los pajaros tambien cantan en el infierno horace greasley

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Jim Greasley es un joven soldadobritánico confinado en un campo deprisioneros de los alemanes enSilesia, durante la Segunda GuerraMundial. Jim está decidido asobrevivir a las crueldades y a ladegradación a la que le someten suscaptores. Pero además se haenamorado.

Su obsesión por Rosa, una jovenintérprete que trabaja en el campo,hará que ponga en riesgo su vidauna y otra vez. Una obsesión sólocomparable con su empeño de

luchar precisamente contra la patriade la mujer a la que ama y, al mismotiempo, salvar a sus compañeros dedesgracia.

Los pájaros también cantan en elinfierno es una historia real, relatadacomo la más apasionante de lasnovelas. Una historia sobre el bien yel mal, sobre el deseo y laesperanza, sobre el heroísmo y elpoder del amor.

Horace Greasley

Los pájarostambién cantan

en el infierno

ePub r1.1

P3lµdµ5 04.07.13

Título original: Do the birds still sing inhell?Horace Greasley, 2008Traducción: Eduardo Iriarte Goñi

Editor digital: P3lµdµ5ePub base r1.0

AgradecimientosPara todos los muchachos que nolograron salir con vida, y sobre todopara Jock, por sus habilidades culinariascon lo poquito de más que podía yoaportar a la cazuela. Y para Rose, porhacer que mi vida como prisionero fueraun poco más soportable. Pero sobre todopara mi mujer, Brenda, que me animó enla escritura de este libro. Por loscuidados y atenciones incondicionalesque me ha dispensado a lo largo denuestro matrimonio y sobre todo en losúltimos ocho años, cuando me ha falladola salud. Sin ella no seguiría aquí ahora

para contar esta historia.Brenda, este libro es para ti.

Agradecimientoespecial

Gracias a Ken Scott, sin cuya ayuda estelibro no se habría escrito, y a su mujerHayley, su hija Emily y su hijo Callum.Les agradezco su interés tan entusiasta;ahora se cuentan entre nuestros amigosmás íntimos. Sin olvidar al maravillosoequipo editorial de Libros Internationaly a mi editora Maureen Moss.

Para Brenda

PREFACIOEn la primavera de 2008 accedí aregañadientes a reunirme con un ancianocaballero. Tenía ochenta y nueve años.Yo intentaba desesperadamente acabarmi tercer libro y tenía otros dosproyectos en marcha. Me informaron deque un ex prisionero de guerra queríaescribir sus memorias de la SegundaGuerra Mundial. «Oh, no —le dije a mimujer—, otra historia de guerra, no».

Fue un hombre llamado FillyBullock quien nos presentó en Alfaz delPi, un pueblo de la Costa Blancaespañola, un día de marzo insólitamente

caluroso. Filly me había advertido queestaba a punto de toparme con la mejorhistoria jamás contada sobre la SegundaGuerra Mundial.

Yo aposté para mis adentros hasta elúltimo dólar a que no sería así. Ésteveterano no sabe lo ocupado que estoy,pensé, y de todas maneras tiene ochentay nueve años. ¿Por qué demonios haesperado hasta ahora para plantearseescribir este libro?

Me senté en la cuidada sala de estarde Horace Greasley mientras su mujer,Brenda, traía el café. Hablaré con éldiez minutos, decidí, y lo rechazaré condelicadeza. Además, ¿qué hacía yo allí?

Soy un autor de ficción. Habíachapoteado en las memorias de unparlamentario no muy famoso ni muyinteresante, desde luego, pero el libro nollegó a publicarse. No tenía experienciade ninguna clase en la escritura de estaclase de libros a título de negro. Nosabía nada al respecto, ni siquierasabría por dónde empezar.

Estuve con Horace más de dos horasmientras me relataba su historiaresumida, tomando primero varias tazasde café para luego pasarme a la cerveza.(Horace prefería la ginebra). Permanecíboquiabierto mientras el viejo soldadome narraba las dramáticas

circunstancias de su desafortunadacaptura, los horrores de una marcha letaly un viaje en tren en el que caíanmuertos cada pocas horas prisionerosaliados. La historia no había hecho másque empezar.

Escuché hablar a Horace JimGreasley.

Horace relató cómo estuvo a puntode morir en el primer campo y luego mecontó su primer encuentro con Rose enel segundo campo. Hubo una atracciónmutua instantánea entre la jovenintérprete alemana y el prisionerodemacrado. En cuestión de días estaríanmanteniendo relaciones sexuales en un

mugriento banco en los talleres deperforación, delante de las narices delos guardias alemanes. No fue amor aprimera vista; para eso hizo falta buenaparte de un año. De hecho, en elmomento exacto en que descubrió lomucho que le importaba Rose y cuántola quería, los alemanes lo transfirieron aotro campo.

Quedó desolado. Fue entoncescuanto Horace me dijo que lo mejor nohabía hecho más que empezar. Me relatóentre suaves susurros durante casi unahora sus días en el tercer campo deFreiwaldau en la Silesia polaca.

Yo guardé silencio. El libro ya

empezaba a tomar forma en mi cabezamientras luchaba con desesperación porsofocar la necesidad de sacar elbolígrafo y ponerme a garabatear allímismo. ¿Por qué esperar casi setentaaños para escribir el libro? ¿Por quéyo? ¿Cómo se encontraba de salud?Escribir un libro puede llevar un año.¿Podrá aguantarlo?

No formulé esas preguntas porque noquería oír ninguna respuesta que no megustara. Accedí a intentarlo. Durantecinco meses escuché a Horace narrar lamejor historia sobre fugas jamáscontada. Pensé en mi juventud, en lasgrandes historias sobre Colditz y,

naturalmente, en La gran evasión, conSteve McQueen. El relato de HoraceGreasley en los campos de prisionerosde guerra deja esas historias a la alturadel barro.

Lo que hace de este libro un relatomás asombroso todavía es que hasta elúltimo detalle es cierto. Intenté exagerara veces tomándome ciertas licenciaspoéticas. Horace no lo permitió; enrealidad, no era necesario. Las palabrasde este libro no son las de Ken Scott,negro, sino las palabras de HoraceGreasley, ex prisionero de guerra.Ahora no puede escribir a mano ni amáquina debido a una grave artritis. No

es mío el mérito de este libro; me helimitado a hacer las veces de sus dedos.

La memoria a largo plazo y laatención al detalle de Horace sonadmirables. A veces revivir labrutalidad sufrida a manos de suscaptores alemanes lo llevaba a laslágrimas. Yo seguía su ejemplo: es unade mis debilidades. En mi caso, laslágrimas son contagiosas.

Me gustaría creer que este libro haayudado en cierta manera a restañar loshorrores que Horace sufrió durante laguerra. En más de una ocasión me hadicho que este libro es para suscompañeros de cautiverio, los hombres

que sufrieron a manos de suscongéneres.

La experiencia de escribir este libroha enriquecido mi vida. Conocer a unhombre como Horace y oír lo que sufrióha sido una cura de humildad. Dudo quemi generación hubiera podido apechugarcon las experiencias que afrontaronestos hombres. Les conté algunas de sushistorias a mis hijos, Callum, de nueveaños, y Emily, de doce. Quedaronfascinados y escucharon, a veces conincredulidad, mientras les hablaba delsufrimiento de los prisioneros y de losactos brutales y despiadados cometidospor la humanidad. Creo que es

importante que no olvidemos nunca elsufrimiento que padece un individuocomún y corriente durante la guerra yrecordemos que Horace fue uno de losafortunados que regresaron a casa.

Tenemos que seguir enseñando anuestros hijos la inutilidad de la guerra ylos horrores que conlleva. A lospolíticos que las instigan tiene queremorderles la conciencia. Ellos nosufren nunca; sólo padecen los jóvenesde su país y de los países contra los queluchan.

Mis hijos han conocido a Horace.Alternamos con él y con su esposaBrenda. Me considero afortunado de

haber conocido a un hombre comoHorace Greasley y considero un granhonor que me abordara para escribireste libro.

Sólo espero haberle hecho justicia.

KEN SCOTT

Éste libro está basado en unahistoria real y en información

recabada de testigos presenciales alo largo de más de cien horas de

entrevistas. Es una historia sobre elsufrimiento, el genocidio y la

esclavitud. Es una historia sobre laaudacia de un hombre frente a la

adversidad.

PRÓLOGOEra principios de febrero de 1945; laguerra prácticamente había terminado.El Ejército Rojo ya había liberadoAuschwitz y otros campos de exterminioy las espeluznantes historias sobre loque encontraron se habían dado aconocer a un mundo asombrado. Y enBelsen, las noticias asqueaban a la gentecivilizada al ser retransmitidas por todoel mundo imágenes de hombres, mujeresy niños muertos y aquejados deinanición. Ni siquiera el conjunto de lanación civil alemana podía, o tal vezquería, creer lo que veían y oían. En

Belsen los libertadores británicosencontraron más de treinta milprisioneros muertos o agonizantes. Lasfiguras esqueléticas que habíansobrevivido a las cámaras de gasmiraban a los objetivos sin apenasenergía para mantenerse en pie oentender que los habían liberado y quesu sufrimiento físico había tocado a sufin. Algunos reclusos hablaban de lasincreíbles condiciones a las que sehabían visto sometidos, de las torturas ybrutalidades sufridas a manos de suscarceleros, y un hombre miraba al sueloavergonzado mientras explicaba quecompatriotas suyos habían recurrido al

canibalismo simplemente para llegar aldía siguiente.

El equipo de cámara se centraba enun nauseabundo montón de cadáveresdesnudos de mujeres localizado en elextremo más alejado del campo.Muchachas, madres y abuelas: no habíantenido piedad con nadie. El montón decarne en estado de descomposiciónalcanzaba setenta y cinco metros delargo, diez de ancho y más de cuatro dealtura como promedio. Las imágenes seproyectaron en pantallas de cine de todoel mundo. Cuando el comandante en jefede las fuerzas aliadas, el general DwightEisenhower, encontró a las víctimas de

los campos de exterminio, ordenó que setomaran tantas fotografías como fueraposible, y que los alemanes de lospueblos circundantes pasaran a ver loscampos e incluso fueran obligados aenterrar a los muertos. «Que quedeconstancia de todo —dijo—, que sefilmen películas, que se tomentestimonios, porque en el transcurso dela historia, dentro de unos años, algúnmalnacido se plantará y dirá que nada deesto ocurrió». Sus palabras fueronproféticas.

Dos soldados rusos de la 332División de Fusileros se encontraban enun campo provisional a quince

kilómetros de Poznan, en la fronteraalemana con Polonia, en una zonaconocida como Silesia. Sus camaradashabían entrado en Austria unas semanasantes y también habían tomado Danzig.Las fuerzas británicas y americanashabían cruzado el Rin en Oppenheim.Era evidente que Alemania estabasiendo atacada desde todos los flancos.

El más joven de los dos soldados sellamaba Iván. Con sólo diecinueve años,se había visto arrastrado a la guerra alser reclutado a los dieciséis y ya sehabía curtido en batalla hasta extremosinimaginables. Aun así, hasta él se habíahorrorizado al oír algunos de los relatos

filtrados por los aliados a cargo delrescate y, aunque tenía ganas departicipar en la liberación de loscampos a los que había sido destinado,no sabía a ciencia cierta con qué nuevoshorrores se encontraría.

Padecía una fobia, algo que loconmocionaba más que cualquier otracosa. ¿Qué transmitía el cadáver de unniño? Cabría pensar que ya estaríaacostumbrado a esas alturas. Recordabacon toda claridad el primer niño muertoque había visto mientras su divisiónluchaba en la defensa de Stalingrado.¿Por qué?, se había preguntado entonces.El niño, que no debía de tener más de

cuatro años, permaneció aferrado alcadáver de su madre hasta quesencillamente se congeló, muriendo acausa del gélido clima invernal. Elcráneo de su madre había quedadodestrozado por un trozo de metralla demortero alemán cuando intentaba, a ladesesperada, buscar refugio en lasprofundidades de la ciudad. Murió alinstante.

El pobre niño nunca sabría lo queera coger un libro y leer, nunca recibiríael primer beso de amor de una chica,nunca conocería la alegría de ser padre.

Su camarada, que se apercibió de sumiedo, intentaba convencerlo de que era

la culminación de todo aquello por loque habían luchado.

—Camarada, nos consideraránhéroes. Vamos allí a liberar a nuestrosaliados, que han pasado años en manosde los nazis. Los pobres prisioneros hansufrido un trato brutal durante cincoaños. Haremos pasar a esos perrosalemanes por un infierno que nuncaolvidarán.

Iván miró las llamas de la hoguera.Debería haber notado calor, pero loúnico que alcanzaba a sentir era unentumecimiento que afectaba tanto a sucuerpo como a su mente.

—¿Veremos cadáveres de niños,

Sergéi?El soldado, algo mayor, se encogió

de hombros.—Es posible, camarada. Tal vez

incluso cosas peores.—No hay nada peor, Sergéi. —Iván

sacudió la cabeza y apuró la taza de téque habían preparado poco antes.Incluso en primavera en esa zona dePolonia hacía un frío de muerte cuandose ponía el sol.

—Los nazis son capaces decualquier cosa, camarada. Arrasaronhasta los cimientos un pueblo francés.Acorralaron y fusilaron a todos loshombres y muchachos y luego reunieron

a todas las mujeres y niños en la iglesiadel pueblo.

Iván sintió deseos de taparse losoídos; no quería oír el resto de lahistoria.

—No, Sergéi… no.—Prendieron fuego a la iglesia,

quemaron vivos a las mujeres y losniños. Los gritos de los pobres críos seoían a varios kilómetros a la redonda.

Iván se enjugó una lágrima del ojo.Su camarada lo cogió por la manga de lacasaca de aquel uniforme que tan mal lesentaba.

—Tenemos que vengar a esasmujeres y niños, camarada. Debemos

cumplir con nuestro deber, hemos devengar las muertes en Jarkov, Kiev ySebastopol y tenemos que recordar atodos los hombres, mujeres y niñosrusos masacrados a manos de la escoriaalemana, asesinados en inmensasfábricas de muerte. En Stalingradocortaron las líneas de abastecimiento,mataron de hambre deliberadamente anuestro pueblo porque no podíanvencernos por otros medios. Devoramosperros y gatos e incluso ratas, noscomíamos la cola con que seencuadernaban los libros y el cueroindustrial. Se rumorea que en ciertoslugares nuestros compatriotas comieron

la carne de nuestros hermanos yhermanas.

Guardaron silencio durante unosminutos mientras Iván asimilaba lamagnitud de lo que había dicho Sergéi.

—¿De verdad son tan inhumanos,camarada Sergéi?

El soldado más veterano lanzó unsuspiro y asintió.

—Lo son, camarada, lo son.—Pero huirán, Sergéi, ¿no crees?

Saben que nos acercamos. Seguro quehuirán, ¿verdad? Sergéi sonrió.

—Huirán, camarada, pero nosotrosseremos más rápidos y más duros ytendremos más resistencia. Les daremos

caza como a ratas y nos lo pasaremos engrande con ellos.

Sergéi tendió la mano de pronto, lahundió sin miramientos entre las piernasde su camarada y le agarró los testículoscon la fuerza de una prensa.

—Para mañana por la noche habrásvaciado toda la leche que llevasacumulada ahí dentro, camarada. Eso telo garantizo.

Iván forcejeó con el firme puño desu amigo. Tenía lágrimas en los ojos yuna expresión de perplejidad en elrostro.

—Nos follaremos a sus frauleinsante la mirada de sus padres y hermanos

—prosiguió Sergéi—, y luego losmataremos uno a uno. Así que más lesvale huir, camarada; más les vale huircomo el viento, huir hacia los brazos deesos americanos tan buenos. —Volvió asuspirar—. Pero esos americanos no hanpasado por lo que hemos pasadonosotros, camarada, esos yanquisentraron en la guerra muy tarde.

El joven soldado miró a sucamarada, su mentor, el hombre quehabía cuidado de él como un padredesde que se cruzaron sus caminos hacíauna eternidad, o al menos así se loparecía. Miró al hombre que le habíasalvado la vida en el campo de batalla

en más de una ocasión. Miró al hombrea quien quería y respetaba como a supadre y ahora defendía uncomportamiento no muy diferente del delos sucios alemanes, los nazis.

El joven Iván se sintió confuso. Lahoguera que tenían delante crepitaba.Los rescoldos se estaban apagando peroaún refulgían. Iván alargó la mano haciael montón de leños y echó dos biengrandes al centro del fuego. Éste parecióapagarse por un momento, pero Iván ySergéi observaron que poco a poco unasuave llama empezaba a lamer la parteinferior de la leña que acababa dearrojar. El calor aumentó de inmediato,

pero Iván no sintió nada.—Dime, Sergéi…—¿Sí?—En esos campos de exterminio…

¿Siguen cantando los pájaros en esoslugares tan terribles?

Sergéi frunció el entrecejo, sin saberqué responder.

—Los pájaros, Sergéi… —añadióIván—. Seguro que lo han visto todo,¿no? ¿Siguen cantando?

Sergéi suspiró.—Te estás volviendo blando como

los americanos, camarada. Antes de quete des cuenta empezarás a escribirpoemas.

—Despertaré mañana a primera horay si los pájaros siguen cantando todo irábien. Los pájaros, Sergéi… Ellos nos lodirán.

—¡Silencio! —gritó alguien unosmetros más allá—. A ver si nos dejáisdormir de una puta vez antes de queamanezca; tenemos que reservar nuestrasenergías para esas zorras alemanas.

Sergéi sonrió. Sus dientes brillaron,a la pálida luz de la luna, e Iván sepreguntó cómo se las habría arregladopara conservarlos en semejantescondiciones pese a su dieta y su escasaingestión de vitaminas a lo largo de losúltimos años. Qué demonios, hubo

momentos en que estuvieron bajobombardeos alemanes sin un mendrugoque llevarse a la boca durante días.

—Lo cierto, camarada, es que eso eslo que se espera de ti. Mañana tienesque cumplir con tu deber. Hemos deborrar a los nazis de la faz de la tierra yseguir avanzando hasta llegar a Berlín.

—Sí, los nazis, Sergéi, estoy deacuerdo, pero todos los alemanes nopueden ser monstruos. Nuestroscamaradas se comportan ahora comoanimales; se vuelven contra campesinos,ancianos y mujeres indefensos.

—Venganza, camarada. ¿Quiénpuede echárselo en cara? ¿Quién puede

echárnoslo en cara? Los civilesalemanes, esos ancianos y mujeres, sequedaron de brazos cruzados y dejaronque ocurriera. El pueblo ruso se alzó enarmas cuando cundió el descontento connuestros líderes, ¿por qué no hicieron lomismo los alemanes?

Iván ya había oído suficiente. Teníala sensación de que esa noche nodormiría bien. Se tapó la cabeza con elsaco de dormir y se acurrucó un pocomás cerca del fuego. Estaba agotado trasla larga marcha, y empezaba a conciliarel sueño cuando Sergéi se le acercó y lesusurró al oído.

—Mañana, camarada, y durante

muchos días y semanas, enseñaremos ala nación alemana, al soldado tantocomo al hombre, la mujer y el niño de lacalle, lo que es el mal. Los alemanesdesearán no haber nacido.

1Joseph Horace Greasley había vivido agusto en la pequeña parcela de suspadres desde que alcanzaba a recordar.Había disfrutado con las tareas deordeñar la media docena de vacas,cuidar de las gallinas y dar de comer alos cerdos, y sobre todo había disfrutadocuidando de los ponis galeses de supadre.

Aunque los elegantes animales eranmucho más altos que él cuando de niñoreponía los depósitos de sal en losestablos, les echaba heno y los limpiabacasi a diario, nunca le dieron miedo.

Ellos, a su vez, parecían más quecontentos de tener al niño pasando elrato entre sus patas, de que losalimentara a diario y llenase losabrevaderos. A Joseph Horace Greasleysiempre se le había conocido comoHorace; su madre se había asegurado deello desde pequeño. No iba a permitirque la gente lo llamara Joe como a supadre. No le cabía en la cabeza quealguien quisiera utilizar diminutivos.

A Horace le gustaba la agotadoralabor de roturar y sembrar los campos ymantener la pequeña propiedad enfuncionamiento para que la familiaentera pudiese cosechar los frutos de las

más de diez hectáreas que les habíadejado su abuelo muchos años atrás. Sudomicilio estaba en el 101, al final deuna hilera de casas de mineros enPretoria Road, Ibstock.

Horace, su hermano gemelo Harold,su hermana mayor Daisy, su hermanapequeña Sybil y el pequeño Derick eranmás afortunados que la mayoría de lasfamilias de la época, poco antes de laSegunda Guerra Mundial. Aunque aúnno había entrado en vigor elracionamiento, corrían tiempos duros ysi bien el padre de Horace trabajaba ajornada completa en la mina local, nosobraba el dinero, por no decir otra

cosa. Daba igual. Horace y su padre seencargarían de que no le faltara de nadaa la familia.

Joseph Greasley, el padre, eraminero, un trabajador abnegado que selevantaba a las tres y media de lamadrugada para ordeñar las vacas antesde hacer un turno de diez horas en lacercana mina de carbón de Bagworth.Cuando se iba a trabajar pocas horasdespués despertaba al joven Horace,que, aunque cansado a más no poder ymedio dormido, retomaba las labores desu padre donde éste las había dejado.Los animales confiaban en él; y él enellos. Era quien por lo general se

encargaba de su alimentación, quienlimpiaba sus lechos y les curaba lasheridas, y parecían percibirlo. Eran susanimales; se consideraba el chico másafortunado de la escuela. Incluidas lasgallinas y los ponis, tenía casi cincuentamascotas. Los cerdos eran suspreferidos, tan feos, tan sucios. La vidales había dado malas cartas, pero aunasí, o quizá por eso mismo, eran suspreferidos, de eso no tenía la menorduda.

En cierta ocasión, John Forster, quevivía en el número 49 de la misma calle,había alardeado en clase de que teníasiete mascotas: tres peces de colores, un

perro, dos gatos y un ratón. ¡Bah!Horace lo puso en su lugar cuandoempezó a recitar los nombres de losponis galeses, las vacas, los cerdos eincluso las gallinas (veintidós, según elúltimo recuento, y todas tenían nombre).

Claro que no se trataba de mascotas,o al menos no del todo, y eso Horace losabía muy bien.

Cada mes de noviembre traíaconsigo una tristeza que el joven Horacehabía llegado a aceptar, cuando su padremataba un cerdo para complementar ladieta familiar. La carne les duraba hastalas navidades, y a veces más. Horace loentendía, al menos cuando se chupaba

los dedos con el habitual bocadillo debeicon el fin de semana o con un buenjamón asado algún domingo, con suguarnición de patatas y a menudo un parde huevos recogidos esa misma mañana.

Era la cadena alimenticia, la ley dela jungla, la supervivencia del más apto.El hombre necesitaba carne ycasualmente la familia Greasleydisponía de ella en abundancia. Horacepasaba horas tras la matanza (no porgusto, sino porque de algún modo era loque se esperaba de él) restregando lacarne con sal para curarla. Una hora trasotra su padre entraba en la trascocinadonde el joven Horace se afanaba en

salar el cadáver de su amigo muerto. Supadre miraba la pieza, hurgaba en lacarne, de vez en cuando cortaba unaloncha y tras probarla anunciaba: «¡Mással!».

Para entonces Horace tenía losdedos enrojecidos e hinchados de tantofrotar, pero ni una sola vez puso reparoso se quejó. Sin más ceremonias daba lavuelta al cerdo, que hasta hacía pocosdías había tenido un nombre, de maneraque su trasero señalara hacia el techo, yechaba otro medio kilo de sal sobre sucadáver.

Una vez terminada la salazón, supadre cogía un enorme cuchillo de

deshuesar y despiezaba el cerdo conmano experta. Los jamones se retirabany se guardaban en una fresquera al finaldel pasillo, y las piezas de tocino secolgaban en el tramo de escaleras quellevaban a los dormitorios de la familia,en la primera planta. Era una decoracióncuriosa, pero el mejor sitio de la casapara colgarlos era aquél, según habíandiscutido una y otra vez sus padres. Asíreciben la corriente que cruza la casa, unflujo constante de aire que conserva lacarne durante muchas semanas, le habíaexplicado su padre.

Mabel no había puestoinconvenientes. Sabía que su marido

tenía razón y ninguna otra familia de lacalle disponía de semejante abundanciade carne en la mesa. Lo malo era queresultaba muy feo, sobre todo cuando leabría la puerta al párroco local. ¡Quévergüenza!

Una semana después de la matanzallegó de visita el párroco. Mabel invitóa pasar a Gerald O’Connor y nada másentrar en el vestíbulo éste lanzó unamirada de desaprobación mientras laseguía hacia la sala de estar. Se mostrómás satisfecho después de su taza de té,y después de que le diera una pieza detocino de kilo y medio que, según juró yperjuró el sacerdote, pensaba convertir

en un enorme caldero de caldo de carneen la inminente feria navideña pararecaudar fondos.

«Caldito caliente de invierno —anunció con alegría—. A dos peniquesla taza».

Mabel asistió a la feria unassemanas después y, aunque lo intentódenodadamente, no encontró el puestodonde se servía caldo de carne.

El joven Horace esperaba conilusión su siguiente cumpleaños el 25 dediciembre. A principios de ese mismoaño, un tal Adolf Hitler había sidonombrado canciller de Alemania.

Horace cumplió catorce años el día

de Navidad de 1932 y su padre le regalósu primera arma. Una escopeta 410Parker Hale de un solo disparo. Era surecompensa por las largas horas detrabajo en la granja, la manera deagradecérselo de su padre. Harold norecibió un arma, sólo un par de libros,una manzana, una naranja y unos frutossecos, y Sybil, la hermana mayor, notuvo ningún regalo. Ya era muy mayor,le explicó su madre. Daisy y Dericktuvieron un poco más de suerte. Horacerecordaba vagamente un trenecillo demadera para Derick y una muñeca… ¿oera una casa de muñecas…? para Daisy.Horace no alcanzaba a recordar; sólo

tenía ojos para una cosa, las manos letemblaban de emoción cuando cogió elarma.

La espera para hacer el primerdisparo fue una tortura. Su padre hizoque la familia se sentara a desayunar eldía de Navidad: huevos con beicon,panecillos calientes con mantequilla y téhumeante con la obligatoria cucharaditade whisky, una especie de tradiciónfamiliar de los Greasley cada mañana deNavidad.

La Parker Hale estaba encima delaparador, casi mofándose de él. Entre unbocado y otro de beicon o de pancaliente Horace miraba a su padre,

luego la escopeta, después de nuevo a supadre.

«Recuerda que no es un juguete», leadvirtió su padre mientras caminabanpor el bosquecillo en los confines de lagranja, haciendo crujir con sus pasos latierra helada. Una fina capa de nievecomo azúcar en polvo había cubierto elsuelo y los árboles.

«Tienes que tratarla con respeto; esuna máquina de matar: conejos, patos,liebres, incluso seres humanos». Señalóel arma que Horace tenía firmementeasida con las dos manos, intentando contodas sus fuerzas hacer caso omiso delfrío penetrante del acero mientras

lamentaba no haber regresado de unacarrera a por sus guantes de lana. Peropor mucho que hubiera estado aislado enSiberia Exterior a cuarenta grados bajocero, no se le habría pasado por lacabeza regresar a por los guantes.

«Ésa arma puede matar a un hombre,recuérdalo —insistió—. Y fíjate biendónde demonios apuntas. Si te pilloapuntándome, te parto la cabeza conella».

A lo largo de las semanas siguientessu padre le enseñó todo lo necesariosobre la nueva adquisición. Le enseñó adesmontarla, a limpiarla y los diferentescalibres de cartucho que debía utilizar

cuando cazase animales de distintostamaños. Pero sobre todo, su padre leenseñó a disparar. Pasaron horasdisparando contra blancos clavados enlos árboles y latas de hojalata colocadasen ramas y estacas de verjas. Horacecazó su primer conejo sólo cuatro díasdespués, y su padre lo llevó a casa y leenseñó a despellejar y limpiar el animalhasta dejarlo listo para la cazuela. Ésanoche la familia comió empanada deconejo, y en más de una ocasión Josephpadre advirtió a todos que la comidaque se llevaban a la boca se la debían aHorace. Padre e hijo estaban henchidosde orgullo.

Su padre le explicó lo importanteque era matar sólo por la carne y la granequivocación que era matar por placer.Horace se convirtió en un tiradorexperto y era capaz de abatir unestornino o un reyezuelo a casi cincuentametros. Pero después de hacerlo, y sólolo hacía de vez en cuando, le remordíala conciencia. Un día disparó casi alazar contra un petirrojo, sin creer enningún momento que alcanzaría algo tanpequeño. Las plumas del petirrojoexplotaron cuando el plomo le desgarróla tierna carne, y se desplomó del cablede telégrafo sobre la hierba. Horacelanzó un grito de alegría al acercarse a

examinar su presa. Pero su alegría seconvirtió en angustia y desesperacióncuando cogió el pajarillo en la mano ynotó su calor. ¿Por qué?, pensó, mientrasun hilillo de sangre manaba hasta lapalma de su mano y el petirrojo lanzabasu último suspiro. ¿Por qué lo he hecho?¿Qué sentido tenía?

A partir de ese día hizo propósito deno disparar contra ninguna criatura vivaa menos que se pudiera cocinar y comer.Rompería su promesa en 1940 en loscampos y setos del norte de Francia.

Ése mismo año Horace terminaríasus estudios junto con su hermanogemelo Harold, los dos «H», como se

les conocía afectuosamente. Loshermanos no eran inseparables como esel caso de otros gemelos. La sencillarealidad del asunto es que eran muydistintos. Desde el punto de vistaacadémico, Harold era más brillante queHorace, siempre iba el primero de laclase o andaba muy cerca, y leencantaban los libros y los estudios.Horace se encontraba más bien hacia lamitad de la misma clase y se moría deganas de que acabaran las horas lectivaspara ir a cazar a la granja, cuidar de losanimales o echar un ojo a las chicasbonitas en el breve trayecto de regreso acasa.

Los empleos estaban muy solicitadosen 1933, y en cuestión de días, trasacabar los estudios, los logrosacadémicos de Harold le valieron unpuesto muy codiciado en eldepartamento de ferretería de lacooperativa local. Al igual que suhermana mayor, Sybil, que ya teníaempleo, empezó a aportar la mayor partede su sueldo al presupuesto familiar. Depronto, en casa de la familia Greasleyempezaron a entrar tres sueldos. Mabelpreparaba pan, hacía tartas y, casi de lanoche a la mañana, apareció un cuencode fruta en mitad de la mesa de la cocinacon frutas exóticas como plátanos y

naranjas de países cálidos de ultramar.Horace acababa de regresar de otra

cacería. Tenía unas ganas tremendas decontarle a su padre que había abatidouna liebre en plena carrera a más deochenta metros de distancia. Un cartuchodel cuatro, estaba a punto de explicar,cuando su padre anunció que le habíaencontrado un trabajo.

—¿Aprendiz de peluquero? —susurró Horace, anonadado.

—Tres años de aprendizaje, Horace,doce meses como principiante…

—Pero…—Doce meses semicualificado y un

año más de perfeccionamiento.

—Pero… pero… —balbuceóHorace; sin embargo, su padre ignorósus protestas.

—Empiezas la semana que viene. Enla barbería de Norman Dunnicliffe, en lacalle Mayor.

A la semana siguiente llegaroncuatro sueldos al hogar de los Greasleyy dio comienzo la involuntaria carrerade Horace como peluquero decaballeros. Los dos años de preparaciónpasaron enseguida y al tercer año,mientras perfeccionaba sus aptitudes, susueldo ascendió a diez chelines a lasemana. Horace estaba convencido deque 1936 iba a ser un buen año. Con

renovada confianza en sí mismo, seatrevió a invitar al cine a una muchachallamada Eva Bell. Mientras forcejeabanen la última fila del cine Roxy un sábadopor la noche, el noticiario de Pathémostraba imágenes de los JuegosOlímpicos de Berlín con Adolf Hitler yBenito Mussolini desfilando con susmejores galas ante los ojos del mundoentero. Horace no los vio; bastanteocupado estaba metiendo mano a sunueva novia por debajo del jersey y lafalda.

Eva era un año mayor que Horacepero un siglo más experimentada, hastael punto que cuando llevaban varias

semanas de noviazgo le sugirió quellevara a su siguiente cita un paquete decondones de los que se vendían en lapeluquería de caballeros dondetrabajaba. Ser peluquero tenía susventajas, desde luego.

Eva había convencido a su madre deque dejara a Horace quedarse en lahabitación de invitados un sábadoporque el baile al que asistían seprolongaba hasta mucho después demedianoche, demasiado tarde paratomar el autobús de regreso a casa. A lamadre de Eva le caía bien Horace, yentre las dos convencieron al señor Bellde que los jóvenes se comportarían.

Nada más lejos de la verdad. A Eva legustaba Horace; era hora de hacer de élun hombre.

Eran cerca de las seis de aquellaextraordinaria mañana de domingocuando Horace perdió la virginidad amanos de Eva Bell. El padre de lamuchacha, que también era minero, sehabía ido a hacer su turno a las cinco ymedia.

A las seis menos diez Eva fue ahurtadillas a la habitación de invitados.Antes de que se hubiera quitado elcamisón, Horace ya estaba presentandoarmas, y mientras jugueteaba con elpreservativo, ella le dedicó toda su

atención, por así decirlo. Una vezfirmemente ceñido el condón, Eva tomóla iniciativa, lo montó a horcajadas,como un jinete, y lo introdujosuavemente en su cuerpo. Horaceobservó perplejo mientras Eva gemía ygruñía y empujaba hasta alcanzar elclímax. Cada acometida y cada gemidoconvencían más a Horace de que sóloera cuestión de tiempo que la señoraBell los oyera y se presentase en lahabitación en el momento másinoportuno. Mantuvo un ojo en la puertay el otro en los preciosos pechos deEva, que no dejaban de mecerse aescasos centímetros de su cara. Pero la

señora Bell siguió durmiendo y Horacealcanzó el orgasmo el doble de rápido.Dio igual. Seguirían poniendo enpráctica ese maravillo acto de lanaturaleza allí donde pudieran y tan amenudo como les fuera posible. Laescala nocturna en casa de Eva lossábados por la noche se convertiría enun acontecimiento habitual.

Horace siguió con NormanDunnicliffe hasta 1938, cuando loconvencieron para pasarse a lacompetencia en la peluquería decaballeros de Charles Beard, «barba»,lo que constituía un apellido muyoportuno para un barbero, pensó

Horace, y además pagaba mejor sueldo.Naturalmente, seguiría disfrutando de unsuministro ilimitado de «globos», comose conocían cómicamente lospreservativos, y sin el coste y elbochorno por el que debían pasar susamigos. Estaba convencido de que habíatrabajos peores.

Aunque el sueldo estaba bien,Horace tenía que cumplir con la pocoenvidiable tarea de un viaje de ida yvuelta de cuarenta y dos kilómetroshasta Leicester todos los días. Aunquesu bicicleta estaba equipada con latecnología más reciente —un plato detres velocidades AW Sturmey Archer—,

la vieja bici pesaba mucho y había díasen que los vientos de cara hacían casiimposible avanzar. A Horace no leimportaba; su cuerpo joven se ibadesarrollando y se las apañaba bien, y lafuerza y resistencia añadidas queparecía poseer satisfacían a Eva Bell enla cama.

Hacia finales de 1938 Horace fuetransferido al establecimiento deCharles Beard en Torquay. Era laprimera vez que abandonaba su casa. Untanto intimidado al principio, no tardóen adaptarse y empezó a disfrutar de lavida plenamente, aunque no perdíadetalle de los acontecimientos al otro

lado del Canal y en Alemania.Echaba de menos a Eva, claro, pero

había cantidad de muchachas atractivascon las que distraerse y olvidar a sunovia.

El país suspiró aliviado, al menosdurante una temporada, cuando el primerministro Neville Chamberlain regresóde Munich tras un encuentro con AdolfHitler y anunció en un discurso quereinaría la «paz en nuestros tiempos».Hitler había firmado un pacto queincluía el acuerdo de ceñirse a métodospacíficos. Horace había oído en unaradio en el almacén del local de CharlesBeard en Torquay las declaraciones de

Chamberlain en el aeródromo deHeston. No quedó convencido del todo.

Se demostraría que estaba en locierto. La diversión en la Rivierainglesa sólo le duró seis meses aHorace, que fue requerido enLeicestershire cuando el gobiernoanunció el reclutamiento obligatorio detodos los jóvenes de veinte y veintiúnaños. Era sólo cuestión de tiempo quellamasen a filas a Horace y a Harold. Laguerra, al parecer, era inminente.

Horace volvió a su trabajo en elestablecimiento de Charles Beard enLeicester y, como era de esperar, dossemanas después, una lluviosa tarde de

miércoles, al volver del trabajo la cartale aguardaba, sin abrir, sobre la mesa dela cocina. En ella se informaba a los doshermanos que, en un plazo de siete días,tenían que presentarse en la sacristía deuna iglesia en King Street, Leicester,donde llevaban a cabo el reclutamientoel Segundo-Quinto Batallón deLeicester. Harold había regresado deltrabajo un poco más temprano y estabasentado a la mesa con cara depreocupación. En lo primero que pensóHorace fue en su hermano gemelo. Él nopodría afrontarlo. En todos los años quehabían jugado y crecido juntos en lagranja, Harold no había intentado

disparar el arma ni una sola vez, nuncahabía despellejado un conejo ni le habíaretorcido el cuello a una gallina, nuncahabía cogido un tirachinas o una honda ylanzado una piedra con furia. Eraincapaz de espantar una mosca, comentósu padre en cierta ocasión. Haroldtemblaba a ojos vista ante la perspectivade coger un fusil y apuntar con él a otroser humano.

A esas alturas Harold habíaencontrado la fe. Estaba muy implicadoen la Iglesia, cosa con la que Horace,ateo como era, no podía identificarse.Horace no alcanzaba a entender cómo unhombre inteligente podía creer sin más

ni más que había un ser supremoomnisciente sentado en una nube alláarriba en alguna parte, viendo y oyendotodo lo que decían y hacían todas y cadauna de las personas del mundo entero.Era tan absurdo que no podía expresarseen palabras, casi ridículo.

Harold no bebía ni fumaba y Horaceestaba seguro de que no había estado niremotamente cerca de la clase dediversión de que había disfrutado él conlas chicas en Torquay.

Mientras que cada fin de semanaHorace se aseguraba de llevar consigosu «paquetito de tres» —a veces dospaquetes—, Harold se quedaba en casa

con la Biblia.Ahora Harold hacía las veces de

predicador lego y todos los domingospontificaba a las masas conversas en lacapilla metodista local. Las creenciasreligiosas de Harold predicaban labuena voluntad para todos los hombres,incluidos los alemanes. Horace preferíatomarse unas cervezas con sus amigos ysalir a pasear con Eva.

En esos precisos instantes lo quemás quería hacer Horace era llevarse dejuerga a su hermano gemelo,emborracharlo y convencerlo de que lascosas no estaban tan mal como parecía.No le fue posible. Harold era abstemio.

El alcohol era el azote del obrero, laraíz de todo mal, decía. Horace noentendía del todo su actitud pero nuncaintentó poner en tela de juicio lascreencias de su hermano o cambiarlas,aunque en más de una ocasión Haroldhabía intentado predicarle el Evangelio.

—Ya ves que se está cagando en lospantalones, Horace, ¿verdad? —le dijosu padre cuando por fin se acostóHarold.

Horace asintió.—Estaremos juntos, papá. Yo

cuidaré de él.Joseph alargó el brazo y le apretó la

mano a su hijo.

—Sé que cuidarás de él, hijo. Sé quelo harás.

Habían hecho un pacto.O más bien Horace había hecho un

pacto, se había comprometido.La noche siguiente se sentó con

Harold y le explicó que estaban juntosen ese asunto. Se alistarían en la mismaunidad, asaltarían las mismas plazas,dispararían contra los mismos objetivos,y si cabía la posibilidad de salirindemne de esa maldita guerra, seríanellos dos quienes lo conseguirían.Horace pronunció el mejor discurso de

su vida, mucho más sincero queChamberlain en el aeródromo deHeston, y al cabo de una larga noche enla que Horace se tomó media docena dewhiskis y Harold varias tazas de té,Horace quedó satisfecho con suactuación. Se acostó feliz, se acostódecidido a hacer lo más adecuado parasu país y, en particular, para su familia ysu hermano gemelo Harold.

Harold parecía apreciar la entregade su hermano, parecía contento decontar con su protección. Eso parecía…

Dos días después Horace estabadando los últimos retoques a uno de susclientes en la peluquería de Charles

Beard.—Creo que hoy no estás en lo que

estás, Horace, muchacho —comentó elcliente.

Tenía razón. Horace estaba akilómetros de sus tijeras. Horace estabacon Harold, estaba en los pensamientosde su madre, sus hermanas; se estabapreguntando cómo se las apañaría supadre con la granja y lo que se sentiríaal disparar contra un alemán.

Horace le explicó al señor Maguire,sentado en la silla, que lo habíanllamado a filas, tenía que presentarse alSegundo-Quinto Batallón de Leicester lasemana siguiente y estaba convencido de

que les esperaba una guerra de lasgrandes a la vuelta de la esquina.

—Ya me parecía a mí que era eso,Horace. Vi el artículo en el LeicesterMercury. «Gemelos de Ibstock en lasmilicias del Ejército», decía el titular.—Le sonrió a Horace en el espejo—.Eres famoso, Horace, uno de losprimeros en ser llamados a filas poraquí.

—Preferiría no serlo, señorMaguire. Tengo veintiún años y están apunto de enviarme a un campo deentrenamiento básico, y luego a laguerra. Me gusta la vida que llevo; tengoun buen trabajo y una novia estupenda.

¿Por qué no pueden arreglar el asuntolos políticos?

Sintió deseos de contarle lopreocupado que estaba por Harold,cómo pensaba que su hermano no estabapreparado. Se mordió la lengua. Estabaabsorto en sus pensamientos cuando elseñor Maguire le recordó que trabajabade inspector jefe del cuerpo debomberos. Informó a Horace de que laocupación de un bombero no eraexcesivamente peligrosa, que unbombero se quedaba en casa si habíauna guerra, y advirtió a su peluquero deque esa misma semana estaban llevandoa cabo el proceso de selección para

reclutar bomberos en su parque.—Podrías presentarte, Horace. El

miércoles vamos a ver a los nuevosaspirantes: un examen de treinta minutos,un poco de entrenamiento físico y luegoa ver cómo tiemblan esos capullos en loalto de una escalera de nueve metros.

Horace sostuvo la mirada delcaballero en el espejo. Con las tijeras enequilibrio, se dispuso a recortar un pelosuelto. El señor Maguire le guiñó el ojoa Horace.

Fue un guiño que le heló la sangre.Horace notó una sensación trémula enlas piernas. Retiró las tijeras del cráneodel caballero por miedo a que sus dedos

temblorosos hicieran algún desaguisado.Sabía exactamente lo que quería decirese guiño. El señor Maguire le estabaechando un cable, un pase para librarsede sus obligaciones. El señor Maguireestaba en posición de evitar que Horacefuera a la guerra, de protegerlo de loshorrores a los que sin duda seenfrentaría.

—¿Dice usted que me está dando laoportunidad de ser bombero?

Maguire meneó la cabeza, levantó lamirada hacia el espejo y sonrió.

—Eres un buen chico, Horace. Teconozco desde hace tiempo, vienes deuna buena familia, estás en forma y

además eres inteligente. Lo que digo esque si eres capaz de subir una escaleraserías un magnífico bombero.

Horace tartamudeó:—Así que tengo bastantes

posibilidades.Maguire meneó la cabeza otra vez,

lo que confundió al joven Horace. Laspalabras que pronunció entonces JohnEdward Maguire no podrían haber sidomás claras. Cambiarían por completo elmundo de Horace.

—El puesto es tuyo, Horace. Measeguraré de que te seleccionen, ladecisión corre de mi cuenta.

Maguire se fue poco después. El

pelo no le había quedado cortado con lapulcritud habitual. Horace se sentó,conmocionado.

Nada de guerra, ni de armas, y unaumento de sueldo de dos libras.Seguiría luchando por su país, seguiríacorriendo el riesgo de sufrir heridas oincluso algo peor, pero estaría en casa,no en algún inmenso campo en Francia,Bélgica o Alemania. Seguiría cuidandode la granja, vería a sus padres ycontinuaría con sus actividadesnocturnas junto a Eva. Igual le resultabaun poco más difícil conseguirpreservativos, pero eso no teníaimportancia, ya se las apañaría. Y le

había preguntado al señor Maguire sihabría un puesto similar para Harold. Elseñor Maguire negó con la cabeza y leexplicó que alguien podría sospecharfavoritismo. No quedaría bien; larespuesta era que no.

Un día después Horace entró en elparque de bomberos del centro de laciudad de Leicester. Casualmente JohnMaguire pasaba por las oficinas.Levantó la mirada y frunció el ceño.

—Horace —comentó, y luego tendióla mano para estrechar la del muchachocalurosamente—. Has venido un díaantes, la selección no empieza hastamañana por la tarde.

Horace negó con la cabeza mientrasle pasaban ante los ojos los pagossemanales de cinco libras y los ratos depasión con Eva, los desayunosdominicales con su familia y lospreciados momentos en la granja con supadre.

—No, señor. No, señor Maguire, novengo antes de tiempo. Sólo he venido adarle las gracias y decirle que no voy apresentarme al puesto.

—P… pero… —tartamudeóMaguire con incredulidad.

Horace lo dejó estupefacto, se subióel cuello del abrigo y se adentró en lapenumbra neblinosa acompañado por el

tañer amortiguado de una campana deiglesia a lo lejos, en alguna parte. Habíaempezado a lloviznar y le recorrió todoel espinazo un escalofrío. Y en lo únicoque podía pensar era en Harold, enaquel compromiso y en cómo habíatomado la decisión más adecuada.

Era viernes por la noche. Horace sesintió curiosamente alicaído cuandotraspuso la puerta de su hogar, el únicohogar que había tenido. La luz de latrascocina resplandecía por contrastecon la oscuridad de la noche. Miró porla ventana con los ojos entornados. Quéraro, pensó al distinguir las figuras desus padres y Harold sentados a la mesa.

Mi padre no suele estar en la sala aestas horas; mi madre acostumbra a estaren la cocina, preparando la cena. ¿Cómoes que están todos sentados… como si…como si estuviesen reunidos?

Cuando Horace entró en lahabitación su padre se puso en pie. Sumadre sacó un pañuelo y se enjugó elrabillo del ojo. En cualquier otromomento Horace se habría esperado lanoticia de la muerte de un pariente.

Ésta vez no.Horace lo supo, sencillamente lo

supo, y la mirada que le lanzó Haroldconfirmó sus sospechas.

2Harold se había presentado con supastor metodista como apoyo moral anteun jurado especialmente constituido paralos objetores de conciencia. Horace nohabía oído hablar siquiera de objetoresde conciencia hasta que Haroldprácticamente le susurró el términodesde el otro extremo de la mesa aquelfunesto viernes por la noche.

A decir de todos, Harold y elreligioso habían planteado unaargumentación de lo más convincente yel jurado había acordado que Harold notendría que luchar en el frente, apuntar

con un arma a otro ser humano ni asistiral trámite de alistamiento en King Street,en Leicester, donde Horace estaba ahorasin compañía, sintiéndose el hombremás solitario del mundo.

Harold había accedido adesempeñar un papel de no combatientey se había ofrecido a formar parte delRAMC. El Real Cuerpo Médico delEjército no lucía los colores de unregimiento ni ostentaba honores debatalla. No era una unidad de combate y,según la Convención de Ginebra, losmiembros del RAMC sólo podían usarsus armas en defensa propia.

Horace se puso a esperar su turno en

la cola. Le hubiera gustado decir que noestaba furioso, que no estaba resentido,pero lo cierto era que lo estaba. Sehabía quedado boquiabierto, mirandocon incredulidad a su padre mientraséste le explicaba que llevabanpreparando el caso de Harold más deuna semana. Incluso el pastor habíallamado a su casa. Era un esfuerzoconjunto del que Horace no estaba altanto.

Y a Horace le hirvió la sangrecuando Harold le explicó que su granamigo y mentor, el padre John Rendall,había ido a tomar varias tazas de té entorno a la mesa de pino de la cocina del

101 de Pretoria Road, en Ibstock, lamisma tarde que Horace se habíallegado al parque de bomberos pararechazar la oportunidad de su vida a finde poder proteger a su hermano gemelo.

«Ha sido un esfuerzo conjunto,desde luego, maldita sea», mascullóHorace para sí mismo mientrasrecordaba la trifulca que había tenidocon su hermano esa noche. Sintió deseosde pegarle. No por lo que había hechosino porque lo había hecho a susespaldas. Resultó que todo el mundo losabía: su madre y su padre, Daisy ySybil y, naturalmente, el maldito padreRendall, tan temeroso de Dios

omnipotente.

—¿Qué has dicho, soldado? —gritó unavoz que hizo volver al presente aHorace. Un sargento mayor de bigotedaliniano encerado se plantó erguido,como en posición de firmes, justodelante de Horace. El muchacho se fijóen las coronas que lucía en el uniforme ycreyó adecuado dirigirse a élcorrectamente.

—Nada, señor, sólo me preguntabasi estoy en el edificio adecuado.

Horace tendió la mano y le ofreciólos documentos al sargento mayor, que

echó un vistazo y sin bajar el tono devoz dijo:

—Correcto, soldado. Segundo-Quinto Batallón de Leicester, uno de losmejores regimientos del ejército de sumajestad. —Dio un paso adelante—. Nosabes la suerte que tienes de unirte anosotros.

Horace estaba confuso. Seguíafurioso y tal vez no pensaba conclaridad, pero la carta decía sin lugar adudas que podría elegir entre lainfantería, la marina o incluso lasfuerzas aéreas. Se sintió intimidado, untanto bajo presión. Miró al resto de losjóvenes en la fila y todos parecían

contentos de que la atención estuvieracentrada en otro, en algún otro pobrecabrón, pensó, y lanzó una maldiciónentre dientes. Horace carraspeó; noestaba dispuesto a permitir que esehombre lo amedrentara. ¿Cómo iba aenfrentarse a los alemanes si sedoblegaba ante un sargento mayor?

—En realidad, señor, aún no hedecidido dónde voy a alistarme.

El sargento mayor dio un pasoadelante. Horace alcanzó a olerle elaliento: tabaco rancio y té. Tenía losdientes manchados. Levantó la voz yHorace se dio cuenta de que habíadeslizado la funda de la pistola hacia la

parte delantera de los pantalones. Abrióla tapa de la funda con un gesto rápido.

—¿Quieres que te descerraje un tiro,maldita sea? —le aulló a Horace, quefue alcanzado en el ojo por un poco desaliva.

Horace era duro, pero se arredró unpoco. Guardó silencio, hizo amago deasentir y luego negó con firmeza.

—Entonces vuelve a la puta fila yque no se te ocurra volver a insultar a miregimiento.

—No, señor. Lo siento, señor —susurró, en voz tan queda que el resto dela fila apenas lo oyó.

En cuestión de veinte minutos se

había alistado en el Segundo-QuintoBatallón de Leicester y recibido un pasede cuarenta y ocho horas coninstrucciones de presentarse en el campode criquet del condado de Leicester parasiete semanas de entrenamiento básico.

Cuarenta y ocho horas. ¿Qué podíahacer un hombre en cuarenta y ochohoras? Bueno… Horace llamó a EvaBell de regreso de la sacristía en KingStreet y en cuarenta y ocho horas habíautilizado tres paquetes de tres. Estabanen plena canícula de un verano calurosoy sus sesiones amatorias tuvieron lugaren los maizales, trigales y prados deLeicestershire.

La primera persona que lo saludó enel campo de criquet del condado deLeicester fue el sargento mayorAberfield. Aberfield les había dado unacharla de una hora a los nuevos reclutasacerca de lo que suponía luchar por surey y su país, el honor del regimiento ycómo cierto austríaco con un solotestículo, el pelo peinado con un mechónsobre la frente y un patético bigotito sehabía ganado que le patearan el culo abase de bien. Horace estaba encantadode participar en ello y, a decir verdad,se moría de ganas de entrar en acción.

Horace se adaptó a las siete semanasde entrenamiento sorprendentemente

bien. El primer día lo rebautizaron conel nombre de Jim.

Jim Greasley.«A este barracón no va a entrar

ningún capullo con un nombre comoHorace», bromeó un joven cabomientras media docena de reclutasmiraba y reía. A partir de entonces pasóa ser sencillamente Jim, un nombresalido de la nada. Así se le conocería.

Compartía litera con un amigo de supueblo, Ibstock, Arthur Newbold. HastaArthur empezó a llamarle Jim, y eso queconocía a Horace por el nombre deHorace desde hacía más años de los queéste alcanzaba a recordar.

Puso manos a la obra para cumplirlas tareas que se le habían encomendadoy entendió casi de inmediato que notenía sentido guardar rencor a suhermano, al gobierno británico o alsargento mayor que lo había obligado aalistarse en un batallón de infantería.Reservaría su hostilidad para loshombres de casco cuadrado que andabandesbocados al otro lado del canal de laMancha. Horace tenía que cumplir unatarea y punto.

Una vez a la semana llevaban enautobús a los nuevos reclutas hasta ellímite entre Leicestershire y Northants,donde había un campo de tiro. Horace se

lo pasaba en grande. Era su territorio, sudominio. El fusil Enfield 303 con lamira básica en forma de «V» tenía algoque le encantaba y el vello de la nucasiempre se le erizaba cuando se llevabala culata al hombro y apuntaba hacia elobjetivo a setenta y cinco metros. Lapuntería de Horace era ejemplar; loshombres empezaron de hablar de ello yllegó a oídos del sargento a cargo delcampo de tiro. El sargento Caswell lollamó un día después de que hubierahecho diana diez veces. Diez proyectilesagrupados en un círculo del tamaño deuna pelota de tenis: ya aspiraba al trofeodel batallón que se otorgaría al final de

las siete semanas.—Eres bueno de cuidado, Greasley,

tal vez uno de los mejores que he visto.—Gracias, sargento.—El caso, Greasley, es que el

sargento mayor Aberfield también esbueno. Tiene el récord del batallón. Seentrena al menos una hora al día.

El sargento hizo una pausa. Horacenotó una sensación desagradable en laboca del estómago.

—¿Y bien, sargento?—Bueno, Greasley, la verdad es que

no quiero desanimarte, pero te aseguroque desearás no haber nacido si le ganasa ese cabrón. Hará de tu vida un maldito

infierno.Y a Horace no le costó trabajo

imaginar que así sería. Era un matón.Pensó en la noche que lo coaccionó conamenazas para que entrase en el batallóny recordó que el sargento mayorAberfield no hablaba nunca, siempregritaba, y nunca esbozaba siquiera unasonrisa.

La semana siguiente Horace desvióde su objetivo media docena dedisparos. Uno erró la diana porcompleto y el sargento mayor Aberfieldse llevó el trofeo del batallón por dospuntos. El soldado raso Horace JimGreasley quedó en segundo lugar.

A mitad de su entrenamiento básico,el 3 de septiembre de 1939, Arthur yHorace estaban sentados en el comedorcuando empezaron a emitir por losaltavoces un comunicado de NevilleChamberlain, primer ministro británico.Chamberlain aseguraba que el ultimátumpara que Alemania retirase sus tropas dePolonia había expirado y «porconsiguiente nuestro país está en guerracon Alemania».

Las tropas se quedaron extrañamentealicaídas. A algunos les dio por lashistorias y las bravatas, y empezaron adecirles a sus compañeros lo que lesharían a los alemanes cuando empezara

la acción. La mayoría se quedaronsentados con la mirada perdida. Horacese acordó de su familia y, sobre todo, desu hermano gemelo.

Sacó el mayor partido posible a otropase de cuarenta y ocho y la pobre Evaregresó a su pueblo, Coalville, con unagradable escozor entre las piernas.

«¿Es que no piensas en nada más,Horace Greasley?», le había preguntadoEva mientras se besaban con ternura enun granero vacío, a unos tres kilómetrosdel campamento, mientras Horace leintroducía los dedos por debajo de lasbragas.

Horace pensó en su pregunta y, tras

analizarla, le pareció más bien estúpida.Claro que pensaba en otras cosas, peroel sabor y el tacto del cuerpo joven yprecioso de Eva Bell le ocupaban elcerebro la mayor parte del día mientrasestaba despierto. Pensándolo bien,también soñaba con ella a menudo. Suapetito sexual era insaciable, y Eva nole iba a la zaga. Aunque aún no lo sabía,era un ansia de carácter sexual lo que enaños venideros le haría arriesgarse casisemanalmente a ser ajusticiado.

El Segundo-Quinto Batallón deLeicester no fue destinado a entrar enbatalla de inmediato, cosa quedecepcionó a Horace. Pasaron

septiembre, octubre, noviembre y buenaparte de diciembre en el cuarteldedicados a hacer instrucción, lustrarselas botas, llevar a cabo trabajosrutinarios en el campamento, escuchar elservicio internacional de la BBC y haceralguna que otra visita al campo de tiro.Era como si el ejército no tuvieraninguna tarea que encomendarles.

De súbito, a las doce del mediodíadel 23 de diciembre de 1939 quedaronsuspendidos todos los permisos delSegundo-Quinto Batallón de Leicester.Había sido enviada una carta a losfamiliares más cercanos. Iban a partirhacia Francia el día de San Esteban.

Horace se llevó una gran decepciónporque pensaba regresar a casa esamisma tarde y pasar el día de Navidad,su cumpleaños, con la familia. Diossanto, pensó, un par de días no habríansupuesto gran diferencia en la guerra,¿verdad? ¿Es que los coroneles y lospolíticos no entendían lo importante queera ese día para la gente? Imaginó a sumadre con la carta, sentada a la mesa dela cocina, las lágrimas resbalándole porla cara. Horace estaba resentido yfurioso.

El día de Navidad despertó a lasseis menos cinco. No tenía intención deausentarse sin permiso, sencillamente

ocurrió.Fue al cuarto de baño, llevó a cabo

sus abluciones matinales en la mitad detiempo de lo habitual y atravesó elinmenso dormitorio donde dormían suscompañeros. Alguno que otro roncaba, odejaba escapar un pedo debido a lascopiosas cantidades de cerveza quehabían consumido la víspera tras unafiesta de Navidad preparada a todaprisa. Cruzó el barracón en la oscuridady se preguntó cuántos de aquellosjóvenes volverían a las costas deInglaterra. Cuántos morirían, cuántosacabarían consumidos en un campo deprisioneros, cuántos quedarían lisiados

o tullidos. A él le iría bien, claro; ni sele pasó por la cabeza la posibilidad deno volver a casa. Eso no le ocurriría aJoseph Horace Greasley.

Se puso el uniforme, cogió el abrigoy se lo abrochó hasta el cuello, y el fríocortante de aquella gélida mañana dediciembre le cortó la respiración nadamás salir. La tierra estaba congelada,una gruesa capa de escarcha blancacubría la hierba y los parabrisas de losvehículos estaban totalmente cubiertosde hielo. Una fina columna de humobrotaba de la chimenea de la garita de laentrada cuando se dirigió hacia allí.John Gilbert y Charlie Jackson estaban

de guardia esa noche. Los pobrescapullos se habían perdido la fiesta deNavidad. Horace se lo contaría todo alrespecto mientras se tomaban un té biencaliente.

Pero John Gilbert y Charlie Jacksondormían a pierna suelta. Uno de losmuchachos les había llevado detapadillo una botella de whisky en tornoa medianoche, y no habían dejado nigota.

Horace sorteó la barrera por debajoy echó a andar en dirección a su casa.

Cuando llevaba una hora de caminohizo acto de presencia el sol y el sudorempezó a acumularse en la espalda de

Horace, bañado en una luz dorada. Lospájaros que no habían emigrado parapasar el invierno en el sur entonaban sudulce coro del amanecer. Y cuandoHorace sorteó una cancela hecha concinco tablones a seis kilómetros delcampo vio su primer petirrojo. Estabaencima de una verja con la cabezaladeada en dirección al desconocido quese acercaba. Horace se detuvo. Lomaravilló la belleza de la criatura,diminuta, perfectamente formada,captada como si estuviera en un marcode fotografía con el telón de fondo delpaisaje blanco helado. Y Horacerecordó el día que apuntó con un arma al

hermano de aquella criatura.No importaba nada más. Ausentarse

sin permiso no importaba, ni tampoco laguerra. Ése momento hacía quemereciera la pena cualquier castigo quepudiera infligirle la policía militar de subatallón cuando por fin le echaran elguante.

Horace entró en la cocina del 101 dePretoria Road poco después de lasnueve y media. A su madre se le cayó delas manos la taza de té, que se hizo milpedazos derramando los posos por elsuelo de linóleo. Harold se sentó a lamesa, mudo de asombro.

Su madre se las arregló para

pronunciar un «Feliz cumpleaños,Horace» antes de echarse a sus brazosdeshecha en lágrimas. El alboroto en lacocina hizo venir a su padre y sus demáshermanos del salón, donde estabansentados ante un fuego que habíapreparado el cabeza de familia pocoantes.

Era el día de Navidad que nodebería haber disfrutado, y eso no hacíasino darle más encanto a los ojos deHorace. Su padre le hizo cruzar el salóny le indicó un sillón junto al fuego.

—Seguro que estás helado, hijo.Siéntate aquí, a ver si entras en calor.

Horace miró el sillón. Había

conocido tiempos mejores; el cueroestaba desgastado y rayado y en más deun sitio la crin del interior asomaba pordonde no debía. El sillón estabaestratégicamente colocado a unos pasosde la chimenea y ladeado de tal maneraque quien estaba sentado pudiera ver lasala entera y a todos los presentes. Erael sitio de mayor privilegio, era el sillóndel amo, el sillón del padre, y nadie seatrevía nunca a sentarse allí. Todos lorespetaban y esperaban que siguierasiendo así.

—Pero, papá… es tu…—Siéntate —le ordenó su padre al

tiempo que sonreía y le alcanzaba una

taza de té con el aroma familiar awhisky escocés. Podría haber sido elmejor día de Navidad de su vida. Podríahaber sido el último.

Horace se fue de casa hacia las oncede esa noche y regresó al campo pocodespués de la una. Los centinelas noestaban durmiendo esta vez y le dieronel alto en la garita.

—¿Dónde cojones has estado, Jim?No te ha visto nadie en todo el puto día.Te has saltado la comida de Navidad.

Horace sonrió.—He ido a dar un paseo, Bob, nada

más. Un largo paseo.Horace pasó por debajo de la

barrera y echó a andar hacia subarracón. El otro centinela le gritó algopero Horace no entendió una solapalabra.

Esperaba que ocurriera algo esamañana. Esperaba la visita delcomandante por lo menos, tal vez unarresto. No ocurrió nada de eso. ¿Quéiban a hacer, encarcelarlo cuando elregimiento se encaminaba haciaFrancia?

Eso les habían dicho: se iban aFrancia para empezar a trabajar comopeones en una vía férrea francesa al surde Cherburgo. Poco más les habíanaclarado, pero Horace sabía por la

radio y la prensa —por no hablar de losrumores que corrían entre los reclutas—que Francia estaba a punto de serinvadida por el ejército del TercerReich.

El tren de transporte de tropas fueabriéndose paso lentamente hasta laestación de Waterloo en Londres. AHorace le resultó familiar; ya habíapasado por allí de camino a Torquay.Miles de soldados guardaban fila en elandén, jóvenes de la edad de Horacecon aspecto desconcertado, aturdido,algunos totalmente aterrados. Horace no

había visto nunca una concentración taninmensa de hombres en un mismo lugar.Escudriñó el andén en busca de algunacara bonita, una enfermera joven, talvez, aunque sólo fuera una revisora.Nada. Como si le hubiera leído elpensamiento, Arthur Newbold, queestaba sentado enfrente, sonrió y dijo:

—No vamos a mojar durante unabuena temporada, ¿eh, Jim?

—No, supongo que no, Arthur.—¿Sabes que mi novia, Jane, es

amiga de Eva?—No, no lo sabía.—Eva le cuenta todo a Jane. Por lo

visto estás hecho una buena pieza.

Nunca te faltan gomas, y las pones aprueba sin parar, ¿eh?

Horace sonrió, incapaz de creer deltodo que Eva le hubiera contadosemejantes cosas a su amiga.

—¿Cuánto crees que durará esto,Jim? ¿Cuánto tiempo crees que pasaráantes de que puedas volver a meterle unbuen meneo a Eva?

Horace se encogió de hombros ymiró por la ventanilla mientras el trensalía de la estación.

—Eso depende del señor Hitler,Arthur. Ése quiere estar en paz connosotros, de eso no hay duda, peroChamberlain no quiere ni oír hablar de

ello.—Corren rumores de que hay

doscientos mil soldados británicos enFrancia en estos momentos. Seguro queese cabronazo se la envaina y haceregresar a casa a sus cabezas cuadradas,¿no crees?

—Eso espero, Arthur, eso espero, yasí podré volver con Eva y darle unbuen repaso.

Los dos soldados rieron, pero apesar de su aparente optimismo ambostemían lo peor. El primer ministrofrancés, Daladier, también habíarechazado la oferta de paz de Hitler y aprincipios de ese mes Hitler había

orquestado su primer ataque aéreo sobreGran Bretaña cuando la Luftwaffebombardeó unos barcos en el estuario deForth. Pocos días antes, el gobiernobritánico había hecho público que losnazis estaban construyendo campos deconcentración para los judíos. Horaceno era estúpido; sabía que en la guerramoderna también había que librar labatalla de la propaganda. Pero construircampos para exterminar una razaentera… eso sí que era una estupidez.Parecía algo salido de la Edad Media,Gengis Kan reencarnado. Hitler nopodía ser tan diabólico, ¿verdad?

El tren llegó por fin a Folkestone a

cubierto de la oscuridad, y el regimientodel Segundo-Quinto Batallón deLeicester aguardó pacientemente en elmuelle para embarcar en el inmensoferry a través del canal. Cuando laembarcación zarpó rumbo a Francia,Horace contempló la silueta de la costainglesa que iba desapareciendorápidamente mientras un calambre leroía la boca del estómago. No podíaexplicarlo y no entendía el sentimientoque estaba experimentando. Algo ledecía que era la última vez que veíaInglaterra en mucho tiempo.

El regimiento llegó a altas horas de lamadrugada a la pequeña población deCarentan, unos cuarenta y cincokilómetros al sur de Cherburgo. Al díasiguiente los pusieron a trabajar en lasvías del ferrocarril. Era un trabajoagotador y los hombres se quejabanconstantemente.

—Joder, Jim, no era lo que esperaba—le gritó Arthur Newbold desde el otrolado de la vía mientras echaba otrapaletada de piedras a un montón yabastante grande. Se pusieron los dos almismo lado, alegres de tener un par de

minutos de descanso al seguir sus pasosuna apisonadora a fin de aplastar laspiedras sobre el terreno y dejarlo listopara la colocación de la siguientetraviesa.

—Yo tampoco. Preferiría estarmatando alemanes, eso seguro.

Un kilómetro tras otro echabanpiedras y colocaban las traviesas de lanueva vía ferroviaria que iría deCherburgo a Bayeux y, finalmente, aParís. Trabajaban diez horas al día peroles daban comida y agua abundantes ypasaban el resto de la jornada leyendo yescuchando las noticias por radio en unimponente edificio con fachada de

piedra a las afueras de la población.Transcurrieron dos semanas antes deque les permitieran salir una noche porCarentan.

Dos camiones dejaron en el centrode la ciudad a las tropas, que recibieronestrictas instrucciones de estar en elmismo lugar tres horas después. Horacey Arthur deambularon por la poblaciónun rato antes de encontrarse con lo queparecía un viejo hotel anticuado ydestartalado. La pintura de lascontraventanas azules estabadesconchada, las bisagras y los cierresgastados y oxidados. Los soldadosingleses fueron recibidos calurosamente

cuando pidieron unas cervezas y sellegaron a una mesa. El bar estaba casivacío salvo por algunos soldadosaliados de un regimiento distinto y dosancianos que conversaban en francés. Ellocal olía a cerrado y a humedad y elpapel pintado tenía las esquinas mediodesprendidas. No se parece en nada a unbuen bar inglés de los de toda la vida,pensó Horace. Probó la cerveza. Noestaba mal, pero tampoco tan rica comoun buen vaso de cerveza amarga.

Una señora de cuarenta y tantos añosse acercó a la mesa y les dijo en uninglés chapurreado pero bastante bueno:

—Caballeros, tengo un poco de

diversión para ustedes.Qué bien, pensó Horace, esto se

anima. La señora señaló hacia lo alto deuna vieja escalera desvencijada. Lasparedes estaban decoradas confotografías de escenas de París yVersalles y allí donde la caja de laescalera giraba y conducía a un rellanocubierto por una moqueta roja colgabadel techo una polvorienta araña deluces. Tres jóvenes sonreían a lossoldados desde arriba, ataviadas con susllamativos vestidos de volantes y conlas manos en las caderas.

—Vaya —comentó Arthur en tonoalegre—, parece ser que vamos a tener

bailarinas.—Yo creo que son cantantes —

comentó Horace inocentemente.El sargento Thompson, un soldado

profesional de casi cuarenta años queacababa de echar un buen trago decerveza francesa, derramó la bebidasobre la mesa, incapaz de controlar larisa.

—Vaya par de memos —se mofócon una mueca tremenda—. Sonprostitutas… Putas francesas. Seguroque os cantan bien arrimadas a la polla.

Los dos jóvenes de Ibstock cayeronen la cuenta de lo que ocurría y sequedaron boquiabiertos. Todo encajaba,

la alfombra roja, la madame condemasiado maquillaje y la cara curtidaal lado de la mesa y la cerveza francesatan cara. En Ibstock no había prostitutas.Horace no creía haber oído siquierapronunciar esa palabra en veintiún añosen el 101 de Pretoria Road. Una mujerque se abría de piernas ante cualquierhombre sobre la faz de la tierra siemprey cuando tuviera el bolsillo lleno dedinero. Era sencillamente impensable,una asquerosidad.

A estas alturas a Arthur se le habíapuesto la cara de un blanco espectral. Elvaso de cerveza le tembló connerviosismo en la mano cuando hizo un

vano intento de mostrarse sereno. Elsargento Thompson le respondió a lamadame.

—No, gracias, encanto —dijo en untosco acento de Derbyshire que a lamadame tuvo que costarle trabajodesentrañar—. Tengo todo lo quenecesito en casa.

Ella dirigió su atención haciaHorace, que estaba sumido en unsilencio pasmado. El sargentoThompson y Arthur también lo mirarondesde el otro lado de la mesa. Arthurlanzó una risa nerviosa y negó con lacabeza.

—¿Quién sería capaz de algo así?

—les preguntó a sus compañeros.Horace esbozó una sonrisa burlona,

le puso un puñado de francos en la manoa la madame y subió las escaleras dedos en dos.

No tuvo tiempo de elegir; lo agarrósin miramientos la mayor de las treschicas, una pelirroja esbelta y de pechoopulento llamada Collette, que no debíade tener más de veinticinco años. Lollevó hasta una habitación al final delpasillo, abrió la puerta y lo hizo pasarde un empujón. Ella se quedó deespaldas a la puerta y se desvistió,dejando a la vista un corpiño rojo conmedias y ligueros a juego.

—Y ahora, inglés —le dijo con unasonrisa seductora—, es hora de queaverigües para qué utiliza la lengua unaseñora.

Conforme se acercaba sedesabrochó el corpiño, que cayó alsuelo dejando al descubierto sus pechos.Tendió la mano instintivamente hacia laentrepierna de Horace y con un giro demuñeca experto le desabrochó labragueta y le dejó los pantalones a laaltura de los tobillos. Su delicada manole apretó el pene ya erecto mientras seponía de rodillas. La muchacha tiró deél suavemente con la mano libre en elmomento en que las rodillas de Horace

cedían contra la cama. Cuando cayó deespaldas y notó la boca húmeda de lachica sobre su cuerpo, se tendió y ladejó hacer a mayor gloria de Inglaterra.

De regreso en el campo y en eldormitorio mientras se preparaban paraacostarse, Arthur y el sargentoThompson se burlaron de él y le tomaronel pelo sin cesar. A Horace no leimportó. Collette le había enseñadocosas que no creía posibles en las doshoras que había pasado en su compañíay había cumplido su promesa demostrarle para qué utiliza la lengua una

señora.Exactamente dos semanas después le

llegó la primera carta de Eva Bell.Horace la recibió con entusiasmo y seacomodó en la litera para saborear hastala última palabra. No sabía que su mejoramigo, Arthur Newbold, le había escritoa su novia la semana anterior. Horace nosabía que Jane Butler tenía una bocazadel tamaño del estuario del Humber.

La carta empezaba bien, seinteresaba por el alojamiento y lacomida y le preguntaba cuándo creía queentrarían en acción. Ya estabaformulando en sus pensamientos larespuesta a sus preguntas, con la idea de

redactar la carta esa misma noche,cuando pasó a la segunda página.

Lo sé todo respecto de tusindiscreciones con la prostitutafrancesa y, a decir verdad,Horace, estoy asqueada. Esperoque mereciera la pena. Noentiendo cómo puedes habercaído tan bajo, sobre tododespués de que yo me entregaraa ti de buen grado. Tus palabrasme parecen ahora vacías, tusactos, falsos y engañosos, y mepregunto si alguna vez podréllegar a perdonarte. A día de hoy

no creo que pueda volver aabrazarte.

Eva decía a continuación que cuandoHorace regresara a casa le cantaría lascuarenta. Horace no esperaba ese díacon ilusión, pero ni Horace Greasley niEva Bell sabían a la sazón cuántos añostendrían que transcurrir hasta que tuvieralugar ese encuentro.

3A mediados de mayo de 1940 dieronorden de entrar en acción al Segundo-Quinto Batallón de Leicester. Alemaniahabía invadido Francia, Bélgica y losPaíses Bajos. Neville Chamberlainhabía dimitido y Winston Churchillocupó el puesto de primer ministro delReino Unido.

El Tercer Reich avanzaba a marchasforzadas. Luxemburgo había sidoocupado y el general Guderian delcuerpo motorizado del ejército habíaabierto brecha en Francia por Sedán, undesastre estratégico para los aliados.

Churchill intentaba fortalecer el espíritudel país con su discurso de «sangre,esfuerzo, sudor y lágrimas». Rotterdamhabía sido arrasada por los bombardeosde la Luftwaffe, con el resultado demiles de muertes civiles, y el ejércitoholandés había capitulado. Churchillhizo una visita sorpresa a París y, parasu consternación, se encontró con que laresistencia francesa prácticamente habíacapitulado.

El Reino Unido resistíacompletamente solo en Europa.

Únicamente se oía el lento retumbodel camión de cuatro toneladas cargadode tropas; sus ocupantes estaban en

silencio. Había rumores sin contrastarde que los alemanes habían rebasado laLínea Maginot y avanzaban por Francia.La Línea Maginot estaba constituida porfortificaciones de hormigón, obstáculosantitanque, casernas de artillería y nidosde ametralladoras, y se habíaestablecido durante la Primera GuerraMundial. Estaba diseñada para repelercualquier ataque de los alemanes y seconsideraba impenetrable.

El sargento mayor Aberfield habíanegado el rumor y aseguraba que la línease mantenía firme. Había dicho que elbatallón iba camino de Bélgica pararecibir a los teutones. Horace le había

preguntado a su sargento, luego a unteniente de alto rango y después alsargento mayor Aberfield cómo iba laguerra y adonde se dirigían exactamente.Cada vez había recibido una respuestadiferente y tenía la sensación de quenadie lo sabía a ciencia cierta.

Horace tenía entre las manos unesquema toscamente dibujado a partir deun mapa del norte de Francia que poseíasu sección de veintinueve hombres. Erapropiedad del sargento mayor Aberfield,que lo había dejado desatendidomientras cenaba la víspera. Horace lobosquejó a lápiz y anotó la ciudad deLille y la región de Lorena, así como

algunos pueblecillos de la región deAlsacia. Sombreó minuciosamente lasfronteras de Bélgica y Luxemburgo yhabía trazado su avance conforme ibancruzando pueblos y ciudades.

