luces de hollywood - horace mccoy

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Novela negra del escritor y guionista Horace Mccoy.

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La novela negra se ocupa,esencialmente, de la violencia. Loque no quiere necesariamente decirasesinatos, violaciones, atracos: laviolencia que ejerce el sistemacontra el individuo es mucho mássutil y, también, mucho másterrorífica, porque no cabe buscarculpables ni lamentarse en nombrede la siempre hipotética justicia. Laviolencia está ahí: en Hollywood,donde centenares de extrasesperan el golpe de suerte que lesllevará a la fama, al indispensabletriunfo. Y el camino está sembradode caídos.

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La escritura de McCoy tiene laeficacia de un mazazo o de unadescarga eléctrica: no hay descansopara el lector. Sin embargo, su totalfalta de compasión hacia el génerohumano le otorga la luminosidad deun santo. Panorama

En un estilo despojado, en el quetiene gran importancia el diálogo,relata con verismo que llega a lacrudeza la degradación en el mundocinematográfico. La Nación

McCoy arranca el hampa de los

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suburbios y los sucios hoteles paraconvertirla en una atmósfera, en unámbito total, sin localizaciones.Periscopio

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Horace McCoy

Luces deHollywood

ePub r1.0

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Titivillus 24.09.15

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Título original: I should have stayedhomeHorace McCoy, 1938Traducción: Rodolfo Walsh

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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PRIMERA PARTE

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1

Sentado, sentado, sentado: estuvesentado desde que volví del tribunal,solo, sin amigos y asustado en la ciudadmás aterradora del mundo,contemplando por la ventana esaharapienta palmera de la plazoleta,pensando Mona, Mona, Mona,preguntándome ¿qué haré sin ella?, ¿quéharé sin vos? Y de pronto era de noche(nada de púrpura ni malva), profundaoscura noche, y me levanté y salí acaminar, sin ir a ninguna parte, nada másque a caminar, para salir de la casadonde viví con Mona y donde su olorperduraba todavía. Hacía horas que

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quería salir, pero el sol me mantuvoadentro. Tenía miedo del sol, no por elcalor, sino por el efecto que podíaproducir en mi cabeza. Sintiéndomecomo me sentía, solo y sin amigos, conun futuro muy negro, no quise salir a lacalle y ver lo que el sol podíamostrarme: un pueblo vulgar lleno denegocios vulgares y gente vulgar, igualal que dejé, idéntico a millares depueblos en todo el país: no era miHollywood, no era el Hollywood de losdiarios y las revistas. Eso era lo que measustaba, no quería ver nada que mehiciera lamentar haberme ido de casa, ypor eso aguardé la oscuridad, la noche.Porque es entonces cuando Hollywood

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se vuelve realmente exótico ymisterioso, y uno se alegra de estar ahí,donde a cada momento ocurre unmilagro, donde uno es desconocido ypobre, y al día siguiente se vuelve rico yfamoso…

Caminé por la calle Vine hacia elnorte, hasta el Boulevard Hollywood,cruzando Sunset, pasé por el cine al airelibre donde solía estar la viejaParamount, viendo muchachas ymuchachos uniformados queacomodaban a los automóviles, viendotambién en la imaginación la sonrisairónica de Wallace Reid y Valentino ytodos los astros de los viejos tiemposque trabajaron aquí mismo y que ahora

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contemplaban con lástima a esas chicasy chicos que hacían en Hollywood elmismo trabajo que podrían estarhaciendo en Waxahachie, Evanston oAlbany; pensando que para hacer eso, novalía la pena venir.

THE BROWN DERBY, decía elletrero. Crucé la calle, no queriendopasar frente a él, porque detestaba ellugar y sus celebridades (por el solohecho de ser celebridades, y yo no),odiaba a la gente parada a la puerta consus cuadernos de autógrafos y pensaba:algún día se pelearán por mi autógrafo,pero extrañaba terriblemente a Mona,más aún que antes, porque al pasar porese sitio lleno de astros de cine quise

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más que nunca ser un astro de cine, ycomprendí lo imposible que era llegar aserlo, solo, sin ayuda de Mona.

Estoy solo por culpa de Dorothy,pensé. Esa mechera tiene toda la culpa.Dorothy, toda la culpa. Debí sujetar aMona, cuando se paró de un salto en eljuzgado. Debí adivinar en su cara lo queiba a suceder.

Mona y yo fuimos al juzgado paradarle apoyo moral a Dorothy. Ellatambién había venido para hacersefamosa en Hollywood, pero se habíaconvertido en una famosa ladrona detiendas. Sabíamos que no la iba a sacarde arriba, pero pensamos que el juez noiba a darle más de noventa días, seis

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meses cuando mucho. Y en vez de eso,la condenó a tres años en la cárcel demujeres de Tehachapi. No hizo más quepronunciar la sentencia, y ya Mona sehabía parado y le gritaba; Hijo de puta,administrando justicia desde ahí arriba,y que por qué no la condenaba a lahorca. Me quedé tan asombrado que nohice más que abrir la boca. El juez hizotraer a Mona y le dijo que iba acondenarla a treinta días si no pedíadisculpas, y cuando ella le dijo lo quepodía hacer con esos treinta días, lacondenó a sesenta.

Después, cuando se levantó lasesión, fui a ver al juez y le supliqué quesoltara a Mona, pero no tuve suerte.

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Y por eso estaba solo. Dorothy teníatoda la culpa. Si yo hubiera imaginadolo que iba a pasar, no la dejaba ir aMona. Toda la culpa es de Dorothy,pensé, maldiciéndola mentalmente conlos peores insultos, con las palabras másroñosas que los pibes de la viejapandilla solían gritarles a las mujeresblancas que pasaban por el barrio rumboa los burdeles negros donde trabajaban.Eso, eso es lo que sos, Dorothy, repetíamientras llegaba por Vine al Boulevard,sintiéndome desgraciado y solo,sintiéndome peor que cuando el expresomató a mi perro, pero diciéndome envoz muy baja que aun así, estaba mejorque los tipos con los que me crié en

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Georgia, que ahora estaban casados ycon hijos, trabajaban y cobraban unsueldo y seguían haciendo la mismavieja cosa del mismo viejo modo, yseguirían haciéndola para siempre.Nunca tendrían una diversión, unaaventura, nunca les llegaría la fama; erancomo plantas en el desierto que vivíanun tiempo y después se morían, seconvertían en polvo y era como si nuncahubieran existido. «Aún así» me dije«estoy mejor que ellos», y eso me hizosentir bien sin aliviar, de ningún modo,la tristeza y la soledad que tambiénsentía.

Gary Cooper y Clark Gable ymuchos otros pasaron por lo que yo

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estoy pasando, pensé, y si ellosaguantaron, yo también puedo. Algúndía…

Allá adelante, sobre la tiendaNewberry, se encendía y se apagaba ungran letrero de neón. Era un mapa de losEstados Unidos donde se repetían estaspalabras: «TODOS LOS CAMINOSCONDUCEN A HOOLLYWOOD — Y a laPausa que Refresca, TODOS LOSCAMINOS CONDUCEN A HOOLLYWOOD— Y a la Pausa que Refresca, TODOSLOS CAMINOS CONDUCEN AHOOLLYWOOD — ».

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2No recuerdo en qué momento volví

al bungalow. Era tarde, después demedianoche. Todas las calles lateralesestaban desiertas, y las casitas quietas,calladas y oscuras. Muy poco bochincheen este barrio de Hollywood, parecido ala zona residencial de cualquier ciudaddespués de medianoche. Aquí vivían losque se iniciaban en el cine; después,poco a poco, iban mudándose endirección al oeste, a Beverly Hills, laTierra Prometida.

Un hombre me estaba esperando,

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sentado en los escalones del bungalow.No había mucha luz y sólo pude ver susilueta. Al acercarme, se paró.

—Buenas noches —dijo.Pensé que se habría equivocado de

casa.—Me costó encontrarlo —dijo.Entonces, temblando de nuevo, lo

reconocí. Era el juez que habíacondenado a Dorothy y Mona, el juezBoggess.

—Oh, buenas noches, señor —contesté, preguntándome cómo me habíaencontrado y qué querría.

—¿No podemos entrar? —dijo alver que yo seguía callado.

Lo hice pasar al living-room y

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encendí la luz. Se quitó el sombrero,miró alrededor y se sentó en el sofá.Recogió un ejemplar del Daily News deOklahoma, que estaba allí, y le echó unvistazo.

—¿Usted es de Oklahoma City?—No, señor. Mona es de allí. De un

pueblito cerca de Oklahoma City.—¿Y dónde vive ahora?—Aquí.—¿Aquí?—Sí, señor.—¿Y la otra muchacha también vive

aquí? ¿Dorothy?—Vivía enfrente —dije señalando a

través de la oscura ventana un bungalowdel otro lado de la placita con su astrosa

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palmera.—Es una pena lo de Dorothy.—Sí, señor.—Bueno —dijo, dejando el

periódico y mirándome pensativo—. Leexplicaré por qué vine. Estuve pensandoen lo que usted me dijo esta tarde en mioficina, sobre Mona. Tal vez estuve unpoco severo con ella…

—Oh, merecía un castigo despuésdel escándalo que hizo —dije—. Ustedno podía hacer otra cosa, con toda esagente ahí. Imagínese, que cada unopudiera decir lo que se le antoja ante untribunal. Mona debió disculparse cuandousted le dio esa oportunidad.

—Exactamente —asintió—. No

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quiero dejar a esa chica en la cárcel niobstruir su carrera artística. Por otrolado, no puedo soltarla a menos que déalgún indicio de estar arrepentida por loque hizo. Y lo que dijo.

Comprendí perfectamente.—Creo que usted tiene razón —dije

—. Tal vez si yo fuera a hablar conella…

Negó con la cabeza.—No creo que eso funcione. No

creo que dé el brazo a torcer, ante ustedo ante nadie. Qué le parece si…Supongamos que usted escribiera unacarta pidiendo disculpas, y la firmaracon el nombre de ella. Comprendo queno es demasiado ético, pero quiero

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hacerle un favor a esa muchacha, y ésees el único camino. No me importaincurrir en alguna violación a la ética,cuando es el único modo de servir a lajusticia, y esa carta me cubriría lasespaldas. Si ella significa tanto parausted como usted dice…

—Es muy importante, señor juez —respondí—. Es la única amiga que tengoen la ciudad. Con mucho gusto escribiréla carta, pero ¿qué digo?

—Busque un papel y un lápiz. Yo ledictaré.

—Sí, señor juez. Esto es muy noblede su parte —dije, y fui al escritorio abuscar lápiz y papel.

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3

Alrededor de las tres de lamadrugada soltaron a Mona. Yo estabaesperándola en la oficina del alcaidecuando la trajo un llavero. Estaba máspálida que de costumbre.

—Hola, Mona —dije.—¿A qué se debe esto? —preguntó.—Le conmutaron la pena —dijo el

alcaide—. El juez se la redujo a docehoras.

—Muy amable, ese viejo hijo deputa.

—Más respeto —dijo el alcaide, y

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dirigiéndose a mí—. Llévese a estaatorranta.

—Vamos, Mona, vamos —dijetomándola del brazo, antes que semetiera en otro merengue.

La saqué a la calle.—¿Qué paso? —dijo.—¿Me preguntás a mí? Yo no sé.—Y entonces, ¿qué hacés aquí? No

vas a decirme que llegaste por puracoincidencia —dijo sarcásticamente—.¿Cómo fue?

—Te digo que no sé. Al juez se leocurrió soltarte. Tal vez no sea taninsensible como vos pensabas.

—No me cuentes. Ese viejo hijo deputa tiene un corazón más duro que este

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adoquín.—Bueno, ya que insistís, estuve en

su casa y hablé con él.Abrí la puerta de su vieja cafetera,

la ayudé a subir, fui del otro lado y mesenté al volante.

—Gracias —dijo ella.Tomamos por Broadway en

dirección a Sunset.—¿Recibiste una carta de casa esta

tarde? —preguntó, señalando el medidorde nafta que indicaba un tanque casilleno—. Esta mañana estabas en la vía.

—Me encontré con Abie en elmercado. Le pedí un dólar.

—¿Recibiste algún llamado hoy?—No.

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—¿Y yo?—Tampoco.Miró por la ventanilla, en dirección

a la calle Olvera. Adiviné lo que estabapensando.

—Hay veinte mil extras más en estaciudad. Nadie puede trabajar todo eltiempo.

—Vida del carajo, ¿no? —dijomirándome, meneando lentamente lacabeza.

—Yo creo que es maravillosa —respondí—. Algún día nos acordaremosde esto y diremos: «qué tiemposaquéllos». Tendremos mucho para contara los cronistas de cine cuando seamosfamosos —dije doblando por Broadway

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a Sunset, en dirección a Hollywood…

4

A la mañana siguiente estabapreparando café en la cocina cuandoentró Mona con un periódico.

—¿Viste esto?—Todavía no.—Mirá. Aquí —dijo mostrándome

el diario, señalando con el dedo unanoticia de la primera página, segundasección.

BOGGESS EXCARCELA ACTRIZ DE CINE

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CONDENADA POR DESACATO

Mona Matthews, extra cinematográfica de26 años, que ayer fue condenada a sesenta díasde prisión por desacato al juez Emil Boggess,salió en libertad esta madrugada después decumplir solamente doce horas. Es la muchachaque causó sensación en el tribunal cuandoDorothy Trotter, también extra de cine, fuecondenada a tres años de cárcel tras declararseculpable de hurto mayor. La Matthews injurió agritos al juez por condenar a su amiga.

La señorita Matthews salió en libertaddespués de escribir una carta de disculpa al juezBoggess.

«El caso está concluido en lo que a míconcierne» dijo el juez Boggess. «No quieromantener presa a la muchacha con el soloobjeto de castigarla. Comprendo que actuóimpulsada por la cólera del momento, y notenía el menor deseo de encarcelarla, pero no

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me quedaba otro camino para afirmar ladignidad y equidad de la magistratura».

De este modo el juez Boggess ha vuelto ademostrar por qué sus amigos lo llaman elGran Humanitario.

Terminé de leer, la miré.—Yo creía que fuiste a su casa y

hablaste con él. ¿A quién se le ocurrióesa carta de disculpa?

—Espera un momento, Mona…—Fue él quien inventó esa historia

de la carta, ¿no?—Bueno, mirá…—Claro que fue él. «El Gran

Humanitario». Mierda.—Lo estás interpretando mal —dije.—Mal, un carajo. ¿Vos pensás que

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me hizo un favor? Quiere ser reelegido,y con esta historia gana votos. Lostarados que leen el diario creeránrealmente que es un tipo con conciencia.«El Gran Humanitario».

—¿Y a vos qué te importa, si salisteen libertad?

—Preferiría seguir en la cárcel,antes que ayudar a reelegir a esecrápula. Dios me libre, si yo fuera tanconfiada como vos —agregó mirándomey moviendo la cabeza.

—¿Hay alguien? —gritó una vozdesde el living-room.

En seguida un tipo joven, de mi edadmás o menos, entró en la cocina. Yonunca lo había visto.

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—¡Hola! —exclamó al ver a Mona—. Bienvenida. ¿Cómo te trató lagayola?

—Sam… —dijo Mona arrojándosea sus brazos abiertos.

Se estrecharon sin besarse y despuésretrocedieron, mirándose.

—Pero mirá vos, qué aire tanpróspero —dijo ella palpando la tela desu saco.

—¿Viste? —respondió Sam,sonriendo—. ¿No te dije hace un añoque iba a ser uno de los tipos mejorvestidos de esta ciudad?

—Te estás acercando —dijo Mona—. Se te ve regio.

—Bueno, a vos también, teniendo en

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cuenta que recién salís de la jaula —dijo Sam volviendo a sonreír.

Mona me miró.—Éste es Ralph Carston —dijo—.

Sam Lally.Nos dimos la mano. Instintivamente

me desagradó. Esto pasa por dejarsiempre la puerta de calle abierta,pensé.

—Hola, Ralph —dijo muyamistosamente—. Yo solía hacer eso…

—¿Qué cosa?—Cocinero jefe y lavacopas de

Mona. ¿Él también duerme en el sofá?—le preguntó a Mona.

Ella asintió con la cabeza,mirándome de reojo.

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—Es increíble cómo Mona recoge atipos desahuciados —me dijo Sam—.En una época…

—Vamos al otro cuarto —dijo ella,tomándolo del brazo.

Seguí haciendo el café hasta que oícerrarse la puerta de la cocina, yentonces comprendí que Mona debíasentirse culpable de algo, porque de locontrario no hubiera hecho eso. ¡Que sevayan al diablo!, pensé, apagando elgas. Salí por la puerta de servicio ydoblé la esquina en dirección almercado.

Cuando volví Lally se había ido yMona estaba en la cocina.

—No tenés que hacerle caso a Sam

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—dijo.—¿A qué te referís? —le pregunté

—. No le hice el menor caso. Nunca lehago caso a la gente que no me gusta.

—Bueno, basta. Ya vi que estabasofendido. Pusiste una cara…

—No hay nada como conocer al tipoque dormía en tu cama —dije—.¿Cuándo fue eso?

—Hace seis meses. No había nadaentre nosotros. No más de lo que hayentre vos y yo. No hice más que darle unimpulso.

—Parece que anda en la buena. Esetraje debe costar cien dólares.

—Ciento cincuenta. ¿Sabés lo queestá haciendo?

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—El nombre me suena —dije—,pero no me interesó lo bastante parapreocuparme.

—La señora Smithers —dijo—.¿Oíste hablar de la señora Smithers?

Claro que había oído hablar de laseñora Smithers. Su nombre aparecíatodos los días en la columna de cine. Sumarido le dejó mucha plata al morir.Ella vino a Hollywood y empezó afigurar en la crónica social.

—Sí —dije.—Eso es lo que hace Sam. Vive con

ella. De ahí saca todas esas pilchas.Ahora me acordé. Sam Lally. Cada

vez que aparecía en el diario el nombrede ella, aparecía el de él.

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—No sabía que estuvieran viviendojuntos.

—Ella insistió. En seis mesesacabará con él. Es una ninfómana, sabés.

—¿Una qué?—Ninfómana. Nunca le alcanza.Saqué las tostadas del gas.—Esta noche la vas a conocer.—¿La voy a conocer? ¿Y cómo?—Da una fiesta y nos invitó. Por eso

vino Sam. Ella quiere conocer a la chicaque puteó al juez Boggess.

—Pero a mí no me quiere conocer—dije—. Yo no puteé al juez Boggess.

Mona se rió.—Ya sé que no, pero le expliqué a

Sam que sin vos, no voy. Él le habló por

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teléfono, y ella dijo que encantada, quevengas vos también.

—Pero —dije, pensando en losciento cincuenta dólares del traje deLally— no tengo ropa.

—Ponéte el traje azul. Aquí tenésuna oportunidad para ver de cerca unaauténtica fiesta de Hollywood. Yo no mela perdería por nada del mundo.

—Mirá, creo que habrá tiempo parafiestas cuando seamos estrellas.

—A la fiesta de esta noche va todoHollywood: productores, directores,actores, y quién te dice que alguno no sefije en vos. ¿O pensás que yo voy nadamás que por ir a una fiesta?

—No sé…

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—Enteráte, entonces. Nadie va porir a una fiesta ni a divertirse, como en elpueblo. La gente en Hollywood va a unafiesta para ver lo que puede conseguir. Alo mejor es la chance que estamosesperando.

—De todas maneras, no quiero ir.Vos sabés cómo me hincha esa genteimportante. Sabés cómo odio el BrownDerby y todos esos lugares.

5

La señora Smithers vivía en BeverlyHills, en una de esas calles curvas y

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anchas, en una casa casi oculta por laspalmeras. Tuvimos que estacionar a doscuadras, porque había dos filas deautomóviles frente a la casa.

—Seguro que te quemo —le dije aMona mientras nos acercábamos a lacasa—. No tengo la menor idea de loque hay que decir en estas reuniones.

—No pensés en vos —dijo ella—.Acordáte que casi todos los que van aestar aquí, alguna vez estuvieron en lamisma situación que nosotros.

El primer tipo que vimos al entrarfue Sam Lally. Tenía un smoking que lecalzaba como un guante. Se acercósonriendo y nos dio la mano. Me sentíamás nervioso que nunca, y empezaba a

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fastidiarme. Había mucha gente en elliving-room, y la mayoría de loshombres andaban de smoking.

—Bueno, bueno, bueno —dijo Lally—, hola, hola, hola. Me alegro deverlos.

Cualquiera hubiera dicho que estehijo de puta era el dueño de casa, en vezde ser un cafisho.

—Hola —dije.—Ethel —gritó Lally, y una mujer

corpulenta vestida de terciopelo púrpurase nos acercó—. Señora Smithers, lepresentó a Mona Matthews y a… —memiró, tratando de acordarse el nombre.

Cabrón, pensé.—Carston —dije—. Ralph Carston.

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—Me alegro tanto de verte, querida—dijo la señora Smithers estrechando lamano de Mona, sin soltarla—. Y a ustedtambién… Ralph —agregó,agarrándome el brazo con la otra mano ymirando sonriente primero a Mona ydespués a mí—. ¿No les parece raro quehaya mandado a Sammy para invitarlos ami fiesta?

—Por supuesto que no, señoraSmithers —dijo Mona—. Nos sentimosmuy halagados.

—En realidad —dijo la señoraSmithers—, Sam me ha hablado muchode vos. Sos una persona muy bondadosa.

Volvió a mirarme, y me parecióadivinar lo que pensaba: que Mona

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estaba haciendo por mí lo mismo queantes había hecho por Sam. Bueno,pensé, por lo menos no me paga la ropa,como usted a Sam.

—Vení querida —dijo la señoraSmithers llevándonos al living-room,que era cuatro escalones más bajo que elhall. Al llegar al borde de los escalonesse paró y golpeó las manos.

—¡Atención! —dijo—. ¡Atencióntodo el mundo!

Todos se callaron y la miraron.—Quiero que todos ustedes, gente

famosa, conozcan a una auténticacelebridad. Ésta es Mona Matthews… yRalph Carston, su acompañante. Ustedesrecordarán que Mona es la muchacha

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que apareció ayer en los titulares de losdiarios por nombrarle la madre a uno denuestros más distinguidos jueces, enpresencia de todo el tribunal. Aconsecuencia de lo cual, quiero agregar,pasó algunas horas en la cárcel pordesacato…

—Hola, Mona —gritó alguien desdeel fondo del salón, cerca del piano—.Yo también soy un expresidiario.

—Somos todos naipes del mismopalo —agregó otro.

Una mujer sentada al piano empezó atocar La Canción del Preso, y en unmomento todos se largaron a cantar.

—Bueno, querida, ahora andá adivertirte —dijo la señora Smithers,

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alejándose hacia la puerta delantera. Lagente que estaba en el salón empezó ahacer chistes sobre Mona al compás deLa Canción del Preso, y yo la miré,sintiéndome un poco mejor porque vique la mayoría estaban borrachos y nose fijaban en mi ropa. Mona sonreía.

—Este es un gran momento en mivida —me dijo al oído.

—Pero casi todos están borrachos—dije.

—Igual son famosos —contestó.Se acercaron riendo tres o cuatro

muchachas, tomaron a Mona del brazo yla llevaron al salón. Yo me quedé ahí unsegundo, y después di media vuelta y mefui para la puerta de calle, porque no

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sabía qué hacer. Seguía entrando gente.Reconocí a Grace Briscoe, la granactriz, que saludaba a la señora Smithersy a Sam. Al pasar por el hall de entrada,se paró junto a una mesa donde había unhombre sentado y le dio un billete dediez dólares. Él le dio las gracias y loguardó en una caja de lata.

Qué raro, pensé, que a uno le invitena una fiesta y después le cobren. Anosotros no nos habían cobrado.

—¿Dónde está tu copa? —dijo Lallyacercándose.

—No tengo —dije.—Sam —dijo la señora Smithers—,

conseguíle un trago a Ralph. Vamos asalir al patio.

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Me llevó al patio, donde estaba lapileta de natación. Era una gran pileta demosaicos, y tenía luces azules y ámbarbajo el agua. Algunos invitadosnadaban.

—Esto es hermoso —dije.—¿Le gusta?—Claro que sí. Le agradezco que me

haya invitado. Yo no quería venir.—No está arrepentido, supongo.—No, señora.—¿No quiere nadar?Sacudí la cabeza.—No, señora, gracias. No tengo

trajes de baño.—Eso no importa. Mire —dijo,

riéndose y señalando a la gente en la

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pileta. Una muchacha estaba sentada alborde, completamente desnuda—. No vaa privarse de nadar por unainsignificancia como un traje de baño.

En ese momento vino Lally con eltrago.

—Sam —dijo ella—, esto esencantador. Lo más encantador que hevisto en años.

—¿Qué cosa? —preguntó Lally.—Tu amigo. Se puso colorado.Lally me miró, después miró a la

chica desnuda que seguía al borde de lapileta, volvió a mirarme. Él también serió.

—Estamos en Hollywood, viejo —dijo— donde la moral nunca cruza los

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límites de la ciudad.Caramba, pensé, esto sí que es

formidable; no la muchacha desnuda,sino una ciudad donde a nadie leimportaba lo que hacían los demás. Enel pueblo donde yo me crié, todo elmundo se metía en las cosas ajenas ysiempre le estaban indicando a unocómo vivir su vida

—Creo que está shockeado —dijoLally riéndose otra vez—. Sigueponiéndose colorado.

—No me pongo colorado —respondí.

—Si esto lo hace ponerse colorado,espere hasta que termine de ver todo —dijo la señora Smithers.

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Tomé un trago sin decir nada. Era laprimera vez en mi vida que probaba unabebida alcohólica.

Cuando bajé del vestuario, teníapuesto un par de pantaloneros mojadosque le pedí a un hombre que acababa desalir de la pileta. Allá no quedaba nadiemás que la muchacha, pero en el patiohabía varias personas conversando.Cuando la muchacha desnuda vio mispantalones, me apuntó con el dedo yempezó a burlarme.

—Jujujujú —dijo—. ¡Un maricón,un maricón!

Estaba parada en la parte baja de lapileta, con solamente la cabeza y los

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hombros bajo el agua, pero las lucesbajo la superficie la hacían transparente,y uno podía verla completa, incluso elsitio donde el indio le dio el flechazo.Me zambullí en la parte profunda y nadéun minuto o dos para acostumbrarme alagua. Ella nadó hacia mí.

—Hola, dijo.—Hola —dije.—¿Te conozco?—No creo —dije—. Soy nuevo acá.—Perfecto —dijo—. Me gusta la

gente que no conozco, porque si no laconozco no le tengo rabia. Yo soy FayCapeheart.

—Yo me llamo Ralph Carston.—¿Trabajás en cine?

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—No.—Sos inteligente. Yo sí trabajo.—Ya sé. Te he visto.—¿Y vos qué hacés?—Trato de hacer cine. Pero no soy

más que un extra… cuando puedoconseguir trabajo.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Québarbaridad! ¿Y cómo entraste aquí?

Le conté.—No conozco a nadie, más que la

chica que me trajo. Por eso me vine anadar.

—Mejor que no conozcas a nadie —dijo—. Son todos fallutos.

—¿Y entonces qué hacés aquí? —pregunté.

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—Publicidad —dijo—. Hagomuchas cosas que no quiero hacer,porque trabajo en cine y la publicidadpersonal es bastante importante. LaSmithers da las fiestas más grandes de laciudad y los diarios le dedican másespacio que a nadie. Venir a una de susfiestas es como pagar un aviso en undiario. Viejo, no sabés la suerte quetenés con ser un extra.

—Hum, no estoy seguro.—Creéme. Tenés suerte.—Dos hombres caminaban junto a la

pileta. Uno grandote, de remera ypantalones sport, el otro chiquito contraje de hilo. Hablaban en voz alta ycada uno tenía una copa en la mano.

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—Toda esta historia del frente unidono es más que una farsa —decía elchiquito.

—¡Qué manera de hablar! —dijo elotro.

Se sentaron en un par de sillas tijera,sin hacernos caso.

Fay se inclinó hacia mí, susurrando.—Dos escritores de primera. Nos

vamos a divertir.—Es que no es otra cosa —dijo el

chiquito—. Ustedes se portan como unamanga de chiquilines. Hasta el últimocretino se enoja conmigo porquerenuncio al sindicato. Pero qué corajeque tienen, venir a hablarme de unidad.Me salieron callos en los hombros

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llevando cartelones cuando el casoSacco-Vanzetti, mucho antes queaparecieran ustedes y toda esa banda detrepadores sociales. Y estuve enmillares de piquetes. Bob Minor y yotuvimos que salir disparando deAlabama, cuando nos quisieron lincharpor defender a los muchachos deScottsboro. Ustedes son una manga decomunistas de salón. Lo único que lesimporta es lo que está de moda cadaaño.

—¡Qué manera de hablar! —dijo elotro.

—Sí, qué manera de hablar —respondió el chiquito—. ¿Dónde estabanustedes con su frente unido cuando la

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Federación de Artistas declaró lahuelga? No vi a ninguno en los piquetesalrededor de los teatros. Tenían miedode perder los dos mil dólares porsemana que están sacando.

—¡Qué manera de hablar! ¿Noestamos mandando vendas y medicinas alos republicanos? ¿No estamosapoyando la Liga Antinazi?

