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38 38 38 38 38 LETRAS JESÚS J. BARQUET La ruta de la seda Flojo, flojísimo el desagüe ante el torrente. JOSÉ LEZAMA LIMA a isel rivero, en la confirmación de sus Hurones Como se abre un puerto o una gran hembra en celo se inicia este silencio con palabras borradas o que ya no se dejan permear por lo que digan. Huyen sabiendo decirnos entre el viento aquello que la tierra se cansó de proclamar: raíces de espuma, artefactos de cansada perfección, utensilios de común extravío hace ya lustros –treinta, cuarenta, cincuenta calendarios– son hoy estas tuercas nunca lubricadas, este manual jamás leído con instrucciones estrictas de tenernos que olvidar. Sabían ya que en la palma de la mano traíamos la ruta de la /seda: la estirpe del gusano, el mercado febril de la cochinilla, camellos, elefantes, alcatraces, galeones arguyendo, cruzándose entre sí, sin mirarse a los ojos, y nosotros, o yo, como siempre, descuidados creyendo que la tierra en su poción de isla tendría en algún sitio guardada la respuesta, que no la había olvidado. Revista Casa de las Américas No. 267 abril-junio/2012 pp. 38-41

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L E T R A S

JESÚS J. BARQUET

La ruta de la seda

Flojo, flojísimo el desagüe ante el torrente.JOSÉ LEZAMA LIMA

a isel rivero, en la confirmación de sus Hurones

Como se abre un puerto o una gran hembra en celose inicia este silencio con palabras borradaso que ya no se dejan permear por lo que digan.Huyen sabiendo decirnos entre el vientoaquello que la tierra se cansó de proclamar:raíces de espuma, artefactos de cansada perfección,utensilios de común extravío hace ya lustros–treinta, cuarenta, cincuenta calendarios–son hoy estas tuercas nunca lubricadas, este manualjamás leído con instrucciones estrictas de tenernos queolvidar.

Sabían ya que en la palma de la mano traíamos la ruta de la/seda:

la estirpe del gusano, el mercado febril de la cochinilla,camellos, elefantes, alcatraces, galeonesarguyendo, cruzándose entre sí, sin mirarse a los ojos,y nosotros, o yo, como siempre, descuidados creyendoque la tierra en su poción de isla tendría en algún sitioguardada la respuesta, que no la habíaolvidado.Re

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En mancuerna, entre retazos de arbustos espinososanduvimos la ciudad como andamiosque querían reconstruir los cimientos:adoquines dispuestos en un orden risibleo juguetes de patio barridos por la lluviafue todo lo que había. En algún centro estaba, previmosla Escala de Jacob cayéndonos encima: caer sobre caídos.Pero no, no debíamos haber confiado en que la lluviahiciera nuestro trabajo,y sin embargo, confiamos:le permitimos al agua enceguecida correr y abrirse entre

/deslavesde odio, con garras, con espuelas, sin alas, sin pulsionesde amatista o lapislázuli.Creíamos que el agua sería algún día un río entre las piedras,que audaces caravanas de pieles y caricias traerían el amora nuestra casa en medio de un desierto que veíamoscada vez más en ruinas.Confiamos y creímos, pero al final un huecohondo, hosco y oscuro se abrió ante nuestros pies, sin

/desagüe;y a manera de estrofa trajo el vientoun único verso decidido a borrarsey a borrarnos.

Lo que quiero ahora aquí es que cuenteesa última vozy que nos cuente y que contemos con ella.Si dice abuso y coerción, creámosle.Si dice afecto y compañía, también hay que creerle.Si por cansancio o por piedad dice el silencio, abrámosle

/entoncesel corazón o la razón o sinrazón que aún nos quede.Porque si no supimos retroceder hasta el fósilque antecedió a esta historia de tantas teñidurasy allí, ante él, deshacerla en polvo o ceniza vergonzantepara que el propio camino y no solo la seda

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fuese mortal y errante como la seda–escurridizo tejido en desliz que convida y se deja acariciar–;si no supimos o no pudimos o no quisimos hacerloy el abrazo de placer que nos clava la vista o el poema,

/entero,no llegó a conformarnos,no hay ahora por qué reclamarle a ese verso solitario y

/calladolo que a nosotros mismos habría que reclamar.

Ahora aquí,al final tal vez ya de algún principio o precipicio,no hay más que un sacapuntas sin filo, un alfiler abiertode curandera, un roto espejo de azufreesperándonos siempre en el umbral de la casa,de la escuela, del taller, de la oficina.Es un reflejo tosco que nos persigue o que somos:noche a noche en la alcoba crece allí y nos aguardacomo un cadáver tatuado de efemérides patriasque nos obliga al sexo interminablemente a oscuras,mientras, dueño del baño, un cienogris de quinquenios nefastosnos impide olvidar lo que no llegó a río.Si busco entonces refugio en la cocina,allégase mi madre como tantasmadres ausentes, cubiertapor un mortuorio manto, blanco,de amargos chocolates y bizcochos caserosmitad quemados ya o quemándose por dentro.Y en los estantes, los libros –mis libros–con sus millares de ojos fatigados porinútilmente

leernos:borrosos y dispersos me ignoransus palabras, sus lomos y sus versos–incluso este poema me borrará en lo que digo.

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No obstante,quisiéramos verlos en nuestra travesía que creímos de sedair siempre a nuestro lado,ayudar con el fardo o con las cuentascomo bitácora u hojade ruta o de coca.Pero imposible nos es ahora

tenerlosen nuestras manos (muñones),

leerloscon estos ojos (de ciegos).Al final ya,ni seda ni ruta sedosa,sino el salitre ríspido, los truncosy sulfúreos peldañosque trenzan nuestros pasos.Por eso, un verso terco,con pretensión de estrofa,dicho al desgaire, húmedoy vacío pero venidodesde un reflejo mayor,como Enviado,sea quizás lo único que cuentey que nos cuente un día.Por lo que si dice abuso y coerción, creámosle;si dice afecto y compañía, sigámosle creyendo;mas si por piedad o cansancio no dice sino el silencioy huye después espantado,pensemos que solo lo hizo para saberla cantidad de esperanza o salvaciónque, pese a nosotros mismos,imperturbable aúnnos quede.

Las Cruces, septiembre-octubre, 2011. c

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LUIZ RUFFATO

Agua estancada

Para Luiz Roberto Guedes

Vivir en Ilhéus no fue una opción. En mi vida, las cosas simple-mente ocurren. Cuando vine a darme cuenta, estaba anclado enesta ciudad, esperando en vano algo o alguien que me encaminarahacia otros parajes. Hoy, pasados treinta y un años, siento mis pier-nas enterradas en la arena, y no hago ningún esfuerzo para sacarlas.Me acostumbré al ritmo lento de las olas: despierto, visto bermuday camiseta blanca sin mangas, me pongo la gorra y sandalias decuero, mastico un pan reseco con margarina y engullo el café conleche en el cafetín de Viriato, intercambio saludos con unos y otros,y camino a Praia do Marciano, donde mis días flotan inútiles. Tengocincuenta y ocho años, pero me atribuyen más: los cabellos blan-cos, ralos y largos, la piel arrugada, la joroba, los dientes echados aperder, la vista corta, los dedos de las manos deformados por laartrosis. Ignoran, sin embargo, la soledad que atormenta las no-ches, los remordimientos que alimentan el insomnio. Antes de lajubilación por invalidez, el trabajo apartaba los recuerdos: un alicatetransformaba hilos de metal en anillos, pendientes, collares, pulse-ras, objetos codiciados hasta por extranjeros. Ahora las madruga-das son conferencias sobre los tiempos idos. El olor a vetiver evocaa Vânia, que conocí en Arembepe, los cabellos sueltos, el vestidoindio, la seguridad que poseemos cuando no poseemos nada...Janaína es trances en templos de umbanda de Salvador... Rosana,baños de cascada desnudos en Lençóis... Jane, libros, teatro, cine...Marcela quería hijos... Vicky, diversión... Narinha, seguridad... Atodas ellas, ¡y otras, cuántas otras!, nombres que ya ni recuerdo,las abandoné, acobardado, rostros que resurgen, vengativos, paraRe

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contemplar con desprecio mi cuerpo en ruinas. Resignado, espero paciente a la indeseada,aquella que me conducirá al final, sin que a nadie le pase por la cabeza, ni por un instante, queexistí un día... Y existí...

