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Los deberes de la memoria en la educación COLECCIÓN EDUCACIÓN, HISTORIA Y CRÍTICA

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Los deberes de la memoriaen la educación

COLECCIÓNEDUCACIÓN, HISTORIA Y CRÍTICA

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Raimundo Cuesta

Los deberes de la memoriaen la educación

OCTAEDRO - EUB

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COLECCIÓN EDUCACIÓN, HISTORIA Y CRÍTICA

Colección dirigida por Juan Mainer

Título: Los deberes de la memoria en la educación

Autor: Raimundo Cuesta Fernández

Primera edición: XXX de 2007

© Raimundo Cuesta Fernández

© De esta edición:Ediciones OCTAEDRO, S.L.

Bailén, 5 - 08010 Barcelona - EspañaTel.: 93 246 40 02 - Fax: 93 231 18 68

[email protected] - http: www.octaedro.com•

EUB. Ediciones Universitarias de Barcelona, S.L.C/ Bailén, 5 - 08010 Barcelona - España

Tel. 93 246 90 56 - Fax 93 247 01 18e-mail: [email protected]

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción

total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

ISBN: 84-8063-XXX-XDepósito legal: B. XXX-2007

Impresión: Hurope, s.l.

Impreso en EspañaPrinted in Spain

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ÍNDICE

Introducción: Escusatio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

Capítulo 1. La larga sombra del código disciplinar. Crítica del conocimiento escolar y didáctica críticia . . . . . . . . . . . . . . . . 171.1. La historia escolar ayer y hoy: el remake nacionalista . . . . . . . 171.2. El conocimiento escolar como distancia, signo de distinción y dispositivo de control social . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 231.3. Sociogénesis del código disciplinar de la historia . . . . . . . . . . 331.4. La irregular e intermitente presenciade la historia soñada de ayer y de hoy . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 391.5. Didáctica crítica: frente al conocimiento escolar y más allá de la tradición idealista, tecnicista y academicista . . . . . . . . . 45

Capítulo 2. Los deberes de la memoria como programa y problema educativo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 492.1. Memoria intempestiva y didáctica crítica . . . . . . . . . . . . . . . . . 492.2. Tareas, postulados y estrategias por una didáctica crítica . . . 572.3. Los deberes de la memoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 652.3.1. La memoria como imperativo moral y educativo . . . . . . . . . 652.3.2. De Cronos a Fedicaria: la progresiva desasignaturización del conocimiento histórico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 682.3.3. Los deberes de la memoria como programa educativo de centro. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 – Lecciones contra la guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 72 – Memorias y olvidos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73 – Todos somos extranjeros. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79

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Capítulo 3. Usos públicos de la historia en los escenarios escolares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 853.1. Debate historiográfi co y usos públicos de la historia . . . . . . . 853.2. La gestión política del pasado reciente en España . . . . . . . . . . 863.3. Tiempos, espacios y escenarios de los deberes de la memoria 923.3.1. Comprender y desactivar los tiempos y espacios del código disciplinar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 923.3.2. Una programación didáctica paralela y desaularizada . . . . 993.3.2.1. Los usos del tiempo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 993.3.2.2. Los usos del espacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105 – El gabinete de Geohistoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106 – La biblioteca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 112 – El patio interior . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115 – El salón de actos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117 – Otros espacios: la calle e Internet . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119

Capítulo 4. Documentos críticos: si quieres la paz, para la guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1234.1. La relevancia de la Guerra Civil española: Historia y memoria. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1234.2. Fragmentos y ecos de las memorias sociales: El «recuerdo» de la guerra en la memoria del alumnado . . . . . . . . . . . . . . . . . 1324.3. Experiencias para no olvidar: Si quieres la paz, para la guerra 140 – Presentación del proyecto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 140 – Proceso de trabajo: . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 142 • Construcción del problema de conocimiento . . . . . . . . . . 142 • Realización material del proyecto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 146 • Comunicación pública de resultados . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149

Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153

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Dedico este libro a María José Cortines.Los que la conocimos sabemos que sobran las razones

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INTRODUCCIÓN

Excusatio

Nadie queda obligado a pedir excusas por escribir un libro, pero sí cabe dentro de lo razonable que el autor explique sus intenciones, más aún si éste despliega una estrategia discursiva que, en compa-ración a sus obras anteriores, pueda llegar a ocasionar sorpresas en los potenciales receptores. De ahí que opte por incorporar esta ex-cusatio como sucinta aclaración de las preocupaciones que han go-bernado mi mente y conducido mi mano en esta ocasión. Lo cierto es que este texto supone una continuación y ampliación expresiva, a modo de plasmación sintomática, de lo que se sugiere en el epílogo de Felices y escolarizados (Octaedro, 2005), y que algunos de sus lectores han reclamado insistentemente. No pocos me decían: está muy bien la crítica rotunda que nos propones de la institución es-colar, pero ¿qué hacer aquí y ahora? La respuesta a esta sempiterna urgencia hacia la práctica no resulta, sin embargo, sencilla.

Es fama que la virtud no es un fruto espontáneo que crezca sin tasa en los espacios escolares de nuestro tiempo. Incluso resulta frecuente y ya cansino el ritornello mediático sobre el bullying, el mobbing y todo tipo de patologías de nueva acuñación y alto valor de cambio en el mercado de lo escandaloso. Pero, fuera de ello, es bien cierto que, de alguna manera, desde Platón venimos pregun-tándonos, una y otra vez, si la virtud fuera enseñable y, por consi-guiente, susceptible de ser aprendida. Pero el hecho de aprender no tiene medida, «es literalmente interminable (…), no tiene fi n como no tiene comienzo, es infi nitamente divisible como la distancia que separa a Aquiles de la tortuga» (Pardo, 2004, 52).

Carece, en efecto, de fi n (temporal) pero no de fi nalidad (desi-derativa). La educación genuina, se puede convenir, es la que movi-liza el deseo de conocer. Desgraciadamente la institución escolar,

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LOS DEBERES DE LA MEMORIA EN LA EDUCACIÓN

desde sus ya lejanos orígenes, ha prometido una felicidad ilusoria (al principio, salvación de almas; después, redención social de los ciudadanos más desfavorecidos). Es más, a poco que nos fi jemos en las fuentes históricas que dan cuenta del devenir de la escuela de la modernidad, nos toparemos con la constatación de que esta institu-ción, ya vetusta, ha venido reiteradamente negando lo que promete y sometiendo el saber disponible a una cotidiana noria de rutinas que ocultan, bajo la tenue lumbre y las apariencias farragosas y ca-ricaturescas de conocimiento, la esplendorosa luz del saber.

Aceptado, como condición insoslayable y gravoso arancel, el poder esterilizante de la escuela de ayer y de hoy, no podemos que-darnos cruzados de brazos esperando el santo advenimiento del su-jeto portador de la redención social. Es más, constituye una tarea docente irrenunciable nadar contra la corriente, recuperar y avivar esa llama refulgente, de saber y virtud, que se esconde tras la ajada vestimenta de las asignaturas escolares. Ahí es, en ese espacio de contradicciones y de agónico batallar entre la necesidad y el deseo, donde se sitúan las refl exiones y experiencias de una educación crítica, que se recogen en el libro que ahora el lector tiene en sus manos.

Es así como pretendo plasmar, en un texto breve y ágil, con algunos apoyos gráfi cos y documentales, el abanico de ideas y ex-periencias didácticas, de inspiración crítica, que han guiado mi vida profesional docente en los últimos cinco años. A través del mismo, se demostraría que pensar alto no es incompatible con actuar bajo, que dejar volar el pensamiento hacia la crítica histórica y genealógi-ca de la escuela no impide (ni garantiza, claro) emplearse a fondo en ella, a ras de práctica docente.

Bien podrá inferirse del estilo y fondo de mi obra anterior (ba-sada en la crítica del conocimiento escolar y de la escuela capitalista como tal) que, en modo alguno, mi discurso se deslizará hacia las banales recetas psicopedagógicas al uso. Por el contrario, Los debe-res de la memoria busca exponer cómo es factible (no en vano se habla de de sucesos ocurridos) generar dentro de una institución extraña y reluctante, por principio, a la crítica, un conjunto de expe-riencias escolares no convencionales capaces de movilizar el deseo (educar el deseo críticamente) hacia otro tipo de escuela y otro tipo de conocimiento. Para ello las situaciones relatadas no consistirán ni un trivial anecdotario ni un relato heroico; más bien la narra-ción se comprende como un ejercicio de refl exividad y autoanálisis a propósito de los límites de la didáctica crítica.

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INTRODUCCIÓN. EXCUSATIO

Ésta, como siempre digo, es una actividad teórico-práctica que se ubica en el imperceptible e inestable lugar donde juegan la nece-sidad y el deseo. Ahí se sitúan precisamente un elenco de experien-cias de educación histórica del deseo con las que he querido que-brar, si bien en forma parcial, a modo de cortocircuitos, la lógica del aprendizaje escolar.

El libro se compone de cuatro partes bien diferenciadas. El primer capítulo La larga sombra del código disciplinar explora, si-guiendo la traza anterior de mis investigaciones sobre la historia de las disciplinas escolares y la genealogía de la escuela, la estrecha re-lación existente entre la mirada sociohistórica de raíz genealógica y la radical impugnación intelectual del conocimiento albergado en las instituciones educativas, y la pertinencia de considerar tal re-lación a la hora de fundamentar una didáctica crítica. En verdad, el pensar históricamente, utilizando el método genealógico, resulta elemento imprescindible para repensar los saberes, las prácticas de los sujetos y los discursos didácticos y de otra naturaleza que se han generado en mutua interacción. Así se verá cómo la sociogénesis del código disciplinar de las materias de enseñanza contiene, en cierto modo, el secreto de su persistente resistencia al cambio educativo.

En el segundo capítulo abordo el problema de los usos y abu-sos de la educación histórica, que en su día fuera motivo de brillan-tes intuiciones nietzscheanas. Su título, Los deberes de la memoria como programa y problema educativo nos aproxima a la economía de la memoria y el olvido que debe practicarse dentro de la pers-pectiva de una didáctica crítica. Ésta, por defi nición, opone a la memoria ofi cial una contramemoria crítica, que se concreta, desde el Departamento de Historia de mi centro, en programas anuales de actividades (Lecciones contra la guerra; Memorias y olvidos de la transición y la democracia; Todos somos extranjeros; y Si quie-res la paz, para la guerra), que buscan, en cierto modo, invertir las formas de conmemoración ordinarias con fórmulas alternativas de evocación del pasado, que, siguiendo los postulados fedicarianos, tratan siempre el recuerdo desde los problemas del presente. Ahí cobran signifi cación plena la imbricación de dos de esos postulados: problematizar el presente y pensar históricamente.

En la tercera parte, Usos públicos de la historia en los escena-rios escolares, quiero insistir, tomando como base lo que he trabaja-do durante estos cuatro últimos cursos en mi centro, en la dimen-sión de las variables de tiempo y espacio (muy a menudo olvidadas en las didácticas declarativas) a la hora de proponer formas distin-

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LOS DEBERES DE LA MEMORIA EN LA EDUCACIÓN

tas de enseñar. En cierto modo vengo a proponer, a través de va-rios programas de actividades formativas, dentro de los deberes de la memoria, una cierta «desaularización» y deslocalización de los aprendizajes, que, sacados de su contexto espacial y temporal habi-tual, irrumpen en el conjunto del centro como una serie de activi-dades abiertas a lo público, a la exposición y libre deliberación. De lo que se sigue que el uso público de la historia nada tiene que ver con simples recetas o mera cosmética de espacios y tiempos, y sí, en cambio, equivale a imaginar y pugnar por el uso público de la es-cuela. Ello conlleva también un cierto estilo de innovación escolar, que designo como postburocrático.

El último capítulo, Documentos críticos: Si quieres la paz, para la guerra, me sirve para describir y evaluar más en profundidad la última de las cuatro experiencias que desarrollaron en estos años el programa general que llamo Los deberes de la memoria. Esta na-rración no es sólo una descripción, es también una refl exión en voz alta (la actitud crítica no puede ser otra cosa que autocrítica). En esta parte se pueden encontrar fuentes materiales de muy diverso tipo y estilo, que permiten al lector familiarizado con los asuntos escolares hacerse una idea más clara y un juicio más cabal de los procesos aludidos en el relato, lo que faculta para diseccionar y ver la cara más prosaica de lo que se habla.

Por último, a modo de colofón, insistiré en que este ensayo, es decir, este libro que huye de las formas expresivas y de los rituales formalistas de lo académico, es aconsejable y preferible leerlo por el orden de aparición de los capítulos, pero que ello no implica, ni mu-cho menos, que exista una secuencia lógica y necesaria entre lo que se dice al principio y se termina proponiendo al fi nal. Nuestra con-cepción de la didáctica crítica, como actividad teórico-práctica, nos aparta de cualquier consideración deductivista o idealista, conforme a la cual lo que se hace es el mero resultado de lo que se dice o piensa. Las teorías que manejamos no constituyen ninguna garantía cuali-tativa de lo que hacemos; ni nuestras prácticas pedagógicas son una confi rmación empírica de nada, ni una colección de acontecimiento que nos permitan inducir y construir una teoría didáctica. Los boce-tos teóricos y prácticos que aquí se describen carecen de cualquier valor ejemplar, no poseen pretensión normativa de ninguna clase, son criaturas de una acción social que se mueve en perpetua rota-ción, dentro de mi vida profesional, entre la necesidad y el deseo. Y en ese delicado campo de nuestras vidas sobran las recetas y está fuera de lugar anunciar las virtudes de embeleco pedagógico alguno.

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INTRODUCCIÓN. EXCUSATIO

Por último, es cortés y correcto hacer balance de agradeci-mientos y autoinculpación de posibles errores. Levanto acta de lo segundo y reitero votos de agradecido a mis amigos fedicarianos del Proyecto Nebraska (Juan Mainer, Julio Mateos, Javier Merchán y Marisa Vicente), quienes, como Antonio Molpeceres, gozan del dudoso placer de leerme críticamente antes que las musas bajen al teatro. El director de centro, Antonio Carrascal, que siempre apoyó mis iniciativas. Mis colegas del centro y compañeros de fatigas Juan M. Alfageme, Nacho Gómez o Guillermo Castán también empuja-ron. Pero aquí corresponde al alumnado (a «mis» alumnos, suele de-cirse) el primer lugar de toda deuda de gratitud, pues de educación en un contexto concreto se habla, o sea, del escenario de pulsiones, sentimientos, conocimientos, rutinas, entusiasmos, decepciones que orlan el diario profesional de los docentes. Mis alumnos y yo nos extrañamos en el transcurso de lo que se narra en Deberes de la memoria, dejamos de ser de una manera y nos hicimos de otra. En ese fl ujo y refl ujo de encuentros y desencuentros, de conocernos y desconocernos, se fueron tejiendo unos lazos sutiles, lejanos, a ve-ces inextinguibles como los de la amistad. En fi n, qué te voy a decir a ti lector (o lectora) que ya no sepas: «el agua es el agua y es bella por eso» (Pessoa).

Salamanca, abril de 2007

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CAPÍTULO

La larga sombra del código disciplinar.Crítica del conocimiento escolar y didáctica críticia

.. LA HISTORIA ESCOLAR AYER Y HOY:EL REMAKE NACIONALISTA

El secreto de la enseñanza escolarizada se aloja en la impenetrable caja negra que constituyen las disciplinas. Ese conocimiento en el que nos hicimos como alumnos y ahora nos hacemos como pro-fesores contiene, como encriptadas en él, muchas de las claves de la producción y distribución de la cultura de ayer y de hoy. Imagi-nar una sociedad distinta nos lleva a pensar en otro conocimiento escolar muy diferente. De ahí que la crítica de nuestra sociedad y de la institución escolar que en ella se alberga conduzca, como sin sentirlo, a la consideración sociohistórica de esas criaturas cultura-les cuya existencia y ocurrencia, por duradera y inconmovible, nos parece un fenómeno tan natural y trascendente como la sucesión de las estaciones, o el fl ujo imparable del tiempo. La captación so-ciogenética de las mismas, la reconstrucción evolutiva de su forja social, permite, que no garantiza, edifi car una didáctica crítica, esto es, una enseñanza que se origina a partir de la desactivación y elu-cidación de las reglas que rigen la producción y transmisión de tales saberes en las instituciones educativas de la era del capitalismo.Estos inocentes y originales artefactos culturales que damos en lla-mar asignaturas, como la escuela misma en su larga historia, no son lo que parecen ni proporcionan lo que prometen. Mal que bien, to-dos hemos gozado de sus favores y sufrido de sus rigores (valga re-currir la etimología de la palabra «disciplina» donde se plasma pa-radigmáticamente una larga memoria de la infamia). Quizás alguno de nosotros, como hiciera Unamuno en sus recuerdos de mocedad,

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LOS DEBERES DE LA MEMORIA EN LA EDUCACIÓN

llegara adivinar, a vislumbrar, el sol vivifi cante del conocimiento que se oculta tras la «lumbre pálida y fría» que se ofrecía en el de-cimonónico instituto de Bilbao. En fi n, además de latín y mentiras (en eso cifraba H. Hesse el resultado de su educación escolar), el fi lósofo creyó ver algo más allá de lo que denominaba «despojos de ciencia». Así recordaba su clase de historia en el Bilbao de los años setenta en plena guerra carlista:

El aula en que teníamos la clase de historia era espaciosísima y lle-na de mapas. Entreteníame durante la lección en fabricar títeres de cera, por lo que una vez me tuvo Carreño dos días de rodillas.

De las explicaciones de historia apenas recuerdo palabra, pero sí del aspecto del libro de texto, de sus letras, de su impresión, etc. Si hoy lo viera a tres metros diría: ¡ése es! Me mareaba aquel ir y venir de pueblos con nombres raros, aquel desfi lar de reyes y de guerras, aquel intrincamiento de parentescos, matrimonios y repartos de he-rencias. Venían reyes y los mataban tan pronto que no había lugar a acongojarse de su muerte, pues no había uno tenido tiempo de cono-cerlos, y era tal el trajín, que se deseaba hubieran acabado de una vez con todos matándolos en una sola batalla.

No llegamos, ni con mucho a la Revolución francesa, distraídos en curiosear vanamente lo que hicieron los chinos, persas y caldeos. He comprendido más tarde lo ventajoso que sería si se pudiera estu-diar la historia hacia atrás, empezando por ahora.

La historia de España, más concentrada que la universal, me dejó alguna más impresión, sobre todo aquello de que «en Calata-ñazor partió Almanzor su tambor» y la aparición de Santiago en la batalla de Clavijo (Unamuno, 1958, 89).

Testimonio demoledor, sin duda, del carácter desvitalizado, desactualizado y libresco de la enseñanza de la historia en un cen-tro de bachillerato del último cuarto de siglo XIX, donde todavía, dentro del modo de educación tradicional elitista, los institutos se erigían como emblemáticos templos del saber. Fuente pertinente (que confi rma otras de diversa procedencia) para ver hasta dónde alcanzaba el contenido de la historia y los métodos de su enseñanza en esas nuevas fortalezas del saber levantadas merced a la creación por el liberalismo hispano del sistema nacional de educación. Una más que dudosa batalla, la de Clavijo, unida al tributo de las cien doncellas y la derrota de Almanzor, el «victorioso por Dios», en las hoy siberianas tierras sorianas de Calatañazor (Calat-al-Nasur, o sea, Castillo del águila), constituyen el eco de memoria unamu-

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. LA LARGA SOMBRA DEL CÓDIGO DISCIPLINAR

niana de la ruidosa fanfarria nacionalista española, que, alojada en el marco escolar, se alimentaba de la invención de una legendaria Edad Media, surtidor inagotable de loas a la monarquía y a la Iglesia católica. Frente a ello el memorialista parece sugerir como alterna-tiva (y no fue el único desde la Ilustración que lo hiciera) una suer-te de historia regresiva, una enseñanza de la historia «hacia atrás, empezando por ahora». Que tal sugerencia nunca fuera atendida, que las notas características del código disciplinar de la historia (ar-caísmo, nacionalismo, elitismo y memorismo) permanecieran largo tiempo inalterables, pese a las notables intuiciones de Rafael Alta-mira y otros egregios historiadores y pedagogos del siglo pasado, nos lleva a sospechar acerca de las razones de la sinrazón, acerca de la granítica y monstruosa consistencia de las tradiciones culturales recogidas en las materias de enseñanza.

Si de las remembranzas de mocedad unamunianas nos trasla-damos a los exámenes de historia de Marcelino Menéndez y Pelayo, que en 1871, a la edad de quince años y siete meses, habían mere-cido el premio extraordinario de la sección de Letras del Bachille-rato, podremos sin esfuerzo hacernos una idea complementaria de los que se consideraba entonces el canon de conocimiento valioso. Valga como simple muestra este fragmento de un larguísimo texto manuscrito respondiendo al tema que rezaba: Pedro I de Castilla.-Pedro I de Portugal.-Pedro IV de Aragón. Paralelo entre estos tres reyes y juicio que han merecido de los historiadores. Y dice así:

Era a principios del siglo XIV, España, invadida en el siglo V por un enjambre de bárbaros, venidos de las nebulosas regiones del Septen-trión, reducida [al fi n] a una sola y poderosa monarquía, bajo el cetro de Leovigildo, último rey arriano de la raza visigótica, establecida la religión católica, si bien no por completo, por el segundo Reca-redo, precipitada, al fi n, la monarquía goda en el abismo a la que le arrastraban inevitablemente los defectos esenciales de su constitu-ción política y los crímenes y vicios de los reyes que sustituyeron a Wamba, el imperio fundado por Ataulfo tuvo necesariamente que desaparecer, y se hundió con su último rey Rodrigo en las aguas de Guadalete. Un nuevo pueblo que procedía de los desiertos de Arabia, sacado de su apatía e indolencia habitual por un hombre de carác-ter fogoso y enérgico que se requería necesariamente para arrastrar en pos de sí una muchedumbre fanatizada, después de someter a su dominio los pueblos del Asia y del África, después de hacer temblar en su trono a los débiles emperadores de Oriente, fi jó su asiento en una tierra que era, delicada y fértil como el Yemen, templada y dulce

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LOS DEBERES DE LA MEMORIA EN LA EDUCACIÓN

como Catay. Pero en las montañas de Asturias se elevaba una nueva monarquía, fundada sobre las ruinas de la antigua, y en Covadonga era alzado como rey sobre el pavés un descendiente de la casa real de los godos, Don Pelayo…(Facsímiles de trabajos escolares de Menén-dez Pelayo, 1959).

Como puede verse, el examen escolar del aplicado alumno ya rezumaba la invención discursiva del otro oriental, el campo se-mántico del mito constitutivo de la orientalidad (que tan brillan-temente narra E. Said en Orientalismo), y claro, frente a él, de una españolidad renacida a partir de Covadonga. La cosa venía de atrás, como puede comprobarse a poco que tomemos nota del contenido del dictado (performativo donde los haya) que el tribunal dispuso para el examen de ingreso en el instituto de segunda enseñanza de Santander, y que el niño hizo correctamente a sus nueve años de edad: «La tosca cruz de roble que se cobijó en la gruta de Covadon-ga, es la brillante cruz de plata que se vio resplandecer en el torreón morisco de la Alambra» (Madariaga, 1971, 133).

Posiblemente Aznar, nuestro ínclito y trasatlántico ex presi-dente, de amargo recuerdo, se mostró devoto y aventajado seguidor de las ideas del polígrafo montañés, cuando apeló en 2004, en fa-mosa alocución pública, en la Universidad de Georgetown (célebre por el descarado uso de la lengua inglesa y de la historiografía más conservadora), a la pertinaz lucha de España en singular guerra de civilizaciones contra el terrorismo de Bin Laden y sus secuaces, pug-na que remontaba al paso del estrecho por Tarik y Muza. O sea, los mismos argumentos, pero al revés, del tenebroso líder de Al Qaeda. La protesta de la Comunidad de Musulmanes Españoles mucho nos tememos que nada conmovió el alma de tan tenaz defensor de la civilización Occidental. En fi n, este ir y venir de «enjambres de bár-baros» y «multitudes fanatizadas» (y e hordas marxistas en tiempos más recientes) no alcanzó a doblegar el ser de la nación española, que salió incólume de tantas y tan peligrosas pruebas.

En verdad, hoy el conocimiento escolar de historia que exhibe el currículo ha tendido a rebajar las tonalidades nacionalistas espa-ñolas más hiperbólicas y el ideal de saber legítimo es otro. En plena educación de masas, si un alumno (de quince años y siete meses) ejecutara un examen como el que Menéndez Pelayo escribió sobre los tres Pedros sería remitido, o, como se dice ahora, «derivado», sin contemplaciones de ningún género, al Departamento de Orienta-ción para su examen y correspondiente diagnóstico. Si el tal sujeto

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. LA LARGA SOMBRA DEL CÓDIGO DISCIPLINAR

de aprendizaje glosara la grandeza de Alejandro Magno con sono-ras exclamaciones (« ¡Ah mundos que no os puedo conquistar!» o apesadumbradas quejas contra su progenitor («¡No me dejará nada que conquistar!»), la cosa pasaría a mayores y pudiera ser objeto de jurisdicción extraescolar, como la Ley Penal del Menor o algún ga-binete psiquiátrico capaz de dictar la reclusión hospitalaria. En fi n, el tal alumno podría llegar a ser etiquetado de anormal, o sea, entre delincuente y loco.

Más allá de la chanza, los contenidos y el ideal de saber de lo histórico han cambiado, pero no tanto como uno imaginaría a pri-mera vista. Cualquiera puede recordar lo que en su día califi qué de disciplinazo, es decir, el regreso a las formas disciplinares tra-dicionales que, tras los intentos de ensayar un formato curricular más integrado, que comenzaron con la reforma de 1970 y se pro-fundizaron con la LOGSE en 1990. En efecto, la implantación del modo de educación tecnocrático de masas (que en España tiene su consagración legal en 1970) supone la experimentación de modali-dades de conocimiento más integradas (en nuestro caso bajo el ru-bro de Ciencias Sociales) y pedagogizadas. Cuantos más estudiantes se reclutan y menor es su nivel educativo, más progresa la integra-ción disciplinar. Sólo al fi nal de la enseñanza previa a la Univer-sidad, aparece el reino de las antiguas disciplinas. Pues bien, esta tendencia y todo lo que ello implicaba de nuevas formas de enseñar y aprender (tendencia que, por cierto, nunca llegó a imponerse en la practica profesional de la enseñanza secundaria) fue puesta en cuestión abiertamente en los años noventa. El disciplinazo (la vuel-ta al saber de las asignaturas y la revalorización de los métodos tra-dicionales de enseñanza) se impone legalmente con la revisión legal del currículo obligatorio al terminar el año 2000. Y tras la famosa querella pública sobre la enseñanza de las humanidades, iniciada formalmente con el discurso de Esperanza Aguirre, en octubre de 1996, ante el acto de apertura del año de las reales academias, la aguja curricular queda imantada hacia la posición fi ja de un ima-ginario retrohumanismo. En otro sitio (Editorial, 2001) explicamos cómo fue posible, gracias a las alianzas entre grupos académicos, mediáticos y políticos, crear el estado de necesidad para dar un giro curricular que hoy ha quedado afi anzado por encima de la alter-nancia de los partidos turnantes.

De entonces a aquí, en efecto, llovió mucho y casi siempre de la misma manera y en parecida dirección. A escala estatal, se afi anzó legalmente la renacionalización del currículo en sentido españolis-

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ta. Mientras que a escala regionacional surgían respuestas, a veces a la contra, de parecida enjundia territorial y semejante carga his-toricista. El triunfo de un currículo colección o mosaico, donde la historia reaparecía como suma disciplina de la identidad nacional (española o de las otras), también traía aparejada, en un desespera-do esfuerzo por otorgar distinción a algo que la había ido perdiendo con la educación de masas, una cierta revalorización de las asigna-turas como saber legítimo digno de ser apropiado por las clases de la cultura y los «verdaderos estudiantes».

En suma, la reciente reafi rmación de la historia-disciplina-identidad nacional (nunca dejó de serlo) obedece a una crisis des-atada por muchas de las contradicciones propias del modo de edu-cación tecnocrático de masas en el estadio actual. El evidente fra-caso de un mismo conocimiento para todos dentro de una misma escuela, conforme al ideal de educación unitaria e integrada (com-prensiva), abre el camino hacia una reestructuración de las vías de escolarización de acuerdo con una selección social más explícita y una mercantilización cada vez más marcada de los procesos forma-tivos. La progresiva pérdida de valor de cambio del conocimiento, la depreciación de los títulos y la llamada sobrecualifi cación del ca-pital humano ha originado una coalición de intereses dentro de la que está emergiendo un nuevo (y muy viejo) discurso disciplinar, que cobra cada vez más intensidad desde la modernización conser-vadora iniciada en los veinte últimos años del siglo XX.

La tal coalición de la que forman parte una buena porción del profesorado y del gremio de historiadores se ha apuntado a la apo-logía de la historia como forma de conocimiento sui generis y como legado cultural innegociable y no intercambiable con otras ciencias sociales (el famoso magma de la ciencias sociales denunciado en Es-paña reiteradamente por J. Valdeón y otros académicos). Los ecos del ya vetusto debate (historia o ciencias sociales) y la recurren-te disyuntiva (contenidos o procedimientos) se han ido apagando merced a la fuerza invasiva de un universo argumentativo que no ofrece dudas: se ha entronizado el regreso a lo básico y el valor de la añosa tradición de las artes liberales (la educación basada en las artes de los hombres libres). En este contexto la historia escolar ha regresado a las seguridades de un dorado pasado cuando nadie po-nía en cuestión su existencia curricular autónoma. Esta suerte de revisionismo curricular se explica dentro de factores muy variados y complejos. Por un lado, signifi ca una redefi nición del valor educa-tivo por parte de las nuevas clases medias, que, ante el empuje de la

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inmigración y la escolarización masiva, buscan resguardar y asegu-rar su capital cultural en términos más tradicionales (ésas mismas clase que, como dijera B. Bernstein, fueron tiempo atrás el soporte social y vanguardia de las pedagogías blandas y del currículo inte-grado). Por otro, la revisión curricular conservadora coincide con la doble faz, autonomía y control, de las políticas neoliberales: li-bertad de los centros para alentar una suerte de simulacro de com-petencia en una situación de cuasi mercado, y, al mismo tiempo, control rígido del currículo (bien directa y centralizadamente, bien a través de evaluaciones estandarizadas, bien de las dos maneras). Pero, además, todo ello viene atravesado por un repliegue identita-rio promovido por la globalización y la masiva internacionalización de los fl ujos económicos, que, no obstante, promueve respuestas culturales de afi rmación de las entidades territoriales imaginadas como comunidades nacionales. De modo que el revisionismo curri-cular constituye una respuesta renacionalizadora, que devuelve a la historia al hogar decimonónico que la vio nacer como asignatura. Como se sabe, a menudo, los remakes o las reposiciones de convier-ten en caricaturas del original que tratan de imitar.

.. EL CONOCIMIENTO ESCOLAR COMO DISTANCIA, SIGNO DE DISTINCIÓN Y DISPOSITIVO DE CONTROL SOCIAL

La memoria crítica de la historia escolar nos faculta para estar, a un tiempo, dentro y fuera del presente. Dentro de una consideración dialéctica y crítica del conocimiento escolar, tal como he repetido en más de una ocasión, recordando la imagen goyesca, las materias de enseñanza se presentan como notorios sueños de la razón que producen monstruos. Es como si en ellas se comprimiera y sinte-tizara la fallida promesa de emancipación y desencantamiento del mundo inherente a la razón moderna. Aquella promesa de libera-ción mediante la luz del conocimiento se agosta y oscurece bajo las rutinas, carencias y penalidades que contiene la cultura escolar. Ya F. Nietzsche, uno de los grandes maestros de la sospecha, en su magnífi co opúsculo De la utilidad y del los inconvenientes de los es-tudios históricos para la vida (1874), supo denunciar el canon uni-forme, el ideal del hombre culto de su época en virtud del cual «el hombre comenzará su educación aprendiendo lo que es la cultura, no aprenderá lo que es la vida» (Nietzsche, 1999). En otra de sus in-

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tempestivas (Schopenhauer como educador), resumía el homo aca-demicus, destilado último de la educación formal, como una hibri-dación de erudito, funcionario, propietario y cultifi listeo. Tanto la ciencia social como la literatura del yo han insistido en esa dimen-sión artifi ciosa y desprovista de vida del conocimiento escolar. El propio P. Bourdieu (1999, 32-33), inteligente y perspicaz debelador de las reglas del campo intelectual (de lo que designa como «campo escolástico»), señala como inherente al aprendizaje escolar «la dis-posición permanente para llevar a cabo la distanciación de lo real». Nada extraño tiene, pues, que los recuerdos personales de nuestras vidas tomen la fi gura nítida de un antes y un después del ingreso en la escuela, donde saberes y placeres se bifurcaron haciéndose an-tagónicos. La evocación de esa brecha entre «culturas», entre los mandamientos de la escuela y los del deseo, queda perfectamente descrita en las remembranzas de uno de los actuales pedagogos crí-ticos.

Crecer en un barrio obrero de Providence, Rhode Island, me orientó de un modo particular hacia la relación entre cultura popular y es-colarización. La cultura popular estaba donde estaba la acción: defi -nía un territorio donde placer, conocimiento y deseo circulaban en íntimo contacto con la vida de las calles.

[…] Mis amigos y yo coleccionábamos libros de cómic y comer-ciábamos con ellos, aprendíamos sobre el deseo a través del rock and roll de Little Richard y Bill Haley y los Comets y brindábamos por los blues de Fats Domino […]. Más que saberlos, sentíamos lo que era un conocimiento realmente útil. Y hablábamos, bailábamos y nos perdíamos en una cultura callejera que nunca deja de moverse. Y entonces empezamos a ir a la escuela… (Giroux 1996, 11-12).

Y allí, prosigue el autor, fue entrar en una suerte de «planeta extraño», a años luz del lenguaje gestual, la percepción, los modos de decir, de usar el cuerpo, etc. de los chicos de barrio. En su lugar, se ofrecía «una imitación barata del conocimiento de la cultura su-perior» (latín, civilización occidental, matemáticas, ortografía, so-ciales y religión) para uso de niños con fatídico pronóstico de pro-gresión escolar.

Esta radical desvitalización y extrañamiento social clasista del conocimiento escolar, una característica indeleble e inherente al mismo, que muestra el relato de Giroux contiene también un ex-presivo ejemplo de su carácter complejo. En efecto, se diría que la escuela promueve una encrucijada de culturas en la medida que en

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ella habitan representaciones simbólicas y usos procedentes de muy distintas instancias de la vida social. Allí conviven, en armonía más o menos forzada, retazos del conocimiento científi co disponible, programas y cuestionarios ofi ciales, valores morales, reglas organi-zativas de la propia institución, ideas y experiencias de maestros y de la subcultura de los alumnos. A este mosaico algunos pedagogos prefi eren llamarlo «cruce de culturas» (Pérez Gómez, 1998) y otros, desde otros enfoques e intereses intelectuales, simplemente prefi e-ren hablar sin más de «cultura de la escuela» (por ejemplo, A. Es-colano, o A. Viñao, etc.). Sea cual fuere la palabra que mejor cuadra para apresar la cosa que representa, lo cierto es que el conocimiento que circula dentro de los centros educativos expresa una multipli-cidad, un cóctel de elementos que actúan dentro de un campo de fuerzas. Es decir, la historia escolar que se produce en las aulas no es la de los programas, ni la de los historiadores, ni la que tienen en la cabeza los profesores, ni la que traen espontáneamente los alum-nos, ni sólo la que promocionan los valores sociales dominantes, etc. Es todo eso y algo distinto. A buen seguro, ni Giroux ni sus colegas de barrio obrero salieron de su escuela como entraron, pero tampoco sus ideas y disposiciones al terminar la escolarización ten-drían demasiado que ver con los pronunciamientos declarativos y normativos del conocimiento ofi cial petrifi cado en programas y re-glas. Esa mezcla, ese mestizaje de culturas alude y advierte del ca-rácter de negociación entre agentes sociales que invade la sustancia del conocimiento real y resultante de las instituciones educativas.

Además, el conocimiento histórico, o de otra clase, que se in-corpora al currículo dista mucho de ser uniforme y estático. Frente a la esencialización de las disciplinas escolares como entes naturales y atemporales, algunos historiadores sociales y los sociólogos de la educación tienden a poner el acento en lo que de «artefacto social» y «creación social» (Goodson, 1995, 74 y 95), tienen las asignaturas. Es frecuente, en verdad, encontrar pronunciamientos públicos, más habituales en nuestra era de redisciplinamiento curricular, acerca de lo que es el verdadero conocimiento. Por ejemplo, al socaire del célebre debate de las humanidades en España, la entonces ministra del ramo, Pilar del Castillo, al ser acusada de volver a los temarios de la LGE, afi rmaba en una entrevista concedida al El País (12-11-2000), con total seguridad e ingenua honestidad que «las historia está hecha y los temas de la historia están ahí. La historia de España data de hace mucho y los hechos y los periodos están previamente defi nidos». Claro que, siendo la cosa tan evidente, uno no alcanza a

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comprender por qué el empecinado debate sobre la historia escolar al que aludían las declaraciones de la ministra entonces duró entre 1996 (primer discurso de provocación de la ministra Aguirre so-bre el calamitoso estado de la enseñanza de la historia) y fi nales de 2000 (aprobación de nuevos programas de enseñanzas mínimas). Precisamente en el curso de esa disputa pública, como en otras an-teriores y posteriores, se puso de manifi esto con claridad meridia-na que el currículo escolar no es algo natural, dado o neutral. El curriculum se inscribe, por el contrario, dentro de las políticas de la cultura y de las luchas sociales por la hegemonía. Y en ese terre-no comparecen diversos grupos de interés (políticos, profesionales, religiosos, académicos, mediáticos, etc.), que pugnan por imponer sus razones, y que yo suelo resumir en tres macrogrupos de pre-sión y opinión (los humanistas partidarios del regreso a la tradición de las artes liberales; los efi cientistas defensores de la acomodación de los estudios a las demandas del mercado capitalista; y los igua-litaristas defensores de formas de integración curricular al servicio de la reforma social). A menudo las concreciones legislativas, como paradigmáticamente ocurrió en el mencionado debate de las huma-nidades, obedecen a consensos provisionales, equilibrios dinámicos e instables, entre los distintos lobbies y grupos de interés. De modo, que el conocimiento escolar está atravesado por una dinámica que, por defi nición, siempre es histórica y social.

En consecuencia, las disciplinas escolares son construcciones sociohistóricas y, por ende, contingentes y susceptibles, por tanto, de ser modifi cadas por la acción humana. En esa tarea crítica de «deseternizar lo dado»se inserta la didáctica que propongo. Ahora bien, tales construcciones no son cualquier cosa, poseen dos cuali-dades insoslayables a la hora de imaginar una enseñanza distinta: son originales y duraderas. Lo que lleva, por una parte, a recordar la conveniencia de dejar en el armario la imagen de una escuela recep-táculo de los subproductos culturales de la sociedad (Chervel, 1991, 69), y, por otra, a renunciar a cualquier simplifi cación, tan frecuen-te entre pedagogos de buenos sentimientos, sobre las posibilidades efectivas de cambiar lo que realmente ocurre en la escuela. Siguien-do estas pautas, A. Chervel (1991 y 1998) concibe las asignaturas como creaciones culturales originales cuya meta se sitúa en el hori-zonte de perpetuación de la sociedad, y constituyen además, según su opinión, el precio que la sociedad ha de pagar a la cultura por su transmisión en el marco escolar. La cosa está, como habrá adivi-nado el lector, si el precio que hay que pagar para la perpetuación

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de la sociedad merece la pena. El pensamiento crítico cree que no; el pensamiento afi rmativo, al estilo de Durkheim, en el que bebe Chervel, sugiere lo contrario. Pero en todo caso, la consideración de las disciplinas como originales productos culturales sui generis y como específi cos artefactos de reproducción sociocultural, convie-ne tanto a un planteamiento funcionalista como a su opuesto críti-co. La diferencia estriba en que éste indagará la forma de cambiar la lógica del artefacto y aquél actuará con vistas a su conservación.

