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Elementos Derecha-Izquierda ________________________________________________________________________________________________ 3 Más allá de la derecha y de la izquierda: se esfuma la división derecha-izquierda Alain de Benoist Todo el mundo conoce estas declaraciones de Alain (el autor se refiere a Émile Chartier, filósofo francés comúnmente conocido como Alain) que hemos citado a menudo: «Cuando se me pregunta si la brecha entre partidos de derecha y partidos de izquierda, hombres de derecha y hombres de izquierda, tiene todavía sentido, la primera idea que me viene a la cabeza es que el hombre que formula esta pregunta no es ciertamente un hombre de izquierdas». Alain escribió esto en 1925. Se sorprendería quizás al constatar que esta cuestión que imaginaba podría ser formulada solamente por un hombre de derechas, está hoy en boca de todos. En efecto, desde hace algunos años, todas las encuestas de opinión coinciden en reflejar el hecho de que a ojos de una mayoría de franceses, la división derecha-izquierda está cada vez más desprovista de sentido. En marzo de 1981 eran sólo un 33% los que consideraban que las nociones de derecha e izquierda estaban obsoletas y ya no permitían rendir cuentas de las posiciones de los partidos y los políticos. En febrero de 1986 eran un 45%; en marzo de 1988, un 48%; en noviembre de 1989, un 56%.Esta última cifra ha vuelto a darse en otros dos sondeos efectuados por Sofres y publicados en 1990 y 1993. Según un nuevo sondeo de Sofres publicado en febrero de 2002, seis de cada diez franceses, englobadas todas las categorías, consideran que la separación derecha- izquierda está obsoleta. Esta evolución es evidentemente notable, y ello es así por tres razones. Primero, porque manifiesta una tendencia que se acentúa regularmente: de año en año, la nociones de derecha e izquierda aparecen cada vez más desacreditadas. A continuación, porque se ha tratado de una evolución rápida, puesto que ha bastado sólo una decena de años para que la división derecha-izquierda pierda más de veinte punto de apoyo. Finalmente, porque esta evolución es un hecho en todos los medios políticos y todos los sectores de opinión: un sondeo de Sofres permitió constatar que incluso es en la izquierda donde tal convicción del carácter obsoleto de las nociones de derecha y de izquierda ha progresado más desde 1981. Sin embargo, al mismo tiempo, una mayoría de franceses continúan declarándose ellos mismos de derechas o de izquierdas, resultado paradójico que confirma la amplitud del abismo que separa a los partidos políticos de sus electorados. Sin embargo, este autoposicionamiento comienza él mismo a debilitarse. Aunque en los años sesenta, el 90% de los franceses se posicionaba sin remordimientos en el eje derecha-izquierda, sólo eran un 73% los que en 1981 se situaban en una u otra de las dos familias políticas, un 64% en 1991 y sólo un 55% en 2002. La proporción de franceses que se clasificaban ellos mismos “ni en la derecha ni en la izquierda” ha saltado sin embargo de un 19% en 1995 a un 45% hoy en 2002. Todas estas cifras muestran claramente que la oposición derecha-izquierda, la cual ha estructurado el paisaje político francés durante dos siglos, que Emmanuel Berl pudo describir en su época como «la distinción que de lejos está más viva para la masa del electorado francés» y que Jean-François Sirinelli calificaba no hace todavía tanto como «la gran diferenciación francesa por excelencia», está en vías de perder una gran parte de su significado, aunque reaparezca de manera fugaz con motivo de las consultas electorales más mediatizadas. Es tanto más sorprendente —pero igualmente tanto más revelador— cuanto que fue en Francia donde las nociones de derecha e izquierda vieron la luz. En efecto, las hacemos remontar al 28 de agosto de 1789, fecha en que los Estados Generales, reunidos desde el mes de mayo y transformados en Asamblea Constituyente, entablaron en Versalles un debate sobre el

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Elementos Derecha-Izquierda ________________________________________________________________________________________________

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Más allá de la derecha y de la izquierda: se esfuma la división derecha-izquierda

Alain de Benoist

Todo el mundo conoce estas declaraciones de Alain (el autor se refiere a Émile Chartier, filósofo francés comúnmente conocido como Alain) que hemos citado a menudo: «Cuando se me pregunta si la brecha entre partidos de derecha y partidos de izquierda, hombres de derecha y hombres de izquierda, tiene todavía sentido, la primera idea que me viene a la cabeza es que el hombre que formula esta pregunta no es ciertamente un hombre de izquierdas». Alain escribió esto en 1925. Se sorprendería quizás al constatar que esta cuestión que imaginaba podría ser formulada solamente por un hombre de derechas, está hoy en boca de todos.

En efecto, desde hace algunos años, todas las encuestas de opinión coinciden en reflejar el hecho de que a ojos de una mayoría de franceses, la división derecha-izquierda está cada vez más desprovista de sentido. En marzo de 1981 eran sólo un 33% los que consideraban que las nociones de derecha e izquierda estaban obsoletas y ya no permitían rendir cuentas de las posiciones de los partidos y los políticos. En febrero de 1986 eran un 45%; en marzo de 1988, un 48%; en noviembre de 1989, un 56%.Esta última cifra ha vuelto a darse en otros dos sondeos efectuados por Sofres y publicados en 1990 y 1993. Según un nuevo sondeo de Sofres publicado en febrero de 2002, seis de cada diez franceses, englobadas todas las categorías, consideran que la separación derecha-izquierda está obsoleta.

Esta evolución es evidentemente notable, y ello es así por tres razones. Primero, porque manifiesta una tendencia que se acentúa regularmente: de año en año, la nociones de derecha e izquierda aparecen cada vez más desacreditadas. A continuación, porque se ha

tratado de una evolución rápida, puesto que ha bastado sólo una decena de años para que la división derecha-izquierda pierda más de veinte punto de apoyo. Finalmente, porque esta evolución es un hecho en todos los medios políticos y todos los sectores de opinión: un sondeo de Sofres permitió constatar que incluso es en la izquierda donde tal convicción del carácter obsoleto de las nociones de derecha y de izquierda ha progresado más desde 1981.

