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Seminario de Inducción a la Or ? ? den del Temple y la Caballería P.I.C.T. - P.G.R.C. - P.G.A. Orden Soberana y Militar del Temple de Jerusalem Nivel I, Primera Parte, Unidad 6 1 Unidad 6: LA NOBLEZA Y LA TRADICIÓN Por: Fr+ Javier Miguel Gámez Vizcaíno Prior General de la República de Colombia Preceptor del Priorato Internacional de Comunión Templaria La palabra “Caballero”, designaba al principio, un jinete armado. Pero desde el siglo XI se convirtió en un título de ciertos nobles que combatían a caballo. El Caballero era también el superhombre de la sociedad, y su ideal imprimió carácter a la Alta Edad Media. A partir del siglo VIII, en que se introdujo en Europa el estribo, fue posible organizar Ejércitos de Caballeros con pesado armamento. Ya en tiempos de Carlomagno, el noble que se ponía al servicio del emperador con caballo, armadura, lanza y escudo se hacía “vasallo” suyo y recibía tierras en donación. Cada “vasallo” gobernaba despóticamente sus tierras y podía, a su vez, entregar parte de ellas a otros “vasallos” inferiores en recompensa por sus servicios. Con el tiempo, la propiedad de las tierras se hizo hereditaria. Así surgió el feudalismo, típico de la Edad Media, que atomizaba los grandes reinos en muchos señoríos independientes; tantos, a veces, que entre el señor superior y el más bajo ocupante de la tierra había veinte categorías de vasallos. Un rey débil podía encontrarse sin poder alguno ante sus verdaderos vasallos (arzobispos, obispos, abades, duques y condes). En la práctica, gobernaba sólo sobre los territorios que eran de su propiedad particular. El servicio de las armas y la fidelidad al señor por parte del vasallo noble, o sea, del Caballero, constituía el núcleo mismo del sistema feudal. Pero el Caballero reconocía una supremacía terrenal y otra espiritual. El valor en la batalla y la fidelidad a los ideales cristianos eran las virtudes principales de la vida caballeresca. En las guerras continuas entre los diversos señores feudales, el Caballero servía a su señor terrenal. En las Cruzadas de Oriente luchaba por la gloria de su Dios. Al hacer referencia a la Caballería resulta imprescindible considerar dos conceptos profundamente vinculados con la noción de

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den del Temple y la Caballería

P.I.C.T. - P.G.R.C. - P.G.A. Orden Soberana y Militar del Temple de Jerusalem

Nivel I, Primera Parte, Unidad 6

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Unidad 6: LA NOBLEZA Y LA TRADICIÓN

Por: Fr+ Javier Miguel Gámez Vizcaíno

Prior General de la República de Colombia Preceptor del Priorato Internacional de Comunión Templaria

La palabra “Caballero”, designaba al principio, un jinete armado. Pero desde el siglo XI se convirtió en un título de ciertos nobles que combatían a caballo. El Caballero era también el superhombre de la sociedad, y su ideal imprimió carácter a la Alta Edad Media. A partir del siglo VIII, en que se introdujo en Europa el estribo, fue posible organizar Ejércitos de Caballeros con pesado armamento. Ya en tiempos de Carlomagno, el noble que se ponía al servicio del emperador con caballo, armadura, lanza y escudo se hacía “vasallo” suyo y recibía tierras en donación. Cada “vasallo” gobernaba despóticamente sus tierras y podía, a su vez, entregar parte de ellas a otros “vasallos” inferiores en recompensa por sus servicios. Con el tiempo, la propiedad de las tierras se hizo hereditaria. Así surgió el feudalismo, típico de la Edad Media, que atomizaba los grandes reinos en muchos señoríos independientes; tantos, a veces, que entre el señor superior y el más bajo ocupante de la tierra había veinte categorías de vasallos. Un rey débil podía encontrarse sin poder alguno ante sus verdaderos vasallos (arzobispos, obispos, abades, duques y condes). En la práctica, gobernaba sólo sobre los territorios que eran de su propiedad particular.

El servicio de las armas y la fidelidad al señor por parte del vasallo

noble, o sea, del Caballero, constituía el núcleo mismo del sistema feudal. Pero el Caballero reconocía una supremacía terrenal y otra espiritual. El valor en la batalla y la fidelidad a los ideales cristianos eran las virtudes principales de la vida caballeresca. En las guerras continuas entre los diversos señores feudales, el Caballero servía a su señor terrenal. En las Cruzadas de Oriente luchaba por la gloria de su Dios.

Al hacer referencia a la Caballería resulta imprescindible

considerar dos conceptos profundamente vinculados con la noción de

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hidalguía, entendida esta como la calidad de persona noble, o lo que es igual, la hidalgo de nobleza calificada, en razón al ejercicio de la Caballería como institución cimentada en la observancia y cumplimiento de ciertos cánones y conductas en los ámbitos personal y social del individuo que los aplica con rigor, y a través de ellos adquiere la condición de Caballero si es del género masculino o Dama si es del femenino. Esos dos conceptos resultan ser, sin dudas ni ambages, la nobleza y la tradición, los cuales no están ni pueden estar desligados de ejercicio de la Caballería, por el contrario hacen parte de su esencia y condición.

Sin embargo conviene a este mismo propósito aclarar si estos dos

conceptos corresponden, como se ha pretendido hacer ver de manera malintencionada por algunos sectores, a mecanismos perversos de dominación, así: el primero, la nobleza, a una referencia exclusiva y excluyente como determinación de cierta clase social privilegiada expoliadora, y la segunda, o sea la tradición a una práctica anacrónica, o un ejercicio desueto utilizado por la nobleza para justificar su existencia y proceder.

Para ello nada mejor que remontarnos a sus respectivas

definiciones gramaticales, luego a su reseña histórica y posteriormente a su justificación, para lo cual desde una perspectiva metodológica será conveniente analizarlas por separado y finalmente determinar sus respectivas relaciones y puntos de encuentro.

NOBLEZA Conforme a lo dictaminado por un sencillo texto definitorio como

puede ser el Diccionario (Ilustrado Sopena, p. ej.) se observa que: “Nobleza. F. Calidad de noble.//Conjunto de los nobles de un Estado o región.” En cuanto a dicha calidad indica ese mismo texto: “Noble. Adj. Preclaro, ilustre, generoso// Principal en cualquier línea.// Dícese de la persona que por su nacimiento o por gracia especial, pertenece a una clase social privilegiada. Ú.t.c.s.//Singular, particular o aventajado en su especie.// Honroso, estimable.”

Como puede apreciarse no existe una única definición para esta

aserción, lo cual no indica en manera alguna que esta tenga distintas

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connotaciones, por el contrario todas ellas coinciden en señalar unas determinadas condiciones de especialidad que se predican de uno o varios individuos que se destacan por poseer virtudes o cualidades o por poseer una gracia otorgada por su origen o distinción que lo colocan en una posición relevante frente a los demás.