Cuando estudiamos la historia de la enseñanza de la historia en España se aprecia, en efecto, la originalidad de la historia escolar, que queda lejos de ser un mero subproducto de una historia acadé-mica preexistente. De ahí la insufi ciencia de los esquemas explica-tivos que convencionalmente ponen el acento en la elucidación de las adecuaciones, desfases o correspondencias entre la historia que se investiga y la que se enseña en las aulas. Tal problemática resulta, en buena parte, estéril porque la historia de los historiadores y la historia de los profesores se realizan en dos escenarios sociocultu-rales distintos. Valga decir que la historia escolar en España pre-cede y es anterior a la formación de una historiografía académica y profesional. Ahora bien, tal circunstancia no es sólo atributo de la historia como materia de enseñanza. Porque, como gusta decir T. S. Popkewitz (1994, 127) «la formación de las disciplinas esco-lares puede concebirse como una alquimia. Tal alquimia consiste en el tránsito desde los espacios de las disciplinas (las ciencias o la física) al espacio social de la escuela […]. Lo que se lleva a la escuela no es lo que hacen los científi cos, los matemáticos, los escritores o los artistas [...]; la escuela reformula el conocimiento disciplinar para adaptarse a las exigencias del horario, a las concepciones de la infancia, y a las convenciones y rutinas de enseñanza que imponen tal conocimiento en el currículo escolar». En fi n, parafraseando a B. Bernstein, que una cosa es la carpintería (saber y materia real) y otra cosa son los «trabajos en madera» (materia imaginaria víctima de la alquimia escolar). Por consiguiente, la distancia (que también es jerarquía) entre esos dos espacios sociales implica que el saber es-colar es consecuencia de una trasmutación, de una operación alqui-mística que transforma el saber académico en algo distinto. Esto es lo que los partidarios de la transposición didáctica, como Y. Cheva-llard (1997) entienden como la mutación del savoir savant en objeto de enseñanza. Naturalmente, la didáctica crítica, como se razonará más adelante, va mucho más allá del transposicionismo; el cambio que propone supera la cosmética del cualquier tecnicismo didáctico

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y trata de impugnar con radicalidad la naturaleza sociohistórica del conocimiento escolar y de la misma escuela.

En cualquier caso, bueno es recordar las distancias y distin-ciones entre conocimientos de procedencia diferente. Y no menos importante es percibir cómo esa distancia implica procesos de re-contextualización, de pedagogización, o sea, de reconversión de un conocimiento en otro. El conocimiento escolar es siempre resultado de un complejo proceso de recontextualización en el que se esta-blecen puentes entre el conocimiento socialmente disponible y su transformación en escolar. Existen, siguiendo a Bernstein (1998), agentes recontextualizantes que actúan como mediadores entre los lugares de producción del conocimiento y las escuelas. Entre ellos cabe destacar el Estado (que fi ja la norma curricular obligatoria) y un conjunto de expertos pedagógicos, autores de libros de texto y las editoriales. Si bien nos fi jamos, conforme se desarrollan los sis-temas nacionales de educación, cobran singular relieve dos agen-tes omnipresentes: el Estado y el mercado. El Estado consagra el conocimiento ofi cial como un destilado más o menos afortunado del conocimiento científi co. Las editoriales privadas, por su parte, imponen, en un singular juego de mercados cautivos, la mercancía libro de texto como emblema visible, siempre y cada vez más pre-sente, del conocimiento escolar. Ambos vectores operan, aunque a veces la cosa se venda bajo la engañosa especie de libertad de mer-cado y no interferencia del Estado, a favor de una creciente homo-geneización, estandarización y control de la vida en las aulas. En efecto, los textos escolares representan más de la quinta parte (en 2002 el 23,3%) de toda la facturación del sector del libro en España. Los manuales no universitarios vendidos ascendieron a más de 40 millones de ejemplares (53 según el informe 2003 de la Federación del Gremio de Editores de España) y su valor en el curso 2003-2004 se elevó a la nada despreciable suma de 615 millones de euros (algo más de cien mil millones de las antiguas pesetas). En los Departa-mentos de Ciencias Sociales el uso del libro de texto ha ido crecien-do hasta arrinconar otras alternativas. Antes, durante y después de la LOGSE, con y sin LOCE o LOE, el sector ha multiplicado su volumen de facturación y presencia, a pesar de la baja de la natali-dad y de lo denostado que está el género entre la opinión pública, la publicada y los sufridos (y obligados, cosa insólita) consumidores. Y a todo ello hay que añadir la homogeneidad de esta mercancía cultural perfectamente integrada en el consumo de masas y el ca-rácter oligopolista de la oferta, que genera unos productos pedagó-

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gicos clónicos. El género libro de texto ha ocasionado un sistema de producción cultural en cadena y estandarizado, cuyo ejemplo puede verifi carse en las versiones autonómicas de las grandes editoriales. No es extraño que en los últimos 25 años hayan desaparecido la mitad de las empresas y no es ninguna broma que los grupos Anaya y Santillana controlen (Martínez Bonafé y Adell, 2004, 163) casi el 50% del mercado, o que entre las cinco principales editoriales de Ciencias Sociales controlaban cerca del 75% de la cuota de marcado (Valls, s.f., 22). En fi n, asistimos a un reinado casi absoluto de este valetudinario instrumento escolar, cuyas primeras generaciones nacieron, bajo la bendición del Estado en forma de listas de textos autorizados, en los años cuarenta del siglo XIX.

Pero lo que dice el conocimiento ofi cial del Estado y lo que pone en los libros de texto es sólo una parte, la más directamente observable, la punta del iceberg, los textos visibles, del conocimien-to escolar. El conocimiento escolar se acaba fraguando dentro de las aulas, y son las condiciones espaciotemporales (esa suerte de in-fl uyente «pedagogía silenciosa») y la procedencia social de los des-tinatarios (esa marca de origen de la que tan poco se habla), lo que termina por moldear esa criatura cultural original.

Hace años resumía yo la impregnación social del conocimiento histórico en las aulas con esta expresión: a tal clase, tal historia. El contenido y la forma de enseñar y aprender una disciplina remiten al origen y destino social del alumnado. Las funciones declarativas del conocimiento escolar hay que ponerlas en relación con las diver-sas modalidades, históricamente condicionadas, de segmentación y distribución del saber. En el modo de educación tradicional-elitista (que es el tipo imperante entre mediados del XIX y mediados del XX) la historia constituye una parte del capital cultural que orna-menta la distinción de las clases altas. En los centros de bachille-rato se unía un contenido distanciado de la realidad con un ethos de distinción social, que, por ejemplo, manifi estan el contenido y la retórica impresa en el examen que vimos de Menéndez Pelayo. Se trataba de un conocimiento «desinteresado», sin valor de cambio inmediato, ornamental, pero funcional con el ideal de hombre edu-cado de la época (el ideal de caballero). Ello, además, comportaba, implícita y explícitamente, un tipo de tansmisión jerárquica y me-morista, que incitaba a la repetición mimética y literal de la forma de decir de los clásicos, cuyo aura se magnifi caba, como las anti-güedades en el arte, con el valor añadido de la pátina del tiempo y la lejanía de un saber enterrado en un mausoleo aromatizado por los

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efl uvios de distinción de la lengua latina. Al lado, pero muy lejos, en las infraescuelas decimonónicas, existía, cuando existía, otra histo-ria sin valor social, «con pedagogía», mero sucedáneo de la historia sagrada y de las formas más brutales de inculcación ideológica. En nuestro tiempo los estudios que se han ocupado de la relación entre contenidos y prácticas de enseñar respecto a las clases y jerarquías sociales demuestran que la dimensión jerárquica del conocimiento escolar se ha podido verifi car tanto en la selección de lo que real-mente se enseña (teóricamente, en la educación de masas, los pro-gramas son iguales para todos) como en la forma de ser enseñado. Es cierto que «cuanto más baja es la categoría socioeconómica de la comunidad, más probable es que las relaciones jerárquicas sean explícitas, visibles y autoritarias (Sadovnik, 1992). Cuanto más ele-vada es la condición social de los destinatarios más alejada queda la educación disciplinar de las necesidades inmediatas del mercado laboral.

Y es que el formato del currículo y su contenido constituyen una pieza insustituible en las formas de reproducción cultural que sirven, a su vez, para la reproducción de la estructura clasista y de dominación de la totalidad social. Nadie mejor que B. Bernstein han tratado de sistematizar la teoría de la reproducción de clases en relación a las formas que adoptan los curricula. Ciertamente, el formato del currículo y la práctica pedagógica plasma las relaciones de desigualdad social (de clase, género y, en su caso, de etnia); ese conocimiento es siempre jerárquico y clasista. Ello no signifi ca que sólo «refl eje» relaciones de dominación, se diría que las ocasiona y mantiene. En palabras de Mechán (2005) se diría que las prác-ticas pedagógicas son un campo de producción del conocimiento escolar, que no sólo se reproduce, sino que se «produce» y produ-ce tal tipo de conocimiento. A todo ello contribuye el «dispositivo pedagógico», una especie de regulador simbólico de la conciencia que valida el saber legítimo a través de reglas distributivas (las dife-rentes formas de conocimiento que corresponden a cada grupo so-cial), recontextualizadoras (las transformaciones del conocimiento disponible en conocimiento escolar) y evaluadoras (la gramática inspiradora de la práctica examinatoria). El dispositivo (término que también emplea M. Focuault en sentido más performativo y lato en el tiempo), es un instrumento conceptual que nos ayuda a comprender cómo la distancia y la distinción social que emanan del conocimiento escolar comparecen siempre unidos al control social. Ahora bien, ese regulador simbólico no es una propiedad inmóvil y

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eterna: «hay una pugna permanente entre los grupos sociales por hacerse con la propiedad del dispositivo. Quien lo posee, poseerá el modo de perpetuar su poder por medios discursivos y de estable-cer o tratar de establecer sus propias representaciones ideológicas» (Bernstein, 1998, 144). A nadie se le oculta las concomitancias de estas ideas con el concepto de «violencia simbólica» de Bourdieu o la «sociedad de control» (fase superior de las sociedades discipli-narias de nuestro tiempo) de Deleuze, coincidentes todas ellas en percibir los tipos de dominación de hoy como formas de creciente coacción simbólica, en las que el conocimiento escolar desempeña un papel muy descollante. Las fuerzas que ahorman la subjetividad de los agentes sociales son cada vez más refi nadas, adoptan técni-cas del yo que crean en el sujeto la ilusión autodeterminista, y que emboscan el sometimiento real a diversos poderes como auténticos actos de libertad individual.

Las experiencias individuales de la escolarización son siempre vividas desde la biografía social de cada cual. Hay sujetos sociales, como vimos en los recuerdos de Unamuno, que ingresan en el siste-ma escolar y lo contemplan críticamente, pero como suyo y perte-neciente a su orden de valores. Otros, en cambio, como advertimos en el texto de Giroux, lo evocaban como un «planeta extraño» para los chicos del barrio obrero del que procedía. Por poner un ejemplo, el ideal de conocimiento inscrito en la actual historia de España de segundo de bachillerato implica un proyecto de saber y una forma de llegar a él distanciado de las clases subalternas, se presenta, como todas las asignaturas de ese mismo curso, como una frontera para estar fuera o dentro de la competición por las acreditaciones esco-lares que difi eren la entrada en el mercado de trabajo. La interiori-zación subjetiva, más o menos consciente, de esta realidad funciona como instrumento de adaptación e incluso de movilidad social.

Pero además cabe sugerir que las asignaturas escolares com-pendian y contienen marcas sociales de desigualdad y distinción (son jerárquicas entre ellas mismas y a lo largo del cursus honorum que asciende de la escuela a la universidad), pero también constitu-yen instrumentos de control social y de disciplinamiento. Es bien cierto que no pocos pedagogos, siguiendo la opinión de Durkheim (Educación y sociología) que era enemigo acérrimo de lo que llama «concepto epicúreo» de educación y partidario entusiasta de la au-toridad como «infl ujo hipnotizador», consideran las relaciones de enseñanza escolar como un sano proceso de pulimento, desbroce y desprendimiento progresivo de la salvaje naturaleza humana. Todo

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el pensamiento de la modernidad se cobijó bajo la dualidad antité-tica naturaleza/cultura para entender el proceso de racionalización como una ascesis negadora, una y otra vez, de la dimensión dioni-síaca y deseante del ser humano. La cultura (y la escuela como ins-titución cultural por antonomasia) comparece como la fuerza que domeña y civiliza, con la razón disciplinaria, los bajos instintos de una naturaleza salvaje siempre dispuesta a afl orar y amenazar el or-den social trabajosamente construido. Desde Kant y la Ilustración, al menos, hasta acá se ha ido forjando la idea de la cultura (y, por tanto, del conocimiento) como distancia inefable, como acto des-interesado, como depósito imperecedero de bienes espirituales que han de ser transmitidos por las instituciones educativas. Pero des-de tiempo inmemorial se abrió paso la idea de que el conocimiento es poder. Y en un sentido más amplio, las relaciones sociales (y la escuela nada tiene de excepción) se expresan en términos de saber-poder. De ahí que el conocimiento escolar se integre en dichas re-laciones y contenga, como condición de su existencia, el control. En realidad, en los procesos de instrucción predomina el discurso regu-lador que crea y recrea las reglas del orden social (Bernstein, 1998; Merchán, 2005). En todo proceso de enseñanza y aprendizaje de la historia o cualquier otra materia se traslucen imperativos y cons-tricciones de uso del espacio, del tiempo, de la palabra, en suma, de comportamiento y aceptación de normas jerárquicas dentro de espacios y tiempos previamente asignados y pautados sin consenti-miento de los protagonistas del aprendizaje escolar. Consideración ésta que no convendría olvidar, tal como hacen los herederos del idealismo pedagógico (los que piensan que sólo con buenas ideas se cambian nuestros actos) a la hora de proponer nuevas formas de enseñar y aprender.

En fi n, las disciplinas escolares comparecen como conjuntos culturales originales que pugnan por ocupar, con diversos apoyos y estrategias sociales, nichos curriculares en donde asentarse y per-petuarse como tradiciones discursivas y prácticas. Son, en efecto, construcciones sociohistóricas, esto es, tradiciones sociales inven-tadas históricamente, que forman parte esencial del conocimiento escolar y que, por sus rasgos peculiares, propenden a durar en for-ma de esquemas de pensamiento y de acción. Por estas razones, la historia o cualquier otra disciplina que se imparte en los estableci-mientos de enseñanza obedece a una lógica sui generis que se en-cuentra profundamente unida al carácter y función social que des-empeña la escuela dentro de la evolución del capitalismo en sus di-

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versas fases. De esta manera, las disciplinas escolares, en tanto que tradiciones sociales instauradas históricamente, verdaderas «tradi-ciones vivientes» (Williams, 1997), implican una selección cultural cuyo signifi cado último sólo puede vislumbrarse examinando las claves sociales de su existencia histórica. Expresan, como ninguna otra concreción cultural, la distancia, la distinción y el control.

.. SOCIOGÉNESIS DEL CÓDIGO DISCIPLINARDE LA HISTORIA

Para tratar de descifrar la enorme complejidad que entraña la ex-ploración de la génesis y evolución de las materias de enseñanza, y principalmente de la historia, me he valido de una herramienta heurística que denomino código disciplinar. Se puede defi nir como el conjunto de ideas, valores, suposiciones, reglamentaciones y ru-tinas prácticas (de carácter expreso o tácito). En suma, el elenco de ideas, discursos y prácticas dominantes en la enseñanza de las asignaturas dentro del marco escolar. El código disciplinar alber-ga, pues, las especulaciones y retóricas discursivas sobre su valor educativo, los contenidos de enseñanza y los arquetipos de práctica docente, que se suceden en el tiempo y que se consideran, dentro de la cultura, valiosos y legítimos. En cierto sentido, el código discipli-nar encierra normas y convenciones socioculturales que designan la legitimidad/ilegitimidad del saber escolar.

Así pues, el código disciplinar, en tanto que tradición social inventada, integra discursos, contenidos y prácticas que interaccio-nan y se transforman impelidos por los usos sociales característicos de las instituciones escolares en sus diversas fases. Al respecto, he distinguido, siguiendo y revisando sustancialmente la obra Lere-na (1976), dos grandes momentos modélicos de desarrollo históri-co-educativo en la España contemporánea: el modo de educación tradicional-elitista y el modo de educación tecnocrático de masas. Cada una de ellas obedecería a una etapa diferente del desarrollo capitalista y poseería una determinada forma de dominación (tra-dicional versus tecnocrática) y una lógica social (elitista/de masas) de producción y distribución del conocimiento, por encima de las periodizaciones políticas al uso. En ese marco, el código disciplinar de la Historia aparece como una larga y duradera tradición social,

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aunque no invariable, que se adapta, con ciertos desfases, al trans-curso de los modos de educación, y que de ninguna manera sigue linealmente la cadencia y el pulso impuesto por los distintos acon-tecimientos políticos.

La verdad es que «el único modo de conocer cualquier cosa es recuperar su historia, que incluye la historia de su recuerdo» (Ta-falla, 2003, 203). Así ocurre también con la enseñanza de la histo-ria. Su verdad sólo es distinguible desde su propia sociogénesis. Por lo que hace a la enseñanza de la historia en España, su invención como materia escolar y el consiguiente proceso constituyente se re-montan a mediados del siglo XIX, proceso que estudié con detalle (Cuesta, 1997 y 1998) y del que se hace abreviado eco el cuadro que sigue.

CUADRO Sociogénesis de la Historia escolar en España

SEDIMENTACIÓNDE USOS DE EDUCACIÓN

HISTÓRICA

Tradición clásica y judeo-cristiana (Paleohistoria del código disciplinar).Aportación jesuítica y usos educativos del Antiguo Ré-gimen (Protohistoria del código disciplinar).

Del Mundo Antiguo al An-tiguo Régimen

INVENCIÓNDEL CÓDIGO DISCIPLINAR

Fase constituyente: fi jación de una tradición discursiva reguladora y práctica de la Historia escolar

Mediados del siglo XIXÉpoca isabelina

CONSOLIDACIÓNDEL CÓDIGO DISCIPLINAR

Pervivencia de la tradición: el código disciplinar du-rante el modo de educa-ción tradicional elitista

Restauración hasta años sesenta del siglo XX

REFORMULACIÓNDISCURSIVA DEL CÓDIGO

DISCIPLINAR YREDISCIPLINAMIENTO

Cambios y continuidades de la Historia escolar en el modo de educación tec-nocrático de masas

1970 -2006

Como puede apreciarse, la evolución de la historia escolar puede rastrearse cuando, en la fase de sedimentación, la historia era una discipline introuvable, reducida a un conjunto de usos de educación histórica para el adiestramiento de las clases dominantes. La au-

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téntica fase constituyente, cuando se inventa como tal disciplina, se verifi ca entre la Ley Pidal de 1845 y la Ley Moyano de 1857, entre ambas se crean, principalmente en la segunda enseñanza, los pro-gramas, los libros de texto, los cuerpos docentes, los reglamentos, los espacios y tiempos donde se forja, desde el Estado, el ser de una tradición social dispuesta a proyectarse largamente en el tiempo. En efecto, los rasgos constitutivos del código disciplinar (arcaísmo, nacionalismo, elitismo y memorismo) acaban por fi jarse en un vasta etapa de consolidación (tercera fase del cuadro), no sin variaciones, a lo largo del modo de educación tradicional-elitista. Finalmente, en pleno modo de educación tecnocrático de masas, entre 1970 y 2006, en un tiempo de sucesión de reformas educativas incesantes, se operan algunas relevantes modifi caciones que sirven para refor-mular principalmente las formas retóricas de legitimación, o sea, la parte más declarativa y discursiva del viejo código. En cambio, en las aulas las rutinas permanecen junto a un proceso fi nal y muy reciente de redisciplinamiento y vuelta a algunas de los signos de identidad antiguos (remake nacionalista, afi rmación de su presencia como materia autónoma y separada, etc.). En ese giro conservador y redisciplinante, que coincide con una cierta crisis de la escolariza-ción de masas, estamos.

En el espacio escolar decimonónico se crea, pues, la identidad más duradera del código disciplinar. Allí la recreación del pasado se acomoda a las pautas cronoespaciales y las regulaciones disci-plinarias. De esta forma la escuela, convertida en lugar pedagógico de la memoria colectiva ofi cial, asignaturiza el pasado, y la histo-ria, una vez conquistado un confortable cobijo curricular, consagra un duradero sobrentendido científi co y pedagógico. Las viejas con-notaciones placenteras (el «gran deleite», que al decir de Cicerón proporcionaba su cultivo) son reemplazadas por la repetición me-morística de un canon de conocimiento histórico, al servicio de las clases dominantes, fundado en el arbitrario cultural occidentalista y nacionalista de dos asignaturas omnipresentes: Historia Universal y de España.

Esta pedagogización y escolarización del pasado se plasma en la elaboración de un canon de conocimiento escolar erigido sobre esas dos materias de enseñanza, a modo de colosos e indestructi-bles testigos curriculares. En efecto, bajo diversa nomenclatura, agrupaciones horarias y cursos, tal pareja (especialmente visible y duradera en la enseñanza secundaria) perdura y queda fosilizada en la primera manualística escolar que, desde fi nales del siglo XVII, es-

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culpe el perfi l disciplinar, al principio impreciso, que más tarde se consolida en el transcurso del siglo XIX. Y a la postre será tal su fi r-me posición que, olvidado su antiguo y precario origen, su presencia en el currículo se naturaliza como si derivara de la misma esencia de las cosas. Lejos de ser natural, el fortalecimiento de ambas ma-terias es resultado de una construcción sociohistórica, que obedece a un arbitrario cultural fabricado desde los intereses sociopolíticos del Estado burgués decimonónico. Esta doble asignaturización de Clío representa, pues, una parte de la tradición inventada del código disciplinar y signifi ca, en lo más profundo, una elaboración ideoló-gica bifronte: el devenir histórico como continuidad y progreso, y la nación como sujeto.

A menudo, la historia escolar decimonónica se viste de apología del trono y del altar bajo el tenue manto protector de un liberalismo ecléctico y se acompaña de una nacionalización legendaria que corre paralela a la verifi cada por la incipiente historiografía de la época, que tiene en Modesto Lafuente a su más preclaro representante.

Señores, en uno de estos grandes movimientos y oscilaciones con que de tiempo en tiempo se ve marchar la masa de la humanidad impulsada por la mano de Dios, el Oriente y el Mediodía habían sido arrojados sobre el Occidente. Los hombres de Asia y los hombres de Africa se habían lanzado sobre la vanguardia de Europa, y la habían arrollado y ahogado como un torrente. Un quejido de dolor resonó desde la confl uencia de los dos mares hasta la cadena de los Pirineos. Era el lamento de la España moribunda; porque las naciones sienten la muerte y se quejan como los individuos. Todos creían que la Es-paña había muerto, incluso los que se jactaban de haberla ahogado entre sus brazos vencedores. Pero la España vivía, vivía sin saberlo ella misma, porque quedó aletargada. Era el principio del siglo VIII.

Comenzó a volver en sí, y el primer síntoma de su vitalidad se sintió en el fondo de unos riscos y en la concavidad de una gruta; de una gruta, el último asilo de la religión perseguida; de unos ris-cos, el postrer atrincheramiento de la independencia de los pueblos. Religión y patria era lo que los hombres extraños habían venido a arrebatar á los españoles: fe y libertad eran los dos principios vitales de España. El primer arranque de vida fue imponente y terrible. Su-cedió el portento de Covadonga, y de la profundidad de un oscuro valle de la antigua Iberia salió una voz avisando al mundo que las soberbias huestes del Profeta de la Meca, que los orgullosos domina-dores de Asia y África habían dejado de ser invencibles en un rincón de España (Lafuente, 1858, 158-159).

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La obra de Modesto Lafuente acoge y da pábulo al molde histo-riográfi co nacionalista en el que se educaron sucesivas generaciones de las clases dirigentes en la segunda mitad del siglo XIX y más allá de esta época. Su celebérrima Historia general de España desde los tiempos remotos (cuya aparición data de1850) permaneció en las to-das las bibliotecas de las gentes cultas. Sus estereotipos sobre el ser de los españoles («el valor, primera virtud de los españoles, la ten-dencia al asilamiento, el instinto conservador y el apego al pasado, la confi anza en Dios y el amor a su religión […] hacen de España un pueblo singular que no puede ser juzgado por analogía…» se resu-men a la perfección en la magnífi ca y muy sintomática introducción a esa obra. Estos lugares comunes se encarnan en todos los textos de la educación histórica, como en el ya referido examen de Menén-dez Pelayo donde comparecen ya algunos de los mitos fundaciona-les y donde se expresaba de manera ejemplar el conocimiento esco-lar deseable y legítimo. Era todo ello un cóctel de religión, patria y monarquía para uso de las clases destinadas a tomar las riendas de los asuntos públicos.

Ciertamente, en los libros de texto y otras fuentes pueden en-contrarse versiones más o menos infames de retronacionalismo ét-nico-religioso, pero la tónica dominante no se alejaba demasiado de la que manifi estan los citados textos de Lafuente o Menéndez Pelayo (éste, como historiador, más tarde recaerá en un retronacionalismo católico más exagerado que el del prudente liberal Lafuente). Des-de luego, la tesis tan querida últimamente por algunos historiadores sobre la supuesta debilidad del nacionalismo español, no se puede apoyar en los discursos y contenidos explícitos de la historia escolar, plagados de una exaltación patriotera a prueba de balas durante toda la larga duración del modo de educación tradicional-elitista, y que llega a la hipérbole más caricaturesca con el franquismo y renace recientemente en un chusco revisionismo historiográfi co. Tampoco parece del todo convincente acudir, como se hace en el muy intere-sante libro de Boyd (1997), a la falta de una interpretación común del pasado nacional por parte de las distintas fuerzas políticas (entre el nacionalismo integrista y el liberal progresista) para explicar la des-vertebración nacional u otras cuestiones por el estilo. La invención de la nación española y su sostenimiento como leyenda colectiva posee, en el nivel discursivo, tanto en el historiográfi co como en el escolar, más de una semejanza entre autores de diversas ideologías. Y, desde luego, la fragilidad del nacionalismo español no se debe, en absoluto, a los contenidos de los libros de texto de Historia, porque

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el código disciplinar se alimenta de un reiterada apelación a un pa-sado legendario, que se expresa rotundamente desde el mismo acto del nacimiento y posterior consolidación de una historia nacional (la muy duradera pareja Historia Universal/Historia de España) dentro del abanico de asignaturas propias del Estado burgués.

En fi n, una vez inventado, a mediados de siglo XIX, el código disciplinar exhibe una extraordinaria capacidad de supervivencia. Sólo cuando se va imponiendo la nueva racionalidad del modo de educación tecnocrático de masas, fenómeno que en España, tras una larga transición entre modos de educación, se hace ya patente desde los años setenta del siglo XX, emergen, en el contexto de las refor-mas educativas de los últimos treinta y siete años, algunos intentos de impugnación de los usos de Clío en las aulas. Sin duda, con el fi n de la dictadura de Franco, que va en paralelo a la erección del modo de educación tecnocrático de masas, se verifi có una rápida transfor-mación en los contenidos de los libros de texto que se actualizaron, desfascistizaron y mercantilizaron. Lo que llamo la historia regula-da (la de los cuestionarios y programas) también sufrió un proceso claro de aggiornamiento curricular. El molde ofi cial de la historia, nacido de la LGE, en las orientaciones para Ciencias Sociales en la EGB y los programas de Historia y Geografía de 1975 y 1976 para la secundaria, ha tenido una larga vigencia ofi cial (y más aún real). Por aquel entonces, como se dirá más adelante, proliferaron los intentos de renovación pedagógica dentro de un magma de saber-poder que denomino la historia soñada. En ella más que en ninguna otra par-te sonaron con más fuerza los cantos de denuncia de la enseñanza tradicional de la historia. El arcaísmo de la historia escolar también se redujo (aunque nunca desapareciera la consustancial distancia entre historia escolar y científi ca). Más repercusión efectiva tuvo la confrontación de la historia escolar de siempre con la nueva edu-cación de masas. El cambio en los receptores potenciales y reales del conocimiento histórico erosionó su peculiar elitismo y ocasionó aquí (antes en otros países) una crisis de identidad de la disciplina y los primeros debates, principalmente en los años ochenta, acerca de su sentido educativo. Cosa inédita y sin precedentes, pues, una vez inventada, la historia escolar no tuvo que soportar coaliciones de intereses contrarios. Ocupó cómodamente su nicho curricular y no necesitó estrategias defensivas hasta que, en los años sesenta, cuan-do en algunos países se empieza a poner en cuestión su signifi cado y autonomía disciplinar. No obstante, por lo que sabemos al mirar dentro de las aulas (Cuesta, 1998; Merchán, 2005), la crítica del ve-

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tusto código disciplinar ha resultado más verbal que real, de modo que la enseñanza de la historia sigue discurriendo, en la mayor par-te de los casos, entre ilusiones y rutinas. Y además hoy nos encon-tramos, tras los debates de los años ochenta y noventa (tan distintos en sus contenidos como en sus protagonistas) bajo el signo de una importante involución curricular de la historia ofi cial, que, a escala estatal y regionacional, busca el culto a la memoria de un pasado inerte y renacionalizado desde diversas ópticas territoriales. Redis-ciplinamiento, renacionalización y reasignaturización representan el remake que proyecta la larga sombra del código disciplinar de la historia escolar.

De lo que se infi ere la necesidad muy actual de repensar y rom-per los consensos implícitos y explícitos con esa tradición heredada (la del código disciplinar) y la memoria histórica que en ella habita.

.. LA IRREGULAR E INTERMITENTE PRESENCIADE LA HISTORIA SOÑADA DE AYER Y DE HOY

No todo fue dejarse llevar por la tradición heredada. La larga som-bra del código disciplinar también tuvo su réplica en la génesis de unas voces que imaginaron, de manera desigual e intermitente, di-versas alternativas de educación histórica. En efecto, algunos dieron en soñar otra enseñanza de la historia ocasionando a un conjunto de iniciativas que intentaron, habitualmente desde los supuestos del idealismo pedagógico, cuestionar parcialmente el código disciplinar de la historia, romper si quiera de forma enunciativa con los dis-cursos justifi cativos de una larga tradición social. Los protagonistas de esta contradictoria saga pertenecen por derecho propio a lo que Bernstein designa con el nombre de agentes de recontextualización pedagógica, es decir, los encargados de trasmutar la historia cien-tífi ca en historia escolar. El campo de agentes recontextualizantes o mediadores suele confi gurarse y funcionar dentro de una cierta diversidad y competencia, y no es ni mucho menos homogéneo, al menos hasta que un cuerpo especializado alcanza notoriedad aca-démica sufi ciente para imponer su hegemonía. En el caso español, eso sólo empieza a estar sucediendo muy recientemente cuando se atisba la formación y ofi cialización universitaria de una todavía es-cuálida pero muy piramidal estructura de saber-poder dentro del

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área de conocimiento gestionada por los expertos en didáctica de las ciencias sociales.

Este campo de mediadores y expertos, de alquimistas a la bús-queda de la piedra fi losofal y el elixir de la felicidad, crea y pone alas a una imagen «imaginaria» de lo que «debiera» ser la enseñanza de la historia. Constituyen, a base de importar, intercambiar y difun-dir ideas, una comunidad de discurso que cada vez se hace más re-conocible y repetitiva. Tal comunidad discursiva, que llamaré histo-ria soñada para diferenciarla de la realmente enseñada en las aulas, se caracteriza por una trama argumentativa mágica y performativa, merced a la cual se pretende cambiar las prácticas pedagógicas me-diante palabras y buenas ideas. La ignorancia o no consideración de las reglas de producción del conocimiento escolar, llevan a una reiterada recaída en el idealismo pedagógico, o sea, al prejuicio de sostener, implícita o explícitamente, que las ideas y los valores son los resortes principales de la acción humana en el contexto escolar. Ello supone no advertir que las ideas de los expertos infl uyen más sobre las ideologías profesionales con las que se justifi ca la propia disciplina (el valor de la historia para conocer críticamente el pre-sente y fabricar benéfi cos ciudadanos) que sobre la práctica real (a menudo rutinaria y banal), la cual confi gura, como ha investigado Merchán (2005), todo un campo de producción del curriculum. En última instancia, el idealismo escolar (las buenas y verdaderas doc-trinas nos hacen buenos o pecadores), atrincherado en la historia soñada, está adherido al viejo mensaje de salvación dentro del que nace la institución escolar. Sin duda el défi cit de una teoría de la acción materialista y crítica lastra pesadamente toda la historia del voluntarismo pedagógico de ayer y de hoy.

Este recalcitrante idealismo se mezcla en dosis más o menos fuertes con el tecnicismo metodologista en virtud del cual la didác-tica se reduce al dominio (y aplicación) de un conjunto de técnicas pscipoedagógicas de transmisión de un conocimiento ya dado. Estos dos componentes estructurales de la historia soñada de ayer y hoy se acompañan fi nalmente de un tercero, cuando ese saber recibe una legitimación y se integra en los departamentos universitarios: el academicismo. Así pues, idealismo, tecnicismo y academicismo fi guran como la santísima trinidad de ese saber que llevará al fi nal, tras una larga marcha hacia la academia, el nombre de didáctica de las ciencias sociales.

Sin embargo, durante mucho tiempo el campo de didáctica de las ciencias sociales, y por tanto, la correspondiente historia soñada,

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fue un no lugar institucional, ocupado por iniciativas de sujetos de muy variada procedencia e identidad. Se podría decir que la didáctica careció durante mucho tiempo de fronteras, era un campo abierto. El paso de éste (open fi eld) al bocage (campo cerrado) es muy recien-te y ha sido estudiado sistemática y excelentemente por Juan Mainer (2007). Su sociogénesis del campo nos da, a buen seguro, mucho que pensar. Tenemos ya un adelanto del mismo y una refl exión lúcida so-bre el papel de las pedagogías soñadas en un largo artículo que resume parte de dos importantes investigaciones (Mainer y Mateos, 2006).

La primera tradición discursiva impugnadora de la enseñanza tradicional de la historia se remonta a la edad de plata (de oro en la pedagogía) de la cultura española, entre fi nales del siglo XIX y la gue-rra civil, que coincide en parte con la transición larga entre el modo de educación tradicional-elitista y el modo de educación tecnocrá-tico de masas. En efecto, algunos coetáneos, lúcidos observadores de la enseñanza de la historia realmente existente, proclamaron la necesidad de renovar los contenidos y métodos de la educación en todos los niveles del sistema educativo. La fi liación intelectual e institucional de esta primera tradición renovadora es variada y po-limorfa: catedráticos de universidad, catedráticos de instituto, nor-malistas, maestros, inspectores… El contexto envolvente confi gura una proteica mixtura de regeneracionismo y krausopositivismo de fi n de siglo, Institución Libre de Enseñanza, recepción de la Escuela Nueva, paidología, psicología científi ca, etc.

Dentro de la eclosión de esta historia soñada, entre fi n de siglo XIX y la guerra civil, valoro la aportación de R. Altamira como el máximo exponente de esta prolífi ca y un tanto anárquica compa-recencia de discursos didácticos sobre la historia. Fue él, en efecto, quien postula desde muy pronto (su libro sobre La enseñanza de la historia data de 1895-hay reedición de 1998- y es obra que todavía no tiene parangón con otras escritas en castellano), una «metodolo-gía racional» de la historia aplicable en todos los escalones de la en-señanza. Altamira condensa en su obra el abanico de argumentos, después reiterados hasta la saciedad entre los didactas, en defensa del valor educativo de la historia: como forma elevada de conoci-miento por su potencial crítico y por su valor en el desarrollo cog-nitivo, como patrimonio cultural de la nación, como instrumento para educación para la paz y como plasmación del método racional y activo de uso de las fuentes.

Ese universo empapado de renovación historiográfi ca y dedi-cación a la refl exión pedagógica, hija de la ILE, sólo fue desarro-

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llada desde la universidad con intensidad pareja por su discípulo, José Deleito y Piñuela, quien defi ende, en 1918, el uso del «méto-do intuitivo», en sus clases de la Universidad de Valencia (Deleito, 1918). El activismo pedagógico, basado en la intuición, la actividad y la experiencia del sujeto de aprendizaje, fue impulsado también por la recepción y difusión en España del movimiento de la Escuela Nueva (su principal plataforma será la Revista de Pedagogía), que va a encontrar sus nichos principalmente fuera de la universidad y de los centros de bachillerato (excepto en el Instituto-Escuela creado en 1918 y poco más), donde tenía preeminencia lo que he llamado una historia sin pedagogía.

Pero la pedagogización del conocimiento histórico (los discur-sos de historia con pedagogía) se asentó y alcanzó abundante volu-men y amplio eco sobre todo en las prácticas intelectuales de algu-nos maestros, inspectores y profesores de Escuelas Normales, muy próximos a las corrientes de la Escuela Nueva y, más o menos com-prometidos con las ideas e iniciativas de la ILE (aunque sin duda también existió «otra» pedagogía, que en parte era la misma, en los textos de Manjón, Ruiz Amado, E. Herrera Oria y otros clérigos, apologistas de la causa de Dios).

La atmósfera innovadora dio voz a algunos maestros, espe-cialmente de las nuevas escuela graduadas, como F. Martí Alpera (1933), quien urde unos programas escolares, siguiendo los pasos de R. Cousinet, una historia basada en el estudio de cosas y no en el de hechos heroicos. Los congresos internacionales no dejarán, tras el desastre de 1914 y desde los años veinte, de refl exionar sobre una historia pacifi sta e internacionalista, de cuyo contenido se harán eco Altamira y otros renovadores de la educación histórica.

Esta primera fase de invención de una tradición discursi-va de la historia soñada culmina y termina abruptamente en los años treinta. En la primera mitad de esa década se editaron varias obras para la enseñanza de la historia en las escuelas. Entre las más citadas ayer y valoradas hoy se cuentan las de Daniel Gon-zález Linacero, profesor de Historia de la Escuela Normal de Pa-lencia, quien en todas ellas hizo defensa apasionada de la función educativa de la historia como forjadora de valores cívicos y cuya refl exión metodológica supera en parte los tópicos del idealismo y el tecnicismo didácticos. Muchos de estos impulsos renovadores se pusieron a prueba efímeramente durante la II República y la guerra civil. En parte, las ideas de Linacero (1934) se vieron in-corporadas a la legislación que disponía, en 1937, la integración

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de la historia dentro de un grupo de conocimientos denominados «valores humanos».

D. González Linacero fue fusilado en Arévalo, como reza el acta de defunción, a «consecuencia del Movimiento Nacional exis-tente», y en el asalto a su casa desapareció el manuscrito inédito de un libro sobre enseñanza de la historia (García Colmenares, 1986, 24). Otros agentes de recontextualización, algo menos infortuna-dos, tomaron el rumbo del exilio o sufrieron depuración; alguno so-brevivió en las cavernas pedagógicas del franquismo suministrando munición de recambio. Pese a todo, cabría no mitifi car este impulso renovador, que por no haber tenido tiempo de haber afectado efi -cazmente a la práctica real de la enseñanza murió con la palma del martirio. Es hoy el momento, siguiendo siempre valiosa recomen-dación machadiana, de pararse a distinguir la voces de los ecos.

En realidad, los ecos de esta tradición, como demuestran en sus tesis doctorales Mainer (2007) y Mateos (2007), no desaparecieron del todo en las trincheras pedagógicas del primer franquismo, un auténtico erial a pastos donde subsistían rastrojos prefranquistas y nacionalcatólicos, pero sí quedaron casi totalmente desplazados de la vida profesional de los docentes. Habrá que esperar a fi nales de los años sesenta y sobre todo a la eclosión de novedades de todo tipo de los setenta para que emerja ya un segundo movimiento de ideas y otra generación de expertos y agentes de recontextualiza-ción a favor del cambio de la enseñanza de la historia. Nace así en los setenta y se desarrolla en los ochenta una nueva historia soñada, que a menudo ignora sus precedentes del primer tercio del siglo XX. En verdad, muchos temas y problemas de la nueva historia soñada representan una mera reedición de un repetitivo pensamiento ante-rior. Su reincidencia idealista y tecnicista resulta clamorosa.

En esta suerte de renacimiento de discursos renovadores hay que subrayar, a diferencia de los ocurrido en el primer tercio del siglo XX, un origen a menudo muy desvinculado de la tramas de poder universitario, de la inspección o de las normales. En una pri-mera fase espontaneísta (1970-1983), destaca la afl oración desde abajo de colectivos de profesores, que encuentran en la renovación pedagógica una forma más de lucha antifranquista y por una de-mocracia más o menos radical. Los paradigmas dominantes en esta fase de la nueva historia soñada fueron los grupos Rosa Sensat en primaria y Germanía en secundaria, que dentro de una rudimenta-ria e ingenua asimilación de teorías historiográfi cas (el marxismo, sobre todo en versión vilariana) y psicopedagógicas (desde la peda-

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gogía por objetivos hasta las «aplicaciones» de Piaget, pasando por la pedagogía del entorno), matizadas con un loable afán político de pugna por la democracia, fueron referentes ejemplares de toda una época.

Poco a poco, sin embargo, se observa una deriva de los discur-sos renovadores hacia el tecnicismo, no en vano se iba imponiendo la racionalidad del modo de educación tecnocrático de masas. Y así la Historia soñada (y una buena parte de sus más conspicuos repre-sentantes de la época anterior), en una segunda fase (1983-1995), se ofi cializa y cae en los brazos de un aparato tecnoburocrático al servicio de la reforma educativa emprendida de forma experimental en los años ochenta por los gobiernos socialistas de entonces.