Hay en mi infancia una mujer callada y triste, curvada sobre la máquina de coser, dentro deuna casa verde. El ruido incesante de los pedales se derrama por la callecita de tierra, se difundepor el barrio pobre de la periferia de Bauru. En lo más alto de un aguacatero enorme que dabasombra al patio, trato de esconderme de mi padre, que pasa la semana entera fuera, haciendo nosé bien qué. Recuerdo que los viernes por la noche él llegaba y oía las quejas de mi madre sobreel comportamiento de los hijos, esos demonios que acaban con los nervios de una. El sábadopor la mañana él tomaba la correa de cuero que guardaba colgada detrás de la puerta de lacocina y, burocráticamente, uno a uno, nos azotaba, castigándonos por las travesuras habidas oinventadas en su ausencia. Mis hermanos, sabiendo que iban a agarrar la tunda, hubieran infrin-gido o no las reglas domésticas, se hacían los holgazanes y pendencieros, y exhibían orgullososlas ronchas amoratadas. Yo, por el contrario, día a día me rebelaba contra aquella injusticia.Hasta que, con dieciséis años, por no soportar más las zurras, escapé en tren hacia São Paulo,en un largo viaje sin regreso. Nunca más supe nada de ninguno de ellos.

Los primeros tiempos, soledad e inseguridad. Deambulé sin rumbo, dormí al relente, conocígente de todo tipo, pensé en regresar, pensé en robar, pero algo me empujaba hacia adelante,vergüenza quizá. Me hablaron de un cafetín en Ipiranga, casi esquina con São Bernardo, y alláme empleé, seis, siete meses sirviendo cerveza, aguardiente y batida1 a obreros, desempleados,prostitutas, marginales, explotado por el dueño, el señor Ramón, un viejo de lengua enredada aquien parecía que le gustaba la falta de aseo del lugar, el mostrador ensebado, el suelo inmundo,el mal olor que lo impregnaba todo, la esponja que lavaba los vasos, la pila donde escurrían, lossaladitos, el tejido verde de la mesa de billar, la ropa de los parroquianos, mi piel, la acera enfrente, el aire alrededor, todo, todo, todo... En cierta ocasión, un cliente dijo que la Ford estabacontratando office boys y, sin pestañar, corrí a ofrecerme. Andaba de un lado para otro desar-ticulado dentro de un traje, cargando documentos y decisiones. Mi jefe, un americano llamadomister Harrison, me adoptó y, además de estimularme a que retomara los estudios, trató deconvertirme para la iglesia presbiteriana. Llegué a cursar la secundaria y a participar en cultosdominicales, pero ahí me acerqué a Marcelo, factótum del director de producción, o cosa pare-cida, un año mayor, que oía a los Beatles y fumaba mariguana. A nosotros se juntó Rivaldo, quetenía más o menos la misma edad de Marcelo, con quien nos encontramos por casualidad un finde semana en Vale do Anhangabaú, guitarra en bandolera.

Poco más de un año después, debía de ser mayo o junio de 1974, decidimos dejarlo todo yagarrar la carretera. Oíamos hablar de hippies y comunidades alternativas y queríamos experi-

1 Coctel preparado con aguardiente, azúcar y limón [N. del T.].

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mentar la libertad de no tener patrón, horario, compromisos. Llegué un lunes helado a la firma ypedí las cuentas, sin mayores explicaciones, para desencanto de mister Harrison y satisfacciónde doña Socorro, secretaria suya, a quien yo nunca le había gustado, pues deseaba al sobrino enmi lugar, y vio confirmada su previsión de que, en el fondo, yo no pasaba de ser un lobo en pielde cordero. Para Rivaldo, la resolución fue mucho más fácil porque, además de no trabajar, vivíade lo que aparecía, se libraba de las peleas con el hermano casado, metalúrgico, con quien vivía defavor en Diadema, en una casa minúscula, donde dormía en una cama desarmable en la sala. Porsu parte, Marcelo causó un profundo disgusto en la familia. Ellos residían en Saúde, el padredueño de una tienda de víveres, la hermana estudiaba letras en la Universidad de São Paulo, elhermano mayor llevaba adelante en sociedad una pequeña oficina de contabilidad, y todos vis-lumbraban un futuro sólido para el benjamín, imaginando ya una facultad de ingeniería o adminis-tración, destino que tal vez hasta haya cumplido después..., después que todo sucedió...

Cuando era niño, el sueño no me llegaba, sitiado por los monstruos escondidos en la oscuri-dad. Más tarde, me costaba dormir porque temía no despertar al día siguiente. Daba vueltas enla cama, el peso del cielo, de las estrellas, del infinito, aplastando mi pecho, miedo de morir,deseo de morir, ¿qué sentido, la vida? Nunca las noches fueron sinónimo de sosiego, bienestar,descanso. El insomnio engatusa al tiempo, insuflando las dudas, las culpas, la sensación defracaso, exponiendo sin compasión mi intolerancia, insensibilidad, egoísmo. Si visito el pasadoson otros los que desatan los nudos de mi vida: el hombre que soy no reconoce al muchachitodelgado y melancólico que recorre solo los descampados en Bauru, ni al adolescente tímido quemarca tarjeta en la Ford, ni al jovenzuelo confuso que, mochila a la espalda, dejó para siempreSão Paulo, ni a los varios en los cuales me mostré, desilusión tras desilusión, desapareciendocada vez para resurgir más duro, más desencantado, más cínico.

Es húmedo y frío el recuerdo de la mañana en que un ómnibus nos desembarcó a los tres en unpuesto de gasolina, a la salida de São Paulo. Nuestro objetivo se llamaba Bitupitá, una aldea depescadores en Ceará, que Rivaldo dejó para juntarse con el hermano, que a su vez había sidoarrastrado por otro hermano. Rivaldo vivía hacía cinco años en Diadema, pero su alma permanecíaextendida en una red debajo de cocoteros, en el horizonte azul, gaviotas, balsas y barcos, el maresmeralda rozando la arena blanca, mansedumbre, silencio. Allá, él, Marcelo y yo íbamos a fundaruna comunidad, en la cual todo pertenecería a todos y todos contribuirían al bien de cada uno.Éramos jóvenes, románticos e ingenuos, y en cualquier momento la Tierra podía ser destruida porun ataque nuclear. Después de una larga discusión sobre la dificultad de conseguir autoestop paralos tres juntos, decidimos dividirnos. Al comienzo de la noche, Rivaldo y yo subimos en un camióny acordamos con Marcelo encontrarnos en el primer puesto de gasolina de Volta Redonda. Asíiniciamos la jornada, que terminaría mucho más temprano de lo que imaginábamos.

Sin éxito, Rivaldo buscó conversación con el camionero. Dentro de la cabina ardiente, el ruidoronco del motor ahogaba el sonido del acordeón que, acompañado por un fuerte acento del sur,

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deshojaba historias de añoranza y soledad. Curioso, yo intentaba descubrir el paisaje sumido en laoscuridad, de vez en cuando interrumpida por los faros que corrían en dirección contraria. Unasseis horas después la madrugada nos sorprendió andando a la orilla de la autopista, entre BarraMansa y Volta Redonda. En el primer puesto de gasolina, como habíamos acordado, nos detuvi-mos, exhaustos, y dormimos junto a la caseta de los neumáticos, con un inquieto cachorro de perrosato calentándonos. Despertamos con la mañana ya despidiéndose y lo que apareció ante nuestrosojos fueron bombas desactivadas y un matorral tapando el patio desierto. Frustrados y muertos dehambre, retomamos la caminata, con Héroe delante, nombre que Rivaldo dio al cachorrito intran-quilo y fiestero, único de nosotros que parecía saber adónde ir –y que, algunas curvas más adelan-te, desapareció en la hierba, persiguiendo pájaros, mariposas, nubes. Después de unos cuarentaminutos, bajo un sol áspero, llegamos a otro puesto y allá topamos con la cara enojada de Marcelo,protestando debido al contratiempo. Almorzamos una comida rápida, tomamos cerveza, fumamosmariguana y trazamos la estrategia para el recorrido siguiente.

Este, de Volta Redonda a Três Rios, lo hicimos en más o menos dos horas, en un camióntrucado, Marcelo y yo. El conductor, un catarinense animado y bien informado, expuso duranteel viaje sus opiniones sobre el fin de la guerra de Vietnam, los motivos de la crisis del petróleo,las razones árabes en el conflicto del Oriente Medio, nuestras remotas oportunidades en laCopa del Mundo, las causas del incendio en el edificio Joelma, los cambios esperados con lasucesión del presidente Médici por el presidente Geisel, por otra parte, descendiente, como él,de alemanes, asuntos que yo ignoraba y a Marcelo poco le importaban. Cuando desembarca-mos, sol puesto, Rivaldo ya esperaba, los brazos abiertos de sincera alegría. Entonces, sinsaber, nos preparamos para recorrer aquel que sería el último capítulo de nuestra desaventura.

