guzman-el aguila y la serpiente

1923

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clasico del escritor mexicano Martin Luis Guzman

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Max Aub: una obra maestra queentreteje los fundamentos delgénero: relatos, crónicas,impresiones, memorias, que formanun libro clásico en cuanto a fondo yforma, y proporciona la clave paraentender lo que fue la Revoluciónen su periodo agudo.A medio camino entre el libro dememorias, la novela y el documentohistórico, El águila y la serpienterecorre los entresijos de larevolución mexicana a través de losojos de Martín Luis Guzmán. Con

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impecable prosa y una inalterablehonestidad, el autor nos presenta unfresco histórico que trasciende sucarácter autobiográfico para entrarde lleno, sin concesiones, en elanálisis político y sentimental de unepisodio ineludible de la historiamexicana. Todo ello con lainteligencia y la elegancia de unode los más destacados prosistas dela literatura hispanoamericana deeste siglo.

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Martín Luis Guzmán

El águila y laserpiente

ePub r1.0IbnKhaldun 04.08.15

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Título original: El águila y la serpienteMartín Luis Guzmán, 1928

Editor digital: IbnKhaldunePub base r1.2

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Noticia biográfica

Martín Luis Guzmán nació el 6 deoctubre de 1887. En este año de1887 ocurre el primer centenario deeste nacimiento. La presenteedición de El Águila y la Serpientecoincide, en fecha, con estecentenario. Creemos que es justo

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que lo señalemos y que esta ediciónde uno de sus grandes libros,contribuya a conmemorar y arealzar tal acontecimiento.

En 1904 ingresa a la EscuelaNacional Preparatoria de México, yen 1909 pasa a la Escuela Nacionalde Jurisprudencia. Interrumpe susestudios para ocupar el puesto decanciller en el Consulado deMéxico en Phoenix (Arizona,E.U.A.). En 1911 vuelve a Méxicoy reingresa a la Escuela deJurisprudencia; es bibliotecario de

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la Escuela Nacional de AltosEstudios y delegado a laConvención nacional del PartidoNacional Progresista. Durante laDecena Trágica (1913) funda, conotros maderistas, el periódico ElHonor Nacional.

En septiembre de 1913 seembarca en Veracruz; de NuevaOrleans sigue por territorionorteamericano hasta Sonora, y seincorpora a la Revolución, EnCuliacán forma parte del EstadoMayor del general Ramón F. Iturbe

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y después, en 1919, por unassemanas, del general ÁlvaroObregón. Va a Chihuahua con unacomisión de Venustiano Carranza.

En el mes de marzo está bajolas órdenes de Francisco Villa,quien, en agosto de 1914, lo envía ala capital como comisionado de laDivisión del Norte. En septiembrees nombrado coronel. Ve la entradade las tropas constitucionalistas yes encerrado en la Penitenciaría. Unmes después es puesto en libertadpor órdenes de la Convención

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Militar de Aguascalientes. Ennoviembre es consejero del generalJosé Isabel Robles, Secretario deGuerra y Marina de la Convención.Es nombrado entonces secretario dela Universidad Nacional de Méxicoy director de la BibliotecaNacional.

En 1915 va a España, endonde pasa más de un año y publicaun folleto La querella de México.En febrero de 1916 se instala enNueva York. Se dedica alperiodismo y da clases de español

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y de literatura española en laUniversidad de Minnesota (E.U.A.).En 1919 regresa a México. Es jefede la sección de editorialistas de ElHeraldo de México. En 1920publica su libro de ensayos Aorillas del Hudson. Es secretarioparticular de Alberto J. Pani,Ministro de Relaciones Exteriores,y miembro del Comité organizadorde las fiestas del centenario de laConsumación de la Independencia(1921). En 1922 funda el diario dela tarde El Mundo, cuya

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publicación termina en 1924. Deseptiembre de 1922 a diciembre de1923 es diputado al Congresofederal por un distrito de la ciudadde México.

En 1925 vuelve nuevamente aEspaña, en donde permanece hasta1936, salvo una larga estancia enParís. Colabora en la prensaespañola, dirige los periódicos ElSol y La Voz y tiene estrechasrelaciones políticas y amistadentrañable con don Manuel Azaña.Su labor literaria es constante y

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fructífera. Publica El águila y laserpiente (1928), La sombra delcaudillo (1929), Aventurasdemocráticas (1931), Mina elmozo: héroe de Navarra (1932) yFiladelfia, paraíso deconspiradores (1933).

En abril de 1936 regresa aMéxico. Colabora en los periódicosy continúa su obra literaria.Empieza a publicar las diversaspartes de las Memorias de PanchoVilla: I El hombre y sus armas(1938), II Campos de batalla

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(1939), III Panoramas políticos yIV La causa del pobre (1940).Inicia entonces su importante laboreditorial. Funda, asociado a otraspersonas, Edición y DistribuciónIbero-Americana de Publicaciones,S. A. (EDIAPSA). En 1940 ingresaa la Academia Mexicana de laLengua. Dirige la revista Romancede EDIAPSA y en mayo de 1942funda el semanario Tiempo.

En 1946 publica Kinchil,fragmento de una novela, y en 1948principia la serie de volúmenes

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intitulada El liberalismo mexicanoen pensamiento y en acción. De1951 son sus trabajos en el PrimerCongreso de Academias sobre laautonomía de las Academiascorrespondientes. En el mismo añoes nombrado Embajador adscrito ala Misión mexicana ante lasNaciones Unidas. Se publican en unvolumen las Memorias de PanchoVilla, agregando una quinta parte:Adversidades del bien. En 1952toma parte en los trabajos de laConferencia de cultura y educación

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de la Universidad de Rutgers(Nueva Jersey, E.U.A.), y va enmisión especial a Puerto Rico aentregar al gobierno un retrato deBenito Juárez.

En los años siguientes publicadiversos libros, que el lector podráver en la bibliografía que aquípublicamos. En 1958 recibe elPremio Nacional de Literatura y eselecto Doctor Honoris causa de laUniversidad de Chihuahua. En 1959recibe el Premio literario ManuelÁvila Camacho y es nombrado

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Presidente de la Comisión Nacionalde los Libros de Texto Gratuitos. Enseptiembre de 1970 toma posesióncomo Senador de la República porel Distrito Federal.

Muere el 22 de diciembre de1976.

A. C. L.

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Bibliografía

La querella de México. Imp. ClásicaEspañola. Madrid, 1915.A orillas del Hudson. Revista Universal.Nueva York, 1917.El águila y la serpiente. Aguilar.Madrid, 1929. (En 1926 se publicó en eldiario El Universal, de México, D. F.).Aventuras democráticas. Cía.Iberoamericana de Publicaciones.Madrid, 1931.

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Mina el mozo: héroe de Navarra.Espasa Calpe. Madrid, 1932.Filadelfia, paraíso de conspiraciones.Madrid, 1933.Memorias de Pancho Villa. Desde 1936se publicó parcialmente en el diario ElUniversal, de México, D. F. Lasediciones Botas publican primeroseparadamente los cuatro primerosvolúmenes de la obra: El hombre y susarmas, 1938. Campos de batalla, 1939;Panoramas políticos y La causa delpobre, 1940; Adversidades del bien,1951, y los cinco volúmenes en un tomo:Cía. General de Ediciones. México 1951.Kinchil. Colección «Lunes». México,1946.Apunte sobre una personalidad.Discurso de ingreso a la Academia

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Mexicana. México, 1954.Muertes históricas. Cía. General deEdiciones, S. A. México, 1958.Otras páginas. Cía. General deEdiciones, S. A. México, 1958. (IncluyeLa querella de México y A orillas deHudson).Islas Marías, novela y drama. Cía.General de Ediciones, S. A. México,1959.Academia. Cia. General de Ediciones,S. A., México, 1959.Obras completas. Cía. General deEdiciones, S. A. México, 1961.Necesidad de cumplir las Leyes deReforma. Empresas Editoriales, S. A.México, 1963.Febrero de 1913. Empresas Editoriales,S. A. México, 1963.

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Crónicas de mi destierro. EmpresasEditoriales, S. A. México, 1964.La sombra del caudillo. Espasa Calpe.Madrid, 1929. (El mismo año fuepublicada en el diario El Universal, deMéxico, D. F.). Varias edicionesposteriores en España y en México. Hasido traducida al francés: París, 1931; alholandés: La Haya, 1937; alchecoslovaco: Praga, 1937, y al italiano:Milán, 1970.

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Primeraparte

Esperanzas revolucionarias

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Libroprimero

Hacia la Revolución

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1

La bella espía

Al apearme del tren en Veracruzrecordé que la casa de IsidroFabela —o más exactamente: lacasa de sus padres— había sido ya

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momentáneo refugio derevolucionarios que pasaban por elpuerto en fuga hacia los campos debatalla del Norte. Aquéllos eranluchadores experimentados;combatientes, hechos en larevolución maderista, cuyo ejemplopodían y aun debían seguir losrebeldes primerizos. Quise, pues,acogerme yo también a la casa quese me brindaba tan bondadosamentey me oculté en ella durante todo eldía, rodeado de una hospitalidadsolícita y amable.

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Cuando cerró bien la nochesalí de mi escondite para dirigirmea los muelles. Me embargaba unasola preocupación: ¿me admitiríanen el buque tan a deshoras?Caminaba aprisa, no obstante misdos maletas, las cuales, a la vez quecon su peso me abrumaban,parecían aligerarlo todo con sucontacto. Porque llevarlas en esemomento era, no sé por qué, comotener asida entre las manos larealización del viaje que esperabaemprender al otro día.

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En las calles próximas a laAduana me envolvió el olor defardos, de cajas, de mercancíasrecién desembarcadas: lo aspirécon deleite. Más lejos, el espacioprecursor de los malecones metrajo la atmósfera del mar: sevislumbraban en el fondo vagasformas de navíos, perforadasalgunas por puntos luminosos;corrían hacia mí brillos de agua;descansaban, abiertas de brazos, lasgrandes máquinas del trajínporteño.

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¡Como se aceleró entonces conmis recuerdos el pulso de miemoción! Por aquellos sitios, fuentede mis supremas fantasías de lainfancia, me deslizaba hoy, alamparo de la noche, en busca de unbarco y de lo desconocido.

Llevaba en mi carteracincuenta dólares; en el alma, unaindignación profunda contraVictoriano Huerta.

* * *

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El capitán del Morro Castle no sesorprendió cuando le dije quenecesitaba yo embarcarme en elacto, pese a los reglamentos y lacostumbre. La historia de que yoera revolucionarioconstitucionalista, y de que corríagravísimo peligro de que meaprehendiesen las autoridadesveracruzanas, hizo mella en su almade marino viejo. Por brevessegundos clavó en mí su miradafranca, clara, azul. Luego, comopara reflexionar más hondamente,

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contempló la pipa que tenía en unade las manos; y por último,mirándome otra vez, me dijo convoz grave y simpática, con voz quedaba suavidad al peculiar acento delos marinos de la Nueva Inglaterra:

—Por supuesto que se quedausted a bordo, pero con unacondición: que no saldrá de sucamarote mientras no suene la horaen que han de embarcarse mañanalos pasajeros. De lo contrario,podríamos tener dificultades.

Fuimos en seguida a la oficina

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del sobrecargo para legalizar, dealguna manera, mi presencia en elbuque. Allí enseñé mi billete y elpermiso del cónsul y llené otros doso tres requisitos, a cuál másinsignificante.

—Voy a acompañarlo a ustedhasta su camarote —dijo el capitán,así que me dispuse a seguir alcamarero, que había cogido mismaletas y avanzaba ya paramostrarme el camino.

Y en efecto, tomándome de unbrazo, me llevó, inquisitivo y

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locuaz, por pasillos y escaleras. Yaen la puerta del camarote, me tendióla mano con aire de despedirse,pero todavía así prolongó su charlaunos instantes. Quiso conocer miopinión sobre la muerte de Madero;me habló, sin mencionar nombres,de un grupo de revolucionarios quehabían ido en su barco, en el viajeanterior, hasta La Habana. Total:que al separarnos nos tratábamoscomo antiguos amigos. Tras dedarme una palmadita en el hombro,se despidió así:

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—Good night, old chap.Minutos después, mientras me

acomodaba en la litera, hicerápidas consideraciones optimistas.«No es poca fortuna —me decía—que los yanquis, salvo excepcionesraras, sean gente a quien se puedehablar con franqueza. ¡Qué granpaís el suyo si la nación fuera comolos individuos!».

* * *

Los pasajeros empezaron a subir al

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barco a eso de la una de la tarde; alas cinco, el Morro Castlerebosaba de gente, y a las seis, horaen que salimos del puerto, no podíadarse un paso sobre cubierta ni seencontraba sitio libre en partealguna.

Apenas pasada la bocana ycogido el rumbo, los mássentimentales de los viajeros —¿quién en tales casos no lo es?—nos apiñamos hacia la parte depopa para ver desvanecerse a lolejos el panorama veracruzano. El

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paisaje era crepuscular, misterioso.Casi a ras de agua, las hileras deluces del puerto se confundían conlas señales de la bahía, blancas yrojas. Volteaba encima el aspaluminosa del faro. Y todo, nubessanguinolentas del nacer de lanoche, fajas sombrías de la costa,iba hundiéndose en el ocaso comosi estuviera fijo en un mismo planodel cielo… El que dejábamos eraun horizonte sobre el cual pesaba,sin tregua, el caer de los astros.

Los pasajeros del Morro

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Castle, aunque muchos en número,no sumaban en conjunto grandesatractivos.

Pertenecían en lo general a esetipo gris, medio descastado, mediocosmopolita, que infesta con susmodales seguros y su fácilestupidez los barcos de todos losmares de la Tierra. A primera vistano descubrí más que unas cuantaspersonas interesantes: un grupo decuatro hombres —los cuatromexicanos, ninguno muy bienvestido y todos, a juzgar por ciertas

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frases que atrapé al vuelo, bastantemal hablados—; unanorteamericana hermosísima —rubia, seductora, de aspectoequívoco, de edad incierta— y unyanqui como de treinta años —fuerte, risueño, sencillo y enérgico— que luego resultó ser micompañero de camarote. Cierto queesta impresión, por lo rápida ysuperficial, debía considerarseincompleta o engañosa. Desdeluego, la muchedumbre de viajerosque llenaba el salón no se prestaba,

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en aquellas primeras horas, a trabarconocimiento con nadie. En lacubierta, además, se envolvía todoen una penumbra que si era gratapara el reposo y la meditación, eratambién perfectamente aisladora.

* * *

Al otro día inauguré mis labores dea bordo, poniendo cerco al grupode los cuatro mexicanos. Prontodescubrí que eran revolucionariosconstitucionalistas. Uno, a quien los

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otros guardaban muchasconsideraciones, si bien lehablaban siempre en tono algoregocijado, era doctor y se llamabaDussart. Su cuerpo pequeñocontribuía a hacer agradable elcontraste entre sus canas y su portejuvenil: era inquieto, ágil, ruidoso.Parecía el menos viejo de todosellos, no obstante que en el restodel grupo sólo había un anciano: elrico de la partida, el que, alparecer, financiaba el viaje. Losotros dos eran jóvenes: uno moreno,

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rizoso, fornido y conversador, y elúltimo —pariente del rico, orelacionado con él de algunamanera— el más joven de todos yde carácter discreto y sumiso.

Un incidente cualquiera fuepretexto para que cruzáramos lasprimeras palabras. Luego,enterados ellos de mis ideaspolíticas y mis propósitos, laintimidad se estableció como pormagia. A coro nos desahogamoscontra Victoriano Huerta; a corodijimos bien de la memoria de don

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Francisco I. Madero y ponderamoslas hazañas de Cabral yBracamontes, con lo cual lo mejorde la mañana se nos fue endisquisiciones políticas y enconstruir castillos de naipes entorno de la personalidad deCarranza, de cuyo temple hacíamosla garantía del éxito revolucionario.

No tardó el doctor Dussart enentablar, aquel mismo día,relaciones amistosas con unsinnúmero de pasajeros, en lo quesu presteza comunicativa no hallaba

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obstáculos. La hermosanorteamericana, a quien se acercómuy principalmente, fue una de laspersonas que primero loescucharon, y por lo visto mostrótanta complacencia, que a las doshoras del primer contacto el doctorDussart ya la traía inquieta con suexcesiva galantería mexicana y latrataba con familiaridad que anosotros nos dejaba asombrados.Lo más notable del suceso era queni la hermosa yanqui sabía jota deespañol —así al menos lo

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suponíamos entonces— ni el doctorhablaba en inglés más allá de cuatropalabras.

—¿Cómo se las arregla usted,doctor —le preguntábamos—, paraentenderse con esa señora?

—Muy fácilmente. El únicoidioma internacional —¡quéesperanto ni qué volapuk!— es eldel gesto, que nunca falla.

—Así y todo —le argüíamos—, el hecho es raro, pues, segúnparece, se trata de una señoradecente.

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—¡Qué duda cabe de que esdecente! De no serlo, me guardaríamuy bien de acercármele.

* * *

Por la tarde de ese primer día denuestro viaje, el doctor Dussart nosinició en el trato de su nueva amiga.No había cesado de ponderarnoslas relaciones valiosas que, sinduda, debía tener ella en losEstados Unidos, así como lo útilque podría sernos para los fines de

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«la causa». Necesitábamos —decía— hacerle la corte; estábamosobligados a conquistarla. Y como aél lo dominaba el impulso de laacción inmediata —una especie dedemonio ejecutivo— concertó lascosas de tal manera con el deck-steward que, sin saberse cómo, sejuntaron nuestras sillas de cubiertacon la de la bella señora. A partirde esa tarde, el corro queformábamos en torno de ella figuróentre lo más folklórico ycaracterístico del viaje. Cuando no

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la rodeábamos todos, uno al menosla acompañaba.

El doctor Dussart, sinembargo, siguió disfrutando de losprivilegios de la verdaderaintimidad. Él era el compañeroasiduo; él, el predilecto; él, elindispensable. La noche delsegundo día conversó con ella —enmovidísima plática realzada congestos, risas y exclamaciones—hasta muy cerca de las once.Nosotros, en tanto, jugábamos alajedrez en el fumador.

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* * *

El tercer día de viaje se nospresentó cargado de novedades.Cuando los pasajeros despertaron,el barco estaba anclado frente aProgreso. Yo, ansioso de conocersiquiera a distancia la tierrayucateca (tierra de mis mayores),anduve sobre cubierta desde antesdel alba. ¡Qué acontecimiento tansencillo, y al propio tiempo tancuajado de evocaciones y misterio,el lento dibujarse de la baja costa

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de Yucatán en el horizonte de nácarde un amanecer de mayo! Resbalansobre el agua extraños fulgores,como de eclipse de sol; el cielo seagrieta y deja ver, entre tiras denubes, brillantes estrías queanuncian el torrente de luz. Y abajoy a lo lejos, sobresaliendo apenasde la línea del agua, va surgiendo ellevísimo perfil de una tierra verde yvaporosa, aparecen los tonoslejanos de una vegetación tropical,aquí rala, semejante a una crestería.

Como íbamos a pasar muchas

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horas inmóviles ante el puerto,mientras las bodegas del barco sellenaban de henequén, la esperaintrodujo cambios en la vida de abordo. Los deportistas se instalaronen la popa y, ya muy avanzada Lamañana, organizaron una partida depesca de tiburones. Los ferocesanimales pululaban a ambos ladosdel buque. A veces se les veía aflor de agua, tajando las olas con suespina siniestra, y a veces los rayoscandentes del sol del Golfo, aliluminar el seno del mar, los

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mostraban en toda su negrura contrael tono verde de las masas líquidas.

Cerca de los que dirigían lasmaniobras de la pesca nosencontramos reunidos, en ciertomomento, muchos pasajeros: entreotros, el doctor Dussart, la hermosanorteamericana, el yanqui de micamarote y yo. El doctor seempeñaba en contar a lanorteamericana, en parte a señas, enparte en español y en parte en muyextraños vocablos ingleses, la viday costumbres de los tiburones. Le

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relataba, para ilustrar sus teorías,anécdotas como la del fabulosoveracruzano que dormía en elrompeolas, la cuerda del anzueloatada a la cintura, en espera de queel tiburón mordiese; una de tantasnoches, el negro desapareció, y alos dos días el mar trajo a la playalas dos mitades de su cuerpo. Perotodo esto lo pintaba el doctor contrazos tan pintorescos y expresivos,que fueron apagándose a sualrededor las otras conversacionesy todos se pusieron a escuchar.

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Cuando le tocó el turno a lahistoria del otro negro, el que enbusca de los tiburones se echaba alagua con la faca entre los dientes,me aparté del grupo con micompañero de camarote y lepregunté, señalando con la vista ala bella norteamericana:

—¿Usted conoce a aquellaseñora?

—No —me respondió—. Sólouna cosa sé de ella, y eso porcasualidad. En Veracruz, horasantes de embarcarnos, almorzó en

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el Hotel de Diligencias en una mesapróxima a la que ocupábamosalgunos amigos y yo. Nos interesósu aspecto; se habló de ella, yalguien dijo que era agente depolicía…

—¿De la policía de México?—interrumpí.

—No lo sé. No se me ocurriópreguntar si de la policía deMéxico o de alguna otra…

Tamaña noticia no me hizo amí ninguna gracia, y aun me sentítentado de poner inmediatamente

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sobre aviso a mis amigosrevolucionarios. Pero temerosoluego de una indiscreción, resolvíal fin que haría mejor en guardarsilencio y recomendar sigilo entérminos generales.

Horas después, un incidenteimprevisto me forzó a variar deconducta. Poco antes de que elMorro Castle zarpara de Progreso,el doctor Dussart recibió unmensaje misterioso. Se lo entregóun individuo que había venido en elremolcador de los lanchones del

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henequén y que, después de estar abordo unos cuantos minutos,regresó al puerto. Cuando elmensajero se hubo ido, el doctornos pidió que nos reuniéramos, paraenterarnos de lo que sucedía, en elfumador.

—Acabo de recibir avisocierto —nos dijo— de que viene enel barco, espiándonos, un agente depolicía. Es indispensable estar enguardia, pues pueden pasar doscosas: o que traten de entorpecernuestro desembarco en Nueva York,

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o que nos impidan después, conenredos, cruzar la frontera deSonora.

Tras esto se produjo una lluviaencontrada de hipótesis sobre elprobable espía, así como sobre lasconsecuencias próximas y remotasdel espionaje. Acerca del primerpunto eran tantas las suposiciones, yalgunas de ellas tan descabelladas,que me creí en el deber de revelarlo que me habían contado.

—Lo grave del caso —dije—es que, si resulta cierto algo que oí

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esta mañana, el espía acaso no seaotro que la hermosísima amiga deldoctor y bella conocida nuestra: lanorteamericana de quien no nosseparamos desde el principio delviaje.

—¡Cómo!—¡Imposible!—Como ustedes lo oyen…—¡Eso es absurdo!—Lo que ustedes gusten —

añadí yo—. Ni lo afirmo ni lo niegopor mi cuenta. Digo lo que mecontaron.

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—¿Por quién lo sabe usted?Pero en este punto nuestro

conciliábulo hubo de suspenderse.Legiones de pasajeros estabanentrando en el fumador y algunosvinieron a sentarse junto a nosotros.Imposible seguir hablando.

Había anochecido. Hacía ratoque navegábamos rumbo a LaHabana y de la costa yucateca no sepercibía ya sino el parpadeo de unfaro.

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2

Un complot en el mar

Cuando volvimos a quedar solos enel fumador, ninguno de mis cuatrocompañeros insistió en laincredulidad con que al principio

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acogieron todos mis palabras. Másde una hora había estado ensuspenso nuestra conversación, ydurante ese tiempo, mientras serelataban en nuestro entornoimpresiones de la estancia frente aProgreso, o se hacían proyectospara la próxima escala en LaHabana, nosotros habíamosmeditado. Para mis amigos, lacavilación dio buenos frutos: lanoticia, tenida poco antes porperfectamente absurda, parecíaahora posible, y aun probable.

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Dijo el doctor, reanudando eltema:

—¡Buena la hemos hecho!Pero ¿cómo diablos iba uno aimaginarse que resultara espía deVictoriano Huerta una yanqui tanguapa y tan señora?

Y a partir de aquí todas lasreflexiones fluyeron unánimes ycongruentes. A nadie se le ocultabaque, considerando como agentesecreto a la hermosísimanorteamericana, se comprendíanmuchos detalles hasta entonces bien

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extraños. Se explicaba, desdeluego, la súbita afición que laextranjera había concebido pornosotros. Se explicaba también —por lo menos en parte— la actitud,complaciente en extremo, con quedisfrutaba de la asidua compañíadel doctor (compañía a todas lucesinocente y bien intencionada, pero,de cualquier modo, expuesta ainterpretaciones malévolas). La másterminante confirmación de nuestrassospechas la descubríamos en estehecho inequívoco: sólo hacía tres

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días que habíamos salido deVeracruz, y, no obstante eso, nuestraamistad con la norteamericana,gracias a que ella ponía cuanto eranecesario, había realizadoprogresos inauditos tratándose deuna dama respetable, así lo fuesesólo en apariencia.

—¡Qué se me figura —exclamó uno de los compañeros deldoctor— que la tal señora nosengaña aun en lo de no sabercastellano! Así se comprende que aldoctor le entienda hasta los visajes.

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El doctor, por supuesto,pronunció la última palabra. Con lavehemencia juvenil que tangraciosamente contrastaba con susaños, concluyó que lo importante,lo esencial, lo único consistía enfraguar un plan y aplicarlo sinvacilaciones.

—Cada uno de nosotros cinco—dijo— debe urdir algoseparadamente. Luegoconfrontaremos los diversosproyectos y sacaremos de allí loque más convenga. Por cuanto a mí

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se refiere, ahora mismo me pongo apensar. Al reunirnos otra vez estanoche les expondré mis ideas.Espero que me otorguen suconfianza.

La cosa, en realidad, nomerecía la importancia que ledábamos. Pero el doctor Dussart,espíritu inquieto en exceso yrevolucionario harto entusiasta, semovía con dinamismo muy suyo:pertenecía a esa especie detemperamentos para quienes esimperativo andar viendo visiones.

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En los días de nuestro viaje,además, nada le aterraba tantocomo la idea de no poder llegar aCoahuila o Sonora. Consentir queeso fuera posible equivalía asacarlo de quicio: vociferaba,perdía su habitual palidez, sesacudía y echaba, en fin, mano detales medios de expresión, que lastrepidaciones del Morro Castle,empujado por sus hélices,desaparecían bajo el trémolo de laira del fogoso médicorevolucionario.

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En la segunda junta de esanoche nos trazó su plan conderroche de frases imaginativas ypintorescas. En resumen, el plan seconcretaba a esto: Primero: eldoctor le haría el amor a la bellaespía; un amor irresistible, de fuegoy efecto rápidos. Segundo: una vezdominada la señora, el doctor lepropondría el matrimonio. Tercero:aceptado por ella el matrimonio, eldoctor la convencería de que, enlugar de continuar en el barco hastaNueva York, ambos debían

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quedarse en La Habana para unirseconforme a las leyes de Cuba.Cuarto y último: en La Habana, élse habilitaría la manera de dejarplantada a nuestra enemiga minutosantes de que saliera el MorroCastle, a bordo del cual se reuniríacon nosotros. Detallescomplementarios: Primero:nosotros contribuiríamos a larealización del plan, ponderandorepetidamente ante la hermosanorteamericana las fabulosasriquezas del doctor: sus haciendas,

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sus palacios, sus carruajes, suscuentas en los principales bancosde México. Segundo: no nosdaríamos con ella por enteradosacerca del proyecto de casamiento,a fin de privarla en lo futuro de laposibilidad de invocar testigos.

—¿Y cree usted hacer todo esoen el día y medio que falta parallegar a La Habana?

Tal fue la pregunta que lehicimos todos. Pero él respondiócon plena confianza en sucapacidad:

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—Todo. Para nosotros, esto esun juego de niños.

A mí me pareció el plan tanextraordinariamentedesproporcionado respecto de loshechos, y tan fantástico en cuanto ala ejecución, que creí soñarmientras Dussart lo exponía. Peroevidentemente yo no estaba en lojusto, pues visto el aplomo deldoctor, su proyecto gozó de lamayoría de los sufragios: casi todoslo consideraron factible, sencillo,heroico, magnífico y digno, en

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consecuencia, de realizacióninmediata.

Aquella misma noche, el doctorDussart inició el asedio amoroso dela norteamericana. Por nuestraparte, toda la mañana siguiente nosla pasamos alabando, en presenciade ella —validos del manifiestoagrado con que nos oía—, lascualidades físicas, intelectuales,morales y financieras del doctor,las últimas particularmente. Quién

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hablaba de los títulos y honoresuniversitarios que en el doctorconcurrían; quién, de sus fincascafeteras y azucareras de tierracaliente; quién, de los inmensosterritorios suyos, donde negreaba elganado, y de sus depósitosbancarios en efectivo y valores; yquién, por último, de la grandeza desu alma, oculta tras un exteriorpequeñito y risueño, alma que leimpelía siempre a hacer felices acuantos se le ponían cerca…

El trabajo de uno y otros

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parece que no fue en balde. Lavíspera de nuestra llegada a LaHabana, el doctor nos comunicó,triunfante, que la conquista era cosahecha: la señora, ya casi decididapor el casamiento, resolvería esanoche, después de la cena, si por finaceptaba interrumpir su viaje ydetenerse en La Habana.

—Pero no hay peligro de querehuse —terminaba el doctor—. Lode las haciendas de ganado y lascuentas en los bancos la trae decabeza. Aceptará, aceptará. Y

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aceptó, en efecto.

* * *

Las treinta y seis horas quepasamos en La Habana fueron de lomás agradable, emocionante ydivertido.

La yanqui bajó a tierra, mas nocomo nosotros —en calidad devisitantes en puerto de escala—,sino con todos sus baúles, maletas ysombrereras. Nos producía a la vezpavor y risa la sencillez con que

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aquella hermosa mujer había caídoen el lazo del doctor Dussat. ¿Eraéste, en el fondo, un granpsicólogo? En todo caso, aplicabala regla inconsciente de losconocedores de hombres: no hayque contar con la inteligencia de losotros —los otros, por regla general,son estúpidos—. Y así se explicaque su plan tuviera éxito.

El largo tiempo que necesitó elMorro Castle para entrar en labahía, echar el ancla y recibir lavisita de las autoridades, lo empleó

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el doctor en redondear su trato conla norteamericana. Los dosasistieron a los trámites demigración y sanidad como sipertenecieran a una sola familia, ymientras tanto no había cesado él eninsistir sobre hoteles y otros puntosde orden práctico. Quedabaconvenido que ella, por de pronto,se alojaría en el Hotel Telégrafo, yél en cualquier otro; después,celebrado el matrimonio, tomaríanun departamento en el HotelMiramar y gozarían allí de la luna

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de miel hasta el momento deembarcarse para los EstadosUnidos o Europa.

Es innegable que en todosestos enredos, el doctor Dussartponía una travesura graciosamentecínica y convincente. Yo no sécómo lo hizo, pero es un hecho quefingió tan bien sus preparativospara quedarse en La Habana, que elmismo sobrecargo del buque estabaconvencido de que así iba ahacerlo. Ya en tierra, llevó a laperfección el simulacro de

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presentar en la Aduana un equipajevoluminoso y, por último, cuando lanorteamericana se acercó adecirnos «Good-bye» conmusicalidad entre afectuosa yagradecida, con musicalidad deénfasis satisfecho, sonriente,profundo, él vino también aabrazarnos y a despedirse con grancopia de aspavientos sentimentales.Era una gloria verlo.

—Y ahora —nos dijo a sovoz— mucho sigilo. Deséenme buenasuerte. Lo principal ha salido bien;

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falta el desenlace.

* * *

No volvimos a verlo hasta el otrodía, en la hora terrible de lasresponsabilidades. Sabíamos,porque nos lo había dichoanticipadamente, de cuál métodopensaba valerse para dar cima a laempresa que traía entre manos. Eraun procedimiento tan sencillo comotodo lo anterior: adormecer anuestra enemiga, mientras llegaba el

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momento de reembarcarse, condistracciones continuas y promesasdeslumbradoras y dulcísimas.Recorrerían en auto todos losjardines, plazas y calles. Iría conella a las oficinas del cable y en supresencia pediría a México, enmensaje cifrado, la suma cuantiosaindispensable para la boda: bodaregia, digna de la belleza de ladesposada, del gran cariño de él yde su posición social. Toda unamañana la pasarían visitandotiendas de joyas para que ella

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escogiese el aderezo que leregalaría él al casarse… Sólo unpunto consideraba el doctorexpuesto a sorpresas ycontratiempos: ¿lograría separarsede la espía, sin despertarsospechas, en el instante oportunopara volver al barco? Allí estaba elpeligro, o el escándalo. Es verdadque contaba para eso con unsubterfugio de noble calidad:primero se mostraría contentísimode verse libre de sus compañerosrevolucionarios; luego, simulando

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un arranque sentimental, vendríacorriendo a darnos, en el últimomomento, el último abrazo, y sequedaría a bordo.

Así fue. Diez minutos antes dela ora fijada para que saliera de LaHabana el Morro Castle, vimos aldoctor Dussart saltar de unagasolinera a la escalerilla delbuque. El salto fue tan vigoroso queel doctor botó contra la cuerda yestuvo a pique de irse al agua: porfortuna sólo se mojó los pies. Veníagozoso; su paso era ágil, su aire

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más juvenil que nunca.Sus tres amigos y yo lo

esperábamos en la meseta de laescala.

—Abrácenme, abrácenme —nos dijo—, que la muy diabla meespera en la punta del muelle ydesde allí nos mira con susgemelos. A última hora le haentrado la desconfianza, y con elpretexto de que también ella queríadespedirse otra vez de ustedes,aunque de lejos, se ha traído conqué ver. Observen, observen cómo

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no nos quita la vista.Era muy cierto. En el extremo

del muelle se distinguía la figura deuna mujer vestida de claro y enactitud de estar enfocando hacianosotros unos anteojos.

—Pero ¿qué va usted a hacer,doctor, para salir con bien de esteembrollo? —me apresuré apreguntarle, sabedor de cómo lasgastaban en los Estados Unidos contal clase de asuntos.

—Ya verán, ya verán —respondió—. Es una aventura

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soberana. Sólo que por poco mequedo en la suerte. Porque hay queconvenir en que nuestra gentilenemiga es un bocado suculento.Otro habría perdido la cabeza…¡Apuesto a que la habría perdido!…Todo lo que falta ahora es que estebarco se largue de aquí. ¿Qué horaes?

—Ya debiéramos estar en elmar —dijo alguno de nosotros—.Pasan cinco minutos del momentoseñalado para la salida.

Y así, sin quitarnos de junto a

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la escala, seguimos hablando. Perocomo pasara el tiempo y el MorroCastle no diera señales de partir, eldoctor empezó a ponerse inquieto,luego nervioso, luego indignado.

—¿Cuánto se juegan ustedes—exclamó de pronto— a que estemaldito barco va a echarnos aperder toda la combinación?

Y transcurrieron qiiinceminutos, lo cual ya nos parecióbastante grave. El doctor, todavíamás agitado que antes, se dio avociferar.

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—¡Al capitán, sí, al capitán!Vamos a verlo. Se dijo que el barcosaldría a las cinco de la tarde y yason las cinco y veinte y no sale. Porobligación debíamos estar ya a tresmillas de la costa. ¡Vamos a ver alcapitán!

Nos costó gran esfuerzososegarlo. Le hicimos ver que alcapitán no podían decírselesemejantes disparates y que, encaso último, más nos conveníacallar; le recordamos quepisábamos territorio extranjero. Al

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fin se apaciguó, y para que lahermosa norteamericana no seimpacientara, nos abrazó de nuevoa todos, pues ella seguía mirandodesde el muelle. Por desgracia pasóotro cuarto de hora en igualescondiciones y, no obstante unanueva serie de abrazos, el MorroCastle no daba señales de zarpar. Ytodavía después, con crueldadimplacable, la vida nos deparóotros quince minutos exactamenteiguales a los anteriores.

—Doctor, ya es tiempo de

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otros abrazos: ha pasado otrocuarto de hora…

—No, no —contestó conimpaciencia—. Va a comprenderque nos estamos mofando de ella.

Al oír estas palabras, todos,curiosos, volvimos la mirada haciael muelle. La norteamericana no nosveía entonces. Estaba hablando conun hombre que accionabadesaforadamente. Ella parecíatambién acalorarse, excitarse. Elhombre señalaba rumbo a la ciudad,luego hacia el embarcadero de los

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botes de gasolina, luego hacianuestro buque. Ella parecía decirque no. Él afirmaba que sí… Por fincaminaban juntos: primerodespacio, en seguida conprecipitación… Llegaban a una delas anchas puertas del cobertizo delmuelle… Desaparecían.

En aquel instante, los últimosrayos del sol iluminaron elMercurio dorado que corona eledificio de la Lonja.

—¿No lo dije? —estalló eldoctor Dussart—. ¿No lo dije? Este

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barco hijo de perra va a cortarnosel viaje. Dentro de media hora estáaquí la gringa con baúles y todo.

El desastre, en verdad, estabaescrito. A poco vimos aparecer enel embarcadero a la hermosa espía.La acompañaba el mismo individuoque había estado hablando con ellaen el muelle. Venía seguida devarios mozos que tratan el equipaje.Se arrimó un bote al embarcadero:la norteamericana saltó a él.Embarcaron los baúles, las maletas,las sombrereras. Sonó el motor de

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la lancha —ruido, para nosotros,como de ametralladora—, y cincominutos después subió por laescalerilla del Morro Castle, contoda la dignidad de una reinatraicionada, la mujer que hastaentonces había tenido a nuestrosojos la importancia de una espía yque ahora se presentaba con unnuevo atributo: era una mujer dequien habíamos querido burlarnos.

El doctor Dussart huyó aencerrarse en su camarote.Nosotros, ajenos en apariencia al

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conflicto, permanecimos dondeestábamos, medio confundidos conotros pasajeros. Ella, sin embargo,parecía venir perfectamente al tantode las cosas. Cuando pasó a nuestrolado nos dirigió una miradafulminante y dijo en voz alta,aunque en tono de hablar consigomisma:

—My goodness me! Whocould believe it! Such a crowd!

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3

Los recursos del doctor

Hacía una hora que navegábamosproa al norte, y todavía estaba fijaen mi retina la imagen de formasfrondosas en que se resolvió el

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tránsito de la norteamericana altransponer la puerta del salón, loque aferraba al doctor mipensamiento. Lo imaginé en elrefugio de su camarote, a solas conel fracaso de su intriga: estaríamirando por la claraboya el marañil de La Habana y el oriente deperla de la ciudad distante; estaríacontemplando, trémulo de rabia,cómo nos alejaba el Morro Castle,con el remolino de sus hélices, deaquella ciudad donde no se quedabaal fin, víctima de la estratagema de

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matrimonio, nuestra bella enemiga.La bella enemiga, ahora hostil comonunca, estaba a bordo; en elcrepúsculo de la tarde seguíanflotando sobre cubierta las cruelesfrases con que nos había medido, ycada palabra suya se ensanchaba, serepetía en mil ecos al rebotar en lasorejas de los centenares depasajeros que llenaban el buque.Menos mal que los amigos deldoctor no comprendieron el sentidode las frases, aunque losospecharan. Pero yo, que sí lo

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comprendí, me ruborizaba aún,como al pasar ella a nuestro lado.

* * *

Horas después descubrí que lacrowd, en el concepto de la espíahuertista, no era tan mala como loproclamaban sus exclamaciones, o,en todo caso, que si el conceptoacerca de nosotros era pésimo, ladisposición sentimental paraperdonarnos parecía óptima —paraperdonarnos, si no todo, casi todo.

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Fue una conversaciónimprevista, en la hora siguiente a lade la cena. Los viajeros, fíeles alrito, hacían eses recorriendo lacubierta de extremo a extremo. Eldoctor y sus tres amigos seguíanocultos en las entrañas del barco,calculando las posiblesconsecuencias de lo hecho en LaHabana. Yo di dos o tres paseos yfui a tenderme sobre mi silla en unrincón solitario y umbroso. Lapenumbra que me rodeaba era tansuave que invitaba a asistir, como

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en cinematógrafo, al desfile de lospasajeros que insistían en elejercicio peripatético. Las figurasiban sucediéndose a contrapunto dela cadencia de los golpes de mar enla proa. Pasaba, ágil y rápido comonadie, el yanqui de la litera alta demi camarote; pasaba lenta, al pasode su hijito de tres años, la guapaespañola esposa del cónsul deMéxico en Galveston; pasaba lafrancesísima pareja de perfumistasde Puebla, inagotable en su descaroerótico —ella, vieja, fea y ridícula;

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él, joven, ridículo y tonto—;pasaban grupos de yucatecos,peculiares en su andar, en su hablary en su vestir, y hasta en ese aplomode viajeros experimentados quedemuestra que Yucatán no espenínsula, sino isla.

Claras proximidadesiluminaron con luz de luna lapenumbra que me envolvía. Unasformas blancas pasaron frente a míy vinieron a posarse en la sillacontigua; me mandaron su perfume—el perfume de la espía—.

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Siguieron crujidos de silla, un hem-hem persistente y luego, precisascomo disparos en la vaguedad demis pensamientos, estas frases conacento y estructura netamenteknickerbocker:

—No me sorprendería «si»tuviese usted la amabilidad deayudarme a meter «mis» piesdebajo de la manta.

Su inglés era de campanilleode plata. Sumiso a él, salté de miasiento y me incliné sobre la otrasilla para hacer, en silencio, lo que

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la bella espía deseaba.Ella volvió a hablar. Yo

entonces respondí. Y de laconversación en que nosenzarzamos vino a deducirse —lodedujo ella a su manera— que delgrupo de los cinco revolucionariosel único imperdonable era eltravieso doctor Dussart.

—¡Con él seré inexorable!Yo intercedí, mas en vano: sus

últimas palabras fulguraban comosentencia:

—No. Ninguna magnanimidad.

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* * *

En los primeros accesos de furor, eldoctor Dussart concibió planes tancrueles como absurdos. Losexponía, con su febrilapasionamiento, en las reunionesque celebrábamos en su camarote,en las cuales, más para ponerlo enguardia que para darle pábulo, lerecordaba yo la jurisprudencianorteamericana en punto a promesasde amor incumplidas.

—Echaremos —decía— el

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barco a pique: así se ahogará lagringa y la compañía naviera sufrirála pena del daño que el MorroCastle nos ha hecho al retrasar susalida de La Habana.

—¡Pero doctor!—¡Nada! El cabo Hátteras

estará pronto a la vista. En bote, anado, como se pueda, nossalvaremos nosotros. Y en cuanto alos demás, que perezcan. Miles dedeudos cobrarán indemnización.¡Que nuestro fracaso le cuestemillones a la Ward Line!

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Pasados dos días se aplacó,dejó de anunciar catástrofes, sonrió.Volvía a ser el mismo conspirador,animoso y rico en inventiva, queconcibiera frente a Progreso elardid de engañar a la espía con elsimulacro de matrimonio.

Gesticulante y misterioso, medetuvo una mañana en el recodo deun pasillo —justamente cuando elbailoteo del barco indicaba quenavegábamos a la altura del caboHátteras— y me dijo:

—Tengo listo ya un plan

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diabólico. No hundiremos el barco;no mataremos al capitán.Desembarcaremos en Nueva Yorktan campantes y le daremos unquiebro a la justicia de esta naciónimbécil, enemiga de la libertadsexual. ¡La gringa me las pagarátodas juntas!… Ya hablaremos…

Y desde esa mañana subió denuevo a cubierta. Subió con traje dehilo crudo, con zapatos amarillos,con sombrero panameño de cintaclara, todo ello reliquias, a juzgarpor el estilo francamente cubano, de

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lo que fue, en los días habaneros,equipo para la falsa boda con lanorteamericana.

El primer encuentro entre él yella produjo en nosotrosexpectación. No habían vuelto averse desde la escena del muelle.Ahora, frente a frente otra vez, seconcentraba en un momento solo —como infinito telescopio quecerrase— la historia íntegra de susrelaciones. Durante un segundo, ellapareció próxima a arrojárseleencima o a estallar; él, resuelto a

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defenderse sin miramientos. Pero elsegundo que vino en seguida pasócomo esponja sobre los dos rostrosy los dejó impasibles. El doctormantuvo firme el ritmo de suspasos. La espía, indiferente, lo dejópasar, lo miró de arriba abajo confingida curiosidad de gente extrañay luego, puestas sobre la borda lasmanos cuajadas de diamantes yperlas falsas, hundió su mirada azulen el azul de las olas.

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* * *

Tres larguísimas conferencias nolograron hacer que el doctorDussart nos comunicara los detallesde su proyecto. El camarote resonócon nuestros argumentos, pero élmantuvo su reserva. Sólo obtuvimosla confirmación de que el plan eradiabólico, que no entorpeceríanuestro viaje por territorio de losEstados Unidos hasta Sonora oCoahuila, y que la espía iba aconvertirse de acusadora en

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acusada, castigo merecidísimo porestar a sueldo de Victoriano Huerta.

Tamaño misterio en hombre desuyo parlanchín nos alarmó, y aunfue causa de que en los dos últimosdías del viaje sintiéramos crecer lamovilidad del mar al golpe denuestras inquietudes. Porque eldoctor —no cabía dudarlo despuésde lo de La Habana— era capaz delos proyectos más inauditos si se leabandonaba a su acciónfantaseadora.

La prudencia, pues, me indujo

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a intentar el arreglo por la partecontraria.

La víspera del día en quellegaríamos a Nueva York, lanorteamericana y yo nosencontramos mano a mano. Depronto le dije:

¿Por qué no hacer las pacescon el doctor? Él, en el fondo, eshombre excelente y amigo comopocos.

—¿Las paces con él? ¡Nunca!—Entonces, dejar al menos las

cosas en el estado en que están.

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—Tampoco. El doctor me haengañado, me ha puesto en ridículo,me ha producido un «sufrimientomental» hondísimo, y si es tan ricocomo ustedes me lo aseguraban, noveo por qué no cobrarle unoscuantos millones a cambio de todolo que me ha hecho.

—¡Millones!—Sí, millones. Nada más

justo.¿Hablaba en serio? La punta y

el filo de su indignación codiciosa—creí notarlo— se embotaban en

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la envoltura de una sonrisa. Esto noobstante, quise valerme de unrecurso último:

—Puesto que ésa es su actitud—concluí—, me atreveré a dar austed un consejo. El doctor Dussarthabla de defenderse, en el caso deque se le ataque, de cierta maneraque él mismo califica dediabólica… Diabólica, sí, y cuandolo dice le brillan los ojos. Noolvide usted que se trata de unmexicano.

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* * *

Mediaba la mañana cuando elMorro Castle reveló, por variossobresaltos entre la gente de abordo, la cercanía de las costas deNueva Jersey y Long Island. Sepobló el horizonte de manchashumosas —buques que iban ovenían—. Se presintieron elHudson y el East River.

Poco después se definió lalínea de tierra a babor; luego, aproa; luego, a estribor. Un poco más

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tarde se nos acercó la lancha delpráctico, mientras a bordo seapagaba la cadencia con que losbarcos van dejando atrás las olas.Una pausa corta; la cadencia sereanudó.

Un enorme trasatlántico secruzó con el Morro Castle y nosmandó la onda de su proa y losblancos reflejos de su nombre:Rotterdam. Sonaban a derecha eizquierda, como salidos del agua,toques de campana, toquesmelódicos, largos, tristes.

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Navegábamos entre boyas rojas,terminadas hacia arriba enpequeños postes que sebalanceaban como péndulosinversos. Aquellas balizas,destellantes de sol de mediodía,formaban un largo callejón marino.Al fondo se alzaba, diminuta, unafigura de mujer con un brazo enalto, con ropaje que parecía tocar elagua y extenderse sobre ésta; y máslejos aún, y más pequeña, se alzabala masa de edificios apiñados entredos brillos de agua.

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Era la hora en que todos lospasajeros de un buque, listos paradesembarcar, se amontonan sobrecubierta y se dirigen sonrisas,palabras y saludos de viejosconocidos; esa hora en que hastaaquellos que no cruzaron palabra entoda la travesía se tratanfamiliarmente.

Los tres amigos del doctorDussart y yo nos comunicábamosnuestras impresiones. La espíayanqui, aún más hermosa que en LaHabana, clavaba la mirada de sus

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ojos azules en un punto invisible,hacia la parte de tierra, y de rato enrato la volvía hasta nosotros,irónica e inquisitiva. Sentía, sinduda, la impaciencia de medirse, enesa hora suprema, con el doctorDussart. Pero éste, adrede acaso, noasomaba por ninguna parte. ¿Eraaquél el principio de su plandiabólico?

Ya estábamos a la vista de laestación de sanidad. Atracaban alcostado del Morro Castlevaporcitos de bandera amarilla y

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subían por la escalera funcionariosde uniforme azul o caqui. El barcodel correo se acercaba en busca delas valijas.

La espía vino a situarse a milado y me preguntó a sovoz:

—¿Y su amigo?—¿Qué amigo?—El doctor. ¿Por quién había

de preguntarle?—¡Ah! No sé. No lo veo desde

anoche. Lo cual era verdad.

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* * *

Cuando estábamos todos en el salón—cada pasajero con un termómetroen la boca, como si fumáramosvidrio— apareció el doctorDussart. Su entrada provocó risasapenas contenidas. Sonó de boca enboca el quebrarse de lostermómetros; hubo quien mascara,como caramelo, las barritascristalinas; algunos labios vertieronhilos finísimos de microscópicasesferitas de plata líquida. Y todo

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porque el doctor se presentaba —élsabría por qué— vestido deriguroso traje de ceremonia: levitacruzada, sombrero alto, zapatos decharol, botines de paño negro,guantes también negros y bastón deébano con puño de oro.

El doctor se detuvo brevessegundos en la puerta y, actoseguido, avanzó, sin quitarse elsombrero, hasta donde estábamossus tres amigos y yo. Se sentó a miizquierda. Se descubrió. Y puestasambas manos en el puño del bastón,

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que clavó verticalmente, pasándoloentre las rodillas, miró tranquilo atodo el concurso, su enemigainclusive. Tranquilo, sí, pero convago dejo siniestro.

Su figura pequeñita, trajeadade aquél modo tan fuera depropósito, rebosaba gracia de monode organillo. Bastaba verlo paraque continuase la catástrofe de lostermómetros. Los funcionarios desanidad sacaban de las bocas vidrioen polvo; los de la inmigración,también a punto de reír, miraban a

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Dussart con ojos inescrutables.Él se inclinó hacia mí para

decirme, susurrando:—Buen efectito, ¿eh?—Demasiado bueno; pero ¿ha

perdido usted el juicio?—Quien va a perderlo es la

gringa. Si mueve un dedo la aplasto.¡Ahora va a ver quién soy yo!

* * *

Las formalidades sanitarias ymigratorias terminaron con

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deterioro completo de losrequisitos establecidos: la leyabdicó ante la risa. Y cuandovolvimos a cubierta, la popularidaddel doctor no cabía en el barco. Él,empero, ajeno a tanta gloria, semantenía silencioso y adusto.

El Morro Castle surcabaahora aguas verdosas y sucias,sobre las cuales se alzaba unzumbido gigantesco, hecho delsonar de millares y millares desilbatos y sirenas. Cruzaban entodos sentidos los ferries oscuros.

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La cortina de los rascacielos,grande como montaña que cortarana capricho las líneas rectas delhombre, cubría con sus plieguesparte del horizonte. Los puentessaltaban, de borde a borde, entredos ciudades. La mujer de bronce—con su diadema radiante, con subrazo en alto, con su antorcha— loseñoreaba todo: agua, tierra, cielo,y nos recogía en la orla de sumanto.

La espía vino a turbarme en micontemplación:

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—¿Qué se propone el doctorvistiéndose a estas horas con gustotan ridículo? Cualquiera diría queva a un entierro.

¡Entierro! Esta palabra meiluminó. Respondí sin pestañear:

—Justamente en eso está lograve: en lo del entierro.

—¿En lo del entierro?—Ni más ni menos. Pero como

no ha de escucharme usted, sobraque diga nada.

—¡Oh, no! Diga, diga…—¿Para oírme?

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—Sí, por supuesto.Mi invención fue útil y

caritativa. No me arrepiento deella.

—Pues ha de saber usted —ledije— que el doctor Dussart, segúnél mismo cuenta, tuvo un amigodotado de gran ascendiente sobreél. Aquel hombre, de costumbresexquisitas, pero de terriblespasiones, fue tremendo protagonistade horrendas tragedias, y siempreque relataba episodios de su vidaacababa aconsejando a sus amigos

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que nunca olvidaran proceder comoél. «Porque deshacerse de una dama—decía—, cuando la dama lomerece, no es acto punible si sabenguardarse las formas. Entonces elperdón de Dios es precedido por elde los hombres. El matador demujeres justiciero y con talentodebe llegar hasta su víctima con elmismo severo ademán con queconcurriría a sus funerales…».

Ella palideció y me preguntótoda nerviosa:

—¿Está usted hablando en

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serio?—Ni en serio ni en broma.

Pero óigame usted lo más en serioposible: más vale dejar en paz aldoctor.

* * *

Bajo el amplio cobertizo delmuelle, los pasajeros formamosgrupos en orden alfabético. Grandesmayúsculas pendientes del techoseñalaban los lugares. Yo veíadesde el grupo de la G. En el grupo

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de la D descollaba, menudo einquieto, el doctor Dussart.Buscando en vano, descubrí que enel grupo de la W no se veía a lahermosa norteamericana.

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Librosegundo

Camino de Sonora

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1

La segunda salida

Corrió entre los maderistaslevantiscos de la ciudad de Méxicoel rumor de que yo andaba ya portierras del Norte metido a

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secretario de Carranza. Creo quehasta un periódico llegó a publicarla noticia. Pero en el orden de loshechos, mi fortuna revolucionariano llegaba a tanto. En Nueva Yorkfallaron los planes que habían dellevarme hasta Coahuila; falló minoción acerca del poder adquisitivode los dólares en su propio suelo, yseis días después de mi primerdeslumbramiento frente a losrascacielos de Manhattan emprendíel regreso a casa en condiciones deque no quiero acordarme.

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* * *

En la capital de la República,Alberto J. Pani y yo actuábamos, demotu proprio, como avanzada de laRevolución —avanzada sin armas,se entiende, mas no sin pluma ni,sobre todo, sin dactilógrafa—.Documento subversivo que caía ennuestras manos era documentodestinado a circular profusamente.Hacíamos las copias cuándo en eldespacho del ingeniero Calderón,cuándo en nuestras casas, y las

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distribuíamos por procedimientosde propaganda tan primitivos comoaudaces. Solíamos ir por la calle ydetener de pronto, con fraseperentoria, al transeúnte de aspectopropicio: «Tome usted: léalo ypáselo a sus amigos». Solíamostambién, en las oficinas del Correoy el Telégrafo, dejar olvidadossobre las mesas los papelesvengadores. Otro tanto hacíamos enlos tranvías, en los bancos, en lastiendas grandes. Pero nuestrorecurso favorito —éste ya un poco

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más sutil— era el aprovechamientode las propias dependenciasgubernativas. El empleado público,en parte por el ritmo lento de suslabores oficiales, y en parte por elafán sensacionalista y comunicativoque le nace en el páramo del tedioburocrático y sus pequeños riesgos,ha sido siempre agente veloz parala difusión de las noticias políticas.Esto lo sabíamos Pani y yo poraprendizaje directo, y loexplotábamos. Así fue comoalgunos escritos revolucionarios

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conocieron más lectores que ElImparcial, entre otros la famosacarta de Roberto V. Pesqueira aFlores Magón.

Tan bien lo hacíamos, que losagentes de Pancho Chávez —lodescubrimos no recuerdo cómo—empezaron a pisarnos la sombra.Entonces, ante el amago de lapolicía de Huerta, Pani y yocelebramos consejo. Yo opiné,desde luego, que nuestro sitióestaba en el Norte. Pani asintió. Ylos dos, sin muchos trámites ni

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ruido, nos subimos una noche altren que pasaba por la Villa deGuadalupe y fuimos a Veracruz aembarcarnos.

Como yo conocía ya elcamino, en este segundo viaje hacialas ilusiones revolucionarias mecorrespondió el honor inherente alos guiadores. Pani —dócil a laestrecha amistad que entonces nosligaba— me seguía suavemente, oaparentaba seguirme.

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* * *

La Habana revolucionaria salió arecibirnos en la persona de PedroGonzález Blanco, el cual, por otraparte, no se sabía bien si nos dabala bienvenida en nombre propio oen el de Juan Zubaran, representanteoficial de nuestra revolución en laRepública de Cuba. Un espíritumalicioso habría supuesto en elsaludo de González Blanco algúnsabor a negocio de hotel; nosotros,más bien cándidos, preferimos

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pensar, en justicia, que Zubaran,aunque amable y entusiasta, erademasiado gran señor para cumplirpor sí mismo los deberesprotocolarios delconstitucionalismo naciente. Decualquier manera, la presencia deGonzález Blanco nos complaciómucho y tuvo la virtud de librarnosde los cien agentes hoteleros quenos asediaban.

Porque rompían en nuestrasorejas voces de «¡HotelInglaterra!», «¡Hotel Oriente!»,

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«¡Hotel Telégrafo!», «¡HotelContinental!», cuando en el claro deuna tregua nos alcanzó también,algo conocida y opaca, la voz deGonzález Blanco:

—¡Hola! ¿Ustedes por aquí?Tras de lo cual hubo

palmaditas en cada hombro y ungesto decisivo que puso en derrotaa la jauría hotelera:

—Es inútil. Los señores tienenya alojamiento.

En seguida, guiados porGonzález Blanco, caminamos hasta

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un coche. Él iba ligeramenteadelante, al paso menudo de sucorta estatura. De trecho en trecho,según hablaba, se volvía a mirarnosy nos mostraba la cara a medioperfil: el cutis blanco y marchito, elpárpado tirante, el bigote negro,parejo como cepillo de dientes, y lasonrisa gacha. Acompañaba algunasde sus frases con leves ademanesde la mano con que sujetaba elbastón, el cual, en vez de encajar ensus movimientos con naturalidad deprenda, se destacaba con

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disonancia de símbolo.

* * *

Serían las once de la mañanacuando nos apeamos frente al hoteldonde se nos esperaba. Zubaran,que en ese momento salía de bajo elchorro de la regadera, nos recibióen su cuarto, envuelto en una toallalarga hasta los pies y que le ibamejor que la ropa con mangas ypiernas que poco después sepondría. Al presentarnos nosotros,

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su figura encarnaba, íntegra, la decualquier romano de la gran época.Y como los gestos dependen enmucho de las vestiduras de quieneslos hacen, nos recibió con ampliosaludo —propio para hacer lucir elmanto y sus pliegues— que nohabría carecido de dignidad en elForo. Su cabeza, luciente y ancha,evocaba a Mecenas; su nariz corva,a Antonio; su brazo robusto, aOctavio.

Luego caí en la cuenta de quemi evocación de Roma en el primer

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contacto con el constitucionalismorevolucionario habanero respondíaa una presencia más profunda de loque parecía a primera vista. Elpensamiento romano, en efecto,traía muy preocupados en esos díasa González Blanco y Zubaran. Enlas polémicas que uno y otrosostenían con periódicos yescritores favorables a la causa deVictoriano Huerta, los argumentosmáximos de ambas partes no sereferían por lo común a la historiade México, sino a la de Roma, y a

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ciertas sentencias y máximassacadas de los oradores,historiadores y políticos del siglode Augusto. Se combatía alusurpador en nombre de la luchaentre Mario y Sila; se le defendíaen nombre de la rivalidad dePompeyo y César. Lo decisivo encada réplica eran las citas deCicerón, los pasajes de Tito Livio.Todo ello latinidad barata, latinidadde ediciones Sempere, mas no poreso desprovista de brío y linaje.

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* * *

Pani hubiera querido quehiciéramos la travesía de LaHabana a Nueva Orleáns en elChalmette, barquito —le habíandicho— donde viajaba siempre lomás selecto de la sociedadhabanera, lo más selecto y lo másbello. Y no negaré que talperspectiva —por lo que viéramosen el Malecón y el Prado— erapara seducir al revolucionario másimpaciente. Pero como yo tenía mis

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razones para reducir al mínimo laestancia en La Habana, luché porque tomáramos pasaje en elVirginie, que saldría cuatro o cincodías antes que el Chalmette, y asíse hizo.

Mi prisa por tomar barco seimpuso de tal modo —gracias a labenévola actitud de Pani— que aúltima hora atraje al bando delVirginie a Salvador MartínezAlomía, que también estabaentonces en La Habana, listo paraunirse a la Revolución y en espera

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de la salida del Chalmette.Este triunfo excesivo de mi

parte anduvo a punto de dejarnos atodos en tierra. Martínez Alomíaestaba enfermo de conjuntivitiscrónica. El médico del Virginie loexaminó y declaró, sin más ni más,que aquello se asemejabademasiado al tracoma, por lo cualnuestro compañero no seríarecibido a bordo sino a condiciónde pagar de antemano su pasaje deregreso, para el caso de que lasautoridades norteamericanas no le

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permitieran desembarcar. Tamañaexigencia nos indignó —nosindignó, sobre todo, por lasospecha de que, una vez cubiertoel pasaje de regreso, la gente delbarco se propondría ayudar a queMartínez Alomía no desembarcara—, y amenazamos con la huelgageneral de pasajeros de primeraclase. Esto de la huelga no erasimple ficción, sino realidadabsoluta y tangible; porque comoPani, Martínez Alomía y yo éramoslos únicos pasajeros no

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inmigrantes, en nuestra mano estabael realizarla.

Nuestro procedimientorevolucionario y novísimo triunfó alprimer choque: Martínez Alomía sequedó en el barco sin requisitosespeciales, y así las cosas, Pani yyo no tuvimos ya inconvenienteninguno en honrar al Virginie connuestro dinero y nuestra presencia.

* * *

El Virginie era un barco viejo como

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una carabela, sucio como unlanchón y lento y pesado como unaartesa de granito. Sus grandesdimensiones contribuían a que en élnos sintiéramos como en un buquefantasma. Para nosotros solos eranlas largas cubiertas del barco:cubiertas por donde no transitaba niun marino; para nosotros solos erael salón: salón donde no aparecíanmás caras que las nuestras; paranosotros solos era la cartaindicadora de la ruta: carta queseñalaba con veinte banderitas las

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veinte posiciones en los veinte díasde navegación a través delAtlántico. Y esta rara sensación desoledad, este disponer de casi todoel barco para nosotros tres, nosrozaba el corazón con el contactode lo misterioso, de lo eterno, de loextrahumano. Si en aquellos díasBuster Keaton hubiera hecho ya supelícula The Navigator, habríamossentido tal vez el escalofrío de quelas puertas de todos los camarotesse abrieran y cerraran a una alempuje de manos invisibles. Si

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Sutton Vane hubiera escrito ya sudrama Outward Bound, acaso nosasaltara el terror de ver de pronto,en el criado que nos servía la mesa,al mismísimo Caronte.

Algo de terrorífico, en todocaso, hubo durante la primera cenaque nos reunió a los tres en torno deuna de las mesas del comedor,aunque no tanto por la naturalezaposible de quien nos presentaba losplatos, cuanto por los platosmismos. Nada de lo que había allíera para paladares humanos, salvo

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el vino y, hasta cierto punto, el pan.Del vino, Pani empezó a bebergrandes vasos a la vista delsegundo plato, y entre trago y tragoclavó en mí tales miradas, que otrolas hubiese tomado a reproche, peroque yo, que también me acogía ya alvino con desesperación gemela,opté por no tomar en cuenta deningún modo.

La dualidad pan y vino seenriqueció a los postres con otroelemento: pasó a ser la tríada pan,vino y queso, gracias a un

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camembert, ya bastante enérgico,pero aún tolerable, que descollóconspicuo entre frutas podridas ydulces rancios. En resolución, queno nos arredramos, y de tal modobarajamos todo ello, que al dejar lamesa, Salvador Martínez Alomíahablaba de recitarnos sus mejoresversos, y Pani, mientras nosinstalábamos en el salón, resumíaasí sus impresiones:

—¿Dice usted que el Virginietardará tres días en llegar a NuevaOrleáns? Bien, pues serán tres días

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en que viviremos de queso y nosembriagaremos.

* * *

A mi travesía del Golfo a bordo delVirginie debo dos de los mayoresespectáculos que han contempladomis ojos: uno, el rayo verde; otro,la desembocadura del Mississippi.

El rayo verde me sorprendióuna tarde, sin esperarlo ni quererlo,mientras conversaba con Pani,ambos apoyados de brazos sobre la

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borda. Hacía una tarde magnífica—tarde del Golfo—: a la vez quehablábamos, se nos bañaban losojos en la belleza del cielo y elmar. La comba celeste y la combamarina giraban una sobre la otra, amedida que el Virginie avanzaba,con transparente armonía decristales. El agua era azul y oro; elaire, azul y plata. Yo había venidosiguiendo los últimos momentos delsol, y próximo el instante en que laintersección de las dos combashabría de devorarlo, quise ver el

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postrer destello en la limpidezmaravillosa de la tarde. No apartéla vista del pedazo de discorefulgente, del breve segmento quebrillaba a flor de mar conincandescencia de mil lucerosjuntos, del punto luminoso quenadaba en cobre líquido… Y deimproviso una emanación verde —verde cual el más puro verde delespectro— brotó como aspa desdeel punto hundido y anegó mediohorizonte en trazo fugaz,instantáneo.

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A la desembocadura delMississippi llegamos al amanecer.Todavía eran mar las aguas, y yaestaban convertidas en espejo —enespejo fluvial cuyo limo seencendía con todos los tintes de laaurora—. A trechos el espejo sequebraba para dar paso a losbancos, inmensamente verdes. Yentre éstos, tan a ras de agua queparecían lagos limitados por tierrasde colores, el Virginie se movía amedia máquina. Visto a distancia,nuestro feo barco debe haber

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cobrado, navegando entre tantaquietud, la majestad de un cisnemonstruoso. La arruga quelevantaba su proa era lo únicomóvil en toda aquella naturalezadueña de su paz: naturaleza de ríoinmensurable, de río capaz devencer al mar calladamente y ensosiego.

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2

En San Antonio, Texas

José Vasconcelos empapaba ya suespíritu en las concepcionesneoplatónica y budista del Universoy tenía jurada guerra sin cuartel —

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aunque no sin debilidades— a lamala bestia en cuyo cuerpo nuestraspobres almas sufren el castigo deencarnarse para vivir. Era, sinembargo, demasiado generoso paradetenerse en una mera aspiracióninterior, así fuese honda. Y comoriqueza y generosidad producenincongruencia, vivía con tanto ardorel torbellino de lo aparentementesensible, como ponía fe en su íntimadoctrina, purificadora y liberadora.Tardó más en llegar al camporevolucionario que en tomar allí

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posiciones ostensible yruidosamente precisas, según suhábito.

En San Antonio, Texas, nosrecibió, al saltar nosotros a losandenes del Southern Pacific, convoces de jubilo que eran comohimno en honor de Francisco Villa:

—¡Ahora sí ganamos! ¡Yatenemos hombre!

Lo cual, si por una parte hacíajusticia a los primeros triunfosbrillantes del guerrillero deChihuahua, por la otra condenaba

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de plano, en el acto mismo desaludarnos, la rama sonorense de laRevolución, la misma en que Pani yyo habíamos puesto hasta entonceslo mejor de nuestra esperanza.Dicho en otras palabras: la acogidaafectuosa de Vasconcelos nosasestaba, sin saberlo él, el pequeñogolpe de su entusiasmo villista, o,al menos, se lo asestaba a Pani.Porque yo llegaba a la Revoluciónlibre de prejuicios en cuanto apersonas —a la distancia, losúnicos nombres que me sonaban

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(caprichos de la fonética) eran losde Cabral y Bracamontes—, al pasoque Pani admiraba ya a Obregón yse sentía atraído por el templeautoritario del Primer Jefe. PorObregón, desde luego, era tanta susimpatía, que de él llevaba entoncesen la cartera un retrato en tarjetapostal (de aquellas mismas quedistribuíamos con fines depropaganda), y a menudo, rebosantede sincero patriotismo, lo sacabapara mirarlo y luego decir, en tonode quien medita:

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—¡Con tres hombres así ¿adónde llegaría México?!

—¡Quién sabe! —solíacontestarle yo, indeciso entre dudaro entusiasmarme frente a aquellaefigie, que a mí, mirándola bien, nome decía nada. La figura deObregón, en efecto, habría decarecer de todo interés fotográficohasta la batalla de Trinidad. En lasfotografías de entonces se mostrabavulgar y carirredondo, muycompuesto el bigote, muy derechala gorra militarista, con águila

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bordada en oro, y muy propenso elconjunto a los ringorrangosmarciales de un joven oficial deacademia que explotara eluniforme.

* * *

Vasconcelos quiso alojarnos en sucasa de político mexicanodesterrado en los Estados Unidos.El auto que nos llevaba pasóprimero por calles céntricas,prósperas y feas, y siguió luego a lo

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largo de bellas avenidas pobladasde árboles. Pero ya a la vista de lacasa, Pani y yo intentamos resistir ala invitación. La casa era minúscula—casita como la que cualquierapuede poner en pie, a poco esfuerzoque haga, en aquel país maravillosopara lograr en términos modestoslas satisfacciones de una vidadecente y cómoda—. ¿Cómo habíande caber allí dos personas más, ydurante una semana? Mas ni Pani niyo —después lo advertiríamos—contábamos con el milagro. En

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aquella casa pequeña había unamano hacendosa, amable,hospitalaria, que supo convertir engrata convivencia lo que en otrohogar diminuto como ese hubierasupuesto conflictos materiales casiirresolubles. Vimos alinearse enserie, en la habitación mayor, trescamas blancas y suaves; vimoshacer del porche de entrada unlugar de reposo; vimos instituirse,paralelamente al régimen normalcasero, otro exclusivo paranosotros tres: Vasconcelos, Pani y

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yo; todo con tal dominio de lasabiduría doméstica, que más tardeme parecería un placer el simplehecho de recordarlo.

* * *

La mano hacendosa comenzaba sulabor desde temprana hora, atenta aque nuestro hospedaje noadoleciese de la omisión más leve.Ni siquiera necesitábamos saltar dela cama para conocer las últimasnoticias sobre la lucha contra

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Victoriano Huerta. Al despertar,nuestra vista tropezaba con losperiódicos, cuidadosamente puestosa nuestro alcance.

Vasconcelos tiraba del cordóndel transparente que tenía cerca;desdoblaba el San Antonio Expressy leía en voz alta, traduciendo decorrido, las informaciones de laciudad de México y las de loscorresponsales de los lugaresfronterizos. Era una lectura denoticias copiosas, casi siemprefavorables, pues el movimiento

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revolucionario estaba ya en plenamarcha. La salpicaban rumoresinfantiles venidos a través de lasventanas, y a ella se iban mezclandoperfumes de cocina mañanera.Mientras Vasconcelos leía, yo,escuchándolo, pensaba en el sentidooculto que pudiera caber en lairrupción de aquellos oloresconfortantes, joviales. Se mefiguraba que nuestras pasionespolíticas se teñían de un colornuevo bajo la acción de la casitayanqui donde estábamos, dentro del

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recinto de aquellas paredesconstruidas por hombres de otraraza menos presuntuosa que lanuestra en su vivir cotidiano y másdignificadora de lo sencillo y lohumilde. Nos llegaba el perfume dela harina en el horno, el de lavainilla y la canela en los dulces deleche, el perfume del café.

Poco después, sentados a lamesa, los perfumes, antes un tantovagos, se concretaban en lamaterialidad de un desayuno a lavez sobrio, suculento y —quiero

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atreverme a llamarlo así— de finacalidad estética. En élpredominaban lo blanco y lo claro,o, en todo caso, lo crema. Sederretía la mantequilla en losbutter-cakes, calientes y humeantes,de masa tierna y esponjosa comoalgodón de harina; la negrura delcafé se perdía en la blancura de laleche; brillaban los vasos de aguaclara, y en la gran dulcera de cristalnadaba en almíbar la cuajada de loschongos morelianos.

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* * *

Aparte el trato de Vasconcelos,nuestros ocho días de San Antoniose redujeron a unas cuantas visitasrevolucionarias, casi siempremonótonas y, por lo común,insulsas. Nos íbamos a ellas todaslas mañanas, después del desayuno,tras de dedicarnos una hora a partirleña en el corral de la casa, ya queesto, si no me engaña la memoria,era rito indispensable parasatisfacer, en uno de sus aspectos,

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las teorías vasconcelianas sobre elempleo armónico del tiempo.

El personaje revolucionariopor excelencia entre todos lossanantonenses lo eran en aquellostiempos Samuel Belden. Nosesperaba alrededor de las once ensu despacho de abogado mediomexicano y medio norteamericano.Cuando llegábamos estaba siempreocupado con algún cliente, oramexicano, ora de nacionalidadincierta. Pero apenas entrábamosnosotros se desentendía de lo

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demás, nos instalaba y se disponía,solícito a oírnos y enterarnos —losegundo más que lo primero— delas noticias y rumores que parecíanlloverle de todas partes másprofusamente que a un periódico ycomo si en verdad fuese él un polode convergenciasconstitucionalistas. En su españolraro y difícil —ininteligible a veces—, español sin tercera personaficticia y con sintaxis anglicizante,nos contaba cuanto suponía oindagaba. Por él sabíamos cuándo

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iba a pasar Lucio Blanco por SanAntonio, en viaje de Matamoros aNogales; lo que pensaba de laRevolución el senador por Texas, ycómo se proponía ayudarla; lo quese había hecho, dicho o tramado latarde anterior en el Consulado deMéxico, y otras cosas por el estilo,que a nosotros nos interesabanprofundamente.

La manera directa y ruda deBelden nos lo hizo simpático aprimera vista y nos indujo a tratarlodesde el principio con cierta

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amable familiaridad. En el acto dela presentación, yo me sentí algoabrumado por su gran estatura, peroluego descubrí que, mientrashablaba, tenía la costumbre deinclinar la cabeza —cabeza tosca,pálida, de tinte desleído— conmodo que le quitaba de sobre loshombros todo exceso de altura yvolumen. Y es que esa actitud loaniñaba al balancearle, a amboslados de la frente, dos grandesbucles de pelo espeso y onduloso.Cuando se enardecía en la charla, el

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balanceo de los rizos corría, por loprecipitado del ritmo, parejos conel graneo de las palabras. Éstas —me entretenía yo en observarlo— lebrotaban del rostro, de mejillascarnosas, cual si fueran disparos dela boca —disparos derepercusiones metálicas quedejaban algo de su temblor cogidoal dibujo de los labios, gruesos yfuertes.

A Belden lo adornaba entoncesuna virtud que para nosotros era deprimer orden: su fe absoluta en la

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Revolución. Aunque ya en contactomás estrecho, se descubría que esafe no dimanaba del concepto queBelden tuviera de la Revoluciónmisma, sino de sus ideas respectode Carranza, cuyas cualidadeselogiaba sin descanso y de cuyaamistad se gloriaba. Lo que alabaratanto en don Venustiano no era fácilde determinar en especie, si bien,reducido a género, podía entenderseque era la grandeza. Y esa grandezaencendía a tal punto el entusiasmode Belden, que lo hacía

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vanagloriarse del lazo que a ella lounía. Para ponderar su valimientocon el Primer Jefe, lo expresaba entérminos del más típicomaterialismo norteamericano.Decía crematísticamente:

—Si en estos momentos lepidiera yo a don Venustiano diezmil dólares, me los enviaba portelégrafo: apuesto cualquier cosa.