—Criaturas inocentes —dijo elchiquito—. Apoyan a la Liga Antinaziporque cada productor en esta ciudadpodrida es un judío, y ustedes piensanque él piensa que son heroicos, porqueson gentiles que dan la pelea por él.Entonces no me vengas con cuentos. Sitodos los productores fueran nazis,

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ustedes no tardarían veinticuatro horasen organizar un progrom. ¡Carajo! hayque ser honestos.

Fay me miró, sacudiendo débilmentela cabeza.

—¿Por qué no dejan de discutir ypelean? —les preguntó.

Los dos escritores la miraron,viéndola por primera vez.

—Up, una sirena —dijo el grandotetirando su vaso a un cantero yzambulléndose con la ropa puesta. Faynadó rápidamente hacia el bordeopuesto y salió, corriendo al vestuario.

El escritor reflotó, bufando ysoplando. Y yo nadé hacia élempujándole a la parte baja de la pileta,

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donde podía hacer pie. El otro escritor,el chiquito, seguía sentado en su sillacomo si no hubiera pasado nada.

—Que te diviertas, Heinrich —dijo.Lo ayudé a salir de la pileta y se fue

sin darme ni las gracias. Había muchoruido en la casa, gente que se reía,hablaba, cantaba; pero yo seguínadando, solo ahora, nadando deespaldas, mirando las estrellas,pensando que eran las mismas estrellasque brillaban en mi pueblo, donde todoel mundo dormía, donde todo el mundose despertaría temprano al día siguientey empezaría a hacer las mismas cosas desiempre; preguntándome si podía sercierto realmente que estaba nadando en

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una pileta en Beverly Hills, en una casadonde estaban todas las estrellas decine; imaginándome yo mismo un astrode cine, sintiendo que había estado aquímucho tiempo, antes de nacer incluso, enla época en que De Mille y Lasky ytodos ellos recién empezaban…

Miré alrededor y vi que la señoraSmithers me observaba.

—Ya lleva una hora ahí adentro. ¿Nole parece bastante?

—No me di cuenta que había pasadotanto tiempo —dije arrimándome alborde—. Esto es maravilloso.

—Ya estuvo el tiempo suficientepara que media docena de personas mepreguntaran quién es ese dios griego en

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la piscina. ¿Está esperando alguna otramuchacha atractiva y sin ropa?

—Oh, no, señora —dije, saliendo deun salto.

—Pensé que a lo mejor estabaesperando que viniera yo —dijo ella.

—Oh, no, señora.—Usted es encantador,

absolutamente encantador —dijo,mirándome y sonriéndome—. ¡Y quéhermoso cuerpo!

—Gracias, señora.—¿Es un atleta?—No, señora. Solía jugar al fútbol

en el secundario, eso es todo.—Pero le gusta nadar.—Sí, señora.

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—Bueno, venga a nadar todas lasveces que quiera. Cuando quiera.

—Gracias, señora.—Ahora quiero que se reúna con los

demás. Corra a vestirse… aunque sea unsacrilegio.

Me fui caminando, sin saberexactamente lo que ella quería decir,pero con una sensación rara en la basedel espinazo, la misma que solía tener alos trece años cuando íbamos de picniccon la clase de religión, y la maestra, laseñora Smith, me llevaba solo al bosquey se sentaba frente a mí, hablándome deCristo y los apóstoles, pero al mismotiempo abriendo las piernas, dejándomever las medias negras y la ropa interior,

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fingiendo no advertir que yo miraba…Cuando me vestí y bajé al patio,

Mona estaba sentada en un sofá demimbre con otra muchacha.

—¿Te tomaste toda el agua de lapileta? —dijo Mona—. Quieropresentarte a alguien. La señoritaEubanks, éste es Ralph Carston.

—¿Qué tal? —dijo—. Perdón —dijo, poniéndose de pie y marchándose.

—¿Esa no era Laura Eubanks? —dije.

—Sin duda, era Laura Eubanks… laúnica.

—Me pareció fastidiada.¿Interrumpí algo?

—Me temo que sí. Bueno, ver para

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creer. Ya no se puede estar seguro denadie. —Me miró—. Vamos bien, ¿no?

—Ya lo creo.—Sí, señor. Eubanks tirándose

conmigo, y Smithers con vos. El díamenos pensado nos mudamos de esepequeño bungalow.

—Ella no se tiraba conmigo.—A lo mejor no te diste cuenta.

Como sos tan inocente, una mujertendría que empezar a sacarte loscalzoncillos antes que empezaras asospechar.

Sentí un frío en la piel.—Mejor no tomes más —dije.—Mejor —respondió, moviendo la

cabeza de arriba abajo.

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Alguien empezó a cantar a nuestraespalda, en el salón, una voz de hombre,profunda y melodiosa. Me di vuelta ymiré.

—Eh —le dije a Mona en voz baja—. Mirá eso, en el rincón, al lado de lapuerta del living.

Ella se dio vuelta y miró.—No veo nada —dijo—. ¿Qué

pasa?—Un hombre y una mujer,

abrazados.Ella volvió a mirar y me habló por

encima del hombro:—¿Qué tiene?—Cómo, qué tiene. Es un negro —

dije.

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Se volvió rápido.—No tenes que usar esa palabra —

dijo—. Aquí no hay negros. Sonhombres de color. Es un hombre decolor.

—Los indios también son de color—dije, sin dejar de mirarlos—. Peroella es una mujer blanca. El muy hij…

—Pará un momento —dijo,poniéndome la mano sobre el brazo.Sentí los músculos golpeando contra sumano—. No te hagás el sureñoprofesional. Metéte en lo tuyo…

—Esto es lo mío —dije y empecé alevantarme.

Ella dio un salto y me sentó de unempujón, acercando su cara a la mía.

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—Escucháme, pedazo de imbécil —dijo en voz tensa, apoyando las manosen los brazos del sillón, encerrándomeallí—, si a ella no le molesta, a vostampoco. Pero si haces una escena aquí,agarrás tus valijas y te mandás a mudar.¿Querés entrar en el cine, sí o no?

—Claro que sí.—Bueno, entonces, metéte en tus

cosas. Está todo Hollywood aquí. Siarmás un lío, estás arruinado antes deponer los pies en un estudio. Vas a tenerque aguantar cosas mucho peores.Además, da la casualidad que lo queestán haciendo ahora es la parte máslinda de todo ese asunto. Hace mesesque se acuestan. Esa es Helga

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Carruthers.—Lo lamento —dije.—Hacés bien. ¿No te enteraste de

que en esta ciudad nadie se ocupa de loque hacen los demás?

Me sorprendió. Era exactamente loque yo había pensado un rato antes, sóloque yo pensaba en Fay Capeheart,bañándose desnuda. Mona tiene razón,pensé. Entonces comprendí por qué mehabía parecido maravilloso que nadieprestara atención a la chica que nadabadesnuda; era porque me había gustadomucho verla en el agua sin nada. Estootro, en cambio, el negro y HelgaCarruthers, no me había parecido tanmaravilloso, porque me disgustaba

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mucho. Por eso había querido intervenir.«Tengo que superar esto» me dije. «Asíson los reformistas; dejan pasar lascosas que les gustan, y combaten lasdemás. No tengo que ser así».

—Tranquilizáte —dijo Mona.—Ya estoy tranquilo —dije—. Me

importa un carajo lo que haga ese negro.Por mí, se la puede tirar en la esquina deHollywood y Vine.

Ella se enderezó, cruzando losbrazos.

—Así va mejor —dijo—. Te voy aenseñar tolerancia aunque tenga quematarte.

Volví a mirar atrás. Una pareja salíapor una puerta cerca de Helga

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Carruthers, y ella y su amante negrorápidamente dejaron de besarse, y sepusieron muy formales. Pensé en todaslas revistas que traían su foto en la tapa,y en las historias que contaban sobre suvida de hogar.

Joder. Si la gente supiera…El hombre de voz profunda y

melodiosa dejó de cantar y se oyeronunos pocos aplausos. Después alguiengritó: «Vení que te la doy, vení que te ladoy» y hubo un bochinche adentro.

—Podríamos comer algo —dijoMona.

—¿También dan de comer? —pregunté.

—¿Y por qué pensás que pagan diez

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dólares de entrada? Para comer todo loque haya y chupar todo lo queencuentren.

—Nosotros no pagamos.—La Smithers pagó por nosotros.

Esto es un beneficio.—Un beneficio. ¿Para quién?—Para los muchachos de

Scottsboro. ¿Sabés quiénes son losmuchachos de Scottsboro?

—No.—Hacéme acordar que te lo cuente

—dijo y empezó a caminar en direccióndel comedor.

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6

Los dos diarios de la mañanahablaban de la fiesta que dio la señoraSmithers a beneficio de los muchachosde Scottsboro, pero en la lista deinvitados no figuraba el nombre deMona ni el mío. Me sentí tandesilusionado que tuve ganas de llorar.Toda la noche había estado pensando enlo que diría la gente de mi pueblocuando recibieran los recortes con minombre incluido entre todos esos astros.Pero igual mandé la carta.

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Mona seguía durmiendo en el pisode arriba, así que me hice café contostadas y caminé hasta los estudiosExcelsior para tratar de ver al señorBalter, el hombre que me había traído aHollywood. El policía en la mesa deinformes telefoneó a su oficina y dijoque aún no había llegado.

—¿Puedo esperar? —pregunté.—Por mí —dijo.Hacía ya dos o tres meses que estaba

tratando de ver al señor Balter paraaveriguar qué había pasado con miprueba. Ya estaba convencido de que laprueba no podía haber salido bien,porque de lo contrario el estudio mehabría telefoneado. Pero pensaba que lo

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menos que podía hacer el señor Balterera atenderme y explicarme en qué habíafracasado. Me sentía con derecho a eso.Yo no le pedí que me trajera aHollywood, fue él quien me pidió venir.Eso fue seis meses antes, cuando yohacía el papel de Joe en Ellos Sabían loque Querían, que se dio en el PequeñoTeatro de mi pueblo. Una noche el señorBalter estaba entre el público, y despuésde la función nuestro director lo trajo alos camarines y lo presentó como unbuscador de talentos de Hollywood. Elseñor Balter dijo que mi actuación leparecía excelente, y me preguntó siquería trabajar en cine, y que si estabadispuesto los estudios Excelsior me

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pagarían los gastos para hacerme unaprueba.

Por eso me vine. Un mes tarde mehicieron la prueba, y esa fue la últimanoticia que tuve de ellos. Llamé y llamépor teléfono al señor Balter, pero susecretaria no me dejaba hablar con él.Siempre me tomaba el nombre y elnúmero, diciendo que él me llamaría,pero por supuesto no me llamó. Debíimaginarme que no había nada quehacer, pero pensé que si seguía viniendoal estudio y esperando, algún día lovería pasar por la sala de espera… y sivolvía a verlo, le iba a resultar difícildecirme que me llamaba más tarde.

Volví a preguntarle al vigilante si

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había llegado el señor Balter. Empujó elteléfono a un costado y me miró con elceño fruncido.

—Vea joven —me dijo—. Esta es lacuarta vez que lo llamo en una hora. Siusted quiere, lo sigo llamando todo eldía. Ese es mi trabajo. Pero me parecebastante claro que no lo quiere atender.

—A mí también me parece bastanteclaro.

—Bueno mire, yo no estoy aquí paradar sermones, pero tampoco me gustaver a un muchacho simpático como ustedrompiéndose la cabeza contra la pared.Hace ya tres meses que viene aquí, yestá igual que al principio. ¿Por qué nose olvida de esto y se vuelve a

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Mississipí?—A Georgia —dije.Una mujer que venía con una nenita

de cuatro o cinco años lo interrumpió.—Yo soy la señora Sisbee. Tengo

una cita con el señor Midwig.El hombre disco un número, le

dijeron que sí, escribió un pase.«Si a mí me resultara tan fácil»,

pensé.—Por esa puerta, pasillo, última

oficina a la derecha —dijo el policíaapretando el botón que controlaba lacerradura eléctrica—. Al pasar por lapuerta, la señora Sisbee se agachó yalisó el pelo de la nena.

—Todo esto empezó con Shirley

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Temple —dijo el vigilante—. Esa mujerestá convencida que su hija es mejor queShirley Temple.

—Tal vez sea —dije—. ¿Cómo sepuede saber hasta que no le dan unachance?

Me miró sonriendo.—Es todo matemático, pibe —dijo

—. Es como sacarse la lotería. Siemprehay alguno que se la saca, para que losdemás sigan haciendo la prueba.

—¿No quiere llamar de nuevo alseñor Balter? —le pregunté.

Cuando volví a la plazoleta ecuchéel teléfono que sonaba en nuestrobungalow, y cuando vi que seguía

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sonando empecé a correr, pensando quepodía ser una llamada de CentralCasting, o del señor Balter. Cada vezque sonaba, pensaba lo mismo. Entrécorriendo y descolgué.

Era una mujer de apellidoHollingsworth, que escribía para unarevista de cine y quería reportear aMona. Le dije que no cortara.

—Mona, Mona —grité—. Mona…No contestaba.—No está aquí, pero volverá en

seguida. ¿Puede volver a llamar?—¿No le molesta que vaya a

esperarla ahí?—No.—¿Dónde vive?

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Le di la dirección y colgué,preguntándome no tanto por qué unaperiodista de cine quería reportear aMona, sino dónde estaba y por qué sehabía ido cuando no había nadie paraatender el teléfono. Esa era la primeralección que aprendí en Hollywood, loúnico que jamás hace un extra: dejar elteléfono desatendido, aunque sea por unmomento. Porque ese era siempre elmomento en que llamaba CentralCasting, y cuando nadie respondía,llamaban a otro. Los extras más viejostenían una extensión y se llevaban elteléfono al baño. Se cuentan muchashistorias divertidas sobre eso…

Escuché un ruido en la puerta, me di

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vuelta, y vi a la señora Smithers.—Buen día, buen día —dijo—.

¿Puedo entrar?—Sí, señora, —dije, sorprendido—.

Pase.Entró y echó un vistazo alrededor de

la pieza.—Así que vive aquí —dijo.—Sí, señora. ¿No quiere sentarse?—Sí, unos minutos. Sammy fue a

hacerme un par de mandados y pasará abuscarme. Dónde está, eh, ¿cómo sellama?

—¿Mona? No sé. Tiene que andarpor ahí.

—Bueno, bueno —dijo la señoraSmithers sentándose—. Dígame, ¿lo

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pasó bien anoche?—Sí, señora. Lo pasé muy bien. Era

la primera vez que veía una cosa así.—No debe permitir que sea la

última. ¿Quiere venir a nadar esta tarde?—Mejor que no —dije—. Me

gustaría, claro, pero tengo que quedarmepegado al teléfono.

Seguía mirándome lo mismo que lanoche antes en la pileta, y eso meproducía esa sensación rara en la espinadorsal, pero ya no me preocupabaporque sabía lo que era. «Con vos no»pensé. «Sos demasiado vieja».

—Vamos, siéntese aquí a mi lado —dijo palmeando el sofá.

Fui y me senté porque no quería

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ofenderla. Me sonrió.—Querido muchacho inocente —

dijo—. Yo sé que vamos a ser muybuenos amigos. Yo lo ayudaré mucho.

Me puso la mano en la pierna yempecé a temblar, no por la mano, nadade eso; pero si Mona entraba en esemomento y nos encontraba así, mecostaría explicarle que yo sólo queríaser cortés.

—¿Por qué tan serio? —preguntó,acercándose mucho. Tenía doscentímetros de maquillaje.

—Estaba pensando…—¿Sí?—Oh, en lo de anoche. Lo

maravilloso que fue.

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—Tonto… ese no es motivo paraponerse serio.

—Me puse serio porque pensé que alo mejor nunca volvería a una fiestacomo esa.

—¡Ah! —dijo ella, sacando uncigarrillo y prendiéndolo—. Habrámontones de fiestas como esa. Antes quealcance a darse cuenta, usted mismodará fiestas así. Y será el dueño decasa… Apuesto a que en un año será unode los más grandes astros de la pantalla.

—¿Lo piensa en serio? —dije.—Sí, si depende de mí —dijo—. Y

creo que depende de mí. La mayoría delos que pueden ayudarlo en esta ciudadson amigos míos.

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Yo sabía que era cierto. «A lo mejorno sos tan vieja», pensé.

Hubo un portazo al fondo, y los dossaltamos como si nos hubieran pegadoun balazo. Era Mona con un bolso llenode cosas del mercado. Nos vio desde lacocina, puso el bolso sobre la mesa,vino y se quedó mirándonos sin decirnada.

—Buen día —dijo la señoraSmithers.

—Buenas —dijo Mona—. Sedivierten, ¿eh?

—La señora Smithers pasaba poraquí y entró a saludar —dije.

—Qué amable —dijo Mona mirandoa la señora Smithers—. Parece haber

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sobrevivido bastante bien a la fiesta deanoche.

—He dado unas cuantas en mi vida.Por un momento, nadie dijo nada.

Mona miraba a la señora Smithers quejugueteaba nerviosamente con sucigarrillo. Por la actitud y el tono deMona adivinó que se acercaba unatormenta, y la señora Smithers tambiénlo adivinó. Yo no quería ofender aninguna de las dos. La señora Smitherspuso su cigarrillo en un cenicero yfinalmente se paró.

—Bueno… —dijo.Mona seguía callada.—No se vaya —le dije a la señora

Smithers—. Pensé que iba a esperar a

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Lally.—Tal vez sea mejor que lo espere

afuera —dijo mirando de reojo a Mona.—Qué tontería —dije—. Lo va a

esperar aquí.—Bueno…—Por supuesto que sí. Siéntese por

favor.—Dejála que espere afuera, si

quiere —dijo Mona.Zas. Lo que yo estaba tratando de

evitar. La señora Smithers apretó loslabios, como si les exprimiera la sangre.

—¡Mona! —dije.—Oh, a mí no me molesta. Estaba

pensando en vos. Sería mucho mejorpara vos que ella esperase afuera. Sabés

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lo que pasa —dijo lentamente—, yocreo que sé lo que busca.

La señora Smithers aflojó sus labios,abriéndolos en una tenue sonrisa.

—Usted no dice eso en serio,querida —dijo en tono neutro.

—¿Pero a quién cree que va aengañar? ¿Qué otro interés podría teneren nosotros?

—¡Mona! —dije nuevamente.Ella se rió, mirando a la señora

Smithers.—Mire —dijo—. Le agradezco que

me haya invitado a su fiesta anoche,aunque sé por qué me invitó. Pero esono le da derecho a arrastrar a este chicoa una aventura. ¿No hay suficientes

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hombres en Hollywood, para que tengaque meterse con él?

—La acompañaré afuera —dije a laseñora Smithers.

Ella me sonrió, palmeándose elbrazo y de golpe, en ese momento, letuve lástima.

—Mona —le dije—, la señoraSmithers vino a verme a mí. Si no tegusta, ¿por qué no te vas a dar un paseo?Tengo derecho a recibir a mis amigos.

—¿Derecho? —dijo ella, mostrandoapenas los dientes.

—¿Por qué está tan inquieta? —preguntó la señora Smithers—. Yo sóloquiero ayudarlo, ayudarlos a los dos.

—No necesitamos su ayuda.

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—Yo no tengo malas intenciones conninguno de los dos. No voy a robárselo.Sé todo lo que significa para usted.

—No significa un carajo.—Vamos, vamos, querida, usted

tampoco me engaña. Sé más sobre ustedde lo que piensa. Usted es de esa clasede mujeres que necesitan hacer demadres.

Mona la miraba con furia. Pensé quehabía que hacer algo. Tomé a la señoraSmithers del brazo.

—Esperaremos afuera.La señora Smithers vaciló un

instante, después salió conmigo a laplazoleta, caminando en dirección a lacalle.

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—Lo siento muchísimo —dije.—No se preocupe —dijo—. Yo

comprendo. Es un caso patológico. Estámuy frustrada. ¿Sabe lo que deberíahacer? Volver a su pueblo. No tiene nadaque hacer en Hollywood.

—Supongo que somos muchos enesa situación —dije.

—Usted no, mi querido muchacho,usted no. Usted tiene un futuro. ¿No lemolesta que intervenga en su futuro?

—Supongo que no.Abrió su bolso, sacó un billete de

cien dólares y me lo ofreció.—Oh, no puedo aceptar eso —dije.Ella sonrió, poniéndome el billete en

el bolsillo del saco.

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—No lo echaré de menos… y ustednecesita ropa.

Salimos a la calle Vine y nosparamos en el cordón. El sol brillabaintensamente, esa clase de sol que yoodiaba por lo que hacía a la ciudad,pero luego me sorprendí al descubrirque era más suave que de costumbre,menos centellante, más dorado. Sentíaen el bolsillo el billete de cien dólares,hecho una pelotita, y por primera vezdesde que estaba en Hollywood no letuve miedo al sol. De golpe empecé amirar todos los automóviles quepasaban, y la gente que iba adentro, peroya no avergonzado, ya no asustado,atreviéndome a mirarlos a la cara, sin

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odiar a las celebridades, porque sabíaque pronto iba a ser una de ellas.Comprendí también que en lo queconcernía a la señora Smithers estabacompletamente hundido. Ella me habíacomprado… pero todo en mi interiorhabía cambiado desde la noche antes.Ahora comprendía que nadie puedederrotar al negocio del cine sin ayuda, yque había que entrar por el aro lo antesposible para llegar lo antes posible.Había que besar los traseros.

—Además —decía la señoraSmithers—, necesitará un agente.

—No soy más que un extra —dije—.No puedo conseguir un agente. Hice laprueba. Me paso las horas sentado en

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sus salas de espera, y no quierenrecibirme.

—Lo único que hace falta esinfluencia. Quiero que vaya a ver aStanley Bergerman. ¿Se acordará delnombre?

—Claro, Bergerman. Oí hablar deél.

—Es el mejor agente en la ciudad.Lo llamaré para avisarle que usted va.Lo va a recibir.

—Gracias, señora. Llevaré miálbum de recortes.

Pareció sorprendida de que yotuviera un álbum de recortes.

—¿Ha actuado alguna vez?—Oh, sí, señora. En el Pequeño

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Teatro, en mi pueblo. Por eso vine. Unagente de Excelsior me trajo parahacerme una prueba, pero no pasó nada.

—Muy bien —dijo.Un gran automóvil, manejado por un

chofer de librea, paró al lado nuestro.De atrás bajó Lally.

—Hola —dijo estrechándome lamano—. ¿Cómo estás?

—Fenómeno —dije.—¿Lista, Ethel?—Sí, Sammy —se volvió hacia mí

—. Llámeme esta noche y dígame cómole fue con Bergerman.

—Sí, señora. Pero necesito sunúmero de teléfono.

Lally la ayudó a subir al auto.

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—Está en la guía —dijo ella—. Esuna de las pocas direcciones de BeverlyHill que figuran en la guía. Y no seolvide de llamarme.

—No, señora, gracias. No meolvido.

Me pareció que Lally estaba un pocomolesto por esta conversación en supresencia. Se fue sin hablar.

Volví a la plazoleta, al bungalow,esperando que Mona no hiciera muchoescándalo, pensando que conocer a laseñora Smithers era justo lo que yoesperaba y que era el tipo más suertudode la ciudad; pero igual no me sentíademasiado bien. Quiero decir que no mesentía tan bien como si mi prueba en

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Excelsior hubiera resultado formidabley me hubieran firmado un contrato. Encambio todo esto, la ayuda de la señoraSmithers, la plata prestada, la cita con elagente, todo esto me avergonzaba unpoco, y eso era lo que enturbiaba mialegría.

«Sin embargo —pensé—, hay queagachar el lomo para llegar a cualquierparte. Y aunque alguno llegue aenterarse, nadie se acordará cuando meconvierta en un gran astro…».

Cuando entré en el bungalow, Monahablaba con una muchacha. Era laseñorita Hollingsworth, la escritora dela revista de cine. Después que Monanos presentó, le dije:

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—No tuve oportunidad de avisarteque ella venía. Habló por teléfonomientras estabas en el mercado.

—No te preocupes —dijo Monafríamente. Seguía pensando en la señoraSmithers—. No tengo nada que contarle—le dijo a la señorita Hollingsforth.

—La señora Smithers me sugirió quehablara con usted —dijo la señoritaHollingsworth—. Pensó, y yo tambiénpienso, que su visión de la fiesta deanoche sería algo diferente, desde elpunto de vista periodístico. Algo asícomo, las impresiones de una extrasobre una fastuosa fiesta hollywoodense,¿comprende?

—Sí, comprendo —dijo Mona—,

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pero no tengo nada que contarle.—Desde luego —prosiguió la

señorita Hollingsworth en el misinotono, como si Mona no hubiera hablado—, para una muchacha desconocida esuna gran oportunidad, aparecer en unarevista nacional, con fotos y todo…tiene algunas fotos, ¿no?

—Sí, tengo algunas fotos. Pero novoy a darle un reportaje.

—A mí me parece una buena idea —dije.

—No —dijo Mona.La señorita Hollingsworth la miró,

muy fruncida.—Si estás enojada conmigo, no

tenés por qué agarrártelas con ella —le

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dije a Mona.—Eso no tiene nada que ver. Lo

siento —dijo—. Tendrá quedisculparme.

—Bueno —dijo la señoritaHollingsworth encogiéndose de hombros—. Si no quiere, no quiere. Por lomenos es una novedad encontrar unaextra que no quiere publicidad.

—No me gustan las revistas de cine—dijo Mona con voz seca.

La señorita Hollingsworth se parópara irse.

—Yo no las inventé —dijo, mediosarcástica—. Simplemente trabajo.Lamento haberla molestado. Adiós.

Dio media vuelta y se fue. Esperé

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hasta que la vi pasar junto a la ventanapor la plazoleta.

—Es jodido lo que hiciste —dije.—Vos tenés la culpa. No le debiste

decir que viniera.—No vi nada de malo. No sabía lo

que pensabas de esas revistas.—Carajo, las odio —dijo cruzando

los brazos—. Habría que prohibirlaspor ley. Por publicar todas esas mentirasde mierda, esas fotos de Joan Crawfordy Myrna Loy y Carole Lombard y todasesas otras junto a la pileta en ropa demedida explicando cómo salieron de lanada y llegaron a la fama y fortuna. ¿Quéefecto pensás que eso les hace a losmillones de muchachas del país, a los

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millones de empleadas y mucamas?Nunca la había visto así, nunca había

notado ese acento en su voz. Era unacento tranquilo, pero afilado como unaaguja. Tenía los ojos casi cerrados. Measustó.

—Pará un minuto —dije.—Yo te voy a decir lo que les hace

—dijo—. Lo primero, se sientendescontentas y piensan: «Si ellaspudieron, yo también». Y entoncesvienen a esta ciudad de mierda y semueren de hambre. Mirá a Dorothy.¿Adónde está ahora? En Tehachapi, en lacárcel, con la vida arruinada. ¿Por qué?«Si la Crawford pudo, yo también». Envez de casarse con el vendedor de

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radios. Eso es lo que hacen las revistasde cine. Si nunca hubieran leído unarevista de cine… —se interrumpió yempezó a sollozar, tirada sobre el diván—. Mierda, mierda, mierda —sollozaba.

Me arrodillé a su lado, sin saber quéhacer ni qué decir. Sólo podía mirar, sincreer lo que veía. Como si viera alPeñón de Gibraltar disolviéndose bajola lluvia.

—Mona, Mona, escucháme —dijetomándola de los hombros, y tratando dedarla vuelta, pero ella se zafó. Me paréy le traje un vaso de agua—. Tomá, tomáesto.

Se dio vuelta despacio y vi que tenía

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los ojos colorados y que las lágrimas lerodaban por la cara. Trató de sonreírme.

—Tomá —dije alcanzándole elvaso.

Ella lo tomó.—Perdonáme —dijo, sentándose,

secándose los ojos con el dorso de lamano, arreglándose el pelo—. Graciaspor el agua.

—¿No tomás más?—No, gracias.Puse el vaso sobre el escritorio y

cuando me volví, estaba parada.—¿No querés almorzar? —preguntó.—Salgamos a almorzar —dije—.

Vamos al Derby.—¿Estás loco? —consiguió decir al

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fin—. Era lo que más odiabas.Sacudí la cabeza sonriendo.—Ya no. Mirá —dije mostrándole el

billete de cien que me había dado laseñora Smithers—. La suerte se diovuelta.

—Tu familia no pudo mandarte tantaplata. ¿De dónde la sacaste?

—No importa de dónde la saqué. Latengo y eso es lo único que necesitassaber. Ahora puedo pagar mi parte delalquiler y la comida, y hasta me va asobrar. Y esta tarde tengo una entrevistacon un agente.

Ella movió la cabeza de arribaabajo, respirando hondo.

—No hay duda que trabaja rápido

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—dijo, yendo a la cocina, sacando delbolso las cosas para la comida.

—No es más que un préstamo —ledije—. A ella sólo le interesa micarrera.

—¿Ahora le llaman así? Carreratiene siete letras. Lo que a ella leinteresa no tiene más que cuatro.

—¿Qué querés decir?—No importa. Así que te dio cien

dólares y te hizo una cita con un agente.Bueno, cuando llegues a la cumbre,espero que no te olvides de tus humildescomienzos. Alguna vez vení a verme conun sandwich de jamón.

Le saqué de la mano la botella deleche y la puse en la heladera.

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—No seamos así —le dije—. Vamosa alguna parte a almorzar. Vamos a vergente.