Pasadas hora y media, dos, un Maverick irrumpió en la noche iluminando por segundosnuestras ropas fatigadas y zumbó en la dirección Río-Bahía. Algunos minutos después, reapareciórugiendo, contornó el trébol, paró delante de nosotros, el motor encendido, y un sujeto más omenos de nuestra edad, barba descuidada, largos cabellos negros acaracolados, cordón de cuen-tas coloridas adornando el cuello, camisa florida y un porro entre los dedos cubiertos de anillos,preguntó si queríamos autoestop. Sin titubear, lanzamos las mochilas en el portamaletas y, antesde que nos acomodáramos, aceleró, haciendo chirriar los neumáticos. Netinho, así se presentó,estudiante de Medicina en Vassouras, iba camino a casa para pasar las vacaciones. Dijo que elpadre era prefecto de Cataguases, familia de industriales, gente rica, importante, subrayó sar-cástico. No teníamos idea de dónde quedaba Cataguases y tratamos de explicar que deseába-mos alcanzar Bitupitá, pero él no oía. Continuó diciendo que los parientes poseían una especiede granja en la periferia de la ciudad, que estaba vacía y que, si quisiéramos, podíamos ocu-parla, prometiendo, eufórico, mucha hierba, mucha música dura, una gente muy loca.Intimidados, insistimos en nuestro objetivo, alcanzar una aldea de pescadores en Ceará, pero élrespondió, impaciente: ¡Hace camino!, ¡Hace camino!, haciéndonos callar.

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En el trayecto, Netinho guió a ciento cuarenta kilómetros por hora, escuchando en la graba-dora Led Zeppelin, Deep Purple, Black Sabbath, Thin Lizzy, The Who. En un restaurante maliluminado al pie de la carretera comimos pan con embutido y bebimos cerveza, y fumamosmariguana debajo de unos mangos, fundiendo estrellas y luciérnagas, y filosofando sobre lagratuidad de la existencia. Rivaldo, para nuestra sorpresa, se mostró locuaz, citando nombresextravagantes, Schopenhauer, Nietzsche, Kierkegaard... Poco a poco nos íbamos desinhibiendo.De regreso al carro, vociferábamos acompañando las músicas y burlándonos de los conductoresde los raros vehículos que cruzábamos en la oscuridad desierta. En lo alto de una sierra, Netinhoestacionó, señaló hacia las débiles luces que chispeaban allá lejos, por detrás de adivinadasmontañas, y anunció: ¡Cataguases! Para festejar aquella visión, se arrancó la ropa y ejecutó ladanza de la lluvia, imitando a los indios americanos, en medio del asfalto. Todavía antes de llegara nuestro destino paramos en la zona de una ciudad, Leopoldina, donde, en el salón casi vacío,sofocados por el humo de los cigarros y por el olor a alcohol y perfume ordinarios, bebimosalgunas cervezas más, sosas, escoltados por infelices mujeres embriagadas.

La especie de granja, terreno enorme rodeado por un muro alto con pedazos de vidriocolocados encima y sellado por un portón macizo de hierro, quedaba en una calle sin empedrado,de escaso vecindario, en un descampado llamado Paraíso. Enfrente, una pequeña represa, detrásla estrecha faja de zarzal que terminaba en un morro, en cuya cima se distinguía una plantación deeucaliptos. Un césped mal cuidado, con canteros resecos de rosales criados a la ventura, cir-cundaba la casa. El patio, el pomar en formación, aparentemente abandonado, y una casita paralas herramientas, olor a estiércol y aguardiente. Un sendero de piedras conducía los carros algaraje, mancha negra de aceite encharcando el cemento. Dentro, casi nada de mobiliario. En lacocina, de piso de cerámica roja, cazuelas, platos y cubiertos apilados en el armario de aceroblanco, fogón de gas, blanco, mesa de formica blanca con seis sillas, filtro de agua de porcelanablanca encima de la pila y una escoba de fibra. En los cuatro cuartos, colchones desperdigadossobre el barniz del parqué, nidos de ropas de cama y mantas. En los dos baños gemelos, azule-jos y tazas sanitarias azules, duchas sin regadera, cortinas de plástico blancas. En la sala inmen-sa, soberano, el aparato de sonido estereofónico Akai. Y ceniceros, muchos ceniceros.

Despertamos, el sol en el rostro, con resaca, y notamos que estábamos presos. Netinho nosdejó en la granja de madrugada y trancó el portón. Terminé por encontrar en el armario mediopaquete de maíz, que rindió dos cazuelas de palomitas, y una lata de leche condensada. Marcelodescubrió varias colillas, reaprovechadas en un porro, disfrutado al son del último elepé de PinkFloyd, Dark Side of the Moon, que Rivaldo, excitadísimo, encontró entre los discos desparra-mados por la casa. Solamente al final de la tarde reapareció Netinho, en compañía de Cabeça,poeta marginal que editaba un periodiquito alternativo, rodado en mimeógrafo de tinta con cu-bierta en silk screen. Agitado, minutos después dijo que iba a buscar cosas para comer y, sinque lo advirtiéramos, cerró nuevamente el portón y desapareció haciendo chirriar el Maverick

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rojo. Como demoraba en regresar, Cabeça tomó una escalera en la casita de las herramientas yla apoyó contra el muro hacia la parte del zarzal, mucho más bajo, como nos enseñó. Saltamosy nos dirigimos a un cafetín en un barrio cercano, donde nos hartamos de pan con mortadela yCoca-Cola familiar. Cuando Netinho regresó, once, once y media, liderando una horda, seencontró con nosotros sentados en la parte de afuera, conversando animadamente alrededor deuna hoguera, entre el croar de sapos y el canto de los grillos.

Entonces, comenzó el delirio, que puede haber durado siete o doce días, imposible saberlocon seguridad: el tiempo se desmoronó. Muchachos enjutos y melenudos y muchachas quevestían sayas y batas indias entraban y salían de la granja, de la mañana a la noche, en un flujoconvulsivo. Bebíamos aguardiente, batida y cerveza, fumábamos mariguana, tomamos té dehongos y de flor de campana, algunos se encharcaron de Pambenil,2 e incluso, una vez, alguienapareció con ácido, lo que provocó enorme revuelo. El olor a cigarro e incienso apestaba loscompartimentos. Latas vacías de sardina, jamón y salchicha se amontonaban en la cocina, la pilarepleta de vasijas usadas. En un rincón apartado del patio, Rivaldo conducía semicírculos decanciones de emepebé. Marcelo se encuevó en un cuarto con Inês, prima de Netinho, estudian-te de ingeniería en Río de Janeiro. Desde la amplia terraza, mayestático, Netinho dirigía el feste-jo. La música altísima reverberaba a distancia.

Si al comienzo me encantaba la anarquía, pronto presentí que algo no encajaba bien. Sinéxito, intenté convencer a Rivaldo y Marcelo de que retomáramos el viaje. Intransigente, Marceloalegó que mientras hubiera techo, comida y hierba, ¡y todo gratis!, no se iba de ahí. Argumen-té que en cualquier momento aquello podía volverse mierda, pero él, apasionado, me volvió laespalda y, en tono de chanza, gritó que mi problema era envidia a causa de Inês. ¡Mira si teconsigues alguien, bicho!, se burló, provocativo. Conciliador, Rivaldo dijo que acataba lo quedecidiéramos, y salió agarrado al brazo del contrabajo. Yo iba de un lugar a otro, cada vez másaprensivo. Llegué a preparar la mochila para escapar solo, pero a la hora H me acobardé. Notenía sentido continuar sin Marcelo y Rivaldo, pensaba.

Una mañana fría, apenas el sol había salido, las cosas se precipitaron. Me acuerdo de que medesperté asustado, susurros, gritos, correría. Atónito, metí las piernas en un pantalón y los bra-zos y la cabeza en una camiseta, me puse los tenis y, tropezando con uno y otro, llegué al frentede la casa, donde Netinho, en calzoncillos nada más, vociferaba contra una voz que, del otrolado del muro, decía impaciente, tengo un mandato, vamos a entrar de cualquier manera,etcétera. Instintivamente, nos agrupamos tensos alrededor de Netinho. En pantalones cortos ysin camisa, Marcelo, tiritando, se me acercó, y, confiado, dijo que Inês conocía al delegado, unpayaso al que le gustaba aparecer, que no me preocupara, el padre de ella era magnate en laciudad, no nos va a pasar nada. No localicé a Rivaldo y, preocupado, pensaba en buscarlo,

2 Narcótico sintético en forma de jarabe [N. del T.].

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cuando Netinho gritó, atrevido, que se iba y que nadie intentara impedirlo. Entró en casa, tomóla llave del Maverick rojo y, tranquilamente, tal como estaba, se dirigió hasta el portón, bajó,abrió el candado, retomó el volante y desapareció en medio de la polvareda amarilla. Al mo-mento, pasaron veloces un Fusca azul, guiado por Inês, cargando otras tres muchachas, y unOpala negro. Paralizados, los que sobramos vimos a los policías, bastones en la mano, invadir lagranja, liderados por el doctor Aníbal, de traje gris exhalando nicotina.

