nicolás gómez dávila. sobre los fabricantes de sociedades

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NOTAS 155 Los fabricantes de sociedades son los más desgracia- dos de los hombres. Su tenaz esfuerzo culmina en instaurar lo que vituperan; los más ingeniosos y felices sólo logran bautizar hechos viejos con nombres nuevos, o esconder bajo un manto de fórmulas la misma precaria desnudez. A pesar de su asperidad usual y de su rudeza, el refor- mador posee una sensibilidad delicada. Emotivo, irrita- ble, incapaz de tolerar lo que hiere su conciencia, el reformador ama apasionadamente a los hombres, y es

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el reformador no sospecha que, ante todo, le urge reformarse a sí mismo, reformar sus principios y sus normas, reformar sus imperativos abruptos, sus pretensiones excesivas, sus exigencias apodícticas. Ante su fracaso, el reformador culpa al hombre. En todas partes descubre voluntades perversas, intenciones torcidas y malévolas. El hombre le parece conspirar en favor del mal. Entonces brota de su mismo amor una severidad de padre irritado que azota y castiga. La violencia revolucionaria edifica triunfos triviales sobre horrendos acervos de cadáveres. Notas. Bogotá, Villegas, 2003. Pp. 155-158

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Page 1: Nicolás Gómez Dávila. Sobre los fabricantes de sociedades

NOTAS 155

Los fabricantes de sociedades son los más desgracia­dos de los hombres.Su tenaz esfuerzo culmina en instaurar lo que vituperan; los más ingeniosos y felices sólo logran bautizar hechos viejos con nombres nuevos, o esconder bajo un manto de fórmulas la misma precaria desnudez.A pesar de su asperidad usual y de su rudeza, el refor­mador posee una sensibilidad delicada. Emotivo, irrita­ble, incapaz de tolerar lo que hiere su conciencia, el reformador ama apasionadamente a los hombres, y es

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en su amor que halla los motivos de su protesta y de su rebelión.Pero si el amor a los hombres es el motor de la reforma, ese mismo amor prepara el fracaso de la reforma que suscita, al proponerse utilizar para edificar la sociedad que anhela, solamente aquellos sentimientos y aquellas pasiones que estima dignos de ser amados.En efecto, el reformador entrega el cumplimiento de los fines sociales anhelados a las más nobles pasiones del hombre y a sus más altos sentimientos. La compleja es­tructura que intenta construir requiere, para durar, que el hombre renuncie a la codicia, a la ambición, al egoís­mo; que la voluntad de que prevalezca el bien colectivo sujete el interés privado; que las intenciones perversas, los apetitos oscuros, las pasiones irracionales, se desva­nezcan como las grisáceas nieblas del alba.En otros términos, la sociedad del reformador tiene por condición -y supone ya realizado- todo aquello que, después de innúmeros esfuerzos y labores, podría quizá llegar a ser efecto y resultado de una paciente, astuta y lenta organización social.Que las virtudes sociales que un tipo de sociedad pueda quizá producir, sean necesarias para producir esa sociedad; que el efecto tenga que engendrar su causa, he ahí la contra­dicción insoluble que hace nugatoria la actitud reformista. Pero ante su fracaso el reformador no dimite.Sin embargo, la renitente indocilidad del material huma­no no sugiere a su espíritu que convenga aplicar técni­cas más ágiles; el reformador no sospecha que, ante todo, le urge reformarse a sí mismo, reformar sus principios y sus normas, reformar sus imperativos abruptos, sus pre­tensiones excesivas, sus exigencias apodícticas.

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Ante su fracaso, el reformador culpa al hombre.En todas partes descubre voluntades perversas, inten­ciones torcidas y malévolas. El hombre le parece cons­pirar en favor del mal. Entonces brota de su mismo amor una severidad de padre irritado que azota y castiga.Su ambición contrariada, sus sentimientos heridos, sus sueños rotos, exasperan su emotividad aguda.En ese áspero clima, el reformador se revela singular­mente capaz de violencia y de crueldad. Entre los hom­bres de Estado se distingue, entonces, por la desmedida energía de sus actos y por la fanática integridad de sus decisiones. Así, la confianza en la rectitud de sus propó­sitos y en el desinterés de su conciencia le permiten extremos que un egoísta rechazaría aterrado.Sin embargo, la nueva actitud del reformador no es me­nos vana que la primera.La violencia revolucionaria edifica triunfos triviales so­bre horrendos acervos de cadáveres.La masa humana parece ceder a la vigorosa presión que el revolucionario, decidido, frío, cruel y sagaz, ejerce sobre ella. Ante la aparente y transitoria docilidad de la historia, un árido entusiasmo llena el alma del revolucionario victo­rioso. El profetismo, plasmado en técnicas policíacas y mi­litares, cree poderse mofar de los espectadores escépticos. La humanidad agradecida se prepara a erigir la sombra de un cenotafio, donde yazcan las víctimas propiciatorias in­moladas a una empresa en fin triunfal.Pero la tenaz rutina de la historia socava esas construccio­nes orgullosas y arbitrarias.La tensión, el esfuerzo, la constante vigilancia, fatigan pron­to y adormecen las erguidas potencias del alma.

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Los hombres se acomodan a la nueva facilidad que nace. Lentamente todo vuelve a los viejos usos milenarios. El tiempo recupera su poder perdido. La continuidad his­tórica invade, con sus aguas poderosas, las anchas tie­rras laboradas, y, sobre ese suelo que pisó el orgullo del hombre, la posteridad no descubre sino el cadáver de un inocente torturado.Sin duda, solamente porque carecemos de imaginación, podemos soportar las injusticias de que somos, todos, involuntariamente culpables, pero toda intolerancia de la injusticia que no culmina en santidad sólo logra agitar al mundo.