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Los últimos Quijotes Son jóvenes, trabajan y viven de la tierra que heredaron de sus padres y abuelos, utilizan Facebook para atestiguar su presencia en el mundo y están sujetos a las normas y hora- rios que marca la naturaleza, en algunos casos obligados por la crisis. Ellos son la esperanza a la supervivencia de las pequeñas y despobladas aldeas de La Mancha, en las que la media de edad de sus habitantes ronda los 65 años Texto: Nieves Sánchez Fotografía: Pablo Lorente L a calle del Río está vacía, a excepción de dos mujeres charlando a la sombra de un árbol. Una sujeta bolsas de un ultramarino en la mano y la otra un trapo para limpiar los ba- rrotes de las ventanas. Interrumpen su conversación mañanera para contestar mi pregunta: “Los más jóve- nes de por aquí viven ahí a la vuelta de esa esquina. Es una casa grande, muy hermosa”, dice una de ellas con mirada perpleja. Parece que desconfía. En esa vivien- da, a escasos 200 metros de ellas, vive Loli Nieto que con sus 39 años es la vecina más joven de Los Quiles de Abajo, una aldea de apenas 120 habitantes pertene- ciente al municipio ciudadrealeño de Malagón, en la que la media de edad del resto de sus habitantes ronda los 60 años. Su vida es plena, feliz, en una pequeña burbuja en la que nació, en la que decidió quedarse y por la que día a día pelea para que no se rompa. “Qui- zás con la crisis lleguen familias jóvenes para quedarse ¿no?”, pregunta en voz alta. En su día a día conviven últimamente sentimientos de esperanza, impotencia, libertad, tranquilidad y miedo, sobretodo ante la decisión del Gobierno de Castilla-La Mancha de eliminar en el curso actual 64 escuelas rurales de la región con menos de diez alum- nos, entre ellas la de sus tres hijos. “Es un error por- que qué va a pasar con el mundo rural. Habrá familias que para que sus hijos no tengan que recorrer en un autobús 40 kilómetros diarios para estudiar se trasla- darán a la ciudad. Se va a dejar morir el campo. No se dan cuenta”, comenta desde el porche de una preciosa

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Reportaje sobre la vida de la gente joven en el medio rural manchego y cómo les afecta la crisis. Un homenaje de la periodista Nieves Sánchez (www.nievesanchez.com) y el fotógrafo Pablo Lorente (www.pablolorente.com) a las aldeas y a las personas que luchan a diario por mantener vivo el entorno del dependen.

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Los últimos QuijotesSon jóvenes, trabajan y viven de la tierra que heredaron de sus padres y abuelos, utilizan Facebook para atestiguar su presencia en el mundo y están sujetos a las normas y hora-

rios que marca la naturaleza, en algunos casos obligados por la crisis. Ellos son la esperanza a la supervivencia de las pequeñas y despobladas aldeas de La

Mancha, en las que la media de edad de sus habitantes ronda los 65 años

Texto: Nieves SánchezFotografía: Pablo Lorente

La calle del Río está vacía, a excepción de dos mujeres charlando a la sombra de un árbol. Una sujeta bolsas de un ultramarino en la mano y la otra un trapo para limpiar los ba-

rrotes de las ventanas. Interrumpen su conversación mañanera para contestar mi pregunta: “Los más jóve-nes de por aquí viven ahí a la vuelta de esa esquina. Es una casa grande, muy hermosa”, dice una de ellas con mirada perpleja. Parece que desconfía. En esa vivien-da, a escasos 200 metros de ellas, vive Loli Nieto que con sus 39 años es la vecina más joven de Los Quiles de Abajo, una aldea de apenas 120 habitantes pertene-ciente al municipio ciudadrealeño de Malagón, en la que la media de edad del resto de sus habitantes ronda

los 60 años. Su vida es plena, feliz, en una pequeña burbuja en la que nació, en la que decidió quedarse y por la que día a día pelea para que no se rompa. “Qui-zás con la crisis lleguen familias jóvenes para quedarse ¿no?”, pregunta en voz alta.