Sin embargo, al mismo tiempo, una mayoría de franceses continúan declarándose ellos mismos de derechas o de izquierdas, resultado paradójico que confirma la amplitud del abismo que separa a los partidos políticos de sus electorados. Sin embargo, este autoposicionamiento comienza él mismo a debilitarse. Aunque en los años sesenta, el 90% de los franceses se posicionaba sin remordimientos en el eje derecha-izquierda, sólo eran un 73% los que en 1981 se situaban en una u otra de las dos familias políticas, un 64% en 1991 y sólo un 55% en 2002. La proporción de franceses que se clasificaban ellos mismos “ni en la derecha ni en la izquierda” ha saltado sin embargo de un 19% en 1995 a un 45% hoy en 2002.

Todas estas cifras muestran claramente que la oposición derecha-izquierda, la cual ha estructurado el paisaje político francés durante dos siglos, que Emmanuel Berl pudo describir en su época como «la distinción que de lejos está más viva para la masa del electorado francés» y que Jean-François Sirinelli calificaba no hace todavía tanto como «la gran diferenciación francesa por excelencia», está en vías de perder una gran parte de su significado, aunque reaparezca de manera fugaz con motivo de las consultas electorales más mediatizadas.

Es tanto más sorprendente —pero igualmente tanto más revelador— cuanto que fue en Francia donde las nociones de derecha e izquierda vieron la luz.

En efecto, las hacemos remontar al 28 de agosto de 1789, fecha en que los Estados Generales, reunidos desde el mes de mayo y transformados en Asamblea Constituyente, entablaron en Versalles un debate sobre el

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derecho a veto del rey. Se trataba de saber si dentro del régimen de la monarquía constitucional que estaba instaurándose entonces, el monarca podría o no disponer de un derecho de decisión superior a la soberanía nacional, es decir, de un poder que primara sobre los representantes del pueblo reunidos como cuerpo político en lo concerniente a la expresión de la ley. Para manifestar su elección, los partidarios del derecho a veto real se situaron en la sala (que no era un hemiciclo) a la derecha del presidente de la cámara, mientras que sus adversarios se situaron a la izquierda. La distinción derecha-izquierda, puramente topográfica en sus comienzos, había nacido. Se expandiría progresivamente por toda Europa y después por el mundo entero, implantándose de forma duradera en los países latinos, y de manera más circunstancial en los países germánicos y, sobre todo, en los anglosajones. En Francia será con la llegada de la III República y, sobre todo, tras el affaire Dreyfus, cuando adquirirá su actual significado y formará verdaderamente parte del lenguaje corriente.

¿Cuáles son las razones de este retraimiento progresivo de las referencias, de esta interferencia entre las nociones de derecha y de izquierda a la que asistimos hoy en día?

Hay varias maneras de responder a esta cuestión. Una de ellas consiste en interrogarse sobre el sentido exacto que hay que atribuir a los términos de «derecha» e «izquierda», tratando de llevarlos, de nuevo, ya sea a temas permanentes que les caractericen de forma exacta, ya sea a temperamentos (rasgos psicológicos, «sensibilidades») cuya recurrencia podríamos observar en familias políticas bien determinadas, ya sea incluso a conceptos clave que constituirían el «núcleo duro» y cuyo valor heurístico podría facilitarnos el análisis. Este paso desemboca en un callejón sin salida. Por una parte, en el curso de la historia los grandes temas ideológicos no han cesado de «viajar» de derecha a izquierda, o de izquierda a derecha. Por otra parte, siempre ha habido varias derechas y varias izquierdas, y la reducción a un tipo ideal unitario resulta generalmente imposible. Por último, lo que entendemos por «derecha» e «izquierda» varía

considerablemente según épocas y lugares. En estas condiciones, vale más atenerse a algunas observaciones puestas en contexto.

La primera observación que podemos hacer es de orden histórico. Conduce a constatar que los tres grandes debates que desde hace dos siglos habían sustentado en Francia la diferenciación derecha-izquierda, en lo esencial, se han terminado hoy en día.

El primero de estos debates es el que hizo referencia a las instituciones. Evidentemente, comienza con La Revolución y va a oponer durante un siglo aproximadamente a los partidarios de la República, a los partidarios de la monarquía constitucional y a los nostálgicos de la monarquía de derecho divino. Es, ante todo, un debate referido a la Revolución misma que desemboca en la Restauración y, con ella, al compromiso de 1815 que marca, de alguna manera, el acto del nacimiento de la Francia moderna. Es después, a partir de la Monarquía de Julio, un debate sobre la definición del régimen político —república o monarquía— que concluye en 1875, con el establecimiento del sufragio universal y la instalación definitiva del régimen republicano. A partir de esta fecha, las derechas se vuelven en lo esencial republicanas, mientras que los movimientos monárquicos son progresivamente desplazados a los márgenes del abanico político.

El segundo gran debate, a partir de 1880, se refiere a la cuestión religiosa. Enfrentando a los partidarios de una concepción «clerical» del orden social con los partidarios de una visión puramente laica, toma naturalmente el relevo de la disputa sobre las instituciones, y se traduce en polémicas de una violencia a menudo olvidada hoy día. Durante algún tiempo va incluso a identificarse plenamente con la división derecha-izquierda y servir de piedra de toque de toda la vida política. «Por comparación —escribe René Rémond— cualquier otra divergencia parecía secundaria. Quienquiera que observara las prescripciones de la Iglesia Católica era ipso facto situado a la derecha, y el anticlerical no tenía necesidad de producir otras pruebas de sus sentimientos democráticos y de su adhesión a la República.» Es en este clima donde se desarrollan

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sucesivamente el «escándalo del fichero masónico» y después el caso Dreyfus (que hará pasar el antisemitismo de izquierda a derecha y, por primera vez, instaurará la división derecha-izquierda en los ámbitos intelectuales). Esta disputa desemboca en 1905 en la separación Iglesia-Estado. Dejará profundas huellas en la vida política francesa, aunque perdiendo poco a poco intensidad con, por un lado, la adhesión de una parte cada vez más numerosa de la jerarquía católica a las instituciones republicanas y, por otro lado, con la aparición de una teoría secularizada del orden social tradicional (de Auguste Comte a Taine), doble movimiento que desembocará en una progresiva disociación de la Iglesia y la Contrarrevolución. Más tarde, la extensión del conflicto religioso no cesará de menguar para sobrevivir, en un futuro, únicamente en la disputa sobre el modelo de escuela.

