los ocupantes delvagón de los Rosner murió. Cuandollegaron y la puerta se abrió, cayóprimero un cadáver y luego Olek, que seincorporó rápidamente en la nieve, cortóun trozo del hielo que colgaba del vagóny empezó a lamerlo vorazmente. Asíeran los viajes en Europa en enero de1945.

Los prisioneros de la cantera de

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Goleszow tuvieron aún peor suerte. Losconocimientos de embarque de los dosvagones, conservados en el archivo deYad Vashem, demuestran que el viajeduró más de diez días. No tenían comiday el hielo cerraba herméticamente laspuertas. R., que era entonces unmuchacho de dieciséis años, recuerdaque raspaban hielo del interior de lasparedes para apagar la sed. No fueronaceptados en Birkenau: el proceso deexterminio estaba en el furioso apogeode los últimos días, y no había tiempopara ellos. Los vagones fueronabandonados en vías muertas,reenganchados, remolcados unos

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kilómetros, nuevamente desenganchados.Ante las puertas de los campos deconcentración los comandantes losrechazaban, afirmando que esa gente nopodía tener ya valor industrial; y detodos modos, en ninguna parte quedabanya alimentos ni literas.

Una madrugada a fines de enero, losdos vagones quedaron abandonados enla estación de Zwittau. Un amigo deOskar le dijo por teléfono que se oíanrasguños y voces humanas en el interiorde los vagones, en muchas lenguas,porque según el conocimiento deembarque viajaban en ellos eslovenos,polacos, checos, alemanes, franceses,

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húngaros, holandeses y serbios.Probablemente, ese amigo era el cuñadode Schindler que atendía el patio decarga de Zwittau. Oskar le pidió quehiciera llevar los vagones al ramal deBrinnlitz.

Era una mañana de frío terrible;treinta grados bajo cero según Stern, yno menos de veinte según el minuciosoBiberstein. Despertaron a PoldekPfefferberg, que recogió su equipo desoldadura para cortar la capa de hielo,duro como el hierro, que cubría laspuertas. También él oyó los gemidosindescriptibles del interior.

Es difícil describir lo que vieron

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cuando por fin se abrieron las puertas.En ambos vagones había una pirámidede cadáveres congelados en el centro.Había algo más de cien supervivientes,amoratados por el frío, que parecíanesqueletos. Sólo uno de ellos alcanzabaa pesar treinta y cuatro kilos.

Oskar no estaba allí, sino en lafábrica, donde se preparaba a toda prisaun rincón abrigado del taller para alojara los hombres de Goleszow. Losprisioneros desmantelaron los últimosrestos de la maquinaria de Hoffman yguardaron las piezas en el garaje; luegocubrieron el suelo de paja. Schindlerhabía hablado ya con Liepold. El

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Untersturmführer no quería aceptar elcargamento de Goleszow, como losdemás comandantes a lo largo de suviaje. Nadie podía pretender —repetíaLiepold— que esos hombres fueranoperarios aptos para una industria dearmamentos. Oskar lo admitió, pero secomprometió a incluirlos en sus listas ya pagar seis marcos diarios por cadauno. Liepold reconoció por fin doscosas: la primera, que era imposiblecontener a Oskar. La segunda, que unaumento de las dimensiones de Brinnlitzy del arancel que pagaba el HerrDirektor podía complacer aHassebroeck. Por lo tanto, Liepold

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resolvió incluirlos en los librosconsignando una fecha anterior, de modoque Oskar estaba pagando por loshombres de Goleszow antes de queentraran por el portal de la fábrica.

Los colocaron sobre la paja,envueltos en mantas. Emilie salió de suapartamento seguida por dos prisionerosque sostenían un enorme recipiente deavena. Los médicos observaron laslesiones debidas al congelamiento y lanecesidad de remedios especiales. Eldoctor Biberstein dijo a Oskar que esoshombres necesitarían vitaminas, aunqueestaba seguro de que no había enMoravia.

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Mientras tanto, los dieciséiscadáveres helados fueron trasladados aun cobertizo. El rabino Levartov losmiró y pensó que, con sus miembroscontorsionados, sería difícil enterrarlosde la manera ortodoxa, que no permitíaquebrar los huesos. Y, por otra parte,sería necesario discutir el asunto con elcomandante. Liepold tenía en suarchivador de la sección D una serie dedisposiciones que ordenaban al personalde las SS eliminar los cadáveresmediante la incineración. En la sala decalderas había hornos industrialescapaces casi de vaporizar un cuerpo. Sinembargo, Schindler se había negado ya

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en dos ocasiones a permitir que sequemaran cuerpos.

La primera vez, cuando JankaFeigenbaum murió en la clínica, Liepoldhabía ordenado que el cuerpo fueraincinerado de inmediato. Oskar seenteró por Stern de que esto repugnaba alos Feigenbaum y a Levartov, y quizásalimentó también su propia resistenciael residuo de catolicismo que había enél. En esos años, la Iglesia católica seoponía firmemente a la cremación. Demodo que prohibió a Liepold usar elhorno, ordenó a los carpinteros construirun ataúd, y cedió a la familia y aLevartov un carro y un caballo para que

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enterraran a la muchacha en el bosque.Los dos Feigenbaum, padre e hijo,

caminaban detrás del carro contando lospasos a partir de la puerta para poderrecobrar el ataúd después de la guerra.

Los testigos afirman que Liepoldestaba furioso por estos favores a losprisioneros. Algunas personas deBrinnlitz han comentado incluso queOskar mostraba a veces a Levartov y alos Feigenbaum mayor cortesía que a lapropia Emilie.

La segunda oportunidad en queLiepold quiso usar los hornos de lascalderas fue cuando murió la ancianaseñora Hofstater. Oskar, a petición de

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Stern, hizo construir otro ataúd, con unaplaca metálica que llevaba escritos losdatos personales. Levartov y el minyan,el grupo de diez hombres que recita elKaddish por los muertos, recibieron unpermiso para salir del campo y asistir alfuneral.

Stern afirma que Oskar creó uncementerio judío en la iglesia católicade Deutsch-Bielau a causa de la muertede la señora Hofstater. Siempre según sudeclaración, Oskar fue a la iglesiaparroquial de ese pueblo próximo eldomingo que murió la mujer, y habló conel cura. El consejo parroquial, reunidodeprisa, acordó la venta de un pequeño

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terreno situado detrás del cementeriocatólico. Es casi seguro que parte delconsejo formuló objeciones, porque enesa época se solían interpretar concriterio bastante estrecho lasprovisiones de la ley canónica acerca delas personas que podían enterrarse en elsuelo consagrado.

Sin embargo, otros prisionerossostienen con ciertos fundamentos queOskar adquirió el terreno para elcementerio judío cuando llegaron losvagones de Goleszow con su carga decadáveres retorcidos. En un informeposterior, Schindler sugiere que losmuertos de Goleszow le impulsaron a

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esa compra. Otro informe asegura que,cuando el párroco señaló la zona,situada más allá de los muros de laiglesia, donde se enterraban a lossuicidas, y propuso que allí fueransepultados los hombres de Goleszow,Oskar respondió que no se trataba desuicidas, sino de víctimas de un grancrimen.

Es probable que la muerte de laseñora Hofstater y la llegada de losvagones hayan sido acontecimientos muypróximos. En ambos casos se cumplió elritual completo en el insólito cementeriojudío de Deutsch-Bielau.

Es evidente, por el recuerdo de los

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prisioneros de Brinnlitz, que ese ritualgeneró un gran fortalecimiento moral.Los cuerpos distorsionados de losvagones parecían menos que humanos.Ponían en duda la propia precariahumanidad. Esa inhumanidad estaba másallá de la alimentación, eldescongelamiento, la limpieza. La únicaforma de restaurar su humanidad —asícomo la propia— era el ritual. Por lotanto, las palabras de Levartov y elexaltado canto llano del Kaddishadquirieron un valor mucho más grandeque si se hubieran oído en la relativatranquilidad de la Preguerra enCracovia.

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Para cuidar del cementerio judío,por si se registraban nuevas muertes,Oskar contrató a un SSUnterscharführer de cierta edad, aquien pagaba un salario.

Emilie Schindler se ocupaba de suspropias transacciones. Hacía que dosprisioneros cargaran en el camión de lafábrica vodka y cigarrillos, y que lallevaran, provista de un manojo deautorizaciones falsas suministradas porBejski, a la gran ciudad minera deOstrava, cerca de la frontera de laGobernación General. En el hospital

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militar entregaba su carga a diversoscontactos de Oskar y recibía a cambiosulfamidas, medicamentos para tratar lostejidos congelados, y las vitaminas queBiberstein creía imposible conseguir.Esos viajes llegaron a ser para Emilieuna actividad regular. Se habíaconvertido en una viajera como sumarido.

No hubo más muertes. Los hombresde Goleszow eran «musulmanes», y seconsideraba en principio que lacondición de «musulmán» erairreversible. Pero la obstinada Emilie senegaba a aceptarlo, y los perseguía sintregua con sus papillas de cereal.

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—Sin el tratamiento de Emilie —decía el doctor Biberstein—, ni uno solode los prisioneros de Goleszow sehabría salvado.

Pronto empezaron a aparecer en lostalleres, deseosos de ayudar en lo quepudieran. Un día un hombre del depósitopidió a uno de ellos que llevara una grancaja hasta una de las máquinas.

—Esa caja pesa treinta y cinco kilos—dijo el muchacho—, y yo treinta ydos. ¿Cómo voy a llevarla?

A esa fábrica de máquinas ineficacesy de espantapájaros humanos llegó eseinvierno Herr Amon Goeth,recientemente liberado de la cárcel, a

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visitar a los Schindler. La corte SS lehabía permitido abandonar la prisión deBreslau por su diabetes. Estaba vestidocon lo que era probablemente ununiforme sin insignias. Hubo abundantesrumores acerca del sentido de esa visita,y algunos han persistido hasta hoy.Algunos piensan que Goeth pretendíaayuda económica; otros que Oskarguardaba algo para él, tal vez dinero uobjetos de valor procedentes de losúltimos negocios de Amon en Cracovia,y en los que Oskar hubiese podido ser suagente. Personas que trabajaban en losdespachos de Oskar piensan incluso queAmon pidió una tarea administrativa en

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Brinnlitz. En verdad, las tres versionessobre los posibles motivos de lapresencia de Amon parecen aceptables,aunque no es probable que Oskar hayasido nunca agente de Amon.

Apenas entró se vio que la cárcel ylas tribulaciones habían dejado hondahuella en él. Estaba demacrado. Separecía más al Amon que había ido aCracovia el Año Nuevo de 1943 paraliquidar el ghetto; y sin embargo no deltodo, porque ahora se percibía tambiénen su piel el amarillo de la ictericia y elgris de la cárcel. Y si uno miraba conatención, podía ver en él una pasividadnueva. Sin embargo, algunos prisioneros

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que alzaron la vista desde sus tornos,vieron surgir aquella figura del abismode sus pesadillas más atroces cuando,sin aviso previo, atravesó las puertas yel patio de la fábrica en dirección aldespacho de Oskar. Helen Hirsch sólopudo desear que volviera a desaparecer.Otros lanzaron silbidos o escupieron enel suelo junto a sus máquinas; algunasmujeres maduras elevaron las laboresque tejían como un desafío. Era unavenganza; a pesar del terror, Adán aúncultivaba y Eva hilaba. Si Amonbuscaba un trabajo en Brinnlitz —y nohabía muchos otros sitios adondepudiera dirigirse un Hauptsturmführer

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bajo sospecha—, Oskar lo disuadió o ledio dinero para que se marchara. Elencuentro no fue, pues, muy distinto delos anteriores en ese sentido. Comocortesía, el Herr Direktor invitó a Amona recorrer las instalaciones, y lareacción fue aún más intensa. Se oyómás tarde cómo Amon pedía a Oskar, ensu despacho, que castigara a losreclusos por su falta de respeto; Oskarmurmuraba que algo haría contra esosrebeldes judíos y reiteraba supermanente apoyo a Herr Goeth.

Las SS lo habían puesto en libertad,pero la investigación proseguía. Pocassemanas atrás, un juez de la corte SS

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había ido a Brinnlitz para interrogarnuevamente a Pemper acerca de losprocedimientos administrativos deAmon. El comandante Liepold habíaadvertido a Pemper, antes delinterrogatorio, que tuviese gran cuidadoporque el juez quizá tuviera la intenciónde ordenar su ejecución en Dachaudespués de obtener de él toda lainformación posible. Pemper,hábilmente, hizo todo lo posible paraconvencer al juez de que sólo realizabaen la administración de Plaszow tareasde muy poca importancia.