—La Smithers es una mujermilagrosa —dijo sacudiendo la cabeza—. Te ha quitado todos los complejos.No tardó mucho. Y vos tampoco tardastemucho en perder la dignidad.

—¡Dignidad! En cine, la dignidad esla contra más grande que se puede tener.Desde anoche no la uso más.

—¿Qué pasó anoche? —preguntóella de golpe.

—Ese negro, besando a HelgaCarruthers. Cuando lo dejé sacarla dearriba, me di cuenta que no me quedabadignidad. Pero si hubiera sido mi

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hermana.—Dale otra vez —dijo imitando mi

acento de Georgia.—Yo no tengo la culpa si soy del

Sur, ¿no? Estoy tratando de quitarme elacento.

—No me refería a eso. Lo que quisedecir es que te estabas haciendo elsureño profesional otra vez. Por favor,acabala.

Empezaba a irritarme.—Yo no soy un sureño profesional

—respondí—. Y no me gustan más que avos. Si por mí fuera, borraría a todo elSur del mapa. Son estúpidos, ignorantes,analfabetos y viven en la edad depiedra. Ya lo sé. Pero las mujeres

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blancas no andan franeleando con losnegros. Las mujeres blancas decentes.Pero qué carajo. He perdido la dignidady se acabó. ¿Salís a almorzar conmigo?

—¿Con plata de ella? Ni que memuera de hambre.

—¿Pero no querés entender que ellasólo trata de ayudarme? —preguntédesesperado.

—Bueno —dijo—, mira, para mí esasunto concluido. No quiero oír hablarmás de la señora Smithers. Después quete encames con ella una o dos veces, teva a sacar a patadas. Andá, dejála que teayude, pero después no vengasarrastrándote aquí a buscar un lugar paradormir y algo para comer.

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—Está bien, por amor de Dios, nosaldré con ella —le dije.

—Por favor… —dijo fatigosamente.—¿Te importa si me quedo a

almorzar?—Servíte —dijo ella.

7

Esa tarde fui a ver a StanleyBergerman. Tenía su oficina ahí donde elSunset Boulevard hace una curva endirección a Beverly Hills. La chica delescritorio dijo que él me estabaaguardando y si no me importaba

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esperar un minutito.—No, señorita —dije y me senté.¿Por qué no serían así de simpáticas

todas las secretarias de los agentes?Minutos después salió el señor

Bergerman, me dio la mano y me invitóa entrar en su oficina. Coloqué mi álbumde recortes sobre su escritorio y mesenté.

—La señora Smithers parece creerque usted tiene posibilidades —dijo.

—Espero que sí —contesté.Me miró, fruncido.—Usted es sureño.—Sí, señor, de Georgia.Prendió un cigarrillo

pensativamente, tardando mucho, y

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comprendí por su gesto que el interésque pudo tener en mí habíadesaparecido.

—Flor de acento que tiene usted. Esuna lástima.

—No sabía que fuera tan notable.—Se nota a una legua de distancia.

Con razón tuvo problema para hacercine.

Le hablé del Pequeño Teatro en mipueblo, del señor Balter que me habíatraído para hacer una prueba, y cómodespués no pasó nada, hasta que por finempecé a hacer trabajos de extra porquepensé que era la forma de adquirirexperiencia. Le mostré el álbum derecortes, con todos los comentarios

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sobre mis actuaciones publicadas en eldiario del pueblo; y los que aparecierondespués, y me mandó mi madre, dondese comentaba lo bien que me iba enHollywood y las estrellas con las quehabía intimado.

—¿De veras conoce a toda estagente? —preguntó.

—No —dije—. Usé los nombres enlas cartas que le escribí a mi madre,para demostrarle que iba adelante, peroella las creyó y se las dio a un amigoque trabaja en el diario, y él las publicó.Al principio me asusté, pero lo hiceporque mi madre seguía pidiéndome quevolviera a casa, y yo quería probarleque Hollywood era el lugar que me

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convenía.—Comprendo —dijo.—Así que ya ve por qué tengo que

aparecer en alguna película. En mipueblo todo el mundo piensa que ya soycasi un astro, y si no aparezco pronto enalguna película donde puedan verme,van a pensar que hay algo raro.

Hizo un gesto afirmativo con lacabeza y bajó el cigarrillo, mirándome.

—Sin duda usted tiene todo elequipo físico necesario. Creo que nuncavi un muchacho tan buen mozo, y siestuviéramos en la época del cine mudo,lo convierto en astro en una semana.Pero ahora con el cine parlante, ahorano. Me gustaría ocuparme, si usted

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pudiera hacer algo para olvidar eseacento.

—Pero soy un buen actor, señorBergerman —dije, tratando de vencerese sentimiento de impotencia quevolvía a apoderarse de mí, esasensación de pánico.

—Y tampoco tiene experiencia.—¿Cómo voy a tener experiencia si

ninguno me da una oportunidad?—Lo mismo les he preguntado mil

veces a los productores —dijo—. Nohay respuesta. Lo que usted debe haceres trabajar sobre ese acento. Después, siestá resuelto a seguir la carreracinematográfica, vaya a Nueva York yactúe en una obra de teatro. Esa es la

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mejor manera de ganar este juego:conseguir que vayan detrás de usted.Pero si usted va detrás de ellos, estáderrotado antes de empezar.

—Gary Cooper lo hizo.Se encogió de hombros.—Uno en mil. Uno en veinte mil.—Bueno —dije, recogiendo mi

álbum—, si él pudo, yo también puedo.Seguiré de extra hasta que llegue mioportunidad—. Me incorporé. —Gracias por el tiempo que le he robado.

—Está bien, Carston. Lamento nopoder hacer nada por usted. Pero esmejor que sepa la verdad.

—No me preocupa la verdad.—Como quiera —dijo—. Claro, tal

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vez yo no sea el más indicado paraaconsejarlo, pero no puedo dejar depensar que sería mucho más feliz, comoactor en el Pequeño Teatro, en supueblo, donde están sus amigos.

—No. Allá no vuelvo —le dije—.Vine a quedarme.

Le di la mano.—Gracias nuevamente, señor

Bergerman.—Si puedo hacer algo más para

ayudarlo… y si usted puede cambiar eseacento…

—Gracias —dije.Salí, bajé, subí al auto de Mona.Era avanzada la tarde y el sol se

ponía detrás de Beverly Hills, donde

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vivían todas las luminarias del cine. Aldoblar por Sunset de vuelta a casa, pudever a Los Angeles y Hollywoodextendidos allá abajo.

Algún día, pensé…Guardé el auto en el garage frente a

la plazoleta y fui a la plazoleta. Ahorame sentía mucho mejor que cuando salíde la oficina de Bergerman. Habíapensado en lo que me dijo, y aunquetuviera razón (otros me habían dicho lomismo) estaba más resuelto que nunca aquedarme en Hollywood. Iba a haceralgo en cine todavía, algo grande, conacento o sin acento.

«Antes que volver a casa, memuero», dije para mis adentros.

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—Hola —dijo Abie, el cajero delmercado—. ¿Qué es eso que llevásdebajo del brazo?

—Mi álbum de recortes —contesté.Sonrió, señalando a Les, el

empleado que estaba junto a laregistradora.

—El también —dijo—. Tambiéntiene uno. Eh, Les, contále a Ralph deaquella vez que estuviste con LeGallienne…

—No le hagás caso —me dijo Les—. Es un envenenado. Es un burgués demierda.

—¿Ah, sí? —dijo Abie palmeándosela barriga—. He observado que ningunode ustedes, proletarios, tiene esto.

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Natural —dijo—. La diferencia entre unrojo y un capitalista es una barrigarepleta.

Sonreí. Abie siempre estabacargando a alguien, pero era uno de losmejores tipos que he conocido. Sumercado era probablemente el únicomercado de Hollywood donde un extrapodía comprar a crédito.

—¿Cuánto le debemos? —pregunté.—Bastante —dijo—. ¿Por qué?—Porque le voy a pagar —dije

poniendo el billete de cien dólaressobre el mostrador.

—¡Jesús en bicicleta! —dijoagarrando el billete y poniéndolo a laluz—. ¿Firmaste contrato con la Metro,

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o qué?—Todavía no. ¿Tiene cambio?—Claro —dijo, guardando el billete

en la registradora y mirando su libro decuentas—. Ocho con dieciséis. Incluidoun dólar en efectivo para nafta.

—Mona compró algunas cosas amediodía. ¿Están incluidas también?

—No —dijo, revisando los tickets,hasta encontrar el de Mona; hizo la suma—. Nueve veinticinco clavados.

Contó el cambio y me lo dio,anotando «pagado» en la cuenta.

—Escuchame una cosa, pibe —dijo—. ¿No hay trampa? ¿De dónde sacastetanta guita?

—No hay trampa, quédese tranquilo.

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No la robé.—Está bien. Pero nunca hagas nada

raro para pagarme a mí. Porque despuésel que se jode con el billete soy yo.

—Gracias, Abie —dije.Guardé el cambio en el bolsillo y

caminé en dirección a la plazoleta. Medetuve en la oficina del administrador yle pagué un mes de alquiler poradelantado, veinticinco dólares.Después volví al bungalow.

Mona estaba escribiendo una carta.Se había cambiado de vestido y se habíasacado todo el maquillaje de la cara:parecía una joven ama de casa en uno deesos anuncios de las revistas.

—¿Tan pronto? ¿Qué pasó?

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Le conté lo que me había dichoBergerman.

—Bueno —dijo—, al menos no tehizo perder el tiempo como la mayoríade esos agentes. Pero no te dejésdesanimar. ¿No estás desanimado, no?

—No —dije, alcanzándole el recibodel alquiler.

—¿Qué es esto? —preguntó.—Con esos cien dólares pagué un

mes adelantado de alquiler. Y también lepagué a Abie.

La sombra de una mueca le atravesóla cara, después sonrió.

—En fin —dijo lentamente—.Tampoco hay motivo para que yo meaflija por mi dignidad. Sos un encanto,

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Ralph.—Me alegro de poder contribuir.

Hace mucho tiempo que venías cargandocon todo…

—Igual sos un encanto. ¿No querésdarte un baño? Anda, te sentirás mejor.

—Sí, pero antes quiero sacarme estode encima —dije mostrándole el álbumy caminando hacia la cocina.

Estaba rompiendo las hojas,rompiéndolas en pedacitos y tirándolasal tacho de basura cuando Mona entrócorriendo.

—¡Ralph! ¿Qué estás haciendo?Oh… —exclamó al ver lo que pasaba—. Eso no. No tendrías que haber hechoeso.

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—¿Por qué no? —dijetranquilamente, tirando al tacho losúltimos pedazos—. No lo necesito más.

—Igual… Bueno, de nada sirvelamentarse ahora.

—Claro que no sirve.—Eso es un símbolo —dijo en voz

baja mirando el tacho de basura.—¿De qué?—De nada —dijo—. Nada… —

mirándome fijamente. Tenía ojos azules.Aun en la penumbra de la cocina podíaverlos. Eso me sorprendió; no que susojos fueran azules, sino que simplementetuviera ojos. Nunca les había prestadoatención.

De golpe salí de la cocina, subí a

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darme un baño, sin decir nada.

8

Después de la cena, después deescuchar el programa de Lum y Abner,crucé hasta la farmacia y llamé a laseñora Smithers. Dijo que estabaesperando noticias mías, que habíahablado con Bergerman y lamentabamucho que no pudiera ayudarme, peroque de ningún modo debía desalentarme.Le dije que no estaba desalentado, quecon su ayuda me sentía más confiado quenunca.

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—Magnífico —dijo—. ¿Ya secompró un traje nuevo?

—Eh, no, señora —dije—. No tuvetiempo.

—Bueno, no importa. Quiero verloesta noche.

—Señora Smithers…—Shh, shh, estaré frente a su casa a

las diez y media.Colgó antes que yo pudiera terminar

lo que trataba de decirle. No queríasepararme de Mona. No podía olvidarsu imagen, tendida en el sofá,sollozando.

«Ahora sí que estoy en un lío»,pensé.

Cuando volví, Tommy Mosher

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estaba hablando con Mona. Era unexjugador de rugby que trabajaba comotercer asistente de director en la Meteor.Vivía en la misma placita, un par debungalows más lejos.

—Hola, Gawguh —me dijo.—Hola, Tommy —le dije.Lo había visto muchas veces, pero

no era amigo mío. Siempre pensé quepodría habernos ayudado a Mona y a mía conseguir trabajo, si realmente hubieraquerido. Otros asistentes de directoressiempre se las arreglaban para ayudar asus conocidos.

—Estoy tratando de convencer aMona de que salga conmigo esta noche.

—¿Por qué no, Mona? Te hará bien.

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Ella me miró con curiosidad.—¿Tenés otro programa?—¿Por qué pensás que tengo otro

programa?—Las razones están a la vista —

dijo, sin dejar de mirarme—. Está bien,Tommy —agregó—. Encantada.

—Bueno, voy a cambiarme y vuelvoen media hora. Hasta luego, Gawguh —dijo y salió.

Fui a la radio y moví el dial hastaencontrar una orquesta, la de Jan Garber.Por la esquina del ojo vi que Mona memiraba atentamente.

—Espero que te diviertas —dije porfin.

—Oh, no te preocupes —dijo—.

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Claro que me voy a divertir. Me voy adivertir como el carajo. Sí, señor. Yespero que vos también.

—¿Por qué pensás que yo voy asalir?

—Mierda —dijo, y subió aldormitorio donde dio un portazo.

A las diez y media vino a buscarmela señora Smithers. Lally no estaba conella.

—Suba, querido muchacho —dijoabriéndome ella misma la puerta—. Estábien, Walter —le dijo al chofer.

Me senté al lado de ella, fingiendoen ese momento que aquél era miautomóvil, y que iba al Carthay Circle aver la première de mi última película.

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—¿Cómo está, querido? —preguntóella, poniéndome la mano sobre lapierna—. Olvídese de lo que pasó estatarde. Eso es sólo el comienzo.

—Ya lo he olvidado —dije—.Mientras usted tenga fe en mí, no mepreocupo.

—No hay por qué fatigar esahermosa cabeza. Deje todo en mismanos. Tengo grandiosos planes parausted.

—Gracias, señora… ¿Dónde estáLally?

—Hoy es jueves —dijo.La miré sin entender.—¿Jueves?—Mi querido muchacho —dijo

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riéndose—. Esto sí que es encantador…encantador. Lally tiene franco losjueves.

—Oh… —dije.El chofer dobló por Vine, tomó

Sunset en dirección oeste. Aquí estoy,Hollywood, pensé, mientras el corazónme latía de emoción; esto es lo quemerezco, este es mi destino, este granautomóvil con chofer y esta mujer rica ami lado no son extraños… este es unpresagio tan infalible como aquellasnubes negras con forma de chimenea quetambién eran presagios en mi pueblo,cuando todo el mundo sabía conseguridad lo que iba a pasar. Eso no estábien, pensé rápidamente, un poco

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asustado por la comparación entre loque me iba a pasar y lo que iba a pasarlea un pueblo que veía acercarse una deesas nubes; eso no es lo que tuveintención de pensar…

Cruzamos Le Brea, donde estabanlos estudios Chaplin, oscuros ydesiertos. «Yo sé todo lo que tuviste quepasar, Charlie», dije para mis adentros.

—¿Por qué tan pensativo? Meprometió que no se iba a afligir.

—No me aflijo. Me sientofenómeno. ¿Adónde vamos?

—Al Trocadero. ¿Alguna vez estuvoen el Trocadero?

—No, señora. Nunca estuve en unlugar de esos.

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—Perfecto —dijo—. Quieromostrarle yo mismo la vida nocturna deHollywood.

Todos conocían a la señora Smithersen él Trocadero, el ujier, el portero, lachica del guardarropa, el maître, todo elmundo.

—Buenas noches, señora Smithers—dijo el maître sonriendo—. ¿Va acenar?

—Nada más que a tomar una copa,gracias —dijo ella, conduciéndome albar del subsuelo.

El bar estaba bastante lleno, ymientras bajábamos la escalinata, todosse dieron vuelta para mirarnos. Fue una

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buena entrada: yo tenía bastanteexperiencia en el Pequeño Teatro comopara darme cuenta.

«El tipo que hizo esta escalinata —pensé— sabía lo que estaba haciendo».

La señora Smithers hizo gestos desaludo a varios parroquianos mientras elmozo nos llevaba a un reservado.

—Un Ballantine con soda —dijoella—. ¿Y usted?

—Cualquier cosa —dije, sin saberqué pedir.

—Dos —dijo ella al mozo.Di vuelta la cabeza. La mayoría de

la gente seguía mirándonos. Algunossaludaban con la mano a la señoraSmithers, y ella devolvía el saludo.

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—Ahí están Bárbara Stanwyck yRobert Taylor —susurró inclinándosehacia mí.

—¿Dónde?—Allá —dijo agitando la mano en

esa dirección.La reconocieron y agitaron la mano.—¿Los ve?—Sí —dije—. No creo que él sea

tan maravilloso.Me palmeó la mano bajo la mesa.—Vamos, no sea celoso. Ya llegará

su oportunidad. Es un muchacho muysimpático.

—Puede ser un muchacho muysimpático —dije—, pero no creo quesea tan gran cosa como actor. No es tan

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bueno como Spencer Tracy o Paul Muni.¿Los conoce?

—Sí, sí, los conozco.El mozo trajo el whisky y un bol con

maíz tostado. Tomé un par de tragos, singanas, por ser cortés. Todos hablaban enel bar. Gritaban bastante.

—Éste es uno de los lugareselegantes de Hollywood —dijo laseñora Smithers.

—Ya sé. Lo leí en las revistas —dije, pensando que cuando llegara aestrella sería diferente y tomaría miscopas en casa.

—¿Ve ese tipo chiquito allá? —dijoseñalando una mesa—. El que estáparado.

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—Sí.—Es Sidney Skolsky, el columnista.Skolsky se dio vuelta en ese

momento y ella le hizo un saludo con lamano. Él devolvió el saludo, mirándomecon curiosidad.

—Está sorprendido de verme sinSammy —dijo ella.

Tomé unos pocos tragos más dewhisky. Ya no me sentía tan excitado porel Trocadero. Todo eso habíadesaparecido. Empezaba a preguntarmedónde estaba Mona y qué estabahaciendo; volvía a apoderarse de míaquel viejo resentimiento contra lascelebridades y el Brown Derby y elTrocadero y todos esos lugares. Creí

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haber superado el odio que les tenía,pero no. Odiaba a todos los que veía,sin motivo, salvo que eran famosos.Siempre había pensado que un extra, undesconocido, no tenía nada que hacer enun lugar así, y ahora comprendía queestaba en lo cierto. Yo no tenía nada quehacer aquí.

Se lo dije a la señora Smithers. Semostró muy sorprendida. Me preguntóqué quería decir y traté de explicárselo.

—Pero eso es una tontería —dijoriéndose—. Ese es su único complejo deinferioridad.

—No me importa lo que sea —dije—. Me siento muy mal, y vámonos deacá antes que le dé un sopapo en la nariz

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a Robert Taylor y haga pedazos esteboliche.

—¡Dios mío! —exclamó sin dejarde reírse—. Es cierto que tiene uncomplejo de inferioridad. Pero equivocala perspectiva, querido muchacho.Ninguna de estas personas lo conoce.No saben que es sólo un extra. ¿No ve?Usted también podría ser unacelebridad, un cazador de caza mayor oun aviador transatlántico…

—Ojalá fuera un aviadortransatlántico —dije—. Ojalá estuvieraen mitad del océano en este momento.

—Vamos, vamos, no hable así. ¿Untrago le hace ese efecto?

—El trago no tiene nada que ver —

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dije.Me miró con la cara fruncida.

Comprendí que estaba irritada, pero nome importaba. Me enfurecía estar ahísentado, mirando a Robert Taylor, elastro más grande del cine, tratando deadivinar qué tenía para que lo hubieranpuesto donde estaba, diciéndome que yoera tan bueno como él y que, carajo,algún día…

—Está bien —dijo ella terminandosu whisky—. Quiere ir al Clover Club, oal Hawaiian Paradise, o a Sebastian’s…

—¿Por qué tenemos que ir a algunaparte? ¿Por qué no podemossimplemente pasear en el auto y charlar?

Ella se rió.

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—Qué exótico —exclamó, llamandoal mozo.

Le di al mozo tres billetes de undólar, diciéndole que se guardara elvuelto y caminamos en dirección a laescalinata. La señora Smithers sedespedía con grandes ademanes detodos sus conocidos. En lo alto de laescalera se encontró con un hombre desmoking y lo saludó afectuosamente. Meacordé que lo había visto la nocheanterior en la fiesta —era el hombre quecantaba—, pero no sabía su nombre.

—Mire, Ralph —dijo ellatomándome del brazo—. Quieropresentarle a un amigo. Ralph Carston,éste es Arthur Wharton, el mejor

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director cinematográfico del mundo.Wharton hizo una profunda

reverencia ante la señora Smithers,besando su mano.

—Smithers, usted siempre dice lafrase perfecta. Hola, Carston —dijoestrechándome la mano.

—Este es mi nuevo protégé, Arthur.Wharton me guiñó un ojo.—Está en buenas manos, Carston, en

las mejores manos. ¿A qué se dedica?—Es actor —dijo la señora

Smithers—. Es la nueva luminaria de1938. ¿No es cierto? —me preguntó.

—Ojalá —repliqué, nervioso.Ella no bromeaba al decir que

Arthur Wharton era el mejor director del

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mundo. Ya en mi pueblo había oídohablar de él. Era tan importante comoDe Mille.

—Arthur —dijo ella—, tenés quehacerle una prueba a este muchacho.

—Bueno, la verdad —dijo Whartony se le nubló un poco la cara.

—Tenés que hacérsela —insistióella.

—Hagamos una cosa, Carston —dijo él—. Llámame mañana al estudio.Veré lo que puedo hacer.

—Gracias, señor Wharton —dije.Me sentía tan sorprendido de

conocerlo, de que todo esto estuvierapasando, que no sabía qué otra cosadecir.

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—Sos un encanto, Arthur. Te veré eldomingo, ¿no? El domingo por la tarde.

—Claro que sí, por supuesto.Buenas noches.

Bajó los escalones en dirección albar.

—¿Has visto? —me dijo ella.—Ya veo —dije.Al salir tuvimos que esperar cinco

minutos mientras un empleado de laplaya de estacionamiento iba a buscar alchofer Walter, que estaba en uno de losbares cercanos. El tiempo que estuvimosallí, entraron al Trocadero una docenade personas, y la señora Smithersconocía por lo menos a diez, y lassaludó como si todas acabaran de volver

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de un largo viaje alrededor del mundo.Una de las mujeres estaba tan borrachaque dos hombres tenían que agarrarlapara que no se cayera al entrar. Laseñora Smithers me dijo quién era, laesposa de un conocido productor, y yopensé: me voy a acordar parachantajearlo si fracasa el asunto conWharton, pero un minuto después mehabía olvidado del nombre.

Walter trajo finalmente el auto, parójunto a la vereda, bajó y nos ayudó aentrar. Pidió perdón por hacerla esperar;creía que iba a estar una hora por lomenos en el Trocadero.

—Ralph está aburrido —dijo ella—.Vamos a dar un paseo. Dígale a Walter

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adónde quiere ir —dijo ella.—No me importa —respondí—. A

cualquier parte.—¿Quiere venir a casa?—Bueno. Cómo no.—Dé la vuelta, Walter —dijo ella

—. Vamos a casa.No podía quitarme de encima la idea

de que acababa de conocer a ArthurWharton. Era uno de los pocos hombresen Hollywood que tenía poder parahacer todo lo que quisieran. Habíafabricado más astros de cine que los quepodían contarse con los dedos de lasdos manos. Si me tomara simpatía,pensé…

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Estábamos solos en la casa. Loscriados habían salido y la señoraSmithers trajo ella misma una bandejacon bebidas, que puso sobre el piano. Seacercó y me abrazó y me besó en laboca. No me sentí sorprendido.

—¿No querés venir arriba dondeestaremos más cómodos?

—Bueno —dije.—Traé la bandeja y seguíme.Recogí la bandeja y la seguí arriba,

a su dormitorio. Había una lamparitaprendida en la mesa junto a la cama.Puse la bandeja sobre la mesa, y alenderezarme ella me agarró y me besóde nuevo. Esta vez la abracé.

—Así va mejor —dijo en voz baja

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—. Ahora esperáme un ratito mientrasme pongo algo cómodo. Preparáme untrago.

Desapareció en un cuartito, y en unminuto o dos volvió con una negligé deseda blanca. Tenía tanto perfume que mehizo mal a los ojos.

—Bueno —dijo, probando su trago—. Vení, sentáte acá.

Me senté a su lado en la cama.Algún día, pensé, voy a representar

una escena como ésta. Mil escenas comoésta…

—¿De qué hablamos? —dijo ella.—De cualquier cosa. De lo que

quieras.—Hablemos de vos. No te olvidarás

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de mí cuando seas un astro, ¿no?—Claro que no —dije.—Vas a tener a tus pies a todas las

mujeres de América…—Eso no hará ninguna diferencia.—¿Qué es lo primero que vas a

hacer cuando te conviertas en estrella?—Volver a mi pueblo.—No hablo de eso. A tu pueblo

podés volver cuando quieras.—No, no puedo —dije—. Eso es lo

único que no puedo hacer. Todo elmundo se rió de mí cuando me vine aHollywood. Allá no vuelvo hasta que nosea el astro más grande del cine.

—Tu novia también cree en vos,¿no?

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—No tengo novia.—¿No tenés novia?—No.—¿Y la muchacha que vive con vos?—¿Mona? No es mi novia. Es más

bien una hermana.—¿O una madre tal vez?—Algo así —dije.Me acercó el vaso a los labios y

tomé un sorbo del whisky con soda.—¿Qué edad tenés?—Veintitrés.—Sos un muchacho grande para

tener veintitrés.—Pasé la mayor parte de mi vida en

una granja. Hay que ser grande paratrabajar en una granja.

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Nos quedamos un rato callados.—¿Alguien te dijo alguna vez que

sos buen mozo? —preguntó.—No, señora —dije sintiendo las

mejillas coloradas.—Sos el muchacho más lindo que he

visto en mi vida.Desvié la mirada, en dirección a la

ventana. Ella dejó el vaso sobre labandeja y se inclinó hacia mí, su cuerpotocando el mío.

—Y yo estoy loca por vos —dijo—.Me muero por vos.

Antes que yo pudiera hacer o decirnada, me tomó la cabeza entre lasmanos, besándome la cara y los ojos ymordiéndome la oreja. Al final la aparté

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de un empujón y me paré. Ella metironeó de nuevo a su lado.

—Por favor… por favor… —dijo—. ¿No te gusto un poquito?

—Por supuesto que me gusta. Megusta mucho. ¿Por qué no? Usted ha sidobuena conmigo.

—Besáme —dijo—. Tocáme.Pegáme. Cualquier cosa.

La besé en la boca.—Así no —dijo—. Así no. Así.Volvió a agarrarme la cabeza entre

las manos y me besó furiosamente entoda la cara, mordiéndome el mentón. Leapoyé las manos en los hombros, sinempujarla esta vez, conteniéndolasimplemente. Podía sentir las arrugas de

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la piel entre mis dedos. Me daba unpoco de repugnancia. Era tan vieja comomi madre.

Ella seguía besándome, al final medesabrochó la camisa, besándome en elpecho. De golpe se detuvo, me miró, letemblaban los músculos de la cara, ellabio inferior apretado entre los dientes.Yo nunca había visto a nadie mirar así.Me sentí asustado.

«Tengo que salir de aquí» —me dije.De pronto alzó la mano y me

abofeteó con fuerza en la cara. Me paré,temblando como una hoja.

—Si usted fuera un hombre, lerompería los dientes —dije.

Ella se paró a mi lado, las manos

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sobre las caderas, sacando lamandíbula.

—Andá, pegáme. Pegáme —dijo.—No le pienso pegar —dije—. Me

voy a casa.—Andáte a casa, imbécil hijo de

puta, chacarero imbécil, hijo de puta,chacarero muerto de hambre, hijo deputa, papanatas hijo de puta…

Me fui y la dejé allí parada sin dejarde putearme.

9

A la mañana siguiente llovía. Me

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desperté y vi la lluvia y di una vuelta enla cama y volví a dormirme, sintiéndomeabrigado y cómodo. Cuando me despertéde nuevo, había un hombre parado juntoal sofá mirándome, un desconocidocompleto. Tendría treinta y cinco años,la ropa arrugada como si hubieradormido con ella puesta, y olía a bebida.

—¿Quién es usted? —dijo.—¿Y usted? —pregunté,

sentándome, pateando la frazada yabotonándome el saco del piyama.

—¿Vive aquí? —preguntó.—Claro que vivo aquí —dije.Frunció el ceño mirando alrededor

de la pieza.—¿Dónde está esto? ¿Estoy en

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Hollywood?—Por supuesto que está en

Hollywood —dije.«Sigue borracho», pensé. Miró para

ver si la puerta estaba abierta, pensandoque a lo mejor había entrado extraviado.La puerta estaba cerrada.

—¿Cómo entró aquí? —pregunté.—Ojalá supiera —dijo sacudiendo

la cabeza—. Lo único que sé es quedormí ahí arriba.

Señaló el dormitorio de Mona. Melevanté, poniéndome los zapatos.

—Espero no haberlo privado de sucama —dijo.

