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53 53 53 53 53 LETRAS La casa de mi felicidad, existe en mi memoria. Vuelvo a ella como quien abre una caja de música descompuesta y percibe aquello que le fue familiar en esos espacios cargados de significado que tiene el silencio. Siguen sobrecogiéndome de una manera extraña el olor del café y el sonido del jarrito de peltre en la cocina. Me transportan a la casa primera y sus fantasmas. A la voz de las tías, al padre ocasional, a la abuela que confunde los límites del sexo al nombrarme, a la madre que se empina para mí como las casuarinas. El recuerdo también puede ser un río del que nunca sales siendo el mismo. Escucho a las ventanas silbando. Los frutos del jobo golpeando en el tejado. La gota pertinaz del tinajero y el mugir de la vaca extendiéndose por misteriosos y oscuros yerbazales. Son las voces secretas de aquello que te amó y amaste. Nada palpable queda de todo lo que fue la casa y el país. Quizá aquella luz que añoro fuera menos ambiciosa. Quizá un poco más ingenua. Tal vez nunca existiera. Lo perdido cobra dimensiones que de pronto no caben en el pecho. Las cosas van muriendo y apenas te das cuenta de la caída de la última hoja o de la primera floración que contemplaste. He cambiado de piel en tantas ocasiones que no me reconozco ni en esa lejanía absurda del emigrante ni en las palabras que sostiene al país. NELSON SIMÓN Perdidos sitios de la felicidad No vuelvas a los lugares donde fuiste feliz. DELFÍN PRATS Revista Casa de las Américas No. 251 abril-junio/2008 pp. 53-56

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L E T R A S

La casa de mi felicidad, existe en mi memoria.Vuelvo a ella como quien abre una caja de músicadescompuesta y percibe aquello que le fue familiar en esosespacios cargados de significado que tiene el silencio.Siguen sobrecogiéndome de una manera extraña el olor delcafé y el sonido del jarrito de peltre en la cocina. Metransportan a la casa primera y sus fantasmas. A la voz de lastías, al padre ocasional, a la abuela que confunde los límitesdel sexo al nombrarme, a la madre que se empina para mícomo las casuarinas.El recuerdo también puede ser un río del que nunca salessiendo el mismo. Escucho a las ventanas silbando. Los frutosdel jobo golpeando en el tejado. La gota pertinaz del tinajeroy el mugir de la vaca extendiéndose por misteriosos y oscurosyerbazales. Son las voces secretas de aquello que te amó yamaste. Nada palpable queda de todo lo que fue la casa y elpaís. Quizá aquella luz que añoro fuera menos ambiciosa.Quizá un poco más ingenua. Tal vez nunca existiera.Lo perdido cobra dimensiones que de pronto no caben en elpecho. Las cosas van muriendo y apenas te das cuenta de lacaída de la última hoja o de la primera floración quecontemplaste.He cambiado de piel en tantas ocasiones que no me reconozconi en esa lejanía absurda del emigrante ni en las palabras quesostiene al país.

NELSON SIMÓN

Perdidos sitios de la felicidad

No vuelvas a los lugares donde fuiste feliz.DELFÍN PRATS

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Sólo mi memoria ha logrado reconstruir aquella casa como unicono de la perdida felicidad, como único lugar dóndesostener mis interrogantes.Ni siquiera sabíamos que los retratos familiares tambiénenvejecen. Que los muertos siguen dialogando desde surigidez. Que la felicidad sólo puede mirarse desde lejos.Ni siquiera advertimos que teníamos el cielo, que la luz eranuestra, mientras mirábamos al cielo utópico de otros héroes.

In vitro

Me celebro, me canto y me detesto como anadie a mí mismo.

DAMARIS CALDERÓN

Mi vida, que como las vidas más simples está hecha, noconoce la gloria.De ahí que también yo me odie y sienta asco de mí mismo, demi elementalidad, del rastro que dejo sobre un suelo arenosoe irregular, algo que muchas veces me acercó a la idea delsuicidio: pero aprendí a tiempo que las palabras subliman ladescomposición, y me celebro, y me canto (no sé hacer nadamejor que alabar mi pobreza).Consumo mis días con la misma intensidad con que consumocuerpos insignificantes (como yo), y me alimento.Crezco lejos del mundo, en un medio artificial y logro hablarde la muerte con asombrosa naturalidad.La libertad es algo que contemplo a través de un cristal, sincomprender.Lo único importante para mí son las palabras.Me apropio de ellas.Las dejo fermentar.Sólo las palabras me salvan; pero, no me pertenecen.

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Desencuentros

Un día, cuando pase el tiempo, tantoque la distancia entre lo que somos y ese díasea insalvable, leerás este poemacon la fascinación de un joven griegoy sabrás que este poemafue escrito para ti. Que donde hablode unos ojos corrosivos erosionando, mi nuca,hablo de tus ojos. Que esa bocaque recorrió mi cuerpo como un zapador,fue inequívocamente la tuya.

Para entonces habremos envejecido tantoque los recuerdos serán un devastado cañaveraly el único territorio posiblepara ser feliz.

El país habrá cambiado lo suficientecomo para no parecer el mismo. Atráshabrán quedado las culpasy de seguro los hombres se amaránsin tener que ocultar su nombre,su domicilio, sus zonas más vulnerables.

La libertad no será sólo una palabrasino algo transparente como una blanca camisade lino, algo que caiga sobre el cuerposin apenas rozarlo. Pero tu cuerpoy el mío, después de tanto frotarla superficie áspera de los días,no serán tan deseados como ahora: yofingiré convivir bien con mi soledad; túhabrás dejado en las paredes y el cielo de tu casa,belleza y sueños y hasta tus manos,

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entrenadas también en el acto de fingir,ya no tendrán el mismo temblorni la capacidad de mostrarme quien niegas ser.

Un día cuando pase el tiempo, tantoque la distancia entre lo que somos y ese díasea irrecuperable.Buscarás un lugar lejos de tus hijosY más lejos aún de tu esposa(ya lejana en la rutina que impone el hogar),ellos te mirarán con compasión creyendo conocerte;entonces, discretamente, leerás este poemacon la misma fascinación de un joven griegoy llorarás, y tu viejo corazón no querrá perdonartecuando sepa que este poema, escrito con resignación,fue escrito para ti. c

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No me importa que esa tarde haya estado gris, muy gris, como deceniza, y tampoco que haya llovido. Dicen que la lluvia lava y quela ceniza ensucia, y también que el agua se lo lleva todo; entre esasdisposiciones contradictorias me encuentro cuando formulo mi desin-terés. Hay quienes han dedicado demasiado tiempo a ver caer unas go-tas; en esa tarde calcinada se podía divisar la distancia rociada, o explo-siones transparentes a los pies, o dejarse doblar la cabeza y abrir la bocaa la dulzura, y los ojos también, los párpados bien abiertos para percibirla altura de las miles de caídas en un mismo sitio; pero eso no puedeinteresarme. Qué me va a importar a mí la lluvia. Y menos aún que nohubiera un mínimo espacio limpio en la vereda, que toda barrida fueraen vano porque la tierra era instalada acá y allá por el viento, y que sinembargo la vieja mujer de la esquina saliera a cada rato con la escobapara luego volver a entrar satisfecha de su inútil labor. Por supuesto queno me interesaba en lo más mínimo, y sigue sin interesarme, que la viejase llamara Clara, que usara siempre el mismo vestido desteñido y quehace poco le hubieran atropellado el perro. Incluso me era indiferente eltipo sentado en el Fiat 600 azul que hacía horas tenía los ojos gigantes yrojos de no pestañear, y esos ojos mirando en dirección al bar; puedoenunciar desinteresadamente que le hubiese caído bien remojarlos en lalluvia.

Hay pedazos de humedad que parecen legados de ese día; se metenpor grietas que no alcanzo a sentir. El tipo del Fiat estaba seco aún,antes de que el gris sucumbiera a la noche; seco y sentado, se diríaque intacto, un muñeco tras la vidriera del vehículo. Quizá hubiese sidointeresante observar que la pintura del diminuto auto curvilíneo brillabay que eso contrastaba con las partes descascaradas donde sólo se veíala chapa; pero no me importó, como tampoco lo hizo la mirada del tipodirigida con sumo interés a otro tipo que venía caminando y fumandobajo la escasa e imperceptible lluvia, inclinado contra el viento y la tie-rra, ni tampoco las acciones de ese otro tipo, el frotarse las manos ytirar el cigarrillo para luego entrar al bar. Ese bar ahora me rebota en loque parece ser mi cráneo, por lo macizo y porque el sonido viene deadentro. También golpean frases, voces que se topan contra el hueso

SEBASTIÁN PONS

Desinteresadamente

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apagado. No me esfuerzo en conservarlas, en cobijarlas de lo impropio a la historia que cuento, de loque en mí se deshilvana. No lo hago porque no me interesa.

Ahora bien, que el tipo en el auto buscara algo bajo el asiento para luego llevárselo al interior de lachaqueta y que se bajara por la puerta que da a la calle, mirando hacia todos lados, son cosas realmentedignas de mi absoluta indiferencia. Parece que a él tampoco le importaba la lluvia, y que no le interesó,como a mí, el otro tipo, la vieja, el perro atropellado, la tierra con viento, la mugre mojada del día y lasgotas de barro, ni mucho menos el bar, al que por fin se decidió a entrar. Ni al otro tipo adentro, queahora pedía un segundo whisky y que se rascaba la nuca sin interés por aplacar o no una picazón, leimportaba descubrir el espejo, ese enorme cristal luminoso que amplía los espacios y que nunca faltaal otro lado de la barra de un bar de cualquier calle desierta; el menor de los intereses fue advertir porese espejo la llegada del tipo indiferente como yo al clima y a todo. Abunda, ya no cabe la falta denitidez cuando pronuncio «todo»; aunque no me importa, puedo sentir los fragmentos de unos he-chos que el pasado ha trastornado y que nubes, quizá pesadillas, confunden con ciertas presenciasinteriores. Hay claros en este pasaje sombrío y la sucesión parece intacta, si bien puede pertenecer alporvenir. Veo al tipo sentado en el bar, lo veo acodado y su cara se refleja desanimada; sé que no leha importado el ímpetu o esa exactitud elástica con la que el tipo húmedo ha cruzado la calle y haingresado al bar. Que no se diera vuelta a saludarlo, si pudiéramos suponer que se conocían de otromomento o que habían tejido ese encuentro futuro, comprobaría la insignificancia que le daba alsuceso, aunque nada nos dice sobre el desinterés que existía en el gesto del tipo que entraba, porquehan de existir mil formas de ignorar a alguien, tantas como las circunstancias en que uno es inadver-tido sin el menor deseo.

Aunque llovía, aunque entonces llovía mucho, aunque el gris de la noche próxima era más oscuroque el del día, o no era gris, y la vieja ya no iba a salir, y su perro se estaba pudriendo enterrado en algúnbaldío, y el viento, además de cargar tierra, seguro que había tirado la precaria cruz que marcaba el lugar,y aunque ahora pudiera pensarlo, pudiera preguntarme, por ejemplo, cómo es posible que el vientoarrastre tanta tierra bajo una lluvia como aquella, o como es posible que dos hombres amen con unaequivalencia científica y odien con la vaguedad de un poema, aunque arrebatase el tiempo que no meinteresa si alguien me usurpó, no había más que la indiferencia. Porque todo eso, y también lo quevendría, ejercía y ejerce en mí un interés igual a cero o tal vez menos consecuente que esa nadaabsoluta. Habría que calcular la falta de negatividad en el desinterés más acabado.

Sí, no tengo problema en afirmarlo: había personas en el bar. Sí, algunos se sorprendieron con laentrada del segundo tipo, quizá porque habían notado la presencia del primero, y otros, con aireresignado (por ellos o por los dos tipos), ni se movieron. Y a mí qué. Qué importa la gente, lo que hagao deje de hacer. La gente y la ausencia no son más que fenómenos. Además, no me podía interesarcuando mi desinterés ya estaba totalmente ocupado en el revólver que sacó del sobretodo el tipo queantes había permanecido sentado en el auto, al que no le importaba sostenerlo firmemente y apuntar-lo hacia el otro tipo que lo miraba con aire indiferente mientras bebía su tercer whisky. El ruido quehizo el disparo, algo como una tonelada de huesos quebrados, y que provocó el grito de una señoritaque no me interesa qué hacía en el bar ni de qué trabajaba, me importó lo mismo que la presencia de esamujer o sus actividades con cualquier hombre, o su relación con uno u otro de los dos tipos. En estemismo momento –o lo que sea que signifique este volumen de imágenes– me son totalmente indiferen-tes los ecos de aquel sonido como también cualquier otro tipo de resonancia o reminiscencia dememoria, sea el color de la sangre chorreando y del revólver cayendo de una mano temblorosa, o elrecuerdo de la vista de uno de ellos volviéndose blanca y el desmayo después del gatillazo, o la sensa-ción de la bala en el pecho y la lenta agonía del otro tipo.