De algún modo, Amon había sabidoque los investigadores de las SS habían

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acosado a Mietek Pemper. Lo llamó aldespacho exterior de Oskar y lepreguntó sobre qué temas lo habíainterrogado el juez. Pemper creyó ver —con toda razón— en los ojos de Amon lasospecha de que su antiguo secretariofuese una fuente viva de pruebas para lacorte SS. Amon, delgado, enfermo, conropas viejas, ciertamente no parecía unhombre poderoso. Pero no se podíaestar seguro. Era siempre Amon Goeth,y conservaba su presencia y su hábito dela autoridad.

—El juez me ha ordenado no hablardel interrogatorio —dijo Pemper.

Goeth, furioso, lo amenazó con

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quejarse a Herr Schindler. Pero esomismo daba la medida de la impotenciadel Hauptsturmführer. Antes, jamáshabía tenido necesidad de pedir a Oskarel castigo de un prisionero.

La segunda noche que Amon pasó enBrinnlitz, las mujeres tenían ya unaactitud triunfal. No podía tocarlas.Incluso persuadieron de esto a HelenHirsch, quien, sin embargo, no pudodormir bien.

Amon atravesó la fábrica por últimavez para que un coche lo condujera a laestación de Zwittau. En el pasado, jamáshabía visitado un sitio cualquiera sindestrozar el mundo de algún infortunado.

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Era evidente que ahora carecía de todopoder. Pero no todos pudieron mirarlocon serenidad cuando partía. Treintaaños más tarde, ese rostro amenazabatodavía en sus sueños a los veteranos dePlaszow en Buenos Aires y Sydney, enNueva York y Cracovia, en Los Ángelesy Jerusalén.

—Ver a Goeth —dijo más tardePoldek Pfefferberg— era ver la muerte.

Por esto mismo, y de acuerdo consus propios términos, su fracaso no fuetotal.

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CAPÍTULO 37

Ese año, Oskar festejó sus treinta ysiete años con todos los prisioneros.Uno de los operarios había hecho unacajita para gemelos, de metal, y cuandoel Herr Direktor apareció en el taller,empujaron a Niusia Horowitz, de doceaños, para que se la entregara con unaspalabras en alemán que había ensayado:

—Herr Direktor —dijo en voz tanbaja que Oskar tuvo que inclinarse paraoír—, todos los prisioneros le deseamosfelicidades el día de su aniversario.

Era un Sabbath, una afortunada

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coincidencia, porque la gente deBrinnlitz lo recordaría siempre como undía de fiesta. Muy temprano, más omenos a la hora en que Oskar abría unabotella de Marteli en su despacho yexhibía el telegrama insultante de losingenieros de Brno, dos camionesentraron en el patio con un cargamentode pan blanco. Una parte se llevó a laguarnición y favoreció incluso aLiepold, que durmió hasta muy tarde ensu casa de la ciudad, víctima de unaresaca. Era indispensable para evitarque las SS protestaran por el trato quedaba el Herr Direktor a sus prisioneros.Ellos mismos recibieron tres cuartos de

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kilo cada uno. Mientras lo saboreaban,se preguntaban dónde lo habíaconseguido Oskar. Quizá se podía hallaruna explicación parcial en la buenavoluntad del administrador del molinolocal, Daubek, que solía volver laespalda cuando los prisioneros deBrinnlitz llenaban de avena suspantalones. Pero no se trataba tanto delorigen de la harina blanca, del panaderoque lo había cocido o de otros asuntoshistóricos; las especulaciones sereferían más bien al carácter mágico,milagroso, del asunto.

Aunque se recuerda el júbilo de esedía no había en realidad grandes

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motivos para sentimientos festivos. Enla semana anterior el comandanteHassebroeck, de Gröss-Rosen, habíadirigido a Liepold, de Brinnlitz, un largotelegrama con instrucciones para laeliminación de los prisioneros en laeventualidad de un avance ruso. Sedebía hacer una última selección,afirmaba el telegrama de Hassebroeck.Los viejos y enfermos debían serejecutados de inmediato y los sanostrasladados en columna haciaMauthausen.

Aunque los prisioneros nada sabíande esa comunicación, se temía de modoimpreciso algo semejante. Esa semana

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hubo rumores de que se habían traídopolacos para excavar tumbas colectivasen los bosques próximos a Brinnlitz. Elpan blanco parecía un antídoto contraese rumor, una garantía de su futuro. Sinembargo, todo el mundo parecía saberque había comenzado una etapa depeligros más sutiles que los anteriores.

Si los obreros de la fábrica de Oskarignoraban el contenido de ese telegrama,tampoco lo conocía el HerrKommandant Liepold. Lo había recibidoMietek Pemper en la secretaria deLiepold; Pemper lo abrió con vapor, lovolvió a cerrar y comunicóinmediatamente a Oskar las noticias.

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Schindler leyó la copia y se volvióhacia Mietek.

—Está bien —murmuró—. Entoncesdebemos decir adiós alUntersturmführer Liepold.

Porque tanto Oskar como Pemperestimaban que Liepold era el únicomiembro de la guarnición SS capaz deobedecer semejantes órdenes. Elsegundo de Liepold era un hombre demás de cuarenta años, un SSOberscharführer llamado Motzek.Motzek podía quizá cometer algúncrimen inspirado por el pánico; perociertamente no podría administrarfríamente la muerte a mil trescientas

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personas.En los días anteriores al de su

cumpleaños, Oskar había formuladovarias quejas confidenciales aHassebroeck acerca de los excesos delHerr Kommandant Liepold. También alinfluyente jefe de policía Rasch. Oskarmostró a Rasch y a Hassebroeck copiasde cartas que había dirigido en el mismosentido al despacho del general Glucksen Oranienburg. Oskar apostaba a queHassebroeck recordaría antiguasatenciones y no descartaría la promesade otras futuras; esperaba que tomaranota de sus esfuerzos en Oranienburg yBrno para obtener el traslado de

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Liepold, y que lo aprobaría sinmolestarse en investigar la conducta delUntersturmführer con los reclusos deBrinnlitz.

Era una característica jugada deSchindler, como la de su partida deblackjack con Amon en mayor escala.Porque aquí estaban en juego las vidasde todos los hombres de Brinnlitz, desdeHirsch Krischer, Prisionero Nº 68821,mecánico, de 48 años, hasta Jarum Kiaf,Prisionero Nº 77196, obrero noespecializado, de 27 años, supervivientede los vagones de Goleszow. Y todas lasmujeres, desde la Prisionera Nº 76201,la obrera del metal Berta Afttergut, de

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29 años, hasta la Prisionera Nº 76500,Jenta Zwetschenstiel, de 36 años.

Oskar obtuvo nuevos motivos paraquejarse de Liepold cuando invitó acenar al comandante en su apartamento.Era el 27 de abril, la víspera de suaniversario. Esa noche,aproximadamente a las once, losprisioneros de turno en los talleres sesorprendieron al ver tambalearse alcomandante, ebrio, sostenido por elHerr Direktor. Liepold intentaba enfocarla vista en determinados trabajadoresindividuales. De pronto señaló con furiauna de las grandes vigas del cielorraso.El Herr Direktor siempre lo había

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mantenido apartado de los talleres, peroallí estaba, la autoridad final yvengadora.

—¡Condenados judíos! —aulló—.¿Veis esa viga? ¡Mirad! ¡De allí oscolgaré! ¡A cada uno de vosotros!

Oskar lo tranquilizó, mientras losostenía por el hombro y lo guiaba haciaafuera.

—Está bien, está bien —murmuraba—. Pero no esta misma noche, ¿verdad?

El día siguiente Oskar llamó aHassebroeck y formuló las acusacionesdel caso. El hombre recorre borracholos talleres, y amenaza con ejecucionesinmediatas. Los hombres no son

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obreros, son técnicos altamentecalificados que construyen armassecretas, etc. Y aunque Hassebroeck erael responsable de la muerte de millaresde prisioneros, aunque creía que erapreciso matar a todos los judíos cuandolos rusos se aproximaran, estaba deacuerdo en que, por el momento, lafábrica de Herr Schindler fuese tratadacomo un caso especial.

Liepold, agregó Oskar, siempre diceque desearía entrar en combate. Esjoven, sano, voluntarioso. Está bien,respondió Hassebroeck, ya veré qué sepuede hacer.

Mientras tanto, el comandante

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Liepold pasaba el día durmiendo suresaca.

En su ausencia, Oskar pronunció unsorprendente discurso. Había bebidodurante todo el día, pero nadie recuerdaque sus palabras fueran vacilantes. Nosabemos qué dijo, pero tenemos unacopia de otras palabras que pronunciódiez días más tarde, la noche del 8 demayo. Según los oyentes, en las dosocasiones dijo aproximadamente lomismo. Es decir, formuló la promesa dela continuación de la vida.

Llamar a esas palabras discursosdesmerece un poco su sentido. Lo queOskar intentaba hacer, instintivamente,

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era reajustar la imagen de sí mismo quetenían los prisioneros y también loshombres de las SS. Mucho tiempo anteshabía dicho a un grupo de trabajadorasdel turno de noche —Edith Liebgoldentre otras— con obstinada certidumbre,que vivirían hasta el fin de la guerra.Igual don de profecía había exhibido lamañana de la llegada de las mujeres deAuschwitz, en noviembre, al decir: «Yano tenéis nada que temer. Estáisconmigo». Es evidente que, en otrotiempo y lugar, el Herr Direktor podríahaber sido un demagogo al estilo deHuey Long, de Louisiana, o de JohnLang, de Australia, capaces de

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convencer a quienes los escucharan deque todos ellos y su líder estabanunidos, y así podrían evitar por un pelotodos los males imaginados por susenemigos.

Oskar habló en alemán al personalreunido en el taller. Había undestacamento de las SS para custodiaruna reunión de tales proporciones, ytambién estaba presente el personal civilalemán. Cuando Oskar empezó a hablar,Poldek Pfefferberg sintió que se leerizaba el pelo que volvía a crecer en sucráneo rapado. Miró los rostros mudosde Schoenbrun y Fuchs, y de losguardias de las SS, que llevaban sus

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armas automáticas. «Van a matar a estehombre», pensó. «Y después, todo sederrumbará».

Trató dos puntos principales. Elprimero, que la gran tiranía llegaba a sufin. Habló de los SS alineados junto alos muros como si también ellos fueranprisioneros y anhelaran la liberación.Muchos de ellos, dijo Oskar a losreclusos, habían sido tomados de otrasunidades y trasladados sin suconsentimiento a las Waffen SS. Elsegundo punto era otra promesa: élpermanecería en Brinnlitz hasta que seanunciara el fin de las hostilidades.

—Y aún cinco minutos más —

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agregó.Para los prisioneros, esas palabras,

como otros pronunciamientos anterioresde Oskar, significaban la promesa de unfuturo. Afirmaba su vigorosa decisión deque ellos no debían ser sepultados en lastumbas del bosque. Les recordabacuánto esfuerzo había invertido en eso, ylos animaba.

Sólo podemos imaginar hasta quépunto podía esto asombrar a los SS.Había insultado sutilmente al cuerpo aque pertenecían. Sabría por susreacciones si protestaban o loaceptaban. Y además les había advertidoque se quedaría en Brinnlitz por lo

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menos tanto tiempo como ellos, y quepor lo tanto sería un testigo.

Sin embargo, Oskar no estaba tansereno como parecía. Reconoció mástarde su preocupación por las accionesque podían emprender las unidadesmilitares que se retiraban en la región.Incluso escribió: «Sentíamos gran temorde las posibles acciones desesperadasde los guardias SS». Debía ser un temorsecreto, porque ningún prisioneroparece haber sentido nada similarmientras comían su pan blanco el día delaniversario de Oskar. Éste temíatambién a las unidades de Vlasovestacionadas cerca de Brinnlitz. Esas

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tropas formaban parte del ROA, elEjército Ruso de Liberación formado elaño anterior por Himmler con las vastasreservas de prisioneros rusos del Reich,y mandado por el general AndreiVlasov, antiguo general soviéticocapturado ante Moscú tres años antes.Significaban un peligro para la gente deBrinnlitz; sabían que Stalin castigaríaespecialmente su defección y teníanmiedo de que los Aliados losdevolvieran a Rusia. Por lo tanto, lasunidades de Vlasov estaban en unmomento de gran desesperación quealimentaban con vodka. Y cuando seretiraran, buscando las líneas

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americanas que estaban más al oeste,serían capaces de cualquier cosa.

Dos días después del discurso decumpleaños de Oskar, llegó a la mesa deLiepold una orden de movilización.Anunciaba que el UntersturmführerLiepold había sido transferido a unbatallón de infantería de las Waffen SSsituado cerca de Praga. Aunque tal vezla orden no encantó a Liepold, empacó yse marchó tranquilamente. Muchas veceshabía dicho durante las cenas en casa deOskar, y en particular después de lasegunda botella de vino tinto, quepreferiría estar en una unidad decombate. En los últimos tiempos cierta

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cantidad de oficiales combatientes de laWehrmacht y las SS en retirada habíansido invitados a cenar en el apartamentode Oskar; siempre, en la sobremesa,habían tratado de incitar a Liepold acombatir en el frente. El no había vistotantas pruebas como ellos de que sucausa estaba perdida.