—No es mi cama —contesté.Se sentó en la silla y prendió un

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cigarrillo.—Alguien tiene que haberme traído

aquí —dijo—. Si pudiera acordarme…No sabía si echarlo a patadas o no:

habría que ver lo que opinaba Mona. Sihabía dormido con él, tendría queconocerlo. Subí y me asomé aldormitorio. Mona no estaba.

—¿Mona lo trajo aquí? —lepregunté mientras bajaba.

Se le iluminó la cara.—¿Esto es lo de Mona?—Sí.—Entonces me trajo ella —dijo

como disculpándose—. Anocheestuvimos juntos en una fiesta y meemborraché… supongo que usted lo

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nota.—Oh, no —dije.Se arrancó de la silla y avanzó hacia

mí con la mano estirada.—Me llamo Hill, Johnny Hill.Le di la mano.—Espero que no esté enojado.—No estoy enojado.—Cristo, qué curda me agarré —

dijo.—Siéntese —le dije—. No sé dónde

está Mona. ¿No vino a casa con usted?—Si yo supiera. Tiene que haber

venido. No llegué acá por accidente,porque nunca estuve antes. No voy ameterme en un lugar que no conozco,¿no?

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—Supongo que no —dije.—¿Usted hace cine?—Sí.—¿En qué estudio?—Soy un extra.—Oh —dijo; y luego—: ¿Dónde

estará Mona?—No sé.—Me debe una explicación —dijo

—. Imagínese, me trae a su casa ydespués desaparece.

—¿Usted no se acuerda de nada?¿No se acuerda si se acostó con ella?

—No recuerdo nada. Tengo la menteen blanco. Carajo —exclamó—, a ver sise acostó conmigo. ¿No sería terribleolvidarse una cosa como ésa? ¿No tiene

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un trago?—No. Si quiere, le preparo un café.—¿De veras? Eso sería espléndido.Fui a la cocina. El tipo no me

gustaba demasiado, pero pensé que eraun amigo de Mona, y por lo tanto debíaaguantarlo. Además, yo también queríacafé. Él entró y se paró junto a la cocina.

—Cristo, qué curda me agarréanoche.

—Eso ya me lo contó —dije.Pareció sorprendido.—¿Ah sí? Perdone. Ayer renuncié a

mi empleo y lo estuve celebrando.—¿Celebrando? Qué raro.—No, no es raro. ¿Tiene teléfono?

—preguntó de pronto.

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—Ahí está —le dije.Entró y disco un número.—Déme con Marc Lachmann —dijo

—. Hola, ¿Lorna? Habla Johnny. Damecon Marc… ¿Dónde está, en el set?…No, está bien. Sólo quería estar segurode que ayer llamé y renuncié. ¿Sí?…Muy bien. Así que renuncié. Hastaluego…

Volvió a la cocina. Le serví una tazade café.

—Quería comprobar eso —dijo—.Renuncié ayer.

—Ya escuché. ¿Hace cine?—Publicidad. Trabajaba para la

Universal. Renuncié ayer —dijoprobando el café—. ¿Sabe por qué

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renuncié?—No.Sacó de la billetera un pequeño

recorte.—Esto apareció ayer en el Times de

Los Angeles —dijo—. En la columna decine de ese gran periódico reaccionario.Escuche: «El cónsul alemán, indignadopor las escenas finales de El Camino deRegreso (esa es una de nuestras grandespelículas), indignado por las escenasfinales de El Camino de Regreso dondeaparecen adolescentes alemanesadiestrándose como soldados, hainducido a la Universal a revisar eldesenlace de la película. Al mismotiempo la productora tratará de subrayar

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el conflicto amoroso» —tomó unostragos más de café, mirándome—. Poreso renuncié —dijo—. ¿Usted no haríalo mismo?

—No sé —dije—. No veo ningúnmotivo para renunciar en ese artículo.

—¿Ah no? ¿Y no ha visto en Life oen Fortune esas fotos de muchachosalemanes de uniforme, recibiendoadiestramiento con fusiles y llevando enel pecho escarapelas que dicen«Nacimos para morir por Hitler»?

—Creo que no —dije.—Bueno, de todas maneras es

cierto. Ese Hitler va a desatar otraguerra, y no veo que el cónsul tenga queindignarse porque nosotros mostramos a

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esos chiquilines alemanes recibiendoentrenamiento militar. Lo que memolestó no fue eso, comprende, porqueel cónsul alemán siempre está chillandopor algo. Lo que me molestó fue que elestudio se dejara intimidar. Yo lehubiera dicho unas cuantas cosas. Peroninguno de estos productores tienencojones. Son todos unos maricas. Unavez yo estaba trabajando en la Metro…

Se interrumpió, mirando para atrás.Era Mona.

—Hola —dijo ella—. Veo que ya sehan presentado.

—Claro —dijo Johnny parándose—.Claro, somos viejos amigos. ¿Tomáscafé?

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—Gracias —dijo ella, mirándome.Le serví una taza.—¿Él estaba aquí cuando llegamos

anoche? —preguntó Johnny.—Sí.—No recuerdo haberlo visto. ¿Cómo

fue que no lo vi?—En el estado en que estabas, no

podías ver nada —dijo ella.—¿Y cómo fue que me trajiste aquí?

No es que cuestione tu gusto impecablepero siento curiosidad.

—El principal motivo —dijo Mona,hablando con él, pero mirándome a mí—fue que estabas en el taxi conmigo y nopodías acordarte de dónde vivías, asíque te di mi cama, fui al bungalow de

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enfrente, que solía alquilar Dorothy unaamiga mía, entré por la ventana y pasé lanoche. ¿Todo aclarado?

—Maravillosamente —dijo él—.Maravillosamente.

Yo también me sentí mejor. Todo eltiempo que estuve hablando con Johnnyme preguntaba…

—¿Te sentís mejor —le preguntóella—, o seguís odiando a la Universal?

—Los odio a todos —dijo él—.¿Cómo sabés lo de la Universal?

—Me lo contaste veinte veces.—¿Ah sí?—¿Qué pasó con el tipo que salió

con vos, Tommy Mosher? —le preguntéa Mona.

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—Se fue alrededor de la una. Teníaque levantarse temprano.

Johnny le ofreció una silla a Mona,preguntando:

—¿Qué te parece si me mudo aquícon vos?

—Estaríamos demasiado apretados.Además, te olvidás que nosotros somosextras. Podríamos contaminarte.

—Eso no es tan terrible. Yo mismovoy a ser un extra. ¿También te reveléese secreto anoche?

Mona se rió.—No, ése te lo guardaste.—Pues sí —dijo él—. Durante años

quise ser un extra, y ahora lo voy a ser.—Si insistís en morirte de hambre,

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es un método tan bueno como cualquierotro —dijo Mona.

—Te voy a ser franco —dijo él—.No pienso ganarme la vida como extra,sino escribir una novela sobre los extrasde cine. Cómo viven, lo que piensan…hay un campo muy vasto ahí.

Hablaba muy en serio.—Toda la tragedia y la desilusión

que caben en esta maldita ciudad dellujo, toda la perversidad y la crueldad.

«Yo podría darte material para eso,Johny», pensé.

—Esa parte de Hollywood nunca hasido contada. Lo único que se escribesobre Hollywood es la historia de lamucama que hace una prueba y resulta

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un prodigio, como en Nace una Estrella.Esa era una buena película, y ganaronmucha plata. Esa era una historiaverdadera, pero no la historiaverdadera; no sé si me entienden.

—Creo que sí —dijo Mona.—La verdadera historia de esta

ciudad es la de gente como ustedes: unamuchacha como vos y un muchachocomo él. A lo mejor los pongo a los dosen el libro.

—¿En serio? —dijo Mona.—¿Por qué no? —dijo él—. El

hecho de que sean un muchacho y unamuchacha comunes, los extras términomedio, con más razón. Ustedessimbolizan a los veinte mil extras de

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Hollywood. Entiéndame, yo no creotener ningún talento especial paraescribir novelas, no me puedo compararcon los novelistas que anduvieron poraquí. Pero pienso que se perdieron unaoportunidad. Hilton podría haberlaescrito, Hammett, Hecht, aunque una vezhizo la prueba con Mack Sennett y lapifió, y por supuesto ese viejo maestro,el doctor Hemingway, que podríahaberlo hecho mejor que nadie, pero queestá demasiado ocupado en salvar larepública española como parapreocuparse por un muchacho y unamuchacha de Hollywood. El problemacon estos escritores es que se instalan enla playa de Malibu, o en las mansiones

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de Bel-Air, y se mezclan con la altasociedad del señor y la señoraPutarrica, y entonces claro, la chingan.Eso es como mirar por la otra punta deltelescopio… ¿Qué les pareció estediscurso de un tipo que todavía tieneflor de curda?

—Muy bueno —dijo Mona—.Tendrías que alquilar un salón deconferencias.

—A lo mejor, quién te dice —dijo,sonriendo—. Bueno —agrególevantándose—. Me parece que voy aexponer este hermoso cerebro y esta florde curda a la lluvia. Gracias por todo, ytenes que dejarme que te lleve a la camauna de estas noches. Ahora le voy a

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hacer una manifestación al cónsulalemán.

Nos dio la mano a los dos y se fue.—Buen tipo —dijo Mona viéndole

irse—. Capaz de darle a uno lo quelleva puesto.

—Me dio un susto del carajo cuandome desperté y lo vi parado junto al sofá—dije.

—Pensé que podría volver antes quese despertara —dijo Mona—. Tehubiera explicado todo anoche, perodormías tan plácidamente que no tequise despertar.

—Volví temprano —dije.—Debió ser una linda fiesta

mientras duró. Por la cara que tenés,

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parece que hubieras estado domando unapantera.

Fui al living room y me miré en elespejo que colgaba de la pared sobre elescritorio. Tenía moretones en lasmejillas y el mentón, donde me habíabesado la señora Smithers. Vi por elespejo que Mona estaba parada detrásmío, sonriendo.

—No pude impedirlo —dijedándome vuelta.

—A mí no me tenés que pedirdisculpas —dijo ella—. Qué carajo, voshacés lo que te parece. Pero estoydesengañada, porque siempre seguistemis consejos, menos esta vez. Yo te dijelo que era esa mujer.

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—Ahora lo sé —dije, sintiéndomemuy mal—. Pensé que hablaba en serio,que quería ayudarme.

Mona me miraba con burla, sin decirnada. Yo sabía que ella tenía razón entodo lo que dijo, las cosas ocurrieron talcomo ella anunció. Me sentía tanculpable, que no atinaba a hablar.

—Voy a subir mientras te vestís —dijo ella.

—Mona… —dije.Subió la escalera sin contestarme,

entró en su pieza y cerró la puerta.

Cuando terminé de vestirme, subí albaño a lavarme los dientes. Llamé a supuerta, le pedí que bajara y fuera

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sociable. Dijo que bajaría en un minuto.Seguía lloviendo. La palmera

harapienta de la placita parecía másharapienta y desamparada que nunca.Nada más desamparado, pensé, que unapalmera bajo la lluvia en Hollywood.Del mar venía una bruma, y no se podíaver mucho más allá de los bungalows através de la plazoleta. Vi a la señoraAnstruther, la encargada, entrar en elbungalow de Dorothy con una pareja.Pobre Dorothy, pensé, sintiendo lástimapor ella ahora, retirando todos losinsultos que le había dedicadomentalmente. Pobre Dorothy, Hollywoodte trató como la mierda. Si hubierasconseguido trabajar en alguna película,

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no habrías robado esas bagatelas.«Mona tiene razón en el asunto de lasrevistas» me dije. «Dorothy tambiénvino aquí por culpa de las revistas, yahora miren dónde está». Después, sinmotivo, empecé a pensar en la señoraSmithers y el Trocadero, y me acordé deuna cosa que me sacudió tanto queestuve a punto de gritar.

Arthur Wharton me había pedido quelo llamara.

Busqué el número del estudio yllamé a su oficina. La secretaria mepreguntó quién habla, y tuve quedeletrearle el nombre dos veces antesque lo entendiera. Dijo que lolamentaba, pero que él estaba en una

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conferencia, y si podía escribirle unacarta explicándole lo que deseaba.

—Él me pidió que lo llamara —dije.—Un momentito —dijo.Me pregunté si esto se vendría

abajo.—Lo siento —dijo la secretaria—.

El señor Wharton no se acuerda…—Escuche —le dije, casi suplicante

—. Dígale nada más que soy elmuchacho que le presentó anoche laseñora Smithers en el Trocadero. Meprometió una prueba.

—No corte —dijo ella, un pocofastidiada.

«Ahora se acordará», pensé.—Hola —dijo la secretaria—. El

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señor Wharton dice que ahora seacuerda, y que lo siente muchísimo, perose va a tomar unas largas vacaciones ytendrá mucho gusto en verlo cuandovuelva.

—¿Y cuándo vuelve? —pregunté.—Dentro de tres o cuatro meses —

dijo ella.—Gracias —dije.Colgué, me quedé mirando por la

ventana esa palmera harapienta…—¿Con quién hablabas? —dijo

Mona.—Con nadie —dije yendo hacia la

ventana—. Un amigo.—¿Un amigo? —dijo ella—. Si te

hubieras escuchado la voz. Parecías a

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punto de subir a la horca. —Vino a milado—. ¿Quién era?

—Nadie, ya te dije —contesté,volviendo al escritorio.

—Pero yo te oí decirle que loconociste anoche cuando estabas con laseñora Smithers.

—Carajo, dejáme tranquilo.Se paró frente a mí.—No estoy tratando de espiarte,

Ralph —dijo serenamente—. Sólo tratode impedir que te hagan daño. Sosdemasiado confiado. ¿No ves quequedás indefenso ante esa gente, que lesdas la oportunidad de partirte elcorazón?

—Nadie me parte el corazón —dije

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—. Algún día yo les voy a demostrarque no estoy liquidado, que puedo ser elmejor actor del país.

—Eso, así me gusta más —dijo ella,sonriendo—. No hay que agachar lacabeza.

Sonó el teléfono, atendió ella.Cuando escuchó la voz del otro lado, sele oscureció la cara.

—Para vos —dijo alcanzándome eltubo.

Lo tomé, sin saber quién podía ser.—Buen día, mi querido muchacho,

¿cómo estás con este día tan espantoso?—Estoy muy bien —dije, tratando

de resolver lo que debía hacer.—No estás enojado conmigo, ¿no?

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—No.—No tenés que enojarte. Quiero que

almorcemos juntos. Vamos al Vendome.—Ya almorcé.—Bueno, igual podés ir conmigo, y

después iremos de compras.—Tengo que quedarme aquí para

atender el teléfono.—Lo puede atender esa chica.—Ella tiene que salir.—Entonces almorzaré y después iré

a verte.—Pero, señora Smithers…—Hasta luego, querido muchacho…

Te veo más tarde.Colgó antes que se me ocurriera

nada para detenerla.

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—¿Viene aquí? —preguntó Mona.—Sí.Me miró un minuto entero antes de

hablar.—Ya veo que no tenés escapatoria

—dijo finalmente.—Ella insistió —dije—. Yo no

quiero verla.—¡Santo Dios! ¿y por qué no se lo

dijiste?—Vos no la conocés. Le decís que

no, y es como si le dijera que sí.—Bueno, si no tenés cojones para

pararle el carro, yo sí —dijo.—Tengo cojones —dije—, lo que

pasa es que ella es importante, y noquiero que se enoje conmigo. Toda la

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mañana estuve preocupado pensandoque podía estar enojada por lo deanoche.

—¿Qué pasó anoche?Le conté esa parte en que ella me

puteó y yo la dejé plantada.—Muy bueno, formidable —dijo

Mona—. ¿Por qué no hiciste lo mismorecién?

—Ya te dije que no la quieroofender.

—Joder, ¿te parece que no laofendiste anoche?

—En ese momento no lo pensé.Estaba enojado.

Mona se rió.—No estabas enojado. Estabas

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asustado. Por eso te rajaste. Estabasasustado.

—No estaba asustado.—Qué no vas a estar. Ella trató de

desabrocharte la bragueta y vos teasustaste.

Sentí que me ardían las mejillas.—¿Nunca hiciste eso con una mujer?

¿Eh?Ahora me ardía todo.—¿Sos virgen? Decíme, ¿sos

virgen?Seguí sin contestar, le di la espalda,

caminando en dirección a la ventana.—Carajo —dijo.

Durante una hora o dos, fue poco lo

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que hablamos. La conversación eradispersa, muy cortés y forzada, como sifuéramos desconocidos y cada unotratara de impresionar al otro con susbuenos modales. Yo no sabía lo quepasaba con Mona, pero sabía lo quepasaba conmigo. Después de lo ocurridola noche antes, después de la escena conla señora Smithers, no me importaba sivolvía a verla; y sin embargo, aquíestaba esperándola. No me entendía a mímismo, pero como le dije a Mona,pensaba que ella podía ayudarme. Y nosolamente a mí, sino a la propia Mona.Pensaba que si yo conseguía unaoportunidad, podía ayudar a Mona aconseguir la suya.

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Eran las dos de la tarde cuando llególa señora Smithers, con una bolsa decelofán sobre el sombrero y unimpermeable que la hacía parecer dosveces más corpulenta de lo que era.Abrí la puerta y la hice pasar.

—Hola, querido muchacho —dijo—. ¿No es un día espantoso?

Entonces vio a Mona y se contuvo.—Oh —dijo.—Pase, pase —dijo Mona—. Ya me

iba.Se levantó y subió al dormitorio.

Ayudé a la señora Smithers a sacarse elimpermeable y el sombrero.

—Eso es —dijo—, así está mejor.¿No es un día espantoso?

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—A mí me gusta, para variar —dije.Miró alrededor del cuarto, arrugó

las comisuras de los ojos.—Hmm, hmm, se está cómodo aquí.

Parece un nidito de amor.Mona bajó, con abrigo y sombrero.—No tenés necesidad de salir —

dije.—Claro que no —dijo la señora

Smithers—. No puede salir con estetiempo espantoso.

—No me parece espantoso.Abrió la puerta.—Me gustaría que no te fueras,

Mona —le dije.Ella salió, sin decir nada. A través

de la ventana la miré pasar. Seguía

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lloviendo.—Creo que no me quiere —dijo la

señora Smithers—. Pienso que estácelosa. Más, estoy segura de que estácelosa. ¿No crees que está celosa?

—No sé —dije.—¿Qué te pasa, querido? Te portás

de un modo tan raro. No seguíspreocupado por lo de anoche, ¿no?

—Ya no.—No hay que dejarse trastornar por

cosas así. Yo sé que tengo mal carácter,pero no soy rencorosa. Me olvido enseguida.

—Yo también lo olvidé —dije.Me miró pensativa mientras me

sentaba en la silla frente a ella.

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—Anoche estuve pensando mucho—dijo—. No sos la clase de muchachoque yo pensaba que eras. Quiero decirque no sos esa clase de muchacho típicode Hollywood. Sos muy diferente.

—¿Sí?Nos quedamos callados. Prendió un

cigarrillo y dio un par de pitadas,observándome atentamente. Yo me sentíaincómodo.

—Sí, sos diferente. ¿Alguna vezpensaste casarte?

—No, señora.—¿Qué te parece la idea?—Nunca pensé en eso. Tengo otras

cosas en la cabeza.—¿Te gustaría casarte conmigo?

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La miré. No había emoción en sucara, no había ninguna expresión. Sabíalo que yo estaba pensando.

—¿Por qué no? Yo tengo muchodinero, y no hay ninguno de tus malesque no se cure con dinero. Soy más viejaque vos, ¿pero eso qué importa? ¿No tegustaría viajar?

—Supongo que sí —dije en vozbaja.

Yo tampoco sentía ninguna emoción.Era la primera mujer que me decía unacosa parecida, y aunque más no fuerapor ese motivo, debí sentir algo. Perono.

—Podríamos irnos a alguna parte, aEuropa, al Lejano Oriente, y olvidarnos

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de todo esto.—Antes quiero hacer algo en cine

—dije, para no negarme abiertamente,para no lastimar sus sentimientos.

—Pero ésa es una lucha tan grande.Sé lo que estás pasando, sé lo que estánpasando miles de muchachos como vos,y no vale la pena. ¿Nunca pensaste eneso?

—No, señora —dije.Costaba creer que esta mujer

tranquila y serena fuese la misma de lanoche anterior.

—Bueno, si vos querés, podríasquedarte aquí. Una forma segura deentrar en el cine, sería casarte conmigo.A mí no me molesta que mi marido tenga

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una carrera, sobre todo un marido tanbuen mozo. No sería justo para lasdemás mujeres del mundo.

Golpearon a la puerta y fui a abrir,pensando que era Mona que volvía. Perono era Mona, sino Sam Lally. Me mirófurioso y entró sin decir nada. Cerré lapuerta. Siempre sin decir nada, fue alsillón, agarró el sombrero y elimpermeable de la señora Smithers y lostiró sobre sus rodillas.

—Vamos —dijo.—No voy nada —contestó ella.—Por las buenas o por las malas —

dijo él.Ella le arrojó el impermeable, que le

golpeó la cara y se le enroscó al cuello.

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Él se lo quitó de encima, y yo vi cómose le contraían los músculos de lamandíbula.

—Siéntese un minuto, Lally —dije.—Ella viene conmigo y usted se

queda quieto —dijo él.La señora Smithers se rió.—Siempre está actuando —me dijo

—. Le encantan estas situaciones.Lally avanzó dos pasos y la cacheteó

en la cara, después la agarró de losbrazos tratando de levantarla.

—Vamos, dije —exclamó con la vozalterada.

Seguía tironeando, a ver si la podíaparar. Me acerqué y le di un empujón.Perdió el equilibrio y cayó sobre la

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punta del sofá.—Acabelá —dije.—¿Ah, sí? —gruñó.Se inclinó sobre ella, con la mano

alzada, y antes que yo pudiera pararlo,la cacheteó dos veces más.

—Puta —dijo.Le di una trompada en la sien y él

me miró sorprendido, apretando loslabios. Se enderezó lentamente y lo dejépararse antes de volver a pegarle. Metiró un puñetazo que me rozó el hombro,y lo envolví en un clinch porque noquería pegarle más. Era más grande queél, y más fuerte, y no me gustabaaprovecharme.

—Acabelá —dije, sujetándolo—. Si

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no la acaba, se va a lastimar.Forcejeó para soltarse, pero lo tenía

bien agarrado y no se pudo mover.—Acabelá —repetí.Lo sujeté un momento más y después

lo solté y retrocedí.—Basta, chicos —dijo la señora

Smithers. Era la primera vez quehablaba desde que empezó la pelea—.No seas tan peleador, Sammy. No haynada entre nosotros.

—Puta —dijo Lally sin moverse.—Lo mejor que pueden hacer los

dos es irse —dije—. No quiero líosaquí.

Me agaché para recoger elimpermeable de la señora Smithers y en

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ese instante Sally le dio dos bofetadasmás en la cara. Me enderecé a tiempopara ver cómo la golpeaba por terceravez. Volví a sujetarlo. Esta vez noforcejeó, sino que alzó la voz, chillando:

—Mírela. Mírele la cara.Por encima de su hombro, miré a la

señora Smithers. Tenía los ojosenloquecidos y sonreía de oreja a oreja,palmoteando como los negros de mipueblo cuando les daba la religión.Solté a Lally y me olvidé de él mientrastrataba de entender lo que le pasaba a laseñora Smithers. Después vi que a Lallytambién le pasaba algo. Sonreía y leclavaba los ojos, como si estuviera entrance. De golpe saltó al sofá junto a

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ella, y sentado sobre sus talones empezóa cachetearla furiosamente.

—Déjeme, déjeme —gritaba, aunqueyo ni me había movido—. Yo sé lo quehago, yo sé lo que hago.

Me quedé mirando sin mover unmúsculo. No sabía lo que pasaba, perome di cuenta que Lally ya no estabaenojado y ella tampoco, y que lo queestaba pasando era extraño y poderoso yque yo nunca había visto que le pasara anadie, y de golpe ya no me importó más,dejé de preocuparme.

Cuando él dejó de abofetearla, ellasoltó el aire de los pulmones, y esaexhalación resonó en toda la pieza. Echóatrás la cabeza y Lally se agachó sobre

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ella y la besó dos veces en la boca, ydespués me miró, parpadeandorápidamente, tratando de enfocar lamirada, como si recién se diera cuentade que había alguien más allí. Entoncesmiró a la señora Smithers, que alzó lacabeza. Tenía la cara colorada como unaremolacha, tan colorada que ya no se lenotaba el maquillaje.

Me sentí cansadísimo. Me senté enuna silla. Me dolían las piernas.

Sin decir una palabra, la señoraSmithers se paró, recogió suimpermeable y su sombrero. Lally laayudó a ponerse el impermeable.Ninguno de los dos me habló ni memiró. Actuaban como si estuvieran solos

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en el fin del mundo. Caminaron hacia lapuerta, la abrieron y se fueron, siempresin decir nada y dejaron la puertaabierta.

La lluvia caía sobre la alfombra yuna ráfaga de viento entró en la casa.

10

Esa noche oscureció temprano,alrededor de las cinco y media. Lalluvia seguía cayendo y empezaba ahacer frío. Prendí un par de luces, yesperé un rato a Mona; después fui acomer al drugstore.

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Cuando terminé de comer, jugué treso cuatro veces en el tragamonedas yvolví al bungalow. Mona estaba sentadafrente a la estufa a gas, hojeando undiario, y la casa me pareció agradable ytibia.

—Estuve leyendo sobre vos —medijo—. ¿Viste esto?

—¿Qué es?—Tomá, leé.Me alcanzó el periódico, el Citizen-

News de Hollywood, abierto en lapágina de cine, y señaló una columnacon el dedo. Eran los «chismes de lapantalla» de Sidney Skolsky.

«… El nuevo acompañante

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de la señora Smithers en loslugares nocturnos es un apuestogeorgiano llamado RalphCarston. Esto significa que ustedpronto lo verá en el cine de subarrio».

—¿Cómo averiguó mi nombre? —pregunté sorprendido.

—¿Qué importa? Lo que importa esque lo averiguó.

—Pero no me lo presentaron. Lo vi,pero no me lo presentaron. ¿Vos pensásque ella le dio mi nombre?

—No sé cómo trabaja Skolsky, perosupongo que tiene manera de averiguaresas cosas. El también parece

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convencido de que uno de los caminospara entrar en cine es salir unas pocasveces con la señora Smithers…¿Comiste?

—Sí. ¿Y vos?—Sí.—No tendrías que haber salido con

esta lluvia.—¿Por qué no?—Te vas a agarrar el resfrío de la

muerte.—Eso nunca le preocupó a la Garbo,

y yo soy tan durable como ella. ¿Qué tepasa en la mano?

—Nada.—¿Eso no es tintura de yodo?—Sí.

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—¿Y por qué te la pusiste?—Me golpeé sin querer contra la

estufa.—Desde aquí se ve la hinchazón. Te

habrás golpeado sin querer, pero conganas.

—Eso sí.Estuvimos un momento callados.—Ralph, ¿no le pegaste a esa mujer?—Ya te dije lo que pasó.—No te creo. ¿Le pegaste?—No.—¿De veras?—De veras.—Esa parte la creo, pero sigo sin

creer que te hayas golpeado con laestufa. ¿No me querés contar?

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—No.—Está bien. Pero no te imagino

peleando.—Oh, puedo defenderme —dije.—Yo sé que podés. No quise decir

eso. Quise decir que sos tan tranquilo ydulce que no te veo enfureciéndote alextremo de pelear con nadie. No megustaría que te metieras en líos.

—No pienso meterme en líos —dije.—Espero que no.—Pues no.Caminé hacia la ventana. Afuera

todo estaba a oscuras. Ya no llovía tanfuerte, era más bien una niebla pesada.

—¿No querés ir al cine? —pregunté.Ella sacudió la cabeza.

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—Andá vos. Yo tengo otroprograma.

—Bueno —dije lentamente—,supongo que no tengo demasiadoderecho a criticarte.

11

No tuve más noticias de la señoraSmithers por un par de semanas. Tratéde llamarla varias veces, pero laoperadora me dijo que el teléfono habíasido desconectado. Un día llegó unatarjeta postal de Ensenada, México.Decía:

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«Lo demás ha sidoespléndido. Hasta pronto,querido muchacho. Cariños,E. S.»

Se la mostré a Mona.—Ya me estaba preguntando por

dónde andaría —dijo ella—. Todo haestado tan tranquilo últimamente…Nunca me dijiste por qué se marchó contanto apuro.

—Yo mismo no sé.—Es curioso. Con lo caliente que

estaba con vos, y de golpe y sin motivose va a México. Muy curioso.

—Ella es una mujer curiosa.—Bueno, digamos rara. Es una

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palabra más apropiada, ¿no te parece?No dije nada hasta que terminé de

barrer el living-room y la cocina, y deabrir todas las puertas y ventanas. Eraun día hermoso y tibio, como deprimavera; en un día así, uno se preguntapor qué todo el mundo no vive enCalifornia del Sur.

Mona estaba llamando por teléfono alos estudios independientes, en busca detrabajo.

—Ella podría habernos sacado deeste pantano —dije—. Si estuviera aquí,no vacilaría en pedirle plata prestada.Pero creéme que todo aquello pasó. Deveras.