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No sé si soy claro (aunque no me interesa): nada de eso me importa. Ni la policía llegando ni el barullode las personas o el desastre que dejaron en el lugar al salir despavoridos a paso de rata; ni tampoco lamuerte del tipo que fumaba bajo la lluvia ni el desmayo del que observaba desde el Fiat, ni muchomenos el entierro de uno o el encierro del otro, ni que ambos hayan sido hermanos. Lo que quiero creerque me interesa (lo único que llegaría a importarme) es saber si esta oscuridad pertenece a la habita-ción sin luz de alguna cárcel sellada o es la lobreguez propia de un estado, si acá afuera hay barrotes olápidas, si bajo la lluvia yo esperaba sentado o caminaba fumando, si caí desmayado o muerto. O, almenos, si me han prestado las voces de un relato ajeno, si todo aquello fue una premonición dictadapor el instinto animal y si llegué a ladrar antes de que me atropellaran. c

Ascensión al volcán Popocatépetl, México, 1955

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Esta es la falange de mi esposo. Este es el omoplato de mi esposo. Loestoy viendo ahora caminar hacia mí con un ramillete de pescados queaún se estremecen buscando la vida. Lo estoy viendo recorrer la orillade ese río lodoso que no fue su último amigo, sino el único que tuvo enrealidad. Y mi esposo no me mira mientras camina hacia mí, sino quemira el litro de brandy medio lleno que brilla junto al cambuche y parecesonreírle de gratificación con sólo pensar en el sorbo que será. Este esel húmero de mi esposo, estos son su fémur y su tibia. Lo veo lanzar lospeces al fondo del platón. Lo veo destapar la botella, beber del gollete ymirarme a la cara sin decir nada. Maravillosamente. Mudo. Esta es sumandíbula burlona. Las vértebras que se hacen polvo entre mis dedos.Lo estoy viendo a la orilla del camino avanzando con su hijo, que estambién mi hijo. Él, gigante. El otro, niño. Su mano de gigante condu-ciendo la mano suave del pequeño. Su hombro lacerado por el peso dela atarraya y el ardor de la canícula. Lo veo subir a un camión, sentarseen una esquina con el platón de los peces y decirle al niño, sin que yo loescuche:

–Mamá ahora estará feliz por la subienda.Esta es su clavícula, los huesecillos que constituyeron la estructura

ósea de un cuerpo ancho de pescador ensimismado. Los hombres ver-daderos son los hombres de conocimiento, o sea los hombres que sabenoír el rugido del bagre rastrillando el lecho del río en las madrugadas másnegras, o sea los hombres que no le tienen miedo al insomnio, ni alsueño. Este es el femoral del hombre al que le aprendí que a la orilla delrío no hay nada que podamos temer. Esta es la calavera del que megolpeó en las noches de pesadilla para demostrar que el miedo no está enlas cosas ni en los seres que nos rodean, sino en uno mismo. Este es elúnico diente que le quedó entero a mi esposo. Esta es la mirada sin ojosque me ofrece desde su muerte prodigiosa, mi esposo. Lo estoy viendoen una discusión que sostiene acaloradamente conmigo, voces que seelevan en la tarde y espantan las mirlas cantoras de los árboles, manosnervudas de hombre que se empuñan, lágrimas de mujer que anegan lospárpados sin acabar nunca de salir. Entonces voy al espejo y veo en mí auna mujer renegando en murmullos. Entonces voy al lavadero y veo elcuchillo de mi esposo descarnando los peces y hablándole al niño.

DANIEL FERREIRA

Bajo del árbol que te oculta los huesos

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–¿Usted sabe qué es esto?–Comida.–Se equivoca, niño. Es la demostración de que ningún hombre necesita trabajar para poder vivir.Este es el tobillo dislocado del hombre que no requería para vivir más que de un libro, un río y un

plato de comida. Esta es la pelvis del que me fertilizó los óvulos. Estos son los huesos que fueroncubiertos con la piel africana que ya no brillará en mis noches, con la carne bulbosa de fibra muscularque no podré abrazar en la soledad de mi cama, con la sangre negra que irrigó la rebeldía de un hijo quese marchó del mundo al comprender el mensaje mayor de un hombre que le dio una crianza para lalibertad total. Lo veo con un libro abierto entre sus piernas y hablando con mi hijo, aquel que eratambién su hijo. El niño le pregunta de qué trata el libro que está leyendo. Él se lo tiende con la manofirme donde sostiene el tabaco siempre humeante. El niño lo ojea. Lo hojarasquea. Pero no entiende.

–Es inglés.Y yo, que suponía su ausencia de las academias, me maravillo ante la posibilidad de un esposo

pescador, lobo solitario y políglota.–¿Y de qué trata?–De un hombre que no requería para vivir más que de un libro, un río y un plato de comida.Este es el olor a raíces y tierra humedecida que tiene el esqueleto de mi esposo. Esta es su ofrenda

a la vida. Este es el cementerio donde estuvo enterrado por cinco años desde el día de su último dueloconsigo mismo. Lo estoy exhumando hoy. Lo estoy recordando hoy. Lo veo hace cinco años a la orilladel camino donde ocurrió toda su gran historia de pequeñez humana, viendo pasar los automóviles, losviajeros de a pie, los fugitivos de la guerra, los ejércitos, los hombres y la mujeres de esta grancomarca que se desmorona desde que él mismo era un niño descendiente de esclavo. Lo escuchocantar, desde lo más hondo de su fuelle, una antigua canción de espíritu animal, de selva y de rugido.Lo veo inclinarse sobre el taburete para coger el brandy del cuello y beber a la salud de nadie. Losmédicos le habían prohibido beber.

–Si se toma una sola copa, mi amigo, esa será su última copa. Elija.Entonces llegó a la casa, abrió el gran cajón del armario, sacó medio litro de brandy de su interior,

un revólver que nadie le vio usar antes –aunque cada tarde lo limpiaba con aceite como para estar listoa todo–, y eligió morir. Estas son las vértebras de mi esposo, sus costillas pulverizadas, el esqueleto delque se pudrieron ya las carnes y las emociones. Nuestro hijo había muerto hacía pocos meses. Era unanimalito salvaje que sólo sabía de lluvias inmensas y veranos resecos. A él debió dolerle verlo morir,porque lo amaba. Y porque después de su muerte no volvió a hablar con nadie. No fue a la misa delentierro, y nadie pudo entenderlo. Pero lo amaba. Y por eso no quiso hablar más. Este es el tórax quemantuvo encubierto el corazón de mi esposo. Este es su vacío y su silencio. Sé que se enamoró de mícuando la juventud aún era la sumisión y la necesidad, y el hambre lo había llevado a pedir trabajo deguardaespaldas en una ciudad. El político lo recibió en silencio. Lo miró discretamente de pies acabeza, y le dijo:

–Trata de inventarte lo que sabes hacer, negro: Hay doscientos aspirantes.Y entonces a él se le antojó hablar del río, de la pesca y de la libertad como nadie habló nunca de ello.

El político rió al final.–¿Y nunca has matado a nadie?Mi esposo, que aún no era mi esposo, trató de esquivar la mirada, pero entonces se tropezó con

aquellos, mis ojos de almendra, que no habían dejado de observarlo un segundo mientras hablaba.–Una vez, pero fue accidente.

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La empleada que yo era les dejó el café servido sobre la mesa, inclinó la frente y salió de la oficinacon una reverencia. Pocos días después la conoció, y él le desmintió el asunto del muerto, y fue ellaquien lo instigó entonces a huir de la ciudad con el revólver de guardaespaldas sin usar, con la inocen-cia intacta, y con el trofeo de ella misma, que prefería el hambre a la orilla de un río y con alguien quela amara, a la esclavitud en plena civilización. Este es el despojo del hombre que le engendró la vida ami vientre. Este es su abono mineral, su resultado. Lo estoy viendo poco antes de morir, sentado en lamecedora, pensando en el niño, con el brandy infaltable ondeando en la mano, y aquel silencio ylevedad que ya no olvido.

–¿Cómo recuerdas al niño, Manuel?–Traslúcido, como el agua.Este es el cráter de su nariz. Estas son las cuencas de sus dos ojos. Esto es lo que quedó de aquel

hombre que siempre anduvo caboteando en su soledad tranquila.–¿Por qué no quieres hablar, Manuel?–Porque no amo esta lengua, porque hablar es recordar, y yo no quiero recordar, porque sólo tu hijo

y el río conocían la voz del agua, pero ya se murieron.No se equivocaba mi esposo: el río se había muerto de verdad, y sus aguas podridas sólo arrastra-

ban los cadáveres de una guerra soterrada que nunca acababa de declararse. De otro lado, mi hijohabía muerto atravesado por una bala de cualquier bando que no se supo de dónde provino. Y fue miesposo quien lo vio caer en medio de la balacera nocturna: se arrastró hasta él y luego pasó la nocheabrazando su cuerpo hasta que desaparecieron del aire las últimas ráfagas. Al amanecer, sólo unhombre por la carretera sosteniendo en los brazos el cuerpo sin vida de un niño. Este es el resultadofinal del hombre y la mujer. Esto es lo que queda de mi esposo. Lo veo ahora allí sentado, la últimatarde de su vida, el brandy acabado, el revólver en las rodillas. Ante él, sólo el vacío. Mi esposo no semovió. Ni quiso hablar más después de perder a mi hijo, que era también su hijo. Le dio vueltas entrelos dedos a esa botella vacía como si no le quedara otra esperanza en un mundo derruido. El corazónlo tenía tan hueco como aquel litro de licor sobre la mesa. Sabía que se estaba despidiendo. Que esetrago, como le advirtieron los médicos, era su último trago. Se puso en pie. Lentamente, caminó sobrelos tréboles. Después hizo lo que no se le vio hacer en varios años de brandy sin pausa: subió a la lomapara ver a lo lejos el río. Allí esperó los relumbres del atardecer sobre las aguas. Luego, debajo de unaceiba de ramas perpetuadas, sonó el único disparo que se perdió en ecos hasta el final del mundo. Estees su cráneo astillado por el plomo. Esta es su ruina y su fortuna. Reúno todos los huesos en una bolsay camino con los restos de mi esposo a través del cementerio. Sólo yo sé ahora bajo la sombra de quéárbol reposará para siempre. Sólo yo sé por qué optó por quedarse callado. Sólo yo sé la clase dehombre que era dentro de estos despojos.

Él, mi esposo. c

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Por las calles el tránsito parecía igualque en tiempos anteriorespero no estaban Claudio ni Haroldo ni Azucena.Los autos pasaban por zonas comercialespor donde el mundo ardíapor inocentes zonas suburbanasde azules transparentespero Caty no estaba ni Jorge ni Robertomientras la paz violada cabalgaba a hurtadillasde esa carroña hambrienta, hediendo a pavor sobre la espalda.

Nos espiaban desde cada ventana cada rendija cada ventanilladonde asomaban amenazantes fusileslentes oscuros como presentimientoscon su poder alzadodoblegando la piel la mente el airey hasta a los adoquines de la calle.La calledonde no estaba Paco ni Rodolfo ni Marcelodonde todo olía a derrota a pócimas amargasmientras el tránsito continuaba igual que en otros tiempos.

El chirrido de alguna frenada asustaba a los pájarosuna orden un gritoun cuerpo arrojado con su camisa abiertallenaba de pavor hasta a los árboles.

ELENA CABREJAS

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Aunque a veces ellos lograban regresar desasidos del tiempocon toda la belleza de sus miradas muertasvolvían a las calles más allá de la vidaperdurando

resistiendopropagando su aliento clandestinosus manos

su vozcomo una mancha de amor sobre la calle.

Carta a mi hija en el exilio

Y le dije a mi hijatu cara se me aparece cada día cada minutocada segundo de tu exiliobaja tu cara por las paredes de la casallega hasta mí para llamarme para gritarpara llorar conmigo en este exilio separadodistante del tuyo el mío en mi paísen nuestro paísdonde te escribo: «quisiera regresarte a mi vientreparedes de acero para tus miedos...»

Las noches me duelen más que nuncagolpean mis sienes en la almohadaen el clima siniestro de la esperaen mi ventana abierta hacia la nadacon nudillos de fuego con pasos que retornanen las sombrasy salgo a buscarte en cada sueñopero Estocolmo está muy lejos

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y te envío Buenos Aires en estos postersPlaza de Mayo y las palomascaminando tu ausencia en el papel como en mi almamientras el obelisco crece imperturbable

y vos no estás aquí en ningún bancodescansando tu historia.

El pedregullo de la plaza rezonga bajo mis zapatostodo se ha vuelto gris desde tu ausenciay tus ojos de miel me miran desde Europame meto entonces en ellos por costumbrepara no volver a caerme con tus lágrimasde cada carta de cada letrade cada miedoy mis manos inventan el poema:«quisiera regresarte a mi vientre...»

Amiga

A la hermana Alice Domon (Caty)

Necesito encontrarte dulce amiga queridacon tu voz cristalina como el agua que dejasteen mis manos cada vez que te ibasdonde pude beber tu fe enorme y transparenteigual al alba de tus ojos donde te amanecíala sonrisa.Ahora sé que no estás y duele ese signo terriblede la desaparición, Hermana.Pero voy a reconstruirte, darte cristiana sepulturaentre la tierra húmeda debajo del cirueloque nos acogía con sus frutos amarillos

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en las tardes de mate y confesiones.Enterraré tu libro de oraciones, tu rosarioy también tus zapatos que anduvieron tantas callesbuscando a los tuyos.Llenaré tu sepultura de pétalos de rosasy el perfume llenará la casa como un cuenco infinito. c

San José, Guatemala, 1954

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No podía creerlo, pero ahí estaba. Era Ella, nuevamente manifiestaante mis ojos, material, tangible, no soñada.

Tendida sobre mi cama, esperándome dormida.¿Cuánto hacía que no la veía dormir? Se podría afirmar que no era

mucho, tomando como referencia el calendario, pero dentro de mi almael espacio sin su presencia resultaba un tiempo inabarcable y brutal.

No había notado nada especial al llegar a la casa, no había en elambiente nada que la anunciara: Ni coros de ángeles ni trompetas celes-tiales anticipaban milagros. El mismo silencio, la misma sensación dedesamparo al entrar y pensar que ella nunca más llenaría mi espacio consu presencia. Los objetos de la sala, reposando cada cual en el sitioexacto donde lo había dejado al salir en la mañana, me recordaban consu disciplina lo irreversible de la soledad en que me encontraba.

Mas un inesperado desorden me sorprendió al pasar al dormitorio:Puesto de cualquier manera en un rincón, con el contenido disperso portodas partes como si los hubieran lanzado al voleo, el maletín dondehabía guardado yo sus cosas, en espera del día en que me sintiera confuerzas para devolverlas.