Es improbable que Liepoldtelefoneara al despacho de Hassebroeckantes de partir. Las comunicacionestelefónicas no eran regulares, porque losrusos habían rodeado Breslau y noestaban muy lejos de Gröss-Rosen. Peroel traslado a nadie habría podidosorprender en el despacho de

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Hassebroeck, desde que Liepold habíapronunciado también allí arengaspatrióticas. De modo que, después dedejar al Oberscharführer Motzek almando de Brinnlitz, Josef Liepold selanzó al combate. Era un hombre de lalínea dura que había cumplido susdeseos.

Oskar ciertamente no esperabainactivo el final. En los primeros días demayo descubrió de algún modo, quizámediante sus llamadas telefónicas aBrno, donde las líneas aún funcionaban,que uno de los depósitos con los que

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mantenía relación comercial había sidoabandonado. Con media docena deprisioneros partió en un camión parasaquearlo. Había numerosos puestos decontrol en el camino al sur, pero entodos ellos mostraron sus documentos,con los sellos y las firmas «de las másaltas autoridades de las SS en Bohemiay Moravia», según dijo luego Oskar.Cuando llegaron al depósito, vieronincendios en las inmediaciones. Variosalmacenes militares ardían, y además sehabían registrado bombardeos conbombas incendiarias. Podían oírdescargas lejanas en el centro de laciudad, donde la resistencia

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checoslovaca combatía contra laguarnición. Herr Schindler ordenó queel camión se acercara al muelle de cargadel depósito, abrió la puerta conviolencia y descubrió que el interiorestaba repletos de cigarrillos de lamarca Egipski.

A pesar de ese acto de frívolapiratería, Oskar estaba preocupado porel rumor, proveniente de Eslovaquia, deque los rusos ejecutaban informal eindiscriminadamente a los civilesalemanes. Pero escuchaba todas lasnoches las noticias de la BBC y habíaoído con alivio que tal vez la guerraterminara antes de que los rusos llegaran

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a la región de Zwittau.También los prisioneros tenían

acceso indirecto a la BBC y conocían larealidad. Durante toda la historia deBrinnlitz, los técnicos de radio, ZenonSzenwic y Arthur Rabner, habían tenidopermanentemente en reparación algunode los aparatos de Oskar. En el sector desoldadura, Zenon escuchaba con unpequeño auricular las noticias de las dosde la tarde de la Voice of London. Lostrabajadores del turno de nocheescuchaban las noticias de las dos de lamadrugada. En una ocasión, un hombrede las SS que fue a llevar un mensaje losencontró escuchando la radio.

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Estábamos tratando de arreglarla,dijeron al hombre. Es del Herr Direktory sólo ahora hemos conseguido quefuncione.

Unos meses antes, los prisionerosesperaban que Moravia cayera en manosde los americanos. Como Eisenhower sehabía detenido en el Elba, sabían ahoraque serían los rusos. El circulo deprisioneros que rodeaba íntimamente aOskar estaba escribiendo una carta enhebreo donde se explicaba la historia deOskar. Sería su presentación a lasfuerzas americanas, que tenían unacantidad considerable de miembrosjudíos e incluso rabinos de campaña.

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Stern (y el mismo Oskar) considerabanvital que el Herr Direktor llegara dealgún modo hasta las líneas americanas.La decisión de Oskar se debía en parte ala típica idea centroeuropea de que losrusos eran un pueblo bárbaro de religiónextraña y humanidad incierta. Pero,aparte de esto, si se podía creer enciertos informes que llegaban desde eleste, no faltaba motivo para temoresracionales.

Eso no lo desanimaba. Estabadespierto y en un estado de frenéticaexpectativa cuando escuchó por la BBCla noticia de la rendición de Alemania,la madrugada del 7 de mayo. La guerra

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europea concluiría la medianochesiguiente, es decir, la noche del martes 8de mayo. Oskar despertó a Emilie einvitó a Stern, que no dormía, parafestejar el hecho. Stern pensaba queOskar no tenía ahora recelos de laguarnición SS; sin embargo, se habríaalarmado si hubiera podido imaginarhasta qué punto se demostraría ese día lacertidumbre de Oskar.

En el taller los prisioneroscontinuaron la rutina habitual. En todocaso, trabajaban mejor que otros días. Amediodía el Herr Direktor, destruyó todapretensión de normalidad transmitiendoa todo el campo, por medio de

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altavoces, el discurso de la victoria deChurchill. Lutek Feigenbaum, que sabíainglés, estaba estupefacto junto a sumáquina. Otros escuchaban, en la vozgruñona y sonora de Churchill, porprimera vez en años, el lenguaje quehablarían en el Nuevo Mundo. Esa vozpersonal, tan familiar a su modo como ladel Führer muerto, llegó hasta el portal yhasta las torres de guardia, pero las SSno se inmutaron. Ya no vigilaban elinterior del campo de trabajo. Sus ojos,como los de Oskar, estaban clavados —aunque con mucho más temor— en losrusos. Según el telegrama anterior deHassebroeck, debían haber estado muy

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atareados en los bosques. Pero encambio, mientras esperaban lamedianoche, contemplaban el negrorostro del bosque y se preguntaban sihabría allí guerrilleros ocultos. Eltemeroso Oberscharführer Motzek losretenía en sus puestos, como era sudeber. Porque el deber, como diríanmuchos de sus superiores ante lostribunales, era el genio inspirador de lasSS.

En esos dos días de inquietud, entrela declaración de paz y el cese delfuego, uno de los prisioneros, un joyero

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llamado Licht, elaboró un regalo paraOskar, un objeto más expresivo que lacajita metálica del día de su aniversario.Licht trabajaba con una cantidad pocohabitual de oro, que le había dado elviejo Jereth, el propietario de la fábricade cajas.

Estaba decidido —y lo sabíanincluso los hombres de Budzyn,marxistas devotos— que Oskarescaparía después de medianoche. Lapreocupación de los íntimos de Oskar—Stern, Finder, Garde, los Bejski,Pemper— era celebrar esa huida conuna pequeña ceremonia. Vale la penadestacar que se preocupaban por un

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regalo de despedida cuando ellosmismos no estaban seguros de llegar aver la paz.

Inicialmente sólo habían encontradopara ese regalo metales humildes. Elseñor Jereth había sugerido algo mejor:había abierto la boca mostrando unapieza dental de oro. De todos modos,dijo, sin Oskar las SS se habríanquedado con ella. Ahora estarían enalgún depósito de las SS, junto con losdientes de personas extrañas de Lublin,Lodz y Lwow.

Su ofrecimiento era, por supuesto,muy conveniente. Jereth pidió a unprisionero que había sido dentista en

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Cracovia que le quitara la pieza; eljoyero Licht fundió el oro, y a mediodíadel 8 de mayo grabó una inscripción enhebreo en la parte interior de un anillo.Era un versículo del Talmud que Sternhabía mencionado a Oskar en eldespacho de Buchheister en octubre de1939: «Quien salva una sola vida, salvaal mundo entero».

Por la tarde, en uno de los garajes dela fábrica, dos prisioneros se ocuparonde retirar la tapicería del techo y laspuertas del Mercedes de Oskar, deguardar allí en bolsitas los diamantesdel Herr Direktor y de volver a colocarel tapizado de piel cuidando de no dejar

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bultos. También para ellos era un díaextraño. Cuando salieron del garaje, elsol se ponía detrás de las torres, dondelas ametralladoras Spandau aguardaban,cargadas aunque curiosamente inútiles.Parecía que el mundo esperaba unapalabra decisiva.

Aparentemente algunas palabras deese carácter llegaron a la noche. Comoel día de su aniversario, Oskar ordenó alcomandante que reuniera a losprisioneros en el taller. También estabanpresentes las secretarias y los ingenierosalemanes, que ya habían decidido susplanes de fuga. Entre ellos se encontrabaIngrid. Ella no saldría de Brinnlitz en

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compañía de Schindler. Escaparía consu hermano, un joven veterano de guerra,inválido a causa de una herida. Oskar sepreocupó sobremanera por dotar a losprisioneros de artículos de trueque, y espoco probable que permitiera la partidade un viejo amor como Ingrid sin quellevara algo para negociar susupervivencia. Sin duda sereencontrarían más tarde en algunaparte.

Y, también como el día delcumpleaños de Oskar, los guardiasarmados rodeaban el taller. Faltabancasi seis horas para el fin de la guerra, ylos hombres de las SS habían jurado no

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desertar. Los prisioneros los miraban ytrataban de imaginar su estado de ánimo.

Cuando se anunció que el HerrDirektor hablaría, dos prisioneras quesabían taquigrafía, las señorasWaidmann y Berger, se prepararon pararecoger sus palabras. Sin duda, como laspronunciaba ex tempore un hombre quepronto sería un fugitivo, fueron másconmovedoras en esa oportunidad queen la versión literal de Waidmann yBerger. Reiteró los temas de su discursode aniversario, pero les dio un caráctermás concluyente, tanto para losprisioneros como para los alemanes.Declaró que los prisioneros eran los

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herederos de la nueva época, y confirmóque todos los demás —las SS, él mismo,Emilie, Fuchs, Schoenbrun— eranquienes ahora necesitaban rescate.

—Se acaba de anunciar —dijo— larendición incondicional de Alemania.Después de seis años de cruel asesinatode seres humanos, se lloran ahora lasvíctimas y Europa intenta retornar a lapaz y al orden. Desearía pedir orden ydisciplina incondicionales a todosvosotros, que habéis sentido, como yo,tanta angustia durante estos años, paraque podáis superar el presente y retornaren pocos días a vuestros hogaressaqueados y destruidos, para buscar a

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los supervivientes de vuestras familias.Así evitaréis el pánico, cuyasconsecuencias son imprevisibles.

Por supuesto, que no se refería alpánico de los prisioneros, sino al de laguarnición, al de los hombres alineadosjunto a los muros. Invitaba a las SS aretirarse, y a los prisioneros a permitirque lo hicieran. El mariscal de campoMontgomery, comandante de las fuerzasaliadas de tierra, había proclamado queera preciso conducirse de modo humanocon los vencidos y que todo el mundodebía, al juzgar a los alemanes,distinguir entre la culpa y el deber.

—Los soldados en el frente, y la

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persona humilde que ha cumplido con suobligación en todas partes, no se puedenconsiderar responsables por los actos deun grupo que se llamó a sí mismoalemán.

Schindler hacía una defensa de suscompatriotas que cada uno de losprisioneros que sobreviviera a esanoche escucharía mil veces en el futuro.Sin embargo, si alguien habíaconquistado el derecho de formular esadefensa y de que fuera oída por lomenos con tolerancia, era ciertamenteHerr Oskar Schindler.

—El hecho de que millones devosotros, de vuestros padres, hijos o

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hermanos, hayan sido asesinados, hasido repudiado por miles de alemanes: eincluso hay hoy millones que no conocenla magnitud de este horror. Losdocumentos y registros hallados enDachau y Buchenwald, días antes, yexpuestos detalladamente por la BBC,representan la primera noticia quetuvieron muchos alemanes de estamonstruosa destrucción.

Por lo tanto, pedía una vez más quetodos obraran de modo justo y humano,dejando la justicia en manosautorizadas.

—Si queréis acusar a algunapersona, hacedlo en el lugar adecuado.

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Porque en la nueva Europa habrá jueces,jueces incorruptibles que os escucharán.

Luego se refirió a su asociación conlos prisioneros durante ese último año.Parecía, en cierto modo, casi nostálgico.Pero sin duda temía también que lojuzgaran solidariamente con los Goeth ylos Hassebroeck.

—Muchos de vosotros conocéis laspersecuciones, dificultades y chantajesque he debido superar para conservar ami personal durante muchos años. Si yaera difícil defender los escasosderechos de un obrero polaco,resguardar su trabajo y evitar que fueraenviado forzadamente al Reich, defender

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su casa y sus modestas propiedades, lalucha para proteger a los trabajadoresjudíos ha parecido en muchas ocasionesimposible.

Describió algunas de esasdificultades, y les agradeció su ayudapara satisfacer las demandas de lasautoridades de armamento. En vista dela escasez de la producción de Brinnlitz,ese agradecimiento podría parecerirónico. Pero no fue manifestado en tonoirónico. Lo que el Herr Direktor queríadecir literalmente era: «Gracias porayudarme a burlar al sistema».

