lamarck jay gould

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Eduardo Elías Gómez Stephen Jay Gould, “Un árbol que crece en París: la división de los gusanos y la revisión de la naturaleza de Lamarck” en Las Piedras Falaces de Marrakech. Editorial Crítica. 2001. Pp. 127-125 Todo proceso social, por definición, existe irremediablemente sujeto al tiempo y a la merced de juicios y argumentos anacrónicos acerca de él (argumentos llenos, las más de las veces, de falacias, ideologías o, en el peor de los casos, de desinformación sensacionalista que amenazan con reducirlo a un vano acontecimiento históricamente aislado y socialmente insignificante). Es equivocado pensar (contrario a lo que un célebre personaje cubano expresó en una ocasión) que la historia tiene la forma de un ente suprahumano consciente que baraja en sus manos la posibilidad de emitir opiniones, al mismo tiempo que, además, se encarga de juzgar nuestro lugar frente a él. Para bien y para mal, la verdad parece ser otra. Somos nosotros, los individuos, los seres humanos, los hombres y las mujeres, quienes ejercemos todo tipo de crítica histórica con los mismos atributos idealistas que tiene la historia como entidad: desinformación, ideología, anacronismo, etc. Han sido en buena parte la sociedad civil y la sociedad científica de los últimos doscientos años quienes han puesto a Lamarck en un lugar dentro de la historia de la ciencia que se asemeja más a un recordatorio de cómo no todo en ella es brillantez y sapiencia, en vez de asemejarse a un digno y respetuoso momento más de la historia de una ciencia que ha tenido, por demás, dificultades de toda índole al construirse un paradigma útil (no aberrante) en la conducción de su ejercicio. El texto de Jay Gould hace una historia a contracorriente, dejando a Lamarck en un sitio histórico exento de las actitudes despectivas, caricaturescas y simplistas que caracterizan todavía el imaginario que rodea a Lamarck incluso dentro de contextos académicos. La acción de mostrar paso a paso el desenvolvimiento de Lamarck durante la construcción de su teoría evolutiva tiene por sí misma un valor muy relevante, pues es ese análisis desde donde se puede partir para desenmarañar y desmitificar la postura teórica real que poco coincide con la enunciación popular de la teoría de Lamarck. Ver una propuesta teórica tan complejizada, aún desde el primer momento lineal; saber de su transformación a lo largo del tiempo; constatar el trabajo empírico/práctico que le dio sostén y fuerza; sentir el afán estético detrás de los intereses ordenadores y racionalizadores; conocer a Lamarck y ver en él más que la imagen de la tradicional antesala equivocada del momento clímax de la teoría evolutiva. Todo ello es, creo yo, lo que nos ofrece y exige el texto.

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Page 1: Lamarck Jay Gould

Eduardo Elías Gómez

Stephen Jay Gould, “Un árbol que crece en París:

la división de los gusanos y la revisión de la naturaleza de Lamarck” en Las Piedras

Falaces de Marrakech. Editorial Crítica. 2001. Pp. 127-125

Todo proceso social, por definición, existe irremediablemente sujeto al tiempo y a la

merced de juicios y argumentos anacrónicos acerca de él (argumentos llenos, las más de

las veces, de falacias, ideologías o, en el peor de los casos, de desinformación

sensacionalista que amenazan con reducirlo a un vano acontecimiento históricamente

aislado y socialmente insignificante). Es equivocado pensar (contrario a lo que un célebre

personaje cubano expresó en una ocasión) que la historia tiene la forma de un ente

suprahumano consciente que baraja en sus manos la posibilidad de emitir opiniones, al

mismo tiempo que, además, se encarga de juzgar nuestro lugar frente a él. Para bien y

para mal, la verdad parece ser otra. Somos nosotros, los individuos, los seres humanos,

los hombres y las mujeres, quienes ejercemos todo tipo de crítica histórica con los

mismos atributos idealistas que tiene la historia como entidad: desinformación, ideología,

anacronismo, etc.

Han sido en buena parte la sociedad civil y la sociedad científica de los últimos doscientos

años quienes han puesto a Lamarck en un lugar dentro de la historia de la ciencia que se

asemeja más a un recordatorio de cómo no todo en ella es brillantez y sapiencia, en vez

de asemejarse a un digno y respetuoso momento más de la historia de una ciencia que ha

tenido, por demás, dificultades de toda índole al construirse un paradigma útil (no

aberrante) en la conducción de su ejercicio.

El texto de Jay Gould hace una historia a contracorriente, dejando a Lamarck en un sitio

histórico exento de las actitudes despectivas, caricaturescas y simplistas que caracterizan

todavía el imaginario que rodea a Lamarck incluso dentro de contextos académicos.

La acción de mostrar paso a paso el desenvolvimiento de Lamarck durante la

construcción de su teoría evolutiva tiene por sí misma un valor muy relevante, pues es

ese análisis desde donde se puede partir para desenmarañar y desmitificar la postura

teórica real que poco coincide con la enunciación popular de la teoría de Lamarck.

Ver una propuesta teórica tan complejizada, aún desde el primer momento lineal; saber

de su transformación a lo largo del tiempo; constatar el trabajo empírico/práctico que le

dio sostén y fuerza; sentir el afán estético detrás de los intereses ordenadores y

racionalizadores; conocer a Lamarck y ver en él más que la imagen de la tradicional

antesala equivocada del momento clímax de la teoría evolutiva. Todo ello es, creo yo, lo

que nos ofrece y exige el texto.