A pesar de ello aparecen entonces dos interpretaciones que sin

contradecirse toman rumbos distintos: la primera, que apunta a otorgar dicha adjetivación a los sujetos que reúnen en su persona unas cualidades excepcionales, la segunda, que enfoca al o los individuos a quienes se ha conferido ese status por razones ancestrales o por un destacado mérito. No obsta, se repite que ambas explicaciones puedan coincidir en un mismo ser.

Bien pudiera aseverarse para el primer caso que a esta condición

fuera factible hacerse acreedora toda persona que cumpla con los parámetros virtuosos señalados y por tanto de libre acceso sin importar su origen o condición, en tanto que para el segundo estaría restringido a quienes puedan ostentar el reconocimiento por parte de un monarca soberano y por ende exclusiva de quienes por su origen o condición reconocida por ese monarca puedan acceder a ella.

Una tercera posición, no extractada del texto gramatical

corresponde a una definición, si se quiere más ecléctica, que ha sido la propugnada en tiempos recientes por la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, la cual según palabras del Papa Pío XII, conforme a una alocución formulada ante la Guardia Noble del Vaticano en Navidad de 1945, indicó:

“Nobleza es una institución tradicional fundada sobre la

continuidad de una antigua educación.” Como puede observarse, recoge esta apreciación elementos de las

anteriores definiciones y agrega unas novedosas, las que para su correcto entendimiento desentrañaremos más adelante.

Sin más remedio que remontarnos en el tiempo en búsqueda de los

hitos históricos que marcaron las pautas de esa condición social y personal para establecer su sentido más asertivo es necesario proceder a efectuar una breve reseña de la misma.

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Al referirnos a la nobleza es preciso tener presentes dos conceptos

generales, que cobran vigencia, especialmente tratándose de España. La nobleza titulada y la nobleza no titulada. Es decir que para ser noble no se requería tener un título, ni era indispensable usar los títulos de Duque, Marqués, Conde, Vizconde, y Señor que configuraban la nobleza titulada, y que significa nobleza en sentido restringido. Así la Real Academia de la Lengua en la tercera acepción al vocablo “noble”, la define: “Dícese en sentido restricto, de la persona que por su ilustre nacimiento, o por gracia del Príncipe usa algún título del Reino; y por extensión a sus parientes. Pero teniendo la nobleza el concepto de “virtud heredada”, es lógico que los descendientes que también la heredan, sean también tenidos por nobles, de aquí, que la nobleza sin título, no por ello deja de ser nobleza.

Junto a la nobleza de los títulos, y aun más antigua, ha existido

desde tiempos inmemoriales, la nobleza no titulada que la componía toda la gran cantidad de hidalgos inclusive pobres, pero no por ello menos honrados y nobles que aquellos que poseían el título.

Así pues el acceso a la nobleza en España, y desde luego en Indias,

venía de tres fuentes principales pero distintas en su origen: 1) La nobleza de Sangre o hidalguía; 2) La nobleza de Privilegio, y 3) La nobleza de Cargo.

La nobleza de Sangre: Es la que se adquiere por el hecho de ser

hijo de padre noble con capacidad legal de transmitirla. Su esencia es hereditaria, y estaba definida en las siete Partidas así: “Fidalguía es nobleza que viene a los omes por linaje.” (Ley 3ª. Título XXI, Partida 2ª., Rey Don Alfonso X El Sabio.)

Nobleza de Privilegio: es la que emana de la libérrima voluntad del

Soberano. Se definía así: “Puédeles dar onrra de hijosdalgo a los que no lo

fuesen por linaje”. (Ley 6ª. Título XXVII, Partida 2ª., Rey Don Alfonso El Sabio). Esta clase de nobleza puede ser solo personal, transferible o intransferible a sus descendientes, según los términos de la concesión. Clásico ejemplo es, el de los títulos de Castilla, que

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proceden de privilegios particulares otorgados por el rey, quien puede hacerlos hereditarios o no.

Nobleza de Cargo: Es la que produce el ejercicio inherente de

ciertos cargos o empleos que tienen la posibilidad de comunicarla a quienes los desempeñan, como resulta por ejemplo del ejercicio de las armas, o de la judicatura y aun de la Administración Pública. Esta nobleza es personal.

La nobleza de Cargo con el tiempo podía convertirse en nobleza de

Sangre, así ocurría cuando a la tercera generación, mediante un proceso jurídico similar a la usucapión, quien poseía la nobleza de Cargo podía transmitirla a un sucesor, y éste al suyo, con lo cual se daba el resultado de la adquisición de la hidalguía, que se denominaba “Nobleza de Sangre Legal”, que es la que se adquiere, de derecho, después de haber estado tres generaciones en posesión de la misma. Así lo disponía la Real Pragmática de 10 de febrero de 1623 en concordancia con la Ley (2ª., Título XXI, Partida 2ª.)

Este último tipo de nobleza era el que se consideraba y atendía

para permitir el ingreso de una persona a cada una de las Órdenes de Caballería, en las cuales además de probar un pasado virtuoso se sometía a una regla para su observancia y cumplimiento. Para ello, recibida la merced de otorgamiento de un Hábito, había necesidad de probar la hidalguía en forma previa a recibir la investidura.

Conforme a esto, se arrancaba básicamente de las Relaciones e

Informaciones de Méritos y Servicios, no solo los personales, sino de sus mayores, en donde se consignaban los hechos en que había participado y los cargos desempeñados, resultando de esto importantes relaciones históricas.

Estas relaciones e informaciones se probaban mediante testigos,

los testimonios de Oídas eran válidos, y además mediante documentos e instrumentos públicos del ejercicio de los cargos desempeñados por los mayores, o sea sus ascendientes.

De lo probado, resultaban implícitas declaraciones o informaciones

de hidalguía en muchos casos, por que aparecían pruebas de cargos

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desempeñados por más de tres generaciones, lo que implicaba la hidalguía de sangre.

A su turno, las informaciones y relaciones de méritos y servicios,

muchas veces constituían, además de hechos, unas intrínsecas informaciones de hidalguía, en cuanto se formulaban preguntas que entrañaban el conocimiento de los testigos sobre la condición del peticionario.

Se observa que la hidalguía se justificaba, como aún ahora, por el

ejercicio de oficios honoríficos, administrativos, políticos, militares, judiciales, etc.

Con el tiempo, especialmente a partir de finales de la Edad Media,

al lado de la Nobleza por excelencia, guerrera, señorial y rural, se fueron constituyendo noblezas también auténticas, pero de un brillo menor. Ejemplos no faltan en los diversos países europeos.

Así pues, en España, la investidura de determinados cargos civiles,

militares o de cultura, e incluso el ejercicio de ciertas formas de comercio e industria particularmente útiles para el Estado confería ipso facto la Nobleza a título personal y vitalicio, o bien a título también hereditario.

En Portugal, la condición de intelectual abría las puertas para la

categoría de noble. Lo era a título personal y vitalicio, aunque no hereditario, todo aquel que se licenciaba en Teología, Filosofía, Derecho, Medicina o Matemáticas en la famosa Universidad de Coimbra; pero si, de padre a hijo, tres generaciones se diplomaban en Coimbra en estas materias, pasaban a ser nobles por vía hereditaria todos sus descendientes aunque éstos, por su parte, no cursasen estudios en la referida Universidad.

