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Bernard Guils, el mas diestro espíadel Temple, ha sido envenenado ensu viaje de regreso a Barcelona, ylos valiosos pergaminos quetransportaba se han extraviado nadamas arribar a puerto. Atenazado porla tristeza de la pérdida de sumaestro, el joven discípulo Guillemde Montclar seguirá la pista delasesino y de unos documentoscapaces de cambiar la historia de suOrden...y la de toda la cristiandad.

Núria Masot

La sombra deltemplario

(El espía templario - 1)

ePUB r1.0Rov 07.12.2013

Serie: El espía templario 1Núria Masot, 2004

Editor digital: RovePub base r1.0

Capítulo I

El viaje

Abril de 1265

«Señor, he venidoante Dios, ante vos y antelos hermanos, y os ruegoy os requiero por Dios ypor Nuestra Señora queme acojáis en vuestracompañía y que mehagáis partícipe de losfavores de la Casa».

B

La Regla de lostemplarios

ernard Guils estaba inquieto ypreocupado y este estado de ánimo

representaba un peligroso aviso para él.Aquel viaje estaba planteando muchasdificultades, más de las previstas en unprincipio, y había que tener en cuentaque había previsto muchas. Su finoolfato, adiestrado en el riesgo, nocesaba de enviarle señales de alarma.

Para empezar, le desagradaba elcapitán de la galera en la que viajaba, un

tal Antonio d'Amato, un veneciano decara afilada y oscuros ojos de ave depresa, que no dejaban de observarloconstantemente. Le molestaba supresencia, a pesar de las garantías quele había dado el Gran Maestre. No eranlos mejores tiempos para la confianza, yla sensación de ser espiado erademasiado intensa para permitirse bajarla guardia. Sonrió ron ironía, al fin y alcabo, él mismo era un espía que sesentía espiado.

Estaba cansado, cansado yderrotado, como si un negro presagio sehubiera detenido sobre su cabeza. Habíadedicado su vida a la guerra, en Oriente

y en Occidente, y su propio cuerporeflejaba una escaramuza de cicatrices,huesos mal soldados y un ojo vacío. Porun momento recordó, con absolutaprecisión, la cara del joven lanceromusulmán que le había herido y que nosobrevivió para contemplar su proeza.Ni tan sólo él, en el fragor de la lucha,se había dado cuenta de su pérdida, deque a partir de aquel momento su visiónquedaría reducida a la mitad. El buenode Jacques el Bretón lo había arrastradolejos de la batalla, en tanto él seguíadando golpes con la espada, como unposeído, ajeno a la espantosa herida,ajeno a casi todo. Le curaron en la Casa

del Temple de Acre, y no sólo sanaronaquella cuenca, vacía ya de vida,también salvaron su alma maldecida.

Pero entonces era joven y fuerte y eldolor pasajero. En cambio, ahoraparecía que el dolor se había instaladoen sus huesos, en su estómago, en suspropias entrañas, en lo más hondo de suser y no daba señales de quererabandonarlo. Intentó consolarse alpensar que sería su última misión trasmuchos años de fiel servicio, lo habíasolicitado y el maestre lo aceptó. Seretiraría a una encomienda tranquila,cerca de su hogar, trabajaría la tierra,criaría caballos. Le gustaban aquellos

animales y su confianza en ellossuperaba con creces a la que tenía en loshumanos. Con un poco de suerte, inclusopodría ver a alguien de su familia, si esque no estaban todos muertos. Hacíatreinta años que no sabía nada de ellos.

Volvería a ser un templario normal ycorriente, reconocible a los ojos de losdemás, sin máscaras ni disfraces;retornaría a los rezos cotidianos con loshermanos, a su hábito, lejos de in trigasy de guerras. «Demasiado tiempo en estetrabajo —pensó—, demasiado tiempoluciendo mil caras hasta olvidar la mía;quizá lo que me ocurre es que ya nopuedo recordar quién soy en realidad».

Apartó los pensamientos de sumente. Lo estaban distrayendo de sutrabajo y sabía que era algo que nopodía permitirse. La misión era de granimportancia y el maestre confiabaplenamente en él. Debía entregar unpaquete en Barcelona y, en tanto nollegara a su destino, tenía quedefenderlo con su propia vida.

—Es una misión de vitalimportancia, hermano Bernard, unamisión de la que depende nuestra propiaexistencia —le había dicho el GranMaestre, Thomás de Berard—. Esimprescindible que este paquete llegue asu destino en Occidente. Siempre he

confiado en tu extraordinaria capacidadpara llevar a cabo tu trabajo, eres elmejor, y gracias a ti tenemos unos de losmejores servicios de información, elTemple siempre estará en deuda contigo.Será tu último servicio de estanaturaleza, después podrás retirarte a laencomienda que tú mismo decidas. Ésaserá la recompensa por tantos años defiel servicio.

Sí, éste sería su último viaje encalidad de espía del Temple, sabía quepodía confiar en la palabra de Thomásde Berard, le admiraba y lo considerabaun hombre íntegro y noble. Casi desde elprincipio, hacía ya nueve años, con una

sola mirada habían establecido lazos demutua comprensión. Y el maestre Kerardno lo había tenido nada fácil. Desde sunombramiento como Gran Maestre de laorden en 1256, había tenido que afrontargraves problemas y sobre todo, el dolory la impotencia de la imparable caída ydestrucción de los Estados latinos deUltramar. Había visto morir a sushombres, luchando desesperadamente,ante la indiferencia de Occidente,abandonados por los reyes y por elPapa, más interesados en sus propiasbatallas de poder.

Jerusalén, la ciudad sagrada quetanta sangre había costado, se había

perdido hacía ya años, y los cristianosde Tierra Santa, enfrentados entre sí,parecían haber olvidado los motivos quelos habían llevado hasta aquellas lejanastierras.

Sí, corrían malos tiempos, pensóabatido, y nada ni nadie parecía capazde frenar aquel enorme desastre. Comosi el mismísimo infierno, abandonandosus profundidades, se hubiera instaladoentre los hombres. Su misión ya habíacostado tres vidas y se preguntaba,inquieto, por la naturaleza del paqueteque llevaba y que había costado tantasangre en tan poco tiempo, con el oscuropresentimiento de que el mismo peligro

de muerte lo envolvía.El asesinato de un tripulante de la

embarcación, en el puerto de Limassol,en Chipre, le había preocupadoprofundamente. La mitad de losmarineros embarcados se habían negadoa seguir, alegando que era una señal, unpresagio de muerte y desgracia,provocando las iras del capitánveneciano.

Bernard Guils había arriesgado lavida en innumerables ocasiones a lolargo de su carrera al servicio delTemple, pero esta vez, extrañamente,sentía un frío aliento de muerte a sualrededor, como si todas las

extravagantes supersticiones de losmarineros de Limassol hubieranatravesado su alma.

«Me estoy volviendo viejo», meditóapoyado en la popa de la embarcaciónmientras veía alejarse todo aquello quele era familiar, el recuerdo de losdesiertos de su juventud de jovencruzado. De este a oeste, del lugardonde nace el sol hacia donde muere. Unhelado escalofrío le recorrió la espinadorsal, el pensamiento de la muerte nole abandonaba y eso no le gustaba. Eraun mal presagio.

Rezó una breve oración,encomendándose a María, patrona del

Temple. Faltaba poco para llegar aBarcelona y allí entregaría aquelimportante paquete, que guardabacuidadosamente en su propio cuerpo,entre la piel y la camisa. Sentía sucontacto, el roce de la piel de corderoen que venía envuelto, frío y húmedo desu sudor.

Sí, pronto llegaría a Barcelona,acabaría su misión y empezaría unanueva vida.

Abraham Bar Hiyya estaba sentadoen cubierta, sobre unas gruesas cuerdas,mirando el cielo, de un azul intenso.

Esperaba no tener que pasar otratormenta. La última, hacía una semana,había zarandeado aquella nave de talmanera que le había convencido de quesu destino era morir en el océano. Perono había sido así y la galera habíasuperado los embates de las olas, sincasi ni un desperfecto. Se tocó el pechodonde llevaba la rodela, amarilla y roja,que los cristianos le obligaban a llevarpara dejar constancia de su condición dejudío.

«Malos tiempos se acercan», repitiómentalmente. Era un pensamiento que leacompañaba, sin cesar, los últimos añosy que los acontecimientos confirmaban

día a día, sin lugar a dudas.Había sido un viaje para despedir a

un viejo amigo. Sabía que no volvería averlo, que ya no estaría en condicionespara volver a emprender aquel largoviaje. Como médico no dudaba de quesu enfermedad no le dejaría tranquilodurante muchos años, aunque intuía queera posible que sus problemas de saludfueran una simple anécdota encomparación con los que podría tenerpor su condición de judío.

Su viaje a Palestina, a Haiffa, paraver a Nahmánides le había entristecidoel alma y los pensamientos. Hacía casidos años que su amigo estaba exiliado

de su propia tierra, casi dos años deaquel gran desastre. Entonces le habíainsistido en el peligro de su postura, dela ingenua confianza que parecía tenerleal rey, pero ninguna de sus palabrassirvieron para convencerlo del riesgoque corría.

En el mes de julio de 1263, Jaime I,rey de Cataluña y Aragón, ordenaba aNahmánides, más conocido entre loscristianos como Bonastruc de Porta, quese presentara en la ciudad de Barcelonapara que se llevara a cabo laControversia con un converso llamadoPau Cristiá.

A la nobleza y, sobre todo, al clero

cristiano les entusiasmaban este tipo deactos, donde se discutían y se exponíanlos fundamentos de la fe y de formarepetitiva, la religión cristiana salíavencedora en detrimento de la fe judía.Para la Iglesia comportaba un gran actode propaganda pública que se traducíaen cientos de conversiones, más o menosespontáneas. El miedo era uno de losmejores argumentos para convencer alos infieles.

Una vez en el palacio condal deBarcelona, el anciano Nahinánides pidióal rey libertad de palabra, cosa que lefue concedida, y el 20 de julio realizóuna apasionada defensa de su fe

hebraica. Tan apasionada y convincenteque se transformó en su propia condena.Sin embargo, Nahmánides se sentíaseguro, deseaba explicar losfundamentos de su religión, compartirsus conocimientos y cuando se lesolicitó que hiciera una copia porescrito de sus argumentaciones, no vioningún inconveniente en hacerlo. Y unavez aceptado, se convirtió en laprincipal prueba de una acusación porblasfemia contra la religión cristiana.

De nada habían servido los avisosde Abraham Bar Hiyya, su amigo ycompañero de estudios, cada vez másasustado del giro que estaban tomando

las cosas.El rey, presionado por la Iglesia, lo

condenó a dos años de exilio y a laquema de todos sus libros. Sin embargo,sus enemigos no quedaron satisfechos,por considerar que la condena erainsuficiente. Sin perder tiempo,escribieron y apelaron al Papa,exigiendo un castigo ejemplar. Y notardó mucho el Papa en responder a sudemanda y ordenó al rey a que cambiarala condena y sentenciara al ancianojudío al exilio de por vida. De estamanera, el gran filósofo fue arrancadode su Girona natal, la cuna de susantepasados, y forzado a emprender el

largo viaje hacia Palestina. Nuncavolvería a pisar la tierra que le vionacer.

Los recuerdos producían enAbraham una angustia sofocante,deseaba que su memoria desapareciera,que todo se convirtiera en un mal sueño,en una pesadilla irreal que sedesvaneciera al despertar.

Se levantó, con esfuerzo, y caminóhacia la popa de la embarcación. Leconvenía un poco de ejercicio, tantopara su cuerpo como para su mente.Andaba despacio, inseguro, no estabaacostumbrado al vaivén marinero. Apoca distancia, contempló al pensativo

Guils, apoyado en la borda, con lamirada perdida. «Su mente parece tanperdida como la mía —pensabaAbraham— Guils… sí, creo que sellama así, Bernard Guils, un mercenario,o eso me han dicho, que vuelve a casa».Abraham reflexionaba para sí,descansado de que su mente se hubierainteresado en otro tema, agradeciendoaquel respiro que alejaba de supensamiento las ideas oscuras ydeprimentes. Contempló a Guils coninterés y vio a un hombre maduro, decomplexión poderosa, alto y delgado,con un parche negro cubriéndole el ojoizquierdo. Recordó la delicadeza con la

que le ayudó a embarcar, tan pocoacorde con la fiereza de la mirada de suúnico ojo. Como médico, Abrahamhabía sido requerido, antes de embarcar,para atender a uno de los miembros dela tripulación. Lo habían encontradodetrás de un montón de sacos de trigo, apunto de ser cargados, y cuando elanciano judío llegó, se encontró a Guils,inclinado sobre el cadáver. Le indicó unimperceptible punto, enrojecido, en labase de la nuca. Ambos se miraron,calibrándose uno al otro, sin una palabray, sin haberse visto jamás, sereconocieron.

No, Abraham no cree que Guils

fuera un mercenario, ha visto a muchoshombres pendencieros en su vida y éseno era uno de ellos. Un mercenario haríasentir su presencia, no dejaría de hablarde sus supuestas heroicidades, ciertas oinventadas, y Guils era un hombresilencioso. Más bien parecía unsoldado, un fiel servidor de algunacausa que el judío desconocía, y parecíapreocupado y abatido, aunque no dejabade observar todo lo que sucedía a sualrededor, de forma discreta, sin llamarla atención.

Abraham sentía un especial interéspor ese hombre. Extrañamente, era elúnico que le transmitía una corriente de

confianza y seguridad y eso era algoraro, ya que él no era una personainclinada a confiar en extraños, la vidale había enseñado a ser prudente ycauteloso. En sus conocimientos sobrela raza humana, la confianza había sidoun factor que había ido desapareciendocon el tiempo. «Quizá fuera por laintensa sensación de tristeza que Guilstransmite», reflexionaba Abraham, unatristeza profunda, como si fuera el únicocontenido de su alma.

Contrariamente, el resto de lospasajeros eran una fuente de inquietudpara el anciano judío. Los dos frailesdominicos, sobre todo el de mayor edad,

que intentaban evitarle por todos losmedios, le producían una intensadesazón. La gran nave en la que viajabanparecía empequeñecerse ante lasmaniobras de los frailes para evitar sucercanía, su mirada. Si por ellos fuera,ya estaría en medio del océano,abandonado entre las olas, sin necesidadde ninguna tormenta. «En realidad, lapeor tormenta son ellos», pensabaAbraham sin poder evitar una tristesonrisa.

También viajaba con ellos uncomerciante catalán, un tal RicardCamposines, siempre vigilante de lacarga que la galera transportaba en su

vientre. Aunque su actividad, lejos de inquietarle, le divertía, viéndole subir ybajar de la bodega, persiguiendo alcapitán veneciano con sus problemas…«El capitán, ése es otra historia —seguía meditando Abraham—, una malapersona. Qué se puede decir devenecianos y genoveses, siempredispuestos a sacar provecho de la peordesgracia». Pero al momento searrepentía de sus prejuicios. Abrahamtenía buenos amigos en Venecia yGénova, los prejuicios habíancondenado a su buen amigo Nahmánidesy también podían condenarle a él mismo.No, en realidad, no le gustaba el capitán,

fuera de donde fuera, pero lospensamientos sombríos habían vuelto asu mente. Se sentó en un rincón de lacubierta, más próximo a popa, cerca deBernard Guils, acariciando su viejabolsa en la que guardaba sus útiles demedicina. Pero había algo más en ellaque sus instrumentos y sus remedios,algo que no debían descubrir los dosfrailes que viajaban con él, algo quedebía ser protegido y ocultado por untiempo, quizás un largo tiempo.

En la bodega de la embarcación,Ricard Camposines aseguraba, pormilésima vez, las cuerdas que manteníanla carga estabilizada y fija. Desconfiaba

de aquella tripulación de ineptos,divertidos ante su preocupación, a losque no parecía importar lo más mínimoque la carga llegara en perfecto estado.

Pero aquella carga era una de lascosas más importantes en la vida deCamposines, un riesgo que corría paraasegurar la felicidad y la paz de sufamilia. Había invertido hasta su últimamoneda, todo su patrimonio, y lo que erapeor, se había endeudado con losprestamistas que, a su llegada, leesperarían dispuestos a cobrar la deuda.Esa carga representaba su futuro.

Repasó, cuidadosamente, lascuerdas que sostenían los fardos

repletos de materiales colorantes,pigmentos de los más variados colores,un hermoso arco iris cromático queembellecería pieles y tejidos y que losartesanos del tinte, con susconocimientos, se encargarían de fijaren telas de tonalidades extraordinarias.

Llevaba un año fuera de casa,viajando por países remotos, tras lapista de aquellas materias de colores ytexturas diferentes. Le gustaba sutrabajo, le permitía conocer países ygentes diversas y abría su corazón y sumente. En Occidente se juzgaba condemasiada rapidez, con excesivacrueldad, pensó, en tanto observaba al

anciano judío sentado en la popa de lanave.

Sus viajes le habían proporcionadootra forma de contemplar a sussemejantes. Había conocido a toda clasede gente, personas sencillas,preocupadas por el bienestar de sufamilia, por su salud, por su trabajo…igual que en todos los lugares. ¿Quéimportancia podía tener el nombre delDios que cada uno adoraba?

Acarició los fardos pensando en sumujer Elvira, en sus ojos de un grisprofundo semejantes a las aguas de unlago en otoño. Amaba a su mujer desdeel primer día en que la vio, en una de las

innumerables ferias que por aquelentonces recorría. Amaba su fortaleza,la alegría con la que se enfrentaba a lavida y recordó su voz, sus risas. Nohabían tenido muchos motivos de alegríaen los últimos años, la enfermedad de suhija había hecho decaer el ánimo de todala familia. Y ése era uno de los motivosde aquel interminable viaje, conseguir eldinero necesario para poder pagar a unode los mejores médicos.

Hacía un año que RicardCamposines había jurado que su familiano volvería a pasar privaciones nuncamás y nadie de aquella malditatripulación conseguiría que su misión

fracasara. Recordar aquelladeterminación le hizo sentirse un hombrenuevo.

Subió de nuevo a cubierta,indiferente a cómo el capitán venecianolo observaba irónicamente. No legustaba aquel tipo ni su mirada de avecarroñera, lista para atacar en elmomento más propicio. Se acercó allugar donde reposaba el anciano judío yle saludó cortésmente. Había observadoel comportamiento de los dos frailesdominicos, su obsesión por evitar aAbraham, como si éste sufriera la peorde las pestes y pudiera contagiarles.Dudó unos instantes, al propio Ricard le

asustaba acercarse a él, atemorizado porsi aquellos dos frailes le vieran hablar oaproximarse demasiado al ancianojudío. Les creía capaces de todo, inclusode acusarle de connivencia con losinfieles tan sólo por darle los buenosdías a Abraham. Deseaba mantener conél una conversación intranscendente ysuperficial sobre la última tormenta, ohacerle notar el azul brillante y oscuroque tenía el mar a esa hora y comentarlelo hermoso que sería poder teñir unatela con ese color.

Pero no lo hizo y pasó de largo, sindetenerse. Su conciencia se entristeció,aunque escuchó con atención a su mente

que le aconsejaba prudencia, porque elviaje estaba llegando casi a su fin y nopodía arriesgar tanto esfuerzo por unanciano judío que parecía absorto en símismo.

Estiró sus miembros entumecidos yrespiró hondamente el aire marino,limpio y transparente, que dio energía asus pulmones. Se dispuso a dar su paseodiario por cubierta para que sus piernasno olvidasen la función para las queestaban hechas.

Vio a Bernard Guils, apoyado en lapopa, como si contemplara todo aquelloque se alejaba con pesar, indiferente atodo lo que se aproximaba. A los

dominicos en proa, alejados todo lofísicamente posible del viejo judío,rezando sus oraciones, sin dejar suvigilancia. Observó el movimiento desus labios pendientes de la letanía, entanto sus mentes y sus miradasprescindían de la plegaria, atentos almundo exterior. También vio a Arnaudd'Aubert, junto al capitán, contándoleuna de sus innumerables hazañas endonde él mismo era el principalprotagonista, y que no se cansaba derepetir a quien quisiera escucharle.«Éste sí tiene pinta de mercenario —pensó Camposines—, éste y no el otroque dice que lo es. Las apariencias

siempre engañan».Dio por acabado su paseo y volvió a

bajar a la bodega. No iba a permitir queningún fardo se rompiera, ni que ungramo de su preciosa carga quedaraabandonado en aquella maldita nave. Nihablar, si de él dependía, eso no iba asuceder.

El capitán Antonio d'Amatoescuchaba, indiferente, el relato deArnaud d'Aubert. No creía una solapalabra del discurso del provenzal, nitan sólo que lo fuera, había trabajado,tratado e incluso matado a muchosprovenzales para creerse a aquelcharlatán. Sordo a su torrente de

palabras, le observó con detenimiento.Era de estatura mediana y muy delgado,aunque bajo la camisa se adivinaba unamusculatura tensa, preparada para laacción. Poseía unos ojos claros, azules ogrises, desvaídos, aunque en ocasionesun destello de crueldad asomara enellos. Y después estaba la cojera, aquelandar arrastrando levemente la piernaizquierda. Según D'Aubert, era una viejaherida de guerra, una flecha musulmanaque le había atravesado el muslo. PeroD'Amato dudaba mucho de la veracidadde aquella historia, incluso de la propiacojera. Había observado que en algunasocasiones desaparecía totalmente, y que

D'Aubert se levantaba con excesivarapidez para un tullido. El veneciano notenía ni idea de por qué un hombre sanofinge no serlo, y no le importaba enabsoluto. Únicamente pensaba que taldisimulo no podía esconder nada bueno.

El capitán tenía ganas de llegar apuerto y deshacerse de toda la carga depasajeros que había embarcado enChipre. No le gustaba aceptar viajerosexcepto que ello le reportara beneficiosinteresantes, y era necesario tener labolsa muy repleta para satisfacer susexigencias. Por eso le sorprendióencontrar a tantos pasajeros dispuestos asoltar sumas tan importantes sin una sola

queja ni un intento de regateo. Era uncaso asombroso, meditó, tantos a la vezy en una misma dirección: Barcelona…nunca había encontrado tantos pasajerosy con los bolsillos tan rebosantes, y esoque llevaba muchos años dedicado a lanavegación y al transporte.

En el puerto de Limassol era tiempode embarque de peregrinos hacia TierraSanta, aunque el negocio estaba a la bajaa causa de las hostilidades en elMediterráneo. Aquel puerto se habíaconvertido en refugio de comerciantes ynáufragos sin destino, y de esos últimoshabía demasiados y de todas lasnacionalidades. El lucrativo negocio de

las Cruzadas, tan rentable durante añospara los venecianos, estaba en suspeores momentos y la guerra abiertaentre las repúblicas italianas nomejoraba la situación. El peor problemapara D'Amato en aquellos momentos noera encontrarse frente a una flotaegipcia, sino frente a una sola navegenovesa.

Ningún monarca cristiano estabainteresado en salvar Tierra Santa, susintereses estaban en Occidente, en afilarsus espadas para apoderarse de losrestos del gran Imperio alemán, una vezmuerto Federico, el último emperadorHohenstaufFen. «Los buitres se pelean

por cada trozo de despojo —meditóD’Amato—. Pronto se devorarán entresí y será un buen momento para mí». Detodas maneras no se podía quejar, laguerra comercial contra Génova le habíareportado grandes beneficios y, por loque parecía, iba a poder continuar con elsaqueo.

No soportaba a los genoveses, ni alos pisanos; en realidad, D'Amato nosoportaba a casi nadie.

Demasiados pasajeros, volvió amascullar con malhumor. Su menteregresaba al punto de partida, perofaltaba muy poco para llegar aBarcelona y había sido una buena

ganancia desviarse de su ruta haciaVenecia. Pensó en las hermosas piedraspreciosas que el viejo judío le habíaentregado en pago a su pasaje. Sacaríauna buena tajada por ellas en cuantollegara a casa, una cantidad equivalentea seis viajes como aquél en el mercadomarítimo. Mucha prisa debía de teneraquel judío para volver a casa o quizásera tan rico que no le importaba gastaruna suma semejante. De todas maneras,los motivos de sus pasajeros eran laúltima preocupación del veneciano.

En proa, las oraciones no lograbantranquilizar el ánimo de fray Berenguerde Palmerola. Había sido un viaje de

pesadilla, en medio de bárbaros que sellamaban a sí mismos cristianos. Jamáshubiera tenido que aceptar aquellamisión, pero su ambición se habíaimpuesto con fuerza, pensando que unencargo de aquella naturaleza le haríabrillar a los ojos de sus superiores.Finalmente comprobarían su innatavalía, su inteligencia, menospreciadadurante demasiado tiempo entre lasparedes del convento.

Sus conocimientos de árabe yhebreo, que él había considerado elpunto de partida para una brillantecarrera, le habían encerrado enbibliotecas, aferrado a una pluma y

traduciendo aburridos textos que nadieleería. Se había sentido decepcionado yencolerizado ante la indiferencia de sussuperiores —que no apreciaban susextraordinarias dotes como predicador—, y sus súplicas para ser enviado enmisiones de conversión habían sidorepetidamente denegadas.

Pero había creído que llegaba suhora cuando su superior le llamó paraencargarle aquella delicada misiónhacía ya dos años. Debía trasladarse ala corte del Gran Khan mongol yponerse en contacto con los cristianosque allí había. Le sorprendió saber queentre aquellos salvajes pudiera haber

hermanos de fe, pero su superior lecomunicó que se trataba de una sectacristiana primitiva, llamada de losNestorianos, y que la propia madre delKhan y su esposa principal pertenecían adicha religión. Se enteró también de quelos mongoles habían destruido losprincipales nidos de los infielesmusulmanes, que habían caído ciudadescomo Bagdad, Alepo y Damasco. Era elmomento adecuado para emprenderaquel viaje y entablar relaciones con elpueblo mongol, y su superior quería uninforme completo de la situación.

A pesar de su edad, fray Berengueremprendió el viaje con la fe de un

soldado y la ambición de un príncipe.Soportó las penalidades imaginando queiba a convertirse en la figura másadmirada, que todas las tribus mongolasse rendirían ante sus inspiradaspalabras, y que el propio Papasuplicaría su ayuda. Hasta era muyposible que llegara a alcanzar la cimamás alta dentro de su orden dePredicadores. Por fin, después de tantosaños, iba a demostrar su gran talento.

Pero ninguno de sus sueños se habíacumplido y el viaje pronto se convirtióen su peor pesadilla. Desde el principio,el Gran Khan se negó a recibirle,ordenándole de forma obstinada que se

entrevistara con su hermano, el IlkhanHulagu. Nada pudo hacer paraconvencer al soberano mongol de laimportancia de su visita, ni tan sólocuando, en un arranque dedesesperación, juró que le enviaba elmismísimo Papa y que su negativa arecibirle podría acarrearle laexcomunión. El Gran Khan no parecióconmoverse lo más mínimo.

Durante un año había esperado laaudiencia con el Ilkhan Hulagu, entoncesconcentrado en conseguir una alianzacon los bizantinos, y cuando loconsiguió, sus encendidas palabras nocausaron un gran efecto, más bien una

cortés indiferencia y el consejo de quelo mejor sería que hablara con suprimera esposa, la emperatriz DokuzKhatum.

Fray Berenguer había quedadoescandalizado ante el comportamientode aquella secta de mal llamadoscristianos, de su ignorancia y dellibertinaje de sus eclesiásticos, de susbárbaras ceremonias y de su toleranciahacia otras religiones herejes. Se habíaapresurado a escribir a su superior uninforme incendiario, notificando que laúnica solución para aquel pueblo desalvajes era que una lluvia de azufre losborrara de la faz de la tierra, que no

había salvación posible para ellos y quela orden de Predicadores haría bienahorrándose aquel penoso viaje.

«Aniquilarlos completamente —pensó en tanto la plegaria salía de suslabios—, ésa era la respuesta». Si él,con su talento indiscutible, no habíapodido convencerlos del error en quevivían, nadie iba a conseguirlo, de esoestaba totalmente seguro. Sentía una granrabia y frustración, aquellos malditosnestorianos, que con sus ritoshumillaban la liturgia romana, se habíanconvertido en un obstáculo para sucarrera. Ni tan sólo había esperado lacontestación a su carta, ya que podía

tardar meses, y no estaba dispuesto aseguir en aquella tierra de pecado. Másque partir, había huido lleno de cólera yrabia.

Lo único que le faltaba era verseobligado a compartir el escaso espaciode aquel maldito barco con unrepugnante judío, que pronto seconvirtió en blanco de sus iras. FrayBerenguer ni siquiera reparaba en elresto de pasajeros porque su mirada sehabía concentrado, desde el principio,en el venerable anciano que para élrepresentaba toda la mezcla pecaminosade vicios y herejías que habíaencontrado entre los mongoles. Para él,

no había la más mínima diferencia.Para su compañero, fray Pere de

Tever, esta postura había representadoun grave problema desde el principio.La intransigencia y el fanatismo de frayBerenguer habían sido maloscompañeros de viaje. Sin embargo, sufunción era la de un simple ayudanteademás de que, dada la edad de suhermano en religión, más parecía unamuleta que un secretario. Su juventud leinclinaba hacia la curiosidad y laexcitación de un viaje como aquél, y sehabía sentido cómodo entre el pueblomongol. Le había sorprendido la grantolerancia que existía en aquella corte y

las múltiples embajadas de paísesremotos en espera de audiencia, lehabían permitido ocupar muchas horasen conocer a gente diferente y decostumbres tan opuestas. Estabafascinado por la religión del Gran Khan,el chamanismo, con su creencia de queexiste un solo Dios, al que se puedeadorar de muchas formas diferentes.Perplejo, contempló cómo el IlkhanHulagu asistía a diferentes ceremoniasreligiosas —budistas, cristianas,musulmanas— con el mismo respeto quele merecía la suya propia.

De todo ello no había dicho ni unapalabra a fray Berenguer que, desde el

principio, se había negado a aceptarcualquier hecho positivo allá dondefueran. Criticaba ferozmente la comida,la vestimenta e incluso la tradicionalcortesía mongol. La propia emperatrizDokuz Khatum quedódesagradablemente sorprendida ante laviolencia de sus argumentos, aunque leescuchó con amabilidad, y no volvió arecibirle, a pesar de los ruegos deljoven fraile y de la ira de frayBerenguer, ciego ante todo aquello queno fueran sus propias creencias.

En realidad, los mongoles dejaron asu viejo hermano hirviendo en su propiarabia y frustración, negándose a

escuchar sus palabras y, al mismotiempo, tratándole con suma amabilidad.Y eso había sido lo peor, aquellacortesía era cien veces peor que latortura y el martirio para su intolerantehermano. Por otro lado, fray Pere deTever no había conocido nada igual ensu corta vida. Como hijo segundón deuna familia de la nobleza rural, habíasido entregado a la orden dePredicadores con diez años y habíacrecido entre las paredes del convento,pensando que su vida permaneceríainmutable, de la misma manera. Desdemuy joven demostró un gran talento parael estudio y el aprendizaje de las

lenguas: el latín, el griego, el árabe, elhebreo. Le apasionaban las bibliotecasde los monasterios, la traducción deantiguos y olvidados libros, y durantemucho tiempo pensó que su futuro estabaallí. Al cumplir dieciséis años, su ordenlo enviaba de monasterio en monasterioa copiar algún pergamino, a traducir untexto o simplemente a averiguar elnúmero de libros que poseía alguna granbiblioteca conventual. Y le gustaba sutrabajo, le gustaba mucho.

Cuando su superior le comunicó laorden de emprender aquel viaje, suánimo se inquietó y la perturbación seadueñó de él. No conocía de la vida

nada más que el orden estricto delconvento y del mundo exterior sólo losrumores de grandes peligros quemurmuraban los frailes de más edad.Pero toda su turbación desapareció porarte de magia, cuando embarcó enMarsella rumbo a lo desconocido. Lavida agitada de la travesía, el airemarino que le impregnaba los pulmonescomo nunca antes nada le llenó, lavisión de la inmensidad de océanos yestepas, todo ello le transmitió elsentimiento de lo minúsculo que era elmundo de donde procedía. Su realidadse ampliaba a cada paso que daba y sumente se enriquecía ante el estallido de

colores, lenguas y costumbres queconocía.

En tanto el cerebro de frayBerenguer se encerraba en el baúl de suscreencias, fray Pere de Tever descubríaque el mundo no terminaba en el jardíndel claustro.

Escribió con pulcritud la carta quesu hermano le dictaba, sin hacer ningúncomentario, caligrafió la larga lista deofensas y oprobios, guardando suopinión para sí. Sabía que era perder eltiempo intentar convencer a su hermanoy también que podía resultar sumamentepeligroso disuadirle. «No —reflexionó—, será mucho mejor esperar una

ocasión más propicia, siempre habrá unaposibilidad de ofrecer mi punto de vistacuando sea preguntado». Estaba segurode que sería interrogado a conciencia,sus superiores no dejarían de comprobarsi aquel viaje había influido en suscreencias, si había contraído algúncontagio peligroso en su contacto con elmundo exterior. Tenía que actuar conmucha prudencia y cautela. Se quedóabsorto en sus pensamientos e inclusosus labios dejaron de musitar la oración.Debía encontrar cómo manifestar suopinión sin ser acusado de rebeldía.

Arnaud d'Aubert vio cómo sealejaba el capitán veneciano con una

expresión burlona. Había conseguidomolestarlo durante media hora y eso lellenaba de satisfacción, aquel malditoarrogante lo había tenido que soportarúnicamente por la abultada bolsa quehabía pagado. Sentía un enormedesprecio por los venecianos para losque no existía otra idea que la delbeneficio; nada los hacía mover tanrápido como una buena cantidad de oro,incapaces de pensar en otra cosa con suescaso cerebro mercantil. Estuvo apunto de soltar una carcajada, aquelcretino presuntuoso le divertía y el viajeera lo suficientemente largo y tediosocomo para aprovechar cualquier ocasión

para distraerse. Y lo estabaconsiguiendo. Hacía unos días, se habíaacercado al anciano judío para decirle,en voz baja, que había oído rumores degrandes algaradas en la judería deBarcelona, provocándole un gransobresalto. Se había regocijado alcontemplar el pánico en su cara.

Se tocó la pierna izquierda,intentando calmar el dolor que subía, enlínea recta, hacia sus riñones. Aquelmaldito teutónico de Acre había dirigidouna puñalada certera, dejando lamemoria de su rostro en la mente deD'Aubert. Saeta musulmana o riña detaberna, qué demonios le importaría a

nadie, meditó taciturno. El recuerdo delteutónico le ponía de mal humor y nisiquiera la imagen de las suaves curvasde la adolescente árabe por la quehabían peleado, logró tranquilizar eldolor, intenso y agudo, parecido a lamisma daga que lo traspasó. «Quizá seacerca una tormenta —rumió—, el dolores siempre un aviso, tan cerca depuerto… y sólo faltaría que una tormentanos echara a pique». Una sensación dehastío subió hasta su garganta, corno unalimento en malas condiciones.Necesitaba a alguien con quiendistraerse. Estiró las piernas, mirando asu alrededor, buscando a una nueva

víctima. La tripulación parecía másactiva y atareada que de costumbre y elmar había cambiado de color, el azulintenso desaparecía para dar paso a ungris plomo. Se agarró a las cuerdas querecorrían la nave, alejándose de popa.Había visto a Guils y no le parecíabuena compañía, aquel hombre noestaba para chanzas y en su mirada seintuían señales de peligro indefinido,como en los ojos del teutónico de lataberna, clavados en su memoria comosu maldita daga.

Empezó a caer una lluvia fina y muyfría, y D'Aubert encaminó sus pasoshacia la bodega. Bien, seguro que allí

encontraría al comerciante catalánvigilando su mercancía, repasando cadacuerda, cada saco… podía ser un buenmotivo de distracción. Tropezó con unmiembro de la tripulación y soltó unaimprecación en voz alta, atravesado porel dolor que, traspasando sus riñones,había decidido instalarse en su cerebro.Su primer impulso fue volverse ypropinarle un fuerte puntapié alresponsable del encontronazo, pero separó en seco, helado ante la miradasarcástica del otro que parecíaprovocarle, esperar su reacción. «Dameun buen motivo para matarte», parecíandecir aquellos ojos. Se apartó de un

salto de ese hombre que le producíaaquel escalofrío extraño y penetrante ydescubrió, asombrado, que seencontraba ante la mirada de un asesino.Retrocedió paso a paso, lentamente, sinperder de vista al sujeto que le sonreía,hasta llegar al extremo de la proa, lomás lejos posible. A Arnaud d'Aubert sele habían pasado las ganas de distraerse.

Capítulo II

Barcelona

«Gentil hermano, losprohombres que os hanhablado han hecho laspreguntas necesarias,pero sea lo que sea loque hayáis respondido,son palabras vanas yfútiles y nos podríasobrevenir la desdichapor cosas que nos hayáis

L

ocultado. Más he aquí lassantas palabras deNuestro Señor yresponded la verdadsobre las cosas que ospreguntemos porque simentís, seréis perjuro ypodríais perder la Casapor ello, de lo que Diosos guarde».

a ciudad de Barcelona estaba a lavista y el capitán D'Amato exhaló

un profundo suspiro de alivio. Losúltimos días habían sido una auténtica

pesadilla, aquel maldito fraile le habíahecho la vida imposible, exigiéndoleque encerrara al viejo judío en labodega; el comerciante Camposines nohabía cesado de quejarse del servicio yel mercenario tuerto hacía dos días queno se movía del camastro. Empezaba adudar del buen negocio que todo ello lereportaba y su máximo deseo eradeshacerse de aquella ralea depasajeros y enfilar rumbo a Venecia.

Barcelona había crecido por loscuatro costados y la poderosa murallaromana que durante siglos habíaprotegido su perímetro era yainsuficiente para contener la marea

humana que albergaba. La tendencia aaprovechar los más pequeños espacioshabía convertido al barrio antiguo en unlaberinto de callejuelas estrechas yoscuras. La necesidad de espacioobligaba a construir viviendas pegadas ala antigua muralla romana,aprovechando su grueso muro paraedificar a ambos lados por medio dearcos entre las torres.

Jaime I, monarca de Catalunya yAragón, construía una nueva líneadefensiva de murallas para dar unrespiro a la creciente población.Iniciada en el tramo del nuevo barrio deSant Pere de les Puelles, la muralla

avanzaba hacia la iglesia de Santa Ana yseguía hacia el mar, aprovechando eltrazado del torrente de las Ramblas.Este antiguo torrente, llamado duranteaños por su nombre latino arenno, ydenominado ahora por su término árabed e ramla, marcaba el límite occidentalde la ciudad.

Un gran barrio marítimo crecíaalrededor de la iglesia de Santa Maríade les Arenes, en el lugar donde mediosiglo después se alzaría laimpresionante mole de Santa María delMar. El barrio, integrado porarmadores, mercaderes y marineros,había crecido de forma espectacular, la

plaza de la iglesia se había llenado detalleres y de actividad mercantil ynuevas calles se abrían hacia el exterior,dando paso a los espacios dedicados alos gremios de artesanos de la plata y alos que confeccionaban espadas y dagas.

Este nuevo barrio, la Vila Nova delMar, enlazaba con el mercado del PortalMajor, el más importante de la viejamuralla romana y que conducía a una delas vías de salida de la ciudad, la VíaFrancisca, sobre el trazado de la otroraimportante calzada romana. El antiguoorden romano de urbanización marcabatodavía el recuerdo del cardus y eldecumanus, grabando una gran cruz en el

corazón de la ciudad.Sin embargo, aquella gran urbe en

expansión carecía de un buen puerto, apesar de haberse convertido en una delas potencias marítimas y comercialesdel Mediterráneo. El antiguo puerto, alos pies del Montjuic, estaba totalmenteinutilizado desde hacía largo tiempo acausa de las riadas y de la acumulaciónde arena. Sólo disponía de su ampliaplaya, con la única protección de variosislotes y bancos de arena. Las grandesnaves de carga no podían acercarse a laorilla y se veían obligadas a echar elancla a cierta distancia, dependiendo depequeñas embarcaciones que hacían el

duro trabajo de transportar a tierramercancías y pasajeros. Aquellasituación había favorecido elcrecimiento de varios oficios queocupaban a gran parte de los hombres dela ciudad. En primer lugar, los mozos decuerda, responsables de cargar ydescargar las mercancías, y también losbarqueros que, con sus embarcaciones,trasladaban a gentes y fardos de un ladoa otro. El mejor negocio, sin duda, lohacían los propietarios de las barcas,que solían tener un buen número deesclavos, cosa que les reportabaimportantes beneficios.

Barcelona, la gran potencia

marítima, que hacía la competencia avenecianos, pisanos y genoveses, queconstruía grandes naves en susatarazanas, tardaría casi dos siglos enposeer un puerto en condiciones. Laurbe, que se expandía fuera de susviejos límites, tenía una población queya excedía los treinta mil habitantes.

Bernard Guils oyó los gritos de losmarineros, anunciando la llegada a laciudad. Intentó levantarse del jergóndonde había permanecido los últimosdías, deshecho, vomitando lo que ya notenía en el cuerpo, escondido de losdemás pasajeros y de la tripulación paraque nadie pudiera contemplar su

debilidad. Le fallaba la vista de suúnico ojo, como si una fina cortina de tulse hubiera descolgado de algún lugarmisterioso. Sentía cómo sus entrañas seretorcían produciéndole un dolor agudoy, a veces, insoportable.

«Dios mío —pensó—, dame fuerzaspara llegar a puerto y después hazconmigo lo que te plazca, pero necesitollegar a tierra».

Sabía que no se trataba de un simplemareo. En sus numerosos viajes lehabían informado de aquel mal queconvertía a los hombres más fuertes enpobres criaturas inútiles e incapaces delmínimo esfuerzo. No, lamentablemente,

no era ése el mal que le hacía sufrir deaquella manera, era peor. Mucho peor.

Se obligó a levantarse, y consiguiócaminar casi a rastras, con los labiosapretados en una fina línea recta,intentando controlar la náusea, el dolorde un hierro candente en sus entrañas.Angustiado, palpó el paquete quetodavía guardaba en su camisacomprobando que seguía allí, empapadodel sudor que transpiraba todo sucuerpo.

La realidad se impuso con toda sufuerza en la mente de Guils. Se estabamuriendo, ninguna nueva vida le estaríaesperando al bajar a tierra, ya no sabría

nunca qué se había hecho de su familia,de sus hermanos carnales, de la grancasa rural donde había nacido. Todo sedesvanecía con rapidez, finalmenteaquellos que le perseguían habían dadocon él, pero se había enteradodemasiado tarde. Lo único que lequedaba por hacer era un esfuerzosobrehumano antes de morir, pensarrápidamente y con claridad.

Cerró los ojos con fuerza, casi sinaliento, pero la única imagen queaparecía en su mente con diáfana nitidezera Alba, su hermosa yegua árabe quetantos años había compartido con él,tantos sufrimientos y victorias. Vio su

mirada cuando cayó herida de muerte, lamirada más dulce que jamás nadie pudoimaginar y sintió el mismo dolor que letraspasó en el momento de sacrificarlapara que no sufriera. Y parecidaslágrimas a las de entonces inundaron surostro. Allí estaba, moviendo la crin enun gesto de reconocimiento.

—¿A qué esperas, amigo Bernard?Aquí estoy, aguardando tu llegada —parecía decir, con la misma dulzura enla mirada. Subió a cubierta,arrastrándose, como un borrachoperdido en sus fantasías alcohólicas.Respiró el aire puro intentando reponerunas fuerzas que le abandonaban y vio,

entre nieblas, la cara del anciano judío,inclinado sobre él con expresiónpreocupada.

—Guils, Guils, Guils…, parecéisenfermo, necesitáis ayuda. Abraham lepasó un brazo por la espalda intentandoque se incorporara y Guils comprobóque el anciano todavía conservaba unagran fuerza en los brazos. Pensó que laProvidencia le proporcionaba uninesperado, si bien extraño, camino.

—Debéis ayudarme a llegar a tierra,amigo mío, es imprescindible quedesembarque… llegar a tierra… —Suspalabras sonaron confusas, le costabanesfuerzo y dolor. Tenía que confiar en

Abraham, no había elección.—Os ayudaré, podéis estar seguro,

Guils.—Creo que me han envenenado,

Abraham, no me queda mucho tiempo devida, ayudadme a bajar a tierra.

Abraham dejó a Guils apoyado en elcastillo de popa y corrió en busca deagua. Después, abrió con rapidez subolsa y mezcló unos polvos de colordorado en el líquido.

—Tomad esto, Guils, os ayudará acalmar el dolor para que podáisdesembarcar. Después os llevaré a micasa, soy médico, os pondréis bien.

Bcrnard Guils bebió el remedio

despacio. Tenía que pensar, sólo queríapensar con claridad. Su brazo apretabacon fuerza el paquete que llevabaconsigo, como si toda su energía seconcentrara en aquel gesto deprotección. Oyó a uno de los tripulantesavisar de la llegada de una barca pararecoger a los pasajeros y llevarlos a laplaya y, ayudado por Abraham, logróincorporarse a medias.

—Ánimo Guils, apoyaos en mí,podéis hacerlo. —El anciano le sostuvocon fuerza y le obligó a dar unos pasos.Guils sintió las piernas entumecidas,muertas, pero siguió adelante, hacia ellado de estribor, donde los pasajeros

hacían cola para desembarcar.

Fray Berenguer de Palmerola, enprimera fila, contempló cómo Guils seaproximaba con dificultad, casi llevadoen volandas por el judío.

—Mercenarios borrachos y herejesjudíos —dijo sin un asomo de piedad—,qué puede esperarse de una raleamaldecida por el propio Dios. Esindigno que me obliguen a viajar encompañía de tanta escoria, tendría queescribir al propio rey para quesolucione tan espantoso dilema.

A fray Pere de Tever, sin embargo,

no le impresionaron los comentarios desu viejo hermano, no creía que Guilsestuviera borracho, ni mucho menos.Parecía enfermo, muy enfermo. Cuandoaquellas dos tristes figuras se acercarona ellos, fray Pere se ofreció a ayudar aAbraham con su pesada carga y suespontánea decisión le costó unahorrorizada y furiosa mirada de frayBerenguer. Pero el joven fraile estabarealmente harto del comportamiento desu superior, de su furia destructora.Aquellos últimos días, la ciega rabia desu hermano contra el judío le habíahecho reflexionar y se juró a sí mismoque jamás, pasara lo que pasase, se

convertiría en alguien tan desagradablecomo fray Berenguer.

Bajar a Guils hasta la barca fue unaoperación difícil y complicada queexigió la colaboración de pasajeros,tripulantes y del propio barquero.Incluso Camposines ayudó, olvidandopor unos momentos su preciosa carga.La embarcación se dirigió a la costa, entanto Bernard Guils perdía elconocimiento en brazos de Abraham.D'Aubert, en la proa, no pudo evitarsentir la satisfacción de la malicia.Menudo mercenario, rió para sí, tanorgulloso y prepotente, borrachoperdido en brazos de un judío, eso sí

que tenía gracia. Se alegraba de ladesgracia de Guils, le hacía sentirserealmente bien y, aderezada con un pocode imaginación, aquella historia podíaconvertirse en una buena narración detaberna. Sí, él y Guils enfrentados en unacompetición para probar su resistenciacon el vino, vaso tras vaso, él sereno ysin perder la compostura, bebiendo sinvacilaciones, Guils, hecho un guiñapo altercer vaso, tambaleante y balbuciente…sí, realmente, sería una buena historia.

Al llegar a tierra, la operación dedesembarcar a Guils volvió a ser ardua.No había recobrado el conocimiento ysu alta estatura requirió la ayuda de

todos los que pudieron correr a auxiliar,a parte de los pasajeros que se afanabanen la tarea. Todos menos fray Berenguerque, sin esperar a su joven ayudante,saltó de la embarcación sin detenerse niun momento. Bernard Guils, tendido enla playa con Abraham a su lado, era laimagen del desvalimiento.

El anciano judío contempló almoribundo con compasión ypreocupación a la vez. Miraba a sualrededor, buscando a algún compañerode Guils, alguien que esperara sullegada. La urgencia del enfermo porbajar a tierra le había hecho pensar quehabía alguien para recibirle, pero no

encontró a nadie, únicamente la frenéticaactividad que la llegada de una naveproducía.

«Bien —pensó—, hay que llevar aeste hombre a un lugar adecuado, quizásaún es posible que le queden esperanzasde vida». Desconocía el tipo de venenoque le habían suministrado, pero podíaintentar encontrar un antídoto, algúnremedio que devolviera a aquel hombrea la vida. Sin embargo, no se hacíamuchas ilusiones, aquella ponzoña hacíadías que atacaba el organismo de Guils,mientras permanecía tirado en el jergón,sin pedir ayuda, muriendo en la máscompleta soledad.

Desde el principio, Abraham habíadecidido que Guils le gustaba, le caíabien sin conocerlo, estaba seguro de queera un buen hombre y no pensabaabandonarlo. Pero necesitaba ayudaurgente para llevarlo a su casa y estabaclaro que no podía hacerlo solo. Miró,buscando una cara amiga, un rostro quefuera capaz de sentir piedad ante aquellasituación y vio que Ricard Camposines,el comerciante, se acercaba a ellos.

—No debió esperar aemborracharse el último día —dijo untanto decepcionado—. No creí que fueraun hombre de esta clase, no le vi beberen toda la travesía. Escogió un mal

momento.Abraham lo observó atentamente. No

estaba seguro de que Camposinesabandonara la vigilancia de su cargapara ayudarle y mucho menos en elpuerto, donde el control de la mercancíatenía que ser minucioso. Lo pensó unossegundos, pero la urgencia de lasituación no le permitía mucho tiempopara cavilaciones.

—Veréis, Camposines —empezó adecir, con precaución—, este hombre nose halla en esta situación a causa de labebida, está enfermo y necesitacuidados.

—¿Enfermo? Si parecía más fuerte

que un roble… ¿Estáis seguro?—Segurísimo —confirmó Abraham

—. Su enfermedad es real. Ha sidoenvenenado y es urgente que puedatrasladarlo a mi casa para ver si todavíaes tiempo de soluciones. No hay tiempoque perder, de lo contrario este hombremorirá. Necesito ayuda, Camposines.

El comerciante dibujó una mueca deespanto, las palabras del anciano judíole habían impresionado. «Envenenado»,en su lenguaje era sinónimo de conjurasy conspiraciones y él no queríaproblemas, todo aquel escándalo podíaperjudicar su negocio, precisamente eneste momento en que había logrado

llegar. Sin embargo, tanto Guils comoAbraham le agradaban y estabaconmovido por la compasión quedemostraba el judío, por su generosidad.Se sentía mezquino y avergonzado.Contempló el cuadro que tenía ante susojos, un mercenario alto y fuerte, tiradosobre la playa, inconsciente y frágil, yun viejo judío con una fuerza interiorque le brillaba en los ojos. Se sintiómiserable, carente del valor queacompañaba a aquellos dos hombres, tandiferentes y a la vez tan parecidos.

—Os auxiliaré, Abraham, aunque nopodré hacerlo personalmente. Eso mesería imposible, pero encargaré a uno de

mis mozos de cuerda que os ayude allevar a Guils a donde vos indiquéis.Espero que esto os sirva de ayuda.

—Ése será el mejor socorro que mepodéis dar, amigo Camposines. Esperoque el tiempo sea generoso conmigopara poder devolveros el favor. Soymédico y estoy a vuestra disposiciónpara lo que necesitéis.

Esta declaración quedó grabada enla mente de Ricard Camposines:médico, había dicho que era médico ysabía que los judíos gozaban de unamerecida fama en aquella profesión, noen vano los reclamaban reyes y nobles.Era una casualidad extraordinaria, una

lección que tenía que aprender, habíaviajado con aquel hombre en una largatravesía, casi sin haberle dirigido lapalabra, atemorizado. Dios escribíatorcido y los hombres se obstinaban enponer las líneas rectas.

Corrió a buscar a su capataz quedirigía la operación de descarga,controlando cada fardo que descendíade la embarcación, tan minucioso comosu patrón. Le ordenó que buscara a unmozo de cuerda para un trabajo especialque sería remunerado adecuadamente.

Camposines contempló cómo se

alejaban. El mozo transportaba a Guilssobre su espalda, como si fuera unacarga ligera y Abraham, a su lado, leindicaba el camino llevando su pequeñomaletín. Los vio dirigirse, casiinvisibles entre la multitud, hacia laizquierda, como si el anciano judíobuscara el camino más corto para llegaral Call, la judería de Barcelona. No semovió hasta perderlos de vista.

Los judíos que integraban lasaljamas acostumbraban a vivir dentro delas ciudades donde, por una disposicióndel papado, tenían barrios especialesque en Cataluña se llamaron calls. Enaquel espacio, llevaban su vida en

comunidad, poseían su sinagoga que erapunto de reunión y a la vez escuela, supropia carnicería, horno, baños y todoaquello que les fuera necesario.

Eran propiedad real y por lo tanto noestaban sujetos al capricho de losnobles, sino al único requerimiento delrey. Era al propio monarca a quienpagaban sus tributos y quien seencargaba de protegerlos, aunque estaprotección no resultara nada barata. Alos impuestos había que sumar losconstantes préstamos a la corona,siempre tan necesitada de dinero y deaumentar las finanzas del tesoro real.Pero la comunidad judía se organizaba

para hacer frente a los pagos y ésta erauna de las funciones prácticas del Call,tenerlo todo dispuesto para el momentoen que aparecía el Recaudador Real. Acambio, el barrio judío y sus integrantesestaban bajo la protección del rey contralos excesos de la nobleza y lasinesperadas revueltas populares contraellos.

E l IV Concilio de Letrán, hacia el1215, establecía una disposición por lacual los judíos debían llevar una señalfísica que los diferenciara de loscristianos, y determinaba que el motivode esta distinción era evitar cualquieralegato de ignorancia en e1 caso de

relaciones entre judíos y cristianos. EnCataluña, significó la imposición de uncírculo de tela, amarilla y roja, quedebían llevar cosido a sus vestiduras,los hombres en el pecho y las mujeres enla frente. La mezcla de razas era unaprohibición estricta.

Abraham caminaba con rapidezhacia la seguridad de su barrio. Se habíadirigido hacia las dos torres redondasdel Portal de Regomir, sin entrar en laciudad vieja, dando un rodeo por elcamino de ronda exterior que circundabala muralla romana y siguiéndolo hastallegar al Castell Nou, que guardaba ellado sur de la ciudad y era, al mismo

tiempo, puerta de entrada al barrio delCall.

Pensaba en los problemas que lereportaría lo que estaba haciendo, y nosólo con los cristianos, sino con supropia comunidad, siempre temerosa deinfringir cualquier ley. Pero habíatomado una decisión y su condición demédico no le permitía diferencias,fueran de raza o de religión. Para unenfermo lo único importante es suenfermedad y disponer a su lado dealguien con capacidad para aliviarle. Sitodo aquello tenía consecuencias,tendría que pensarlo más tarde, despuésde atender a Guils. Sin embargo, no

dejaba de sentirse perturbado e inquieto,si Guils moría en su casa, tendría queexplicar qué haría el cuerpo de uncristiano en el seno de una comunidadjudía, algo nada fácil de justificar.

Se obligó a sí mismo a dejar depensar en las consecuencias, mientrasseguía caminando, casi corriendo detrásdel mozo. Debía recordar a su buenamigo Nahmánides, él no hubieradudado ni un momento, actuaría según suconciencia y no según su miedo.

El mozo de cuerda se paró en secoante la mole del Castell Nou. Nopensaba dar un paso más y mucho menosentrar en el barrio judío, aquel trabajo

podía ser todo lo especial que quisierany como tal lo cobraba, pero nadie lehabía dicho que había que entrar en lajudería. No había hecho preguntas porconsideración al patrón, pero nopensaba dar un paso más y así se, lohizo saber al anciano judío.

Abraham no contestó, había visto asu amigo Moshe, dueño de la carniceríay vecino suyo. Le llamó discretamente yle rogó que le ayudara.

—Son sólo unos metros, Moshe, yosolo no podré. Ayúdame, por favor.

—¡Esto es increíble, Abraham!Desapareces durante un año y pico sinmandar un triste recado, un aviso de que

estás bien, de que vas a llegar. Yo quésé, ¡algo! Y de repente, aparecescargando con un cristiano moribundo.¡Te has vuelto completamente loco!

El carnicero estaba enfadado, élapreciaba mucho a Abraham, era uno desus amigos y le debía muchos favores,pero tenía una manera muy peligrosa decobrarlos, y no estaban los tiempos paracorrer riesgos inútiles. Accedió aayudarlo a regañadientes, mostrando sutotal desacuerdo y exponiendo todos losargumentos que se le ocurrieron, yfueron muchos, para que el médicodesistiera de sus propósitos.

—Tienes toda la razón del mundo —

le respondió Abraham, en tanto sosteníaa Guils con lo que le quedaba de fuerzas—, todos tus argumentos son acertados,pero se trata de un hombre enfermo,Moshe, y yo soy médico, la enfermedadno tiene religión ni raza, debescomprenderlo.

Entre ambos trasladaron a Guils aldormitorio del anciano, en el primerpiso de la casa. Moshe resoplaba por elesfuerzo, pero parecía querer recobrarel aliento para seguir con susargumentaciones. Abraham no se lopermitió, tenía mucho trabajo que hacery, después de agradecerle a su amigo laayuda, le despidió sin contemplaciones.

—Te doy las gracias, Moshe, perono deseo comprometerte más en esteasunto. Cuanto menos sepas, muchomejor para ti. Abraham desnudó a Guils,que ardía de fiebre, le abrigó y sedirigió a la pequeña habitación que leservía de consulta y laboratorio. Allípreparaba sus medicinas, poseía unaamplia botica repleta de hierbasmedicinales y remedios para lasanación. Le tranquilizó el intenso yfamiliar aroma, pero la urgencia de lasituación le obligó a darse prisa,desconocía la naturaleza del venenopero se guiaba por los síntomas quehabía apreciado en el enfermo. Tenía

que probar con un antídoto general, queabarcara un gran número de sustanciastóxicas, no tenía tiempo para grandesestudios. Empezó a trabajar sin dejar dehacer constantes visitas al enfermo, deaplicarle compresas de saúco para lafiebre y de intentar que tragara pequeñossorbos de agua.

Finalmente encontró una fórmula quele pareció adecuada y una vezpreparada, empezó a suministrárselalentamente, gota a gota, hasta que creyóque la dosis era la necesaria. Tenía queactuar con prudencia, un veneno mata aotro veneno, pero también puede remataral paciente, la dosis debía ser exacta,

sin un margen de error.Se sentó en un pequeño taburete, al

lado del lecho, observando larespiración del enfermo. A las doshoras, pareció que Guils mejoraba. Surostro de un gris macilento empezaba acobrar vida. Un pálido color rosadoempezó a teñir su bronceado rostro y surespiración dejó de ser jadeante, paraemprender un ritmo más pausado.Abraham se tomó un respiro, era unabuena señal, pero no podía confiarse,los años de experiencia le habíanenseñado que los venenos actúan deforma traidora e inesperada. En algunoscasos, la mejoría sólo significaba el

preámbulo de la muerte, pero reconocióque nada más podía hacer, únicamenteesperar y rezar.

Apartó el taburete a un lado yarrastró su sillón preferido al lado deBernard Guils. El mueble estaba viejo yenmohecido, como él, pero todavíaguardaba en sus gastados cojines laforma de su cuerpo. Estaba exhausto, ladesenfrenada actividad de las últimashoras se convertía en una fatiga inmensa,y ni tan sólo se había acordado de tomarsus propias medicinas. Pensó quetendría tiempo de sobra más tarde, ahoranecesitaba descansar.

Se despertó sobresaltado. Un

hermoso caballo árabe, blanco como lanieve, le miraba desafiante. La crin alviento, sus patas delanteras levantadasgolpeando el aire, impaciente. Surelincho, como un grito desesperado,atravesó sus tímpanos en una demandadesconocida. Se tapó los oídos conambas manos, incapaz de asumir aquelsonido agudo, semiconsciente todavía,atontado. Necesitó unos segundos paradarse cuenta de que todo había sido unsueño. Se había dormido profundamentey su alma había abandonado el cuerpopara viajar a regiones desconocidas ylejanas y desde allí, alguien le mandabaun mensaje que no podía descifrar;

alguien o tal vez algo.Se obligó a despertarse del todo

para observar a su paciente. Bernardparecía sumido en un tranquilo sueño,sus facciones estaban relajadas yserenas, ajenas a cualquier peligro. Larespiración era normal, aquel broncosilbido de los pulmones habíadesaparecido y su pecho subía y bajabacon un ritmo pausado. Abraham setranquilizó, aún era posible recuperarlo,quizá sus remedios salvaran aquellavida y todos sus conocimientos, quetanto esfuerzo le habían exigido,sirvieran para algo. Tan viejo, tantosaños, y todavía se sentía impotente ante

la muerte. Recordó su juventud, suaprendizaje, su primera muerte… tantollegó a afectarle que estuvo a punto deabandonar sus estudios, dejarlo todo yvolver a casa para sustituir a su padre enel taller de joyería. Pero no lo hizo y supadre, decepcionado por aquel hijo queno deseaba continuar la tradiciónfamiliar, nunca le perdonó, recordóabatido.

Pero no era el momento adecuadopara reflexiones inútiles, divagacionesde la memoria que parece viajar libre eindependiente de nuestro sufrimiento,ajena a nuestro dolor. Un caballo blancoy la figura de su padre no eran los

mejores compañeros para el trabajo quele esperaba, pero conocía los laberintosde la mente humana, sus extrañasrelaciones con la realidad. Abrahamhabía reconocido, hacía ya muchotiempo, que la realidad no existía. Por lomenos no aquella de la que hablaban enla sinagoga o en los templos cristianos,y este tema le había reportado muchosproblemas en su propia comunidad.

—Problemas teológicos —musitócon una leve sonrisa. No, no era elmomento para divagaciones filosóficas.

Dejó dormir a Guils. Parecía sereno,pero Abraham no estaba seguro de sidespertaría, acaso lo único que él podía

proporcionarle era la paz de la agonía,la ausencia de dolor. Apartó todos suspensamientos con dificultad, el caballoblanco seguía allí, desafiante eimpaciente, trasmitiéndole un mensajeque no entendía.

Preparó una sopa caliente. Si Guilsdespertaba, sería el mejor alimento, uncaldo especial elaborado con hierbas,para dos enfermos. La única diferenciaentre ambos era la fecha límite. Paseópor la casa, lo único que habíaencontrado a faltar en su viaje, suestudio, su botica, sus estudios degeometría…, todo estaba igual. Sucuñada se había encargado de mantener

aquellas cuatro paredes limpias y enorden durante su ausencia, de que todose mantuviera como si nunca se hubieramarchado, y de que el fantasma de sumujer, Rebeca, muerta hacía muchosaños, siguiera en activo limpiando yordenando la vida de Abraham.

Volvía a perderse en los recuerdos,como si éstos se negaran a dejarle libre,cuando oyó el grito de Guils.Bruscamente, salió de su ensueño ycorrió hacia la habitación dondeencontró al enfermo alterado, de nuevoempapado en sudor, con la tez lívida.

—¡Guillem, Guillem, Guillem! —gritaba Guils, con un hilo de voz.

—Soy Abraham, amigo Bernard,vuestro compañero de travesía,tranquilizaos, estáis en un lugar seguro,en mi casa, no debéis preocuparos. —Elanciano secaba el sudor, sostenía alhombre en sus brazos.

—Abraham Bar Hiyya. —Guilshabía dicho el nombre completo, la vozclara y fuerte, la conciencia recobrada—. Abraham, buen amigo, tengo muypoco tiempo. Es muy importante queguardéis el paquete que llevaba en micamisa. No permitáis que caiga en malasmanos. Juradme que lo haréis.

—Debéis descansar, Bernard, no ospreocupéis por nada que no sea

recuperar la salud.El anciano intentaba tranquilizarle y

no le dijo nada de que no había ningúnpaquete, nada entre sus ropas. Pensó quequizá se tratara de una alucinación acausa de la fiebre y no quiso alterarlomás.

—Debéis avisar a la Casa delTemple, Abraham, debéis comunicar millegada, mi muerte… ellos sabrán quéhay que hacer, procurarán que no tengáisningún problema por prestarme ayuda,ellos… Avisadles inmediatamente yentregad el paquete a Guillem, meespera…

Bernard Guils se retorció de dolor,

el gris ceniciento reapareció en surostro, el jadeo volvió a sus pulmones.El médico comprobó con tristeza quesus esfuerzos habían sido inútiles, nadaparecía detener los efectos de aqueltóxico letal. Volvió a administrarle lapoción que había preparado, aunque estavez sabía que sólo podría calmar suangustia y nada más podía hacer por suvida.

—¡Abraham, hay que avisar aGuillem…, la Sombra surgirá de laoscuridad, que se aleje de la oscuridad!

Bernard Guils se desplomó en ellecho, agitado, presa de susalucinaciones. Se encontraba en el

camino, cerca del Jordán, había andadopor el desierto y estaba exhausto ysediento. Fue entonces cuando la vio,estaba allí, esperándole, como si nohubiera hecho otra cosa en la vida queaguardarle. Blanca como la capa quellevaba sobre los hombros, con la crinal viento, las patas delanteras golpeandoel aire, lanzando un relincho debienvenida. Su hermosa yegua árabe leestaba esperando hacía mucho tiempo.Se acercó a ella, acariciándole lacabeza, hablándole en un susurro comosabía que le gustaba y, cogiendo lasriendas, montó con suavidad. Ya nada leataba a su pasado, una nueva vida se

abría ante sus ojos y ni tan sólo volvióla cabeza, sonrió y cruzó el Jordán.

Abraham vio cómo una gran paz seextendía por la cara de Bernard, cómosu cuerpo se relajaba liberado del dolor,el estertor desaparecía y con él, la vida.Una enorme tristeza se apoderó delanciano médico cuando cerró el únicoojo entreabierto y cubrió su rostro con lasábana. Se quedó sentado, inmóvil y suslabios empezaron a recitar una oraciónhebrea por aquel cristiano que no habíapodido salvar.

Unos golpes en la puerta lo sacaronde su ensimismamiento. No tenía ni ideadel tiempo que llevaba allí, sentado al

lado del cadáver. Pero ni tan sólo losgolpes lograron perturbar su espíritu, selevantó lentamente, como si el cuerpo lepesara y se encaminó a la puerta. Suamigo Moshe, el carnicero, estaba anteél con una expresión de disculpa en lamirada.

—Abraham, siento mucho micomportamiento anterior, no teníaderecho a juzgarte tan severamente, tepido perdón. —Su mirada expresaba talarrepentimiento que el médico no pudonegarle la entrada, divertido ante losescrúpulos de su amigo.

—Pasa, viejo cascarrabias judío,dentro de un rato pensaba ir a buscarte.

—¿Cómo está tu paciente? ¿Haslogrado que se recuperara? ¿Necesitasalgo? —Moshe ya no sabía cómodisculparse.

—Ha muerto no hace mucho. Pocohe podido hacer contra un veneno tanpotente como el que han utilizado pararobarle la vida —contestó Abraham,invitándole a que pasara a la pequeñaestancia que le servía de comedor.

—¡Veneno! —exclamó Moshe.Abraham le contó la historia sin

ocultarle nada, necesitaba hablar conalguien y conocía a Moshe desde quetenía memoria. Aunque un poco másjoven que él, se habían criado juntos

desde niños y siempre habían mantenidouna fiel amistad. Moshe siempre habíasido un conservador, como su padre,siguió la tradición familiar en su oficio yse casó con quien su familia dispuso, apesar de que Abraham sabía quesiempre había estado profundamenteenamorado de su hermana Miriam y queésta le correspondía. Pero aquellosinfelices jóvenes no se atrevieron aafrontar las consecuencias y losresultados no habían sido buenos. Laesposa de Moshe era una mujerautoritaria y orgullosa que ledespreciaba, y su querida hermanaMiriam tenía por marido a un rígido

rabino que había borrado la sonrisa desu rostro.

El mundo ordenado y rutinario deMoshe sufrió un sobresalto al oír lahistoria de su amigo. Admiraba aAbraham desde que eran niños, sabíaque tenía la amistad de un hombre sabioque le respetaba y quería.

—¡Dios sea con nosotros, Abraharn!En buen lío te has metido. Y este pobrehombre, muerto en tu casa. ¿Qué vamosa hacer ahora?

Abraham sonrió al oír que su amigoutilizaba el plural, inmerso en lahistoria, realmente preocupado por suseguridad.

—Tú volverás a casa y no dirásnada a nadie. Si te preguntan por mí,dirás que he vuelto a emprender un viajepara atender a un paciente y que nosabes cuándo volveré.

—Pero Abraham la gente puedepensar que no has vuelto de Palestina, lomejor sería…

—No, Moshe —le atajó el médico—, es muy posible que alguien me vierallegar al Call, ya sabes cómo corren lasnoticias en este barrio, parece que nadiete ve y acabas siendo el tema principalde conversación en la sinagoga. Lomejor será ceñirse a la verdad lomáximo posible. En cuanto a mí, haré lo

que Guils me pidió antes de morir, iré ala Casa del Temple y les contaré lahistoria.

—Tienes razón, es lo mejor —asintió Moshe, convencido—. Es unasuerte que todo este lío dependa delTemple y no del aguacil real. PeroAbraham, ¿has pensado ya con quién vasa hablar? No puedes presentarte allídiciendo «tengo un muerto que lespertenece»…

—No te preocupes, tengo un buenamigo en la Casa, uno de toda confianza.Pero necesito que me hagas un favor, tenlos oídos bien abiertos, entérate de sialguien me vio llegar y habla con mi

cuñada. Puedes contarle que ya hellegado, pero que una urgencia médicame obliga a marchar de nuevo. No desdemasiadas explicaciones, serdemasiado locuaz es la manera deatrapar a un mentiroso.

Abraham despidió a su amigo,dándole las últimas instrucciones.Después hizo otra visita a la habitacióndonde Guils ya no sentía dolor nitristeza. Aquella forma humana queescondía la sábana había emprendido unviaje que nadie podía compartir. Revisóde nuevo sus ropas, palpandocuidadosamente cada centímetro de tela,buscando en las costuras y en los

bolsillos, pero no encontró nada. Pensóque era posible que todo aquello fueraparte de una alucinación provocada porel veneno, pero algo en su interior ledecía que era cierto. Una de las razonesera la propia muerte de Guils, suasesinato. Se necesitaba una buena razónpara acabar con la vida de un hombre yla existencia de aquel paquete podía seruna causa legítima para matar.

Sin embargo, entre las ropas deGuils no había nada. Abraham se sentóal lado del cadáver e hizo un esfuerzopor recordar. Cerró los ojos y vio aBernard en la popa de la nave, con elbrazo derecho fuertemente apretado

contra el pecho. Recordó los enérgicospaseos del hombre, de popa a proa, deproa a popa y de forma constante yreiterativa, el gesto de su manoizquierda rozando el pecho, comoqueriendo asegurarse de que algoimportante seguía en su lugar. Sí, estabaseguro de que Guils llevaba algovalioso para él, pero mientrasestuvieron embarcados Abraham habíallegado a la conclusión de que estabapreocupado por la seguridad de subolsa, algo muy común en este tipo detravesías, en la que se encontrabanrodeados de una tripulacióndesconocida y, en muchos casos,

proclive al hurto.Alguien había robado a Guils

aprovechando su estado o peor todavía,alguien había provocado el estado deGuils para robarle. Ocasiones parahacerlo no habían faltado, ya que desdeel momento del desembarco mucha gentese había acercado al enfermo. Lahistoria iba cobrando forma en la mentede Abraham… Guils había gritado unnombre en su agonía, Guillem, le pedíaque avisara a un tal Guillem, peroGuillem qué, era un nombre común queno le proporcionaba ninguna pista. Teníaque actuar con prudencia, la intensaangustia de Bernard indicaba que aquel

lo por lo que había muerto tenía una granimportancia y un gran peligro. Abrahamquería cumplir sus últimos deseos, perosu información era escasa, casi mínima.Después de unos minutos de reflexión, elanciano judío tomó una decisión, tomósu capa y salió de la casa.