En su día a día conviven últimamente sentimientos de esperanza, impotencia, libertad, tranquilidad y miedo, sobretodo ante la decisión del Gobierno de Castilla-La Mancha de eliminar en el curso actual 64 escuelas rurales de la región con menos de diez alum-nos, entre ellas la de sus tres hijos. “Es un error por-que qué va a pasar con el mundo rural. Habrá familias que para que sus hijos no tengan que recorrer en un autobús 40 kilómetros diarios para estudiar se trasla-darán a la ciudad. Se va a dejar morir el campo. No se dan cuenta”, comenta desde el porche de una preciosa

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casa de piedra, rodeada de jardín y un pequeño huer-to. “Tengo miedo al futuro. Algún día mis vecinos ya no estarán y si no llega gente nueva mi vida tal y como la conozco y la he montado aquí para mí y los míos desaparecerá”, sostiene Loli.

¿Es loco el que se empecina o el que no lucha por mantener viva la llama de sus sueños? Alonso Qui-jano enloqueció de tanto leer novelas de caballería y creerse caballero andante. Abandonó sus quehaceres de hidalgo manchego para lanzarse a protagonizar la gesta más hermosa y alocada de la historia de la lite-ratura universal. Hoy ese loco tan cuerdo podría lla-marse Fran y dedicarse a la cría de las abejas de su abuelo, que se hubieran perdido de no ser por su em-peño; su fiel Sancho Panza podría ser Rubén y arar ca-lladamente las tierras que heredó de sus padres en un anejo en el que solo viven tres familias durante todo el año y Dulcinea bien podría ser vecina de Loli y tomar café juntas en el bar del pueblo mientras barruntan la mejor manera de hacer ver a los políticos que la edu-cación es básica para el desarrollo y mantenimiento del entorno rural.

Las tierras baldías de La Mancha por las que el caba-llero de la triste figura sembró su legado están salpi-cadas hoy por ínsulas alejadas del ruido, las prisas y la extravagancia de la modernidad; ocupadas por hom-bres y mujeres fuertes de espíritu y libres de ataduras materiales, sujetos a las normas y horarios de la na-turaleza y la tierra y, por narices, aliados de internet. Los descendientes de aquellos aldeanos coetáneos del que se hizo llamar Don Quijote de La Mancha, testi-gos de las andanzas de su vecino más excéntrico, utili-zan hoy la red de redes y los teléfonos móviles; bucean

en Facebook para atestiguar su presencia en el mundo, trabajan la tierra con las más avanzadas tecnologías apli-cadas al riego y la ganadería y, con su voluntad de perma-nencia, mantienen vivas las 66 aldeas de la provincia que recorrió en su rocín el en-clenque caballero. Alrededor del 1,3 por ciento de la población ciudadreale-ña – unas 6.810 personas - viven actualmente por naci-miento o decisión propia en estos anejos pertenecientes a 24 de los 102 municipios de la provincia. Pequeños pue-blos salpicados por un exten-

so territorio y amenazados por la media de edad de sus habitantes. Pese a que la crisis y la falta de re-cursos en las ciudades está motivando el retorno a la vida rural de muchas familias españolas, estas aldeas perecen a una velocidad mayor que la constatación de ese fenómeno. Los jóvenes que todavía quedan en es-tos pequeños gobiernos y que han tenido que regresar a ellos son su futuro, la esperanza al abandono de la tierra de sus padres y abuelos y el presente de estos pe-queños remansos de paz abocados a la desaparición. ¿Locos? No. Son los últimos quijotes.

UN REGRESO FORZADO“El retirar no es huir, ni el esperar es cordura, cuando el peligro sobrepuja a la esperanza” (Don Quijote de La Mancha. I parte, capítulo XXIII)Miguel y Adela abandonaron hace cuarenta años el lugar donde nacieron, una pequeña patria de apenas cuarenta habitantes, rodeada de monte y sembrados; dejaron de lado la seguridad de lo conocido para bus-car una oportunidad y un futuro en un Madrid in-menso y a primera vista hostil. Con una maleta llena de aspiraciones y el sueño de lograr una vida mejor se hicieron hueco en la ciudad que años después logra-ron conquistar. Sin embargo, su hija Susana tuvo que regresar hace cuatro años a la aldea de la que partie-ron sus padres. Su maleta regresó vacía de sueños y con la única esperanza de sobrevivir a una crisis que le ha arrebatado a ella y a su marido el negocio que levantaron juntos en Toledo.