Los representantes de la historia soñada impugnaron reitera-damente, tanto en la fase espontaneísta como en la más ofi cializada e institucionalizada, la enseñanza tradicional, propia del viejo códi-go disciplinar inventado en el siglo XIX. Ello contribuyó, sin duda, a una crisis de legitimación de la historia escolar, pero la razón crítica de la historia soñada se erigió sobre fundamentos poco consisten-tes. Se ignoró la propia dimensión sociohistórica del conocimien-to escolar y, en cambio, se reclamó, como antaño hiciera Altamira, el valor en sí mismo de la historia como forma de conocimiento y a ello se sumó un cúmulo de elucubraciones sobre el aprendizaje constructivista, que devino en sucedáneo de las viejas apelaciones al aprendizaje activo. Un nuevo/viejo régimen de verdad se instala y conquista las estancias de unas fl amantes plataformas de saber-poder.

En paralelo a todo ello, Administración educativa, departa-mentos universitarios, instituciones de formación de docentes pug-naban por regenerar el viejo e incansable idealismo pedagógico con las nuevas galas de la ciencia y la técnica. Se van imponiendo las nuevos tipos de legitimación (y dominación) de marchamo tecno-crático En este trayecto, ya desde la década de los ochenta, la nueva historia soñada encuentra cobijo como área de conocimiento uni-versitario bajo el rubro de didáctica de las ciencias sociales. El cam-po empieza a levantar una cerca de saber-poder al tiempo que se asiste al «disciplinazo» curricular desde arriba y al retroceso de las políticas de reforma e innovación educativas. El sonsonete de la ca-lidad se hace imperativo insoslayable en la última década y simultá-neamente el emergente campo de la didáctica de la ciencias sociales confi rma parte de sus aspiraciones normalizadoras e institucionales (creación de cátedras, control del acceso y funcionarización, tesis

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dentro de patrones convencionales homologados, presión para do-minar la formación del profesorado, asociacionismo, revistas, etc.) y discursivas (por ejemplo, teorías de la transposición didáctica como dogma consensuado por la comunidad). En una palabra, el mismo idealismo pedagógico de siempre, más tecnicismo metodologista que nunca y un nuevo e invasivo academicismo, que quedan muy, muy lejos de los resortes emancipatorios que movieron la historia soñada en los años setenta. Los nuevos alquimistas de hoy emulan a los de ayer pero se separan más del mundo educativo del que hablan (y del que viven), rodeándose de una barrera de distinción acadé-mica y erigiéndose en los guardianes de la tradición de la historia y ciencias sociales como formas de conocimiento. Ahí se asienta y proyecta paradójicamente la larga sombra del código disciplinar. Encuentra así una nueva fortaleza inexpugnable donde instalarse y sobrevivir como de incógnito.

En fi n, la didáctica crítica nada tiene que ver con esa deriva academicista del campo, que, en cambio, posee ciertas concomitan-cias, pese a mantener discurso formalmente «progresistas», con el giro neoconservador y tecnocrático que manda en el mundo educa-tivo de los países centrales del capitalismo actual.

Frente a estas ideas, y sin ignorar que mi quehacer se inscribe en los juegos de saber-poder que critico (no en vano la crítica es autocrítica, y en consecuencia también he de reconocer copartici-pación de la práctica de la alquimia en mi itinerario de Cronos a Fe-dicaria), desde mi trabajo docente, y dentro del Proyecto Nebraska de Fedicaria, abogo por una didáctica de las ciencias sociales atenta a un crítica radical de las disciplinas escolares y orientada hacia el estudio de los problemas sociales relevantes de nuestro mundo.

.. DIDÁCTICA CRÍTICA: FRENTE AL CONOCIMIENTO ESCOLAR Y MÁS ALLÁ DE LA TRADICIÓN IDEALISTA,

TECNICISTA Y ACADEMICISTA

La sociogénesis de la historia escolar proporciona una visión pa-norámica que nos permite ver los árboles y también el bosque. La racionalidad del código disciplinar debe ser bien comprendida y hábilmente desactivada: así la crítica de la didáctica es requisito de la didáctica crítica. Concibo a esta última no como un campo

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académico donde los expertos tratan de regular la práctica docente de los demás, ni como una acción individual desregulada, ni como un movimiento de renovación pedagógica al uso; por el contrario, entiendo y defi endo la didáctica crítica como una actividad teórico-práctica de carácter colectivo que se efectúa en la intersección de los campo de fuerza que resultan de las políticas de la cultura. O sea, sitúo la didáctica crítica en el gramsciano terreno de la hege-monía y dentro de la actividad propia de los intelectuales específi -cos que actúan en el campo docente. El elenco de iniciativas, inves-tigaciones, enseñanzas, experiencias pedagógicas, etc. se integran en la construcción desde el espacio escolar (pero no sólo) de una cultura civil y pública común en las antípodas de la actualmente existente. El horizonte de otro conocimiento y otra cultura (y otra distribución) es consustancial a la didáctica crítica. Por eso la im-pugnación del saber disciplinar y del discurso pedagógico (reglado en la academia o el que habita en el idealismo pedagógico más es-pontaneísta) adquiere la categoría de precondición. Para ir más allá del más acá y trascender y superar la tradición de historia soñada que nos precede.

La didáctica crítica en tanto que construcción teórico-prácti-ca en la acción social colectiva y en la medida que se enmarca en una perspectiva dialéctica negativa, carece de happy end. Sitúa, no obstante, como horizonte desiderativo, como sugería C. W. Mills (1993), «los grandes problemas humanos y las grandes cuestiones de nuestro tiempo» en el centro de toda refl exión social y de toda práctica pedagógica. En este marco, la educación histórica ocupa un lugar importante, pero no bajo la forma academicista, idealista y tecnicista, sino como instrumento que nos capacite para pensar, desear y actuar de otra manera.

Algunos en Fedicaria nos dotamos, además, de cinco grandes enunciados orientadores de la crítica: 1º) Problematizar el presente, 2º) pensar históricamente, 3º) educar el deseo, 4º) aprender dialo-gando, y 5º) impugnar los códigos pedagógicos y profesionales. Se notará, de inmediato, que tales postulados no poseen la misma na-turaleza y latitud. Los dos primeros aluden a la misma entraña his-tórica de todo conocimiento crítico, mientras que el resto invitan a desear de otra manera movilizando esas necesidades insatisfecha de los seres humanos; a aprender el estilo de pensamiento crítico mediante la duda, la interpelación y la producción dialogada del conocimiento; y, fi nalmente, a poner en cuestión los usos cronoes-paciales, los hábitos profesionales y los ritos institucionales que co-

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difi can y convierten en rutinas indeseables la vida cotidiana de los agentes educativos.

Este género de educación histórica ha de afectar a los impul-sos y necesidades más hondos de los individuos, requiere una nue-va educación del deseo, una renovada forma de acceder al conoci-miento a través del diálogo y unas nuevas maneras de interpretar y ejercitar la profesión docente. Aprender de los problemas sociales nos sitúa ante un concepto de saber diferente, que deja de ser un conjunto de certezas preestablecidas para confi rmar lo existente y refrendarlo a través de la prueba examinatoria.

Hoy subsiste y subyace en el currículo, como prolongación de la larga sombra del código disciplinar, la idea del pasado como legado cultural y nacional disponible, como depósito donde se encadenan sucesos responsables de nuestro presente. De esta forma la escuela sería el redoma donde se escancia, metamorfosea y desemboca, a través de los correspondientes agentes recontextualizantes (Estado, historiadores, etc.) una memoria aproblemática compuesta por re-tazos burocráticos, políticos, historiográfi cos y sociales. Esta alqui-mia a la que se somete al pasado petrifi ca en la institución escolar una memoria complaciente, paralizante, ofi cial y acrítica. Frente a ella es posible abrir brechas para hacer afl orar una contramemo-ria crítica y una forma distinta de recordar. ¿Qué es digno de ser recordado? ¿Cómo construir la memoria del pasado en la escuela de aquí y de ahora?, Estas incitantes preguntas nos invitan a prac-ticar y emprender una suerte de nuevos deberes de la memoria. Los deberes de la memoria es el nombre del programa didáctico bajo el que se dan cita cuatro años de mi propia experiencia docente ¿Qué entendemos por tales «deberes»? A eso intentaré dar contestación en los siguientes capítulos.

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CAPÍTULO

Los deberes de la memoriacomo programa y problema educativo

.. MEMORIA INTEMPESTIVA Y DIDÁCTICA CRÍTICA

Hubo un tiempo, entre la segunda mitad del siglo XIX y el amanecer de la siguiente centuria, en el que los llamados maestros de la sos-pecha (Marx, Nietzsche y Freud) fueron sembrando dudas y soca-vando las verdades tenidas por imperecederas. El más corrosivo de ellos, en 1874, dio a la imprenta un ensayo sobre Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, dentro de un conjunto de opúsculos que pasarán a la historia del pensamiento con el lumi-noso nombre de «consideraciones intempestivas». Allí Nietzsche arremetía contra el exceso y la patología de lo histórico, contra la proclividad de desvincular la historia de la vida, que, en su opinión, inundaba a su época. Existirían, según él, tres usos o maneras de re-cordar, tres caras complementarias de la historia: la historia monu-mental (la que recuerda y conmemora las grandezas del pasado), la historia anticuaria (que venera y se sume en el detalle del coleccio-nismo de los restos) y la historia crítica (que pasa a cuchillo al pasa-do y se convierte en juez implacable). Cada una de ellas contendría un sentido y un uso deseables, pero también un potencial de abuso. En cambio, para lo que aquí y ahora interesa, me complace, en con-gruencia con la didáctica que defi endo, aquella de las tres historias que propone la más intempestiva de las memorias posibles, es decir, la que practica quien, movido por una necesidad del presente, se ve impelido a emplear una historia que enjuicie y condene. Esa memo-ria sólo encuentra cobijo en la historia crítica.

Sesenta y seis años más tarde, otro pensador alemán guardaba como un precioso tesoro una cartera que contenía un manuscrito

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titulado tesis Sobre el concepto de historia. Era 1940, en la Francia invadida por el huracán nazi de odio y acero, cuando Walter Benja-min huía hacia la frontera española para salvar su vida y la del mazo de papeles que recogía su espléndido e intempestivo ensayo sobre la historia. No pudo eludir la muerte ni evitar la pérdida de su precia-do texto, pero, por una acumulación de raras coincidencias, el con-tenido de las tesis sobrevivió a su desgraciado autor merced a una copia que guardaba su amiga Hannah Arendt. De modo que, como ocurre a veces, la trágica muerte de Benjamin, como acaeciera con el penoso fi nal de Nietzsche, contribuyeron a dar vida perdurable y grandeza a unos pensamientos que, para mí, todavía hoy consti-tuyen la matriz intelectual de cualquier refl exión, de ascendiente crítico, a propósito de los deberes de la memoria y la enseñanza de la historia. Así, puesto que los libros, al decir de Schopenhauer, no son como los huevos, que cuanto más frescos, mejor, invito al lector a frecuentar una lectura pausada, con manos delicadas y tranquila atención, de estos dos clásicos modernos siempre actuales.

Sin renunciar a la esperanza de que así sea, me referiré ahora a la célebre séptima tesis sobre el concepto de historia de Walter Benjamin, cuya muerte por suicidio, en Port Bou, en 1940, encar-na simbólicamente la crudelísima pesadilla del fascismo, que tan clarividentemente él mismo percibió y anticipó, como un auténtico «anunciador del fuego». Allí, como ahora veremos más despacio, invita al historiador crítico a «cepillar la historia a contrapelo», de-nunciando la complicidad afectiva, la empatía, del historiador his-toricista, del intelectual acrítico, con el pasado comprendido como la narración y rememoración contemplativa de las gestas de los ven-cedores.

[…] Ahora bien, quienes dominan una vez se convierten en herede-ros de todos los que han vencido hasta ahora. La empatía con el ven-cedor siempre les viene bien a quienes mandan en cada momento. Para el materialista histórico con lo dicho ya es bastante. Quien has-ta el día de hoy haya conseguido alguna victoria, desfi la con el cor-tejo triunfal en el que los dominadores actuales marchan sobre los que hoy yacen en tierra. Como suele ser habitual, el cortejo triunfal acompaña al botín. Se le nombra con la expresión de bienes cultu-rales. El materialista histórico tiene que considerarlos con un aire distanciado. Todos los bienes culturales que él abarca con la mirada tienen en conjunto, efectivamente, un origen que él no puede con-templar sin espanto. Deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la servidumbre

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anónima de sus contemporáneos. No hay una solo documento de cultura que no lo sea a la vez de barbarie. Y si el documento no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión de unas manos a otras. Por eso el materialista histórico toma sus distancias en la medida de lo posible. Considera tarea suya cepillar la historia a contrapelo (Benjamin, 2006, 129-130).

A menudo, los historiadores juegan al juego de la objetividad. En efecto, el historiador historicista, el positivista, el que se dice asépti-co, juega a distanciarse elegantemente del presente como si no exis-tiera, y acaba convirtiendo su ciencia en un arsenal de argumentos que nutren una memoria complaciente con el pasado. En aras de una falaz concepción progresista del progreso, disimulando desde dónde y para quién se escribe, frecuentemente el discurso historiográfi co se pone al servicio de los vencedores de ayer y de hoy.

El pensamiento acrítico siempre se sostuvo sobre el dictamen de la inevitabilidad y racionalidad de lo real. Vivimos en el mejor de los mundos posibles. Todo lo real es racional reza la expresión hegeliana, pero incluso yendo más allá, lo que ha llegado a ser posee cualidades morales. Esta especie de panglossianismo alcanza casi la categoría de esperpento. Se trata de una descarada propaganda de lo fáctico, y poco o nada tiene que ver con los deberes de la memo-ria que propugnamos.

Y ello a pesar que muchas de las frecuentes conmemoraciones de esa memoria ofi cial y desde arriba, sostenida por los poderes po-líticos e historiográfi cos, contengan una impúdica apología del pre-sente y del éxito de las instituciones que se nos ha dado disfrutar. Un ejemplo bien claro hemos tenido recientemente. Bajo el signo de ¡la democracia qué bien va! se celebró en España, en el año 2006, de-clarado parlamentariamente año de la memoria, el setenta aniversa-rio de la IIª República y el setenta y cinco de la Guerra Civil. Entre el reaccionario y pío revisionismo historiográfi co renacido en tiempos del aznarato (en notable colusión con el disciplinazo y el repliegue nacionalista del currículo) y la severa doxa académica y profesional de inclinación liberalsocialista, que todavía ha de demostrar y con-vencer de lo evidente (la ignominia y barbarie del fascismo hispa-no), se acometió una avalancha de ceremoniales de la memoria y se reabrió el viejo debate sobre las víctimas de la Guerra Civil y el tipo de reconocimiento y memoria (u olvido) que merecen.

En todo este ritual no es fácil separar el trigo de la paja. Pudie-ra ser que, bajo la apariencia de antagónicos discursos políticos (PP/

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PSOE) e historiográfi cos (revisionistas reaccionarios versus acadé-micos «progresistas»; partidarios del olvido versus defensores del recuerdo) se viniera a estar ofi ciando la confusa ceremonia de la co-mún exaltación del paraíso y fi n de los tiempos de la actual demo-cracia, máxima materialización del triunfo de lo realmente existen-te, haciendo verdad una suerte de admiración desnuda por el éxito y una adoración divina de lo dado. Llegado el caso, pudiera acaecer que las desavenencias izquierda/derecha alcanzaran a confl uir en la desembocadura de un mismo mar (la exaltación del hoy), pero por diferentes caminos. La senda de izquierda sería reconocer en la se-gunda república el ilustre, inmaculado y seráfi co precedente demo-crático interrumpido por la rebelión militar fascista; la senda de la derecha, en cambio, roturaría la idea de lo que el franquismo tuvo de interrupción necesaria y terapéutica para conseguir y garantizar lo mismo (el régimen político actual) por otros medios. En el fondo, la vigente democracia de nuestros días se presentaría como consu-mación de los tiempos y el fi n último compartido por todos, y, a su vez, el fascismo signifi caría una anomalía, más o menos indeseable pero pasajera y, aunque larga, curable. Ya en su tiempo Benjamin apuntó la grave incomprensión y minusvaloración del fascismo por parte de sus enemigos que, apresados en las redes de la idea de pro-greso, fueron incapaces de comprender su naturaleza perfectamen-te moderna (y nada anacrónica) y nunca sospecharon de verdad que los huevos de la serpiente anidan en los impecables salones de la de-mocracia liberal, que, para más abundamiento, «siempre la barba-rie se esconde en el concepto mismo de cultura» (Benjamín, 2005, 470). Pero además y, siguiendo su mismo hilo y tono discursivo, se-ría pertinente avisar que el hoy no redime por sí mismo al ayer, que «la felicidad de los nietos no repara el sufrimiento de los abuelos, ni hay progreso social que enjuague la injusticia que se cometió con los muertos» (Mate, 2006, 27).

Frente a ese tipo de memoria agradecida, sumisa y obediente a los vencedores de todos los tiempos, que frecuenta la visión diti-rámbica del presente, contra esa imagen del pasado como un tiem-po continuo y vacío, como un recipiente, como una gigantesca ace-quia que conduce el agua de la historia universal hacia el progreso, se levanta la idea de una relación entre el ayer y el hoy como con-fl icto abierto, como campo de fuerzas entre el pasado y el futuro, donde comparecen las voces de los derrotados, rescatadas gracias al impulso prometeico de los proyecto emancipadores de hoy para el futuro.

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Entonces la historia a contrapelo se hace contramemoria críti-ca y deviene, por decirlo así, en «otra historia». Ahí es posible tren-zar el discurso de Benjamin, precursor máximo de la organización del pesimismo desde un marxismo cálido y embriagador, con la abrupta, pero igualmente poética, tradición genealógica inaugurada por la fi losofía a martillazos de Nietzsche, que busca deseternizar y desnudar el prosaico y falaz origen (el etymos) de todos los valores.

El «sentido histórico» del historiador imbuido por el método genealógico es que la historia no tiene sentido. Ni corre en una sola dirección como la fl echa, ni se envuelve una y otra vez sobre sí mis-ma como una rueda loca. Ahora bien, la historia efectiva (Foucault la opone a la historia metafísica que alimenta el mito de un todo continuo) «es un saber en perspectiva, un saber que toma partido, que no fi nge mirar más allá de sí mismo, sino que se sabe situado [...], es conocimiento y arma de lucha» (Higuera 1999, 98), porque voluntariamente se sitúa, como quería Benjamin, del lado de los vencidos. Interesa a esa historia, como a los renovadores de la his-toria escolar, las pequeñas cosas frente a los grandes monumentos de la cultura, porque se procura apresar «la singularidad dispersa de los acontecimientos» y «descubrir entonces en el análisis del pe-queño momento singular, el cristal del acontecer total»» (Benjamin 2005, 463). A manera de lupa, con el cristal de lo pequeño entende-mos y aumentamos el signifi cado de la totalidad social.

La mirada genealógica rompe amarras con una historia evolu-cionista al uso, esa historia tradicional, y de amplio eco en las asig-naturas escolares (historia universal/historia de España), que ima-gina un tiempo continuo y unitario donde el presente comparece como mera consecuencia necesaria del pasado. Huye de las grandes narrativas suprahistóricas que todo lo explican, pero también se aparta del tópico de estudiar la historia para aprender de sus leccio-nes y de todas las fi guraciones historicistas imaginables que en el mundo han sido.

Con este abanico de ideas, memoria intempestiva y didáctica crítica se coimplican. Confi gurar un sentido de la historia a con-trapelo, nadar a contracorriente de las explicaciones felices, teleo-lógicas y agradecidas del devenir histórico es condición y requisito de una didáctica crítica y, por tanto de una enseñanza de la historia que se desprenda del pesado fardo del pasado. En ese sentido co-bra plena vigencia la nietzscheana denuncia del abuso de historia, la sobresaturación histórica, el exceso desvitalizado de la historia que se aloja tras un uso monumental y anticuario (como suelen ser

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las ceremonias promovidas por el Estado, algunos historiadores, y los empecinados coleccionistas del recuerdo y los textos de la edu-cación escolar). De modo que de los diversos enfoques desde las que se puede contemplar el pasado, la didáctica crítica, que emplea como postulados movilizadores problematizar el presente y pensar históricamente, ha de optar por una memoria capaz de proceder a una historia del presente para «ajusticiar el pasado, cortar sus raí-ces a cuchillo, borrar las veneraciones tradicionales, a fi n de liberar al hombre y de no dejarle otro origen que aquel en el que él mismo quiera reconocerse» (Foucault, 1992, 29).

Sin embargo, como vimos en el capítulo anterior, la historia como mera reminiscencia fósil del pasado, y como coartada de todo proceso de renacionalización de las conciencias, es la que ha quedado adherida al código disciplinar de la historia escolar. Pero la historia escolar, como también dejamos dicho, no es la historia científi co-académica; allí no se construye la historia-disciplina; allí ocurre, al lado de otros lugares institucionales, la fi jación y manu-factura de una parte de la memoria social. La escuela es uno de los lugares más relevantes de transmisión de la memoria social, por ello ejercitarse en los deberes de la memoria sería casi una tautología, si no entendiéramos por ello el fomento de otra clase de recuerdo dis-tinto al ofi cial. De ahí que la didáctica crítica haya de pugnar dentro del campo de fuerzas sobre el que se edifi can las memorias sociales y donde el pasado queda reactualizado como producto de las rela-ciones de saber-poder. Y ahí su perspectiva, su deber de memoria, consiste en abrir la historia y la memoria hacia las causas perdidas, hacia el cortejo de los vencidos, desvelando las mentiras, la barbarie y las servidumbres de los documentos de cultura, capturando, en suma, en el Jetztzeit benjaminiano (en el tiempo actual-tiempo aho-ra), la tradición y el punto de vista de los oprimidos. Eso vale, por ejemplo, para nuestra Guerra Civil cuando elaboramos su rememo-ración no desde el lustre de nuestra democracia actual, sino desde la validez y todavía presencia y actualidad del proyecto emancipato-rio de algunos de los que fueron derrotados.

Precisamente la didáctica crítica posee la condición de genea-lógica porque, al propiciar un estudio de lo social orientado al estu-dio de problemas relevantes, interroga al pasado desde las necesida-des del presente, es, como diría R. Castel (2001), una cierta historia del presente en la medida que mira hacia atrás para captar en el ayer no las causas del hoy, sino lo que nos interesa que ocurriera y no ocurrió. Es por eso por lo que didáctica crítica es, en cierta

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manera, ejercicio de historia a contrapelo, contramemoria y saber intempestivo. Pero es también una «historia vivida» (Aróstegui, 2004), en la medida que apela a las experiencias humanas vitales y a los intereses individuales y colectivos de los seres humanos.

No obstante, el pasado, en tanto que objeto primario de nues-tros recuerdos, es una realidad plástica, un libro abierto permanen-temente a la construcción desde otras miradas y experiencias so-ciales. Los juicios de la historia, ya se sabe, no son inmutables, pues continuamente se reactualizan y rehabilitan causas perdidas (Löwy, 2002). El pasado está siempre por descubrir. Y esa dimensión fl u-yente del pasado y su recuerdo representan una parte muy sustan-cial del valor educativo de la historia como cruce de memorias y contramemorias.

Además nuestras relaciones con el pasado adquieren las cua-lidades de la ambivalencia y la polisemia. Siempre, en cierto modo, el pasado es «una país extraño» (Lowenthal, 1998, 17), porque el recuerdo implica un extrañamiento de nosotros mismos que habi-tualmente conlleva una cierta dosis de melancolía donde se unen, sin distinguirse del todo, dolor y placer, tristeza y alegría. Ocurre que la rememoración del tiempo pretérito constituye siempre una construcción que requiere esfuerzo, un trabajo de elaboración. Cuando no se efectúa, se cae, decía Benjamin en su séptima tesis, en «la desidia del corazón, la acedía, que da por perdida la posibili-dad de adueñarse de la auténtica imagen histórica, esa que brilla fu-gazmente». Esa dejadez y atonía del espíritu, paralizante y, negativa, favorece el triunfo de las fuerzas vencedoras de siempre que uncen el pasado al carro del progreso.

Como tal construcción, pues, el pasado es un texto abierto, es una producción textual viva y vivida por quien rememora; y el pa-sado escrito en forma de historia resulta, como se evoca en el mito platónico de la invención de la escritura, un «fármaco de la memo-ria», pero tal fármaco habla con muchas voces. Las escrituras, las voces y ecos del pasado, se enlazan en un perpetuo y cambiante fl u-jo de interpretaciones, porque el texto es siempre diferente y noso-tros, sus lectores, también. La hermenéutica de todo pasado como texto se inscribe en un haz de fuerzas y exige mostrar las claves sociales, el contexto de presente, que hace posible y explicable la interpretación en virtud de los intereses, no siempre visibles, que rigen una economía política del tiempo pretérito. Esta concepción del ayer como texto susceptible de una labor hermenéutica, que ex-hibe tantas coincidencias con la de R. Mate (2006), se opone radi-

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calmente y punto por punto a la idea del pasado como depósito de hechos y avatares, petrifi cado como memoria dogmática, única, ofi -cial e irrenunciable. Este tipo de memoria heroica y consensual, tan apegada a los mitologemas nacionalistas, perpetra un mal sueño, que no merece ningún respeto. El pasado no debe ser objeto ni de veneración ni de nostalgia retrospectiva, aunque tampoco merece (ni puede) ser objeto de olvido. Memoria y olvido se complementan. Ambas son selectivas. Pero ¿qué debemos recordar? ¿Cuáles son los deberes de memoria? Es cierto que no existe actividad cognitiva ni acción social que sean amnésicas: la memoria es una condición sine qua non del pensar y del existir, es una negación de la muerte y una afi rmación de la vida. Pero hay muchas hipotéticas representa-ciones del pasado, tantas como las memorias sociales (de clase, de género, etc.) posibles: el pasado, ya se sabe, habla con muchas voces y las relaciones entre historia y memoria pueden ser de muy diverso cariz. Precisamente el pensamiento crítico ha de estar vigilante y tomar buena nota de las reglas de la economía política del pasado, es decir, de las leyes, intereses y poderes que determinan, dentro del mercado simbólico de nuestra sociedad, la producción, distri-bución y apropiación colectiva del recuerdo. En este sentido, parece obligación inherente a este tipo de pensamiento romper el mito de una memoria colectiva unitaria y desentrañar, siguiendo la antigua huella de M. Halbwachs, los «marcos sociales de la memoria», que nos ayudan a subrayar, lo que de invención y construcción social, dentro de las pugnas por la hegemonía cultural, tiene la memoria ofi cial.

En verdad, como se vio en el primer capítulo, los usos de la his-toria escolar (desde los programas y libros de texto hasta las prác-ticas docentes) han abundado tradicionalmente en la promoción de un sentido histórico monumentalista y coleccionista del pasado puesta al servicio de la edifi cación, legitimación y perpetuación de los estados nacionales. Hoy la base de una nueva educación histó-rica no puede descansar en el regreso a una contemplación apro-blemática y nacionalizante del pasado. Es preciso recurrir a otros referentes de identifi cación/desidentifi cación.

En ese territorio de lucha por la erección y fi jación de memo-rias sociales en el que pugnan las interpretaciones del pasado y los deseos de futuro, la historia académica tiene su papel; la didáctica crítica, también. En el contexto de la política de la cultura, la di-dáctica crítica que propugno se presenta como una actividad teó-rico-práctica que defi ende una determinada lectura del pasado, a

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contrapelo, dinámica y siempre con la vista puesta en los vencidos (el recuerdo es entonces un deber de justicia hacia las víctimas), dentro de los múltiples espacios de la esfera pública que persiguen delimitar, mirando al futuro, una nueva cultura civil. En ese sen-tido decimos que existe, como tarea de la enseñanza de la historia aquí y ahora, unos determinados deberes de la memoria dentro de la escuela. Y esa didáctica crítica también ha de sostenerse en unas determinadas orientaciones y estrategias.

.. TAREAS, POSTULADOS Y ESTRATEGIASPOR UNA DIDÁCTICA CRÍTICA

La didáctica crítica que propongo no se defi ne como una serie de doctrinas normativas y sus correspondientes métodos de enseñan-za encadenados lógicamente y fundamentados conforme a una ra-cionalidad técnico-científi ca. Nace primeramente con otra inten-ción y otro interés, ése que, siguiendo la famosa clasifi cación de Habermas, califi caría de emancipatorio. Sus proposiciones habitan y se vivifi can dentro de una plataforma de pensamiento y acción colectivos, entre el espacio desinstitucionalizado y voluntario de la comunidad de ideas antihegemónicas y la práctica profesional.

De modo que mis refl exiones y el programa de tareas y estrate-gias que ahora se exponen se unen indisolublemente a mi trayecto-ria dentro de grupos de docentes reunidos voluntariamente ante el impulso de transformar la educación. Desde la formación del grupo Cronos en 1981 en el Instituto de Ciencias de la Educación de la Universidad de Salamanca hasta la fundación de Fedicaria en 1995, y desde entonces hasta acá, mi pensamiento y mi trabajo se ins-criben en el afán común de lo que llamé en el capítulo anterior la historia soñada, esto es, imaginar las posibilidades fácticas de una enseñanza distinta en una escuela y una sociedad diferentes. Bien cierto que en esos muchos años mis posiciones han discurrido por veredas discordantes. De una inicial proclividad a sufrir la casi in-evitable contaminación del envolvente idealismo pedagógico y del tecnicismo psicopedagógico, he pasado a comprender la didáctica crítica como una actividad teórico-práctica que nos ayuda a par-ticipar en el terreno de las políticas de la cultura, aportando una mirada a contracorriente de los discursos hegemónicos.

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Tras unos primeros tanteos y la posterior realización y experi-mentación, durante la primera mitad de los noventa, de un proyecto curricular de ciencias sociales para la ESO, con la compañía de lo que luego sería el grupo Asklepios de Cantabria, se fue dibujando la posibilidad de reunir a varios colectivos de docentes con cierta tra-dición en la renovación de la enseñanza de las ciencias sociales (As-klepios, Aula Sete, Barataria, Cronos, IRES, Pagadi, Gea-Clío, etc.) y a algunas personas a título individual, en torno a una plataforma de pensamiento crítico más amplia que dimos en llamar Fedicaria.

Con ello cobró forma la idea de trenzar alianzas y juntar fuer-zas para verifi car un proyecto común: organizar la enseñanza de las ciencias sociales en torno a problemas relevantes del presente. Conscientes de la función reductora y limitadora de la enseñanza embutida en la estrecha horma de las asignaturas, postulamos una reestructuración de los curricula ofi ciales y, frente a una lectura academicista de los mismos, señalamos como alternativa un estu-dio de lo social a partir de los problemas que impiden hoy y han difi cultado ayer el logro de una vida mejor y un mundo más justo.

Esta pretensión pudo realizarse tímidamente, durante los años noventa, aunque no sin pocas difi cultades, gracias al modelo curri-cular relativamente abierto que amparó la LOGSE. Pero los pro-yectos curriculares renovadores de la primera mitad de los noven-ta (Cronos, 1995; Barataria, 1995-1996) tropezaron en España, a la hora de su difusión y experimentación, con la ya aludida marejada contrarreformista, cuya larga gestación, a escala internacional, se remonta a la era de la modernización conservadora (en los años 80), en virtud de la cual se activaron los principales dispositivos inhi-bidores (el Estado y el mercado) de la innovación, facilitando así el pleno reinado, sin las sombras reformistas de la renovación pedagó-gica, las leyes no escritas de la institución escolar.

Desde luego, estas leyes, como vimos en el capítulo 1, marcan a fuego el carácter inactual, artifi cioso y desvitalizado del conoci-miento histórico escolar. Ciertamente, a poco que se explore en lo que ocurre en los centros educativos, se apreciará que, no sólo en los programas, sino en la práctica real, la historia del tiempo recien-te, los problemas sociales de la vida cotidiana o las partes más con-fl ictivas de nuestro pasado están ignoradas, silenciadas o tratadas como de puntillas. Es norma del campo docente del profesorado de historia eludir, en su gran mayoría, los periodos que rozan el pre-sente. La Segunda Guerra Mundial y la Guerra Civil española sue-len ser los horizontes temporales de un profesorado, que, en buena

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parte ya de edad provecta, reproduce o prolonga muy sucintamente los esquemas cronológicos heredados en su formación inicial en la Universidad. De ahí que sea más que discutible acusar, como por ejemplo hace C. Martínez Shaw (2004), y ya antes reiteró J. Valdeón y otros historiadores no contemporaneístas, a la historia regulada y enseñada en los centros de grave pecado presentismo. Pecado éste que alude a la preponderancia de la supuesta carga contemporánea de los programas (y no a ninguna hipotética manera de estudiar la historia desde el presente) y que, en realidad, expresa la reivindi-cación gremial de que «lo mío», tan importante, sea lo medieval, sea lo moderno, sea lo contemporáneo etc., no queda bien represen-tado.

Menos frecuente es que el historiador gaste sus energías en la defensa de algo que no sea la parcela académica que cultiva. Ésta siempre es decisiva para conocer el presente, porque, como dijo Pe-rogrullo y sus seguidores, para conocer el presente antes debe ser conocido el pasado, por lo que, siendo éste antecedente de aquél, decir lo contrario es incurrir en vulgar ignorancia o sucia mentira. A estas alturas, deberíamos recordar que Unamuno en sus ya con-signados recuerdos de mocedad afi rmaba «lo ventajoso que sería si se pudiera estudiar la historia hacia atrás, empezando por ahora». Por lo demás, alguien de corazón sensible y recta intención debería recordar a nuestros beneméritos historiadores que lo que permite comprender el pasado es la experiencia del presente, que la explota-ción de clase o de género quedan incomprensibles (para el profesor que enseña y el alumnos que aprende) sin su vivencia directa o in-directa. De ahí, siendo las propuestas de historia reciente, al estilo de las que formula J. Aróstegui (2004) un avance que conecta fruc-tíferamente con nuestra idea de didáctica crítica, hay que decir que tampoco consiste en aceptar lo reciente como marchamo de vir-tud pedagógica incontestable, y sí, en cambio, conviene remachar y atender a la idea capital: se trata de estudiar problemas sociales relevantes del presente, lo que no quiere decir que los tales asun-tos tengan una escala sólo a la medida de la convencional, absurda y, sin embargo, incombustible edad contemporánea. La historia del presente que cultiva la didáctica genealógica no abarca exclusiva-mente la historia contemporánea. Se remontará hasta donde sea necesario. Hasta Calatañazor donde Almanzor partió su tambor, si fuera preciso.

Fuera de bromas, persiste, pues, la acomodación temática de Clío en las aulas a un canon profesional, a un conjunto de sobren-

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tendidos, que establece, además y por encima de los programas, lo que es valioso y lo que no. Cuando, en el varias veces mencionado estudio de J. Merchán (2005), se preguntaba a los alumnos de la dé-cada de los noventa de Andalucía qué es lo que estudian de historia, se repite hasta la náusea: los romanos, el feudalismo, el renacimien-to, la revolución industrial, la revolución francesa…En fi n, nada de presentismo se percibe, excepto en las sesudas cabezas de algunos historiadores. Además como mostraremos extensamente en el últi-mo capítulo, los resultados de las encuestas a los alumnos tampoco dan la razón a quienes se quejan de olvido en las aulas de los tiem-pos más lejanos, ni al discurso profesional tópico de los profesores sobre su disciplina (educar para entender el presente, hacer ciuda-danos probos y otras bagatelas por el estilo).

En suma, a la inactualidad de la enseñanza de la historia, favo-recida por los programas, el habitus profesional y por la idiosincra-sia del conocimiento escolar, se añade una conciencia histórica muy precaria, y una fl otante memoria colectiva de perfi les muy difusos y contradictorios acerca de los sucesos más confl ictivos de nuestro pasado. Los adolescentes de nuestro tiempo, se ha dicho con razón, poseen una «memoria rota», un saber fragmentario compuesto de un particular zapping a partir de la industria cultural, la oralidad y las inducidas y gregarias subculturas escolares de los que reciben el etiquetado de adolescentes. Desde luego la educación histórica que se propone en los programas y textos visibles del currículo, poco o nada tiene que hacer para paliar este profundo vacío de memoria. Aunque bien está recordar aquí que el gigantesco boquete de me-moria sobre la guerra, el franquismo y la transición no es sólo cosa de adolescentes infantilizados. Es cosa del cómo, el qué, el cuándo y el porqué de la actual democracia. Volveremos sobre ello en el ca-pítulo fi nal.

Ahora bien, las confi guraciones culturales, y también las me-morias históricas de las distintas clases y generaciones son conse-cuencias no siempre previsibles de construcciones sociales dinámi-cas, complejas y se enmarcan dentro de las políticas de la cultura, donde también cobra pleno sentido lo que denomino didáctica crí-tico-genealógica. La didáctica interesa en cuanto permite el des-envolvimiento de un pensamiento y una acción críticos frente a la realidad educativa y los discursos que la justifi can (incluidos, claro, está los provenientes de la didáctica instalada en el poder académi-co dominante). Esa didáctica tiene como eje la problematización ge-nealógica del presente y como sujeto activo ese docente que, hasta

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cierto punto, al seguir los dictados de un pensamiento y una prác-tica críticos, ha de pensar contra sí mismo y contra su misma labor, contra su habitus, y contra su posición en el juego de las relaciones de poder dentro y fuera del aula. Porque, se mire por donde se mire, todo profesor se comporta como guardián de la tradición y escla-vo de la rutina. Por lo que hace al profesorado, por consiguiente, la didáctica crítica no promete, como suele hacer el idealismo pe-dagógico y los defensores de la escuela como un bien transcultu-ral y transhistórico, un espacio teórico-práctico para la redención y salvación de sí mismo y los demás. Tampoco garantiza métodos basados en normas científi cas y en recetas prácticas capaces de ge-nerar éxitos educativos sin cuento entre el alumnado. No promete el cielo y sí amenaza con un infi erno de contradicciones, porque, como gusto repetir con Pessoa: pensar es incómodo como caminar bajo la lluvia.

En suma, mi concepción de la didáctica se distancia radical-mente del discurso hegemónico, esto es, del idealismo pedagógico, del tecnicismo metodologista y del régimen de verdad imperante en el campo académico de la didáctica de las ciencias sociales. Se sitúa siempre en el cortante fi lo donde pugnan la necesidad y el deseo. Representa, por ello mismo, una suerte de esperanza desesperan-zada, que invita a un cierto aprendizaje de la decepción (Bárcena, 2004), esto es, a una recurrente decepción ante el comportamien-to inhumano de la historia humana, pero no omite una constante actividad refl exiva sobre la práctica y la formulación de estrategias de intervención en el ámbito escolar, que dentro de la política de la cultura, colaboren a ocasionar saltos lógicos y cortocircuitos, con los que desvelar e impugnar los códigos pedagógicos y profesionales imperantes en los mecanismos de transmisión del conocimiento, en las relaciones de poder y en los procesos de fabricación de las subjetividades. Ahí, entre la necesidad y el deseo es donde emplazo las experiencias y estrategias de la didáctica crítica.

En todo caso, como ya indiqué y sin intención dogmática algu-na, imagino cinco postulados orientativos: problematizar el presen-te, pensar históricamente, educar el deseo, aprender dialogando e impugnar los códigos pedagógicos y profesionales. En ellos he fun-damentado la idea de una didáctica orientada al estudio de proble-mas sociales relevantes de nuestro mundo. La idea de convertir la dialéctica negativa en principio de procedimiento y de ahondar en la dimensión dialógica del proceso de enseñanza-aprendizaje, que propone Paz Gimeno (2005 y 2006), viene a ampliar y enriquece

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lo que ya constituye patrimonio común de algunos de los grupos componentes de Fedicaria. Tales enunciados y proposiciones han facilitado unas líneas orientativas para afrontar el debate sobre el signifi cado de la didáctica crítica y la intervención en el marco esco-lar, impregnando una cierta intencionalidad a la elaboración de ma-teriales curriculares y a la propia práctica docente. En cierto modo, allí se compendian e interrelacionan el deseo, la crítica y el cambio como líneas para sugerir un uso público de la escuela diferente en una sociedad más democrática, poniendo en cuestión los límites de la institución escolar y preconizando una suerte de despegarse de lo que la escuela enseña.

Pues bien, las tareas y postulados de la didáctica crítica se completan con tres estrategias, a modo de grandes programas de procedimiento:

– Replanteamiento de la producción y uso de materiales didác-ticos.

– Desactivación de los marcos cronoespaciales de los aprendi-zajes.

– Problematización de las raíces de nuestras identidades.