Así que ahora estaba más queperplejo.

Poco antes habían pasado porCaudry y, según suponía, hacia Hirsonen dirección a la frontera con Bélgica yLuxemburgo. Para su sorpresa, habíandado la vuelta y se habían dirigido haciael norte y ahora, en la ciudad deHautmont, a cuarenta kilómetros escasosde la frontera belga, el convoy se habíadetenido y luego habían ordenado a los

hombres que se apearan a echar uncigarrillo rápido y orinar. Variosoficiales se habían reunido y charlabaninclinados sobre un mapa de grandesdimensiones extendido en el suelo. Elsargento mayor Aberfield se irguió yseñaló el mapa con una vara. Horace noalcanzó a oír bien lo que decía.

Regresaron todos al camión y elconductor giró hacia el oeste endirección a Cambrai. Horace sostuvo elesquema apoyado en las rodillas, y lasmanos empezaron a temblarle cuandocayó en la cuenta de la horriblerealidad.

El batallón había dado media vuelta;

se batían en retirada.Una hora después el camión se

detuvo y ordenaron a las tropas quevolvieran a bajar. Fue como si lasección entera lo hubiese oído al mismotiempo: estaba muy claro, un instantedespués de que el motor del camiónhubiera renqueado hasta pararse.Disparos.

Disparos y proyectiles de artillería;el sonido llegaba a lomos del viento delEste. Era difícil decir con exactitud aqué distancia quedaba el ruido, tal vez atres o cuatro kilómetros. Horace sonrióal tiempo que una descarga deadrenalina le provocaba un

estremecimiento que le recorrió todo elespinazo, y se sintió preparado. Nuncahabía estado tan seguro de nada en suvida. Al fin parecía que iba a ver unpoco de acción.

Se habían detenido en la cunetacerca de un área boscosa. El camión enel que iba Horace había entrado por uncortafuegos en el bosque y recorridocerca de medio kilómetro. El resto delconvoy se había marchado. Estabanaislados, listos para alguna clase derefriega, aunque no sabían de quéíndole. Horace lo percibió, al igual quealgunos otros hombres que se habíansumido en un abatimiento extraño.

Aberfield estaba a cubierto de losárboles dando caladas a un pitillo condedos temblorosos. Tenía la cara de unapalidez cadavérica, como un muertoviviente.

Horace había recibido instruccionesde encaramarse al techo de lona delcamión de cuatro toneladas con un fusilametrallador Bren. El cabo le habíadicho que merodeaba por allí un aviónde reconocimiento alemán. La tarea deHorace consistía en derribarlo con unaráfaga continua del fusil ametrallador.El resto de los hombres se ubicaron entorno al camión, preparados con susfusiles Enfield 303.

«Eres el mejor tirador, Greasley», ledijo el cabo a modo de explicacióncuando Horace se subió al techo y quedóa cargo del fusil ametrallador Bren.Horace no necesitaba ningunajustificación: estaba listo. De hecho, nopodría haber estado más entusiasmado.

Permaneció tendido boca arribaencima de la tensa lona durante casi doshoras. Había quitado el seguro del Breny tenía el dedo en el gatillo con el armaapuntando al cielo. Un par de veces lepareció oír el zumbido de un motor deavión a lo lejos, pero para su decepciónse había desvanecido.

—¡Baja, Greasley! —le gritó el

cabo—. Ya llevas bastante rato ahíarriba.

—Estoy bien, cabo, no he estadomejor en toda mi vida. Voy a…

—Mueve el culo cuando te lo digo,Greasley. Dos horas ahí arriba,concentrado, es más que suficiente.Venga, no tenemos todo el día.

—Pero, cabo, yo…—¡Es una orden, joder!Otro joven recluta subía al techo del

vehículo con aire de que no le hacíaninguna gracia. Horace sonrió altenderle una mano para ayudarlo atrepar.

—Me parece que te va a tocar la

parte más divertida, Cloughie.El otro no respondió; parecía

aterrado.

El soldado Clough no llevaba más dediez minutos en el techo cuando oyeronel ruido inconfundible de un avión quese aproximaba desde el oeste. ElMesserschmitt ME 210 estaba enpatrulla de reconocimiento con la misiónde observar los movimientos de lastropas aliadas y luego informar sobreellos. Aun así iba equipado con cuatrocañones de veinte milímetros y unartillero instalado en la cola del avión

con ametralladoras MG 131 listas paraabrir fuego. El piloto se puso encontacto por radio con el artillero decola: estaban a punto de correrse unabuena juerga.

El avión se ladeó bruscamentecuando el piloto apoyó ambos pulgaresen los botones situados en la partesuperior de la palanca de control. Hizodescender el aparato otros cien pies oasí y lo alineó con el cortafuegos enmitad del bosque como si se aproximaraa una larga pista de aterrizaje para tomartierra. Iba a ser fácil: se cargaría unoscuantos cerdos ingleses y volvería acasa a tiempo para cenar.

Horace tuvo que reconocer que lavisión del aparato bramando hacia ellosa menos de ochenta pies del suelo eraaterradora. El ruido se hizoensordecedor cuando el avión aceleróhacia el camión al descubierto. Lamayoría de la sección se había puesto asalvo en el bosque; alguno que otrodisparaba su arma, aunque sin esperanzade alcanzar nada a través de las ramasde los árboles. Horace era el único en elclaro, con la culata del fusil 303apoyada en el hombro, disparandocontra las hélices del avión con losdientes bien apretados. En cualquiermomento el Bren lanzaría una andanada

de disparos y el avión caería derribado.Y entonces la oyó. Una ráfaga deametralladora, y luego otra, y otra más.Fue como música para sus oídos. Unsonido maravilloso, pensó Horace, quesintió envidia del hombre que estabaencima del camión de cuatro toneladas.

Ahora más cerca incluso, Horaceesperaba ver un penacho de humo, unaexplosión en el cielo. Pero para horrorsuyo, en una décima de segundo se diocuenta de que los disparos no procedíandel Bren que había encima del camiónsino de las ametralladoras del avión.Veinte metros más allá las balaspenetraron en la tierra con un golpeteo

seco, levantando nubecillas de polvo.Horace estaba directamente en sutrayectoria. Cada vez se acercaban más,como la muerte en cámara lenta.

No tuvo tiempo de pensar, laadrenalina lo proyectó hacia delante y elfusil se le hincó hasta tal punto en elhombro que le causó un intenso dolor.Las dos hileras de balas desgarraron eltecho del camión y los proyectilespasaron zumbando junto a sus oídos. Yentonces se hizo la oscuridad provocadapor un dolor agudo en el cráneo que lehizo perder el conocimiento.

Horace no se sintió mejor cuandounos segundos más tarde volvió en sí y

averiguó, por boca de los demás, lo quehabía ocurrido. Un médico le habíavendado un profundo corte en la frente ytenía en la cabeza un hematoma deltamaño de un huevo. Un instinto desupervivencia en estado puro lo habíahecho lanzarse debajo del vehículo en elúltimo momento, y se había golpeado lacabeza con la barra de hierro quesujetaba la rueda de repuesto. Habíaestado a punto de morir: una bala leatravesó los pantalones y no le habíaalcanzado la pierna por una fracción demilímetro.

Había mirado a la muerte a los ojos.De hecho, le había metido un buen golpe

en los morros. Tenía derecho a estarconmocionado, aturdido incluso.Merecía estar eufórico por haber salidocon vida, y encantado con los elogiosque le estaban dispensando sus colegasuno tras otro. Hasta Aberfield le habíadado unas palmadas en la espalda ymascullado unas palabras defelicitación.

Pero todo lo que sentía eradecepción. El hombre en quien habíaconfiado era el soldado Clough, que ibaarmado con un fusil ametrallador Bren.El Bren podía disparar doscientosproyectiles por minuto y el soldadoClough no había apretado el gatillo ni

una vez. Mientras Horace Greasleyestaba solo en el claro del bosquedisparando contra el Messerschmitt encuanto se había hecho visible, BillClough bajó de un salto al suelo en unfluido movimiento y huyó como unconejo asustado hacia lo más profundodel bosque. Y Horace se habíaenfrentado a la impresionante potenciade fuego del Messerschmitt a solas.Horace, con un fusil de repetición,contra un avión armado y dotado de unartillero de cola capaz de hacer pedazosa un hombre en cuestión de segundos.

Había tenido suerte, de eso no cabíaduda. Pero si había permanecido allí era

porque se creía protegido por sucompañero.

Le dijo al sargento que mantuviera aBill Clough fuera de su vista unos días.

La sección entera había subido denuevo al camión y a Horace se lepermitió ir en la cabina. A Aberfield lepareció que no sería bueno para lamoral de la tropa que Horace empezaraa arremeter de pronto contra uno de suscamaradas.

Oía retazos de la conversación deAberfield con el conductor, aunque lamayor parte del tiempo sencillamentecontemplaba los campos. Ringleras demaíz amarillo bailaban una melodía

interpretada por el viento. De vez encuando reparaba en otro letrero que leindicaba que seguían en retirada. Nodebería ser así, pensó, mientrasrecordaba las arengas que habíaescuchado en la antigua sede del campode criquet en Leicester. Los valientesdel Segundo-Quinto Batallón deLeicester no debían correr a esconderse;no era eso lo que había oído por bocadel oficial cuando describía la gloriosahistoria del regimiento. Y tampocodebía haber un cobarde entre sus filas,porque Bill Clough no era más que eso.¿Cómo podía haber hecho algo así?

Horace se pasó la mano por el

vendaje de la cabeza. El médico estabaen lo cierto, la hinchazón había bajado,pero tenía un dolor de mil demonios.Una hora después se detuvieron a orillasde un río y Aberfield ordenó a las tropasque se apearan. Se encontraban a lasafueras de Hautmont junto al río Sambre.Un viejo puente de piedra cruzaba el ríopor allí, y mientras los soldadostomaban posiciones en la ribera oeste,Aberfield les dio sus órdenes:

—El puente tiene gran importanciaestratégica, soldados, y tenemos buenasrazones para creer que los alemanesintentarán cruzarlo muy pronto. —Aberfield volvía a lucir su máscara

blanca; las palabras le salíanentrecortadas—. Una patrulla alemanaviene de camino. Disponemos de unashoras, según nos han informado, así quecavad trincheras y camuflaos.

Horace y sus compañeros estuvieronatrincherados dos días con sus noches.Se turnaban para dormir unas horas conlos fusiles bien a mano. Los Bren seapostaron en un montículo cubierto dehierba, a cargo de los dos muchachosmás veteranos de la sección. Aberfieldbrillaba por su ausencia. Había optadopor ocupar una posición en el perímetrode la población junto con el operador deradio. Hacia mediodía de la segunda

jornada, Aberfield y un sargentovolvieron con una docena de hogazas depan francés y una tetera con lechecaliente. Los hombres comieron ybebieron con voracidad. Era lo primeroque se llevaban a la boca en casi tresdías. La cocina de campaña del batallónse había desgajado de la compañía ynadie sabía dónde estaba.

Eran las seis de la tarde del segundodía y de pronto cambió el ánimo de losoficiales al mando. La tensión en elambiente alcanzó unos niveles inauditoscuando les informaron que una patrullaalemana estaba a unos minutos escasosdel puente. Horace se arregló el

camuflaje bien ceñido a la cabeza y sellevó la culata, del fusil al hombro.Controló la respiración y escuchó alsargento explicarles que sólo debíanabrir fuego cuando lo hiciera él.

Horace permaneció tan quieto comole fue posible. Era consciente de unsilencio raro. Las armas que habíanresonado a lo lejos y el rumor deltráfico de la población, que se oía detanto en tanto traído por el viento,parecían haber quedado congelados enun extraño y silencioso túnel del tiempo.Hasta los pájaros habían dejado decantar como si de alguna maneraestuvieran al tanto.

Apenas diez minutos despuésHorace vio al primer alemán acercarseal puente con cautela. La informaciónera correcta: por fin parecía que alguiendel bando aliado estaba haciendo algobien. Acercó el dedo al gatillo mientrasalineaba lentamente la mira en V delfusil con el pecho del soldado enemigoque daba sus primeros y vacilantespasos sobre el puente. Aparecieronentonces cinco o seis alemanes más.Horace notó que se le formaban en lafrente gotas de sudor. Estaba a punto dematar a otro ser humano. Ahora ya nohabía marcha atrás.

El que abría la marcha estaba ya

hacia la mitad del puente. Lo seguía almenos una docena de nerviososcompañeros. Sin aviso previo resonó undisparo a su espalda y la cabeza delsoldado explotó como una naranja.Mientras se desplomaba, una finaneblina roja permaneció extrañamentesuspendida sobre él. Una descargacerrada de disparos se cernió sobre lapatrulla en el momento en que Horaceapuntaba al segundo soldado. Apretó elgatillo, el retroceso del fusil le golpeóel hombro al efectuar la descarga y elhombre cayó como un saco de patatashacia el antepecho del puente. El instintose apoderó de él; no tuvo tiempo de

pensar en lo absurdo de la guerra ni enla familia de aquel joven en Berlín,Munich o Hanover, en cómoreaccionarían cuando les comunicasenque su padre, su hijo, su hermano habíasido asesinado en defensa de la madrepatria. Derribó al menos a otros dos ymetió dos balas más en un cuerpoagonizante que hacía un último esfuerzopor recuperar su fusil en la plataformadel puente. Los Bren remataron untrabajo bien hecho. Horace se sintiócuriosamente eufórico. Había cumplidocon su deber sin vacilar. Algunoshombres empezaron a lanzar gritos dealegría. Horace guardó silencio.

El sargento mayor dio instruccionesa Horace y otros tres miembros de lasección de infantería británica de queaseguraran el puente, expresión militarque significaba que comprobasen quelos alemanes estaban muertos. Horaceabrió camino hasta el puenteacompañado de Ernie Mountain, FredBryson y el jefe de sección CharlieSmith. El corazón le latía con tantafuerza debido a una mezcla deadrenalina y, naturalmente, miedo, queestaba convencido de que suscompañeros podían oírlo. Llegó a lamitad del puente, donde el primeralemán yacía boca abajo. No era

insólito que un hombre herido oagonizante estuviera aferrado a unagranada cebada, decidido a suicidarsehaciéndose saltar por los aires junto conunos cuantos enemigos cercanos. Horacehabía oído historias de alemanesmuertos que volvían milagrosamente a lavida y se cargaban a media docena deincautos soldados aliados. Estabadecidido a cumplir con su cometido y nopensaba bajar la guardia hasta que sehubiera confirmado la muerte de todos ycada uno de los alemanes quepermanecían tendidos en el puente,ensangrentados e inmóviles.

Volvió la vista por encima del

hombro. El resto de la sección habíapermanecido en su lugar, apuntando consus fusiles hacia el puente. Confiaba enque fuesen tan buenos tiradores como él,porque acababa de percatarse de queahora su propio cuerpo estaba en sulínea de fuego. Sus tres colegas y éltomaron posiciones cuando llegaron a laaltura del primer cadáver, con el fusil deLee Enfield apuntando ya a la cabeza delcabo alemán. Horace apoyó su arma enel antepecho del puente, se arrodilló ycomprobó la respiración del alemán, omás bien la ausencia de la misma.Durante su lento avance por el puente nohabía quitado ojo del cadáver en ningún

momento. Nadie era capaz de aguantarla respiración durante tanto tiempo,pensó Horace. Con una mano agarró alsoldado por el hombro del uniforme ycon la otra por la solapa de la casaca.Poco a poco, pero con gesto firme,retrocedió, hasta que el cadáver delalemán quedó expuesto a los fusiles delos tres hombres.

«Limpio», se oyó, y Horace soltó unsuspiro de alivio. Se iban turnandoconforme avanzaban por el puente,inspeccionando con cuidado cadacuerpo. Habían tenido buena puntería.No quedaba vivo ningún alemán. Ahorasus colegas sonreían, relajándose

visiblemente a medida que sedictaminaba la muerte de cada uno delos soldados alemanes. Jóvenes. Dedieciocho, diecinueve años. Muchachos.

Se acercaron al último cuerpo. Fueallí, en el extremo opuesto del puentedonde ocurrió algo extraordinario. Eraotra vez el turno de Horace, le tocaba aél darle la vuelta al cadáver mientras losdemás se mantenían a la distanciahabitual, con los fusiles preparados. Elsoldado alemán estaba tendido encimade un charco carmesí. Salpicaban lapared del puente fragmentos de cráneo,tejido y cerebro. Horace no se tomósiquiera el tiempo necesario para

comprobar la respiración del hombre.Estaba a todas luces muerto y su cuerpoyacía grotescamente retorcido en unaposición forzada, boca abajo en supropia sangre caliente. Horace searrodilló, procurando evitar el charcopegajoso y humeante. Cumplió con lasformalidades.

—Limpio —gritó.—¿Qué es eso?Horace se puso en pie y vio que el

jefe de sección señalaba el vientre delmuerto.

—Es un cinturón con algo escrito. —El soldado se inclinó para mirar de máscerca mientras el resto de los hombres

bajaba los fusiles. Escudriñó la leyenda.—Gott ist mit uns —deletreó

lentamente.—¿Qué significa? —preguntó

Horace, y miró a Ernie Mountain, quechapurreaba el alemán.

Ernie se quitó el casco y se rascó lafrente.

—Joder… —masculló—. A menosque me equivoque, significa «Dios estácon nosotros».

—Entonces, ¿a qué dios veneran? —preguntó el jefe de sección.

—Son cristianos —respondió Ernie.—Y una mierda. Son unos putos

cabrones, eso es lo que son.

Horace se sentó en el pequeñoantepecho del puente mientras laconversación continuaba. Los hombresse quedaron pasmados, genuinamenteasombrados cuando por fin llegaron a laconclusión de que los alemanes, losnazis, los boches veneraban al mismoDios que los ingleses.

Horace sacudió la cabeza. Nunca selo había planteado. Habían leído laprensa, escuchado la radio y visto losnoticiarios de Pathé en los cines del paísentero. Ésa nación, esos hombres, lossoldados y los miembros de las SSparecían decididos a conquistar elmundo, empeñados en la limpieza étnica

y la erradicación de todo aquello que nocoincidiera con su ideología. Losalemanes parecían ir en contra de todolo que predicaba la Biblia, y, sinembargo, ahí mismo tenían la prueba deque los alemanes también veneraban alSeñor. Al mismo Señor, Jesucristo,Dios, el jefazo, la misma figura que loshombres, mujeres y niños de Inglaterra.

Se quedó mirando las caras de suscompañeros, que estaban anonadados.No eran religiosos, ni mucho menos,pero se habían educado en escuelas yhogares donde se rezaba por la mañanay por la noche antes de acostarse, y, quéduda cabe, habían asistido a catequesis.

—¿Dios habla alemán? —dijo Erniepara sí.

Horace se echó a reír.—Por lo visto. Y francés y ruso, y

también polaco.—Pero está de nuestra parte, no de

la suya —apuntó Fred Bryson con elentrecejo fruncido, y miró a suscamaradas como si alguno fuera aresolver el enigma allí mismo. Cuatrohombres. Cuatro hombres que hasta esedía no habían creído, no habíanimaginado siquiera que un alemánpudiera venerar a Nuestro Señor, eranincapaces de creer que habíanencontrado una prueba fehaciente como

el cinturón con el que se acababan detopar.

Horace señaló el cadáver.—A ese pobre cabrón no le ha

servido de mucho, ¿eh? Probablementese creía invencible con ese cinturónpuesto, tal vez estaba convencido de quelo protegía.

—Pero el cura aseguró quenosotros… —dijo Fred.

—No vayas por ahí, Fred —lointerrumpió Horace—. Todo eso no esmás que un montón de patrañas, y ahoralo sabes. Piénsalo. Piensa en ellocuando reces esta noche.

Los hombres dieron media vuelta y

regresaron a paso cansino por el puentehacia su sección. Fred Bryson sedemoró un momento y le quitó elcinturón al soldado. Cuando volvía parasumarse a sus compañeros tiró elcinturón por la barandilla del puente alas aguas crecidas que corrían alláabajo. No sabía por qué, sencillamentele pareció lo más adecuado. Ése hombreno merecía ser enterrado con semejanteinscripción cristiana… y mucho menosen alemán.

Una hora después la sección quedefendía el puente fue relevada ytrasladada al extremo opuesto de laciudad, kilómetro y medio más allá.

Horace pensó primero en el hambreque le roía el estómago, y luego en elsueño que tenía. El sargento señaló unagranja de aspecto ruinoso en plenocampo a unos trescientos metros dedistancia.

—Podéis quedaros allí, muchachos.La han registrado y no está muy limpiapero hay un montón de camas y aguacorriente. Creo que el propietario selargó hace unas semanas cuando losalemanes empezaron a tensar losmúsculos.

—¿Hay algo que comer? —preguntóHorace.

El sargento sonrió.

—Seguro que eres capaz deencontrar algo, Jim. Hay alguna que otralata en los armarios y verduras en lahuerta. He visto unas gallinasmerodeando, si es que eres lo bastanterápido.

Fred se frotó el estómago y se pasóla lengua por los labios.

—Gallina y patatas asadas,muchachos. Qué bien suena.

—Y quizás un poco de vino pararegarlo… —Horace sonrió. Eraagradable pensarlo: quién sabe, tal vezhubiera una pequeña bodega y unacocina de petróleo para preparar lacomida, igual hasta cazuelas. Mientras

recorrían el camino bordeado de árbolesy sembrado de baches que llevaba hastael refugio, Horace oyó disparos deartillería a lo lejos. Quizá se equivocabapero parecían cada vez más cercanos.

El primer proyectil estalló sin aviso.Lo habían disparado desde el oeste losaliados franceses. La explosión, a menosde una treintena de metros, los hizo salirdespedidos. Horace lanzó un gruñido alestrellarse contra un árbol. Permaneciótendido y llamó a gritos al resto de lasección para preguntar si estaban todosbien.

Fred se incorporó y se puso derodillas.

—Me parece que están todos sanos ysalvos. No ha habido bajas.

—Agáchate, idiota —gritó Horacecuando el segundo proyectil silbó porencima de sus cabezas. Explotó sincausar daños detrás de la granja.Durante los veinte minutos siguientes lasección de vanguardia del Segundo-Quinto Batallón de Leicesterpermaneció tendida boca abajo en tierrafrancesa mientras les llovían proyectilesde artillería. Aberfield confirmó que losproyectiles procedían de las líneasfrancesas. Fuego amigo. La expresión sehabía acuñado en la Primera GuerraMundial. Generales de una

incompetencia supina que dirigían elfuego sobre un área donde estaban suspropias tropas. Problemas decomunicación, militares de gatillo fácil,fuego amigo. ¿No sería irónico que todala sección fuera aniquilada precisamentepor el país que habían ido a defender?

Los hombres no podían hacer nada;su suerte estaba en manos de los aliados.Los árboles quedaban reducidos aastillas, los campos y bosques todoalrededor eran azotados sin cesar. Elruido resultaba insoportable y Horace seencogía al oír el silbido de cadaproyectil en lo alto, preguntándose sialguno llevaría inscrito en su carcasa el

nombre de Horace Greasley. Era lo máscerca que había estado nunca de morir, yel inmenso poder de destrucción de losgrandes cañones lo aterraba. Nunca lohabía experimentado de cerca. Habíavisto algún vehículo destruido y,naturalmente, las imágenes de losnoticiarios de Pathé, pero nada podíaprepararlo para la inmensa potenciadestructiva de la que estaba siendotestigo. Aberfield estaba tumbadodelante de él y se tapaba la cabeza conlas manos. Horace buscó la protecciónde un tronco de árbol. Suponía que unárbol centenario absorbería la mayorparte de la onda expansiva de un

proyectil que explotara al otro lado.Hasta el último hombre de la secciónestaba tan acurrucado como podía ointentaba fundirse con los contornos delterreno mientras rezaba para que todoacabase pronto.

Y entonces llegó: el proyectil quellevaba escrito el nombre de Greasley.

Horace oyó un tenue zumbido a lolejos; la boca se le quedó seca alinstante y, cuando el zumbido seconvirtió en silbido, se tornó másestruendoso que cualquier otra cosa quehubiera oído en su vida. Los demáshombres también lo notaron. El proyectilse dirigía hacia ellos.

«¡A cubierto!», gritó alguien detrásde él cuando el silbido estaba máscerca. El ruido era insoportable; elproyectil estaba justo encima e ibadirecto hacia ellos. Horace se cubrió lacabeza y pidió clemencia entremaldiciones en el momento en que elproyectil estallaba en medio del camino.Horace recordaría el ruido de laexplosión mientras una inmensa bola defuego se alzaba unos diez metros en elaire y luego, una fracción de segundodespués: oscuridad.

Lo primero que oyó Horace fuerongemidos. No tenía idea de cuánto ratohabía pasado. Todo estaba en silencio

salvo por unos pájaros que trinaban.Otra vez esos pájaros, pensó Horace.¿Cómo saben cuándo empezar a cantar?¿Cómo saben cuándo parar?

La mayoría de los hombres estaba enpie. Algunos atendían a sus camaradasalcanzados por la metralla y vendabanheridas de cabeza y algún que otro huesoroto. No había nadie inmóvil en el suelo,al menos hasta donde alcanzaba a ver él.Milagrosamente todos habíansobrevivido. Lo habían conseguido.

Intentó ponerse de pie. Le fueimposible. Lo intentó de nuevoincorporando el cuerpo desde lascaderas, y notó una sensación de calor

en la parte inferior de la espalda alintentar levantar el trasero.

Nada.No podía moverse. Tenía la espalda

inmovilizada, como si un peso inmensolo aplastara. Las cartucheras se leclavaban en el pecho. Su peor pesadilla,la espalda rota, toda la vida en silla deruedas. Pero de alguna manera tuvo lasensación de que no era así. Tenía laespalda bien. Meneó los dedos de lospies. Bien. Dobló la pierna izquierdapor la rodilla para presionarse una nalgacon el talón. Funcionaba perfectamente.El cerebro había transmitido la señal alo largo de toda la columna dorsal y la

pierna había obedecido la orden. Aunasí seguía asustado.

—Ayúdame, Fred, no me puedomover. Su compañero se acercó hastadonde estaba Horace y se quedóboquiabierto.

—Joder, Jim, qué suerte has tenido.—¿Suerte? ¿Qué dices?Fred tendió una mano que Horace se

apresuró a estrechar y Fred lo sacó dedebajo del árbol caído. Un pedazo decarcasa de proyectil de más de doscentímetros de grosor, del tamaño deuna rueda de coche, casi había partido elárbol en dos, incrustándose cerca de unpalmo en el tronco. El pedazo de metal

rojo candente que sobresalía habíapenetrado en el árbol en paralelo a laespalda de Horace, apenas un centímetropor encima de la misma. Era ese pedazode metralla francés lo que había dejadoa Horace temporalmente inmovilizado.Fred meneó la cabeza con incredulidad.

—Cinco centímetros más abajo, Jim,y te corta por la mitad.

Horace cobró conciencia entoncesde la enormidad de la situación, lo cercaque había estado de morir, y empezó acostarle trabajo respirar. Permanecióunos minutos sentado en silencio,mirando el árbol partido y el trozo decarcasa. Se quitó la pretina y se masajeó

instintivamente la zona de los riñones.Había estado muy cerca, de eso no cabíaduda. Respiró hondo y se puso en pie. Eldrama había tocado a su fin, era hora derelegarlo al olvido y pensar encuestiones más importantes, como lacomida.

Veintinueve hombres agradecieronla perspectiva de una noche de sueñocasi ininterrumpido bajo un techo firmepor primera vez en una semana, y todosse durmieron con el estómago lleno.Habían compartido entre todos un par degallinas que se las habían arreglado paracazar y cocinar. Disponían de huevos enabundancia y el festín había empezado

con un plato de ensalada de huevo,aunque sin mayonesa, sustituida porcebollas y tomates troceados de lahuerta. El segundo plato era una especiede estofado de gallina. Echaron a uncaldero enorme varias latas sin etiquetarde alubias verdes junto con la gallina,sal, pimienta y maíz tierno. Unsuministro ilimitado de patatas hervidasllenó a más no poder el estómago de loshombres, y aunque no se las arreglaronpara dar con una bodega, el agua frescade un pozo en la parte de atrás de lacasa les supo mejor que cualquier otrabebida imaginable. Horace concilio elsueño saciado. Era asombroso el efecto

que tenía sobre la moral un estómagolleno. Y recordó la expresión de ungeneral francés de otros tiempos: «Unejército avanza al ritmo de suestómago».

Eran en torno a las seis de la mañanacuando despertó. No sabía qué lo habíadespertado primero: pensar en máscomida, el ágil cuerpo de Eva o elestruendo de disparos de artillería aescasos kilómetros de allí, a juzgar porel sonido.

Afuera, el sargento mayor Aberfieldescudriñaba los maizales hacia el estejunto con un cabo y dos o tres hombres.Los topetazos sordos de los disparos

venían acompañados de penachos dehumo a lo lejos. Los tallos de maíz semecían suavemente impulsados por labrisa, un mar oscilante de color verde yamarillo que bailaba la canción delviento.

Pero entonces notaron algo extraño.El maizal se movía pero de una

manera desacompasada, ya no iba deaquí para allá como en oleadas sino que,bueno, se sacudía. Un fogonazo gris.Aberfield también lo había detectado yseñaló boquiabierto los cascos queempezaban a asomar. Los hombres sequedaron de piedra un par de segundosal hacerse visibles los torsos de al

menos una docena de soldados.Avanzaban en línea recta sin intentarsiquiera ocultarse.

—¡Joder! —gritó el cabo Graham,que salió corriendo hacia la granja enbusca de su fusil.

Horace no cedió al pánico; sabíaexactamente qué hacer. El fusilametrallador Bren estaba apostado,aunque sin nadie a su cargo, a laspuertas de un pequeño granero a unosveinte metros, y por pura casualidad seencontraba cargado y apuntando en ladirección adecuada. ¿Qué se traían losalemanes entre manos? Eliminaría a lamayor parte antes de que se dieran

cuenta de lo que pasaba. Cubrió losveinte metros como un velocistaolímpico seguido de cerca por Aberfieldy aferró el trípode del arma.

—Quita las manos del Bren —dijoAberfield, que apuntó a Horace a la siencon su revólver.

Aquello no estaba ocurriendo…, nopodía estar ocurriendo.

—Quita las manos del arma —repitió.

—¿Qué hace, señor, por el amor deDios? ¡Son un blanco perfecto! —gritóHorace, que sacudió la cabeza, incapazde entender lo que estaba empezando aponerse de manifiesto.

Al sargento mayor le temblaba elrevólver en la mano derecha y Horaceno tenía la menor duda de que teníaintención de apretar el gatillo. Aberfieldmetió la mano izquierda en el bolsillo ysacó lentamente un pañuelo blanco.

—¡No! —aulló Horace—. No…El sargento mayor Aberfield

mantuvo en alto el pañuelo azotado porel viento y no cruzaron un solo disparoentre la sección del Segundo-QuintoBatallón de Leicester y la avanzadilladel 154 Regimiento de la infanteríaalemana.

Horace no había estado tan abatido en suvida como cuando llegaron a Cambrai.Los pies le dolían, le rugían las tripas ypensaba en su familia allá en casa. Seacordaba de aquel día de Navidad y delpetirrojo, se acordaba de sus trinos y delos largos y cálidos veranos y del olor apan recién horneado y la hierba estivalhúmeda. Estaba absorto en suspensamientos, intentandodesesperadamente alejar la mente delinfierno que tenía ante sus ojos.

Al menos diez mil prisionerosaliados abarrotaban la plaza de la

ciudad medieval rodeados por guardiasalemanes. Estaba anocheciendo; el cielose veía gris y sombrío. Los rostros delos prisioneros reflejaban tristeza: sehabía esfumado toda esperanza, estabanhermanados en la desgracia. Unosestaban ensangrentados y heridos, otrosa todas luces agonizaban en pie. Entreellos había ciudadanos franceses,convencidos por las fuerzas deocupación para que se rindieran sinofrecer resistencia, gesto que seríapremiado con empleos en fábricas demunición alemanas.

Habían renunciado a su país sinabrir fuego apenas.

A Horace le sobrecogió la magnitudde la presencia alemana, sus vehículosrelucientes y en perfecto estado, muysuperiores a aquellos en los que habíarecorrido Francia su sección. Estabanmejor equipados, tenían uniformes demejor calidad y habían montado unacocina de campaña a la entrada de laplaza en la que repartían salchichas, pany tazas de café humeante a soldados derostro risueño y bien alimentado.Estaban organizados, curtidos en batallay dotados de mayor experiencia.

Y además tenían una actitud brutal einsensibilizada.

Dieron instrucciones a todos los

prisioneros de guerra de que setumbaran allí donde estuviesen de cara apasar la noche. Sin tiendas, ni cabañas,ni siquiera una manta, sólo los uniformesque llevaban puestos. Un soldadoalemán arremetió contra un pobredesgraciado que tardaba en cumplir laorden. Lo sacaron a rastras del gruesode los prisioneros y media docena deguardias lo atacaron con las culatas desus fusiles. El furioso ataque no durómás de medio minuto en el que lostremendos golpetazos de los fusiles leabrieron la cabeza y vertieron su sangresobre los adoquines ya húmedos de laplaza. El hombre, aturdido, a duras

penas consciente, miró al oficialplantado a su lado. Suplicó con ojosllenos de terror. Sabía la suerte que leesperaba. El oficial alemán sonrió ysacó la pistola de una funda de cueroque llevaba al cinto. Apuntó a la cabezadel prisionero. En un acto de crueldaddesenfrenada demoró la inevitableejecución. El hombre rogó y suplicó ynegó con la cabeza y las lágrimas leresbalaron por las mejillas durantemedio minuto mientras yacía dolorido yensangrentado en el suelo. Entoncesdesapareció la sonrisa del oficial, quedio un paso adelante. Horace cerró losojos una fracción de segundo antes de

que sonara el disparo y cuando los abrióel hombre estaba inmóvil con la cuencadel ojo convertida en un agujero vacío yensangrentado.

Poco después de que el reloj de laciudad diera las doce empezó a llover.Como si la situación no fuera ya bastantemala, pensó Horace. En cuestión de unahora yacía tembloroso bajo el frío cielonocturno, empapado de la cabeza a lospies. Horace, cosa increíble, durmió lanoche entera, pero despertó a la mañanasiguiente en medio de un canal de aguaprocedente de las calles quedesembocaban en la plaza.

El reloj dio las siete y resonó una

serie de descargas de la pistola de unoficial. La plaza entera como un solohombre entendió que los disparos eranuna orden de ponerse en pie. Algunos nolo consiguieron; habían muerto deresultas de heridas sin tratar. Otrossiguieron durmiendo pese al ruido,debido al puro agotamiento físico. Unosguardias más entusiastas de la cuenta losejecutaron sin miramientos, como si setratara de una suerte de extraña cacería.

Un oficial de las SS apareció en lasescaleras del ayuntamiento.

—La guerra ha terminado paravosotros —gritó—. Sois prisioneros deguerra, prisioneros de la gloriosa nación

alemana.Divagó durante diez minutos,

disfrutando de su poder sobre las masashacinadas, pero Horace no alcanzó a oírlo que decía: estaba pensando en beiconcrujiente y pan frito, un huevo pasadopor agua y té caliente y bien dulce. Elaroma inconfundible a salchichas alfuego se propagaba por la plazamientras una fila de al menos cincuentaguardias esperaba pacientemente surancho matinal. Fumaban, reían yhablaban como si no tuviesen la menorpreocupación.

Ernie Mountain había dormido juntoa su amigo para tener un poco de abrigo

y los dos muchachos de Ibstockhablaban mientras el sol de primera horade la mañana, en combinación con sucalor corporal, empezaba a deshelarleslos huesos. Un poco después empezó abrotar vapor de los uniformes de diezmil almas en pena dando lugar a unextraño espectáculo. Los guardiasalemanes estaban a las entradas de loscomercios y en las escaleras delayuntamiento, sonreían y señalaban a losmillares de prisioneros, que humeabancomo si ardieran a fuego lento y fueran aestallar en llamas en cualquier instante.

—Fíjate en esos cabrones —dijoErnie, que tiró de la manga del uniforme

mojado a Horace. Señalaba un grupo deprisioneros franceses que estabanalimentándose con las provisiones deuna pequeña maleta de cuero. Estabansentados en un terraplén cerca de laplaza.

—Vaya hambre tienen esos capullos,¿eh, Horace?

Horace asintió.Los prisioneros franceses habían

tenido tiempo de prepararse para sureclusión y naturalmente se habíanaprovisionado de lo más básico. Comíanbaguettes con embutido y queso; unhombre masticaba una chocolatina.

—¿Crees que lo compartirán con

nosotros, Ernie?—Ni de coña. Están agazapados en

torno a la comida como una manada delobos.

Horace empezó a idear un plan. Porprimera vez en su vida iba a convertirseen ladrón.

Le puso una mano en el hombro aErnie.

—Ernie, amigo mío, estamos a puntode desayunar un poco.

—¿Cómo?—Voy a ver si rapiño algo; tu

trabajo, señor Mountain, consiste endetener a cualquier gabacho que mesiga. Me esconderé entre el gentío con

lo que pueda pillar y me reuniré contigomás tarde.

—No, Horace, pedazo de tarado, tepegarán un tiro.

Horace señaló la cocina decampaña.

—Están todos desayunando, colega.Estoy decidido. Ahora prepárate.Necesito meterme algo entre pecho yespalda.

Antes de que Ernie Mountainpudiera protestar, Horace se habíaadentrado en la masa de cuerpos y sehabía colocado en lo alto del terraplén amenos de un par de metros de losfranceses. No tuvo que esperar mucho, y

con un resultado excelente. Mediabaguette estaba pasando de mano enmano por el corro. Sin pensárselo dosveces, Horace cubrió la breve distanciacomo un rayo y le arrebató de las manosel botín a un francés pasmado. Saliócorriendo terraplén abajo como unlebrel y el francés se apresuró aseguirlo. Horace encorvó los hombros,localizó la inconfundible corpulencia deErnie Mountain y corrió hacia él.Cuando pasó junto a Ernie, el francés leestaba ganando terreno. El resto de susamigos se había puesto en pie y gritabapara llamar la atención de unosguardias.

«Voleur!», clamaban: ladrón.Ernie apretó los dientes y tendió el

brazo hacia el puente de la nariz delfrancés. Ni siquiera lanzó un golpe, sóloalargó el brazo rígido rematado en uninmenso puño. El impulso delperseguidor hizo el resto. Se oyó uncrujido repugnante cuando el huesochocó con hueso y las piernas delfrancés siguieron su trayectoria mientrassu cabeza se detenía en seco. Su cuerpoquedó suspendido en vertical duranteuna fracción de segundo para luegodesplomarse, desmayado. Ernie se diomedia vuelta mirando al cielo con airede inocencia mientras dos guardias

alemanes se abrían paso a culatazos defusil hasta el tumulto.

Los amigos del francés recogían delsuelo a su compañero, inconsciente yensangrentado.

«Au voleur! Voleur !», gritaron,señalando hacia el gentío.

Ernie los maldijo entre dientes yrezó para que no hubieran atrapado aHorace. Por fortuna los guardiasalemanes no parecían interesados enhacer justicia entre los prisioneros. Noexistía tal cosa, y abofetearon a algúnque otro francés sólo por diversión antesde volver a su desayuno. En cuestión dediez minutos Horace encontró a su

amigo y se enorgulleció al partir labaguette por la mitad.

Los dos soldados sonrieron mientrashincaban el diente al delicioso pan y losaboreaban.

Ernie dijo entre un bocado y elsiguiente:

—Horace, pedazo de idiota. Hasbirlado un bocadillo que no lleva unamierda dentro.

Horace abrió el pan y comprobó queestaba vacío. Tanto daba; sus estómagoslo apreciaron igualmente.

Dos horas después se pusieron enmarcha hacia las afueras del pueblorumbo al oeste. Por la «radio macuto»

de los prisioneros que tanta informaciónretransmitiría en años venideros serumoreaba que iniciaban una marcha dedos o tres días hasta la estación de trende Bruselas, en Bélgica, ocupada porlos nazis.

La radio clandestina habíatergiversado la información de formaespectacular. La marcha se prolongaríauna eternidad y se convertiría paraHorace en un viaje de ida y vuelta alinfierno.

4Los prisioneros eran un incordio. Lavida no valía nada; no eran nadie.Horace se apercibió de ello en cuanto lacolumna de prisioneros abandonóCambrai. Durante los primeros seis osiete kilómetros marcharon por lacarretera general que salía de la ciudad.La hilera de prisioneros aliados seprolongaba hasta donde alcanzaba lavista por la calzada. En un punto lacarretera descendía y se enderezaba yHorace pudo ver la vanguardia de lamarcha, trémula por efecto del calor deldía. La carretera estaba bordeada por

los altos árboles que NapoleónBonaparte había plantado para darsombra a sus tropas en movimiento.Horace lanzó un grito ahogado al versemejante inmensidad: la línea de almasen pena se prolongaba a lo largo de másde cuatro kilómetros.

Pasaban camiones y convoyesalemanes cada pocos minutos y lashordas de prisioneros eran empujadas aculatazos a las cunetas para permitirlesel paso. Los convoyes de tropasalemanas, tanquistas y conductoresjaleaban y se regodeaban y escupían alos pobres desafortunados indefensos.Un matón alemán con la cabeza rapada

iba cogido con una mano a una de lasbarras del techo de un camión. Llevabalos pantalones por los tobillos y con laotra mano se sujetaba el pene pararociar con un chorro de orina caliente alos prisioneros a sus pies. Sus amigos alfondo del camión se partían de risa,venga a señalar y gesticular. Horace seacordó de sus tiempos en la granja y sepreguntó cómo un ser humano podíarebajarse al nivel de los animales. En elinterior de Horace empezaba a tomarforma un odio que no había sentidonunca.

Ése mismo día sacaron de lacarretera a la columna de hombres

hambrientos y abatidos y los hicieronmarchar campo a través por la únicarazón de que congestionaban lascarreteras y estaban retrasando a lastropas del Tercer Reich que se dirigíanal oeste. A medida que se acercaba lanoche, el cielo azul adoptó una tonalidadmás oscura. Un leve viento enfrió el airenocturno y Horace sintió un hambre quele era desconocida. Los alemanesdebían de tener provisiones paraalimentar a los integrantes de la marcha,¿no?

Una hora después entraron con granestruendo en el campo varios camionesde gran tamaño. Horace lanzó un suspiro

de alivio cuando los vehículos giraron yvio cajas de comida y contenedores deagua, así como un inmenso montón dehogazas de pan en el remolque de uncamión. Como era de esperar, losguardias alemanes se turnaron parahacer cola pacientemente ante la miradade la muchedumbre sedienta y mediomuerta de hambre.

La esperanza se convirtió enansiedad y luego en decepción ydesesperación cuando aseguraron losvehículos y, uno tras otro, se marcharonal amparo de la oscuridad. Horace seacomodó de cara a la larga noche enciernes.

La marcha se reanudó al alba,aunque no sin antes permitirles sertestigos de otra comilona alemana que seconvirtió en una tortura para losprisioneros. El vapor brotaba de lastazas de café que sostenían mientrascomían huevos pasados por agua ybaguettes.

Durante tres días y tres nochessiguieron la misma rutina. ¿Qué se traíanlos alemanes entre manos? En la plazade Cambrai les habían dicho que iban aenviarlos a campos de trabajo yfábricas, pero ¿en qué condiciones seencontrarían cuando llegaran allí?

Los hombres comían cualquier cosa

que encontraran por el camino. Los ojosescudriñaban constantemente el terrenoen busca de alguna patata olvidada onabos medio podridos de la pasadacosecha de invierno. Hurtaban bayas delos setos y mascaban las raíces decualquier planta que encontraran,incluidas las de tubérculos reciénplantados. Era un sálvese quien pueda;había peleas entre hombres que sedisputaban una mazorca de maízdesechada o un escarabajo lo bastantedesafortunado como para cruzarse en elcamino de la marcha.

El cuarto día pasaron por elpueblecito de Cousoire. Una señal en el

centro de la población indicaba a losprisioneros que estaban a veintekilómetros de Bélgica.

Algunos habitantes del pueblo, sobretodo mujeres entradas en años,bordeaban la calle mirando con ojosincapaces de asimilar la interminablehilera de hombres que avanzaban a pasovacilante, hastiados y hambrientos hastala desesperación. Cuando Horace pasójunto a un grupo de tres ancianas detectóel gesto rápido de una mano. La másjoven del grupo, que debía de tener laedad de su propia madre, le tendió unamanzana, y su mirada se cruzó con la deél acompañada de una sonrisa.

Una manzana. Una dulce manzana.Horace le devolvió una tibia sonrisa

y alargó la mano para aceptar laofrenda. Había decidido partirla en trestrozos para los días venideros. Antes detocarla siquiera con la mano alcanzó asaborear el dulce jugo que contenía,sintió las papilas gustativas estallar ensu boca y la textura de la fruta almasticarla con voracidad.

Horace no llegó a paladear laexperiencia. Un joven soldado alemánhabía observado el incidente y sacó a laanciana a rastras por el cuello delvestido hasta mitad de la carretera. Deun culatazo le quitó a Horace de la mano

el obsequio, que salió rondando hacia elgentío. Una docena de manos sedisputaron el premio, propinándoseempujones y golpes mientras tresguardias alemanes se abrían paso entreel tumulto lanzando golpes de fusil ypatadas a cualquier cabeza que sepusiera en su camino. Horace yacía en elsuelo aferrándose la muñeca mientras lamujer lanzaba chillidos igual que uncerdo camino del matadero.

«Bâtard allemand!», insultó alsoldado, que la cogió por el pelo.

«Bâtard allemand!», gritó otra vez,y unos prisioneros se rieron delespectáculo que se desarrollaba ante sus

ojos, impresionados por el airedesafiante de la mujer y su lenguajesubido de tono.

Horace tenía unos conocimientos defrancés básicos, por no decir otra cosa,pero entendió exactamente lo que queríadecir la señora. El alemán la tiró alsuelo y le apuntó a la cara con el fusil.¿A qué venía esa amenaza?, pensóHorace. Le había dado una manzana, porel amor de Dios. ¿Qué había hecho paraofender a ese hombre, qué había hechopara disgustar a la nación alemana?

Y entonces ocurrió lo inimaginable.Dio la impresión de que la anciana sequedaba de piedra y asomó a sus ojos

una expresión de horror al mirar a losojos de su agresor. La acción seralentizó como en un extrañomovimiento en cámara lenta mientras elsoldado apretaba el gatillo.

La anciana quedó tendida en elsuelo, inmóvil, y se formó un charco desangre como un lago de color carmesí entorno a su cabeza. Un joven prisionerose abalanzó hacia el soldado con losojos rebosantes de odio pero doscamaradas suyos lo derribaron al suelocon un placaje de rugby.

«¡Maldito hijo de puta!», gritómientras una mano le cerraba la boca afin de salvarle la vida.

A Horace le resbaló una lágrima porla mejilla mientras yacía inmóvil,incapaz de entender el acto de cobardíadel que acababa de ser testigo. Erasencillamente incomprensible. Sentíadeseos de matar al soldado, queríaarrancarle los ojos con sus propiasmanos. Y recordó cómo la víspera lehabía dado la impresión de que losalemanes estaban a la altura de losanimales. No eran animales; habíainsultado el buen nombre de losanimales.

Éstos hombres eran peores.Las condiciones de los prisioneros

se deterioraron a lo largo de los días

siguientes pero por fortuna los alemaneshicieron la vista gorda ante loscampesinos franceses que repartían losrestos de comida que podían compartir.Horace se encontraba hacia el final de lamarcha y lo que obtuvo de manos de loshabitantes de los pueblos fue muy poco.Se comió las mondas de una naranja undía y un tazón de leche, migajas de pan yun poco de cereal, otro. La multitud deprisioneros se cernía sobre los puebloscomo un enjambre de langostashambrientas.

No sobrevivía nada, todo aquelloque fuera susceptible de devorarse sedevoraba. Perros, gatos, gallinas… lo

que fuera. Se los comían crudos, lasangre caliente del animal reciénsacrificado saboreada por los quehabían tenido la buena fortuna deatraparlo. Había frecuentes trifulcasentre los prisioneros, peleas por unmendrugo de pan seco o un insectorechoncho, incluso por el aguaestancada. Los alemanes presenciabanlas peleas a puñetazos sin intervenir: unpoco de entretenimiento ligero duranteel largo y monótono viaje.

Cuando se les permitía hacer elúnico descanso del día, un alto paracomer en el que no se comía, loshombres se sentaban en grupos y

hablaban de sus familias allá en casa.Eso les ayudaba a mantener el ánimo, yalgunos hablaban esperanzados de quetodo acabaría pronto y estarían de nuevocon sus seres queridos en cuestión desemanas o meses. A Horace lepreocupaba más que Inglaterra fuerainvadida por los alemanes y que la vidade su familia fuera tan lamentable comolo era la suya.

Entonces empezó a encarnizarse conellos de veras la disentería.

Cada pocos minutos alguienabandonaba la marcha y se alejaba unospasos hasta una zanja en la cuneta, seponía en cuclillas, y sin el menor rastro

de dignidad humana, desalojaba elcontenido acuoso de sus entrañas a lavista de todo el mundo. Algunos teníantiempo para coger un puñado de hierba ylimpiarse como mejor podían; otros nisiquiera se molestaban, les traía ya sincuidado y se subían los pantalonesmanchados de mierda.

El hedor era permanente, lasmoscas, constantes. Había hombres quese desplomaban, demasiado débilespara seguir adelante. Los dejaban en lacuneta y eran ejecutados por la secciónde alemanes que cerraba la retaguardia.

Las ejecuciones eran habituales y noescapaban a los oídos de la cadena de

miseria humana. Seguían el mismopatrón. Horace veía los indicios:hombres que trastabillaban, dabantraspiés como si anduvieran borrachos,y luego les cedían las rodillas. De vezen cuando un culatazo en la espalda, unaorden de seguir adelante. Y eranayudados por sus amigos y camaradas,los instaban a seguir adelante y algunoshacían precisamente eso, aliviados alsentir su apoyo.

Pero otros rechazaban la ayudaencogiéndose de hombros, sepreparaban para reunirse con sucreador, resignados al hecho de quefuera cual fuese su punto de destino,

nunca lo alcanzarían.Y los dejaban allí cuando se

desplomaban. Y tras dos o tres largosminutos… aquel horrendo sonido.

Los días se convirtieron en semanas.Horace no sabía cuántas, pero loshombres estaban cada vez más débiles ylas ejecuciones aumentaban. Horacetenía un secreto que sólo habíacompartido con algún que otrocompañero. De niño, su madre aliñabalas ensaladas que comía frecuentementesu familia con hojas de diente de león.Rebosaban humedad, eran nutritivas ytenían un sabor curiosamente dulce.Cada vez que se le presentaba la

oportunidad, cogía las hojitas de lacuneta y cada pocas horas mascaba elsuculento don de la vida. Tenía la bocafresca en todo momento, lo que lepermitía prescindir del agua de lluvia delos charcos, la misma agua que habíasido contaminada horas antes por lasalmas aquejadas de disentería a lacabeza de la marcha. Esperaría,sobreviviría, rezando para encontrar unafuente o un tonel lleno de agua de lluviaen el siguiente pueblo francés por el quepasaran: entonces bebería hasta tener elestómago lleno a reventar.

Horace adelantaba a soldados másdébiles prácticamente cada hora en un

desesperado intento de ponerse al frentede la columna y así sobrevivir,convencido de que los que iban encabeza tenían la primera opción dehacerse con la comida que hubieradisponible. Llevaba casi dos semanassin ver a su viejo compinche ErnieMountain y pensaba en élconstantemente. También pensaba en elsargento Aberfield, el cobardemalnacido que había rendido su secciónentera sin hacer ni un solo disparo.Horace se enorgullecía de no haberserendido nunca. Eso le supondría unconsuelo durante toda la guerra.

«Yo no me rendí nunca —le contaría

a cualquiera que lo escuchase—. Notuve opción. Un cabronazo tomó esadecisión en mi nombre. Un cobarde serindió por mí».

Una noche tras otra se preguntabaqué habría ocurrido si hubiera podidodar marcha atrás al reloj. Se tumbababoca arriba contemplando el cielonocturno despejado mientras lasestrellas de una lejana galaxiachispeaban por entre la bruma. Ycuriosamente le suponía un consueloextraño observarlas durante horas.

Pero el hombre que había sellado sudestino no tardaba en volver a abrirsepaso hasta sus recuerdos y entonces

temblaba de rabia. Revisaba en sucabeza los acontecimientos una y otravez. En ningún momento le había cabidola menor duda de que Aberfield hubieraapretado el gatillo. Aberfield intentóexplicarles que les había salvado lavida. Horace no se lo creía. En lasección del Segundo-Quinto Batallón deLeicester había más hombres aptos parael servicio que en la avanzadillaalemana que los había capturado. Teníanposibilidades, muy buenasposibilidades, la oportunidad de acabarcon toda la patrulla y reagruparse. Nadiesabía cuántos alemanes había tras esapatrulla inicial pero a Horace le traía

sin cuidado; habían tenido la opción deluchar, de sobrevivir, la opción de huirpara luchar al día siguiente, y Aberfieldhabía tomado la decisión en nombre detodos y cada uno de ellos, y no tenía esederecho.

Horace había leído relatos desoldados de la Primera Guerra Mundialque habían sido fusilados pordesobedecer órdenes. Había leídoinformes sobre soldados de infanteríaque se volvían contra los oficiales almando. Y ahora entendía sin asomo deduda lo que les había impulsado ahacerlo.

Estaban ya en lo más profundo de

Bélgica. Se rumoreaba que iban caminode Holanda, donde los hacinarían enbarcazas para seguir el curso del Rinhasta los campos de prisioneros enAlemania.

Por una vez radio macuto estaba enlo cierto. Por desgracia esos planes losmandó al garete la RAF unos díasdespués cuando se apresuraron a hundirtodas las embarcaciones.

Horace tenía los pies destrozados.Cuando hicieron un alto en un campohúmedo en las afueras de Sprimont, amenos de cincuenta kilómetros de lafrontera entre Bélgica y Luxemburgo,tuvo la sensación de que ya no podía

seguir adelante. Había trabado amistadcon un hombre de Londres, FlapperGarwood, un gigantón que antes deempezar la marcha pesaba cien kilos.Flapper aseguraba estar perdiendo unostres kilos al día, y calculaba que en laspocas semanas que llevaban en caminohabía adelgazado más de trece kilos.

Horace vio arrodillarse alhombretón.

—¿Por qué te llaman Flapper[1]? Note lo había preguntado.

Garwood se encogió de hombros.—Los chicos dicen que cuando

juego al fútbol hago girar los brazoscomo molinos de viento, eso es todo.

—¿Juegas a menudo?Garwood miró hacia la columna de

prisioneros y los guardias alemanes yenarcó las cejas.

—No se han celebrado muchospartidos últimamente, Jim. Creo que handebido de suspenderlos por algunarazón.

Los dos hombres rieron ante laironía del comentario.

—Pero sí, se me daba bastante bien,y antes de que Hitler empezara a haceralarde de fuerza hasta firmé comoprofesional con el Tottenham.

—Con que Flapper, ¿eh? Vayaapodo —comentó Horace.

—Puedes llamarme por mi nombrecompleto si lo prefieres.

—¿Qué es?…—Herbert Charles Garnett

Garwood.Horace sacudió la cabeza.—Será mejor que te llame Flapper.Flapper se cogió a la pantorrilla de

Horace mientras tiraba suavemente deltalón de la bota. Horace gritó de dolorcuando su compañero le sacó la bota.Flapper levantó el pie para examinarlo.

—Joder, tío, se te ve el blanco delhueso por este boquete —dijo al tiempoque señalaba la ampolla.

—Me estás tomando el pelo,

¿verdad, Flapper? No le estaba tomandoel pelo.

Flapper se alejó y regresó pocodespués con un puñado de hierbaempapada que aplicó sobre la zona másafectada. Ninguno de los dos estabaseguro de los beneficios de esetratamiento, ni de si sería másprovechoso que perjudicial. A Horaceno le importó: le supo a gloria. A lamañana siguiente tendría un dolor de mildemonios cuando se pusiera en pie y laspesadas botas se le clavaran en los piesensangrentados y rebosantes de pus.Durante los primeros kilómetros seapoyó en Flapper, resignado y por lo

visto feliz de cargar con el lastre de unamigo al que conocía desde hacía sólounos días. Recorrido un trecho las botascedieron y Horace fue capaz de seguiradelante sin ayuda. Tenía los pies tanentumecidos que ya ni siquiera notaba eldolor.

Entonces lo vio.A escasos metros de allí divisó las

inconfundibles coronas en las solapas,propias del rango de sargento mayor.Aquéllos andares encorvados, aquellafigura baja y fornida, sólo podíancorresponder al sargento Aberfield.

Horace aceleró el paso. Flapperpercibió la urgencia de su actitud y se

preguntó qué ocurría mientras intentabano quedarse a la zaga de su amigo.Horace le dio un toque en el hombro aAberfield y éste se volvió.

Sonrió. Tuvo los cojones de sonreír,pensaría Horace más adelante.

«Buenos días, Greasley. ¿Cómo lollevas, amigo mío?».

Horace lanzó la mano a laentrepierna del sargento mayor y locogió por los testículos. Apretó losdientes hasta hacerlos rechinar, gruñó,apretó con fuerza y le retorció el escrotocon las pocas fuerzas que le quedaban.El sargento mayor se quedóboquiabierto y palideció mientras se

ponía de puntillas en un vano intento deminimizar el insoportable dolor.

Horace nunca le había metido uncabezazo a nadie. Ni siquiera recordabahaber rematado de cabeza un balón en laescuela; no tenía el menor interés enesas cosas. Le salió como si fuera lomás natural. No lo tenía planeado enabsoluto.

Pero fue efectivo, eso desde luego.Le soltó los huevos a Aberfield y seretiró unos centímetros. El alivio en elrostro del sargento mayor fueinstantáneo, casi rayano en loorgásmico. Y mientras una fugaz sonrisaasomaba al rostro de Aberfield, Horace

le lanzó un cabezazo al puente de lanariz. El hueso blando y el cartílagocedieron al impacto y saltó por los airesuna rociada de sangre. CuandoAberfield se venía abajo, chillandoigual que un cerdo herido, un culatazoalcanzó en la espalda a Horace, quecayó al suelo. De inmediato se levantóde un salto, listo para vérselas con elatacante, listo para meterle un puñetazoen la cara al teutón y firmar su propiasentencia de muerte. En ese momento letraía todo sin cuidado, estaba dispuestoa morir.

Pero intervino Garwood, queinmovilizó a su amigo con un abrazo de

oso y se lo llevó a rastras hacia elinterior de la muchedumbre. Y Flapperno lo soltó durante cinco minutos, pese aque Horace protestó y forcejeó con todasu energía. Cuando su respiraciónvolvió a la normalidad dio gracias a undios en el que no creía por su amistadrecién trabada.

A Horace le parecía que las muchassemanas de marcha continuada a travésde Francia, Bélgica y Luxemburgo sehabían convertido en algo horrible. Eracomo una pesadilla hecha realidad quelos estaba matando de hambre, lesestaba destrozando las piernas, lesestaba arrebatando toda su energía. Veía

a sus camaradas morir delante de susojos sin poder levantar un dedo. Eso eralo peor: la tortura psicológica de serinútil, estar controlado, dominado,conducido en manada como un animal.Sin la opción de decidir cuándo comer ocuándo mear y cagar.

Nada en la vida podría ser tanhorrendo. O eso pensaba.

Los tres días siguientes a bordo deun tren rumbo a Polonia le haríanrecordar la marcha como un lujo.

No se limitaron a hacerles subir altren al otro lado de la frontera deLuxemburgo, en Clervaux, sino que loshacinaron, patearon y golpearon. La

culata del fusil volvió a convertirse enel arma de ataque preferida del soldadoalemán. Flapper Garwood encajó delleno uno de esos culatazos, que le abriólas carnes debajo del uniforme. Sincuidados ni puntos de sutura, la cicatrizlo acompañaría durante el resto de suvida.

El andén de la estación estabasembrado de unos veinte cadáveres, losprisioneros aliados que se habíandemorado un poco a la hora de obedecerlas órdenes de sus captores. Tenían queatravesar un pasillo formado por unaveintena de alemanes a cada lado. Losprisioneros aliados subían literalmente a

la carrera a los vagones del tren, enmanada igual que el ganado. Si se corríalo suficiente había menos posibilidadesde recibir golpes. Garwood cogió aHorace por la manga.

—¿Listo para correr, Jim?—Desde luego que sí, Flapper. Al

menos ha terminado la puta caminata.Flapper sonrió.

—Y al menos tendrán quealimentarnos como es debido si quierenque trabajemos.

—Y que lo digas, Flapper. Vamosallá.

Los dos hombres corrieron tanrápido como les fue posible,

cubriéndose la cabeza con las manos.Horace recibió un puñetazo de refilón yFlapper, otro culatazo exactamentedonde tenía la primera herida. Seestremeció de dolor y notó unasensación de náusea que le brotaba delestómago vacío. Pero otros en el interiordel vagón habían corrido peor suerte.

—Me parece que hemos salidobastante bien librados —dijo Flapper,que señaló a un prisionero que sangrabapor una herida en la cabeza. Luegosubieron a rastras al vagón otroscuerpos inconscientes.

Para cuando los alemanes echaron elcerrojo de la puerta los hombres estaban

apretados como sardinas, tal vez hastatrescientos en un vagón. Algunos seabandonaron al pánico y empezaron agritar al notar los efectos de laclaustrofobia. Horace no podía levantarlas manos por encima de la cabeza. Ledolían los pies y no quería otra cosa quesentarse o tumbarse, pero le eraimposible.

Cuando llevaban una hora de viajele asaltó a Horace la necesidad decagar. Más afortunado que la mayoría,pudo controlar el impulso, a diferenciade los que estaban aquejados dedisentería.

—Tengo que cagar, Flapper —dijo

en un susurro que sólo alcanzó a oír sucompañero.

—Ay… Dios santo… dime que noes verdad.

—Me temo que sí, colega.Flapper decidió llamar la atención

de los hombres discretamente parapermitir a su amigo un poco de dignidad.

—Dejad sitio… este hombre tieneque cagar —gritó.

Resonó un gruñido colectivo portodo el vagón mientras los hombres seempujaban y echaban a Horace hacia elrincón más alejado.

«Estamos llegando a una estación»,gritó alguien, asomado a una ventanilla

abierta del vagón, y de pronto Horacetuvo una idea. Se abrió paso por lafuerza hasta donde se encontraba elhombre que había gritado. A esas alturasel dolor que sentía en las entrañas eraatroz, tanto es así que tenía queapretarse las nalgas con las manos.

—¿Hay algún alemán en laplataforma? —le gritó al hombre que seasomaba por la pequeña abertura.

—Hay docenas de cabezascuadradas, colega.

—Entonces aparta de ahí ahoramismo, ¿quieres?

Ante la mirada de asombro del restodel vagón, Horace se bajó los

pantalones y vació las entrañas en elinterior de su gorra de reglamento. Elhedor era insoportable pero Horace selas arregló para llegar hasta la abertura,teniendo buen cuidado de no derramar lamierda de la gorra. Calculó elmovimiento del tren. A una velocidadaproximada de unos treinta kilómetrospor hora, no estaba aminorando lamarcha ni iba a detenerse. Una sonrisade oreja a oreja iluminó su cara cuandovio una fila de seis soldados alemanes aapenas medio metro del borde de laplataforma. Colocó la gorra de maneraque pudiera sujetarla por las solapaslaterales con una mano. A estas alturas

el resto del vagón ya se había dadocuenta de lo que intentaba hacer y sepuso a jalearlo y a gritarle mensajes deánimo.

Escogió el momento a la perfección.Con un giro de muñeca soltó una de lassolapas a dos o tres pasos de la fila dealemanes. La mierda salió despedidapor el aire a la altura de su cara igualque una bandada de estorninosdesorientados, impulsada hacia delantepor el ímpetu del tren. El primer alemánse las arregló para apartar la cabeza alapercibirse de lo que pasaba pero suscinco amigos no fueron tan rápidos y losapestosos excrementos fueron a parar

sobre sus cabezas y hombros como unaexplosión.

Dio justo en el blanco y levantó elbrazo en un gesto triunfal mientrasresonaban en sus oídos los vítores.Había marcado el tanto ganador en unafinal de copa, el ensayo decisivo en unpartido internacional.

El momento de euforia tocó a su finpoco después. Pero enseguida se repitióuna y otra vez. Era la única arma quetenían para enfrentarse a los alemanes,pero eso entonces no importaba. Era unapequeña protesta, un gesto, un corte demangas al enemigo, y se lo tomaron enserio. Un rincón del vagón fue bautizado

como el «rincón de la mierda» y losprisioneros arrastraban los pies y seretorcían para dejar al siguiente pobredesgraciado el espacio suficiente a finde que pudiera bajarse los pantalones ylanzar su «bomba» en un casco, unagorra o un recipiente cualquiera, listapara arrojársela a cualquier alemán queestuviera de guardia en la siguienteestación. De vez en cuando pasaban porencima de cadáveres: el calor, elhambre y la sed se habían cobrado susvíctimas.

Lanzaron mierda en Darmstadt,Hammelburg y Kronach. Cada vez queun soldado enseñaba el culo y se

propagaba desde el suelo del vagón elolor a mierda resonaban vítoresamortiguados entre la masa compacta dehombres hacinados.

Pero seguían muriendo.Y por la noche dormían de pie,

apoyados los unos en los otros mientrasel movimiento oscilante del tren lesendilgaba unas pocas horas de descanso.Horace se había quedado sin hojas dediente de león tras compartir las escasasraciones con su mejor amigo deLondres. Tenía la boca amargamenteseca y una rata gigantesca le roía lamembrana del estómago pidiendocomida. No podría sobrevivir más allá

de unas horas. Lo único que quería eratumbarse y dormir. Deseaba rendirse alo inevitable.

Ya era de día, pero seguía teniendoganas de dormir. Se le cerraron los ojosy se apoyó en el hombre que tenía allado. Ése hombre estaba rígido, comouna tabla, y Horace le miró la cara alpobre desgraciado, que parecía pintadade un gris espectral.

Se le fue la cabeza a otra parte.Estaba en un prado con su padrecazando conejos, un buen día, trespiezas cobradas y un breve paseo deregreso a casa por la hierba húmeda. Elolor… el olor a hierba húmeda, y luego

los conejos cocinados en una empanadaque su madre sacó del horno. Y lafamilia se sentó a la mesa de la cocinauno tras otro: mamá, papá, Daisy, Sybily Harold, y el pequeño Derick en latrona de madera, que no dejaba desonreír y gorjear mientras golpeaba elbrazo de la silla con una cuchara comosi fuera una baqueta. Caras felices,todos listos para compartir la comida,beber la limonada fresca que habíacomprado mamá como algo especial alvendedor ambulante que pasaba dosveces a la semana por Pretoria Road. Yel sabor de la carne tierna, la salsa y lapasta de la empanada que sólo su madre

era capaz de hacer. Pero alguien mirabapor la ventana blandiendo una antorcha.Un desconocido ceñudo, y luego unaorden en un idioma extraño. Y otrohombre que abría la puerta de unapatada y entraba fusil en mano, y Horaceque se interponía entre su madre yaquella bestia de hombre cubierto deesvásticas de la cabeza a los pies, que lelanzó un revés a la cara…

Flapper le estaba palmeando lamejilla.

—No se te ocurra dejarme en laestacada, pedazo de paleto. Vamos asalir de ésta juntos.

Flapper le metió unas hojas de

diente de león en la boca.—Come. Aún me quedan unas

cuantas. Me hice con reservas justoantes de entrar en Luxemburgo.

Horace apenas tenía fuerza devoluntad suficiente para masticar. Laenergía y el jugo de las hojas casi nohicieron efecto. Habían perdido toda susustancia en el bolsillo de sucompañero. No quería mascar, no teníafuerzas para ello, pero Flapper le cogióla mandíbula entre sus manazas y con unmovimiento circular obligó a sudentadura a masticar.

—Mastícalas. Estamos juntos enesto.

Horace asintió y susurró en vozqueda:

—Un pacto, Flapper… tú y yojuntos. Nada de rendirse.

Horace perdió el conocimiento y noiba a recuperarlo por mucho que loengatusaran o lo abofeteasen.

Cuando por fin volvió en sí, estabasentado en el andén de una estación y elaroma de una especie de sopaimpregnaba el aire. Flapper, arrodilladodelante de él, le daba suaves palmadasen las mejillas.

—Despierta, Jim. Vamos a comeralgo.

Horace no estaba soñando: había

olido a sopa. Desvió la mirada hacia lafila de presos que recogían sus escasasraciones en cualquier recipiente al quepudieran echar mano.

—¡Sopa caliente, Jim, increíble!Horace se puso en pie con ayuda de

Flapper y casi echaron a correr paraponerse a la cola. Se preguntó de dóndehabía salido semejante arrebato deenergía. A cada prisionero de guerra lecorrespondía medio cazo de aquellíquido y un mendrugo de pan alemán decolor marrón oscuro. Horace aceptó elpan con agradecimiento, le dio un buenbocado y se metió el resto en el bolsillo.

—No hay tazones —gritó Flapper

cuando llegaban al principio de la fila.Horace miró más adelante. Algunosafortunados conservaban aún su cascoreglamentario, pero la mayoríaaceptaban la sopa caliente en el cuencode las manos sucias.

Los que se la tragaban más aprisa dela cuenta pagaban las consecuencias alllegarles la sopa caliente al estómago,encogido hasta límites increíbles.Vomitaban el alimento líquido casi tanrápido como lo tragaban. Aunque lasopa caliente les quemaba las manos,Flapper y Horace la tomaron a lentossorbos, saboreando cada trago. La sopahabía que agradecérsela a la Cruz Roja,

que de alguna manera había averiguadoque el tren de la muerte se dirigía haciael sur. También les suministraron elagua fresca y limpia que bebierondespués los hombres.

Retiraron los cadáveres de cadavagón y los amontonaron en el extremomás alejado de la estación. A losprisioneros restantes los hicieron subiren tropel al tren de nuevo. El espaciosobrante hizo sentirse culpable aHorace. Seguían sin poder sentarse perotenía el estómago lleno y había saciadola sed. Había sobrevivido un día más.

A primera hora de la mañanasiguiente el tren se detuvo con una

sacudida. Tres o cuatro prisionerosconsiguieron asomarse por lasventanillas y uno leyó el cartel en mitaddel andén.

—P-o-s-e-n —deletreó alguien.—Posen. Poznan —explicó otro

prisionero.—¿Dónde demonios cae eso?Flapper Garwood miró a Horace.—En Polonia, Jim. Estamos en

Polonia.Por fin habían llegado a su destino.

Joseph Horace Greasley había llegado aPolonia, ocupada por los alemanes,donde pasaría los siguientes cinco añosde su vida.

5Los primeros meses de la guerra nofavorecieron a los aliados. En agosto de1940 Hitler preparaba la invasión deGran Bretaña, programada para el 15 deseptiembre, por medio de una operaciónllamada «León marino». Estabaconvencido de que se alzaría pronto conla victoria; sus tropas y fuerzas aéreasestaban listas y en perfecto orden y lamaquinaria pesada militar se encontrabaen su lugar precisamente cuando lastropas aliadas parecían sumidas en ladesorganización. Sólo la fuerza de lamadre naturaleza impidió que siguiera

adelante con la operación.La RAF ofrecía un destello de

esperanza: era un rival más que dignopara la Luftwaffe alemana en sus vuelosde larga distancia por la costa Este. Aunasí, los alemanes seguíanarreglándoselas para bombardearLondres y castigar Dover con artilleríade largo alcance.

El 1 de septiembre de 1940 Hitlerhabía dado la extraña orden de quetodos los judíos empezaran aidentificarse con estrellas amarillas.

Hacia mediados de mes la Luftwaffeenvió una oleada tras otra de aviones abombardear ciudades inglesas, pero en

su mayor parte fueron rechazadas. LaLuftwaffe alemana no consiguió abrirbrechas de importancia en las defensasbritánicas. La RAF empezaba a cantarvictoria en la batalla de Inglaterra.

Horace Greasley, naturalmente, noestaba al tanto de nada de eso. Él y losdemás prisioneros recibían noticiassobre el desarrollo de la guerra, perosólo desde la perspectiva alemana.Aunque era consciente de que losalemanes sin duda tergiversarían larealidad en su guerra de propaganda,Horace siempre acababa remontándosea su captura y la facilidad con quehabían capitulado Francia y los demás

aliados. Recordaba las hordas desoldados alemanes en Cambrai y todo suarmamento, así como lo bien organizaday motivada que estaba la maquinariabélica alemana en general. Y se temía lopeor.

Sufría una depresión que nuncahabía experimentado.

Los prisioneros habían pasadovarias semanas en un campo deinternamiento en Lamsdorf y luego unostrescientos fueron transferidos durantelas horas de oscuridad a otrasinstalaciones a pocos kilómetros de allí.

Era por la mañana temprano cuandodespertó en su lecho de paja sobre el

hormigón. Aunque el sol estival aúncalentaba un poco, el hormigón bajo sucuerpo había empezado a enfriarseconsiderablemente en las brevessemanas desde su llegada. El inviernono tardaría en echárseles encima, unaperspectiva espantosa para Horace.

Despertaba todas las mañanaspensando únicamente en comer. Habíanquedado atrás los días en que susprimeros pensamientos se centraban enuna chica en concreto allá en casa, unpar de pechos respingones o el suavevello púbico de Eva Bell.

Pensamientos de lo más normales.Pensamientos que Horace ya no

abrigaba.Ahora, en cambio, soñaba a primera

hora de la mañana con pan y carne, lasempanadas, los bollos y las tartas defrutas caseras de su madre. Y al caer enla cuenta de la horrible realidad cadamañana cuando despertaba y caía en lacuenta de dónde estaba, le sobreveníanpensamientos sobre la muerte y latortura, el control y la brutalidad, y sepreguntaba cómo podían cometer suscongéneres los actos de los que estabasiendo testigo de primera mano. Ypensaba en su casa y su familia y encuánto tardaría el Tercer Reich enarrasar Inglaterra e invadir su condado,

su ciudad natal.Horace se dio media vuelta. Aún no

era hora de levantarse y encarar el díadesolado. Porque eso era, estaba en laCasa desolada de Charles Dickens.Recordaba haber leído el libro en suadolescencia, pero esta casa desoladaera mil veces peor. Pues todo el mundoestá solo en la casa desolada. Todo elmundo en la casa desolada está perdido.

Cerró los ojos; tal vez pudieraposponer el horror del día en ciernesuna hora más.

Le dolían los pies. No se habíaquitado las botas desde aquella noche enel campo en Bélgica. Lo había intentado

varios días después pero era como si lasbotas, lo que quedaba de ellas, se lehubieran pegado con cola a los pies. Ycada día que pasaba la cola seconsolidaba y crecía su reticencia adescubrir en qué condiciones tenía lospies.

El Fuerte Ocho, en Poznan, habíasido un antiguo cuartel de caballería enla Primera Guerra Mundial. Losprisioneros dormían en lo que antañofueran los establos de los caballos. Losestablos y la paja pisoteada y asquerosaestaban llenos de ratones y cucarachas,así como de los piojos de los hombrescontagiados. No había catres ni mantas.

Horace era más afortunado que lamayoría porque se las había arregladopara esconder una vieja lima de uñas enel bolsillo de la pechera del uniforme.Mantenía las uñas cortas y limpias, unatradición de peluquero, una costumbreque le resultaba difícil dejar de lado.Horace no se rascaba sino que sefrotaba la piel. Los hombres con uñaslargas y sucias se arañaban el cuerpoallí donde les martirizaba la sarna, loque no hacía más que agravar y propagarel problema.