La tarde empezaba a caer. Tenía queapresurarse, no podía arriesgarse a quecerraran el Portal del Castell Nou y leimpidieran salir hasta la mañanasiguiente. A Dios gracias, la Casa delTemple estaba muy cerca y no tardaríani cinco minutos en llegar hasta allí. Nose encontró con nadie conocido, a esahora la gente acostumbraba a recogerse

y las patrullas de vigilancia aún estaríanapurando los últimos instantes en algunataberna, antes de empezar la ronda de lanoche.

Su mente no dejaba de trabajar.¿Guillem?… El maestre provincial sellamaba así, Guillem de Pontons, pero…¿era realmente el hombre al que serefería Guils? Tendría que improvisarsobre la marcha.

Abraham tenía muy buena relacióncon los templarios de la ciudad. En sucalidad de médico había atendido amuchos miembros de la milicia quehabían solicitado sus servicios. Siemprehabía sido tratado con respeto y afecto,

y no había que olvidar las intensasrelaciones que el Temple mantenía conlos prestamistas del Call, ambas partesse beneficiaban de aquella relación yhacían excelentes negocios.

Se paró en seco, deteniendo el ritmode sus pensamientos. Tenía ladesagradable sensación de que alguienlo seguía, pero sólo logró observar, enmedio de la creciente oscuridad, unjuego de sombras dispersas, casiinmóviles. Hubiera jurado que en tantose giraba, la sombra de un aleteo decapa se había movido a sus espaldas,desapareciendo en un instante ydisolviéndose en un rincón oscuro, como

un espejismo. El silencio era total, vacíode cualquier sonido familiar.

Abraham apresuró el paso,ciñéndose la capa a su delgado cuerpo.Un escalofrío le había recorrido laespina dorsal y estaba seguro de que noera a causa del frío, era simplementemiedo. Se reconoció asustado, muyasustado y demasiado viejo para aqueltipo de experiencias. En la penumbra, apocos pasos, reconoció la imponentemole de las torres del Temple y respiróaliviado, ellos sabrían qué hacer y cómoactuar.

Una sombra extraña se dibujaba enun muro sin que luz alguna ayudara a

proyectarla. Parecía una mancha de lapropia piedra, castigada por las lluviasde siglos. Cuando Abraham desapareciópor el portón del Temple, una brisasilenciosa arrancó la sombra de lapiedra, desvaneciéndose.

Capítulo III

Guillem de Montclar

«Primeramente, ospreguntaremos si tenéisesposa o prometida quepudiera reclamaros porderecho de la SantaIglesia. Por que simintierais y acaecieraque mañana o más tardeella viniera aquí ypudiera probar que

fuisteis su hombre yreclamaros por derechode la Santa Iglesia, se osdespojaría del hábito, seos cargaría de cadenas yse os haría trabajar conlos esclavos. Y cuandose os hubiera vejado losuficiente, se osdevolvería a la mujer yhabríais perdido la Casapara siempre. Gentilhermano, ¿tenéis mujer oprometida?».

S e levantó del banco de piedra yvolvió al ventanuco. Exactamente

seis pasos, multiplicado por las veinteocasiones en que había hecho eltrayecto, daba como resultado cientoveinte pasos. Y como en las vecesanteriores, echó un vistazo al exterior.Contempló la torre del monasterio deSant Pere de les Puelles, la quellamaban «Torre dels Ocells», aquelenorme convento había dado vida a todoun barrio. Tierras y molinos, muchosmolinos cerca de las aguas de lacorriente del Rec Condal.

El molino en que se encontraba,propiedad del Temple, había sido punto

de encuentro de innumerables citas conGuils, porque era uno de sus lugaresfavoritos para tratar de temas delicados.

—Verás, muchacho, ¿a quién se lepuede ocurrir que dos malditos espíascomo nosotros, se reúnan en este viejomolino? Además como es nuestro, todoqueda en familia y nadie nos va amolestar, pensarán que somos miembrosselectos del sector jurídico de la orden,enredados en algún pleito con lasmonjas del monasterio por cualquiertrozo de tierra, como siempre —lecomentó Guils con sorna, al ver suexpresión perpleja la primera vez quequedaron citados allí.

No era un mal lugar, habíareconocido Guillem, un espaciotranquilo y bastante solitario aexcepción de las inquisitivas miradas desus hermanos del Temple que seocupaban del molino. Sin embargo, enaquel momento Guillem de Montclarestaba realmente preocupado por latardanza de su superior. No era habitualque éste llegara tarde a una cita yrecordó los consejos de Guils referentesal tema.

—Una demora de quince minutos esmotivo de grave preocupación, y mediahora equivale a la alerta máxima y aprepararse para correr en dirección

contraria. Métetelo en la cabeza, chico,es posible que alguna vez te salve lavida. —Guils le insistía, una y otra vez,en tono doctoral.

Sin embargo, habían pasado cuatrohoras y Guillem seguía allí, pegado alventanuco, negándose a aceptar quehubiera podido pasar algo grave, algorealmente grave.

Pensó en Bernard Guils. Trabajabacon él desde hacía cinco años y habíasido su mentor, su maestro de espías,todo lo que sabía se lo debía a él.Representaba la figura paterna quejamás había conocido o que ni siquierapodía recordar. Su padre había sido

asesinado cuando él contaba apenas diezaños y su madre se había acogido a laprotección del Temple de Barberá, ellugar de donde procedía su familia.Berenguer de Montclar, su padre,pertenecía a la nobleza local y siemprehabía sido un hombre del Temple, unfiel servidor de la orden y por ello, a sumuerte, los templarios se habían hechocargo del pequeño Guillem, de sueducación y de su vida. Se habíanconvertido en su única familia conocida.Cuando cumplió catorce años, resolvióun extraño caso que tenía a su orden muypreocupada y sus maestros observaronen él una capacidad especial, un «sexto

sentido», como decía su tutor. Notardaron en ponerle en manos de Guils.

La ausencia de Bernard se le hacíainsoportable y una profundaperturbación interior le manteníaparalizado. «Guils, Guils, Guils, dóndedemonios te has metido», pensaba con lainquietud y el miedo inundándole elánimo. No era posible que le hubierasucedido nada malo, a él no, podía contodo, era la persona con más recursosque había conocido en su corta vida, elmás listo. Intentaba por todos los medioshallar una respuesta lógica y razonada aaquella demora, y no la encontraba.

Hacía poco más de un mes que

Guillem había recibido instrucciones deGuils a través de un emisario tunecino.Estaba en la encomienda de Barberá,adonde Bernard solía enviarlo para quese tomara un respiro: «A las raíces —ledecía—, húndete en las raíces para noolvidar quién eres». El mensaje cifradono daba muchas explicaciones, comosiempre, sólo las necesarias. Era untransporte prioritario con el sello de lamás alta jerarquía. Sabía el día probablede la llegada de la nave de Guils,siempre que no hubiera tormentas ohuracanes, naufragios o asaltos de lospiratas. Por esta razón, llevaba unasemana en la ciudad, vagabundeando por

el puerto y la zona marítima, escuchandorumores y avisos de la llegada a puertode las diferentes embarcaciones. Sabíaque Bernard viajaba en un barcoveneciano porque estaba convencido dela capacidad de los venecianos para nover nada más que aquello que les eranecesario: una buena bolsa bien repletay no habría preguntas ni interrogatorios.Y también sabía algo que hubierapreferido ignorar: que Bernard Guils noiba a aparecer por el molino, algoterrible había sucedido y tenía queponerse en marcha de inmediato. Ya noimportaba el haber visto con sus propiosojos la llegada de la nave veneciana al

puerto y la actividad que su arribadaproducía, las correrías de mozos decuerda y barqueros, de mercaderes yprestamistas. Nadie se había fijado enél, con su apariencia de joven inexpertoy despistado, quizás hijo de algúncomerciante. Pero él se había fijado entodo y en todos, como le había enseñadoGuils, comprobando que no había ningúnmotivo de preocupación, y que todoparecía en orden. Y siguiendo susinstrucciones, antes de que salieran lasbarcas en busca de los pasajeros, seapresuró a llegar al lugar de la cita. Yallí seguía, pero la demora de Guilsindicaba que sí había motivos de

preocupación y que nada estaba enorden.

Salió del molino y respiró hondo.No era momento de vacilaciones, ycaminando a buen paso, sin correr parano llamar la atención, se encaminó denuevo hacia el puerto.

Tenía que empezar desde elprincipio, sin sobresaltos, poner enmarcha lo que Bernard le habíaenseñado todos aquellos años. Sinembargo, la actividad no disminuyó laintensa sensación de soledad que seabría paso en su plexo solar, como si unvacío intenso se agrandara en suinterior. ¿Quizás aquélla no era la nave

en que viajaba su compañero? ¿Eraposible que algún problema le hubieraobligado a subir a otra nave?

El alfóndigo de Barcelona,l'alfondec, seguía siendo un herviderode actividad. Su nombre derivaba delárabe, al-fondak, que significabaposada, pero era mucho más que eso.Era un edificio, o mejor un grupo deconstrucciones que se situabanalrededor de un gran patio central,donde los Cónsules de Ultramar ejercíansu cargo y que al mismo tiempo servíade posada, de almacén para losmercaderes, y donde se podían encontrartodos los servicios necesarios: baños,

hornos, tiendas, tabernas e inclusocapilla. Era el centro neurálgico de laactividad mercantil y portuaria.

Guillem, todavía conmocionado, seadentró en el torbellino de gentes eidiomas diferentes, cruzándose con unnutrido grupo de marineros que sedirigían en tropel a la taberna máspróxima. Se acercó al lugar donde elTemple tenía su mesa propia y susoficiales vigilaban y controlaban susenvíos a Tierra Santa. Frey Dalmau, unmaduro templario encargado de todaslas transacciones que allí se realizaban,lo vio acercarse con una sonrisa. Suslargas barbas y la cruz roja en su capa

blanca eran señal inequívoca de sucondición, a diferencia de Guillem que,por su especial trabajo, podía parecercualquier cosa a excepción de uncaballero templario.

Frey Dalmau le miraba con unasonrisa en los labios. Conocía a aquelmuchacho desde que era un crío, desdelos viejos tiempos en que visitaba laencomienda de Barberá.

—Vaya, vaya, hermano Guillem, enlos últimos tres años no te había vistotanto como en el día de hoy. Me alegrode tu visita a este viejo administrador.

—Buen día, hermano Dalmau, vengoen busca de un poco de información.

—¿Información? —repitió freyDalmau—. Me parece que tratándose deti, poca información es un término muyextenso. —Tenéis razón, poca o mucha,necesito información. Esta mañana,rondando por aquí, he visto arribar a unbarco veneciano. ¿Habéis visto algo deinterés en su llegada?

Frey Dalmau lo observó conatención, había algo más quepreocupación en la mirada del joven,quizá miedo, pensó.

—Llegó un barco veneciano, estáisen lo cierto. Su capitán es un talD'Amato, creo. Traía pasajeros, he vistodesembarcar a dos frailes predicadores,

a un judío, a un comerciante llamadoCamposines al que conozco, uno de lospasajeros parecía enfermo, acasoborracho, no lo sé. Armaron un granrevuelo para sacarlo de la barca. Elhombre parecía inconsciente.

—Hermano Dalmau —Guillemsintió un viento helado en los pulmones—, necesito que hagáis un esfuerzo dememoria y, conociendo vuestrashabilidades, sé que podéis hacerlomucho mejor.

—Estáis preocupado, muchacho,algo os perturba y sería mucho mejorque fueseis al grano y me preguntaraisqué es, exactamente, lo que queréis

saber.—Quiero saber todo lo que

recordéis de cada uno de los viajerosque transportaba esta nave, de todos losque desembarcaron.

Guillem intentaba controlar suimpaciencia, el miedo a tener que oíralgo que no deseaba escuchar. «Tengoque calmarme, no crear sospechasinútiles y averiguar todo lo que pueda»,se dijo a sí mismo.

—Está bien, haré lo que me habéispedido. Veamos: la primera barca veníabastante llena, daba la impresión de quetodos tenían mucha prisa pordesembarcar. Ya os he dicho que

bajaron dos frailes, uno bastante viejo yotro joven, de vuestra edadaproximadamente. El viejo estabaencolerizado y se marchó dejandoplantado al joven; otro hombre, demediana edad, que cojeaba levemente yse quedó por allí, curioseando; unanciano judío arrastrando a un hombreinconsciente y dos, quizá trestripulantes; el comerciante Camposinesy el capitán, la barca era de Romeu, aveces trabaja para nosotros, pero elbarquero era nuevo, un chico joven.

—¿Y el enfermo? ¿Os fijasteis en él,pudisteis ver cómo era? —Sentía que elpulso le golpeaba en las sienes, que

estaba a punto de estallar.—Era un hombre maduro. —Frey

Dalmau había cambiado el tono de voz,más grave, aunque el joven no lopercibiera.

—¿Nada más? ¿Maduro y nada más?—Alto y muy corpulento, se

necesitaron varios brazos para sacarlode la barca. Y era tuerto. Llevaba unparche oscuro sobre uno de sus ojos.Eso es lo único que os puedo decir.

Guillem tuvo la impresión de que elmundo acababa de caerle encima. Todoel peso de aquel siglo estaba sobre susespaldas, a punto de tumbarle, dedejarle sin respiración. Hizo un inmenso

esfuerzo para sobreponerse, para nomanifestar sus emociones, pero freyDalmau percibió su dolor.

—Sentaos, Guillem. —Le pasó unbrazo por los hombros, guiándole haciasu silla de contable—. Este hombreparecía muy indispuesto, pero noconozco la causa ni la gravedad de suenfermedad. El anciano judío estabapendiente de él, vi cómo hablaba conCamposines y éste le proporcionaba unmozo de cuerda para transportar alenfermo. Marcharon los tres, mozo,anciano y enfermo, el pobre judíoparecía no poder con su alma. Y ahora,decidme qué es lo que os perturba tan

profundamente, muchacho, que aunquesepa que vuestro trabajo no os permiteconfianzas, os ayudaré en lo que pueda.

Todo daba vueltas en la cabeza deGuillem de Montclar, joven espía delTemple, y la realidad se abría pasolentamente, con esfuerzo. La soledad yano era una simple sensación, era algopalpable y espeso que ya nunca leabandonaría. Y la realidad le indicabaque estaba obligado a actuar, encontrar aGuils vivo o muerto, aunque todas lasseñales le llevaban a pensar, con infinitatristeza, que su maestro habíaemprendido un viaje al que él no podíaacompañarle.

—Os agradezco vuestra ayuda, freyDalmau. —La voz aún débil e insegura.El joven salía de su conmoción, nadie lehabía preparado para un golpe así y lecostaba adaptarse a una situación de laque desconocía todas las normas. Porprimera vez, era Guils quien lenecesitaba allí donde estuviera, le exigíauna respuesta, la aplicación de todos losconocimientos que, año tras año, lehabía transmitido. Por primera vez, lavida le pedía un cambio total, el iniciode un nuevo ciclo en el que Guils noestaría para guiarlo, para protegerlo. Yestaba asustado, dudaba de su capacidadsin la ayuda del maestro, pero

necesitaba encontrarlo—. Os agradezcovuestra ayuda, frey Dalmau —repitióautomáticamente, al contemplar lamirada preocupada del administrador—,pero tenéis razón, mi trabajo no mepermite muchas confianzas. Sólo quierosaber si conocéis al anciano judío delque me habéis hablado.

—Le conozco perfectamente, es unviejo amigo del Temple de Barcelona,muchacho. Su nombre es Abraham BarHiyya, uno de los mejores médicos de laciudad y os lo digo con cono cimientoporque me ha atendido en muchasocasiones. Es un gran amigo de freyArnau, nuestro hermano boticario,

ambos acostumbran a compartir secretosde hierbas y ungüentos. Tambiénconozco muy bien al comercianteCamposines, un buen hombre. Os ruegoque contéis con mi ayuda.

Guillem le miró agradecido, noquería preocuparle más de lo necesarioy tampoco podía confiarle susproblemas, porque eso sólo conseguiríaponer en peligro al administrador.Recordó una de las frases lapidarias deGuils: «Cuantos menos conozcan tuproblema, menos muertos en tuconciencia». Sí, ciertamente, éste era ellado malo de su trabajo, no podíaconfiar en nadie aunque en aquellos

momentos era una condición difícil decumplir.

Se despidió agradeciendo sucolaboración y tranquilizándole con lasprimeras palabras que encontró. Teníaque encontrar a Abraham Bar Hiyya,tenía que dar con Guils.

Mientras se apresuraba, dejando elbarrio marítimo a sus espaldas,reflexionó sobre cuál tenía que ser supróximo paso. ¿Debía detenerse en laCasa del Temple y hablar con el hermano boticario? ¿Dirigirse directamentehacia la judería y preguntar por elmédico? Todos conocerían su domicilio,seguro que era un personaje conocido.

Se detuvo, respirando con dificultad.Estaba claro que lo primero que teníaque hacer era recuperar el control de susnervios. Si Bernard Guils estuviera a sulado no podría ocultar su decepción anteel comportamiento atolondrado eimprudente de su alumno. Se obligó acontrolarse. Cerró los ojos respirandohondo, sin pensar en nada, permitiendoque su mente se llenara de un únicocolor, el blanco dominando al negro.

Una mujer, que pasaba por su ladoacarreando un pesado saco, se lo quedómirando, perpleja ante su inmovilidad.Le preguntó si se encontraba bien o sinecesitaba ayuda. Guillem le contestó,

amablemente, que estaba bien, que habíatenido un ligero mareo, y ya estaba casirecuperado. La mujer se alejó,mirándole, poco convencida de suspalabras. Él todavía se quedó allí,inmóvil, durante unos instantes. Despuéssus facciones se endurecieron yemprendió la marcha sin vacilar. Algohabía cambiado en su interior, ya nohabía lugar para el muchacho que unossegundos antes ocupaba su lugar.

La tarde declinaba cuando llegó albarrio judío y se dio cuenta del tiempoque había perdido esperando inútilmenteen el molino, un error que no debíarepetir. Se cruzó con un hombre de

mediana edad al que detuvo parapreguntar por la casa del médico.

—Aquí mismo, en la calle de laGran Sinagoga, a la vuelta de la esquina.Pero me temo que no vais a encontrarle,Abraham está de viaje a Palestina, haceya mucho tiempo que partió y nosabemos nada de él. Vaya a saber, unhombre de su edad y enfermoemprendiendo un viaje tan peligroso.Guillem se dirigió al lugar señalado, unarespetable casa de dos pisos, muy cercade una carnicería judía. Llamó y esperó,sin oír ningún ruido, la casa parecíavacía. Esperó y volvió a llamar, sinresultado. «Bien —pensó—,

continuaremos con la segunda opción, laCasa del Temple y el hermanoboticario». Se dio la vuelta y observó, asu izquierda, una sombra que parecíaquerer ocultarse en el rincón másalejado. Alguien estaba espiando la casade Abraham Bar Hiyya. ¿O tal vez leestaban siguiendo a él? Preocupado,pensó que se estaba saltando todas lasnormas de seguridad desde primerashoras de la mañana y que si alguienestuviera interesado en matarle, hubierapodido hacerlo quinientas veces, contoda tranquilidad.

—¡Soy un perfecto imbécil! —murmuró—. Si la vida de Bernard

hubiera dependido de mí, él mismo mehabría asesinado por inepto. ¡Tengo queempezar a actuar con la cabeza!

Bien, si alguien le seguía ahora sedaría cuenta muy pronto, y si vigilabanla casa del judío lo tendría presente. Seencaminó hacia la Casa del Temple deBarcelona, con los ojos bien abiertos yenfadado consigo mismo.

El gran convento templario de laciudad estaba construido en los terrenossuroccidentales de la muralla romana, enlas torres denominadas den Gallifa, a lasque la misma muralla servía como muroprotector. En realidad, la Casa madre sehallaba a unos kilómetros de la ciudad,

en Palau-Solitá: allí estaba el centroadministrativo y neurálgico de laencomienda desde hacía muchos años.Sin embargo, poco a poco y por razonesprácticas, debido a sus grandes interesesen la ciudad, el convento de Barcelonahabía tomado mayor importancia.

Al llegar, Guillem preguntó por elhermano Arnau, el boticario, y leindicaron unas dependencias situadas enun extremo, muy cerca del huerto. Sedirigió allí y llamó a la puerta. Una vozle invitó a pasar.

Entró en una amplia habitación muyiluminada, atestada de libros y frascos,con un intenso aroma a especias y

hierbas medicinales. Dos ancianos lecontemplaban con curiosidad. Uno deellos, vestido con el hábito templario ysentado en un desvencijado sillón,tomaba un brebaje humeante. Suspequeños ojos azules parecían nocorresponder a su rostro curtido, defacciones cortantes y con unas inmensasbarbas grises. El otro anciano era, sinlugar a dudas, un judío. Su capa concapucha y la rodela roja y amarilla nopermitían equivocaciones. Tambiénsostenía un tazón en la mano, dando laimpresión de una gran fragilidad, quizápor su extrema delgadez y el colorpálido de su piel.

Eran muy diferentes uno del otro ysin embargo, Guillem tenía la sensaciónde encontrarse ante dos hermanos, comosi un hilo invisible de familiaridad lesuniera.

—Adelante, joven, adelante. ¿Quéos trae por aquí? —La voz de freyArnau era suave y afectuosa—. Entrad ysentaos, si podéis encontrar algo conqué hacerlo, tengo que ordenar estahabitación un día de éstos. ¿Qué puedenhacer dos ancianos boticarios por vos?¡Oh, por cierto!, os presento a mi buenamigo Abraham Bar Hiyya.

—A él precisamente iba buscando,frey Arnau —respondió Guillem,

mirando con atención al anciano judío.Parecía sereno y eso le dio esperanzas.Era posible que al buen Guils no lehubiera pasado nada grave, queestuviera cerca, descansando.

—¿Me buscáis a mí, joven? ¿Osencontráis mal, estáis enfermo?

—No, no. No se trata de mi salud,sino de la de un compañero con el quetenía que encontrarme esta mañana. Enel puerto me han dicho que parecía muyenfermo y que vos os habéis encargadode su cuidado. Quisiera saber dóndepuedo encontrarlo.

Los dos ancianos se miraron sindecir nada, impresionados por las

palabras del muchacho que teníandelante. Abraham intentaba aparentaruna tranquilidad que no sentía y queaumentó al observar una cierta tristezaen la mirada del joven, una tristeza quele recordaba a alguien. No tardó enaveriguarlo, con veinte años menos,aquel joven era el espejo, vital y llenode energía, de Bernard Guils. Y si nohubiera sabido que aquél era untemplario, bien podía pasar por supropio hijo.

—¿Os llamáis Guillem? —preguntócon suavidad.

—Así es. Mi nombre es Guillem deMontclar.

—Si estoy aquí, con frey Arnau, esprecisamente a causa de vuestrocompañero.

Abraham intentaba encontrar laspalabras adecuadas para una tristenoticia, sin conseguirlo. En su profesiónhabía dos cosas que le producían unahonda perturbación, todavía ahora,después de tantos años de ejercer lamedicina. La primera era la impotenciaque le causaba la propia muerte de suspacientes; la segunda, comunicarlo a susseres queridos.

—Os lo ruego, Abraham, decidmedónde está Guils.

Los dos ancianos parecían

obstinados en el silencio, buscandopalabras perdidas en su mente,negándose a comunicar la tragedia. Susilencio aumentó la angustia queGuillem sentía desde hacía horas,confirmándole sus peores sospechas.

—Guillem, vuestro compañeroBernard Guils murió esta mañana encasa de Abraham —rompió finalmentefrey Arnau su silencio.

Aunque esperaba la noticia y sepreparaba para ella, las palabras delviejo templario cayeron como un mazoen el alma del joven. Intentó reprimir eldolor que subía por su garganta, pero nopudo evitar que las lágrimas asomaran a

su rostro. Inmóvil, en medio de lahabitación, con la cara contraída,aguantando la respiración para no gritar,era la imagen del desconsuelo. Abrahamy frey Arnau estaban conmovidos por eldolor del joven, pero se mantuvieron ensilencio, sabían que debían permitir susufrimiento, esperar a que se calmara ylo aceptara. La edad y la experiencia leshabía enseñado a respetar el dolorajeno, a no inmiscuirse con palabrasfáciles y sin sentido. Había que esperar,la pena se colocaría en su lugarcorrespondiente en silencio.

Y esperaron. Cada uno absorto ensus propios pensamientos, inmóviles, sin

intervenir, recordando la primera muerteque les había traspasado el alma.Abraham pensaba en la muerte de supadre, ocurrida a poco de acabar susestudios de medicina. «Nada puedeshacer por mí, márchate», le había dichoen su agonía, intransigente y orgulloso.No le había perdonado, nunca lo haría,pero él no se marchó, se quedó a su ladoprobando todos los remedios queconocía, inútilmente.

Frey Arnau estaba perdido en losdesiertos de Palestina donde su hermanoencontró la muerte, entre sus brazos,arropado con la blanca capa del Templepara protegerlo del frío final. Casi un

niño, sin tiempo para crecer. «No medejes solo, Arnau —había murmurado—, no me dejes solo».

Así, de esta manera quedaron lostres, estatuas mudas, que no podíanevitar la soledad del momento,testimonios de las palabras del sabiopoeta que clamaba contra el áridodesierto que se extiende en el interior delos seres humanos.

Fue el más joven el que rompió elsilencio, cuando ya los dos ancianos seperdían en laberintos de antiguas culpas.Los rescató de su propia memoria, comoocurre en las ocasiones en que lajuventud rescata a la vejez del

ensimismamiento de antiguas sombras,siempre acechantes en momentos dereflexión.

—¿Qué ocurrió, Abraham?—Alguien le envenenó en el barco

—respondió Abraham—. Los últimosdías de la travesía los pasó en el jergónde la bodega, sin poder aceptar ningúnalimento porque su cuerpo lo rechazaba.Tampoco quiso ayuda alguna, por muchoque intenté convencerle. Me parecióque, en cierta manera, deseaba morir.Cuando llegaron las barcas ya no setenía en pie, aunque su único deseo erapisar tierra firme. En el corto trayectohasta la playa, perdió el conocimiento y

no conseguí que lo recuperara, así quelo trasladé hasta mi casa, pensando queera posible salvarlo. Pero no loconseguí, el veneno había invadido todosu cuerpo, su avance fue fulminante.Creo que aguantó mucho, era un hombrefuerte. La persona que lo envenenódebía dudar de la eficacia de su acción,al ver que pasaban los días y Guilsseguía vivo. Quizás incluso ahora,ignora que su plan ha tenido éxito.

—Hicisteis todo lo posible por él,Abraham —le interrumpió frey Arnau,que conocía la pena que le causaba lamuerte.

—Sólo hice lo que sabía, Arnau, y

por los resultados no sabía lo suficiente.—Abraham, ¿os dijo algo?, ¿os

confió algo que llevara? —Guillemdespertaba de la impresión, su misiónseguía siendo la misma y el trabajo seimponía.

—Os llamó repetidas veces ydespués me rogó que guardara algo quellevaba entre las ropas, pero nadaencontré. Registré su ropa, pieza porpieza, desconociendo si lo que reclamaba era grande o pequeño, delgadoo grueso. Pero allí no había nada.

—¿Y durante el trayecto, os fijasteissi ocultaba algo en la embarcación o enalgún otro lugar?

—Observé, por su gesto, queguardaba algo entre sus ropas. Su brazoparecía pegado al torso, custodiandoalgo celosamente, quizás en el pecho obajo el mismo brazo. Recuerdo que sumano iba repetidamente hacia su pecho,como si comprobara que fuera lo quefuese, seguía allí. Pero acabé pensandoque era una simple precaución, latripulación de estas naves no son gentede fiar ni tampoco muchos de suspasajeros. No sé si sabéis a qué tipo degente me refiero, pero hay algunos queparecen salidos directamente de lamazmorra. Supongo que pensé quecuidaba de su bolsa, como todos los

demás, y no le di importancia.—¿Y cuando desembarcasteis? —

Guillem empezaba a tener una sospecha.Abraham pensó durante unos

segundos, intentando recordar conprecisión.

—Tuvieron que ayudarme a bajarloa la barca, y después a llevarlo hasta laplaya. Aquellos asnos creían que estababorracho y no pararon de hacer bromasgroseras durante todo el trayecto, casituve que suplicar su ayuda.

—Veamos, Abraham. ¿Quién osayudó a bajarlo a la barca? ¿Quién seacercó a él durante el trayecto hasta laplaya?

El joven se aferraba a su disciplinade trabajo, guiando al anciano judío porlos rincones de su memoria. «Debesempezar por el principio —le decíaGuils—, con paciencia, no tedescontroles, abandona todaespeculación que creas cierta y aférratea los hechos. Esto no es un trabajo parafilósofos, chico, sino para artesanos».

—Está bien, joven Guillem,procuraré ir en orden y no confundirme.Veamos: cuando lo bajamos a la barca,me ayudó el fraile más joven y dosmiembros de la tripulación, uno de ellosmuy fuerte y tosco. También meayudaron D'Aubert y Camposines.

Recuerdo que el viejo frailedespotricaba contra borrachos y judíos yse negó a prestarnos la más mínimaayuda. Incluso ya en la barca, se colocólo más lejos posible de nosotros.Cuando llegamos a la playa, creo queme ayudaron los mismos y unos mozosde cuerda que esperaban para embarcar.En cuanto al trayecto, nadie se nosacercó. Yo sostenía a vuestro amigomientras los demás nos contemplabancomo a auténticos leprosos.

—Lo más probable es que el robotuviera lugar al bajarlo o en la mismaplaya —interrumpió frey Arnau—. Tuvoque ser en un momento de confusión

entre tanta gente, de lo contrario alguiense hubiera dado cuenta. Haced unesfuerzo, Abraham, quizá recordéis algode utilidad.

—¡D'Aubert! —exclamó Abraham,excitado—, se quedó solo con Guilscuando yo buscaba ayuda paratransportarlo a mi casa. Fui a hablar conCamposines y al volverme, D’Auberthabía desaparecido. Guils estabatendido en la arena, solo, y aunque yosólo estaba a unos pasos, le rogué que sequedara unos segundos con él.

—¿D’Aubert? ¿Quién es estehombre? —preguntó Guillem.

—Según él, un mercenario y no

puedo negar que se esforzaba encomportarse como tal, ya sabéis,contando heroicidades y fantasías quenadie creía.

—¿Y pensáis que ocultaba algo?—Es muy posible —respondió

Abraham, pensativo—. Lo único que ospuedo decir, es que no me pareció quefuera quien decía ser. Se esforzabademasiado en demostrar lo que nadie lepedía. No me caía bien, lo siento, medesentendí de su persona a los pocosdías.

—Decidme, Abraham, ¿pasó algodurante la travesía que os llamara laatención? —siguió interrogando

Guillem.—Una tormenta espantosa que

estuvo a punto de engullirnos a todos —contestó de inmediato el anciano—.Estuve convencido de que el Altísimohabía decidido mi hora, jamás viví algoparecido, os lo juro.

Abraham quedó mudo por elrecuerdo, nunca volvería a pisar unanave si podía evitarlo. De golpe, algo levino a la memoria como un relámpago.

—Tuvimos un asesinato enLimassol, antes de embarcar.

—¡Un asesinato! —Guillem y freyArnau habían soltado la exclamación alunísono, asombrados.

—Abraham, amigo mío, podríaishaber empezado por ahí —le comentó elboticario. Pero todas las alarmas sehabían encendido en el cerebro deGuillem.

—¿Recordáis los detalles, Abraham,o sólo oísteis rumores?

—Fuimos espectadores de primerafila, Guils y yo. El capitán D Amato merogó que, en mi condición de médico, lediera mi opinión sobre la muerte de unmarinero cuyo cadáver había aparecidoaquella misma mañana. Fuimos hastaallí y encontramos a Guils, que estabaexaminando al muerto. A1 principio nohallamos señales de violencia. D'Amato

temía que hubiera muerto a causa dealguna enfermedad contagiosa, pero alrato, Guils me indicó una finísima marcaen la base del cuello. Llegamos a laconclusión de que alguien habíaatravesado al infeliz con un estilete muyfino que casi no dejó marca. Guils mepidió que no dijera nada de ello y así lohice. En realidad, no sé por qué, no leconocía de nada, pero era el único queme inspiraba confianza. Cuando elcapitán se interesó por misconclusiones, mentí y le dije que lo másprobable era que hubiera muerto delcorazón.

—Abraham —preguntó Guillem con

cautela—, ¿se sustituyó el hombreasesinado, se buscó a alguien quehiciera su trabajo?

—Casi de inmediato. Estábamos apunto de partir y el capitán estabafurioso, la tripulación era escasa y nopodía permitirse continuar con unhombre menos. Admitió al primero quese presentó.

—¿Y recordáis algo de ese nuevotripulante?

—¡Oh, sí, desde luego! Fue uno delos que me ayudó con Guils. Se portómuy amablemente conmigo, incluso seofreció sin necesidad de pedírselo.

Frey Arnau y Guillem se miraron

con preocupación.—Abraham, amigo mío, ¿recordáis

cómo era, qué cara tenía? —Frey Arnauhabía hecho la pregunta con curiosidad ytacto, no deseaba alarmar a su viejocompañero.

—Era de mediana edad, no tan altocomo Guils. Normal, un hombrecorriente.

—¿«Normal, corriente»? ¿Quédemonios quiere decir esto? —Laimpaciencia volvía al ánimo de Guillem.

—Lo más posible, hermanoMontclar —interrumpió de nuevo elboticario, lanzando una mirada de avisoal joven—, es que Abraham quiera decir

que era de ese tipo de personas sinningún rasgo característico que lasdefinan. Caras y cuerpos anónimos haymuchos, ¿no es así, Abraham?

Frey Arnau sufría por su amigo,conocía su enfermedad y había notadolas muestras de cansancio de éste ante elinterrogatorio del joven. El día habíaestado lleno de emociones fuertes parasu fatigado corazón, en una jornadaexcesiva para él. Guillem tambiénpercibía el agotamiento del anciano ydecidió terminar. Tiempo habría paraaclarar sus dudas. Sin embargo, erapreciso empezar a tomar precauciones.

—Abraham —dijo en tono serio—,

no podéis volver a casa por ahora. Éstees un asunto peligroso y alguien podríacreer que sabéis más de lo necesario.No quiero arriesgar vuestra vida, yahemos tenido bastantes muertos por hoy.

—Estoy totalmente de acuerdo —confirmó el hermano boticario—.Abraham se quedará aquí, conmigo, todoel tiempo que haga falta. No hay sitiomás seguro en toda la ciudad que estacasa, nadie se atrevería a entrar.

—¿Y Guils? —preguntó el ancianojudío en tono bajo.

—Hay que ir a buscarlo y darle unasepultura digna. Reconocer en su muertelo que en vida no pudo manifestar a

causa de su trabajo, enterrarlo como elmagnífico templario que fue. —FreyArnau había hablado con firmeza.

Guillem asintió en silencio, sabíaexactamente lo que Bernard hubieradeseado y así lo manifestó.

—Bernard hubiera deseadodescansar en Tierra Santa, en el desiertode Judea, junto al lugar donde reposaAlba, su mejor yegua árabe. Sentía unafecto especial por aquel caballo yjuraba que tenía más corazón que lamayoría de personas que había conocidoen su vida.

Abraham dio un respingo que casi lohizo caer de la silla. Los dos hombres le

miraron con asombro y ciertapreocupación, Arnau creía que setrataba de un síntoma de su enferme dad.El anciano les explicó su sueño, al ladodel moribundo Guils: un hermoso corcelblanco como la nieve, con su crinagitada al viento y con un relinchoimpaciente que atravesó sus oídos,despertándole.

Guillem estaba profundamenteimpresionado y contempló en la miradade frey Arnau el mismo sentimiento.Finalmente el boticario habló.

—Posiblemente, el lugar dondeenterremos al hermano Guils no seaimportante. Lo que me transmite el

sueño de Abraham es que él está dondequería estar, su alma ha vuelto aldesierto que tanto amó, junto a sucaballo blanco que le esperaba. Ambosya están juntos de nuevo y nada volveráa separarles.

—Tenéis razón, Arnau. Estoyconvencido de que soñé lo que Guilstambién soñaba y que ésta fue su manerade agradecer mi ayuda. Me regaló unsueño y un mensaje para su jovenalumno, decirle que está bien, que noestá solo en su viaje y que no debepreocuparse por él.

Ambos ancianos asintieron ensilencio, mirándose con mutua

comprensión. El mundo estaba tejidocon hechos asombrosos y desconocidos,y uno de ellos los había convertido enespectadores involuntarios del milagro.Los dos sabían que la esencia misma delmilagro no necesitaba comprenderse,únicamente contemplarse.

Guillem de Montclar observó a losdos sabios, con afecto. Entre ellos habíaencontrado el único consuelo que podíandarle, el milagro de la esperanza. Lejosde desdeñar aquel sueño, le habían dadoforma y consistencia, transformándoloen un mensaje de su querido Bernard.Una gran paz se adueñó de su interior,como un bálsamo que curara y aliviara

sus heridas. Sabía perfectamente lo quetenía que hacer a continuación y dandounas breves instrucciones a los dosancianos, salió de la Casa. La nochecaía sobre la ciudad y los grandeshachones encendidos iluminaban lafachada de la Casa del Temple. Másallá, la oscuridad levantaba su reino, yhacia ella se dirigió Guillem sin vacilar.

Capítulo IV

La Sombra

«¿Habéis estado enotra orden y pronunciadovuestros votos y vuestrapromesa? Porque si lohubierais hecho y estaorden os reclamara, se osdespojaría del hábito yse os de volvería a estaorden, pero antes se oshabría vejado lo

G

suficiente y habríaisperdido la Casa parasiempre».

uillem de Montclar no tardómucho en llegar a la casa de

Abraham Bar Hiyya. Había tomadotodas las precauciones para comprobarque no le seguían y que nadie vigilaba lacasa del anciano. Buscó la llave que lehabía entregado el médico y abrió lapuerta. Un penetrante aroma a hierbasmedicinales le dio la bienvenida, aunquetambién pudo percibir otro olor queempezaba a apoderarse de la casa, el

del inconfundible aroma de la muerte.Encendió un candil que encontró

cerca de la puerta, tal como Abraham lehabía indicado, para que un poco de luzdespejara la oscuridad que lo rodeaba.Y cuando lo hizo, comprendió quealguien se le había adelantado. La casaestaba patas arriba, revuelta hasta en losmás mínimos detalles, los escasosmuebles del judío, tirados o reventadosen el suelo y sus frascos medicinalesconvertidos en miles de fragmentoscristalinos que, a la tenue luz del candil,devolvían reflejos fantasmales quedanzaban en las paredes.

Fue hasta la habitación donde yacía

el cuerpo de Guils atravesado en ellecho, en medio de un revuelo de plumasy paja. Habían destripado el colchónhasta dejarlo sin forma y el sillón delanciano, en un rincón, era un amasijo demaderas y cuero. Guillem, abatido,contempló a su viejo compañero. Elcuerpo estaba boca abajo, el rostroladeado contra los restos del colchón ysu único ojo, ya cerrado, parecía dormirajeno al desastre. Era la imagen patéticadel desvalimiento. El joven se desplomóen una esquina de la destrozada cama, lacara inundada de lágrimas, sinnecesidad de contener más sussentimientos y estalló en sollozos.

«Guils, mi buen maestro, finalmente tehe encontrado, demasiado tarde, pero heconseguido encontrarte. Siempre meavisaste de este momento, desde elprimer día, pero yo jamás te creí,convencido de tu naturaleza inmortal yeterna, de que nadie lograría atraparte.¡Qué voy a hacer ahora, Bernard!». Lasúltimas palabras resonaron en toda lacasa, en un gemido de impotencia yrabia, sin que nada ni nadie pudieraescucharlas ni contestarlas. Pero en lamente de Guillem retumbó una carcajadade Guils. «¡Vamos, muchacho, no teduermas, que pareces un saco de mierdaen medio de un establo! ». Allí estaba el

potente vozarrón inundando su cabeza,riéndose de su ritmo lento y torpe,perdido en divagaciones estériles yllorando como un crío. «Esto no esfilosofía, carcamal, si quieres serfilósofo te vuelves a Barberá, bienprotegido entre los muros del convento.Despierta de una vez, Guillem, se tratade la vida y la muerte y es de tu queridopescuezo de lo que estamos hablando,no de metafísica barata».

Como siempre, Bernard tenía razón.Cogió una de las sábanas, tiradas en elsuelo, tapó el cuerpo de su maestro yempezó a trabajar metódicamente.Registró la casa, palmo a palmo, las

ropas de Guils y el propio cadáver y noencontró nada que le fuera de utilidad.Salió a la calle para inspeccionar lasituación y ningún movimiento alertó suinstinto, todo parecía en calma.

Fue al pequeño jardín, detrás de lacasa, donde Abraham le había indicadoque encontraría una vieja carretilla yvolvió a entrar. Vistió el cuerpo deGuils con lo más imprescindible paraque el sentido del pudor protegiera a sucompañero de miradas malintencionadasy después, con dificultad, acomodó elcadáver en la carretilla lo mejor quepudo. La corpulencia de Guils noayudaba y cuando contempló a su

mentor, en aquel miserable transporte,una oleada de sollozos volvió ainundarle la garganta. Estuvo tentado decubrirlo con una manta vieja, pero no lohizo, si alguien le hubiera visto habríapensado que llevaba a su compañeroborracho de vuelta a casa, lo que noestaría mal a aquellas horas de la nochey con un cadáver a cuestas. A losoficiales reales del Castell Nou no lesgustaban las historias extravagantes,eran más tolerantes con las algaradas deborrachos alborotadores.

Volvió a salir a la calle para dar unúltimo vistazo, nadie debía advertir supresencia allí. Apagó el candil y lo

devolvió a su lugar. Acto seguido,empujó la carretilla con su carga haciala puerta entreabierta. Emprendióentonces una carrera apresurada y veloz,inquieto por el chirriante ruido de sutransporte, buscando la penumbra másoscura de la calle y sin volver la miradaatrás, igual que un caballo conanteojeras, desbocado y sin freno.

En un instante, se encontró riendocomo un loco. Guillem de Montclar,caballero del Temple, aunque nadie lodiría por su aspecto, corriendo calleabajo con una ruidosa carretilla y con elcadáver de su mejor amigo, hecho unguiñapo, como si mil de los peores

demonios del abismo le persiguierancon saña.

Frey Arnau, en el portón de entradade la Casa, estaba vigilante y alerta. Nonecesitó ninguna consigna especial nicontraseña, el espantoso chirrido dehierros oxidados corriendo a todavelocidad precedía la llegada del jovenen medio de la noche. Cuatro hermanosestaban a sus espaldas, con las armas enla mano, dispuestos a solucionarcualquier contratiempo imprevisto.Nadie hizo preguntas, a pesar de laperplejidad en sus rostros al hacersecargo del cadáver de Guils y de suruidoso transporte. Guillem, apoyado en

la puerta cerrada, respiraba condificultad, todavía atormentado porconvulsiones entremezcladas de risa yllanto, como si el cuerpo humano,llevado al límite, necesitara de losextremos para recuperar de nuevo elpunto medio.

Frey Arnau, apenado, locontemplaba sin intervenir.

—Necesitáis descansar, muchacho,tomaros un respiro. Guillem le mirómientras intentaba recuperar larespiración y controlar los frenéticoslatidos de su corazón a punto de estallar.Su mirada fija pero extraviada inquietóal boticario.

—¿Todo está en orden, Guillem?—Nada ni nadie está en orden en

este maldito mundo, hermano. Alguienha entrado en casa de Abraham antesque yo y lo ha revuelto todo, como si unhuracán hubiera pasado por allí en suausencia. Mucho me temo que no podrávolver en un largo tiempo. Abraham va anecesitar toda la protección de la ordensi quiere seguir vivo.

—Por cierto, quiere hablar con vos,ha recordado algo y dice que es muyimportante.

Más recuperado, Guillem seencaminó a las habitaciones delboticario, seguido por éste, todavía

preocupado por el estado del joven.Abraham estaba inclinado sobre unospergaminos que observaba con atención,cuando entraron en la estancia. Se alegróde ver a Guillem sano y salvo, aunquemostró una gran preocupación alenterarse de las últimas noticias, la ideade que alguien hubiera perturbado laintimidad de su casa le producía unaprofunda inquietud.

—Mi buen muchacho, ¿qué es lo quetengo que hacer ahora? Mi casa es loúnico que poseo y no deseocomprometer a mi comunidad en esteproblema, ya tiene suficientes.

Frey Arnau asintió a las palabras de

su amigo, conocía las dificultades y losmalos tiempos que se cernían sobre lacomunidad judía. Tomando a Abrahampor el brazo le tranquilizó.

—Lo he estado pensando, amigomío, y creo que lo mejor es que osalejéis de la ciudad una temporada.Dentro de unos días, sale undestacamento de los nuestros hacia elRosellón, a la encomienda del Masdeu.Iremos con ellos y pondremos distanciaal problema.

—Mi buen amigo Arnau. —Abrahamparecía conmovido por la generosidadde su compañero—. Vos no tenéis queemprender este viaje; no podéis

abandonar vuestras obligaciones y noquiero implicaros más, con uno que estéen peligro es suficiente.

Guillem intervino, interrumpiendo afrey Arnau que ya se preparaba paralanzar un discurso.

—Ambos debéis marcharos, de esono hay duda alguna, los dos sabéisdemasiado y si os quedarais,representaría un problema para míporque no puedo garantizaros unaprotección total. Y creedme si os digoque este asunto es realmente peligroso.La muerte de Guils es buena prueba deello.

—Se acabó la discusión, Abraham,

el muchacho tiene toda la razón delmundo. Y ahora, decidle lo que habéisrecordado y os tiene tan preocupado.

—Bien, procuraré ser lo máspreciso que pueda. Veréis, Guillem, nosé si para vos tendrá algún sentido loque os voy a contar y tampoco estoyseguro de que todo ello no sea más queproducto de alucinaciones del pobreGuils, pero bueno, en los últimosmomentos de su agonía, recobró elconocimiento, gritó vuestro nombre ydespués, al reconocerme, me rogó queme pusiera en contacto con el Temple,me dijo que os haríais cargo delproblema y después…

—¡Después, qué! —Guillem casigritaba, cosa que le valió una mirada dereprobación del boticario.

—Después me dijo que tenía queavisaros de una sombra. —Abrahamrespondió velozmente, casiavergonzado.

—¿Una sombra? —preguntaron susinterlocutores a la vez.

—Sí. Exactamente, debía avisarosde una sombra. «La sombra que surgiríade la oscuridad», eso dijo. Despuésmurió.

Los tres hombres se quedaron enabsoluto silencio, cada uno inmerso ensus propias cavilaciones, intentando dar

un sentido lógico a las últimas palabrasde Guils. ¿Una sombra? ¿Una sombrasurgiendo de la oscuridad?«Evidentemente —pensaba frey Arnau—, toda sombra que se precie debe salirde la oscuridad para manifestarse… quéextraño galimatías».

Guillem no salía de su asombro.¿Qué demonios quería decirle Bernardcon aquellas palabras, qué mensajeintentaba transmitirle? Parecía claro queera una señal de alerta, pero ¿de qué leprevenía? «Sombra» no era una palabraque entrara en el código secreto queellos utilizaban, y que el propio Guils lehabía enseñado. ¿Sombra y oscuridad?

¿Qué significaba todo aquello?Abraham intentaba recordar

cualquier detalle que le hubiera pasadopor alto, cualquier minucia que ayudaraa clarificar aquel enigma, pero todohabía ocurrido tan rápido que, inclusoahora, se veía incapaz de asumir que nofuera más que el producto de un malsueño, una pesadilla atroz de la quedespertaría en cualquier momento, en sucasa, en su sillón favorito. Pero ya notenía casa adonde ir y se veía obligado ahuir como un delincuente. Notó que elmiedo había hecho un cómodo nido ensu interior y no tenía intenciones deabandonarlo, más bien al contrario,

crecía a cada minuto que pasaba.—Bien, lo tendré en cuenta —

reaccionó Guillem, con expresióndubitativa—. Aunque no le encuentrosignificado, pensaré en las palabras deBernard y actuaré con prudencia. Peroahora debemos descansar, Abraham,aunque sólo sean unas horas, todosestamos agotados por los últimosacontecimientos y es difícil pensar eneste estado.

—Reconozco que ha sido excesivopara mí —convino el anciano judío conel cansancio reflejado en el rostro—.Mañana será otro día y pensaremos conmás claridad. Confieso que no podría

seguir ni un segundo más, mi salud no esbuena.

Frey Arnau se mostró totalmente deacuerdo, el peso de las emocionestambién le afectaba. Comentó que seocuparía de Abraham y salió en buscade algo que comer, no sin antes señalarque no olvidaría las medicinas delanciano.

—¡Señor, las medicinas! —susurróAbraham—. Ni siquiera he recordadoque debía tomarlas, creo que incluso heolvidado que estoy enfermo. Sientomucho no haber podido hacer algo máspor vuestro compañero, Guillem.

—Hicisteis lo humanamente posible,

Abraham, no permitisteis que murierasolo, abandonado en la playa, como unfardo de mercancía olvidado. Y eso fueimportante. Pero debéis cuidaros. Nosabía que estuvierais enfermo y lamentohaberos presionado tanto con mispreguntas. Espero que me perdonéis.

—No hay nada que perdonar,muchacho, mi salud es la propia de miedad y me alegra poderos ayudar en loque sea. No dudéis en presionarme sieste viejo judío todavía os sirve deauxilio.

Guillem se despidió con afecto delanciano y salió de la habitación. Andabadespacio, hacia el gran patio de armas,

el corazón de la Casa. Necesitaba airefresco y soledad para pensar y ordenarsus pensamientos. Todo eraexcesivamente confuso y las emocionestodavía dominaban su alma. Tenía queponer orden, situar cada pieza en ellugar correspondiente y prescindir de losuperficial. En una palabra, aferrarse alos hechos, y uno de ellos era la muertede Bernard Guils. ¿Por qué habíamuerto? Alguien quería apoderarse de loque llevaba, no había otra razón. Sabíanque no podían robarle fácilmente, no aGuils, no al mejor. Necesitaban matarloantes y eso indicaba que le conocían,que sabían quién era. Pero ¿veneno? ¿En

una nave en que casi todos compartían lacomida, en que cualquier irregularidadalertaría a Bernard? ¿Cómo se lohabrían suministrado sin levantar sussospechas? Era muy desconfiado yprecavido, y en sus largos años deservicio acumulaba una granexperiencia. ¿Cómo lo habían hecho?

¿Y cuál había sido el momento delrobo? Averiguarlo determinaría a losposibles sospechosos, a los que seencontraran más cerca de él y tuvieran laposibilidad de sustraer aquel misteriosopaquete. Hay que empezar desde elprincipio, pensó, buscar a todos los queestuvieron cerca de Guils, oír sus

versiones. Alguien tenía que haber vistoalgo, por estúpido que fuera, algo a loque no había dado la menor importanciay que, sin embargo, la tenía.

Iniciaría sus investigaciones por lamañana. Necesitaba descansar y dejarde pensar, de dar vueltas y vueltas sobreel mismo eje sin llegar a parte alguna.Pensó en pasar unos instantes por lacapilla de la encomienda pero desistió.De nada serviría alargar aquelinterminable día y era mucho mejordormir en una cama que en un banco dela iglesia. No, dejaría los rezos para eldía siguiente, con la mente clara y elcuerpo a punto. «Si tu vida depende de

una oración, reza, pero si depende de ti,cosa harto frecuente, olvídate de letaníasy mueve el culo, chico». Máximanúmero dos mil quinientas treinta, delinterminable libro de instrucciones deBernard Guils, pensó Guillem con unatriste sonrisa.

—¡Maldita sea, Bernard, no voy apoder sacarte de mi cabeza en lo que meresta de vida!

A la mañana siguiente, después deun sueño reparador y un buen desayunoen la cocina del convento, Guillem deMontclar se encaminó, con pasodecidido, hacia el barrio marítimo.Antes de salir, había preguntado por frey

Dalmau, el oficial templario encargadode los asuntos comerciales de la zonadel puerto y le habían contestado que yahabía salido hacía unas horas y que leencontraría allí.

La mañana aparecía gris y sobre laciudad caía el peso de oscurosnubarrones que amenazaban lluvia.Guillem husmeó el aire, inspirando lafría humedad, y apretó el paso en tantosu mente ordenaba el plan del día. Laamenaza de lluvia no influía en laactividad del barrio, en plenorendimiento, con una muchedumbredeambulando en todas direcciones. Eljoven pensó que éste constituía un

magnífico lugar para pasardesapercibido, aunque cambió de ideaal observar los penetrantes ojos de freyDalmau clavados en él desde ladistancia. No había nada que escapara ala observación de aquel hombre,habituado a distinguir lo que leinteresaba entre una multitud. Se acercóa él, lentamente, con una sonrisa irónicaante la agudeza visual de su hermano.

—Buenos días, frey Dalmau,empezáis muy pronto el día. —Buenosdías, hermano Guillem. Por lo queparece, el tiempo está bien repartido,unos empezamos al alba y otros loacaban empujando una carretilla.

—Las noticias corren muy rápido enla Casa.

—Ya sabéis, hermano, lo mucho quele gusta al Temple estar bien informadoy esto debe contagiarse a sus miembros.Últimamente estábamos un pocoaburridos y la verdad, todospreferiríamos seguir aburridos si conello evitáramos la muerte de uno de losnuestros. Pero no os haré perder eltiempo con palabrería. Decidme en quépuedo ayudaros.

—Quería que me indicarais dóndepuedo encontrar al tal Camposines, elcomerciante del que me hablasteis. —¿Camposines? Con gusto lo haré, aunque

dudo de que él os pueda ayudardemasiado. El problema de loscomerciantes, un problema que ellosconsideran virtud, es que su miradapocas veces se aparta de su mercancía yme parece que no estáis interesado enpigmentos para el tinte.

—Frey Dalmau —rogó Guillem conuna sonrisa—, por algo hay que empezary en mi situación cualquier camino esbueno.

—¿Tan mal andamos? —Dalmau loobservaba con atención, intentandoencajar al joven en su particular escalade valores—. Veréis, muchacho. Ayer,cuando la barca arribó a la playa y

dejaron a Guils tendido en la arena, mefijé en un detalle un poco extraño quequizás os sirva de algo.

—¿De qué se trata?—Cuando Abraham hablaba con

Camposines, vi que el hombre que sehabía quedado con Guils se largaba, yuno de los miembros de la tripulación seacercó al enfermo como si estuvierainteresado en su estado. Pero no erainterés por su salud lo que demostró. Enrealidad, hizo un registro completo deBernard, con unas manos realmenterápidas y educadas en estos menesteres.Y esto no es lo más extraño…

—Me tenéis en ascuas, hermano

Dalmau. —El joven estaba nerviosoante la precisión de los recuerdos deladministrador.

—No perdáis la paciencia,muchacho. Después del registro, elindividuo se levantó de un salto, parecíamuy sorprendido y enfadado. Miró a sualrededor, luego a Guils y cuando estabaseguro de que nadie lo observaba, lepegó un brutal puntapié al hermanoGuils, que gracias a Dios estabainconsciente. Después se largó endirección al barrio de Santa María,hacia la Ribera. ¿Qué opináis?

Guillem se había quedadosorprendido ante la historia y no

acababa de comprender el significadode aquello. Frey Dalmau, eladministrador, viendo su desorientación,continuó:

—Escuchad, lo que quiero decir esque este hombre buscaba algo y estabaconvencido de que lo tenía Guils.Cuando no lo encontró, se sorprendió yenfureció hasta el extremo de desahogarsu frustración en un pobre moribundo,arriesgándose a ser visto por alguien. Ylo que es más, me he enterado estamañana de que ese tipo se ha largado,dejando plantado al capitán D Amato. Elveneciano está de un humor de perrosbuscando un sustituto para poder largar

amarras. ¿No lo encontráis interesante?Guillem pensó unos segundos antes

de contestar, empezaba a comprender elhilo conductor que le brindaban.

—Indica que lo que quería esteindividuo, fue robado a Guils antes dellegar a la playa. No se os escapa nada,frey Dalmau, me extraña que la orden noos haya dado un trabajo como el mío.

Dalmau lanzó una carcajada. Legustaba aquel chico.

—Porque esta misma habilidad es loque salva al Temple de los malosnegocios, Guillem, y ya sabéis que sinbuenos negocios estamos perdidos.

Guillem se contagió del buen humor

del administrador y ambos rieron de lamala fama mercantilista que tenía suorden.

—Me recordáis los chistes malos deun buen amigo.

—Os comprendo, yo tambiénconocía a Guils y muchas de misocurrencias son fruto de su ingenio, queno del mío. Juntos, nos habíamos reídomucho en Palestina, luchando codo concodo. Cuando le vi desembarcar enaquel estado, a punto estuve de correr asu lado, pero no lo hice, no le hubieragustado que le descubriese y me quedéaquí, paralizado e impotente, viendocómo Abraham se lo llevaba. Mandé

recado urgente a la Casa de lo queestaba pasando.

—Desconocía que Guils tuvierabuenos amigos en la Casa, pero oscomprendo. No hubierais podido hacernada por él, nadie podía ya hacer nada.

—Podría haber estado a su lado,Guillem, compartir su soledad en elúltimo momento. Podría haber dado unapaliza de muerte al individuo que lepegó un puntapié y llevarlo a ras trashasta la Casa para que explicara suindigna conducta. Fijaos en las cosasque hubiera podido hacer, y no hicenada. Ya veis, hermano Guillem, que yoos puedo explicar mis problemas, en

tanto que vos y Guils no podéiscompartir nada, ésa es la diferencia. Untrabajo solitario el vuestro.

Guillem asintió, el administradorhabía descrito su trabajo con una solapalabra: soledad. Sin Bernard, estasoledad se hacía irrespirable y sóloentonces se dio cuenta de lo que sumuerte representaba para él, ycomprendió el intenso miedo que sentíaen su interior.

—Debéis encontrar a D’Amato,muchacho. Ignoro si el individuo del queos he hablado pueda ser el asesino deGuils, pero es un buen sospechoso,mucho mejor que Camposines.

—¿Y cuál es el mejor lugar paraencontrar al capitán veneciano?

—Yo recorrería todas las tabernasdel puerto. Seguro que lo encontráis enuna de ellas, borracho o buscandotripulante nuevo, o ambas cosas a la vez.

Guillem agradeció su valiosa ayuday Dalmau prometió tener los ojos bienabiertos y los oídos prestos a cualquierrumor interesante. Ya estaba a punto demarcharse, cuando se dio la vuelta derepente.

—¿Frey Dalmau, tiene para vosalgún significado la palabra «sombra»?

Se arrepintió de la pregunta ante lasorprendente reacción de frey Dalmau.

Su cuerpo se tensó, rígido como unavara, y su expresión pacífica setransformó en una mueca de ira y miedo.

—Escuchad, muchacho, ésta es unapregunta peligrosa y debéis ser prudenteal hacerla. Ahora no es momento dehablar, pero quiero saber dónde lahabéis oído y en qué circunstancias. Nosveremos esta noche, en la Casa, en lahabitación de Arnau y charlaremos.Ahora marchaos y buscad a D'Amato.Averiguad todo lo que podáis sobreaquel hombre de la tripulación.

No era un simple comentario, erauna orden y eso asombró a Guillem.Frey Dalmau todavía conservaba

aquella expresión de rabia contenida,como si algo hubiera removido un posoprofundo y espeso. El joven se preguntóqué podía causar aquella reacción. ¿Dequé se enteraría aquella noche?Necesitaba la guía de Bernard, suexperiencia y seguridad, sin él se sentíaperdido. Apartó aquellos pensamientos,que sólo aceleraban el miedo que sentíade no estar a la altura de lascircunstancias. Fuera lo que fuese lo queel hermano Dalmau tuviera que contarle,tendría que esperar. Mientras tanto, teníamucho trabajo que hacer.

Inició su recorrido en busca delveneciano por las tabernas del puerto, y

a la sexta lo encontró. Estaba ante unamesa, con una jarra de vino y cara depocos amigos. Guillem se acercó a él.

—¿Me permitís invitaros a unaronda, capitán? —El joven se sentó a sulado, sin esperar la respuesta.

—¿Qué ocurre? ¿Acaso os interesael trabajo? Porque si no es así, os juroque no deseo perder el tiempo. —La vozde D'Amato empezaba a tener la mismatextura del vino barato que consumía.

Guillem puso una bolsa de cueroencima de la mesa y sonrió al hombre.

—Vaya, vaya…, está claro que eltrabajo no os interesa. Pero algo habráde vuestro interés para que esta bolsa

acabe en mis manos, ¿no es así? —Lamirada del veneciano había que dadofija en la pequeña bolsa de cuero,calibrando su peso, el tipo de monedaque podía contener, su tacto.

—Un poco de información, nada más—contestó Guillem.

—Mientras el peso de la bolsa y elde la información estén en equilibrio,procuraré complaceros. —El venecianopidió otra ronda, observando a suinterlocutor con interés—. Dejadmeadivinar…, seguro que os interesa unode mis pasajeros, uno que llegó mediomuerto a la playa. ¿Me equivoco?¿Acaso era vuestro padre?

—Os equivocáis, capitán, mi padrehace tantos años que está muerto que nirecuerdo su cara. Tampoco sé nada deningún moribundo, ni me interesa. Loque deseo saber es todo lo que sepáisacerca de uno de los miembros devuestra tripulación, uno que recogisteisen el puerto de Limassol, en una devuestras paradas.

—¡Ese mal nacido, hijo de Satanás!Maldita sea su estampa —aullóD'Amato en un arranque de cólera. Elcolor de su rostro subió varios tonos,pasando del rojo al escarlata—. ¡Hadesaparecido, me ha dejado plantado,varado en esta maldita ciudad! Nunca

debí fiarme de él. Desde el primer díasupe que era un maldito traidor, escoria.¿A vos, qué os ha hecho?

Guillem meditó la respuesta, pues noquería que el veneciano relacionara aGuils con aquel asunto.

—Estafó a un comerciante de Chiprey huyó. Me han contratado para llevarlode vuelta, de la manera que sea. Yaconocéis las malas pulgas de losmercaderes chipriotas. No sé demasiadodel asunto ni me importa, pero creo quela hija de ese comerciante tiene algo quever.

—O sea, que es un maldito estafadorque utilizó mi barco para huir. No me

extraña la prisa que tenía por abandonarLimassol. Y no me sorprendería quetambién fuera un criminal. El hombre alque sustituyó apareció muerto,asesinado.

—¿Asesinado? —Guillem sóloparecía mostrar una indiferentecuriosidad.

—Eso he dicho. Uno de mispasajeros, un médico judío, comentó quehabía sido del corazón, pero… ¡ca!, nihablar. Aquel bergante tenía una saludde hierro. Además, vi la mirada deaquel mercenario, el tal Guils, elmoribundo de la playa, cuando estabaexaminando el cadáver. ¡Menuda ralea

de pasajeros, sólo me faltaban ellos,otro atajo de escoria!

—¿Ese tipo, el estafador, osprovocó problemas durante el viaje? —El joven tanteaba el terreno, sin prisas,un excesivo interés pondría al venecianoen guardia.

—¿Problemas? Amigo mío, no paróde crear conflictos durante toda latravesía. Estaba donde no tenía queestar, que es lo peor que se puede haceren una embarcación, no tenía ni idea dehacer el nudo más sencillo, era uninepto. Llegué a la conclusión de que sehabía embarcado por algún motivooscuro.

—¿Qué queréis decir?D'Amato se acercó a él, en tono

confidencial. El fuerte olor a vino, enoleadas, llegaba hacia el olfato deGuillem.

—Observé que no le quitaba el ojo auno de los pasajeros, ese tal Guils delque os hablaba. Desatendía todas susobligaciones para estar lo más cercaposible de él, cualquier excusa erabuena si lo acercaba a ese hombre, perose dio cuenta de que yo lo vigilaba, deque no me engañaba, y entonces intentódisimular su interés. Pero eso no esposible con Antonio d’Amato, amigomío, no soy tonto. Pensé que quería

robarle, pero ya me diréis qué demoniosiba a robar a un mercenario como aquél.

—No tengo la menor idea —lecontestó Guillem apurando su jarra ypidiendo otra ronda. Se había percatadode que la bebida aflojaba la lengua delveneciano—. De todas formas, capitán,es un comportamiento extraño para unladrón.

—Vamos, compañero, no seáisingenuo, ése tenía de ladrón lo que yo degenovés. No sé si estafó a vuestropatrón, pero de lo que estoy seguro esque buscaba alguna cosa y os juro queno debía de ser nada bueno. ¡Fijaos queincluso he llegado a pensar que tenía

algo que ver con la enfermedad del talGuils, el mercenario, quizás hasta con sumuerte!

—¡Otro asesinato! Creí que mehabíais dicho que este hombre no habíamuerto, que estaba enfermo pero vivo.

—Se rumoreó que estaba borracho,pero os puedo asegurar que eso no escierto. Era un hombre extraño pero no unborracho. Y estaba muy enfermo. Vos nole visteis la cara cuando desembarcó,pero os juro que era el rostro de unmuerto.

D'Amato se persignó tres veces paraalejar los malos espíritus y continuó entono enigmático.

—Os lo contaré porque me caéisbien, compañero. Un día, durante latravesía, encontré a ese malnacidorepartiendo las raciones de agua, y éseno era su trabajo. Cuando se dio cuentade que lo había visto, salió corriendo.A1 principio pensé que, como siempre,estaba eludiendo sus tareas, más duras,desde luego, pero después…, cuandoese hombre se puso tan enfermo, nodejaba de pensar en el día que lo habíavisto trasegar con el agua.

—Pero ¿por qué haría una cosa así?—preguntó Guillem.

—¡Ja!, por cualquier buena cantidadde oro, amigo mío —le respondió el

veneciano, convencido del valor delmetal—. ¿Por qué otra razón había deser? Ha sido una travesía de pesadilla,con problemas con la tripulación y conlos pasajeros… y ahora que recuerdo,también hemos tenido un ladronzuelo, unauténtico profesional el tal D'Aubert,siempre con la mano metida en bolsaajena. Con mis propios ojos contemplécómo desvalijaba a uno de los frailessin que éste se diera cuenta. Unas manosrápidas y limpias, sí señor, en el últimomomento y a punto de desembarcar y¡zas!, la bolsa del fraile ya estaba enotras manos.

Guillem insistió en pagar una nueva

ronda, aunque ya sabía todo lo que teníaque saber. Había vaciado al venecianode toda la información necesaria. Sinembargo, todavía se quedó un rato conél, escuchando sus diatribas contramarineros y pasajeros, pisanos ygenoveses. Mientras D’Amato hablaba,algo se iba perfilando en suspensamientos. Ya se despedía, cuando lepreguntó por D'Aubert.

—¿Sabéis adónde ha ido?—Se fue corriendo como un conejo,

antes de que se llevaran a Guils. Estabaen la playa, rondando como un hurón yvigilando cualquier descuido para sacarganancia. No me extrañaría que hubiera

desvalijado al propio moribundo,aprovechando que estaba medio muerto¡Ralea de malditos cobardes!

Guillem salió de la taberna. Laspiezas iban encajando poco a poco.Pensó entonces que era posible queD’Aubert hubiera robado a Guils en laplaya, aprovechando el momento en queAbraham hablaba con Camposines, yque después huyera. O quizás, antes dedesembarcar. Si había robado al fraile,era probable que hubiera probado suertecon un hombre gravemente enfermo. Ydespués había llegado el otro,convencido de encontrar algo que ya noestaba en su lugar.

Algo por lo que estaba dispuesto amatar. No tenía ni idea de lo que Guilstransportaba, pero estaba seguro de quesi D'Aubert lo había robado, estaba enun grave peligro de muerte. O sea que seimponía encontrar al ladrón, antes deque el asesino de Guils diera con él. A1mismo tiempo que reflexionaba,descubrió una manera para controlar sumiedo, incluso para hacerlodesaparecer. Un nuevo sentimiento leexigía encontrar al asesino de Guils ymatarlo con sus propias manos. En suánimo cobraba fuerza una sensacióndesconocida, que iba a convertirse en sucompañera durante un tiempo.

Recorrió de nuevo todas las tabernasdel barrio marítimo, en busca deD'Aubert, sin encontrarlo. De vuelta, vioa Ricard Camposines hablando con unoshombres y aprovechó la casualidad,como si la mano del destino le auxiliaraen su camino. Quizá tenía razón freyDalmau, y el comerciante no podríaofrecerle ningún dato de interés, perovalía la pena intentarlo y, sin pensárselodos veces, se dirigió hacia él.

—Buenos días, señores —sepresentó—. Quisiera hablar unosmomentos con el señor RicardCamposines, si fuera posible. Noquisiera interrumpir su trabajo.

Camposines se adelantó un pasohacia Guillem, intrigado y a la vezasustado de que éste fuera uno de losrepresentantes de sus acreedores,impacientes por recobrar sus beneficiosantes de tiempo.

—Soy Camposines. Supongo que osenvían por el asunto del préstamo, peroantes tengo que cerrar el trato, ayermismo llegué y…

—No, no me envía ningúnprestamista, no os preocupéis. Soy unamigo de Abraham Bar Hiyya y deBernard Guils, vuestros compañeros deviaje, y sólo quisiera haceros unaspreguntas, nada más. Si estáis ocupado

en estos momentos, volveré más tarde,en cuanto podáis.

—¡Dios Santo! —exclamóaterrorizado el comerciante—. Sois unoficial real. Os aseguro que ya no sénada.

Al joven le costó tranquilizar alagitado Camposines, presa del pánicoante cualquier conflicto que estorbara sunegocio. Le explicó, con suavidad, queera amigo de Guils y que su únicapretensión era saber qué había pasado ycómo, y que no tenía ningún interés enperjudicarle. Le llevó a la posada delalfóndigo, con palabrastranquilizadoras, y le invitó a una jarra

de vino, comprobando que elcomerciante se calmaba poco a poco.

—Y bien, ¿cómo está vuestroamigo? —preguntó.

—Murió ayer, en casa de Abraham,amigo mío. —Guillem le miraba consimpatía y preocupación, esperando sureacción ante la noticia.

Camposines empezó a temblar, comosi un frío glacial hubiera atravesado laspuertas de la posada, bebiendo la jarrade un golpe.

—¡Dios Santo, Dios Santo, me lotemía! Estaba muy mal al desembarcar,hice lo que pude, no podía dejar lamercancía, yo… —Calmaos, por favor,

nadie os está acusando de nada malo.Hicisteis lo que creísteis correcto,ayudasteis a Abraham, no podíais hacernada por Guils.

—¿Lo creéis realmente? —Unasombra de duda se extendía por el rostrodel comerciante, entristeciendo susfacciones, y Guillem se apiadó de él.

—Estoy convencido de queactuasteis correctamente, y Abraham osagradece mucho vuestra ayuda. Si hevenido a hablar con vos, es simplementeporque he pensado que a lo mejorpodríais darme noticias de uno de losotros pasajeros.

Camposines parpadeó con sorpresa.

Había temido que aquel joven viniera apasarle cuentas por su cobardía, porqueasí se sentía, un cobarde que habíaabandonado a su suerte al viejo judío y asu pesada carga.

—¿De quién me estáis hablando?—De un tal D'Aubert. Me han

contado que robó a uno de los frailesque os acompañaban, y es posible quetambién robara a Guils cuando ésteenfermé.

—¡D'Aubert robó a uno de losdominicos! —Por un momento, lasonrisa inundó la cara de Camposines—. Tenéis que perdonarme, joven, perouno de estos frailes era realmente

desagradable y me estaba imaginando sucara al descubrir el robo. Pero, en fin,no me extraña. D'Aubert era una malapieza, espero no tener que volverle a veren mi vida. ¿Sabéis que me lo encontré,más de una vez, rondando mi mercancíaen la bodega de la embarcación? Si oshe de ser sincero, no le saqué el ojo deencima en todo el viaje, no me fiaba deél.

—¿Lo habéis visto después deldesembarco?

—¡Qué casualidad, joven!Precisamente, estábamos hablando de élcuando vos llegasteis.

—Continuad, amigo Camposines, os

escucho.—Veréis, me han contado que el tal

D'Aubert se ha pasado el día en elalfóndigo buscando a alguien quedominara el idioma griego. ¿No osparece extraño? Un iletrado ignorantecomo él, en busca de un traductor degriego. Seguramente está tramando algoy por lo que sabemos, no será nadabueno.