El último debate es, evidentemente, el debate social. Entablado en 1830 cuando el capitalismo se impone a las formas económicas heredadas del pasado, este debate abre el frente de la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado, contienda que se acentúa con el desarrollo de la sociedad industrial, el nacimiento del socialismo y el surgimiento del movimiento obrero. Interrumpido por un tiempo durante la «unión sagrada» de la Primera Guerra Mundial, cobra fuerza a partir de 1917. En el plano político, a partir de 1920, ser de izquierdas no es solamente ser republicano (puesto que todo el mundo, o casi, era republicano), ni incluso ser laico (puesto que en lo sucesivo habrá católicos de izquierdas). Es ser socialista o comunista.

Por tanto, la cuestión social plantea, antes que nada, el problema del papel del Estado en la regulación de la actividad económica y en la eventual redistribución de la riqueza. Repartida entre reformistas y revolucionarios, la izquierda se identifica con el rechazo a la economía de mercado, incluso a la propiedad privada, y está a favor de una economía planificada, centralizada y controlada por el Estado. Su objetivo es asegurar la promoción o emancipación colectiva por medio de instituciones económicas y sociales, realizando

una forma de contracto general a través de la colectivización de los medios de producción. La izquierda, por otra parte, plantea reivindicaciones de naturaleza esencialmente cuantitativas y materiales, lo que viene a decir que denuncia los métodos del capitalismo (la explotación del trabajo y las desigualdades en el reparto de la riqueza) sin cuestionar su objetivo central (conseguir desarrollar cada vez más la producción). Por último, busca anclarse en los asalariados, cuyo núcleo lo constituye la clase obrera, para intentar forjar una fuerza política portadora de un proyecto concreto de emancipación. Este proyecto estático y productivista perdurará durante décadas, antes de hundirse, en su momento, bajo los efectos conjuntos de la implosión del «socialismo real» y del agotamiento del modelo del Estado providencia, mientras la «clase obrera», volviéndose ella misma cada vez más reformista, se evaporará progresivamente al entrar en contacto con el consumismo y el accionariado popular.

De esta manera, como escribe de nuevo René Rémond, «en un reducido lapso de tiempo, casi todos los temas en los que se juegan unas elecciones, que hacen y deshacen mayorías, que nutren los debates, que dan a la vida política sentido y color, han dejado de suscitar pasiones, han perdido como su brillo y hasta han desaparecido del escenario».

Pero volvamos a consideraciones más actuales. Tras la Segunda Guerra Mundial, el rápido aumento del nivel de vida medio se vio acompañado de una profunda transformación, tanto de los comportamientos políticos, como de las costumbres y los valores de la sociedad civil. Por una parte, «en la Francia enriquecida de los Treinta Gloriosos, el debilitamiento de las obligaciones económicas conllevó el debilitamiento de los controles sociales».8 Por otra parte, la expansión de la clase media empezó a borrar los criterios de voto confesionales y sociológicos. Todavía a mediados de los años sesenta, cuanto más católico se es, más se vota a la derecha; y en el plano social, cuanto más obrero se es —o cuanto más se siente uno obrero, ya que es la percepción subjetiva de la clase social la que ejerce sobre la elección política la influencia más decisiva—, más se vota a la izquierda.

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Diez años más tarde, esto ya no es del todo cierto. Los observadores señalan, entonces, la especificidad, por un lado, del comportamiento político de las «capas medias asalariadas» cuyos efectivos han aumentado hasta superar el doble entre 1954 y 1975 (debido a la expansión del sector terciario y del sector público), y que votan sobre todo a la izquierda, y, por otro, del comportamiento de los «independientes» (es decir, los que trabajan por cuenta propia), que votan sobre todo a la derecha.

Desde entonces, este movimiento se ha expandido ampliamente. El sentimiento de pertenencia a una clase social, tal y como lo miden regularmente los sondeos de opinión, ha caído de un 68% en 1976 a un 56% en 1987 —y es entre los obreros donde más ha bajado, pasando del 74% al 50%. En cuanto al voto católico, éste se distribuye ahora entre todos los sectores de opinión: entre 1978 y 1988, la correlación de voto de derechas y práctica católica bajó 20 puntos.

En 1981, la llegada de la izquierda al poder pareció consagrar la victoria de este nuevo modelo sociológico. Para explicarlo se invocaba, tanto la urbanización o el crecimiento económico, como la generalización del trabajador asalariado, la terciarización de la economía, el trabajo de las mujeres, las consecuencias del baby boom, etc. Poco después, sin embargo, el rápido retroceso de la izquierda en el seno mismo de las categorías que le habían llevado al poder, al mismo tiempo que la aparición de nuevos partidos (ecologistas o nacional-populistas) y de nuevos movimientos sociales (las «cooperativas»), comenzarán a sembrar la duda sobre la validez de este esquema, y favorecerán la aparición de modelos competidores recusando, de entrada, la pertinencia de la separación derecha-izquierda y de sus fundamentos sociológicos. Es entonces cuando se empieza a hablar de un «nuevo elector» que se determina en cada momento sin excesiva consideración por las solidaridades sociales o profesionales, manifestando únicamente una «racionalidad» bastante limitada. Se entra, entonces, en la era de lo que se ha venido a llamar el «self service electoral» o la «democracia comercial». «Los

electores toman de la derecha y de la izquierda lo que les parece —escribía Jerôme Jaffré—. Este fenómeno es la demostración de la desestructuración ideológica de los franceses, la cual se corresponde con el debilitamiento de los grandes partidos».

De todo ello resultó un aumento notable de la volatilidad electoral. En 1946, François Goguel había calculado que entre 1877 y 1936 el equilibrio de fuerzas entre el conjunto de las derechas y la agrupación de las izquierdas no varió nunca más de un 2% en Francia. Hoy día sabemos que el 17% de los electores de extrema izquierda de las legislativas de 1986 votaron a un partido de derechas en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 1988, y que un 60% de los electores de François Miterrand en 1988 rechazaron votar socialista en 1993.

A esta desestructuración del electorado respondieron las planas mayores del mundo político y los equipos de gobierno con un reajuste prodigioso. No sólo la izquierda ha terminado por aceptar las instituciones de la V República, o el principio de disuasión nuclear contra el que tanto había combatido en el pasado; no sólo la derecha se ha acercado en gran parte a la izquierda en temas tales como la contracepción, la pena de muerte y los nuevos modelos de autoridad en la familia y la sociedad, sino que la derecha y la izquierda parecen la una y la otra condenadas, desde el momento en que alcanzan el poder, a poner en marcha cada vez más la misma política —lo cual evidentemente no ayuda a clarificar las cosas. Desde luego que la derecha quiere un poco más de liberalismo y un poco menos de política social, mientras que la izquierda prefiere un poco más de política social y un poco menos de liberalismo. Pero al final, entre el socialliberalismo y el liberalismo social, no podemos decir que la clase política esté verdaderamente dividida.