Andando el tiempo, esta frase—fundada con acierto en lapsicología del Primer Jefe— habríade darme, por analogía, la clave de

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muchos sucesos.Belden, además de

informarnos, nos agasajaba comomejor podía. De su despachopolvoriento, y sin más muebles quedos mesas, cuatro sillas y, enestantería corrida y en volúmenesamarillos, la interminable colecciónde la jurisprudencia de los EstadosUnidos, bajábamos a la calle.

No había mucho que ver; perocomo si lo hubiere. Dábamospaseos por el hermosísimo parque.Íbamos, por supuesto, al bar

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famoso por sus ramas de ciervo yotros trofeos venatorios ydeportistas. Nos instalábamos en laterraza del hotel Saint Anthony,donde Pani, en su carácter de exsubsecretario de InstrucciónPública metido a revolucionarioconstitucionalista, recibía a losreporteros del Express y el Light. Yaun creo que no dejamos de visitarvarias veces la plaza del Álamo,pese a los ingratos recuerdos de lostraidores Zavala y Santa Anna.

Para multiplicar los sights de

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San Antonio —como Belden decía— los entreverábamos, o losentreveraba él, en su afán dehacernos amable su ciudad, conalgunos entretenimientos. Elcaballito de batalla eran losrestaurantes mexicanos —restaurantes patrióticos de cocinanacionalista sintética—. Uno a unolos conocimos todos, no obstanteque el primero hubiese podido, concreces, suplir a los demás. Todos secaracterizaban por la mismaespecie de minuta sobre la misma

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especie de mesas: en todos había elmismo culto de los colores patriosy la misma efigie del cura Hidalgo—porque el solo patriotismomexicano íntegro y absoluto es elde la Independencia y la bandera—;y en todos, por supuesto, comíamoslos mismos manjares sabrosísimos,tan sabrosos que por momentosresultaban de un mexicanismoexcesivo o desvirtuado porinterpretaciones, demasiadocoloristas, de nuestro color local.

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3

Primer vislumbre de PanchoVilla

Ir de El Paso, Texas, a CiudadJuárez, Chihuahua, era, al decir dellicenciado Neftalí Amador, uno de

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los mayores sacrificios —¿por quéno también una de las mayoreshumillaciones?— que la geografíahumana había impuesto a los hijosde México que andaban por aquellaparte de la raya fronteriza. Mas eslo cierto que esa noche, al llegar deSan Antonio, Pani y yo sufrimos laprueba con un fondo de alegríadonde retozaban los misteriososresortes de la nacionalidad:entregándonos a la íntimaafirmación —allí palpable,actuante, profunda— de que

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habíamos nacido dentro del alma denuestra patria y de que habríamosde morir en ella.

El espectáculo de CiudadJuárez era triste: triste en sí; mástriste aún si se le comparaba con elaliño luminoso de la otra orilla delrío, extranjera e inmediata. Pero sifrente a él nos ardía la cara devergüenza, eso no obstante, o poreso tal vez, el corazón ibabailándonos de gozo conforme lasraíces de nuestra alma encajaban,como en algo conocido, tratado y

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amado durante siglos, en toda laincultura, en toda la mugre decuerpo y espíritu que invadía allílas calles. ¡Por algo éramosmexicanos! ¡Por algo el resplandorsiniestro de las escasas lámparascallejeras nos envolvía comopulsación de atmósfera que nutre!

Neftalí Amador, a un tiemporuidoso y afónico, nos guiaba. Suspasos eran nerviosos y breves.Hablaba sin parar, enhebrandopalabras planas, palabras olorosasa chicle, que hacía salir a fuerza

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entre sus quijadas rígidas. En lasesquinas, mientras se detenía uninstante a mirarnos de frente, lasluces nocturnas le reverberaban enel rostro, picado de viruelas. Luegocruzábamos el arroyo, y, alhundírsele los pies en el fango,decía, como en soliloquio y conrepetición periódica:

—Esto es un potrero. Cuandola Revolución gane lo limpiaremos.Haremos una ciudad nueva; nueva ymejor que la de la otra orilla delrío.

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Caían de las puertas, hasta elbarro público, aspas de luz quemitigaban apenas la sombra.Pasaban tranvías. Pululaban gentesy bultos como de gentes. A veces,sobre el fondo de rumores encastellano —suave acento del Norte— estallaban frases en inglés decowboy. Tocaba la música infernalde los orquestriones; olía a lodo y awhisky. Transitaban, rozándonos,prostitutas feas —feas y dolientes sieran mexicanas; feas ydesvengonzadas si eran yanquis—,

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y todo esto entre tabernas y cafésque transpiraban escándalo y ruidode máquinas jugadoras.

Nos detuvimos breve ratofrente a las puertas de una salaamplia, donde cien o doscientaspersonas, sentadas a unas mesas, seinclinaban atentas sobre unoscartones llenos de signos. Vocesroncas gritaban números en inglés yespañol.

—Son los quinos —dijoAmador.

Pasos después nos paramos a

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la entrada de un largo pasillo encuyo fondo brillaban, entre gruposde mujeres y hombres, superficiesverdes y montones de fichas rojas,azules, amarillas. Aquel sitioparecía muy espacioso.

—Es el póker… Es la ruleta…Son los dados… Son los albures yel siete y medio.

Y tras de lanzar estas palabras—así, en pelotón—, NeftalíAmador callé varios segundos ycontinuó luego, como sirespondiese a reflexiones

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interiores:—Sí, sin duda: tráfico innoble,

pero insustituible a la hora de lospocos recursos. Llegado elmomento lo suprimiremos. ¿Quédigo? Lo perseguiremos. Ahorano… Y menos mal que mientrastanto son los yanquis quienes losostienen. Aquí llegan con su dineroy nos lo dejan para que compremostreinta-treintas y parque. ¡Algún díahabían de servir a la buena causa!… Aunque ahora caigo en que,comprándoles a ellos las armas,

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vuelven a llevarse al fin el dineroque momentáneamente nos dejan…Claro que nos quedan, por lomenos, las armas… Tampoco,porque las destruimos, y, peor aún,nos destruimos con ellas…

Amador consumió con sudiscurso la calle más populosa ymenos mal alumbrada, pero actoseguido inició nuevo monólogopara la calle inmediata. Saltabaágilmente de uno a otro de lostemas que le brindaba nuestrocamino. Pani y yo lo oíamos sin

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responderle casi; mirábamos aderecha e izquierda, o másexactamente, entreveíamos aderecha e izquierda, o másexactamente, entreveíamos, enbusca de los sitios que Amadorseñalaba.

Íbamos ahora sobre acerasmás primitivas que antes, junto aparedes cuyos tonos clarosendulzaban la sombra. En la acerade enfrente se veían edificios bajos,chatos, con ventanas y puertas derudos ángulos rectos. Parecían

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casas mesopotámicas de hacíacinco mil años; casas de Palestinade hacía tres mil. Sus masas sólidasguardaban respecto de losnubarrones, inciertos en la tiniebladel cielo, igual proporción que lacerca de un parque respecto de lasgrandes copas de los árbolesinmediatos.

A poco andar, nuestros pies notocaron ya acera ninguna; elalumbrado se redujo a la luz furtivade una que otra ventana o puerta; elsilencio empezó a nacer de los

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ladridos de los perros y de la lejanatristeza de canciones a la vezapagadas y audibles. A ratos, paramayor seguridad en la marcha,apoyaba yo la mano en la pared quepasaba junto a mí: entonces sentíalas asperezas de los adobesdescubiertos, carcomidos, y laspiedrecitas de sus junturas.

—En 1911 —decía la voz deAmador— se libró por este sitio,durante el ataque maderista, uno delos combates más reñidos. Cuentanque por aquí empezaron los

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revolucionarios a perforar lasparedes para avanzar dentro de lascasas… Tamborrell, ni quien loniegue, era todo un hombre, era ungran militar…

Y luego, tras pausa corta,añadió, dirigiéndose a míparticularmente:

—Él, lo mismo que antes elpadre de usted, murió con elheroísmo del deber cumplido, quees el más duro de todos losheroísmos, pues está hecho demelancolía, no de entusiasmo…

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Caminamos algo más yllegamos, por fin, a un paraje quedaba, en la negrura confusa de lanoche, la sensación de encontrarsejunto al río, hacia la parte donde laribera y el extremo de la ciudad setocaban. Se presentía una esquina.Amador interrumpió su charla yadvirtió:

—Aquí es; aquí a la vuelta.Y diciendo esto nos tomó la

delantera cosa de dos pasos y seirguió ligeramente con aire de quienencabeza un grupo. Su tosecita

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carraspienta vino a sustituir suspalabras.

A la vuelta de la esquina, enefecto, casi tropezamos con unaguardia de rebeldes. Estaban aambos lados de la puerta de una delas primeras casas: unos encuclillas, adosados contra la pared;en pie los otros. Entre las hojas dela puerta, a medio abrir, se colabandébiles fulgores, los cuales,difundiéndose en penumbra tenue,comunicaban a los cuerpos de lossoldados cierta visibilidad de

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formas monstruosas. Sobre todosellos pesaba, achaparrándolos, elala de sombreros enormes. Cadauno parecía tener sobre el pechodiez, veinte cananas con centenaresy centenares de cartuchos. Suspiernas, de pantalón estrecho, seenarcaban con retorcimientos deacordeón escuálido. Sobre susespaldas, entre sus manos, cerca desus pies, brillaban los cañones delos rifles y se precisaban, lustrosas,las manchas negras y triangularesde las culatas.

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En cuanto sintieron nuestrospasos, se incorporaron con rápidobailoteo de brillos y sombras entrelos macilentos rayos de luz que losdoraban. Uno, rastreantes losmiembros, pesado el cuerpo bajo elrifle y las cananas, se destacó ennuestra dirección. El sombrero,desmesurado, hacia marco a surostro oscuro y quebraba elperímetro del ala —vuelta haciaarriba por delante, caída por detrás— contra el rollo enorme delsarape, que traía, a manera de

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bufanda, enrollado de hombro ahombro.

Preguntó con voz ronca:—¿Pa dónde jalan, pues?Amador se fue hacia él con

andares de confianza, casi defamiliaridad, y le contestó en tonoque, queriendo ser afable, sóloresultó opaco:

—Somos amigos. Estosseñores, revolucionarios también,llegan ahora de México y quierenver al general. Los traigo yo: ellicenciado Neftalí Amador… Uno

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de ellos fue ministro del señorMadero…

—Ministro, no —interrumpióPani—: subsecretario…

—Eso es, subsecretario —corrigió Amador, y se enzarzó enmil explicaciones inútiles.

Habíamos venido a quedarfrente a la puerta. Los soldados, sinmoverse de su sitio, oían el parlotede Amador con la solicitud del queno entiende, aunque comunicando asu manera ese dejo de altaneríahumilde propio de nuestros

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revolucionarios victoriosos.—Conque el licenciado

Amador y dos menistros…—Justamente. El

Subsecretario de InstrucciónPública en el gabinete delPresidente Madero y directorgeneral…

—¡Onde le digo yo todo eso!—Bueno, pues sólo lo otro: el

licenciado Amador y un ministrodel señor Madero.

—¿Un menistro o dosmenistros?

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—Es igual: uno o dos…Se entreabrió más la puerta

para que el soldado pasase, y luegose cerró por completo. Al minutosiguiente la tornaron a abrir:

—Pos que pasen, si son losque dicen…

Pasamos. La puerta dabainmediatamente a una pieza baja,cuadrada, de piso de tierraapisonada y húmeda. Lamedioalumbraba una lámpara depetróleo que esparcía su luz y suhumo desde lo alto de un montón de

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monturas y cajones arrinconados.La pieza, al parecer, era una simpleaccesoria.

Traspuesto el umbral, Amadorhabía girado sobre su izquierda,escurriéndose por entre una de lashojas y el cuerpo del soldado. Panile seguía. Yo era el último. Luego, alos cuatro o cinco pasos, nosencontramos los tres en el rincónopuesto al de la lámpara: era el másoscuro de todos. Pancho Villaestaba allí.

Estaba Villa recostado en un

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catre, cubierto con una frazadacuyos pliegues le subían hasta lacintura. Para recibirnos se habíaenderezado ligeramente. Uno de losbrazos, apoyado por el codo, leservía de puntal entre la cama y elbusto. El otro, el derecho, le caía alo largo del cuerpo: era un brazolarguísimo. Pero Villa no estabasolo. Junto a la cabecera, otros dosrevolucionarios se manteníansentados, de espaldas a la luz,sobre cajones puestos de canto.Guardaban la actitud de quien de

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súbito interrumpe una conversaciónimportante. Ninguno de los dos semovió al entrar nosotros ni dioseñales sino de cierta vagacuriosidad, lo cual se echaba de veren la manera como ambas cabezas,semiocultas por los sombrerostejanos, habían girado hacia lapuerta al sentirse ruido.

Amador pronunció frases depresentación tan sinuosas comolargas. Villa lo escuchó sinparpadear, un poco caída lamandíbula e iluminado el rostro por

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dejos de sonrisa mecánica queparecía nacerle de la punta de losdientes. Luego Amador se calló enseco, y Villa, sin contestar, mandóal soldado que acercara sillas; perocomo, por lo visto, sillas apenashabía dos, sólo dos trajo elsoldado: las ocuparon Pani yAmador. Yo, a invitación delguerrillero, me había sentado ya alborde del catre, a un dedo delcuerpo que lo ocupaba. El calor deaquel lecho penetró mi ropa y mellegó a la carne.

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Era evidente que Villa sehabía metido en la cama con ánimode reposar sólo un rato: teníapuesto el sombrero, puesta lachaqueta y puestos también, a juzgarpor algunos de sus movimientos, lapistola y el cinto con los cartuchos.Los rayos de la lámpara venían aherirle de frente y a sacar de susfacciones brillos de cobre en tornode los fulgores claros del blanco delos ojos y del esmalte de ladentadura. El pelo, rizoso, se leencrespaba entre el sombrero y la

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frente, grande y comba; el bigote,de guías cortas, azafranadas, lemovía, al hablar, sombras sobre loslabios.

Su postura, sus gestos, sumirada de ojos constantemente enzozobra denotaban un no sé qué defiera en su cubil; pero de fiera quese defiende, no de fiera que ataca;de fiera que empezase a cobrarconfianza sin estar aún muy segurade que otra fiera no la acometiesede pronto queriéndola devorar. Talactitud contrastaba, por lo menos en

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parte, con la de los otros dosrevolucionarios —¿Urbina?¿Medina? ¿Herrera? ¿Hipólito?—,los cuales, al parecer, seencontraban muy tranquilos,cruzada una pierna sobre la otra, elcigarro de hoja en una mano einclinado el busto hacia adelantecon tendencia a poner el codo sobrela rodilla y sobre el puño la barba.

—¿Y cómo no le metió ustedun balazo a ese jijo de la tiznada deVictoriano Huerta? —dijo Villa aPani en medio del relato que éste

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hacía de la muerte de Madero.Pani estuvo a punto de reír o

sonreír. Pero se recobró en el actoy, penetrado de la verdaderapsicología del momento, contestómuy serio:

—No era fácil.A lo que replicó Villa, después

de reflexionar un segundo:—Tiene razón, amiguito: no

era fácil. Pero ¡vaya si lo será!Y de este modo, por más de

media hora nos entregamos a unaconversación extraña, a una

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conversación que puso en contactodos órdenes de categorías mentalesajenas entre sí. A cada pregunta orespuesta de una u otra parte, sepercibía que allí estaban tocándosedos mundos distintos y auninconciliables en todo, salvo en elaccidente casual de sumar susesfuerzos para la lucha. Nosotros,pobres ilusos —porque sólo ilusoséramos entonces—, habíamosllegado hasta ese sitio cargados conla endeble experiencia de nuestroslibros y nuestros primeros

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arranques. Y ¿a qué llegábamos? Aque nos cogiera de lleno y porsorpresa la tragedia del bien y delmal, que no saben de transacciones;que puros, sin mezclarse uno y otro,deben vencer o resignarse a servencidos. Veníamos huyendo deVictoriano Huerta, el traidor, elasesino, e íbamos, por la mismadinámica de la vida y por cuanto enella hay de más generoso, a caer enPancho Villa, cuya alma, más quede hombre, era de jaguar: jaguar enesos momentos domesticado para

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nuestra obra, o para lo quecreíamos ser nuestra obra; jaguar aquien pasábamos la manoacariciadora sobre el lomo,temblando de que nos tirara unzarpazo.

* * *

Horas después, al atravesar el ríohacia territorio de los EstadosUnidos, no lograba yo liberarme dela imagen de Villa, tal cual acababade verlo; y a vueltas con ella vine a

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pensar varias veces en las palabrasque Vasconcelos nos dijo en SanAntonio: «¡Ahora sí ganamos! ¡Yatenemos hombre!».

¡Hombre!… ¡Hombre!…

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Librotercero

Umbrales revolucionarios

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1

En el cuartel general

Ya había anochecido cuandoAlberto J. Pani y yo llegamos aNogales. En la estación —feocobertizo, semejante a los que

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habíamos visto en el largo trayectoarizonense, sólo que aquí con lapeculiar pátina mexicana— nosesperaban varios amigos y amigosde amigos. Su recibimiento fueafectuoso, cálido. Nos quitaron lasmaletas de las manos, nossonrieron, nos abrazaron, nosacribillaron a preguntas. Todo locual dilató los espíritus —losnuestros y los suyos— en el vibrarde una conjunción confortadora.Ellos —primer contacto real con laRevolución— representaban para

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nosotros la evidencia de que lalucha, por lo menos en la frontera,estaba viva y en marcha. Nosotros—recién llegados desde la propiaciudad de México— tal vezviniésemos a significarles el nuevoeslabón de la interminable cadenade voluntarios que renovaban día adía las filas y la fe.

Lujo insólito en talescircunstancias: el alcalde delpueblo había traído su Ford paraconducirnos al hotel, que apenasdistaba dos pasos. Pero como el

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auto resultase insuficiente paracontenernos a todos, loabandonamos en el terreno contiguoa la estación y echamos a andar, sinel menor orden, en grupo franco yruidoso.

Atravesamos una calle ycaminamos un tramo de otra: yaestábamos en el hotel. La puertadaba a un pasillo que se convertía,por el fondo, en escalera: callejón,primero, de entrada; luego, callejónascendente —todo pobre, mugrosoy sórdido—. Una figura conocida

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apareció en lo alto y se mantuvoallí, con los brazos abiertos,durante todo el tiempo que nosotrosempleamos en subir; era IsidroFabela. Una vez arriba, nos saludóefusivamente, abrazándonos yentregándose a grandes transportescariñosos, dando voces de júbiloque casi produjeron alarma.Entonces fueron abriéndose laspuertas de los cuartos y empezarona salir por allí hombres de laRevolución: salió Adolfo de laHuerta; salió Lucio Blanco;

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salieron Ramón Puente, SalvadorMartínez Alomía, Miguel AlessioRobles y otros muchos cuyaidentidad ahora se me escapa.Varios de ellos nos eran conocidos;otros, ni de nombre.

Rafael Zubaran, jefe del grupoque había estado a recibirnos a lallegada del tren, hizo laspresentaciones necesarias; muy enlo particular nos presentó al generalLucio Blanco y a Adolfo de laHuerta. Blanco, con su porte noble,sus facciones correctas, su bigote

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fino y su sombrero de forma entretejana y mexicana —sombrero depelo café con visos de oro viejo,ala ancha y arriscada, copa caídahacia atrás, con dos pedradasdeformes por el uso—, suscitó enmí impresión gratísima: corrierondel uno al otro, en el acto, efluviossubconscientes de simpatía. En Dela Huerta apenas reparé, salvo porun fugaz enfocamiento de laatención, que me hizo percibir sumarcado aspecto de indio yaqui y elextraordinario timbre de su voz,

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bella y rica en sonoridades.

* * *

Fue un serio problema elproporcionarnos alojamiento.Escobosa, el dueño del hotel,declaró que en su casa ya nocabían, no digo otras dos personas,pero ni dos alfileres. La dificultad,sin embargo, se zanjó al fin: a míme destinaron un hueco en el cuartoque ocupaban Adolfo de la Huerta yalguien más; a Pani le abrieron el

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suyo en la habitación de MartínezAlomía y no recuerdo qué otroocupante. Allí los dos viajeros nosmedio sacudimos el polvo, nosmedio lavamos, nos mediopeinamos y nos medio pusimos enforma presentable.

—Y ahora, al Cuartel General—dijo Fabela, así que estuvimoslistos—; el Primer Jefe sabe queestán ustedes aquí y deseaconocerlos.

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* * *

¡El Primer Jefe! ¡El CuartelGeneral! ¡Qué profunda emociónexperimenté al oír por vez primeraaquellas palabras, dichas así,cercana y familiarmente! ¡Alrecuerdo de esa hora de miconsagración oficial como rebeldese me agita hoy el alma de igualmanera que entonces, mientrascaminábamos del mugriento hotelEscobosa a las oficinas de laPrimera Jefatura!

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Éstas se hallaban instaladas, ados calles del edificio aduanal, enuna casa baja, de esquina ochavada,cuyo zaguán daba acceso, a derechae izquierda, a dos perpendicularesalas de habitaciones y se abría, enel fondo, sobre un patio triste,alumbrado por resplandoresmoribundos. Dos centinelas, deguardia en la calle, terciaron losfusiles al entrar nosotros. Ocho odiez soldados más, que estabansentados en dos bancos en elinterior del zaguán, se pusieron en

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pie y se cuadraron. Por suindumentaria, estos soldados noeran tan pintorescos como losvillistas que habíamos entrevistodías antes al asomarnos a CiudadJuárez, pero ostentaban un aire másmarcial —hasta donde lo marcialexiste en las improvisacionesmilitares de México— y másausteramente revolucionario. Así almenos me pareció aquella noche.

Tras de esperar media hora enuna piececita que hacía las veces deantesala, irrumpimos en el

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despacho del Primer Jefe.Irrumpimos en forma que no carecióde cierta solemnidad. No menos dequince personas nos acompañaban,entre ellas varios de los más altospersonajes del movimientoconstitucionalista. Rafael Zubaran,Ministro de Gobernación y amigopersonal de Pani, nos presentó.Fabela, buen amigo mío, hizo mipanegírico con esa benévolafacundia, tan suya, capaz deencontrar siempre virtudes en losdemás y amante de elogiarlas.

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Carranza nos acogió protectora ypatriarcalmente. Se había levantadode su sillón de brazos para venir anuestro encuentro, y ahorapermanecía en pie, en el centro dela pieza, rodeado por nosotros. Norecuerdo las frases que dirigió aPani, aunque sí estoy seguro de quefueron muy halagüeñas. A mí meretuvo la mano varios segundos y,mientras tanto, estuvo mirándome,desde la cima de su gran estatura, alsesgo de dos anteojos quemandaban sobre mi rostro, junto

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con la ternura de un ver dulzón, deun ver casi bovino, los reflejos dela lámpara eléctrica.

Yo iba algo predispuesto encontra de don Venustiano por lo queVasconcelos acababa de contarmedurante nuestra estancia en SanAntonio. Su figura, además, evocóen mí asociaciones con los hombrestípicos del porfirismo. Más aún:después del candor democrático deMadero, creía notar en él algo queme hacía pensar en don Porfirio talcual lo vi y lo oí la última vez.

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Pero, con todo, confieso que aprimera vista don Venustiano nofrustró mis esperanzas derevolucionario en cierne. Enaquella primera entrevista se meapareció sencillo, sereno,inteligente, honrado, apto. El modocomo se peinaba las barbas con losdedos de la mano izquierda —lacual metía por debajo de la níveacascada, vuelta la palma haciaafuera y encorvados los dedos, atiempo que alzaba ligeramente elrostro— acusaba tranquilos hábitos

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de reflexión, hábitos de que nopodía esperarse —así lo supuseentonces —nada violento, nadacruel. «Quizá —pensé— no seaéste el genio que a México le hacefalta, ni el héroe, ni el gran políticodesinteresado, pero cuando menosno usurpa su título: sabe ser elPrimer Jefe».

Era la costumbre de esetiempo, en Nogales, que losrevolucionarios prominentes sesentaran a diario, o cari a diario, ala mesa de Carranza. A Pani y a mí

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se nos invitó desde luego, sin dudano a título de personajesimportantes, que no lo éramos, sinopor cortesía ineludible con losrecién llegados.

—Dentro de un momentoiremos todos a cenar —dijo donVenustiano, dirigiéndose a nosotros—. Si ustedes gustanacompañarnos, no les haré aguardarmucho. Sólo tengo que darrespuesta a dos o tres telegramasurgentes.

Todos pasamos entonces a la

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pequeña antesala, menos Carranza,que se acercó a su mesa de trabajo,y un joven pálido, alto, flaco enexceso y de modales finos, que fuetambién hacia la mesa y tomó unospapeles de allí. (Después supe deeste joven que se llamaba GustavoEspinosa Mireles y que era elsecretario particular del PrimerJefe).

En la pieza contigua nospusimos a charlar —primero enconjunto, luego en grupos, despuésen parejas—. Fabela me llevó a un

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rincón para hacerme a su gustopreguntas acerca de nuestrosamigos, los ateneístas, quequedaban en México: «¿Y CarlosGonzález Peña? ¿Y Antonio Caso?¿Y Julio Torri? ¿Y Pedro?».

A favor de una de las muchasreacomodaciones interlocutorias,yo logré, en cierto momento,escaparme hacia el patio de la casa.Visto éste de cerca, me parecióahora más triste que antes, cuandolo columbré desde el cubo delzaguán. Lo circundaba, a ras del

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suelo, un corredorcillo cubierto porcuatro salientes del techo quevenían a apoyarse en postesdesnudos, largos, escuetos. A unode esos postes estaba atada, a laaltura de la trabe, una bombillaeléctrica, negruzca, opaca, la cualabría hacia una parte el abanicomelancólico de su luz, y hacia laotra dejaba caer, entre los extremosdel sector luminoso, un cono detinieblas. En el espacio iluminadotodo era desnudez; en el oscuro seacumulaban las sombras hasta

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refluir en negro amontonamientohacia los rincones. Difícil precisarla verdadera causa, pero de aquelpatio se desprendía una tristezainfinita: al contacto de su atmósferael rumor de las voces de laantesala, que llegaban hasta allícernidas por la distancia y lasparedes y confundidas con el hablade los soldados del zaguán, seescarchaba, se helaba.

Recorrí los tramos delcorredor alumbrados por el abanicode luz. Luego alargué mis pasos

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hasta la parte oculta en lapenumbra, y entonces descubrí queno estaba yo solo en el patio. Lasombra de un hombre, apoyada enla sombra de un poste, se manteníainmóvil. La curiosidad me empujó aaproximarme más: la sombra no semovió. Entonces volví a pasar, estavez más cerca todavía y mirando,aunque aún de soslayo, másinsistentemente. La sombra era deun hombre esbelto. Un rayo de luzle daba en la orilla del ala delsombrero y mordía en la silueta un

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punto gris. Tenía doblado sobre elpecho uno de los brazos, apoyadaen el puño la barbilla y el antebrazoderecho puesto en cruz encima delotro. Por la postura de la cabezacomprendí que el hombre estabaabsorto en la contemplación delcielo; la luz de las estrellas le caíasobre la cara y se la iluminaba contenue fulgor.

Aquella figura humana, ausenteen su ensimismamiento, no me eraextraña del todo. Seguro de ello, encuanto llegué al extremo del

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corredor volví sobre mis pasos yvine a detenerme resueltamentefrente a la sombra inmóvil. Elhombre salió poco a poco de sucontemplación; bajó la mano en queapoyaba la cabeza; se irguió, y dijocon voz dulce y humilde, en rarocontraste con la energía y rapidezde sus movimientos, cabalmentemilitares:

—Buenas noches. ¿Quién es?—Un viejo conocido, general.

¿O me engaño acaso? ¿No hablocon el general Felipe Ángeles?

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Ángeles era, en efecto. ¿Quéhacía allí, solo, melancólico, con elalma perdida en las estrellas, él,verdadero hombre de acción y degrandes impulsos? ¿Por qué estabaen esa hora en ese sitio, encarnandola profunda tristeza que dimanabadel patio de la Primera Jefatura, envez de hallarse entregado en cuerpoy alma al despacho de los asuntosmilitares de la Revolución, para locual su capacidad era mil vecessuperior a la de los generalesimprovisados? Tanto me

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desconcertó sorprender así aÁngeles, que evité hablarle de loque más me importaba —de laeficacia del ejércitoconstitucionalista— y durante losminutos que estuvimos allí solosdejé que él escogiera los temas dela plática. Naturalmente, hizo desdeluego recuerdos de mi padre, dequien él fuera discípulo enChapultepec. Lo rememoró conagrado, con cariño, con admiración.

—En su padre de usted —medijo entre otras cosas— había el

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espíritu, pero había también la voz,la voz en que el espíritu resonaba yse hacía sentir y obedecer. Era unavoz de mando como yo no heescuchado otra: su sonoridadlindaba con el misterio. Formado elColegio Militar en todo un trozo delpaseo de la Reforma, sus órdenes,aun dichas a media voz, corrían deun extremo a otro de la fila: nohabía quien no las oyera. Para queme entienda usted mejor, me serviréde una comparación tomada de lamecánica. Su voz era como los

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proyectiles de mucha masa, que,una vez lanzados, así la velocidadsea poca, recorren grandestrayectorias. Cuando él quería,podía hacer, mandando en voz baja,que se le escuchara a distanciasadonde otros no hubieran sidoescuchados ni a gritos.

¿Se debería acaso a que en lasremembranzas de Ángeles habíamucho de conmovedor para mí? Locierto es que las palabras quebrotaban de su boca respondían a laíntima tristeza del patio en que nos

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hallábamos. De tiempo en tiemposubrayaba la frase con algúnmodesto ademán de sus manospequeñas, oscuras como la sombra,o con el anuncio de una sonrisa queno llegaba a formularse.

De nuestra conversación vinoa sacarnos el ruido de armas y depasos presurosos. La guardiaformaba para hacer los honores.

—Ya sale don Venustiano —dijo Ángeles—. Vamos a cenar.

Cuando volvimos a laantesala, Carranza estaba allí,

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cubierta la cabeza con el sombrerode alas anchas y dominando a todoscon su gran estatura. La luz de lalámpara le bruñía la barba y lebajaba después, por la única hilerade botones que le ajustaba elchaquetín, en chorro de enormesgotas doradas.

Echó a andar; tras éldesfilaron los otros. Ángeles y yonos incorporamos a la comitiva: yo,con timidez, bisoña; él, con sutimidez de siempre. Y a pocosalimos a la calle.

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El corneta de guardia tocómarcha de honor.

* * *

La cena, excelente por sus manjarese interesantísima por los individuosque ponía en contacto, no logróhacernos hablar mucho a Pani ni amí. Más bien nos dedicamos a ver,oír y gustar. Yo, desde luego(esperemos a que Pani escribaalgún día sus memorias), no dejé defijarme en ciertos detalles que para

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la edificación de un rebeldeprimerizo suponían algunaimportancia. Noté, por ejemplo, queRafael Zubaran ocupaba de plenoderecho el primer sitio a la diestrade don Venustiano, lo cual mepareció muy bien: Zubaran era elSecretario de Gobernación en elgabinete revolucionario. Noté queÁngeles, recientemente nombradoSecretario de la Guerra, no tomabapara sí el primer sitio de laizquierda, sino que éste sereservaba al coronel Jacinto

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Treviño, jefe del estado mayor deCarranza. Noté que Adolfo de laHuerta iba a sentarse, adrede y pesea su cargo oficial, relativamentealto, entre los comensales de menosínfulas. Y noté, en fin, que donVenustiano no perdía un segundo labatuta de la conversación; que hacíaa cada paso alusiones históricas —evocadoras en especial de la épocade la Reforma— y que eraescuchado por todos conacatamiento profundo, hasta alincurrir en notorios disparates,

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como al escapársele aquella nochedos o tres que hubieran hechosonreír a cualquier estudiante deprimer año de Derecho.

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2

La mesa del Primer Jefe

Sentarme a la mesa con Carranza ysus colaboradores próximos acabópor ser, mientras permanecimos enNogales, el más trascendente de mis

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actos de cada día. Como fuera detal deber, que ejecutaba de buengrado a tarde y noche, no tenía yoocupación alguna de carácter fijo,hacia eso se orientaban mi actituddiaria y mis sentidos. Era comovivir sujeto a una función social suigéneris, casi palaciega, aunque almargen del monte, y que durabapoco.

Muy de mañanadespertábamos De la Huerta y yo.Despertábamos sin gran esfuerzo,pues el hotel Escobosa tenía, entre

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sus parvas virtudes, la no rara deembeberse —a la hora en que elsueño, fatigado de sí mismo, sehace dos veces dulce— en la másclara luz que baja de los cielos. Anuestro despertar se seguía un largocoloquio de cama a cama. Cuándopegábamos la hebra en el punto enque quedara rota la noche anterior;cuándo abordábamos nuevo tema;cuándo nos divertíamos comentando—De la Huerta descubrió pronto mipeculiaridad de conversar dormidomejor que despierto— algunas de

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las cosas extraordinarias que solíayo decirle en sueños. Por finsaltábamos de la cama, nosvestíamos de prisa, bajábamos aluchar a brazo partido con el maldesayuno que Escobosa ofrecía asus huéspedes, y cada quien tomabasu camino. De la Huerta, oficialmayor de la Secretaría deGobernación, se iba en busca deRafael Zubaran; yo, libre hasta lahora de comer, ocioso mientrasencontraba con quién entablarplática, pasaba y repasaba por una

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misma acera de una misma calle ome dirigía de lleno hacia los másaltos y hermosos cerroscircundantes para escalarlos a títulode divertimiento.

Mi simple condición decomensal de don Venustiano mepareció al principio, más que dura,insoportable: larga mañana deespera para la reunión de lacomida; largo esperar de la tardepara la reunión de la cena. Yo nodisponía ni del recurso de LuisCabrera y Lucio Blanco, que

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organizaban ruidosos partidos debillar en el bar inmediato a la líneafronteriza —el juego de Cabrera,sabio, felino, eficaz; el de Blanco,brillante, efectista, genial a veces, aveces torpe—. Tampoco contaba,como Salvador Martínez Alomía —antes de que lo destinaran a hacer elretrato biográfico de Carranza—,con el entretenimiento de losversos. En sus ratos de ocio,Zubaran reencontraba la vidamediante su afición —artemagistral, podría decirse— por la

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guitarra; Ángeles, en el severoprograma disciplinario de sucuerpo y su espíritu (tantas horas acaballo, tantas a pie, tantos saltos,tantas horas de estudio, tantas demeditación); Isidro Fabela y MiguelAlessio, en el secreto libar defrases y urdir de periodos para vercuál de los dos se llevaba a lapostre la palma de los oradoresrevolucionarios; Pani, en sushábitos de ingeniero, capaces desistematizarlo todo, hasta el vacío.Pero yo, yo entonces creyente

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fervoroso en las virtudesrevolucionarias activas, no teníadefensa. Por fortuna, descubrípronto que en Nogales de Sonorahabía una tienda de libros, aunqueno muy buenos —descollaban entreellos las novelas de Dumas—, y meacogí al refugio de llenar lagunasde mis trece años. Después, afuerza de meterme en todas partes,hallé que en Nogales de Arizonaexistía, aun cuando no lo pareciera,una biblioteca pública, y que en esabiblioteca podían leerse hasta las

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obras de Plotino. De allá datan misinmersiones temporales en lamística alejandrina y en su purezaespiritual ajena al meroconocimiento; de allá mi tratomomentáneo con Porfirio yJámblico.

* * *

Llegada la hora de la comida o lacena, me aparecía por el CuartelGeneral. Antes no, para no herirsusceptibilidades, pues nada

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inquietaba tanto entonces a los másinmediatos servidores del PrimerJefe como la presencia derevolucionarios nuevosdesprovistos de funciones propias:les sobrecogía el terror de versearrancados, como por escamoteo,de los puestos que desempeñaban,para ellos importantísimos yprometedores. Lo cual, lo dirétambién, no quitaba para que todosellos fueran excelentes personas:desde Jacinto Treviño, cuya paz dealma naufragaba en la cercanía de

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Ángeles, hasta el joven aviadorAlberto Salinas, que habría sidocapaz —pese a sus cualidades debuen muchacho— de estorbar elpaso al propio Guynemer. Lo deTreviño respecto de Ángeles lodigo con amplia disculpa para elprimero: ¿hubo acaso muchosgenerales de la Revolución que nosintieran celos de Ángeles?, ¿noabundaron por ventura los que seapasionaban en su contra —movidos sólo por la envidia— yaun lo calumniaban por escrito?

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Para ir al refectorio salíamosdel Cuartel General en apretadogrupo, don Venustiano a la cabeza, ycaminábamos hasta la Aduana. Entales momentos, como la noche denuestra llegada, siempre habíacometas y tambores que tocaban lamarcha de honor. Era, por lo visto,de gran interés lanzar al viento lanoticia de que el jefe supremo de lacausa revolucionaria y sus elegidosabandonaban la mesa de trabajopara ir a la del almuerzo o la cena.Así los humildes habitantes de

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Nogales se enterarían yregocijarían.

A mí aquella música meresonaba indefectiblemente a donPorfirio. (¿Para qué habitante delDistrito Federal, cuya niñez hayatranscurrido de los noventas a losnovecientos, Porfirio Díaz, marchade honor e himno nacional no serántres partes de un solo todo?). Oírlame desconcertaba. Comprendí porella cuán lejos debía aúnconsiderarme respecto de los usosrevolucionarios, pues nada se

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echaba de ver que revelara en losotros miembros de la comitivasentimientos análogos a los míos.«¿Lo ocultarían acaso?», pensaba.O bien: «¡Bah! Impresiones depolítico bisoño; pronto meacostumbraré a lo uno y a lo otro: aque este aparato militarista ycaudillesco me parezca bien, o adisimular que me disgusta».

* * *

Paulino Fontes —entonces lo

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conocí— era lo que podríallamarse el Intendente de lasResidencias del Primer Jefe enNogales. El departamento de laAduana donde comíamos noacataba otra autoridad que la suya.Yo debo haber supuesto, desde laprimera vez que entré en aquelcomedor, que Fontes, futuropresidente ejecutivo de las LíneasNacionales, era ferrocarrilero deoficio, porque en verdad que bajosu economato las cosas marchabanallí con precisión maravillosa.

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Nunca la llegada de un manjar seretrasaba más del tiempo justorespecto del manjar precedente, yello con tal ritmo previsor, que loscomensales éramos como otrostantos trenes encarrerados sobreuna sola vía al amparo de órdenesperfectas. Un infalible relojWaltham, de esos que ostentan unalocomotora incrustada en la tapa ymarcan la hora con manecillasenérgicas bajo la luz, entre clara yverde, de un vidrio grueso, parecíacoordinarlo allí todo; ningún

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choque, ningún accidente, ningúncontratiempo. Si algún invitado seaparecía tarde o surgía de súbito,Fontes miraba de llevarlo por elcarril pletórico y conseguía prontoponerlo en ruta de modo definitivo,sin trastornos para los demás niforzamientos de velocidadperjudiciales al equipo. Parasemejantes casos, Fontes empleaba—en forma de entremeses, platossincréticos o eclécticos y otrascosas por el estilo— un amplísimosistema de escapes, vías laterales,

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igriegas, maromas y demás recursosadecuados, con cuyo auxilio, y sinque nadie se enterase cómo, todosarribábamos al término de los dosviajes diarios a punto y satisfechos.«¿Llegará un día este hombre aquítan apto —pensaba yo— a directorde las Lineas Nacionales? ¿Sucapacidad directiva no desmereceráentonces de la de ahora?». Porqueen Nogales, la habilidad de Fontesera tan fecunda que bien había élsabido crear para sí, a manera derito simbólico, el acto distintivo de

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sus funciones: todo el servicio sehacia bajo su mando; pero él enpersona pasaba la bandeja con lasprevias copitas de coñac. Dudo quenadie lo haya respetado tanto comoyo entonces: respeto de laperfección que todo lo equipara, dela perfección que no conoce alto nibajo, grande ni humilde.

* * *

Una vez estábamos de sobremesa—como de costumbre, quince o

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veinte personas—: Carranza,Zubaran, Ángeles, Pesqueira,Fabela, Pani, De la Huerta,Treviño, Espinosa Mireles… Coneficacia insuperable, Fontesconvertía los más desordenadosapetitos en meros ejercicios deeutrapelia. Todos nos sentíamosgozosos; aquella mañana, la bandamilitar había recorrido dos veces elpueblo y celebrado al toque dediana dos triunfos de nuestrasfuerzas, uno en Chihuahua, otro enTepic. Con este motivo, Carranza se

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puso a pontificar, según su hábito, yacabó a las pocas palabrasestableciendo como hechoinconcuso la superioridad de losejércitos improvisados y entusiastassobre los que se organizancientíficamente. Afirmaciónsemejante tenía que sonar a herejíaen los oídos de cualquier militarentendido, y así pasó entonces.Ángeles dejó que don Venustianoterminara de hablar, y luego, muydulcemente en la forma, perovigorosísimo en el razonamiento,

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esbozó la defensa del arte militarcomo algo que se aprende y seenseña y que se practica mejorcuando se ha estudiado bien quecuando se ignora. Carranza,empero, que solía mostrarse tanautócrata en la charla como en todolo demás, interrumpió a su Ministrode la Guerra sin miramientoninguno y concluyó de plano, sinapelación, como Primer Jefe, conun juicio absoluto. «En la vida,general —dijo—, sobre todo parael manejo de los hombres y su

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gobierno, la buena voluntad es loúnico indispensable y útil».

Ángeles dio un nuevo sorbo asu taza de café y no añadió unasílaba. Los demás guardamossilencio, dejamos flotar en ámbitoinfinito las palabras concluyentesdel Primer Jefe. «¿Se quedará estoasí? —pensé—. Imposible; algunova a hablar ya y a poner los puntossobre las íes».

Por desgracia, harto más de unminuto transcurrió sin que ningúnlabio chistara Don Venustiano,

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callado también, disfrutaba apequeños tragos el placer demandar hasta en nuestras ideas;acaso se recreara en nuestroservilismo, en nuestra cobardía.Yo… ¿Hice bien yo? ¿Hice mal? Yosentí vergüenza; me acordé de queestaba en la Revolución —para locual había tenido que romper antescon todo un programa de vida— yme sentí arrebatado por un dilema:o no tenía razón de ser mi rebelióncontra Victoriano Huerta, o eraimperativo sublevarme allí también,

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así fuera tan sólo de palabra.El silencio en torno de la mesa

seguía firme, más firme acaso quesegundos antes. ¿Eso iba aarredrarme? No. Me eché de cabezaen la pequeña hazaña con que deseguro se me clasificaría al puntodel lado de los heterodoxos ylevantiscos del camporevolucionario, con que se meclasificaría allí para siempre y sinremedio.

—¡Lo que son las cosas! —dije sin ambages y mirando de

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frente hasta el fondo de los ojosdulzones del Primer Jefe—. Yopienso exactamente lo contrario queusted. Rechazo íntegra la teoría quehace de la buena voluntad elsucedáneo de los competentes y losvirtuosos. El dicho de que lasbuenas voluntades empiedran elInfierno me parece sabio, porque lapobre gente de buena voluntad andaaceptando siempre tareassuperiores a sus fuerzas, y por allípeca. Creo con pasión, quizá porvenir ahora de la escuela, en la

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técnica y en los libros y detesto lasimprovisaciones, salvo cuando sonimprescindibles. Políticamente,desde luego, estimo que paraMéxico la técnica es esencial, porlo menos en tres puntosfundamentales: en Hacienda, enEducación Pública y en Guerra.

Mi salida causó, más quesorpresa, espanto. Don Venustianome sonrió con aire protector, tanprotector que al punto comprendíque no me perdonaría nunca miaudacia. Salvo Zubaran, que me

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dirigió una mirada de inteligentesimpatía, Ángeles, que me miró conaprobación, y Pani, que se entendióconmigo mediante sonrisasenigmáticas, nadie levantaba losojos de sobre el mantel. Y sóloAdolfo de la Huerta, echando lacosa un poco a juego, vino en miapoyo, o con más exactitud: en miauxilio. Se empeñó en borrar osuavizar la mala huella que misoberbia pudiera haber dejado en elespíritu de Carranza; lo cual hizo, ariesgo de malquistarse él, noble y

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valientemente, dejándose llevar desu disposición conciliadora.

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3

Las cinco novias deGarmendia

Durante el suntuoso baile con quedon Venustiano se despidió de lasociedad nogalense, alguien me

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había dicho:—¿Ve usted lo lindas, lo

atractivas, lo acogedoras que sonlas muchachas que ahora danzanante nosotros? Pues, créamelo: caáno existen si se las compara con lasdel pueblecito de Magdalena. ¡Ah,aquéllas! Para describirlas noalcanzaría el lenguaje. Bástelesaber que Gustavo Garmendia tuvoallá, la noche del baile, hasta cinconovias…

El coronel Garmendia acababade morir en la campaña de Sinaloa;

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lo cual, dando principio al trazolegendario, acrecía el carácter delos sucesos reales en que la leyendaiba a fundarse. Pero, aparte esto,era notorio que el pueblecito deMagdalena se aparecía siempre enla imaginación de los acompañantesde Carranza, y aun en laimaginación de éste, envuelto ennubes de dorados encantos, por másque bien a bien nadie los sabíadefinir. «¡Ah, Magdalena!»,repetían todos. Pero ¿qué pasaba enMagdalena? Y apenas si una que

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otra respuesta rebasaba los límitesde la vaguedad ponderativa. Paralos más intrépidos todo parecíareducirse a una sola circunstancia:en Magdalena pasaban de ciento lasdoncellas bonitas y casaderas y nohabía ni un varón en estado decasarse, descontados los chinos.

También es cierto que mientrasestuvimos en Nogales existió unmotivo constante para que lasdamas magdalenenses gozaran degran relieve en la evocaciónrevolucionaria, y era que el Primer

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Jefe hablaba a menudo deencontrarse en deuda con ellas.Semanas antes, cuando donVenustiano se detuvo allí al ir deHermosillo a Nogales, ellas —tanhospitalarias, tan entusiastas— lohabían agasajado con un baile quehizo época; por lo cual él se sentíaahora obligado, para cuandoregresara de Nogales a Hermosillo,a detenerse otra vez en el pueblo ycorresponder a sus admiradoras conuna fiesta más fastuosa aún que laotra. Creció entre nosotros el

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interés, ya en vísperas de partir,cuando vimos moverse con alarde,en torno del coche especial deCarranza, a los encargados decomprar y embarcar, para la fiestaen proyecto, grandes cajas de vinos—oporto, jerez, champaña, coñac— y grandes paquetes y cestas defiambres, gelatinas, conservas,frutas frescas, frutas cubiertas,frutas secas y todo lo mejor, en fin,de cuanto pudo encontrarse en losalmacenes de la inmediata ciudadfronteriza.

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* * *

Llegamos allá en el atardecer de undía magnífico. Nosotros —quierodecir, nuestros jóvenes oficiales(polainas y correajes lustrosos,finos uniformes ajustados,sombreros grises de alas anchas,botones de azófar, espiguillasdoradas)— saltamos de los cochesrebosando optimismo. El trenacababa de correr por entre vallesfrescos, poblados de castaños, deencinas, de robles, y algo de ese

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ambiente —perfume limpio de lamontaña— parecía venir en pos denuestras personas hasta allí. Ellas,vueltas una sola sonrisa de amableacogimiento, esperaban, agrupadasen racimos copiosos, sobre elpolvo vil de las entrevías. Susaludo salió a encontrarnos alcamino.

Las autoridades del pueblo seacercaron a dar la bienvenida alPrimer Jefe y sus ministros. Labanda del Estado, mandada conanticipación por el gobernador,

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tocó los aires que eran nuestrohimno: la Adelita, la Valentina, laJuanita. Hubo vivas y mueras,ramos de flores, serpentinas,confeti. Y entretanto, sin que nadienos presentara, brotó la amistad.

¿Quién de entre nosotrosintentó aclarar desde luego,prometiéndose tal vez mayoreshorizontes, cuáles éramos loscasados y cuáles los solteros? Ellofue. Pero las muchachas no loconsintieron de ningún modo.

—No, no —las oímos decir en

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el acto, con unanimidad profusa,parlanchina—. Eso no queremossaberlo, ni nos importa. Solteros ocasados, para nosotras igual valen.Ya sabemos que de los dos o tresdías que van a permanecer aquí nosaldrá ningún casamiento. Seamospues buenos amigos y divirtámanossin tomarnos demasiado en serio.

¡Sorprendente manera dehablar! Yo la encontré admirable.¿Qué pueblecito era aquél, cuyasniñas de diecisiete y diecinueveaños se expresaban con más honda

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sabiduría que las mujeres de treintaen los salones del gran mundo?Ellas, en el corro que nos rodeaba,se apoyaban unas en otras con airede provocación, de desafío, eimprimían al enlace de sus brazosun vago acento de seguridad, deprevia afirmación de ser ellas lasque pronto mandarían y nosdominarían a su antojo. Las habíarubias y morenas; de grandes ojosverdes, donde la claridad se hacíaprofunda; de grandes y rasgadosojos negros, donde la negrura se

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perdía en brillos. La tez de susrostros, clara u oscura, era de unatersidad limpia y pareja; las frentes,despejadas; el porte, franco yresuelto; los trajes, pulcros,graciosos; bellos y bien calzadossus pies.

* * *

No eran pocos los revolucionariosjóvenes y apuestos de que proveíasu séquito don Venustiano. Así ytodo, a cada uno de ellos podía

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corresponderle en Magdalena,repartiendo las posibilidades aprorrata, un número de noviasexactamente igual al que habíahecho clásico la tradición deGustavo Garmendia.

Fue la regla de ellas la que seimpuso en el reparto: nació pordoquiera un profundo impulso a serbuenos amigos y a divertirse sintomar las cosas demasiado en serio.Burla burlando, raro era quien a losdos días del arribo no se hallaba yasujeto a más compromisos que los

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que podía cumplir. Bajo el tupidofollaje de la placita (corrían lasprimeras horas de la noche; tocabala banda) las voluntades coincidíany se aunaban. Los sitios másfrecuentados eran unas calles deárboles, largas y umbrosas, en cuyaperspectiva lejana se quebrabanentre las ramas los rayos de unfarol. Allí —fácil pureza originalde lo desinteresado, de lo atélico—se trababa el juego sin principio nifin, porque aquello no conducía anada ni se proponía nada diverso de

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si mismo. Y como, al menos encuanto se refiere a ellas, se tratabade seres perfectamente honestos, lasartes del juego de amar con que lasparejas se entretenían serelacionaban menos con lasverdaderas lides amorosas que conel aroma de esas lides. En eso estánacordes todos los testimonios. Elmundo de las vírgenes deMagdalena era un paraíso con Evasy sin Adanes, al cual los Adanespodían llegar de pronto, perosiempre en días anteriores a aquel

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en que la malicia descubrió, paramoverse y fascinar, el cuerpo de laserpiente.

De súbito se nos nubló elparaíso, aunque sí por nuestraculpa, no en nuestro daño. Unatarde llegaron de HermosilloEnrique C. Llorente y no recuerdoquiénes más, en compañía denutridos y hermosos grupos demuchachas pertenecientes a lasmejores familias de la capital delestado. Porque Carranza, queaplicaba hasta en los fandangos, a

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que era tan afecto, el principio dedividir para reinar, sin duda habíaquerido que al baile de Magdalenaasistieran representantes de lasociedad de Hermosillo, pues así laalta tensión aumentaría losresplandores. Las señoritas deMagdalena, en efecto, al ver que seles ponía delante una falange decompetidoras, se encresparon, conlo que vendrían a beneficiarse elPrimer Jefe y su comitiva. Porqueellas no culpaban, por la ofensa quese les infería, a los métodos

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políticos de la Revolución, sino almodo de ser hermosillense; y, envista de ello, se lanzaron sinpérdida de tiempo a un dueloterrible que demostrara cómo lassuyas eran las mejores armas.¿Ciertamente lo eran? Los másgallardos de nuestros oficialesprobaron las armas de ambos ladosy quedaron indecisos. «Deleite —decían— contra deleite».

Carranza nos reunió la noche del

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baile y nos dijo, momentos antes deque la fiesta empezara:

—Éste es un sarao de carácteroficial, y para nosotros significamás por los deberes que supone quepor el esparcimiento. Nuestraverdadera intención se reduce alograr que las señoritas y señorasde Magdalena, donde se nos recibecon tanto cariño, queden contentasde nosotros, esto es, de lasconsideraciones y galantería quevenimos a brindarles. Unarecomendación concreta les hago:

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que ninguna señora, joven o vieja,bonita o fea, se crea olvidada; todasdeben recibir frecuentesinvitaciones, ya sea para bailar, yapara ir a la mesa, de tal modo quese sientan solícitamente atendidas.Yo mismo, según ustedes verán,procederé con igual criterio…

Don Venustiano no bailaba —obailaba poco—; pero se sentíasiempre en su elemento sifrecuentaba el trato de las damas.Su resistencia en punto a bailecitosy bochinches no conocía término. A

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las cuatro o cinco de la madrugadaapenas si el tono de las venillas desu nariz, ligeramente más violáceo,denunciaba, en contraste con el tonode la piel, levemente más pálida,toda la fatiga de la noche. Cortejabaa las señoras con tacto finísimo; alas señoritas las protegíapaternalmente. Durante losinterminables bailes de laRevolución, que empezaban a lasnueve de la noche para no concluirhasta las seis de la mañana, hacíacontinuas visitas al buffet,

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acompañando cada vez a unaseñora diferente, y rato a rato, delbrazo de alguna, paseaba por lasala. Entonces —aunque sin olvidarjamás que él era el Primer Jefe—cambiaba sonrisas de inteligenciacon sus subordinados, hasta con losmás jóvenes o más modestos, yabarcaba el conjunto en ampliasmiradas de simpatía satisfecha.

En el baile de Magdalena seportó como patriarca vigoroso ymunífico, como cabeza de gens quecuida del bien espiritual y físico de

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su prole. Las propias disidencias delos partidos, que enturbiaban yanuestra atmósfera política, nolograron estropear la buenadisposición de su ánimo. Esa nochesupo ser hasta tolerante, cosaincreíble. Escuchó con granpaciencia el discurso —demasiadoenérgico para entonces, demasiadofranco, demasiado previsor— enque Juan Sánchez Azcona abogabapor la cooperación de todos loselementos revolucionarios. No dioseñales de percibir el enojo que

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poco después produciría en muchosel discurso de Fabela —aqueldiscurso que ha hecho famoso lametáfora de la «barba florida» y elapostrofe de: «Pero ¡qué mucho,señor, que los hombres te sigan y teacaten, si las damas, según loestamos viendo!…»—, frases quealgunos de les presentes, justo esdecirlo, no entendieron entonces, nihan entendido nunca, sino al margende las verdaderas intenciones deFabela, buenas sin duda en aquellascircunstancias. Porque la plenitud

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vital de que el Primer Jefe hizoderroche esa vez estaba enconsonancia con lo que Fabeladecía o insinuaba. Se trataba tansólo de dejar complacidas a lasdamas de Magdalena, y Fabela seexpresó en términos que ellasaplaudieron con rabia y que amuchas, a las más audaces oimaginativas, deben haber henchidoel pecho con hondas emocionesmientras veían ante sí al robustovarón cuya barba, blanca y larga,resplandecía, más que como signo

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de decrepitud, como gala ostentosade reciedumbre. Yo creí notar quela señora que en aquellos momentosse apoyaba en el brazo de donVenustiano se sintióirresistiblemente atraída hacia él alinflujo de las palabras del orador.

Como Fabela en su discurso,en los actos cumplimos todos:señoritas y señoras quedaronsatisfechísimas. A la hora delchampaña parecía concentrarse enMagdalena la totalidad de lasfuerzas creadoras del Universo. Y

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luego, si sobrevino la dispersión,no fue por nuestra culpa. DonVenustiano, ahuehuete añoso cuyasraíces se tendieran a distanciaenorme, estaba, a las seis de lamañana, firme en su puesto. A LucioBlanco no le sorprendió que unrayo de sol entrase por la ventanadel buffet y viniera a terciar en laconversación que aún sostenía conla bella hija del alcalde,conversación en que ambos seguíancon igual desparpajo y frescura quesi en ese instante la empezaran: ni

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uno ni otro se rendían. Enrique C.Llorente no se cansaba de seguirhaciendo estragos con sus grandesbigotes inflexibles y con lahermosísima onda de su cabellera—«ala de cuervo»—, que tan biencoronaba su gentil figura. MartínezAlomía demostraba, andando, quela languidez tropical y costeña seensambla a maravilla con el bríopreciso del Norte. Rafael Zubaran,con su habla fácil e insinuante, consus modales perfectos, con su ironíasutil, no encontraba barreras. Y así

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los demás: hasta los que menos seseñalaban, por muy jóvenes o muymenudos, todos cumplíamos, biencharlando, bien bailandoincansablemente bajo la direccióntácita de Carlos Domínguez, que erael bailarín máximo, aquel cuyobrazo daba origen a rivalidades ycelos, el que trajo a loscampamentos constitucionalistas,desde París, el tango argentino y elpañuelo a lo príncipe de Gales. Eldiminuto Alberto Salinas secondujo como los de mayor

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estatura. A despecho de suscompromisos internacionales (puesél era el comisionado para festejara la hija, azafranada y pecosa, de nosé qué personaje yanqui, huéspedde don Venustiano) supo hacersenotar entre las señoritas vernáculasy agradarlas.

Propiamente, el baile deMagdalena no acabó: se fueapagando hasta el último destello,hasta la crepitación última. Losmúsicos dejaron de tocar cuando,ya avanzado el día, no hubo un solo

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pie que siguiera el ritmo de losvalses, cuando la sala resonó largotiempo vacía de parejas y llena demúsica.

Pasadas las ocho me dirigí alhotel. Todavía cruzaban por lascalles figuras femeninasarrebujadas en seda, con abanicosde pluma, con zapatillas de raso.De nuestros jóvenes oficiales, losmás concienzudos no liquidabanaún la lista de sus citas: estabanprendidos a las rejas.

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* * *

Al otro día salimos haciaHermosillo. En masa vinieron lasmuchachas a despedirnos en laestación, y no ocultaron su enojo alver que con nosotros subían a loscoches las señoritashermosillenses. Ya en marcha eltren, mientras los más nosagolpábamos en plataformas yventanillas para prolongar ladespedida, oímos que nos gritaban:

—¡Adiós, adiós! Y otra vez

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vengan solos…

Esa noche, acaso para consolarnos,dimos rienda suelta a lasconfidencias; empezó laelaboración del recuerdo. Y —¡cosa extraña!— de cuanto oí secolegía que las cinco novias decada uno de mis amigos eranjustamente —extraordinariacasualidad que iba repitiéndose concada uno— las cinco novias deGustavo Garmendia.

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Orígenes de caudillo

Cuando llegamos a Hermosillonada me intrigó tanto como conocera Álvaro Obregón. ¿Sería éste elgrande hombre que Pani anunciaba

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ya —¡desde entonces!— comonuestra suprema figura política?¿Sería más bien, como lo creíaVasconcelos —deslumbrado por lostriunfos fulminantes de Villa—, unode tantos ambiciosos que nublabanel porvenir revolucionario? Yosabía que ninguno de estos juiciosvalía para apreciaciones de fondo:el primero, porque Pani,instintivamente acaso, parecíafundarse en una mera ecuación depersonas que lo abarcaba a él, noen un sentido de los verdaderos

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valores humanos; y el segundo, porla razón opuesta, porqueVasconcelos, a caza siempre denoblezas altísimas, caía a menudoen opiniones que luego él era elprimero en rectificar. Pero todoesto, unido a los informes denuevos triunfos militares al sur deSonora, contribuía a que micuriosidad aumentase.

* * *

Adolfo de la Huerta —fiel prosélito

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y eficaz propagandista— no habíadesperdiciado oportunidad deencender en mí, mientras estuvimosen Nogales, la llama delobregonismo de entonces: unobregonismo de reserva, sumiso alcarrancismo naciente.

—Hay que admirar a Obregón—me decía más o menos— no sólocomo soldado, sino como espíritude ideas originales y como políticode convicciones revolucionariashondas. Es, por otra parte, hombrede gran talento natural. Procure

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usted leer sus manifiestos.Pero como resultara que

aquellos manifiestos no los teníanadie en Nogales, De la Huertasalvaba la dificultad recitándomeuna vez y otra —como para que melo aprendiese de memoria— elmensaje que él mismo le llevara aCarranza de parte de Obregón alcelebrarse la junta de PiedrasNegras. Obregón había mandadopedir al Primer Jefe que seexpidiera un decreto en cuya virtudquedasen inhabilitados para ocupar

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puestos públicos todos los jefes delmovimiento armado, «porque —decía— todas las desgracias deMéxico se deben a lasdesenfrenadas ambiciones de losmilitares».

Confieso que el obregonismode De la Huerta sí me impresionabaa veces, y aun medio meconquistaba en las ocasiones en quesalía a relucir la hábil ilustracióndel famoso mensaje. De la Huertavivía entonces profundamenteinquieto por las responsabilidades

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de la obra revolucionaria; y comoera austero cual nadie, y de undesinterés a prueba de la sonda másfina, conseguía comunicar a otros,en momentos de elocuencia a mediotono, sus propias emociones. Subella voz temblaba al hacer, aunquequizá no en idénticos términos,comentarios como éste:

—Obregón sabe que suprincipal misión será la militar, y,no obstante, quiere que los militaresde hoy no puedan ser losfuncionarios de mañana. Obregón

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sabe que descollará entre nuestrosmás grandes soldados, y, noobstante, no tiene empacho en decirque las mayores desgracias deMéxico se deben a las ambicionesde los militares.

La de Obregón, en efecto, erauna actitud extraordinaria:extraordinaria cuando envió aCarranza su mensaje —díasdespués de la toma de Cananea—, ymás extraordinaria todavía cuandoDe la Huerta ponderaba ante mí loque había en él de altruismo

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patriótico: después de Naco, deSanta Rosa, de Santa María.¿Quién, carente de malicia políticay malicia humana —o sordo a ellas— no se hubiera entusiasmado? Yome figuraba asistir a un sucesoinsólito: a la elaboración de uncaudillo capaz de negar, desde elorigen, los derechos de sucaudillaje, que era como ver a unleón sacándose los dientes yarrancándose las uñas.

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* * *

En Hermosillo, la diligencia de norecuerdo quién —¿SánchezAzcona? ¿Fabela? ¿Puente?¿Malváez?— puso frente a mi vistauno de los manifiestos tan alabadospor De la Huerta y lo leí. Era el queObregón había dirigido al pueblode Sonora el día que las fuerzasrevolucionarias desfilaron porprimera vez en la capital sonorense.Empezaba diciendo: «Ha llegado lahora… Ya se sienten las

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convulsiones de la patria, queagoniza en las manos delmatricida». Y luego, en el tonoperfectamente conocido de nuestrasproclamas políticas, pintaba conterribles metáforas el crimen deHuerta e invitaba al pueblo a tomarlas armas.

Mi primera impresión fue queaquel documento no hacía justicia ala capacidad mental del autor, o quesi se la hacía, la capacidad no era,en punto a ideas políticas yliteratura, muy digna de tomarse en

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cuenta. Pues, aparte la indignacióncívica —obvia en cuantos entoncesnos alzábamos contra el autor de lamuerte de Madero— y aparte unprincipio de idea: la de que larebelión era indispensable pararestablecer el estado de derecho, yun propósito noble: el de no fusilara los prisioneros, el manifiesto nopasaba de ser una sarta de palabrase imágenes sólo notables por sutruculencia ramplona. Se conocíaque Obregón había querido hacer,de buenas a primeras, un documento

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de alcance literario, y que, falto deldon, o de la experiencia que losuple, había caído en lo bufo, en logrotesco y descompasado quemueve a risa.

En las tres primeras líneas delmanifiesto, Huerta era el matricidaque, después de clavarle a lapatria un puñal en el corazón,continúa agitándolo como paradestruirle todas las entrañas. Enlas cuatro líneas siguientes, Huertay sus secuaces se convertían en lajauría que con los hocicos

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ensangrentados aullaba en todoslos tonos, amagando cavar losrestos de Cuauhtémoc, Hidalgo yJuárez. Más adelante, la jauría semetamorfoseaba en pulpos, pulposa quienes había que disputar losensangrentados jirones de nuestraConstitución y a quienes debíaarrancarse de un golpe, pero conla dignidad del patriota, todos lostentáculos.

Lo peor del manifiesto —o lomejor para los fines de la risa— noestaba en el juego de los símiles o

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metáforas. Provenía, sobre todo, decierto dramatismo a un tiempoingenuo y pedantesco, que era comola médula de la proclama. Se lesentía presente en las palabrasiniciales: «Ha llegado la hora…»;se le escuchaba estrepitoso en elapostrofe final: «¡Malditos séais!»,y hallaba expresión perfecta en estafrase de dinamismo teatral agudo:La Historia retrocede, espantadade ver que tendrá que consignar ensus páginas ese derroche demonstruosidad —la monstruosidad

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de Huerta.Toda mi buena voluntad no

pudo con esta literatura ni con elespíritu que en ella se traslucía.Después de la imagen de la Historia«retrocediendo espantada», no eraposible guardar compostura para elresto de la proclama, así lomereciese. Irremediablemente mevenía a la memoria aquel deliciosoromance antiguo en el que, para daridea de una noche de tempestad enel mar, el poeta, entre otros versosque no recuerdo, cantaba éstos:

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Los pecesdaban gemidospor el maltiempo quehacía.

Sólo que en el romance, pese a lodisparatado de la fantasíanaturalista, había una graciaencantadora que en el manifiesto demarzo de 1913 faltaba y no podíahaber, pues hubiera estado fuera desu sitio.

Eduardo Hay admiraba

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también a Obregón y gozaba endescribir las batallas de SantaMaría y Santa Rosa. Pero con él, elacuerdo de opiniones se lograbapronto. El coronel Hay sacaba ellápiz, abría su cuaderno de apuntesde ingeniero y tomaba aliento paraentrar en materia con aires decatedrático:

—La batalla de Santa Maríafue de un desarrollo preciso,geométrico, admirable… Mireusted: aquí estaba el agua.

Y uno, oyente de buen grado,

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vislumbraba a poco que Hay teníarazón, aun cuando su inteligencia delas batallas anduviese más cerca dela geometría descriptiva que de laestrategia: Obregón era un buengeneral, según lo probaban loshechos. Lo era, por lo menos,dentro de la gama de los generalesa quienes combatía: comparado conMedina Barrón, comparado conPedro Ojeda.

Luego, conforme Hay seguíatrazando en su esquema rayas ypuntos, la personalidad guerrera del

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jefe sonorense se destacaba comoen perfil. Se le veía provisto,primeramente, de una actividadinagotable, de un temperamentosereno, de una memoria prodigiosa—memoria que le ensanchaba elcampo de la atención, quecoordinaba datos y hechos—; enseguida se percibía que estabadotado de inteligencia multiforme,aunque particularmente activa bajoel aspecto de la astucia, y de ciertaadivinación psicológica de lavoluntad e intenciones de los

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demás, análoga a la que aplica eljugador de poker. El arte bélico deObregón consistía, más que todo, enatraer con maña al enemigo, enhacerlo atacar, en hacerlo perdervalentía y vigor, para dominarlo yacabarlo después echándoseleencima cuando la superioridadmaterial y moral excluyera elpeligro de la derrota. AcasoObregón no acometiera nuncaninguna de las brillantes hazañasque ya entonces hacían famoso aVilla: le faltaban la audacia y el

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genio; carecía de la inspiraciónirresistible del minuto, que animapor anticipado posibilidades queapenas pueden creerse y las realizade súbito. Acaso tampocoaprendiera jamás a maniobrar, en elsentido en que esto se entiende en elverdadero arte de la guerra —comolo entendía Felipe Ángeles—. Perosu modo de guerrear propio,fundado en resortes de materialismomuy concreto, lo conocía ymanejaba a la perfección. Obregónsabía acumular elementos y esperar;

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sabía escoger el sitio en que alenemigo le quedarían por fuerza lasposiciones desventajosas, y sabíadar el tiro de gracia a los ejércitosque se herían a sí mismos. Tomabasiempre la ofensiva; pero la tomabacon métodos defensivos. SantaRosa y Santa María fueron batallasen que Obregón puso a losfederales —contando con laimpericia de los jefes de éstos— enel caso de derrotarse por sí solos.Lo cual, por supuesto, era ya signoevidente de indiscutible capacidad

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militar.

* * *

Por fin, una noche, a la luz del focode una esquina, conocí a Obregón.Había él llegado esa tarde aHermosillo para informar al PrimerJefe acerca de las operaciones enSinaloa. Culiacán acababa de caeren manos del constitucionalismo.Las tropas de Iturbide, de Carrasco,de Buelna se escalonaban ya enlínea continua hasta Tepic.

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Íbamos por la calle, en grupoocioso de amigos, De la Huerta,Martínez Alomía, Pani, Zubaran, yoy algunos otros civiles, cuando, desúbito, a corta distancia, vimos aObregón. Todos nos apresuramosentonces a su encuentro y nos lereunimos, bajo los rayos delalumbrado público, para felicitarlopor su reciente victoria. Volvíavencedor una vez más; radiaba lasatisfacción del éxito.

Aquellos de nosotros que ya loconocían lo abrazaron; los demás,

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al serle presentados, le estrechamosla mano con efusión tímida. Yluego, mientras unos hablaban, losotros —yo por lo menos— nospusimos a observarlo con el interésque correspondía a su crecienterenombre. De la Huerta le hacía,adrede, preguntas serias de tonosuperficial, temeroso sin duda devulnerar el esoterismo de lasgrandes cuestiones revolucionarias.Pero él contestaba en son de chanzay como si su solo deseo fuese enesos momentos charlar por charlar.

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Se refirió a su herida, burlándosede sí mismo porque las balas noparecían tomarlo bastanteseriamente:

—Sí, me hirieron; pero miherida no pudo ser más ridícula:una bala de máuser rebotó en unapiedra y me pegó en un muslo.

De sus ojos —de reflejosdorados, evocadores del gato—brotaba una sonrisa continua, que leinvadía el rostro. Tenía una manerapersonalísima de mirar al sesgo,como si la mirada reciente tendiese

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a converger, en un punto lateralsituado en el plano de la cara, conla sonrisa de las comisuras de laboca. No tenía ningún aspectomilitar. El uniforme blanco, conbotones de cobre, le resaltaba en elcuerpo como todo lo que está fuerade su sitio. La gorra, tambiénblanca y de águila bordada en orosobre tejuelo negro, no le iba bien,ni por la colocación ni por lasdimensiones: demasiado pequeña,le bajaba, en plano inclinado, de lacoronilla a la frente. Por el aspecto

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general de su persona se echaba dever que afectaba desaliño, y que loafectaba como si eso fuese parte desus méritos de campaña. Desde lasjornadas de Culiacán había habidotiempo de sobra para que susasistentes le lustrasen los zapatos ylas polainas y para que un barberolo afeitara. Pero no era así: elpolvo de sus pies y el pelo de sucara eran los mismos que habíanasistido al triunfo culiacanense.

La famosa herida —ridículano sé por qué, salvo porque se la

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mencionase— dio pábulo a queObregón hablara de sí mismo engrado suficiente para empezarlo aconocer, pese al matiz jovial de suspalabras. A mí, desde ese primermomento de nuestro trato, mepareció un hombre que se sentíaseguro de su inmenso valer, peroque aparentaba no tomarse en serio.Y esta simulación dominante, comoque normaba cada uno de losepisodios de su conducta: Obregónno vivía sobre la tierra de lassinceridades cotidianas, sino sobre

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un tablado; no era un hombre enfunciones, sino un actor. Sus ideas,sus creencias, sus sentimientos,eran como los del mundo del teatro,para brillar frente a un público:carecían de toda raíz, de todarealidad interior. Era, en el sentidodirecto de la palabra, un farsante.

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Librocuarto

Andanzas de un rebelde

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1

De Hermosillo a Guaymas

Una mañana se resolvió enHermosillo, de buenas a primeras,que Miguel Alessio Robles teníagrandes dotes para secretario

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general del gobierno del estado deSinaloa, así como que las dotesmías para oficial mayor noresultarían menores junto a las deél. Se nos dieron nuestrospasaportes; se nos proveyó dedinero; se nos entregaron cartasexplicativas del objeto del viaje, yse nos ordenó que partiéramos sintardanza para la capital del estado,que iba a beneficiarse con nuestrasreconocidas, si bien hasta entoncesnunca probadas, aptitudes para eldifícil arte del gobierno.

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* * *

De Hermosillo a Maytorena nuestroviaje se hizo en condiciones casinormales. Era un día claro —conesa claridad, de México sólo, queacerca las montañas y convierte elaire en transparencia pura: sedilataba la vista hasta lejanosconfines que parecían, dentro delcristal de la atmósfera, estar a unpaso. El tren corría sin incidentes ybañado en luz. De cuando encuando nos precipitábamos —a eso

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se acostumbraban pronto losnervios— en el abismo de un shoe-fly. Entonces se balanceaba lalocomotora, se torcían los furgones,crujían los coches y reíamosexcitados los viajeros hasta que apoco tornábamos a respirar. Decuando en cuando, los soldadosyaquis, intalados en el techo de loscarros, no resistían a su instinto dehacer blanco y mataban o herían,impulsados por la nitidez de lasimágenes, los pacíficos animalesque se les ponían a tiro: veíamos

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caer a uno y otro lado de la víaférrea toros, caballos, mulas. Decuando en cuando, Eduardo Hay, acuyas órdenes iba el tren, por ser élel jefe de graduación más alta, seindignaba ante tamaños actos desalvajismo y dictaba órdenes.Entonces nos deteníamos, subían alos techos varios oficiales, seamonestaba a la tropa y, tranquilospara un rato, seguíamos adelante.

Más de una hora nosdetuvimos en Ortiz, a fin de que lossoldados reposaran y comiesen.

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Alessio y Hay, buenos amigos delgeneral Salvador Alvarado,resolvieron que debíamos hacerleuna visita. Yo hubiera preferido nomoverme de mi asiento, para noagitar en mí, recorriendo aquelloslugares, tristes recuerdos defamilia; pero Alessio se empeñó detal modo que no hubo medio deresistir, y los tres nos fuimos enbusca del vencedor de Santa María.

Ortiz era entonces uncampamento formidable: cuartelgeneral de las fuerzas que sitiaban a

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Guaymas, base de operaciones,depósito de armas yaprovisionamiento. Todo lo cual,bajo el excelente espírituadministrativo y organizador de queel general Alvarado dio siemprepruebas en cuanto tuvo a su mandodirecto, producía cierta impresiónverdaderamente militar y en nopequeña escala. Por vez primerasentí allí el vigor armado de laRevolución Constitucionalista, y losentí al punto de que nada análogohabía de experimentar hasta

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conocer, andando el tiempo, losgrandes campamentos villistas deChihuahua.

Alvarado nos recibió a bordodel vagón de carga que le servía deoficina. Su verbo fácil eincongruente y su rápido teorizarsobre todas las cosas me lopresentaron desde luego tal cualera. No dejaba de hacerme gracia—acostumbrado yo a tratarmilitares de verdad— el choqueconstante en que vivían en él su airede boticario de pueblo y sus

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enérgicas actitudes marciales. Sinembargo, era evidente que pordebajo de aquella figura bullía elhombre dinámico, el hombre detalento, el hombre fecundo engrandes destellos y capaz degrandes cosas, aunque invalidadopor cierto desequilibrio entre suescasa continuidad de acción y suimaginación torrencial de hacer.También se conocía a primera vistaque Alvarado era megalómano;pero megalómano honrado, es decir,de los que no ocultan la

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megalomanía, ni la disfrazan: teníasobre su escritorio un completoarsenal de fotografías suyas, enmultitud de tamaños, posturas yformas: las había de formato«imperial» y formato «visita», entarjeta y sin ella, de uniforme y depaisano, de busto y de cuerpoentero, de kepis y sin kepis.