Ya calmado, Camposines se lanzó anarrar su difícil y complicado viaje portierras lejanas, en busca de sus exóticospigmentos. Guillem le escuchó duranteun rato, interesándose por sus problemasy después se levantó para marcharse. Se

despidieron como dos buenos amigos yel comerciante se ofreció a darle toda laayuda necesaria, e insistió en quecontara con él, y se reafirmó en quesentía profundamente la muerte de Guils.

Guillem se encaminó de nuevo haciala Casa del Temple. La fina lluvia quehabía caído durante el día, lo teníaempapado y necesitaba cambiarse ycomer algo. Ya había recogido bastanteinformación y era momento deordenarla, de buscar el lugarcorrespondiente a cada hecho. Meditabaacerca de las palabras de Camposines.¿Un traductor de griego? ¿Para quénecesitaba un ladronzuelo como

D'Aubert a alguien así? Existía laposibilidad de que hubiera robado alfraile una carta o documento escrito enesta lengua, pero ¿qué valor podía tenerpara lanzarse a la busca de un traductor,de manera tan indiscreta? ¿O quizás eraalgo que guardaba relación con BernardGuils? ¡Qué demonios sería lo quellevaba! Nadie le había comunicado lanaturaleza del paquete que transportaba,sólo su importancia.

Todo el asunto era cada vez másconfuso y su mente no dejaba de darvueltas y más vueltas, intentandoencontrar un hilo conductor que loguiara. Sin embargo, no conseguía poner

en orden la información conseguida.Lejos de clarificar los hechos, lososcurecía todavía más. Personas y datostejían un complicado laberinto y cuantomás avanzaba, más perdido se sentía.

«Bien —pensó—, frey Dalmau meespera esta noche y es posible quedescubra el mensaje de Bernard, acasosea la solución a todo el enigma, unaespecie de código secreto quedesconozco. Pero si Guils intentabamandarme una señal de peligro, ¿porqué no utilizar una clave conocida porambos? Guils, mi buen maestro, me hasabandonado en medio de estemonumental laberinto lleno de sombras,

ladrones y traductores de griego. Noestoy preparado para esto, todavía no».Estaba cansado y harto. Aquel trabajo,sin Bernard, perdía todo su sentido, todasu razón de ser.

Capítulo V

Frey Dalmau

«¿Tenéis algunadeuda contraída conalgún hombre del mundoque no podáis pagar vosmismo o vuestrosamigos, sin la ayuda dela Casa? Porque se osdespojaría del hábito, seos entregaría al acreedory la Casa no sería

L

responsable de ladeuda».

a muerte de Bernard Guils era yauna noticia en la Casa de Barcelona

y los preparativos para su entierro seaceleraban. Su desaparición habíacreado inquietud entre los miembros dela milicia. Nadie sabía, con exactitud, lacausa de su muerte y los rumoresañadían más misterio a su asesinato.Muchos de los hermanos, sobre todo losmás jóvenes, se preguntaban qué hacíaGuils, sin hábito e irreconocible comotemplario, en casa de un judío. Para

ellos, Bernard era una leyenda nacida desus gestas en Tierra Santa, un fierolugarteniente del Temple de Acre al quemuy pocos habían conocidopersonalmente. Nadie podía explicar laverdadera naturaleza de su trabajo yaunque las sospechas se extendían y lapalabra «espía» se repetía en voz baja,todo aquello no dejaba de pertenecer alterreno de la duda.

Lo mismo sucedía con el jovenGuillem, su compañero. También sinhábito, totalmente rasurado, no asistía alos actos litúrgicos y entraba y salía dela Casa siempre que le placía. Sinembargo, no se le conocía un historial

heroico que le significara entre sushermanos y por ello, muchos de ellospensaron que era un simple criado,quizás un sargento de los muchos quetenía el Temple. Pasó a ser el chico deGuils, simplemente, le clasificaron ydejaron de notar su presencia. Era ciertoque esta situación favorecía el especialtrabajo de Guillem, pero aquellaindiferencia le irritaba. «Si quieres tucapa blanca, olvídate de este trabajo,muchacho», Bernard se lo habíarepetido en muchas ocasiones, siempreque percibía en los ojos de su alumnoaquel brillo especial al contemplar elperfecto orden de un destacamento de

templarios, en marcha hacia algún lugar.Debido a esta extraña situación en

que se encontraba, se sorprendió cuandouno de los hermanos, ya entrado en años,se acercó a él para expresarle sucondolencia por la muerte de Guils.Conmovido ante el sincero pesar deaquel hombre ya entrado en años perotodavía corpulento, sintió un profundoagradecimiento hacia el hecho de quealguien le tratara como a un igual y lereconociera a pesar de su aspecto.

Pero no podía perder el tiempo endisquisiciones mentales para aliviar sumaltratado orgullo, le esperaba una citacon frey Dalmau, una explicación lógica

a la reacción de éste ante su preguntaacerca de «la sombra». Recordó laexpresión del administrador templarioante la palabra, el destello de furia en sumirada. Aquello le había intrigado y sepreguntaba qué podía causar tanta rabiaen un hombre aparentemente tranquilocomo él.

Repasaba mentalmente los últimosacontecimientos, en tanto se encaminabahacia las habitaciones del boticario. Eraimprescindible averiguar la naturalezadel objeto que Guils transportaba contanto celo, estaba seguro de que leayudaría a clarificar el sentido de suinvestigación. Si era motivo de tanta

sangre derramada, debía saber a quiénbeneficiaba su desaparición, descubrirquién se escondía tras el delito y a quiénfavorecía, porque de sobras conocía queel instigador, el verdadero culpable, sehalla siempre cercano al crimen. Pero¿qué demonios llevaba Bernard y aquién preguntárselo? Poco a poco, sedaba cuenta de que lo ignoraba casi todode Guils. ¿A quién obedecía? ¿Quiéneseran sus superiores inmediatos? Nosabía nada. Él se limitaba a obedecerle,a seguirle, pero ¿quién marcaba el ritmoa Bernard? No tenía ni la más remotaidea. Casi nunca compartían informacióncon los comendadores del Temple que

se encontraban en la realización de susmisiones, aunque hallaban una completacolaboración, sin preguntas, todosparecían saber que no tendríanrespuestas. Entonces, ¿a quién recurriren un momento como éste, con quiénhablar y con quién no?

La muerte de Guils le había dejadoincomunicado, desorientado y sin saberqué camino tomar. A cada pregunta quese hacía a sí mismo, la ignorancia de supropia respuesta le dejaba sin aliento,con una gran sensación de rabia eimpotencia que le inundaba, a riesgo —sentía él— de ahogarle sin remedio.

—¡Maldita sea, Bernard, de todas

las precauciones repetidas mil veces, teolvidaste de la principal, no mepreparaste para tu ausencia! —Habíahablado en voz alta involuntariamente,sobresaltando a un novicio que pasaba asu lado.

Cuando llegó a las estancias delboticario, le extrañó el silencio de lahabitación. Frey Arnau, sentado ante supequeña mesa que le servía delaboratorio, estaba inclinado sobre unmortero, concentrado en golpear unamezcla. Observó la alargada silueta deAbraham, tendido en el camastro, conlos ojos cerrados. Frey Arnau se volvióal escuchar el ruido de la puerta.

—Malas noticias, muchacho. Noserá posible emprender nuestro viaje,Abraham no se encuentra bien.

—¿Está enfermo?—Ya lo estaba cuando emprendió

esa maldita travesía. A pesar de missúplicas, se obstinó en partir y su saludse resiente, pero como buen médico élmismo es el peor de sus pacientes. —Arnau volvió a su mortero.

—¿Cuánto tiempo creéis que tardaráen recuperarse? No es prudente que sequede aquí, cada vez estoy más segurode que su vida corre peligro.

—Su vida ya corría peligro antes detodo este lío, hermano Guillem. Pero

tranquilizaos, se recuperará. Esteobstinado judío no se va a marchar denuevo sin mi permiso, os lo aseguro.¡Ah, por cierto! Dalmau os espera en laSala Capitular y parece nervioso. ¿Pasaalgo de lo que debiera enterarme,muchacho?

—En el mismo instante en que losepa, os lo comunicaré. —Guillem lomiró con afecto y dándole una palmadaen la espalda, salió de la habitación. Noera una buena noticia que Abrahamestuviera enfermo y no pudiera partir.Ignoraba hasta qué punto el Templepodía protegerlo y los acontecimientos,tras la muerte de Guils, parecían

complicarse sin que él pudiera evitarlo.Se ordenó a sí mismo alejarse de

pensamientos sombríos, que sólo iban aconseguir que le estallase la cabeza.Debía apresurarse porque frey Dalmaulo esperaba y necesitaba tener la mentedespejada y clara para escuchar lo quetenía que decirle.

Abraham despertaba de su sueño condificultad, pensando que su buen amigoArnau le había suministrado algúncalmante en la sopa, para paliar el dolorde su cuerpo y de su mente. Había oído,en la lejanía de la inconsciencia, la vozdel joven Guillem y los murmullos delboticario, y éstos le habían traído de

vuelta a la realidad.Su cuerpo estaba cansado y débil. La

enfermedad avanzaba inexorable, paso apaso, sin ninguna prisa. Pensó enNahmánides, su viejo compañero, y enel encargo que éste le había hecho.Confiaba en él y temía decepcionarlo,no tener las fuerzas necesarias parallevar a buen fin su misión. Tendría quefiarse de Arnau. Sólo pensar que elmanuscrito de Nahmánides pudiera caeren malas manos le aterraba, aquelhermoso libro no podía convertirse enceniza.

—¡Arnau, Arnau! —Su voz eradébil, casi un murmullo.

—Aquí estoy, mi buen Abraham, avuestro lado. —Arnau había acudido alinstante, con cara de preocupación—.No debéis inquietaros, descansad, yahabéis abusado demasiado de vuestrasfuerzas. Os dije y os repetí que noestabais en condiciones de partir. Unviaje tan difícil y…

—Debo hablar con vosurgentemente, Arnau —le cortó elanciano judío, intentando incorporarse.

—Vos y yo no tenemos edad paraurgencias, os conviene descansar yhablar poco.

—Arnau, no seáis obstinado yayudadme, os digo que tengo que hablar

con vos. —La voz de Abraham se habíarecuperado y en su tono había enfado eirritación, cosa que sorprendió a sucompañero.

—¡Está bien, está bien! —respondióel boticario, colocando variosalmohadones en la espalda del enfermo—. No niego que puedo ser muyobstinado en ocasiones, Abraham, perovive Dios que vos me superáisampliamente. ¡Qué carácter! No sabéisestar enfermo.

—Callad y escuchad con atención —cortó Abraham en seco—. Si lo hacéis,comprobaréis la urgencia del tema queme preocupa, y si no os lo he contado

antes es porque temía crearosproblemas. Y creedme, es un tema quepuede causaros innumerablescomplicaciones.

—Me estáis asustando, amigo mío, yeso no es fácil. Creía que confiabais enmí y que nuestras diferentescircunstancias personales no afectaban anuestra relación.

—Lo siento, Arnau, pero esto notiene nada que ver con la confianza, sinocon el miedo —murmuró Abraham,mirando con franqueza al boticario—.Sabéis que estoy enfermo, enfermo ycansado, me queda poco tiempo y lamuerte se ha convertido en una

compañía incómoda, invisible, y no seaparta de mí. No puedo arriesgarme amorir sin confiaros el último deseo deotro viejo amigo.

—El querido Bonastruc de Porta.Claro que para ti siempre seráNahmánides —le interrumpió Arnau,mirándole con ironía.

—Pero ¡cómo podéis saberlo!—Sois un viejo judío terco y tonto

—suspiró el boticario con paciencia—.Por mucho que disimularais vuestroviaje a Palestina con los motivos másinverosímiles, sabía que queríaisdespediros de vuestro estimado amigo.En vuestro estado, la razón tenía que ser

muy importante y lo comprendí deinmediato, pero reconozco que me dolióque no confiarais en mí. Vos sabéis lomucho que apreciaba a Bonastruc y loinjusto que me pareció todo lo quehacían con él. Me enfadé con vos, loconfieso, pero no tardé mucho en rezarpor vuestro retorno, a mi Dios y alvuestro, por si acaso.

Abraham lo contempló con ternura yafecto. Su amigo tenía razón, habíancompartido una excelente amistaddurante años y sus diferentes creenciasno habían alterado su relación, sino alcontrario, ambos se habían enriquecidocon sus diferentes conocimientos,

intercambiando información y ciencia.—Tenéis toda la razón, Arnau, soy

un judío tonto y cansado y estoyasustado, muy asustado. Por primeravez, la idea de la muerte me atemoriza,como si viviera un inmenso vacío sinfuturo ni esperanza en el que de nada mesirven todos mis estudios yconocimientos.

—Os pasa lo mismo que al resto dela humanidad, Abraham, pero como soismás sabio en conocimientos, másorgulloso en realidades —contestó elboticario, con la risa bailándole en losojos—. Sin embargo, si lo que ospreocupa es morir ahora, ya os lo podéis

quitar de la cabeza. Moriréis algún día,de eso no cabe ninguna duda, pero noahora. Os recuperaréis poco a poco.Dentro de unos días os encontraréismucho mejor y esos lúgubrespensamientos desaparecerán. Os lo diceun buen boticario.

—Os haré caso y me cuidaré, perode todas formas tengo que hablaros dealgo muy importante para mí. Comosospechabais fui a Palestina a ver aNahmánides y también para cumplir unode sus deseos. Ya sabéis el triste destinode todas sus obras, quemadas en lahoguera, pero yo… Bien, será mejor queos lo enseñe. Traedme mi maletín y

ruego a Dios que esto no os reportegrandes males.

Guillem golpeó un par de veces lapuerta de la Sala Capitular. Una voz leordenó que pasara y, al entrar, seencontró en una habitación muy hermosa.Paneles de madera noble cubrían partede sus paredes y una amplia chimeneade piedra y mármol, esculpida,proyectaba destellos de luz en elartesonado del techo.

—Pasad, Guillem. Supongo que freyArnau os ha comunicado los problemasde salud de Abraham y la imposibilidadde emprender nuestro viaje.

Dalmau estaba cerca del hogar, en

pie, observándole con afecto. Le pareciómás alto y más joven, como si fuera lamesa de administrador que tenía en elalfóndigo la que añadiera años a sufigura. Sus ojos, de un gris claro, sehundían tras unas considerables ojeras y,sin embargo, su mirada transmitíaserenidad. Su rasgo más característicoera su extrema delgadez, casi exageradaen comparación con su altura.

—Parecéis sorprendido —le dijo—.Mucha gente cree que soy unacontinuación de mi mesa y cuando melevanto, impresiono a más de uno. AGuils le divertía mucho esto, decía queme había convertido en una letra de

cambio andante… y creo que no lefaltaba razón.

—Ignoraba que conocierais tan biena Bernard.

—No teníais modo de saberlo,muchacho. Fuimos juntos a Tierra Santa,muy jóvenes, y juntos entramos en elTemple. Durante algunos años,compartimos este trabajo que ahora es elvuestro, una tarea difícil y anónima. Ypeligrosa. Después nuestros caminostomaron rumbos diferentes, pero nuestraamistad continuó.

Guillem le escuchaba con atención.No le había extrañado el pasado deespía de frey Dalmau, había

comprobado su habilidad en laobservación, su fino olfato de sabuesoadiestrado.

—Habéis conseguido una buenamáscara —le dijo, sin dejar deobservarle.

—Comprendo. Habláis de la viejateoría de Guils de cómo disfrazarse sintener que hacerlo. —Dalmau soltó unaestruendosa carcajada que contagió aljoven—. Un magnífico concepto, no lodudo, aunque no todos teníamos laextraordinaria capacidad de Bernardpara aplicarlo. Os aseguro que provocómuchas polémicas entre nosotros, sobretodo porque yo necesitaba muchos

elementos de camuflaje para pasardesapercibido, y Guils se partía de risacon mis disfraces. De ahí viene la bromade la letra de cambio, comentaba quepor fin había entendido la filosofía de la«máscara» y que sin añadir nada a mipersona, me había convertido en eladministrador más convincente delpuerto.

Ambos se contemplaron, riendo,recordando las bromas del amigodesaparecido, cerca de la calidez delfuego que ardía en la chimenea.

—Bien, Guillem, tenemos asuntos delos que hablar.

La gravedad había vuelto al rostro

de frey Dalmau. Le indicó con señas quele siguiera y se encaminó hacia uno delos paneles de madera que cubrían lapared. Guillem se fijó en la hermosarosa del Temple, tan finamentetrabajada, que llenaba todo el espaciodel panel. También observó los distintossímbolos grabados a lo largo del murode la Sala, diferentes todos, y sepreguntó si en cada lado de la habitaciónhabría el mismo orden. Frey Dalmaumanipuló un mecanismo, oculto a lamirada de Guillem, y el panel se deslizóa un lado, sin casi un sonido. Entró trasDalmau a un oscuro agujero donde unosescalones de piedra descendían hacia el

fondo, con dificultad al principio, medioencorvado y con la roca del techorozándole la espalda.

Bajaron durante un tiempo que aljoven le pareció interminable, sobretodo por la estrechez del pasadizo. Noera la primera vez que se encontraba enun lugar como éste. Recordó lospasadizos del castillo templario deMonzón, un auténtico laberintosubterráneo, donde Guils le habíaenseñado a orientarse. A oscuras, solo,perdido en la oscuridad de los túneles.«Sabes lo necesario para salir, chico,cuando lo consigas, comerás». Laprimera vez se había pasado tres días

perdido, sin comer, con el minúsculofrasco de agua vacío, hasta que Bernardlo encontró, desmoralizado ydesfallecido. La segunda vez tardóveinticuatro horas, pero la orgullosamirada de aprobación de Bernard fuemucho mejor que una copiosa comida yuna jarra de buen vino. Sin embargo,nunca se acostumbró al fuerte olor ahumedad, a tumba vacía, que parecíaque saliera de la misma piedra viva.Guils los llamaba «lugares seguros», ypara eso estaban, para reunirse o parafugarse, dependiendo de lacircunstancia. «Y para esconderse,chico, como conejos en medio de una

cacería».Desembocaron en una gran gruta

natural. Grandes piedras seamontonaban en uno de sus lados,columnas con capiteles, derribadas. Unacolosal estatua de la diosa Cibeles,mutilada sin manos, su hermoso rostroladeado, mirando con la majestad de undios que contempla, hierático, el dolorhumano. Guillem reflexionó sobre eseimperio, que se creía inmutable eimperecedero y que había caído. Talvez, en realidad, era la memoria laverdadera guardiana de la inmortalidad.

Diferentes túneles salían de una delas paredes de la cueva, un murmullo de

agua de otro sumergido en la sombra. Derepente aparecieron frente a una ampliasala con una mesa y varios asientos.Frey Dalmau se sentó, invitándole ahacer lo mismo.

—Y ahora que estamos tranquilos,Guillem, necesito saber dónde oísteishablar de la «sombra», a quién y en quécircunstancias. Comprendo que ossorprenda mi demanda. No sabéis quiénsoy ni me conocéis demasiado, eignoráis si podéis confiar en mí. Sinembargo, os ruego que lo hagáis.

Guillem pensó durante unosmomentos. Su situación no era fácil, nosabía a quién acudir y desconocía qué

ordenes debía seguir. La muerte deGuils escondía algo mucho másimportante que un simple asesinato porrobo, de eso estaba seguro, aunque ya nosabía qué pensar. Necesitaba confiar enalguien y Dalmau no le parecía una malaopción, era posible que pudieraindicarle a quién debía recurrir.

—Si os lo cuento, pondré en peligrovuestra vida.

—Correremos ese riesgo —respondió Dalmau, paciente.

Y Guillem empezó a hablar.Primero, con cautela, buscan do laspalabras apropiadas; después, como siuna necesidad vital lo impulsara a

confiar a alguien toda aquella absurdahistoria. Dalmau escuchaba, y no quisointerrumpirle ni una sola vez, dejándolehablar libremente de Bernard, de lo queéste había significado en la vida deljoven, de su desorientación sin él.Cuando Guillem terminó, se sintió secoy vacío, y permaneció en silencio. Nosabía nada de su trabajo, ni de la muertede Guils, los cinco años a su lado no lehabían servido de nada. Frey Dalmaupareció comprender su estado de ánimo,la voz interior que atormentaba al joven.

—Creéis que Bernard no confió envos y esto os hace daño. Pero creo queos equivocáis, Guillem, él no esperaba

este final, era una previsión difícil dehacer. Es posible que, durante estetiempo, lo único que intentara fueraprotegeros, adiestraros y al mismotiempo, alejaros de las consecuencias devuestro trabajo. Quizás os estabaregalando tiempo para que tomarais unadecisión.

—Vos sabéis lo que quiso decir,sabéis qué significa la «sombra». —Guillem se aferraba a su única pista. Noquería pensar en Bernard, en losmotivos por los que le había dejado enla ignorancia.

—Sí, lo sé y no me gusta. Prueba deello es que él está muerto.

—¿Por eso este lugar? ¿Y tantosecreto?

—No, muchacho. —Dalmau contestóde forma tajante—. No se trata denuestra seguridad, sino la de los otros.Nadie que sepa de la Sombra tiene unalarga vida, y sería estúpido y superficialponer en peligro a los miembros de estacomunidad, ¿no creéis? Estamos aquípara evitar más muertes inútiles.

Frey Dalmau miró largamente aljoven, calibrando sus aptitudes, ycontinuó.

—Ésta es una historia de espías,Guillem, un mundo aparte, irreal. Yasabéis que ésta es una profesión que no

existe, no hay espías en el Temple ni enRoma, no los hay en las Cortes reales nien los caballeros Hospitalarios, ni enlos Teutónicos. Los espías no existen yel mundo puede dormir tranquilo.Guillem sonrió ante la ironía deladministrador, pero sabía que decía laverdad. Nadie aceptaba que hubieraespías, pero mientras tanto su númerocrecía de forma alarmante, desde lascancillerías hasta los conventos.

—La Sombra es un hombre que, enun tiempo, tuvo una estrecha relacióncon nosotros. Con Guils, conmigo y conel Temple. Su nombre, o el que dio alingresar en la orden, era D'Arlés, Robert

d'Arlés. Era un joven muy atractivo, conuna gran cultura y una habilidad especialpara los idiomas. Escaló puestos en laorden rápidamente, hasta que llegó a losque empezaban a llamarse «serviciosespeciales», con Guils y conmigo. —Dalmau calló un momento, inspirandohondo, como si no le fuera agradablerecordar.

—Trabajamos varios años juntos,sin problemas. Éramos un buen equipo.Hasta 1251 no empezaron los conflictos.Hacía ya un tiempo que habíamosdetectado filtraciones importantes ennuestra orden y varios compañeroshabían muerto en extrañas

circunstancias. Estábamos realmentepreocupados, eran tiempos difíciles y lacruzada de Luis en Egipto había sido undesastre. Toda Tierra Santa lo estabapagando muy caro. —¿Luis de Francia?

—El mismísimo rey de Francia,instalado en San Juan de Acre despuésdel desastre de Damieta. Aquellamatanza habría podido evitarse.Nosotros habíamos insistido en lanecesidad de recuperar Jerusalén y dejarla campaña egipcia para más adelante,pero todo fue inútil.

—Los franceses estaban máspreocupados por conseguir el poder enOccidente, frey Dalmau, igual que el

Papa. La muerte del emperador Federicoy la desintegración del imperio era unenorme pastel, una gran tarta de coloresllamando a los comensales.

—Sí, tenéis razón, un apetitosopastel…, todavía lo es, a pesar deltiempo transcurrido. —Dalmau resoplóen un gesto de disgusto—. Siria y Egiptoestaban en guerra entonces y no negaréque los intereses de la Orden estabancon los sirios, lo que nos iba a traergraves problemas. Siria acababa detener una grave derrota y ofreció al reyLuis la ciudad de Jerusalén, a cambio deuna alianza militar contra Egipto. Erauna propuesta tentadora, sobre todo

después de Damieta. Luis podíarecuperar su fama y convertirse en elhéroe de la cristiandad, algo que éldeseaba. Sin embargo, entre estahalagadora propuesta y el rey, seencontraban los miles de cautivoscristianos encerrados en las mazmorrasegipcias. Era un asunto delicado, losnobles le presionaban con la amenaza deque si pactaba con los sirios, Egiptomataría a todos los cautivos.

—¿No fue por aquel tiempo quesaltó el escándalo Vichiers? —comentóGuillem.

—Estáis bien informado, muchacho.En medio de aquella delicada situación,

alguien susurró al oído del rey Luis queel Temple mantenía negocios con lossirios. Como veis, las filtraciones ennuestro servicio iban de mal en peor ytodos nuestros esfuerzos para atrapar altraidor habían sido inútiles hastaentonces. Nos costaba creer que fuerauno de los nuestros, que estábamosalimentando a la serpiente en nuestraspropias entrañas.

—¿Cuál fue la reacción del rey?—Luis montó en cólera contra el

Temple, no podía creer que alguienmoviera un dedo sin su divinoconsentimiento. Planeó una humillaciónsin precedentes para la orden, y el

comportamiento del entonces GranMaestre, Vichiers, le hizo caer en laignominia para el Temple. Su nombredebería ser borrado de nuestros Libros.

—Pero ¿qué tiene que ver la Sombraen todo esto? —Guillem perdía el hilo yla paciencia.

—La Sombra era nuestro traidor,muchacho. El que desvelaba a oídosfranceses y papales nuestros secretos,por eso os he puesto en antecedentes,para que podáis calibrar el peso de sutraición.

—Creo recordar que Luis no llegó apactar con nadie, ni con sirios ni conegipcios.

—Cierto, se quedó donde estaba, sinJerusalén ni cautivos, pero muy irritadocon el Temple. ¿Conocéis la obsesiónde Luis por las reliquias?

Guillem hizo un gesto negativo,desconcertado por el cambio en laconversación.

—Veréis, Luis creía que lasreliquias eran portadoras del Cielo yque cuantas más poseyera, más Cielotendría. Tenía la colección másincreíble de la historia, amigo mío, y osla puedo recitar de memoria de tanto quese hablaba de ellas: la corona deespinas y un fragmento de la Vera Cruz,compradas en Constantinopla por un

precio fabuloso; la Santa Lanza, losSantos Clavos, la Santa Esponja…

—¿La Santa Esponja? —murmuróGuillem, estupefacto.

—La Túnica Sagrada, un trozo delSanto Sudario, un trozo de la toalla queMaría Magdalena usó con Jesucristo —Dalmau seguía la lista imparable—, unaampolla con leche de la Virgen y otracon la Divina Sangre… En fin, cuandoacabó con el Nuevo Testamento, empezócon el Antiguo. Al mismo tiempo, lasarcas de los comerciantes bizantinos,venecianos y genoveses se llenaban confortunas colosales. Cada día salía a laluz una nueva reliquia, y no sé cómo el

tesoro francés pudo soportar un saqueoparecido. Bueno, el caso es que en lasreliquias está el principio y fin de estahistoria, muchacho, aunque os sea difícilde creer.

—Tendréis que perdonarme, freyDalmau, pero no veo la relación.

—No me extraña, Guillem. Todavíahoy me admira la complicada e increíblehistoria en que nos metió D'Arlés, sólopara salvar el pellejo. Habíamosconseguido encontrar la pista definitivaque nos llevaría al traidor, cuandoD’Arlés se presentó para comunicarnosque había encontrado una reliquiaauténtica, que había hablado con

nuestros superiores y que se habíadecidido que su búsqueda eraprioritaria. Había que encontrarla paraofrecérsela al rey de Francia y calmarasí su cólera contra la orden.

—¿Y os lo creísteis?—Sí y no, nos creímos lo que decía

D'Arlés, pero no nos creímos lanaturaleza de la reliquia en cuestión.Llevábamos dos meses en el desierto,aislados de nuestros compañeros,únicamente en contacto con nuestrosinformadores árabes, y no os miento sios digo que estábamos exhaustos. Pero,por fin, habíamos logrado abrir unabrecha en nuestra investigación, un

camino que nos llevaba, directo, alnombre de nuestro traidor. Y apareceD'Arlés con una historia demencial.

—¿Qué debíais buscar, una sandaliade Nuestro Señor o el mendrugo quesobró de la Santa Cena?

—¡Oh, no, amigo mío! Se trataba delManto de la Virgen. D'Arlés juró que suplan había sido aprobado y quedebíamos partir de inmediato, que elcomerciante que poseía la reliquia nosestaba esperando y que nuestrossuperiores habían insistido en quefuéramos nosotros los encargados de lamisión, ya que no deseaban másfiltraciones. Tuvimos una reunión de

urgencia, no podíamos abandonarnuestra investigación en el punto en quese hallaba, y para nosotros lo prioritarioera encontrar al traidor. Decidimosenviar a Jacques el Bretón para quecontinuara, pensando que en un par dedías nos reuniríamos con él. Guilsestaba furioso, convencido de que noshabíamos vuelto completamente locos yaullando que no daría ni un paso hastatener la confirmación del maestre paraaquella demencial misión. Peroestábamos muy lejos de San Juan deAcre y D'Arlés jugó muy bien su papel.

—Pero vosotros todavíadesconocíais el nombre del traidor. —

Así es. Jacques el Bretón lo averiguódos días más tarde, y nosotros fuimoscapturados y encerrados en unamazmorra siria. Mientras tanto, D'Arlésse escapaba a Francia, a convencer alrey Luis.

—¿Qué ocurrió?—Cuando llegamos al lugar

indicado, D'Arlés dijo que se adelantabapara recibir al individuo del Manto,mientras nosotros aligerábamos lasmonturas. Pero no había ningúncomerciante ni Manto: D'Arlés noshabía vendido y fuimos atacados ycapturados, Guils, mi hermano Gilbert yyo. Pasamos dos años en aquella

mazmorra, mi hermano murió allí, ynosotros también hubiéramos muerto deno ser por Jacques el Bretón. Nosencontró, nos sacó de aquel inmundoagujero y nos contó lo que habíaocurrido.

—¿Y D'Arlés?—Se presentó ante el rey de Francia

con un mugriento trapo, jurando que setrataba del Manto de María. Contó queel Temple tenía escondida la reliquiaporque tenía propiedades milagrosas decuración, que él, en persona, habíainsistido en donarla al rey, pero que laorden se lo había prohibido. Dijo que sufidelidad a Luis era mayor que la que

sentía por el Temple, que suplicaba suprotección porque la orden había puestoprecio a su cabeza y que, al mismotiempo, le suplicaba discreción. Que apesar del gran sufrimiento que le habíacausado la orden, conocía la valentía yhonradez de muchos de sus miembros yno quería ofenderlos, por ello rogaba alrey que sólo comunicara al GranMaestre el resultado de su acción y quequedara secreto para el resto. Luisestaba encantado, con el trapo, conD'Arlés y con la idea de soltarle unadura reprimenda al maestre Thomás deBerard. Pero mi hermano Gilbert estabamuerto y tanto Guils como yo habíamos

perdido dos años encerrados, sin sabernada.

—Podríais haberle descubierto.—Lo intentamos. También lo intentó

el maestre Berard, pero Luis no quisooír nada. «Francia no necesita ni tieneespías», le dijo, negándose a escucharcualquier hecho delictivo de D'Arlés, nitampoco a poner en duda la autenticidadde la reliquia. Ya os he dicho que estabaencantado. En cuanto a D'Arlés, podéissuponer que se hizo un nombre en lacorte y se convirtió en el brazo derechode Carlos d'Anjou, el hermano menor deLuis. Berard estaba convencido de quesiempre había trabajado para él y es

posible que tuviera razón.—¡Carlos d'Anjou! Un hombre

ambicioso —dijo Guillem, asombradopor toda la historia.

—Eso es decir poco, queridomuchacho. Es un hombre sin escrúpulos,con un servicio de espionaje digno de unrey, y que tiene en su centro a D'Arlés.Ambos son almas gemelas, no sedetendrán ante nada, ni tan sólo ante elPapa que ahora come en su mano.

—Recuerdo unos versos que meenseñó Guils, no hace mucho. —Guillemse concentró para recordar mejor elpoema—. Creo que son de uno denuestros hermanos.

El Papa prodiga indulgenciasa Carlos y a los franceses para

luchar contra los lombardosy, en contra nuestra, da pruebas de

gran codicia,ya que concede indulgencias y dona

nuestras cruces a cambiode sueldos torneses.Y a cualquiera que quiera cambiar la

expedición a Ultramarpor la guerra de Lombardíanuestro legado le dará poder,puesto que los clérigos venden a

Dios y las indulgencias,por dinero contante.

—Versos del templario RicautBonomel, muchacho, que explicanclaramente cuál es la situación actual.—Dalmau bajó la mirada, abatido—.Carlos d'Anjou no se detendrá ahora, haconseguido que el Papa apoye y financiesu ambición en Sicilia y que, a través deél, aniquile a toda la dinastía delemperador Federico, los Hohenstauffen.Sin embargo, su ambición va más lejos,hacia Constantinopla, el viejo imperiode Oriente. Tierra Santa abandonada asu suerte, en tanto el Papa desvía dineroy gentes para Carlos, en el corazón deOccidente, en una guerra de cristianos.Son malos tiempos para nosotros,

Guillem.—¿Por qué la Sombra? ¿Por qué

este nombre? —preguntó el joven,interesado.

—Por su forma de matar. Se haconvertido en un asesino experto, elbrazo ejecutor del D'Anjou. El apodo selo pusieron los genoveses, por suhabilidad en no dejar rastro, serumoreaba que después de derramarsangre, lo único que puede percibirse deél es el murmullo de una sombradesvaneciéndose. Muy poca genteconoce su rostro, vive en la sombra queproyecta Carlos d'Anjou y se haconvertido en una leyenda entre los

espías.—Pero vosotros sabéis quién es —

afirmó Guillem.—Sí, pero vamos quedando pocos.

Guils, Jacques y yo, juramos encontrarley ejecutarle, en un pacto de sangre.Bernard nos ha dejado a medio camino,sólo quedamos Jacques y yo.

—Contad conmigo, frey Dalmau,ocuparé el lugar de Guils. —No,Guillem, vos tenéis otro trabajo. Debéisbuscar lo que robaron. La Sombra esnuestra tarea desde hace años. Nodebéis inmiscuiros en nuestra caza. Esalgo personal que no tiene nada que vercon vos, ni con la Orden. Alejaos de

D'Arlés.—Frey Dalmau había hablado con

autoridad, sin una vacilación.—Pero es posible que matara a

Guils, y si fue así, ¿por qué no lereconoció?

—Le reconoció, aunque tarde.Bernard nos envió un último mensajecon su nombre. Es posible que D'Arléshaya cambiado después de tantos años, oque encontrara la «máscara» perfectapara engañar a Bernard, no lo sé. Quizásestaba distraído, cansado… Es posibleque nunca lo sepamos, ahora no esimportante.

—Si la Sombra va detrás de lo que

llevaba Guils, es posible pensar que esalgo que interesa a Carlos d’Anjou. ¿Nocreéis, frey Dalmau?

Dalmau estaba absorto en suspropios pensamientos, con la miradaperdida en algún punto de la oscuridad.Tardó unos segundos en responder.

—De eso podéis estar seguro,muchacho.

—Entonces, necesito saber de qué setrata. ¿Qué era lo que Guilstransportaba? ¿A quién iba dirigido?¿Quién era su superior, de quién recibíalas ordenes? —Las preguntas seagolpaban en la mente de Guillem.

Frey Dalmau lo miró fijamente, con

preocupación. Ignoraba hasta qué puntoaquel joven estaba preparado para darel último paso. Bernard lo habíaprotegido hasta el final, lo había alejadode aquella decisión que una vez amboshabían tomado y que había determinadosus vidas. Dudaba, a pesar de que lascircunstancias parecían empujar al jovenMontclar, hacia aquella delgada líneaque, una vez cruzada, no tenía retorno.Debía pensarlo, no estaba seguro de quefuera la mejor solución. Esperaría yquizá Bernard, allá donde estuviera, leenviaría una señal que le guiara.

—Debéis buscar a D'Aubert, es muyposible que él sea el ladrón, y la pista

del traductor de griego es un buen inicio.Concentraos en buscar toda lainformación posible del robo, no ospreocupéis de nada más.

—¿He de entender que vos seréis misuperior inmediato, frey Dalmau?

—Si ello os tranquiliza, así podéispensarlo, Guillem.

El joven lo estudió con curiosidad,convencido de que podría darle muchamás información, pero no insistió. Sabíaque no conseguiría nada, llevaba eltiempo suficiente con Guils para aceptarque hay respuestas que no existen.Necesitaba respirar aire puro conurgencia, aquel lugar le deprimía y la

oscuridad empezaba a pesarlefísicamente. Dalmau pareció intuir lossentimientos del joven y levantándose,dio por terminada la reunión.

Guillem salió al gran patio centralde la Casa, respirando con fuerza, comosi hubiera estada inmerso en una tinajade agua durante demasiado tiempo. Seapoyó en el pozo que había en el centro,concentrando su mirada en el oscurovacío. Imaginaba a Guils en el barco,alargando la mano hacia el cuenco deagua, sin prestar atención al rostro quese lo ofrecía, perdido en sus propiasreflexiones. ¿En qué estaba pensando?Lo contempló mientras se acercaba el

cuenco a los labios y bebía, distraído,sin sospechar que sería su último sorbode agua, palpando su camisa paraencontrar la seguridad de que «aquello»seguía allí. De golpe, recordó la siluetaque había visto desaparecer en casa delanciano judío, ¿la Sombra? Por uninstante habían respirado el mismosoplo de aire.

Y frey Dalmau, desde luego, sabíamucho más de lo que decía, estabaseguro. Ya tenía demasiada informaciónque asimilar, pensó: sombras yreliquias, traiciones y muertes. ¡La SantaEsponja! ¿Quién podía creerse tal cosa?El rey de Francia, por ejemplo. ¡Por los

clavos de Cristo, aquello era unmonumental laberinto! Se arrepintió dela maldición y, por un breve momento,deseó estar en la seguridad de la capilla,junto a sus hermanos, en el orden regularde los rezos, sin sorpresas nisobresaltos.

—Abraham, esto es una auténticamaravilla. —Frey Arnau acariciaba, condelicadeza, la página del manuscrito,casi con veneración.

—Estoy de acuerdo con vos, Arnau,es una auténtica maravilla. Incluso sutítulo, El Tesoro de la Vida, expresa confuerza sus extraordinarias palabras.Debemos evitar que caiga en malas

manos, amigo mío, encontrarle unrefugio seguro lejos del peligro de lasllamas.

Abraham se expresaba conexcitación, sus mejillas enrojecidas porla fiebre, mientras reseguía cada página,cada línea del manuscrito que elboticario sujetaba con respeto. Amboslanzaban frases de admiración, vencidospor el verbo luminoso del sabio judío.

—Podéis estar seguro, Abraham, deque este tesoro no alimentará ningunahoguera y, si lo creéis necesario, os loprometo por mi propia vida.Encontraremos el lugar más seguro paraque nada ni nadie pueda amenazar su

existencia.—Gracias, amigo mío, no sabéis la

ayuda que me estáis ofreciendo, vuestrafortaleza compensa mi debilidad.

—Animaos, Abraham, pronto oshabréis recuperado. Tenemos mucho quepensar y mucho que hacer. —Frey Arnauapretaba una de las manos del ancianoentre las suyas, transmitiéndole todo elcalor y la vitalidad que necesitaba.

Unos golpes en la puertasobresaltaron a los dos hombres y elpánico se reflejó en el rostro deAbraham. El boticario se levantó de unsalto, guardando el manuscrito en elmaletín del médico e indicándole, con

gestos, que guardara silencio. Si hastaentonces aquel escondrijo habíaresultado seguro, pensó, que sigasiéndolo.

—¡Ahora voy, enseguida abro lapuerta, un momento por favor! —gritóArnau, dirigiéndose a la puerta ylanzando gestos tranquilizadores haciaAbraham.

Guillem asomó la cabeza,sorprendido por encontrar la puertacerrada y ante la expresión de los dosancianos.

—¿Qué ocurre? ¿Habéis visto a unfantasma? No he dormido mucho y esseguro que tengo mala cara, pero no me

imaginaba que fuera algo tan espantoso.—¡No, no, muchacho, no es eso! Lo

que ocurre es que estos dos viejos sehabían dormido corno marmotas yvuestra llamada nos ha despertado degolpe —le contestó frey Arnau, con unarisita nerviosa.

El joven los observó conescepticismo. Frey Arnau era un pésimomentiroso y Abraham, pese a susesfuerzos, conservaba una mirada depánico en sus ojos. El boticariomantenía una sonrisa rígida, como si lahubiera cogido prestada y todavía lefaltara encajarla en el lugarcorrespondiente. Algo le ocultaban,

aunque procuró disimular y conformarsecon la explicación que le habían dado.

—Bien, me alegro de veros másanimado, Abraham, porque necesito devuestra ayuda.

—Contad con ella, muchacho. Estepobre enfermo hará lo que pueda paraayudaros. —Las manos de Abrahamtodavía temblaban.

—Bien, necesito encontrar a untraductor de griego —soltó Guillem,escuetamente.

—¿Un traductor de griego? —repitiófrey Arnau, sorprendido—. Pues notenéis que ir demasiado lejos, tantoAbraham como yo conocemos el idioma.

—Muy agradecido, pero yo tambiénconozco el idioma. No se trata de esto,caballeros. Veréis, necesito al tipo detraductor que un ladrón escogería,alguien sin escrúpulos pero con conocimientos y que por un buen puñado demonedas sepa guardar un secreto.

Viendo la cara de perplejidad de susamigos, Guillem les puso al corriente desus últimas pesquisas.

—Creo que vais por buen camino —asintió Abraham—. Lo que Guilsocultaba tenía que ser de pequeñotamaño, quizás un manuscrito odocumentos, posiblemente escritos enesta lengua.

—O acaso papeles del fraile al quetambién robó. —Arnau estaba pensativo—. Sea lo que sea, podemos deducir queestaba escrito en griego y que el ladrónlo necesita traducir para averiguar sitiene algún valor.

—O para tirarlo al mar si cree queno puede sacarle beneficio —sugirióGuillem—. Lo realmente seguro es que,tratándose de un objeto robado, recurraa alguien que no le reporte problemascon la ley. ¿Comprendéis lo que estoybuscando?

—Leví, el cambista. —Abrahamdijo el nombre sin dudar. Guillem se loquedó mirando, en tanto frey Arnau

entraba en profunda meditación, absortoen el nombre que su amigo había dicho.Finalmente, el boticario levantó lacabeza, en un gesto de asentimiento.

—Sois un clarividente, Abraham, nose me hubiera ocurrido. Pero sí, es unaposibilidad acertada que encaja con lasnecesidades del ladrón, de ese talD'Aubert, como un anillo al dedo. Levíresponde a todas las características quebuscáis, Guillem, si hay un negocioturbio en esta ciudad, a buen seguro queel bolsillo de Leví aumentará de peso.Tiene magníficas relaciones con losbajos fondos y una reputación queasustaría a cualquier buen cristiano… y

a todo buen judío.Las palabras del boticario

arrancaron una sonora carcajada deAbraham, divertido ante su turbación.

—Leví es escoria, Guillem —dijo,todavía riendo—, pero hay quereconocer que es un tipo listo. No esfácil seguir viviendo entre tantoscriminales a los que conoce y de los quesabe demasiado. Creo que debes tenermucho cuidado con él, muchacho, esastuto como un zorro y no se dejaráengañar fácilmente.

—Podemos considerar que tiene unpunto débil —dijo Arnau mirando aAbraham, cómplice—, su vanidad

excede a su inteligencia, estáconvencido de ser alguien muyimportante.

Ambos estallaron en carcajadas,ante el asombro de Guillem que, por uninstante, pensó que habían perdido larazón.

—Debéis perdonarnos, muchacho —exclamó Abraham, sacudido por la risa—, pero Leví es un personaje que nos haproporcionado momentos hilarantes aambos, aunque a prudencial distancia.Lo comprenderéis en cuanto le veáis.

—Es por su forma de vestir —añadió Arnau, sin dejar de reír.

—Por lo visto será difícil que me

equivoque de persona, caballeros. Mealegra veros de tan buen humor y esperoa mi regreso no sobresaltar vuestrotranquilo sueño.

Guillem no había podido evitar elsarcasmo, pero se arrepintió almomento. Las carcajadas de los dosancianos pararon en seco y el miedoreapareció en las pupilas de Abraham.El joven salió de la estancia con unaprofunda sensación de culpa y pesar porhaber estropeado aquel momento deplacer.

—Sospecha, Arnau, este muchachosospecha de nosotros —murmuróAbraham cuando Guillem hubo cerrado

la puerta tras él.—No me extraña, Abraham, le

hemos recibido como si se tratara delmismísimo Satanás. ¡Por el amor deDios!, debe estar convencido de que leocultamos algo.

—Y con toda la razón, amigo mío,somos un desastre disimulando.

—De todas formas, no debemospreocuparnos por Guillem, Abraham. Esun buen chico. Incluso he estado tentadode confesarle nuestro problema, pero yatiene bastantes preocupaciones con lasque cargar. Esto debemos llevarlo sobrenuestras espaldas y si flaquean, entoncesle pediremos ayuda. Merece toda

nuestra confianza, además, ¡por todoslos santos, Abraham, tampoco somos tanviejos!

—Estoy de acuerdo en cuanto aGuillem, pero en lo demás… somosviejos, Arnau, dos mulas viejas, ésa esla realidad. —Me alegro profundamentede que después de veinte años deamistad, te hayas decidido a tutearmeaunque sea para decirme mula vieja.Pero es hora de descansar, viejoobstinado, tantas emociones acabaráncontigo.

Arnau reclinó a su amigo en el lechoy lo abrigó. Después, se sentó a su lado,montando guardia, como en los viejos

tiempos. Acariciaba el pequeño puñalque guardaba entre sus ropas, la edad nole había hecho olvidar su manejo, acasomás lento pero no por ello menospreciso. Estaría preparado y vigilante.

Capítulo VI

Leví el cambista

«¿Estáis sano decuerpo y libre de todaenfermedad aparente?Porque si se probara quesois víctima de algunaantes de que seáisnuestro hermano,podríais perder la Casa,cosa de la que Dios osguarde».

G uillem de Montclar salió de laCasa en dirección al barrio de

Santa María del Mar. Parecía que todolo que estaba sucediendo le empujara,de forma obstinada y tenaz, hacia elmismo camino.

«Salgo del punto de partida paravolver a él —pensó—, como si giraradentro de un círculo cerrado del que nopuedo salir». Se sentía atrapado, dandovueltas a un mismo eje: «Guils, Guils,Guils».

En aquella ocasión, no siguió lalínea recta en dirección al mar, sino que

se encaminó hacia el norte. Ibaencorvado, sumido en sus pensamientos,reflexionando en la mejor manera deenfrentar al viejo cambista paraaprovecharse de sus debilidades.Recordaba las explicaciones de susexperimentados amigos: «Lo verás sóloentrar en el lugar de los Cambios —lehabían dicho— como un pavo real entreun rebaño de cabras, vestido de sedas yoropeles, viejo y enteco como unaciruela secada al sol del mediodía y conunos ojos de pajarraco carroñero,avistando nuevas presas, en tanto supuntiaguda barba protege su bolsa. Nohay pérdida, muchacho, Leví es la

excentricidad hecha carne».Mantenía una cuidadosa vigilancia a

su alrededor. Desde que conocía lanaturaleza de la Sombra, no estabadispuesto a descuidar su protección. Sumirada, aunque pareciera distraída, nodejaba de observar cada centímetro decalle y a cada individuo que se cruzabacon él. Se acercaba la hora del mediodíay un cálido sol atravesaba las estrechascallejuelas por las que deambulaba,hasta que desembocó en el lugar dondese agrupaban los artesanos de la plata.Un sonido agudo y repetitivo salía delos talleres, en donde los operarios seafanaban con sus pequeños martillos de

metal. De improviso, aflojó el paso,como si un gran interés le hicieradetenerse ante el trabajo de un aprendizque, con cara de aburrimiento, bruñía uncandelabro. No captó ningún bruscocambio de ritmo en el andar de lasgentes, todo parecía estar en orden.

A medida que se acercaba al lugarde los Cambios, su rostro empezó asufrir serias transformaciones,acentuándose el aire distraído e ingenuo,un paso vacilante e inseguro, como si noestuviera demasiado convencido deadónde ir. Al desembocar en la ampliazona donde los cambistas teníaninstaladas sus mesas, un nuevo Guillem

apareció a la luz del mediodía, másjoven e inseguro, con alguna gravepreocupación que le contraía el rostro,vacilante y con las manos tironeando dela capa, incapaces de mantenersequietas.

Sólo entrar en la plazuela, descubrióa su objetivo y comprendió queAbraham y Arnau no habían exageradolo más mínimo. A unos metros, en unrincón detrás de su mesa, el pavoenseñaba las plumas sin el menor recato,vestido con las mejores sedas y alhajas,con su puntiaguda barba recortada conesmero y hablando con un incauto que leescuchaba con desconfianza. Guillem se

acercó, mirando en todas direcciones,como si se hubiera perdido, cada vezmás encorvado.

—Ése es un interés muy alto, Leví.—El cliente hablaba en tono suplicante—. Es un riesgo que excede misposibilidades. Además, mi amigoBertrand, el naviero, me ha comentadoque ofrecéis un interés que, a la vuelta,se duplica milagrosamente. Ya sabéisque esto no es legal y que puede traerosmuchos problemas.

—¡Ay, ay, ay, amigo mío! Intentáisamenazarme y esto no está nada bien. —Leví ronroneaba como un gatosatisfecho, falsamente escandalizado por

las insinuaciones—. Vos no me habéispedido un servicio reglamentario niconforme a ley alguna que yo conozca ypor lo que yo sé, ¡pobre de mí!, estotampoco es legal. Vos no queréiscomplicaciones, pero esperáis que melas quede yo solito, y no está bien, nadabien… Acostumbro a tener una ideaexacta del precio de miscomplicaciones, cosa que vos ignoráis.Sois demasiado pusilánime y lacobardía encarece mis servicios,tenedlo en cuenta. Además, si no osgustan mis condiciones, largaos a otrolugar y no me hagáis perder el tiempo.

—Sois un sinvergüenza, Leví, mi

amigo ya me avisó de vuestrasestratagemas para engañar a losingenuos, y yo no lo soy.

—¡Señor, qué miedo me dais! No sési seré capaz de superar tal espanto.¡Qué alguien me ayude! —Levígesticulaba, poniendo voz de falsete yburlándose del pobre hombre que lomiraba entre asombrado y asqueado. Sindecir una sola palabra más, suinterlocutor se dio media vuelta y semarchó a toda prisa.

Leví hizo un grosero gesto dedespedida a las espaldas de su frustradocliente, con una sonrisa de oreja a orejay lanzando un profundo suspiro que

acabó convirtiéndose en una risa estridente y desagradable. Era un descansopara él sacarse de encima a individuoscomo aquél, que sólo le hacían perder suprecioso tiempo. ¡Malditos cobardes,ovejas de corral sin miras niambiciones! Aquel estúpido estaríaarruinado en menos de lo que canta ungallo, y era lo que se merecía, él losabía. Lo único que le pesaba era quelos beneficios de su ruina no fueran aparar a su bolsillo. El mundo estaballeno de infelices desgraciados,dispuestos a llenar sus arcas, pensósatisfecho.

Su mirada se detuvo, con penetrante

interés, en un jovenzuelo de aparienciaestúpida que vagaba de mesa en mesa,vacilando, con el miedo dibujado en sucara. Allí había un sujeto apropiado, untierno cordero con problemas. Por suforma de vestir dedujo que era hijo dealgún rico comerciante, inexperto y concara de haber cometido bastanteserrores, una fuente de riqueza para Leví.Sonrió, con su cara más honorable,aunque no lo consiguió del todo.

—Buenos días, joven —saludódesde su mesa.

—¡Oh, buenos días…! —respondióGuillem, titubeante en su papel.

—Acercaos, no temáis. ¿Puedo

ayudaros en algo?—Sinceramente, no estoy seguro. He

venido a familiarizarme con todo esto,mi padre es comerciante y desea que meacostumbre a este ambiente, pero…

—Una medida muy inteligente, ésaes la mejor manera de aprender, joven,1a mejor manera.

Leví estaba encantado de laposibilidad que se le ofrecía, una frutamadura a punto de caer, lo habíacaptado al primer vistazo. Un muchachoaterrado de enfrentarse a su padre yconfesarle algún error comercial grave.Leví conocía perfectamente la casta deaquellos duros comerciantes, valientes

en el riesgo y la aventura e incapaces deasumir que sus hijos no valían ni lamitad que ellos. Jóvenes estúpidos einútiles, criados entre plumas y criados,pensó.

—No sois de aquí, mi joven amigo.Tengo un olfato especial para losacentos y a pesar de que habláis congran corrección, noto su particularidad.Quizá provenzal… aunque lo más seguroes que sea marsellés. ¿Me equivoco?

—¡Es increíble! Nadie se percatanormalmente. —Guillern le miraba conlos ojos abiertos como platos,genuinamente admirado—. Sois muyinteligente, maese…

—Leví, maese Leví —contestó elcambista, encantado con las maneras deljoven. Aunque sus clientes le reportabangrandes fortunas, eran todos descorteses,con una mala educación indescriptible—. No quisiera ser indiscreto, joven,pero os veo muy preocupado, como situvierais graves problemas —continuóLeví lanzando su espesa tela de araña.

—Cuánta razón lleváis, maese Leví,tengo un grave problema y muy pocaexperiencia. No sé a quién recurrir.Cometí un pequeño error y quisieraenmendarlo antes de que llegara a oídosde mi padre.

El cambista se frotó las manos,

estaba orgulloso de su fina inteligencia,no había nadie en el mundo capaz deengañarle. Podía captar las máspequeñas sutilezas con una precisiónasombrosa y allí estaba aquel estúpidojoven para demostrarlo. Hasta él mismoestaba admirado de su perspicacia.

—Supongo que se trata de dinero, mijoven amigo. —Leví se conducía conprecaución de equilibrista, no queríaasustar a su víctima antes de tiempo.

—La verdad es que no estoy seguro,maese Leví. Podría corregir mi error siencontrara al bergante que me engañó.

—¿Y por qué no me contáis elproblema? Si está en mi mano, seguro

que os ayudaré.—Veréis, esta mañana hemos

desembarcado un valioso cargamento deseda y yo era el encargado de vigilarque la descarga transcurriera con todanormalidad. Todo iba bien, pero no sépor qué razón en el último momento dosfardos del precioso tejido quedaron a unlado. Un hombre de mediana edad, quecojeaba levemente, se acercó a mí paradecirme que venía a recoger aquellosdos fardos que el capataz habíaolvidado. Me pedía autorización parallevarlos al almacén y disculpas por losucedido. No me pareció nadasospechoso, os lo aseguro, pero al llegar

al almacén y contar los fardos, descubríque faltaban dos. Desde ese momento,no he hecho más que recorrer todo elbarrio en busca del ladrón. Estoyrealmente desesperado, maese Leví, nopuedo volver a casa sin los fardos deseda.

Leví le miraba con fingidaconmiseración, disimulando eldesprecio que sentía. El truco más viejodel mundo para el joven más estúpidodel mundo. Era increíble que existieragente de tan poca inteligencia.

—Desde luego que puedo ayudaros,aunque mis servicios no son gratuitos.

—¡Por descontado, maese Leví! —

Un rayo de esperanza iluminaba la carade Guillem, que siguió fingiendoentusiasmo—. Os pagaré lo que mepidáis, no soy un pobre miserable. Mitrabajo me reporta beneficios y nuestraparada en Génova llenó mi bolsa, mipadre fue muy generoso.

Los ojos de Leví se entrecerraron deplacer hasta formar una delgada línearecta. Génova era una palabra mágica ensu idioma, la traducción exacta del metalreluciente. No hacía muchos años,aquella república había encuñado unanueva moneda, el «genovino», una joyade 3,5 gramos de peso del oro más puroy perfecto.

—Ya os he dicho que mi precio noes barato, joven, no quisiera quepensarais que os engaño, pero mivaliosa experiencia y mis consejostienen el precio del mismísimo oro.Podéis preguntar a quien queráis, soy elhombre más respetado y con mayorreputación de este barrio.

Guillem se llevó la mano a la bolsa,sin precauciones, deseoso de arreglarsus problemas filiales al precio quefuera. Entre sus dedos brillaba undorado «genovino» a dos palmos de lapuntiaguda barba del cambista, lo quelogró arrancarle un gesto de avaricia. Laexcitación dominaba a Leví ante aquella

preciosa moneda, pero aquello podíarepresentar un peligro para él, a alguienno le iba a gustar nada descubrir queposeía una información como aquélla…pero ¿quién iba a decírselo? El«genovino» seguía lanzando destellos enla mano del joven, hipnotizando alcambista. «Vale la pena arriesgarse»,pensó Leví. Se consideraba losuficientemente listo para podercontrolar la situación sin que nadie ledescubriera.

—Estoy seguro de que a vuestropadre no le importaría que ofrecieraisun poco más —dijo, pensando en losposibles riesgos.

—Es un magnífico precio para unasimple información, Maese Leví. No soyun tonto, sólo quiero encontrar a unladrón, no que lo matéis en mi nombre.

Algo en el tono de voz del joven lesobresaltó, encendiendo una señal dealarma, pero el «genovino» seguíareluciendo en su mano y toda su atenciónse encontraba allí. No quería pensarlomás, sabía que era un precio excelente ynadie se enteraría de aquella pequeñatransacción.

—Vuestros deseos son órdenes.¿Conocéis una posada llamada El DelfínAzul, al final del barrio?

—No la conozco, pero no me será

difícil encontrarla.—Allí encontraréis a vuestro cojo,

joven. —Leví hizo ademán de coger lamoneda, pero la mano de Guillem secerró con rapidez y el disgusto aparecióen el rostro del cambista.

—¿Y cómo puedo estar seguro deque se trata del mismo hombre al quebusco? ¿Cómo podéis estar tan segurovos mismo?

Leví se mostraba huraño, no le habíagustado aquel gesto y la desconfianzaempezaba a instalarse en su mirada.

—Os lo explicaré de forma que lopodáis entender —contestó consuficiencia—. Este hombre apareció

ante mi mesa para preguntarme siconocía a algún traductor de griego. Mesentí humillado ante tal pregunta. Yo soyun próspero hombre de negociosconocido en toda la ciudad, incluso yomismo hablo griego, pero mis serviciosno están al alcance de todo el mundo, nome pareció que ese hombre pudierapagarlos. Pero juró y aseguró quecontaba con los recursos necesarios, yfue entonces que me contó que habíaacabado de vender dos fardos de lamejor seda y que su bolsa estaba bienllena. No me convenció y me limité aenviarlo a la posada que os he indicado,un lugar de mala muerte, para que

preguntara por allí. Eso es todo. Metemo que no podréis recuperar vuestraseda, pero si no os demoráis, es posibleque recuperéis el dinero.

—Y decidme, Leví. —Guillemdepositó la moneda en la mano delcambista, que se cerró como una garra—. ¿Por qué un simple ladrón necesita aun traductor de griego? ¿No me habréisengañado? Eso no sería justo.

—Ni lo sé ni me importa, jovencito.Nuestro negocio ha terminado. Si noestáis satisfecho, podéis ir a quejaros avuestro padre y explicarle vuestrosproblemas. Quizás él no se muestre tangeneroso.

Leví ya había conseguido lo quequería. Había mezclado un poco deverdad y fantasía para contentar a aquelestúpido mozalbete y no estabadispuesto a disimular su desprecio ni unminuto más, ni tampoco a correr riesgosmayores, sólo deseaba quedesapareciera de su vista.

Guillem se alejó abatido, dando aentender con sus gestos que se sentíaengañado y estafado. Aquellademostración dejaría a Leví satisfecho,encantado de haber desplumado a otro incauto por tan escaso servicio. Guillemno se alejó demasiado, ya tendría tiempode comprobar la veracidad de la

información que le había dado. Volviósobre sus pasos hasta encontrar unaposición favorable que le permitíavigilar a Leví sin que éste se percatarade su presencia. Le había contado unaverdad a medias y esperaba que la otramitad se desvelara por sí misma. Con unpoco de suerte, no tendría que aguardarmucho. Por el momento, se apoyó en elmuro y esperó.

—Siempre tenemos la posibilidadde confiar en Montclar, hermanoDalmau.

—Eso es cierto, señor, pero seríamejor esperar. Si entregamos ahora estainformación a Guillem, también le

exigimos mucho más y es prontotodavía, está desorientado por la muertede Guils. Habría la posibilidad de quetomara la decisión sin pensar, y vossabéis, tan bien como yo, que estasituación exige una larga reflexión. Espara siempre, señor, no hay retorno…

—¿Acaso vos cambiaríais vuestrocamino si pudierais, hermano Dalmau?¿Os arrepentís de vuestro juramento?

—No se trata de mi vida, señor. Lahe dedicado a lo que voluntariamenteescogí y siempre he sido fiel a mijuramento.

—¿Incluso cuando se trata deD'Arlés?

—Fui sincero en lo que se refiere aeste tema y vos mismo me prometisteisque no intervendríais cuando sepresentara el momento. Jamás he negadomis sentimientos y, ya antes de serviros,sabíais que mantenía un juramento desangre con mis compañeros. Guilstambién os lo comunicó.

—Sí, tenéis razón, hermano Dalmau,pero creo que el joven Montclar estápreparado. Guils lo hizo bien, aunque loprotegió en exceso, y ello es lo quemotiva inquietud en Guillem, no sabe dequién depende después de la muerte delhermano Bernard. Está desorientado yconfuso. Ha perdido su hilo conductor y

no sabe a quién recurrir ni en quiénconfiar. Estaréis de acuerdo en que esuna situación muy desagradable para él.

—Completamente, señor, es por elloque le he dado a entender que, porahora, seré su superior, su hiloconductor. —Dalmau hablaba conconvicción. Deseaba que Guillemdecidiera por sí mismo, sin presiones.Sabía que aquella decisión determinaríala vida del joven, que en cierta manerale ocultaría definitivamente a la vistadel mundo entero.

—¿Qué ocurrió con Bernard Guils,hermano Dalmau? ¿Qué pudo pasar paraque alguien le cogiera tan desprevenido?

—Creo que estaba cansado, gastado detantos años de lucha. No es un trabajofácil, señor, vos lo sabéis.

—Está bien, hermano Dalmau, elmal ya está hecho. Pero todavíadesconocemos cómo averiguaron lo queGuils transportaba. Era sumamente cautoy dudo mucho de que cometiera algúnerror. De todas maneras, gentes muycercanas a la Iglesia teníanconocimiento de nuestras excavacionesen el templo de Jerusalén y desdeentonces llevamos años vigilándonosunos a otros. Carlos d’Anjou necesitatener al Papa doblegado a su voluntad yla mercancía de Guils es una flecha bien

dirigida al corazón de Roma. Tenemosvarios sospechosos, hermano, todosellos igual de interesados en hacerse connuestro botín.

—No hay que perder de vista aRoma, señor. Hay una tropa de espíaspapales recién llegados a la ciudad y nonos pierden de vista, y si a ellosumamos a la gente de D'Anjou… bien,la situación se está complicando pormomentos.

—Por eso estoy preocupado por eljoven Guillem de Montclar, hermano.Está en medio de un avispero sin tenerconocimiento de ello.

—Permitidme que me ocupe, señor.

Jacques y yo cuidaremos de él y, llegadoel momento preciso, le explicaremostodo lo que debe saber. Entonces, podrátomar su decisión.

—Confío en vos. Sé que vuestragran amistad con el hermano Guils osconvierte en, el mejor tutor para el jovenMontclar.

—Estoy completamente de acuerdocon vos, señor.

—Bien, hermano Dalmau, es hora deque me contéis vuestros planes. ¿Cómohabéis distribuido a nuestra gente y cuáles el paso siguiente?

—Tengo a Guillem tras la pista delladrón, ese tal D'Aubert, un simple

delincuente sin implicaciones políticas.Es un caso de mala suerte, señor, siGuils no hubiera estado tan enfermo,jamás nadie le…

—Si ese ladronzuelo de D'Aubert nole hubiera robado, nuestro transporte yaestaría en manos de D'Arlés, hermano, yeso sería mucho más grave ycomplicado. Nos queda unaoportunidad, espero que sepáisaprovecharla.

Dalmau asintió, no podía negar laevidencia. Después de un brevesilencio, pasó a informar detalladamentede todos los pasos dados.

Leví seguía abstraído, perdido enpensamientos más bien desagradables,según evidenciaba por los gestos de surostro. Sus ojos se movían intranquilos yvigilantes, de un lado a otro, observandocada detalle a su alrededor. Algo lepreocupaba y no le dejaba en paz.Después de pasear, nervioso, de unapunta a otra de su mesa, pareció tomaruna decisión y recogiendo sus bártulosde trabajo, emprendió la marcha.

Guillem le siguió a prudentedistancia, la suficiente para que elperspicaz cambista no se diera cuenta dela persecución. Llevaba unas tres horasvigilando a Leví y agradecía un poco de

acción, sus piernas estaban entumecidaspor el tiempo de espera y su espaldacasi se había convertido en parte delmuro en que se apoyaba. Las estrechascalles se sucedían como en un laberinto,y cuanto más avanzaban peores lugaresatravesaban, como en un descenso a losinfiernos. Los excrementos cubrían lascalles y las paredes, y montones dedeshechos de todo tipo se amontonabanen las esquinas, hasta que el hedorempezó a molestar el olfato del joven.

Leví seguía su marcha incansable, abuen paso, y Guillem comprendió quehabían estado dando vueltas y másvueltas, cosa que le alegró comprobar.

Las precauciones del viejo usurero sólopodían indicar que la verdad, mediooculta, estaba en proceso deiluminación. Varios borrachosdeambulaban, sin sentido, entre vaporesetílicos y zigzagueando de esquina enesquina, buscando un apoyo sólido parallegar a la siguiente taberna. Guillemextremó las precauciones. Sabía quealgunos maleantes se hacían pasar porebrios para poder así tener un amplioradio de acción que les permitiera unrápido y sorpresivo ataque. Cuando lavíctima reaccionaba, ya era demasiadotarde. Se detuvo en seco, atento, Leví sehabía parado ante un portal, tras lanzar

una mirada a sus espaldas.El joven esperó unos minutos

mientras estudiaba la casa por dondehabía desaparecido el cambista. Era unaconstrucción casi en ruinas, a punto dedesmoronarse, un lugar interesante parauna cita.

La puerta se hallaba en estado deputrefacción y ni tan sólo ajustaba en eldintel. Únicamente tuvo que empujarlaun poco, con precaución para evitar elchirrido de los goznes sueltos, y colarsedentro del edificio. Tardó unos segundosen habituarse a la oscuridad reinante ypoder definir las sombras que lorodeaban. Se encontraba en una amplia

estancia, abandonada hacía tiempo, peroque guardaba todavía el olor de lasbestias que había cobijado. Maderos yrestos de cercas por el suelo, fragmentosde vajilla y excrementos secos…Andaba con cuidado, evitando provocarcualquier ruido que delatara supresencia. Al fondo, encontró unaescalera de piedra, en bastante buenestado de conservación, por la queempezó a subir, tanteando cada escalón,sin apoyarse en la frágil barandilla,temiendo que toda la casa sedesmoronase sobre él. A1 llegar alprimer rellano descubrió unainsospechada limpieza; alguien había

eliminado los restos de polvoacumulado, y sobre el pavimento reciénfregado, las pisadas de las zapatillas delcambista, como única señal. Unapequeña lámpara de aceite reposaba enun estante de la pared, llena y preparadapara iluminar. Guillem continuó laascensión con las mismas precauciones,conteniendo la respiración y con elcuerpo en tensión, hasta llegar a unestrecho corredor con tres puertas, todasellas cerradas. Oyó murmullos en laúltima y en absoluto silencio, entró en laque tenía más cerca, encontrándose enun sencillo dormitorio, limpio ypreparado para su huésped, con la tinaja

de agua fresca lista para ser usada. Saliócerrando de nuevo la puerta con sigilo, ycontinuó por la escalera que seestrechaba en este último tramo,perdiéndose en la oscuridad.Finalmente, llegó a una diminutabuhardilla, un antiguo palomarabandonado, y desde allí comprobó quelas voces del piso de abajo, se oían contoda claridad. Ajustó su cuerpo almínimo espacio, sin levantar el máspequeño crujido y se quedó inmóvil.

—Eres un maldito embustero, Leví,me haces perder el tiempo.

Hasta el viejo palomar subía una vozsin tono, fría y del color del acero.

—Sois injusto conmigo, señor, vosme ordenasteis que os avisara decualquier cosa que tuviera relación conD’Aubert, por pequeña que fuera. Vos lodijisteis y así lo he hecho. —La voz deLeví había perdido la consistenciapresuntuosa con la que acostumbraba atratar a sus clientes y en su lugar, unagudo falsete atemorizado se adhería acada partícula de aire.

—Muy bien, un jovencito estúpido tepreguntó por D’Aubert porque le habíaestafado con la mierda de la seda.¡Estupendo! Muy propio de D’Aubert.En cuanto al chico, sólo era un críoinútil que pide a gritos que le estafen.

¿Me dejo algún dato de vitalimportancia, Leví?

Guillem grabó aquella voz en sumemoria, aquella frialdad impersonaldel sonido le impresionaba.

—Y todavía hay más. El inteligentee importante usurero de ladrones, correcomo un conejo asustado para avisar alamo de tan impresionante hecho, sindetenerse a pensar que es posible que lesigan, o que le estén vigilando desdehace días. Una simple escaramuza deladronzuelos convertida en la tragediadel día. Eres un estúpido, Leví, sólo tucodicia es tan grande como tu estupidez.

—¡No me han seguido! Estuve dando

rodeos, tal como me enseñasteis. Llevouna hora dando vueltas y vueltas,asegurándome de que nadie me pisaralos talones, muy alerta. Y sólo se acercóa mi mesa ese jovencito inútil, ningúntemplario ni nadie de aspectosospechoso me ha hecho preguntasembarazosas. ¡Os lo juro!

—Vamos, vamos… un descreídocomo tú jurando en vano, Leví. Tuspalabras no servirían ni para asegurar tunombre, maldito embustero.

—¡Os digo la verdad, nadie delTemple se ha…!

—O sea que ningún templario se hadejado caer por los Cambios. —La voz

pareció metalizarse más, en un tono queno parecía posible en una gargantahumana—. Supongo que quieres decirque no has visto templarios, porque nohas visto capas blancas. ¡Quéextraordinario talento para laobservación!

—Ninguna capa blanca, no señor, nininguna pregunta sobre D’Aubert… Esoes, pero creo tener una pista.

Por un instante, Guillem se apiadódel pomposo usurero. Estaba jugando enterreno peligroso y desconocía lasreglas. Era una mala transacción que lereportaría serias pérdidas, posiblementeirreparables. Pero Leví seguía

convencido de su habilidad para elengaño, ajeno a la realidad que seimponía por momentos y al tono, cadavez más acerado, de su interlocutor.Quería jugar fuerte sin disponer decapital, un mal negocio para suprofesión.

—¿Una pista de D'Aubert? —repitióla voz, con sorna—. Me tienes enascuas, Leví, después de tantos días deescasez informativa, lograssorprenderme.

Su tono, sin embargo, no era desorpresa.

—He oído rumores, señor, rumoresque indican que puede estar escondido

en una posada de mala muerte, en elbarrio marítimo, cerca de…

—¿No será por casualidad, laposada de tu amigo Santos? —cortó lavoz con desprecio.

—Santos no es mi amigo —sedefendió Leví—. Hemos hecho algúnnegocio juntos, pero no es un tipo deconfianza.

—¡Claro! Tú no tienes amistades,viejo avaricioso, todo el mundoconfiaría antes en un escorpión deldesierto que en una escoria como tú. Yademás eres un pésimo embustero, metemo. Desde el principio sabías dóndeencontrar a D'Aubert, pero has preferido

sacarle tú misma la ganancia. ¿No esasí, Leví?

—¡Eso no es cierto, jamás osengañaría!

—Desde luego que sí, amigo mío,engañarías a tu propia madre si con ellosacaras unas miserables monedas. Losabías desde el principio, D'Aubert esde tu calaña, un viejo conocido queacudió a ti en el mismo instante quedesembarcó. Lo que sí es cierto es queno tienes ni remota idea de dónde estáescondido el médico judío, peroD'Aubert… tú mismo lo escondiste,esperando a ver qué podías sacar deeste negocio. Me has engañado, Leví, y

ya te avisé de las consecuencias.—¡No es verdad, lo juro por lo más

sagrado! ¡No conozco a D'Aubert! Hetrabajado para vos honradamente, no osmentiría, no me atrevería, señor.