El resultado más claro de este «reajuste» es que los electores, sintiéndose constantemente decepcionados, tienen cada vez más tendencia a refugiarse en la abstención o a dar su voto a partidos puramente contestatarios, mientras que la noción de «clase política» considerada de manera unitaria —y generalmente

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peyorativa— va sustituyendo a la distinción derecha-izquierda. En la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 1988, los dos principales candidatos, François Mitterrand y Jacques Chirac, obtuvieron juntos el 54,1% de los sufragios. El 21 de abril de 2002, Chirac y Lionel Jospin sólo obtuvieron entre los dos un 35,8%. Con un 19,7% de los sufragios, Chirac además obtuvo el récord más bajo jamás obtenido por un presidente electo desde 1974 (François Mitterrand obtuvo ya en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 1988, el 34,1%). Por último, tanto en la derecha como en la izquierda, las pérdidas de votos han sido enormes: ¡seis millones de voces! En total, si añadimos la tasa record de abstención ahora cercana al 40% y el número de sufragios que fueron entregados en la primera vuelta a candidatos marginales o sin posibilidad alguna de ser elegidos, se constata que uno de cada cuatro franceses vota ahora fuera del sistema y que los «partidos de gobierno» representan sólo un tercio del electorado.

Una transformación tal del paisaje político deja la impresión de que algo llega a su fin. Tal es el sentimiento de Serge Latouche, quien escribe: “La forma política de la modernidad se ha quedado sin aliento porque ha concluido su carrera. La derecha y la izquierda han realizado su programa en lo esencial. El juego de la alternacia ha salido extraordinariamente. La derecha ilustrada y la izquierda reivindican la herencia de las Luces, pero ni la una ni la otra lo hace completamente. Cada una ha visto cumplir su parte del programa. La izquierda, cuyo imaginario se liga a la vertiente radical de las Luces, adoraba el progreso, la ciencia y la técnica; de Condorcet a Saint-Simon, encontramos los mismos temas. La derecha liberal e ilustrada, de Montesquieu a Tocqueville, exaltaba la libertad individual y la competencia económica. La izquierda reclamaba el bienestar para todos, y la derecha el crecimiento y el derecho a disfrutar del fruto de sus empresas. No sin dificultades ni crisis, el Estado moderno ha cumplido todo esto.”

Con espíritu similar, Jacques Julliard dijo que «la izquierda ha acabado exangüe debido a su propio éxito: muere por haber cumplido en dos siglos lo esencial de su programa.». Para ser justos, habría que decir que también «se

muere» por haber visto realizado una parte de su programa por sus adversarios. Por su parte, Gérard Grumberg y Étienne Schweisguth constatan que la derecha defiende sobre todo el liberalismo económico, mientras que la izquierda defiende sobre todo el liberalismo cultural, el liberalismo filosófico, reconciliando así, aparentemente, a todo el mundo: «El fuerte vínculo entre el liberalismo cultural y la orientación a la izquierda por un lado, y el liberalismo económico y la orientación a la derecha por otro, podrían llevar a preguntarnos si estos dos liberalismos no constituyen los dos polos opuestos de una única e igual dimensión, que no sería otra que la misma dimensión derecha-izquierda». Pero observan también que «el cruce de las dos escalas del liberalismo económico y del liberalismo cultural hace surgir entre ambos una relación muy débil», lo cual desemboca en un resultado paradójico: «El liberalismo económico y el liberalismo cultural tienen cada uno una fuerte relación estadística de sentido opuesto a la dimensión derecha-izquierda y, sin embargo, están el uno al otro unidos negativamente de forma muy débil».

Régis Debray observa por su parte: “Cuando no haya más diferencia entre la izquierda y la derecha que entre los servicios de una banca nacionalizada y los de una banca privada, o entre un telediario de una cadena pública y el de una cadena privada, pasaremos de la una a la otra sin remordimientos y, quién sabe, sin darnos cuenta.”

Al parecer, estamos en este punto. Algunos se regocijarán en nombre de las ventajas del «consenso» —ese consenso que Alain Minc no ha dudado en comparar con un «círculo de razón». Se equivocan. Primero, porque la democracia no es la extinción del conflicto, sino el conflicto controlado. Para que una sociedad política funcione normalmente debe, evidentemente, establecerse un consenso sobre el marco y las modalidades del debate. Pero si el consenso hace desaparecer el debate mismo, entonces la democracia desaparece a la vez, ya que ésta implica, por definición, si no la pluralidad de partidos, al menos la diversidad de opiniones y de opciones, al mismo tiempo que el reconocimiento de la legitimidad de un

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enfrentamiento entre estas opiniones y opciones con el fin de que el adversario no sea transformado en enemigo (ya que la oposición de ayer puede ser la mayoría de mañana). Ahora bien, si a los partidos sólo les separan diferencias programáticas insignificantes, si las facciones competidoras ponen en marcha fundamentalmente las mismas políticas, si los unos como los otros ya no se distinguen ni por los objetivos ni incluso por los medios para conseguirlos… en definitiva, si los ciudadanos no ven presentadas alternativas reales y verdaderas posibilidades de elección, entonces el debate ya no tiene razón de ser y el marco institucional que le permitía tener lugar no es más que una cáscara vacía y, por tanto, no deberemos sorprendernos de ver que una mayoría del electorado le dé la espalda.