Una barra de pan cuelga del tirador de la puerta de una casa de campo en mitad de un conjunto de una decena de viviendas llamado El Bonal, un anejo a

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escasos diez kilómetros de su ayuntamiento matriz, Porzuna. La pedanía está compuesta por casas salpi-cadas a ambos lados de una carretera, sin calles, en-tre montes y extensas laderas. Los juguetes salpican el suelo de piedra del jardín, coronado por un tobogán y una mesa vieja de granito. Susana López abre la puer-ta. Dentro, en un pequeño salón oscuro y estrecho, están sus tres hijos, de 11, 5 y 3 años, y sus padres, que han regresado de Madrid para pasar unos días con su hija en la aldea. Susana nos acompaña a la mesa del jardín con cuatro cigarros en su mano, sus aliados en una conversación que girará en torno a su vida y el por qué de su retorno a la aldea.

Recuerda como si fuera ayer el día que tomaron la decisión de regresar a la casa que sus padres mantienen en El Bonal. “Hace diez años monta-mos un bar en la Puebla de Montalbán (Toledo) pero la crisis pudo con él. – da una calada larga a su cigarro - Hace cuatro ve-ranos vinimos a la aldea para pasar las vacaciones y regresar en septiembre, pero avanzado el mes de agosto pensamos: ¿para qué vamos a volver si el paro se ha agotado y no tenemos para pagar el piso? Así que el 3 de septiembre estaba matriculando a mis hi-jos en un colegio de Porzuna”. Aunque el trabajo esca-sea – su marido lo hace por horas - y se reduce única y exclusivamente al campo, Susana y José Luis, de 41 años, son felices en un entorno en el que, tal y como asegura, no hay mucho gasto porque no hay nada qué hacer ni dónde gastar. “Se vive mejor aquí con menos que en la ciudad con más”.

Suena la melodía de ‘Nossa, nossa’ y Susana mira en su móvil quién la llama. Decide no contestar y la con-versación prosigue entre moscas cansinas de un día bochornoso de verano y las voces de los niños. “El campo te tiene que gustar, a mi siempre me ha encan-tado venir los fines de semana y en vacaciones. Me he adaptado bastante bien, teniendo en cuenta que yo no he tenido otro remedio. Aquí no pagamos casa ni luz ni agua, porque se encargan mis padres y el autobús recoge todos los días a los niños. Ellos sí que disfrutan de estar aquí y no encerrados en un piso en la ciudad”. Las palabras salen a borbotones de los labios de la joven madre, que enciende su segundo cigarrillo sin

quitar ojo a sus hijos y al perro, que acaba de ser presentado a la visita, un cachorro de boxer. “El mayor incon-veniente de la aldea es la movilidad, para todo dependes de un coche. Ahora que son peque-ños no se nota pero cuando quieran empe-zar a salir vendrán los problemas, porque yo no tengo carné y depen-do para todo de mi ma-rido. Nosotros tenemos

claro que queremos estar aquí, sí hay trabajo claro”. Termina su cigarro, tira la colilla humeante y la pisa. “Es un paso hacia adelante si no te importa vivir con menos comodidades, claro”, sentencia.

GUARDIANA DE LOS ANIMALES“Es bueno mandar aunque sea un hato de ganado” (II parte. Capítulo XLII) “La vida aquí es muy tranquila pero muy sacrificada. Yo vivo muy bien pero es cierto que no todo el mundo