En Francia, además de la nobleza togada – noblesse de robe - , que

se reclutaba entre la magistratura, era de destacar la pequeña nobleza de campanario o, más correctamente, noblesse de cloche, esto es, de campana. Este nombre se refiere a la utilizada por el municipio para convocar a los vecinos. La noblesse de cloche estaba habitualmente formada por familias de burgueses que se habían destacado al servicio del bien común en las colectividades humanas de tamaño menor.

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Similar tratamiento se dispensaba en otros países tales como

Inglaterra, Alemania, Italia, Rusia, Paises Bajos, Noruega, Suecia, Escandinavia, etc.

Estos ennoblecimientos no se daban, por cierto, sin suscitar

problemas dignos de atención, que se dejan ver con especial claridad en determinadas situaciones.

Por ejemplo, el Rey de España Carlos III (1759 – 1788),

considerando el brote industrial que comenzaba a despertar en otras naciones del continente europeo y el nocivo descompás en que se encontraba España en este campo, decidió, mediante la Real Cédula de 18 de Marzo de 1783, estimular fuertemente la aparición de industrias en su reino. Para ello adoptó, entre otras medidas, la de elevar como que automáticamente a la condición de nobles a aquellos de sus súbditos que, con provecho para el bien común, invirtiesen con éxito capitales y esfuerzos en fundar industrias nuevas o desarrollar las ya existentes.

La resolución del monarca atrajo al campo industrial a numerosos

candidatos a la nobleza. Ahora bien, la autenticidad de la condición de noble no consiste únicamente en el uso de un título conferido por Decreto Real, sino también y especialmente en la posesión de lo que se podría llamar perfil moral característico de la clase aristocrática. Sin embargo, es comprensible que ciertos nuevos ricos ascendidos por la Real Cédula a nuevos nobles, tuviesen especial dificultad en adquirirlo pues, como se sabe, dicho perfil sólo se obtiene por medio de una larga formación cultural adquirida especialmente en el seno familiar, de la que habitualmente carecían y de la cual se puede encontrar, no obstante, importantes rasgos en otras élites burguesas más tradicionales pero con menor capacidad económica, fundadas en prácticas profesionales de mayor exigencia.

La inyección de esa sangre nueva en la nobleza tradicional podría

proporcionarle en ciertos casos un suplemento de vitalidad y creatividad. No obstante, también podría traer consigo el riesgo de añadirle rasgos de vulgaridad y de cierto arribismo desdeñoso de las antiguas tradiciones con evidente perjuicio para la integridad y coherencia del perfil del noble. Era la propia autenticidad de la

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nobleza, por su identidad consigo misma, la que podría así resultar perjudicada.

Hechos análogos sucedieron en más de un país de Europa, a

consecuencia de situaciones también análogas, y que aún suelen ser frecuentes, tal es el caso de Inglaterra en donde se destacaron como nobles a piratas y corsarios y en la actualidad a estrellas del espectáculo, sin interesar en mayor manera su extravagancia o costumbres. Todo es dado en este caso con el propósito de enaltecer a quien sin mayor mérito personal sea relevante por su fama o publicidad, aún nefasta o de poco imitar.

Antes que nada, en el ambiente general de la sociedad europea de

entonces aún había una profunda impregnación de aristocracia, y el nuevo noble - nuevo rico - se sentía a disgusto en la condición social a que ingresaba si no se empeñaba en asimilar, por lo menos en buena medida, su perfil y sus maneras. Las puertas de muchos salones difícilmente se le abrían de par en par, con lo que se ejercía sobre él una presión aristocratizante que era reforzada, a su vez, por la actitud del pueblo llano, que sentía lo risible de la situación de un conde o de un marqués de reciente fábrica, y lo dejaba entender por medio de bromas incómodas a los oídos de quien era ellas desdichado blanco. De ahí que el recién noble, lejos de embestir contra las peculiaridades de un ambiente con respecto al cual era heterogéneo, hiciera en general todo lo posible para adaptarse a él y, sobre todo, para proporcionar a su progenie una educación genuinamente aristocrática.

Las mencionadas circunstancias facilitaron la absorción de estos

elementos nuevos por parte de la nobleza antigua, de modo que, al cabo de una o más generaciones, desaparecieron las diferencias entre nobles tradicionales y los nuevos nobles: es que éstos iban dejando de ser “nuevos”, por el propio efecto del paulatino transcurrir del tiempo, y el matrimonio de jóvenes nobles, titulares de nombres históricos, con hijas o nietas de nuevos ricos - nuevos nobles - servía a muchos de ellos como medio para evitar la decadencia económica y de conferir nuevo brillo a su respectivo blasón.

Algo de esto aún ocurre en nuestros días. No obstante, debido al

tono fuertemente igualitario de la sociedad moderna y a otros

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factores, un ennoblecimiento automático o casi automático, a manera del instituido por el Rey Carlos III, lo que haría desvirtuar a la nobleza mucho más que servirla, pues los nuevos ricos se muestran cada vez menos celosos de ser nuevos nobles, cuando a ello pueden acceder, o establecen nuevos parámetros sociales en los cuales se sienten a gusto despreciando las usanzas anteriores propias de la nobleza tradicional.

En los países sin mayor tradición nobiliaria, tales como las

democracias burguesas occidentales de regímenes presidencialistas esta situación llega a ser mucho más acentuada, sobre todo en la actualidad, en donde quienes acceden a posiciones dominantes dentro de esas sociedades buscan acentuar sus diferencias con emulaciones vulgares de ostentación y carencia de los valores fundamentales que dieron origen a la nobleza, no como clase, sino como institución.

Es por tanto que habiéndose hecho un somero exámen del

antecedente remoto e inmediato de la nobleza en el sentido de privilegio de clase, resulta ahora dable considerar en esencia el contenido actual e institucional dado por la entidad que dio origen a esa casta. Nos referimos sin lugar a dudas a la Iglesia Católica, la cual mediante la legitimación real divina a partir de Carlomagno y posteriores monarcas y soberanos sentó las bases del sistema feudal, y a través de aquellos y de la Ordenes Militares dispuso los vínculos y condiciones para acceder a la calidad de noble.