Desordenadamente, nos dispersamos. Di la vuelta a la casa, penetré en el pomar y, de sosla-yo, vi a Rivaldo trasponiendo el muro. Subí también los peldaños de la escalera y vi cuando él,cojeando, se metió en el zarzal, lleno de pavor. Antes de que lograra saltar, las manos de unsoldado agarraron mis piernas y me derribaron en el suelo, mientras, tomando mi lugar, otrosaltó en persecución de Rivaldo. Con la rodilla y el codo izquierdos magullados, me empujaronhasta la sala, donde el doctor Aníbal, con un cigarro encendido entre los dedos, esperaba. Unsilencio de miedo se asentó sobre el mundo. Mis piernas, mis brazos, cada músculo de micuerpo temblaba descontrolado, en pánico.

El doctor Aníbal separó tres grupos. Al más numeroso, unos seis adolescentes aterrorizados,recomendó que fueran fichados por atentado contra la moral y las buenas costumbres y pertur-bación del orden público, que les cortaran el pelo al cero con la máquina y que permanecieranretenidos hasta que los padres, intimados, comparecieran en la delegación. Y, enderezándose,los encaró uno a uno, gritando furioso: ¡Ustedes, partida de sinvergüenzas, afeminados ymariguaneros, son la deshonra de Brasil! ¡La deshonra de Brasil! Después, mirando a Cabeça,recostado en la pared opuesta, al lado de un muchacho con hematomas diversos, rostro salpica-do de espinillas, mirada estupidizada, habló, condolido: José Francisco, José Francisco, su pa-dre es un hombre honesto, trabajador, jefe de familia ejemplar... Cómo usted puede hacerleeso, a él, a su madre..., personas de bien... Poniéndose en el mismo nivel que este... estemarginalucho..., este traficantucho de mierda... Decretó el arresto de ambos y ordenó quepasaran por un correctivo. Vamos a ver, José Francisco, si esta vez usted aprende... En fila,salieron todos empujados hacia los dos carros celulares que esperaban en la calle, envueltos porla curiosidad de unos mirones por el desenlace de aquel cerco. Y solo entonces se ocupó de míy de Marcelo.

Un gallo confundido cacarea, imponente. Lejos, el llanto de dolor de barriga de un bebé. Laronquera disipa la voz de una madre que llama al hijo para almorzar. En alguna casa de la vecindadel radio toca a Roberto Carlos, A cigana. Los cantos del bien-te-vi inundan la mañana gris. Lasala vacía hace eco a los pasos del doctor Aníbal, que deambula nervioso de un lado a otro. Separa junto a la ventana, contemplativo, enciende un cigarro, vuelve a caminar. De repente, comoacordándose de nuestra presencia, se detiene y, gesticulando, retoma el viene y va, principiandola conversación, tallada en mi memoria palabra por palabra: «Como hombre público, mi deseoes agarrarlos a todos ustedes, afeminados, invertidos, drogados, subversivos, y mandarlos a

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Rusia. Si no están satisfechos aquí, ¡váyanse a vivir en el seno del comunismo! Pero, comocristiano, no me corresponde condenar a nadie. Ustedes parecen proceder de buenas familias,merecen una oportunidad... Dentro de diez, quince años, la mayoría de los muchachos y mucha-chas que aquí estaban, de troncos distinguidos de Cataguases, serán médicos, abogados, inge-nieros... Cuando se acuerden de esta época, van a soltar buenas carcajadas... A los veinte añostodos somos revoltosos... ¡Ah!, ¡la alegre irresponsabilidad!... Es así desde que el mundo esmundo... Pero yo pregunto, ¿y ustedes, dónde estarán ustedes en diez, quince años? ¿Ya pen-saron en eso? No, no, ¿verdad? Pues les voy a dar una oportunidad para que reflexionen.Ustedes son jóvenes y...». El sargento interrumpió al delegado, cuchicheó algo, salieron, apresu-rados. De inmediato, varios soldados entraron y rápidamente nos esposaron, las manos detrás,nos encapucharon y arrastraron. Desaparecimos.

Mucho tiempo permanecí enjaulado en un compartimento pequeño, sofocante, con los ladri-llos a la vista, techo bajo, sin ventana, piso de cemento. Una vez por día escarranchaban lapuerta, derramando luz sobre el colchón de paja desmenuzada, infestado de piojos, y cegandomis ojos. En silencio, una mujer sin edad, pañuelo en la cabeza, recogía el cántaro, lo llenaba deagua, vaciaba y lavaba el orinal, me entregaba una cazuela de comida, arroz, frijol, angu3 y unpedazo de carne, única colación, y un poquito de café aguado. Quería entender por qué no medejaban irme, quería saber del paradero de Marcelo, de Rivaldo, mas ella me ignoraba, como sino existiéramos. En cierta ocasión, imaginé huir. Esperé que anduvieran en la cerradura y salídisparado, pero inmediatamente un pastor alemán apareció y me metió contra un barranco.Tranquilos, dos policías aparecieron y, burlones, insultándome, me abofetearon, me tiraron alsuelo, me patearon y me llevaron de regreso halándome por el pelo. Pasé días con el cuerpodolorido, tatuado de hematomas. Al comienzo, para distraerme, trataba de identificar los ruidosde fuera. Una gallina revuelve el basurero para alimentar a los pollitos, alborozo de pajarillos alamanecer y al atardecer, mugido de buey a lo lejos, una conversación traída por el viento...Después me volví apático. No me levantaba de la cama, paré de comer, dejé de pensar, memarchité. No sentía deseos de vivir. Poco importaba el futuro, porque para mí ya no había másfuturo.

Una tarde, tres hombres de paisano entraron al cubículo con estruendo y, sin demora, meesposaron, las manos detrás, me encapucharon y me lanzaron en el maletero de un carro. Alivia-do, creí que irían a matarme. Solo lamentaba no poder conocer el mar, que decían que teníaagua salada, cristalina, con fondo de arena blanca, finísima... Después de transitar durante bastantetiempo por una carretera llena de huecos, tomaron un nuevo camino, de pavimento desigual, y otravez una vía llena de fisuras y zanjas. Finalmente se detuvieron. Abrieron el maletero, me arrastra-ron y me sentaron en una silla. Cuando descubrieron mi cabeza, el crepúsculo mostró un patio

3 Masa de harina de maíz, yuca o arroz, con agua y sal, pasado por el fuego [N. del T.].

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recién chapeado, naranjos y limoneros raquíticos, matas de papaya, un velocípedo estropeado,una furgoneta, y un perro sato amarrado a un palo. De dentro de la casa modesta apareció unviejo que, con asco, rápidamente me cortó el pelo, comentando, irritado: ¡Ese muchacho estáhediendo, Silvano! ¡Y está lleno de piojos! De inmediato soltaron las esposas, me empujaronhacia el baño, me dieron un jabón de coco y ordenaron que me lavara. El choque provocadopor el agua fría casi me hizo desmayar. Mi piel presentaba heridas por las picadas de pulgas,chinches, mosquitos. Me sequé con una toalla con olor a sucio y vestí una muda de ropa limpia.Prensado entre dos sujetos en el asiento de atrás de una Veraneio verde claro, dejamos Cataguases,cruzando una caravana de bicicletas que regresaban cansadas a sus refugios.

Durante más de media hora los faroles iluminaron los matorrales que se tragaban el asfalto,hasta estacionar a la sombra de los árboles de una plaza en otra ciudad. Impacientes, esperaron.El radio de pilas disputaba la goleada del Flamengo seis a cero sobre el Paysandú, por el Cam-peonato Nacional. Unos diez minutos más y vislumbramos el ómnibus que, despacio, encostójunto a la acera de la parada improvisada. Entonces, la brasa de un cigarro brilló en la penumbray me sacaron del carro. La mano firme del doctor Aníbal tomó mi brazo y, discretamente acom-pañado por los hombres de paisano, me condujo hasta la corta fila que se había formado.Preguntó, ¿São Paulo?, y entregó el pasaje, asiento número cuatro. Antes de que yo subiera alestribo, dijo: Muchacho, espero que hayas sacado alguna lección de todo esto... Subí, tomé milugar, y al poco rato, Marcelo entró, pálido, sin pelo, cabizbajo, y fue a sentarse al fondo. Elchofer revisó los pasajeros, echó a andar el motor, dio la vuelta a la manzana y nos sumergimosen la noche oscura.