Y en medio de la cama, dormida profundamente sobre un amasijo desábanas, un cuerpo de mujer: No cualquier mujer, sino la única posibleen el mundo: Ella.

Dormida sobre mi cama, ajena al mundo, en abandono de toda de-fensa, ofrecida.

El cabello en desorden, echada sobre la espalda, las piernas entre-abiertas, vestida sólo con el ropón color rosa semi transparente que nose había llevado y yo guardaba debajo de la almohada.

Como la recordaba de aquellos tiempos de amor que alguna vez creíeternos y un día se me escaparon entre los dedos.

Como en mis sueños de un regreso nunca vuelto realidad.Era ella dormida mientras esperaba mi llegada, permitiéndome verla

sin verme, concediéndome la gracia de disfrutar de su presencia a solasconmigo mismo.

Temí soñar una vez más, porque la escena era demasiado similar a laque se había hecho habitual en mis noches y a lo que cada tarde, al

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No era otra vez el gran sueño de amor

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llegar a casa, añoraba encontrarme. Seguramente era otra vez el gran sueño de amor en que yo meescondía de mí mismo

Mas no lo era; lo que ahora se ofrecía a mis ojos tenía existencia real.Sin dar tiempo a que mis emociones se desbocaran, traté de cerciorarme de que no dormía. No

cabía duda, había cumplido todos los pasos de mi diario ceremonial de llegada a casa: Había extraídolas llaves del bolso, había abierto las varias cerraduras, había empujado suavemente la puerta, habíavuelto a cerrar en el orden acostumbrado, había encendido las luces... Cada movimiento realizado eraevidencia cierta de que no soñaba, pues en los sueños no sucede así: En los sueños tampoco uno es tanmeticuloso, penetra en los lugares sin tener que abrir puertas y no enciende luces, siempre hay lasuficiente y el camino es expedito. No hay tal fiesta de colores, ni se siente el perfume de los cuerpos,como yo aspiraba el suyo.

Tampoco a uno le duele la cabeza en los sueños, pero desde que salí del trabajo a mí me estabadoliendo. O tal vez sí duela a veces, pero hasta entonces a mí nunca me había sucedido.

No soñaba, en fin: Era Ella, estaba ante mí, y yo acariciaba con los ojos cada segmento de su piel.Ya era tiempo de que la acariciara con la mía. Besé sus labios, como solía hacer antes. Sabía que no

la despertaría con ello, a lo sumo se revolvería un poco en la cama, sonreiría y protestaría, «Déjame,tengo sueño». «Mi nené dormilona», repliqué, como en otros tiempos, y confieso que se me escapóuna lágrima: Había perdido la esperanza de volver a decirlo alguna vez.

Antes no lo hacía, pero hoy se despertó. Quizá no dormía en realidad, acaso sólo había queridoregalarme ese momento y fingía. Abrió los ojos, sonriente. «¿Sin rencores?», preguntó. «Sin renco-res», respondí. ¿Y de qué rencor podría hablar yo en ese momento? La dicha de saberla de regreso ami lado borraba de golpe lo sufrido durante el tiempo de ausencia, y la sensación de vacío que supartida había sembrado en cada rincón de mi vida se volatilizaba al verla sonreír mientras acariciabalevemente mi mano derecha. ¿Cómo acordarme de rencores cuando estoy de regreso a la felicidad?

Me miraba fijamente a los ojos, como tratando de saber qué me andaba por dentro. Mas yo eraincapaz de pensamiento alguno: Apenas sentía. Borrada la conciencia, disfrutaba el sentimiento que meembargaba. No podía ser de otra manera, si el cerebro todavía no alcanzaba a entender lo que yaentendía el resto de mi cuerpo, que no soñaba como tantas veces, que esta vez en verdad Ella estabaa mi lado, me miraba sin hablar, me besaba las manos, y ahora comenzaba a pasar la punta de los dedospor mis párpados mientras sonreía, «Me gustan esas arruguitas». Limitada como era para manifestarsus sentimientos, era esa una de las escasas frases que en ocasiones me regalaba.

«¿Estoy soñando?», le pregunté. «¿Qué crees tú?», respondió con una pregunta, como era sucostumbre. «Creo que sí, que estoy soñando. No..., mejor estoy muerto, porque me siento en la gloria.No puede haber mayor gloria en este mundo o en cualquier otro que sentir tu caricia en mi mejilla».

«Bobo». Sonrió, y me dio un beso.Si hubiera guardado algún resto de duda, ahora quedaba despejada: La humedad y la calidez de sus

labios también me aseguraban que no soñaba.«¿Cómo has estado?». No supe qué responder a la pregunta innecesaria. Nada hubiera podido

decir que expresara el estado de absoluta muerte interior en que su ausencia me había dejado. Sepuede describir la muerte física, cualquier médico de segunda línea es capaz de hacerlo, pero estaotra que había experimentado, de sentirme arrancado de la vida y continuar andando y respirando,no creo que haya ciencia que la describa. «Bien», terminé por contestar, con ningún convencimiento.

Cierto que todavía me dolía un poco la cabeza, pero no había por qué referirse a ello, no eramomento para malestares. Además, ya no era tanto el dolor que molestara; desde que la vi había

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comenzado a ceder. Verla nuevamente era todo lo que necesitaba yo para ser el hombre más sano de laTierra.

«Voy a preparar café», anuncié. «Y después un Alexánder..., como antes», escuché que reclamaba,con una voz que era la misma de siempre, recordando una costumbre de siempre.

La misma voz, sólo que me pareció extrañamente más lejana. Tal vez había perdido la costumbre deescucharla.

La lámpara de la cocina estaba descompuesta. En lugar de encender, lanzaba continuos e instantá-neos destellos que me mostraban los objetos envueltos en un ambiente de irrealidad que complementa-ba el mágico momento que estaba viviendo.

Me dispuse a preparar el café.El dolor de cabeza había desaparecido casi por completo, pero el parpadeo de la luz comenzaba a

irritarme los ojos. Suerte que finalmente, en el momento en que tomaba la cafetera del estante, la lámparase estabilizó. Tomé el paquete de café, volví la mirada hacia la habitación y la vi, aún sobre la cama,sonriente, los brazos extendidos hacia mí, convidándome... Mejor dejar el café para más tarde...

Según me acercaba a Ella la iluminación se iba haciendo más intensa, parecía como si a cada pasouna nueva lámpara se encendiera. Hasta que la luz llegó a ser tanta que me permitió alcanzar la totalclaridad de ideas.

Cuando tomé sus manos entre las mías se produjo el momento más lúcido de mi existencia. Porqueentonces tuve la certeza incuestionable de que en efecto yo no dormía, de que no me embargaba unavez más mi gran sueño imposible de amor, de que la realidad añorada al fin regresaba a mí.

No regresaba. Yo la había hecho retornar, como último regalo arrebatado a la vida en el instante enque, al terminar mi rutinario día de trabajo, caía en plena calle, fulminado por la ruptura de un aneuris-ma cerebral. c

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CRISTIAN AVECILLAS

Mi victoria, no...

Mi victoria, no juzgarme,Transformar en verso mi cadáver.

Ingresar en la plomiza infancia,Huérfano de sangre,Y sentir la arteria seca, irrigándome palabras…

Oficiar el verso en mi cadáver.

Dejo la ambulante...

Dejo la ambulante historia,Caminar de las mujeres que se mueven como diosas,Material de los rechazos donde explora un hombre.

Dejo la gregaria historia:El lenguaje es superior a cualquier patriaY la patria es pormenor de cualquier hombre.

Aquí la hembra no es mujer ni es diosa,No es el canon de la corvaNi el amargo soportal de la experiencia;Aquí la patria no es erial ni habitación,No es la prosa con fronterasNi la masa que persigue la elocuencia.

La hembra es apocalipsisY la patria calla:

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Cuando el hombre se aproxima a los infiernosEl hombre es una historia de sí mismo.

Porque el viento...

Porque el viento aquí es inútil,Porque la única carnosidad viene del hongo,Porque la última virtud es apestar,En la magna decadencia de mi cuerpo,Nace un versoDonde todos los cadáveres soy yo.

Desarrollo industrial, Cuba, 1961

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De repente, mi madre y yo nos encontramos saludando a la familia enel hall del aeropuerto antes de subir al avión, con abrazos emocionados.Eso en sí era una estampa insólita ya que no teníamos el hábito de viajarjuntas. Pero las cosas suelen ocurrir de manera inesperada, sobre todocuando mis hermanos traman concilios en secreto. Y así fue: una tardesonó el teléfono (era sin duda mi hermano mayor) y en la conversación,por momentos crispada, me volví la acompañante ideal de mamá, por-que esta vez no podíamos dejarla ir sola, era una locura; ¿cómo podríayo rehuir el honor? Entonces todo ocurrió como en la televisión: elpatito feo se convirtió en un cisne y preparó las valijas.

De todas formas había algo más insólito que viajar juntas, y eso eravolver a la ciudad de Quito a buscar los restos de mi abuelo enterradoallí veinte años atrás. Hay que decir que no era exactamente un viajeromántico al lugar de la infancia, sino más bien un viaje póstumo pararesolver una cuestión familiar pendiente, de esas que a mi madre leencantan, y que una, como hija, se ve obligada a asumir tarde o tempra-no. Y por eso estábamos ahora mi madre y yo, medio dormidas, respi-rando el aire frío de las seis de la mañana a la salida del aeropuertoMariscal Sucre, entre los cholos que ofrecían cargar el equipaje a cam-bio de unos realitos y los taxistas que se arremolinaban a nuestro alrede-dor. Habíamos llegado.

La historia arranca a fines de los años 70, mientras vivíamos enQuito. En uno de esos veranos secos y ecuatoriales la mala hora le llegóa mi abuelo y lo dejó pasmado para siempre. Tan pasmado que cuandola familia entera regresó a la Argentina él se quedó allí, solito en el ce-menterio municipal, como un faro en el medio del océano más negro.Según mi madre todo era por la burocracia; pero ahora, a la luz de loshechos, me arriesgo a decir que el problema era la cremación. Mi madreera una mujer poco apegada a las tradiciones, a no ser que se tratara dela muerte. Recuerdo dos: el bouquet de orquídeas para los funerales(nada de crisantemos ni de palmas, son tan poco distinguidas, la ver-dad...) y el rechazo absoluto a la cremación. Cuando quería justificarla,decía con gesto grandilocuente que esta cosa le venía de sus bisabue-los, y lo hacía tan tenazmente, que cuando murió su propia madre, la

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Cuestiones de familia

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familia nuevamente en concilio tuvo que obligarla a respetar la voluntad de la difunta (que sí quería quela cremaran porque: ¿quién va a venir a ponerme flores?, decía la pobre viejita con toda razón, consi-derando lo que había ocurrido con su marido, desterrado en su entierro quiteño). Pero a pesar de todosestos antecedentes, nadie en Buenos Aires, al organizar la repatriación del abuelo, bueno, de sus restos,había contado con la idea fija de mi madre. Todos dábamos por sentado que a la exhumación seguiríala cremación, luego la urna, el avión y mi Buenos Aires querido tarareando «que veinte años no es nada,que febril la mirada». Esa era la obra que yo venía a representar, y para eso vestía mi papel de hijacondescendiente, comprensiva, hija adulta en fin.

Pero haberla visto nomás en el despacho de los funcionarios del Ministerio de Salud en pleno Quitocolonial, justo la tarde en que comenzaba una huelga general, y todo al demonio. Ella sentadita en susilla, con su elegancia antigua, sus gestos delicados y decididos, rememorando con emoción los añosde vida quiteña; y del otro lado del escritorio, él, el funcionario, suerte de doctor Chapatín, tristementeelegante y canoso, sorprendido ante esa argentina que hablaba de una ciudad que ya no existía, peroque él había disfrutado, cómo no.

–Pues fíjese que yo creo que no va a tener que cremar, con veinte años ya... prácticamente no debede haber nada..., unos huesitos apenas... y con este clima... Así que vivió aquí con su familia y ¿la niñatambién?

La niña era yo, evidentemente, y eso dio pie a las anécdotas escolares. Mi madre disfrutaba echandocuentos de nuestra vida en Ecuador con la misma intensidad con la que a mí me molestaba. Y pensando enesa característica tan suya, en ese momento no di la importancia necesaria a las palabras del doctorChapatín, no me di cuenta de la puerta que estaba abriendo. Por algún motivo inexplicable (en realidad,mis profundas ganas de que todo fuera fácil), yo tampoco había reparado en su aversión crematoria,ni en la estrategia asturiana (cosa de bisabuelos también) que desplegaba siempre ante las dificultades:mi madre jamás se adaptaba a lo que las circunstancias demandaban; como una mula empacadagolpeaba e insistía hasta que el mundo se venía abajo. Mientras tanto, en la oficina de al lado loshuelguistas jugaban a las cartas y miraban cada tanto hacia nosotras: vaya una a saber qué les producíamayor sorpresa, si los altos funcionarios trabajando o estas gringas recién llegadas. Finalmente ungordito chueco trajo el certificado que necesitábamos y nos despedimos.

Una vez en la calle intuí que el periplo no iba a ser tan ordenado como la familia había supuesto, ysentí el disgusto en el estómago. Recuerdo perfectamente la calle porque estaba a la vuelta de la iglesiade los jesuitas donde yo había tomado la primera comunión, y del pasaje San Lorenzo, donde comen-zaba el verdadero Quito malandra. Había un sol frío, la tarde empezaba a caer y me sentí extraña en esaciudad, a la vez familiar y desconocida. No era posible un regreso feliz a la tierra del pasado. Me dieronganas de soltar una puteada a la suerte que me perseguía; para colmo, mi madre dijo:

–Ya sabía yo que no íbamos a tener que hacer nada, viste, ¿escuchaste, no? Eso, lo que dijo eldoctor. ¡Qué encanto de hombre! Decíme si no se parecía a Córdoba, el director de tu colegio.