Ahora me alegraba de haber

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aceptado los cien dólares que me dio laseñora Smithers el primer día que vinoal bungalow; cuando pensaba lo cercaque había estado de devolvérselos, mecorría un frío por la espalda. De todasmaneras, se habían ido; Mona consiguiócincuenta dólares prendando suautomóvil, y también desaparecieron.Nuestra principal preocupación era laplata. Todavía faltaban dos semanaspara que venciera de nuevo el alquiler, yAbie seguiría fiándonos en el mercadopor un tiempito. Pero los plazos seacortaban y no podíamos pensar en otracosa.

—A lo mejor tendría que volver abuscar un empleo —dije.

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—Eso es perder tiempo —dijo ella—. Los empleos son escasos yespaciados.

—Si hago la prueba, tal vez no mesienta un parásito —dije.

—No tenés por qué decir eso. Laúltima plata la conseguiste vos, estamosviviendo de eso. Hiciste tu parte. Prontoaparecerá alguna oportunidad.

—Ojalá —dije, deseando quevolviera la señora Smithers.

Me sentía solo y deprimido. Subí albaño, me encerré con llave y sentado enel inodoro lloré un buen rato.

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SEGUNDA PARTE

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1

La tarde siguiente Mona llegó muyexcitada.

—Adiviná lo que pasó. Tengotrabajo. Trabajo estable.

Yo también me excité.—¿Haciendo qué?—Déjame que recobre el aliento —

dijo, sentándose y abanicándose—. Ibacaminando por Magnin, y decí con quiénme encuentro. Con Laura Eubanks.

—¿Laura Eubanks?—La reconocí en seguida, pero no

quise ser la primera en hablar. EnHollywood, una nunca sabe dónde pisa.

—¿Ella te reconoció?

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—¿Si me reconoció? Cualquierahubiera dicho que era su hermana,perdida hace años. Bueno, insistió enque fuéramos al Knickerbocker a tomarun trago. Dijo que había disfrutado denuestra conversación, aquella noche enlo de la Smithers, y que muchas veceshabía pensado qué sería de mí, y queestaba muy interesada en mí y en lo queyo estaba haciendo.

—Si estaba tan interesada, podríahaberte buscado —le dije—. Bastabacon preguntarle a la señora Smithers.

—Eso es lo que se acostumbra, perodejáme terminar. Su doble acaba deconseguir un contrato en la FirstNational, y me ofreció el empleo.

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Treinta y cinco dólares por semana.Sentí como un golpe en el estómago,

y se me fue toda la alegría.—¿Ese es el empleo? ¿Vas a trabajar

de doble?—Claro que sí.—Fuiste una idiota en aceptar —

dije.—¿Estás loco? Cobraré un sueldo

todas las semanas.—Justamente —dije—. ¿Qué chance

te queda de ser actriz si aceptás untrabajo de doble? Nunca llegan aninguna parte.

—La otra llegó. ¿No te dije que lehan dado un contrato?

—Una en mil. Una en veinte mil.

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Mona me miró, con el ceño fruncido.—Me parece rara tu actitud.—He estado aquí el tiempo

suficiente para saber algunas cosas, yésa es una —le dije—. Si aceptás eseempleo, podés despedirte de tu carrera.

Se paró mirándome fijo. Ellatambién había perdido la alegría.

—Usted se olvida de una cosa,señor Carston —dijo secamente—.Tenemos que comer.

Esa noche fue a trabajar, dejándomesolo por primera vez desde que laconocía. Escribí una carta a casa, sinpensar en lo que escribía,mecánicamente y sin gran esfuerzo. La

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pieza estaba silenciosa y vacía. Cuandoterminé de escribir, marqué el númerode la señora Smithers, y la operadoraintervino nuevamente diciendo que elteléfono estaba desconectado. Disqué«Informes», y pregunté por el nuevonúmero, pero me dijeron que no figurabaninguno en lista, así que la señoraSmithers no había vuelto. Sintonicé unpar de programas en la radio, y tampocome sirvió de nada. Pensé ir al cine, perollegué a la conclusión de que no queríaver una película, que me sentiría aúnpeor viendo gente en la pantalla,haciendo lo que yo mismo quería hacer.

Oí un ruido en la cocina y fui a abrirla puerta.

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—¡Santo Dios! —exclamé.Era Dorothy. Tenía una camisa de

hombre, pantalones y un par de zapatosviejos.

—Qué carajo… —dije, cerrando lapuerta—. ¿De dónde venís?

—Me escapé —dijo ella—. ¿Podésdarme algo de comer?

Le freí unos huevos y le preparécafé. Dijo que se había escapadoanteayer de la cárcel, y que debió llegarantes, pero que tuvo que andar porcaminos laterales donde no habíatráfico. Casi había dejado el pellejo enel desierto. En Bakersfield robó unFord, y así fue como pudo llegar.

Parecía muy tranquila, sin señales de

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haber viajado. Salvo la ropa, era lamisma Dorothy de siempre.

—¿Cómo está Mona?Le conté del trabajo de doble que

estaba haciendo para Laura Eubanks. Lepareció excelente.

—¿Y vos conseguiste algo?—No, todavía no.—Ya llegará —dijo—. Hay que

seguir insistiendo. ¿Me das otra taza decafé?

Le di otra taza de café.—¿Cómo hiciste para escaparte? —

dije.Sonrió.—Es una historia larga.—¿Qué vas a hacer ahora?

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—Seguir de largo.—¿Adónde?—No sé.—Ojalá pudieras quedarte acá —le

dije—, pero te encontrarán en seguida.¿No tenés miedo que te encuentren?

Sacudió la cabeza.—No creo que a las mujeres que se

escapan las busquen tanto como a loshombres —dijo—. De todas maneras, undía de vida es vida.

—¿No pensarás volver a Ohio?Se entristeció un poco.—No. Aquí estaría más segura que

allá. No, supongo que ya nunca volveréa mi pueblo.

Tomó el resto del café.

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—¿Podés prestarme un poco deplata? —dijo—. No sé si alguna vez tela podré devolver, pero haré lo quepueda.

—Lo siento, pero no tengo nada.Nosotros mismos estamos muy jodidos.Tengo algo así como sesenta centavos.

—Con eso no hago nada —dijo.De golpe se me ocurrió una cosa.—Esperáme aquí —le dije.Salí por el fondo y caminé hasta el

mercado.—Hola, Barrymore —dijo Abie

sonriendo.«No te va a parecer tan divertido

cuando sepas de qué se trata», pensé.—Necesito veinte dólares apurado

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—dije.Me miró, impactado.—Un programa, ¿eh? Caliente con

alguna rubia de Hollywood, ¿eh?—Los necesito en serio —dije.—Un muchacho tan simpático —

dijo, simulando estar escandalizado—.¿Para qué querés veinte dólares? ¿Vas aun hotel de lujo?

—Abe, se trata de una terribleemergencia.

Se encogió de hombros.—Para vos es una emergencia, para

mí es un sablazo más. En Hollywood,por un dólar se consigue lo que quierasen minas. ¿Quién puede valer veintedólares? ¿La amante de un rey?

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Empezaba a impacientarme.—Escúcheme, Abe. Usted sabe que

yo no juego con estas cosas. Mañana ledevuelvo la plata, cuando vuelva Mona.Podría pedírsela a ella, pero no está encasa. Y si no se la devuelvo, trabajo enel mercado. Pero la necesito. ¡Por favor!

Me miró un segundo, después volvióa encogerse de hombros y abrió laregistradora.

—Soy un gil —dijo contando eldinero—. Habiendo tantos lugares en elmundo para poner un negocio, vengo aelegir esta ciudad de atorrantes. Encualquier otro lugar sería más rico queGuggenheim.

Me dio la plata. Tenía ganas de

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besarlo.—Gracias, Abe.—Lo que quiero no son las gracias,

sino que me devuelvas la guita.—Gracias.—Soy un gil —dijo sacudiendo la

cabeza.«Sos un tipo extraordinario, Abe

Epstein», pensé corriendo de vuelta acasa a través de la playa deestacionamiento.

Le di el dinero a Dorothy; le rodaronlágrimas por las mejillas.

—No sé cómo agradecerte.—Olvidálo.Empezó a decir algo, pero no pudo,

por la emoción.

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—Mejor que te vayas, Dorothy —ledije—. Y si podemos ayudarte en algunaotra cosa, escribinos unas líneas.

Hizo que sí con la cabeza,frotándose los ojos.

—Lamento que no esté Mona —dijo—. ¿Puedo echarle un mensaje?

—Claro —dije, llevándola alescritorio.

Garabateó un mensaje y me lo dio.La seguí a la cocina. Recogió un bolsode papel diciendo:

—Me preparé un par de sandwiches.No sabía que me ibas a conseguir eldinero.

—Está bien —dije—. Te acompañoa la calle. ¿Dónde estacionaste el auto?

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—Enfrente.—En tu lugar, yo tomaría un ómnibus

o algo así —le dije mientras salíamospor la puerta del fondo—. Si te agarranpor evasión ya es embromado, pero si teencuentran con un auto robado será peor.

—Yo me encargo de eso —dijo—.Conseguiré otra patente.

Se detuvo junto al auto, se inclinó yse despidió con un beso.

En ese momento un policía la sujetó.Me sentí paralizado por la sorpresa.Antes que pudiera moverme o decirnada, un segundo policía me agarró a mí.

—Un momento —dijo—. ¿Qué esesto?

Ni Dorothy ni yo hablamos.

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—¿De quién es este auto? —preguntó el primero.

—Mío —dijo Dorothy.—¿Y este tipo quién es, su socio?El cerebro dejó de darme vueltas y

me sentí muy lúcido. De prontocomprendí que los policías andabandetrás del auto robado y que no habíanreconocido a Dorothy ni tenían idea deque era una evadida.

—Ese auto es mío —dije—. Ella esuna amiga y nada más. Yo robé el auto.Ella no sabe nada.

Sabía, que si soltaban a Dorothy, yopodría demostrar que no había robado elauto. En mi vida estuve en Bakersfield.

—Él no lo robó —dijo Dorothy—.

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Lo robé yo. El que no sabe nada es él.Traté de hacerle una seña para que

se callara, pero no me hizo caso.—Está loca —dije—. Yo robé el

auto esta tarde en Bakersfield.Los policías se miraron.—¿Quién tiene la llave? —preguntó

el primero.—Yo —dijo Dorothy, sacándola del

bolsillo.—Eso no prueba nada —dije.Se habían juntado cinco o seis

personas.—Está bien —dijo el segundo—,

vamos a la comisaría.Empezaron a llevarnos.—Un momento —dije—. Tengo que

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buscar mi sobretodo. Tengo que cerrarla casa. Dejé la puerta del fondo abierta.

—Nosotros nos ocupamos de eso,pibe —dijo llevándonos al patrullero.

Me subieron adelante y a Dorothyatrás. Quise avisarle que se callara y medejara cargar con la culpa para poderescapar, pero no tuve oportunidad.

Nos dieron entrada comosospechosos de robo y nos encerraronen celdas separadas.

Esa noche no dormí.

2

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Por la mañana me notificaron quehabía un cargo adicional contra mí:complicidad en evasión. El mensaje queDorothy le escribió a Mona paradespedirse y contarle lo grande que erayo al prestarle veinte dólares, se habíavuelto muy peligroso cuando la policíadescubrió quién era realmente Dorothy.

A eso de las diez de la mañanaMona vino a verme con un abogadollamado Holbrook. Le conté todo comohabía ocurrido y él se mostró muypesimista.

—No tenemos en qué apoyarnos —dijo—. Podemos probar que usted notuvo nada que ver con el robo del auto,

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pero lo otro es serio. No quiero darlefalsas promesas, quiero que sepaexactamente lo que nos espera. La cosapinta mal.

—Pero yo no tuve intención deviolar la ley —dije—. Me limité a darleplata para que ella lo hiciera.

—Ya sé, ya sé —dijo Holbrook—.Usted actuó en el puro impulso delmomento. Pero le dio el dinero, ycuando la policía los arrestó, les dijoque había robado el auto y que ella notenía nada que ver.

—Usted comprende por qué lo hice,¿no?

Sonrió.—La policía también comprende…

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ahora. Usted trató de ayudarla a escapar.Ese arranque de heroísmo no le va aayudar en nada. —Se volvió hacia Mona—. ¿Usted entiende, verdad?

—Sí —dijo ella.—¿Pero podré salir de aquí? —

pregunté.—Ahora no podemos hacer nada.—Pero, Dios mío, yo no quiero

quedarme en la cárcel.—Lo único que puedo hacer —dijo

Holbrook— es procurar que le tomenindagatoria lo antes posible. Cuando lefijen la fianza, lo podremos sacar.¿Conoce a alguien que pueda salir defianza?

Sacudí la cabeza.

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—¿A nadie? —preguntó Mona.—¿Cuánto será?—No sé. No más de dos mil

quinientos dólares, supongo.—Tal vez a mí se me ocurra alguien

—dijo ella—. ¿Qué juzgado nos tocará?Quiero decir, ¿qué juez?

—Oh, no nos preocupemos por esotodavía.

—Quiero saber —dijo Mona.—Imposible adivinar —dijo

Holbrook—. Tenemos que esperar hastaque lo designen. Hay media docena dejuzgados. ¿Por qué?

—Bueno —dijo ella—, supongamosque este caso fuera a un juez másinclinado a contemplar el aspecto

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humano que el aspecto legal.El abogado sacudió la cabeza,

escéptico.—Eso sería muy lindo, si

pudiéramos derivar el juicio a esetribunal.

—Es lo que vamos a hacer —dijoMona sacando del bolso un billete decinco dólares y dándomelo—. Tomá, lovas a necesitar.

—¿Para qué? —pregunté.Holbrook estiró la mano y me sacó

el billete.—¿Tiene cinco de a uno? —preguntó

a Mona.—¿Cuál es la diferencia?Él sonrió.

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—Mucha. Conviene estar seguro.Mona revisó el bolso, encontró tres

billetes de uno y monedas. Me los dio.—Cuando compre algo, gaste un

dólar por vez —dijo Holbrook.Devolvió los cinco dólares a Mona y memiró—. Ánimo, confíe en nosotros. Losacaremos de aquí lo antes posible.

—¿Necesitás algo? —preguntóMona.

—No.—Vengo a verte mañana.—¿Y tu trabajo?—Yo me encargo de eso —dijo

palmeándome el brazo y alejándose conel abogado.

Los miré hasta que se perdieron de

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vista al doblar el pasillo. Despuésatravesé la celda en dirección a laventana. La cárcel estaba en el Palaciode Tribunales, y yo me encontraba en elpiso doce. Desde la ventana podía verparte del centro de Los Angeles, eldistrito comercial, las vías y losvagones. Ustedes se pueden imaginar loque yo deseaba al contemplar esosvagones…

De Hollywood no podía ver nada.Estaba en la dirección opuesta, a miespalda.

3

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Era verano en Georgia. ButchSiegfried y yo estábamos tendidos deespaldas a la orilla de la Cañada delCuervo. Acabábamos de nadar en lahoya profunda donde vivían los bagresmás grandes, y ahora estábamostendidos en el pasto a la sombra delolmo.

—Ralph…—¿Qué?—¿Qué vas a ser cuando seas

grande?—Qué sé yo. Marinero. ¿Y vos?—Qué sé yo.—¿Entonces para qué preguntas?—Qué sé yo.

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Era lindo estar así. A través de lasramas y las hojas del olmo se podía verel celeste del cielo, y de tanto en tantouna nube blanca que pasaba. Los únicosruidos eran de los pájaros que cantabany los insectos que hacían chirriar lasalas y las patas.

—Ralph… ¿a qué distancia estáNueva York?

—Qué sé yo. ¿Por qué me hacéstodas esas preguntas? Callate y quedatequieto.

—Estaba pensando…—¿Pensando qué?—En Nueva York.—¿Qué pasa con Nueva York?—Nada. Lo mucho que me gustaría

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ir allá.—Irás cuando seas grande. Tu papá

te llevará.—Así no me interesa ir.Me di vuelta y lo miré, apoyando la

cabeza en la mano.—¿Estás chiflado? Lo que interesa

es ir.—Pero si voy con papá, tendré que

volver. Yo quiero quedarme. No quierotrabajar en el almacén.

—¡No! ¿Con todos esos caramelos ypatines y bicicletas y cosas para pescar?Estas chiflado.

—Quiero ser como vos. Hacer loque quiera. Cada vez que vengo a nadaro pescar, tengo que escaparme.

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De golpe, parado sobre nosotros,apareció la enorme silueta del señorSiegfried.

—Levantáte en seguida y vestíte —le dijo a Butch—. Yo trato de enseñarteel negocio, y vos no hacés más quevagar.

Me paré de un salto, por miedo aque me azotara a mí también.

—Y vos dejá de darle mal ejemplo ami hijo —gritó.

Me zambullí y al salir golpeé lacabeza con algo que me hizo ver unmillón de estrellas. Pensé que era la raízdel olmo, levanté la mano para sujetarla,y vi que era el catre de acero encimamío.

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—Aquí está —decía elguardiacárcel.

Me di vuelta y vi que era la señoraSmithers.

—Hola, querido muchacho —dijoella metiendo la mano entre las rejas.

Me senté en el catre y me quedé asíun segundo o dos, hasta recordar dóndeestaba; después caminé hacia ella y leestreché la mano.

—Pobrecito, querido —dijo—.Llegué lo antes que pude. Acabo deenterarme por el diario.

—Gracias, señora —dije—. Ustedes muy amable en venir a visitarme.

—No, nada de eso. Pasó una cosararísima. Ayer todo el día en Coronado

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tuve la sensación de que pasaba algo.No sabía qué, ni con quién, erasimplemente un presentimiento. Y estoes lo que era.

—Yo no hice nada —dije—. Deveras.

—No importa si hiciste algo o no —dijo ella—. Te sacaré de aquí en unabrir y cerrar de ojos. Ya hablé con unamigo, un amigo político, comprendés, yme prometió que mañana saldrás.

No sabía si creerle o no, pero al finle creí, porque necesitaba creer. Cuandouno está en la cárcel, se aferra al últimorayito de esperanza, siempre que no seatotalmente imposible.

—Gracias, señora Smithers —dije,

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sintiendo que me saltaban las lágrimas—. Muchas gracias.

—Carcelero, carcelero —gritó ella.Un par de presos, del otro lado del

pasillo, empezaron a burlarse de laseñora Smithers.

—Mirá, qué plato.—Pero fijate la pedrería que carga.—Eh, pebeta, ¿sos el Príncipe de

Gales?La señora Smithers trataba de no

hacerles caso, pero vi que se estabaponiendo nerviosa.

—Cállense, delincuentes —les grité.Ellos me devolvieron los gritos, y

vino el guardiacárcel.—Silencio, muchachos —dijo.

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Se callaron.—Señora —dijo—, es mejor que se

vaya.—Ya me voy —dijo ella—.

Guardia, este joven es un gran amigomío y quiero que tenga todas lascomodidades que puedan darle —prosiguió, hurgando en su cartera. Doblóun billete y se lo tendió.

—Haremos todo lo que podamos,señora —dijo el guardia, sin prestaratención a la mano que sostenía elbillete.

La señora Smithers seguíapunzándolo con la mano, tratando dehacerle aceptar el dinero.

—Gracias igual, señora —dijo—.

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No necesito su dinero.La señora Smithers pareció

desilusionada. Guardó el billete en sucartera.

—Adiós, querido muchacho —dijo—. Mañana almorzaremos juntos.

—Ojalá, señora Smithers. Gracias.Espero que su amigo cumpla supromesa.

—Oh, va a cumplir. Hasta mañana.—Hasta mañana.Se fue con el carcelero, agitando la

mano en despedida.Los dos presos al otro lado del

pasillo esperaron hasta que el guardia yla señora Smithers desaparecieron.Después volvieron a la carga.

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—Hasta mañana, queridito.—¿De qué la vas, pibe, sos cafisho?—Mañana almorzaremos juntos,

querido.—Un carajo van a almorzar juntos.Volvió el guardia, caminando muy

ligero.—Cállense, muchachos —dijo en

voz baja.—Póngame con esos hijos de puta

—dije—, que yo los hago callar.—Usted cállese también —dijo el

guardia.Me tendí nuevamente en el catre.

Quería dormirme y no despertarme hastael día siguiente. Despertarme afuera, encualquier parte.

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Cerré los ojos tratando de dormir,tratando de reanudar el sueño en elpunto en que lo había interrumpido,cuando estaba nadando, antes degolpearme la cabeza…

Esa noche el llavero trajo una cajade bombones que había dejado Mona,mostrándome el mensaje garabateado enel fondo de la caja:

«R. Lamento que no te pudever, pero llegué después de lashoras de visita. No te preocupes.Estamos haciendo todo loposible. M.»

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Adentro de la caja, sobre losbombones, había una carta de casa. Eraigual a todas las otras cartas que meescribía mamá, diciendo que allá todoseguía lo mismo, y que se alegraban deque a mí me estuviera yendo tan bien.

4

El juicio preliminar se llevó a caboel día siguiente. Estaba Mona, la señoraSmithers y el abogado Holbrook.Holbrook me indicó que me confesaraculpable de prestar ayuda a un evadido:así podríamos pasar al asunto de la

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fianza. La otra acusación había sidolevantada.

El juez llamó a los dos policías quenos detuvieron a Dorothy y a mí frente ala plazoleta, y ellos contaron cómo fue.Habían localizado el auto robado en lacalle Vine, y esperaron hasta queDorothy y yo fuimos a buscarlo.Admitieron que en ese momento nosabían que Dorothy era una presidiariaevadida. Una celadora declaró quehabía encontrado veinte dólares en elbolsillo de Dorothy, y el policía que meregistró habló de la carta en que Dorothyle contaba a Mona sobre el dinero queyo le di.

Me incliné hacia adelante y le dije a

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Holbrook que todo eso era cierto, que yalo había confesado, y por qué el juez nose apuraba y concluía de una vez.

—Es una formalidad —dijo él—.Antecedentes… para más adelante.

No hallaron mucho. El juez declaróque la evidencia justificaba miprocesamiento y fijó la fianza en tres mildólares.

La señora Smithers avanzó un paso ydijo que estaba allí para proveer lafianza. Holbrook, la señora Smithers yel fiscal entraron en el despacho deljuez. Pregunté a uno de los policías sieso quería decir que yo iba a salir enlibertad.

—Va a salir en seguida, si la fianza

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sirve —dijo.Mona miraba por la ventana, con

cara pensativa. Cuando sintió que yo lamiraba, se dio vuelta.

—Es curioso cómo se mezclannuestras vidas con este juzgado —dijoen voz baja—. No tendría que ser así.Lo único que queremos es que nos dejentranquilos.

—Algún día… —empecé.—Ojalá —dijo ella—. Anteayer por

la tarde tuve una sesión con el juezBogges.

—¿Sí? ¿Qué dijo?—Va a pedir que le toque juzgar el

caso. Así que lo único que tenemos quehacer ahora es rezar para que lo reelijan

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y esté de nuevo en su puesto cuando sehaga el juicio.

—Está bien, pero supongo que no lehabrás dicho nada que no debistedecirle.

—Oh, no —dijo sonriendo—. Todofue muy moral.

Adiviné por su expresión lo quequería decir.

La señora Smithers volvió a la salaresplandeciente, estirando los brazos,seguida por Holbrook.

—Vamos, querido, estás en libertad.Miré a Holbrook.—Así es —dijo él—. Gracias a la

generosidad de la señora Smithers. Yave lo que significa una amiga en apuros.

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—Gracias, señora Smithers —dije—. Gracias a usted también —le dije aHolbrook.

—De nada —dijo—. Eh, hay unacosa. No debe salir de la ciudad, nicambiar de dirección sin notificar aljuzgado, o a mí. En ningunacircunstancia.

—Está bien —dije—. ¿Cuándotengo que volver?

—Exactamente no sé. Lo juzgarán elmes que viene, quizás, o un mes mástarde. Pero no se preocupe. Nos toca unjuez muy recto e imparcial, el juezBogges. Somos buenos amigos, dichosea de paso. Me pareció mejor que eljuez Bogges…

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—Lo felicito —dijo Mona—. Muyastuto de su parte, conseguir que el juezBogges se ocupe del caso. Sí, señor,muy inteligente.

Holbrook frunció el ceño, sincomprender del todo el sarcasmo deMona. No sabía que era ella quien habíaconseguido que el juez Bogges solicitarael caso. Hizo ademán de irse.

—Señora Smithers, le agradezcomucho en nombre de mi defendido.Adiós, señorita Matthews. Memantendré en contacto con usted, Ralph.

Salió.—Bueno, vengan, vengan los dos —

dijo la señora Smithers rodeándonos consus brazos. Salimos juntos.

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El chofer Walter esperaba en laescalinata. Saludó y bajó a la calle abuscar el auto.

—¿Adónde almorzaremos? —preguntó ella.

—Tengo que volver al estudio —dijo Mona—. Me están esperando.

—Caramba, caramba —dijo laseñora Smithers—. Qué lástima. ¿Nopodemos llevarla? ¿Qué estudio es?

—Gracias, tengo mi auto —dijoMona—. Adiós, señora Smithers. Hastaluego, Ralph.

—Hasta luego —dije mirándolacruzar la calle.

—¿Adónde almorzaremos, querido?Te dije que íbamos a almorzar juntos.

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¿Adónde vamos?—No tengo mucha hambre —dije—.

Comí muchos bombones esta mañana.Además, me gustaría darme un baño.

—¡Qué encantador! —dijo ella—.¡Qué encantador!

Walter estacionó el auto junto a laescalinata y subimos.

—¿Preferirías bañarte en casa, o enla tuya?

—En la mía —dije—. Allá tengo miropa.

Empezamos a andar a través deltránsito. Me aflojé en el auto, mirandopor la ventanilla, mirando el Palacio deJusticia donde había estado preso. Erala primera vez que lo miraba a fondo.

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Me alegro de haber salido, pensé. Nohay nada como la libertad.

La señora Smithers me puso la manosobre la pierna y empezó a charlar…

Esa noche cenamos solos en un salónenorme alumbrado por velas. Ella sesentó en una punta de la mesa, y yo enotra, pero apenas podía verla, por lasflores y los candelabros. Había doscamareros. Yo nunca había visto tantaelegancia. Era como una escena de unapelícula. Cada habitación de la casa,cada objeto, parecía sacado de unapelícula.

Empezábamos a comer cuando elladijo:

—No puedo verte, querido.

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—Yo tampoco puedo verla —dije.Cuando los camareros vinieron a

retirar los platos de sopa les dijo quecorrieran mi silla junto a la de ella. Meparé mientras la corrían.

—¿No es mejor así? —dijo ellapalmeándome la mano.

—Sí, señora —dije, tratando deocultar mi incomodidad.

Lo que me incomodaba no era tantoella, sino lo que pensarían los criadosde mis modales. Yo nunca había estadoen una casa con camareros, donde seservía la comida en fuentes de plata,pero traté de imitarla, mientras pensaba:Ojalá no me equivoque.

—Así, Ralph —dijo ella, alzando el

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cuchillo y el tenedor y enseñándome ausarlos—. Por las puntas. Suavemente.No hay que serruchar la carne… niapuñalarla.

Me alegré de que hubiera velas, asílos camareros no me veían ponermecolorado.

—Lo siento —dije.Ella sonrió.—Sos un encanto —dijo—. Ahora

no te pongas estirado. No sos unforastero, ésta es tu casa.

—Sí, señora —dije.A lo largo de toda la cena me

observó como un halcón, enseñándome acomer, a manejar la copa y usar laservilleta. Cuando terminó, ya no me

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sentía incómodo. Empezaba a gustarme.Sabía que cuando llegara a ser unaestrella de cine, ésas eran las cosas quedebería conocer.

Unas pocas lecciones más, pensé, yestaré listo para cualquier prueba quequieran hacerme.

Esta cena me hizo comprender, porprimera vez, que había grandesdiferencias en la forma en que vivía lagente. Había visto cenas como ésta en elcine, sin prestarle mucha atención,porque era en el cine. Ahora lo veíadistinto.

Fuimos al living-room, donde ellatomó café y brandy y me sirvióCointreau. Era dulce y agradable.

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También me enseñó a tomarlo. Semostró paciente, tranquila y muysimpática. No podía creer que fuera lamisma mujer enloquecida que tuvoaquella escena con Lally en el bungalowde Mona.

—¿Dónde está Lally? —pregunté.—Te lo tenía reservado como

sorpresa —dijo ella—. Se fue al Este. ANueva York.

—¿A Nueva York? —pregunté.—Quería trabajar en un show. Le

hicieron una oferta, una buena oferta, yse fue. Tomó el avión esta mañana.

No dije nada. En ese momento yo nosabía que ella lo había echado parahacerme lugar a mí.

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—¿No tenés ganas de salir estanoche? ¿No te gustan los lugaresnocturnos?, ¿eh?

—Aquí está mucho más lindo —dije.

—¿Te gustaría ver películas?—Tampoco tengo demasiadas ganas

de ir al cine.—Tonto. Quiero decir aquí. Las

pasaremos aquí.—¿Aquí se pueden pasar películas?

—pregunté sorprendido.—Estas películas, sí —dijo ella.—Eso me gustaría —dije—. Pero

mejor que llame a Mona para decirleque vuelvo tarde.

Ella se rió.

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—No pensarás volver allá estanoche, ¿no?

—Bueno, sí.—No —dijo ella, bajando el pocillo

de café—. Mañana podés ir a buscar tuscosas, pero esta noche no. No vas adejarme sola en este caserón, ¿verdad?