En la parada de Paraíba do Sul, donde los viajeros se alivian en el baño, comen cualquierporquería y beben un cafecito recalentado, ya me había decidido. Esperé que Marcelo bajara,pero él permaneció inmóvil en su lugar. Fui hasta él, le pregunté: ¿Cómo estás?, pero no obtuverespuesta. ¿Qué será lo que pasó con Rivaldo?, insistí, pero él se mantuvo callado, observandoajeno la oscuridad allá fuera. Yo dije, por fin: No regreso a São Paulo, Marcelo, no tengo nada quehacer allá... ¡Vamos a Bitupitá!... ¡Vamos a buscar a los padres de Rivaldo, a denunciar esoque sucedió, a fundar nuestra comunidad!... Él me interrumpió, irritado: ¡Cállate la boca, tú,cállate la boca! Entonces, mirándome fijo a los ojos, exclamó con odio: ¡Olvídame, carajo,olvídame! Atravesé el corredor y dejé el ómnibus. Lentamente caminé, disimulando mi ansiedad,en dirección al puesto de gasolina, escalé un barranco y huí pasto arriba. A la mañana siguienteagarré un autoestop y, saltando de ciudad en ciudad, atravesé Minas Gerais y llegué a Bahía. EnFeira de Santana conocí un grupo de hippies y fui con ellos hacia Arembepe. Después, Salva-dor, Cachoeira, Lençóis, Ilhéus... Nunca puse los pies en Bitupitá... Nunca alcancé mi destino...En eso me convertí, en agua estancada...

Traducido del portugués por Rodolfo Alpízar Castillo

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JAVIER ALVARADO

Poema en respuesta a Jean Paul Sartreque me ha enviado a un león-mayordomopara que me escolte a una habitaciónoscura, erótica, con muchos ojosy con la puerta cerrada por fuera y conel cual deseo quedarme

Entrar con el símbolo o la voluntad del cisneConocer tu cuerpo de león que se desmadraRasguñando los cordones y las sombras,Tu aliento fálico que se eterniza en el carámbano de las nubesLo que llena de molinos y de algas las peceras y los

/dormitoriosEse arco de las costillas donde se ensalivan los plenilunios y

/los solesEl ombligo donde se alberga la quilla antigua de los buques

/amorososY los sordos embarcaderosDonde los jóvenes novelistas aguardan con un lápiz

/sepultándose;Tus ojos de loto pensante que esgrimen la correspondenciaDe DiosCon los sellos sexuales de la lluviaEse gatear de estrella por el teatro a oscurasTu labor de cancerbero en la punta de mi lenguaArrastrando a los poetas, a las lesbianas y a las locas

/perdidas con tu látigo de sangre Revi

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Si hay camelias crucificadas que preguntan por su cólera de/huesos

Por esa orientación de mis manos hacia tu melena aleteanteUn balbucear de pájaros que se constelan en la seda de mi

/gritoUn paraguas de uñas para verte surgir como el mediodía

/nevadoLa cristalización del viento que me acerca al otoño y sus

/raícesCon las auroras boreales que nos salen de las manosUna quietud fresca como invernadero que se inicia

/sollozandoEntre el vapor de los legajos muertos que dialogan con la

/espigaComo surfers anudados a las olas tronchadasRostros de sueño que se invaden de comedias berreantesSombras dactilares que trepan la rosa suicidadaCandelas de miedo que supuran astros de melancólica gotaDonde los sastres trepan los árboles con la aguja desafianteCon el limo y sus costuras y los nidos envenenados de la

/arteria Tanta trepidación de la campana homófona y de los renos

/que reúnen los exorcismos otros reinosAlgo que sucumbe como la heredad en el espejoO la fatiga de arrastrar los corales y las fechas de la

/Facultad de Bellas ArtesSi volvemos a ser un nombre o una estatua con nombres

/anónimosMaría, Jazmín, Javier, Victoria, Alexis,Estele, Garcín, Inés SerranoEl camarero de los arcabuces y la noriaQue se colma de mendigos y de soldados que se enlutecen de

/blancoQue se abandonan en las calles con los ojos osteoporados y

/que arrojan violines podridos a las estaciones de la lunaJinetes que se cubren de malezaEn los jardines del hambre

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Algo que oye piafar a la ardillaCon su cola amarillentaCon la levedad de los rabihorcadosY la comunión de las cerezasAmapolas que se disponen a ser heridasPor casas de materias nerviosasO ruedas de maderas pobresY chirrean las aldabas, las bisagras, los sexos de las puertasLo que es despertar junto a una mujer desconocidaY que inunda de aguas fluvialesLa espalda de la ciudadQue babea sobre los ferrocarrilesQue trafican el granate,Los números abiertosQue portan las clorofilas de tu piel hidratada por ausenciasCuando soy el espectador del deseo en meditante agoníaEl aplauso ebrio ante las multitudes que tiemblan en el gozoEn una habitación donde nos buscamos con los ojos cerradosCon capitanes ebrios que sucumben ante el timón de los

/bares y el infiernoContinuamente con esa tempestad de las almas y de los

/cuerpos nupciales,Ese epitalamio de la miel que te persigueComo una cuerda roja para amordazar estrellasSustancias que salen de tu boca y que mi boca energúmenaLiba, chupa, engulle, lamePara devolvernos a ese gesto soloDel teatro a oscuras,Del espectador a oscurasDel león cancerbero a oscurasDonde empieza a iluminarse la cópula del mar y su almirante.

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Panamá, ya sea en el Pacíficoo en el Atlántico

Panamá en esta calle y en este tiempo que nos falta,Antes de mis días y mis noches(Y del poema) fluctuando entre los lirios como el agua,Con sus gruesas murallas y sus edificiosQue le dan color de tacto a los espejos,A las criaturas del mar que se advienen a mi fondo,A mi lámpara de niño y a mi mano afiebrada de poeta.

Nunca antes por siglos volví a ver el mismo díaEn que abrí los ojos tanteando la tierraY el polvo del lugar donde ocurrió mi nacimiento,Donde me convertía en talingo y en estatuaCon peces de aire entrando por el mármol.

Panamá fue una musa entrando–vena a vena–Un arcoíris en la boca,El tamaño de una brújula en el eros y en la gnosis.Una ciudad en mi piel, como algo corpóreoComo la música en una temporada de lluviaO como un tamborito en una oleada de calor.

Siempre llego a ella aunque por otros caminos vayaDejando fuego, dejando amor, coloquios,Algo de poesía. Mi talón siempre regresa al milagroDe su musgo, a sus piedras temerarias,A su selva donde nunca he ido, donde nunca vuelvo,

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Donde respiro la verdad del mundoEnsalinada al borde de sus playas.

¿A dónde dejar el muro, el trapecioY las marcas de la reniñez como una mariposa en el sombrero,El desnudo campoPor donde persigo duendes y espejismos de luciérnaga,Imágenes de Dios o de un caballo que atesoraLas caminatas imaginadas por el tucán en la tormenta?

PanamáEn el Pacífico, en el Atlántico,¿En dónde está?, ¿en dónde estuvo?,¿En dónde me encuentra el mar con su CanalY su memorial dolido? Panamá la que siempreEncuentro aunque por otros caminos vayaDonde silbo a las criaturas que se advienen a mi fondo,Con mi lámpara de niño y mi mano afiebrada de poeta. c

LEONILDA GONZÁLEZ (Uruguay)Niños cantores, s/f

Xilografía al hilo, 495 x 620 mmPremio Exposición de La Habana 1968

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NORBERTO CODINA

La voz devuelta

La voz devueltaque se quiebra en el eco,pájaros imaginarios que cruzan la nochecon el silencio frágil de todo lo que parte.A veces con la incertidumbre del regreso,a veces con la interrogante del que aguarda,pájaros imaginarios y fatalesque cruzan la luna y la luz de su sombrada sentido y cuerpo a la palabra Nadie.

Algunas pequeñas historias

Para Jimena y los cubanos de su generación

Algunas pequeñas historiasse desarrollan en las estancias, las lenguas,las escenas domésticasde culturas contemplativas por su sencillezo sus enigmasen su naturaleza que se descompone en el trazo de un insecto.Secretos bajo la mesa donde se reúneuna familiapara compartir el caldo de legumbresy el presente de la nación.Re

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Es la tentativa de cada generaciónde sentirse protagonista, aunquepor breve tiempo.Ya sea en la estancia de los cuatro grandes ríosel Sena, el Ganges, el Amazonas o el Almendares, en laslenguas sumerias,escandinavas o pontificias,o en el claro acento del solar Pan con timba,en las escenas cotidianas de la sobrevivencia, el tibiritábara,el luchar yel resolver,culturas insurrectas comoel enigma y el riesgode la comida de cada día,legumbres y cocidoscomo el húmedo y rasante presente de la nación. c

MIGUEL BRESCIANO (Uruguay)Una prueba que solo se aprende en

Barcelona, 1968Xilografía, 820 x 600

Premio Exposición de La Habana 1969

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ALEJANDRO CARPIO

Constante más allá

Gonaïves

Era como si se derritiera el cuerpo y unos seudópodos oscuros,lenguas negras que crecían y serpenteaban desde el cráneo de lamujer, exploraran la tierra persistente. Medusa en sombras. Diez odoce igual que ella, parecería.

–Se están escapando hacia el mar –dijo Marc, blandiendo unmachete.

No todos estaban muertos. Dos hombres lloraban maniatados ycon las pantorrillas separadas del cuerpo. Uno de ellos tenía unaenorme barriga negra que brincaba y temblaba desordenadamentecon cada contracción del llanto.