Suele ocurrirme cuando estoy con ella: mi madre tiene la capacidad de dejarme muda o desespera-da. Esta vez opté por la síntesis y le dije:

–Me parece un disparate.–Siempre negativa vos, mañana conseguimos la urnita especial y listo.Ma sí, pensé, y la dejé hacer, cansada como estaba, y apunada en esa ciudad tan alta. Al fin de

cuentas era su padre, y yo sólo quería que fuéramos al Hilton, sólo quería un poco de confortinternacionalmente estándar, nada más. Finalmente hacia allí fuimos, olvidadas del resto. Sin embargo,viniendo de mi madre, debí sospechar algo cuando dijo urnita especial.

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El día siguiente arrancó temprano en la mañana. Era viernes y teníamos pocas horas para resolverla cuestión, con la huelga general que se iba propagando como reguero de pólvora. Fue entoncescuando me di cuenta de que la urnita especial (a ella le encantaba nombrarla así) era un objeto queexistía únicamente en su imaginación. La primera tienda en la que entramos estaba en el barrio fino dela ciudad, y a pesar de lo evidente, querían evitar a toda costa la sensación de estar comerciando conlos pobres muertitos. El vendedor hablaba en voz baja y con gesto compungido, y cuando algún chicoentraba corriendo y a las carcajadas, lo tironeaba del brazo y lo retaba al oído, eso sí, con delicadeza.Mi madre andaba con asombrosa naturalidad entre los ataúdes y los ramos de flores, las coronas y laspalmas que habían puesto sobre taburetes para darle elegancia al lugar. A mí, en cambio, como siempreme repugnó el olor mezclado de las flores, un poco rancias ya, un poco viejas, me dediqué a otra cosa.Y fue entonces que pensé por primera vez que esto ameritaría una compensación extra de parte de mishermanos, una porción mayor de la herencia, una cucarda a la buena hija, algo, qué sé yo. Y en esoandaba cuando el buen señor nos ofreció una urna para cenizas convencional, pero eso sí, en unagama de tres colores: madera, plateado y bronce. Era una pena, no nos servía. Nosotras necesitamosalgo más grande, decía mi madre, como para poner algunos huesitos, ¿se da cuenta?...

–Pues no... –dijo de inmediato, aunque luego, tras unos instantes de vacilación, sus ojitos inquietoslo encontraron y se animó– bueno quizá esto sí que podría servir, es muy bonito y está forrado pordentro, fíjese qué delicado, ¿qué le parece?

–Mierda –dije yo.–No, no, esto no –dijo mi madre con sonrisa condescendiente.Por fin, pensé y respiré aliviada. Gracias a Dios mi madre volvía a la cordura. Lo único que nos

faltaba era subirnos al avión con un ataúd de bebé en el bolso de mano.–Yo quiero una urna de mármol, pero más grande, algo de este tamaño –e hizo con sus manos el

gesto.Falsa expectativa, me dije. Ella seguía en su propósito, impertérrita a la realidad y a mi fastidio.

¿Dónde vamos a conseguir mármol en esta ciudad más pobre que el carajo? El vendedor nos mandópara el pasaje San Lorenzo, no por el mármol (que descartó de plano), sino por la variedad de la oferta.Ese era el otro sitio donde se vendían ataúdes, aunque más baratos, claro.

–Eso sí, vaya con cuidado.En el taxi discutimos: yo, diciéndole que era un disparate una locura una insensatez; ella, diciendo

que yo no sabía nada, que a su abuela no la habían cremado, que los huesitos ella misma los habíapuesto en una urna grande de mármol, y que eso quería, nada más, una cosa muy simple, tan difícil erade entenderla, era su padre, che.

Me refugié en los autos que pasaban por la avenida: un Toyota, un Mazda, un Chevrolet viejo, todossubiendo hacia el Quito colonial. La avenida América subiendo será para mí siempre el camino deldentista en una tarde de lluvia. Yo, en el borde del asiento del auto, pegada a la puerta, sufriendo deantemano por el ruido del torno que iba a escuchar en la sala de espera, las manos sudadas sobre lafalda gris del colegio, pensando ¿y si la puerta se abriera?; pero no, en mi familia se usaba el auto conel seguro para niños: imposible que se abriera desde adentro. ¿Y ahora? ¿Hasta dónde iba a llegar mimadre? Yo confiaba en que en cualquier momento dejaría de insistir ante la realidad inevitable, que mediría hija, tenías razón, la cremación es lo más simple, esto era una locura, qué bueno que vinisteconmigo, si no, quién sabe lo que hubiera hecho. Pero conociéndola, ¿era posible?

La calle San Lorenzo era una bajada que terminaba en un arco de piedra. Del otro lado había unaexplanada muy grande donde empezaban las barriadas pobres. En la cuesta se sucedían alternadamentetiendas donde vendían ataúdes y estuches de instrumentos musicales, una al lado de la otra, con todo

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en exposición. Algunos cajones, incluso, estaban sobre la calle misma, apoyados contra la pared yluciendo la madera silvestre o el forro de pana negro, nada de lustre, nada de brillo, pero eso sí, detodos los tamaños. Por la cantidad de tiendas se ve que había mercado.

En eso, mi vieja me agarra del brazo y me dice:–Fijáte que ahora me acuerdo de esta calle. Acá fue donde te compramos el estuche de tu guitarra,

con lo bueno que salió, todavía lo tenés, ¿no? –y sonrió–. Es un buen augurio eso.A esa altura yo había dejado de entender, sobre todo su sonrisa indulgente que venía como de la

contemplación de un jardín japonés. Me daban ganas de gritarle «fijáte dónde estamos, mamá, no es unpaseo por el álbum familiar, ¿no ves?». Pero simplemente me salió:

–Evidentemente, mamá, a vos se te piantó un tornillo...La escena de la tienda fina se repitió en la tienda pobre, pero entre el olor a madera fresca y aserrín

en el piso; detrás del cuartito estaba el taller de carpintería donde fabricaban los cajones. La cholaprimero nos miró con desconfianza. Nos había visto discutir en la vereda, y eso ya era un signo deextranjería; además mi madre entró en la tienda sin resquemor, y eso la puso en guardia. Yo me quedéafuera decidida a no participar más. En la explanada había varios grupos de jóvenes vestidos a lamoda yanqui NBA: la gorrita para atrás, la mirada desafiante, los pantalones anchos. No hacían nada denada, sólo miraban y tomaban trago, pero era inevitable pensar que todo podía cambiar en cuestiónde instantes. Era evidente que ese no era un lugar para extranjeros, ahí empezaba otra ley, unasuerte de Bronx andino con nombre de santo católico. Yo ya no conocía esa ciudad ni sus costum-bres y me quería ir de allí de una vez por todas. Flor de guachos mis hermanos, pensé.

Miré hacia el interior de la tienda: mi madre y la chola conversaban animadamente, como dospersonas que se entienden fácilmente a pesar, incluso, de las enormes diferencias. Como siempre, lamuerte y el pasado tendían un puente inmediato; sin duda mi madre ya le habría contado toda la historia,y claro que siempre hay compasión por las personas que vienen a buscar a sus muertos, quién no losabe. Pero no, tampoco ella tenía la urnita especial, y esta vez ni siquiera propuso el ataudcito. Lachola entendía mejor.

Abrevio para no redundar. Salimos de allí y la búsqueda continuó, pero yo cerré los ojos y los volvía abrir recién en la habitación del Hilton. Me había recostado y encendido la tele; estaba enojada,fastidiada, harta, y sólo pensaba en lo que vendría, en la suerte de calavera yorick que tendríamos enel bolso, tintineando alegremente su canto ancestral. Porque ni cajita teníamos. Ahora sólo sería unafunda, algo similar a la funda de una almohada. Sí. Aunque parezca mentira, en el último círculo de laespiral mi madre había decidido coserle una funda con una tela blanca que había conseguido milagro-samente en una mercería, justo antes del mediodía, detalle central puesto que sólo nos quedaban doshoras para resolver la cuestión. A mí todo me parecía un remolino de locura, y mientras giraba en esevértigo me agarraba a mis argumentos lógicos como a palitos, y los enumeraba mentalmente para versi con ellos podía hacer un buen remo: insalubre, ilegal, incómodo, insoportable, intolerable, ¿cuántosadjetivos con prefijo in podía poner en mi lista?

De repente giré y la vi. Mi madre estaba sentada en el sillón, de espaldas al ventanal que seabría ampliamente sobre la ciudad. La mañana había estado nublada y fría, pero ahora el cielose había abierto y un rayo de sol entraba en la habitación. Quizá fue el sol o los cuadros renacentistasque uno ha visto, no lo sé, pero algo de la escena me conmovió. La cama donde estaba acostada se mevolvió más cálida y ella también se acomodó mejor en el sillón, como si recién entonces hubieraencontrado su posición. Callada y con los anteojos puestos, cosía delicadamente la funda blanca: conla mano izquierda sujetaba la tela, con la derecha pasaba la aguja. No sé cómo me fijé en sus manos,temblaban. Miento. Sí sé por qué observé sus manos: de chica me gustaba observarla coser. Sus

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manos eran tibias y elegantes, y de cualquier tela podían hacer un disfraz de sirena con lentejuelasverdes y brillantes. Ahí estaba ahora, absorta en su funda, perdida en su propio mundo, sin llorar, sinhablar, sola, cosiendo con puntada prolija. Una costura delicada y preciosa, eso quería, una orquídeade lino.

Sé que en ese momento debí acercarme a ella y abrazarla: su cuerpo estaría tibio, flojo, cansado. Séque debí susurrarle en el oído que ya no cosiera, que el abuelo entendería. Pero no lo hice, permanecílejos, enfrascada como una nena enojada. Fue ella la que volvió de su mundo y dejó la funda a mediocoser volcada sobre sus piernas. Me miró de soslayo, tanteando en el aire quizá una disculpa:

–Yo quería algo lindo para papá –dijo entrecortada.Y se pasó los dedos por los párpados para borrar con una caricia las lágrimas. c

Fidel en acto de El Caney, Las Mercedes, Cuba, 1959

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JUAN CAMERON

Sobre la alcurnia

Por mis venas corre sangre de héroesCorría más bien ya se ha trocadoen medallas y pergaminosen estatuas cagadas por palomas

Por mis venas corre sangre españolaes decir corríapues ya desembarcó en mi otra orillaen el halo de mi ojo golpeado

Por mis venas corre sangre escocesaque a veces pica en la mejillaCorría más bien Ya noNunca la misma sangre bajo el codo

Por mis venas corre sangre mapuchetanto como sangre de BurundiCorría más bien porque ya nuncairé a Yaundé a Cameroon

Por mis venas corre sangre todos los díasy todas las noches corre sangreigual que la tierra en invierno labrada:una porción de prietas sobre un paisaje en blanco.

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Sylvia Plath relee sus cartas, piensa

No sé si el incidente del oso fuera sólo una metáforapara ahuyentar al destino porque ese destinono es más que una palabra entre los matorralesuna sombra migratoria en la bandada de las preposicionesMayo se ha vuelto frío y gris –no es esta mi tierra–afuera la niebla dibuja las tejas y farolesladra al atardecerComo malas noticias llegan las cartas de mis editoresmanuscritos que regresan a su lugar de origenTodo cabe en la página: un cementerio en la lomael muelle que vacila bajo el pesosu rápido sendero por la piedraSoy la misma de siempre no hay cabos sin atarMañana concluiré esta página con un simple gruñidoun adiós disperso la condena para aquellos que amenazanmi noche.

Arribos

Siempre hay carteles esperando a la salida de los aeropuertospersonas con cartones en sus manosmiradas sonrientes que auscultan al viajeroy uno espera encontrar su propio nombre escrito en algún pechouna palabra clave que abra el nuevo mundoasí una ventana en la pantalla del computadorUn cruce de miradas y ya estáy otras voces que dudan en bandadamurmuran ciertas señas comprendidas por finAsí he buscado tus ojos bajando de algún vuelopara posarme en ti si acaso comprendierasestas letras perdidas entre la muchedumbre. c

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La mujer se resiste con fuerza. Su cuerpo pesado se escurre de losbrazos de Charly, y un puñetazo lo alcanza en la boca. Pero él no protesta.Sujeta el puño que lo golpeó y lo retuerce junto a la otra mano en laespalda de la mujer. Ella grita, sigue luchando contra el pañuelo que leoprime la boca y la nariz. Pero el cloroformo comienza a adormecerla ycae sobre la camilla. Charly emite un suspiro de alivio, es la segunda vezque ella despierta. Decide mantenerla sedada con algo más fuerte.

Ata las manos de la mujer con cordones. Palpa el vientre crecido ycomprueba si aún hay movimientos, pero no los encuentra. Sus dedosno necesitan mucho tiempo para darse cuenta. Han sido, junto con susojos, el único sistema comunicante con el mundo.

Va hasta la heladera, prepara la jeringa y regresa junto a la camilla. Lainyecta en el brazo. Atrasará el parto, lo sabe, sin embargo es impres-cindible atarla bien antes que despierte otra vez. Ella tiene que estarconsciente todo el tiempo para que el parto sea normal. Lo ha sido en lasúltimas cuatro ocasiones, con las últimas cuatro mujeres.

Rosa, la partera que atendió a su madre al nacer él, siempre había elogia-do sus manos. Decía que eran pequeñas y sensibles para palpar a los bebés.Por eso, desde que él tuvo diez años, le había enseñado a poner susdedos como pinzas en la carne húmeda de las embarazadas para hallar elfeto y estimularlo.