—¡Por todos los demonios, Leví, dide una vez la verdad. Te va la vida enello!

La amenaza era cortante, no habíanecesitado ni siquiera elevar el tono devoz para que un aire gélido seextendiera por toda la casa. Levísollozaba, jadeaba como un animalherido y el sonido de su respiraciónreptaba por la paredes, en undesesperado intento de huida. Las

posibilidades de transacción seagotaban y empezaba a darse cuenta,aquello era un mal negocio.

—Está bien, tenéis razón. Conocía aD’Aubert, pero sólo superficialmente.Vino a verme al desembarcar, buscabaun refugio seguro y me prometió muchodinero. Decía que iba tras algo grande.

—¿Cómo de grande, Leví?—¡No lo sé! No quiso explicarme

nada, decía que todavía tenía quedescubrir algunas cosas. Sólo quería quele pusiera en contacto con un traductorde griego. ¡Sólo eso!

—¿Y eso es lo que hiciste, leenviaste a alguien?

—¡No, a nadie, os lo juro! Le dijeque en la posada encontraría lainformación que buscaba. ¡Nada más!

—No me molesta que mientas, Leví,todo el mundo lo hace continuamente. Loque me enfurece es que intentesengañarme a mí, y que tengas laconvicción de que puedes hacerlo. Nome gusta nada, vieja rata de muelle. Poreso he decidido prescindir de tusservicios, ya no me sirves de nada.Nada personal, ya lo sabes, sólonegocios, y me temo que tú has hechouna inversión equivocada.

Guillem oyó un sollozo roto, lassúplicas del usurero en demanda de

clemencia, y un escalofrío le recorrió elespinazo al escuchar sus gritos deauxilio. Leví lloraba, gritaba, se le oíaarrastrarse por el suelo mientrasbalbuceaba frases incoherentes. Setrataba de su último negocio y el jovenno le juzgó por ello, estaba intentandoapostar hasta su dorado genovino parasalvar el pellejo. Pero Leví desconocíala verdadera naturaleza de la Sombra,porque Guillem sabía con seguridad queaquella voz sólo podía pertenecerle. Elusurero estaba perdido, porquedesconocía su total ausencia de piedad.

Un sonido entrecortado que no supoidentificar llegó hasta el palomar, un

ruido leve, casi un murmullo. El vacíovolvió a apoderarse de la casa; unsilencio sepulcral lo envolvía todo,como si las palabras que Guillem habíaescuchado no se hubieran pronunciadojamás. No se movió ni un milímetro,rígido, con la musculatura contraídacontra la pared, atento a cualquierrumor, a cualquier sonido que leindicara la presencia del hombre, sutrayectoria. «Nada puede desvanecerseen el aire», pensó.

La espera se hacía interminable y eldolor por la inmovilidad agarrotaba suspiernas. De repente, oyó con claridad elruido de una puerta al cerrarse. Se

relajó en silencio, intentando recuperarel ritmo de su respiración, casi detenida,mover un pie. De repente, una voz deultratumba le obligó a detenerse, apermanecer paralizado. «¡Quieto! ».Apoyado en aquella sucia pared llena deexcrementos de palomas, conmocionado,tardó unos segundos en comprender quela orden provenía de su propia memoria.Como si el recuerdo viajara en su ayudapara salvarle la vida, los consejos deGuils y sus particulares opinionesacerca de los espías papales se lehicieron audibles.

«Son como serpientes, muchacho, delas peores. Utilizan los trucos mássucios que puedas imaginarte, reptandopor las paredes, dispuestos a lanzarte suveneno cuando tú crees que handesaparecido. O sea, mi queridocaballero Montclar, debes actuar comosi nunca se hubieran ido, otorgarles eldivino don de la ubicuidad y de latransmutación, igual que si trataras conespectros del infierno». Guils se reía acarcajadas, el odio que sentía hacia losespías papales le hacía maldecir comoun poseso. «¿Conoces el truco de la

puerta? Pues escucha con atención,chico. Tú espías en tanto ellos tambiénespían y estás convencido de queignoran que tú estas allí. ¿Me sigues,cachorro de hiena? Bien, sin que sepasmuy bien por dónde han ido, oirás unapuerta que se cierra y respirarástranquilo, pensarás que por fin, estapeste romana ha desaparecido de tuvista, y te moverás. Y estarás muerto enunos segundos. ¿Por qué? Ya te lo hedicho, asno, no se van, permaneceninmutables y eternos, esperando que elpobre imbécil se mueva y les indique supresencia. Tu única esperanza es tenermás tiempo que ellos, esperar

pacientemente y rezar, rezar para quedespués de tantas tonterías, tengan prisaen jorobar a algún otro desgraciadocomo tú».

Sí, tenía que haber sido aquelrecuerdo lo que le había paralizadocuando con seguridad iba a encontrarsecon su muerte. Pero todavía no loestaba, pensó concentrándose en supropia inmovilidad, olvidando el dolordel cuerpo entumecido y respirando sinque un solo murmullo saliera de suslabios. Hombre y pared, casi fundidos,convertidos en la misma espera. Sumente distraída en Guils y en losejercicios que le obligaba a hacer,

«ejercicios antipapales» los llamabacon irreverencia, al tiempo que lo teníaparalizado en los lugares más increíbles.«Hazme un favor, chico, pierde elsentido del tiempo, ya no existe». Horasy horas, colgado de un árbol,arrodillado en un confesionario,sentado, de pie, estirado, boca arriba,boca abajo… ¡Dios, lo que habíallegado a maldecir a Bernard poraquella tortura! «Maldice, caballeroMontclar, pero en silencio y no memires como un carnero en el matadero».

Oyó de nuevo la puerta pero semantuvo quieto. Hasta el aire parecíaparalizado, atrapado en miles de motas

de polvo eterno. «Sí, eso es, lo heconseguido, soy ubicuo y transmuta do,tengo todo el tiempo del mundo, mequedaré aquí, me moriré aquí mismodentro de unos años». Oyó unos pasos,alejándose, pero no le importó, iba aquedarse allí hasta el final del mundo,convertido en mota de polvo.

Cuando se movió, no tenía nocióndel tiempo transcurrido ni le importaba,se sentía ligero y despierto. Bajó al pisoy encontró a Leví, el mentiroso, con losojos muy abiertos, todavía sorprendidospor la manera en que había acabado sunegocio. Un preciso corte le recorría elcuello de oreja a oreja, tendido en

medio de un gran charco de sangre.Cuando Guillem se inclinó paraobservarlo, la cabeza del usurero rodóhasta el final de la estanciadespidiéndose del resto del cuerpo. Erauna imagen patética, aunque el joven seconcentró en un detalle extraño. Lasropas de Leví estaban en un ordenexquisito, su larga túnica de seda y sucapa, con cada pliegue dispuesto deforma armoniosa; ni sus collares sehabían movido al desprenderse sucabeza. Alguien había dado un toquefinal a la escena. Guillem encontró sugenovino y lo devolvió a su bolsa, elpréstamo había vencido y no había nadie

para cobrar los intereses. Después, sintocar nada, abandonó la habitación.Salió de la casa tan sigilosamente comohabía entrado y no encontró a nadie ensu camino.

Su cita involuntaria con la Sombra leprovocaba reacciones contradictorias yextremas. Por un lado, se sentía eufóricopor su actuación, casi al límite de lopermitido y que había estado cerca deponerlo junto a Leví camino del infiernode los judíos, si es que tal cosa existía.¿Había sido parte de su memoria o erala voz de Guils, convertido en protectorde ultratumba? Por otro lado, estabaimpresionado por el sonido de aquella

voz que había quedado grabada en suánimo, dejándole un rescoldo de miedoy respeto por aquel asesino. Dalmautenía razón, Robert d'Arlés era unhombre peligroso y extraño, y él tendríaque andar con mucho cuidado si queríaseguir vivo.

Se detuvo un momento,inconscientemente no había paradodesde que salió de aquella casa, como sile persiguieran cien demonios. Debíapensar cuál era el siguiente paso, y yaanochecía, su estado de eternidad sehabía alargado y se hacía tarde. Pero¿tarde para qué? No lo era para haceruna visita a El Delfín Azul, todo lo

contrario, era la mejor hora, la másconcurrida. Y si tenía que encontrarsede nuevo con la Sombra, prefería unlugar público, con mucha gente; suúltima experiencia le aconsejabatomarse un respiro. ¿Qué máscaranecesitaría para ir allí? La del jovenestúpido e inútil ya no le servía, tendríaque pensarlo mientras se dirigía haciaallí. Pensó en D'Aubert, el ladronzuelo.La Sombra conocía su escondite antesde hablar con Leví, era posible que se lehubiera adelantado. ¿Debía informar afrey Dalmau? Quería encontrar aD'Aubert vivo, interrogarle, recuperar loque le había robado a Bernard y cada

instante que perdía en elucubraciones ydudas era un regalo para la Sombra.Dejó de pensar para encaminarse conrapidez hacia la posada. Sólo una cosale inquietaba profundamente: ¿habríaadivinado la Sombra su presencia en lacasa? «Carne y hueso —había dicho freyDalmau—, lo demás es sólo una leyendaque él mismo se ha encargado detransmitir y aumentar, es tan mortalcomo tú o yo». Pero el joven no estabatan seguro, ni siquiera lo había vistopero había notado su presencia, elmurmullo de una sombradesvaneciéndose.

Capítulo VII

El Delfín Azul

«¿Habéis prometidoo dado a algún seglar o aun hermano del Temple,o a cualquier otro, dinerou otra cosa para que osayude a ingresar en estaorden? Porque estoconstituiría simonía y nopodríais disculparos, siestáis seguro de ello

L

perderíais la compañíade la Casa».

a posada El Delfín Azul se hallabaal final de un callejón sin salida, al

límite del barrio de la Ribera. Leví nohabía exagerado al describir aquel localde mala muerte, su emplazamiento y eltipo de gente que concurría a él, nopermitían engaños en cuanto a sunaturaleza. Sus clientes provenían,especialmente, de los bajos fondos de laciudad y del paso de la marinería. Noera un burdel, como muchos pensaban,sino un centro de diversión y de

negocios que rozaban el límite de la leyy, en muchos casos, lo sobrepasaban sinningún problema. Las autoridadesconsideraban la prostitución un malnecesario que evitaba problemas peores,por ello toleraban los burdeles, aunquebajo un control municipal y real. Estabatotalmente prohibido que las prostitutasejercieran su duro trabajo fuera de loslocales adecuados para ello, de estamanera eran obligadas a vivirencerradas entre las cuatro paredes delburdel.

Sin embargo, en El Delfín Azultambién se podían encontrar grupos demujeres que se reunían allí para

divertirse y hablar de sus problemas, sinque fuese posible contratar susservicios. Si una de ellas era encontradaejerciendo su trabajo fuera del burdel, elmismo patrón y sus compañeras la ibana buscar con redoble de tambores, y ladevolvían a la casa, aunque raramentesucediera así en aquel barrio, en el queni los guardias reales se atrevían apatrullar.

Guillem caminaba con rapidez, conla cabeza alta y cara de pocos amigos.El ingenuo muchacho de los cambioshabía desaparecido y en su lugar,asomaba un hombre joven, de mira datorva y con las armas a la vista. En la

entrada de la posada, un grupo dehombres apalizaba a un tercero queacababa de desplomarse, desmayado oinconsciente, en tanto los golpes ypuntapiés arreciaban sin que la víctimaexpresara el más mínimo lamento. A unlado, dos mujeres contemplaban elespectáculo con expresión aburrida,semejantes a dos estatuas de piedra quesoportaran el peso del portal, exceptoque carecían de capiteles en suscabezas.

Guillem dio un vistazo al infeliz queyacía en el suelo, sin detenerse niintervenir, aquél ya no pertenecía almundo de los vivos y él tenía un gran

interés en permanecer en él. Cuandopenetró en la posada, un ambienteespeso y cargado lo envolvió, habíamuchas zonas de penumbra y sus ojostardaron unos instantes en adaptarse a laoscuridad, repasando cada rincón y cadahuésped que llenaba el local. Era unaestancia de grandes dimensiones,rectangular, donde una enorme chimeneaocupaba un lugar de privilegio, dandomucho calor y poca luz. Las mesas seamontonaban sin orden ni concierto,como si un ejército de bárbaros hubieraconquistado el lugar y se dispusiera aarrasarlo. Los parroquianos seapretujaban alrededor de las mesas y

encima de ellas, casi sin dejar unresquicio por el que pudieran pasar unasmujeres portadoras de grandes jarras.Los gritos y aullidos eran laconversación más habitual y también loscoros, espontáneos, entonando obscenascanciones a voz en grito. El fragor de lapeor batalla se hubiera convertido allíen un simple murmullo.

Guillem se abrió paso condificultad, observando las miradas decuriosidad que, tras el primer vistazo,volvían a la indiferencia. Un lugar comoaquél acogía caras nuevas cada día,tripulaciones enteras gastaban susmíseras pagas en aquel brebaje

inclasificable que se servía, fuera vino ocerveza, para desaparecer después haciaotro puerto, hacia otro local exactamenteigual a aquél. Aunque no siempresucedía así, muchos de esos alegresparroquianos no llegarían nunca a otropuerto ni a otra taberna, el océano se lostragaría sin ningún remordimiento.

Mientras avanzaba entre la mareahumana, el joven se fijó en un hombreque se apoyaba en un largo mostradorque, desde la chimenea, se extendíahasta la pared opuesta. Era un auténticogigante de casi dos metros. Guillem lemiraba con respeto, por su privilegiadasituación, no podía tratarse de otro que

de Santos, el conocido de Leví. Elhombre estaba hablando con uno de losclientes, cosa que permitió que Guillemlo estudiara con atención. Una de lascosas que le distinguían del resto era unrostro especial, trazado por miles decicatrices de todo tipo y tamaño, aunqueuna de ellas sobresalía por derechopropio cruzando toda la cara,atravesando uno de sus ojos ydesapareciendo en el mentón. Eraposible que continuara por la nuca hastaperderse, cuerpo abajo, en algún lugarinvisible y secreto. Su gran corpulenciaestaba en consonancia con su altura, y lamasa muscular se dibujaba bajo sus

ropas en un complicado mapa detendones y nervios sabiamenteorganizados. Guillem calculó que debíade tener la edad de Bernard, quizás unpar de años más, aunque era posible quelas cicatrices le engañaran.

El largo mostrador en que seapoyaba servía como frontera ydelimitaba el amplio territorio de losparroquianos de su atalaya particular. Asus espaldas, las camarerasdesaparecían en la oscuridad parareaparecer con las jarras bien provistas.Era una situación estratégica perfectaque le permitía vigilar y controlar cadarincón de su local, cada individuo que

entraba o salía, cada murmullo. Un pocomás apartada del mostrador, al otro ladodel fuego, una escalera de madera seperdía en las alturas. Seguramentecomunicaba con las habitaciones de loshuéspedes. Guillem siguió estudiandocon detenimiento la posada, buscandolos puntos más favorables para unahipotética huida. No deseabaencontrarse en la desagradableexperiencia de acabar en un agujero sinsalida y mucho menos con uncontrincante como la Sombra. Su miradase posó en una pequeña puerta bajo laescalera, posiblemente la bodega o unaleñera, que estaba disimulada en la

pared y que sólo por un extraño reflejoen el fuego de la chimenea había atraídosu atención. Se acercó pausadamentehacia donde reinaba aquel gigante sinque nadie osara poner en duda sulegitimidad. Como era de esperar, llamósu atención de inmediato. Santos leobservaba, dejando en suspenso laconversación que mantenía, y lainterrupción alejó a su interlocutor haciauna de las mesas cercanas, como en unaceremonia ensayada mil veces, dondetodos los participantes sabían el papelque debían hacer. La mirada de Santosse concentró en el joven desconocidocon una curiosidad no exenta de

indiferencia.—Sois forastero, compadre. —Era

una afirmación en toda regla. Santosseguía la ley, no escrita, de evitar laspreguntas.

—Y vos adivino. ¿Cómo habéisllegado a tan difícil conclusión?

—¿Os sirvo algo o necesitáis misservicios de adivinación?

—Tomaré lo mismo que vos,siempre que no sea la porquería queéstos están tragando.

—Vaya, vaya… un paladar fino,algo que no acostumbro a disfrutar eneste antro, señor, aunque es posible queincluso lo que yo bebo, sea insuficiente

para vos. —Santos parecía divertidocon el nuevo parroquiano, y el sarcasmoencontraba acomodo entre los dos.

—Supongo que sois Santos, dueñoabsoluto de este territorio.

—Ahora el adivino sois vos. —Santos sirvió dos jarras, extraídas dealgún lugar bajo el mostrador.

—Vino de Messina. Excelente.Tenéis buen gusto en el beber. —Guillem había tomado un largo trago dela jarra.

—Os costará caro, aunque no dudode que lo podéis pagar. Vuestra salud osagradecerá la elección. Estos miserablescarecen de estómago y en su lugar

esconden un saco de plomo, indiferentea 1o que le echen.

—¿Por qué Santos?—¿Por qué, qué?—Me refiero a vuestro nombre, los

demás nos conformamos con un santo,vos parece que necesitáis a toda la cortecelestial.

Santos lanzó una estruendosacarcajada que resonó en toda la enormeestancia, sobresaltando a más de uno.

—Vaya, vaya, tenemos a ungracioso. Os lo agradezco, mi trabajo essoberanamente aburrido por normageneral y me gustan las bromas, impidenque se me seque el cerebro. Por lo que

se refiere a mi nombre, no os puedoresponder, es tan antiguo que heolvidado su razón de ser.

Guillem sonrió, estaba pensando enla mejor manera de encauzar laconversación hacia los temas que leinteresaban, sin llamar la atención nilevantar sospechas, pero Santos no erapresa fácil, no era un tipo que se dejaraengañar fácilmente como Leví. Tendríaque arriesgarse.

—Me han aconsejado que hable convos —dijo en voz baja.

—¿Y qué maldito ladrón os ha dadoeste consejo?

—Un ladrón muerto —contestó

Guillem, observando la reacción deSantos.

Santos se quedó en silencio,mirándole sin parpadear, sopesando laspalabras. Aquella mirada fija, obligabaa uno de sus ojos, cruzado por laespantosa cicatriz, a tomar una formaextraña, como un ocho irregular y malgarabateado que buscara ampliar susdeformadas circunferencias.

—Deberíamos sentarnos, ¿no osparece? —dijo finalmente.

Le hizo un gesto indicándole que lesiguiera y su salida del mostradorprovocó un murmullo de admiración, elgigante parecía estar concediendo un

privilegio especial al jovendesconocido. Santos avanzó hacia unamesa, cerca de la chimenea, que sedesalojó en el acto cuando sus ocupantesle vieron avanzar. Ambos se sentaroncon las jarras en la mano, uno frente alotro sin dejar de observarse.

—¿Y bien? —Santos parecíalevemente interesado.

—Leví el cambista me dijo que vosme daríais una información sobrealguien a quien busco.

—¿El avaro mercader está muerto?—Parecía realmente perplejo—. Creíaque esa ralea de usureros gozaba de untrato especial ante la Parca, pero veo

que no es así. ¿Le habéis matado vos?—No, se me adelantaron.

Últimamente siempre me pasa lo mismo.Si sigo así, no podré matar a nadie más,es deprimente.

Santos volvió a estallar encarcajadas, lo que de nuevo provocó eldesasosiego entre sus clientes máscercanos, pero había decidido que aquelmuchacho le gustaba.

—Ese viejo gusano rastrero de Levíno ha hecho un buen negocio esta vez.Eso le pasa por andar con malascompañías.

—Tenéis razón —asintió Guillem,en tono grave—, no invirtió bien y me

temo que no va a recuperarse de suspérdidas.

Miró el rostro del posadero en buscade alguna señal que le permitiera seguirpor aquel camino, pero las facciones deSantos encerraban un misterio tanantiguo como su nombre, y no dabanfacilidades de ningún tipo. El jovendecidió soltar un poco más deinformación.

—El gusano rastrero, como vos lellamáis, ha sido asesinado hace unashoras, degollado, mejor dicho,decapitado por una mano experta,sumamente hábil en estos menesteres.

—Una muerte digna para un ave

carroñera como él. —Santos no parecíaimpresionado—. Os puedo asegurar quesu muerte será celebrada por muchoscuando la noticia se conozca. Nadie va allorar su ausencia, no tenía mujer nihijos, ni hermanos ni tíos, nada de nada.El pobre imbécil decía siempre que lafamilia era una inversión sin futuro ymirad ahora, no tiene ni a un perro quese encargue de su entierro.

Guillem comenzó a exasperarse antela impasibilidad de su interlocutor, nadaparecía conmoverlo y escuchaba susnoticias sin un parpadeo de su mutiladoojo. Estaba regalando información acambio de nada y ya no sabía qué táctica

utilizar.—Estoy buscando a un tal D'Aubert

—espetó. Ya había perdido demasiadotiempo.

—O sea que es esto lo que habéisvenido a buscar, muchacho, al estúpidode D'Aubert. ¡Por fin se hace la luz en laoscuridad! ¿Para qué le buscáis?

—Muchas preguntas y pocasrespuestas —graznó Guillem, irritado ycon su dosis de paciencia totalmenteagotada. Estaba molesto ante las sonorascarcajadas de Santos, quien se divertíapor su enfado.

—Perdéis muy pronto la paciencia,joven, pero voy a responderos de una

vez. Conozco, desde luego, a D'Aubert.Incluso os diré que yo mismo he estadoa punto de matarlo para ahorrarme suinsufrible charlatanería. Es un serrepugnante.

—¿Es uno de vuestros huéspedes?—Era, joven, era uno de mis

huéspedes, pero en estos momentos yano lo es —le contestó Santos comoúnica explicación.

Aquello fue un mazazo para Guillem,aquélla era la única pista que poseíapara encontrar a D'Aubert, pararecuperar lo robado. Si aquel ladrónhabía huido, sería difícil volver alocalizarle y todo aquello le estaba

volviendo loco. Otra vez se encontrabacomo al principio, sin nada sólido. Eratal su abatimiento que hasta Santospareció compadecerse de él.

—¿Tanto interés tenéis en semejanteimbécil, «hermano»? El joven dio unsalto de la silla, perplejo y asombrado.Se sentía descubierto, como si lehubieran arrancado su máscara de golpe.Su mirada se dirigió hacia una de lasprobables vías de escape con inquietud.«Hermano». Aquel gigante tabernerohabía averiguado su condición sin unaduda, casi a primera vista, y eso eraalgo con lo que no contaba.

—Tranquilizaos, nadie va a

delataros, sólo me estaba divirtiendo unpoco al contemplar a un honestotemplario en un lugar como éste.Aunque, la verdad, no gozáis de muybuena reputación. —Santos parecíarelajado y tranquilo.

—¿Cómo me habéis descubierto? —La mente de Guillem se esforzaba enencontrar una explicación. Su máscarano había sido eficaz, en algo se habíaequivocado. Seguramente le habíareconocido desde el mismo momento enque puso un pie en aquella malditataberna de mala muerte. Estaba enfadadocon Santos, que tenía la capacidad dever a través de las máscaras y temía que

si él había podido descubrirle, otrostambién podían hacerlo. Tenía ladesagradable sensación de estaratrapado. Santos le estudiaba conatención, intuyendo los sentimientos quesu broma había provocado yarrepintiéndose de su ligereza.

—Calmaos, os lo ruego, es unabuena máscara, nadie más os hadescubierto. Lamento mucho haberosinquietado de tal manera, pero no ospreocupéis por este atajo de borrachos,no reconocerían ni a su propia madre sientrara por la puerta. Bernard os enseñóbien.

Los ojos de Guillem se abrieron

como platos y no pudo evitar unaexclamación de asombro. Aquello erademasiado, no podía creer que elespectro de Bernard Guils se obstinaraen perseguirle hasta aquel antro. Pero¿quién demonios era Guils para tenerconocidos como Santos? Guils eldesconocido, eso era. Su enfado eirritación tomaban un camino diferente,un camino que llevaba a Bernard, elamigo desaparecido, el maestro… elque tan poco le había contado de símismo, el que le mantenía en laignorancia, el mismo que le habíaabandonado en mitad de aquellatormenta.

—Tenéis que perdonarme,muchacho, cuando os he visto entrar nohe podido evitar la tentación de reírmeun rato. Pero acabo de recibir un buenpuntapié en el trasero, una señal deGuils desde la tumba para que os dejerecuperar el aliento. No os preocupéispor vuestra seguridad, estáis a salvo.Hace ya muchos años pertenecí a laorden, por eso os he reconocido. No hayningún templario que entre en estataberna al que Santos no reconozca, pormuy disfrazado que vaya. Son viejascostumbres.

Guillem le miraba desafiante,intentando controlar la cólera que sentía,

harto de aquel asunto que giraba ygiraba siempre en torno al mismo punto:Guils.

—El fantasma de Bernard mepersigue con más saña que entusiasmo.Me lo encuentro en cada esquinasobresaltándome e incluso creo haberoído su voz. Podéis pensar que me estoyvolviendo loco porque así lo creo yomismo… Y supongo que lo conocisteisen Palestina, cómo no, y que luchasteisjuntos a brazo partido, íntimos amigosdesde la infancia. ¡Oh, y seguro quesabéis todo lo que debe saberse de esteasunto y que yo puedo largarme a laCasa y dormir tres días seguidos,

abandonando definitivamente miridículo papel de títere!

—¡Dios santo, estáis realmenteenfadado! —Por primera vez, Santosparecía asombrado—. Lo lamento deverdad, amigo mío, no era mi intenciónprovocar vuestro enojo, pero no tengo niidea de lo que me estáis hablando.Conozco la muerte de Bernard, es cierto,en este barrio las noticias corren másque saetas musulmanas, perodesconozco el «maldito asunto» del quehabláis. ¿Cómo murió en realidadBernard? Aquí sólo corren rumores,historias increíbles.

Guillem comprobó que Santos

estaba diciendo la verdad y se arrepintióde haber volcado toda su frustración eimpotencia en aquel gigante que lemiraba con verdadera preocupación.

—Fue envenenado.—¡Envenenado! No me lo puedo

creer, no en Bernard. —La sorpresa seapoderó de las facciones de Santos,marcando de un tono púrpura la largacicatriz.

Y entonces Guillem le contó todo loque sabía, sin omitir nada, en unesfuerzo para determinar sus emocionesy sentimientos, harto de aquel trabajo,de engañar y de ser engañado. Se vació,hasta quedar en paz, cansado de esperar

que alguien le indicara una pieza enaquel rompecabezas de reliquias,sombras y muertes que le arrastraba deun lado a otro, como si estuviera unido ahilos invisibles que le manejaran a suantojo. Guillem de Montclar habíadecidido estallar y ya no le importabanlas consecuencias.

Santos escuchó con atención, sininterrumpir en ningún momento. En tantosus facciones se endurecían a medidaque la historia avanzaba, pero sin dejartraslucir al exterior ninguna emoción.Escuchó, durante una hora, las palabrasde aquel muchacho enfadado,perseguido por fantasmas que no

reconocía. Y mientras le escuchaba,multitud de recuerdos e imágenesacudían a su mente en tropel, con unaclaridad diáfana, como destellos de laintensa luz del desierto de Judea.

En la pequeña construcción deadobe, perdida en mitad del desierto,dos hombres hablaban a gritos. Nadieles escuchaba en aquella inmensidadvacía, sólo sus dos caballos, inquietosante el tumulto de voces.

—¡Maldita sea, Bernard, te hasvuelto totalmente loco! —Jacques elBretón aullaba como un lobo en celo,

andando a grandes zancadas por lapequeña estancia. El suelo retumbaba acada uno de sus pasos, como si unejército de turcomanos estuviera a puntode invadirles.

—¡Para de una vez, Jacques, y dejaya de maldecir! ¡Ya sé que tiene todo elaspecto de una trampa! —La voz deGuils sonaba un tanto hastiada a causade los gritos de su compañero.

—¿Todo el aspecto? ¡Por los clavosde Cristo, Bernard, no te atrevas acontestarme esto, no después de tantosaños! Tanto secretismo va a volvermeloco de atar a mí también.

—Serénate y no grites más, me estás

poniendo nervioso. —Está bien, nogritaré, pero Bernard…, estamos a unpaso de descubrir al maldito traidor, ésees nuestro trabajo prioritario. No teparece sospechoso que tan cerca deaveriguarlo nos manden tras un pringosomanto con una historia increíble. ¿Esque quieres suicidarte?

El potente vozarrón de Jacques hizotemblar las frágiles paredes. Guils, portoda respuesta, le propinó un puñetazoen la espalda, aunque Jacques nopareció notarlo.

—¡Déjame hablar, Jacques, de locontrario te amordazaré, te prometo quelo haré! No tengo tiempo de ir a Acre

para convencer a quien sea de la locurade esta misión, ni tampoco tengomotivos para desobedecer. Y sí, tienesrazón, es sospechoso que nos mandentras un espejismo en forma de manto, ynos obliguen a dejar nuestrainvestigación. Por eso quiero que meescuches con toda tu escasa atención: túno vas a venir con nosotros.

Guils hizo un severo gesto de avisoante la intención de su amigo deresponder, pero no pudo evitar que éstela emprendiera a golpes con una de lasparedes.

—Jacques. ¡Jacques! Escúchame, túvas a ir solo a la cita con nuestro

contacto e indagarás el nombre deltraidor. Después te dirigirás a Acre y lecontarás a Thomás de Berard todo loque descubras y dónde nos encontramos.Y sobre todo, pondrás atención enrevelar de quién fue la idea de estaabsurda misión. ¿Lo has entendido bien?

—Tengo tiempo para ir a la cita yvolver con vosotros, por si acaso.

—¡No! ¡No vas a volver, te largarása Acre a toda prisa y sin mirar atrás!¡Sin discusión, maldita sea, por una vezobedece!

—No entiendo por qué te fías deeste caballerito de corte, Bernard,siempre preocupado por subir de

categoría… «Prefiero que me llamenCaballero D'Arlés». —Jacques imitabalos modales exquisitos y amanerados delaludido—. Es una serpiente rastrera, telo he dicho siempre… Pero lo delmanto… ¡Eso no tiene nombre, Bernard,por el amor de Dios!

—Jacques, siempre has detestado aRobert d'Arlés, no lo puedes soportar,pero ¿por qué demonios iba a inventarseuna historia tan absurda?

—¡Ja! Por salvar el culo, Bernard,ése todo lo hace para que su culoencuentre mejor acomodo que una sillade montar. —Estamos metidos en ungrave problema y a ti sólo se te ocurren

incoherencias.—Un grave problema, sí, señor, me

alegro de que lo reconozcas, Bernard, yde que seas realista, porque en lasúltimas horas andas colgado de unapalmera y boca abajo, sin tener los piesen el suelo. Y más que grave, es unasituación peligrosa, vas a acabar con elpescuezo a rebanadas.

Bernard Guils suspiróprofundamente. Necesitaba de toda supaciencia para tratar con su rebeldecompañero, un hombre que se encendíacon sólo oler fuego.

—Te prometo que procuraremosacabar vivos, pero tú debes hacerme

caso esta vez.—Pero Bernard, ¿quién puede

creerse que un sucio mercader de Éfeso,¡además de Éfeso!, pueda tener un mantoque perteneció a la Virgen? ¿Quiénpuede creerse que tal cosa exista en latierra? ¿Qué demonios os va a vender?Yo te lo diré, amigo mío, un harapodeshilachado que su madre tiró porviejo.

—No se trata de esto. ¡Olvídate delmaldito manto! Estás obsesionado conél, y es lo menos importante. Lo quecuenta es que alguien nos está apartandode la investigación y que debe creer quelo ha conseguido.

—Entiendo, y por eso os vais asuicidar en grupo.

Bernard entendía el punto de vistade su compañero, el motivo paraalejarles era realmente ridículo y nadieen su sano juicio correría tras un harapodeshilachado, como decía Jacques. Estolo tenía intrigado. ¿Se estaba inventandoD'Arlés todo aquello? Pero ¿por quémotivo? ¿Y si no era D'Arlés quiénestaba jugando con ellos?

—Sinceramente, Jacques, lo que másme molesta de todo esto es que nostomen por estúpidos.

—Claro, te molesta pero vas ahacerlo de todos modos —saltó Jacques,

sin comprender su razonamiento.—Sí, tienes razón, tendremos que

arriesgarnos. No levantar sospechas,simular que caemos en la trampa. Poreso te necesito fuera, eres nuestrosalvoconducto.

—¿Y qué les vas a decir cuando yono aparezca? —Jacques parecíaresignado, sabía que no habría forma deconvencer a Bernard de lo contrario.

—¡Eso es fácil, querido amigo! Lesdiré que no te he encontrado. Todosconocemos tu afición a las fugas «aninguna parte». Les diré que has vuelto adesaparecer, que no te has presentado.«Este maldito imbécil nos ha vuelto a

plantar». Me mirarán con resignacióncristiana y no dirán esta boca es mía.

—Menos D'Arlés. «El Templetendría que escoger mejor a susmiembros de élite, alguien tendrá quedar cuenta de las fugas de nuestrohermano, esto no puede quedar así…».

Bernard Guils lanzó una carcajadaante la imitación de Jacques. Teníarazón, además de imitarloperfectamente, seguro que D'Arlés iba adecir algo parecido.

Salieron de la cabaña con lapreocupación reflejada en sus rostros.Jacques abrazó a su compañero confuerza, tenía un mal presentimiento. Vio

montar a Bernard en su hermosa yeguablanca, y se acercó a acariciar la cabezadel animal.

—Jacques, ten mucho cuidado, nodejes que ese maldito traidor se escape.¡Y vete a Acre!

—Lo mataré con mis propias manos,te lo juro.

Pero Bernard ya no le oía, él y sumontura se alejaban a toda prisa endirección a1 norte. Durante un ratoobservó la silueta de su amigo alejarse,empequeñeciéndose en el horizonte dearena.

Santos despertó bruscamente delensueño de su memoria, las palabras deljoven templario le traían de vuelta a laposada.

—Es urgente que hable con D'Aubert—decía Guillem.

—Perdonad, muchacho, estabadistraído. Comprendo vuestra urgencia,pero os he de confesar que ese charlatános servirá de bien poco.

—¿Habéis hablado con él, os hacontado algo de interés?

—Está muerto. De nuevo alguien seos ha adelantado. Guillem se quedó

helado, no esperaba que la Sombrapudiera adelantársele esta vez. Más biencreía que estaría muy ocupado buscandouna nueva madriguera. Había supuestoque no quería quedarse allí, con elcadáver de Leví.

—Pero ¿quién va a encontrar a Levíen una casa semiderruída y abandonada?Pueden pasar días, meses… ¡DiosSanto, acabo de cometer un errorimperdonable! —musitó el joven.

—Bienvenido al mundo real,muchacho —respondió Santos, conironía—. Mal estaría que fueraisperfecto, seríais insoportable. Esperoque Bernard no os metiera esta idea en

la cabeza, aunque era muy capaz. Haceunos momentos, recordaba un día en queintenté convencerle y…

—¿Cómo sabéis que D'Aubert estámuerto, Santos? —interrumpió el joven,una nueva posibilidad se abría paso enel laberinto.

—Lo encontré yo mismo, yacadáver, en su habitación. —Santosempezaba a pensar que aquel muchachoera tan cabezota como Guils.

—¿Cuándo? —Ayer por la noche.—Entonces mató a D'Aubert antes

que a Leví. ¡Ya había descubierto lamadriguera del ladrón! Y es posible querecuperara lo que éste robó a Bernard.

¿Cómo murió D'Aubert? —Guillemsaltaba de una cosa a la otra, excitado.

—De mala manera, os lo aseguro.Todavía está arriba, en su habitación. Lomaniataron de tal modo que él mismo seasfixió, no pudo aguantar la presión delas cuerdas. Hacía mucho tiempo que noveía este sistema, le llamaban el «nudodel suicida», aunque os confieso que nocomprendo la razón del nombre, es casiimposible que uno mismo se mate deesta manera. Tuvo que pasarlo muy mal,os lo aseguro. Estaba amordazado y lospocos muebles que hay en la habitaciónestaban cuidadosamente apartados, paraque no pudiera alertar a nadie. De todas

formas hubo algo que me llamó laatención: una silla, muy cerca de él, casipegada a su cara. Como si alguien sehubiera sentado tranquilamente, mientrasel infeliz agonizaba. No debía ser unespectáculo muy agradable, muchacho.

—Montclar. Guillem de Montclar —contestó el joven con el ceño fruncido.

—¿Cómo decís?—Que no me llamo muchacho, ni

joven, ni nada parecido. Mi nombre esGuillem de Montclar.

—Perdonad, no quería ofenderos,Guillem.

—¿Registrasteis la habitación deD'Aubert? —Guillem estaba seguro de

que lo había hecho.—Naturalmente, pero si queréis,

podemos volver a hacerlo. El joven hizoun gesto afirmativo y ambos selevantaron de la mesa, dirigiéndosehacia las escaleras.

D'Aubert todavía conservaba ungesto de sorpresa, como si no pudieracreer lo que le estaba sucediendo. Sucuerpo, retorcido por las cuerdas,parecía el de un contorsionistaparalizado, interrumpido en mitad de suejercicio. Santos le echó una sábanaencima mientras observaba el cuidadoso

registro que llevaba a cabo Guillem, eraindudable que le habían instruido bien.

—¿Qué vais a hacer con él? —dijoel joven, señalando el cadáver.

—Tengo que pensarlo, no ospreocupéis. Es posible que nadie vuelvaa saber de este miserable.

—Aquí no hay nada de lo que busco,la Sombra ha debido encontrarlo.

—No os precipitéis, Guillem.Encontré algo que quizás tenga interéspara vos. A1 principio, no le diimportancia, pero al oír vuestra historiahe cambiado de parecer.

Guillem se acercó a él, concuriosidad. Santos le mostraba algo en

su mano extendida.—¿Piel de cordero? ¿De dónde la

habéis sacado?—Sí, es piel de cordero, tratada y

pulida con extrema delicadeza. Esposible que protegiera lo que andáisbuscando. Había también unas cuerdasmuy finas y resistentes, seguramentepara asegurar el paquete. Lo encontréaquí, en la habitación, alguien lo habíatirado sobre la cama.

—O sea, que la Sombra ya tiene loque quería —afirmó Guillem.

—Vais demasiado rápido envuestros razonamientos. —Santoshablaba en voz baja—. D'Aubert recibió

varias visitas en pocas horas, buscabaun traductor de griego, ya lo sabéis, y yole di algunas ideas.

—¿Qué intentáis decirme?—Estuvo hablando con un tal Mateo,

un clérigo de mala vida. Creo que leexpulsaron de la orden de Predicadorespor algún escándalo que desconozco.Ahora vive a costa de dos prostitutasque le mantienen a cuerpo de rey y tienemuy buena relación con gentuza pocorecomendable.

—¿Y creéis que ese hombre sabealgo?

—Mateo y D'Aubert estuvierondiscutiendo, creo que no se ponían de

acuerdo en el precio. Finalmente,cerraron el trato y el clérigo se marchóprecipitadamente de la taberna. Esosucedió anoche. Observé que Mateollevaba algo escondido entre sus ropas.Aunque intentaba disimularlo, eravisible que apretaba algo con fuerzaentre sus garras, incluso llegué a pensarque había robado algo de la habitacióndel ladronzuelo.

—¿Sospecháis que fuera el asesinode D'Aubert?

—¡No, no! De eso estoy bien seguro,Guillem. A1 observar su conducta, subía la habitación de D'Aubert y estaba muyvivo, preocupado y nervioso, pero vivo.

Me preguntó si Mateo era de confianza,si yo respondía de él, que tenía unnegocio muy importante entre manos yque el clérigo no le acababa de gustar.

—¿Y no conseguisteis averiguarnada más?

—Le contesté que yo no respondíade nadie y me reí de su desconfianza,añadiendo que entre ladrones era difícilencontrar una virtud tan escasa y que, alfin y al cabo, Mateo era de su mismacalaña. Intenté averiguar de qué tipo denegocio hablaba, pero se cerró enbanda, me juró que tendría mi parte porlos servicios prestados y que nonecesitaba saber nada más.

—¿Y no visteis nada extraño esanoche, algo que os llamara la atención?

—Nada que me asombrara en unlocal como éste, pero hoy hereflexionado a la luz de vuestrasnoticias. Se produjo una colosal pelea,una tripulación forastera se enzarzó enun brutal tumulto y no quedó ni unmueble en su sitio…, pienso que es muyposible que alguien pagara la pelea,algo muy favorable para quien quisieracolarse hasta las habitacionessuperiores. Nadie se hubiera fijado enél. Muy apropiado, ¿no os parece?

—¿Sabéis dónde puedo encontrar altal Mateo? Parece que es mi única pista.

—Viene de vez en cuando a lataberna —respondió Santos—, peroharé averiguaciones para saber dóndeestá su madriguera.

—No quiero implicaros más, Santos,ya veis cómo acaban todos los quetienen que ver con este sucio asunto.

Santos se rió con ganas, lapreocupación del muchacho por su saludera algo nuevo en su mundo.Normalmente, la vida y la muerteocupaban el mismo lugar de privilegioen su taberna, el privilegio de laindiferencia más absoluta.

—Sois muy amable, Guillem, peroya estoy implicado. ¿No os parece que

matar a uno de mis huéspedes, en mipropia taberna y en una de mishabitaciones, es un detalle de mal gusto?Encontraré a Mateo, mis pesquisaslevantarán menos sospechas que lasvuestras, os lo aseguro, nadie seinteresará por mis motivos paraencontrar al clérigo y sé a quiénpreguntar.

—Está bien, es posible que tengáisrazón. ¿Cómo sabré que le habéisencontrado?

—Os enviaré recado a la Casa. Sedpaciente, muchacho. Guillem dio unúltimo vistazo a la habitación deD'Aubert. Ya nada más podía hacerse

allí y Santos le había proporcionadotoda la información que tenía. Miró conaprecio al gigante tuerto, admiraba laseguridad que emanaba de su persona, elcontrol que tenía de la situación, comosi cada día encontrara cadáveresmaniatados repartidos entre lashabitaciones. Necesitaba confiar en él,un contacto en aquel barrio le sería degran utilidad, y era más prudente tener auna persona como amigo que comoenemigo. Estaba a punto de marcharse,cuando el tabernero le llamó.

—Debéis andar con muchaprecaución. Por lo que me habéiscontado, hay demasiados muertos en esta

historia y no sería prudente distraerse niun segundo. Centrad vuestra atención ymanteneos alerta. No permitáis que lamuerte de vuestro compañero os afectehasta el punto de bajar la guardia, esosería muy peligroso.

Guillem le aseguró que tendría susconsejos muy en cuenta y después dedespedirse, salió de la taberna. Elcuerpo del hombre apalizado seguía enel mismo lugar, doblado sobre sí mismo,y lo único que había cambiado era eltamaño de la gran mancha de sangre quese extendía a su alrededor. Las mujerestambién seguían allí, inmutables, ajenasa todo lo que ocurría. El joven tuvo la

sensación de hallarse dentro de unsueño, el cansancio y la oscuridad dabanun aire de irrealidad a la escena y si porla esquina hubiera aparecido ununicornio, ni tan sólo se hubierainmutado. «Si esto es una pesadilla —pensó—, lo mejor será despertarse en laCasa y en mi camastro». Llevabacuarenta y ocho horas de pie y el sueñoempezaba a vencerlo.

Santos vio alejarse al muchacho conla preocupación en el rostro, temía porsu vida. No le había dicho toda laverdad, Guillem aún no necesitabasaberlo todo. Las viejas sombras de sumemoria no debían acumularse en sus

espaldas y a Bernard no le hubieragustado que el joven se viera envueltoen un antiguo ajuste de cuentas. No, esoera cosa suya y de Dalmau, aunqueahora Guils no estaría a su lado. Elviejo y querido Guils.

Por primera vez, desde hacía mucho,tenían a D'Arlés al alcance de la mano.Lo que le había obligado a venir teníaque ser muy importante, vital. Roberthabía evitado su proximidad como quienevita al diablo, y había hecho bien, noignoraba que las viejas cuentas siempreacaban saldándose y que ellos no

olvidarían jamás, pasara lo que pasase.Mientras quedara uno de ellos con vida,D'Arlés no dormiría tranquilo. Ahoracomprendía la nota urgente que Dalmaule había enviado y que acariciaba dentrode su bolsillo, esta vez serían másrápidos… Recordó su estupor cuandodescubrió el nombre del traidor. No selo podía creer. A pesar de suanimadversión hacia D'Arlés, nuncahabía soportado a aquel «caballerito»que creía ser alguien importante, pero¿un traidor? No, era un engreído, unpresuntuoso y un ambicioso, pero no untraidor… Tardó unos minutos enreaccionar cuando finalmente se enteró

del nombre: el maldito D'Arlés les habíaengañado a todos. Desobedeciendo lasórdenes de Guils, galopó como un locopara avisarles, pero llegó tarde, latragedia se había consumado y él nopudo evitarlo. Volvió a Acre, abatido yfurioso, para comunicar al maestre elfinal de sus averiguaciones y enterarse,por descontado, que ninguna orden tanincreíble como aquélla había salido delas paredes de la Casa templaria. Elnombre del traidor había sido un granescándalo para la orden y D'Arlés,huido, corría hacia Francia para susurraren los oídos del rey francés calumnias ymentiras. Aquel malnacido arrogante

había conseguido lo que ambicionaba, acosta de lo que fuera y sin que Jacquesel Bretón pudiera impedirlo. Estospensamientos todavía encendían sucólera. ¡Maldita política! Un traidorelevado a la categoría de confidente deun rey mientras sus compañerosagonizaban en una mazmorra siria.¿Quién podía entender todo aquello? Nitan sólo ahora, convertido en Santos, locomprendía.

No se arrepentía de nada, habíaabandonado el Temple para rescatar asus compañeros, el maestre ThomásBerard tenía las manos atadas. Aquelmaldito traidor había convencido al rey

Luis de la culpabilidad de sus amigos,imputándoles sus propios actos y e1 reyhabía prohibido a la orden cualquiertentativa o canje para salvarlos. Sóloestaba él, Guils se lo había dicho, «eresnuestro salvoconducto, Jacques», y nodudó ni un instante en lanzarse en subusca. Le había llevado tiempo,demasiado tiempo, pensó, recordando aljoven y dulce Gilbert. Recordaba lahuida, en plena noche, con Dalmauherido y rabioso por abandonar elcuerpo de su hermano, con Bernardmedio muerto, llevándolos a los dos,uno en cada hombro. Sí, él, Jacques elBretón, la mula más obstinada del

Temple de Acre, lo había conseguido.Los escondió y los curó, y un atardecer,en mitad de la nada del desierto, juraronsu venganza ante las dunas rojizas. Unavenganza que pasaría por encima detodo, hasta de sus propios votos si elloera necesario.

«Se acerca la hora, Bernard, miquerido amigo, las piezas volverán a sulugar y el peón dejará de ser rey. ¡Y queel infierno se nos trague si lo consideraconveniente!».

L

Capítulo VIII

Fray Berenguer dePalmerola

«¿Sois hijo de damay caballero, de linaje decaballeros y nacido dematrimonio legal?».

as obras de construcción del granconvento dominico de Santa

Caterina seguían su ritmo. Empezadasdos años antes, en 1263, el trabajocontinuaba y se colocaban losfundamentos de lo que sería su graniglesia. Los frailes se habían habituadoal trajín constante de materiales yoperarios de lo que se convertiría en elconvento más grande de la ciudad. FrayBerenguer de Palmerola se hallabaenfrascado en una discusión con uno delos capataces, y aunque carecía deconocimientos en el arte de laarquitectura, estaba convencido de laimportancia de sus opiniones y de laineptitud de todos aquellos hombres que,día a día, y piedra a piedra, levantaban

el edificio.—¿Una nave, una sola nave?—Así fue diseñada y después

aprobada, fray Berenguer, de eso haceveintidós años. —El capataz estabairritado, intentando controlar su enfado.

—¿Y este ábside? ¡No me diréis queva a tener siete lados! —Nosencontramos en una parte delicada de laconstrucción, fray Berenguer; como veis,el arranque de las vueltas obliga a unacuidadosa reflexión. Os ruego que nodistraigáis a los operarios.

—¡Qué no…! ¡Cómo os atrevéis adirigiros a mí en ese tono! Tendré quehablar seriamente con mis superiores, no

os permito estas formas, vos no sabéisquién soy yo y no tolero faltas derespeto.

—Hablad con ellos, os lo ruego. Yotambién lo haré.

Fray Berenguer dio media vuelta,enfurecido por las palabras del capataz,y se dirigió hacia los edificios delconvento. Todavía no había conseguidocontarle a su superior los entresijos desu viaje, y la espera le impacientaba.Sus propios hermanos no parecían estarinteresados en los grandes riesgos quehabía sufrido e incluso le evitaban.

Incluso su acompañante, fray Pere, habíadesaparecido de su vista desde el día desu llegada y desconocía dónde podíaestar. Y qué decir de las obras que seprolongaban durante tantos años, unaorden tan importante como la suya yviviendo en medio de cientos deoperarios y miles de cascotes por todoslados. Era una vergüenza, aquello másparecía una cantera que la casa delSeñor.

Cuando entró en las dependencias, ledieron aviso de que tenía una visitaesperándole en el locutorio. Se quedósorprendido, calculó que hacía unosveinte años que nadie venía a verle, y

lleno de curiosidad marchó con rapidezhacia la Sala de Visitas. Una ampliasonrisa apareció en su rostro alcontemplar a quien le esperaba.

—¡Mi buen amigo, esto es un honorpara mí, no tenía ni idea de que osencontrarais en la ciudad! —El fraileestaba encantado, su hosco carácter sehabía transformado en los másexquisitos modales.

—¡Querido fray Berenguer! Elplacer de volveros a ver es para mí unagrata sorpresa. Me enteré por casualidadque habíais llegado de un largo viaje, yencontrándome aquí, de paso, no quisedejar escapar la oportunidad de

saludaros.—¡Es un honor, caballero, un gran

honor! Cuando fuimos presentados, nocreí jamás que volvierais a acordaros deeste pobre fraile.

—No seáis modesto, amigo mío, nosdejasteis realmente impresionados devuestros conocimientos y sabiduría.

—Por favor, tomad asiento,caballero. ¿Puedo ofreceros algo debeber?

—Sois muy amable, fray Berenguer,gracias pero por ahora mi sed es escasa.En realidad, quiero confesaros que encuanto oí que estabais en la ciudad, elcielo se abrió ante mí. Sólo vos podéis

ayudarme, querido amigo. Tengo undesagradable problema y necesito devuestros sabios consejos.

—Me sobrevaloráis, caballero, soysólo un simple fraile. —Vos y yosabemos que eso no es cierto. Deberíaisestar en un cargo digno de vuestraestatura moral, hermano. No comprendocómo vuestra orden no se beneficia másde vuestros estudios y de vuestracompetencia. Quizás es que soisdemasiado humilde y dado alrecogimiento.

—Sois muy amable conmigo,caballero. Os ayudaré en todo lo quepueda. —Fray Berenguer rezumaba

satisfacción por todos sus poros, loshalagos habían hecho mella en él.

—Veréis, es un asunto sumamentedelicado, una misión diplomática difícil.Me han enviado tras la pista de unhombre muy peligroso, uno de losenemigos de nuestro querido rey Luis.Nos han llegado rumores de que se estápreparando algo contra la vida de miseñor, Dios no lo permita, y meencuentro en un momento decisivo.

—¡Por todos los santos! No puedocreer que sucedan tales cosas.

—El diablo anda suelto en estostiempos, fray Berenguer, vos lo sabéistan bien como yo y es una lástima que el

resto del mundo parezca tan pocointeresado… Por eso he pensado quevos podríais ayudarme. Mi señor,Carlos d'Anjou, el amado hermano denuestro rey, me comentó que sería unasuerte contar con vuestra ayuda, y aquíestáis, como si de un milagro se tratara.

—¡Bendito sea vuestro señor,caballero, disponed de mí! —El hombreque busco es judío, un médico judío, ycreo que goza de buena reputación envuestra ciudad, hermano Berenguer.

—¡Esa maldita raza de asesinos deNuestro Señor! Nuestro rey esdemasiado tolerante con ellos, leengañan con el brillo del oro, caballero.

No podéis imaginar mis continuasplegarias para que esa convivencia seacabe.

—¡Cuánta razón lleváis, frayBerenguer, cuánta razón y ya veis loincapaces que somos de solucionarlo!Veréis, ese hombre se llama AbrahamBar Hiyya y ha desaparecido de su casadesde hace dos días. Nadie sabe nada,dicen que está fuera de la ciudad. Pero¿cómo voy a creer a gente tan dada alengaño?

Fray Berenguer abrió la boca, comosi se estuviera ahogando, con lasorpresa pintada en el rostro.

—¡Es increíble, realmente increíble,

caballero!… Como si el Señor guiaranuestro camino para encontrarnos. ¡Unmilagro!

—¿Acaso sabéis alguna cosa quepueda ayudarme, amigo mío?

—Ese hombre que buscáis viajóconmigo desde Chipre hasta llegar a laciudad. ¿No lo creéis milagroso? Claroque vi enseguida que no era deconfianza, sólo poner un pie en la navedescubrí rápidamente que era un hombrepeligroso. Incluso llegué a quejarme alcapitán por obligarnos, a nosotros,cristianos, a viajar en compañía tandetestable, pero ya sabéis cómo sonestos venecianos. Los conocéis muy

bien, me temo.—¡Por el dulce nombre de Nuestro

Señor! Tenéis razón, es casi un milagro,los propios ángeles me han guiado hastavos. Sois la respuesta a mis plegarias,fray Berenguer, la persona adecuadapara ayudarme. —Robert d'Arlés cogiólas manos del fraile entre las suyas, enun intento de besarlas con veneración.

—¡Oh, no, no, mi buen caballero, nohagáis eso! Vos un caballero tanimportante, el mejor amigo de nuestrocristianísimo señor Carlos, el más fielservidor del buen rey Luis. ¡Soy yoquien tendría que inclinarse ante vos!

Era ya noche cerrada y las callesestaban vacías, en la lejanía seescuchaba a los borrachos, perdidos ydesorientados, sin encontrar el rumbo devuelta a casa. Guillem avanzaba hacia laseguridad de su encomienda con la únicaidea de desaparecer en su camastro ydormir durante tres días seguidos. Nopensar en nada, dejar la mente en blancosin que un solo pensamiento le turbara.Pero algo le puso en aviso, casi deforma inconsciente. El cansanciodesapareció de inmediato y todo sucuerpo se puso en tensión. Alguien leestaba siguiendo, sin lugar a dudas,alguien de su oficio, con la habilidad

especial que procuraba un buenadiestramiento y que sólo una finaintuición educada podía percibir.

«Bien —pensó—, otra noche sinsábanas». Mantuvo el ritmo de sus pasossin variación, su perseguidor no debíadescubrir que le había descubierto.Cambió el rumbo, alejándose de la Casadel Temple, en dirección a la pequeñaplaza de Santa Maria y se internó en lacallejuela de los Baños Viejos.Reflexionaba en cuál sería el mejorcamino para sorprender a superseguidor, desconocía sus intencionesy por el momento era sólo un levemurmullo a sus espaldas. Pasó el

edificio de los Baños y giró a laizquierda, entrando en un oscurocallejón, percibiendo casi al instante lasilueta de una puerta medio abierta porla que se coló. Un ronco gruñido deaviso provocó su sobresalto. Un cerdode considerable tamaño le observabatras su cerca, inquieto ante la llegada delintruso. Entornó silenciosamente lapuerta hasta dejar un delgado resquicio,casi invisible en la oscuridad, y quedó ala espera, inmóvil, agradeciendointeriormente la imprudencia de lospropietarios. No eran buenos tiempospara olvidar cerrar las puertas y muchomenos con animales a la vista, pero unos

jadeos y el crujido de la madera porencima de su cabeza le hicieron sonreír:tenían una buena razón para el olvido.

Guillem esperó con paciencia hastaobservar la silueta oscura que parecíatrepar por los muros, vio cómo sedetenía y volvía a avanzar como un gatopegado a la pared. Pasó tan cerca de élque pudo aspirar el penetrante olor asudor frío que transpiraba, la ligerabrisa que provocaba su movimiento.Transcurridos unos segundos, salió desu escondite sin que un solo murmullodelatara su presencia, entornandocuidadosamente la puerta y dispuesto aseguir con la cacería. Pero esta vez él

sería el cazador.No había avanzado muchos metros,

cuando vio la presencia oscura cerca deunas casas, agazapada y a la espera.Alguien andaba delante de superseguidor, un hombre envuelto en sucapa que marchaba apresuradamenteansioso por llegar a su portal, quizárezando para no tener que dar muchasexplicaciones a su mujer. Lo que siguióa continuación fue tan rápido queGuillem no tuvo tiempo para reaccionar.El hombre que le perseguía se movió ala velocidad del viento cayendo sobre elincauto trasnochador sin un ruido, y sóloel destello del metal avisó a Guillem del

fatal desenlace. Contuvo el alientomientras un escalofrío le recorría laespina dorsal. El asesino habíaconfundido a aquel infeliz con él y yaera demasiado tarde para ayudarlo,nunca regresaría a su casa. Observócómo el desconocido registraba lasropas de la inocente víctima al tiempoque lanzaba un juramento, unaexclamación reprimida que denotaba lafrustración del asesino, porque no habíaencontrado lo que buscaba. Un revuelode capa le confirmó que el individuodaba por terminado su trabajo y sealejaba maldiciendo en voz baja.Guillem reemprendió entonces la

persecución.Se alejaban de la ciudad, hacia el

norte. Guillem intentaba controlar elimpulso de saltar sobre aquel sicario ydar rienda suelta a su rabia contenida,pero algo reprimía su deseo. Quizás elrecuerdo de la maldición que habíaescuchado, en italiano, una lengua queconocía a la perfección. ¿Qué motivospodía tener aquel sujeto para querermatarle? No era D’Arlés, la Sombra, suvoz era totalmente distinta, alejada deltono duro y cortante, metálico, que eljoven guardaba en su memoria. ¿Quizásuno de sus esbirros? Era posible quepensara que él era una pieza menor, que

no se tomara la molestia de hacerpersonalmente el trabajo. ¿Habíandescubierto su verdadera identidad?Pero ¿cómo? D'Arlés no dejaba cabossueltos, lo tenía comprobado, por muysuperficiales que éstos fueran, borrabasus huellas con la precisión de uncarnicero. Entonces, ¿quién era aquelhombre al que seguía? Entraba dentro delo posible que estuviera perdiendo eltiempo, que persiguiera a un simplesalteador de caminos ya de regreso alseguro refugio de su madriguera. Teníaque arriesgarse, pensó protegiéndosetras la sombra protectora de los árbolesque delimitaban el camino. Su presa

caminaba delante de él, tranquila, ajenaa su persecución.

La noche era clara, iluminada poruna luna transparente que reflejaba unaluminosidad espectral a su alrededor.Guillem pudo ver, unos metros másadelante, el perfil de una casa de campopara la que los buenos tiempos yahabían pasado, un caserón grande yabandonado con un considerable pajar asu izquierda. Allí se adivinaba unresplandor entre las rendijas de sudesvencijado portón, y hacia allí sedirigía su presa, entrando en el pajar sinuna vacilación.

Guillem rodeó el edificio,

inspeccionándolo, buscando el espacioperfecto que le permitiera entrar sinllamar la atención. Lo encontró en ellado sur, donde una escalera indolentese apoyaba en la pared. Había sidoconstruida con manos hábiles y a pesarde los años de escaso servicio, parecíasólida. Subió con precaución, probandola resistencia de cada escalón antes deapoyarse en él, hasta llegar a la bocaoscura en donde tiempo atrás seamontonaba la paja recién cortada. Unavez arriba, se arrastró por el altillo,buscando una rendija en el suelo losuficientemente ancha para vercómodamente lo que sucedía unos

metros más abajo.Dos hombres estaban sentados en el

suelo del pajar, comiendo ycalentándose en torno a una pequeñafogata.

—¿Ya has acabado tu trabajo,Giovanni? —preguntó uno de ellos alrecién llegado.

—¿No ha llegado Monseñor? —Elmencionado Giovanni no parecíadispuesto a dar explicaciones.

—No creo que tarde mucho,acostumbra a ser muy puntual, como yasabes.

—No me gusta este asunto —masculló Giovanni—. He visto a uno de

los esbirros de DArlés merodeando porEl Delfín Azul.

—A ti no te gusta y yo no entiendonada. No hace ni tres días quetrabajábamos juntos, la gente de DArlésy nosotros, y ahora… ¿Puede alguienexplicarme este embrollo? —El hombremasticaba un trozo de pan con dificultad,sus escasos dientes provocaban unextraño silbido cuando hablaba.

—Más vale no hacer demasiadaspreguntas, Carlo —respondió Giovanni—. Tu vida se alargará, a Monseñor nole gusta dar respuestas. ¡Este asunto loha descontrolado todo!

—Pero ¿qué demonios de asunto,

Giovanni? Estamos a oscuras, ni tansólo sabemos qué estamos buscando. Loúnico cierto es que en esta ciudad se hanreunido tantos espías con diferentesamos que ya nadie sabe a quién vigila.

—Te repito lo mismo que le hedicho a Carlo, cuando los —amos sepelean entre sí, más nos vale no prestaratención, Antonio. Ellos ya sabrán elporqué, yo prefiero ignorarlo.

En el exterior, el sonido de ungalope se acercaba rápidamente.

—Bien, muchachos —comentóGiovanni, levantándose—, si alguienquiere acortar su vida, es momento depreguntar, creo que Monseñor ya está

aquí. Más vale que nos preparemos,nuestros resultados han sido escasos.

Fray Berenguer de Palmerolaaprovechó su paseo diario paraacercarse hasta la Casa del Temple. Lasnoticias que le había comunicado aquelimportante caballero francés le habíaninquietado. ¿Aquel viejo judío untraidor, un conspirador? Apartó lasdudas de su mente, aquella razaabominable era capaz de todo y Robertd'Arlés era un hombre de toda confianza,no le mentiría. Sabía que era un íntimocolaborador de Carlos d'Anjou, su mano

derecha, y era de sobras conocido queCarlos sería muy pronto coronado rey deSicilia y acabaría de una vez por todascon el herético linaje de losHohenstauffen, ¡aquellos malditosgibelinos! Y, sobre todo, tenía quecuidar de sus propios intereses, el nobleDArlés era una persona muy influyente yreconocía su talento, incluso habíallegado a sugerir un cargo muyimportante en Roma, lejos de lamediocridad de la vida del convento.

—Tenéis cualidades muyimportantes para mí, fray Berenguer —le había comentado en voz baja—,cualidades imprescindibles en estos

tiempos. Muy pronto estaremos enSicilia y mi señor Carlos necesitará dealguien de su absoluta confianza, alguienque sea digno de él, ya me entendéis.

Las palabras de DArlés eran músicacelestial en sus oídos y habíanencendido sus esperanzas. Después deldesastre de Mongolia, sus posibilidadesde ascender en la orden eran escasas yprueba de ello era que su superior no sehabía dignado todavía a llamarle a supresencia. Tenía mucho que ganar y muypoco que perder, al fin y al cabo elcaballero francés sólo pedía un pequeñofavor, un encargo sin importancia que nole comprometía a nada.

Cuando fray Berenguer llegó alportón de la Casa del Temple, solicitóser recibido por el comendador, pero lenotificaron que éste se hallaba de viaje.Sin embargo, podía ser atendido por elhermano Tesorero, frey Dalmau, eladministrador. Mientras iban a avisarle,le instalaron en una amplia sala,iluminada por la luz que entraba a travésde grandes ventanales, y a su ladodejaron una copa y una jarra de vino. Lopaladeó con deleite, el vino hecho en lasgrandes encomiendas templarias gozabade merecida fama y, desde luego, no ledecepcionó.

—¡Estimado hermano! Me han dicho

que deseabais hablar conmigo. —FreyDalmau había entrado en la estancia y sedirigía hacia el dominico con los brazosabiertos.

—Sois muy amable al recibirme.Lamento haber interrumpido vuestrotrabajo.

—Muy al contrario, fray Berenguer,de esta manera me permito unos minutosde asueto y disfruto del placer devuestra compañía. Decidme, ¿en quépuedo ayudaros?

—Veréis, frey Dalmau, me temo queel motivo de mi visita no es nadaagradable. —El dominico estudiaba conatención el rostro de su interlocutor,

intentando adivinar sus reacciones—.Ha llegado a mis oídos un rumor que meniego a creer y es por esta razón por loque he creído conveniente avisaros, yaque dicho rumor se refiere a vuestraorden. Ya sabéis, querido hermano, elperjuicio que pueden causar las malaslenguas.

—Lo sé, lo sé, pero confieso quehabéis despertado mi curiosidad. FreyDalmau no mentía, estaba realmenteintrigado ante el comportamiento delfraile. Sabía que era uno de loscompañeros de viaje de Abraham y deGuils y, por las explicaciones delanciano judío, no había resultado una

buena compañía. ¿Qué estaría tramando?—Escuchad, amigo mío —siguió

fray Berenguer—, se comenta que laCasa del Temple esconde a un judíoacusado de alta traición. Estoyindignado, no sabéis lo que me irritanlas falsas acusaciones, pero no he tenidomás remedio que venir a comprobarlopersonalmente, espero que no osmoleste.

—¿Un judío acusado de altatraición? —Frey Dalmau estabaperplejo, aunque empezó a intuir lasintenciones del visitante—. No hemosrecibido ninguna información alrespecto, lo cual es muy grave si lo que

decís es cierto. Los oficiales reales nonos han comunicado nada parecido ysiempre nos ponen al corriente. ¿Dequién estáis hablando, fray Berenguer?

—Su nombre es Abraham BarHiyya, vive aquí en la ciudad y esmédico. Según mis informes, haatendido a más de un miembro devuestra milicia.

—Vuestros informes no os engañan,mucha gente conoce que Abraham nos haatendido siempre que lo hemosnecesitado, al igual que a una gran partede la nobleza y de la ciudadanía deBarcelona. Pero no hay ningunaacusación contra él, y mucho menos de

alta traición. Me temo que os hanengañado, fray Berenguer, y os aconsejoque actuéis con prudencia, alguienpodría pensar que intentáis difamar elbuen nombre de una persona muyrespetada en la ciudad. Y no creo queésta sea vuestra intención.

—Mis informaciones provienen delo más alto y…

—Lo más alto que yo conozco enesta tierra, hermano, es nuestro amadorey, y os aseguro que si existiera esaacusación de la que habláis, seríamoslos primeros en enterarnos. —FreyDalmau mostraba irritación ante lainsistencia del fraile y la retorcida

mente de su invitado empezaba amolestarle.

—Nuestro rey está muy distraídoúltimamente. —Maliciosamente, frayBerenguer apuntaba hacia los últimosdevaneos amorosos del monarca.

—Ni vos ni yo estamos capacitadospara juzgar el comportamiento denuestro rey, hermano, y vuestraspalabras podrían ser consideradas causade traición. Deberíais ser más cauto yprudente.

—¡Cómo podéis insinuar tal cosa!Mis informes, ya os lo he dicho, noprovienen de cualquier taberna, sino delas más altas instancias de un país

vecino que ha confiado a este pobrefraile una misión tan delicada. Ellosconocen mi experiencia y…

—Entonces vuestra experiencia ossirve de bien poco, fray Berenguer —cortó secamente frey Dalmau—.Deberíais saber que colaborar con otropaís, especialmente en estos momentos,os podría colocar en una situación muypeligrosa y la injusta acusación quelanzáis contra Abraham podría girarsecontra vos.

El rostro del fraile adoptó un tonoescarlata ante la sugerencia deltemplario y en sus manos, fuertementeaferradas a los brazos de la silla,

asomaron una multitud de venillasazules. Su tono cambió de formaabrupta.

—¿Por qué protegéis a este judío?—exclamó.

—No creo que el anciano Abrahamnecesite protección, fray Berenguer.Hace más de un año que partió haciaTierra Santa y creedme si os digo lomucho que mis huesos lo echan demenos. Es un excelente médico al que herecomendado en muchas ocasiones, cosaque no dejaré de hacer por vuestrasinfundadas acusaciones. Pero ya quesois un experto, no os costará muchoencontrarlo en Palestina.

—¡Ese judío ya no está en Palestina!—Entonces sabéis mucho más que yo.—Pero ¿no os dais cuenta de que esejudío es un peligro, frey Dalmau?

—Lo único que veo, hermano, esque alguien está utilizando vuestraignorancia con fines que me son oscuros.Y yo de vos, no andaría clamando queestáis ayudando a un país extranjero. Esun mal momento para alianzas extrañasy, si me lo permitís, debemos poner fin aesta conversación. No deseoperjudicaros, pero si continuáis, me veréobligado a poner en conocimiento de laautoridad real vuestras palabras.

Fray Berenguer de Palmerola salióde la Casa del Temple furioso ycongestionado por la ira. Nada habíafuncionado tal como había previsto yaquel orgulloso templario le habíahumillado de forma indigna, riéndose desu falta de experiencia. Y no sólo eso,¡se había atrevido a amenazarle, allamarle traidor en su propia cara!¡Malditos presuntuosos! No sabían aquién se enfrentaban, ignoraban el poderde sus influencias y de sus amistades.No había descubierto si aquel suciojudío se escondía entre aquellasparedes, pero no sería de extrañar,aquella gentuza del Temple actuaba

siempre como le daba la real gana, sinobedecer a obispos ni abades. Pero si eljudío se escondía allí, si ellos lo estabanprotegiendo, lo descubriría y haría todolo posible para perjudicarles. Sí, iban aacordarse de él durante un largo tiempo.Sólo la idea de la venganza logró calmarsu ánimo y muy pronto, en su mente, lafigura de un fray Berenguer, poderoso einfluyente, castigando a los osados quese atrevían a cruzar en su camino, lellenó de satisfacción.

Escondido en una esquina, cerca dela Casa del Temple, un asustado fray

Pere de Tever, contemplaba la furiosasalida de su hermano y superior. Nosabía qué hacer ni a quién acudir.

Durante unos breves días habíaconseguido esquivar la presencia de suirascible compañero, incapaz desoportar su arrogancia y su mezquindad,pero aquella mañana, arrepentido de supoca paciencia, había ido a buscarlo.Había sido un error, pensaba ahora, nodebía haberse quedado junto a la puerta,escuchando. La curiosidad le habíaarrastrado, no podía creer que aquelviejo rencoroso tuviera una visita,porque nadie le conocía amistades nifamilia. Y se quedó allí, oculto tras la

puerta, espiando la conversación conaquel elegante caballero francés. Caside inmediato, descubrió su error, perono podía huir sin que ellos se dierancuenta de su presencia, y el miedo seapoderó de él. Escuchó con espantocómo querían acabar con la vida deaquel pobre hombre, un judío que nohabía lastimado a nadie, únicamenteperjudicado por su raza y por el odiointenso que sentía fray Berenguer haciatoda diferencia. Pero todo esto no fue lopeor. El terror se apoderó de él cuandopudo observar al caballero francés,cuando contempló su rostro. Conocíaaquella cara, estaba seguro, sin lujosas

ropas ni alhajas, más bien al contrario,sucio y con barba de varios días, peroera el mismo hombre, sin lugar a dudas.Comprendió que estaba ante uno de lostripulantes de la nave en la que habíanviajado, el hombre que había embarcadoen Limassol.

Guillem aguzó los sentidos. Sobre elsuelo del pajar, inmóvil, con la miradafija en lo que sucedía. Alguien habíallegado y los hombres se habíanlevantado en silencio, con el respeto queimpone el miedo.

Un nuevo personaje apareció en la

puerta. Vestía completamente de negro,alto y corpulento, con unas relucientesbotas altas de buen cuero, sus manosenguantadas, y en ellas un gran anillo. Eljoven contuvo la respiración al verlo,parecía un anillo cardenalicio, aunque aaquella distancia era difícil asegurarlo.

—Buenas noches, caballeros, ¿quétenéis para mí? —El sarcasmo de suspalabras molestó a los hombres, pero norespondieron de inmediato.