La primera de ellas afecta a la economía política que rige la producción de materiales de enseñanza dentro de las coordenadas trazadas por el Estado y el mercado editorial del libro de texto. Ya dimos algunos datos sobre este último en el capítulo 1, que venían a recordar el carácter oligopolista e invasivo del sector que da vida a este artefacto cultural de la educación de masas. Su singular eco-nomía política y las relaciones entre éste y el poder regulador del Estado (lo que incluye a las administraciones de cada comunidad), convierte a ambos en destacadísimos agentes recontextualizadores y elementos muy intervinientes (gobiernen neoliberales o socialde-mócratas) en las políticas de la cultura del conjunto del territorio español. Es tarea de la didáctica crítica afrontar una pugna con dos colosales enemigos difíciles de batir frontalmente. Hoy la obligato-riedad de programas ofi ciales se ha extendido al libro de texto (cada vez más requerido por las familias y más subvencionado por las administraciones de cada comunidad autónoma). Hemos entrado en el reinado absoluto, ominoso y uniformizador del texto escolar pagado total o parcialmente por el Estado, lo que implica, sin de-claración expresa de cuarentena, la postergación de los materiales alternativos. Éstos hoy gozan de legitimidad reducida mientras que

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los proyectos curriculares de área basados en la enseñanza de pro-blemas sociales relevantes, carecieron de mercado y fueron incapa-ces de navegar dentro de las coordenadas de la economía política del libro escolar.

El triunfo irrestricto del libro de texto en plena era de la co-municación globalizada y multipolar en todo tipo de soportes por Internet resulta cuando menos ilustrativo del tradicional, pero más brutal que nunca, décalage entre escuela y las nuevas tecnologías de cada momento social. Esta contradicción ha de ser empleada dentro de una estrategia de lucha oblicua (los hijos de las tinieblas deben hacer honor a su mala fama) que responda hábilmente a la pres-cripciones del Estado y los imperativos del mercado. Frente a la an-tigua dedicación en los años noventa a la elaboración de proyectos curriculares alternativos, condenados a la impotencia o al residuo, es preferible ahora imaginar una nueva generación de materiales didácticos, que, por su versatilidad, plasticidad, velocidad de trans-misión y economía de esfuerzo para el profesorado y de dinero para las familias, pueda hacer sombra a los poderes que determinan los textos del conocimiento escolar más visible. Ahí es imprescindible establecer dos condiciones: de un lado, un uso masivo del espacio internáutico (y la consiguiente adaptación de los centros) y, de otro, la proliferación de redes de grupos antihegemónicos, como Fedica-ria, capaces de mover los engranajes en la dirección deseada. Ahí queda, pues, el desafío de una estrategia ágil e inteligente de des-mercantilización y desestatalización de los útiles de enseñanza a través de paquetes didácticos integrados, que sirvan para organizar, de una manera no desprofesionalizadora, la vida cotidiana dentro y fuera de las aulas.

Claro que, en segundo, lugar, las estrategias de una didáctica crítica han de ocuparse del otro campo de producción del currículo que representa la práctica pedagógica. Y ello porque una didáctica que quiera ser algo más que declarativa debe dirigirse a las condi-ciones materiales que hacen factible la enseñanza y el aprendizaje. Sin ir más lejos y recordando lo que líneas arriba se sugiere, es una obviedad que los centros educativos han de crear condiciones, es-pacios, tiempos y tecnologías, de conexión a la red de redes. Pero la cosa no queda ni mucho menos ahí. Una didáctica crítica no puede confundir el medio con los fi nes, las herramientas con las fi nalida-des y problemas que se resuelvan con su uso.

Dadas unas condiciones materiales mínimas, la estrategia críti-ca ha de pugnar por una desactivación de los marcos cronoespaciales

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de los aprendizajes, que son inherentes al código disciplinar de las materias de enseñanza. En ese camino se impugnan los códigos pe-dagógicos y se habilitan las condiciones para hacer factible otro tipo de enseñanza, es decir, una nueva educación del deseo en contextos y circunstancias que permitan fl ujos y momentos de comunicación y distribución de conocimientos diferentes. En fi n, no consiste todo en cambiar la enseñanza de lo social transformando el contenido de los programas (sustituyendo las viejas disciplinas por los nuevos pro-blemas relevantes); eso nos haría recaer en lo meramente declarati-vo. Se trata también de poner las condiciones cronoespaciales que, saltando por encima de las convenciones y rutinas escolares, hagan posible dar relevancia vital, aire nuevo y otra implicación del deseo a lo que se estudia. Para ello es preciso introducir rupturas en la or-ganización escolar y por tanto en la lógica de utilización del tiem-po y el espacio. Podría decirse que para hacer realmente relevante lo que se aprende se requiere «desaularizar» la enseñanza, deslocalizar los aprendizajes, multiplicar los escenarios de la acción educativa y dar una proyección pública al conjunto del trabajo emprendido con-juntamente por profesorado, alumnado y, en su caso, otras personas comprometidas con el mismo. Es lo que hacemos en mi instituto con el programa Los deberes de la memoria, que luego explicaré. Más precisamente me detendré en el capítulo 3 describiendo los escena-rios (algunos de ellos transformados ad hoc) de las actividades, que he venido introduciendo para hacer posible lo que he dado en deno-minar nuevos usos públicos de la historia en la escuela.

Finalmente, la tercera estrategia que propongo como adherida al resto y a los postulados de la didáctica crítica es una suerte de problematización de las raíces de nuestras identidades. Y ello den-tro de una educación histórica del deseo que atraviesa todo proyec-to crítico. Ahora bien, la pretendida educabilidad del deseo, esa en-señanza dirigida a desear más y mejor, que venimos propugnando, nada o muy poco tiene que ver con las identidades estáticas, con «los traperos de las identidades vacantes» (Foucault, 1992, 26) y por eso tiene algo de desidentifi cación entendiendo por tal la necesidad de «pensar contra uno mismo», de poner en cuestión las raíces de lo dado comprendiendo su realidad histórico-construida y huyendo de cualquier esencialismo ahistórico. Desidentifi car equivale a pro-blematizar, a pensar contra las verdades asentadas, contra las raíces de lo establecido.

No existe un canon de virtud totalizador que deba ser im-puesto sobre el sujeto de la didáctica crítica. El sujeto se hace en un

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curso sin fi nal previsto; se experimenta a sí mismo y se gobierna a sí dentro del haz de espacios de poder y saber en los que se hace. Precisamente la genealogía, y la didáctica de tal estirpe, represen-tan una exploración de nosotros mismos (en tanto que profesores y alumnos). De ese modo los postulados de la didáctica crítica (y de todo conocimiento que reivindique tal naturaleza) nos devuelven siempre al terreno de la gestación de las subjetividades y a la delica-da labor docente que siempre torna indeterminada e imprevisible la resultante de la acción educativa.

Por consiguiente, un cierto grado de desidentifi cación del su-jeto de conocimiento (del sujeto que enseña y del que aprende) es tarea y estrategia deseables de la didáctica crítica. Y ello signifi ca también cuestionar las raíces de nuestras identidades culturales. De esta suerte la desidentifi cación como aspiración de la didáctica crí-tica enlaza con la impugnación de los mitos culturales, haciendo, una vez más, a la didáctica parte de las políticas de la cultura. Entre ellos los que reposan y se consagran en el código disciplinar bajo el género de historias nacionales.

En fi n, problematizar las identidades habría de llevar a que sujetos docentes y discentes quedaran facultados para dudar de su propio pensamiento y comprender que siempre, en alguna medida, parafraseando uno de los motivos educativos del programa Los de-beres de la memoria, que más adelante desarrollaré, todos somos, respecto a nosotros mismos, extranjeros.

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2.3.1. La memoria como imperativo moral y educativo

El deber de la memoria a decir verdad no es igual para todos y de-pende de que se sepa en qué momento es necesario sentir de modo histórico o no histórico […] porque lo ahistórico y lo histórico son en igual medida necesarios para la salud de un individuo, de un pueblo, de una cultura» (Nietzsche, 1999, 45). El propio Marx, al recordar las fi jaciones, transfi guraciones y apelaciones clasicistas de los revolucionarios, se lamentaba de cómo «la tradición de todas las generaciones oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos» y solicitaba «que los muertos entierren a sus muertos» (Marx, 1968,

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11 y 15). Pero no resulta tan fácil desembarazarse del pesado fardo de la tradición y dejar enterrado de una vez por todas a los muertos, porque en las circunstancias de su muerte, a veces reside la clave de lo que nos está pasando aquí y ahora. Inhumano es olvidar el sufri-miento pasado, en efecto, pero también tal falta de memoria puede devenir en gravísima equivocación de consecuencias incalculables. Una acierta ética de la memoria, el deber de recordar constituye toda una fi losofía moral de nuestro tiempo y un verdadero progra-ma educativo para hacer verdad el imperativo adorniano: «la exi-gencia de que Auschwitz no se repita es la primera de todas las que hay que plantear a la educación» (Adorno, 1998, 79). Así pues, el pensamiento y la didáctica críticos pueden acogerse a esta suerte de vigilante «imperativo de la memoria», que obliga a educarse contra el terror totalitario y frente a las asechanzas de toda dominación aquí y ahora. Ello no empece que también exista el derecho (y la necesidad) del olvido.

Precisamente Le devoir de mémoire fue la llamada y aviso de T. Todorov, en una archifamosa conferencia pronunciada en 1992, para alertar de la voluntad totalitaria de sistemática supresión de la memoria, esa renovada damnatio memoriae practicada una y otra vez por los estados delincuentes. La minuciosa extinción y reapro-vechamiento de los residuos corporales de las víctimas de los cam-po nazis signifi có el más alto sistema industrial de eliminación de pruebas. Y es que, a poco que nos fi jemos, es propio del Leviatán contemporáneo, como del delincuente que se sabe culpable, borrar las huellas y dejar magnífi cos monumentos de supuestas glorias que esconden el sufrimiento por las tempestades de acero y destrucción que han asolado nuestro mundo. La simbología de ave rapaz y san-guinaria es la que mejor cuadra al Estado en el cenit de la civiliza-ción científi co-técnica de la modernidad. De modo que no olvidar, supone también, como fi nalidad educativa de la enseñanza de la his-toria, recordar las trampas y formas de transmisión del recuerdo.

Temas tan ominosos como el Holocausto o, en menor medida, la Guerra Civil española, se prestan a un uso pedagógico superfi cial y perverso. En todos los supuestos se precisa una exploración de la historia del recuerdo (y de la interpretaciones históricas del mis-mo a él asociado) del asunto que queramos estudiar. La historia de cómo cada presente ha construido la memoria del pasado se con-vierte así en principio y comienzo de toda enseñanza acerca de ex-periencias extremas. Si tuviéramos ocasión (que no hay por razones de espacio) de inspeccionar la sociogénesis del Holocausto, motivo

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fundador del imperativo moral y educativo que nos ocupa, vería-mos que no todas las voces y las miradas son igualmente deseables. La progresiva imposición de un modo narrativo y de memoria im-pregnado del estilo e intereses de las clases medias blancas norte-americanas dentro de un formato de representación hollywoodien-se, perjudica gravemente la educación del deseo en la averiguación de las claves del terrorismo estatal contemporáneo. La memoria como parque temático, como espacio de consumo de ocio cultural, como ferial de representación de la violencia alcanza la categoría de «pedagogía del horror» y pervierte su capacidad educativa y su di-mensión interpretativa de nuestro presente. Todo ello pudiera estar dando pábulo a una especie de estetización de la violencia que con-tribuiría a escamotear, más allá de los oscuros resortes de la psico-logía, las causas políticas y sociales de crímenes colectivos. Explicar racionalmente la irracionalidad es evitar tal como hacen no pocos herederos de la tradición religiosa judeocristiana, a una misteriosa fuerza suprahumana: el mal. Así se evita toda responsabilidad del capitalismo, del Estado democrático liberal, de las clases que apo-yaron la contrarrevolución, etc. Así queda garantizado lo que M. Cruz (2005) llama un «crimen perfecto». O sea, el diablo tiene la culpa. Mutatis mutandis lo dicho vale igualmente para la Guerra Civil española.

Por tanto, los usos educativos de la memoria han de tener en cuenta ciertas prevenciones contra el afán de neutralizar el poder liberador del recuerdo de las víctimas con operaciones estatales o mercantiles de dirigir y petrifi car la memoria social en descomu-nales museos de los horrores. En 2004 la Survivors of the Shoah Vi-sual History Foundation, bajo la iniciativa de Steven Spielberg, se habían grabado en video 52.000 entrevistas de supervivientes de 52 países y 32 lenguas. Esta obsesión por capturarlo todo, envolverlo en soporte digital y ponerlo a disposición del usuario (incluidas las escuelas), conforme a la actual «cultura del testigo» (Baer, 2004), manifi esta una especie de renacido mito de ciencia fi cción merced al cual se pretende la utopía negativa de evitar el olvido levantando descomunales sarcófagos de imágenes y sonidos. La cantidad no se transforma por sí misma en calidad. Lo educativo, el auténtico de-ber de la memoria, es captar, como proponía Benjamin, el todo en la luminosa humildad de lo pequeño. Recordar sólo, o casi, es posible desde el silencio. Justamente lo contrario de esta operación, que no tardará (y si no al tiempo) en intentarse hacer con la Guerra Civil española. Y lo pequeño es que el alumnado busque y encuentre el

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recuerdo no en grandes instalaciones interactivas, sino en conver-sación serena con los textos vivos e inertes de la historia, desde una apertura de su mente y su cuerpo hacia el deseo de conocer las vo-ces del pasado.

2.3.2. De Cronos a Fedicaria: la progresiva desasignaturizacióndel conocimiento histórico

El proceso a través del cual Los deberes de la memoria se han con-vertido hoy para mí en problema de refl exión intelectual y programa de acción educativa en mi centro no cabe dentro de una explicación lineal y sencilla. Como ya indiqué, mis preocupaciones histórico-pe-dagógicas se remontan a los inicios de los años ochenta, cuando en 1981, con otros cinco profesores, fundamos en Salamanca el grupo Cronos. Era entonces la época en la que los estudiantes universita-rios del tardofranquismo, a la sazón profesores noveles, buscaban re-novar la enseñanza y cambiar la sociedad desde los presupuestos de un marxismo de fuerte raíz economicista y desde compromiso con las luchas sociales del fi n de la dictadura, la transición y la primera andadura de la democracia. No es de extrañar que, siguiendo los pa-sos de otros grupos como Germanía, el principal menú de entonces consistiera en la renovación de los contenidos en conformidad con el molde de sucesión de los modos de producción y la utilización del método de las fuentes para acceder al conocimiento. Si se mira con perspectiva histórica, la cosa no era despreciable, aunque sí clara-mente insufi ciente. De modo que la falta de conocimiento sistemá-tico sobre la realidad escolar y la desmemoria respecto a la tradi-ción de la historia soñada del primer tercio del siglo XX, se suplía con grandes dosis de entusiasmo. Por aquel entonces se practicaba una suerte de idealismo pedagógico maxistizante (de fuerte sabor vilariano), según el cual la propia doctrina, dada su verdad incontes-table, tenía poderes profi lácticos y salvadores. Este logoncentrismo, una forma asignaturización de nuevo cuño, no pudo dejar de tro-pezar y entrar en colisión con las reglas de la cultura escolar y con la lógica del código disciplinar. De ahí que en el trayecto del grupo Cronos, sin olvidar nunca las raíces de nuestra primera formación, se pueda mostrar como un itinerario, que iría, en el transcurso de los años ochenta, de un modelo de enseñanza fundado en una revi-sión temática de la historia (como hicimos, con notable éxito de pú-blico docente, en la programación de Historia de España de tercero

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de BUP) a otro en el que fue adquiriendo más peso lo metodológico y la vertiente psicopedagógica. En cierto modo, no quedábamos al margen de una polémica, trivial si se quiere y hoy se diría superada, pero muy vigente entonces, entre contenidos versus métodos. Tras esa fachada movían sus piezas el idealismo pedagógico y el metodo-logismo, que, en cierto modo, nosotros atenuamos con unas dosis, a modo de antídoto, de ideología y compromiso social.

Tampoco la fe en lo psicopedagógico, una vez estudiado y expe-rimentado ese campo de saber, fue inquebrantable. Por ello mismo y por circunstancias que escapan a esta breve descripción, efectua-mos un notable viraje a nuestras preocupaciones. Intentamos, tras un proceso de formación unido a al etapa democrática de los Cen-tros de Profesores (yo mismo fui director del ubicado en la ciudad de Salamanca), construir un proyecto del área social para la recién inventada Educación Secundaria Obligatoria. En sus intenciones primeras se buscaba enlazar con el movimiento de desarrollo curri-cular organizado años antes en el Reino Unido mediante proyectos que facultaban la profesionalización docente. El grupo Cronos, ya reducido a tres miembros (G. Castán, M. F. Cuadrado y R. Cues-ta) en la segunda mitad de los ochenta, optó, en la década siguien-te por ampliar su horizonte de colaboraciones a otras personas y colectivos (vinculaciones con Alberto Luis y otros profesores de la Universidad de Cantabria, organización de cursos a los que asistie-ron parte de la gente que luego formaría el grupo Ínsula Barataria, constitución con los asistentes y otras personas de un Seminario II de Cincias Sociales, etc.).

Por aquel tiempo empezamos a urdir la idea de construir el proyecto de enseñanza a partir de problemas sociales relevantes, tal como desde fi nales de los ochenta reclamaba, tomando como base la geografía social alemana, Alberto Luis. Con él y Alfonso Guija-rro, otro colega de la Universidad de Cantabria, optamos y ganamos un concurso de proyectos curriculares de área, que el Ministerio de Educación quería fi nanciar a fi n de contar con materiales alternati-vos con vistas a hacer realidad la idea de currículo abierto defendi-da en la LOGSE. En fi n, entre 1990 y 1993 estuvimos trabajando en esta dirección. Aunque, por diversas razones que no vienen al caso, al fi nal Cronos y los compañeros de la Universidad de Cantabria (que ahora empezarán a llamarse Asclepios) bifurcamos el proyecto inicial en dos productos diferentes, el hecho es que en 1995, una vez editado el proyecto Cronos, con la colaboración de otros fedicaria-nos salmantinos, empezó su proceso de experimentación.

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Las difi cultades en el proceso de elaboración no fueron pocas. No obstante, se consiguió materializar una idea que sólo otro gru-po (Barataria, 1995-1996) también pudo ultimar de forma completa para toda el área de 12-16 años. Mientras se trabajó en esta inves-tigación se fueron atando los lazos de relación requeridos para la fundación en 1995 de Fedicaria. Es quizás éste el éxito más llama-tivo de algo que nació justamente para dar muerte a sus progeni-tores. En efecto, algunos fedicarianos, entre los que me encuentro, nos fuimos distanciando progresivamente de la voluntad inicial de elaborar proyectos curriculares alternativos.

Como ha quedado ya dicho antes, los resultados de la difusión y experimentación, de un trabajo sumamente costoso, fueron ma-nifi estamente desproporcionados y mejorables. Nuestro proyecto chocó con la tradición del campo profesional de los docentes (que no veían en él a «sus» disciplinas de siempre), con la precariedad de la empresa editora, con las reglas del mercado (hacer libros com-pactos y no cuadernillos de unidades didáctica sueltas y suscepti-bles de ser ordenadas según criterio de los docentes) y con un total falta de apoyo institucional en los procesos de formación inherentes a un tipo de innovación como la que se proponía.

Con todo, en mi centro el proyecto estuvo vigente una porción de años (1995-2001), como materiales didácticos del Departamento. Sin una evaluación externa, la percepción ha sido favorable, pero la relación entre esfuerzo y resultados no tanto. Es más, como siempre ocurre con casi todo, los logros tendieron a ser decrecientes, con un evidente peligro de reconvertir los problemas relevantes en otras formas de asignaturización del saber escolar.

El proceso de experimentación coincidió, como ya indiqué con el nacimiento de Fedicaria, pero también con un enriquecimiento de la investigación educativa sobre la historia de las disciplinas es-colares, sobre la didáctica basada en problemas sociales (ambienta-les, sociales, urbanos, etc.), que mejoran nuestro trabajo, pero que, en ocasiones, lo ponían en cuestión. De lo ya hecho en los proyectos, de la investigación, de la experimentación y del intercambio dentro de Fedicaria, surgió un planteamiento de didáctica crítica del que son criaturas agradecidas este libro y el programa de Los deberes de la memoria que ha ocupado los cuatro últimos años de trabajo en mi centro.

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2.3.3. Los deberes de la memoria comoprograma educativo de centro

En efecto, tras meditar y valorar lo que signifi có en la década de los noventa el Proyecto Cronos de enseñanza de las ciencias sociales, vengo proponiendo desde hace unos años trascender el estudio de los problemas sociales relevantes más allá del limitado lugar de los textos escolares, de las aulas regladas, de los espacios y tiempos que modelan esa pedagogía silenciosa de la cultura escolar. Para ello desde mi centro de trabajo, el IES Fray Luis de León de Salamanca, ensayo un nuevo uso público de la enseñanza de la historia a través de un programa de actividades que he llamado precisamente Los de-beres de la memoria. Iniciado en el curso 2002-2003, en su cuarta edición se ha dedicado al estudio de la Guerra Civil bajo el título de Si quieres la paz, para la guerra. En lo sustancial, se está intentando, tomando como base la programación del Departamento de Historia y con la colaboración de personas e instituciones del centro y ajenas al mismo, convertir el aprendizaje de lo histórico en un programa de actividades que empapan el conjunto de la vida escolar a distin-ta escala temática y espacial (trabajos en el aula, aprendizaje de los rudimentos de investigación en el gabinete de Geohistoria y en la biblioteca, exposición temática en el patio interior del centro, sema-na cultural -mesas redondas, conferencias, recitales- en el salón de actos, excursión a los lugares de la memoria, maratón de presenta-ciones públicas de los trabajos de los alumnos en el salón de actos).

Este programa es el resultado de una doble lógica (deductiva e inductiva). Deductiva porque sería imposible de todo punto sin la ayuda de ideas y supuestos extraídos de la refl exión y la acumula-ción teórica proveniente de Fedicaria. Inductiva porque del mismo modo sería impensable todo ello al margen de las condiciones con-cretas de mi trabajo profesional y de mi dedicación a la docencia. Y ambas direcciones de la teoría a la práctica y viceversa, se alimen-tan y enriquecen entre sí, sin que una sea sierva o mero refl ejo de la otra. De modo que nadie vaya a imaginar en el relato de estas sencillas experiencias algo nunca visto o una prueba irrefutable del éxito o el fracaso de los enunciados y discursos de carácter más teó-rico que alimentan mi manera de pensar. Pensar alto y actuar bajo, estar dentro y fuera de la escuela, son pares reales de oposición que se coimplican sin necesidad de imaginarlos en términos de causa-efecto. Son como el aire que se respira, que se somete, sin premedi-tación, a un ritmo refl ejo de inspiración y espiración.

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–Lecciones contra la guerra: curso 2002-2003Pues bien, el ejemplo más claro de esto que digo es el modo y cojun-tura en que nacieron Los deberes de la memoria. Entonces ni exis-tía el nombre ni la cosa con que hoy se designa, era un nasciturus. Fue en el curso 2002-2003 cuando, en mitad de la brutal guerra de ocupación de Irak, se levantó un clamor social que llegó muy níti-damente a los centros escolares. Un conjunto de circunstancias sin-gulares crearon una atmósfera muy apropiada para educar contra la guerra. Educar dentro y fuera del centro, pues la calle también se convirtió en un lugar de la formación de la ciudadanía crítica. La existencia de un seminario de profesores de Fedicaria-Salamanca también facilitó, coordinó e impulsó esta primera experiencia, que culminó en una actividad intercentros en el salón de actos del IES Fray Luis de León. En cierto grado, si bien se mira, la experiencia nos vino dada por exigencias ocurridas fuera del propio centro y ante la urgencia de ofrecer una respuesta educativa ante una situa-ción límite, cual era la guerra

Lo que dimos en llamar Lecciones contra la guerra se expresó en un plan de trabajo espontáneo que fue gestándose sobre la mar-cha y en el que participaron profesores y alumnos de cuatro centros de Salamanca. En uno se hizo una exposición sobre la historia de Irak, en otro se prepararon recitales y audiovisuales contra la gue-rra; fi nalmente, en algunos se practicaron estudios más reglados dentro de la asignatura de historia, y se intercambiaron visitas entre centros, etc. Es decir, surgieron un conjunto de iniciativas descen-tralizadas y de carácter mixto, académico y ciudadano, algunas de las cuales quedaron refl ejadas en un número Aula de Innovación Educativa (núm. 156/157, 2003), que, bajo mi coordinación, recogía en su parte central estas y otras experiencias didácticas fedicaria-nas. Como dije, todo ello confl uyó en un acto masivo en el salón de actos de mi centro, en el que se exhibieron ante un público de toda edad y condición, durante una tarde, las aportaciones del alumna-do. Tras una mesa redonda en la que intervinieron un ex intérprete del Consejo de Seguridad de la ONU, un representante del sindi-calismo estudiantil y yo mismo como presentador del acto, se dio paso a una especie de festival de trabajos personales y actuaciones del alumnado. Todo ello hizo afl orar el atractivo profundo de pro-mover un uso público de la historia y puso de manifi esto las posi-bilidades del estudio de los problemas de nuestro presente cuando pensamos los centros en lugares de interpelación crítica donde se forjan las identidades de nuestro alumnado como ciudadanos. Allí,

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en suma, se estaba fraguando el germen de ideas e iniciativas para sacar el estudio de los problemas relevantes de las aulas y elevarlos a una consideración pública.

Ciertamente el declive de las movilizaciones y el aparente fi n de la guerra, hizo que al poco, en pleno tercer trimestre, todo vol-viera al orden rígido y rutinario de siempre. Tan grandes son las tragaderas del sistema escolar, que las horas de actividad crítica fueron sepultadas y digeridas sin esfuerzo alguno por lo de siempre. La discontinuidad e inevitable irregularidad del esfuerzo crítico, dentro del marco escolar, es otra de las posibles enseñanzas de esas Lecciones contra la guerra.

–Memorias y olvidos: curso 2003-2004No obstante, la anterior experiencia parcial, espontánea, si se quie-re poco refl exiva, me sirvió para imaginar todo un programa y una serie de procedimientos para hacer emerger e introducir momentos de conciencia social crítica en la vida ordinaria de mi centro. Así, durante el curso siguiente, 2003-2004, propuse, como de Jefe del Departamento, incluir en la programación de Ciencias Sociales un subprograma didáctico, de seguimiento voluntario para el profeso-rado, titulado Memorias y olvidos de la transición y la democracia. En ese curso se cumplían los veinticinco años de aprobación de la Constitución de 1978, de modo que los festejos ofi ciales (loas en formato de conferencias del político pelmazo de turno), la memo-ria conmemorativa desde arriba, iba a encontrar un ejercicio, por modesto que fuera, de contramemoria, de memoria intempestiva. Había nacido, casi sin proponérmelo, el programa de Los deberes de la memoria

El paso siguiente consistía en perfi lar una propuesta más aca-bada de plan de actividades dentro de esa idea general envolvente de llevar y extender el estudio de problemas relevantes de nuestro tiempo al centro educativo. El hilo argumentativo del asunto estri-baba en problematizar la memoria de la transición y distanciarnos de la idea feliz, aproblemática y acrítica de nuestra democracia y su símbolo jurídico, la Constitución de 1978. De ahí el anfi bológico juego de signifi cados que se albergaba en el la misma enunciación del título, Memorias y olvidos de la transición y la democracia, sus-ceptible de sugerir que la democracia actual genera una memoria sobre su precedente más inmediato, la transición, construida, sin embargo, a partir de una espesa capa de olvidos. Los mismos que cimentaron la propia transición.

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Como es sabido, buena parte de la historiografía y muchos tra-tadistas políticos se apuntaron rápidamente a una visión legenda-ria, heroica y mítica del proceso de transición, que a menudo fue elevado a rango de modélico ejemplo a seguir por los regímenes en trance de llegar a implantar el esquema liberaldemocrático de do-minación social. Desde estados de América Latina hasta los ex co-munistas del Este de Europa, en el marco de una nueva e irreversi-ble tercera ola de democractización universal, todos podían encon-trar en la experiencia española la segura luz de un faro por el que guiarse. España se convirtió así en la tierra prometida de un éxito sin precedentes al transitar pacífi camente y a través del acuerdo de un sistema político dictatorial a otro democrático.

Pero la transición no fue incruenta. Se ha dicho, con razón, que el carácter pacífi co debe ser matizado recordando los 460 muertos en atentados terroristas y los 63 en manifestaciones callejeras en-tre 1975 y 1980 (Aguilar, 2002, 147), víctimas ocasionadas por la violencia política de diverso origen (ETA, GRAPO, policía, extrema derecha, etc.). Además, y sobre todo, la «inmaculada transición», como gusta llamarla J. Vidal Beneyto, contrajo más de una deuda con los que antes habían perdido (las víctimas de la guerra civil) y con los que también entonces perdieron (las víctimas físicas y de otro tipo de la propia transición). En efecto, tras una primera in-terpretación muy favorable e idílica de lo ocurrido, ya en los años noventa (como tratamos con alguna extensión los próximos capí-tulos) se levantan voces reclamando nuevas miradas más atentas a los precios que hubo que pagar por la instauración pactada y desde arriba de las instituciones democráticas.

Precisamente la conmemoración escolar de los XXV años de la Constitución de 1978 se realizaba, desde las administraciones de carácter conservador, como una fausta ocasión de celebrar, una vez más, el éxito de la reconciliación, obviando e ignorando los costes democráticos del silencio de un silencio culpable practica-do, hasta ese momento, en parecida cuantía por todos gobiernos independientemente de su signo político. No obstante, el aniver-sario coincidía también con una nueva afl oración reivindicativa de la memoria de las víctimas, con un movimiento de recuperación y rehabilitación de los perdedores que chocaba cada vez más con un nuevo tipo de revisionismo historiográfi co neofranquista. Así pues, la conmemoración entraba en conjunción y colisión con un campo de fuerzas dentro de las que se había reabierto un confl icto de memorias.

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. LOS DEBERES DE LA MEMORIA COMO PROGRAMA Y PROBLEMA EDUCATIVO

En estas circunstancias, el plan de Memorias y olvidos de la transición y la democracia buscaba llevar a cabo una labor de higie-ne democrática estudiando por qué se debe recordar y qué debe ser recordado. Sacando la cuestión de la temible trifulca bipartidaria, se trataba de arbitrar, en el seno del propio IES Fray Luis de León, un espacio público de aprendizaje de un fenómeno y un problema (el problema subsistirá hasta que no se cancele la deuda con las víc-timas) sumamente relevante para el presente y el futuro de la actual democracia. Ahí, pues, nuestra iniciativa, de prominente inspira-ción intempestiva, se situaba como un proyecto cuya fi nalidad úl-tima no era convencer al alumnado de nuestras propias ideas, sino abrir un proceso de estudio y confrontación pública que educara en el procedimiento de alcanzar un conocimiento más complejo y compartido a través de la interpelación a uno mismo y a los demás.

A tal fi n, teniendo en cuenta el interés de superar el mero tra-tamiento ocasional o más continuado del problema en el aula de so-ciales, tuvimos que formular un primer borrador, a modo de carta de presentación, para someterlo a la consideración de la comunidad educativa. En él fi guraba el propósito y un abanico de actividades que, en nombre del Departamento de Ciencias Sociales y del Plan de Bi-bliotecas del instituto se ofrecían a los demás. En una palabra, era un proyecto didáctico inscrito en un departamento que se abría a com-partirlo con todo el instituto. La invitación se verifi caba en la comi-sión cultural, donde participan voluntariamente todos lo estamentos de la vida escolar, bajo la coordinación del director y el jefe del Depar-tamento de Extraescolares. La aprobación de nuestra propuesta en el primer trimestre daba, claro está, otra dimensión más pública, am-plia y mucho más interesante al tema del año (Memorias y olvidos…). Desde que eso ocurriera en 2003, la cosa, en los siguientes años, se ha repetido a través del mismo o semejante procedimiento.

Este primer borrador era un breve documento que contenía las fi nalidades, el marco pedagógico-institucional y una sucinta rela-ción de actividades. Lo principal, claro, se condensaba en la formu-lación del problema, que rezaba así:

El tema elegido huye del afán de anticuario o de rehabilitación le-gendaria y monumental, tal como ha sido moneda corriente en la celebración del XXV aniversario de la Constitución española, que se cumple el 6 de diciembre de 2003, y que había sido impulsada desde la administración como orden de preparar comparecencias públicas en los centros educativos de políticos encargados pronunciar la loa

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LOS DEBERES DE LA MEMORIA EN LA EDUCACIÓN

de lo bien que estamos gracias a lo bien que lo hicimos en el pasado. Prestando poco o ningún caso a tales recomendaciones, ignorando olímpicamente del interés ofi cialista por tal evento, se pretende dar la vuelta del revés a tales pretensiones promoviendo un ejercicio dis-tinto de confrontación con el pasado. Ello implica profundizar en el signifi cado del pasado inmediato vivido por las generaciones adultas (la transición a la democracia) a través del descubrimiento y recons-trucción del mismo desde y por la experiencia de aprendizaje de las jóvenes generaciones de los estudiantes; y ello muy especialmente recurriendo a la interpelación a sus mayores mediante documentos orales, audiovisuales y otras técnicas de aproximación a la realidad. La interpelación y el diálogo constituyen parte insoslayable de una educación ciudadana que mira hacia atrás tomando como punto de partida lo que nos preocupa de la actualidad. Ahí reside el potencial de una educación histórica de la memoria (y el olvido).

Éstas eran algunas de las ideas-fuerza que se desenvolvían du-rante los dos primeros trimestres y parte del tercero, a modo de pro-gramación paralela a los estudios ofi ciales. Así, desde las aulas de Ciencias Sociales se extendía en un abanico variado de actividades por todo el centro. En efecto, poco después de su aprobación en la comisión de la semana cultural (semana promovida desde la direc-ción y que ya acredita una estupenda solera), parte de este subpro-grama se incorporó al plan de trabajo de actividades culturales del instituto, que suele tener un escenario central en el patio interior y el salón de actos. Por entonces ya funcionaba, en las clases habituales y en los preparativos de todo el programa, un local ad hoc, el gabi-nete de Geohistoria (lugar que constituye una suerte de laboratorio de Ciencias Sociales, cuyas características explicaremos con detalle en el siguiente capítulo) desde donde se coordinaba el conjunto. Lo cierto es que en el transcurso y desenvolvimiento de Memorias y ol-vidos de la transición y la democracia quedó acuñada la imagen de un procedimiento de trabajo que se ha venido fi jando y repitiendo, con ligeras variaciones hasta ahora. A saber, el programa de cada año parte de mi iniciativa y la del Departamento, y se extiende, te-niendo el apoyo de la dirección, por todo el centro más o menos en función de la respuesta de profesores y alumnos. Se concentra, en razón de mi dedicación horaria, en alumnado de Ciencias Sociales de cuarto de la ESO y segundo de Bachillerato (de Historia y Geo-grafía), que son los que siguen una secuencia de trabajo que se inicia en los espacios y tiempos de las clases ordinarias y se va ampliando a otros espacios, tiempos y tareas de distinto orden y formato.

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. LOS DEBERES DE LA MEMORIA COMO PROGRAMA Y PROBLEMA EDUCATIVO

La secuencia de tratamiento de Memorias y olvidos… se inició el primer trimestre y alcanzó su máxima intensidad entre fi nales del segundo y comienzos del tercero. Se diría que la lógica educati-va del asunto tiende a seguir este camino: primero, se plantea y es-tudia el problema en las aulas (o, en nuestro caso, en su equivalente que es el gabinete de Geohistoria); después, una vez formulado un proyecto de trabajo de fi n de curso por cada grupo de alumnos, se inicia un largo proceso de realización; por último, el trabajo se hace público en la exposición abierta en el patio interior del centro y en el maratón de presentaciones del salón de actos, como colofón de la semana cultural.

En las primeras semanas, tras la formulación por escrito y ver-bal de lo que queríamos, concebimos, a modo de preparación previa y entrada en situación, el estudio de un tema monográfi co titula-do Características del conocimiento histórico e interpretaciones de la historia de España. Cada alumno debía presentar a fi nales del trimestre un informe-memoria con este título. Principalmente las orientaciones del profesor iban dirigidas a dotar al alumnado de los rudimentos para acceder a la confección este tipo de trabajos (bús-queda de información en el gabinete de Geohistoria que dispone de cuatro ordenadores permanentemente conectados Internet; pro-yección de documentos audiovisuales; rudimentos de métodos de investigación social a través de entrevistas; consulta en la biblioteca de centro y en el departamento; sistema de fi chas y referencias bi-bliográfi cas y de material audiovisual). La posibilidad de consulta, a lo largo de todo el curso, se ampliaba fuera del horario docente con una tarde a la semana durante tres horas de libre disposición para recogida de información y asesoramiento del profesorado, o reunio-nes de los grupos de trabajo formados por los alumnos.

Durante esta inicial fase de preparación, la situación más fre-cuente de aprendizaje en el aula se verifi caba como trabajo en gran grupo con documentos seleccionados por el profesor, principal-mente textos historiográfi cos que interpretan de manera diferente el signifi cado de la historia de España, particularmente referidos a la transición. A ello se añadían aportaciones de informaciones in-troductorias del profesor sobre el tema del año mediante sesiones de explicación, esquemas cronológicos y aclaraciones sobre hechos y conceptos, complementados con alguna proyección audiovisual y mapas históricos. La pretensión principal era que los alumnos cap-taran lo que siempre hay de presente en las sucesivas explicaciones del pasado.

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El adiestramiento en estos rudimentos del trabajo intelectual, culminaba con la enunciación de un proyecto de trabajo de cada equipo de alumnos, que se elaboraba principalmente en el transcurso del segundo trimestre. En realidad, entre enero y abril se desarrolla-ba, dentro y fuera de aula, al tiempo y en paralelo al programa ofi cial de historia de España, Memorias y olvidos de la transición y la de-mocracia. El horizonte de las elecciones de marzo de 2004 favoreció un estudio recurrente de la Constitución de 1978 y las normas elec-torales que la desarrollan (se hizo una simulación electoral muy sin-tomáticamente expresiva del ambiente político que explica el cambio de Gobierno que entonces se produjo). Ahora se trataba de que todos los alumnos, individualmente o en grupo, presentaran un trabajo en soporte escrito y en power point, con opción a la incorporación de entrevistas y otras fuentes audiovisuales. Todo ello se completaba con su participación voluntaria en otras actividades: una exposición sobre la transición abierta al público en el patio central del instituto; una excursión Madrid bajo el lema Lugares de la transición y del po-der y una presentación masiva en el salón de actos con motivo de la semana cultural del centro (que incluía varias conferencias, una mesa redonda y una jornada de exhibición y comentario de las presentacio-nes en power point que resumían los trabajos de los alumnos).

La exposición, montada con el concurso de los recursos hu-manos del proyecto de biblioteca de centro y la colaboración de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez (que, gracias a los buenos ofi -cios de otro profesor del Seminario Fedicaria-Salamanca, Honorio Cardoso, nos proporcionó una serie muy completa de facsímiles de prensa), fue inaugurada en el mes de marzo, y se convirtió en el lu-gar central de la semana cultural y de las explicaciones sobre la his-toria de la transición impartidas a los distintos grupos de alumnos. Contó con materiales y testimonios del alumnado y profesorado in-teresado en el tema. Y durante un par de meses permaneció abierta al público en general y a las visitas concertadas de otros institutos de Salamanca.

La excursión a Madrid, Lugares de la transición y el poder, bus-caba dar un soporte geográfi co y material a los «lugares» espaciales de la memoria y el olvido. Se hizo un recorrido, con una guía de observación previamente repartida, una parte en autobús y otra a pie, por los lugares institucionales del poder (Palacio de la Moncloa, Tribunal Constitucional, Tribunal Supremo, Congreso de los Dipu-tados, Senado, etc.), por los recuerdos (arco conmemorativo de la victoria franquista, plaza de Oriente, atentado de Carrero Blanco,

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. LOS DEBERES DE LA MEMORIA COMO PROGRAMA Y PROBLEMA EDUCATIVO

matanza de los laboralistas de la calle de Atocha, grandes aveni-das de las principales manifestaciones por la democracia, etc.), con especial atención a la estación de Atocha donde se rendía (y rendi-mos) emotivo recuerdo a las víctimas del atentado del 11 de marzo, que se había producido un mes antes. Por la tarde, se concluyó con visita la Senado.

En el mismo mes de abril tuvo lugar la presentación pública de trabajos en el salón de actos durante desde las 11 de la mañana has-ta las 15 horas. Esta especie de maratón de trabajos, que normal-mente se exhibieron en formato de power point, fue precedido por una mesa redonda en la que estaban presentes un periodista espe-cialista en la transición en Salamanca, una antiguo alumno actual profesor universitario de Derecho Político, una madre del Consejo Escolar, un profesor de historia del centro y un alumno del diurno y otros de educación a distancia. Tras la intervención de cada uno de ellos, muy vinculada a su experiencia personal directa en el caso de los no estudiantes, se ocasionó un interesante debate sobre los alcances de la transición y la democracia, con interpelaciones entre asistentes mediante las que las reglas de simetría y de poder rei-nantes en la institución escolar quedaron muy netamente reblan-decidas. A continuación, tras un breve descanso, se efectuó la ex-posición de trabajos del alumnado con las pertinentes aclaraciones, preguntas y respuestas.