Charly recuerda cómo era la casa de La Boca cuando ella vivía. Unahabitación con dos camas, la cocina y un baño agregado a un costado,al que se llegaba desde el patio. Sólo dos elementos de su trabajo goza-ron siempre de un especial cuidado: la heladera donde guardaba losremedios, y un armario con el instrumental para las urgencias. Lasmujeres llegaban gritando a cualquier hora, y Rosa las atendía aunquefuese de noche o cortaran la luz en el barrio.

El comentario sobre sus manos fue lo único bueno que escuchó deella. El resto se parecía a lo que una vez le oyó decir:

–Menos mal que tu vieja se murió al nacer vos, imagináte cómohabría sufrido al verte así...

Se mira al espejo en la misma habitación donde vive solo desde queRosa murió hace dos años. No sabe quién lo llamó Charly, pero fue elnombre que menos lo avergonzó de todos los que le dieron. Se mira las

RICARDO CURCI

El rostro de los monos

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manos, pequeñas para su edad, y las pone sobre la cara, sin alcanzar a cubrir del todo su rostrodeformado. La mandíbula parece escaparse, los huesos sobresalen con aspecto simiesco. Así lo llama-ban a veces, sobre todo en la escuela a la que lo habían enviado al principio. Luego había tenido queabandonarla, y fue a una especial, donde otros niños tan extraños como él se miraban entre sí todo eltiempo, sin comprenderse.

Son las seis de la tarde. Mira por la ventana, el barrio está tranquilo, las luces del circo se estánencendiendo en la otra cuadra y dos carros con animales pasan por la calle. Los observa un rato,incluso puede olerlos. Hay mucha menos gente que algunos años antes. Rosa murió cuando susservicios se reducían a un parto cada dos o tres meses. Las personas ahora asisten a los hospitales.Pero él había conocido la buena época, cuando ella trabajaba todos los días y parte de la noche. Laayudaba hasta que se caía de sueño o sentía ganas de vomitar, y sólo era capaz de pensar en el líquidopegajoso, la sangre y los pelos de pubis que tocarían sus manos antes de saberse vencido del todo poresa noche. Porque en realidad es lo único que recuerda con nitidez. Ya casi ha olvidado las caras de losniños que ayudó a nacer.

La primera vez que Rosa lo hizo acompañarla, lo puso frente a una de las tantas mujeres quepasaron por esa casa.

–Es esto o el circo, en algo tenés que trabajar... –le dijo ella.Entonces aprendió observándola. Rosa le daba instrucciones y él obedecía. Ninguna de las mujeres

se asustaba al verlo, porque el de Charly había sido siempre un rostro conocido y mudo en el barrio. Aveces él pensaba en la razón de su silencio obligado, pasando largas horas de la noche en un infructuo-so intento por emitir sonidos con la lengua entre los dientes. Más tarde, llegó a darse cuenta de que sulengua era un rudimentario ejemplo de músculos muertos con una cicatriz inalterable.

Sigue mirándose la boca abierta en el espejo. Hay mucha luz en la habitación, y sin embargo, nohace más que evocar la oscuridad de las noches agitadas, cuando sujetaba los instrumentos con lasmanos húmedas. Los mismos que guarda en el viejo armario. Desde la muerte de Rosa los ha utilizadosolamente para otros cuatro niños.

La mujer despierta otra vez, pero está tan sedada que mueve nada más que sus ojos. Lo mira conatención y frunce las cejas.

Las burlas de los chicos del barrio habían comenzado un día a hacerse insoportables, y desdeentonces no quiso salir. Rosa escuchaba los insultos desde la calle, pero no se atrevía a criticarlos.

–Quedáte acá y ayudáme, pronto se van a olvidar de vos si no te ven –le decía ella, mirándolo consus ojos claros, antiguos, en medio de esa cara de piel oscura y curtida. Se encargó de enseñarle a leercon los manuales que conseguía prestados en el barrio, y después con las recetas y los prospectos quela gente les llevaba.

El cabello de Charly es negro, lacio, y lo peina hacia atrás. Tanta semejanza con un simio debe serdeliberada, piensa. A Rosa le agradaba decirle eso mientras lo peinaba, aplastándole el cabello haciaatrás. Él supo desde entonces que así iba a ser para siempre.

La mujer se agita y quiere gritar. Dirige una mirada hacia la ventana, pero se da por vencida. Son lasdiez de la noche. Observa a Charly, a su simiesca máscara colocada tan apropiadamente. Porque elcuerpo, aunque no tuviese deformidad, había crecido bajo la autoritaria idea que aquella extraña cabezaproclamaba. Ella lo mira caminar desde la heladera hasta el armario. Una luz se enciende sobre lacamilla. Él tiene puesto un guardapolvo gris, debajo del que escapan las manos velludas y el pechohirsuto. No hay posibilidad de duda para quien lo ve por primera vez, aunque cueste creer en latransformación humana de un animal, y en realidad no fuese más que el hecho inverso.

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Él sabe que deberá inducir el parto, así que prepara la solución que Rosa utilizó en los últimos años,cuando ya estaba cansada de las horas expectantes. Siempre había oído decir a los vecinos que losmétodos que ella usaba eran peligrosos. Pero eso ahora ya no importa, lo único imprescindible en estahora once, de esta quinta vez, es sacar al niño para que sea semejante a los otros cuatro.

Rosa agonizaba cuando lo llamó a su lado. Unas radiografías del cráneo cayeron al piso cuando él sesentó en su cama. Charly agarró una, pero no pudo entender la mancha blanca que ocupaba la mitad dela cabeza de Rosa. La imagen gritaba la evidencia, pero él no comprendía. Vio a la partera levantarsetorpemente, casi desnuda, con los pechos fláccidos y oscuros que temblaron al caminar hasta alarmario para sacar el fórceps de un cajón. El instrumento era tan viejo, tan moldeado por sus dedos,que parecía haberse convertido en una extensión de sus propias manos. Colocó entonces una de laspiezas sobre la cabeza de Charly, luego la otra en el lado contrario, y las unió, formando una pinza quepresionaba la mandíbula y la frente. No traccionó, pero fue suficiente para que el rostro recordara suorigen. Rosa apoyó las manos sobre él, intentando detener la imaginaria hemorragia en la boca deCharly, así como lo había hecho veintidós años antes. Él apartó la cabeza, temblando. Ella acarició elmentón saliente, los labios inflamados, y se detuvo. Los ojos de Charly tenían el brillo de las brasas.

Al día siguiente, Rosa había muerto. Charly se vistió con el saco negro y largo, de cuello ancho quelevantaba hasta cubrirse las orejas, se colocó un gorro, y caminó hasta la casa del hermano de Rosapara pedir el dinero que ella había ahorrado. Se lo entregaron con temor, su aspecto era el de unhombre alto, oscuro, silencioso. Vivió con ese dinero, sin preocuparle conseguir más, acostumbradoa la austeridad, a la arraigada idea de pobreza que Rosa siempre le había inculcado.

Pasó los siguientes dos años intentando deshacerse de aquel dolor creciente, como si en esa últimanoche ella hubiese abierto la compuerta de una hoguera. Sabía que ya no formaba parte del mundo, y queéste no podía dañarlo más. Lo único que le quedaba por hacer, era lo que siempre había hecho mejor:sacar niños del vientre de sus madres. A la primera mujer había tenido que vigilarla durante casi todo elembarazo, y aún después de raptarla debió aguardar para el nacimiento. Pero después calculó el tiempoexacto, y el secuestro, el parto, la venganza y el abandono se sucedieron sin requerir tiempo de espera.

Son las doce y media de la noche. Hay función en el circo, la música de la banda viaja suave yasordinada. Charly cree que ya es tiempo de empezar. Saca otra jeringa de la heladera, y la inyecta pordebajo del ombligo. Ella grita, atenuada su voz por la mordaza. Hasta la calle sólo llegan gemidosdisfrazados. Retira la aguja y ve llorar a la mujer, que mira hacia la lámpara. Todas hacen lo mismo,piensa él, las mujeres siempre lloran, incluso Rosa. Le es difícil entender el llanto, aunque nunca leresultó extraño el de los niños. También debió haber llorado él, e imagina su nacimiento. Entoncesaquel viejo dolor en su pecho empieza a ser más fuerte, y el pelo se le eriza en los brazos, en la espalda.Da vueltas alrededor de la camilla, esperando el efecto de la droga.

Ha pasado media hora, y las contracciones son muy intensas. Ella sigue gimiendo. Charly va hastael armario y busca las ramas del fórceps. Vuelve y empuja un balde con los pies, pero la mujer rompela bolsa y el agua cae al mismo piso que tanto líquido humano ha soportado antes. El abdomen secontrae rápidamente, la cabeza del niño se asoma. Charly no aguarda, ese es el instante preciso. Poneuna de las palancas en la frente y otra sobre la mandíbula. Nota que el feto tiene un color oscuro muypeculiar, casi no se mueve. Une las ramas del fórceps y gira el tornillo de cierre. Continúa apretando.Sigue comprimiendo.

Tracciona.La cabeza del feto se desprende del cuerpo, y queda entre las piezas del fórceps. Charly la mira sin

entender. No oye llantos, esta vez. Sólo ve una cabeza de ojos cerrados, y los hombros estrechosasomándose entre las piernas de la mujer.

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El color morado, piensa, y se da cuenta de que el niño hace mucho tiempo que no tiene vida.El niño al que iba a dar un nuevo rostro, se desliza de sus dedos. Sabe que no habrá manera de

seguir con el plan. Ya no es necesario ir con el cuerpo de la mujer hasta el río, ni abandonar al bebé conel nuevo rostro en una calle transitada para que alguien lo encuentre.

Esa ansiada entrega al mundo de su quinto monstruo.Otro simio enfurecido como él entre los hombres.Un aroma a fetidez flota en la habitación, pero una ausencia mayor aún lo asusta y lo hace temblar,

la del llanto estridente y vital. El dolor comienza nuevamente. El fuego inapagable debe dejarse avanzar,piensa Charly. La puerta que detiene el fuego ahora abierta hasta el fin de sus bisagras. Entonces sedesprende el guardapolvo pegado a la piel por el sudor, y huye de la casa.

Las luces nocturnas de la calle lo iluminan mientras corre, como si saltara sobre brasas. Se estáquemando. Da largos pasos, la fuerza que aplica a sus piernas parece desarticularlo. Charly llega alborde del muelle y se tira al río. El agua espesa y sucia se balancea, y dos barcos anclados comienzana juntarse lentamente en el lugar donde se ha hundido.

Son casi las cinco de la mañana. La gente está reunida en una orilla del puerto, alrededor del cuerporescatado del agua. Ha venido un forense a investigar, y pregunta lo sucedido.

–No sé bien cómo pasó, doctor Ibáñez –contesta el policía, con cara cansada y ojos que no ocultansu confusión–. Hace unas horas me pareció ver la sombra de un animal corriendo torpemente, erguidoen las patas traseras, y pensé que era un mono escapado del circo. cRuinas, Palenque, México, 1955

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ALEXIS DÍAZ PIMIENTA

otras lateralidades

I

es duro / me he quedado sin amigosunos han muerto / otros cambiaron / otrosprefirieron el «ellos» al «nosotros»cambiaron los «con él» / por los «conmigo»

es duro / me quedé sin enemigosunos han muerto / otros cambiaron / otrosprefirieron decir «vuestro» «vosotros»«sus» problemas / «sus» penas / «sus» castigos

es duro / es demasiado duro / apenasme queda un hijo / una mujer / hermanosuna confianza ingenua en el futuro

viejas agendas tristemente llenasun puñado de tiempo entre las manosy una memoria insoportable / es duro

II

por un lado / me quedo sin amigospor el otro / me llueven amistadespor un lado / se ahuecan las verdadespor el otro / me nacen enemigos

por un lado / no están los que estuvieronpor el otro / no son los que eran antespor un lado / me duelen los farsantespor el otro / quizá / ya me dolieron

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soy zurdo y gordo y pobre y triste y feodicen que soy un comunista raroque hablo mal de las cosas en que creo

que escribo de mi barrio con descaropor un lado / diciendo lo que veopor el otro / callando / que es más caro

se acabaron las posadas en La Habana

para Anabel y Albeloa Dennys, Arlene y Yelene

según el D.R.A.E. / una posada es un lugaren el que por dinero se hospedan personasen especial / arrieros / viandantes / campesinosnuestro aporte ha sido que se les hospede y se les cobrepara que hagan el amor / únicamentey sobre todo / para que hagan el amor adúltero

las posadas de La Habana eran famosaspor sus huecos / sus chinches / sus ladillassus toallas y sábanas llenas de manchas anterioressus nombres metafóricoslas «Casitas Blancas de Guanabacoa»las «Casitas Blancas de Ayesterán» / «Villa Laurel”la «Canada Dry» / la «Monumental»no hay taxista en La Habanaque no haya hecho esos viajes en penumbracon parejas sin rostro / escuchando conversacionesen las que nadie tenía nombre propio y había colasen la penumbra de la entrada a las posadas había colaslas parejas llegaban y preguntaban por el último

aunque el último apenas podía responder

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ocupado en calentar dos cuerposy el primero en la cola se desesperaba porquelos amantes del cuarto 5-B no acababan de salircomo si el cuarto fuera de ellosdesconsiderados / egoístas / se ve que a nadiele duele la erección ajena / la humedad de las otrasy entre unos y otros / el posaderopero no aquel personaje cervantinoque recibía al viajero con una vela en una manoy una jarra de vino en la otrasino el Posadero / con mayúsculacon impecable camisa blanca y pajarita negracon el bolsillo lleno de billetesy olor a menta entre los dedos(restos del último cóctel afrodisíaco)incluso / con aserrín sobre las botas(restos del último hueco voyerista)

las posadas de La Habana eran / debieron serpatrimonio erótico de la ciudadsin embargo / han desaparecidoahora las posadas son albergues para familiasque han perdido su hogar en un derrumbeen un incendio / en una inundaciónfamilias en las que los niños aprenden a leercon los letreros que hay en las paredesnombres de hombres unidos por una «y» con nombres de mujerestodas las letras del abecedario combinadas armoniosamenteen la sala / en el cuarto / en el bañode ahí que los niños albergados en antiguas posadastengan mejores resultados en lecturaque sus condiscípulos con casa propia / y menos miedoa un condiscípulo con casa propia lo asustanlas películas del sábado / las bandas sonoras estridentesy los efectos fantasmales de voces y muelles / a ellos nocada noche / al dormir / las antiguas posadasse llenan de sonidos suaves / de jadeos y muelles que rechinany los niños crecen inmersos en ese noble efecto acústico

