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1 LOS DELITOS CONTRA LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA EN EL CÓDIGO PENAL FEDERAL. 1. INTRODUCCIÓN La expresión Administración de Justicia se presta a ciertas confusiones ya que la administración es una actividad vinculada al poder ejecutivo del Estado, en tanto que la Justicia lo es al poder judicial. En sentido propio no hay más administración que la que ejercen los órganos administrativos estatales conforme a las leyes administrativas, ni más Justicia que la que imparten los tribunales. La expresión aquí empleada aprovecha lo que hay de identidad técnica en el ejercicio de la función pública, con independencia del órgano de poder del que emane y ante la imposibilidad de considerar por excesivamente reducida la función de juzgar como elemento común. En efecto, una lectura del Art. 225 no soporta semejante restricción, probablemente no se deba tanto a la imperfección del concepto, como a los desordenes que guían al legislador en la compleja labor de ordenación de los delitos. Ni siquiera es posible el ajuste acudiendo a la clásica división tripartita de la Administración de Justicia, según que se afecte a una indebida iniciación del proceso, a una perturbación en la actividad probatoria o, por último, a la ejecución de lo juzgado podemos agrupar la totalidad de figuras. Se entiende, pues, mejor acudiendo a criterios civilistas, de manera que se administra aquello de que no se dispone. La potestad jurisdiccional otorga a los tribunales la competencia de administrar Justicia conforme a la ley, sin que ello signifique que la cualidad de la Justicia le pertenezca. La idea de que solo el servicio de la Justicia merezca protección penal específica dentro del conjunto de los servicios que el Estado presta a la sociedad permite valorar la importancia de la misma frente a otras gestiones tan relevantes como la sanidad, la educación o la seguridad. En aquellos países donde se encuentra consolidado el sistema acusatorio se observa un abanico más amplio de figuras delictivas que las que incluye el Código Penal Federal, ya que no solo se considera a los servidores públicos de la justicia como autores sino también a las partes del proceso. En el derecho comparado los delitos recogidos bajo este epígrafe son un conjunto de infracciones que guardan relación a las partes intervinientes en la misma incluyéndose figuras como el quebrantamiento de condena, el encubrimiento, el falso testimonio, las denuncias falsas o la omisión del deber de impedir determinados delitos, entre otros. Algunos de estos delitos que guardan con las funciones de la Justicia una relación tan estrecha o más que los que han sido agrupados bajo este epígrafe, están diseminados por los otros títulos del Código Federal. El epígrafe Administración de Justicia aparece en los códigos penales a comienzos del siglo XX. A pesar del tiempo transcurrido estamos en condiciones de afirmar que cumple, sobretodo, una función sistemática para ayudar a la ordenación racional de las infracciones y, consiguientemente, no existe un único bien jurídico independiente que responda a esta idea. La heterogeneidad de figuras, muchas de las cuales son, además, pluriofensivas, es la mejor prueba de ello. Para ajustar al contenido del Título y a las figuras delictivas que incluye, el bien jurídico de Administración de Justicia lo deberemos de concebir en términos tan amplios que resulta ineficaz para cumplir con las funciones interpretativas que se le asigna. No solo debe abarcar la función jurisdiccional, en su sentido más estricto, castigando los excesos prevaricatorios de los órganos judiciales, sino que también debe entenderse como protección de las resoluciones judiciales, por lo que se incluyen figuras como el quebrantamiento, o presupuestos de la propia actividad jurisdiccional, como el encubrimiento o la tortura. Incluso vemos como el legislador ha incluido figuras que carecen de relación con la actividad jurisdiccional y se refieren al régimen general de los servidores del Estado. Así sucede con la figura contenida en la fracción I por el que se castiga conocer negocios para los que los servidores públicos están impedidos. No obstante, encontramos en la ciencia penal intentos de construir un bien jurídico capaz de dar coherencia a estas figuras delictivas, superando la actual impresión de mero conglomerado. En este sentido, podemos apreciar dos corrientes de opinión. De una parte, la de quienes destacan como objeto

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LOS DELITOS CONTRA LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA EN EL CÓDIGO PENAL

FEDERAL. 1. INTRODUCCIÓN

La expresión Administración de Justicia se presta a ciertas confusiones ya que la administración

es una actividad vinculada al poder ejecutivo del Estado, en tanto que la Justicia lo es al poder judicial. En sentido propio no hay más administración que la que ejercen los órganos administrativos estatales conforme a las leyes administrativas, ni más Justicia que la que imparten los tribunales. La expresión aquí empleada aprovecha lo que hay de identidad técnica en el ejercicio de la función pública, con independencia del órgano de poder del que emane y ante la imposibilidad de considerar por excesivamente reducida la función de juzgar como elemento común. En efecto, una lectura del Art. 225 no soporta semejante restricción, probablemente no se deba tanto a la imperfección del concepto, como a los desordenes que guían al legislador en la compleja labor de ordenación de los delitos. Ni siquiera es posible el ajuste acudiendo a la clásica división tripartita de la Administración de Justicia, según que se afecte a una indebida iniciación del proceso, a una perturbación en la actividad probatoria o, por último, a la ejecución de lo juzgado podemos agrupar la totalidad de figuras.

Se entiende, pues, mejor acudiendo a criterios civilistas, de manera que se administra aquello de que no se dispone. La potestad jurisdiccional otorga a los tribunales la competencia de administrar Justicia conforme a la ley, sin que ello signifique que la cualidad de la Justicia le pertenezca. La idea de que solo el servicio de la Justicia merezca protección penal específica dentro del conjunto de los servicios que el Estado presta a la sociedad permite valorar la importancia de la misma frente a otras gestiones tan relevantes como la sanidad, la educación o la seguridad.

En aquellos países donde se encuentra consolidado el sistema acusatorio se observa un abanico más amplio de figuras delictivas que las que incluye el Código Penal Federal, ya que no solo se considera a los servidores públicos de la justicia como autores sino también a las partes del proceso. En el derecho comparado los delitos recogidos bajo este epígrafe son un conjunto de infracciones que guardan relación a las partes intervinientes en la misma incluyéndose figuras como el quebrantamiento de condena, el encubrimiento, el falso testimonio, las denuncias falsas o la omisión del deber de impedir determinados delitos, entre otros. Algunos de estos delitos que guardan con las funciones de la Justicia una relación tan estrecha o más que los que han sido agrupados bajo este epígrafe, están diseminados por los otros títulos del Código Federal.

El epígrafe Administración de Justicia aparece en los códigos penales a comienzos del siglo XX. A pesar del tiempo transcurrido estamos en condiciones de afirmar que cumple, sobretodo, una función sistemática para ayudar a la ordenación racional de las infracciones y, consiguientemente, no existe un único bien jurídico independiente que responda a esta idea. La heterogeneidad de figuras, muchas de las cuales son, además, pluriofensivas, es la mejor prueba de ello. Para ajustar al contenido del Título y a las figuras delictivas que incluye, el bien jurídico de Administración de Justicia lo deberemos de concebir en términos tan amplios que resulta ineficaz para cumplir con las funciones interpretativas que se le asigna. No solo debe abarcar la función jurisdiccional, en su sentido más estricto, castigando los excesos prevaricatorios de los órganos judiciales, sino que también debe entenderse como protección de las resoluciones judiciales, por lo que se incluyen figuras como el quebrantamiento, o presupuestos de la propia actividad jurisdiccional, como el encubrimiento o la tortura. Incluso vemos como el legislador ha incluido figuras que carecen de relación con la actividad jurisdiccional y se refieren al régimen general de los servidores del Estado. Así sucede con la figura contenida en la fracción I por el que se castiga conocer negocios para los que los servidores públicos están impedidos.

No obstante, encontramos en la ciencia penal intentos de construir un bien jurídico capaz de dar coherencia a estas figuras delictivas, superando la actual impresión de mero conglomerado. En este sentido, podemos apreciar dos corrientes de opinión. De una parte, la de quienes destacan como objeto

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de protección el estricto funcionamiento de los órganos jurisdiccionales en un sentido formal. Se trataría, entonces, de reforzar la disciplina procesal en si misma considerada. Si, a pesar de su carácter fragmentario y subsidiario, se emplea la vía penal para proteger el servicio público de la Administración de la Justicia es debido a la relevancia de la potestad jurisdiccional y al interés del Estado en las correcciones de las resoluciones, lo que refuerza la confianza de la sociedad en las cualidades de la misma. Difícilmente puede administrarse Justicia si los órganos encargados de ello carecen de autoridad y la autoridad solo puede adquirirse en el marco de un Estado de Derecho a partir del formal respeto de la ley. Bajo este prisma estos delitos aparecen concebidos como delitos de lesión, si bien la lesión se confunde con la infracción de la norma que regula los procedimientos.

La objeción más grave que puede hacerse a semejante propuesta es que sitúa al Derecho penal en una misión de perseguir las meras informalidades en el funcionamiento de los órganos de la Administración de Justicia, lo que resulta más propio de la potestad disciplinaria. Por otra parte, semejante propuesta se corresponde con un Derecho penal de autor y no con la responsabilidad por el hecho. El fundamento de la sanción sería la infidelidad del servidor público y no la lesión de intereses o valores de la sociedad.

La otra opción, por la que nos inclinamos, parte de la idea de renunciar a la Administración de Justicia como bien jurídico independiente, reconociéndole solo funciones intrasistemáticas. Desde esta perspectiva las figuras delictivas aquí agrupadas son sustancialmente independientes las unas de las otras. Su único denominador común es la protección de los derechos y las garantías del proceso, si bien por razones de política criminal el legislador adelanta las barreras de protección y castiga aquellas acciones u omisiones que no respetan las leyes procesales porque ponen en peligro aquellas garantías. Esta propuesta tiene sobre la anterior dos ventajas. La primera, que mantiene anclado el Derecho penal a la función de defender bienes o valores, en este caso, los referidos principios y garantías del proceso. La segunda, que convierte estos delitos en delitos de peligro, lo que obliga al órgano, que los juzga, a probar como presupuesto de la responsabilidad penal que la conducta, además de infringir la ley, puso en peligro aquellas garantías –delitos de peligro concreto-.

No se trata de negar que el funcionamiento de la Administración de Justicia sea imprescindible para la sociedad, en la dimensión que Welzel dio a los bienes jurídicos, e inspira por ello a la criminalización de aquellas conductas que atentan contra aspectos de la misma, lo que ocurre es que otras muchas figuras no pueden encontrar la razón de su existencia tan solo en la protección de este servicio estatal. Optar por una u otra opción tiene necesariamente implicaciones en el ámbito de las relaciones concursales entre los delitos.

Nos proponemos ordenar este trabajo en dos partes siguiendo la propia estructura de la disciplina del Derecho penal. En la primera de ellas, a modo de parte general, analizaremos las cuestiones de dogmática penal y punitiva que presentan todos o la mayoría de las figuras y, posteriormente, abordaremos el estudio singular de las mismas agrupadas en torno al bien jurídico que comparten. No sin antes, destacar en esta breve introducción la preocupación que suscita las actuales políticas criminales centradas de un modo monocorde en criminalizar todas las conductas como única opción para atajar los problemas de la sociedad moderna, arrastrando con estas políticas muchas de las garantías del sistema penal y, aun conscientes. De la escasa eficacia de las mismas. Solo habrá un cambio cuando se invierta en esfuerzos preventivos. El Derecho penal solo puede asumir una modesta función, pero su intervención a posteriori nunca podrá ser la solución nuclear. La tendencia a convertir el poder judicial en el auténtico poder de dirección no solo trata de confundir las cosas desenfocando la solución de los problemas, sino que sitúa a la Justicia al borde de ser arrastrada al mismo precipicio del que se le ha encomendado sacarnos. 2. CUESTIONES GENERALES.

2.1. DELITOS ESPECIALES.

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Los delitos contra la Administración de Justicia son un grupo paradigmático dentro de los delitos especiales. Todos ellos requieren en el sujeto activo la cualidad de servidor público, quedando excluidos como autores los particulares. El Art. 212 mantiene, no obstante, un concepto de servidor público que excede de aquellas personas que, por el cargo que ostenta, ejercen función pública, como sucede con los representantes de la judicatura o de la Administración Pública Federal. Incluso, dentro de esta categoría se incluyen también los gestores de las empresas en las que existe representación estatal, los cuales se encuentran más próximos a los particulares que a los funcionarios. Ni siquiera las conductas prevaricatorias requieren que el autor ejerza funciones jurisdiccionales, también otros operadores de la Justicia, como los secretarios del juzgado puede cometer, ocasionalmente, estos delitos.

Dos tipos de cuestiones se suscitan en torno a los delitos especiales. La primera se refiere a la posibilidad de mantener respecto de ellos el mismo concepto de autor que se emplea en los delitos comunes. La segunda resolver las interrogantes que plantean la participación de particulares en los delitos especiales.

2.1.1. Los delitos especiales y el concepto de autor.

La ciencia penal se encuentra dividida en torno a la cuestión de si el mismo concepto de autoría que es empleado en relación con la mayoría de los delitos puede mantenerse cuando nos encontramos ante los delitos especiales o ante la comisión imprudente. Las tradicionales dificultades para diferenciar entre el autoría y participación se han resuelto en la actualidad acudiendo a la más versátil de todas las teorías, según la cual, es autor quien domina el hecho. Tiene su origen en las ideas finalistas en la medida que se trata de indagar quien tiene el dominio final del hecho, lo que inevitablemente vincula la indagación de la autoría con el contenido de la voluntad como cuestión que afecta a la tipicidad. La teoría del dominio del hecho, de un atractivo plástico, innegable se ha empleado en la jurisprudencia desde ópticas enfrentadas. Para unos, el dominio del hecho debe resolverse conforme a criterios subjetivos, mientras que para otros es un problema objetivo, es decir, control material del devenir de la ejecución de los elementos típicos.

Pero en la ciencia penal alemana bajo las propuestas de Roxin se ha terminado imponiendo el criterio de que esta teoría no es útil para resolver los problemas de autor en los delitos que consisten en la infracción de una norma de deber. Este es el caso de los delitos contra la Administración de Justicia, en los que el círculo de posibles autores queda circunscrito a aquellas personas que por distintos motivos tiene un especial deber que se infringe con el delito. La cualidad de servidores públicos que se requiere en los autores de estos delitos tiene un mayor peso que las que se exigen en el resto de los delitos especiales, hasta el extremo de convertirse en el propio fundamento de la responsabilidad penal.