Todos los prisioneros temían aquelprimer indicio. Los hombresdespertaban por la mañana con

diminutas manchas pardas deexcrementos de piojo claramentevisibles sobre la piel y varios díasdespués empezaban los picores. Nohabía manera de escapar, no tenían aguapara lavarse, ni jabón, ni la menorposibilidad de mantenerse limpio. Lospiojos se alimentaban de sangre humana,y tras el festín ponían huevos en la piel yen los pliegues de la ropa. La infeccióncorporal de piojos provocaba un intensopicor que desmoralizaba y degradaba alos hombres, incapaces de hacer grancosa al respecto. Vivían en las costurasy los dobleces de la ropa, cuanto mássucia mejor.

La sarna se contagiaba tanto porcontacto con la ropa de vestir y de camainfectada, como por contacto directo conla persona infectada. Las condiciones enel interior del Fuerte Ocho en Poznaneran un paraíso para los piojos.

Sentir picores y rascarse erainevitable, irritante hasta límitesincreíbles. Incluso cuando se habíandesgarrado la piel, los pobres hombresno podían evitarlo y las grandes llagasse convertían en úlceras inmensas con elpaso del tiempo. Era habitual que unhombre despertara con cientos deinsectos alimentándose en sus heridas aldescubierto, infestadas de un pus

amarillento.Horace yacía en la paja empapada

de orina. Siempre había en el ambienteun fuerte olor a amoniaco: algunosestaban muy débiles para ponerse en piey responder a la llamada de lanaturaleza. El apenas podía moverse.Era como si le hubieran exprimido lavida. Notaba punzadas en los pies cadapocos minutos de resultas del roce de lacarne viva contra las botas. La rataseguía royéndole la membrana delestómago y los piojos le corrían por lapiel, torturándolo cada minuto de cadadía. A veces, aunque era consciente deque le estaban picando, los dejaba

hacer. Que se atiborren de mi sangre, sedecía, igual así acaban por dejarme enpaz.

Y lo peor estaba por llegar cada dosdías, cuando llamaba la naturaleza y seveía obligado a defecar. Los prisionerosintentaban demorarlo todo lo posible,pero inevitablemente, tras dos o tresdías de sopa de col, se veían obligadosa hacer de vientre.

Se llamaba el barracón de lasletrinas. Horace no sabía por qué. Por logeneral estaba a unos treinta metroscuando el olor surtía efecto. En losmeses de verano era sencillamenteinsoportable, un paraíso para las moscas

y las cucarachas. Conforme se ibaacercando a regañadientes, el olor sehacía más intenso y tenía que hacergrandes esfuerzos para no vomitar.Necesitaba mantener la comida en elestómago tanto como le fuera posible.Algunos no lo conseguían y estaban másdébiles a cada día que pasaba.

La fosa séptica estaba enterradadebajo del «barracón» y una tubería dedesagüe de unos veinte centímetros dediámetro asomaba a ras de tierra. Cadapocas semanas llegaba un camióncisterna, conectaban una potente bombade succión a la válvula y absorbíanliteralmente dos toneladas de

excrementos humanos de la fosa. Puestoque la tubería quedaba más de un metropor encima de la base, la fosa nunca sevaciaba por completo. Siempre había unmetro de mierda para que se alimentaranlas moscas.

El barracón en sí era de lo másrudimentario. El suelo sobre la fosaestaba hecho de tablones de maderaclavados a una inmensa estructura. Sehabían dejado dos aberturas de noventacentímetros por seis metros, y a la alturade la cadera, en un armazón distinto, sehabían clavado de cualquier manera doslargos tablones. El diseño era simplista.El prisionero podía sentarse entre los

dos tablones y cagar por la abertura demodo que las heces cayeran a la fosa.Nada de intimidad, ni de lavabos, aguacorriente ni papel higiénico. Selimpiaban con aquello que tuvieran amano, por lo general un puñado dehierba. Algunos ni siquiera se tomabanla molestia.

Horace se encontraba físicamentedébil, pero su estado mental era muchopeor. Estaba a punto de derrumbarsepsicológicamente y soñaba y alucinaba acada hora. Seguía teniendo pesadillascon alemanes en su pueblo, en su casa,con alemanes que aterrorizaban a sumadre y sus hermanas. Y los sueños se

prolongaban mucho después dedespertar. Veía botas militares por todaspartes.

El suelo estaba sembrado de cuerposesqueléticos. Unos roncaban, otrosgemían y un hombre de rodillassollozaba una oración al todopoderoso.

—Ay, Dios mío, ¿por qué me hasabandonado, por qué me haces esto, porqué me haces sufrir tanto?

El padre de Tom Fenwick era pastorde la iglesia anglicana y Tom habíarecibido una educación muy religiosa.

—Cállate la puta boca, Fenwick —le gritó una voz cercana—. Me pareceque no te está escuchando. Más te vale

dormir un rato.—¿Por qué, Señor? Soy un hombre

bueno, rezo todos los días. Si estásponiendo a prueba mi fe, creo que yaestá bien. He pasado la prueba,¿verdad? Dame una señal, Padre.

Las últimas palabras las pronuncióentre lágrimas, un gimoteo apenas. Sevolvió hacia Horace.

—No me escucha, Jim, ¿verdad queno?

Horace miró a los ojos a TomFenwick. Estaba derrotado, habíaperdido toda esperanza. De niño habíaseguido los diez mandamientos al pie dela letra. Había creído que el Señor

siempre se alzaría con la victoria sobreel mal, que Dios en las alturas siempreescucharía y daría respuesta a susoraciones.

—No matarás, Jim. Eso nos dice elbuen Señor, y sin embargo, estoshombres están incumpliendo susmandamientos todos los días y Él se lopermite. ¿Por qué no los detiene?

Horace negó con la cabeza. Laslágrimas le resbalaban por la cara aTom Fenwick, que alzó el tono de voz:

—¿Por qué no hace nada, Jim? ¿Porqué no los detiene como detuvo a lastribus que conspiraban contra Israel?

Horace abrió la boca listo para

responder, dispuesto a decirle a TomFenwick que su dios no existía. Horacesiempre había albergado dudas, y leextrañaba que su hermano se hubieradejado convencer con tanta facilidad.Harold quería que su gemelo seimplicase. Quería que asistiera a algunode los oficios en los que predicaba.Horace se había negado. Se preguntabapor qué tantos hombres y mujeres hechosy derechos perdían tantas horas de suvida sermoneando y rezándole a alguieno algo que no habían visto nunca, nohabían tocado nunca, no habíanconocido nunca. Era capaz de entenderque en la antigüedad veneraran al sol,

que daba y quitaba la vida en épocas deoscuridad y malos veranos. Sí, era capazde entender que el hombre rezara paratener una buena cosecha, rezara para queluciese el sol… le rezase al sol.

Y aun así siempre había sido abiertode miras. Admiraba las enseñanzas de laIglesia Católica. Respetaba a Jesucristocomo hombre y sus ideales, respetaba yde alguna manera creía, o más bienesperaba, que el bien siempre triunfarasobre el mal.

Hasta ahora.No había Dios.Era imposible que lo hubiera.Y en ese preciso momento fue él

quien sintió deseos de subirse al púlpitoy sermonear a su congénere y decirle loridícula que era su fe.

Pero no fue necesario. En eseinstante Tom Fenwick perdió la fe,perdió al dios en el que creía desde queera capaz de recordar, y Horace lo vioen sus ojos. El joven se tapó la cara conlas manos y sollozó como una criatura.

Después de pasar lista hicieronmarchar a los prisioneros hasta lacocina al otro lado del campo. Su racióndiaria se reducía a un cuenco de sopa decol aguada y un tercio de una finarebanada de pan de color marrón oscurorancio y pastoso, un par de horas

después de despertar hacia las siete dela mañana cada día. Horace dividía entres trozos su ración de pan de cara a lalarga jornada que tenía por delante,igual que la mayoría de los hombres. Sesentó en compañía de Tom Fenwick, quepor lo general engullía la ración de pande un bocado. Tenía ante sí a un hombretomando su última comida, aunqueHorace no lo sabía en esos momentos.

El fuerte estaba rodeado por uninmenso foso, aunque sin agua. La únicamanera de salir de allí era por un puentelevadizo vigilado por guardias alemanesa ambos lados de la muralla. Poner unpie en ese puente sin permiso equivalía

al suicidio voluntario.Tom Fenwick le sonrió a Horace y

masculló algo acerca de reunirse con supadre. Pero antes de que Horace sediera cuenta de lo que ocurría, TomFenwick echó a correr hacia el puentegritando algo indescifrable a plenopulmón. Como tenía previsto, llamó laatención de todos los soldados de las SSde guardia y cuando se lanzó de un saltohacia la plataforma de madera delpuente cayó derribado por una lluvia debalas.

Aun así los alemanes siguierondisparando contra el cadáver que yacíaen la superficie de madera y Thomas

Albert Fenwick exhaló su últimosuspiro.

Horace observó las caras de lossoldados que habían terminado con lavida del joven sin vacilar.

Sonreían, se felicitaban. Aquello nodistaba mucho de los elogios queHorace recibía de su padre muchos añosatrás, cuando en su adolescencia abatíaa larga distancia una liebre o un conejoque huía a toda velocidad.

Por lo visto los nazis habíandisfrutado de su cacería matinal.

Las Waffen SS alemanas dirigían elFuerte Ocho de Poznan con puño dehierro y una descarada indiferencia

rayana en el odio hacia los hombresencarcelados. Había una falta de respetototal por los soldados que habían ido aparar allí. Las SS habían sidoadoctrinadas para creer que los hombresde honor morían en el campo de batallay sólo el mínimo denominador común serendía o se dejaba capturar. Las palizasa los prisioneros estaban a la orden deldía; bastaba con que un hombre mirasemal a un guardia para que lo moliesen apalos.

En cuestión de una semana un oficialde las SS les preguntó a los hombres confuerzas suficientes para mantenerse enpie si sus oficios en la vida civil podían

ponerse al servicio del gloriosoesfuerzo bélico alemán. No fue un buenenfoque. Todos los hombres guardaronsilencio, salvo uno.

Era Frank Talbot, un aviador deWorcester. Los prisioneros se quedaronde una pieza; algunos incluso se mofarony lo abuchearon.

—Mi oficio les vendrá que nipintado a los maravillosos soldadosalemanes.

El oficial de las SS sonrió y lepreguntó:

—Excelente. ¿Qué profesióndesempeñabas allá en Inglaterra,prisionero?

Talbot volvió la mirada hacia lamasa de prisioneros y luego la fijó en elhombre de las SS.

—Soy enterrador, señor.Las filas de hombres asombrados

prorrumpieron en risotadas y vítores.Tras la paliza que recibió acontinuación, Frank Talbot pasó dossemanas en la enfermería con unafractura de cráneo y otra de tibia. Luegoles diría a los hombres que habíamerecido la pena el sufrimiento.

Los soldados fueron obligados arevelar su oficio civil. Aunque parezcaincreíble, un peluquero de caballerosquedaba exento de los deberes

habituales. A esas alturas todos loshombres del campo tenían piojos, ymantenerlos con la cabeza al rape era laúnica manera de controlar supropagación.

Llevaron a Horace a un cuartitoadyacente a las oficinas del campo yobligaron a los prisioneros de guerra ahacer cola a la entrada. Fue allí dondeHorace empezó a afeitarles la cabeza alos prisioneros de la mañana a la noche,sin agua corriente ni electricidad. Lospies se le hinchaban dentro de las botashasta pedir clemencia conformeavanzaba el día, pero se las apañaba,sentaba a los prisioneros en una vieja

caja de zapatos e iba cambiando el pesodel cuerpo de una pierna a otra cadavarios minutos para dejar descansar unpie cada vez. Y daba gracias a su buenafortuna por saber cortar el pelo, porqueno había nada peor que el trabajo queobligaban a hacer a las cuadrillas depuertas afuera.

Los primeros trabajadoresregresaron tras la jornada inicial máspálidos y demacrados que suscamaradas desnutridos y medio muertosde hambre en el interior del campo.Flapper estaba entre los que habían sidodestinados a la cuadrilla de trabajo.Contó que al principio los hombres

estaban contentos de cambiar deescenario, felices de poder disfrutar delaire fresco y hacer un poco de ejerciciodurante el breve trayecto hasta lasafueras de un pueblo llamadoMankowice.

Como llevaban palas y picos, dieronpor sentado que iban a trabajar enalguna obra, tal vez cavando loscimientos para una nueva fábrica u otrocampo. Se habían detenido a la puertade un cementerio y uno por uno leshicieron atravesar la entrada delcamposanto, elegante y bien cuidado.

Al principio Flapper creyó quehabían ido a adecentar todo aquello

como si fueran una cuadrilla dejardineros. Fue entonces cuando se fijóen los nombres de las lápidas. Isaac yGoldberg, Abraham y Spielberg. Y laestrella de David tallada o pintada entodas las losas.

Un cementerio judío.Teniendo en cuenta los rumores que

circulaban por el campo no cabía pensarque los alemanes quisieran podar lossetos y eliminar las malas hierbas.

Les dieron instrucciones de cavaruna tumba de dos metros deprofundidad.

«Ésta tumba es para cualquiera quedesobedezca mis órdenes», explicó un

sargento que hablaba inglés. Lohorrendo de su tarea empezó a ponersede manifiesto a medida que seguíadivagando.

Tenían que exhumar los cadáveresde los judíos y robarles todo aquelloque se hubieran llevado consigo a latumba. Relojes de oro y anillos…incluso los empastes de oro de susdientes cariados les fueron arrancadoscon alicates. Los soldados de las SSmontaron guardia mientras losesqueletos medio deshechos eranhumillados y despojados de todo.

Luego llevaron los restos de loscadáveres a una fosa enorme cavada por

una cuadrilla anterior y los arrojaron sinmiramientos.

Garwood lloraba mientras lerelataba los detalles a su amigo.

«¿Es que no respetan nada esoscabrones, Jim?», le preguntó entrelágrimas. Describió los cadáveres deniños pequeños y mujeres vestidas conlo que fueran sus mejores galas. Merosharapos a estas alturas, harapos sucios,y cómo obligaron a los prisioneros adesnudar los esqueletos sólo para tenerla seguridad de que no pasaran nada poralto.

Había sido un mal día,probablemente el peor hasta la fecha.

Como cada día, cada semana e inclusocada mes transcurrido desde su captura,Horace concilio el sueño esa nocheconvencido de que las cosas no podíanir a peor.

Pero empeoraron.

Teniendo en cuenta lo apurado de lasituación, Horace no podía quejarse dela tarea que le habían asignado en elFuerte Ocho en Poznan. A los hombresles alegraba tener un respiro y unaagradable conversación cuando estabansentados en la improvisada silla delbarbero. Era como si hubiera regresado

un aire de normalidad a sus desdichadasvidas en los breves minutos que llevabacortarles el pelo con una cuchilla deafeitar, agua fría y sucia y una pastillade jabón.

Tanto el peluquero como el clientese remontaban varios años atrás yllevaban a cabo una suerte depantomima durante unos preciososmomentos antes de que la realidadsurtiera efecto y los hombres se vieranobligados a arrostrar el horror de lossoldados de las SS y las cruelescondiciones fuera de aquel cuartito.

—¿Va a ir al baile del sábado por lanoche, señor?

—Desde luego, Jim, ¿y tú?—No me lo perdería por nada del

mundo. Además he invitado a unapreciosidad. Se llama Eva.

—Fantástico, Jim, eres un hombreafortunado. Yo también me he fijado enella, tiene la silueta de un reloj de arenay además unos pechos bien generosos.

—Y que lo diga, señor.Y otra asquerosa criatura se arrastró

por la hoja reluciente de la navaja.Horace la aplastó al posársele en la uñadel pulgar, dejando una huella sangrientacuando la sangre succionada delparásito brotó en un estallido de suminúsculo cuerpo.

—¿Ya te las has apañado paraecharles mano, Jim?

Horace sonrió, frunció los labios yle sonrió al cliente.

—Desde luego, señor. El mejor parde tetas de todo Leicester, con unospezones como los registros de un órganode iglesia —contestó entre risas.

Y así iban tirando, y en ocasionesHorace tenía la sensación de encontrarseen el establecimiento de su antiguo jefeen Leicester. Era lo único que podíahacer: engañarse, dejar volar laimaginación y engatusarse. Sobreviviríaa la guerra. Tenía que sobrevivir.

Cuando llevaba unas semanas

desempeñando su oficio entraron en elcuarto dos oficiales alemanes de las SS.Tres prisioneros esperabanpacientemente en las cajas de zapatosjunto a la puerta. Les ordenaron que sefueran, su lugar en la cola había sidoocupado, y uno de los soldados de lasSS tomó asiento. El otro se llegó hastadonde Horace le estaba afeitando lacabeza a un prisionero y le abofeteó lanuca. Horace lo reconoció al instante.Era un gigantón de uno noventa quecaminaba visiblemente encorvado ysiempre trataba a los prisioneros conviolencia innecesaria. Los hombres lohabían apodado el Jorobado, y convenía

eludirlo a toda costa. Había quienaseguraba, aunque no había llegado aprobarse, que en los campos a los quehabía sido destinado anteriormente matóa golpes a más de media docena deprisioneros.

«Hinaus, dies ist jetzt mein Platz».Fuera, este sitio es mío.

El prisionero se escabulló casi arastras con la cabeza a medio afeitar.Cuando llegó a la puerta, el otro guardiale dio una patada en el trasero.

«Hinaus!», le gritó.A Horace le sorprendió y también le

preocupó un poco verse a solas con dossoldados alemanes de las SS. Estaba allí

plantado con una navaja de afeitar en lamano y el odio empezó a manar en suinterior. El alemán se sentó en la caja dezapatos y se señaló la cara.

«Un buen afeitado», le dijo.No, sintió deseos de decir. No

quiero afeitarte. Pero ya sabía cuálesserían las consecuencias si se negaba.

Horace procuró lavar lo mejorposible la navaja y mientras enjabonabaa su cliente notó que le temblabanligeramente las manos. Cuando Horacese disponía a empezar, el alemán sedesabrochó con gesto ostentoso elcinturón con la funda de su pesadapistola Luger de 9 milímetros. Se lo

colgó de la rodilla y dijo algo queHorace no alcanzó a entender. Se señalóla garganta y se pasó un dedo por elcuello, luego sacó la Luger de la funda yapuntó al peluquero. De pronto Horacesupo con exactitud lo que quería decir elalemán, que volvió a enfundar el arma.

Horace miró al soldado a los ojos yle ofreció una sonrisa tranquilizadora.

—Oye, cabronazo, si decidorebanarte el gaznate puedes estar segurode que no estarás en condiciones deapretar el gatillo —dijo.

El colega del alemán, que estabajunto a la puerta, se levantó de un salto yle gritó algo al militar sentado, que se

levantó y apartó la caja de una patadapara luego empezar a gritarle a Horace.El prisionero dejó escapar un gemido alcaer en la cuenta de que el alemán queestaba esperando hablaba inglésperfectamente y le había traducido elcomentario a su amigo.

La brutal agresión se prolongódurante cinco minutos.

El alemán no usó más que la fundacon la pistola. Derribó a Horacegolpeándole la cabeza y la cara y luegocontinuó despiadadamente cuando elprisionero yacía en un charco de sangre,intentando protegerse la cabeza con lasmanos. Le propinó un golpe tras otro con

la gruesa funda de cuero y laempuñadura de acero del arma. Elatacante jadeaba a estas alturas y setomó un descanso de sus esfuerzos.Observó con atención el amasijoensangrentado en que se habíaconvertido el prisionero. Horace estabairreconocible y al borde de lainconsciencia. El oficial de las SSpareció quedar satisfecho con los dañoscausados en la cabeza y la cara.Entonces se centró en el cuerpo. Primerola espalda y luego los hombros y la zonalumbar. Horace se estremeció cuando laLuger lo alcanzó en la clavícula y oyó uncrujido.

Y el alemán terminó con las piernas,le golpeó a Horace los muslos, lascaderas y las espinillas hasta quefinalmente, tras la prolongada agresión,demasiado cansado para seguir, cejó ytodo terminó.

Antes de marcharse se inclinó y leescupió a Horace en la cara, se irguió yle propinó una última patada en elestómago.

Horace quedó tumbado en el suelosin aliento, tan magullado que no podíamoverse. Le dolía el cuerpo entero:tenía la cuenca del ojo, la nariz, laclavícula y cuatro dedos rotos, y habíavarios dientes suyos en el suelo,

nadando en su propia sangre.Pero sonrió para sus adentros…

había ganado. El alemán no habíaconseguido que lo afeitase.

Pese a las heridas, no podría habersido más feliz, allí tirado en un charcode su propia sangre, su cuerpoconvertido en un desecho roto, yfinalmente se abandonó a una especie deextraña inconsciencia ufana.

Cinco minutos después se abrió lapuerta. Horace no se había movido, eraincapaz de moverse.

—Mierda, esos cabrones lo hanmatado.

Era Flapper.

John Knight, Daniel Staines y,naturalmente, Flapper atendieron a sucamarada gravemente herido en el suelo.

—No le encuentro el pulso —comentó Staines—, está muy jodido.

Horace apenas respiraba, pero altercer intento Dan Staines se las arreglópara encontrar leves indicios de pulso.Decidieron no moverlo y optaron portratar las heridas en el suelo de laimprovisada barbería. Le lavaron lasheridas con agua fría y se las apañaronpara entablillarle los dedos rotos conastillas de madera arrancadas de lapuerta del cobertizo.

Flapper Garwood casi no podía

contener las lágrimas.—Ya me las veré yo con ese cabrón,

recuerda bien lo que te digo.John Knight levantó la mirada.—¿Con la ayuda de qué ejército,

Flapper? ¿Has olvidado dónde estás?No tienes armas, ni siquiera una míserapistola. Es un buen propósito, colega,pero no creas que va a hacerse realidad.

Flapper miró de soslayo la navajade afeitar de Horace, abierta en el suelo,y empezó a pensar.

Horace recuperó el conocimiento unpar de días después y los hombrescedieron parte de sus raciones para querecobrase las fuerzas. De una manera

extraña era lo mejor que podía haberleocurrido. Estaba en lo que sedenominaba la enfermería, un cuarto demenos de cuatro metros cuadrados conuna cama hecha de cajas de municióndesechadas. Pero tenía una especie decolchón y sus heridas habían sidolavadas, desinfectadas y tratadas convendas de papel. Pero, lo mejor de todo,le habían quitado las botas cuandoestaba demasiado débil para resistirse.La piel ennegrecida de los pies se habíadesprendido como piel de melocotóncon el forro de la bota, pero el médicose los había lavado y desinfectado y eloxígeno hizo el resto mientras seguía en

cama unos cuantos días, con los piesdescalzos y expuestos al aire fresco yhúmedo.

Estaba más fuerte a cada día quepasaba, pero el médico discutió con elcomandante del campo para que no lomovieran y le recordó los términos de laConvención de Ginebra. Se quejó a vozen grito de la agresión pero elcomandante se limitó a encogerse dehombros y decirle que era de esperar:había amenazado con cortarle el cuello aun guardia.

Estuvo allí en reposo seis días máspensando en la vida y en su familia, enel ateísmo, las novias y el pobre Tom

Fenwick, pero sobre todo en cómo, encontra de todo lo que cabía prever, porpequeña que fuese la victoria, estaba ensu mano cambiar las cosas.

Pensó en la mierda que habíalanzado por la ventanilla del tren y enlos grandes amigos que lo rodeaban, enla cuadrilla de trabajo en el cementeriojudío y sobre todo en Flapper Garwoody cómo el hombre más duro que habíaconocido en su vida se había venidoabajo entre lágrimas mientras le relatabalos horrores de lo que se convertiría ensu rutina diaria.

Y para consternación del médico,Horace insistió en reincorporarse a sus

tareas pocas horas después de que lehubieran concedido cuarenta y ochohoras más en la enfermería.

Sus viejas botas habían ido a parar ala basura y ahora iba con zuecos demadera, los pies envueltos en franela dealgodón que lo protegía del frío y de ladura madera de su nuevo calzado. Novería otro par de calcetines en más decuatro años. Los zuecos le resultabancuriosamente cómodos, y el oficialmédico le aseguró que mantendrían araya la humedad y al mismo tiempopermitirían transpirar a sus piesmaltrechos.

Los prisioneros de guerra se

pusieron en pie y lo ovacionaronmientras cubría el breve trayecto hastasu lugar de trabajo a primera hora deaquella mañana, y los guardiasalemanes, incómodos, lo siguieron conla mirada cuando entró arrastrando lospies en el cuartucho.

El Jorobado que le había propinadola paliza no regresaría a la peluquería.Horace estaba seguro de ello, comoestaba seguro de que no pasaría por allíningún alemán con el Uniforme nazi.

Horace se había alzado con suvictoria. Horace Greasley, sin ayuda denadie, contra el Jorobado y la fuerza delTercer Reich, y había ganado. Se había

apuntado un tanto.Había recuperado la dignidad.

6La madre naturaleza no tuvo la menorpiedad con los reclusos de aquel campode prisioneros alemán sin calefacción enel invierno de 1940-1941. Horaceestaba convencido de haber pasadoinviernos bien duros allá en Ibstock,pero nada lo había preparado para lastemperaturas paralizantes a las que seenfrentaría ese primer invierno.

Recordaba al locutor de radio de laBBC describiendo las temperaturas dediez bajo cero mientras Horace y suspadres, Sybil, Daisy y Harold seacurrucaban en torno a un buen fuego

pocos días antes de Navidad cuandotenía unos catorce años. Recordaba quelo enviaron al patio trasero helado enbusca de otro cubo de carbón. Los coposde nieve se las arreglaban paracolársele por el cuello de la camisa ytemblaba mientras el frío acero del cubole hurtaba el calor de los dedos.

Ése invierno en Silesia lastemperaturas bajarían hasta casicuarenta grados bajo cero.

El antiguo cuartel de caballeríahabía sido diseñado para quedarcamuflado con dos terceras partes de lasdependencias por debajo del nivel delsuelo y el tejado del inmenso complejo

cubierto con hierba. Era como unaenorme nevera.

Los caballos tenían antaño susestablos en la planta inferior, que ahoraalbergaba los alojamientos de losprisioneros de guerra aliados. La plantasiguiente, que también quedaba pordebajo del nivel del suelo, había estadodestinada a las dependencias de losoficiales de caballería y ahora cobijabaa los guardias alemanes. Tenían suscomodidades domésticas: catresdecentes, cocina y un área dondedescansar con una inmensa chimeneaconstantemente encendida a partir deseptiembre, e incluso una biblioteca y

una mesa de billar. La planta quequedaba por encima del nivel del sueloera una serie de dependenciasindividuales, oficinas y dormitoriosprivados para los oficiales. Por lo visto,allí cada habitación también tenía unaestufa de leña o una chimenea encendidaen todo momento. Los leños estabanbien apilados a cubierto cerca de laentrada del fuerte. Como el campoestaba rodeado de bosque, la leña nosuponía ningún problema y los guardiasse aseguraban de que los prisioneros seencargasen de que el abastecimientofuera constante a medida que el inviernose iba haciendo más riguroso.

Los dormitorios de los prisionerosnunca veían la luz del sol, nuncadisfrutaban del calor de una estufa depetróleo o un leño ardiendo. Laestructura estaba mal proyectada, tantoque Horace compadecía a los pobrescaballos que en otros tiempos habíantenido que dormir allí. La temperaturaen aquel sótano infernal rara vez subíaunos grados por encima de la exterior.El único calor lo generaba latemperatura corporal de los hombresque dormían allí.

Hasta el último de ellos temía lashoras de oscuridad cuando latemperatura de enero cayó en picado. En

el sótano dormían cinco prisioneros encada casilla del establo, el espaciodestinado a un solo caballo cuando elcuartel había estado en servicio muchosaños atrás.

Se acurrucaban unos junto a otros enbusca de calor, pero hurtar unas horasde sueño era prácticamente imposible.Temblaban al unísono, cambiando deposición a lo largo de la noche demanera que el hombre del final de lacasilla no muriera de frío.Inevitablemente, algunos morían.

Horace describió el frío en unpequeño diario que llevó durante sucautiverio. Pidió papel para mantener al

día un historial del estado de losprisioneros con sarna, y el comandantele facilitó una libreta y un par delápices. Escribió:

Sería imposible concebir el fríoque hacía allí abajo. Imagina laocasión que más frío has tenidoallá en Inglaterra y multiplicapor dos el malestar. Imagina eldía de invierno más frío yriguroso que hayas tenido ladesgracia de estar a laintemperie. Me remonto a unpaseo de regreso a casa desde elcolegio a principios de febrero

de 1929. Nos habíamos vistoatrapados por lo más crudo deuna ventisca invernal cuandohacíamos el trayecto de treskilómetros de vuelta a casa. Ésamañana la temperatura erabastante moderada y ninguno noshabíamos molestado en cogergorros ni guantes, pero conformeavanzaba el día el termómetrocayó en picado. Para cuandosalimos por las puertas delcolegio había empezado a nevarsuavemente y a todos nospareció estupendo. Cuandollevábamos recorrido kilómetro

y medio se había levantado unaventisca con todas las de la ley yaún no sé cómo nos lasarreglamos para volver a casa.Me senté en la cocina apoyadoen la estufa de plomo negro igualque un bloque de hielo mientrasmi madre procuraba hacermeentrar en calor con té dulce ycaliente.

Recordé ese día. Recordé muy bienese día mientras yacía tembloroso en mitumba helada en Polonia, mi alientocálido congelándose de inmediato encuanto abandonaba mis labios. Hubiera

preferido sin dudarlo un instante diezdías como aquél a una sola noche en eseapestoso y helado agujero de mierda.Pero lo peor era que se prolongaba unanoche tras otra, una semana tras otra, unmes tras otro. No había tregua del frío.

La resistencia de los hombresamadrigados en aquel sótano empezabaa tambalearse. Eran como zombis queandaban y hablaban. Por la mañanasencillamente se alegraban de habersobrevivido otra noche y rezaban paraque la ración de sopa de col que lesdarían unas horas más tarde estuviera

caliente. Algunos días no lo estaba. Devez en cuando los guardias alemanescuyo trabajo era mantener encendido elfuego debajo del caldero lo habíandejado morir por no molestarse enrecorrer el breve trecho hasta la leñera.

Les traía sin cuidado; habíandesayunado igual que todos los díashuevos con jamón y café caliente y encuestión de una hora volverían a estardelante de una chimenea calentándoselos pies helados. A Horace le resultabaincreíble el puro egoísmo y la torturamental que eran capaces de infligir esosbrutales soldados de las SS.

Todos los días, hiciera el tiempo

que hiciese, se veían obligados a pasarpor el trámite de formar a la intemperiepara que pasasen lista, y cuanto peortiempo hacía, más se demoraban algunosguardias en las formalidades. Duranteuna tormenta de nieve los guardiasacostumbraban a tomarse un descansopara entrar en calor mientras losprisioneros seguían respondiendocuando se mencionaba su nombre yreaparecían veinte minutos después conla cara bien roja por efecto del fuegoante el que habían estado sentados. Yreían y bromeaban entre sí mientrasmiraban a los pobres infelices,demacrados y cubiertos por una fina

capa de nieve mientras un viento gélidoazotaba el campo como un tornado.

¿Por qué?, pensaba Horace.Intentaba ponerse en su pellejo, sepreguntaba cuál habría sido su reacciónhacia los prisioneros alemanes si sehubiera encontrado al otro lado. Yaunque detestaba a más no poder a loshombres que ahora le sonreían noalcanzaba a imaginarse ni siquiera ensus sueños más desaforados tratando aotro ser humano de esa manera.

Aquello no tenía pies ni cabeza.Querían que los hombres trabajaran ysin embargo los mantenían encondiciones indignas incluso de un

perro. Se encontraban en tal estado dedesnutrición que trabajar una jornadaentera les resultaba prácticamenteimposible. Golpeaban a los prisioneros,los torturaban física y mentalmente, yHorace se preguntaba si alguna vezhabrían pensando en lo que les ocurriríasi llegaban a perder la guerra. Horace semantuvo alerta en busca de un almacompasiva durante el tiempo que pasóen aquel primer campo. Aunque sólofuera un soldado de las SS que nopropinara patadas a los prisioneros, queno se mostrase tan diestro con la culatadel fusil, aunque sólo fuera un soldadocon un ápice de compasión que diera un

cazo extra de sopa un día especialmentegélido o mantuviera el fuego del calderoencendido una hora más para dar a losprisioneros cierto respiro del fríocortante.

Observaba a los oficiales que dabanlas órdenes, les miraba a los ojos enbusca de un destello de preocupaciónmientras uno de ellos le propinaba unapaliza a un prisionero que no se habíamovido con suficiente presteza o sehabía atrevido a poner en tela de juiciouna orden.

Horace observaba, pero sinresultado.

Ya mediaba marzo de 1941 cuando

el tiempo empezó a cambiar. Al menosuna docena de hombres había muerto defrío durante aquel horrendo invierno. Lanieve se había convertido en lluvia y lasgotas iban cargadas de un olor a muerte,a desesperanza.

El Jorobado había matado a golpes aotros tres hombres y violado a dos delos prisioneros más jóvenes de lacuadrilla que trabajaba fuera del campo,en el bosque de más allá. Los habíaescogido él mismo, incapaz de controlarsus tendencias homosexuales. Lahomosexualidad no se toleraba en losterritorios ocupados por Alemania en1941. Los dos jóvenes fueron violados y

golpeados hasta casi perder la vida,pero se les dejó bien claro lo queocurriría si se atrevían a decir aunquesólo fuera una palabra sobre la agresiónsexual. El Jorobado hizo que arrojaran alos muchachos, golpeados y deshechos,a un carro tirado por dos prisioneros yle contó al comandante que los habíansorprendido cuando intentaban escapar.

Horace no podía por menos dereparar en la expresión de odio puro yduro en la cara de Garwood cada vezque se mencionaba el nombre delJorobado. Y si el Jorobado andabacerca, Flapper temblaba de ira.

Por fortuna, la temperatura parecía ir

en ascenso a cada día que pasaba. Loshombres habían vuelto al tajo en loscementerios judíos ahora que la tierra sehabía deshelado, otras cuadrillas detrabajo seguían acumulando leña yHorace continuaba rasurando cráneosinfestados de piojos.

Horace percibió el cambio de régimenen el campo casi de la noche a lamañana. Su ración diaria de sopa habíaaumentado y, aunque parecieraincreíble, de vez en cuando se veía en elcaldo algún pedacillo de carne. Elcomandante del campo había empezado

a dirigirse a los prisioneros una vez a lasemana para informarles de que ahora seles trataba bien y él se había ceñido a laConvención de Ginebra en lo tocante altrato de los prisioneros. Habíanempezado a darles una taza de té dulcepor las tardes y los guardias de las SSya no se decantaban por la confrontaciónfísica a las primeras de cambio.

Por fin cambiaron la pajadesmenuzada y plagada de piojos de lasdependencias donde dormían ylimpiaron a manguerazos la orina, losexcrementos resecos y las cucarachasmuertas. Una vez seco el sótano, trajeronpaja nueva y los prisioneros recibieron

órdenes de esparcirla en sus respectivascasillas. Repartieron velas entre losprisioneros, lo que no sólo les suponíael lujo de iluminar los establos por lanoche sino que también les permitíaquemar los piojos que les corrían por elcuerpo y la ropa. La situación, por lovisto, empezaba a mejorar. Un par dedías después apareció un guardia alemánen la peluquería de Horace con tijerasnuevas y una navaja de afeitar tambiénnueva, y le facilitaron un hornillo de gaspara que pudiera calentar el agua,brindando a los prisioneros el lujo de unafeitado caliente. Y en el patioadyacente a las puertas del campo se

estaba construyendo lo que tenía todo elaspecto de ser unas toscas instalacionesprovistas de duchas, con tuberías degoma derivadas de las cañerías deabastecimiento de agua del campo.Cuando terminaron de construir lasinstalaciones, ordenaron a los hombresque se desnudasen e hicieran fila entandas de veinte para pasar por lasduchas. El agua estaba helada, pero aunasí Horace disfrutó de su primera duchaen prácticamente un año. Estaba heladohasta límites increíbles pero no queríamarcharse.

Los alemanes les facilitaron cepillosde fregar y jabón, y los hombres

aprovecharon la oportunidad paralibrarse de la mugre que llevabanpegada al cuerpo, de la mierdaendurecida, los piojos y las liendres quedurante tanto tiempo los habíanemponzoñado. Algunos se frotaban contanta fuerza que sangraban.

Y cuando Horace y sus compañerosse pusieron en fila para que les dieranropa interior nueva, franela de algodónlimpia y los uniformes robados perotambién limpios de soldados polacos,franceses y checoslovacos muertosmucho tiempo atrás, se fijó en quealgunos hombres sonreían.

Era una imagen que le resultaba

totalmente extraña. Estaban sonriendo;sus camaradas sonreían, maldita sea.

Al fin, pensó Horace, los alemanesempezaban a mostrar un poco decompasión por sus congéneres.

No era así.Dos días después apareció en el

campo una delegación de inspectores deGinebra, Suiza. Había sido una farsa.Los alemanes querían demostrar que seceñían a los términos y las condicionesde la Convención. Horace y suscompañeros vieron indignados cómo loshacían formar para pasar lista con supulcra ropa nueva. La mayoría de loshombres habían engordado algún kilo,

tenían el cuerpo limpio y no estabanaquejados de piojos, que no habíanvuelto aún, aunque no tardarían enhacerlo. Y el comandante del camposonrió mientras les enseñaba las nuevasduchas y alardeaba de la nueva pajaseca que servía de lecho a losprisioneros en los establos.

Les preguntaron a los hombres sinhabían sido maltratados de algunamanera. Varios guardias de las SSpermanecían amenazantes detrás de ladelegación, acariciaban la culata delfusil, uno incluso se pasó un dedo por elgaznate a guisa de amenaza. Losprisioneros negaron con la cabeza casi

al unísono.Salvo un hombre.Charlie Cavendish dio un paso

adelante y dijo que quería hablar enprivado con la delegación. Losprisioneros se quedaron mirándolo conincredulidad, igual que los guardias. Elhombre estaba trémulo, tembloroso demiedo. No había engordado nada yparecía enfermo. Un guardia alemánintentó convencerlo de que desistiera yse oyeron voces. Los miembros de ladelegación no parecían muy contentos yuno de ellos citaba frases de un folletoque tenía en la mano. Se llevaron alhombre y lo devolvieron a la formación

una hora después. Para entonces ladelegación hablaba a gritos y discutíaabiertamente con el comandante.

El hombre que se había hecho oírsonreía a pesar de las lágrimas que leresbalaban por la cara.

Horace lo miró.—¿Por qué estás tan contento,

Charlie?—Van a cerrar este antro de mierda,

Jim. Vais a salir de aquí. Les he contadotodo lo que han estado haciendo esoscabrones. —Señaló a un hombre congorra de aspecto militar—. Ése es eljefazo. Ha dicho que han desoído todaslas normas del reglamento, está furioso y

le ha asegurado al comandante que elcampo estará cerrado antes de que acabeesta semana. También me he chivado delJorobado, les he dicho a cuántos hamatado, les he contado que es unviolador.

Se enjugó las lágrimas medio secasen las mejillas. Horace se quedómirándolo con gesto de asombro.

—Entonces, si estamos a punto desalir de aquí, ¿por qué lloras?

El hombre ladeó la cabeza con elceño fruncido.

—No me has oído bien, ¿verdad,Jim? He dicho que estáis a punto desalir de aquí, vosotros, no yo. No

creerás que esos cabrones van a dejarmesalir después de lo que he hecho,¿verdad?

A la mañana siguiente CharlieCavendish brilló por su ausencia cuandose pasó lista. Nadie lo había visto irse;sencillamente había desaparecidodurante la noche.

Nunca se le volvió a ver.Había dado la vida voluntariamente

para salvar a sus amigos y camaradas.

Flapper Garwood había planeado laejecución meticulosamente. Durante unbuen número de semanas estudió los

movimientos y los hábitos de trabajo delJorobado. Contó los soldados deguardia y cronometró al segundo sushorarios y descansos para comer. Y a lolargo de las últimas semanas habíalanzado alguna que otra sonrisa desoslayo al Jorobado. Había flirteado conaquel enorme homosexual alemán.

Y Flapper Garwood casi vomitócuando el tiarrón alemán le devolvió unguiño esa misma mañana. Se mordió lalengua y le sonrió también. El gesto delalemán se suavizó perceptiblemente alver su respuesta. No era su tipo habitual—prefería a los prisioneros más jóvenesy levemente femeninos— pero ese

hombre parecía impaciente porcomplacerlo. Las violaciones leresultaban muy estimulantes al Jorobadopero contar con alguien que participasede buen grado le supondría un cambioagradable.

El Jorobado se acercó a Garwoodcuando guardaba cola para que lesirvieran la sopa de col.

—Tú, prisionero, ven conmigo.Tengo un trabajo para ti.

Garwood hizo lo que le decían y sefue detrás del hombrachón alemán.Cuando ya nadie podía oírlos, elJorobado le dijo en un susurro:

—Quieres divertirte un poco, ¿eh,

prisionero?Garwood asintió, intentó sonreír y se

preguntó si el oficial se percataría delengaño.

—Ésta noche —respondió—. A lasdiez menos cuarto, cuando todo elmundo esté encerrado.

El alemán se mostró perplejo.—¿Por qué a una hora tan rara,

prisionero?Garwood dio un paso adelante,

deslizó una mano hasta la entrepiernadel alemán y le dio un apretón.

—Porque entonces no nosmolestarán, cariño. Los prisionerosestarán encerrados y tus camaradas, en

el comedor.Conforme el flujo sanguíneo hacia su

entrepierna se hacía más intenso, elJorobado sonrió.

—Has planeado bien nuestroencuentro, prisionero. Me aseguraré deencerraros esta noche pero dejaré lapuerta principal del establo abierta. Anadie se le ocurrirá probar si se abre,nadie lo intenta nunca y los alemanes nocometemos errores. Nos encontraremosa la puerta del despacho principal. Nohabrá nadie allí.

El alemán se inclinó hacia delante,la boca entreabierta, los ojos cerrados.Garwood le olió el aliento acre y se

preguntó cómo podía besar nadie asemejante monstruo. Casi echó a correrhacia la puerta.

—Tienes que tener paciencia,cariño. Si nos atrapan ahora nodisfrutará nadie.

El Jorobado sonrió y dejó escaparuna risotada grotesca, casi animal.Siguió con la mirada la figura delprisionero que salía por la puerta y legritó:

—Espero que no me decepciones,culo bonito.

Flapper Garwood se volvió.—No te decepcionaré, amigo mío…

no te preocupes por eso.

Flapper salió al aire libre, dio unpar de pasos, intentó calmarse y vomitólo poco que tenía en el estómago sobrela tierra reseca.

Exactamente a las nueve en punto elJorobado entró en el sucio bloque de losestablos y ordenó a los prisioneros quese tumbaran en sus lechos de paja.Horace se quedó perplejo. Por logeneral lo único que oían era el cerrojode la puerta principal en algún momentoentre las nueve y las diez.

El Jorobado se había lavado y unfuerte olor a perfume barato parahombre impregnaba el aire. Seguro quese va de juerga, pensó Horace. Y cuando

el monstruo alemán cerró la puerta trasde sí dio la impresión de que pasabamás rato del habitual hurgando con lallave en la antigua cerradura de latón.

El alemán llegó con más de cincominutos de antelación. Llevabapensando en ese momento de aliviosexual buena parte del día, planeandolos perversos actos que llevaría a cabocon el prisionero. Deambuló en torno aledificio como un animal enjauladodurante lo que se le antojó unaeternidad. Al cabo, reconoció la figurainconfundible del prisionero inglésgrandote. Apenas unos minutos antesGarwood había forzado la cerradura de

la puerta del despacho y encontrado lanavaja de afeitar de Horace en el cajónde la mesa de un oficial, al que iba aparar al final de cada jornada.

—En el momento justo. —Sonrió alver la nerviosa figura de Garwoodiluminada por la luz proveniente de laventana del despacho. Abrió la puerta eindicó al prisionero que pasara.

Flapper Garwood estaba sinresuello a estas alturas y con el rostroenrojecido.

—Aquí no. Puede venir alguien.El alemán se adelantó y lo cogió por

el cuello.—Haz lo que te digo, prisionero…

adentro.—No, por favor, aquí no. Nos

cogerán, me pegarán un tiro y a titambién te fusilarán.

El Jorobado lo soltó y FlapperGarwood tomó una buena bocanada defrío aire nocturno.

—Allí —señaló—, en el bosquejunto a las letrinas. He escondido unaalfombra. Estaremos más cómodos.

El alemán se echó a reír acarcajadas.

—Lo has planeado bien, ¿eh? Tegusta a la intemperie, como losanimales. —Lanzó un ronroneo, obligó aGarwood a volverse y le dio un azote en

el culo.—Pues venga, deprisa, tío.Flapper Garwood sintió náuseas

pero se las arregló para mantener eltipo. Se volvió para echar a andar y elalemán lo siguió de cerca.

Recorrió una docena de pasos o asíhasta llegar al barracón de las letrinas.

—Sigue andando, tío, aquí apesta.Flapper se quedó inmóvil, con una

expresión en la cara que desconcertó alJorobado.

Dio un paso adelante e hizo ademánde propinar un empujón al prisionero enel pecho.

—Venga, puto cerdo. Aquí apesta,

¿no has oído…?El prisionero inglés tiró con fuerza

del brazo del alemán y le hizo dar lavuelta de manera que quedase deespaldas a él. Antes de que pudieradarse cuenta de lo que ocurría, Garwoodsacó la navaja con un movimientorápido y la llevó hasta el cuello delsoldado. La afilada hoja cortó sinesfuerzo piel, músculo, tejido y tráquea.Finalmente se detuvo al entrar encontacto con las vértebras del Jorobado.Flapper retiró el arma y la dejósuspendida a un lado.

Al alemán se le quedó la bocaabierta en un intento de gritar. Un chorro

de sangre cayó en cascada por su cuerpocomo si de unas cataratas se tratase. Noconsiguió proferir más que un gorgoteopor el orificio recién abierto en sucuerpo. Cuando el alemán trastabillaba apunto de desplomarse, Flapper le cortóde un tajo el cinturón de cuero y lospantalones se le cayeron hasta lostobillos. Lo último que vio el Jorobadoantes de lanzar su último suspiro fue supropio pene ensangrentado a escasoscentímetros de la cara.

Garwood le llenó los bolsillos depiedras al muerto mientras arrastraba elpesado cuerpo al barracón de lasletrinas. Estaba sin aliento y el olor a

mierda era mil veces peor de lo quealcanzaba a recordar. Colocó el cadáverdebajo de la estructura de madera yaferró el tablón con las dos manos.Apoyó un pie en los muslos del alemán,el otro a la altura de los riñones, y en unesfuerzo final hizo caer el cuerpo elmetro y medio que lo separaba deldepósito lleno de excrementos másabajo. El cadáver se quedó flotando unmomento. Y luego, mientras las bolsasde aire agazapadas entre losexcrementos emitían siseos y gorgoteos,el cadáver se fue a pique con la cabezapor delante como un inmenso buquealcanzado y se hundió hasta las

profundidades del depósito.El verdugo pasó casi toda la hora

siguiente limpiándose y removiendo laarena y la tierra en torno a las letrinaspara intentar ocultar las manchas desangre. Por suerte la mayor parte de lasangre había quedado empapada en eluniforme del muerto, aunque aúnquedaban algunos indicios delatores. Sesirvió de puñados de agujas de pinosecas en el barracón de las letrinas paraborrar el reguero de sangre en el suelo.Sudoroso pero satisfecho con el trabajonocturno, limpió la hoja de la navaja yla dejó donde la había encontrado.Regresó lentamente al bloque de los

establos, confiado en que las criaturasnocturnas y las moscas de primera horade la mañana acabarían su tarea.

Se dio oficialmente pordesaparecido al Jorobado el díasiguiente a mediodía. El comandante delcampo envió a un guardia a su casa en elpueblo, y comprobó que estaba vacía. Eloficial hizo unas tímidas indagaciones einterrogó a algún que otro prisioneropero no descubrió nada. Tres díasdespués anunció que el Jorobado habíadesertado. A veces ocurría. De hecho,era bastante habitual.

Se había vuelto a la ración habitualde «un cazo, sin carne» y el té de la

tarde había desaparecido del menú. Lasduchas provisionales se desmantelaron yla madera se troceó para hacer leña.Pero el sol seguía luciendo y había unaire de optimismo en el campo mientraslos alemanes hacían preparativos para lapartida.

Cuarenta y ocho horas después unconvoy de camiones entró con granestruendo en el campo y ordenaron a losprisioneros que subieran a bordo.

Horace se sintió más que felizcuando los camiones cruzaron el puentesobre el foso. No les habían dichoadonde iban, ni por qué motivo. Peronada podía ser peor que el infierno al

que se habían visto sometidos en elFuerte Ocho de Poznan. Horace y suscompañeros estaban en camino y hastael último de ellos se sentía alegre a másno poder. Habían sobrevivido a unauténtico infierno.

7Desde el remolque abierto del camión,Horace vio desaparecer el campo que sehabía cobrado la vida de tantoscompañeros suyos. Los hombres estabancuriosamente alicaídos, casi encompleto silencio, mientras enterrabanlos espectros y recuerdos de aquel lugartan horrible.

Horace recordó la paliza que casihabía acabado con su vida, y al pobreTom Fenwick y el frío glacial delprimer y último invierno pasado allí ycómo la nieve seguía cayendo un día trasotro, una semana tras otra.

Recordó las caras decididas ysonrientes del Jorobado y los guardiasde las SS mientras repartían palizas conregularidad, y recordó las lágrimas dealegría y desesperación que resbalabanpor las mejillas de Charlie Cavendish asu regreso a la formación después decontarles a los miembros de ladelegación de Ginebra la verdad sobreel campo.

Se preguntó si habría muerto porcausas naturales o si las SS le habríanechado una mano. Charlie se encontrabamuy mal, como si se hubiera resignado amorir, y allí plantado en la formaciónmientras los guardias discutían con los

enviados de Suiza era consciente de queno vería otro amanecer. Horace habíavisto los indicios, la misma actitudrelajada, aparentemente despreocupada,en Tim Fenwick cuando masticaba congula su último pedazo de pan. Era comosi hubiesen hecho las paces con elmundo; sabían que había llegado su horay, de alguna manera que no hacía sinoreconfortarlos, sabían que su sufrimientoa manos de aquellos monstruos estabatocando a su fin.

Durante horas no pudo pensar másque en los horrores del campo. Flapperiba sentado enfrente y una especie deacuerdo mutuo permitía a cada cual

seguir en silencio sumido en sus propiospensamientos. Cuando ya llevaban unahora de camino, Horace planteó lapregunta:

—¿Dónde escondiste el cadáver?—¿De quién?—Del Jorobado.—No sé de qué me hablas.Horace buscó algún indicio

revelador pero no vio ninguno.Tras un par de minutos, Garwood

dijo:—¿Has cagado esta mañana, Jim?Horace se lo pensó un segundo y

asintió.—Sí, Flapper, he cagado.

—Bien, Jim. Bien. Más vale echarloque retenerlo, ¿eh?

A medida que iban pasando lashoras y el camión ponía un kilómetrotras otro entre el campo y las almastorturadas que iban a bordo, su ánimomejoró notablemente.

Llevaban en la carretera seis horascuando el convoy de camiones sedetuvo. Habían entrado en lo queparecía un inmenso recinto de fábricas.Las paredes eran blancas y tenían unaspecto como esterilizado, tanto quepodrían haberlo tomado fácilmente porun hospital. No lo era. Los hospitales nonecesitaban alambradas y altas verjas

para evitar que los pacientes se fugaran.Era otro campo, pero cuando los

prisioneros fueron conducidos en tropelhasta el interior del enorme recinto yobligados a formar una fila ordenada, aHorace le sobrevino la sensación de queno pasaría allí mucho tiempo. De prontoestaba nervioso, asustado incluso. Losalemanes no les habían informado denada y algún que otro prisioneroempezaba a estar crispado.

Hasta el último de ellos albergabasus dudas íntimas; algunos llegaronincluso a discutir sobre lo que ocurriríaen el caso de que los prisioneros deguerra se convirtieran en un estorbo para

los alemanes. ¿Había llegado ese día?Nadie lo sabía. Nadie planteó la

pregunta.Ordenaron a los prisioneros que se

desnudaran y luego los repartieron aempujones y codazos en grupos deveinticinco. Aunque ya estaban aprincipios de verano, un viento fríoazotaba el campo. Estuvieron allíplantados temblando durante más de unahora antes de que les hicieran marcharpor el recinto abierto a la vista de unadocena de civiles que se ocupaba de loque parecían ser pilas de ropa yuniformes limpios. Dos muchachas de entorno a dieciséis años lanzaron unas

risillas nerviosas mientras los hombresdesnudos pasaban a escasos metros deellas. Los prisioneros hicieron loposible por taparse las vergüenzas y laschicas, por su parte, apartaron lamirada.

Cuando se acercaban al edificio degrandes dimensiones revestido deazulejos en el extremo opuesto delrecinto, Horace oyó algo así como aguacorriente y, a menos que se equivocara,los gritos de alegría de unos cuantoshombres.

—¿Qué mierda es eso, Jim? —lepreguntó Garwood.

—Yo creo que es un barracón de

duchas, Flapper —dijo Horace altiempo que señalaba una rejilla encimadel edificio por la que salía vapor—. Ysi no me equivoco, creo que tienen aguacaliente.

Horace se puso bajo el chorro deagua caliente.

Había olvidado la sensación queproducía el agua a esa temperatura.Pensó en su última ducha caliente; seremontó a su indiscreción con laprostituta francesa y a cómo se habíaduchado después en Carentan, como siel agua fuera a purificarlo de algunamanera, a eliminar el olor de la chicapor si regresaba a Inglaterra de

inmediato y se encontraba entre losbrazos de Eva Bell.

Había pasado un año desde queHorace sintiera agua cálida sobre sucuerpo. La sensación era indescriptible.

Daniel Staines miró a su amigomientras el agua caliente le resbalabapor la cara y el cuerpo y gimió a voz encuello con una amplia sonrisa.

—Esto es mejor que el sexo, ¿en,Jim?

Horace sonrió y negó con la cabeza.—Seguro que haces algo mal, Dan.

Esto es bueno, pero no tanto.Pero sí era bueno. Era un lujo. Los

alemanes les habían facilitado pastillas

de jabón y cepillos y los hombresfrotaban sus cuerpos infestados depiojos hasta dejarlos limpios. El suelode piedra blanca del barracón de lasduchas era un manto en el que nadabancriaturas diminutas por doquier, ydespués de la ducha los despiojaron conunos polvos blancos y los alemanes lesaseguraron que así se librarían porcompleto de los parásitos que leschupaban la sangre.

Les dieron uniformes limpios. Éstavez a Horace le tocó en suerte eluniforme de un soldado polaco de la 16División de Infantería Pomerania, con unpequeño agujero de bala en el bolsillo

izquierdo de la pechera. El orificio desalida, más grande, lo habían cosido yremendado con un burdo hilo negro.

Daba igual.Al sol de media tarde, mientras los

guardias alemanes los mirabanperplejos, Flapper, Horace, Dan yalgunos otros rieron y bromearon sobrelo mal que les sentaban los uniformes alos demás.

Poco después estaban otra vez abordo de los camiones para hacer elresto del trayecto hasta el campo deprisioneros de Saubsdorf. Llegaron alabrigo de la oscuridad y nada mástrasponer las puertas del campo les

dieron un cuenco de estofado caliente.No era sopa, sino estofado.Carne, patatas, un poco de zanahoria

hervida: era estofado, comida deverdad. Y en el transcurso de unas horasHorace había probado dos cosas que sele habían negado durante mucho tiempo.Dos cosas esenciales para la vida, elagua caliente y la comida.

No era pedir demasiado, ¿verdad?En comparación con el campo

anterior, Horace y sus compañerosacababan de entrar en el vestíbulo delRitz. No sabían entonces que ésa era laúnica comida que recibían losprisioneros en todo el día. Pero Horace

creyó que había muerto y ascendido alos cielos cuando luego los llevaron a undormitorio de grandes dimensiones conun barracón de duchas, literas yauténticos colchones. Los hombres secomportaron como niños decampamento, encaramándose conentusiasmo a las literas. Apagaron lasluces y pese a que hicieron todo loposible por permanecer despiertos noaguantaron más de cinco minutos.Empezó a resonar por todo el dormitorioel ruido de los ronquidos y por primeravez en todo su cautiverio Horace se lasarregló para dormir toda la noche de untirón.

Despertó hacia las siete de lamañana siguiente y experimentó otroplacer que se le negaba desde quealcanzaba a recordar.

Despertó con una erección.Y en un instante de comicidad

desbocada saltó de la litera superior yse bajó los calzoncillos hasta lostobillos.

—¡Mirad, chicos! —gritó—. ¡Fijaosqué hermosura!

John Knight abrió los ojos. Estabaen la litera inferior y vio el penehinchado de Horace a la altura de losojos.

—Joder, Jim, ¿a qué juegas? —gritó

a la vez que se apartaba del ofensivoapéndice y se cubría la cabeza con lamanta en un estrafalario intento deprotegerse del motivo de orgullo deHorace.

Horace se lo había cogido con lasdos manos y estaba más que feliz deenseñárselo a cualquiera que hubieseabierto los ojos.

—¡Estoy empalmado!—¿Y a mí qué me dices? —le gritó

Dan desde el otro extremo deldormitorio.

—¡Hacía meses que no meempalmaba! Fíjate, qué hermosura, tío.

Flapper lanzó una mirada furtiva

desde debajo de la manta.—Joder, Jim, ten cuidado con eso o

le vas a sacar un ojo a alguien.Horace se plantó allí en medio con

el miembro bien aferrado con una mano;cualquiera que estuviese interesado aúnpodía ver unos cuantos centímetros queasomaban.

Ernie Mountain se incorporó y seechó a reír.

—Podrías colgar media docena depares de botas de ese trasto, Jim. Noestabas el último de la fila cuandohicieron reparto de pollas, ¿eh?

—No te va a servir de nada, colega—masculló Dan—. Aquí no puedes

meterla en ninguna parte.A Horace no le importaba.Las cosas les iban mejor a Horace y

sus colegas. ¿Qué más podía pedir? Unacama caliente, una ducha caliente,comida y ahora una erección. Lo únicoque quería era una muchacha parasacarle partido. Bueno, pensó Horace,no se ganó Roma en una hora, mientrasiba camino de darse su ducha matinal yse preguntaba si le permitirían disfrutarde un poco de intimidad durante tres ocuatro minutos.

Ésa misma mañana reunieron a loshombres y los guardias los pusieron altanto de sus horarios de trabajo. Para

inmenso alivio de Horace, los guardiasno vestían el uniforme de las pavorosasSS. En comparación, estos hombres deaspecto más entrado en años, entre loscuarenta y los cincuenta, tenían un airepoco menos que angelical.

El campo estaba situado cerca deuna inmensa cantera de mármol y a sullegada les repartieron a los prisionerospicos y almádenas. Un civil alemán,Herr Rauchbach, se dirigió a loshombres en su lengua materna pero,aunque la mayoría de los hombres noentendía ni palabra, les quedó bastanteclaro qué clase de trabajo iban adesempeñar. John Knight sonrió

mientras su grupo recorría la brevedistancia hasta la pendiente frontal de lacantera y los guardias alemanesseñalaban las gigantescas losas demármol. Se había acabado lo deexhumar cadáveres judíos. Quizás eltrabajo fuera duro, pero al menosdormiría por las noches.

Y así empezó el agotador turno dediez horas. Horace trabajaba conFlapper, partían el mármol en trozosmanejables y cargaban el mineral encarretillas a mano. Media docena demujeres civiles deambulaban entre loshombres, recogían las astillas demármol más pequeñas en cubos grandes

y las amontonaban a la puerta de unamplio taller de madera. Saltaba a lavista que las mujeres estaban aterradas ytenían prohibido hablar con losprisioneros, pues trabajaban en silenciocuando los guardias alemanes andabancerca. Los guardias eran pocos yandaban dispersos por el campo de lacantera, cosa que al principiodesconcertó un poco a Horace. La huidaera una noción que siempre teníapresente pero en el primer campo eraimposible. Aquí, pensó, tal vez sea unaposibilidad clara. El campo no estabavallado; según descubriría más adelante,Rauchbach había prohibido las verjas.

Sencillamente los encerraban en susbarracones por la noche. Para evitar queescapasen, cuatro o cinco guardiaspatrullaban la zona de manera rutinaria.Durante el día era casi como si sedespreocuparan de la seguridad.

Horace averiguaría más adelante queescapar era posible, pero ¿adonde podíair quien se fugase? El campo de lacantera estaba situado a orillas de uninmenso bosque. Un lugar perfecto paraocultarse, pensó Horace. Pero no habíamapas, ni brújulas. Estaban rodeados depaíses ocupados por Alemania, al menosseiscientos kilómetros a la redonda. Y sise las arreglaba para escapar, ¿en qué

dirección huiría? Rumbo al oeste haciael interior de Alemania no representabauna opción, y si era sincero consigomismo, sus conocimientos sobre lasituación geográfica de Polonia yChecoslovaquia distaban de sercompletos, por no decir otra cosa. Ojaláhubiera puesto un poco más de atenciónen las clases de geografía en la escuela,ojalá se hubiera esforzado más.

Los alemanes no eran idiotas; poreso estaban situados allí los campos.

Por la noche, en la oscuridad, todaslas noches, Horace luchaba a brazopartido con su conciencia. Sin lugar adudas tenía la obligación con su familia,

su país, de intentar al menos escapar,¿no? Los prisioneros formaban comitésde huida, hacían planes y fantaseabanacerca de lo que podía haber más alládel bosque. Pero no eran más que eso,fantasías. Estaban varados en mitad dela nada, sin documentos, sin nociones depolaco o checo, sin dinero, sin comida,sin armas, sin nada.

Horace sabía que era imposible ylos alemanes también lo sabían, por esohabía tan pocos guardias y tan dispersos.Pero eso les ofrecía a los hombres laoportunidad de hablar con las mujeresdel campo. Las mujeres eran oriundas delos pueblos de la zona fronteriza entre

Polonia y Alemania. De mediana edad yrostro curtido, sus cuerpos musculososeran testimonio de años de duro trabajo,sus rostros grabados de arrugas ycicatrices. Las ciudades fronterizastenían una historia turbulenta y habíancambiado de manos en numerosasocasiones a lo largo de los siglos.Aunque algunos pueblos estaban enAlemania, muchos de sus habitantes seconsideraban polacos, eran ferozmentepatriotas y despreciaban a los alemanestanto como los prisioneros de guerra.Las mujeres recibían un sueldo y se lespermitía regresar a su pueblo cadanoche, pero no eran sino esclavas y

como tal las trataban los alemanes.Las mujeres contaban la historia de

una chica que antes trabajaba allí quehabía confraternizado con un prisionerode guerra francés y acabó quedandoembarazada de él. De alguna manera losalemanes se enteraron y nunca se volvióa ver a la joven ni al prisionero. Alfrancés lo fusiló un pelotón a la mañanasiguiente y la muchacha fue enviada a lacárcel. Las mujeres se persignaban cadavez que se mencionaba su nombre enclara alusión a lo que creían que habíasido de ella.

Conforme pasaban los días, algunastrabajadoras empezaron a traerles

comida a los prisioneros a hurtadillas:un bocadillo de pan rancio, quesoenmohecido o un trozo de jamón. Anadie le importaba lo tierno queestuviera; complementaba sus escasasraciones y les sabía a gloria.

Horace llevaba cautivo de losalemanes más de un año y se las habíaapañado para adquirir los rudimentosdel idioma. Herr Rauchbach, elpropietario del campo de la cantera, sefijó en él, y de alguna maneraconseguían trabar conversación. HerrRauchbach parecía distinto de los demásalemanes, sobre todo cuando losguardias no andaban cerca. Casi se

compadecía de la situación de losprisioneros, y en más de una ocasiónHorace percibió cierta hostilidad hacialos guardias. Le preguntaba a Horacepor la comida y las condicionesgenerales en el campo. Se comprometióa incrementar las raciones de losprisioneros de guerra y, en efecto,durante una conversación entre elcomandante del campo y HerrRauchbach, mientras los prisionerosterminaban el trabajo de la jornada, tuvolugar una discusión. El comandante delcampo levantó la voz y aseguró que losprisioneros recibían comida más quesuficiente. Rauchbach arguyó que si

comían más trabajarían mejor, y dijoque varios hombres habían perdido elconocimiento durante el turno de mañanaporque tenían el estómago vacío.

A lo largo de esa semana les dierona los presos una taza de agua tibia y unagalleta insípida para desayunar, yaparecieron unas cuantas patatas más enel estofado.

La producción en la cantera aumentóy el comandante del campo estaba feliz.Pero no fue debido a las raciones extra,sino a que Rauchbach les habíainformado a los hombres de que senecesitaba mármol para las lápidas delas tumbas de las víctimas de guerra

alemanas.Una mañana Rauchbach le dijo a

Horace que la semana siguiente iba atraer a su hija al campo para quetrabajase de intérprete en la cantera. Lohabía arreglado con el comandante delcampo, quien le había dado autorizaciónpara que fuera a la cantera una vez cadaquince días a fin de poner en práctica elinglés que sabía.

Rauchbach se acercó a dondeestaban trabajando Dan Staines yHorace una mañana de agosto cálida yhúmeda.

«¡Jim!», le gritó, y Horace levantó lamirada.

Tenía el porte de una diosa.Rauchbach le presentó a su hija

Rosa y Horace se embebió de ella, unglorioso centímetro tras otro. Ellainclinó la cabeza tímidamente y sesonrojó. Horace notó un temblornervioso en lo más hondo y cayó en lacuenta del tiempo que hacía que nohabía visto nada tan atractivo. No habíarevistas ni periódicos en el campo,películas ni metraje de los noticiarios dePathé. Ni siquiera tenía una foto de Eva.Su recuerdo de una chica guapa habíaquedado borrado… hasta ahora.

Horace inclinó la cabeza también yla saludó cortésmente en alemán. Al

final ella levantó la mirada y dijo connerviosismo:

—Hablo inglés. Mi padre quiere quetraduzca. Tengo que practicar más.

Su voz era tersa y delicada, yacentuada por el inglés que chapurreaba,resultaba sensual y misteriosa. Esto noes saludable, pensó Horace. Miró dereojo a Flapper Garwood, que se habíaquedado como petrificado. Flapper dijoen voz queda:

—Tiene un buen polvo, Jim, ¿no teparece?

—Dos o tres, Flapper —convino élen voz baja.

—Lo siento —dijo ella—, no he

oído bien.Horace tartamudeó hasta el punto de

dejar caer la almádena.—He dicho que hablas bien inglés.Rauchbach terció en alemán:—Sí, pero tiene que mejorar.

Tenemos que prepararnos para cuandotermine la guerra.

Se volvió hacia Horace y sonrió:—¿Le darás clases a Rosa?—Sí, sí, desde luego, Herr

Rauchbach.—Y ahora tenemos que ir a ver al

comandante y agradecérselo, Rosa.Rauchbach y su preciosa hija se

despidieron de los dos hombres, que,

desconcertados, los siguieron con lavista cuando se fueron camino del taller.Toda su atención estaba centrada en eltrasero de aquella muchacha dediecisiete años vestida con unos ceñidospantalones de montar negros. Ni siquierauna división entera de Waffen SS habríasido capaz de alterar la dirección de sumirada.

—Fíjate en ese culo, Jim, fíjatecómo se mueve.

—No puedo dejar de mirarlo —respondió Horace.

—Imagínatelo rebotando arriba yabajo…

—No vayas por ahí —lo interrumpió

Horace—. Si te parece que el otro díaestaba muy empalmado, mañana latendré el doble de gorda pensando enese culito tan mono.

Horace vio desaparecer lentamenteel trasero más perfecto que había tenidoel placer de contemplar en toda su viday maldijo a la nación alemana una vezmás por negarle otro derecho humanoesencial.

Estaba en lo cierto; la visita de laencantadora Rosa no fue saludable.Horace sencillamente tenía que salir deaquel campo. Necesitaba a su familia,necesitaba comida, necesitaba ir y venira sus anchas, necesitaba una cerveza y

quería sexo.Durante la semana siguiente

permaneció sumido en una profundadepresión. La visita de Rosa le habíatraído recuerdos, recuerdos de su hogary de la vida como un hombre libre.Empezó a albergar resentimiento contralos guardias cuando echaban el cerrojocada noche. Tenía el genio vivo y losdemás prisioneros parecían notarlo y semantenían alejados. Descargaba suanimosidad contra las losas de mármol ypor cada pedazo que le sacaba a la rocaimaginaba un alemán muerto. Cómo losdetestaba. Cada noche volvía física ymentalmente agotado y por muchas

veces que le aconsejaran Garwood yJohn Knight que se lo tomase con calma,no les hacía el menor caso.

Pero a medida que iba restando díaspara la siguiente visita de Rosa, empezóa estar de mejor ánimo. Tachaba losdías en un trozo de papel y llevaba undiario secreto, un diario que, en el casode ser descubierto, casi sin lugar adudas daría con él ante un pelotón defusilamiento. En ese diario fantaseabacon el sexo. Sexo con una chicaalemana. Sexo con la joven hija delpropietario del campo de la cantera. Eraun riesgo que estaba dispuesto a correr,otro corte de mangas al teutón, otra

pequeña victoria.

8En su siguiente visita, dos semanasdespués, Rosa estaba más guapa incluso.Era un día soleado y se había vestido enconsecuencia. Ya no llevaba el gruesoimpermeable. En cambio, llevaba unasencilla blusa blanca ceñida querealzaba sus pechos y una falditaholgada que le llegaba por encima de lasrodillas. Sus mejillas lucían más color,¿y lo estaba imaginando o parecían suslabios más carnosos y de un rojo másintenso? Y sonreía más. Le sonreía aHorace, no a Flapper ni a John Knight,sino a Horace.

Flapper Garwood también se fijó.Bromeó diciendo que tal vez pudierainterpretarse que quizá la joven pudiesealbergar cierto afecto por Horace.

—No te equivoques, Jim, quiere quele metas ese pollón tuyo —añadió conuna mueca socarrona.

En las semanas siguientes surelación empezó a tomar forma y elpadre de Rosa parecía contento con losprogresos de su hija en inglés, tanto esasí que no tenía inconveniente en dejarlaa solas en compañía de los prisionerosbritánicos.

Fue en su cuarta visita cuandoHorace le preguntó qué clase de trabajo

se hacía en el taller. Ella le habló detornos y esmeriladoras y de lo muchoque frustraba a su padre no disponer delos hombres necesarios para utilizarlos.

—Mi padre y Ackenburg, el capataz,son los únicos que entran allí. La verdades que todos los hombres cualificadosestán muertos o se han ido a la guerra.

Rosa adoptó una expresión queHorace recordaba haber visto en Ibstocky Torquay en los bailes de Leicester.Era una expresión de interés.

—Mi padre dice que hay auténticaescasez de buenos hombres por estoslares.

Fue en ese momento cuando Horace

decidió asentar los cimientos de suprimera cita. ¿Eran imaginaciones suyas,o la joven le estaba lanzando las señalesadecuadas? Hacía mucho que no veíaseñales así, pero parecían estarocurriendo delante de sus ojos. Lasconstantes sonrisas, el leve movimientodel pelo, su acicalamiento, un suaveroce de la mano y el que estuviera todoel rato a tan corta distancia de él.

Entonces se lo soltó: la mejor frasede la historia para tirarle los tejos a unachica.

—Imagino que no podríasenseñarme las máquinas, ¿verdad?

Y Rosa se interrumpió. Miró hacia

los talleres y luego otra vez a Horace.Guardaron un incómodo silenciomientras Horace se moría de ganas dedecirle infinidad de cosas.

Ella negó con la cabeza y bajó lamirada.

Quería decirle lo hermosa que era ycómo quería tomarla en sus brazos,quería decirle lo mucho que la deseaba,cómo cada momento que pasabadespierto lo dedicaba a preguntarse elaspecto que tendría bajo esas ropas ycuánto quería hacerle el amor.

Pero guardó silencio y recordó queera alemana, estrictamente fuera de sualcance.

No quería hacerle el amor… queríatirársela, ansiaba otra pequeña victoriaaliada. Quería tumbar de espaldas aaquella fräulein alemana y utilizarlapara su propio disfrute. Queríadeshonrarla, violarla y ultrajar a lanación alemana.

Ni más ni menos.Y algo le llamó la atención. Volvió

la cabeza y vio que se abría la puertadel taller, por la que salieron Rauchbachy Ackenburg. Se detuvieron un momento,estudiaron unos documentos y luegofueron hacia Rosa y Horace. Éste sealejó, se cruzó con ellos y se fue a pasonervioso camino de los talleres. La

puerta estaba abierta, así que giró elpicaporte y entró. Una inmensa mesa detrabajo ocupaba la mitad del suelo.Cada pocos pasos había atornillado a lamesa un torno o una prensa, una máquinapara afilar las brocas de los taladros, yen el otro extremo del taller, tambiéncubiertas de polvo, dos esmeriladorasde gran tamaño. Horace se volvió y mirópor la ventana. No vio a los guardias,probablemente estuvieran en undescanso para tomar un café. Los gruposde prisioneros llevaban a cabo sustareas sin que nadie los vigilase. Rosaestaba hablando con su padre.Ackenburg se encontraba sentado

encima de un montón de mármol hechopedazos, observando el progreso deltrabajo. Qué estúpido se sintió alsentarse a la mesa de trabajo. ¿A quiénquería engañar? ¿Cómo podía unamuchacha alemana abrigar siquiera laidea de tener una relación con unprisionero enemigo? Las chicas civilesapenas se atrevían a hablar de la únicarelación que había fructificado en elcampo. Las SS habían interrogado a lajoven en cuestión y ella habíaconfesado. Antes de que transcurrieseuna hora sacaron a rastras al pobrePierre de su dormitorio, propinándolepuñetazos y patadas durante todo el

camino hasta el despacho delcomandante.

Nunca se le volvió a ver.A la mañana siguiente la muchacha

también brillaba por su ausencia.Tampoco volvería al campo.

Horace siguió mirando por laventana. Se relajó un poco sentado a lamesa de trabajo y se preguntó cuántotardarían en echarlo de menos. Losguardias alemanes desaparecían tres ocuatro veces al día para prepararse uncafé; no parecía importarles gran cosa.Estaba absorto en sus pensamientoscuando se abrió la puerta. Esperaba quefuese un guardia alemán o Ackenburg;

esperaba una reprimenda o algo peor.Era Rosa.Se quedó en el umbral con un intenso

rubor en las mejillas, y al respirar hondoy con nerviosismo dio la impresión deque sus senos se mecían arriba y abajo.Brotó en el interior de Horace aquellasensación familiar. Sus ojos asimilaronel maravilloso esplendor de su jovenfigura. Ella dio un paso adelante yhabló:

—No debería estar aquí. Es muypeligroso. Yo…

Horace negó con la cabeza y avanzóhacia ella hasta que sus rostros quedarona escasos centímetros y alcanzó a oler su

almizcleño aroma femenino. No hubonecesidad de más palabras. Se miraronfijamente a los ojos y se acercaron másincluso. Y con la reacción natural másportentosa entre hombre y mujer,juntaron sus labios.

Al principio con suavidad. Unmovimiento lento, delicado, nervioso, yluego más ansioso, codicioso,desesperado. Se tocaron la cara, seabrazaron con fuerza, se apartaron y semiraron a los ojos. Repitieron lasecuencia una y otra vez. Horace le tocólos pechos y ella dio su aprobación conun gemido. Él se dio cuenta de que habíaolvidado aquel suave tacto mientras

llevaba los dedos hasta su pezón cadavez más duro y se lo apretaba. Habíaolvidado cómo la sangre corría ybombeaba por su cuerpo simplementecon tocar la forma femenina.

Era imposible controlar el impulso,quería parar, quería decirle que aquelloera una locura y salir corriendo deltaller tan rápido como lo llevaran suspiernas.