Hablar mucho de sí mismo erapara él ocupación predilecta, queanimaba y sostenía indefinidamentey con brillo. Se atrincheraba,además —muy peculiarmente—,

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detrás de sus anteojos, paradisparar desde allí sobre elinterlocutor andanadas de palabrase ideas que subrayaba con gestoscomo de estudiante chinosemieuropeizado. Su actividadmental me produjo vértigo a loscinco minutos de tratarle. En cadaveinte palabras esbozaba unpropósito que, puesto en obra,habría cambiado la faz del mundo.Su espíritu resolvía, en apariencia,la insoluble antinomia del genio ysu contrario: a un tiempo era

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vidente e incomprensivo, a la vezsabía llegar de un salto a laintuición de las más profundasverdades y se quedaba en lasuperficie de los problemas mássencillos. Después, sometido aanálisis su proceso de ideación, sugenialidad se deshacía en humo, enmera corteza de un pensar audaz,muy afirmativo en unas cosas porsobra de ignorancia en otras. Enesto, el corte de Alvarado era obrade las mismas tijeras que el de losotros personajes revolucionarios

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que se autoinvestían de genios yhablaban de curar las más hondasdolencias patrias don una solaplumada de su mano medioanalfabeta.

En el carácter de Alvaradohabía muchos rasgos merecedoresde respeto: su ansia vehemente deaprender, su sinceridad, su actitudgrave ante la vida. Aquella tarde,minutos después de conocerme, meagobió a preguntas acerca de losestudios universitarios; quiso saberquién era Antonio Caso. A menudo

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sonreía al hablar, pero sonreía conlas capas inconscientes de su alma,fuera del radio luminoso de lasideas. Un chascarrillo que intercalóHay, a propósito de la batalla deSanta María, no estimuló suregocijo hasta después derepetírsele el chiste dos veces. Y esque ni la risa ni la sonrisa entrabanen el esquema de sus nociones sinocomo algo desnudo de objeto, o sinotro objeto que restar utilidad alempleo de las horas. Para él, laobra oculta en el empeño

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revolucionario era de tal magnitudque no consentía el desperdicio deun instante ni de un pensamiento: eldetalle más pequeño requería laatención íntegra, la disposición másgrave.

Esa tarde su sinceridad actuóen pleno a cada palabra. Elogió, enlo que tenía de elogiable, laorganización militar que estaba a sucargo, y la censuró en cuantomerecía censura. Se refirió aObregón en términos que de segurono habría dicho si no le nacieran

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desde lo más profundo. Ya a puntode despedirnos resolvió,espontáneamente, regalarnos a lostres su retrato. Para esto nos vio engrupo por breves segundos —nosvio abrillantados los ojos porenigmática sonrisa un tanto oriental—, y luego, considerándonosdespacio, en pos uno de otro, dijocon llaneza:

—A ver: ¿cuál debo darle acada quien?

En uno de los de mayorformato estampó enorme firma y se

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lo tendió a Miguel Alessio Robles.Otro, no tan grande, lo firmó conmesura y se lo dio a Hay; y, porúltimo, me alargó a mí, tras deescribir una pequeña firmacuidadosa, uno de los máspequeños y de menor aparatoescénico. A su juicio, nos habíacalado, acababa de pesarnos, conlos ojos, como en balanza deprecisión. ¿Molestó a Hay queAlvarado manifestara tenerlo enmenos que a Alessio Robles? A mime fue indiferente que me apreciase

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por debajo de los dos, pero encambio me encantó aquel alarde defranqueza, tan grande que pugnabacon las buenas maneras.

* * *

Esa noche recorrí por primera vezla senda provisional, abierta entrelos matorrales, que unía aMaytorena con Cruz de Piedra. Lastropas huertistas refugiadas enGuaymas eran dueñas también deEmpalme, punto donde entroncan,

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casi a la vista del puerto, la víaférrea del norte y la que sale haciael sur, con lo que lascomunicaciones revolucionariasentre Hermosillo y Sinaloapadecían de un hiato. Éste, comoárida laguna de catorce kilómetrosde anchura, recortada sobre elterritorio dominado por nosotros, seextendía de una a otra de las riberasconstitucionalistas, surcado deveredas y caminejos efímeros a losque no protegían ni ocultaban, antesdaban mayor relieve, los dispersos

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grupos de arbolillos entecos y lapolvosa pelambrera de las matas.Como aquel ancho espacio quedabaexpuesto al fuego de los federales,la prudencia aconsejaba atravesarlode noche y ya avanzada la hora. Losmás hacían la travesía a pie; losotros, en carromatos o tartanas quese alquilaban en ambos extremos —Maytorena y Cruz de Piedra—,como quien toma a orillas de un ríouna barca.

Alessio, Hay y yo contratamosel mejor de cuantos vehículos nos

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ofrecieron y salimos de Maytorenaa las diez de la noche. Yo sabía queaquel paso no encerrabaimportancia ni peligro ningunos, y,sin embargo, me lo representaballeno de sugestiones y encantos.Descubría yo un profundo sentido,algo revelador de no sé qué esenciade México, en el trajinar dehombres que se movían allí entrelas sombras, seguros de su marcha,indiferentes a su destino y con elrifle al hombro o la cadera hecha alpeso del revólver. ¡Ambiente de

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misterio, hombres de catadura yalma misteriosas! La noche eraclara arriba y oscura abajó; mas elenjambre de las lucecitas de loscigarros, inquieto e infinito a laaltura de los ojos, daba unanimidadmúltiple a la doble caravana queiba y venía por nuestro camino ypor cuya movilidad pasaba elestremecimiento de la Revolución.Veíamos llamear a lo lejos lasfogatas de los federales, alineadasen semicírculo a la derecha delsendero, Las abejas de lumbre de

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los cigarros, al pasar cerca denosotros, paraban a veces subailoteo, refulgían y sacaban de lasombra, esculpidos en resplandor,rasgos indecisos de rostrosmorenos, reflejos de cierres y decañones de fusiles, visos de lalustrosa madera de las culatas,estrías de cananas convergentessobre el pecho, pliegues de camisasnegruzcas. El golpe rechinante delos carros ondulaba como mar entorno nuestro y se extendía bajo elámbito inmenso de las estrellas; los

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perros nos mandaban, desde looculto, sus ladridos incesantes,tristes famélicos sin tregua.

En la parte posterior denuestro carro, el asistente de Haydormía acurrucado entre maletas ybultos. Nosotros, en el pescante,platicábamos. A nuestros piescanturreaba el cochero.

* * *

Cruz de Piedra nos salió alencuentro en forma de tres o cuatro

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masas geométricas y hoscas, entrelas que parpadeaban y discurríanunas cuantas linternas.

—Ahora —dijo Hay— loimportante es dormir para continuarmañana temprano.

Y con las maletas a cuestasnos echamos en busca de sitiopropio para tender el cuerpo. Nadamejor en aquellas circunstanciasque los furgones de los trenes. Losprimeros con que topamosresultaron inservibles: no teníanpuertas, olían mal. Al fin dimos con

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uno que se nos antojó aceptable.Subimos. El asistente de Hayencendió su lámpara de campaña yse puso a tender la cama de su jefe:muy buena almohada, muy limpiassábanas, amorosa frazada. Alessioy yo, que no disponíamos defrazada, ni de sábanas, ni dealmohadas, ni de asistente,arrimamos nuestras maletas a unrincón y, apoyada allí la cabeza,nos echamos en el suelo a dormir.Por fortuna, el vagón —unrefrigerator del Southern Pacific—

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estaba provisto de reguladores parala temperatura. Gracias a ello,mientras Hay y su asistentedurmieron calientes y a sus anchas,nosotros, si sentimos frío, no noshelamos.

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2

De Guaymas a Culiacán

Dos procedimientos se ofrecían alviajero para agenciarse el desayunoen Cruz de Piedra: uno era elmétodo común, otro el

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extraordinario. Según el primero,todo se reducía a comprar, en lospuestos de donde se surtían lossoldados del campamento, un jarrode café y algunas tortillas de harina—tortillas grandes, redondas, deesas que se doblan en punta entorno a su centro y se meten en laboca plegadas en muchos dobleces,cual si se tratara de mascar unpapel fino, perfumado y sabroso—.El método extraordinario era demayor complicación: consistía enhacerse invitar por cualquiera de

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los hombres proceres delcampamento, para lograr así accesoa manjares no tan mezquinos comolos de los desayunos mercenarios.

Con el conocimientominucioso de quien concedeimportancia suma a su vida decampaña, el coronel Hay nosexpuso a Miguel Alessio Robles y amí las ventajas e inconvenienciasde cada uno de los dos recursosindicados y, en fin de cuentas, votóporque adoptáramos el segundo.

—Les prometo —dijo— que

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si vamos a visitar ahora mismo alcoronel Sosa, al cual conozcodesde la batalla de Santa María,nos sentará de muy buen grado a sumesa y nos tratará regiamente. Lavisita, además, no ha desorprenderle de ningún modo, enparte porque estamos obligados aguardarle la cortesía, como jefe quees del campamento, y en parteporque entenderá a las claras cuáles nuestro verdadero propósito.

Alessio y yo, agobiados comonos encontrábamos por la

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desvelada y el frío, acasohubiésemos preferido la inmediatataza de brebaje caliente, compradoen el puesto más cercano, a todaaventura aleatoria de opíparosdesayunos. Pero Hay, que habíadormido en cama —con almohada,con sábanas, con cobertores—, nossacaba esa ventaja y nos dominó.¿Qué resistencia habíamos deoponer nosotros a nada ni a nadie,envueltos en las arrugas y el polvode nuestros abrigos, que delataban aleguas el tormento de una mala

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noche de suelo duro y de fríointensísimo? En mí, apenas siempezaba a reaccionar cuantorevive al halago de un día hermoso.El recuerdo de nuestro amanecer enel furgón que nos cobijara durantela noche mitigaba aún losestremecimientos frioleros que mecorrían por el cuerpo, rebeldes a lacaricia del sol, a un tiempo grata ycortante. Dentro del carro, aldespertarme el frío por centésimavez, me habían reanimado losanuncios de la claridad de una

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mañana luminosa. Nos habíamandado el sol, por entre lasrendijas de un tablero, multitud dehilillos horizontales que venían adecorar con diminutas rodelas deoro el tablero opuesto, y en lapenumbra cálida que de ese juegose desprendía, los contornosinmediatos habían ensanchado supresencia, habían entrado conademán optimista y enérgico en labelleza de la mañana. Mas contodo, como digo, todavía no lograbaconfortarme.

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* * *

Hay, por supuesto, tenía razón: elcoronel Sosa se esmeró enregalarnos. Lo encontramos en unagraciosa cocina improvisada contablas, hojas de lata y ramas. En unrincón ardía la hoguera. Sobre lalumbre se derramaba de un jarro,espumoso y aromático, el café.Despedía llamaradas y olores lasartén, brillante y chirriante demanteca. A otra parte, casi encimadel fogón, colgaban, de cordeles

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amarrados a los palos del techo,trozos de carne de cerdo y de vaca.En el extremo contrario venían aconverger decorativas sartas dececina y de chiles rojos y verdes.

Fueron cortas laspresentaciones, pues el coronelSosa, harto sutil y malicioso,cumplió eficaz y espléndidamentesus deberes hospitalarios. Tras demostrar gran satisfacción porconocernos a Alessio y a mí, mandóechar más carne a la sartén, máscafé a la cafetera y más chile y

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tomate a la salsa; acercó a lastablas que le servían de mesa lastres sillas que tenía; con un cajónimprovisó otra, y nos hizo sentar.

Fue aquel un momento grato,en el que encontramos no sólo quécomer, sino calor amable yacogimiento afectuoso. Claro que aMiguel Alessio y a mí el coronelSosa nos pareció el hombre mássimpático de los contornos. A mí,además, me interesó por unacircunstancia en que quizá otro nohabría reparado: esa mañana, el

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coronel Sosa llevaba doschaquetas, una de paisano y otranegra con botones dorados y vivosrojos.

Pasado el desayuno, Hay sededicó a disponer lo concernienteal tren que habría de llevarnos aCuliacán. Miguel Alessio quisoasomarse desde lejos a Guaymas,para ver los cañoneros de losfederales, y se encaminó a uno delos cerros próximos. Yo me dediquéa recorrer el campamento, a hablarcon la tropa, a estudiar la

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sorprendente organizaciónestablecida allí por el generalAlvarado. El principio del orden semanifestaba en los campamentos deGuaymas hasta en el sistema deventa con que se protegía alsoldado contra los abusos decomerciantes y pagadores, y esovalía la pena de observarse deprimera mano. Porque mirando así,de cerca, se entendía máscabalmente el porqué de lasatisfacción con que el soldado deSonora —indio yaqui por lo general

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— se alistaba en la huesterevolucionaria. En 1913, laRevolución, como todo movimientoliberador en su origen, era unimpulso innegablemente puro, devitalidad regeneradora, lo que semostraba visible y activo hasta enlos últimos detalles. De otro modono hubiese fracasado en Sonora tancompletamente el ejército federal,cuyos verdaderos combates selibraban, no con la potenciarevolucionaria, sino con el germendestructor que aquel ejército traía

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consigo.

* * *

Vio Miguel Alessio los cañoneroshuertistas desde la cima del cerroque había escogido como atalaya, ytardó más de dos horas en volver.Hay, aunque no teníamos ningunaprisa, se impacientó, y al regresarMiguel Alessio de su excursióntuvo con él una seria disputa en quesalieron a relucir artículos de laOrdenanza General del Ejército y

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varios capítulos de la Declaraciónde los Derechos del Hombre. Laslibertades del hombre tuvieron aquírazón contra los ordenamientos queel hombre mismo se impone, y hubode reconocerse que Hay, en su afánformalista, se hacía delrevolucionario típico un idealcaricaturizador de todas lasvirtudes disciplinantes. Los ánimosse apaciguaron, se corrigieron losconceptos y empezó el tren sucarrera larga, cansada,interminable, a la vista de la

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grandiosa sierra azul, entre cuyasanfractuosidades serpeaban laslíneas blancas de los torrentes y loscaminos misteriosos.

—Por allí —decían losconocedores, señalando aquellasresquebrajaduras blanquecinas—,por allí bajan los indios broncos.

Y la sierra abrupta, la sierrainmensa, cuya calidad estéticasuprema se debe al juego de la luzcon los caprichos más nítidos de lasuperficie y la línea, vivía de bocaen boca el contraste entre su belleza

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de claridad y la negra leyenda desus incursiones bárbaras. En lasestaciones, a las que el tren llegabade tarde en tarde, habíaimprovisados miraderos, puestossobre estacas y cubiertos de ramas,desde donde el atalaya avizoraba alindio, rastrero y artero en el ataque.

Las tales estacionescorrespondían a pueblos desoladosy embebidos —hasta los másimportantes, como Navojoa— enuna penetrante atmósfera debarbarie, de descivilización, de

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holgura en lo incivil e informe, enlo primitivo y feo, que hacía alespíritu encogerse. Los formabanunas cuantas casuchas de adobesamarillentos —bajas, chatas,desnudas— asentadas con deleiteen el mar de polvo —polvo ahora,lodo sin duda en tiempo de aguas—. En la calle única, algunoscalesines y carros levantaban consus ruedas nubes blancas, o bien,más polvorientos que el suelomismo, estaban quietos, atada labestia a un palo clavado en la

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tierra. Era un Far West mexicano,más naciente que el otro, con menosbarruntos de industria y de máquina,con menos energía, con mayorinfluencia aborigen en elaprovechamiento del barro comomaterial arquitectónico, peroigualmente bárbaro que el otro, másbárbaro quizá en su brutalidad,libre de las tradiciones civiles, y ensu ignorancia de las formassuavizadoras inventadas por lacultura de los hombres. En aquellasregiones no había tenido tiempo de

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fructificar la obra desbarbarizantede los padres jesuitas; flotaban aúnráfagas de auténtica vida salvaje, unambiente trágico y doloroso en queel débil esfuerzo hacia lo mejor seahogaba entre los impulsosdesordenados de hombres sólosensibles a la pasión y al apetitozoológico. Y tal impresión, la deestar respirando aires bárbaros, nohabría de aliviarse en mí hastaentrar el tren en el dulce territoriosinaloense. Porque junto a laSonora meridional, Sinaloa es, aun

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en sus más insignificantesrancherías, el anuncio de lacivilización.

* * *

En San Blas no encontramos dóndeguarecernos durante la noche; peroencontramos, en cambio, a la puertade un jacal metido a fonda, unasgraciosísimas camas que sealquilaban, así, a la intemperie,para que sobre ellas se extendieranlos valientes, capaces de desafiar

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temperaturas de tres y cuatro gradosbajo cero. Ni Alessio ni yo éramosvalientes de esos —Hay tenía desobra con su equipo militar—; peroa falta de mejor ilusión nosamparamos a aquella oferta dereposo. Las tales camas eranmuebles fantásticos. Tenían untambor hecho de aros de barrilentretejidos con tal vigor, con talarte para lo fuerte e inflexible, queno hubiesen cedido ni bajo el pesode una locomotora que allí fuera aecharse en busca de descanso. Los

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tambores, además, estabanrecubiertos de cuero crudo yformaban una superficie rugosa yconvexa que caía a ambos lados,hacia los largueros. De modo quepronto descubrimos nosotros lodifícil que era dormir allí tendidoslongitudinalmente, so pena de rodara lo mejor por uno u otro lado.Cambiamos entonces de postura, enbusca de las seguridades de lotransversal; pero al puntodescubrimos que tampoco esto erade nuestro gusto: porque boca

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arriba quedábamos como Prometeoencadenado a su roca, y boca abajobraceábamos y pataleábamos en elvacío, íbamos como nadando en unaesfera dura y fija. Buenamenteacabamos por dejarnos resbalarhasta el suelo y nos acurrucamosallí, entre los pliegues de nuestrassábanas, más blancas aún a la luzfría de las estrellas de noviembre.

* * *

Ni Alessio ni yo las llevábamos

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todas con nosotros en cuanto a lacomisión que nos confiaraCarranza. Igual que en Sonora,donde la Revolución se hallaba yadividida en pesqueiristas ymaytorenistas, en Sinaloa había lagente de Riveros y la gente deIturbe. La analogía se prolongaba aotros puntos: también en Sinaloa,como en Sonora, los guiadores delos grupos eran excelentespersonas; aquí también la escisiónse fundaba más en consideracionespersonales y de poder futuro que en

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discrepancias respecto de losprincipios. ¿Por qué se atacabanPesqueira y Maytorena, Riveros eIturbe? Al recién venido quepreguntaba se le exponían congrandes esfuerzos algunas brevesrazones, enredadas, especiosas yperfectamente absurdas; pero comouna vez allí, salvo que se fuera unlince, se imponía escoger entre ungrupo o el otro, el que llegaba veníaa creer al fin alguna de las dosversiones que le contaban, y a suturno las repetía con el mismo

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énfasis que los interesados directos.En el fondo todo se reducía a ladisputa, eterna entre mexicanos, degrupos plurales dispuestos aadueñarse del poder, que essingular: predominio, en unos yotros, de las ambiciones inmediatasy egoístas sobre las grandesaspiraciones desinteresadas;equivocación del impulso mediocreque lleva a buscar el premio de unaobra, con el impulso noble de laobra misma. Pero como la disputano podía evitarse, se inventó la

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tesis que la justificara: los máspróximos a don Venustiano —quefue, con su maquiavélico conceptopueblerino del arte de gobernar, elprincipal cultivador de la cizaña—reivindicaron para sí el verdaderoespíritu de la Revolución, sedeclararon los radicales, y lanzaronsobre todos los otros, sobre todoslos que no los reconocían a elloscomo privilegiada casta desemidioses, el anatema deconservadores y aun dereaccionarios. Y así nacieron en

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Sonora los dos partidos —tanayuno de ideas el un bando como elotro, pero ambos obligados, de allíen adelante, a simular el criterioque se atribuían o se les atribuía—.Esos dos bandos, como plaga dediscordia, habrían de extendersedespués desde Sonora hastaSinaloa, luego a Chihuahua, y luegoa toda la República con elconvencionismo, el villismo y elcarrancismo.

La designación de MiguelAlessio Robles para secretario de

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gobierno de Sinaloa, y la mía comopresunto oficial mayor, estuvieronpues —por su origen, contrario aldel grupo que dominaba en elgobierno de Sinaloa— a pique deponernos, al llegar a la capital delestado, en trance bien ridículo. Porfortuna, la gente de Riveros, que erala parte que nosotros, sin saberlo,veníamos a herir con nuestrapresencia, quiso mostrarse decididadesde el primer encuentro e ideó unmedio sencilla para hacernos sentiral punto su estado de ánimo. A

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esperarnos en la estación deCuliacancito vinieron el generalIturbe con todo su estado mayor, elgeneral Diéguez con el suyo y elgobernador Riveros con los altosfuncionarios del gobierno. YRiveros, en el momento de laspresentaciones, recalcó variasveces, con visible intención, lostítulos de «secretario general» y«oficial mayor» al decir losnombres de las personas de suconfianza que desempeñaban talescargos.

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Desde ese momento resolví —y así se lo propondría después aMiguel Alessio— no aventurarnos apresentar las cartas de Carranza.No quise que fuéramos nosotros unnuevo motivo de disputa: no loquise, entre otras cosas, porque —aparte valores individuales (comoel de Iturbe, por ejemplo, que teníaganada ya la aureola de uno de losmejores generales de laRevolución)— los dos grupos deSinaloa me parecían igualmenterevolucionarios e igualmente dignos

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de estima, aunque lo contrariodijesen los unos hablando de losotros.

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3

Ramón F. Iturbe

El comedor de la casa del generalRamón F. Iturbe no mostraba, alllegar nosotros esa noche, nada delaparato tan común en las grandes

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ocasiones. Claro vi, con sólo entrar,que el jefe de las tropasrevolucionarias de Sinaloa erahombre sencillo y sobrio. La cenade bienvenida se nos ofrecía en unahabitación notable por su limpieza,arreglada con esmero, pero en lacual todo se declaraba ajeno a laostentación y al lujo. Una mesaamplia y blanca ocupaba la mayorparte del espacio de la sala —limitado por cuatro paredes casidesnudas— y recogía, lanzándolosdespués con mayor nitidez, los

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rayos de la lámpara pendiente deltecho. Sobre el mantel, los brilloshumildes de una vajilla pobre y lastransparencias desiguales de vasosde diversas formas alternaban conlas manchas oscuras, como de palosde boliche en desorden, de lasbotellas de cerveza.

El único ornato especial quese discernía entre todo aquello loformaban varios ramos de florespuestos en jarritos bajos y doshermosas granadas de 75milímetros —dos de las

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últimamente quitadas a las fuerzashuertistas—, enhiestas, comopequeñas columnas, en los focosideales de la elipse en cuyocontorno nos íbamos a sentar. La luzde la lámpara bruñía largos reflejosen los dos enormes casquillos decobre y abrillantaba la superficieroja de los proyectiles debajo delos faros diminutos que los rayosluminosos encendían sobre losanillos de las espoletas. ¡Lucecitasmenores todas ellas, perosimbólicas de la lucha y del triunfo!

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Su presencia nutría allí el aliento dela victoria —penetrante ycontagioso como el desaliento de laderrota— y, sobre todo, noshermanaba.

De las veinte o veinticincopersonas que estábamos a la mesa,Ramón F. Iturbe era —esto secomprendía desde luego— el demayor importancia intrínseca, eldotado de más fuerte personalidad.Diéguez, Hay, Riveras, Alessio, yoy todos los otros entrábamos en elconjunto como reflejos o sombras,

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como elementos parciales del fondode claroscuro. Iturbe figurabaíntegro. Y figuraba no a fuerza dequerer hacerse notar, sino al revés,contra todo empeño por inhibirse.

Iturbe hablaba poco y concautela. Su frase, resuelta aalcanzar el matiz de lospensamientos, seguía un trazo lentoy sinuoso, tan sinuoso que al prontose hubiese creído que buscabadisfrazar u ocultar el fondo de lasideas. La cultura de Iturbe,pobrísima entonces, tenía la ventaja

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de presentarlo libre de la salsa derepugnantes lugares comunes en quenadaban los revolucionariossemileídos y farsantes. Seexpresaba, además, con ciertatimidez, con el aire de humildadsincera de quien creyese fácil caeren error y de antemano estuviese deacuerdo en que se le enmendara laplana. Todo lo cual produda en sucarácter un raro contraste con otrascualidades: contraste entre suinseguridad juvenil y su aplomoadquirido ya en la vida; entre su

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adolescencia espiritual y sumadurez precoz de alma, acentuadapor su fe en sí mismo, por suprofunda e íntima convicción deestar, fundamentalmente, en locierto y lo justo.

Porque Iturbe era uno de lospoquísimos revolucionarios quehabían pensado por su cuenta elproblema moral de la Revolución yque habían venido a ésta con laconciencia limpia. Aunque muyjoven, su impulso revolucionarioarrancaba más de la convicción que

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del entusiasmo. Y en él, laconvicción no se reduda, como enotros —los principales, losguiadores—, al ansia de crear unestado de cosas dócil al imperiopropio, sino al imperativo de obrarbien, de obrar moralmente,religiosamente. No en balde Iturbeera el único general revolucionarioque creía en Dios y que afirmabasus creencias en voz alta, ya en tonode estarse disculpando. Y eso sólo,creer en Dios, lo levantaba a granaltura sobre todos sus compañeros

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de armas, casi siempre descreídos eignorantes, bárbaros, audaces, sinningún sentido de los valoreshumanos y desconectados de todaslas fuentes originadoras de losimpulsos hacia la virtud.

Su extrema juventud y lo muydesmedrado de su cuerpo hacían deél, al principio, un personaje depoco relieve. Él, por otra parte,acusaba con el desaliño de su trajeun descuido tan espontáneo, una tanauténtica inatención por loinmediatamente material y

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corpóreo, que se requería mirar doso tres veces la totalidad de supersona para convencerse de queaquello, lejos de ser defecto, eradisposición de ánimo superior,indiferencia por lo que en el fondono representaba valor ningunodefinitivo, de igual manera que enlos generales sonorenses eratemprana manifestación de defectos,y no de virtud, el inquebrantableapego a los arreos militares másmilitaristas. Pero una vez bajo lamirada escrutadora, Iturbe crecía

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rápidamente e iba dejando entreverpor qué pertenecía al corto númerode los que mandaban hasta cuandopracticaba la obediencia.

Su temperamento reflexivo ymaduro constituía la base de supersonalidad, apuntaba en losdetalles más nimios. Esa noche, porfalta de abridores, hubo quedestapar las botellas de cerveza almodo revolucionario: haciendoencajar el borde de la corcholata enel martillo de la pistola y apoyandoésta después contra el cuello de la

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botella hasta que el tapón saltara desu sitio. Quién más, quién menos,todos los presentes efectuamos laoperación con dejos de temeridadostentosa, cual si los revólveres (elcartucho 38 o 44 frente a la aguja)fueran instrumentos inofensivos. Yes que entre nosotros no había quienno se creyera muy valiente ni sesintiese ya muy hecho a jugarse lavida minuto a minuto. Iturbe no lohizo así. Desenfundó la pistola consencillez; la volvió culata arribacuidadosamente; tomó la botella

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con la mano izquierda, y, atento aque el cañón del arma apuntara endirección del piso, o de la paredque le quedaba a la espalda, la hizodescribir la curva supletoria de lasfunciones del abridor. Viéndole talaspecto, no se habría creído que setratara del mismo hombre que a lahora del combate, y siempre que elarriesgar la vida tenía un sentido, seolvidaba de ponerle cortapisas alvalor, según acababa dedemostrarlo durante el ataque ytoma de Culiacán.

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Libroquinto

Tierra sinaloense

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1

Primeras impresiones

Eduardo Hay se hizo cargo, desdeluego, de su puesto de jefe delestado mayor de Iturbe; peroMiguel Alessio y yo, abandonado el

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propósito de hacernos nombrarfuncionarios sinaloenses, volvimosa ser dueños de nuestras acciones ynuestro tiempo.

Para distraernos, nosdedicamos a hacer elreconocimiento físico y psicológicode Culiacán, que encerraba, paranosotros, el doble interés de ser unaciudad no vista y una ciudadrecientemente quitada a las tropasde Huerta. Había, además, en laatmósfera de aquella pequeñaciudad, modesta y grata, una

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radiosidad que convidaba a gozarde ella desplazándose dentro de suámbito; una madurez de vida, enpleno diciembre, que —tras losdías resecos y terrosos deHermosillo— tonificaba el ser, loenaltecía, lo precisaba y aguzaba, yponíala flor de cuerpo el ansia deentrar en contacto con las cosas.

Durante el día todo se ataviabacon raro prestigio en Culiacán. Lasaguas del Tamazula eran de un tinteazul idéntico al del cielo, sólo queen el río quebraban el tinte azul las

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manchas morenas de los cantos y lolimitaba, en lo hondo de latransparencia, el lecho de arena,coloreado en contraste. Crecía enlos alrededores de la ciudad, enroce estrecho con los muros de lasúltimas casas, una exuberantevegetación: huertos espesos,cañavelares tupidos, alfombras deverdura perpetua bajo el moteo delas flores. Y el cielo, de unaclaridad a veces deslumbradora,vertía sin cesar sobre ese campo ylas calles que en él trazaban los

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grupos de casas, ondas de luz quelo doraban todo. Así iluminado,nada había feo o inerte: el lodomismo irradiaba reflejos queparecían ennoblecerlo.

* * *

Tanto era el lucimiento y fuerza conque sentíamos vivir allí loselementos naturales, que contrabajo echábamos de ver en laciudad los estragos de la querellade los hombres. Las tiendas

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saqueadas —rotas las puertas,vacíos los anaqueles— no cobrabansu verdadera significación hastadespués de detenernos ante ellasinsistentemente. Las casasdesiertas, de donde la turba sacaralos muebles, sugerían apenas unleve momento de desorden confuso,una arruga pasajera en la trama delvivir social, no la guerra intestinaen su máximo desenfreno.Discurrían por las calles escasosgrupos de habitantes puestos a ladifícil tarea de ganarse la vida en

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un sitio donde apenas se encontrabaqué comer; pero su aspecto, pese alas circunstancias, era de lo másriente, de lo más optimista, de lomás seguro. Para surtirse de otracamiseta o reponer los inserviblespares de calcetines había queesperar la llegada de Schwab —elfamoso comerciante judío deaquella época—, que hacía viajeshasta Nogales de Arizona, de donderegresaba cargado de saldos deropa, fantásticos por el estilo y losprecios, y con los que nos vestía de

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un modo aún más fantástico: juegosde ropa interior cuyos colores ydibujos eran tan absurdos que suorigen resultaba cosa inexplicable,extraterrena; camisas que secerraban por detrás; trajes verdes, arayas romboidales, que en el actonos clasificaban entre las culebras,y otros de elementos disímiles queataba no sé qué fantasía tanenérgica como misteriosa y que nosprestaban personalidadesmonstruosas y grotescas: la mitadbeisboleros y la mitad cow-boys, la

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mitad alpinistas y la mitadveraneantes de una playa de moda.Pero eso no variaba nada ni contabanada dentro del ritmo de lanaturaleza ambiente; como tampocoparecía importar que no siemprehubiese pan en la ciudad, ni carne,ni café, ni otros alimentos por elestilo. Era aquel un diciembre comouna primavera: los principiosvitales se agitaban por dentro, senutrían de sí mismos, se bastaban ymultiplicaban con sólo ser.

Semanas después, Laveaga —

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el que luego sería senador yentonces se ocupaba en las noblestareas del comercio— habría deaparecerse como un dios mitológicoen medio de aquel vivir sensual ybrillante. Hacía tiempo queCuliacán, prácticamente, noprobaba La cerveza. Laveaga losupo, y, mercader revolucionarioesforzado, pasó un furgón de ellafrente a los federales de Guaymas yno paró hasta Culiacán. La ciudadlo recibió en triunfo, le pagó a pesode oro su amargo líquido e hizo por

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varios días una fiesta que de serotra la edad imaginativa de losculiacanenses se habría perpetuado,dando nacimiento a una leyenda o aun mito.

Otro dios o semidiós,asimismo mitológico, era OctavioCampero. Éste, desde la entrada delas tropas, se había posesionado delcasino de Culiacán —casino decientíficos— para hacer con él lomismo que quienes lo poseíanantes, sólo que ahora con loshombres nuevos. Y la verdad es que

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su iniciativa mereció copiosísimosaplausos de todos los amigos ycorreligionarios. Organizador yactivo, Campero cuidó en el acto delos menores detalles: mandóimprimir las tarjetas de entradapara los nuevos socios; contratóservidumbre; puso en marcha lacantina; dio animación a laspartidas de juego y a las reunionesy charla de las tertulias.

A las mesitas del casinorevolucionario culiacanense fui yoa recalar muchas tardes, extenuado

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de fatiga tras mis largas caminatas.

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2

Una noche de Culiacán

Mucho tiempo después habrían decontarme, a propósito del generalJuan Carrasco, la graciosa salidasuya que me lo hizo simpático para

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siempre. (Viniendo una vez deGuadalajara a México, un oficial desu estado mayor le preguntó, alpasar el tren sobre el puente del ríoLerma: «¿Qué río es éste, migeneral?». A lo que Carrascorespondió: «Éste, hijo, es el ríoGrande. Lo llaman así porque se lecuenta entre lo muy, muy enorme delmundo. Según creo yo, sólo elMesesipe le supera»). Pero laverdad es que ya entonces meinteresaba el guerrillero sinaloensecomo tipo representativo de uno de

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los aspectos de la Revolución.Por aquellos días, su nombre

sonaba a menudo cerca de nosotros.Aparte sus acciones guerreras, nohabía quien no hablara en Culiacánde los entusiasmos prolongadísimoscon que celebraba él los últimostriunfos revolucionarios, muy enparticular el de la toma de lacapital del estado por nuestrasfuerzas. Cierta mañana lo vi pasearpor las principales calles en enteraconcordancia con lo que de él sedecía. Iba en carroza abierta,

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terciada la carabina a la espalda,cruzado el pecho de cananas yacompañado de varios oficialesmasculinos y uno femenino ynotorio: la famosa Güera Carrasco.Detrás del coche, a la buena usanzasinaloense, una charanga hasta decuatro o cinco músicos se afanabapor seguir el paso de los caballos,sin dar por ello reposo a susinstrumentos. Y lo más curioso eraque los miembros de la murga,visiblemente rendidos por el dobleejercicio, mostraban menos fatiga

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que el séquito y el general. Elcontraste me impresionó y me hizodetenerme para mirar más a misanchas el espectáculo y suspersonajes.

De éstos, sin duda, el centralera Carrasco. Con su esbeltísimotalle, con su cabeza pequeña y surostro broncíneo, de faccionesangulosas, su gran figura dominabala escena. La Güera —secomprendía en seguida— seesforzaba a su vez por ocupar sitioy llamar la atención; pero en este

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punto, Carrasco la traía hechaañicos. Él, pese al cansancio queparecía doblegarlo —y sinpretenderlo ni saberlo quizá—,acaparaba las miradas del público:todos se volvían a ver su carapartida en dos por la línea negra delmugriento barbiquejo y velada amedias por el ala oblicua delsombrero, puesto con garbo.

—Con éste —dijo a mi ladouna voz— son tres los días quelleva así mi general Carrasco.

—¿Tres? —inquirí

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volviéndome, y deseoso de sabermás.

—Tres con sus noches —mecontestaron—. En lo cual, sí haypecado, más ya por el poco tiempoque por el mucho. ¿Ve usted cómoanda ya mi general a estas horas?Pues le quedan aún cinco o seisdías de horizonte risueño. Ahora,que no es de día, sino de noche,cuando el verlo da gusto.

—Y ¿por qué de noche?—¡Ah, porque entonces se le

juntan sus soldados!

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* * *

Esa noche misma, sonadas las diez,me propuse asistir a lo que eldesconocido había ponderado tantoen la mañana. Dejé a MiguelAlessio Robles preparando eldiscurso que diría al día siguienteante la tumba de Garmendia, y meeché a la calle en busca de laparranda de Carrasco y su tropa.

A semejante hora, en elCuliacán de aquellos días, erainsólito encontrar gente por las

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calles. Apenas si en la proximidaddel mercado se veía discurrir aunos cuantos trasnochadores enbusca del clásico plato de pollo,servido a la luz humosa de velonesy linternas. Era el Culiacán desiertode los días siguientes al sitio; el delas casas abandonadas; el de lastiendas vacías por el saqueo doble—saqueo de los federales alemprender la fuga; saqueo nuestroal entrar, urgidos también nosotrospor las necesidades terribles decada minuto—. Y la desolación,

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pavorosa en el día, pero semiocultaentonces bajo el manto admirablede una naturaleza rica ydesbordante en pleno invierno, sealzaba durante la noche, del fondomismo de las sombras, invisible yreal, imponderable e inmediata.Bastaba el recorrido de unascuantas calles para perder laspociones diurnas, para sentirsevagando en el interior de un cuerpoa quien el alma hubiese sidoarrancada, para escuchar, comovenido de lo más hondo del enorme

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ser muerto, el latir de las propiasarterias, allí brújula única, contactoúnico con lo vivo. En medio de lamás completa soledad del campo ode la montaña siempre se oye denoche, o se presiente, unapalpitación vital; en medio de laciudad en ruinas, las tinieblas sonlo más cercano al desvanecimientodel último soplo en la nada. Aun lossúbitos fulgores de vida sedesnudan entonces de su aparienciaauténtica, se vacían de sucontenido: el perro famélico que

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pasa de pronto, pasa como elespectro del perro; la voz lejananos hiere como un eco —con lamortal deshumanización de la vozen el eco—; el bulto que boga uninstante en el espacio iluminadobajo el remoto farol es el aparecidodel bulto, participa de lainconsistencia de lo plano, carecede su tercera dimensión. Y unaimagen se agita entonces en lamemoria, se apodera del espíritu yle comunica su estremecimiento: seve a Eneas abrazando en vano la

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sombra de Anquises bañada enlágrimas que no mojan.

Prendido a aquellas imágeneslúgubres ambulé más de una horapor las calles solitarias y oscuras.Conforme me alejaba del centro, lastinieblas se hacían más profundas,el silencio más mate. Llegó unmomento en que me perdí, y anduveun rato a tientas. Luego un fugazresplandor lejano me sirvió denorte, y poco después empecé aseguir, a grandes rasgos, lassomeras indicaciones de mi sentido

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de orientación, ya con ánimo deretirarme a casa. Porque mi largocaminar acabó por antojársemeinútil y desprovisto de sanopropósito. A lo mejor, el holgorionocturno de Carrasco y sus tropasera mera invención del desconocidode la mañana.

Eso pensaba yo cuando oí,tamizado por la oscuridad, unlevísimo rumor de voces. Se lesentía venir de la parte hacia dondeyo caminaba… Seguí andando… Alos pocos pasos escuché varías

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detonaciones que dominaron aquelrumor, ya más próximo, pero aúnconfuso, zumbante. Me detuve. Nose veía nada: la negrura de lasombra me tocaba el rostro. Losdisparos, a juzgar por la opacidadde las detonaciones, se habíanproducido dentro de una casa. Susucesión había sido uniforme yrapidísima. «De una misma pistola—me dije— y de una mismamano». Y esperé quieto.

El rumor de las voces nocesaba. A poco otra serie de

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detonaciones —ésta tambiénregular y rápida— volvió a cubrirlos demás ruidos. Eran disparos deotro calibre… Las voces, como olaque sube, arreciaron entonces y seenhebraron en un grito agudo,carcajeante, que tras varías notasguturales —seguidas, menuditas—se ensanchó en un ¡ay! casi sinaliento y vino a terminar en unaexpresión ronca y obscena…Aquello me hizo comprender: eranCarrasco y su gente. Y entonces medispuse a oír con toda la

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concentración que nos embarga enlas sombras.

Para mi oído, ya que no paramis ojos, el grito acababa deseñalar el punto de donde antespartieran las detonaciones. La casade los disparos estaba en la acerapor donde yo iba, probablemente adoscientos o trescientos pasos.Vacilé un punto sobre lo que meconvenía hacer. ¿Me acercaba mása la casa? ¿Retrocedía? Por lopronto resolví cruzar hacia la acerade enfrente, y, al hacerlo, descubrí

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que por ese sitio la calle venía aconvertirse en lodazal, más que enlodazal, en río de fango que setragaba mis pies hasta el tobillo.Así y todo, anduve poco a poco, ydespués de marearme varias vecescon el vértigo de la sombra, logrétocar la pared opuesta. Allí, alparecer, no había acera: el mar delodo llegaba hasta fundir su negroprofundo con el tono pardo,discernible apenas, de los muros delas casas. Era absurdo seguircaminando en tales condiciones;

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pero como no se veía gota,resultaba quimérica la busca demejor sendero. Por allí continué.

Conforme me acercaba allugar de las detonaciones y el grito,las voces —no menos confusas queantes, no menos indescifrables—ganaban el volumen. «Deben sermuchos», iba yo diciéndome,cuando tropecé con algo —alparecer con las piernas de uncuerpo recostado contra la pared—y me fui de bruces hacia el lodo.Pero al extender los brazos en el

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curso de la caída, mis manos,abiertas en anticipación del suelo,dieron milagrosamente en la ropade otro cuerpo, al que me agarré.Este segundo cuerpo estaba a piefirme, según noté en seguida, y fue asus piernas a lo que me mantuveasido mientras mis rodillas seposaban en el lodo con frescablandura. Mi salvador invisiblepareció entender lo que me pasaba,pues sentí una mano fuerte que mecogía por una axila, que meayudaba a enderezarme y que, por

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último, me soltaba un instante paraconvertirse en brazo echado sobremis hombros, brazo cariñoso, brazoque me apretaba el cuello coninesperado afecto, sensación que sedesvaneció en mí en el acto pararesolverse en la de un olor humanodesagradabilísimo y a vueltas conel tufo del mezcal. Entonces hice unvigoroso movimiento para soltarmede aquel cuerpo que se me juntaba;pero como el brazo me sujetó conmayor fuerza, y al mismo tiempouna puerta de la acera de enfrente

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dejó escapar un rayo de luz, metomé inmóvil. El que me abrazabadijo:

—¡Anda, pos y que te mequeres ir!…

La luz de la puerta nos estabadando de soslayo. Quise ver quiénme tenía cogido y levanté la vista.Mi apresador era un soldadoandrajoso. El sombrero de palma,le caía hasta media nariz, al gradode que el ala tocaba, ancha ycolgante, el cuello de una botellaque tenía empuñada con la otra

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mano y apoyada, por el fondo en elángulo que las dos cananas lehacían sobre la camisa mugrienta.Muchos sombreros como el suyoiluminaban en aquel instante elestrecho paralelogramo de luzvaciado en la calle por la puerta amedio abrir; y a un lado y otro delespacio luminoso —en la penumbraprimero, luego en los confines delas tinieblas— se perfilaban sobreuna masa informe más y mássombreros del mismo tipo.Imposible calcular su número: igual

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podían ser doscientos quecuatrocientos o mil. Mientras veíaesto, vi asimismo, por encima detoda aquella muchedumbre, quebajo la horca luminosa de la puertasalían a la calle varias figuras dehombres, entre ellas una de siluetaalta e inconfundible: eraCarrasco… La puerta se cerró.

La oscuridad me cegaba ahoramás que antes. La multitud encambio, gracias a la acción de unnuevo sentido, se volvió para mímás perceptible. Dentro de su

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contorno, que yo no veía, pero quesentía, se formó un alma de unidadcolectiva: la muchedumbre seincorporó y comenzó a agitarsecomo un cuerpo solo, a ondular, amecerse, a bambolearse, todo en elcorazón de un ruido espeso yopaco. Porque persistía el rumor,bajo e impreciso, de las voces,como antes. Los movimientos no seresolvían en choques, o ahogabanlos choques en el colchón de lodo.Pero el temblor que sometía ahorael total de la masa a una sola

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voluntad era evidente: uno comofluido corría de cuerpo en cuerpo.Se esbozó primero una onda haciala parte donde estábamos yo y elbruto que me sujetaba cada vez conmás fuerza. Luego la ola refluyó.Luego me di cuenta de que seiniciaba un avance lento: tan leveque, más que avanzar, revelaba laintención previa de avanzar.

Conforme nos movíamos notéque poco a poco iban surgiendo, ala espalda del grupo formado pormí y mi apresador, y a ambos lados,

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otros grupos que nos apretaban yempujaban. Eran parejas, como lanuestra, o racimos de tres, decuatro, de seis hombres enlazadosentre sí. De nuevo intenté escapar,esta vez casi con furia; mas micompañero, con presteza demúsculos muy superior a la mía, meapretó el cuello. Para mí, la lucharesultaba difícil, imposible, porqueél se hallaba en la fase de laembriaguez en que la agilidadprecisa de los movimientos se haceinsuperable, y, además, porque era

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grande y fuerte. Mi nuevo forcejeole provocó una risita baja,orgullosa y contenida, aunquereveladora de todo menos demaldad. Aquello, por lo visto, ledivertía. Poco a poco fueacercándome a la cara, sin dudapara demostrarme su actitudbenévola, la mano con que teníacogida la botella. Sentí contra mislabios el extremo frío y pegajoso dela boca de vidrio y por dos o tressegundos me escurrió sobre elpecho el mezcal. Luego apartó de

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mí la botella y bebió él a grandestragos.

La mole humana queformábamos se movía mientrastanto hacia el extremo de la calle.Unas siluetas altas, como dehombres a caballo, formaban elcentro en torno del cual nosarremolinábamos. La más alta deellas debía ser la de Carrasco. Detarde en tarde bajaban de allí vocescon entonación de autoridad,aunque para mí inarticuladas,indistintas, como todas las otras;

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pues —cosa rara, fantástica— enmedio de aquel gran mar de genteno había logrado oír, hastaentonces, otras palabras inteligiblesque las que dijo al principio elhombre que me tenía preso. Laexpresión de toda esa multitud norebasaba los susurros, losmurmullos: murmullos decanciones, susurros de frases. Sóloa ratos un grito estridente lodominaba todo: luego el zumbidode colmena recobraba su siniestroimperio. A veces también, las

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rápidas series de los fogonazos nosenvolvían en un resplandor rojizo eintermitente que moría con la últimadetonación. E igual que losdisparos, los gritos eran a manerade remate de vagas aspiraciones,que se manifestaban cuando losmurmullos caóticos, acordados encierto modo, lograban, en sumusitación, vaga semejanza concantos.

¡Extraña embriaguez en masa,triste y silenciosa como lastinieblas que la ocultaban!

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¡Embriaguez gregaria y lucífuga,como de termites felices en suhedor y en su contacto! Era, enpleno, la brutalidad del mezcalpuesta al servicio de las másrudimentarias necesidades deliberarse, de inhibirse.Chapoteando en el lodo, perdidosen la sombra de la noche y de laconciencia, todos aquellos hombresparecían haber renunciado a suhumanidad al juntarse. Formabanalgo así como el alma de un reptilmonstruoso, con cientos de cabezas,

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con millares de pies, que searrastrara, alcohólico y torpe, entrelas paredes de una calle lóbrega enuna ciudad sin habitantes…

Al llegar a una esquina micompañero y yo, pude escapar.¿Cuánto tiempo me sujetó aquelabrazo hediondo? ¿Me sujetó unahora? ¿Dos? ¿Tres? Cuando mearranqué de él sentí quitárseme deencima una opresión mayor —corporal y moral— que si todo elespacio negro de la noche,convertido en dragón inmenso,

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hubiese estado pesando sobre mishombros.

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3

La religiosidad de Iturbe

Nuestros paseos solíamos hacerlosen carretela, invitados por elgeneral Iturbe. Culiacán se nosofrecía entonces —tal al menos se

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me figuraba a mí, al observar lamirada gozosa, tranquila, con queIturbe lo abarcaba todo— comopremio de un largo esfuerzo. Sinduda que el triunfo final de laRevolución quedaba aún muydistante —apenas estábamos en loscomienzos de la lucha—; pero¿cómo no oír el secreto sentimiento,o presentimiento, de esa hora, laconvicción de que pasear así por laciudad recientemente conquistadaequivalía a sellar y saborear eltriunfo de una etapa?

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El carruaje, de muy buenosmuelles y excelente tiro, rodabablando sobre la húmeda tierra delas calles principales. Luego,agotado el centro daba tumbos —tumbos en que las sopandas nosmecían como en columpio— entreel lodo y los charcos de los barriosextremos. Y de esa maneravisitábamos hasta los sitios másrecónditos y advertíamos los másnimios detalles de cuanto desfilabaante nuestros ojos. Porque comoíbamos siempre a un paso que

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resultaba desproporcionado con lasdimensiones de la ciudad, había quepasar y repasar por los mismoslugares para que la distraccióndurase.

Iturbe, no sé si por hábitopropio o por seguir algunacostumbre sinaloense, no dabainstrucciones generales al cocheroen el momento de partir, sino queiba decidiendo, conformeavanzábamos, el camino que habíade seguirse. Minuto a minuto decía:«A la derecha», «A la izquierda»,

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«Para atrás», «Por el puente»,«Hacia la capilla». Y si lanecesidad de comunicar una deestas órdenes lo sorprendíaconversando, en el instante precisoquebraba la frase, se dirigía alcochero y reanudaba en seguida, sintropiezo alguno, lo que veníadiciendo. Era un arte peculiarísimo,que a mí me interesaba comogimnástica propia para enseñar a laatención a desdoblarse de modocontinuo, con eficacia paralela, endos cauces simultáneos aunque

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divergentes. En un principio sólome divirtió; pero después traté depracticarlo por mi cuenta,participando de lleno en laconversión y, a la vez, analizando lalógica que Iturbe poma en elitinerario.

* * *

En la monotonía de tales paseos, lograto parecía provenir, más que decualquier otra cosa, de laespirituosidad, como de champaña,

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que impregnaba el aire, la cual nospredisponía a mirarlo todo con ojosinteligentes, simpatizantes. Había,aparte eso, dos digresiones que amí se me antojaban de grandeinterés: una, el tránsito por elpuente del río Tamazula; otra, elindispensable alto al pie del cerro,en cuya cima lucían blancas,enjalbegadas, humildes, las paredesde la capillita.

El largo puente sobre las aguasazules y poco profundas del ríoestaba dotado de la secreta virtud

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de abrir horizontes a las almascontempladoras. Era tosco, feo,inartístico, pero tenía siemprecierta fresca novedad, y si no él, loque de él se desprendía: el paisaje,no muy rico en el fondo, que lorodeaba. Más tardábamos en entraren él que en sentirnos trasladados aotro plano, como si se tratara de unrecinto destinado a la vida delespíritu, de un templo. Lentamente,al paso de los caballos, se movíanuestro coche por entre las dosrojas arcadas de hierro, cuyas

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sinuosas líneas paralelas seprecipitaban, como a brincos, deuna a otra banda. Generalmentepasábamos por allí al atardecer, ala hora en que las diferenciasconcretas, los valores individuales,próximos a borrarse en la sombra,se aguzan. El golpe de las pezuñassacaba sonoridades del piso demadera, apoyado en los tirantes delos arcos, y el hueco resonar de lastablas hacia brotar a un flanco yotro armónicos metálicos quevenían a formar una rara música

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compuesta de tres fajas: la densa yancha de la madera, las claras ybrillantes del acero. Aquellamúsica me hacía mirar hacia loalto, hacia el horizonte, y me dabael contacto de lo cercano y loremoto: veía enrojecerse el sol;veía al puente, como eje de cielo ytierra —de un cielo donde losfulgores de acero comenzaban ateñirse en sangre—, partir elUniverso en dos perspectivas encontraste. Abajo, en la tierra, esasdos perspectivas eran tan pequeñas

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y modestas que su existenciaparecía reducirse a meraaspiración, a mero acatamiento delas de arriba. Eran, de una parte, elcaserío de la ciudad en torno de lasblancas torres de su mayor iglesia—casitas bajas, pobres, tristes—;de la parte contraria, las avanzadasdel campo, tupido de vegetación,casi selvático: apretado de maleza,invadido a trechos por cañaverales,sembrado aquí y allá de macizos deárboles corpulentos y enhiestos.

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* * *

Al pie del cerro de la Capilla, elinterés de nuestros paseos radicabaen circunstancias de orden biendistinto. Aquí volvía yonecesariamente a pensar en elsentido espiritual de la Revolución,a empeñarme en entrever, medianteel dato directo de la conductacotidiana de los hombres conquienes andaba, el nuevo término aque llegaría el alma nacional, sillegaba a alguno, a consecuencia de

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la lucha que estaba envolviéndonosy arrastrándonos; y esto porque loque presenciaba yo al pie del cerrode la Capilla merecía considerarse,dado el tono dominante entre losespíritus revolucionariosdirectores, como algo tan deexcepción que acaso parecierainaudito.

Nos apeábamos del cocheentre materiales de albañilería:piedras, ladrillos, arena, cal. Iturbese alejaba un poco de nosotros;hablaba con el maestro de obras;

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pasaba revista a lo que se habíahecho ese día; preguntaba por loque se haría al día siguiente, y, porúltimo, ya de nuevo a nuestro lado,nos enteraba en detalle de lamarcha de aquel proyecto suyo. Laprimera vez que estuvimos allí nosdijo:

—Un día —de esto hacemucho tiempo, aún andaba a saltode mata por el monte— hice lapromesa de construir, tan prontocomo Culiacán cayera en mismanos, una escalinata que subiese

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desde lo más bajo del cerro hasta lapuerta de la capilla. Ahora, segúnustedes lo ven, estoy cumpliendoesa manda.

Nos decía esto Iturbe fija lavista no en nuestros ojos, sino en elpequeño santuario del cerro, ypronunciando la parte final de laúltima frase con firmeza un tantofingida, como si quisiera, gracias altono, dejar liquidado el punto —unpunto indiscutible y personalísimo—. Pero a despecho de todas estasprecauciones, su voz arrastraba las

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palabras más inseguramente que decostumbre y denotaba el esfuerzopor aparecer con el mismo carácterde siempre: no lograba velar porcompleto la inquietud. Iturbe —senotaba entre sílaba y sílaba— temíaser mal comprendido o mal juzgadopor su religiosidad. Este temor, sinembargo, bastante grande paraasomar al rostro, nada podía contralos actos. Iturbe se ruborizaba deque sus compañeros de armas o deideales políticos lo vieranentregado a construir una escalinata

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por mero impulso religioso, por unsimple acto de fe en la potenciadivina; pero, contra todo rubor, laconstruía.

* * *

Aquel detalle pintaba al generalIturbe de cuerpo entero. Lo pintaba,salvo para unos cuantos imbéciles,con líneas y coloresfavorabilísimos. Porque es unhecho que muy pocos habrían tenidoentonces el valor de confesar en

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público sus creencias religiosas, enel supuesto de tenerlas oconocerlas. El ambiente y elmomento otorgaban prima a losdescreídos. Más todavía: el deberoficial casi mandaba, o suponía,negar a Dios. Don Venustiano, quecon la mitad de su persona soñabaen parecerse a don Porfirio, soñabatambién, con la mitad restante, enparecerse a Juárez. De ahí suafición a representar el papel degran patricio en las ciudadesfronterizas, lo cual no pasaba de

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copia inocente de lo que en elBenemérito fue necesidad, y de ahítambién otras imitaciones, éstas yamás graves, como elrestablecimiento de la Ley de 25 deenero, en cuyo nombre secometieron, no obstante queCarranza no era sanguinario,asesinatos incalificables. En puntoa política religiosa, la inclinacióndel Primer Jefe a ganarsedeterminado pedestal en la Historiamarcaba el paso: quienes loseguíamos, o parecíamos seguirlo,

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nos jactábamos de un jacobinismo,de un reformismo de edición nuevay contenido más lato.

El caso de Iturbe, empero,como el de otros cuantos, eradiferente. Él —entonces católico,después espiritista— se movía enlas cosas del alma a impulsos de supersonalidad propia, no arrastradopor la personalidad de los demás, eiba afirmándose, imponiéndosehasta lograr el respeto: en esto, lomismo que en lo militar. En lomilitar acababa de hacer ver a

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Obregón que no hurtaba sujerarquía de general en el EjércitoConstitucionalista: Iturbe sabíamandar, disponer, obrar y triunfar,según lo demostró multitud deveces durante el ataque a esa mismaciudad donde ahora estábamos.Nadie, en efecto, ignoraba que en latoma de Culiacán había habido unheroísmo tranquilo y de auténticolinaje guerrero: el de GustavoGarmendia; una bizarra tenacidad:la de Diéguez, y, descollando sobretodo, una indiscutible capacidad de

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jefe —de jefe valeroso—: la deIturbe. Después de la batalla, aObregón le faltaron elogios paraexaltar la conducta del jovengeneral de Sinaloa.

Otro tanto ocurría en el ordencivil —al menos en lo referente a laconducta del individuo—. Frente ala masa de los revolucionariosserviles, que ya empezaba aespesarse y a deslindar su campo,Iturbe, sin saberlo, se erigía enejemplo de independencia por elsolo hecho de mantenerse leal a su

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fe religiosa: no renunciaba a supensamiento, no escondía sussentimientos ni su carácter.

* * *

Cuando, años después, he vuelto aCuliacán no siempre he conseguidorevivir, bajo el influjo evocativo delas calles o de los paisajes delcontorno, las impresiones ni laemoción que recibí al pasar por allíen días de mis andanzas de rebelde.Pero una cosa no he dejado nunca

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de volver a encontrar tan viva comoen la primera tarde: la disposiciónde ánimo que me provocaba verconstruir los escalones por dondesubirían más tarde los fieles de lacapilla de Guadalupe. De pie anteel cerro, atenta a los recuerdos lamemoria, siempre han retornado amí las imágenes de entonces y suhuella conmovedora; he vuelto asentir el estremecimiento de hondasimpatía, aunque ajena a miscreencias, por el generalrevolucionario que reconocía en

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público su voto religioso y era asídueño de toda la entereza de almaque se necesitaba para ello.Vivíamos tiempos mejores: elcaudal de la Revolución llevaba ensus aguas mucha de la transparenciade su origen; no lo enturbiaban aúndel todo la ambición, la codicia, ladeslealtad, la cobardía. A riesgo deromper con los hombres, Iturbecumplía la oferta hecha a su Dios yusaba al hacerlo los recursosoficiales con que contaba. Uncontraste pone de relieve los rasgos

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de aquel acto suyo: en Chihuahua,meses después, se nombraría entrerisas y aplausos, por mero decretode las armas constitucionalistas, unobispo católico, y a las pocassemanas se harían en Monterreyfusilamientos de imágenes desantos.

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4

Después de una batalla

Otras veces no era Iturbe, sinoDiéguez, quien nos invitaba arecorrer la ciudad, si bien en talescasos, más que a la ciudad misma,

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nos dedicábamos a los alrededores,de preferencia a los sitios quefueran poco antes escenario de loscombates con las tropas de Huerta.Para esos paseos renunciaba yotemporalmente a mis modestospantalones de revolucionario civil ya mi sombrero suave y acudía a losbreeches de caqui, a las polainas decuero de cerdo y al sombrero tejanode alas y copa un tantovergonzantes.

El general Diéguez teñíanuestro grupo con un intenso color

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de jovialidad. Vestido todo deblanco —salvo los zapatos y laspolainas, que llevaba de cueronegro, como la mayoría de los jefesy oficiales de sus fuerzas—, veníaen nuestra busca risueño y hablador.Y apenas echábamos a andar, dabaseñales de ir poniendo, tenso parael resto del día —llegaba pornosotros en las primeras horas de lamañana—, el hilo de la plática. Sucutis oscuro y requemado por el solse plegaba en multitud de arrugasprematuras conforme lo envolvía la

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animación de la charla, charla queen gran parte era sólo suya. Y ésta,gracias al influjo de una profundasimpatía personal, nos absorbía,nos arrancaba al paso sin brío denuestras cabalgaduras, mientras nonos parábamos a observar, porindicaciones de él, algún detalle delcamino.

Sus comentarios lo revelabaningenuo; sus preguntas, cándido.Había en su temperamento ciertoimpulso afectuoso que de rato enrato lo hacía inclinar la cara, al

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tiempo que hablaba, hacia susinterlocutores. Entonces, la miradadel oyente descubría de cerca, en elespectáculo que era el rostro delgeneral, una nueva versión de loque éste venía diciendo, o unaversión complementaria. Hacíanpolígonos de elocuencia, en tornode dos ojos como de gato, lasresquebrajaduras de la piel. Unbigote muy varonil vibraba al soplode las palabras y dejaba entrever, ycubría de nuevo, los amarillentosbrillos de la dentadura. Y aun solía

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la atención del interlocutor,mirando con mayor fijeza,distraerse del significado de lasfrases y dejarse arrastrar por laspeculiaridades fisonómicas que sele colocaban delante: por el rayodel sol que, al soslayo, entraba porlas córneas de los ojos del generaly salía de ellas enriquecido con lastonalidades del iris; por la multitudde puntillos negros, como rociadade pólvora, que se esparcían sobreaquel rostro, franco, hecho a la vezen armonía y contraste con la albura

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del uniforme que bajaba desde elcuello.

¿Había alguna relación entreesos puntitos negros y la costumbrey perfume que eran en Diéguezcaracterísticos? Yo, tan prontocomo me le acercaba, mecomplacía en creerlo así, para locual —acaso contra toda evidencia— me daba a elaborar las másextrañas teorías dermatológicas.Porque el general Diéguez olíasiempre a café: no al café que seestá tostando y moliendo, sino a un

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café antonomástico, esencial,eterno. Y tal perfume se explicabapor la costumbre suya de beber eselíquido a todas horas: en su casa, ensu oficina, en campaña. Llevabaconstantemente, suspendido de unacorrea que le bajaba del hombroderecho a la cadera izquierda, unfrasco pequeño, chato, envuelto enforro de piel, en el que no faltabanunca la cantidad de extractonecesaria para el día. De cuando encuando —inconscientemente aveces, como quien sin darse cuenta

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saca un cigarro del bolsillo y loenciende— cogía el frasco con lamano izquierda, lo destapaba y selo llevaba a los labios para darrápido sorbo. Luego, mientrasvolvía el frasco a su sitio, chascabados o tres veces la lengua y serelamía, revelando por indicioshaber entrado de nuevo en su ser,haber reconquistado su naturaleza.De este modo, el café —que era sutabaco, su coca, su droga excitantey vital— lo tenía saturado desde lafrente hasta las uñas. El tinte propio

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de su sustancia predilecta lorecubría de una pátina de extrañomatiz —con remusgos más oscurosen el borde de los labios y lascomisuras de la boca—, la cual, alconcentrarse en una infinidad degrumos negros en los poros delcutis, le aplicaba el rostro.

* * *

Diéguez no hacía nunca gala devaliente, pero sus manerasrecordaban al militar. No era

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fanfarrón, no era farsante. Eramodestísimo en la importancia queconcedía a sus cualidadesguerreras; y quizá por eso mismogustaba a fondo del ejercicio de lasarmas, a que lo habían arrastradosus ideales políticos. La primeravez que salimos en su compañía seempeñó en recorrer los parajesdonde poco antes se libraran loscombates para la toma de Culiacán,y nos describió estos últimos contal lujo de detalles que no parecíaque a él le hubiese correspondido

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desempeñar entonces sólo un papelsubalterno, aunque distinguidísimo,sino el de general en jefe y, a lavez, el de cada uno de los oficialesy soldados que se batieron. Desdela junta de generales y jefescelebrada en el Palmito paraacordar el plan de ataque, hasta lairrupción de las fuerzas de Blancoen la ciudad la madrugada siguientea la noche en que huyeron losfederales, no había circunstanciaque él ignorase ni callase. Y hacíael relato de la batalla en estilo rico

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en colores y observacionesconcretas, no en el lenguaje seco dequien se interesara sólo por lomilitar. Hablaba con los ojos y elcorazón abiertos a lo expresivotanto como a lo técnico, haciendobrotar del fondo de lo marcial lasvisiones que le habían parecidopatéticas o cómicas. Las patéticas,es cierto, no las lloraba, pero lasimpregnaba de emoción, deemoción visible en el fulgor de losojos; las otras las reíacordialmente.

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—Porque de todo hubo —decía— en la toma de este pueblode Culiacán, como de todo haysiempre en cualquier combate paralos ojos que saben ver. ¿Graciosoentre lo gracioso? La espantada delmayor Alfredo Breceda durante unade las falsas alarmas a que dieronlugar los movimientos del enemigoantes de que empezáramos adominarlo.

Y nos contaba el episodio.Breceda (en otra parte heconsignado este curioso hecho de

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armas tal cual me lo refirieron loscapitanes del ensueño) se habíaincorporado en aquellos días a lastropas sinaloenses, ansioso decombatir y de cubrirse de gloria. Ala estrella que ya decoraba susombrero de rebelde —y que, aldecir unánime, se debía a méritosno precisamente catalogables entrelos de campaña— quería él añadirotra estrella más, acaso dos, éstassí puras y refulgentes desde elorigen. Semejante aspiración, nobleen un todo, ¿habría podido no

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parecer plausible? El mayorBreceda fue objeto de la simpatíageneral y probó el gozo de versealentado por sus compañeros ysuperiores. Se le ayudó, se ledistinguió. Obregón mismo, a fin sinduda de darle ampliasoportunidades desde el principio,resolvió tomarlo bajo su mano: sehizo acompañar de él, como si fuerauno de los oficiales preferidos,mientras anduvo reconociendo lasposiciones de los federales.

En aquella empresa, mucho del

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éxito iba a depender, naturalmente,de la calidad de las armas. Brecedalo sabía bien, y, atento al logro,llegó provisto de buen número deellas: todas nuevas, todas finísimas,todas pulidas y a punto. En esto dearmarse fue tan prolijo que no seolvidó ni de la cocina de campaña:la que trajo consigo podíaequipararse, por la eficacia, a todolo demás. Era un aparato de últimainvención, extrasimple,extrarrápido, en el cual lo mismo sepasaba por agua un par de huevos,

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dándoles la sazón exacta de los doso los tres minutos, que se asaba unpavo o se ponía el dorado másuniforme a la costra azucarada deun flan.

Las bellas cualidades de susarmas fueron para Breceda, en losdías previos al ataque, fuente de noescaso renombre. Sus rifles ypistolas conocieron la fama antesde disparar; su equipo inquietó alos curiosos del campamento. Lacocinilla sobre todo —aquellacocinilla a la que tantas

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satisfacciones debían ir añejas, yque hacía pensar en la máxima deque el soldado bien alimentado ybien curado es el de las victorias—no cesó de atraer el halago y laalabanza hacia su dueño.

Por desgracia, las cosascambiaron de aspecto cuando de lospreparativos del ataque se pasó alataque en toda su fuerza; cuando laacción bélica relegó al olvidocuanto no fuera guerrear, incluso elsupremo y más prometedor de losartes culinarios. El mayor Breceda

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empezó entonces a perder el sentidopreciso de sus armas; no acertó aservirse de ellas con claro juicio,pese a la perfección de los rifles ylas pistolas —perfección que, comovisual que va del alza a la mira,estaba apuntando al blanco, alobjeto—, y cayó en error. Y así fuecomo una mañana, al intentar losfederales una salida por la parte delferrocarril, Breceda, con sucocinilla en hombros —como siella fuese el más precioso de losútiles militares—, emprendió la

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carrera. Magnífica carrera, digna—cuando la contaban quienes decerca la presenciaron— de todo uncantar épico; carrera con altos, coninvocaciones, con ritmotrascendente. El general Diéguez lahacía vivir con su elocuenciarisueña, aunque no cruel, y lecomunicaba cierto saborcadencioso, melódico, como deromance de ciego, intercalando detrozo en trozo este estribillo:

—Hasta Navolato no pararonel mayor Breceda y su cocina.

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Y a lo último añadía, comopara disculparse de su pocacaridad:

—Y no es que los demás noshayamos portado como héroes. Nohabía cómo ni por qué. La tal salidano valía la pena de moverse.Nuestros soldados se replegaronunos cuantos pasos sin dejar decombatir… Pero el mayor Breceda,armado de su cocina, no paró hastaNavolato.

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* * *

Ya en los cerros la charla deDiéguez cobraba tono muy distinto.Recorríamos de un extremo a otroel lomerío que prolonga el cerro dela Capilla. Descubríamos restos delas trincheras construidas por losfederales. Nos movíamos entreárboles de ramas desgajadas por elfuego de los cañones, entre pedazosde proyectiles, entre rastros desangre. Y a la vista de todo aquello,el general Diéguez se enardecía en

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el recuerdo como semanas antes enel combate. Nos hablaba de susbatallones 4.º y 5.º como de dosentidades dotadas de alma, como dedos adalides en el momento deasestar los más tremendos golpes.Nos hacía asistir, con lucidezextraordinaria, al asalto de los dosfortines: el que tomó el 4.º y el quetomó el 5.º, y cuya resistenciamantuvo en jaque a sus tropas, condiversas alternativas, por más detreinta y seis horas.

Pero al llegar a este punto de

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su relato, Diéguez dejaba siemprefuera su actuación personal,brillante como había sido, para queel sitio lo ocuparan otros. Alababala conducta de sus subordinados, ladel mayor Calderón, la del mayorRíos, y evocaba, trémulo, labizarría de Gustavo Garmendia.Porque fue allí, junto a una deaquellas rudimentarias defensas deladrillo, donde Garmendia tropezócon la muerte.

—Venía como los bravos —decía Diéguez—: a la cabeza de sus

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hombres y seguro del triunfo.Estaba a unos cuantos metros delfortín; los defensores flaqueabanvisiblemente. Entonces él, paraabreviar la lucha, se lanzó al asalto;pero, atleta hasta el fin, salvó deunos cuantos brincos el espacio quelo separaba de la posición enemigay llegó a ella solo, o casi solo…Una bala le alcanzó la pierna alsaltar sobre el parapeto… Murió enlas angarillas que le improvisamoscon unas cuantas ramas…

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5

Un baile revolucionario

Los oficiales del estado mayor deObregón, que habían tomado parasu uso la residencia de la ricafamilia Cañedo, nos invitaron a

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vivir en su compañía, lo que fue unmotivo más para que nuestra vidapasara gratamente. Los capitanesdel ensueño se trataban —y nostrataban—, si bien con modestia yperfecto orden, a cuerpo de rey.Aquella casa, hermosa en sí misma,nos resultaba un verdadero palacio.Tenía una soberbia galería cubierta—de piso de mármol, de vidrierassobre el jardín, y amplia como pararecibir embajadores— que hacíanuestras delicias. Las habitacioneseran tantas que se disputaban entre

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sí el privilegio de alojarnos. Enuna, riquísima y que al parecerhabía pertenecido a dos jóvenesdoncellas, nos instalamos MiguelAlessio Robles y yo; en otrasvarias, los capitanes del ensueño, yen otra, algo distante, el telegrafistadel estado mayor de Obregón.Total, seis personas cordialmenteavenidas, dueñas a toda hora de lalibertad más completa y satisfechasde encontrarse juntas. Tres vecespor día nos reuníamos a disfrutar detres comidas magníficas —comidas

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sinaloenses— en torno a una mesalimpia y bien servida, y entoncessabíamos, con sencillo arte,prolongar largo tiempo nuestraeuforia. A charlar y comer nosalentaban la clara luz del jardín y lavista de las plantas y las flores.

¿Por qué les decíamos loscapitanes del ensueño? ¿Porqueeran tres? ¿Porque, eran jóvenes?¿Porque, como toda la juventudrevolucionaria de los primerosmomentos, abundaban en idealespuros, en un desinterés limpio y sin

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tacha? Mucho de absurdo había ensemejante título; pero es el caso queasí los llamábamos. Capitanes delensueño fueron siempre para mí y,sobre todo, para Miguel Alessio,que muy a menudo tomaba pie de lapalabra ensueño para recitarnoslargos periodos de sus oradoresfavoritos.

De los tres, Aarón Sáenz eraquien llevaba el gobierno de la casay hacía en ella, por decirlo así, loshonores. Mas no por eso lasituación de los otros —Lorenzo

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Muñoz y Carlos Róbinson— sufríamenoscabo Los tres capitanes seentendían con espíritu fraterno; lostres comunicaban a aquella casa,gracias a su conducta individual ycolectiva, una rara placidez deoasis revolucionario. Bajo laarmonía de su íntima inteligencia,todo se deslizaba allí mássuavemente que nuestros pies sobrelos cuadros blancos y negros delpulido mármol de la galería. Si algosolía separarlos, no brotaba nunca ala superficie. Sólo con grandes

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esfuerzos se medio adivinaba, porun dejo vago, apenas perceptible,que Aarón Sáenz era el capitán aquien el jefe distinguía conpreferencia. Oficial de confianzaabsoluta, Obregón resolvióencargarle la custodia del cuartelgeneral de Culiacán al volver aSonora poco después de la toma dela plaza.

* * *

Culiacán vivía entonces la paz de

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una ciudad prácticamente desierta.En pos de los federales habíanhuido hacia Mazatlán muchos de susmoradores, y entre ellos, salvoexcepción, lo más selecto de todaslas clases. Caras bonitas, desdeluego —eso en que Sinaloadescuella de costumbre, segúnconviene a su fama— no lasveíamos frecuentemente. Así y todo,los capitanes del ensueño seafanaron en buscar a tal punto que,a las pocas semanas de la entradade las tropas, el que no tenía ya una

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bellísima novia no se encontrabamuy lejos de ello. Aarón Sáenzsalía a hacer la rueda en un buggyde no mal caballo. ¿Lo alquilaba?¿Pertenecía también a la casa deCañedo? Una vez que loacompañaba yo dimos no poco quereír. Por ir él mirando hacia elbalcón de sus esperanzas, y yopendiente de su afán, las riendasguiaron al caballo tan sin tino, queun tris más y nos rompemos lacrisma contra la casa de enfrente.En cuanto a Muñoz y Róbinson,

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acaso usaran otros métodos menospeligrosos, pero, de seguro, nomenos eficaces.

Una vez aseguradas las novias,o ya bastante en perspectiva, ¿quécosa más natural en nuestroscapitanes que el deseo de obsequiarcon un baile de Nochebuena a lasociedad culiacanense, o —seréexacto— a los jirones de sociedadque allí quedaban? Había, con todo,dificultades muy serias: primero,que Aarón, en materia de baile, nodaba un paso; segundo, que la

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sociedad de Culiacán sencillamenteno quería oír hablar de nosotros losrevolucionarios. Ciertamente, delas dos dificultades, la primera nopresentaba obstáculos invencibles.En los tres días que faltaban para laNochebuena, Aarón podía aprendera bailar. Así al menos se logarantizaba yo, que ni antes, nientonces, ni nunca supe lo que esese baile. Pero lo otro, vencer elasco que sentía por losrevolucionarios la gente decente deCuliacán, ya era empresa de enorme

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aliento. Flotaban en la atmósferamuchas historias que nosperjudicaban para el caso: que si detal parte la Fulanita habíadesaparecido al retirarse las tropas;que si a Menganita le ocurrióaquello y a la otra lo otro. Total:que con los revolucionarios, labuena política consistía en negarnoshasta el saludo.