Entregados los trabajos de fi n de curso a los profesores (los de mis dos grupos de alumnos versaban bien sobre una visión global de la transición, bien desde una aproximación más temática (la mujer, la vida cotidiana, la música, etc.), se aprovecharon un par de clases para comentar sus resultados y los del conjunto de la experiencia.

La coincidencia del curso con asuntos de gran trascendencia como fueron los atentados del 11-M y el cambio de Gobierno en Es-paña dieron una especial intensidad emotiva a todas las cuestiones, especialmente la visita al entonces reciente y espontáneo memorial de la estación de Atocha. La excepcional valía humana e intelectual del alumnado de este año dejó en mí un recuerdo imperecedero. Nunca antes, después de tantos años de ocupación docente, supe apreciar lo que se puede aprender de lo que uno puede enseñar. Y cómo el educador puede y debe ser educado por los educandos.

–Todos somos extranjeros: curso 2004-2005Al año siguiente, continué dentro del mismo esquema. Todos somos extranjeros era el nombre que dimos en el Proyecto Cronos de Cien-

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LOS DEBERES DE LA MEMORIA EN LA EDUCACIÓN

cias Sociales 12-16 a una de sus unidades didácticas. Ahora, en el cur-so 2004-2005 fue la designación de un conjunto de actividades que buscaban, en coherencia con una de las estrategias promovidas por la didáctica crítica, ponernos ante la problematización de las raíces de nuestras identidades. A tal fi n seleccionaron dos temas de actua-lidad: el nacionalismo vasco y la inmigración. Dentro del Departa-mento participaron todo el alumnado de Geografía de Bachillerato, tres cursos de Historia de España de segundo de Bachillerato y un par de cursos de ESO. Por aquel entonces los asuntos de actualidad se cifraban en el célebre Plan Ibarretxe y el debate sobre la regulari-zación de los inmigrantes sin papeles. En esta ocasión, el título pasó a ser la enseña de la semana cultural del centro, donde hubo partici-paron de sociólogos como Mariano Fernández Enguita, historiadores como Manuel Redero, el párroco de un barrio de inmigrantes, grupos musicales, teatro, bailes, etc.. Y también cobijó la idea de un par de exposiciones, una del Departamento de Orientación (paneles monta-dos por el alumnado inmigrante sobre sus países de procedencia, que representaba a más de veinte estados del mundo), y otra de Manos Unidas sobre la globalización. Este año, pues, excepcionalmente, el alumnado de Ciencias Sociales no participó como tal en el montaje de la exposiciones, pero sí en otras actividades: La encuesta sobre in-migración e identidades de pertenencia nacional, la excursión al País Vasco a poco de terminar las elecciones autonómicas, la semana cul-tural y el maratón de trabajos que se hizo en el mes de abril.

A modo de muestra, el texto matriz de todas las actividades, como puede verse, recoge ideas-fuerza inspiradas en congruencia con nuestra concepción de la didáctica crítica. Así lo formule y pre-senté al resto de la comunidad educativa:

La verdad es que, si bien se mira, mujeres y hombres, nacidos aquí o allí, de esta familia o de aquélla, todos somos a un tiempo igua-les y distintos, pues carecemos de una esencia individual o colectiva (lingüística, nacional, geográfi ca, biológica, etc.) que nos haga radi-calmente diferentes a los demás. Sólo poseemos la patria común de nuestra frágil condición humana y sólo a partir de ella es posible pensar y mirar sin ánimo excluyente ni aceptación acrítica las múl-tiples identidades culturales que hoy concurren cada vez más en las sociedades en las que vivimos.

Las identidades de los individuos y los grupos, los valores, nor-mas y costumbres en los que se sienten representados, se forjan en el curso de la historia y, por lo tanto, son una construcción social más o menos consciente o deliberada. La educación en valores debe

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tratar de descubrir lo que se aloja detrás de nuestras identidades, las condiciones de clase, género y etnia que las moldean, lo que tienen de prejuicio y afi rmación frente al «otro». En cierto modo, una for-mación racional y crítica requiere ahondar en la cara oculta de las identidades culturales, generando situaciones en las que sea posible procesos de identifi cación y desidentifi cación respecto a lo que pen-samos y sentimos. Ello obliga, por un lado, a sentirnos extranjeros de nosotros mismos (en cierto modo, a pensar contra nosotros mis-mos) y, por otro lado, a considerarnos compatriotas en ese espacio comunitario y público que ofrece la democracia.

La esfera pública (y el sistema escolar es una parte no despre-ciable de la misma) es el lugar desde donde se nos permite recons-truir crítica y refl exivamente, mediante el uso de la palabra y el diá-logo, las normas y valores que se da la comunidad. El uso público de la educación implica la generación de situaciones y contextos en los que sea posible aprehender, vivir y repensar los valores que dan fun-damento a una ciudadanía responsable y capaz de gestionar el poder y el saber dentro de un marco institucional democrático.

Estas consideraciones preliminares vendrían a constituir un primer núcleo de ideas con las que se pretende generar un progra-ma de actividades del Departamento y extraescolares capaces de poner en funcionamiento los resortes de una auténtica educación para la democracia más allá de las políticas culturales al uso. Ello implica participación abierta a toda la colectividad relacionada con el centro educativo, y en su caso con otros centros e instituciones sociales.

Tras esta declaración de principios en forma de invitación a participar, se formulaba con más precisión los temas-problemas educativos que iban a ser objeto de estudio: la diversidad cultural, las identidades individuales y colectivas y la convivencia en las so-ciedades multiculturales.

En fi n, el problema social relevante, las causas que producen identidades generadoras de exclusión social y confl icto nacionalista, se concretaban, dentro y en paralelo de la programación de segundo de bachillerato (se dedicaba a ello un cuarto del tiempo disponible desde comienzos de curso hasta fi nales del mes de abril), en las asig-naturas de Geografía de España y en Historia de España, con dos te-máticas orientadoras del trabajo de fi n de curso y de la multiplicidad de actividades colaterales. En Geografía el marco temático se cobi-jaba bajo el nombre de España, país de emigrantes; España, país de inmigrantes, mientras que el título España como proyecto político en

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LOS DEBERES DE LA MEMORIA EN LA EDUCACIÓN

la época contemporánea. Entre centralismos y nacionalismos servía de cobertura común a las actividades realizadas desde la asignatura de Historia de España. En ambos casos el deber de memoria se ejer-citaba a través de la exploración histórica de dos de los problemas de más actualidad. La memoria de la España peregrina tras la Guerra Civil y la posterior emigración a la Europa desarrollada se contra-ponía a una España que cambia de origen a destino de los fl ujos de población ocasionados por el desarrollo desigual de las sociedades capitalistas de ayer y de hoy. Y en Historia de España se entraba en el estudio de la construcción histórica de las identidades territoriales, lo que constituye un deber de memoria para distanciarnos de nues-tros ancestros culturales y practicar un cierto relativismo nacional y una cierta confrontación con la formas estatales y no estatales de suma violencia política en nombre de esencias territoriales o de otra especie, que no había dejado de estar presente en casi todos los proyectos fedicarianos. En ambos casos se trataba de deseternizar lo dado (las creencias, percepciones y prejuicios) sobre los que ima-ginamos, creemos y tratamos como los «otros». A tal fi n la realiza-ción de una amplia encuesta, sobre ambos temas, gestionada por los alumnos fue material de primera importancia, tanto en el proceso de estudio como en la presentación fi nal de trabajos en el salón de actos. Al fi nal, 96 alumnos y 26 grupos participaron directamente en estos trabajos que se extendieron y divulgaron por el conjunto del instituto.

Finalmente, al curso siguiente, tuvo lugar la más reciente de las experiencias (y la más completa, que destriparemos con más detalle en el último capítulo) de Los deberes de la memoria. Se llamó Si quieres la paz, para la guerra. Desarrollada durante el curso 2005-2006, pretendió acudir a la memoria de la Guerra Civil, a modo de contraconmemoración, tal como ya habíamos ensayado en Memo-rias y olvidos de la transición y la democracia. Su contenido y pro-cedimiento, que explicaré en el capítulo 4, venía a ser una recapi-tulación mejorada de lo hecho hasta entonces. Podría decirse que ahora acababa de cerrarse el círculo de la memoria como problema educativo. El estudio de la guerra, en este caso, se trasmutaba en un deber de memoria hacia los vencidos, pero también en el centro de una educación antibelicista, que, de alguna manera, empezara con las ya aludidas Lecciones contra la guerra.

Esta voluntaria reincidencia temática y la recurrencia de mé-todos de trabajo han hecho posible estabilizar, con no pocas difi -cultades, pese al apoyo de la dirección del instituto y de una parte

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. LOS DEBERES DE LA MEMORIA COMO PROGRAMA Y PROBLEMA EDUCATIVO

del profesorado, un espacio de enseñanza de los problemas que nos afectan capaz de rebasar el aula de ciencias sociales y llegar a con-vertirse en el motor de actividades en las que se plasma un nuevo uso público de la historia. Esos usos públicos de la historia pueden efectuarse de maneras muy diversas y nada normativas, pero para su realización práctica es necesario entender el centro como un espacio público, como una porción de la esfera donde se forma la ciudadanía, y para ello se requieren no sólo concertar voluntades y esfuerzos de los protagonistas educativos del centro, sino también cuestionar y transformar los escenarios materiales y las rutinas cro-noespaciales que acompañan el cotidiano discurrir de la vida esco-lar. De los usos públicos de la historia y de los espacios que facilitan su extensión hablaremos en el capítulo que sigue.

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CAPÍTULO

Usos públicos de la historiaen los escenarios escolares

.. DEBATE HISTORIOGRÁFICO Y USOS PÚBLICOSDE LA HISTORIA

La educación, decía Aristóteles en su Política, ha de ser pública. Y la escuela, claro, también. Parece razonable pensar, en consecuen-cia, que una didáctica crítica haya de dirigirse a constituir un ar-mazón cognitivo y afectivo capaz de hacer al ciudadano digno de tal nombre. Pero, si se observa con atención, lo público es siempre un ámbito en perpetuo fl uir y en constante construcción. J. Haber-mas (2004) remonta al siglo XVIII la aparición de la esfera pública, la Öff entlichkeit, nuevo espacio de relaciones sociales que posibilita la formación de una opinión civil independiente del poder estatal. En el contexto de esta larga traza evolutiva se inscribe la propuesta del uso público de la historia en la escuela.

Como es bien sabido, este concepto se utilizó por primera vez en 1986, con motivo de la llamada disputa de los historiadores alema-nes (la Historikerestreit). La polémica de los historiadores alemanes, primero, en los años ochenta y luego en los noventa (tras la publica-ción en 1996 del libro de D. J. Goldhagen, Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto; y muy recientemente los asuntos que, en el año 2006, salpicaron el pasado de G. Grass, por confesión autobiográfi ca, o las acusaciones que J. Fest lanzó en sus memorias contra el mismo J. Habermas), ilustra espléndidamente cómo a menudo la construcción de una cambiante memoria se oca-siona en mitad de batallas públicas por el signifi cado del pasado.

En ese marco de controversia abierta, Habermas adivina que más allá del debate académico, existe una nueva dimensión de la

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LOS DEBERES DE LA MEMORIA EN LA EDUCACIÓN

historia: la dimensión pública en la formación de la identidad de-mocrática de los ciudadanos. Y así acude a la idea de «uso público de la historia», que es término descriptivo de lo que estaba pasan-do: la historia al hablar de las relaciones entre el hoy y el ayer, y el futuro, devino asunto de interés común, pasó a la esfera donde se forja la opinión pública. Ahora bien, el concepto «uso público» de la historia servía a Habermas para sostener algo así como que la historia era un asunto demasiado importante para dejarlo sólo en manos de historiadores. En su célebre artículo Sobre el uso público de la historia (Habermas, 2000), distinguía dos destinatarios de la historiografía: el gremio de historiadores y el público en general. Pero, siendo de innegable valor este uso público de la historia, no resulta sufi ciente para lo que entiendo por deberes de la memoria. Éstos precisan de un abanico más amplio de los conceptos de esfera pública y de usos públicos de la historia. Desde el campo de la his-toriografía fue el italiano, N. Gallerano (1999), con su La verità de-lla storia. Scritti sull´uso publico del passato, protagonista de la ba-talla contra el revisionismo historiográfi co italiano a propósito del fascismo, quien propuso un empleo menos restrictivo que el haber-masiano (Pasamar, 2003; Peiró, 2004). Para él había que multiplicar las plataformas a las que llevar el debate sobre el pasado, no dejando los media en manos del revisionismo interesado o de la mera tri-vialidad de la historia como entretenimiento. Ahí debe situarse hoy esa didáctica crítica que propende a convertir los centros, merced a programas como Los deberes de la memoria, en polos de la esfera pública de la democracia donde se practican usos educativos de ca-rácter alternativo.

.. LA GESTIÓN POLÍTICA DEL PASADO RECIENTEEN ESPAÑA

Eso que llamamos España, cuando lo hacemos objeto de conoci-miento histórico, tiene un problema de identidad borrosa: todos sa-bemos de lo que hablamos, pero somos incapaces de ponernos poco o mucho de acuerdo sobre la naturaleza y designación de la criatura (nación cultural, nación de ciudadanos, nación de naciones, Estado plurinacional, artefacto estatal, etc.). Ocurre a menudo que los paí-ses europeos donde fl oreció el fascismo han quedado, como vimos

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. USOS PÚBLICOS DE LA HISTORIA EN LOS ESCENARIOS ESCOLARES

en el caso de Alemania, escindidos entre lo que son y lo que fue-ron. Sucede, sin embargo, que Alemania e Italia, frutos tardíos de la formación de estados nacionales, gozaron de la oportunidad de ver la trágica destrucción y condena de los regímenes totalitarios y de algunos de sus más sobresalientes líderes. De ahí que en ellos el pa-sado nacional fascista se denuncie desde la naturaleza democrática del presente. Así, la nación de ciudadanos, el patriotismo constitu-cional, adquiere, por ejemplo en Alemania, pleno sentido a la hora de exorcizar, expulsar de la comunidad política de los vivos, la pesa-da carga del ayer, tal, como una vez más viene a demostrar el aff ai-re G. Grass. De hecho, «mientras los alemanes llevan sesenta años tratando de explicar lo inexplicable –el Holocausto-, los españoles han dado la espalda a su pasado y se niegan a hacerse cargo de su historia reciente» (Sotelo, 2006, 29-30). Más cierto sería el aserto y la imputación de I. Sotelo si cambiamos «los» por «algunos». Por su parte, en Portugal, la revolución de los claveles lanzó al basurero de la historia lo que quedaba del salazarismo. España en esto también fue diferente. Constituye la última gran anomalía de su historia.

En la España de los treinta últimos años, el ritmo del tic tac de la memoria y el olvido, y los usos públicos de la historia, han venido marcados preferentemente por las necesidades coyunturales de la vida política partidaria y subordinadamente por las políticas de la cultura dentro de las que también han tenido su voz, hasta hace poco en tono muy menor, los historiadores profesionales. En fi n, proseguimos estando entre el olvido o la santifi cación del pasado.

Un manto de complicidad consentida se extiende como una sombra sobre una democracia levantada sobre las ruinas de una dictadura que nunca fue demolida. Que la actual democracia se haya montado con el amplio consentimiento de capas que en su día apoyaron la dictadura y que hoy, sin renegar un ápice de ello, con-sideran inmaculado su pasado, expresa un défi cit democrático pro-fundo y un obstáculo duradero para ejercer en el futuro los deberes de la memoria. Hoy por hoy esa no aceptación expresa del pasado como injusticia difi culta cualquier tipo de memoria sobre la parte más confl ictiva de la historia de España, que así queda presa ineluc-tablemente de dicotómicos esquemas mentales de guerra civil.

Estos deberes en el caso español han evolucionado muy ceñi-dos a la situación política y a un irregular discurrir historiográfi co. La memoria de los periodos más recientes de la historia de España (la II República y la Guerra Civil, la dictadura de Franco y la tran-sición) ha sido gestionada desde las diversas fuerzas políticas parla-

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LOS DEBERES DE LA MEMORIA EN LA EDUCACIÓN

mentarias, en la mayor parte de los casos, de manera oportunista, coyunturalista y no sistemática. Por su parte, el gremio de los histo-riadores se ha adaptado a las circunstancias y su creciente profesio-nalización mayoritariamente ha derivado en una suerte de desnuda adoración del éxito, de esa idolatría de lo existente a la que aludía en el primer capítulo. No deja de ser sintomático que una buena parte del reciente movimiento por la recuperación de la memoria a través de la exhumación de cadáveres y recuento de víctimas e identifi ca-ción de verdugos haya quedado, como describe Espinosa (2006), en manos de afi cionados con algún agravio familiar pendiente de lim-piar. En general, políticos e historiadores, salvo pequeñas excepcio-nes reducidas a la marginalidad, saludan y se inclinan reverencial-mente hacia el presente, suma realización de la democracia. Discre-pan eso sí, como se ha podido apreciar recientemente con motivo del vulgarmente llamado proyecto de Ley de la Memoria Histórica, en lo que el pasado supuso para ese presente y en lo que se debe recordar y olvidar.

Buena parte de la historiografía académica se apuntó al plan-gossianismo que sacraliza lo existente como el mal menor y lo me-jor entre lo posible. Por su parte, las fuerzas parlamentarias plega-ron, dentro de la lógica funcional del reinante bipartidismo imper-fecto, su gestión política de la memoria a las causas mayores de la oportunidad y a la razón de Estado (los arcana imperii que decía Maquiavelo); de modo que se fraguó, en plena transición, pese a la persistente oposición a admitirlo por parte de S. Juliá (2006), un pacto no escrito de olvido, una «amnesia colectiva», una política de la desmemoria consensuada.

Ese modelo reconciliador del pacto no escrito de la transición, basado en una mezcla de humanismo abstracto y camaleonismo político impuesto por la presión de los poderes fácticos, prosiguió en la feliz gobernación socialista en virtud de una letal combina-ción de desprecio por el pasado sufriente y de exaltación de nue-vo rico por el hoy, o alternativamente de glorifi cación de las gestas nacionales, mediante todo tipo de ceremoniales conmemorativos bajo el signo de la modernización socialista (recuérdese el trucu-lento montaje del V Centenario del Descubrimiento de América). Por aquel entonces Alfonso Guerra, uno de sus más afamados pro-tagonistas del pacto constitucional, consideraba la guerra, la pos-guerra, y sus protagonistas como pura arqueología (Espinosa, 2005, 84). El Gobierno de Felipe González, con motivo del cincuentenario de la guerra declararía solemnemente que «una guerra civil no es

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un acontecimiento conmemorable». Un dato para el recuerdo: en 1987, en un parlamento de mayoría absoluta del PSOE, se designó como fi esta nacional el día 12 de octubre. Para que luego digan que la izquierda no quiere a España. La quiere, sí, y cuanto más impe-rial, mejor.

Si Guerra y González juzgaba arqueológico el interés por las víctimas de la contienda civil (hoy parecen haber cambiado de opi-nión: arrepentidos quiere Dios), ya puede imaginar el lector que el transatlántico huésped de la Moncloa entre 1996 y 2004, José María Aznar, no mostrara tampoco entusiasmo alguno y considerara el asunto de lejanía y antigüedad semejante a los cómputos tempora-les de lo geológico y lo astrofísico. Ni siquiera en su fugaz y efímera etapa liberal azañista (cuando en alguno de sus libros, como hiciera también el sedicente periodista F. J. Losantos, quiso, para escándalo de muchos, reapropiarse de la fi gura del presidente republicano), ni, por supuesto, más tarde, puso su empeño en superar el pasado de la guerra y el franquismo.

Desde luego, no son pocas las responsabilidades de una dere-cha incapaz de superar el pasado (es decir, de juzgarlo y condenar-lo). Y tampoco quedan mancas las que tocan a la izquierda, sobre todo del PSOE. Éste rompió las reglas del juego reconciliador en las elecciones de 1993 cuando, ante el cerco político-mediático alimen-tado por casos de corrupción y criminalidad de Estado, reinició el uso de la guerra como arma arrojadiza contra la derecha «facha». Pasadas las elecciones las aguas volvieron a su cauce, pero en la se-gunda mitad de la década de los noventa asistimos a un deterioro del pacto de silencio y olvido. El nuevo movimiento por la recupera-ción de la memoria y la exhumación de los cadáveres, que había sido frenado en seco tras el tejerazo, la aparición del contundente libro colectivo dirigido por S. Juliá sobre Las víctimas de la Guerra Civil, la segunda mayoría parlamentaria (ahora absoluta) del PP, en 2000, acabó por poner en quiebra el viejo modo de gestión política de la memoria. Ante el fi rme propósito y las no pequeñas expectativas de que la derecha quedara perpetuada en el gobierno nacional, El PSOE empezaba a descubrir y explotar la posible rentabilidad elec-toral de emplear su duradero e incombustible imaginario histórico como el partido que perdió la guerra defendiendo una democracia como la que ahora tenemos.

Al mismo tiempo ocurrió que algo empezaba a moverse en las políticas de la cultura, inscritas cada vez más en una deriva neoli-beral y postmoderna alimentada por el derrumbe del comunismo y

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la presencia cada vez más invasiva del discurso neoliberal, dentro de una intelectualidad que, en casos muy señalados entre algunos de los hoy pensadores orgánicos al servicio del PP, FAES y aleda-ños, renegaba de su propia biografía y descubría con alborozo que se puede ser listo y de derechas, y que además tal ecuación no es incompatible con la acumulación de pingües ingresos monetarios. Y en ésas… llegó Pío Moa. Este audaz y prolífi co fabricante de libros y paladín del regreso a la interpretación franquista de la IIª Repú-blica y de la Guerra Civil, que ya roturara en plena dictadura el in-signe hermeneuta Ricardo de la Cierva, ha pasado del GRAPO, con el apodo de «camarada Verdú», a celebérrimo huésped de las bi-bliotecas domésticas de la gente bienpensante, o sea, de la derecha española. Baste consultar sus aportaciones al número inaugural de una singular revista de quiosco (Historia de Iberia Vieja) para ob-servar el procaz y esencialista nacionalismo español, asentado en la vetusta trama discursiva franquista y antes menendezpelayista. En un artículo titulado ¿Desde cuándo existe España? No se arredraba en asegurar: «desde Leovigildo» ¡Qué peso se nos quita de encima!

Los píos, Losantos (Jiménez), los Marco, los Aznar y otra fi na intelectualidad ocasional han armado la gresca que en España sus-tituye a la más sólida Historikerstreit de los historiadores alemanes. Ésta es la tropa intelectual que, en compañía de algún historiador conservador de toda la vida protagoniza la versión hispana del re-visionismo y el uso público de la historia. Pero aquí no hay un Ha-bermas (Savater está en las carreras) y Pío Moa, pese a los elogios de Payne, no es un Nolte. Ni siquiera es alguien a quien los historiado-res serios se suelan molestar en contestar (espero que al menos lean sus textos). La historia se repite siempre, como sabemos, en forma de caricatura.

Y así seguimos, parafraseando a Todorov, entre la sacralización y la banalización. Por añadidura, el revisionismo historiográfi co y la impresionante fl oración de una literatura histórica de quiosco (en-tre 1998 y 2005 aparecen cinco nuevas revistas de divulgación), a más de la montaña de documentales históricos, da pasto a un ham-bre de historia (Casals, 2004). Pero tal mercado de pasado no ha favorecido un deber de memoria, sino más bien, en muchos casos, ha servido para promover una trivial literatura de coleccionismo, de culto a los grandes enigmas de la historia y de variopinto en-tretenimiento, o bien para efectuar un lavado de conciencia en la generación de los nietos y biznietos de quienes hicieron la guerra, que, en compañía de los hijos (éstos son los que escriben), se han es-

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forzado en relegitimar y enaltecer la memoria de los que en la gue-rra lucharon al lado de la verdad. Todo ello con el feliz concurso de una Iglesia católica todavía empeñada en canonizar a sus mártires y totalmente incapaz de pedir perdón por su complicidad con la dic-tadura. Fue noticia que cuando Benedicto XVI visitó Auschwitz se interrogara sobre dónde pudo estar Dios en ocasión tan inhumana. El asunto se ha tematizado como el misterio teológico del silencio de Dios. El silencio de la Iglesia católica española no comporta mis-terio alguno.

No obstante, estos silencios culpables y el revisionismo histo-riográfi co neofranquista se enfrentan a un cada vez más fuerte mo-vimiento de recuperación de la memoria, que hizo presión sobre el gobierno del PP. El 20 de noviembre de 2002, coincidiendo con el aniversario de la muerte de Franco, en la Comisión Constitucional de Congreso se aprueba por unanimidad una enmienda transaccio-nal referida al «reconociendo moral de todos los hombres y mujeres que fueron víctimas de la Guerra Civil española, así como de cuan-tos padecieron más tarde la represión de la dictadura franquista». Se ha interpretado la votación favorable de la derecha como una es-trategia para evitar una condena de la dictadura al no reconocer la responsabilidad directa de la misma y camufl arla bajo la expresión «regímenes totalitarios», al encasillar a todas las víctima, de un bando y otro, en el mismo lugar y desactivar de manera defi nitiva el asunto mediante una especie de ley de punto fi nal, al estilo de la en-gendrada con la Ley de amnistía de 1977 (Gálvez, 2005, 44-45). Sea como fuere, este reconocimiento moral fue el listón más alto al que llegó un PP forzado por los acontecimientos. Desde entonces no ha existido ningún consenso y se ha pasado a entrar en una batalla de la memoria en la que ahora la izquierda en su totalidad y los parti-dos nacionalistas han dejado la reconciliación como motivo temá-tico a favor de la reparación. Tras la victoria electoral del PSOE, en consejo de ministros celebrado en junio de 2004 en León se acordó la creación de una comisión interministerial para la resarcir a las víctimas de la guerra y el franquismo. Antes instituciones como el Gobierno vasco, la Generalitat de Catalunya, la Junta de Andalucía y el parlamento de Navarra se habían adelantado tomado medidas de reconocimiento y ayuda a la recuperación de la memoria históri-ca de las víctimas.

En esa circunstancia de reparación necesaria, el uso público de la historia ha proliferado en el año de 2006, declarado parlamen-tariamente, con la oposición del PP, de la memoria histórica, pero

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dentro de una dinámica de guerra civil, pues la superación del pasa-do no es posible sin una terminante denuncia del mismo por todas las fuerzas democráticas. La izquierda aprovecha electoralmente el tema y la derecha se resiste a hacer imputaciones a sus ancestros, o las hace a regañadientes o de manera incompleta. En el momento de terminar de escribir este libro, en la primavera de 2007, el acuerdo ente PSOE e IU parece haber desatascado las posibilidades de apro-bación parlamentaria. La reacción del PP y de algunas otras fuerzas anuncia la imposibilidad de una ley de reparación de las víctimas que supere la actual división política acerca del pasado de la guerra y la dictadura.

La incapacidad de un acuerdo sobre este tema resulta sintomá-tica de profundas carencias. En la España actual, cuando tenemos a la vista el treinta cumpleaños de la constitución, el agujero de la memoria es de tamaño descomunal. Y tal socavón no se arregla con un leve rellenado de historia escolar. De ahí que dentro de las polí-ticas de la cultura, en la que se inscribe la didáctica crítica, todavía sea necesario reclamar un deber de memoria y un nuevo uso públi-co de la historia para la educación de las jóvenes generaciones. En el epígrafe siguiente trataré de ver cómo el ambicioso programa de la didáctica crítica exige también un modesto refl exionar, imaginar y hacer a propósito de los marcos cronoespaciales donde se plasma y escenifi ca nuestro trabajo diario.

..-TIEMPOS, ESPACIOS Y ESCENARIOS DE LOS DEBERES DE LA MEMORIA

3.3.1. Comprender y desactivar los tiempos y espaciosdel código disciplinar

La escuela de la era del capitalismo es por antonomasia espacio de encierro y separación «in qua novelli animi ad virtutem forman-tur», al decir de Comenius, el cual la consideraba offi cina, auténtico taller de criaturas humanas. La arquitectura escolar envuelve a ese taller de subjetividades constituye todo un programa silencioso pero denso al servicio de las fi nalidades implícitas y explícitas de la insti-tución (Escolano, 2000 y 1993-1994; y Viñao, 1993-1994 y 1998). El tipo de distancia y lejanía del conocimiento escolar se corresponde

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con las formas simbólicas y materiales que se plasman en la propia arquitectura. Los cuadros horarios y la correspondiente retícula de asignaturas tejen una resistente malla de usos del tiempo. A poco que nos fi jemos, las formas hablan del fondo. Todo centro educativo es un microcosmos de normas espaciales y de órdenes temporales en el que se condensan relaciones de poder-saber.

Para empezar, la entrada y la fachada de todo contenedor edu-cativo emiten un mensaje hacia fuera y hacia adentro. Las verjas, vallas y demás artifi cios marcan la distancia y la separación. La morfología exterior sugiere simbólicamente el uso del interior. El interior es el mundo que alberga una escritura silenciosa de las fun-ciones cotidianas, y se amolda y sostiene merced a un orden espa-cial celular y a un cronosistema mecánico más o menos estricto.

Si se estudia la historia arquitectónica de los institutos, cosa que suelo hacer con mi alumnado del CAP posando la mirada sim-plemente sobre las publicaciones de la Dirección General de Ense-ñanza o similares, se puede adivinar lo que cambia y continúa entre el modo de educación tradicional elitista y el tecnocrático de masas. De la espectacular imagen del poco más medio centenar de centros de bachillerato decimonónicos, algunos de ellos rehechos de nueva planta, aunque manteniendo parecida carga simbólica, en las pri-meras dos décadas del siglo XX, se desprende un halo de orgullosa prestancia de éstos, que gustaban llamar sus directores templos del saber. A menudo acudo a un grabado a plumilla de 1888 en el que se, describía y promocionaba el Instituto Cardenal Cisneros de Madrid: «en nuestro grabado (dibujo del natural) damos el interior de una de las aulas y la vista de la escalera principal, verdadera obra de arte que ha de producido saludable impresión en el ánimo de los jóvenes alumnos, infundiéndoles respeto al ingresar en el santuario de las ciencias y las letras» (Archivo y Biblioteca del centro). El dibujo, en efecto, muestra un edifi cio de soberbias proporciones realzadas por la grandiosidad ostentosa de una escalera principal que ponía en comunicación sus tres plantas y por la que deambulan personajes con chistera y levita; el aula que el dibujante superpone a la vista de la escalera no tiene desperdicio: espacios grandes, generosos venta-nales, disposición en grada de los asientos del estudiantado (todos de género masculino) en forma de semicírculo cuyos radios van a parar al centro del estrado donde se distingue la fi gura del catedrá-tico, que ocupa su sede y aparece en actitud disertadora ante el res-petuoso silencio de dos ayudantes sentados a su vera. Pizarra, dosel con el santo patrón, doble puerta (una para acceso del catedrático y

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otra para el público estudiantil), completan los elementos de todo un programa simbólico de la educación de elites. Superponga, por un momento, el lector, si quiera con la imaginación, esta descrip-ción con el examen de Menéndez Pelayo, comentado en el capítulo 1, y no tardará en componer una fi el representación del ideal caba-lleresco de la educación histórica de entonces.

En cambio, si nos trasladamos, gracias ahora a las publicacio-nes de la Dirección General de Enseñanza Media, a la España de los años sesenta del siglo pasado, y nos adentramos en la rica gale-ría de fotos que llevan adjuntas, descubrimos que las urgencias de la entonces incipiente escolarización de masas se afrontaban con el levantamiento de secciones fi liales, en las que se había esfumado, como por ensalmo, cualquier signo de señorío y prestancia. El la-mentable aspecto exterior, por ejemplo, de la sección fi lial de Her-nani (Ministerio, 1965a, 38) nos traslada a la estampa y calidades propias de viviendas obreras de bajo presupuesto. Si, siguiendo con los ejemplos fotográfi cos, miramos hacia el interior de una clase de historia que por esos mismos años se impartía en la fi lial 1 del Ins-tituto Ramiro de Maeztu (Ministerio, 1965b, 12), se podrá apreciar un mobiliario muy convencional y estandarizado compuesto de pu-pitres, pizarra y mesa del profesor dentro de un espacio de ínfi mo valor, que se asemeja al de un hangar o garaje. Comparando los vie-jos santuarios de ciencia con los paupérrimos almacenes de nuevos sujetos escolarizados, podremos alcanzar a ver no sólo lo que va de ayer a hoy, sino percibir también el poder del lenguaje de las formas arquitectónicas a la hora de leer el signifi cado profundo de la insti-tución escolar.

Cada época tiene, pues, su tiempo y su espacio escolares. La ra-cionalidad espaciotemporal, aunque se nos presenta como un hecho dado constituye, no obstante, una construcción sociocultural, que va indisolublemente unida a la génesis de las sociedades disciplina-rias. Los rasgos conventuales y «totales» (en el sentido que E. Goff -man atribuye a ese término en el contexto de los internados) nunca han perdido del todo su presencia, pero han ido decayendo a favor de principios de funcionalidad, economía y efi cacia. Y así el molde cronoespacial, esa poderosa pedagogía silenciosa a la que se refi ere Escolano (2000), se torna en mecanismo cada vez más en serie e industrial conforme nos acercamos a la escolarización de masas. En el folleto ministerial sobre Edifi cios e instalaciones de Enseñanza Media (1965a) se nos proporcionan tipologías de centro de 1.000 alumnos segregados por sexos (masculinos o femeninos) y mixtos.

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Los femeninos añadían a sus espacios: aula de música, aula de corte y confección, aula de cocina y despacho de directora de Escuela ho-gar. El borrado espacial de esa trasnochada inscripción de género o la eliminación incruenta de la capilla (que fi guraba entre los locales especiales) hablan de una cierta permeabilidad del orden espacial de los centros a las nuevas mentalidades sociales. Pero si compara-mos el modelo espacial del interior de un instituto de entonces con otro de hoy no hará falta ser un lince para adivinar al instante que el aulario y su distribución sigue siendo la madre del cordero.

Los centros educativos, nacidos a partir y dentro de la utopía carcelaria y redentora del panóptico, siguen prisioneros todavía hoy cuando los muros de la escuela se tratan de hacer traslúcidos, de la función y disposición espacial de carácter celular. En efecto, el aula todavía representa la cavidad encerrada en sí misma pero cuya agregación a lo largo de los pasillos cimenta y confi gura el principal tejido del todo escolar. Su papel central es indisputable y su presen-cia omnipresente, haciendo de los centros lugares donde la mayor parte del tiempo y el esfuerzo transcurre en actividades no públicas, que se realizan en un sucedáneo de las antiguas y las nuevas celdas (las monacales o las carcelarias), sólo interrumpidas y reanudadas, con cadencia estricta y monótona, como si de una acto refl ejo se tratara, golpe de señales sonoras. Sólo que hoy en plena educación de masas, con la irrupción de los nuevos «bárbaros», extranjeros a la cultura escolar, ya no está garantizado el silencio y monacal ni el poder omnímodo del profesor dentro del aula. En verdad, el agora de enseñanza y aprendizaje, y los espacios con ella concordantes, que un uso público de la historia requeriría, queda a años luz de lo que es el esquema espacial, el ritmo temporal y el funcionamiento real de los centros.

Además ese espacio celular se rige y alimenta de la cuerda que hay que dar todos los días al reloj de las tareas docentes. A un es-pacio celular le corresponde un tiempo uniforme, vacío y mecáni-co, otra construcción sociocultural que inculca en los cuerpos y las almas, en los biorritmos y las imágenes mentales de los sujetos, los distintos tiempos sociales (especialmente el de trabajo) y las ruti-nas disciplinarias para la reproducción de las instituciones. Desde los orígenes de los centros de enseñanza secundaria, la unidades esenciales de medida temporal fueron la semana (segmento base de cuenta laboral) y la hora de clase (segmento base de cuenta curri-cular, que veces osciló entre setenta y cinco o noventa minutos). Ya a mediados del siglo XIX en los primeros cuadros horarios de los

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institutos (y más tarde también de las escuela graduadas), que se recogen en las excelentes fuentes primarias que son las memorias anuales de los mismos (el año académico, otra unidad de tiempo escolar insoslayable, una vez inventada) fi gura una asociación in-deleble y imperecedera entre semana, horarios de cada asignatura y aula-profesor correspondiente. Semana, hora de clase, asignatu-ra y lugar donde se imparte docencia todavía hoy componen el in-variable cronograma de la marcha del centro. Cuando se despliega el panel de control, a manera de plantilla de registro de las clases, cada casilla representa una hora de un día de la semana y dentro de cada una de ellas se contiene asignatura, profesor y aula respectiva. No podrá sorprender, pues, que hoy todavía más que ayer, dada la complejidad de los centros y la cantidad del profesorado, la reunión pedagógica más importante sea la que efectúa el reparto de hora-rios y la correlativa impresión en el panel de control, cual grabado a la cera, el lugar adjudicado a cada uno de los docentes y a «sus» asignaturas.

Este orden cronoespacial coriáceo forma parte de la cultura escolar y sólo suele transformarse episódicamente con motivo del otro trascendental hacedor de escuela: los calendarios de exáme-nes. De modo que la persistencia es un signo de que las rutinas de tiempo y espacio están incrustadas en la cultura escolar. Su esque-ma inicial, procedente de la jesuítica Ratio studiorum, fue luego reactualizado por las normativas reglamentarias de la enseñanza media y más tarde reconfi gurado en la escuela graduada. Se diría, en verdad, parafraseando los braudelianos estratos profundos de la historia, que se trata de una estructura de larga duración. Por ello mismo los intentos por introducir novedades frecuentemente han ocasionado un choque de trenes y una interacción siempre comple-ja entre las tres culturas escolares a las que aluden algunos histo-riadores de la educación: la teórica (las ideas de los pedagogos), la burocrática (las disposiciones legales de las administraciones edu-cativas) y la empírico-práctica (la de lo profesores). Cierto que las decisiones sobre calendario escolar y jornada (continua o partida) son y han sido decisiones de mucho calado y de infl uencia directa e inmediata. Por ejemplo, la extensión de la jornada continua, prime-ro en bachillerato y luego en primaria, en general ha servido, entro otras cosas, para afi anzar la idea y la realidad de que lo que debe ha-cerse es avanzar el programa o el libro de texto de cada asignatura y dejarse de historias. Las tardes quedarían para lo «otro», para lo de poco fuste.

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A más abundamiento de la complejidad de la cuestión, no es infrecuente que al promover algunas reformas educativas los resul-tados sean exactamente los contrarios de los que se enuncian como razones de la misma. La innovación en contexto escolar, en todo caso, resulta tarea siempre delicada y nada sencilla. Las pesadas le-yes del orden cronoespacial se adhieren al código disciplinar de las asignaturas como una lapa, de modo que su impugnación, que con-sideramos propósito deseable y enunciado de la didáctica crítica, resulta siempre problemática y, no obstante, inevitable si queremos ir más allá de una didáctica meramente declarativa y enunciativa.

Y los tiempos y espacios escolares signifi can una difi cultad grave porque sería ingenuo pensar que David vence siempre a Go-liat. Las rutinas cronoespaciales son un gigante demasiado difícil de derribar, porque no representan una simple antigüalla, pervivencia incoherente o secreción subjetiva de una mera desidia profesional. Los regímenes de verdad de la ciencia que abordan la organización escolar o la tradición de la Escuela Nueva del primer tercio de siglo XX han imaginado recetas de diversa entidad para diseñar, ensayar y aplicar unos tiempos y espacios más abiertos y fl exibles. Flexibili-dad y apertura constituyen, en verdad, la contramirada a la rigidez y cerrazón de la vida escolar. Pero no hay remedio mágico ni tecno-logía infalible para cambiar la escuela, no podemos suponer a ésta abierta, fl exible y feliz en una sociedad de la que la institución es una hechura a su imagen y semejanza. El tejido escolar es parte del organismo social; la cirugía plástica psicopedagógica arregla algu-nos desperfectos, pero no regenera y salva la institución.

De ahí que, en este terreno las propuestas educativas aquí y ahora, haya siempre que apelar a la modestia, siendo conscientes de que nuestras experiencias no tienen posibilidad alguna de fundar y convertir un erial en frondoso jardín de plantas que, por un extraño heliotropismo, miren y alcancen el sol de la utopía. Y, no obstante y por añadidura, ha de ser obligado también insistir en que una di-dáctica crítica no puede ni debe quedar sólo en formulaciones de-clarativas o ideológicas, como suele ocurrir. Cabe decir, sin duda, y para seguir con nuestro tema, que el programa Los deberes de la memoria apuesta por un uso público de la historia y tal pretensión obliga a razonar qué entendemos por tal, como hemos hecho hasta aquí. Pero no basta. Pensar alto y actuar bajo son como la sístole y la diástole del corazón que bombea el impulso crítico. De ahí que sea aconsejable y sin duda ilustrativo (aunque nunca normativo ni demostrativo de teoría alguna) explicar cómo se ha desenvuelto la

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experiencia en unas determinadas concreciones espaciotemporales, que en unos casos han eludido el orden cronoespacial habitual, en otras lo han mitigado y, fi nalmente, en otras simple y llanamente lo han reproducido sin cuestionarlo.