En la alocución del 26 de Diciembre de 1941, dirigida a la Guardia

Noble Pontificia, se encuentra este párrafo, en el que Pío XII – a partir de las consideraciones sobre la Nobleza – se eleva a las más altas reflexiones filosóficas y religiosas:

“Sí, la Fe ennoblece aún más vuestras filas, por que toda nobleza

viene de Dios. Ente nobilísimo y fuente de toda perfección. Todo en Él es nobleza del ser. Cuando Moisés, enviado a libertar al pueble de Israel del yugo del Faraón, preguntó a Dios sobre el monte Orbe cuál era su nombre para manifestarlo al pueblo, el Señor le dijo: “Yo soy el que soy”: Ego Sum qui sum. He aquí lo que dirás a los hijos de Israel: El que es, Qui est, me ha enviado a vosotros” (Ex. III, 14). ¿Qué es entonces la nobleza? “La nobleza de toda y cualquier cosa – enseña el angélico Doctor Santo Tomás – es proporcionada a su ser:

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En efecto, el hombre no recibirá de su sabiduría ninguna nobleza, si por medio de esta no fuera sabio, y lo mismo ocurre con las demás cosas (o seres). Por tanto, el modo por el cual una cosa es noble corresponde al modo por el cual posee el ser; por que se dice que una cosa es más o menos noble en la medida en que su ser es caracterizado por un grado especial de mayor o menor nobleza... Ahora bien, Dios, que es su propio Ser, posee el ser en toda su plenitud; por lo tanto no puede carecer de ninguna nobleza que compete a cualquier otro ser” (Contra Gentiles, L. I, c. 28).

“También de Dios recibís vuestro ser; Él os ha hecho y no vosotros

mismos. “Ipse fecit nos et non ipsi nos” (Sl. XCIX, 3). La nobleza unida con la virtud reluce tan digna de alabanza que la luz de la virtud eclipsa con frecuencia el esplendor de la nobleza. Y en los fastos y en las desventuras de las grandes familias resta a veces como sola y única nobleza la cualidad de la virtud, como no dudó en afirmarlo aun el pagano Juvenal (Satyr. VIII, 19 – 20):

“Tota licet veteres exornet undique cerae atria, nobilitas sola est

atque unica virtus.” (Aunque las viejas figuras de cera adornen por todos lados los palacios de las grandes familias, la virtud es su única y exclusiva nobleza).

Enfático y contundente fue aún más Pío XII al cuestionar la

pretendida igualdad entre todas las personas en relación con sus distintos grados de nobleza y virtud, en su radiomensaje de Navidad de 1944, en este pronunciamiento no solamente señala las condiciones que debe entrañar la nobleza sino que cuestiona a todos quienes dentro de las sociedades democráticas ascienden al poder sin nobleza alguna pretendiendo convalidar sus actos con posiciones materiales:

“En contraste con este cuadro de ideal democrático de libertad e

igualdad en un pueblo gobernado por manos honradas y previsoras, ¡que espectáculo ofrece un Estado democrático abandonado al arbitrio de la masa¡ La libertad, en cuanto deber moral de la persona, se transforma en una pretensión tiránica de dar libre desahogo a los impulsos y a los apetitos humanos, con perjuicio de los demás: La igualdad degenera en una nivelación mecánica, en una uniformidad monocroma; el sentimiento del verdadero honor, la actividad

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personal, el respeto a la tradición, la dignidad, en una palabra, todo aquello que da a la vida su valor, poco a poco se hunde y desaparece. Solamente sobreviven, por una parte, las víctimas engañadas por la llamativa fascinación de la democracia, confundida ingenuamente con el propio espíritu de la democracia, con la libertad y la igualdad; y, por otra parte, los explotadores más o menos numerosos que han sabido, mediante la fuerza del dinero o de la organización, asegurarse sobre los demás una posición privilegiada o el propio poder.”

Y extiende Pío XII su observación respecto de las calidades y condiciones de aquellos que poseen nobleza y aquellos que no:

“Mientras los mediocres no hacen sino fruncir el ceño ante la adversidad, los espíritus superiores saben, según la expresión clásica, pero en un sentido más elevado, mostrarse “beaux joueurs”1, conservando imperturbable su porte noble y sereno.”

De igual modo prescribe los medios y la forma para denotar las condiciones de nobleza por parte del individuo que la posee:

Ante todo, debéis insistir en vuestra irreprensible conducta religiosa y moral, especialmente dentro de la familia, y practicar una sana austeridad de vida. Haced que las otras clases perciban el patrimonio de virtudes y dotes que os son propias, fruto de largas tradiciones familiares. Son éstas la imperturbable fortaleza de ánimo, la fidelidad y dedicación a las causas más dignas, una tierna y munificada piedad para con los débiles y los pobres, el prudente y delicado modo de tratar los asuntos graves y difíciles, aquel prestigio personal, casi hereditario en las nobles familias, por el que se llega a persuadir sin oprimir, a arrastrar sin forzar, a conquistar sin humillar el espíritu de los demás, ni siquiera el de vuestros adversarios o rivales. El empleo de estas dotes y el ejercicio de las virtudes religiosas y cívicas son la más convincente respuesta a los prejuicios y sospechas, pues manifiestan una íntima vitalidad de espíritu de la cual emanan todo vuestro externo vigor y la fecundidad de vuestras obras.”

La posesión efectiva y duradera de estas virtudes y cualidades anímicas lleva naturalmente al noble a tener maneras caballerescas

1 Buenos jugadores, que se inclinan lealmente ante la victoria del adversario.

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y superiormente distinguidas. Frente a este aspecto puntualizó el Vicario:

“Un verdadero hidalgo jamás presta su concurso a iniciativas que no puedan sustentarse y prosperar sino con perjuicio del bien común, con detrimento o con la ruina de los pequeños, de los débiles, del pueblo, de aquellos que ganan el pan con el sudor de su frente ejerciendo un oficio honesto. Así seréis vosotros verdaderamente una élite: así cumpliréis vuestro deber religioso y cristiano; así serviréis noblemente a Dios y a vuestro país.”

Del mismo modo ejemplarizó el Pontífice acerca de las características exógenas de la nobleza:

“Se manifiesta, además, en la dignidad del porte y la conducta, dignidad que no es, sin embargo, imperativa y que, lejos de resaltar las distancias, sólo las deja traslucir, si es necesario, para inspirar a los demás una más alta nobleza de alma, de espíritu y de corazón.”

Y también respecto de sus características endógenas dispuso:

“Aparece, por fin, sobre todo, en el sentido de elevada moralidad, rectitud, honestidad y probidad, que debe informar toda palabra y toda acción.”

El mismo Pío XII cuestionó el papel inactivo y parasitario de la denominada nobleza hereditaria de título y potestades, que no ejerce efectivamente su papel en la sociedad como ejemplo de trabajo y rectitud:

“Una nobleza y un patriciado que, por así decir, se anquilosaron en la nostalgia del pasado, estarían condenados a una inevitable decadencia.”

En relación con el papel y las tareas que una persona noble debe desempeñar en la sociedad señaló la misma alocución Papal:

“Es claro, sin embargo, que hoy no pueden siempre manifestarse el vigor y la fecundidad en las obras con formas ya superadas. Esto no significa que se haya restringido el campo de vuestras actividades; por el contrario, ha sido ampliado a la totalidad de las profesiones y oficios. Todo el terreno profesional está también abierto para vosotros; en todos los sectores podéis ser útiles y haceros insignes: en los cargos de la administración pública y del gobierno, en las

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actividades científicas, culturales, artísticas, industriales, comerciales.”