Esta circunstancia a juicio de quienes defienden esta tesis justifica que en los delitos de esta naturaleza en relación con la imprudencia, se deban considerar autores a todos aquellos que infringen el deber y esta infracción está vinculada con la comisión del delito, sin necesidad de que el sujeto haya realizado actos ejecutivos del mismo. Semejante tesis no responde a la estructura lógica de la imputación objetiva que descansa sobre la ejecución de todo o parte de los hechos ejecutivos del delito, ni tampoco se ajusta a las normas vigentes ya que, conforme señala el Art. 9º “obra culposamente el que produce el resultado típico”

2.1.2. La participación de los no-servidores públicos en los delitos contra la Administración de

Justicia.

En la actualidad la doctrina penal mantiene una posición pacífica en torno al fundamento de la responsabilidad de los participes de un delito. Abandonadas ya las tesis culpabilísticas, se entiende que la clave esta en que el participe con su contribución favorece la comisión de aquel. Esta teoría nos permite mantener unas bases objetivas para explicar la relación de accesoriedad que se da entre el autor y el participe. Nada que guarde relación con el juicio de culpabilidad se transfiere de uno a otro que permanecen unidos exclusivamente por el injusto. El participe contribuye en algo que no le pertenece y esta circunstancia se refleja tanto en la configuración de su propia tipicidad, como en la determinación de su responsabilidad penal.

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El problema que se suscita en el tema que nos ocupa es determinar el tratamiento penal que merece el participe –extraneus- en quien no concurre la cualidad de servidor público, cuando colabora con este en la comisión del delito. Y, a la inversa, como responde el servidor público –intraneus- cuando es cómplice de un extraneus en la comisión de un delito especial. Dicho de forma resumida se trata de saber si la mayor pena o la propia existencia del delito, debido a las condiciones personales que se exigen, afectan y en que manera a quienes son extraneus.

El CP alemán resuelve la cuestión señalando que la falta de determinadas características personales, que fundamentan la responsabilidad penal, en el participante (instigadores o cómplices), dará lugar a una pena atenuada, mientras que si dichas condiciones personales agravan la sanción, la atenúan o la excluyen solo afectará a aquellos participes en los que concurra (Par. 28). Por su parte, el CP español se expresaba en otros términos. El texto originario no abordaba el tema de forma específica, sino tan solo en relación con las circunstancias modificativas de la responsabilidad penal, estableciendo que aquellas que consistan en cualquier causa de naturaleza personal agravarán o atenuarán la responsabilidad sólo de aquéllos en quienes concurran (Art. 65). Sin embargo, en el año 2003 tuvo lugar una reforma que añadió un último párrafo al mencionado precepto que da un giro radical al tema ya que ahora si se admite su incidencia. Cuando en el inductor o en el cooperador necesario, dice el nuevo texto, no concurran las condiciones, cualidades o relaciones personales que fundamentan la culpabilidad del autor, los jueces o tribunales podrán imponer la pena inferior en grado a la señalada por la Ley para la infracción de que se trate.

El CP Federal de México se inclina en su Art. 54, con carácter general, por la no

comunicabilidad, de forma que el aumento o la disminución de la pena, fundadas en las calidades, en las relaciones personales o en las circunstancias subjetivas del autor de un delito, no son aplicables a los demás sujetos que intervinieron en aquél. En el caso del CP Federal tampoco se plantea la cuestión de las cualidades personales que fundamentan la responsabilidad, porque el referido artículo se limita a las que la agravan o atenúan. Sin embargo, en referencia a los delitos contra la Administración la regla parece modificarse porque conforme al art 212 in finis las mismas sanciones previstas para el delito de que se trate se impondrán “a cualquier persona que participe en la perpetración de alguno de los delitos” de este Título. Lo aquí señalado debe interpretarse en relación con el Art. 54, con el que guarda una relación de norma especial frente a la regla general. La voluntad del legislador ahora es que en los casos de coautoría –participar en la perpetración- del extraneus con el servidor público, la pena de aquel venga determinada por la de este, a pesar de que no concurra en el la condición personal. Fuera del alcance de este precepto quedan aquellos supuestos de delitos especiales no incluidos en los Títulos décimo y undécimo, que, a tenor de lo señalado en la regla general del Art. 54, no afecta las causas de naturaleza personal nada mas que a aquellos en quienes concurra, y los supuestos en los que ya no se trata de coautoría, sino de participación conforme a las fracciones VI, VII y VIII del Art. 13.

Un enfoque correcto de los casos de participación en los delitos contra la Administración de

Justicia requiere que se distinga entre aquellas condiciones personales que fundamentan la responsabilidad penal, de aquellas otras que tan solo dan lugar a una agravación. En el primer caso nos encontramos con delitos especiales propios que carecen de un correspondiente delito común, en tanto que en los delitos especiales impropios existe la posibilidad de castigar por el delito común a los extraneus en quienes no concurren las cualidades personales. Gran parte de los delitos contra la Administración de Justicia son delitos especiales propios, lo son todos aquellos en los que la acción típica se corresponde con un acto reglado del procedimiento, así, por ejemplo, no ordenar la libertad de un procesado (frac. XVI) solo tiene relevancia penal cuando quien omite la orden tiene competencias para ello. Sin embargo, la detención ilegal de la fracción X es un delito especial impropio que tiene su correspondiente delito común para los casos en los que la detención la ejecuta un particular.

A falta de un correspondiente delito común en los delitos especiales propios la participación del extraneus restaría impune, si no se contempla como posible su participación en esta modalidad delictiva. Esta parece la solución más correcta por distintas razones. En primer lugar, es coherente con

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la solución dada para los casos en los que el extraneus es coautor. Por otra parte, es la única solución para evitar la impunidad que sería político criminalmente injustificada. Por último, es una solución ajustada a derecho ya que si bien la norma de deber se dirige en primer termino al servidor público, es innegable que también los particulares asumimos un deber jurídico de respeto a la función pública que nos obliga genéricamente a no colaborar con los servidores públicos en atentados contra la función pública.

En los delitos especiales impropios los particulares que realicen actos ejecutivos de un delito no comprendido en los Títulos décimo y undécimo podrán ser castigados por el correspondiente delito común, mientras que los extraneus, coautor con el intraneus, al igual que en la propuesta anterior, serán castigados como autor del delito especial. Cuando el autor es un particular y el participe un servidor público, este será castigado como participe del delito común ya que el código no contempla la autoría de un particular en un delito especial, si no tan solo la coautoría con un intraneus, a pesar de que haya participación en el mismo un servidor público.

2.2. CAUSAS DE JUSTIFICACIÓN. ESPECIAL RELEVANCIA DEL CUMPLIMIENTO

DE UN DEBER O DE LA OBEDIENCIA DEBIDA.

A tenor del artículo 15 Código Penal Federal existen dos modalidades de errores con relevancia

penal. El uno, versa sobre algunos de los elementos esenciales que integran el tipo, mientras que, el otro, se refiere a la ilicitud de la conducta, originado este último, bien, porque el sujeto desconozca la existencia de la ley, el alcance de la misma o porque crea que está justificada su conducta. Cada uno de ellos tiene consecuencias muy diversas cuando resulta vencible. Mientras que el primero solo podrá castigarse a título de imprudencia cuando lo permita el delito cometido; el otro, asegura siempre su punibilidad, aunque con una pena atenuada.

Ambos errores encuentran en los delitos cometidos por los servidores públicos, en los que el núcleo del injusto es la infracción de una norma de deber, una prueba de laboratorio para plantear algunas cuestiones dogmáticas de particular relevancia. En concreto, se trata de determinar la naturaleza jurídica de las expresiones “la ley les prohíba” (III), “impedimento legal” (I) o “si procede legalmente” (XI) y. consiguientemente, como se resuelve el error –bastante frecuente en la praxis- sobre estos elementos. Debemos empezar por distinguirlos de los elementos de valoración global del hecho, por tal entendemos aquellos elementos que hacen innecesaria valorar la antijuricidad una vez que se verifica su presencia. Como ejemplos de estos elementos traídos al tipo, en cambio, podemos citar el tipo de la Fracción VII (“Ejecutar actos o incurrir en omisiones que produzcan un daño o concedan a alguien unas ventajas indebidas”) o la Fracción II dentro del delito de abuso de autoridad en la que se castiga a quien “ejerciendo sus funciones o con motivo de ellas hiciere violencia a una persona sin causa legítima o la vejare o la insultare” (Art. 215). Porque si en efecto concurriere una causa de justificación como, por ejemplo, el estado de necesidad o el cumplimiento de un deber, la violencia que se ejerce sería la debida o tendría una causa legítima. Luego la causa legitima es una expresión sintética que abarca todos los supuestos en los que un servidor puede constreñir la voluntad de un particular.

Estos elementos de valoración global del hecho plantean dudas sobre el tratamiento que merece el error sobre los mismos. Por un lado, se defiende la tesis de que estos elementos que hacen referencia al ordenamiento jurídico en su conjunto, son, a pesar de ello, elementos del tipo –elemento esencial del delito, tal como dice el Código- y, consiguientemente, el error vencible sobre el mismo solo es punible si el delito cometido permite esa forma. La posición contraria sostiene que estamos ante elementos especiales de la antijuricidad traídos por el legislador a la descripción de los delitos de infracción del deber porque en ellos las relaciones entre la tipicidad y la antijuricidad se hacen especialmente estrechas, en consecuencia, el error sobre estos elementos debe tratarse como error de prohibición atenuando la pena cuando es vencible. Las consecuencias son bien diferentes en uno y otro caso, no solo porque la atenuación de pena que corresponde es diferente, sino, sobretodo, porque concurriendo un

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error de tipo vencible el hecho quedará impune porque dentro del Art. 225 tan solo en una ocasión (Frac. VIII) se prevé el castigo de la comisión imprudente.

Distintos son aquellos otros casos en los que se hace una referencia global al ordenamiento jurídico, en los cuales si son imaginables situaciones en las que no pierden su identidad dos niveles de valoración, uno, de carácter jurídico para comprobar si la actuación del funcionario se encontraba dentro del marco legal y, el otro, para valorar socialmente la conducta. En estos casos subsiste el error de tipo si se da una falsa representación de la licitud de la conducta. Imaginemos, por ejemplo, un supuesto en el que el servidor público ordena la prisión preventiva de una persona en una causa penal en la que no está interviniendo pero lo dispone por ser la única vía para evitar que los enemigos del detenido puedan ejecutar la venganza mortal que tenían prevista, de manera que mediante la detención ilícita logra preservar la integridad del detenido. Una equivocada representación del ámbito legal de disponer de la detención de una persona constituye en estos casos un error de tipo, en tanto que una desmedida valoración de los riesgos que pueda correr la vida del detenido, ordenando en base a ellos su detención, sería un caso de error de prohibición.

También en relación al expediente del error debe considerarse que los llamados errores de subsunción, aquellos que se deben a la falta de una concreta valoración de las situaciones jurídicas resultan irrelevantes cuando los eventuales sujetos de estos delitos son personas con responsabilidad dentro de la Administración de Justicia. Así, por ejemplo, es indiferente que el autor pensara que los hechos solo constituían un ilícito administrativo y no un ilícito penal.

2.3. RELACIONES CONCURSALES

I. Los delitos contra la Administración de Justicia son, con mucha frecuencia, delitos pluriofensivos, es decir, que para agotar todo lo injusto que hay en determinadas conductas es preciso acudir a mas de una figura delictiva, porque resultan comprometidos mas de un bien jurídico. Así sucede con las fracciones VII, que puede concurrir con un delito de daños, con las fracciones IX, X y XIV, que son también detenciones ilegales o con las XXIV y XVIII, que pueden ser, en su caso, revelación de secretos.

Un tratamiento inadecuado de estas figuras lleva, en ocasiones, injustificados privilegios penales para los autores de los delitos especiales, quienes invocan el principio de non bis in ídem para eludir la responsabilidad por el delito común. Esta convención es importante para abordar el tema de las relaciones concursales entre estas figuras especiales y las correspondientes, figuras comunes, cuando las hubiere.

Aunque no podamos reconducir todas las figuras descritas dentro del Título de los delitos contra la Administración de Justicia a un bien jurídico único, no obstante, parece que no debe plantear dudas que el fundamento de todas ellas es la infracción de distintos deberes que concurren en quien ostenta funciones de servidores públicos vinculados con el denominador común de administrar Justicia. La Administración de Justicia está estrictamente sometida al principio de legalidad y se debe ejercer conforme a las normas que regulan este servicio del Estado. Estas normas sustantivas o procesales deben ser respetadas en interés de la colectividad ya que de ellas depende la vigencia de relevantes principios y garantías de las personas frente a la competencia estatal de administrar Justicia. Garantías como la propia legalidad, la imparcialidad o la proporcionalidad inspiran gran parte del diseño del proceso. También el sistema acusatorio exige que se asegure la presencia de las partes en los momentos mas destacados del proceso y exige respetar los principios de congruencia y coherencia, en virtud de los cuales las decisiones mas relevantes para el proceso tomadas por los órganos jurisdiccionales, cuando así lo establezca la ley, deberán ser solicitadas por las partes y acordadas a partir de unas pruebas y una motivación. Una resolución judicial contraria a las leyes y, en consecuencia prevaricatoria, lesiona estos principios.

Cuestión distinta es si, además de lesionar los principios y garantías generales del proceso, también terminan poniendo en peligro o lesionando derechos particulares, como la libertad, la propiedad, o la integridad física, protegidos, como bienes jurídicos, por el Derecho penal. De ser así, entonces es necesario acudir a las figuras concursales para aplicar las penas correspondientes a las infracciones concurrentes. En algunas de las figuras es incuestionable la necesidad de aplicar el criterio

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de la pluriofensividad. Piénsese, en los casos en que se prolonga la detención provisional de una persona para los que el Art. 215 A prevé expresamente la relación concursal con el delito de desaparición forzada de personas. De aplicarse las reglas del concurso de leyes y desplazar una de las figuras, que, en este caso, sería la de la desaparición forzada de personas, por ser menos específica que la de los delitos contra la Administración de Justicia, el servidor público se vería privilegiado con una pena de cuatro a diez años (Art. 225), en vez de cinco a cuarenta (Art. 215 B). II. Próximo a lo anterior se plantea la duda sobre el tratamiento de aquellos casos en los que la conducta del imputado se encuadra en más de una fracción. Así, por ejemplo, cuando para poder cobrar una gabela al detenido, el autor de los hechos aparenta asumir unas competencias que no le corresponden. En no pocas ocasiones las figuras aparecen en una relación medial muy estrecha lo que nos inclina a considerar que se produce un solo delito con una pluralidad de acciones. Si tomamos en cuenta que el bien jurídico protegido es la Administración de Justicia y que la responsabilidad penal en relación a otros eventuales daños queda salvaguardada por el concurso de delitos, nos inclinamos por entender que hay una sola acción continuada que se enmarca en el plan del autor y que lesiona a través de distintas conductas el mismo bien jurídico.