Otros hubieran desistido en elacto; nosotros, no. La pureza denuestras intenciones —las deAlessio y mías, porque no

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llevábamos en el asunto más interésque el afecto a nuestros amigos; lasde éstos, porque en verdad teníanbuenos propósitos— nos sacó dequicio ante la resistencia queencontrábamos y nos llenó de uncinismo audaz. Resolvimosrenunciar de plano a losintermediarios de que quisimosvalernos al principio y optamos porafrontar en persona el desaire, paralo cual nos dábamos buen pretexto.Porque el punto, en el fondo, nocarecía de cierto cariz político muy

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explotable. ¿No se trataba de unafiesta ofrecida por oficiales delestado mayor del general Obregón,a la cual rehusaban concurrir lasprincipales familias de una ciudadrecientemente quitada a las fuerzasde Huerta? Pues si tal era el caso,convenía saberlo de fijo, ynosotros, como revolucionarios,estábamos obligados a aclararlo. Aldescoco que íbamos a poner enobra lo favorecía, además, nuestracondición evidente de forasteros.Como no conocíamos a nadie de

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manera oficial, nada nos privaba depresentarnos en cualquier casajustamente con ese carácter: con elde desconocidos faltos de quien lospresentase.

Los cinco: Alessio, loscapitanes y yo —el telegrafista semantenía un tanto aparte—, nosfuimos apareciendo en cada una delas casas de las muchachas cuyapresencia en el baile deseábamos.Róbinson, el más alto de todos —unverdadero gigante—, era quienprimero hablaba. Lo habíamos

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resuelto así porque se trataba nosólo de convencer, sino deintimidar un poco, aunque dentro dela mayor discreción y mesura. ARóbinson se sumaba luego Alessio,de estatura asimismo respetable, ypor último hacíamos coro los otrostres, ya que no con los cuerpos, conlo que nos viniera al ingenio.

En cada casa, la escaramuzaseguía unos mismos pasos.Róbinson, con voz acaso demasiadodulce para las circunstancias, perobien provista de vibraciones

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metálicas, soltaba a las mamás y alos papás, a quemarropa, el primerdisparo:

—Los oficiales —decía— delestado mayor del general Obregónofrecerán la Nochebuena unmodesto baile en honor de lasociedad culiacanense…

Y se trababa el combate contáctica y estrategia exquisitas porambas partes. A cual más, de ellosy nosotros, todos hacíamos gala deesa frase ondulante, tancaracterística en nuestros más

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diversos climas, que permite a losmexicanos discurrir por losintrincados laberintos del tratohumano sin chocar con nada, menoscuando quieren el choque. Ni uno niotro de los dos contendientes decíauna sola vez sí, ni una sola vez no:todo era de un matiz verbalriquísimo, multicoloro, susceptiblede cambiarse a cada momento,añadiendo una palabra más, en loque se quisiera, esto a la vezabierto a infinitas interpretaciones.Pero al fin, tras muchas sonrisas y

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cortesías, se ponía la situación enclaro: se aceptaba nuestrainvitación —«¡ah, eso ni quien lodudara!», pero con condiciones. Nodebería ir al baile ningún oficial delas fuerzas de Iturbe, ninguno de lasde Carrasco, ninguno de las deDiéguez y, en pocas palabras,ninguna persona de cuya correcciónabsoluta no saliéramos nosotrosgarantes. Bien a bien, sólo nosotroslos allí reunidos éramos aceptables.«Sí, lo mejor sería eso, que sólonosotros representáramos en el

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baile a la Revolución…». Resumende cuentas: que no nos decían ennuestra cara que preferían novolvérnosla a ver, porque lasutileza de palabra —aun lamexicana— tiene sus límites.

Al término de cada entrevistade aquéllas, nosotros nos sentíamosdeshechos. No importaba.Resueltos ya a lo peor,reorganizábamos nuestras huestes ylas lanzábamos a nuevo ataque. Yasí hasta dieciséis batallas. Lo máscurioso del caso era la unanimidad

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de pensamiento y palabra de todasaquellas exigentes familias: todasnos daban a entender que preferíanrenunciar a cualquier trato connosotros, pero todas tambiénaceptaban la invitación «enprincipio» y con tal de quefuéramos nosotros solos losvarones revolucionarios quedisfrutásemos de la compañíasolicitada. Este acuerdo tácitoacabó por caernos en gracia, y yaen la última parte de nuestraencuesta aprendimos a paladear el

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raro deleite de quien se dedica acoleccionar desaires.

Hecho el reajuste de lohablado y lo insinuado, nuestraresolución final cristalizó singrandes vacilaciones. ¿Aquellagente necesitaba un amablecorrectivo? Se lo daríamos.¿Nosotros queríamos el baile? Elbaile se haría.

* * *

Los capitanes se entregaron con

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furor a los preparativos de la fiesta,y Aarón no sólo a los preparativos,sino también a aprender a bailar.Allí fue donde yo las vi negras,aunque no por culpa de Sáenz, sinoporque mis títulos para iniciar aotro en el arte de la danza sereducían a una eficacia irrisoria: ahaber visto bailar muchas veces aCarlos Domínguez —bailarín deempuje— en los fandangos queimprovisaba don Venustiano entodos los pueblos cuyas muchachasmerecían tal honor. Sea como fuere,

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cumplí entonces, o mejorcumplimos, pues no podría asegurarsi en efecto enseñé yo a bailar aAarón Sáenz, o si aprendió él solo,creyendo que yo le enseñaba. Laobra fue de las que denotan elimperio de la voluntad. La músicanunca cambiaba. Era la de un rollo—el único— que encontramosdetrás de la pianola de la casa.Aquellos compases, por fortunabailables, tenían una fijeza terrible.Apenas si bajo la mano y el piefirmes de Róbinson —que tocaba

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durante las lecciones— seadaptaban en cierta manera a loscaracteres específicos de laenseñanza. Hasta donde se mealcanza a mí, la cosa no ha de habersalido muy bien, pues el rollo erade tango, y a Aarón le interesabanel vals y el one-step.

Nuestros invitados, pese a susreticencias, cumplieron también. Alas nueve de la noche del día 24 sepresentaron todos en la casa deCañedo, casi de un golpe.Dieciocho muchachas de lo más

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bello que conoce la costa delPacífico fueron desfilando pornuestra gran sala de piso demármol, acompañadas de suspapás, sus mamás, sus tías y tíos,pero de ningún varón joven. Traer aéstos entre nosotros hubiera tenidoquizá repercusiones políticas; no sehubiese explicado con igual holguraque la presencia de los hombresmaduros y viejos, los cuales veníantan sólo con carácter precautorio:por lo que pudiera surgir de tamañotrance.

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El trance, en verdad, no sepresentaba difícil para aquellasmedrosas familias de la claseconservadora culiacanense.Excepto el telegrafista, que enjusticia no parecía —aun cuando enrealidad lo era— muy de fiar, porel extraño traje de gala que se habíapuesto —chaqueta negra, pantalóncrudo de franela y zapatos de playablancos con refuerzo de charol—,nuestros invitados no vieron alentrar en la casa ninguna caradesconocida. Y como si eso no

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fuera bastante, al poco ratodisipamos sus últimos temores, sialguno les quedaba. Fieles alcompromiso de observar suscondiciones, quisimos cumplirlas alpie de la letra. Cuando hubieronentrado los menos puntuales deellos, mandamos cerrar las puertasde la casa, tocó la música e hicimossaber a los papás y las mamás, porboca de Róbinson, que sus deseosquedaban satisfechos: nadieasistiría a la reunión —descontadoslos músicos— aparte de sus

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familias y nosotros; nadie los veríaallí, pues estaban echadas lasmaderas de las ventanas, ni nadienos molestaría, porque habíamostomado hasta la última providencia.

Tamaña ortodoxia de nuestraparte los desconcertó en unprincipio; pero conforme fueronpercatándose de lo sincero denuestra galantería, desecharon susdudas y se rindieron. En elcomedor, además —visible desdela sala de baile—, se columbrabauna mesa tan ricamente aderezada

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que no consentía, ni a distancia,sentimientos o impulsos que nofueran optimistas. Bajo loscandelabros hacía aguas el cristalde las copas, bordaban las flores elmantel finísimo y se veíanatareados, dando los últimostoques, los tres asistentes de loscapitanes del ensueño y las criadasde la casa.

A partir de aquel momento, lafiesta colmó todas nuestrasilusiones. Mucho antes de la cena,Aarón había puesto ya

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repetidamente en práctica el rarovals de mi coreografía —sospechoque ya había renunciado a él—, yMiguel Alessio, Muñoz, Róbinson yel telegrafista— éste sin perjuiciode su traje veraniego— iban encamino de un éxito rotundo. Cosade las tres de la madrugadasobrevino un incidente: se quemóun fusible y se apagó la luz, y comopara emergencias de esta clase noestábamos preparados, laexpectación de los invitados frisócon lo alarmante. A la luz de las

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cerillas de los papás se veía a laslindas muchachas acogiéndose a laprotección de sus mayores, mientrasnosotros luchábamosdesesperadamente por volver laelectricidad a su cauce.¡Angustiosos minutos, en quesentimos —lo sintieron más aún losenamorados— que iba allí pormedio el honor de la Revolución!Por fortuna, yo traía en el bolsillodos centavos norteamericanos, conlos cuales, a riesgo de poner fuegoa la casa, aseguramos el

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funcionamiento de los taponeseléctricos para todas nuestraslámparas, y mucho más.

Mis altas dotes de electricistame valieron la ovación de la noche.

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6

La araña homicida

El general Iturbe me ofreció, porconducto del coronel Eduardo Hay,un cargo militar en que concurrían,dentro de la organización de su

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brigada, no pocos atractivos. Seríayo —mandó decirme— tenientecoronel, subjefe del estado mayor, yno tendría otro superior jerárquicoinmediato que el coronel Haymismo. Con todo, yo no acepté laproposición, pese a la buenaamistad de Hay y a las grandessimpatías que Iturbe comenzaba ainspirarme. Para proceder así mismotivos eran sencillísimos: no meresolvía a trocar por la duradisciplina del soldado mi preciosaindependencia de palabra y acción;

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y no me resolvía a eso, entre otrascosas, porque no veía a mialrededor nada que justificarasemejante sacrificio. Respecto amis aspiraciones, no alentaba elmenor propósito político oguerrero; y en cuanto a lo demás,los principales dirigentes de laRevolución estaban muy lejos deser, a mis ojos, lo bastantedesinteresados e idealistas para quequisiera yo atarme a ellos,indirectamente, con cadenassiempre peligrosas y no siempre

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rompibles.—Creo, por otra parte —le

dije a Hay—, que la Revolucióntiene ya demasiados militares. ¿Porqué no atender los problemasciviles con igual ahínco?… Decualquier manera, entienda usted, yhágaselo ver al general Iturbe, queno es por tratarse de ustedes por loque declino la oferta, sino porrazones de otra índole. Por ustedes,al revés: lamento no aceptar.Después del brillantecomportamiento de Iturbe en la

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toma de Culiacán, me parecería ungran honor servir a sus órdenes.

El general Iturbe asintió debuen grado a mis razonamientos yno insistió en hacerme soldado.Pero como, al parecer, tampocorenunciaba en definitiva a atraermede alguna manera, me propusoentonces que, sin perjuicio de micarácter civil, lo ayudara en laenorme tarea a que había de darcima. Esta nueva proposición mellenó de regocijo: la acepté sintitubear. En el fondo, aun la acepté

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con entusiasmo.Hay y yo nos entendimos en

pocas palabras y resolvimos ponerjuntos manos a la obra, así fueraésta grande en exceso. ¿Por dóndedarle principio? ¿Por laProveeduría? ¿Por el HospitalMilitar? ¿Por la Caja de Haberes?Como lo más urgente era lareorganización del hospital,resolvimos empezar por allí, si bienen los primeros días ocurrió unacontecimiento extraordinario quenos distrajo un poco de nuestras

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labores. Los detalles históricos deaquel extraño suceso se me hanborrado un poco de la memoria;pero, eso no obstante, todavíapuedo hacer de él, aprovechando laleyenda a que dio origen al otro díade ocurrido, una evocación dondese conservan íntegros los trazosprincipales.

Una mañana trajeron alHospital Militar de Culiacán unhombre moribundo, con tres balazosen el cuerpo. Lo habían hallado enla calle, al amanecer, tendido boca

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abajo sobre la acera, cerca de unaesquina, y sin conocimiento.Cuando lo levantaron de allí teníala cara y las manos cogidas al suelopor el coágulo de su sangre. Lasprimeras investigaciones nadaaclararon sobre el suceso, oaclararon tan poco que éste quedóprácticamente en las tinieblas. Losmoradores de las casas cercanas alsitio donde se encontró al heridodijeron haber escuchado, a eso dela medianoche, tiros de revólvermás cercanos que otras veces, y

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haberse enterado después, ya dedía, del hallazgo, en la calle, de unhombre medio muerto a tiros. Nadamás.

El coronel Hay y yo nosvolvimos todo conjeturas. Y él, quese había propuesto, como jefe delestado mayor de Iturbe, nodescansar hasta que el orden másabsoluto imperase en Culiacán,tomó las más nimias providenciaspara descubrir el misterio. Pero elmisterio, en lugar de esclarecerse,se enturbió más. Porque a la

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mañana siguiente, por otro rumbode la ciudad, y cerca también deuna esquina, hubo un hallazgosemejante al de la víspera. Sólo queahora no se encontró un moribundo,sino un muerto. Resultado denuevas pesquisas: tiros en las altashoras de la noche, luego silencio y,al amanecer, el cuerpo yacente en elcharco de sangre.

El moribundo del primer día—que falleció, sin recobrar elsentido, pocas horas después de suingreso en el hospital— y el muerto

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del día siguiente descartaban, porsu condición misma, las hipótesisde la riña o del robo a manoarmada. Eran gente de aspectohumildísimo a quien nada hubierapodido robarse, salvo la pobre ropaque llevaban puesta; gente sin trazasde haber portado armas nunca y sinprobable historia de aventuras oencuentros rijosos. Todo lo cual,por otro lado, confirmaron losparientes de las víctimas, y aun sufama.

Lo extraordinario, grande

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como ya era, no paró allí; todavíaiba a acontecer algo que afirmabael acento del misterio. En lamañana del tercer día amaneciótambién, en diferente rumbo de laciudad y cerca asimismo de unaesquina, otro hombre muerto a tirosen circunstancias tan anormalescomo las de los dos casosanteriores.

Frente a este nuevo crimennuestra sorpresa se convirtió enestupor. Iturbe, de suyo tanreposado y frío, se puso furioso;

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Hay se enardeció más en susindagaciones policiacas, y Culiacángustó la acre emoción de sabersebajo el imperio de un demoniooculto que se manifestaba sólo enlas sombras, matando a suselegidos, y que escogía un hombrecada noche.

El tercer crimen vino a añadirun pequeñísimo dato a lo muy pocoque conocíamos por los dosprimeros. Uno de los interrogadosaseguró que le parecía haber oído,segundos antes de los disparos, el

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ruido de un coche que pasaba a granvelocidad, aunque no lo oyó, decía,con precisión bastante —pues sucalle carecía de empedrado— parainferir del ruido la clase delcarruaje o algún otro pormenor.

—Esto parece obra del diablo—observaba Hay—; va a ser cosade que mueran del mismo modoquince o veinte gentes para quereconstruyamos, elemento traselemento, la trama infernal en quese complacen quién sabe quédesalmados.

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Por fortuna no fue así. Niveinte ni quince víctimas más: tansólo otras dos bastaron. Porque a lanoche siguiente, ya sobre aviso delo que podía ocurrir, Hay dictómedidas que por fuerza daríanalgún fruto. Se apostaron patrullasen los diversos barrios de la ciudady a todas se les recomendó,particularmente, que acudieran sintardanza a los puntos donde seescucharan disparos.

Las patrullas trabajaron buenrato sin resultado alguno. Las

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detonaciones que de cuando encuando se oían eran, como lageneralidad de las que de continuoturbaban el silencio de la noche enlas ciudades revolucionarias,detonaciones aparentementeinexplicables y distantes:detonaciones perdidas, irreales,fantásticas como el lejano ladrar delos perros; detonaciones opacas,seguidas de remotísimosestremecimientos secos y efímeros,como si las balas atravesaranpuertas o taladrasen techos. Pero al

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cabo de muchas carreras inútiles, lamás diligente de las patrullasdescubrió, cerca de una esquina, unhombre agonizante que acababa derecibir un balazo en el pecho y otroen el vientre. En los estertores de suagonía; aquel hombre pronuncióalgunas frases inteligibles acerca delas terribles heridas que tenía en elcuerpo. Parecía ser —informó aljefe de la patrulla— que de prontole habían hecho fuego, sinexplicarse él por qué, dos hombres—o acaso uno solo— que iban en

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una araña que pasó a granvelocidad.

Lo de la araña, unido a lo quese sabía del crimen de la nocheanterior, arrojaba ya un indiciocierto. La noche pasada se habíaoído el rodar de un carruaje; hoy sehablaba de una araña: luego, eraevidente que el autor o los autoresde los cuatro homicidiosconsecutivos cometían sus crímenesdesde uno de esos cochecitos bajos,de dos ruedas, típicamentesinaloenses, a los cuales se designa

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con el mote, muy descriptivo ypopular, de arañas.

Por de pronto, aquella nocheno se pudo descubrir ningunacircunstancia más. Al día siguiente,la actividad investigadora de Haytampoco puso en claro nada nuevo,no obstante el interrogatorio a quese sometió a todos los propietariosde tartanas de alquiler y a no pocosdueños de tartanas particulares. Elfracaso de tales esfuerzos no nosdesalentó. Intrigados ahora más quenunca, y seguros de que el crimen

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nocturno seguiría inflexible,cronométrico como un fenómenoestelar, el general Iturbe se pusomás enérgico que hasta allí y elcoronel Hay preparó con todosigilo el plan que cogiese alculpable, o a los culpables.

* * *

El defecto que vieron siempre enHay hasta sus amigos mejores fue eldel detallismo: detallista se leconsideraba, detallista al grado de

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no abarcar los acontecimientos enla totalidad de su contorno. Pero enesta ocasión, el detallismo tuvo lasuerte de probar la eficacia de suvirtud, por lo menos para ciertascosas. De detalle en detalle, Hayhabía llegado a establecer acercade las actividades de la arañahomicida una serie de conclusionestan evidentes, que le permitiópredecir, con un grado deaproximación increíble casi, elsector de la ciudad donde seintentaría el próximo asesinato.

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Ahora, que no bastaba este meroconocimiento, pues el problemaconsistía no sólo en cómo evitarcrímenes iguales a los yaperpetrados, sino en cómoaprehender al criminal o a loscriminales, y para esto se requería,antes que nada, no ahuyentar a lapresa. Dicho de otro modo: habíaque disponer la trampa sin alarde,de ser posible con alarde falso, conalarde que ocultara los preparativosverdaderos.

Hay lo hizo así.

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Ostensiblemente dio órdenes ydistribuyó soldados en dos o tresparajes lejanos del sitio escogidopor él en secreto. Y en este último,cobijado por las sombras y sin quenadie se percatara, agazapó lomejor de su gente en lugarespróximos a determinadas esquinas.Para mayor tino en lo que se iba ahacer, Hay tomó a su cargo, enpersona, la dirección de lasoperaciones. Tamaño celo no estabaexento de peligros, o acaso más: losatraía todos. Porque en su papel de

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director de aquellas maniobrasnocturnas, Hay debía pasarrepetidamente por los propioslugares señalados por él comoteatro del probable nuevo crimen, yeso lo convertiría, otras tantasveces, en blanco del asesinoincógnito.

* * *

Todo se hizo según se previó y seordenó. Hasta poco después de lasdiez no fue raro que pasara una que

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otra araña por las calles donde semantenían ocultos Hay y sushombres. Éstas eran arañaspacíficas y virtuosas, ocupadas entransportar a casa pasajerosrezagados o a los cocheros mismosque iban ya de rendida. Pero de allíen adelante, ninguna araña sevolvió a ver, o, más exactamente, aentrever, a sentir en la oscuridad dela noche. El silencio callejero seinterrumpió apenas dos o tres vecescon el pisar sordo de peatones quese escurrían aprisa, pegados a las

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fachadas de las casas, y que casicorrían, o corrían francamente, alvolver las esquinas.

Así las cosas, dieron las once,las doce, y todo duró del mismomodo hasta que, bien corrida estaúltima hora, el quieto vacíonocturno, subrayado por losdisparos remotos, siemprepresentes, se quebró de súbito conla aparición fugaz de una arañatirada por un caballo al galope.Diez minutos después ocurrió unaaparición análoga dos o tres calles

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más lejos, y de allí a poco serepitió el hecho en una calletransversal no distante. La bestiauncida a la araña no llevabacascabeles ni ninguna otra cosa queprodujera sonido especial; pero porel galope del caballo, galopedefectuoso, se concluyó pronto queera una misma araña la querondaba por aquel rumbo.

Tras otra nueva carrera, elruido del coche cesórepentinamente. La araña parecíahaberse detenido de pronto, aunque

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no era fácil precisar con exactituddónde, pues las únicas doslámparas encendidas en todo elparaje circundante alumbrabanescasamente los salientes de lascasas en dos encrucijadas lejanasuna de otra. Fuera de esos dospuntos, la sombra era tupida,impenetrable.

Pasaron de aquel modo variosminutos. Pero en cierto momento enque una figura humana se vio a lolejos, atravesando aprisa uno de losespacios iluminados, se oyó otra

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vez el ruido de la araña, como siésta hubiese arrancado de golpe, y,breves segundos después, se ladistinguió cruzando veloz,amarillenta, chaparra, bajo lapropia lámpara que acababa dedenunciar el paso del peatón. Actoseguido sonaron tres disparos; ungrito hirió la noche, y la araña, quehabía acortado el paso, reasumió lacarrera, como poseída de locura.

Muy poco trecho, sin embargo,pudo correr en la dirección quellevaba, pues la bocacalle por

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donde iba a pasar apareció depronto —al resplandor de cuatrofogonazos de carabina— cerradapor un grupo de soldados. La arañavolvió entonces bruscamente haciaatrás, para esquivar a los soldadossalidos a su encuentro; tornó haciael crucero alumbrado por el farol yquiso escapar por la calle que deallí partía perpendicularmente. Perotambién por esta otra calle notardaron en brillar los fogonazos delas carabinas ni en dibujarse lasformas de los soldados. De nuevo

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giró la araña en redondo y partió aescape en sentido contrario. Ahorallegó a la encrucijada de la lámparaal mismo tiempo que el piquete desoldados que primero le habíasalido al paso. Hubo, bajo la luz, unefímero zafarrancho, casi aquemarropa. Partieron de la arañados disparos. Un soldado cayóherido; otro rodó al suelo,atropellado por el caballo, y,aunque con menos bríos ya, laaraña logró aún escapar. Pero estavez también surgió de las tinieblas

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un piquete de soldados que venía alencuentro del coche disparandodesde el extremo de la otra calle.Entonces, dominando el estrépito, ycomo expresión de la voluntad quelo coordinaba todo, vibró una voz:

—¡Tírenle al caballo!Era la voz de Hay.Sonaron otros disparos. El

coche se detuvo al fin y de todaspartes se abalanzaron a él lossoldados que lo cercaban.

—¡Me rindo! —dijo desde elinterior de la araña una voz entre

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afeminada y perentoria.Y cuando los soldados

estuvieron cerca, vieron sentado enla banqueta del coche, todavía conla pistola en una mano y las riendasen la otra, a un hombre que, enefecto, no hizo intención de resistir.

Inmediatamente se trajo alprisionero hasta la región iluminada—donde yacía aún, tendido en elsuelo, el cuerpo de su últimavíctima—, y no faltó allí quiendesde luego lo identificara. Era unoficial muy conocido por su mala

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conducta y sus extravíos, aunquenadie hubiera sospechado que entreéstos se contara el de dedicarse acazar por las noches —no se sabíapor qué impulsos— gente indefensay pacífica.

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7

En el Hospital Militar

Por aquellos días, el HospitalMilitar de Culiacán se hallaba encondiciones pésimas. Cualquierconocedor a quien se hubiera

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propuesto transformarlo en unainstitución aceptable habríadesahuciado el intento, o bien, paraacometerlo, habría exigido recursosmateriales en cantidad desconocidadentro de la órbita revolucionariadel constitucionalismo.

Eduardo Hay y yo —estabavisto que no éramos conocedores—no retrocedimos ante semejantetarea. La emprendimos desde luegocon el aplomo característico dequienes ignoran a fondo lasdificultades de sus empeños.

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Provistos de una voluntad enorme—o que tal se nos antojaba—, ni unsegundo dudamos del éxito: nosmovía la fe en las inagotablesposibilidades del espíritu, dábamosrienda Ubre al entusiasmo.

La nuestra, por lo demás, erauna actitud genuinamente mexicana—en lo bueno y en lo malo—.Porque el hijo de México (como elde toda nación que se sabefísicamente débil ante la naturalezao ante el poder de otras naciones)compensa su debilidad

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refugiándose en una excesiva fe enla potencia del espíritu frente afrente de la fuerza bruta. Lo cual, simalo de una manera, es bueno deotra: malo, puesto que conduce alos fracasos y mata en la cuna todoimpulso a construir sobre cimientostangibles, seguros —¿hay algo másnuestro que la convicción de quetodas las cosas pueden, en unmomento preciso, surgir del senomismo de la nada?—; y bueno,puesto que prepara las almas paralas raras ocasiones —raras y

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decisivas— en que el desequilibriodel poder físico sí puederemediarse en virtud de un mayoraporte espiritual del ladomaterialmente más débil. Losmexicanos creemos, por ejemplo,que una fila de pechos heroicos esbastante para cerrar el paso a unabatería de cañones de 42. ¿Quiénnegará que nos equivocamos? Pero,esto no obstante, es un hecho quenuestra creencia, al fin y a la postre,es lo único que nos salva.

Prendidos, pues, al lado mejor

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de esta fe, Hay y yo nos dispusimosa hacer prodigios y nos lanzamos ala obra: él con cierta frialdad, pesea su temperamento extremoso —confrialdad de herido de otras guerras,de hombre inclinado a mostrarse asus anchas en el ambiente de loshospitales de campaña, de veteranoresuelto a parecerlo—, y yo coninusitado ardor, con el ardornervioso que se alimenta delestímulo de lo nuevo.

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* * *

Porque fue en el Hospital Militar deCuliacán donde tuve mi primercontacto con la imaginación de lasbalas. Yo había creído hastaentonces —acaso por el arrastre demis ya lejanas nociones infantiles ypor alguna experiencia personaldolorosísima— que los proyectilesde las armas de fuego se mostrabandotados de cierta sensibilidad, decierta conciencia que los mantenía,gracias a no sé qué poder

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misterioso, atentos siempre a sumisión exclusivamente mortífera. Elhombre disparaba el rifle, lapistola, la ametralladora y la bala,dócil al humano furor de matar,partía hacia el blanco, que a vecesacertaba, a veces erraba, pero encuya busca iba siempre condisposición siniestra y grave. En elHospital Militar de Culiacándescubrí que no era así. Existían,sin duda, las balas serías, las balasconcienzudas —las que matan congolpe certero o hieren con crueldad

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simple—; pero al lado de éstasexistían también las balasimaginativas y fantaseadoras —lasque apenas sueltas en el curso de sutrayectoria ceden al ansia universalde jugar, y jugando jugandocumplen su cometido.

Miraba yo la doble fila decamas, los catres diseminados enlas salas rebosantes de heridos, yera raro que en cada lecho (o encada jergón, en cada silla) nodescubriese la obra maestra de unentretenimiento diabólico. Las

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llagas más tremendas, las peoresdesgarraduras de la carne opulverizaciones de los huesos meimpresionaban menos por su horrorque por la sugerencia del recreodestructivo que las causara. Yocurría otro tanto con muchasheridas en apariencia simples. Porsobre aquellos cuerpos, puestosahora a vivir en torno al soloestremecimiento de sus dolores, nohabía pasado una ráfaga mortal —aunque las heridas produjerandespués la muerte—; había soplado

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un mero hálito juguetón ydeportista: el deporte de afligircarne y derramar sangre, caro a laraza de las balas, como a la de loshombres.

Separadamente, cada heridoera revelador de la existencia deuna categoría particular de balas,de una personalidad actuante encada proyectil en el momentomismo de causar la herida. Juntostodos los heridos, su agrupamientoabarcaba, como en museo, como enpanorama, la gama matizada de esas

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categorías, de esas personalidades.Las balas que vaciaban un ojo —como la que hirió al mayor EstebanB. Calderón— y luego seguían sucurso sin tocar ninguna otra partedel cuerpo así herido, eranevidentemente proyectiles risueños,proyectiles que gozaban ejercitandosu tremenda capacidad de mal, peroque no la agotaban, a fin de dejarviva a la víctima y obligarla a oírdurante años el silbido de sucarcajada. Las balas que primeroarrancaban de sobre el cráneo

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mechones de cabello, y luego, parasembrar los pelos otra vez, abríanun surco a lo largo de la espalda,eran balas propensas a recrearse enun virtuosismo excesivo. Las balasque de una parte rozaban la yema deun dedo o afilaban el corte de unauña, y de la otra destrozaban unaclavícula o pulverizaban un codo,eran balas que se complacían enafinar hasta la sutileza su capacidadactiva y en robustecerla hasta elestrépito. Las balas que mutilabanuna oreja rebanándole

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cuidadosamente el lóbulo; queluego alojaban el lóbulo bajo lacarne de la nuca, y que por últimoiban a incrustar la piel de la nuca enel talón, eran balas traviesas, balasque se entretenían en cambiar desitio cuanto hallaban al paso y quedescribían, para lograr mejor suobjeto, trayectorias inverosímilesentre los puntos más irrelacionados.Las balas que penetraban por lafrente, pero que en vez de perforarel cráneo se deslizaban entre elhueso y la piel y al fin huían por la

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coronilla, eran balas de dinamismoalegre, inclinadas a poner a pruebasus más rápidos esguinces.

Con estas balas, de arte aveces rondeño, a veces florido y decoloratura, se mezclaban, además,las que se servían de su virtudimaginativa con ánimo de deformaro hacer sufrir. Éstas se gozabanmenos en el carácter seguro oelegante de su manera, que en elalcance de su acometida. Eran lasbalas que desnarigaban odesquijeraban; las que multiplican

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ociosamente los escapespurificadores del organismo; lasque perforaban el vientre paraproducir peritonitis; las quedejaban en el cerebro un eternoestrépito de cataratas o unresplandor irresistible, más intensoque si el sol estuviera dentro de losojos; las que creaban, en fin, paratoda la vida, focos de frío, dequebrantamiento, de dolor, oinercias penosas en los órganos defunción más necesaria, másconstante. ¡Aquel soldado que

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nunca se podría sentar! ¡Aquel otro,que para comer habría decompletarse la cavidad de la bocacon la palma de una mano! ¡Aquelque no podía doblar la rodillaizquierda ni poner recta la derecha!¡Aquel a quien las más levesvariaciones de temperatura se leacumulaban, con sensación de brasao de témpano de hielo, a lo largo dela espina!

Y no faltaban tampoco lasbalas que herían con el ridículo, lasque chasqueaban al héroe. Algunas,

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que se hubiese dicho apuntadas alcorazón, se contentaban conllevarse el botoncito de la tetillaizquierda y con pasar después,dejándola desprendida, perointacta, por debajo de la tetilladerecha. A este género de balaspertenecía la que dio en el muslodel general Obregón: la bala lobuscó y lo alcanzó; mas, en lugar dehacer la herida opulenta que elgeneral revolucionario anhelabacomo timbre indeleble de suheroísmo, le produjo, apenas, en el

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tejido de la piel un moretóndespectivo. El desaire fue tan claroque Obregón mismo lo comprendió,por lo que se puso sin tardanza adesvirtuar la burla —incapaz decallar que una bala le había tocadoel cuerpo—, haciendo según sucostumbre: situándose muy porencima de los acontecimientos.Durante varios días no dejó dedecir a todas horas:

—¡Pero qué ridícula ha estadomi herida!

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* * *

El buen humor de las balas no eraobstáculo para que los heridos senos agravaran y se nos muriesen. Ala inversa. Porque ellas, aunposeídas de la más festivaimaginación, realizaban su obra conuna eficacia de que nosotroscarecíamos en la nuestra. ElHospital Militar de Culiacán erahospital porque reventaba deheridos. Omitida esta circunstancia,iguales títulos había para llamarlo

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hospital que para llamarlo decualquier otro modo. ¿De quéservían allí la ciencia de losmédicos ni el desvelo de losenfermeros? Todo se hacía añicoscontra la impreparación y lamiseria. Eran insuficientes lascamas; no bastaba la ropa; faltabanmedicinas; se economizaba elalgodón; la asepsia no se practicabaporque no había lo necesario; losinstrumentos quirúrgicos, limitados,incompletos, inservibles,retardaban las operaciones o las

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malograban.Aquella situación era tan

bochornosa para el EjércitoConstitucionalista, que Iturbe, pesea la flema con que sabía afrontarlos peores, ratos, casi no la sufría.Mañana a mañana, la visita alhospital lo sacaba de quicio. Encada palabra afectuosa que dirigía alos soldados dolientes setransparentaba esta pregunta:«¿Cómo puede ser éste eltratamiento que se merecen lossoldados de un ejército vencedor?».

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Y hecha cien veces la pregunta enesa forma, la respondía horasdespués, entrando, a su manera, enconsideraciones que podíanresumirse —aunque él no lasformulara en tales términos— en unpensamiento por este estilo: «Entrelas nociones militares típicamentemexicanas descuella la que reducetodo ejército a un grupo de hombresdesnudos a quienes se arma, si sepuede, con fusiles, y si no se puede,con lo que se tenga a la mano.¿Equipo? ¿Para qué equipo? Sin

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capote, sin zapatos, el soldadomexicano atravesará sierras ysoportará inviernos para ir en buscadel enemigo. ¿Avituallamiento?¿Para qué avituallamiento? Sin panni agua las tropas mexicanascruzarán desiertos interminables(así las de Santa Anna) y libraránen seguida, vacío el vientre, seca lalengua, batallas de La Angostura.¿Estado Mayor? ¿Para qué EstadoMayor? Cualquier genio inculto seimprovisará en director deoperaciones y hablará de ir hasta

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Washington con cincuenta milhombres. ¿Ambulancia? ¿Para quéambulancia? Resignados, sufridos,heroicos, los soldados nuestros sedesangrarán, se infectarán, semorirán en el campo faltos deauxilio, como se desangró elpudonoroso coronel que cumpliócon su deber en Malpaso, o comomurió Gustavo Garmendia cerca delcerro de la Capilla».

* * *

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No fue mucho, en verdad, lo queHay y yo conseguimos hacer enfavor del Hospital Militarculiacanense. Cogimos, de dondelos hubo, colchones y almohadas.Asaltamos dos o tres casasparticulares para aumentar laprovisión de sábanas, fundas ydemás ropa. Llevamos a cabo, entrelos restos de tiendas que aúnsobrevivían —por el barrio delmercado— al desastre de la guerracivil, una batida en forma, la cualse tradujo, tras de enormes

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esfuerzos, en no muchos cobertoresy unas cuantas colchonetas. Perodespués de todo esto, el renglónmás grave quedaba en pie: el de losbisturís, el de las tijeras, el de lasestufas de esterilización y las cajasde instrumentos. Y nada de estohabla en Sinaloa ni en Sonora. Lohabía —como los rifles y loscartuchos con que nos matábamos—en los Estados Unidos, sólo queallá no dejaban tomarlogratuitamente, sino que lo vendían,y lo vendían a cambio de oro. Ese

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oro, ¿podíamos tenerlo? Iturbeentró con nosotros en una largaplática y resolvió que sí: lotendríamos, por lo menos en parte,a pesar de que las tropas no estabanal corriente en sus haberes, y apesar de que nuestros bilimbiquesvalían todavía menos que los deCarranza.

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Libro sexto

Viajes revolucionarios

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1

En el tren

Mis amigos vinieron a buscarmepoco antes del mediodía y en grupome acompañaron a la estación.

Cuando llegamos, ya el tren

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estaba allí: polvoriento,estrafalario, muy de revoluciónmexicana —con furgones y cochesde los más diversos tipos y conmarcadísima traza, por esopintoresca, de cosa que se vieneabajo—. Tenía aquel tren, además,como si íntegro le pesara encima —bastaba una mirada para advertirlo— todo el cansancio de su largacarrera desde los alrededores deGuaymas, de donde acababa dellegar, y revelaba a leguas laresignación dolorosa con que se

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disponía a echarse otra vez alcamino, sólo que ahora en viaje deregreso.

Porque era costumbreentonces, en el servicio ferroviarioentre Sinaloa y Sonora, que el trenque llegaba a Culiacán procedentede Cruz de Piedra (de Culiacán aMazatlán el tráfico se hallabasuspendido) fuera el mismo quesalía, inmediatamente, en sentidocontrario. Así, por un simplecambio de colocación de lalocomotora, el tren del norte se

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convertía en el acto en tren del sur,y de ese modo se evitaban algunasde las muchas deficiencias debidasa lo escaso del material rodante.

Este sistema tenía paraCuliacán la virtud de empalmar enuno solo sus dos únicosacontecimientos ferrocarrileroshabituales, lo cual provocaba en laciudad periódicas conmociones deperfecto matiz pueblerino. Cadados, cada tres, cada cuatro días(pues los trenes andaban entoncescon irregularidad mayor que si se

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movieran a vela o se atuviesen alestado del tiempo) se alzaba desúbito en las calles cierto rumor:resonaban las aceras con taconeosmás vivos; iban y venían sobre elbarro más carruajes, más arañas;se abrían más puertas y balcones; seoían más voces —adioses máslargos, salutaciones más efusivas—, y se animaba así, como si leelevaran la temperatura, toda laatmósfera. Era el tren —el tren quellegaba y que volvía a salir.

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* * *

En la estación mi despedida fuelarga, porque esta vez, comosiempre, el tren se mantuvo fiel asus peculiaridades y tardó más deuna hora en ponerse en movimiento.El general Iturbe me repitió cienveces su apacible sonrisa,subrayándola de tarde en tarde conalguna frase de afecto o de buenosdeseos para mi viaje. AlessioRobles me dedicó sin descansofrases y abrazos a cuál más ruidoso

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y que encajaban a maravilla en elritmo anárquico que nos rodeabahecho de gritos, de desorden, deexcitación, de tumulto. Aarón Sáenzy los otros capitanes del ensueñose alternaron para darme, todavíaen esa postrer hora, pruebas de suexquisita amabilidad de huéspedesexcelentes. Y el coronel Hay,llevándome un poco aparte yesforzándose por dominar lospregones de los vendedores deleche y de tamales, me recitó coninsistencia, aunque siempre «por

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vez última», la lista de sus encargosoficiales y privados: desde laconversación con el Primer Jefe enHermosillo y las pistolas escuadra,calibre 38, para los oficiales delestado mayor, hasta el paquetitomisterioso que recibiría de mismanos, en El Paso, Texas, ciertapersona, para mí desconocida, quese acercaría al pullman haciéndomecon el pañuelo determinada señal.

Al fin tocó la esquila de lamáquina y yo salté al estribo de unode los coches. El rodar del tren era

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tan lento, que mis amigos, durantevarios minutos, siguieronhablándome mientras caminaban alpaso: el grupo de los uniformes,coronado de sombreros claros, sedesplazaba tranquilo y compacto,entre la masa pululante, al hilo de lavía. Luego el andar del tren seaceleró: las altas figuras de Alessioy Róbinson, con cuanto las rodeaba,fueron rezagándose; las formas dela estación se achaparraron; elpanorama de Culiacán empezó agirar en torno a su centro, se

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escorzó, se encogió como si desdeel fondo del horizonte tiraran de élcordones implacables. En seguidase interpuso una altura. Después unacurva inclinó y desvió el vagón ehizo que el paisaje se levantarahacia el cielo, como la superficiedel mar cuando se balancea elbarco; y, por último, el paisaje sefundió en otro, fue otro.

* * *

Era tal la acumulación de pasajeros

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que, ya en el interior del coche, mecostó algún trabajo dar con el mozoque viajaba conmigo a guisa deasistente. Lo encontré atrincheradodetrás de su lío de ropa y mismaletas y puesto a defender, condenuedo militar, los dos asientosque había tomado por asalto.Cuando me acerqué a él rechazaba,con éxito digno de encomio, elataque de dos oficiales empeñados,a toda costa, en apoderarse deaquellos valiosos sitios —valiososporque igual podía durar el viaje

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dos días que veinte—. Eran uncapitán y un mayor de no pocasarmas; pero mi asistente, ladino yvaleroso, lejos de desconocer lasinsignias de sus atacantes, sacabade allí la razón para no moverse:ellos lo abrumaban con empuje detres barras y una estrella, y élcontestaba a este fuego con otro,aunque falso, irresistible: con fuegode tres estrellas y un águila. Porque,para el simple efecto de ocuparbuen sitio en el tren, me habíaconferido una categoría de su gusto:

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sólo hablaba de las prerrogativasde «su coronel» y, a mayorabundamiento, de las de su generalIturbe. Mi presencia aplacó laacometividad de los oficiales —gracias sin duda a que aceptaron enmi un superior jerárquico—, y ellosy yo empezamos a hacer buenasmigas: ellos, tratándome desdeluego de «mi» coronel; yo,invitándoles de buena gana aacomodarse como mejor pudieranen el espacio que, por obra de lasvirtudes guerreras de mi asistente,

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se consideraba mío.El tal espacio, pese a la lucha

de que fuera origen, estaba bienlejos de la última palabra en puntoa comodidades. A la ventanilla lefaltaba el vidrio; la cortina, rota porel centro, colgaba de una varilla, yasin resortes, por uno solo de susángulos; y el asiento mismo, con latela del respaldo rasgada a todo loancho y el cojín deshecho en todolo hondo, persuadía más a adoptarla postura a pie firme que lasedente. La promesa, empero, de un

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buen pasar resultaba irresistible ennuestro sitio tan pronto como lamirada recorría el resto del vagón,pues si era cierto que aún quedabanintactos aquí y allá dos o trescristales, algunas cortinas y, acaso—a juzgar por la actitud satisfechade quienes los ocupaban—, variosasientos, lo demás infundía pavor.En la mayoría de los sitios nofaltaba el vidrio, sino la ventana; enmuchos, las desgarraduras de lascortinas eran prolongación de lasgrietas del techo, y en otros, en fin,

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de los asientos no sobrevivía ni elrastro.

No menos de diez veces sedetuvo el tren, sin razón ostensible,durante las dos horas que siguierona nuestra partida de Culiacán. Yoaproveché las paradas paraasomarme a los demás vagones, yde mis correrías saqué en limpioque todos los de pasajeros, a cuálpeor, se hallaban en tan malascondiciones como el mío.

Ese estado de cosas sereflejaba con enérgica elocuencia

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en los viajeros mismos, como siéstos fuesen imágenes donde,transmutados los valores en cuantoa la apariencia, las esencias seexpresaran. A la destrucción —o, almenos, al deterioro profundo— delmecanismo material, del cuerpo delútil, correspondía un abajamiento,un deterioro de la espiritualidad dequienes todavía usaban el útilvenido a menos. El tono de la vidaa bordo del tren significaba pordondequiera un retorno a loprimitivo. La complejidad

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clasificadora que es la civilización—clasificar para escoger; escogerpor una necesidad, siempre enaumento, de rechazar— no actuabaya sino a medias. Habíadesaparecido la distinción entrevagones de pasajeros y vagones decarga: para lo uno y lo otro servíanindistintamente furgones y coches.Había desaparecido, comoconsecuencia de lo anterior, ladistinción entre personas y fardos:en algunos lugares iban hacinados,casi como bultos, los hombres, las

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mujeres, los niños; por dondequieramaletas y baúles ocupaban, comopersonas, los asientos. Pero másquizá que esto, había desaparecidoel cúmulo de distinciones que atanel sentimiento del decoro delcuerpo a las naciones de silla, demesa, de cama. En ninguna parteparecían sentirse más a sus anchaslos viajeros que en los furgones demercancías usados como coches:allí se echaban por el suelo a sugusto —se sentaban, se recostaban,se tendían—. Y allí también, y en

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los pasillos y plataformas de losvagones, se descubría un nuevoplacer, se recordaba —atavismoinerte tras los milenioscivilizadores— una acre fruiciónolvidada: la de comer a ras delpiso, entre la basura, confundidospies y manos en un mismo contactocon la mugre del suelo y susescupitajos.

En mi coche, muchospasajeros habían acampado a lolargo del pasillo con igual libertadque si anduvieran por el monte. Los

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racimos de cuerpos humanos —cuerpos tumbados boca arriba, bocaabajo; cuerpos acurrucados detravés; cuerpos en cuclillas;cuerpos puestos unos contra otros, otrabados entre sí— cerraban elpaso tan concienzudamente, quepara ir de un extremo del coche alotro era preciso resolverse a saltarpor sobre espaldas y cabezas, obien escalar cerros de cajas, decanastos, de frazadas, todo coninverosímiles equilibrios sobre losrespaldos o de brazo en brazo de

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los asientos. Y esto de acampar enpleno tren, con descuido de lasconsideraciones individualesreciprocas, no parecía conocer máslímite que el de las necesidadesinmediatas de cada uno. Habíahasta quienes encendían lumbre,improvisando braseros con pedazosde hojalata, sobre los restos delterciopelo de los cojines. Yasimismo había los que no querríanesperar si encontraban cerradas laspuertas de los excusados. Esoscogían para su uso el sitio más

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próximo.Al principio unos cuantos

viajeros, libres todavía de la oladescivilizadora, intentaron oponeral desorden algún dique; pero,viendo que sus esfuerzos resultabanimpotentes, desistieron. Latendencia hacia lo bajo traía lafuerza del alud, era irresistible:sólo la violencia hubiera logradocontenerla.

* * *

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A media tarde, las paradas sinmotivo se volvieron más y másfrecuentes y la marcha del tren —cuando de tiempo en tiempo andaba— pasó de lenta a lentísima. Estosaltos eran desesperantes. Duranteellos los pasajeros nos apeábamosde los coches y nos esparcíamospor el campo, a ambos lados de lavía. Algunos —los más curiosos omás impacientes— se acercaban ala locomotora, la estudiaban,hablaban con el maquinista y elfogonero y regresaban luego con el

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relato de sus indagaciones. El trenno andaba porque la máquina noalzaba vapor, y no alzaba vapor lamáquina porque el agua escurría alfogón desde la propia caldera. Lalucha, pues, entre el vapor y ladistancia se había convertido enlucha entre el agua y el fuego. Ymientras tanto, estábamos parados.

Por momentos, el fuego ganabaterreno sobre el agua. Entoncessonaba la campana de la máquina yel tren se movía con arranque, tardoy laxo, de mecanismo desvencijado.

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El choque de los topes corría decarro en carro como un eco de valleen valle. Pero la marcha erasiempre débil, tan débil que muchosde los pasajeros que estaban fueradel tren no se daban ya la molestiade subir a los vagones. Los seguíanal paso, o se quedaban sentados alborde del terraplén, seguros de queun poco más lejos el tren volvía adetenerse. Así ocurría, en efecto:cuando avanzábamos sininterrupción dos o tres kilómetros,se nos figuraba que habíamos

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corrido mucho.Era evidente que a tal

velocidad no llegaríamos a SanBlas —única estación donde podríamedio repararse la locomotora—sino al cabo de cuatro o cinco días.El plazo, para un recorrido que entiempos normales exigía pocashoras, pareció a todos excesivo,por lo que los tripulantes del tren ylos pasajeros decidimos celebrarconsejo. «Si además del cartón depiedra —decía el maquinista—trajéramos leña, la cosa iría mejor,

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porque, mezclados la leña y elcartón, el fuego se conserva vivo».A lo cual los pasajeros contestamosque si no había leña seimprovisaría, la improvisaríamosnosotros. Dicho y hecho: un ejércitodevastador se desparramó por losterrenos inmediatos y se entregó ala obra. Juntó ramas secas y astillasde durmientes, arrancó estacas delos vallados, quitó los puntales delos postes del telégrafo, y en menosde media hora apiló sobre el ténderde la máquina varias toneladas de

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combustible, con cuyo auxilio pudoactivarse el viaje.

La apañadura de leña larepetimos los pasajeros variasveces esa tarde y esa noche;hicimos otro tanto la mañana y latarde siguientes, y de ese modollegamos a San Blas al segundoanochecer, ansiosos de contemplarde cerca una casa redonda.

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2

Sombras y bacanora

Los habitantes de San Blas no sesorprendieron mucho al ver la trazaen que llegábamos. ¿Era porqueeste pueblo —como todos los de la

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costa del Pacífico— estaba hechoya a los trances revolucionariosmás insólitos? ¿Era porque, al fin yal cabo, no había nada de raro ni depatético en un tren que caminabavarios días a razón de cincokilómetros por hora y arribaba porúltimo a una estación de alivio,batido y deshecho como buque sinarboladura a puerto de refugio?

Como quiera que fuese, lospasajeros sufrimos una decepción.Nosotros creíamos haberinaugurado una nueva categoría de

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náufragos: los náufragos del tren;nos gloriábamos de un heroísmo detipo moderno: el de hacer andarlocomotoras contra las inmutablesleyes de la Naturaleza. Pero he aquíque en el paradero de San Blas —yesto confirmaba nuestras sospechasmás crueles— no veíamos quesalieran a recibirnos ningunospuestos de la Cruz Roja, ningunascamillas muelles y blancas, ningunacocina ambulante sonora con loshervores del café y alegre con elnutritivo chirriar de la manteca.

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Creció la decepción de casitodos cuando oímos lasinstrucciones que se nos daban.

—Un día por lo menos —pasaba diciendo entre los grupos elconductor— tardarán los talleres enseparar la máquina. Un día, sí,porque en la casa redonda de SanBlas ya no quedan ni martillos. Ycomo la estación no está preparadapara estos trastornos, los pasajerosque gusten pueden venir ainstalarse, mientras el viaje sereanuda, en el sitio que voy a

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indicar. ¡Todo el mundo listo paraseguirme!

Poco antes, al apearnos deltren, la noche había acabado dellevar sus sombras hasta lo más altodel cielo. Ahora las lucecitas de losfaroles punteaban la negraatmósfera de la estación. Los toquesluminosos se repetían, balbucientesy a ras de tierra, en un gran espaciodel ámbito oscuro; iban, en elfondo, a colgarse en la cortina detinieblas. Y su desmayo era tal, queobraban en los ojos encandilados

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una inversión de valores: laslucecitas cercanas palidecían, laslucecitas distantes brillaban.

* * *

Los pasajeros más audaces orebeldes se lanzaron hacia lascalles del pueblo en busca dealbergue cómodo. Se les vio correrentre las luces, encogidos de frío,doblados bajo el peso de susbultos. En su rápido tránsito, lostenues resplandores de las linternas

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achicaban sus figuras, lasagrandaban, las dislocaban, lassometían a fugaz contraste con losgrupos de hombres casi inmóvilesen torno de los puestos de pan yfritangas. Los pasajeros máshumildes o más juiciosos siguieronal conductor camino delalojamiento prometido. Éste noestaba lejos; pero como surgiese enel acto una encarnizadacompetencia por ver quién llegabaprimero a la conquista de losmejores sitios —los mejores que

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hubiera—, la caravana nocturna delos náufragos del tren galopóbreves minutos en la sombra, conagitación confusa de masas negras yvivo bailoteo de llamas de faroles.

Los primeros en llegar al lugarde refugio no conquistaron grancosa, ni los últimos tampoco. A laluz de las cerillas y de una que otramala linterna se descubrió prontoque el hotel deparado por lasautoridades ferrocarrileras no eramucho más hospitalario que lacalle. Lo formaban los pasillos, y

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corredores de un edificio que no sesabía si estaba medio derruido o amedio construir, y cuyas paredes,todavía sin jaharro o ya sin él,subían desde el suelo húmedo hastaperderse, arriba, en la oscuridad dela noche. En algunos rincones, unavaga presencia de tarimas sobre elpiso y de vigas en las regiones altasdaba a uno la sensación de estarresguardado. En otras partes, elviento frío de enero corría comodentro de una flauta, chocabaconsigo mismo en los salientes de

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los muros y las encrucijadas de lasgalerías, silbaba al escurrirse entrelos cuerpos doblados hacia elsuelo. Pero, igual en estos sitiosque en los demás, bastaba volver unmomento los ojos hacia arriba paraconvencerse de que el único yverdadero techo lo formaba uncielo surcado de nubestempestuosas, un cielo casiinvisible, en el que de súbitoasomaba, para volver a perderse,unas cuantas estrellas.

Hubo un rato breve en que la

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oscuridad se pobló de voces yllantos de niños. Luego —cosaprofundamente mexicana—sobrevino la resignación, laresignación fatal y fácil, laresignación en cuyo manto, como silo cobijara todo, la multitud fueacomodándose. Los centenares desombras movibles comenzaron acambiar de postura y a aquietarse.Habían sido de una verticalidadconfusa y ambulatoria: ahora, en lapenumbra hecha casi como de tinta,se fijaban, se fijaban

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horizontalmente, e iban formando,sobre el suelo oculto, una infinitaserie de trazos paralelos semejantea la de los tendidos de la tropa enuna cuadra informe, o mejor:evocadora de las traviesas de unavía férrea de pesadilla.

Al fin la calma fue casiabsoluta. El viento seguía silbandoy corriendo entre los cuerpos, ahorayacentes. Las tinieblas se apretabanmás. Sólo allá, en el fondo delcorredor, una sombra pequeñita semovía de trecho en trecho colgada

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del brillo de su linterna. Avanzabaun poco y se detenía; se encorvabasobre alguno de los cuerpostendidos; bajaba la linterna;inclinaba unos segundos la cabeza;se enderezaba otra vez; avanzabaotro poco. Y así iba, de bulto enbulto, con la linternaalternativamente en alto y al niveldel suelo. Era el viejecito francés:un septuagenario diabético y ya sinfuerza, aunque dotado de unaextraña energía nerviosa, que entodo el viaje no había cesado de

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hablar de la sacarina ni de prestar alos pasajeros más inválidos todasuerte de pequeños servicios. Suvocación humanitaria corría parejacon su capacidad orgánica paraproducir azúcar. Era dulce decuerpo y alma, dulce por unimpulso mayor que el peso de susaños, dulce hasta cuando el vientohelado y la fatiga quebrantaban alos hombres y los derribaban portierra. Allí iba, de cabecera encabecera, ofreciéndose a remediartodos los males y dando a izquierda

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y derecha, con la prodigalidad deuna mano diminuta y temblorosa,cuanto llevaba en su cesto o en losbolsillos.

* * *

Yo ya había aprendido mucho enmateria de noches al aire libre, yestaba, además, curado de lascamas de vaqueta cruda y aros debarril que solían alquilar en lasposadas samblaseñas. En vista deeso, mi asistente me extendió el

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catre al socaire de la primera casaque hubo a mano, pues a nadacondujo mi recomendación de quebuscara un soportal o cosaparecida.

Puesto el vestido me metídebajo de los sarapes, o másexactamente: me enrollé en ellos.Pero, así y todo, el frío calaba tantoque en balde batallé una hora pordormirme. Sonaba, salida quiénsabe de dónde, una música gangosa,plañidera e infatigable —infatigable de puro cansada—, que

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en el negro silencio del pueblosembraba mayor desconcierto queuna tempestad. Eran un violín, unclarinete, un bajo, cuyas notastristes concordaban unas veces,disonaban otras y de tarde en tardedesaparecían bajo la estridencia deun grito gutural y salvaje, de ungrito prolongado que se terminabaen una carcajada seguida de un ¡ay!frío, cortante y agudo como armablanca. Los tres instrumentosentonaban un aire popular, sobre elcual volvían infinitas veces, y

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luego, sin respiro, lo ligaban conotro que hacía nuevo ciclo derepeticiones. El viento seapoderaba del gangueo delclarinete, del rispear del violín, delbordonear del bajo, y jugaba conellos a los remolinos por entre lascallejas, para venir al fin ainundarme en un mar de remotasdesafinaciones.

Incapaz de dormir, salté delcatre y fui, envuelto en las mantas,en busca de la música. A los pocospasos di con ella, quiero decir, con

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los que la producían: tres músicossoñolientos y medio borrachos quetocaban, sentados en el suelo, alabrigo de una esquina. Los tresformaban semicírculo frente a otroindividuo, éste más borracho quelos de los instrumentos, pero que,no menos atento al ritmo, sebalanceaba en pie, apoyado con unamano en la pared y sujeto por laotra a la próxima esperanza de unabotella, al parecer bien provista. Laluz de un farol le daba en el rostro,joven y sucio, sacaba brillos

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cristalinos del líquido de la botellay venía a morir con débiles reflejosen los anillos del clarinete y en ellustre mugriento del bajo.

El borracho —esto lo aclaréen seguida en ociosa conversacióncon los tres músicos— era unferrocarrilero del pueblo deGuamúchil. Había llegado a SanBlas hacía más de una semana ydesde entonces se dedicaba afestejar su santo sin considerarsenunca satisfecho. Era, sin dejo deduda, un ortodoxo de la juerga de

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hebra continua, floreciente entoncesa orillas de los once ríos de lafecunda Sinaloa. Cuatro sumabanya, con la que en esos momentos leponía comentario melódico a suembriaguez, las orquestas que habíarendido, y, sin embargo, élmostraba aún alientos como pararendir otras cuatro. Las cadenciasde la Valentina, de la Juanita, de laJulia, ahondaban su ánimo eufóricoy taciturno, lo ponían en contactoíntimo con las fuerzas creadoras delUniverso y afloraban en su carne y

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su alma insospechados filones devitalidad. Olía a cuerda a diezmetros de distancia: rezumabaalcohol hasta por el cabello. Peroentre sorbo y música, música ysorbo, su cuerpo se conservabafirme sobre el suelo para noarrancar a su espíritu de lasregiones paradisíacas donde seencontraba. El bacanora y el mezcalno lograban ahogarlo: se lealquitaraban en el organismo,dejando allí tan sólo el principiodivino. Lo otro, lo que destruye y

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vence al arder la sangre en lalumbre del bacanora, se leescapaba a él milagrosamente.Tenía doce días y doce noches deandar por las calles borracho y solo—seguido a distancia por la murgaque le tocaba y se embriagaba conél a tanto la hora—; pero, inmune alestrago, aún se veía fresco y reciocomo si empezara a beber esamisma noche.

Cuando notó que un extrañohablaba con sus músicos mandó aéstos que lo siguieran y echó a

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andar. Él iba tambaleándose nopoco, pero bastante seguro de supaso; ellos arrastraban los pies,tropezaban, no encontraban el ritmoen sus instrumentos ni en el suelo.

* * *

A la tarde siguiente salimos de SanBlas, y dos días después, yaanochecido, llegamos a Cruz dePiedra. Allí se me acercó, pocodespués de nuestra llegada, unjoven militar.

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—Soy el general RafaelBuelna —me dijo, y me estrechó lamano con aire franco, aunquetímido.

Aquella presentación súbitame desconcertó: me desconcertó,sobre todo, porque con ella se vinoabajo cuanto mi imaginación habíaconstruido en torno del nombre deBuelna. Éste no era, como yo habíasupuesto, un guerrillero del tipo deJuan Carrasco, sino un adolescenteque daba la impresión de haberhurtado, por travesura, los arreos

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militares que ostentaba. Y misorpresa habría duradoindefinidamente a no ser porque,mirando a Buelna despacio,observé que entre su físico y suvida interior existía una grandiscrepancia. A medida quehablaba, crecía el contraste entre surostro, imberbe aún, y su manerareflexiva.

—Traigo para usted —continuó— un encargo del generalIturbe.

Y luego, vuelto hacia los dos

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oficiales que lo acompañaban,ordenó a uno de ellos, a la vez quele entregaba unas llaves:

—Mire, hijo: vaya a dondeestán los cofres y tráigame elbultito, envuelto en papel deperiódico, que me dio en Culiacánel general Iturbe.

El oficial se alejó y volvió conlo que se le pedia. Buelna tomó elpaquete y me lo puso en las manos.

—Algo importante —dijo—ha de venir aquí, pues el generalIturbe insistió con empeño en que

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hiciera la entrega lo antes posible.¿Quiere usted cerciorarse de lo queviene dentro y decirme si estáconforme?

Un impulso de simpatía mutuahizo que Buelna y yoprolongásemos nuestro encuentrocircunstancial. Yo le informé de queiba a Hermosillo. Él me propusoque juntos emprendiéramos desdeluego el camino de Maytorena. Y apartir de ese instante, sinpreliminares, como viejos amigos ycorreligionarios, nos comunicamos

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nuestros pensamientos.

* * *

Buelna no irradiaba el entusiasmode la Revolución, sino su tristeza.Parecía moverse como prendido auna gran responsabilidad: a unaresponsabilidad que, de una parte,le obligaba a ejecutar ciertos actos,y, por otra, le exigía estrecha cuentade ellos. Era de los poquísimosconstitucionalistas que sentían latragedia revolucionaria: la

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imposibilidad moral de no estar conla Revolución y la imposibilidadmaterial y psicológica de alcanzarcon ella los fines regeneradores quese pretendían. Y como miraba afondo el conflicto y no podíaresolverlo en ideas suficientes,afectaba fiereza, simulaba un hablarrudo que no era el suyo y queabandonaba en el trato íntimo.Cuando hacía esto último surgía enél el muchacho escapado de laescuela, el estudiante a medioiniciar en los libros, y se le sentía

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enamorado de un mundo imaginarioe ideal que de los libros tenía lodesinteresado, lo generoso, y de larealidad la esperanza eterna —elengaño que hace vivir el negro díade hoy con la ilusión de alcanzar elclaro día de mañana.

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3

La carrera en las sombras

Al llegar a Maytorena, Buelna medijo:

—Ahora, si las fuerzas no lefaltan, decídase a seguir el viaje

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conmigo. No hay tren que compitacon mi motor de vía, ni encomodidad ni en velocidad.

La proposición no medesagradó o, por ser más exacto,me agradó. Porque sin duda eramejor salir de Maytorenainmediatamente, con relativaseguridad de estar en Hermosillotemprano por la mañana, que pasaren el campamento otra mala noche yexponerse, además, a las dilacionessin limite de los trenes depasajeros. Claro que un viaje de

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doscientos kilómetros en armón degasolina no prometía nadaagradable, menos aún de noche, enenero y en las condicionespavorosas en que se encontrabaentonces la vía férrea. Pero, bienque así fuese, todo me resultabamás seductor que la perspectiva dedormir al raso en Maytorena paraesperar la salida de un tren incierto.

Buelna me había ponderadomucho las cualidades de su motor,o, para darle el nombre con que éllo designaba, de su «máquina

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voladora». ¿Se hacía ilusiones?Cuando fuimos a presenciar cómola bajaban del carro en que acababade acometer la travesía desde Cruzde Piedra, vi que la tal máquina notenía nada de extraordinaria. Era unmecanismo primitivo, de miserableaspecto, sin personalidad deninguna especie. Lo formabancuatro ruedas, el motor mismo y unamala plataforma donde se apoyabantres o cuatro bancos transversalesen cuyas tablas cabrían, a duraspenas, cinco o seis personas. Daba

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buena idea de las dimensionesmezquinas de la máquina la holguracon que se la veía en el carro dedonde iban a bajarla. Había bastadopara traerla una mula enclenque ytriste.

—En este aparatito —pensé—igual puede llegarse a Hermosilloque a la Gloria.

Pero Buelna, como si meadivinara el pensamiento, me salióal paso:

—No vaya usted —me dijo—a juzgar mal de mi máquina por

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verla tan desmedrada. Paraapreciarla bien, bien y en su punto,hay que ir encima de ella a ochentakilómetros por hora, a ochenta porlo menos.

* * *

Dejó Buelna el motor en manos desu asistente y del mecánico; mandóa cenar a sus dos oficiales, y pornuestro lado nos fuimos él y yo atratar de hacer lo propio, cosa nomuy difícil en verdad, porque como

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Maytorena era un campamento bienabastado, encontramos sin muchoesfuerzo lo que necesitábamos.

Terminada la cena, Buelnaobservó:

—No tiene caso llegar aHermosillo a las tres o cuatro de lamadrugada. Saliendo de aquí entrela una y las dos, estaremos allá, sinapresurarnos más de lo justo, a esode las siete. Son las doce. ¿Quiereusted que estiremos las piernas?Paseando charlaremos un rato.

Y así lo hicimos.

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Durante buen espacio detiempo, a tientas casi, paseamosentre los jacales diseminados a unoy otro lado de la estación. A esahora, el silencio era, si noprofundo, solemne. Sólo a lo lejosse oía continuo el ladrar de losperros, y, más lejos aún, el sordotraquetear de los carros en elcamino de Cruz de Piedra. De tardeen tarde, de las chozas de lossoldados —al acercarse a ellas senotaba— salía el rumor de un cantosuave, susurrante, retrasado. Se

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adivinaban entornados en la sombralos ojos de los hombres quecanturreaban así. Más allá, a campoabierto, el ámbito del silencio seensanchaba, se ampliaba, se hacíainfinito. La noche, aunque deestrellas, era oscura. Los puntosluminosos lucían arriba conintensidad quieta y eterna. Abajo, aras del suelo, brillaban humildes,efímeras, intranquilas laslumbrecitas de los cigarros de lossoldados que no dormían.

A veces, los ladridos de los

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perros dejaban de ser lejanos. Unanimal tras otro iban asomandoentre los matorrales, y a poco seformaba en nuestro alrededor unajauría, una verdadera manada delobos que nos lanzaban desde lasombra gritos feroces. La jauría nosacosaba tanto por momentos que erapreciso ahuyentarla. Yo, con miterror instintivo por los perros,esperaba hasta el último instante;Buelna iba a ellos mecánicamente;daba, sin dejar de hablar, unapatada entre las hierbas, y volvía a

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mi lado. Los perros seamedrentaban un rato y pocodespués empezaban a cercarnosotra vez.

Así pasamos cerca de doshoras: ya tropezando con las matas,ya parándonos a contemplar laremota serenidad del cielo o a ver,del lado del mar, las distantesfogatas de los federales. Aquellasluminarias, encendidas de trecho entrecho sobre las alturas de unhorizonte invisible, irradiaban consu fulgor rojizo una significación

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para nosotros viva y honda. Eranmás que la presencia simbólica dela lucha; eran, bajo el manto deestrellas sin límite, la expresión deun contraste, el resplandorparpadeante y minúsculo de laimpotencia nacional, el trazo de lapequeñez con que se consuela laausencia de lo grande. «¡Federales!¡Revolucionarios! ¡Ni un átomo delmenor rayo de luz de la menor detodas las estrellas!».

Dije de improviso:—¡Cuánto evocan aquellas

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fogatas!Y Buelna contestó, sin

quitarles la vista:—Sí, mucho evocan…

* * *

Cuando regresamos a la estación, elmotor estaba listo para la salida.Buelna y yo nos instalamos en elasiento de atrás. En medio, alalcance de las llaves y las palancas,se colocó el motorista; a su lado, elasistente del general; adelante, los

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dos oficiales. Ya íbamos a partircuando noté que no llevábamosninguna luz.

—Oiga usted —le pregunté aBuelna—, pero ¿vamos a ir sin luz?

—Por supuesto —respondió.—Muy bien —le repliqué—.

Sólo debo advertirle una cosa: deaquí a Hermosillo no queda en pieningún puente; me refiero a losgrandes y a los medianos; a trechosla vía está tendida sobre lasescarpaduras de las barrancas y loscauces de los ríos. Algunos de esos

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shoe-flies son terribles.—Eso no le hace —respondió

Buelna—. Igual está la vía deCuliacán a Cruz de Piedra, y asíhemos venido. Pero, de todosmodos, nunca está de más unaprecaución.

Y luego agregó, dirigiéndoseal asistente:

—A ver, hijo: saca la linternay amárrala lo mejor que puedasdelante del motor.

El asistente se puso a buscaren uno de los cofres y sacó al fin

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algo que yo esperaba que sería unfanal. Nada de eso. Era una linternacomún y corriente. Puesta en ladelantera de nuestra máquina, su luzno alumbraba medio metro de lavía. Sin embargo, no quise hacernuevas objeciones.

—Se me figura —observóBuelna— que no ganaremos asígran cosa.

A lo que contestó el motorista:—No, mi general. Si le parece

a usted, le pondremos a la linternaun papel por detrás. Servirá de

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reflector y nos aumentará la luz.Ahora fue uno de los oficiales

quien metió mano en los cofres parasacar la hoja de papel blanco quese necesitaba. Pero el nuevodispositivo tampoco convenció anadie: prácticamente el reflector noañadía nada; la luz de la linterna noavanzó un milímetro.

—¿Qué tal conoces tú estalínea? —le preguntó Buelna almotorista.

—Nunca he venido por aquí,mi general.

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Y entonces fui yo elinterrogado:

—¿Se acordará usted —medijo— del lugar donde están losshoe-flies más peligrosos?

—Imposible —le respondí—.Una sola vez he hecho este viaje.

—Bueno —concluyó élentonces—; pues lo que se ande seandará, que al fin y al cabo nohemos de morir de parto. Nomás escosa de ir con precaución. Tú,hijito, si sientes que la vía se tebaja, mete luego luego el freno.

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Y, efectivamente, lo que habíade andarse se anduvo.

Serían las dos cuando salimosde Maytorena. Así que nosapartamos de la estación nos dimoscuenta de que no se veía gota. Lalinterna, antes que alumbrarnos, nosencandilaba. Supimos, por el ruido,cuándo dejamos atrás el último delos furgones alineados en las víaslaterales. El movimiento nosanunció el paso del último cambio;el ruido, otra vez, la fuga de laúltima casa. Y entonces, cercados

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por las tinieblas, nuestro oído seentregó a un aprendizaje rápido.

El motor, frío al principio, secalentó pronto y se dio a acelerar:el rosario de sus explosiones sehizo perfecto. Nuestra máquinaempezó a deslizarseprodigiosamente sobre los rielesocultos. Hendía la sombra y latransformaba en viento que nosgolpeaba la cara. Era el suyo uncorrer terso y veloz, capaz hasta dearrullar. Los dos oficiales setrenzaron entre sí, se doblaron, se

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arrebujaron y se echaron a dormirsobre el asiento, a un centímetro dela vía y de la muerte. El asistenteapoyó los brazos sobre el respaldo,la cabeza sobre los brazos, y sedurmió también. Buelna y yoseguimos la plática. El motorista,un poco después, comenzó acabecear.

¡Extraña carrera loca, enmanos de una de esas encrucijadasde las circunstancias que da comoresultado algo peor que latemeridad: la inconsciencia; algo

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peor que la inconsciencia: lavanidad y el fatalismo! Ninguno delos seis hombres que allí íbamostenía necesidad ni ganas de matarse.Pero, insensibles a todo, allíestábamos los seis, jugando a cuálmás con la muerte: unos porobedecer, otros por no confesar queel juego, siendo peligroso, merecíano jugarse. En el fondo, a todos nostranquilizaba un pensamiento, o elinstinto de un pensamiento: loshombres, hasta cuando son másprudentes, no burlan su destino.

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Pensamiento de primitivos y deheroicos.

Llegó un momento en queBuelna y yo no pudimos ya hablar.El motor, dueño íntegro de su ritmode máquina perfecta, se enardeciócon su propio impulso, se entregó ala realización de aquella hora suya.La «máquina voladora» volaba deveras. Y había algo deindiscutiblemente grandioso enaquel huir desenfrenado, sinpropósito ni objeto, sobre carrileshechos de tinieblas. Valía la pena

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entregarse a aquel vértigo develocidad falta de puntos derelación y bajo la mirada de lasestrellas inmóviles: vértigo develocidad pura, perceptible para eloído y los músculos. Fijas, como sino nos moviéramos, brillaban pordelante las dos agujas que sacabade los rieles la luz de la linterna.

De pronto, el fugaz resplandorde otra aguja venía a sumarse ycoincidía con el doble choque delas ruedas al salvar algún cambio.Entonces nuestro ruido se quebraba

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violentamente —¿algún furgón?,¿alguna casa?— o se encajonabapor breves segundos. Nuevosresplandores fugaces, nuevoschoques, y nuestro ruido seespaciaba otra vez. De cuando encuando, el motor se inclinabadesplazando hacia un lado nuestroequilibrio. Lo adivinábamosdescribiendo en la oscuridad curvasmajestuosas o torciendo su ruta conesfuerzo. Cada rato, una caídabrusca, una sonoridad hueca nosrevelaba el paso de algún desagüe,

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de alguna alcantarilla. El saltoinesperado de los shoe-flies durabainstantes de una angustia al mismotiempo terrible y deliciosa.Sentíamos que el motor, en busca delos rieles que de súbito le faltaban,se hundía en el abismo, más velozque nunca, hasta el fondo de lashondonadas y los cauces de losríos. Y aquello semejaba un caer depesadilla —caer que dura poco yparece eterno—, entre informesbultos de vegetación fantástica ysiluetas de peñas contra las cuales

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el vehículo parecía quererestrellarse. Pero siempre, cuando lacongoja de la caída iba haciéndoseinsoportable, se trocaba sintransición en el ahogo de subir, desubir por pendientes increíbles,subir como de barca sobre grandesolas, que aquí se presentían duras,negras, caóticas. Era aquella unamontaña rusa en la soledad delcampo y de la noche; pero tanabsurda, tan imprevisible einexplicable en sus curvas yaltibajos, que tenía momentos de

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viaje infinito, sin origen ni término.¿Qué hacía yo allí, en aquelladesorbitada danza de fugas de loco,en compañía de cinco desconocidostan inconscientes como yo?

En fuerza de querer penetrarlas sombras, acabé por ver. Vicomo si el sol alumbrara: uncamino perfecto, arboledaslaterales, postes del telégrafo,durmientes cuidadosamentebalastados; pueblos en el fondo,montañas en el horizonte, nubesorladas de plata en el cielo… La

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vía, con todos sus altibajos, con suscurvas, sus desviaciones, suscambios, sus cruzamientos, noofrecía el menor peligro. Era unavía limpia y despejada, donde no seconcebiría el obstáculo más leve.Se podía confiar, se podía dormir…dormir…

El motor dio un brinco. Cayóotra vez sobre los rieles. Vacilócomo si las ruedas se le hubieranacolchado. Pareció dar traspiés. Seencabritó. Brincó de nuevo. Volvióa caer. Se arrastró. Paró…

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Buelna y yo estábamos en pie,cogidos a los asientos. El mecánicose había enroscado a la caja de laspalancas. El asistente, con mediocuerpo fuera, estaba prendido porlas piernas al asiento anterior. Losdos oficiales habían desaparecido.

Debajo de la plataforma sesentía algo. Supusimos, sindecírnoslo, que fuesen los oficiales.Bajamos. Callados desatamos lalinterna y tratamos de aclarar lo quehabía sucedido. Entre las cuatroruedas, cogida por éstas, se

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apelotonaba una masa enorme yconfusa. Era algo velludo, húmedo,caliente. No eran los cuerpos de losoficiales; parecía ser un animal.Entonces nos apartamos del motory, medio a tientas, guiándonos connuestra luz, buscamos a amboslados de la vía. Tampoco allíestaban los oficiales. Luegocaminamos sobre los durmientes ensentido opuesto al del viaje. A losdiez o quince metros descubrimosun puente pequeño. Lo pasamos;seguimos buscando: los cuerpos de

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los oficiales no se veían por partealguna —ni ningún objeto, nisangre.

—Estarán abajo —le dije aBuelna, hablando por primera vez—: en el arroyo.

—Seguro —contestó.Y en efecto, tras breve registro

en el fondo del arroyo, losencontramos desmayados ydesangrándose a mares. Congrandes esfuerzos los sacamos deallí y conseguimos llevarlos cercadel motor. Uno recobró el sentido

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poco después. El otro parecíamoribundo.

Al cabo de mucho forcejear,conseguimos desprender del motorlo que se le amontonaba debajo.Era una mula, que había muerto ya aconsecuencia del choque. Sin dudaestaría echada, durmiendo sobre lavía a la entrada del puente, cuandoel motor chocó con ella y se lallevó entre los ejes.