—El muchacho se escapó,desapareció en un instante. Ha sido bieninstruido —contestó Giovanni.

—Es increíble, Giovanni, mi hombremás curtido, burlado por un jovenzuelo

imberbe. Creo que te estás haciendoviejo.

—No es exacto lo que decís,Monseñor. No es un simple joven, nohay que olvidar que es el hombre deGuils —se defendió.

—¡El hombre de Guils! Vamos,Giovanni, no intentes engañarme.Querrás decir más bien el chico de losrecados de Guils. Me temo que haymuchos fallos últimamente, señores.

Giovanni calló, estaba en un terrenopeligroso y no era saludable llevar lacontraria a su patrón. Viendo susilencio, Carlo, su compañero,intervino.

—Ese chico estuvo en la taberna,señor, se puso en contacto con Santos. Yen lo que se refiere a D'Aubert… estámuerto, parece que la Sombra se nosadelantó. Registramos la habitación ytambién el cadáver, pero no hallamosnada.

—El judío sigue en la Casa delTemple, Monseñor… —añadió elllamado Antonio, en voz muy baja, comosi temiera molestar al hombre de negro—. No se ha movido de allí. Tenemosvigilancia las veinticuatro horas del día,no ha habido movimientos sospechososy únicamente un destacamento de seistemplarios ha salido hacia la

encomienda del MasDeu. Abraham noestaba con ellos.

—¡Menudo hatajo de inútiles quetengo a mi servicio! —El desprecioimpregnaba las palabras y el tono de vozdel hombre oscuro.

Un sombrero de ala ancha impedía aGuillem descubrir el rostro del hombre,y sólo gracias a un contraluz quedanzaba en torno a la hoguera, pudovislumbrar una nariz larga y aguileña yunos labios carnosos y bien perfilados.

—¿Y dónde está D'Arlés?Un espeso silencio se instaló entre

los tres hombres que le escuchaban, y semiraron unos a otros sin atreverse a

contestar.—¡O sea, que no habéis encontrado

a ese malnacido! —tronó la voz—.Decidme, ¿hay algo que me demuestreque estáis trabajando para mí, o es quehabéis cambiado de bando?

—Señor, comprendo vuestro enfado,pero encontrar a la Sombra no es tareafácil. Se nos escurrió de las manos en elpuerto, desapareció sin dejar rastro,sabéis que ese hombre es un mago des…

—¡Ya basta de estupideces,Giovanni! Vuestras supersticiones mehastían. Sabes perfectamente que es decarne y hueso, y por lo tanto tan mortalcomo tú mismo, no se trata de ningún

espectro infernal… —Monseñor quedóunos segundos en silencio—. Lo únicoque sabéis es que estuvo en El DelfínAzul, que mató a D'Aubert y fin de lahistoria. Muy poca información paraunos agentes que llevan tantos años deservicio, ¿no creéis?

—Monseñor… —empezó titubeandoGiovanni.

—¡Basta de excusas! Quiero quesaquéis de en medio al chico de Guils,hay demasiada gente en este asunto.Interrogad a Santos, sacadle todo lo quesabe y matadlo. ¡Despejadme lasituación! No quiero interferencias entreD'Arlés y yo, ningún impedimento.

¿Queda claro, caballeros?—Clarísimo, Monseñor —masculló

Carlo.—D'Arlés está descontrolado, y su

gente también, hay que evitar por todoslos medios que el transporte de Guilscaiga en sus manos. El honor de Romaestá en juego, señores, eso es algo quenecesito que comprendáis de una vez.¿Habéis puesto vigilancia en losburdeles de la ciudad?

—Están todos vigilados, Monseñor—contestó Antonio.

—Bien, es una de nuestras bazasmás importantes. Ese bastardo deD'Arlés no podrá aguantar mucho sin

apalizar a una prostituta, es un viciodemasiado fuerte, no lo puede evitar.¡Maldito traidor!

—Ése es un dato que también poseeJacques el Bretón, o Santos. Si no somosnosotros, Santos le pillará, Monseñor.—Giovanni hablaba con cautela.

—¡D’Arlés es mío! ¡Todo lo quesabe y lo que tiene me pertenece,Giovanni! No quiero que nada ni nadiese interponga, creo que ya lo he dejadosuficientemente claro.

—No creo que al Temple le gusteque liquidemos al chico de Guils,Monseñor, están realmente molestos consu muerte y…

—Pues mucho mejor, Carlo, susmolestias me hacen feliz. Fueron ellosquienes empezaron este maldito asunto,ya hace muchos años, y cuanto másperjudicados ellos, mejor para nuestrosintereses. Pero me temo que lo que ospreocupa a vosotros, pandilla deineptos, es la posibilidad de encontrarosentre dos grandes hogueras: por un lado,el bastardo DArlés y, por el otro, elTemple; sí, dos grandes hogueras. Misfieles servidores están asustados desalir quemados del fuego. Es realmentepreocupante, quizá sea el momento justode buscar gente más capacitada quevosotros.

—Sois injusto, Monseñor, os hemosservido fielmente y hemos arriesgadonuestra vida por vos en muchasocasiones.

—Tienes razón, mi buen Giovanni,lo habéis hecho. Pero me pregunto sipodéis seguir así. Hasta ahora, sólotengo dudas acerca de vuestracapacidad, no parecéis comprender laimportancia que este asunto tiene paramí.

—Encontraremos a D'Arlés,Monseñor, y cumpliremos vuestrasórdenes. No habrá más fallos. —Carlohablaba con seguridad, sin unavacilación. No le gustaba el brillo de

rebeldía que contemplaba en la miradade Giovanni, su compañero, temía queéste pudiera decir algo de lo quedespués se arrepintiera.

—Bien, gracias Carlo, así me gusta,que comprendáis mis preocupaciones yme ayudéis a solucionarlas. No tengomás tiempo para vosotros, mañana,quiero resultados.

—¿Aquí mismo, Monseñor? —Carlollevaba la iniciativa ante el obstinadosilencio de Giovanni.

—No, nos veremos en la ciudad, a lamisma hora. Y espero que no me hagáisperder el tiempo.

El hombre se los quedó mirando un

largo rato, estudiándolos con atención,sin añadir ni una palabra más yreforzando con la mirada las órdenesdadas. Después se dio la vuelta ydesapareció por donde había venido, yel sonido del galope señaló a loshombres que ya podían respirartranquilos.

—Esto se está poniendo feo,Giovanni —musitó Carlo.

—Desde luego, si DArlés o elTemple no acaban con nosotros, elpropio Monseñor lo hará con suspropias manos. Tenemos que movernosrápido, Giovanni. ¿Qué demonios tepasa? —Antonio parecía intranquilo por

el comportamiento de su compañero.En un rincón, Giovanni mantenía su

silencio, parecía hallarse muy lejos deallí, perdido en algún lugar de lamemoria.

—¿Cuáles son tus órdenes? —insistió Carlo.

—Antonio se encargará del chico deGuils y de supervisar la vigilancia de laCasa del Temple; nosotros buscaremos aD'Arlés y terminaremos con Santos. —Giovanni había despertado de suensimismamiento.

—¿Y el judío?—Después, ya habéis oído las

prioridades de Monseñor. Tú, Antonio,

encárgate de arreglar todo esto y apagala hoguera, nadie debe sospechar quehemos estado aquí. ¡Vámonos, Carlo!

Una vez fuera del pajar, los doshombres hicieron un aparte, parecíanpreocupados e inquietos.

—No me gusta, Giovanni, no megusta nada.

—Sólo sabes repetir lo mismo,como una oración pesada y aburrida.¿Por qué no cambias de tema, Carlo?

—¿Cómo se imagina que vamos acazar a D’Arlés? Nadie ha visto su caray se comenta que tiene poderes mágicosy…

—¡Ya es suficiente, Carlo, deja de

decir tonterías! Yo sí conozco su cara.Olvidas que llevo mucho más tiempocon Monseñor que vosotros, y quetrabajé con DArlés cuando éste estaba alas órdenes de nuestro amo y señor. —Las palabras de Giovanni no escondíanla ironía.

—¿D'Arlés trabajó para Monseñor?—El asombro se pintó en el semblantede Carlo.

Giovanni no respondió, se dirigióhacia los caballos en silencio. Sabíaperfectamente lo que deseaba su patrón.No había olvidado aquel día en queentró en las estancias de Monseñor enRoma, sin llamar a la puerta, como

acostumbraba a hacer en los últimostiempos. Monseñor y Robert d'Arlésestaban abstraídos en sus juegosamorosos, ajenos a su presencia, yGiovanni comprendió que su papelhabía terminado, que las cosascambiarían a partir de entonces,simplemente había sido sustituido.Tendría que volver a llamar antes deentrar en los aposentos de Monseñor, eljuego había terminado. Por entonces, erajoven e inexperto, aunque descubrió queD’Arlés, bastante más joven que él,tenía una amplia experiencia y uninstinto casi animal. Sí, Giovanniconocía a la perfección las emociones

más profundas de Monseñor, habíaseguido con él, sirviéndole con lealtaddurante todos aquellos años y sepreguntaba por qué razón habíacontinuado a su servicio. No envidiaba aD'Arlés en aquellos momentos, lavenganza de Monseñor podía ser muycruel. Jamás había aceptado la traiciónde aquel bastardo a pesar de que susoscuros deseos hacia él seguían allí,guardados celosamente. Sí, Giovannicasi podía verlos: deseo y pasión poraquel malnacido, como serpientesenroscadas al cuello de su patrón. Sinsalir de su obstinado silencio, montó ydirigió su caballo hacia el camino, había

mucho trabajo por hacer.Guillem observaba cómo el tercer

hombre, Antonio, recogía suspertenencias y apagaba los rescoldosdel fuego. Tenía órdenes de matarlo yera necesario poner remedio a lasituación. Esperó unos minutos, dandotiempo a que los dos hombres sealejaran, en tanto el llamado Antoniosilbaba y daba un último vistazo,comprobando que todo estuviera enorden. Sonrió ante el resultado de sutrabajo, el pajar volvía a su naturalezaabandonada, como si nadie lo hubierapisado en siglos, propiedad exclusiva delas almas en pena. Dio media vuelta,

dispuesto a marcharse, cuando algo letiró al suelo y lo envolvió con una telapesada y oscura. Un pánicosupersticioso se apoderó de él, laSombra lo había atrapado y estabaperdido, impotente ante el podermaléfico de aquel espectro. Sintió ungolpe sordo que le rasgaba la garganta ysus manos, en un intento desesperado,acudieron ciegamente para detener elfluido vital que se le escapaba. Unsereno abandono invadió su cuerpo y sequedó quieto, resignado a la fatalidad,envuelto en la capa oscura que le habíacegado, sin poder ver a su agresor.Aunque no hacía falta, el pensamiento de

Antonio estaba fijado en aquella Sombraevanescente cuya leyenda siempre lehabía provocado un miedo irracional ysin sentido. Sus manos se aflojaronabandonando la garganta, y un caudalrojo se abrió paso, libre de ataduras,impregnando su piel.

Guillem le contempló sin ningunaexpresión. No ignoraba que aquelhombre le hubiera matado y lo hubieracelebrado en la primera taberna; nosentía ninguna piedad ni tampoco culpa.Indiferencia, acaso, y la alegría deseguir vivo.

—Mi primer espía papal, Bernard.¡A tu salud, compañero!

Frey Dalmau recorría a grandespasos la corta distancia que había entrelas dos paredes. Era una estanciadiminuta, vacía de muebles y decualquier elemento. Oyó un ruido en eltecho y se pegó a una de las paredes, lamano en la espada, listo parareaccionar. Una trampilla se abrióencima de su cabeza, apareciendo lagran cicatriz de Jacques el Bretón, quebajó por una estrecha escalerilla demano hasta llegar junto a su compañero.Se abrazaron con emoción.

—Éste es uno de los peores lugares,Jacques, podrías haber escogido

cualquier otro. Nunca me gustó, pareceuna ratonera.

—Es el que tenía más a mano,Dalmau. Me he pasado la mañanarecorriendo nuestros viejos agujeros yponiendo orden. Era necesarioestablecer si todavía conservan unasmínimas reglas de seguridad, y lamentodecirte que he prescindido de un par deellos, ya no existen.

—¿Y los «santuarios» de Guils?Deben de estar en perfectas condiciones.Bernard era sumamente cuidadoso consus espacios de seguridad, «sagrados»,como les llamaba. ¿Los has revisado?

—He revisado los que conocía,

Dalmau, y están impecables. Pero tengoque confesar que desconozco muchos deellos, Bernard ampliaba continuamentesu red de seguridad.

—¿Qué has hecho con El DelfínAzul?

—Todo arreglado, Santos hadesaparecido de la faz de la tierra y unnuevo propietario aparece en escena.Nadie sabe quién es, naturalmente; elúnico visible es un encargado que nosabe nada de nada, un desgraciadofacineroso que está convencido de queva a hacerse de oro. Monseñor va atener una desagradable sorpresa, susesbirros llevan días rondando por allí.

—¡Ya ha llegado! —Dalmau nopudo evitar una exclamación deasombro.

—Querido amigo, me parece que nole valoras en lo que vale. Está aquídesde el mismo momento en que elbarco de Guils llegaba a puerto,husmeando la pista de D'Arlés como unaperra en celo. No se fía ni de suspropios hombres, necesita ser el granalmirante de sus ejércitos. ¡No seperdería esto por nada del mundo!

—Eso nos complica las cosas,Jacques, hay demasiada gente metida eneste asunto.

—Vamos, Dalmau, muchacho, no te

desanimes. El transporte de Guils, sea loque sea, ha alborotado a todo elgallinero: los papales de Monseñor, losfranceses de D'Arlés, nosotros… ¿Nohan venido los bizantinos? Es unalastima, sin ellos no será lo mismo.

—No te lo tomes a broma, Jacques,éste es un asunto muy serio. Ha estalladouna guerra subterránea y no declarada,pero una guerra que puede convertirseen una auténtica carnicería si noandamos con cuidado.

—Bien, maldito espía, ¿puedesdecirme cuál es el motivo de estaespecie de guerra? ¿Qué llevabaBernard?

—Documentos —respondióevasivamente Dalmau.

—¿Documentos? Vamos, no te hagasel misterioso conmigo, resulta muyaburrido. ¿Qué malditos papeluchosvalen tanta sangre? ¿Se han vendidoTierra Santa a los mamelucos?

—Te diré lo que sé, Jacques, yreconozco que no es mucho. ¿Recuerdaslas excavaciones que la orden realizabaen el Templo de Jerusalén?

—¡Pues claro! Y como yo todos losservicios especiales de Occidente y deOriente.

—Eso no es verdad, Jacques, no losabe tanta gente. —Dalmau parecía

irritado ante la frivolidad de sucompañero.

—¡Ya salió el hombre enigmáticodel Temple! No puedes negar laevidencia, las filtraciones son unnegocio en alza y que yo sepa, la mitadde los que se dedican a este repugnantenegocio lo hace en nombre de dos o másamos. El estilo D'Arlés se ha impuesto,Dalmau, es el más fructífero, aunque temoleste. No entiendo cómo puedesseguir en esto.

—Está bien, está bien, noempecemos a discutir, Jacques. —Dalmau lanzó un profundo suspiro,conocía muy bien las opiniones de su

compañero al respecto—. Volviendo alasunto, parece que encontraron algo enlas excavaciones, algo importante y quese ha mantenido en secreto durante todoeste tiempo. Pero la actual situación enTierra Santa es inestable, por no decircrítica, y temieron por su seguridad.Organizaron una operación de granenvergadura, al mando de Bernard, paraencontrar un escondite más seguro.

—¿De qué se trata? ¿Sabía Bernardlo que era? —Desconocía la naturalezadel documento, sólo su importancia.

—Bien, ¿y qué demonios es,Dalmau?

—No lo sé, créeme, no tengo la

menor idea. Todo se ha llevado con elmáximo secreto y muy pocas personasconocen su contenido. Lo único queconozco es que se trata de dospergaminos, uno en griego y otro enarameo. No me han dicho nada más.

—Muy poca cosa para uncancerbero tan fiel como tú, Dalmau.«Ellos» se encargan de este asunto, ¿noes verdad?

—Sí, si quieres verlo de esta maneratan peculiar, pero no olvides que«ellos», como tú dices, somos nosotros.

—Como siempre, en este tema noestoy de acuerdo. Nunca lo he vistoclaro, Dalmau, y sabes que tengo parte

de razón. Yo también trabajé con ellos,contigo y con Bernard, no lo olvides. Elselecto «Círculo interior» siempre enprimera fila.

—Te dejas llevar por unaanimadversión irracional, Jacques, túhas seguido trabajando para nosotros…a través de Bernard, es cierto, pero ¡portodos los santos!, ¿para quién piensasque trabajaba Bernard?

—Bernard era diferente, tú eresdiferente… —se obstinó Jacques.

—Dejemos de discutir y de perderel tiempo que no tenemos, amigo mío.Nuestra prioridad es D'Arlés. Hay queencontrarlo antes de que lo haga

Monseñor. Es importante que esta vezno se nos escape. No después de lamuerte de Bernard.

—¿Y qué piensan tus superiores? —Jacques se obstinaba en la pregunta.

—No interferirán, conocen mipostura y saben que si me impidieransaldar esta vieja cuenta, abandonaría eloficio. Y eso no les interesa, o sea queasienten y callan. ¡Déjalo ya, Jacques,olvídate de «ellos» de una vez!

—Tienes razón, no podemos perderel tiempo. Y el chico de Guils, ¿quéhacemos con él?

—Por ahora, Guillem ha pasado anuestra tutela, me he convertido en su

superior inmediato, en su únicosuperior, y tú en su protector, Jacques,pero hemos de apartarlo de nuestroasunto. Sólo nos concierne a ti y a mí,ahora sólo quedamos nosotros. El chicose mantendrá al margen.

—No será nada fácil apartarlo sianda cerca.

—Lo intentaremos, Jacques, y quesea lo que Dios quiera. Y ahora, porfavor, ¿quieres explicarme cuál es tuplan de acción? Jacques el Bretón se loquedó mirando con ternura. Sucompañero había envejecido, como él,como todos. Otros se habían quedado enel camino, sin posibilidad de hacerlo.

Se convenció de que su recuerdo lesdaría las fuerzas que los años lesarrebataban, y acto seguido empezó ahablar. Dalmau le escuchaba con todaatención.

E

Capítulo IX

El traductor de griego

«¿Sois sacerdote,diácono o subdiácono?Si lo ocultáis, podríaisperder la Casa».

l clérigo andaba todo lo deprisaque le permitían sus cortas piernas.

La sotana, raída y en estado deplorable,estaba a tono con un rostro surcado por

el recuerdo de una antigua viruela que,de forma inexplicable, le habíapermitido sobrevivir. Tenía la narizancha y abotargada, de un color casipúrpura, y un cuerpo que a partir delpecho se convertía en un tonel de vinoañejo. Andaba sumido en sus propiasreflexiones, indiferente a su entorno,molesto con aquel ladronzuelo deD'Aubert que le estaba haciendo perdersu precioso tiempo. La traducción delpergamino que le había entregado ledejó confuso y desorientado,sospechando que su cliente no le habíadicho toda la verdad. ¿Acaso se tratabade una clave secreta, un código

desconocido? Todo aquello no teníaningún sentido y cada vez se convencíamás de que D'Aubert intentaba estafarle.Pero ¿por qué razón? ¿Qué ganaba aquelmiserable con el engaño? Mateo, elclérigo, no entendía nada, y esasensación le mantenía inquieto ypreocupado. ¿Qué importancia podíatener aquella carta? Lo únicoindiscutible era su antigüedad, aquelpergamino era auténtico, no se trataba deninguna falsificación, de eso estabacompletamente seguro. Había trabajadodurante muchos años en pergaminosparecidos en el convento, incluso habíafalsificado bastantes bajo la sabia

dirección de sus superiores; ése era sutrabajo más admirado, su habilidad ensimular e imitar los trazos antiguos conuna perfección notable.

Sin embargo, el que le habíaentregado D'Aubert no era unafalsificación, simplemente no podíaentender que la naturaleza del textomereciera tanto secreto. Cierto que elladronzuelo lo había robado y el asuntodebía ser llevado con discreción, peroaquel estúpido creía tener el mapa de unfabuloso tesoro, el secreto de lamismísima piedra filosofal. Pensó condesprecio que más bien se trataba de unasimple carta, una notificación en la que

alguien comunicaba que iba a emprenderun viaje. Una voz anónima, muerta desdehacía siglos, hablando con otra,igualmente difunta, de su interés enhacerle una visita, de que sus parientesestaban bien de salud y esperaba que lossuyos también estuvieran en perfectascondiciones.

—¡Menuda estupidez! —murmuróMatero—. Para esto tanto secreto.

En cuanto al otro pergamino, eso eraya otra cosa; él desconocía el arameo ypor lo tanto ignoraba su contenido. Lehabía sido imposible localizar a uno desus viejos compañeros para que lotradujese, pero si era como el anterior,

estaban perdiendo el tiempo. Aquello notenía ningún valor, excepto si se tratabade un mensaje oculto en el texto, unaespecie de enigma escondido entrebanalidades. Y si era así, el precioacordado con D'Aubert debía sercorregido y aumentado, tendría quehablar con aquel embaucador y exigirleexplicaciones, desde luego. A buenseguro, sabía mucho más de lo que decíasaber y él no estaba dispuesto a que leengañaran con historias para tontos. Sitodo el asunto resultaba ser lo quesospechaba, iba a sacar una magníficatajada. Todavía no había nacido nadiecapaz de estafarle, a menudo se

olvidaba de que él mismo era un artistaen estos menesteres.

Mateo, irritado, se apresuraba endirección a la taberna de El Delfín Azul,aquel maldito agujero donde D'Aubertse escondía, y a cada paso su rostroreflejaba una sonrisa más amplia,perdidos los pensamientos en la forma,cada vez más llena, de una bolsa repletade dinero.

En una de las habitaciones de ElDelfín Azul, Giovanni contemplabacómo su compañero Carlo golpeaba aldesgraciado que decía ser el nuevo

encargado de la taberna. Se habíanencontrado con la desagradable sorpresade la desaparición de Santos. No habíael menor rastro del gigante y nadieparecía saber nada.

—Vamos, vamos, es sólo una simplepregunta, ¡por el amor de Dios! Dinosdónde podemos encontrar a Santos, nadamás, y te dejaremos en paz.

—No lo sé, os juro que no tengo lamenor idea de dónde está. —El hombretenía la cara ensangrentada y suspalabras eran casi ininteligibles.

—¡Qué no lo sabes, malditoembustero! ¿Y qué demonios haces tú ensu lugar? ¡De dónde sales tú,

desgraciado! —Carlo se estabaponiendo nervioso y no cejaba dezarandear al hombre.

—¡Hug, me llamo Hug! Preguntad enel puerto, todos me conocen por elapodo de «Sisas». ¡No sé nada, dejadmepor favor!

—Bonito nombre para un ladrón degallinas. —Giovanni reía divertido antelas súplicas de Hug—. Deberías ser másinteligente, amigo mío, haces mal enprovocar a mi compañero, tiene muypoca paciencia.

—¡Os juro por lo mas sagrado queno sé nada! Santos dijo que teníaproblemas urgentes que solucionar, que

debía volver a casa y que me encargarade la taberna en su ausencia. ¡Nada más,os juro que no sé nada más! —El infelizestaba aterrado, cubriéndose el rostrocon ambos brazos, en un desesperadointento de protegerse de los golpes deCarlo.

—¿Has oído, Giovanni? Estemaldito bufón está blasfemando.

—Tranquilízate, es posible que nosesté diciendo la verdad, Carlo. ¿No esasí, Hug? ¡Hug, Hug, Hug, me gusta estenombre! Como única contestación, Carloreanudó los puntapiés y patadas deforma mecánica, como si no hubierahecho otra cosa en su vida. El hombre

suplicaba, con la cara convertida en unamasijo de carne y sangre, los huesospartidos, irreconocible, sus palabrasconvertidas en murmullos sin sentido.

—Más vale que pares, así sóloconseguirás matarlo y estaremos comoal principio. —Giovanni estabaasqueado del espectáculo—. Sólo sabelo que Santos tuvo a bien decirle, o sea,nada. Me temo que tenemos un graveproblema.

Carlo tardó en captar el mensaje,como si le costara abandonar la tarea ysin poder evitar un último revés, brutal,que envió a su víctima contra la paredmás alejada, inconsciente, como un

muñeco de trapo abandonado.—No son buenas noticias a

Monseñor no le va a gustar —susurró envoz baja.

—Tu inteligencia es extraordinaria,Carlo, a mí no se me hubiera ocurrido unpensamiento tan profundo. Eres unperfecto imbécil… y Antonio sinaparecer. ¿Dónde demonios se hametido?

—Quizá la Sombra lo ha atrapado.—Carlo se santiguó. Giovanni lanzó unaimprecación de desprecio. Se acercó alventanuco de la habitación, mirandofijamente el muro que tenía a tan sólodos palmos. «¡Una ventana que daba a

un muro, menuda taberna! », pensó.Empezaba a estar harto y las cosas nopodían ir peor. Monseñor no eracomprensivo con los problemas ajenos ymucho menos con los de sus esbirros.¿Dónde demonios estaría Santos? Comoun buen sabueso adiestrado, había olidoel peligro y se había largado. Santos,invisible, era todavía un peligro mayor,Giovanni le conocía bien. Rió para susadentros, a buen seguro el giganteestaría preparando una trampa mortalpara D'Arlés, no le dejaría escaparfácilmente. Suspiró, le gustaría estarpresente, contemplar cómo Santosacababa con aquel maldito bastardo

sería algo impagable. Pero ¿dónde sehabía metido Antonio? La idea devolvióel gesto ceñudo a su semblanteabstraído, pensaba a toda prisa,concentrado en encontrar una salida, unamanera de cumplir las órdenes deMonseñor.

«¡Maldito el día en que le conocí!»,pensó. Dos sonidos cortantes y secos,como zumbidos, le sacaron de suensimismamiento, y se dio la vuelta,molesto, creyendo que Carlo habíadecidido por su cuenta liquidar alinfeliz. Se quedó paralizado, con ungesto de incredulidad en la mirada, elmiedo ascendiendo como una culebra en

su estómago. Carlo estaba en el suelo,con los ojos muy abiertos, las dos manosapretando el vientre del que sobresalíala punta de una flecha y un charco desangre extendiéndose entre sus piernas.En la esquina, el cuerpo de «Sisas», conotro dardo atravesándole la garganta, sinhaberse enterado siquiera de su brevepaso al mundo de los difuntos.

Un hombre, con una ballesta en lamano, ocupaba todo el dintel de lapuerta.

—¡Pero si es mi buen amigoGiovanni, mi antiguo compinche! —Lavoz metalizada estaba francamentedivertida. D'Arlés lanzó una sonora

carcajada al contemplar el asombro desu antiguo compañero—. Desde que notrabajo para vosotros, vais de mal enpeor, amigo mío. Monseñor debe deestar de un humor de perros, seguro queme echa de menos.

—Lo único que echa de menos es tucabeza colgando de su chimenea,bastardo. —Giovanni intentabareponerse con esfuerzo.

—¡Ja! Tienes sentido del humor, yano me acordaba. Vamos, no te lo tomesasí, no es nada personal, Giovanni, yano hay motivo para estar celoso, ¿nocrees? —D'Arlés utilizaba un tonomalicioso e irónico—. Te devolví toda

la cama de Monseñor, toda para tisolito. O sea, que estamos en paz.Giovanni lanzó una carcajada, su miedohabía desaparecido.

—No me gustaría estar en tu piel,D’Arlés, tienes a cien demonios tras deti, no me parece que me lleves muchaventaja. Si Monseñor te atrapa, noquiero ni pensar de lo que es capaz,aunque tú ya conoces su estilo, fuiste unalumno aventajado.

—Me asustas, Giovanni, fíjate cómotiemblo de espanto. Deberías decirle aMonseñor que se ocupara de sus propiosproblemas, que no son pocos. He oídodecir que el Papa está bastante irritado

ante su falta de resultados. Es posibleque piense en un merecido retiro para suseñoría.

—Quizá, pero yo no me fiaría deMonseñor a pesar de que estuvieraconfinado en la isla más lejana, su manoes muy larga.

—Lo tendré en cuenta, mi viejoGiovanni, pero basta de charla inútil.Por lo que veo, también habéis perdidoa Santos.

—¿Habéis…? Parece que tú tambiénlo has perdido, caballero D'Arlés. Y,francamente, es un dato mucho máspeligroso para ti que para nosotros. —Giovanni se había recuperado por

completo y el odio que sentía haciaaquel hombre se manifestaba con toda sufuerza. Ni tan sólo la posibilidad de quepudiera matarle parecía afectarle lo másmínimo.

—Santos no me importa, es unapieza prescindible en este asunto, no sépor qué razón tendría que inquietarme,no puede decirme nada que ya no sepa.

Un brillo perverso iluminó los ojosde Giovanni. Por una sola vez, desdehacía muchos años, tenía unainformación que podía perjudicar aaquella maldita Sombra que se habíaconvertido en su peor pesadilla.

—Tu prepotencia será tu perdición,

D'Arlés. Haces mal en despreocupartede la desaparición de Santos. Monseñorno es el único que desea verte colgadode una pica. Tu ignorancia te estácolocando en el último lugar de lacarrera, cosa de la que me alegro.

—Ilumíname, Giovanni, me tienes enascuas.

—Tienes muchas cuentas pendientes,algunas muy viejas pero no por ellomenos peligrosas. ¿Acaso has olvidadoa Jacques el Bretón y a sus amigos?Dime, D'Arlés, por curiosidad, ¿algunavez has visto a Santos?

El rostro de D'Arlés sufrió unabrusca transformación, una mueca

oscura se apoderó de sus facciones,borrando cualquier rastro de ironía.

—¿Qué estás intentando decirme,maldito asno? —Pensaba con rapidez,las palabras de su antiguo compinchehabían logrado inquietarle. Realmentenunca había visto al tabernero cara acara, ni siquiera la noche en que habíaasesinado al infeliz de D'Aubert. Aqueldía, aprovechó la confusión creada porsus hombres para distraer a Santos y asu parroquia de borrachos. Algo seabría paso en su mente, algo que no legustaba.

—Es fácil de entender si teesfuerzas, sobre todo para una leyenda

con poderes sobrenaturales como tú. —Giovanni había empezado a reír denuevo.

—¡Maldito lacayo romano! ¿Quésignifica esto?

D'Arlés estaba fuera de sí, cogió alitaliano por el cuello, con la furiaexudando por todos sus poros,zarandeándolo violentamente. PeroGiovanni seguía riendo como un poseso,ajeno a la presión que las manos de sucontrincante ejercían sobre él, riendo ygritando a la vez.

—¡Santos y Jacques el Bretón son lamisma persona, estúpido, dosidentidades en un solo hombre! ¡Por

mucho que corras, esta vez noescaparás, maldito bastardo deldemonio!

Un ruido a sus espaldas sobresaltó aD'Arlés, que se volvió como un rayo,ballesta en mano. Un clérigo, gordocomo un tonel de vino rancio, les estabaobservando desde la puerta, con los ojosdesorbitados por el pánico. Antes deque pudiera reaccionar ante el intruso, elclérigo echó a correr lanzando un agudoalarido, como alma que lleva el diablo.D'Arlés estalló en maldiciones ysoltando al italiano, sin una palabra,emprendió una carrera tras el fugitivo.

Giovanni respiró profundamente

varias veces, todavía sacudido por lascarcajadas, incapaz de controlar lasalvaje alegría que le producía el miedoen la mirada de D'Arlés. Sí, eran malasnoticias para la Sombra, su pasado sematerializaba en presente para liquidarcuentas y… una mala noticia tambiénpara el maldito Monseñor. Estalló denuevo en carcajadas, sin podercontenerse, liberado de la presión y elmiedo, doblado y pateando el suelo porlas contracciones de la risa.

Mateo tenía un brillante discursopreparado cuando llegó a El Delfín

Azul, no estaba dispuesto a queD'Aubert volviera a engañarle. Muy alcontrario, debería darle mucha másinformación si deseaba que continuaracon el asunto y, desde luego, tendría quereajustar el precio. Además, si senegaba a darle explicaciones, siintentaba apartarle, su silencio leresultaría más caro todavía. Estabasatisfecho, fuera cual fuese la decisiónde D'Aubert, él ganaría una sustanciosacantidad a cambio del mínimo esfuerzo.

Cuando llegó a la taberna, no vio aSantos en su atalaya particular, cosa queagradeció interiormente, le desagradabala estricta vigilancia que el gigante

mantenía sobre gentes y espacios. Subiólas estrechas escaleras resoplando porel esfuerzo, y al acercarse a lahabitación de D'Aubert observó que lapuerta estaba abierta. Decidido, seasomó a la estancia preparando el iniciode su discurso, abstraído y casi depuntillas, pero lo que contempló le dejóhelado. Había dos hombres en el suelo,en medio de un enorme charco de sangreque avanzaba lentamente hacia donde élse encontraba. Dos hombres más quedesconocía se hallaban delante de él,uno desencajado por las carcajadasreprimidas, el otro se había dado lavuelta con rapidez y le observaba con

sorpresa. Mateo se llevó las manos a laboca para acallar el agudo y estridentechillido que salió de su garganta, casisin aviso, y dando media vuelta seprecipitó escaleras abajo, ciego a todolo que no fuera huir. En la planta baja, laabigarrada clientela de Santos estaba enplena celebración, los cánticos y laspeleas se sucedían en extraña armonía.Un estrépito a sus espaldas, avisó alclérigo de que alguien estaba siguiendosus pasos con ligereza y aullándole quese detuviera. Mateo, con los pulmones apunto de estallar, entró en la gran salade la taberna, lívido y casi sinrespiración, con el aire suficiente para

gritar con todas sus escasas fuerzas lapalabra mágica.

—¡Fuego, fuego, fuego en el pisosuperior!

En respuesta a sus gritos, un tumultoensordecedor llenó el local y lamuchedumbre, como una sola alma, selevantó precipitadamente paraemprender una enloquecida carrerahacia la puerta de salida. Empezaron avolar mesas y sillas, fragmentos dejarras y platos, los gritos de terror semezclaron con los lamentos de los queeran pisoteados y abandonados. Mateose vio arrastrado por la turba, llevadocasi en volandas sin que sus pies tocaran

el suelo, aferrado a la espalda de unhombre que repartía estacazos en todasdirecciones, despejando su camino haciael exterior. Sin saber cómo, se encontróen la calle, rodeado de gente que nocesaba de gritar y de pedir auxilio.Conmocionado pero sin dejar de correr,Mateo ponía distancia entre él y elpeligro, sin volverse ni una sola vez,ciego y con el pánico golpeando sussienes. Mientras sus cortas piernasluchaban para seguir el ritmo de sumiedo, su mente no podía apartarse delos dos cadáveres que había visto en lahabitación de D'Aubert, en la sangreextendiéndose hacia él como un mal

presagio.D'Arlés se abrió paso a empellones,

maldiciendo. El clérigo habíadesaparecido de su vista, tragado por lamarea humana que huía entre alaridos.Se detuvo con la cólera reflejada en elrostro, las cosas parecían torcerse desdeque el bastardo de Giovanni le habíaescupido la identidad de Santos enmedio de risotadas. No quería pensar enello, no era el momento. ¿Y si el italianomentía? Era capaz de hacerlo, aunquesólo fuera por el odio intenso y los celosque alimentaba contra él.

La Vilanova del Pi se extendía entrela calle Boqueria, antigua Vía Morisca

que se dirigía hacia el Llobregat, y lastierras que pertenecían al monasterio deSanta Ana. El barrio crecía al rededorde la iglesia de Santa Maria del Pi,llamada así a causa del gran árbol quehabía crecido allí desde el siglo x, y sufama se debía en buena parte a susburdeles, famosos en la ciudad.

Mateo se paró en una esquina,exhausto, su cuerpo se negaba a dar unpaso más. Temblaba, sacudido porespasmos cada vez más frecuentes ydifíciles de controlar. Sangre y mássangre en su mente, como si todo lo quemirara se transformara en rojo,impidiéndole pensar con claridad, pero

se encontraba muy cerca de casa ydeseaba llegar allí, costara lo quecostase; no podía detenerse ahoracuando su refugio estaba tan próximo.Sin embargo, sus piernas se negaban aobedecerle. Debía calmarse, recuperarel aliento. ¿Era D'Aubert uno de losmuertos? ¡Santo Cielo!, pensó, seguroque así era. Posiblemente, era aquelcuerpo con la cara totalmentedesfigurada, un amasijo destrozado decarne y sangre. ¡Tenía que ser él, era suhabitación! O sea, que aquel miserabletenía razones de peso para mantener elsecreto. Aquello era realmente muypeligroso y le habían descubierto. ¡Por

todos los santos del Paraíso, aquelloshombres le habían visto, sabían quiénera…, los asesinos vendrían a por él!

Miró a su alrededor respirandopesadamente, nadie parecía seguirle,sólo algunos vecinos le miraban concuriosidad y desprecio. Le conocían ydesaprobaban su vida, ¡malditoscampesinos ignorantes! El enfado leayudó a recuperarse, devolviendo lasmiradas con un gesto de desafío, perosiguió apoyado en la pared durante unosinstantes. Después reemprendió elcamino hasta el portal de su casa. Abrióla puerta, murmurando un hosco saludo ados mujeres que parecían estar

aguardándole, sin fijarse en la extrañatensión de sus rostros, en la inmovilidadde sus gestos.

—¿Qué es lo que pasa, no tenéisnada que hacer, espantajos? La puerta secerró a sus espaldas con suavidad. Lesorprendió no oír el portazo habitual: lehabía dado un buen empujón paracerrarla, como siempre. Era un avisopara los ocupantes de la casa de que elamo y señor había llegado y de que tododebía estar preparado y listo paraservirle. Se volvió extrañado y vio aSantos tapando la salida, con unasonrisa irónica. Mateo lanzó un nuevoalarido y cayó al suelo desvanecido.

Fray Berenguer de Palmerolapaseaba arriba y abajo de la estancia,impaciente, con la cólera habitual a florde piel. En toda la mañana no habíapodido dejar de pensar en aquel asunto.

No deseaba defraudar al caballerofrancés que tanto confiaba en él, nimucho menos desaprovechar las grandesventajas que se le habían ofrecido.Ardía de rabia al pensar en aquelarrogante templario que, lejos defacilitarle la labor, se había atrevido aamenazarle. Se detuvo bruscamentecuando vio avanzar hacia él a fray Perede Tever.

—¡Esto es indignante, fray Pere,vuestro comportamiento es unavergüenza! ¡Llevo dos días sinencontraros en parte alguna y sin quenadie sepa de vuestro paradero! ¿Quésignifica vuestra ausencia? ¿Quién os haautorizado a desaparecer de mi vista?

—Os ruego que me disculpéis, frayBerenguer, pero cuando llegamos apuerto, creí que ya no necesitaríais demis servicios y enton…

—¡Creísteis! ¡Nadie os ha pedidoque penséis ni creáis nada, hermano!Vuestro trabajo se limita a obedecer,nada más, y os recuerdo que estáis a míservicio y que no podéis ausentaros sin

mi permiso. Si continuáis con vuestraindisciplina, no tendré más remedio quehablar seriamente con vuestro prior, y osaseguro que no os gustará lo que tengoque decirle.

—Tenéis razón, fray Berenguer, ospido humildemente perdón.

—¡El perdón no es suficiente paravuestra culpa, hermano Pere! Tendré quepensar en el castigo que os merecéis; sinembargo, ahora tengo un trabajo paravos y es de la máxima urgencia. Debéisir a la Casa del Temple y entregar esteaviso, pero seguiréis unas instruccionesmuy precisas, poned atención en lo queos digo. Encontraréis a algún mozalbete

desocupado, que por unas pocasmonedas se encargue de dejarlo en elportón de entrada, pero vos debéisvigilar que así lo haga. Es importanteque nadie os relacione con el mensaje.¿Lo habéis comprendido?

—Lo he comprendido, frayBerenguer, pero yo mismo puedoentregarlo, y no sería nec…

—¡Nadie os ha pedido vuestraopinión! —cortó tajante fray Berenguer—. Seguiréis las órdenes que os he dadoy aprenderéis a obedecer sin preguntasni comentarios. No aumentéis el castigoque, tened bien seguro, se aplicará avuestra desobediencia.

Fray Pere de Tever asintió ensilencio. Compungido, cogió el papelque le tendía su superior y esperó.

—La curiosidad es un pecado muygrave, hermano, y sólo se supera con elrecogimiento y la obediencia. Deberíaissaber que soy un hombre muy ocupado yno se debe molestarme con preguntasestúpidas e inútiles. Y ahora marchad deuna vez y cumplid mis órdenes arajatabla.

Fray Pere no se movió. Miraba a suhermano con desconfianza.

—¿Se puede saber a qué estáisesperando?

—Me habéis ordenado que entregue

unas monedas a cambio del encargo,fray Berenguer. Olvidáis que además delvoto de obediencia, también prometí elde pobreza. ¿Con qué se supone quedebo pagar?

Fray Berenguer lanzó un resoplidode disgusto ante la insolencia del joven,pero no quería perder más tiempo, yrebuscando en su bolsa le entregó un parde monedas murmurando.

—Con esto os bastará, procurad queno os engañen.

Fray Pere salió del convento,pensativo y cabizbajo. Sus gravessospechas no hacían más que aumentar ytemía los manejos de fray Berenguer. A

buen seguro estarían tramando algocontra el anciano judío, él y el caballerofrancés, el hombre que había embarcadoen Limassol como un tripulante más.¿Qué pretendía con aquel disfraz?¿Quién era en realidad? Lo único seguroen aquella situación era que estabamanipulando la cólera de fray Berengueren su provecho, halagándoledescaradamente con palabras que nadie,excepto su vanidoso hermano, era capazde creerse. ¿Qué estaría tramando aquelhombre? Nada bueno, sospechaba. Sesentía perdido y desorientado, no queríacolaborar en las intrigas para perjudicaral bueno de Abraham. ¿Qué tenía aquel

hombre contra el anciano médico? Teníamuchas preguntas y muy pocasrespuestas. Dudó unos instantes mientrasvagaba sin rumbo, sin atreverse aemprender el camino que le llevaríahasta la Casa del Temple, vacilandosobre qué debía hacer. De repente, tomóuna decisión y cobijándose en un recodode la muralla antigua, sacó la nota que lehabían entregado, la desdobló y leyó conatención, casi sin atreverse a respirar.La perplejidad asomó a su rostrodurante la breve lectura, sorprendidoante la mezquindad de su hermano, delpoder perverso de su ambición. Aquelloacabó por convencerlo, sabía

perfectamente lo que debía hacer y no leimportaban los riesgos. Sin más demora,emprendió el camino hacia la Casa delTemple.

Una parte de su memoria desearaestar enterrada en los paisajes quedescribía. Nunca lo había contempladodesde esta perspectiva y Guillem quedópensativo. Quizá debería revisar suspropios recuerdos a la luz de esta nuevarealidad.

Finalmente, Guillem habíaconseguido descansar un par de horas.Había recurrido a uno de los

escondrijos de Guils, uno de tantos en lagran red de refugios seguros que habíatejido cuidadosamente durante años deservicio. Los «Santuarios». Aprovechópara tumbarse en un viejo jergón, estabacompletamente rendido y no tardó ni unsegundo en perderse en el mundo de lainconsciencia. Soñó con los desiertos dePalestina, aquella inmensidad de arenadorada que tan bien describía Bernarden las horas muertas, la luz especial quese reflejaba en las calladas dunas. Uncaballo blanco apareció en su sueño,mirándole con curiosidad, con lasriendas sueltas, inmóvil. Después deunos instantes de contemplación, la

bestia dio la vuelta, emprendiendo unligero trote, alejándose de él. La llamócon un grito desesperado, comprobandocon terror que de su garganta no salíasonido alguno, a pesar de 1o cual lahermosa bestia se detuvo volviendo elcuello y observándole de nuevo. «¿Quéquieres?», parecía decir. Pero pormucho que Guillem se esforzaba, nopodía emitir sonido alguno, estabamudo.

Despertó sobresaltado y con lacamisa empapada en sudor. Unos fuertesgolpes en la puerta habían conseguidoarrancarle de la visión del desierto.Tardó en despejarse, en recordar dónde

se hallaba y quién era, y finalmente sedirigió hacia la puerta tomando todas lasprecauciones. Uno de los viejoscolaboradores de Guils en la ciudad, aquien conocía, le traía la respuesta alaviso que había mandado a la Casa. Elhombre no necesitó decir nada, y con unmovimiento de cabeza desapareció,siguiendo todavía las estrictas órdenesde Bernard: «Si no hay nada que decir,el silencio es seguridad». Guillem leyóel mensaje: Santos había localizado altraductor de griego. ¿Santos? ¿Por quéno le había confesado Jacques el Bretón,uno de los mejores amigos de Bernard,su verdadera identidad? El joven creía

que estaba muerto hacía tiempo, yBernard hablaba de él en pasado,aunque lo cierto era que hablaba demuchas cosas utilizando el pasado,como si lo estuviera.

—Si lo que os trae aquí es laintención de continuar con elinterrogatorio que empezó vuestrohermano, estáis perdiendo el tiempo. Notengo nada que añadir a lo que ya osdije. —Frey Dalmau observaba al jovenfraile con dureza.

—No es lo que creéis, frey Dalmau.No sabía qué hacer ni a quién acudir…

hasta que leí la nota no… ¡no quiero quele ocurra nada malo al anciano judío! —Fray Pere de Tever se derrumbó en elsillón al tiempo que sus manosintentaban ocultar las lágrimas.

El templario quedó turbado ante lareacción del joven, no se esperaba algoasí y su dureza inicial desapareció.

—Perdonad mi insolencia, hermanoPere, os ruego que me disculpéis. Tuveuna pequeña discusión con vuestrosuperior hace tan sólo unas horas y alpresentaros como su ayudante, temíque… Bien, veo que hay algo que osinquieta profundamente. ¿Queréiscontármelo?

Primero con balbuceos inseguros, eljoven fraile explicó al templario todassus preocupaciones. Después,recuperándose gracias a la atención quefrey Dalmau le procuraba, le contó condetalle su relación con fray Berenguer:el viaje realizado y la travesía marítima,el estupor al reconocer en el caballerofrancés a uno de los miembros de latripulación.

—Tranquilizaos, muchacho. Aunquele conozco poco, tengo la impresión deque esta nota anónima es muy propia defray Berenguer. «Vuestro huésped judíoestá en grave peligro, debéis buscar unrefugio mas seguro». Y firma, «un

amigo». ¡Menudo amigo! Hay quereconocer que vuestro hermano es unpoco ingenuo al creer que nosapresuraremos a sacar a Abraham de laCasa, ¿no creéis?

—Está bajo la influencia absolutadel otro hombre, frey Dalmau, delcaballero francés del que os he hablado.Le ha dicho que Abraham es unpeligroso traidor y asesino.

—Sí, es cierto, pero vuestrohermano ya estaba dispuesto a creersecualquier estupidez. El pobre Abrahamno tiene un aspecto muy feroz, ¿no estáisde acuerdo, fray Pere?

El joven fraile sonrió por primera

vez, al recordar el aspecto venerable delanciano.

—Habladme de ese otro hombre, deese caballero francés, —sugirió freyDalmau a la expectativa.

—Veréis, vino a visitar a frayBerenguer en el convento y yo, llevadopor mi curiosidad, estuve espiando. Nopodía creerme que alguien le visitara…¡Dios me perdone! Escuché suconversación y me asusté mucho, nopodía entender su interés en perjudicar aAbraham. Entonces, cuando se levantópara marcharse, pude verle la cara y mequedé aterrorizado, era el hombre deLimassol.

—¿Estáis realmente seguro, frayPere?

—Totalmente, os lo aseguro,siempre recuerdo los rostros. Veréis,este hombre provocaba las iras delcapitán D'Amato, siempre estaba dondeno debía, y por ello me fijéespecialmente en él. Cuando visitó afray Berenguer en el convento, vestíalujosas ropas y alhajas, pero era elmismo hombre; le prometió cargosimportantes y le halagó hasta hacerrelucir sus ojos con el brillo de laavaricia. ¡Dios misericordioso,perdonadme por hablar así de mihermano!

—Vos no sois culpable de laambición de los demás, fray Pere —susurró con suavidad el templario.

—Sólo deseo que no perjudiquen alanciano, sólo eso. Ese hombre no hahecho mal a nadie, frey Dalmau. Sóloquiero hacer lo correcto.

—Habéis actuado correctamente,fray Pere, y vuestra información nospermitirá proteger a Abraham. Peroestoy preocupado por vos, éste es unasunto muy peligroso, ya lo veis. Nopuedo contaros nada, lo siento, porquesi lo hiciera, pondría vuestra vida enpeor situación y correríais un peligroaún mayor. —No necesito que me

contéis nada, frey Dalmau, no soyhombre de mundo ni de intrigaspalaciegas. Mi único deseo es protegera Abraham de gente tan perversa.

Frey Dalmau lo miró en silencio,estaba convencido de las buenasintenciones del joven, pero también desu falta de experiencia y eso lepreocupaba. Había demasiados muertosen aquel asunto y no podía permitir quefray Pere aumentara tal cantidad.

—Deberíais alejaros de la ciudadpor un tiempo. Pedid permiso paravisitar vuestro convento y quedaros allíuna temporada. Ese hombre que habéisreconocido os mataría sin vacilar si

descubre que lo habéis desenmascarado;es un asesino, muchacho, un peligrosoasesino.

—Quiero ayudar —contestósimplemente el fraile—. Lo he visto contoda claridad en cuanto leí la nota.Agradezco vuestros consejos, freyDalmau, pero ya no me puedo quedar almargen, jamás podría perdonarme elhaber cerrado los ojos ante la injusticia.No puedo volver al convento, no puedohuir por muy asustado que esté.

Dalmau lo miró con afecto. Lajuventud era una extraña enfermedad quesólo los años ayudarían a contener y aencauzar, pero ¡bendita enfermedad!

—Temo por vos —insistió—. Eneste asunto hay fuerzas perversas ypoderosas que no vacilarían ni unmomento en quitaros la vida, si ello lesfuera de utilidad, debéis creerme frayPere.

—Dios velará por mi vida, freyDalmau, y yo correré el riesgo deconfiar en él. Creo que os seré más útilsi vuelvo al convento de la ciudad y nopierdo de vista a fray Berenguer. Siintentan algo, os avisaré, os tendréinformado. Nadie se fijará en mí.

—Procurad que sea así —asintióDalmau, con resignación—. Que nadiese fije en vos y no olvidéis el riesgo que

corréis, tenedlo muy presente. Recordadque más vale reconocer el miedo que serimprudente, amigo mío, y estad alerta. Sitenéis la más mínima sospecha de que oshan descubierto, huid rápidamente ytened en cuenta que nuestra Casa estáestrechamente vigilada.

Dalmau acompañó al jovendominico hasta una salida más discreta yalejada, dándole los últimos consejos.Fray Pere de Tever estaba satisfecho desu decisión, por primera vez eraconsciente de que había elegido por símismo, por su propia voluntad y denadie más. No sabía nada del asunto ninada quería saber, no le interesaban los

asuntos mundanos, pero había hechosuya la bandera de Abraham y que elviejo judío conservara su integridadfísica era para él una obligación moral,estaba dispuesto a luchar por ello. Sesentía asustado y excitado, la mismasensación que había experimentado enMarsella cuando embarcó por primeravez en su vida. Aspiró con fuerza, unagran paz inundaba su espíritu.

Mateo gimoteaba, tenía unapesadilla atroz en la que alguien seobstinaba en abofetearlo, una y otra vez.No soportaba el dolor físico y su sola

mención le provocaba sudores hela dosde pánico. Se despertó gritando, altiempo que una jarra de agua fría caíasobre su cara.

—¡Despierta de una vez, clérigomentiroso y falsario! Santos volvió aabofetearle y se detuvo al ver queparecía despertar de sudesvanecimiento.

—¡Basta, basta. No me peguéis más,no me torturéis! —Cuánta sensibilidad,Mateo, unos simples bofetonesconvertidos en tortura…, un pocoexagerado, ¿no crees?

—¿Qué queréis de mí? Os diré loque queráis, pero no me torturéis.

Santos le observaba con sorpresa,aquel hombre estaba realmente asustadoy no era por su causa. Santos se preguntósobre las razones de su miedo.

—Nadie va a matarte ni a torturarte,bufón eclesiástico, solo quiero hablarcontigo. Que yo recuerde, las palabrastodavía no han asesinado a nadie.

—Tú y yo no tenemos nada de quéhablar, Santos. —Mateo habíareconocido a su intruso visitante yparecía recuperado del susto inicial—.Yo, en tu lugar, me preocuparía de loscadáveres que se amontonan en tutaberna. No les va a gustar nada a losalguaciles y es posible que vaya a

contarlo.—¿Ves como tenemos mucho de qué

hablar, Mateo? Por ejemplo, ¿de quécadáveres me estás hablando?

Mateo se levantó del suelo,buscando la protección de las dosmujeres, refugiadas en un rincónalejado.

—He ido a tu asquerosa tabernapara visitar a un cliente, y me heencontrado con tanta sangre, que másparecía matadero que pensión de malamuerte.

—Eso ya lo has repetido, procuraser más explícito, Mateo, —porque mipaciencia es escasa.

Santos hizo un esfuerzo por controlarla irritación que sentía.

—En la habitación de mi clientehabía dos hombres muertos y dos vivos,contemplando el espectáculo. Asesino ya-sesi-na-dos. He huido a toda prisa yuno de ellos me ha perseguido con unaballesta en la mano, con muy malasintenciones. Soy un hombre honrado y…

—¡Ja, ja, no me hagas reír, malditoembustero! Tú no sabes lo que significala palabra honradez. Pero me interesa eltema de tu cliente, cuéntame qué tratos tellevabas con él.

—No voy a decirte nada —graznóMateo—. Los asuntos entre mis clientes

y yo son secretos, y sólo terminan con lamuerte.

Unos golpes en la puerta provocaronun nuevo aullido de Mateo, que corrió aesconderse tras un aparador. Santosabrió la puerta y dejó pasar a Guillem.

—O sea que éste es el palacio denuestro traductor —dijo el joven a guisade saludo, con una expresión torva en sumirada.

—Es el hombre que buscabais,señor —le contestó Santos, lanzándoleun gesto de advertencia que Guillementendió.

—¿Y qué nos cuenta este viejocerdo de engorde, Santos? —Me temo

que no desea hacernos partícipes de susconocimientos, señor.

—Eso tiene fácil arreglo, Santos —suspiró Guillem, acercándose al clérigocon gesto amenazante. Mateo retrocedióhasta topar con la pared, demudado ylívido.

—¡No me hagáis daño, señor, yo nosé nada!

—Eso lo decidiremos nosotros, perote aconsejo que nos ayudes. No meobligues a mancharme con tu sangre.

Mateo reanudó sus gemidos ylamentos, en tanto Santos lo arrastrabahasta el centro de la estancia y losentaba, de un empellón, en un pequeño

taburete.—Si no paras de gimotear, te

arrancaré la lengua de un manotazo —rugió Santos, consiguiendo un silenciorepentino y absoluto.

—Eso está mucho mejor, Mateo —intervino Guillem—. Ahora vas acontarnos tus negocios con D’Aubert ymás te vale andar con cuidado; no nosengañes, nuestra poca paciencia esfamosa en el mundo entero.

—D'Aubert está muerto. Lo mataronen la taberna de ése —bramó Mateo,señalando a Santos.

Nadie le contestó, los dos hombrestenían la mirada fija en el clérigo que,

con ademanes nerviosos y sudando amares, empezó a hablar.

—Me contrató para la traducción deunos pergaminos antiguos, en griego y enarameo. Le dije que desconocía elarameo, pero que encontraría a alguiende confianza… bueno, con dinero seencuentra todo, ¿no es cierto? Dijo queera muy secreto, que nadie podíaenterarse de su existencia. Él pensabaque eran muy importantes.

—¿Y lo eran? —preguntó Guillem.—¡Era un engaño! —chilló Mateo

—. Por eso volví a la taberna, paraarreglar cuentas con el malditoD'Aubert. Quería ponerme a prueba ¡y

está muerto, muerto!—¿Un engaño? —Guillem y Santos

lanzaron la pregunta al unísono.—Los pergaminos son auténticos y

el texto también, pero el contenido novale nada, no tiene ninguna importancia.

—Verás, Mateo, es mucho mejor quenos dejes decidir a nosotros.Comprobaremos lo que dices. Trae lospergaminos aquí —ordenó el joven.

Mateo se levantó con desgana,arrastrando los hinchados pies hacia elmismo aparador donde se habíarefugiado. Rebuscó en uno de loscajones y sacó un envoltorio que entregóa Guillem. Los dos hombres se

inclinaron sobre la mesa y extendieronlos pergaminos y las notas que Mateohabía hecho.

—¿Estás seguro que son los mismospergaminos que D'Aubert te entregó? —Guillem todavía estaba inclinado,leyendo con atención, y la preguntahabía sido hecha sin ninguna entonación.

—¡Os lo juro, señor! Me los entregóen mano y como veis es una carta sinimportancia. Por ello pensé que elmiserable me estaba poniendo a prueba,eso me irritó mucho.

Santos y Guillem hablaban en vozbaja, ajenos a la charla compulsiva delclérigo.

—¿Puedes describir al hombre quete persiguió en la taberna? ¿Y al otro?

—No tuve mucho tiempo, la verdad.El hombre de la ballesta estaba deespaldas a mí, frente al otro, un hombrede mediana edad, estaba riendo como unloco y hablaba en italiano, no parecíaimportarle que intentaran estrangularle,la verdad. Yo sólo quería huir de allí yno me volví. Había sangre por todaspartes. Se trataba de mi vida,caballeros.

Santos lanzó una carcajada ante laúltima frase de Mateo.

—De repente descubres que somoscaballeros, viejo infame. ¡Harías lo que

fuera para salvar el pellejo, embaucadordel demonio!

Guillem dobló cuidadosamente lospergaminos y los guardó en su camisa.Observaba con atención al clérigo y alas dos mujeres. Una de ellas, ya entradaen años, conservaba en los surcos de surostro la imagen del sufrimiento, unainfinita red de lágrimas y resignación.La otra era muy joven y muy hermosa,con un gesto de desafío en la mirada,una tupida cabellera rojiza enmarcandouna cara de finas facciones y ojos fierosy oscuros que mantuvieron su mirada sinun parpadeo. Una turbación extrañainvadió al joven que se apresuró a

retirar la mirada, un poco avergonzado.Santos se acercó a él discretamente y lesusurró algo al oído. Guillem asintió conla cabeza y se dirigió hacia el clérigo.

—Estás en peligro muy grave,Mateo. El hombre de la ballesta tebuscará y si te encuentra, no va aconformarse con tus explicaciones.Necesita eliminar cualquier rastro quetenga relación con este asunto, porpequeño que sea, y tú mismo hascomprobado su especial forma dediálogo. Te aseguro que es unconsumado maestro en el arte de latortura.

—¡Pero yo no sé nada de nada y…!

—Eso no tiene ninguna importanciapara él —le respondió Santos—.Además, sabes demasiado, no teengañes, sabandija con sotana, y eso tecoloca con el agua al cuello. Si teencuentra, que seguro que lo hará, tuvida valdrá tanto como esas raídas ysucias ropas que llevas.

—¿Y qué se supone que debo hacer?Las mujeres no tienen nada que ver contodo esto y no tengo adónde ir y…

—Podemos facilitarte un esconditeseguro, durante un tiempo, hasta que lascosas se calmen, siempre que obedezcasnuestras órdenes. —Guillem leestudiaba, atento a sus reacciones, sin

fiarse de él—. Nuestra protección tieneun precio, Mateo, y se llama obedienciaabsoluta. ¿Lo entiendes?

—¡Os juro por lo más sagrado queharé todo lo que digáis!

—¡Dios bendito, Mateo, tusjuramentos valen lo que el estiércol! —saltó Santos—. Coge lo indispensable ypreparárate para partir. Además, tengootra condición: la boca bien cerrada ynada de preguntas.

Mateo asentía con movimientos decabeza mientras ordenaba a las mujeresque se movieran, que recogieran lonecesario, repitiendo de formaincansable, «deprisa, deprisa, deprisa».

Guillem le pidió papel y pluma y entanto la tropa de Mateo se afanaba bajola atenta vigilancia de Santos, se sentópara redactar una nota. Cuando terminó,Mateo y las mujeres estaban junto a lapuerta, esperando. Santos se inclinópara leer la nota que Guillem habíadejado sobre la mesa y después deleerla con curiosidad, palmeó la espaldadel joven con una sonrisa. Trascomprobar que no había peligro en elexterior, los cinco se pusieron enmarcha, abandonando la casa a buenpaso. Santos encabezaba la comitiva yGuillem se ocupaba de defender laretaguardia. En la mesa de la casa

abandonada, una nota esperaba a sudestinatario:

D'Arlés, a buen seguro, tarde otemprano encontrarás esteagujero, y cuando lo hagas, creoprudente avisarte de que, a pesarde tus esfuerzos, el buenAbraham logró rescatarme de lamuerte, esa extraña compañeraque tanto deseabas para mí. Laspiezas vuelven a estar en eltablero de juego y la partida sereanuda. Como es ya habitual, novoy a desearte suerte.

BERNARD GUILS

F

Capítulo X

El pergamino

«¿Estáis excomulgado?».

rey Dalmau se encaminaba con pasorápido hacia las estancias del

boticario. Acababa de recibir un avisourgente de Guillem, le esperaban, peroantes deseaba hablar con Abraham ycomunicarle los últimosacontecimientos. Golpeó con suavidad

la puerta y entró sin esperar respuesta.El anciano judío se hallabacómodamente sentado, con mejoraspecto, y el boticario, a su lado, seocupaba de que tomara sus medicinas.

—¡Buenos días a los dos! —saludóafectuosamente—. Veo que osencontráis mucho mejor, Abraham.Vuestro aspecto es formidable.

—El milagro es obra de Arnau, loúnico que ha hecho estos días ha sidoocuparse de mí, desatendiendo otrasobligaciones, frey Dalmau.

—¿Alguna novedad sobre la muertede Bernard? —intervino el boticario, sinhacer caso a la palabras de Abraham.

—Por ahora nada, Arnau, pero lascosas se están complicando. —Dalmautomó asiento cerca de ellos, con un gestocansado—. Debemos hablar de laseguridad de Abraham, la situación haempeorado.

—¿Crees que intentarán alguna cosaaquí, en la Casa? ¡Eso sería una idiotezy no creo que estén tan locos, Dalmau!

—Cálmate, amigo mío, y déjamehablar. Si te he de ser sincero, ya no séqué pensar. Vino a verme un dominico,un tal Berenguer de Palmerola, con lainaudita excusa de que corrían rumoresde que teníamos escondido a un judío enla Casa, a un judío acusado de alta

traición, nada menos.Arnau lanzó una alegre carcajada,

aquello rayaba en lo cómico, aunque eraposible que todo el mundo se hubieravuelto loco. Abraham, con gestopreocupado, intervino en laconversación.

—Fray Berenguer de Palmerola erauno de mis compañeros de viaje, Arnau.Ya os he hablado de él, pero ¿de verdadcree que soy un traidor?

—No sólo eso, también que sois unpeligroso asesino —respondió Dalmau—. Parece que alguien está manipulandosu odio ancestral hacia vuestra raza,Abraham, alguien que le ha comunicado

que pretendéis atentar contra la vida delrey de Francia.

El boticario y Arnau estabanperplejos, ambos con la boca abierta ylos ojos abiertos como platos.

—Pero ¡quién iba a creerse tamañainsensatez, semejante insulto a lainteligencia! —estalló Arnau, indignado—. ¿Qué significa este disparate?

—Tranquilízate, Arnau. Deja quenuestro buen amigo termine su historia.

—Por lo que he deducido —siguióDalmau—, el caballero francés quecalienta los oídos al viejo fraile y eltripulante de vuestra nave que embarcóen Limassol son la misma persona. Y

tiene un nombre: Robert D'Arlés, nuestraevanescente Sombra.

Viendo el creciente asombro de suscompañeros, frey Dalmau pasó acontarles las últimas noticias sin omitirdetalle alguno.

—No entiendo qué tiene que ver estedominico en todo este asunto, la verdad,ni tampoco entiendo el interés deD'Arlés en Abraham. —El boticarioestaba confundido, no conseguíaestablecer una relación entre los hechos.

—Es simple, Arnau, la tal Sombrase aprovecha de la ambición del fraile,pero ¿por qué ese interés en mi persona?¿Qué se supone que desean de mí? —

Abraham intentaba poner orden a susideas.

—Os diré lo que pienso de todo esto—intervino Dalmau—. Creo que estánconvencidos de que tenéis en vuestropoder algo que transportaba BernardGuils, o que vos sabéis dóndeencontrarlo. Es la única explicación queencuentro, Abraham. —No sé cómopuedes trabajar en esto, Dalmau,intrigas, conspiraciones, asesinatos,robos…

—Porque alguien tiene que hacerlo,Arnau. —Frey Dalmau parecía molesto.

—Hay algo que no logrocomprender, amigos míos. —Abraham

interrumpió el enfado del boticario—.Se supone que lo que transportaba Guilsfue robado por D'Aubert, ¿no es así?Entonces, ¿por qué me buscan a mí? ¿Yel traductor de griego que buscaGuillem?

—Sí, tenéis razón, Abraham, pero esposible que D'Arlés quiera asegurarsede que no queda nadie con vida quetenga relación con este asunto —respondió Dalmau—. Es posible quetodos los pasajeros que viajasteis juntosdesde Chipre a Barcelona, os hayáisconvertido en testimonios molestos. Noestoy seguro de nada, pero hay queextremar las precauciones. Esta mañana,

al recibir el anónimo…—Ése es un truco muy viejo,

Dalmau, una chiquillada —saltó elboticario.

—Lo sé, lo sé, pero no me gusta ymucho menos si D'Arlés está mezcladoen todo esto. Quizá sólo sea unamaniobra para distraer nuestra atención,caballeros, pero aun así hemos de estarpreparados.

—Lamento provocaros tantasmolestias. —Abraham estaba abatido,cansado de su reclusión. Su único deseoera volver a su casa, a sus libros y a sulaboratorio, a pasear por su barrio ypoder hablar con sus viejos amigos de la

sinagoga.—No sois vos quien nos causa

inquietud, querido Abraham, nunca osagradeceremos lo suficiente todo lo quehicisteis por Bernard —respondióDalmau al observar su tristeza.

—¿Tienes alguna idea? —Arnauestaba nervioso.

—Sólo una, amigo mío. Paraempezar, quiero que os trasladéis a mishabitaciones, en la Torre, y ahoramismo. He reforzado la guardia en laspuertas y he mandado un informe urgenteal comendador, comentándole lasmaquinaciones de fray Berenguer. Nome gustan las amenazas de este fraile, y

es posible que convenga que tome unpoco de la misma medicina.

—¿Crees que D’Arlés se atreverá aentrar en la Casa, Dalmau?

—No lo sé, es capaz de todo. Loúnico que podemos hacer es tomar todaslas precauciones posibles y estar alerta,Arnau. Y ahora he de marcharme,amigos míos, nos veremos más tarde.

Fray Pere de Tever estaba en elOratorio, detrás de fray Berenguer.Llevaba allí una hora, arrodillado, enactitud recogida, sin perder de vista laamplia espalda de su superior que

parecía dar cabezadas, cómodamentesentado en un holgado sillón. El dolorde las rodillas empezaba a molestarlo ycualquier pequeño movimientoprovocaba un agudo dolor que lerecorría el muslo hasta instalarse en labase de la espalda. Fray Berenguer lehabía ordenado que permaneciera así,de rodillas, reflexionando sobre laobediencia y la sumisión, cualidadesnecesarias para convertirse en un buenfraile.

—No sé en qué convento os hanenseñado, pero lo han hecho muy mal.Vuestro comportamiento deja mucho quedesear, hermano, y una buena ración de

disciplina es lo que necesitáis.Fray Pere había asentido, sin

rechistar, a los caprichos educativos delviejo dominico. Le interesaba mostrarsesumiso y obediente, convencerlo de suabsoluta falta de personalidad ycarácter, y conseguir que ni tan sólo sediera cuenta de su presencia. Unhermano lego se acercó a fray Berenguery le susurró algo al oído. Éste se levantópesadamente, con la excitación en elrostro y, dirigiéndose al joven, leespetó:

—Podéis salir un rato al patio, tengocosas importantes que hacer quenecesitan de toda mi atención. Pero a mi

vuelta, fray Pere, estaréis de nuevo aquí,en el Oratorio, exactamente igual queahora. Espero que no os atreváis adesafiar mis órdenes, las consecuenciaspodrían ser terribles.

—Estaré aquí, hermano Berenguer.El dominico se alejó mientras fray

Pere le contemplaba marchar hacia lasobras del templo. Esperó unos minutos,atento a cualquier presencia, y le siguióa una prudencial distancia. Losoperarios habían terminado su jornada yuna extraña calma flotaba entre vigas ypiedras. Las vueltas de los arcosempezaban a perfilarse, encogiendocada vez más el breve retazo de cielo

que podía verse entre ellas. A lo lejos,observó cómo fray Berenguer seencontraba con el caballero francés, muycerca del ábside poligonal de sietelados. Repentinamente, desaparecieronde su vista tras unas enormes piedrastalladas, apiladas con sumo cuidado enel centro del ábside. Se apresuró trasellos con sigilo, intentando hacer elmenor ruido posible y escondiéndoseentre el bosque de columnas.

Iba oscureciendo y el joven fraile semovía con precaución, inquieto ante lassombrías siluetas que la construcciónarrojaba por doquier. Se persignó variasveces, temblando de miedo, hasta llegar

a la pila de piedras en donde había vistodesaparecer a los dos hombres. Estuvo apunto de lanzar un grito cuando uno desus pies resbaló en el vacío, cayendo enla cuenta del boquete que se abría en elsuelo. «¡La cripta! », pensó. No se lehabía ocurrido tenerlo en cuenta. Enrealidad, temía que los dos hombreshubieran desaparecido en la mismísimaboca del infierno, envueltos en vaporesde azufre. Era un supersticioso estúpidoy cobarde, meditó sentado en el suelo,con el pie todavía colgando al abismo, yel corazón latiendo frenéticamente,provocando un estrépito que a buenseguro se oiría hasta en las cocinas del

convento. «¡Dios misericordioso, damefuerzas para seguir! ».

Se asomó a la oscuridad delrectángulo perfecto, comprobando quehabía unos escalones de piedra. No seoía ni un murmullo, y se deslizó por elagujero hasta encontrar la seguridad delprimer escalón. No tenía por quéresultar difícil. Si fray Berenguer sehabía metido por allí, él podría hacerlosin ninguna dificultad. Bajó unosescalones más, agachado, siguiendo lainclinación natural del techo delpasadizo y continuó adelante. Llegó auna gran cripta vacía, con una gruesacolumna en su centro, como una palmera

que extendiera sus hojas a través de lapiedra y se fundiera en ella. Erahermoso y tétrico a la vez, como siambos conceptos se vieran obligados aconvivir en aquel reducido espacio. Sedetuvo respirando pausadamente,acostumbrando sus ojos al color de lastinieblas. Un destello de luz, a suizquierda, le guió hasta un estrechopasadizo que salía de la cripta. Avanzódespacio, un murmullo de vocesininteligibles le llegó amortiguado,ayudándole a mantener una direcciónconcreta, con las manos rozando el murohasta volver a desembocar en una nuevaestancia de la que salían tres aberturas,

como tres bocas de lobo abiertas. Separó de nuevo, observando un sepulcrotallado en mármol que le sobresaltó,pero vio que estaba vacío, sin tapa quelo cubriera, esperando sin prisa a suhuésped. Aguzó el oído y siguió a lasvoces, como Ulises seducido por loscantos de las sirenas, y a cada paso, laspalabras adquirían nitidez.

—Pensaba que podía confiar en vos,fray Berenguer.

—Y podéis hacerlo, caballero, sinninguna duda. Pero confieso que misesfuerzos no han tenido el resultadoesperado. Bien, por lo menos, hastaahora. ¡Esos arrogantes templarios,

malditos mercenarios! Espero que mipequeña estratagema les obligue aactuar.

—¿Estáis bromeando, frayBerenguer? ¿Acaso creéis tratar conestúpidos? Creo que sobrestimé vuestracapacidad.