Finalmente el Pontífice concluye determinando lo que es en realidad la nobleza:

“Recordaréis, también como os incitábamos a desterrar el abatimiento y la pusilanimidad frente a la evolución de los tiempos, y como os exhortábamos a que os adaptarais valerosamente a las nuevas circunstancias, fijando la mirada en el ideal cristiano, verdadero e indeleble título de genuina nobleza.”

Lo anterior demuestra como cualquier persona por humilde que esta sea mientras conserve en su ser las costumbres cristianas, de la moral, la ética, la benevolencia, la virtud y el honor puede adquirir per se las condiciones de nobleza y desplegar su actividad con decoro al servicio del colectivo social. Pero el reconocimiento de esas condiciones corresponde no al mismo individuo del que se predican, sino a una comunidad que le observa.

Las manifestaciones de Pío XII respecto de lo que significa la nobleza fueron posteriormente refrendadas por Juan XXIII, quien en alocución del 9 de Enero de 1960 expresó:

“El hecho, pues, de pertenecer a una categoría particularmente distinguida de la sociedad humana, al mismo tiempo que requiere una adecuada consideración, representa una invitación a los que forman parte de esa categoría, para que den más, como conviene a quien más ha recibido y un día deberá rendir cuenta de todo a Dios.”

Surge entonces aquí un interrogante: ¿ La condición de nobleza se adquiere simplemente por la práctica de las virtudes y cualidades requeridas, o además es requisito que sean estas reconocidas socialmente mediante una designación formal emanada de una autoridad soberana?

Si nos retrotraemos a la definición hecha por Pío XII, en el sentido de que: “Nobleza es una institución tradicional fundada sobre la continuidad de una antigua educación”, vemos como las características básicas contenidas en la definición etimológica, enunciadas inicialmente aquí, se hacen presentes tácitamente al cotejo con la misma interpretación formulada por ese Pontífice, pero además señala puntualmente otras de manera expresa, a saber: a) Se

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trata de una institución, luego no puede considerarse como la llana condición de virtuosidad del individuo; b) Esta institución debe tener una tradición, lo que equivale a decir que no puede bajo ningún aspecto tratarse de una institución novedosa o carente de los antiguos preceptos de hidalguía; c) Debe tener una continuidad histórica, lo que implica no tener interrupciones en su transcurrir o actuar, ¿alguna de las actuales monarquías cumple cabalmente con este requisito?; e) Esta institución debe proporcionar una antigua educación, huelga decir, la transmisión de datos y conocimientos. Pero, ¿pueden ser estos cualquier clase de datos y conocimientos, ya sean técnicos o científicos? Por supuesto que no, estos deben estar referidos a las antiguas tradiciones de la Caballería, como quiera que esta aplica a la condición de Caballero, distinción que según el Diccionario corresponde a:

“Hidalgo de nobleza calificada.// Individuo de alguna de las

Ordenes de Caballería.// El que se conduce con nobleza y generosidad.// Persona distinguida.”

Aquí se pudiera volver a suscitar la misma controversia anterior,

esto es, si dicha condición es más valedera para uno u otro sentido; consideramos que al igual que antes esta ambivalencia está plenamente superada.

Dado que es claro que la nobleza tradicionalmente ha tenido dos

fuentes de creación histórica, como son, de una parte, más selectiva, la designación o investidura por parte de un monarca soberano de nobleza reconocida a un individuo, concediéndole jurisdicción, gracia y título nobiliario, y otra, más universal, que corresponde al ingreso, aceptación e investidura por parte de ciertas instituciones de hidalguía, queda por analizar conforme a las definiciones gramaticales y eclesiástica cuales son las instituciones tradicionales transmisoras de una antigua formación y sobre las cuales se funda la nobleza, distintas de la fuente monárquica, aplicable exclusivamente a las naciones con esa tradición y legitimidad real.

Al respecto hemos de señalar que estas varían de acuerdo a cada

orientación y país, toda vez que con el devenir histórico estas han ido acomodándose a las situaciones particulares, sin embargo es importante precisar que todas ellas tuvieron sus orígenes remotos en

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el sistema feudal de la edad media, y se organizaron basados en el ejemplo de las Órdenes de Caballería.

De una parte están las tradicionales y antiquísimas Órdenes de

Caballería, tanto las que se crearon en Tierra Santa al término de la primera cruzada, tales como la Soberana Orden Militar de San Juan de Jerusalén, Rodas Chipre y Malta y la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro, ambas reconocidas, vinculadas y dependientes directamente con la Iglesia Católica, y la Orden Soberana y Militar del Temple de Jerusalem, ecuménica cristiana, independiente y reconocida por la Iglesia Ortodoxa Griega. Es de precisar que la Orden Teutónica, también fundada en Tierra Santa, en la actualidad ha desaparecido.

De otra se encuentran otras Órdenes de Caballería, no menos

destacadas, pero que tuvieron su origen en distintas circunstancias y países, así pues en la península hispánica se establecieron con el objeto de la reconquista española las Órdenes de Calatrava, Montesa, Alcántara y Santiago en esa nación, y la de Cristo en Portugal, aún vigentes las cuatro primeras, y cuyo Gran Maestre es el Rey de España, y la última convertida en una distinción Civil. También están la Orden de la Jarretera y del Baño, de origen inglés, y la San Estanislao, de origen polaco. También algunas más recientes establecidas para conferir distinciones reales, como el Toisón de Oro, etc.

Se suman a esta instituciones algunas dispuestas para la

perfección de ejercicios militares, de preservación de especies equinas y cofradías religiosas, tales como las Reales Maestranzas de Ronda, Sevilla, Granada, Zaragoza y Valencia, los Caballeros Hijosdalgo de la nobleza de Madrid, Cuerpo de la Nobleza de Cataluña, Unión de la Nobleza Valenciana, Hermandad del Santo Cáliz, Hermandad de los Infanzones de Illescas, Real Cofradía de Caballeros Nobles de Nuestra Señora del Portillo de Zaragoza, en España y muchas otras en los demás países en donde hoy en día funcionan regímenes monárquicos.

Pero solo unas muy contadas se enmarcan en el concepto exacto

designado como instituciones tradicionales fundadas sobre la continuidad de una antigua formación o educación de Caballería, entre las cuales destacan preponderantemente las Órdenes de

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Caballería, tanto aquellas fundadas en Tierra Santa, como las posteriores. Con respecto a estas instituciones cabe manifestar que ellas no confieren jurisdicción, gracia y título nobiliario, sino la investidura de Dama o Caballero miembro de las mismas en los diferentes grados previstos en sus estatutos, lo que convalida la condición de noble humildad de quien es distinguido con tal mención ya que la nobleza excelsa corresponde a la Orden que la confiere.

Entonces, aparece otra inquietud, bien valedera por cierto

¿pueden legitimar otras instituciones o condiciones socioeconómicas o culturales diferentes de las señaladas anteriormente la condición de nobleza en un individuo?