Pero el exceso de consenso es también antidemocrático en otro sentido. No debemos olvidar en efecto que, contrariamente a lo que afirman los partidarios del «mercado político» (que postulan un elector que busca antes que nada maximizar racionalmente su interés a través de las elecciones), el voto es ante todo un modo de representación y de afirmación propia. Ahora bien, en un contexto en el que la sumersión progresiva de todo el espacio social en las clases medias tiende a vaciar las nociones de derecha y de izquierda de todo contenido sociológico, si el electorado tiene cada vez más el sentimiento de que ninguna alternativa le es ofrecida por parte de los partidos que se disputan el poder, es evidente que este electorado no podrá más que perder interés por un juego político que no le permite ya expresar, por medio del sufragio, una pertenencia o una afiliación. La salida de la «democracia de identificación» (Pierre Rosanvallon) contribuye entonces a un aumento de la abstención que desemboca en la anomia social. Se añade además la exclusión de los que, siendo socialmente marginados, ya no se sienten concernidos por el juego del poder. En todo caso, corremos gran riesgo de ver ponerse en marcha, no una sociedad pacificada por el «consenso» sino, por el contrario, una sociedad peligrosa y potencialmente beligerante donde no tendrá que sorprendernos ver volver con fuerza, y a veces bajo formas patológicas, otros modos de

afirmación identitaria (religiosa, étnica, nacional, etc.) que no resultarán de no se sabe qué deseo de «pureza peligrosa», sino que serán la consecuencia lógica del hecho de que, en lo sucesivo, ya no sea posible afirmarse como ciudadanos.

Sin embargo, es efectivamente en esta dirección en la que caminamos hoy día. Todo concurre: la multiplicación de los affairs y los escándalos, lo cual hace bascular a los políticos de la izquierda y la derecha hacia un mismo descrédito; el individualismo dominante que favorece la deserción cívica y el repliegue hacia la esfera privada; el contraste entre la desmesura de las ambiciones exhibidas y la insignificancia de los resultados obtenidos; la transformación del juego político en un espectáculo mediático donde el hacer-saber cuenta siempre más que el saber-hacer; la atonía del pensamiento y la anomia de lo social. A fin de cuentas, la clase políticomediática —la nueva clase— aparece como formada por profesionales cada vez más extraños a la sociedad «de abajo», y los partidos como máquinas de venta de productos electorales para único beneficio de sus dirigentes del momento. En otros términos, la vida política, si insistimos en analizarla en términos de mercado, se caracteriza por una oferta cada vez más reducida de cara a una demanda cada vez más indiferente y descontenta, puesto que está cada vez más desorientada.

Pero volvamos al reajuste. ¿De dónde proviene? Primero, por supuesto, de la acumulación de desengaños y desilusiones arrastradas que conlleva el hundimiento de las ideologías antaño hegemónicas, y de modelos sociohistóricos que han perdido hoy toda credibilidad. Este hundimiento, coronado por la implosión del sistema soviético, ha arruinado bastantes esperanzas y ha hecho creer equivocadamente en el «fin de las ideologías», es decir, en la desaparición de uno de los resortes más potentes del imaginario político. La decoloración resultante se ha llevado las referencias y ha borrado las diferencias.

Pero también ha extendido la idea de que una cantidad de fenómenos negativos

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dependen hoy en día de lo «ineluctable». En primer lugar, por supuesto, las «leyes» que presiden el funcionamiento de la economía mercantil en las sociedades modernas, a lo que hay que añadir el desarrollo incontrolado de las tecnologías que obedecen, únicamente, a su propia dinámica. Todos estos fenómenos han sido decretados inevitables porque hemos perdido el hábito de cuestionarnos sobre los fines, y porque nos hemos acostumbrado a la idea de que ya no es posible hacer prevalecer una decisión (lo que, efectivamente, es cada vez más el caso). De ello ha resultado una negación de la esencia misma de la política y su reducción al rango de una simple técnica de gestión administrativa. La ascensión de la tecnocracia, a la que más bien habría que llamar expertocracia, había ya abierto el camino. Su característica principal es hacer creer que las alternativas políticas sólo conciernen a una competencia técnico-racional, de tal forma que todo problema sólo puede tener una solución. Esta creencia es también antidemocrática, ya que para los expertos «el pluralismo siempre es el resultado, bien de un malentendido, bien de una falta de inteligencia: por un lado hay expertos que saben; por otro, individuos que no saben. Basta con que los segundos sean racionales y estén bien informados para que se adhieran a la opinión de los primeros».

Uno de los hechos más destacables desde este punto de vista es seguramente la creciente incapacidad de los Estados y de los gobiernos, tanto para controlar la evolución de la sociedad que depende hoy día esencialmente del desarrollo de las técnicas, como para reaccionar ante la internacionalización de los espacios nacionales, al acontecimiento de una economía planetaria, y al despliegue de los flujos mundiales de información. Ninguna estrategia nacional permite ya hacer frente a problemas tales como el crecimiento del paro, del trafico de drogas, de la precariedad o de la exclusión. Desposeído de sus medios de acción tradicionales por dominios que sobrepasan con mucho sus recursos, el Estado nación se ve cada vez más reducido a la gestión cotidiana de fenómenos que le superan, es decir, a un pilotaje manual y de corto alcance, mientras al mismo tiempo no

cesa de perfeccionar sus técnicas de represión y de control social.

A este respecto observa Sami Naïr: “La crisis del Estado del bienestar es primero una crisis del Estado nación incapaz de hacer frente al movimiento de internacionalización de los capitales. La estructura del mercado de capitales y, por ende, de las formas de competencia que de ella resultan, están hoy en día determinadas por los oligopolios extra-nacionales frente a los cuales el Estado nación tradicional no tiene apenas influencia; el mercado interior nacional está de principio a fin atravesado por estrategias oligopolísticas y el Estado está condenado a un dilema trágico que no puede resolver: o un proteccionismo drástico cuyas consecuencias económicas y sociales son muy inciertas, o una capitulación en toda regla ante los intereses de los grandes polos económicos internacionales.”

El problema es precisamente —y es todavía una de las causas de interferencia de la distinción derecha-izquierda— que la derecha y la izquierda han elegido, tanto la una como la otra, la capitulación. Por parte de la derecha, esto no es muy sorprendente ya que hace tiempo que escogió la alianza con el dinero y las clases que lo poseen. Bernard Charbonneau escribe: Es así que el amor por la patria, legitimando la protección de intereses económicos por parte del Estado, se convierte en su caricatura: el chovinismo y el mando de los mejores que justifica la arbitrariedad de los más ricos, ha hecho imposible distinguir entre una aristocracia viva y una supuesta «elite» que sólo el dinero designa.”