—He cumplido todas vuestrasórdenes, caballero, y me he esforzado encomplaceros.

—Sí, mi buen amigo, en eso tenéistoda la razón. Debéis disculparme, lasola idea de que pueda ocurrirle algúnpercance a mi buen rey Luis provoca enmí los peores instintos. Os ruego que meperdonéis, no debí hablaros en este tono.

¿Puedo seguir contando con vuestraayuda, amigo mío?

—Os comprendo perfectamente,caballero, y no es necesario que osdisculpéis. Por supuesto que podéiscontar con mi ayuda.

—Bien, eso está muy bien, frayBerenguer. Tendremos que pensar enalgo convincente, el tiempo apremia.

Guillem leía los pergaminos deD'Aubert por enésima vez, en tantoSantos le observaba en silencio.

—Esto no tiene sentido —repitió eljoven.

—Quizás otros se lo encontrarán,muchacho —respondió de nuevo Santos.

—Es posible que tengas razón. ¿Porqué no me dijiste antes quién eres enrealidad? —La pregunta sorprendió aSantos, que lo miraba con asombro—.Estuve siguiendo a un italiano y escuchéuna interesante conversación, acerca deti, entre otras cosas. Eran agentesromanos y por lo que decían deduje quesentían un venerable respeto hacia ti,incluso su jefe, al que llamabanMonseñor, pareció impresionado al oírtu nombre. Jacques el Bretón. Estabamuy interesado en que te mataran.

—¿Tuviste el extraño placer de

conocer a Monseñor? No te equivoques,ése no se impresiona por nada ni pornadie. Carece de los mecanismosnecesarios para impresionarse. ¿Dóndeviste a esa serpiente ponzoñosa?

Guillem le contó su aventura de lanoche anterior, siguiendo al italianollamado Giovanni, y sin poder evitar unasonrisa de triunfo al llegar al final de lahistoria, le explicó que se habíadesembarazado de su primer agentepapal. Después insistió en la preguntaque no había tenido respuesta.

—¿Por qué razón no me lo contaste?Bernard siempre te consideró su mejoramigo.

—Era mi mejor amigo, chico, perotú ya tienes suficientes problemas.

—¿Vas a matar a D'Arlés? ¿Tú yDalmau vais a matarlo? —El jovenparecía fascinado.

—Debes apartarte de la Sombra, nointerferir. —Santos tenía el ceñofruncido, una expresión sombría—. Sonviejas cuentas, viejas historias que sólotienen sentido para dos viejos comoDalmau y yo, no tiene nada que vercontigo ni con este maldito asunto de lospergaminos. Bernard no te querría verenvuelto en este lío, te hubiera mandadoa Barberá de una patada en el culo.

—¿Por qué D'Arlés os traicionó? —

El joven insistía. Jacques hizo un gestode desagrado, el muchacho estabademasiado inmerso en aquel drama ysería difícil apartarlo. Suspiró conresignación.

—¿Por ambición, por avaricia, pororgullo… por el placer de hacerlo? Nolo sé, chico, y a estas alturas susmotivos no me importan. Pregúntaselo aDalmau, él siempre fue el inteligente delgrupo.

Como si le hubiera oído, el sonidode una llave les avisó de la llegada deDalmau, que apareció por la puerta conexpresión expectante.

—Siento la demora, pero las cosas

se están complicando. ¿A qué vienetanta urgencia?

Por toda respuesta, Guillem extendióuna mano hacia la mesa dondereposaban los pergaminos. El rostro deDalmau se iluminó.

—¡Lo habéis conseguido!—El chico no está seguro, Dalmau,

pero son los que tenía D'Aubert en supoder. Le contó al traductor que se loshabía robado a Bernard. Logramossacarle esa información al malditobastardo de Mateo. Pero más vale que telos mires, ese imbécil no es de fiar.

—No seas tan pesimista, Jacques. Sison los pergaminos que llevaba Bernard,

no hay motivo de preocupación. Nuestramisión era recuperarlos, no descifrarlos,para eso hay otros más preparados quenosotros.

—¿Queréis decir que están en unaclave secreta, frey Dalmau? —intervinoGuillem.

—Le gusta preguntar —se mofóJacques—. Será cosa de la edad.

—Eso no nos incumbe a nosotros,Guillem, y no puedo responderte porqueno lo sé.

—Demasiado fácil, frey Dalmau. —Guillem no podía ocultar sudesconfianza.

—¡Demasiado fácil! ¡Han muerto

personas por su causa, un goteo desangre desde Tierra Santa! ¡Sangre delos nuestros, muchacho! ¿Cómo puedesdecir algo así? —Dalmau estabairritado, toda su alegría ante la visión delos pergaminos se había evaporado y suenojo se dirigía hacia el joven.

—Vamos, Dalmau, no te enfades conel chico. Sólo está expresando susdudas, no hay que fiarse nunca de loevidente, ¿recuerdas?

—¡Tú también, Jacques!—Cálmate y comprobarás que hay

muchas preguntas sin respuesta, Dalmau,y hay una sobre todo que me inquieta.Verás, D'Arlés interrogó brutalmente a

D'Aubert antes de matarlo; por lo tanto,sabía que había robado los pergaminos aGuils. Eso está claro, son los quellevaba Bernard. ¿Estás de acuerdohasta aquí? —Dalmau asintió con lacabeza, todavía molesto, y el gigantecontinuó—. Descubrió también que eltraductor, Mateo, los tenía en su poder.—Jacques hizo una pausa larga, parapermitir que los demás reflexionaran—.La pregunta que me hago es por quérazón D'Arlés no corrió en busca deMateo.

—Es posible que no lograralocalizarlo —saltó de inmediatoDalmau.

—Yo tardé media hora, Dalmau. Eserufián de clérigo es un bastardo, pero nose esconde ni del obispo. Los hombresde D'Arlés le hubieran encontrado entres segundos. Piénsalo, ese desinteréses extraño.

—¿Estás insinuando que D'Arlés notiene ningún interés en el traductor?

—La siguiente pregunta, freyDalmau —intervino Guillem sin dejarque Jacques respondiera—, es el motivode esa desidia. Sabemos que está taninteresado como nosotros y Monseñoren los pergaminos, pero no se apresuratras Mateo para arrebatárselos. ¿Porqué?

—Corrió tras él, cuando Mateoapareció por mi taberna por casualidad.Pero juraría que no se esforzó mucho endarle alcance —añadió Jacques.

—¿De qué demonios estáishablando? —Dalmau fue puesto alcorriente de la entrevista con el clérigoy de su desenlace. Parecía preocupado yconfundido. Los últimos acontecimientosse estaban precipitando de formadesordenada y confusa, y las piezas deaquel complicado rompecabezas senegaban a ocupar su lugar en el espacio.Meditó unos breves segundos y pasó acontar a sus compañeros, a su vez, laforma de las piezas que poseía: la visita

de fray Berenguer y sus absurdasacusaciones, la charla con el asustado yjoven fraile, y el traslado de Abraham yArnau a sus aposentos de la Torre.

Los tres quedaron en silencio,absortos y perplejos. Jacques se sentóen una silla, estirando sus largas piernassobre la mesa. Sus compañeros leimitaron sin decir una sola palabra.Finalmente, frey Dalmau rompió elsilencio.

—¿Sospecháis que estos pergaminosson un engaño? —Por lo menos hay quecontemplar esta posibilidad, Dalmau.Dime, ¿tienes alguna idea acerca delinterés de D'Arlés por Abraham?

—Sólo se me ocurre una cosa y abuen seguro, es la misma que estáispensando vosotros. Es posible que creaque Abraham sepa o tenga algorelacionado con los pergaminos. Elúnico nexo de unión entre el anciano yeste asunto es su relación con Bernard,que estuviera a su lado en sus últimosmomentos. Quizá D'Arlés cree que Guilsle confió algo en su agonía.

—Si D'Arlés sospecha que éstos noson los pergaminos auténticos, es quesabe mucho más que nosotros —sugirióGuillem.

—Sí, ése es un buen principio. —Jacques parecía despertar—.

Supongamos que D'Arlés ha tenido bajovigilancia a Bernard desde el principiode este asunto, desde Tierra Santa.Supongamos que Bernard ha sidoconsciente de esa vigilancia a la queestá sometido, y hagamos un esfuerzopara pensar en cómo lo haría Bernard enesta situación.

—Distracción —saltó Guillem—.Pondría en movimiento estrategias dedistracción, concentrar la vista de losdemás en el punto más alejado delobjeto realmente interesante. Eso es loque haría, desde luego.

—Estoy de acuerdo, chico. Notenemos más remedio que volver a la

fuente y en esto, Dalmau, tú tienes todala información. ¿Qué hizo Bernard desdeel momento en que le entregaron losdocumentos?

—No lo sé —confesó Dalmaudesconcertado—. Os creéis que estoy almando de esta operación y osequivocáis. Sé casi tanto como vosotros.

—Entonces, cuéntanos este «casi»,Dalmau, ¡maldita sea!

—Se le entregaron los pergaminosen San Juan de Acre y desapareció. Loúnico que sé es que le esperábamos enla ciudad tres días antes de su llegada yque durante estos tres días estuvimosconvencidos de que le había pasado

algo grave. No era normal en Bernarduna demora parecida.

—Estáis equivocado, frey Dalmau—intervino Guillem—. Yo estaba citadocon él el mismo día de su llegada, nohubo atraso ni demora. Me hizo llegar unaviso una semana antes.

—Tres días —reflexionó Jacques—.No sabemos qué hizo en estos tres días yno hay tiempo de pedir información aSan Juan de Acre. Podía haber estado encualquier lugar, montando una de susoperaciones especiales.

—Quizá D'Arlés sí lo sabe —dijoGuillem en un susurro.

—Si es así, vuelve a colocarse en

ventaja. —Jacques se había puesto enpie, caminando a grandes zancadas porla estrecha habitación, las manos en lacabeza.

—Tengo una idea, una espantosaidea. He recordado la nota que dejóGuillem en casa del clérigo.

—Estaba pensando en lo mismo,Jacques. —Guillem le miraba fijamente,un escalofrío se había apoderado de suestómago.

—¿De qué diablos estáis hablando?—Dalmau no entendía nada.

—¿Quién está enterado de la muertede Guils?

—Toda la Casa, Jacques, no es cosa

que pueda ocultarse mucho tiempo. ¿Quépretendéis?

—Propagar un rumor, Dalmau, y deeso sabemos mucho, ¿no crees?

La perplejidad de frey Dalmau diopaso a una certeza terrible. Observó asus compañeros que esperaban suconfirmación, su beneplácito, y en tantorecogía los pergaminos de la mesa y losocultaba en las profundidades de sucapa, se levantó, resignado, asintiendocon un golpe de cabeza.

Giovanni estaba situado detrás deunas bellas columnas, entre cascotes y

material de construcción. «Iba a ser unhermoso claustro —pensó—. Todas lasinnovaciones de Occidente se hallabanallí, con sus arcos apuntados hacia elfirmamento». «Se acabó el arco demedio punto —reflexionó aburrido—.Todos se lanzarán a la nueva idea ydestruirán para construir de nuevo… yvuelta a empezar». Se rió de suocurrencia, los años le estabanconvirtiendo en un filósofo. Pero estabasatisfecho, había conseguido localizar alescurridizo D'Arlés sin que él sepercatara, y eso significaba que aquelmaldito engreído estaba realmentepreocupado. Le había seguido hasta allí,

donde se había reunido con aquel gordofraile, y le había visto desaparecer poruna cripta, seguro. Al maldito bastardole encantaban los lugares lóbregos yhúmedos, como una alimaña en busca demadrigueras profundas.

A1 poco rato, desde su improvisadagarita de vigilancia observó,asombrado, a un joven fraile jugando aespías, saltando de columna en columna,agachándose de repente para volver aaparecer unos metros más adelante.¿Qué demonios estaba haciendo? Nopudo evitar una corriente de simpatía,estaba haciendo las mismas insensatecesque un jovencísimo Giovanni había

cometido años antes, y parecía estargritando a todo pulmón: «¡Eh, perversosdel mundo, aquí estoy para que mematéis con todas las facilidades!». Lovio caer y desaparecer de la faz de latierra. Esperaba que no se hubieralastimado en su improvisada bajada a lacripta, no debía de ser muy alto, de locontrario aquel fraile gordinflón hubierasido incapaz de descender.

La cita con Monseñor se habíaconvertido en un infierno. Su cólerahabía hecho temblar las paredes delpalacio. «¡Tráeme a ese hijo de malamadre, estúpido inútil! ¡Quiero aD'Arlés vivo, si deseas mantener tu

cuello en su lugar, Giovanni, malditoasno toscano! ». Sí, quería a D'Arlésmucho más que aquellos pergaminos deldemonio que medio mundo parecíabuscar, y ya no podía disimularlo,estaba obsesionado con su cacería. Supasión era peor que su cólera, muchopeor, y su despecho temible. Monseñorno olvidaba, y ésa era la granequivocación de D'Arlés, el estúpidoengreído estaba convencido de ser unencantador de serpientes, incapaz decontemplar el odio acumulado en sucamino. Sí, incapaz era la palabraexacta, la soberbia le cegaba, yperecería igual, asombrado de que la

muerte le tratara con tan poco respeto.Porque la maldita Sombra iba a morir,Giovanni no tenía ninguna duda alrespeto, los problemas se le estabanacumulando peligrosamente.

Se agachó tras la columna conrapidez, D'Arlés y el fraile gordo salíande la cripta, enzarzados en unadiscusión. El dominico parecíaasustado. Después de unos minutos, laSombra emprendió una veloz carrera endirección a las viejas murallas romanasde la ciudad y Giovanni hizo una seña asus hombres, agazapados para que no leperdieran de vista. Esperó a que elfraile se decidiera a iniciar la marcha

hacia su convento y siguió atento, con lamirada fija en el ábside. Sin embargo,nadie salió. ¿Dónde se había metido eljoven aprendiz de espía?

—Lo que me pedís es imposible,caballero. Hay unos límites, no puedoimplicar a mi orden en esto.

Fray Pere llegó a la estancia delsepulcro, mirando desesperadamentehacia todos lados, dudando de poderllegar a la salida sin que los otrosnotaran su presencia. A sus espaldas, lellegó el rumor de otra conversación.

—Como veis, padre, la columnacentral aguanta todo el peso; sólo nostenéis que indicar el lugar donde deseáis

que instalemos los nichoscorrespondientes, uno de los pasadizos.

Un terror descontrolado se apoderódel joven. Atrapado entre dos fuegos,corrió hacia la derecha, entrando en otrode los pasadizos y perdiéndose en laoscuridad, a tiempo de oír, en la lejanía,el cruce de las dos conversaciones.

—¡Fray Berenguer, qué hacéis aquí!—¡Qué sorpresa, reverendo padre!

Estaba enseñando nuestra hermosa obra.Fray Pere corría en la oscuridad. El

pánico ponía alas en sus pies y no paróhasta que el eco de las conversacionesdesapareció. Entonces, se dejó caer enel duro y húmedo suelo de piedra,

sollozando y golpeando las losas consus puños. Tenía que avisar al ancianojudío, salvarle de aquellas mentesperversas. Cuando intentó levantarse, sedio cuenta de que había perdido una desus sandalias; uno de sus pies estabahinchado y ensangrentado y un agudodolor le obligó a sentarse de nuevo. Searrastró, asustado, debía encontrar lasalida, era preciso huir de aquellaoscuridad que le rodeaba, pero ¿iba enla dirección correcta? La caída le habíadesorientado e ignoraba si se arrastrabaen la dirección adecuada. «¡Dios! —pensó—, ¿no estaré adentrándome en laboca de lobo?».

Fray Pere de Tever seguía pegado ala pared del estrecho pasadizo,escuchando, cuando oyó que las vocesse acercaban, discutiendo. Una heladasensación de pánico le subió por lagarganta. Tenía que huir de allí,retroceder. Empezó a desandar elcamino, primero con cautela, después atoda velocidad, las voces se acercabanmuy deprisa y fray Berenguer hablaba envoz muy alta.

Un hombre con una gran joroba y uncarro se detuvo ante el portón de la Casadel Temple. Su aspecto era el de un

miserable mendigo, arrastrando su suciachoza y cargando con todos los desechoshumanos que encontraba en su camino.De su cuello colgaba un inmenso huesoanimal de origen desconocido. Uno delos espías de D'Arlés se volvió,asqueado por la visión, estabaresultando un día pesado y aburrido, ysus pies necesitaban un merecidodescanso. Y no sólo eso, el sueño lehabía estado venciendo en la últimamedia hora. «¡Malditos pordioseros! —pensó—. ¡Siempre encuentran un platode sopa caliente aquí! ». Contemplócómo el templario que estaba de guardiaen la puerta discutía con aquel sucio

mendigo y después, con un gesto dehastío, le abría la puerta y le dejabaentrar. «¡Se les habrá acabado la sopacon tanto miserable! », pensó, riendo yapoyándose de nuevo en el muro,dispuesto a echar una cabezadita.

Una vez dentro, el pordiosero sedesprendió de su joroba con unresoplido, ante la mirada divertida delhermano cocinero.

—¡Siempre logras asombrarme,Bretón!

—¡Pero si es mi viejo amigo, el reyde los asados! ¿Qué hacéis aquí, freyRamón?

—Todavía vivo, si te refieres a eso,

muchacho. Salí de Palestina hace unaño, y aquí me tienes.

El carro que arrastraba Jacquessufrió violentas convulsiones,escupiendo harapos y restos demobiliario. De entre los deshechos,apareció Guillem, cubierto de sacos.

—Vaya, vaya, Bretón, ahora tededicas a los juegos de magia —exclamó riendo el cocinero.

—Algo parecido, frey Ramón. Encuanto tenga un momento, os haré unavisita en la cocina. Mi estómago siguerugiendo como siempre, pero ahora nosespera Dalmau. ¡Hasta pronto y vigiladlos fogones!

—Pareces Bernard, tienes amigos entodas partes —dijo Guillem con ciertaenvidia, en tanto se dirigían a lashabitaciones de Dalmau.

—Son los años, chico, nada más.Claro que puedes pensar que es graciasa nuestro carácter encantador —contestóJacques con una carcajada.

Pronto llegaron a las habitacionesdel tesorero en la Torre, pero susorpresa fue mayúscula al encontrarlascompletamente vacías. No había rastrode Abraham ni de Arnau.

—¿Qué significa esto? —bramó elBretón.

—Más vale que preguntemos,

Jacques. Es posible que todavía no sehayan trasladado y sigan en la estanciade frey Arnau. No pueden haberdesaparecido.

En la Casa, todos estabanconvencidos de que los dos ancianosseguían en las habitaciones de la Torre.Nadie los había visto salir y no podíanexplicarse su desaparición. Se registróla fortaleza, metro a metro. Jacques yGuillem registraron hasta en losrincones más improbables, peroAbraham y Arnau seguían sin aparecer.Los centinelas de las puertasconfirmaron que nadie había salido,excepto frey Dalmau, que todavía no

había regresado. En el patio de Armas,junto al pozo central, Guillem y elBretón se miraban perplejos yasustados.

—Esto no puede estar sucediendo,chico.

—Nadie los ha visto salir de la Casay sin embargo, se han evaporado. Escomo si hubieran atravesado lasparedes. —Guillem no daba crédito a loque estaba ocurriendo.

—Esto no puede estar sucediendo —repitió Jacques, mecánicamente.

Fray Pere de Tever se había

detenido de nuevo. El dolor era cadavez más intenso y cualquier movimientolo acentuaba. Había cambiado dedirección en varias ocasiones; en una deellas le había parecido reconocer unaprotuberancia de la misma piedra delmuro; en otra, como si un destello de luzse moviera mas allá, delante de él. Peroeran simples espejismos, nada de lo quehabía intentado había dado resultado,estaba perdido en aquel laberinto oscuroy sus fuerzas se estaba agotando. Teníamucha sed y había perdido el sentido deltiempo. Se tendió sobre la fría piedra,exhausto, sin poder avanzar ni un pasomás, con las facciones marcadas por el

dolor. Pensó que iba a morir allí,completamente solo, pero no le importó,desde que tenía memoria había estadosolo. No recordaba el rostro de sumadre por mucho que se esforzara, sólouna silueta borrosa, sin forma. No sabíadónde se encontraba y nadie podíaayudarlo, y fray Berenguer volvería aestar furioso por su ausencia. Pero¿acaso no lo estaba siempre? ¿Quépodía importarle ahora? «Mejor, mealegro de no tener que volver a verlo»,pensó un instante antes de desvanecerse.

Mateo, con evidente excitación,

llenaba una bolsa. El lugar a donde leshabían trasladado no le merecía ningunaconfianza. Además, se preguntabaquiénes eran aquellos hombres. No lesconocía, incluso Santos parecía uncompleto desconocido, como si sehubiera transformado en otra personadiferente. Aunque en realidad sólo lehabía visto en unas cuantas ocasiones,siempre vigilante en su particularatalaya de la taberna. No le habíaninformado de nada, aparte de que estabaen peligro, y desde luego, no lesnecesitaba a ellos para saber eso. Olíael peligro desde que vio a los dosmuertos y el charco de sangre viscosa

avanzando hacia él, como si quisieraatraparle y envolverle. Y qué decir delhombre de la ballesta. No se necesitabaser letrado para darse cuenta de quealgo le amenazaba, y no pensaba confiaren nadie, y mucho menos en Santos y ensu joven amigo.

—Sería mucho mejor que tequedaras donde estás, Mateo. —Lamujer había aparecido de repente, a suespalda, sin que nada le avisara de sucercanía.

—¡Maldita sea, te he dicho cienveces que no hagas esto! ¿Qué puedeimportarte a ti lo que yo haga, malditabruja?

—Creo que esos dos hombresintentan ayudarte, aunque desconozco larazón, no te mereces la ayuda de nadie.Y es cierto lo que dices: no me importanada lo que pienses hacer ni tampoco loque pueda ocurrirte.

Mateo se volvió con la ira reflejadaen el rostro, golpeando con brutalidad ala mujer. No soportaba contemplar sucara, envejecida y arrugada, tandiferente al rostro que hacía años habíaconocido. Entonces era una mujer muyhermosa y muy adecuada para susplanes, durante años le habíaenriquecido sobradamente, pero ahorano le servía de nada, era como un

pellejo vacío de todo contenido.Además, la contemplación de aquelrostro se había convertido para él en elespejo de su propia corrupción y nopodía soportarlo.

Alguien se abalanzó sobre él y unasafiladas uñas se clavaron en su carne,golpeándole y mordiéndole con rabia.Mateo aulló de dolor, deshaciéndosecon dificultad de su atacante ylanzándolo contra la pared. Aquellamaldita chica había sido un problemadesde su nacimiento y se arrepentíadiariamente de no haberla ahogado elmismo día en que vino al mundo,conmovido por las lágrimas de su

madre. «¡Asquerosa bruja del demonio!». Toda su cólera se dirigió hacia lajoven, pateándola con dureza hasta queno pudo más, dejando un bulto informesobre el suelo. Respiró pesadamente, sialguien le buscaba, que las encontrara aellas, que las torturara hasta la muerte siera su gusto. ¡Jamás sabría el favor quele estaba haciendo!

Cogió la bolsa con sus pertenenciasy guardó una considerable cantidad dedinero bajo la sotana. Tenía orosuficiente para huir hasta el mismo finaldel mundo si era necesario, nadie iba aatraparle. Ni tan sólo se dignó mirar a lamujer que seguía en el suelo, con la

cabeza enmarcada en una mancha desangre, los ojos abiertos mirando fija yobstinadamente al clérigo. La muchachase había recuperado y se arrastrabahacia su madre, mientras un gemidosordo salía de su garganta. Mateo salió ala calle sin girarse, y desapareció poruna esquina.

Giovanni se movía con cautela. Laoscuridad de la cripta no representabaun problema para él, sabíaperfectamente cómo orientarse. Acababade encontrar una sandalia en el suelo,delante de una de las bocas que seabrían en la segunda sala. Siguió elpasadizo, rozando con una mano la

pared de la derecha, recordando cadasaliente, cada hendidura, haciendo unmapa mental del túnel en que se hallaba.De pronto, estuvo a punto de tropezar,algo le impedía el paso. Se agachó,dándose cuenta de que había encontradoal joven fraile desvanecido. Palpó elcuerpo con delicadeza, en busca delpulso, las manos expertas buscando unaherida, una lesión. El joven estaba vivoaunque uno de sus pies se encontrabahinchado y casi deformado. «Una malacaída», pensó el italiano, intentandoincorporar al joven, al tiempo que vertíaunas gotas de agua en sus labios.Pareció despertar.

—¡Ayudadme, ayudadme! ¿Quiénsois? —Fray Pere estaba atemorizado.

—Tranquilizaos, muchacho, notemáis. No soy vuestro enemigo.

—¡Perdido, estoy perdido!—Calma, calma. Os habéis torcido

un pie, quizás esté roto. No debéispreocuparos, os sacaré de aquí, noestáis perdido. Giovanni cargó el cuerpodel joven fraile a sus espaldas, con sumadelicadeza, procurando proteger el piedañado. Salió de la cripta tansilenciosamente como había entrado yuna vez fuera, buscó su refugio tras lascolumnas del claustro en obras y dejó sucarga sobre el suelo, apoyando a fray

Pere sobre unas piedras.—Escuchadme con atención,

jovencito. Me temo que no soisconsciente del peligro que corréis, perono es una buena idea espiar a gentecomo ésa. Esto no es un juego. Podríaissalir lastimado, mucho más de lo queestáis.

—¿Quién sois? ¿Por qué meayudáis? —Fray Pere despertaba de suinconsciencia.

—No soy nadie, muchacho, es mejorpara vos no saber mi nombre. Y si osestoy ayudando es por la simple razónde que a mí tampoco me gusta la genteperversa, como esos dos a los que

espiabais. Tened en cuenta que si uno deellos os descubriera, vuestra vida novaldría nada, creedme. Debéis apartarosde todo esto ahora mismo. Prometedmeque lo haréis.

—¿Sois del Temple?Giovanni le miró con afecto.

Conocía la impresión que causaban lascapas blancas con su cruz roja en laimaginación de los jóvenes. Caballeroscruzados sin temor a nada ni a nadie, loshéroes del desierto de Judea. Era cierto,hacía mucho tiempo, él mismo habíaquerido formar parte de la miliciatemplaria, pero su familia tenía otrosproyectos para él, malos proyectos.

Sacudió la cabeza en un intento deapartar aquellos pensamientos.

—Seré lo que queráis que sea, mijoven amigo, no es importante. Peroahora, debemos pensar en lo que esmejor para vos. Nadie debe saber dóndeos habéis perdido, y mucho menos quéestabais curioseando. Decidme, ¿cuál esel mejor lugar para que os encuentren,que no levante sospechas?

—En el patio, tras los árboles, hayun rincón que nadie visita mucho y noestá lejos de donde fray Berenguer meordenó que le esperara.

—Muy bien, eso nos conviene.Diréis que caísteis, que el dolor os hizo

perder el conocimiento. De esta manera,no incurriréis en ninguna mentira.

Fray Pere sonrió. Giovanni lo cogióde nuevo y lo trasladó al lugaracordado, siguiendo las instruccionesdel joven, con todas las precaucionespara no ser vistos. Una vez allí, sedespidió.

—Recordad lo que os he dicho, éstees un juego muy peligroso, no hagáismás tonterías heroicas. Y ahora dadmediez minutos para desaparecer yempezad a gritar pidiendo ayuda.

—¡Esperad! No os he dado lasgracias, sois mi ángel guardián.

—No lo hagáis, muchacho —

contestó Giovanni con tristeza—. No medeis las gracias, no me las merezco.Nunca he salvado a nadie de nada.Apartaos de todo esto. ¡Lo habéisprometido!

Dalmau esperaba. La reunión seestaba alargando demasiado y se temíalo peor. Estiró las piernas en un gesto dedolor, tendría que recurrir de nuevo aAbraham, sus viejos huesos volvían areclamar atención. ¡Todo había pasadotan deprisa! Como en un abrir y cerrarde ojos, sólo sus cansados huesos leadvertían del paso de los años, como un

aviso silencioso. Y sin embargo,Dalmau había hecho oídos sordosdurante mucho tiempo, como si fuera eljoven ágil y fuerte de antaño, el«caballero de los pensamientosprofundos», como le llamaba Jacques,mofándose. Sonrió ante los recuerdosque se agolpaban a su memoria. «Si hayque correr, que lo haga Dahmau, no hacefalta que nos cansemos todos». Era elmás rápido, le gustaba correr a todavelocidad, sintiendo la potencia de suslargos pasos, fundiéndose con el vientodel sur. Bernard, el mejor jinete;Jacques, el toro más fuerte; Gilbert, suquerido Gilbert, la mejor espada. Sí, el

mejor equipo de todos, nadie lo habíapuesto en duda nunca.

Sin embargo, todo habíadesaparecido en unos segundos con lamuerte de Bernard, nada parecía lomismo, y el peso de los años le habíacaído de golpe, inopinadamente,aplastándole. La memoria era lo únicovivo que sentía en su interior, lo quedaba fuerzas a su cuerpo y a su mente.Todo lo demás había pasado a unsegundo plano. «D'Arlés, malditobastardo —pensó—, y yo convertido enun saco quejumbroso y dolorido». Apesar de todo, no se permitió estepensamiento ahora.

Alguien le avisó de que le esperabanen la sala de reuniones. Se levantó,obligando a su espalda a mantener lalínea recta, y entró. Tres hombres leaguardaban, sus hábitos losidentificaban como miembros de suorden, y se hallaban inmersos en elestudio de los pergaminos que les habíaentregado.

—Sentaos, frey Dalmau, haced elfavor.

—Nos habéis dicho que estospergaminos son los que estaban en poderdel traductor, de ese tal Mateo, y quefueron robados a Bernard Guils por unladronzuelo, llamado D'Aubert.

—Exacto, señor —respondióDalmau—. Son los que D'Aubert leentregó para su traducción.

—¿No tenía otros documentos en supoder? —No, señor.

—Me temo, frey Dalmau, que no sonlos que estamos buscando.

—Ésa era también la sospecha demis compañeros, señor. —¿Estáisseguro que son los mismos quetransportaba Bernard?

—Caballeros, llegados a este puntoya no estoy seguro de nada —Dalmaususpiró profundamente—, pero haytestigos que vieron al tal D'Aubertrobando en la nave y muy cerca del

cuerpo de Guils en la playa. Tambiéntenemos la confesión que D'Aubert lehizo al traductor, afirmó que estospergaminos los había robado del cuerpode Bernard Guils. La muerte violenta delladrón nos hizo pensar que íbamos en elbuen camino. Sin embargo, tenemos lasospecha de que Bernard pudo organizaruna gran operación de distracción, esposible que se diera cuenta de queestaba vigilado y creara un gran engañopara confundir al enemigo.

—Quizá tengáis razón, frey Dalmau.No hay otro remedio que volver atrás,examinar todo el asunto desde una nuevaperspectiva.

—Necesitamos conocer losmovimientos de Guils desde que se leentregó el transporte. Conocemos lademora de tres días. Hay que averiguarqué hizo en ese espacio de tiempo.

—Desconocemos este dato, freyDalmau, Bernard desapareció. Teníaque embarcar en uno de nuestros navíosrumbo a Chipre, pero no se presentó. Ensu lugar nos mandó un aviso: noscomunicaba que se responsabilizaba dela misión y que era mejor que nadieestuviera al corriente de susmovimientos. No nos sorprendió, eramuy meticuloso y desconfiado, y desdela traición de D'Arlés no se fiaba ni de

nosotros. Por esta razón lo elegimos.Era el mejor de nuestros hombres ydesde luego, nuestra confianza en él erailimitada.

—Quizás escondió los auténticospergaminos en algún lugar que sólo élconocía. —Dalmau intentaba pensarcomo lo hubiera hecho Bernard.

—Es posible, frey Dalmau, peronuestra misión es hacer todo lo posiblepara volver a encontrarlos, no importael tiempo que nos lleve. ¿Habéishablado con Guillem?

—No, señor. Todavía no. Creo quees mejor solucionar este asunto primero.

—Eso puede llevarnos varias vidas,

frey Dalmau. Pensad que el lugar deBernard sigue vacío, y que preparó almuchacho para sustituirle. Sin embargo,es posible que tengáis razón. La muertede su compañero es muy reciente. Ledaremos algún tiempo y, si es necesario,otra persona se encargará decomunicárselo.

—No será necesario, señor, yomismo lo haré dentro de un tiempoprudencial.

—Bien, frey Dalmau, esperamosestar de acuerdo con vuestra prudencia.

Capítulo XI

El rumor

«Gentil hermano,procurad habernos dichola verdad a todas laspreguntas que os hemoshecho porque, a poco quehayáis mentido, podríaisperder la Casa, cosa dela que Dios os guarde».

M ateo atravesó el Mercadal a pasorápido, molesto ante la

muchedumbre que se agolpaba, curiosa,en la plaza. Oyó a unos comerciantesdiscutir el precio del trigo delante de él,impidiéndole el paso, como si la plazales perteneciera. ¿Qué podía importarlea él el precio del grano? «¡Malditosladrones! ». Los empujó bruscamente,haciéndoles ver que estaban molestandoy lanzándoles una mirada incendiaria.Pero éstos, lejos de sentirse ofendidos,se mofaron de sus modales y siguierondiscutiendo sus problemas. Mateo siguiósu camino hacia la Vía Francisca, haciala iglesia de Marcus. Su destino era la

hospedería de la iglesia, un lugar dedescanso para los viajeros y losencargados de correos, un lugar endonde disponía de un buen amigo que ledebía muchos favores que esperaba quele devolviera con creces. A medida quese acercaba, observó cómo el número depordioseros aumentaba y pensó que yaera la hora del mendrugo de pan, aunquecon un poco de suerte llegarían a tomarun plato de sopa caliente, si es que sepodía llamar sopa a aquella bazofia.

Entró en aquella especie de posada yhospital buscando con la mirada a suconocido, sin encontrarlo. Después devagabundear en todas direcciones,

preguntó a un hombre que parecía elencargado del reparto de la sopa.

—Lo siento, buen hombre, hacemucho que vuestro amigo se marchó y nosé dónde podríais encontrarle. ¿Queréisun plato de sopa caliente? —le contestósolícito.

Enojado ante la respuesta, Mateopidió una habitación para pasar lanoche. Aquello era una contrariedad queno había previsto, algo que le obligaba acambiar sus planes por completo. Habíaconfiado en que su amigo leproporcionaría caballerías paraemprender el viaje, necesitaba huir de laciudad con rapidez. La idea de pagar

por aquel servicio le ponía enfermo.Pero lo hubiera tenido que preveer, suamigo era un perfecto truhán que debíafavores a más de la mitad de loshabitantes de la populosa ciudad, y eramuy propio de él huir sin pagarlos. Seechó en el catre, seguro de que iban acobrarle una fortuna por la miserablehabitación en que se encontraba, peroquería estar solo, poder pensar en lo queiba a hacer. La idea de compartir unahabitación con algún malolienteparroquiano le repugnaba, y no se sabíanunca quién iba a tocarte de compañero.La última vez que había recurrido aaquel antro se había pasado la noche

entera en vela ante los espantososronquidos de un mercader de lanas queapestaba, además, a rebaño de ovejas.

Estaba cansado de tanto correr y lospárpados tendían a cerrársele de formainvoluntaria. Echaría una breve siesta,quizás así podría pensar con másclaridad. Unos suaves golpes en lapuerta le obligaron a hacer un esfuerzopara abrir los ojos. «¿Quién demoniossería ahora? Si es ese estúpidoinsistiendo en que dé un donativo para elhospital, iba a acordarse durante muchotiempo de quién era Mateo». Se levantópesadamente, le dolían las piernas y casini notaba los tobillos.

—¡Ya os he dicho que no piensodaros nada, maldito pedigüeño, dejadmeen paz! —gritó a través de la puertacerrada.

—Lamento molestaros, señor —hablaba una voz educadamente—, perome han dicho que os avise. El amigo alque buscáis está abajo, en el comedor.

Mateo despertó de golpe. Aquéllaera una inmejorable noticia. Aquelbribón iba a pagarle hasta el últimofavor con intereses. Abrió la puerta yfue empujado sin miramientos, cayendoen el camastro con la sorpresa pintadaen el rostro.

—Pero ¿qué significa esto?

—¡Por fin! Mateo, no sabéis lasganas que tenía de conoceros.

Mateo abrió los ojos como platos,asombrado ante la irrupción de aquelintruso al que jamás había visto, aunquesí era cierto que algo de él le resultabafamiliar. No había acabado derecuperarse de su modorra cuando unviolento golpe en la mandíbula ledevolvió al mundo de los sueños.

—¡No está bien, nada bien! Andaráncomo locos buscándonos. ¡Esto es unaauténtica locura, Abraham! —FreyArnau estaba inquieto y nervioso, pero

la obstinación de su amigo se habíaimpuesto, y de nada habían servido susadvertencias.

—Estamos donde debemos estar,Arnau, donde se nos necesita.

El boticario exhaló un profundosuspiro de resignación ante loinevitable, y se sentó en una sillacercana mientras observaba a sucompañero. Llevaba horas pensando enla difícil situación en que seencontraban. Intentó recordar loshechos, desde aquella mañana en queestaban a punto de trasladarse a lasestancias de Dalmau, en la Torre. Habíarecibido un aviso urgente para que se

presentara en la puerta, alguien estabaempeñado en verle y juraba que no semarcharía de allí sin antes haberhablado con él. Bajó al portón condesconfianza para atender al visitante,que no era otro que el comercianteCamposines.

—Vos no me conocéis, frey Arnau,pero soy uno de los compañeros deviaje de Abraham, y necesito verlourgentemente. Él me prometió que meayudaría y es ahora cuanto más lonecesito y… —El hombre calló depronto, sacudido por los sollozos.

Arnau, conmovido, lo condujo hastauna de las salas y le ayudó a sentarse,

obligándole a tomar una copa de vinocon especias. Recordaba las palabras deAbraham acerca de él, se trataba de unbuen hombre que le había ayudado atrasladar a Bernard, pero Dalmau noentendía el motivo de la desesperacióndel comerciante.

—Amigo Camposines, decidme cuáles vuestro problema, quizá yo puedaayudaros.

—Sólo Abraham puede ayudarme,frey Arnau. Necesito hablar con él.

—¿Por qué creéis que Abraham estáaquí?

—Un amigo suyo del Call me sugirióque preguntara por él en vuestra Casa.

Allí no saben nada de él. Muchos creenque todavía está en Palestina, pero ¡Diosmisericordioso, necesito encontrarlo!

—¿Para qué lo buscáis? Perdonadmi indiscreción.

—Mi hijita, mi pobre hijita se estámuriendo. He llegado demasiado tarde.¡Señor, tanto esfuerzo y sufrimiento ytodo es inútil! Es un castigo por nohaber ayudado más al anciano judío yahora él no está para ayudarme a mí. —Camposines, abatido, lloraba con unapena profunda y sin esperanza.

Frey Arnau contemplaba ladesesperación del comerciante sin saberqué hacer. No estaba seguro de poder

admitir la presencia de Abraham en laCasa sin ponerle en peligro. En tantoreflexionaba, vio aparecer al ancianojudío en la puerta y aunque intentó congestos perentorios obligarle aretroceder, Abraham avanzaba sinvacilar hacia donde se encontraban.

—¡Amigo Camposines! ¿Qué es loque ocurre? —El anciano se acercó alcomerciante con los brazos abiertos.Camposines se abalanzó sobre él sindejar de llorar desconsoladamente,dando gracias a Dios por la presenciade Abraham y de forma entrecortada yconfusa le explicó la grave situación enla que se encontraba su pequeña hija.

—No debéis preocuparos, amigomío, inmediatamente nos pondremos enmarcha. No perdáis las esperanzas. Losniños acostumbran a tener una grancapacidad de recuperación, creedme. —Abraham hablaba con convicción ydirigiéndose al boticario añadió—:Arnau, tendrás que recoger algunas detus cosas de la botica y mi maletín.

—Pero ¿es que te has vuelto loco?—Arnau no pudo contener laexclamación, sobresaltando al pobreCamposines que ya veía un rayo deesperanza a su aflicción—. ¡No puedessalir de la Casa, Abraham! ¡No te lopermitiré!

—De lo que me doy cuenta, amigomío, es de que alguien me necesita y deque eso es lo único, principal yprioritario. Fueron inútiles los ruegos yamenazas del boticario para impedir lamarcha de Abraham, ni sus advertenciasacerca de su enfermedad, ni los avisosde las grandes catástrofes que lesesperaban funcionaron. Cansada de sufracaso, Arnau impuso su presencia, allídonde fuera Abraham iría él, y si dellegar al mismísimo infierno se tratara,no le temblaría el pulso. Al tiempo quelanzaba sus discursos al aire, ibarecogiendo los útiles necesarios de labotica, el maletín de su amigo, y todo lo

que creyó que les iba a servir de ayuda.Abraham parecía complacido con sucompañía y no objetó nada a lasprecauciones que el boticario ibaenumerando. No saldrían por la puertaprincipal, había allí tanta vigilanciaextraña que sería como suplicar que lesmataran al instante. Además, Abrahamno saldría vestido con sus ropas. Arnaufue a ver al hermano encargado delropero y volvió cargado con todo elajuar que un caballero templarionecesitaba.

Había sido una extraña procesión.Arnau, en cabeza, Abraham disfrazadode caballero templario y un asombrado

Camposines, entre el llanto y laperplejidad. Recorrieron lossubterráneos que los alejaban de laCasa, como delincuentes, siguiendo lasinstrucciones del boticario, incapaz decallar las maldiciones que ibamurmurando. Salieron a la luz del día através de la cripta de la iglesia de SanJusto y Pastor, y se apresuraron endirección a la casa de Camposines, untanto alejada del centro de la ciudad.

A frey Arnau todavía le daba unvuelco al corazón al recordar aquellahuida. Sentado, con las manossosteniendo su cabeza, miraba a aquellapobre criatura postrada en el lecho y

ardiendo de fiebre. A pesar de todo,comprendía a Abraham, comprendía sudedicación y responsabilidad.Camposines, en un rincón, abrazaba a suesposa y ambos observaban cómo elmédico luchaba por la vida de supequeña.

La estancia del superior de la ordende Predicadores era de una granausteridad. Una gran mesa de robleoscuro presidía el lugar, y sus líneasrectas, sin adornos, aportaban un aireclaustral y grave al lugar. La silla, alta yde respaldo duro, y una gran cruz de

madera sobre el escritorio, eran casi losúnicos elementos del mobiliario.Sentado en la silla, un hombre esbelto yenjuto, con escaso cabello, fijaba unospequeños ojos, muy juntos, en la personaque se sentaba delante de él. A pesar deello, tenía en sus manos unos papelesque movía con ceremonia, como siestuviera en ambas tareas a la vez.

—Bien, hermano Berenguer…—Veréis, padre superior, me temo

que mi lenguaje al escribir el informe nofuera todo lo correcto que hubieradeseado, pero el ayudante que mefacilitasteis no fue de gran ayuda. Es unjoven atolondrado y…

—No me interesa vuestro informe.No por ahora —atajó el Superior convoz grave—. En realidad, mi interés secentra en vuestras actividades, frayBerenguer.

—No sé de qué me habláis, padre.—No disimuléis conmigo, fray

Berenguer, hace mucho tiempo que nosconocemos. Ha llegado a mis oídos quehabéis lanzado una grave acusación yque incluso os habéis atrevido a proferiramenazas.

Fray Berenguer quedó en silencio,mudo ante las palabras de su superior.Aquel maldito y arrogante templariointentaba crearle problemas, ponerle en

evidencia, no se había impresionado porsus amistades y ahora tendría que darexplicaciones.

—Es un asunto muy delicado. Enrealidad, quería hablar con vos parapedir vuestro consejo —empezó ahablar con cautela.

—Mentir es un hábito que no habéisperdido, hermano Berenguer. Habéistomado decisiones llevado únicamentepor vuestro orgullo, sin consultar anadie, poniendo a nuestra orden en ungrave aprieto.

—¡Eso es falso! —chilló frayBerenguer sin poder contenerse. Suhumildad había desaparecido por

completo—. Vos os creéis las mentirasde un hombre impío, que sólo buscaensuciar mi buen nombre. Ese templarioarrogante que incluso llegó aamenazarme.

—¿De quién me estáis hablando,hermano Berenguer?

—Lo sabéis muy bien, padre, delhombre que se encarga de los negociosdel Temple, del tesorero.

—¿Os referís al hermano Dalmau?¿De qué le conocéis? Mis referencias deél son excelentes, nos ha asesorado envarios litigios acerca de nuestraspropiedades. ¿Qué tiene él que ver conel asunto que nos ocupa, hermano

Berenguer?La estupefacción se pintó en las

facciones del fraile. Sólo Dalmau estabaal tanto de sus actividades en favor delcaballero francés. ¿De qué demonios leestaba hablando su superior?

—Os entregué a fray Pere de Teverpara que cuidarais de él, hermanoBerenguer, en lo espiritual y en lotemporal, y ¿qué me encuentro? Estejoven está en la enfermería; no sólo seha caído, lastimándose gravemente elpie, sino que el hermano enfermero haobservado también graves daños en lasrodillas. Interrogado por mí, y muy a supesar, me ha dicho que le habéis

obligado a estar arrodillado durante untiempo ilimitado, como castigo. Y esono es lo peor, hermano, cuando le habéisencontrado, caído en el suelo y mediodesvanecido, no sólo no le habéisayudado, sino que le habéis amenazadocon la expulsión de nuestra orden,acusándolo de mentir y fingir. ¿Quétenéis que decir a eso, hermanoBerenguer?

—Ese joven, y lamento decíroslo, noha hecho otra cosa que desobedecer ycrear problemas desde el primer día,padre. Y sí, mi experiencia me decíaque estaba fingiendo. Es un mentiroso yun embaucador. —Fray Berenguer

intentaba disimular la sorpresa. Por unmomento había creído que su superior leestaba amonestando por sus relacionescon el francés, pero se tratabaúnicamente de aquel infeliz que le hacíala vida imposible—. Además, no queríaponerlo en vuestro conocimiento, peroese joven desapareció desde el día denuestra llegada y …

—Nadie desapareció, hermanoBerenguer, fray Pere fue requerido pornuestro bibliotecario. Sus conocimientosexceden su juventud y nos ha sido degran ayuda. Y sus referencias sonnotables, nadie nunca se ha quejado desu carácter, excepto vos. No os pido

vuestra opinión, hermano; me temo queen este convento, todo el mundo ya se laimagina. En realidad, os manifiesto micompleto desacuerdo en cómo tratáis afray Pere, parecéis creer que es vuestrocriado y os equivocáis. Por lo tanto, apartir de ahora, no creo que necesitéisningún ayudante. Desde que habéisllegado, vuestro trabajo es inexistente, yno habéis vuelto a vuestra labor en labiblioteca. ¿Puedo saber el motivo, frayBerenguer?

—Tenía que daros mi informe,padre, poneros al corriente de mi viaje yde mis experiencias, esperaba que…

—Ya me escribisteis un larguísimo

informe, fray Berenguer, que por cierto,llegó antes que vos. Una vez leído, creíque ya habíais expresado todo cuantoqueríais decir. Dudo que pudieraisañadir algo interesante. No veo razónpara que no volváis a vuestro trabajo. Yahora, podéis retiraros, no tengo nadamás que deciros.

Fray Berenguer se levantó con elrostro congestionado por la rabia. Aduras penas consiguió controlarse.Cuando se dirigía hacia la puerta, la vozde su superior le detuvo.

—Por cierto, ¿qué tiene que ver freyDalmau o la Casa del Temple, en lo quenos ocupa? —La pregunta paralizó a

fray Berenguer junto a la puerta, sumente bullía de actividad en busca de larespuesta adecuada.

—Veréis, padre, como habéis dicho,me conocéis bien. Es por culpa de micarácter. Tropecé con frey Dalmau estamañana, en la calle, y la cólera me cegó.No fui cortés con él, me enfadé y… Creíque habían presentado una queja por miconducta. Lo siento, padre. En cuanto levea pediré disculpas. Si no queréis nadamás, iré a los rezos.

El superior le observódetenidamente, con desconfianza,haciéndole un gesto de despedida. Sinembargo, se quedó pensativo, la

reacción de fray Berenguer contra eltemplario había sido desmesurada, y laexcusa era irrisoria. También estaba laextraña visita que había recibido.«Extraña», así la había definido elhermano portero. Temía que Berenguervolviera a crear problemas. ¿Qué estaríatramando ahora? Porque de eso estabaseguro, le conocía lo suficiente parasaber que tanta humildad sólo escondíaalgún manejo turbio.

Llamó de nuevo a la puerta y empezóa preocuparse: tenían órdenes estrictasde no salir de casa. Probó el pomo de la

puerta y se sorprendió de que girara consuavidad: también tenían órdenes decerrar con los dos pestillos. Entró conprecaución. La joven del pelo rojoestaba en el suelo, abrazada a su madreque parecía inconsciente, meciéndola delado a lado, como en una olvidadaceremonia pagana, susurrando unamelodía casi ininteligible.

Guillem se detuvo, en silencio,contemplando la escena. El clérigohabía desaparecido, no había rastro nide él ni de sus pertenencias. Se acercólentamente a la joven y se inclinó,intentando encontrar un signo de vida enel cuerpo de la mujer yacente, aunque el

color de su rostro dejaba adivinar que lamuerte ya hacía unas horas que la habíavisitado. Se sentó en un rincón, sin dejarde mirar a la joven que parecía ajena asu presencia, como si estuviera en unmundo tan lejano como su madre. ¡Elmaldito bastardo de Mateo había huido ylas había abandonado a su suerte!Hubiera tenido que pensar en aquellaposibilidad, hacer caso a las sabiaspalabras de Santos. «Será difícil teneratado a ese hijo de mala madre», lehabía dicho. Aún le costaba trabajopensar en él como Jacques: Santos eraun buen nombre. Se centró en laresolución de este nuevo problema.

¿Valía la pena perder el tiempobuscando a Mateo? En realidad, élmismo había firmado su sentencia demuerte, la Sombra no dejaría un cabosuelto como aquél, no era su estilo. Pero¿qué iba a hacer con la muchacha?Quizás D'Arlés no se contentara con elclérigo y estuviera dispuesto a acabarcon sus mujeres, por si acaso. ¿Debíaabandonar a la chica a su suerte? Laestudió con atención, era una muchachamuy hermosa, tras aquellos haraposinformes se adivinaba un cuerpo joven,de formas armónicas y redondeadas.Sacudió la cabeza con fuerza. Bernardsiempre había sido muy confuso a este

respecto. Recordó a la bella dama deTolosa, las escapadas de Bernardcuando creía que estaba dormido, sunegativa a hablar del tema. «Son cosasmuy complejas, Guillem, tú eres un críoy debes dejar de preguntar, yahablaremos cuando tengas pelos en lacara, bribón, ahora tienes otras cosas enqué pensar». Pero ni siquiera cuando elvello apuntaba en su barbilla quisoentrar en polémicas, a pesar de queseguía con sus escapadas, de dos o tresdías, en que a Bernard se lo tragaba latierra, aunque Guillem estaba seguro deque estaba en Tolosa. En realidad, másque excitación, Guillem había sentido

curiosidad, sabía que su orden prohibíaincluso besar a la madre o a la hermanay que la Regla era muy estricta en estetema, pero también había visto muchascosas y no se atrevía a juzgar elcomportamiento ajeno. Como le habíaenseñado Bernard, creía que era mejorobservar que criticar, mucho mássaludable para el cuerpo y la mente ytambién para el alma.

Se había quedado abstraído en lacontemplación de la muchacha,preguntándose qué demonios iba a hacerahora. No tenía muchas opciones. Selevantó y cogió a la muchacha por unbrazo, con desgana. Ella se resistía a

abandonar el cuerpo de su madre.—Está muerta, ya nada podéis hacer

por ella. Debemos irnos. Guillem laarrastró hasta la salida, intentando quese alejara de su pesadilla de muerte.Ella, finalmente, se dejó arrastrar, sinresistirse, muda a cualquier pregunta.Antes de llegar a la puerta, el jovenencontró una vieja capa con capucha yse la colocó; después, le pasó un brazopor los hombros y ambosdesaparecieron. Una espesa neblina caíasobre aquella parte de la ciudad,húmeda y fría. Los escasos viandantesse convertían en espectros de humo queaparecían y se esfumaban en medio de la

bruma. El olor de los deshechos semezclaba con un aire plomizo y mojadoque parecía salir de los suspiros de unatumba vacía.

—No os conozco, no sé lo quequeréis de mí.

Mateo intentaba controlar el miedo.Estaba atado de pies y manos con unasoga áspera de marinero, sentado en elalféizar de la ventana que daba a unpatio interior repleto de ropa tendida. Lavisión de la ropa, más abajo, lavadacien veces hasta parecer un harapo, leconvenció del engaño que representaba

el precio de aquella habitación. ¿Quépretendía aquel hombre, tirarle por laventana? Calculó que no habría más detres metros, lo peor que le podía pasarera romperse una pierna o quedaratrapado entre aquellos pañosimpresentables. Pensó que su atacanteestaba fanfarroneando y decidió que élno estaba dispuesto a colaborar. Noquería admitir que le conocía, que sabíaperfectamente que era el hombre de laballesta, el de la taberna de Santos.

—Quiero que me expliquéis quérepresenta esto. —D’Arlés esgrimía unpapel en la mano, el mismo que Guillemhabía dejado en casa del clérigo.

—No tengo la menor idea de lo queme estáis hablando —contestó Mateo,enfadado.

D’Arlés sacó una gruesa soga de sucapa, estirándola, dándole unos golpessecos, como si comprobara suresistencia. Mientras hablaba, sus manosno dejaban de tironear la cuerda.

—No me gusta perder el tiempo,Mateo, soy un hombre muy ocupado.Encontré esta nota en tu casa. Estádirigida a mí. ¿Quién la dejó allí?

—Vinieron dos hombres a buscarme,se llevaron los pergaminos de D'Aubert.No los tengo, si son los que buscáis. Melos robaron.

—No me interesan tus papeluchos,Mateo, y no ha sido ésa la pregunta, osea que te la repetiré: ¿quién dejó estanota?

—No me fijé. Me pegaron, metorturaron… Uno de ellos, supongo.

D'Arlés había acabado de trenzar lacuerda. Se acercó al clérigo y se la pusoalrededor del cuello; después dio unpaso atrás, fascinado por su obra. Mateoempezó a sudar copiosa mente, habíacomprendido que aquel hombre no teníaintención de tirarlo por la ventana, sinoque ¡quería colgarlo! Procuró pensarcon rapidez, no sabía qué respuestaesperaba de él, ni tampoco recordaba

nada parecido a una nota. Tenía queintentar engañarle, decirle precisamentelo que deseaba oír.

—¿Dos hombres? ¿Y cómo eranesos dos hombres? —Recuerdo a uno deellos, era un gigante, muy alto, con unahorrible cicatriz.

—¿Santos? ¿El patrón de El DelfínAzul? —preguntó D'Arlés, poniéndoseen tensión.

—Sí, era Santos. —Mateo hablabacon precaución, temiendo provocar lacólera del intruso—. Y el otro, no sé…era más joven.

—¿No tenía ninguna característicaespecial? ¿Nada que le diferenciara de

las otras personas? —La voz de D'Arlésse volvía más amenazante.

—¡No sé lo que queréis decir! —chilló Mateo.

—¿Era tuerto? ¿Era ese hombretuerto?

—¡Sí, era tuerto! ¡Ahora lorecuerdo! —Mateo suspiró. Por finsabía qué era lo que buscaba aquelhombre.

—¿Estás seguro? ¿Completamenteseguro?

—Una cosa así no se olvida, noseñor. Os puedo decir dónde meescondieron. Seguro que vuelven, yasabéis…, me estaban vigilando. Los

encontraréis allí, si es a ellos a los quebuscáis.

—¿Y dónde te escondieron? —Lavoz de D'Arlés sonó casi amable.

Mateo seguía pensando, aquelhombre no le buscaba a él, iba detrás delos estúpidos que le habían sacado de sucasa, sobre todo del tuerto. Y si lo quequería era un tuerto, él estaba dispuestoa servírselo en bandeja de plata.

El clérigo le susurró la dirección delescondrijo, con instrucciones precisaspara llegar a él y vio cómo el hombre seacercaba para sacarle el nudo delcuello. Exhaló un suspiro desatisfacción, había llevado las cosas con

maestría; siempre había sido unauténtico experto en el comportamientohumano y una vez más las cosas iban asalirle bien. Pero el gesto del hombre dela ballesta le convenció rápidamente delo contrario, sólo había sido un instantede esperanza, roto por el brusco tirón dela cuerda atenazando su garganta comouna serpiente, casi ahogándole. D'Arlésobservó la ventana, el patio en quedesembocaba y sonrió con ironía.

—¡Es perfecto, Mateo, el lugaradecuado!

Dio un violento empujón al clérigoque, por unos breves segundos, quedóencajonado en el alféizar, preso de su

propia obesidad, pero el mismo pesoacabó arrastrándole al vacío. Los ojosdesorbitados de Mateo desaparecieronde la vista de D'Arlés, y la cuerda, atadaa una de las vigas, se tensó con uncrujido desagradable. No hubo tiempo nipara un alarido.

D'Arlés arregló la cama condelicadeza, odiaba el desorden. Lapreocupación endurecía sus facciones.¿Era posible que Guils estuviera vivo?Eso encajaría con el interés del Templede mantener a Abraham incomunicado yencerrado en su Casa. Acaso no fueraexactamente protección lo que le estabanofreciendo al judío. ¿Tal vez querían

ocultar que Guils estaba vivo? ¿Y porqué?

Giovanni contempló cómo el cuerpode Mateo caía pesadamente, como unfardo de harina, y quedaba suspendidoen el aire, balanceándose de lado a lado.Se apartó de la ventana, justo a tiempo.D'Arlés se asomó desde la habitacióndel clérigo para admirar su obra. Elitaliano se hallaba en la estancia de allado; dos hombres dormían en loscamastros habilitados, ajenos a supresencia y al drama que había tenidolugar unos segundos antes. Nada parecía

tener el poder de despertarles. Se apoyóen la pared, cerca de la ventana. Habíaoído con toda claridad la conversaciónentre D'Arlés y el clérigo, sin perderseni una sílaba. ¿Bernard Guils vivo? Deser cierto, la Sombra se hallaría engrandes dificultades. El Bretón yDalmau formaban una peligrosa pareja,pero si Guils vivía, el trío era mortal yD'Arlés lo sabía.

Todavía no tenía muy claro cuálsería el plan adecuado. Actuaba porintuición, dejándose llevar por la cadenade acontecimientos. No se presentó anteMonseñor, ni tampoco le habíacomunicado que sus hombres habían

localizado a D'Arlés y le seguían a todaspartes. Aunque no podría explicar lasrazones de su convicción, sabía que aúnno había llegado el momento de hacerlo.Se preguntó qué debía hacer ahora.D'Arlés estaba aislado, su único puntode conexión con la realidad era aquelfraile dominico, el tal fray Berenguer,aunque quizás era ya tiempo de cortaraquel lazo, de inutilizarlo. A decirverdad, su servicio era escaso y depésima calidad. Aquella ciudad,Barcelona, no era territorio de laSombra, pensó con satisfacción. Másbien al contrario, era un terreno inseguroy lleno de antiguos camaradas sedientos

de venganza. Siempre existía laposibilidad de que la Sombra lograraescabullirse de nuevo, escapándose auna de sus madrigueras seguras, pero ¿selo permitiría su patrón, el déspotaCarlos d'Anjou? No, de ninguna manera,aquellos pergaminos tenían unaimportancia vital para Carlos y para elPapa, para Roma y para el Temple.D'Arlés no podía presentarse ante suamo con un fracaso, no habría excusassuficientes para una cosa así, con unasunto de aquella naturaleza. Sinembargo, no había nada seguro sobre eltablero de juego, nada previsible quepudiera guiarle en una dirección

concreta. Decidió dejar de pensar,seguir con la intuición, le llevara dondele llevase, y en aquel preciso momento,le conducía hasta fray Berenguer.«Monseñor tiene razón en una sola cosa—pensó—, hay demasiada genteimplicada en aquel asunto. Ya es horade hacer limpieza a fondo».

Salió de la habitación sin prisas,había oído el portazo de D'Arlés, queindicaba su huida, pero sus hombres seencargarían de seguirle, era el momentopreciso de hablar con Monseñor.

Jacques el Bretón quedó paralizado

ante la puerta. Dalmau, a sus espaldas,gruñía de desaprobación ante suinmovilidad.

—Pero, bueno… ¿A qué estásesperando?

—Creo que los problemas estánaumentando a gran velocidad, Dalmau.

Jacques entró en la estancia seguidopor su nervioso compañero y se inclinósobre el cuerpo de la mujer, la viejacompañera de Mateo.

—¡Santo Cielo, Dios nos proteja!¿Qué es esto? ¿Dónde están los demás, yGuillem?

El Bretón no respondió a ninguna desus preguntas. Registró cuidadosamente

el resto de la casa, palmo a palmo. Alacabar, su gesto expresaba gravedad.

—Sólo nos faltaba esto. Esta mujerestá muerta, Dalmau, calculo que debehacer un par de horas. Y encima,Abraham y Arnau desaparecidos. ¡Vayapanorama! Pero ¿dónde está el chico?

Dos sonoros golpes en la puertasobresaltaron a los dos hombres.Jacques indicó a su compañero queguardara silencio y se acercó con sigiloa la puerta, entreabriéndola unoscentímetros sin apartar la mano de laempuñadura de su espada. Un hombreentrado en años esperaba en el dintel,con el puño en alto, dispuesto a seguir

golpeando la puerta hasta el día deljuicio final.

—¡Por todos los…! ¿De dónde salestú?

—Del infierno, Jacques, del abismode Lucifer. ¿Qué ocurre, ya me dabaspor muerto y enterrado? —El hombreentró, apartando a un lado al Bretón,inmóvil por la sorpresa—. ¿Qué hay,Dalmau?

—¡Por los clavos de Cristo! ¿Erestú, Mauro? ¡Te suponía muerto haceaños! —exclamó igual de asombradoDalmau.

—Siento decepcionaros, muchachos,pero Bernard me mantiene vivo,

durmiendo a temporadas, pero vivo.Vengo a encargarme del cadáver y aentregaros un mensaje de Guillem deMontclar.

—Bernard ha muerto, Mauro. ¿No tehas enterado? —Dalmau estabaintranquilo.

—¡Bah! Vivo o muerto…, ¿quédiferencia hay? Yo sólo cumplo susórdenes. —El viejo les miraba con unasonrisa cómplice.

—¿Dónde está Guillem? ¿Quémensaje traes? —Jacques estabaimpaciente, conocía las tendenciasfilosóficas de Mauro.

—No tengo la menor idea de dónde

se encuentra, pero me ha ordenado queos transmita que está bien, que no debéispreocuparos por él. Dice que tiene unanueva pista de los pergaminos y que va aseguirla, que os dediquéis a liquidarvuestras viejas cuentas con todatranquilidad, que no tiene tiempo deinterferir en vuestros asuntos aunque leagradaría hacerlo, a pesar de vuestraopinión. Se pondrá en contacto convosotros cuando pueda. Fin del mensaje.—Mauro había recitado sus palabras deun tirón, con los ojos cerrados para noolvidar ni una sola sílaba.

—¿Y qué nueva pista es ésa? —inquirió Dalmau.

—Pasan los años y tú sigues comosiempre, Dalmau —respondió Maurocon una mirada irónica—. He dicho findel mensaje, porque nada más me hadicho. Sólo me encargo del transportede cadáveres y mensajes, no intentodescifrar ni lo uno ni lo otro. Ése esvuestro trabajo, no el mío. Aunque, enrealidad, Guillem ha añadido otra cosa,dice que puedo echaros una mano en loque gustéis, que no es bueno queBernard me tenga dormido tanto tiempoy que necesito un poco de ejercicio, y…

—Bernard está muerto, Mauro —insistió Dalmau, visiblemente nervioso.

—Y la muchacha, ¿dónde está? —

interrumpió Jacques.—Me satisface ver que también

estáis en baja forma, chicos —suspiró elviejo Mauro—. Eso, o es que los añoshan aumentado vuestra sordera. Por másque preguntes, Jacques, no tengorespuestas en mis alforjas.

Mauro abrió la puerta y dejó entrar ados hombres jóvenes. Dalmau y Jacquesse apartaron, permitiendo que los dosrecién llegados se hicieran cargo delcuerpo de la pobre mujer.Cuidadosamente, la envolvieron en unasábana de lino, la cargaron a susespaldas y salieron tan silenciosamentecomo habían entrado.

—¿Qué vas a hacer con ella, Mauro?—preguntó Dalmau con curiosidad.

—¡Por fin tengo una respuesta parati! Vamos a enterrarla, lo que seacostumbra a hacer con los muertos.Decentemente, por supuesto, nada deagujeros anónimos. Eso lo dejó muyclaro Guillem. Una sepultura digna parauna vida de sufrimiento, es lo justo,caballeros. Bien, si me necesitáis dejadun aviso en el molino del Temple deSant Pere de les Puelles. Ellos meavisarán.

Mauro soltó una carcajada al ver lascaras llenas de perplejidad de suscompañeros, pero no añadió nada más.

Con un saludo de cabeza salió de lahabitación.

—Hubiera jurado que estaba muerto—susurró Dalmau.

—Que yo recuerde, no es la primeravez que resucita de forma tan dramática.Es uno de los perros fieles de Bernard, yno te olvides que siempre bromeabaacerca de su inmortalidad, creo que legusta sorprendernos con sus apariciones.

—Tendremos que cambiar losplanes, Jacques. La ausencia de Guillemnos complica las cosas. ¡Todo el mundoha decidido desaparecer! ¡Esinadmisible!

—No te precipites, compañero —

contestó Jacques, riendo ante el enfadode Dalmau—. Quizá sea lo mejor,hemos intentado apartar al chico de todoesto, ahora no podemos volvernos atrás.

—Tienes razón, pero el asunto delpergamino y de D'Arlés se han mezcladohasta tal punto, que ya no sé dóndeempieza uno y acaba el otro.

—Por eso es mucho mejor que elchico se haya apartado del camino,Dalmau. Ese maldito pergamino nos haapartado del nuestro y nos estáconfundiendo. Los datos se cruzan y seentremezclan sin orden ni concierto, esonos ha despistado desde el principio.

—Quizá tengas razón, no lo sé… —

Dalmau estaba dubitativo.—Dalmau, tienes que escoger. Tu

fidelidad a la orden está en encontrar losmalditos documentos, y tu juramento teobliga a dar caza a D'Arlés. No debesconfundir ambas cosas, aunque en tuinterior así lo desees.

Dalmau meditaba con expresiónabatida. Siempre había creído que lotenía claro, lo había expuesto ante sussuperiores con exactitud. Saldar cuentashabía sido lo prioritario, si sepresentaba la posibilidad. Y ahora latenía y sin embargo, dudaba. Jacquespareció entender el ánimo de su amigo.

—Dalmau, déjalo ahora, no tiene

importancia, han pasado muchos años,es lógico cambiar de opinión.

—¡Tú no has cambiado! —cortóDalmau—. Sientes lo mismo que aquellanoche. Bernard también sentiría lomismo si estuviera vivo.

—No puedes tener la seguridad deque así fuera —le contestó Jacques consuavidad, en voz baja.

—Debo seguir, lo sabes. Acaso sólosea temor, miedo a ser demasiado viejopara esto, Jacques, a no poder soportarun nuevo fracaso y que D'Arlés vuelva ahuir… Mis piernas ya no son tanveloces, amigo mío, el dolor hasustituido a la rapidez. Es miedo,

Jacques. Simple y llanamente miedo,nada más.

—Entonces estamos en igualdad decondiciones, Dalmau. —El Bretón sehabía acercado a él, rodeándolo con unabrazo—. Dos viejos gruñonesasustados planeando cosas perversas.Pero no debemos preocuparnos, noahora que el inmortal Mauro se haincorporado a nuestro pequeño ejército.

Dalmau le observó con seriedad,para estallar en carcajadas unossegundos después. Jacques no tardó enseguirle, el humor les ayudaba aahuyentar los temores que cargabansobre sus hombros.

—¡Por todos los diablos delAverno, Jacques, qué situación másridícula! Tantas cicatrices para llegar adepender del viejo Mauro y sucolección de espectros. ¿Te has fijadoen que sigue hablando de Bernard enpresente? —Dalmau se secaba laslágrimas, todavía riendo, pero de golpevolvió a la seriedad, como si una ráfagade preocupación le hubiera envuelto—.De todas formas, tendremos que idearotro plan, sin el chico.

—Olvídate de Guillem. Nuestro planes genial, sólo habrá que modificarlo unpoco.

—¡Un poco! ¡Te has vuelto loco! —

saltó Dalmau—. Todo el plandescansaba en la actuación de Guillem.No tenemos tiempo de encontrar a otroque se preste a esta locura y no podemosdar muchas explicaciones, la verdad.

—Cálmate y piensa. No necesitamosdar explicaciones a nadie, porque nonecesitamos a nadie, ¿entiendes? —Jacques le observaba con atención,calibrando su peso y su estatura, dan dovueltas a su alrededor y asintiendo conla cabeza. Dalmau empezó a intuir lasintenciones de su amigo.

—¡Por todos los santos! ¡No! No vaa funcionar, Jacques.

Monseñor estaba agitado, suelegante sotana, realizada con la mejorseda, revoloteaba de un lado a otro alcompás de sus nerviosos pasos. Susguantes negros reposaban sobre la mesa,y Giovanni no podía apartar la vista desus manos: habían sido unas hermosasmanos exhibidas con orgullo, perohabían dejado de serlo hacía ya muchotiempo. Observó las deformadasextremidades, de un color rojizo, comolas garras de algún animal delinframundo. Se hacía extraño contemplara Monseñor sin sus guantes, casi nadietenía esa oportunidad. Giovannidesconocía las circunstancias exactas en

que había tenido lugar el accidente, perosabía que D'Arlés había tenido muchoque ver en ello. Sólo podía recordar losgritos de Monseñor cuando entró en lahabitación. Estaba en llamas, como unatea danzante, intentando apagar el fuegoque consumía sus ropas, aullando elnombre de D'Arlés como un poseso. Elhábito cubría la memoria del fuego, perosus manos… Sólo los guantes ocultabanaquella pesadilla. Monseñor habíadescubierto el doble juego de D'Arlés yese descubrimiento siempre erapeligroso. De repente, Giovanni fuedespertado de su ensueño.

—¿Y qué tiene que ver ese tal

Berenguer de Palmerola con lo que nosocupa? ¿De dónde sale este estúpidoahora, Giovanni?

—D'Arlés y él se han visto en variasocasiones, Monseñor. Por misaveriguaciones, intenta utilizar al frailecontra vos.

—¡Contra mí! —le atajóbruscamente—. Vamos, Giovanni, nopuede nada contra mí, no seas ingenuo.

—Monseñor, creo que no tenéis encuenta la situación. El Papa ya no estáen Roma y allí tenéis enemigosconsiderables. El propio Carlosd’Anjou no puede seguir tolerandovuestra influencia, tiene al Papa en sus

manos, no debéis olvidarlo. Laimportancia de este asunto no puedecegar la realidad de vuestra situación.

—Conozco perfectamente lasituación, Giovanni, no necesitoconsejeros políticos. ¿Qué es lo que sesupone que D'Arlés puede utilizar en micontra?

—Es un asunto delicado, Monseñor.Os referiré la última conversación quemantuvieron, vos decidiréis suimportancia. —Vio la expectación en susuperior, la curiosidad en su mirada.Giovanni aspiró una bocanada de airefresco y empezó—: D'Arlés le contó afray Berenguer una dramática historia en

medio de sollozos y arrepentimiento,una historia que narra la espantosaseducción de la que fue víctima, laviolación de su cuerpo y de su alma.Según él, vos, aprovechándoos de suinocencia y confianza, abusasteis de sutierna juventud y vuestra perversidad yconcupiscencia han sido la causa de sushorribles sufrimientos durante estosaños. Aseguraba que no podíasoportarlo más en silencio y que estabadecidido a confiar en el benevolentecorazón de fray Berenguer para quepusiera en conocimiento de quiencorresponda tales hechos. D'Arlés lesuplicaba que ningún otro joven tuviera

que pasar por aquel calvario y…Giovanni se detuvo unos instantes,

contemplaba la extraña sucesión desentimientos en el rostro de Monseñor:la cólera, el resentimiento, el asombro,el horror y el miedo.