El aquí y ahora, la circunstancia en la que he practicado Los deberes de la memoria es mi centro, el IES Fray Luis de Léon de Salamanca. Se trata del centro histórico de segunda enseñanza (en España hubo uno por provincia, salvo muy ligeras excepciones, has-ta el primer tercio del siglo XX). Nacido en el seno de la Universidad de Salamanca en su historia pasó por varios locales (Patio de Escue-las Menores de la Universidad de Salamanca, seminario expropiado a los jesuitas durante la II República y antiguo Colegio Trilingüe) hasta llegar en el curso 1974-1975 a la ubicación actual. Estos so-meros datos históricos indican que nos hallamos ante un centro de vieja estirpe y, por tanto, de excelente dotación patrimonial en cuanto hace a fondos bibliográfi cos y algunos otros recursos didác-ticos (mapas, maquetas, máquinas antiguas, restos de viejos gabi-netes de Historia Natural, etc.). No ocurre lo mismo en lo que se refi ere a su planta arquitectónica que es un ejemplo notable de las agresiones perpetradas por la voraz y especulativa fi ebre construc-tora del tardofranquismo. La mala calidad de la misma, las defi cien-cias y la disposición rígida y compacta del interior han obligado en los últimos veinte años, gracias a una excelente gestión por parte de su director actual, Antonio Carrascal, a una profunda reestructura-ción arquitectónica, a una cirugía que ha mejorado indudablemente la cara externa, la luminosidad y la funcionalidad del centro. Como no podía ser de otra manera, me he valido de estas mejoras para poner en práctica Los deberes de la memoria. En suma, hablamos de un centro de arquitectura celular muy convencional pero consi-derablemente mejorado. La existencia de enseñanza de nocturno y ahora de bachillerato a distancia favorece una apertura de sus ins-talaciones en jornada de día, tarde y noche.

La acrisolada solera histórica no ha impedido que el institu-to haya experimentado una evolución notable por lo que hace a la condición de su alumnado. Soy, en este caso, un observador raro y privilegiado, pues, desde 1975, año en que comencé a trabajar en ese centro, ininterrumpidamente desde entonces hasta ahora he visto correr el fl ujo, una tras otra, de generaciones de estudiantes. Al principio, cuando sólo era uno de los tres centros de la capital (y uno de los dos más próximos al centro urbano), lógicamente el estudiantado de clases medias, perteneciente a familias de profe-

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sionales liberales y profesores era muy apreciable. Con el tiempo y dada la sensacional expansión de la educación secundaria, esas pautas de reclutamiento han cambiado, y hoy el instituto, situado un tanto periféricamente (aunque una periferia cada vez más inte-grada en un área de servicios educativos muy viva y colonizada por el campus de la Universidad de Salamanca), recoge una procedencia social heterogénea: predominan clases media-bajas y trabajadores, pero no están ausentes del todo las antiguas procedencias sociales. En fi n, ni instituto marginal ni de elite.

En cuanto al profesorado, dada las mencionadas característi-cas, convierten al centro en lugar donde se busca y se encuentra el destino defi nitivo. Es mayoritariamente de edad avanzada y de muy desiguales ideas pedagógicas. Existe una cierta tradición innovado-ra minoritaria, que en su día representó el grupo Cronos (cuatro de sus miembros tuvimos destino allí) o el grupo interdisciplinar sobre evaluación curricular, formación en centros o evaluación y mejora. Y hay que destacar desde hace años un sugerente y ambicioso proyecto de Biblioteca, iniciativas todas que amparó la dirección. Como tam-bién existe una tradición de semanas culturales, exposiciones, pro-yectos tipo Comenius, etc. Por tanto, aunque a veces parece que sean más los proyectos que los profesores que en ellos participan, subsiste una cierta actividad, un humus relativamente adecuado para hacer fructifi car programas como el de Los deberes de la memoria.

En fi n, realizada esta primera puesta en situación, ahora se trata de proceder, una vez esbozada la lógica del espacio y el tiempo en la escuela, a la descripción de qué usos pedagógicos se ensayaron en nuestra experiencia para desactivar parcial y delicadamente algunos de los mecanismos del tiempo mecánico y el espacio celular, desloca-lizando los procesos de aprendizaje de sus lugares y ritmos tempora-les habituales a fi n de fomentar nuevos usos públicos de la historia.

3.3.2. Una programación didáctica paralela y desaularizada

3.3.2.1. Los usos del tiempo

Los nuevos usos públicos de la historia comportan, como no podía ser de otra manera, una cierta ruptura de las normas reguladoras de la producción del conocimiento escolar asignaturizado. De esta forma Los deberes de la memoria han requerido imaginar una es-trategia innovadora capaz de dar pie a tiempos distintos de progra-

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mación y realización de actividades didácticas, y, simultáneamente, se han dirigido a movilizar escenarios espaciales alternativos oca-sionando cortocircuitos en la lógica reproductiva y descontextuali-zadora del aprendizaje de la historia, erosionando el sello indeleble-mente desvitalizado inherente a la educación escolar.

El programa Los deberes de la memoria da nombre a un elenco de actividades didácticas, que sistemáticamente vengo trabajando desde el curso 2003-2004. El mismo se fragua por iniciativa mía dentro de la programación del Departamento de Ciencias Sociales y conforme a un esquema postburocrático de innovación-difusión fundado en un cierto grado de individualismo y activismo propios del voluntariado, que entiende esta experiencia como la acumula-ción y extensión de iniciativas desreguladas y en gran parte espon-táneas. El programa, en efecto, no busca unanimidades y legitimi-dad a través de la bendición de todos y cada uno de los organis-mos burocráticos de gestión del currículo dentro del centro. Los requisitos de legitimidad formal son los mínimos (visto bueno del Departamento). Por el contrario, nace, se desenvuelve y circula por los intersticios de la vida escolar, invitando a quien quiera a subirse al barco, pero también a bajarse en cualquier momento. En cierto modo, se reactualiza y revisa en sentido positivo la vieja tradición profesional del «se acata pero no se cumple». Aquí se cumple por-que voluntariamente se acepta una oferta que no reporta otro be-nefi cio que el incremento de la dedicación horaria del profesor y la lejana retribución moral y subjetiva de una hipotética mejora en la educación de nuestros alumnos. Ése es el estilo y modelo de innova-ción nada tecnicista y con una alta carga de voluntarismo.

Los programas experimentados en estos tres últimos cursos tienen un tema del año (Memorias de la transición y la democracia; Todos somos extranjeros; y Si quieres la paz, para la guerra) y cada uno de ellos forma parte de una sección transversal de la programa-ción didáctica ordinaria, que se ofrece (que ofrezco en mi condición de jefe del Departamento), con carácter indicativo y orientador, al resto del profesorado (somos ocho colegas de Historia y Geografía). De la respuesta y entusiasmo de los demás depende que la cosa se extienda a más o menos número de grupos de alumnos. Como sea que en todos mis cursos y grupos he introducido el programa en estos años, la experiencia ha tendido a quedar fi jada sobre todo en los segundos cursos de bachillerato y los cuartos de la ESO, donde suelen coincidir también miembros del departamento más procli-ves a esta forma de trabajo.

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De modo que, en origen, Los deberes de la memoria nacen como una especie de programación didáctica paralela, pero no incompa-tible con la ofi cial, como una invitación a imprimir a la enseñanza, al menos ocasionalmente, un uso público de la historia. Paralela y muy fl exible, de modo que su carácter voluntario lo es en la totalidad como en la decisión de seguir algún aspecto parcial de la misma (por ejemplo, su adaptación y utilización limitada en la sesión vespertina y nocturna de Educación a Distancia). La participación del profesorado varía de un año a otro pero nunca ha superado la mitad de los efecti-vos. Normalmente, como decía, suele tener un carácter muy genera-lizado en segundo de bachillerato dentro del desenvolvimiento de las asignaturas de Historia de España y la Geografía.

Este tipo de colaboración voluntaria, incompleta e inestable po-see, a todas luces, el inconveniente, de la falta de una fuerza sufi ciente de generalización, pero, visto lo visto, goza de una gran ventaja: la posibilidad de no someterse a negociación alguna sobre los funda-mentos teóricos, ni a ritmos de trabajo ajenos. En fi n, el grado de co-laboración de un miembro del Departamento, puede ir desde aportar alguna sugerencia, prestar un material para la exposición, llevar a su alumnado a la presentación de trabajos de otros, hasta introducir el tema del año de Los deberes de la memoria en sus clases ordinarias.

Cuando esto último ocurre, la dedicación horaria puede ser di-versa, no obedece a un patrón preestablecido. Explicaré lo que yo hago. Empleo habitualmente, hasta el mes de mayo (cuando la urgen-cia examinatoria todo lo agosta), aproximadamente una cuarta par-te de la dedicación horaria reglada en segundo de bachillerato. Ello quiere decir que trabajo mirando simultánea y permanentemente de reojo a dos realidades u objetivos: que el alumnado supere con éxito las exigencias de las pruebas de la selectividad y de las otras pro-pias de la programación ordinaria del centro, y que, a la vez, se haga posible la dotación de nuevos métodos de acceder al conocimiento del pasado. Quiero con ello decir que se vive conscientemente una situación de relativo desdoblamiento: tiempo para aprobar (lo que incluye un tipo de conocimiento preferentemente útil, y tiempo para formarse (lo que incluye un tipo de conocimiento preferentemente crítico). Observe el sagaz lector que el empleo de «preferentemente» no es fortuito, pues en educación a menudo lo útil y lo crítico com-parecen de forma conjunta y contradictoria, aunque con desigual grado de intensidad en unas situaciones de aprendizaje y en otras.

El énfasis en una de las dos caras de la programación compor-ta un empleo muy diferente de tiempos y espacios. Existe el tiempo

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de progresión de la programación ordinaria, que se ajusta a un mó-dulo de clase más tradicional, aunque en mi caso benefi ciado por la disposición de un espacio especialmente bien dotado, como más adelante explicaré. Y, al lado, existe el tiempo de Los deberes de la memoria, que corre en paralelo y en una secuencia de cadencia no uniforme y que, además de la cuarta parte del tiempo programado y disponible, se vale de momentos de dedicación voluntaria (fuera de horas de clase, al margen del cronograma ofi cial del centro). Se trata de un tiempo voluntario muy especial: son las reuniones en los recreos, las conversaciones por la tarde, las entrevistas de historia oral, las actividades de montaje de la exposición, las excursiones, las vacaciones, etc. La voluntariedad de este tiempo, se entiende, claro, dentro de una programación que considera obligatorio realizar un proyecto de fi n de curso en grupo sobre el tema del año. O sea, la voluntariedad se refi ere a la intensidad que el alumnado quiera im-primir a un trabajo, cuya motivación principal, una vez aceptado lo que tiene de imposición del profesor, consiste en la satisfacción de hacer algo valioso (a diferencia de lo que exijo para aprobar la signatura, el proyecto de trabajo es comparativamente mucho más fácil: sólo requiere participación) para sí mismo y para los demás.

Al escribir esto me viene a la memoria una anécdota. En el cur-so 2005-2006 me encontraba en el gabinete de Geohistoria, donde recibía a los alumnos los lunes por la tarde, y me visitaron un par de estudiantes que traían un video sobre La Guerra Civil en Sala-manca, que habían acabado de montar en las vacaciones de Sema-na Santa. Como había otros alumnos y andábamos seleccionando imágenes para sus trabajos y la exposición que preparábamos sobre la guerra, les dije que me dejaran el material que ya lo miraría con calma. Para mi sorpresa me respondieron que preferían esperar a que terminara y verlo juntos. Así fue. Esperaron y dimos en proyec-tar un material excelente, que despertó en mí expresivas muestras de admiración y reconocimiento. De los cuatro alumnos que lo ha-bían hecho, sólo uno era académicamente brillante, y el principal operador técnico, hasta entonces, nunca había mostrado interés por la asignatura. Ellos me confesaron que ya tenían hartas y quejosas a sus familias de tanta visita y dedicación, durante las vacaciones, para montar el documento audiovisual.

Este sucedido, que todo profesional cuidadoso de su quehacer ha vivido alguna vez, expresa la importancia del tiempo voluntario y las posibilidades de gratifi cación intelectual y humana que esta clase de experiencias puede, aunque no garantiza, reportar a algu-

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nos de alumnos. Desde luego el grupo de chicos y chicas al que per-tenecían los autores del video, que tenía un dudoso cartel dentro del instituto, cosechó un éxito y reconocimiento inédito entre el profe-sorado asistente en el salón de actos con motivo de la presentación de sus trabajos de fi n de curso.

Así pues, es preciso introducir rupturas en el reloj mecánico que rige la vida de los centros. Aunque no siempre es fácil. Cuando esas fi suras se afectan a la densa y sacrosanta malla del horario asignado a cada asignatura puede surgir el confl icto. Como se sabe, es propio de las ideologías profesionales, más allá del juego de contraposicio-nes derecha/izquierda, considerar su aula, su tiempo, su asignatura y sus alumnos (que lo son en tanto en cuanto «toca» la asignatu-ra), como un coto indisponible para cosa ajena a la absoluta y so-berana voluntad del profesor. Esta indisponibilidad total de algunos profesores no ha dejado de entorpecer a veces las actividades de Los deberes de la memoria, especialmente cuando ha habido que recu-rrir, dentro del horario lectivo, a realizaciones, como el montaje de la exposición o presentación de trabajos en el salón de actos. Excepto las excursiones, que vienen a tener ya una cierta tradición, otras ac-tividades que violen la sagrada ley de mi hora y tu hora, crean pro-blemas de incomprensión entre una variada taxonomía de actitudes: los que creen que todo lo exterior al programa ofi cial es una pérdida de tiempo, los que creen que una sustracción de sus horas de clase es una tragedia en el devenir de la historia universal, los que creen que quitarles una hora es hacer un feo a la importancia profesional de él o ella y de su asignatura, los que creen…que no creen en nada.

Afortunadamente, pese a todas las barreras, todavía es posi-ble encontrar un abanico de importantes apoyos. En principio, Los deberes de la memoria se ha favorecido de una tradición muy asen-tada entre nosotros: las semanas culturales de cada curso que sig-nifi can, entre otras cosas, una cierta remodelación del horario ha-bitual (interrupción a media mañana) y la creación de algo parecido a una «cultura» de centro, que propende a hacerse pública en los medios de comunicación locales. Ahí y en colaboración con el De-partamento de Actividades Extraescolares, cuyo responsable, Juan de Manuel Alfageme es profesor de Geografía e Historia, habitual del Seminario Fedicaria-Salamanca, y siempre dispuesto participar en iniciativas innovadoras, diríamos que se cuelga el programa Los deberes de la memoria. Es más, a partir de la comisión organizado-ra de esas actividades extraescolares es como en los últimos años nuestro programa paralelo de didáctica crítica ha inspirado el con-

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tenido y la marcha de la semana cultural. Y es justamente dentro y en los aledaños de esa comisión voluntaria, donde se suman co-laboraciones de profesores de otros departamentos normalmente a título individual. La presencia de un programa de biblioteca que corre en la misma dirección facilita la colaboración del coordinador (Guillermo Castán, miembro de Cronos) y su equipo, que siempre representan una valiosa ayuda. Lo mismo puede decirse del apoyo voluntario y de gran valor de Antonio Molpeceres, ex catedrático de Matemáticas del instituto, como también cabe señalar el con-curso, aunque de manera no uniforme, de los aspirantes a profesor que hacen sus prácticas en el instituto.

En fi n, el programa busca y emplea tiempos alternativos. Sor-tea, a veces, el confl icto potencial situando las actividades en mo-mentos de coincidencia con profesores más abiertos a participar en este tipo de actividades. Desde luego, promueve esos tiempos por-que ahí se forjan nuevas relaciones que suavizan las asimetrías de poder entre enseñante y aprendiz, que permiten atisbar cortocir-cuitos en las reglas que rigen la generación del conocimiento esco-lar, que facultan, en fi n, para educar el deseo y aprender dialogando. No obstante, como se ha dicho, también durante el curso parte de los espacios temporales dentro del aula se dedican al programa pa-ralelo dentro de un esquema más convencional y de duración estan-darizada (la hora de clase). Ahí predomina la función expositiva del profesor que imparte, en el transcurso del programa, las orientacio-nes generales y comunes, y coordina el trabajo en grupo de alum-nos, especialmente en el aula aneja al gabinete de Geohistoria, en la que se suele utilizar una sesión semanal de clase para avanzar en el estudio previo a la formulación del proyecto de trabajo por cada uno de los equipos de alumnos. Una vez formulado y perfi lado el proyecto, cosa que ocurre a principios del segundo trimestre, la bi-blioteca tiende a ocupar (dadas sus idóneas condiciones materiales, que luego describiré), un lugar preferente en el proceso de trabajo dedicado a Los deberes de la memoria.

En defi nitiva, el programa Los deberes de la memoria toma como unidad temporal básica el curso académico y formula un tema de año, que se desenvuelve con criterios pragmáticos (especialmente en segundo de bachillerato) desde septiembre hasta mayo, dedican-do al primer trimestre a la preparación del tema y formulación del proyecto, y resguardando la parte más activa del mismo al segundo trimestre y parte del tercero. De tal modo, la impugnación del or-den temporal sólo es parcial, pero así todo resulta indicativo de que

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son posibles, dentro de una institución reluctante a alteraciones de su patrón cronoespacial, momentos de conciencia social crítica.

3.3.2.2. Los usos del espacio

La armadura espacial todo el programa requiere también, en con-gruencia con lo anterior y en sintonía con los usos públicos de la historia, imaginar y movilizar maneras de impugnar o eludir el or-den y la lógica celular de los escenarios donde se desenvuelven las actividades cotidianas. Pasar progresiva y tendencialmente de lo privado a lo público, de lo cerrado a lo abierto, de dentro a afuera, del aula al agora, son imágenes dialécticas y enunciativas congruen-tes con esa didáctica que propende a la generación de subjetividades abiertas a la participación, frente a la costumbre de las instituciones totales, a cuyo origen se remonta la historia de la escuela, de despo-seer y atrofi ar el yo cívico de sus residentes (Goff man, 2001, 57).

Es bien cierto que cualquier intento de dar una dimensión o uso público a la historia escolar ha de revisar la aludida lógica ce-lular de la institución, ha de perseguir su reformulación de modo que el conocimiento pueda empezar a circular en sentido inverso al habitual, o sea, de dentro a afuera, de lo privado a lo público, de las aulas hacia su exterior. A tal fi n, deben procurarse medios para efectuar una cierta desescolarización de los aprendizajes, que no signifi ca otra cosa que su deslocalización en múltiples lugares que rompan la exclusividad del aula. Esta suerte de «desaularización» de los procesos de enseñanza y aprendizaje requiere afrontar una nueva percepción, uso y remodelación del espacio escolar.

Ahora bien, remodelar el espacio no basta. Es preciso pensar-lo de otra manera y percibirlo de forma diferente. En mi larga vida profesional me ha llamado la atención la falta de apego afectivo de los protagonistas de la educación hacia los lugares y objetos donde se desenvuelve su vida cotidiana. Existe, además, un vaciamiento de la memoria espacial e histórica de las instituciones: un profesor puede pasar, sin pena ni gloria por un centro ignorando su historia y des-conociendo totalmente todo lo que no sea su aula, su departamento y una pequeña porción de locales más de obligada asistencia (sala de profesores, de evaluaciones y claustros, y poco más), lo que sugiere que la alienación profesional se materializa en cosifi cación y distan-cia afectiva respecto al lugar de trabajo diario. Cualquiera sabe que todo sea tocar el timbre, para que profesores y alumnos salgan a es-

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cape, a menudo con una prisa indecorosa. La escandalosa urgencia en la salida de un instituto en jornada normal y más aún en fi n de se-mana asemeja al comportamiento de pasajeros de un barco a punto de naufragar que no dispusiera de sufi cientes botes salvavidas. Esta proclividad a la desafección (que a veces se expresa en el lenguaje) pone de relieve una persistente contradicción, una vía de agua irrepa-rable, entre las intenciones declaradas por la institución y sus agentes (formar ciudadanos probos enamorados de la ciencia, o estudiar para ser un «hombre» de provecho) con las prácticas reales (el último, que cierre la puerta y apague la luz). Y ello se traduce en una falta de con-sideración del lugar y de los objetos que acompañan la vida escolar de docentes y discentes. En los casos más extremados (que afortu-nadamente de ninguna manera es el nuestro) es lamentable la mise-ria espacial de algunos centros, que, lúgubres, sucios y astrosos, nos evitan la tentación de violar el umbral de su entrada nunca jamás. Esta situación acarrea, más de lo deseable, una actitud de profesorado y alumnado de desprecio olímpico por los bienes públicos y su uso. Todo eso está reñido también con el uso público de la historia.

Una manera de amortiguar esta especie de centrofobia (que es onerosa carga con la que rendimos tributo a las verdaderas funcio-nes de la institución escolar) estriba en el sostenimiento de un po-lítica de impulso continuo, como afortunadamente ha ocurrido en mi instituto en los últimos tres lustros, a la decencia y calidad de los espacios, ayuda muy encomiable para la realización de mis traba-jos dentro de Los deberes de la memoria. A tal fi n las experiencias recogidas bajo el rótulo de Los deberes de la memoria cuentan con un elenco de espacios no convencionales de aprendizaje, que ade-cuadamente intercalados en los tiempos educativos reglados (o, en ocasiones, desregulados) generan una deseable deslocalización del aprendizaje (una especie de «desaularización», si se me permite la licencia expresiva). Veamos.

– El gabinete de GeohistoriaEl primer espacio estratégico para mi trabajo ha sido el diseño y realización de lo que llamo gabinete de Geohistoria, que lleva fun-cionando prácticamente los mismos años que las experiencias que narro. Pensé este lugar como una suerte de aula-materia para el Departamento y le di el nombre de «gabinete» haciendo como un guiño a la tradición de los institutos decimonónicos. Como puede apreciarse en el croquis de la fi gura 1 y en la fotografía de la fi gura 2, en realidad, se trata de algo más que eso.

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FIGURA .. Croquis del proyecto gabinete de Geohistoria

FIG. .. Vista fotográfi ca del aula de gabinete de Geohistoria

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El gabinete de Geohistoria, que se compone de un espacio para impartición de clase, a modo de aula, comunicada con una habita-ción aneja más pequeña, pretendía inicialmente mejorar las condi-ciones de la enseñanza de

las asignaturas del Departamento, principalmente de Geogra-fía e Historia del Arte, ofreciendo además condiciones materiales para un estudio de problemas relevantes, pero el proyecto que en su día presenté al Consejo Escolar del centro, cuyo importe se elevaba a 9.000 euros, se enmarcaba y justifi caba también en función de la necesidad de renovar, a modo de experiencia piloto, y transformar el aulario del centro conforme a los requerimientos tecnológicos y pedagógicos exigibles aquí y ahora.

De entrada, rechacé cualquier tentación tecnicista o herramen-tista merced a la cual se suelen trasmutar los medios en fi nes. Fren-te a la más que discutible y balsámica receta y aspiración, y pese a ello muy de moda, de colocar un ordenador por alumno, propuse un espacio cómodo, digno (amueblado de manera diferente y con una capacidad de treinta alumnos). El mobiliario de cómodas sillas tapizadas y mesas consistentes y con chapado de madera se aparta del aula como lugar adornado con un pobre y maltratado equipa-miento estandarizado. Con ello se pretende cambiar el aspecto ge-neral y el profesor y el alumnado viven sus días en un espacio grato y «distinto», lo que no deja de refl ejarse luego en el buen estado de conservación del material.

Uno de los laterales del aula, en una encimera corrida, se en-cuentra equipado con acceso permanente y rápido a Internet en ini-cialmente cuatro y hoy cinco puestos de ordenador en cada uno de los cuales pueden trabajar un par de alumnos (se conciben como puntos de información; uno por cada uno de los grupos de clase en que se suelen dividir los estudiantes durante las clases ordinarias). El aula además está provista de cañón de proyección, video, ampli-fi cadores de sonido, proyectores de diapositivas y opacos y retro-proyector. Sobre la encimera de los ordenadores, un gran panel de corcho recorre uno de los laterales a modo de punto de información pública y de actualidad, utilizable por el profesor y los alumnos. Un carro para instalación y transporte de mapas, otro para desplaza-miento de proyectores, otro más para un ordenador y diversos obje-tos murales (mapas y láminas) completan el ajuar del aula.

En el espacio anejo al aula, con una puerta que comunica di-rectamente, se sitúa un despacho dotado de mesa oval de diez pla-zas, una mesa de «juntas» para trabajo de y con los alumnos, y lugar

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central de planifi cación y seguimiento de toda la experiencia. Allí, en dos estanterías, se depositan libros, prensa, cartoteca (con fondos antiguos muy valiosos), maquetas geográfi cas, material audiovisual de paso y una amplia gama de recursos didácticos. Esta habitación puede utilizarse en la marcha de clase como un suplemento de espa-cio para el trabajo en grupos (está dotada de medios bibliográfi cos y de otro tipo fi jos y otros que varían según la circunstancia de lo que se esté estudiando), o para entrevistas individuales o en grupo con el profesor mientras el resto trabaja en el espacio más amplio. Su papel en el tiempo no reglado u obligatorio es fundamental. Allí se monta un auténtico taller de ideas e iniciativas para el diseño y desarrollo del tema del año. Es el lugar más apropiado para las entrevistas de seguimiento de los proyectos de los alumnos, pero también reúne las condiciones idóneas para realizar y grabar entre-vistas (fi g. 3) a personas (historiadores, protagonistas de la historia, etc.) que tengan que ver con su trabajo.

La construcción y equipamiento de este espacio creo que re-presenta un ejemplo de cómo mejorar la dotación de un centro no dando nada por imposible. Con mucho trabajo personal y medios económicos es factible dar nueva vida espacios que inicialmente te-níamos por impracticables. Así durante del verano del 2003, asisti-mos, tras las correspondientes autorizaciones del Consejo Escolar y después de la oportunas obras de albañilería, pintura y mobiliario ad hoc, a la metamorfosis de una de las antiguas y precarias aulas de audiovisuales y un casi inservible y mal aprovechado almacén anejo, en lo que hoy es gabinete de Geohistoria. Dentro de él, lo que es el espacio de aula propiamente dicho suele ser utilizado per-manentemente por dos profesores del diurno y, en la tarde-noche por una profesora de Educación a Distancia, y eventualmente en los espacios horarios disponibles, por el resto de los colegas. A ello se suma la atención en exclusiva (y voluntaria, fuera mi horario ofi cial) que presto al alumnado durante una tarde a la semana, en horario de seis a nueve, a fi n de completar su formación y especialmente para tutelar los proyectos que se van gestando. Además, este espa-cio ha proporcionado un inestimable apoyo en la atención del pro-fesorado del CAP, ya que, en estos tres años, ha servido de acogida y formación de más de cuarenta profesores en prácticas.

En estos primeros años de funcionamiento del gabinete se ha ido gestando un elenco de trabajos, presentaciones de temas en power point, material audiovisual de paso, bancos de imágenes y archivos en soporte informático, que, hoy por hoy, ya aparecen

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como imprescindibles para la cotidiana impartición de algunas ma-terias y desde luego también para facilitar la realización de trabajos de alumnos propios de Los deberes de la memoria. Los ordenadores y el resto de los recursos del aula de este gabinete son, pues, fuen-te imprescindible y lugar que se visita y utiliza, además de cuando toca clase, durante los tiempos fuera del horario reglado (recreos y tardes). Toda esta producción resulta de la sinergia del esfuerzo de profesores en activo, alumnado y profesores en formación, y queda archivada como patrimonio del centro.

En cierto modo, si tuviera que decirlo con una imagen plástica, el gabinete es el primer escalón desaularizador a partir del cual el inicia el trayecto que va desde dentro hacia fuera. El gabinete de Geohistoria hace de nudo central del programa anual de activida-des, y laboratorio de ideas, lugar de enseñanza diaria, realización de entrevistas, recopilación de información, práctica de montajes audiovisuales, etc. Lo utilizo como aula de enseñanza diaria con-vencional, pero también como aula dotada de recursos especiales para transmitir información y para que los alumnos la consigan. Su disposición, en efecto recuerda, la frontalidad del aula tradicional, y a menudo se suele utilizar dentro de ese esquema tradicional (que es el más adecuado para según qué fi nes) en buena parte de la mar-cha del curso. Pero tanto su equipaje material como la movilidad de sus elementos permiten un uso mucho más polivalente.

En efecto, así como el aula es lugar de búsqueda de informa-ción en Internet, de trabajo individual, en grupo, o de clase más convencional, la habitación aneja del gabinete construye, como de-cíamos más arriba, punto neurálgico de planifi cación, encuentro y seguimiento de toda la experiencia. En otra planta existe un local dedicado a Departamento de Ciencias Sociales, donde se alojan las mesas de despachos de los profesores, que complementaria y even-tualmente también se emplea sobre todo su biblioteca especializada y otros importantes recursos documentales. Pero es el gabinete, sin lugar a dudas, el lugar de gestión y dinamización de Los deberes de la memoria. Allí tienen lugar las imprescindibles entrevistas con los grupos de alumnos para ir perfi lando y supervisando sus pro-yectos de trabajo, conforme a un calendario acordado previamente. También el gabinete, véase fi g. 3, se presta muy especialmente a las entrevistas que el alumnado puede hacer a expertos en la materia de estudio o a los protagonistas vivos dentro de la metodología pro-pia de la historia oral.

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Y es el gabinete lugar desde el que se confecciona el operativo y se organiza el material para la exposición que luego se hace en el patio interior del instituto. Además es un espacio que, en horas li-bres disponibles por la tarde, el alumnado ha utilizado para buscar información, organizarla, hacer entrevistas y montajes audiovisua-les, etc.

Contaba más arriba, al referirme al video de un grupo de alumnos, la emoción que produce el trabajo bien hecho, de ese tra-bajo en el que no contamos las horas y que constituye una genuina educación del deseo. Pues bien, la relación con el alumnado en este espacio, fuera del horario normalizado, cambia de naturaleza. El es-pacio y tiempo extra-escolar, añadido por propia voluntad, ocasio-na encuentros fructíferos, pues en ellos el afán de conocimiento se impone sobre las viejas estrategias adaptativas (fi ngir que se sabe) de profesores y alumnos. La relación abierta y de confi anza permite romper las resistencias y abrirse al conocimiento consciente de lo importante que es el deseo de conocer. Entonces, cuando realmente se encuentran momentos para educar el deseo, suele ocurrir que,

FIG. . Alumnos entrevistando en el gabinete a un protagonistade la Guerra Civil

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más allá de las rutinas diarias, percibimos, como hiciera Unamu-no, el sol vivifi cante del conocimiento. Esos ocasionales momen-tos de conciencia, pronto abortados por la inercia de la institución, hay que esperar que tengan efectos diferidos pero profundos en la formación de aquellos alumnos, que al menos alguna vez pudieron atisbar la alegría del conocimiento. Esa es nuestra esperanza.

– La bibliotecaEn estrecha combinación con este espacio de trabajo cotidiano se encuentra la amplia y bien dotada biblioteca [fi g. 4] disponible en jornada completa para el trabajo en grupos y la búsqueda de docu-mentación durante el transcurso de todo el proceso. Ciertamente, la biblioteca del centro es un eslabón precioso en la cadena de usos del tiempo y el espacio del programa Los deberes de la memoria. Como puede intuirse en la fi gura 4, la calidad espacial y la dotación de medios resulta poco corriente. Sólo el depósito de libros supera la cifra de los 20.000 títulos catalogados, que son en parte herencia de un rico patrimonio del instituto histórico pero también constituyen el resultado de una política anual de compras y renovación. El local en su conjunto no es sólo sala de lectura o préstamos, pues existe en el piso superior, junto al fondo antiguo no directamente acce-sible, un aula aneja y, en la planta baja, la que parcialmente recoge la fotografía, un espacio para trabajo y manipulación de ordenado-res conectados a Internet y de medios audiovisuales y grabación. Esta planta baja, las más utilizada en nuestro programa, admite fá-cilmente a unos sesenta alumnos trabajando simultáneamente, en mesas con las que se pueden aderezar diversas fi guras geométricas (sobre todo hegáxonos, como el de la foto, y rectángulos). Este espa-cio central recibe luz cenital en abundancia y posee también focos de luminosidad artifi cial. En los laterales de una parte existen una docena de puestos de ordenador con acceso a Internet y en los del resto estanterías de libros de libre acceso organizados conforme al sistema universal de catalogación. Un amplio cuerpo de las mismas está destinado a historia y otro a enciclopedias, diccionarios, atlas y otros instrumentos básicos de consulta. En cada curso el alum-nado es instruido en la sistemática de la organización y consulta de fondos bibliotecarios. De otra parte, los alumnos, en los recreos, pueden tomar libros en préstamo. Como en cada edición de Los de-beres de la memoria hay una lectura obligatoria de partida, se apro-vecha para encargar compras bibliográfi cas especialmente dirigidas al tema del año (que suele ser también el de la semana cultural del

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centro y que motiva exposiciones monográfi cas de bibliografía), de modo que curso a curso se enriquece el fondo de libros y otros do-cumentos que más interesa para ensayar estas experiencias de di-dáctica crítica.

El espacio de la biblioteca se emplea, pues, a menudo alternan-do con el del gabinete. En muchos sentidos son intercambiables. Sólo que la biblioteca pose una escala espacial más grande que fa-vorece de manera inigualable las tareas y aprendizajes en grupo, especialmente cuando esta modalidad abarca toda la duración de la clase. Es el lugar idóneo para los momentos en que, una vez de-fi nido cada proyecto de fi n de curso, los estudiantes progresan en su desarrollo bajo el asesoramiento del profesor. La espaciosidad faculta que yo mismo a lo largo de una clase pueda entrevistarme y asesorar a cada grupo, a un grupo formado por los portavoces de todos los equipos, o que el alumnado haga los tipos de agrupaciones fl exibles que le vengan mejor, o que los miembros de cada colectivo realicen simultáneamente ocupaciones diferenciadas (consultar In-ternet, redactar notas, ver libros), etc.

FIG.. Grupos de alumnos trabajando en la biblioteca

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En fi n, una fl exibilidad que evoca una organización del trabajo postfordista, que poco o nada tiene que ver con la inveterada diná-mica de la vida de los centros entre pasillos y aulas. De modo que la biblioteca contribuye poderosamente realizar nuestras pretensiones educativas, pues, constituyendo eslabón de toda una cadena de des-localización de los aprendizajes, se convierte en siguiente peldaño de «desaularización» tras el primer paso dado ya en el gabinete de Geohistoria. Una buena porción de la parte del tiempo dedicado a Los deberes de la memoria se asienta en la biblioteca escolar. Ni que decir tiene que su apertura en recreos y por la tarde favorece un uso complementario y voluntario del alumnado fuera de su jornada obli-gatoria.

Pero además la biblioteca es mucho más que un espacio iner-te a disposición de cada cual. Su existencia y funcionamiento se integran dentro de un modelo crítico-educativo (Castán, 2002) de bibliotecas escolares que en mi instituto su coordinador (profe-sor del Departamento y colega del grupo Cronos) viene dirigiendo ejemplarmente desde poco más de una década. En ese tiempo no sólo se construyó un singular local de nueva planta, que ha dado nueva alegría a la entonces anquilosada y defi ciente trama arqui-tectónica de todo el edifi cio, sino que se soñó, pensó e hizo un plan bibliotecario engarzado con las necesidades educativas del alumnado y vinculado a las expectativas de innovación y mejora de la enseñanza.

Frente a la idea de la biblioteca como una cosa donde se depo-sitan y prestan libros, se emprendió y concibió la idea de la bibliote-ca como espacio dinamizador de todo tipo de recursos e iniciativas. La oferta de una atención vespertina por áreas al alumnado con di-fi cultades de aprendizaje (servicio de apoyo al estudio), la progra-mación de actividades de extensión cultural, los programas de cola-boración con estudiantes de trabajo social y biblioteconomía, el vo-luntariado y otras son ejemplos de lo que quiero decir). De ahí que el programa, pese a no tener un plan predeterminado e integrado de colaboración con los proyectos de biblioteca, se colgó y aprove-chó de él sin la más mínima difi cultad. De esta forma, la presencia y ayuda del plan de bibliotecas ha tenido algo de atmósfera espacial y de ideas concurrentes y envolventes de nuestro programa. Y, sin duda, ha representado un hito más, por su concepción, por la forma de trabajo y la gente que a él se ha ido sumando, de un uso público del centro educativo, asunto que ya podrá imaginar el lector con-verge enteramente con nuestro deseos.

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La biblioteca en tanto espacio arquitectónico ha sido el resul-tado de un interesante plan de remozamiento general de las depen-dencias del instituto, emprendido, como ya se dijo, por la dirección del centro en los tres últimos lustros. Cualquiera que conozca lo que es una institución de educación supondrá que el aspecto mate-rial no es una poción mágica que produzca efectos inmediatos en la enseñanza, pero sí sabemos también que nos hacemos en relación al soporte físico en el que vivimos. Desde luego, en nuestro caso, la remodelación ha ofrecido unas oportunidades antes inexistentes. No quiere decir que sin ellas fuera imposible poner en marcha Los deberes de la memoria, pero sí es totalmente cierto que la existen-cia del nuevo patio interior y el remozado salón de actos han cola-borado a la hora de materializar de forma muy viva y visual lo que entiendo por usos públicos de la historia.

– El patio interiorEl patio interior, luminoso y cubierto, ocupa una posición central y representa una verdadera encrucijada y lugar de encuentro, donde

FIG.. Patio interior con el montaje de la exposición Si quieres la paz,para la guerra

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se acogió en abril de 2006 la exposición, como muestra la fi gura 5, bajo el lema Si quieres la paz, para la guerra. Este espacio diáfano ha sustituido a un anterior cubículo macizo, pesado y oscuro, que reforzaba el efecto celular de la traza de pasillos y aulas. Sin duda su existencia proporciona nueva vida al instituto, reformula el es-quema hermético anterior y ejerce una centralidad simbólica que le acerca a ese lugar de encuentro que tenían y tienen el agora, los foros y las plazas mayores. Esas plasmaciones históricas son, como vimos, encarnaciones de lo público y favorecen la infraestructura material para la formación de la habermasiana Öff entlichkeit (esfera pública). Abren el lugar, si se sabe utilizar convenientemente, hacia lo común, hacia lo civil, diluyendo la espesa carga de cierre de la institución escolar.

El patio interior ha funcionado en Los deberes de la memoria como centro de exposiciones. En efecto, en cada ocasión se mon-tó una exposición abierta al público en horario de mañana, tarde y noche, sobre el tema del año. Si se observa la fi gura 5, podrá com-probarse que se trata de un sitio especialmente adecuado para esta función pues a lo que tiene de encrucijada, deambulatorio y mira-dor desde diversas perspectivas, se une la amplitud y claridad de sus líneas. La exposición se concibe siempre como un adelanto del trabajo fi nal del alumnado, de manera que cada grupo, bajo mi su-pervisión y con la ayuda de algún otro colega y del equipo de la biblioteca, aporta información y yo me encargo de la concepción general de la misma, en suma, de dar un hilo conductor al argu-mento temático que se aborda. Cada proyecto de trabajo tiene que ofrecer material para instalar y cubrir al menos un panel de doble hoja. El recorrido de los paneles posee, claro, una lógica, que se ex-plica en un programa de mano entregado al visitante al empezar el recorrido. Todo ello se acompaña con un montaje audiovisual, que se activa en los recreos y en las visitas organizadas. El último año, gracias a la colaboración de Ignacio Gómez, profesor de Dibujo, consistió en una gran pantalla frontal sobre la que se impresionan voces y sonidos de montajes audiovisuales ad hoc, y en algunos ca-sos realizados también por los alumnos. Los preparativos y montaje previo se realizan en el gabinete de Geohistoria y en la biblioteca. El montaje material (y el desmontaje) se hace, como Dios nos da a entender, empleando clases (algunas prestadas de otros profesores) y sobre todo algunas tardes.

La exposición suele inaugurarse con motivo del inicio de la se-mana cultural, lo que atrae máxima atención y a veces incluso la

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presencia de los medios de comunicación locales. La ubicación de la exposición se encuentra en el obligado lugar de paso para el salón de actos, donde normalmente se celebran las actividades programa-das dentro de la semana cultural del centro. Todo ello proporciona un cierto aire de fi esta cultural.