2.4. LAS PENAS Y OTRAS CONSECUENCIAS JURÍDICAS EN LOS DELITOS CONTRA

LA ADMNISTRACIÓN DE JUSTICIA.

Todos los delitos recogidos en el Art. 225 están castigados con pena de prisión, estableciéndose

una diferencia entre dos grupos (quienes cometan los delitos previstos en las fracciones I, II, III, VII,

VIII, IX, XX, XXIV, XXV y XXVI, se les impondrá pena de prisión de tres a ocho años y de quinientos a

mil quinientos días multa y quienes cometan los delitos previstos en las fracciones IV, V, VI, X, XI, XIII,

XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XXI, XXII, XXIII, XXVII, XXVIII, XXX, XXXI y XXXII, se les

impondrá pena de prisión de cuatro a diez años y de mil a dos mil días multa). Esta distinción no

siempre resulta justificada. Así, por ejemplo, dentro del grupo de los que tienen prevista una pena mas

grave comprendida entre los cuatro y los diez años de prisión se encuentra la mera desobediencia de una

orden de un superior, mientras que entre los que tiene una pena menor, comprendida entre los tres y los

ocho años, se encuentra ordenar la aprehensión de un individuo cuando no procede. A pesar de ser

menor la pena, en este segundo supuesto se encuentra comprometida la libertad ambulatoria de una

persona, mientras que, en el primero, se trata de un mero acto de desobediencia sin necesidad de que

del mismo resulten otras lesiones asociadas. Esta forma de remitir a clausulas generales de punición

provoca con frecuencia agravios comparativos entre unas y otras figuras delictivas, que necesariamente

deberán ser corregidas en la individualización de las penas en la sentencia. Junto a la prisión el

condenado es castigado con la pena de multa cuya gravedad también varía según el grupo en el que se

encuentre descrita la conducta castigada.

Tan importante como las penas de prisión son aquellas otras que van aparejadas a ellas. Como es lógico tratándose de funcionarios que han abusado de sus cargos el legislador castiga también en todos los casos con la inhabilitación para el ejercicio de la función pública. A tenor del propio Art. 225 en todos los delitos previstos en él, además de las penas de prisión y multa previstas, el servidor público será destituido e inhabilitado de tres a diez años para desempeñar otro empleo, cargo o comisión públicos. No resulta fácil determinar el alcance de los ámbitos laborales para los que queda inhabilitado el condenado. La cuestión es si la pena alcanza a todos los ámbitos que definen el concepto penal de servidor público (Art. 212) o solo a los que ejercen en sentido estricto, función pública, o, por último, aquellos que guardan relación con la Administración de justicia. A tenor del Art 225 nos inclinamos por la solución intermedia, es decir, que la inhabilitación afecta a los empleos o cargos que lleven consigo el ejercicio de la función pública.

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Aunque no encontramos una referencia expresa a los contenidos de la pena de inhabilitación, si aparece a lo largo del código diferenciada de la suspensión, lo que nos permite concluir que la inhabilitación es, a la vez, una pena definitiva y temporal. Definitiva, porque el condenado pierde el empleo o cargo afectado por la pena sin posibilidad de su recuperación una vez cumplida la condena y, temporal, porque mientras dure la pena no podrá volver a presentarse a unas pruebas ni a unos concursos con el objetivo de recuperar la condición de servidor público perdida con la condena.

En aquellos supuestos en los que la conducta del servidor público haya ocasionado un perjuicio

concreto directamente derivado de la misma, el Estado asume, solidariamente, la reparación cuando se

trata de delitos dolosos de sus servidores públicos realizados con motivo del ejercicio de sus funciones,

y, subsidiariamente, cuando aquéllos fueren culposos (Art. 32. Fracción VII). Nos encontramos una

regulación coincidente a la que se da en otros países en la que el Estado se protege frente a la legítima

aspiración de los perjudicados por la actuación irregular de sus servidores No encontramos justificado

que la referida indemnización del Estado quede circunscrita a los daños originados por los funcionarios

en el ejercicio de sus funciones, especialmente, en los supuestos de personal armado que dispone de las

armas reglamentarias durante las veinticuatro horas del día. También resulta injustificadamente

perjudicial para las víctimas que se establezca una responsabilidad subsidiaria del Estado en los casos de

delitos imprudentes. Con independencia del título de imputación, lo que solo tiene relevancia en el

ámbito de la responsabilidad penal, el compromiso del Estado con la sociedad debe ser el de facilitar al

máximo la justa reparación o indemnización, con independencia de que este pueda posteriormente

repetir contra el servidor público infractor. En esta misma línea tampoco compartimos lo dispuesto en el

Art. 35 conforme al cual el patrimonio del condenado se prorrateara para cubrir la multa y la reparación

fijadas. La condición de perjudicado como víctima de un delito merece un tratamiento preferencial. Las

actuales políticas criminales de corte victimológico así lo vienen exigiendo. Y sorprende, por lo demás,

esta disposición por el contraste que representa con el interés de la víctima que ha guiado al legislador al

elevar a la naturaleza de pena su reparación (“La reparación del daño proveniente de delito que deba

ser hecha por el delincuente tiene el carácter de pena pública.”). En este mismo sentido, nos parece que

la actual regulación al destinar al “beneficio de la procuración e impartición de Justicia“ (Art. 40

Código Penal Federal) la aplicación de los bienes decomisados, cercena la posibilidad de emplear con

funciones reparatorias una de las fuentes de recursos más importantes que genera el funcionamiento de

la justicia.

3. FIGURAS DELICTIVAS.

3.1. PREVARICACIÓN

3.1.1. TIPO BÁSICO

Gran parte de las figuras delictivas descritas en las fracciones del Art. 225 guardan relación con actividades prevaricatorias, lo que justifica que comencemos por este delito el estudio de los delitos contra la Administración de Justicia y que sean estas conductas las que aparecen más reiteradamente descritas en este artículo. Bien es cierto que la prevaricación juega un cierto papel de figura residual o nuclear en este grupo de delitos, de manera que cuando el servidor público a través de una resolución injusta atenta contra determinadas garantías procesales específicamente tipificadas, aplicaremos esta figura especial desplazando el tipo base de la prevaricación; sin embargo, cuando no ocurre esto podremos perseguir toda resolución manifiestamente injusta a través de esta figura. Dicho en otros términos en el alma de todas las figuras recogidas en el Art. 225 se da una conducta prevaricatoria.

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De una lectura de las fracciones del Art. 225 las siguientes tienen una base eminentemente prevaricadora: VI, VII, IX, XIII, XVII, XIX, XXIII, XXV y XXVI. Para todas ellas juega el papel de tipo básico la conducta descrita en la fracción VI (“Dictar, a sabiendas, una resolución de fondo o una sentencia definitiva que sean ilícitas por violar algún precepto terminante de la ley, o ser contrarias a las actuaciones seguidas en juicio o al veredicto de un jurado; u omitir dictar una resolución de trámite, de fondo o una sentencia definitiva lícita, dentro de los términos dispuestos en la ley.”).

En efecto se trata de una figura nuclear dentro de este grupo de delitos, atenta, en primer lugar, contra el principio de legalidad, la garantía mas relevante que debe acompañar a todas las resoluciones de los órganos de la Administración de Justicia. Todas las figuras prevaricatorias recogidas en el Art. 225 tienen en común que suponen una lesión formal de la normas generales que regulan los procedimientos u otras mas específicas como ocasionar daños o privilegios sin concretar (VII), abstenerse de actuar o actuando (IX), no cumplir lo preceptivo en la toma de declaración del inculpado (XIII), no dictar tiempo auto de detención (XVII), abrir un proceso contra un aforado (XIX), admitir un depositario (XXIII), nombrar un sindico (XXV) o excarcelar a un detenido (XVI). La prevaricación puede, eventualmente, lesionar otros bienes jurídicos individuales o colectivos, dando lugar a la comisión, en su caso, de otras figuras delictivas.

Solo cobran relevancia penal las resoluciones dictadas por quien ostenta competencias formales y funcionales para dictar la resolución injusta. A pesar de que todo servidor público puede cometer prevaricación, los círculos de los autores resultan nuevamente reducidos por esta doble coordenada de competencia formal y funcional. Tendrá que ser el servidor que formalmente asuma competencias para dictar la resolución y deberá también verificarse que materialmente pudo dictarla. Si lo primero excluye de la autoría a quienes no tienen reconocidos por ley dictar competencias de esta naturaleza, es decir, carecen de potestad decisoria, tales como los órganos de asesoramiento o de información técnica, con competencias de información; lo segundo, excluye a quienes no se encuentran en activo en el ejercicio de sus funciones. Ni los particulares ni aquellos en quienes no concurra esta doble condición formal y funcional pueden ser autores de estos delitos, aun cuando realicen actos objetivamente adecuados a los correspondientes tipos. Sin el elemento competencial los hechos o bien carecen de relevancia o serán punibles a través de otras figuras.

En los casos en los que la resolución haya sido dictada por órganos colegiados, como por ejemplo, por los magistrados de una sala, deberán darse en cada uno de los miembros del mismo las características típicas y responderán todos ellos como coautores. No basta que se haya votado a favor de la propuesta del magistrado ponente, es preciso que la adhesión se produzca con conciencia de la ilicitud de la misma. Y, a la inversa, quienes han votado en contra o se han abstenido no asume responsabilidad ninguna.

La responsabilidad penal se complementa con la responsabilidad disciplinaria con la que guarda una relación de mayor a menor gravedad. En virtud del carácter fragmentario de la primera se reservan a ella los casos mas graves de prevaricación, debiendo resolverse mediante el concurso de leyes las relaciones entre una y otra, para evitar la infracción del principio non bis in ídem. Aunque no siempre resulta fácil establecer las líneas divisorias, el CP deja claro que solo habrá responsabilidad penal cuando el órgano judicial actúa a sabiendas de la ilicitud de la resolución, de forma que, salvo excepciones, cuando no media dolo la responsabilidad será solo disciplinaria.

Por otra parte, aunque el núcleo de la prevaricación es la naturaleza injusta de la disposición, no toda resolución judicial no ajustada a derecho es prevaricatoria, precisamente la Administración de Justicia se fundamenta sobre la discrecionalidad judicial en la interpretación de las normas y, por ello, contempla un sistema de recursos que reconoce implícitamente la posibilidad de errores judiciales que no dan lugar a ningún tipo de responsabilidad. Tan solo lo son aquellas que resultan manifiesta, clara y terminantemente contrarias al ordenamiento jurídico. La revocación en una segunda instancia de una resolución no da lugar a responsabilidad penal. Existe prevaricación cuando comparadas con cualesquiera de las posibles interpretaciones de la norma la que se hizo resulta claramente fuera de lugar por su irracionalidad e incoherencia. La resolución o la sentencia tienen que ser arbitrarias. Aunque resulta mas fácil de determinar la arbitrariedad cuando el órgano esta preceptivamente obligado

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a tomar una decisión en un sentido, no por ello dejan de ser posibles actos de prevaricación en casos en los que la ley permite una decisión discrecional.

La desviación puede estar referida a la norma que se aplica o al procedimiento que se emplea en su aplicación, como a la valoración jurídica de un supuesto de hecho, como, finalmente, a la relación de los mismos, de lo cuales se omiten datos relevante o se falsean, de forma que fuerza a aplicar una norma que de otro modo no correspondería. La fracción VI se refiere a algunas de ellas (“que sean ilícitas por violar algún precepto terminante de la ley, o ser contrarias a las actuaciones seguidas en juicio o al veredicto de un jurado; u omitir dictar una resolución de trámite, de fondo o una sentencia definitiva lícita, dentro de los términos dispuestos en la ley”), sin que deban entenderse mas que como meramente ejemplificativa y, por tanto, no excluyen otras resoluciones de contenido distinto, como, por otra parte, se comprueba en las figuras especificas del resto de las fracciones del Art. 225.

Pero, en todo caso, la injusticia de la resolución debe medirse con criterios objetivos y no de Justicia material. Lo contrario genera un grave riesgo de seguridad jurídica. Esto no significa que los criterios de Justicia material no puedan ser valorados de ninguna forma dentro de estos delitos. Cuando el órgano judicial dicta una resolución objetivamente injusta, que puede encontrar explicación porque haya buscado el objetivo de alcanzar una resolución conforme a los criterios de Justicia material, los hechos pueden resultar justificados empleando las causas de justificación, como el estado de necesidad. También deben rechazarse por los mismos motivos, las tesis subjetivas, según las cuales el fundamento de la prevaricación se encuentra en la actuación del juez contra sus más profundas convicciones de Justicia.

La acción típica consiste en todos los casos en dictar una resolución. Una resolución es un acto judicial, pero no todo acto judicial es una resolución. Ciertas disposiciones dentro del procedimiento, como pueden ser las providencias, que se ocupan tan solo de su ordenación –lugar, fecha, hora, etc.- no tienen relevancia suficiente como para dar lugar a la responsabilidad penal. Es significativo que junto a la resolución el tipo se refiera a las sentencias con las que se decide definitivamente un pleito. No se establecen diferencias dentro del delito en atención a la naturaleza procesal de la disposición. En el derecho comparado, en cambio, tiende a castigarse más gravemente aquellas disposiciones prevaricatorias con graves consecuencias para terceros y, dentro de ellas, las sentencias penales. A falta de esa mención específica los tribunales deben tener en cuenta que una sentencia manifiestamente injusta, como máxima expresión de las competencias jurisdiccionales, con graves consecuencias recomienda aplicar la pena en sus topes máximos.