—Y —continuó— se teme que nollegará a tiempo. Ha comunicado alfraile la sospecha de que muchos devuestros servidores, sobre todo los másjóvenes, son víctimas de vuestraespantosa lujuria.

—¡Maldito bastardo! ¡El diablo sellevó su alma en el mismo momento denacer!

—Lo que ignoro, Monseñor —siguió

Giovanni, impasible—, es lo que puedehacer fray Berenguer al respecto, no esninguna personalidad ni tiene ningúntipo de influencias, ni…

—¡No importa quién sea, estúpido!¡No puedo permitir que ese bastardoprovoque un escándalo en estosmomentos! Un pequeño error, Giovanni,un sólo pequeño error y mis enemigoscaerán sobre mí como aves carroñeras.

—Me encargaré de solucionarlo,Monseñor. No debéis preocuparos porfray Berenguer, nadie notará suausencia.

—¡No! —exclamó rotunda yfirmemente. Monseñor no podía ocultar

su turbación, pero intentaba mantener elcontrol—. No —repitió, con la miradaperdida—. No vas a encargarte de nada,Giovanni. Eso es asunto mío. Lo únicoque quiero es que me traigas a esemalnacido embustero, bastardo deSatanás. ¡Maldigo su vida mil veces!Tráemelo y olvídate de lo demás. Yahora vete, necesito pensar. ¡Largo deaquí!

Giovanni retrocedió hacia la puerta,desconcertado por la reacción quehabían causado sus palabras. Queríagrabar en su memoria la imagen de aquelhombre en proceso de destrucción. Sedetuvo, todavía tenía una noticia que

dar.—Por cierto, Monseñor, corren

rumores de que Bernard Guils no hamuerto.

Esperó unos breves segundos, poruna sola vez en muchos años, Monseñorno tenía una respuesta preparada,únicamente le miraba con estupefacción.Se giró, dirigiéndose hacia la puerta desalida, sin poder evitar una anchasonrisa. Ya no necesitaba ver ni oír nadamás.

En una esquina cerca de la Casa delTemple, uno de los espías de D'Arlés

combatía el aburrimiento de lavigilancia. Nadie había entrado ni salidode la Casa, ni siquiera los mendigoshabían acudido en demanda de suhabitual mendrugo de pan. Se apoyó enla pared, le dolían los pies y tenía todoel cuerpo agarrotado. Pensó en laposibilidad de encontrar un nuevotrabajo y buscar una buena mujer, ibasiendo hora de crear una familia yvolver a casa. Empezaba a estar harto deviajes y de aquella maldita ciudad,húmeda y tediosa. Incluso su jefe habíacambiado, todo el mundo le temía yúltimamente actuaba como un serenloquecido y demencial. Recordaba

con espanto cómo había matado a uno desus compañeros, uno de sus propioshombres sólo porque las noticias quetraía no eran de su agrado. Lo habíaacuchillado sin parar, sin que nadiepudiera impedirlo, ni apartarlo, niconvencerlo de que aquel hombre yaestaba muerto.

Un escalofrío helado le recorrió elcuerpo ante el recuerdo de aquellacarnicería. Aquel hombre no estababien, estaba descontrolado yrepresentaba un peligro para sus propioshombres. Nunca le había gustadoD'Arlés, pero necesitaba el trabajo yéste traía consigo una suma considerable

de monedas. Las grandes puertas de laCasa del Temple se abrieron,sorprendiéndole en mitad de susreflexiones. Abandonó el gesto cansinoy se puso alerta. Dos hombres salieronllevando de la mano las bridas de susrespectivas monturas; reconoció deinmediato a Jacques el Bretón, no erafácil de confundir, pero el otro… «¡Portodos los santos! —murmuró—. O seaque es cierto lo que dicen, los rumoresno mentían, es Guils, Bernard Guils enpersona». Estudió con detenimiento alhombre, iba envuelto en una capaoscura, con la capucha echada sobre elrostro, pero había visto perfectamente el

parche negro sobre su ojo. No habíaerror posible, él conocía a Guils, estabamás delgado, pero era él.

Pegó la espalda a la pared,respirando con dificultad, aquello no ibaa gustar nada a su patrón y temía susexcesos, estaba completamente loco.Todavía estaba allí cuando se acercóuno de sus compañeros.

—¿Lo has visto, lo has visto? —cuchicheaba.

Asintió con la cabeza. Ambos semiraron con temor reverencial, hasta quesu compañero sacó una moneda delbolsillo.

—¿Cara o cruz?

—¡Cruz! —respondió, en unarranque de piedad religiosa. La monedasaltó en el aire, mientras ambos la veíancaer conteniendo la respiración.

—¡Cruz! —exclamó su compañerocon el miedo en el rostro. Le vioalejarse abatido y asustado, ignoraba sivolvería a verlo con vida alguna vez,pero no pudo evitar un suspiro desatisfacción. D'Arlés iba a volverse másloco con la noticia, si es que ello eraposible. Ya no se trataba de un rumor, lohabían visto con sus propios ojos, nohabía ninguna duda. Guils estaba vivo ydispuesto a pasar cuentas al malditoD'Arlés. El hombre se encogió en su

esquina, había decidido cambiardefinitivamente de trabajo, buscar a unade sus primas… desaparecer. Un rumorcorría por la ciudad, una red invisiblepero tupida se extendía como una plagabíblica, distribuyéndose por finoscanales, de oído en oído, de boca enboca.

Bernard Guils estaba vivo y habíavuelto.

Capítulo XII

La carta

«En verdad, gentilhermano, que debéisescuchar bien lo que osdecimos. ¿Prometéis aDios y a Nuestra Señoraobedecer al maestre o acualquier comendadorque tengáis, todos losdías de vuestra vida apartir de este

G

momento?».

uillem hizo retroceder su monturahasta ponerse al lado de la

muchacha. Se estaba retrasando mucho yno parecía importarle, las bridas de sucaballo estaban sueltas, sin dirección,las manos apretando la capa, ausente ydistante, ajena al viaje. El joven no sedirigió a ella. Lo había intentado sinconseguir ningún resultado, y sepreguntaba si no sería sorda o muda, oambas cosas a la vez. No había salidodel estado en que la encontró, junto a sumadre muerta. Recogió las bridas

abandonadas, poniendo la montura almismo ritmo que la suya. Debía haceruna jornada de viaje y sólo alcompletarla podía abrir la carta, eso eralo único que sabía. Había sido un díamuy extraño.

La joven y él llegaron a un nuevoescondite, lejos de la ciudad, y Guillemvolvió a acometer, sin conseguirlo, latarea de averiguar su nombre. Después,resignado ante su silencio, reflexionócon calma: ¿Qué debía hacer conaquella chica? ¿Dejarla al cuidado delas clarisas? ¿Buscar a alguien deconfianza que se encargara de ella?Unos discretos golpes en la puerta de su

nuevo refugio le arrancaron de suscavilaciones y cuando abrió, se encontrócon un joven musulmán que requeríahablar con él. Guillem, sorprendido,desconfió.

—¿Cómo sabíais que meencontraríais aquí? —preguntó, inquieto.

—Llevo dos días recorriendo todala red de refugios, en alguno de ellos ostenía que encontrar. Si no conseguíalocalizaros en tres días, debía acudir ala Casa. Ésas fueron las órdenes deBernard y así las he cumplido.

—¡Bernard! —Guillem respiró confuerza, el espectro volvía a apoderarsede él.

—Os traigo una carta y esto de suparte —dijo, entregándole un rollo y loque parecía una cruz templaria de metal.

—Bernard está muerto —le espetóGuillem con desconfianza.

—Lo siento, él ya me avisó de queera probable que eso pasara, por esoestoy aquí. Tenía órdenes de actuar sóloen el caso de que él no pudiera terminarsu misión. Y tengo otra orden para vos.

—¿Y cómo demonios voy a creerte?Podría pensar que es una trampa.

Impertérrito, ante la desconfianza deGuillem, siguió con sus instrucciones.

—Debéis abandonar la ciudad, endirección norte, sin paradas. Al

completar una jornada, os detendréis adescansar y entonces leeréis la carta.Ésas son sus órdenes. «Utilizad vuestraintuición, no hay más camino». Ahoradebo partir.

Y sin permitir más preguntas, saliódel lugar dejando a Guillem con la bocaabierta y la carta en la mano.

—¿Qué significa todo esto? —lanzóla exclamación en voz alta, sin recibircontestación, ni tan sólo una mirada deconsuelo de la muchacha que, ajena acualquier problema, seguía sentada en elmismo lugar. Manoseó la carta,estudiando cada centímetro del papelcerrado y enrollado. Incluso la olió, sin

saber muy bien qué esperaba de tanminucioso examen. A punto estuvo deabrirla en un arranque de enfado ydesconfianza, pero no llegó a hacerlo.

¿Tal vez fue su intuición lo que leobligó a no abrir la carta?, pensabaGuillem mientras cabalgaban alejándosede la ciudad, en dirección norte,arrastrando todavía a la muchachasilenciosa. Intuición, una de las palabrasmágicas de Bernard y que a él le costabainterpretar, otorgarle el sentido que él irdaba, como un talismán que abría todaslas puertas. No sabía por qué seguía lasindicaciones de aquel desconocido,aunque era probable que lo hacía porque

todo aquel misterio era muy propio deBernard. La carta seguía escondida en sucamisa, sin abrir, como los pergaminosfalsos, celosamente guardados por sumaestro. Acabaría la jornada y leería lacarta, y entonces averiguaría si alguiense estaba divirtiendo a su costa… Porejemplo, aquellos dos, Dalmau yJacques, ansiosos por apartarle de suparticular ajuste de cuentas. Se enfadópensando que podía ser una jugarreta y,torciendo su boca y dando una extrañaforma a sus cejas, la ira apareció en susfacciones. Pero ¿y la cruz? ¿Otra treta?No se trataba de una cruz templarianormal, como había creído al principio.

Tenía esa forma, desde luego, pero cadauno de sus lados mostraba unasoberturas irregulares y diferentes, comosi fueran cuatro llaves unidas. No teníala menor idea de para qué podíanecesitar un artilugio como aquél. Otravez vino a su mente la imagen de sus dosamigos, sus repetidas negativas a que élparticipara en la caza de la Sombra.¿Estarían montando aquel colosalengaño para tenerlo apartado?

Un novicio arrancó a fray Berenguerde la insoportable traducción en la queestaba trabajando, indicándole que sepresentara ante la presencia del padresuperior. No debía demorarse lo mas

mínimo, ya que la llamada era urgente.En un arranque de crueldad, frayBerenguer pensó que quizá le esperabaotra regañina por presentarse en laenfermería del convento y haberexpresado toda su repugnancia ante elcomportamiento mentiroso y servil deljoven Pere de Tever. «¡Qué pecado peorque la mentira era la traición! »,mascullaba colérico. Aquel jovenzuelole había traicionado, había abusado desu confianza y ahora tenía que cargarcon todas las culpas a causa de suaborrecible conducta.

Llamó con fuerza a la puerta, no ibaa permitir que le amilanaran por culpa

de aquel jovencito impertinente, yahabía comprobado cómo utilizaba suestúpida caída para medrar a su costa.E1 propio bibliotecario le habíacomunicado que fray Pere de Treveocuparía un lugar destacado de trabajoen la biblioteca por sus grandesconocimientos. ¡Aquello eraescandaloso! Abrió la puerta al oír unavoz que le autorizaba y entró en laestancia, pensando en encontrar a frayPere cómodamente sentado. Pero no fueasí. En su lugar, un hombre de negroocupaba la silla preferente y su superiorle recibió con una gélida mirada dehostilidad.

—¡Al fin se ha hecho la luz, hermanoBerenguer, y vuestras intenciones se hanmanifestado!

—El superior estaba realmenteenojado.

—No sé de qué me habláis.—Vuestro delito es de suma

gravedad, hermano Berenguer. Nuncahabía tenido la lamentableresponsabilidad de enfrentar un casoparecido —el hombre de negro habló altiempo que se volvía para mirarlo—, nila vergüenza de tener que admitir en unhombre de la iglesia tal comportamiento.

—Os consideraba capaz de gravesinfracciones, hermano, pero esto no me

atrevo ni a nombrarlo. —El superior loobservaba con desagrado—. Vuestrafalta es tan grave que me siento incapazde juzgaros con imparcialidad. A Diosgracias, Monseñor me evitará tan pesadatarea.

—¡No lo entiendo! No sé de qué mehabláis. A buen seguro, fray Pere deTever intenta causarme daño con otramentira y…

—¡No pongáis el nombre de estainocente criatura en vuestra boca! Os loprohíbo. Bendigo a Dios porque estejoven no haya caído todavía en vuestrassucias garras. —La voz atronadora deMonseñor golpeó a fray Berenguer, que

se quedó atónito, sin entender nada de loque estaba ocurriendo. El hombre denegro se volvió hacia el superior delconvento, con gesto compungido.

—No sabéis cuánto lamento quehayáis tenido que pasar por todo esto,querido hermano. Teníais una serpienteen el nido y no es fácil descubrirla. Sólola voluntad de Dios ha puesto en nuestrocamino a un testigo que, salvando lavergüenza y el deshonor, se ha atrevidoa desenmascarar a este corrupto fraile.

—¡Os lo suplico, señores, decidmede qué se me acusa y quién lo hace! ¡Nocreáis más mentiras y difamaciones! —Fray Berenguer empezaba a estar

asustado, aquello no tenía ningún sentidoy debía tratarse de un error, unespantoso error.

—¡Ya basta, no deseamos oírvuestras palabras! Seréis juzgado ycondenado, ningún tribunal dudaría deello.

Monseñor se levantó enérgicamentey dio una palmada. Al momento, treshombres entraron en la habitación yrodearon a fray Berenguer.

—No deseo alargar más este penosoasunto, mi querido amigo, sé lo querepresenta para vos. Pero no sufráis, nohabrá escándalo, llevaremos este asuntocon la máxima discreción. Vuestra orden

no se verá manchada por las acciones deeste vil fraile. Tenéis mi palabra, nadade lo que aquí nos hemos vistoobligados a hablar saldrá de estahabitación. Rezad por nosotros, queridohermano.

Monseñor se dirigió hacia la puerta.Los tres hombres cogieron a frayBerenguer por los brazos y loarrastraron tras de él. Los gritos delfraile rebotaron en las paredes delclaustro, sobresaltando a los hermanosen la hora del rezo. Finalmente, el ecose apagó y el silenció retornó,inundando todos los rincones del granconvento.

Cuando despertó, fray Berenguer sedio cuenta de que se había desvanecido.Tantos acontecimientos imprevistos lehabían conmocionado y confundido,aunque estaba seguro de que todo erauna pesadilla, un mal sueño provocadopor alguno de los dulces de los queúltimamente había abusado. «No debocomer tanto —pensó—, mi saludempieza a resentirse y eso no es bueno».En aquel momento empezó a ampliar superspectiva. Se incorporó y vio que nose encontraba en su cama, ni tampoco ensu celda. Había una gran oscuridad, sólouna tea encendida, a la izquierda,

iluminaba tenuemente el lugar donde seencontraba. No había ventanas, eraimposible saber la hora del día. Pensóque tal vez seguía soñando. Se levantó y,guiándose por la tea que brillaba deforma irregular, caminó hasta que chocócontra algo duro y frío, golpeándose lacara. Sus manos palparon una reja,barrotes. ¡Toda la pared era unacontinuación de barrotes! Un sudor fríole recorrió el estómago. ¿Qué clase delugar era aquél? Gritó en demanda deauxilio y contempló cómo un hombre seacercaba. La tea que llevaba el hombreen la mano iluminó el lugar.

—¡Más vale que no gritéis,

miserable, aquí no nos gusta elescándalo ni el vocerío! ¿Lo habéisentendido, puerco cebado? —Elhombre, mugriento y con los dedosllenos de grasa, hablaba al tiempo quedaba grandes mordiscos a un trozo decarne—. Veo que estáis muy gordo,maldito fraile, pero no creo que aquí esoos sirva de mucho.

Rompió a reír al ver la caraaterrorizada del dominico. FrayBerenguer contemplaba a la luz tenue dela antorcha un lugar de pesadilla, y noestaba ocurriendo en sus sueños. No, noera una celda de su convento, era unamazmorra lóbrega e inmunda.

Retrocedió ante las sonoras carcajadasde su carcelero, aquella bestia conforma humana, y se refugió en lassombras. De la negrura, su voz, en unaullido sin nombre, chilló cuatropalabras, repitiéndolas como en unaletanía sin fin.

—¡Terribilis est locus iste!

La posada era una sencilla yagradable casa de campo, amplia yluminosa, a decir de sus grandesventanales abiertos a los campos detrigo. La noche empezaba a caer yGuillem decidió que la jornada

completa había finalizado. Pidió unaúnica habitación, arriesgándose a lamaliciosa mirada de la robustaposadera, pero sin atreverse a dejar a lamuchacha sola en aquel estado,desconocía de lo que era capaz. Laarrastró escaleras arriba hasta lahabitación que le indicó la mujer.Agradeció que fuera una estancia limpia,con una gran cama de matrimonio en sucentro, una pequeña mesa y una silla. Laposadera le enseñó una amplia ventana,asegurándole que los aires de aquellazona eran los mas saludables de lacomarca. Guillem le aseguró que notenía ninguna duda de ello, aunque le

estaría mucho más agradecido si leproporcionaba algo de comer allímismo. La robusta mujer parecióaprobar la decisión y desapareció de suvista tras asegurarle que así lo haría.

Guillem dejó las alforjas en unrincón y acomodó a la enajenadamuchacha en la cama, tapándola consuavidad. Después se instaló en la mesa,que arrastró hasta la ventana,contemplando el anochecer y esperandola comida. Sentía la carta, como una vozreclamando atención, quemándole lapiel, pero aún no era el momento.Seguiría las estrictas normas del manualde Bernard Guils a rajatabla: «Con el

estómago vacío no se puede pensarbien».

—Bien, compañero, tengo hambre ycomeré. Mi cabeza y mi estómagoestarán en perfectas condiciones cuandoabra la carta. Nada turbará mi atención.

—Se pondrá bien, mi querido amigo.Crecerá sana y fuerte, no debéispreocuparos. —Abraham consolaba a unemocionado Camposines, con los ojosenrojecidos por el llanto, manteniendosu mano entre las suyas.

El anciano médico estaba satisfechode su decisión. En esta ocasión sus

conocimientos eran útiles y aquelladulce criatura se salvaría de la muerte.Contempló divertido a su amigo Arnauque se había quedado dormido en lasilla, tieso como un palo de escoba, conla cabeza caída hacia atrás en unapostura imposible. Su cuerpo sufríaregulares sacudidas al compás de sussonoros ronquidos. Abraham lo señalócon un gesto y junto a Camposines,rieron por lo bajo, casi en silencio, parano turbar el sueño de la pequeña ni delviejo guerrero. Elvira, la mujer delcomerciante, se había retirado a dormir,exhausta por las emociones. Todosnecesitaban descansar, la jornada había

sido interminable y el cansancio seacentuaba en sus facciones. Abrahamtocó levemente al boticario, que selevantó de golpe, con la mano en laespada.

—Cálmate, Arnau, no hay peligro.Siento haberte despertado, pero estabasen una postura insana y mañana nohubieras podido dar ni dos pasos.

—¿Dormido, qué dices? Sólo estabapensando. ¿Cómo está la pequeña? —Arnau mantenía los ojos fijos, como sisaliera del sueño de los justos.

—Se pondrá bien, amigo mío,nuestros esfuerzos han encontrado larecompensa.

—No podemos seguir aquí,Abraham, temo por tu vida. —Elboticario seguía empecinado en laseguridad de su amigo.

—Está bien, Arnau, ahora tienestoda la razón. He hablado conCamposines y le he recomendado a uncolega mío. Acabo de escribir una cartade presentación, dándole instrucciones.El peligro ya ha pasado, pero hay quetomar muchas precauciones con estabella muchachita. Estará aquí mañana, aprimera hora, le he mandado aviso y meha respondido afirmativamente. Ahorapodemos pensar en nosotros.

—¡Por fin! —exclamó el boticario

—. Perdóname, Abraham, no es que lasalud de esta chiquilla no me importe,pero estoy preocupado. Me alegro deque la hayas salvado, me alegro por ellay por ti, pero, como dices bien, estiempo de pensar en nosotros.

—A partir de ahora, me pongo en tusmanos, Arnau. ¿Qué debemos hacer?

—Partiremos mañana por la mañana,en cuanto llegue tu colega. Mientrastanto hablaré con Camposines, vamos anecesitar un par de caballos y un asno,provisiones, mantas…

—¿Nos vamos de viaje? ¿No vamosa volver a la Casa, amigo mío? —preguntó Abraham sorprendido. La

insistencia del boticario en su seguridadle había hecho pensar que volverían a laCasa del Temple de la ciudad.

—No volveremos, Abraham. Heestado pensando y creo que ya es horade buscar un refugio seguro para «tuamigo de Palestina». De esta maneratambién pondremos distancia entre laSombra y nosotros. Es mucho mejor,aprovechar el momento y alejarnos de laciudad.

—Ya sabes que confío en ti, Arnau,como si fueras mi propio hermano. Túeres el estratega y sabes lo que nosconviene. ¿Ya sabes adónde ir?

—Tengo una idea, creo que debemos

ir al norte, hacia la encomienda delMasDeu. Allí tengo a un buen amigo míoque podrá aconsejarnos… ya sabes…¿Crees que estarás en condiciones deviajar?

—Estoy mucho mejor, no tepreocupes —respondió Abraham conuna sonrisa cómplice—. Y siempreestarás tú para perseguirme con lasmedicinas, amigo mío. Sí, creo queestoy preparado. Mi promesa aNahmánides me da fuerzas para seguiradelante, incluso me siento más joven.Pero ahora necesitamos descansar,Arnau, o mañana no llegaremos muylejos.

Guillem repasó el plato con un grantrozo de pan tierno, había comido unexcelente estofado de cordero converduras y se sentía en plena forma. Noconsiguió que la muchacha comiera naday la dejó dormir, sin insistir. Colocó elcandil en el alféizar de la ventana medioabierta. El aire frío le ayudaba a pensar,y sacó la carta. Desdobló el papel y loalisó, la letra era de Bernard.

Querido muchacho:

Si estás leyendo esta carta,significará que mi viaje al otro mundo

ya se ha iniciado, y espero que hayastenido un instante para desearme suerte.He ordenado a Abdelkader que teentregue esta carta si las cosas setuercen, es una persona de toda miconfianza y un buen amigo, no debessospechar de él, aunque a buen seguroya lo has hecho. Me imagino que enestos momentos estarás metido en unbuen lío y que ya habrán descubierto lafalsedad de los pergaminos que llevabaencima. Te confesaré que sólo depensarlo me entran ganas de reír, meimagino a Dalmau y a Jacques, a los queinevitablemente habrás conocido,preparando de nuevo los planes de

nuestra particular guerra con la Sombra,aunque también me entristece no estar asu lado. Sin embargo, como soy unespectro primerizo, no estoy seguro deno poder actuar junto a ellos. ¿Quiénsabe? Tú debes apartarte de la Sombra,no ir a su encuentro, tengo otros planesmás interesantes para ti.

D'Arlés, el maldito bastardo francés,ha sido una de las piezas que me haobligado a retocar mis planes, pero,como habrás comprobado, heconseguido atraerlo hacia Barcelona, talcomo tenía previsto, para facilitarles eltrabajo a mis compañeros. Ésa era miparte. Este detalle es importante, siendo

ésta mi última misión, no podía evitar lafascinación que sentía por la casualidad(¿casualidad?) de que D'Arlés estuvieraimplicado en todo esto, como si algúnelemento mágico me recordara eljuramento que hice en medio de undesierto, junto a dos buenos amigos.Comprendí que se me daba laposibilidad extraordinaria de cerrar elcírculo y que no podía desaprovechar lasituación.

Dos días antes de que me entregaranlos pergaminos, detecté la presencia deD'Arlés y sus hombres a mi alrededor, yfue entonces cuando empecé a prepararmi plan, no sólo para proteger los

documentos, sino también para tender latrampa a la Sombra. Quien me entrególos documentos me dio instruccionesmuy precisas, las suficientes como parano cumplir ninguna de ellas, comopuedes suponer. Mis superiores conocenmi inclinación a obedecerdesobedeciendo. Durante tres días, altiempo que desaparecía para el Temple,me hacía visible para los hombres deD'Arlés, viajando de un lado para otro,hablando con cientos de personas detodo tipo, entregando multitud depaquetes parecidos al que llevaba. Enuna palabra, creo que conseguívolverlos completamente locos.

Finalmente, desaparecí para ambosbandos durante doce horas (doce horascompletamente organizadas) hasta el díaque embarqué en Limassol. Aquí, en estehermoso puerto chipriota desde donde teescribo, ya se ha cometido otroasesinato: uno de los tripulantes de laembarcación en la que viajaré ha sidoencontrado muerto. Ha sido un aviso queme hace temer lo peor, pero lo que debeser protegido ya está en lugar seguro,gente anónima y de toda confianza estáen ello. Esta carta es el último eslabónque queda para que el círculo inicie sugiro en la dirección adecuada. Todo estáprevisto y ni tan sólo el factor humano

podrá detenerlo. El círculo se cerrará atiempo, a pesar de que muyprobablemente lo hará conmigo en suinterior. Tendrás que aceptar que es unabella forma de morir.

Y ahora, presta toda tu atención.Debes ir al Santuario Madre, encontrarla tumba que un día te mostré y orar anteella. He leído los pergaminos, desdeluego, no dudo que ellos sabían que loharía, y siempre, extrañamente, hanconfiado en mí. Sé por qué lo hacen, yes posible que algún día tú también lodescubras. Bien, muchacho, tendrás quetomar tu propia decisión. Ellos querránque ocupes mi lugar, para ello te he

preparado durante estos cinco años.Pero debes pensarlo con detenimiento,no permitas que te presionen ni fuercentu voluntad, debes escoger libremente,como yo mismo, como Dalmau, comoJacques. Es tu elección.

En cuanto a los pergaminos, sientocuriosidad ante lo que vas a hacer, peroconfío plenamente en ti, sea cual sea tudecisión. De todas formas, la Cruz tellevará a la Verdad. Eres el único en elmundo que sabe dónde se encuentran, yen cierto sentido te pertenecen, hay una«legitimidad» especial acerca de lo quedecidas hacer con ellos. Tienes unaopción, un camino para el que

necesitarás ayuda, y he previsto que laencuentres en el momento adecuado.Mauro sabrá qué se debe hacer, el restoserá cosa tuya. Sé que estarásmaldiciendo tanto misterio, tantasopciones, ¿tanta responsabilidad? Debesentender que es la última parte de tuaprendizaje. Una vez finalizada, estaráspreparado. Has sido mi mejor alumno ypuedes hacerlo. En cuanto al misterio,siendo necesario, no puedo negarte mifascinación por él después de tantosaños en este trabajo, me ha divertido. Esmi único consejo, Guillem: no dejes dedivertirte con lo que haces. Cuando tododesaparece, una fina ironía y la

predisposición a reír ayuda asobrellevar este valle de lágrimas.

El tiempo apremia, han encontradoun nuevo tripulante y han avisado delembarque. Ocurra lo que ocurra, nodebes preocuparte por mí, casi todo estáplanificado, y lo que no lo está no tienemayor importancia, créeme. Cuídate,chico, y abraza de mi parte al Bretón y aDalmau. Esos dos viejos se lo van apasar muy bien.

¿He de decirte qué debes hacer conesta carta? Sólo necesitas la memoria,sabes que siempre estaré ahí.

BERNARD GUILS

Las lágrimas aparecían de nuevo enel rostro del joven. El eco familiar delas palabras de Bernard resonaba en susoídos y, al tiempo, le recordaban suestrenada soledad. La idea de no vernunca más a Bernard, sus gritos, suscarcajadas, sus abrazos. No era capazde imaginar la vida sin él. «¿Cómo sesupone que voy a divertirme, Guils?¿Cómo tomar decisiones sin tu consejoni ayuda?». Releyó de nuevo la carta,como si quisiera entrar en ella,confundirse con el papel y la elegantecaligrafía. «¿He de decirte qué debes

hacer con esta carta?». «Desde luegoque sí, Bernard. Sabes que hay querecordármelo, como si conocieras deantemano mi estado de ánimo, minecesidad de aferrarme al papel como sifuera un sustituto». «Ya no puedescontar conmigo, Guillem, soy sólo partede tu memoria, debes andar tu camino —le susurraba Bernard en voz baja—.Quema la carta, muchacho, debesquemarla».

Acercó la carta a la luz del candil, lamano temblorosa y vacilante. Ya sabíalo que tenía que saber y vio cómo elfuego prendía en una de sus esquinas,extendiéndose hacia los lados —«has

sido el mejor alumno»— ennegreciendoel centro que se tornó de un colorpardusco —«cuídate, chico»—. Soltó elpapel a tiempo de que las llamas norozaran sus dedos y se quedó abstraído,con la mirada en el suelo, en losfragmentos carbonizados y ligeros.Tenía la horrible sensación de haberprendido fuego en la pira de Bernard.«Sólo soy parte de tu memoria». Era unescaso espacio, pensó el joven. Ignorabaque los años lo ampliarían y que llegaríaun momento de su vida en que lamemoria ocuparía, por derecho propio,un territorio inabarcable.

Un ligero sonido le sobresaltó y le

sacó de su ensimismamiento, la puertaestaba entornada, y la brisa la hacíamecerse levemente. La muchacha habíadesaparecido del lecho. Se levantó deun salto, corriendo hacia el pasillo quedaba a las habitaciones, pero no vio anadie. Un crujido en las escalerassuperiores le indicó el camino, y lassubió hasta llegar a una pequeña azotea.Allí, subida sobre una frágil baranda,estaba la muchacha, con los brazosabiertos, iluminada por la intensa luz dela luna. Guillem se quedó paralizado,inmóvil ante la imagen.

—Timbors, mi nombre es Timbors.—La muchacha hablaba por primera

vez, su voz tranquila, serena.—No lo hagáis, Timbors. —Guillem

intentaba no gritar.—Timbors, mi nombre es Timbors

—repetía la joven. Guillem se acercócon sigilo, no deseaba asustarla.

—Si lo hacéis, Mateo habrá ganado,toda la gentuza como él habrá ganado.Venid hacia mí, Timbors, bajad, todo hapasado, ya no corréis peligro.

La joven se volvió hacia él, sucabellera rojiza brillando como si finoshilos de plata recorrieran su cabeza.Parecía una diosa extraña, una deidadpagana de la Madre Tierra, aparecidapara amenazar a los hombres por su

crueldad. Guillem, fascinado, le tendióuna mano, casi podía tocarla. La jovenpermaneció inmóvil, mirándolofijamente.

No supieron nunca el tiempo quetranscurrió, Guillem con la manoextendida, ella inmóvil sobre el frágilespacio, el silencio como únicacompañía. Finalmente, la muchachaextendió su mano, él la asió consuavidad. Timbors bajó de su pedestal yse abrazó a él con fuerza. Guillem sintióel cuerpo joven y apenado de Timbors,su sufrimiento y soledad fundidos en supecho, como si las fuerzas de lanaturaleza hubieran estallado en su

interior y le mostraran un nuevo camino.La cogió en brazos y la llevó a lahabitación. Sus cuerpos se unieron sinuna palabra, como si fueran seresantiguos reencontrados en cientos devidas anteriores, conociendo cadarecoveco de sus cuerpos, cada esconditede sus almas, sin lugar para mentiras nitraiciones. Ambos reconocían en suscuerpos una patria olvidada y añorada,los inmensos desiertos de su interiorconvergían en un bosque profundo yfamiliar, ambos volvían a casa.

La noticia le dejó sobrecogido,

inmerso en una especie de temorsobrenatural. Finalmente, el rumor sehabía confirmado, y varios de sushombres juraban que habían visto aGuils en persona. Al principio, se habíanegado a creer en tales habladurías,pensaba que se trataría de simplessupersticiones de ignorantes… A1 fin yal cabo, su propia fama se la debía alrumor que había sabido distribuirsabiamente: la Sombra era un nombreque imponía temor. Después las noticiasadquirieron la solidez de testimoniosfiables, pero a pesar de todo, la dudaseguía instalada en la mente de Robertd'Arlés. ¿Era aquello posible? No podía

serlo, de ninguna manera, él sabía mejorque nadie que la dosis ponzoñosaadministrada a Guils podía matar a diezpersonas sin vacilación. Pero ¿y siGuils, al encontrarse mal, habíavomitado y había logrado expulsar granparte del veneno? Eso sería posible,desde luego, y mucho más con unmédico de la categoría de Abraham BarHiyya a su lado. ¡Posible, desde luego,pero el veneno utilizado jamás le habíafallado!

Tenía que pensar con rapidez, de locontrario el estúpido de Giovanni iba atener razón, se estaba quedando endesventaja. Sin embargo, carecía de

libertad de movimientos y no estabaacostumbrado, no podía arriesgarse porlas calles con el Bretón y Dalmaurondando como lobos hambrientos, yquizá Guils. ¡Guils, Guils, Guils! ¡DiosSanto, cuánto había amado a aquelhombre! Todavía no podía evitar elrecuerdo de su desprecio y la hostilidadcon que recibió su confesión de afecto,la repugnancia con que lo rechazó y suscontinuadas tretas para alejarlo de él,sus intentos para expulsarlo de aquelcuerpo de élite formado en Tierra Santa.Pero lo había pagado caro, él y susmalditos compañeros, siempre unidos enaquella extraña cofradía de la que él

nunca fue parte: «¡Malditos hijos deSatanás! —pensó D'Arlés—. Por lo quea mí respecta, pueden pudrirse en elinfierno».

D'Arlés estaba en una elegantehabitación, rodeado de una hermosabiblioteca de fina madera de castaño,pulida hasta brillar como si fuera unmetal precioso. En su escritorio seamontonaban las cartas que no habíacontestado desde hacía días. El deAnjou estaba inquieto y nervioso antesus continuados fracasos y queríaresultados inmediatos. Aquel malditoarrogante creía estar en una banalcacería de zorros. «¡Qué los perros

hagan su trabajo! Pero los perros estánhartos —pensó D'Arlés—, que venga élmismo a husmear y a buscar susmalditos pergaminos». Nunca pensó queel juego iba a complicarse tanto, quepudiera encontrarse en aquella situaciónde extrema debilidad, sin la victoria alalcance de la mano. Nunca antes lehabía ocurrido y le costaba aceptar lasdificultades. Debía encontrar una salida.

Apartó los papeles de la mesa de unmanotazo, empujando la silla de unpuntapié y dejando caer los puños confuerza encima del escritorio. La rabia dela impotencia le estallaba en el cerebro,era un dolor agudo al que no estaba

habituado y que no podía soportar.Resbaló, dejándose caer, hasta que susrodillas tocaron el suelo, con los ojosfuertemente cerrados. Vio a Guilsbebiendo el agua que se le ofrecía, eldestello del reconocimiento en suspupilas, la mirada irónica mientrastragaba sin apartar la mirada de él. Lehabía reconocido, estaba seguro, y apesar de todo, bebía el líquidoemponzoñado. ¿Por qué?, se preguntóD'Arlés, por qué le hacía aquello,¿acaso deseaba morir?

Sabía que Guils no llevaba lospergaminos auténticos. Le conocía losuficiente para saber que no se

arriesgaría a llevarlos en la travesía.¿De qué demonios se mofaba aquelbastardo del infierno? ¿De que a pesarde que le matara no iba a encontrarnada? D'Arlés se encogió en el suelo,con las manos en la cabeza a punto deestallar. ¿Qué hacía él en aquella nave,sabiendo que no encontraría lo quebuscaba? El deseo de matar a Bernard,simplemente, acabar con aquella miradadespreciativa, con la sonrisa irónica conque le taladraba, con su desprecio.

Se estiró en el suelo cuan largo era,acariciando las hermosas losas demármol, siguiendo el dibujo del mosaicocon los dedos y apartando los papeles

caídos. «¿Dónde has escondido lospergaminos, maldito hijo de perra?¿Dónde estuviste durante doce horas,con quién hablaste? ¿Sabría algo aquelmiserable judío?». No se había dadocuenta de la presencia de uno de sushombres que lo contemplaba atónito,tendido en el suelo, arrastrándose yhablando solo con sus espectros.

—¡Malditos inútiles! ¡Tenéis laculpa de todo!

—Perdonad, señor, me ordenasteisque os avisara de cualquier pequeñocambio. —El hombre temblaba.

—¿Y te crees lo suficientementeimportante para prescindir de una

llamada a la puerta, estúpido? —D'Arlés se levantó con lentitud.

—Lo siento, señor, es la urgencia dela noticia. Fray Berenguer ha sidoarrestado, señor.

—¿Arrestado ese cerdo?—Monseñor se lo ha llevado, señor.

Hay rumores…, se dice que este frailesentía un malsano interés por losjóvenes, que…

D'Arlés estalló en grandescarcajadas, se retorcía sobre sí mismocomo un poseso ante el asombro de suesbirro que, retrocediendo con cautela,intentaba llegar a la puerta. Se paró enseco, al ver que su señor lo miraba

fijamente, enmudeciendo las risas.—¿Y tú quién eres? —preguntó

D'Arlés con los ojos extraviados.—Dubois, señor, soy Dubois. —

Temblaba de miedo ante elcomportamiento de su patrón. Trabajabapara él desde hacía cinco años yconocía su refinada crueldad, pero ahoraera diferente. Parecía descontrolado,enloquecido. Llevaba días sin contestarlos apremiantes mensajes que llegabande París, de la Provenza, de Roma…Nadie sabía qué hacer. Muchos de suscompañeros habían huido ante lasituación, atónitos y atemorizados, conla convicción de que debían dar aviso

de su comportamiento antes de que losmatara en un arranque de furiadestructora. Él no tardaría en hacer lomismo, no podía soportar aquellaincertidumbre. Había tenido suficientecon la muerte de Peyre, su compañero, amanos de su propio patrón. Aquelencarnizamiento había sido atroz y le eradifícil borrarlo de su memoria.

—¡Lárgate, Dubois, no te conozco,no sé quién eres! —Le hizo un gesto dedesdén con los brazos, como si intentaraahuyentarlo. El hombre respiró tranquiloy salió de la habitaciónapresuradamente, para no volver.

D'Arlés volvió a sentarse en el

suelo. Aquellos inútiles eran incapacesde hacer un buen trabajo, ni tan sólo lepermitían pensar, únicamente seobstinaban en traerle malas noticias.Carlos d'Anjou no le perdonaría aquelfracaso y eso iba a reportarle muchosproblemas, su influencia se convertiríaen polvo y su ascenso, que considerabaimparable, se vería detenido,paralizado… o mucho peor. Alguientenía que sacarle de aquel atolladero,pero ¿quién? Por un instante pensó enMonseñor, en aquel maldito arrogantecon el que había aprendido tantas cosas,y estalló de nuevo en carcajadas. Elbuitre negro tenía muchos problemas, se

estaba apagando a la velocidad del rayoy el Papa tampoco iba a ser muygeneroso con sus fracasos. ¿Quién si noél le había puesto en el camino delcrimen y la conjura? ¿Quién si no élhabía conseguido que ingresara en laorden del Temple para convertirlo en sumejor espía? Aquel demonio oscuro lehabía cambiado, le había moldeado a sugusto y placer, sin tener en cuenta suspropios sentimientos. Se dio cuenta deque nunca le había manifestado lo querealmente pensaba de él, que no se habíaatrevido a escupirle la repugnancia quele producía el roce de sus manos. Ahoraquería comunicarle la salvaje alegría

que sentía ante su imparable caída, a laque había contribuido con todas susfuerzas. El fuego no había sidosuficiente, el hijo de perra habíasobrevivido.

Su rostro se iluminó de golpe. Habíatenido una idea extraordinaria. Habíaestado demasiado preocupado por Guilsy su banda, le tenían ciego y sordo, poreso no lo había pensado antes, a pesarde tenerlo en sus propias narices.Siempre había sido así, siempre habíafuncionado. ¿Por qué no esta vez? Teníaque encontrar al chivo expiatorio. Eso lehabía salvado en innumerablesocasiones y podía volver a hacerlo,

buscar una historia inverosímil, muchomás creíble que la propia realidad. Unapersona y una buena historia era loúnico que necesitaba, no había por quépreocuparse.

Se levantó de un salto, dando vueltaspor la habitación, y se detuvo ante unode los ventanales. Una sonrisa seextendía por su rostro y empezó acanturrear por lo bajo. Sí, un oscurosendero se extendía a través de su menteen una dirección muy adecuada a susintereses. Estaba claro y diáfano comola mismísima luz del día. El susurro desu canto empezó a elevarse hasta atronarlas paredes. Fuera de la habitación dos

hombres que hacían guardia se miraroncon temor, era el momento preciso paralargarse de allí.

Monseñor leía con atención losúltimos mensajes recibidos. No eranbuenas noticias, la situación parecíaempeorar por segundos y su reputaciónen la corte pontificia sufría un desgastecontinuado. Sus enemigos tenían unainformación precisa de sus continuadosfracasos y no tenían reparo alguno enutilizarla de forma artera. Hacíademasiado tiempo que estaba fuera de lacorte y ese riesgo se estaba cobrando un

alto interés. Aquel nido de aves derapiña siempre al acecho de losdespojos más próximos estaba dispuestoa sacarle las entrañas en vida. Habíaestado demasiado obsesionado conD'Arlés, y aquella obsesión le habíarestado capacidad para ocuparse deproblemas más importantes, como lospergaminos. A pesar de todo, ¿cómoestaba llegando la información a lacorte, con tanta rapidez? ¿Había en supropio nido serpientes dispuestas atraicionarle? ¿De quién se trataría?Escogía personalmente a sus hombres,los vigilaba, incluso los más cercanoshabían sido educados bajo su

protección. ¿Quién?Firmó unos despachos y mandó

llamar a Giovanni, era la única personaen la que podía confiar. Llevaba tantosaños con él que ni tan sólo recordabacon precisión el tiempo transcurrido.Conservaba la imagen de un jovencitomuy atractivo, casi un niño. Su propiafamilia, gente de la baja nobleza conínfulas aristocráticas, se lo habíanentregado a cambio de algunos favores.Lo había moldeado a su gusto, educadobajo una estricta supervisión para quesirviera fielmente sus intereses privadosy públicos. Y aquel experimento habíafuncionado con Giovanni, se había

convertido en su perro más leal, sin másambiciones que satisfacer a su amo. Encambio, con D'Arlés, aquel malditobastardo del demonio…

—Monseñor. —Giovanni entró en laestancia con un breve saludo de cabeza.

—Mi querido Giovanni, tenemos unproblema grave. Uno de esos problemasque tú siempre solucionas a laperfección.

—¿Un problema, Monseñor? ¿Unosolo?

—Veo que no pierdes el sentido delhumor y me alegro, Giovanni. En estasituación, otros ya se habrían ahorcado.¿Sabes algo de D'Arlés?

—Si éste es el problema, Monseñor,todos mis hombres están trabajando enél, y tengo noticias que seguramente osagradarán. Los hombres de D'Arlés leestán abandonando. Corren rumores deque está loco, algunos de ellos hanpartido hacia Provenza con gravesquejas contra él.

—Sus hombres le abandonan. ¿Quésignifica esto? —Monseñor no podíadisimular su asombro.

—He estado hablando con uno deellos, antes de que huyera, y ni siquieraha querido cobrar la confidencia. Segúnél, D'Arlés se ha vuelto completamenteloco, parece que mató a dos de sus

propios hombres sin causa aparente.Este hombre asegura que la causa fue eldesagrado de D'Arlés ante las noticiasque traían.

—¿Son de confianza esos hombres,Giovanni? ¿No podría tratarse de unatrampa de ese bastardo?

—También lo pensé al principio,Monseñor, pero conozco a Dubois hacetiempo y nunca hemos perdido elcontacto. No es de los que mienten.Estaba realmente atemorizado y ospuedo asegurar que jamás le faltó elvalor. Me contó que D'Arlés seencarnizó con su compañero, y que casituvieron que enterrarlo a trozos.

—¿Está Carlos d'Anjou al corriente?—No sé si ya ha llegado a sus oídos,

Monseñor, pero os aseguró que notardará en hacerlo.

—¡Ese bastardo enloquecido se estábuscando la ruina! ¿Cómo ha podidollegar a este punto? —Monseñor estabaperplejo ante las noticias, no seesperaba algo así.

—Tendréis que perdonarme,Monseñor, pero no sé de qué osasombráis. Siempre fue un loco asesino,la sangre derramada le producía placery sus métodos… aunque en un tiempotrabajó para vos, sus prácticas siemprefueron especiales.

—Ni siquiera tendré que darle unempujón si sigue así. —Monseñorparecía decepcionado, incluso abatido—. Bien, Giovanni, tengo otra cosa parati. Tendrás que hacerlo solo, en estosmomentos no puedo confiar en nadiemás. Estoy convencido de que alguienhabla más de la cuenta en nuestro nido,en la corte pontificia corren rumores queme afectan gravemente, rumores quesólo pueden salir de nuestra propia casa.

—¿Un traidor, Monseñor? ¿Aquí?Eso es difícil de creer, ninguno de mishombres se atrevería a algo parecido.

—Es tiempo de cambios, Giovanni,grandes cambios. Lo que antes no

tendría lugar, sucede en tiempo demudanzas. Hay un traidor, créeme,alguien que intenta precipitar mi caída,mis informes lo aseguran.

—Entonces no debéis preocuparos,Monseñor, yo personalmente meocuparé de ello. —Giovanni inclinó lacabeza al comprobar que Monseñor sehabía refugiado en una profundameditación y salió de la habitación.

Monseñor contemplaba fijamente elcuadro que tenía delante: un obispo, enun pedestal, exhortaba a los fieles, unamuchedumbre anónima y confusa, casi

sin rostro, que se agolpaba entrebanderas y armas. Detrás del obispo,unos caballeros montados en suscorceles, rendían el poder temporal antela fuerza divina de la iglesia. Aquelcuadro siempre había inspirado susmejores proyectos, lo llevaba consigoallí donde fuera y en aquel momentotodas sus energías se concentraban enpedirle un milagro, una estrategiaperfecta que acabara con sus enemigos.Oyó un murmullo a sus espaldas, perosiguió inmerso en su contemplación.

—Padre.—¿Habrá un solo momento del día

en que me permitáis medit…? —La

pregunta quedó en el aire y el estupormás profundo apareció en su cara.

—Padre amadísimo.D'Arlés se hallaba postrado ante él,

el cuerpo estirado en el suelo formandouna cruz, la cabeza oculta entre losbrazos extendidos.

—Perdóname, padre —casi en unsusurro íntimo.

—¡Levántate maldito bastardo deldemonio! ¿Acaso crees que vas aengañarme con tus miserablesrepresentaciones? —Sin embargo,Monseñor se había quedado paralizado,incapaz de reaccionar.

—Tenéis razón, soy un bastardo sin

nombre, padre. —D'Arlés se habíaincorporado, quedando de rodillas, conel rostro inundado de lágrimas—.¡Matadme! He venido para que mematéis. Sólo vos, eminencia, sólo voshabéis sido un padre y yo os traicionécon la peor de las traiciones. Merezco lamuerte, padre, y sólo vos podéishacerlo. Sólo me quedáis vos.

Monseñor vacilaba ante aquellaimagen, nunca antes había visto aalguien tan sinceramente arrepentido, ymucho menos a D'Arlés, arrogantetraidor, el hombre que había traspasadosu alma y la había arrojado el infiernode la desesperación y la oscuridad.

—Me han abandonado, padre, pormis muchos pecados y errores. Mebuscan para matarme, porque así me lomerezco. He sido ruin y vil, mi orgulloes la causa de mi perdición. ¡Lomerezco, padre, lo merezco!¡Abrazadme, limpiad mi alma depecado!

—Me han dicho que os habéis vueltoloco. Acaso vuestro arrepentimiento seacausa de vuestra locura, y un demente notiene conciencia, hijo mío. —Monseñorestaba roto por la duda, quería creer enél, en su arrepentimiento, en suslágrimas, pero algo retenía aquel deseo.

—Jamás dejé de pensar en vos, en la

seguridad de vuestro abrazo, como unpequeño que busca el consuelo que le esnegado, pero temía vuestra legítima ira,decían que vos ya no me amabais.

—Levantaos, hijo mío, levantaos. —El tono había cambiado, la cóleraluchaba con el deseo, la esperanzaborraba lentamente la duda.

D'Arlés intentó incorporarse, condificultad, pero los sollozos le obligarona arrodillarse de nuevo, escondiendo lacara entre las manos. Monseñor corrióhacia él, como un padre turbado ante eldolor de su hijo, y le cogió entre susbrazos, levantándolo del suelo. Elhombre se aferró a su abrazo, entre

lágrimas, y así permanecieron duranteunos minutos, Monseñor acariciando lacabeza del sufriente, transmitiéndoletodo el deseo y la alegría por la llegadadel hijo pródigo. Transcurrido esetiempo, su rostro experimentó uncambio, de nuevo el asombro y elestupor aparecieron, sin aviso algunoque los provocara. Monseñor caía conlentitud, sus ropas formando una danzacircular de destellos de seda, todavíaabrazado al hijo que lo sostenía.

—Eres el padre de todos losdemonios del Averno —le susurrabaD'Arlés al oído, en voz muy baja,todavía abrazado a él con fuerza—, mi

mejor maestro, y yo soy tu engendroespecial, también el mejor engendro, elmás hermoso. Padre, he venido en tuayuda.

Monseñor se deslizó hasta el suelo,suavemente. El dolor comenzaba aaparecer tras aquel golpe seco, duro,que había conmocionado su rostro. Sushermosas ropas empezaron a empaparsedel fluido vital que corría, libre, lejosde sus cauces, y un sopor profundo leinvadió. Su mirada se detuvo, por uninstante, en los ojos de aquel al quehabía amado tanto, y vio la locura en suspupilas, en el fino estilete que lemostraba con una sonrisa. Se le otorgó

una última gracia, algún dios oscuro yolvidado se apiadó de él y le sumió enla inconsciencia que precede a laagonía, borrando la imagen de aquelrostro y de su cuchillo. Cuando D'Arlés,empapado en sangre, iniciaba sumacabro ritual, Monseñor se alejaba,perdido en sueños de grandeza yambición.

Capítulo XIII

Dies irae

«Nosotros, ennombre de Dios y deNuestra Señora SantaMaría, de Monseñor SanPedro de Roma, denuestro padre el Papa yde todos los hermanosdel Temple, osadmitimos a todos losfavores de la Casa, a

L

aquellos que le fueronhechos desde sucomienzo y que le seránhechos hasta el final».

a luz del amanecer entraba sinprisas en la habitación. Guillem se

removió en el lecho, estirando losbrazos, relajado y tranquilo. Hacíamuchos días que no se encontraba tanbien, por unas horas había conseguidoarrancar de su mente la figura deBernard y los problemas que habíacausado su muerte, incluso podíarecordar su carta, línea a línea, con las

palabras exactas, sin sentir una profundaturbación. Se volvió buscando la calidezde la piel ajena, el abrazo que lo guiarade nuevo a la luz del día y sin embargo,sólo halló el vacío, la delicada huella deun cuerpo frágil había desaparecido. Selevantó, inquieto, y se vistiórápidamente. Un penetrante olor a lecherecién ordeñada inundaba la escalera,indicándole el camino a la cocina dondela mujer de la posada atendía susmúltiples quehaceres. Dos niños decorta edad fijaron su atención en él,abandonando por unos segundos losvasos de leche y la pelea que manteníanpor la posesión de una reluciente

manzana. La luminosa sonrisa de lamujer, dándole los buenos días, letranquilizó.

—¡Buenos días, caballero! ¿Deseáisalgo de comer?

—Os lo agradezco, tengo un hambrede mil demonios. ¿Habéis visto a lamujer que me acompañaba?

—Claro que sí, señor. Bajó a lacocina muy temprano, antes del alba.Quería dar un paseo y me preguntó sihabía alguna iglesia por aquí cerca.

—¿Una iglesia? —Guillem parecíasorprendido.

—Sí, señor. Le indiqué el camino ala ermita de San Gil. Aunque tiene un

buen trecho, es la única que tenemoscerca, y ella parece una joven fuerte ydecidida, no como yo, aquella cuesta tanempinada y estrecha ya me haceresoplar.

Guillem se quedó pensativo. Unaintuición extraña y desconocida le llenóde ansiedad y después de preguntar porel camino, se dirigió a la ermita conpaso rápido. Detrás de la casa, seadivinaba un pequeño sendero que subíalentamente hacia una colina. Los pradosse extendían a un lado, ofreciendo todala gama de los verdes salpicados dealfombras rojas de amapolas. Su estadode ánimo no le permitía disfrutar del

placer que la naturaleza le brindaba;más bien al contrario, a cada pasocrecía su inquietud. Intentabatranquilizarse, pensando que al fin y alcabo no era tan extraño que la jovendeseara un momento de recogimiento.Las cosas habían ocurrido con mucharapidez, y ninguno de ellos habíasupuesto que el deseo se impondría conla fuerza de un vendaval y él mismoignoraba cuáles eran sus sentimientos,sus emociones. La muchacha le habíaatraído desde el primer momento y apesar de haber construido un espesomuro de razonamientos, reglas ydeberes, no podía evitar preguntarse, de

forma continua, por la profundaturbación que sentía, por el violentodesasosiego interior que le producíacontemplarla. Ahora empezaba acomprender la poderosa fuerza quehabía estallado en su interior. Por unashoras había dejado de sentirse solo, ladelicada piel de la muchacha habíaenvuelto su alma con la mejor medicinaposible, como una piedra filosofal quelo protegía contra la soledad y eldesamor. ¿Debía sentirse culpable porello? Pensó en Bernard, en susmisteriosas escapadas, algún díadescubriría todo aquello que le ocultó,aunque fuera con la mejor de las

intenciones.Tras un recodo, el sendero

empezaba a subir en una pendienterocosa y abrupta, estrechándose yalejándose de los campos verdes quedormían más abajo. El rumor del aguaempezaba a oírse, tenuemente, mezcladocon el canto de los pájaros y la brisaque mecía los arbustos, llevando unagradable aroma a tomillo. Tardótodavía media hora en llegar a unpequeño salto de agua que brincabaentre las rocas, para desaparecer cuestaabajo, y media hora más en llegar a laermita, en un claro rocoso en lo más altode la colina. Era una construcción

pequeña y sencilla, aislada entre elterreno pedregoso y árido, su espadañamedio derruida daba una sensación dedesamparo y soledad. No se veía unalma. Comprobó que la puerta estabacerrada y dio la vuelta al edificio, sinencontrar a nadie, encogido por unasensación helada que le recorría elcuerpo. Algo llamó su atención, unosmetros más al este de la ermita, cercadel borde de la roca. Se acercó, la capade la muchacha estaba extendida, repletade amapolas rojas y ya mustias, comouna ofrenda a algún dios antiguo.Guillem cayó de rodillas sobre lasflores, sin querer pensar, sin atreverse a

mirar hacia abajo, esperando un milagroque sabía con certeza que no ocurriría.De su garganta salió un gemido, unsollozo débil que fue aumentando hastaconvertirse en un grito desesperado,inhumano, como una fiera herida.

Unos metros más abajo, en unarepisa rocosa de forma extraña, como untrono incrustado en la pared vertical,Timbors dormía. Su hermoso rostro,vuelto hacia el cielo, sonreía, ya nada ninadie volvería a turbarlo. Su sueño sehabía hecho realidad.

—Dudo de que esto funcione, amigo

mío.—Dalmau se quitó el parche que

llevaba en el ojo y se sentó con gestocansado.

—El rumor se ha extendido conrapidez, Dalmau. Los hombres deD'Arlés creen que Bernard está vivo, yla noticia no tardará en llegarle. Va asalir bien, no te preocupes.

Jacques miraba con afecto a sucompañero de armas. Sin la barbaparecía más joven a pesar de que habíasido una difícil tarea convencerlo de lanecesidad de rasurársela. Un caballerotemplario sin su fiera barba no era naday Dalmau parecía muy afectado por su

cambio de imagen.—¿Y ahora qué hacemos, Jacques?—Dalmau se rascaba la barbilla,

casi inconscientemente, se encontrabacasi desnudo sin su barba.

—Debemos esperar la reacción deD'Arlés. No tardará mucho, entonces sehará visible a nuestros ojos y podremosactuar.

—Estoy preocupado por Arnau yAbraham, Jacques. —Dalmau no tenía laseguridad del Bretón.

—¡Santo Cielo, Dalmau, abandonaeste pesimismo! Por lo menos sabemosque no están en poder de D'Arlés.

—¿Y cómo estás tan seguro? No lo

puedes saber, en realidad no estamosseguros de nada, Jacques. Trabajamos aoscuras, esperando que un golpe desuerte nos traiga a D'Arlés hastanuestras narices.

—No sabemos casi nada, tienesrazón, ni bueno ni malo, y eso es ya unabuena noticia. Si les hubiera ocurridoalgo malo, ya tendríamos conocimiento.La verdad, Dalmau, estás consiguiendodesmoralizarme. —Jacques parecíaenfurruñado con la insistencia pesimistade su amigo.

Una llamada a la puerta hizo que selevantara rápidamente. El viejo Mauroentró en la habitación con una media

sonrisa, observando la situación.Dalmau, en una esquina con aspectoabatido y el Bretón con cara de pocosamigos.

—¿Y bien? ¿Qué noticias traes?—Vamos por partes, caballeros, hay

noticias para todos los gustos que no meatrevo a descifrar. La primera y másimportante es que Monseñor ha muerto.

—¡Muerto! —Dalmau pareciódespertar de su somnolencia.

—¿Cómo ha ocurrido, qué demoniosle ha pasado al viejo cuervo? —Jacquesestaba realmente intrigado.

—Sólo hay rumores, os lo advierto,los he recogido todos como si fuera la

recolección de manzanas, pero son sóloeso, rumores. Dicen por ahí que D'Arléslo ha convertido en picadillo paracerdos: Uno de sus hombres me ha dichoque tienen órdenes de hacer desaparecercualquier rastro del asesinato, y delargarse después. En una palabra,Monseñor jamás ha estado en la ciudad.

—¡Por los clavos de Cristo! D'Arlésse ha vuelto loco. —Jacques estabaasombrado ante la noticia.

—En eso llevas razón, Bretón, porlas habladurías, parece que este hombreha enloquecido completamente, y yavuelan los emisarios a toda velocidadpara comunicárselo al de Anjou. La

ciudad está revuelta ante la acumulaciónde rumores, a cada hora hay uno nuevo.¡Ah! Y Bernard Guils está vivo, o esodicen por ahí. —Mauro soltó una risacavernosa, cogiendo de la mesa elparche que Dalmau se había quitado—.No puedo negar que habéis hecho unabuena representación, caballeros.

—¿Sabes algo de D'Arlés? —preguntó Dalmau, volviendo a suabatimiento.

—Ha desaparecido de la faz de latierra. Todo el mundo le busca con muymalas intenciones —respondió Mauro,mirándolos con curiosidad—. Perotengo algo para vosotros.

—¿De qué se trata, Mauro? —saltóJacques.

—Alguien quiere hablar convosotros, hacer un trato.

—¿Qué clase de trato? —casi gritóJacques, nervioso ante la lentitud delviejo.

—Me ha parecido intuir que serefiere a D'Arlés, pero no estoy seguro.Esa persona sólo desea hablar convosotros, sin intermediarios. Quizá seauna trampa, no lo sé.

—¿Vas a tenernos aquí todo el día,en ascuas, dándonos información gota agota? —estalló Jacques.

—No te pongas nervioso, Bretón,

digo lo que sé, nada más. Ese hombreme ha dado una cita, un lugar y una hora.Quiere hablar con vosotros. El resto escosa vuestra.

—¿Podemos contar contigo, Mauro?—preguntó Dalmau con suavidad.

—Lo siento, chicos, de verdad, perotengo que partir inmediatamente, sonórdenes de Bernard. Y Ya sabéis quejamás discuto las órdenes de Bernard.

—¡Por todos los infiernos posibles!¿Es que tú también te has vuelto loco?¿Qué quiere decir que tienes órdenes deBernard, maldita sea? —Jacques estabaperdiendo la paciencia.

—Eso he dicho y es lo único que me

es posible comunicaros, caballeros. —Mauro conservaba su media sonrisa,inmune a las maldiciones del Bretón.Comunicó a sus compañeros la cita queles esperaba y volviendo a insistir ensus enigmáticas órdenes, desapareciósin añadir nada más. Dalmau y Jacquesse miraron con estupor.

—Vamos a acabar todos comoD'Arlés, si es que no lo estamos ya,Jacques.

Guillem cambió el rumbo de sumontura, hacia el noreste, hacia el puntoindicado por Guils. No apresuró el

paso, nada le obligaba a cumplir lasórdenes con rapidez. Dejó que elcaballo encontrara el ritmo más cómodo,como un vagabundo al que no importarasu destino. Su mente intentaba ordenar losucedido, colocar cada pieza en el lugaradecuado y comprender su significado.Aquella mañana había vuelto a laposada, pidió unas sogas para recuperarel cuerpo de Timbors y contempló lainfinita tristeza de la posadera ante lanoticia, sus inútiles excusas. Intentótranquilizar su ánimo, nadie podíaesperarse algo así, le dijo, no teníaculpa alguna por el hecho de indicarle elcamino a la ermita, si no hubiera

ocurrido allí, hubiera ocurrido en otrolugar.

Hablaba mecánicamente, sin saberqué sentir. Timbors no deseaba vivir, suexistencia sólo era sufrimiento y dolor,nada podía salvarla porque nadaconocía, sólo la pena. Los hijos mayoresde la posadera le ayudaron, dosmuchachos adolescentes de miradagrave, impresionados ante la juventud deTimbors, su belleza. «¿Por qué?»,preguntó uno de ellos a unconmocionado Guillem, y éste no supoqué responder, sólo contener el sollozoque subía por su garganta. Había sido untrabajo arduo, colgado de la pared

vertical, mirando fijamente el abismoque había sido la última compañía de lajoven. «Timbors, Timbors», repitiendosu nombre como un talismán queimpidiera su caída, que detuviera laduda de reunirse con ella para siempre,de alejarse del dolor. ¿Por qué no?Abrazó el frágil cuerpo roto, hundiendosu cabeza en su pecho, confundiéndoseen el mismo dolor, pero ya no estabaallí, el sufrimiento había desaparecidoliberando a la joven, ya no había nada.

Pidió enterrarla en uno de loscampos de amapolas, solo, sin ayuda,llevando el cuerpo a sus espaldas. Antesde dejarla en su tumba, contempló su

rostro, el vestido blanco que la posaderale había dado para enterrarla, y la tapócon una fina sábana de hilo, para que latierra no la molestara. «¡Timbors,Timbors! Un puñado de tierra en mediodel esplendor rojo. No pude salvarte, midulce Timbors». Se quedó en la posadadurante todo el día, contemplando desdela ventana el campo de amapolas. Notenía prisa ni nada en qué pensar,cerraba los ojos para contemplar unespacio en blanco, sin color, como siuna espesa niebla se hubiera instaladoen su mente dejándola en paz. No semovió del lugar durante horas y al alba,sin despedirse de nadie, preparó su

montura y desapareció. Dos muchachos,desde los ventanucos de la buhardilla, levieron partir en silencio. Sólo paró sumontura una sola vez, para perder sumirada en el campo rojo.

El almacén estaba atestado de sacosordenados en hileras y amontonadoshasta la altura de dos hombres. Entreellos había un mínimo espacioconvertido en camino de un laberinto.Los dos hombres caminaban conprecaución, las armas desenvainadas, elpaso cauteloso, sin levantar un simplemurmullo. El Bretón se detuvo haciendo

un gesto de aviso a su compañero.—No hay peligro, sólo quiero hablar

con vosotros. —Una voz se oyó a suizquierda, apareciendo una silueta.

—¿Te parece un buen lugar estapocilga? —El tono de Jacques eraburlón.

—No te preocupes, Bretón, heprocurado disponer de un lugaradecuado para nosotros. No esexactamente la corte pontificia, perocreo que nos servirá.

Giovanni les guió hasta lo queparecía el centro de aquel laberinto desacos y mercancías. Allí doscandelabros esperaban a sus visitantes,

y varios sacos dispersos estabanpreparados como improvisadosasientos.

—Poneos cómodos, caballeros. —Giovanni sacó de las alforjas unpequeño barril y unas delicadas copas—. Brindaremos a la salud de Monseñorque ha sido tan amable deproporcionarnos su inmejorable vino ysus preciadas copas de plata.

—¿Has robado todo esto aMonseñor? —Dalmau estabaescandalizado.

—En estos momentos, Dalmau, dudomucho que puedan hacerle falta en suviaje, ¿no crees?

—¿Qué significa todo esto,Giovanni? ¿También tú te has vueltoloco? —Jacques desconfiaba, su miradavigilante escudriñaba cada rincón.

—Creí que Mauro os lo habíaexplicado, quiero hacer un trato.

—Eso es bastante difícil de creer,Giovanni, hace ya demasiado tiempoque trabajamos en bandos diferentes —saltó Dalmau con gesto de duda.

—Sí, tienes razón, es difícil decreer. Llevamos años jugando al ratón yal gato, como estúpidos corderos alservicio de perversos pastores. Nadapuedo objetar a tu desconfianza,Dalmau, pero estoy harto y cansado.

Giovanni se sentó en uno de losfardos dispuestos y llenó su copa devino, abstraído, ajeno a la desconfianzaque despertaba. El Bretón lo observabacon atención, calibrando sus palabras.

—No me extraña que estés harto.Monseñor era un auténtico hijo de malamadre y lamento decirlo, Giovanni. Lorealmente extraño es que lograrasaguantar tanto tiempo a su servicio. —Elgigante decidió sentarse al lado delagente papal, y aceptar la copa que se leofrecía.

—No voy a brindar por ningunamuerte, ni siquiera por la de esemalnacido. —Dalmau vacilaba, se

negaba a aquella turbia camaradería.—No te preocupes, nadie te obliga a

ello. Puedes brindar por lo que teapetezca. Por tu hermano Gilbert, porejemplo. Dalmau se abalanzó sobre elitaliano con los ojos ardiendo en cólera,y el Bretón tuvo que hacer un esfuerzopor separarlo.

—¡Maldita sea, Dalmau! Tuhermano era mi amigo. ¿Lo hasolvidado? —Giovanni se secaba el vinoderramado.

—¡No me olvido de a quién sirves,esbirro del diablo! ¡Ni te atrevas apronunciar el nombre de mi hermano! —La ira dominaba al buen Dalmau,

todavía en forcejeo con su compañero.—¡Cálmate, Dalmau! No ganamos

nada actuando de esta manera. Siéntate yescuchemos lo que nos tiene que decir.Lo único que nos liga al pasado es unamaldita cuenta pendiente. ¡Déjalocorrer, por el amor de Dios!

Jacques empujó a su coléricocompañero sobre uno de los fardos yvolvió a sentarse.

—Está bien, Giovanni, no perdamosmás el tiempo. ¿De qué se trata?

—Sé dónde se encuentra D'Arlés.—¿Y por qué maldita razón estás

dispuesto a darnos esta información?¿Crees que somos un hatajo de

imbéciles? —Dalmau no estabadispuesto a tranquilizarse fácilmente.

—No quiero regalaros estainformación, quiero venderla.

—¿Quieres vender a D'Arlés? —Jacques no pudo disimular su asombro.

—Creo que hablo vuestra lengua conbastante corrección, pero si lo deseáispuedo explicarlo en árabe. —Elsarcasmo fue lanzado con dureza.

—¿Y cuál es el precio en que haspensado, Giovanni?

Jacques seguía sorprendido, no seesperaba aquello de un hombre comoGiovanni. Le conocía desde hacía yamucho tiempo y podía jurar que su forma

de actuar era, en cierto sentido, honesta,si es que se podía utilizar la palabra enun sucio trabajo como aquél. Se habíanenfrentado en varias ocasiones e inclusorecordaba el respeto que le profesabaBernard. Siempre aseguraba queGiovanni era un «rara avis» en medio delas intrigas pontificias. El Bretón sepreguntaba qué había podido sucederpara que el italiano actuara de aquelmodo. Sabía que odiaba a D'Arlés contodas sus fuerzas, pero… Miró aDalmau, que se había quedadoparalizado al oír la respuesta deGiovanni, como una gárgola de piedradetenida en el tiempo.

—¿Cuál es el precio, Giovanni? —repitió.

—Quiero ingresar en el Temple, enuna encomienda alejada, sin cargos niresponsabilidades. Quiero alejarme detodo esto y que nadie puedaencontrarme. Ése es mi precio.

—¡Realmente todo el mundo se havuelto loco! —exclamó Dalmau en tonolúgubre.

—¿Estás hablando en serio,Giovanni, o simplemente te estás riendode nosotros, para luego contárselo a tuscompinches? —Jacques no salía de suasombro.

—Estoy hablando en serio, Jacques.

Y os aviso, D'Arlés está trastornado,enfermo de sangre, como una bestiaenloquecida. No sé si podréis detenerlo.No tenéis ni idea de lo que hizo conMonseñor, ni en vuestras peorespesadillas os lo podríais imaginar.Quiero acabar con esto, ya he tenidosuficiente.

—¿Es por eso, por lo que le hizo aMonseñor? —preguntó Dalmau.

—No, no tiene nada que ver. Yomismo hubiera acabado con él si hubieratenido valor. Es por mí, Dalmau,únicamente por mí, quiero cambiar mivida ahora que estoy a tiempo.

—¿Tienes miedo a que D'Arlés te

atrape? —insistió Dalmau.—No puedes entenderlo, ¿verdad?

—Giovanni pareció entristecerse—.Está bien, olvidadlo, yo mismo meencargaré de D'Arlés, también tengoviejas cuentas que saldar. Él o yo, tantoda, sea quien sea, el que sobreviva pocacosa cambiará. Pero tenía que intentarlo.

—¡Espera Giovanni! Nadie hatomado una decisión todavía. Déjamehablar con Dalmau un momento, a solas.

Los dos hombres desaparecierontras una fila de fardos, mientrasGiovanni prescindía de la hermosa copade plata y bebía directamente delbarrilete. Tras unos breves minutos,

reaparecieron con semblante serio.—De acuerdo, Giovanni, trato

hecho. —Jacques le tendía una mano.Los tres hombres volvieron a sus

asientos. Giovanni llenó de nuevos lascopas y tres brazos se alzaron en lapenumbra del almacén. Bebieron ensilencio y después, en tono muy bajo,Giovanni empezó a hablar.

Salió del bosque para enfilar unsendero que discurría paralelo a unarroyo. Los campos y la exuberantevegetación empezaban a dar paso a unpaisaje diferente. Miró hacia lo alto,

contemplando la montaña de piedrarojiza, tallada de forma caprichosa,como si un escultor se hubiera dedicadoa dar forma a sus pesadillas. Por elcamino, que iba estrechándose, todavíapodía disfrutar del olor de las plantasaromáticas que definían su límite, eltomillo que abrazaba con fuerza la rocay el orégano meciéndose al compás dela ligera brisa que presagiaba lluvia. Elaire llevaba consigo ráfagas de unahumedad fría que le recordaba elambiente de una tumba abierta. Guillemsacudió la cabeza, no podíadesprenderse de la memoria de lamuerte, la vieja dama de la guadaña le

visitaba con demasiada frecuenciaúltimamente, como si intentaratransmitirle un mensaje oculto yenigmático. Vio a dos águilas a lo lejos,planeando por encima de las peñas,ascendiendo en círculos concéntricos. Elcamino se había convertido en unpedregal y, en uno de sus lados, elarroyo se transformaba en un torrenteque caía hacia un abismo cada vez másprofundo. Su caballo seguía con pasolento, tranquilo, indiferente al precipicioy a las dificultades, seguro de sudestino.