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es paradójico lo que se siente al pasarfrente a una antigua posadala memoria despierta orgasmos y pasiones secretaspero el retozo infantil y el olor a potaje actualizan el ritola ropa en la tendedera / las ventanas abiertaslos búcaros con flores en la mesa de centroy la ausencia de un taxi en la puertadesacreditan el recuerdo

sólo que uno no puede evitar preguntarse¿y los adúlteros de ahora cómo lo harán / y dónde?

al fin decidieron arreglar la calle

querido bache / sagrado bachebache cuidado con tanto mimopor todos nosotros / gracias por esta luz de aceiteagua y otras reliquias ópticasamorfa figura ubicada en nuestra callefrente a los grandes soportalesen un sitio escogido para que nadie escapea tu belleza atrófica / gracias por tanta iridiscenciasiempre habrá desalmadosque intenten destruirte / asfaltar nuestra calley desaparecerte / pero quienes te amamoste inmortalizaremos con poemas y fotosen tiempo de sequía fuisteel hueco perfecto para el juego de bolascómplice de las cuartas y los quimbes difícilesen tiempo de aguacero fuiste el puerto mayornuestro rústico océano / y siempre fuistetras la escampada / cuadro de azules y amarillos y grisescharco lleno de líneas y curvas y figuras geométricas

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impresionista óleo / gratis / a la vista de todosúnica opción artística de nuestro barrioquerido bache / sagrado bachecompañero en las buenas y en las malasperdónalos / perdónalos / no saben lo que hacen c

Pareja en un parque, México, 1955

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¿Qué dijo el médico?, preguntó el padre fingiendo preocupación. Queno le demos esa medicina porque puede ocasionarle una parálisismedicamentosa. Eso no lo dijo ella, lo pensó él antes que dijera nada, loque no hizo. Como si de verdad le importara volvió a preguntar. ¿Quédijo el médico? La mujer permaneció en silencio, decidida a continuarasí, no importa lo que hiciera el hombre. ¿Qué dijo el médico? Silencio.El hombre empezó a mirarla fulminante. ¿Qué dijo? ¿El médico? ¡¿Elmédico?! A pesar de su estado convaleciente, ella sacó fuerzas paraagitarse en la cama, agarrar las mangueras conectadas a sus venas,arrancarlas de un jalón, levantarse y empezar a caminar por los pasillosde la clínica. Estaba vestida sólo con la bata que dejaba al desnudo elreverso de su cuerpo. ¡¿El médico, qué dijo el médico?! La voz delhombre se proyectaba en todo el piso mientras la perseguía. De prontola tomó violento por los hombros, la sacudió gritándole: ¡¿El médico?!¡¿El médico?! ¡¿Qué dijo?! ¡¿Qué dijo?!, y le dio un empujón que la hizocaer con el sexo abierto. Se hallaban cerca algunos doctores, visitantesy enfermeras que permanecieron con la mirada fija.

Esta escena pudo transcurrir momentos después de la mujer habertenido un parto de alto riesgo. La escribí el día en que mi esposa dio aluz a nuestro segundo hijo. En ese entonces, al igual que ahora, no tuveintención de ampliarla, así que lo que sigue son algunas reflexiones,relatos de otros hechos y falsas justificaciones que hice años después,nada más sobre la mujer convaleciente y el pobre marido. Recuerdo queal salir embarazada tuvimos una de nuestras peores crisis. Mi vida eraun poco al estilo de los viejos jubilados, no trabajaba, me alimentabamás de lo que debía y me había puesto gordo, nunca hemos sido perso-nas de las más idóneas para atender una familia –de las cosas que tene-mos en común–, ya teníamos una hija de nueve años para comprobarlo,y nos quedábamos en la construcción que había hecho en el patio de lacasa de mis padres, junto a ellos, en condiciones que no nos permitíanmantenernos casi ni a nosotros mismos. La cosa estaba de lo más aban-donada, pero así iba. Nuestro anticonceptivo era el método del ritmo;ella es regular en sus menstruaciones y teníamos sexo con bastanteseguridad, pero como algunas veces nos descuidábamos habíamos

MIGUEL HERNÁNDEZ TAVERAS

A los testículos del mundo

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acordado que si salía embarazada abortaría. Y salió. Las discusiones fueron largas, larguísimas, al finalno pudo. Simplemente. Tuve que hacerme a la idea de que tendría otro hijo, claro, no sin antes soñarque la atropellara un carro, por ejemplo. Desde entonces la cosa marchó peor, las reconciliaciones noduraban, volvíamos a las peleas, que se hacían cada vez más serias, como cuando le tiré encima unespejo de tocador que teníamos recostado de la pared. El hecho no tuvo mayores consecuencias, perouna hora después estaba dando a luz, en medio de una de las peores crisis económicas nacionales detodos los tiempos.

Cuando reconocí que la familia aumentaría su número de miembros, me tomó meses decidir hacer-me la vasectomía. Le había dicho que me la haría, pero le daba de largas, no sé, como que no medecidía. Más bien hacía tiempo que me había decidido, pero no investigaba en qué clínica, a cuánto,me metía al carro, conducía, me sacaba el pene para ponerlo en manos del doctor. Nuestra decisiónfue que yo iba a operarme para no tener más hijos, no ella, porque al fin y al cabo era yo quien seoponía a tener hijos, ella no. Pero más que decisión, fue que yo cedí, como se solucionan casi todasnuestras cosas, porque estaba claro que uno de los dos tendría que sufrir una intervención quirúrgicapara no tener más hijos. ¿Pero quién? A ella no le gustó la idea de amarrarse las trompas de Falopio,es que es tan maternal la hija de puta. Creo que la razón por la que no acababa de dar el paso es lo jodidaque estaba nuestra relación; se trataba de cambiar radicalmente algo de mi cuerpo, y aunque si mepreguntaban si quería tener hijos hubiera respondido no, no dejaba de pensar en que quizá un lejanodía, quién sabe, ¿iba a querer? No lo sabía. Nunca he sido un tipo que proyecte su vida, simplementela dejo correr, pero hacerme la vasectomía era algo muy serio, importante, y sólo por nuestra relación,algo que no sirve.

Hay personas que no nacen para ser padres; de todos modos llegan a serlo.El urólogo me dijo que en algunos casos la operación puede revertirse con otra, es decir, los

conductos seminales pueden reunificarse quirúrgicamente, pero eso sí, es costosísima, por lo que deinmediato me eliminé como futuro candidato para reunificármelos. Si me hacía la vasectomía era paraque mis espermatozoides murieran conmigo para siempre. También me advirtió sobre la posibilidadde que los conductos se unieran solos, espontáneamente. El método no es ciento por ciento seguro,dijo el médico, ningún método lo es, añadió. Doctor, le dije yo, ¿y si resulto del pequeño porcentaje deriesgo? Si vuelvo a dejar embarazada a mi mujer me arranco los cojones de un tirón, le advertí.

Lunes 8 de marzo. Estuve despierto toda la noche, me paré de la cama a eso de las 6:00 a.m., seguílas instrucciones y me rasuré el pubis, el escroto y me bañé lavándome bien el área con agua y jabón.La clínica se halla en una zona que desconocía, así que me tomó mucho tiempo encontrarla y lleguécon una hora de retraso. De inmediato me informé dónde queda cirugía, me dirigí hacia allá, abrí lapuerta y a toda prisa salió una enfermera alta y flaca que la cerró detrás de sí. Están operando, me dijo.A mí también van a operarme, dije orgulloso. Me mandó a sentar y entró.

De qué manera me hubiera decidido a tener hijos, pensé. Tendría que tener abundancia de recursos,de toda índole: económicos, sociales, personales; hallarme en la cúspide de la pirámide de Maslow: conlas necesidades fisiológicas, de seguridad, de aceptación social, de autoestima, como éxito y prestigio,y las de autorrealización, satisfechas.

Pensado esto, la enfermera alta y flaca me mandó a entrar a un cuartico, me pasó una de esas batasverdes, me condujo a cirugía y me hizo acostar en la cama quirúrgica. ¿Le bajo el aire? ¿Tiembla defrío? Mientras más relajado mejor, me dijo. Estoy nervioso, dije. ¿Qué edad tiene? Trenticuatro. Ah, esque es un niño. Temía que la manipulación del doctor me produjera una erección, pero lo cierto es queaquello no tuvo nada de erotismo. Me asustaron mucho esos aparatos que uno sólo ve en películas–al menos yo que nunca había estado en una sala de cirugía–, el doctor y las enfermeras cubiertos con

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esos trapos verdes, todo cubierto con trapos verdes, y yo desnudo, sucio de yodo, el enorme focoencima, la pequeña brecha que dejaron en mis testículos y los utensilios de metal listos para perforarme.

Y es que criar no es fácil, hay que tener todas las necesidades cubiertas, de manera que pocostendrían hijos, habría muchas menos personas que serían educadas por padres óptimos, y con mejoríaen la calidad de vida. Es un aspecto fundamental del mundo que siempre he tenido en mi cabeza, unomil veces mejor que este. Quizá en un futuro haga una descripción detallada de ese mundo. Quizá no.El caso es que se me inyectó anestesia en el escroto, se me practicó una incisión de un centímetro através de la cual se localizaron mis conductos seminales, que se cortaron y ligaron. En ningún momen-to paré de temblar, una enfermera me susurró técnicas de relajamiento, que no dieron resultado.Entonces cerré los ojos y pensé en lejanas montañas azules y verdes arrozales, pero no pude evitarintroducir un pene erecto gigantesco flotando encima del paisaje eyaculando monstruos que semasturbaban y que a su vez eyaculaban una mezcla como de sangre y fuego encima de mí. ¡Córtemelotodo!, grité. El doctor no me hizo caso.

Pasé el resto del día recostado, con una bolsa de hielo sobre el área, y escribí:¿Qué pasó con los hijos que pude haber tenido, el destino de millones de espermatozoides a los que

impuse un prematuro fin, el destino de tantos espermatozoides a los que negué la democrática existen-cia? Altero el curso de la vida, mis espermatozoides me acompañarán hasta el fin de mis días en elinterior de mis testículos, tanto esperma para nada, tantas vidas que ya no poblarán ciudades, cambiéel curso de la creación: mutilando vidas, mutilando sociedades futuras, asesinando vidas que hubieranservido para poblar el futuro. A tantos espermatozoides que forman una sociedad en mis testículos, yo,que ejercí democráticamente mi derecho al nacimiento, les impuse la dictadura de la muerte. ¿Odictadura del nacimiento y democracia de la muerte? ¿O democracia del nacimiento y democracia de lamuerte? ¿O dictadura del nacimiento y dictadura de la muerte? Puede ser.

Digamos que impedir el nacimiento es un crimen, no me importa si lo es o no, pero con este crimense evitan otros. Hay crímenes que no pueden evitarse sin cometer otro, la cuestión es la elección delcrimen, porque qué especie de crimen es traer al mundo tantas de las vidas potenciales que hay en lostestículos del mundo, ¿a qué clase de caos conduciría darles oportunidad de fecundarse a un esperma-tozoide cada vez que eyaculemos en una vagina?

¿No estaría mejor el mundo con sólo dos o tres países de los más desarrollados, o uno solo? Puedesapostar que este país sería el paraíso con sólo cinco o seis personas, o ninguna.

El tercer mundo, la desnutrición, la desquiciada explotación de recursos naturales, comida sintética,aire dañado, la creación de innecesarios puestos de trabajo, agua contaminada, gente programada, elcalentamiento global, industrias para cumplir con la demanda de basura, para que todos trabajen en sufabricación y tengan oportunidad de adquirirla, ¿todas esas cosas no están relacionadas con la propa-gación loca de la especie? ¿Si tuviera el poder decidiría quiénes pueden tener hijos, cuántos y cuándo?,¿debe dejársele a la gente la libertad de decidir, aunque esto lleve al caos y a la destrucción? Bueno,quién si no uno va a decidir por todos, unos cuantos siempre deciden por la mayoría, al menos yodecidí por mis espermatozoides, que por suerte no me corresponde decidir por los nacidos, le corres-ponde a gente responsable como lo es George W. Bush. c

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–Me interesa, en serio.–No te interesa. –Jorge miró a Délfor con los ojos entrecerrados–. Tuvocación es salir a pegar carteles, de madrugada... o algo peor, te gustasalir corriendo cuando llega la policía; la Cábala no te interesó nunca yno te interesa ahora. Que te apaleen, eso te gusta.

En la época de la Cábala y los carteles, Jorge y Délfor tenían menosde veinte años. Casi todo para ellos, por entonces, era claro y firme; loscontornos estaban definidos por gruesos trazos de colores netos y sesentían capaces de caminar sin temer ni vacilar ni tropezar. La Cábala yla Revolución podían combinarse en las tibias barricadas esotéricas oembestirse como toros en la tumultuosa acción directa, esa que estádestinada a cambiar la sociedad desde las raíces al techo.

–Estás equivocado; estuve leyendo sobre la Cábala en Planeta y meinteresó, te lo juro.