No sabía qué decirle. Desde elprincipio sospeché que se avecinabaalgo parecido a esto, y ahora no sabíaqué decir. No quería ofenderla, porqueella había sido muy buena conmigo.«¿Por qué no será siempre como erahace un minuto?», pensé.

—Llamála a Mona —dijo—. Decíleque te quedas aquí.

—Sí, señora —respondí.

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Ella se levantó.—Y después veremos las películas.

Vamos, te mostraré el teléfono, en esetocador. Cuando termines, subí.

—Sí señora —dije. Cerré la puertay disqué el número de Mona.

—Hola… ¿Mona?—Sí.—Habla Ralph. ¿Cómo estás?—Muy bien. Un poco cansada. ¿Y

vos dónde estás?—En lo de la señora Smithers.—Ya veo. Te estaba esperando para

cenar.—Bueno…—¿Cuándo venís?—Mirá, Mona… me parece que

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estoy en un lío.—Oh.—A lo mejor llego tarde.Hubo una pausa. Después:—Está bien, Ralph.—Espero que no te enojes, Mona.—Por supuesto que no. Yo

comprendo.—¿Por qué no vas al cine, o algo

así?—Oh, no te preocupes por mí,

Ralph…—Sí.—Por favor tené cuidado.—Sí, Mona. Si no te veo esta noche,

te veré mañana.Otra pausa.

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—Está bien. Fuiste muy gentil dellamar.

—No, no es eso. Si no te veo estanoche, te veo mañana.

—Está bien, Ralph. Mañana notrabajo. La Eubanks está enferma yrodarán sin ella. Voy a ver a Dorothy.Me gustaría que vinieras conmigo.

—Sí, claro. Iré, por supuesto.—Está bien, Ralph.—Adiós, Mona.—Adiós.Colgué y me quedé mirándome en el

espejo de la cómoda. Era algo que ya nopodía postergar.

—No pude evitarlo, ¿no? —le dije ami imagen en el espejo.

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—«No me hables» —respondió laimagen.

—Vos sabés que yo no quieroquedarme aquí, ¿pero qué puedo hacer?¿Dónde estaría si ella no me hubierasalido de fianza?

—«Seguirías en la cárcel, peroestarías mejor».

—¿Por qué hablás así? Parece queno te das cuenta que al fin y al cabo soyun tipo de suerte.

—«¿De suerte? ¿Por qué?».—Porque ella se interesa por mí.

Vos sabés lo dura que es esta ciudad. Eneste mismo momento, hay diez mil tiposen Hollywood que darían un brazo porestar en mi lugar. Con el respaldo de la

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señora Smithers no puedo fallar.—«Hasta ahora no te ha hecho

ningún bien».—Te equivocás. Mirá lo de esta

noche. Aprendí la primera lección paraser un caballero.

—«No va a ser la última. Esperáteque te agarre allá arriba».

—¿Qué va a pasar?—«Vos sabés».—No, no sé.—«Bueno, algo va a pasar, eso es

seguro».—No me importa, voy a ser actor de

cine, y no interesa cómo. Aquí tengo máschance que quedándome en casaesperando que suene el teléfono. Diez

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mil tipos en Hollywood que quisieranestar en mis zapatos.

—«Eso es lo que vos crees».—¡Ralph! ¡Ralph! —llamó la señora

Smithers.Miré de reojo a la imagen.—«Está bien —dijo la imagen—. A

mí no me mires».Apagué la luz, salí del tocador y

subí despacio la escalera.La señora Smithers me esperaba en

el dormitorio. Se había puesto unanegligé color crema, y en mitad del pisohabía una caja cuadrada, como elmaletín de un viajante. Se agachó y laabrió. Era un pequeño proyector.

—Sacá esto —dijo.

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Levanté el proyector mientras ella semovía junto a la cama armando unapantalla sobre un trípode.

—Poné el proyector sobre esa mesa—dijo.

Un segundo después volvió yenchufó el cable.

—Fijáte —dijo—. Tenés queaprender a manejar esto.

Sacó de una lata un pequeño rollo depelícula y empezó a ponerla en elproyector.

—No es una película sonora,¿verdad? —pregunté.

—No, dieciséis milímetros —dijoella—. Mirá cómo se hace. Se calza enlas ruedas dentadas, y se da una vuelta,

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así.—¿Quién trabaja en la película?—No seas curioso y observa lo que

yo hago.—Estoy observando —dije.Sobre el sofá había veinte o

veinticinco latas de películas.—Listo —dijo ella—. Ahora apagá

la luz.Apagué la luz.—Vení, sentáte a mi lado.Me senté a su lado en el sofá.—No quiero que te asustes —dijo

—. Acordáte que no es más que unapelícula.

—No me voy a asustar.Apagó la luz piloto del proyector y

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empezó la película. El título era «Unanoche de diversión».

Dos hombres estaban sentados a unamesa, jugando a los naipes. Golpeaban ala puerta. Uno de ellos se paraba y laabría. Entraban dos muchachas. No sebesaban ni se daban la mano ni nada porel estilo, sino que empezaban todos adesnudarse. Uno de ellos literalmente searrancaba la camisa.

—¿No pierden tiempo, eh? —dijepor decir algo, para disimular miturbación.

—Eso es para ahorrar película —dijo la señora Smithers—. ¿Nunca visteesta clase de películas?

—No, señora —dije, y era la

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verdad.—Bueno —dijo ella—, sabés una

cosa, Ralph… para ser un hombregrande, has visto muy poco de la vida.

—Sí, señora.—¡Qué encanto! Mirá lo que están

haciendo ahora.Miré… y me sentí feliz de que la

pieza estuviera oscura y ella no pudieraverme la cara.

5

A la mañana siguiente volví albungalow y me encontré con Johnny

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Hill, aquel borracho que Mona habíaalbergado una noche. Ella me saludó sinsorpresa, come si yo hubiera salido unosminutos. Comprendí que no estabatratando de ponerme incómodo. Sabíatan bien como yo lo que había pasado lanoche antes. Lo adiviné en su mirada.

—¿Cómo anda la novela? —lepregunté a Hill.

—¿Qué novela?—La que iba a escribir sobre los

extras de Hollywood.De golpe se acordó.—Oh, eso. La he postergado hasta la

primavera. He vuelto al juego de lapublicidad.

—En Excelsior —dijo Mona.

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—¿Excelsior? ¿Conoce a JonathanBalter?

—Nunca lo oí nombrar. ¿Qué hace?—Es el tipo que me trajo a

Hollywood. Un buscador de talentos.—En ese caso, no tengo ganas de

conocerlo. Ya conozco demasiadosdelincuentes —hizo un gestosignificativo en dirección a Mona—. Yvos pensálo dos veces, piba.

Mona se rió.—Me está aconsejando —dijo.—¿Usted tiene alguna influencia

sobre esta muchacha, Carston? —mepreguntó—. Si la tiene, úsela parameterle un poco de sentido común en lacabeza.

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—¿Y qué me decís de Cagney yMontgomery y Crawford y Tone? —dijoMona—. Ellos lo están haciendo.

—Son estrellas —dijo él—. Hay unapequeña diferencia entre su posición yla tuya. —Me miró—. Mejor párela, quetodavía está a tiempo.

—¿Parar qué?—Toda esta agitación.—¿Qué agitación?—¿Qué agitación? —repitió

exasperado—. ¿Dónde ha estado?—No sé de qué me habla —dije.—Todos los actores van a la huelga

—dijo él—. Van a la huelga porquequieren mejorar las condiciones detrabajo de los extras. Todas las grandes

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estrellas van a parar. Y Mona ha estadoconversando demasiado en el estudio.

—Y seguiré conversando —dijoella.

—Eso es lo que temo. Estásdoblando a la Eubanks. Es una estrellade la Excelsior, y es importante. A lamenor oportunidad, empezás a decirle ala gente que se organice. Eso no le va agustar a la Excelsior. Y la Excelsior teva a dar una patada en el culo si seguísasí.

—¿Ves? —dijo Mona—. Meamenaza. Está tratando de intimidarme.

—Por favor, tratá de ser seria —dijoél—. A mí no me manda la Excelsiorpara prevenirte. Pero yo trabajo ahí, sé

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lo que piensan, y vos sos amiga mía y yote prevengo. Ya has estado aquí eltiempo suficiente para saber quecualquiera que abre la boca paraorganizar a la gente es fichado comoextremista y puesto en la lista negra. Yoestuve en el último conflicto con laUnión de Escritores. Y después asistí ala reunión en que los productores lesdijeron a los escritores lo que tenían queescribir.

—Pero eso está contra las leyes —dijo Mona—. No pueden hacer eso.

—Esos tipos pueden hacer lo quequieren —dijo él—. Pueden presionar,matonear y violar todas las leyes que seles ocurra. Qué carajo, ellos hacen las

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leyes. Hacen las leyes y son los dueñosde los tribunales. ¿No eligieron ungobernador con un recurso tan simple yastuto como una serie de tituladosnoticieros cinematográficos? ¿No teacordás lo que le hicieron a UptonSinclair? ¿No estabas aquí?

—No —dije yo.—Bueno, no importa —dijo él—. Es

una página negra en la política deCalifornia, tan negra como el proceso aTom Mooney. Así que no me vengan conque no pueden hacer tal cosa o tal otra.En este país, uno hace lo que se le canta,si es lo bastante fuerte, y si no lo creen,echen un vistazo al gran panoramanacional. —Miró a Mona—. Y a vos te

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conviene portarte bien.Mona no dijo nada. Hill se paró para

irse.—No me interpreten al revés —dijo

—. La huelga es una gran idea, pero lascosas no han madurado aún. Comoamigo te aconsejo que te abras. Hacemucho tiempo que estoy aquí y he vistodemasiadas cosas.

—Gracias, Johnny —dijo Mona.—Te entra por un oído y te sale por

el otro —dijo él—. Bueno, los veré.Salió.—¿Qué quiere decir todo esto? —

pregunté.—Nada, nada —dijo—. Voy a

buscar mi sombrero.

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—¿Pensás que nos dejarán ver aDorothy?

—Por supuesto. Ayer me dejaron.Se arregló el sombrero y la ayudé a

ponerse el saco del traje.—Tengo un auto enfrente —dije.Ella sacudió la cabeza.—Vamos en el mío —dijo—. En

recuerdo de los viejos tiempos.—Está bien —dije—. En recuerdo

de los viejos tiempos…Rumbo a la ciudad, hablamos de

cosas triviales, de lo primero que se nosocurría, como suele hacerse paramantener una conversación, por miedo aque si se interrumpe o languidece unmomento, el otro hará una pregunta o

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dirá algo que no queremos oír.Hablamos de lo estúpido e insensato quenos parecían los afiches de Chesterfield,y si en caso de tener dinerocompraríamos o no los productos cuyapropaganda nos gustaba, y lo bueno queeran los anuncios de nafta Skippy, o elde esa fábrica de trajes de baño, dondeel muchacho y la muchacha se besabanbajo el agua; de la gente que veíamospor la calle y los nombres de lastiendas; y cuando pasamos el Templo delAngelus empezamos a hablar sobreAimee, cosa que nos mantuvo ocupadoshasta que el tráfico empezó acomplicarse cerca del Palacio deJusticia…

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Cuando le preguntamos alguardiacárcel si podíamos ver a DorothyTrotter, se echó atrás en la silla y dijoque ya no estaba más allí.

Mona y yo nos miramos pensando lomismo, que la habían llevado de vuelta ala prisión.

—¿Cuándo se fue?—¿Ustedes son amigos de ella?—Sí —dijimos Mona y yo al mismo

tiempo.—La encontrarán en la Morgue —

dijo el guardiacárcel—. Se ahorcó estamadrugada.

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6

Dorothy estaba tendida sobre unamesa, la cara muy blanca. Alrededor delcuello, directamente bajo la mandíbula,había una marca negra. Se habíaahorcado con una de sus medias, dijo elhombre, mostrándonos una piernadesnuda del cadáver.

Mona caminó alrededor de la mesa,mirándola, y yo la seguí. Ninguno de losdos dijo nada. Yo ni siquiera sentíanada. Sé que eso no estaba bien, debíasentir algo, pero no. En la cara de Mona

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tampoco había ninguna expresión,ningún signo de emoción. Ninguno delos dos creíamos lo que veíamos. Esa nopodía ser Dorothy. Dorothy no. Ellanunca se había afligido por nada. Era laúltima persona en el mundo que hubieraquerido suicidarse. No podía serDorothy, tirada de espaldas, muerta.

Sin embargo era Dorothy. Y estabamuerta.

—Bueno —dijo Mona en voz baja,mirando la cara blanca—. Supongo quees una salida.

—Está mejor así —dije—. Estámejor de lo que nunca estuvo.

Un par de fotógrafos de los diariosse acercaron para sacar fotos del

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cadáver.Caminamos en dirección a la salida.—Eh —gritó uno de los fotógrafos

al oficial encargado—. ¿Tienen la mediacon que se ahorcó esta chica?

—No —dijo el oficial.—Qué lástima —dijo el fotógrafo—.

Me hubiera gustado sacarle una foto aesa media. Usted sabe, el Instrumento dela Muerte.

Mona y yo salimos a la calle. Ellamiraba alrededor, preocupada.

—Esperá un minuto —dijo.Yo no sabía qué le pasaba. Se metió

en un drugstore, y en seguida vinocorriendo a través de la calle.

—Nada más que un minuto —dijo

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volviendo a entrar en la morgue.La seguí. Los dos fotógrafos todavía

estaban ahí parados junto a Dorothy.Vieron acercarse a Mona yretrocedieron un poco. Ella habíasacado algo debajo del abrigo, yo nopodía ver qué, y estaba arreglando lasmanos de Dorothy para sostenerlo. Meacerqué a ver qué pasaba.

—Saquen esa foto —dijo ella.—¿Pero qué le pasa? —dijo un

fotógrafo—. Esas son revistas.Ahora comprendí lo que había hecho

Mona, por qué había cruzado aldrugstore. Había comprado tres o cuatrorevistas y las puso entre las manos deDorothy para que aun muerta pareciera

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estar leyéndolas.Se acercó el oficial de la morgue.—¿Qué pasa aquí? —preguntó.—Nada —dijo Mona—. Pero estos

señores querían una foto del Instrumentode la Muerte, y yo les he procuradovarios. Ahí los tienen, sáquenle fotos —dijo a los fotógrafos que la mirabancomo si estuviera loca—. Eso es lo querealmente la mató: ¿Por qué nofotografían eso? ¿No les parece bastanteglamoroso? Vamos, muestren al mundouna auténtica imagen de Hollywood.

—Fuera de aquí usted —dijo eloficial.

Rodeé a Mona con el brazo y laayudé a salir a la calle.

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No se vino abajo hasta queestuvimos en el auto, de vuelta a casa…

A la una y media tenía que almorzarcon la señora Smithers en el BrownDerby de Beverly, pero no fui. Me habíavuelto aquel viejo resentimiento por esaclase de lugares y la gente que losfrecuentaba. Después de llevar a Mona acasa y asegurarme que no se sentía mal,subí al roadster que me había prestadola señora Smithers y fui a su casa.

Volvió alrededor de las tres. Yo laestaba esperando en el parque.

—No deberías tratarme así —dijohaciendo un puchero, pero yo sentí laviolencia detrás de esas palabras, detrás

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de esa ofensa simulada—. Te estuveesperando hasta hace unos minutos.

—No quería almorzar —dije.—¿Dónde fuiste? ¿Estuviste con

Mona?—Sí —dije.Le expliqué dónde habíamos

estado… y lo que habíamos visto.—¡Qué horror! —exclamó—. Pobre

muchacho, ¡qué cosa espantosa para ver!Una chica muerta.

—No era espantosa —dije—. Talvez ella tuvo razón. Tal vez tuvo unabuena idea.

Se acercó y me puso las manossobre el hombro.

—No debés decir eso —dijo—. Y

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yo no debí dejarte ir. Ahora te sentísmorboso.

—No me siento morboso —dije.—Sí, morboso. No volveré a

perderte de vista. Sos muy sensible acosas como ésa.

—Señora Smithers —le dije—,¿puedo hablar con usted un minuto?

—Pero, querido —dijo riéndose—,si estamos hablando.

—Quiero decir, en serio.—No, absolutamente no —dijo—.

Nunca debemos ser serios. Cada vez quete ponés serio, me das un desengaño.

Me senté frente a la pileta.Finalmente ella se sentó a mi lado,sacándose el sombrero.

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—Deberías haber venido a almorzarconmigo —dijo—. Quiero presentarte amis amigos. Te van a gustar. Algunosvan a San Simeón la semana que viene.¿Te gustaría ir a San Simeón?

—No —dije.—¿Sabes dónde queda San Simeón?

¿Sabes lo que es?—No.—Es la mansión de la señora

Hearst, en la costa. Seguro que oístehablar de ella.

—No creo —dije.—¡Qué extraño! —dijo sonriendo—.

San Simeón es el castillo del señorHearst sobre la costa. Centenares ycentenares de hectáreas. Sólo recibe a

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los duques, las duquesas y la genteimportante.

—Igual no quiero ir —dije—. Nome gusta el señor Hearst.

—No debés decir eso. Ni siquiera loconocés.

—Mi padre lo conoce. Mi padretrabajaba en un diario.

Pareció horrorizada.—No tenés que decir esas cosas —

dijo suavemente—. El señor Hearst esun hombre muy importante y muyencantador. No tenés que ser unbolchevique.

—Mire, señora Smithers —dije—,usted ha sido muy buena conmigo. Mesalió de fianza y todo eso, y le debo

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mucho. Pero creo que no me va a gustarmucho vivir aquí.

Se inclinó sobre mí, muy cerca.—No pasaremos más esas películas

—dijo.—No es eso.—¿No estás arrepentido por lo otro,

no? Alguna vez tenía que ocurrir.—Tampoco es eso.Se enderezó, sonriendo con alivio.—Entonces, querido, dame una

oportunidad. Recién empiezo. Ahoratenés tu propio auto y podés tener tuspropios amigos. Yo no soy tan egoísta.

—Señora Smithers, lo que pasa esque tengo la sensación de que así no voya ninguna parte. Yo quiero hacer cine.

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Pero como van las cosas, eso parecemás lejano que nunca. Agradezco todolo que hizo por mí, el auto y todo, peroquiero hacer cine. Quiero ser un actor.Quiero ser famoso.

Me miró, arrugando el entrecejo.—Lleva tiempo —dijo—. Este es un

arreglo perfecto para vos. Yo conozco atoda la gente de cine. Conozco a todoslos que pueden ayudarte. Yo tambiénquiero verte convertido en un astro,Ralph. ¿Sabes eso, no? ¿Lo sabés?

—Supongo que sí.Me estrujó la mano.—Estás nervioso. Después de ver a

esa chica muerta. ¿Por qué no dormísuna siesta?

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—Me siento perfectamente.—Esta noche nos quedaremos

levantados hasta tarde. Tenemosinvitados. Mejor que duermas la siestaconmigo.

—Yo estoy bien —insistí.Se levantó y me besó en la frente.

Mientras se agachaba sobre mí parabesarme, se abrió el escote de suvestido y tuve que cerrar los ojos parano ver sus pechos.

—Debés tener fe en mí, querido.Debés tener fe y confianza en mí.

Se fue. Las palabras que estaban enel fondo de mi mente cuando ella vino,seguían allí, sin pronunciar. Yo no habíadicho lo que quería decir. Miré la pileta,

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recordando la primera vez que la vi, esanoche en que aquella muchacha, FayCapeheart, nadaba desnuda. Todo mehabía parecido tan maravilloso. Mesentía lleno de optimismo y confianza.Creía honestamente que en pocos díaspodría triunfar en el celuloide. Y ahoraque contemplaba el mismo escenario, noalcanzaba a comprender por qué ya nome parecía tan maravilloso. Algo habíapasado, no sabía qué. Lo único quesabía era que me sentía muy mal yextrañaba a Mona y a ese bungalow demala muerte, más de lo que nunca habíaextrañado nada en mi vida, nunca.

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7

La cena fue tediosa y alargada.Había doce personas en total y la señoraSmithers puso dos camareros más paraayudar a servir. Los invitados eran todosejecutivos y estrellas de cine, con tresexcepciones: yo, el escritor que se tiróvestido a la pileta aquella primeranoche, y que seguía usando una remera,y una chica de unos veintidós añosllamada Rose Otto. Fue la que más megustó. Acababa de terminar su trabajo enuno de los parques de diversiones,marcando el récord mundial comoenterrada viva.

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Por la inseguridad con que seportaba en la mesa, comprendí que sesentía igual que yo durante la cena de lanoche antes. Pero no había motivo.Viendo comer al escritor, cualquierahabría dicho que Rose y yo veníamos delas mejores familias del mundo.

Todos hablaban de películas. Dos delos productores estaban muypreocupados por la inminente huelga deactores, y no vacilaban en admitirlo.Pero el tercer productor, sentado frente aellos, se reía.

—¿Con tres mil dólares semanales,van a hacer una huelga? —dijo—. Nosean tontos. Nadie que gane tanto dinerose declara en huelga.

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—Esta huelga no es un chiste.—Las huelgas son mi especialidad

—dijo el otro, inclinándose haciaadelante y agitando un cigarro—. Miren,una huelga nunca se gana sin el respaldode la opinión pública. Muy bien. Lasestrellas hacen el paro. Y nosotros lesdecimos a los diarios: «Estamossorprendidos. Estamos asombrados.Estamos estupefactos. Ganan de dos mila cinco mil dólares por semana y noestán satisfechos. ¿Qué pretenden?¿Mejores condiciones de trabajo? Unminero se pasa todo el día bajo tierra enuna mina de carbón, y gana tres dólares.¿Se queja? Cinco mil dólares a lasemana, y todavía chillan». Los diarios

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publican eso. La gente lo lee. Entoncesla gente piensa que los actores estánlocos. ¿Huelgas? ¡Bah!

Todos asintieron, menos los dosproductores que habían iniciado laconversación.

—Ustedes son demasiado pesimistas—dijo uno de ellos—. Nosotros…

—¡Psh! ¡Psh! —dijo el escritor—.Pesimistas no. Optimistas. Op-timistas.

—Está bien —dijo el productor—.Optimistas. Lo que yo quería decir esesto: podemos romper cualquier huelgaen el mundo menos una huelga deactores. A los escritores los podemostraer por cien dólares semanales yenseñarles a escribir, a los directores

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los podemos fabricar, pero a los actoresno. A las estrellas no. Nos tienenagarrados.

—Pamplinas.—Señores, señores —dijo la señora

Smithers. Miró al escritor—. Heinrich,¿no puede hacer algo para convencer aesos dos? Cuéntenos una historia.

Heinrich se paró e hizo unareverencia, con gran dignidad.

—Querida señora —dijo—, lo queusted me pide, hablando claro, es que déa estos caballeros el puntapié de salida.

Todos se rieron.—Pero eso no sería astuto de mi

parte. Uno de ellos, ése, es mi actualempleador. El otro es un empleador en

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potencia.—Más fuerte —dijo alguien.Heinrich hizo que sí con la cabeza,

trepó a la silla, de ahí a la mesa. Pateóun par de platos que le estorbaban.Estaba un poco borracho.

—Les contaré una idea que tengopara una nueva película —dijogravemente, sin que a nadie parecieraimportarle demasiado que estuvieseparado sobre la mesa—. Será lapelícula más extraordinaria de todos lostiempos, con una nueva técnica delrealismo que sobrepasará inclusive a lagran escuela rusa. Y la fuente deinspiración es esta señorita aquípresente —señaló a Rose Otto—, la más

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modesta comensal que haya conocido enesta desvergonzada ciudad. La señoritaOtto, como ustedes saben, acaba de batirel récord de la enterrada viva, einmediatamente fue adoptada por esainfatigable convocadora decelebridades, esa magníficacoleccionista de titulares, nuestraencantadora anfitriona, heredera de lagran fortuna de aquel extinto benefactorde la humanidad, Caleb Smithers, el reydel Untisal.

Todos aplaudieron.—Bueno —dijo Heinrich mirando

hacia abajo—. ¿Por dónde iba?Uno de los productores alzó la vista.—La película más extraordinaria de

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todos los tiempos. Soy todo oídos.—Ya tengo productor —dijo

Heinrich riendo, a punto de caerse de lamesa. Los demás se unieron al jolgorio.

Luego Heinrich prosiguió:—La película más extraordinaria de

todos los tiempos. Sí. Bueno, laprotegida es enterrada viva. Tiene unmanager angurriento que está ansiosopor cobrar el premio de mil dólares alrécord mundial. Faltan veinticuatrohoras, y parece que el premio está en labolsa. Entonces llega un tipo y paga suentrada para ver a través del periscopioa esa muchacha enterrada treinta piesmás abajo. Le habla por el tuboacústico. Ahora bien, lo importante —y

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esto lo subrayaremos con movimiento decámara— es que la chica no puedeverlo. Pero puede oírlo. Recuerden eso:no puede verlo. Pero puede oírlo.Entonces traban una conversaciónvulgar, y la chica enterrada empieza asentir ese viejo impulso sexual…

Se interrumpió, mirando a RoseOtto.

—No se ofenda, señorita Otto —dijo—. No se trata de usted. Es otramuchacha.

—Siga —dijo ella sonriendo.—Muy bien —prosiguió Heinrich,

dirigiéndose al candelabro—. Este tipotiene sex appeal en la voz. Tiene mássex appeal en la voz que ningún otro

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hombre. Es esa clase de tipo que le dice«hola» a una mujer, y se le incendia labombacha. Entonces la chica quieresalir. Tiene tantas ganas de salir que lepide al manager que la desentierre. Elmanager piensa que se ha vuelto loca,porque él ha visto al tipo. Es el sujetomás repulsivo del mundo. Sus dientesson ganchos, tiene la nariz roída, peroella no lo sabe porque no lo ha visto.Solamente lo ha oído. Entonces elmanager y la muchacha discuten. Él noquiere desenterrarla, porque esos mildólares ya están en la bolsa. Aquí lachica juega su carta de triunfo. En elbarrio hay un club de mujeres que haestado protestando contra esta

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exhibición. Ella amenaza con contarlotodo, diciendo que el manager la retienecontra su voluntad; y él no tiene másremedio que ceder. Así que ordenadesenterrar a la muchacha y va a buscaral tipo con todo ese sex appeal en lavoz. Tardarán tres o cuatro horas ensacar a la mujer, así que sobra tiempo.Por fin encuentra al tipito ése en un barcomiendo una hamburguesa. Empieza acontarle lo ocurrido. Y el tipo no lopuede creer. ¿Una mujer que lo deseamás que a cualquier otro hombre?Piensen en el close-up que puedehacerse con eso, un close-up que llenatoda la pantalla, mientras el sujeto vacomprendiendo. Él siempre tuvo que

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pagar para acostarse con una mujer.—¿Cómo piensa mostrar eso? —

preguntó el productor.—Problema del director —dijo

Heinrich—. Entonces el manager, esepájaro avariento, le entra la curiosidadsobre lo que va a ocurrir cuando lachica descubra a ese petiso repugnantesin nariz. Le pregunta qué va a hacercuando ella lo vea. Pero eso no lepreocupa al petiso. Dice que claro, queél sabe que la muchacha va a dar mediavuelta y va a disparar. Eso confunde almanager, cuya inteligencia no estánunca por arriba de su cinturón. Si no sevan a acostar es inexplicable que elpetiso le haga desenterrar a su atracción

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cumbre y perder esos mil dólares.Entonces le dice más o menos losiguiente: «Pero si usted sabe que ellase va a desilusionar cuando lo vea, porqué me hace desenterrarla?», y el petisolo mira y le dice, más o menos: «¿Nocomprende? Esta muchacha me quierecon exclusión de todos los otroshombres del mundo, y eso es la primeravez que ocurre. En las dos o tres horasque tardan en sacarla, hasta el momentoen que ella me vea, yo soy el amantemás grande del mundo». Eso intriga almanager. No comprende. Entoncesempezamos a mover la cámara en undoble primer plano mientras él dice:«Pero no comprendo», y el chiquito

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sonríe compasivo y contesta: «Me loimaginaba». Fade-out.

Se oyeron algunos aplausos mientrasHeinrich bajaba de la mesa.

—Es un asco —dijo el productor.—Está bien —dijo Heinrich—. Lo

escribiré en forma de cuento y lovenderé a una revista artística.

La señora Smithers se paró.—¿Vamos al living-room? —dijo.Salieron todos. En el hall me excusé

ante Rose Otto y fui al baño,atravesando un tocador. Heinrich mesiguió y cerró la puerta.

—¿Le gustó la historia? —preguntó.—Por supuesto —dije, sabiendo que

lo mejor con un borracho era seguirle la

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corriente.—A mí me pareció una porquería —

dijo—. ¿Sabe una cosa? —dijo—. Antesde contarla, ya sabía que iba a resultaruna porquería. ¿Y sabe por qué la conté?¿Sabe por qué me paré en la mesa?¿Sabe por qué me zambullo vestido enlas piletas? ¿Sabe por qué vengo conuna remera a una cena? Está bien, se lovoy a decir. Por supuesto sé que estámal. Pero se lo voy a decir. Yo no soy unescritor. Hay tipos caminando por lacalle que pueden escribir un millón deveces mejor que yo. Yo era reportero deun diario. Cuando vine aquí, seguíasiendo un buen reportero, pero nadiequiso darme trabajo. Me moría de

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hambre. Entonces me di cuenta que éstaera una ciudad de cretinos y que un tipovivo podía llegar alto. Empecé a hacercosas raras, como esta noche, y, ¿sabe loque pasó? Déjeme que le cuente. Losestudios de cine empezaron a pelearsepor mí. Creían que yo era un genio. Yahora gano dos mil dólares por semana.Usted me oyó nombrar, ¿no es cierto?