—Si después de unos días —continuó—, se abren para vosotros las

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puertas de la libertad, pensad que muchagente de la vecindad ha hecho lo posiblepara ayudar con ropas y alimentosadicionales. Yo he hecho todos losesfuerzos posibles para conseguir másalimentos, y me comprometo a hacer enel futuro todo lo que sea necesario paraprotegeros y salvaguardar vuestro pancotidiano. Haré desde luego cuanto seapreciso hasta cinco minutos después dela medianoche.

«No vayáis a robar o saquear lascasas vecinas. Probaos dignos de losmillones de víctimas habidas entrevosotros, y evitad los actos individualesde terror y venganza».

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Reconoció que los prisioneros jamáshabían sido bien vistos en la zona.

—Los judíos de Schindler han sidotabú en Brinnlitz. —Pero habíapreocupaciones más urgentes que lavenganza local—. Confío a los Kapos ycapataces la tarea de mantener el ordeny la comprensión permanente, porqueesto favorecerá vuestra seguridad. Dadlas gracias al molino de Daubek, cuyaayuda ha excedido el reino de laposibilidad. Yo daré las gracias, envuestro nombre, al valiente directorDaubek, que ha hecho todo para aportaralimentos para vosotros.

»No me agradezcáis vuestra

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supervivencia. Dad las gracias aaquellos entre los vuestros que hantrabajado día y noche para salvaros delexterminio. Dad las gracias a losintrépidos Stern y Pemper y a algunosmás, que, pensando en vosotros ytemerosos por vosotros, especialmenteen Cracovia, han desafiadoconstantemente la muerte. La hora delhonor hace que sea nuestra obligaciónvigilar y mantener el orden mientrasestemos aquí juntos. Os pido que nohagáis nada que no sea una decisiónjusta y humana. Quiero agradecertambién a mis colaboradores personalessu completa devoción en lo que

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concierne a mi trabajo.Su discurso, que pasaba de un tema a

otro, agotaba un punto, y retornabatangencialmente a alguno, alcanzó lacumbre de la temeridad. Oskar se volvióa la guarnición SS y les agradeció quese hubieran resistido al ejercicio de labarbarie.

Algunos prisioneros pensaron:«¿Qué desea? ¿Nos ha pedido anosotros que no los provoquemos?».Porque las SS eran las SS de Goeth yJohn y Hujar y Scheidt. Había cosas quele enseñaban a un SS, cosas que veía yhacía y que delimitaban su humanidad.Oskar, pensaban, se excedía.

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—Querría dar las gracias —continuó— a los guardias de las SS, aquienes se retiró sin consulta delejército y la marina y se impuso estatarea. Como cabezas de familia, hacelargo tiempo que han comprendido elcarácter despreciable e insensato de taltarea. Aquí, han procedido de un modoextraordinariamente humano y correcto.

Quizás algunos prisioneros, algoirritados por la sangre fría del HerrDirektor, no comprendieron que Oskarse limitaba a concluir la obra iniciada lanoche de su cumpleaños. Estabadestruyendo a los hombres de las SS encuanto combatientes. Porque, si se

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quedaban allí y aceptaban su visión delo que era «humano y correcto», nadales quedaba por hacer, exceptomarcharse.

—Y finalmente —dijo Oskar— pidoa todos tres minutos de silencio, enmemoria de las incontables víctimas queha habido entre vosotros durante estoscrueles años.

Le obedecieron. El OberscharführerMotzek y Helen Hirsch, Lusia (que sólohabía emergido del sótano la semanapasada) y Schoenbrun, Emilie yGoldberg. Los que ansiaban que pasarael tiempo y los que ansiaban emprenderla huida. Todos guardaban silencio entre

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las gigantescas máquinas Hilo, al cabode la más ruidosa de las guerras.

Pasados los tres minutos, las SSsalieron rápidamente de la nave. Losprisioneros se quedaron. Miraron a sualrededor y se preguntaron si eran,finalmente, los amos de la casa. CuandoOskar y Emilie se dirigían a sushabitaciones, los prisioneros losdetuvieron para entregar el anillo deLicht. Oskar lo admiró un momento,mostró la inscripción a Emilie y pidió aStern que la tradujera. Cuando preguntódónde habían obtenido el oro ydescubrió que procedía de la piezadental de Jereth, todos esperaron que

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riera. Jereth estaba entre quienes traíanel regalo, listo para las bromas,sonriente.

Pero Oskar, con gran solemnidad,puso el anillo en su dedo. Aunque nadielo comprendió por completo, en eseinstante todos volvieron a ser ellosmismos, porque Oskar Schindlerdependía ahora de sus regalos.

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CAPÍTULO 38

En las horas siguientes al discursode Oskar, la guarnición SS empezó aretirarse. Dentro de la fábrica, loscomandos elegidos entre la gente deBudzyn y otros grupos de la poblacióndel campo de trabajo habían sidoprovistos ya del armamento conseguidopor Oskar. Esperaban desarmar a las SSy no verse obligados a una batalla ritual.No era prudente, explicó Oskar, atraer alportal a alguna amargada unidad enretirada. Pero, si no se lograba llegar aalgún extraño acuerdo, habría que tomar

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las torres de guardia con granadas.Finalmente, los comandos sólo

tuvieron que formalizar el desarmepropuesto por las palabras de Oskar.Los guardianes del portal entregaron susarmas casi con gratitud. En los oscurosescalones que llevaban hasta el barracónde las SS, Poldek Pfefferberg y JusekHorn desarmaron al comandante Motzek;Pfefferberg apoyó un dedo en su espalday Motzek, como cualquier hombrecuerdo, mayor de cuarenta años y con unhogar, pidió que no lo mataran.Pfefferberg cogió su arma, y Motzek,después de una breve detención durantela cual llamó al Herr Direktor y pidió

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que lo salvara, fue liberado y echó aandar hacia su casa.

Se descubrió que las torres estabanabandonadas. Uri y los demás miembrosde la pequeña fuerza armada habíanpasado horas haciendo planes paratomarlas. Apostaron allí algunoshombres armados con las armas de laguarnición, para indicar a cualquieraque pasara que el antiguo orden aúnperduraba.

A medianoche no había ya hombresni mujeres de las SS en el lugar. Oskarllamó a Bankier a su despacho y leentregó la llave de cierto depósito. Eraun almacén de provisiones navales que

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había estado situado, hasta la ofensivarusa en Silesia, en la región deKatowice. Su misión era proveer a lasnecesidades de las tripulaciones delanchas patrulleras de ríos y canales, yOskar había descubierto que laInspección de Armamentos deseabaalquilar espacio en algún sitio menosamenazado. Oskar consiguió entonces elcontrato de depósito «con ayuda dealgunos obsequios». Y así habíanentrado por las puertas de Brinnlitzdieciocho camiones cargados de telapara abrigos, uniformes y ropa interior,todo de lana; medio millón de carretesde hilo y gran cantidad de zapatos. La

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carga había sido cuidadosamenteguardada. Stern y otros afirman queOskar, convencido de que esasmercancías quedarían en su poder al finde la guerra, se proponía entregarlas alos prisioneros para que tuviesen unpunto de partida. En un documentoposterior, Oskar dice lo mismo. Habíatratado de obtener ese contrato «con laintención de proporcionar a misprotegidos judíos, al fin de la guerra,algunas ropas… Expertos judíos entextiles estimaron que el valor total deesos efectos superaba los cientocincuenta mil dólares americanos (a lacotización del momento de la paz)».

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En Brinnlitz disponía de hombresperfectamente capaces de hacer unabuena estima, como Juda Dresner, porejemplo, antiguo dueño de un comerciode telas en la calle Stradom, deCracovia, o Itzhak Stern, que habíatrabajado en una empresa textil en laacera de enfrente de la misma calle.

Mientras entregaba ritualmente esavaliosa llave a Bankier, Oskar estabavestido ya con el uniforme a rayas de losprisioneros, como Emilie. Ahora estabavisiblemente completa la transformaciónque se había propuesto desde losprimeros días de la DEF. Cuandoapareció en el patio para despedirse,

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todo el mundo pensó que era un disfrazdespreocupadamente adoptado y que selo quitaría con igual despreocupacióncuando encontrara a los americanos. Sinembargo, vestir esas toscas prendas eraun acto que jamás haría reír a nadie; enun sentido profundo, Oskar había de sersiempre, en adelante, un rehén deBrinnlitz y de Emalia.

Ocho prisioneros se habían ofrecidocomo voluntarios para acompañar aOskar y Emilie. Eran todos muy jóvenes;había una pareja, Richard y AnkaRechen, y el mayor era un ingenierollamado Edek Heuberger, unos diez añosmás joven que Schindler. Él narraría,

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más tarde, los detalles de ese curiosoviaje.

Emilie, Oskar y un conductorviajarían en el Mercedes. Los demásseguirían en un camión cargado dealimentos, así como de bebidas ycigarrillos para el trueque. Oskarparecía ansioso por partir. Una parte dela amenaza rusa se había disipado: lasfuerzas de Vlasov se habían marchado.Pero la otra parte, según se suponía,llegaría a Brinnlitz la mañana siguiente,o tal vez antes. Oskar y Emilie, en elasiento posterior del Mercedes, noparecían prisioneros, sino burgueses quevan a un baile de disfraces. Oskar

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murmuraba aún consejos a Stern,órdenes a Bankier y Salpeter. Pero eraevidente que quería marcharse. Cuandoel conductor, Dolek Grünhaut, intentóponer el Mercedes en marcha, el motorno arrancó. Oskar fue a mirar bajo elcapó. Estaba alarmado, no era el mismohombre que había hablado con autoridadhoras antes. ¿Qué ocurre?, preguntaba;Grünhaut no lo sabía, por falta de luzadecuada. Le llevó un momentodescubrir el fallo, porque no era uno queesperaba encontrar. Alguien, alarmadopor la partida de Oskar, había cortadolos cables eléctricos de la bobina.

Pfefferberg, que estaba entre la

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multitud reunida para despedir al HerrDirektor, fue a buscar sus herramientasal taller de soldadura y se puso atrabajar. Sudaba y sus manos parecíantorpes; sentía la urgencia de Oskar, quemiraba al portal como si los rusosestuvieran a punto de materializarse. Noera demasiado improbable, y otraspersonas en el patio estabanatormentadas por la misma irónicaposibilidad, si Pfefferberg se demorabademasiado. Pero finalmente el motorarrancó apenas Grünhaut hizo girar lallave.

En seguida, el Mercedes partió,seguido por el camión; aunque no hubo

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más despedidas, le entregaron a Oskaruna carta firmada por Stern, Salpeter yel doctor Hilfstein, que atestiguaba lahistoria de Schindler.

Los dos vehículos salieron aBrinnlitz y giraron en el camino hacia laizquierda, en dirección a HavlickuvBrod y la parte que Oskar considerabala más segura de Europa. En la situaciónhabía un elemento nupcial: Oskar, quehabía llegado a Brinnlitz con variasmujeres, se marchaba ahora con suesposa.

Stern y los demás permanecieron enel patio. Después de muchas promesas,eran libres. Y debían soportar ahora la

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carga y la incertidumbre de la libertad.

El interregno duró tres días y tuvouna historia y sus propios peligros.Cuando se marcharon los SS, el únicorepresentante de la máquina de matarque quedó en Brinnlitz fue un Kapoalemán que había venido de Gröss-Rosen con los hombres de Schindler.Tenía ya una historia criminal en Gröss-Rosen, y también conquistó enemigos enBrinnlitz. Un grupo de hombres lo sacóde su litera y lo llevó a la nave de lafábrica, donde con entusiasmo y sinpiedad lo colgaron de la misma viga que

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había señalado poco antes elUntersturmführer Liepold mientrasamenazaba a la población prisionera.Algunos trataron de evitarlo, pero nopudieron detener a los furiososverdugos.

Ese primer homicidio de la paz fueun hecho que gran parte de la gente deBrinnlitz halló siempre aborrecible.Habían visto a Amon y no podíacambiar; pero esos verdugos eran sushermanos.

Cuando el Kapo quedó inmóvil, lodejaron suspendido sobre las máquinasdetenidas. La gente lo miraba perpleja.Debían estar satisfechos, pero se sentían

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llenos de duda. Finalmente algunos queno habían participado en la ejecucióndescolgaron el cuerpo y lo incineraron.Ilustra la singularidad de Brinnlitz queel único cuerpo introducido en loshornos, destinados por decreto a quemarlos cadáveres de judíos, fuera el de unario.

Durante el día siguiente se procedióa la distribución de los artículos deldepósito naval. Era necesario cortar elpaño, que venía en grandes rollos.Moshe Bejski dijo después que cada exprisionero había recibido tres metros depaño de lana, un juego completo de ropainterior y varios carretes de hilo de

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algodón. Algunas mujeres empezaroninmediatamente a cortar las prendas conque iniciarían el viaje de regreso. Otrosconservaron la tela intacta, paravenderla o cambiarla y sobrevivir con elproducto durante los confusos días quese avecinaban.