De esta forma, la derecha se condenaba ella misma, “[…] puesto que esos valores que la derecha reclama —prosigue Charbonneau— son precisamente los que le juzgan: ¡qué son las críticas que la izquierda hace a la derecha comparadas con las críticas que podría hacerse ella misma! Afirma la propiedad y, en beneficio de uno solo, el capitalismo desposee a millones de individuos realizando las primeras iniciativas de expropiación masiva de los tiempos modernos. Afirma la patria y, por la grandeza de una sola, el nacionalismo nutre una voluntad de poder que tiende a la destrucción

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de todas las patrias. Afirma la decisión y el carácter y, por la arbitrariedad de uno solo, ya sea monarca o patrón, transforma en siervos a todos los demás. Defiende la libertad pero tiende por todas partes al monopolio […]. Contra el materialismo marxista, se erige en campeona de la autoridad del espíritu, pero está al servicio de una clase social cuya actividad económica es su razón de ser […].”

Cuando no se ha agotado en los combates de la retaguardia, la derecha clásica ha estado siempre de hecho enfrentada a una contradicción insuperable. Por un lado, tenía que responder a las exigencias de rentabilidad, de competitividad y de modernización que eran vitales para sus intereses; por otro, para continuar gozando del apoyo de su electorado, tenía que aparentar encarnar los valores tradicionales (autoridad, patria, familia, etc.) que son, precisamente, las víctimas de la lógica de la mercancía y de lo que Jürgen Habermas ha denominado «colonización del mundo vivido» por los «sub-sistemas económico y administrativo».

Mientras el capitalismo se desarrollaba en el contexto de la nación, este dilema todavía podía ser superado. La modernización económica podía, en efecto, presentarse como un coadyuvante de la grandeza nacional y a veces incluso del nacionalismo conquistador. Ya no ocurre lo mismo en una época en la cual la economía-mundo se esfuerza en suprimir todas las singularidades locales que suponen un obstáculo para su avance o amenazan con ralentizar su expansión. En adelante, el capitalismo liberal no puede ya tener una «estrategia nacional»: el advenimiento de la economía mundializada le conduce a asignar como función principal del Estado la de acompañar la mundialización en curso mediante una legislación político- económica apropiada, combinada con nuevos procedimientos de control interior con el fin de desarmar cualquier forma de protesta social. En Francia se aprecia el resultado en la conversión de una gran parte de la esfera de influencia gaullista a este liberalismo que execraba el propio general de Gaulle —y que tiene como consecuencia la aparición, en los márgenes del abanico político, de movimientos de protesta social que hacen un

poco más profundo el abismo que separa a las planas mayores políticas de sus electores.

La derecha del dinero no posee convicciones de principio, sólo tiene intereses de principio. «He aquí por qué, entre otras cosas, se muestra tan magistral en su dominio de lo que se podría llamar el relativismo de las ideologías. Todas las representaciones pueden serle útiles a condición de que no contravengan su sistema de intereses.»

¿Y la izquierda? Pues bien, ha seguido la misma vía. Hace todavía una veintena de años se presentaba como un viejo zócalo republicano recubierto de sedimentos socialistas y comunistas, incluso libertarios. Este conjunto heterogéneo estaba más o menos unificado por una misma cultura política, por referencias ideológicas comunes y también —o al menos eso se decía comúnmente— por una cierta moral. Desde entonces, esa cultura política ha estallado. La clase obrera ha visto difuminarse su contorno. Desacreditada por el fracaso del «socialismo realmente existente », la corriente comunista no ha sobrevivido al hundimiento del bloque soviético. La corriente libertaria ya no es más que un arroyo subterráneo que se filtra aquí o allá. En cuanto a la corriente socialista, que era el componente principal de la izquierda, ha sido alcanzada de lleno por la crisis del Estado providencia.

El socialismo se pretendía una ideología emancipadora que permitía al hombre, más allá de todas las formas de dominación y de explotación social, recuperarse para sí, es decir, restituirse a sí mismo en toda su autenticidad. La realización de este objetivo suponía una transformación radical de la sociedad organizada por el capitalismo triunfante. Toda la historia del movimiento obrero ha girado en torno al debate relativo a la naturaleza de esta transformación y a cuáles eran los mejores medios para conseguir dicha transformación. Unos optaban por una ruptura violenta, otros por una evolución gradual. Los primeros sólo lograron poner en marcha dictaduras de un género nunca antes visto, mientras que los segundos fueron reducidos perpetuamente a aplazar para más tarde el resultado de sus esfuerzos, a falta de

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haber encontrado la puerta de salida del sistema capitalista o de haber podido asegurar la «recomposición social».

Era ya paradójico hacer del Estado el medio de realización de la emancipación de todos, ya que la característica principal del modelo estatalpaternalista es el de desposeer a los individuos de su autonomía a cambio de ciertas seguridades garantizadas. Hoy día, bajo el efecto del peso burocrático y las limitaciones fiscales, todos los modelos de intervención desde arriba se han hundido. Paralelamente, la devaluación masiva de la idea de progreso ha arruinado las representaciones optimistas de un futuro que se suponía coincidía automáticamente con el ideal emancipador.

Así, en el espacio de algunos años, todas las construcciones ideológicas de la izquierda se han debilitado o derrumbado. “Desde hace más de una década —escribe Sami Naïr— la crisis de las representaciones del futuro y la decadencia de los grandes relatos organizadores del futuro (socialismo, comunismo) no cesan de agravarse. Este proceso trae consigo desplazamientos culturales, políticos y sociológicos considerables; partes enteras del socialismo como visión se derrumban; asistimos a una desaparición progresiva de los valores clave de la izquierda; la noción de explotación desaparece del vocabulario polémico, la de igualdad es, en el mejor de los casos, balbuceada con compunción en la confrontación política. La impresión general es que el socialismo, desde hace tiempo en desbandada bajo su forma burocrática en los países del Este, está igualmente afectado por el raquitismo en su versión democrática.”

Añade Peter Glotz: “Desde que le hemos roto su concepto de progreso, y el humanismo del Siglo de las Luces se ha convertido en una noción universal, la izquierda está filosóficamente desorientada. Su teoría económica está mermada porque la crisis del marxismo, querámoslo o no, le ha despojado de su propia visión económica; hela aquí, además, bajo la amenaza de perder una antigua ventaja: la sólida organización de sindicatos y

partidos obreros. Se encuentra desorientada en la edad posmoderna.”