Con todo, nuestra máquina nohabía perdido ni una tuerca. Lasubimos a los rieles; acomodamos a

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los heridos lo mejor que se pudo, yechamos a andar. De allí a pocoentramos en una estación grande.¿Hermosillo acaso? En la sombrase destacaban anchas masas comode edificios; se vislumbrabanbocacalles a lo lejos. Cosa extraña:apenas si se veía una que otra luz.

Por las dudas, paramos.Buelna y su asistente se apearon ycaminaron hacia los cobertizos dela estación. El mecánico y yo nosquedamos con los heridos.

Minutos después oí que una

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voz me gritaba:—¡Guzmán! ¡Guzmán! No

estamos en Hermosillo; esto esTorres.

Regresaron Buelna y suasistente y en el acto reasumimos lamarcha, pero ahora con lentitud.Así anduvimos varias horas.Amaneció. Pronto se hizo de día:día tan claro que veíamos correr lasliebres a uno y otro lado delcamino. Buelna no pudo resistir elimpulso de hacer blanco y seentretuvo en cazarlas con el máuser.

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A dos kilómetros deHermosillo descarrilamosnuevamente. El motorista no vioque estaba cerrada la aguja de uncambio, y el armón, al pasar sobreella, saltó y fue a dar a dos metrosde los rieles. Pero no pararon eneso nuestros descalabros de aquelviaje singularísimo, pues aún nonos rehacíamos del segundoaccidente cuando, en el propiopatio de la estación de Hermosillo,se abalanzó sobre nosotros el trende pasajeros que salía para

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Maytorena. Unos segundos más y nonos queda tiempo ni para hacer a unlado el motor, donde nuestrosheridos se quejaban horriblemente.

* * *

Como a las ocho de la mañana entréen el Hotel Arcadia. Iba todo sucioy manchado de sangre. Mientras elempleado hojeaba su libro yescogía la llave de la habitaciónque acababa yo de pedirle, me sentéen una silla próxima al mostrador y

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me dormí.

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Los rebeldes en Yanquilandia

Asomarse en Nogales, Arizona,viniendo de nuestras ciudadesempobrecidas y nuestros camposasolados por la guerra, era como

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presenciar un grato panorama nuncavisto. Mirándolo ahora de nuevo,comprendí mejor que antes por quélos revolucionarios que seacercaban al pueblo fronterizo sesentían allí dominados por unaespecie de sortilegio: era elmagnetismo de lo comercial, de lovital.

A Nogales, Arizona, íbamos aconfortarnos un poco con el calorde la industria de los hombres y acomprar con nuestros bilimbiques(válidos en casi todas las tiendas)

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hasta los cordones de los zapatos.Los aparadores pueblerinos de laúnica calle activa —aparadoresrudimentarios, pero ubérrimos—nos hacían detenernos llenos desorpresa y prontos a la admiración:admirábamos las baterías de cocinapuestas en serie, las sartenesrelucientes, las estufas de carbón oleña, las escopetas, la ropa, laspieles, el calzado, las tenazas, losmartillos, las bicicletas, losautomóviles, y todo loadmirábamos parejamente, todo

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como si la civilización —así fuesela semibárbara de los cow-boys—acabara de inventarse para nuestroalivio.

Porque los comerciantes deArizona comprendieron pronto quela Revolución mexicana losenriquecería y se aprestaron desdeel primer momento a satisfacermuchas de nuestras necesidades.Los de Nogales nos equipaban parala vida y para la muerte: igual nosdaban el vino que se consumía enlas fiestas oficiales de la Jefatura

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que los tiros con bala de acero obala expansiva para nuestraspistolas, lo uno y lo otro a cambiode los papelitos impresos quenosotros les entregábamos a guisade moneda, y que luego les servíana ellos para llevarse los restos dela riqueza que la Revoluciónmalbarataba por razonesimperativas, y porque era «riquezade los científicos». De este modo,los revolucionarios regresábamosdel Nogales yanqui al Nogalesmexicano con cuanto habíamos

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menester para seguir matándonos —y también para solazarnos un pocoentre combate y combate—. Pero alpropio tiempo, el ganado de lasdehesas sonorenses cruzaba la rayadivisoria en un rebaño solo, en unrebaño que no acababa nunca, parair a enriquecer a precio vil —era unchorro de oro incontenible— a loslive-stock brokers del Far West. Laprohibición yanqui de exportararmas y municiones a México —loque en la jerga de los pochos sellamaba el embargo de armas— no

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disminuía esta fuga del patrimoniomexicano, antes la intensificaba,pues los riesgos del contrabando, alelevar el precio de nuestroprincipal artículo, se reflejaban,por simpatías de mercado, en losprecios de lo demás. Todo lopagábamos caro, y muyparticularmente cuanto halagaba lacoquetería indumentaria de losjóvenes constitucionalistas: loshermosos sombreros grises de alaancha, los trajes de casimir decolor caqui y corte guerrero, las

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polainas amarillas de cuero decerdo, las camisas de lana verdeaceituna.

La encrucijada internacionalde la calle divisoria (mexicana enuna acera, norteamericana en laacera opuesta) y la calle trazadaperpendicularmente (ésta mexicanaen una de sus porciones ynorteamericana en la otra) solíavernos pasar hacia allá vestidos deun modo y repasar luego hacia acávestidos de modo diferente. Allínos encontrábamos los que íbamos

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a comprar y los que veníamos de lacompra; allí era la feria de lospaquetes bajo el brazo y de lasbromas entre curiosas y amables.

—Ya viene usted de dejarvacías las tiendas del otro lado —le decía Rafael Zubaran a JuanSánchez Azcona, que la vísperahabía llegado de Hermosillo y sedisponía ahora a pasar la línea encompañía de su hijo, subtenientedel ejército constitucionalista.

—¿Vacías? No lo crea usted—contestaba Sánchez Azcona. Y en

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apoyo de su dicho sacaba la carteray mostraba en ella, perfectamentedoblados, ordenados, nuevos yolorosos a tinta, varios billetes dela emisión de Monclova, cuyo valorno ascendía a doscientos pesos—.Apenas para camisas y calcetines.

A menudo aquellas rápidasconversaciones frente al mojónfronterizo derivaban hacia laparadoja que creíamos ver en lacontigüidad absoluta de los dospaíses. Nos dábamos la mano porsobre la teórica línea divisoria;

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poníamos un pie en cada una de lasdos jurisdicciones. El generalÁngeles —que, como todos loshombres íntegramente buenos ysinceros, tenía mucho de niño—jugaba allí a ir a los EstadosUnidos y volver de ellos en un solopaso.

—Me voy a los EstadosUnidos —decía, adelantando unpie.

Y luego, a la inversa:—Regreso a México.Un día fue y vino así hasta

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veinte veces —«para batir todoslos récords»—, lo cual hizo sinabandonar un segundo su sonrisamelancólica, y muy satisfecho deencontrar en mí un espíritucomprensivo del suyo aun en talesmenudencias.

* * *

Después de breve estancia enNogales, Sonora, seguí mi viajehacia las grandes ciudades del Este.

En Nueva York me encontré

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con Alberto J. Pani, Luis Cabrera,Roberto V. Pesqueira, Juan yFrancisco Urquidi y varios otrosrevolucionarios. Todos se hallabaninvestidos de funciones más omenos diplomáticas o consulares, ycuando no, tenían a su cargocomisiones comerciales ocomisiones sencillamenteininteligibles y absurdas.

Pani había aprovechado lallegada de Cabrera a los EstadosUnidos para huir de Washington,donde las pasaba negras gracias a

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los cincuenta centavos quePesqueira, agente confidencial de«la causa», le suministraba para susostenimiento cotidiano. Una vez enNueva York, Pani quiso afirmar congesto categórico su derecho a vivir,ya que no con el lujo de losrepresentantes oficiales delconstitucionalismo, si al menos conalguna decencia; saltó de lafurnished room que le costaba enWashington un dólar por semana auna excelente habitación del HotelMacAlpin —habitación con cuarto

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de baño y demás comodidades de lahotelería moderna—; resolvió, ensuma, libertarse, en la esquina deBroadway y la calle 34, de todassus recientes estrecheces.

En el Hotel MacAlpin sealojaba también Cabrera —Pesqueira no; él en el Vanderbilt—,y en el MacAlpin me alojé yo.

* * *

Roberto Pesqueira no estabasuficientemente preparado —o

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quizá era demasiado joven— parael puesto que las circunstancias y laavidez del grupo sonorense lehacían desempeñar. Su bagaje sereducía a la lengua inglesa y algunapráctica en el trato con losnorteamericanos de la región deDouglas, Arizona, allí donde lossupremos centros de la acción y lacultura eran las Green CopperCompanies y otras Companies porel estilo. Pero como no le faltabatalento natural ni comprensiónrápida, su capacidad instintiva para

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oír el buen consejo y seguirlo sinregateos de amor propio le permitíair cumpliendo su cometido, si nocon lustre, con alguna eficacia. EnWashington, es cierto, Pesqueiraacababa de tener cerca a Panidurante más de un mes sin darsecuenta de la utilidad que lacolaboración de éste hubierapodido reportarle. ¿Se debía a quePani cayó entre los revolucionariosde Sonora como una persona lidadcasi desconocida?, ¿a quePesqueira, semejante en esto a todo

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el grupo sonorense, adivinabacuáles eran los resquicios pordonde el fruto político de laRevolución podía escaparse a otrasmanos? Meses antes, en Sonora,Felipe Ángeles había tardado másen llegar al campoconstitucionalista que Obregón endeclararle guerra a muerte.Ángeles, por su capacidad militar y,más aún que por eso, por su virtud,resultaba tan peligroso para losfuturos caudillos como la verdad loes para quienes viven de

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simulaciones. Análogamente —aunque en diverso orden de valores—, Roberto Pesqueira presentíaacaso que Pani estaba llamado arepresentar en la desteñidaactividad diplomática y financierade México un papel más importanteque el suyo. Lo cual no era, en elfondo, más que el primer episodiode la lucha que los civiles deSonora habrían de trabar con Panipor varios años, y de la cual Panino saldría victorioso sino con elapoyo de Obregón. Porque para

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Obregón, Pani, lejos de constituirun peligro —la rivalidad eraimposible—, sería un instrumentofecundo. No así para los otros: paraDe la Huerta, por ejemplo, ni paraCalles, durante el tiempo queCalles y De la Huerta seríanaliados.

Respecto de Cabrera, lasituación de Pesqueira sepresentaba de otra suerte. Cabrerallegaba al constitucionalismo aocupar desde luego, y por derechopropio, sitio entre los más

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encumbrados. Los coregas deprimera magnitud eran, pues,quienes le disputarían los honores yel poder, y mientras tanto,Pesqueira, cuya magnitud se situabapor debajo de las primeras, podíasubordinarse a Cabrera sin temordé ninguna especie y seguir susindicaciones.

Cabrera, en verdad, y noPesqueira, era quien daba enaquellos días la impresión de ser eljefe de la misión diplomáticarevolucionaria en los Estados

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Unidos. El Hotel MacAlpin estaballeno de su nombre y de su persona.Tan pronto como asomaba por ellobby, se alzaba de sillas y rinconesun tropel de gente deseosa dehablarle; siempre había dos o trespersonas principales esperándoloen los sofás del mezzanine floor;los botones andaban de continuogritando su nombre para entregarlerecados; las máquinas autográficas—esas que transcriben los mensajesde un piso a otro— movían sindescanso su pluma angular para

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mantenerlo informado; el teléfonode su cuarto no paraba un instante; ynoche a noche, en fin, era precisocolgar de la perilla de su puerta elcartelito con la advertencia: Don’tdisturb, y dejar aviso de que no sele despertara antes de determinadahora. Por supuesto que mucha deaquella actividad no respondía anada tangible: eran las salpicadurasdel millón de corredores que enNueva York agitan mar y tierra paravender el rifle que no tienen o paraofrecer el servicio que no está a su

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alcance. Mas por debajo delbarullo hueco apuntaban trozos delabor seria, y a ésta atendía Cabreracon su manera nerviosa, rápida yprecisa.

* * *

En el Hotel MacAlpin paséentonces unos cuantos días de vidasibarítica —sibarítica a lo burgués,o mejor aún: a lo miembro del ElkClub—, a la cual me arrastraba elsensualismo tranquilo de Alberto J.

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Pani. Para iniciarla con buen pie,Pani y yo empezábamos pordesayunarnos en el great dining-room del segundo piso, comedorsuntuoso y enorme, detonante dedorados, columnas y espejos, dondelos comensales hablaban bajo, losmozos pisaban quedo y el empleadode la puerta —convencido de quetal era el exponente más alto delvivir distinguidísimo— anotabasobre un plano el nombre ycolocación de cada huésped, parair, silencioso, a buscarlo en caso de

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llamada urgente.Aquel grandioso comedor, de

lujo tan desproporcionado con miúnico trajecito y mi única corbatade revolucionario trashumante, nolograba cohibirme, pero meobligaba a mirarlo, más que en surelación positiva conmigo, en unarelación de contraste. Para Pani, lacosa era diferente, o así se mefiguraba: él —por lo mismo que sufrialdad sólo hacía excepción de lascosas que tocan a los sentidos—gozaba del gran comedor con toda

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amplitud e integridad. Le interesabacomo resolución de problemasarquitectónicos —se trataba delcomedor principal de un hotel dedos mil cuartos— y, antes que nada,como teatro de un admirableservicio de mesa hecho para regalode los que quisieran sentirse, aratos y a tanto la hora, grandesseñores de hotel. Así nosotros.Nosotros éramos revolucionariossinceros —no cabía dudarlo—;pero ello no obstaba para quepaladeásemos con delectación el

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vasito de jugo de naranja que elcriado nos traía en una riquísimabandeja de plata sobre la que seirisaban las facetas del cristalcortado y la masa del hielofundente. Y el resto del desayuno nodesmerecía de ese aderezo: elbuttered toast para los huevos nosllegaba puesto con esmero endelicadísimas rejillas de metalblanco; el pan suave para el cafénos lo presentaban envuelto enservilletas tan finas que, aparte deconservar el calor, parecían añadir

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perfume nuevo al ya grato de laharina recién cocida en el horno.

Nuestro desayuno dearistócratas de hotel nos normaba elestado de ánimo para todo el día.Nos inclinaba, de manerainconsciente, a buscar en las horasque venían después lasequivalencias de nuestro primeracto mañanero. Igual espíritupresidiría a nuestro lunch; igual anuestras entrevistas políticas; iguala, nuestra comida de la tarde. Y sidecidíamos ir al teatro y abríamos

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el New York Times por la secciónde anuncios de espectáculos, no nosconformábamos con menos que elHamlet de Forbes Robertson o Losmaestros cantores en elMetropolitan.

Solía también el MacAlpinregalarnos con la últimasatisfacción de la jornada. En esoscasos bajábamos a cenar amedianoche en la grili-room. Nosacompañaban Cabrera, Pesqueira,Urquidi, etc.; todos a cuál máspropenso a dejarse arrebatar por el

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ritmo del one-step, del hesitationwaltz y de los blues africanos. Lasparedes de mayólica de la grili-room, verdadero cabaretsubterráneo, provocaban en Panifrases admirativas y observacionestécnicas que nosotrosescuchábamos y comentábamosentre bocado y bocado de welshrarebit o de bluepoints en salsa decock-tail.

Fue allí donde asistí por vezprimera al trabajoso baile de losrestaurantes —baile a destajo al

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margen de los placeres de la mesa,baile de fatigas y estrechecesincreíbles—. Allí también confirméque la alegría, para ser genuina, hade teñirse de cierto desorden deexcesos dionisiacos.

Roberto Pesqueira, con susmoking impecable, se levantaba decuando en cuando a bailar.Nosotros lo veíamos. Cabrera,mexicano hasta la raíz, sacaba delbolsillo del chaleco una bujetamisteriosa y nos la ofrecía para quede ella tomásemos al aparecer

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sobre la mesa el manjar apropósito: en la bujeta había chileen pasta.

—Siempre que viajo —decíaCabrera— traigo esto conmigo. Sinpicante de México no podríavivir… Me lo preparanespecialmente: tiene chile pasilla,chile ancho y chile mulato…

Ni tampoco podía vivirCabrera sin acordarse de que eragramático y filólogo. Si alguno, alterminar la cena, pedía un plus-café, corregía él con sonrisa que le

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goteaba de los anteojos al bigote ydel bigote al plato:

—Pousse-café, pousse-café,no plus-café.

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En la raya fronteriza

Hubiera yo querido, a mi regreso deNueva York, ir otra vez a Sinaloa—¡Sinaloa de dulce recuerdo!—; lohubiera querido, por lo menos, para

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enterar a Iturbe, en persona, delresultado de mis gestiones en losEstados Unidos. Pero, contra mispropósitos, hubo circunstancias queme retuvieron en Nogales y mehicieron al fin variar de rumbo.

En Nogales me encontré conque el Primer Jefe —ya de regresode su viaje al sur y próximo atrasladarse a Chihuahua— habíadispuesto adscribirme a alguna delas dependencias de la PrimeraJefatura, «para labores cuyocarácter se me comunicaría

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oportunamente», y me encontrétambién con que los capitanes delensueño tenían instrucciones deinvitarme, de parte del generalObregón, a que aceptara un cargoen el cuartel general del Cuerpo deEjército del Noroeste.

La perspectiva de sumarme alséquito del Primer Jefe no meagradaba de ningún modo. Cerca dedon Venustiano florecíanviciosamente la intriga y laadulación más baja; privaban losdíscolos, los chismosos, los

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serviles y los alcahuetes. Y si bienes verdad que ese ambientenauseabundo se purificaba a ratoscon la presencia de hombresestimables —hombres de otro tipomuy diverso, como Zubaran,Escudero, Silva, De la Huerta yalgunos más—, la mala atmósferaprevalecía al fin o quedaba siempreen grado bastante para que sintierauno asco y ganas de alejarse. Loshombres sinceros, los afectos allamar a las cosas por su nombre,no tenían nada que hacer en el

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ámbito estrechamente carrancista,salvo que les incumbieranobligaciones de esas que, por muyaltas, no deben abandonarse enningún caso. Era inútil hacerseilusiones. Ya había yo aprendidomucho y sabía que Carranza —viejo y terco— no cambiaría jamás:seguiría respondiendo mejor a loshalagos que a las obras, alservilismo que a la capacidad;sufriría hasta su muerte la influenciade lo ruin, de lo pequeño, porque élmismo —grande en nada— no

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estaba libre de pequeñecesesenciales. Su frialdad calculadora—a eso llamaban los turiferariosdotes de gran estadista— le servíapara calcular lo chico, no lo magno,con lo que echaba a perder hastasus mejores momentos. ¿Quién vionunca en él rasgos de verdaderoentusiasmo, oficial o privado, antelos hechos grandes de laRevolución? No era magnánimo nipara premiar. Si Villa, por ejemplo,ganaba tres o cuatro batallasseguidas —batallas de

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trascendencia, batallas de aquellasque ensanchaban en cien leguas,como por arte mágico, el horizonterevolucionario—, Carranza seponía a contar con los dedos, y encaso de resolverse a premiar con unascenso aquella serie de hazañas, lohacía regateando: cuidaba deascender cinco o seis días antes acualquiera de los generales suyos—así fuese el de las derrotas—,para roerle a Villa algo por lomenos de su sitio en el escalafón.En cambio, era notorio que al otro

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día de los ditirambos del aduladoro de los servicios del proxeneta, lasrecompensas se otorgabanestruendosas —estruendosas eindecorosas—.

De muy diferente manera meimpresionaba el proyecto de irmecon el general Obregón. Éste, enrealidad, no me simpatizaba. Ennuestro primer contacto lo habíavisto demasiado insincero,demasiado farsante. Luego (acasotampoco yo le cayera muy bien a él)no había podido establecerse de

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uno a otro esa tácita corrienteespiritual —esa comprensióninformulada— engendradora de lasaproximaciones humanas que valeny duran. Con todo, no cerraba yolos ojos a cuanto era en élcapacidad y buenas cualidades: a sudinamismo, a su vigor de acciónconstante e inmediata, a su maneraclara, ya que no generosa niheroica, de entender la política y laguerra, y, en fin, a cierta formalimpia y directa de tratar a suscolaboradores inmediatos, a cierta

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hombría plena para entenderse consus subordinados sin exigirlesgenuflexiones ni vilezas. Cerca deObregón los aduladores se volvíandiscretos, y las intrigas, dehaberlas, se liquidaban pronto o seperdían en una sola y grande: la queél llevaba cerca del Primer Jefepara asegurar el futuro predominiosuyo y de su grupo. De ahí que en suestado mayor, y en las demásdependencias oficiales anejas a supersona, reinara una atmósferasana, un concierto de voluntades

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atentas a la obra, no al medro.Serrano, Sáenz, Muñoz, Róbinson—y como ellos, que eran militares,los civiles— se conducían conprobidad revolucionariairreprochable. O, en todo caso,parecían conducirse, porque conObregón, ganador de batallas, setrabajaba lo bastante para no perderel tiempo en bajezas.

Muy segura consideraban loscapitanes del ensueño miincorporación —como civil— alCuartel General del Cuerpo de

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Ejército del Noroeste, tan seguraque en Nogales compraron para mítodo un equipo semiguerrero: desdela pistola y el caballo hasta el catrede campaña Y es un hecho que, encuanto dependió de mí mismo,tenían razón de sobra. EntreObregón y Carranza yo no vacilabaun punto: estaba resuelto a unirme aellos. Pero a la postre (¿pordesgracia?, ¿por fortuna?: es neciodetenerse a valorar lasbifurcaciones del destino) no hubode ser así. Una tarde fui a ver a don

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Venustiano; le expliqué, tandelicadamente como pude, que mideseo era no marchar con él, sinocon Obregón, y le pedí que meautorizara a proceder de esa suerte.Él me habló de Iturbe y terminódiciéndome: «Lo solicitan a ustedde demasiadas partes. Voy apensarlo. Le resolveré». Y a lostres días me avisó De la Huerta queel Primer jefe ordenaba mi trasladoa Ciudad Juárez «donde Zubaran meconfiaría una comisión importante»,y no mi marcha con las fuerzas de

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Obregón, según eran mis deseos.¿No era aquello un acto

tiránico, sin objeto ni excusa? Sinduda; pero lo soporté sin chistar.Más aún, no conté a nadie, aparteDe la Huerta, el verdadero carácterde mi entrevista con Carranza. Merepugnaba —por pudor de hombrelibre— dar a saber que el PrimerJefe me compelía a quedarmejustamente en el sitio que yorechazaba sin rodeos.

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* * *

Todos, pues, nos íbamos aChihuahua, aunque no todos juntos.Don Venustiano atravesaría lasierra a caballo, yendo por el cañóndel Púlpito hasta Casas Grandes.Lo acompañarían unos cuantosíntimos —íntimos y équitesindiscutibles—, y todo un batallónle daría escolta. Mientras tanto, losdemás (a éstos los bautizó De laHuerta con el nombre de«palomilla») pasaríamos la frontera

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por Nogales e iríamos enferrocarril, por tierra yanqui, hastarestituirnos a nuestro suelo frente aEl Paso, Texas.

En fin de cuentas yo no figuréentre los de a caballo ni entre la«palomilla». Pertenecí a un tercergénero: al grupo que hizo enautomóvil el viaje de Naco a AguaPrieta; que fue luego, en autotambién, de este último lugar a otrocuyo nombre no recuerdo, y que,por último, siguió en tren porterritorio norteamericano hasta

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reunirse con los otros dos grupos enCiudad Juárez.

Rafael Zubaran compartióconmigo las incomodidades ypequeñas sorpresas de aquel viaje,en que parecíamos jugar alescondite con las jurisdiccionesnacionales. A cada revuelta delcamino cambiábamos de país; encada alto topábamos con el otroconcepto de la vida, el cual, siestábamos del lado de allá, solíaacogernos con gesto activo, ya deuna manera, ya de otra. Sitio hubo

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donde nos recibieron como sifuéramos tramps; en otros nostrataron como a magnates. Lasescenas de la Revolución, allídemasiado próximas,impresionaban a unos yanquis comomeros actos de barbarie, a otroscomo un suceso comercialmenteprometedor. En Naco no sé quéextraña desconfianza estuvo a puntode cerrarnos la puerta del únicohotel del lugar —por único nomenos malo—, pese al rigor de lanoche de febrero. Largo rato

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estuvimos a la intemperie, transidosde frío, mirando cómo seescarchaba en la helada la luz delas estrellas.

En Douglas, un gran señorrústico y espléndido —también sellamaba Douglas— quisoagasajarnos con tal magnificenciaque nosotros rehusamos azorados.Mr. Douglas tenía un hotel —cuyonombre, asimismo, era Douglas— yostentaba modales de minero enépoca de bonanza. En cuanto oyóque Zubaran y yo nos acercábamos

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al despacho de su hotel a pedircuarto, vino hacia nosotros, hizo supresentación con pocas palabras,breves y sencillas, y nos dijo sinmás ni más que aquel gran hotel erasuyo —suyo como todo el pueblo—y que allí se nos alojaría mejor quea un «presidente de ferrocarril» sinque nos costase nada, pues él lopagaría todo. Zubaran rechazó laoferta con suave franqueza, pero nopudo impedir que Mr. Douglassoslayara el desaire ordenando asus empleados que nos regalasen.

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—Este señor que se empeñatanto en obsequiarnos —me dijoluego Zubaran— es no sólo minero,como sospecha usted: essuperminero, gran personaje detoda la minería de esta regiónyanqui-mexicana. Por de prontorepresenta los intereses de lasminas más grandes de Sonora. Nole ofendamos, por supuesto; pero noaceptemos de él, de balde, ni unvaso de leche.

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* * *

Una especie de beaterío laicomasculino fue el lugar que escogióAdolfo de la Huerta para que la«palomilla» se instalara en CiudadJuárez. ¿Se extremó nunca tanto,como entonces, la noción de que losrevolucionarios hacíamos voto depobreza? Nadie negará jamás queDe la Huerta vivió siempre unavida austera; pero aquel sitio, másque austero, era infame. Se reducíaa un patio cuadrangular, de ochenta

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a cien metros por lado, en cuyoperímetro se alzaban cuatro alas decuartos corridos, independientesentre sí, y sin otra comunicacióncon el mundo que sendas puertassobre el patio, ruines ydesvencijadas. Los muros, deladobe más vil, habían tenido algunavez aplanado de argamasa: los añoslo habían descascarillado engrandes porciones. Los pisos de loscuartos estaban medio hundidos; alos techos les faltaba poco paradesplomarse. En otro tiempo, el

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suelo del patio debió estar cubiertode pedrezuelas del río Bravo: ahoralas pocas guijas que le restaban sehundían en el lodo.

En medio del patio un tubo deagua —tubo flaco, herrumbroso—salía del suelo verticalmente y,después de elevarse metro y medio,se encorvaba otra vez hacia abajopara formar chorro sobre una pilade manipostería, fecunda en grietas.La llave apenas si funcionaba: unhilo líquido escurría de ella a todashoras, el cual, al desbordar la pila,

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conservaba al patio su peculiaraspecto de pantano diminuto. Denoche, al frío de febrero congelabael hilillo líquido y formaba unhermoso carámbano en el pico de lallave; la pila se convertía entémpano de hielo; el patioespejeaba como si con el lodohubieran mezclado agujas de vidrio.Y todo esto, que en la oscuridadnocturna se adivinaba apenas, en lamañana era una gloría —la gloriade la naturaleza, que asoma aun enlos rincones más miserables—.

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¿Qué vida hacíamos entonces?Vida infernal, que casi no recuerdo.Recuerdo nuestro despertarcotidiano. Habíamos pasado lanoche sobre la mugre de camasindescriptibles; nos comían laschinches; el frío nos congelaba lasangre, y tras de todo esto, allevantarnos por la mañana teníamosque ir medio desnudos hasta elcentro del patio para lavarnos allí.Crujían en el lodo, bajo nuestrospies, las laminillas de hielo; elhermoso carámbano de la llave nos

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oponía resistencia de trozo detecali: tecali fantásticamentelabrado y maravillosamente pulido.Y algunos de nosotros —lossensoriales— gozábamos en talesmomentos, poniendo en juego lossentidos del tacto y de losmúsculos, de un placerorgánicamente raro y cruel, el únicoque podíamos esperar de aquellaexistencia nuestra, existencia defalansterio de mendigos.

Porque ante la bellezacaprichosa, anárquica, de las

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formas de agua esculpidas por lanoche, el propio dolor del fríocomo que dejaba de serlo,explicándolas.

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Libroséptimo

Iniciación de villista

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1

La fuga de Pancho Villa

Mis primeras semanas de CiudadJuárez fueron a manera de baño deinmersión en el mundo que rodeabaal general Villa. Aparte el trato con

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él, conocí entonces a su hermanoHipólito, a Carlitos Jáuregui (elmás joven de sus partidarios, aquelen quien Villa ponía sus mayoresconfianzas), a Juan N. Medina (jefe,hasta poco antes, de su estadomayor), a Lázaro de la Garza (suagente financiero) y a otros muchos,en fin, de sus subordinados yservidores más próximos; todos loscuales —cada quien a su modo—fueron acercándome al jefe de laDivisión del Norte yenvolviéndome en la atmósfera que

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su sola presencia creaba.

* * *

Carlitos Jáuregui me contó, unanoche que esperábamos en Juárez lallegada de Villa, el origen de susrelaciones con el guerrillero. Noshabíamos subido, para estar máscómodos, sobre un montón de cajasy fardos próximos a los andenes delas bodegas de la estación. Nochede mayo, hacía una temperaturatibia y deliciosa. Jáuregui se había

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ido recostando sobre las cajas hastaquedar tendido del todo, cara alcielo y blandamente inmóvil.Mientras hablaba tenía los ojosfijos en las estrellas. Yo, apoyadaslas espaldas contra el costado de unbulto, lo oía sin interrumpirlo y medivertía a la vez en seguir con lavista las órbitas de unas lucecitasrojas que vagaban en la sombrabajo el cobertizo de enfrente. Laslucecitas se movían, ya conviolencia, ya con lentitud; viajabande un lado para otro con

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trayectorias sinuosas; caían depronto; describían largas parábolas,como proyectiles lanzadoshorizontalmente; se quedaban fijasen el aire por unos momentos, oquietas en el suelo; se ibanapagando, se reanimaban, seextinguían. Eran los cigarros de lossoldados y oficiales que esperabanel tren militar.

«Cuando Villa estaba preso enSantiago Tlatelolco —me ibarelatando Jáuregui— yo trabajabacomo escribiente en uno de los

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juzgados militares. Aquellos díaslos recordaré siempre como los demi mayor miseria. Tenía de sueldoalrededor de cuarenta o cincuentapesos, a causa de lo cual vivíatriste, tan triste que, según meparece, la tristeza se me echaba dever, en raro contraste con mis pocosaños. Para ganar un poco más solíair por las tardes al juzgado, pasadaslas horas de oficina, y allí escribíasolo hasta acabar las copias que meencargaban abogados y reos. Miescritorio estaba cerca de la reja

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detrás de cuyos hierroscomparecían los acusados; demanera que desde mi asiento podíayo ver una parte del pasillo de laprisión, solitario casi siempre aesas horas.

»Una tarde, al alzar la vista desobre el escritorio y mirar distraídohacia el pasillo, vi a Villa, de piedetrás de la reja. Había venido tancalladamente, que no sentí suspasos. Llevaba, como decostumbre, puesto el sombrero yechado sobre los hombros el

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sarape.»—Buenas tardes, amiguito —

me dijo amable y afectuoso.»Su aspecto no era

exactamente igual al que le habíaconocido las mañanas en que eljuez le tomaba declaración o lollamaba para cualquier diligencia.Me pareció menos lleno dedesconfianza, menos reservado,más franco. Lo que sí conservabaidéntico era el toque de ternura queasomaba a sus ojos cuando me veía.Esa mirada, que entonces se grabó

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en mi de modo inolvidable, ladescubrí desde la primera ocasiónen que el juez me encomendóasentar en el expediente lasdeclaraciones que Villa ibahaciendo.

»—Vengo a ver —añadió— siquiere usted hacerme el servicio deponerme en limpio una cartita.

»Luego conversamos un buenrato, me dio el papel que le debíacopiar y quedó en que volvería élmismo a recogerlo a la tardesiguiente, a la misma hora.

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»Al otro día, después que huborecogido su carta, clavó en mí losojos por mucho tiempo y, al fin, mepreguntó, haciendo más notable elmatiz afectuoso de su sonrisa y sumirada:

»—Oiga, amiguito: ¿pues quéle pasa que lo veo tan triste?

»—No me pasa nada, general.—No sé por qué llamé yo a Villageneral desde la primera vez quehablamos. Y añadí luego—: Asíestoy siempre.

»—Pues si así está siempre,

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eso quiere decir que siempre lepasa algo. Vaya, vaya, dígamelo. Alo mejor resulta que yo puedosacarlo de sus penas.

»Aquel tono, un pococariñoso, un poco rudo, un pocopaternal, me conquistó. Y entonces,dejándome arrastrar por la simpatíaque Villa me manifestaba, le pintéen todos sus detalles lasprivaciones y miserias en que vivía.Él me escuchó profundamenteinteresado, y tan pronto comoterminé de hablar metió mano en el

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bolsillo del pantalón:»—Usted, amiguito —me dijo

—, no debe seguir padeciendo deese modo. Yo voy a encargarme deque su vida cambie. Por principiode cuentas tome esto para que seayude.

»Y me tendió, por entre losbarrotes de la reja, un billete debanco doblado tantas veces queparecía un cuaderno diminuto.

»Al principio yo rechacé conenergía aquel dinero que no habíapedido; pero Villa me convenció

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pronto con estas palabras:»—Acepte, axniguito; acepte y

no sea tonto. Yo le hago hoy unservicio porque puedo hacérselo.¡Usted qué sabe si mañana ha deresultar al revés! Y tenga porseguro que si usted puede haceralgo por mí cualquier día, noesperaré a que me lo ofrezca: se lopediré yo mismo.

»Esa noche, ya en la calle,estuve a punto de desmayarme alpie del primer foco de luz queencontré en mi camino. Al

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desdoblar el billete vi algo queapenas podía creer: ¡el billete erade a cien pesos! ¡Nunca habíatocado con mis manos otro billeteigual! Tenía dibujada, sobre fondorojo, una hermosísima águilamexicana con las alas abiertas ymuy largas.

»Aunque nada tenía queescribir, acudí a la oficina la tardesiguiente, después de las horas detrabajo. Me impelía una secretanecesidad de hablar con Villa; deexpresarle mi agradecimiento; de

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mostrarle mi regocijo. Pero él, porrazones que más tarde hecomprendido al conocerlo mejor,no se apareció por la reja. Aquellome produjo una profundacontrariedad, pues de ese modo meera imposible comunicar a nadiemis impresiones; porque Villa mehabía recomendado que no dijeseuna sola palabra, ni en mi casa, deldinero que me había dado, y yoestaba resuelto a guardar silencio.

»Por fin, volvimos a vernosdos días después:

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»—¿Qué tal le va ahora,amiguito? —me dijo tan prontocomo llegó—. Se me figura que loveo con mejor cara que antes.Expréseme, pues, sus palabras.

»—Estoy muy bien, general, ysobre todo muy agradecido por elservicio que se empeñó usted enhacerme.

»Y así seguimos conversando.»Nuestra plática fue esta vez

más larga y comunicativa. Yo,ciertamente, sentía una gratitudprofunda por aquel hombre rudo

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que se mostraba tan bueno conmigo,y trataba de hacerle comprendermis sentimientos. Al despedirnosalargó el brazo por entre las barrasde la reja y me ofreció la mano. Yose la estreché sin titubear; perocomo noté, al juntarse nuestrosdedos, que Villa ponía algo entrelos míos, traté de retirarlos. Él,apretándomelos con más fuerza, medijo:

»—Esto que le doy aquí estambién para usted. Cuando uno haestado pobre mucho tiempo, el poco

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dinero que halla de repente no lealcanza para maldita la cosa.Apuesto, amiguito, a que ya no lequeda ni un centavo de lo del otrodía.

»—Sí, general, sí me queda.Me queda casi todo.

»—Pues si le queda —replicó— es que usted no ha hecho lo quedebe. Usted está necesitando desdehace tiempo un buen rato de alegría,de diversión; y créame: la diversióny la alegría cuestan hasta cuando nose compran. Además, mire lo que

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son las cosas: yo ya ando encavilaciones sobre un favor que hede pedirle; un favor más importante,mucho más, que estos pequeños queyo le hago, y estoy seguro de queusted no ha de negármelo.

»—¿Qué favor, general? —lepregunté, resuelto ya a dar hasta lavida por aquel hombre, el primerhombre bueno para mí con quientropezaba en el mundo.

»—Hoy no, amiguito; hoy nose lo solicitaré. Hoy diviértase yesté contento. Mañana a mí me

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tocará.»Yo no me divertí aquella

noche; al contrario, sufrí más que enninguna otra hasta entonces.Haciéndome preguntas y cálculosno logré dormir un solo minuto.¿Podría yo hacer lo que Villapensaba pedirme? La eventualidadde que me exigiera algo malo no seme ocurría. Pero sí me inquietabamucho la sola idea de quepretendiese cosas fuera de mialcance, superiores a mis fuerzas ya mi inteligencia; temía no ser

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capaz de corresponder, temíaquedar mal.

»Nuestra entrevista siguientefue muy breve. Villa empezódiciéndome, con tono persuasivo,que si yo era valiente podíaprestarle un gran favor, pero que siera cobarde, más convendría nohablar del asunto.

»—Yo no tengo miedo denada, general —le aseguré desdeluego.

»—¿Ni de hacer cosas malas,amiguito?

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»—De eso… —y vacilé enterminar la frase.

»—Claro que de eso sí,porque usted es un buen muchacho.Yo nomás se lo preguntaba para verqué respondía, pues a buen seguroque no he de pedirle nada que estémal.

»—Yo sé que usted es un buenhombre, general.

»—¡Eso, eso! De eso queríahablarle, amiguito. Usted que haescrito todos los papeles de micausa: ¿le parece justo que me tenga

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preso el gobierno?»—No, general.»—¿No es verdad que todo se

vuelve una pura intriga?»—Sí, general.»—Entonces, ¿no cree usted

bueno que yo salga de aquí por micuenta, puesto que los jueces no hande dejar que me vaya?

»—Sí, general.»—¿Y no es bueno también

que alguien me ayude en este trancedifícil?

»—Sí, general.

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»—Bueno, amiguito. Puesusted es quien va a ayudarme…Pero ya le digo: eso, siempre queusted sea valiente; si es miedoso,no.

»—Miedo no tengo, general.Haré todo lo que usted me diga.

»La duda de Villa acerca demi valor personal me produjo unefecto extraño, tan extraño que yano pensaba sino en escuchar lo queél esperaba de mí, para acometerlofuese lo que fuese.

»—Así me gusta que se hable

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—continuó—. Estamos arreglados.En primer lugar, tome este paquetey guárdelo en su escritorio, bajollave y donde nadie lo descubra.

»Al decir estas palabras sacóde entre los pliegues de su sarapeun bulto pequeño que me pasó porentre los barrotes. Yo me acerqué,lo tomé y lo metí en uno de loscajones de mi escritorio, debajo devarios papeles. Villa siguiódiciendo:

»—En ese paquete van unasseguetas, un portasierra y una bola

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de cera negra. Cuando venga ustedmañana por la tarde, arme la sierra—al pronunciar estas palabras bajóla voz y le imprimió un tono másconfidencial y más enérgica—,cierre bien las puertas y póngase,amiguito, a la obra de aserrar misbarras. El aceite de la botellita, queestá también en el paquete, es parauntar la sierra; así no se calienta nirechina. Corte primero aquí, luegoaquí —y señalaba en los travesañosde la reja—. Después de cortarbien, llene con cera las cortaduras,

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para taparlas; pero llénelas bien,que no se conozca. Pasado mañanacorte estos otros dos barrotes, enestos lugares. Fíjese bien, amiguito:aquí y aquí. Cuando acabe, tape lascortaduras, como las otras. Luego,en dos tardes más, corte en estoscuatro puntos; pero nocompletamente, sino dejando sinaserrar un poquito, para que losbarrotes no se caigan. La últimatarde vendré a verlo, y si ya haacabado de aserrar lo que le dije, lediré qué más hay que hacer. Conque

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adiós. Me voy, porque ya llevo aquíparado algún tiempo. Y a ver si esverdad que no conoce el miedo…¡Ah! Cuide de recoger bien lalimadura que se le caiga; la que nopueda pepenar con los dedos,recójala apretando la cera contra elpiso.

»A medida que Villa me fuedando aquellas instrucciones yosentí que el cuerpo se me ponía másy más frío, y que me quedaba comolelo, aunque no acertaría a decir side miedo o de emoción. Y todas las

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palabras suyas, que yo oí tanatentamente que no las he olvidadojamás, me daban vueltas en lacabeza mezcladas de modo extrañocon la figura del águila, de alashermosas y largas, que había vistopor primera vez en el billete de acien pesos bajo los focos eléctricosde la calle.

»De acuerdo con su propósito,Villa no volvió a visitarme hastapasados cuatro días. Durante éstosllevé a buen término, al pie de laletra, cuanto él me indicara. Mi

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único contratiempo fue que lasseguetas se me rompían mucho alprincipio. Cuando Villa se acercó ala reja, al oscurecer del cuarto día,me dijo con su manera tranquila desiempre:

»—¿Qué tal, amiguito? ¿Cómovan esos negocios? ¿Cómo se sientedel ánimo?

»—Todo perfectamente,general; todo según usted me dijo—le respondí, temblando deemoción y bajando la voz al gradode que casi no se me oía.

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»—Bueno, amigo, bueno —dijo, y pasó las manos con disimulopor los lugares donde los barrotesestaban cortados. Luego añadió:

»—Mañana venga a la hora decostumbre. Con mucho cuidadoacabe de aserrar los puntos pordonde los barrotes han quedadosujetos. Pero no los corte todos:nomás tres. El otro déjelo comoestá ahora, para que el pedazo de lareja se quede en su sitio. Así queusted acabe, estaré aquí de vuelta.

»La tarde siguiente vino Villa

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a poco de que terminara yo deaserrar tres de las espigas que aúnmantenían fijos los barrotes. Mepreguntó si había concluido. Le dijeque sí. Entonces, con una de lasmanos, empujó hacia dentro elcuadro de la reja que estabacortado, el cual se dobló con granfacilidad y quedó vuelto haciaarriba y prendido apenas por uno desus ángulos. En seguida, a travésdel hueco, me dio Villa un bulto deropa que traía en la otra mano,oculto bajo el sarape. Miró después

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a ambos lados del pasillo; se metióde súbito por el agujero; forzó otravez el pedazo de la reja, paracolocarlo en su posición original, yen un rincón de la oficina se mudóel vestido rápidamente. Se pusootro sombrero. Se lo caló. En lugardel sarape se echó una capa sobrelos hombros. Se embozó en ella. Ycuando hubo terminado, me dijo.

»—Ahora, amiguito, vámonospronto. Usted camine por delante yyo lo sigo. No se asuste de nadanomás, ni se pare, pase lo que pase.

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»Tan grande fue mi miedo, queno sé cómo eché a andar. Porfortuna, los pasillos y escalerasestaban medio a oscuras. Al ir adesembocar en el corredor queconduda a la puerta, vi, a unoscuantos pasos, al oficial de guardia,que caminaba hacia nosotros ensentido contrario. La sangre se mefue al corazón, y no sabiendo quéhacer, me detuve. Villa, sinembargo, siguió andando; pasó a milado al mismo tiempo que el oficialy saludó a éste con admirable

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aplomo:»—Buenas tardes, jefe —dijo

con voz ronca y firme.»Al ver yo que el oficial

pasaba de largo, me repuse y seguía Villa a corta distancia. En la calleme le reuní y juntos seguimosadelante.

»—¡Ah, qué amigo éste! —medijo Villa así que pudimos hablar—. Pues ¿no le aconsejé que no separara ni tuviera miedo por nadadel mundo?

»Rodeando calles fuimos

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hacia el Zócalo, y mientrascaminábamos hacia allá, Villa sepuso a convencerme de que debíahuir con él.

»—¿Usted quiere que no lepase nada? —me preguntó.

»—Por supuesto, general.»—Bueno, entonces véngase

conmigo. Si no, mañana mismo lometen preso. Conmigo esté segurode que no lo agarran. Por su mamá ysus hermanitos no se apure; ya lesavisaremos a tiempo y lesmandaremos lo necesario.

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»En el Zócalo tomamos unautomóvil. Villa le dijo al choferque nos llevara a Tacubaya. Allínos apeamos un rato y nosacercamos a una casa, como paraentrar en ella. Luego regresamos alcoche.

»—Oiga, amigo —le dijoVilla al chofer—: la persona queveníamos buscando salió estamañana para Toluca. Nos urgeverla. ¿Quiere llevarnos allá? Lepagaremos bien, siempre que nopida demasiado.

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»El chofer convino en hacer elviaje después de muchos regateospor parte de Villa. Y ya en Toluca,conforme lo liquidaba, Villa ledijo:

»—Aquí tiene lo queconcertamos. Pero, aparte de eso, levoy a dar estos diez pesos más,para que pasado mañana regresepor nosotros. Lo esperaremos enestos mismos portales. Si no viene,usted se lo pierde, amigo. Si viene,le pagaremos mejor que hoy.

»—¿Pero vamos a volver a

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México, general? —le pregunté aVilla cuando estuvimos solos.

»—No, amiguito. Nosotros nosvamos ahora a Manzanillo porferrocarril. Allí nos embarcaremospara Mazatlán. Y de Mazatlánseguiremos por tren hasta losEstados Unidos. Le di el dinero alchofer, diciéndole que volviera,para que de ese modo la policía, silo coge y le pregunta, no sospecheque éramos nosotros los queveníamos en el auto. Por esotambién estuve regateando el

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precio».

* * *

Meses después, al iniciarse larevolución constitucionalista, lehabía dicho Villa a CarlitosJáuregui: «Cuando tome yo CiudadJuárez, amiguito, le voy a regalarlos quinos en premio de lo que hizopor mí». Y, en efecto, Jáureguiusufructuaba ahora los famososquinos. Se los había regalado Villaal otro día de la brillante maniobra

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que permitió a la División delNorte apoderarse de la ciudadfronteriza y conservarla como cosapropia. Los tales quinos eran, pordecirlo de algún modo, el lado másinocente del sistema de juegos deazar con que contaba CiudadJuárez. El lado menos inocente eranel póker, la ruleta, los albures. Esteúltimo lo había confiado Villa a suhermano Hipólito.

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2

La fiesta de las balas

Atento a cuanto se decía de Villa yel villismo, y a cuanto veía a mialrededor, a menudo me preguntabayo en Ciudad Juárez qué hazañas

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serían las que pintaban más a fondola División del Norte: si las que sesuponían estrictamente históricas, olas que se calificaban delegendarias; si las que se contabancomo algo visto dentro de la másescueta realidad, o las que traían yatangibles, con el toque de laexaltación poética, las revelacionesesenciales. Y siempre eran lasproezas de este segundo orden lasque se me antojaban más verídicas,las que, a mi juicio, eran másdignas de hacer Historia.

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Porque, ¿dónde hallar, pongopor caso, mejor pintura de RodolfoFierro —y Fierro y el villismo eranespejos contrapuestos, modos deser que se reflejaban infinitamenteentre sí— que en el relato queponía a aquél ante mis ojos,después de una de las últimasbatallas, entregado a consumar, confantasía tan cruel como creadora deescenas de muerte, las terriblesórdenes de Villa? Verlo así eracomo sentir en el alma el roce deuna tremenda realidad cuya huella

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se conservaba para siempre.

* * *

Aquella batalla, fecunda en todo,había terminado dejando en manosde Villa no menos de quinientosprisioneros. Villa mandó separarlosen dos grupos: de una parte losvoluntarios orozquistas a quienesllamaban colorados; de la otra, losfederales. Y como se sentía yabastante fuerte para actos degrandeza, resolvió hacer un

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escarmiento con los prisioneros delprimer grupo, mientras se mostrababenigno con los otros. A loscolorados se les pasaría por lasarmas antes de que oscureciese; alos federales se les daría a elegirentre unirse a las tropasrevolucionarias o bien irse a suscasas mediante la promesa de novolver a hacer armas contra lacausa constitucionalista.

Fierro, como era de esperar,fue el encargado de la ejecución, ala cual dedicó desde luego la eficaz

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diligencia que tan buen camino leauguraba ya en el ánimo de Villa, o,según decía él: de «su jefe».

Declinaba la tarde. La genterevolucionaria, tras de levantar elcampo, iba reconcentrándoselentamente en torno del humildepueblecito que había sido objetivode la acción. Frío y tenaz, el vientode la llanura chihuahuenseempezaba a despegar del suelo yapretaba los grupos de jinetes y deinfantes: unos y otros se acogían alsocaire de las casas. Pero Fierro —

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a quien nunca detuvo nada ni nadie— no iba a rehuir un airecillofresco que a lo sumo barruntaba lahelada de la noche. Cabalgó en sucaballo de anca corta, contra cuyopelo oscuro, sucio por el polvo dela batalla, rozaba el borde delsarape gris. Iba al paso. El viento ledaba de lleno en la cara, mas él notrataba de evitarlo clavando labarbilla en el pecho ni levantandolos pliegues del embozo. Llevabaenhiesta la cabeza, arrogante elbusto, bien puestos los pies en los

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estribos y elegantemente dobladaslas piernas entre los arreos decampaña sujetos a los tientos de lamontura. Nadie lo veía, salvo ladesolación del llano y uno que otrosoldado que pasaba a distancia.Pero él, acaso inconscientemente,arrendaba de modo que el animalhiciera piernas como para lucirseen un paseo. Fierro se sentía feliz:lo embargaba el placer de lavictoria —de la victoria, en quenunca creía hasta consumarse lacompleta derrota del enemigo—, y

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su alegría interior le afloraba ensensaciones físicas que tomabangrato el hostigo del viento y elandar del caballo después dequince horas de no apearse. Sentíacomo caricia la luz del sol —sol untanto desvaido, sol prematuramenteenvuelto en tormentosos yencendidos fulgores.

Llegó al corral donde teníanencerrados, como rebaño de reses,a los trescientos prisioneroscolorados condenados a morir, y sedetuvo un instante a mirar por sobre

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las tablas de la cerca. Por suaspecto, aquellos trescientoshuertistas hubieran podido pasarpor otros tantos revolucionarios.Eran de la fina raza de Chihuahua:altos los cuerpos, sobrias lascarnes, robustos los cuellos, bienconformados los hombros sobreespaldas vigorosas y flexibles.Fierro consideró de una ojeada elpequeño ejército preso, lo aprecióen su valor militar —y en su valer— y sintió una pulsación rara, unestremecimiento que le bajaba

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desde el corazón, o desde la frente,hasta el índice de la mano derecha.Sin quererlo, la palma de esa manofue a posarse en las cachas de lapistola.

—Batalla, ésta —pensó.Indiferentes a todo, los

soldados de caballería quevigilaban a los prisioneros no sefijaban en él. A ellos no lespreocupaba más que la molestia deestar montando una guardia fatigosa—guardia incomprensible despuésde la excitación del combate— que

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les exigía tener lista la carabina,cuya culata apoyaban en el muslo.De cuando en cuando, si algúnprisionero parecía apartarse, lossoldados apuntaban con aireresuelto y, de ser preciso, hacíanfuego. Una onda rizaba entonces elperímetro informe de la masa deprisioneros, los cuales sereplegaban para evitar el tiro. Labala pasaba de largo o derribaba aalguno.

Fierro avanzó hasta la puertadel corral; gritó a un soldado, que

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vino a descorrer las trancas, yentró. Sin quitarse el sarape desobre los hombros echó pie a tierra.El salto le deshizo el embozo. Teníalas piernas entumecidas decansancio y de frío: las estiró. Seacomodó las dos pistolas. Se pusoluego a observar despacio ladisposición de los corrales y susdiversas divisiones. Dio variospasos hasta una de las cercas, sinsoltar la brida. Pasó ésta, paradejar sujeto el caballo, por entre lajuntura de dos tablas. Sacó de las

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cantinas de la silla algo que semetió en los bolsillos de lachaqueta, y atravesó a pocadistancia de los prisioneros.

Los corrales eran tres,comunicados entre sí por puertasinteriores y callejones angostos.Del que ocupaban los colorados,Fierro pasó, deslizando el cuerpoentre las trancas de la puerta, al deen medio; en seguida, al otro. Allíse detuvo. Su figura, grande yhermosa, irradiaba un aura extraña,algo superior, algo prestigioso y a

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la vez adecuado al triste abandonodel corral. El sarape había venidoresbalándole del cuerpo hastaquedar pendiente apenas de loshombros: los cordoncillos de laspuntas arrastraban por el suelo. Susombrero, gris y ancho de ala, seteñía de rosa al recibir de soslayola luz poniente del sol. Vuelto deespaldas, los prisioneros lo veíandesde lejos, a través de las cercas.Sus piernas formaban compáshercúleo y destellaban; el cuero desus mitasas brillaba en la luz del

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atardecer.A unos cien metros, por la

parte exterior a los corrales, estabael jefe de la tropa encargada de losprisioneros. Fierro lo vio y leindicó a señas que se acercara. Eloficial cabalgó hasta el sitio de lacerca más próxima a Fierro. Éstecaminó hacia él. Hablaron. Pormomentos, conforme hablaban,Fierro fue señalando diversospuntos del corral donde seencontraba y del corral contiguo.Después describió, moviendo la

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mano, una serie de evoluciones querepitió el oficial como con ánimode entender mejor. Fierro insistiódos o tres veces en una maniobra alparecer muy importante, y eloficial, seguro de las órdenes,partió al galope hacia dondeestaban los prisioneros.

Entonces tornó Fierro al centrodel corral, atento otra vez al estudiode la disposición de las cercas ydemás detalles. Aquel corral era elmás amplio de los tres y, segúnparecía, el primero en orden —el

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primero con relación al pueblo—.Tenía en dos de sus lados sendaspuertas hacia el campo: puertas detrancas más estropeadas —pormayor uso— que las de los corralesposteriores, pero de maderos másfuertes. En otro lado se abría lapuerta que daba al corral inmediato,y el lado último no era una simplecerca de tablas, sino tapia deadobes, de no menos de tres metrosde altura. La tapia mediría comosesenta metros de largo, de loscuales veinte servían de fondo a un

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cobertizo o pesebre, cuyo tejadobajaba de la barda y se asentaba, deuna parte, en los postes,prolongados, del extremo de una delas cercas que lindaban con elcampo, y de la otra, en una pared,también de adobe, que salíaperpendicularmente de la tapia yavanzaba cosa de quince metroshacia los medios del corral. De estasuerte, entre el cobertizo y la cercadel corral próximo venía a quedarun espacio cerrado en dos de suslados por paredes macizas. En

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aquel rincón, el viento de la tardeamontonaba la basura y hacía sonarcon ritmo anárquico, golpeándolocontra el brocal de un pozo, un cubode hierro. Del brocal del pozo seelevaban dos palos toscos,terminados en horqueta, sobre loscuales se atravesaba otro más, ydesde éste pendía una garrucha concadena, que sonaba también movidapor el viento. En lo más alto de unade las horquetas, un pájaro grande,inmóvil, blanquecino, se confundíacon las puntas torcidas del palo

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seco.Fierro se hallaba a cincuenta

pasos del pozo. Detuvo un segundola vista sobre la quieta figura delpájaro, y, como si la presencia deéste encajara a pelo en susreflexiones, sin cambiar deexpresión, ni de postura, ni degesto, sacó la pistola lentamente. Elcañón del arma, largo y pulido, setransformó en dedo de rosa a la luzponiente del sol. Poco a poco elgran dedo fue enderezándose hastaseñalar en dirección del pájaro.

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Sonó el disparo —seco y diminutoen la inmensidad de la tarde— y elanimal cayó al suelo. Fierro volvióla pistola a la funda.

En aquel momento un soldado,trepando a la cerca, saltó dentro delcorral. Era el asistente de Fierro.Había dado el brinco desde tan altoque necesitó varios segundos paraerguirse otra vez. Al fin lo hizo ycaminó hacia donde estaba su amo.Fierro le preguntó, sin volver lacara:

—¿Qué hubo con ésos? Si no

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vienen pronto, se hará tarde.—Parece que ya vienen «ai»

—contesto el asistente.—Entonces, tú ponte allí. A

ver, ¿qué pistola traes?—La que usted me dio, mi

jefe. La mitigüeson.—Dácala pues, y toma estas

cajas de parque. ¿Cuántos tirosdices que tienes?

—Unas quince docenas, conlos que he arrejuntado hoy, mi jefe.Otros hallaron hartos, yo no.

—¿Quince docenas?… Te dije

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el otro día que si seguías vendiendoel parque para emborracharte iba ameterte una bala en la barriga.

—No, mi jefe.—No mi jefe, qué.—Que me embriago, mi jefe,

pero no vendo el parque.—Pues cuidadito, porque me

conoces. Y ahora ponte vivo paraque me salga bien esta ancheta. Yodisparo y tú cargas las pistolas. Yoye bien esto que te voy a decir: sipor tu culpa se me escapa unosiquiera de los colorados, te

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acuesto con ellos.—¡Ah, qué mi jefe!—Como lo oyes.El asistente extendió su

frazada sobre el suelo y vació enella las cajas de cartuchos queFierro acababa de darle. Luego sepuso a extraer uno a uno los tirosque traía en las cananas de lacintura. Quería hacerlo tan de prisa,que se tardaba más de la cuenta.Estaba nervioso, los dedos se leembrollaban.

—¡Ah, qué mi jefe! —seguía

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pensando para sí.Mientras tanto, tras de la cerca

que limitaba el segundo corralfueron apareciendo algunossoldados de la escolta. Montados acaballo, medio busto les sobresalíadel borde de las tablas. Muchosotros se distribuyeron a lo largo delas dos cercas restantes.

Fierro y su asistente eran losúnicos que estaban dentro delcorral: Fierro, con una pistola en lamano y el sarape caído a los pies;el asistente, en cuclillas, ordenando

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sobre su frazada las filas decartuchos.

* * *

El jefe de la escolta entró a caballopor la puerta que comunicaba con elcorral contiguo y dijo:

—Ya tengo listos los primerosdiez. ¿Te los suelto?

Respondió Fierro:—Sí, pero antes entéralos bien

del asunto: en cuanto asomen por lapuerta yo empezaré a dispararles;

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los que lleguen a la barda y lasalten quedan libres. Si alguno noquiere entrar, tú métele bala.

Volvióse el oficial por dondehabía venido, y Fierro, pistola enmano, se mantuvo alerta, fijos losojos en el estrecho espacio pordonde los prisioneros iban airrumpir. Se había situado bastantepróximo a la valla divisoria paraque, al hacer fuego, las balas noalcanzaran a los colorados quetodavía estuviesen del lado de allá:quería cumplir lealmente lo

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prometido. Pero su proximidad alas tablas no era tanta que losprisioneros, así que empezase laejecución, no descubriesen, en elacto mismo de trasponer la puerta,la pistola que les apuntaría a veintepasos. A espaldas de Fierro, el solponiente convertía el cielo enluminaria roja. El viento seguíasoplando.

En el corral donde estaban losprisioneros creció el rumor devoces —voces que los silbos delviento destrozaban, voces como de

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vaqueros que arrearan ganado—.Era difícil la maniobra de hacerpasar del corral último al corral deenmedio a los trescientos hombrescondenados a morir en masa; elsuplicio que los amenazaba hacíaencresparse su muchedumbre consacudidas de organismo histérico.Se oía gritar a la gente de laescolta, y, de minuto en minuto, losdisparos de carabina recogían lasvoces, que sonaban en la oquedadde la tarde como chasquido en lapunta de un latigazo.

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De los primeros prisionerosque llegaron al corral intermedio,un grupo de soldados segregó diez.Los soldados no bajaban deveinticinco. Echaban los caballossobre los presos para obligarlos aandar; les apoyaban contra la carnelas bocas de las carabinas.

—¡Traidores! ¡Jijo’s de larejija! ¡Ora vamos a ver qué talcorren y brincan! ¡Eche usté p’allá,traidor!

Y así los hicieron avanzarhasta la puerta de cuyo otro lado

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estaban Fierro y su asistente. Allí laresistencia de los colorados seacentuó; pero el golpe de loscaballos y el cañón de las carabinaslos persuadieron a optar por el otropeligro, por el peligro de Fierro,que no estaba a un dedo dedistancia, sino a veinte pasos.

Tan pronto como aparecierondentro de su visual, Fierro lossaludó con extraña frase —frase aun tiempo cariñosa y cruel, deironía y de esperanza:

—¡Ándenles, hijos: que nomás

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yo tiro y soy mal tirador!Ellos brincaban como cabras.

El primero intentó abalanzarsesobre Fierro, pero no había dadotres saltos cuando cayó acribilladoa tiros por los soldados dispuestosa lo largo de la cerca. Los otroscorrieron a escape hacia la tapia:loca carrera que a ellos lesparecería como de sueño. Al ver elbrocal del pozo, uno quisorefugiarse allí: la bala de Fierro loalcanzó el primero. Los demássiguieron alejándose; pero uno a

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uno fueron cayendo —en menos dediez segundos, Fierro disparó ochoveces—; y el último cayó al tocarcon los dedos los adobes que porun extraño capricho separaban enese momento la región de la vida dela región de la muerte. Algunoscuerpos dieron aún señales de vida;los soldados, desde su sitio, tiraronsobre ellos para rematarlos.

Y vino otro grupo de diez, yluego otro, y otro, y otro. Las trespistolas de Fierro —dos suyas, laotra de su asistente— se turnaban

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en la mano homicida con ritmoperfecto. Cada una disparaba seisveces —seis veces sin apuntar, seisveces al descubrir— y caía despuésencima de la frazada. El asistentehacía saltar los casquillosquemados y ponía otros nuevos.Luego, sin cambiar de postura,tendía hacia Fierro la pistola, elcual la tomaba casi al soltar la otra.Los dedos del asistente tocaban lasbalas que segundos despuéstenderían sin vida a los prisioneros;pero él no levantaba los ojos para

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ver a los que caían; toda suconciencia parecía concentrarse enla pistola que tenía entre las manosy en los tiros, de reflejos de oro yplata, esparcidos en el suelo. Dossensaciones le ocupaban lo hondode su ser: el peso frío de loscartuchos que iba metiendo en losorificios del cilindro y el contactode la epidermis lisa y cálida delarma. Arriba, por sobre su cabeza,se sucedían los disparos con que sujefe se entregaba al deleite de hacerblanco.

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El angustioso huir de losprisioneros en busca de la tapiasalvadora —fuga de la muerte enuna sinfonía espantosa, donde lapasión de matar y el ansiainagotable de vivir luchaban comotemas reales— duró cerca de doshoras, irreal, engañoso, implacable.Ni un instante perdió Fierro elpulso o la serenidad. Tiraba sobreblancos móviles y humanos, sobreblancos que daban brincos ytraspiés entre charcos de sangre ycadáveres en posturas

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inverosímiles, pero tiraba sin másemoción que la de errar o acertar.Calculaba hasta la desviación de latrayectoria por efecto del viento, yde un disparo a otro la corregía.

Algunos prisioneros, poseídosde terror, caían de rodillas altrasponer la puerta: la bala losdoblaba. Otros bailaban danzagrotesca al abrigo del brocal delpozo hasta que la bala los curaba desu frenesí o los hacía caer heridospor la boca del hoyo. Casi todos seprecipitaban hacia la pared de

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adobes y trataban de escalarlatrepando por los montones decuerpos entrelazados, calientes,húmedos, humeantes: la bala losparalizaba también. Algunoslograban clavar las uñas en la bardade tierra, pero sus manos, agitadaspor intensa ansiedad de vida, setomaban de pronto en manosmoribundas.

Hubo un momento en que laejecución en masa se envolvió enun clamor tumultuoso dondedescollaban los chasquidos secos

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de los disparos, opacados por lainmensa voz del viento. De un ladode la cerca gritaban los que huíande morir y morían al cabo; de otro,los que se defendían del empuje delos jinetes y hacían por romper elcerco que los estrechaba hasta lapuerta terrible. Y al griterío de unosy otros se sumaban las voces de lossoldados distribuidos en elcontorno de las cercas. Ellos habíanido enardeciéndose con el alborotode los disparos, con la destreza deFierro y con los lamentos y el

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accionar frenético de los quemorían. Saludaban conexclamaciones de regocijo lavoltereta de los cuerpos al caer:vociferaban, gesticulaban, reían acarcajadas al hacer fuego sobre losmontones de carne humana, dondeadvertían el menor indicio de vida.

El postrer pelotón de losajusticiados no fue de diezvíctimas, sino de doce. Los docesalieron al corral de la muerteatropellándose entre sí, procurandocada uno cubrirse con el grupo de

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los demás, a quien trataban deadelantarse en la horrible carrera.Para avanzar hacían corcovos sobrelos cadáveres hacinados; pero labala no erraba por eso: conprecisión siniestra iba tocándolosuno tras otro y los dejaba a mediocamino de la tapia —abiertosbrazos y piernas— abrazados almontón de sus hermanos inmóviles.Uno de ellos, sin embargo, elúltimo que quedaba con vida, logróllegar hasta la barda misma ysalvarla… El fuego cesó de repente

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y el tropel de soldados se agolpó enel ángulo del corral inmediato paraver al fugitivo.

Pardeaba la tarde. La miradade los soldados tardó enacostumbrarse al parpadeointerferente de las dos luces. Depronto no vieron nada. Luego, allálejos, en la inmensidad de la llanuramedio en la sombra, fue cobrandoprecisión un punto móvil, un cuerpoque corría. Tanto se doblaba elcuerpo al correr, que por momentosse le hubiera confundido con algo

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rastreante a flor de suelo.Un soldado apuntó:—Se ve mal —dijo, y disparó.La detonación se perdió en el

viento del crepúsculo. El puntosiguió su carrera.

* * *

Fierro no se había movido de susitio. Rendido el brazo, lo tuvolargo tiempo suelto hacia el suelo.Luego notó que le dolía el índice ylevantó la mano hasta los ojos: en

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la semioscuridad comprobó que eldedo se le había hinchadoligeramente; lo oprimió conblandura entre los dedos y la palmade la otra mano. Y así estuvo,durante buen espacio de tiempo,entregado todo él a la dulzura de unmasaje moroso. Por fin, se inclinópara recoger del suelo el sarape,del cual se había desembarazadodesde los preliminares de laejecución. Se lo echó sobre loshombros y caminó para acogerse alsocaire del cobertizo. A los pocos

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pasos se detuvo y dijo al asistente:—Así que acabes, tráete los

caballos.Y siguió andando.El asistente juntaba los

cartuchos quemados. En el corralcontiguo, los soldados de la escoltadesmontaban, hablaban,canturreaban. El asistente losescuchaba en silencio y sin levantarla cabeza. Después se irguió conlentitud. Cogió la frazada por lascuatro puntas y se la echó a laespalda: los casquillos vacíos

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sonaron dentro con sordocascabeleo.

Había anochecido. Brillabanalgunas estrellas. Brillaban laslucecitas de los cigarros al otrolado de las tablas de la cerca. Elasistente rompió a andar con pasodébil, y así fue, medio a tientas,hasta el último de los corrales, y deallá regresó a poco trayendo de labrida los caballos —el de su amo yel suyo—, y, sobre uno de loshombros, la mochila de campaña.

Se acercó al pesebre. Sentado

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sobre una piedra, Fierro fumaba enla oscuridad. En las juntas de lastablas silbaba el viento.

—Desensilla y tiéndeme lacama —ordenó Fierro—; noaguanto el cansancio.

—¿Aquí en este corral, mijefe?… ¿Aquí?…

—Sí, aquí.Hizo el asistente como le

ordenaban. Desensilló y tendió lasmantas sobre la paja, arreglandocon el maletín y la montura unaespecie de cabezal. Minutos

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después de tenderse allí, Fierro sequedó dormido.

El asistente encendió sulinterna, dio grano a los animales ydispuso lo necesario para quepasaran bien la noche. Luego apagóla luz, se envolvió en su frazada yse acostó a los pies de su amo. Peroun momento después se incorporóde nuevo, se hincó de rodillas y sepersignó. En seguida volvió atenderse en la paja.

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* * *

Pasaron seis, siete horas. Habíacaído el viento. El silencio de lanoche se empapaba en luz de luna.De tarde en tarde sonaba próximoel estornudo de algún caballo.Brillaba el claro lunar en laabollada superficie del cubo delpozo y hacía sombras precisas altropezar con todos los objetos: contodos, menos con los montones decadáveres. Éstos se hacinaban,enormes en medio de tanta quietud,

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como cerros fantásticos, cerros deformas confusas, incomprensibles.

El azul plata de la noche sederramaba sobre los muertos comola más pura luz. Peroinsensiblemente aquella luz denoche fue convirtiéndose en voz,también irreal y nocturna. La voz sehizo distinta: era una voz apenasperceptible, apagada, doliente,moribunda, pero clara en su tenuecontorno como las sombras que laluna dibujaba sobre las cosas.Desde el fondo de uno de los

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montones de cadáveres la vozparecía susurrar:

—Ay…Luego calló, y el azul de plata

de la noche volvió a ser sólo luz.Mas la voz se oyó de nuevo:

—Ay… Ay…Fríos e inertes desde hacía

horas, los cuerpos apilados en elcorral seguían inmóviles. Los rayoslunares se hundían en ellos como enuna masa eterna. Pero la voz tomó:

—Ay… Ay… Ay…Y este último ay llegó hasta el

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sitio donde Fierro dormía e hizoque la conciencia del asistentepasara del olvido del sueño a lasensación de oír. El asistenterecordó entonces la ejecución delos trescientos prisioneros, y elsolo recuerdo lo dejó quieto sobrela paja, entreabiertos los ojos ytodo él pendiente del lamento de lavoz, pendiente con las potenciasíntegras de su alma.

—Ay… Por favor…Fierro se agitó en su cama…—Por favor… agua…

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Fierro despertó y prestóoído…

—Por favor… agua…Entonces Fierro alargó un pie

hasta su asistente.—¡Eh, tú! ¿No oyes? Uno de

los muertos está pidiendo agua.—¿Mi jefe?—¡Que te levantes y vayas a

darle un tiro a ese jijo de la tiznadaque se está quejando! ¡A ver si medeja dormir!

—¿Un tiro a quién, mi jefe?—A ese que pide agua,

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¡imbécil! ¿No entiendes?—Agua, por favor —repetía la

voz.El asistente tomó la pistola de

debajo de la montura y,empuñándola, se levantó y salió delpesebre en busca de los cadáveres.Temblaba de miedo y de frío. Unocomo mareo del alma loembargaba.

A la luz de la luna buscó.Cuantos cuerpos tocaba estabanyertos. Se detuvo sin saber quéhacer. Luego disparó sobre el punto

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de donde parecía venir la voz: lavoz se oyó de nuevo. El asistentetornó a disparar: se apagó la voz.

La luna navegaba en el mar sinlímites de su luz azul. Bajo el techodel pesebre, Fierro dormía.

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Segundaparte

En la hora del triunfo

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Libroprimero

Camino de México

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1

Villismo y carrancismo

Largos meses de estancia enChihuahua se tradujeron para mí enun gradual alejamiento —gradual yvoluntario— de la facción que iba

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formándose en torno de Carranza ysus incondicionales. La facciónopuesta —rebelde dentro de larebeldía: descontentadiza, libérrima— representaba un sentido de laRevolución con el cual me sentíamás espontáneamente en contacto.En este segundo núcleo seagrupaban ya, por mera selecciónsimpática, Maytorena, Cabral,Ángeles, Escudero, Díaz Lombardo,Silva, Vasconcelos, Puente,Malváez y todos aquellos queaspiraban a conservar a la

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Revolución su carácter democráticoe impersonal —anticaudillesco—,para que a la vuelta de dos o tresaños no viniera a convertirse ensimple instrumento de otraoligarquía, ésta quizá más ignorantee infecunda que la porfirista.Ciertamente, yo no veía cómodaríamos cima a tamaña empresa;aquello me parecía más biendificilísimo, improbable: tanimprobable para obrar de unpequeño grupo, así estuviereresuelto a luchar hasta lo último

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contra todos los personalismosambiciosos y corruptores, cuantofácil hubiera sido como empeñoinstintivo de una unanimidadrevolucionaria bien ordenada. Perotambién era verdad que ya había yopercibido en Sonora, con evidenciaperfecta, que la Revolución iba,bajo la jefatura de Carranza, alcaudillaje mas sin rienda ni freno.Y esto me bastaba para buscar lasalvación por cualquiera otra parte.

El simple hecho de que todo elgrupo enemigo de Carranza se

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acogiese al arrimo militar de Villapodía interpretarse ya, si no comoel anuncio de nuestra derrota futura,sí como la expresión del conflictointerno que amenazaba al impulsorevolucionario en sus más noblesaspiraciones. Porque Villa erainconcebible como bandera de unmovimiento purificador oregenerador, y aun como fuerzabruta se acumulaban en él talesdefectos, que su contacto suponíamayores dificultades y riesgos queel del más inflamable de los

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explosivos. Mas siendo eso cierto,también lo era que sólo loselementos militares dominados porél quedaban disponibles para veniren auxilio de nuestras ideas. El otrogran ganador de batallas, Obregón(Ángeles, sin tropas propiamentesuyas, sumaba su destino al deVilla), se desviaba por la senda delnuevo caudillismo. De modo que,para nosotros, el futuro movimientoconstitucionalista se compendiabaen esta interrogación enorme: ¿seríadomeñable Villa, Villa que parecía

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inconsciente hasta paraambicionar?, ¿subordinaría sufuerza arrolladora a la salvación deprincipios para él acasoinexistentes o incomprensibles?

Porque tal era el dilema: oVilla se somete, aun nocomprendiéndola, a la idea de laRevolución, y entonces él y laverdadera revolución vencen, oVilla no sigue sino sus instintosciegos, y entonces, él y laRevolución fracasan. Y en torno deese dilema iba a girar el torbellino

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revolucionario en la hora deltriunfo.

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2

Noche de Coatzacoalcos

Próxima la caída de VictorianoHuerta, Villa nos comisionó alcoronel Carlos Domínguez y a mípara que estuviésemos en la ciudad

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de México durante la entrada de lastropas constitucionalistas y paraque después lo presentáramos cercadel Primer Jefe. La ruptura derelaciones entre éste y Villa dabatintes demasiado azarosos a aquellacomisión. Eso no obstante,Domínguez y yo la aceptamos —como antes habíamos aceptadocosas más difíciles o peligrosas—y salimos de El Paso, Texas, haciala capital de la República, por laruta de Cayo Hueso y La Habana.

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* * *

Diez días después de nuestrallegada a Cuba nos embarcamos enel María Cristina para Veracruz.Tenía aquel viaje varios puntososcuros, y uno era el peligro de quenos aprehendiesen al hacer escalael buque en Puerto México, lugarocupado aún por las tropashuertistas. Pero como esperar mástampoco nos pareció prudente,resolvimos proseguir la marcha,temerosos de no llegar a la capital a

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tiempo para cumplir lasinstrucciones del general Villa.