Solo se entiende dictada una resolución cuando la misma se hace con las mínimas formalidades exigidas por el ordenamiento jurídico, si bien puede ser escrita u oral. Sin embargo, no debe ser considerado prevaricación aquellas disposiciones que carecen de la mínima formalidad. Una simple notificación oral ordenando una detención cuando es sabido que debe estar recogida en un documento, que reviste determinadas formalidades –v.gr. la identificación del órgano que lo emite y el de destino, las fechas, etc.-, es una burda infracción de las más mínimas garantías, por lo que, ni ampara al funcionario que, en base a la misma, procede a llevar a cabo la detención, ni debe dar lugar a responsabilidad penal del órgano judicial, sino, en todo caso, a responsabilidad disciplinaria.

Dictar es una actividad positiva que, en principio, excluye las conductas omisivas, razón por la que el legislador menciona expresamente los casos en los que se omite dictar.

Nos encontramos ante delitos de mera actividad o de mera omisión en los que no es preciso esperar nada más allá de la acción para que se llegue a consumar. Conforme a lo que señalamos al comienzo mediante la incorporación de estos delitos se pretende conceder la máxima fiabilidad a las resoluciones que guardan relación con la Administración de Justicia. No es preciso que la resolución prevaricatoria haya alcanzado la firmeza, ni siquiera que haya producido los efectos jurídicos esperados. La acción típica y el resultado se producen al mismo tiempo. Esta circunstancia hace difícil de imaginar supuestos de formas imperfectas de ejecución. Si por causas ajenas al autor –p. ej. se perdiera el documento o el secretario no le diera curso- la resolución no llego a producir efectos, pero si se dicto con las formalidades que exigen las normas, se produce el delito en su forma consumada.

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Además la prevaricación ha de ser a sabiendas, de esta forma quedan excluidas las resoluciones negligentes e, incluso, aquellas en las que solo se aprecia un dolo eventual cuando el imputado tuvo dudas razonables sobre la inJusticia de su resolución. Esta exigencia se extiende también al resto de las figuras específicas del Art. 225. El aspecto subjetivo sirve como elemento de diferenciación entre el ilícito penal y el administrativo. A sabiendas quiere decir que el autor tenía una intención deliberada y una conciencia plena de la ilegalidad de su resolución. Los dos elementos del dolo: el cognitivo y el volitivo deberán estar siempre presentes para aplicar esta figura.

A tenor del Art. 52 el juez determinará la pena dentro de los límites señalados por la ley considerando la gravedad del ilícito y, mas concretamente, la naturaleza de la acción y el daño que haya ocasionado o podido ocasionar, traído estos criterios al ámbito de los delitos de prevaricación parece lógico que en la determinación de las penas el órgano judicial tenga en cuenta la naturaleza del proceso en el que se dictó la resolución, los contenidos de la misma y el grado de ejecución alcanzado. Una sentencia condenatoria injusta en un proceso penal merecerá una mayor responsabilidad que una mera resolución en un procedimiento civil o laboral.

3.1.2. TIPOS ESPECÍFICOS.

Conforme a la ordenación de las conductas delictivas recogidas bajo el epígrafe de Administración

de Justicia, que proponemos, además del tipo básico el Art. 225 regula otras ocho figuras afines a las conductas prevaricatorias. La utilidad de estas referencias expresas es cuestionable ya que no comporta riesgos de que se pudieran generar lagunas de impunidad porque la figura básica abraza a todas ellas, especialmente, cuando no se hacen referencias a conductas regladas y, por otra parte, tampoco se han previsto penas diferentes con respecto a aquellas. Según el orden de aparición de las mismas, son las siguientes:

VII.- “Ejecutar actos o incurrir en omisiones que produzcan un daño o concedan a alguien una

ventaja indebidos”. A diferencia del resto de las figuras se convierte aquí la prevaricación en un

delito de resultado que consiste en causar perjuicio económico o privilegios injustificados que se

elevan a elementos objetivos del mismo. Nos inclinamos por entender dentro del concepto de

daños los estrictamente patrimoniales ya que, en todo caso, deben ser daños directamente

ocasionados por la resolución prevaricatoria y no es imaginable que esta pueda provocar

lesiones a las personas de forma directa. Los privilegios son indebidos, no en si mismos, sino

por la forma de obtenerlos, a través de una decisión ilícita de un órgano de la Administración de

justicia. La razón de que se haya tipificado un delito de resultado puede encontrarse en que a

diferencia del tipo base la conducta consiste en actos u omisiones que carecen de formalidades,

si bien deben de circunscribirse al ejercicio de las competencias del servidor público. No

estamos ante actos contrarios al cargo, los cuales requieren siempre de una mínima

formalización, sino actos contrarios a los deberes del cargo. A falta de una indicación expresa

debe acudirse a las reglas de los concursos de delitos para castigar los daños que se hayan

originado con la conducta delictiva. En caso de que solo se provocarán privilegios los mismos

han sido tenidos en cuenta en el desvalor de la prevaricación en tanto que los privilegios

injustificados atentan contra el principio de imparcialidad de los órganos de Justicia.

IX.- “Abstenerse injustificadamente de hacer la consignación que corresponda de una persona

que se encuentre detenida a su disposición como probable responsable de algún delito, cuando

ésta sea procedente conforme a la Constitución y a las leyes de la materia, en los casos en que

la ley les imponga esa obligación; o ejercitar la acción penal cuando no preceda denuncia,

acusación o querella”. Se refiere aquí el CP a dos supuestos que guardan relación entre si en el

plano subjetivo y objetivo; en lo subjetivo, porque se trata de dos acciones procesales que ejerce

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el Ministerio Público, en lo objetivo, porque ambas se sitúan en el inicio del proceso penal. No es

preciso en ninguno de los dos casos que se hayan producido daños a otros bienes jurídicos para

que lleguen a consumarse los delitos. En el primer caso, la autoridad competente no ha hecho la

correspondiente consignación o formulación de imputación inicial y, en el segundo, ha ejercido

la acción penal sin que concurra la preceptiva condición objetiva de procedibilidad, pero ni la

consignación, ni el ejercicio de la acción penal permiten presumir la condena del imputado. En

el supuesto de la consignación la dilación debe ser injustificada, fuera de los supuestos

expresamente recogidos en la ley en los que está prevista la dilación en la evacuación de este

trámite (Art. 131 Código Federal de Procedimientos Penales). En relación con el indebido

ejercicio de la acción penal el delito queda circunscrito a los supuestos en que se ejerce la acción

sin que preceda la acusación o querella, si, por el contrario, se ejerce sin concurrir algunas de las

circunstancias del Art. 137 Código Federal de Procedimientos Penales no habrá responsabilidad

penal, al menos, por esta figura delictiva.

XIII.- “No tomar al inculpado su declaración preparatoria dentro de las cuarenta y ocho

horas siguientes a su consignación sin causa justificada, u ocultar el nombre del acusador, la

naturaleza y causa de la imputación o el delito que se le atribuye”. Como en el caso precedente

y subsiguiente describe el legislador actos reglados, mientras que en la redacción del tipo básico

se dice sin mas concreción “dictar resolución”, aquí se señala la “toma de la declaración

preparatoria”, cuya relevancia en el proceso es diferente en la medida que dependiente de ellos

están los derechos de los justiciables. Esta diferencia determina, consiguientemente, distintos

grados de responsabilidad penal y de pena. También aquí se incluyen dos supuestos de distinto

alcance que se encuentra dentro del procedimiento en una relación secuencial con las conductas

descritas en los tipos anteriores. En el primero de ellos se castiga a la autoridad que no toma la

declaración preparatoria, de la cual no solo depende la ubicación jurídica del declarante en el

futuro proceso, si llegara a formularse, sino que, en no pocos casos, esta declaración es un

presupuesto del auto de formal prisión cuando de lo actuado aparezca acreditada la presunta

responsabilidad del acusado por un delito que tenga señalado sanción privativa de libertad (Art.

161 Código Federal de Procedimientos Penales). Se trata de una conducta planteada en términos

omisivos que se complementa con el segundo delito que consiste en tomar la declaración

incumpliendo formalidades esenciales que lo convierten en nulo con un resultado que puede ser

de igual o aun peores consecuencias que los derivados de no cumplir con el trámite de la

declaración. Cuando esta se realiza sin cumplir con los requisitos que la invalidan puede

prolongarse la situación de detenido de una persona que no lo merece o puede dilatarse unos

procedimientos que dificultan la instrucción y obtención de pruebas. Se observa aquí el empleo

de un concepto material de injusto. De nuevo se equiparan dos conductas cuya gravedad no es la

misma de cara a salvaguardar los derechos de la persona imputada, ya que en el primero de

ellos el autor omite la toma de declaración que resulta una condición ineludible.

XVII.- “No dictar auto de formal prisión o de libertad de un detenido, dentro de las setenta y

dos horas siguientes a que lo pongan a su disposición, a no ser que el inculpado haya

solicitado ampliación del plazo, caso en el cual se estará al nuevo plazo”. El auto puede ser en

un sentido o en otro, decretando la libertad o la detención. Se trata de un acto procesal reglado

que circunscribe la autoría solo a quienes tienen competencia para dictarlo. La omisión de este

momento procesal puede no afectar a la libertad ambulatoria del imputado pero igualmente

significa una grave perturbación del procedimiento que pone en peligro sus garantías y su

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fiabilidad. Nos encontramos ante un supuesto de obstrucción al normal funcionamiento de la

Justicia agravado por la circunstancia de que dicha anomalía puede afecta al derecho a la

libertad de quien se encuentra privado de ella. Si la presencia del sujeto pasivo en la prisión

fuera ilegal no procede aplicar esta figura, sino aquellas otras en las que el acto prevaricatorio

está lesionando la libertad de una persona. La diferencia entre esta figura y las que establecen o

prolongan la detención ilegal radica en que la que aquí estamos analizando no eleva a elemento

del tipo objetivo esta circunstancia y por ello no tiene que ser abarcado por el dolo. Estamos

ante un delito de mera omisión, cuya autoría esta restringida, ya que si no se dicta el

correspondiente auto el delito queda consumado. En determinadas circunstancias en las que el

órgano que debe dictar el auto de formal prisión inicia una conducta que permite prever, por su

incompatibilidad con la anterior- que no va a cumplir con la obligación de dictar el autor, sería

posible iniciar las diligencias sin necesidad de esperar que se agoten los plazos.

XIX.- “Abrir un proceso penal contra un servidor público, con fuero, sin habérsele retirado

éste previamente, conforme a lo dispuesto por la ley” El fundamento objetivo y no personal de

la responsabilidad penal no se encuentra reñido con la existencia de personas revestidas de la

condición de aforados. Por el contrario, si en determinadas circunstancias el derecho establece

unas garantías de orden procesal para imputar a determinadas personas, no es sino una

decisión coherente con el objetivo de asegurar que dichas personas podrán ejercer su profesión

con absoluta independencia y vinculados solo a las leyes. No se trata de establecer status

privilegiados para los servidores públicos, sino proteger las funciones orgánicas que desarrollan

determinadas personas en beneficio de la Administración de Justicia, por este motivo el

legislador ha considerado con acierto que vulnerar las garantías de los fueros es ante todo un

atentado a los principios de la Administración de Justicia. Enfocado desde esta óptica es

oportuno que se castigue a quienes, burlando las garantías de los fueros, debilitan al servidor

público en el ejercicio de su cargo. El delito exige para su consumación que llegue a abrirse un

proceso penal, quedando al margen del tipo otros procedimientos en otros órdenes

jurisdiccionales – civil, administrativo-. Por “abrir un proceso penal” debe entenderse algo mas

que las iniciales diligencias de la policía, las cuales no serán irrelevantes, sino que pueden

castigarse como tentativa; sin embargo, la apertura es un acto judicial a instancias del ejercicio

de la acción penal por el Ministerio Público por medio del cual “el Tribunal ante el cual se

ejercite la acción penal, radicará de inmediato el asunto, sin más trámite le abrirá expediente

en el que resolverá lo que legalmente corresponda y practicará sin demora alguna, todas las

diligencias procedentes que promuevan las partes” (Art. 142 Código Federal de Procedimientos

Penales).

XXIII.- “Admitir o nombrar un depositario o entregar a éste los bienes secuestrados, sin el

cumplimiento de los requisitos legales correspondientes”. Se entiende que esta figura se aplica

tan solo a los nombramientos en el seno del proceso penal. El nombramiento de los depositarios

corresponde al Ministerio Fiscal o al órgano judicial (Art. 182 D Código Federal de

Procedimientos Penales). Se equiparan dos supuestos cuyo injusto no es equivalente. Entregar

los bienes a una persona que no puede ser depositario de los mismos constituye un peligro para

los bienes depositados, en tanto que admitir o nombrar un depositario sin cumplir los requisitos

puede convertirse en una ilegalidad formal cuya persecución corresponde al régimen

disciplinario. Es cierto que en ninguno de los dos supuestos es preciso que los bienes sufran

menoscabo, pero cuando se transfiere la posesión de los mismos estamos reconociendo un

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supuesto de peligro concreto. En virtud del principio de última ratio parece recomendable no

solo que los requisitos incumplidos sean graves hasta el extremo de declarar nulo el

nombramiento, sino que con el mismo se haya puesto en peligro los bienes objetos del depósito,

por lo que ambos supuestos vendrían a coincidir en sus contenidos.

XXV.- “Nombrar síndico o interventor en un concurso o quiebra, a una persona que sea

deudor, pariente o que haya sido abogado del fallido, o a persona que tenga con el funcionario

relación de parentesco, estrecha amistad o esté ligada con él por negocios de interés común”. A

pesar de que el nombramiento de un síndico puede tener un mayor riesgo para el patrimonio

ajeno, en la medida que asume la responsabilidad de gestionar los bienes durante el periodo de

liquidación de una persona jurídica, asumiendo, incluso, ciertas competencias dispositivas, que,

por el contrario, no tiene el depositario, el tipo penal resulta bastante mas restringido que el

anterior, limitándose a castigar a quienes nombran interesadamente a una persona buscando su

propio interés o no respetando el régimen de incompatibilidades.