A su llegada al poder en 1981, la izquierda habría podido aprovechar la ocasión para recomponerse. Ocurrió lo contrario. No solamente el reinado de François Miterrand vio acelerarse la interferencia, sino que, además, la izquierda asimiló tan bien la «cultura del gobierno» que repentinamente redobló el esfuerzo y se adhirió a todo lo que denunciaba la víspera, sobreenriqueciéndose a manos llenas. A partir de 1982-83, la adopción de un nuevo rumbo económico confirma brutalmente este reajuste. Se abandona la crítica al capitalismo y con ello la idea de que el Estado, a falta de ser el motor de la economía, pueda al menos tener el derecho a observar al sector privado. Rehabilitación del beneficio, apología del mercado y de la «cultura de empresa», progresión superior de los rendimientos del capital superior a los del trabajo… el viraje es total. El resultado será el despegue de la bolsa, la corrupción a todos los niveles y la promoción de Bernard Tapie al rango de modelo de «ganador».

En 1979, François Mitterand y sus amigos presentan en el congreso del partido socialista de Metz una ponencia afirmando que «el rigor económico, en el sentido en que lo entienden los dueños del poder, constituye una formidable mentira». En 1992, el proyecto socialista titulado «un nuevo horizonte» declara: «Sí, pensamos que la economía de mercado constituye el medio de producción y de intercambio más eficaz. No, ya no creemos en una ruptura con el capitalismo». Midamos ahora la evolución acaecida. Es ésta la que permitió a Michel Rocard redefinir el socialismo como una «especie de capitalismo temperado» (sic). Atestiguan esta convergencia las respuestas a las preguntas formuladas regularmente a los franceses por Sofres para saber cuáles son los términos que evocan para ellos algo positivo o negativo. En noviembre de 1989, uno de estos sondeos permite constatar que la palabra «liberalismo» obtiene ahora un 59% de opiniones positivas entre los simpatizantes socialistas, mientras que una mayoría de los electores de UDF juzgan favorablemente la palabra «socialdemocracia». Entre abril de 1981 y octubre de 1990, siendo

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Jefe de Estado François Mitterand, los términos que más aumentan en apreciaciones positivas entre la opinión pública son «beneficio», «capitalismo» y «participación»; los que más pierden, «socialismo», «sindicatos» y «nacionalizaciones». En 1992, Roland Cayrol concluye: «respecto al liberalismo, la competencia, la participación y el beneficio, la tendencia a la convergencia es la ley de la década.»

La derecha ya había sido corrompida por la riqueza; la izquierda fue corrompida por el poder. La derecha aliada con el dinero ha contribuido más que la izquierda a destruir los valores que pretendía conservar. La izquierda aliada con el dinero ha impedido más que la derecha el advenimiento de la nueva sociedad que quería poner en marcha. En resumen, la izquierda ha perdido sus principios frente a una derecha que nunca se ha preocupado demasiado por respetar los suyos, confirmando así la declaración de Bernard Charbonneau: “Describir la evolución de la izquierda y de la derecha es trazar la curva de su traición a sí mismas. Cómo el valor vivo se ha esclerosado inmediatamente en la idea, cómo el furor de la lucha ha hecho progresivamente deformar la idea en mentira justificadora; y cómo, animados por la misma ansia de poder, servidos por los mismos medios, unas ideologías diferentes han terminado por confundirse en el mismo caos: he aquí su historia.”

La derecha ha perdido a su principal enemigo: el comunismo. La izquierda ha elegido transigir con el suyo: el capitalismo. El resultado es que la derecha ya no puede movilizar a su electorado denunciando el «peligro colectivista», mientras que la izquierda ya no puede unir a los suyos proponiéndoles «cambiar de sociedad». Sin embargo, esto no les impide intentar reanimar peleas obsoletas periódicamente. Pero los mitos simétricos del anticomunismo y del antifascismo, evocaciones polémicas de una época hoy día pasada, no pueden servir eternamente para ahorrar una reflexión profunda ni para esconder el vacío de ideas. Un día u otro habrá que reformular las identidades.

Por ahora estamos todavía lejos. Mientras que la derecha populista se procura una identidad de recambio gracias al debate sobre la inmigración —es decir, en último término, gracias a los inmigrantes—, la izquierda se agota en «renovaciones» y «refundaciones» diversas, o bien busca reconstituirse en los márgenes de la vida pública en base a los temas de la ayuda a las minorías, la solidaridad con los más desprovistos y la lucha contra la exclusión. Por muy simpáticos que puedan ser —y suponiendo que responden a una voluntad de altruismo vivido auténtico, y no a una simple necesidad de buena conciencia o de comodidad moral—, tales objetivos son también desgraciadamente una confesión de fracaso. Remplazar los criterios ideológicos por criterios puramente morales, reducir la acción militante a la ayuda de urgencia a los heridos del cambio, y la justicia a una versión profana de esta cáritas que los teólogos de la Edad Media definían como una forma de amor no sensual, vuelve a ser sólo un intento por corregir los defectos o los excesos de una sociedad que somos incapaces de cambiar que, finalmente, redunda en su fortalecimiento. Si la izquierda ataca solamente a las consecuencias de la disolución del vínculo social, convirtiéndose así en comparsa de la mejor tradición del paternalismo que otrora denunciaba, es que es incapaz de actuar sobre las causas. Ahora bien, en política actuar es construir y no solamente reparar. Reanimar el vínculo social implica, en primer lugar, la creación de nuevos espacios públicos donde formas activas de ciudadanía puedan manifestarse.

La división derecha-izquierda ha nacido de la modernidad y desaparece con ella. Desde hace dos siglos, siempre ha habido una derecha y una izquierda, pero sus contenidos han cambiado continuamente. No hay ni derecha metafísica ni izquierda absoluta, sino sólo posiciones relativas y sistemas de relaciones variables que se componen y recomponen constantemente; no se puede, si se quiere comprenderlas, abstraerlas de su contexto. «En cada época, ciertos enfrentamiento desaparecen o pierden importancia, mientras que otros que parecían

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secundarios pasan de repente a ocupar el primer plano.»

Globalmente hablando, la derecha ha tenido sus cualidades como la izquierda ha tenido las suyas. También han tenido sus defectos. En la izquierda: universalismo igualitario, economicismo, creencia en el progreso, moralismo social. En la derecha: autoritarismo, conspiracionismo, orden moral, mentalidad obsidional y restauracionista, pereza intelectual, concepción esencialista-fetichista de la identidad, fobias diversas, como tantas otras formas de resentimiento o de sobreinversión narcisista.