No lo hizo. No podía.Y cobró forma en su interior un

sentimiento distinto, un sentimiento queno había experimentado nunca. Desplazólas manos por su espalda mientras susbesos se hacían más intensos y acercó a

ella la dureza de su miembro paraempezar a frotarse rítmicamente contraella. El placer era indescriptible; ellajadeó, retiró los labios e intentóapartarse. Horace la atrajo hacia sí conmás fuerza incluso, sus manos toscas,correosas y endurecidas aferradas a sustiernas nalgas, y al besarla con unaagresividad delicada y al mismo tiempofirme y decidida, ella respondió.Lentamente al principio, apenas unmovimiento, pero luego separó laspiernas un poquito, se relajó y echó lacabeza hacia atrás mientrascorrespondía y copiaba susmovimientos. La joven era torpe, los dos

eran torpes, pero poco a poco y conseguridad empezaron a moverse alunísono. A Rosa le cayó el pelo sobre lacara cuando empezó a jadear y abrió laboca para proferir un suave gemido. Élllevó las manos hasta el final de suespalda sopesando la envergadura detodo su cuerpo y ella permaneció allíuna eternidad mientras restregaba lapelvis contra la forma inconfundible desu erección.

Sería difícil describir lossentimientos de Horace. Ahora estabasin resuello, gruñendo casi como unanimal en la jungla. Había pasado elpunto sin retorno en cuanto dejó de

asirla con las dos manos y desplazó laderecha de su espalda a su nalga y luegoa la parte posterior del muslo. Ella echóhacia delante la cara y sus ojos seencontraron de nuevo. Rosa se inclinó,volvió a besarlo y él demoró la posturaun segundo. Ella lo miró con unaexpresión perpleja, casi atemorizada.Horace dio un paso atrás y empezó aocuparse de los botones de la bragueta.Ella negó con la cabeza presa delpánico, desvió la mirada hacia laventana pero permaneció exactamente enla misma posición. No hubo resistencia,ni tentativa de huida. Horace dejó caerlos pantalones hasta el suelo y le mostró

su erección. Se detuvo, sus ojosconcentrados de nuevo el uno en el otro,al hacer ella un gesto de negacióntímido, casi como de disculpa, y asomara sus ojos auténtico miedo esta vez.Horace quería parar, poner fin a aquellalocura. Fueron los segundos más largosde su vida. Estaba a punto de hacerle elamor al enemigo, de tirarse a laoposición. Si lo atrapaban lo acusaríande violación y sería condenado amuerte, y tal vez Rosa corriera la mismasuerte a menos que convenciera a lasautoridades de lo contrario.

Horace dio un paso adelante y tomóa Rosa por los hombros. La hizo dar

media vuelta sin miramientos y laempujó sobre la sucia mesa cubierta demugre. Le cogió la falda por eldobladillo y se la levantó por encima delas caderas. Su pudor quedaba cubiertosólo por unas finísimas braguitas dealgodón blancas como la nieve. Horacealargó la mano y retiró el tejido hacia unlado al tiempo que le introducía dosdedos en la vagina húmeda.

Rosa volvió la mirada por encimadel hombro.

—No… por favor, no. Para. Nos vana ver.

Horace quería parar.Era una locura. La guerra era una

locura, los campos polacos deprisioneros eran una locura, lanzarmierda desde trenes y morirse dehambre era una locura, alzarse con unadiminuta victoria frente al enemigo erauna locura y sin embargo no podíaevitarlo. Horace dio un paso adelante,agarró con firmeza el tejido de lasbragas y se las arrancó para luegotirarlas al suelo cubierto de suciedad.Avanzó un poco más y la obligó con lasrodillas a separar las piernas. Larespiración de la joven empezó a sertrabajosa; dio la impresión de que losmúsculos de sus nalgas se tensabancuando Horace le plantó una mano a

cada lado de las caderas. Su pene seasomó a la entrada de su vagina yempezó a explorarla, y luego, en unmovimiento rápido y bien ejecutado,entró hasta lo más hondo. Rosa dejóescapar un chillido. Los oirían; seguroque alguien acababa por oírlos.

A él le traía sin cuidado; ya no leimportaba nada, merecería la penallevarse un balazo en la nuca siempre ycuando pudiera seguir con vida lossiguientes minutos. Y Horace arremetióy bombeó con todo su ser. La chicaalemana era un pedazo de carnedestinado a darle placer; la chicaalemana era un objeto, una cosa; la chica

alemana era el enemigo, y él, JosephHorace Greasley, estaba echando unpolvazo con una de las jóvenesenemigas mientras lo tenían encautividad… y no había sensación másplacentera sobre la faz de la tierra.

Rosa se retorcía y lanzaba gañidosdebajo de él, sofocando los gritos con supropia mano mientras Horace leapretaba las caderas bruscamente contrala dura superficie de trabajo,hundiéndose en ella con tanta fuerza ytan adentro como era físicamenteposible.

Y en cuestión de unos brevesminutos alcanzó el clímax y se derrumbó

hacia delante, resollando intensamentecon su rostro a escasos centímetros delde ella. Notó la textura sedosa de supelo en la cara, olió el dulce aliento queabandonaba sus labios a espasmosconforme se iba recuperando.

Y de alguna manera sintió deseos deyacer con ella para siempre.

Pero no era posible.Rosa era el enemigo.Se agachó y se subió los pantalones

sin quitar ojo a la preciosa figura de sutrasero joven, la silueta de sus caderas ysus firmes muslos hipnóticamenteseparados todavía, dejando a la vista lasuave hendidura de vello púbico.

Y Rosa no hizo ademán de moverse.Gemía quedamente, casi ronroneabacomo un gato. Horace sintió deseos deabrazarla; sintió deseos de decirle quehabía sido un momento muy especial.Sintió deseos de besarla y acariciarla ypasear con ella al sol veraniegohablando de hacer el amor tal comohabía hecho con Eva tanto tiempo atrás.Sintió deseos de planear su siguienteencuentro, su siguiente momentoprohibido de pasión como un desafío ala muerte.

Sin decir palabra, Horace se diomedia vuelta y salió del taller. Sedirigió con aire casi despreocupado

hacia el aire vespertino, cálido y enreposo, mientras una lágrima leresbalaba por toda la mejilla y caía alsuelo reseco y polvoriento.

No era un sueño.Había ocurrido. Los rayos del sol de

primera hora de la mañana se abrieronpaso por las ventanas enrejadas y secolaron por entre las diminutaspartículas de polvo que siempre parecíahaber suspendidas en el aire. Horaceestaba despierto, el único de los treintaprisioneros.

Había ocurrido. Se había tirado a

una de las chicas del enemigo allímismo, en un campo de prisioneros deguerra, delante de las narices de losguardias alemanes, del comandante delcampo y, lo que era aún más increíble,delante de las narices de su padre, queno podía estar a más de veinte metros deallí.

No era un sueño. Yacía en su literacon una peculiar sonrisa de satisfacciónen la cara.

Medio muerto de hambre,encarcelado, convertido en un esclavo,una marioneta del enemigo que podíaordenarle hacer lo que le viniera en ganay arrebatarle la vida cuando lo creyera

conveniente, y aun así sonreía. Ojaláhubiera podido contarles todo lo quehabía logrado, ojalá hubiera podidodecirles a esos cabrones la cantidad demierda que les había restregado por lacara a sus camaradas, ojalá hubierapodido contarles cuántas victorias habíaalcanzado durante el tiempo que habíapasado con ellos.

Pero lo que más le hubiera gustadoera contarles cómo se había follado auna de las suyas, delante de sus propiasnarices. Ella me escogió, le hubieragustado decirles. Aunque era unacriatura esclavizada, medio muerta dehambre, cubierta de mugre y pisoteada,

con un estatus inferior al de una rata decloaca… Rosa lo había preferido aellos. Llevaba el pelo desaliñado, lapiel le colgaba de los huesos, eluniforme de segunda mano pertenecientea un soldado muerto que vestía lesentaba fatal. Y al recordar losdiscursos y las arengas de los soldadosde las SS respecto de que el hombrealemán siempre sería superior, se echó areír a mandíbula batiente por el merohecho de que había enviado al garetesemejante teoría.

—¿De qué te ríes, Jim, gilipollas?Era Flapper.Horace asomó por el borde de la

litera superior. Flapper acababa de abrirlos ojos.

—¿No ves que nunca conseguirándoblegarnos, Flapper? Puedenarrebatarnos la libertad pero nunca nosvencerán. Somos mejores que ellos, másgrandes que ellos.

Se moría de ganas de contarles a susamigos y camaradas, a los demásprisioneros, la conquista que habíahecho. Quería contárselo, levantarles lamoral; quería que todos y cada uno deellos se riera de los alemanes a susespaldas. Pero no podía.

Flapper gruñó y dejó escapar unfuerte suspiro.

—Lo que decía, Jim, eres ungilipollas.

Horace bajó de un salto de la litera yse arrodilló. Tenía que decirles que semantuvieran firmes, que no perdieran laesperanza. No sabía de dónde procedíala inspiración ni qué le había otorgadola capacidad para la arenga, peroocurrió algo extraño mientras le hablabaa su amigo. Algún que otro prisionerohabía empezado a despertar a sualrededor. Se volvió hacia ellos.

—Vamos a ganar esta guerra,muchachos, os lo aseguro, lo único quenecesitamos es creer en ello con lasuficiente convicción, y si lo deseamos

con todo nuestro corazón, si deseamosque ese eunuco austríaco reciba sumerecido, eso es lo que ocurrirá.Tenemos que ir con la cabeza bien alta.Cuando cierren esa puerta por lasnoches, cuando den órdenes y repartanpalizas, tenemos que creer en nosotrosmismos, creer que somos mejores queellos.

Hasta el último de ellos se habíacongregado delante de Horace. Variosestaban tumbados en el suelo en unasuerte de trance soñoliento prestandooídos a la conmovedora diatriba del hijode un minero de un pueblecillo deLeicestershire. Hablaba con tal

apasionamiento que bien podrían haberestado escuchando uno de los mejoresdiscursos de Churchill.

—¿Os habéis dado cuenta de locallados que están los alemanes de untiempo a esta parte? ¿Recordáis cómonos tomaban el pelo casi todas lassemanas por los bombardeos de Londresy el control de la Luftwaffe sobre loscielos de Europa? ¿Recordáis cómobailaban y cantaban mientras anunciabanque Coventry había sido arrasada hastasus cimientos y que habían bombardeadoLiverpool y Bristol? ¿Lo recordáis,muchachos, lo recordáis?

Alguna que otra cabeza asintió y se

oyeron murmullos de conformidad. Losmomentos en que los soldados alemanesy el comandante del campo hacían suinterpretación del desarrollo de laguerra estaban entre los más duros paralos prisioneros. No tenían manera desaber si los alemanes decían la verdad.Claro que tendían a exagerar, eso lotenían claro, pero no sabían hasta quépunto. ¿Habían caído unas cuantasbombas a las afueras de Coventry o,como sugerían los alemanes, habíaquedado diezmada y arrasada? Nadie losabía.

Las trabajadoras civiles del campoles habían ofrecido migajas de

información, pero incluso ellasescuchaban la radio en un país ocupado.¿Hasta qué punto estaban influenciadospor los alemanes esos noticiarios?

—Bueno, pues ahora no cantan nibailan, ¿verdad? De hecho, ¿cuándo fuela última vez que visteis una sonrisa enlos labios de esos cabrones? Eso esporque vamos ganando, chicos. Hancambiado las tornas.

En realidad nadie iba ganando laguerra. Todos los países involucradosestaban perdiéndola. Los jóvenes deInglaterra y Francia, Rusia y Alemaniaestaban siendo masacrados. Loscadáveres destrozados de hombres

civiles, mujeres y niños de Europaentera y otros lugares yacían esparcidospor las calles de las ciudades.

Pero cosas mucho peores estabanocurriendo en los campos deconcentración de Alemania, Polonia yChecoslovaquia: Hitler había puesto enmarcha su plan maestro para hacerse conel dominio del mundo. Hitler y susgenerales habían iniciado el exterminioen masa de naciones enteras, gruposétnicos y religiosos, gitanos,homosexuales y disminuidos psíquicos.Aunque en aquellos momentos losprisioneros de guerra no lo sabían, laSegunda Guerra Mundial llegaría a ser

la guerra más destructiva y letal en lahistoria de la humanidad y se cobraríaaproximadamente setenta y dos millonesde vidas. El régimen de Hitleraniquilaría de la faz de la tierra casicinco millones de judíos, gaseándolosen los campos de concentración deEuropa del Éste. La nación polacaperdería más del dieciséis por ciento desu población y para el final de la guerrahabrían perdido la vida cerca deveintisiete millones de rusos.

Por desgracia, para el verano de1941 la guerra no daba indicios deaflojar. Sólo en 1941, se vieroninvolucradas en el conflicto Yugoslavia,

Rusia, Bulgaria, Croacia, Finlandia yHungría. Y hacia finales de año losjaponeses atacarían Pearl Harbor en laisla de Oahu, en Hawai, donde estabaanclada una enorme flota navalnorteamericana, arrastrando a laSegunda Guerra Mundial a la naciónmás poderosa del mundo. Horace noestaba al tanto de todo eso mientrasseguía con su discurso.

—¿Crees que la guerra está tocandoa su fin, Jim? —le preguntó un cabo delRegimiento Real Fronterizo Escocés.

Horace respondió con pasión,sinceramente convencido de que laguerra estaba tocando a su fin. Quería

creerlo, sencillamente tenía que creerlo,pero nada más lejos de la verdad. Pocosabía, mientras permanecía apoyado enla litera de Garwood con el dormitorioentero escuchándole, que seguiríaimplicado en el conflicto otros cuatrolargos años.

—Tenemos que reírnos de ellos,mofarnos de ellos a sus espaldas. Claroque pueden echar el cerrojo todas lasnoches y hacernos trabajar diez horas aldía, pero lo irónico de la situación esque estamos haciendo las lápidas de suscamaradas.

Horace esbozó una sonrisa como ladel gato de Cheshire.

—Eso es genial, ¿no?Los hombres reunidos estallaron en

risotadas estridentes.—Vamos a trabajar con más ahínco,

vamos a sonreír y reír y bromearmientras labramos cada losa, vamos amofarnos de los alemanes conformevamos tallando cada cruz. «Ésta es parati», les diremos con una sonrisa de orejaa oreja.

—Sólo a los que no hablan inglés,Jim —interpuso Ernie Mountain—.Recuerda que en el último campo tedieron una buena paliza porque uno deesos cabrones hablaba inglés.

Horace sonrió e hizo una pausa de

unos segundos mientras recordabaaquellos días oscuros en el primercampo. Pero también recordó cómo elincidente le había dado fuerzas y lehabía insuflado un cierto orgullointerior. Recordó aquellos primerospasos vacilantes al salir de laenfermería, y aunque físicamente estabadébil como un gatito, mentalmentealbergaba la fuerza de dos leones.Recordó cuando el camión abandonabaaquel infierno, y le vino a la memoria laimagen de los hombres que iban en elremolque. Una masa de miseria humana:abatidos, casi vencidos, la piel pegada alos pómulos, los ojos huecos y hundidos.

Unos llevaban gorra para protegerse delfrío, otros ni siquiera eso, sólo la cabezarapada con algún que otro mechón decabello pajizo. Cadáveres que vivían yrespiraban.

El discurso improvisado de Horaceterminó de repente.

«Steigen Sie aus!» «Fuera», lesgritaron los guardias alemanes queirrumpieron en el dormitorio. Horace nopudo por menos de notar que su tonoparecía un poco más agresivo de lonormal. Sus sospechas quedaronconfirmadas cuando ocuparon su sitio enla formación y vieron a dos oficiales delas SS hablando con el comandante del

campo en el extremo opuesto delrecinto.

A Horace se le heló la sangre en lasvenas nada más ver los uniformes. Losrecuerdos volvieron en torrente: lacrueldad de los hombres de las SS en lalarga marcha hasta Luxemburgo y elplacer y la alegría que irradiabandurante las palizas y ejecuciones en elprimer campo.

Se acercaron a los prisioneros deguerra en formación. Hasta elcomandante del campo parecíaincómodo en su presencia. Tenían unaspecto diabólico con el rostro pétreo ylos labios finos. Sólo Dios sabía qué

maldades habrían cometido esos doshombres. Y Horace recordó los rumoressobre los campos de exterminio, lasmasacres y las ejecuciones en masa depolacos y eslavos, y se preguntó,sencillamente se preguntó, si esashistorias podían ser ciertas. Se preguntótambién cuáles serían losprocedimientos de selección yreclutamiento de las SS. ¿Escogíandeliberadamente a los de aspecto másdiabólico? ¿Había una serie deceremonias de iniciación a las quedebían someterse? ¿Tenían quedemostrar lo malos que eran antes deque se les aceptara en sus filas?

Uno de los oficiales de las SS seadelantó. Hablaba inglés bastante bien,casi con soltura. Anunció que las SSinspeccionarían el campo una vez almes. Habían llegado a sus oídosinformes de que el régimen actual eramuy indulgente. Los prisioneros debíantener presente que eran prisioneros,esclavos, y debían mostrar respeto a laraza superior alemana.

Les hizo saber que la jornada detrabajo sería más larga. A Horace no leimportó: más tiempo con Rosa, máscruces alemanas. Sonrió.

El oficial alemán se percató de sugesto y se plantó delante de Horace.

—¿Te hace gracia algo, cerdoinglés? —aulló a escasos centímetrosdel rostro de Horace. Desenfundó lapistola Luger y la blandió delante de lacara del prisionero.

—¿Te parece esto gracioso?Horace sabía por experiencia que

debía guardar silencio. Cualquier cosaque dijera, cualquier gesto que hiciese,se volvería en su contra y seinterpretaría como un insulto.

—Responde. ¿Te parece gracioso?Horace guardó silencio.—¿Es que no entiendes tu propio

idioma, perro inglés?El oficial de las SS amartilló la

pistola y alargó el brazo para apuntar aquemarropa a Horace. Sus piernasacusaron un temblor involuntario y se leempezaron a formar gotitas de sudor enla frente.

—Sudas como un cerdito inglés —semofó el oficial, y con un movimientodiestro y poderoso ejecutado con todassus fuerzas, le propinó un golpe en lasien a Horace con la empuñadura delarma.

Fue un golpe que habría tumbado aun elefante. Horace trastabilló hacia unlado al acusar el dolor de la sacudida yempezó a manarle sangre de una brechaencima de la sien. Chocó con John

Knight, los barracones del campoempezaron a darle vueltas y el oficialalemán que le había agredido seconvirtió en dos o tres militares. Queríavenirse abajo, quería desplomarse ydormir, tal como se lo dictaba lanaturaleza, pero recobró el equilibrio,se tomó un par de segundos y volvió a supuesto en la formación. Adoptó laposición de firmes, sacó pecho y semordió el labio inferior para intentarsobreponerse al dolor.

El oficial alemán ya había giradosobre sus talones para alejarse. Tal vezle hubiera encantado dejar inconscientedel golpe al prisionero. ¿Una

demostración de fuerza, una advertencia,una manera de solucionar la situación?

En esta ocasión, no.El prisionero lo había desafiado; lo

había insultado, había encajado el golpeen toda su intensidad sin derrumbarse.Era hora de darle una lección. YFlapper Garwood miró a los ojos aloficial de las SS y de inmediato supo loque estaba pensando. Ésta vez fue unpuño lo que impactó contra el plexosolar de Horace. Fue un buen golpe.Horace se dobló, cayó de rodillas yapoyó la cabeza contra el suelo. Hizo unenorme acopio de fuerzas para intentarponerse en pie.

Flapper bajó la mirada hacia él,esperando y rezando para que su buenamigo se quedase donde estaba.«Quédate ahí, estúpido cabezota»,susurró por la comisura de la boca. Eloficial alemán lo oyó y apuntó con elarma a Flapper sumido en la confusión.El odio relucía en sus ojos y tenía eldedo en el gatillo. Los demás guardiasse habían acercado a la carrera con losfusiles apuntando hacia los prisioneros,y el comandante del campo estaba entreunos y otros, intentando tranquilizarlos atodos.

—¿Qué has dicho? —le gritó eloficial de las SS a Garwood, toda su

atención centrada en el hombretón deEssex. Se acercó un paso a él conveneno en la mirada.

El comandante del campo intentóapaciguarlo llamándole por su nombrede pila:

—Por favor, Hartmut, déjalos enpaz. Vamos. Podemos tomar café y unosbuenos pasteles. —El comandante habíacogido al oficial por la manga—. Losdelegados de Suiza volverán a venir lasemana que viene. Haz el favor de noplantearme más problemas.

Se hizo el silencio. El oficial de lasSS se detuvo. La formación deprisioneros de guerra permaneció

aterrorizada, preguntándose si estaban apunto de ser testigos de otra ejecución, oincluso de dos. La decisión recaíaúnicamente en un hombre. El oficialpensó largo rato sobre el café y lospasteles, y luego se volvió y echó aandar hacia el comedor en compañía delcomandante del campo. Le abrieron lapuerta del edificio y el oficial cruzó elumbral. Si hubiera echado un vistazo ala hilera de prisioneros habría visto auno de ellos sin resuello, magullado y unpoco ensangrentado, plantado sobre suspies sin ayuda de nadie y con una ampliasonrisa en el rostro.

9Dieciséis trenes expresos atronaron enel interior de su cabeza cuando despertóa la mañana siguiente. El cuerpo enterole dolía como si lo hubiera molido apatadas y pisotones todo un regimientode soldados alemanes.

—Dios santo, Flapper —le dijo a sucompañero en la litera de abajo—, estoyhecho polvo.

—Te está bien empleado. Eres uncapullo de lo más terco. Por eso estáshecho polvo, porque no te quedaste en elsuelo cuando ese cabrón nazi te pegócon la Luger, porque quisiste demostrar

una vez más que eres mejor que él.—Soy mejor que él.—Pero a este paso acabarás muerto,

colega. Tienes que pillarle la vuelta aeste juego. Todo el mundo sabe que eresmejor que ellos; no hace falta que lodemuestres una y otra vez.

Horace no podía recordar gran cosadel incidente. El golpe propinado con laLuger había sido de los buenos.Recordaba estar firmes con una muecasocarrona en los labios, y recordaba elsabor de la sangre que le entraba por lacomisura de la boca, pero el restoestaba desdibujado. Flapper le contó lahistoria completa mientras Horace

permanecía sentado y escuchaba conorgullo, pero también con la sensaciónde que había sido un tanto estúpido, ytodo por alzarse con otra pequeñavictoria.

Poco a poco, a lo largo de las horassiguientes, fue recuperando la memoria.Recordó el campo y los guardias, lacantera, el trabajo y los talleres, y luegorecordó a Rosa y aquel momento.

Rosa reapareció exactamente dossemanas después de su última visita.Horace recordaba el momento conclaridad. Llevaba un par de pantalonesde montar de color gris metálico y unasbotas de cuero negras. Más adelante

averiguaría que era una amazona expertay dedicaba todo su tiempo libre a cuidary montar los caballos de una granjacercana. Su cabello, cosa insólita,estaba despeinado, un tanto descuidado,y su ropa, manchada, las manos, un pocosucias. Dio la impresión deavergonzarse cuando dijo:

—Disculpen mi aspecto, caballeros.He estado cuidando de los caballos.Hoy tocaba limpiarlos.

Disculpen mi aspecto, pensóHorace, ¡y un cuerno! Estabadeslumbrante, sin lugar a dudas. Era undía caluroso y el esfuerzo del trabajo enlos establos había dado a su rostro un

brillo natural, tenía la piel reluciente,lustrosa debido a una fina película detranspiración. La ropa levementehúmeda se ceñía a su preciosa figura ytenía los ojos radiantes, las pupilasplenamente dilatadas mientras miraba asu amante inglés cautivo: la tensiónsexual podría haberse cortado con uncuchillo. A Horace empezó a latirle unpoco más rápido el corazón y surespiración se hizo más intensa. Se diocuenta de que él también empezaba asudar y en un instante aquellassensaciones familiares empezaron asurtir efecto en su interior a medida quela sangre corría por su cuerpo. Rosa no

lo había ignorado, eso seguro. Horacehabía pensado que tal vez reaccionaraasí después de marcharse del taller ycaer en la cuenta del peligro que habíancorrido.

Pero no podía volver a ocurrir,¿verdad? Era un caso único, unaoportunidad entre un millón que habíanaprovechado y de la que por pura suertehabían salido bien parados. Suspensamientos se remontaron al taller, elmomento en que sus dedos penetraron suvagina tierna y húmeda y la manera enque se retorció y gimió. Recordó elmomento en que se hundió en ella, cómojadeó Rosa de dolor y placer y cómo

arremetió él con todo su ser hasta quepor fin alcanzó el clímax.

Había sido una situación única, sedijo, algo que no volvería a ocurrir.Tenía sus recuerdos. No se los podíanarrebatar, pero sencillamente no estabadispuesto a pensar siquiera en volver aponer a aquella preciosa joven ensemejante peligro.

Sería su secreto, y sobrevivirían.Rosa nunca se había sentido así. Ése

hombre había despertado en ellaemociones que no había experimentadonunca. No podía identificar lo que eraexactamente. ¿Era el peligro de sersorprendidos lo que había acrecentado

el placer hasta tal punto? ¿Era que esehombre había sido el primero, o era algomás profundo? ¿Tal vez incluso amor?

No lo sabía. Se había mostrado tanagresivo y al mismo tiempo tan tierno.Le había hecho daño cuando se abríapaso por la fuerza hasta su interior y sinembargo había despertado sentimientosde deseo sexual con los que sólo habíasoñado. Y al mirarlo ahora, allíplantado con una camisa y unospantalones sucios que colgaban de sucuerpo esquelético y torturado,magulladuras por toda la cabeza y losojos y una picara expresión de colegialen el rostro, tembló al recordar aquel

momento estremecedor en que eyaculódentro de ella y algo se transformó en suinterior en ese preciso instante mientrasyacía boca abajo sobre la sucia mesa detrabajo.

Había sentido deseos de ponerse agritar; hasta el último músculo, hasta elúltimo tendón de su cuerpo, hasta laúltima terminal nerviosa parecieronexplotar en el mismo glorioso instante.Fue un momento loco y estúpido, unmomento que, en el caso de haber sidodescubiertos, habría dado con ellosdelante de un pelotón de fusilamiento.Recordó la historia que le había contadosu padre acerca de la pobre chica que se

había quedado embarazada del hijo delfrancés.

Se estremeció de miedo al recordarla magnitud del peligro que habíancorrido por voluntad propia. Poragradable que hubiera sido la sensación,por excitante que hubiera sido elmomento, había sido una locura.

Miró de reojo a su padre, queconversaba con el comandante. ¿Quéhabría sido de él? ¿Habría sidocastigado también por no controlar comoera debido a su hija? Igual él también sehabría visto ante los fusiles alemanescon los ojos vendados. Había sidoegoísta, testaruda. No ocurriría de

nuevo, no podía ocurrir de nuevo.Horace estaba trabajando en el

extremo opuesto del campo, desdedonde la puerta de los talleres eraclaramente visible. Intentaba no mirar,intentaba no recordar aquel maravillosomomento de pasión. Le resultaba difícil.Imaginó el interior del taller, lasmáquinas, la mesa de trabajo mugrienta.Todo seguía reciente en su recuerdo,clarísimo.

Hubiera preferido estar trabajandoen alguna otra parte. ¿Por qué tenía queestar Rosa allí, paseándose como si notuviera la menor preocupación en lavida, sonriendo, riéndose con su padre y

los guardias? Y esos pantalones demontar y la preciosa forma de susmuslos. Cada vez que levantaba el mazosus ojos escudriñaban el campo hastalocalizar la ubicación exacta de lamuchacha. Era como un imán, casihipnótica. Rosa recorría el campo consu padre, nunca muy lejos de su lado,mientras éste supervisaba a los hombresque perforaban el mármol y a lostrabajadores civiles a cargo de lascargas explosivas que romperían enpedazos las inmensas losas.

Entraron en las oficinas del campovarias veces y en dos ocasiones elcomandante del campo salió y se sumó a

ellos en la inspección improvisada.En una ocasión el comandante del

campo y el padre de Rosa se acercaronadonde trabajaban Horace y Garwood.Rosa se había quedado cerca de lapuerta de las oficinas. Ahí lo tenía,pensó Horace, el desdén, el final de unarelación dulce pero brevísima.

Llegó la hora de comer. Era como silos guardias alemanes hubieran estadotoda la mañana analizando el estado deánimo de los prisioneros y evaluando elpeligro potencial de que se convirtieranen fugitivos. Y una vez más, debido a laubicación geográfica del campo,decidieron que ese peligro era mínimo,

y los cuatro guardias que patrullaban elárea se quedaron en uno.

Tenían hambre y estaban aburridos,una situación habitual. El único guardiase sentaba en un tronco y cinco minutosdespués uno de sus compañeros le traíacafé y algo de comer. Y durante una horapermanecía sentado a solas, y por efectodel aburrimiento y el calor del sol sequedaba dormido en cuestión de veinteminutos.

John Knight fue el primero que sedio cuenta.

—Está echando una siestecita, Jim,¿a quién le toca hoy?

Los prisioneros de guerra tenían

bien ensayada la rutina. Cuando elguardia se sumía en su tranquilo soporlos prisioneros podían tomarse tambiénun descanso. No había hora oficial paraalmorzar, ni comida, pero un guardiadormido suponía que los prisionerospodían dejar las herramientas ydescansar. Algunos se arriesgaban aechar una cabezada y, con un prisioneroalerta por si despertaba el guardia osalía cualquiera de las oficinas deimproviso, podían tomárselo contranquilidad durante un rato.

—No estoy cansado, John. Ya vigiloyo —contestó Horace.

Knight se quedó un tanto perplejo.

Horace había hecho su turno sólo tresdías antes.

—Pero tú te ocupaste…—Me encargo yo, John. No discutas;

no estoy de humor. Knight se encogió dehombros.

—Tú mismo, Jim. Pero te loaseguro, tienes que tomártelo con calma.

—Lo que tú digas, pero hoy no. Dala señal.

John Knight volvió a encogerse dehombros. Como un corredor de apuestasen una carrera de caballos hizo una seriede movimientos de mano por medio delos que indicó que Horace se encargabade montar guardia. Los hombres se

acomodaron. Unos se pusieron a charlar;la mayoría buscó un lugar a la sombra ycerró los ojos. Horace, por su parte,escudriñó el campamento. No se veía aRosa por ninguna parte. Lo másprobable es que estuviera comiendo conel comandante y su padre, pensó, yaprovechó la oportunidad para estirarlas piernas. Se llegó hasta el guardia,que dormía con la boca entreabierta y unhilillo de saliva colgando de la barbilla.Acunaba en sus brazos un fusilKarabiner 98k como si de un niñodormido se tratara.

Horace nunca conseguía desterrarmuy lejos la idea de fugarse. De hecho,

había contribuido decisivamente en lasnegociaciones para formar un comité defuga. La semana anterior habíancelebrado su primera reunión oficial.Todos coincidieron en que la mera ideade huir era absurda. Los alemaneshabían escogido bien la ubicación de loscampos. La seguridad no era estrictaporque no hacía falta que lo fuera. Nohabía verja que delimitase el perímetro,sólo un puñado de guardias y cientos dekilómetros de territorio hostil ocupadopor los alemanes. Imposible.

¿Era el suicidio una opción másviable? No podía ser peor que laexistencia a la que estaban sometidos,

¿verdad? Había oído historias sobre lospilotos kamikaze japoneses, totalmentedecididos a llevarse por delante a tantosenemigos como pudieran en una misiónsuicida a mayor gloria del emperador.Se había reído de lo mezquinos yestúpidos que eran, y sin embargo, allíestaba, pensando exactamente de lamisma manera. Sería un suicidio, pero¿a cuántos alemanes podría cargarseantes de que lo redujeran?

—No lo hagas —susurró una voz asu espalda—, te matarían.

Rosa le tiró de la manga, conscientede que había un guardia dormido.

—¿Qué no haga el qué? —le

preguntó.Rosa lo miró a los ojos. Sabía

exactamente lo que estaba pensando.Ahora podía olería, la dulcetranspiración femenina mezclada con undelicado perfume.

—Tienes una vida, Jim, una vidadespués de la guerra.

Horace se encogió de hombros.—¿Y cuándo será eso, Rosa?

¿Cuántos meses más tendré que pasaraquí?

—La guerra está sufriendo un giro,Jim. Los alemanes luchan en demasiadosfrentes.

—¿Los alemanes, Rosa? ¿Por qué

hablas de los alemanes? Son los tuyos,pero te refieres a ellos como si noformaras parte de su bando. Nos dijeronque tu padre es alemán.

Rosa miró por encima del hombrode Horace. El guardia seguía durmiendo.

—Ven. —Se alejó de manera que elguardia no pudiera oírlos y Horace lasiguió. Parecía furiosa cuando se volviópara responder—: Yo no soy alemana.No vuelvas a decir que soy alemana.

Horace tartamudeó:—Pero hablas alemán. Tú…—Los alemanes invadieron Silesia

hace mucho tiempo. Violaron yasesinaron a mis antepasados. La sangre

pura de mi familia impregna la tierra deSilesia. Digan lo que digan los políticosy los generales, Silesia nunca formaráparte de Alemania.

Horace guardó silencio mientrasRosa continuaba, con los ojos arrasadosen lágrimas.

—Silesia ha formado parte dePolonia desde tiempos inmemoriales,pero siempre nos hemos sentidoprofundamente independientes, un paísdentro de otro país, por así decirlo, nomuy diferente de Escocia en el tuyo.Silesia tiene su propio idioma, su propiacultura; mis padres me enseñaron lastradiciones y la historia de nuestra tierra

ya desde pequeña.Tenía los ojos vidriosos y lo miraba

como si fuese transparente.—Pero por desgracia, parece ser

que el hombre siempre ha de conquistar,siempre ha de querer más tierra, máspoder, más territorio. Por lo visto,nuestro pequeño país siempre ha estadoimplicado en alguna clase de conflicto.En épocas recientes el país ha cambiadode manos en numerosas ocasiones.Polonia y luego Alemania, unatemporada de independencia y luegootra vez en poder de Alemania.

»Mil ochocientos setenta y uno fueun año aciago en la historia de Silesia.

En mil ochocientos setenta y uno losalemanes nos prohibieron hablar nuestrapropia lengua, tocar nuestrosinstrumentos tradicionales e inclusollevar nuestra propia ropa. Convirtieronen un crimen todo aquello que tuvieraque ver con el pasado de Silesia, comosi quisieran borrar de la faz de la tierratodo lo silesiano. Trajeron a miles deciudadanos alemanes para diluir lapoblación; los trajeron para que dieranclase en las escuelas; se quedaron conlos mejores trabajos en losayuntamientos y todos los puestosdestacados en Silesia fueron ocupadospor funcionarios alemanes a quienes se

había remunerado por trasladarse. Nosconvertimos, de hecho, en ciudadanos desegunda categoría en nuestro propiopaís.

—¿Eres polaca?Rosa negó con la cabeza.—No soy ni polaca ni alemana, soy

silesiana. Los silesianos se rebelaroncontra los invasores alemanes en muchasocasiones. Una y otra vez fueronaplastados con una fuerza brutal. Es lamanera que tienen los alemanes deactuar. Lo que tú crees estar sufriendo amanos de los alemanes, sea lo que sea,mi pueblo lo ha sufrido ya. Y ahora loestán haciendo otra vez. Masacran a

cualquiera, aplastan cualquier país quese cruce en su camino. Las historias quellegan de Rusia y Polonia, y de nuestrosamigos y parientes en Alemaniaenfrentados al régimen nazi, más valeque no las oigas…

Se volvió y quedaron cara a cara.Tenía el rostro arrebolado y leresbalaba una lágrima desde el rabillodel ojo. Horace siguió su lento descensopor la piel tersa y delicada.

—No sé si creérmelas todas… sontan horrendas. Historias de mujeres yniños y…

Dejó la frase en suspenso y secubrió la boca con la mano. Se tomó un

instante para serenarse y luego siguió.Las lágrimas le brotaban copiosamente ycaían al suelo cubierto de polvo, dondeHorace vio formarse un hoyuelo húmedoen la tierra cuarteada.

—Por mucho que odies a tuscarceleros, Jim, yo los odio tanto o más.

Horace, pasmado, guardó silencio.Le pasaron por la cabeza un millar depensamientos.

—Sencillamente te pido que no meconsideres nunca alemana.

Recordó el encuentro sexual en eltaller y cómo, en un momento dado,había aborrecido a la mujer que estabapenetrando.

—Soy silesiana y soy judía.—¿Cómo?—Mi familia es judía.—Pero tu padre… el campo, es el

propietario y…—El apellido Rauchbach no es

alemán, Jim. Proviene de Israel.Horace negaba con la cabeza,

convencido de que era imposible. Elpadre de Rosa trabajaba con losalemanes; parecía que lo respetaban,que casi lo admiraban en ocasiones.

Rosa siguió adelante con suasombrosa revelación.

—Fue mi abuelo Isaac quien trajo ala familia a Silesia. Incluso por aquel

entonces percibió lo peligroso que eraser judío. Era un hombre maravilloso, adecir de todos, y nunca obligó a sushijos a seguir con sus prácticasreligiosas, sino que les permitió decidirpor sí mismos. El padre de mi padretransmitió los mismos ideales a sus hijose hijas. Mi padre decidió por sí mismo ycuando Hitler llegó al poder eliminó denuestra casa cualquier indicio de nuestropasado. —Tenía los ojos húmedos,cubiertos por un fino velo de lágrimas—. Hasta las fotografías de sus padresdurante una visita a Tierra Santa fueronquemadas. Libros, pequeños recuerdos,escritos y ropas hebreos. Todo ardió en

una gran hoguera en el jardín trasero.Mejor así; los nazis se presentaron ennuestra casa cuando se apoderaron de lacantera de mármol. Mi padre sabíaexactamente lo que buscaban, pero ibaun paso por delante de ellos.

Horace pensó que la preciosamuchacha que tenía delante ya no era unjuguete, ya no era un pedazo de carne.Había adoptado un nuevo aspecto, susrasgos parecían más delicados, surostro, más amable.

—Y estoy de tu parte, pase lo quepase. Ya no era el enemigo. Se podíaconfiar en ella; se podía hablar con ella.

Rosa le cogió las manos.

—Escúchame, Jim, por favor. —Letemblaba el labio inferior—. Odio aesos cabrones, Jim… los odio.

Y pensó en fugarse y en cómo tal vezesa joven estuviera dispuesta a ayudarle.

Ella le miró a los ojos y luego bajóla vista hacia sus manos. En un instantese las soltó y miró en torno por elcampo, rezando para que nadie sehubiera dado cuenta, rezando por que elguardia siguiera dormido.

Todo estaba tranquilo. Lanzaron unmutuo suspiro de alivio y pusierondistancia rápidamente entre sus cuerpos.

—Esto es peligroso —dijo ella—.No pueden vernos juntos.

Se volvió y miró por encima delhombro cuando ya se alejaba.

¿Reveló alguna emoción su cara, unindicio de sonrisa, tal vez la contracciónde un músculo facial mientraspronunciaba aquellas breves palabras?

—Los talleres… rápido.Horace pasó por delante del guardia,

que seguía roncando. Aguzó el oído. Elcampo estaba en silencio. Algún queotro prisionero también dormía, y losque charlaban sentados parecían ajenosal encuentro que había tenido lugar enmitad del campo. Alguien debía dehaberlos visto hablar, debía de habervisto ese breve instante de contacto,

¿no? Sus ojos volvieron a escudriñar elrecinto. Garwood estaba sentado cercadel lindero del bosque —por lo generalfuera de los límites permitidos—,agradecido de poder disfrutar de lasombra, con la gorra sobre los ojos.Dormía.

Cuando Horace entró en el tallerRosa estaba apoyada en la misma mesa.Se echaron uno en brazos del otro. Ellale produjo una sensación distinta, ya noera la mustia ciudadana alemana porquien la había tomado. Se devoraronmutuamente con gula, sus besosapasionados, mientras se lanzabanzarpazos cual amantes que no se

hubieran visto en una eternidad. Lacogió por el pelo, contempló su hermosorostro, aquella expresión desconcertada,antes de besarla de nuevo con másfervor, más tensión, más frenesí. Seapretó contra ella, su erección otra vezen pleno apogeo, y ella lo percibió deinmediato.

—Rápido, Jim… rápido… no haytiempo.

Ésta vez fue ella quien se apartó,hurgó en la cinturilla de sus pantalones yen cuestión de segundos los tenía a laaltura de las rodillas. Horace,desconcertado, vio cómo sus braguitasseguían el mismo camino. Sin vacilar,

sin recibir instrucción alguna, se volvió,se inclinó sobre la mesa de trabajo y seabrió de piernas como mejor pudo. Erauna postura extraña con las botas demontar de caña alta y los pantalonesarrebujados en torno a las rodillas, perole daba a Horace una oportunidad. Seadelantó y alargó una mano hacia ellamientras con la otra se cogía el penerígido. Pocos segundos después estabadentro de ella. Como la vez anterior,Rosa se tapaba la boca con la mano paradisimular lo ruidoso de su placer. Élmantuvo la postura, deseoso deprolongar el momento. Gruñó al tiempoque se arqueaba hacia atrás, levantaba la

vista al techo e iniciaba un lentomovimiento rítmico.

El guardia estaba perplejo. Se habíadisgustado. Los prisioneros se habíanaprovechado de su momento dedebilidad. ¿Cómo se le podía culpar aél? Hacía mucho calor y era un trabajosumamente aburrido vigilar a la veintenaaproximada de prisioneros, ninguno delos cuales tenía la menor intención dehuir. Intentó decírselo al oficial almando una y otra vez, pero éste habíainsistido en que se los vigilara en todomomento. Dos estaban claramentedormidos, los otros, apoyados en lospicos y las palas. Gandules de los

cojones. Les haría pagar por ello. ¿Ydónde estaba ese que hablaba alemánbien? Jim. Sí, así se llamaba. Jim,¿dónde estaba ese cabrón? ¿Era unsueño o lo había visto entrar en lostalleres mientras sesteaba al sol demedia tarde? No lo había soñado. Seincorporo sirviéndose del fusil comoapoyo. Maldijo su rodilla artrítica alnotarla rígida y un dolor le recorrió todala espinilla. Y la chica, ¿dónde está lachica?, pensó.

«Cabrones —susurró—. Alguien vaa pagar por esto».

Rosa volvió a estallar en unorgasmo. El sudor le había empapado la

blusa, que ahora tenía pegada a laespalda. Era hora de sumarse a ella, ycuando Horace apresuró susmovimientos, la muchacha tensó sucuerpo.

—Rápido, por favor —dijo jadeantemientras la cabeza se le mecía adelantey atrás—. Oigo la voz del guardia.

Brotó en el interior de Horace unsentimiento de pánico al oír también laconversación, mitad en alemán, mitad eninglés chapurreado. Y sin embargo, tuvola sensación de que su placer era másintenso por causa del peligro quecorrían.

Y en cuestión de segundos los dos

alcanzaron el clímax, recuperaron lacompostura, se abrocharon lospantalones y salieron —primero uno yluego la otra— a la radiante luz del sol,satisfechos pero deseosos de muchomás. Nada de caricias previas, niexperimentación, ni flirteo, ni palabrasde amor y deseo como recordaba conEva. En muchas ocasiones se habíanquedado acostados en el dormitorio dela casita de campo de ella en Ibstockmientras sus padres estaban trabajando.Habían brincado en los maizales y losprados de Leicestershire, haciendo elamor durante horas, y había tocado yacariciado su cuerpo entero,

provocándola y excitándola una y otravez. Y Eva hacía lo propio, insistiendoen ponerle ella el preservativo cada vezque hacían el amor. Horace yacíadesnudo por completo con las manos alos costados mientras Eva lo halagabapor lo poco que tardaba en recuperarsey por las impresionantes cualidades desu virilidad. Y abandonaban los camposentre risas y bromas, hablando de susosadas proezas. Recordaba cómo Evaestaba auténticamente radiante tras unasesión más enérgica de lo habitual. Amenudo se preguntaban si los habríanvisto, qué ocurriría si un campesino oincluso un amigo de la familia los

descubriese.Todo era muy distinto ahora,

mientras recorría el largo trecho hastadonde dormía Flapper Garwood. Nadade risas ni bromas, nada de maizalesmecidos por el viento, nada de cogersede la mano y abrazarse con cariño…sólo la imagen de un pelotón defusilamiento y un odio mayor aún por laraza alemana. Horace se centró en sucolega dormido y pasó por delante delguardia evitando deliberadamentemirarlo a los ojos.

Se quedó de una pieza cuando elalemán a su espalda le gritó de súbito.

«Was machst du, du Scheißkerl?»

«¿Qué haces, so cabrón?».Horace se quedó de piedra y luego

se dio media vuelta mientras el alemánse dirigía ya hacia él con el fusilapuntándole al pecho. El guardiaamartilló el fusil y echó a correr,escupiendo su furia a medida que seacercaba. Horace miró en torno. Graciasa Dios Rosa no estaba por ninguna parte.Había desaparecido: el guardia no lahabía visto… o eso esperaba.

«Meinst du, daß ich bloed bin?»«¿Me tomas por idiota?».

Horace levantó las manosinstintivamente.

El guardia alemán pasó de largo y se

plantó delante de Flapper Garwood, queseguía roncando. Por lo visto, el guardiatenía toda su atención centrada en él, ydesahogó su ira con una rápida patadaen las costillas del prisionero de guerradormido.

«¡Levántate, sucio perro!».Le propinó un culatazo en el pecho,

haciéndole expulsar todo el aire de lospulmones. Lanzó un grito ahogado y sepuso en pie sumido en un estuporinducido por el sueño. Flapper recogiósu herramienta de trabajo, se apresuró avolver hasta el inmenso bloque demármol y se puso a picar con furia. Elguardia lo siguió, le pegó otra patada en

el trasero y un cachete en la nuca.Entonces se volvió de cara a

Horace. Sus ojos rezumaban odio y suvoz sonó amenazante.

—Y tú, sucio esclavo inglés, ¿dóndehas estado?

Horace se vio en un brete. ¿Lo habíavisto el guardia salir del taller? ¿Habíavisto a Rosa? ¿Los había visto entrarjuntos en el taller? Recorrió su cuerpo laadrenalina propiciada por el miedo. Eramiedo por Rosa. Miedo por suseguridad, y en ese momento, mientrasestaba delante de un guardia alemándispuesto a aceptar otro castigo, se diocuenta de que tenía que proteger a Rosa.

Cayó en la cuenta de que abrigabasentimientos hacia ella.

—Habla, so cabrón.Horace contestó en inglés. El

vocabulario del guardia erarazonablemente bueno, pese a la pobrezade sus verbos y sus construccionesgramaticales.

—Vete a cagar, mamón.A Garwood empezaron a pesarle las

rodillas como si fueran de plomo. Nopodía creer lo que acababa de decir suamigo. El alemán dio un paso adelante,levantó el fusil y apuntó a Horace entrelos ojos. Parecía confuso, casiconsternado. ¿Lo había entendido bien?

—¿Qué has dicho? —preguntó conun gruñido.

—Tenía que ir a cagar, señor.Horace se puso firmes. El guardia

bajó el fusil.—Habla en alemán, prisionero. Sé

que lo hablas bien. —Le ofreció unasonrisa malvada—. Será el idioma delmundo entero dentro de unos pocosaños, así que más vale que teacostumbres.

Horace repitió la frase en alemán yle dijo al guardia que por lo generalhabría pedido permiso para usar elretrete al otro lado de los talleres, perono quería perturbar el merecido

descanso del guardia. El alemán bajó elfusil, al parecer satisfecho. Hizo ungesto para que el prisionero volviera asu tarea y se alejó, y entonces Horacedejó escapar un inmenso suspiro dealivio desde lo más hondo de lospulmones.

Agosto de 1941 estaba tocando a sufin y el tiempo estival había sido engeneral muy agradable, con sol enabundancia y días de calor sofocante. Laofensiva alemana en Rusia estabaperdiendo fuerza, y aunque habíancapturado Smolensk y hecho más detrescientos mil prisioneros rusos,empezaban a observarse los primeros

indicios de que el «cerco» deLeningrado iba para largo. El 30 deagosto empezó a llover a base de bien.El agua caía a mares una hora tras otra ylos hombres en la cantera estabanempapados hasta los huesos. Horacetemblaba y se afanaba con el pico. Enmás de una ocasión había resbalado enel mármol e ido a parar a escasoscentímetros de su pie. Dirigió la miradahacia los guardias alemanes, plantadosbajo un refugio improvisado con lonaalquitranada, que fumaban cigarrillos ysonreían. Sirviéndose de su mejoralemán y su mirada más triste les rogó:

—Esto es muy peligroso, señor. El

mármol está muy resbaladizo.—Sigue —le dijo uno de ellos con

un gesto de la mano. El padre de Rosaestaba presente.

Durante otras dos horas los hombressiguieron picando sin mucho ahínco laresbaladiza roca blanca. De dos en dos,y cuando el mármol estaba desbastado ytenía el tamaño deseado, trasladabancada losa medio centenar de metroshasta el remolque de un camión. JohnKnight y Danny Staines avanzabanarrastrando los pies, sus dedosaferrando como mejor podían el mármolhúmedo. Danny Staines estaba cansado.Temblaba visiblemente y, claro, tenía

hambre. Estaba pensando en su raciónde sopa de col dentro de un rato, estabapensando en el puñado de pan que habíaguardado y cómo lo había escondidohábilmente en una abertura seca debajode su litera. No estaba muy concentrado,y cuando John Knight le dirigió unasentimiento a modo de señal, los doshombres hicieron el inmenso esfuerzonecesario para levantar el mármol hastala plataforma de madera del remolque.

El resultado fue catastrófico. Stainesfue una fracción de segundo más lentoque John Knight y la losa se ladeópeligrosamente hacia él. En un díanormal los hombres habrían tenido el

mármol firmemente asido, en un díanormal su concentración habría sidomejor y los dos hombres habríanequilibrado de inmediato el mármol conun rápido giro de muñeca o un golpe dehombro. Ése día no. Los dos hombres seapercibieron del peligro inmediatamentey reaccionaron en consecuencia,aferrando la piedra con más fuerza. Fueinútil. Les resultó imposible agarrar lasuperficie húmeda y resbaladiza delmármol y la carga de veinte kilos seladeó violentamente y cayó casi unmetro hasta el puente del pie de DannyStaines.

El crujido del hueso y el grito

consiguiente llegaron a oídos de todos ycada uno de los hombres de la cantera.El padre de Rosa salió corriendo deltaller con el comandante del campo trassus pasos.

El padre de Rosa estaba furioso yempezó a discutir con el comandante.

—¡Ya les advertí que ocurriría algoasí! —les gritó a los guardias alemanes.

«Demasiado peligroso», alcanzó aentender Horace de la acaloradaconversación alemana. Y luego:«Condiciones imposibles». En cuestiónde veinte minutos todos los hombresquedaron encerrados en sus respectivosbarracones.

A Danny Staines volvieron acolocarle el pie en una posición que separecía lejanamente a la que tenía alcomenzar el día, aunque sin anestesia niun trago de whisky para aliviar el dolor.Lo tenía gravemente astillado y se lovendaron con tiras de franela dealgodón. Quedó exento de sus tareasdurante casi seis semanas, pero cojearíadurante el resto de su vida.

La lluvia continuó durante muchosdías. Al principio los hombres sealegraron de tener un descanso, unaoportunidad de recuperarse y recargarlas pilas. Algunos habían trabajado sinparar, sin un solo día de descanso,

durante más de dos años. Pero luegoempezó a arraigar el aburrimiento y elruido ininterrumpido de los goterones enel tejado del barracón de maderaempezó a pasarles factura. Hubo variasdiscusiones prácticamente sin motivo yluego dos hombres se liaron a puñetazospor una cerilla durante una partida decartas. El sargento Owen, intermediariooficial, decidió tomar medidas en elasunto y, tras sofocar el altercado, se fueal despacho del comandante. Volvió alos quince minutos con una sonrisa deltamaño del estuario del Támesis.

—Venga, muchachos, vamos a hacerun poco de ejercicio.

—¿Qué clase de ejercicio? —lepreguntó Horace.

—Lo descubriréis enseguida.En cuanto Horace salió del barracón

con el resto de los hombres imaginó quela lluvia podía estar amainando un poco.Y sí, levantó la vista, señaló hacia loalto y se volvió hacía John Knight.

—Cielo azul, John. Me parece queempieza a despejar. Los hombressiguieron al sargento, que los condujo através del recinto del campo y luegocolina arriba hacia el área donde sebarrenaban y se quebraban las vetas demármol. Iban acompañados por seisguardias alemanes. El sargento subió no

sin dificultades la ladera de la colina yse quedó mirando la inmensa cuencanatural esculpida por la naturaleza y, entiempos recientes, por la dinamitaartificial. Del tamaño de un campo defútbol, estaba completamente inundada yllena a rebosar de agua.

—Vamos a nadar, chicos. Es hora dedesnudarse.

Hacía casi tres años que Horace nose sumergía por completo en agua.Recordaba la fecha con claridad. El díade Navidad de 1939. Se había dado unbaño caliente, mientras estaba ausentesin permiso del campamento deinstrucción, en la casa de sus padres en

Ibstock. Luego sólo se había dado lasduchas reglamentarias en el ejército, quesi bien resultaban bastante agradables,no eran lo mismo que sumergir el cuerpodolorido en agua caliente. Después vinoel infierno del primer campamento. Niun solo baño, ni una ducha, nada.

Y mientras veía a sus compañerosde cautiverio zambullirse desnudos en elagua profunda y lechosa, una suerte demagnetismo lo atrajo y empezó adesabrocharse la camisa. Era cauto,siempre lo había sido. De joven supadre lo llevaba religiosamente juntocon Harold todos los sábados a losbaños públicos en Leicester. Hacía

hincapié en la importancia de aprender anadar y Horace recordaba con claridadel momento en que chapoteó con todassus fuerzas para cruzar el ancho de lapiscina y hacerse acreedor del premiootorgado a los nadadores oficiales.Recordaba que le dieron una hoja depapel en la que se proclamaba que habíanadado los veinticinco metrosreglamentarios.

Pero nunca se había sentidoplenamente seguro nadando, y variassemanas después, en una excursión aSkegness un cálido día de verano,Daisy, Harold y su padre se pusieron ajugar en el mar, y aunque Horace sentía

deseos de lanzarse de cabeza contraaquellas olas rompientes, sentía deseosde nadar más adentro como su padre,algo lo retuvo. Albergaba un ciertorecelo, un cierto respeto por laspoderosas olas que arremetían contra laorilla y un miedo a la inmensa extensiónde agua hasta donde alcanzaba la vista.Harold no le fue de gran ayuda cuandole explicó que el ojo alcanzaba a verdoce kilómetros mar adentro hasta quela curvatura natural de la tierra hacíadesaparecer el mar de la vista.

Aquél día en Skegness se metióhasta la cintura pero no intentó nada quese pareciera a nadar.

Pero ahora era distinto. Ahoranadaría; ahora se sumergiría en lasaguas cálidas de ese embalse natural.Eso se dijo mientras se quitaba lospantalones y se acercaba desnudo a laorilla del agua. Era una piscina. Igualque los baños en Leicester. Observó alos hombres saltar de los grandestroncos que ahora flotaban en el agua.Por lo que alcanzaba a recordar, pocoantes los troncos estaban perfectamenteapilados en el otro extremo de lacantera. Se utilizaban para trasladarrodando las inmensas losas de mármol alas diferentes zonas de la cantera.Ahora, meciéndose medio sumergidos

en el agua lechosa delante de él, hacíanlas veces de trampolines.

El padre de Rosa no andaba muylejos, mascullando para sí mientrasobservaba la escena.

—Se tardará varios días en achicarel agua, maldita sea. Más pérdidas deproducción.

Era un momento irreal. Horace allíplantado, desnudo, ante la mirada deHerr Rauchbach.

—Venga, Jim, nada un poco con tusamigos. —Miró en torno y contempló laescena, negó con la cabeza y se rio—.Cuántos culos al aire, Jim, cuántaspollas inglesas.

Horace le miró a los ojos y sonrió.—Y tú, Jim, eres más afortunado que

la mayoría. Debes de ser un hombrepopular entre las mujeres allá en tu país,¿eh?

Si tú supieras, colega, pensó Horacepara su coleto al tiempo que se lanzabaal agua.

El agua lo dejó sin aliento al surtirefecto el primer impacto. No obstante,en diez, veinte segundos, Horace seencontraba en un mundo diferente a todolo que había experimentado. Habíaperdido el miedo y por primera vez ensu vida nadaba de verdad. Tal vezporque había mirado a la muerte a los

ojos, había sido testigo de infinidad deacontecimientos horrorosos desde elcomienzo de la guerra, la muerte —omás bien el miedo a la muerte— noparecía tener mayor importancia. A unossiete metros de la orilla, se lanzó haciadentro, rompiendo el agua con el cuerpo,sus extremidades sueltas en unmovimiento fluido, la respiración,controlada. Y rio al recordar al niño dedoce años en los baños de Leicester,con los brazos y las piernas rígidos y sinresuello, al recordar al alma temerosa ala orilla del mar en Skegness.

—¡Venga, Jim, aquí arriba!Era Flapper, en equilibrio sobre un

tronco, listo para zambullirse.—Esto es igual que Clacton-on-Sea

en pleno mes de julio.Darkie Evans, un soldado mulato de

la Guardia Galesa de Cardiff, estabasentado junto a él.

—Sube aquí, Jim. Éste extremo deltronco es Llandudno.

Horace se dirigió hacia el enormetronco, su confianza más firme a cadabrazada. Cada hombre estaba en supropio paisaje marítimo, el cerebro decada uno de ellos lo hacía remontarse auna infancia olvidada mucho tiempoatrás. Horace en Skeggy, Garwood enClacton, los galeses en Llandudno y los

escoceses en Ayr, Dunoon o Portree.Cuando Flapper se lanzó al agua por

encima de la cabeza de Horace el troncoempezó a girar. Evans maldijo al perderel equilibrio y caer al agua, y Horace seabalanzó hacia el tronco, consciente deque empezaba a costarle un poco más detrabajo respirar. El tronco seguíarodando cuando lo alcanzó, y debido asu tremendo peso le era imposibledetenerlo. Estaba perdiendo velocidad yHorace se quedó flotando en el agua, aescasos centímetros del tronco.

Vio el tornillo de cinco centímetrosde diámetro apenas una fracción desegundo. Todos los troncos llevaban

clavados dos o tres tornillos de modoque las cuerdas con las que se sujetabanquedasen mejor amarradas. Cuando eltronco de tres toneladas dio un girocompleto en el agua el tornillo le golpeóel cráneo a Horace y su mundo enteroempezó a girar fuera de control.

A esas alturas estaba debajo deltronco y su confianza recién hallada sehabía esfumado en un instante. Larigidez se había adueñado de sus brazosy sus piernas mientras se esforzaba portomar oxígeno, consciente del saborrepugnante del agua mezclada con supropia sangre, que le entraba en la bocay le aguijoneaba las sensibles

membranas de los pulmones. Lesobrevino una sensación nauseabundamientras vomitaba, emponzoñando mástodavía el agua. Y se vio inmerso en unalucha. Una lucha por alcanzar lasuperficie, tentadora a escasos palmospor encima de su cabeza. El tronco sehabía movido, veía la luz del sol alláarriba y piernas y caras queescudriñaban las profundidades delembalse. No estaba muy lejos. Dosbrazadas, tres, cuatro a lo sumo yalcanzaría la superficie, si conseguíaque sus brazos y sus piernasrespondieran a las señales que emitía sucerebro.

Algo no funcionaba. ¿Por la falta deoxígeno, tal vez? La superficie del aguay la seguridad, así como el sustento vitaldel aire estaban cada vez más lejos. Laspiernas se veían ahora más pequeñas…ya no alcanzaba a distinguir lascaracterísticas de los rostros allá arriba.Las formas se confundían unas con otrasy luego la desesperación y el pánicoamainaron y se quedó flotando,suspendido en algo parecido a un tranceuterino mientras una sonrisa le cruzabalos labios y se adueñaba de él unamaravillosa sensación de satisfaccióninterior.

Nada de guerra, nada de sufrimiento,

sólo hermosas imágenes de su familia.El rostro risueño y siempre alegre de supreciosa madre y una fotografía demucho tiempo atrás en la que aparecíasu madre con veinte años, bonita yespléndida, la chica más elegante delmundo. Y una imagen de su padre en elcampo aquel día, con la escopeta en lamano, y conejos, y la expresiónferozmente orgullosa de su padre cuandoresonó el disparo y el joven Horacemostró una sonrisa que ni su padre ni élolvidarían nunca.

Ahora imágenes postreras. Daisy,Sybil y Harold, el pequeño Derick.Navidades, la nieve, whisky en el té y un

fuego bien caliente. Y al final unaimagen de Horace. Alguien que mirabadesde arriba. Horace flotando… losbrazos y las piernas colgando como losde una marioneta sin titiritero. Horaceen el agua, agua mezclada con sangre, yotra sonrisa… y luego negrura… y paz.

10Rosa lloraba tendida en su cama. Nopodía creer las noticias que su padre lehabía dado apenas unos minutos antes.Tuvo que ocultar sus sentimientosmientras él le contaba el accidente ycómo habían luchado en vano porreanimar al prisionero conocido comoJim a orillas de la cantera inundada.Ejercieron presión sobre su pecho y selo golpearon durante lo que pareció unaeternidad y transcurridos unos minutosHenryk Rauchbach se marchó,convencido de que los prisioneros, en sudesesperación, intentaban salvar a un

caso desahuciado.La conmoción provocada al oír su

nombre hizo que dejara de latirle elcorazón. El único hombre a quien habíaamado, el único hombre al que se habíaentregado de buen grado… muerto. Selas arregló para controlar sus emocionesunos brevísimos instantes y ofreció ladébil excusa de que tenía que regresar asu cuarto. Y ahora entre las paredes desu habitación en el ático de la casa desus padres, enterró la cara en laalmohada mientras lloraba a mares.

Horace volvía a estar en laenfermería. No recordaba nada delincidente: la naturaleza es sabia. Su

primer recuerdo consistía en vomitar untorrente de agua asquerosa de lospulmones, y las caras sonrientes deDarkie Evans, Flapper y el sargentoOwen. Los guardias alemanes nomostraron la menor emoción. Les traíasin cuidado que un prisionero viviera omuriera. No era más que una bocamenos que alimentar.

Darkie Evans explicó cómo le habíasalvado la vida. De alguna manera,pensó Horace, el galés nunca lepermitiría olvidarlo.

—Joder, casi no se te veía ahí abajo,Jim. ¡El agua parecía puñetera leche,tío!

Flapper lo miraba sonriente,contento de permitirle al galés sumomento de gloria y atestiguar que se lomerecía. Flapper también se habíasumergido y había creído que todoestaba perdido: el agua estaba turbiadebido a los sedimentos calizos en elfondo y apenas alcanzaba a ver un palmodelante de sus ojos.

—Debías de estar a siete metros deprofundidad. No te movías en absoluto,amigo mío.

Flapper nunca llegaría a entendercómo lo vio Evans.

—He salido a la superficie a cogeraire y les he dicho a los chicos y a

Flapper que te había visto.—Darkie ha sido el primero en

llegar hasta ti y luego le hemos seguidodos más —le explicó Flapper—. Debede tener los ojos de un puto búho, Jim, telo juro. Yo no veía una mierda, sólo laspiernas de nuestro amigo galés.

Darkie Evans, con el pecho máshenchido a cada minuto que pasaba,siguió sonriendo y volvió a hablar:

—Me las he arreglado para pasarteuna mano por la axila y empezar a tirarde ti. ¡Joder, tío, vaya fardo estás hecho!

—Yo te he cogido por el otro brazo—dijo Flapper—, y Robbie Roberts haayudado a llevarte hasta la orilla. Te

juro que el oficial médico ha estadointentando reanimarte durante diezminutos, Jim. Todos creíamos que ibas apalmarla.

—No recuerdo nada —comentóHorace con una voz que más parecía unsuspiro, consciente de lo dolorida quetenía la garganta.

A la noche siguiente HenrykRauchbach le llevó la noticia a su hija,que la recibió eufórica mientras estabansentados a la mesa cenando en familia.Una vez más, Rosa Rauchbach secongratuló de su capacidad paradisimular sus emociones. Sus padres nosospecharían nada, se dijo.

Siguiendo su rutina de cada noche,recogió la mesa y se dispuso a lavar losplatos. Cuando iba camino de lapequeña cocina, Herr y Frau Rauchbachcruzaron una mirada. Les pareció de lomás extraño que su hija no hubieraprobado bocado desde que le habíandado la noticia sobre aquel prisionerode nombre Jim.

Horace atravesó el bosquecillo conHenryk Rauchbach, cargado con unapesada perforadora y una bolsa de lonaque contenía varias brocas. Horacehabía sido dispensado de la inspección

matinal y se le había pedido que sepresentase en el despacho deRauchbach. El padre de Rosa le explicóque se le asignaba un trabajo diferenteen otra parte del campo.

Rauchbach le comentó los detallesmientras caminaban por entre losárboles y hasta la cima de la colinadesde la que se veía la cantera, unosdías antes inundada.

—Te he escogido, Jim, porque eresinteligente y te las apañas bien con lasmanos. Te he visto cortarles el pelo alos hombres con precisión y esmero.Eso es lo que necesito para este trabajo.

Rauchbach se abrió paso por entre

las inmensas losas de mármol.—Éste mármol es muy grande para

trasladarlo y hay que partirlo.Se puso de rodillas, se quitó la

mochila que llevaba y abrió lacremallera.

—Eso se hace con dinamita.Abrió la mochila y dejó a la vista

pequeños cartuchos de explosivo deltamaño de una vela pequeña.

—Pero tenemos que hacerlo concuidado y precisión, y cada cartucho dedinamita tiene que estar justo en laposición adecuada para que el mármolse parta sin hacerse añicos. —Sonrió—.Es una tarea especializada, Jim. Una

tarea que a mi modo de ver puedesllevar a cabo. Pero antes de que se teocurra alguna idea extraña te adviertoque no manejarás los explosivos. No. Tutrabajo consiste en hacer los orificios.De los explosivos se encargará unalemán. No podemos dejar que losprisioneros vayan por ahí con bombas,¿eh?

Rauchbach se puso en pie y rio denuevo.

—Ésta mañana mira y aprende, yesta tarde pondrás manos a la obra.

Durante las cuatro horas siguientesRauchbach perforó una serie de agujerosestratégicamente situados en las

inmensas losas. Le explicó a Horacecómo detectar las vetas y las líneas defalla naturales en la piedra donde elmármol era más endeble. Horaceobservó la detonación de las cargasexplosivas y cómo el mármol daba laimpresión de desgajarse fácilmentecomo si un inmenso cuchillo hubieraescindido un pedazo de mantequilla.Rauchbach maldijo en alemán en unaocasión cuando el mármol seresquebrajó en vez de partirse.

—Ahí la he jodido, Jim —le explicóa la vez que examinaba el mármol—.Mira, fíjate. —Señaló la superficie de laroca—. El agujero estaba un poquito

desviado y éste es el resultado.Rauchbach se desperezó, se masajeó

la zona lumbar y luego se la apretó unpoco. Luego propinó una patada a lataladradora de manera que quedaseseñalando a Horace.

—Ahora te toca a ti, Jim. Creo queya has visto suficiente.

Horace se adaptó bien a su nuevopuesto. Le habían dado un respiro, unaoportunidad de eludir el trabajomonótono, intensivo y agotador de losturnos de diez horas. Era una tarea querequería un poco de iniciativa, un pocode habilidad, un poco de paciencia.Horace taladró y Rauchbach rellenó los

orificios con las cargas explosivas. Ycuando la primera veta se partió por lalínea de agujeros perfectamenteubicados, Rauchbach sonrió.

—Tienes un don innato, Jim. Yo mevoy a comer; tú sigue con esto. —Rauchbach señaló las losas, a unos tresmetros de donde empezaba el bosque—.Empieza a taladrar ésas; las partiremosdespués de comer.

Horace miró alrededor. No habíaguardias ni ningún otro prisionero.Rauchbach se percató.

—Sí, Jim, confío en ti. No se teocurra dejarme en la estacada y huir. —Y entonces el padre de Rosa dijo algo

que le produjo un escalofrío—: Poralguna razón, Jim, no creo que vayas ahacerlo. Éste campo tiene ciertosalicientes; no es ni de lejos el peor. —Le lanzó un guiño cuando echaba ya aandar—. Y tú, Jim, eres más afortunadoque la mayoría.

Horace había perforado la tercerahilera de orificios cuando elinconfundible aroma de su amadaimpregnó el aire. Se desperezó, seenjugó el sudor de la frente y entonces lopercibió. Se volvió y vio que Rosaestaba allí plantada como una diosa, conel viento tirando de su vestido liviano.La muchacha se precipitó a sus brazos y

se besaron apasionadamente. Horace sepercató de las lágrimas saladas que leresbalaban por las mejillas y de lostemblores que recorrían su joven figura.

—¿Qué ocurre, Rosa? —le preguntóal tiempo que la apartaba un poco y lamiraba a los ojos humedecidos.

Ella volvió la cabeza: no quería queHorace la viera así. Le cogió la barbillacon delicadeza y la besó en los labios.

—Dímelo, Rosa.La chica se sacó un pañuelo de la

manga y se enjugó las lágrimas.Recuperó en cierta medida la serenidade intentó sonreír mientras ibanmermando las lágrimas.

Rosa se adelantó, volvió a besarlo yabrazó con fuerza su cuerpo sudoroso.Los temblores empezaron de nuevo y lesusurró al oído entre sollozos:

—Creí que habías muerto, Jim. Mipadre vino a casa y dijo que te habíasahogado. Pensé que te había perdido,pensé que no volvería a verte.

Y entonces quedó claro.En ese momento Horace entendió

que aquella jovencita lo amaba más quea nada en el mundo. Y algo cambió enHorace en ese preciso instante. Cambióalgo que no podía identificar mientrascaminaban cogidos de la mano hacia elinterior del bosque. Se sentía distinto, se

sentía cómodo, satisfecho. Estabaencarcelado en un campo de prisionerosen el corazón de Silesia pero se veíacapaz de soportar lo que fuera necesariopara resistir hasta el final de la guerrasiempre y cuando Rosa estuviera con él.

Hicieron el amor en el lechocubierto de hierba del bosque, entreagujas de pino secas y flores silvestres.Estaban desnudos, la primera vez quedisfrutaban el uno del otro de esamanera. Hicieron el amor sin prisas,Horace de cara a su amante, perdido ensus ojos hipnóticos. No dijeron ni unapalabra, cada cual gozando del momentomientras su respiración era cada vez

más agitada.En el taller habían mantenido

relaciones sexuales, aquí hicieron elamor.

Horace se incorporó con los brazosextendidos soportando todo el peso desu cuerpo. Rosa alargó los suyos y locogió por la nuca. Él se maravilló de suspechos, pequeños y perfectamentetorneados, que subían y bajaban al ritmode sus intensos jadeos. Una levepelícula de humedad los cubrió cuandoempezó a gemir suavemente mientras élcontinuaba con su movimiento lento yrítmico. Volvió a bajar su cuerpo y leaplastó los senos con el pecho al tiempo

que aceleraba sus embestidas. Y depronto eran uno solo. Los movimientospélvicos de ella estaban acompasados ala perfección con los de él, amantesexperimentados que instintivamentesabían acomodarse el uno al otro paraalcanzar el clímax en el momentooportuno.

Permanecieron tendidos de espaldasen el suelo del bosque, en paz con lanaturaleza. Estaban satisfechos, cogidosde la mano mientras poco a pocorecuperaban el resuello. Sentían deseosde quedarse allí para siempre, sentíandeseos de hacer el amor una y otra vez.Al fin, el frescor de la brisa otoñal los

obligó a vestirse.Quince minutos después Horace se

puso a taladrar de nuevo con energíarenovada y Rosa se sentó con su padre,que estaba terminando el almuerzo.

Willie McLachlan nunca se habíaatrevido a considerarse marica allá ensu hogar, en Helensburgh, justo al nortede Glasgow, a un tiro de piedra de LochLomond. Ni siquiera se le había pasadopor la cabeza. Había tenido sus noviascomo cualquier otro y recordaba contoda claridad el día que Jenny Murray selo llevó al cobertizo del jardín de su

padre para enseñarle su «pollito».Ahora el incidente le hacía reír. Teníatrece años por aquel entonces, se habíacriado en un barrio de viviendas deprotección oficial bastante duro y estabaconvencido de que Jenny, dos añosmayor que él, tenía pollos en elcobertizo del jardín al fondo de laparcela de su padre. ¿Por qué no?,pensó. Algunos mineros, obreros de losastilleros y estibadores criaban gallinascomo complemento para la dietafamiliar.

Pero algo le resultó sospechosocuando Jenny lo tomó de la mano y lehizo cruzar la puerta. El cobertizo estaba

lleno a rebosar de basura, salvo por unaalfombra sucia en mitad del suelo.

«¿Dónde están los pollitos?»,preguntó él inocentemente mientrasJenny sonreía y se levantaba el vestidopor encima de la cabeza.

«Estás a punto de ver uno»,respondió ella, y con un movimientorápido y diestro Jenny se quedó con lasbragas en la mano, adelantando eltriángulo de suave vello púbico hacia elpequeño Willie McLachlan, que mirabapasmado.

No, no se había portado como unmarica por aquel entonces cuando Jennyle cogió la mano y le hizo explorar sus

interioridades. Ella permanecía en pie ygemía mientras él, de buena gana, leintroducía los dedos en su lugar secreto,y entonces él cobró conciencia de suspropias emociones y de una tirantezincómoda en los pantalones. Jennytambién se dio cuenta y en cuestión desegundos le había bajado los pantalonescortos hasta las rodillas y lo estabamasajeando hasta hacerle alcanzar unadureza que nunca había experimentado.

Disfrutó de su experiencia con Jennyen el húmedo cobertizo en Helensburgh,tantos años atrás. Disfrutó del momentoen que ella introdujo su erección entresus piernas y gritó de placer cuando

llegó al orgasmo escasos segundosdespués, venga a gemir y gruñir mientrassu trasero adoptaba involuntariamente unritmo propio.

No era marica por aquel entonces.Pero ahora, tras un año de reclusión

sin ver más que algún que otro pecho otrasero femenino tapados y de refilón,sus tendencias homosexuales habíanaflorado y había desarrollado unaatracción enfermiza por un joven delSegundo-Quinto Batallón de Leicester.

Empezó con un silbido deadmiración al principio. Cada vez queHorace pasaba por delante del escocés,ya fuera en privado, en un grupo en la

cantera, en el barracón de las duchas odondequiera… siempre un pequeñosilbido y un guiño esporádico. Alprincipio Horace hizo caso omiso, alprincipio no entendía lo que significaba,pero luego McLachlan empezó avolverse más descarado. Los silbidoseran cada vez más fuertes, másfrecuentes, y lo hacía delante de losdemás hombres. Ernie había hecho elcomentario —aunque irónico— de queHorace se estaba cambiando de acera.Era una expresión que se utilizaba amenudo en los campos. Los hombreseran hombres pero debido a las malascondiciones y la comida insuficiente, su

apetito sexual natural quedabasuprimido. En algunos casos seguía allí.Unos se ceñían a la masturbación paraliberar la frustración sexualacumulada… otros recurrían a lahomosexualidad.

Por lo general se veía con malosojos. Quienes recurrían a esas prácticaslas mantenían en secreto, no alardeabanni fanfarroneaban, y cualquier actividadsexual se planificaba con cuidado demanera que tuviera lugar en privado.Peor que la desaprobación de los demásprisioneros de guerra eran los rumoresoídos a través de radio macuto sobre loque pensaban los alemanes de los

homosexuales.Judíos, polacos, eslavos, rusos,

disminuidos psíquicos, discapacitados,gitanos y masones, se rumoreaba queHitler y sus secuaces los estabananiquilando a todos en los campos deexterminio de Polonia y Alemania. Ypoco después se añadió a la lista otrogrupo de indeseables, los homosexuales.