Aparentemente así lo pareciera, o al menos es lo que se pretende

en la actualidad por parte de sociedades precarias en tradiciones, las que sin optar directamente a la condición de nobles intentar imitarlas cayendo en el más absurdo ridículo. Para demostrarlo vamos a considerar algunos casos precisos para desvirtuar esas falsas apreciaciones:

Respecto de otras instituciones de educación, las más

sobresalientes son las Universidades y los Institutos de Formación Militar. A este respecto es preciso diferenciar que en tanto los Institutos de Formación Militar pueden ser o no tradicionales e impartir conocimientos acerca de una antigua enseñanza, como lo es el arte de la guerra, se aproximan más a la concepción señalada por la Iglesia que las mismas Universidades, sin llegar a cumplir ninguna de estas instituciones con la totalidad de las características enunciadas. Veamos por qué: Tanto en unas como en otras se imparten conocimientos técnicos, científicos y hasta humanistas, más sin embargo ellas no obedecen a una regla o ideal de promoción de las virtudes humanas al servicio de Dios y de la sociedad, sino a la transmisión de aspectos académicos enfocados a la enseñanza de una profesión u oficio. Por esta razón es frecuente ver como muchos profesionales egresados aún de las más prestigiosas universidades del mundo y oficiales emanados de importantes academias militares en su actuar cotidiano contradicen los principios de nobleza más simples; situación esta cada vez más frecuente en una sociedad a la cual tiene acceso a esas instituciones quienes disponen de los medios económicos suficientes para obtener un título o un rango castrense, y

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la tendencia cada vez mas mercantilista de aquellas instituciones. Por tanto queda claro que la obtención de un título académico no es en sí una consideración de nobleza o hidalguía, de allí el viejo adagio popular que pregona: “Es más fácil ser Doctor que ser Señor”.

No obstante lo anterior es de destacar que una formación

profesional o militar enmarcada en el contexto de una regla de Caballería resulta ser el ideal del hidalgo moderno, ya que es el médico, abogado, ingeniero, arquitecto, economista, odontólogo, etc., el hombre o mujer instruido al servicio de la sociedad, y el militar, el defensor de la misma por excelencia.

Que mayor honor y mérito que conjugar todas estas condiciones

en una: la de Caballero, Militar y Profesional. El siguiente caso institucional del que nos vamos a ocupar es el de

los Clubes. Al respecto deben considerarse varios casos, uno el de los Clubes con ánimo filantrópico o de caridad, tales como los Lions, Rotary, Kiwanis, etc., que de manera inapropiada conceden a sus miembros el título de “Caballeros” o “Damas Voluntarias”, el otro es el caso de los Clubes Sociales, y finalmente el de los Clubes Deportivos, los que por sustracción de materia, de entrada, deben ser descartados.

En relación con los primeros, esto es, los de orden filantrópico o

de beneficencia cabe señalar que a pesar de su loable objeto y misión, estos no cumplen con el requisito básico de la continuidad de una antigua educación fundada en las tradiciones de la Caballería, aunque su propósito sea semejante al de la nobleza, y por lo tanto la concesión de las distinciones de “Caballeros” y “Damas” corresponde más a un enaltecimiento folclórico y de autoestima inadecuada entre sus miembros. Lo cual no obsta para reconocer lo valioso de su tarea y finalidades.

En cuanto a los segundos, los Clubes Sociales, que por demás son

los que más alarde hacen de su posición social destacada frente al resto de la sociedad, son éstos los que menos se acercan al ideal de nobleza, puesto que no reúnen ninguna de las condiciones exigidas, y por el contrario representan casi con gusto voluntario todas las características opuestas a las exigidas a la nobleza, en ellos prima la

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ostentación frente a la austeridad, el hedonismo frente al sacrificio, la banalidad frente lo trascendente y las apariencias frente a la sinceridad. Por tanto, es descartada de tajo esta posibilidad.

Seguidamente viene el caso de ciertas sectas y organizaciones que

aunque aducen ser instituciones tradicionales y transmitir arcanos conocimientos no coinciden con el concepto eclesiástico de nobleza. Entre ellos se destacan la masonería, los rosacruces, los gnósticos y otras entidades menos afortunadas que haciendo un uso abusivo de las reglas tradicionales de Caballería confieren títulos y distinciones a sus miembros, tales como “Caballeros” o “Damas”, llegando incluso algunos de ellos hasta el extremo de la desfachatez y el irrespeto de designar en algunos de sus rangos el término “Caballero Templario”, queriendo con esto autolegitimar lo que de por sí es ilegítimo. La fundamental razón para que estas seudo ordenes merezcan ser descalificadas es por cuanto la razón fundamental de ser de la nobleza es el servicio a Dios, y por supuesto quién a Él no sirve no puede ser noble en manera alguna.

Respecto de la Iglesia, es lógico que si esta institución dio

fundamento a la nobleza sea esta la más llamada a investir en esa calidad, claro está, a través de las Órdenes de Caballería que tiene a su servicio o a través del poder soberano del Papa como monarca Jefe del Estado Vaticano. Sin embargo no es admisible que a pesar de las doctrinas ecuménicas de Su Santidad Juan Pablo II, la Iglesia Católica continúe en pleno Siglo XXI discriminando a los demás Cristianos, y por tanto negando la posibilidad de estos a ser reconocidos como nobles por no sujetarse a la autoridad papal cuando monarquías no Católicas tienen organizaciones de nobleza aún más elaboradas y exigentes que las de extracción Católica, más paradójico resulta si se tiene en cuenta que algunos de los más distinguidos nobles de la Iglesia se han visto envueltos recientemente en escándalos que empañan individualmente su condición, lo cual por supuesto no compromete a toda institución clerical ya que se trata de casos aislados, y lo que para el presente análisis no viene al caso.

De otra parte resulta imprescindible considerar el caso de las

condiciones socioeconómicas y culturales de las personas. Al respecto hemos de decir que por sí mismas estas condiciones no son más que simples aditivos materiales e intelectuales que si no se encuentran al

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servicio de una causa cristiana recta y justa poco aportan a las condiciones de nobleza que exige de una disposición espiritual de lucha y entrega.

Aquí se presenta una situación bastante concurrente por cierto

entre una buena parte de los afortunados poseedores de riqueza o los portadores de destacados reconocimientos académicos o culturales, esta es su actitud arrogante y soberbia, contraria en sí con la imponente humildad que exige la condición de noble.

Ahora con respecto de las élites adineradas que en vez de procurar

cultivar cualidades adecuadas a su elevada condición económica, se jactan de permanecer en la vulgaridad de sus hábitos y modos de ser, juzgamos que contraproducente resulta ser su aspiración de reconocimiento y respeto social.

La tendencia a permanecer en los descendientes del propietario es

inherente a la propiedad individual. A ello conduce con todas sus fuerzas la institución de la familia. Así pues, se han constituido, de vez en cuando, linajes y hasta “dinastías” comerciales, industriales o publicitarias, cada una de las cuales puede ejercer sobre el curso de los acontecimientos políticos un poder incomparablemente mayor que el de los simples electores; ellos en sí, cuando en su ejercicio particular y público dedican sus esfuerzos al servicio de causas justas y honestas que corresponden con el ideal cristiano, sin dudas, son los más cercanos a la condición de nobleza, evento que exclusivamente se perfecciona en tanto y en cuanto observan y adoptan una regla institucional tradicional de Caballería o son distinguidos como tales por un soberano, de lo contrario solamente adquieren la condición de ciudadanos notables.