También se distribuyó una cantidadde los cigarrillos Egipski de los que sehabía apropiado Oskar el día delincendio de Brno, y una botella devodka del depósito de Salpeter. Pocos labeberían. Era sencillamente demasiadopreciosa.

La segunda noche una unidad Panzerpasó por el camino, desde Zwittau.

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Lutek Feigenbaum, que tenía un fusil,sintió el impulso de disparar cuandopasó el primer carro, pero le parecióimprudente. Los pesados vehículos no sedetuvieron. El artillero de uno de losúltimos carros de la columna pensó sinduda que esas torres y alambradasseñalaban la presencia de criminalesjudíos, hizo girar su cañón y lanzó dosgranadas al interior. Una explotó en elpatio, y la otra en el balcón deldormitorio de mujeres. Fue unaexpresión casual de furia; por asombro oprudencia, ninguno de los hombresarmados respondió.

Cuando los Panzer se alejaron, se

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oyeron gemidos en el dormitorio de lasmujeres. Las esquirlas habían herido auna muchacha. Sufría un shock; pero lavisión de sus heridas liberó en lasdemás la angustia, apenas expresada, devarios años. Mientras se lamentaban, losmédicos examinaron a la chica ycomprobaron que las heridas eransuperficiales.

El grupo de Oskar siguió durante lasprimeras horas de la fuga a una columnade camiones de la Wehrmacht. Amedianoche eso era posible, y nadie loimpidió. Detrás de ellos, los ingenieros

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alemanes volaban los puentes;ocasionalmente, se oía el clamor dealguna distante emboscada de laresistencia checa. Cerca de HavlickuvBrod se rezagaron, y un destacamento deguerrilleros checos los detuvo. Oskarhizo el papel de un prisionero.

—Hemos escapado de un campo detrabajo. Las SS huyeron, y también elHerr Direktor. Este es uno de suscoches.

Los checos preguntaron si teníanarmas. Heuberger se acercó desde elcamión y reconoció que tenía un fusil.

—Está bien —dijeron los checos—,pero es conveniente que nos lo

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entreguéis. Si los rusos os interceptan yven que tenéis armas, quizá nocomprendan el porqué. Vuestra mejordefensa está en esas ropas.

Todavía era posible encontrarunidades hostiles en esa ciudad, alsudeste de Praga y en el camino aAustria. Los guerrilleros aconsejaron aOskar y a los demás que pasaran lanoche en el despacho de la Cruz RojaCheca. Allí estarían seguros.

Pero, cuando llegaron, losfuncionarios de la Cruz Roja sugirieronque, dada la confusión del momento,seguramente sería más segura la cárcelde la ciudad. Dejaron los vehículos en

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la calle, a la vista de la Cruz Roja;Oskar, Emilie y sus ocho compañeroscogieron su escaso equipaje y durmieronen las celdas abiertas de la cárcel.

Cuando regresaron a la plaza lamañana siguiente, vieron que los dosvehículos estaban desmantelados.Habían arrancado la tapicería delMercedes, y los diamantes habíandesaparecido; faltaban las llantas delcamión y varias piezas de los motores.Los checos se mostraron filosóficos.

—Todos podemos perder algo entiempos como éstos —dijeron. Quizápensaron incluso que Oskar, rubio y deojos azules, era un SS fugitivo.

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Carecían ahora de transporte propio,pero había un tren que se dirigía aKaplice y subieron en él. Heubergerdice que fueron en ese tren «hasta elbosque, y luego siguieron andando». Enalgún punto de esa región fronterizaboscosa, muy al norte de Linz,esperaban encontrar a los americanos.

En un camino entre bosques,encontraron a dos jóvenes americanosapostados con una ametralladora. Unode los acompañantes de Oskar les hablóen inglés.

—Tenemos órdenes de no dejarpasar a nadie por este camino —dijouno de ellos.

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—¿Está prohibido pasar por elbosque? —preguntó Oskar.

El joven mascaba chicle. Extrañaraza masticadora.

—Supongo que no —respondió elGI.

Dieron un rodeo por el bosque,volvieron al camino media hora mástarde y encontraron a una compañía deinfantería que avanzaba hacia el norte endoble fila. Hablaron con losexploradores que encabezaban lacolumna. Un oficial se acercó en unjeep, descendió y los interrogó. Fueronsinceros con él: explicaron que Oskarera el Herr Direktor, y Emilie su esposa,

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y los demás, judíos. Se creían seguros,porque la BBC había dicho que, en elejército americano, había muchossoldados de origen alemán y de origenjudío.

—No se muevan —dijo el capitán.Se alejó sin dar explicaciones y los dejóal cuidado de los jóvenes infantes, queles ofrecieron cigarrillos del tipoVirginia: tenían, como el jeep, losuniformes y los equipos, ese aspectoreluciente que caracteriza a losproductos de la industria poderosa,libre, que no se ocupa de ersatz.

Aunque Emilie y los demás temíanque arrestaran a Oskar, éste se sentó

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despreocupadamente en la hierba acontemplar la belleza primaveral delbosque. Tenía su carta en hebreo; sabíaque en Nueva York esa lengua no eradesconocida. Pasó media hora y seacercó un grupo informal de soldados,que marchaban en orden como lainfantería. Era un grupo de soldadosjudíos que acompañaban al rabino decampaña. Fueron muy efusivos.Abrazaron a todos, inclusive a Oskar y aEmilie, porque eran, como explicaron,los primeros supervivientes del campode concentración que encontraba eseregimiento.

Terminados los saludos, Oskar

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mostró la carta: el rabino la leyó y seechó a llorar. Transmitió los detalles alos americanos. Hubo más aplausos, másapretones de manos, más abrazos. Losjóvenes GI parecían abiertos,estridentes, infantiles. Aunque sólo unao dos generaciones los separaban deEuropa central, estaban tan marcadospor América, que Schindler y los demáslos miraron con tanta sorpresa comoellos mismos despertaban.

El resultado fue que el grupo deSchindler pasó dos días en la fronteraaustriaca, como huésped de honor delcomandante del regimiento y del rabino.Tomaron excelente café, como los

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verdaderos prisioneros del grupo noprobaban desde el establecimiento delghetto, y comieron opíparamente.

Dos días después, el rabino lesregaló una ambulancia requisada, con laque llegaron hasta las ruinas de Linz, enel norte de Austria.

Tampoco aparecieron los rusos enBrinnlitz, durante el segundo día de paz.El grupo comando estaba preparado porla necesidad de permanecer en el campomás tiempo de lo previsto. Recordabanque sólo una vez habían visto asustadosa los hombres de las SS, aparte de la

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ansiedad demostrada en los últimos díaspor Motzek y los demás: en presenciadel tifus. Por lo tanto, colgaron en lasalambradas avisos de tifus.

A la tarde aparecieron en la puertatres guerrilleros checos que hablaroncon los hombres que estaban de guardia.

—Todo ha terminado —dijeron—.Sois libres de ir adonde queráis.

—Cuando lleguen los rusos —dijeron los comandos—. Hasta entoncesno saldrá nadie.

La respuesta exhibía en parte lapatología del prisionero; la típicasospecha de que hay peligro al otro ladode la cerca, y de que más vale cruzaría

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poco a poco. Pero aún no estabanconvencidos de que la última unidadalemana se hubiera replegado, y esomostraba también sensatez.

Los checos se encogieron dehombros y se fueron.

Esa noche, mientras PoldekPfefferberg estaba de guardia en elportal principal, se oyeron motocicletasen el camino. No siguieron su camino;giraron y se acercaron. Cinco motos conla enseña de la calavera de las SSsurgieron de la oscuridad y avanzaronruidosamente hasta el portal. Mientraslos SS, muy jóvenes, como recuerdaPoldek, apagaban los motores,

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desmontaban y se aproximaban, hubo unvivo debate entre los hombres armadosdel interior: ¿Había que matarlos deinmediato?

El suboficial que encabezaba elgrupo pareció percibir la amenaza. Semantuvo a cierta distancia, con lasmanos abiertas.

—Tenemos necesidad de gasolina —dijo—. En un campo de trabajo fabrildebe de quedar algo.

Pfefferberg aconsejó, durante lasdiscusión murmurada, darles lo que lespedían y dejar que se marcharan, enlugar de abrir fuego. Quizás hubieraotras fuerzas en la zona quizás un tiroteo

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las atraería.Finalmente dejaron entrar a los SS, y

alguien fue a buscar gasolina al garaje.El suboficial SS tuvo el cuidado deanunciar a los comandos del campo —vestían petos azules con la esperanza depasar por guardias informales o, almenos, Kapos alemanes— que no leextrañaba que los prisioneros armadoscustodiaran su propio campo desde elinterior.

—Aquí hay tifus —dijo Pfefferberg,en alemán, señalando las advertencias.

Los SS se miraron.—Ya hemos perdido doce personas

—continuó Pfefferberg—. Tenemos

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cincuenta aisladas en el sótano.Esto impresionó a los hombres de la

calavera. Estaban cansados. Huían. Erasuficiente. No querían que la amenaza delas bacterias se sumara a las demás.

Cuando trajeron la gasolina engrandes latas, expresaron suagradecimiento, saludaron y semarcharon. Los vieron cargar susdepósitos y arrimar con consideración, ala alambrada, las latas que no pudieronguardar en sus sidecars. Se pusieron losguantes y arrancaron sin demasiadoestrépito, para no gastar combustible enfloreos. El ruido se desvaneció en elpueblo, hacia el sudoeste. Ese cortés

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encuentro fue, para los hombres de laguardia, el último que tuvieron conpersonas que llevaban el uniforme de laextraña legión de Heinrich Himmler.

Un oficial ruso, absolutamente solo,liberó el campo el tercer día. Emergió acaballo del desfiladero por el queentraban en Brinnlitz el camino y la víaférrea. Cuando se acercó se pudo verque el caballo era apenas un pony,porque los pies del oficial, en losestribos, casi tocaban el suelo, y elhombre los mantenía cómicamentearqueados bajo la flaca panza del

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animal. Parecía traer a Brinnlitz unaliberación personal y duramente ganada,porque su uniforme estaba raído, y labanda de cuero del fusil había sido tandesgastada por el sudor, la guerra, y elinvierno, que había tenido quereemplazarla por un cordel. Tambiéneran de soga las riendas del pony. Eloficial era rubio y además —comosiempre resultaba un ruso para unpolaco— inmensamente familiar einmensamente extraño.

Después de una breve conversaciónen un híbrido de ruso y polaco, elcomando de la puerta le permitió entrar.El rumor de la visita corrió por los

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balcones del piso alto. La señoraKrumholz lo besó cuando desmontó. Élsonrió y pidió, en las dos lenguas, unasilla. Uno de los hombres más jóvenesse la llevó.

Se puso de pie sobre la silla paraelevarse a una altura que, en relacióncon la mayoría de los ex prisioneros, nonecesitaba y pronunció lo que parecía undiscurso standard de liberación en ruso.Moshe Bejski comprendió lo esencial.Habían sido liberados por los gloriososSoviets. Eran libres de ir a la ciudad oadonde quisieran. Porque en los Sovietscomo en el cielo mítico, no había judíosni gentiles, hombres ni mujeres, libres ni

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esclavos. No debían tomar mezquinavenganza en la ciudad. Sus aliadosbuscarían a sus opresores y lossometerían a un castigo solemne yapropiado. Para ellos, la libertad debíasuperar a cualquier otra consideración.

Descendió de la silla y sonrió, comosi quisiera expresar que ya no era unorador y que estaba dispuesto aresponder a preguntas. Bejski y algunosmás le hablaron; él se señaló a sí mismoy dijo, en un herrumbrado yiddish de laRusia Blanca, de esa variedad que seaprende más bien de los abuelos que delos padres, que él era judío.

La conversación adquirió una nueva

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intimidad.—¿Has estado en Polonia? —

preguntó Bejski.—Sí —dijo el oficial—. Vengo de

allí.—¿Y hay judíos allí?—No los he visto.La gente se amontonaba a su

alrededor; sus palabras se traducían ytransmitían a quienes estaban más lejos.

—¿De dónde sois vosotros? —preguntó el oficial.

—De Cracovia.—He estado en Cracovia hace dos

semanas. —¿Y Auschwitz? ¿Qué ocurreen Auschwitz?

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—He oído decir que en Auschwitzhay todavía algunos judíos.

La gente de Brinnlitz estabapensativa. El ruso hacía que Poloniapareciera un vacío; si regresaban aCracovia, se sentirían como guisantessecos repicando en un bote.

—¿Puedo hacer algo por vosotros?—preguntó el oficial.

Hubo gritos pidiendo alimentos. Elruso pensaba que podría conseguir unacarretada de pan, y quizá un poco decarne de caballo.

—Pero deberíais ver qué hay en laciudad —sugirió.

Era una idea radicalmente nueva.