Barón Samedí dio la instrucción de dirigirse a la costa, pero cuan-do llegó, ya varios de los soldados habían embarcado en pequeñaslanchas de pesca. Prefirió no quedarse en la orilla, pero ayudó aempujar el botecito en que zarparían, machete en mano, Marc yJojo.

Eran dos piratas, Marc y Jojo. Dos piratas sonrientes y jadean-tes. Como en las películas. Jojo disparaba al aire, conciente de quesus municiones nunca se acabarían. Era un fusil mágico.

Desde la playa de Raboteau se veían dos lanchas dirigiéndosetrágicamente hacia el horizonte. Una pareja indistinta, dos pupilasalucinadas, esquivaba los escupitajos de las ametralladoras. BarónSamedí frunció el cejo y por un momento se turbó. Debía ser seve-ro y no tolerar este desperdicio. El punto era hacerse respetar, pre-cisamente. ¿Pero no había otra manera de hacerlo que no implicarael derroche de balas?

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Finalmente regresaron las lanchas. No todas, por supuesto.–¿Por qué estaban disparando al aire? ¿Por qué? –ladró el Barón.Un solemne silencio se apoderó de los hombres sobre la arena. A unos cuantos metros, en el

barrio, los estallidos y el crujir de dientes tronaban su enferma melodía bajo el sol de abril. Suscompañeros miraban al suelo, pero René entendió que era su deber sostener la mirada del Barón.

Diez segundos más tarde, todos se dirigían, gritando de alegría, hacia el barrio. René brincabay disparaba su arma al aire, habiendo olvidado por completo la instrucción y la amenaza de sulíder.

Barón Samedí suspiraba. ¿Para qué diablos le habría dado el fusil a ese imbécil?Frente a una casa, un cuerpo ardía. Una mano, como un minúsculo árbol seco, crujía la forma

de una garra entre deflagraciones casi imperceptibles. El Barón se preguntaba cómo era posibleque no se hubiese dado cuenta del olor que ahora lo embargaba. Una araña gris y ronca, el humoterroso entraba a las cuevas nasales gateando por el aire. La ceniza humana es nauseabunda.

Henri vino corriendo hacia donde el Barón. Tenía un bate ensangrentado en la mano derechay un revólver grasoso en la cintura. Jadeaba.

–Hay una familia. Atrapamos a una familia. Estaban disparándonos y son del Diluvio. Casimatan a Cristophe.

El Diluvio. Ese río sobreabundante habían venido a apagar. Como si se tratara de un incendio.Dentro de la casa, violaban a una joven.–Por favor, no maten a mi hija.El Barón los miró. De seguro se trataba del padre y la madre de la joven. A tan solo unos

pasos, Jojo golpeaba a un hombre en los brazos, usando un palo.–No la están matando.Henri se rió, pero era evidente que al Diablo no le daba ninguna gracia. Miró severamente al

joven soldado.–Mata a la madre, deja al padre vivo, para que cuide de su hija.La señora murió decapitada, y al hombre lo dejaron inconciente, pero vivo, en la puerta de su

casa. Su hija también vivió.Está claro que no todos murieron ese día. Exterminar a todo un pueblo hubiese sido contra-

producente, y esto por varias razones. En primer lugar, el objetivo fue siempre «dar una lec-ción». Se comprende que si se elimina al estudiante, el propósito de «dar una lección» pierde lapertinencia. En segundo lugar, Haití es una democracia. Si se reduce la población a machetazos,la circunscripción de un partido –por razones de sentido común– también aminorará.

Lo preferible hubiese sido mutilarlos a todos, dejarles solo los dedos índice y pulgar de lamano derecha para que pudiesen ejercer el derecho democrático del voto. Una nación librecompuesta de dedos índices y pulgares.

Esto, con la única y expresa intención de detener el Diluvio. Un dique violento.

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Y eso de Diluvio de seguro tenía alguna connotación metafórica, pensó el Diablo. Él nuncapermitió que su pragmatismo le cercenara la predisposición supersticiosa. Eso hubiese sido unaespecie de traición. No, a veces había que ver las cosas desde una perspectiva nigromante, paracumplir con requisitos antropológicos. La racionalidad desmesurada había llevado a los excesoseuropeos de los cuarenta. Un ser humano íntegro y orgánico veía cierta insinuación bíblica en eluso del término. Un «diluvio» causado por un «huracán» de gente. Había algo de ingenio detrásde todo esto. Una confección de relacionistas públicos paganos.

Jojo seguía golpeando al mismo tipo con el mismo palo.–Jojo –dijo Barón Samedí–, ¡deja a ese hombre, y vete y busca otro!A cierta distancia, sentado en la calle, Marc le retiraba la cara a un hombre muerto. Era la

segunda del día, y esta había salido casi de una pieza, como una máscara. La anterior, con todoel ímpetu de la jornada, y con tantas emociones encontradas, había sido un verdadero desbarro.

La escena era verdaderamente lúgubre, aunque entrañaba un derroche de energía. Pierreviolaba a una señora alta y esbelta, Cristophe bailaba como un demente, los gemelos le hacían uncorte de corbata a un hombre delante de su familia, el pequeño Gustav orinaba en una esquina,Jojo golpeaba a un hombre con un palo y René disparaba al cielo. Y René disparaba al cielo. Siel Diablo no hubiese estado tan satisfecho, hubiese ido adonde René, le hubiese quitado el armay se la hubiese reventado en la cabeza.

–Mire, Barón –dijo Marc–, ¿qué le parece?Con una amplia sonrisa de blanquecinos dientes presentaba el resultado de su labor. ¿Se

trataba, acaso, de un regalo? ¿De una ofrenda? Barón Samedí miró la máscara con ojos vacilan-tes. Aunque Marc había tenido la molestia de lavarla con ron, aún conservaba la apariencia dedesecho de carnicería. Pero aceptó el reto. Miró la máscara a los ojos (podía ver a Marc por losagujeros); miró la abultada nariz, los labios inexpresivos. Se parecía a él, claro. ¿A quién se le ibaa parecer? Otro augurio.

Barón Samedí suspiró y le pidió ron a su subalterno. Con el segundo trago hizo una gárgara,que luego escupió.

–Hazme un favor –dijo–, reúne a todo el mundo, que les quiero compartir algo que escribíanoche.

Marc salió corriendo y les trasmitió la orden a sus compañeros. El Diablo se acuclilló en latierra, se aflojó un poco la corbata y miró la máscara que había arrojado Marc, en su obedientefrenesí. Le parecía una falta de respeto, y alargó el brazo para recogerla. Con un rastro derepugnancia, la levantó del piso y la recostó a la baranda de una casa. Luego se volvió a acuclillaren la tierra.

Cuando se aglutinaron todos, Barón Samedí se paró delante de ellos. Era un hombre impo-nente; medía más de seis pies.

–Marc –dijo–, dame otro trago de ron.

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El Barón hizo una gárgara y escupió el buche. Los hombres rieron tímidamente y alguiencomentó algo por lo bajo. Así no se podía concentrar.

–¡Silencio! ¡Voy a hablar! ¡Quiero silencio!Los hombres se callaron y se pararon lo más derechos que pudieron. Ninguno de ellos movía

la boca, pero aun así el Barón podía escuchar decenas de voces. Era Raboteau. Lloraba Raboteau.–¡Silencio! –gritó el Barón con todas sus fuerzas. Con la simple mirada del Diablo, René

comprendió qué debía hacer. Disparó brevemente al cielo.Ahora ya no se oyó sino la brisa y el crepitar del fuego. Caía la noche.–Hay siete cosas que me apestan. Siete. La primera es la gente con caras. Odio las caras. Las

aborrezco. Por eso, les agradezco que hagan lo posible para sacárselas a la gente. La segundacosa que odio es que me enseñen las caras de la gente. Esto tiene que ver con la primera cosaque aborrezco. La tercera cosa es el agua. Odio el agua, odio la lluvia, odio el mar y odio elmaldito Diluvio. La cuarta cosa que odio es la insubordinación. Bajo mi mando, no se tolerará lainsubordinación. Insubordinarse equivale a morir, entiéndanlo, a morir. La quinta cosa que odioes la gente de iglesia. Estas pequeñas iglesias que enseñan a matar a los ricos y a quedarse consu dinero. Estos supuestos cristianos se convierten en murciélagos en la noche y matan soldadoscon unos polvos mágicos. Son comunistas encubiertos que quieren echar a perder el país. Lasexta cosa que odio es la idiotez. Haití nunca llegará a ningún lugar si la gran masa de la pobla-ción no sabe leer ni escribir. ¿Cuántos aquí saben leer y escribir?