XXVI.- “Permitir, fuera de los casos previstos por la ley, la salida temporal de las personas

que están recluidas”. La posibilidad de que una persona pueda verse libre, fuera de los casos

permitidos por la ley, está al alcance de distintos cargos que pueden ser ajenos a la

Administración de Justicia. Este delito puede cometerlo tanto el órgano judicial que ordena la

puesta en libertad, como el custodio que incumpliendo con su deber desatiende al preso y este lo

aprovecha para fugarse. Nos encontramos ante una figura de bilateralidad por naturaleza, si

bien la otra parte, es decir, el privado de libertad solo será responsable cuando concurren los

requisitos del delito de quebrantamiento (“Al preso que se fugue no se le aplicará sanción

alguna, sino cuando obre de concierto con otro u otros presos y se fugue alguno de ellos o

ejerciere violencia en las personas, en cuyo caso la pena aplicable será de seis meses a tres

años de prisión” Art. 154).

3.2. DETENCIONES. (X, XI, XIV, XVI, XX, XXVII y XXX.)

Hasta un total de siete fracciones del Art. 225 guardan relación con el delito de detenciones ilegales cometido por funcionarios públicos y, en este caso, en la sede de la Administración de Justicia. Todas ellas tienen, por tanto, en común que se trata de disposiciones que afectan a la libertad ambulatoria de la persona ilegalmente detenida. Ahora bien, las divergencias surge en las modalidades de conducta a través de las cuales se logra que el sujeto pierda el derecho a ejercer la libertad de desplazarse de un lugar a otro. En ocasiones se castiga a quien ordena o no pone diligencia, mientras que, en otras, el tipo se refiere directamente al acto material de privar de la libertad a una persona.

De todos los tipos recogidos en el Art. 225 es probablemente en esta ocasión en la que se castigan conductas tan próximas unas a las otras que resulta difícil que no se produzcan solapamientos en su aplicación y los consiguientes problemas de seguridad jurídica. El legislador se ha interesado tanto en proteger la libertad personal que no ha tenido inconveniente en describir conductas muy similares con el objetivo de evitar que pudieran producirse lagunas de impunidad. No obstante, contrasta la casuística exhaustiva en la descripción de las conductas típicas con la escasa atención que se ha prestado a la situación en la que se puede encontrar el sujeto pasivo. Una y otra vez se refiere el Código al detenido, procesado o inculpado, es decir, a quien aun no ha sido condenado, o bien, sencillamente, no especifica su condición procesal –individuo-; pero no se refiere a los casos de los condenados en los que se prolonga la pena privativa de libertad que se ha cumplido y, a pesar de ello, no se obtiene la excarcelación.

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En esta ocasión no puede señalarse como tipo básico alguna de las figuras de este grupo ya que el legislador describe diversas formas de autoría, o bien, de autoría mediata en torno al objetivo de privar de libertad. Así pues, empezaremos por lo que hay de común en todas ellas. Como consecuencia de algunas de las conductas descritas el sujeto pasivo resulta encerrado, detenido o retenido. Encerrar en este contexto significa introducir a una persona en un establecimiento público previsto para estos menesteres. De manera que si el encierro se lleva a cabo fuera de la red de estos establecimientos nos encontraríamos ante otras figuras delictivas como pueden ser la desaparición de personas (Art. 215 y ss). Tampoco puede considerarse encierro aquellos casos en los que el sujeto queda privado de libertad como consecuencia de ser narcotizado. Detener resulta más complejo de determinar. Nos encontramos con dos acepciones posibles. La primera se corresponde con el significado literal de la expresión, según el cual detener es impedir mediante su sujeción a alguien que pueda ejercer su libertad ambulatoria, por ejemplo, atándola a un árbol. Otra posible acepción del término es la que procede del derecho, según esta, detener consiste en el acto de aprehender a una persona y ponerla a disposición de las autoridades ministeriales competentes (Art. 3 Código Procesal Federal). Esta última nos parece que encaja mejor en las figuras recogidas en el Art. 225, en la medida que, no solo se castiga a quien aprehende a una persona fuera de los casos permitidos por la ley, sino también a quien no la lleva en presencia de la autoridad correspondiente (así en la fracción XX se castiga “no poner al detenido a disposición del juez”), pero. sobretodo, porque nos encontramos dentro de un conjunto de delitos cometidos contra la Administración de Justicia por personas que actúan como servidores de la misma y no como particulares. Para el CP adquiere la misma gravedad aprehender a una persona, como hacerlo, sin proceder en los plazos legales a ponerlo a disposición de la autoridad competente. Conforme a esta acepción no constituye objeto de responsabilidad penal los actos de meras retenciones momentáneas de personas. En esto se diferencia de la figura común de detenciones ilegales cometidas por un particular, en los que la conducta se consuma con el acto de la aprehensión. Los actos de retenciones, incluso, cuando no están dentro de los supuestos contemplados por la ley deben de ser objeto de sanción disciplinaria y no de responsabilidad penal. Tampoco son objeto de castigo a través de estas figuras aquellos casos en los que la detención se hace en el marco de relaciones entre particulares, sin pretender, por parte del sujeto activo, abusar del ejercicio de su cargo dentro de la Administración de Justicia o revestir los hechos de apariencia de legalidad, abusando del derecho y de las competencias legales que tenga atribuido.

Se trata de unas figuras que solo se castigan en su forma dolosa, si bien son imaginables casos en los que solo concurre dolo eventual cuando el servidor procede a la detención de una persona sin verificar la identidad del detenido, asumiendo el riesgo de que pudiera ser alguien distinto de aquella sobre quien pesa la orden de detención o cuando se ordena la detención de un enfermo mental sin verificar que el mismo es criminalmente peligroso. Ahora bien, si el servidor público dicta con dolo una resolución manifiestamente injusta, de la que se deriva la detención de un particular, no prevista ni previsible por aquel, aun cuando no pueda castigarse la detención si se podrá responsabilizar del delito de prevaricación.

Son también frecuentes los casos en los que se produce una autoría mediata, debido a que la autoridad competente ordena una detención ilegal a las fuerzas de seguridad. Siempre que la orden sea funcional y formalmente correcta los policías que proceden a cumplirla y detener a la personas están amparados por el cumplimiento de un deber y la autoridad que dictó la orden responde en autoría mediata. De las misma manera el propio órgano judicial puede ser instrumentalizado fraudulentamente para dictar un auto de prisión en un caso de denuncia falsa (estafa procesal).

Con frecuencia la comisión de este delito involucra a mas de un servidor público, ya que las órdenes de detención las materializan distintos cargos, por lo que si no se les pudiera castigar por cualquiera de las figuras que estamos analizando, al menos, responderán de abuso de autoridad aquellos que estando encargados de cualquier establecimiento destinado a la ejecución de las sanciones privativas de libertad, de instituciones de readaptación social o de custodia y rehabilitación de menores y de reclusorios preventivos o administrativos que, sin los requisitos legales, reciban como presa,

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detenida, arrestada o interna a una persona o la mantenga privada de su libertad, sin dar parte del hecho a la autoridad correspondiente (Art. 215 Frac. VI). En este caso nos encontramos también con dos conductas típicas –la una, de carácter omisivo, y, la otra, de comisión activa- que les viene dada una situación previa de detención ilegal que no han provocado ellos, pero que la van a prorrogar, pero en ambas debe mediar el conocimiento de la ilegalidad de la detención, ya que no están recogidos en el artículo 60 entre los delitos que permiten la imputación culposa, y la infracción de un deber de evitar dicha ilegalidad, lo que lo convierte en delitos especiales. Si hubiera acuerdo previo entre ambos servidores –quien dicta la orden y quien la ejecuta-, se entiende que hay un concurso de leyes que debe resolverse a favor de la pena más elevada que será la del delito contra la Administración de Justicia.

Más rigurosa, aun, resulta la Fracción VII del mismo artículo, ya que aplica las mismas penas al servidor público que teniendo conocimiento de una privación ilegal de la libertad no la denunciase inmediatamente a la autoridad competente o no la haga cesar, también inmediatamente, con independencia que tuviere o no atribuidas competencias en relación a dicha detención. Equiparando la responsabilidad de los servidores con o sin atribuciones sobre el acto de la detención se ignora un elemento nuclear que determina la gravedad del injusto en los delitos cometidos por los funcionarios y que es la infracción de las normas de deber. Como ya hemos señalado nos inclinamos por aplicar las reglas del concurso de delitos entre estas figuras y el correspondiente delito común de detenciones ilegales. Para que ello sea posible es preciso delimitar todas estas figuras con los siguientes criterios. En primer lugar, la condición de servidor público del autor y, en segundo lugar, la infracción de una norma de deber específica. De esta manera se garantiza que el autor ha lesionado las garantías que revisten los actos de la Administración de Justicia. No distingue el legislador las detenciones ordenadas por las servidores públicos al margen de cualquier cobertura legal, de aquellas otras en las que la detención se produce como consecuencia de una interpretación abusiva de la ley. En aquellos países en los que si hace esta distinción se castiga con una pena menor estos supuestos.

Los seis casos del Art. 225 se refiere a detenciones que se originan en procesos ya abiertos o que deben estarlo, así, por ejemplo, en la fracción X se produce durante la averiguación previa y, en la fracción XI el sujeto ha sido legalmente detenido y el delito se comete cuando el interesado demanda justificadamente la libertad y no se concede o, por último, en la fracción XVI se trata, igualmente, de una demora en la aplicación de la ley.

3.3. USURPACIÓN DE FUNCIONES E INCOMPATIBILIDADES. (I, II, III, IV y XXII).

Hemos recogido bajo la rúbrica de delitos de usurpación de funciones e incompatibilidades de

los servidores públicos de la Administración de Justicia las fracciones comprendidas entre la I y la IV y la XXII. En todos los casos nos encontramos ante delitos de mera actividad en los que para alcanzar la consumación basta con realizar la correspondiente acción típica, sin que de ella tenga que esperarse un resultado. Están planteadas de esta forma porque son todas las figuras delitos de peligro, en los que la consumación se produce aun cuando la acción u omisión no haya ocasionado un daño al principio de imparcialidad y objetividad que rige en los órganos de la Administración de Justicia.

Las actividades prohibidas pueden ser públicas o privadas, tal como se desprende de la fracción II, lo determinante para que surja la responsabilidad penal es que dichas actividades están relacionadas con las funciones del servidor público incriminado. Si, por el contrario, se trata de gestiones ajenas a la Administración de Justicia, aun cuando puedan resultar incompatibles con la función pública en términos generales, pero no pongan en riesgo los principios de imparcialidad y objetividad, no debe acudirse a estas figuras, ni tampoco al CP, sino al correspondiente régimen disciplinario de los funcionarios públicos, manteniendo de esta forma una progresividad en la gravedad de la conducta que se refleja también en la mayor gravedad del orden sancionatorio aplicado. En concreto se recogen los siguientes supuestos:

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Conocer de negocios prohibidos o abstenerse de conocer aquellos que les corresponda (I). En el

primer caso, se trata de una conducta activa por medio de la cual el imputado se involucra en un

asunto. No es tan importante determinar que conducta debe realizar, como tener en cuenta que

debe de ser de tal intensidad que haga perder la confianza en la imparcialidad del ejercicio de la

función pública. Estamos, pues, ante un delito de peligro abstracto que no requiere comprobar

que en efecto las garantías de la función pública han sido puestas en peligro. Abstenerse de

conocer aquello que le corresponda no es otra cosa que prevaricar por omisión y ya lo hemos

visto descrito en la fracción VII, si bien en esta última requiere que dichas omisiones lleguen a

producir un daño material.

Desempeñar otro empleo público o privado prohibido por ley (II). No es necesario que el

inculpado llegue a tomar formalmente posesión del nuevo cargo incompatible con el que ya

ostenta, tan solo es preciso con que desempeñe actividades propios del mismo. Conforme al

principio de lesividad al sistema penal le interesa sobretodo evitar la lesión de los bienes

jurídicos y, en consecuencia, castiga aquellas conductas que representan una lesión o una puesta

en peligro relevante. Una vez mas encontramos la diferencia entre la toma de posesión del

cargo, sin llegar a ejercerlo –objeto de sanción disciplinaria- y el desempeño material del

mismo, que entra en el ámbito de la responsabilidad penal. Para dotar de coherencia el texto

debe quedar circunscrita esta figura al desempeño de cargos que guardan relación con la

Administración de Justicia.

Litigar por si o por interpósita persona, cuando la ley les prohíba el ejercicio de su profesión. La

acción típica de litigar debe emplearse en su sentido normativo procesal para evitar llevar la

responsabilidad penal a la participación como mero asesor o negociador en un conflicto entre

partes. Litigar es ejercer la asistencia letrada de una parte en un procedimiento de

Administración de Justicia. Comporta la ejecución de actos reglados dentro del procedimiento.

Es indiferente, en cambio, que se trate de un procedimiento penal o civil o de cualquier otra

naturaleza. La persona en favor de quien se litiga no es el sujeto pasivo de este delito, ya que no

es preciso que, a causa del litigio indebido, se origine indefensión u otro tipo de perjuicio. Como

en casi todos los supuestos, es la propia Administración de Justicia la que resulta cuestionada

cuando uno de sus servidores realiza actividades que pueden presumir que pierda su

objetividad e imparcialidad en el desempeño de su cargo. Mucho mas inconcreta aparece la

segunda actividad que consiste en litigar a través de una persona interpuesta, para evitar un

desbordamiento de la responsabilidad penal conviene interpretar el precepto restrictivamente y

considerar, por una parte, que la persona interpuesta litiga en el mismo procedimiento en el que

interviene como servidor público el imputado y, por otra, que se encuentra en un supuesto

próximo a la figura de la autoría mediata con relación al imputado, en el cual tendría el papel de

autor mediato.

Dirigir o aconsejar a personas que ante ellos litiguen (IV). Se trata de un supuesto muy próximo

al anterior y, en gran parte, solapado con el mismo, por lo que su presencia aquí, lejos de servir,

se presta a confundir y a forzar llevar la responsabilidad penal a ámbitos de escasa importancia.

Es necesario contar con el principio de adecuación social como criterio que perimetra la

tipicidad de este supuesto para dejar al margen del mismo los casos de escasa significación de

cara a proteger la Administración de Justicia. Téngase en cuenta que parte de las competencias

que asigna la ley a los órganos de la Administración de Justicia consisten precisamente, en

orientar y aconsejar a las partes intervinientes en el mismo. La actividad de dirigir o aconsejar

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será delictiva cuando la misma se haga en beneficio del imputado, de terceras personas o con un

objetivo ilícito y no para asegurar que el procedimiento alcance los objetivos establecidos por las

leyes procesales.

Rematar, en favor de ellos mismos, por sí o por interpósita persona, los bienes objeto de un

remate en cuyo juicio hubieren intervenido. Remate es un procedimiento regulado en el Cap.