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Simplemente, salir e ir de compras a laciudad.

Para algunos de ellos, todavía erauna opción inimaginable.

Los jóvenes, como Pemper y Bejski,siguieron al oficial mientras se disponíaa marcharse. Si no había judíos enPolonia, no se podría ir a ninguna parte.No querían que él les dierainstrucciones, pero sentían que debíandiscutir la situación con ellos. El ruso sedetuvo mientras desataba las riendas desu pony.

—No lo sé —dijo mirándolos defrente—. No sé adónde debéis ir. No aleste, al menos eso os puedo decir. Pero

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tampoco al oeste. —Sus dedosregresaron a la tarea de desatar el nudo—. No nos quieren en ninguna parte.

Finalmente, y como el oficial rusohabía sugerido, la gente de Brinnlitzsalió para hacer su primer ensayo decontacto con el mundo exterior. Losjóvenes fueron los primeros que lointentaron. Danka Dresner salió el díasiguiente al de la liberación y trepó a lacolina boscosa situada detrás delcampo. Empezaban a florecer los liriosy las anémonas, y llegaban del Áfricalas aves migratorias. Danka estuvo unrato en la colina, saboreando el día;luego se dejó caer rodando y se quedó

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en la hierba, abajo, aspirando fraganciasy mirando el cielo. Pasó allí tantotiempo que sus padres sintieron el temorde que le hubiese ocurrido algo malo enel pueblo, a manos de sus habitantes ode los rusos.

También Goldberg se marchó pronto—quizá fue el primero— para recogersus riquezas en Cracovia. Tiempodespués, tan pronto como pudo, se fue alBrasil.

Los de mayor edad, en general, sequedaron. Los rusos entraron enBrinnlitz, y los oficiales ocuparon unaresidencia en la colina, sobre el pueblo.Llevaron al campo de trabajo un caballo

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sacrificado; los prisioneros comieronávidamente su carne, que muchosencontraron excesivamente sustanciosadespués de su dieta de pan y hortalizas,complementada con la avena cocida deEmilie Schindler.

Lutek Feigenbaum, Janek Dresner yel joven Sternberg fueron a buscarvíveres al pueblo. Había patrullas deguerrilleros checos, y la población deascendencia alemana de Brinnlitz semostraba cautelosa con los prisionerosliberados. Un comerciante dijo a losmuchachos que podían servirse de unsaco de azúcar que tenía guardado:Sternberg halló irresistible el azúcar,

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inclinó la cabeza, devoró variospuñados y se sintió espantosamenteenfermo. Y así descubrió lo mismo queel grupo de Schindler constatósimultáneamente en Nuremberg yRavensburg: que era precisoaproximarse gradualmente a la libertad ya la abundancia.

El principal objetivo de laexpedición de Feigenbaum era conseguirpan. Como miembro de los comandos deBrinnlitz, estaba armado con un fusil yuna pistola; y cuando el panaderoinsistió en que no tenía pan, uno de losotros le dijo:

—Amenázalo con el fusil.

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Después de todo, el hombre era unalemán de los Sudetes y, en teoría, habíapermitido sus padecimientos. Lutekapuntó al panadero con el arma y entrópor la trastienda a la casa, buscandoharina escondida. La esposa y las doshijas del hombre estaban aterrorizadasen la sala. Ese terror en nada sedistinguía del que sufrían las familias deCracovia durante una Aktion. Sintióprofunda vergüenza. Saludó a la mujer,como si fuera ésa una visita social, y semarchó.

Una sensación análoga tuvo MilaPfefferberg durante su primera visita alpueblo. Cuando llegó a la plaza, un

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guerrillero checo detuvo a dos chicasalemanas y les ordenó que se quitaransus zapatos para que Mila, calzada conzuecos, pudiera elegir el par que lequedara mejor. Ese acto de autoridadprovocó el rubor de Mila, mientras seprobaba los zapatos. El guerrillero diolos zuecos a la alemana y se marchó;Mila corrió a devolver los zapatos. Lamuchacha sudete, recuerda Mila, nisiquiera le dio las gracias.

Por las noches, los rusos iban alcampo a buscar mujeres. Pfefferbergtuvo que poner la pistola en la cabeza deun soldado que entró en las habitacionesde las mujeres y agarró a la señora

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Krumholz. (Durante años, la señoraKrumholz, al recordar este incidente haseñalado con un índice acusador aPfefferberg y ha dicho: «Este canalla haechado a perder mi mejor posibilidad dehuir con un hombre joven»). Tresmuchachas fueron, más o menosvoluntariamente, a una fiesta de losrusos y regresaron tres días después. Nolo habían pasado mal, dijeron.

La atracción de Brinnlitz se tornórápidamente negativa, y a la semanatodo el mundo empezó a retirarse.Algunos que habían perdido a susfamilias se marcharon directamentehacia el oeste, resueltos a no volver

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nunca más a Polonia. Los Bejskiutilizaron el vodka y el paño para pagarsu viaje a Italia, donde embarcaron enun buque sionista que partía a Palestina.Los Dresner atravesaron andandoMoravia y Bohemia y se dirigieron aAlemania; Janek fue uno de los primerosdiez estudiantes que se inscribieron enla Universidad bávara de Erlangencuando se abrió, pocos meses más tarde.

Manci Rosner volvió a Podgórze, ala dirección que le había dado Henry.Henry, liberado de Dachau con Olek,estaba un día en un urinario de Munichcuando se acercó un hombre con la ropaa rayas de los campos de concentración.

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Le preguntó dónde había estado.—En Brinnlitz —respondió el

hombre. Y agregó que allí no habíamuerto nadie, excepto una anciana (loque no era exacto, como se supo mástarde). Manci se enteró de que Henryvivía por una prima que irrumpió en suhabitación de Podgórze sacudiendo elperiódico polaco donde estaban losnombres de los liberados de Dachau.

—¡Abrázame, Manci! —dijo—.¡Henry está vivo y Olek también!

Regina Horowitz tenía una citaparecida. Le llevó tres semanasdesplazarse de Brinnlitz a Cracovia consu hija Niusia. Alquiló una habitación,

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merced a los artículos del almacénnaval, y esperó a Dolek. Cuando élllegó, iniciaron juntos la búsqueda deRichard, pero no había noticias. Y, en elverano, Regina vio el filme deAuschwitz que habían hecho los rusos yexhibían gratuitamente a la poblaciónpolaca. Vio las famosas escenas de losniños del campo de concentración,mientras miraban desde detrás de lasalambradas y cuando eran escoltadospor monjas a la cerca electrificada.Richard, muy guapo y simpático,aparecía en casi todas las tomas. Reginase puso a gritar y salió del cine,mientras el público trataba de

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tranquilizarla.—¡Es mi hijo, es mi hijo! —gritaba.

Sabiendo ahora que estaba vivo, prontoaveriguó que los rusos lo habíanentregado a una de las organizacionesjudías de rescate.

Esa organización supuso que suspadres habían muerto y lo dejó alcuidado de la familia Liebling, antiguosconocidos de los Horowitz. Reginaobtuvo la dirección y cuando llegó acasa de los Liebling oyó la voz deRichard, que en el interior golpeaba unaolla y gritaba:

—¡Sopa para todos!Llamó a la puerta y acudió la señora

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Liebling.Y así recuperó a su hijo. Pero

después de lo que había visto en lospatíbulos de Plaszow y de Auschwitz,Regina nunca pudo llevar a Richard a unparque de juegos sin que se pusierahistérico al ver los soportes de loscolumpios.

En Linz el grupo de Oskar sepresentó a las autoridades americanas yse libró de su insegura ambulancia. Losllevaron en camión a Nuremberg, dondehabía un gran centro destinado a losantiguos prisioneros de los campos de

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concentración. Empezaban a ver que laliberación no era un asunto sencillo.

Richard Rechen tenía una tía enConstanza, en la frontera suiza, junto allago. Cuando los americanos lespreguntaron si tenían lugar adonde ir, serefirieron a esa mujer. La intención delos ocho jóvenes de Brinnlitz era lograrque los Schindler atravesaran la fronterasuiza, por si se daba algún estallido deviolencia contra los alemanes, y losSchindler, aún en la zona americana,sufrían represalias. Además, como losocho eran emigrantes en potencia, creíanque en Suiza lograrían resolver másfácilmente sus problemas.

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Heuberger recuerda que su relacióncon el comandante americano deNuremberg era cordial; pero el militarno podía cederles un medio detransporte para que fueran a Constanza.Atravesaron la Selva Negra comopudieron, en parte en tren, en parte a pie.Cerca de Ravensburg había un antiguocampo de concentración: hablaron conlos oficiales americanos que lo habíanocupado. Fueron sus huéspedes duranteunos días, descansaron y disfrutaron delas abundantes raciones del ejércitoamericano. A cambio de la hospitalidad,conversaban por las noches hasta muytarde con el comandante, de origen

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judío, a quien contaron historias deAmon, de Plaszow, de Gröss-Rosen, deAuschwitz, de Brinnlitz. Le dijeron quenecesitaban un medio de transporte parair a Constanza. Él no podía prescindirde un camión, pero sin embargoconsiguió un autobús y les dioprovisiones para el viaje. Aunque Oskartodavía llevaba consigo dinero ydiamantes por valor de unos mil marcos,ese vehículo no fue una compra, sino unobsequio. Después de sus tratos con losburócratas alemanes, sin duda no erafácil para Oskar acostumbrarse a estetipo de transacciones.

Se detuvieron en Kreuzlingen, al

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oeste de Constanza, en la frontera suizay dentro de la zona ocupada francesa.Rechen compró en la ferretería localunos alicates para cortar alambre.Aparentemente, todos vestían aún ropasde la prisión cuando Rechen adquirióesos alicates. El ferretero pudo haberpensado dos cosas: a) eran prisionerosy, si no los atendía, recurrirían a susprotectores franceses; b) se trataba de unoficial alemán que escapaba disfrazado,y quizá convenía darle ayuda.

Las alambradas de la fronteraatravesaban el centro de Kreuzlingen yestaban custodiadas, del lado francés,por los centinelas de la Sureté Militaire.

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El grupo se acercó a la barrera, esperó aque el centinela se acercara al otroextremo de su recorrido, cortó losalambres y pasó a Suiza.Lamentablemente, una mujer del pueblovio esto desde un recodo del camino ycorrió a avisar a los franceses y a lossuizos. En una tranquila plaza suiza,réplica exacta de otra que había en ellado alemán, la policía suiza los rodeó.Richard y Anka Rechen escaparon; uncoche patrulla los persiguió y loscapturó. Media hora más tarde losdevolvían a los franceses, quienes losregistraron de inmediato, descubrieronque llevaban dinero y piedras preciosas,

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los llevaron a la antigua prisión alemanay los alojaron en celdas separadas.

Los franceses sospechaban —Heuberger estaba seguro— que eranguardias de un campo de concentración.La hospitalidad que habían recibido delos americanos se volvía contra ellos:Había ganado peso y no parecíanfamélicos, como al salir de Brinnlitz.Los interrogaron por separado acercadel viaje y de los objetos valiosos queposeían. Todos contaron una historiaplausible, pero sin saber si los demásnarraban la misma. Aparentemente lesasustaba que, si los franceses descubríanla identidad de Oskar y sus funciones en

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Brinnlitz, tomaran decisionesinmediatas.

Los ex prisioneros mintieron paraproteger a Oskar y a Emilie. Pasaron allíuna semana. Los Schindler sabían ahorabastante de judaísmo para superar laspruebas culturales obvias. Pero el airede Oskar y su condición física nocontribuían a hacer creíble su disfraz deprisionero de las SS. Y la carta enhebreo había quedado en los archivosamericanos de Linz.

Edek Heuberger fue interrogadoregularmente, como líder de los ocho; elséptimo día de cárcel se unió a susinterrogadores un hombre vestido de

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paisano que hablaba polaco. Su misiónera comprobar si Heuberger, comoafirmaba, procedía de Cracovia. Poralgún motivo —quizá porque el asumióel papel del investigador comprensivo,o tal vez por la familiaridad del lenguaje— Heuberger se echó a llorar y contóvívidamente la historia verdadera.Llamaron uno por uno a los demás, lesdijeron que Heuberger había confesado,y les ordenaron que dieran ahora unaversión correcta, en polaco. Al terminaresa mañana, los dos interrogadoresvieron que las versiones de todo elgrupo, ahora reunido, coincidían, y losabrazaron. Un francés lloraba, dice

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Heuberger. Todo el mundo estabaencantado con ese fenómeno: uninvestigador que llora. Cuando recuperóla compostura, pidió que trajerancomida para todos: para él mismo, parasus colegas, los Schindler y los ocho exprisioneros.

Después de la comida, los alojó enun hotel de Constanza, junto al lago,donde permanecieron varios días aexpensas del gobierno militar francés.