Finalmente en esta disquisición solo basta con anotar, a pesar de

lo anterior, que no todos los individuos que ejercen la actividad pública ya sea en el servicio público, diplomático o político pueden concurrir en dicha apreciación. Ella está dada en las condiciones explicadas, no así para quienes hacen uso de las dignidades conferidas por la soberanía real o popular para sus fines y propósitos personales y no para el bienestar colectivo.

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Para concluir diremos entonces que la condición nobiliaria conforme a la más reciente definición prescrita por la institución eclesiástica Católica, de la cual obtuvo origen y fundamento, se adquiere por la disposición de ciertas virtudes especiales infundidas, transmitidas, reconocidas y valoradas a un individuo por una institución tradicional creada para esos efectos. Desde la otra perspectiva, esto es, la otorgada cortesanamente se efectúa por encargo hecho a la persona beneficiaria como reconocimiento o distinción por un monarca soberano que ostenta título de nobleza de superior jerarquía, lo cual no es extensivo a los reconocimientos cívicos hechos por los Estados que no son de corte monárquico o por nobles sin jurisdicción alguna, los cuales a pesar de otorgarse como Órdenes e incluso distinguir a sus beneficiarios como “Caballeros”, no tienen en lo absoluto nada de noble ni nobiliario.

LAS ORDENES DE CABALLERIA Sobre la aparición de las Ordenes de Caballería se fantasea mucho.

Algunos remontan sus orígenes a los Romanos otros incluso a los Asirios, inclusive algunos indican que sus creadores fueron los Apóstoles. Lo cierto es que la institución apareció bajo la predicación de los sacerdotes católicos, para suavizar las bárbaras costumbre aparecidas a raíz de la disolución del Imperio Romano, que en los albores de la Edad Media, vino a crear una coincidencia de religiosidad, aplicada a la caridad, a la consideración y respeto de las damas como personas débiles y bellas a quienes se debía honrar y más aún defender, lo mismo que a los necesitados, y en fin al deseo de reparar injusticias, lo que implicaba la perfección, el idealismo, la limpieza del alma y cuerpo incluso en el aseo personal, la continencia en todos los actos de la vida, la elegancia de las maneras, etc. En fin todo lo que por antonomasia se denomina hoy “Caballerosidad”.

En realidad este espíritu realizado entonces entre la nobleza, vino

a decantarse con la explosión de fe y exaltación del idealismo, que dio lugar a las guerras de las cruzadas para conquistar los Santos Lugares.

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Cuando Godofredo de Bouillón, Conde de Champaña y Duque de Lorena, en unión con Tancredo y Raimundo tomaron Jerusalem el día viernes 15 de julio de 1099 a las 3 de la tarde, hora en que Jesucristo expiró, el entusiasmo entre los cruzados fue inmenso; hicieron penitencia en los lugares sagrados, especialmente en el Santo Sepulcro, donde fueron armados caballeros, quienes habían combatido con fe y valor, jurando en ese momento defender hasta su propia muerte, el lugar donde fue depositado el cuerpo del Redentor, que luego resucitó lleno de gloria y majestad.

Así aparecieron los primeros monjes soldados, y se crearon las

cinco Órdenes básicas que conferían la “Caballería” como título de nobleza personal, el cual era intransferible, no se heredaba, tal como sucede actualmente.

Las Órdenes que también conferían un carácter un carácter

monacal además de caballeresco fundadas en Tierra Santa fueron las siguientes:

Templarios. Entre los caballeros francos que conquistaron

Jerusalem se encontraba Hugo de Payens y Godofredo de Saint Omer de la Champaña, que con un grupo de Caballeros más, nueve en total, compañeros de armas, fundaron una Orden que en sus comienzos fue tan pobre que se decía que cada dos de ellos usaban un solo caballo.

El Patriarca de Jerusalem los ayudó y reconoció, y el Rey Balduino I hermano de Godofredo de Bouillón, les dio como habitación una parte del Templo de Jerusalem, de donde tomaron el nombre de Templarios.

Lazaristas. En un principio los Caballeros Lazaristas estuvieron unidos a los Caballeros Hospitalarios de San Juan, dedicados a los leprosos en los hospitales de la Orden de San Juan. Cuando los de San Juan hicieron votos de castidad, los Lazaristas se separaron, tomando como divisa una cruz verde tribolada. Hicieron voto de defender los Santos Lugares. En 1572 Gregorio XIII unió esta Orden a la de San Mauricio, instituída por Amadeo VIII de Saboya. Hoy subsiste como Orden de Honor del Estado Italiano con el nombre de San Mauricio y San Lázaro.

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Teutónicos. En el año de 1128, el Caballero alemán

Walpoth, fundó en Jerusalem una capilla bajo la advocación de Santa María, para los peregrinos de su nación. Otros Caballeros se le unieron posteriormente adquiriendo dinero y posesiones para la Orden; se titularon: “Hermanos de Santa María la Teutónica”. Durante el sitio de Tolemaida, ciudadanos de Bremen y Lübeck, levantaron tiendas con las velas de sus barcos para recoger heridos de Alemania, y adoptaron la regla de San Agustín. La Orden fue aprobada por Clemente III quien les dio manto blanco con cruz negra, no admitiendo en ella sino a hidalgos alemanes.

De Malta: En el siglo XI en Amalfi, ciudad situada en el puerto de Nápoles hacia el año 1048, un grupo de mercaderes obtuvo del sultán de Egipto Bomensor soberano de Palestina, autorización para levantar una hospedería para cristianos que comerciaban con Tierra Santa.

Al lado de la hospedería se levantaron dos iglesias bajo las advocaciones de la Madre de Dios y Santa María Magdalena, cada una destinada a un sexo distinto y luego fundaron un hospital junto al templo de Salomón bajo el patrocinio de San Juan Bautista.

A principios del siglo XII el Pontífice Pascual II protegió la

institución, y en 1104 se constituyó la Órden de los Hospitalarios de San Juan, en el reinado de Balduino I, primer rey del Reino Latino de Jerusalem; recibieron de este tanta protección por su caridad hacia los enfermos y peregrinos que les dio posesiones y crecidas rentas para agrandar su empresa. Cuando las incursiones y ataques de los turcos aumentaron hasta hacerse continuas, haciendo muy peligroso el peregrinaje, obligaron a los hasta entonces pacíficos hospitalarios a tomar las armas y proteger a los viajeros, patrullando los caminos de Jerusalem, con un verdadero carácter guerrero y caballeresco que movió a la nobleza, por lo cual muchos ingresaron a la Orden de San Juan, la cual de muchas vicisitudes en el tiempo deambulando por Rodas, Chipre y Malta, agregaron a su nombre adicional el de estos lugares.