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quiere esto”. Son palabras de Isabel Pérez García, de 54 años. Nació, se casó y se quedó a vivir en El Bonal, cerca de la casa de Susana, y allí han nacido sus tres hijos, en una vivienda que levantó junto a su marido hace 32 años cuando todavía las canalizaciones y la luz eran una utopía en la aldea. “Nos conocimos siendo unos críos y decidimos quedarnos aquí porque había trabajo y porque nos gusta; vivimos tranquilos. Somos autónomos y nos dedicamos a los animales, tenemos vacas y cabras. Es lo que siempre hemos trabajado”. No es muy alta, su cabello es color caoba y sus ojos, redondos y expresivos, se esconden detrás de unas ga-fas de pasta. Isabel se levanta a las 7.30 horas y hasta las ocho de la tarde su vida consiste en el cuidado de los animales: 120 vacas y 125 cabras. “Si tienes fiebre te las apañas porque los animales tienen sus necesida-des y hay que limpiarlos y darles de comer todos los días”. “Hay que quererlos como los queremos noso-tros para poder llevar esta vida. Pagamos 700 euros de cupón entre los dos todos los meses y hay meses que no me queda ese dinero. Mi hija me dice que no sabe cómo no me aburro. Ella decidió irse a estudiar, mientras el resto seguimos en la aldea. Y yo le digo pero cómo me voy a aburrir hija. Me encanta leer y aprovecho cuando salgo con la furgoneta a cuidar de las cabras mientras pastan para leer o coser”. Un libro sobre el cuidado de los animales y Las memorias de la Duquesa de Alba son sus compañeros de andan-zas. “Soy la guardiana de los animales (ríe). Mi marido trabaja para un almacén, yo tengo que cocinar para

todos, comprar en el pueblo de al lado y dar de alta a los becerros que nacen, además de sacar a las cabras. No paro. Además, ayudo a la gente mayor de aquí con las compras y las medicinas”.

La situación económica es cosa aparte. Los ojos de Isabel se tornan brillantes y llorosos cuando se refiere a las condiciones del campo. “La agricultura siempre ha sido dura pero ahora hay que sumar la sequía”, co-menta con voz temblorosa. “Es normal que los jóve-nes no quieran venir a vivir aquí. Nos cuesta 600 euros coger la aceituna y le saco la misma cantidad y el tra-bajo de tus hijos y tu tractor sale de tus costillas. No es rentable, pero hemos decidido vivir así y pelear por ello. Por narices seguimos adelante”.

La comodidad y las relaciones personales son para Isabel una gran ventaja de la vida en la aldea. “No hay maldad ni envidia como en las ciudades. No te mo-lesta nadie. Vamos a Porzuna a tomar unas cañas y no echamos de menos nada. Nos vamos de vacaciones cuando podemos y ya está. Lo peor es quien no tenga carné porque aquí se depende del coche para todo”. Por lo demás, sus hijos disfrutan de internet y de te-lefonía móvil, algo impensable para Isabel hace unos años. “La luz llegó cuando mi hija tenía un año, el 22 de octubre de hace 28 años. Nos apañábamos con el pozo y lavábamos a mano. El agua llegó a las casas cinco años después. Ahora, las nuevas tecnologías y las nuevas comodidades nos hacen más libres. Vivi-

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mos con menos prisas que en la ciudad pero es verdad que antes se vivía mucho mejor aquí, había más gente y más vida en la aldea. Eso duele”.

CON BASTÓN DE ALCALDESA “Los deseos se alimentan de esperanzas” (I parte. Ca-pitulo XIV)Trece kilómetros de carretera estrecha y con bastantes baches unen el municipio de Viso del Marqués con la pedanía de Villalba de Calatrava, una aldea de coloni-zación en secano construida hace 52 años. El pequeño pueblo sorprende, en medio de extensos campos de cereal, por su construcción exagonal que se asemeja desde el aire a una colmena. El Ayuntamiento de Viso, al que pertenece, trabaja ya para conseguir que la al-dea sea patrimonio nacional por su particular estruc-tura, un recurso que podría suponer un revulsivo para un municipio que ha perdido prácticamente toda su población fija.