En esos momentos, mientras estabacon Emilie, Heuberger, los Rechen y losdemás, las propiedades de Oskar habíanquedado en manos de los Soviets; lasúltimas joyas y el dinero que conservaba

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habían caído por los resquicios de laburocracia liberadora. No tenía uncentavo; comía también como se puedeen un buen hotel, y gozaba de lacompañía de varios miembros de su«familia». Éste había de ser el modelode su futuro.

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EPÍLOGO

Así terminó la época culminante deOskar. La paz no lo exaltaría tanto comola guerra. Oskar y Emilie se dirigieron aMunich. Durante un tiempo compartieronla vivienda de los Rosner: Henry y suhermano, contratados para tocar en unrestaurante de Munich, habían logradouna modesta prosperidad. Otro exprisionero que lo visitó en el pequeñoapartamento de los Rosner reparó,escandalizado, en su chaqueta raída. Suspropiedades de Cracovia y Moraviahabían sido confiscadas por los rusos, y

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había cambiado por comida y bebida losescasos recursos que todavía lequedaban.

Cuando los Feigenbaum llegaron aMunich, conocieron a su última amante,una chica judía superviviente, no deBrinnlitz, sino de un campo deconcentración mucho peor. Muchosvisitantes de las habitaciones que ahoraalquilaba Oskar se sintieronavergonzados por Emilie, a pesar de suindulgencia con las heroicas debilidadesde Oskar.

Era, como siempre, un amigoinmensamente generoso y un descubridornato de cosas que era imposible

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conseguir. Henry Rosner recuerda queencontró una fuente de provisión depollos en esa ciudad donde no habíaninguno. Buscaba la compañía deaquellos de sus judíos que se habíanestablecido en Alemania: los Rosner,los Pfefferberg, los Dresner, losFeigenbaum, los Sternberg. Más tarde,algunos cínicos dirían que en esemomento era prudente para toda personacon alguna vinculación con los camposde concentración camuflarse detrás delos amigos judíos. Pero sus amistadesestaban más allá de toda astuciaelemental. Los Schindlerjuden se habíanconvertido en su familia.

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Con ellos se enteró de que, enfebrero, los americanos de Patton habíancapturado a Amon Goeth en un sanatoriode las SS en Bad Tölz; después deretenerlo prisionero en Dachau hasta elfin de la guerra, los americanos lohabían entregado al nuevo gobiernopolaco. En verdad, fue uno de losprimeros alemanes enviados a Poloniapara ser juzgados. Se invitó a unacantidad de ex prisioneros comotestigos: el engañado Amon consideróincluso la posibilidad de llamar en sudefensa a Helen Hirsch y a OskarSchindler, Oskar no asistió al juicio.Quienes lo hicieron hallaron que Goeth,

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muy delgado a causa de la diabetes, sedefendió con moderación y sinarrepentimiento. Todas las órdenes deejecución y traslado de personas habíansido firmadas por sus superiores; por lotanto, eran crímenes cometidos por éstosy no por él. Los testigos que informabansobre los crímenes cometidos por supropia mano —dijo Amon— exagerabanmaliciosamente. Se había ejecutado aalgunos prisioneros por sabotaje;siempre había saboteadores en la guerra.

Mietek Pemper esperaba que lollamaran para dar su testimonio; a sulado estaba sentado otro graduado dePlaszow que le dijo, mientras miraba a

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Amon en el banquillo:—Ese hombre todavía me aterroriza.Pemper, como primer testigo de la

acusación, expuso un preciso catálogode los crímenes de Amon. Otros, entreellos el doctor Biberstein y HelenHirsch, que también tenían recuerdosexactos, lo completaron. Amon fuesentenciado a la horca y murió enCracovia el 13 de septiembre de 1946,dos años justos después de su arresto enViena por las SS, acusado de negociaren el mercado negro. Según la prensa deCracovia, subió al patíbulo sinexpresión de culpabilidad e hizo elsaludo nazi antes de morir.

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Oskar identificó personalmente enMunich a Liepold, que había sidodetenido por los americanos. Unprisionero de Brinnlitz que loacompañó, dice que Oskar preguntó aLiepold mientras éste protestaba:

—¿Qué prefiere? ¿Que lo identifiqueyo o los cincuenta judíos furiosos queestán abajo?

También Liepold murió en la horca,no por sus actos en Brinnlitz, sino porsus crímenes de Budzyn.

Probablemente Oskar tenía ya laidea de dedicarse a la cría de nutrias —esos grandes roedores acuáticossudamericanos apreciados por su piel—

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en la Argentina. Oskar calculaba que esemismo excelente instinto comercialdeterminante de su viaje a Cracoviainspiraba ahora el cruce del Atlántico.No tenía dinero, pero la ComisiónConjunta de Distribución, laorganización internacional judía desocorro que conocía su historia y a laque Oskar había enviado sus informes,estaba dispuesta a prestarle ayuda. En1949 le entregaron ex gratia la cantidadde quince mil dólares, y referencias («Aquien concierna») firmadas por M.W.Beckelman, vicepresidente del ConsejoEjecutivo Conjunto:

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La Comisión Americana Conjunta deDistribución ha investigado a fondo lasactividades del señor Schindler durante laocupación y la guerra… Recomendamoscalurosamente que todas las organizaciones eindividuos con quienes el señor Schindlerestablezca contacto le proporcionen el máximoapoyo posible, en reconocimiento de sussobresalientes servicios… Bajo la cobertura deuna fábrica que trabajaba para los nazis,primero en Polonia y luego en los Sudetes,logró salvar a muchos hombres y mujeresjudíos a quienes empleó y que de otro modohabrían sido destinados a la muerte enAuschwitz o en otros infames campos de

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concentración… «El campo de trabajo deSchindler en Brinnlitz», han dicho los testigosa esta Comisión, «era el único campo detrabajo, en todos los territorios ocupados porlos nazis, donde jamás se mató o se golpeó alos judíos, que fueron tratados en todomomento como seres humanos». Ahora que sepropone reiniciar su vida, ayudémosle como élha ayudado a nuestros hermanos.

Cuando partió para la Argentina,llevaba consigo a media docena defamilias de los Schindlerjuden a las queen varios casos pagó el pasaje. Seestableció con Emilie en la provincia de

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Buenos Aires y allí trabajó casi diezaños. Los supervivientes de Schindlerque lo vieron durante ese tiempoencuentran difícil concebir que pudieraser un hombre del campo, dado surechazo de la rutina. Se ha dicho, quizácon cierta razón, que en Emalia yBrinnlitz Schindler disponía de lainteligencia de hombres como Stern yBankier, y que eso puede explicar enparte su inusitado éxito. En la Argentina,Oskar sólo podía contar con el buensentido y los conocimientos rurales desu esposa.

Pero durante esa década se demostróque la cría de nutrias no producía pieles

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de tan buena calidad como la caza deanimales en libertad. Muchos otroscriaderos fracasaron, y en 1957 el deOskar estaba en bancarrota. Oskar setrasladó a una casa que le proporcionóla B'nai B'rith en San Vicente, un pueblosuburbano al sur de Buenos Aires, ydurante cierto tiempo Oskar buscótrabajo como representante de ventas.Sin embargo, un año más tarde regresó aAlemania. Nunca más volvería a vivircon Emilie.

Se instaló en un pequeño piso enFrankfurt y empezó a buscar capitalespara comprar una fábrica de cemento,esforzándose además por obtener una

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compensación mas cuantiosa delMinisterio de Finanzas de la RFA por lapérdida de sus propiedades en Polonia yen Checoslovaquia. No consiguió grancosa con estos esfuerzos. Algunossupervivientes de Schindler piensan queel gobierno alemán no le restituyó susbienes debido a la subsistencia dehitlerianos entre los cuadros medios dela administración. Pero es más probableque la petición de Oskar fueradesestimada por motivos técnicos y nose advierte malicia burocrática en lacorrespondencia que Oskar recibió delMinisterio.

La fábrica de cemento inició sus

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actividades con capitales de laComisión Conjunta de Distribución y«préstamos» de algunos Schindlerjudenque habían hecho fortuna en la Alemaniade la posguerra. La historia de estaempresa fue muy breve: en 1961 Oskarera nuevamente insolvente. El fracaso sedebió a una sucesión de fríos inviernosen que la industria de la construcción separalizó; pero algunos supervivientes deSchindler estiman que tambiéncontribuyeron la inquietud de Oskar y suescasa resistencia a la rutina.

Ese mismo año, al saber que estabaen dificultades, los Schindlerjuden deIsrael lo invitaron a que los visitara. La

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prensa en polaco de Israel publicóanuncios donde se pedía que losantiguos reclusos del campo de trabajode Brinnlitz que habían conocido a«Oskar Schindler el Alemán» sepusieran en contacto con el periódico.En Tel Aviv, Oskar encontró unarecepción memorable. Los hijos de sussupervivientes lo llevaron en andas. Elestaba más grueso. Pero en las reunionesy recepciones, quienes lo habíanconocido vieron al mismo hombreindomable, con su rápido ingenio, suencanto, su parecido a Charles Boyer, sucapacidad de beber, que habíansobrevivido a dos bancarrotas.

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Era ése el año del juicio de AdolfEichmann, y la visita de Schindler aIsrael tuvo algunos ecos en la prensainternacional. La víspera del comienzodel juicio, el corresponsal del DailyMail, de Londres, escribió un artículosobre el contraste entre las historias delos dos hombres, donde mencionaba laspalabras preliminares de un llamamientode los Schindlerjuden para ayudar aOskar: «No olvidamos las penurias deEgipto, no olvidamos a Haman, noolvidamos a Hitler. Así como noolvidamos a los injustos, no olvidamos alos justos. Recordemos pues a OskarSchindler».

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Entre los supervivientes delHolocausto hubo alguna incredulidadacerca de un campo de concentraciónbenévolo; esa incredulidad fue expuestapor un periodista durante una rueda deprensa en Jerusalén.

—¿Cómo se explica —preguntó elperiodista— que conociera usted a losoficiales más encumbrados de las SS deCracovia y que tuviera tratos regularescon ellos?

—En ese momento de la historia —replicó Oskar—, habría sido algo difícildiscutir el destino de los judíos con elrabino de Jerusalén.

El Departamento de Testimonios de

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Yad Vashem había pedido a Oskar, haciael fin de su residencia en la Argentina,una declaración más amplia acerca desus actividades en Cracovia y enBrinnlitz, que Oskar escribió. Y, durantesu estancia en Israel, la junta directivade Yad Vashem empezó a considerar porsu propia iniciativa y a instancias deItzhak Stern, Jakob Sternberg y MosheBejski (que había sido antiguofalsificador de sellos oficiales y eraahora un erudito y respetable abogado),la posibilidad de un tributo oficial aOskar. El presidente de la junta era eljuez Landau, el mismo que presidió eljuicio de Eichmann. Yad Vashem pidió y

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recibió una gran cantidad de testimoniosreferentes a Oskar. Entre ese vastocuerpo de declaraciones, cuatroformulan criticas. Si bien los cuatrocríticos afirman que, sin el apoyo deOskar, hubieran perecido, censuran susmétodos comerciales en los primerosmeses de la guerra. Dos de esos cuatrotestimonios han sido escritos por unpadre y un hijo a quienes se ha llamadolos C en otra parte de este informe.Oskar había instalado a su amanteIngrid, decían, en la tienda deesmaltados que ellos poseían enCracovia, en calidad de Treuhänder. Eltercero es el de la secretaria de los C:

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repite la acusación de golpes yamenazas que Stern había referido aOskar en 1940. El cuarto procede de unhombre que decía tener intereses, en lapreguerra, en la fábrica de esmaltadosde Oskar cuando llevaba su nombreanterior, Rekord. Oskar, afirmaba, habíaignorado sus derechos.

Sin duda, el juez Landau y la juntadirectiva consideraron de poco pesoestas acusaciones contra el testimoniomasivo de los Schindlerjuden, y lasdesestimaron. Como esas cuatropersonas, por otra parte, declaraban queOskar Schindler las había salvado sedice que la junta se planteó el siguiente

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interrogante: Si Oskar había cometidodelitos contra esas personas, ¿por qué setomó el trabajo de salvarlas?