¡Con cuánto dolor nosarrancamos de en medio de nuestraexistencia habanera, tan inesperada,tan grata, tan muelle después de lasagitaciones políticas de los mesesanteriores! Menocal, el hermano delPresidente de Cuba, y ArturoGrande, el arquitecto amigo deDomínguez, habían conseguidohacer de nuestro paso por su bellopaís una ilimitada perspectiva dehoras amables. Ya estaba yo en el

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barco, y todavía sentía sobre mí lacaricia de la generosa hospitalidad;ya navegábamos en mar abierto, yaún palpaba en mi entorno laatmósfera de los días perfectos:casas azules, casas aperladas, casasclaras del Vedado; zaguanesumbríos, con piso de mosaico yzócalo de azulejos, en cuyo otroextremo se iniciaban, luminosos,patios medio andaluces, demecedoras blancas y tiestoscargados de flores; mañanasmagníficas del Yacht Club, entre

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hermosas bañistas —las másbonitas mujeres que nacen enAmérica— y bajo un sol de vida yde lumbre; paseos vespertinos en elMalecón, con los ojos fijos en elañil del mar, mar intenso cualninguno; y así todo lo otro, todo enel mismo grado de calidad supremay sápida, hasta lo vulgar, como loslangostinos de la acera del HotelTelégrafo y los helados de frutas enel Prado, y hasta lo humilde, comolas aguas de coco o de guanábanatomadas a la sombra de puestos

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callejeros.

* * *

Contra nuestros temores, en PuertoMéxico no nos ocurrió ningúnpercance grave. Y esto, a pesar deque la vista de la tierra mexicananos agitó de tal modo el alma queno supimos resistir la tentación debajar al suelo patrio la noche que elbuque estuvo allí atracado almuelle.

Para consumar aquella

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pequeña hazaña de furor patriótico—o de nostalgia súbita yretrospectiva— Domínguezdiscurrió que nos disfrazáramosconvenientemente. ¿Cómo? Demarinos españoles. La cosa no fuedifícil gracias a la ayuda gentil dedos oficiales con quienes habíamosintimado a bordo y que nosprestaron, con audacia, parte de suropa. ¿De qué jerarquía naval meinvestí yo al meterme dentro de unhermoso uniforme de anclas ydorados? No lo recuerdo. Pero el

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hecho es que en esa ocasión entréen territorio mexicanometamorfoseado de una guisa que amí me parecía fantástica.

Ya era tarde cuandocaminamos con andares marinostoda la longitud del muelle y fuimosadentrándonos por el pueblo. Lascalles estaban negras, solas, tristes.La moribunda animación inmediataal puerto se extinguía a los pocospasos, tras de parpadear, comollama que se apaga, en corros, másy más raros, de gentes que

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conversaban, sentadas en familia, ala puerta de sus hogares.

Por fin, en una plazoleta vimosunos tinglados que lograban retener,bajo el resplandor de sus lucesmelancólicas, algunos pequeñosgrupos de hombres y mujeres. Allános acercamos. Se trataba, alparecer, de una feria. Había unpuesto de lotería, admirablementedecorado, de una maneraespontánea, con filas de jarros, devasos, de platos, de juguetes deloza y vidrio. Había dos o tres

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ruletas rudimentarias; tres mesas denaipes y dados; un puesto donde setiraban argollas sobre unas tablassembradas de monedas, y un malfigón ambulante.

Domínguez y yo nos detuvimosfrente al puesto de las argollas conauténtica curiosidad de forasteros.Diez o quince individuos deaspecto estrafalario despilfarrabanallí su dinero, jaleados por eldueño del puesto y su mujer. Ésta,sobre todo, parecía tener un enormepoder persuasivo para convertir en

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actores a los espectadores simples,pues era la que más monedas decobre extraía de todos los bolsillos.Descollaba entre los que jugaban unhombre joven, de camisa amarilla,sin chaqueta, sin cuello, sin corbata,de pantalón blanco, polainasnegras, pistola en la cadera y cintorepleto de cartuchos. Estabajugando con verdaderoencarnizamiento, con furia, pero tantorpemente, que todas las argollas,apenas salidas de su mano,brincaban sobre la roja tela de las

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monedas con mayor brío que sifueran de goma.

El juego aquel, aunque difícilen extremo, parecía facilísimo aprimera vista. A los tres minutos demirar, Domínguez y yo ya teníamosargollas en la mano y nosensayábamos a nuestra costa.Domínguez, resuelto a ganarse algo,tiraba con gran cuidado: trataba dedescubrir una técnica, esbozabamétodos, los cambiaba. Yo, quetenía por algo menos que imposibleel prodigio de circunscribir

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cualquiera de las monedas en unaargolla, tiraba por tirar. Y así fuecomo uno de mis tiros se quedó,casualmente, sobre un décimo deplata. Sorprendidos los feriantespor habilidad tamaña, el juego seinterrumpió unos segundos. Lamujer del puesto se acercó a mí yme entregó, sonriendo, el dineroque había yo ganado, y, entretanto,el hombre de la camisa amarilla yla pistola estuvo mirándome, miró aDomínguez y se volvió después adecir algo, en voz baja, al

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compañero que tenía cerca.Minutos después, jugando con

la misma indiferencia, volví aacertar. Pero ahora la casualidadllevó la argolla de la suerte haciauna moneda de veinticincocentavos, ya no de diez. Hubo gransensación. La mujer se acercó denuevo a pagarme, aunque ya nosonriendo como antes, sino devisible mala gana. Y el de lapistola, tras de fijar en mi la vistauna vez más, ahora con algunaimpertinencia, dijo a su amigo en

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voz bastante alta para que looyésemos:

—¡Habían de ser gachupines!No nos costó trabajo

interpretar tales palabras. Eraevidente que, en parte por nuestrosuniformes de marinos españoles, yen parte por haber ganado mientraslos demás perdían, no contábamosya con la simpatía general delconcurso. Optamos, pues, conprudencia, por cambiarnos delpuesto de las argollas a una de laspróximas mesas de dados y baraja.

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Cerca de esta mesa no habíanadie, salvo la vieja que la cuidaba,medio dormida a la luz de su farol.

—Para esto tengo yo muchasuerte —me aseguró Domínguez,echando mano al cubilete y losdados.

Al vernos, la vieja sedespabiló, y se alegró casi al oírque Domínguez le preguntaba:

—¿De cuánto es la apuesta,señora?

—De lo que guste, señor —contestó—. Nomás sin pasarse de

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dos reales.Domínguez se puso entonces a

perder con ahínco, y lo hizo tan aconciencia, que la vieja se dio aanimarlo a voces, con la evidenteintención de aprovecharse denosotros y atraer mayor clientela asu puesto:

—¡Ora viene la suya, oraviene la suya! ¡Con un siete queechen se lo llevan todo!

A los gritos, en efecto,acudieron tres o cuatro de losferiantes del puesto de las argollas,

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entre ellos el de la pistola y lacamisa amarilla.

Domínguez siguió jugando yperdiendo. El de la pistola estuvoalerta a los dados unas cuantasjugadas; se convenció luego de lamala suerte de Domínguez, ycreyendo, sin duda, muy fácil ganarcon sólo hacer el juego contrario,metió mano en el bolsillo. Pero esel caso —caprichos de la fortuna—que más tardó él en arriesgar susdécimos y sus pesetas que la suertede Domínguez en cambiar. Ahora

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parecía que mi amigo sacaba delcubilete los números que le veníanen gana.

Los tres primeros golpesadversos los soportó nuestrocontrincante sin pestañear, oculta supsicología detrás de una sonrisitairónica que comunicaba más brilloa su tez oscura y sudorosa. Enseguida, picado porque Domínguezno erraba jugada, se fueensombreciendo. Por último, seentregó a un juegoirremediablemente absurdo —tan

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absurdo que la vieja del puesto, acada tirada de Domínguez, ya nohacía sino dar a éste parte deldinero que apostaba el otro yembolsarse ella lo demás.

Así las cosas, llegó un instanteen que el de la pistola no pudoaguantar tamaña situación, yhablando entonces de un extremo aotro de la mesa dijo a uno de suscompañeros:

—¡Qué bueno que en ganandola Revolución vamos a acabar contodos los gachupines!

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Al oír aquellas palabras,Domínguez, muy reposadamente,dejó el cubilete sobre la mesa,recogió su dinero y, mirando porprimera vez al rostro del hombre dela pistola, le dijo, tomándolo por unbrazo e iniciando un movimientocomo para invitarlo a caminar haciael otro lado de la plaza:

—Perdóneme una palabra.—¡Donde guste y como guste!

—contestó el otro echando a andar.Todos entonces —el de la

pistola y sus amigos, y Domínguez y

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yo— nos dirigimos hacia el sitiomás oscuro entre los inmediatos ala feria. Ya ahí, Domínguez,encarándose con nuestro enemigo,le habló en términos tan propios delcaso como éstos:

—Oiga usted —le dijo—: enprimer lugar, no somos gachupines,aun cuando así lo parezca por estaropa con que nos hemos disfrazado;somos mexicanos y pertenecemos,sépase, a las fuerzas de mi generalFrancisco Villa, de quien llevamosuna comisión secreta a la ciudad de

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México. En segundo lugar, todavíano nace el hijo de la tostada que nosinsulte a nosotros sin más ni más.Conque ahora mismo se traga ustedsus impertinencias o nos fajamosaquí a bofetadas o a tiros, comomejor le guste.

Cuando el feriante de lapistola oyó el nombre del jefe de laDivisión del Norte se quedó secode sorpresa. No era, sin embargo,cobarde del todo ni tonto, pues a laarremetida de Domínguez, vigorosaen extremo, respondió con tono

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firme, si bien conciliador:—Si no son ustedes

gachupines, me quiebro y no hedicho nada; pero si lo son, lo dichose dijo y venga lo que venga.

—Pues ya ha oído usted queno lo somos —replicó Domínguez,menos airado que antes.

—¿Y eso cómo lo sé yo? —insistió el de la pistola, quebuscaba una retirada honrosa—.Porque si es cierto que sirvenustedes con mi general Villa, pelearahora sería traicionar la causa; pero

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si no es cierto, yo no puedo quedardeshonrado.

Aquí intervine yo.—¿Quiere usted ver

documentos? —le dije—. Vengaconmigo al barco y se los enseñaré.Se convencerá de que…

—¿Papeles? ¿Para quévalernos de papeles? De a leguasconozco ahora que lo que me dicenes la mera verdad. Perdonen laofensa pasada y ténganme poramigo y correligionario. Yo tambiénando en la Revolución; yo también

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porto armas. Soy el general Pérez.Vine de incógnito a este puerto aldesempeño de una comisión de mímismo… Este otro compañero es elcoronel Caloca, jefe de mi estadomayor, y este otro es el capitánMoreno, asistente mío y hombre detodas mis confianzas.

Hechas las paces, el generalPérez, encantado de haberseencontrado con dos representantesde Villa, nos invitó a cenar en elfigón de la feria. Allí, en torno deuna mala mesa, nos sentamos los

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cinco —el general, el jefe de suestado mayor, su asistente,Domínguez y yo—. Y como sifuéramos amigos viejos, felices dehallarse reunidos otra vez, comimosy bebimos cuanto la figonera quisodarnos. Después de la tercerabotella de cerveza, el general Péreznos contó la historia de suscampañas y algo de su biografía.De cuando en cuando parecíaninquietarle otra vez nuestrosuniformes de oficiales de la marinamercante española: nuestras gorras

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azules con una culebrilla dorada yel distintivo de la CompañíaTransatlántica, nuestros trajesblancos con botonaduras debrillante azófar y espiguillas, comola de la gorra, en la costura de lospuños. Pero, en fin de cuentas —allá por la sexta o séptima botellade cerveza—, el general setranquilizó de manera definitivagracias a uno de esos milagrospeculiares del lenguaje. Seacostumbró a decirnos, cada vezque se dirigía a uno de nosotros,

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«Mi jefe», y subordinándose así depalabra, su subconsciente sereconcilió con una situación que ala conciencia le resultabainsoportable en un plano de igual aigual. El instinto sumiso del generalPérez, paladín de las libertades, eramás fuerte que su instinto de odio.

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3

Una visión de Veracruz

El María Cristina pasó, a las nuevede la mañana, entre dos acorazadosyanquis que dormitaban, estiradaslas cadenas de su anclaje, frente a

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la bahía de Veracruz. Los pasajerosnos dividimos en dos grupos, y unosa babor, otros a estribor, todos nospusimos a contemplar en silenciolos dos castillos de acero flotante:poderosos, extraños, fantásticos.Hacía un sol de agosto. El mar, azulpálido, era de ondas anchas, lisas,tranquilas. Hubo un momento en quelos barcos de guerra estuvieron tancerca de nosotros que el aire nostrajo voces exóticas y pudimos ver—con claridad nítida, hastapercibir la gracia de las gorritas

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blancas sobre las cabezas rubias—a los marineros que limpiabanalegremente la superficie grisazulosa de los grandes cañones.

Pero el espectáculo pasópronto, y una hora después el MaríaCristina nos depositaba sobre unode los muelles del puerto, indecisasaún nuestras almas, por lo queacabábamos de ver, entre laadmiración, la rabia y la angustia.

* * *

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Para mí fue aquél un Veracruzextraordinario. El viejo puerto demi infancia, sólo lleno, hasta hacíapoco, de magníficas evocacionespretéritas, vivía ahora, en presente,una de esas etapas, tan suyas, dedonde le viene la personalidad, altay dramática, que le corresponde enla historia. Era un Veracruz deimpotencia, de humillación, detragedia. Las tropasnorteamericanas ponían una vezmás el pie en él y daban a suatmósfera un viso imponderable de

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conflicto. El hábito heroico habíaflotado de nuevo sobre las negrastechumbres de sus casas,reabriendo la cruel interrogación detodos los heroísmos en derrota:¿por qué una virtud puede serineficaz hasta cuando es grande?

Cerca de la Escuela Naval, loschicos dejaban gustosos sus juegospara venir a mostrar al forastero elsitio donde cayó el teniente Azueta.«Aquí», decían tocando la tierracon manecitas acariciadoras. Y elforastero —más si, como yo, había

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nacido al sentimiento de la patriabajo aquella luz, ante aquel mantoazul malino, al soplo de aquel aire— repetía mentalmente la palabrapronunciada por los niños: «Aquí»,y luego, al levantar del suelo losojos, se detenía a contemplar elhorizonte. En la lejana perspectivade la calle yacían quietas,deslumbradoras, con sus barcos talvez inclinados sobre una banda, lasaguas espejeantes de la bahía. Eranlas mismas aguas un tiempopredestinadas al arribo de Cortés, a

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la epopeya triunfadora.Pero no sólo del conflicto

internacional estaba entonces llenoVeracruz: también había en élsalpicaduras del conflicto interno.En Villa del Mar vimos esa tarde adon Francisco Bulnes, a Luna Parray a otros personajes del régimenhuertista. Bulnes, excesivamenteavejentado, me pareció máspequeño de cuerpo que otras veces—como si hubiese perdido enestatura y volumen—. Largo tiempoestuve observándolo sin que él se

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percatara. Hacía —tal me pareció— esfuerzos por reconcentrarse,por meditar al ritmo de las olas,que venían a romper contra la basede la terraza en que estábamossentados; pero desenfrenadamentemovible, ágil, inquieto, su espírituse distraía, a su pesar, con todos losincidentes externos que lorodeaban. Le lucían como siempre,sobre la nariz de trazo judaico, dosojos inteligentísimos, a cuyaactividad no escapaba nada. Variasveces los fijó en Domínguez y en

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mí, y en una de ellas me di cuenta, adespecho de los reflejos de cielo ymar que despedían sus lentes, deque nos analizaba por partes.

—No nos conoce —le dije aDomínguez—; pero ten por ciertoque nos ha adivinado.

* * *

Al día siguiente de nuestro arribotopamos con Alfredo Breceda en elportal de la Parroquia. El encuentronos colmó de asombro, y con

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Breceda debe haber acontecido otrotanto. A él, desde luego, le constabade primera mano que así sobreDomínguez como sobre mí pesabauna especie de destierro de todoslos territorios carrancistas. ¿Y conqué intenciones —se preguntaría él— podíamos haber desembarcadoen Veracruz, sino para dirigirnos alcentro de la República, dominadopor Carranza?

Como no había para qué andarcon misterios, de plano le contamosnuestra misión política y nuestro

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programa: llevábamos a México larepresentación de Villa y nosproponíamos continuar el viaje doso tres días después. Él, misteriosopor sistema y por naturaleza, no nosdijo bien a bien lo que andabahaciendo. Se refirió con vaguedad a«una importantísima comisión» delPrimer Jefe; habló de unos dineros—dos o tres millones de pesos enpapel moneda— que llevabaconsigo para desempeñar sucometido eficazmente, y nosaseguró que desde hacía varios días

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esperaba en Veracruz el momentooportuno para trasladarse a México.Antes de salir hacia allá —añadió— había creído juicioso aguardaren el puerto a que el PresidenteCarbajal entregara el gobierno de laRepública a las autoridadesrevolucionarias.

* * *

Como siempre que iba a Veracruz,mi primera visita la dediqué a donDelfino Valenzuela. (¿A don

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Delfino Valenzuela? —Sí, lector, adon Delfino Valenzuela: unveracruzano ilustre que no esgeneral ni espera salvar a la patriadesde la presidencia, pero que, asíy todo, ha hecho por México másque muchos generales y presidentesjuntos, porque es un gran pedagogo,un verdadero educador). Mi buenmaestro de otra época no dirigía yala Escuela Cantonal; ahora tenía uninstituto privado en el cual seaplicaba a modelar el alma denuevas generaciones, gracias a sus

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excelentes métodos, de discípulodistinguido de Rébsamen y a suespíritu noble y vuelto sindesmayos hacia los valores de lacultura. En la casa de su nuevaescuela di con él la misma nocheque me lancé a buscarlo.

Hubiera yo querido recordarcon él los años de mí niñez; elambiente, tan grato en la memoria,de la escuela del parque CiriacoVázquez; las clases alegres, con susgrandes ventanas siempre abiertas,por donde entraban la brisa marina

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y el olor tropical del jardín; lastardes inolvidables —tardes deprivilegio— en que don Delfino,concluidas las tareas, reunía en sudespacho a sus discípulospredilectos para leerles, de unhermoso libro que sacaba de unbello estante, episodios de lasluchas de Reforma y de las tresheroicas defensas veracruzanas. Deaquellas escenas, de aquellaslecturas, de aquellos días, seagitaba en mi cabeza una multitudde recuerdos vivos. Pero los toques

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militares extranjeros, que el vientonos traía de cuando en cuando, y laforma de los grandes acorazadosexóticos, que ni don Delfino ni yoveíamos en ese momento, pero queadivinábamos al otro lado de laEscuela Naval, iluminados yvigilantes en la boca de la bahía,eran una evidencia inmediatademasiado enérgica para que nossubstrajéramos a su influjo.

Cuando nos hubimos sentadoen el balcón, ancho y salidizo(balcón veracruzano, de

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dimensiones desproporcionadas, debarandal tosco, de uso gratísimo enaquel clima), don Delfino me hablómelancólicamente de la ocupaciónnorteamericana. Sus palabras, albrotar, parecían engarzarse en losrayos de la luna y duplicar así latristeza de su tono susurrante,tristeza que extrañamente semezclaba en mí con las sensacionesdel barandal de madera, de gruesosbarrotes, medio verdes, medio en lasombra, ásperos al acto, y con lamancha movible de nuestras

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siluetas, confusamente dibujadaspor la luz lunar en el muro negro,viejo.

Muchas cosas me dijo esanoche don Delfino. Pero, de ellas,dos escucho todavía con claridadperfecta, con la perfecta claridadque es peculiar a ciertos recuerdos.

—¿Las escuelas? Los yanquisprimero las convirtieron encuarteles. Luego se acordaron de lainstrucción pública y pretendieronque los maestros nos pusiéramos asus órdenes. Yo, según decían, era

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el indicado para dirigir el servicioeducativo que pensabanimponernos. Los maestros y lasmaestras, por supuesto, nosnegamos de plano y en masa… No,en masa no: hubo un traidor…, untraidor…

Y el terrible término —¡traidor!— salía de los labios dedon Delfino sin el menor rastro deodio, ni de saña, ni de enojo. Eldejo único de emoción con quepronunciaba el vocablo se discerníaapenas en el temblor de la voz

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melancólica, que al emitir las dossílabas parecía apagar su timbre,helar su tono. «¡Traidor!». Lafirmeza íntima de aquel hombrecabal se dolía del desfallecimientode los débiles, y al despreciar aéstos, como que los explicaba conuna generalización para ellospiadosa. Completo el trazo de supensamiento, la idea era así:«Tenemos todo el patriotismonecesario para salvarnos algún día,o acaso para desaparecer conhonor, pero, mezcladas a eso,

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¡cuánta debilidad, cuánta miseriamientras tanto!».

Porque para él, la experienciade la ocupación norteamericana deVeracruz proyectaba, hacia lofuturo, sombras profundas einquietantes.

—Esta ocupación militar —decía— tiene toda la fuerza de unanuncio de lo que pudiera ser enmayor escala. Materialmente, losnorteamericanos nos han hechoaquí, de paso, o simulan hacernos,ciertos pequeños bienes, algunas

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mejoras externas de orden menor.Por ejemplo: han envuelto en telametálica el Mercado y laCarnicería, para acabar con lasmoscas. No es mucho… Pero,espiritualmente… Para comprenderlo que esto significa espiritualmente—aparte la humillaciónfundamental—, basta con fijarse enlo que pasa a la puerta de nuestrastiendas y cantinas cuando alguno delos oficiales o soldados invasoresdesmonta para entrar en ellas: nofaltan, entre los desocupados que

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andan por allí, quienes se disputen—¡y son veracruzanos!— el honor ylas ventajas de tener por la riendaal animal. A poco rato, el oficial osoldado sale de la tienda, coge sucabalgadura y arroja una peseta alos lacayos.

* * *

Tres días después de nuestroencuentro con Breceda supimos aciencia cierta que Eduardo Iturbidehabía entablado tratos con Carranza

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para entregar la ciudad de México.Ante tal noticia, Domínguez y yoacordamos partir desde luego, a finde estar en la capital antes que donVenustiano, pues quizá asílográramos impedir que se nosdeportase, de lo que corríamospeligro más que posible. Semejanteesperanza se fundaba en lasuposición de que nuestro amigoLucio Blanco llegaría a México conla vanguardia de las tropasrevolucionarias, formada,principalmente, por los formidables

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cuerpos de caballería quedependían de él de manera directa.Lucio, en todo evento, sabríaampararnos.

Quisimos ser leales conBreceda hasta en aquello; de suerteque lo invitamos a que, adelantandosu viaje, viniera con nosotros. Élopuso al principio algunasdificultades, porque no veía la cosadel todo clara; pero cuando loenteró Domínguez de quecontábamos con amigos que podríanayudarnos en el viaje en caso de

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que se nos descubriese, los cuales,agregamos, eran bastante fuertespara librarnos de un contratiemposerio, en el supuesto deentorpecerse los arreglos entreIturbide y Carranza, Breceda aceptóde buen grado y se unió a nosotrospara hacer los preparativos demarcha. Yo opiné que lo mejorsería viajar confundidos con lospasajeros de primera o segundaclase. Breceda creyó que era másseguro recluirnos en el gabinete delpullman, y eso fue al fin lo que se

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hizo.A las siete de la mañana salió

el tren. Íbamos con las cortinasbajadas, mas por entre losresquicios que quedaban entre lasorillas de la tela y el marco de loscristales se colaban en el gabineteunos cuantos rayos de luz quevenían a inundarnos en dulcepenumbra. Por allí tambiénvislumbramos los primeros paisajesdel camino y una que otra escena dela estación inmediata.

Más allá de Los Cocos

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salimos de la jurisdicción militarde las tropas extranjeras y entramosen las avanzadas de los federales.

—Ya estamos en terrenoenemigo —dijo Breceda.

—Sí —contestó Domínguez—;enemigo, pero libre de invasores.

El tren se detuvo. Afuera seoían voces y mucho movimiento degente. Descorrimos algo una de lascortinas y nos pusimos a espiar.Frente a nuestro vagón estaba unpiquete de soldados. Veíamos ladoble fila de rostros oscuros,

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humildes, tristes, bajo la formaridícula de los kepis de paño.Lucían al sol los marrazos. Unsargento, tras de pasearse variasveces ante su pequeña tropa, vino asituarse a medio metro de nuestrasventanillas. ¡Extraña emoción —aun tiempo mezcla de inquietud yregocijo— la de ver otra vez decerca aquellos uniformes azules convivos e insignias rojas!

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4

La vuelta de un rebelde

Conforme el tren se acercaba a lacapital de la República, el recuerdode la tarde de la traición de Huerta,y de las horas que inmediatamente

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la siguieron, volvían a mí con másahínco, me traía la evocación, másy más próxima, de la experienciaespiritual que me produjeranaquellos sucesos. Un grupo deesbirros —lo veía ahora con lamisma emoción de entonces—había ido a poner fuego a la casadel Presidente Madero; otroclavaba en un jardín público elhoyo donde se echaría el cadáver,aún caliente, del pobre Gustavo; ymientras tanto, por las calles máscéntricas de la ciudad, varios

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grupos de alumnos de la EscuelaMilitar de Aspirantes andabancelebrando en automóvil, con gritosde orgía, el triunfo de los traidores.En la avenida del Puente deAlvarado, los jóvenes cadetespasaron frente a mí, y yo, indignadopor la felonía que se acababa deconsumar, no pude contener micólera: como un insensato, me soltéinjuriándolos a voz en cuello. Porfortuna, caminaba a mi lado PedroHenríquez Ureña —fraternal amigo,maestro en entereza de carácter,

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consejero discreto—, y él mevolvió a la cordura con palabrasadmonitorias y enérgicas.

¿Qué sentido tenía ahora elevocar las imágenes de aquellaescena, que en realidad no habíaolvidado yo en uno solo de mis díasrevolucionarios? ¿Se disponíanquizá los recuerdos a perder sucarácter de resortes vengadores?¿Consentían en borrarse al fin,purgados por el derrumbamiento delos autores de la muerte deMadero? Lo evidente era que a los

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dieciocho meses de cometido elcrimen, el campo estaba expeditopara llamar a eso crimen, parallamárselo en el propio lugar de lossucesos, y en tal circunstanciafundaba yo, sobre un plano casisimbólico, la esperanza de que miregreso me valdría una profundasatisfacción moral: sentía iralcanzando el polo opuesto al de mifuror de antes.

Pero hay estados de ánimoimprevisibles: entre ellos, el delpolítico que abandona la ciudad de

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México para lanzarse arevolucionar en territorios remotos,y que luego —tras varios años omeses de lucha— vuelve a sumaravilloso valle en la cresta deuna onda guerrera y triunfadora.Porque lo que entonces seexperimenta no es, sobre todo, elsentimiento del triunfo o de lavictoria: al fin triunfo sobrehermanos, victoria efímera,egoísmo, vanidad. Ni es tampoco elsentimiento del deber cumplido:cosa dura siempre o melancólica;

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próxima al llanto cuando afectaalegría. Ni menos aún es el bajohalago de sentirse en el sendero deléxito: felicidad engañosa,deformadora del alma y la verdad.Es algo fundamentalmentedesinteresado y jocundo: lasorpresa, acaso no traducida enideas ni en palabras, de haberreconquistado con ansia, consacrificio, con dolor, el Valle deMéxico, una cumbre de bellezanatural cuyo sabor pleno toma así agozarse, ahora con la frescura de

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las primeras impresiones y lasabiduría de las de antes.

* * *

A mí el aire sutil de mi gran ciudad—transparencia donde reside lamitad de su hermosura; atmósferaque aclara, que purifica, que enjuta— me descubrió de nuevo (como siesta vez lo hiciera sólo para missentidos) todo un mundo de alegríaserena cuyo valor esencial estabaen la realización perenne del

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equilibrio; equilibrio del trazo y elpunto, de la línea y el color, de lasuperficie y la arista, del cuerpo yel contorno, de lo diáfano y losólido. El contraste de las sombrashúmedas y las luminosidades de orome envolvía en la caricia supremaque es el juego de la luz. Lasensación orgánica de encontrarmeligero, de reconocer en cadamovimiento de mis miembros ocada palpitación de mi carne unafuerza alada y etérea, trascendía ami espíritu en forma de secreta

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seguridad de poder volar. Sí: mispies pisaban la tierra, mas lapisaban por encaprichamiento de lavoluntad, por gusto, porque ésa erala tierra en que había estado yosoñando, porque era mi tierra. Unleve impulso del mismo pie dondeme apoyaba me habría bastado parasubir a bañarme en el abismo de luzde las más altas regiones y paraquedarme allá, sujeto almovimiento, libre y majestuoso, delo que no pesa ni cae.

Ebrio de claridad —pero la

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claridad sin crudeza, pues un poderimpalpable conseguía pulir hastalos reflejos últimos—, en losprimeros momentos de mi regresono tuve sino ojos para ver. ¿Habíanada comparable, en el cielo o en latierra, a la beatitud de contemplarotra vez el ritmo doble y blanco delPopocatépetl y el Ixtaccíhuatl, concuya belleza magnífica estuvefamiliarizado desde mi infancia?¡Montañas de blancura mate en lasprimeras horas de la mañana;formas gigantescas de azogue

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refulgente cuando el sol, fijo en lomás alto, deja abajo libres coloresy matices; montes irreales, montesde ensueño, montes de cuento dehadas cuando la tarde los cubre conlos más tenues y distantes de susmantos: el rosa, el azul, el lila, elvioleta!

Ante esta presencia me parecíaevidente la necesidad de que elcinturón montañoso del valle seelevara en otros sitios —para queno se rompiese la armonía— aproporciones también grandiosas.

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Por eso, la fuente de la bellezanatural no se cansaba de producirallí las supremas de sus obras: lasde lo grande inmensurable en loinmensurable armónico. De los dosvolcanes nevados mi vista pasaba aposarse sobre el Ajusco: ola deroca, mole arrolladora en quien laquietud —incomprensible sin elauxilio de toda una mitología— esdinámica pura, fuerza en cúmulo.En el Ajusco sentía yo latir todo elvigor del valle.

Aquella enorme divinidad

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sonreía a veces, y entonces,deteniéndose en los tonos menosprofundos de su azul, mostrabacomplaciente los detalles ciclópeosde su musculatura: anchos espaciosde luz llenaban los ámbitos de susanfractuosidades; la menor de suscomisuras se veía poblada deinmensos bosques; por susdesfiladeros y precipicios bajabanlas sombras a torrentes. Pero elmonte no siempre sonreía. Adustopor temperamento, bajo la mismamirada que un momento antes lo

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viera sonreír, recobraba de prontosu gesto propio: el tempestuoso.Entonces lo envolvían las tintas mássuyas: las oscuras, las sombrías, lasque le borraban todo accidentesuperficial y lo hacían crecer,crecer en la unidad abrumadora desu masa. Sobre su cima señera seaborrascaban entonces las nubesmás negras; bajaban de ella lostruenos más ingentes.

La mera visión de lasmontañas del valle restituyó miespíritu al eje de su origen: como si

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hubiera un modo más fácil de ser,insensiblemente perdido en laausencia, que ahora recuperara yode súbito; como si la nitidez de unclima interior —espiritual yorgánico— renaciera al contacto dela nitidez del clima externo. Y eseentrar en mí mismo se robustecía enel ambiente de la ciudad, al influjode la perfecta rectitud de sus calles,en lo espacioso de su gran plaza,bajo la sombra florida de susjardines, dentro del misterio de subosque.

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Todo tenía el mismo valor queantes y, sin embargo, todo resurgíacon nueva trascendencia y brillo:con la efusión que hay en el fondode todo reconocimiento. Seriesinfinitas de sensacionesredescubiertas se apoderaban demí, venían a acumularse, de lohumilde a lo grande, de lo suave alo intenso, en arpegios queafloraban a un tiempo en toda lasuperficie de mi sensibilidad. Micuerpo había vuelto a su perfectaecuación de lo muscular y lo táctil:

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sus límites periféricos coincidíancon el sentido de su masa y su peso:su volumen ocupaba el espaciopreciso. Era la misma la ropa queme cubría, y, sorpresa grata, se meamoldaba más suave y exactamente,cual si un invisible forro, de fluidoseco y fresco, corrigiera a cadapaso el ajuste. El simple hormigueode la sangre en el tránsito de lasprimeras horas de la mañana aaquellas en que el sol calienta, meparecía de una novedad secreta,honda. E, igualmente, el mero paso

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desde la acera umbrosa a la acerasoleada me revelaba toda una gama—gama única y un poco brusca—de temperaturas peculiares. Habíainfinitas gradaciones en el frescorde los zaguanes, puestos en elconflicto de dos regiones de sol: elsol del patio, el sol de la calle.

En el Paseo de la Reforma, elcoche corría en dirección delBosque. Al final de la avenida,cerrando la doble fila de troncos yfollaje, la arbolada cortina delcerro caía a plomo; su terciopelo

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verde se tendía de nube a nube. Ymás arriba, al abrigo de los años,descollaba sin alardes la estructuradel castillo: castillo sobrio de líneay de prestancia, castillo extraño ensu fijeza sobre el mar movible delos ramajes gigantescos. Seguía elcoche corriendo: venía el entrar,como de aire, en las oquedadeshechas de verdura. Luego, más allá,el perfume de las frondas añosas —¿no son ésos los árboles másantiguos del valle?— añadía otradimensión a la quietud. Los

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enormes troncos rojos, lassoberanas copas de filigrana decobre en mechones gigantescos ydesmelenados se nutrían allí dequietud, bebían quietud al ritmo dela savia que elaboraban en el suelolas raíces milenarias. El cocheseguía corriendo. Tibia al principiola atmósfera, se enfriaba de pronto,a medio decurso de la GranAvenida, al acercarse a las sombrasperpetuas. Iba el coche por laregión donde las ramas, a granaltura del suelo, se juntaron para

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siempre. La avenida del Rey loacogía en su intimidad remota…

Pero si el misterio del Bosqueme comunicaba uno de losestremecimientos más auténticosdel alma de mi ciudad, otro lohallaba divagando por las callesmás tradicionalmente o másmodernamente mexicanas: desdeDon Juan Manuel, desde SanIldefonso, hasta San Cosme oVersalles. Me lo daba, depreferencia, la contemplación delZócalo. ¡El Zócalo! Mucho había

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sufrido en el recuerdo la hermosurade la gran plaza al compararla conlas plazas de otros países. Mas heaquí que, mirándola otra vez,reconquistaba de un golpe lasupremacía, lograba que a su ladodesapareciera la emociónconservada de todas las demás.¿Qué era lo que volvía a haber en lasencillez —horizontal y austera—del viejo palacio colonial? ¿Qué enel perfil barroco, atormentado (y enlas grandes superficies lisas ygrandiosas) del conjunto de la

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Catedral y el Sagrario? Lossoportales tornaban a aparecérsemecomo los evocadores de toda unahistoria, como los testigos de lashazañas de toda una raza. Y ése erael latido ciudadano que entraba másprofundamente en el corazón delrebelde vuelto a su casa, a suciudad. Aquella plaza nacional,como la mente de quien la concibióal otro día de derribar unacivilización entera, concordaba conla grandeza del ámbito del valle,era amplia como el gesto del

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pueblo que allí debió habercrecido, como sus ambiciones,como su obra. ¿Algún día sería esepueblo? ¿Sería el mismo quenosotros —por deber o por pasión— ensangrentábamos ahora eninterminable lucha de móviles casiciegos?

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Librosegundo

Justicia revolucionaria

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1

Un inspector de policía

Dos días después de mi llegada a laciudad de México me encontré conel general Cosío Robelo en el CaféColón. Venía él de Teoloyucan,

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donde aún estaba Carranza, yacababa de ser nombrado InspectorGeneral de Policía. Nos felicitamosmutuamente, aunque sin decirnos nisaber exactamente por qué, ycreímos deber coronar con grandesarrebatos musculares lasexpresiones de nuestro regocijo derevolucionarios triunfadores:crujieron mis pobres huesos entresus brazos ursinos, se aplastó mipecho contra el suyo, formidablecomo de gorila.

¡Gran amigo Cosío Robelo, y

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gran catador! En aquella época, suconversación era todavíaabundante. Su temperamento no seasomaba aún a esa otra etapa —tansuya y tan sabia— que luego le fuehaciendo abandonar más y más laspalabras como apto vehículo delpensamiento, para quedarse al fincon la sola elocuencia de lasonrisa. Ésta, sin duda, le servía yapara exteriorizar en bloque estadosde ánimo de beatitudindiferenciada, de beatitud en quelo orgánico y lo mental no

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intentaban marcar sus linderosrespectivos; pero, a diferencia decomo sería después, tras de cadauna de aquellas sonrisastotalizadoras prorrumpía en frasesdóciles a las ideas. Junto al texto,casi indescifrable, de la meraexpresión del rostro ponía laexégesis verbal más o menosaclaratoria. Y mientras hablaba, susojos, que en el fijo mirar de lasonrisa, mística y orgánica, sehabían ido reduciendo, reduciendo,hasta volverse perfectamente

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chiquitos, recobraban de pronto laproporción y animación normales,como si la voz los retrotrajeradesde infinitas distancias.

Esta vez pisó más en firme quede costumbre el terreno de lalocuacidad y terminó llevándomeaparte para proponerme que loayudase a organizar la policíametropolitana.

—Tengo razones especiales —dijo— para pedírselo a usted; algúndía las conocerá.

¡Yo gendarme, yo detective, yo

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comisario! La proposición mepareció tan extraña, que de no estarmetido en el torbellino de laRevolución la hubiera consideradosencillamente absurda. Pero CosíoRobelo insistió tanto, que no sólohube de aceptar por de pronto —con la esperanza de que luego lepasaría al nuevo inspector lachifladura—, sino que consentítambién, pues no hubo remedio, enque fuéramos en ese precisoinstante a las oficinas de laInspección General para que se

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inaugurasen sin pérdida de tiempomis labores reorganizadoras de lapolicía de la capital de laRepública. Y, en efecto, lasinauguré. Frente por frente de sumesa mandó Cosío Robelo instalarotra, y, acto seguido, me hizoentrega de ella con palabras y airede ceremonia oficial. Luego,dándome otro abrazo, agregó:

—Éste será su sitio de trabajo.Así estaremos juntos yprocederemos de acuerdo en todo.

La verdad es que aquello

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rebasaba los límites de lomeramente explicable por lacircunstancia de que Cosío Robeloy yo nos hubiéramos encontrado enel Café Colón. Era público ynotorio que yo no sabía ni jota deservicios policiales, ni tenía porqué saberla. Allí, pues, había algooculto, algo que yo no acertaba aexplicarme. Y esa duda, que seapoderó de mí inmediatamente,vivió luego en mi espíritu variosdías, y viviría aún si semanasdespués el mismo Cosío Robelo —

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amigo leal— no me hubieraaclarado las cosas.

Receloso y todo, di principio amis funciones reorganizadoras delcuerpo policiaco o, mejor dicho: alo que se me figuraba que eran lastales funciones. Meses antes, enSinaloa, el azar revolucionario mehabía convertido en reformador dehospitales de sangre; ahora lamisma fuerza, ciega e invisible, melanzaba casi hasta el polo opuesto.Antes fue la piedad, ahora lavindicta; antes el consuelo, ahora la

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represión. No quise, sin embargo,cometer disparates a conciencia, ypara evitarlos en el radio de loposible me eché en busca de losautores clásicos sobre tal asunto.Entonces descubrí que existía unabibliografía copiosísima sobrecuestiones policiacas y leí los dos otres primeros libros que mevinieron a las manos: Justice andPolice, de Maitland, y Mysteries ofPolice and Crime, de Griffiths.

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* * *

El estado de ánimo que medeparaban mis nuevas funciones sereflejaba en uno de los muchossucesos de aquellos días.

Al entrar las tropasconstitucionalistas en la ciudad deMéxico, Obregón hizo publicar unbando terrible para todos lostrastomadores del orden público: secastigaría con la pena de muerte, ysin otros trámites que laidentificación, a cuantos cometieran

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robos, atropellos y otros actosdelictuosos. El bando preveníatambién el mismo castigo para lasautoridades militares quepermitieran aquellos delitos o losdejaran impunes. Cosío Robelo,además, recibió órdenesterminantes de aplicar lasdisposiciones marciales sinmiramiento de ninguna especie. Setrataba, en suma, del rigor de estiloen tales casos, rigor perfectamenteexplicable, si no por las exigenciasprácticas del momento, sí por su

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psicología. Ya se sabe que en todahora solemne de la vida de unpueblo hay la tendencia a exagerarlos valores humanos por elsencillísimo procedimiento desacarlos de quicio, de volverlos derevés. En semejantes ocasiones sebusca traducir lo extraordinariointerno en extraordinario visible, yse recurre, como al más sonoro delos instrumentos solemnes, alrégimen de excepción, que es másexcepcional mientras másarbitrario, y más arbitrario mientras

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más excesivo e irreparable en susefectos. Y como nada hay másdefinitivamente irreparable ni mássubversivo de lo esencial humanoque matar, en cuanto los hombres seponen solemnes, en cuanto hablande salvar a la patria, de salvar a lasociedad, o simplemente de salvara otros hombres, lo primero que seles ocurre es dedicarse,concienzudamente, a matar a sussemejantes. Recuérdense los dosversos de nuestro himno que dicen:«¡Guerra, guerra! Los patrios

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pendones — en las olas de sangreempapad…». Que es algo de lo máshorrible que ha cantado nuncapueblo alguno.

Pues bien: una tarde la policíasorprendió a dos desgraciados en elacto de robar no recuerdo si unaaccesoria o un tendejón mixto.Como el delito era flagrante, esamisma noche fueron llevados lospresos a la Sexta Comisaría ysometidos allí a eso que se llamajuicio sumario, o sea, a un sencilloexpediente que legaliza y justifica

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vulgares asesinatos. Elprocedimiento era de unasimplicidad maravillosa; cualquiersargento, cualquier escribiente decomisaría bastaban para aplicarlosin el menor tropiezo. Todo sereducía a que los gendarmes ogendarme precisaran la naturalezadel delito cometido por el reo y aque éste explicara los hechos a suvez: total, dos o tres declaracionesy un incipiente careo ante elcomisario de guardia. Esoterminado, se llevaban las

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conclusiones al Inspector General,y éste, so pena de atraer sobre sí elcastigo previsto para los otros,tenía el deber de ordenar desdeluego el fusilamiento.

Aquella noche así se hizo. Enmenos de dos horas se levantaronlas actas respectivas, y en otrosdiez minutos los papeles pasarondesde Revillagigedo hastaHumboldt. Cosío Robelo losrecibió y examinó, pero por depronto no quiso revelar nada.Recuerdo con exactitud estas

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palabras suyas, dichas —justamentecuando sonaba el reloj— mientrasponía sobre la mesa el endeblelegajo:

—Las diez. Es tarde hasta paramandar fusilar… Pasará la noche yresolveremos.

Pero a la mañana siguiente nohubo pretexto para posponer elcaso. En cuanto llegamos a laoficina, los papeles, visibles en elcentro de la mesa, estabanexigiendo ya que se les estudiase yresolviese.

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Cosío Robelo los volvió aleer. Luego me dijo:

—No hay duda en cuanto a loshechos…

Yo lo contemplaba mudo. Enseguida Cosío Robelo me miró conun principio de fijeza. Noté que sucomplexión sanguínea se agitabahasta inyectar de rojo las venillasde sus conjuntivas. Era en él visiblela lucha entre su entender y susentir.

—Tampoco hay duda —agregó— en cuanto a lo dispuesto por la

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Jefatura de la Plaza…Yo seguí callado.Así pasaron varios minutos.

Luego Cosío Robelo, que se habíapuesto a andar, se detuvo en mediode la pieza, suspendió unosinstantes el jadeo nasal de surespiración —como si el esfuerzoque le costaba bajar hasta el fondode su conciencia no le dejaraninguna energía libre— y por fin mepreguntó, con aire de quien pideauxilio:

—Usted ¿qué me aconseja?

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—¿Yo? Nada.—¡Hombre!—Recuerde usted que yo soy

civil.—Para el caso es lo mismo.—No; no es lo mismo —le

contesté—. El deber de usted esproceder bien dentro de la normamilitar, que es la que ha aceptadopara su conducta; el mío, procederbien dentro de mi condición decivil.

—Como civil, ¿qué haríausted?

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—No asumir ni compartir laresponsabilidad de ningúnfusilamiento.

—¿Y como militar?—Por eso no soy militar…—Es decir, ¿que sí fusilaría

usted?—Obedecería las órdenes con

apego a la Ordenanza, o meinsubordinaría… La carrera de lasarmas divide la escala de los actoshumanos en dos porciones que nosiempre coinciden, y hay veces enque la elección se impone aun en el

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supuesto de la estricta legalidadmilitar: entonces, o se es buenhombre o se es buen soldado.Ahora, elegir entre esto es punto deconciencia, casi diría que punto dereligión.

Como era de esperarse,aquellas palabras no tranquilizaronni fortalecieron a Cosío Robelo;antes bien, lo pusieron más agitadoy perplejo. Eran palabras nacidas,más que de la voluntad, de ladialéctica y, por lo tanto, inútilespara la gestación del acto. Pero

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después de luchar dos horasconsigo mismo —batalla entre eldeber pequeño, pero urgente, y eldeber grande, pero remoto—, hizoél lo que otro cualquiera en su sitio:firmó la orden para que se aplicarala ley militar, la ley que no sabe degarantías ni de sentimentalismos, laque no conoce más deber que el deltriunfo.

Pero tampoco su resolución loaquietó. A poco de tomarla se pusomás nervioso, más en zozobra, másdisconforme con el sentido de sus

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responsabilidades. En aquelmomento era un hombre bueno queentre la espada y la pared de losdeberes había escogido la pared,pero para quien la pared se aguzabay afilaba como la propia espada.

Minutos después de dar laorden llamó al subinspector.Bruscamente le mandó que fuera enpersona a cuidar de que elfusilamiento se hiciera sinmenoscabo del menor requisito. Y apoco rato de irse el subinspector,me dijo a mí:

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—Se lo estimaré como un granservicio: vaya usted a ver como vaeso, y si descubre la menorirregularidad venga a decírmelo enel acto.

Yo salí.

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2

En la Sexta Comisaría

Por el camino iba yo pensando enlas últimas palabras de CosíoRobelo y preguntándome quédebería entender por

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irregularidades en un fusilamientoordenado sin juicio en forma nigarantías ningunas para los reos. Yla verdad es que mientras máscavilaba, más crecían mis dudas.Porque junto a la supremairregularidad —la irregularidadmonstruosa de mandar, sin más nimás, que varios hombres mataran aotro a quien se ponía, atado demanos, de espaldas contra la pared—, todo el resto se me figurabaconforme con la armonía y el ritmomás cabales. Posiblemente, las

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reglas del bien fusilar rezaban quela descarga homicida partiera detiradores expertos: así la muerteparecería menos cruel; tal vezdisponían que no se llevara al reo arastras hasta el cadalso: así losverdugos harían menor alarde de suoficio; quizá fijaban que, de haberresistencia por parte delsentenciado a muerte, no se leacribillara a tiros, ni se leacuchillara con las bayonetas, ni sele machacara el cráneo a culatazos.Pero, en último término, ¿qué

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importaban todos esos detalles,hipócritas, meramente adjetivos, allado del hecho sustantivo de fusilarsin apego a procedimientos legaleso morales?

Como la distancia era corta,mis ideas no progresaron mucho.De súbito apareció en suurdidumbre la imagen —cuña depiedra— de la esquina de lacomisaría; con lo que pasé depensar a sentir. ¡Gasas siempresiniestras las que alojan a lospuestos de policía de la ciudad de

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México!; pero, entre todas, una: lade Sexta Demarcación. Aquí labuena arquitectura dispone el ánimoa penetrar el fondo de las cosas y asentirlo. Cuando me acerqué a ella,el sol de las once doraba desoslayo sus piedras morenas —perolas doraba en sombra, no en luz—;el tráfago de tranvías, de carros, deautomóviles, la envolvía en ruido—pero no en ruido de estrépitosvitales, sino de repercusionesopacas—. En sus puertas, mezcladacon los gendarmes de guardia, se

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agolpaba una muchedumbre decuriosos, y unos y otros, gendarmesy plebe —tan enemigos siempre ala hora del respeto a la ley— sehermanaban entonces en un mismointerés insano: el de ver y oír lo quepasaba dentro del edificio.

Entré. La rutina mugrienta deaquella antesala del presidio sehallaba en suspenso. Habíaexpectación, aunque fría einsensible. Una ráfaga de lo insólitoanimaba el cotidiano ambientecarcelario y lo resolvía en nuevas

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tintas, nuevas formas, nuevosagrupamientos, acaso peores quelos de costumbre.

Conforme atravesé el patio sevolvieron hacia mí las miradas delos empleados y detenidos que seasomaban a las puertas de lasdiversas secciones. Luego tomarona fijarse en el pasillo que comunicacon el patio adyacente. Allí estabanseis u ocho gendarmes formados enlínea desplegada y armados demáuseres. Sus fornituras, de cueroamarillo, hacían vivo contraste con

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el paño azul de los uniformes.Tenían vueltas las espaldas hacía elprimer patio y daban frente hacia elsegundo. Los rifles —nuevos alparecer, o de muy poco uso—dejaban visible, cada dospantorrillas, el ángulo posterior delas culatas. Cerca de los gendarmesy del oficial que los mandabahacían grupo el subinspectorgeneral, el comisario, losescribientes y practicante deguardia y dos hombres del pueblo.Se comprendía desde luego que

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estos últimos —pantalón azul,camisa de cambaya, rostrobronceado, sombrero de palmaestrecho de ala y tejido a colores—eran los protagonistas delfusilamiento. El más alto de los dosestaba descalzo.

Yo no me uní al grupo.Permanecí observándolo, a seis osiete pasos de distancia, a travésdel cancel que separaba del pasillola oficina próxima. Cuando meacerqué estaba hablando el presoalto y descalzo. El otro reforzaba

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las palabras de su compañero conleves movimientos de cabeza.

Decía el preso:—Pero ¡cómo me he de

conformar, mi jefe! ¿De dónde,pues, lo saca su justicia?

Se dirigía, en particular, alsubinspector, cuyo rostro yo noveía, sino adivinaba bajo la formade su sombrero tejano, de copachata y ala rígida. El subinspectorparecía mostrarse impasible, ajuzgar por el énfasis creciente conque el sentenciado pronunciaba

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cada frase nueva; pero en susmanos, que tenía enlazadas sobre laparte posterior del cuerpo, seadvertía su nerviosidad. Seestrujaba los dedos, se los retorcía,se los pellizcaba.

Mientras tanto, el reo seguíadiciendo:

—Yo no niego que sean buenaslas órdenes, mi jefe, ni tampoco loque me dice de cuando los ejércitosentran en las ciudades grandes.Pero, en verdad de Dios, no esjusticia que nos afusilen por tan

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poquita cosa. Considérelo nomás:¡afusilarnos!… Aquí el señor, quelo sabe —y señalaba a uno de losescribientes (sucio, intonso,cubierto hasta las cejas con unagorra mantecosa de lúgubresreflejos patibularios)— podrácertificarle a su mercé que ansinano se hacen estas cosas…

El escribiente interrumpió:—Yo no tengo que decir nada;

no hables de lo que no sabes.—¿De lo que no sé, mi jefe, y

van a matarnos? Pos entonces que

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venga un licenciado y lo dirá,porque en sus libros está escrito.

Aquí el subinspector:—Ya te dije que éste no es

momento de licenciados.—¿Cuándo entonces, mi jefe?—Durante el juicio.—¡Pero si no ha habido juicio,

bien lo sabe su justicia!—Sí, hombre, sí lo ha habido.

El juicio fue lo de anoche.—Yo le aseguro que no, y si lo

alegan, hay engaño. Los juicios, conla ayuda de Dios, son de otra

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manera: con jueces, con testigos,con licenciados, con público, yduran mucho. Los papeles hablan deellos hasta con retratos, cuantimássi son para sentenciar a muerte. Nolo mandan a uno así nomás a lasepultura.

Oyendo a su compañero, elotro sentenciado a muerte habíaempezado a llorar. Era deapariencia totalmente pasiva y deespíritu y condición inferiores a sucómplice, no obstante sus zapatos yla mejor clase de algunas de las

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prendas de su ropa. Algo había ensu actitud que denotaba a las clarassu asombro ante el tesón con que elotro defendía la vida de ambos,pero al propio tiempo parecíaresignado ya a lo irremediable, loque modulaba el ritmo lento de suslágrimas. Cada vez que elsubinspector o el comisario daban aentender que no quedaba otrocamino que someterse, él miraba asu compañero con ojosinterrogativos y parecía dispuesto acaminar hasta la pared para esperar

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allí las balas. Pero luego,confrontado con la firmeza del otro,se inmovilizaba en la tregua, a locual contribuía también la blanduradel subinspector. Éste, resuelto a noviolentar las formas delfusilamiento, apenas si hacía uso desu autoridad: hablaba en tonopersuasivo, casi dulce. Suelocuencia, además, eraprácticamente nula —igual que ladel comisario—, en contraste con ladel preso, cuyas razones noobtenían sino ligerísima réplica. Y

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es que, en el fondo, nadie estabaallí convencido de la necesidad, nimenos aún de la justificación, defusilar a aquellos dos infelices.Sólo el oficial de barandilla repetíade rato en rato, con sonrisa odiosa:

—¡Tiene que ser!… ¡Tiene queser!…

Le brotaban de los ojosfulgores mortecinos que encendían,por su misma opacidad, la agudezaexpresiva del sonreír hemipléjicode su quijada enorme. Luego,entreabriendo un poco más sus

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párpados de sapo, banaba a losreos en miradas de cariñosacrueldad, miradas que eran comoanticipación de lo que se prometía así mismo al susurrar su doble frase:

—¡Tiene que ser!… ¡Tiene queser!…

Por momentos, lossentenciados a muerte se volvíanhacia él: uno, el del llanto, paracontemplarlo en silencio; el otro,para decirle como entre paréntesis:

—No, señor. ¿Por qué ha deser? Y usté es quien mejor lo sabe:

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usté escribió las declaraciones.En seguida el preso reasumía

su defensa ante el subinspector y elcomisario:

—Si es cierto que el generalObregón ha dado orden de que nosafusilen —y no es que yo dude desu palabra, mi jefe; es que no lopuedo creer—, al menos que meoiga el general. Y yo le prometoque si me oye no han de afusilarnos,aunque le cuente la mera verdad, mijefe, como ya la he dicho. Porque,¿a qué negarlo? Es cierto que

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entramos a la casa para ver quécogíamos; pero no llevábamosmalas intenciones, digo intencionesde herir ni matar a naiden, ni conqué hacerlo. La pura pobreza, quelo echa a uno al maldito robo; peroa eso nomás… Ni cuchillo ni otraarma ninguna… Ya lo declararonlos gendarmes, y así consta en lospapeles. ¿Cómo cree usté, mi jefe,que si el señor general Obregónsabe esto ha de mandarle que nosmate? Sólo eso le pedimos por sumucho favor (que ultimadamente

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harto tiempo hay para que nosquiten la vida): sólo eso, que noslleve a donde el general está, y queconsiga que nos oiga.

Dio señales el subinspector deempezar a conmoverse y también deir perdiendo la paciencia; losegundo, por lo mismo que se sentíaincapaz de destruir con razones laobstinación, elocuente ydesesperada, con que el reo deljuicio sumario exponía su caso. Depronto dijo, poniendo ya ligerostoques de rudeza en sus palabras:

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—Bueno, hijo: me parece queya es demasiado alegar.¿Obedeces? ¿Sí o no?

—Pero, mi jefe (¡Dios noquiera que alguna vez se mire ustéen este trance!): ¿cómo he deobedecer para que me afusilen?Póngase en mi caso, sea cristiano.Y aluego, tengo una hijita, mi jefe,una hijita de cuatro años. ¡Qué va aser de ella si me matan! Mi culpano es de ella, o no es para daño tangrande. Yo sólo quería robar —robar, sí, eso lo digo—; pero ¿está

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en la justicia de usté castigarmecomo asesino, y de los peores? Siusté viera a mi hijita se convenceríade que no lo merezco. Ella es mejorque yo; la estoy enseñando yeducando bien. Ya va a la escuela.Para ella eran los trapitos que ibayo a coger. Todavía ayer a estashoras estaba yo con ella, muyquitado de la pena, muy seguro deverla crecer hasta hacersemujercita, y ahora quieren matarmetan sólo porque tuve una mala ideay un rato de mal consejo con el

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diablo. No, mi jefe, yo le suplicopor su mamacita linda que no meafusile. Santísima Virgen ha depremiárselo, digo, si no es que yomismo encuentro algún día modo dereconocerle a su mercé un serviciotan grande como es el de salvarnosla vida a los dos…

—¡Basta! —gritó elsubinspector—. Yo tengo quecumplir las órdenes. Si no van porla buena a colocarse cerca de lapared, los llevaremos a la fuerza.¡A ver, oficial!

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—¡Mande usted, mi coronel!El preso:—No, mi jefe, no se enoje. A

la fuerza, no. No hace falta. Yo medefiendo con razones porque locreo de justicia. Pero ni tengomiedo ni quiero que me loachaquen. En llegando la hora, yotambién sé morirme. Pero un favorle suplico: que me traigan a mihijita, para despedirnos, y de noparecerle muy molesto a su mercé,que me traigan también unpadrecito. Si han de afusilarme,

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siquiera moriré tranquila laconciencia.

El subinspector miró su reloj.Luego, en voz baja, consultó algocon el comisario. Mientras tanto,los dos sentenciados a muertehablaron entre sí, o mejor dicho, elalto le dijo algunas palabras al otro,y éste contestó con variosmovimientos de cabeza.

—¡A ver! —ordenó en seguidael subinspector al oficial degendarmes—. Que este hombre leexplique a usted dónde vive su hija,

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y que inmediatamente vayan porella. Lo del sacerdote no puedoconcederlo… Y tú —continuó,dirigiéndose al otro preso—, ¿túqué quieres? ¿A ti qué se te ofrece?

—A mí, nada, mi jefe. Si hande afusilarme porque sí, ¿qué másda morir consolado que sinconsolar? Me hago cargo que nostoca ser los del escarmiento. Algúndía se lo reclamará su conciencia.

Aprovechando aquel respirosalí en busca de Cosío Robelo. Ibaa enterarlo de que el fusilamiento

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progresaba dentro de las másperfectas normas posibles; peroque, así y todo, me parecía un actoabominable y perverso. El ordenreinante en la ciudad no justificabatamaña sanción contra dos infelicesno más delincuentes que la mitaddel Ejército Constitucionalista.Pero al llegar a la Inspección meencontré con que Cosío Robelohabía salido, y luego, por másesfuerzos que hice, no pudecomunicarme con él sino dos horasdespués de consumada la sentencia.

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* * *

Aquella misma tarde volví a pasarfrente a la comisaría de la SextaDemarcación. Ante uno de loshuecos destinados a las máquinasde los bomberos se detenía la gente.Me acerqué. Allí estaban expuestosal público los dos cadáveres. Elrostro del fusilado de más estaturaconservaba aún en su expresiónhuellas del empeño persuasivo conque había querido salvarse. Lospies descalzos —jóvenes, robustos

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— estaban surcados por hilillos desangre ya seca. El otro cadáveryacía, más que en la láminaasquerosa de la camilla, en el senode su resignación inalterable.

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3

La pistola de Pancho Villa

La justicia revolucionaria detramitación policiaca chocó de talmodo con mi manera de ser, que alpunto resolví apartarme del

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organismo encargado deadministrarla. Sólo una cosa temía:que mi actitud lastimara a CosíoRobelo, a quien —puesto que noexistían los códigos y las garantíasindividuales se hallaban ensuspenso— no podía hacerse, nihacía yo, personalmenteresponsable de los fusilamientossumarios. Mas pronto vi que mitemor era gratuito. El InspectorGeneral me concedió la razón a lasprimeras palabras, y aun me dio aentender que con gusto imitaría mi

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conducta de no impedírselo susdeberes militares.

Fue entonces también cuandoCosío Robelo, aprovechando laoportunidad, me reveló elverdadero motivo de su insistenciapara tenerme adscrito a las oficinasde la Inspección. Asombrado lo oíayo mientras me decía:

—¿Sabe usted por qué meempeñé tanto? Pues porque sólo asíme evitaría el disgusto deaprehenderlo, cumpliendo órdenesque me dio Carranza en Teoloyucan

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a la vez que mi nombramiento deinspector. Ahora, por fortuna, lacosa es distinta. Gracias a losesfuerzos de Eduardo Hay, que,según parece, lo estima a ustedmucho, el Primer Jefe ha revocadola orden.

* * *

Otros sucesos, ligados más con lasresponsabilidades futuras de laRevolución que con sus tropiezospresentes, vinieron de allí a poco a

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distraerme. Me interesaba, sobretodo, la lenta evolución que ibaempujando a varios jefes de lasfuerzas de Sonora y Sinaloa aunirse al núcleo anticarrancista.

En ese aspecto las cosasandaban ya tan maduras, que a mí seme había metido entre ceja y cejaque Villa y Lucio Blanco llegaran,aunque sin conocerse, a un acuerdosentimental. La tendencia de amboscontra el autocratismo de Carranza—manifiesta en Villa; en Blancotodavía tácita, pero resuelta— los

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aproximaba, sin duda, para laacción que iba a desarrollarseinmediatamente. Mas el solopropósito común por motivosanálogos en la superficie, o en elfondo, no me bastaba. Hacía faltaademás —tal al menos me parecía— el lazo sentimental directo, asídurara apenas el tiempo precisopara ser útil.

En realidad, la cosa no erafácil, no obstante la circunstanciafavorable de que Villa y Blanco nose hubiesen tratado nunca. ¿Cómo

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encontrar, en el orden de lossentimientos, un sincero punto decontacto entre Lucio, todo gallardía,generosidad, nobleza, y Villa,formidable impulso ciego capaz delos extremos peores, aunquejusticiero, y sólo iluminado por eltenue rayo de luz que se le colabaen el alma a través de un resquiciomoral casi imperceptible? Blancoera tan noble que desperdiciabahasta la gloria —esa fue sudebilidad—; tan humano, que elhorror a matar paralizó en gran

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parte su acción después del primerarrebato contra Huerta. Villa, alrevés, no descubría en el horizontede las tinieblas que lo guiaban másque un punto de referencia preciso:acumular poder a cualquier precio;suprimir, sin sentimentalismoninguno, los estorbos a su acciónvengadora e igualadora. No había,pues, para realizar mis deseos, otrocamino que el de una sorpresaartificiosa, y eso, siempre que elmovimiento partiera de Villa; deBlanco no, porque era demasiado

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altivo, y Villa un ex prófugo llenode desconfianzas.

De regreso en Chihuahua seme presentó la ocasión. Domínguezy yo habíamos venido paracomunicar a Villa, el resultado denuestro viaje a México durante latoma, de la plaza por las tropasconstitucionalistas. Éramos, porotra parte, portadores de una cartaen la que Lucio le decía al jefe dela División del Norte que habíahablado con nosotros y que noshabía transmitido a fondo sus ideas

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respecto de Carranza y susincondicionales.

En la puerta de la habitacióndonde esperábamos ser recibidos,Villa apareció de pronto parapreguntar alguna cosa a susecretario (Luis AguirreBenavides), el cual conversaba connosotros a fin de hacernos la esperamenos larga. Empezaba septiembrey se sentía calor. Villa salió encamisa. Tenía puesto el sombrero,cosa frecuente en él cuando estabaen su oficina o en su casa. Mientras

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hablaba con Aguirre Benavides, suforma robusta, envuelta en caqui, sedestacó con fuerza sobre la pinturablanca de la puerta. Le salían pordebajo del sombrero, orlándole lafrente, unos cuantos rizos medioazafranados que hacían juego con elmechón de su bigote descuidado,torpe. Pero nada resaltaba tanto entoda su figura como el enormepistolón que le bajaba desde lacadera hasta el hondo de una fundaholgadísima. Brillaban las cachascon el lustre de las cosas muy

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usadas, no con el resplandorafeminado de lo que sólo es paralucir. La culata le dibujaba en elcostado una curva ancha,prolongada, semejante por susdimensiones a la cola de loscometas fantásticos que suelenverse en los libros de los niños. Auno y otro lado le corría por lacintura la fila maciza de loscartuchos, grandes hasta recordarlos torpedos. Simulaban unaverdadera columnata de fustes decobre sin capitel, cortados en dos

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por la tira oscura que los sujetaba ala canana. Debajo, las balas deacero, enormes y primorosamentepulidas, devolvían en destellosfríos la luz de las ventanas. Antesemejante espectáculo eraimperativo que el sentido muscularse pusiera en juego por su cuenta yse entregara a calcular —por sísolo— la densidad, la forma, lainercia mortífera de aquellas balasde cutis fino al tacto como unacaricia.

«Este hombre no existiría si no

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existiese la pistola —pensé—. Lapistola no es sólo su útil de acción:es su instrumento fundamental; elcentro de su obra y su juego; laexpresión constante de supersonalidad íntima; su alma hechaforma. Entre la concavidad carnosade que es capaz su índice y laconcavidad rígida del gatillo hayuna relación que establece elcontacto de ser a ser. Al disparar,no será la pistola quien haga fuego,sino él mismo: de sus propiasentrañas ha de venir la bala cuando

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abandona el cañón siniestro. Él y supistola son una sola cosa. Quiencuente con lo uno contará con lootro, y viceversa. De su pistola hannacido, y nacerán, sus amigos y susenemigos».

Y fue entonces cuando la ideaque andaba yo buscando se mepresentó:

—Para acercar a Villa yBlanco —le dije al coronelDomínguez— necesitamos queBlanco reciba, como un obsequio,la pistola de Villa. Si Villa la da, su

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movimiento será inequívoco, yBlanco, al aceptarla, entenderá loque eso significa. De mi cuentacorre.

La gran preocupación de Villaera en aquellos días elnombramiento del PresidenteProvisional. A primera vistaparecía dispuesto a sostener acualquiera, siempre que no fueseCarranza. Luego, mirando más decerca las cosas, delatabainteresarse por algún hombreverdaderamente suyo. Su candidato

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era entonces el general Ángeles,sobre quien, como podía suponerse,versó poco después nuestra plática.¡Conjunción rara, aquella delguerrillero analfabeto y el supremode nuestros técnicos de la guerra!Villa, irresponsable, halló enÁngeles, que vivía atormentado porla hiperestesia de su concienciarevolucionaria, un complemento alcual entendió. En esto —como enotras muchas cosas— fue superior alos líderes semileídos de Sonora —salvo Maytorena— y de Coahuila,

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los cuales odiaron y calumniaron aÁngeles desde el primer momentopor el simple hecho de no llegarleni a la suela del zapato en técnica ycultura. De Sonora habría de venirla escuela de ganar batallashaciendo a fuerza de oro traidoresentre el enemigo, y Ángeles sehubiera dejado desollar antes que ira supuestas victorias mediantecohechos. Ángeles había sidocadete distinguido de Chapultepec yhabía asimilado allí una tradiciónpundonorosa que vale más que

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muchas revoluciones juntas. Supsicología era, por consiguiente,contraria a la del carrancismocorruptor y a la de aquella parte delsonorismo que entonces hinchaba adon Venustiano en espera delmomento oportuno para traicionarloy darle muerte. Pero eseantagonismo perfecto entre lapersona de Ángeles y el grupocarrancista no lo veía Villa, o fingíano verlo.

—Ángeles —le dije— valemucho y merece mucho, pero como

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candidato de conciliación no esviable.

Él entonces se acaloró.Interrumpió la forma misteriosa, deconciliábulo, en que había venidodesarrollándose nuestraconversación —sentado él muycerca de nosotros, con los codossobre las rodillas y la cara entre lasmanos—, y se puso en pie.Hablando aún, caminó hacia lapuerta, mientras nosotros loseguíamos; de modo que los tressalimos a la antesala sin que

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terminara de hecho la entrevista. Enla antesala estaban varios de sussubordinados y amigos máspróximos, los cuales se acercaron ahablarle tan pronto como lo vieron.¿Se había enojado? Yo tenía laimpresión de que nuestros planesacababan de perecer, en el últimoinstante, por un exceso desinceridad. No quise, con todo eso,darme por vencido y resolví ponerla situación a prueba.

—Lo de Lucio Blanco —ledije a Villa a quemarropa, sin

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ninguna preparación— quedaríaarreglado por completo con unmero ademán afectuoso que usted lehiciese. Por ejemplo, que lemandara usted, como regalo, supistola.

Villa me miró, miró aDomínguez y contestó con voz unpoco vacilante, mientras sedesabrochaba el cinturón:

—Oiga, pues eso creo que meparece bueno.

Luego, en medio de un silenciogeneral, me entregó la pistola, con

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canana y todo. Al sentir en mismanos aquel peso, tibio aún, meestremecí, y se lo paséinmediatamente a Domínguez. Noparecía sino que el contacto de lapistola me quemaba. Villa,entretanto, agregó:

—Nomás dígale al generalBlanco que la cuide, porque espistola muy chiripera.

Pero antes de terminar la frasese le demudó el rostro. Se llevó lasdos manos a las caderas con unmovimiento brusco. Se revolvió

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mirándonos a todos, e impulsadocomo por el instinto se puso deespaldas contra la pared.

—¡A ver! —dijo conprecipitación—. Déme alguien unapistola, que estoy desarmado.

Y era tal su zozobra alpronunciar aquellas palabras, queme figuré que iba a arrojarse sobreDomínguez para quitarle la pistolaque nos diera un minuto antes. Sinsaberlo, acababa yo de lograr algoque nadie intentó jamás con PanchoVilla: desarmarlo. «¡Desarmarlo!».

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Él se había dado cuenta de suimprudencia y había reaccionado enel acto con toda la brusquedad desu larguísima historia de fieraperseguida, acosada durante añospor los rurales. ¿Cuánto tiempoharía que Villa no se encontrabaasí, inerme en medio de un grupo dehombres con armas, varios de ellosextraños a su sensibilidad y a susintereses? Él, que nunca echó manode la pistola sino para volverla a lafunda tras de liquidar el conflicto,había caído, por sorpresa, en la

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puerilidad de entregar las armas aun hombre casi desconocido, almismo que dos minutos antes habíasuscitado su enojo rebatiendo susideas.

Al oír la petición de Villa,varios de los presentes sacaron supistola y se la ofrecieron. LuisAguirre Benavides le dijo,alargándole la suya:

—Yo le daría ésta, general;pero es muy chica, y escuadra porañadidura, que usted conoce poco.

—¡Bah! Pues ¿y cuál no

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conozco yo bien? —observó él,tomándola.

Era, en efecto, una pistolaescuadra de calibre 32. Villa laempuñó sonriente —parecía que lacontrariedad de verse sin armas sele había ya desvanecido— y tiródel cierre haciendo saltar uno a unotodos los cartuchos. Conformecaían al suelo, Aguirre Benavidesiba recogiéndolos, y luego, juntostodos, se los entregó a Villa. Éstelos volvió ágilmente al cargador;metió el cargador en la culata; cortó

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un cartucho y, apuntándome a lafrente, me dirigió esta frase:

—Ahora dígame cualquiercosa.

La boca del cañón estaba amedio metro de mi cara. Veía yobrillar por sobre la mira losresplandores felinos del ojo deVilla. Su iris era como deventurina: con infinitos puntos defuego microscópicos. Las estríasdoradas partían de la pupila, setransformaban hacia el borde de loblanco en finísimas rayas

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sanguinolentas e ibandesapareciendo bajo los párpados.La evocación de la muerte salíamás de aquel ojo que del circulitooscuro en que terminaba el cañón.Y el uno y el otro no se movían niun ápice: estaban fijos, eran de unapieza. ¿Apuntaba el cañón para quedisparara el ojo? ¿Apuntaba el ojopara que el cañón disparase? Sinapartar de la pistola la vista, mepercaté de que Aguirre Benavidessonreía tranquilo y seguro, de quelos militares presentes observaban

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fríos y curiosos y de queDomínguez, a mi lado, respirabaapenas.

No sé qué fue entonces mayoren mí, si el temor o la indignación.Sin embargo, dominé mis dossentimientos —creo que con buenéxito absoluto— y en el acto lecontesté a Villa muyreposadamente:

—¿Y qué quiere usted que lediga? ¿Algo bueno o algo malo?

—Lo que le nazca del corazón.—Pues que no vaya también a

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ser ésta una pistola muy chiripera—le dije.

Pero Villa ya no me oía. Miróa Domínguez y fue dejando caerlentamente el brazo, mientraspreguntaba: —Bueno: ¿y cuál es elmás valiente de los dos?

Como acababa yo de padecerun miedo horrible, respondí sintitubeos:

—Domínguez.Y Domínguez, que con justicia

tenía muy alta idea de su inmensovalor, dijo:

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—Ninguno.—Pues ¡qué se me hace —

replicó el guerrillero— que es másvaliente el civil que el militar!

Aquella observación,inexplicable e injusta, nunca se laperdonó Domínguez a Villa, ni creoque jamás me la haya perdonado amí.

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4

Un préstamo forzoso

Camino de México conocimosDomínguez y yo al coronel Ornelas,jefe del estado mayor de uno de losgenerales que operaban en el centro

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de la República. Era joven,inteligente, franco y conversador.Todo el tiempo que pasamos juntosno dejó de relatarnos episodios desu vida de campaña, y para distraeruno de los prolongadísimos altoscausados por las malas condicionesde la locomotora, nos entretuvohaciendo de cuerpo entero el retratode su general.

Nos habíamos sentado alborde de la vía férrea, él, nosotrosy algunos revolucionarios más —coroneles y oficiales de rifle y

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pistola— que traíamos en nuestrotren. Se apagaba, admirable, latarde de otoño. Los montespróximos se arropaban poco a pocoen vapores color de violeta queparecían subir del fondo del valle,ya medio en sombra.

«Esta vez —contaba Ornelas— se nos vino encima el problemade socorrer a la tropa tan prontocomo tomamos el pueblo. Elgeneral me mandó llamar y me dijo:

»—¿Tú sabes que no hay ni uncentavo en las cajas de caudales de

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la brigada?»—Me han dicho eso.»—Pues no hay que apurarse

por tan poco. La posesión de estepueblecito nos sacará de pobres poralgunos días. Aquí vamos a poneren obra un plan infalible para lospréstamos forzosos de granenvergadura, un plan que rinde lasmás altas voluntades.

»Y luego, tras nueva rociadade retórica y pedantería —que nomermaban en nada su maneraingeniosa, fría, eficaz, ni su modo

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de ir derecho al objeto y alcanzarloa todo trance— me tendió un papelcon varios nombres escritos de supuño y letra, y añadió:

»—Éstos son los nombres delos cinco vecinos más ricos dellugar: unos tienen tierras y otrostierras y tienda, pero todos soncientíficos, huertistas,reaccionarios. ¡Que se presenteninmediatamente en este cuartel, sopena de ser fusilados por sucomercio con el enemigo!

»Estábamos mi general y yo en

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una pieza de la casa donde iba ainstalarse la comandancia de lacolumna. Por la ventana, abierta yancha, veíamos en el fondo delcielo el mar de tonos rojos en quese hundía el sol. A todo lo largo dela calle aparecían los grupos desoldados quitando a las mulas losaparejos. Mientras hablábamosentraban y salían ordenanzasencargados del equipaje y otraimpedimenta.

»—Y esta orden —pregunté,tras de leer los cinco nombres de

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que se componía la lista— ¿debomandarla ejecutar o ejecutarla yomismo?

»Mi general reflexionó apenasun segundo y respondió vivamente:

»—Sí, eso es; cúmplela túmismo.