Jorge cambió la expresión de recelo por un gesto suspicaz, como siel otro hubiera clavado una atractiva carnada en el anzuelo. –¿En larevista Planeta? ¿Desde cuándo te interesan esas cosas? ¿Sobre la Cá-bala? ¿Por qué juraste? ¿Eso es cosa de ateos?

–¿Por qué no? –Délfor sonrió–. Leí cosas de teosofía, Teillard deChardin y los esenios, Alistair Crowley y la Blavatsky, y a veces hablandel esoterismo judío. ¿Un comunista tiene que ignorar lo que piensansus enemigos? ¿O vas a decir que eso también es malicia antisemita?

No eran amigos, aunque las rarezas y singularidades de uno fascina-ban sutilmente al otro. Los había unido, un par de años antes, el interéscomún por una docena de temas y escritores. Un profesor de menteamplia escribió en la pizarra, el primer día de clase: Herman Hesse, JoséIngenieros, Mark Twain, Rolland, Stapledon, Krishnamurti, AnatoleFrance, Wells, Ciro Alegría. Les habían servido de mapa y faro en lamarcha hacia sus objetivos vitales, que no eran los mismos, claro, peroellos no lo sabían, y si lo hubieran sabido no les habría importado.

a Délfor y Jorgeque fueron llamados antes de tiempo,lo que demuestra que si hay Planes un Plan de mierda

SERGIO GAUT VEL HARTMAN

Sin miedo a volar

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–No creo, no parecen. –Jorge movió la cabeza. Tenía caspa, por lo que sobre los hombros ymangas de su chaqueta se posó una lluvia de diminutas escamas. Las sacudió con energía.

–Entonces no hay obstáculo para que hablemos de eso –dijo Délfor–. Te invito a tomar un café.Jorge era judío, y su familia –una familia adinerada de la ciudad de Santa Fe– lo había enviado a

Buenos Aires para que, además de hacer el bachillerato, estudiase la religión de sus ancestros. Délforno era judío, ni cristiano; su gente estaba lejos de esa clase de devociones. El padre, obrero zapatero,simpatizaba con el anarquismo y había insuflado en el hijo una fe progresista que lo empujaba sinremedio hacia la militancia de izquierda.

Corría el año 1964; faltaban varios años para que el universo se rasgara, vomitando las peorescalamidades sobre ellos, sin piedad.

–Bueno, ¿qué es exactamente? –Délfor movió la cucharita para disolver el azúcar en el café y luegola golpeó contra el borde del pocillo.

–Exactamente –dijo Jorge–; linda palabreja. –Él tomaba té, con mucho limón, «tchai mit límenen»,a la usanza rusa, adoptada por muchos judíos–. Es un saber amplio y profundo sobre los orígenescósmicos, la estructura del universo, la naturaleza y destino del hombre. ¿Te alcanza?

–No. Es una definición de diccionario, como si yo dijera que el anarquismo es una doctrina quepropugna la desaparición del Estado y de todo poder. No te serviría ni para empezar. Y la tuya lo mismo.

Jorge clavó sus ojos claros en los ojos oscuros de Délfor; sonrió con malicia. –Tablas. Iba a pedirteuna buena definición de anarquismo.

La idiosincrasia de uno fascinaba al otro; ya fue dicho. Jorge, rubicundo, pelirrojo, sentía unamalsana curiosidad hacia las prácticas y códigos de los utopistas y vivía la acción política como unarcano aún más extraño que la Cábala. Le parecía tan raro, tan extravagante que alguien estuvieradispuesto a jugarse por la dignidad y el futuro de gente desconocida... tanto como a Délfor le parecíanestrambóticas las vestimentas, las prohibiciones y los ritos de los judíos, y más aún, esa punzantecapacidad para discutir con todos y sobre cualquier tema. Se recelaban y atraían mutuamente. A veceschocaban en el espacio y producían surtidores de chispas.

–Tablas las pelotas –dijo Délfor–. Yo te contesto todo lo que quieras sobre el anarquismo, el comunis-mo, el fascismo, la chancha y los veinte. Pero si realmente estás estudiando la Cábala tendrás algo mejorque esas sandeces sobre el destino, la naturaleza del hombre y los profundos orígenes cósmicos.

–Tengo algo mejor, pero no lo entenderías –dijo Jorge sin ocultar esa arrogancia que fastidiaba tantoa Délfor; frunció el ceño, le molestaba el reflejo del sol en el espejo.

–Ya salió la típica superioridad judía. –Délfor golpeó la mesa con la palma de la mano; se irritaba confacilidad y Jorge solía sacarlo de quicio el doble de rápido que cualquier político de la derecha nacional.

–La estructura del universo –recitó Jorge–, los planos y métodos para interpretar la Torá. Hay quehacer un largo camino para llegar; no digo que no podrías, pero si ni siquiera empezaste...

Délfor se serenó. Jorge tenía razón; estaba pidiendo más de la cuenta. Pero alguna explicaciónsencilla, esquemática, tenía que haber. Una síntesis para tontos.

–Una síntesis para tontos –dijo en voz alta, pero advirtió de inmediato que una cosa era pensarlo yotra darle a Jorge la oportunidad de pegar.

–Una guía para tontos que quieren hablar con Dios...–Yo no quiero eso –interrumpió Délfor–, no me interesa hablar con Dios; me alcanza con saber si

son ciertos los rumores de que la Cábala puede adiestrarte en el manejo de las fuerzas superiores.–¿Te parece que eso es algo que, suponiendo que sea factible, se deja en manos de cualquiera? –Jorge

movió la cabeza–. De todos modos, si llegáramos a ese punto, discutiríamos porque todo es cuestión decreencias, y las tuyas no tienen nada que ver con las mías.

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Délfor bufó. –A los que llegan a las últimas instancias del aprendizaje, tonto.Jorge se rió con ganas, pero un acceso de tos lo interrumpió: era asmático. Cuando logró recupe-

rarse dijo: –Cuanto más se estudia y más se profundiza, más cerca se está de la respuesta a los grandesmisterios del universo. Más cerca, aunque jamás se llega. Es una herramienta, no un arma que sirvapara dañar o violentar.

–Conmigo no corre esa cháchara sobre el amor luminoso y el conocimiento puro, y nadie quiereviolentar nada. –Délfor comprobó que había dejado enfriar el café. Con una serie de señas pidió otro,le preguntó a Jorge si quería más té y terminó el diálogo silencioso asegurándose que el mesero habíaentendido.

–Hay que mantener la Cábala a salvo de sentimientos bajos, vengativos u oscuros.–¿Se puede volar como Súperman, se puede burlar a la muerte, se puede convertir la piedra en pan

y el agua en leche para los chicos; sirve para entrar a un banco y salir con diez millones que permitancrear y mantener un comedor y una biblioteca? Si no se puede, un millón de gracias; hasta aquí llegómi interés.

–Tranquilo. –Jorge sacó un librito de su portafolios y lo empujó hacia Délfor–. No es magia; no esbrujería.

–¿La Cábala en diez lecciones?–No. –Jorge hizo girar el libro para que Délfor lo pudiera leer.–«La Cábala y su simbolismo» de Gershom Sholem.–Sholem –dijo Jorge–, quería volver a estudiar la Cábala de acuerdo con la forma original, no como

una baraúnda mística sino como una disciplina intelectual que trataba acerca del alma pero que noenloquecía a las personas cuando la estudiaban.

Délfor frunció los labios. –O sea que más vale que me saque de la cabeza eso de que la Cábala puedeservir para arreglar lo que está torcido.

–Eso es la Cábala de la desesperación. Cuando estás acorralado, con las botas de tus enemigosaplastándote la cabeza, se te ocurre que no queda otra que recorrer todo el camino de un tirón, llegara Dios y hacerlo partícipe de tu drama. Dios opera y cambia la realidad para satisfacerte. ¿Eso querías?Bueno, así no es.

Délfor bajó la cabeza. Por fortuna para él llegó el café. Lo azucaró y lo bebió de un trago. –Ganaste–dijo–. Me la tengo merecido por meterme con la religión. La mejor manera de que las drogas no tehagan mierda es no tomarlas.

–¿El opio de los pueblos? –rió Jorge.–Y la cocaína y la heroína y la mariguana y el hashís y la mescalina...–Y... las prédicas fanáticas de la Iglesia Católica...–¡Claro, porque ustedes son superiores! Les importa mucho la gente. Los grandes banqueros e

industriales que ayudaron a Hitler cuando empezó su carrera triunfal, ¿qué eran? Lo que vienen hacien-do con los palestinos desde que se fundó el Estado de Israel, ¿qué es?

Jorge se quedó callado por un momento. Si quería salvar la ropa iba a tener que repartir mierda adiestra y siniestra. No estaba de humor. Y un ahogo vino a complicar la cosa. Sacó el inhalador yse disparó una dosis. Délfor aflojó la presión, y cuando Jorge se hubo recuperado dijo:

–¿Vamos a ver Ocho y medio? La dan en el Lorraine.–¡Fellini! –Los ojos de Jorge brillaron; amaba a Fellini. Ambos amaban a Fellini. Unas pocas cosas

los unían. Pero las cosas que los unían eran las que valen la pena.Pasaron un par de años, durante los cuales se vieron poco y nada; sus vidas se separaban irremedia-

blemente. Novias, carreras e intereses mediante, cada vez pasaba más tiempo entre uno y otro encuentro.

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Hubo un golpe de Estado que derrocó al gobierno y empezó una dictadura militar. Ellos no lo sabían,pero ese fue una suave caricia si se lo compara con el que vendría después. Los viejos antagonismosafilaban los cuchillos mientras la gente padecía incertidumbres y humillaciones. Unos buscaban laayuda de Dios y otros sostenían que la única salida era hacer la Revolución.

–Hay que hacer la Revolución –dijo el Secretario de Organización mirando a Délfor con gesto agrio.–¿Así, en frío, sin anestesia? Mañana empiezo, entonces; preparen los palos y las piedras y avisen

a la gente. –Délfor empezaba a cansarse de las consignas vacías y el Secretario de Organización leresultaba más pedante y fatuo que los otros, y mucho menos cándido.

–No te hagas el chistoso, camarada –dijo el Secretario de Prensa–. Para alcanzar su meta, losimperialistas y sus lacayos promueven un tenebroso plan cuya finalidad es dividirnos. En tu casoparece que lo están logrando; tu cinismo les hace el caldo gordo, camarada.

–A mí me parecía –dijo Délfor– que nuestro objetivo es la emancipación de los trabajadores delyugo del capital y de la rapacidad de los terratenientes, una reconstrucción basada en la más estrictajusticia. ¿Haremos eso? ¿O vamos a seguir jugando a los enemigos imaginarios?

–Me parece, camarada –dijo la Experta en Actualización Doctrinaria–, que estás sufriendo los mis-mos problemas de infantilismo ideológico que denunció Lenin. Tu tarea consiste en convencer a loselementos atrasados, en saber trabajar entre ellos y no en aislarte detrás de consignas fantásticas ydiscusiones que no conducen a ninguna parte.

–Me parece que ninguno de ustedes tiene en cuenta que cuando me voy de acá soy una persona,que puedo pensar con mi propia cabecita –dijo Délfor tocándose la sien–. Más. Ninguno de ustedessabe lo que es una persona; se creen que todos somos muñecos a cuerda que se activan y desactivana voluntad. –Se levantó bruscamente y salió dando un portazo.

–Me parece que no tienen en cuenta que soy una persona –dijo Jorge–. No me registran, hablancomo si yo no existiera. No me respetan, no les importa.

–Te estamos manteniendo para que estudies –dijo el Abuelo–, para que termines las dos carrerasy alcances las metas planeadas. Nuestro apellido no es un felpudo.

–No nos interesa lo que pienses –dijo el Tío con inoportuna dureza–. Hay valores esenciales ytradiciones que deben ser respetadas. Tu padre así lo hubiera querido.

–¿No respeto las tradiciones? ¿Acaso estamos hablando de mis planes? Son los planes de ustedes.Lo que ustedes proyectaron para mí cuando murió papá.

–¿María del Carmen Fernández? ¿Una goie? –bramó el Abuelo–. ¿Ese es el plan? ¿Eso es respeto? Teestás burlando de mí, del dinero que invertí en tu educación. Tu padre debe estar revolviéndose en sutumba.

–Papá era una persona maravillosa –protestó Jorge–. Y María del Carmen también, aunque seacatólica. ¿Qué le importa a ustedes lo que voy a hacer con mi futuro? ¡Es mi futuro!

–De acuerdo –dijo el Tío–. Hagamos lo más simple: a partir de ahora se termina la ayuda económicay te vas con la goie.

–Ustedes son una mierda. Mi padre se hubiera sentido orgulloso de mí, de ambos. La están desva-lorizando simplemente porque no es judía, como si no fuera una persona. Y se burlan de la memoria demi padre.

–¡No me insultes! –aulló el Abuelo. El Tío tomó al viejo del brazo para calmarlo.–¿Para llegar a esto pasaste doce años en una ishivá? –El Tío hizo una mueca desagradable, como

si Jorge le diera asco.–Vas a dejar de ver a esa chica y vas a conocer a Sara –presionó el Abuelo–. Mañana llegará de Santa

Fe para arreglar esto de una buena vez. No nos importa lo que pienses. Queremos lo mejor para todos.

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Presión. Presión. Jorge sintió que se ahogaba. Sacó el inhalador del bolsillo y disparó dos veces.Presión. Presión. Délfor se sentía confuso, desorientado; no se puede arreglar al mundo haciendo la

Revolución, no se lo puede arreglar desde el Derecho, que poco o nada tiene que ver con la Justicia –supaso por la carrera había sido tan fugaz como infructuoso–; no se puede vivir inmerso en la basura sincorromperse. Presión. Presión. Jorge dejó de ver a María del Carmen por imposición familiar. Sara erauna chica mansa y casi linda, pero el solo hecho de que se la hubieran elegido entre Abuelo y Tío, comoquien compra una mascota, la hacía inaceptable. Presión, presión. Délfor no tenía un tío y un abuelo quele reprocharan el mal uso de una inversión educativa. La presión se la metían el medio, las injusticias,la impotencia. Por eso pasó de la presión a la acción directa, creyendo que podría aliviarlos y aliviarse.Así le fue.