VII del Tít. III del Código Federal de Procedimientos Civiles, por medio del cual se procede a la

venta de bienes incautados para el pago de deudas reconocidas en el procedimiento

correspondiente. La frecuencia con la que se producen en estos actos de remate corruptelas

para obtener beneficio económico justifica que el legislador haya tipificado expresamente

conductas que pueden incluirse sin dificultad en algunas otras de las figuras afines. Los

servidores públicos no podrán participar en los remates en el ejercicio de sus cargos, si bien, lo

podrían hacer como particulares en otros distintos, salvo que haya una disposición que declare

la incompatibilidad. Es indiferente que la participación en el remate se haga en interés propio o

de terceros ya que la participación está prohibida cuando se hace en remates en cuyo juicio se

hubiere intervenido. No se trata de un delito pluriobjetivo de contenido patrimonial a pesar de

que, eventualmente, puede causar perjuicios a terceros licitadores, sino que sigue siendo el

interés por garantizar la imparcialidad de los órganos de Justicia el único que justifica la

responsabilidad penal, no es necesario que haya llegado a buen fin las actividades del remate,

logrando adquirir el bien embargado.

3.4. CONCUSIÓN. (XV).

En esta fracción se recoge aquella actividad consistente en imponer algún tipo de contribución por el

ejercicio de la función pública. A tenor del Artículo 218, en el que encontramos una definición genérica del delito de concusión, lo cometen los servidores públicos que, con el carácter de tal y a título de impuesto o contribución, recargo, renta, rédito, salario o emolumento, exijan, por sí o por medio de otro, dinero, valores, servicios o cualquiera otra cosa que sepa no ser debida, o en mayor cantidad que la señalada por la Ley. Traído al marco del artículo 225 se introduce como nota específica que la gabela o contribución se establece como un carcelaje impuesto a quienes se encuentran privados de libertad. Si en condiciones normales es reprobable este comportamiento, cuando se aprovecha del prevalimiento que se ejerce sobre quien se encuentra privado de libertad, resulta aun más recriminable por lo que, con acierto, no solo se castiga sino que está incluido dentro de los casos más graves que merecen una mayor pena. Aunque esta imposición procederá por lo común de aquellos servidores que tienen competencias sobre la privación de libertad que sufre el sujeto pasivo, no tiene que ser necesariamente así. Aprovechando la ignorancia de este cualquier otro puede también tratar de imponer alguna contribución indebida.

La fracción XV se refiere tan solo a los supuestos de detenidos o internos, es decir, preventivos o penados, si bien se especifica que es irrelevante el lugar en el que se encuentren recluidos. Tratándose de delitos contra la Administración de Justicia son los supuestos mas frecuentes, pero no son los únicos. También se encuentran en situaciones parecidas los menores o los que sufren detenciones administrativas; por esta razón, nos inclinamos por una acepción más amplia de ambas expresiones, de forma que permita incluir en ellas todos aquellos casos en los que una persona puede ser legalmente privada de libertad.

El supuesto viene circunscrito a la imposición de cargas por el hecho de estar privado de libertad. Se trata de un ámbito considerablemente mas reducido del tipo básico (Art. 218) de la concusión, incluso, dentro de los actos procesales son imaginables supuestos en los que el órgano judicial o el Ministerio

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Fiscal podría imponer cargas fiscales indebidas a los justiciables por determinados servicios que no encuadrable en esta figura, sino en el tipo básico.

Es evidente que la privación de libertad debe ser legal, pues, de lo contrario, nos encontraríamos, además, ante un supuesto de detenciones ilegales con el que guarda una relación concursal. De manera que en los casos en los que se esté cobrando una gabela por mantener a un sujeto detenido, tan solo se aplicará en una ocasión el Art. 225, pero además se impondrán las penas correspondientes por el delito de detenciones ilegales.

Es indiferente que la contribución se haya pretendido imponer a una o a varias personas, puesto que el bien jurídico no es el patrimonio de los afectados, sino la Administración. No hay, entonces, pluralidad delictiva, sino un solo delito cuando el servidor público ha logrado que un número indeterminado de detenidos dependientes de su juzgado abone regularmente en concepto de contribución unas cantidades.

También pueden resultar problemáticas las relaciones concursales entre la concusión y los comportamientos fraudulentos, en muchas ocasiones el autor del delito tratará de hacer pasar como legal el pretendido canon que impone al detenido. Sin el engaño previo por medio del que el funcionario convence a este para que abone la cantidad acordada en concepto de detención, la concusión no podría alcanzarse, por lo que nos inclinamos a favor del concurso de leyes y, en consecuencia, el injusto de la concusión absorbe el de las conductas fraudulentas dirigidas a lograr e el engaño de la víctima.

El objeto del delito es la gabela o contribución que el funcionario impone al detenido o condenado. A los ojos del legislador resulta irrelevante si el motivo del pago es el simple hecho de contribuir a los gastos de la detención en términos generales o para cubrir un determinado servicio, por ejemplo, acceder a unos cursos que se ofertan de modo gratuitos. Aunque la expresión contribución se presta a confusión con las figuras del cohecho, para su correcta diferenciación nos parece conveniente exigir en todo caso que el objetivo de la misma sea el acceso a un servicio legal. Todo lo que signifique el abono por parte de una persona de un favor que promete el funcionario en el ejercicio de su cargo entra en el ámbito del cohecho, reservándose esta figura para los gravámenes, es decir, para cuando no se da esa relación concreta entre la cantidad que se entrega y el servicio –legal o ilegal- que se presta. La distinción con el cohecho será en ocasiones sutil y algunos autores ven innecesario que se castigue específicamente la concusión, ya que estos casos pueden encajar en el cohecho o la estafa. Sin embargo, la diferencia existe porque en el cohecho el sujeto pasivo sabe que está abonando una cantidad ilícita a cambio de un servicio, mientras que en la concusión ignora esa circunstancia debido a que se reviste de legalidad como contraprestación a un servicio lícito, algo que no necesariamente ocurre en el cohecho. A nuestro juicio hay, sin embargo, en las exacciones ilegales, además, un riesgo para terceras personas que no se contempla en el cohecho. En este caso, el resto de los privados de libertad asumen un riesgo de que se haga extensivo también a ellos el gravamen.

Ni la acción de imponer, ni la Administración de Justicia, como bien jurídico protegido requieren que la contribución llegue a materializarse con el pago. Una cosa es imponer y otra es cobrar. Es mas, el gravamen puede imponerse directa o indirectamente, por ejemplo, a través del personal del centro. Se trata de un delito de lesión porque la imagen de un servidor público imponiendo condiciones económicas donde no corresponden está radicalmente reñida con la legalidad de las funciones del Estado. Ahora bien, si el imputado llegara a cobrar las gabelas deberá de soportar además la responsabilidad por el correspondiente delito contra el patrimonio individual, entre tanto, si por sujeto pasivo entendemos el titular del bien jurídico protegido, el único sujeto pasivo de esta figura es la propia Administración de Justicia. Delitos semejantes han servido para que dentro de la ciencia penal moderna se establezcan diferencias entre consumación y agotamiento cuyo incidencia mas destacada en la praxis es que eleva a la categoría de participes y no meros encubridores a quienes lo hacen en el periodo comprendido entre la consumación y el agotamiento.

3.5. OBSTRUCCIÓN A LA JUSTICIA. (VIII, XXXI y XXXII)

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Encontramos dentro del Art. 225 tres figuras que tienen en común la obstrucción por el servidor público del funcionamiento de la Administración de Justicia. La primera de ellas puede considerarse una figura básica en la que se castiga a quien retarda o entorpece maliciosamente o por negligencia la Administración de Justicia (VIII); en cambio, las otras dos aparecen con respecto a esta como tipos mas específicos, en la medida que tienen como objeto la modificación del material probatorio, en la primera de ellas, alterándolo, destruyéndolo, perdiéndolo o perturbando ilícitamente el lugar de los hechos, los indicios, huellas o vestigios del hecho delictuoso o los instrumentos, objetos o productos del delito (XXXI) o bien, en la segunda, desviando u obstaculizando la investigación del hecho delictuoso de que se trate o favoreciendo que el inculpado se sustraiga a la acción de la Justicia (XXXII). Esta última puede plantear problemas concursales con el encubrimiento ya que la desviación de la Justicia se hace con el objetivo de favorecer la ocultación de un delito o de un autor. La conductas pueden ser activas cuando el imputado, por ejemplo, trata de presionar a los testigos o peritos para que se pronuncien faltando a la verdad o cuando se introducen obstáculos procesales carentes de justificación, pero también, es posible que aparezca en sus formas omisivas, provocando con la falta de actividad debida un retardo malicioso o imprudente de la Administración de Justicia.

Las tres figuras son delitos de resultado que permiten imaginar formas imperfectas de ejecución. En el que consideramos el tipo básico la acción debe originar un retardo o entorpecimiento de la

Administración de Justicia. El alcance del delito va a estar condicionado por el contenido que se de a la expresión Administración de Justicia. Ciertamente que administrar Justicia no solo recoge los momentos del procedimiento, sino también todo aquello que está dentro de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Así entendido nos obligaría a incluir en esta figura todas aquellas conductas que incidan sobre el normal desenvolvimiento de la ejecución de las sentencias. Esta amplia interpretación vendría a plantear problemas concursales con los delitos de quebrantamiento de condena, entre otros, por esta razón nos inclinamos mas por un contenido restrictivo que incluya solo aquellos actos del procedimiento directamente orientados a juzgar.

Siguiendo con la figura básica, el resultado es lograr un retardo o entorpecimiento. Retrasar es impedir que algo se realice dentro del tiempo previsto, mientras que entorpecer tiene una dimensión mas ambiciosa, como consecuencia de una actividad de entorpecimiento, no solo se puede lograr retrasar el proceso, sino también hacerlo mas difícil, tener que invertir mas recursos personales o materiales para que el procedimiento pueda seguir su curso. En ambos casos se están poniendo obstáculos a un funcionamiento ágil y seguro de la Justicia, sin dilaciones indebidas. Sin embargo, el simple hecho de que la evacuación de un trámite se haga fuera de los plazos previstos por el procedimiento no puede ser suficiente para apreciar esta figura. La motivación y valoración jurídica del retraso a pesar de ser elementos ajenos al mismo, son determinantes para valorarlo. Cuando se trata de un retraso intencionado a través del que se aspira a un objetivo legal –v.gr. buscar pruebas de cargo, cuando las que ya se han practicado resultan insuficientes para probar los hechos enjuiciados-, el aspecto cronológico del mismo pierde cierta relevancia. En este sentido la expresión maliciosa puede dar a entender que solo es relevante el retraso que tiene como objetivo finalidades ilícitas. Así se ha entendido, por ejemplo, en España, donde el legislador describe expresamente lo que a estos efectos debe entenderse por retraso, indicando que el mismo ha de perseguir un fin ilícito (art 449). El comportamiento malicioso implica intención y conciencia de la antijuricidad.

Aunque por la redacción del tipo lo convierte en un delito de mera actividad en el que no ha de esperarse resultado alguno para considerarlo consumado, mas allá del propio retraso, en consideración al carácter fragmentario del Derecho penal y de última ratio es preciso que el retraso adquiera una determinada gravedad, aunque no es necesario que llegue a demostrarse que se han ocasionado perjuicios a terceros, y, sobretodo, debe prestarse especial atención a la imputación objetiva de dicho resultado, de forma que las maquinaciones indebidas del servidor público generan un riesgo carente de cobertura jurídica que ha de realizarse en el resultado típico. No dándose esa relación de antijuricidad entre la conducta indebida y el retraso no podrá imputarse el mismo al funcionario de Justicia.

Se desentiende el legislador tanto del modo comisivo, como del tipo de causa en la que se produce el retardo o la obstrucción. Ambas cuestiones nos parecen relevantes para valorar la gravedad del injusto

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y, consiguientemente, la determinación de la pena. No es igual lograr la ralentización de la Justicia mediante el ejercicio de la violencia o la intimidación, o coaccionando a una persona, que hacerlo mediante comportamientos que solo alcanzan a ser abusos de derecho o fraude de ley. Tampoco puede ignorarse si la causa en la que se ocasiona esa obstrucción es una causa penal que mantiene en prisión preventiva a una o varias personas o pertenece a otra jurisdicción.

Expresiones como maliciosa se interpretan generalmente como indicativas de que tan solo se contempla la comisión con dolo directo, en el caso que nos ocupa, en cambio, está fuera de dudas que caben otras formas de dolo e, incluso, la comisión imprudente. Es la única ocasión en la que el Art. 225 se refiere a la comisión culposa en relación a las diversas modalidades de delito que se incluyen en el mismo. De hecho los delitos contra la Administración de Justicia, salvo esta figura, no están recogidos dentro de la lista de delitos que pueden perseguirse cuando son cometidos por imprudencia (Art. 60). A falta de una referencia específica corresponderá aplicar una cuarta parte de la pena correspondiente a la modalidad dolosa.

En la fracción XXXI se castigan determinadas conductas en relación con las pruebas, que dificultan la investigación de los hechos. Aunque no necesariamente tiene que ser así, será el Ministerio Fiscal, como responsable de la custodia de las mismas y de su presentación ante el órgano judicial, quien con más frecuencia aparezca imputado por este delito. Se emplea por el legislador una técnica casuística que, en absoluto, puede entenderse cerrada, sino meramente ejemplificativa, no se incluye la ocultación, por ejemplo, y no habría razón que pudiera justificar la impunidad de quien logra la obstrucción de ese modo. Todas las conductas expresamente descritas se dirigen a dificultar el acceso a un conjunto de elementos materiales –no personales-, asociados con un delito para dificultar el normal desenvolvimiento de la Administración de Justicia. Los objetos del delito no tienen por qué ser, procesalmente, pruebas, al menos, no tienen que estar revestidos de esa cualidad en el momento en el que el autor se dirige contra ellos alterando su funcionalidad.

Ahora bien para evitar la criminalización de conductas irrelevantes es necesario tener en cuenta dos criterios restrictivos que están implícitamente en el delito. El primero de ellos es que, aun cuando el objeto del delito no sea la prueba en sentido estricto, si debe tener la cualidad de servir para aclarar los hechos o bien para corroborar ciertas convicciones en relación a los mismos. El delito investigado deberá tener una mínima concreción para poder determinar que alteración de hechos, indicios o escenarios, que guardan relación con el mismo, es penalmente relevante. Esta concreción permite, a su vez, diferenciar esta figura del encubrimiento que no requiere actuación procesal.