Horace no creía el runrún de radiomacuto. No estaba dispuesto a creer losrumores, no quería, era demasiadoinconcebible para expresarlo conpalabras. Entendía que Hitler ansiara elpoder, que percibiera Alemania comouna potencia dominante a nivel global.

Había ocurrido a lo largo de la historia,hombres y países y, de hecho,continentes enteros que querían imponersu ideología y sus creencias a otroshombres y mujeres de diferente credo.Desde Gengis Kan hasta las cruzadascristianas, pasando por losconquistadores españoles y los romanos.Pero de ser ciertos los rumores que seestaban filtrando, Adolf Hitler y suTercer Reich estaban en una ligadiabólica distinta por completo. Habíasido testigo de primera mano de sucrueldad durante la marcha y en elprimer campo. Pero no podía ser cierto,¿verdad? No podía ser verdad, pensaba

Horace una y otra vez. Aunque, ¿y si loera? ¿Y si los actos del escocésllamaban la atención de los guardias?Prefería no pensarlo.

Horace tenía que reunirse con él enprivado para tener una pequeña charla.

Dos días después Horace lo cogiópor la manga cuando estaba sentadodelante de su barracón terminándose lasopa.

—¿Puedo hablar contigo, Willie, porfavor?

Willie levantó la mirada. El sol deúltima hora de la tarde proyectaba unasombra sobre Horace y el escocésentornó los ojos para verlo bien.

—Claro, Jim, no es ningunamolestia. ¿De qué se trata?

—En privado —respondió Horace,incómodo con el contenido de laconversación que estaba a punto deiniciar.

McLachlan siempre andaba conotros escoceses. Los escoceses siempreestaban en compañía de los suyos;comían juntos, dormían juntos y bebíanjuntos. Casi tenían un club exclusivopara escoceses en un campo de guerraen el corazón de Silesia. Y tanto aHorace como a los demás hombres lessacaba de quicio. En ocasiones semostraban arrogantes, incluso un tanto

hostiles, y aunque a cualquiera que lesprestara oídos le decían lo orgullososque estaban de su país y su cultura, enrealidad los unía el odio hacia todos losdemás (sobre todo los ingleses) y sutendencia a quejarse. Flapper lo resumióuna noche al comentar: «Son de lo másecuánimes esos putos escoceses, estánresentidos con todo el mundo por igual».

Willie McLachlan se irguió hastaalcanzar su metro ochenta de altura. Lohabían capturado en Francia poco másde un año antes. Aunque había perdidoalgo de peso, no había sufrido losestragos de la marcha de la muerte ni lasduras condiciones del primer campo.

Horace se sintió un tanto intimidadocuando McLachlan se adelantó un paso yse le plantó delante.

—¿Y qué demonios pretendesdecirme?

—Ven aquí. —Horace dio mediavuelta y caminó unos metros, seguido decerca por McLachlan.

Horace se volvió hacia él. Elescocés estaba sonriendo.

—¿Es nuestra primera cita, Jim?Horace no hizo caso del comentario.—Mira, Willie, sólo quería decirte

que a mí no me va eso y te agradeceríaque te ahorraras los silbidos.

El rostro de Willie McLachlan

adoptó una expresión totalmente distinta.—¿Y a qué te refieres con «eso»?Horace se había metido en un

aprieto. Ojalá se hubiera expresado deotra manera. El escocés volvió a hablar:

—¿Qué me estás llamando?—Mira, Willie, me has estado

silbando y eso sólo significa una cosa.Allí de donde vengo sólo les silbamos alas chicas.

—Y entonces, ¿qué es lo quesignifica, tío? —McLachlan se le acercóun poco más, amenazante—: ¿Eh?

—Mira, Willie, no quieroproblemas. Lo único que quiero es quedejes de silbarme. Ya has oído esos

rumores sobre los alemanes y lo quehacen con… —Hizo una pausa, tras lacual decidió utilizar la palabra yafrontar las consecuencias—. Loshomosexuales.

El escocés tembló visiblemente deira, levantó la voz y le hincó el dedo aHorace en el pecho.

—¿Me estás llamando maricón,inglés de mierda?

—No, Willie… no… lo único quedigo…

Volvió a hincarle el dedo en elpecho, esta vez un poco más fuerte.

—Entonces, ¿qué cojones estásdiciendo?

La subida de adrenalina surgió delas profundidades de las venas deHorace. Ya había pasado el punto sinretorno y su cuerpo lo supo al notar elflujo químico por su sangre. Queríaecharse atrás, quería decirle alhombretón escocés que se habíaequivocado. Pero no iba a hacerlo. Noera su manera de ser; nunca habíaretrocedido ante nadie, ni en una peleaen el patio del colegio, ni en elcuadrilátero donde tanto habíadisfrutado boxeando en la adolescencia.Nunca había retrocedido ni se habíanegado a pelear cuando le retabanchicos de quince y dieciséis años mucho

más grandes que él.McLachlan interrumpió sus

pensamientos.—¿Qué cojones estás diciendo?Ándate con tacto, pensó para sí.

Miró alrededor. Algunos hombres sehabían apercibido de los gritos, delaltercado que por lo visto se estabafraguando justo delante de sus ojos.

—¿Y bien?—Lo que digo… —hizo una pausa,

ordenó las ideas y procuró noenemistarse más con el escocés—, loque digo, McLachlan, es que si vuelvesa silbarme aunque sólo sea una vez máste voy a machacar de un puñetazo.

El escocés se arrojó hacia delante ycogió a Horace por el cuello de lacamisa con tanta fuerza que casi lolevantó por los aires. Lo había cogidocon la guardia baja, tendría que haberestado más atento y recordado supreparación como boxeador, que leaconsejaba mantener a cierta distancia aun oponente más grande. Un error que novolvería a cometer. Garwood y un parde escoceses se habían sumado altumulto para intentar ponerle fin. Unapelea delante de las narices de losalemanes no sería tolerada por losguardias y, por lo general, desembocaríaen otro altercado a culatazos con dos o

tres soldados.—¡Éste capullo me está llamando

maricón! —gritó el escocés, a quiensujetaban dos o tres compatriotas suyos—. ¡Voy a matar a ese cabrón, dejadmeque le meta!

Horace recuperó la serenidad. Laadrenalina era agradable ahora que fluíasuavemente. Los temblores habíancejado y habló con renovada confianzaen sí mismo:

—En el sótano del barracón númerotres, esta noche, zanjaremos el asunto deuna vez para siempre.

Flapper lo miró con incredulidad yseñaló al enorme escocés:

—¿Quieres pelearte con esemariconazo, Jim?

—Ésta noche. A las seis en punto.McLachlan se echó a reír al

principio, como si no pudiera creer loque decía aquel inglés pequeño ydemacrado. Y luego se desató en suinterior la ira y le gruñó entre dientes:

—A las seis en punto, cabronazoinglés. Allí estaré. Voy a arrancarte lacabeza de los hombros.

Horace se alejó con Flapper y losescoceses regresaron a su lugar departida para hacer los planes de batalla.Garwood también había boxeado unpoco en otros tiempos, y mientras los

dos amigos se preparaban para la peleadel año, Garwood asumió de motupropio el puesto de entrenador ypreparador extraoficial, ofreciéndoleconsejos y sugerencias de cara a venceral gigantón escocés. Todo estaba encontra de Horace, que tenía unadesventaja de al menos treinta kilos yquince centímetros de altura conrespecto a su oponente. Las manos deMcLachlan eran como enormes palasunidas a unos brazos inmensos ypoderosos que Horace hubiera juradollevaba arrastrando al andar. Y por elbando escocés se rumoreaba queMcLachlan había matado a un hombre en

una pelea en la calle: corría conpandillas de las peores zonas deGlasgow y llevaba en la sangre laspeleas callejeras.

Horace boxeaba adoptando la posetradicional, con la mano izquierda pordelante mientras Garwood mantenía enalto las manos firmemente vendadas contiras de franela. Garwood se esforzabapor esquivarlo y evitar todos suspuñetazos pero Horace acertaba más delos que erraba. A las cinco y mediaGarwood puso punto final a la sesión deentrenamiento e hizo que Horace serelajara durante treinta minutos en sulitera. Horace se sentía bien. Había

recuperado su compás de boxeo naturalcomo si hubiera estado entrenando hastala víspera misma y sabía que siconseguía mantener a distancia aMcLachlan tendría una oportunidad deganar. Pasara lo que pasase, pondríatoda la carne en el asador.

Cinco minutos antes del comienzoprevisto de la pelea se había reunidouna muchedumbre en el sótano delbarracón. Era una gran noticia. Sehabían dado muchas peleas en loscampos desde que Horace fueracapturado, a veces hasta una a lasemana, pero siempre las paraban lospropios prisioneros por miedo a las

recriminaciones de los alemanes.Ésta era diferente; no habría

alemanes cerca para ponerle fin, loshombres estaban haciendo apuestas yerigieron con sogas un cuadriláterotosco y pequeño en el sótano. Era unadiversión, un respiro de la monótonarutina normal de la cena y el descanso ala espera de que apagaran las luces.

Eran las seis y diez para cuandoFlapper Garwood le permitió a Horacelevantarse de la litera. El londinensetenía la teoría de que así McLachlanestaría ansioso, pagado de sí mismo,convencido de que su contrincante se lahabía envainado. A las seis y catorce

minutos, Horace y su entrenadorirrumpieron por la puerta del barracónnúmero tres.

«¡Aquí está!», gritó desde lo alto delas escaleras una voz hacia dondeestaban los hombres, que, inquietos, sedisputaban los mejores lugares para verla pelea. Se alzaron desde el sótanovítores amortiguados y a Horace se lepuso de punta el vello de la nuca. Sevolvió hacia Garwood.

—¿Sabes, Flapper? Creo que me lovoy a pasar en grande.

—Tú no te acerques mucho, Jim. Esun matón, no un púgil. Mantén lasdistancias, finta y apártate. Sigue

lanzando golpes rápidos y moviéndotehasta que veas la oportunidad. Haz eso yganarás, pero sobre todo ten paciencia,joder.

La estrategia de Garwood reflejabala misma que Horace había ideado casien cuanto hubo lanzado el guante. Loúltimo que quería era verse metido enuna lucha cuerpo a cuerpo o en unareyerta. Boxeo medido, controlado,igual que el arte que habíaperfeccionado en el club de boxeo enIbstock.

McLachlan estaba en un rincón delcuadrilátero improvisado, desnudo decintura para arriba y con una amplia

sonrisa en la cara.—Así que por fin te has decidido a

venir, ¿eh, gallina de mierda? Creíamosque te habías cagado en esospantaloncitos ingleses.

Horace guardó silencio. Pasó porentre las cuerdas y empezó a dar saltitosboxeando con su propia sombra mientrasGarwood colocaba un cubo y una latallena de agua en el rincón opuesto. Elcabo David Valentine de los Fusilerosde Northumberland, que hacía las vecesde arbitro, pidió a los dos púgiles quese acercaran al centro del cuadrilátero.

—Quiero una pelea limpia,muchachos.

McLachlan se adelantó en un intentode intimidación.

—Nada de golpes bajos, y cuandodiga que os separéis, os separáis.

—Voy a partirle el puto cuello —dijo el escocés con una mueca dedesdén.

Horace no dijo nada.El arbitro ordenó a los dos hombres

que fueran a sus respectivos rincones.En torno a McLachlan había toda unapandilla de escoceses que le dabanpalmadas en los hombros y lo jaleaban agritos. Flapper le ofreció a Horace untrago de agua y le recordó quemantuviera las distancias. Valentine

indicó a los dos hombres que seadelantaran y cuando estaban a dosmetros escasos se apartó de su camino ala vez que gritaba: «¡A pelear!».

Se alzó otra ovación cuando Horaceadoptó su conocida pose de boxeo conlos ojos fijos en McLachlan.

Ésta vez estaba preparado.McLachlan se precipitó hacia

delante a zancadas largas y pesadas conlos brazos en alto como un luchador.Horace danzaba sobre los talones, listopara brincar en la dirección adecuada enel último segundo. Cuando McLachlanse le puso a tiro Horace le lanzó unpotente izquierdazo al puente de la nariz.

Lo alcanzó de lleno y al escocés lereventó la nariz como un globo. En elmismo movimiento fluido Horace sevolvió y se alejó antes de queMcLachlan supiera lo que habíaocurrido. Permaneció en el rincón deHorace mientras la sangre empezaba amanarle a raudales por la cara. Horace,por su parte, estaba a escasoscentímetros de los hombres del rincónescocés.

«Qué suerte has tenido, capullo», ledijo con un gruñido el pelirrojo a suespalda. Horace no le hizo caso, sinoque se fue de nuevo hacia McLachlan,más seguro de sí mismo a cada segundo.

El escocés se condujo con másastucia esta vez, consciente de loimprudente que había sido su últimomovimiento. Alzó los puños delante dela cara para protegerse. Ahora entendíaque aquello era un combate a cartacabal. Horace se adelantó; ahora tenía asu oponente al alcance. McLachlan nopudo resistirse y se precipitó haciadelante para lanzar un derechazo contodas sus fuerzas. Horace se inclinóhacia atrás y el puño del escocés noalcanzó sino el aire fresco. Contraatacócon una combinación rápida: unizquierdazo cruzado a la sien queaturdió a su contrincante para luego

meterle un fuerte derechazo en el plexosolar.

El gentío prorrumpió en vítores;McLachlan cayó de rodillas. Horace seacercó y se inclinó para hablar con él.

—¿Ya has tenido suficiente, Willie?¿Quieres dejarlo ya?

McLachlan le contestó:—Sí… ya está bien. Ayúdame a

levantarme.Se compadeció de él; la pelea había

terminado y Horace había puesto en sulugar al tipo duro. Le tendió la mano. Elescocés se levantó cuan alto era y sonrióa la vez que estrechaba la mano deHorace, que bajó la guardia, momento

que aprovechó McLachlan para darle uncabezazo en toda la cara.

Quedó tendido en el suelo, sinconocimiento durante un par desegundos. Los escoceses daban saltos ygritos de alegría mientras DavidValentine reprendía con severidad aMcLachlan, que sonreía a modo dedisculpa.

Garwood sólo le dirigió unaspalabras, otra perla de sabiduría:

—Olvídate de las reglas, Jim.Machaca a ese hijo de puta.

Horace cobró conciencia de lasangre que le cubría la cara y empezó acorrer por sus venas un torrente distinto

de adrenalina. Ésta vez la adrenalinaalimentaba la ira cuando se puso en pie.Los muchachos ingleses lo vitorearonmientras los escoceses lanzabanabucheos y lo insultaban. Uno le gritó aMcLachlan que lo «asesinara».

Pero McLachlan no lo oyó. Habíavisto la expresión de Horace y estabamás que moderadamente preocupadocuando el guerrero ensangrentado sedirigió hacia él. Horace volvió a ponerlos puños en guardia y sonrió por entrela sangre.

—Muy bien, sucio cabrón escocés,es hora de que pelees de verdad.

Horace no se mostró comedido, no

empezó a lanzar golpes rápidos y afintar, sino que se lanzó contraMcLachlan con una furia maliciosa a laque el escocés no podía hacer frente.McLachlan se cubrió la cara con lasmanos y permaneció levementeencorvado. Horace le lanzó una lluviade golpes y le propinó dos ganchos a labarbilla perfectamente ejecutados,escogiendo el punto con exactitud entrelos codos del escocés. Estaba contra lascuerdas, los hombres del rincón sehabían quedado en silencio y entoncesValentine señaló el final del primerasalto.

McLachlan se sentó en la banqueta

mientras sus compatriotas procurabanaliviarlo con agua e intentaban restañarlas heridas que tenía en el ojo derecho,la nariz y el labio partido e hinchado. Elhombretón estaba hecho un guiñapo y noacababa de recuperar el aliento.

Cuando Valentine anunció elsegundo asalto Horace se puso en pie deun brinco. Al escocés casi tuvieron queempujarlo hacia el centro delcuadrilátero y Horace retomó elcombate donde lo había dejado.McLachlan estaba agotado y era incapazde protegerse la cabeza con las manos.Horace entró a matar. Dos ganchos deizquierda, cada uno de ellos propinado

con precisión y autoridad. A McLachlanle rebotó la cabeza hacia atrás. Laspiernas dejaron de sostenerlo y los ojosse le cruzaron, incapaces de centrar lamirada en nadie en concreto. Horace seadelantó y apretó el puño derecho. Elescocés dio un paso atrás e hizo unúltimo intento de protegerse. Horacecasi sintió lástima por él cuando suderechazo, perfectamente ejecutado, leaplastó el pómulo y McLachlan cayó alsuelo.

Garwood lo felicitó con un aplausodigno y lento cuando regresaba a surincón. Los muchachos inglesesestallaron en una ovación mientras los

escoceses se lamían las heridas.—Un momento, Flapper —dijo

Horace mientras echaba un trago de aguay se volvía—. Aún no he terminado deltodo.

Se llegó despreocupadamente hastael grupo de escoceses. McLachlanmostraba leves indicios de estarrecuperando el conocimiento. Elpelirrojo se dio cuenta de que Horace sele acercaba. Horace dijo:

—Me has llamado capullo, ¿verdad?El escocés levantó la mirada justo

en el momento en que Horace le lanzabasu derechazo cruzado preferido. Otrogolpe perfecto, otro escocés en el suelo

del barracón número tres.Miró a los demás.—¿Alguien más quiere que le meta

un viaje?El silencio que se hizo en ese

momento ensordeció a Horace.A la mañana siguiente McLachlan

salió a pasear ayudado por doscompañeros suyos. Tenía las piernasbien, su equilibrio era perfecto, perotenía los dos ojos cerrados y no veía nimedio palmo delante de sus narices. Losguardias alemanes lo interrogaron deinmediato. McLachlan mantuvo lasapariencias y dijo que había resbaladoen la ducha y se había caído. Los

alemanes dudaron de su respuesta peroaceptaron la explicación aregañadientes. Curiosamente, Horacesintió pena por él. Tardaría otrasveinticuatro horas en recuperar la vista.

La vida en el campo volvió a lanormalidad y la animosidad entreescoceses e ingleses no se enconó.Horace se había ganado una especie derespeto entre aquéllos, aunque nocruzaran muchas palabras niconversaciones, y, como era de esperar,los silbidos de McLachlan dejaron deoírse.

11Era diciembre de 1941. Los japonesesestaban a punto de cometer un error quelamentarían durante muchos años.Estudiaban con detenimiento buena partede la flota norteamericana anclada enPearl Harbor, a punto de arrastrar aEstados Unidos a la Segunda GuerraMundial con su agresión. Los japonesessuponían que con un ataque rápido yagresivo le partirían el espinazo a laMarina norteamericana y hundirían sumoral.

En torno a tres veces a la semanaHorace tenía que cumplir con las tareas

de perforación en la cima de la colinaque dominaba el campo. El padre deRosa tenía predilección por él y sudestreza con la perforadora mejorabacasi a diario. Una vez a la semana, enocasiones dos, Rauchbach lo dejaba asus anchas y de vez en cuando aparecíaRosa. Fue allí, en el bosque con vistasal campo, donde Horace siguió haciendoel amor con la hija del propietario.Horace seguiría acostándose con Rose,como había empezado a llamarla,durante todo el invierno de 1941-1942.Le explicó que no quería hacerle elamor a una chica alemana y le preguntósi tenía algún inconveniente en que le

pusiera un nombre nuevo. Quería que seconvirtiera en Rose, su rosa inglesa.Ella accedió encantada.

Su secreto; su sendero hacia unanueva vida.

El invierno no había sido tan crudocomo el año anterior en el infierno delprimer campo. Horace lo recordaba y sepreguntaba cómo habían sobrevivido.Los dos amantes hicieron el amor bajola lluvia cálida y bajo la lluvia fría y envarias ocasiones sobre un manto denieve cuando se cernió el tiempoinvernal; el frío punzante penetraba suscuerpos y llevaba sus sentidos hasta unnivel de excitación sexual que les era

desconocido. Y se reían mientrasrecogían las ropas heladas, temblaban alvestirse el uno al otro y se maravillabande sus osadas hazañas a escasos cientosde metros de los guardias alemanes,prácticamente delante de sus narices.

La vida en el campo de la canteraera soportable, sobre todo con su rosainglesa, pero Horace no podíasobreponerse a la sensación de culpa ycuando el invierno dejó paso a laprimavera pensaba cada vez más amenudo en la huida. Habló de ello conRose. Como siempre, ella intentódisuadirlo. Le habló de la geografía y dela mala fortuna que habían tenido

quienes lo habían intentado conanterioridad, y todo parecíaperfectamente lógico, pero había algoque no conseguía desterrar de losrincones de su mente.

Le preguntó a Rose si podíafacilitarle un mapa y ella, lagrimosa y aregañadientes, accedió. Horace tenía lasensación de que ya había pasadodemasiado tiempo en el campo de lacantera, demasiado tiempo con suscaptores. El mapa no llegaba. Tras unassemanas, dejó de pedirlo. Sin mapa, lahuida era imposible. Rose lo sabía.

La semana siguiente Rose lo abordóen la cima de la colina mientras

terminaba el último agujero de unahilera perfectamente medida en una losade mármol especialmente grande. Se fijóen sus ojos de inmediato: estabananegados en lágrimas. El labio inferiorse le veía trémulo y temblaba de lacabeza a los pies. El mapa, pensó parasí, tiene el mapa. Y pensó en el peligroque la había obligado a correr. Seequivocaba. No había ningún mapa.

Rose no paró de llorar mientras letransmitía las noticias que su padre lehabía comunicado la víspera. Horace ysus compañeros iban a ponerse encamino otra vez. Los iban a trasladar aotro campo. Rauchbach les dio la noticia

en persona mientras los prisionerospermanecían en formación a la mañanasiguiente. Parecía triste pero resignado aque la jerarquía alemana hubieradecidido arrebatarle un grupo dehombres que había formadopersonalmente hasta convertirlos en unamaquinaria bien lubricada y sumamenteproductiva. Deseó a los hombres lomejor y les explicó que las condicionesen el siguiente campo serían mejores delas que él podía ofrecerles. Habría másduchas, mejores instalaciones e inclusoagua caliente, y también insinuó que lasraciones serían más sustanciosas. Era uncampo más moderno con una sala de

conciertos y otra de juegos, les explicóluego. En general los compañeros deHorace quedaron contentos; un pocorecelosos, pero contentos.

No había razón para dudar de aquelalemán que tenían delante. Se habíamostrado sincero y justo en todo lo quehabía dicho. Les había aumentado lasraciones, mejorado las condiciones yparecía tener siempre presente elbienestar de los prisioneros. Algunosargüirían en los barracones por la nocheque sólo estaba interesado en laproducción y para él los prisioneros noeran sino herramientas con las quealcanzar sus objetivos, pero aun así

Rauchbach hizo un buen discurso dedespedida mientras los guardias loobservaban incómodos. En un gesto finalde buena voluntad, Rauchbach lesexplicó a los prisioneros que ese díaquedaban exentos de su trabajo. Habíaorganizado una última cena con más pan,café y bollos a modo de agradecimientohacia los prisioneros. Podían relajarse,cargar las pilas y prepararse para ellargo viaje a la mañana siguiente.

Los hombres permanecieron en losbarracones el resto del día. Charlabansobre el nuevo campo y lo que lesdepararía su nuevo entorno. La mayoríaestaban contentos, casi entusiasmados

ante la perspectiva de una nuevaubicación y la mejora de las condicionesque les había prometido Rauchbach.Horace estaba tumbado a solas con suspensamientos en la litera. Le traía sincuidado la mejora de las condiciones,no estaba interesado en raciones mássustanciosas ni en salas de conciertos yde juegos. Fue en ese momento cuandocayó en la cuenta de lo mucho queecharía de menos a Rose.

Horace estaba enamorado.Se dio cuenta de que por primera

vez en su vida se había enamorado. Eraun amor prohibido, un amor en el que nodebería haberse embarcado. Era un

amor al que los alemanes habían puestofin prematuramente.

Horace iba sentado en una posturaque le resultaba más que familiar en elremolque del camión de transporte detropas alemán que abandonaba el campoa la mañana siguiente. Tenía a Flapperenfrente. Era otro déjà vu. Horacemiraba por la trasera del camión.Asimilaba minuciosamente un kilómetrotras otro. Intentaba retener los puntos dereferencia, los meandros de la carretera,los cruces y las señales.

Todo en vano.Comprendió lo imposible de la

situación: ni siquiera sabía el nombre

del pueblo en el que vivía Rose. ¿Porqué no se lo había preguntado en suúltimo encuentro? Cuando llevaban unahora de viaje cayó en la cuenta de que,por mucho que se las arreglara paraescapar del siguiente campo, le seríasencillamente imposible encontrar elcamino de regreso hasta Rose.

Nunca había sentido aquello por unachica. Le dolía el corazón. Sentíanáuseas, tenía la boca seca y sentíadeseos de echarse a llorar y sollozarcomo un crío de nueve años, así le hacíasentir esa muchacha. Flapper intentó unpar de veces trabar conversación y, demanera casi telepática, su buen amigo lo

entendió. Horace enterró la cabeza entrelas manos e intentó sofocar las lágrimas.

12En el nuevo campo dieron la bienvenidaa los hombres con la comida. La mismasopa de col de siempre, aunque conpedacitos de carne y verduras enteras.Había un cubo grande de pan en mitaddel nuevo recinto y los hombres podíancoger tanto como querían sinrestricciones. Un indicio de cómo seríanallí las cosas, tal vez.

Los hombres parecían felicesmientras charlaban al sol de mediatarde. Flapper intentó de nuevo trabarconversación con Horace, aunque lecostaba trabajo hablar debido a la

sobrecarga de pedazos de pan queasomaban de sus labios.

—Venga, Jim, ¿no comes?—No tengo hambre —respondió

Horace—. Me he mareado un poco en elviaje —explicó sin mucha convicción.

Flapper volvió a hablar y salierondespedidas de su boca minúsculas migasde pan.

—No te entiendo, Horace. Ésosgilipollas nos han matado de hambredurante dos años, luego nos preparan unfestín y resulta que tú no tienes hambre.Joder, Jim —dijo el hombretón—, meparece que a ti te pasa algo grave.

Ojalá pudiera contártelo, colega,

pensó Horace. Ojalá pudiera contártelo.Rauchbach estaba en lo cierto

respecto del nuevo campo. Eratotalmente distinto, con más comida,mejor higiene e instalaciones sanitariasy un barracón de duchas nuevo con diezalcachofas una detrás de otra. Y porprimera vez… agua caliente.

No había centinelas en torres devigilancia y apenas alambre de espino,otro indicio de que los alemanes sabíanque no había manera de escapar. Elrecinto principal del campo era agrandes rasgos del tamaño de doscampos de fútbol con dependenciascomo los alojamientos de los guardias,

una sala de personal, una oficina central,un barracón de duchas y una pequeñasala de conciertos. Las paredes de esosedificios constituían los muros delcampo y un inmenso huerto hacía lasveces de lindero entre los barracones yel bosque. En otra inmensa ubicación enforma de L estaban los barraconesdonde dormían y comían los prisioneros,así como un enorme barracón de letrinasdonde podían cagar sentados hastacuarenta hombres al mismo tiempo.Seguía sin haber intimidad, pero era unpoco más limpio que el campo anterior.

Los edificios formaban una plazainmensa y en el extremo superior del

campo estaba la entrada principal,vigilada veinticuatro horas al día pormedia docena de guardias como mínimo.Los espacios entre los edificios estabanbloqueados y protegidos con alambre deespino a modo de barrera infranqueable.

Horace conoció a otro prisionero,Billy Strain, de Falkirk, en Escocia, quellegaría a ser un gran amigo suyo. Comola mayoría de los prisioneros deEscocia, recibiría el apelativo cariñosode Jock.

Los alemanes habían descubierto lashabilidades culinarias de Jock y lohabían puesto a trabajar en la cocina delos prisioneros, compartiendo las

dependencias del personal con Horace yotros trabajadores clave.

Ésa misma semana, unos díasdespués, Horace recibiría una carta desu casa por primera vez en dos años ymedio. Tal como era de esperar, la cartahabía sido revisada por los burócratasingleses en el Reino Unido y por lasautoridades alemanas del campo. Todosestaban bien, le escribía su madre,aunque no mencionaba ningún nombre.Horace se preguntó por Harold. ¿Dóndese encontraba? ¿Estaba vivo? Pero no sedecía nada de él, claro. Su madreesperaba que la guerra terminase pronto,pero no daba ninguna noticia de su

desarrollo ni de quién iba ganando lacontienda. La carta era casi con pelos yseñales igual a las docenas de cartas queles habían enviado a los demásprisioneros, como si el Ministerio deGuerra hubiera dicho a sus remitentes loque debían escribir. Aun así, a Horacele satisfizo recibir la carta, y lanzó untremendo suspiro de alivio al constatarque su familia estaba al tanto de queseguía con vida. Pero nada conseguíasacarlo de la depresión en que lo habíasumido perder a Rose. Ella seguíaocupando sus pensamientos porcompleto mientras estaba despierto y eralo último en lo que pensaba cada noche.

Se atormentaba rumiando sobre suseguridad y, aunque le había juradoamor eterno la última vez que yacieronjuntos, desnudos en el bosque del campode la cantera, se preguntaba cuántotardaría en encontrar otro amante que losustituyera.

¿A quién quería engañar?, sepreguntó. Era una muchacha atractiva enla flor de la vida. Él le había dado aprobar los placeres de la carne y ellarespondió de buen grado con una pasióndesbocada. Había sido una amanteentregada, dispuesta a satisfacer yansiosa por experimentar, y tras aquelprimer orgasmo tan especial, siempre

había querido más y más.Claro que encontraría un nuevo

amante. Horace sólo rezaba para que nofuera alemán.

Septiembre de 1942 tocaba a su fin ylos primeros fríos del invierno enciernes habían empezado a dejarsesentir cuando los hacían salir enformación a primera hora de la mañana.

En el frente ruso las tropas alemanashabían llegado a las afueras deStalingrado.

Horace intentaba desesperadamentesacudirse la depresión, pero no erafácil. Poco a poco empezó a pensarmenos a menudo en Rose, pero seguía

acompañándolo todos los días. Ésamañana, por primera vez, hicieronentrega a los hombres de paquetes de laCruz Roja. Contenían chocolatinas ycigarrillos, cerillas, velas, carne deternera en conserva y leche en polvoNestlé.

El campo era cómodo y elsentimiento de culpa de Horace volvió aaflorar. Lo alimentaban bien, dormía apierna suelta en un catre individual conuna especie de manta y la jornadalaboral era de ocho horas, cosa bastanterazonable. Horace era de nuevo elpeluquero del campo. Se afanaba en darconversación a los prisioneros a quienes

cortaba el pelo. En el tercer campo nohabía necesidad de rasurarles el cráneoal cero: los piojos eran más unaexcepción que la regla. No tardó enrecuperar la soltura a la hora decortarles el pelo a sus compañeros envez de rapárselo del todo. Mantener lasconversaciones era un trabajo duro.También lo había sido en Leicester yTorquay, y también en los dos camposanteriores, pero una buena charla erauna distracción y le permitía librarse detodos los recuerdos de la amante quehabía dejado atrás.

La mayoría de los hombres con losque hablaba trabajaban en las pilas de

troncos en los terrenos del campo. Lostroncos se cortaban de manera quepudieran colocarse en montonesmanejables que luego eran cargados encamiones con remolque y transportadosa una fábrica fuera del perímetro delcampo. Era allí donde la madera secortaba en finas virutas y se convertía en«lana de madera», utilizada para laconfección de ropa de cama yalmohadillados en beneficio delesfuerzo bélico alemán.

Otros hombres trabajaban en losinmensos bosques de pinos querodeaban el campo: talaban árboles yles cortaban las ramas antes de llevarlos

de vuelta al campo. Fue uno de esoshombres, de regreso del trabajo un día,quien le dio a Horace el mayor susto desu vida. Dave Crump se sentó en la sillade la barbería con una amplia sonrisa.

—¿Cómo es que estás tan contento,Dave? —le preguntó Horace.

El hombre ya no podía callarse máslas buenas noticias.

—Hoy he visto a Rose —dijo conuna mueca burlona—. Al menos así meha dicho que se llama.

Las tijeras de Horace dieron un girocomo por voluntad propia y se llevaronpor delante un buen mechón de la matade pelo del prisionero.

—Eh, Jim, casi me sacas un ojo,maldita sea. Haz el favor de dejar unmomento las jodidas tijeras.

Horace hizo lo que le pedían, aunqueno sabía a ciencia cierta si su supuestoamigo le estaba gastando una broma demal gusto. No, no podía ser eso. Sihubiera dicho Rosa, tal vez, pero no,había dicho Rose, seguro que habíadicho Rose.

—¿Qué quieres decir con que hasvisto a Rose? Estuvimos en aquelmaldito camión tres horas. Tú has estadotrabajando a menos de kilómetro ymedio del campo. ¿Cómo… qué…?

—Si cierras el pico, Jim, te lo

cuento. —El hombre hizo una pausa yrespiró hondo—. Rose me ha dicho quelleva meses buscándote. Llegó hasta estecampo la semana pasada. Está más omenos a una hora en tren del pueblodonde vive. Dijo que reconoció a unoshombres de una cuadrilla que trabajafuera del campo. Se armó de valor parahablar conmigo y me preguntó si en micampo hay un peluquero que se llamaJim.

Horace no podía creer al hombresentado delante de él. No le parecíaposible. Dave metió la mano en elbolsillo y sacó una carta.

—Es para ti, Jim. La ha escrito para

ti.Le entregó la carta a Horace, que se

desplomó al suelo al cederle lasrodillas. El hombre se disculpó y dijoque volvería más tarde para que acabarade cortarle el pelo. No le hacía graciavérselas con las tijeras en el estado enque se encontraba Horace.

Le temblaban incontrolablemente lasmanos cuando rasgó el sobre. La cartano iba firmada, ni dirigida a él enpersona. Rose se había andado concuidado, consciente de que la cartapodía caer en manos alemanas. Se llevóel papel a la nariz y aspiró con fuerza.Detectó un levísimo aroma, el olor

almizcleño, levemente perfumado, deRosa Rauchbach. Su inglés escrito eraimpecable.

Querido mío

Mi padre no quería decirme adonde tehan enviado, sólo que las condicioneseran mucho mejores y se os alimentaríabien. Espero que estés bien. Te echo demenos. Echo de menos los momentosque pasábamos juntos y me pregunto sihay alguna manera de que pueda verte.

No formas parte de ninguna de lascuadrillas que trabajaban fuera delcampo. Llevaba ya meses buscándote en

los campos y casi había perdido todaesperanza de volver a verte. He ido entren a muchos lugares y atravesado losbosques hasta Lamsdorf, Sagan,Teschen, Silberberg y Sternberg. Hevisto muchos hombres tristes peroninguno que te conociera, hasta quellegué a Freiwaldau hace poco más deuna semana. Estaba a seis kilómetros delbosque donde trabajan los hombres ypoco a poco empecé a reconocer aalguno que otro de la cantera. Busquésin parar pero no te vi. Regresaba a casacada noche y en cuanto el tren se poníaen marcha me echaba a llorar. SabeDios qué pensarían los demás pasajeros.

Al final, reuní el coraje suficiente yhablé con tu amigo. Me ha dicho queestás recluido en el campo, cortándolesel pelo a los hombres. Yo teníaesperanzas de que estuvieras trabajandoen el bosque y pudiéramos vernos.

Igual no es buena idea intentarencontrarnos. Es muy peligroso. Peroquiero que sepas que pienso en tisiempre y que en cuanto termine estamaldita guerra podremos estar juntosotra vez. Te esperaré siempre. Volverépor última vez la semana que viene paraasegurarme de que has recibido estacarta. Si puedes, contéstame y dime queestás bien.

Te quiero.XXXX

La carta cayó al suelo y Horace seenjugó una lágrima que le resbalaba porla mejilla. No era capaz de entender loque acababa de leer. Rose tenía razón,era muy peligroso. ¿Cómo iba a verla?Era imposible que los alemanes ledieran permiso para abandonar supuesto en la peluquería y trabajar en elbosque. Su amante, su rosa inglesa… tancerca y al mismo tiempo tan lejos.

Horace estaba tumbado en su catremirando con atención la ventana a dospalmos escasos de los pies de su cama.

Empezó a desmantelar la estructura quebordeaba el vidrio, en la que encajabanlos extremos de seis barrotes de uncentímetro que atravesaban la ventanade arriba abajo.

—¿Qué haces? —le preguntóFlapper, levantando la vista de la cartaque había recibido a principios desemana.

—Un poco de carpintería —respondió Horace—. Vuelve a tu carta,sólo la has leído unas veintisiete veces.

Era cierto. Flapper había leído laspalabras de aquella carta hastadesgastarlas desde que la recibió. Erade su esposa Cissie, y le hablaba de

cómo iba creciendo la pequeña Shirley,la hijita de Flapper, que tenía tres añoscuando su padre se fue a la guerra.Echaba de menos a su papá, esperabacon ilusión su siguiente cumpleaños yrezaba todas las noches para que papávolviera a casa para celebrarlo con ella.Todos los prisioneros de guerradevoraban una y otra vez las palabrasenviadas desde su hogar. Era un vínculocon su familia, sus seres queridos,esposas y novias, hermanos y hermanas.Sólo palabras… y sin embargo, esaspalabras le partían el corazón. Dejó lacarta con cuidado debajo del colchón yse acercó a Horace para observar de

cerca los barrotes.—Habla conmigo, paleto. ¿Qué está

dando vueltas por esa cabeza tuya llenade nabos?

Horace señaló la parte inferior delos barrotes. Recorrían todo el suelopero estaban divididos en dos yenganchados por medio de una clavija.

—Fíjate, Flapper. —Señaló una delas clavijas—. Creo que si pudiéramossacar estas clavijas, los barrotes sesepararían y podríamos salir por laventana.

—¿Y luego qué? —le preguntóFlapper, encogiéndose de hombros—.¿Adonde iríamos luego? Directos a los

brazos del teutón, allí iríamos.Flapper le recordó las estadísticas

que tan bien conocían.—Un puto boche tras otro hasta

donde alcanza la mirada. Nadie haconseguido escapar de este campo yregresar a casa. La fuga más larga durótres días y luego fusilaron al pobrecabrón allí mismo, en el bosque, porquese había atrevido a ponerse ropa decivil.

—Ya lo sé, Flapper, ya lo sé. Lo heoído una y otra vez.

—Tres días, Jim. Calculo que teharían falta al menos seis semanas deactividad para dejar atrás los territorios

ocupados por Alemania, luego tendríasque cruzar el mar de Bering o llegarhasta Noruega y rezar para que tu barcono fuera hundido rumbo a Inglaterra.

Horace se puso a silbar mientrasempezaba a aflojar las clavijas. Seinclinó hacia delante, escupiódirectamente sobre la clavija queafianzaba el tercer barrote y la salivalubricó la pieza justo lo suficiente pararetirarla de su oquedad. Repitió laoperación con otro barrote y supuso queun hombre de su constitución podíapasar fácilmente por ese espacio. Diomedia vuelta y se quedó mirando a subuen amigo con los brazos abiertos.

—¡Presto, sir Flapper! Esto esmagia. Flapper negó con la cabeza.

—No has oído ni una puta palabrade lo que te he dicho, ¿a que no, paleto?

Horace sonrió de oreja a oreja.—La verdad es que no, Flapper.

¿Cuándo he escuchado yo a nadie? Yovoy a mi bola. La última vez que hicecaso de algo que me dijeron, mi propiosargento se rindió en mi nombre a losjodidos alemanes.

Flapper lanzó un suspiro.—La misma canción de siempre,

Jim. —Había oído la historia uncentenar de veces. Estaba presente,durante la marcha de la muerte, cuando

su buen amigo se topó con el sargentomayor Aberfield y le dio un buen repasoa golpes.

—Escúchame bien, Jim, nopuedes…

—Te estoy escuchando, Flapper.Oigo lo que dices, pero ¿quién hahablado de volver a Inglaterra? Sé quees una estupidez y sé que, ahora que losamericanos han entrado en la guerra, nodebería demorarse el armisticio. Estoyaquí sentado, aguantando el tipo comotodos los demás. No voy a irme aninguna parte. Pero ¿por qué no íbamosa poder corrernos alguna que otra juergamientras esperamos?

Flapper Garwood dejó escapar unsuspiro y miró a Horace conincredulidad. No quería dar crédito a loque estaba oyendo. Horace habíaaflojado los barrotes de la ventana yabierto un hueco perfectamenteaceptable por el que escapar. La ventanaquedaba a medio centenar de metros delbosque, y aunque los guardias alemanespatrullaban de forma rutinaria por elperímetro del campamento, Flappersabía que huir no era difícil. Ladificultad estribaba en lo que había alotro lado, y mientras los dos hombres sesostenían la mirada, uno con una sonrisaestúpida en la cara, el otro con

expresión consternada, Garwood supo,sencillamente supo, que su amigo deLeicestershire no podría haber sido másserio en sus insinuaciones.

Horace volvió a colocar los barrotesy las clavijas y encajó el bastidor de laventana. Se volvió y caminó haciaFlapper. Cuando pasaba por su lado lepropinó dos tortas en son de broma.

—Los hombres son como críos —dijo con una mueca burlona.

—Estás loco de atar, Jim —respondió Flapper—. Como una putacabra.

Horace estaba tumbado en su catre en elpequeño barracón de personal quealbergaba las doce camas asignadas alcocinero y su ayudante, un zapatero, dossargentos, algún otro prisioneroespecializado y, naturalmente, a FlapperGarwood, que había sido nombradojardinero en jefe. En ese barracón depersonal no había una hora determinadapara apagar las luces, pero por logeneral los hombres estaban agotadostras la larga jornada de trabajo sinapenas descansos y las luces solíanapagarse entre las diez y media y las

once. El barracón de personal quedabajusto en la mitad de una enormeestructura de madera. A un lado estabanlos alojamientos de los guardiasalemanes y al otro, un barracón másgrande con un centenar de prisioneros.

Horace pasaba el rato en lapenumbra a varios pasos de la ventanaenrejada que con tanta facilidad habíadesmantelado la víspera. A unosveinticinco metros escasos del edificiodonde se encontraba había dos enormeslámparas de arco que iluminaban esaparte del campo. Una patrulla de cuatroguardias recorría el perímetro delcampo con regularidad. Caminaban en la

dirección de las agujas del reloj pordelante de la ventana, dejando atrás elinmenso barracón a la derecha deHorace. A unos cincuenta metrosdoblaban a la derecha, seguían enparalelo al extremo más alejado de losbarracones y recorrían otro centenar demetros por delante de dos barraconesmás antes de doblar de nuevo a laderecha, completando su recorrido enforma de cuadro antes de regresar a laspuertas del campamento, justo a laizquierda de la ventana. Horace habíacronometrado la ronda, que duraba entrenueve y once minutos, dependiendo delo rápido que caminaran los guardias o

si se detenían a echar un cigarrillo.Horace alcanzaba a ver las puertas

del campo a la izquierda de su ventana.Los guardias siempre se demoraban unpar de minutos delante de las puertas yde vez en cuando uno de ellosdesaparecía en el cuarto de guardia parair al baño o tomarse un café rápido.

No disponía de reloj. Contaba lossegundos y luego los minutos golpeandocon el dedo el alféizar de la ventana enimitación del segundero de un reloj. Ésaprimera noche Horace observó a losguardias de patrulla hasta las tres de lamadrugada. No se desviaron ni una solavez de su ruta y el tiempo del recorrido

siempre era de entre nueve y onceminutos. A las once los cuatro guardiasse quedaron en dos, reduciendo lavigilancia nocturna. Horace no loentendía. Si alguien quería escapar,seguro que lo haría en las horas mástranquilas de la noche, justo las horas enque los alemanes patrullaban con máscalma. Horace desvió la mirada hacia elhuerto que había entre él y el refugio delbosque a medio centenar de metros. Erauna extensión considerable. El huerto losembraban y lo cuidaban losprisioneros, pero eran los guardiasalemanes quienes recogían sus frutos ydejaban lo que no querían para las sopas

y los estofados de los hombres cautivos.No había resguardo alguno y Horace

pensó que ojalá les hubieran permitidoplantar algo un poco más alto quepudiera disimular su cuerpo. Unpequeño maizal habría sido idóneo, perono, habían plantado zanahorias ycebollas, y naturalmente col, la base desu dieta esencial. Horace lanzó unamaldición: no había nada que alcanzaramás allá de diez o doce centímetros dealtura.

Permaneció despierto la nochesiguiente observando y vigilando a losguardias hasta que, en torno a las cuatrode la madrugada, cayó rendido en el

catre de puro agotamiento. Los observóla noche siguiente a ésa y la otratambién, y no se desviaron de su rutinani una sola vez. Tenía que reconocérseloa los alemanes, por mucho que losodiara: eran organizados y lo tenían todobien planeado, y una vez que habíanestablecido un plan, se ceñían a él.

Cuando los alemanes reducían lapatrulla a las once, Horace observó queal quedarse en dos la dotación de cuatroguardias, la primera patrulla que seponía en marcha justo después siempreparecía demorarse un poco. Supuso quelos cuatro guardias, como era natural,debían de estar dándose las buenas

noches. Los dos hombres que sequedaban de patrulla debían de sentirseun tanto reacios a empezar su largoturno. Mientras que cada ronda delcampo se ceñía puntualmente a suhorario, la patrulla de las once siempreduraba tres o cuatro minutos más.Horace decidió que era la hora óptimapara escapar. Esperaría hasta que lapatrulla de cuatro hombres hubierapasado por delante de su ventana a lasonce menos diez. Les daría cincominutos y luego echaría un vistazo por laesquina del barracón para asegurarse deque no se hubieran detenido a fumar unpitillo. Suponía que su paseo de cinco

minutos los llevaría hasta el extremomás alejado del campo, a un centenarlargo de metros de la ventanamanipulada. No tardaría más de un parde minutos en desmantelar el bastidor dela ventana, sacar las clavijas y retirarlos barrotes. Horace saldría por laventana y huiría por el huerto hasta elbosque al otro lado. Dos compañerossuyos sustituirían los barrotes de aceropor otro falsos que habían hecho en lostalleres la semana anterior, permitiendoasí a Horace volver a entrar. Había unmargen de error de entre dos y tresminutos antes de que los guardiasalemanes volvieran a pasar por delante

de la ventana. Aunque el plan no erainfalible ni mucho menos, Horace estabadispuesto a arriesgarse, aunque en elcaso de que un guardia rezagado loviera, sin duda acabaría muerto con unpar de balazos en la espalda.

13Horace alcanzó a Dave Crump cuandoiba de camino a la peluquería a primerahora de la mañana siguiente.

—¡Dave! —gritó en el momento enque el joven de Worcester se volvía—.¿Hoy saldrás a trabajar con la cuadrilla?

—Sí, como siempre, Jim —contestóDave, asintiendo—. ¿Por qué lopreguntas?

Horace le entregó un trozo de papelsellado en los márgenes.

—Pensaba que igual Rose apareceun día de éstos y esperaba que pudierasdarle esta carta. Dave sonrió.

—Claro, Jim. Si está por allí measeguraré de que la reciba. De todosmodos, ¿qué hay entre vosotros? No tela habrás estado cepillando, ¿verdad?

Horace no respondió. No habíanecesidad. El brillo de su mirada le dijoa Dave Crump todo lo que necesitabasaber.

Rose se estremeció de la cabeza alos pies cuando, sentada en el tren deregreso a su pueblo natal, sacó el sobredel bolsillo de su blusa. Leyó la cartauna vez más, sin acabar de creerse laspalabras que había escrito su amante. Lanota era breve e iba al grano. El corazónle dio un vuelvo al leer la primera frase.

Mi rosa inglesa

El miércoles que viene me escaparé delcampo a eso de las once de la noche. Meadentraré en el bosque hacia el norte.¿Cabe la posibilidad de que te reúnasconmigo allí? No hace falta que meescribas otra nota, son peligrosas. Bastacon que le digas a mi amigo sí o no.

XX

Como siempre, Garwood, aunqueestaba totalmente en contra del plan desu amigo, participó de buen grado en suejecución. Horace había vigilado larutina de la patrulla de guardias durante

más de una semana y tomado notasdetalladas de sus movimientos. La cartahabía sido enviada y Dave Crumpregresó con un «sí». Dave Crump noestaba enterado de nada. Ignoraba porcompleto los planes de fuga.Sencillamente había sido portador de larespuesta monosilábica de Rose. Horaceyacía nervioso en su catre. Notaba quelas piernas le temblaban ligeramente.Miedo, tal vez adrenalina, no sabía aciencia cierta qué estaba causando elmovimiento involuntario, pero confiabaen que desapareciese cuando tuviera quecruzar a la carrera los cincuenta metrosa través de tierra de nadie hasta el

bosque dentro de menos de una hora.Oyó una voz a su espalda. Era Flapper:

—¿Aún estás pensando en ir a echarese polvo, paleto?

—Me temo que sí, Flapper. Hepasado el punto sin retorno.

—¿Qué quieres decir, Jim?—Lo que quiero decir es que la

tengo más dura que el yunque de unherrero, tanto que a un gato le costaríatrabajo clavarme las uñas, maldita sea.

Los dos hombres se echaron a reírpara disimular su nerviosismo. Horaceles había contado a los que dormíanjusto a su lado en el barracón depersonal su ambicioso plan de huir y

regresar al campo, y naturalmente nohabía tenido más remedio que ponerlosal tanto de la razón por la que lo hacía.

Se quedaron pasmados cuando lescontó sus correrías sexuales en elsegundo campo. Dave Crump corroboróla historia de Horace al explicar cómola atractiva joven alemana habíapreguntado por él dando su nombre depila. Horace estaba un tanto preocupado.Algunos hombres llevaban encerradoscasi tres años. Lo más cerca que habíanestado de una mujer había sido al ver derefilón a Rose en el segundo campo o aalguna de las trabajadoras civiles quepasaban por allí de vez en cuando.

Naturalmente, la mayoría recurría a lamasturbación, pero los recuerdos y laimaginación necesarios para semejantepráctica habían ido quedandoentorpecidos. La escasa dieta tampocoera de gran ayuda.

A medida que se acercaban las oncede la noche Horace empezó apreguntarse si era él prescindible, sialguno de sus compañeros de barracónestaría dispuesto a delatarlo o incluso ameter un palo entre los radios de suimponente plan de manera que loabatiesen cuando corría hacia el bosque.Sería fácil hacerlo. Una sartén arrojadacontra el suelo de hormigón haría que

los guardias acudiesen corriendo, lomismo que retirar uno de los barrotes dehierro de la ventana. Era sumamentesencillo. Se vería atrapado igual que unconejo delante de las luces de unautomóvil. Se sentía muy vulnerable. Silo quitaban de en medio, ¿podría algunode sus compañeros ocupar su lugar y,posiblemente, ir a parar a los brazos deRose? ¿Dave Crump, tal vez? ¿Y sihabía leído la nota, se la había dado aRose una vez cerrada de nuevo y tal vezle había susurrado una advertencia alguardia alemán más cercano? ¡Pum! Undisparo y Horace Greasley encontraríasu final y Dave Crump consolaría a la

afligida muchacha alemana y se ganaríaasí su afecto. Horace se mordió el labio.Se maldijo por pensar algo semejante.Dave había arriesgado el cuello ya sólopor pasar las notas. Se maldijo pordudar de Garwood también, y de losotros muchachos del barracón.

—¿Estás listo?Garwood miró el reloj de pulsera.

Era el único que tenía un reloj de todoslos compañeros del barracón depersonal. Flapper se las había arregladopara esconderlo en los tres campos y sehabía aferrado a él como si le fuera lavida en ello. A Horace le hubieravenido bien tenerlo para calcular el

momento adecuado para su regreso, perosencillamente no quería pedirle prestadoa su amigo aquel reloj que era suorgullo. Confiaba en que Rose tuviera elsuyo propio; en caso contrario, la luna ylas estrellas le servirían de ayuda.Horace se acercó a la ventana ycontempló el cielo. Era una nochedespejada; la luna y las luces de arcoiluminaban toda la zona y el bosque másallá.

Otros dos hombres se habíanlevantado de sus literas y permanecíanen la oscuridad al lado de la mesa quehabían colocado debajo de la ventanaenrejada.

—Ya falta poco —anunció Garwooden un susurro.

Horace apartó con la mano unpequeño insecto del bolsillo izquierdode la pechera de su chaqueta. Cosaincreíble, notó el latir de su corazón através del grueso tejido. Septiembrellegaba a su fin y el aire que penetrabalas paredes del barracón traía consigoun frío perceptible. Pero Horace tenía lasensación de estar metido en un horno.Notaba las manos calientes y pegajosasy le resbalaban gotas de sudor por lanuca. Flapper se fijó en la película detranspiración que cubría la frente de suamigo.

—No es demasiado tarde, Jim.Puedes suspenderlo, ya lo sabes.

Horace negó con la cabeza. Sentíadeseos de anularlo, poner fin a todaaquella tontería. La guerraprobablemente habría terminado en unosmeses. No era una espera tan larga. Notenía necesidad de arriesgar la vida porunos momentos de pasión, ¿verdad?Notó un nudo en la garganta. Se le pusode punta el vello de la nuca y lasmalditas piernas seguían temblándole.No iba a hacerlo por unos minutos depasión; iba a hacerlo porque queríapasar tiempo con la mujer que amaba.Quería tocarla, olería, ver de nuevo su

cara sonriente y sí, quería acariciar sucuerpo desnudo y verse entre sus muslosdesnudos. La guerra bien podía terminaren unos meses, pero tal vez continuara.El suyo, no obstante, era un amor que nopodía esperar. No esperaría diezsemanas, diez horas, ni tan sólo diezminutos. Su rosa inglesa le aguardaba enalguna parte de aquel bosque enpenumbra, a un incitante trecho deapenas cincuenta metros, y por muchoque se interpusiera todo un regimientode Waffen SS entre la ventana enrejaday el linde del bosque, seguiría dispuestoa probar suerte.

Garwood lo cogió por el brazo. Los

cuatro hombres se agacharoninstintivamente cuando impregnó el aireel intenso olor de un cigarrillo alemán.Unos segundos después la patrulla decuatro guardias pasó en silencio pordelante de la ventana. Los prisionerosesperaron con la mirada fija enGarwood, que comunicaba por signos elpaso de cada minuto. Cuando faltabandos minutos, Horace abrió lascontraventanas y las fijó a la paredinterior del barracón con un pequeñopestillo a cada lado. Con sumo cuidadollevó la cara hasta la ventana enrejada yasomó el cuello para echar un vistazohacia el extremo opuesto de la pared del

barracón, donde a veces se detenía lapatrulla en la esquina a fumar un pitillo.

Nada.No se veía el brillo difuso de

cerillas ni de ningún cigarrillo. No habíahumo en el aire. Los guardias habíandesaparecido. Irían camino de la otrapunta del campo y en cuestión de unosminutos habrían llegado en línea rectahasta el punto más lejano posible de laruta de escape de Horace.

Los hombres permanecían juntos sinarticular palabra. Garwood observabala esfera de su preciado reloj. Pasarontres minutos y Garwood hizo una señalcon la cabeza. Horace y otro prisionero

empezaron a aflojar la estructura delbastidor de la ventana, dejando a lavista las clavijas que sujetaban losbarrotes. Horace tenía las manosresbaladizas y la tarea les llevó un pocomás de lo habitual. Tuvo la impresión deque el minuto aproximado que tardabaen retirar las clavijas y quitar losbarrotes se prolongaba hasta una hora.Aun así, los barrotes salieron sinproblema y quedaron en el suelodirectamente debajo de la ventana. Sólotenían que retirar dos barrotes. Horaceno era muy corpulento —las raciones delos alemanes se habían ocupado de ello—, y cuando se tendió en la mesa junto a

la ventana, los hombres que loflanqueaban se prepararon.

Garwood le agarró el brazo ysusurró en voz queda: —Ten cuidadocon mis puñeteras verduras, paleto, o tedaré una paliza cuando vuelvas.

Horace sonrió.—Lo tendré, colega… lo tendré.Los hombres a cada lado dieron la

señal y lo impulsaron al mismo tiempo.—Empuja —dijeron al unísono.Se deslizó rápidamente por entre los

barrotes restantes y traspuso el alféizarde la ventana. El impulso de loshombres lo proyectó hacia delante ymientras caía replegó la cabeza y los

hombros sobre su cuerpo, y tras un girosobre sí mismo silencioso y bienejecutado, volvió a ponerse en pie. Seagazapó, respiró hondo y sus ojosescudriñaron la amplia extensión deterreno que tenía delante y a amboslados. Todo estaba en silencio, peroDios santo, maldijo, estaba iluminadocomo Oxford Street en plenasnavidades. No era la primera vez que sepreguntaba qué demonios estabahaciendo, pero como siempre, le vino ala cabeza aquella imagen, aquellaimagen de inocencia, de confianza, yaquellos hermosos ojos tristes. Losmismos ojos tristes que clamaban por el

amor de un prisionero inglés.En poco más de seis segundos había

recorrido a través del huerto la distanciaque lo separaba de los árboles y seencontraba, jadeante, unos metros másallá del lindero del bosque.

Lo había conseguido.Increíblemente, había escapado de uncampo de prisioneros alemán. Si habíade ser sincero consigo mismo, le habíaresultado bastante fácil. Estaba en lapenumbra del bosque oscuro, mirandohacia las inmensas luces de arco queiluminaban los cobertizos y barracones,la puerta principal y los demásedificios. Se ocultó detrás de un árbol y

reparó en las sombras de los dosguardias alemanes, cada vez más largasconforme se acercaban a las puertas delcampo. Se agazapó, creyendoaconsejable esperar un par de minutos,hasta que hubieran iniciado la siguienteronda del perímetro.

Olió a Rosa una fracción de segundoantes de notar que lo derribaba de unempujón. Se abalanzó sobre él como unaleona sobre su presa. Fundidos en unabrazo se dejaron caer hacia un clarodel bosque. Estaban al descubierto peroles traía sin cuidado mientras se besabanapasionadamente.

—Te quiero, Jim. Te he echado de

menos —le susurró al oído. Laslágrimas le resbalaban por las mejillas ytomó aire mientras sus labios volvían ajuntarse. Rose entrelazó las manosdetrás de su cuello, hincándole las uñas.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó elmás joven de los guardias alemanes conla mirada fija en la oscuridad delbosque.

—¿Qué ha sido qué? —respondió sucompañero de patrulla.

—Me ha parecido oír una voz, creoque he visto algo por allí. —Señalódirectamente hacia donde yacían Horacey Rose.

El sonido de una voz alemana hizo

recuperar la cordura a Horace, quepermaneció tendido boca abajo con unamano sobre la boca de su amante. Ellatambién veía a los soldados alemanesque escudriñaban en su dirección, y suacceso de lujuria e instinto animal diopaso a otro de terror puro. Se echó atemblar de miedo, convencida de quesus movimientos delatarían su posición.Lentamente, bajó la cabeza hasta ellecho del bosque y empezó a llorar.Horace le acarició el pelo con suavidad.¿Cómo podían haber sido tan estúpidos,tan pagados de sí mismos? Los alemanesles habían visto, no le cabía la menorduda.

—Tenemos que ir a echar un vistazo,Helmut. —El guardia más joven teníaganas de aventura, de divertirse un poco.Estaba aburrido de sus obligaciones: lamisma patrulla, el mismo turno, unanoche tras otra. Se sabía afortunado deque lo hubieran destinado a ese campo,a sólo seis kilómetros de su pueblonatal, y era consciente de que era unlugar seguro para pasar el resto de laguerra, pero tenía ganas de que ocurrieraalgo. A veces casi se moría de ganas deque lo enviaran al frente. Quería lucharpor la madre patria, morir si fueranecesario por el Tercer Reich y losideales y la filosofía del Führer. Aunque

no en Rusia… eso no, prefería quedarseallí a que lo enviaran al gélido frenteruso. Había oído los relatos, losrumores. Igual estaba mejor dondeestaba, donde el único riesgo de sufriralgún daño radicaba en una tuberíacaliente o un pedazo extraviado dealambre de espino.

—Tenemos que ir a ver qué pasa —le repitió al soldado de mayor edad—.Igual se ha escapado un prisionero.

El veterano se mostró más quereacio; ya estaba de vuelta de todo. Elaullido de un zorro o el ulular de unbúho podían parecer una voz humana alomos del viento nocturno. Dejó escapar

un suspiro. Aun así, tendrían quecomprobarlo. El caso era que no podíaver nada con las malditas lámparas dearco delante de las narices.

—¿Para qué quieres ir hasta allí,Fritz? Venga, vamos a rodear losbarracones otra vez. Comprobaremoslas puertas y las ventanas. Si están biencerradas no tiene sentido que nosensuciemos de barro las botas.

—Pero Helmut, tenemos que…—Cállate, tío, y haz lo que yo te

diga. Si encontramos algo fuera de locomún iremos a echar un vistazo albosque.

Sin esperar respuesta, el guardia

alemán, mayor y más avezado, prendióuna cerilla, encendió un pitillo y se fuehacia los barracones de los prisioneros.Fritz Handell-Bosch entrechocó lostacones de sus botas, profirió un suspiroy siguió a regañadientes los pasos de susuperior.

Horace no daba crédito a su suertecuando vio que los dos alemanes seperdían de vista. Ayudó a Rose alevantarse y se adentraronsilenciosamente en el bosque oscuro.Cuando Rose tuvo la seguridad de queno podían verlos desde el campo, sacóuna linterna y la encendió. Se cogieronde la mano. Rose le mostró el camino.

—Parece que sabes por dóndeandas.

Ella volvió la vista, asintió ycontinuó su avance por el bosque. Unosochocientos metros después el bosquedesembocaba en un pequeño claro.Horace miró hacia el pequeño edificioque señalaba Rose.

—Es una pequeña iglesia, Jim. Haymuchas en los bosques de Silesia.

—Una iglesia, una maldita iglesia.Lo siento, Rose, pero esta noche notengo muchas ganas de rezar. De hecho,creo que ya va siendo hora de que teexplique lo que pienso de la religión.

Rose se llevó un dedo a los labios.

—Calla, tonto, yo tampoco tengointención de ponerme a rezar. Ahí dentrohace calor y se está seco, y no nosmolestarán.

Su sonrisa lo dijo todo mientrastiraba de él hacia la diminuta entrada.Tiró del picaporte y entraron. Era unaréplica exacta en miniatura de unaiglesia grande con un altar y tresbanquitos e incluso una vidriera decolores que representaba a Jesucristo enla cruz mirando hacia el bosque. Un parde cristales estaban agrietados pero porlo demás la pequeña iglesia seencontraba en buen estado.

—Los pueblos en torno al bosque se

turnan para cuidarla —dijo ella a modode explicación—. Se considera unaespecie de santuario donde la gentepuede estar tranquila, y naturalmentehace las veces de refugio en inviernopara leñadores y campesinos.

Horace la tomó en sus brazos.—Donde la gente puede estar

tranquila… eso me gusta.Volvieron a besarse, un largo y lento

beso. Ésta vez no había alemanes quelos molestaran. Rose lo notóendurecerse y adelantó las caderas,gimiendo de placer cuando su pelvisentró en contacto con su pene cada vezmás tieso. Horace había esperado

demasiado tiempo. Rose había esperadodemasiado tiempo. Pese al aire frío quecolmaba el antiguo lugar de culto searrancaron literalmente la ropa y lalanzaron al suelo de cualquier manera.Rose dio un paso atrás, temblóligeramente, y Horace disfrutó de suhermosura mientras se tendía en elestrecho asiento del banquito. Alacercarse Horace, ella encaramó lapierna al respaldo del banco delantero,dejando a la vista su vagina humedecida.Horace no necesitaba más instruccionesy descendió suavemente sobre ella. Ellatomó su sexo endurecido entre las manosy lo guió con delicadeza hacia su

interior mientras lanzaba un sonorogemido.

Horace le hizo el amorpausadamente. Ésta vez no había prisasy la llevó con pericia hasta el borde delorgasmo. Cuando Rose arqueó laespalda y tensó los músculos,arañándole la espalda con las uñas, élaceleró sus movimientos enconsecuencia. Y por una vez ella gritó avoz en cuello sin miedo a que nadie laoyera, y su apasionado gemidodesencadenó en lo más profundo deHorace el acto involuntario que lo llevóa una descarga de proporcionesmagníficas.

Eran las tres de la madrugada paracuando Horace regresó al campo.Observó a los guardias durante más deveinte minutos. Su rutina no habíacambiado. Aguardó cuatro agónicosminutos una vez que desaparecieron a lavuelta de la esquina del barracón yluego se precipitó hacia la ventana.Aflojó los barrotes de maderaprovisionales y entró. Los barrotes dehierro volvieron a su sitio con laestructura del bastidor de la ventanafirmemente encajada y Horace estabaarropado en su catre con un minuto desobra antes de que los dos guardiasvolvieran a pasar por delante de su

ventana. Ninguno de los que dormían enel barracón de personal lo había oídoentrar. Se quedó tumbado con unasonrisa de satisfacción en los labios ypensó que si aquello era lo peor quepodían hacerle los alemanes, sería capazde afrontarlo durante el resto de laguerra. Rose lo había animado másincluso al hablarle de las recientesvictorias aliadas.

Horace, increíblemente, escaparíadel campo en otras siete ocasiones esemes. Su confianza en sí mismo sereafirmaría a cada huida y seguiríanhaciendo el amor en la pequeña iglesiaen el corazón del bosque.

Las noticias se propagaban por elmundo entero, difundidas por quienesescuchaban el Servicio Internacional dela BBC. Por desgracia, en el campo deFreiwaldau, en Silesia, los prisionerosde guerra aliados no se enteraban denada.

Stalingrado estaba ahora rodeadapor completo de tropas alemanas. Noobstante, Alemania estaba siendointensamente bombardeada por avionesaliados. De acuerdo con un pacto mutuo,los norteamericanos bombardeabanAlemania durante el día y la RAF lohacía por la noche.

Cada noche que se encontraban,

Rose le contaba las últimas novedadessobre la guerra. Aunque la maquinariade propaganda alemana intentabasofocar el relato del éxito de losbombardeos aliados, los rumorescorrían entre la población civil alemanay llegaban hasta los pueblos de Silesia.

Para mediados de octubre de 1942el sistema ruso de transporte de tropas ala otra orilla del Volga por medio detransbordadores directamente hastaStalingrado parecía estar dandoresultado. Los regimientos alemanesempezaban a flaquear en la ciudad amedida que el duro invierno arreciaba.Se estaban librando inmensas batallas

por todo el mundo. Montgomery luchabaen El Alamein y Rommel dejó su lechode enfermo en Alemania para ponerse alfrente de su cuerpo del ejército enÁfrica.

El 26 de octubre comenzó la batallanaval de Santa Cruz entre fuerzasnorteamericanas y japonesas. A finalesde mes en Londres, destacados pastoresprotestantes encabezarían una protestapara dejar constancia de la indignacióngeneral por la persecución de los judíosque se estaba llevando a cabo en laAlemania nazi.

Los aliados se dejaron ganar por unfalso sentimiento de seguridad,

convencidos de que el final de la guerrapodía estar ya a la vista. WinstonChurchill contrarrestó cualquier excesode confianza con un discurso en elParlamento.

«Esto no es el final —declaró con suimpactante entonación—. Ni siquiera esel principio del final. Aunque es, tal vez,el final del principio».

El 18 de noviembre la RAF causógraves destrozos en Berlín.

En lo que muchos consideraron unpunto de inflexión en la Segunda GuerraMundial, la batalla de Stalingrado habíacambiado las tornas.

El general Friedrich Paulus envió a

Adolf Hitler un telegrama en el que lecomunicaba que el VI Ejército alemánestaba rodeado. Hitler ordenó a Paulusque no se rindiera ni emprendiera laretirada bajo ninguna circunstancia.«Der Kessel», el Caldero, fue el términoque utilizó Paulus para describir lalucha atroz que se estaba librando en laciudad.

14La paz del campo tenía muy poco quever con la frenética actividad que estabateniendo lugar por todo el mundo. Aesas alturas Horace ansiabadesesperadamente disponer de másinformación, ya que sospechaba que lasuerte de la guerra había cambiado afavor de los aliados. Le encantabaretransmitir la información de segundamano que Rose le ofrecía después decada encuentro nocturno. Los hombrestambién querían oír los detalles másescabrosos de sus relaciones sexuales,pero Horace se portaba como un

caballero y se negaba a revelarpormenores sobre su lujuriosa actuacióno sobre la buena disposición de suamante a la hora de satisfacerlo.

Horace hizo una concesión. Cuandoentraba por la ventana dejando atrás elfrío helador de una neblina demadrugada hacia finales de noviembre,su buen amigo Freddie Rogers yacíadespierto en su litera. Su voz tenuesorprendió a Horace.

—¿Es bonita, Jim?Horace escudriñó la oscuridad, se

acercó a su amigo y se sentó a los piesde su catre.

—Sí que lo es, Fred… es una

preciosidad, tiene veinte años y elcuerpo de una estrella de cine.

—Y te la has estado beneficiando,¿verdad?

Horace sonrió; no dijo nada, pero surostro contaba toda la historia.

—Qué suerte tienes, cabrón. Noquerrás cambiarte por mí y dejarme quesalga yo una noche de éstas, ¿verdad?

Horace rio y le palmeó la pierna asu amigo.

—No estarías a la altura, Freddie,yo soy el mejor amante de los deLeicester —se jactó, y se levantó conintención de dormir un poco antes deque pasaran lista a las siete de la

mañana.Fred Rogers se asomó del catre y lo

cogió por la pernera del pantalón.—Oye, Jim.—¿Qué quieres?—Un favorcillo.—Dime.Freddie Rogers se demoró un

instante.—Déjame que te huela los dedos.—¿Qué? —Horace retrocedió

asqueado—. Ni pensarlo, sucio capullo.—Se echó a reír, sinceramenteconvencido de que su amigo bromeaba.Pero su amigo no se reía; no podríahaber estado más serio.

—Por favor, Jim, déjame olértelos,hace tres años que no le meto el dedo auna buena chica inglesa, tres años, tío…por favor.

Horace estaba entre la espada y lapared. Su amigo se estaba inmiscuyendoen su intimidad; era casi como si seacostara con Rose.

—Por favor, Jim, tres largos añoshace que no huelo un buen chochitoinglés.

Horace sintió deseos de mandarlo alcarajo allí mismo, de meterle unabofetada.

No supo lo que le sobrevino. Algolo desencadenó en lo más recóndito de

su cerebro. ¿Compasión? ¿Lástima? Nosabía cómo, pero se encontró delante desu amigo, moviendo los dos dedos de sumano derecha a cuatro centímetrosescasos de su nariz.

Pese a lo avanzado de la hora, sepercató de que una fina película delágrimas velaba los ojos de su amigo.Recuerdos del hogar, de la normalidad,recuerdos que se le habían negadodurante tanto tiempo. Horace bajó lamano y su amigo sonrió y empezó arecitar un poema. Era un suave susurro,un murmullo que los demás no podíanoír. Era un brindis privado de FreddieRogers a su buen amigo Horace

Greasley.—Brindo por la raja que nunca

cicatriza, cuanto más la tocas, más suaveparece. La puedes lavar con jabón, lapuedes fregar con bicarbonato, peronunca pierde ese olorcillo a pescaderíade Billingsgate.

Era el poema más gracioso quehabía oído Horace en su vida, peroninguno de los dos rio. Freddie Rogersno quería contar ningún chiste; FreddieRogers no podría haber estado másserio. Cuando Horace se alejó paradormir unas horas se preguntó quéconsecuencias tendrían en la mente deesos hombres tres años de cautiverio y

de verse privados de todo aquello que leera natural al hombre.

A lo largo de los meses siguientes,si Freddie Rogers estaba despiertocuando Horace regresaba del bosque (ynormalmente lo estaba), aquello seconvertiría en un extraño ritual, unapráctica esperada. Y una y otra vez Fredse lo agradecía, le recordaba que eso ledaba algo que esperar con ilusión. Ynaturalmente nunca dejaba de recordarlea Horace que era el prisionero de guerramás afortunado en toda Polonia.

Era ya mediados de diciembre paracuando cayó la primera nevada, peroeso no mermó las ansias de Horace por

salir del campo y reunirse con Rose.Horace no pudo por menos de reparar enque cada vez que entraban en supequeño refugio de la iglesia del bosquesaltaba a la vista que habían puesto uncirio nuevo, habían quitado el polvo alos bancos o dejado en otro lugar algunade las numerosas biblias. A todas lucesera un lugar especial del que loshabitantes de los pueblos cuidaban bien.Rose había escondido una gruesaalfombra de lana debajo de uno de losbancos al fondo de la iglesia y la sacabapara extenderla delante del altar. Enmuchas ocasiones Rose traía unascuantas velas y las colocaba

estratégicamente por la iglesia paraluego apagar las luces. Hacían el amordesnudos por completo, por mucho fríoque hiciera. Sus esfuerzos naturalesdurante el sexo hacían subir latemperatura de sus cuerpos yahuyentaban el frío. Eso les permitíapermanecer tendidos, todavía desnudos,a veces durante veinte minutos,mirándose a los ojos o acariciándose elpelo sin decir palabra. La luz de lasvelas proyectaba sombras hipnóticassobre los dos cuerpos desnudos. Eranmomentos especiales, muy especiales,de hecho, más incluso que el acto al queseguían.

Una vez Rose se las arregló parallevar una botella de vino y un poco dequeso silesiano. Hicieron el amor yluego, sentados a la luz de las velas,tomaron sorbos de la botella concuidado y se turnaron para mordisqueary masticar el pedazo de quesointensamente oloroso. Permanecieronallí, todavía desnudos mientras seacercaban cada vez más el uno al otrode manera que sus labios quedasen aescasos centímetros. Tenían las piernasenlazadas, los brazos entrecruzados dela misma manera que una pareja denovios sostendrían sus copas dechampán, y apenas se movían mientras

sus ojos escudriñaban al otro. Cuando labotella estaba casi vacía Horace notó elmareo y el achispamiento que durantetanto tiempo se le había negado. Podríahaber estado cenando en el Ritz, tal erala sensación que lo embargaba en esosmomentos. El vino era muy dulzón yestaba demasiado frío y el queso no eraprecisamente fresco, pero ni el maîtremás exquisito del mundo habría sidocapaz de mejorar el ambiente de aquelpequeño refugio en el corazón de unbosque de Silesia en lo más crudo delinvierno con la mujer por la que habríasido capaz de matar a un millar dehombres.

Pero Horace no podía controlar eldeseo apremiante de escapar del campode una vez por todas. Regresar alcampo, saltar la ventana y reunirse consus compañeros de cautiverio se lehacía cada vez más difícil. Tomó otrosorbo de la botella de vino, le diovueltas en la boca para saborearlo ydijo:

—Tengo que huir de aquí, Rose,tengo que escapar.

Rose permaneció en silencio.—Necesito mapas, una brújula y

dinero, documentos y ropa de civil.A Rose se le llenaron los ojos de

lágrimas, igual que cada vez que Horace

abordaba el asunto. Al insistir él, Roseempezó a negar con la cabeza y apartó lamirada. Habían mantenido esa discusiónun centenar de veces y Rose siempre leexplicaba hasta qué punto era imposible.Le conseguiría un mapa y algo dedinero, y posiblemente documentos deidentidad polacos robados y una brújula.Pero la única manera de cubrir losseiscientos treinta kilómetros deterritorio ocupado por los alemanes eraen tren. Cada quince kilómetros habíacontroles de carretera y patrullas, y elviaje a través de los tupidos bosques depinos de Silesia y Polonia erasencillamente imposible. Rose le

explicó que ya en el breve viaje desdesu pueblo al campo, los guardiasalemanes registraban el tren dos o tresveces e inspeccionaban los documentosde todos los pasajeros.

—Tú no hablas polaco, Jim —lesuplicó—. En cuanto te pregunten algoserás detenido. ¿No entiendes que es unaestupidez?