Llegó a un amplio terraplén donde elcamino parecía terminar, y una solitaria

torre se erguía pegada a unaimpresionante pared vertical de piedragris. El rojo y el gris de la roca eran losdos únicos colores que se alternaban enaquel paraje desolador y sombrío.Minúsculas gotas de lluvia comenzarona caer, alterando el silencio del lugar.Guillem se envolvió en su capa oscura ydesmontó. Descargó al animal de todosu peso y contempló la torre abandonadade vida. Había sido una construcciónimportante hacía ya muchos años, perola frontera se había desplazado y lasvictorias cristianas la habían convertidoen lo que actualmente era un simplerecuerdo que la escasa vegetación

conquistaba día a día. Doce metros deorgullosa altura, con estrechas saeterasque parecían observarle conprepotencia. Se acercó a laconstrucción. Su única puerta colgaba aunos cuatro metros de altura del suelo,como un enorme escalón para gigantes odioses que no necesitaran de escalerasni cuerdas para acceder a ella. Sobre lainalcanzable puerta, una pétrea cruz delTemple indicaba a los extraños quiénera el verdadero señor del lugar.Guillem dio la vuelta al edificio, en ellugar donde la torre se fundía con lapared rocosa, convirtiéndose en parte deella. Se arrodilló en el mismo ángulo,

donde una losa cubierta de moho,parecía empotrada en la roca y presionócon fuerza sobre ella hasta que se hundiócon un seco crujido. Un sonido deruedas y goznes se mezcló con la lluviaque arreciaba con fuerza, empapando aljoven que volvió a su posición anterior,ante la elevada puerta, esperando. Lafachada de la torre sufrió una sacudida ylo que hasta entonces parecían grandessillares perfectamente tallados,empezaron a transformarse en bloquesmás pequeños que, a breves intervalos,se desplazaban hacia el exterior. Bajo laelevada puerta, de forma ordenada,aparecían unos estrechos escalones de la

propia piedra, uno tras otro, hasta que elúltimo, a unos treinta centímetros delsuelo, dio por terminada la operación.Con un último temblor, la construcciónquedó de nuevo en silencio.

Guillem subió los empinadosescalones hasta la puerta y entró en latorre. Las saeteras dejaban entrar unatenue luz gris y mortecina y esperó unosinstantes hasta que su vista seacostumbrara a la pálida claridad. Nohabía nada en la estancia. Su desnudezsólo estaba rota por una colosalchimenea en el lado norte, donde la torrese fundía con la roca viva. Guillem seacercó al hogar, viejos rescoldos en

descomposición eran el último vestigiode una presencia humana, y el jovenrecordó la exquisita meticulosidad deBernard en el arte de borrar cualquierrastro de su presencia. Sacó de laalforja una pequeña tea preparada y losutensilios para encenderla, y una luzrojiza brillante inundó de improviso laestancia, iluminando sus altos muros.Entró en la chimenea, alzando el brazoen su interior hasta que su mano rozó laforma de una cadena, y tiró con unmovimiento brusco. La pesada losa quecerraba el hogar se levantó lentamente,casi sin un ruido y a la luz de suantorcha, pudo ver el comienzo de una

angosta escalera tallada en la piedra.Respiró hondo varias veces, como siintentara llenar sus pulmones con todo elaire contenido en la torre y emprendió elascenso. Doscientos cincuenta y dosescalones, pensó, dos más cinco másdos, nueve. «Si estás abatido, piensa enel nueve, dibújalo en el aire, dentro detu mente», le aconsejaba Bernard elCabalista: nueve días, nueve horas conTimbors, nueve maldiciones en tu honor,querido maestro.

Se detuvo a descansar, sentado en laestrechez del frío escalón, contemplandoel agujero negro que seguía delante de ély que seguía a sus espaldas. Con un

último esfuerzo, empujó la trampilla demadera con la espalda, y quedó tendidoen el suelo, respirando con dificultad yabsorbiendo el aire helado, limpio, quele llegaba. Después de unos largosminutos allí, boqueando como un pezarrojado fuera del agua, se levantó ycaminó por la áspera roca,desembocando en una impresionantebalma, una gran cueva abierta como unaherida en el corazón de la montaña,azotada por el viento y la lluvia. Desdecientos de metros de altitud, contemplóla inmensidad del paisaje que se abríaante sus ojos, la diminuta silueta de latorre allá abajo, perdida su arrogancia

en un punto indefinido, devorada por lospicos montañosos que la rodeaban.

Se sentó, recordando el asombro quele produjo el lugar la primera vez que lovisitó con Bernard, su incredulidad anteaquella obra de la naturaleza. Y pensóque sus emociones cada vez, habían sidodistintas, como si el paraje cambiaraconstantemente para sorprenderlo. Lagruta tenía la forma de una lágrimahorizontal. Su punto más estrecho, en elinicio de la lágrima, era un pasadizonatural que se abría al exterior y dondese hallaba la trampilla de madera, elfinal de la larga escalera que ascendíapor el vientre pétreo. Desde allí, la

caverna se abría a lo largo y ancho,extendiéndose y formando una granbolsa y, a la vez, ocultándose a lamirada humana.

A1 final, en su lado más amplio, enel lado contrario de donde se hallaba eljoven, una sencilla construcción seerigía dentro de la balma, aferrada a losmismos bordes de la cornisa másextrema que caía sobre un precipiciovertical de piedra casi lisa. Sólo laságuilas eran las fieles guardianas delSantuario Madre.

Bernard le había explicado muchasleyendas acerca del lugar, de cómo alconstruir la torre de defensa sobre unas

antiguas ruinas paganas, se habíanencontrado la escalera tallada en rocaviva, los doscientos cincuenta y dosescalones pacientemente esculpidos, delolvido de sus constructores, perdidos enel laberinto de las memorias, y de suspoderosos dioses. Le explicó que latorre había sido construidaespecialmente para proteger aquel lugarsecreto e inaccesible, que nadie sabía elnombre del lugar hasta que él decidióbautizarlo como el Santuario Madre, elprimigenio, el principio y fin de todaslas cosas. Leyendas acerca de otrostúneles, cegados o destruidos queperforaban las entrañas de la tierra y

nadie sabía a dónde llevaban. Guillemhabía quedado impresionado por elmisterio, la cavernosa voz de Bernard,el contador de cuentos y enigmas lesobrecogía de terror con sus historias deespectros y dioses antiguos. Sonrió conternura ante el recuerdo y se levantó,estirando sus doloridos miembros, casise había olvidado del por qué se hallabaallí.

Se encaminó hacia el pequeñotemplo, en el interior de la cueva, y denuevo las cruces templarias le dieron labienvenida. En el interior, iluminado porun rústico rosetón, la desnudez eratambién la protagonista de la nave. Un

único sepulcro de mármol ocupaba elcentro exacto, como el punto máximo degravedad del que dependiera laestabilidad de toda la montaña. Seacercó a él y con esfuerzo tiró de lapesada losa que lo cubría, buscando ensu interior. Extrajo un paquetecuidadosamente envuelto y lo dejó en elsuelo, a su lado, observándolo conrespeto. Volvió a mirar en el interior ypareció sorprenderse, otro envoltorioestaba esperando en el interior delsepulcro. Se apartó, apretando contra síel segundo paquete, abandonando suprimer hallazgo en el suelo como sifuera portador de una extraña peste y

volvió al exterior, sentándose contra elmuro, casi sin atreverse a respirar. Apesar del aire helado, el joven sudabacuando arrancó el cordel y una hermosaespada resbaló hasta el suelo,provocando que su eco metálico semultiplicara a través de la bóveda depiedra, quedándose en el suelo desnudoy lanzando destellos ante la hipnóticamirada del muchacho. El resto delpaquete se escurrió de entre los dedosde Guillem, esparciéndose el contenido,fragmentos de ropa dispersa y el vuelode la capa blanca cayendo suavementehasta quedar inmóvil. Un pequeño papelse mantuvo en el aire, mecido por el

viento, acercándose al joven que loatrapó al vuelo. «Tu capa blanca y micompañera de acero. Ya no necesitarásnada más. Bernard».

Se quedó allí, encogido, entre lasropas dispersas de un caballerotemplario, con la mirada fija en laempuñadura de la espada. Un destellocarmesí en el centro de una cruz paté, leobservaba sin intervenir, esperando.

Se despertó de golpeincorporándose sobre el lecho,chorreando sudor. Su mente, inundadade rojo escarlata, inmersa todavía en su

pesadilla de muerte. Las manosenguantadas de Monseñor seguían anteél sin que nada lograra hacerlasdesaparecer, danzando al son de unamelodía muda. Se levantó de la cama enun intento de vencer a los espectros quele perseguían, y se dio cuenta de queestaba empapado, sus manos rojas yhúmedas. Se arrastró hasta apoyarse enla pared, frente a la cama. Un cuerpoyacía allí, cubierto con una sábana, rojo,rojo, rojo… D'Arlés lanzó un aullido deterror. Monseñor le había perseguidohasta allí y clamaba venganza, no estabadispuesto a partir sin él. Pero no podíapermitírselo, si era necesario lo mataría

cien veces, mil veces. Vio su estilete enel suelo, la afilada punta enrojecida, aun solo metro de él, y arrastrándose concautela se apoderó de él, la silueta bajola sábana no pareció oír. Esta vez no ibaa fallar, Monseñor moriríadefinitivamente, desaparecería de suvida. Retiró la sábana de golpe, con elcuchillo fuertemente aferrado ydispuesto. Una larga melena oscuratapaba el rostro, el cuerpo estabairreconocible, un simple amasijo desangre y hueso en desorden. D'Arlésestaba sorprendido, aquello no parecíaMonseñor, sus manos eran demasiadopequeñas, sin sus guantes. Estuvo a

punto de sonreír. ¿Acaso su amadomentor no encontraba la puerta deregreso del infierno? De repente,recordó a la delgada prostituta, tanorgullosa de su interés por ella. Aquellainfeliz de los ojos redondos. Unacarcajada sorda y silenciosa se apoderóde su cuerpo. El maldito bastardo deMonseñor intentaba invadir su sueño,atraparlo en la pesadilla, pero no lohabía conseguido, él era más fuerte.Pretendía viajar en compañía, no queríaestar solo en la puerta del Averno.¡Maldito esbirro del diablo! No loconseguiría, no volvería a dormirse, nole daría aquella oportunidad. Todavía

riendo, se acercó a la jarra de agua y selimpió, tiró la camisa ensangrentada y sequedó desnudo, admirado de laperfección de las formas de su cuerpo.No tardaría en largarse de aquellamaldita ciudad, faltaban pocas horaspara embarcar y esperaría la protecciónde la noche para huir, desapareceríapara siempre. Robert D'Arlés laleyenda, la Sombra, se desvanecería enla niebla. Se vistió lentamente, conextremada pulcritud, atisbando de vez encuando por el ventanuco de aquellaespantosa posada. Desde allí tenía unainmejorable vista de la nave con la quepensaba huir, y seguía allí, mecida por

las olas, esperándole. Su rostro seensombreció al recordar a BernardGuils, otro espectro que le perseguíacon saña, porque sólo podía ser eso, unmiserable y vengativo aparecido. Lohabía matado, nadie era capaz desobrevivir a su pócima. ¿Por qué Guilsiba a ser diferente? Sólo intentabanasustarle, ¡a él, la Sombra! ¡Hatajo deinútiles! Volvió a estallar en carcajadascontenidas, sordas, tapándose la bocacon ambas manos. Empezaría de nuevo,podía hacerlo, incluso era posible quevolviera al servicio del de Anjou, ¿porqué no?, sólo se trataba de encontrar unabonita historia y todos caerían rendidos

ante él. Siempre había sucedido así,nada había cambiado.

Contempló una silueta en la playa,cerca del agua, inmóvil, impidiéndole lavisión completa de su nave. ¿Quiéndemonios sería? No faltaba mucho parasalir, la oscuridad empezaba a cubrir elcielo rápidamente. Era una horatranquila, sin actividad aparente, y lehabía costado una fortuna que el patrónde la nave consintiera en viajar aaquella hora. Aguzó la vista, la luz de laluna era todavía incierta y espesosnubarrones amenazaban con taparla

completamente. Le pareció vislumbraruna capa blanca. La silueta habíaempezado a pasear arriba y abajo. Laescasa luz daba un sinfín de tonalidadesa la capa que ondeaba con la brisa.Tenía que prepararse para salir, peroestaba paralizado ante el ventanuco,vacilando, aquel andar le parecíafamiliar. Dos hombres se sumaron a lasilueta que vagaba por la playa. Mirabanen su dirección, como si pudieran verleperfectamente.

D'Arlés sintió un escalofrío deterror. Debía salir, no podía perder eltiempo con espectros infernales. Pensóque su imaginación le estaba jugando

una mala pasada, y se apartó delventanuco respirando con dificultad. Nohabía nada ni nadie allí, estabanmuertos, todos muertos. Volvió a mirar,la playa estaba desierta, todo eranimaginaciones suyas, estúpidas visionesde espejismos, como en el desierto dePalestina. Era Monseñor, intentabamanipular su mente desde los infiernos,gritaba su nombre llamándolo. No loconseguiría, nadie iba a detenerlo, nadiede este mundo y mucho menos unespectro colérico clamando venganza.

—¡Estás muerto, hijo de malamadre! ¡Muerto! —Se tiró la capa sobrelos hombros, dejando caer la capucha

sobre la cabeza, y salió del cuartuchosin volver la vista atrás.

La playa estaba desierta y ningunabarca le esperaba todavía. Sin embargo,se encaminó hacia el lugar pactado, endonde lo recogerían para embarcar. Losnubarrones avanzaban con rapidez y laluz se extinguía mortecina. De golpe, lovio, a su izquierda: Bernard Guils con laespada en la mano, envuelto en la difusaclaridad, avanzando hacia él. Corrió endirección contraria en el mismomomento en que la barca se acercaba ala orilla, no cesó de correr, luchandocon la arena que atrapaba sus pies ydificultaba su marcha.

A pocos metros, delante de él, unavoz le saludó:

—¡Robert d'Arlés, por fin nosencontramos! —Jacques el Bretón lecortaba la retirada y, junto a él, Dalmau.

Lanzó un alarido y sacó su espada.Tres hombres se acercaban a él,rodeándolo. Su mente trabajaba conrapidez, como un animal herido,pensando en la dirección adecuada. Dioun rodeo, corriendo en dirección a Guilsy pasando a un escaso metro delespectro, oyendo el seco silbido de unaestocada, pero siguió adelante en suenloquecida carrera, sin detenerse,notando la ligereza del brazo armado,

hasta que se dio cuenta con horror deque su brazo había desaparecido con elarma. En su lugar, un chorroincontrolado de un líquido viscoso salíacon fuerza. D'Arlés gritó, girándose,sintiendo que sus piernas desfallecían.Los tres hombres se acercaban, parecíangritarle algo, maldiciéndole quizás.Reunió todas sus fuerzas, todavía podíallegar a la barca, todavía estaba atiempo. Dio media vuelta paraemprender de nuevo la carrera, cuandocontempló con supersticioso espanto lasilueta de un caballo blancoacercándose a él. El corcel parecíaemerger de la espuma de la olas,

galopando ciego y desbocado, las crinesflameando al viento, su poderoso pechoavanzando sin freno que lo detuviera.D'Arlés cayó de rodillas en la arena,con la boca abierta, el grito enmudecido,con el tiempo justo de volver el rostrohacia sus perseguidores, paralizadoscomo él, atrapados en las arenasmovedizas de la memoria. El caballo nose apartó de su camino, el choque lanzóa D'Arlés, todavía consciente, hacia laorilla. Tumbado boca abajo, intentóincorporarse con el único brazo que lequedaba, los ojos desorbitados ante elavance del corcel que pateaba el vientocon sus patas delanteras. Un agudo

relincho desesperado, atravesándole lostímpanos, fue lo último que pudo oír.Unas manos enguantadas danzaban en elagua, acercándose, acariciando lacabeza rota, medio sumergida,arrastrando el cuerpo con el ritmopausado de la marea.

Guillem bajaba de la torre. Pocoquedaba del joven que había iniciado laascensión y, en su lugar, un reconocibletemplario avanzaba hacia la pequeñalosa que devolvió los escalones depiedra a su secreto refugio. Cuandoregresara, le esperaba una sorpresa.

—No has tardado en venir —dijo,sin saludar.

—Mis órdenes son esperar el tiempoque haga falta, eso me ha dicho Bernardy eso haré. Una palabra tuya y me irépor donde he venido.

—Bernard está muerto, Mauro.—¡Bah! Todos estamos muertos y

vivos a la vez. No soy yo quien decideel momento, muchacho, sólo obedezcoórdenes.

—¿Órdenes de un muerto? —lerespondió Guillem, fascinado por lalealtad del hombre.

—Eso es una superficialidad y meextraña de ti, la verdad. Si me permites,

conozco a muertos que están más vivosque los que todavía respiran. ¡Fíjate enmí! ¿Crees que estoy vivo o muerto?Estás enfadado, Bernard ya me avisó deque lo estarías.

—¡Vaya! ¡O sea, que Bernard sabíaexactamente cómo estaría! —El jovenempezaba a estar de mal humor.

—Exacto, y como llevas el hábito,supongo que he de llevarte a dóndeBernard me ordenó.

—¡Bernard, Bernard, Bernard. Bastade letanía, Mauro! Guillem se apartó,dejó las alforjas en el suelo y se sentó,sacó un trozo de pan seco y queso yempezó a comer. Mauro le observaba

con atención, acercándose a él.—Esa espada que llevas se la regalé

a Bernard cuando tenía más o menos tuedad. —Mauro estalló en una risita secay aguda—. Le expliqué una historiafantástica de verdad: le con té que lahabía encontrado en un sepulcro de unrey bárbaro, entre los huesos de susdedos… y ¿sabes qué? No me creyó,pensó que le estaba tratando como a unestúpido, y se enfadó, igual que tú.

—¿Y qué, Mauro? ¿Por qué no medejas en paz?

—Estuvo enfadado dos días enteros,con sus noches completas. Al tercer día,se dio cuenta de que se había

equivocado. Comprendió que la historiaera cierta, que el sepulcro del que lehablaba era el de allá arriba, y que,aunque vacío, en algún momento tuvoque proteger algún cuerpo. Entoncesdejó de ser un jovenzuelo, podía andarsu propio camino.

—No tengo ganas de oír historias,Mauro. —Te comprendo, es unadecisión difícil.

—¡Qué demonios sabes tú de misdecisiones! —estalló el joven.

—Sé de las decisiones de Bernard,de sus dudas y sufrimientos. —Mauro seapartó de Guillem y fue a refugiarsejunto a los caballos.

El muchacho había quedado ensilencio. En su interior se desarrollabauna lucha tensa y contradictoria. Erainjusto que Bernard le hubiera dejadouna responsabilidad tan inmensa, quehubiera confiado en su buen juicio. Lasituación era insoportable, ignoraba si lasolución escogida sería la adecuada. ¿Yqué podía saber Mauro? Miró al ancianocabizbajo, entretenido en arrancarbriznas a su alrededor.

—Fuiste el maestro de Bernard.—Lo fui hasta el día en que él se

convirtió en el mío.—Podrías haber ayudado mucho

antes, desde el principio… hasta es

posible que no hubiera perdido tanto eltiempo.

—Ésas no eran mis órdenes. Encuanto el tiempo, es tuyo, si crees que lohas perdido estás en desventaja y losiento. A mi parecer, el tiempo no sepierde nunca. Tú eres el único que creeque no está preparado. Ni Bernard, ni yopensamos así, por eso estás tanenfadado. Cuando dejes de estarlo, esprobable que sepas qué es lo que hayque hacer.

Guillem suspiró y puso una mano enel hombro del anciano.

—Lo siento, Mauro, tienes razón.Supe lo que había que hacer cuando

estaba allá arriba, pero me negaba aaceptarlo.

—¿Debo irme? —preguntó Maurocon suavidad.

—No. Debes guiar mis pasos,Mauro. Juntos cerraremos el círculo queinició Bernard.

¿D

Capítulo XIV

El secreto

«Ecce quam bonum etjucundum habitarefratres».

e verdad te encuentras bien?Arnau estaba preocupado, la

palidez de Abraham era visible ylas grandes ojeras que se marcaban bajosus ojos no indicaban nada bueno.

—Estoy cansado, amigo mío, nadamás. Me vendrá bien descansar unashoras.

Finalmente habían llegado. Parecíauna posada limpia y en condiciones, yArnau había temido que su amigo nofuera capaz de llegar hasta allí. Se habíaarrepentido de haber iniciado el viaje,hubiera tenido que esperar o volver a laCasa, arriesgarse había sido un error.Había ayudado a su compañero adesmontar y le acompañó hasta laentrada. Esperaba encontrar unahabitación digna. Sabía el tipo deposadas que uno podía encontrarse en elcamino, una pandilla de ladrones que

cobraban por un pajar el precio de unaposento real.

—Deja ya de maldecir, Arnau,todavía no sabes nada de esta posada,además ya te lo he dicho, sólo quierodormir unas horas, no me ocurre nadamalo —respondió Abraham ante lasorpresa del boticario.

—¡Pero si no he dicho nada!—Tus pensamientos son muy

ruidosos, Arnau.Entraron en una amplia sala

comedor, y el boticario se apresuró aofrecer una silla al anciano judío, entanto le comunicaba que iba a ver qué sepodía encontrar allí. Se dirigió hacia lo

que parecía la cocina, atraído por untentador aroma a asado, y encontró a unhombre corpulento inclinado ante elhogar. La amabilidad del cocinerosorprendió agradablemente al boticario,y todas las complicaciones que habíatemido se transformaban en un tratoexquisito. Desde luego que habíahabitaciones libres, naturalmente que leserviría algo de comer y beber. Nodebía preocuparse por su amigoenfermo, en su posada cualquierdolencia huía ante una buena comida. Elposadero rió con voz potente yatronadora, mientras Arnau salía de lacocina con una sonrisa beatífica en los

labios. Su estómago había iniciado unescandaloso concierto ante laperspectiva de olores y texturas. Sinembargo, al dirigirse hacia la mesa endonde había acomodado a Abraham,sufrió un sobresalto al ver que no sehallaba allí.

—¡Arnau, Arnau! No te lo vas acreer. —Los gritos de Abrahamllamaron su atención. Su amigo estabainstalado en otra mesa, más alejada,hablando animadamente con doshombres, uno de ellos un templario.

—¡Por todos los santos, Abraham,no vuelvas a desaparecer de mi vista!Los latidos de mi corazón se pueden oír

hasta el otro lado de los Pirineos. Estoydemasiado viejo para sobresaltos. —Elasombro se pintó en su rostro—.¿Guillem, Guillem de Montclar?

El joven se levantó de un salto,abrazando al boticario, incrédulo ante supresencia.

—¡Mi buen Arnau! ¡Amigo mío!—Pero ¿es esto posible? ¿Qué haces

por aquí, muchacho? No te habíareconocido vestido así, como unperfecto caballero templario. Creí que tuprofesión…

—Por lo que veo, prefieres vermecon mis disfraces. Por una vez quepuedo manifestarme como lo que soy. —

Guillem reía, alborozado de ver a susviejos amigos en perfecto esta do—.Vamos siéntate, Arnau, tenéis muchascosas que contarme. Soy el primerasombrado al contemplar a Abrahamvestido así, como yo. ¿Qué ha ocurridoen Barcelona?

—Abraham tiene que descansar, esmejor que se acueste un rato.

—¡Ni hablar, Arnau! Ver a estemuchacho me ha devuelto los ánimos.No estoy dispuesto a perderme un ratode diversión. —El rostro del ancianojudío se había iluminado y el cansanciodesapareció por arte de magia.

—¡Está bien, está bien! Pero será

mejor que comas algo antes dedescansar. ¿Mauro, es posible que seastú? —Arnau contemplaba con sorpresaal hombre que se había levantado detrásde Guillem.

—Exacto, viejo compañero, pero nome preguntes cuánto tiempo llevomuerto. La pregunta empieza a irritarme.—Pero, muchacho, el propio Bernardme explicó una historia increíble de tumuerte y…

—Lo sé, lo sé. A Bernard siempre lehe hecho más falta muerto que vivo, ¡quéle voy a hacer! Como puedescomprobar, sigo en este valle delágrimas, Arnau. Me alegro de verte.

El posadero, con una gran sonrisa,avanzaba hacia ellos con cuatrohumeantes platos. Todos se lanzaronsobre el asado como náufragos sobre unmadero, intercambiando bromas yhambre. Una vez saciados y ante unasgenerosas jarras de buen vino, Abrahamse disculpó:

—Señores, ha sido una comidaexquisita y vuestra compañía hadevuelto fuerzas a mi ánimo, pero ahorame retiraré. Necesito unas horas desueño para que mañana Arnau tenga uncompañero de viaje en condiciones.

Abraham se encaminó hacia suhabitación, tras una polémica con el

boticario que se empeñaba enacompañarlo, en la que acabó jurándoleque él mismo podía tomarse susmedicinas. Los tres hombres quedaronen silencio unos minutos, satisfechos delencuentro y paladeando sus jarras.

—Bien, Arnau, cuéntame —suplicóGuillem.

—Voy a decepcionarte, Guillem —respondió el boticario—. No tengo niidea de lo que ha ocurrido en Barcelona.Abraham y yo llevamos un par de díasde viaje. Verás, antes de trasladarnos ala Torre, a las habitaciones de Dalmau,apareció el comerciante Camposinespidiendo ver a Abraham con urgencia.

Al principio le negué que estuviera en laCasa con todo lo que estaba pasando, nome hubiera fiado ni de mi madre, pero,Abraham, ¡maldito obstinado!, seempeñó en recibirle. Camposines tenía asu hijita gravemente enferma y suplicabala ayuda de Abraham. No hubo manerade convencerlo de lo peligroso que todoaquello resultaba, salir de la Casa… ¡Enfin! Salimos por los subterráneos hastala casa del comerciante y allí, Abrahamsalvó a la pobre criatura de una muertecierta. Después, se me ocurrió que lomejor era largarse de la ciudad,aprovechando la situación él parecíaencontrarse bien pero… ¡en mala hora!

El viaje está resultando muy duro paraél.

—¿Y adónde pensabas ir? —preguntó Guillem.

—Al Mas-Deu, como al principio,tengo buenos amigos allí.

—¡Esto sí que es una casualidad,Arnau! Nosotros también vamos en lamisma dirección —exclamó Mauro, antela sorpresa de Guillem.

—Es extraordinario: Abraham va aalegrarse mucho de vuestra compañía.Además, tenemos un pequeño problema.No te lo habíamos dicho porque yatenías muchas dificultades y noqueríamos ser una carga para ti.

—¿Qué clase de «pequeñoproblema», Arnau? —La mirada deGuillem todavía estaba fija en el viejoMauro, que en ningún momento le habíacomunicado la dirección de su camino,pero éste parecía ajeno a su enfado.

—Es un poco delicado, muchacho,puede reportarte muchos problemas ytambién a Mauro.

—¡Oh, no te preocupes por losproblemas, Arnau! Últimamente nuestrotrabajo está plagado de conflictosdiversos y variados, ¿no es cierto,Mauro? —Guillem no pudo evitar elsarcasmo.

—Bien, no sé cómo empezar. ¿Os

suena el nombre de Nahmánides?—Bonastruc de Porta —interrumpió

Mauro—. ¡Cómo no vamos a saberquién es, Arnau!

—Se trata de él y de Abraham. —Arnau había bajado la voz, obligando asus interlocutores a inclinarse hacia él—. Veréis, Abraham fue a Palestina avisitarlo (una especie de despedida,sabía que no volvería a verlo con vida)y Nahmánides le entregó algo para quelo custodiara.

—Pensaba que nuestra etapa desecretismos empezaba a terminar y creoque no ha hecho más que empezar. —Guillem miraba con atención al

boticario. Arnau se quedó en silencio.—Tienes razón, no debo cargarte

con nuestros problemas, Guillem, hasido un error y lo siento.

—Perdóname tú a mí, Arnau. —Guillem estaba arrepentido de susironías—. No debí decir algo parecido.Estoy harto y cansado y te lo hago pagara ti, no es justo. Olvídate de mispalabras, te lo suplico. Sigue, por favor.

—De todas formas, no debí empezara contarte nada, tengo que consultar aAbraham y… —Arnau se levantó,estaba compungido y herido. Mauro lecogió por un brazo, obligándole asentarse de nuevo.

—El chico se ha disculpadosinceramente, Arnau, no se lo tengas encuenta. Está enfadado con todo el mundoy se ha cansado de culparme de todo amí. Posiblemente ha pensado que eras unbuen sustituto. Por favor, permítenosayudarte, sigue con tu historia.

—Abraham y yo tenemos queencontrar un buen escondite para «algo».—Arnau no estaba convencido, mirabade reojo al joven y a Mauro, sinatreverse a ir más lejos.

—Nosotros también estamosbuscando un refugio seguro para «otra

cosa», Arnau —le confesó Mauro.—Por favor, Arnau, todos tenemos

problemas y no es justo que los míossean los más importantes. —Guillem seesforzaba en enmendar su hostilidad—.Mauro tiene razón, me he dejado llevarpor los malos presagios y mi mal humores una pésima respuesta. Te suplico quelo olvides. Hagamos el viaje juntos.Creo que el hecho de habernosencontrado es mucho más que unasimple casualidad, es como una señalpara todos nosotros, ¿no crees? Vine avosotros tras la muerte de Bernard,como si un hilo invisible me arrastrara avuestro encuentro, fuisteis mis primeros

amigos, consolasteis mi dolor y meayudasteis. ¿No crees que encontrarnosen estos momentos es una señal delCielo, Arnau?

El boticario vio la sinceridad en lamirada del joven. No mentía, y parecíaprofundamente abatido por su reacción.«Acaso hemos colocado una cargademasiado pesada sobre sus jóvenesespaldas», pensó. Además, el chicotenía razón, era un milagro haberseencontrado allí, una señal. Abraham y élestaban un poco viejos para aventuras,era posible que el Señor hubiera puestoun auxilio en su ranuno.

—¿Has terminado tu misión,

Guillem? —preguntó con suavidad.—Casi, Arnau, casi. La

terminaremos juntos, tal como laempezamos.

El boticario asintió en silencio,vacilando.

—Supongo que será un viaje del quenunca podremos hablar, no sólo porNahmánides y lo que Abraham deseaocultar y proteger. Tampoco nadie debesaber lo que deseas guardar. ¿Lo hasencontrado?

—Estás en lo cierto, querido amigo,será un viaje que sólo existirá paranosotros —respondió el joven,afirmando lentamente con la cabeza.

Los tres quedaron mudos,abstraídos, como si las palabrassobrasen y sólo el silencio ayudara aordenar sus mentes y alejara lainquietud. Sin embargo, en el fondo desus almas, no ignoraban que la inquietudy la duda jamás les abandonarían. Alrato se levantaron, se abrazaron confuerza y subieron a sus habitaciones,mientras organizaban la jornada del díasiguiente.

En la amplia sala que se encontrabaen el primer piso de la torre de la Casadel Temple, Dalmau y Jacques el Bretónse hallaban desmoronados sobre unossillones, sucios y empapados.

—Creo que no voy a olvidarlojamás —sentenció un pálido Dalmau.

—Te creo, Dalmau, te creo, pero haterminado, todo ha terminado.

—No puedo borrar de mi memoriael corcel blanco, Jacques, parecía queBernard…

—Ya es suficiente, Dalmau, no temartirices. El hombre nos avisó, se leescaparon los caballos y no pudodetenerlos. Eso es todo.

—No puedes negar que todo estotiene un aire sobrenatural, Jacques, esemismo hombre nos dijo que era la únicayegua blanca, ¡la única, entre treintacaballos! Una pura sangre árabe, que

tenía sólo hace unos días. —Dalmauestaba sobrecogido.

—Te estás torturando inútilmente,Dalmau. Pero si fuera cierto, ¿quécambiaría? Robert D'Arlés está muerto,y si Bernard quería participar en su cazadesde el otro mundo estaba en su plenoderecho.

—No te entiendo, Jacques, para ti nohay nada asombroso.

—Te equivocas, eres tú quien estáatemorizado ante los hechosasombrosos, has perdido el contacto,Dalmau, inmerso en tus letras decambio, has perdido el contacto. Noestoy asombrado porque creo que lo

sobrenatural existe entre nosotros, queno todo tiene una explicación lógica, yque no siempre la culpa es del diablo,pero tampoco creo que lo de esta nochehaya sido responsabilidad de unespectro infernal, ni nada de eso. Seescaparon unos caballos, cosa queacostumbra a suceder, y uno de ellos seescapó hacia la playa. ¡Y sí, era blanco,como el de Bernard! El caballo estabaasustado y descontrolado, embistió aD'Arlés que ya se estaba desangrando,lo pateó y lo remató. ¿Qué quieres,Dalmau? ¿Deseas que fuera el fantasmade Bernard desde su lejano mundo? Puesme alegro, muchacho, me alegro mucho

si fue así. D'Arlés se lo merecía y sipudo salir del Averno por un instantepara acabar con el bastardo, muchomejor.

—Giovanni estuvo magnífico,parecía realmente Bernard. No creí quecolaborara con nosotros hasta ese punto.—Dalmau seguía fascinado por losacontecimientos.

—Ni tú, ni yo conocíamos aGiovanni tan bien como Guils, Dalmau,pero confieso que me sorprendió suactuación, y también el precio de sucolaboración. Creo que odiaba aD'Arlés tanto como nosotros. ¡Dios nosperdone!

—Me quedé paralizado, Jacques,totalmente paralizado. Ese bastardocorriendo hacia él, gritando como unloco el nombre de Guils, y Giovanni,inmóvil, con la espada en alto. —Unescalofrío recorrió a Dalmau.

—Yo también me quedé de piedra,el plan era que D'Arlés corriera hacianosotros, huyendo del espectro deBernard, pero ¿por qué se lanzó contraGiovanni? ¿Por qué si estabaconvencido de que se trataba deBernard?

—Ya nadie podrá saber sus razones,pero fue una suerte que Giovanniestuviera preparado, fue una buena

estocada. Soñaré con ese brazoempuñando la espada, volando por losaires. ¡Santo Cielo!

—¿Y qué vas a hacer ahora,Dalmau? —preguntó con interés elBretón.

Dalmau pareció sorprendido por lapregunta, aquella venganza se habíallevado muchos años de su vida. Se diocuenta de que se sentía vacío por dentro,como si le hubieran arrancado una partede sí mismo, de su propia esencia, y sesintió extrañamente solo.

—Volveré a mi trabajo —contestóescuetamente.

—¿Conseguiste lo que te pedí? —

preguntó Jacques con delicadeza.Dalmau lo miró, abatido. Se levantó

con gesto cansado y se dirigió hacia ungran baúl que ocupaba toda una esquina.Rebuscó en su cuello una cadena de laque pendían varias llaves, y lo abrió. Sevolvió hacia Jacques con una caja demadera labrada y se la entregó.

—Me ha costado cometer muchasirregularidades, Jacques, y la malaconciencia de estar profanando tumbas,pero es posible que tengas razón. Tantotú como Bernard siempre tuvisteis ideaspropias acerca de las reglas.

—Gracias, Dalmau —dijo Jacques,tomando la caja que se le ofrecía—. ¿Te

encargarás de que Giovanni tenga lo quepidió?

—Puedes estar tranquilo, estará asalvo. Por cierto, he recibido dos notasal llegar, una de Arnau en la que mecomunica que están perfectamente bien,que se encaminan hacia el MasDeu, yque ya me escribirá desde allí.

—¡Gracias a Dios! El anciano estaráfeliz cuando sepa que puede volver acasa sin peligro —exclamó Jacques.

—La otra es de Guillem —continuóDalmau—. Dice que la pista que seguíano le ha llevado a nada nuevo y apunta ala posibilidad de que alguien destruyeralos pergaminos. Me comunica que

después de seguir varias direcciones enla investigación, todas le han llevado aun callejón sin salida. Me ruegaautorización para disponer de unatemporada de reflexión, que parece yaha comenzado, y no dice nada de dóndese encuentra.

—Déjale respirar, Dalmau, se lomerece. Deja que asimile la muerte deBernard en paz. A ti te ha llevado todauna vida aceptar la muerte de Gilbert, ya mí…

—¡Ya sé que se lo merece, Jacques!No es eso, es que tengo la intuición deque nos esconde algo, es sólo unasensación, no lo sé con exactitud.

—Vamos, Dalmau, muchacho. Tusintuiciones sólo han sido buenas paralos negocios, pero en lo demás…Recuerda que fuiste el único que creyóen el maldito manto de la Virgen, haceya muchos años.

—¡Eso es un golpe bajo, y no mehace ninguna gracia!

—Está bien, tienes toda la razón, enestos momentos es una broma de malgusto y lo siento, perdóname. Pero dejaen paz al muchacho una temporada, no lepresiones ahora. Que «ellos» seesperen. Sólo te pido eso, Dalmau.

—Hay un mensaje enigmático parati, en la nota de Guillem —apuntó

Dalmau en tono de desconfianza—.Textualmente dice: «Supongo que lo hasconseguido. Tus oraciones han sidoescuchadas y yo me uno a tus plegarias».¿Qué significa? ¿Sabes dónde estáahora?

—¿Enigmático? Vamos, Dalmau,supongo que se refiere a que hemosacabado el asunto D'Arlés.

—¡No soporto que me trates como aun estúpido, Jacques! Es posible que seauna maravilla en los negocios, pero nosoy un estúpido en todo lo demás. Noniego que Bernard fuera un inmejorablemaestro, pero me temo que este chico,como tú y como él, tenga un escaso

respeto por las reglas más elementales.Temo que, al igual que vosotros, olvideen demasiadas ocasiones que somosreligiosos, y que tenemos unaresponsabilidad extrema.

—¡Basta, Dalmau, basta! ¿Cómopuedes hablar así? ¿Acaso olvidas paralo que fuimos adiestrados? Nosencargamos del trabajo sucio, tú tambiénempezaste con nosotros, ¿lo hasolvidado? No hace ni dos horas estabasdispuesto a matar a otro cristiano, pormuy bastardo que fuera, a ejercer tuderecho a la venganza. ¿Te he dicho,acaso, algo que pusiera en tela de juiciotus creencias o tu moralidad? Sabes que

es muy complejo, Dalmau, lo sabesperfectamente. Y sí, el mensaje deGuillem es enigmático, por la simplerazón de que no queremos perturbar mástu vida.

Dalmau escondió el rostro entre lasmanos, la contradicción en que vivíasubía en oleadas, inundando su alma.Jacques lo miré) con afecto.

—Dalmau, viejo compadre, no tetortures. —Se acercó a él, rodeando suespalda con sus brazos—. Nadie te tratacomo a un estúpido y lo sabes. Quizás loúnico que pretendemos hacer es evitartemás sufrimientos. Siempre supimos loque este trabajo representaba para ti,

eres demasiado bueno para esto,Dalmau, te parte el alma y no te dejavivir. Bernard y yo siempre fuimos unosanimales, muchacho, nos encantabarevolcarnos en la porquería, pero tú eresdiferente. No te preocupes por nosotros,siempre estaremos a salvo si alguiencomo tú reza por nosotros. Recuerda loque decía Guils siempre, que eras lasalvación de nuestras almas.

—¿Te llevas a Bernard a Palestina?—preguntó un Dalmau entristecido,mirando la caja de madera que Jacquestenía entre las manos.

—Sabes que sí, ése era su deseo.Por esto te pedí algo que rompe todas

las reglas, Dalmau, y con ello volví aperturbar tu alma y lo siento. Eras elúnico que podía conseguirme lascenizas.

Dalmau suspiró hondo. Envidiaba laseguridad de Jacques, en cierto sentidoenvidiaba su falta de escrúpulos enmuchas cosas. Como si fuera partemisma de su alma, la parte que le faltabay que deseaba en muchas ocasiones. Ésahabía sido la base de su amistad duranteaños, como si fueran fragmentos sueltosde un todo que sólo se manifestabacuando estaban juntos, como una monedapartida en pedazos.

—No sabes lo mucho que me

gustaría acompañarte, Jacques —murmuró con tristeza.

—Lo sé, y de alguna manera, estarásallí. Cuando el viento del desiertoesparza las cenizas de Bernard, estarásallí, siempre estuviste allí.

Una pequeña comitiva avanzabalentamente por el camino bordeado debosques. La mañana era espléndida, sinuna sola nube en el horizonte, y elintenso sol había obligado a los viajerosa aligerarse de ropa. Abraham montabaerguido, con la capa blanca ondeandosobre su montura y nadie hubiera

adivinado tras el altivo templario a unanciano judío y enfermo. El viaje leestaba sentando bien, y las profundasojeras que mostraba en la posada,habían desaparecido para dejar paso auna miríada de minúsculas arrugasrodeando a sus pequeños ojos claros.

Arnau había dejado de observarlecontinuamente y había aceptado laregañina que el anciano médico, hartode su vigilancia, le había lanzado. «Sime sigues examinando así —le habíadicho Abraham—, voy a empeorar de unmomento a otro». El boticariocomprendió que su amigo tenía toda larazón del mundo, su exagerada atención

no hacía más que exasperar al anciano yno servía de otra ayuda. En realidad, loque tenía más preocupado al boticarioen aquellos momentos era la actitud deGuillem. El joven parecía encerrado enuna profunda meditación, sin comunicarsus preocupaciones a nadie. Abstraído ysilencioso cabalgaba a su ladocontestando con monosílabos a susintentos de entablar conversación. Arnauestaba convencido de que su alma estabaatravesada por graves problemas, y suactitud, cerrada y aislada, leconfirmaban sus sospechas, pero nosabía qué hacer para procurarle alivio.

Detrás de él, Mauro y Abraham

habían hecho una buena amistad, sinparar de hablar, descubriendo amistadescomunes que les llenaban de regocijo.«¡El viejo Mauro! —reflexionaba Arnau—, nadie sabe la edad que tiene, es unmisterio peor que la propia resurrecciónde Cristo, ¡qué el Cielo me perdone! ».Pero su memoria, aburrida, seguíabuscando una referencia que leaproximara a la edad de su viejocompañero: era mayor que él, de esoestaba seguro. Había sido el maestro deGuils, y ya estaba en la orden cuandoArnau ingresó, ¿o no? Se esforzó enrecordar cuándo conoció a Mauro porprimera vez. ¿Fue en Palestina?

Llegaron a una encrucijada decamino. En el de la izquierda, una cruzde piedra solitaria parecía marcar ellímite de algún territorio. Mauro lesavisó que tenían que seguir por aquelsendero, y tanto él como Abraham secolocaron a la cabeza de la comitiva,abriendo la marcha, como si fueranportadores de un invisible «bausant», laenseña del Temple, blanca y negra, quemarcaba el compás de los combates.Arnau sonrió, aquellos dos simbolizabanel mejor «bausant» posible. La teoría delos contrarios hecha carne y sangre, unviejo espía del Temple al que todosdaban por muerto y un viejo judío que

seguía vivo por algún milagro del cielo.El sendero se adentraba en un

hermoso bosque de encinas,estrechándose en curvas sinuosas, conlos cálidos rayos del sol filtrándoseentre el techo vegetal. Media horadespués, volvían a desviarse para entraren un olvidado atajo, sus bordes casiborrados por la maleza, obligados aseguir en fila de a uno, uno tras otro,ordenadamente. Mauro, en cabeza,seguido por Abraham, después Arnau y,cerrando la marcha, un melancólicoGuillem.

El pequeño sendero desembocaba enuna planicie y desde la breve plataforma

una continuación de bajas colinas verdesse extendía ante sus ojos, salpicada dereflejos dorados. Se detuvieron allí unosminutos, para admirar el paisaje,momento que aprovechó Abraham paradesmontar en busca de plantasmedicinales.

—¡Ven Arnau, mira qué maravilla!¿Cuánto tiempo hacía que no veías estavariedad tan extraña?

El boticario se contagió delentusiasmo de su compañero,dedicándose ambos a la búsqueda,mientras los demás se disponían a tomarun breve respiro. Mauro aprovechó elmomento para indicar un alto en el

camino, preparando una improvisadamesa sobre una gran piedra plana, ydando cuenta de los restos del asado queles había preparado el cordial posadero.Después, continuaron el viajedescendiendo por la suave colina, hacialos destellos dorados. Transcurrida unahora, Arnau descubrió con asombro quelos destellos eran estanques, una seriede estanques agrupados por alguna manohumana y desconocida y repartidos deforma extraña.

El boticario conocía la habilidadque su orden había adquirido en laconstrucción de estanques artificialespara todo tipo de usos: viveros de

peces, regadío, reservas de agua entiempos de escasez… Por lo que pudoobservar, Arnau comprobó que sedirigían hacia ellos.

Al rato, Mauro ordenó que sedetuvieran y desmontaran, el resto delcamino sería a pie, les dijo. Seinternaron en el bosque, hasta llegar alprimer estanque, rodeado de arboleda yvegetación, con perfectas piedrastalladas que delimitaban su perímetro deaguas cristalinas. Pasaron de largo, y asílo hicieron con los cinco estanques queseguían, hasta llegar al séptimo. Mauroles comunicó que habían llegado.Guillem se quedó perplejo ante las

palabras de Mauro, estudiando la zonacon asombro.

—¿Es aquí? ¿Por qué aquí, qué tienede diferente éste de los demás? ¿Esto eslo que buscabas, Mauro, un estanque?

—Si hay algo que no soporto de lajuventud es la avalancha de preguntassin sentido —respondió el viejotemplario.

—No es igual a los demás, Guillem—apuntó Abraham—. Éste tiene unapeana en el centro, y estoy seguro de quelos demás carecían de ella.

—Y su forma es diferente,muchacho, éste es redondo y los demáseran cuadrangulares o cuadrados —

añadió Arnau observando con atenciónel estanque.

—Está bien, está bien, me rindo antela perspicacia de la senectud. Y ahora,mis sabios amigos, ¿qué se supone quehay que hacer?

—No me ha gustado nada lo desenectud, muchacho —respondió Mauro—. Y se supone que eres tú, y nonosotros, quien sabe lo que hay quehacer.

Los tres viejos se lo quedaronmirando con curiosidad, un tantodivertidos ante la perplejidad del joven.

—Siempre tienes la posibilidad dequedarte con tu enfado y melancolía,

Guillem, pero si nos dices lo que hayque hacer, quizá nosotros… —Abrahamlo contemplaba con afecto y ternura.

—¿Qué te ha dicho Bernard? —interrogó Mauro.

—¡Maldita sea, Mauro! Bernard estámuerto, no puede decirme nada.

—Estás equivocado, te escribió unacarta, yo te la hice llegar. Y también temandó algo más.

—¿Por qué no nos lo cuentas,Guillem? Es posible que podamosayudarte, puedes confiar en nosotros. —El boticario intentaba convencerlo.

—¿No has aprendido nada alláarriba, en el Santuario Madre, Guillem?

—inquirió Mauro con firmeza—. Quéimporta la vida o la muerte: Bernard teescribió, te dio instrucciones. No eranlas palabras de un hombre muerto, y túte obstinas en el dolor de la pérdida, enel dolor de tu propia soledad. Bernardestá vivo, esté donde esté, y te siguehablando, muchacho, y seguirás ciego entanto no puedas escucharlo. Está aquí,con nosotros. ¿Por qué yo puedopercibirlo y tú no?

Guillem se sentó en la orilla delestanque, mirando sus aguas, y derepente empezó a hablar de Timbors yde su muerte, de la carta de Bernard, delSantuario Madre. Los tres hombres se

acercaron a él, rodeándolo,escuchándole con atención, sininterrumpirle, comprendiendo sutristeza.

—Eso es todo. Lo único que nopuedo explicaros es la naturaleza de lospergaminos. Bernard echó sobre misespaldas esa responsabilidad.

—¡Mi pobre muchacho! Quédesgraciada muerte la de esa hermosajoven, qué extraña liberación y cuántodolor para ti. —El boticario teníalágrimas en sus ojos.

—Guillem, Guils confiaba en ti,sabía que tus espaldas soportarían elpeso de la responsabilidad. No debes

estar enfadado con él. Yo descargaréese peso y llevaré la mitad, muchacho.—Mauro intentaba transmitirle algo,cogía su brazo con calidez y le mirabacon tristeza. Guillem se dio cuenta, derepente, de que Mauro sabía la verdad,conocía la naturaleza de los pergaminos.Comprendió que aquella mirada lecomunicaba el mismo dolor que élsentía, que Bernard había recurrido a suviejo Maestro en busca de consejo yguía, y que lo había encontrado. Ahorase lo ofrecía a él, sin interferir en susdecisiones, regalándole la libertad deuna confianza absoluta. Sí, el viejoMauro tenía razón, el dolor le había

cegado completamente, Bernard estabaallí, más vivo que nunca, con la manotendida, esperando simplemente que élalargara la suya.

La enfermería del convento era unaluminosa sala cerca del huerto, trescamas se alineaban de forma ordenadaen el muro, recibiendo la luz que entrabapor los ventanales de la pared contraria.Fray Pere de Tever yacía en una deellas, con una de sus piernas rígidas porlos vendajes.

—Os agradezco mucho vuestravisita, frey Dalmau, sois muy amable.

—Quería tranquilizaros, poneros alcorriente de los últimosacontecimientos. —Dalmau estabasentado en una silla, delante delenfermo.

—¿El anciano Abraham está bien?—Fray Pere tenía los ojos excitados.

—Podéis descansar tranquilamente,mi querido joven, Abraham estáperfectamente bien y no hay ningúnpeligro que le aceche.

—¿Aquel hombre perverso, elcaballero francés…?

—Ha muerto, fray Pere, ya no podráperjudicar a nadie, pero decidme, ¿cómoos encontráis?

—Me siento mucho mejor, pero elhermano enfermero desea que esté aquíunos días más, sin mover la pierna. Esmuy aburrido. Frey Dalmau, ¿qué le hanhecho al pobre fray Berenguer? Nadiequiere decirme nada.

—Está en un buen lío, me temo —contestó Dalmau.

—¡Dios mío, todo es por mi culpa!—Las lágrimas asomaron a los ojos deljoven fraile.

—No, fray Pere, vos no tenéisninguna culpa de lo que ocurre, sudesmedida ambición ha sido la únicacausante de su desgracia. He habladocon vuestro superior, fray Berenguer fue

utilizado por gente perversa que seaprovechó de su orgullo, y ése es suúnico pecado, joven. Merece un castigo,aunque no sea el que le teníanreservado, por lo tanto no creo quetarden mucho en sacarlo de la mazmorraen que se halla. Su castigo seráconsecuente con su pecado. Me handicho, aunque sólo son rumores, que sussuperiores tienen la intención deenviarlo a un convento alejado, tanalejado que ni siquiera recordaban elnombre.

—¡Pobre fray Berenguer! —exclamófray Pere.

—Vuestra misericordia os honra,

pero tengo entendido que fray Berenguerva a salir de la mazmorra con su orgullomuy menguado, lo cual es una buenanoticia.

—Quiero que me hagáis un favor,frey Dalmau. Deseo que comuniquéis miagradecimiento al templario que mesalvó la vida en la cripta. Si no hubierasido por él, estaría muerto en aquelloslaberintos. Decidle que rezaré por élhasta el día en que me muera.

—¿Un templario os salvó la vida?¿Cómo fue eso?

Fray Pere de Tever pasó aexplicarle, con todo lujo de detalles, suodisea por la cripta de la nueva iglesia.

Dalmau le escuchaba con atención,perplejo ante aquella nueva historia.¿Giovanni haciéndose pasar por untemplario?, ¿perdiendo el tiempo ensalvar a un mozalbete? Porque no habíaninguna duda, por la descripción deljoven fraile, sólo podía tratarse deGiovanni. «Los caminos del Señor sonmuy oscuros», pensó Dalmau.

—No os preocupéis. Comunicaré afrey Giovanni vuestro agradecimiento.¿Tenéis pensado lo que haréis en cuantoestéis bien?

—Volveré a mi convento, freyDalmau. Me gusta mi trabajo e inclusoencuentro a faltar a mis hermanos. Ayer

vinieron a visitarme, hicieron un largoviaje sólo para comprobar que estababien y para mostrarme su afecto.

Dalmau salió del convento conaspecto pensativo, el comportamientohumano siempre había sido un enigmadifícil de resolver. Sonrió al pensar enel astuto espía papal, Giovanni, ensocorro de jóvenes frailes perdidos ensubterráneos. Giovanni, cuyo únicoprecio era convertirse en templario.Giovanni, convertido en un Bernardsediento de venganza… ¡Por los clavosde…! Detuvo la maldición en su mente,

Jacques le había contagiado el gusto porlas blasfemias y se temía que alguna otracosa más. Lanzó un profundo suspiro desatisfacción al pensar en el díasiguiente, se levantaría temprano, comosiempre, pasearía hasta su mesa delalfóndigo, disfrutando del aire frío delalba, ordenaría sus papeles y no dejaríade vigilar a sus competidores. ¡Benditarutina, que lo alejaba de la tentación!Jacques tenía razón, alguien tenía quehacer el trabajo sucio, alguien quesupiera hacerlo sin que su espíritu seatormentase. Simplemente, en muchasocasiones, él daba las órdenes. ¿No eraesto también una forma de mancharse las

manos? Bernard se lo había aconsejadohacía ya muchos años, «aléjate de esto,Dalmau, te está matando por dentro,dedícate a lo que sabes hacer. Organizanuestro trabajo, desde lejos, conviérteteen cabeza y deja para nosotros lasmanos y los pies». Y le había hechocaso, aunque siempre les echó de menos,las atronadoras carcajadas del Bretón yBernard, irreverentes y, en ocasiones,obscenas. Sí, cada uno a su trabajo,Dios los protegería igual a todos, sindiferencias. Los hombres eran losúnicos que las establecían.

Se sentía contento, por primera vezdesde la muerte de Bernard, su corazón

volvía a latir con su ritmo pausado, sinsobresaltos. ¿Y qué demonios les iba aexplicar a «ellos», como decía Jacques?Algo se le ocurriría, había que otorgar aGuillem un plazo de tiempo. ¿Y lospergaminos? ¿Estarían perdidos? Noiban a contentarse con eso, lo mejor eraceñirse a la verdad. Nadie los habíaencontrado, ni D'Arlés, ni Monseñor, niellos. Hasta aquí llegaba lo que él sabía,pero ¿y Guillem? Nadie iba a creerseque Bernard hubiera perdido algo detanto valor, no Bernard Guils, desdeluego. Era posible que los hubieraescondido y que hubiera muerto sinpoder comunicar el escondrijo donde

los había guardado. Ésa era una buenahipótesis por el momento. Sabía que sussuperiores seguirían buscando y que nose darían por vencidos fácilmente, peropor lo menos facilitaría que Guillem setomara un respiro, un descanso, fuera loque fuera lo que necesitara.

—La cruz te llevara a la verdad —exclamó Mauro.

—¿Y qué significa esto? —inquirióArnau.

Guillem terminó de contar lasindicaciones que Bernard le habíatransmitido en la carta, enseñándoles la

cruz metálica. Abraham la cogió,observándola con atención, dándolevueltas en su mano.

—Eso es lo que decía la carta.Pensé que Mauro sabría qué hacerdespués, que conocería el escondite, nolo sé. —Guillem se había recuperado.Vaciar su alma, contar a sus viejosamigos gran parte de la historia, le habíaayudado a encontrarse. Al tiempo quenarraba sus dificultades, se oía a símismo, como si fuera un extraño el quehablara, un extraño al que podíacomprender y entender.

—¡Una llave, es una llave! —gritóAbraham.

—¿De qué estás hablando, viejoamigo? —El boticario estabasorprendido ante los gritos de Abraham.

—¡Os digo que esta cruz es unallave! Había visto algo parecido hacemucho tiempo, pero no lo recordaba.

—¿Una llave para abrir qué? —Guillem miraba a su alrededor.

—Busquemos una cruz, si Bernarddice que la cruz nos llevará a la verdad,hay que buscar una cruz que encaje conésta. —Mauro se alejó de ellos,estudiando cada piedra que formaba elperímetro del estanque, seguido por lamirada de Guillem, todavía incapaz deacostumbrarse a la forma en que tenía de

referirse a Guils, en presente.Los tres ancianos se apresuraron,

uno por cada lado, a examinar laspiedras, tocándolas, buscando en cadaranura y resquicio, y expresando susideas en voz alta. Guillem losobservaba, divertido, intentando hacerseuna idea general del asunto. De repentese quedó paralizado, como si un rayo lohubiera partido por la mitad, ¡la peana!Sin pensarlo dos veces, se sumergió enel estanque. Tenía bastante profundidadya que su pie no tocaba el fondo, y lasaguas eran más oscuras que en losanteriores. No se había fijado en ellohasta aquel momento, en el resto de los

estanques, el agua cristalina permitíavislumbrar el fondo, pero en aquél lasaguas eran tan oscuras que nada dejabaadivinar de su fondo. Nadó lentamentehasta el centro, seguido por lasexclamaciones de sus compañeros.

—¡Ten cuidado, chico, es posibleque haya serpientes! —Las serpientes deagua no son peligrosas, Arnau.

—¿Estáis seguros de que ahí dentrohay serpientes? Odio a estos bichos, medan repugnancia.

—¡Qué estupidez, Mauro! Ya hasoído a Abraham, estas serpientes nohacen nada.

Guillem había llegado a la peana,

una especie de monolito de formatriangular, y sus pies tocaron fondo. Lapeana parecía estar fija a una plataformacomo base, y unos escalones descendíanhasta el fondo. Se alzó del agua,agarrándose a ella, estudiándoladetenidamente.

—¡Está aquí, está aquí! ¡La cruz estáaquí! Es mejor que vengáis todos aquíconmigo, lo más prudente es seguirtodos juntos.

Contempló la mirada de prevenciónde sus compañeros, no parecían muyentusiasmados con la travesía, pero lacuriosidad era más fuerte que el temor.Abraham fue el primero,

desprendiéndose de la capa, se sumergióen el estanque, nadando con dificultad.Arnau y Mauro le siguieron, conrapidez, el temor a los posibleshabitantes marinos imprimía velocidad asus pies.

Cuando llegaron al centro, el jovenles indicó que se pusieran en los cuatrolados de la base, bien agarrados a lapeana. Cogió la llave e intentóintroducirla en la muesca que había enuno de los lados de la peana, bajo elsigno de una cruz paté, sin conseguirlo.Abraham limpió de moho la superficie yle animó a intentarlo de nuevo. Cuandolo hizo, la cruz se deslizó sin dificultad

en la ranura, hasta el fondo. Los cuatroquedaron a la expectativa, sin que nadasucediera, mirándose entre sí, con laduda y el temor en los ojos.

—¿Y ahora qué hacemos? —Arnautemblaba de frío.

—Es una llave, Guillem, muévela,gírala —sugirió Abraham.

—¿En qué dirección? Caballeros,esto puede ser peligroso, algo que estátan oculto a la mirada, acostumbra atener trampas para incautos. —Guillemno se decidía.

—¿Podría ser en dirección a lasagujas del reloj? —apuntó, Mauro.

—¡O al revés! ¡Pruébalo con mucho

cuidado, chico!El joven presionó la llave en

dirección contraria a las agujas delreloj, y pareció ceder. Cogiendo aire,dio la vuelta completa a la llave.Esperaron unos segundos con el rostrodemudado, aferrados a la peana, casi sinatreverse a abrir la boca. Un temblor lossacudió, sobresaltándoles; un nuevotemblor, seguido de otros más, lesobligó a pescar a Abraham que habíaresbalado y manoteaba asustado. Unmurmullo de agua deslizándose empezóa oírse a espaldas de Arnau, hastaconvertirse en un atronador ruido decascada. Los cuatro hombres, con los

ojos fuertemente cerrados, abrazadosentre sí y aferrados a la peana central,iniciaron un coro de alaridos de pánico.El ruido era ensordecedor y en la mentede todos ellos, voló el pensamiento deque estaban a punto de asistir a una delas sesiones del juicio Final con todassus consecuencias. Un grito de Maurolos rescató de peores pensamientos.

—¡Está bajando! ¡El agua estábajando!

Estaba en lo cierto, el nivel del aguabajaba con gran rapidez, dejando aldescubierto los escalones de la base dela peana. El fragor desapareció tanrepentinamente como había aparecido y

se encontraron en lo alto de una baseque descendía veintiún escalones hastael fondo del estanque. Abajo el sueloera de un negro intenso, brillante.Bajaron con precaución los empinadosescalones, empapados y tiritando defrío, asombrados ante la maquinaria quehabía hecho realidad tal prodigio. Elestanque, completamente vacío,asemejaba un gran pozo. Guillemanduvo por el fondo seguido de cercapor los demás, hasta encontrar una losade una tonalidad negra diferente, sinbrillo, casi mate, con una argolla deplata en uno de sus extremos. Entre loscuatro la levantaron, dejando al

descubierto una boca oscura en la que seadivinaba el principio de una estrechaescalera.

—Nos hemos dejados las alforjasfuera, las teas están allí. —Mauro estabapreocupado, no le gustaba la oscuridad.

—Tendremos que arriesgarnos,quizá quien construyó esto pensó ennuestra ignorancia —respondió Guillem,iniciando la bajada.

Los tres ancianos vacilaban,parecían no ponerse de acuerdo en quiéndebía ser el primero en bajar. La voz deGuillem, desde abajo, les sacó de dudas.

—Aquí hay todo lo necesario paraprocurarnos luz, bajad de una vez.

Ordenadamente y sin discusión, lostres desaparecieron por el agujero. Alos pocos metros, la escalera seensanchaba para desembocar en unaestancia de dimensiones regulares.Guillem les esperaba con una teaencendida, y con las restantes dispuestaspara ser repartidas. Un túnel de anchuraconsiderable, se abría en el centro deuno de los muros, y por él se adentraron,cada uno portando su propia luz.Caminaban en silencio, impresionados.El túnel finalizaba en tres escalones quese abrían a otra estancia de grandesdimensiones. El suelo era del mismomaterial que la losa del estanque, un

negro mate, y por todos los lados seveían objetos cuidadosamente envueltos,refugiados en nichos perfectamentetallados en las paredes.

—¡La cueva de los secretos! —musitó Mauro.

—No tocaremos nada, no miraremosnada. Sólo haremos lo que hemos venidoa hacer —instruyó Guillem.

Sacó de su camisa un paquetecuidadosamente atado y protegido conbrea y tendió una mano a Abraham. Elanciano judío, rebuscó entre sus ropas yle entregó el Manuscrito de Nahmánides,envuelto en varias capas de tirantecuero. El joven miró a su alrededor,

pero Arnau se le había adelantado,ofreciéndole un paño blanco, con la cruzdel Temple bordada en rojo, en uno desus costados, y unos cordeles dorados.Con un gesto, le indicó uno de losnichos. Cuidadosamente apilados, pañosblancos y cordeles dorados, parecíansoñar el momento de descubrir suutilidad. Guillem escogió uno de losnichos vacíos y se apoyó en él, envolviócon delicadeza ambos objetos —Nahmánides y los pergaminos de Guils,hermanados en el secreto— y los atócon firmeza. Después los colocó en elnicho y se retiró unos pasos.

Abraham se acercó y besó el

paquete.—Buena suerte, querido amigo, aquí

estarás seguro —dijo en un murmullosuave y bajo.

Los cuatro permanecieron unosminutos allí, contemplando el fruto de suaventura, en silencio. Después,volvieron sobre sus pasos y salieron alestanque, cerraron de nuevo la losa y seencaramaron a los veintiún escalones,aferrándose a la peana. Volvieron agirar la llave, pero esta vez el estrépitono les sobresaltó. El agua subía con lamisma rapidez que había desaparecido,apoderándose de sus ropas,impregnando sus helados huesos.

Nadaron hacia la orilla del estanque,exhaustos, tirados sobre la hierba,intentando recuperar la respiración.

Guillem apretaba la llave en sumano, mientras el estanque volvía a sutranquila apariencia, sus aguas rizadaspor una ligera brisa.

En un muelle abandonado en laplaya, cerca de la ciudad de Marsella,tres hombres se reunían cerca del fuego.Pan, queso y uvas ocupaban parte de lamesa y el vino corría con generosidad.Jacques el Bretón se levantó parasentarse en el suelo, cerca del fuego.

Tenía frío en el cuerpo y en el alma.Mauro, en un rincón, parecíaamodorrado, con una jarrabalanceándose en sus rodillas.

Guillem seguía hablando:—Entonces encontré los pergaminos

de Guils, en el Santuario Madre, dondeél los había guardado. Eran tresdocumentos, en realidad. Dospergaminos eran muy antiguos, unoescrito en arameo y el otro en griego. Eltercero estaba en latín, con el sello de laorden, escrito hace setenta y siete años.Por comodidad, decidí empezar poréste. Era un informe de las excavacionesen el templo y ofrecía con todo detalle

el resultado de un hallazgo especial, eldescubrimiento de una tumba real.Explicaba las medidas de un sepulcro,construido con una piedra parecida almármol, en perfecto estado deconservación. Por sus inscripciones, enarameo, descifraron que el cuerpo allíexhumado pertenecía a un tal Joshua BarAbba, para nosotros, Jesús Hijo delPadre, perteneciente a la línea davídicay por lo tanto de linaje real. Su cuerpomostraba indicios de haber sufridocrucifixión y tenía las piernas rotas.Dentro del sepulcro, encontraron lospergaminos: el texto arameo era elresumen de un juicio, llevado a cabo por

los romanos, y que un escriba delsanedrín había abreviado parainformación de los sacerdotes. Seacusaba a Joshua Bar Abba de sedicióny rebelión contra Roma, de encabezarinnumerables revueltas contra elImperio, de cobrar diezmos e impuestosy de practicar la delincuencia junto a sustropas. La condena era a muerte por lacruz, junto a dos de sus lugartenientes.El escriba del sanedrín añadía otrosdatos más, a instancias del sumosacerdote: la constatación de dosataques al templo de Jerusalén,agresiones a cambistas, mercaderes yperegrinos, que señalaban igualmente a

Joshua Bar Abba y sus tropas comoautores de los delitos. El texto griego esuna traducción de todo lo anterior. En unañadido posterior de nuestro documentolatino, dando cuenta del resultado de lasexcavaciones, se asegura que todovolvió a dejarse en el mismo lugar enque se había encontrado, tapiando lacámara mortuoria y abriendo unpasadizo desde allí hasta el almacén degrano de la explanada del Templo, cercade las caballerizas. Y volvieron a tapiarla entrada. Otro breve apunte afirma queun año antes de caer Jerusalén de nuevoen manos musulmanas, el sepulcro fuetrasladado, con gran secreto, a San Juan

de Acre, «en espera de que el Consejotome una decisión», textualmente. Nohay firmas ni nombres, sólo el sellotemplario, nada más.

Jacques no se había movido. Leescuchaba sin mirarle, junto al fuego.

—Hubo rumores, hace muchos años—dijo en un murmullo casi inaudible.

—¿Quieres decir que sabíais algo detodo esto, Jacques? —Quiero decir loque he dicho, muchacho. Oímos rumoresde que había un secreto, algo muypeligroso de conocer, algo que podríasalvar o destruir nuestra orden.

—¿Y crees que es verdad, que no setrata de una nueva falsificación, que son

documentos auténticos? —Guillemparecía esperar la respuesta del Bretón.

—Te daré dos respuestas a eso,puedes quedarte con la que más teplazca. Hace años, me explicó unhombre muy sabio que me encontré enAlejandría, que en el siglo cuartodespués de la muerte de Cristo losmandatarios de la Iglesia ordenaronrealizar multitud de copias de los textosconsiderados sagrados, y destruyeronlos originales. No contentos con ello,copiaron y mutilaron obras de historia yfilosofía. Siempre según él, estosmismos personajes reescribieron lahistoria y la adecuaron a sus intereses.

Con el tiempo eran tantas lasfalsificaciones y las contradicciones,que ni ellos mismos podían recordardónde empezaba la verdad y terminabala mentira. Este hombre del que te hablocreía que el poder necesita mentir paraconservar sus privilegios y que todoesto no era más que un grano de arena enla gran historia de la infamia.

—¿O sea que crees que lospergaminos son auténticos?

—Mi segunda respuesta, muchacho—continuó Jacques sin levantarse—, esque soy un simple servidor del Temple,que no me importa la verdad o lamentira, cuando están tan íntimamente

mezcladas que, siendo opuestas, resultaniguales. Soy viejo, Guillem, heaprendido a soportar la mentira delpoderoso, pero soportar no es creer.

—¿Te das cuenta de lo querepresenta, de lo que significa estehallazgo, Jacques? Todo el poder deRoma, de la Iglesia, se basa en laresurrección de Cristo, en el privilegiode los primeros doce apóstoles, con losque compartió el misterio.

—Deja de pensar, muchacho, tevolverás loco —atajó Jacques, con ungesto de malhumor.

Los doce apóstoles fueron los únicosque conocían la verdad, y la autoridad

de Roma, del Papa, emana directamentede ellos, de su experiencia. Pedro fue elprimer testigo de la resurrección. ¿Y simintieron? —Guillem parecía pensarpara sí, concentrado en sus propiasreflexiones, ajeno a la expresión deindiferencia del Bretón—. ¿Te dascuenta, Jacques? Esa resurrecciónconvirtió a ese selecto grupo deapóstoles en un poder incontestable.Nadie podía acceder a Cristo si no era através de ellos y de sus continuadores,hasta ahora.

—¿Y qué importancia puede tenertodo ello, Guillem?, ¿qué demoniosimporta ahora? ¿Tan vital es descubrir

quién mintió? Alguien lo hizo, de eso nohay duda, pero es posible que elloshablaran en un sentido simbólico, noreal, del momento de la muerte comouna resurrección espiritual, deiluminación.

—Y alguien lo transformó en uninstrumento de poder —puntualizó eljoven con el ceño fruncido.

—¿Y qué, Guillem, qué cambia estateoría? El mundo avanza mentira sobrementira, así ha sido desde el principiode los tiempos, y así continuará, elpoder es el eje sobre el que bailamos,muchacho, ¡deja de atormentarte!

—Ninguna de estas respuestas me

sirve, Jacques.—Está bien, lo comprendo, pero no

tengo otras. Tendrás que construir tuspropias respuestas, chico, y actuar enconsecuencia.

Guillem calló, absorto en suspropios pensamientos. La autoridad delPapa fluye directamente de Pedro,pensaba, y a la Iglesia de los primerostiempos, sacudida por gravesenfrentamientos internos, le conveníaaceptar aquella verdad, la resurreccióndel Cristo como un hecho real y literal.Los beneficios eran inmensos, uninmenso poder sobrenatural, deultratumba, que les ofrecía el poder

absoluto sobre la masa de creyentes. Unpoder para unos pocos escogidos…

—¿Qué creía Bernard de todo esto,Bretón? —El joven buscaba laseguridad del maestro.

—Bernard creía en la vida y en laexistencia irrefutable de los espíaspapales. —Jacques soltó una carcajada—. Déjalo, muchacho, no conseguirásnada por este camino, da media vuelta yentra en tu interior, allí están lasrespuestas.

—Bernard está orgulloso de ti,Guillem… —La voz de Mauro lossobresaltó, ambos creían que el ancianodormía.

—Abraham y Arnau ya habránvuelto a Barcelona —murmuró Guillem,llenando de nuevo su copa.

Se envolvió en la capa oscura, elvino le proporcionaba una agradablecalidez y le protegía del frío helado quese había instalado en su interior. Subíaen suaves oleadas por su garganta,destellos azules en su mente. Estabaflotando en la estancia sin esfuerzo…, elBretón estaba acurrucado junto al fuegocomo una vieja, el inmortal Maurodormía con los ojos abiertos, las cenizasde Bernard Guils soñaban en su caja demadera tallada. El frío desaparecía yuna dulce modorra le invadía,

meciéndole, suspendido en el aire. Unrostro se acercaba a él envuelto en unalluvia de pétalos rojos. «Timbors,Timbors…».

NÚRIA MASOT. Escritora españolanacida en Palma de Mallorca en 1949.Ha ejercido como periodista,practicando también el teatro, aunquedespués se dedicó a sus dos aficionesmás notables, la pintura y la literatura.

Residente en un pueblo de l´Empordà, es especialmente conocida

por sus novelas de corte histórico, entrelas que destacan sus novelas de la seriede Guillem de Montclar, iniciada con Lasombra del templario (2004, reeditadaen 2008), obras ambientadas en el sigloXIII y donde, en la mejor tradición del“thriller” con ambientación en la edadMedia, el protagonista ha de resolverlas misiones que la orden del Temple, ala que pertenece, le encarga en sucondición de espía e investigador.

En sus libros aparecen elementos ypersonajes basados en la época,encontrándonos con temas como la SantaInquisición, el fin de los cátaros, laCataluña de la época, etc.