Ahora bien, la función desaularizadora del patio central tam-bién se da en la medida que, una vez instalada la exposición, allí im-partimos eventualmente algunas de nuestras clases, las que damos muy ocasionalmente a grupos de alumnos del mismo pero a cargo de otros profesores, o a alumnos visitantes de distintos institutos. Los expositores sacan, pues, a la luz y muestran hacia el exterior el trabajo que se ha ido realizando en las horas de gabinete, biblioteca o en la propia casa de cada cual. Sirven de difusores, dan publicidad (sacan a la esfera pública) algunos de los resultados de enseñanza-aprendizaje.

– El salón de actosEl paso siguiente en esta lógica de hacer público lo privado es el ma-ratón de trabajos de alumnos que se realiza en sesión de una jorna-da en el salón de actos, antes de la entrega de los proyectos, cuando la exposición ya está montada. Es también un acto abierto al públi-co pero centrado en un solo día.

FIG. . Maratón de trabajos del alumnado en el salón de actos

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El salón de actos, constituye un espacio privilegiado como al-tavoz de las actividades de la semana cultural del Instituto (que re-úne, en sesiones de media mañana, conferencias, mesas redondas, recitales, etc. bajo el mismo lema que la exposición) y como plata-forma arquitectónica sobre la que se realiza el maratón de presenta-ción [fi g. 6], durante un día, de los trabajos del alumnado (en forma de resúmenes en power point o en otros soportes audiovisuales) a un público variado (alumnado, amigos, todo tipo de personal del centro, familiares y ciudadanía en general).

Tiene capacidad para trescientos asistentes y es pieza arquitec-tónica, funcional y también rehecha de nueva planta, que completa el último eslabón de nuestros usos públicos de la historia. En ese lu-gar se escenifi caron con motivo de la invasión de Irak, en 2003, las Lecciones contra la guerra, actividad pionera y para mí muy infl u-yente en el posterior itinerario de Los deberes de la memoria. Cada año, tras los consiguientes problemas organizativos que conlleva la convergencia de varios grupos en un mismo espacio y alrededor de un mismo tema, se desarrolla en el salón de actos una suerte de fes-tival de trabajos, sesión monográfi ca de media mañana, en la que el alumnado presenta y debate lo realizado. La fórmula material más utilizada consiste en hacer presentaciones en power point de cada equipo en las se resume ante un público de alumnos, profesores, padres y otros invitados, el contenido de su labor, previa explicación y evaluación del proceso de gestación del proyecto, de los problemas encontrados y de los resultados obtenidos. A veces, el soporte de la presentación opta por distinto procedimiento. Es el caso de alum-nos que su propio trabajo tiene formato audiovisual (normalmente video) y optan por proyectar una parte signifi cativa del mismo, o, en circunstancias especiales, dar cuenta de todo el documento.

El maratón de trabajos se vive como una fi esta de los propios alumnos sumamente interesados en «quedar bien» ante una audien-cia insólita e irrepetible en su vida escolar (sus propios profesores, sus colegas, amigos y familias). Ahora se trata de trasmutar su trabajo de estudiantes de historia en un producto cultural que ha de ser com-partido con los demás. Y aquí se suelen romper algunas de las reglas jerárquicas que inundan la vida del centro. Desgraciadamente la reali-zación en horario de mañana y de clase hace minoritaria la presencia de personas ajenas al instituto y el elevado número de intervinientes limita tanto el tiempo de exposición como el del debate. Este tipo de difi cultades no es óbice para destacar el verdadero carácter de plaza pública que adquiere este foro expresión de los aprendizajes.

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Los inexcusables e inevitables problemas de tiempo ocasionan que a veces haya de continuar la exposición de tales trabajos en el gabinete o incluso (en el caso de la proyección de los videos) en el propio patio interior. De cualquier manera, el hecho de que el alum-nado se suba a un escenario público y exponga su quehacer acadé-mico ante la comunidad educativa e invitados externos representa un desafío muy encomiable e importante en su formación como ciu-dadanos capaces de intervenir en la esfera pública de la democracia. En general, según vengo constatando, los resultados han sido muy superiores a las propias expectativas del alumnado e incluso las del profesorado no participante en estas cuestiones. Unos, los alumnos, por falta de costumbre, inseguridad o timidez, no se veían capaces de hacer algo serio; otros, algunos los profesores invitados, no espe-raban ver las habilidades, hasta entonces ocultas de los participan-tes. Esta clase de actividades obliga a menudo, en verdad, a cambiar las percepciones de los protagonistas de la educación, que de conti-nuo se ciñen a lo que se ve en el angosto espacio del aula y en los re-sultados de exámenes estandarizados (en los que siempre triunfan los mismos). De modo que esta experiencia ha servido, si se quiere, como un efecto de demostración y reforzamiento del valor, interés y necesidad de sacar al alumnado de sus contextos tradicionales de aprendizaje. Y, en suma, hacer y ver de otra manera.

– Otros espacios abiertosPero existen también otros eslabones donde también la lógica espa-cio-temporal, mecánica y celular, se puede erosionar contribuyendo al común interés de utilizar públicamente la enseñanza de la his-toria. La calle e Internet representan dos lugares, uno real y otro virtual, donde la enseñanza desaularizada puede y debe alimentar-se. Por lo que afecta a la calle, los usos públicos de la historia, una historia desde abajo, siempre regresan al origen de Los deberes de la memoria, esto es, siempre vuelven a la gente corriente y sus proble-mas. De ahí que el ejercicio de actividades de historia local y viva, como son las visitas de los propios alumnos a lo lugares de la memo-ria de la ciudad de Salamanca (que para la guerra civil no son pocos; baste recordar los célebres papeles del archivo) o la realización de entrevistas de historia oral, se reiteren en estas experiencias.

La calle como espacio de aprendizaje se complementa siempre con una excursión común y reglada a los lugares de la memoria del tema de cada año (hasta ahora han sido dos a Madrid y una al País Vasco). Nada nuevo voy a decir sobre el valor de las salidas y excur-

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siones. De antiguo los portavoces más serios de la enseñanza activa y del método intuitivo, representantes de la historia soñada como los Altamira y otros muchos, pusieron su afán en recordar las vir-tudes instructivas de los métodos intuitivos y activos de aprender a partir de la observación de la realidad misma. En Los deberes de la memoria las excursiones pretenden eso mismo y naturalmente bus-can romper con alegría y aire libre el molde celular de los centros. En nuestro programa, normalmente el momento de su ejecución se hace al fi nal del estudio del tema del año, coincidiendo con la expo-sición y antes del maratón de proyectos. Por tanto, las excursiones tienen algo de confi rmación en vivo de lo que los equipos van estu-diando y favorecen el fortalecimiento de relaciones humanas fuera del marco escolar reglado.

Por otra parte, el espacio virtual de Internet ha sido utilizado por nosotros más como fuente de información que como parte de una esfera pública propiamente dicha, lo que sin duda podría ha-cerse en el futuro próximo siempre y cuando sepamos distinguir y apreciar entre una relación directa cara a cara y la vicaria realidad propiciada por la red. En sentido estricto, Internet posee un poten-cial desaularizador impresionante; las posibilidades de las NTIC rompen todas las barreras, deslegitiman una educación de puer-tas adentro del aula, pero amenazan con nuevas esclavitudes de los cuerpos y las mentes. La más importante es un nuevo fetichismo del totalcapitalismo informacional que trata de suplantar las relaciones humanas por relaciones de segmentos de información. Las aulas de la nueva teología tecnológica, traslúcidas, sin puertas ni muros, pueden estar creando una nueva institución total que nos imponga la dominación a la carta y a domicilio. Sin ser devoto de los apoca-lípticos (los pronosticadores de los males de las NTIC), defendiendo las potencialidades de Internet como instrumento de una nueva es-fera pública y de acción política (los ejemplos en seguida nos acuden a la memoria de todos), es preciso aquí y ahora no confi ar sólo la li-beración de los seres humanos a la tecnología. La razón tecnológica no es una razón en sí misma. En sí mismo el fenómeno de acceso a la llamada sociedad de la información no nos dice nada sobre la vida buena. El profesor Lledó (1992) acuñó el concepto silencio de la escritura para dar título a su brillante exégesis del Fedro de Pla-tón. Allí el mítico inventor de la escritura, Th euth, se ufanaba de las ventajas de su artifi cio como fármaco de la memoria y de la sabidu-ría. A lo que su interlocutor objetó que los humanos provistos de tal ingenio caerían, contrariamente a lo pronosticado por su inventor,

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en un profundo olvido al dejar descuidar la memoria y fi arlo todo a caracteres ajenos a su ser. Esta temprana alegoría de los efectos contradictorios del paso de la oralidad (que siempre implica memo-ria y diálogo) a la escritura (que siempre implica un cierto olvido y monólogo), conviene tenerla en cuenta todavía hoy. Ese poderoso y persistente «silencio de la escritura» podría alegarse a la hora de reinvindicar (en la enseñanza y en la historiografía) una cierta res-titución de la oralidad como parte del conocimiento del pasado (a través de las voces) y como componente sustancial del enunciado de la didáctica crítica «aprender dialogando». Pero también, por ex-tensión y ante tantos y tan frecuentes embelecos, podríamos hablar del «silencio de las nuevas tecnologías», como consecuencia impre-vista de los nuevos fármacos de la memoria, porque no sólo, como dice la canción, el silencio es el olvido. También recordar es olvidar, porque, siempre, el «recuerdo, dice Pessoa, olvida». Y el recuerdo seriado, digitalizado, como los ya aludidos mausoleos multimedia del Holocausto y otros horrores, constituiría, potencialmente ha-blando, un inmenso desgüace de la memoria crítica. Entonces ocu-rriría que la promesa de las NTIC de abrir un caudal amazónico y de libre uso de la memoria acabara convertido en marasmo de dosis erráticas e incontroladas de estupefacientes para olvidar y distan-ciarnos humanamente de lo humano. Y así, bajo este destino poco estimulante, la consistencia líquida de las relaciones personales y la corrosión del carácter que se percibe en la sociedad actual no aven-turan nada bueno, pues nunca hemos estado tan cerca de aquella antigua premonición de El Manifi esto Comunista: «todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fi n, se ve constreñido por la fuerza de las cosas a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás».

Los deberes de la memoria pretenden luchar contra ese pro-nóstico. Persiguen educar y educarnos en lo que merece ser re-cordado, aquello que constituye el pasado de todos los anhelos de emancipación humana de hoy y de siempre. En el próximo capítulo nos centraremos en mostrar con mayor detalle documentos de di-dáctica crítica que siguen tal pretensión y exhiben datos comple-mentarios sobre las experiencias realizadas en estos últimos años. Estos documenta completan nuestro periplo por los avatares de una enseñanza contra el olvido y a favor de nuevos usos de la historia en renovados escenarios escolares.

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CAPÍTULO

Documentos críticos:si quieres la paz, para la guerra

.. LA RELEVANCIA DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA: HISTORIA Y MEMORIA

Pocos acontecimientos mundiales, si exceptuamos algunos como la Revolución francesa o la Segunda Guerra Mundial, han concitado tanta atención como el confl icto civil que enfrentó a los españoles entre 1936 y 1939. Más de veinte mil libros en casi todos los idiomas imaginables, millones de imágenes y voces hoy constitu-yen las fuentes y la base material de un océano de memoria imposi-ble de digerir o siquiera embalsar. Ningún suceso de la historia con-temporánea española alcanzó parecida notoriedad pública y nunca un confl icto civil de este tipo levantó pasiones tan encendidas. Se diría que los españoles irrumpieron, con protagonismo de primer plano, en la historia universal por la peor de las puertas posibles: la que entonces se abría hacia el fascismo como consecuencia de la crisis general del Estado capitalista de la modernidad.

La explicación histórica de lo ocurrido como el recuerdo si-guen estando mediatizados, como no podría ser de otra manera, por el lugar, social e ideológico, desde el que mira el observador. De ahí que el interés y la relevancia del confl icto, y la narrativa y recuerdo del mismo, se encuentren atravesados de presente. En este caso, más que en otros, el presente del pasado se hace visible, aun-que no de igual manera, en el registro historiográfi co y en otras for-mas de memoria social. El registro historiográfi co del pasado nunca comporta una operación aséptica. El pasado pasa y pesa. Siempre estamos instalados en un fl ujo temporal inagotable, pero la empatía con los vencedores de ayer y de hoy es afección que no cultiva el

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historiador crítico más proclive a identifi carse, como sugiriera Ben-jamin, con los vencidos de siempre.

La historiografía y la educación histórica escolar constituyen lugares y balizas, importantes pero no únicas, que marcan el es-pacio de posibilidad del campo donde se fabrica una determinada imagen del pasado. De modo que esa doxa gremial según la cual la historiografía y los historiadores juegan sus partidas en el olimpo sin entrar en las terrenales disputas de lo mortales es opinión que ha que ponerse en duda. La contribución que aportan los historia-dores a las memorias sociales es también confl ictiva y forma parte de los regímenes de verdad reguladores del orden de la polis. La me-moria social es, por defi nición, confl ictiva y plural. Confl ictiva sí, pero también histórica y, por ende, cambiante.

Valga a este propósito recordar aquí y ahora cómo se construyó la razón historiográfi ca de la Guerra Civil. Tras la victoria franquis-ta, una pléyade de gentes arrimadas a la situación política imperante aprovisionaron de munición argumentativa y patrañas, como la ce-lebérrima y burda falsifi cación (en su día desacreditada por la ejem-plar disección de pruebas a cargo de H. Southworth, 1963 y 2000), de los supuestos «documentos secretos» del «complot comunista», de lo que dio en llamarse cruzada o guerra de liberación nacional. Durante el primer franquismo, el mismo término de «guerra civil» (y mucho tiempo el de «incivil» que acuñara ya Unamuno en su fa-moso discurso, el 12 de octubre de 1936, en el paraninfo de la Uni-versidad de Salamanca) quedó proscrito y reducido a los círculos del exilio o del hispanismo. Hasta los años sesenta, entre los vence-dores de dentro y los vencidos en el exilio, y en un contexto mental marcado por la guerra fría, predominó un discurso autojustifi cativo (de la victoria o de la derrota) dentro de un tono de escaso rigor profesional. Ni que decir tiene que la memoria ofi cial en estos tiem-pos de silencio fue de obligado cumplimiento e instalación forzosa en todas las esferas de la vida social española. Así se recogía en este temprano manual (que quiso, aunque no pudo, hacerse obligatorio y único) un relato conforme a un canon una y otra vez repetido:

Documento 1Al fi n, después de cinco años de destrucciones sistemáticas y conti-nuas de todos lo cimientos de la Patria, en 1936 se llegó al llamado Frente Popular, o sea a la alianza de todos los más extremos enemi-gos de España- masones, socialistas, separatistas- para su completa

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destrucción. Se vivieron unos meses en plena anarquía y desgobier-no. Por orden del Gobierno, se asesinó al gran político Calvo Sotelo. Y se preparaba ya un último golpe, para establecer en España, ple-namente, el régimen comunista, a lo ruso, cuando el 18 de julio de dicho año, surgió el Movimiento Nacional.

[…] Así como en la República se concentran todos los enemigos de España, en el Movimiento Nacional se concentran todas sus fuer-zas de salvación…(Instituto de España, 1939, 277, 281 y 283).

Este inocente texto, obra de la ingeniosa pluma del inolvidable y paternal José María Pemán, cuya errática andadura intelectual re-trata Reig Tapia (2000), es nada más que la horma donde se encas-taron las mejores joyas de esa orfebrería escolar de las conciencias que representan los libros de texto. En todos ellos, con el corres-pondiente nihil obstat de los bondadosos eclesiásticos de antaño, se repetía una y otra vez lo mismo: la guerra fue necesaria e inevitable para arrebatar a España de las garras del caos y el comunismo. Va-riantes de este discurso apologético, falaz y simplista perduraron, con ligeros matices y autores, en la manualística casi hasta la muer-te de Franco. Era un régimen de verdad dogmático y mítico exento de cualquier pretensión de cientifi cidad. En todos los casos el hilo del argumento era el mismo: salvar a España de la revolución roja que se estaba preparando.

No ocurrió lo mismo con la historiografía que a partir de los años sesenta experimenta una indudable renovación interna y exter-na. Los primeros síntomas, desde fi nales de los cincuenta, provienen del hispanismo anglosajón al estilo de los G. Brenan, G. Jackson, H. Th omas, R. Carr, H. Southworth y otros. Sería largo y prolijo deta-llar el impacto de estas obras (me remito a las interesante síntesis de Blanco, 2006, o Pérez Ledesma, 2006), pero sí es pertinente indi-car que acuñan una suerte de género interpretativo de corte liberal democrático muy contrario a la historiografía del régimen, que, con todo, se ve obligada a rehabilitar y dar nuevo rostro a parte de sus supuestos exageradamente dogmáticos y fascistas. Al frente de tan sacrosanta misión se pone al insigne Ricardo de la Cierva, quien, con la cobertura logística del Ministerio de información y Turismo de Fraga Iribarne, dirige una curiosa y ministerial Sección de Estu-dios de la Guerra Civil, creada para dar una apariencia más presen-table a los mitologemas legitimadores del golpe de Estado contra la República. Esa falsaria operación de los años sesenta recuerda, por su contenido ideológico y por el perruno seguimiento de las tesis

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del maestro Ricardo de la Cierva, la que a fi nales de los noventa re-toma el llamado «revisionismo» protagonizado por los Moa y otros sedicentes cultivadores de Clío. La cosa, entonces y ahora, y quizás mañana, siempre obedece a lo mismo: viene a querer demostrar que el levantamiento militar del 18 de julio fue una respuesta ante el peligro comunista. Pero, como bien alcanzó a ver en su libro pós-tumo, el más enérgico debelador del franquismo historiográfi co, «la guerra civil española fue, en esencia, una guerra de clases. La propaganda que utilizó la derecha durante el confl icto continuará apareciendo esporádicamente cuando se agudice la lucha de clases (…) pasarán decenios antes de que la derecha desista de sus esfuer-zos por justifi car la rebelión armada de 1936» (Southworth 2000, 184-185). Si algunas declaraciones públicas posteriores, como la so-lemne, ambigua y unánime condena de la Comisión Constitucional del Congreso del 20 de noviembre de 2002, parecían desmentir el presagio del historiador norteamericano, la deriva belicista del PP en 2003 con la invasión de Irak, el auge del revisionismo y todo lo ocurrido desde entonces hasta acá son hechos que se alían en darle la razón.

Pero recuperando el hilo de la narración, como decíamos, el molde interpretativo del hispanismo, se abrió paso al mismo tiempo que se derrumbaba estrepitosamente el antiguo régimen historio-gráfi co, víctima de la conquista del poder académico por una joven generación de estudiosos educados en las trincheras universitarias del antifranquismo. Ya en 1986, en pleno cincuenta aniversario, el discurso académico e historiográfi co dominante había arrincona-do al trasnochado franquismo con obras como la dirigida por M. Tuñón en la editorial Labor o J. Aróstegui en la revista Historia 16, o la muy expresiva y oceánica serie televisiva España en guerra (1987), quintaesencia, a mi modo de ver, de cómo toma cuerpo la nueva doxa historiográfi ca. Ésta, aunque no era del todo insensible a planteamientos marxistas, seguía más de cerca la huella del his-panismo liberal democrático. Ese rastro había contribuido a gene-rar una imagen del confl icto que, en cierto modo, tendía a evocar la idea unamuniana de guerra incivil, cuya prolongación, apoyada en testimonios de los dos bandos, incidía en lo que de fratricida ha-bía tenido el confl icto y, en última instancia, subrayaba lo que de fracaso y frustración colectiva había entrañado la experiencia re-publicana. Negada toda la faramalla justifi cativa franquista, aho-ra se ponía el acento en el reparto de responsabilidades e incluso, en ocasiones, en cierta inevitabilidad de la desembocadura bélica,

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merced a la incapacidad por factores varios (que cada autor repartía a su gusto) de vivir en democracia. Se ha acusado, con razón, a este marco explicativo de muy insufi ciente por politicista y por repre-sentar un ejemplo donde los haya de individualismo interpretativo (Blanco, 2006, 381). Ciertamente, poco a poco, una suerte de marco reconciliador (la guerra como nunca más, como trágico error, como cainismo irrepetible, etc.) nacido en los años sesenta y que alcanza su máxima expresión durante la transición y los años ochenta, lleva las tradicionales tesis hispanistas hacia una suerte de equidistan-cia valorativa, hoy reinante entre las mentes democráticas, entre el radicalismo republicano y el autoritarismo franquista. Empero, no-lis velis, el declive y ocaso de la historiografía franquista supuso la trasmutación de la derrota militar en victoria intelectual y moral de los vencidos, fenómeno de difícil digestión para los más empecina-dos defensores de legado franquista. Los libros de texto, espléndi-dos testigos, aunque con cierto retraso, del devenir historiográfi co, expresan la metamorfosis interpretativa y valorativa, que arrincona la narrativa franquista en el trastero. En 1990, como comprobamos en el fragmento que sigue, los ecos interpretativos fi lofascistas ya han periclitado.

Documento 2No resulta fácil acercarse históricamente a un acontecimiento to-davía cercano (la mayoría de las familias españolas estuvieron afec-tadas, tomando parte activa a uno u otro bando, o con miembros de una misma familia enfrentados en campos distintos). Existen miles de documentos y de testimonios orales que dan cuenta de lo ocurrido, y que podría ayudar a la comprensión del confl icto desde una objetividad histórica, pero el apasionamiento de los españoles, y de los mismos europeos, en la interpretación de los hechos, de sus causas y sus consecuencias, invalida, en gran medida, la abundante bibliografía existente.

Las circunstancias históricas en las que se desarrolló la guerra, respondían a problemas no resueltos en la sociedad española: una economía atrasada, incapaz de satisfacer las necesidades del pueblo; una oligarquía terrateniente sólo preocupada por sus benefi cios e incapaz de los cambios más elementales; una estructura social con abismales diferencias entre pobres y ricos, con una pequeña oligar-quía poderosa, unas clases bajas en continuo crecimiento, una clase media insufi ciente para servir de elemento equilibrador; y una pola-rización de la sociedad en dos bandos: las derechas, en las que preva-

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lecía la concepción del mundo más conservadora, que identifi caba el sistema político-social con sus creencias religiosas; y las izquierdas, decididas a romper con las estructuras existentes. La intransigencia y los actos violentos presidieron la relación entre ambos grupos, que ignoraron el respeto y la tolerancia como norma de entendimiento (J. Prats y otros, 1990, 322).

Obsérvese que los autores de este manual de tercero de BUP forman parte de uno de los habituales equipos de la editorial Ana-ya, una de las empresas de mayor éxito y difusión y sumo exponente del viraje sufrido por los libros de texto tras la Ley General de Edu-cación y la muerte de Franco. Quizás nunca en la historia de España haya acontecido en tan breve espacio de tiempo una transformación semejante a la ocurrida en la generación de libros de texto de bachi-llerato amparados por los duraderos planes y programas de 1975 (BOE, 18 de abril), aunque ya en los nacidos a la sombra del plan de estudios de 1967 se percibe un leve aggiornamiento, utilizándo-se la expresión guerra civil de manera generalizada (Álvarez Osés y otros, 2000, 222). La misma editorial Anaya, por ejemplo, en la edición de 1977 de su Geografía e Historia de España…, en un ma-nual a cargo de otro equipo encabezado por el profesor J. Valdeón, ajustaba cuentas con una «guerra fratricida» y, tras pasar revista a los argumentos justifi cativos de los «rebeldes», señalaba que «las razones profundas del alzamiento eran otras: básicamente el temor de las clases conservadoras a ser desplazadas de una posición hege-mónica» (Valdeón y otros, 1977, 366). La renovada doxa académica, de esta manera, ya en la segunda mitad de los años setenta se iba abriendo paso con rapidez en la literatura escolar dando la vuelta del revés al discurso hasta poco antes ofi cial. Para los años ochen-ta los libros de texto ya habían incorporado un común ritornello acerca del todos fuimos culpables y una concepción de la guerra como tragedia nacional, todo ello, como se ha dicho (Boyd, 2006, 94), muy en consonancia con las necesidades políticas derivadas de la vía de transición hacia la democracia. Como sea que, desde 1970 a 2000, entre cinco grandes editoriales (principalmente Vicens Vi-ves y Anaya) se controlaba en torno al 75% del mercado de libros de texto de historia en secundaria (Valls, s.f, 22), se puede colegir que, de manera subterránea, una nueva forma de uniformización iba co-brando fuerza. No estaría de más que alguien se pusiera a pensar cómo, en aquel entonces, un Estado débil y en transición se apo-yó en la fuerza invasiva y estandarizadora del mercado para admi-

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nistrar una determinada memoria histórica en la escuela. Aunque tampoco cabe ignorar, como pone de relieve el recuerdo de la expe-riencia escolar de ayer de algunos historiadores de hoy (Izquierdo y Sánchez León, 2006, 51 y ss.), que, entonces y ahora, las cuestiones históricas más recientes y confl ictivas tendieron a ser obviadas en la práctica de la enseñanza.

Ciertamente, las memorias sociales constituyen un campo de fuerzas dentro de las contradicciones de clase y de otra naturaleza que atraviesan las sociedades capitalistas.

De modo que el fl ujo y forja de las memorias sociales se rea-liza en un espacio implícito, fl otante y recurrente, de guerra civil estructural, permanentemente susceptible de variar conforme a las relaciones entre el poder social y el político, pero actuando siempre dentro de una dominante división en dos esferas. La transición a la democracia trajo un pacto provisional y por arriba entre las vie-jas y las nuevas élites políticas, merced al cual se entronizó una vía de superación de la dictadura franquista sin desactivar y arrebatar los argumentos más sustantivos a los que, en los años sesenta, rele-gitimaron el régimen franquista con la tecnocracia. Ellos mismos, como servidores de la razón de Estado a cualquier precio y en cual-quier circunstancia, se metamorfosearon y fusionaron dando paso a un espectro de nuevas cúpulas políticas que prolongaron esa ra-zón, esos arcana imperii, más allá de los avatares políticos de cada momento. En ese contexto, los nuevos historiadores, en general y en tanto que gremio institucional, tuvieron ocasión de afi rmar su pre-sencia con la elaboración de un discurso crítico respecto a la gue-rra civil y sus consecuencias, pero, al mismo tiempo, se mostraron normalmente muy complacientes con la democracia española y su vía de consenso. Ese discurso, pese al reiterado empeño de S. Juliá (2006) en defender lo contrario, se sustentó en un voluntario olvido de responsabilidades, culpas y reparaciones de los protagonistas del pasado (que se materializó jurídicamente en la Ley de Amnistía de octubre 1977, ley de punto fi nal para los responsables del franquis-mo), y se alimentó sobre la lucha contra la intolerancia y contra la violencia de cualquier signo político. Bien es cierto, sin embargo, que el pacto de silencio tuvo la complicidad de una mayoría social considerable. En efecto, sobre el acuerdo de las élites políticas y la aquiescencia de esa mayoría silenciosa, cabalgó buena parte de la doxa historiográfi ca y académica. Así se edifi có desde la historio-grafía más respetable, y sigue haciéndose, un cuadro de supuestos valorativos en los que se acometen una serie de analogías y saltos

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entre presente y pasado, convirtiendo la actual democracia en una suerte de tesoro de valores (la tolerancia, el consenso, el bipartidis-mo, etc.), un espejo donde mirarse y unas lentes con las que obser-var y juzgar las prácticas sociopolíticas del pasado. Pero como se ha dicho: «…en las explicaciones y narraciones producidas por la historiografía el sujeto de la guerra civil no aparece históricamente contextualizado. En otras palabras, aquellos españoles de los años treinta son vistos, en lo esencial, como análogos a los actuales: los protagonistas de la guerra son como nosotros, lo único que cambia son las condiciones históricas bajo las que se desenvolvía su vida. Es en este nivel donde con más claridad e intensidad se produce la continuidad entre el pasado y el presente en los relatos disponibles» (Sánchez León, 2006, 124).

En efecto, la naturalización de los sujetos históricos, el preten-der, por ejemplo, vestir e imaginar al cenetista de ayer con las galas valorativas y de conducta del probo sindicalista de nuestro tiempo, resulta una retrospección muy discutible o incluso ridícula. El su-jeto es siempre histórico, o sea, no existe un ente humano general capaz de producir conductas preconcebidas y sujetas a relatos plau-sibles. Por eso, la narrativa teleológica progresista sobre la Repúbli-ca como lógico precedente de la actual democracia resulta una vía agotada por más que persistente. Claro que tampoco parece que las piruetas antropológicas y culturalistas, de los inacabables regresos al sujeto (a veces, al individualismo más simplista) sean medicina que curar puedan las patologías causadas por los relatos aquejados de progresismo. En fi n, el campo de las memorias sociales y el de la historiografía, como subcampo, es siempre dinámico, comple-jo y admite tantos replanteamientos como situaciones cambiantes acontecen en la historia de las luchas sociales y en la evolución de las concreciones y morfologías de poder correspondientes.

Ello explica cómo a pesar de haberse afi anzado, durante la transición y años posteriores, un modelo interpretativo ortodoxo y legítimo tanto en el mundo historiográfi co como en el escolar (dos mundos que, como decíamos en el capítulo 1, poseen lógicas y ritmos sociales muy distintos), ahora, al cumplirse los setenta años de la guerra civil, hayan aparecido en la segunda mitad de los años noventa una serie de movimientos que reivindican otra memoria del confl icto, una memoria reparadora del olvido de los vencidos,y, en otras ocasiones, en sentido contrario, una explicación histó-rica alejada del molde progresista que se impuso desde los años se-tenta.

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Los abundantes movimientos por la recuperación de la memo-ria histórica y el llamado revisionismo historiográfi co montado sobre una plataforma reaccionaria de periodistas y agitadores de extrema derecha liberal, signifi can, en cierto modo, un regreso de la guerra al escenario de la vía pública. El confl icto civil, en tanto que metáfora de la guerra de clases oculta y permanente, emerge ahora de nuevo ante requerimientos y variadas necesidades. En otro capítulo expli-camos algunas de las razones políticas de esta sed de historia y de esta vorágine reintrepretativa de la derecha. Paloma Aguilar escribió en 1996 un libro, Memoria y olvido de la Guerra Civil, que venía a anunciar la quiebra de la memoria consensual, mostrando sus frac-turas más llamativas y poniendo en evidencia las limitaciones, des-de posiciones progresistas, del pacto de olvido aderezado durante la transición. Ya antes algunos publicitas, como Gregorio Morán o J, Vidal Beneyto, habían dado razón de los olvidos de la inmaculada transición. Después muchos y muy variados estudios han incidido, con desigual suerte, en los mitos, ritos y olvidos de la guerra. Al mis-mo tiempo, coincidiendo con el segundo mandato del PP, se revitali-za una historiografía ultraconservadora a la que se ha dado el rótulo (no demasiado afortunado) de «revisionismo».

Pero, de momento, la batalla de la memoria en los libros de his-toria e incluso en los de texto queda muy lejos del régimen de verdad de viejos y nuevos franquistas. Véase, como muestra, el contenido de uno de los textos más difundidos en los centros de educación se-cundaria en 2003, año en el que ya se había dado alas mediáticas al neofranquismo historiográfi co y la derecha en el Gobierno, una vez conseguida la mayoría absoluta, exhibía su trastienda más odiosa en la ominosa colaboración gubernamental en la invasión de Irak.

Documento 3El alzamiento de las derechas con el ejército y con el apoyo de la iglesia signifi caba que las reformas que intentaron llevar a cabo la burguesía republicana y el movimiento obrero socialista organizado encontraron una resistencia tan fuerte, que llevó a la insurrección armada. Esas reformas eran absolutamente justas e imprescindibles para la modernización de la sociedad española, pero atentaban con-tra los seculares privilegiados de las clases dominantes de España. Por ello, las clases privilegiadas creyeron que se avecinaba una re-volución y optaron por el abandono de la vía legal y parlamentaria decantándose por el golpe de Estado (Aróstegui y otros, 2003, 292).

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Así pues, si se repara en este texto, nada se adivina que tenga la más mínima conexión con la intoxicación historiográfi ca revisio-nista de viejos franquistas o conversos neofranquistas. Por tanto, la modalidad académico-progresista sobre el origen de la guerra, ver-sión democrática y en parte forjada en el tardofranquismo y en la transición por las fuerzas de oposición a la dictadura, ha quedado asentada en los manuales de historia más difundidos. Por eso mis-mo resulta un tanto pueril que algunas de las asociaciones de recu-peración de la memoria histórica y algunas fuerzas políticas que las apoyan exijan, en uno de los manifi estos lanzados a favor de una genuina Ley de Memoria Histórica, la «profunda revisión de los planes de estudio para la adecuación de los contenidos de los libros de texto de la enseñanza obligatoria respecto al tratamiento dado al periodo republicano, la Guerra Civil y la dictadura» (Punto 11 del Manifi esto fi rmado por 25 asociaciones y la federación madrileña de IU, El País, 16 de octubre de 2006). Las carencias de memoria democrática, el llamado embudo de olvido, procedan principalmen-te de la vía y forma de construcción de nuestra actual democracia y no de los planes de estudio o los libros de texto. Otra cosa es que el remake nacionalista y el redisciplinamiento curricular de los años noventa, del que hemos hablado en capítulos anteriores, acentúen ese défi cit. Ello no es óbice para que, en todo caso, precisamente la dimensión historiográfi ca, polémica y pública de la Guerra Civil haga de ella un objeto privilegiado de una didáctica crítica. Su rele-vancia histórica y social también lo es educativa. El deber educativo de no olvidar la guerra inspira precisamente la propuesta didáctica Si quieres la paz, para la guerra, que puse en práctica durante el curso 2005-2006 y que explicaré en el curso de este capítulo. Claro que una cosa es el deber educativo de la memoria y otra son las ex-pectativas y percepciones del propio alumnado.

.. FRAGMENTOS Y ECOS DE LAS MEMORIAS SOCIALES: EL «RECUERDO» DE LA GUERRA EN LA MEMORIA

DEL ALUMNADO

Es bien sabido que la cualidad joven está de moda. Desde que se hizo en España la primera macroencuesta nacional sobre la juven-tud (entre 1959 y 1961), hasta el día de hoy, cuando proliferan expo-nencialmente los profesionales de la política social, la categoría «los

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jóvenes» se ha erigido en objeto preferente de un cruce de miradas: la psicológica y la sociológica. La primera ha instituido una esencia-lidad evolutiva, diferencial y potencialmente patológica del hecho de ser joven; la segunda ha construido la juventud (las subcultu-ras juveniles y las situaciones de riesgo y marginalidad social) como problema. Y así entre el método clínico y el sociométrico se acaba de dar forma y fundar un campo de estudio merced al cual la divi-sión clasista de la sociedad y las luchas a ella inherentes se reempla-zan por supuestas guerras de generaciones, y entonces, como por ensalmo, «el cambio social (la modernización) se equipara a cambio generacional y se concibe sólo como cambio cultural: al no haber intereses enfrentados (clases sociales), las diferencias y luchas no son sino luchas entre opiniones, culturas diferentes. Y la solución de problemas sociales ha de ser también cultural: diálogo, acultura-ción, cursillos» (Martín Criado, 1998, 66).

Hoy más que nunca, en pleno modo de educación tecnocrático de masas, por fi n, felices y escolarizados, en el reinado de la escue-la obligatoria universal, las categorías esencialistas «joven», «ado-lescente», se visten de otras no menos relevantes como «alumno». Todas ellas son rubros universalistas a los que se adhiere un vacia-miento social y un etiquetaje asociado a determinadas condiciones y conductas previsibles. En términos generales, todas estas palabras y la faramalla de estudios que las consagran conllevan un cierto encubrimiento y sustitución de realidades sociales por entidades e identidades culturales, lo que constituye también, a escala global, signo de nuestros tiempos y lo que representa, a escala escolar, el campo abonado en donde crece el idealismo pedagógico.

El idealismo pedagógico es fuerza abrasiva que todo lo invade en las teorías y prácticas de enseñanza. Es inherente a la escuela en la era del capitalismo y no puede separarse del discurso de salvación incrustado en los mensajes religiosos, tan vinculados a los orígenes de la institución escolar. Se funda además en la concepción del su-jeto de la acción social como tabula rasa, como un recipiente capaz de ser llenado de buenas ideas y mejores intenciones. Plenamente vi-gente en nuestros días, el idealismo admite «un alumno» universal hecho de pasta moldeable de acuerdo con la virtuosa y experta mano de las buenas ideas y los valores positivos. El acto de adhesión a lo bueno del sujeto de aprendizaje se admite como una suerte de con-versión o aprehensión iluminadora de la verdad, en virtud del cual cada uno elige, sin constricciones sociales de ningún tipo, aquello que es mejor para todos. De ahí el reiterado simplismo del que se

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fl anquea el pedagogismo: prediquemos la verdad que ella misma, por su propia fuerza demostrativa, se abrirá paso. Como si, por ejemplo, el recuerdo de la Guerra Civil fuera sólo un problema de memoria (de una facultad del psiquismo) o de ignorancia, como si recordar un asunto colectivo traumático no tuviera que ver con la posición de sus protagonistas y de las generaciones coetáneas y posteriores. Hasta la saciedad es necesario repetir que la inclusión en el currículo escolar de una asignatura de memoria histórica de la Guerra Civil no garan-tiza la difusión de una memoria de los vencidos, como tampoco la asignatura de Formación del Espíritu Nacional en el franquismo ase-guró una adhesión masiva y entusiasta al régimen de la dictadura.

Consideraciones previas de este tenor permiten tomar con la debida distancia y con la necesaria prudencia nuestro propio traba-jo a cerca de las percepciones de nuestros alumnos sobre la Guerra Civil. En efecto, en el itinerario de mis experiencias sobre Los debe-res de la memoria suelo recurrir a la preparación de encuestas que los propios estudiantes realizan, con al asesoramiento de un profe-sor de estadística aplicada a las ciencias sociales, como iniciación al trabajo de campo en el estudio de las percepciones de sus pro-pios compañeros sobre diversos asuntos, que, según los barómetros de opinión más célebres, concitan la atención ciudadana. De este modo seguimos las sucesivas oleadas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) y algunos de los más afamados informes sobre la juventud, como los de la Fundación Santa María, para tratar de contrastar y tender algunos puentes entre los resultados nacionales y los locales del propio instituto.

Está fuera de toda duda el interés que reporta una actividad de iniciación del alumnado al trabajo de investigación social, por más que los problemas nos vengan un poco impuestos desde fuera (desde la entidad o empresa de opinión que determinan el tipo de preguntas) y por más que sigamos albergando un cierto escepticis-mo acerca de la propia metodología sociométrica que empleamos. Por lo demás, los problemas sociales que se perciben en tales en-cuestas (terrorismo, paro, inseguridad, inmigración, etc.) vienen a ser aquellos que han ido alcanzando notoriedad y la condición de tales en las industrias de la mediática cultura de masas. A menudo, varían o fl uctúan según la exposición pública que los mismos ob-tengan en los medios de comunicación, cuya repetición, exposición icónica y recurrencia discursiva tiene un efecto performativo sobre las percepciones y conciencias. La misma «juventud», sus ideas y actitudes, poseen mucho de construcción social.

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En el caso que nos ocupa, siguiendo la pauta ya establecida en años anteriores, durante el curso 2005-2006, dentro del programa Si quieres la paz, para la guerra, un grupo de cuatro alumnas de Geografía de segundo de Bachillerato eligió la realización de la en-cuesta como trabajo de fi n de curso, y para ello se integró en un equipo que, bajo mi supervisión y la dirección técnica de Antonio Molpeceres (ex profesor de Matemáticas del centro, a la sazón en funciones de jubilado que hace voluntariado) dio las pasos necesa-rios para cumplimentar su tarea: preparación previa del cuestio-nario, selección de la muestra, realización, análisis, representación gráfi ca y presentación de los resultados. La encuesta seguía pau-tas temáticas y formales experimentadas en curso anteriores. Por ejemplo, contenía dos apartados ya recurrentes (percepción de las identidades territoriales y de la inmigración) y ahora se añadía uno nuevo sobre la Guerra Civil. Como se dijo, algunos de sus epígrafes y formulaciones permitían hacer ciertas comparaciones con otras fuentes sociológicas de parecida naturaleza (especialmente con el barómetro del CIS de octubre de 2005, que precedió a la encuesta pasada en nuestro centro en enero de 2006).

En cuanto a la metodología de trabajo, en la primera sesión del equipo, que se hizo fuera del horario lectivo, se pactaron las normas y procedimientos entre el profesor asesor y las cuatro alumnas. Se establecieron los contenidos de la encuesta (previamente se había remitido un primer borrador a las alumnas para su estudio), las ca-racterísticas de la muestra, la forma de recoger los datos, el procedi-miento de volcado en una base de datos y el programa de tratamiento informático de los mismos, el calendario de reuniones y el intercam-bio de direcciones electrónicas dentro de un grupo de correo a fi n de mantener contacto rápido y fl exible entre los miembros del grupo. En esta suerte de primera negociación, se señalaron las responsabili-dades de cada cual determinando como principio de procedimiento que no se utilizarían más instrumental teórico y técnico del que las propias alumnas (todas cursaban Matemáticas aplicadas a las Cien-cias Sociales) fueran capaces de valerse con autonomía, quedando re-ducida la función del profesor a ejercer de asesor de un trabajo cuya obra era responsabilidad de las propias alumnas. A lo largo de todo este primer tramo de preparación, las alumnas recibieron, dentro y fuera de sus clases ordinarias, algunas indicaciones sobre producción y tratamiento de fuentes documentales de este estilo.