Y se sentó delante de él con susenormes ojos tristes y le suplicó queaguantara en el campo el resto de laguerra. Ella tenía sus propias razonesegoístas frente a las que nada podíahacer. Horace estaba seguro, a salvo delas armas y las bombas y la artillería a

las que se enfrentaban sus compatriotas.Y además se veían con regularidad,hacían el amor y ella le llevaba algo decomida, y cada noche que compartían,como en esos precisos instantes, hacía laguerra un poco más soportable. Ynaturalmente, siempre estaba ansiosa decontarle las últimas victorias aliadas einsistir en que el fin de la guerra yaestaba a la vista.

—Por favor, Jim —le rogó—,quédate conmigo. No podría vivir si…

Su voz perdió intensidad hastaquedarse en un susurro cuando lo besó.Se separaron y ella apoyó su mejilla enla de él. Horace notó la humedad de sus

lágrimas al caer… y con cada una letocaba la fibra sensible, con cada una lerogaba que se quedase.

Y como siempre, él le prometió quese quedaría. Pero no sirvió de nada; sussentimientos tenían demasiada fuerza.Sencillamente tenía que huir de una vezpor todas.

El 12 de diciembre, en una operaciónllamada Tormenta de Invierno, losalemanes intentaron abrir brecha hastalas tropas cercadas en Stalingrado. Fueun rotundo fracaso del que sólo salióvencedor el invierno. Hacia finales de

año las perspectivas eran halagüeñaspara los aliados. Rommel estabaatrapado en Túnez y el ejército alemánseguía varado en Stalingrado. En lasantípodas los japoneses parecían listospara abandonar Guadalcanal.

Enero de 1943 se recordaría en elcampo de lana de madera de Freiwaldaupor un intento de huida. Un muchachoalto y desgarbado de Newcastle uponTyne desobedeció por completo lasdirectivas del comité de fugas y huyó alabrigo de la oscuridad. Era un prófugocompulsivo que ya tenía práctica de doscampos anteriores. Nadie sabía cómoescapó y nunca se lo contó a nadie, pese

a que los demás prisioneros losometieron a una enorme presión.Horace se preguntó si habríadescubierto el secreto de las clavijasque sujetaban los barrotes. Se lasarregló para prolongar su huida cuatrodías —un nuevo récord— y recorriónada menos que sesenta kilómetros antesde que lo capturase una patrullaalemana. Lo golpearon casi hastadejarlo muerto y el mismo día lovolvieron a enviar al campo del queprocedía.

Pasó los diez días siguientes en «elhoyo» a modo de castigo. El hoyo erasubterráneo. Un ataúd gélido de metro

ochenta por metro ochenta con el techo ametro y medio del suelo, lo que impedíaal prisionero estar de pie. La únicacomida que recibía el prisionero se lahacían llegar sus compañeros a travésde una trampilla enrejada en el techo.No había retrete ni agua corriente. Eloctavo día Horace sacó la pajita máscorta y cedió parte de su ración, unachocolatina del paquete que le habíahecho llegar la Cruz Roja. El jovenBruce Harwood apenas tenía fuerzaspara darse cuenta de la presencia deHorace; aun así, dejó caer la chocolatinapor la trampilla y rezó para que aquelguiñapo tembloroso sobreviviera los

dos días siguientes.El décimo día los alemanes dieron

permiso a los prisioneros para abrir elhoyo. Bruce Harwood habíasobrevivido a duras penas. No podíahablar, tenía síntomas de congelación enlas dos manos y yacía en sus propiosexcrementos apestosos. Los alemanesconcedieron unos días al prisionero enla enfermería y el muchacho se recuperóen cierta medida. Perdería cuatro dedospor efecto de la congelación. Unos díasdespués Bruce ya podía caminar ymantenerse en pie para la cola delrancho. Horace lo observó atentamente;estaba inquieto y nervioso, siempre

escudriñando el bosque al otro lado dela alambrada de tres metros de fondoque los alemanes habían colocado en elpasaje entre los dos edificios debarracones. No había escapatoria, nohabía manera de pasar, sobre todo conlos seis soldados alemanes montandoguardia a plena luz del día. El jovenBruce Harwood no se lo pensó dosveces. Mientras los prisioneros y losguardias hablaban en torno al caldero desopa burbujeante, Harwood aprovechóla oportunidad. Nadie miraba, estabantodos centrados en el caldero, del queemanaba un agradable olor. Se llegó conaire despreocupado a la barrera

infranqueable y en algún punto de lo másrecóndito de su cerebro una señal le dioa entender que había manera deatravesarla.

Era imposible. Quedó atrapadocomo un conejo en una trampa. Cadaforcejeo, cada movimiento de unaextremidad o giro de su cuerpoescuálido tensaban el afilado alambre deespino, que se le clavó en el cuerpo sinpiedad hasta que quedó inmóvil,respirando con dificultad, incapaz demoverse, resignado al hecho de que suúltimo intento de fuga había fracasado.

Freddie Rogers fue el primero enverlo constreñido por el alambre como

un pedazo de carne. Se apresuró aayudarle y llamó a otros prisioneros,que se precipitaron a echar una mano.Harwood estaba llorando con la cara yel cuerpo cubiertos de sangre. Losprisioneros tenían una ardua tarea pordelante y también sufrieron en sus carneslas púas del alambre de espino. Losguardias alemanes se limitaron amirarlos. Transcurridos diez minutos selas arreglaron para apartar y levantarhaciendo palanca suficiente alambrecomo para que Horace y Jock pudierancogerlo cada uno por una pierna ysacarlo de allí. Quedó tendido en elsuelo, agotado. Sin aviso previo un

guardia alemán se adelantó, amartilló elfusil e hizo un único disparo que loalcanzó en mitad de la espalda. Losprisioneros se indignaron y durante unpar de minutos el ambiente se tornó muydesagradable. El comandante del campoalemán hizo retroceder a sus hombres yadujo que se le había concedido alprisionero una oportunidad tras otra.Sencillamente no podía seguir huyendo.Tal vez el sabor de una bala le haríapensárselo mejor. Harwood seguíaconsciente y gimió mientras suscompañeros lo colocaban en una camillaimprovisada con una vieja puerta quellevaba una temporada en el basurero

del campo. Cuando llegaron a la entradade la enfermería Harwood perdió elconocimiento.

No llegó a recuperarse y murióveinticuatro horas después.

El incidente afectó profundamente aHorace, que permanecía despierto en sucatre noche tras noche pensando en huiry en los hombres y su estado mental, yen cómo tal vez él también podríavenirse abajo si permanecía mucho mástiempo en cautiverio, enjaulado como unanimal en el zoo.

Aun así tenía intención depresentarse a su cita unos días mástarde. Rose le había prometido en su

último encuentro que llevaría un mapa.A esas alturas había un grueso manto

de nieve en el suelo delante de laventana. El paisaje le resultabainquietante. El huerto, si bien estabacubierto de nieve, era una zona bastantetransitada, y las huellas tanto de losguardias alemanes como de losprisioneros de guerra sembraban elterreno irregular. Horace estabaconvencido de poder disimular suspasos con una vara que había servido deapoyo a las habichuelas a finales deotoño y por fortuna había quedado allítirada a la espera de la cosecha deprimavera. Flapper también se lo

comentó.—No vayas más deprisa de lo

necesario esta vez, Jim. Tómate treintasegundos para ocultar esas huellas.

—Eso haré, Flapper, eso haré.Y con un movimiento que ahora ya le

era familiar, los hombres lo empujaron ysalió disparado por la ventana como unproyectil, se agachó hasta meter lacabeza debajo del cuerpo y rodó por elsuelo para luego ponerse en pie de unsalto. Se tomó unos segundos pararecuperar la serenidad, levantó la vista yechó a correr hacia el bosque. No habríarecorrido más de diez metros cuando viounos faros a lo lejos. No había oído el

coche, no lo había visto desde laventana, pero no le cabía la menor dudade que se dirigía al campo. La únicacarretera que desembocaba en el campoera relativamente recta y corría enparalelo al bosque. Sin embargo, cuandollegaba justo delante del campo, unbrusco giro de noventa grados laencauzaba directamente hacia la garitade los guardias que vigilaban la entrada.El coche llevaba los faros a plenapotencia y Horace calculó que encuestión de dos o tres segundos elautomóvil tomaría la curva e iluminaríaal prisionero fugado igual que a un actoren el escenario.

Era muy tarde para dar media vueltay no disponía de tiempo suficiente paraacercarse lo suficiente al bosque. Lasangre se le heló en las venas cuandovio de refilón la esvástica iluminada quealeteaba en el capó del coche y, en unafracción de segundo, se arrojóinstintivamente sobre un montón denieve de más de un metro de alto a suizquierda. Ahogó un grito cuando lanieve helada se le metió por el cuellodel abrigo y maldijo al hundir las manosen la masa esponjosa. Se agachó justo unsegundo antes de que las luces del cocheproyectaran un haz que barrió el montónde nieve. El vehículo enfiló la recta

final, aminoró, la velocidad y se detuvodelante de la garita, a seis metrosescasos de allí. Oyó que se abrían y secerraban las portezuelas y luego voces ypasos que crujían en la nieve. Másvoces, y entonces, para suconsternación, los pasos se detuvieron.Había aprendido el alemán suficientepara entender la conversación entre losguardias de la prisión y los hombres delas SS. Era una visita de rutina; habíanpasado por allí casualmente.Transcurrieron cinco, diez minutos. Losguardias del campo les ofrecieron cafépero ellos rehusaron con amabilidad.

Id a tomar ese puto café, sintió

deseos de gritarles Horace, que yaempezaba a temblar a medida que lanieve húmeda iba filtrándose a través desu ropa. De haber podido controlar larespiración lo habría hecho,profundamente consciente de que el másleve movimiento podía suponerle lamuerte. Los de las SS no se andaban conchiquitas cuando se trataba de prófugos.Recordaba su crueldad en la marcha aHolanda y luego en Luxemburgo.Mataban a los prisioneros de un tiro porcualquier razón, ya fuera el agotamientoo una contestación fuera de lugar. Encierta ocasión incluso le descerrajaronun tiro a un joven fusilero por tardar

demasiado en vaciar sus entrañasaquejadas de disentería en la cuneta. Yrecordó con una punzada de dolor en elcorazón que lo llevó al borde de laslágrimas el instante en que dispararonincluso contra aquella pobre ancianafrancesa que se atrevió a ofrecer comidaa un hombre medio muerto de hambre.

Eran unos cabrones, unos cabronesde los pies a la cabeza, pensó.

Seguían charlando. Hablaban de laguerra y del tiempo y de la producciónen el campo, y luego pasaron a susesposas y novias e incluso a lo quehabían cenado.

Horace permaneció tendido en la

nieve casi treinta minutos. No alcanzabaa recordar haber pasado tanto fríonunca, ni siquiera en el primer campo enlo más crudo del invierno. Era un fríodiferente, un tipo de frío húmedo que locongelaba y lo calaba hasta los huesos, yya no podía seguir soportándolo.

Al final las portezuelas del coche secerraron de golpe y el motor se puso enmarcha. Y Horace permaneció allítendido cinco agónicos minutos másmientras los dos guardias restantescompartían un pitillo y reanudaban supatrulla. Apoyó en la nieve las manosentumecidas y se puso de rodillas. Unmillar de agujas candentes le

atravesaron todos los músculos, todoslos nervios del cuerpo, y sus huesoscongelados se negaron a entrar enfuncionamiento. Se esforzó por poner unpie delante del otro, regresó hacia laventana y se preguntó cómo demoniosiba a entrar por ella. Era imposible que,congelado como estaba, fuera capaz detrepar por allí, y lanzar un grito parapedirles a sus compañeros que leecharan una mano quedaba descartado.El tiempo se agotaba. Tenía que tomaruna decisión: los guardias reapareceríanen cualquier instante.

Rose debía de estar esperándolo,presa del pánico; estaría desesperada.

Se preguntó si habría sido testigo delincidente desde el lindero del bosque.No, ahora lo recordaba. Habíanacordado encontrarse en la iglesia.Tenía que ir hasta allí.

El trayecto de ochocientos metros lellevó casi veinte minutos, pero cadapaso era un poco menos doloroso que elanterior. Levantó la mirada hacia elcielo oscuro por entre las copas de losárboles. Se veía pesado, como uninmenso saco de patatas a punto dereventar, y se preguntó si la luz del díallegaría a atravesarlo alguna vez.

Para cuando irrumpió por la puertaya casi se notaba desentumecido. Rose

corrió a sus brazos y lo envolvió deinmediato en la alfombra que estabaextendida delante del altar. Una pequeñapetaca de brandy que Rose habíaconseguido birlar del armario dondeguardaba su padre las bebidas lo ayudóen el proceso de entrar en calor. Cuandoella lo rodeó con sus brazos, el calor desu cuerpo lo caldeó más de lo quepodría haber imaginado. Le contó lahistoria de los SS mientras ella leacariciaba la frente con los dedos, lobesaba de vez en cuando en los labios yse metía sus dedos helados en la boca,chupándoselos para calentarlos en uninstante.

Horace la miró a los ojos y sonrió:—Me parece que no estoy en

situación de satisfacerte, Rose.La expresión en el rostro de la

muchacha no decayó ni un instante.—Estés como estés, Jim Greasley, a

mí siempre me satisfarás.—Es posible, Rose, pero me temo

que mi amiguito no hará acto depresencia esta noche. Rose sonrió conpicardía.

—¿Estás seguro? —Deslizó unamano entre sus piernas y le dio un buenapretón—. A mí me parece que estábien.

Horace no tenía la energía ni las

fuerzas necesarias para resistirse.Volvió a extender la alfombra y setumbo boca arriba con las manosentrelazadas en la nuca.

—Rose, te lo juro, me parece que noestoy a la altura de la situación. Es porel frío y la dieta. En inviernonecesitamos más carne para combatir elfrío. Es posible que la comida sea mejorque en el campo anterior, pero eninvierno nos hace falta más cantidad. —Sonrió—. Ésa es mi excusa, Rose, y voya ceñirme a ella.

Rose se puso en pie y empezó adesabrocharse el abrigo. Jugueteó conlos botones, prolongando el momento.

—No pienso aceptar excusas,prisionero —se mofó—. Hoy he hechoun viaje de tres horas y vas a hacerme elamor. Te sentará bien, así estarás máscaliente.

Lanzó el abrigo sobre el banco y conademanes lentos y seductores sedesabrochó los gruesos pantalones delana y se los bajó hasta los pies. Horacepermaneció donde estaba, maravilladoante el improvisado striptease con quelo estaba agasajando. Rose introdujo losdedos en sus delicadas braguitas blancasy también se las bajó. Como si siguierael dictado de una fuerza invisibleHorace se puso de rodillas a la vez que

Rose se desprendía de sus bragas y se leacercaba más aún.

Había oído historias de ésas a losmás veteranos pero nunca había sentidola inclinación ni el deseo de explorar laforma femenina más a fondo de lo que lohabía hecho ya. Ésa noche era distinto;esa noche Rose también tenía lanecesidad de llevar la situación un pocomás allá, de sondear los límites. Fue unadecisión mutua, algo de lo que nisiquiera habían hablado, algo que se lesplanteó allí mismo en la diminuta capillaen lo más profundo del bosque silesiano.Su diminuto triángulo púbico estaba aescasos centímetros de su cara y sus

manos buscaron instintivamente lasnalgas de Rose. Ella se abrió de piernas,se inclinó levísimamente hacia atrás yHorace la acercó a sus labios al tiempoque su lengua ubicaba los plieguesperlados de rocío de su húmeda vagina.

Hicieron el amor de nuevo con unaurgencia que eran incapaces de controlary quedaron tendidos uno en brazos delotro, deseosos de que aquel momento nose acabara nunca.

—Dime, Rose. —Horace estaba sinresuello.

—¿De qué se trata?—Lo de quedar encinta.—¿Quedar qué?

—Eso decimos en Inglaterra cuandouna mujer se queda embarazada.

—¿Qué ocurre?—A nosotros no nos pasa, ¿por qué

crees que es?Rose se incorporó.—No lo sé, Jim. Lo cierto es que no

lo sé.—¿No te preocupa?Rose recogió sus prendas del suelo y

empezó a vestirse.—La verdad es que no, Jim. Dentro

de unos años me llamarán a filas paraque luche con el bando equivocado. —Lanzó un suspiro—. Con una criatura melibraría de ello. El Führer adora y

respeta a las madres de la patria. Otroniño que sumergir y adoctrinar en losideales y la filosofía del Tercer Reich.

—¿Así que el embarazo no suponeningún problema?

—En absoluto. Pero si algo tengoclaro es que cualquier hijo mío nacerátan lejos como sea posible de Alemania.Mi hijo se criará en un hogar libredonde se le enseñe a distinguir el biendel mal y a valorar la libertad.

—¿Hijo?—¿Cómo?—Has dicho «hijo», Rose. Te

gustaría tener un niño. Rose se abrochóla rebeca.

—Es posible, Jim, tal vez. Pero conuna condición.

—¿Cuál?—Que lo llamemos Jim.Cuando Horace regresaba por el

bosque se acordó de repente del mapa.Recordó el mapa que no había llegado asus manos. Recordó la promesa deRose, que ella rompería una y otra vez.

De nuevo en su catre Horacereflexionó sobre aquel nuevo nivel deintensidad sexual en su relación cadavez más asentada con Rose. Habíaregresado muy tarde; debían de ser lascuatro de la madrugada para cuandoapoyó la cabeza en la almohada, pero

había merecido la pena hasta el últimodelicioso segundo. Pagaría por ello másadelante, por lo general a media tardecuando entraban en la peluquería delcampo los últimos prisioneros. Igualhablaría con ellos, fingiría algunaenfermedad sin importancia yrecuperaría un par de horas de sueño.Había quedado en encontrarse con Rosela semana siguiente y necesitabapotenciar sus niveles de energía.

16El encontronazo que había estado apunto de tener con los hombres de lasSS no desanimó a Horace, que continuóescapándose una media de dos o tresveces por semana para encontrarse conRose. Horace no era físicamente capazde hacer el amor con ella en todas lasocasiones, la alimentación no habíamejorado y la falta de sueño, así comosus actividades nocturnas, habíanempezado a pasarle factura. Sepreguntaba si la comida, o más bien laescasez de comida, contribuía aunquefuera en escasa medida a que no dejase

embarazada a Rose.A veces sencillamente se iban a dar

un largo paseo, se adentraban seis osiete kilómetros en el bosque y sellegaban en la oscuridad hasta la laderade la montaña, desde donde podían verel campo iluminado a sus pies.

Eran momentos especiales.Permanecían sentados durante horas,

el uno en brazos del otro, compartiendosu calor corporal con el grueso abrigode lana de Rose echado sobre loshombros, el viento cortanteatormentando su piel desnuda.

A veces Horace se angustiaba alcontemplar el campo allá abajo,

consciente de que tenía que regresar.También temía por la seguridad deRose, pues sabía que estaba obligada ahacer el largo trayecto de regreso a laestación a solas en la oscuridad. Habíapatrullas alemanas por el bosque, nomuy distintas del cuerpo de voluntariospara la defensa nacional allá enInglaterra. Hombres entrados en años,de más de cuarenta y cinco, o jóvenescon alguna clase de discapacidad queles impedía ser destinados al frente.Pero tenían armas y eran despiadados.Corrían historias sobre la violación y aveces incluso el asesinato de algunapobre desgraciada a la que habían

sorprendido merodeando por allí, atodas luces tramando algo. No hacíanpreguntas, sencillamente ajusticiaban alas víctimas y las enterraban en lo másprofundo del bosque.

Rose no pudo contener suentusiasmo cuando Horace abrió lapuerta de la iglesia. Se echó en susbrazos.

—¡Jim! ¡Es cierto! ¡Los alemanes sehan rendido en Stalingrado!

Era una noticia sensacional. Horacese quedó mudo de asombro y tomóasiento en un banco con las manosapoyadas en las rodillas. Rose habíaoído retazos de información mientras

escuchaba con su padre emisorasinternacionales. Las noticias noprocedían de la radio alemana sino deuna emisora norteamericana de altafrecuencia que explicaba todos losavances en el desarrollo de la guerra aquien la sintonizase. Rose le hizo unaperfecta traducción simultánea a supadre.

Era cierto, no se trataba depropaganda. Hitler había corrido untremendo riesgo y por lo visto le habíasalido el tiro por la culata. Había sidoderrotado por el duro invierno ruso y elingente volumen de tropas reclutadas entodos los rincones del país. Aun así

Hitler había ordenado al mariscal decampo Paulus que siguiera combatiendoincluso después de que los rusoshubiesen reconquistado el últimoaeropuerto en manos alemanas. Losaparatos de la Luftwaffe de Goering yano podrían abastecer a las tropasasediadas en tierra. Se estaban muriendode hambre y frío.

Rose continuó:—¿No lo entiendes, Jim? La guerra

casi ha terminado. Al fin podremos estarjuntos, podremos casarnos y tener hijos.

Horace la tomó entre sus brazos y lesusurró en voz queda:

—Eso espero, Rose, eso espero.

Horace y Rose no hicieron el amoresa noche. Horace volvió a achacarlo ala dieta.

Mentía.Estaba pensando en el final de la

guerra y por una vez se atrevía de unamanera realista a pensar en la victoriaaliada. Pero también pensaba en quéclase de venganza inflingirían los rusos,los americanos y sus propioscompatriotas a la nación alemana.¿Violaciones, torturas, limpieza étnica?Sobre todo los rusos; a decir de todoshabían sufrido terriblemente a manos delos nazis. Se desquitarían con la naciónalemana, soldados y civiles, de eso no

le cabía la menor duda.Iba cogido de la mano de Rose

mientras paseaban por el bosque y ellasonreía. Estaba sonriendo, estaba felizde que la guerra pareciera estar tocandoa su fin, feliz de que ya se atisbara lavictoria aliada. Pero a pesar de lo que lecontó sobre Silesia y su independencia yel feroz odio de su familia hacia losnazis, a los ojos de los rusos eraalemana. ¿Acaso no se daba cuenta delpeligro que corría? Era un pensamientoque Horace no conseguía desterrar de sucabeza. Sentía deseos de cogerla con lasmanos y zarandearla para hacerle entraren razón. Pero prefirió dejarlo correr

por el momento; no tenía coraje paradecirle lo que tal vez le deparara elfuturo.

Regresó a la capilla en el bosque lasemana siguiente y esta vez hicieron elamor. No se demoraron y se vistieronenseguida. Ésta incursión en el bosquesería un tanto diferente: Rose le habíaprometido llevarlo de caza paracomplementar su dieta. Rose le mostróel camino hasta el pueblo a cincokilómetros escasos del campo. Era pocodespués de medianoche y el pueblecitode Pasicka estaba sumido en laoscuridad más absoluta. Agradecieronque hubiera luna llena. Rose señaló los

huertos que lindaban con el bosque.—Mira, Jim, todos los campesinos

tienen un huerto.Horace paseó la mirada por los

terrenos cultivados y alcanzó a ver queasomaban nabos de invierno y algún queotro cogollo.

—Y también tienen ganado, Jim. —Sonrió al señalar varias conejeras ygallineros—. Tienes que meter un pocomás de carne en ese cuerpo, JimGreasley.

No era la clase de caza que teníapensada Horace, pero a buen hambre nohay pan duro, pensó, y en la guerra elque no devoraba era devorado.

Una vez más dio la impresión de queRose le leía la mente.

—No te sientas muy culpable porello, Jim, la mayoría de estoscampesinos son alemanes.

Eso despejó cualquier duda.Al principio recogieron coles y unas

cuantas zanahorias, y tantos nabossuecos como pudo meterse Horace enlos bolsillos.

—La próxima vez deberías traer unabolsa, Rose. Así podré coger unascuantas remolachas también.

—Eso haré. Pero ahora, cariño,vamos a por carne.

Horace señaló un gallinero a diez

metros escasos de la pared trasera deuna casita de campo.

—Allá. Tú monta guardia y silba sives que se enciende alguna luz o semueve una cortina.

Estaba a punto de dirigirse hacia allícuando ella lo cogió por la pernera delpantalón.

—¿Estás loco, Jim? ¿No has oídonunca la bulla que mete una gallinacuando se cree en peligro? Vete a porlos conejos, son más silenciosos.

Horace levantó la mano y le acaricióla mejilla.

—Tienes razón, Rose, no eres sólouna cara bonita.

—Tengo mis virtudes, Jim. —Leguiñó el ojo mientras Horace se alejabalentamente, con buen cuidado demantener la cabeza gacha. Las conejerasno estaban cerradas, las puertas demalla metálica estaba sujetasúnicamente con cordel de cáñamo. Losconejos hicieron pensar a Horace en losprisioneros del campo. A los conejosles habría sido sencillo huir royendo elcordel. Pero los animales no iban a irsea ninguna parte. ¿Por qué habrían deirse? Tenían una cama caliente y losalimentaban con regularidad. ¿Por quéiban a aventurarse hacia lodesconocido?

Y cuando introdujo la mano y cogióel primer conejo se preguntó si esacriatura habría sentido alguna vezdeseos de huir, si alguna vez habríapensado en ponerse a roer el bramante.

Despachó el conejo con aquelmovimiento que tan familiar le resultabade tirar del cuello y retorcérselo. Latercera y cuarta vértebras y la espinadorsal se separaron sin apenas esfuerzoy la vida abandonó de inmediato a lapequeña criatura, allí mismo, delante desu hogar. Su padre siempre le habíadicho que no se demorara demasiadocuando le enseñó a sacrificar animalesen los campos y los bosques de Ibstock.

Horace recordaba las primerasocasiones, cuando había intentadoposponer lo evidente, cómo habíapensando en los sentimientos del conejoy en si sus descendientes echarían demenos a su madre o su padre si él o ellano regresaban a la madriguera. Ésanoche no sintió remordimiento alguno, nila más mínima culpa. Metió de nuevo lamano en la conejera, cogió otro conejopor las patas traseras y repitió elejercicio. Éste conejo se quedólánguido, pero al instante ejecutó unadanza de la muerte de tres segundoscuando los nervios de su cuerpolanzaron una protesta final. Recordó la

primera vez que le ocurrió algo similarcuando su padre mató un conejo y se lopasó a él para que lo sujetase. Aregañadientes agarró con fuerza laspatas traseras y unos segundos despuéscomenzó la reacción nerviosa. Horacelanzó un chillido, convencido de que elconejo había vuelto a la vida, einstintivamente lanzó el animalillo a unazanja a tres palmos escasos. Su padre separtió de risa al ver la reacciónexagerada de su hijo mientras éstepermanecía allí plantado sintiéndoseestúpido y abochornado.

Regresó hacia Rose todo sonriente.—Mañana comeremos bien, Rose:

estofado de conejo.Rose lo besó apasionadamente

durante dos o tres segundos a guisa deagradecimiento y por un instante sintióel impulso de hacerle el amor allímismo en el bosque. Dios santo, pensó,ninguna mujer le había hecho sentirseasí. Ojalá hubiera podido luchar contraesos sentimientos, ojalá hubiera sidocapaz de pasar un día entero sin pensaren ella y una noche entera sin imaginarlos hermosos y sensuales pliegues de sucuerpo, sus pechos respingones, asícomo el suave tacto y el sabor de suvagina mientras estaba tumbado en sucatre. Sólo un día y una noche, pensó,

veinticuatro horas.Llevaba un conejo colgando por

dentro de cada pernera del pantalón.Agradeció al cielo que el uniforme deloficial ruso que le dieron perteneciera aun hombre mucho más grande que él.Llevaba los pantalones sujetos con unacuerda y las criaturas muertas le cabíanholgadamente en las perneras dejándoleespacio suficiente para introducirseentre los barrotes. Su entrada no fue muydecorosa. El peso añadido le hizoperder el equilibrio y desplomarse.

—Maldita sea, Jim. —Era Flapper—. Me trae sin cuidado que dediquestodas tus horas de sueño a tirarte a esa

muchacha alemana, pero a algunos nosgustaría dormir un poco.

—¡Venga, cierra la puta boca! —gritó una voz con acento escocés.

Horace no pudo seguir conteniendola emoción mientras empezaba a soltarla cuerda que utilizaba a modo decinturón.

—Vais a ver lo que traigo aquí, tíos.Jock Strain encendió una cerilla y

prendió la vela que tenía debajo delcatre.

—Joder —exclamó—, va aenseñarnos otra vez ese pedazo de pollaque tiene.

—No, esperad, fijaos —dijo Horace

mientras buscaba al tacto las orejas delconejo que llevaba en la perneraderecha.

E igual que un mago en el Palladiumde Londres, sacó el conejo justo en elmomento preciso.

—Presto! —anunció a voz en cuello.Jock Strain, el cocinero interno de

los prisioneros, estaba plenamentedespierto ya, a todas luces interesado enlas nuevas provisiones para la receta dela cena.

—¿De dónde demonios has sacadoeso?

Horace no respondió, sino que sacóla pareja de la otra pernera y levantó las

dos criaturas en ademán triunfal.—El que es cazador, lo es hasta la

tumba —exclamó. No tuvo valor paradecirles a los demás hombres que eranconejos domesticados que sencillamentehabía birlado de una conejera.

—¡Santa María madre de Dios!—Estofado de conejo.—Carne.—¡Mierda!Ahora la mayoría de los hombres

estaban despiertos y Flapper Garwoodintentaba contener el ruido y elentusiasmo de sus compañeros. Miró elreloj.

—Falta un minuto para que los

teutones vuelvan a pasar por delante deesa ventana. Si no cerráis la boca de unaputa vez nadie va a disfrutar de nadasalvo de una noche o dos en el hoyo.

La advertencia caló y se hizo elsilencio en el barracón. FlapperGarwood felicitó a Horace con unaspalmadas en la espalda mientras Jock selevantaba de la litera para examinar losanimales.

—¡Esto es pura magia, Jim! ¡Vayaestofado vamos a comernos hoy! Ojalátuviéramos más verduras para disfrutarde una guarnición abundante.

Y de pronto Horace recordó losnabos suecos, las zanahorias y las coles

de invierno y asomó a su rostro unaenorme sonrisa.

—¿Qué? ¿Qué pasa ahora? —preguntó Jock.

Jock Strain preparó comida paramás de noventa y cinco hombres. Losalemanes acostumbraban a traer lasprovisiones a primera hora de la mañanay el cocinero preparaba las verduras, lacarne y demás a lo largo de la jornada.Hablaron largo y tendido sobre laposibilidad de reservar uno de losconejos para otro día, pero Horacealardeó de que había muchos más allí dedonde habían salido aquéllos. Tenía lasensación de que estaba en deuda con

los hombres por ayudarle en su plan dehuida cada vez que se escapaba, y creíaque era lo menos que podía hacer. Secomprometió a traer algo en cadaocasión, aunque sólo fuera un poco deverdura.

No, los hombres habían votado porcelebrar un festín. No se desperdiciónada. Hasta el último trocito de carne delos dos conejos fue a parar al estofado.Sesos, corazón, hígado, pulmones, hastalos genitales del conejo macho. Lascarcasas se dejaron en el caldero hastael último momento para que el estofadoabsorbiese toda la sustancia.

El olor del caldero era diferente.

Los hombres mencionaron de inmediatola carne y la verdura añadidas. Desúbito la ración de un cazo había pasadoa ser de dos. Jock se aseguró decomentarle a cada hombre que recibíaun cazo extra que seguiría comiendo asísi mantenía la boca cerrada. Por lovisto, los guardias alemanes no sepercataron: bastante preocupadosestaban hablando de sus temores sobreel desarrollo de la guerra. Horace no selo estaba imaginando simplemente; seapreciaba sin duda un cambio de actituden el típico guardia alemán. Indiciosdelatores: ansiedad, cierto nerviosismo,una sonrisa ocasional dirigida a un

prisionero. ¿Se estaban preparando parael final del conflicto? ¿Se estabanpreparando para la derrota?

A media tarde del día siguienteabordó a Horace uno de los prisionerosmás veteranos del campo. El sargentomayor Harris formaba parte delregimiento del Décimo de Lanceros.Prácticamente todos sus camaradashabían sido masacrados en Abbeville,en Francia, durante los primeros días dela guerra.

El sargento mayor Harris le pidió aHorace que fueran a dar una vueltamientras el resto de los hombresguardaba fila para el rancho vespertino.

Echaron a andar a paso lento siguiendoel perímetro del campo, el sargentomayor medio paso por delante deHorace con las manos cogidas a laespalda.

El sargento mayor se detuvo y miróen torno.

Horace lo tomó como una señal paradetenerse también.

—No hay muchos teutones por aquí,Greasley, ¿verdad?

—No, señor.—Bueno, quería comentarte un

asunto de lo más delicado.Horace ya se imaginaba lo que tenía

en mente el sargento mayor.

—Sé lo que te traes entre manos, JimGreasley, y estoy al tanto de lo quevienes haciendo.

Horace se sintió igual que un crío dediez años esperando a la puerta deldespacho del director.

Horace se preparó para oír unsermón y recibir media docena deazotes. Se preparó para la diatriba queno llegó.

—Sé cuántas veces has escapado ylo que has estado haciendo. —Esbozóuna sonrisilla y Horace se concentrócuanto pudo para mantener el semblanteserio.

»Y también sé lo de los conejos, y

las provisiones que aportas al rancho delos muchachos.

El sargento mayor le puso una manoen el hombro a Horace y le dio un leveapretón.

—¿Tienes idea de lo que eso suponepara la moral de los hombres?

Horace abrió la boca dispuesto aofrecer una disculpa pero el sargentomayor continuó.

—Eres un héroe, Greasley. Ofrecesun atisbo de esperanza a los pobresinfelices que están presos aquí. —Sonrió de nuevo—. Yo incluido. Le dasun corte de mangas al teutón cada vezque escapas de aquí y el efecto que está

teniendo en los hombres es magnífico.—El sargento mayor se interrumpió unpar de segundos, como si escogiera suspalabras con sumo cuidado—. ¿Sabesque todo prisionero tiene el deber deintentar huir y regresar a Inglaterra?

Horace quería asentir, quería decirleal sargento mayor Harris que era loprimero que le venía a la cabeza cadavez que salía de los límites del campo.Sintió deseos de contarle al sargentomayor Harris que Rose le traería prontoun mapa y dinero también, y que luego lefacilitaría la brújula y ropa. Sintiódeseos de explicarle al sargento mayorHarris cómo había suplicado ayuda al

comité de fugas y asegurarle que queríavolver a Inglaterra, desde luego que sí.La siguiente frase que salió de los labiosdel sargento mayor Harris lo dejó de unapieza.

—No quiero que vuelvas aInglaterra, Greasley.

—¿Cómo dice, señor? No loentiendo. Yo…

—Quiero que te quedes donde estásy sigas con lo que estás haciendo. Laguerra prácticamente ha terminado;volverás a casa muy pronto.

—Pero, señor…—Es una orden, Greasley.

16Horace siguió citándose con Rose.Hacían el amor con regularidad yseguían haciendo incursiones en lospueblos de la localidad para aportaralgo al caldo de los prisioneros. Elmapa, el dinero y lo demás rara vez semencionaban y nunca llegaron aaparecer. Rose seguía relatándoledetalles de los acontecimientos de laSegunda Guerra Mundial en cuantotenían lugar y los oía por la radio.Horace asimilaba la información convoracidad pero le decepcionabaprofundamente no tener la posibilidad

de oír la información de primera mano,con todos sus detalles.

Era el verano de 1943, el cuarto quepasaba Horace en cautividad. Habíaempezado la deportación de los judíosdel gueto de Varsovia al campo deexterminio de Treblinka. Al mismotiempo estaban evacuando de Berlín a lapoblación civil alemana.

Roma había sido bombardeada porlos aliados por primera vez y haciafinales de agosto Italia estaba haciendoplanes de cara a la rendición. Todoparecía ir de cara para los aliados perolos alemanes en concreto no dabanindicios de cejar en su ofensiva. Una

novedad preocupante fue que Wernhervon Braun informó a Hitler sobre laeficacia de las bombas volantes V2 yéste aprobó el proyecto con carácter deprioridad.

Horace y Rose yacían desnudos porcompleto en la alfombra que llevabatanto tiempo escondida al fondo de lapequeña iglesia. Rose tenía la cabezaapoyada en el pecho de Horace yrespiraba suavemente, recuperándosepoco a poco de sus esfuerzos. Horace leacariciaba el cabello mientras intentabarecuperar el resuello también. Aquéllanoche excepcionalmente bochornosaestaban los dos bañados en sudor y

Horace contemplaba la figurahermosamente torneada de la espalda deRose allí donde se fundía a laperfección con sus nalgas. Alargó lamano y le acarició el trasero. Ellaemitió un ronroneo de aprobación. En unmovimiento diestro y bien ensayado,Horace le pasó la mano por debajo de lacadera y le dio la vuelta para luegotenderse encima de ella sosteniendo elpeso de su propio cuerpo con ambosbrazos. Rose se sorprendió tanto que sequedó sin respiración.

—No estoy acostumbrada a que metrates con semejante rudeza, Jim, pero siquieres hacerme el amor otra vez, no

tengo inconveniente.Era una idea de lo más grata, pero

no estaba pensando en eso precisamente.—¿Me puedes conseguir una radio,

Rose?—¿Una qué?—Una radio.—Ya te he oído, Jim. Te he oído la

primera vez.—Bueno, ¿puedes?Rose buscó su ropa interior con la

mano y empezó a vestirse. Horace laimitó tras recoger los pantalones delrespaldo de un banco. Rose estabapensando y no quería interrumpirla.Unos minutos después, la joven le dijo:

—Es imposible, Jim.A Horace le cambió la cara.—Pero ¿por qué?Rose se subió el liviano vestido de

algodón muslos arriba y empezó aabrochar los botones. A Horace se le fuela mirada a sus pechos firmes y jóvenes.

—Los alemanes confiscaron todaslas radios del pueblo hará cosa de unaño.

—Pero tu padre tiene una, tú laescuchas, me traes…

—Sí, está en el ático de nuestracasa, Jim, y es del tamaño de un poni,empotrada en un antiguo tocador. Desdeluego no me cabría en el bolso de mano.

Horace intentó disimular sudecepción. Había visto esos mismosaparatos de radio en las tiendas demuebles de categoría en Ibstock y en elcentro de Leicester. Iban incorporadas aaparadores y mesas, y hacían falta almenos dos hombres para cargarlas en uncamión de reparto y llevárselas a algunade las familias pudientes de la zona.Pensó en apretar un poco más a Rose,preguntarle si cabía la posibilidad deconseguir un modelo más pequeño, perocayó en la cuenta de que los pueblos deSilesia estaban menos avanzados en lotocante a tecnología que su pueblo natalallá en Leicestershire. Por mucho que la

radio fuera de un tamaño manejable,tanto que Rose pudiera llevarla sinayuda, sencillamente era pedirle quecorriera un riesgo excesivo subiéndose aun tren en la Polonia ocupada por losalemanes, un tren en dirección a loscampos de prisioneros de guerraaliados. Dios santo, ¿cómo podía ser tanidiota?

—No te preocupes, Rose, sólo se mehabía pasado por la cabeza. Vamos acazar conejos.

Los dos amantes se vistieron y sefueron por el bosque cogidos de la manoen dirección al pueblo. El techado queformaban los árboles fue

desapareciendo conforme se acercabana la población y las estrellassuspendidas en las alturas iluminaron sucamino como diminutas semillas de luz.

Habían perfeccionado su arte ytomaban como objetivo distintospueblos al azar. La suerte les sonreía yno los habían sorprendido. A Horace ledaba el palpito de que su buena fortunano tardaría en agotarse. Llevaban variosmeses saqueando los pueblos de losalrededores y la población local deconejos estaba mermando a ojos vista.Se habían dado peleas y discusionesentre los trabajadores civiles del campo,que sospechaban unos de otros y se

preguntaban si habría un ladrón en suseno. Era casi cómico, y Horace habíatenido que esforzarse por sofocar la risaen más de una ocasión. Los prisionerosestaban fuera de toda sospecha. ¿Cómoiban a ser ellos responsables? Losencerraban bajo llave todas las nochesy, naturalmente, no había indiciosfehacientes de que ninguno de elloshubiera escapado del campo.

Cuando se acercaban al linde delbosque las luces de alguna que otracasita de campo silesiana empezaron averse por entre las ramas de los árboles.Rose se volvió y lo miró a los ojos.

—Podría ir trayéndote piezas.

—¿Cómo?—Piezas de la radio. Si me dices lo

que necesitas para construir una radio,podría intentar conseguírtelo.

A la mañana siguiente Horace lepidió a Jimmy White, un zapador de laisla de Wight, que se reuniera con él enla peluquería. Al principio, JimmyWhite rehusó, pero un oficial superior leordenó con claridad meridiana que sepresentase allí. Poco después de lasdiez, Jimmy entró sin prisas en el cuartoque hacía las veces de barbería,mascullando que no le hacía maldita lafalta un corte de pelo, que había visto aHorace apenas dos semanas antes. Tomó

asiento en la silla sin dejar de quejarse.—No sé qué mierda te traes entre

manos, Jim, pero me gusta llevar el peloun poco largo, ¡joder! Ya pasé bastantetiempo pelado cuando esos cabrones melo cortaron al rape. Ahora parece que túquieres hacer lo mismo. —Jimmy Whitemiró el espejo agrietado y reparó en laexpresión de Horace, de la que dedujoque no le habían ordenado que sepresentara para cortarse el pelo.

Sonrió y apuntó hacia el espejo conel dedo índice.

—Tú te traes algún asunto entremanos, ¿a qué sí, Jim Greasley? Tendríaque haberme dado cuenta. He oído

rumores sobre ti; no me sorprenderíaque fueran ciertos.

—Últimamente hace muy buentiempo, caballero.

—Venga, Greasley, déjate de coñas.—No sé de qué me habla, caballero.

—Horace sonrió de oreja a oreja—.¿Quiere algo para el fin de semana?

Jimmy White se sentó en la silla yaunque Horace tenía las tijeras en altocomo si fuera a hacer su trabajo no llegóa utilizarlas. Siguió con la farsa un parde minutos y luego decidió que ya lehabía tomado el pelo lo suficiente.

—Tengo entendido que eresradioaficionado, Jim.

—Lo sabía —exclamó Jimmy White—. Sabía que no me has hecho venirpara cortarme el pelo.

Horace sonrió.—Tienes toda la razón. Te he traído

para que construyas una radio.Jimmy White se quedó boquiabierto.—Estás como una puta cabra.

¿Construir una radio? Estás loco de atar.Horace le cogió un mechoncillo de

pelo a Jimmy White y le lanzó unatijeretada.

Jimmy apartó la cabeza.—He oído rumores de que escapas

del campo por la noche y hacesincursiones en los pueblos para robar

conejos y gallinas; estás tarado decojones. Y ahora quieres construir unaputa radio.

—Eso es. Te conseguiré loscomponentes.

—¿Así que es verdad? ¿Eres tú elque se escapa?

—Así es.Jimmy White se levantó de la silla y

empezó a caminar arriba y abajo.—Imposible. Me temo que

sencillamente no es posible.—Cualquier cosa es posible —

afirmó Horace—. Decían que eraimposible escapar de aquí pero me lashe arreglado para hacerlo cincuenta y

siete veces.Jimmy White lanzó un silbido.—No me jodas.—Pues no, preferiría no hacerlo,

gracias.Jimmy White meneó la cabeza.—No lo entiendes, Jim. Necesito

lámparas y un transistor, un condensadory una resistencia, un amplificador y dosbobinas, primaria y secundaria, asícomo auriculares. Luego me hace faltaalgo para soldar y cables, y en el casode que fuera humanamente posible traertodo eso, ¿dónde lo pondríamos? Y loque es más importante, ¿cuándo y dóndela escucharíamos?

Horace respondió:—Hazme una lista. Tienes que

mudarte al barracón de personal de laprisión mañana por la noche. ColinJones ha accedido a ocupar tu sitio.

—No, Jim, no pienso hacerlo. Esimposible, harás que nos maten a todos.—Negaba con la cabeza en un gesto deexasperación—. ¿Y qué me dices de lafuente de energía? ¿Has olvidado quelos teutones desconectan la electricidada las once?

Horace dejó las tijeras en la cajitade madera y se volvió hacia el soldadoperplejo.

—Elabora la lista y ya me

preocuparé yo de la fuente de energía.Tú preocúpate de refrescar tusconocimientos sobre la radio.

—¿Es que no me oyes, Jim, pedazode tarado? No pienso ir a tu barracón yno pienso construir una puta radio.

Jimmy White tiró al suelo la bata dela peluquería y se fue hecho una furiahacia la puerta, cogió el picaporte y laabrió con tal fuerza que golpeó la pared.Justo antes de salir se volvió y señaló aHorace con un dedo amenazante.

—Y no hay más que hablar, joder.

17—Debo de estar loco, joder —mascullóJimmy White al entrar en el barracón depersonal en dirección a HoraceGreasley, que lo miraba sonriente—. Yalo verás, Jim, seguro que no consigueshacerte con esas piezas.

—Bienvenido al Gran Hotel deShanklin, James. Está usted en su casa.

—Vaya gilipollas.Horace señaló el catre vacío.—Su suite, señor. Si puedo hacer

algo para que su estancia sea máscómoda, hágamelo saber.

Jimmy White farfulló algo

indescifrable y dejó caer sobre la camasus escasas pertenencias envueltas en unpaño.

—El desayuno se sirve a las siete ymedia y la doncella pasa hacia las diez.

—Qué idiota.Aunque Horace no lo sabía en esos

momentos, Jimmy White le profesaba ungran respeto. Ahora sabía de buenafuente que Jim Greasley era elprisionero responsable de traer alcampo carne y verdura extra. Tenía conél una inmensa deuda de gratitud, pues lehabía permitido recuperar parte del pesoque había ido perdiendo a lo largo delos últimos años y, al igual que los

demás prisioneros, había recibidoencantado las noticias que traía JimGreasley sobre la evolución de la guerraen tiempos recientes.

Jim Greasley se había negado arevelar su fuente pero corría el rumor deque mantenía una relación con una chicaalemana de un pueblo cercano. Eratotalmente absurdo y, naturalmente,Greasley siempre lo había negado.Jimmy White suponía que la informaciónsobre la guerra la había oído de labiosde otros, prestando oídos a lasconversaciones mientras les cortaba elpelo a los guardias de tanto en tanto.

Y ahora allí estaba, Jim Greasley,

afirmando que de alguna manera podíahacerse con una serie de componentespara construir una radio y poseía lapericia para esconderlos y una fuente deenergía a la que conectarla. No podíasalir bien… sencillamente no podíafuncionar… era imposible.

Tuvo que ver catorce veces a Roseantes de que cada una de las piezasnecesarias para armar una radio hubieraquedado hábilmente escondida en uncompartimiento detrás de un tablónsuelto sobre el anaquel bajo el quedormía Horace. El último componenteen llegar había sido un condensador quea Rose le costó Dios y ayuda conseguir.

Rose nunca reveló su procedencia.Horace se lo preguntó una noche peroella se cerró en banda. El típicocampesino silesiano apoyaba sinreservas a los aliados, le explicó Rose,y ubicar y obtener las piezas no habíasido ni remotamente tan imposible comohabía imaginado Jimmy White. PeroRose le explicó el peligro en que estabaponiendo a todos y la posibilidad muyrealista de que los alemanesdescubrieran lo de la radio. Horace ysus cómplices serían torturados para querevelaran quién les había suministradolas piezas y Rose no podía arriesgarse aponer en peligro a sus proveedores en

caso de que alguno de los prisioneros seviniera abajo.

Horace lo entendía. No se lo volvióa preguntar.

La semana anterior a que llegase elcondensador al campo Horace se lasarregló para apañar el suministro deenergía.

En medio del barracón de personalhabía una enorme estufa negra. Aunquelos alemanes eran bastante parcos con laleña que se usaba como combustiblepara alimentar la estufa, la habíanencendido alguna que otra vez en lo máscrudo del invierno, ofreciéndoles ciertoalivio del frío cortante. Una chimenea de

acero ascendía hasta el techo, fijada poruna lámina de hierro forjado de treintacentímetros. La lámina estaba afianzadapor una docena de tornillos. Horacehabía apostado por una especie de huecoo techo falso en el tejado y durante lashoras de oscuridad, a la luz de las velas,los prisioneros se las habían arregladopara retirar los tornillos de la lámina. Alretirarla y aflojar y desplazar lachimenea, quedaba espacio suficientepara que pasase un hombre por elagujero.

Horace se subió a hombros de JockStrain y se introdujo por el agujero en eltecho. Estaba en lo cierto. El techo del

barracón era falso y las vigas del tejadoquedaban a la vista. Jock lo impulsó porlos talones y Horace se encaramó concuidado a los estrechos soportes demadera. Tendría que andarse concuidado. Sacó del bolsillo el trozo decable recubierto de plástico y lo sujetóentre los dientes. Los hombres a sus piesapagaron las velas y Horace permaneciótendido en silencio diez minutos, hastaque los ojos se le acostumbraron a lapenumbra.

Tanto el barracón de personal comoel que había más abajo estaban en totaloscuridad. Sin embargo, las vigas deltejado sobre los alojamientos de los

guardias alemanes resultaban claramentevisibles debido a la luz que se filtrabapor los agujeros del techo. Horacerespiró hondo y empezó a reptarlentamente hacia el techado de losalojamientos de los alemanes.

Sólo cuatro metros y medioseparaban el agujero en el barracón depersonal de la instalación eléctrica en elcentro de las dependencias de losguardias, pero Horace se arrastraba contanta cautela, centímetro a centímetro,que le llevó la mayor parte de una horallegar hasta allí. La instalación estabatan mal construida que una pequeñaabertura permitía a Horace ver con

claridad la estancia a sus pies. Cuatroguardias alemanes estaban sentadosjugando a las cartas y fumando, yHorace tuvo que reprimir el fuerteimpulso de desabrocharse la bragueta ymearles encima por el agujero. Teníauna tarea que cumplir: la venganza y elcastigo llegarían más adelante.

Los alemanes estaban en silencio,concentrados en sus cartas, y si hubieracaído al suelo aunque sólo fuera unalfiler lo habrían oído. No tenía sentido;lo atraparían, el roce de sus ropas contrala madera se oiría desde donde estaban,a escasos palmos de él. Horace maldijoentre dientes. En ese momento se

decidió la mano al ponerse boca arribauna carta. Hasta el último de losalemanes se puso a gritar y lanzaraullidos y vítores, uno para celebrar eltriunfo, los demás movidos por lafrustración o la decepción.

A lo largo de los noventa minutossiguientes Horace se tomó su tiempo.Aguardó cada estruendosa reacción a lapartida de cartas para abordar lassucesivas tareas, cortó los cables y losconectó al cableado de la instalacióneléctrica al descubierto en el falso techoencima de los alojamientos de losguardias. Fue una operaciónpenosamente lenta por miedo a alertar a

los hombres que tenía justo debajo.Casi tres horas después pasó de

nuevo por el agujero del techo y cayó alsuelo del barracón de personal de laprisión con un cable conectado en lamano y una amplia sonrisa. Sólo JockStrain y Jimmy White habían logradopermanecer despiertos.

Jimmy White había desconectadouna bombilla del techo del barracón.Jock levantó su grueso abrigo pararodear la bombilla y los tres hombresformaron una barrera humana frente a laluz antes de que Horace pusiese loscables en contacto con la base de labombilla. Cuando el cable tocó los

puntos adecuados de la bombilla lassonrisas de los tres hombres seiluminaron en la oscuridad. Horaceapartó el cable de inmediato, temerosode que pasara por delante de la ventanauna patrulla alemana.

Era otra victoria. Por pequeña quefuese, era una victoria y los treshombres no acababan de creérselo.

Jimmy White quería poner manos ala obra en ese mismo momento. Horacele convenció de lo contrario. Había sidouna larga noche. Horace recubrió elextremo de los cables con franela dealgodón, volvió a trepar al hueco deltejado y dejó el cable con cuidado al

borde del agujero. Subido a los hombrosde Jock, atornilló de nuevo la lámina dehierro forjado. Los tres hombresregresaron a su catre, donde Horace setumbó luchando contra el sueño queamenazaba con vencerlo. Estaba agotadoy sin embargo no conseguía dejar lamente lo bastante vacía como paraconciliar el sueño.

Al día siguiente estarían conectadoslos últimos componentes de la radio. Lafuente de energía estaba lista. ¿Estaríanescuchando las noticias procedentes deLondres en menos de veinticuatro horas?Era mucho pedir, y Horace intentóprepararse para la evidente decepción.

Procuró no pensar en el riesgo y elpeligro que había obligado a correr aRose durante las últimas semanas. Sóloesperaba que hubiera merecido la pena.

Como era habitual, a eso de las sietede la mañana un guardia alemán abrió lapuerta del barracón de personal y JimmyWhite se precipitó hacia la puerta.Horace se lo encontró doblado por lamitad en el barracón de las letrinas conlos pantalones por los tobillos.

—Joder, Chalky, no se te ve muybien.

Jimmy White lanzó un gruñido queacompañó su siguiente movimientointestinal.

—Joder, Jim, me estoy cagando. Nosé qué he comido pero te juro que ya nopuede quedarme nada dentro.

—Qué mala pinta tienes. —Horacerecalcó lo evidente—. Y apestas, joder.Cualquiera diría que se te ha metido porel culo algún bicho y se te ha muertodentro.

Jimmy White levantó la vista.—Eso digo yo, colega. ¿Puedes

decirle al oficial médico que medispense de ir a trabajar hoy?

Cuando al cabo de un rato el oficialmédico y un médico civil alemánllegaron por fin a las letrinas, JimmyWhite continuaba allí. Al alemán le

bastó con oler la zona para quedarconvencido y firmarle a Jimmy White unpase autorizándolo a descansar en elbarracón el resto de la jornada. Veinteminutos después Jimmy White estabatumbado en su litera. Horace se planteódurante unos instantes si sería una tretapara trabajar en la radio durante el día,pero no, era imposible crear semejantepeste de manera artificial. Jimmy Whitese encontraba mal de veras.

Cuando Horace regresó al barracónde personal tras la jornada de trabajo,Jimmy White seguía en la mismaposición en que lo había dejado esamañana.

—¿Sigues hecho polvo, Jimmy? —lepreguntó.

—Estoy jodido, Jim. Más débil queun gatito.

Horace se llevó un chasco. Estabanmuy cerca de tener la radio preparada,tal vez quedaban dos o tres piezas porconectar. Da igual, pensó, después deesperar tanto tiempo, ¿qué importaba undía más? Miró a Jimmy White, que teníauna palidez cadavérica y no estaba encondiciones de concentrarse en algo tantécnico como una radio. Horace lerevolvió el pelo.

—No te preocupes, Chalky, mañanaserá otro día. —Horace regresó hacia su

catre y le gritó—: Pero asegúrate deestar recuperado para mañana por lanoche, colega. Tenemos una cita conLondres.

Horace ni siquiera recibió respuesta,lo que le hizo volver la vista hacia ellecho de su amigo. Jimmy estaba tendidode costado y se cogía el estómago conlas manos para intentar aliviar unretortijón, pero sonreía pese a lasmolestias. No cabía duda, estabasonriendo.

—¿Qué? —preguntó Horace—. ¿Dequé se trata?

—¿Tú qué crees? —respondióJimmy.

A Horace le dio un vuelco elestómago. Notó la boca seca y tuvo lasensación de que las palabras se lequedaban trabadas en la garganta.

—Está lista, Chalky, ¿verdad?Jimmy White esbozó una sonrisa que

se quedó en una mueca.—Ya puedes apostar a que está lista,

Greasley. ¿Qué demonios crees que heestado haciendo todo el día?

Horace averiguaría más adelante queJimmy White había encontrado una setavenenosa en el bosque mientrastrabajaba con la cuadrilla. Se habíacomido un trocito de seta y eso leprovocó una intoxicación por

ciclopéptidos. Vomitó poco después detragar, consciente de cuál sería elresultado, a sabiendas de que si tomabamás seta de la cuenta podía acabarmuerto. Jimmy le explicó que tenía quetrabajar en los últimos componentes a laluz del día. Sencillamente era imposiblehacerlo a la luz vacilante de una vela.

El esfuerzo de las horas finales detrabajo había agotado todas las energíasde Jimmy White. Le explicó que todoslos componentes estaban en su sitio,pero, naturalmente, había sido incapazde conectarla a la corriente y por tantono había podido comprobar si la radiofuncionaba, y mucho menos probarla y

buscar una señal y una emisorareconocible de noticias en inglés.

Estaba poniendo excusas, pues sabíaque la impaciencia de Horace lollevaría a conectar el aparato en cuantooscureciera.

—Han pasado cuatro años desde laúltima vez que monté un aparato, Jim.Estoy un tanto oxidado.

Horace tenía la mirada fija en lachimenea de la estufa y la lámina dehierro forjado en el techo.

—¿Igual han cambiado las cosas?Horace miró el estante encima de su

catre y el panel de madera suelto tras elque se escondía la radio. Rose no sólo

había encontrado todos y cada uno delos componentes que le había pedidoJimmy White, sino que se las habíaapañado para conseguirlos del tamañomás pequeño disponible, a fin de que laradio encajase sin problemas en elhueco del barracón de madera. No habíamucho espacio pero se las habíanarreglado para meterlo todo.

—Algunas piezas parecían bastanteviejas, Jim. Es posible que no seancompatibles con los demáscomponentes.

Horace intentó no plantearse lanefasta posibilidad de que la radio nofuncionara. Rose había arriesgado todo

lo que tenía, incluso su vida, para traerleesas piezas; seguro que Jimmy Whiteposeía los conocimientos necesariospara montarlas, y seguro que si hubierasospechado siquiera que alguno de loscomponentes no era adecuado habríapedido otro de repuesto, ¿verdad?

Se tumbó en el catre mirando por laventana, a la espera de que se echara lanoche. Jimmy White había empeorado yle rogó a Horace que esperase hasta lanoche siguiente para conectar la radio.

Horace no estaba dispuesto aesperar. No se perdía nada por probar.Los alemanes apagaban las luces pocodespués de las once. Permaneció

tumbado en el catre unos veinte minutosantes de oír a Flapper encender unacerilla. Se volvió y atisbo la figurafamiliar del hombretón londinenseperfilada a la luz de una vela.

—Jim —susurró Garwood desde elotro lado del barracón—, ¿estásdespierto?

Horace se volvió y miró a sucompañero.

—Ya puedes apostar a que sí,grandullón.

—Entonces, ¿vamos a probar suerte?Horace se levantó del catre y se

llegó de puntillas hasta el de Flapper.—Claro que sí, colega, ya puedes

apostar a que sí.Se colocaron directamente debajo de

la chimenea de la estufa negra. Horaceabrió las piernas mientras FlapperGarwood se arrodillaba. Introdujo lacabeza entre los muslos de Horace y,cogiendo impulso, se incorporó cuanalto era. Horace apoyó las manos en lacabeza de Flapper para mantener elequilibrio encaramado a sus hombros.Hurgó en el bolsillo del pantalón enbusca de la pequeña llave inglesa ymientras Garwood lo sostenía confirmeza, procedió a desenroscar lostornillos de la lámina de hierro forjado.Le llevó tres o cuatro minutos retirarla

del techo y pasársela a Flapper antes demeter la mano en el hueco del tejado enbusca del cable suelto.

Flapper mantuvo la chimenea en susitio mientras Horace descendía por elcuerpo de su amigo hasta el suelo.Flapper desencajó la chimenea de laestufa y la dejó apoyada en la pared.Volvió a levantar a Horace hasta elhueco en el techo y éste llevó el cablepor la parte inferior del tejado y lasparedes huecas hasta el espacio detrásdel estante encima de su catre. Flapperacercó la vela y tras colocarla en elestante retiró el panel de madera de lapared. Horace descolgó el cable hasta la

altura del estante al tiempo que Flapperintroducía la mano en el orificio rezandopara alcanzar el cable oscilante.

—Lo tengo —exclamó cuando elcable entró en contacto con su mano.

Horace volvió a pasar por el agujeroen el techo y se descolgó al suelo ensilencio para luego irse hasta dondeestaba su amigo con una sonrisa en loslabios y un puñado de cable recubiertode plástico.

Los dos hombres se quedaronimpresionados un par de minutos. Sóloestaban a la vista la bobina secundaria,el amplificador y parte del condensador.Todas las demás partes habían quedado

estratégicamente ubicadas en laestructura de madera que separaba lasparedes externa e interna del barracón.Jimmy White había hecho un trabajofantástico a la hora de ocultarlas,utilizando hasta el último centímetrocuadrado de espacio. Horace dijo:

—Impresionante, ¿verdad?—Desde luego —convino Flapper.—¿Crees que funcionará?—Ahora vamos a averiguarlo.Horace no se demoró y en cuestión

de un minuto tenía conectada la radio ala corriente. La diminuta luz roja junto ala bobina cobró vida y empezó a emitirun tenue destello. Los dos hombres

sonrieron. Cuando Horace alargó losdedos hacia los auriculares, Flapper lepuso una mano en el brazo.

—Espera, Jim.—¿Qué pasa?—Esto no está bien. Jimmy tendría

que estar presente.Horace sonrió con resignación.—Tienes razón, colega, ve a

despertarlo.No sin poner reparos, Jimmy White

se arrastró hasta el catre de Horace y sedesplomó allí hecho un guiñapo,quejándose todavía del dolor deestómago.

—¿No podemos esperar hasta

mañana, muchachos?Flapper y Horace negaron con la

cabeza al unísono. Jimmy discernióapenas el blanco de sus dientes cuandosonrieron a la tenue luz de las velas.

—¡Vaya par de gilipollasimpacientes!

Apoyó la cabeza en el colchón yentrelazó las manos detrás de la nuca.

—Decidme qué oís.Antes de que Horace tuviera ocasión

de ponerse los auriculares, Jimmy Whitese incorporó sobre el codo con eltrasero en dirección a sus colegas y setiró un pedo tan estruendoso que aHorace no le cupo la menor duda de que

debían de haberlo oído en losalojamientos de los guardias al lado desu barracón. El hedor tardó unos tressegundos en hacerse notar. No era unolor sino un hedor, el más fétido ypestilente que Flapper y Horacerecordaban haber olido en muchotiempo.

—¡Pedazo de guarro! —chillóFlapper al tiempo que rodaba por elsuelo intentando desesperadamente huirde aquella peste tan invisible comoletal.

Horace se cubrió la boca con lamano y dijo entre los dedos:

—¡Vaya cerdo estás hecho, cabrón!

Jimmy White seguía tumbado, peroahora no se sujetaba el estómago dedolor sino de risa, porque se estabadesternillando como un escolar.

—Os está bien empleado, porobligar a levantarse a un enfermo —semofó—. Os está bien empleado, socabrones.

Cuando fueron menguando las risasde Jimmy y la fetidez, Horace retiró lamano de la cara. Jimmy White cerró losojos de nuevo, satisfecho con su gestode protesta individual.

—Decidme qué oís —repitió.Horace negó con la cabeza e

introdujo la mano en el agujero en busca

de las bobinas primaria y secundaria.Recordó la radio que había en el salónde su casa en Ibstock. La radio portátilde cuatro válvulas de marca Empirictenía un dial de frecuencia de lo más útilpara que el operador tuviera cierta ideade dónde encontrar sus emisoraspreferidas. A través del cristal se veíauna aguja blanca de madera. Por logeneral su padre conseguía sintonizarsus emisoras preferidas en cuestión deminutos.

Ahora era muy distinto. No habíadial ni aguja, sólo dos bobinas a diezcentímetros la una de la otra. Horacesabía que era cuestión de ir probando

hasta encontrar una emisora de hablainglesa, pero tras una hora venga ahurgar y mover de aquí para allá lasruedecillas no había conseguidosintonizar ni siquiera una emisora en lalengua local, ya fuera alemana o polaca.Cada minuto que pasaba sin éxito eramayor su desilusión.

Jimmy White seguía despierto;Horace lo había instado un par de vecesa que lo intentase pero Jimmy habíarehusado, asegurando que estaría demejor ánimo la noche siguiente. No lefaltaba razón, pensó Horace, que lanzólos auriculares sobre el catre en un gestode frustración.

—Lo único que oigo es un putoruido parásito, Jimmy. No he escuchadoni una sola voz. Tendría que haber oídoalguna voz, ¿no? No quiero oír aChurchill ni al puto rey, sólo quiero oíruna voz cualquiera. Hitler estaría bien;por una vez no me importaría oír hablara Hitler o incluso al Mussolini ese delos cojones, pero no, no he oído nada.

Jimmy se colocó boca abajo.—Igual está mal el cableado.

Mañana le echaré un vistazo.—Déjame probar, Jim —terció

Flapper.Horace le pasó los auriculares.—Tú mismo.

Pese a sus buenas intenciones,Flapper no tenía la delicadeza digital nila paciencia necesarias para participaren semejante ejercicio. Después de diezminutos volvió a dejar los auriculares enel catre.

—Me voy a dormir. Chalky tienerazón, ya le echaremos un vistazomañana.

Jimmy White se levantó con esfuerzodel catre de Horace y se fue a pasocauteloso hasta el suyo. Horace volvió acolocar el panel de madera falso con unsuspiro y fue a ayudar a Garwood aponer de nuevo en su sitio la estufa y lalámina de hierro. Al menos algo habían

logrado, pensó. La radio estabaconectada y lista para darle los últimosretoques al día siguiente. Tal vez lesllevara un día o dos, pero loconseguirían.

No le fue fácil conciliar el sueño. Sedurmió, pero no muy profundamente.

Sin que Horace lo supiera, JockStrain tampoco se había dormido. Mirósu reloj de pulsera a la luz de la lunaque brillaba por la ventana. Eran las tresy diez de la madrugada y se preguntóqué demonios hacía Jim Greasleyretirando de nuevo el maldito panelencima del estante. Se levantó de lalitera y se llegó hasta él con sigilo.

—¿Qué mierda estás haciendo? —preguntó—. ¿Sabes qué hora es?

—No puedo dormir, Jock. Hepensado probar suerte otra vez.

Horace se sentó en un extremo delcatre y Jock en el otro. Permanecieronuna hora en silencio mientras Horaceprobaba todas las combinaciones.Percibía cuándo las bobinas llegaban alfinal y entonces cambiaba de sentido ylas hacía girar hacia el otro lado,lentamente, con cuidado, como un ladrónde cajas fuertes que intentase averiguarla combinación. Y tras unos veinteminutos, cuando estaba seguro de quelas bobinas ya no daban más de sí,

cambiaba de dirección y empezaba denuevo.

Cada vez procuraba ir un poco máslento. Había llegado a oír voces las dosúltimas veces… ¿o eran imaginacionessuyas? Quería oír voces… ¿le estabajugando una mala pasada su mente? No,había oído algo sin lugar a dudas.

Lanzó un suspiro y miró a Jock.Milagrosamente, seguía despierto.

—Venga, puñetero escocés, otra vez,¿eh? Luego podemos acostarnos y dejarque mañana le eche un vistazo Jimmy.

Jock Strain asintió y se frotó losojos.

Horace respiró hondo y empezó otra

vez. Cuando llevaba cinco minutosintentándolo de nuevo, se interrumpió.Ésta vez no había equivocación posible,había oído algo, desde luego.

El escocés también se percató ypercibió una chispa de interés en surostro, que no había mostrado emociónalguna durante casi dos horas.

—¿Qué pasa, Jim?Horace levantó una mano y relajó

los dedos con los que sujetaba labobina.

—No lo sé, Jock, me ha parecido oírcomo un redoble de tambor.

A Jock Strain se le quedó helada lasangre del cuerpo entero.

—Descríbemelo, Jim.Horace se encogió de hombros.—¿Qué describa un redoble de

tambor, colega? ¿Qué quieres decir? Eraun redoble, ¿cómo se describe eso?Algo así como tan-tan-tan…, ¿sabes?Como un redoble.

—Radio Tambor —susurró Jockpara sí en una voz que Horace noalcanzó a oír debido a los auricularesque llevaba puestos—. Radio Tambor—repitió un poco más alto.

—¿Cómo, Jock? ¿Qué has dicho?Jock se puso en pie de un salto y

luego se arrodilló al lado de la radio.—Deja la maldita bobina donde

está, Jim, es posible que hayas dado conalgo.

—¿Con algo? ¿A qué te refieres?Algún imbécil que está aporreando untambor de piel. Lo siento, Jock, pero noes exactamente lo que tenía pensadocuando apañamos esta preciosidad.Tenía más…

—Radio Tambor, Jim.—¿Radio qué?—Radio Tambor, un canal de la

BBC que empezó a emitir pocassemanas después de que fuerascapturado en Francia. No habías oídohablar de él, ¿verdad?

Horace negó con la cabeza.

—Es una emisora de noticias.Escuché un par de emisiones antes departir hacia Francia. Entré en la guerraun poco después que tú, ¿recuerdas?

—¿Una emisora de la BBC?Jock sonrió. Horace volvió a

ponerse los auriculares mientras tocabaapenas la bobina con los dedos.Manipuló las ruedecillas hacia derechae izquierda con suma delicadeza,teniendo buen cuidado de no llevarlasdemasiado lejos en ninguna de las dosdirecciones.

Contuvo la respiración, lehormigueaba la piel y notaba escalofríosen la espina dorsal. Y entonces estalló

en sus oídos el inconfundible tono decolegio privado de un locutor de laBBC.

Horace apartó los dedos de laruedecilla y respiró hondo. Levantó unamano con el pulgar estirado y unasonrisa del tamaño de la desembocaduradel Támesis asomó a su cara cuando legritó a su amigo arrodillado en el suelo:

—¡Tenemos las noticias, Jock!¡Tenemos las putas noticias de la BBC!

Horace se echó a llorar y Jock notardó en imitarlo, consciente del efectocontagioso que tenía en él el llanto de uncompañero. Jimmy White oyó el jaleo yse levantó de su lecho de enfermo.

—A ver si os calláis de una vez,joder, que vais a hacer que vengan losteutones.

La imagen de sus dos amigos,abrazados con lágrimas resbalándolespor las mejillas, asombró alradioaficionado.

Sólo podía significar una cosa.—Funciona, a que sí —dijo Jimmy

en tono de absoluta incredulidad.Horace sollozaba cuando se levantó

para salir a su encuentro.—Hemos sintonizado las noticias de

la BBC, Chalky. ¡Eres un maldito genio,tío!

Entonces se levantaron de su catre

más hombres. Freddie Rogers y DaveCrump también se acercaron. A esasalturas Horace volvía a tener puestos losauriculares y lucía la misma sonrisatonta mientras escuchaba un informesobre Túnez, en el norte de África. Porlo visto los aliados iban camino dealcanzar otra victoria y tenían controlabsoluto del norte de África.

Los rostros sonrientes y al mismotiempo llorosos de Flapper Garwood,Jock y ahora Jimmy White no dejaron lamenor duda respecto del logroalcanzado a los demás prisioneros delbarracón de personal en Freiwaldau, enla Silesia ocupada por los alemanes.

Unos soldados empezaron a propinarpalmadas en la espalda a Horace, otrosle estrechaban la mano a Jimmy White yuno de los chicos le plantó un húmedobeso en toda la mejilla.

Eran héroes. Héroes en el mismosentido que un soldado condecorado conla Cruz Victoria por tomar al asalto unnido de ametralladoras alemán, o elavezado general cuyos planes hacíancambiar las tornas de la batalla encontra de todo pronóstico. EranMontgomery, Churchill, el generalMcArthur y Douglas Bader, todos almismo tiempo.

Pese a que lo tenían todo en contra,

Joseph Greasley y Jimmy White habíanconseguido hacerse con las piezas yconstruir una radio capaz de sintonizaruna emisora de noticias de la BBCdelante de las narices de sus carcelerosalemanes.

Era sencillamente monumental, untriunfo que estaba a la altura decualquier otro de los alcanzados porHorace hasta la fecha. Era otra victoriapersonal para Horace y en ese precisoinstante, en su momento de éxito, pensóen la mujer que lo había hecho todoposible.

La mujer que amaba con todo sucorazón.

18La emisora Tambor se sintonizó sinapenas esfuerzo la noche siguiente. Losdoce hombres del barracón de personalempezaron a turnarse para escuchar losinformativos. Sintonizaban la emisoracada hora en punto durante unos quinceminutos, veinticuatro horas al día.Horace sólo escuchó unos cinco minutosde noticias esa noche. Oyó consatisfacción que las tropas alemanas eitalianas se habían vuelto unas contraotras en Roma y estaban luchando entresí. Qué duda cabe, pensó, es cuestión demeses que llegue el final de esta

pesadilla, o incluso de semanas.Para cuando terminó el día siguiente

todos los prisioneros de guerra en elcampo de Freiwaldau estaban al tanto delas últimas novedades en el devenir dela Segunda Guerra Mundial. Enveinticuatro horas la moral de losprisioneros se había disparado comonunca. Sonreían, charlaban y fumabancigarrillos a la vista de todos, sin pedirpermiso a los guardias. Estabanpensando en la victoria y en sus familiasen su país de origen. Los guardiasalemanes también se percataron delcambio de actitud, pero al parecer nopodían hacer nada al respecto. Horace

estaba sentado en su catre mirando porla ventana abierta. Contemplaba elcampo mientras los hombres hacían colapara el rancho vespertino y se quedóabsorto en sus sonrisas, su alegría, y loembargó una tremenda sensación deéxito y orgullo. Había conseguidocambiar la situación.

Después de cenar se tumbó en elcatre a la espera de que oscureciese. Semoría de ganas de compartir las buenasnoticias con Rose. Se levantó y fueadonde estaba Flapper para repasar envoz queda los detalles de su plan.

—Si tú crees que dará resultado,Jim, estaré encantado de intentarlo.

Flapper Garwood, pensó Horace,¿quién podría desear un amigo mejor?Conocía a aquel noble gigantón desde elcomienzo de la guerra y habían estadojuntos a las duras y a las maduras. En elcampo a las afueras de Saubsdorf perdiócasi cuarenta kilos y, lejos de quejarse,se las arreglaba para pensar en elprójimo. Garwood le había ayudadodurante aquella marcha infernal y lesalvó la vida en el tren de la muerte.Siempre había estado a su lado y Horaceestaba seguro al cien por cien de que almatar al Jorobado salvó la vida demuchos otros prisioneros.

Horace se atrevió a pensar en el

final de la guerra. Las medallas ycondecoraciones se repartirían igual queconfeti. ¿Se acordaría siquiera alguiende los soldados cautivos en los campos?¿Recibirían algún reconocimiento loshombres como Flapper Garwood? Lodudaba mucho.

Flapper también había rogado que lepermitieran intentar escaparse por elbosque, pero Horace y el comité defugas se lo habían prohibido. Todosestaban de acuerdo en que Horace teníauna buena razón para arriesgar la vidacada vez que lo hacía. Tenía dos buenasrazones, en realidad: Rose y la comidaextra que traía al campo. Hasta

Garwood tenía que reconocer que unafuga a carta cabal era casi imposible. ¿Ydónde terminaría? Querrían probarsuerte más hombres y cada prisioneroque intentase escapar incrementaría lasposibilidades de que los capturasen atodos. Y naturalmente se acordaban deljoven Bruce Harwood y lo que le habíanhecho los alemanes. Pero por una vez,Horace iba a necesitar un poco de ayuday Flapper Garwood era la opción másevidente.

Rose permaneció boquiabiertamientras Horace le narraba los sucesosde las últimas cuarenta y ocho horas.Estaba sentada en el banco de la

pequeña iglesia y se puso en pie de unbrinco cuando Horace le relató laprimera vez que oyeron la voz deLondres. Se rio mientras ella emprendíaun bailoteo por la iglesia llamando a losalemanes de todo. A Horace no le cupola menor duda de que esa muchachaaborrecía a los alemanes tanto como él.

—Mi padre estará encantado.En cuando salieron de sus labios

esas palabras se quedó completamenteinmóvil. Había sido un lapsus, unarranque de emoción que debería habercontenido.

Horace había supuesto en todomomento que su padre debía de estar al

tanto de los viajes de su hija al campo,su relación con un prisionero de guerraaliado y tal vez incluso del asunto de laradio. Se preguntó si habría conseguidoél las piezas. Rose, como era natural,había querido protegerlo. Horace seincorporó y se acercó a ella. Habíaempezado a temblarle el labio inferior,tenía los ojos cubiertos por una películade lágrimas y rehusaba mirarlo a losojos.

—No te enfades, Rose. No en unanoche tan maravillosa como ésta.