Hoy, la derecha en todas sus variantes no tiene visiblemente nada más que decir. O interpreta deliberadamente un papel de vanguardia en el desarrollo del turbocapitalismo, indiferente al hecho de que la lógica de mercado liquida todos los valores que pretende suyos, o se instala sobre posiciones nacionalistas-jacobinas arcaicas, o se coloca claramente como coche escoba de los años treinta. Pero, igualmente, la izquierda se enfrenta a una profunda crisis de identidad. En noviembre de 1999, el mismo Lionel Jospin declaraba que el socialismo ya no existe, ni como «sistema doctrinal» ni «como sistema de producción, habiéndose demostrado incontestable la superioridad del mercado sobre la planificación». Falta saber si el socialismo se reduce a la «planificación». Por supuesto que siempre se puede considerar al socialismo (o a cualquier otra doctrina) de dos formas: como tipo ideal sobre la base de una definición, o de manera empírica, como realidad histórica efectivamente observada. Los dos métodos se complementan. De hecho, el socialismo no tiene necesariamente como meta crear una sociedad de iguales, sino más bien una sociedad que garantice a cada uno el desarrollo de su personalidad en el seno de la sociedad global, objetivo que puede ciertamente implicar la reducción de ciertas desigualdades, pero que no se confunde con ella. El verdadero socialismo es aquel que se funda sobre la solidaridad y la reciprocidad. Es la doctrina que quiere basar el bien social sobre valores compartidos e independencias vividas, que lucha contra la alienación o la heteronomía, es decir, contra la apropiación de

uno mismo por otros. Así como a la justicia social, puede orientarse también a la autenticidad y, en consecuencia, a la identidad.

En la medida en que el liberalismo, que era en su origen una ideología de izquierdas, se ha convertido hoy en una práctica de derechas, en la medida en que el socialismo, que era en su origen un ideal de emancipación, se ha convertido hoy día en una práctica de gestión de un modelo social sobrealienante, se plantea la cuestión de saber dónde situarse. Crítica del comunismo y de los valores mercantiles, respeto a las identidades colectivas y las especificidades culturales, creación de espacios de socialidad orgánica, de autonomía y de ciudadanía popular, respeto al pluralismo, rechazo del individualismo, puesta en marcha de estructuras de solidaridad, defensa del medioambiente: ¿qué familia política está mejor situada para cumplir semejante programa?

Lo que convierte en obsoleta la distinción derecha-izquierda hoy día no es solamente el hecho de que, desde hace una quincena de años, la izquierda no ha cesado de «derechizarse» en materia económica, mientras que la derecha se «izquierdizaba» en materia cultural y de costumbres, dando así lugar a un vasto centro moderado donde se funden corrientes que hasta ayer se oponían —ya que el centro no puede él sólo borrar el contraste con respecto a los polos que le rodean—, sino que es también la presencia de un «tercero transversal» a todos los campos. Ya se trate de la guerra del Golfo, de la agresión contra Serbia por parte de las fuerzas de la OTAN, de las negociaciones en el marco de la Organización Mundial del Comercio (OMC), de la reunificación de Alemania y de sus consecuencias, del debate sobre la construcción europea y la moneda única, de las controversias en relación a las identidades culturales o las biotecnologías, todos los debates que han tenido lugar en estos últimos años han producido divisiones irreductibles a las separaciones tradicionales. Las líneas de fractura son ahora transversales: pasan tanto por el interior de la derecha como por el interior de la izquierda. Dibujan de ahora en adelante nuevas distinciones.

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La desaparición de la división derecha-izquierda no quiere, en efecto, decir que todas las distinciones políticas vayan a desaparecer, sino únicamente que esta distinción, tal y como la hemos conocido hasta un tiempo reciente, ha perdido lo esencial de su significado. Reflejo de una época que concluye, su tiempo pasó. Pero habrá nuevas distinciones. Vemos ya esbozarse fronteras inéditas, ya sea alrededor de la posmodernidad, del lugar del trabajo remunerado, de Europa y las regiones, de las identidades culturales, del productivismo o del medioambiente. Estos debates no han dado lugar todavía a verdaderas reclasificaciones, pero nos encontramos sin duda alguna ante el principio de un proceso de recomposición de larga duración.

Veremos entonces que nociones que se consideraban contradictorias eran de hecho complementarias. Todo el mundo conoce el célebre apóstrofe de Ortega y Gasset: «ser de derechas o de izquierdas es elegir unas de las innumerables maneras que se le ofrecen al hombre de ser un imbécil; ambas, en efecto, son formas de hemiplejía moral.» Bernard Charbonneau decía a su vez: «Somos seguidores de Maurras o de Marx, igual que ciertos insectos conservan un ojo ciego en la noche de los abismos». Y añadía: «La discusión de principios entre la derecha y la izquierda es absurda, porque sus valores se complementan […] La libertad en sí misma o el orden en sí mismo no pueden ser más que la mentira que disimula la tiranía, y el caos. La verdad no está a la derecha ni a la izquierda, tampoco está en el punto medio exacto, está contenida en la tensión de sus exigencias extremas. Y si un día tienen que encontrarse, no será en la negación, sino yendo al límite de ellas mismas». Y para concluir: «por fin ha llegado para nosotros el momento de rechazar a la vez la derecha y la izquierda con el fin de reconciliar en nosotros la tensión de sus aspiraciones fundamentales».

Sobre la distinción derecha-izquierda, Jean Baudrillard escribía recientemente: «Si un día la imaginación política, la exigencia y la voluntad políticas tienen una oportunidad de volver a cobrar actualidad, será, lo más seguro, únicamente sobre las base de la abolición

radical de esta distinción fosilizada que se ha anulado ella misma y devaluado con el curso de las décadas, y que sólo se sostiene por la complicidad en la corrupción». Dejar atrás esta diferenciación, no es situarse «ni a la derecha ni a la izquierda», lo que no quiere decir gran cosa, sino más bien «a la derecha y a la izquierda». Podría ser una forma de dejar de ser hemipléjico o de dejar de ser tuerto. Las ideas no valen por la etiqueta que les pongamos encima. Más que las ideas de derecha o de izquierda, lo único que cuenta es defender las ideas justas.

© Extracto del libro titulado Más allá de la derecha y de la izquierda. El pensamiento político que rompe esquemas. Alain de Benoist. Antología a cargo de Javier Ruiz Portella. Ed. Áltera, Madrid, 2005. www.altera.net.