En segundo lugar, el delito no solo es imaginable, únicamente, en su modalidad dolosa, sino que junto al dolo aparece un elemento subjetivo del injusto de carácter trascendente, cual es, la intención de que con dicha alteración se dificulte el funcionamiento de la Justicia, bien sea para conocer los hechos o las responsabilidades, bien para concretar la pena o, finalmente, para ejecutarla, como sucedería cuando el autor oculta los beneficios para que no sean decomisados. Las cosas debieran ser de otra forma cuando la alteración tiene por objeto pruebas ya constituidas en el proceso, lo que las reviste de un rango de mayor importancia en el esclarecimiento de los hechos. En todo caso esta circunstancia justificara que el órgano sentenciador eleve la pena dentro del marco penal.

No es posible incardinar en esta figura, ni en ninguna de las que se incluyen dentro del Art. 225, los supuestos en los que el servidor público trata de alterar la declaración de los testigos y peritos que intervienen en el proceso mediante coacciones, amenazas o actos violentos, siendo, en cambo, un supuesto relativamente frecuente en la praxis, que, sin embargo, el legislador ha desplazado a los delitos de falsedades.

La última de las figuras que incluimos en este grupo -fracción XXXII- guarda una estrecha relación con las anteriores hasta el extremo de que, en no pocos casos, podrá optarse por una u otra para castigar ciertos supuestos –p.ej. cuando se procura desviar la investigación ocultando algunas de las pruebas-. La cuestión no tiene mayor relevancia porque la pena es idéntica. La única nota diferencial podría estar en que la alteración se refiere a aspectos fácticos, en tanto que aquí el autor va a intentar lograr los mismos objetivos desviando los aspectos intelectivos de la investigación, aportando deducciones o argumentaciones erróneas. En la Fracción anterior (XXXI) es preciso provocar una alteración de las

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circunstancias fácticas del hecho delictuoso, en cambio, aquí el autor puede cometer el delito disuadiendo al sujeto pasivo o haciéndole caer en un error mediante el engaño.

Termina esta fracción XXXII tipificando los actos de favorecimiento para que el inculpado se sustraiga a la Justicia, se desentiende el texto legal de describir conductas y presta atención exclusivamente a las motivaciones que llevan al sujeto a realizar las mismas. Cualquier comportamiento que tenga como objetivo favorecer al inculpado encaja en este tipo. Aunque el favorecimiento más importante es aquel que procura la impunidad, no deben descartarse también supuestos en los que tiene un menor alcance, como hacerle aparecer como cómplice cuando es autor o procurar que se le impute un delito de menor gravedad.

3.6. TORTURA. (XII).

En sintonía con distintas declaraciones de ámbito internacional entre las que cabe señalar la

Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, se incluye dentro de estos delitos obligar al inculpado a declarar, usando la incomunicación, la intimidación o la tortura (XII). El texto aparece repetido también dentro de los delitos de abuso de autoridad (Art. 215 Fracción XIII), lo que corrobora la voluntad del legislador de circunscribir, como bien jurídico protegido, la Administración de Justicia y la Administración pública en el precitado Art. 215, en lo que resulta uno de sus aspectos mas vulnerables como es el de la obtención de la prueba testifical o la declaración de los imputados. Si a resultas de estas prácticas se produjeran otros daños en el sujeto pasivo deberá de responder el autor en un concurso de delitos por los mismos. Por este motivo el tipo que estamos comentando se desentiende de las circunstancias en las que se produce la incomunicación, no tiene en cuenta para determinar la gravedad de la misma, ni sus condiciones, ni su duración. En el ámbito de los daños infligidos a la persona se deberá tener en cuenta como resultado del delito la lesión a su integridad moral o, eventualmente, las lesiones a la integridad física o la vida; en cambio, en el Art. 225 el delito alcanza su consumación cuando el servidor publico para obtener una confesión practica cualquier acto de coacción, amenaza o tortura aunque el mismo no haya causado daño material alguno. De manera que secuencialmente, este delito se consuma en un momento inmediatamente anterior a los correspondientes delitos de lesiones o muerte en el sujeto torturado. La razón se encuentra en la referida relación concursal con los delitos de daños materiales a las personas. Desde la óptica de la Administración de Justicia como bien jurídico basta que el servidor público emplee medios o formas coactivas o violentas para que adquiera relevancia penal dichas conductas porque no solo reflejan un servidor público en unas prácticas reñidas con el respeto a los derechos de las personas dentro de la que se mueve el ejercicio de la función pública, en general, sino que, además, en este caso, pervierte la prueba y contagia todo el procedimiento de falta de credibilidad. Las conductas recogidas en el tipo son tres: incomunicar, intimidar y torturar. Las tres tienen el mismo objetivo medial de doblegar al sujeto inculpado para que declare. Si se busca con la incomunicación castigar en exceso al sujeto pasivo los hechos serán castigados como abuso de autoridad o detenciones. A los efectos de este delito es indiferente que el autor haya practicado una o las tres, de todas maneras responderá tan solo por la comisión de un solo delito. Distintas podrían ser las cosas si estuviéramos valorando el injusto desde la perspectiva de los delitos contra las personas. Cualquier otra violencia ejercida sobre el mismo con una finalidad distinta no permite aplicar este tipo, sino el delito común de lesiones.

La incomunicación puede consistir simplemente en dictar un auto de prisión preventiva fuera de los casos permitidos por la ley o hacerlo mediante fraude de ley, es decir, interpretando extensivamente los supuestos legalmente contemplados, o, por último, manteniendo detenido al inculpado por tiempo superior al establecido, aunque en un sentido estricto dicha prisión se establecerá en régimen de incomunicación. El propio Código Federal de Procedimientos Penales señala que “en caso de que la detención de una persona exceda los plazos señalados en el artículo 16 de la Constitución Política

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citada, se presumirá que estuvo incomunicada, y las declaraciones que haya emitido el indiciado no tendrán validez”. (Art. 134).

Una incomunicación ilegal no convierte en ilegal a la detención subyacente, de forma que la orden de detención puede ser conforme a la ley, pero no, la incomunicación del detenido. Más allá del uso de la detención con fines ilícitos caben secuestros o detenciones fuera de los establecimientos adecuados. En estos casos la detención y consiguiente incomunicación del detenido carece de la mínima cobertura legal, por lo que nos inclinamos a pensar que no se aplicaría esta figura, sino los tipos del delito de detenciones ilegales. Intimidar equivale a tratar de doblegar la voluntad de una persona por medio de la amenaza. Es indiferente que la amenaza consista en un mal calificado o no como delito, pero debe ser adecuado al objetivo propuesto atendiendo a las circunstancias del sujeto pasivo. Por ultimo, se refiere la fracción comentada a la tortura. La Convención contra la Tortura y otros Tratos y Penas Crueles, Inhumanas o Degradantes de 1984 distingue la tortura indagatoria y la punitiva. El presente tipo se refiere solo a la primera de ellas. Y como en los casos anteriores se desentiende de la gravedad de la misma, ya que esa circunstancia corresponde ser tenida en cuenta en la responsabilidad penal que surge en relación con la persona torturada. Esto no quiere decir, que dentro de la horquilla que presenta esta figura no deba considerarse su gravedad.

Conforme a la doctrina establecida por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos el concepto de tortura abarca dentro de si los tratos inhumanos y degradantes junto con los actos de violencia física. Mientras que los primeros lesionan la integridad moral, los segundos afectan además a la física. Hay tortura cuando el servidor público impone al inculpado unas condiciones físicas o psicológicas de tal naturaleza que le provocan un estado natural de debilitamiento de las facultades que le impiden expresarse conforme a su voluntad y le impulsan a declarar de acuerdo con los deseos de quien la ejerce. De manera que el concepto de tortura viene inevitablemente delimitado por una doble coordenada: de una parte, en consideración a las circunstancias personales de quien las sufre y, de otra, de idoneidad para lograr vencer la voluntad de la persona y forzarla a declarar en un sentido contrario a su voluntad. En este sentido amplio se ha expresado en reiteradas ocasiones los tribunales internacionales, como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que con ocasión del caso de Irlanda contra Reino Unido en Sentencia de 18 de enero de 1978 definió la tortura como el sometimiento de una persona a “condiciones o procedimientos que por su naturaleza, duración u otras circunstancias, le supongan sufrimientos físicos o mentales”, de manera que para valorarlo será preciso tener en cuenta un “conjunto de datos del caso y, especialmente, de la duración de los malos tratos y de esos efectos físicos o mentales y, a veces, del sexo, de la edad, del estado de las víctimas”. A pesar de que el tenor del precepto invita a reducir la conducta típica en los tres supuestos a los actos contra el inculpado, quedando al margen lo que se conoce como tortura oblicua dirigida a terceras personas para debilitar de esta forma al inculpado, no vemos que ese modus operandi deba de quedar fuera del tipo de tortura ya que en definitiva se trata de una estrategia para lograr el objetivo principal de doblegar al inculpado. Además el hecho de torturar a un tercero añade un mayor injusto al delito por lo que habría que acudir en una relación concursal a otras figuras para agotar todo su desvalor. El objetivo de la violencia es obligar al inculpado a declarar. Dos cuestiones suscita esta clausula. La primera que exige verificar un elemento subjetivo del injusto añadido al tipo. La presencia del mismo excluye no solo la imprudencia sino también la imputación a título de dolo eventual. La segunda que procesalmente hay otros pasajes en los que el servidor público puede tratar de influir en las partes ejerciendo la tortura o actos de violencia y que merecen igualmente protección penal. En efecto, es grave, que se pretenda la autoinculpación mediante la tortura, pero, no lo es menos, que se trate de obtener una testificación inculpatoria falsa violentando a los testigos propuestos como prueba. Por último, se suscita la duda de si es posible la comisión por omisión cuando debido a la falta de custodia, bien porque no se ha previsto ninguna, bien porque la que se previó resultó manifiestamente inadecuada, otras personas han podido someter al inculpado a tortura con los mismos fines. No hay a nuestro juicio inconveniente en aplicar en esos casos la fórmula del delito de comisión por omisión en la medida que el Ministerio Fiscal y los agentes de autoridad asumen las funciones de

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custodia de las personas inculpadas en una causa. Conforme a lo establecido por el Código de Federal de Procedimientos Penales las Policías bajo la autoridad del Ministerio Público asume la competencia de “registrar de inmediato la detención, como garantía del inculpado, en términos de las disposiciones aplicables, así como remitir sin demora y por cualquier medio la información al Ministerio Público” (Art. 3 V) y, también, que “a solicitud fundada y motivada del Ministerio Público, el juez podrá decretar una o más de las siguientes medidas de protección a favor de la victima u ofendido: I. Medidas de protección personales: a) La guarda y custodia de una persona menor a favor de persona o institución determinada” (Art. 141 bis). Ambos preceptos expresan una indubitada posición de vigilancia de dichas autoridades no solo sobre el inculpado, sino también sobre la víctima y los testigos.

3.7. COHECHO (XXI)

Mediante el cohecho se trata de combatir los actos de corrupción que atentan contra el principio de imparcialidad y objetividad de la Administración, objetividad que se ve menoscabada cuando el servidor público actúa con fines privados para beneficio propio o de terceras personas. Si conforme al Art. 222 cometen cohecho “el servidor público que por sí, o por interpósita persona solicita o reciba indebidamente para sí o para otro, dinero o cualquiera otra dádiva, o acepta una promesa, para hacer o dejar de hacer algo justo o injusto relacionado con sus funciones”; tratándose de delitos contra la Administración de Justicia el tipo queda restringido a “los encargados o empleados de lugares de reclusión o internamiento que cobren cualquier cantidad a los interinos o a sus familiares, a cambio de proporcionarles bienes o servicios que gratuitamente brinde el Estado para otorgarles condiciones de privilegio en el alojamiento, alimentación o régimen” (Fracciòn XXI). Paradójicamente, las penas pueden llegar a ser superiores en los casos de cohecho común que en esta figura específica. Tampoco se entiende porque en el primero, a los efectos de la pena, se tiene en cuenta el valor de la dádiva y en el otro, no. Pero lo que nos resulta mas difícil de comprender es la razón por la que el legislador dentro de este grupo de delitos ha circunscrito el cohecho a los supuestos en los que la dádiva se obtiene para mejorar las condiciones penitenciarias del detenido. Muchas de las lagunas que puede surgir debido a esa restricción del tipo no habrá problemas en cubrirlas acudiendo a otras figuras o, por último, al cohecho básico del Art. 222. Si el servidor es quien además de recibir el dinero dispone que se de un tratamiento privilegiado al detenido puede aplicarse la prevaricación y en los casos en los que no asuma esa competencia se aplica el tipo básico de cohecho. Pero las restricciones típicas no se limitan a las anteriormente reseñadas sino que afectan a otros elementos típicos. El círculo de posibles sujetos queda circunscrito a empleados de los centros de reclusión, entre los que, de ninguna forma, pueden incluirse a los miembros del poder judicial, ni tampoco al Ministerio Fiscal. Por otra parte, los sujetos pasivos pueden ser el propio interno a quien se le promete el favor o sus familiares, es decir, el círculo de allegados sin necesidad de que concurra consanguinidad. No se contempla los llamados cohechos impropios en los que se castiga al particular que ofrece al servidor público una promesa para alcanzar unos determinados favores. A pesar de ser un particular las normas que obligan a respetar y garantizar la función pública se dirige también a los particulares aunque en términos menos exigentes.