Después del proceso de negociación de las responsabilidades y tareas de cada cual, se pasó la encuesta a un total de 145 alumnos

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del IES Fray Luis de León en enero de 2006. Con la colaboración de los tutores, tomando quince o veinte minutos de un clase ordinaria, se respondieron los cuestionarios en dos grupos por cada curso de 4º ESO, 1º y 2º de Bachillerato. Los datos fueron volcados en base de datos del gestor Access y desde ésta a una hoja de cálculo Excel para el tratamiento y representación de la información obtenida, que fundamentalmente se efectuó en tablas y gráfi cos dinámicos.

La encuesta anónima constaba de cinco bloques. El primero se refería a la caracterización de los encuestados: curso y grupo, sexo, edad, estudios de los padres… Los otros cuatro, interrogaban los conocimientos previos acerca de la Guerra Civil, el interés que el tema suscitaba, la valoración e interpretación que les merecía y las repercusiones que el confl icto tenía en la actualidad. En fi n, el cues-tionario, incidía básicamente sobre tres ejes: lo que sabían o creían saber del confl icto; lo que interpretaban de sus causas y signifi cado; y lo que el confl icto incidía o debería incidir en la memoria actual sobre el mismo.

Los resultados obtenidos se representaron en ocho gráfi cos que, con sus respectivos rótulos, fueron incorporados a la exposi-ción del patio interior del instituto y sirvieron también como base de las ilustraciones del power point con el que se realizó la presen-tación pública de resultados en el salón de actos. Las respuestas a la primera pregunta («¿Cuáles de estos diez personajes tuvieron una participación relevante en la Guerra Civil?») acreditan que, pese a estar empezándose a celebrar el setenta aniversario, los conoci-mientos de los alumnos son escasos, muy confusos y a veces dis-paratados. De los personajes relevantes, sólo Franco es reconocido masivamente (91%), seguido muy de lejos por Hitler (35%), Mola (23%), Pasionaria y Azaña (21%); un 25% sitúa a Fraga entre ellos y otro 21% a Tejero. Un 66% no relaciona para nada la Guerra Civil y la II Guerra Mundial, e incluso son más los que sitúan la Guerra Ci-vil entre las consecuencias (17%) de ella que los que lo hacen entre las causas (9%).

Mejores resultados se obtienen de la pregunta que se interro-gaba sobre el grado de interés que merecía el tema. En efecto, el parco y desvariado conocimiento del estudiantado contrasta con la inclinación que afi rman tener por el asunto: un 41% se muestra muy interesado o interesado al punto de buscar o hacer algo por informarse; otro 38% manifi esta su interés pero confi esa no hacer nada para satisfacerlo. Sólo un 21% dice no tener interés o no con-testa. Las mismas alumnas, autoras de la encuesta, al efectuar el in-

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forme fi nal de valoración de este capítulo de las respuestas, ponían el dedo en la llaga al subrayar la excesiva extensión de los temarios de historia que no permitía alcanzar los periodos más actuales, y la notoria falta de dedicación del tiempo oportuno a este tipo de asun-tos en las clases. Una vez más, se remachaba en el mismo clavo: la ausencia (o casi) de la historia reciente en las aulas.

Especial importancia, poseen las respuestas sobre valoracio-nes, interpretaciones e hipotéticas y deseables «salidas» del confl ic-to, pues expresan no ya la ignorancia o interés, sino la conciencia histórica y política en la que está instalada la percepción del alum-nado. Aquí formulamos, de acuerdo con el equipo de alumnas, el profesor de Matemáticas y yo mismo, una serie de preguntas sobre los orígenes de la Guerra Civil, que venían a recoger el abanico de ideas manejadas por la historiografía conservadora y progresista, de derecha e izquierda, para dar cuenta de los motivos de la guerra. Como puede verse en el siguiente gráfi co-resumen de los resulta-dos, se barajaron hasta trece motivaciones.

El motivo más valorado es «La injusticia social de la época» con un 7 sobre 10, seguido de cerca (6,8) por la «amenaza fascis-ta», un 6,7 para «la intolerancia de todos», y un 6,5 tanto para «el peligro de una revolución comunista» como para el «afán de do-minio de los privilegiados». La menor valoración, 4,5, es para «los ataques a la Iglesia Católica». Estos resultados merecen un somero comentario. Manifi estan, en mi opinión, una leve inclinación por la interpretación canónica progresista sobre el confl icto bélico, como vimos más arriba, hoy dominante en la historiografía. En cierto modo, creo que indican, de manera no clarividente pero sí oblicua, la persistencia y predominancia de una conciencia colectiva no muy diferente a la «media» social. Los alumnos vienen a reproducir un estado de conciencia impregnado de la ideología de los adultos, que se fue imponiendo en la transición democrática, cuando se gesta esa especie de ideario complaciente con el presente y tibio a la hora de juzgar el pasado. En 1995 era posible leer en El País (19-11-1995) que «veinte años después de la muerte de Franco, los españoles han decidido enterrar su recuerdo con benevolencia […], según una en-cuesta de Demoscopia, el franquismo es visto como una etapa que tuvo cosas buenas y malas. La transición constituye un orgullo para el 82% de los ciudadanos. El Rey y Adolfo Suárez despiertan el entu-siasmo de los encuestados por su labor en el proceso democrático». Este tipo de concepciones «tolerantes» con el pasado y el presente, muestran una desmemoria y una despolitización que se remonta

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al franquismo y muy especialmente a la exitosa operación, a largo plazo, de legitimación de ese régimen lanzada en los años sesenta y prolongada en el tardofranquismo bajo el doble señuelo del con-sumo de masas y la tecnocracia paternalista. Paloma Aguilar (2006, 302) ha subrayado, con toda la razón, la pervivencia, en el tiempo y en distintas edades, en torno al 46% de los españoles que se aferran a eso de que la dictadura tuvo cosas buenas y malas. Hoy todavía podemos observar sus resultados transgeneracionales en el culto acrítico a la añoranza, como pone de manifi esto la famosa serie te-levisiva Cuéntame como pasó. De modo que la nostalgia almiba-rada de la juventud perdida, adobada en ocasiones de inocultable neofranquismo, se suele doblar de connivencia, olvido e ignorancia de aspectos básicos del abecedario de una democracia.

Desde luego ese sustrato mental no es cosa de jóvenes…es transgeneracional. Esta suerte de línea mental progresista confusa, un tanto vacua y de baja intensidad se pone de relieve en el cuarto bloque de respuestas, cuando los estudiantes se pronuncian, hacien-do una proposición contrafactual, por la opción política preferible para evitar la guerra civil. Aunque no tienen muy claro cuáles son sus preferencias por la solución política que hubiese podido evitar la guerra: un 28% no sabe o no contesta, un 25% muestran sus pre-ferencias por un mantenimiento de la República y un 22% se inclina por una vuelta a la Monarquía (es más que probable que, por igno-rancia, asimilaran la monarquía de Alfonso XIII a un régimen polí-tico como el que ellos conocen). Sólo un 6% se manifi esta a favor de la solución que triunfó históricamente, una dictadura de derechas. Sin duda estas contestaciones manifi estan una retroproyección de los actuales valores democráticos. Es muy posible que se asimile República y Monarquía a la actual democracia, que, en todas las encuestas que se hacen, aparece el régimen político más valorado, por más que luego la participación en las elecciones y otros com-promisos de la vida pública sean, entre jóvenes y adultos, manifi es-tamente mejorables. En efecto, en los informes realizados bajo los auspicios de la Fundación Santa María, la democracia fi gura como preferible a cualquier otro sistema político, y, en cambio, muy pocos se inclinan por un sistema autoritario. Estos valores se repiten, año tras año en nuestras encuestas de centro. Ahí de nuevo reaparece una juventud de suave orientación centro-izquierdista, con fuerte aprecio a la familia y las relaciones afectivas de grupos cercanos. En fi n, nada demasiado diferente de la llamada cultura «adulta» y muy en consonancia con ese bloque de cemento sociológico que co-

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mienza a fraguar en los años sesenta y se hace plenamente visible (y responsable) en la transición a la democracia. Ese bloque, verda-dero búnker de sentido común y prácticas democráticas de escasa intensidad, aunque dinámico, fue y es el prieto encofrado que ha encorsetado nuestro actual sistema político. Esa tenue y vaga con-ciencia democrática es la socialmente dominante e indirectamente perceptible en las respuestas. En ese medio vital se han formado los que hoy ejercen de educadores (padres y profesores) de nuestros actuales alumnos.

El apartado quinto de preguntas trataba de estimar el eco de la guerra en el presente. Las respuestas se distribuyen en tres bloques similares entre los que opinan que la Guerra Civil es una reliquia del pasado (35%), una realidad no superada (30%) y ni lo uno ni lo otro (25%). Pero es claramente mayoritaria (59%) la opinión de quie-nes ven relaciones entre problemas de hoy y los de entonces, frente a un 16% que estima que los problemas de hoy son totalmente dis-tintos.

Respecto a la memoria y tratamiento de las víctimas, los pun-tos más relevantes son: frente a un 30% que opina que no tiene sentido remover el pasado, un 55% dice que es hora de realizar un reconocimiento a las víctimas, el 67% es partidario de que ese reco-nocimiento se extienda a todas las víctimas sin distinción de bando, aunque un 47% reconoce que se ha dado un trato desigual a las mis-mas según el bando.

Si bien es cierto que la comparación entre datos nacionales y de todas las edades (los del CIS) y los locales y juveniles (los del IES) sólo es posible hacerla hasta cierto punto, la información obtenida de nuestra encuesta vuelve a incidir en la idea de la juventud como realidad refl eja de la sociedad adulta, o lo que es los mismo: que sus opiniones corresponden más a un estado sociocultural general que a un determinado grupo de edad. Y es que, en cierto modo, se diría que la juventud constituye una categoría inventada socialmente y difundida al tiempo que se extiende la escolarización de masas. No es que la opinión de los jóvenes carezca de matices diferenciales, lo que sucede es que «la subcultura juvenil es solamente lo que a los jóvenes le han echado encima, el papel que les toca representar (…); la subcultura juvenil es básicamente el reverso de la cultura domi-nante: nació con ella y con ella se desarrolla» (Lerena, 1985,317). De lo que se infi ere que las llamadas ideas previas de nuestros alum-nos no son, como parecen afi rmar ciertas teorías psicológicas, una propiedad inherente a un grupo de edad determinado; en realidad,

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plasman como fragmentos de una realidad social más amplia, y nos aportan una pista sobre el estado social de las conciencias. De modo que si es cierto que, parafraseando a un conocido apotegma psicopedagógico, «el factor más importante que infl uye en el apren-dizaje es lo que el alumno ya sabe», no es menos verdad que la edu-cación crítica no ha de conformarse con tal obviedad. Es preciso también hacer y hacernos conscientes que la enseñanza se enfrenta necesariamente a un pensamiento dominante (del que a menudo en nuestras ideas y maneras de hacer somos portadores los mismos profesores que nos decimos críticos). Otra cosa, muy relevante tam-bién, es que la falta de equipaje intelectual y una serie de particula-ridades socioculturales de nuestro alumnado haga fl orecer una con-ciencia rota, que escinde una y otra vez lo que la escuela propone y el origen y marco social disponen.

En esa encrucijada y frente a un devenir complejo y contradic-torio de fl ujos de posiciones sociales e ideológicas, la educación crí-tica sólo puede ofrecer y proponer experiencias de autorrefl exión, capaces de poner en cuestión las ideas y actitudes de los participan-tes en los procesos de aprendizaje. Este es el sentido de la encuesta y del conjunto del programa (Si quieres la paz, para la guerra) en el que se inscribe, que ahora pasamos a describir.

.. EXPERIENCIAS PARA NO OLVIDAR:SI QUIERES LA PAZ , PARA LA GUERRA

– Presentación del proyectoComo ya se dijo en capítulos anteriores, en el curso 2002-2003 se inició el programa Los deberes de la memoria con unas activida-des que obedecían al título genérico de Lecciones contra la guerra. En los dos siguientes se continuó con Memorias y olvidos entre la transición y la democracia, y Todos somos extranjeros. Durante el 2005-2006 el programa versó sobre Si quieres la paz, para la gue-rra, con lo que se pretendió dar la vuelta a la conmemoración del setenta aniversario de la guerra civil, convirtiéndola en un progra-ma de educación para la paz, de modo que, invirtiendo el belicis-ta adagio romano (si vis pacem, para bellum), quedó designado el plan de actividades bajo el rótulo Si quieres la paz, para la guerra. Tal lema trataba de presidir, como fi nalidad educativa general, un amplio abanico de prácticas pedagógicas paralelas a la vida escolar ordinaria, que desembocan en la semana cultural del centro. En

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todas ellas, aunque sean de muy distinta naturaleza y procedencia, se persiguió la mejor comprensión y explicación de las raíces que alimentan los confl ictos violentos pasados y presentes (los habidos en el siglo XX y en los primeros años del siglo XXI), procurando in-corporar al análisis, mediante grabación de testimonios orales, ex-presión pública de opiniones cualifi cadas y otras maneras de ma-nifestación, las experiencias y el saber de distintos estratos genera-cionales. En cierto modo, como ocurrió en ediciones anteriores, se planteaba llevar parte del programa de trabajo del Departamento de Historia al conjunto de la comunidad educativa y la ciudadanía en general (a la que estaban abiertas parte de los actos previstos), hasta cierto punto se pretendía, pues, dar dimensión pública, esco-lar y extraescolar, a un problema relevante cual es el de las causas de las guerras de ayer y de hoy.

La primera formulación, a modo de preámbulo informativo y divulgativo sobre las intenciones educativas del proyecto y docu-mento inicial del conjunto de la actividad, rezaba así:

Documento 4La primera pregunta, imprescindible para interrogarnos sobre el ayer, el hoy y el mañana, es cómo fue posible que el siglo XX, el pe-riodo de la historia durante el que se alcanzan las mayores cotas de desarrollo económico, político y cultural, fuera también la época que cobijó las más terribles guerras de toda la historia y una suma de destrucción sistemática de seres humanos como jamás contem-plaron otros siglos.

La Guerra Civil española se inscribe entre dos guerras mundia-les y contiene, como en una aleccionadora síntesis siniestra, parte de las contradicciones sociales, políticas e ideológicas que desgarraron la vida de las sociedades llamadas occidentales en el siglo XX. En la segunda mitad de ese siglo y en los primeros años del nuestro, lejos de haberse proscrito, la guerra y los confl ictos violentos aparecen nuevas expresiones del terrorismo, endémicas guerras nacionalistas y tribales de diferente alcance, confl ictos imperialistas disfrazados de choque de civilizaciones, etc. Así pues, en términos generales, to-davía hoy cobra plena vigencia la vieja consigna internacionalista:«guerra a la guerra». Desgraciadamente aún es preciso reclamar una educación para la paz.

Esta formulación de intenciones, de tenor muy coincidente con la manera de plasmar problemas en el proyecto Cronos 12-16 de

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enseñanza de las Ciencias Sociales, nos ayudó a una primera expo-sición de nuestros propósitos a la comunidad educativa. También obró a favor de una selección de contenidos y procedimientos edu-cativos, que en el primer trimestre se ensayaron y realizaron como una introducción y entrenamiento en la práctica de la investigación de proyectos en grupo, principalmente en tres espacios: el gabinete de geohistoria creado ad hoc (que hace las veces de aula y que ya fue descrito en el capítulo III de este libro) y la biblioteca del centro. Durante el segundo trimestre y comienzos del tercero, se organiza-ron en variado elenco de actividades, que ocupan una parte consi-derable del tiempo de trabajo escolar (en torno a una cuarta parte) y extraescolar del alumnado de segundo de bachillerato entre enero y abril.

– Proceso de trabajoA fi n de hacer más clara nuestra narración, cabe distinguir y seña-lar las tres fases del un proceso unitario que poseen una secuencia lógica concatenada:

Construcción del problema de conocimiento.Realización material del proyecto de trabajo.Comunicación pública de los resultados.

• Construcción del problema de conocimientoLa primera etapa del programa educativo la concebimos como el abanico de tareas capaces de construir el objeto de conocimiento y formular el problema de estudio e investigación. Participa prin-cipalmente alumnado de Historia de España de segundo de bachi-llerato, y se realiza la mayor parte del tiempo dentro del aula (del aula especial de Geohistoria descrita en el capítulo III), empleando una parte del horario reglamentario (una de cada cuatro clase de la semana), a través de fórmulas de trabajo individual y en grupo, que prepararan para una primera percepción y comprensión de la expli-cación historiográfi ca como una realidad intelectual controvertible. A tal fi n se emplean textos historiográfi cos, esquemas cronológi-cos, explicación de conceptos-clave, cortes audiviosuales y mapas históricos. La situación más frecuente de aprendizaje en el aula se verifi caba como trabajo en gran grupo con documentos selecciona-dos por el profesor, principalmente textos historiográfi cos que in-terpretan de manera polémica y diversa el signifi cado de la historia de España.

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Suelo tomar como motivo de partida los titulares de una noti-cia de prensa: La historia de España no es diferente. Algunos gran-des investigadores de universidades estadounidenses revelan las claves de su mirada (El País, 6-7-2003). Tras la lectura de la noticia y el correspondiente comentario del profesor, se proporciona una colección de textos como los que siguen (por motivo de espacio sólo aparecen algunos fragmentos más signifi cativos de la selección para que el lector se haga una idea).

Documento 5INTERPRETACIONES DE LA HISTORIA DE ESPAÑA

ESPAÑA: FIN DE LA INTERPRETACIÓN DESDICHADADE NUESTRO PASADO

En la historiografía producida durante las dos últimas décadas va implícito a veces, otras perfectamente explícito, un giro radical a la representación que los liberales hicieran de la historia de Espa-ña como una anomalía, los noventayochistas como un dolor y los historiadores que trabajaron en los años cincuenta y sesenta como un fracaso. Nosotros, los nacidos después de la guerra, crecidos en la seguridad de que lo nuestro no tenía remedio, que fracasaríamos también, hemos visto aparecer, pegada a los talones, una nueva ge-neración de historiadores que ha arrojado por la borda y ha proyec-tado sobre el pasado una nueva mirada, menos dramática y, por tan-to, menos fatalista.

[...] La pregunta que se formulaban los historiadores a medida que transcurrían los años ochenta no era por qué había fracasado Es-paña en la constitución de una sociedad y un Estado democráticos, sino por qué había tenido éxito… De todo este viaje sólo una cosa parece segura: que la representación del pasado cambia a medida que se transforma la experiencia del presente (Juliá, 1996, 10 y 21).

ESPAÑA: DESAFÍO Y TRIUNFO DE LA NORMALIDAD

Este libro parte de una visión muy distinta [a la del carácter excep-cional de la historia de España]: dicho con rotundidad, no admite la excepcionalidad española. En otras palabras, consideramos a España como un «país normal». Eso no signifi ca minimizar la gravedad de los problemas españoles en la historia: es demasiado obvio que Espa-ña no tuvo, por decirlo de alguna forma, una evolución tranquila en los siglos XIX y XX, y que no se exagera cuando se interpretan algu-

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nos hechos de esa historia (y ante todo la guerra civil de 1936-1939) o como tragedias o como naufragios o, en palabras menos enfáticas, como fracasos colectivos.

[...] Tomada en su conjunto, la historia de España de los siglos XIX y XX distó mucho de ser, enseguida se verá, la historia de un fracaso. Pensamos, además, que lo sucedido en ella no fue inevitable: los hechos, las cosas, pudieron haber sido casi siempre de otra ma-nera (Fusi y Palafox, 1997, 11-12).

ESPAÑA: NO TAN NORMAL. DEMASIADOS RETROCESOS

Fusi y Palafox sostienen la tesis de que la historia contemporánea de España, grandes trazos [es] semejante a la mayoría de países de Europa […].

Pienso que esta visión es un tanto restrictiva, y quizás en ex-ceso «optimista», ya que minimiza la importancia de otros muchos factores que hicieron de la situación española un caso realmente pe-culiar y que hipotecaron, hasta hace muy poco, su auténtica homo-logación a las pautas europeas. Intentaré exponer, en forma telegrá-fi ca, los factores…

[…] Sin duda, la discusión está servida y el tema da para mu-cho, pero frente a la tesis de la normalidad europea de España, yo me quedo con aquella frase con la que Ramón Carande defi nía lo que, en su opinión, había sido la historia de España en los siglos XIX y XX: «Demasiados retrocesos» (Riquer, 1998).

La exégesis y comentario de estos documentos busca que los alumnos y alumnas capten lo que siempre hay de presente en las sucesivas explicaciones del pasado. Por ejemplo, como puede verse en esta somera selección, se muestran percepciones historiográfi cas diversas acerca de la singularidad de la historia de España, lo que permite explicar y comprender en razón de qué situaciones varían las interpretaciones historiográfi cas, y cómo es posible que, a pe-sar de la sangrienta excepcionalidad de guerra civil española, haya triunfado (como puede verse en los dos primeros textos de insignes historiadores actuales) el paradigma de la normalidad de nuestro pasado. Se trataba de hacer verdad el postulado de la problematiza-ción del presente (la mitología de la actual democracia y la memoria sobre la que es fundada) acudiendo a la genealogía, a esa manera histórico-crítica de encarar los problemas de nuestro tiempo.

Este primer motivo de refl exión abre la puerta que nos con-duce, sin casi interrupción, a traspasar el umbral y abordar en la

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génesis de las interpretaciones del tema del año: la Guerra Civil. Tema polémico donde los haya, como quedó dicho en los principios de este capítulo, que se muestra como un objeto de viva y pública disputa. A buen seguro, advierte el lector que gustamos de emplear textos de historiadores que se asoman a la tribuna de la prensa y otros medios de comunicación, formato y tipo de documentos muy adecuados a la literatura propia de los usos públicos de la historia. A tal propósito utlizo en clase dos textos periodísticos especialmente polémicos y antagónicos, tales como una expresiva carta al director de ABC de P. Moa (2006) y un artículo de opinión en El País a cargo de J. Casanova (2006).

Un somero comentario de ambos texto nos faculta para situar el lugar desde dónde se pronuncian y manufacturan los discursos acerca del pasado (quiénes están autorizados y en razón de qué a construir la verdad histórica), situando a sus autores en su circuns-tancia biográfi ca y en el entramado social que da voz y audiencia a sus textos. Con ellos fuimos profundizando en el comentario de discursos historiográfi cos distinguiendo la distinta cualidad de las narrativas sobre el pasado: desde la historiografía con pretensiones de ciencia del profesor Casanova hasta la pura y simple propaganda política neofranquista de Pío Moa.

Complementariamente a los documentos anteriores, nos vale-mos de libros de texto como muestra cercana de fuentes primarias para el estudio de la génesis de las representaciones del pasado. Este género literario nos ayuda a producir algún tipo de especulación so-bre el signifi cado cambiante de los valores que inspiran la educación en momentos diferentes de nuestra historia, comparando los textos visibles de la dictadura con los de la democracia. Remitimos al lec-tor a una relectura de los ya mencionados en el apartado 4.1 (docu-mentos 1, 2 y 3). En ellos las pretensiones de verdad que contienen aparecen inseparables de la función de inculcación de ideas. Así po-drá apreciarse lo que va de ayer a hoy. Por vía de confrontación, los textos escolares exhiben hasta qué punto el lenguaje contribuye a decir (y a no decir, y a encubrir, y a inventar) la realidad de muchas maneras, tantas como la razón ideológica, en cada momento histó-rico, esculpe en la escuela memorias inducidas conforme a patrones mentales fascistas (en el documento 1) o democráticos (en los do-cumentos 2 y 3). Parece muy clara, en el fondo, la vinculación entre interpretaciones como las de Pío Moa y los catones ideológicos a los que se sometió a la juventud española durante años. Compare y relacione el lector, como pretendemos que hagan los alumnos, las

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relaciones entre discurso historiográfi co, pensamiento democráti-co y educación ciudadana. Sacará una lección provechosa, a buen seguro.

Por último, esta iniciación en las artes de Clío suelo despedirla con la narración de un caso que alude a un tema frecuente: la fal-sifi cación en la historia. Tema que es del agrado estudiantil, no en vano la literatura de corte pretendidamente histórico se ha apode-rado del imaginario social empapando las mentes de un gusto por la retrofabulación y los misterios inefables, sucedáneos de las creen-cias religiosas tradicionales. A tal fi n, tomo y proyecto los informes confi denciales sobre la supuesta conspiración comunista, que reco-ge el libro de H. R. Southworth (2000, 24-25), El lavado de cerebro de Francisco Franco. Conspiración y guerra civil. Con este material se esboza una breve incursión en la explicación de falsifi caciones famosas: desde la donación de Constantino hasta los Protocolos de los sabios de Sión, o atentados como la quema de Reichstag. Y si, tras este breve entretenimiento quedara humor, el siniestro asesi-nato colectivo del 11-M nos proporciona motivo para extendernos sobre la mentira como política o la política de la mentira. Sin duda, también muy aleccionador.

En fi n, tomando como base los trabajos de H. Southworth (1963 y 2000) y el libro A. Reig Tapia sobre Memoria de la guerra civil y los mitos de la tribu (2000), se destacaría la dimensión legendaria e interesada de las representaciones del pasado. La dimensión mito-genética de las narrativas del pretérito en la cohesión de los grupos sociales del presente.

Con este bagaje previo de ideas y conceptos, que pretende ad-vertir al alumno de la dimensión compleja y confl ictiva del tema de estudio y, tras una breve orientación y entrenamiento en someras técnicas de investigación social (como la entrevista) y en la lectura y reseña de un libro de divulgación sobre la guerra civil, a fi nales del primer trimestre ya es posible montar equipos de trabajo y un pri-mer boceto del proyecto, que ha de materializarse y exponerse en el tercer trimestres como tarea de fi n de curso.

• Realización material del proyecto de trabajoEl segundo tramo de este itinerario educativo ocupa el segundo tri-mestre, y tiene como motivo la realización del proceso de trabajo que conduce a la producción del objeto de conocimiento. Como se comentó, al fi nal de la primera fase el alumnado, organizado en pe-queños grupos estables, presenta ya un proyecto de investigación de

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un tema seleccionado entre una gama previamente presentada por el profesor o algún otro decidido por ellos mismos. Un esquema-tipo, una fi cha, se utiliza como pauta que da unidad al formato de formulación de los proyectos.

Sobre esta base, durante el curso 2005-2006, dentro del pro-grama Si quieres la paz, para la guerra, sesenta de mis alumnos de segundo de bachillerato, integrados en once grupos se organizaron en torno a motivos muy variados:

1. La guerra civil como guerra de ideas 2. ¿Por qué la guerra?; 3. La mujer y la guerra 4. La batalla de Madrid 5. Salamanca en guerra 6. La cultura y la guerra 7. Memorias de la guerra 8. La vida cotidiana en la guerra 9. Los ecos del pasado en el presente (encuesta sobre la

percepción de los alumnos)10. España 1936/200611. Salamanca 1936/2006

Cada uno de estos temas, se seleccionó tras las correspondien-tes entrevistas vespertinas mantenidas en el gabinete de Geohisto-ria con todos los miembros de los grupos. Allí se les informó de las fuentes disponibles, tomando el esquema arriba citado, del método de formulación de una hipótesis de trabajo y de las normas y pasos necesarios para la realización y posterior presentación del proyec-to. Se estableció un calendario de reuniones periódicas y se fi jó el formato y soporte material del producto fi nal. Tres de los equipos optaron por hacer un video; y el resto se obligaban a realizar un resumen en power point para presentar los resultados obtenidos. Al mismo tiempo, se advirtió de la necesidad de aportar algún mate-rial expresivo de cada uno de los grupos a los correspondientes pa-neles de la exposición del patio central del instituto, que se organiza en paralelo a la marcha de los trabajos y que se compone de motivos temático semejantes.

En esta segunda fase desempeñan un papel muy destacado los espacios disponibles fuera del aula convencional, que ya describi-mos en el capítulo anterior (por ejemplo, el gabinete de Geohisto-ria). Su virtual multifuncionalidad permite, en su caso, convertir-

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lo en lugar de entrevistas, de trabajo en grupos, en laboratorio de grabación, etc. Ahí tuvieron lugar dos series de entrevistas con una historiadora de la Universidad de Salamanca y con un militante re-publicano que luchó en la defensa de Madrid.

Simultáneamente, en una magnífi ca biblioteca abierta en ho-rario de mañana y tarde, los alumnos han gozado de la oportunidad de preparar, dentro y fuera de las aulas, la recogida de información para sus trabajos. Normalmente se ha dedicado una cuarta parte del horario lectivo reglamentario, bien en el gabinete, bien en la bi-blioteca, para el avance del trabajo en grupo, el asesoramiento y en-trevistas de orientación y seguimiento.

Ocasionalmente, según los casos y temas, algunos alumnos de-bieron recurrir a otras instancias externas al centro, como son la grabación audiovisual de testimonios familiares, las hemerotecas, la fi lmoteca regional de Salamanca, el propio archivo de la Guerra Civil ubicado en Salamanca (que tan notoria celebridad pública al-canzó ese año). Especialmente los que practicaron historia local tu-vieron diversas tareas de esta clase. También, no obstante, se faci-litó esta dimensión local con algunos reportajes fotográfi cos, míos o de otras personas sobre los lugares de la memoria en Salamanca: nombre de las calles, lápidas, monumentos, etc.

Por añadidura, otras visitas cubrieron sin difi cultad una di-mensión diferente: la de historia local. Nuestra ciudad constituye fuente viviente y muy signifi cativa de la guerra (las fotografías y fi l-maciones de edifi cios, nombre de calles, lápidas de caídos y otros por el estilo surtieron de material muy valioso a los trabajos de los alumnos). El más interesante de los videos presentados se tituló Sa-lamanca en la guerra civil). Parte de ese material contribuyó a la ilustración gráfi ca de la exposición del centro. El ambiente político local estaba especialmente cargado y, como telón de fondo, durante la experiencia, se representó el extravagante esperpento político de los famosos «papeles de Salamanca». Eso obligaba a educar contra corriente, contra la corriente de los nacionalismos, los de la patria chica y los otros.

Esta segunda fase, en su parte fi nal, se acompaña y completa con de una excursión, que contribuye a ampliar el conocimiento, la experiencia y la base documental gráfi ca sobre el asunto del año. Fuimos en esta ocasión a Madrid, bajo la machadiana rúbrica te-mática de Madrid, rompeolas de las Españas. En esta última, tras la pertinente documentación y estudio de arqueología militar de la Guerra Civil (disciplina que empieza a emerger con cierta pujanza)

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y con la ayuda que nos prestó la entrevista a Santiago Polo, ex alum-no del antiguo instituto y voluntario combatiente republicano en los frentes de Madrid y la Sierra de Guadarrama, y la serie de foto-grafías de David Seiz (un profesor fedicariano afi ncado en la sierra madrileña), y de José Luis Rodríguez, otro entusiasta profesor caza-dor de imágenes sobre lugares de la memoria, pudimos diseñar un itinerario y hacer una visita a los restos del Alto del León y explicar in situ la dimensión estratégica y, desde aquella atalaya, el signifi ca-do de la batallas de Madrid dentro del conjunto de la guerra. Poste-riormente, visitamos el símbolo más oneroso y brutal de lo que pesa y pasa todavía hoy con el pasado: el Valle de los Caídos. El recorrido por la línea de frente Norte de Madrid y por el interior de sus calles más emblemáticas del acontecer bélico terminó en el Museo Reina Sofía, en donde la observación de El Guernica ofreció el contrapun-to expresivo de la guerra de mitos simbólicos de la guerra dentro de la que todavía se mueve la sociedad española.

• Comunicación pública de los resultadosEl tercer momento, a caballo entre los dos últimos trimestres del curso, reúne un conjunto de actividades fuera de los contextos ha-bituales de aprendizaje. Es el momento de la expresión pública de los trabajos, y se ejercita preferentemente en dos espacios fuera del aula: una exposición durante un mes en el amplio patio interior y un maratón de un día de presentación de trabajos en el salón de actos del centro. Ambas actividades tienen carácter un tanto festivo (la deseada alegría del conocimiento) y abierto al público (asisten des-de la prensa hasta familiares y amigos del alumnado y profesorado), y las dos coinciden en un momento dado con la semana cultural del instituto, que suele tener el mismo motivo temático. En Si quieres la paz, para la guerra la exposición estuvo abierta des fi nales de marzo (momento de inicio de la semana cultural del centro) hasta fi nales de abril. Su organización temática obedeció a los asuntos se-leccionados por el alumnado, de modo que había rincones y paneles para cada una de la vetas de contenido de la guerra civil abordadas por cada grupo (las causas; las ideas; la vida cotidiana; la mujer; la cultura; la batalla de Madrid; la guerra en Salamanca, incluida una sección sobre los polémicos «papeles de Salamanca»; y las memo-rias y testimonios). La idea y diseño se concibió desde el gabinete de Geohistoria y el montaje se realizó aportando cada grupo un desti-lado signifi cativo de imágenes y textos de su propio trabajo. El patio interior, espacio sugerente, a modo de plaza mayor, abría la posibili-

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dad de dar paso a otra manera de enseñar y aprender, y fue utilizado durante todos los días, incluidos los recreos, para proyectar mate-rial audiovisual alusivo al tema. En el frontal dos grandes reproduc-ciones del Guernica y Los fusilamientos del 3 de mayo recordaban el fi n educativo de todo el programa («para la guerra») y entre am-bas una pantalla servía de ayuda al acompañamiento audiovisual, que se hizo en colaboración con otros profesores del centro y con el archivo sonoro de Radio Nacional de España. El profesor de Dibujo Ignacio Gómez, tomando como base la excelente serie documen-tal España en guerra, proyectada por TVE en 1987, confeccionó un audiovisual que hizo de fondo y trasfondo de toda la exposición. En suma, el patio interior se convirtió durante un mes en lugar de visita libre de cada cual, en estímulo de aprendizaje para todos y también en lugar donde ejercitar esa suerte de clase al aire libre, que algunos profesores practicamos con sumo gusto.

El argumento temático de la exposición, aunque en muy buena parte se centró en la Guerra Civil y en los temas seleccionados por los grupos de alumnos ya aludidos, rebasaba ese contenido y quería ampliarse con una mirada crítica respecto a la guerra, a todas las guerras. De ahí que hubiera una primera parte, a modo de entrada, que proponía un discurso antibelicista a través de una variada pa-noplia de imágenes y documentos contra la guerra: desde los teóri-cos del derecho de gentes de la escuela de Salamanca, pasando por B. Russell y otros hasta llegar a los alegatos y manifestaciones de masas contra la invasión de Irak. Tras esa parte, el cuerpo central estaba ocupado por la guerra civil, y una última sección más redu-cida, a modo de muestra (realizada por alumnos de 4º de la ESO) dedicada a otros guerras del siglo XX. El argumento se ensamblaba siguiendo el hilo de los carteles explicativos de cada una de las face-tas temáticas.

El colofón de todas estas actividades fue la semana cultural que se efectúa en periodo de clases y se compone de conferencias, mesas redondas, recitales y representación teatral. Aquí el espacio dominante es el salón de actos (de 300 plazas disponibles para el alumnado, padres, profesorado y ciudadanía interesada). En el caso de Si quieres la paz, para la guerra participaron el Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Salamanca y den-tro de la programación cabe destacar una mesa redonda donde se dieron cita tres memorias: la de los protagonistas (el ya mencionado combatiente republicano y un militante de un asociación de recu-peración de la memoria histórica), la de los hijos de la guerra (una

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madre de la AMPA y yo mismo) y los nietos (alumnos del instituto). En esa interpelación intergeneracional alcanza pleno sentido la ha-bermasiana apelación a un uso público de la historia, mediante la cual se persigue devolver la memoria histórica a los escenarios de la vida social. La educación escolar constituye uno de esos escenarios.

La semana cultural, como ya es costumbre cada año, se acom-pañó de recitales poéticos y musicales, exposición de testimonios (brigadistas contra la guerra de Irak; hermano de José Couso y otros), conferencias más formales (una a cargo del profesor Carlos Taibo y otra de Araceli Mangas, catedrática de Derecho Interna-cional Público de la Universidad de Salamanca), y de asociaciones pacifi stas.

Ese mismo espacio público fue el escenario, fi nalmente, del ma-ratón a través del cual los alumnos pudieron poner en conocimien-to de sus compañeros, profesores, familiares, amigo y público en general, el resultado de sus trabajos. Durante la segunda mitad de una jornada escolar, normalmente en la segunda mitad de abril, de forma casi ininterrumpida, tuvo lugar la exposición de cada gru-po, bien bajo la forma de presentación en power point, o bien en formato de video. Esta especie de festival de trabajos, con el que se pretende generar una educación en el uso de la esfera pública de la democracia, precede a la entrega al profesor de los documentos completos (carpeta del proyecto inicial, texto fi nal, documentos au-diovisuales, resumen en power point, etc.), que constituyen material evaluable a fi n de curso. Se empezó, en una primera parte, por la presentación de los dos videos realizados (Salamanca en la guerra civil y Memorias de una guerra); en una segunda sesión, se comen-zó con la exposición, con apoyo de aparato gráfi co, de los resultados de la encuesta pasada al alumnado y siguió en orden temático, de lo más general a los más particular, las presentaciones-resumen en power point de los distintos trabajos de cada grupo de alumnos.

Por diversas razones, se presentaron sólo nueve de los once trabajos comprometidos y previstos. El grado de implicación del alumnado experimentó un progresivo crecimiento conforme la ex-periencia fue tomando cuerpo y los resultados medios pueden cali-fi carse de satisfactorios y, en algún caso, de brillantes. No obstante, siempre se presenta problemático evaluar con pretensiones de total objetividad, pues el juicio de la experiencia comporta también un imposible distanciamiento de los profesores implicados en ella. Si atendemos a otros espectadores más ajenos (los demás profesores de otras materias que asistieron a las presentaciones y fueron co-

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nocedores de otras actividades del programa), resalta la sorpresa de algunos de ellos ante el logro de un alumnado al que consideraban más bien reluctante al estudio (ciertamente, los grupos participan-tes no tenían cartel de «buenos»). Fuera de eso, el mejor termóme-tro de satisfacción es el deseo personal de proseguir en el intento.

El juicio, empero, de una empresa como ésta no debe ser cuan-tifi cado a corto plazo. Ni han de esperarse efectos taumatúrgicos de ninguna especie, ni ha de considerarse como un esfuerzo inútil (como un vacuo sobreesfuerzo personal). Hallar el valor del cono-cimiento, encontrar, como aludía Unamuno, el sol vivifi cante del conocimiento tras la lumbre pálida y fría que ofrece el sistema esco-lar es cosa que obliga y requiere andar más de una jornada. Precisa mucha paciencia y la lúcida comprensión de que esta escuela no está creada para descubrir, día tras día, el sol. Por añadidura, tampoco debemos depositar vanas esperanzas de la enseñanza de la virtud.

Al tiempo de dejar escritas estas páginas, cuando llegaba el curso parlamentario a la primavera y parece que el pacto del PSOE e IU ha dado nuevas posibilidades de aprobación parlamentaria a la llamada Ley de la Memoria Histórica, estamos culminando en mi instituto una nueva experiencia de Los deberes de la memoria. Este año escolar, 2006-2007, lleva por título Como somos/como éramos (1936/1966/2006). El horizonte de participación ha crecido aprecia-blemente; los problemas, también, pero continuamos con la misma o más ilusión con la que empezamos. Como profesor y ciudadano, proseguiré evitando la damnatio memoriae, la condena al olvido, de nuestro pasado más hiriente. Ésta es tarea, creo yo, de la educación en la virtud republicana (en los valores de la res publica), que debe acompañar a toda democracia que se precie de tal.

La conversión de la escuela en espacio público necesita la mul-tiplicación de prácticas sociales que habiliten la posibilidad (no la garantía) de una ciudadanía de distinto tipo. Hacer de las escue-las de hoy polos de interrogación y deliberación ciudadana signifi ca poner en el centro de la educación lo público y lo colectivo frente a la privatización consumista, familiarista y psicologizante que inun-da a las instituciones escolares de nuestro tiempo. Es, además, visto lo que puede adivinarse de mi análisis crítico y genealógico de la escuela, una forma, como proponía W. Benjamin, de «organizar el pesimismo», es decir, de imaginar y luchar colectivamente por un uso público de la historia, que contribuya a hacer ciertamente pú-blica a la actual escuela estatal devolviendo la voz a aquellos que, en la historia, siempre han sido vencidos.

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