La mitad de los hombres levantó la mano. Hubo una pequeña pausa.–Algo es algo. Bien. La séptima cosa que odio es que vengan ineptos a querer gobernar

nuestro país. Ineptos que nacieron ayer. Yo llevo en este país cientos de años, yo sé cómogobernar este país, esta tierra que amo. Y hay solo una manera: la que estamos viendo ahora. Unhombre habla y el resto calla. Así que, si alguno de ustedes vuelve a decir una palabra más, en suvida, aunque sea una palabra, les juro que vendré por ustedes. Me convertiré en pez, en perro,en la grama del campo, y vendré por ustedes. Y arrasaré con sus hijos y los hijos de sus hijos. Ydesolaré la tierra que pisaren y los labios que besaren. Caeré como una lluvia de fuego y exter-minaré sus cosechas, anegaré en los ríos a sus animales y devastaré la piel de sus hijos conimpétigo y comezón. ¿Está claro?

Nadie se atrevió a contestar.Cuando, ya de noche, el escuadrón se alejó, poco a poco, como tímidos embriones de plan-

ta, brotaron los llantos en el pueblo, buscando el sol.

Casa de reinas, cárcel de reyes

Lo peor era el frío neoyorquino. Si pudiese ir atrás en el tiempo, hubiese añadido el frío neoyor-quino a la lista de cosas que odiaba. El viento helado del mar Atlántico; ¡qué horror! El infiernoes frío, es verdad, el infierno es frío.

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De otra parte, se replanteaba Emmanuel, el frío helaba el agua. Detenía el flujo del río, detenía elDiluvio, ¿no? ¡No, no; convertía la lluvia en granizo, que era peor! Era el infierno, el frío era el infierno.

Con los dedos escarchados buscó la llave de su apartamento de Laurelton, en el condado deQueens, y abrió la puerta. Se trataba sin duda de una residencia humilde, de agrietadas paredesde estuco y un piso rechinante. Colgó el abrigo de una silla y se dirigió a la cocina a dejar lasbolsas de la compra. Prendió la hornilla y se alistó para prepararse un arroz. Guisar la carne erademasiada complicación; la freiría y ya. Era lengua, y la lengua frita no sabe tan buena. Peroestaba cansado después de todo un día de trabajo.

Emmanuel se sentó en la mesa, aún con los zapatos puestos, sacó la calculadora y empezó ahacer varios cálculos. Hacía anotaciones en una libretita y se levantó solo dos veces para aten-der la comida.

El párpado derecho se mecía lentamente bajo la ceja rendida. Tenía el mismo bigote, la mismamirada; solo un par de libras de más. Diez. Era el mismo cansancio, solo que ahora se le añadíael frío. Los números de la calculadora serpenteaban, pidiendo luz. Emmanuel hizo un esfuerzo;tenía que vigilar el arroz.

Al día siguiente había subido la temperatura. El sol brillaba en el añil alucinante y una familia dechinos salía, abrigada hasta la redundancia. La minúscula chinita sostenía con un descuido deses-perante la mano de su madre. Con el descuido que traen el amor y la confianza absoluta.

Emmanuel pensó en su propia familia, en sus hijos. ¿Acaso no era él un hombre también?Había tomado decisiones duras, tristes, y él no lo escondía. Todo lo contrario: quería que elmundo entero supiese su historia, su vida, que alguien narrase su trayectoria, supiese la verdad.Amar al monstruo, se diría. El monstruo era un ser humano también; algún gran escritor seencargaría de dejárselo entender al mundo.

Lo que sí era una falta de respeto es que hubiesen dejado de mandarle su cheque, pensaba,de camino a la lavandería de inmigrantes indios. Tener que desenvolverse en esta ciudad de estamanera no era un suplicio, pero tampoco era lo que le habían prometido.

–Dice aquí también que usted ha dictado varios cursos de contrainsurgencia.–Un par, sí, un par. Sobre ti legliz. Se trata de grupos comunistas que se hacen pasar por

religiosos. De noche se convierten en murciélagos y envenenan los ríos con unos polvos mágicos–dijo con una media sonrisa Emmanuel. Ni él mismo sabía qué buscaba con el comentario.

El otro de seguro habrá pensado que se trataba de una superstición de negro. Estos monosvivían en la época de las cavernas, pensó. Mejor pretender no haber escuchado el comentario.

A Emmanuel le dieron un sobre con setecientos dólares, un teléfono portátil y un remoquete.«Gamal» se iba a llamar.

–¿Usted conoce a Cambronne? Vive en Miami.John negó con la cabeza. Lloraba de sudor e inspeccionaba las paredes de la oficina sin

desvencijar su muequita irónica. La oficina le provocaba un asco tan profundo que la única

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palabra que lo describía, pensaba él mismo, era «infinito». Un asco infinito. Ese sitio le provoca-ba una repugnancia infinita.

–¿Sabe qué, John? ¿Lo puedo llamar John? Yo crecí en un hogar en el cual me enseñaronprincipios. No los principios comunes y corrientes, principios de orden y de respeto. Eso es lo quehace falta en este mundo: respeto. Hay que enseñar a respetar; he ahí la importancia de la pedago-gía. Yo me veo a mí mismo como un maestro, John. Uno no puede ser un líder sin ser un maestro,y por eso entiendo la necesidad de ciertos métodos pedagógicos. No escondemos nada: quere-mos el avance y el progreso de nuestra querida patria. Pero el progreso solo es posible si la genteestá educada, si la gente ha aprendido el gran secreto. ¿Sabe cuál es ese gran secreto, John?

Su interlocutor pudo ahogar un eructo gástrico y caliente de manera más o menos respetuosa.La sonrisita significaba «dígame», aunque la llevaba puesta desde que entró.

–Morderse la lengua –dijo, con un dejo trágico–. ¡Morderse la lengua!Seiscientos sesenta y cinco otros lances le cruzaban por la mente, de camino a la lavandería

de indios, en Queens. La nieve fresca es del color de los huesos.Su escritorio era un mar de papeles. De seguro él mismo había dejado ese desorden, pero lo

irritaba de manera extrema y se dispuso a ordenarlo. Una hora más tarde recibió una llamadatelefónica.

–Es un hermoso apartamento de tres cuartos, muy luminoso, ideal para una familia con hijos.¿Tienen hijos? Tiene un solo baño, pero tienen que ver la cocina: es un sueño. ¿Usted es haitiano?¿De dónde? Le va a encantar la casa, no le niego que tiene un airecillo, un je ne sais quoi, quele va a recordar a su señora de Pétionville. Bueno, bueno. Espere, que le dicto la dirección.

Constant vestía un traje azul oscuro y una corbata roja; lucía un pequeño afro acicalado.Rodeado de su milicia, dejó libre a seis palomas blancas, que huyeron desbarrancándose hacialos confines del cielo. Docenas de asesinos sonreían como niños ante el milagro.

Una noche, un tiempo después, estaban todos borrachos y disfrazados, apuntándose con lasarmas y jugando cartas. Adentro, Constant hablaba con varios personajes. Las fotografías em-pezaban a poblar las paredes de la oficina. La más insidiosa figuraba un Cristo negro, crucifica-do en la tierra. «Ni uno solo de sus huesos», tenía escrito, puerilmente, la fotografía.

–Hasta en la prensa sale que ustedes están recibiendo gasolina. No saben hacer nada bien. ElPresidente tendrá que hacer algún tipo de demostración. En cualquier momento van a enviar a laMarina.

–Vamos a necesitar más armas si vamos a luchar contra la Marina –dijo Constant.–No, escúchame. La Marina no va a entrar. Va a venir un barco con diplomáticos, y necesito

que vayan al puerto y hagan escándalo. El barco va a dar la vuelta y se va a ir.–Bueno, la cuestión de las luces es fácil. Yo personalmente les cambiaría las bombillas. Con el

inodoro podríamos bregar más adelante, pero no le aseguro nada de la estufa. Vea que le estoyvendiendo el apartamento con todo y enseres, y eso no todo el mundo lo hace.

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Bajo las puertas, por entre los resquicios de las ventanas, soplaba una brisa helada. La mujertemblaba. Miraba al broker con ojos frenéticos.

–¿Tienen hijos?–Sí, uno. De diez años. Su escuela no queda por aquí cerca.–Pero por aquí hay muy buenas escuelas.–Claro, pero el problema es cambiarlo. Usted sabe. Hacen amistades, se encariñan con los

empleados. No sé si sacarlo de ahí. ¿Qué crees, mi amor?–¿Puedo hablar contigo a solas?Ambos hombres rieron. «Ellas son las que mandan, ¿no?», parecía decir el broker. La pareja

entró en uno de los cuartos. Ella se colocó lo más cerca que pudo de la ventana.–Jules, ese es Emmanuel Constant.–¿Qué?–Es Toto Constant, Jules.El marido no entendía. Su esposa sin duda se había vuelto loca.–Sácame de aquí ahora. ¡Sácame de esta casa!