Enterró la cara en el hombro deHorace y rompió a llorar.

—¿Lo sabías?

—Lo sospechaba.Rose levantó la mirada y las

lágrimas le resbalaron por las mejillas.—Los odia tanto como tú. Dedicó

veinte años a levantar aquel negocio ysencillamente se lo arrebataron, sellevaron a sus obreros judíos y lerobaron sus beneficios.

Horace había olvidado tiempo atráslos rumores acerca de los judíos.

—Los padres tienen buen juicio,Rose, cuando se trata de sus hijas. Nome sorprendería que hubiera sospechadoya hace tiempo…

—Eso es imposible, Jim…, ¿no?Horace se encogió de hombros.

—Vámonos de aquí, Rose. Tenemosque permitir a los hombres que locelebren. Nos hace falta carne y verdurapara ellos, ¿recuerdas?

Rose se enjugó las lágrimas y se lasarregló para sonreír.

—He traído algo para que locelebréis.

Rose sacó del bolso dos botellaspequeñas de vodka polaco.

—No es mucho, pero tus hombrestienen que celebrarlo, necesitan brindarpor la victoria.

Horace aceptó las dos botellas y lasdejó en el suelo. Atrajo a Rose hacia síy la besó durante lo que le pareció una

eternidad. Luego salieron de la iglesiapara adentrarse en el bosque.

—Ésta noche, Rose, vamos a llevara los hombres gallina fresca.

Rose lanzó un silbido.—¿Estás seguro?—Ésta noche se trata de ejecutar un

robo relámpago. No vas a venir alpueblo conmigo.

—Pero Jim, yo siempre…Horace le puso un dedo en los

labios, se inclinó hacia delante y la besócon ternura.

—Ésta noche no, Rose. Habrá jaleoy será peligroso. Ésta noche dossoldados del ejército británico van a

llevar a cabo un ejercicio militar quedejará a la altura del barro las proezasdel duque de Wellington.

Rose sonrió.—A mí no me suena de nada ese

duque.Horace se echó a reír.—Da igual, Rose. Tienes que volver

a casa. Esto entraña cierto riesgo. Tenen cuenta que esas malditas gallinas sonde lo más escandalosas.

Rose lanzó un suspiro, se llevó unamano al corazón y fingió undesvanecimiento.

—Qué valiente eres, enfrentándote aesas gallinas…

Horace la besó de nuevo y cuando seretiraba, ella le pasó la mano por losriñones y lo retuvo para apretar suscaderas contra las de él.

—Jim, no te lo he dicho, pero esevodka tiene un precio. —Sonrió—. Venal bosque conmigo y te lo explico.

Rose lo cogió de la mano y lo llevóhacia el interior del bosque. Horace yasospechaba de qué clase de moneda decambio estaba hablando Rose.

Flapper estaba sentado en el bosque.Se encontraba sin resuello. Había sidouna carrera de cincuenta metros escasosdesde el barracón pero la adrenalina ydemás sustancias químicas que corrían

por sus venas habían convertido elbreve trecho en un esfuerzo maratoniano.Había corrido siguiendo las huellas deJim Greasley. Había escapado por lamisma ventana enrejada y ahora estabaen el mismo bosque donde Jim corríatodas sus aventuras, y sentía envidia. Lasensación de libertad era increíble.Podía correr, podía esconderse, podíapasear por el bosque sin la presenciaconstante de un uniforme alemán. Yaprovechó al máximo la luz de la lunallena mientras deambulaba lentamente yen silencio por entre los árboles. Cadapocos pasos se detenía, respiraba hondoy se embebía de la atmósfera callada y

libre de Silesia.Había escapado poco después de las

doce con instrucciones precisas dedónde reunirse con su amigo. Elencuentro sería a la una y media.Flapper Garwood disponía de hora ymedia para disfrutar de un entorno libre,un mundo sin restricciones.

Horace estaba sentado a la puerta dela pequeña iglesia mordiéndose lasuñas. Diablos, pensó, ¿dónde se hametido ése? Debían de ser cerca de lasdos. Horace se había despedido de Rosepoco después de la una y cuarto, segúnel reloj de la joven, y le costó apenasdiez minutos regresar a la iglesia. No

tenía reloj pero calculaba que debían dehaber transcurrido al menos veinticincominutos.

Garwood estaba en pleno tormento.Pasaba ya un buen rato de la hora en quehabía quedado con Jim Greasley, ymientras estaba sentado en el lindero delbosque empezaron a resbalarle lágrimaspor las mejillas. Se preguntó qué clasede individuo era Jim Greasley. Ahorasabía por qué tanto su amigo como elcomité de fugas querían evitar que loshombres huyeran al bosque.

Mientras cubría el trayecto decincuenta metros se había notadoperfectamente contenido, centrado de

lleno en la operación que tenía pordelante, y había dado por hecho quedaría media vuelta después de haberllevado a cabo la misión y sencillamentevolvería a internarse en el campo.

No era tan fácil.No disponía de mapas, ni

provisiones, ni dinero o ropa de muda, ysin embargo, notaba una atracciónmagnética que lo estaba desgarrando.Sabía que era una estupidez, sabía queera equivalente a firmar su sentencia demuerte, pero aun así sentía la necesidadde fugarse, de huir de sus captores, de sureclusión. Sin duda tenía consigo mismoel deber de intentarlo al menos, ¿no? Se

serviría del sol para orientarse, viviríade lo que fuera recogiendo y robaría enlos pueblos que fuera encontrándose porel camino tal como hacía Jim Greasleypara conseguir carne y verdura. Sólotenía que dirigirse hacia el norte enbusca del mar Báltico. Una vez allísubiría como polizón en un barco rumboa Inglaterra. No sería fácil pero loconseguiría.

Horace caminaba de aquí para allá ala entrada de la iglesia. Ya pasaba unbuen rato de las dos. Había ocurridoalgo. ¿Habrían atrapado los alemanes asu amigo? ¿Habrían descubierto que éltambién estaba ausente? El campo debía

de estar en pleno alboroto, todos y cadauno de los guardias alemanes, alerta y enposición, patrullando el perímetro. Leestarían esperando y no tendría la menorposibilidad de volver a entrar. Y todopor ofrecer un pequeño festín a loshombres. Qué estupidez. El comitéestaba en lo cierto: al fugarse doshombres se multiplicaban por dos lasprobabilidades de que fuerancapturados.

A buenas horas se arrepentía.¿Por qué no se había ceñido a la

rutina habitual, un par de conejos, unaspatatas y de regreso al campo? Habíanconseguido que la radio funcionara, ¿por

qué arriesgar semejante logro por unospedazos más de carne? Horace recogióel abrigo y echó a andar antes de darsecuenta de que no sabía hacia dóndedirigir sus pasos. El campo, tenía que iral campo para ver si habían dado laalarma. Igual Flapper sencillamente sehabía rajado. Igual seguía bien calentitoen su cama. Sí, eso era, había cambiadode parecer.

No había cubierto más de veintemetros cuando oyó una voz a su espaldaque lo llamaba por su nombre.

Garwood estaba entre las sombras.Se adelantó, tenía la cara encendida ylas mejillas, manchadas de tierra.

—Jim, yo…—¿Dónde demonios te habías

metido, Flapper? Habíamos quedado ala una y media.

—Lo siento, Jim. Yo…En ese instante Horace se dio cuenta

de lo que había estado rumiando suamigo. Eran las mismas ideas que habíaabrigado él un centenar de veces. Laculpa, la angustia, el sentido del deber.Preguntarse si era posible regresar aInglaterra y acordarse de los amigos y lafamilia allí en casa. Horace le dijo:

—Ibas a largarte camino deInglaterra, ¿verdad?

Flapper tartamudeó, incómodo con

aquella intrusión de carácter telepáticoen su mente.

—Ya lo sabías. Tú…—He pasado por eso, Flapper, he

pasado por ello más veces de las quepuedes imaginar.

Garwood se apoyó en un árbol y sedejó caer al suelo. Horace se arrodilló asu lado mientras Flapper descargaba suconciencia.

—Debo de haber corrido más detres kilómetros antes de dar mediavuelta. Me había convencido de quesería sencillo. Luego he caído en lacuenta de que no sabía en qué direccióniba y he empezado a pensar en ti y en los

muchachos y en la radio y el banqueteque habíamos planeado y cómo dejaríaen la estacada a todo el mundo por puroegoísmo.

Horace escuchó con atenciónmientras su amigo se sinceraba y luegodijo:

—Nuestro lugar está en el campo,Flapper. Flapper levantó la vista y seenjugó una lágrima de la mejilla.

Horace continuó:—Hemos contribuido en mayor

medida al esfuerzo bélico que el típicosoldado recluta en las trincheras deFrancia matando alemanes. Somosnecesarios en los campos, los hombres

como nosotros, es ahí donde está nuestrolugar. Yo no estaría aquí, Flapper, de noser por ti. Me salvaste la vida en aqueltren. Yo…

—No, Jim, nosotros…—Cállate la puta boca y déjame

acabar.Flapper captó la indirecta y sonrió.

Quería oír lo que le estaba diciendo suamigo. Necesitaba oírlo. Lo habíasentido en muchas ocasiones, habíasentido que estaba haciendo unaaportación nada desdeñable al esfuerzobélico. Cuidaba de los suyos, deaquellos que lo necesitaban, los protegíay los ayudaba a atravesar su propio

infierno personal. Todos desempeñabanun papel.

—Sé que mataste al Jorobado. —Horace permaneció atento a la reacciónde su amigo a sus palabras, pero nohubo ninguna—. Dios sabe las vidas decuántos hombres salvaste al cargarte aaquel monstruo. Has sido mi compañerodesde el primer campo. Te necesito,Flapper. Necesito hablar contigo todoslos días. Te necesito como manoderecha cuando tracemos nuestrosiguiente plan, por ridículo que sea.Necesito que me cubras las espaldas yme digas lo capullo que soy a veces. —Horace sonrió—. En Inglaterra no me

sirves de nada, joder. Te necesito aquí,los hombres te necesitan aquí. Al carajocon eso que dice el puto ejércitobritánico de que tienes el deber deescapar. —Horace se inclinó haciadelante y asió con fuerza al hombretónpor la rodilla—. Tu deber está aquí, tudeber es proteger a los hombres,ayudarme a hacer llegar las noticias dela BBC a todos los prisioneros ensetenta y cinco kilómetros a la redonda.

Flapper sintió deseos de mostrarsede acuerdo, sintió deseos de decirle a suamigo que todo lo que estaba diciendotenía sentido y sintió deseos de decirleque era el mejor discurso que había oído

en su vida. El sentimiento de culpa sehabía esfumado. Jim Greasley teníarazón y, asombrosamente, no estabafurioso. Aunque también era cierto queJim Greasley había albergado esosmismos sentimientos. Flapper siemprehabía sabido que si lo habían apresado yencarcelado en los campos era por algúnmotivo. Siempre había sabido que teníauna razón y un objetivo para estar allí.Jim se lo había explicado con claridadmeridiana: era el supervisor, elprotector.

Y el hombre que estaba de rodillasdelante de él con una estúpida sonrisainfantil en los labios, ¿quién era ese

hombre? Jim Greasley era casi sin lugara dudas uno de los héroes olvidados dela Segunda Guerra Mundial. Era elcazador, el recolector, el ingeniero, eltraficante, el amante y el guerrerotambién. Era el cabronazo más tenaz conel que se había cruzado… y Flappertenía la tarea de velar por él.

Los dos amigos estaban en cuclillasen la pequeña parcela silesiana. Habíanllenado un buen saco con verdura frescay ahora tenían los ojos puestos en elgallinero al otro lado del huerto. Lasgallinas estaban nerviosas; barruntabanel peligro. Era extraño: una noche trasotra Horace y Rose habían hecho

incursiones en huertos, parcelas, fincas ygranjas de la zona, siempre ciñéndose alárea de las verduras y los conejos. Niuna sola vez habían intentado llevarsegallinas, y las aves habían permanecidoallí plantadas en silencio mientrasmataban los conejos delante de sus ojos.Ahora era como si las gallinas losupieran. Era como si alguien se leshubiera acercado y les hubiese dichoque era su turno. Horace y Flapper sepercataron del movimiento, el tenuecloqueo que llegaba a lomos del vientonocturno.

—Los hombres tienen que comergallina mañana, amigo mío.

—Gallina y vodka —respondióFlapper.

—Gallina y vodka —repitió Horace.Dio la impresión de que Flapper

estaba un tanto nervioso cuando dijo:—Van a montar un buen escándalo,

colega. Tenemos que darnos prisa…entrar y salir con la rapidez del zorro.Debe parecer que ha sido un zorro elque ha entrado en los cobertizos estanoche, no dos prisioneros tarados delcampo carretera adelante.

Horace asintió.—Entonces tenemos que ser rápidos

como el viento.Flapper miró a su amigo de soslayo.

—¿Listo?—Más listo que nunca.—Vamos a buscar alimento para

nuestros camaradas.Flapper propinó un puñetazo en el

hombro a Horace en son de broma y losdos hombres se dirigieron a la carrerahacia sus objetivos. Flapper Garwoodalcanzó primero la puerta del gallinero ytiró con fuerza del pomo. El cordel quesujetaba la puerta en su sitio se rompiósin ofrecer resistencia y ésta se abrió depar en par. Horace entró de un salto yempezaron a volar plumas y serrín portodas partes mientras las pobres gallinasintentaban desesperadamente evitar que

las capturasen. Horace agarró a unagallina en pleno vuelo y le partió elcuello con ademán experto. Flappercogió otra y tiró sin éxito de su cuello encuatro ocasiones, consiguiendoúnicamente que el ave cloqueara másfuerte cada vez.

—Dame eso, señorito de ciudad —le instó Horace, que la mató al primerintento.

—Una más —susurró. Tres pájarosen la cazuela, todo un banquete. Latercera gallina fue atrapada y sacrificadaen cuestión de veinte segundos.

Justo cuando salían, Flapper alargóel brazo; pasaba por el aire otra gallina.

La cogió por la pata y se metió la cabezadel ave en la boca, apretó los dientes yle dio un buen tirón. La cabeza de lagallina se separó de su cuerpo sinofrecer apenas resistencia y Flapperescupió una bocanada de plumas al aire.

Horace se quedó pasmado.—¿Qué haces, por el amor de Dios?Flapper escupió la cabeza hacia un

rincón y tiró al suelo el cuerpo de lagallina, que seguía retorciéndose. Ledirigió una sonrisa a Horace con la caraensangrentada.

—El zorro, colega. Debe parecerque ha estado aquí nuestro amigo elzorro.

Horace sonrió.—El zorro…, claro.Y recordó alguna ocasión en que un

zorro se las había arreglado para entraren los cobertizos de su padre en Ibstocky la absoluta devastación y las muertesinnecesarias de que había sido testigo ala mañana siguiente. Flapper teníarazón: un zorro siempre dejaba tras de síal menos un ave muerta.

Horace y Flapper durmieron con lasgallinas muertas, las verduras y el vodkadebajo del catre. El guardia alemán hizosu aparición habitual a las siete en puntoy luego se esfumó. Los hombres sehabían quedado anonadados al ver el

botín que ahora estaba oculto en elbarracón de personal y Jock hizo unalista y una nueva receta para la cena deldía siguiente. Jock se las habíaarreglado incluso para birlar especiasde la cocina de campaña alemana yconvencer al comandante del campo deque fuera un poco más generoso con laración de pan. Y, cosa increíble, habíautilizado todos sus poderes depersuasión para suplicar losingredientes necesarios para prepararmasa de empanada. A regañadientes, elcomandante del campo le habíafacilitado harina, leche y huevossuficientes para preparar una finísima

masa de empanada para cien hombres.Ésa tarde había llovido y, como era

habitual con tiempo inclemente, la cenase preparó bajo techo en la estufa delbarracón de personal, fuera de la vista yla curiosidad de los alemanes.

Fue perfecta… una velada perfecta.Casi un centenar de prisioneros se

apiñaron en el área donde por lo generaldormían doce hombres. Cada cual trajoconsigo un recipiente en el que se vertióun trago de vodka minuciosamentemedido. Unos lo saborearon; otros se lometieron entre pecho y espalda deinmediato y unos pocos lo reservaronpara la cena que estaban a punto de

degustar.El cocinero no desperdició nada; se

usó hasta el último pedazo de lasgallinas, además de las verdurasadicionales. Jock creó otra obra de arteculinaria. Para empezar, pieles de patatasazonadas. Los hombres se mostraronreacios al principio; a ninguno se lehabía ocurrido que se pudiera dar tanbuen uso a los desechos de la patata.Pero Jock había reblandecido las pielesen agua hirviendo antes de freirlas conlas especias robadas, unas cebollastroceadas y el jugo de unos tomates. Elsabor era exquisito.

Y luego, de segundo, empanada de

gallina.Los hombres debían tener paciencia,

pues los alemanes sólo habían facilitadoal cocinero dos moldes de empanada detamaño mediano. Cada plato erasuficiente para diez hombres y muchostuvieron que esperar horas para recibirsu pedazo de cielo. No parecía que lesimportase mucho. Estaban sentados,fumando tabaco de sus paquetes de laCruz Roja mientras hablaban del final dela guerra. Horace fue uno de los últimosen recibir su ración y saboreó hasta elúltimo delicioso bocado. Luego levantósu vasito de vodka en dirección a Jock ybrindó por él.

Todos los allí reunidos sabíanquiénes habían traído los ingredientesadicionales para el banquete de esanoche, pero como ocurre con todos lossecretos bien guardados, nadie dijo unasola palabra; nadie propuso un brindispor los cazadores.

Y así era precisamente como loprefería Horace.

A eso de las diez y media, con todosy cada uno de los hombres reunidostodavía en el barracón, Horace se pusoen pie provisto de una hoja de papel.

—Y ahora, caballeros —dijo en unsusurro—, aquí están las noticias deayer de la BBC.

19Fue mientras veía a los hombres liar eltabaco la víspera por la noche cuandotuvo la idea. En uno de cada diezpaquetes, la Cruz Roja habíasuministrado a los hombres una máquinade liar cigarrillos a fin de que lacompartieran. El papelillo se colocaba alo largo y se distribuía el tabacouniformemente en su interior. Sehumedecía con saliva el papel y luego secerraba el mecanismo. Se realizaba unmovimiento de prensado y cuando seabría la máquina el resultado era uncigarrillo de forma perfecta.

Había hablado del asunto con losdemás hombres del barracón pero, comosiempre, le señalaron variosinconvenientes.

Horace estaba en deuda con Rosepor facilitarles todo lo necesario paraconstruir la radio. No había queconsiderarla un mero lujo, algo con loque tener entretenidos a una docena deprisioneros. No, era un estímulo para lamoral, eso ya lo había visto y estabadecidido a que tantos prisioneros comofuera posible estuvieran en situación derecibir partes de noticias conregularidad. Ultimas noticias sincensura, noticias de verdad, no

propaganda. Eso haría mucho másllevaderos sus últimos meses en elcampo. Quién sabía, cuando llegase lahora de huir de los campos, estar altanto de los acontecimientosinternacionales podía suponer ladiferencia entre la vida y la muerte.

En cuestión de un mes, la unidad deproducción del campo estaba en marcha.Habían trasladado al barracón depersonal a dos antiguos periodistasduchos en taquigrafía, así como dospares más de auriculares, por cortesíade Rosa Rauchbach.

Todas las noches los periodistasescuchaban las noticias y las

transcribían taquigráficamente. Durantelas horas de oscuridad las reescribíande manera que cualquiera pudieseentenderlas. Habían suministrado a losprisioneros una máquina de escribir ypapel fino para máquina. Por lo generallos alemanes ofrecían su versión,minuciosamente cribada, de lasnovedades de la guerra por medio de unboletín de noticias mecanografiado pordos prisioneros con los conocimientosnecesarios y distribuido entre losreclusos. Era tan ridículo que rara vez loleía nadie. En el pasado habían recibidonoticias de la muerte de Churchill, lacapitulación de Rusia y, entre otras

cosas, la invasión de Londres,Edimburgo y Nueva York por tropas deasalto alemanas.

Ésta vez tenían la intención de darmejor uso al papel de escribir robado delas oficinas alemanas. Los periodistasescuchaban el noticiario de medianoche,luego dedicaban una horaaproximadamente a adaptar y redactarlas noticias taquigrafiadas. A las dos dela madrugada despertaban a losmecanógrafos, que destinaban una horade oscuridad a reescribir a máquina a laluz de una vela las notas de losperiodistas. Otro turno de dos hombresdaba comienzo a las seis de la mañana.

Su tarea consistía en introducir el papelescrito en mitad del papel de liar conmedio centímetro de tabaco en cadaextremo.

Los cigarrillos se canjeaban y serepartían a la hora de pasar lista a lamañana siguiente, e iban pasando demano en mano a lo largo del día. Antesde que se sirviera la cena todos losprisioneros del campo estaban al tantode los acontecimientos internacionalesde los que había informado la BBC lavíspera por la noche.

Y ni siquiera así se dieron porsatisfechos Horace y sus compañerosdel barracón de personal en Freiwaldau.

Redoblaron los turnos durante la noche eincrementaron la producción decigarrillos provistos de noticias.Empezaron con el siguiente campo,carretera adelante. Las diferentescuadrillas de trabajo se cruzaban todoslos días. Por lo general se detenían ycharlaban un rato; los guardias alemanesno se preocupaban mucho de un tiempo aesa parte. Los prisioneros pasaban algúnque otro pitillo a sus compañeros,siempre con buen cuidado de pedirpermiso antes a sus vigilantes. ¿Quépodía haber de malo en ello?, pensabanlos alemanes. Y a los prisioneros querecibían los cigarrillos se les decía que

se los guardaran de inmediato. En sudebido momento, esos mismosprisioneros pasaban cigarrillos deverdad a la cuadrilla de trabajo deFreiwaldau de manera que se pudieramantener la producción.

La maquinaria informativa, de sumaeficiencia, siguió en funcionamientotodo el invierno y durante la primaverade 1944. Quienes recibían las noticiasleían acerca de los intensos bombardeosde ciudades alemanas y la retirada delas tropas japonesas de Birmania. Sinembargo, también se enterarían haciafinales de marzo de 1944 de las severaspérdidas sufridas por la RAF durante un

inmenso ataque aéreo contra Nuremberg.El comité del «Diario del campo» —como era afectuosamente conocido—acordó que se informaría de todos losacontecimientos sin excepción, portrágicos que fueran y al margen delefecto que pudiera tener sobre losprisioneros. Todos acordaron no poneren peligro la honestidad de la operación.

Aunque los prisioneros deFreiwaldau no estaban al tanto, en mayode 1944 los aliados se preparaban parael Día D. En las emisiones radiofónicasse filtraban informes sobre elincremento de los bombardeos enFrancia en preparación para el ataque.

El Diario del campo dio la noticia perosus redactores no conocían la auténticarazón detrás de la intensidad de esosbombardeos.

Horace seguía escapándose parareunirse con Rose. De vez en cuando seestropeaba un componente de la radiopero Rose siempre encontraba una piezade recambio en unos días. Para elverano de 1944 el Diario del campo eraleído por el asombroso número de tresmil prisioneros de guerra, todos losdías.

El diario estaba siendo recibido yleído por demasiados hombres. Era sólocuestión de tiempo que un lapsus

alertara casualmente a alguien dispuestoa destruir el operativo. Ocurrió cuandoun trabajador civil del campo hacía susnecesidades detrás de un seto cerca deuna de las cuadrillas de trabajo en elbosque, a seis kilómetros deFreiwaldau.

La víspera habían llegado buenasnoticias y los prisioneros no podíancontener su emoción. Finales de agosto yprincipios de septiembre habían traídouna noche tras otra de noticiassensacionales que habían levantado lamoral de los prisioneros hasta nivelesnunca vistos.

París había sido liberada y la radio

informaba que De Gaulle y la resistenciafrancesa habían marchado triunfantespor los Campos Elíseos. Los alemanestambién se habían rendido en Tolón yMarsella en el sur. Tropas canadienseshabían capturado Dieppe y los aliadoshabían entrado en Bélgica. Bruselas,Amberes, Gante, Lieja y Ostende habíansido liberadas por los aliados. Los rusoshabían liberado también el primercampo de concentración en Polonia. Erael principio del fin para Alemania y elTercer Reich.

Dos prisioneros de guerra hablabandurante un descanso en la cuneta de lacarretera.

Con toda despreocupación y en untono de voz más alto de lo conveniente,uno de ellos le pasó un cigarrillo a suamigo de otro campo y le anunció quelas noticias eran buenas.

—A decir de todos, la radio echabachispas anoche.

—¿Ah, sí?Andrezj Netzer, un silesiano afecto a

los nazis, se sostenía el pene mientras unchorro de orina caliente se derramabacontra el seto. Estaba oculto y sepellizcó el extremo del pene paraaminorar el chorro por miedo a que looyeran. Qué suerte, pensó al oír cómocontinuaba la conversación. La mente le

funcionaba a plena potencia, haciendocabalas acerca de cómo esainformación, si se la transmitía a laspersonas adecuadas, le permitiría subirunos peldaños en la jerarquía delcampo. Supervisar las cuadrillas quetrabajaban fuera del campo era desdeluego mejor trabajo que muchos otrospero, a medida que se acercaba elinvierno, tenía sus miras puestas en untrabajo de oficina más calentito,haciendo papeleo y bebiendo café el díaentero.

—Las tropas aliadas han entrado enAlemania, según informa la BBC.

—Venga ya…

—De verdad, en un sitio llamadoAquisgrán. Y los alemanes y losjaponeses se están rindiendo a diestro ysiniestro.

El otro prisionero lanzó un silbidomientras toqueteaba y miraba fijamenteel cigarrillo que contenía las noticias.

—Así que es verdad. Ésta guerraestá acabando.

—Eso parece, colega… eso parece.Andrezj Netzer se sacudió las

últimas gotas de orina del pene y seabrochó la bragueta. Aguardó ensilencio a que los prisioneros sedespidieran y luego se fue.

Horace y Rose empezaban a hacerplanes para el final de la guerra. Ésanoche no habían hecho el amor; Roseestaba rebosante de entusiasmo y ganasde hacer preparativos. Estabantumbados en la iglesia, sencillamentehablando. Por una vez estaban vestidosde los pies a la cabeza.

—Nueva Zelanda.—¿Qué? —replicó Horace.—Nueva Zelanda… podemos ir a

Nueva Zelanda —continuó Rose—. Mipadre ha dicho que el gobierno deNueva Zelanda está haciendo planes decara al final de la guerra. Es un paísgrande y están animando a los

campesinos a que cultiven la tierra.Horace, sin darse cuenta, asentía.

Rose estaba lanzada.—Tú ya has trabajado en el campo,

Horace. Podríamos presentar unasolicitud.

Horace no llegó a oír las siguientesfrases; tenía la cabeza en un planetatotalmente distinto. Soñaba con unagranja de ovejas y una mujer, hijos y unclima espléndido, y paz. Habían habladoen muchas ocasiones sobre el final de laguerra. Quería seguir con Rose; queríaestar con ella el resto de su vida, perosiempre se había preguntado dóndevivirían. Llevar de regreso a Inglaterra a

una silesiana alemana era imposible.Durante cinco años los alemanes habíansembrado el terror en su país. Habíanbombardeado, acribillado y masacrado.¿Cuántas familias de Ibstock habíanperdido hijos, hijas, padres y madres,tíos y tías?

Sus compatriotas no lo entenderían,sobre todo en un pueblo pequeño comoIbstock.

No podía llevar a Rose de vuelta aInglaterra.

¿Y qué había de Silesia? ¿Podíanfundar allí un hogar? No estaba nadaclaro. No estaba claro qué tipo decompensación exigirían los rusos a la

población alemana, ni si medirían a lossilesianos por el mismo rasero. Rosehabía trabajado en el campo; su padreera el propietario. Por lo que concerníaa los rusos, era una de ellos. No queríani planteárselo.

Horace notó un escalofrío en lacolumna vertebral. Había oído lasnoticias, los rumores que corrían acercade lo que estaban haciendo los rusos conla población alemana. Soldados ociviles, no hacían distinciones. Llegabanhistorias acerca de asesinatos en masa,ahorcamientos, torturas y violaciones engrupo.

—No me estás escuchando,

¿verdad? —le espetó Rose, furiosa.—Es que estaba pensando en Nueva

Zelanda. —Horace la atrajo hacia sísobre la alfombra y la besó. Introdujo lamano por debajo de su falda, dio con elfino tejido de sus braguitas y le masajeóel clítoris con el índice. Ella gimió unafracción de segundo y luego le cogió lamuñeca y se la retiró.

Apartó sus labios de los de él.—¿De verdad estás pensando en

Nueva Zelanda, Jim?—Sí.—¿Quieres vivir conmigo para

siempre y darme un montón de hijos?—Sí.

Rose sonrió.—Cuánto te quiero, Jim Greasley.—Yo también te quiero, mi rosa

inglesa.

Andrezj Netzer apenas podía contener laemoción cuando cruzó las puertas delOflag VIII Oberlangendorf. Sin dudarloun momento, fue directo al despacho delcomandante. Un sargento de medianaedad levantó la vista de la mesa. Netzerse apercibió de su mirada, la clase demirada que le dirigían la mayoría de losalemanes. La clase de mirada con la quedaban a entender que no era más que una

mierda que se habían limpiado de lasuela del zapato. Después de lo queestaba a punto de revelar, ya no lomirarían así.

Horace estaba tumbado en el catre,totalmente despierto. No había pegadoojo y había visto la luna cruzar poco apoco el cielo. Era una noche fría ydespejada; las constelaciones de Orión yla Osa Mayor eran claramente visibles.Durante el tiempo que llevaba en elcampo había aprendido a interpretar elcielo bastante bien y calculó que debíande ser las tres de la madrugada. Ésa

noche había escuchado las noticias y sehabía enterado del avance ruso a travésde Prusia, Polonia, Hungría y,naturalmente, Silesia. Eran buenasnuevas, pero ahora estaba pensando enRose. Por alguna razón que no alcanzabaa identificar, hubiera preferido quefueran los norteamericanos los queatravesaban Silesia.

Desvió la mirada hacia el bosque yse incorporó al divisar un diminuto hazde luz a tres o cuatro kilómetros dedistancia. La luz se acercaba. Pese alfrío de la noche Horace notó que se leformaban gotas de sudor en la frente yuna sensación pegajosa le ceñía la

camisa a la espalda. El único haz de luzse escindió en dos faros de coche, luegootros dos, y dos más. Ocho coches sedirigían a toda velocidad hacia elcampo. En cuestión de minutos losguardias alemanes se habían dirigido ala carrera hacia la entrada del campo.Ignoraban quién podía estar llegando auna hora tan intempestiva y se temían lopeor. ¿Americanos? ¿Rusos? ¿Habíaamanecido por fin el fatídico día?

No. No eran camiones llenos desoldados, ni tanques o artillería pesada.Eran vehículos de las SS y Horace supopor instinto que habían venido en buscade la radio. Fue un ejercicio bien

ejecutado y brutal, ideado parademostrar a los prisioneros que lamaquinaria de guerra alemana aún teníaánimo de lucha para dar y tomar. Losmilitares de las SS entraron en lasdependencias de los prisioneros y elbarracón de personal estruendosamentey sin miramientos. A cualquierprisionero que tardaba en responder a lallamada de aviso en plena madrugada lotiraban del catre de una patada y luegole propinaban unos cuantos culatazos.No les llevó más de tres minutos tener atodos los prisioneros del campoformados al raso, azotados por el fríoaire de Silesia en octubre, algunos con

poco más que la camiseta y loscalzoncillos.

Un oficial de las SS de aspectomalvado, grande y con bigote empezó ahablar:

—Prisioneros de la madre patria,hemos venido hasta aquí esta noche adeshacer ciertos agravios. No somosestúpidos y sabemos que se haestablecido una red de comunicación enuno de los campos de esta zona.Tenemos razones para creer que es el deFreiwaldau.

Horace miró de reojo a Jock Strain yal siguiente de la fila, Jimmy White.Horace confiaba en no parecer tan

asustado como ellos, aunque mucho setemía que lo parecía.

—Tranquilos —susurró una voz. EraFlapper—. No tienen ni puta idea, sóloson suposiciones.

—Suposiciones muy acertadas —repuso Horace.

El oficial siguió adelante. Sacó unahoja de papel.

—Primero, tengo que contaros cómova la guerra. Habéis estado oyendotonterías procedentes de vuestro país.Quieren haceros creer que el ejército dela gloriosa patria alemana haemprendido la huida.

El oficial soltó una risa forzada. Los

militares de menor rango a su alrededorsonrieron en el momento justo, y uno odos incluso rieron al unísono con eloficial.

—Nada más lejos de la verdad,estúpidos perros ingleses. —El oficialsacó unas gafas del bolsillo y se laspuso. Miró por encima de las lentes alos prisioneros reunidos—. Ésta noticiaproviene de una emisora norteamericanainterceptada. —Volvió a levantar lavista y sonrió—. No es propagandaalemana; proviene de vuestro bando.Alemania ha sofocado el alzamiento deVarsovia mientras el ejército ruso,supuestamente tan glorioso, permanecía

pasivo.Leyó una lista. Era breve y sucinta y

ofrecía una opinión totalmente distintade la que venía oyendo Horace en laBBC a lo largo de las últimas semanas.Se esforzó cuanto pudo por apartar de sumente la voz del oficial, pero losacontecimientos de los que hablabahabían tenido lugar; los había escuchadocon sus propios oídos, aunque desde unaperspectiva británica.

—Vamos camino de ganar la batallade Debrecen contra vuestros aliadosrusos. —Se interrumpió y levantó lamirada—. Más os vale no encontrarosnunca con un soldado ruso. Son peores

que animales y matan y se follan todoaquello que se mueve. Son auténticosdiablos enviados desde el infierno. —Volvió a centrarse en el papel—.Nuestros amigos japoneses van ganandola batalla del golfo de Leyte y se hanhecho con el control del océanoPacífico.

El oficial alemán continuó durantediez minutos. Pronunció su discurso conaplomo y resonaron en el aire frío y encalma murmullos de malestar.

No son más que mentiras, sintióganas de gritar Horace, propagandaalemana. Aunque también cabía laposibilidad de que aquello proviniera

de fuentes americanas. Eso supondríaque la BBC había estado emitiendomentiras y la guerra no estaba tocando asu fin. Horace estaba totalmente confusohasta que miró a los guardias alemanes.No sonreían, no tenían el pechohenchido de orgullo. Tenían la mismaexpresión de tristeza y desánimo quevenían luciendo desde hacía ya variassemanas. Horace sonrió, le dio unapatadita en el tobillo a Jock e hizo ungesto con la cabeza en dirección a dosguardias alemanes.

—Mira —susurró en voz queda—.Fíjate en esos cabrones, ellos tampocose lo creen. —Jock los miró de reojo y

Horace vio cómo una sonrisa ocupaba ellugar del ceño que mostraba antes. Y enun extraño juego de mensajes, unprisionero tras otro recibió una pataditao un codazo o un toque y se percató dela expresión que tenían sus captores. Yen ese momento Horace tuvo la certezade que las noticias fidedignas quellegaban cada noche desde Londressencillamente tenían que seguirabriéndose camino hasta los tres milprisioneros aliados en la región.

Los hombres de las SS formaron enfila delante del barracón principal delOflag VIII G Freiwaldau. El oficial hizouna señal y entraron en tropel. Los

prisioneros los veían por las ventanasabiertas, sus uniformes iluminados porlas tenues luces en el interior de laedificación. Pusieron del revés elbarracón entero. Rompieron literas,rasgaron colchones y almohadas ysacaron al exterior las pertenenciaspersonales de los prisioneros. Cartas desu casa, fotografías y libros, revistas ylas raciones de los paquetes de la CruzRoja quedaron amontonados en unaenorme pila antes de que los regaran congasolina y les prendieran fuego.

Los soldados de las SS seguíanocupados en el interior, arrancandoestantes y rompiendo a puñetazos los

paneles encima de las camas de losprisioneros. Uno de los guardiasalemanes destruía sistemáticamentesecciones del techo falso con la culatadel fusil.

Horace se temió lo peor.Alguien susurró:—Tranquilo, Jim.Horace era consciente de que tenía

posados sobre él los ojos de un centenarde prisioneros. Todo el mundo en elcampo sabía que la radio estaba alojadaen el panel detrás de su estante encimadel catre. Todo el mundo sabía que eraél quien había traído las piezas alcampo, era responsabilidad suya y había

insistido en que la radio se construyeseen su sección de la pared.

Los hombres de las SS y losguardias del campo volvieron a salir.No habían encontrado nada.

El oficial celebró una reunión de dosminutos con uno de sus subordinados yluego asintió en dirección al barracón depersonal de la prisión. Sus tropas y losguardias se dirigieron a paso ligerohacia la puerta. Horace habría juradoque sus piernas estaban a punto de darsepor vencidas. El oficial de las SS secogió las manos a la espalda, sonrió alos prisioneros y siguió a sus hombres alinterior del barracón.

Horace cerró los ojos. El ruido delbarracón de personal siendosistemáticamente destrozado era tanestruendoso que imaginó la escena en elinterior. Oyó que volvían del revés loscatres y rasgaban los colchones con uncuchillo. Peor aún eran las astillas demadera que saltaban de los paneles delas paredes y el techo. La destruccióntotal no duró más de cinco minutos yluego se hizo un silencio extraño. Losguardias y las Waffen SS salieron a laoscuridad de la noche. Horace se fijó enque un par lucían sonrisas.

Habían encontrado algo.El último en salir fue el oficial

alemán de las SS. Se plantó en el umbraly recorrió con la mirada a losprisioneros en formación.

Parecía furioso; inspiró hondo yaulló a pleno pulmón:

—¡Traedme al peluquero!Horace se balanceó hacia un lado y

luego hacia el otro, a punto dederrumbarse. Eso era todo: le habíallegado la hora. Dos guardias alemaneslo agarraron por los brazos y loarrastraron hacia la entrada delbarracón. Habían encontrado la radio; lahabían encontrado encima de su catre. Aél lo fusilarían, pero ¿qué sería de losdemás? Increíblemente, en esos instantes

pensaba en los demás. Pensaba en suscompañeros de barracón. ¿Qué lesocurriría? ¿Se verían implicadostambién? Pensaba en Rose: querríansaber quién le había suministrado loscomponentes.

Tomó la decisión suicida en esepreciso instante. No podía correr elriesgo de que lo interrogasen: quería aRose demasiado para eso. Era fuerte, uncabronazo de lo más terco, comosiempre decían Flapper, Jock y el restode los muchachos, pero ¿hasta qué puntoera fuerte y terco?

No podía correr el riesgo de venirseabajo durante el interrogatorio y revelar

el nombre de Rose. Cuando saliera delbarracón echaría a correr y huiría haciael bosque. Lo acribillarían a balazos yRose estaría a salvo. Su rosa inglesa…a salvo.

Lo llevaron a rastras hasta su catre yle ordenaron que se pusiera firmes. Eloficial de las SS había perdido losestribos y gritaba y maldecía a escasoscentímetros de su cara. Horace miró porencima de su hombro.

El estante y el panel seguíanintactos.

—¡Sucio Scheißer inglés de loscojones!

Horace miró la lata rebosante de

cigarrillos y la ceniza y las colillas en elestante. Había envoltorios dechocolatina y una lata mohosa de carnede ternera. Vio una mosca acercarse auna migaja de pan rancio. Unmanchurrón ahora ya reseco de unlíquido desconocido cubría el extremomás próximo a la ventana.

—¡Hurensohn, hijo de puta, nohabía visto en mi vida un cabronazo tansucio como tú!

El estante seguía intacto, pues eloficial alemán se negaba a que sushombres entrasen en contacto consemejante suciedad, semejante mugre. Elhombre de las SS le cruzó la cara de un

bofetón a Horace, que se desplomó.Nunca se había alegrado tanto de recibirun tortazo en la cara.

Su plan había funcionado. Sopesócon la mirada el acto de purovandalismo que habían llevado a cabocon las literas de sus colegas y el áreacircundante. Su catre permanecíaintacto. No habían movido el estante niun solo centímetro y los paneles queocultaban las herramientas necesariaspara publicar el diario del camposeguían en su sitio. La radio habíasobrevivido; todo seguía como siempre.Lo que más gracia le hacía era ver aloficial de las SS a escasos centímetros

de aquello que estaban buscando.El oficial de las SS sacó a Horace

literalmente a patadas y puñetazos delbarracón y lo empujó hacia la formaciónde prisioneros, que se vieron obligadosa permanecer expuestos al frío heladordurante otra hora. Nadie alcanzaba aentender muy bien cómo era que JimGreasley tenía una sonrisa en la carapese que le castañeteaban los dientes.

Varias semanas después, en el campo deOberlangendorf, el comandante hizollamar al oficial inmediatamente inferioren la línea de mando.

—Tengo un trabajo para usted,Brecken.

—Sí, señor, lo que usted diga.—Quiero que vaya hoy al bosque

con Andrezj Netzer y la cuadrilla detrabajo.

—Sí, comandante.—Cuando vea la ocasión, llévese a

Netzer hacia lo más profundo delbosque. —El comandante del campohizo una pausa y se pasó la mano por labarbilla—. Dígale que tiene un cometidoespecial para él, hágale sentirimportante. —Sonrió—. Eso le gusta.

—Sí, comandante.—Y, Brecken…

—¿Comandante?—Métale un balazo en la nuca y

déjelo allí para que se lo coman loslobos.

20Horace estaba tumbado en el catre.Atravesaba uno de esos momentos deintrospección, la clase de momento porel que pasan todos los prisioneros.Llevaba cautivo cuatro años y medio,los que deberían haber sido los mejoresaños de su vida. Estaba a punto de llegara la mayoría de edad cuando lomandaron a la guerra sin preguntarlesiquiera, tanto tiempo atrás.

Había encauzado una carrera conéxito, descubierto el bello sexo ydisfrutado de los bailes los fines desemana y del tiempo que pasaba con sus

padres y hermanos. Había jugado alfútbol y al criquet y boxeado enLeicester cuando era un chaval. Teníamucho que ofrecer, mucho que ver yhacer. Y en un abrir y cerrar de ojos,con el aleteo de un pañuelo blanco, se lohabían arrebatado todo.

Se había perdido cuatro navidades.Siempre les avisaban cuando llegaba eldía de Navidad y algunos prisioneros semantenían al corriente de la fecha yllevaban una especie de calendariodurante el año. Pero en los campos, porlo general, un día seguía a otro sin más.También se había perdido cuatrocumpleaños. Recordó la taza de té con

whisky que le daba su padre el día deNavidad —el día de su cumpleaños— eimaginó la escena en la cocina cuandosu padre brindaba por su buena salud. Eldía de Navidad en el campo era el peordel año para Horace Greasley.

Pero ese año tal vez fuera distinto.Estaba planteándose la invitación másdisparatada que había recibido en todasu vida.

Todo parecía de lo más sencillocuando se lo explicaron. Rose y supadre lo habían planeado bien. Debíaescapar y celebrar la comida deNavidad en la casa familiar deKlimontow, un pueblo de Silesia. Los

caminos estarían despejados la mañanade Navidad, le había explicado Rose, yera el único día del año que losalemanes no insistían en pasar lista aprimera hora. Daban a los prisioneros eldía libre y los dejaban en buena medidaa su aire. Rose estaba en lo cierto… nolo echarían en falta.

Herr Rauchbach le estaría esperandoen el cruce de caminos a nuevekilómetros del campo. El trayecto hastala casa le llevaría poco más de una hora,y le estaría esperando un ganso con todasu guarnición y una botella del mejorvino silesiano. Empezarían con latradicional ensalada de pescado y

terminarían con pudín navideño ychocolate.

Una Navidad en familia, pensóHorace, con toda probabilidad un buenfuego en la chimenea y tal vez inclusouna gota de whisky. Tendría queintentarlo y pensar un regalo para Rose.Aunque en realidad tampoco teníamucho que pensar: sólo le quedaban seispastillas de chocolate de su últimopaquete de la Cruz Roja… nada más.

Pero también se le pasaron por lamente otros pensamientos, como por quétenía que regresar al campo tras lasfestividades. La guerra prácticamentehabía terminado, o eso había dicho la

BBC. La desdentada maquinaria deguerra alemana suponía tan poco peligroque incluso habían puesto fin al estadode alerta militar del cuerpo devoluntarios para la defensa nacional enInglaterra, y los japoneses recurríancada vez en mayor medida a tácticaskamikazes, indicio inconfundible dedesesperación.

¿Por qué no permanecer oculto encasa de los Rauchbach durante un par demeses? Peor aún era pensar en cuálsería la reacción del comandante alemány sus mandos cuando por fin recibieranla noticia que tanto temían: que habíanperdido la guerra. ¿Por qué perdonar la

vida a los prisioneros? ¿Por quéentregarlos a los rusos, losnorteamericanos o la Cruz Roja? Seguroque algo así entrañaría peligro. Llevar alos prisioneros al bosque y librarse deellos sería una opción mucho mássencilla.

Horace recordó la noche del registroen busca de la radio y cómo losalemanes quemaron todos los efectospersonales de los prisioneros. ¿Estaríanpensando ya en el futuro, negando laevidencia de que los prisioneros habíanllegado a estar allí? ¿Habrían llegado acasa siquiera las numerosas cartas quehabía enviado Horace?

Cuanto más pensaba en ello, másatrayente le resultaba el hogar de losRauchbach.

Eran las siete de la mañana del 23de diciembre de 1944. Horace convocóuna reunión privada con sus amigos másíntimos antes de que pasaran revista aprimera hora. Jock Strain, Flapper,Freddie Rogers y David Crump tomaronasiento en el suelo del barracón depersonal; todos sospechaban lo queHorace estaba a punto de anunciar.

Los hombres guardaron un silencioresignado mientras Horace dejaba clarassus intenciones. En cierta manera eraotro indicio, una prueba definitiva de

que la guerra estaba tocando a su fin.Los prisioneros lo sabían, igual que lafamilia de la novia de Horace, y todoslos prisioneros se habían percatado delcambio sufrido por los guardias.Después del anuncio, los amigos deHorace no dijeron gran cosa. Loshombres salieron para sumarse a laformación y luego fueron a desempeñarsus respectivas tareas. Horace se fuehacia el cuarto que hacía las veces depeluquería con plomo en las botas y elánimo por los suelos.

Los cigarrillos que contenían lasnoticias de la víspera se distribuyeroncomo era habitual. Freddie Rogers y

David Crump estaban en una cuadrillade trabajo a cuatro kilómetros delcampo. Habían hablado un poco de lainminente marcha de su buen amigo y lequitaban hierro a la situaciónrepartiendo más cigarrillos de lonormal.

Dos guardias alemanes sepercataron.

—Están repartiendo cigarrilloscomo si fueran regalos, Brecken.

El sargento Brecken observó a losdos prisioneros.

—Sí, se sienten generosos. Sabenque no les quedan muchos días. Pero site fijas bien, unos días después reciben

cigarrillos de los mismos hombres.El guardia alemán, Froud, frunció el

entrecejo.—¿Y eso qué significa exactamente?El sargento Brecken se encogió de

hombros.—Significa que fingen estar en su

hogar cuando tenían tabaco enabundancia, intentan recrear las nochesde fin de semana en sus pueblos yciudades de Inglaterra. Se hacen regalosnavideños. En realidad no los dan,Froud, sencillamente es un juego detoma y daca… como amigos felices. Espuro teatro, una representación.

—Pero, Herr Feldwebel, yo diría…

El veterano del campo levantó unamano.

—Calla, tengo cosas másimportantes de las que ocuparme queunos ingleses regalando pitillos. —Secolgó el fusil del hombro y fue haciaFreddie Rogers y David Crump. Unsilesiano suplicaba que le dieran uncigarrillo, pero Rogers y Crump senegaron rotundamente.

El sargento Brecken le dijo aFreddie Rogers:

—¿Por qué no le das tabaco a estehombre, prisionero?

—No es amigo mío, señor —respondió Rogers sin pensárselo un

segundo—. No lo había visto nunca.Sólo les doy cigarrillos a mis amigos.

La teoría del alemán de que losprisioneros llevaban a cabo una especiede representación quedó confirmada. Sevolvió hacia el silesiano.

—Venga, Netzer, acompáñame albosque. Tengo un trabajo especial parati.

Andrezj Netzer tartamudeó y esbozóuna sonrisa.

—¿Un trabajo especial? Sí, señor.Ahora mismo, señor.

El alemán se adentró en el bosquecon el silesiano apresurándose tras suspasos. El sargento Brecken acarició

suavemente la culata del fusil como side un cachorrillo se tratara. Ubicó elgatillo con el dedo antes de comprobarque el seguro no estaba puesto.

Había sido otra impecable tentativa defuga y Horace yacía tembloroso en ellindero del bosque con la mirada vueltahacia el campo. Observó el edificiodonde estaban alojados los prisioneros yluego el barracón de personal y laventana que tan buen servicio le habíahecho en el transcurso de los dosúltimos años.

Era la mañana de Navidad de 1944.

Todo parecía sumamente tranquilo.Flapper ya había vuelto a colocar losbarrotes. Horace vio cómo dos guardiascon aspecto de tener frío y estaraburridos y hambrientos pasaban pordelante de la ventana sin levantar lavista siquiera. Pensó en los momentosbuenos y no tan buenos que habíacompartido con Flapper, Jock y el restode los muchachos que ahora dormían apierna suelta en sus jergones, esperandoilusionados la que bien podía ser suúltima mañana de Navidad bajo el yugoalemán.

Había dejado la huida para un pocomás tarde de lo habitual, a las cinco y

media, con tiempo a cobijo de laoscuridad más que de sobra antes de queamaneciera. El encuentro con Roseestaba fijado a las seis y media, a doskilómetros del campo en la carreteraprincipal de salida.

Rose estaba recortada en laoscuridad, una figura solitaria que devez en cuando daba taconazos paraintentar mantener el frío a raya. Laobservó un par de minutos mientras ellaescudriñaba la carretera en dirección alcampo. Se le acercó con sigilo desde elbosque y la rodeó con sus brazos. Ellalanzó un chillido cuando Horace le diola vuelta y la besó. Se zafó enseguida

del abrazo.—Ven, deprisa, mi padre está

esperando. —Lo cogió de la mano yechó a andar.

Horace no hizo ademán de moversey ella se percató de inmediato de sureticencia. Rose sondeó el fondo de susojos tristes y lo supo. Se le saltaron laslágrimas antes de decir:

—¿Qué ocurre, Jim? Cuéntamelo.Horace negó con la cabeza.—No puedo ir, Rose, ya lo sabes.—Pero ¿por qué, Jim? Por favor,

podríamos…Llevó un dedo a sus labios en el

momento en que caía al suelo una

lágrima.—Ya sabes por qué.—No, no lo sé… dímelo.Horace lanzó un suspiro, la tomó de

la mano y echó a andar a paso lentocarretera adelante.

—Tengo que ver a tu padre y darlelas gracias, pero no pienso hacertecorrer más riesgos de los que hascorrido hasta ahora.

—No, Jim. Yo… nosotros…Horace la interrumpió.—Me has querido más de lo que

ninguna mujer sería capaz de querer a unhombre y cada vez que nos hemosencontrado o hemos hecho el amor te he

puesto en peligro de muerte.Rose meneaba la cabeza, sollozando

cada vez más fuerte conforme ibacalando en ella la seguridad de que noiban a pasar su primer día normal juntos.

—Nuestro amor ha sobrevivido a loimposible y algún día se lo contaré almundo entero. —Se interrumpió, hizoque Rose se volviera para mirarlo yluego tomó sus manos en las de él. Vioque una lágrima resbalaba lentamentepor su mejilla y se inclinó para besarla.Ella apartó la cara en un intento dehacerle ver su desaprobación.

Horace aguardó.Ella volvió a mirarlo.

—Te quiero, Jim… Quiero estarcontigo hoy más que nunca.

—Lo sé —continuó Horace—, y yotambién quiero estar contigo, pero nopienso poner en peligro a tu familia.Algún día le hablaré al mundo entero demi rosa inglesa. Les contaré lo preciosaque es, y lo amable y generosa que es, ylo especial que fue cada vez que hicimosel amor. Les hablaré de la pequeñaiglesia en el bosque y los conejos y lasgallinas, y les contaré que mi rosainglesa alimentó a mis amigos y nosfacilitó componentes de radio quehicieron felices a tres mil hombres.

—¿Llegamos a tres mil prisioneros?

—preguntó ella con gesto deincredulidad.

—Así es —respondió Horace conuna radiante sonrisa de orgullo—.Calculamos la cifra anoche.

Rose negó con la cabeza. Horace laatrajo hacia sí y ella le pasó los brazospor la espalda. Rose enterró la cara ensu pecho mientras él le acariciaba elpelo.

—Le contaré al mundo que esamuchacha cambió la situación. Y lecontaré a quien quiera escucharme quetodo eso lo hizo porque me quería.

Ella lo miró a los ojos.—¿Y cómo piensas contarle todo

eso al mundo, maldito cabezota inglés?Horace levantó la mirada. El

amanecer pintaba el cielo de un brumosorosa invernal y por una vez tuvo lasensación de auténtica libertad. Alprincipio no alcanzaba a identificarlocon exactitud pero luego lo entendió desúbito.

—Escucha.Rose levantó la mirada.—¿Qué ocurre?—¿No lo oyes?—¿Oír qué?Horace sonrió.—Mira. —Señaló.Un diminuto petirrojo estaba posado

en una señal de la carretera a metro ymedio escaso de ellos, como siobservara la escena. Se puso a trinar y acantar y ladeó la cabeza de un extremo aotro pero no hizo amago de echar avolar.

Rose sonrió.—Es precioso.—Es libre —respondió él.Horace y Rose permanecieron en

silencio un par de minutos mientras ladiminuta criatura seguía con su estribillomatutino. Al cabo, remontó el vuelo endirección al bosque. Rose le dio unpuñetazo juguetón en el estómago.

—No has respondido mi pregunta.

—¿Cuál?—¿Cómo piensas contarle todo eso

al mundo?Horace se lo pensó un momento.—Escribiré un libro. Será la historia

de amor más apasionante jamás escrita.Rose se echó a reír.—Eres un soñador, Jim Greasley…

un maldito soñador.Horace volvió a cogerla de la mano

y echó a andar. Se le había metido en lacabeza la idea del libro. Las imágenes ylos recuerdos eran sumamente nítidos.Lo único que faltaba era el final.

Rauchbach lo entendió. Era unencuentro surrealista, un prisionero, el

propietario de un campo alemán deprisioneros de guerra y su hija, quehabía mantenido una relación decarácter sexual con ese mismoprisionero durante tres años.

Sólo una vez le pidió Rauchbach aHorace que se lo pensara mejor. Elhombre y finalmente su hija llegarían arespetar su decisión.

Horace hizo el largo viaje deregreso al campo. El paisaje parecía ircobrando forma como si se la otorgarael amanecer. Se miró las botas y miró elcamino que tenía por delante, sintomarse siquiera la molestia deocultarse en el bosque. Cada paso ponía

más distancia entre Rose y él, unacomida de Navidad normal en familia yél. La normalidad y él. Y con cada pasoque hacía crujir la fina capa de nievelamentaba haber tomado la decisión deregresar a su cautiverio.

21Todas las noches Iván se acostaba conlos recuerdos de Auschwitz tan recientesen su memoria como si hubiera sido ayermismo. Se suponía que la misión deliberar cada campo tenía que ser unhonor.

El teniente general Karpov, al frentede la 332 División de Fusileros, sehabía mostrado orgulloso a seiskilómetros del campo en Silesia.Advirtió a sus tropas de las atrocidadescometidas en el campo pero les dijo quepodrían afrontarlo y que los prisioneroslos recibirían como héroes. Iván

observó las caras de sus camaradas.Estaban sonriendo, algunos parecíanorgullosos, otros aliviados de ver elfinal de la maldita guerra. ¿Era él elúnico que no sonreía? Hasta el tenientegeneral Karpov, un hombre que nuncasonreía, lucía lo que podría describirsea grandes rasgos como una leve muecarisueña en la cara.

Sergéi no sonreía, Sergéi sufríadolores. La herida de metralla en lapierna ya no tenía remedio y losmédicos prácticamente lo habían dejadopor imposible. Sergéi no iría a liberar elsiguiente campo en Freiwaldau; estaría abordo de un tren camino al hospital en

Praga. Iván le enjugó el sudor de lafrente a Sergéi. Estaba preocupado;hacía un frío terrible. Sergéi no deberíaestar sudando.

Sergéi había sido su íntimocamarada durante toda la guerra y lohabía abrazado como a un hijo cuandose encontraron con los horrores deAuschwitz y él se vino abajo y llorócomo un niño. Todo parecía inofensivocuando traspusieron las puertas. En uncartel colgado a la entrada se leía lafrase Arbeit Macht Frei: «El trabajo oshará libres».

Las SS habían masacrado a lamayoría de los prisioneros antes de que

entrara en el campo el Ejército Rojo, yotros 20 000 habían sido enviados a unamarcha de la muerte. Los 7500prisioneros que quedaban eran los máspatéticos, almas en pena como no habíavisto nunca Iván, sus ojos hundidoscarentes de toda esperanza. Los habíandejado allí sencillamente para quemurieran. Las SS creían innecesariomalgastar una bala en ellos. Algunosestaban tan débiles que eran incapacesde hablar. El Ejército Rojo encontraríahasta un millón de prendas de ropa,indicio de la escala de la masacre nazien Auschwitz. La mayoría de lasvíctimas murieron en las cámaras de gas

pero muchas también fallecieron debidoa la privación sistemática de alimentos,la ausencia de control de enfermedades,los trabajos forzados y las ejecucionesindividuales por cualquier razón o sinmotivo ninguno. Un prisionero judíocontó que un oficial de las SS ejecutabaa dos o tres prisioneros todos los díasmeramente para hacer prácticas de tirodesde una oficina en las plantassuperiores del campo.

Los rusos también encontraríandocumentos enterrados en el recinto, enlos que se detallaba el exterminio enmasa de judíos, polacos y gitanosromanís. Peor aún, los documentos

nombraban y ponían en evidencia a lossupuestos médicos del campo. Losdoctores nazis de Auschwitz llevaron acabo una amplia variedad deexperimentos con prisioneros indefensose impotentes.

El teniente general Karpov, quehablaba con soltura varios idiomas, leyólas cartas a sus tropas incrédulas. Lescontó que los médicos de las SSprobaron la eficiencia de los rayos Xcomo dispositivo de esterilizaciónadministrando dosis elevadas a lasprisioneras. Un tal doctor Carl Claubergfue acusado de inyectar sustanciasquímicas en úteros de mujeres a fin de

sellárselos. Utilizaban sistemáticamentea los prisioneros como conejillos deIndias para probar medicamentosnuevos. Lo peor estaba aún por llegarcuando un polaco demacrado habló conel teniente general Karpov en un tono devoz apenas más fuerte que un susurro.

Le contó la historia de un médicollamado Mengele. Se refirió a él comoel «ángel de la muerte».

Karpov tradujo su narración palabrapor palabra. Mengele estabaespecialmente interesado en los gemelosidénticos. Provocaba una enfermedad enuno de los gemelos y mataba al otrocuando moría aquél. Sencillamente

sentía curiosidad por ver las diferentesautopsias. Tenía un interés particular enlos enanos y los disminuidos psíquicos.El polaco contó que trabajaba en laconsulta de Mengele y que susdocumentos detallaban cómo inoculabagangrena a los prisioneros simplementepara estudiar los efectos. Fue entoncescuando Karpov anunció que no setendría clemencia con ningún alemánque encontrasen, militar o no, y quedebían ser apaleados y ajusticiados enel acto. Terminó advirtiendo a suscamaradas que matar de un tiro a unsoldado de asalto de las SS seconsideraría demasiado clemente para

él. A los hombres de negro se lesperdonaría la bala porque les estabareservado algo mucho peor.

Sergéi dijo:—Mi pierna, Iván. —Levantó el

tejido sucio que cubría una heridaabierta—. Huele peor que el puto ojetede un perro.

Iván contuvo una arcada cuando elhedor se le coló hasta la garganta.

—No es tan malo, Sergéi —mintió—. He olido cosas peores, y mañanaestarás en una cama de hospital en Pragacon una bonita enfermera checa que telavará la polla.

Sergéi sonrió.

—Eso espero, camarada… esoespero.

Iván recordó cómo había sufrido suherida Sergéi. Ver ropa de niño habíahecho llorar a Iván. Cuando registrabanel campo en busca de supervivientes,descubrieron esqueletos y fosascomunes. Los huesecillos de niños yniñas de todos los tamaños y formas lodejaron desarmado. Sergéi abordó alteniente general Karpov y recibiópermiso para llevárselo del campo.

Iván se culpó cuando su convoy fueatacado por artillería alemana de largoalcance y Sergéi cayó herido. Era unsentimiento de culpa que arrastraría

durante todo el resto de su vida.

22Los prisioneros recibieron encantadoslas noticias que llegaban por radio sobrela liberación de los campos deconcentración y exterminio deAuschwitz y Plaszow, así como denumerosos campos de prisioneros deguerra como los de Sagan y GrossTychow.

Los hombres de Freiwaldau sepreguntaban cuándo les tocaría a ellos.

Horace escuchaba con atención lasnoticias, que dejaban entrever los actosde venganza que estaban llevando acabo los soldados rusos. Por lo visto no

perdonaban a nadie y se había iniciadoun éxodo masivo de civiles alemanesque huían del implacable Ejército Rojo.Por increíble que parezca, huían hacialos brazos de los norteamericanos.

Horace y Rose se encontraron el 20de marzo de 1945. No hablaron de susplanes para después de la guerra; NuevaZelanda, las granjas de ovejas y losniños no estaban en el orden del día.Horace intentaba convencer a Rose deque huyera para salvar la vida.

Llevaba muchas semanas intentandoque entrase en razón. Ésa noche Roseestaba distinta. Él se mantuvo firme enque no volvería a escapar del campo.

Era consciente de que Rose no sesumaría al éxodo mientras él siguieraviéndola. Aquél era su último encuentroy Rose lo sabía.

—Me iré —anunció ella, cuandoapenas llevaban unos minutos juntos—.Saldré al encuentro de losnorteamericanos, pero sólo si vienesconmigo.

—¡No, Rose, no! —exclamó él—.Es muy peligroso, aquello está plagadode soldados alemanes que huyen deregreso a Berlín, Hamburgo yDusseldorf. Si nos capturan juntos, nosfusilarán de inmediato. Tienes quearriesgarte sola. Tú puedes…

Ella lloraba de nuevo cuando lointerrumpió:

—Pero podemos ayudarnosmutuamente, podemos…

—No, Rose, en cuanto me oigahablar algún alemán sabrá que soy unfugitivo y no se lo pensará dos vecesantes de pegarme un tiro. ¿Es eso lo quequieres?

Era un golpe cruel pero necesario,cualquier cosa que la hiciera entrar enrazón. Horace era consciente de que silos atrapaban juntos una bala sería parael fugitivo y otra para su cómplice,después de que los alemanes se hubierandivertido un buen rato con ella. Se moría

de ganas de correr ese riesgo con ella,estaba seguro de que probablemente lolograrían. Pero eso no era suficiente.Tendrían más probabilidades cada unopor su lado.

La sujetó por los hombros e intentócruzar la mirada con ella.

—Mírame, Rose. No volveré averte, ¿me oyes? Tienes que ir con losamericanos… por favor… Dime queirás con los americanos.

Fue un leve asentimiento apenas,difícil de apreciar entre los temblores ylos sollozos, pero un leve asentimientoigualmente.

Horace la levantó del suelo al

abrazarla con fuerza. Tenía una enormesensación de alivio. Se besaron, seabrazaron y sollozaron al venirse abajolos dos mientras caían las lágrimas alsuelo del bosque.

No había vuelta atrás. La decisiónestaba tomada.

—Será lo mejor a la larga —leexplicó a la vez que le daba una notacon su dirección en Ibstock—. En cuantopuedas tienes que escribir y decirmedónde estás.

—¿Podremos estar juntos, Jim?—Sí, claro que podremos. La guerra

terminará en cuestión de semanas e iréen tu busca.

—Pero no sabes dónde estaré.—Tú me lo dirás.Rose asintió.—Sí, te diré dónde estoy. —Vaciló

—. Vendrás a por mí, Jim, ¿verdad?Horace se inclinó hacia delante y le

dio un suave beso en la frente.—Iré a por ti, mi rosa inglesa. Iré

allí donde estés, aunque tenga quecaminar descalzo sobre cristales rotos.

—Mis padres van a quedarse enSilesia para probar suerte con los rusos.

—¡No… no! No lo dirás en serio,¿verdad, Rose?

—Llevan muchos años a cuestas. Mimadre nació en el pueblo, mi abuela

tiene cerca de setenta años y casi nopuede caminar. Vive sólo tres casas másallá.

—Pero tu padre, estaba al mandode…

—Del campo, sí, lo sé. Confía enque los rusos no se enteren. Les dirá quesomos silesianos, no alemanes.Sobrevivirán.

Horace y Rose estuvieron hablandola mayor parte de la noche e hicieron elamor cuando el amanecer tiraba de lascopas de los árboles del bosque. Horacetuvo la impresión de que su orgasmoduraba una eternidad. Rose también lopercibió al notar cómo estallaba su

eyaculación dentro de ella una y otravez.

—¿De dónde ha salido todo eso? —le preguntó con una sonrisa.

Horace sonrió también y dijo que sedebía a las raciones extra.

Vieron salir el sol. Horace no teníaprisa por regresar al campo. Laseguridad se había reducidodrásticamente; era como si a losalemanes les trajera sin cuidado queescaparan o no los hombres. Laspatrullas nocturnas se habían vueltoesporádicas, por no decir otra cosa, y larutina de pasar lista que había formadoparte de su vida diaria durante casi

cinco años se había suspendido porcompleto.

Rose miró su reloj.—Son casi las siete y media. Tienes

que ponerte en marcha. —Y luego lehabló dulcemente en alemán sin queHorace se lo impidiese—: Ich moechtemein ganzes Leben mit dir verbringen,so gerne mit dir alt werden.

Horace discernió las palabras yentendió su significado. Quería pasartoda su vida con él, quería queenvejecieran juntos, y en su estado defragilidad y desesperación habíarecurrido al idioma que conocía desdela infancia, el idioma que los alemanes

habían obligado a hablar a susantepasados.

Horace asintió en silencio, al tantode que se le estaban formando lágrimasen los ojos. Sabía que ese momentotenía que llegar, pero eso no lo hacíamás fácil. Qué giro de losacontecimientos tan disparatado. Laguerra estaba ganada y los aliadoshabían salido victoriosos, sería liberadoen cualquier momento y, sin embargo, lamujer que amaba, la mujer que tantoslogros había conseguido, la mujer quehabía cambiado su situación, huía endirección contraria por miedo a perderla vida.

Marzo de 1945El ejército soviético avanza hacia

Berlín.Las tropas de Patton toman

Maguncia en Alemania.Tropas estadounidenses y británicas

cruzan el Rin en Oppenheim.Las tropas de Montgomery cruzan el

Rin por Wesel.El Ejército Rojo entra en Austria.Los aliados toman Francfort.Es evidente que el ejército alemán

está siendo atacado desde todos losflancos; los soldados se baten enretirada.

Abril de 1945El campo de exterminio de Ohrdruf

es liberado por los aliados.Los intensos bombardeos de la RAF

sobre Kiel destruyen los dos últimosbuques de guerra alemanes importantes.

Bergen Belsen es liberado por elejército británico. Uno de los primerosen llegar al escenario fue el periodistade la BBC Richard Dimbley, queescribió:

Allí, en cerca de un acre de terreno,yacía gente muerta y agonizante. No se

sabía qué era cada cual… Los vivosestaban tendidos con la cabeza apoyadaen los cadáveres y en torno a ellosdeambulaba la horrenda procesiónespectral de personas demacradas y sinrumbo, sin nada que hacer y sinesperanza de vivir, incapaces deapartarse de tu camino, incapaces demirar las terribles imágenes enderredor… Allí habían nacido niños,diminutas criaturas marchitas que nopodían vivir… Una madre, enloquecida,le gritó a un centinela británico que lediera leche para su bebé, le obligó atomar en sus brazos la criaturita y luegose fue corriendo entre terribles sollozos.

Él abrió el hatillo y se encontró con queel bebé llevaba varios días muerto.Ése día en Belsen fue el más horrible detoda mi vida.

El ejército soviético llega a losalrededores de Berlín.

Los prisioneros de guerra deFreiwaldau siguen esperando laliberación.

Hitler hace voto de que permaneceráen Berlín y se apresta para la defensa dela ciudad.

Himmler, desoyendo las órdenes deHitler, hace una propuesta secreta derendición a los aliados.

El primer frente bielorruso y elprimer frente ucraniano del ejército rusositian Berlín.

El 30 de abril de 1945, Hitler y EvaBraun, su esposa desde hacíaveinticuatro horas, se suicidan.

Goebbels y su esposa matan a susseis hijos y se envenenan en el mismobunker.

23Los guardias alemanes despertaron a losprisioneros poco después de las tres dela madrugada. Les ordenaron que sepreparasen para evacuar el campo.Treinta minutos después habían dejadoatrás el recinto y caminaban por lacarretera junto al bosque con la que tanfamiliarizado estaba Horace. Pasaronpor el lugar donde se había citado conRose la mañana de Navidad. Buscó conla mirada el petirrojo, pero no estabapor ninguna parte.

Los hombres se encontraban en unextraño estado de calma precavida; iban

por territorio desconocido con la largamarcha serpeando por la tortuosacarretera. Horace reparó en la ausenciade algunos guardias; no losacompañaban en la marcha. Losoficiales habían desaparecido y lossargentos también, y naturalmentetampoco se veía al comandante delcampo por ningún sitio. Se preguntó quésignificaba todo eso. Cuanto máscaminaban más seguro estaba de que sedirigían hacia la libertad. Si losguardias hubieran querido matarlos atiros los habrían llevado al bosque allado del campo y los habrían masacradoallí. Sencillamente no había razón para

hacerles marchar un kilómetro tras otro.Algún que otro hombre les planteaba

la pregunta a los guardias. Eso habríasido insólito unos meses atrás. Aun así,los guardias no querían revelar nada.Horace tenía la clara sensación de quesabían tan poco como los prisionerosmismos. Tras una hora o así llegaron alcruce de caminos donde había habladoHorace con Herr Rauchbach. Losguardias alemanes les dijeron quedescansasen un rato mientras bebíanagua y fumaban un pitillo. Losprisioneros permanecieron con la bocaseca; tenían tanta prisa por irse que nohabían cogido provisiones para los

prisioneros.Continuaron marchando una hora tras

otra, sobre todo por las carreteras,aunque de vez en cuando los guardiaslos obligaban a adentrarse en el bosqueo ir campo a través. Siguieronmarchando durante la hora del desayunoy también durante la hora de comer, perosus vigilantes no les proveyeron decomida ni de agua. Algunos prisioneroshabían guardado pastillas de chocolatede sus paquetes de la Cruz Roja o un parde galletas que intentaron compartircomo mejor podían con sus compañeros.Flapper mascaba una cebolla igual quesi fuera una manzana. Había recogido lo

poco que quedaba del huerto y lorepartió entre los prisioneros. Horacevolvió a comer hojas de diente de león ehizo correr por la larga hilera lainformación de que cada una de esashojas contenía sustancias nutritivas enabundancia.

A los guardias alemanes no les ibamucho mejor mordisqueando susraciones de galletas y chocolate. Detanto en tanto preparaban café y serepartían paquetes con sándwichesenvueltos. En ningún momento hicieronademán de ofrecer nada a losprisioneros. A primera hora de la tardeel zumbido de un avión en las alturas

obligó a toda la columna a tumbarseboca abajo. Horace habría jurado quepasaba a escasos palmos por encima desu cabeza cuando levantó la mirada yvio que el piloto ruso estaba evaluandola situación. El avión se ladeó e hizootra pasada, desviándose esta vez a unosochocientos metros de los hombresvarados y aislados. Había oído historiassobre soldados alcanzados por fuegoamigo, sobre todo en lo que concernía alos americanos. Ésta vez no tenía porqué preocuparse. El avión los pasó delargo, se ladeó bruscamente y elestruendo de sus motores se adueñó delcielo. Horace calculó que estaba unos

cinco kilómetros hacia el oeste cuandodescendió en picado. Fue entoncescuando se fijaron todos en qué teníapuesta su atención el piloto. Un trenalemán cargado de tropas, tanques yvehículos diversos, demasiado lejospara que lo oyeran o se fijaran siquieraen él los prisioneros y los guardias,avanzaba lentamente por las vías en ellargo trayecto de retirada hacia Berlín.El Ilyushin 2 Shturmovik atacó el trencon un tenue bramido de suametralladora de 7.62 mm. y suscañones de 30 mm. Otro bramido, estavez de aprobación, por parte de losprisioneros. Los guardias se detuvieron

a ver el espectáculo que acontecía antesus ojos sin hacer nada.

Una y otra vez el Ilyushin 2Shturmovik se ladeaba en el aire paraalejarse y regresaba. Mientras que latripulación no desperdiciaba munición yera certera con cada proyectil, las tropasalemanas a bordo del tren intentaban envano derribar el aparato. Cuatro o cincopenachos distintos de humo surgierondel tren alcanzado. Se había detenido. Elpiloto ruso se alejó, satisfecho con elresultado. Se dirigió hacia la hilera deprisioneros, la mayoría de los cualesestaban ahora en pie, jaleando al avión.Cuando el piloto ruso se aproximaba al

grupo de prisioneros arracimadosejecutó un giro de la victoria y se perdióde vista por encima de las copas de losárboles del bosque que bordeaba lacarretera. Fue la última vez que lovieron. Algunos guardias alemaneslanzaron juramentos y maldiciones, perono intentaron desquitarse con losprisioneros. Los otros guardias estabanvisiblemente hoscos, callados,resignados a la derrota y plenamenteconscientes de que se encontraban en losdías postreros del conflicto.

Para el anochecer los hombresestaban agotados. Aquélla horrendasensación de vacío que tan bien

recordaba Horace lo acompañaba denuevo. Volvió a notarla a la hora dedesayunar y también a la de comer al díasiguiente. Los prisioneros se estabanponiendo inquietos y varios hablaron sintapujos de reducir a los guardias ydirigirse por su cuenta hacia el frenteruso. Los guardias alemanes parecíandecididamente incómodos y sus dedosse contraían con nerviosismo y rozabanel gatillo de sus fusiles. Era sólocuestión de tiempo que alguno se vinieraabajo. Ésa tarde se suspendierontemporalmente los planes deamotinamiento cuando los alemaneshicieron un anuncio. Habían decidido

acampar cerca de una pequeña granjajunto a la carretera. Parecía abandonada,como si los habitantes hubieran decididomarcharse a toda prisa. Los alemanesles dijeron a los prisioneros que podíanrondar por la finca en busca de comida.Apostaron siete u ocho guardias en elperímetro de la granja con los fusilesamartillados. El Feldwebel alemán, elsargento, dejó bien claro que losguardias habían recibido órdenes dedisparar a matar contra cualquierhombre que intentara escapar. Horace sepercató de la desesperación en su voz;habían cambiado las tornas, y en esepreciso instante Horace supo que sus

carceleros ya no los retendrían muchomás tiempo. Temía lo desesperado de lasituación: la tensión en el aire hubierapodido cortarse con un cuchillo. Losprisioneros ponían empeño en sonreír ybromear cuando los guardias podíanoírlos, lo que agravaba la tensión en elambiente.

Jock Strain se acercó a Horace conuna amplia sonrisa.

—Tú trabajabas en una granja, Jim,¿verdad?

—Así es, Jock. ¿Por qué? ¿Quépasa?

—Los muchachos han encontrado uncerdo con una carnada de lechones y

están que se mueren de hambre.—¿Los lechones?—No, los hombres, ellos…—Claro que los hombres, pedazo de

bobo escocés. —Horace se echó a reír yse puso en pie con el aroma a beiconavivando ya su sentido del olfato—. Túprepara el fuego y yo voy a buscar uncuchillo.