Lo toman desprevenido en una esquina cualquiera. Son tres, el cuarto espera en el auto. Actúan conceleridad, están muy bien entrenados. No hay margen para el grito, ni espacio para el forcejeo. Loempujan, lo sujetan; la dureza perfecta del arma, esa virtud matemática que contiene una cápsula demuerte, frena cualquier reacción. No le van a explicar quiénes son ni qué quieren. Sus precisos movi-mientos son los de un alfil o un caballo que captura un peón del adversario. El ejercicio lo saca deltablero y lo descarga en una caja en la que permanecerá hasta que el capricho del jugador disponga locontrario.

Frío. Humedad. Compresión. Las paredes chorrean un moco fosforescente que por momentos secondensa y serpentea, buscando un ojo de luz. No hay ojos de luz en esta caja. Está casi solo; loflanquean otros dos peones capturados un momento antes, disolviéndose entre dedos invisibles comosi estuvieran hechos de chocolate. La espera es tensa e inútil; no se puede calcular, y si no hay cifrano hay certeza. Los recuerdos de Délfor reptan como las serpientes de las paredes en busca de unpunto de amarre. Recuerda el libro que le dio Jorge y un episodio, la creación del golem. De acuerdocon una receta cabalística secreta, el rabino de Praga creó un ser que no era exactamente humano,pero tampoco no humano. Colocó la palabra «emet», verdad, en la frente del muñeco, un homúnculo,y el golem se movió y actuó. ¿Qué tiene que ver conmigo? ¿Acaso soy capaz de entender a Dios,influir sobre él, mejorarlo? ¡Si ni siquiera creo!

Las sombras de los carceleros se despegan de los muros y el techo. Se mueven por la caja con laparsimonia de los recuerdos perdidos y patean los bultos sin piedad.

–Este está muerto –dice una voz aflautada.–Se te fue la mano con el tratamiento –responde entre dientes una voz áspera.–Este también está frito –agrega una tercera voz, seca y plana.Las sombras empaquetan a los muertos y se vuelven hacia Délfor, que trata de esconder la cabeza,

tapándola con el brazo.–Ahora este –dice el de la voz áspera; Delfor retrocede, apoyando la espalda contra el muro; le falta

el aire, jadea, hipa.–Vamos –dice el de la voz seca. Délfor se levanta temblando; no le importa estar aterrorizado. Las

sombras que lo rodean parecen ligeramente divertidas, como si hubieran apostado algo entre ellas.Luego se enciende una luz cruda y acerada, pero aquello no ayuda. Las sombras desaparecen y lasvoces se encarnan en cuerpos vulgares; uno es gordo como un globo aerostático, otro feo como uncólico, el tercero tiene un solo ojo. Délfor sabe que existe un gran error detrás de esos cinco ojos dehielo, pero ni siquiera logra imaginar qué métodos usarán para hacerlo hablar, ni qué quieren que digapara dejarlo en paz.

Presión. La amenaza es perfecta, más que la electricidad que pronto correrá entre los testículos y lalengua. La amenaza es todo y él descubre que pronto será nada. ¿Nada? Siente la presión. Eso es algo.

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Y la presión circula, hincha los pulmones como el velamen de un barco que recibe el benéfico viento, ydescarga el grito.

–¡Jorge, por favor!Humedad. Presión. Frío. Las paredes chorrean un líquido espeso y helado. Jorge se despierta en

medio de la noche. Está oscuro. Se ahoga. Una mano le aprieta la garganta e imagina una flema espesay marrón que se escurre hacia los pulmones. Está solo. Tiene miedo. Ignora que el invasor ha hecho unpacto con la simetría. Las sombras se descuelgan del techo como amplios paños de tela basta y negray lo cubren por completo. La habitación es un papel arrugado; el universo entero cabe en la arcada quehace pie en la boca del estómago y lo arroja contra el muro como si él no fuera otra cosa que un viejomuñeco, un golem al que desactivaron hace siglos.

–¡Dios! –suplica. Está aterrado; jamás tuvo un ataque tan masivo. Pierde el control.Despierta. Sube una escalera y busca irritado la unión íntima con el Creador. El arca está vacía; no

hay alianza posible. Sube otro tramo y ya no trata de fundirse con Dios, sino de influir en Él, ¡obligar-lo! Pero la caja también está vacía; hace rato que Dios no visita esas regiones. Por último, desespe-rado, se eleva por encima de los cielos; ya no le importa fundirse con Él ni torcer Su voluntad, sóloquiere ignorarlo, hacer de cuenta que no existe y forzar a los soles y los cuantos. El manto de tinieblasse rasga y un filo de luz se cuela por el tajo. Una lágrima y un grito. Respira. ¿Un grito? ¿Quién grita?¿Yo grito? No, no es mi grito, aunque buena falta me hace poder gritar para abrir las puertas cerradas.

–¡Jorge! –Por una fisura de la realidad, montado en la cresta de un rayo eléctrico, casi azul, casiblanco, llega el grito, silencioso, atronador.

–Se nos va, ¡carajo! –Es la voz áspera, siempre vestida de reproche. El hombre gordo levanta elinstrumento y una cabellera de chispas se desvanece en el aire.

–¿Qué es esto? –La voz seca, la voz del tuerto, compone un exhausto jadeo; también a él le cuestarespirar.

–Es asmático; se muere. –La voz aguda del hombre feo atraviesa la atmósfera turbia y se posa enlos labios morados de Délfor.

El rayo eléctrico se condensa. Jorge lo recibe y teje un manto de cifras. «Emet», piensa, «emet». Laverdad de la pura desesperación forma un puente sin que importen las distancias. Corre por los pasillosatestados y abre todas las puertas. En alguna debe estar. En alguna debe estar, repite obsesionado.Ahora lo ve. Está en una habitación de paredes roídas por la mugre; en las grietas y úlceras habitancolonias de insectos; por los cables se desliza una pasta oscura y viscosa que por momentos se coagulay escupe chispas de sangre.

–¡No puedo respirar! –exclama Délfor. Es la primera vez que le ocurre. Él no es asmático. ¿Jorge?No sabe si emet tiene o no poder. Es idiota: piensa en Fellini, en una escena de Ocho y medio...

–Sé qué es eso –dice Jorge, forcejeando con la mandíbula automática que se empeña en morderlo.Logra meter la mano debajo de la almohada y saca el inhalador. Lo mete en la caja ante la mirada atónitade los torturadores y dispara tres veces.

La escena cristaliza. Millones de componentes obedecen a un nuevo amo. Jorge cruza la habitacióny vomita la flema en un rincón, con asco. Una masa compacta de gusanos azules se precipita y repta,alejándose de la luz.

–¿Cómo lo hiciste?–No lo sé. Funcionó. La presión. En el último segundo. Pura desesperación. No preguntes. ¿Fellini,

dijiste?–No sé qué dije; pura desesperación. ¿Lo habías visto hacer? ¡Los mataste con el inhalador! Oí tres

disparos.

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–Nunca. Cuando la muerte toca la puerta de tu casa y empuña la espada con la que se dispone adegollarte, tu reacción es un afán histérico por cambiar la realidad. Intentarás manipular los poderes dela naturaleza para modificarla; no te importa Dios, Dios te importa una mierda en ese momento. Debohaber hecho eso, cagarme en Dios, forzarlo y operar más allá de su Voluntad. ¿Te gusta como explica-ción? Si me das tiempo puedo pulirla un poco. –La misma arrogancia de siempre, pero esta vez no lepreocupa la arrogancia.

–Es imposible. –Délfor pasea la mirada por la habitación en la que un momento antes cinco ojos,con celo maníaco y mecánico, estaban fijos en él y ahora tres cuerpos carbonizados por los disparosdel inhalador se confunden en una pila de brazos, torsos y voces apagadas.

–Parece que encontré un atajo para llegar al tercer nivel sin pasar por los dos primeros. –Jorgesonríe. Aún siente el cosquilleo de la electricidad que atravesó el cuerpo de Délfor.

–¿Estamos muertos?–No lo sé. Probablemente. O estamos a punto de morir. El tiempo se dilata. ¿Leíste el cuento de

Borges?–No, Borges me repugna; un pajero de derechas, un facho. ¿Cuál?–«El milagro secreto».–No, nunca. Ya te dije.–Pero de alguna manera funcionó. Un ataque de asma no puede matarte. Unos cuantos voltios tampo-

co me mataron a mí. ¿Viste cómo pasaba la electricidad por mi cuerpo? Ni siquiera sentí cosquillas.–Estamos muertos –dice Délfor, decepcionado–. O estos son los últimos destellos de la vida. Tu

ataque de asma y la electricidad pasando por mi cuerpo formaron un puente y enrocaron; estamosestirando los últimos segundos, pero el final está escrito.

Jorge se rasca la cabeza; le pica. ¡Maldita caspa! Mira alrededor. No puede discutirse la materialidadde los cadáveres.

–Lindos tipos –dice moviendo al tuerto. El ojo bueno apunta al cielo, el ojo malo se hunde en lasprofundidades.

–Percepción expandida –dice Délfor–. Pero insisto en que no servirá de mucho; esto se acaba. Ah,por fin terminé el libro.

–¿Qué libro? –El comentario de Délfor es perturbador. ¿Quién habló de un libro?–La Cábala y su simbolismo. Gershom Sholem. ¿Te olvidaste?–¡Ese libro! Pasaron... ¿ocho años?–Más.–Otra vez tablas, ¿no?Délfor contempla a Jorge con aprensión. Teme que empiece a desdibujarse, que sólo sea una alucina-

ción del último destello de vida que le queda. –Si lograste hacer el puente deberías poder sostenerlo.–No sé cómo lo hice, si hice algo. –Jorge se hunde en las sombras; por un momento es apenas unos

trazos, una silueta que se adivina deslizándose por ángulos imposibles, grumos disueltos en los extre-mos de la caja.

–No puedo creer que los hayas matado con tres disparos del inhalador; esas cosas no ocurren en larealidad.

–Si no fue eso, ¿qué? ¿Dios? ¿Te parece mejor creer que fue Dios? Cosa tuya... No te va a gustar.Délfor cree percibir algunos tenues movimientos. El tuerto crispa la mano, el gordo parpadea, el feo

hace una mueca.–Ya no importa. Estamos listos –suspira–. Si reaccionan nos cagan a tiros.

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–Cierto –dice Jorge–: te frieron con electricidad y yo morí de un ataque de asma, paro cardíaco, esaes la verdad. ¿Qué hacemos conversando como en la época del colegio? Aquí hay algo que no funcio-na, o que funciona demasiado bien, pero fuera de control.

–Cábala –dice Délfor.–¡Estupideces! No creemos en esas cosas.–Antes creías, alguna vez...–La vida te enseña. A veces pasan cosas. Busquemos por otro lado. Se mueven.–El almohadón –dice Délfor.Jorge, un compacto borrón entre coágulos de bruma, gira el brazo por encima de su cabeza y aferra

la almohada. Tarda un segundo en comprender el propósito de Délfor.–No va a funcionar; ya estamos muertos.–Nos estamos muriendo, que no es lo mismo. El tiempo, ese es el truco de tu Dios y la cifra de mis

conocimientos.–¿Y la Justicia? ¿Y la Revolución? –La risa de los muertos suena como cascabeles; la de los mori-

bundos como la sirena de un barco que se aleja del puerto. Así oye Délfor la voz de Jorge.–Últimamente me dio por las matemáticas. Hay un número para todo. El problema es saber cuál.–Te volviste cabalista –ironiza Jorge.La almohada aparece entre las manos de Délfor, blanca y radiante como espuma. La aplica sobre el

rostro del gordo y la deja uno, dos, tres minutos. El tiempo es barato en esta esquina de la Eternidad.Repite el procedimiento con el feo y con el tuerto hasta asegurarse de que están muertos.

–No están muertos –susurra Jorge desde la oscuridad. Es un sonido helado, palabras que pierdencalor en cada sílaba. Pero lo pierden con lentitud y casi no se nota–. Necesitamos asegurarnos. ¿Dóndeestá el instrumento musical que usaron en tu serenata?

–¡Lindo eufemismo! ¡Que tu Dios te conserve el humor por los minutos que nos quedan!–No seas tonto. Dámelo.Délfor extiende la vara mágica y una mano emerge de las sombras y la atrapa. Luego, como si dirigiera

una orquesta invisible, traza de derecha a izquierda los signos correspondientes. Sólo dos signos.–¿Emet?–No. Met. Sólo dos. Mem y tav. Le quité el Alef. Ahora no es verdad, sino muerto.–¿Creemos en esas cosas?–No creemos, pero no cuesta nada hacer de cuenta, para asegurarse. Especialmente cuando no

quedan otros recursos.–¿Y ahora?–No sé, ¿qué se te ocurre? ¿Y si aprovechamos esto, que parece el último segundo para hablar de

Fellini?–¿Hablar? No me interesa hablar de Fellini. –Délfor alza las manos y la oscuridad de la celda se

pulveriza. Materializa un barco que emerge de la niebla, un barco de cartón duro que echa humo demadera por las tres chimeneas negras.

–No conozco esa película –dice Jorge, perplejo.Délfor se ríe a carcajadas. –Porque Fellini todavía no la filmó, pero la va a filmar, dentro de poco.–Un barco que se aleja del puerto. Linda imagen.Jorge se acomoda en la butaca y mira a Délfor de reojo. No es mala idea ver películas de Fellini por

el resto de la Eternidad. c