Encontramos en este pequeño pueblo blanco a Trini y Gema Abraham Verdejo, de 32 y 30 años, nietas de primitivos colonos a los que durante la dictadura se les cedió una vivienda y una parcela de tierra en la finca La Encomienda de Mudela, donde se asenta-ron núcleos de población como Villalba. Nos reciben en la casa donde viven durante todo el año con sus padres. Son las vecinas más jóvenes del anejo, tras la marcha de sus tres hermanos a Santa Cruz de Mudela y Guadalajara. La mayor se convertió en la primera alcaldesa de Villalba en mayo de este año, cuando su partido Ciudadanos por el Viso, escisión del PP, tomó las riendas del anejo en una legislatura compartida. “Mi padre ha sido alcalde pedáneo durante 12 años y yo quiero seguir luchando por las necesidades que tenemos y las que pueden venir. Mi objetivo es lograr que se asiente más gente en la aldea y crezca para po-der seguir viviendo aquí”, explica mientras paseamos por el pequeño pueblecito.

Encontramos un colegio a medio construir, deterio-rado por el paso del tiempo, con pintadas, entre ellas un grafiti: ‘I love Villalba’ y escombros en sus aulas sin vida. “Hace unos años empezaron a levantar una es-cuela taller para jóvenes de aquí y alrededor y mira en lo que ha quedado, si la hubieran terminado Villalba sería otra cosa”, declara Gema mirando con nostalgia las canastas de baloncesto rotas y casi fantasmales.

En la aldea viven permanentemente cuatro familias. De las 50 ó 60 con sus respectivos hijos que vivían hace treinta años solo quedan casas vacías y fachadas de cal picadas por el olvido. “Es lo que más pena me da, ver

cómo están abandonando las casas. Hay gente que se fue a Madrid o Ciudad Real y vuelve en verano pero muchas están para tirarlas y volverlas a levantar”, dice Trini. Caminamos por las calles desiertas. La alcaldesa se detiene frente a la parroquia. “Yo quiero cambiar las cosas, con la declaración de patrimonio intentaré que los dueños rehabiliten sus viviendas”. Uno de los handicap de Villalba para su desarrollo, como el de otros pueblos de colonización de la provincia man-chega, es que no pueden construir más de lo que ya está hecho, por lo que su expansión se circunscribe a la arquitectura y el número de casas actuales. Continuamos por calles todavía sin urbanizar, imagen que se repite en la mayoría de las pedanías, que re-ciben anualmente de la Diputación un montante de 6.000 euros para este tipo de arreglos y necesidades, “insuficientes”, según los alcaldes, para anejos que en algunos casos se están cayendo por falta de inversión en sus infraestructuras y de dotación para el arreglo de cuestiones básicas como la mejora de canales y ca-rreteras de acceso.

“Nosotras sabemos que el día que nos vayamos de la aldea desaparecerá porque la gente mayor no esta-rá siempre y no hay trabajo para los jóvenes. Nos da mucha pena y por eso seguimos aquí. Hemos trabaja-do en Santa Cruz y estudiado en Viso y nosotros no cambiamos esto por nada”, argumenta Gema. Añade: “Nos gusta la tranquilidad, la vida aquí es sosegada y cuando queremos actividad nos vamos a Valdepeñas o a Viso con nuestros amigos”. Lo negativo para las hermanas son los momentos de soledad, que suplen navegando en internet. “Yo he creado el Facebook de Villalba de Calatrava y he en-contrado a 80 personas que emigraron del pueblo y están repartidas por España. No estamos desconecta-das del mundo. La vida en la aldea no significa desco-nexión, es un modo de vida… una actitud”, defiende Gema.

APICULTURA Y CLASES DE INGLÉS“Cada uno es artífice de su ventura” (II parte. Capítulo LXV)Son las siete de la mañana. El sol empieza a vestir de verde los campos de vides y a dorar la cebada. Francis-co Luis de Pradas, Fran, ya está en la puerta de su casa de Bazán, otra de las aldeas de colonización de Viso del Marqués. Nos da los buenos días, sube a su todote-rreno y nos conduce hacia las colmenas de abejas que heredó de su abuelo. El viaje dura media hora por una carretera estrecha y de bastantes curvas. El objetivo es continuar la castración del pequeño enjambre que Fran tiene en propiedad y de las que obtiene miel para

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consumo propio y obsequiar a familiares y amigos. “Esto no es un negocio para mí y yo no soy exper-to pero me entretiene y me gusta y sobretodo lo hice porque no se perdiera la afición que tanto quería mi abuelo”, dice mientras se pone el mono de protección para sacar los paneles de las colmenas.