* * *

»Cogí diez soldados de los de laescolta y me eché a la calle; si bienpronto, al hallarme en la puerta,vacilé en cuanto al camino que

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debía seguir. ¿Ganaría para laizquierda? ¿Ganaría para laderecha? El pueblo, para mídesconocido del todo, me resultabaun verdadero enigma como teatrode aprehensiones. ¿Quiénes eran,dónde vivirían aquel don CarlosValdés y aquel don Ciriaco DíazGonzález que encabezaban lanómina de los sentenciados alpréstamo? Una consideración obviapuso fin a mis dudas empujándomea caminar hacia la placita de losportales, del jardinillo y del

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quiosco —la misma a donde iría enel atardecer de los siguientes días aentretenerme mirando el revolotearde las urracas entre las frondas delos árboles añosos.

»En la plaza logré prontoinformes precisos. Mas como hubede acercarme a diversas puertas yandar por varias calles, seguidosiempre de la escolta, la alarmaempezó a cundir. El aire siniestrode mis hombres y los rostrosinquietos de quienes nosacompañaban, reavivaron el

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sobresalto producido por laescaramuza de la mañana.

»Por fortuna, para cuatro delos vecinos designados por migeneral la busca no resultó larga.Todos los habitantes del pueblo losconocían: a ellos, a sus familiares,sus casas, sus comercios. Pero parael otro —el primero de la lista: donCarlos Valdés— la cosa fue ya biendiferente. Al principio nadie sabíade quién se trataba:

»—¿Carlos Valdés? ¿CuálCarlos Valdés?

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»Por fin se puso en claro quesí había en el pueblo un CarlosValdés; pero se insistió en que nopodía ser ése el Valdés de mi lista,sino otro: don Vicente Valdés, cuyasseñas no se ignoraban.

»—¿Y por qué —inquiría yo— no ha de ser don Carlos elValdés que yo busco?

»—Porque Carlos Valdés —rme enteraban— no pertenece,como las otras personas que andausted cazando, a las familiaspudientes del pueblo, mientras que

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don Vicente sí. Éste, si no de losmás acaudalados, tampoco es de losmás pobres.

»Mi orden, sin embargo, serefería a don Carlos Valdés y no adon Vicente Valdés, por lo que yo,ateniéndome a la consigna, pedí quese me guiara a la casa del primero yno a la del segundo, y cuando hubedado con aquél, me lo traje entrefilas junto con los cuatro ricosauténticos o, por lo menos,indiscutibles.

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* * *

»Mi general recibió a suscandidatos al préstamo forzoso contoda la parafernalia ceremoniosa desemejantes casos. Estaba en pie,detrás de su mesita de campaña:abotonado hasta el cuello elchaquetín; afeitado con esmero;vueltas hacia arriba, a lo Káiser, lasagudas guias de sus bigotes, yabombado el pecho, a falta degenuino aire marcial, bajo la golade sombra que proyectaban los

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rayos de la lámpara alinterponérseles el curvo perfil deuna papada prematura. A uno y otroextremos de la mesilla, sobresendos taburetes, tenía abiertas yexhaustas las cajas de caudales desus tropas.

»Dejó transcurrir variosminutos en silencio, a fin deimpresionar más hondamente a susvíctimas, y luego dijo:

»—Los saludo a ustedes,señores, por más que no me allane aestrecharles la mano; ustedes son

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unos traidores, unos cobardes, unosciudadanos perversos, enemigos delpueblo y de sus instituciones libres,en tanto que yo… yo soy un dignorepresentante del valeroso EjércitoRevolucionario…

»—¡Señor general!, intentóaquí proferir uno de los cincohombres a quienes se apostrofabatan duramente.

»Pero mi general, desde luego,lo ató corto:

»—No, señor —dijo—; deninguna manera. De ninguna manera

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se me interrumpa.»Y para reforzar su dicho, se

volvió a mi, que aún conservababajo mi mando los diez soldados dela escolta, y repitió con énfasis:

»—¡Que de ninguna manera seme interrumpa!

»Yo entonces mandé terciararmas y distribuí los soldados en laretaguardia y flancos de losprisioneros.

»Mi general, mientras tanto,había extraído del bolsillo de suchaquetín una copia de la lista que

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me diera poco antes y la leía parasí. En seguida, sin levantar la vistadel papel, pero con ademán dedirigirse a los presos, continuó:

»—Don Carlos Valdés. ¿Quiénes don Carlos Valdés?

»—Yo soy, señor —respondióel nombrado.

»—Don Ciriaco DíazGonzález. ¿Quién es el señor DíazGonzález?

»—Yo —contestó una vozperentoria y seca.

»—¡Ajá! Conque usted. Mucho

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gusto…»Y a renglón seguido:»—Don Pedro Salas Duarte.

¿Quién es don Pedro Salas Duarte?»—Un servidor, general.»—¿Un servidor? Pronto lo

veremos. ¿Y don Marciano de laGarza?

»—También para servirle,señor general.

»—Usted, supongo —afirmómi general dirigiéndose al únicopreso cuyo nombre no habíapronunciado aún—, será don

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Ignacio Muriedas.»—El mismo —ratificó el otro

con aire y con acento denunciadoresde que era español.

»—Pues bien, señores —prosiguió mi general en tono dediscurso—: la Revolución consumefondos que nosotros, sus servidoreshonrados, sus servidores puros ysin mancha, no podemosimprovisar. Y como nada hay másjusto que ustedes —las clases y losindividuos responsables delpresente estado de cosas— paguen

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los gastos de la guerra de que soncausa única, a ustedes toca venir acolmar el vacío de que ahora seresienten las arcas de la pagaduríade mis tropas, y a tal se debe estaentrevista, a la que tan amablementese han servido concurrir. Lasfuerzas de mi mando, que hoy por lamañana supieron librar a estepueblo de la ignominia de seguirbajo el yugo de las tropasreaccionarías, esperan de ustedes,sin demora ni excusa de ningúngénero, la módica suma de treinta y

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cinco mil pesos en efectivo. Contodo, no quiero adelantarconclusiones: los treinta y cinco milpesos los entregarán ustedes no atítulo de castigo por su apoyo a losenemigos de la libertad y el ordende la República —nadie crea queme erijo en juez—, sino comosimple préstamo forzoso, por el quese les otorgará recibo y se lesindemnizará cuando la causatriunfe… Dos puntos son aquíesenciales e invariables y explicanpor si solos el rigor de las órdenes

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respectivas. Uno es el monto de lassumas que cada uno de ustedesdeberá entregar: no se las reduciráen un solo centavo; otro, el plazoque a cada uno se le otorga: no se lealargará en un solo instante.

»Los cinco sentenciados alpréstamo habían venido sintiendo, amedida que mi general avanzaba ensus retóricas, un ritmo de venas másacelerado. Se les veía tragar saliva;tenían hinchada la frente;conservaban piernas y pies enquietud perfecta, y no paraban de

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agitar las manos dentro de losbolsillos. Sólo uno, don CarlosValdés, parecía aceptar laembestida con suficiente flema parano airarse. Miraba a mi general,dibujándosele en los labios, casiimperceptible, una sonrisa entreburlona y melancólica.

»Después de una pequeñapausa y volviendo a su lista, migeneral continuó:

»—Señor don Carlos Valdés:las fuerzas de mi mando leconceden a usted un plazo de doce

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horas a partir de este instante (son—dijo mirando su reloj de pulsera— las siete y cuarenta y siete de lanoche) para que entregue en la cajade mi brigada cinco mil pesos. Deno llenar este requisito, será ustedahorcado, sin nuevo trámite deninguna especie, mañana a las sietey cuarenta y siete de la mañana.

»La fila de los cinco ricos, aloír tales palabras, perdió elresuello. De rojos que estaban, sepusieron blancos. Valdés quisohablar y abrió la boca; pero antes

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de que emitiera el menor sonido, yami general estaba diciendo:

»—Señor don Ciriaco DíazGonzález: se le concede a usted unplazo de quince horas a partir deeste instante (son las siete ycuarenta y nueve de la noche), paraque entregue en la caja de misfuerzas la suma de seis mil pesos.De no cumplir con este requisitoserá usted ahorcado sin trámites niapelación mañana a las diez ycuarenta y nueve de la mañana…Señor don Pedro Salas Duarte: se

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le conceden a usted dieciochohoras, a partir de este momento,para que entregue en la caja de misfuerzas la suma de siete mil pesos.Son las siete y cincuenta y unminutos de la noche; de no cumplirla orden recibida, será ustedahorcado, sin que medie nuevaformalidad de ninguna naturaleza,mañana a la una y cincuenta y unminutos de la tarde… Señor donMarciano de la Garza: se leconcede a usted un plazo deveintiuna horas (son las siete y

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cincuenta y tres de la noche) paraentregar en la caja de mis fuerzas lacantidad de ocho mil pesos. Si nocumple usted este mandato seráahorcado, sin otro trámite que el dela verificación del reloj, mañana alas cuatro y cincuenta y tres de latarde… Señor don IgnacioMuriedas: se le conceden a ustedveinticuatro horas, a partir de esteinstante (son las siete y cincuenta ycinco de la noche), para queentregue en la caja de mi brigada lasuma de nueve mil pesos. Si se

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resiste usted a cumplir esta ordenserá ahorcado mañana, sin trámitesde ninguna especie, exactamente aesta misma hora y en este mismominuto… Una palabra más:mientras las órdenes que acabanustedes de escuchar recibencumplimiento, bien en un sentido —cosa que deseo— o bien en el otro—cosa que lamentaría—, quedanustedes presos en esta jefatura y ami disposición. Sólo se lespermitirá, para facilitarles susgestiones, que se comuniquen

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libremente con sus familiares yamigos.

»Así dijo mi general, se atusóel bigote, acercó hacia sí una silla yme llamó para darme instruccionessobre el alojamiento de los presos.

»Éstos no volvían aún de sudesmayo ni de su asombro. Elpropio don Carlos Valdés, aquel dequien en el pueblo se decía que noera rico ni cosa que se le pareciese,y que poco antes se mostrara tananimoso, hacía en vano grandesesfuerzos para recobrar la calma.

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Todos, al fin, intentaron romper ahablar; pero mi general, que no lesperdía ojo, los atajó de plano confrases perentorias:

»—¡Inútil, señores! ¡Cuantome digan será inútil! Están dictadaslas disposiciones; los plazoscorren. O entregan el dinero o van ala horca. ¿Hay una disyuntiva másclara ni más franca? En todo caso,no admite paliativos.

»Hubo entonces un silencioprolongado y angustioso. Valdés sepuso a respirar con fuerza, y

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súbitamente, enardecido por lainminencia del peligro, se soltó enpalabras, saltando por sobre elgesto imponente con que mi generalquiso hacer que callase:

»—Callaré muy pronto, señorgeneral, pero no sin decirle antesalgo que acaso usted ignore y quemi obligación y mi salud memandan comunicarle. Como puedencertificar las honorables personaspresas aquí conmigo, y cuya suerteme duele igual que la mía, yo soymuy pobre: pobre individualmente,

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pobre por mis parientes, pobre pormis amigos. No crea usted quemiento; le digo la verdad: yo notengo casas, ni terrenos, ni dinero,ni comercio, ni valores, ni cuentasen los bancos. ¡Doce horas paraentregar cinco mil pesos! De oírlose me hace que estoy soñando. Unaño de plazo sería poco, se loaseguro; tan poco como las docehoras. Así pues, por lo que a mítoca, no aburra con la espera a susverdugos: mándeme ahorcar ahoramismo en vez de aguardar a mañana

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a las siete y cuarenta y siete.»—La Revolución, señor

Carlos Valdés, no tiene verdugos nilos necesita.

»Así dijo mi general,añadiendo al punto:

»—Sus palabras le costaráncaras.

»Y todos guardamos silencio».

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5

El nudo de ahorcar

Encendimos una fogata —porque,ya anochecido, la sierra nosmandaba la frialdad de su hálito—y nos agrupamos en corro. Las

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llamas nos enrojecían el rostro yprecipitaban cascadas de oro viejopor los pliegues de los sarapes.Atrás, hacia donde apuntabanfulgurantes con sus reflejos loscañones de los rifles, ibatupiéndose la sombra, el cercohosco, impenetrable, que noscircundaba por la espalda mientraspor delante, en la diminuta rotondade claridad, formaban perímetro lospares de ojos encandilados y seapretujaban los cuerpos, calientespor un lado hasta tostarse y frígidos

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por el otro.A la luz de la hoguera, el

relato ensanchó la perspectiva de suinterés. El coronel Ornelas sedetuvo breves instantes; quiso envano reavivar el fuego de sucigarrillo de hoja, y prosiguió al fincon el mismo tono de voz que hastaentonces —tono seco, frío enapariencia, pero teñido en realidadde un dejo de emoción temerosa demanifestarse:

«Yo conté a mi general lo queen el pueblo se decía: don Carlos

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Valdés, a juzgar por la fama y lasopiniones más válidas, era incapazde reunir, no ya cinco mil pesos,pero ni quinientos, ni ciento.

»—Tú —observó mi general— llegas nuevo a estas andanzas yluego caes en engaño. Ten porseguro que de los cinco sujetos quetenemos presos, el de más valorpara nosotros es don Carlos Valdés.Ya lo verás.

* * *

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»En el pueblo, mientras tanto, habíacorrido la noticia como reguero depólvora. Sólo se hablaba delpréstamo forzoso impuesto pornuestras tropas y del peligro en queestaban los cinco ricos designadospara entregar el dinero y amagadosde morir en la horca. Multitud deparientes y amigos de los presosestuvo a ver a éstos en la Jefaturade Operaciones, trayéndolesconsejo, simpatía o ayuda. Variascomisiones de las clases humildeslograron acercarse a mi general e

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intentaron demostrarle cómo donCarlos Valdés no era entonces, nihabía sido nunca, hombre deposibles. Pero mi general seencolerizó, dijo que ni laRevolución ni él se equivocaban yamenazó con castigos ejemplares alos que se empeñaran en velar loshechos o en facilitar apoyo a lasocultaciones “delictuosas”.Tampoco se mostró menos enérgicocon los que vinieron a pedirle quealargara los plazos.

»—Considere usted, señor

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general —le decían—, que elpueblo es chico, que está arruinadopor la guerra. Ayer mismo, antes deentrar ustedes, los federalesbarrieron con cuanto había. Hágasecargo: treinta y cinco mil pesos esuna cantidad superior a nuestrasfuerzas; no la tenemos, no lareuniremos en unas cuantas horas.Siquiera dénos usted tiempo paraacudir a nuestros amigos de lacomarca: cuatro días, tres, dos.Acepte nuestra palabra de honor deque le pagaremos. Somos hombres

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honrados y hechos a cumplir, asípasemos por huertistas y enemigosdel movimiento libertario.

»Pero mi general, preciso yenérgico, atusándose las guías delbigote en dirección de los ojos, ysonriendo apenas —como si su grancoquetería se cifrara en enseñar lascomisuras de la boca a la sombrade los pelos tensos—, respondiócon estas pocas palabras:

»—Las órdenes están dadas ylos plazos corren. Ustedes, que sonunos traidores y unos cobardes, van

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a aprender que con la Revoluciónno se juega, ni se juega conmigo,que la represento con cuantadignidad conviene a su idealismoglorioso y a sus impulsos heroicos,justicieros. Si antes de la hora queya fijé don Carlos Valdés no entregalos cinco mil pesos que lecorresponden, mañana a las siete ycuarenta y siete a. m. lo veránustedes balancearse en la horca. Yasí los demás a su turno. ¡Señores,no pierdan el tiempo!

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* * *

»A las diez de la noche se metió enla cama mi general, tras de decir,muy preciso, que no lo despertasenhasta las siete de la mañana. LaJefatura de Operaciones entró enreposo. Únicamente en las piezasocupadas por los cinco presossiguió, sorda, la agitación. Entrabany salían amigos, se mandabanrecados, se escribían cartas. Lospresos, nerviosísimos, veían elreloj cada cinco minutos, salvo don

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Carlos Valdés que parecía ajeno altrajín ansioso. Tranquilo, oresignado, decía con voz dulce algrupo de mujeres que estaban enrueda alrededor de su silla:

»—Yo no tengo cinco milpesos ni los tendré nunca. Si lospidiera a crédito no me losprestarían, pues salta a la vista queno sabría pagarlos. No dudo de queel pueblo, si pudiese, haría algopara salvarme. Pero ¿cómo esperarque me salve a mí, si no encuentralo necesario para librar de la horca

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a mis cuatro compañeros, que sonricos de veras y muy dueños dedevolver algún día, con creces, loque en este trance se haga porellos? Esperemos que este general,que habla tanto de valor, de justiciay de heroísmo, vuelva en razón y seconvenza de que yo soy un pobrediablo. Entonces no cumplirá susamenazas; y si las cumple, allá élcon su crimen.

* * *

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»No cesaron en toda la noche lasgestiones que se hacían en el pueblo—y fuera del pueblo, pues salieronvarios propios con distintos rumbos— por sacar de su terrible apuro alos cinco ricos escogidos por migeneral. Mas, a pesar de todo aquelir y venir, sonaron las siete de lamañana sin que nadie entregase unsolo centavo. Mi general, en cuantodespertó, me hizo llamar parapreguntarme:

»—¿Ya está aquí el dinero dedon Carlos Valdés?

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»—No, mi general. Ni el dedon Carlos Valdés ni el de nadie. Yen lo que se refiere a Valdés…

»—Perfectamente —meinterrumpió—. Apresurémonos atomar medidas.

»Luego reflexionó unossegundos y continuó así:

»—Mira. En el patio de lacasa hay un fresno canijo. A falta decosa mejor, eso puede servirnos dehorca. Haz que amarren a la ramamás alta y menos débil una cuerdafuerte, con gaza en la punta, y toma

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las demás providencias necesarias.El nudo, sobra decirlo, no ha de serde los comunes y corrientes. Quesea de los de ahorcar… Habrá queprepararlo todo aprisa, porque sonlas siete y siete minutos: apenas nosqueda algo más de media hora…¡Ah! Ahora que salgas, de paso,dile a Juan que me traiga eldesayuno, hazme el favor.

»En el acto salí a cumplir lasórdenes recibidas, aunque acumplirlas no con la facilidad conque se hubiese esperado. La única

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rama fuerte del fresno canijo erabajísima. Fue necesario medir laestatura de don Carlos Valdés paraconvencernos de que, subido élsobre una silla —la cual se retiraríaen el momento supremo—, podíaquedar, entre su pescuezo y la rama,espacio suficiente para la cuerda yel nudo. De ese modo sí eraprobable que, quitada la sillasúbitamente, el cuerpo delajusticiado colgara con bastanteholgura y movimiento para que supropio peso lo ahorcase.

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* * *

»Mi general acabó de vestirse a lassiete y media y vino al patio paraver lo que yo había hecho. Se subióa la silla que estaba debajo delárbol. Se colgó de la cuerda conambas manos, para probar laresistencia de la rama. Consideró laaltura a que todo aquello quedabadel suelo. Por último examinó elnudo de cerca y con muchaatención.

»—Este nudo —declaró al fin,

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bajándose de la silla— no sirvepara nada. Ordené que fuera de losde ahorcar, de los que se haninventado con ese objeto y nuncafallan. ¿Por qué no se me obedece?

»Yo le respondí:»—Mi general, éste es el

mejor nudo de cuantos se me hanocurrido. No conozco losapropiados para la horca, ni losconoce tampoco ninguno de losoficiales o soldados ahorapresentes. He mandado llamar a dosindividuos que estuvieron en

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presidio y no han sabido darmenoticias del nudo de que se trata.

»—Pues conocen ustedes muypoco —respondió— y no merecenla confianza que les dispenso. ¡Aver esa cuerda! Haré yo el nudopara que lo aprendan.

»Uno de los soldados seencaramó en el árbol, desató lareata y me la echó a las manos.Pero mi general, interponiéndoseágilmente, la cogió en el aire. Lafusta de montar, que traía en lamano derecha, se la metió debajo

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del brazo. El cigarro, que traía enlos labios, se lo acomodó en uno delos ángulos de la boca, en formaque no le estorbara: el hilillo dehumo le subía por el rostro,paralelamente al bigote, e iba ahacerle entornar, al sesgo, el ojoduro. Y allí, parado en mitad delpatio, bajo el mirar curioso deoficiales y soldados, se entregó aelaborar con destreza, con maestría,el nudo de la muerte, complicado ysiniestro. Mientras movía losdedos, con habilidad extrema, el

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cordoncito de humo de su cigarro lohostigaba y daba a su cara,arrugándola en ángulos violentos,algo de satánico, de mefistofélico,una expresión denunciadora deregocijo anticipado ante laperspectiva de romper los caucesmás protegidos en su curso.Moviendo rápidamente las manos,volvió un extremo de la cuerdasobre la cuerda misma y la torcióde tal manera que vino a formar,como remate, la gazaestranguladora. Era un macizo

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cilindrico y largo, por cuyo interiorse deslizaba sin tropiezo la cuerda,y cuya rigidez, semejante a la delhierro mismo, rompería la nuca delajusticiado al colgar de lasvértebras inmediatas a la cabezatodo el peso del cuerpo.

»—Ahí tienes —me dijo, y metendió la reata.

»Yo la tomé, la vi y se la echéal soldado del árbol. El soldado laamarró de nuevo a la rama.

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* * *

»A las siete y cuarenta mandópreguntar mi general a don CarlosValdés si estaba listo para entregarla parte que le correspondía en laderrama del préstamo forzoso.Valdés contestó que listo estaba,pero que no tenía el dinero niesperaba tenerlo. Entonces migeneral ordenó que los cinco presosfueran traídos al patio con unaescolta de veinte hombres. A mi medijo:

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»—Haz que se presenten aquíinmediatamente todos los oficialesque se encuentren en el edificio.

»Salí.»Cuando hube regresado, en el

patio reinaba un silencio profundo.A quince pasos del fresno, los ricossentenciados al préstamo, o a lahorca, formaban fila paralela a larama de que pendía la cuerda,engrandecida por el nudomonstruoso. A la derecha, en alaperpendicular, se alineaban losveinte soldados, de dos en fondo. A

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la izquierda, los oficiales hacíansemicírculos jerárquico en torno ami general. Éste daba en voz bajainstrucciones al sargento de laescolta y a un cabo.

»En seguida el sargento fue aincorporarse con su escolta y elcabo se colocó junto a una silla quese había puesto cerca de la que sehallaba exactamente debajo delnudo de ahorcar.

»Eran las siete y cuarenta ycinco. Los presos, muy pálidos, seesforzaban por no ver nada, pero lo

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veían todo. Valdés era quien seconservaba más sereno. ¿Serenopor completo? No. Había un puntopor donde la ansiedad de suinconsciente se desahogaba: sumano izquierda le raía con ahíncolas asperezas resecas del labioinferior.

»Mi general sacó del bolsillola lista de los cinco presos y leyócon voz de resonancias solemnes:

»—¡Don Carlos Valdés!»Valdés respondió:»—¡Presente!

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»—¿Está usted dispuesto acumplir las órdenes que por miconducto le ha dictado laRevolución?

»—Ya he dicho, señor general,y no concibo que sobre esto lequepa a usted la menor duda, quedispuesto estoy a cumplir, pero queno tengo dinero ni manera alguna deprocurármelo.

»—Muy bien, señor Valdés.Lo que pase será obra exclusiva desu resistencia a un mandato cuyajustificación no puede discutirse. Le

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quedan a usted dos minutos pararesolver. Pero como la Revoluciónno infringe sus propios mandatos,iremos adelantando ciertospreparativos… ¡Sargento, cumplausted las órdenes!

»El sargento, con dossoldados, se acercó a Valdés; le atólas manos a la espalda. Luego,empujándolo por los brazos, locondujo hasta las sillas, a una delas cuales lo hizo subir. Despuésdejó a los dos soldados la custodiadel sentenciado a muerte y fue a

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colocarse otra vez en su puesto,junto a la escolta.

»A continuación el cabo subióa la otra silla y, alzando los brazos,metió la cabeza de don CarlosValdés dentro de la lazada del nudo.

»El sargento mandó:»—¡Presenten… armas!»Los compañeros de Valdés,

demudado el rostro, flojas lascorvas, contraído el vientre,miraron hacia la horca con ojos deextravío. Él, muy pálido, pero muyfirme, no apartaba la vista de mi

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general, que a su vez mantenía losojos fijos en el minutero de su relojde pulsera.

»Unos segundos pasaron. Depronto mi general alzó la cara paraver a Valdés y dijo:

»—Don Carlos Valdés: son lassiete y cuarenta y siete de lamañana. El plazo se ha cumplido.¿Entrega usted los cinco mil pesos,sí o no?

»Valdés siguió mirando a migeneral sin responder nada. Migeneral se dirigió entonces al cabo:

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»—¡Cumple la orden! —ledijo.

»El cabo tiró de la silla en queValdés estaba en pie y lo dejócolgando de la cuerda.

»Se cerró la gazainstantáneamente. El nudo operófirme. Don Carlos Valdés pataleóen el aire con gesticulacionesgrotescas y horrible agitación desus manos amarradas, que legolpearon la región de los riñonescomo con escobajo frenético.

»Los otro cuatro presos

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lanzaron un grito —un gritopavoroso— y abrazados sevolvieron de cara a la pared.

»Los oficiales nosestremecimos.

»Mi general no parpadeó.

* * *

»Don Ciríaco Díaz Gonzálezentregó sus seis mil pesos a lasnueve de la mañana; don PedroSalas Duarte entregó siete mil antesde las once, y los otros dos notables

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del pueblo pagaron sus cuotas antesdel mediodía.

»Poco después, mirando migeneral todo aquel dinero,perfectamente contado y formado enmontoncitos sobre su mesa decampaña, me decía:

»—Como ves, elprocedimiento es infalible. Todospagaron.

»—Todos, sí, menos Valdés —repliqué.

»—¿Valdés? Por supuesto.Pero de ése ya sabía yo que no

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habría de pagar. No tenía ni en quécaerse muerto.

»—¡Pero… entonces!… ¿Porqué lo ahorcamos?

»—¿Por qué? ¡Qué bisoñoeres! Ahorcándolo a él, era seguroque pagarían los demás…».

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Librotercero

Prisión de políticos

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1

Barruntos de aprehensión

De vuelta en México, me dediqué,más aún que antes, a mi laboranticarrancista.

Luis Cabrera venía, casi a

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diario, a la casa que ocupaba LucioBlanco en la calle de los Héroes —la hermosísima mansión de donJoaquín D. Casasús—. A menudocomía allí, o cenaba, y cuando no,solía engolfarse con Lucio en largaspláticas que nosotros, los amigos deéste, procurábamos no interrumpircon nuestra presencia próxima.

Una mañana, a poco depresentarse Cabrera, Lucio mellevó aparte y me dijo:

—Creo que ya es tiempo dehablar a Cabrera con absoluta

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claridad. Conviene, sin embargo,para no aventurarnos en exceso, queno sea yo quien le proponga elpunto, sino usted en mi nombre.Confíele la cosa en términos tanprecisos como se pueda, aunque sinsalir de las generalidades; sobretodo, sin mencionar nombre algunofuera del mío, e invítelo de mi partea que defina su actitud.

Yo entonces me acerqué aCabrera, lo tomé por un brazo y lohice venir conmigo, desde el salónen que nos hallábamos, hasta una de

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las habitaciones interiores, dondede seguro nadie nos estorbaría niescucharía. Había en aquella piezaun pequeño sofá esquinado contrauno de los rincones. En él nossentamos Cabrera y yo, yempezamos a hablar. Laconversación —así nos convenía aambos— fue rodando rápidamentede tema en tema. Cuando hubollegado a la coyuntura favorable, yoentré en materia sin ambages:

—Carranza —dije— es unambicioso vulgar, aunque aptísimo

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para sacar partido de susmarrullerías de viejo politiquero ala mexicana. Es un hombre singenerosidad constructiva ni idealesde ninguna especie. Cerca de él nopueden estar más que losaduladores y los serviles, o los quefingen serlo para que Carranza lessirva en sus propósitos personales.Es un corruptor por sistema: alientalas malas pasiones, lasmezquindades y aun los latrociniosde los que le rodean; lo cual hace afin de manejar y dominar a éstos

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mejor. Todos los revolucionarioscon personalidad, o losrevolucionarios sencillamentepuros, que no han queridoconvertirse en instrumentos dóciles,han debido romper con él oresignarse a un papel de sacrificio,humillante o secundario. Y los queno han roto aún, se sienten ya sobreascuas y no aciertan a qué posturaacogerse. Usted sabe, tan bien comoyo, que uno u otro de esos casos esel de muchos de nuestros amigos.Tal ocurre, o ha ocurrido, con

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Maytorena, con Ángeles, conVillarreal, con Blanco, conVasconcelos, con Bonilla y hastacon usted mismo. Recuerde ustedlos desaires y la guerra sorda queCarranza le hacía durante nuestraestancia en Nogales. Y es queCarranza sueña con la posibilidadfantástica de resultar un nuevoPorfirio Díaz, de ser un PorfirioDíaz más grande y mejor que elotro, cuya memoria, en el fondo,admira y reverencia. ¿No son yaevidentes las pruebas de que

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Carranza trata de subordinarlo ysacrificarlo todo a ese finexclusivamente personal y muysuyo, sin dársele un comino de loque en verdad puedan traer defecundo para México la Revolucióny sus hombres? A usted le constaque, por principio de cuentas,Carranza ha procurado,metódicamente, desde el primerdía, mantener dividida, a laReyolución. Llegó a Sonoraderrotado, inerme y en la miseria.Consciente de la poca capacidad

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militar de don Pablo González,había querido retirarse al últimoextremo de la República paramandar desde allí tranquilo.Maytorena, a la inversa de lo quehubiese hecho cualquier otro, seportó noblemente con él; lo acogióy reconoció como jefe, atento tansólo al primero de sus deberes: quela unidad revolucionaria seconservase. Pero él, que sabía queMaytorena era el único que podía,en rigor y con derecho, disputarle lajefatura del gobierno

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revolucionario en la hora deltriunfo, se dedicó, no bien se sintiófuerte de nuevo, a ahondar lasdiferencias que ya existían entre losdos grupos sonorenses, elmaytorenista y el pesqueirista, y aserle desleal a quien lo habíasalvado del fracaso y del ridículo.Luego, al convencerse de queFelipe Ángeles era un hombrebueno, apto y con ideales, hechopara la nobleza y el desinterés, paralos actos grandes, no para lasruindades de los farsantes

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ambiciosos, no para las socaliñasde quienes sólo tratan deencumbrarse o ir a su medro acambio de bajezas, lo postergó, lohostigó y acabó sacándolo de qucio.Por último, al percatarse de queVilla iba siendo el verdadero autordel triunfo militar revolucionario,se empeñó en crearle obstáculos.Las grandes victorias de laDivisión del Norte, desde CiudadJuárez hasta Zacatecas, Carranza ylos suyos no se las perdonan aVilla, porque todos saben que ésas

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son las victorias que nos han dadoel triunfo. Con Carranza laRevolución no tendrá nunca ni lavoluntad, ni la capacidad, ni lavidencia de la obra ulterior que hade justificarla. Carranza sólo sepreocupa y sólo sabe de acabar conquienes no acatan sumisos sudictadura, y cuando realice eso estéusted seguro de que dejará quehagan y deshagan cuantos loreconozcan como jefe y losostengan como tal. Con Carranza,el país y la Revolución van a un

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despeñadero, van a la luchapersonalista tras el disfraz de lospostulados revolucionarios, van ala anarquía de los depravados, quesólo piensan en figurar yenriquecerse y que, para lograr susplanes, no sentirán escrúpuloninguno, cuando sean de elloconscientes, antes sumirán aMéxico en condiciones peores quebajo Victoriano Huerta. Por esonosotros creemos que hay quederrocar a Carranza o renunciar aque la Revolución sea un bien… El

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general Blanco, que sabe que ustedno pertenece al grupo de loscarrancistas serviles, me ha pedidoque le exponga a usted estas ideasen su nombre y que le comuniquenuestros planes: estamos resueltos aoponer una barrera al carrancismopersonalista y corruptor. ¿Quiereusted ser de los nuestros?

Cabrera me habíainterrumpido varias veces mientrasle hacía yo mi discurso, bien paraaclarar mis palabras o bien paraconfirmarlas y aun asentir a ellas.

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Cuando hube terminado me dijo queen principio estaba de acuerdo enlo que se le proponía; pero que, detodos modos, deseaba reflexionardespacio antes de decir de plano sío no. Quedamos, por último, envolver, de allí a dos o tres días,sobre la cuestión.

La respuesta de Cabrera no leagradó a Lucio Blanco.

—Me sorprende no poco —medijo—, pues de lo que yo habíahablado con él esperaba que suaceptación fuese inmediata y

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categórica. Ahora siento que, porno saber esperar, hayamos soltadoprenda.

Yo no opiné del mismo modo.Cabrera podría, o no, pensar comonosotros; pero, en cualquier caso,como no se trataba de un juego,nada más explicable que noquisiera irse de bruces. En esto, porlo demás, los hechos posterioresparecen darle a Cabrera la razón enel orden del éxito personal. Si élentonces, al declarar que pensabacomo yo, hubiese declarado

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también que se unía a nosotros,quizá después no hubiera podidocambiar de palabra, como cambióde pensamiento, y su porvenirpróximo habría sido el de todos losanticarrancistas de aquellos días: elfracaso del convencionismo y, deallí, la expatriación o la muerte.Del otro modo, Cabrera realizóacaso aspiraciones suyas: recobróascendiente, tuvo influencia, fueministro, fue poderoso. Cierto quepodría decirse asimismo que sientonces todos los revolucionarios

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de la importancia y el valer deCabrera se hubieran opuesto aCarranza, el carrancismo no habríapodido ser y México se habríalibrado de aquel azote y todas susconsecuencias desmoralizadoras.Pero dicho esto, la interrogación seabre de nuevo: de no haber habidocarrancismo, ¿es seguro quehubiese habido algo mejor? Y estoya es materia de simple hipótesis.Unos diremos que sí, otros pensaránque no, pero ninguno con mejorderecho. Ahora, que a quienes

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decimos que sí nos queda lasatisfacción de no haber intervenidoen aquella obra.

En cuanto a la observación deLucio sobre que hubiéramos,hablándole a Cabrera, soltadoprenda, tampoco me parecíafundada. Yo sentía por Cabrera —yaún la conservo— muy altaestimación. Nuestras relaciones,además —de un género bastantediverso de lo meramente político—, me autorizaban a confiar en sulealtad o, por lo menos, en su

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silencio caballeroso. Todavía creoque no me equivoqué.

* * *

Los sucesos, sin embargo,resbalaban por la única pendienteque tenían dejante. Dos o tres díasdespués de mi conversación conCabrera, el coronel Domínguez y yonos encontramos con AlfredoBreceda en la casa de Blanco.

—¡Hombre! —nos dijo—. Mealegro de encontrarlos. Sobre todo,

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me alegro de encontrarlos juntos. Alos dos los buscaba. El Primer Jefequiere celebrar con Villa unaconferencia por telégrafo y les pidea ustedes que estén presentes y loayuden a entenderse con el jefe dela División del Norte, supuesto queustedes representan a Villa aquí. O¿qué?, ¿no les parece que debemoshacer todos un esfuerzo para acabarde una vez con las rencillas queestán separándonos?

Domínguez, espontáneo yatrabancado siempre, consintió sin

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más ni más en lo que Breceda nospedía, y de tal modo lo hizo, quecuando yo me lancé a intervenir yaera inútil. Ya Breceda, muycariñosamente, nos estabaenlazando a cada uno por un brazo yya nos estaba conduciendo hacia lapuerta, pródigo en toda suerte dezalamerías y halagos.

Subimos al automóvil en queBreceda había llegado y nosdirigimos a Palacio. En el trayectoiba pensando yo en la necedad queacabábamos de cometer. Aquella

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mañana, Breceda destilaba falsedadpor cada uno de sus poros. Nohabía sino verle la cara paracomprenderlo: más que nunca teníael color cetrino; más que nunca lalínea de sus labios era lívida,imperceptible, desdibujada; másque nunca se le caían los párpados—entre lisos y surcados porpliegues como de ala de murciélago— para esconder la mirada de susojos sin brillo. ¿Quién, además, queconociera un poco a Carranza habíade creer los embustes de Breceda

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sobre la conferencia telegráfica conVilla y las otras paparruchas quenos venía diciendo? Carranza lopermitía y lo perdonaba todo,menos que no se le acataraplenamente, menos que no se leadulara y sirviera como si en él seconcentrase la propia inspiracióndivina. Era, pues, absurdo esperarque a Domínguez y a mí, que noocultábamos el poco respeto que élnos merecía, nos fuera a aceptar depronto como delegados de Villa y amostrar deseos de que le

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ayudásemos a aplacar el enojo delguerrillero.

Una vez en Palacio, Brecedanos condujo hasta una de las salasde la Secretaría Particular. En lasala aquella no había nadie.

—Háganme favor —nos dijo— de esperar aquí un momento. Voya avisar al Primer Jefe y regreso abuscarlos.

Y se fue.—Tú te estás cayendo del nido

—le dije a Domínguez así queestuvimos a solas—. Breceda, en

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efecto, no tardará mucho en volverpor nosotros, pero no vendrá solo.Prepárate a ver entrar por aquellapuerta el piquete de soldados quenos va a aprehender… Yo no digoque nos hubiésemos negado enredondo a venir, pero podíamoshaber venido en otras condiciones.

Nada me contestó Domínguezde pronto. En el camino de la casade Lucio a Palacio había tenidotiempo de notar mi actitud y deinterpretarla. Luego dijo:

—Eres demasiado malicioso.

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Y se puso a pasear a lo largode la pieza.

Yo abrí uno de los balconesque daban hacia la calle y me acodésobre el barandal. La calle de laAcequia, llena a esa hora demovimiento, era todo unespectáculo. La vida mástípicamente mexicana searremolinaba impetuosa a uno yotro lado de la puerta del Volador yse entretejía después con los hilosinvisibles que la hacían una con lasotras pulsaciones de la ciudad

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entera… Y así pasaron diez, quince,veinticinco minutos.

* * *

«Una de dos —pensaba yo mientrasseguía esperando acodado en elbarandal—: o Alfredo Breceda noha podido entrar a tomar órdenes deCarranza, y por eso tarda, o hallaobstáculos para arreglar losdetalles de la detención de maneraque ésta se consume sin escándalo».

Y me distrajo de nuevo el

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espectáculo de la calle. Loscuadros de costumbres callejerasno cesaban de renovarse, vivos,imprevistos, deliciosos; irradiaban,inagotables, desde la puerta delVolador.

Poco a poco, sin embargo,aquel mismo escenario, donde seatropellaban los rumores y la luz —la luz deslumbradora del mediodía—, evocó en mí, bella como nunca,como nunca inmediata, la imagen dela libertad. Percibí de súbito, almargen del más humilde de

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aquellos incidentes de la acera ydel arroyo, la horrible negrura conque se tiñe todo cuando la libertadfalta. Era como si lasreverberaciones del asfalto y losgritos de los vendedores de frutame fuesen arrancando de sobre elalma la apatía en que media horaantes me habla sumergido laestúpida noción de lo inevitable.

«¿Por qué dejarseaprehender?» —pensé entonces.

La idea, confusa al principio—mezclada acaso con la visión de

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los montones de naranjas rubias queestaba viendo allá abajo, con lavisión de las mesas de lospasteleros ambulantes, coronadasde soberbias pilas de hojaldres,lustrosos como azucarados charoles—, se precisó pronto en mi espíritu.Y, una vez precisa, se cambió envoluntad. Rápidamente abandoné elbalcón para venir a reunirme conDomínguez en el interior de lapieza.

Él, al verme, suspendió suspaseos de fiera cautiva —ya se

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sentía preso— y se me paró delantecomo si me interrogara.

—Vámonos —le dije bajandola voz, que resonaba dentro de lasala solitaria—. Es una tonteríaseguir aquí. Si Carranza quisierarealmente hablar con nosotros,ningún plantón me parecería largo.Pero la verdad es que para dejarque nos cojan ya hemos esperadomás de la cuenta. En todo caso, si túno quieres irte, yo sí me voy.

Domínguez consintió en lo queyo le decía y se puso a considerar

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el medio más propio para nuestrafuga. Necesitábamos, en primertérmino, no ser vistos por losempleados de la SecretaríaParticular, ni tener que pasardespués por la antesala. A fin delograr ambas cosas, acordamos,tras somero examen, abrir una delas puertas que daban al corredorsuspendido sobre el patio yescurrirnos por allí. Así lo hicimos.Luego caminamos con muchoreposo hacia la escalera. Luegobajamos y seguimos de frente hasta

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el otro patio. Luego salimos por lapuerta central. Y luego, en fin,libres en el Zócalo, nosconfundimos con la multitud que locruzaba en todas direcciones.

¡Cómo brilla la luz cuando setiene la certeza de haber estado apunto de perderla!

De regreso en la casa de losHéroes, contamos a Lucio Blancolo que nos había ocurrido. Blancoopinó desde luego, como yo antes,que Breceda sólo había queridotendernos un lazo.

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—Les aconsejo —añadió—que no salgan de mi casa mientrasyo no aclare paradas. Voy a ver sisemblanteo al jefe. Así, a lo menos,sabremos si el golpe viene de él osi sólo se trata de uno de tantosenredos del pinacate de Breceda.De cualquier modo, conviene iratando cabos. Esto, después de laconversación de Guzmán conCabrera, me da muy mala espina.

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2

Las casas incautadas

Domínguez y yo comimos ese día enla casa de Lucio Blanco. Nossirvieron, como otras veces, loscriados de la familia Casasús, que

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Lucio no había despedido. Losmuebles del comedor, por supuesto,eran los de los Casasús; la vajilla,la de los Casasús; los cubiertos, losde los Casasús. Y aun se me figuraque todavía alcanzamos a ver enesa ocasión, sobre el rico mantelajeno, una que otra botellaprocedente de la cueva de donJoaquín Casasús, harto bienprovisto cuando Blanco vino aalojarse en aquella casa magnífica.

La bodega de los señoresCasasús, así como todo lo que

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contenía su morada, fue para LucioBlanco no un motivo de satisfacciónsibarítica, sino fuente constante demolestias y disgustos. En unprincipio, para que nadie tocara losvinos, mandó echar llave triple aldepósito donde se guardaban. Lohizo con el mismo ánimo con quebuscó picadores hábiles quecuidaran de los hermosos caballosque había en la cuadra: por unsentido, clarísimo en él, del respetoa los bienes de otro, hasta donde elrespeto era posible en tales

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circunstancias. Igual razón lo movióa pagar un sueldo crecido al ama dellaves a cuyo cargo quiso poner,con la obligación de que le fuerapersonalmente responsable, la casay todo lo que en ella se contenía.Pero luego, como llegara a susoídos que, a despecho de todas lasórdenes y todas las cerraduras, lospreciosos caldos ibandesapareciendo de la bodega sinsaberse cómo, optó por usar deellos para el servicio de su mesa.

—Me resignaré —decía— a

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escoger entre el menor de dosmales. Si han de robarse los vinos,mejor es que me los tome y queobsequie con ellos a quienes mevisitan. Así quedaré francamenteobligado a pagarlos y no se diráque los sustraje con sigilo paramandárselos a mis parientes.Sometámonos a los hechos. No todoes pureza revolucionaria en laRevolución; también traemosnuestra canalla, y ésta, pordesgracia, es la que va haciendo elambiente moral en que nos

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movemos. Para la canalla,revolucionar equivale a robar ydestruir cuanto se halla al paso.

Respecto de lo demás, la luchaera análoga. ¡Qué esfuerzos no tuvoque hacer Blanco para evitar que labiblioteca del traductor deEvangelina fuera saqueada hasta elúltimo volumen! Los coahuilensessemileídos que acompañaban a donVenustiano anduvieron tandiligentes a la entrada de las tropasrevolucionarias en México, que doso tres días después ya traían en su

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poder una orden en que la PrimeraJefatura los autorizaba a trasladar aSaltillo cuantos volúmenesquisieran de la biblioteca de donJoaquín. Si semejante orden,predatoria como pocas, no secumplió por completo —o no secumplió mientras Blanco estuvoviviendo en la casa de la calle delos Héroes—, ello ha de atribuirsea la energía del generalrevolucionario para oponerse alrobo en los días en que el robodesenfrenado era la única ley.

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* * *

Porque la esencia del fenómenocarrancista ha de buscarse, más queen cualquier otra cosa, en unavoluntaria confusión entre lo propioy lo ajeno: confusión para tomar, nopara dar. Sin este rasgo,peculiarmente suyo, el carrancismoresultaría un hecho político casiinexplicable. Sin eso no seentenderían, como sucesos decarácter histórico —diversos de lomeramente individual—, los actos

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privados de muchos personajesadictos a la persona de donVenustiano Carranza, ni losmomentos más culminantes de lapolítica de aquellos días, y los quepronto siguieron: el saqueo oficialde los bancos, el escándalo delpapel moneda de Veracruz, lacreación del infalsificable.

En cuanto a este punto, es muysignificativo que el instinto popular,tan propenso —a la inversa de loque se cree— a equivocarse, tandispuesto siempre a inventar

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heroísmos y grandezas en hombresde barro y a suponer infamias ycrímenes que no existen, hayaacertado de plano desde el origen.De Carranza la voz del pueblo hizocarrancear, y a carrancear y robarlos convirtió en sinónimos. En elcarrancismo, a no dudarlo, obrabael imperativo profundo del robo,pero del robo universal ytrascendente, del robo que era, poruna parte, medio rápido e impunede apropiarse las cosas, y por laotra, deporte favorito, travesura

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risueña, juego, y, además, armapara herir en lo más hondo a losenemigos, o a quienes se suponíaenemigos, y a sus parientes yamigos próximos. El carrancismofue un intento de exterminio de loscontrarios impulsado por resortescleptomaniacos. En eso degeneraba,en parte y por de pronto, dirigidopor jefes inmorales, el arranquepopular que en un principio soloquiso restablecer el equilibriopolítico y moral, roto con latraición a Madero y su asesinato.

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El robo como fuerza íntimaaclara en el carrancismo mucho delo que ocurría en las grandes casasincautadas en la ciudad de México.Aclara hasta las incongruenciassuperficiales. Así, por ejemplo, eranotorio que los ocupantes titularesde las casas, por lo general, notomaban nada para sí, o tomabanmuy poco, salvo excepciones. Peroa la vez había que ver lairresponsabilidad diabólica, o elfranco cinismo, con que muchos deellos consentían en el saqueo manso

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de los bienes ajenos, en lasubstracción lenta de muebles, deobjetos de adorno y hasta de ropa.De tal proceder abundaron loscasos característicos, como enaquella gran mansión que ocupabaen Tacubaya un joven militar. Lassuripantas que lo visitaban casinunca salían de la visita con lasmanos vacías. El diálogo precursordel robo era siempre por esteestilo:

—¡Ay, Fulano, pero quelámpara tan linda!

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—¿Te gusta, Gallinita?—¿Que si me gusta? Ni que no

tuviera una ojos. Las tres monas sonchulísimas. —Se trataba de unahermosa lámpara de alabastro cuyopie figuraba las Tres Gracias—.¡Qué piernas las de las tres! Y ¡québrazos! Pero ¿y la pantalla?… Nosé de veras qué me gusta más, si lapantalla o la base.

—Sí, es cierto —respondía eljoven militar, descubriendoentonces la belleza encomiada porla amiga—; es una lámpara muy

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bonita.—Oye, Fulano —decía aquí

ella—: ¿me la regalas? Sí, anda,regálamela.

—Gallinita, tú estás loca.¿Cómo he de regalarte la lámpara sino es mía?

—Bueno, pues deja al menosque me la lleve.

—Eso es otra cosa. Llévate lalámpara si quieres, pero norespondo de que no te la vayandespués a recoger.

Y la Gallinita, o la Polla, o la

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que fuese, salía al rato para su casallevándose consigo en el automóvilel objeto que más le había gustado.

* * *

No pasaban así las cosas en elpalacio de la calle de los Héroes.Allí Lucio Blanco quisoconstituirse, por honorabilidad yespíritu de justicia, en guardiánceloso del opulento ajuar y demásriquezas que el acaso había puestoen sus manos. Mas es lo cierto que

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Lucio no logró su propósito sino amedias. La rapacidad, disuelta en laatmósfera, se apoderaba hasta delos mismos encargados decombatirla. ¿No forzó los armarios,para fingir un robo de ciertasprendas, la propia señora —honorabilísima y honradísima hastaentonces, según dijeron sus fiadores— que tenía como misión única elevitar que nada se perdiera? Esavez olvidó Lucio su galantería, y ala dama, que había entrado en lacasa unas semanas antes ostentando

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un halo de probidad, la echó a lacalle materialmente a puntapiés.

Así y todo, la pobre casa no sesalvaba. Los esfuerzos de Blanco seestrellaban contra la naturaleza delas cosas. Para que el resultadofuese otro habría sido preciso noocupar el palacio. Una vez allí, consoldadesca a la espalda, lasconsecuencias tenían que ser lasque fueron. Al salir, la tropa dejaríadetrás de sí lo que deja en todaspartes: mugre y destrucción. Del fininevitable era ya un anuncio lo que

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se veía en el gran vestíbulo —noobstante la hospitalaria sentencialatina de la puerta— a los pocosdías de ser convertido en cuerpo deguardia: todo estaba sucio y sinlustre, todo estropeado, todopróximo a convertirse en astillas.

Los mismos salones, adondeapenas llegábamos los escogidos,iban acumulando, por depositación,pequeños estragos. El visitante queno dejaba caer la lumbre o lacerilla sobre las costosasalfombras, quemaba las finas

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maderas del piso, o plantaba losdedos sucios sobre los tapices y lascolgaduras, o dejaba la grasa o elbarro de los zapatos en el raso delas sillas. Lucio había puesto allí unordenanza con la consigna de noperder de vista las colillas de loscigarros: tan pronto como cayeranal suelo debía levantarlas; tanpronto como se olvidaran en losmuebles, recogerlas. ¡Precaucionesineficaces! La capacidad de echar aperder que hay en los hombres,cuando no los sujeta una inhibición

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interior, es incoercible. Los quedesfilaron entonces por la casa dedon Joaquín Casasús, aparte muypocos, marcaban siempre la huellade su paso. Y los había de todosmatices: desde los que seencaramaban sobre las mesas defrágil estructura, hasta los que seentretenían, horas y horas,sentándose una y otra vez en losmullidos sillones para ver cómo sealmohadillaban de nuevo al quedarlibres de todo peso. De tantosufrirlo, llegó un momento en que

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los cojines se aplanaron parasiempre.

Todo lo cual era a manera desímbolo de futuras etapasdolorosas. Por un lado degenerabanlos ideales, y por el otro, losobjetos, los instrumentos, los útiles,sobados y macerados por la acciónignorante, por la acción plebeya opor la acción conscientementeperversa, se disponían a perder suvirtud, cual si empezaran a cansarsede servir a los hombres.

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3

Una celada en Palacio

De su entrevista con donVenustiano, a cuya mesa comió esatarde, Lucio nos trajo una vagaimpresión tranquilizadora. Carranza

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había evitado hablar de Villa, deBreceda y de nosotros; pero, encambio, no dio ninguna señal queconfirmara nuestras sospechasrespecto de lo que Breceda, segúnimaginábamos, andaba urdiendo.

—Total —resumió Blanco—:que o Carranza desconfía ya de mí,y da verdadera importancia a losplanes de Breceda según nosotroslos entendemos, o no existe ningúnplan. Lo grave lo veo yo en que estaduda puede prolongarse mayortiempo del que ustedes se resignen

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a pasarse sin salir… ¿Por qué nocortan por lo sano yéndose conVilla?

* * *

Domínguez y yo, en efecto, no nosresignamos a la reclusión. Esamisma tarde nos echamos a la callecon la esperanza de que todoacabaría bien. Una reflexión últimanos había tranquilizado: Breceda noretrocedía ante la ejecución deningún acto, por reprobable que

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fuese; era capaz de cometerlostodos. Pero fingiéndonos, como nosfingía, amistad, ¿cómo explicarseque se prestara a un papel ruin,cuando podía facilísimamentevalerse de un tercero?

Salimos, pues, de la casa deBlanco, seguros de que todo eracolor de rosa en el horizonte.

En Plateros, a eso de las cincode la tarde, nos encontramos conlos generales Saucedo y SantosCoy. Saucedo nos pidió que loacompañáramos a La Esmeralda.

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—Tengo pendiente desde hacedías —nos dijo— un pequeñoasunto. Primero, comprarle a Lucioun regalo. Se lo debo. Y después,dar a cada uno de ustedes unrecuerdo que quiero que conserven.Ésta es buena hora, venganconmigo. Les daré el recuerdo y meayudarán a escoger para el generalBlanco algo que valga la pena.

En La Esmeralda lasoperaciones no marcharon muyaprisa. Saucedo, que quería que elregalo para Lucio fuera regio

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verdaderamente, no se mostrabasatisfecho con nada de lo que leenseñaban. Aun los «recuerdos»destinados a Domínguez y a mí losexaminó con gran cuidado y gustoexquisito. De modo que pasamosmuy buen rato escogiendo ydesechando.

Así las cosas, surgió de prontoen la joyería la figura de Breceda.¿Cómo había dado con nosotros?Era para asombrarse.

En el acto se encaró conDomínguez y conmigo y nos dijo en

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tono entre amistoso y de reproche:—¡Bonita la han hecho esta

mañana! He quedado con donVenustiano a la altura del betún. Secitó al general Villa para queviniera a la conferencia telegráfica:acudió; el Primer Jefe pasó a laoficina del telégrafo, y cuando yomandé en busca de ustedes, los doshabían desaparecido… DonVenustiano, aunque furiosoconmigo, ha pospuesto laconferencia para esta tarde y losaguarda. Hace tres horas que ando

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pisándoles los pasos. Háganme,pues, el favor de venir, que sinustedes no me presento ante elPrimer Jefe.

¿Sería aquello verdad?Tamaña perfidia pudo más que todanuestra desconfianza.

—Esta mañana —respondióDomínguez— esperamos trescuartos de hora. Después, como túno volvías, supusimos que no habíanada de lo dicho y nos fuimos anuestras casas.

—Bueno, bueno, lo importante

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es que vengan ahorainmediatamente. Se los suplico.

—Iremos cuando usted quiera—dije entonces yo. Y luego,dirigiéndome a Saucedo, y para queBreceda lo oyese, añadí aldespedirme:

—General, ve usted que nosmanda llamar don Venustiano.Perdone que lo dejemos. Y encuanto al «recuerdo», muchasgracias, y excúseme si desde luegono le correspondo.

Domínguez y Breceda, a su

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vez, se despidieron de los dosgenerales, y juntos los tres salimosde la joyería.

Así que hubimos cruzado lapuerta, Breceda dijo:

—Si les parece, muchachos,yo voy a adelantarme en el coche.De esa manera, mientras ustedescaminan a pie, habrá tiempo dedisponer las cosas para no hacerlosesperar tanto como en la mañana.Estaré en la Secretaría Particular.Vayan allá directamente.

Y subió al coche y se fue.

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Domínguez y yo seguimos porla avenida hacia la plaza. En elcamino casi no cruzamos palabra.Sólo al atravesar el Zócalo me dijoél:

—Y ahora, ¿qué opinas?—Ahora no opino nada —le

respondí—. Haya lo que haya, valemás coger al toro por los cuernos.

Entramos en Palacio por lapuerta de honor. Al pasar frente a labandera del cuerpo de guardia nosdescubrimos respetuosamente.Luego, traspuesto el cubo del

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zaguán, torcimos a la derecha.Frente a la entrada de la escaleraque conduce a la SecretaríaParticular estaba un automóvil; peroestaba —cosa rara— tan arrimadoa la puerta, que apenas dejaba pasopara una o dos personas. Aquello,si lo vi entonces, no lo noté: lorecordé más tarde. El chofer teníaaire militar. Creí ver asimismo quepor detrás de la pilastra próxima ala puerta y al auto asomaba el alade un sombrero muy semejante al deBreceda.

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Domínguez y yo avanzamoshasta deslizarnos entre el automóvily la pared: yo delante, él detrás; yasí que hubimos empujado las hojasde la puerta, ocho o diez soldados,que surgieron desde adentro, se nosecharon encima apuntándonos conlos fusiles y caladas las bayonetas.

—¡Manos arriba!Nuestro primer movimiento

fue retroceder y requerir elrevólver, pero al intentarlodescubrimos que dos sargentos,salidos del otro lado del coche, nos

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apoyaban en la cintura los cañonesde sus pistolas. Domínguez,sonriente, levantó entonces losbrazos, y yo, que sentí que uno delos soldados hacía algo más queamenazarme con la bayoneta —clavármela en el ombligo—, cogí elarma por la punta, con las dosmanos, aunque sin dar muestras deresistir, y prorrumpí en improperioscontra aquel salvaje. Si medescuido un segundo más, o meataca él con mayor decisión, meperfora el vientre.

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—¡Entreguen las armas!—O «manos arriba» o

«entreguen las armas» —corrigióDomínguez—. No podemos hacer aun tiempo las dos cosas.

Los sargentos que teníamos ala espalda resolvieron el conflicto.Uno a Domínguez y otro a mí, nosquitaron del cinto las pistolas.Después se cercioraron de que noportábamos ninguna otra arma y noshicieron retroceder hasta laportezuela del automóvil.

Los pobres soldados y los dos

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sargentos revelaban en el rostro unaespecie de pavor. Se conocía queles habían pintado nuestraaprehensión como algo tan difícil ylleno de peligros que Domínguez yyo éramos para ellos, en aquelmomento, un par de fieras salvajes.Así se explicaba el plan, muycuidadosamente trazado, y todo lodemás, como el vigor del pobrebárbaro que estuvo a punto deatravesarme con su bayoneta.

Los sargentos nos invitaroncon las pistolas a subir al auto. Uno

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de ellos se instaló con nosotros enel interior del coche, sentándosefrente a los dos, para cubrirnos biencon la pistola. El otro, también conel arma lista siempre, ocupó sitiojunto al chofer. Y echamos a andarbajo las miradas de las pocaspersonas que habían presenciado lamaniobra. En mi último recuerdodel patio, tal cual lo vi aquellatarde desde el interior delautomóvil, vuelve a aparecer, trasde una de las pilastras, el ala delsombrero de Breceda.

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* * *

El coche pasó frente a la banderadel cuerpo de guardia, rodó a lolargo de Palacio y dio vuelta por lacalle del Correo Mayor, haciaLecumberri.

—A la Penitenciaría… —ledije entonces a Domínguez.

—Así parece —contestó.Y luego, como el sargento

siguiera amagándonos con la pistolamientras nos veía de hito en hito,Domínguez le habló de este modo:

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—Baje, amigo, su pistola yguárdela. No tenemos intención deescaparnos, entre otras cosasporque no nos conviene. Si latuviéramos, esté seguro de que lapistola no sería un estorbo.

El sargento se sintió comosubyugado por la inconfundible vozde mando de Domínguez yobedeció. Tras de bajar lentamentela pistola, la metió en la funda.

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4

En la Penitenciaría

Al general Carlos Plank, directorde la Penitenciaría, no le faltabanunca la sonrisa en los labios ni lapipa en la sonrisa. Era una especie

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de niño grande: perfectamentesonrosado, perfectamente rubio yperfectamente azul —azul por eliris de los ojos y por algunascualidades de su alma.

Aquella tarde, al ver que elcoronel Domínguez y yo entrábamosen la prisión custodiados por dossargentos y una respetable escolta,no logró reprimir su asombro.Esfumó su sonrisa un instante; uninstante pasó la pipa a la mano.

—¿Presos? ¡Cómo presos!Y mientras se efectuaban los

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trámites relativos a la entrega denuestras personas, nos miró y nosvolvió a mirar, imprimiendo cadavez mayor acento de modulacionesincrédulas a su fisonomía infantil yriente. Al cabo de un rato, ya asolas los tres, nos dijo:

—La verdad, muchachos, nome entra en la cabeza que esténustedes aquí en calidad deprisioneros, y como nadie meconvencerá de lo contrario, voy atratarlos no como a presos, sinocomo a huéspedes.

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* * *

Plank nos instaló en su propia casa,quiero decir, en la casa queocupaba en la Penitenciaría por serél el director. Nos dio variashabitaciones espaciosas, bienaireadas, bien soleadas. Laprincipal de ellas, comprendida enel saliente central de la fachada deledificio, tenía balcones que caían,unos, hacia la plaza, y otros, haciauna de las rinconadas. ¡Quétentación de preso aquellos

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balcones a seis metros del suelo!Una sábana atada al barandal, yabajo un caballo, lo habrían hechotodo. Pero debo decir que ni aDomínguez ni a mí se nos ocurriójamás pagar de semejante modo lasgentilezas de Plank.

Nuestras primeras horas deencierro fueron las de gente que semuda: ordenamiento de la nuevamorada; preocupación aguda por lacomodidad. Un mozo, que Plankpuso a nuestras órdenes desdeluego, nos ayudó a disponer a

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nuestro antojo las camas, las mesas,las sillas y demás muebles.Resolvimos destinar a sala derecibo la pieza de los balcones; lainmediata, a dormitorio, y lasiguiente, a comedor. Pero con tantoánimo acudimos a todos estosmenesteres, que cualquiera que noshubiera visto habría dicho —¡eterno prestigio de las cosasnuevas!— que nos alegrábamos deestar presos.

Es un hecho que la reclusión aque se nos sometía, lejos de

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augurarnos ningún desenlaceterrible, se nos figuraba un juego o,a lo más, un incidente o accidenteminúsculo en la trama de nuestrasinquietudes políticas. Venustianoconservaba aún entre susescasísimas virtudes una enorme: lade no matar. Se podía, pues, estardentro de su puño sin sentirseahogado o triturado. Esto aparte, laspequeñas compensaciones de lavida de cautiverio empezaronpronto a consolarnos. A las doshoras de estar en la Penitenciaría

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recibimos la primera visita, la deMiguel Alessio Robles, cuyapresencia fue para nosotros lainiciación en la doble vida de quedisfruta el preso. Nos bastó verloentrar —afable, espontáneo,ruidoso, con sus tiesos bigotes a lokáiser y su andar sin compás— parahacernos cargo de que ahoranuestros pensamientos ysentimientos corrían por doscauces: uno vulgar e inmediato: elde lo que se hallaba al alcance denuestra mano y nuestro querer —

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por eso pobre de lustre y deatractivo—, y otro remoto yextraordinario: el de lo que nosestaba vedado y parecíainasequible —brillante por esocomo promesa o esperanza.

Miguel Alessio, siemprevaliente en sus opiniones, venía aprotestarnos sus simpatías y aofrecernos su ayuda.

—Este viejecito testarudo —dijo, aplicando a Carranza unextraño y doble calificativo queapenas le convenía a medias— va a

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ser la ruina de la Revolución por suendiosamiento y sus malas artes.

Y de don Venustiano pasó a loscarrancistas íntimos, contra los quese explayó como sólo él sabíahacerlo, pues ya en esa época era elformidable propagandista que conel tiempo habría de actuar desdeplataformas más amplias que lahermosa sala de presos en quehablábamos entonces.

Conversó con nosotrosacaloradamente, siempre sobre eltema único de librar de los

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intrigantes personalistas a laRevolución, y una hora despuéssalió de allí rebosando propósitosvigorosos. Iba resuelto a echar portierra el carrancismo y cualquierotro ismo diverso del puro y simpleconstitucionalismo, restaurador dela ley y vengador del asesinato deMadero. A Plank, en la última fasede nuestra plática, le dijo en uno desus arrebatos:

—A ver, Chale. ¿A mi por quéno me aprehenden, eh? ¿Por qué nome aprehenden? Yo también soy

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anticarrancista…, anticarrancista…Y eso mismo se fue repitiendo

escaleras abajo, para que lo oyesencuantos quisieran, incluso losceladores, los gendarmes, losyaquis del cuerpo de guardia y todoser con orejas que topara en sucamino. ¡Miguel bueno y generoso!Yo lo vi, desde los balcones,alejarse bajo la luz parda delcrepúsculo. Uno como rumor seescuchaba al unisono de susmovimientos descompasados: laestela acaso de las vociferaciones

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que se le escapaban en defensa desus amigos presos. Y no satisfechocon clamar así, todavía haría algomás, según supimos de allí a poco.Porque, de su parte, el Café Colónnos mandó esa misma noche unacena magnifica, una opípara cena—completa desde los entremeseshasta los cigarros— y después,durante todo el tiempo de nuestrocautiverio, habría de ocurrir algoanálogo a mañana, tarde y noche,sin faltar un solo día.

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* * *

Los esfuerzos de don Venustianopara acabar con los primeros brotesdel anticarrancismo no pararon ennosotros. Al día siguiente denuestra aprehensión fuerondetenidos también, y recluidos en laPenitenciaría, otros políticos más omenos ligados —o que por tal seles estimaba— con los gruposdisidentes de Sonora, Chihuaha ySinaloa: se aprehendió a Luis G.Malváez, a don Manuel Bonilla, a

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Abel Serratos, a Enrique C.Llorente, a su hermano Leopoldo y,dos o tres días después, allicenciado José Ortiz Rodríguez yal periodista (entonces director deA B C) Luis Zamora Plowes.Carranza, por lo visto, seaventuraba ya, sin titubeos, por laancha puerta del señueloautocrático, tan irresistible para lossalvadores y libertadores deMéxico. Pero todavía entonces elPrimer Jefe no lograba más queenardecer el anticarrancismo de la

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calle con el prestigio que él mismole daba al de la cárcel. Verdad estambién que nosotros, presos ytodo, no perdíamos el tiempo. Porun lado, Carranza apresabapolíticos anticarrancistas y losponía a la sombra; por otro lado,Domínguez y yo formábamos, conesos mismos políticos, toda unacolonia penitenciaría digna, enpunto a laboriosidad, deequipararse con una colmena. Planknos concedió desde luego que LuisG. Malváez viniera a vivir con

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nosotros; y en cuanto a don ManuelBonilla y sus compañeros, no nosfue difícil conseguir que se lesalojara en departamentos próximosal nuestro. Total: que vinimos aquedar reunidos, unos y otros, en elpiso primero del cuerpo principaldel edificio, en torno a un corredorque daba al patio y nos comunicaba,y que se convirtió pronto en caucede ardientes tramasanticarrancistas.

En nuestras agencias políticasnos ayudaba por una parte, la buena

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disposición de Plank —y deMartínez Urristra, subdirector de laPenitenciaría—, y, por la otra, elcontacto con el exterior, contactocontinuo gracias a las frecuentesvisitas de que éramos objeto.Porque todos los revolucionariosde entonces, desde los másindependientes hasta los másviciados de personalismo, nosvisitaron: nos visitaban LucioBlanco, Alberto J. Pani, LuisCabrera, Obregón, Acosta,Saucedo, Villarreal, Vasconcelos,

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Santos Coy y hasta el propioAlfredo Breceda, que fingíadescaradamente no saber el porquéde nuestra situación y se brindaba aabogar por nosotros cerca delPrimer Jefe. Si el recuerdo no meengaña, apenas Isidro Fabela, entrelos amigos, se olvidó entonces denosotros y, sobre todo, de EnriqueC. Llorente, que lo quería comohermano y casi lloraba alconsiderar su despego.

Pero las visitas de los altospersonajes no eran las únicas que

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nos interesaban. Otras, en especiallas de los agentes de la policíareservada, solían resultar, si menosamables, mucho más jugosas.Domínguez y yo —yo más que él—habíamos tenido alguna injerenciaen la organización de los primerosservicios policiacos de la ciudadbajo el gobierno revolucionario, ycomo desde entonces cuidamos deque a diario se nos comunicara loque nos importaba saber, en variosagentes acabó por convertirse enhábito el rendirnos sus partes.

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Presos ya nosotros, no seinterrumpió la costumbre: siguieronlos agentes viniendo a vernos todaslas mañanas para contarnos lo quesabían. Así fue como nos enteramosde muchos proyectos y planes,algunos de ellos tenebrosos, comola trama que se urdió para que elGaucho Mújica asesinara a Villa, yasí también logramos hacer sentir aveces nuestra mano. Lo del Gauchofue típico. Mújica deberíaacercarse a Villa, ganar suconfianza y, conseguido esto,

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asestarle el golpe en el momentooportuno. (Añadiendo ciertoaparato militar, no diferiría grancosa de ese plan el que más tardehabía de aplicarse para asesinar aZapata). Nosotros, sin embargo,tuvimos tiempo de intervenir ydesbaratar lo que se preparabacontra Villa, según cuento másadelante.

Fuera de la política, nuestravida de reclusos no languidecía porfalta de distracciones. Lucio Blanconos mandaba todas las tardes una

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banda militar. Los músicos hacíanrueda al pie de nuestros balcones ytocaban horas enteras las piezas queles pedíamos. Nos gustaba tambiénhacerlos pasar al interior de laprisión, para que tocaran en laconfluencia de las crujías, a lo cualPlank, o Martínez Urristra, seprestaban de buen grado, porcompasión hacia los prisioneros. Laarmazón metálica y las rejasretumbaban entonces ebrias delatones y platillos, o se afinaban, alcontacto de las notas de las flautas

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o de los clarinetes, hasta diluirse enel sonido. Era un acontecimientoextraño aquel de las jaulas humanasestallando al golpe de una música ydesvaneciéndose hasta desaparecerbajo la acción virtuosa de otra. Yhabía que ver —entonces creí en elmito de Orfeo— el milagro queobraban en el alma de los peorescriminales la Adelita y laValentina.

Algunas mañanas nosdedicábamos a recorrer las crujíasy los patios interiores, donde a

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menudo sabíamos descubrir escenasy detalles interesantes o intensos, yaque no amables. Nos entregábamoslargo rato a descifrar lasinscripciones que dejaran en losmuros los diputados renovadores;trabábamos, sobre los valoreshumanos, diálogos con lospresidiarios más terribles ytemibles, que en ocasionesacababan revelándonos el secretode su vida; y también, de cuando encuando, observábamos de lejos ycon extraña curiosidad —como si

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de veras se tratase de seresdiferentes de todos los demás— alos huertistas y reaccionarios allípresos. Entre ellos figurabanpersonas de gran empaque: Nachode la Torre, siempre doliente,ojeroso y tendido sobre un catre deriquísimos edredones y mantas; elgeneral Enrique Mondragón, pálidoy envejecido, y un sinnúmero demilitares y civiles de todosorígenes, aspectos y matices.

En vano lo ocultábamos:nosotros sentíamos en el fondo

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cierta simpatía por todos aquellosporfiristas y huertistas, presos cualnosotros, y aun alentábamos por dosde ellos gratitud —una gratitud muyparticular—, porque eran, sinsaberlo, la causa indirecta de losmejores momentos de nuestra vidapenitenciaria. A ellos debimos loque yo llamaba «la hora patética» y«la hora dionisíaca» —ambas tanricas de sentido, aunque cada una asu modo, que a diario lascomentábamos como el sucesocapital del día que acababa de

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pasar, y las esperábamos como elacontecimiento supremo del díapróximo.

La hora patética era lacotidiana aparición de doña AmadaDíaz de De la Torre, que venía aver a su esposo. En un principio susvisitas frecuentes tropezaron concierta obstrucción. Se invocabanlos reglamentos. Pero después, enobsequio a las gestiones oficiosasque hicimos Domínguez y yo —porella totalmente ignoradas—, losexcelentes Plank y Martínez

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Urristra lo allanaron todo, con nopoco beneficio para nosotros, quequedábamos más que bien pagados,por nuestros esfuerzos, con sólo vera la bella señora.

Llegaba siempre en coche debandera colorada, irradiando detoda su persona —lo sentíamosdesde el momento en que ponía pieen tierra— una atmósfera demelancolía serena y honda que noscautivaba, nos asía, noshipnotizaba. Oscura y esbelta lasilueta —cuya perfección de línea

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hermanaba la dignidad y la gracia—, descendía en la acera a quedaba nuestro balcón, y luego, yadentro del edificio, la veíamosatravesar por el patio rodeada de unambiente que ella misma ibacreando. Hay supremas majestades,en la Naturaleza y entre loshombres, que se imponen con sóloaparecer: lleva el cisne, pordelante, el heraldo de su onda. Y deigual modo, de doña Amada Díaz sehabría dicho que velaba, paraquedar ella sola, cuanto encontraba

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a su paso. Diez años antes la villegar, vestida de terciopelogranate, cubierta de rubíes, a unfastuoso baile de la Escuela deMinería; ahora pasaba, sola yvestida de negro, por los patios ypasillos siniestros de una prisión.Pero es seguro que hoy no eramenos ni valía menos que antes. Subello rostro de india, oculto enparte por el sombrero sencillo,elegante, no acusaba huellas dedolor ni de tristeza: sólo unatranquila dignidad, consciente,

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melancólica, y tan afirmativa, quealgo de ella se quedaba en el aire yen todas las cosas. Yo creía leer enaquellos momentos, escrito sobrelas baldosas del recinto carcelario,el famoso verso de Díaz Mirón, y lorepetía después a la vista de lasórdida carretela de banderacolorada que esperaba en la calle yparecía elevada, como por magia, auna categoría de privilegio.

La hora dionisiaca era laaparición, diaria y matutina, de lahija de uno de los generales

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huertistas que estaban presos.Llegaba como la primavera:encendiendo la vida y sus ansiasmás recónditas. Nosotrosespiábamos su aparecer prendidosal balcón en grupo apretado queponía en conflicto los interesesindividuales y los colectivos. Lacontemplábamos mientras avanzabadesde el otro confín de la plazoleta,y después, cuando desaparecía bajoel zaguán, nos precipitábamos haciael corredor, con mayor ahínco quesi de eso dependiera el término de

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nuestro encierro. Entoncesasistíamos a la conflagración de subreve discurso por el patio. Yollegué a sospechar que un sentidooculto nos había nacido allí a todos,pues, sin que nadie la anunciara,cuando iba a llegar ya todosestábamos atentos a la realizacióndel suceso: presos y guardias, reosy hombres de bien. Arriba, en elcorredor, doblábamos nosotros lacintura sobre el barandal yformábamos con nuestras miradasmúltiples un cono invertido cuyo

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vértice se desplazaba con ella de unextremo a otro del patio.

Caminaba con una cadenciaextraordinaria de ritmos suaves,sinuosos, flexibles en torno a puntosde fijeza vital. Cruzaba el paso contal arte, que sus pies, con riquísimojuego de tobillos, iban colocándosealternativamente a lo largo de unalínea única. Aquella audacia delandar repercutía primero en lacintura y luego arrancaba de allí enfinísimas ondulaciones queinvadían el talle, el cuello, la

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cabeza —bellísima cabeza,bellísimo cuello, bellísimo talle—,hasta refluir en el balanceo quesubía también de sus brazos. Elcuerpo cimbrante derramaba lasavia de su hermosa juventud yparecía transfundirla al suelo yhacerla subir después por los muroscon el único y evidente fin degalvanizar el organismo de piedrajunto con los pequeños organismosque lo habitaban, éstos, de débilcarne, sujetos entonces por lasataduras de dobles prisiones.

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5

Cuerda de presos

La Convención Militar, reunida enAguascalientes, ordenó a Carranzaque nos pusiera libres. Él, sinembargo, no hizo lo que le

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mandaban, sino que resolvió,tergiversando las órdenes, meternosen un tren y consignarnos al generalNafarrate, jefe militar deMatamoros, para que bajo suvigilancia se nos depositara enterritorio de los Estados Unidos.Pretendía don Venustiano lograr asídos cosas: una, no desobedecerabiertamente a la Convención; otra,no dejarnos ir sin castigo, o mejortodavía, sin su castigo predilecto.Porque Carranza, que mataba poco,tenía en cambio la perversa afición

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a desterrar: a desterrar, depreferencia, a sus enemigospersonales. ¿Quién, si no él, es elverdadero restaurador delostracismo (ajeno por completo a laletra y al espíritu de las leyesmexicanas) a que tan afectos semuestran desde los tiempos de laPrimera Jefatura nuestros gobiernosrevolucionarios?