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Del Santo Sepulcro: A la muerte del Califa Harun el Raschid, se acabó el pacífico convenio, por el cual los peregrinos, podían visitar libremente los Santos Lugares, hecho que constituyó una de las causas para la reunión del Concilio de Clermont, congregado por el Papa Urbano II, aprobándose en el año 1095 la primera cruzada, y al grito de “Dios lo quiere”, al mando de Godofredo de Bouillón salieron los primeros ejércitos que fueron a conquistar Jerusalem. Los cruzados obtenían la imposición de una cruz roja en sus ropas y fueron llamados: “Militis Sancti Sepulcri”.

Luego del triunfo en Nicea y la toma de Antioquia, Godofredo de Bouillón derrotó a los musulmanes en Ascalón y tomó Jerusalem en 1088, organizando el Reino Latino de Jerusalem.

Godofredo reunió todos los frailes canónigos del Santo Sepulcro

con los Caballeros cruzados organizando la Orden Militar del Santo Sepulcro de Jerusalem.

Su hermano Balduino I, Rey de Jerusalem, a la muerte de

Godofredo, nombró al Patriarca Latino de Jerusalem como su primer Gran Maestro, a quien se le concedió la facultad de armar nuevos Caballeros y de imponerles las insignias.

Fuera de Tierra Santa fueron, además, organizadas varias Ordenes

de Caballería, con distintos propósitos, fundamentalmente la lucha contra los invasores árabes en la península ibérica, y de organización nobiliaria en otros países, de ellas se destacan las siguientes:

En España: La Orden de Santiago, la Orden de Calatrava, la

Orden de Alcántara, la Orden de Montesa. De origen Austrica, pero con fundamento español: La

Orden del Toisón de Oro. En Portugal: La orden Militar de Cristo, la Orden Militar de

Aviz, y la de San Jaime de la Espada, hoy convertidas en meras Órdenes de Honor.

En Italia: La Orden de la Anunziata, que hoy subsiste y la Orden de Saboya, extinta.

En Francia: La Orden del Espíritu Santo: también extinguida.

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En Inglaterra: La Orden Militar de San Jorge, Orden de la Jarretera, Orden del Baño, todas ellas vigentes y dependientes de la corona británica. TRADICION El aprecio a una tradición bien entendida es virtud rarísima en

nuestros días. Por un lado, por que el ansia de novedades, el desprecio por el pasado, la propagación materialista de la sociedad de consumo y la demagogia populista igualitaria derivada de las revoluciones contemporáneas (económicas, sociales, culturales, tecnológicas, etc.) han colocado esta institución en su más bajo punto de consideración, incluso si se compara con los sucesos posteriores a la caída de Roma; por otro, por que los defensores de la tradición la entienden a veces de un modo enteramente falso. La tradición no es un mero valor histórico, ni un simple tema para variaciones de nostalgia romántica; es un valor que ha de ser entendido, no de modo exclusivamente arqueológico, sino como un factor indispensable para la vida contemporánea.

La palabra tradición, señaló el Papa Pío XII en su radiomensaje de

navidad de 1944: “Suena inoportuna a muchos oídos; desagrada, con razón,

cuando ciertos labios la pronuncian. Algunos la comprenden mal; otros la convierten en falsa divisa de su inactivo egoísmo. Ante tan dramática confusión y desacuerdo, no pocas voces envidiosas, con frecuencia hostiles y de mala fe, con más frecuencia aún ignorantes o engañadas, os preguntan y apostrofan con descaro: ¿Para que servís? Antes de responderles, conviene ponerse de acuerdo sobre el verdadero significado y valor de esta tradición, cuyos principales representantes vosotros queréis ser.

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“Muchos espíritus, aun sinceros, se imaginan y creen que la tradición no es sino un recuerdo, el pálido vestigio de un pasado que ya no existe ni puede volver, que a lo sumo ha de ser conservado con veneración, hasta con cierta gratitud, relegado a un museo que (sólo) unos pocos aficionados o amigos visitarán. Si en esto consistiera o a ello se redujese la tradición, y si implicara la negación o el desprecio del camino hacia el porvenir, habría razón para negarle respeto y honores, y habrían de ser mirados con compasión los soñadores del pasado, retardatarios frente al presente y al futuro y, con mayor severidad aún quienes, movidos por intenciones menos respetables y puras, no son sino desertores de los deberes que impone una hora tan luctuosa.

“Pero la tradición es algo muy distinto del simple apego a un

pasado ya desaparecido; es lo contrario de una reacción que desconfía de todo sano progreso. La propia palabra, desde un punto de vista etimológico, es sinónimo de camino y avance. Sinonimia, no identidad. Mientras, en realidad, el progreso indica tan sólo el hecho de caminar hacia delante, paso a paso, buscando con la mirada un incierto porvenir, la tradición significa también un caminar hacia delante, pero un caminar continuo que se desarrolla al mismo tiempo tranquilo y vivaz, según las leyes de la vida, huyendo de la angustiosa alternativa: “Si jeunesse savait, si viellesse pouvait!”2 (Fléchier, Oraison fúnebre, 1676). Gracias a la tradición, la juventud iluminada y guiada por la experiencia de los ancianos, avanza con un paso más seguro, y la vejez transmite y entrega confiada el arado a manos más vigorosas que proseguirán el surco comenzado. Como lo indica su nombre, la tradición es el don que pasa de generación en generación, la antorcha que, a cada relevo, el corredor pone en manos de otro sin que la carrera se detenga o disminuya su velocidad. Tradición y progreso se complementan mutuamente con tanta armonía que, así como la tradición sin el progreso se contradice a sí misma, así también el progreso sin la tradición sería una empresa temeraria, un salto en el vacío.

“No, no se trata de remontar la corriente ni retroceder hacia

formas de vida y de acción propias a épocas pasadas, sino más bien

2 ¡Si la juventud supiera! ¡Si la vejez pudiera!

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de avanzar hacia el porvenir con vigor de inmutable juventud, tomando lo mejor del pasado y continuándolo.”

De una manera asombrosa profetizó en su momento el Pontífice: “El soplo impetuoso de un nuevo tiempo arrastra con sus

torbellinos las tradiciones del pasado; pero así se pone en evidencia cuáles de ellas están destinadas a caer como hojas muertas, y cuáles, en cambio, tienden a mantenerse y consolidarse con genuina fuerza vital.”

Es así como vemos resurgir con fuerza inusitada una tendencia por

la recuperación de los valores más altos del ser humano en esta última década, tal vez como reacción afortunada a la crisis y anarquía moral experimentada por el mundo moderno al finalizar el siglo XX. La caída del Muro de Berlín y con él la sociedad igualitarista preconizada por el ateísmo comunista, las plagas de las nuevas y repotenciadas y el abuso de las drogas, así como la recesión económica mundial, fruto de la globalización capitalista descontrolada, han hecho ver a la humanidad que el camino de la verdad y la justicia está en Dios y nada más que en Él, ya que él es el principio y fin de todas las cosas.

Es aquí entonces donde descolla en todo su esplendor la tradición

como fuente vital de la familia, la nobleza y la hidalguía, las cuales tienen su máxima expresión en el ideal perenne de la Caballería.

*** *** ***