El trabajo de Fran, un hombre de 37 años, fuerte y tímido, es la agricultura, ocupación que comparte con el resto de vecinos de Bazán, donde él y su mujer, Maribel Núñez Saavedra, una maestra de Inglés de 36 años, son el matrimonio más joven de la aldea. Ella, embarazada de una niña a la que llamarán Jimena, se acomoda en el sofá de su salón, en una vivienda de dos plantas con patio de labranza. “Esta casa con tantos metros sería impensable en una ciudad. Fran la heredó de sus padres y puesto que él tiene aquí sus tierras y teníamos casa decidimos quedarnos a vivir en Bazán”, explica.

Maribel es alta, con cabello negro y piel blanca. Es re-suelta al hablar y echada para adelante. “Tú pregunta lo que quieras, no suelo tener muchas conversaciones con gente joven aquí” (ríe). Ella desciende de Santa Cruz de Mudela, donde conoció a Fran cuando tenía 18 años en las fiestas del pueblo. “Desde entonces no nos hemos separado, luego yo me fui a Ciudad Real a estudiar magisterio por la rama de inglés, nos casa-mos y sus padres nos dieron esta casa para vivir y aquí nos hemos quedado. A mi me gusta esto”, argumenta

con una tablet en la mano, donde lee diariamente las noticias, escribe emails a sus amigos y familiares y se mueve por las redes sociales. “La gente está equivoca-da con las aldeas, no estamos tan aislados. Podemos utilizar internet y eso nos iguala con el resto de gente de las ciudades. La verdad es que yo solo veo ventajas hoy que todo gracias a internet está al alcance de las manos”.

Aunque nunca ha ejercido su profesión en colegio al-guno, Maribel suele dar clases particulares de inglés a los niños de los pueblos de alrededor, actividad que la mantiene ocupada y en activo. “Aquí una persona joven tiene muy poco qué hacer, mis vecinos son ma-yores y aunque les ayudo en muchas cosas echo de menos gente joven, además yo no conduzco y eso se nota. Es una asignatura pendiente porque por ejemplo cuando empieza la campaña del cereal Fran está todo el día con la cosechadora y yo no me puedo mover de Bazán”.

UNA DULCINEA CON ASPIRACIONES“La pluma es la lengua del alma” (II parte. Capítulo XVI)En la pared de su salón cuelga un puzzle de 4.000 pie-zas. “Es una afición que engancha mucho, aunque los ojos se te ponen rojos”, apunta Esperanza Hernández mirando el cuadro que cuelga en una de las paredes del salón de su casa en El Charco del Tamujo, una al-dea de Fuente el Fresno, de apenas 20 habitantes. Ella tiene 45 años y vive junto a su marido y sus dos hijas de 15 y 12 años en la primera casa que se encuentra a la entrada del anejo desde su municipio matriz. Es una vivienda de una planta, grande, de decoración sencilla y muy personal, de hecho ese puzzle no es el único que cuelga de las paredes. Forman uno de los dos matrimonios más jóvenes que viven hoy en día en la pedanía, donde la media de edad del resto de habi-tantes ronda los 70 años.

Iniciamos la conversación en la salita de su casa, en compañía de Silvestra Cobisa, la madre de Esperanza. Alrededor de una mesa redonda con faldas, tapete y cristal, transcurre hora y media de preguntas. Sale a relucir la consabida tranquilidad de un pueblo aislado del ruido y los horarios, las dificultades de la comu-nicación y las peticiones, que son muchas, para alcal-des que en algunos de los casos son regidores de hasta trece municipios. Quizás cuando lean este reportaje Esperanza haya cumplido uno de sus sueños: salir de la aldea y vivir en un pueblo donde no tenga que con-ducir 80 kilómetros para ir a conferencias, museos o al cine; participar en asociaciones y asistir a clases de

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poesía, su oculta pasión. Es más, puede que ya posea un blog en internet donde colgar sus creaciones poé-ticas.