—Claro —dije, abriendo la puerta.—Usted es un mentiroso —dijo,

errándole a la taza y mojando todo elpiso—. Por la forma en que dijo eso, medoy cuenta que es un mentiroso. ¿Esforastero en Hollywood?

—Empiezo a pensar que sí —dije ysalí.

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Después de la cena empezó a llegarotra gente, y a las once de la noche lacasa estaba llena. No era la misma clasede gente que vi la primera vez, cuandovinimos con Mona. De aquéllos, sólohabía dos o tres. Pero era la mismaclase de fiesta. Películas, películas,películas, no se hablaba de otra cosa.Traté de mantener una conversación conlos dos productores que conocí en lacena, en la esperanza de decirles cuántoambicionaba una carreracinematográfica, pero no tuve chance dellegar a eso. Rose Otto y yo salimosfinalmente al patio, donde había menosruido.

Las luces de la pileta estaban

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prendidas, pero nadie nadaba. Variasparejas charlaban desparramadas endistintos lugares; sin embargo, hastaaquí no llegaba el estrépito de laconversación. Caminamos junto a lapileta y nos sentamos en reposeras.

—Es hermoso esto, ¿verdad? —preguntó ella.

—Sí —repuse.Encendió un cigarrillo.—¿Usted la conoce bien?—¿A la señora Smithers?—Sí.—Bastante bien. ¿Por qué?—Por nada. Me gustaría saber por

qué me invitó a esta fiesta.—¿No la conoce?

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—Me la presentaron hoy. Almorcécon ella.

—¿Cómo fue que se la presentaron?—Vino un hombre al parque de

diversiones y me pidió que la conociera.—¿Quién?—No sé. No recuerdo los nombres.

Acababa de volver a la superficie, y éldijo que la señora Smithers queríatenerme como invitada de honor.Entonces concerté una cita con él, y él latrajo a ella para que me conociera.

—¿Cuándo fue eso?—Esta mañana.«Cuando yo estaba en la morgue»,

pensé.—Es curioso que me haya invitado

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aquí.—¿Hablaron los diarios de su nuevo

récord? —pregunté.—Sí. Con fotos y todo.—Esa es la explicación —dije.—Es simpática.—Sí, simpática. ¿Usted quiere hacer

cine?Se rió.—No.—¿No? —pregunté, sorprendido.—No.—Es bastante bonita para ser actriz.—Pero no sé actuar.—No tiene que actuar. Hay muchas

chicas haciendo cine que no sabenactuar.

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—Eso es lo que ella dice. Me dijoque si venía a su fiesta, me haría haceruna prueba.

Me sentí un poco irritado con laseñora Smithers. A mí también me habíaprometido ayudarme, y me lo habíaprometido antes.

—Así que vine.—Pero usted dijo antes que no

quería hacer cine.—Es cierto. No vine por eso. Si no

se ríe de mí, le diré por qué vine.—No me río.—Vine porque nunca había estado en

una reunión así. Imaginaba lo que podíaser, pero siempre quise ver una.

Cuando dijo eso me sentí aliviado.

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Me sentí mejor al comprobar que no erarival en la ayuda de la señora Smithers.

—Creo que es un buen motivo —dije—. Y aparte de la señora Smithers,¿alguien más le habló de hacer unaprueba? ¿Alguno de los productores?

—No, y aunque me hablaran no lesharía caso. Yo me conservo en lo mío.Ahí sobresalgo y me gano bien la vida.Dejar eso sería una estupidez.

—Supongo que sí —dije—. ¿Quierenadar?

—Hace demasiado frío. Además,durante una semana no pienso hacer otracosa que estar sentada. La semana queviene voy a Coney Island, en NuevaYork, y empieza todo de nuevo.

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—¡A-u-u-u-u-u! —gritaba alguien—.¡A-u-u-u-u-u!

Di vuelta la cabeza. Era Heinrich,trepado a lo alto de un eucaliptus.Estaba en calzoncillos.

—¡A-u-u-u-u-u! —aullaba, colgadode una mano, imitando a JohnnyWeismuller.

Todos salieron corriendo del living-room para mirarlo.

Rose Otto sonrió.—¿Está loco, no? —dijo.—Sí —dije, mirando a todos los

invitados que lo contemplaban conasombro—. Está loco como una cabra.

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8

Estaba sacando una manta delplacard cuando escuché la voz de Monaque decía:

—¿Quién es? ¿Quién anda ahí?—Soy yo —dije, volviendo al

living-room.La vi parada en el descanso de la

escalera, en pijama.—Me asustaste.—Traté de no hacer ruido —dije.—No estaba dormida. Estaba

leyendo.Bajó descalza.—¿Qué pasa? —preguntó.

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—Nada.Puse la manta sobre el sofá y moví

los almohadones.—Algo pasa. Yo creí que te habías

ido.—Pero he vuelto —dije, sacándome

el saco. Me interrumpí, mirándola—. Sino te incomoda.

—Por supuesto que no me incomoda.¿Qué pasó?

—Nada.Puso las manos sobre las caderas.—¿Te parece inteligente pelearte

con ella?—Antes no decías esas cosas —

dije.—Las cosas son diferentes ahora.

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No podés darte el lujo de disgustarla.—Ni siquiera nos peleamos. No

dijimos una palabra. Ella daba otrafiesta, y a mí no me gustaba y me fui.Eso no es pelear, ¿no?

—¿Y ella qué va a pensar cuandodescubra que te fuiste?

—No me importa lo que piense —dije sentándome y sacándome loszapatos—. Si llama por teléfono, decíleque no me has visto.

Ella se acercó, prendió la lámparade pie y corrió las cortinas de laventana. Después volvió y se sentó en elsofá.

—No debiste hacer eso —dijo porfin—. ¿No te das cuenta que ella pagó la

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fianza para sacarte de la cárcel? Puederevocarla cuando quiera. Si la revoca,vas de nuevo a la cárcel.

—No me paré a pensar eso —dije—. Pero no veo la diferencia. Me quedoaquí esta noche, y mañana si tengo quevolver, vuelvo. A lo mejor consigo queAbie me salga de fianza.

—¿Y esa carrera cinematográfica?—Vos sabés tanto como yo. Podría

ayudarme si quisiera. No sé lo que estáesperando.

—Por supuesto que podría ayudartesi quisiera. ¿Pensás que alguna vez lohará?

—¿Qué querés decir?—Es muy sencillo. Yo no creo que

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tenga intención de ayudarte. Quiere todopara ella.

Sacudí la cabeza.—Le pidió a Arthur Wharton que te

hiciera una prueba, ¿no?—Sí.—¿Y qué pasó?—Bueno…—Adelante. ¿Qué pasó?—Wharton se iba de viaje.—¿Cómo podés ser tan grande y tan

sonso? —preguntó—. Eso era todogrupo. Lo hizo para impresionarte. Sabíaque Wharton no te iba a hacer unaprueba. Sabía que te iba a dar elesquinazo.

Yo había pensado lo mismo, sin

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expresarlo con esas palabras. Ahoracomprendí que si no lo había expresadocon esas palabras, era porque teníamiedo de la verdad.

—Creo que estás equivocada —dije,sin querer admitirlo todavía.

—Puede ser —dijo ellalevantándose—. En fin, es cosa tuya. Noquisiste hacerme caso, así que ahoratendrás que salir de ésta como puedas.Tal vez sea mejor que aprendas por lasmalas.

—Voy a salir —dije—. Conseguiréla plata de la fianza en otra parte.Mañana por la mañana voy a ver a Abie.

—Eso —dijo ella subiendo laescalera—. Y ya que estás, decile que

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me compre un Rolls-Royce.Se detuvo en el descanso, me miró.—Hasta mañana.—Hasta mañana.No pude dormirme en seguida. Me

quedé tendido, mirando por la ventanaesa haraposa palmera a la luz de la luna,pensando. Me pareció que de golpe lavida se había complicado terriblemente.¿Por qué me estaba pasando todo esto?No recordaba haber hecho nada queprovocara este cambio. Lo único que yoquería era triunfar en el cine; y ahorasentía que minuto a minuto me alejabamás de eso; como si ni siquieraestuviera en Hollywood. Para lo queestaba haciendo, lo mismo daba que me

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dedicara a acomodar automóviles en uncine al aire libre, de uniforme.

A las siete de la mañana, Monaestaba preparando el desayuno, vivaz ydespierta.

—¿No oíste sonar el teléfono estamadrugada?

—No. ¿Cuándo?—A eso de las tres.—No lo oí —dije.—Realmente parecía ansiosa por

encontrarte. Sonó cada cinco minutoshasta las cuatro y media.

—¿No le dijiste que yo estaba aquí?—No le dije nada. No atendí.

Bueno, sentate y comé.

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Me senté y empecé a comer unatostada, pero no tenía hambre.

—De un momento a otro aterrizarápor aquí. ¿Qué le vas a decir?

—No sé —dije.—Bueno, mejor que empecés a

pensarlo.—Lo pensé anoche después que me

metí en cama, pero no llegué a ningunaparte. Creo que lo mejor es apurarse ysalir de aquí. No quiero estar cuandollegue.

—¿Eso te parece una respuesta?—No sé cuál es la respuesta —dije,

impaciente—. Pero no quiero estar aquícuando llegue.

—Si vas a aclarar las cosas con

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ella, cuanto antes mejor. No podéspostergarlo indefinidamente.

Tomé un poco más de café.—Antes quiero ver a Abie.Ella se rió.—¿No pensarás seriamente que él va

a poner la plata de la fianza, eh?—Puedo preguntarle, ¿no?—Claro. También podés preguntarle

al primer tipo que te encontrés caminadopor la calle.

Hablaba en el mismo tono de lanoche anterior. Empezaba a ponermenervioso.

—No veo por qué estás tansarcástica —dije—. Actuás como si tealegraras de verme en este lío.

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—No me alegro —dijo—. Y no tuveintención de ser sarcástica.

—Bueno, tal vez no fuera sarcasmo.Pero has cambiado. No comprendo loque pasa con todo.

—Yo no he cambiado, y a nadie lepasa nada salvo a vos. Todo lo demássigue igual. Sos vos. Si hubieras tenidoestómago, habrías empezado por nodarle pelota a esa perra. Yo te dije loque era.

Me levanté de la mesa. No podíasoportarlo más.

—Pero vos no comprendés —dije,desamparado—. Yo creí que ella podíaayudarme a hacer cine. Dios mío, vos noalcanzás a meterte en la cabeza que yo

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tengo que llegar. Ya hace siete mesesque estoy aquí y no he hecho nada. Peroen mi pueblo todos piensan que estoyhaciendo grandes cosas. Es cuestión detiempo hasta que se enteren de que sigosiendo un desconocido. No puedopermitir que eso ocurra.

—¿Por qué? —preguntó ella con voztranquila.

—¿Qué? —dije.—¿Por qué no podés?Sacudí la cabeza.—Es inútil —dije—. Vos no

comprendés.—Comprendo perfectamente —dijo

ella—. Le escribiste a tu madre unmontón de mentiras sobre lo bien que te

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iba, y ella las hizo publicar en el diario.Muchacho de Aquí Triunfa enHollywood. Y ahora estás muerto demiedo porque pensás que si no te apurása triunfar, ellos descubrirán la mentira.

—Eso es —dije.Ella se rió.—¿Y vos creés que sos el primero

que escribe mentiras a la gente de supueblo? Todo el mundo hace eso. Yotambién. Pero no me quedo despiertanoches enteras pensando si la mentira seva a descubrir. No me importa un carajo.

—¿No?—Claro que no. Bueno —dijo

levantándose—. Entro a las ocho.¿Querés llevarme y quedarte con el

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auto?—No —dije—. Creo que me quedo

aquí.—Pensé que no querías ver a la

Smithers.—Si hay que aclarar las cosas,

mejor que se aclaren de una vez —dije—. No puedo postergarlo para siempre.

Sonrió con esa clase de sonrisa quepuede transformarse en risa desatisfacción, y de golpe comprendí porqué. Las palabras que yo acababa depronunciar no eran mías, sino de ella.Yo también sonreí.

—Así me gusta —dijo ella entrandoen el living-room y poniéndose elsombrero—. ¿Viste que terminó la

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huelga?—No.—¿No? Está en los títulos. ¿No viste

el diario?—No. ¿Dónde está?—En la mesa de la cocina. Estuviste

mirándolo durante cinco minutos.—Tenía otras cosas en la cabeza.Ahora parecía muy feliz.—Sí, señor. La ganaron sin siquiera

llegar al paro. Los productores son mássensatos de lo que yo creía. Ahoratenemos un frente unido. Se acabaron loschillidos por las horas extras, ya no nosvan a tener hasta cualquier hora de lanoche sin compensación. ¿Qué te parece,que Joan Crawford y James Cagney y

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tipos como ésos se hayan jugado pornosotros. No te hace bien el pensarlo?

Me palmeó el hombro.—Supongo que sí —dije.—Te vas a sentir perfectamente

cuando te saques esa otra historia de lacabeza. Ahora, acordáte de una cosa. Noaflojés una pulgada, salvo que estésconvencido de que va a revocar lafianza. Me gustaría estar aquí paraayudarte.

—Parecés muy segura de quevendrá. ¿Y si no viene? ¿Y sisimplemente llama al juez y le dice queretira la fianza?

—No va a hacer eso. Va a venir. —Se detuvo en la puerta—. Ralph… En tu

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lugar, yo no le diría nada a Abie sobreel asunto de la fianza. Pensaría que sosun idiota.

—Tendría razón —dije.—Bueno, espero que sigas aquí

cuando yo vuelva.—Seguiré aquí —dije.

9

HUELGA DE ACTORES TRIUNFANTE,decía el titular. Leí la crónica. Cuandoterminé de leerla, no estaba másenterado que al principio. Para mí todoeso no era más que un borrón de letra

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impresa. Estaba preocupado por laseñora Smithers, por lo que haríacuando le dijera que no quería verlamás. Eso era lo que traté de decirle lanoche antes, en el patio, pero no me dejóterminar.

—«Mona tiene razón —me dije—.Nunca debí meterme con ella».

Sonó el teléfono y salté treintacentímetros. Cuando levanté el tubo,temblaba de pies a cabeza.

Pero no era la señora Smithers. Eraalguien del juzgado de instrucción.

—¿Está Mona Matthews?—No, señor.—¿Vive ahí?—Sí, señor. Está en el trabajo.

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—¿Quién habla?—Ralph Carston.—¿Sabe algo de una muchacha

llamada Dorothy Trotter?—Sí, señor. La conozco.—Estamos tratando de averiguar

dónde vivía y quiénes son susfamiliares.

—Vivía en algún lugar de Ohio.Pero no sé el nombre del pueblo.

—¿Dónde podemos comunicarnoscon la señorita Matthews?

—En el estudio Excelsior. Peroestoy seguro de que ella tampoco sabe.Una vez le oí decir a Dorothy que notenía familia.

—¿Está seguro de eso?

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—Casi seguro, sí. Pero Mona puedesaber. Deje su número y yo le diré quelo llame.

—Mutual 9211. Juzgado deInstrucción. Si no podemos encontrar alos parientes de esa muchacha,tendremos que cremar el cadávernosotros mismos. Dígale que llame enseguida.

—Sí, señor.Colgué y llamé a Excelsior, hasta

que al fin me comuniqué con el estudiode sonido donde estaba trabajando lacompañía Eubanks. El hombre queatendió dijo que Mona no estaba, que nosabía dónde estaba y que la señoritaEubanks todavía no había llegado. Le di

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mi nombre, y le pedí que le avisara aMona que me llamara en seguida, queera cuestión de vida o muerte. Prometióavisarle.

—«Dorothy —pensé—, Dorothy…—un vago dolor me golpeó en elcorazón y aspiré tres o cuatro veces enrápida sucesión, antes de exhalar el aire—. Esto es lo que debí sentir ayer —pensé— cuando vi su cadáver…».

Por fin me levanté, fui a la cocina yme puse a lavar las tazas del desayunoporque no había otra cosa que hacer.

Diez minutos después llegó Mona.Estaba pálida.

—No tenías necesidad de volver —le dije—. Yo me limité a decirle al que

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tomó el mensaje que era cuestión devida o muerte que me llamaras.

—¿Qué? —dijo ella.—¿No recibiste el mensaje?—¿Qué mensaje?—Te llamé hace diez o quince

minutos.—¿Me llamaste?—Sí. Hablaron del juzgado, por

Dorothy. Querían saber qué hacen con elcadáver, si tenía parientes.

—No tenía parientes. Era huérfana.Eso es lo que ella siempre dijo.

Fue al escritorio y disco el número,preguntando por el juzgado deinstrucción. Les dijo quién era ypreguntó qué querían saber sobre

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Dorothy Trotter.—Sí, señor. De algún lugar de Ohio,

no sé cuál. No, señor, estoy segura queno. Siempre dijo que era huérfana… No,señor, no sé. El único podría ser unhombre con el que estuvo comprometidaen su pueblo, pero lo único que sé esque trabajaba en un taller de radios…Sí, señor, sé que no le sirve de mucho,pero eso es todo lo que yo le oí decir…Sí, supongo que es lo mejor. ¿Cuántocostará?… El condado se hace cargo…Sí, señor. Adiós.

Puso el tubo en la horquilla y se diovuelta.

—Dios mío —dijo—. La van acremar…

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—Te podés imaginar cómo mesiento.

—Dios mío —repitió, levantándosey subiendo despacio la escalera.

No sé cuánto tiempo me quedé ahí.Sabía cómo se sentía Mona y no queríainterferir. No sabía lo que estabahaciendo allá arriba en su dormitorio, nose oía ningún ruido; probablementeestaba llorando. Ojalá. Se sentiríamejor.

Después de un rato subí a ver lo quehacía. Estaba sentada en el borde de lacama, fumando un cigarrillo. No habíallorado.

—Mona —dije—, ¿no sería mejorque volvieras al estudio?

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—No trabajo más —dijo y se paróalisándose el vestido—. Me echaron.

—¿Te echaron? ¿Por qué?—Llegué seis minutos tarde al set.Salió del cuarto.—Pero —dije siguiéndola por la

escalera—, no te pueden echar porquellegues seis minutos tarde.

—¿No? Sin embargo me echaron.—Pero esos tipos de Excelsior son

todos unos perros.—Son unos perros, pero más que

nada son hijos de puta —dijo ella—. Yate vas a dar cuenta, algún día.

Algún día…—Parece tan idiota —dije—. ¿No

tenías una excusa?

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—Ninguna excusa en el mundo mehubiera servido —dijo ella, sombría—.Me la tenían jurada y se la cobraron.Johnny Hill me lo anunció. ¿No esextraño —dijo mirándome y tratando desonreír— que nadie escuche lo quedicen los demás? Creéme, después deésta nunca me volveré a enojar con vos.

—Tal vez sea para bien —dije—.Un doble nunca llega a ninguna parte.Los de arriba se quedan con todo.

Sonrió.—Todo es para bien. Lo que le pasó

a Dorothy es para bien, y lo que me pasaa mí es para bien. Lo que te pase a vosserá para bien. ¿Tuviste noticias de laputa?

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—No —dije—. ¿No habrá llamadoal juez para cancelar la fianza?

—Ya te vas a enterar cuando lohaga. Un vigilante te lo contará al oído.

—Linda forma de alegrarme.—Hemos tenido un día muy alegre

—caminó hacia la puerta—. ¿Querésuna coca?

—No.—¿Qué ocule, señol? —dijo

imitando mi acento—. ¿Uté que é delsul, no quiele una coca-cola?

—No me hace gracia —dije.—Me solplende, señol. Seguidita

toy de vuelta.Se detuvo en la puerta, se dio vuelta.—Mierda —dijo.

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Estuve media hora sentado,esperando que Mona volviera, quesonara el teléfono, que la señoraSmithers apareciera en la puerta. Dos otres veces empecé a llamarla, pero nojunté coraje.

De golpe llegó Johnny Hil, aullandocomo un maniático.

—¿Dónde está? —preguntó—.¿Dónde está?

—Fue al drugstore —le dije—.¿Qué le pasa?

—¿Cuándo vuelve?—Ya tendría que haber vuelto. ¿Qué

ocurre?—Renuncié a mi empleo.Empezó a moverse de un lado a otro.

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—¿Otra vez? —pregunté.—Esta es la definitiva —dijo—.

Estoy harto de estas fábricas de bodrios.¿Supo lo que le hicieron a Mona?

—La echaron. ¿Cómo sabe?—¿Cómo sé? —se interrumpió.Entró Mona.—¿Yo te avisé, no? —dijo agitando

la mano frente a su cara—. Carajo, yo tedije lo que iba a pasar.

—Sentate, quitá ese peso de encimade tus pies, dejá de gritar y de sacudirlos brazos.

Johnny se aplacó un poco.—Supongo que te enteraste de la

noticia —dijo Mona.—Yo me entero de todo. Hace una

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hora fui a buscarte al set. Cuando vi quela Eubanks tenía otra doble, le preguntéqué pasaba con vos. Me contó. Dijo quehabías llegado tarde de nuevo, que engeneral no se te podía tener confianza, yque se vio obligada a despedirte,simplemente obligada.

—Eso es cierto —dijo Mona.—Es la excusa más roñosa que

escuché jamás. Le pregunté por qué no tehabía dicho los verdaderos motivos.Fingió asombrarse mucho, hasta que ledije lo que yo sabía, que la gerencia lehizo una insinuación al oído, y que ahoraestaba buscando cualquier motivolegítimo para darte el olivo. Bueno,tuvimos un cambio de palabras, y la

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cosa subió de tono, hasta que se metió eldirector y tuvimos otro cambio depalabras y me ordenó que saliera delset, entonces hubo otro cambio depalabras hasta que por fin le di unatorta… Vos sabés cómo soy yo cuandome pongo nervioso.

—Te estoy viendo —dijo Mona.Volvió a calmarse y bajó la voz.—Cuando volví a la oficina había

flor de despelote. Parece que el directorhabía telefoneado a la oficina deproducción, y producción habíatelefoneado a publicidad, así que hubootro cambio de palabras, pero esta vezfueron bien sabrosas, y cuando me fuiles dije que mi sueldo se lo metieran en

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el culo.—Oh, Johnny —dijo Mona—. No

debiste hacer eso.—De todos modos, ya estaba

podrido. Mirá, vamos a llevar esteasunto al sindicato. A los tribunales.Coño, a la Suprema Corte. No la van asacar de arriba.

—Yo preferiría olvidarlo —dijoMona.

—No podés olvidarlo. Si con estohay que hacer un escarmiento. ¿Para quémierda sirve el sindicato? Para ocuparsede cabronadas como ésta. Yo nunca viuna provocación tan grande.

—Estoy de acuerdo con vos —dijoMona—. Yo misma estoy furiosa, y

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pensé acudir al sindicato. Pero, ¿quépasaría? La Eubanks se va a poner departe del estudio, va a jurar que soyincumplidora. Va a decir que medespidió por llegar tarde dos díasseguidos, y eso es cierto: llegué tarde.Moralmente son culpables, perolegalmente están cubiertos.

Johnny reflexionó. Se sentó, prendióun cigarrillo.

—No pensé en eso. Debí imaginarque eran lo bastante vivos como paraactuar sobre seguro.

—Yo te creía más astuto, Johnny.—Astuto ¿para qué?—Para no meterte en líos por una

cosa así. La última vez que viniste, me

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avisaste lo que iba a pasar y meaconsejaste que me quedara quieta. Yahora vos hacés lo mismo que me dijisteque no hiciera.

Eso era exactamente lo que yoestaba pensando.

Johnny se paró, irritado.—No es lo mismo, en absoluto —

dijo—. Pero en fin, ¿qué importa? Yosoy como soy y no lo puedo evitar.Actúo sobre mis impulsos. Y si no fueraasí, ¿vos crees que estaría ganandocuarenta dólares semanales enpublicidad? Si pudiera controlar micarácter y mis emociones, sería un altoejecutivo. ¿Qué querés que haga?

Volvió a caminar de un lado para

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otro, a grandes pasos.—Pero no te envanezcas —dijo—.

Yo no hice esto por vos, o no sólo porvos. Da la casualidad que somosamigos, y eso es todo. Igual me hubieraenojado si se tratara de otro, de undesconocido. Vos sos apenas unsímbolo… Tal vez debiste dejar que laEubanks te volteara.

—Hizo todo lo que pudo —dijoMona—. Pero en esas cosas, no megusta competir con una mucama decolor.

—Lesbiana de mierda —dijo Johnny—. Me gustaría escribir lo que sé deella.

—¿Por qué no? Podrías vendérselo

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a una de esas revistas de cine. Vos sabéscómo les gusta pintar la vida hogareñade las estrellas.

—Acordáte de lo que dije —dijoJohnny apuntando con su cigarrillo—.Algún día les voy a cantar las cuarenta aestos tipos. Voy a hacer una película pormi cuenta, y la voy a exhibir aunquetenga que llevarla sobre el lomo portodo el país. Y si no, voy a escribir unanovela.

Caminó un poco más, chupando elcigarrillo. Mona y yo nos miramos sindecir nada.

—¿Hay algo para tomar? —preguntóJohnny.

—No.

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—¿Les molesta si traigo una botella?—Por supuesto que no.—Vuelvo en seguida —dijo.Miré a Mona.—No lo vas a dejar que se

emborrache aquí, ¿no?—¿Por qué no? En alguna parte se

va a emborrachar. ¿No te cae simpático?—Es un buen tipo.—Es más que eso —dijo ella—. Por

lo menos, tiene cojones para odiar algo.—¿Y si llega la señora Smithers?

No podemos conversar con un borrachoen casa.

—Espero que no se escandalicedemasiado —dijo Mona.

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10

La señora Smithers llegó una horadespués. Me alegré, porque queríaacabar con esa historia, y también mealegré al ver que Johnny no estababorracho. Nunca lo había vistoborracho, pero sabía de lo que eracapaz, y no quería que me complicara lasituación. Se lo veía resplandeciente.Mona apenas probaba su copa, y yo notomaba. Miré con ansiedad la cara de laseñora Smithers en los primerosmomentos de su llegada, antes que sequitara el abrigo y el sombrero, para

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descubrir cualquier señal de peligro. Medio la impresión de que estaba comosiempre y me sentí más animado.

—¿Usted es la señora Smithers? —preguntó Johnny.

—¿Hay alguna otra? —dijo ellasonriendo, con mirada muy inocente.

Al oír esa observación me sentí aunmejor. «Espero que siga así», pensé.«Me resultará más fácil decir lo quetengo que decir».

—Estoy encantado de conocerla, alfin, señora Smithers —dijo Johnny—.Hace mucho tiempo que quiero escribirun artículo sobre usted.

Las pestañas de la señora Smithersrevolotearon.

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—Johnny es escritor —dijo Mona.—Sí —continuó él—, durante mucho

tiempo he querido hacerle un reportajeen serio. Para una gran revista, como elSaturday Evening Post, o Collier’s…incluso para una buena revista de cine.La Anfitriona Oficiosa de Hollywood.La forma en que usted recibe a lascelebridades y todo eso.

La señora Smithers resplandecía.—Parece muy enterado de quién soy.—Usted es una mujer famosa, señora

Smithers —dijo Johnny seriamente—.¿Sabe que ha reemplazado a la Pickfordy a Fairbanks como Dueña de Casanúmero uno de esta glamorosa aldea?

Quise hacerle señas a Mona para

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que hiciera callar a Johnny. Estabaexagerando la nota y temí que ella sediera cuenta de que la estaba cargando.Pero Mona no me miraba. No queríamirarme.

—¿No sería mejor que fuéramos aalmorzar? —pregunté a la señoraSmithers.

—Mírenlo —dijo Johnny—.Tratando de arrebatarnos a la invitadade honor. ¡Pero si usted recién acaba dellegar, señora Smithers! ¿Cómo aguantaa un chico así? ¿Qué interés puede tenerpara usted ese adolescente inexperto? —Me miró—. Y vos hablá cuando tehablen. ¡Almorzar!

—Todavía no —me dijo ella—.

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Después.—Mucho después —dijo Johnny—.

Encantadora señora, tomará una copaconmigo, ¿verdad?

—Por supuesto que sí.—Por supuesto que sí. Tomemos una

copa mientras explico qué le pasóanoche a Ralph, por qué no se quedó enla fiesta. Yo tuve la culpa. Andaba enbusca de una historia… la historia de suvida.

Entraron en la cocina, tomados delbrazo. Me encaré con Mona.

—Vos le contaste lo de anoche —dije—. ¿Por qué? ¿Qué más le contaste?

Ella me miró.—Le conté todo —dijo con voz

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serena—. Todo.—¿Pero por qué?—¿Querías zafarte, no? ¿Querés que

ella no revoque esa fianza?—Sí.—Entonces quedáte piola.Johnny y la señora Smithers salieron

de la cocina, charlando y riendo.—Estaba diciéndole a Ethel —se

volvió sonriente hacia ella—, ¿no teimporta si te llamo Ethel?

Ella sacudió la cabeza.—Bien. Podés llamarme Johnny.