La municipalidad de Tel Aviv fue laprimera institución que honró a Oskar.El día que cumplía cincuenta y tres años,él mismo descubrió una placa en elParque de los Héroes. La inscripción lodescribe como el salvador de mildoscientos prisioneros del KL Brinnlitz;y aunque subestima numéricamente laextensión de la hazaña, agrega que hasido puesta allí con amor y gratitud.Diez días más tarde, fue declaradoPersona Justa, peculiar título de honorisraelí fundado en la vieja idea tribal de

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que, entre la masa de los gentiles, eldios de Israel pondría siempre elfermento de algunos hombres justos.Oskar fue también invitado a plantar unárbol en la Avenida de los Justos, quelleva hasta el Museo de Yad Vashem. Elárbol está todavía allí, señalado por unaplaca, en mitad del bosquecillo plantadoen nombre de todos los demás justos,donde hay un árbol para JuliusMadritsch, que ilícitamente alimentó yprotegió a su personal de un modo queno conocían los Krupp y los Farben, yotro para Raimund Titsch, el supervisorde Madritsch en Plaszow. En ese taludrocoso, pocos de estos árboles

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sobrepasan los tres metros de altura.La prensa alemana recogió las

noticias de Oskar y las ceremonias deYad Vashem. Esos artículos, siempreelogiosos, no hicieron su vida más fácil.Lo silbaron y le arrojaron piedras en lascalles de Frankfurt, y un grupo deobreros le gritó que merecía haber sidoquemado con los judíos. En 1963 golpeóa un operario de una fábrica que lohabía insultado de modo análogo y queluego planteó querella por agresión. Enla corte local, el escalafón inferior de lacorte judicial alemana, un juez le diouna reprimenda y le impuso al pago dedaños y costas.

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—Me suicidaría —escribió a HenryRosner, en Nueva York— si eso no lesdiera satisfacción.

Esas humillaciones aumentaron sudependencia de los supervivientes. Eranla única seguridad emocional yfinanciera que poseía. Durante el restode su vida pasó algunos meses del añoen Tel Aviv o en Jerusalén. Solía comergratuitamente en un restaurante rumanode la calle Ben Yehudah, de Tel Aviv,aunque a veces debía tolerar losesfuerzos filiales de Moshe Bejski paraque se limitara a tres coñacs dobles pornoche. Luego retornaba a la otra mitadde su alma, a su personalidad más

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humilde, a su pequeño piso a pocoscientos de metros de la estación centralde Frankfurt. Poldek Pfefferbergescribió desde Los Ángeles a otrosSchindlerjuden de Estados Unidospidiéndoles que donaran al menos un díade su paga por año para OskarSchindler, que se encontraba, según suspalabras, «desalentado, solitario,desilusionado». La vinculación de Oskarcon los Schindlerjuden cumplía un cicloanual: medio era la larva de Frankfurt,medio año la mariposa de Israel.

Una comisión de Tel Aviv de la queformaban parte también Itzhak Stern,Jacob Sternberg y Moshe Bejski,

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continuó asediando al gobierno de laRFA para que concediera a Oskar unapensión adecuada. Fundaban su peticiónen el heroísmo demostrado porSchindler durante la guerra, en laspropiedades que había perdido y en lafrágil salud de esos últimos años. Laprimera reacción oficial del gobiernoalemán fue la entrega, en 1966, de laCruz del Mérito, en una ceremoniapresidida por Konrad Adenauer. Y sóloel primero de julio de 1968 elMinisterio de Finanzas tuvo el agrado deinformarle que desde esa fecha enadelante recibiría una pensión dedoscientos marcos mensuales. Tres

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meses más tarde, el pensionadoSchindler recibió la Orden Papal de SanSilvestre de manos del arzobispo deLimburgo.

Oskar continuaba dispuesto acooperar con el Departamento deJusticia Federal en la persecución de loscriminales de guerra. En este tema fueimplacable. El día de su cumpleaños de1967 dio información confidencialacerca de muchas personaspertenecientes a la plana mayor dePlaszow. La transcripción de susdeclaraciones de esa fecha demuestraque no vacilaba en dar testimonio, ytambién que era un testigo escrupuloso.

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Cuando no sabe nada, o sabe poco,sobre un miembro determinado de lasSS, así lo dice. Así ocurre en los casosde Amthor, de Zugsburger, de FräuleinOhnesorge, una violenta SS. Perollamaba explotador y asesino a Bosch, yafirmaba que lo había reconocido en laestación ferroviaria de Munich, en 1946,y le había preguntado si, después dePlaszow, podía conciliar el sueño por lanoche. Bosch, declaró Oskar, tenía enese momento pasaporte de la RDA.Condena explícitamente a un supervisorllamado Mohwinkel, que representabaen Plaszow a la fábrica Alemana deArmas. «Inteligente pero brutal», dice

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de él. Cuenta, acerca del guardaespaldasde Goeth, Grün, la historia del intento deejecución de Lamus, un prisionero deEmalia, y también cómo logró impedirlacon una botella de vodka.(Gran cantidadde prisioneros confirman esta historia ensus declaraciones de Yad Vashem).Cuando se refiere al suboficial Ritchek,Oskar dice que tiene mala reputación,pero que él no tiene conocimiento de sucrímenes. Tampoco está seguro de que lafoto que le muestran en el Departamentode Justicia sea realmente Ritchek. Sólohay una persona, en la lista delDepartamento de Justicia, a quien elogiasin ambages. Se trata del ingeniero Huth,

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que le había dado apoyo durante suúltimo arresto. Los prisioneros mismos,dice Oskar, respetaban a Huth yhablaban bien de él.

Después de cumplir los sesentaaños, empezó a trabajar con los AmigosAlemanes de la Universidad Hebrea,ocupándose de la recolección de fondos.Esa tarea se debía a que losSchindlerjuden estaban preocupadospor él y deseaban dar algún nuevosentido a su vida. Y, en efecto, volvió aejercer su antigua capacidad parahechizar y seducir a funcionarios yhombres de negocios. Ayudó también adesarrollar un plan de intercambio de

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niños alemanes e israelíes.A pesar de su estado de salud, vivía

y bebía como un hombre joven. Seenamoró de una alemana, Annemarie, aquien había conocido en el King DavidHotel de Jerusalén, y que fue el apoyoemocional de sus últimos años.

Su esposa Emilie vivía aún, sinrecibir ayuda financiera de su marido,en su casita de San Vicente, al sur deBuenos Aires, en el momento en queestaba escribiendo este libro. Como enBrinnlitz, se destacaba por una serenadignidad. En un documental realizado en1973 por la televisión alemana, Emiliehabló —sin la amargura ni el

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resentimiento de una esposa abandonada— de Oskar y de Brinnlitz, así como desu propia conducta en Brinnlitz.Observó agudamente que Oskar no habíahecho nada excepcional antes de laguerra, ni después de ella. Por lo tanto,era muy afortunado que en esa duraépoca, entre 1939 y 1945, hubieseconocido a las personas que podíandespertar sus principales dotes.

En 1972, durante la visita de Oskaral despacho de los Amigos Americanosde la Universidad Hebrea, tresSchindlerjuden, socios de una granempresa de construcción de Nueva York,encabezando a otros setenta y cinco,

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reunieron ciento veinte mil dólares paradedicar a Oskar un piso en el Centro deInvestigaciones Truman de laUniversidad Hebrea. Allí se instalaríaun Libro de la Vida, con la historia deOskar y la lista de los rescatados. Dosde los socios de la firma de New Jerseyeran Murray Pantirer e Isak Levenstein,que tenían dieciséis años cuando Oskarlos había llevado a Brinnlitz. Esos niñoseran ahora los padres de Oskar, su mejorrecurso, su fuente de honores.

Estaba gravemente enfermo. Losantiguos médicos de Brinnlitz, como porejemplo Alexander Biberstein, losabían. Uno de ellos había advertido a

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los íntimos amigos de Oskar:—Este hombre no debería estar

vivo. Su corazón trabaja por puraobstinación.

En octubre de 1974 sufrió una caídaen su pequeño apartamento, cerca de laestación de Frankfurt, y murió en elhospital el día 9 del mismo mes. Elcertificado correspondiente afirma queel ataque final fue provocado por elendurecimiento de las arterias delcorazón y del cerebro. Su testamentomanifestaba un deseo que habíaexpresado a varios Schindlerjuden: elde ser enterrado en Jerusalén. Dossemanas más tarde, el párroco

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franciscano de Jerusalén concedió unaautorización para que Herr OskarSchindler, uno de los miembros menospracticantes de su iglesia, fuerasepultado en el cementerio latino deJerusalén.

Pasó otro mes antes de que el cuerpode Oskar, en un ataúd de plomo,atravesara las atestadas calles de laciudad antigua de Jerusalén hacia elcementerio católico, que mira hacia elvalle de Hinnom, que el NuevoTestamento llama Gehenna. En las fotosde la procesión que publicaron losperiódicos se ve, entre muchos otrosSchindlerjuden, a Itzhak Stern, a Moshe

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Bejski, a Helen Hirsch, a JakobSternberg, a Juda Dresner…

Hubo duelo en todos los continentes.

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EQUIVALENCIAAPROXIMADA DE

LOS GRADOSMILITARES DE LAS

SS

OFICIALES

Oberstgruppenführer CapitánGeneral

Obergruppenführer TenienteGeneral

Gruppenführer General deDivisión

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División

Brigadeführer General deBrigada

Oberführer(sin

equivalenciaprecisa)

Standartenführer Coronel

Obersturmbannführer TenienteCoronel

Sturmbannführer ComandanteHauptsturmführer CapitánObersturmführer TenienteUntersturmführer Alférez

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SUBOFICIALES

Oberscharführer SubtenienteUnterscharführer Brigadier

Rottenführer Sargento

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THOMAS KENEALLY, novelistaaustraliano, nacido en Sydney en 1935.Tras sentir una repentina vocaciónreligiosa en su infancia y juventud,ingresó en un seminario católico,institución que abandonó en 1960, pocoantes de llegar a ordenarse sacerdote.Decidió entonces dedicarse al cultivo de

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la literatura de ficción, ocupación que,al principio, tuvo que compaginar conlos trabajos de subsistencia que le ibansaliendo (primero como profesor, y mástarde como oficinista).

En 1964 consiguió ver publicada suprimera novela, titulada The place atWhitton, obra que pasó inadvertida parala crítica y los lectores. Aún menosrepercusión alcanzó su siguiente piezanarrativa, lo que no fue razón para queKeneally abandonara la creaciónliteraria; antes bien, se consagró a laescritura con tanto ardor, que en 1967logró un gran reconocimiento con sutercera novela, Trae alondras y héroes,

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un relato centrado en la vida cotidianaen una prisión australiana. Alentado poreste éxito, se puso a trabajar en susiguiente novela, en la que vertióalgunas experiencias de su propia vida,ya que trataba de un joven sacerdote quese enfrenta a la cerrazón de sussuperiores. Esta obra, titulada Tres vivaspor el Paráclito (1968), confirmó elbuen aprendizaje del oficio narrativoque había conseguido Keneally, a quiena partir de entonces se comenzó aconsiderar como una voz destacadadentro del panorama literarioaustraliano de la segunda mitad del sigloXX.

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Pronto dio un giro en la orientacióntemática y en la localización espacio-temporal de sus novelas, y abandonó losargumentos de índole espiritual paraadentrarse en la historia reciente,particularmente la relativa a grandesconflictos bélicos. Así, dio a la imprentauna novela cuya acción transcurredurante la I Guerra Mundial,Conversaciones del bosque (1975), a laque siguieron ─dentro de esta líneatemática sobre las guerras─Confederados (1979), que es un relatosobre la Guerra Civil norteamericana, yHacia Asmara (1989), una narraciónambientada en la guerra en Eritrea. Pero

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no se dedicó exclusivamente a investigary novelar conflictos armados, ya que enocasiones alternó esta fuente deinspiración literaria con algunanarración centrada en episodios,personajes y situaciones típicamenteaustralianos. En esta línea, convienedestacar las novelas tituladas El cantode Jimmie Blacksmith (1972) y Elcomediógrafo (1987), la última de lascuales se convirtió en un extraordinarioéxito teatral en Australia, merced a unaadaptación dramática que se estrenóbajo el título de El bien de nuestratierra.

Sin embargo, las obras que mayor

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fama granjearon a Thomas Keneallyfueron las ambientadas en contiendasbélicas. Entre todas ellas, la que mayorproyección internacional le ha dado hasido la titulada El arca de Schindler(1982), una narración sobre el acoso yextermino de los judíos durante la IIGuerra Mundial, y la salvación demuchos de ellos merced a laintervención de un personaje histórico,el empresario alemán Óskar Schindler.Esta obra fue llevada a la gran pantallapor parte del director estadounidenseSteven Spielberg, quien en 1993presentó una excepcional adaptación,titulada La lista de Schindler, que se

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convirtió en el filme más visto ypremiado de dicho año, galardonado condos Globos de Oro (Premio de la prensaExtranjera acreditada en Hollywood) ycon siete estatuillas (Óscar) de laAcademia de las Artes y CienciasCinematográficas de Hollywood.

FUENTE: texto extraído dewww.mcnbiografias.com Autor: JR (conuna pequeña corrección del epubeditorrespecto al título de la primera noveladel autor y una precisión a los premiosobtenidos por La lista de Schindler).

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Notas

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[*] Reside actualmente en Viena y nodesea que se mencione su nombre real(N. del A.) Volver