“No me quejo de esto y me gusta mucho la vida aquí, pero echo de menos muchos servicios a los que no tengo acceso. La vida de una mujer en el entorno rural si no tiene coche es muy limitada tanto para nuestro desarrollo personal como profesional”. Esperanza es menuda y de sonrisa fácil; sus ojos se achinan cuando lo hace. “Añoro estar con más gente y hacer activida-des. Los mayores como mi madre no entienden por qué me quiero ir y me dice que por qué con mi edad me voy a mover de aquí. Pero es que esta no es la vida que llevó ella. Antes una mujer se limitaba a hacer co-sas de casa y a trabajar en la huerta con el marido, pero ahora las n e c e s i d a d e s son distintas como distintas son las aspira-ciones de una mujer. Cuando mis hijas se van a estudiar por la mañana y mi marido al cam-po yo me quedo sola todo el día, sin mayor oficio que la casa”.

Pese a tener cla-ro que el desti-no la trasladará a otros lugares, seguramente cuando su hija mayor termine los estudios de Secundaria, Esperanza es una luchadora de los derechos de las aldeas, una ‘activista rural’. “Cuando algo está mal, como pasó con el semá-foro que hay enfrente de mi casa, no paro hasta que consigo enmendarlo. He mandado escritos a la Dipu-tación y al Ayuntamiento a pares. Ahora en El Charco se puede vivir pero hace unos años esto era inviable, sin internet ni televisión ni casi lo básico”.

Como la mayoría de las aldeas de menos de 100 ha-bitantes de Ciudad Real, El Charco no tiene calles, ni plaza. Es un conjunto de casas salpicadas alrededor de una carretera que, generalmente une el pequeño anejo con su localidad matriz. Estrechas y generalmente in-transitables vías llenas de socavones y firmes irregula-res que los aldeanos atraviesan diariamente para reali-zar sus compras, ir al médico o acudir a una farmacia.

A Esperanza no le sorprende que, tal y como pasara hace años con dos de sus hermanas que viven en Ma-drid, la gente joven se vaya de las aldeas. “Nos senti-mos ciudadanos de segunda y hasta de tercera. Hay que pelear mucho para que nos hagan caso porque si ya es complicado para un ayuntamiento pequeño sa-car recursos para un pueblo, pues imagínate para tres o cinco aldeas más”.

Y es que a las necesidades de estos pequeños núcleos, que van desde infraestructuras hasta la urbanización de sus calles y el arreglo de cuestiones básicas como canalizaciones y alumbrado, pasando por las malas comunicaciones, a través de carreteras angostas y par-cheadas que distan de sus ayuntamientos hasta cien kilómetros en algún caso, se suma lo que puede cons-

tituir el mayor peligro para su supervivencia: la edad de sus moradores.

Loli recuer-da que hace treinta años en Los Quiles de Abajo ella ju-gaba con mu-chos niños de su edad por las calles y hoy el 80% de sus ha-bitantes supe-ra los 60 años.

Isabel, la única mujer que conduce en El Bonal, se encarga de ayudar en la compra de víveres y medicinas del resto de habi-tantes, que ya superan los 70 años.

Los hijos de Susana tienen que ir a Porzuna para po-der jugar con otros niños; mientras que Esperanza, a sus 45 años es la vecina más joven de El Charco. Ru-bén y Oscar Palomares Sánchez, de 24 y 30 años, de-cidieron no estudiar y trabajar en la agricultura en la aldea de sus padres, El Citolero, el anejo que su padre repudiaba cuando era joven.

“Cuando me fui a la mili en el año 75 yo decía que era de Ciudad Real porque decir que eras de una aldea era una deshonra y hoy esa aldea a la que yo renunciaba es el hogar y el pan de mis hijos”, explica Jesús Palo-mares, de 58 años. “La vida cambia, tanto que ahora son ellos la única esperanza de estos lugares”.

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Un reportaje de la periodista Nieves Sánchez (www.nievesanchez.com) y el fotógrafo Pablo

Lorente (www.pablolorente.com) sobra la vida en el medio rural. Un homenaje a las personas que luchan a diario por mantener el entorno del que dependen y

en el que han crecido.