Más amplia se muestra la redacción respecto de los establecimientos protegidos por esta figura. Se dice lugares de reclusión e internamiento y, aun cuando deberán ser considerados solo aquellos que dependen de la Administración de Justicia por coherencia con el epígrafe del artículo, cabe incluir en los mismos desde los centros policiales hasta los centros terapéuticos para sujetos no imputables que han cometido infracciones penales. La conducta típica resulta igualmente restringida a la actividad de cobrar, no incluyéndose en la misma la de solicitar una dádiva, ni tampoco aquellos casos en los que se ha acordado una cantidad en compensación por los favores, pero no se ha hecho entrega de la misma. La expresión cobrar significa indubitadamente recibir. Tan solo sería posible la incriminación de aquellas otras conductas a través de la tentativa, a pesar de que en la dinámica de este tipo de comportamientos resulta indiferente que se

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haya o no materializado el pago. A diferencia de lo que sucede con el tipo básico, ya mencionado, concebido como delito de emprendimiento en el que es indiferente para evaluar el injusto que se haya cobrado o, simplemente, se haya pedido la dádiva, en la figura que nos ocupa la acción típica requiere que materialmente se haya producido el pago. No hay, en cambio, inconveniente en castigar comportamientos omisivos como permitir que se ingresen determinadas cantidades, previamente concertadas, en una cuenta bancaria. Nada obliga a entender que el pago se hace en dinero, puede hacerse en especie; mas discutible es la posibilidad de que se haga una promesa sin contenido económico, como por ejemplo mantener relaciones sexuales, relaciones de amistad, ámbitos de influencia, etc. aunque no se protege con esta figura el patrimonio la razón para negar la aplicación en aquellos casos en que lo cobrado no tiene valor económico arranca, en primer lugar, de significado de la expresión “cobrar cualquier cantidad”, porque cantidad también lo puede ser de otros bienes fraccionables, como tierras, locales, mercancías, etc. y, por otra parte, porque tratándose de favores de otro tipo parece mas acertado acudir a figuras mas específicas. Tampoco se tiene en cuenta si los favores por los que se paga son lícitos o ilícitos. Dentro de los primeros puede considerarse la modificación de las condiciones regimentales o el traslado a otro reclusorio y, entre los segundos, la introducción en el centro de objetos prohibidos –armas, drogas, dinero, etc.-. En este caso el servidor responderá también por el delito correspondiente bien como coautor, bien como participe, en función de si realiza o no actos ejecutivos. Es decir, si el acuerdo es omitir el control de la entrada del centro para posibilitar que el familiar del interno le pueda proveer de drogas, el servidor responde por el cohecho y por coautor del delito de drogas en comisión por omisión, siempre que infrinja el deber de vigilancia, sino se llega a infringir dicho deber, entonces la responsabilidad será por participar en el otro delito. Ahora bien si el compromiso ha sido la excarcelación no podría emplearse esta figura sino la prevaricación descrita en la fracción XXVI, que merece una pena menor. Con frecuencia el servidor público que se ofrece al particular para hacerle un favor –en este caso relacionado con las condiciones de detención suyas o de un familiar- comete en concurso de delitos una estafa porque cobra la cantidad estipulada conociendo su incompetencia para prestar el servicio por el que se le está pagando.

3.7.1. REVELACIÓN DE SECRETOS. (XXIV y XXVIII)

De nuevo encontramos acertada la decisión del legislador de tipificar al margen de los delitos

comunes de infidelidad de custodia o violación de secretos dentro de la Administración, aquellos supuestos en los que dichos comportamientos se producen en el marco de un procedimiento, ya sea de la naturaleza que sea, si bien la gravedad de una revelación en el ámbito penal tiene que tomarse en cuenta por lo que le corresponde una pena superior.

La estructura típica que ofrecen estos delitos a pesar de su especificidad es muy similar al descubrimiento y revelación de secretos tanto entre particulares como de la Administración pública. La fracción XXVIII presenta una indubitada vocación de tipo básico en el que se castiga a quien da a conocer a quien no tenga derecho, documentos, constancias o información que obren en una averiguación previa o en un proceso penal y que por disposición de la ley o resolución de la autoridad judicial, sean confidenciales. El castigo de estas conductas es asimétrico en los procedimientos penales y civiles, pues mientras que en los primeros se persigue toda filtración en el procedimiento penal, incluso, cuando se hace sobre aspectos de la averiguación previa, en el civil solo está contemplado el castigo de las providencias de embargo que favorece la ocultación de bienes por parte de los demandados.

En ambas figuras nos encontramos con una información secreta, bien porque así lo establezca la ley, como es en el caso de los embargos con el objetivo de que el mismo no sea burlado por el titular de los bienes, bien porque así lo ha decidido el órgano judicial competente. Como en el resto de las figuras solo el servidor público que trabaja en la Administración de Justicia puede cometer este delito. Si quien

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revela el secreto fuera cualquier otro operador de la Justicia –abogados, procuradores o personal de los juzgados- corresponde aplicar el Art. 210. Pero, mientras que en el tipo correspondiente del delito común es preciso verificar que, como consecuencia del descubrimiento del secreto, se causa un perjuicio, aquí el legislador se desentiende de esa circunstancia ya que ello solo tendría sentido cuando el bien jurídico protegido fuera el interés de los particulares y no, como aquí sucede, la Administración de Justicia.

Algunos aspectos relacionados con cada una de las figuras: - Hacer conocer al demandado, indebidamente, la providencia de embargo decretada en su contra

(Fracción XXIV). Nos encontramos con un tipo penal de un ámbito considerablemente restringido por tres razones. Por una parte, porque tan solo se castiga cuando se da a conocer esa información al demandado y no a cualesquiera de las partes que pueden tener interés en el procedimiento de embargo, por otra, porque se refiere solo a la providencia de embargo y no a otras providencias que, igualmente, pueden poner en aviso al demandado y permitirle alzarse con sus bienes y, finalmente, porque no sería delito cuando se diera a conocer una diligencia de aseguramiento o inmovilización de bienes dentro de las medidas cautelares de carácter real (Art. 141 bis Código Procesal Federal). Así, por ejemplo, los Agentes del Ministerio Público y, eventualmente, la Agencia Federal de Investigaciones y demás funcionarios que designe la autoridad judicial asumen la competencia de identificación de los bienes que van a ser objeto de embargo y, consiguientemente, pueden poner esa información en conocimiento del demandado para que este advertido. Esta traslación de información no estaría contemplada en el tipo que estamos comentando.

-Dar a conocer a quien no tenga derecho, documentos, constancias o información que obren en una averiguación previa o en un proceso penal y que por disposición de la ley o resolución de la autoridad judicial, sean confidenciales (Fracción XXVIII). A lo largo de un procedimiento se produce una traslación intensa y fluida de información en torno al mismo a las partes para garantizar el derecho a la defensa. De manera que el principio de publicidad debe ser la regla frente a la declaración de secreto que cae sobre ciertas actuaciones, que constituye la excepción. Esta circunstancia obliga al legislador a ser reiterativo y destacar que solo cuando dicha información se comunique a quien no tenga derecho surge la responsabilidad penal.

El tipo se configura como un delito resultativo en el que es indiferente el modo en que se realice, sino el resultado material que es poner en conocimiento la información reservada. Es posible imaginar supuestos en los que no llega a consumarse el delito y cabe la tentativa, así, por ejemplo, cuando es interceptado un correo con la documentación reservada.

En relación con esta figura son frecuentes los argumentos que invocan las necesidades de la defensa –ejercicio de un derecho a la defensa- como causa que justifica que se haya dado a conocer a terceras personas contenidos reservados de un procedimiento. Como es lógico, esto solo es posible allá donde se esté incriminando a las partes del proceso, excluidos el Ministerio Fiscal y el órgano judicial que son en estos casos los únicos que pueden ser sujetos activos en esta figura.

3.8. ALLANAMIENTO DE MORADA. (XVIII.)

Se castiga en la fracción XVIII al servidor público que “ordena o practica cateos o visitas domiciliarias fuera de los casos autorizados por la ley”. Conforme a la tesis que venimos sosteniendo en el análisis de las distintas figuras incluidas dentro del Art. 225 se trata de un subtipo de la prevaricación, de forma que de no poder adecuarse al mismo es posible castigar el hecho por el tipo básico de esta figura. Forma parte del grupo de las que merece una mayor pena atendiendo al bien jurídico afectado colateralmente junto con el atentado a la Administración de Justicia. El incremento de la pena respecto de otras figuras se justifica por el menoscabo a la intimidad que representa entrar en domicilio ajeno en contra de la voluntad del morador.

En concreto se recogen dos modalidades de conducta ordenar y practicar el cateo o las visitas. Catear equivale a allanar una casa con el objetivo de buscar o espiar algo o a alguien dentro de ella, en

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tanto que visitar es mucho más inconcreta y se refiere a la mera entrada física con independencia de cual sean los objetivos de la entrada. Otras acciones como mantenerse dentro de un domicilio no están contempladas ya que a diferencia de las anteriores son supuestos en los que la entrada es inicialmente lícita y se torna posteriormente ilícita. No estamos ante un delito de allanamiento de morada, por esta razón los sujetos pasivos, titulares del bien jurídico, siguen siendo el Estado como institución que ejerce la Administración de Justicia de modo exclusivo y excluyente. Ahora bien el deseo del legislador es castigar dentro de este grupo de delitos los casos de allanamiento de morada, por lo tanto han de concurrir los mismos elementos que en el delito común.

No obstante, se suscita una interrogante en relación a si existe delito cuando la persona que habita en el domicilio autoriza la entrada del servidor público para que proceda al cateo. Obviamente estas dudas carecen de sentido en relación con el delito común, pero es mas que razonable considerar que cuando un funcionario de la administración de justicia procede a realizar un registro en un domicilio ejerciendo sus funciones pero sin las debidas autorizaciones comete este delito aun cuando el morador del mismo no se oponga a ello. Coocurren tres razones para no requerir la oposición tácita o expresa del morador del domicilio. La primera, es el propio bien jurídico protegido que como hemos reiterado no es la intimidad del particular sino el buen funcionamiento de la justicia. La segunda, es que un servidor público que sin la debida autorización procede a un cateo de un domicilio vulnera gravemente los principios de legalidad y equidad que reviste el ejercicio de la función pública. La tercera es que en esos supuestos es muy probable que el particular se vea coaccionado por la presencia del servidor público en su domicilio y si cede o consiente la entrada no es voluntariamente, sino por miedo a otras consecuencias. Así pues, nos inclinamos por no considerar imprescindible que concurra la negativa de los moradores; otra cosa distinta es que esa circunstancia se considere para castigar mas severamente el comportamiento del autor.

El imputado no solo tiene que ser servidor público, sino actuar en esa condición ejerciendo competencias como tal, de lo contrario los hechos deberán castigarse conforme al delito común cometido por un particular y, entonces, exigir la negativa de los moradores.

3.9. DESOBEDIENCIA (V)

En esta ocasión se castiga un acto de desobediencia dentro de la estructura jerárquica de los órganos de la Administración. Como ya tuvimos ocasión de ver los funcionarios del Estado se encuentra situados en una estrecha senda entre la responsabilidad penal por los actos de desobediencia y las dificultades de invocar el cumplimiento de un deber cuando la orden recibida es manifiestamente ilícita. Esta figura representa el aspecto negativo de la causa de justificación de cumplimiento de un deber que exime al servidor público de toda responsabilidad penal.

Cometen el delito aquellos servidores que no cumplen una disposición que legalmente se les comunique por su superior competente, sin causa fundada para ello. Aunque no se menciona por razones sistemáticas suponemos restringido el tipo penal a decisiones de los órganos de la Administración de Justicia que se estructuran jerárquicamente, tales como los judiciales o el Ministerio Fiscal. La orden mas frecuente procederá de un órgano judicial, sin embargo, es imaginable otros cuerpos jerarquizados que trabajan dentro de la Administración de Justicia, tales como la policía judicial o los Secretarios de Juzgados en relación con el resto del personal del mismo. En un caso o en otro variará la naturaleza jurídica de la orden, podrá ser un acto administrativo o procesal. El tipo penal no distingue según la naturaleza jurídica de la orden o según su contenido para graduar la gravedad del mismo, como se hace en el derecho comparado, no obstante, deberá tenerse en cuenta al fijar la pena dentro de los máximos y mínimos de la misma.

El subordinado puede recibir una orden en sentido estricto o una decisión de la que se desprende indubitadamente una orden, como sucede tras una resolución que activa un acto procesal. El texto legal se refiere a “disposición” que procede del verbo “disponer”, aunque se puede disponer sin contenido de

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mandato alguno, es decir, una decisión también es una disposición, no habrá, en cambio, responsabilidad penal si la decisión es meramente declarativa y la autoridad exige del subordinado una actividad complementaria no recogida por las leyes.

Se trata de un delito que persigue específicamente aquellos comportamientos de los subordinados contra las ordenas legales. Bien es cierto que este presupuesto no debe entenderse en la posibilidad de incumplir toda orden ilegal, lo que se traduciría en una disfuncionalidad y paralización de la Administración de Justicia. Para evitar este perjuicio es conveniente tener en cuenta que los servidores públicos tienen un deber de obediencia funcional que en ocasiones hace recomendable priorizarlo sobre las órdenes de dudosa legalidad o de escasa ilegalidad.

Para que la desobediencia de una orden tenga relevancia penal es preciso que la misma sea dictada dentro del marco de las respectivas competencias del órgano superior y que la misma revista las formalidades legales previstas. Este doble aspecto nos permite descartar aquellos supuestos en los que la autoridad al margen de sus competencias ordena algo. Por ejemplo, cuando un juez fuera del servicio se dirige a un funcionario exigiéndole que le preste un servicio privado en el ámbito familiar. Al carecer de la más mínima cobertura legal la referida autoridad al actuar fuera de sus competencias se convierte en un particular.

La acción típica consiste en incumplir la orden. El incumplimiento puede expresarse por el subordinado mediante un rechazo de la orden expresa, pero también mediante la actitud pasiva que revela una incuestionable voluntad de incumplir. De manera que el delito permite tanto la comisión activa, como la omisiva.

Una vez más nos encontramos ante un delito de mera actividad en el que basta para su consumación que la orden haya llegado por el procedimiento adecuado al subordinado destinatario de la misma. No son imaginables supuestos de tentativa.

En esta figura delictiva juegan un papel significativo los supuestos de error, tanto error de tipo, como de prohibición. El caso mas frecuente del primero es cuando el subordinado no presta la debida atención a la orden por considerar que no era él el destinatario de la misma. Estaríamos ante un supuesto de error de prohibición cuando el subordinado no se siente obligado por la disposición. La ciencia penal debate el tratamiento que merece los casos en los que el destinatario de la orden se equivoca sobre los presupuestos facticos o normativos de la misma. En estos casos la equivocación procede de considerar que la orden procede de una autoridad distinta y por consiguiente no sentirse obligado por ella. BORJA MAPELLI CAFFARENA CATEDRÁTICO DE DERECHO PENAL. UNIVERSIDAD DE SEVILLA.