El puerto del príncipe

La carretera número uno corre la costa oeste de La Española, desde el Golfo de Gonaïves hastael Canal de San Marcos, que desemboca en la Bahía de Puerto Príncipe. Ya dentro de lacapital, el Boulevard Jean Jacques Dessalines conecta, a mano derecha si miramos hacia el sur, conCité Soleil, en donde Ti Bekan, sin camisa ni zapatos, espera a que Henri Oreste salga de lachoza de hormigón y zinc en la que vive con su esposa.

Una calle de arena grisácea se alarga con casas sin pintar. En una, a mano izquierda, hayalrededor de cincuenta bolsas de basura en el techo, por alguna razón. El único color lo aportanlos rutilantes trapos amarillos y azules que cuelgan por todas partes. Y, al fondo, un árbol.

Ti Bekan baja la cabeza y cruza las piernas para esconder su arma. Desde donde está puedeescuchar el motor del tanque blanco que pasa, mostrando sus dos letras, quizá una calle másabajo. Una semana atrás, los tanques habían disparado por dos minutos sobre un complejo decasas al sur del estuario.

–Ti Bekan, ¿qué haces frente a la casa de Henri Oreste? ¿Qué tienes ahí? ¿Qué estás escon-diendo?

Es una mujer joven, vestida con un pantalón azul que le llega hasta las pantorrillas. Carga a suhija de seis años, Inés. Ti Bekan no puede sostener su mirada maternal e intransigente, y prefiereenterrar la quijada en el pecho.

–Debería darte vergüenza, Ti Bekan. Tú has comido en casa de ese hombre. Mírame a los ojos.El niño alzó su mirada.

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–Vas a acabar como todos ellos, tonto. Eso es lo que quieres, porque eres un tonto. Una balaaquí; aquí te van a disparar. Vas a acabar con una bala aquí.

La mujer le enterraba su dedo en la boca cada vez que decía «aquí». Ti Bekan se sintióabochornado e iracundo. Siempre lo mismo: nadie lo tomaba en serio. Él estaba armado; ¿cómoera posible que esta mujer le estuviese manoseando la cara? Inés también lo miraba indignada,imperturbable, desde el otro brazo de su madre. Diez minutos más tarde, con los labios araña-dos, caminaba Ti Bekan por las calles de su barrio.

Desde el cielo se puede ver el desagüe de un barrizal zarco que desemboca en una tristísimabahía, desde la que parten frutas y pelotas, y hacia la que entran solo ácidos y armas. La tierraseca reclama agua. Una máquina inmensa, descomunal, se dispuso a extraer la última gota derocío, a agrietar las lonjas de tierra por las que camina Ti Bekan, con su arma cargada.

La noche cae y el día no la levanta. Una corriente que se inicia en la vecina Caimanera haarrastrado glóbulos y glóbulos de sal desde el norte hasta Carrefour. De tristeza mueren lospeces y las aves. De tristeza y de hambre y de sal. Todo muere.

La tierra retiembla y se sacude, mustia, de un odio reseco. Desde el cielo también se ve lacatedral, cuyo esqueleto es más fuerte que el odio. En enero, un mar de basura y cemento correcomo un diluvio por la sangradura de Ciudad del Sol, arrastrando a Ti Bekan, que llora descon-solado y con las manos vacías.

Facite vobis amicos

Cruzando el borde hacia la República Dominicana, Toto se acordaba de la matanza de haitianosa manos del ejército de Trujillo. Algún día pagarían, pensaba, mientras abría su maletita. Secomió un emparedado que había comprado el día anterior. Había caminado bastante, y encualquier momento llegaría al aeropuerto.

Era la víspera de Nochebuena. La oscuridad profunda permitía que alguna que otra estrelladescollara en el cielo, que brincara de la tela negra que amenazaba con caer. El Diablo aprove-chó el silencio para meditar sobre su vida, sobre sus logros y sus luchas. No había luz del díapara esconder las manos sangrientas. De noche, Barón Samedí brillaba en toda su gloria.

Dos días después suspiraba y resoplaba. Con una mínima barba y un enorme bigote, espera-ba sentado en el aeropuerto Luis Muñoz Marín, sano y salvo. En pocas horas estaría en sunuevo hogar. Lo que siguió fue una broma. Por varios tecnicismos de ley, lo encarcelaron en1995. Indignado, Constant se dejó la barba. Esto no logró su cometido, así que resolvió leer aGuevara y a Malcolm X, con quienes imprevistamente se sentía hermanado. Le escribió unacarta a Nelson Mandela, en calidad de preso político. Una intensa e insondable indignación antelas injusticias de la Humanidad se apoderó de él. Finalmente amenazó con delatar sus contactoscon la CIA.

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Ya una vez libre, coqueteó con la posibilidad de integrarse al gran mosaico culturalestadunidense. Tomó clases de computadora, vendió automóviles usados y terminó encontran-do su vocación en el mercado de los bienes raíces.

Una década después, gordo y bigotudo, Emmanuel Toto Constant se puso de pie ante un juezblanco y escuchó el veredicto por el cual se le imponía una condena de doce a treinta y sieteaños de cárcel. Se le acusaba de fraude, latrocinio y falsificación de documentos en varias ventasde propiedades inmuebles. El documento aludía a la crisis financiera, que nació precisamente deirregularidades en el mercado de los bienes raíces, y mencionó la antigua vida terrorista de Constant.Por fin se hacía justicia, por fin, en este mundo. Todo encajaba.

Encerrado, a salvo, Toto llegó a pronunciar un discurso, mientras dormía:

Un hombre habla y el resto calla. Juré que volvería y desde aquí, desde las paredes de lapenumbra pedregosa en que espero mi libertad, los miro. Dentro de este estómago oscurome pierdo por ahora, pero guardo en él las voces con que mido mi cuerpo y el de ustedes.He gritado mi verdad, y he llenado de desmembramientos las bocas mentirosas que canta-ron una vez bajo el río. ¡Tontos! ¿Quién ha vivido jamás debajo del río, sino los sapos y lospeces?

El tiempo pasa y su ruido suena a golpe. Las manecillas del reloj causan estragos a quieneslas entendemos; sí, son estruendosas. Desde la ribera de Gonaïves, donde arde aún la me-moria en silencio, nadar supo mi piel enrojecida hasta mi nuevo hogar. Hoy, sábado, sé queamo la sepultura desde donde volveré (lo he jurado) a mi isla, a mi querida isla triste de altaspalmeras, desde donde seguirá reinando mi siglo, este siglo, en silencio. c

ÁNGEL ACOSTA LEÓN (Cuba)Aves muertas, 1961

XilografíaEd. 1/2

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CARLOS BERNAL

Parques

Crezco en la dimensión de un niño:siempre por crecer.En estos jardines no pasa el tiempo,el tiempo es un ranúnculo invernandoy el sol una leyenda.Mi cuerpo envejece como un rey en su trono seriorey sin heredero.Crezcooteoel crecimiento de todas mis especiesla rarefacción de mis sesosen ideas, palabras, nunca dictadasantes por la memoria.Soy rodeado de cosas inútilesme han rodeadomil perros carnicerosmas no traspasan sus ladridos este silencio de muerte.

Crezcoes hora de crecerhasta el último desasimiento.Evoco el sentido intacto que lanzó a Catuloa Rimbauda Martía desollar la palabra viva hasta el desnudohasta el desnudo excesivo para la palabra.Es mentira eso de que solo nos repetimos,nada saben los doctos en ismos.

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Son mentira todos sus librossus silogismos, sus apotegmas;la palabra está viva en el fondo del estanqueOfelia viveel Sena viveel Almendares viveel Tajo.

Casa Tomada

Quién dice que no pases si esta es tu casa.Quién dice que al nacer la vidano entrega todos sus ríos, sus plañideras,pero también su podredumbre.La casa de los propietarios y las investidurasconvertirán tu sed, tu hambre en utopíahasta que hagas de la inocencia un recuerdoy de tu alegría un sueño.No tendría sentido de otro modo la existencia.Estamos estirando la piel de chivo:escucha la música de ese tambor.

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Me quedé con aquellas cosas…

Me quedé con aquellas cosas que vibraron en mis ojos.No sé si para bien o para mal ese cosquilleo se metió en mis

/vértebras.El canto del piso de la azotea de mi casa sigue pintadode un rojo que la huella del tiempo no borra.Seguimos inventando las orquetillas con cuero de bota y

/gomas de camión,o esos guantes de cirugía que robábamos en la veterinariadonde un día vimos con asombro un caballo tendidocon el ojo más abierto del mundo. Era el mundode la guerra y jugábamosa ver quién mataba más palomas.

Está en las sílabas de un lenguaje cuyo primer sentidoera trabajar, ordenar… Años después comprendí el silencio de

/mi abuelosobre el butacón de pino reclinado al tronco de aguacate.Era todo color y forma, brillo y movimiento:y su ausencia vino al querer apresar con palabrasese humillo de carbón que ya cedíaal contacto del rocío su marbellí de oro.

Ahora que los vencedores ya tienen sus cenotafiosyo vuelvo a cantar al pasto donde vi el primer hueso. c