Horace encontró un viejo cuchillo dedeshuesar en lo que parecía una tallerprovisional al fondo de una casa delabranza. El recuerdo de las enseñanzasde su padre cuando tenía catorce años sehabía desvanecido pero no tardó enregresar cuando envió a cuatro de los

lechones a mejor vida y empezó apreparar sus cuerpecillos para el fuego.Un carnicero de Derbyshire disfrutó delo lindo ayudándole y en cuestión de unahora los lechones se estaban asandoespetados encima de una hoguera al airelibre. El olor era paradisíaco. Cerró losojos y se vio transportado a la pequeñacocina del 101 de Pretoria Road, enIbstock. Estaba con mamá y papá, Sybily Daisy… Abrió los ojos, le sonrió aJock Strain, que tenía en las manos unplato y un tenedor que había encontradoen un cajón de la cocina de la casa.

—Aún falta una hora o así, Jock.¿Podrás esperar? No querrás intoxicarte

por comer carne cruda, ¿verdad? Jocksonrió con sorna.

—Claro que puedo esperar, Jim,aunque dudo que con la mierda que hecomido durante cinco años vaya ahacerme daño un poquito de carnecruda.

—Es posible, Jock, pero más valeesperar.

La sonrisa de Jock se esfumó cuandoun cabo alemán apareció como por artede magia entre el humo que despedía lahoguera. El fusil le colgabaamenazadoramente del hombro y sonrióal tiempo que decía en un ingléschapurreado.

—Olor bueno, ja?Horace le respondió en perfecto

alemán.—Es riecht wunderbar. —«Huele

de maravilla».El alemán acarició con nerviosismo

la culata del fusil a la vez que recurría asu lengua materna:

—Ich habe Anweisung von demFeldwebel, ein Schweinchen fuer unserEssen mitzunehmen. —«El sargento meha dado orden de que me lleve unlechón».

Horace se levantó y dio un pasoadelante. Las llamas le lamieronpeligrosamente las botas mientras

entornaba los ojos para mirar entre elhumo. Hizo rechinar los dientes, alzó elcuchillo ensangrentado delante de sucara y le bramó al hombre asustado.

—Sag dem Hurensohn, er bekommtnichts. —«Dile a ese hijo de puta queva a quedarse sin probarlo».

Flapper dio un paso adelante y secolocó a la izquierda de Horace. Jockapareció desde el otro lado con eltenedor en alto delante de él y el alemánse echó a temblar. Procuró recobrar laserenidad pero no sirvió de nada. Se lecontrajeron los músculos faciales.Intentó controlarlos pero las diminutaspalancas y poleas que los hacían

funcionar desobedecieron las órdenesdel cerebro. Quería mantenerse firmepero no era precisamente fuerte niestaba curtido en la batalla, pues habíapasado la guerra entera vigilandocampos de prisioneros de guerra acuatro o cinco kilómetros de su pueblonatal. Retrocedió un paso y señaló aFlapper con un dedo extendido.

—Os harán fusilar a todos,Arschloecher! —«Gilipollas».

Cuando les dio la espalda y se alejóa paso ligero, Horace le gritó:

—Wichser!Jock lo miró.—¿Qué significa eso, Jim?

Horace sonrió.—Le he dicho que es un mamón.—Hablas muy bien alemán, Jim. —

Era Freddie Rogers—. Pero me temoque igual los has cabreado un poco. Másnos vale tener cuidado, buscar másarmas por aquí y preparar un pequeñocomité de bienvenida si queremosconservar el jamón.

—¿Qué los he cabreado? Joder, aúnno he hecho ni empezar —respondióHorace. Miró a Jimmy White, Flapper yJock Strain y sonrió. Fue una sonrisa decolegial, una sonrisa retadora, unamueca que decía: «A ver hasta dóndepodemos apretarles las tuercas»—.

Jock, Jimmy, vamos a montar la radiodelante de las narices de los alemanes ya dejar que nos vean hacerlo.

—Eres un maldito Arschloch, Ernst.Ésos ingleses van a pensarse queestamos asustados.

—Sí, Ernst, y tenemos hambre.¿Dónde está el cerdo?

El cabo Ernst Bickelbacher sintió unmiedo tremendo de súbito. Esperabacierta comprensión a su regreso delenfrentamiento con los prisioneros, unpoco de apoyo al menos. Esperaba quesus compañeros de armas se pusieran

furiosos, listos para volver y darles alos perros ingleses una lección que noolvidarían. Ahora resultaba que eraculpa suya y nadie parecía tener muchaprisa por mover el culo. Y había oídopor la radio de los prisioneros que enSilesia un millón de rusos estabanliberando docenas de campos. No sehacía mención de lo que les estabaocurriendo a los guardias de esoscampos pero Ernst Bickelbacher se lopodía imaginar. Karl Schneid dijo:

—¿Qué se puede esperar si enviáis aun puto paleto? Deberíais haber enviadoa un muchacho de Berlín.

Karl Schneid se consideraba más

duro que la mayoría de aquellosmalditos pueblerinos engendrados porendogamia. Al menos él había visto unpoco de acción en el frente antes de queun balazo en la rótula lo obligara a serdestinado al este de Silesia. Ésoscobardes de mierda se dejaban intimidarpor cualquiera, pensó para sus adentrosmientras el hambre le roía el interior delestómago.

De pronto Ernst Bickelbacher lotuvo todo claro.

La guerra estaba perdida. Alemáncontra inglés, alemán contra ruso y ahoraalemán contra alemán.

—¿Eres de Berlín, Karl?

—Ja! Y me enorgullezco de ello.Ernst Bickelbacher sonrió, miró de

hito en hito a aquel soldado que antesera su compañero y dijo lentamente paraincrementar el efecto dramático:

—Entonces te sugiero que vuelvasallí ahora mismo.

Karl Schneid se puso en pie.—¿Y eso por qué?Bickelbacher alcanzó a oler el

aliento de Schneid, rancio, comoimaginaba que debía de oler el veneno.

—Dime por qué —le instó.—Porque los rusos se encuentran

allí en estos momentos, Karl, y se loestán pasando como nunca vengando la

muerte de sus compatriotas.—No… no te creo.—Es verdad; lo he oído en la radio

de los prisioneros.—¿Los prisioneros tienen radio?Ernst Bickelbacher asintió con gesto

lento.—Seguro que se están follando a tu

mujer en la calle mientras sus camaradasesperan su turno.

Karl Schneid se lanzó hacia delantey agarró a Bickelbacher por el cuello.Bickelbacher no hizo ademán de ofrecerresistencia, no hizo ademán dedefenderse. Mejor morir estrangulado enese momento que esperar a los rusos,

pensó mientras se sumaban al tumultovarios guardias más.

Karl Schneid jadeaba intensamentemientras dos fornidos colegas losujetaban por los brazos. Estaba delantede Bickelbacher venga a maldecir ylanzar juramentos. Éste se retiró entrelas sombras sin hacer el menor intentode responderle. No se había resistido nile había lanzado un puñetazo furioso.Nadie pareció darse cuenta cuandoBickelbacher desabrochó el cierre de lafunda de su Luger. Se metió el cañón enla boca y apretó el gatillo.

Jimmy White, Jock, Flapper y Horace selas habían arreglado para desmantelar laradio en los escasos minutos que leshabían dado para abandonar el campo.Habían ocultado las piezas entre susropas. No les llevó más de quinceminutos montar el aparato y otros dosminutos sintonizarlo. Encontraron unafuente de energía y cables en el taller dela granja. Ésta vez no se preocuparonpor los auriculares. Ahora la radioestaba conectada a un altavoz yprácticamente hasta el último prisioneroalcanzaba a oír las noticias.

Había poco menos de trescientosprisioneros aliados asentados en la casade labranza y sus inmediaciones esanoche. No había más de veinte guardiasalemanes. Los hombres habían hechoacopio de una colección de armasdiversas: horcas, cuchillos, un hacha,una almádena y porras de formas ytamaños diversos. Uno de losprisioneros encontró una caja de clavosde nueve centímetros y algunos hombreslos clavaron en pedazos de madera demodo que asomaran cinco o seiscentímetros de clavo por el otroextremo. Los prisioneros oyeron undisparo a lo lejos y se prepararon para

el ataque alemán.Fue una falsa alarma.Se turnaron para patrullar y comer,

listos para llamar al resto de loshombres a la primera señal de que seacercaba un guardia alemán. Ladelegación alemana llegó cerca de unahora después. Cuando se aproximabancon cautela a la hoguera, Horace subióel volumen al máximo. Vibró eldiafragma del altavoz, distorsionando elelocuente discurso del locutor deLondres. Horace lo bajó un poco paraque su voz se oyera con perfectaclaridad. Había ocho guardias alemanescon los fusiles alzados a la altura del

pecho en pose amenazante.Horace permaneció sentado mientras

masticaba con aire despreocupado untrozo de cerdo. Levantó la mirada hacialos soldados de aspecto nervioso.

—Guten Abend, meine Herren. DasEssen ist fut heute Abend. —«Buenastardes, caballeros. La comida está buenaesta noche».

—La radio también está muy bien.Los rusos están por toda Silesia, segúndicen. —Era Jimmy White, que sosteníauna horca oxidada.

Horace se levantó y dio unos pasoshacia delante. Levantó lentamente elcuchillo hasta la cara del oficial alemán.

La carne, un poco más hecha de loconveniente, impregnaba el fresco airenocturno y su hipnótico aroma persistíaen la brisa.

—¿Quiere un trozo de cerdo, amigomío?

Horace casi se compadeció de aquelhombre. Casi, pero no del todo. Suposición era desesperada, unos cuantosfusiles alemanes contra la cólera y lafuria de una multitud armada con todoaquello a lo que habían podido echarmano. Sin que él se diera cuenta, suunidad de protección personal estababatiéndose lentamente en retirada a suespalda, dejándolo expuesto y

vulnerable. Casi lo percibió mientrashablaba, intentando desesperadamenterecuperar un ápice de dignidad enaquella situación.

—Mis hombres ya han comido, nohay necesidad. —Dio un paso atrás,fracasó miserablemente en su intento deesbozar una sonrisa, un último jirón dedecoro—. Nos pondremos en marcha encuanto amanezca. Que aproveche,caballeros. Tenemos un largo día pordelante.

Cuando los alemanes se marchaban,los hombres empezaron a batir palmas aritmo lento y a gritar todos los insultosde los que constaba su básico

vocabulario alemán.—Drecksau. —«Sucio cerdo».—Hundesohn. —«Hijo de perra».—Arshloch… Hurenson… Wichser!Resonó un insulto en inglés:—Pandilla de hijos de puta… —Era

Flapper. Tenía una sonrisa radiante. Susdientes relucían a la luz de las llamas—.Lo siento, Jim, mi alemán sigue un tantooxidado.

—Seguro que saben por dónde vas,Flapper —dijo Horace—. Me pareceque te entienden.

Al amanecer quedó patente que losalemanes se habían ido. Freddie Rogersregresó con la noticia.

—He visto dónde acamparon anoche—informó, dirigiéndose a un grupo deunos treinta prisioneros—. Se hanlargado, no me cabe la menor duda.Ahora estamos solos, muchachos.

Los prisioneros sencillamenteecharon a andar por la carretera en lamisma dirección en que los habíanencaminado sus captores alemanes lavíspera. Presidía la marcha un ciertodesánimo y eso inquietó a Horace. Notenía sentido. Caminaban con elestómago lleno. Huevos con beicon, elprimer plato de huevos con beicon queprobaba Horace desde hacía cinco años.Y la guerra estaba ganada sin la menor

duda, como demostraba la veloz partidade los guardias alemanes. Entonces,¿por qué no cantaban los hombres? ¿Porqué no sonreían? ¿Por qué no cantaba ysonreía Horace?

La verdad del asunto estribaba en lagran incertidumbre. ¿Quedaban bolsasde resistencia o aviones alemanes en lazona que quisieran acabar con losprisioneros de los campos? ¿Habíanunido fuerzas sus captores con otrosregimientos y unidades y sencillamentelos esperaban emboscados carreteraadelante?

Y los rusos…¿Qué se sabía de los rusos? ¿Cómo

eran en realidad? ¿Eran unos bárbaros yunos locos como los describían losalemanes? Horace y sus compañeros decautiverio estaban a punto dedescubrirlo.

A menos de trescientos metroscarretera adelante un convoy decamiones avanzaba en medio de un granestruendo hacia la hastiada columna deprisioneros aliados. En el capó delprimer camión se veía con toda claridaduna estrella roja de grandesdimensiones.

El oficial ruso hablaba inglés a laperfección. El sargento mayor Harris seocupó de las formalidades y se presentó

con un apretón de manos. El oficial rusosonreía, puso empeño en estrechar unascuantas manos e instó a sus hombres aque se acercasen a los prisioneros. Sóloque ahora ya no eran prisioneros. Unossoldados rusos ofrecieron a los aliadosvodka en botellas de vidrio sin etiquetay algunos hombres bebieron a placer.Horace se abstuvo. La atmósfera era delo más grata, ni remotamente lo quehabía esperado.

El sargento mayor Harris se dirigióa las tropas y les informó de que ahoraiban a ser oficialmente repatriados ydebían ponerse en camino hacia Praga,en Checoslovaquia. Dijo que los

separarían y los distribuirían endistintos campos, dependiendo de sivivían en el norte o el sur de Inglaterra,Escocia, Irlanda o Gales. Desde allí lossubirían a bordo de aviones y lostrasladarían a la base de la RAF máspróxima a su hogar.

Todo había terminado. Eran libres.

24Horace abrazó a sus grandes amigos,Jock y Flapper, Freddie Rogers y,naturalmente, Chalky White. Algunossoldados rusos se sumaron a ellos;resultaba bastante extraño y abrumó a lamayoría de los hombres, que rompierona llorar abiertamente. Hombres quehabían estado cautivos más años de losque alcanzaban a recordar de prontocaían en la cuenta de que sus días encomún estaban contados. Hombres queestaban literalmente hartos de verseintentaban contener las lágrimas y seaferraban a los últimos restos de su

amistad. Por primera vez intercambiarondirecciones e hicieron planes parafuturos encuentros y reuniones. FreddieRogers invitó a todo aquel que leescuchase a un fin de semana en la islade Man y prometió celebrar la fiestamás grande que se hubiera visto enDouglas. Horace dio palabra de que allíestaría.

Él también se enjugó las lágrimas dela cara, pero las suyas no eran por loscompañeros que habían sufrido con él,las suyas eran por su rosa inglesa. Sepreguntó dónde demonios estaría y siseguiría con vida siquiera.

Transcurrieron seis largas horas

antes de que el convoy de diez camionesrusos de cuatro toneladas llegara hastalos hombres que esperabanpacientemente. Cuánto habían esperadoese momento. El tiempo ya no era lacuestión. Habían fumado sus últimoscigarrillos mientras estaban sentadosbajo el sol de media tarde, y comido lasúltimas chocolatinas y galletas de suspaquetes de la Cruz Roja, ahora ya casiagotados. Les aseguraron que en Pragatendrían cigarrillos, comida y bebida enabundancia. Cuando subieron a loscamiones les repartieron más vodka ysus aliados rusos los recibieron confuertes apretones de manos.

Era el 24 de mayo de 1945. Horacehabía estado en cautividad cuatro años y364 días. Cinco años menos un día.

Les llevaría casi cuatro horas llegara Praga. Varios hombres seemborracharon a base de bien. Por lovisto, a pesar del racionamiento decigarrillos, pan e incluso balas, siemprehabía vodka más que de sobra. Algunossoldados rusos se habían unido a susaliados en el remolque del camión y unollevaba la voz cantante. Estuvieroncantando durante horas. Un ruso bastantefornido entonó prácticamente todas lascanciones folclóricas de la historia de laUnión. Los ex prisioneros de guerra

intercalaron en su retahíla sus propiasinterpretaciones de «I Belong toGlasgow» y «The Northern Lights ofOld Aberdeen», y Flapper cantó con vozterriblemente ronca su versión de«Maybe It’s Beacause I’m a Londoner».Unos galeses cantaron sobre las colinasy los valles, y el único irlandés selamentó de los solitarios muros de unaprisión y una joven que lo llamaba.Cantó acerca de los campos lejanos y decómo nada importa cuando eres libre.Cantó como un ruiseñor. Horaceescuchó la letra; la canción hablaba deuna nación oprimida, de un hombreenviado a un millón de millas del único

lugar que había conocido, lejos de sufamilia, lejos de su casa sin apenasmotivo alguno. Horace se fijó en que aun solemne joven ruso le resbalabanlágrimas por la cara mientras el irlandéscantaba ante un público callado yrespetuoso. Cuando terminó, lossoldados prorrumpieron en una ovaciónespontánea y le rogaron que volviera acantar, pero él se negó.

Todo aquello le resultaba excesivo aHorace. Para él no había celebración, nicanciones a las que recurrir quehablasen de la futilidad de la guerra, dela crueldad humana y la humillación, elgenocidio y la desesperación. Nadie

había escrito esas letras; nadie habíacompuesto una canción semejante. Nadiecantaba la historia de un amor prohibidoen circunstancias imposibles; no habíapalabras para describirlo… no habíapalabras.

Cuando se acercaban a las afuerasde Praga, la mitad del camión se sumióen un estupor ebrio mientras el restoparecía esforzarse por fijar la mirada enel hombre que tenía sentado justodelante. Todos salvo el ruso solitarioque permanecía en silencio.

Horace no podía culpar a loshombres de su actitud, no podía y nopensaba privarlos de un momento

semejante, y sin embargo, él parecía serel único sobrio a bordo.

Cuando se bajó del remolque delcamión la escena que se reveló ante susojos parecía salida de una película deterror. Todos los soldados rusosparecían borrachos, hasta el conductorque se apeó de la cabina estaba aferradoa una botella de vodka. Cuando chocócon una farola, Horace se preguntó cómose las habían apañado para llegar aPraga sin percances. Las calles de laciudad estaban sembradas de cadávereso cuerpos agonizantes, soldadosalemanes muertos totalmentecarbonizados colgaban de las farolas, y

el olor a gasolina y carne quemadaimpregnaba el aire vespertino en calma.Horace observó el cadáver ennegrecidoy destrozado de un soldado de las SSque se mecía de una manerasobrecogedora del cartel metálico quesobresalía a la entrada de un comercio.

—Hay muchos alemanes escondidosen la ciudad, camarada. —Era el oficialruso que hablaba inglés, el que los habíaliberado y conversado con el sargentomayor Harris—. No pienso impedírselo.Tienen que vengarse. Los alemanes hanmasacrado a millones de compatriotasmíos.

Un grupo de soldados rusos había

encontrado a una joven alemana ocultaen una carbonera debajo de unaferretería. El nombre del comercio lahabía delatado: Herbert Rosch. Herbertera su padre, alemán de nacimiento; suesposa, Ingrid, era originaria de Praga,checa de los pies a la cabeza. Herbertdetestaba el régimen nazi tanto como sumujer. Se enamoraron y se casaron en1928. A los dos los habían quemadovivos, colgados de una farola, una horaantes, mientras su única hija lopresenciaba aterrorizada por la ranurade una pequeña ventana del semisótano.Se había enterrado en carbón intentandoescapar de la muchedumbre, pero un

joven soldado ruso había visto un pocode carne al descubierto. Tenía la caraennegrecida de polvo. No debía de tenermás de dieciséis años. Los rusos laarrojaron al suelo y cayó de rodillas.

—¿Qué culpa tiene ella? —leincrepó Horace—. Era una niña cuandoempezó la guerra. Haga el favor dedecirles que paren.

El oficial ruso se alejó mientras unode sus sargentos empezaba adesabrocharse los pantalones. Suscamaradas lo jalearon cuando empezó azarandear su tremenda erección delantede la cara de la chica, y luego learrancaron a zarpazos la ropa a la

muchacha hasta que quedó desnuda. Lalanzaron sin miramientos contra elsidecar de una motocicleta y doshombres la obligaron a abrirse depiernas. Cuando el sargento se colocódetrás de la chica, que no dejaba degritar, y le introdujo los dedos en lavagina de cualquier manera, Horace seprecipitó hacia ella en un vano esfuerzopor brindarle algo de protección.

Como salida de la nada le llegóaquella sensación tan conocida delculatazo de fusil en la sien y cobróconciencia de que el suelo seabalanzaba hacia él a una velocidaddifícil de comprender.

Cuando recuperó el conocimientouna hora después, Flapper le contó lahistoria. El repugnante espectáculo lohabía despejado rápidamente. Al menosveinte rusos habían desahogado sufrustración sexual y su furia con la pobrechica turnándose para violarla. Ungeneral ruso terminó por ahorrarle mássufrimiento metiéndole un balazo en lanuca. El gentío que presenciaba laescena aclamó la ejecución.

—Son tan malos como los alemanes,Jim. No has visto lo peor.

A Garwood le resbalaron lágrimaspor las mejillas. La mugre de la marchaempezó a correr formando riachuelos

diminutos en la cara del hombretón.—Al principio pensaba que sólo

violaban a las chicas alemanas. Aunqueparezca extraño, eso lo podía entender.Pero no suponía la menor diferencia,Jim, se aprovechaban de todas y todoestaba permitido. Han violado a lasalemanas y las checas, las polacas y laseslavas, y sus mandos se limitaban amirar. Jóvenes y viejas, Jim, les dabaigual. Las violaban en las aceras y en lasentradas de los comercios, y cualquierpobre bruja de la que se sospechase quetenía medio litro de sangre alemana eraejecutada allí mismo una vez que sehabían despachado a gusto con ella.

Garwood lloraba ahora a lágrimaviva, sollozaba como una criatura.

—Esto no tendría que ser así, Jim.No tendría que haber terminado de estamanera.

Y Horace lo abrazó mientras lecaían las lágrimas a él también.

Llegaron al campo provisional a lasafueras de Praga poco después demedianoche. Pese a sus temores de quelos dispersarían, Horace y Garwood,Jock Strain, Dave Crump y FreddieRogers se las arreglaron parapermanecer juntos. Serían separados

dentro de pocos días, les dijeron, asíque más les valía aprovechar el tiempo.Fue asignado a su alojamiento unsoldado ruso que también dormía conellos. Era el joven que se habíadeshecho en lágrimas en el remolque delcamión que los llevaba a Praga. Horacelo vio sentarse en un jergón y luegoquedarse mirando el vacío. Tenía losojos hundidos y la mirada huera: eran unreflejo del horror y el sufrimiento.Llevaba el peso de las penurias delmundo sobre sus hombros.

Horace se le acercó.—Hablas inglés, amigo mío. —Era

una afirmación, no una pregunta.

El ruso asintió.—¿Cómo lo sabías?Horace le puso una mano en el

hombro.—La canción del irlandés en el

camión te hizo llorar.El ruso se puso en pie.—Es verdad, camarada, me hizo

llorar. Cantaba sobre el trinar de lospájaros en libertad. Era hermoso…Cantaba como el pájaro de la canción.

Y volvieron a aflorar las lágrimas asus ojos.

—¿Y cómo es que eso te entristecetanto?

El ruso suspiró mientras caminaba

arriba y abajo por el suelo de madera.—He estado en un lugar donde los

pájaros no cantan. He estado en un lugarllamado infierno.

—¿Cómo te llamas, soldado?El muchacho ruso levantó la vista.—Iván, me llamo Iván.

La situación reflejaba una ciertanormalidad a la mañana siguiente. Losrusos estaban sobrios, la mayoría deresaca, y muchos prisioneros aliados sequejaban de los peores dolores decabeza que alcanzaban a recordar.Flapper Garwood había pasado sus

horas de sueño sumido en un infierno depesadilla reviviendo los sucesos de lanoche anterior y Horace se las habíaarreglado para dormir unas horas en lasque sus sueños iban fluctuando entre lavisión celestial de Rose y la imagensumamente real de la adolescenteapaleada, magullada y asesinada. ¿Cómoera posible que la misma formafemenina pareciera tan distinta,despertase emociones tan diferentes enun hombre?

Entonces lo oyó: iban a pasar lista.¿No era increíble? El maldito

trámite de pasar lista otra vez, pensóHorace mientras permanecía en

formación y oía al cabo ruso gritar eninglés su nombre, regimiento, rango ynúmero. Era de esperar, supuso, que losrusos tuvieran que dividir a los hombrespor regimientos o incluso por condadosa fin de organizar el número necesariode aviones con destino a los lugarescorrectos en Gran Bretaña.

Tras un abundante desayuno conhuevos revueltos, salchichas y tostadasles dijeron que podían pasear por laciudad con toda libertad, pero lesadvirtieron que aún podía haberreductos de resistencia alemanaescondidos en los barrios de las afueras.Les dieron una generosa cantidad de

dinero y les dijeron que regresaran alcampo antes del anochecer. Iván losacompañó.

Las calles estaban curiosamentesilenciosas y no había mucho que hacer.Se las apañaron para encontrar algúnque otro café con cerveza checacarísima y algunos hombresconsiguieron encontrar a las numerosasprostitutas checas que seguían haciendola calle.

Horace se sentó en el Café Milenacon Freddie, Iván, Jock, Ernie yFlapper, y estuvo tres horas delante deun vasito de cerveza. Jock y Freddiehabían incrementado un poco el ritmo y

Flapper estaba bebiendo como si nofuera a llegar el día de mañana,intentando apartar de su mente losrecuerdos de la víspera. Iván sólotomaba café.

Eran poco más de las doce delmediodía cuando oyeron el revuelo en lacalle. Un ciudadano checo irrumpió enel café; la camarera les contó el meollode la conversación en perfecto inglés.Dos hombres de las SS se habían hechocon un tanque T34 ruso. Sería su cantodel cisne, su última misión suicida, yestaban decididos a acabar con tantossoldados aliados como les fueraposible, a causar tantos destrozos en la

antigua arquitectura de Praga comoestuviera en su mano, disparando contratodo y contra todos con sus cañones de85 mm.

Los tanques rusos habían rodeado alos hombres de las SS y bloqueado suruta de retirada, pero los alemanesestaban luchando a brazo partido en eltanque de construcción rusa. El tanqueavanzó con gran estruendo hacia el CaféMilena. Horace y sus amigos dieron unpaso atrás cuando una muchedumbrefrenética se abalanzó contra el tanquecual hormigas sobre una mosca muerta.Por increíble e inexplicable que fuese,dio la impresión de que el tanque

aminoraba la velocidad.—Se le ha terminado el combustible

—dijo Freddie Rogers a modo deexplicación.

En efecto, en el momento en queRogers pronunciaba esas palabras, eltanque renqueó, brotó un penacho dehumo negro del escape en la parteposterior del vehículo y el tanque sedetuvo a veinte metros escasos de laentrada del café. Los amigos vieroncómo el gentío golpeaba la torreta delcarro blindado e intentaba abrir lacompuerta haciendo palanca concualquier cosa que les permitieraabrirse camino hasta el enemigo en el

interior. Horace sólo alcanzaba aimaginar el miedo a una muerte seguraque debían de estar sintiendo loshombres de las SS dentro del tanque.

Resonó una ovación entre él gentíocuando la escotilla de emergencia cedióde repente. Las manos de los soldadosrusos y los ciudadanos checos quelanzaban zarpazos contra ella laabrieron como si de una lata de tomatese tratara. Tres o cuatro asaltantesintrodujeron el brazo y sacaron a uno delos ocupantes del tanque. En cuanto sucuerpo salió a la luz del día lamuchedumbre lo atacó con puños ypalos. Un hombre se sirvió de un gato de

automóvil para descargar un golpe trasotro sobre el cráneo y los hombros delalemán. Estaba casi inconsciente cuandoel grueso de la muchedumbre se sumó ala paliza con sus botas.

E l Oberfeldwebel Lorenz Mayr noestaba en condiciones de padecer elhorror de que lo quemasen vivo. Learrancaron su uniforme de las SS eindecorosamente desnudo lo colgaron dela farola boca abajo con una cuerda.Mientras el gentío lanzaba vítores, losubieron a cinco metros de altura. Lasangre se le fue al cerebro y escapó porlas fracturas y los agujeros que tenía enel cráneo. Fue demasiado para él. Se

sumió en un estado de inconsciencia delque nunca se recuperaría. No llegó apercatarse de la gasolina quederramaban sobre él, y menos aún de lasllamas que lamían su cuerpo. Y luego elgentío dirigió su atención hacia el otrohombre de las SS acurrucado en lasprofundidades del tanque. Su pacienciase había agotado y esta vez recurrieron ala potencia del combustible, vertiendoun litro tras otro en el reducido espacio.La turba profirió alaridos yaclamaciones cuando el aterrado oficialde las , empapado hasta los huesos encombustible, salió con las manos bienaltas en una patética muestra de

rendición.Horace cerró los ojos cuando la

primera cerilla alcanzó la ropaempapada del alemán, que empezó agritar en el momento en que unaincontrolable bola de fuego estallaba asu alrededor y se fue corriendo calleabajo. Mientras él gritaba, lamuchedumbre lo vitoreaba. En cuestiónde diez segundos, cayó al suelo. Quedóen silencio: todo había terminado. Alprincipio Horace pensó que el gentío lopisoteaba para intentar apagar lasllamas, pero mucho después de que lasllamas hubieran remitido seguíanlanzándole pisotones, y siguieron

descargando patadas sobre su cara y sucuerpo mucho después de que hubieraexhalado su último suspiro.

Iván permaneció en el umbral y loobservó todo, aterrado.

—Somos peores que los nazis.

Había transcurrido una semana y lamayor parte de los focos de resistenciaalemana, los rezagados —los hombresdesesperados que por alguna razónhabían quedado atrás—, habían sidoobligados a salir de sus escondrijos ymasacrados.

Los ex prisioneros de guerra estaban

cada vez más intranquilos, un tantopreocupados por el retraso de losaviones que debían llevarlos de regresoa casa. Los rusos les explicaron quecientos de miles de prisioneros aliadosestaban esperando la repatriación ytendrían que armarse de paciencia;sencillamente no había avionessuficientes disponibles.

Era mentira. Aunque los prisionerosno lo sabían, los estaban utilizandocomo moneda de cambio, peones en unextraño juego de negociación. Stalinhabía insistido en que un millón y mediode prisioneros soviéticos debían serenviados de vuelta a Rusia. Los

prisioneros de guerra se habían rendidovoluntariamente a los alemanes; milesde ellos habían llegado a sumarse alesfuerzo bélico alemán; otrossimplemente eran anticomunistas.

La repatriación a Rusia suponía unamuerte segura en los gulags y tantoChurchill como Harry S. Truman, elnuevo presidente de Estados Unidos,rechazaron de plano la exigencia deStalin.

El líder ruso se limitó a esperar elmomento propicio mientras losciudadanos de Estados Unidos y GranBretaña exigían saber cuándoregresarían a casa sus hombres.

Era el 6 de junio de 1945. Elejército ruso enviado a Praga paraliberarla de los nazis ya no seencontraba en estado de alerta. Mientrasmuchos iban camino de Berlín, otrosjugaban al fútbol en los parques y lascalles. Era el día en que los aliadoshabían acordado dividir Alemania encuatro áreas de control. Los rusos quequedaban en la ciudad parecían habersecalmado después de tres semanas deviolencia, violaciones y matanzas. Porprimera vez Horace reparó en la gentenormal de Praga que intentaba rehacersu vida, ocupándose de sus asuntoscotidianos. Por primera vez, las chicas y

las mujeres de la ciudad se atrevían asalir a la calle.

Iván y Horace, Jock Strain y Flapperpaseaban a la sombra del castillo deHradcany a orillas del río Moldava. Eraun día de verano de aire balsámico ysofocante pero el sol aún no había hechoacto de presencia. El río reflejaba elcielo gris de aspecto siniestro. El ríoMoldava era un reflejo del estado deánimo de los hombres.

Eran libres de pasear por la ciudad,libres de hablar y comer allí dondequisieran y cuando quisieran, y eranlibres de ir y venir del campo a lasafueras de la ciudad a su conveniencia,

siempre y cuando estuvieran presentescuando se pasaba lista a las nueve de lamañana.

Pero lo único que querían todos loshombres era volver a su casa.

Horace sospechaba que Iván teníaórdenes de vigilar a los soldadosingleses, de asegurarse de que no huíanni intentaban cometer alguna estupidez.Llevaba su fusil en todo momento. Loshombres lo interrogaban de la mañana ala noche, pero Horace tenía claro que nosabía nada acerca de cuándo losllevarían de regreso a su hogar losaviones aliados. Horace e Iván sesentaron en un banco junto al río y

contemplaron el cauce de aguasrevueltas que había sido testigo de tantamuerte y destrucción a lo largo de lasúltimas semanas. Iván dijo:

—Llevo desde principios de mayoen esta hermosa ciudad que los alemanesocuparon hace años. He oído toda suertede historias acerca del alzamiento ycómo los ciudadanos de Praga lucharoncontra los nazis a brazo partido conarmas de pequeño calibre robadas. —Seinterrumpió y miró a Horace—. Y aunasí, mis camaradas los violaron yasesinaron por diversión.

—No es culpa tuya, Iván, nodebes…

—Sí es culpa mía. Es culpa mía quemuriera Sergéi —le espetó—. Es culpamía que no moviera un dedo para evitarque violaran y asesinaran, es culpamía… es todo culpa mía. —Iván hundióla cabeza entre las manos y estalló ensollozos—. Siempre será culpa mía —farfulló por entre la cúpula queformaban sus dedos mientras su cuerpoera sacudido por el llanto.

Horace le cogió la mano.—No es culpa tuya, Iván, es culpa

de quienes dirigen todo el asunto, de lospolíticos y los líderes que permiten quehombres normales y corrientes cometanactos semejantes. Es culpa de los

capitanes y generales que no hacen nadapor evitarlo.

Iván levantó la mirada. Tenía losojos enrojecidos y las mejillas surcadasde lágrimas; esbozó una sonrisa falsa.

—Tienes razón, camarada. —Leretembló el labio inferior mientras seenjugaba las lágrimas de la cara—. Noes culpa mía. Yo no pedí que meenviaran a la guerra.

—Yo tampoco —dijo Horace conuna sonrisa—. Yo tampoco.

Cuando el grupo de hombres sealejaba del río, Horace le planteó lapregunta:

—Dime quién era Sergéi, Iván.

25Dos días después el mismo grupo dehombres se encontraba en el mismobanco con vistas al mismo tramo de río.Fue Iván el que oyó el revuelo másarriba. Una docena de ciudadanoschecos gritaban y señalaban el otro ladode la calle.

—¡Venid, rápido! —dijo a loshombres—. Han encontrado a un nazi enuna tienda de muebles ahí enfrente.

Para cuando llegó el grupo, unamuchedumbre de civiles se habíacongregado a la entrada de la viejatienda. Horace miró la fachada

entablada del imponente edificio de tresplantas. Iván se dirigió a los ciudadanos.El distrito a los pies del castillo deHradcany era una de las zonas máselegantes de la ciudad. Horace seimaginó el comercio en otros tiempos,antes de la guerra, su dueño cosechandola recompensa de toda una vida detrabajo. Imaginó una casa agradable enun refinado barrio de la ciudad, unaesposa bonita y varios hijos. ¿Qué habíasido del propietario?, se preguntómientras pasaba el dedo por el polvoque cubría las bisagras de latón yhurgaba en un agujero de bala a escasoscentímetros de la puerta.

Iván interrumpió sus pensamientos alseñalar a una anciana.

—Ésa mujer ha visto a un hombre delas SS en la ventana de la plantasuperior.

—¿Está segura? —indagó Jock.Iván asintió.—No tienen armas y les asusta

entrar. Flapper retrocedió un paso.—Entonces me parece que es cosa

nuestra.Arremetió contra la puerta con el

hombro y la madera podrida delarmazón cedió al primer impacto.Flapper cogió impulso para propinar unpar de patadas a la puerta y pasó por el

hueco que había abierto. Iván y losdemás lo siguieron.

—Toma. —Iván abrió la funda y lecedió a Horace su revólver Nagant defabricación rusa—. Ten cuidado,camarada. Mucho me temo que esaanciana puede estar en lo cierto.

Los cuatro hombres oyeron el ruidoal mismo tiempo.

—¿Qué ha sido eso?—A mí me ha parecido… un niño

llorando.El sonido venía del sótano. Flapper

se dirigió hacia la puerta que acababade derribar.

—Yo vigilo la puerta y vosotros tres

echáis un vistazo.Horace le pasó la pistola a Flapper

y descendieron por una escalera enpenumbra que llevaba a una especie desótano. La puerta estaba entornada y estavez no cabía duda de que el sonidoprocedía de una criatura, aunque nolloraba, sino que más bien gritaba: erauna niña que se lamentaba como si lavida le fuera en ello. Cuando llegaronlos tres hombres la niña se encogió demiedo. Tenía los brazos y las piernasretorcidos formando ángulos grotescos.Estaban rotos. Iván se arrodilló y lehabló en checoslovaco. Le hablólentamente, calmándola, y unos segundos

después fue ella la que habló. La niñalanzó un gemido, levantó apenas un parde centímetros la extremidad rota yseñaló el rincón. El cuerpecillo de suhermano pequeño yacía encogido.

Jock se precipitó hasta allí.—Sigue vivo… apenas… Está

inconsciente. Joder, le han partido losbracitos y las piernas. —Jock contuvolas lágrimas que pugnaban por brotar—.¿Qué clase de cabrón es capaz de algoasí?

—Los de las SS —respondió Iván.Pese al dolor, la niña habló en su

lengua materna entre sollozos e Iván laescuchó y tradujo sus palabras a Horace

y Jock.—La niña y el niño encontraron un

agujero en la parte de atrás de la tienda.Para ellos era un sitio donde jugar;creían ser los únicos que conocían elsecreto. Jugaban entre las cajas ysaltaban en el viejo sofá para ver quiénllegaba más alto. —Iván se cubrió losojos con la mano y meneó la cabeza.Luego levantó la vista—. Y entonces,hace un par de días, llegaron los de lasSS —dijo con los dientes apretados—.Les pidieron que les trajeran dinero ymapas, comida y agua, y retuvieron a laniña mientras su hermano iba a su casa aver qué podía encontrar. —Iván se

mordió el labio inferior, del que brotóun fino hilillo de sangre. Temblaba deira en un intento de mantener lacompostura, procurando con todas susfuerzas no venirse abajo delante de lapequeña—. El niño no trajo nada. Yesto… esto… fue su castigo.

La niña seguía hablando, arrastrabalas palabras casi delirante de dolor.Iván se recostó en la pared, sus piernas,incapaces de seguir aguantando su peso.

—Dios mío… ay, Dios mío.—¿Qué pasa? —preguntó Horace.—No me lo puedo creer.—¿Qué?La niña señalaba unas viejas cajas

de madera.Iván habló entre las inevitables

lágrimas.—Uno de los soldados sujetaba la

extremidad contra la caja mientras elotro cabrón se la partía como una ramaen el bosque.

Los tres hombres guardaron silenciomientras calaba en ellos lo atroz de latortura. Horace no alcanzaba a imaginarsiquiera la maldad con que se habíantopado aquellos dos niños inocentes.

Iván rompió el silencio:—La niña dice que siguen aquí.Jock Strain llevó al pequeño hasta

donde se encontraba su hermana e

intentó asegurar a la niña —en un acentoy un idioma que ella no había oído nunca— que ahora estaban a salvo. Por lovisto ella lo entendió. Jock se quedó conlos niños mientras Horace e Iván ibanescaleras arriba hasta donde montabaguardia Flapper. Horace le relató lahistoria rápidamente mientras Flapperhervía de ira. Éste le devolvió la pistolaa Horace y empezó a subir las escalerasde dos en dos, tal era su determinación asacar de su madriguera a aquellosmonstruos que se hacían pasar por sereshumanos.

Los encontraron en la tercera planta,medrosamente refugiados tras unas

estanterías. Levantaron las manos deinmediato y depusieron las armas.Horace inspeccionó las Luger. Se habíanquedado sin munición.

Flapper no pudo contenerse. Selanzó contra el primer oficial de las SScon los puños en alto y le golpeó lacabeza y el cuerpo en un incontrolablearrebato de ira. Cuando el hombre cayóal suelo continuó con la bota, venga agritar obscenidades mientras proseguíacon la paliza. Horace le dejó seguirdurante un par de minutos y luego loapartó. Flapper, jadeante, se quedómirando el amasijo ensangrentado quegemía en el suelo. Iván se acercó a

Horace y tendió la mano con la palmahacia arriba. Éste le dio la pistola alruso. El oficial alemán de las SS se echóa llorar y suplicó clemencia.

—Bitte nein, Gnade! Erbarmen!—«¡No, por favor, tened piedad!».

Iván se volvió y se acercólentamente al tembloroso oficial. Lomiró durante unos segundos, fijamente, yluego le escupió a la cara. El alemánredobló sus súplicas mientras la salivale colgaba de la ceja y la nariz.

—Gott, nein… Gott, nein… bitte…bitte! —dijo entono de súplica.

Iván bajó la pistola y miró por laventana de la tercera planta. Gritó algo a

la muchedumbre en la calle por elagujero de un vidrio roto y Horace vioque la gente se retiraba unos pasos.Volvió a acercarse al alemán.

—¡Pégale un tiro a ese cabrón! —gritó Flapper desde el otro extremo dela habitación.

Iván levantó el arma y apretó elgatillo.

La bala del calibre 7.62 le hizotrizas la rótula al oficial, que aulló comoun perro apaleado. Otra bala en la otrarótula y se vino abajo hecho un guiñapohistérico, pidiendo clemencia a gritos.

Horace y Flapper fueron entoncestestigos de algo imposible.

Iván Gregatov era un soldado deconstitución más bien delgada y nodebía de medir más de uno setenta. Eloficial alemán de las SS al que acababade dejar tullido medía más de un metroochenta y pesaba como mínimo diezkilos más.

Pero el joven Iván sacó fuerzas de suira. Aferró al hombre suplicante por elcuello y con una sola mano lo estampócontra la pared del fondo. Las piernasinútiles del alemán pendían lánguidasmientras se esforzaba por tomar aire. Laotra mano del ruso fue a parar a sustestículos y con un grito y una descargade adrenalina cargó todo el peso del

cuerpo del alemán y lo levantó porencima de su cabeza. Lo mantuvo en altoun par de segundos en una estrafalariademostración de furia y fuerza y,arrastrando los pies, se volvió endirección a la ventana y la acera másabajo. Dio dos pasitos vacilantes ylanzó al alemán, que no dejaba delloriquear, contra los vidrios de laventana.

El alemán gritó sin parar durante losdos segundos que le llevó alcanzar elsuelo. Apenas estaba consciente cuandola muchedumbre se abalanzó sobre él.En menos de un minuto lo patearon hastamatarlo.

Un gruñido procedente del suelorecordó a los hombres que aún quedabaun oficial de las SS. Sin másceremonias, obligaron a puntapiés alalemán, medio aturdido, a bajar los trestramos de escaleras y salir a la calle,donde lo dejaron en manos de la turbaque clamaba venganza.

Los niños estaban tumbados encamillas improvisadas con tablones,atendidos por varias mujeres. Unmédico inyectó en el brazo del pequeñouna sustancia cristalina. Estabaconsciente e incluso se las arregló paraesbozar una sonrisa tímida al acariciarleJock el pelo. El escocés se despidió con

la mano de los niños cuando se losllevaban de allí a toda prisa.

Entonces centraron la atención en elhombre de las SS que yacía imploranteen la acera. Jock y Horace, Flapper eIván permanecieron impasibles mientrasataban al alemán por los tobillos. Elotro cabo de la cuerda lo lanzaron a loalto de una farola y cuatro o cincohombres lo izaron para dejarlooscilando como un péndulo, sus ojosaterrados escudriñando lamuchedumbre, a la espera del siguientemovimiento.

Apareció misteriosamente una latade combustible y el alemán empezó a

gritar:—Nein… nein!El orgulloso portador de la lata

disfrutó de lo lindo vertiendo poco apoco hasta la última gota de combustiblesobre el uniforme negro del Waffen SS.El líquido le cayó por la cara,quemándole los ojos y la boca. Paraprolongar la agonía de la tortura unpoquito más, el que llevaba la lata trazóuna línea de combustible de unos tresmetros y pico y se quedó allí plantadocon una mueca de satisfacción. Metió lamano en el bolsillo y encendió unacerilla mientras el alemán secontorsionaba y retorcía igual que una

trucha en una red de pesca. Levantó lacerilla encendida y tras unos segundoshincó una rodilla.

Cuando estallaron las llamas elgentío prorrumpió en una ovación yalgunos hombres lanzaron patadas contrala cabeza del militar agonizante. Losgritos y aullidos del soldado de las SSresonarían en los oídos de Horacedurante muchos años y las pesadillas delhombre que se mecía en llamas loacosarían una noche tras otra.

Los hombres regresaron al campocasi sin decir palabra. Iván mascullóalgo quedamente en su idioma materno.

A la mañana siguiente, Horace

encontró una nota en la cama. A duraspenas era inteligible. Decíasimplemente: «Soy peor que ellos».

La firmaba «Iván».Jock Strain encontró al joven ruso

colgado por el cuello de un cableeléctrico en el bloque de las letrinas.Llevaba un buen rato muerto.

26Rose iba sentada con aprensión en eltren que se aproximaba a Karlovarsky,una pequeña estación unos cuarenta ycinco kilómetros al este de Praga.Apoyó la cara en el vidrio para vermejor el andén. El tren aminoró lamarcha; oyó el chirriar de los frenos encontacto con las ruedas. El andénapareció ante sus ojos al tiempo que eltren daba una sacudida que la impulsóde súbito hacia delante. Volvió asentarse en su sitio y recogió el bolsodel suelo del vagón. Cuando miró denuevo por la ventanilla alcanzó a ver el

andén en toda su extensión.La estación estaba llena a rebosar de

soldados bulliciosos de aspectoamenazante. Había en el andén uncamión más bien pequeño con la lonadel remolque corrida, dejando a la vistalas barras del techo. Dos soldadosflanqueaban una ametralladora cargadacon una cinta de munición. Apuntabadirectamente al tren. Por un costado delcamión asomaba un asta de bandera. Laestrella roja de la Unión Soviéticaondeaba al aire de media tarde.

27Transcurrieron otras seis largas semanasantes de que comunicaran a los hombresque iban a regresar a casa. En eltranscurso de ese tiempo habíantrasladado a algunos a otros campos dela ciudad. Ernie Mountain era uno deellos. Horace prometió buscarlo encuanto regresaran a Ibstock.

Se había firmado la orden deliberación del millón y medio deprisioneros soviéticos en manos de losaliados. Stalin, a cambio, dio orden dedejar en manos de los americanos a losprisioneros aliados que aún quedaban.

Los hombres fueron cargados encamiones rusos y llevados a las afuerasde la ciudad. Iban de camino a la zonade intercambio sovietico-americana,donde pasarían a manos de losnorteamericanos y serían enviados a unabase aérea cercana. Horace era elúltimo hombre en el camión con elremolque cubierto por una lona. Trassalir de los límites de la ciudad fueronpor la carretera general hacia el oeste.Enfilaron un tramo recto y Horace vio elperfil de Praga, castigado y aun asíelegante, desaparecer a lo lejos.

Los hombres recibieron órdenes deapearse y prepararse para una marcha.

—¿Por qué demonios no puedenllevarnos hasta allí? —respondió Jock—. ¿Es que no hemos caminado losuficiente en los últimos tiempos?

Horace también sintió curiosidadcuando miró la carretera larga y recta.Estaba a punto de averiguar por qué elcamión ruso no podía hacer el brevetrayecto de unos cuarenta y cincokilómetros hacia el oeste.

Tras dos o tres kilómetros Horacereparó en una formación de artilleríarusa que apuntaba hacia el sur. Le dio untoque en el hombro a Jock.

—Oye, Jock, ¿contra qué crees queapuntan esos cañones?

Jock se encogió de hombros.—Ni puta idea, Jim.Había tanques T34 al lado de

cañones de largo alcance y tanques 034aparcados detrás de cañones de 76 mm.y los B35 que Horace recordaba habervisto de camino a Praga semanas atrás.Cada cañón, cada tanque, llevabapintada la estrella roja de la Rusiasoviética.

—Yo creía que la puta guerra ya sehabía acabado —bromeó Jock.

—Da igual —respondió Horace—,al menos esos cabrones están de nuestraparte.

Jock señaló el otro lado de la

carretera.—Sí, y ésos también.Horace se quedó petrificado. A unos

doscientos metros otra línea de tanquesy cañones estaba estratégicamentesituada en la dirección opuesta,apuntando amenazadoramente hacia lostanques y los cañones rusos. Sólo queesta vez no se veía la estrella roja porninguna parte, sino la estrella plateadade Estados Unidos.

Conforme se acercaban repararon enlos soldados americanos sentados encamiones y en jeeps, que fumaban,charlaban y deambulaban sin otro finque observar muy de cerca a sus aliados

rusos. Las tropas rusas, por su parte,hacían lo propio.

A esas alturas todos los hombres queformaban parte de la marcha se habíanpercatado de la presencia de las doslíneas de artillería pesada y tanques,toda la potencia de fuego de las fuerzasde tierra rusas y americanas, hasta elúltimo cañón, hasta el último fusilapuntándose mutuamente, y lo máspreocupante del asunto era que ellosestaban pasando por la estrechacarretera que las separaba.

Un kilómetro tras otro, al parecer, uncañón tras otro, un tanque tras otro,regimientos enteros de hombres en

formación, camiones de transporte detropas y jeeps. Más inquietante aún erael constante estruendo de los avionesque pasaban zumbando por encima desus cabezas. Por fortuna, las nubesimpedían verlos.

Horace no entendía lo que estabaocurriendo. Era como si estuviese apunto de estallar otra guerra.

Los hombres seguían caminando apaso lento, incapaces de dilucidar oentender lo que pasaba.

Jock meneó la cabeza.—Vaya suerte la mía, joder.

Termina la Segunda Guerra Mundial yvoy a meterme directamente en la puta

Tercera Guerra Mundial.—Esto podría estallar en cualquier

momento —susurró Horace—.Sencillamente no lo puedo entender.

Las dos líneas de armamento ytropas se prolongaban a lo largo de todala carretera. Los hombres caminaban ensilencio y aquellos que creían en Diosrezaban.

Al final, la gigantesca demostraciónde fuerza fue menguando y Horace viodesaparecer de la vista las armas. Ésanoche oyó en la radio que el premio porel que estaban planteándose librar otralucha era Alemania. Estaban al borde deotra conflagración; habría bastado con

una bala perdida, un dedo nerviososobre el gatillo o un proyectil demortero disparado por accidente, y sehubiera armado un infierno de mildemonios.

Los hombres —hambrientos ycansados del viaje, algunos con másampollas aún en los pies— traspusieronlas puertas de la base norteamericana alas afueras de Karlovarsky.

A los hombres les resultó de lo másgracioso que allí los prisioneros deguerra estuvieran trabajando comoencargados de la limpieza y cocineros.Fíate de los americanos, pensó Horace,cruzado de brazos mientras un alemán

vestido con un mono verde pálidorecogía desperdicios a la entrada delcampo. Los alemanes, naturalmente,estaban encantados de encontrarse bajola supervisión de los norteamericanoscuando los rusos estaban escasoskilómetros carretera adelante.

En cuestión de una hora estabanduchados, alimentados y les habíanhecho entrega de uniformes británicosnuevos y ropa interior limpia. Cadaprisionero recibió un centenar decigarrillos, una chocolatina y dosbotellas de cerveza americana helada.

Cuando concilió el sueño en elcampo americano con la cabeza apoyada

en una suave almohada de plumas porprimera vez en cinco años, soñó conRose y con la paz, con verdes campos ycon su hogar.

—Maldita sea, otra vez a pasar lista—maldijo Horace cuando salía delcomedor en compañía de Flapper—.Hemos tenido que aguantar inspeccionesdurante cinco putos años. Éstos yanquispodían darnos un respiro, ¿no crees?

—Tranquilo, Jim, igual nos dicencuándo vamos a volver a casa.

Horace se detuvo de repente.—¡Joder!—¿Qué pasa, Jim?Horace lanzó el pulgar por encima

del hombro y señaló los dormitorios.—Me he dejado el jodido tabaco,

¿verdad? Adelántate; ahora mismo voyyo.

Flapper miró el reloj de muñeca.—Pero Jim, han dicho que tenemos

que estar…—Tranquilo, Flapper. Llevo cinco

años esperando la libertad. Seguro quepueden esperarme cinco minutos a mí,¿no crees?

—Tú mismo. Si dicen tu nombre lesdiré dónde estás.

Horace echó a correr en cuanto seseparó de su amigo. Se había dejado loscigarrillos debajo de la almohada, sólo

le llevaría un minuto y probablementealcanzaría a Flapper antes de queempezaran a pasar lista.

Entró por la puerta del dormitorio yno dio crédito a sus ojos. No era elúnico hombre en la habitación, tal comoesperaba. Todos tenían que estarpasando lista, o al menos de caminohacia allí. Había otra persona en eldormitorio del barracón número cuatroen el extremo oeste del campo. Ése otrohombre era un prisionero de guerraalemán, un soldado capturado, a juzgarpor su edad y su aspecto bienalimentado. Y mientras Horace lomiraba en silencio, el hombre metió la

mano debajo de la almohada en la camade Horace y empezó a meterse todas lasreservas de tabaco en los bolsillos deluniforme. Horace no había perdido losestribos del todo durante sus cinco añosde cautiverio. Había estado a punto endiversas ocasiones y probablemente sudominio de sí mismo le había salvado lavida dos o tres veces. Mantuvo la calmaen la barbería en Saubsdorf cuando elhombre de las SS le dio una paliza decuidado. Ni siquiera cuando retó apelear a Willie McLachlan en Lamsdorfhubiera podido decir que perdió losestribos.

Pero ahora, al ver en plena faena a

un ladrón, un ladrón cuyos compatriotashabían matado, torturado y mutilado y lohabían intentado todo para someter loscuerpos y las almas de sus amigosdurante cinco años, algo sencillamentese quebró en su interior.

Pensó en el trato de favor que habíarecibido aquel hombre, en la confianzadepositada en él por losnorteamericanos, y además había vistola víspera cómo los prisionerosalemanes comían la misma comida en lamisma mesa del comedor que ellos.

Vio al alemán pasar a hurtadillas decama en cama, levantando lasalmohadas. E hirvió a fuego lento hasta

que la olla a presión que había en elinterior de su cabeza acabó por explotar.

—¡Maldito ladrón! —aulló a plenopulmón mientras cubría la brevedistancia entre la puerta y la cama queestaba saqueando el prisionero.

El alemán apenas tuvo tiempo depercatarse del movimiento antes de queHorace le diera un puñetazo en toda laboca. Mientras los dos hombres caíanpor el hueco entre la litera de arriba y lade abajo Horace le iba asestando unpuñetazo tras otro al alemán en la cara yel cuerpo. El hombre, anonadado, sepuso en pie e hizo un intentodesesperado de huir. Horace volvió a

lanzarse por el hueco entre las literas ylo cogió por el talón de la bota cuandoya llegaba a la puerta. Le retorció lapierna para hacerlo caer y le metió otropuñetazo en la cara para luego lanzarlopor la puerta como un fardo. El alemánfue a caer de bruces en el polvo. Horacese quedó mirándolo mientras se ponía derodillas. Intentó levantarse pero Horacele estampó la bota en las posaderas. Elhombre, aterrado, volvió a desplomarsede bruces contra la mugre.

—¡Levanta, puto ladrón!El despacho del general

norteamericano distaba un centenar demetros de allí. El general Dirk Parker

era el comandante en jefe de la base yHorace repitió el ejercicio una y otravez. Fue pateando al prisionero alemántodo el camino. Para cuando llegó aldespacho el pie derecho le dolía pero nisiquiera entonces cejó. La puerta estabalevemente entornada para que el generalpudiera disfrutar de la brisa de primerahora de la mañana.

Al final, Horace le permitió alalemán que se levantara y se pusierafirmes. Cuando el hombre magullado yensangrentado se irguió cuan alto eraHorace lo golpeó por última vez yatravesó la puerta para entrar en laoficina del asombrado general.

El general Parker evaluó la situaciónmientras el alemán, atontado, gemía enel suelo, y se fijó en el uniforme delejército británico.

—Soldado, ¿a qué viene semejanteatropello? Somos americanos, nobárbaros. No tratamos así a nuestrosprisioneros.

Horace debería habersetranquilizado, debería haberle explicadolas circunstancias que lo habían llevadohasta el despacho y haber aclarado eldelito cometido por aquel hombre queapoyaba su cuerpo cansado y doloridoen la mesa del general.

En cambio, lo golpeó de nuevo.

—Deténgase ahora mismo, soldado,o se verá ante un consejo de guerra. Nopienso tolerar semejante violencia en midespacho.

Horace estaba sin resuello a esasalturas.

—Contra quien debería presentarcargos es contra este malnacido: es unputo ladrón. —Horace le lanzó unapatada a las costillas y el alemán chillócomo un cerdo al alcanzarlo la bota.Horace se inclinó y le metió las manosen los bolsillos para sacar puñados decigarrillos que fue dejando en la mesadel general.

—Durante cinco años estos hijos de

puta me han golpeado, torturado yhumillado. —Volvió a golpear alprisionero.

El general no hizo ademán deimpedírselo, así que Horace siguiósincerándose.

—Éstos cabrones nos trataban peorque a perros rabiosos; mataron ytorturaron a mis amigos, y ahora queganamos la guerra huyen de los rusos tanrápido como se lo permiten sus piernas.—Horace levantó del suelo alprisionero por el cuello del mono—.Los tratamos bien, los alimentamos yvestimos y les permitimos mantener ladignidad. La misma dignidad que ellos

arrebataron de sus corazones a un millónde prisioneros. —Miró los ojoshinchados y ensangrentados del alemán,que de inmediato apartó la vista—. Yasí… así es como nos corresponden. —Metió la mano en el bolsillo de lapechera del alemán y sacó otro paquetelleno de cigarrillos del ejércitonorteamericano.

El general Dirk Parker se hundiólentamente en su silla. Horace soltó alprisionero, que se desplomó al suelohecho un pelele.

Horace recuperó la compostura alinstante. Por fin había exorcizado susdemonios. No le había llevado más de

cuatro minutos librarse de la amargurade cinco años, pero se sentía tranquilo yrelajado. Se puso firmes y saludó algeneral.

—Lo lamento, señor. He perdido losestribos.

El general hizo una rápida llamadapor teléfono y dos fornidos soldadosnegros entraron por la puerta deldespacho y se llevaron al alemán arastras sin andarse con miramientos.

—Siéntese, soldado…—Greasley, señor.—Soldado Greasley.El general Parker alargó el brazo a

su espalda y cogió una botella de

bourbon de Kentucky y dos vasos de suarmarito de bebidas.

—Le aseguro, soldado Greasley, queese desagradecido ladrón alemánrecibirá un trato sumamente severo.

—Gracias, señor.—Mientras tanto, ¿acepta una

pequeña muestra de agradecimiento porhaber capturado a ese criminal?

—Desde luego, señor, encantado.Cuando el whisky alcanzó el fondo

de la garganta de Horace, su mente seremontó de inmediato a Ibstock, aPretoria Road y a aquellas mañanas deNavidad tan especiales. El sabor delwhisky siempre recordaba a Horace las

mañanas de Navidad, los cumpleaños yel fuego de la chimenea. Apuró el vasoen dos largos tragos y lo deslizó sobrela mesa mientras sus ojos suplicabanque se lo volviesen a llenar.

El general Parker accedió a susdeseos y le colmó el vaso.

Se permitió el lujo de soñar yplanear el futuro mientras lo embargabanlos efectos del alcohol de altagraduación. Y se preguntó si seríademasiado pedir, si sería un sueñoinalcanzable, poder pasar las siguientesnavidades con la mujer que amaba.

Freddie Rogers y Dave Crump semarcharon al amanecer del día siguiente.

Flapper Garwood y Jock Strain, el díadespués. Fueron despedidas emotivas.Horace los quería a todos ellos comohermanos. Se habían mantenido unidos alas duras y a las maduras y habíansoportado el infierno de una guerra queninguno de ellos deseaba. Tumbado ensu catre, Horace pensó en los hombresque no habían sobrevivido. Aunquehabía pasado cinco años sometido a lasemociones más tortuosas que un hombrepueda soportar, se recordó que era unode los afortunados. El 2 de julio seencontraba en el dormitorio vacío conJimmy White y el sargento mayor Harris.Sesteaban en sus literas sin otra cosa

que hacer.Se abrió la puerta del dormitorio.

Jimmy White recibió órdenes depresentarse en la pista de aterrizaje alotro extremo del campo en veinteminutos. Fue así de rápido. Ladespedida fue más apresurada aún, puesninguno de los dos quería demorarse enel pasado. Ahora les esperaba el futuro.Lo que habían logrado entre los dos erasencillamente monumental. Por extrañoque parezca, ninguno de los dos lomencionó.

Dos horas después tambiénrecibieron sus órdenes el sargentomayor Harris y Horace. Iban a

trasladarlos a la base aérea de la RAFde Royston, en Hertfordshire. Desde allíirían en tren a la estación más próxima asu hogar.

El Dakota había sido toscamenteremodelado y alterado para dar cabida atreinta soldados. Quince desconocidosiban sentados a cada lado del aparatocon una holgada cuerda sobre el regazo,lo único que se asemejaba remotamentea un cinturón de seguridad. A Horace,que se subía a un avión por primera vez,le resultó de lo más angustioso. Elsargento mayor Harris iba sentadoenfrente, pero el estruendo de los dosmotores de pistón radial Pratt &

Whitney ahogaba cualquier intento deconversación con sentido.

Cuando llevaban una hora y veinteminutos de vuelo crepitó la voz delpiloto en el intercomunicador. Apenasse oía su voz. Informó a los pasajeros deque se acercaban a territorio inglés y loshombres prorrumpieron en aplausosespontáneos y, sin embargo, sordos.

—Y ahora —anunció el capitán—,los blancos acantilados de Dover.

El avión se lanzó en picado y dio laimpresión de que los motores perdíanpotencia. Horace notó que su últimacomida le hacía presión en la boca delestómago. El Dakota se estabilizó y

oyeron de nuevo la voz del piloto.—Allá va.Con un estruendoso rechinar y un

fuerte sonido metálico las enormescompuertas de bombardeo en la panzadel avión sencillamente se abrieron. Nohabía nada entre Horace y los blancosacantilados de Dover salvo cien pies deaire fresco. Horace se aferró al finotrozo de cuerda como si le fuera la vidaen ello. Fue un bonito gesto y la vista delas formaciones cretáceas de la costasuroeste de Inglaterra eran magníficas,pero pensándolo bien, Horace hubierapreferido centrarse en la imagen de lacalva del sargento mayor Tom Harris.

El avión tomó tierra en el aeródromode Royston poco antes de anochecer.Los hombres se vieron sometidos a undiscurso de bienvenida de cincuentaminutos pronunciado por uno de losoficiales que les informó de las últimasnovedades sobre la guerra y, enparticular, del trascendental día de laVictoria en Europa. Les asignaronalojamiento para esa noche y les dierontanta cerveza gratis como fueran capacesde beber, y luego los enviaron a la camatras darles de cenar pescado y patatasfritas.

A las doce del día siguiente unconvoy de Land Rovers los llevó a la

estación de tren de Stevenage y, al final,tras pasar lista y demás trámitesburocráticos, los hombres subieron abordo de trenes con destino aNorthampton y Coventry, Ipswich yOxford, Birmingham y, naturalmente,Leicester.

La estación de Leicester no habíacambiado; milagrosamente, parecíahaber eludido las bombas de laLuftwaffe. Horace fue el único que seapeó en la estación de Leicester. Sedetuvo en el andén y se embebió delambiente de la estación. Levantó lacabeza bien alto e inspiró el aire deLeicestershire mientras una lágrima

solitaria le resbalaba por la mejilla.El civil enviado para recoger a

Horace no tuvo dificultad paraidentificarlo.

—¿Eres Joseph Greasley?Horace casi respondió que no. No

oía ese nombre desde que lo utilizaranen la oficina de reclutamiento en King’sStreet.

—Jim… esto… Horace Greasley. Elotro miró la tablilla que llevaba.

—Aquí pone Joseph.—Es Horace.El hombre levantó la mirada y

sonrió.—Bueno, pues Horace. —Le tendió

la mano a guisa de bienvenida y Horacese la estrechó.

—Horace… Soy Bert, y he venidopara llevarte a tu casa.

28Había sido un día largo. La larga esperaen la estación de Stevenage y elinterminable viaje en tren con infinidadde paradas hasta Leicester. Para cuandoel coche enfiló Pretoria Road ya habíaoscurecido.

Mamá y papá, Sybil y Daisy estabansentados y lo miraban fijamente.Estuvieron mirando a Horace unaeternidad, encantados de tenerlo otra vezcon ellos. Estaba más delgado quecuando partió hacia Francia, tal vezquince o veinte kilos más delgado, peroera de esperar. Ésa noche no se

mencionaron los campos de prisionerosde guerra, como si la familia percibieraque el prisionero recién llegado hablaríade ello en su debido momento. Horacesubió las escaleras para ver al pequeñoDerick en su cama. El pequeño Derickera un niño de siete años por entonces, yaunque Horace le acarició el pelo,siguió durmiendo.

De vuelta en la cocina hablaron dela guerra y del futuro y el trabajo y lagranja, y hablaron de Harold, que seguíaen África, atendiendo a enfermos yheridos. Lo habían ascendido a sargento,anunció su madre, le había ido demaravilla en su papel de médico y el

incremento de sueldo que recibían delMinisterio de la Guerra había sido másque bienvenido. Debía volver a casa encualquier momento; había pedido unpermiso por motivos familiares cuandose enteró de que Horace volvía a casa yel brigada de su regimiento se lo habíaconcedido. El bueno de Harold, pensóHorace, pese a la guerra se las habíaapañado la mar de bien.

Charlaron. Charlaron y Horaceescuchó.

Decidió esperar hasta la mañanasiguiente para hablarles a sus padres dela chica que le había a ayudado asobrellevar la guerra.

—¡Aun así, es una maldita alemana,Horace! —vociferó su padre, sentado ala mesa del desayuno. Su madre tambiénestaba sentada y se enjugaba con unpañuelo de hilo blanco las lágrimas quele resbalaban por las mejillas.

El día había empezado muy bien.Una taza de té con una gotita de whisky,según la costumbre de su padre. Luegohuevos con beicon y tostadas conmantequilla. Horace les contó lo de lajoven alemana y la comida y las piezaspara la radio que les había suministrado.Dijo que era una heroína y que de no serpor Rose dudaba que hubiera regresadosano y salvo. La familia le prestó oídos.

Estaba convencido de que sus padres loentenderían. ¿Por qué había tenido quedecirles que se había enamorado deella? ¿Por qué había tenido que decirlesque quería empezar una nueva vida conella?

Su padre siguió despotricando.—Ésos cabrones les han robado

cinco años de vida a mis hijos y hanbombardeado a placer nuestro país, y túvas y te juntas con una de ellos.

Horace quería contarles más cosas,quería decirles que no era alemana, sinosilesiana.

Pero no tenía energía para ello. Loúltimo que quería era discutir con su

familia la primera mañana quedesayunaba con ellos en cinco años.

Su padre no había terminado. Le dijoque si alguna vez se le ocurría llevar aIbstock a esa teutona, su hijo se vería enla calle con la maleta hecha, buscandoun lugar donde vivir.

Horace quedó destrozado.Pero, por extraño que parezca, lo

entendió.

Su madre lo despertó poco después delas siete y media. El cálido sol estivalse filtraba por las finas cortinas dealgodón y el dormitorio, orientado hacia

el Este, ya estaba insoportablementecaliente.

—Hay té en la tetera, Horace. Igualquieres echarle un vistazo a esto antesde bajar. —Su madre le entregó la carta—. Tu padre no sabe que ha llegado.Más vale que lo mantengamos ensecreto.

Querido Jim

Lo logré. Espero que tú también lolograras y que sean tus hermosos ojoslos que leen esta carta, y no los dealguna otra persona. Mi viaje notranscurrió sin peligros y es posible quealgún día tenga valor para contártelo.

Estoy cansada, pero sigo viva y lleguéhasta los americanos, que nos hantratado bien. Me recogieron enChecoslovaquia y me llevaron aAlemania en camión. Vivo en una baseaérea americana, en un pequeñodormitorio con otras cinco mujeresalemanas. Llevo aquí una semana y ayerme dieron papel para escribir y medijeron que podía enviar una carta a mifamilia. Al americano de la oficina decorreos le pareció raro que una chicaalemana le escribiera a un inglés. Ledije que era silesiana, no alemana.

Es curioso, tengo cantidad de cosas que

decirte pero cuando el bolígrafo toca elpapel no me salen las palabras. Quierocontarte tantas cosas, tantas cosas queson importantes para mí; importantespara los dos. Tal vez tenga valor parahacerlo la próxima vez. Lo que sientopor ti es tan intenso como siempre. Creoque los ingleses tenéis ese dicho de quela ausencia es al amor lo que el aire alfuego, que apaga el pequeño y aviva elgrande. Ahora lo entiendo. Voy adespedirme.

Te quiero más que nunca. Haz el favorde escribirme y decirme que tú también.

Tu rosa inglesa

Al pie de la carta estaba escrita ladirección de una base aéreanorteamericana junto con un número desiete cifras. Para mediodía la respuestade Horace estaba en el buzón al final dePretoria Road.

Horace aguardó tres agónicas semanasantes de que llegase la siguiente carta.El cartero pasaba entre las seis y mediay las siete cada mañana, siete días a lasemana. Horace siempre estaba en lacancela del jardín para recibirlo.

Querido Jim

Mi corazón rebosa de alegría y alivio.Qué contenta estoy de haber recibido tucarta. Tus palabras me han hecho llorarde felicidad.

Te juro que soy la chica más feliz delmundo entero y me muero de ganas deque dé comienzo nuestra vida en común.Entiendo que no podamos vivir enInglaterra. Alemania también es undesbarajuste con soldados de muchasnaciones por todas partes. De camino alcampo americano pasamos por Berlín.La ciudad está en ruinas y parece serque los rusos se han vengado de máspersonas de lo necesario. No me gustanlos rusos, Jim, y creo que pasarán

muchos años antes de que esa ciudadvuelva a ser segura. Pediré por correomás información sobre Nueva Zelanda.Debemos tener paciencia porque enestos momentos sigue siendo imposibleviajar, aunque tal vez dentro de unosmeses todo vuelva a la normalidad ypodamos vernos de nuevo. De todasmaneras, eso no importa: te esperarésiempre. Te escribo desde mi cama.Ésta semana he estado un tantoindispuesta. No sé qué me ocurre perohoy me siento un poco mejor. Tal vezmañana me levante y salga a tomar elaire fresco.

Te echo en falta más de lo que puedes

imaginar. Como siempre, te envío todomi amor.

ROSE

Dos semanas después llegó una cartadistinta, esta vez del Ministerio de laGuerra en Londres. Le preguntaban aHorace si podía confirmar que unacierta Rosa Rauchbach, ciudadanasilesiana, había ayudado a losprisioneros de los campossuministrándoles comida y componentesde radio, tal como ella afirmaba. Horacerespondió encantado y aseguró alMinisterio de la Guerra que todo eraverdad.

Cuatro semanas más tarde llegó otracarta de Leipzig. Rose estabaentusiasmada. El Ministerio de laGuerra en Londres había respondido a lapetición de los americanos y dado fe deque el soldado J. H. Greasley delSegundo-Quinto Batallón de Leicesterconfirmaba la veracidad de susextraordinarios relatos sobre la ayudaque prestó a los prisioneros aliados enPolonia.

Rose había sido recompensada conun trabajo bien remunerado en una basenorteamericana cerca de Hamburgo. Aesas alturas Horace había inaugurado supropia peluquería con el dinero

ahorrado por sus padres durante laguerra. El dinero entraba a espuertas;entre los dos estaban ahorrando casidiez libras a la semana. Nada podíainterponerse en sus planes de emigrar aNueva Zelanda.

Rose y Horace mantuvieroncorrespondencia hasta la Navidad de1945.

Y entonces cesaron las cartas deRose.

Horace envió más de una docena decartas a la base aérea en el noreste deAlemania, pero no recibieron respuesta.Intentó sin éxito acceder a la base áreaen Alemania. Le dijeron una y otra vez

que, con la guerra tan reciente, los trenesy aviones civiles no estaban enfuncionamiento. Movido por ladesesperación, llegó al extremo de irhaciendo autostop hasta Dover, dondedurante tres días suplicó que lepermitieran subir a bordo de alguna delas escasas embarcaciones que cruzabanel canal de la Mancha. No sirvió denada. Al cabo, lo obligaron a marcharsedel puerto bajo amenaza de que lodetendrían si no regresaba a Leicesterpor donde había venido.

EPÍLOGOEn diciembre de 1946, Horace recibióun sobre con matasellos de Hamburgo,Alemania. Las manos le temblabancuando introdujo el filo de un cuchillode cocina por debajo de la solapa y laabrió. Pero antes de fijarse en lacaligrafía desconocida, algo en sucorazón le dijo que no era de Rose. Erabreve e iba al grano. No había remite.

Estimado señor Greasley.

Lamento informarle que mi queridaamiga Rosa Rauchbach pasó a mejor

vida en diciembre de 1945. En elmomento de escribir esta carta hace casiun año exacto. Rosa murió dos horasdespués de dar a luz, y su hijo, un niñoal que llamó Jakub, falleció pocodespués. Hace dos meses recibí una cajacon los efectos personales de Rosa en laque encontré unas cartas suyas.

No pude por menos de leerlas. Perdonela intrusión en su intimidad pero estáclaro que usted la quería mucho.Imagino que las noticias de su muerte yla muerte de su hijo deben de suponerleun tremendo golpe. Lamento ser yo quienle comunica las trágicas noticias.

MARGIT ROSCH

Hacía un año desde la última vezque Horace recibiera carta de Rose.Creyó que el tiempo transcurridoaliviaría un poco al menos su dolor.

No fue así.Había infinidad de preguntas sin

respuesta. Pensó en la última vez quehicieron el amor, la última vez que lamiró a los ojos y la última vez que latuvo entre sus brazos. Pensó en NuevaZelanda y sus planes, y en lo irónico dehaber sobrevivido a cinco años deinfierno, de peligros a los que habíanhecho frente un día sí y otro también,

para luego encontrarse con eso…Leyó la carta una y otra vez hasta

que al final cayó una lágrima sobre elpapel que corrió levemente la tinta. Seenjugó los ojos con el puño de lacamisa, se levantó y echó un últimovistazo a la carta antes de tirarla alfuego. Había terminado. Punto final.Rose había desaparecido para siempre.Y cuando abrió la puerta y salió al airelibre, intentó dominar todas lasemociones que asaltaban su cuerpo. Semantendría sereno, digno. Reconstruiríasu vida con la misma determinación quehabía demostrado todos los días duranteseis años. Incluso ahora, incluso

después de eso. Y fue un pensamientoextraño el que le vino a la cabezacuando dio media vuelta y se fue hacialas tierras de labranza en dirección a loscampos comunales. Jakub… ¿de dóndedemonios habría sacado Rose esenombre?

Nombres de pila silesianos: Jakub(Jacob, James… Jim).

HORACE GREASLEY. Horace «Jim»Greasley (1918-2010) fue uno de losprimeros jóvenes británicos que seunieron a las filas durante la SegundaGuerra Mundial. Hecho prisionero en1940, permaneció durante cinco años endistintos campos hasta su liberación en1945. Emigró a España, y en la

primavera de 2008, cuando Horacecontaba con 89 años, cumplió el deseode su vida: contar en un libro suextraordinaria experiencia. Se tituló:Los pájaros también cantan en elinfierno. Ken Scott, que actuó deescritor colaborador (ghostwritter eninglés), dijo que él sólo actuaba comodedos de Horace para escribir el libropues este sufría de artritis extrema.

Greasley tuvo dos hijos con suprimera esposa Kathleen, Stephen yLesley. Se casó con su segunda esposaBrenda en 1975 y se trasladó a España,donde permaneció hasta su muerte a laedad de 91 años.

Notas

[1] To flap significa «aletear», perotambién tiene el sentido de «ceder alpánico». (N. del T.)<<