Estaba diciéndole a Ethel lo maravillosaque es, al venir a sentarse con nosotrosen este modesto y pequeño bungalow, abeber y conversar, cuando podría elegir

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entre cincuenta grandes mansiones llenasde gente distinguida.

—A mí me gusta todo el mundo,Johnny —dijo ella, bebiendo un par detragos de su copa—. ¿Realmente tegustaría escribir la historia de mi vida?

Johnny se sentó a su lado.—¿Si me gustaría? Ethel, ahora que

te conocí, la escribiría gratis. Noaceptaría un centavo. Así que ya ves sime gustaría.

Distraídamente puso la mano sobresu pierna. Vi que los ojos de ella seabrían levemente, pero fuera de eso, noprestó atención. Mona me codeó y yo ledi a entender con un gesto que estabaviendo.

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—Beban —dijo Johnny—. Estánatrasados.

La señora Smithers nos miró.—¿Ustedes dos no toman?—Yo no —dije.Mona alzó su copa.—A mí no me esperen.—Un par de claritos —dijo Johnny

—. Dame tu copa, Ethel.Tomó la copa y entró en la cocina.Cuando le dije a Abie que quería

dos botellas de whisky y seis botellas deginger ale, abrió la boca asombrado.

—¿Para vos?—Por supuesto que no —dije—.

Tenemos visitas. Yo no tomo.Me miró, pensativo.

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—Las pagaré —dije—. Y no meolvido de los veinte dólares que ledebo. También los pagaré.

—Tengo confianza en vos, Ralph —dijo sacando las botellas de la vitrina—.Pero no me cagues en la confianza.

—Pierda cuidado, Abie —dije.Pagué las botellas y volví. Al pasar

por la administración, la señoraAnstruther me paró y me dio el correo.Había tres o cuatro cartas, todas paraMona.

Le di las botellas a Johnny y se fue ala cocina con la señora Smithers.Cuando le entregué las cartas a Mona,las miró y me miró rápido, sonrojándoseun poco y guardándolas en el bolsillo

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del saco.Un rato después Johnny y la señora

Smithers salieron de la cocina, con lascopas nuevamente llenas. Estabancompletamente absortos uno en el otro,como si no existiera nadie más en elmundo.

Se sentaron juntos en el sofá. Johnnyestaba borracho, pero no lo bastanteborracho como para no saber lo queestaba haciendo. Lo vi mirar a Mona porencima del hombro de la señoraSmithers y guiñarle un ojo. Ahuecó lamano bajo un pecho de la señoraSmithers, y ella la apartó.

—¿Sabes una cosa, Ethel? —dijo—.Esta mañana al levantarme, me paré

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frente al espejo, así como vine almundo, y eché un vistazo a mi soberbioequipo. Y me dije, «Hill, usted deberíatener un brillante futuro; y sin embargo,fíjese en lo que ha caído: un vago».

—Vos no sos un vago, Johnny —dijoella con voz espesa—. No quiero queseas un vago. Si vas a ser un vago, nopodés dirigir mi película.

—Está bien, no soy un vago. Vamosa darle a Mona y Ralph los principalespapeles de la película.

—No. Mona y Ralph me encantan,pero no pueden actuar aquí.Necesitamos primeras figuras.

—Vamos, Ethel, estás hablandocomo un productor de mierda.

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—Necesitamos nombres. Taquilla.—Yo soy el director. Elijo el elenco.—Yo soy la productora. Pongo el

dinero.«Qué manera de avanzar», pensé.Johnny me miró.—Es una comerciante. Mercenaria.Volvió a ella, metiendo la mano por

debajo de su vestido. Ella lo alejó.—Aquí no —dijo con voz que

pretendía ser murmullo—. Aquí no.—Bueno, carajo, vayamos a donde

podamos —dijo Johnny, sin importarlequién lo oía—. Vamos a casa.

—No, vamos a mi casa.—Muy bien, vamos a tu casa.Ella hizo un esfuerzo por levantarse.

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—Mona y Ralph vienen también.—No quieren ir.Abandonó la tentativa de levantarse

y lo miró con los ojos muy abiertos.—Ellos vienen, o nos quedamos

aquí.Miré a Mona. Se encogió de

hombros.—Está bien —dije, no porque

quisiera ir a su casa, sino porque queríasacarlos del bungalow.

Cuando finalmente recogieron suscosas y salimos en dirección al auto dela señora Smithers, yo la sujetaba a ellay Mona sujetaba a Johnny, mientras noshacíamos los despreocupados, como sinadie nos estuviera mirando detrás de

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las cortinas.

11

Eran más de las cinco de la tarde.Johnny y la señora Smithers estaban enalgún lugar de la casa, arriba, y Mona yyo estábamos sentados en el patio.

—¿Cuánto tiempo más vamos a tenerque quedarnos aquí?

—No sé.—Yo no le veo la punta a esto.—Bueno, aparentemente se están

divirtiendo. Hace una hora y media queno aparecen.

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—Si los esperamos aquí sentados,se hará de noche —dije—. Ya ni seacuerdan que estamos aquí. Estánborrachos. Probablemente estándormidos.

—No, no están durmiendo. De aratos se oye un ruidito sospechosoarriba. Bajarán en un minuto.

—Es un minuto largo. Eso por lomenos lo dijiste hace una hora.

—¿Por qué tantos nervios? No estásceloso, ¿eh?

—Por supuesto que no. Lo sabésmejor que yo.

—Bueno, calmáte. ¿Qué estaríashaciendo si no estuvieras aquí?

—No sé —contesté—. Quiero ir a

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Central Casting.—¿Para qué?—Para hablar con ellos. No

comprendo por qué vos y yo nopodemos conseguir trabajo.

—Te acordaste un poco tarde.—He tenido otras cosas en qué

pensar. Empiezo a sentirme un pocodesesperado.

Ella no dijo nada durante un rato.—Es inútil ir a Central. No hay

suficiente trabajo. Yo también estoydesesperada. Pero no somos los únicos.

Miré a la pileta, pensando que esono era un consuelo, que el saber quehabía otros desesperados no melevantaba la moral. En ese mismo

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instante resolví que al día siguiente iríaa Excelsior a ver al señor Balter, aunquetuviera que derrumbar la pared con uncamión. Sí, y también iba a pasar por losotros estudios. Recorrería todas lasoficinas de extras de la ciudad. Yaestaba harto de que me postergaran.

—Yo estoy peor que vos —decíaMona—. Probablemente no hay unestudio que no me tenga en la lista negra.—Parecía muy pensativa—. Después delo que pasó con la Eubanks, me esperantiempos duros.

—No veo por qué, puesto queganaron la huelga. Johnny dijo quellevaría el asunto al sindicato. ¿Para quésirve tener un sindicato si no lo usan?

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—Ya te lo expliqué esta mañana. Noserviría de nada. ¿Sabés lo que pienso?Pienso que todo el futuro de uno estátrazado desde el día que nace, desde eldía que es engendrado, y que no importalo que uno haga, no se puede ir contraeso. No hay escapatoria.

—¿Querés decir que chicas como laCrawford, la Colbert, la Dietrich y todasesas nacieron para ser estrellas de cine?Yo no lo creo. Ocurrió por casualidad.

Ella sonrió.—Tal vez no lo dije bien, pero lo

pienso bien —dijo—. La forma en quelo pienso es correcta. Pero dejémoslo.

Johnny abrió la puerta de la plantaalta que daba a la escalinata del patio y

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gritó:—¿Cómo está el tiempo por allí

abajo?—Muy bien —dijo Mona—. ¿Y

allá?—Ecuatorial —dijo Johnny—.

Ecuatorial.Ya no parecía borracho. Se había

quitado el saco y la corbata y tenía lasmangas de la camisa arrolladas.

—Johnny —dijo Mona—, ¿cuántotiempo vas a estar ahí?

—Horas —respondió—. Días. A lomejor, semanas.

—Mirá, Johnny, Ralph y yo nosestamos aburriendo un poco. ¿No temolesta si nos vamos a casa?

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—En absoluto —dijo—. Un minutomientras consulto con el maître d‘…

Volvió a entrar y un momentodespués apareció la señora Smithers.Usaba una negligé, y trataba deaparentar gran dignidad.

«Vieja puta», pensé.—Si no le molesta, señora Smithers

—dijo Mona cortésmente. Me miró ycomprendí que estaba pensando lomismo que yo—. Tenemos que volver alteléfono. Esta es la hora en que empiezaa llegar el trabajo…

—Son esclavos —le dijo Johnny—.Son esclavos del teléfono.

—Por supuesto, chicos —dijo ella—. Por supuesto. Pueden volver más

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tarde, cuando quieran.—Gracias. Adiós.—Adiós —dijo ella, sonriendo

dulcemente, mientras Johnny la tomabadel brazo y la llevaba adentro.

Mona y yo nos paramos. Johnnysalió al balcón y se asomó.

—Todo va bien —dijo en unestridente susurro—. No hay problemacon él —agregó, señalándome—. Hastamañana.

Agitó la mano y entró.Miré alrededor del patio, pensando

en lo maravilloso que todo esto mehabía parecido, pensando en la primeravez que cené, aquí, con camareros ytodo, cuando aprendí mi primera lección

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de modales. Ya no estaba tan seguro deque alguna vez tendría una casa comoésta, ya no estaba tan seguro…

—Vamos —le oí decir a Mona.—Ya voy —dije.

12

Esa noche descubrí el parque de DeLongpre y Cherokee. Caminaba por lascalles del barrio, porque estabanoscuras y solitarias, mirando las casitas,diciéndome que allí vivieron laSwanson y la Pickford y Chaplin yArbuckle y todos los demás, en los

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buenos viejos tiempos, cuando filmarpelículas era una diversión y no unnegocio; caminaba pensando en esaépoca, en la vergüenza de sudesaparición, sintiéndola como unapérdida personal que era todavía cáliday nostálgica, como cuando uno visita uncementerio donde están sus abuelos ytodos sus parientes. Uno se siente unextraño, aunque nunca haya visitado elcementerio, porque las tumbasrepresentan algo, alguien a quienconoció hace mucho, mucho tiempo,alguien a quien amó. Eso mismo mepasaba ahora. Ya no era un forastero enestas calles…

Y de golpe llegué al parque. Al

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principio pensé que era el patio de unacasa, porque uno no imagina que unparque municipal pueda ser tan chico:cubría apenas media manzana. Perocuando vi los bancos alrededor y losletreros que ordenaban no pisar elcésped, comprendí lo que era. Me sentéen un banco húmedo y miré alrededor.No había nadie, y así tenía que ser.Flotaba un poco de bruma y todos losdemás tontos estaban en sus casitas.

Ocho cuadras al norte, los letrerosde neón lanzaban un fulgor rojizo sobreel bulevar. El único edificio que se veíasobre los tejados de las casitas, al otrolado de la calle, era la iglesia católicade Sunset, con su blanca espira subiendo

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en línea recta hacia el cielo negro.De pronto sentí que había alguien

más en el parque. Miré hacia atrás y viuna silueta, a la luz de un único globoinstalado en una especie de glorieta. Nosabía si era hombre o mujer. Estaba derodillas frente a una fuentecita, enactitud de rezar, moviendo rápidamentelas manos en una especie de ritooriental. Eso duró unos cinco minutos, ydespués la figura se enderezó, pasó a milado y se esfumó. Era una mujer, unamujer de edad madura, vestidaíntegramente de negro.

Caminé hacia la fuente. Era unestanque con peces, y lo que me parecióuna fuente era una estatua. La estatua

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tenía unos tres pies de alto, una figuracon brazos a los costados, la cabezaerguida. Me agaché, mirando la placa.

ASPIRACIÓN

Erigida en memoria de RodolfoValentino

1895 1926

Homenaje de sus amigos yadmiradores de todas las capassociales en todas partes delmundo en agradecimiento porla Felicidad que les dio a travésde sus actuaciones en lapantalla.

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En la baranda que rodeaba elestanque, frente a la estatua, vi lagardenia que dejó la mujer.

«Sé cómo se siente, señora» le dijementalmente. «Sé muy bien cómo sesiente».

Cuando volví al bungalow, Monaseguía levantada, escribiendo una carta.Sobre el escritorio había un ejemplardel Daily News de Oklahoma City. Malaseñal. Cuando se sentía deprimida,siempre iba a buscar el diario de supueblo y lo leía de cabo a rabo. Memiró entrar, pero no dijo nada hasta queescribió la dirección del sobre. Despuésme preguntó dónde había estado.

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—Caminando por ahí —dije.Pegó una estampilla de dos centavos

en el sobre y se paró.—Podés despacharla mañana —dije

—. De todas maneras, esta noche no lavan a recoger.

—No es por eso que la despachoahora —dijo—. Quiero acabar con estoantes que pierda el coraje.

Salió…Esa carta fue la causa de todo. Esa

carta. Sé que fue esa carta.No dormí gran cosa esa noche. Me

desvelé pensando en lo que iba a decirleal señor Balter y a todos los directoresde extras que pensaba visitar por lamañana. Borrada de mi vida la señora

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Smithers, todo dependía de mí. Estabaimpaciente por empezar. Les diría…

13

Poco después de las diez llamé aExcelsior y le pregunté a la operadora elnombre del director de publicidad. Medijo que se llamaba Egan, y me preguntósi quería hablar con él. Le dije que sí.

—¿Está el señor Egan? —preguntécuando me atendió una secretaria.

—¿Quién le habla?—Carston, del Times de Los

Angeles.

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—Un momentito —dijo, y luego—:Le paso con el señor Egan.

—Hola.—¿Señor Egan?—Sí.—Habla Carston, del Times —dije,

tratando de mostrarme muy profesional—. Estoy cerca del estudio y me gustaríaverlo un momento. Se trata de JohnnyHill…

—Hill no trabaja más aquí.—Ya sé. Pero tengo una información

que usted debería conocer.—Bueno, muy bien.—Déjeme un pase, ¿quiere? Ralph

Carston.—Okey.

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Fui corriendo al estudio, esperandoque él no tuviera la curiosidad detelefonear al Times, y que el vigilante enla mesa de informes no fuera el que meconocía. Aunque fuese, le inventaríaalgún pretexto. Pero no era. El paseestaba allí. Lo tomé y entré, caminandohasta el fin del pasillo donde paré a unamuchacha y le pregunté por la oficinadel señor Balter. Me dijo que estabaarriba.

Subí y entré en la oficina. En unrincón había una muchacha sentada a unescritorio, ante una puerta con un letreroque decía: PRIVADO.

—¿Está el señor Balter?—Tiene que llegar de un momento a

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otro —dijo ella—. ¿Puedo ayudarlo?—No, estoy en el edificio. Lo

esperaré.Me senté y ojeé los dos diarios de la

industria, mirándolos pero sin ver lo quedecían. Estaba ensayando mi discurso…

Cinco minutos después se abrió lapuerta y entró el señor Balter.

—Hola, señor Balter —dije yendohacia él con la mano extendida, muynervioso.

—Hola —dijo sin demasiadacordialidad, estrechándome la mano. Nome conocía y noté que mirabainterrogativamente a la secretaria.

—¿Se acuerda de mí? Soy RalphCarston.

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—Oh, sí —dijo sin entusiasmo—.¿Cómo le va?

—Bien —dije—. Bien. Estaba en eledificio y se me ocurrió pasar. ¿Puedohablar con usted un minuto?

—Bueno, eh… supongo que sí.Venga a mi oficina.

Al pasar junto a la secretaria dijo—:Llame a ese muchacho y esa chica a laoficina de Ott y dígales que vengan parala prueba, no tardaré un minuto.

Entramos en la oficina y él cerró lapuerta.

—¿Qué dice, Carston? —preguntósin sentarse, parado casi junto a mí—.Lamento no haberlo atendido antes.Estuve terriblemente ocupado.

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Yo iba resuelto a mostrarme duro, yen caso necesario a romperle el alma,pero de golpe decidí ser amable porque,al fin de cuentas aún podía hacer algopor mí.

—Bueno, señor Balter —le dije—.Ya sé que esa prueba que hice un tiempoatrás no resultó demasiado buena. Perohe aprendido mucho, y pensé que sivenía a verlo, usted me daría otraprueba, y tal vez un contrato derepertorio. He aprendido mucho desdela última vez que lo vi.

—No lo dudo.—Estaría dispuesto a trabajar casi

por nada si pudiera conseguir uncontrato. Hasta por veinticinco dólares a

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la semana.—Lo siento, Carston, no puedo

hacer nada. Ese acento…—Pero señor Balter —dije—, ya

tenía ese acento cuando usted me trajoaquí. En aquel momento, a usted no leimportó.

Sacudió la cabeza.—Lo traje porque pensé que serviría

para hacer un papel en una película contema sureño que hicimos. Pero no lotraje pensando en que usted podría serde valor permanente para nosotros.

—¿Quiere decir… quiere decir queno pensó que yo iba a ser un astro?

—Por supuesto que no. Nuestrocontrato se limitaba a pagarle el viaje de

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ida y vuelta, cosa que hicimos. Si ustedresolvió quedarse, no es culpa nuestra.

—Pero señor Balter —dije—, yo séactuar. Soy un buen actor. Usted me vioactuar. Usted sabe que yo puedoactuar…

—Sí, usted era bueno… en elescenario del Pequeño Teatro. Perolamento decirle que su pruebacinematográfica resultó una grandesilusión.

—Pero he aprendido mucho desdeentonces. Ahora puedo actuar.

Volvió a sacudir la cabeza.—Lo mejor que puede hacer es

volver a su casa —dijo—. Mientras sequede aquí, será desdichado e infeliz. Su

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acento es matador en el cine.—Yo no tengo la culpa de haber

nacido en el Sur —dije.—Nosotros tampoco. Por cualquier

medio vuelva a su casa, muchacho.Usted no se siente bien.

Me daba vueltas la cabeza. Meagarré del picaporte para no caer.

—No puedo volver a casa —me oídecir—. No puedo volver a casa. Elloscreen que ya soy… No, no puedo volvera casa.

—Lo siento —dijo él—. Yo penséque al recibir el pasaje de vuelta ustedregresaría a Georgia.

—Esperé a tener noticias de laprueba —dije.

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—Aquel cheque que le mandamossignificaba que la prueba fue un fracaso.Eso es lo que significaba el cheque.

Mi cabeza se estabilizó un poco.—Gracias, señor Balter —dije,

girando el picaporte.—Un minuto, Carston. Seguramente

puedo conseguir que el estudio le déotro cheque para el viaje.

—No. Gracias lo mismo —dije y mefui.

Caminé por ahí una hora. Tenía elestómago vacío, pero no sentía hambre.Supe que si comía un sandwich o algopor el estilo me iba a enfermar, así quetomé una leche malteada y me fui a casa.

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Johnny estaba allí con Mona.—Hola, Gawguh —dijo avanzando

con el brazo extendido—. Muchacho,tengo una deuda con vos.

Me abrazó y me besó en las dosmejillas.

—Imagináte —dijo Mona—. Johnnyencontró un filón.

—Un yacimiento —dijo Johnny—.El Yukón queda a la altura de un poroto.Esto es lo que estuve esperando toda mivida.

—Se mudó con todos sus petates —dijo Mona.

—¿De veras? —dije.—Sí señor —dijo—. Una ninfómana

con un millón de dólares. Qué digo, diez

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millones. Ahora sí, le voy a mostraralgunas cosas a esta ciudad de mierda.Voy a dar unas fiestas que harán temblarel mundo. Platos de oro, cucharas de oroy cinturones de castidad tachonados debrillantes para las invitadas. En tresmeses estaré dirigiendo el bulín másfamoso del siglo. San Simeón va aquedar a la altura de una carpa deturismo. Me convertiré en Lúculo yWard McAllister, todo en uno.

—No te olvides de la película quevas a hacer —dijo Mona.

—Para eso hay tiempo.—Y del libro —dije—. No te

olvides de la novela sobre los extrasque ibas a escribir.

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—Para eso hay tiempo —dijo—.Voy a estar demasiado ocupado en gastarla plata. A propósito, Ralph, no tepreocupes por esa fianza. Ethel no la vaa cancelar. Y yo me ocuparé de que nopase nada raro en el juicio. Ahora tengoguita suficiente para comprar el CentroCívico.

—Gracias —dije, aunque en esemomento el proceso no significaba nadapara mí.

—Bueno, Johnny —dijo Mona—.Estoy feliz de verte feliz.

Johnny sacudió la cabeza.—No me siento feliz, me siento

divertido. Divertido porque al fin tengoarmas para vengarme de un montón de

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hijos de puta que desprecio. Lo únicoque importa en esta ciudad es la plata. Yahora la tengo, así que a todos esos tiposque no me gustan les voy a ofrecer laotra mejilla… la mejilla de oro. Ya vana ver. —Se volvió hacia mí—. ¿Noestás ofendido, Ralph?

—No seas tonto —le dije—. Porsupuesto que no.

—Perfecto. Vos no eras el tipo queella necesita. Sos demasiado bueno.Para saber lo que hay que hacer en unasituación como ésa, hay que ser un hijode puta. Yo soy un hijo de puta, y poreso la cosa viene a mi medida.

—Yo no diría eso.—Yo sí. Pero la gente vendrá a mis

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fiestas, porque prácticamente todos losdemás en esta ciudad son unos hijos deputa. La única diferencia entre ellos yyo, es que yo lo proclamo.

—Tené cuidado —dijo Mona.—Que se vayan al carajo —dijo él

—. Si hay una cosa que aprendí enHollywood, es que no se puede jugarsiguiendo las reglas. Para ellos, juegolimpio es una patada en el escroto.Bueno, tendré que ir a lo de Jack Shafera comprarme ropa apropiada. ¿Ustedesno necesitan dinero?

—No —dije—. Gracias.Se volvió para irse.—Los invitaré a casa una de estas

noches —dijo.

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—No te olvides —dijo Mona.—No me olvidaré. Hasta luego.Se fue, muerto de risa.—Se lo toma en joda —dije.—Es joda —dijo Mona—. Es una de

las mejores jodas que yo haya visto.

Pasé los tres días siguientesbuscando trabajo. Había llegado a laconclusión de que podía postergar unpoco mi carrera cinematográfica, hastaque ahorrara dinero para pagarme clasesde dicción y librarme de mi acento.Tenía que sacarme ese acento, si queríahacer algo en cine. Antes ni habíapensado mucho en eso, pero después dela conversación con el señor Balter no

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pensaba en otra cosa. De todas maneras,no había tanto apuro por hacer películas,salvo por ese motivo que estaba siempreen el fondo de mi cabeza: lo que diríanen mi pueblo. Pero el cine iba a durarmucho tiempo. «Tomálo con calma», medije. «Conseguíte un empleo, ahorrádinero y andá a un buen profesor dedicción para que te elimine ese acento».Pero los empleos escaseaban. En lostres días que anduve yirando, descubrílo que quería decir la gente cuandohablaba de desocupación. Esta era otracosa a la que nunca le había prestadodemasiada atención. Trabajé medio díapara Abie en el mercado, enderezandolas latas en los estantes y llevando la

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mercadería a los automóviles de losclientes. Me pagó un dólar y medio,pero se portaba tan bien conmigo, que ledije que lo descontara de mi deuda. Undólar y medio. Eso me resultabadivertido, cobrar un dólar y mediomientras Robert Taylor y Clark Gable ytodos esos ganaban miles. Si ellospueden, yo también, pensaba… A Monasólo la veía de noche, y tenía poco quedecirle. La notaba rara, pero pensé queella también estaba preocupada.Faltaban cuatro días para que vencierael alquiler.

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TERCERA PARTE

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Dos días después llegó una carta demamá. Era una carta corriente, pero traíauna posdata:

«Butch Siegfried se casóayer con Claire Lyons, y van apasar la luna de miel enHollywood. Les di tu dirección,van a visitarte. Los dos sonfanáticos del cine, así que yasabés qué hacer con ellos.Quiero que les dediques unaparte de tiempo y que seasamable. Sé que estás muyocupado en el estudio, peroacordate que los Siegfried siguensiendo dueños del almacén, y les

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debemos plata. Ja-já. Cariños.Mamá».

Plegué la carta y cayó un recorte.Era la noticia de la boda.

Claire Lyons, pensé. Mi antiguanovia. Si me hubiera quedado en elpueblo, tal vez me habría casado conella.

Alcé la vista y vi un hombre paradoen la puerta. Tendría unos treinta y cincoaños, era corpulento y me mirabafijamente.

—¿Está la señorita Matthews? —preguntó.

Me levanté y fui a la puerta.—En este momento no está —dije.

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—¿Puedo pasar a esperarla?—Sí, pase.Me hice a un lado para dejarlo

entrar.—Siéntese —dije.Se sentó en el borde del sofá, con el

sombrero en la mano, haciéndolo giraralrededor del índice.

—¿Usted es amigo de ella? —preguntó.

—Sí.—Yo me llamo Nat Bagby —dijo y

se paró torpemente, extendiendo lamano.

—Yo me llamo Carston —dijedándole la mano.

Nos quedamos un momento callados.

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—Me siento un poco extraño —dijo—. Nunca he visto a la señoritaMatthews.

—¿No?Sacudió la cabeza y metió la mano

en el bolsillo. Sacó una instantánea, mela alcanzó.

—¿Es ella?—Sí.Pareció satisfecho.—¿Desde cuándo la conoce?—Hace mucho, mucho tiempo —

dije.—¿Es tan hermosa como en esta

foto?—Es hermosa dije.—Qué bien —dijo.

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—¿Y usted hace mucho que laconoce?

—Nos hemos estado carteandodurante tres semanas, pero nunca la vi.Cambiamos fotos. A ella le gustó la mía,y a mí me gustó la de ella. ¿Hollywoodes flor de lugar, eh?

—Sí —dije—. ¿Usted dónde vive?—En el valle de San Joaquín. Tengo

algunos frutales allí. Es la primera vezque vengo a Hollywood.

—Sin duda es flor de lugar —dije.—Nunca tuve motivo para venir.

Pero supongo que venir en busca de unaesposa es motivo suficiente, ¿no leparece?

—Sí… es más que un motivo.

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¿Cómo fue que se empezaron a cartearcon Mona?

—Publiqué un aviso en esa revista,Corazones Solitarios. Donde yo vivo,no hay demasiadas muchachas. Quierodecir, muchachas con clase. Ella tieneclase, ¿no?

—Sí… tiene clase. ¿Cuándo secasan?

—En seguida. Ahí afuera tengo elauto, lleno de gasolina y aceite. Nosvamos a Las Vegas. La ley de Californiaexige tres días de residencia, usted sabe.

—Sí, ya sé.De repente entró Mona. Ella y el

hombre se miraron sin hablar. Pero ellasabía quién era.

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—Permiso —dije levantándome ysaliendo, antes que ninguno de los dospudiera decir nada para detenerme.Atravesé la cocina, salí a la calle por lapuerta de servicio.

Brillaba el sol, esa clase de sol quesiempre solía asustarme cuando mesentía así, porque sabía lo que me iba amostrar. Pero ya no me importaba.Anduve por ahí, preguntándome qué ibaa hacer, pensando en Butch Siegfried,que vendría en su luna de miel a visitaral compañero de infancia convertido enactor triunfante, pensando en esa otraactriz triunfante llamada Dorothy Trotter,pensando en mi casa, mi casa, mipueblo, en los tipos que crecieron

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conmigo y estaban casados, tenían hijosy empleo, cobraban un sueldo, seguíanhaciendo las mismas viejas cosas de lamisma vieja manera, y seguiránhaciéndolas para siempre. Las mismasreflexiones que me hice un millón deveces, sólo que ahora, por primera vez,pensé que tal vez ellos tenían razón. Nohay escapatoria, había dicho Mona, yahora lo demostraba al regresar a algode lo que desesperadamente habíatratado de escapar; y entonces me dijealgo que nunca había dicho (pero que,ahora comprendí, siempre estuvo en elfondo de mi mente): Debí quedarme encasa…

Caminé por la calle Vine, doblé en

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el Boulevard Hollywood, yendo hacia eloeste, diciéndome que era una locuraadmitir que era demasiado tarde, aunahora. No me había quedado en casa,estaba aquí, en el bulevar famoso, enHollywood, donde ocurren los milagros,y tal vez hoy mismo, dentro de unminuto, un director me elegiría alpasar…

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HORACE MCCOY (Pegram, Tennessee,14 de abril de 1897 - Beverly Hills, LosÁngeles, California, 15 de diciembre de1955) figura entre los mayoresexponentes de la novela negraamericana. Ejerció los más diversosoficios (taxista, vendedor ambulante,periodista, guardaespaldas y guionista),

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alternándolos con su vocación literaria.Su obra, particularmente violenta, es untestimonio de las distintas formas de laopresión y la marginación. Para alcanzarel reconocimiento universal que su obramerecía tuvo que esperar a que fuerallevada a la pantalla una de sus novelasmás bellas y estremecedoras: Theyshoot horses, don’t they? (¿Acaso nomatan a los caballos? en libro oDanzad, danzad malditos para el cine).Nadie ha dudado, a partir de entonces,en situarlo a la altura de Hammett yRaymond Chandler. Y es que, comoellos, McCoy supera las convenciones ylos límites académicos de la literaturapolicíaca para convertirse en cronista de

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la violencia, en testigo de la muerte, enimpotente y aterrado observador de lafragilidad de la condición humana. Eldestino del hombre es una cadena; sulibertad, un sueño; siempre hay alguienque se ocupa de que así sea.