A nosotros, por supuesto, nostenía sin cuidado que nos llevaranhasta la parte de allá de la rayafronteriza. Una vez en Brownsville

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nada nos impediría trasladarnos aEl Paso, para entrar de nuevo enMéxico por Ciudad Juárez. Y decirCiudad Juárez era decir FranciscoVilla, y decir Villa, la Convención.Pero lo que ya no nos parecía tanbien era que el general Nafarratetuviese el encargo de recibirnos enla frontera. Su fama de generaldescollaba entonces demasiado alta—más como asesino que comogeneral— para no inquietarnos.Además, una pregunta inevitableaumentaba nuestras dudas: ¿Qué

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razón había para expulsarnos porMatamoros, cuando Laredo estabamás cerca?

Preocupadísimos con aquelenigma, nuestra hermosa sala de laPenitenciaría se animó entoncesmás que de costumbre y sereconcentró luego en la meditación.Caviló don Manuel Bonilla; cavilóLlorente; cavilaron Malváez y OrtizRodríguez; en suma, cavilamostodos, y fallamos unánimes que donVenustiano, ni más ni menos,intentaba deshacerse de nosotros

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por cualquiera de los recursos deque disfrutan en nuestro país losNafarrates grandes y chicos.(Sospechas, por lo demás, noarbitrarías: Nafarrate, justamente,habría de ser, de allí a pocosmeses, el encargado de fusilar aAguirre Benavides, a Bolaños y alos demás convencionistas que se lefueron a entregar creyendo bueno elsalvoconducto que les diera PabloGonzález).

Vistos tales temores, algunosamigos nuestros —en particular

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Pani y Lucio Blanco— hicierongestiones encaminadas a que secambiara la ruta. Pero susesfuerzos, debía esperarse así,resultaron infructuosos. A más deterco, Carranza era autócrata, loque cerraba en él toda puerta a larazón tan pronto como resolvía elmenor punto. Pocas cosas ledeleitaban tanto como verserodeado de suplicantes, y noatenderlos. Era, en realidad, detodos los revolucionarios hastaentonces producidos por México —

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después los ha habido peores—, elmás sinceramente, el másorgánicamente enemigo de losderechos del hombre. Me refiero,claro está, a los revolucionariosdotados de cierta conciencia de susresponsabilidades y su conducta.

* * *

Pero en fin, llegó el momento deabandonar aquella cárcel, dondegracias a las bondades del generalPlank y de Martínez Urristra lo

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habíamos pasado sin grandestrabajos. En el fondo —y en parteacaso por las zozobras que nosasaltaban— no dejamos de sufrir enesa hora un ligero ataquesentimental. Nuestra prisión depolíticos revolucionarios no habíacarecido de ciertas satisfacciones,de cierta novedad, de ciertoaprendizaje. Habíamos, desde allí,conspirado con éxito; habíamosconocido de primera mano elmundo misterioso, a veces horrible,de las crujías; habíamos aprendido

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a pesar mejor, a través del trato conlos huertistas presos, las relativasresponsabilidades del político desegunda fila que no incurre encrímenes del orden común; es decir,habíamos aprendido a ser mástolerantes, más comprensivos, máshumanos. Y todo eso nos llenaba dela melancolía de lo que no ha devolver a vivirse, sea lo que fuere.

Media hora antes de la salidavino Plank al departamento queocupábamos Domínguez, Malváez yyo, y nos dijo:

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—Nafarrate es un bandolero:mucho cuidado con él. Por lasdudas, aquí les traigo sus pistolas.Ocúltenlas lo mejor que puedan yguárdenme el secreto. Si lo sabedon Venus, me destituye.

Y rio con su reír azul, de niñorubio y sonrosado.

Portar pistola en aquellascircunstancias no dejaba de serarma de dos filos. Igual podíanservirnos nuestros revólveres parala defensa, que de pretexto para quenos aplicaran la ley fuga u otra ley

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de tipo análogo. Con todo, elconsejo de Plank nos pareció buenoy lo seguimos. Plank, que habíasido siempre excelente amigo,entonces era más que eso: nosavisaba como hombreexperimentado, comorevolucionario conocedor. Fue éltambién quien nos sugirió no salirde México solos, sinoacompañados de nuestras familias.

—Mientras más mujeres yniños, mejor —decía—. Asíquedará perfectamente establecida

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su actitud sumisa: no diga luegoNafarrate que se amotinaron y hubonecesidad de liquidarlos.

* * *

Salimos de la Penitenciaría, alatardecer, con no poco ruido ysorpresa para el barrio. El gentíoplazuelero se agolpaba másmientras menos a su gusto seexplicaba todo aquel movimientode soldados y civiles en intimidadpromiscua y rara. Como que la

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cosa, en cuanto espectáculo, noestaba desprovista de interés, decierto profundo interéscaracterísticamente mexicano.Había dispuesto Carranza que nosllevaran a pie hasta la estación deColonia, y para mayor lujo yseguridad —lujo no sé si nuestro osuyo— vino a buscarnos unaescolta buena como para veintereos. Asomados por vez última anuestro gran balcón central, lahabíamos visto acercarse, seguidade la plebe. Cuando bajamos ya

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estaban formados los soldados a laderecha de la puerta, en la calle.Allí efectuó Plank la entregamaterial de nuestras personas alcapitán comisionado paraconducirnos. Éste, por hacer algo,nos miró primero y luego nos contó,como reses, Señalándonos con eldedo mientras decía:

—Uno, dos, tres, cuatro,cinco…

Pero en cuanto se quedóoficialmente con nosotros ya nosupo qué hacer. Parecía azorarlo el

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tener que conducir entre filas anueve presos que no daban laimpresión de tales; parecía noalcanzarle el ánimo para imponersede buenas a primeras a gente a laque de antemano se sentía sumiso.Todo se le iba en decir,dirigiéndose a nosotros:

—Bueno: ahorita nosformamos y echamos a andar.

Total: que no daba ningunaorden.

Era un hombre ya viejo, deaire humilde, casi servil. Su

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uniforme —como de la época—ostentaba más mugre y remiendosque atributos marciales. Lo cual lesentaba muy bien, porque, salvo lapistola y las tres barras en elsombrero de alas anchas, nadamarcial había en su persona: ni ensus palabras, ni en su ademán.

Por tercera o cuarta vezrepitió:

—Bueno, horitita mero nosformamos y ganamos pa’ laestación.

Pero lo que hizo fue meter

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mano en el bolsillo, sacar uncigarro y encenderlo.

Evidentemente, no se atrevíacon nosotros: nos le presentábamoscomo un caso nuevo cuyo ensayoretardaba. En su modesto papel decustodio de presos políticos lepasaba lo que a nuestrosNapoleones antes de que lasbatallas se definan por sí solas: sehacia bolas con su pequeña tropa.Soldados y presos nos leenredábamos entre los dedos comolos soldados a los generales de la

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estrategia rudimentaria: los de«Fulano por la derecha, Menganopor la izquierda, yo por el centro, ymalhaya el que se raje».

Al fin nos impacientamos.Domínguez cruzó con nosotros unascuantas palabras, y, sin más ni más,se dirigió al capitán en estostérminos, ricos en fantasía:

—¿Sabe usted que soycoronel?

—Sí, mi coronel.—¿Está usted al tanto de lo

que manda la Ordenanza para casos

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como éste? Hablo de misprerrogativas, de mi grado, de misderechos…

—Sí, mi coronel.—Entonces, mi capitán, no se

extrañará usted de que tome, sinperjuicio de mi condición dedetenido, el mando de la escolta.

—A sus órdenes, mi coronel.Y dicho y hecho. Domínguez

tomó el mando, y lo tomó para nosoltarlo ni un minuto. Decidido aejercerlo más en firme empezódisponiendo que trajeran ocho o

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diez automóviles de alquiler. Luegonos acomodó a los presos en unoscoches, a los soldados en otros —ély yo con el capitán—, y de esemodo emprendimos la marcha hastala estación de Colonia.

* * *

Todavía entonces, México no era laciudad hondamente triste queconocieron años posteriores. Supaseo nocturno de San Franciscoconservaba bastante de la placidez

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mansa —pero sólida, a pesar detodo— de 1905 y 1906. Al rodarlentamente por la avenida, nuestrosautos se inundaron —como en olade marea que alcanza de pronto—en la orla de una existenciabrillante y bulliciosa. Después dellargo encierro fue como sentircaldeado el rostro por el aire delmar o de la montaña.

Pasamos frente a losescaparates de La Esmeralda,cuajados de pedrería, y ello nosobligó a dedicar a Alfredo Breceda

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un piadoso recuerdo. La verja de laProfesa —y, detrás, el templocolonial— desfiló a nuestro ladocon quietud elocuente. De coches yautos salieron hacia nosotros, decuando en cuando, miradas ysonrisas conocidas. Pasó El Globo,con su interior luminoso depastelería parisiense, de dondebrotaron fugaces reflejos degrandes frascos llenos dealmendras, breve visión deparroquianos y empleadasacarameladas. Iturbide… San

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Francisco… La Imperial…Guardiola… Luego el raudo correrdel coche a lo largo de la Alameda,fresca en el anochecer de sussombras, manchada a trechos deverde claridad…

* * *

Lucio Blanco y otros amigos nosesperaban en la estación y, conellos, nuestras familias, prestas ya aacompañarnos. En junto, íbamos aformar toda una caravana.

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El tren —tren ordinario—estaba ya repleto de viajeros.Domínguez indicó al capitán quesubiera a los coches a dar orden deque se nos hiciera sitio. Y elcapitán, enérgico ahora queobedecía a otro, mandó desalojarun vagón de primera clase, «paranecesidades del servicio».Protestaron los pasajeros, hubomido y escándalo, pero en cincominutos se desocupó el coche ynosotros —escolta, presos yfamilias— subimos a instalarnos.

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Nuestros treinta soldados, en elacto, saturaron la atmósfera con suolor de costumbre. Para las señorasaquel ambiente resultóinsoportable. Domínguez lo advirtióy se propuso remediar el mal desdeluego. Sin mucho trabajo consiguiódel capitán tamaña modificación enlos planes del viaje, que nosdispusimos a inaugurar una manerainsospechada, y peculiarísima, deser conducidos, en cuerda depresos. «Por necesidades delservicio» la escolta iría distribuida

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en los vagones de segunda, salvo sujefe, que seguiría al lado nuestro.

Salió el tren. Íbamosasomados a las ventanillas paradespedirnos de Lucio Blanco, queenarbolaba, por sobre la multituddel andén, su fusta de puño deoro… Al rebasar mi coche la partecubierta percibí el son de unamúsica. Escuché atento: al otro ladode la pared tocaban LaGolondrina… ¿Lucio? Sí, de fijoeran cosas de Lucio: habíamandado que se pusiera allí una de

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sus bandas para decirnos adiós alestilo revolucionario, al estilo delos buenos revolucionarios.

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Al amparo de la Convención

¿Quien hubiera creído que el vagónen que íbamos era verdadera cárcelambulante de políticos endesgracia? Seguramente nadie. Lo

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que equivale a decir que losconsejos del general Plank nopasaron por orejas estériles nifueron a caer en voluntades tardas.Nos acompañaban nuestras madres,nuestras esposas, nuestros hijos,nuestras hermanas, y su presencianos rodeaba de tal atmósferafamiliar, que nosotros mismos,absortos a ratos, no hubiésemosrecordado de pronto el origen delviaje ni la finalidad que lo guiaba.Éste, además, por cuanto mira anuestro estado de ánimo, no se nos

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presentaba al espíritu como tránsitohacia el destierro, sinoprimordialmente como contrasteentre el vivir recluso de los díasanteriores y el libre correr de ahoraen ferrocarril: correr continuo yfugaz, correr dueño a un tiempo dela llanura, la montaña y el valle.Rodaba el tren horas y días, ynosotros, recién escapados alestrecho horizonte carcelario, nosentregábamos al deleite de bebertodos los paisajes, sorbíamos porlos ojos, emborrachándonos, el

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inmenso espacio de lasperspectivas y su nitidez luminosa;a lo cual contribuía no poco laausencia de otros incentivos másimportantes o inmediatos.

Porque fuera de algunasincomodidades extraordinarias, esteviaje de ahora, en sí mismo, nodifería gran cosa de los decostumbre: o si difería, era másbien por tener, comparado con losotros, menos elementos de cosanueva. Ni decir tiene que, para lospresos, la prolongación de nuestro

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trato, después de la vida larga ycasi en común de los días delcautiverio, no nos brindabasorpresas. Sólo uno que otro —losdotados de personalidad excesivaen ciertos sentidos— sacaba aún desi, de cuando en cuando, algo dignode advertirse. Así, por ejemplo,Enrique C. Llorente, cuya tendenciaa lo impecable llevó entonces miadmiración hasta el apogeo.Llorente, en verdad, nos demostróesa vez cuán grandes y misteriososeran sus poderes en los dominios de

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la perfecta pulcritud de la persona,su inagotable compostura demaneras, su rara capacidad paramantener, sin mácula ni arruga, elexterior siempre flamante de suropa. Conforme el viaje avanzaba,todos nosotros, cuál más, cuálmenos, íbamos tomándonosirremediablemente sucios yhaciéndonos más y más blandos enla interpretación de la etiqueta;pero a él, como por milagro, leocurría lo opuesto: el traje parecíaplanchársele, se le blanqueaba el

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cuello, se le erguía más el busto, sele alisaba el pelo, y las guías delbigote, negras y tiesas, se leelevaban con mayor brío. Y así enlo demás: mientras nosotros, ya enbusca de descanso, ya para dormir,nos reclinábamos o tendíamossobre los asientos, a él no se le viodesviarse nunca, en todo el viaje, nidiez grados hacia atrás, haciaadelante, a la derecha o a laizquierda de la postura sedente másceremoniosa; y esto hasta cuando elsueño le entrecerraba los párpados

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y daba a los músculos de su cara ladignidad anatómica de la estatua,sustitutiva en él de la soltura delmúsculo que duerme.

* * *

Un punto no había tenido en cuentadon Venustiano al ordenar nuestrodestierro: la preponderancia,efímera, pero grande, de laConvención de Aguascalientes.Menos aún había previsto el hechode que ésta estuviera presidida por

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un hombre moralmente íntegro:Antonio I. Villarreal. Carranza secreía tan fuerte e indiscutible queesperaba respeto para sus órdenesarbitrarias hasta en los territoriosdominados por generalessinceramente convencionistas. Peroque ello fue mera pretensiónridícula se puso de manifiesto ennuestro caso, gracias a laintervención de Villarreal, que notoleró que Carranza se burlara de élni de las órdenes que la Convencióndaba. Procedía entonces Villarreal

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con estricto apego a su primitivoespíritu revolucionario: todavía nole picaba la tarántula de lasambiciones presidenciales;conservaba claro —sinempañársele como en 1922, sinoscurecérsele como en 1923— elsano criterio humano y político y elrecto espíritu de justicia que hacende él uno de los hombres máslimpios, ya que no más brillantes,de la revolución constitucionalista.

Mandó, pues, Villarreal que laorden de ponernos libres se

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cumpliera al pie de la letra, lo quehizo al llegar a Monterrey el trenque nos conducía. Tan lejosestábamos nosotros de esperarlo,que, en un principio, nos sorprendióe inquietó el ver cómo un numerosodestacamento de soldados, deantemano dispuesto en los dosandenes de la estación, rodeabanuestro coche con modos de ir atomarlo por asalto. Pero nostranquilizamos luego, visto el airesonriente con que el coronelAlfonso Vázquez (Poncho Vázquez

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le decían todos) saltaba al estribo yabría después la portezuela yentraba.

—No hay que alarmarse,señores —dijo saludándonos—:mis soldados vienen a protegerlos,no a otra cosa, aunque no loparezca. Necesitábamos maniobrarasí para evitar que la escolta quelos vigila intentara resistirnos.

Era un revolucionario joven,simpático y lleno de bríos. Laalegría le cascabeleaba en la voz alhablar.

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—¡A ver! —continuó, ahoracon tono más militar que alprincipio—. ¿Quién manda aquí laescolta?

—Mi coronel Domínguez —respondió el capitán que noscustodiaba.

Vázquez se extrañó un tanto:—¿Usted? —preguntó,

dirigiéndose a Domínguez.—Sí —contestó éste—. La

mando por razones de orden ycomodidad, aunque muyaccidentalmente. Sin embargo, no

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haga usted caso: el jefe nato es aquíel capitán, yo de ninguna manera.

Hacia el capitán se volvióentonces el coronel Vázquez parapreguntar:

—¿Qué órdenes trae usted?—Ningunas, mi coronel.

Quiero decir, ningunas especiales:escoltar a los señores hasta lafrontera, poniéndolos antes, si asíse me requiere, a disposición de migeneral Nafarrate en CiudadVictoria o Matamoros.

—Muy bien, muy bien —

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interrumpió Vázquez, riendo debuena gana y como si, en efecto,hubiese mucho de gracioso en lasórdenes del capitán—: sólo queahora las cosas cambian. El generalVillarreal, presidente de laConvención de Aguascalientes,dispone que se le releve a ustedpara que en seguida vuelva aMéxico con sus hombres. Él, comousted sabe, es la primera autoridadde la República. Desde estemomento los presos que escoltausted quedan a disposición mía.

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—Lo que usted disponga, micoronel —dijo el capitán—: nomásle suplico que me dé un papelito.

—Por supuesto. Vaya ustedahorita a la Jefatura de la Plaza yallí le entregarán un oficio en todaregla.

Nosotros no nos dábamos biencuenta de la finalidad que pudieraperseguir aquel cambio de guardias;de suerte que menudearon laspreguntas. Pero el coronel Vázquez,sin cesar en sus expresiones deregocijo, nos explicó el caso en

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pocas palabras:—Nada, que se le echa a

perder la treta a don Venus. Meordena mi general Villarreal que lesdé a ustedes una escolta y que conella los mande a Aguascalientes,mas ya no en calidad de presos,sino libres. Sólo les suplico,porque así lo indica él, que enllegando allá se presenten a laConvención Militar. Si quieren,pueden descansar aquí esta noche ysalir mañana; si no, aprovechen eltren que pasa dentro de un rato.

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Llevábamos cuarenta y ochohoras de encierro en laincomodidad y la mugre de nuestrovagón, duro, sobre todo, para lasmujeres y los niños que nosacompañaban. Con todo eso,resolvimos —tal era nuestra alegría— no hacer ningún descanso enMonterrey, sino salir en el actorumbo a Aguascalientes, y así se lomanifestamos al coronel Vázquez,el cual dio las órdenes necesarias.

Poco después desengancharondel tren del sur nuestro vagón; lo

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agregaron al tren del norte, y de allía poco empezamos a desandar hastaSan Luis Potosí, ahora de noche, elcamino recorrido durante el día.Pero la diferencia principal no eraesa, sino esta otra: la escolta derelevo era de las fuerzas de laConvención; la de antes, de lasfuerzas de Carranza.

* * *

San Luis Potosí nos pareció,durante el día que allí pasamos en

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espera del cambio de trenes, pocomenos que una ciudad de hechizo,pequeña urbe protegida por lashadas. ¿Era porque la Revolución,apenas en sus comienzos, aún no laponía maltrecha con su obratransitoriamente destructiva, comodespués a casi todas las ciudadesmexicanas, antes bellas yflorecientes? ¿Era más bien por ellustre inigualable que adquieren lascosas en el momento en que serecobra la libertad? El caso es queSan Luis Potosí me pareció a mí

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una especie de paraíso urbano:prodigiosamente limpias y bienpavimentadas sus calles; recogidas,acogedoras sus plazas; armoniosala disposición de sus manzanas;grata la arquitectura de susedificios. De noche daba laimpresión de una ciudad cubiertapor un gran techo transparente através de cuyos cristales brillaranlas estrellas; y este mismo encanto,de algo al abrigo de la intemperie,al abrigo de las inclemencias deltiempo, pero no de sus bellezas; no

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se disipaba ni a la luz del sol.Había un no sé qué de urbanizado ydoméstico en la naturalezacircundante, cierta intensa civilidadque parecía irradiar de la ciudad alcampo, de la ciudad al cielo, y quecivilizaba lo uno y lo otro de suerteúnica. Aun las hortalizas de loshuertos cercanos parecían lograrallí un nivel de perfeccióndesconocido en otros sitios.

En Aguascalientes nuestrasimpresiones fueron de otro orden alapeamos del tren —al apearnos, al

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fin, después de cuatro días de viaje—; mas no por distintas parecíanmenos amables. En el pardear de latarde —pausada aparición deestrellas en lo alto; lentoencenderse de ventanas y farolescasi a ras de suelo—, la caminatapor la calzada que conduce a laciudad desde la estación, calzadalarga y bordeada de árboles, acabósumergiéndonos el espíritu en unbaño de suave melancolía. Y en esasensación de tibieza melancólica,de euforia crepuscular —ni oscura

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ni brillante, ni dolorosa ni jocunda:limbo de lejanía— estaba todoMéxico.

* * *

Provisionalmente dejamos anuestras familias donde nos fueposible, y luego, en apretado grupo,nos fuimos derecho al teatro quedaba asilo a las sesiones de laConvención. En el instante de subirla escalinata, un reloj públicosonaba las ocho campanadas.

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Breve espacio esperamos en elvestíbulo a que se nos anunciara; apoco se escuchó en el interior de lasala una salva de aplausos, y pocodespués salió a darnos labienvenida y a invitarnos a pasaruna comisión de tres señoresdelegados. Al entrar en el salón —por la puerta correspondiente alpasillo de en medio— todos losasistentes a la sesión se pusieron enpie, vueltas las caras hacianosotros. Rebosaban de luz y degente el patio, los palcos, las

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galerías. Cruzada la puerta, nosdetuvimos indecisos: nuestrasituación era algo embarazosa,pues, bien a bien, no sabíamos dequé se trataba. Pero vimos que en elfondo del escenario los miembrosde la mesa directiva se levantabantambién de sus asientos y que unode ellos, adelantándose hacia lascandilejas, nos hacía señas deseguir avanzando. Entoncescontinuamos por el pasillo hasta laaltura de las primeras filas debutacas. Habían entrado con

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nosotros los delegados de lacomisión y el oficial de nuestraescolta.

Villarreal, que presidia, tocóla campanilla en demanda desilencio; se dispuso a hablar.Saltaba a la vista que a él, pocomás o menos, estaba ocurriéndolelo que a nosotros: tampoco entendíabien cuál era el objeto de todaaquella ceremonia.Momentáneamente no encontró quédecir. Su hermosa cabeza de moroeuropeizado se inclinó breves

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segundos hacia adelante: la negruraabsoluta de su cabellera abundosa,de su bigote tupido, de sus ojos debrillos oscuros en el fondo decuencas sombreadas por fuertescejas y ojeras de intensidadincreíble, parecía polarizar toda laluz de la sala. Luego, con perfectasencillez de gesto y de palabra,dijo:

—Señores: la Convención haordenado que se les ponga enlibertad. Eso es todo: están ustedeslibres.

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La Convención rompió enaplausos de sentido incierto: unosparecían aplaudir su decisiónsoberana; otros, no sé por qué,parecían aplaudirnos a nosotros, alos primeros soldados delanticarrancismo. Concluidos losaplausos, se guardó de nuevosilencio, y entonces don ManuelBonilla, senior del grupo, habló ennuestro nombre para dar las graciaspor la justicia que se nos hacía.Acto seguido, entre más aplausos,subimos al foro a estrechar la mano

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del general Villarreal y de losdelegados a él próximos, y luegofuimos a ocupar uno de los palcossituados a la derecha del proscenio.

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Librocuarto

La cuna del convencionismo

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1

Ilusiones deliberantes

Azorada vivía entoncesAguascalientes por los desmanes —a menudo fabulosos— de las tropasrevolucionarias. Allí eran

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sinónimos revolución y laRevolución, y por eso quizá ciertosnombres de la epopeyaconstitucionalista sembraban pánicocon el mero sonido de sus sílabas.Se decía Bañuelos, se decíaDomínguez, y la gente corría arefugiarse en los sitios másrecónditos, sobre todo cuando en lafamilia había vírgenes hermosas yotros tesoros vivos de igual precio.¡Qué no hubieran dado entonces loshabitantes ricos, y aun los deholgura económica apenas

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envidiable, por poder esconder sushaciendas, sus comercios, susmoradas! Pero, ya que no loprincipal, ocultaban, para aliviar suterror de verse desposeídos, cuantopodían, o bien lo disimulaban, o lousaban valientemente paraacercarse al nuevo grupo poderosoy ponerse así en camino de salvarlotodo creándose otros amigos.

Gracias a esto último,Aguascalientes, que en épocasnormales no habría podido recibir,sin desbordarse, a doscientos o

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trescientos forasteros, halló esa vezhueco bastante para alojar en sushoteles, bien diminutos, y en suscasas, no muy sobradas, a losmillares de personas que laConvención llevaba consigo. Loscuartos de alquiler se agotaron deun solo golpe; pero no bien sucedióeso, empezaron a surgir dedondequiera ofertas de habitacionesconfortables, de casas enteras, depequeños palacios, y todo a títulogratuito y meramente entusiasta deLa Revolución, no a tanto el mes, ni

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el día, ni la semana.En un principio yo no entendí

bien aquel fenómeno, tan contrarioa mis nociones sobre EconomíaPolítica. Era una depreciación de lapropiedad raíz y un despego de larenta demasiado súbitos yespontáneos para que secompaginaran con las enseñanzasde mis maestros Enrique MartínezSobral y Luciano Wiechers: fallabala ley de la oferta y la demanda conestrépito clamoroso. Y, como decostumbre, buscando luces que me

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aclarasen el misterio, fui a caer enlas alas de la fantasía. Por lo visto—así me expliqué las cosas en losprimeros minutos— nosotrosllegábamos ahora a todas partesprecedidos por la fama de nuestroanticarrancismo, lo que nos dabagran popularidad e impulsaba amuchos correligionarios aacogernos calurosamente. O enotros términos: sin esperarlo nimerecerlo, empezábamos a pasarpor grandes hombres —suceso desuyo muy revolucionario— y a

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disfrutar de las ventajas de que talse nos creyera, aun cuando no lofuésemos ni sintiésemos serlo.

El caso es que no menos deseis vecinos ricos estuvieron avisitarnos a cada uno la mañanasiguiente a la noche de nuestrallegada, y que todos, a cuál más,nos brindaron sus casas conhospitalidad urgente, conhospitalidad de esa que no puede nidebe rechazarse. Aquéllos fueronpara nosotros minutos de profundasatisfacción política. Nos sentíamos

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en la espuma de una popularidadllovida como del cielo, aunqueperfectamente justa (¿cómo nohabía de ser justa si era lanuestra?), y por allí veíamosdilatarse al infinito el ámbito de laRevolución tal como nosotros laentendíamos, y sus esperanzas.Floreció en nuestros corazones laprimavera fugaz de los ideales tantotiempo alimentados y nos parecióevidente que éstos se abrieran paso—ajenos como eran a todo egoísmo— entre personas que ni siquiera

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nos conocían.Pero no duró mucho el

encanto, pues de allí a pocoabrimos otra vez los ojos a larealidad mexicana, y la EconomíaPolítica volvió por sus fueros. Laverdad se reducía —triste verdad—a que los acaudalados vecinos deAguascalientes, economistas de lomejor, se apresuraban asemblantear a los revolucionariosrecién venidos, en busca de lascaras menos sospechosas o mástranquilizadoras, y que tan pronto

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como daban con el hombre de susimpatía lo colmaban de bondades,con ánimo de utilizarlo después.Tal, por lo menos, parecía ser laregla —regla sujeta a excepciones,se entiende, y, en todo caso, útil aambas partes—. Gracias a ellatodos nosotros encontramosalojamiento en menos tiempo que elnecesario para pedirlo: mis ochocompañeros y sus familias, norecuerdo dónde; yo —amplia sala,pisos alfombrados, jardín y patioanchurosos—, en una de las

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principales calles y a cortadistancia del Teatro Morelos, queera donde los convencionistas sereunían.

* * *

No siendo generales ni delegadosde generales, nosotros no teníamosderecho a sentarnos en los escañosde la Convención. Pero no en baldenuestro papel de víctimastempranas del carrancismo nosrodeaba en esos días de aureola a

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propósito para ser tratados congrandes miramientos. Desde lanoche en que se nos declaró libres,las autoridades de la asamblea,según digo antes, nos señalaronsitio para que asistiéramos a lassesiones. Era una platea desde lacual dominábamos la salaperfectamente. La tribuna, colocadaen el extremo izquierdo delescenario, nos quedaba al alcancede la mano. Un poco más allá, y alcentro, teníamos, a unos cuantosmetros, a los miembros de la mesa

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directiva.A mí me bastó contemplar por

primera vez aquel conjunto militardeliberante para convencerme deque el resultado de susdeliberaciones sería nulo. Quizá elnivel moral y cultural de laConvención no fuera tan bajo comoel de algunas cámaras de diputadosque luego hemos tenido en México—cámaras donde los diputadossuelen venderse al mejor postor,donde se traiciona al compañero yal amigo, donde intrigan, y a veces

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mandan, legisladores que noescriben bien ni su nombre—. Perocon todo, la Convención Militardenotaba a leguas carecer del altoespíritu cívico y del patriotismoconsciente indispensables enaquella hora. Se trataba de salvar ala Revolución quitando de en mediodos peligros: un peligro mayor —Carranza— y otro menor —Villa—.El primero representaba elfalseamiento de la verdadrevolucionaria y la vuelta, sin otraguía que las ambiciones personales,

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a la disputa del poder. El segundorepresentaba el desenfreno de laacción, domeñable sólo con lainteligencia. Mas los generales, queen su gran mayoría había hecho laRevolución movidos por unimpulso colectivo vago, aunquenoble (secundado por ansiaspersonales ya no tan nobles ni tanvagas), no estaban lo bastantecapacitados para convertir en ideadesinteresada lo que sólo habíaactuado en ellos como solicitaciónconfusa. A la piedra de toque del

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patriotismo, los más respondieroncon sus ambicioncitas personales,tan pequeñas, tan mezquinas, que,abarcándolos a todos en una solamirada, no se comprendía quefueran los autores de la Revolución,ni menos que merecieran haberlahecho.

Eduardo Hay, que era allí delo mejor —por lo menos en punto apropósitos—, pronunció en una delas primeras sesiones cierta frasereveladora del espíritu dominanteen la asamblea. «Aquí —dijo entre

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grandes aplausos— estamos a basede honor». Porque la misma famaque en el acto conquistaron talespalabras demostró hasta dónde elsentimiento expresado era falso —falso no por quien lo manifestaba(hablaba en Hay el hombreestimable, el que no descendía asocaliñas ni complicidades con losque se manchan en el poder), sinopor la fisonomía de los militarespolíticos que lo prohijaban contales extremos—. Estaba a la vistaque lo más extraño a la Convención

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era justamente la esencia de lohonorable, y eso, ni más ni menos,se pondría de manifiesto cuando,poco tiempo después, casi todos losgenerales, unos de una manera yotros de otra, habrían de faltar a sucompromiso con pretextos fútiles.La «base de honor» se reduciría aque los generales, o susrepresentantes, estamparan sunombre bajo el águila de la banderapara negar ésta a los pocos días,con firma y todo. En vano serian losesfuerzos sinceros de algunos de

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los hombres de mayor prestigiocomo convencionistas —ejemplo,Villarreal— o como militares —ejemplos, Ángeles y Obregón—. Aeste último hay que reconocerle queen la Convención se mostródesprendido como pocos ydispuesto como nadie a laconciliación de los gruposenemigos —acaso demasiadodispuesto, o dispuesto en un tonoque, por exceso de humildad,quitaba eficacia al ascendienteadquirido en las batallas.

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* * *

La pobreza moral y cultural delambiente convencionista creció depunto con la llegada de losdelegados de Zapata y suslugartenientes. Los zapatistas sepresentaron una mañana,acompañados de Ángeles y demásmilitares que habían ido a buscarloshasta las «montañas del Sur». Suaparición no sólo provocóentusiasmo, sino delirio. Se lesrecibía como si, en efecto, trajesen

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la verdad y el Evangelio, como siunidos Chihuahua y Morelos, elresto se resolviera por sí mismo.Sin embargo, no faltó quienespresintiesen, con sólo verlos entrar,que su concurso a la obra de laconcordia serviría más paraenvenenar los ánimos que paracalmarlos.

Encabezaban el grupo PaulinoMartínez, Díaz Soto y Serratos: elprimero, que en política era unaserpiente; el segundo, que afectabaun plebeyismo revolucionario de

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que no había ejemplo ni entre loshombres más humildes de laRevolución; y el tercero, que eraextraña mezcla de hombre bueno yde político sin brújula intelectual ya vueltas con sus mejores impulsos.Para un auditorio de nivel bajo, lostres eran buenos oradores; en junto,mejores que los de cualquiera otrade las banderías allí presentes:mejores que los de Carranza, quelos de Villa, que los de la tendenciapersonificada en Villarreal, EulalioGutiérrez y Lucio Blanco. Pero la

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oratoria de los tres —eso apareciódesde el primer momento en losdiscursos que pronunciaron paracontestar a la aclamación que se lestributaba— era de simple pasiónnegativa, más aún, de odio a cuantono significase invertir los valoresde modo que lo más bárbaro, lomás primitivo, o si, se quiere, lomás descivilizado, viniera a ser losupremo en la historia de loshombres.

Díaz Soto vestía entoncespantalón de charro, guayabera de

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dril y sombrero ancho. Su aspecto—para quienes no lo conocían—era el de un capataz de carros depulque. Pero exhibiéndose de esasuerte —adrede, sin necesidad—,nos daba, a quienes conocíamos suorigen, su carrera y su cultura, laimpresión de querer convertirse ensímbolo, de querer ser una alegoríadel zapatismo animada con el calorde su sangre y el vigor de susmúsculos. ¿Era aquél, en efecto, elsímbolo fiel del verdaderozapatismo? Zapata sigue siendo un

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enigma, pero un enigma cuyasolución se traducirá, cuando hayaquien lo interprete, en una de estasdos respuestas: o el zapatismo es elcalzón blanco y el huarache —algoprofundamente respetable por laverdad de su dolor—, o es elpantalón de charro y el sombreroancho —representativos (fuera delteatro y las labores de la hacienda)de la degradación de la cultura; dela miseria espiritual del huarache yel calzón, sin el humilde dolor queredime a éstos; de la insolente

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pasión materialista de lospantalones y los zapatos, sin lasaspiraciones superiores que a estosotros justifican—. Pues bien, enDíaz Soto, el zapatismo quehablaba era el del pantalón decharro, no el del calzón blanco; yotro tanto ocurría con PaulinoMartínez, sólo que en él la vozacusaba también al leguleyo depueblo, y otro tanto con Serratos,bien que en éste la expresión sedisfrazase tras la estructura de unafranqueza simpática.

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2

Horas de la Convención

Pero si como cuerpo político laConvención estaba condenada alfracaso, como espectáculo lograbaa cada momento los éxitos más

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halagadores. Yo llegaba a mi plateaexactamente con la mismacuriosidad que si se tratase de unarepresentación de Reinhardt o decualquier otro acontecimientoteatral donde pronto hubiésemos desentirnos, actores y espectadores,arrebatados por el ritmo envolventede la acción —allí más aguda, másinvasora de las facultades del alma,a causa de las próximas evidenciasde que aquello no era verdadfingida, sino verdad realmenteverdadera—. Unas veces el

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espectáculo se resolvía en risa;otras dejaba el ánimo perplejo,desorientado, y otras, en fin,volviéndose tortura moral, limpiabafugazmente los espíritus al toque decierta grandeza estética. Porque,trágico en el fondo, cuando no en laforma, aquel espectáculo tenía sucatarsis, como tenía también suchoque fatal de fuerzasinconciliables. Luchaban allí, amuerte, dos maneras profundas deuna sola nacionalidad: de una parte,la aspiración difusa, pero

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desesperadamente activa y noble, amejores modos de vida social; yfrente a esto, la incapacidadinmediata, colectivamenteirremediable, de sosegar lasturbulencias de la aspiracióntransformándolas en algo vividero,coordinado y orgánico. El móvildramático visible era la pasiónpolítica, allí suelta, sin cortapisas,autónoma; y la presencia supremaen las encrucijadas de la acción erala pistola —la pistola elevada alrango del destino en la tragedia

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clásica o al del carácter en eldrama moderno: la pistola pronta,imperante, definitiva.

* * *

Héroe del espectáculoconvencionista solía serlo RoqueGonzález Garza. Villa lo habíahecho su representante personal, y,al parecer, con muy buen acuerdo,pues una vestidura así —excelentepor las intenciones, ingenua demaneras— resultaba la más a

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propósito para ofrecer a la junta demilitares un trasunto desbravado dela figura, salvaje en exceso, del jefede la División del Norte. En Roque,además, lucían otras virtudes: erafiel hasta la muerte, derrochabavalor civil y, para el caso,abundaba en esa clase de recursosparlamentarios cuya eficacia no seembota al provocar la risa de lasgentes serias y doctas.

Cierta mañana llegó Roque ala Convención persuadido a fondode que traía en las manos la

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solución del dilema Carranza-Villa.Brillaba de satisfacción y demisterio, y, más que nunca deseosode comunicarse con sus amigos deconfianza, se mostraba reservado amedias. En el rincón de un pasillonos reunió a unos cuantosanticarrancistas probados y nosinsinuó la importancia de su plan,aunque no la naturaleza precisa deél.

—Será —nos dijo— el golpedefinitivo: o se va Carranza o semuere como líder.

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—¿Y Villa? —le preguntamos.—Villa es lo de menos. Lo

importante está en que si Carranzainsiste en quedarse, se acaba.

¿Y cómo, o por qué, había deacabarse Carranza si no se iba? Esono nos lo dijo. Con lo cual, al verlocaminar minutos después hacia elsalón de sesiones, nosotros nosquedamos sonrientes e incrédulos.

Porque Roque, en fuerza de serbueno y querer encontrarle caminoa todo, sembraba a menudo, aunentre sus mejores amigos, dudas

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acerca de su capacidad mental. Melas inspiraba a mí igual que acualquier otro, o más quizá que aotros, puesto que en la estimaciónque yo hacía de él rendían nopequeño tributo los recuerdos de sugracioso paso por otra convenciónpolítica: la del Partido LiberalProgresista en 1911. Allí habíahecho Roque —por sobra de buenafe, por su cándido optimismorespecto de lo sencillo y de losincero— cosas fantásticas y de unsabor anecdótico imborrable.

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¿Cómo olvidar la tierna conductade Roque —opuesta, por tierna, alambiente nauseabundo de lasasambleas políticas— el día quehizo crisis en el Liberal Progresistala pugna entre los partidarios deVázquez Gómez y los de PinoSuárez? Roque oyó la bella y falsarequisitoria de Urueta contra elprimero de los dos candidatos,aquella que el orador empezó conla mordacidad de esta fraseexclamativa: «¡El cerebro de laRevolución!…». Escuchó luego la

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formidable defensa de LuisCabrera, defensa llena de avisosprudentes y de anticipaciones delfuturo. Y agitada el alma por elentusiasmo del momento, poseídode su deber, seguro de su hora,anunció que el argumento últimopara dirimir el conflicto estaba enciertos documentos oficiales que élposeía y cuya lectura no podía nidebía dejarse de tomar en cuenta.Sin embargo, como no llevabaconsigo aquellos papeles pidiótiempo para ir a buscarlos, y una

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hora después regresó, vestido delevita —chaleco blanco, sombreroalto—, y subió a la tribuna enmedio de la expectación general.Estaba trémulo de emoción cuandorompió a hablar, y a tal punto, queparecía querer apaciguarseapoyando la mano derecha sobre elpecho, del lado del corazón.

—Preparaos, señoresdelegados —exclamó, llenando conla voz el ámbito de un silencioprofundo—; preparaos a vivir esteinstante solemne. Aquí —y se

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tocaba de nuevo el pecho—, aquítraigo las memorias de mi hermanoFederico… Vais a escucharlas…

Y no se le oyó más, porque lagrita que se desencadenó fue tanespantosa que lo hizo desaparecerde súbito, como si una fuerzasobrehumana lo hubiese precipitadoen el Tártaro de la rechifla, dedonde surgió a poco, arrugados losfaldones de su traje de ceremonia,incompletos los puños de la camisa,deshecho el nudo de la corbata.

Escena de tal calibre, por

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supuesto, no habría de repetirse enAguascalientes. Tres años deintensa actividad política habíantranscurrido desde los albores delmaderismo, tres años que paraRoque —harto más despierto y sutilde lo que pudiera pensarse alprincipio— suponían unaprendizaje enorme. Mas, a pesarde eso, la proposiciónextraordinaria con que queríaresolver ahora el conflicto entreVilla y Carranza —así lo vimos susamigos en cuanto la hizo pública—

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guardaba estrecha afinidad con laque quiso usar tres años antes pararesolver la pugna de VázquezGómez y Pino Suárez. Sólo que estavez, ayudado de su experiencia, ypuestas las cosas en otro plano yentre otros hombres, se acercó a lacaricia de la ovación casi tantocomo la vez anterior a laestrujadura de la mofa y lossilbidos.

Con gran destreza exaltóRoque el profundo desinteréspolítico del general Villa, su

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disposición al sacrificio máximo enaras de la patria, y acabó porentregar un pliego en el cual el jefede la División del Norte secomprometía —resuelto a noentorpecer la magna obrarevolucionaria— a quitarse la vidacon su propia mano, siempre ycuando el Primer Jefe se suicidarajuntamente con él.

Aquella fue la jornada máximadel villismo heroico.

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* * *

Pero en materia de grandesmomentos del espectáculoconvencionista nada igualaba a lasgrandes borrascas que sabíadesencadenar Antonio Díaz Soto yGama. Se lo permitía su oratoria,de fluir continuo, y casi se loreclamaban las doctrinasdisolventes a cuya difusión seentregaba por entero, o poco menos.Díaz Soto no creía en Dios ni en eldiablo, en el bien ni en el mal, en la

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patria ni en la familia, en lo mío nien lo tuyo. Creía apenas en elorigen misterioso, mágico, delevangelio zapatista y en la personasobrehumana de Emiliano Zapata, aquien pintaba, entre las cumbres delas montañas del Sur, en el actotrascendente de revelar a unoscuantos adeptos el Plan de Ayala.Su visión del zapatismo se ataviabacon evocaciones bíblicas —elSinaí, Moisés; el rayo y el trueno—, y si las cuatrocientas cabezas dela asamblea militar no se

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humillaban al roce de la extrañapalabra, a un tiempo santa y laica,Díaz Soto flagelaba el espíritu desus oyentes echándoles en cara suignorancia, su inconsistencia y suservil sumisión a los prejuicios másgroseros y más indignos del almarevolucionaria. Era, en una palabra,tremendo.

Un día se acordó de que habíasocialismo, de que Karl Marx habíaescrito el Manifiesto comunista yDas Kapital, y de que las patrias yotros embelecos eran mera

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invención de la clase explotadorapara no aflojar las cadenas delproletariado. Y como los pobresgenerales convencionistas no sabíanmucho de aquello, resolvióexplicarles el asunto con lavehemencia de gesto y la calidez depalabra en él características.

El candor patriótico de no séquién (de Ángeles, o de algún otrorevolucionario no iniciado en lossacros misterios de laInternacional) había puesto en latribuna una bandera mexicana sujeta

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a su asta y dispuesta de modo quesu cercanía mantuviese vivo elpatriotismo oratorio. Los trescolores de Iguala y el águilaprecortesiana presidíantutelarmente a cuanto en esa tribunase pensaba y se expresaba. Pormomentos la voz del orador, o labrisa que hacían sus ademanes,agitaba los pliegues de la enseñapatria, como para incorporarla a sutimbre, como para sumarla a sugesto. Había también algunos que,absortos en la lucubración interna

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de su pensamiento, acercaban lamano a la tela, con inconscientedeseo de acariciarla o para darcalma a los nervios librándolos dela ociosidad del tacto. Y habíatambién quienes hacían entrar labandera en sus discursos con elpropósito manifiesto de atraerse alauditorio, de entusiasmarlo, deenardecerlo.

Hasta esa mañana, Díaz Sotono dio nunca señales de percatarse,en el curso de sus peroraciones, deque tal bandera estuviese allí. Pero

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esta vez, mientras ordenaba susideas para empezar a hablar, tomóla tela por una de las puntas, lalevantó ligeramente, y al fin la dejócaer, al tiempo que iniciaba laprimera frase. El tema central deaquel discurso no lo recuerdo, pormás que los periodos principalesversasen, como de costumbre, sobreel ideal zapatista y la necesidad dehacerlo bajar desde las montañasmeridionales hasta las llanuras delcentro y el norte de la República —dicho todo ello con la elocuencia

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pirotécnica y reiterativa en queDíaz Soto era maestro—. El caso esque hubo un bello trozo, de grandesrasgos históricos, donde se hacíaver cómo era uno el género de loshombres, uno su origen, uno sudestino. Hubo otro por dondedesfilaron, ante los ojosencandilados de losconvencionistas, los grandesguiadores de la humanidad, laprocesión magnífica de losmaestros que no incurrieron en lasdistinciones de nacionalidad, ni de

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color, ni de raza: Buda, Jesucristo,San Francisco, Karl Marx y Zapata.Y luego, en el paroxismo de laelocuencia militante y arrebatadora,vinieron otros periodos —éstos losmás brillantes— destinados adenunciar la perversa división delos hombres en pueblos y naciones,a vituperar los imperios, a negar yescarnecer la patria y las patrias y aabominar de todos los emblemaspueriles que los hombres inventanpara odiarse entre sí y combatirse.

En esta última parte de su

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discurso, quiso Díaz Soto unir elacto a la teoría, para lo cual,cogiendo la bandera mexicana quetenía al lado, la hizo objeto demúltiples apóstrofes yexclamaciones y preguntasretóricas.

—¿Qué valor —decía,estrujando la bandera y recorriendocon la vista palcos y butacas—, quévalor tiene este trapo teñido decolores y pintarrajeado con laimagen de un ave de rapiña?

Nadie, naturalmente, le

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contestó. Él tornó a sacudir ellienzo tricolor y a preguntar, oexclamar:

—¡Cómo es posible, señoresrevolucionarios, que durante cienaños los mexicanos hayamossentido veneración por semejantesuperchería, por semejante mentira!…

Aquí los militaresconvencionistas, cual si fueranlibrándose poco a poco de la magiaverbal del orador predilecto deZapata, empezaron a creer que

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veían visiones, y, segundosdespués, vueltos del todo en sí, semiraron unos a otros, se agitaron,iniciaron un rumor y en masa sepusieron en pie cuando Díaz Soto, apunto ya de arrancar la bandera delasta —tamaño era su ahínco—,estaba dando cima a su pensamientocon estas palabras:

—Lo que esta hilachasimboliza vale lo que ella, es unafarsa contra la cual todos debemosir…

Trescientas pistolas salieron

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entonces de sus fundas: trescientaspistolas brillaron por sobre lascabezas y señalaron, como dedosde luz, el pecho de Díaz Soto, quese erguía más y más por encima delvocerío ensordecedor y confuso.Flotaban principios, finales, jironesde frase; sonaban insultos soeces,interjecciones inmundas…

—Deje esa bandera, tal porcual…

—… Zapata, jijo de la…—Abajo…, bandera…, don…En aquellos instantes, Díaz

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Soto estuvo admirable. Ante lainnúmera puntería de losrevólveres, bajo la lluvia airada delos peores improperios, se cruzó debrazos y permaneció en la tribuna,pálido e inmóvil, en espera de quela tempestad se aplacase sola.Apenas se le oyó decir:

—Cuando ustedes terminen,continuaré.

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3

La muerte del Gaucho Mújica

Durante nuestra estancia en laPenitenciaría, Berrueco —o elBerrueco, según lo llamaba elcoronel Domínguez— nos había

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traído una tarde la historia completade la liberación del GauchoMújica, a quien habían dejado salirde la cárcel de Belén dos o tresdías antes.

Este Berrueco era uno de losvarios agentes que yo habíacolocado en la Inspección General.Insignificante en todos sentidos, alprincipio apenas lo diferenciaba yode los otros; pero luego empezó adistinguirse por su fidelidad yactividad, y, por último, vino amerecernos entera confianza, entre

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otras cosas por ser, de todo elgrupo a que pertenecía, el másasiduo en visitarnos a Domínguez ya mí en los días de nuestro encierro.El general Plank estabaperfectamente al tanto del empleoque Berrueco desempeñaba, y aunsabía, por habérselo dichonosotros, que era él, ni más nimenos, el conducto por donde nosllegaban muchas de nuestrasinformaciones políticas. Con todo,Plank no le puso nunca obstáculospara que entrara a hablarnos hasta

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el departamento que nos servía decelda, ni mucho menos informó aCarranza de la frecuencia e índolede aquellas visitas. Entre losdeberes políticos y los de laamistad, Plank supo siempre, sientraban en conflicto, optar por lossegundos.

—Ya sé que no van ustedes acreerme —nos dijo esa vez elBerrueco—, pero les aseguro quees cosa cierta, absolutamente cierta.Un general de los más inmediatos aCarranza ha conchabado al Gaucho

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Mújica para que vaya a asesinar ami general Villa. El Gaucho anda yasuelto (¡como si no hubiera estadopreso por homicidio!), y el generalque digo le tiene ofrecida unagruesa suma de dinero, y la libertadabsoluta, si cumple su palabra. Aestas horas debe de ir camino deChihuahua, resuelto a acercarse ami general Villa, a ganar suvoluntad y a matarlo en la primeraocasión favorable.

Esto no lo decía Berrueco conla calma que yo lo escribo, sino

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excitadísimo, más torpe de lenguaque de costumbre y tan pálido yconvulso que bastaba mirarlo paraapreciar de un golpe la importanciaterrible que atribuía a sudescubrimiento policiaco. Sunerviosidad, en todo caso, sejustificaba, por lo menos en parte.Porque el plan —dadas lasbrillantes aptitudes de matador dehombres que florecían en el Gaucho— era un serio peligro para la vidade Villa, y eso, en nuestro agente,tocaba fibras muy sensibles.

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Berrueco no había visto nunca aljefe de la División del Norte nitenía por qué guardarle adhesiónpersonal, mas recordaba de sobra—y en ello tenía cifrado suporvenir— que yo lo había puestoen el servicio secreto delcarrancismo no para servir aCarranza, sino al revés, para serútil a los intereses nuestros, los delgrupo anticarrancista, cuyo resortemayúsculo consistía entonces en lafuerza acumulada en la persona deVilla. Y con el hábito de sernos leal

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en este punto, Berrueco acabópronto por sentir —casi con igualgravedad que nosotros— cuanto serefería al formidable guerrillero.

Arrojado y valiente comopocos, Domínguez se echó a reír delo que Berrueco estabadiciéndonos. Y es que la historia,oída así, de pronto, sonaba tanabsurda que no merecía tomarse enserio. Se necesitaba calibrar bien lacircunstancia de que el protagonistadel asesinato en proyecto fuera elGaucho Mújica —pensar en su

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temple extraordinario, en susaudacias criminales— paraconvencerse de que allí podía haberalgo, cuando no posible, sí creíble.

—Usted, amigo Berrueco —dijo Domínguez—, anda mirandomoros con tranchete. Se ve que noconoce usted a Villa…

—Tampoco el Gaucho loconoce —respondió Berrueco, queno era tonto para su oficio.

A lo que Domínguez replicó:—Como si lo conociera;

porque el Gaucho o no es lo que

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dicen, o debe imaginarse quetodavía no nace el valiente capaz dearrimarse a Villa para asesinarlo.Con Villa no se juega.

—Pues usted piense lo queguste, mi coronel; pero yo les juroque es un hecho lo que digo, y si no,allá se verá.

Y al decir estas palabras,Berrueco dejó de tartamudear,como si se lo prohibiera lasolemnidad del juramento.

A mí me pareció que loprimero era poner en limpio el

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origen de la noticia, cualquiera quefuese la verosimilitud de ella.Inicié, pues, todo un interrogatorio.

—Comience usted —le dije aBerrueco— por aclararnos quién esese general.

Él no lo pensó mucho, sino quecontestó al punto:

—Don Pablo.Entonces fui yo el de las

dudas.—¿Don Pablo? ¡Imposible!

Don Pablo no es capaz desemejantes cosas.

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—Don Pablo —insistióBerrueco.

—Pero ¿cómo lo sabe usted?—dije, volviendo a las preguntas.

—Por dos conductosdiferentes; por los dos conductosmejores.

—¿Cuáles?—Lo sabemos (pues no sólo lo

sé yo: lo saben también otrosagentes), primero, por algunapersona que está cerca de donPablo, y luego por otra persona queestá en comunicación con Mújica.

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—¿Qué personas?—Unas personas.—Pero ¿cuáles? ¿Cómo se

llaman?—De la primera no puedo

decir nada. La otra es una mujer.—¿Qué mujer?—Una mujer, señor; una mujer

que está en relaciones con elGaucho. No me obligue usted adecirle el nombre: también nosotrostenemos nuestro secretoprofesional.

El Berrueco se fue, y nosotros

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nos quedamos pensativos y llenosde dudas. Domínguez no persistiómucho en su impresión primera: yano encontraba del todo imposibleque hubiese alguien con suficientestamaños para ir a asestar a Villa ungolpe en su propio terreno. Alcontrario, ahora lo encontrabalógico. «Sólo de ese modo seconcibe —se decía a sí mismo— lamuerte de Villa: asesinadovillanamente, a mansalva, y por uncobarde, no por un hombre con elcorazón en el pecho». Pero yo

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seguía tan escéptico como antes,aunque más que por el GauchoMújica, por la supuestaintervención de don Pablo. Que unode los primeros generales de laRevolución —primero en rango, yaque no en triunfos— descendierahasta urdir un golpe de mano, unatrama ruin y cobarde, y justamentecontra el hombre a quien laRevolución debía sus mayoresvictorias militares, no me entrabaen la cabeza. Aceptarlo erarenunciar de plano a las ilusiones

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revolucionarias más puras eidealistas, renunciar a todo aquelloque el carrancismo repudiaríadespués, y aun aniquilaría en vozalta, al proyectar y proclamar eltenebroso asesinato de Zapata.

Vinimos al fin a parar en quenuestro deber nos mandaba no tenerpor imposible lo que Berrueco nosdecía, y, por sí o por no, acordamosdar a Villa aviso de las supuestasintenciones del Gaucho y suscómplices. El caso no se prestaba atelegramas ni cartas; de suerte que

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escogimos de entre nuestros amigosuno, llamado Cabiedes —másamigo de Domínguez que mío:joven, leal, valiente—, para quellevara el mensaje de palabra. Loque nuestro enviado tenía que hacerse concretaba a repetir a Villa,punto por punto, nuestraconversación con Berrueco.

* * *

Libre en Aguascalientes, pensédesde luego ir en busca de Villa,

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entre otras cosas para conocer eldesenlace que hubiera cabido alGaucho y a su empresa. Tressemanas habíamos pasado en laPenitenciaría después de la fecha enque partiera Cabiedes, y ni élregresó nunca a darnos cuenta de sumisión, ni Villa nos respondiópalabra por ningún conducto.

Salimos, pues, Domínguez y yohacia Zacatecas, y al anochecerdimos con el jefe de la División delNorte, que tenía instalado su cuartelgeneral más allá de Guadalupe.

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Nuestra presencia, al parecer, lesorprendió grandemente:

—¡Pero ¿de dónde caenustedes, amigos?! Yo estaba en quelos había mandado fusilar el viejo.

—No, general; todavía no.—Pues ¿y Nafarrate?—No lo hemos visto…—Se salvan de milagro,

créanmelo. Porque, la verdad, paramí era seguro que algo había depasarles, sobre todo a este amigo.

Y al decir lo último señalaba aDomínguez. Éste preguntó:

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—¿A mí, general?—A usté, amiguito, a usté.

Porque usté es muy hablador.Domínguez se puso rojo de

rabia y dirigió a Villa una miradamiope y rencorosa. Pero Villa, queno decía aquello con malaintención, sino más bien en tono dereproche amistoso, siguió hablando,por fortuna para nosotros, sin notarel enojo de Domínguez. Estabacontento, casi alegre, lo que se leechaba de ver en la mirada, menosrojiza que de costumbre, menos

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inquieta, menos en zozobra, y en lasuavidad, más humana, de losmovimientos de su enormemandíbula.

Tocando a Domínguez unhombro con la mano izquierda,prosiguió:

—Y gracias por el aviso.¡Diablo de Gaucho! ¡Pues no meandaba ya cazando!

—Pero ¿llegó a venir? —lepregunté.

—Dos veces, amiguito. Laprimera me engañó bien. Dijo que

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me admiraba sin conocerme: sólopor la fama, y que quería juntarsecon mis fuerzas. Me estuvocontando sus muertes (seguro paracriarme confianza), y por último mesacó dinero para un viaje al Norte,de donde me prometió volver deallí a poco. Luego vino el amigo deustedes… ¿Cómo se llama?

—Cabiedes.—Eso: Cabiedes. Vino, digo, y

me enteró de la cosa. Ya sefigurarán cómo me puse. Al talCabiedes por poco le meto un tiro,

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para que aprendiera a llegar más depriesa. Pero luego me apacigüépensando que el Gaucho volvería,lo que sucedió pronto.

—Y ¿entonces?—¿Entonces? Entonces se

arregló todo… Ya lo tengoenterrado…

—¡¿Enterrado, general?!…¿Dónde?

—¿Cómo dónde? ¡Ah, quéamigo éste! Pos bajo el suelo.¿Dónde había de ser? Y miren queel muy jijo de tal anduvo en

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escapárseme. Porque aquí loslicenciados me dijeron que siendoextranjero no lo podíamosdespachar así nomás. Pero yo dije:bueno, y ¿qué por ser extranjero noha de pagar las que debe esteGaucho traidor? Y le hice juicioque nombran internacional. Loconfesó todo, todito, pues le advertíque ya sabía yo la mera verdad, yque si me mentía le echaba bala, ysi no, que allá veríamos. MísterCarothers, el cónsul de los EstadosUnidos, oyó la confesión y firmó las

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actas. Luego las volvimos a leer;mandé que les pusieran más sellos ymás firmas, y vi que era de justiciasentenciar al Gaucho a la pena queél quería aplicarme. MísterCarothers dijo que en mi caso haríalo mismo. Cuando el Gaucho supoque lo iba yo a quebrar se alebrestóno poco y se puso a ofrecermecosas. Me juró y rejuró que iría amatar a Carranza con tal de que yolo perdonara. Pero yo le dije que decuándo acá me hacían a mí faltatraidores para matar a mis

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enemigos. «Yo no soy de esos, dontal —le dije—; yo tengo armas y séusarlas a lo hombre». Prontoadivinó que la tenía perdida y seresignó con su suerte… Ay mismolo fusilamos.

Nosotros habíamos escuchadoa Villa en silencio. Y luego, alconcluir él su relato, seguimos sindecir palabra y mirándonos uno aotro.

Después de una pausa larga,añadió Villa:

—Y ese Cabiedes, ¿dónde

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está? Me remuerde el malpensamiento que tuve cuando se mefiguró que no había venido bastanteapriesa a darme razón del mensaje.Mándenmelo para hacerle unregalito. ¡Quién sabe si en estemomento esté debiéndole la vida!Es buen muchacho: serio, prudente,servicial…

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4

El arte de la pistola

A la mañana siguiente, Villa, granenamorado de las armas de fuego,llevó a ellas la conversación; pordonde yo —como siempre que eso

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pasaba— me encontré de pronto, ala inversa de Domínguez, sin muchoque decir. Esta vez, sin embargo, noquise callarme por completo yreferí al guerrillero, en tono quequitaba al asunto toda importancia,lo que tanto me sorprendiera a mímeses antes en Sinaloa: las rarasaptitudes que hacían del generalFelipe Riveros el portapistola másnotable de los camposrevolucionarios.

—El general Riveros —dije—es un gran tirador. A veinte pasos

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mete la bala dentro de un casquillodel mismo calibre.

Villa, que acababa de levantarlas manos para arriscarse el ala delsombrero, se quedó inmóvil, conlos brazos en alto, y,manteniéndolos así, repitió conacento de duda:

—¿La bala dentro de uncasquillo del mismo calibre?

—Sí, general.Luego apoyó los codos sobre

la mesa, miró a lo lejos, a través dela ventanilla que le quedaba

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enfrente, y declaró al fin, recobradasu firmeza de costumbre:

—Oiga, eso no puede ser.A mí, en realidad, la proeza de

Riveros no me constaba: la sabíapor terceras personas. Pero quienesme la contaron le habían dado talesvisos de hecho comprobable, queen el acto la tuve por cierta, sinocurrírseme nunca pedir a Riverosque la ejecutara ante mis propiosojos. Convencido, pues, insistí enlo dicho:

—Sí, general, sí puede ser.

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—Por si puede ser —replicóVilla—, ahorita mismo vamos averlo, porque entonces yo lo hago.¡Vaya si lo hago!

Y sin esperar más, se puso enpie.

Bajamos del coche él,Domínguez, yo y, poco después,algunos de los oficiales —entreellos, acaso, Luis AguirreBenavides.

Un rato permaneció Villa alborde del terraplén, mientrasdescubría en torno sitio apropiado

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adonde dirigirse. La mañana erasoberbia. Húmeda yprodigiosamente transparente, la luzlo bañaba todo en claridad: enclaridad perfecta, en claridad queparecía embeber las cosas sintocarlas. Se distinguían con igualprecisión los menores accidentesdel campo próximo a nosotros quelas enormes rugosidades de lasmontañas, remotas y azules. Salvoen la perspectiva, para los ojos nohabía cerca ni lejos: íntegros seduplicaban en el secreto espejo de

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la contemplación los más diminutostrazos del paisaje.

A cien metros de la vía férrease veían los restos de una tapia deadobes. Villa caminó hacia ella,seguido de nosotros, y allí sedetuvo. Luego, sin proferir palabra,se puso a considerar la situacióndel sol respecto de la superficie delos adobes. De un lado de la tapialos rayos se quebraban en sombra yluz; del otro la sombra era suave,pareja. En este último palpó Villa,con la punta de los dedos, las

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junturas abiertas entre adobe yadobe, hasta dar con una que leagradó. De la canana extrajo luegoun cartucho; se lo llevó a la boca;lo cogió entre los dientes por laparte de la bala, y, haciendo girar loque le quedó entre los dedos,separó el casquillo. Los brillos deníquel del proyectil se encendieronen sus labios durante variossegundos y allí estuvieron mientrasmantuvo los ojos fijos en elmontoncito de pólvora que ibavaciando del casquillo en la palma

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de la otra mano. Finalmente, a lavez que derramaba la pólvora haciael suelo, lanzó la bala a lo lejos,cual colilla que se escupe. Al caer,el proyectil fue breve aerolito deluz.

Villa, evidentemente, no queríaser menos que el general Riveros,pues en todo cuanto hizo acontinuación puso diligencia yesmero minuciosos. A la alturaexacta de su pecho enclavó elcasquillo entre dos adobes,cuidando de darle ligerísimo

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declive hacia atrás, como si enefecto conociera el cursomatemático de la trayectoria de susbalas. Fue en seguida a colocarse aveinte pasos del casquillo, desdedonde apuntó con la pistola, yvolvió a corregir,imperceptiblemente, la posición delblanco. Luego repitió la maniobrauna vez más, y luego otra, y otra.

Para mí era aquel un PanchoVilla desconocido: un Villa casiinfantil, cuyo entretenimiento, pesea las sanguinarias evocaciones de

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la pistola, concordaba de extrañamanera con la sonrisa de la luz y laprofunda paz del campo. Yo lo veíair y venir —inclinarse, erguirse,alargar y recoger brazos y piernas— fascinado en parte por el brío deatleta con que iniciaba y acababacada movimiento, en parte poseídode vaga inquietud. Porque en mediode todo me turbaba el temor de loque pudiese resultar de allí. ¿Seríafactible, como decían, la hazañaatribuida al general Riveros? Y deno serlo, ¿cómo reaccionaría Villa?

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A mi derecha, Domínguezobservaba los preparativos delguerrillero con curiosidad detirador de oficio. A mi izquierda, yun poco atrás, estaban los oficiales.

Por fin se dispuso Villa adisparar. Mas antes de reducir elojo a la sola visual del casquillo, sedirigió a mí:

—Ya lo oyó, amigo: si puedehacerse, yo lo hago. Ahorita loveremos.

Levantó la pistola con lentitud;apuntó. Pero cuando creí que iba a

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hacer fuego, dejó caer de nuevo elbrazo. Luego tomó a levantarlo conpresteza y, sin tiempo ninguno paraapuntar, hizo el disparo. Ladetonación sonó, pequeña, distinta,seca, clara como los perfiles deaquella mañana de luz.

Todos corrieron entonceshacia los restos de la tapia, menosVilla, que se encaminó a ella paso apaso, y yo, que eché a andarligeramente detrás de él, fijos losojos en las bruñidas cachas delarma, ya vuelta a la cintura. La

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culata se le recortaba sobre la lanade un sweater café y hacía allíjuegos luminosos.

—¡Le dio usted, mi general!—gritaba uno de los oficiales.

—¿En el mero casquillo? —preguntó Villa.

—Sí, mi general; allí mérito.Villa se acercó al grupo.—A ver —dijo.Yo también adelanté la cabeza.

La bala, cierto, había tocado elcasquillo, pero sin pasar por laabertura al interior; sólo se había

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llevado uno de los bordes.Villa, así que lo hubo visto,

dijo:—Lo que este amigo cuenta

del general Riveros no lo hacenadie.

Yo guardé silencio. Domínguezobservó:

—¿Por qué no prueba denuevo, mi general?

—¿De nuevo? ¿Pa qué otravez? Sería gastar los tiros de oquis.

Y volvió a mirar, ahora más decerca, el efecto de la bala. A los

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pocos segundos dijo:—Pero miren lo que son las

cosas. Considerándolo bien,empiezo a figurarme que la treta noes ultimadamente muy difícil ni tanimposible. Se me hace que levuelvo el crédito aquí allicenciado. Sí, amigo —y se pusode espaldas a la tapia para mirarme—. Cuando andaba de huida por lasierra hubiera yo hecho eso quedice usted que hace el generalRiveros. Porque allá me vivía ochoy diez meses sin tocar mujer: el

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cuerpo se me conservaba siemprelozano. Aquí no es igual. Aquí,aunque no lo quiera uno, siempre semueve el pulso. Créamelo,licenciado, la mujer es el peorenemigo del tirador, como lo es, alo que dicen, de los toreros.

Aquella explicación salvadorame pareció a mí harto plausible, yla hubiera reforzado conargumentos y teorías a no serporque Villa varió el curso de supensamiento preguntándome depronto:

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—Y usté, amigo, ¿qué clase detirador es?

Yo me sentí entre la espada yla pared; pero, por las dudas,preferí la espada:

—Yo, muy malo, general.Dijo Villa:—¡Ande, ande! No será tan

malo cuando vive en estas bolas.Tire pues un poco para que lo vea.

Por sola respuesta fui aponerme en el sitio desde dondeVilla había disparado. Saqué lapistola. Apunté muy despacio. Tiré.

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La bala erró el casquillo encinco o seis centímetros.

—Malo de veras, amigo —gritó Villa—. Tire ahora aldescubrir.

Yo alcé rápidamente el brazo ydisparé. La bala pegó a mediometro del casquillo.

—¡Pos sí que es malo! —exclamó Villa.

Y luego, conforme me leacercaba, me dijo:

—Me asombra, amiguito, queesté todavía con vida. ¿Cómo se las

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arregla, pues, para defenderse delos carrancistas?

Él, por supuesto, se imaginabaque yo andaba riñendo a tiros amañana, tarde y noche. Pero comosacarlo de su error me hubieradisminuido a sus ojos, sólocontesté:

—Allá me defiendo comopuedo, general.

La respuesta no le satisfizo.Replicó en seguida, moviendoadmonitoriamente la cabeza:

—No, amiguito, no. Lo veo en

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muy malos pasos. Uno de estos díasme lo matan.

Y clavó en mí sus ojos, ajenossiempre al sosiego. Sentí que memiraba de arriba abajo como elindio yaqui mira cuanto cae dentrode su vista: como posibilidad deblanco para disparar. Después,echándome un brazo sobre elhombro, me atrajo hacia sí y mellevó, caminando pasito a paso,hasta la tapia de adobes. Allí,ambos vueltos de espaldas hacia elgrupo donde quedaban los oficiales,

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Aguirre, Benavides y Domínguez,continuó en voz baja, para mí solo:

—Usté me cae bien, amiguito,por lo cual lo juzgo digno de mejorsuerte. Voy, pues, a darle unconsejo: buen consejo, se loaseguro. Sígalo y guárdeselo. Aver: déque su pistola. Usted aprietael gatillo con este dedo, ¿no esverdad?

—Sí, general, con ése.—Bueno, pues cuando tire al

descubrir no use ese dedo, sinoéste.

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Y me enseñó el dedo de enmedio.

—El índice, en vez de usarlopara el gatillo, póngalo así.¿Comprende?

—Comprendo.—Pero fíjese bien, amiguito:

exactamente así, porque de esodepende todo lo que de otra manerano ha de resultarle… Eso es, así.

Y seguro de haberse dado aentender, añadió mientras meempujaba por un brazo:

—Ándele, pues. Haga la

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prueba.Él volvió a reunirse con el

grupo de los oficiales y Domínguez,y yo fui a colocarme otra vez adistancia conveniente del blanco.Había cogido la pistola de acuerdocon sus enseñanzas. En cuanto mevio a punto de disparar, me animó avoces:

—Tire sin miedo, que lesaldrá bien.

Casi sin apuntar, disparé. Labala se perdió en el espacio.

—Así lo hago peor, general —

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dije.—Eso se le afigura. Tire otra

vez, que yo soy su maistro.Volví a tirar. La bala tocó a

medio metro del casquillo. DijoVilla:

—Ya va mejor, amigo. Tire denuevo, también sin apuntar.

Obedecí. La bala se acercóhasta diez centímetros. Él exclamócon vanidad de profesor:

—¡Qué tal! ¿Se convenceahora? Ensáyese así un poco todoslos días y verá.

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Domínguez me miraba lleno decuriosidad y de asombro. Pero yo,aunque me mostraba satisfecho parahalagar la amable disposición delguerrillero, fingí que aquello meparecía muy natural, no obstanteque en el fondo no cabía en mí desorpresa al sentirme dotado de tantapuntería.

* * *

Esa tarde, de regreso paraAguascalientes, Domínguez se

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empeñó en que le descubriera elsecreto. Me resistí al pronto, mas alfin la amistad venció.

—Bien —le dije—, te lo diré;pero a condición de nocomunicárselo a nadie mientrasVilla esté vivo.

Y, en efecto, hecha de su partepromesa formal, le trasmití elconsejo mágico —o que tal se mefiguraba.

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La película de la Revolución

La Historia no determina aún lo quehabía en el fondo de la afición dedon Venustiano a retratarse: si unsentimiento primario o un recurso

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político de naturaleza oculta ytrascendente. ¿Se complacíaCarranza en su propia imagen,conocedor tal vez del poderatractivo que halló en sus rasgos laoratoria de la «barba florida»?¡Tierno narcisismo de sesenta años!¿O sería más bien que el PrimerJefe, molesto de topar a cada pasocon los retratos de Madero,aspiraba a sustituirlos por otros?Posiblemente el biógrafo delporvenir se detenga en la tesisintermedia y declare que a don

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Venustiano le repugnaban losretratos del Presidente Mártir tantocuanto le deleitaban los suyos. Deser así, se invocará comotestimonio, de una parte, lafrecuencia con que el Primer Jefeiba a colocarse frente al aparato delos fotógrafos, y de la otra, elsufrimiento que le causaban losentusiasmos maderistas a cuyo sonera siempre recibido. De estoúltimo sabemos algo cuantosentramos con él, durante losprimeros meses de la lucha, en

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ciudades grandes o aldeas ínfimas.Se veía lucir dondequiera,adornado de guirnaldas y coronas,el retrato de la víctima deVictoriano Huerta; brotaba de todoslos sitios el grito maderista de lamultitud —multitud cándida,multitud confiada en sus nuevosguiadores—, y el Primer Jefe, a pieo a caballo, se envolvía en el mantofrío y sonriente de su despecho alconfirmar que Carranza nodescollaba en los vivas ni en losretratos.

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Ello es que la figura de donVenustiano y la fotografía de laRevolución se compenetran.Carranza llegó a Sonora no sólohuido, sino sucio, andrajosos ycuando todos esperaban oírle pedirun baño —agua y jabón que lequitaran mugre y piojos—, seescuchó con sorpresa que el PrimerJefe del Ejército Constitucionalistasólo quería retratarse. Para lafotografía revolucionaria fue aquélun suceso fecundo: de entonces datala conciencia de su destino como

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actividad llamada a grandes cosas;de entonces el empuje, prontocrecido, luego en auge, de sudesarrollo económico. Porque donVenustiano cultivó a partir de allítan tenaz y arrolladora inclinación aprodigarse en efigie, que su sonrisabonachona y el brillo de susespejuelos vinieron a ser en pocotiempo, para el agosto de losfotógrafos, verdadera alondra deluz: de luz áurea y tintineante. Milesde pesos importaban en Hermosillolas cuentas de retratos de la

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Primera Jefatura; más aún las de losretratos hechos en los talleresnorteamericanos de California,adonde se encargaban, porinsuficiencia de losestablecimientos de Sonora, lostrabajos en grande escala: lostirajes de cien mil a doscientos milejemplares, las impresiones enpapel de lujo o de fantasía. Y estomismo, importante ya, no habría deser sino el comienzo de la erafotográfica, pues luego, nocontentos con la imagen estática del

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Primer Jefe, los supremosdirectores de la Revoluciónrecurrirían a la cinemática.

* * *

Mediaban las labores de laConvención cuando se presentó enAguascalientes uno de losfotógrafos oficiales delconstitucionalismo. ¿Fue Abitia enpersona? ¿Fue alguno de susayudantes o de sus émulos?Quienquiera que fuese, el fotógrafo

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venía —y esto es lo importante— amostrar a los señores miembros dela asamblea la película de lasgestas revolucionarias, tomadasobre el propio campo. Su misión,pues, más que de artista, era depolítico, y de político sagaz, depolítico constructivo. Porque nadaen verdad tan oportuno en aquellahora del llamamiento a laconcordia, como hacer que los jefesde los grupos contrapuestos sevieran de nuevo así fuese en lapantalla, batallando juntos por la

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empresa guerrera y política de queya eran constancia documental lasescenas grabadas en la cinta deceluloide. Allí se veía a Carranzarodeado de los mismos queintentaban desconocerlo ahora. Allíaparecía Villa al frente de lasformidables tropas con que mesesantes, en nombre del planconstitucionalista de Guadalupe,arrebatara Ciudad Juárez,Chihuahua, Torreón, Zacatecas. Allídesfilaban, codo con codo, Obregóny Lucio Blanco después de las

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victorias de Orendáin y Castillo.Allí se hermanaban don Pablo yEulalio Gutiérrez, Villarreal yZapata, Dávila Sánchez y el Roba-Vacas, Robles y Benjamín Hill,Iturbe y Raúl Madero. Y todos —atentos a un mismo propósito,unidos en un solo esfuerzo—consumaban el triunfo de las armasrevolucionarias, precursor de laobra cívica que ahora debíaemprenderse. ¡Qué mejor discursoque aquél para que los generalesdeliberantes se perdonaran

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mutuamente sus flaquezas y sepusieran de acuerdo! Al lado de esono valía nada la oratoriavoluntariosa de Eduardo Hay, ni lasprédicas a media voz de Villarreal,de Obregón, de Ángeles, ni elgeneroso empeño del grupo másnoble y desinteresado entre todos:el de los oficiales, jóvenes yausteros, del tipo de DavidBerlanga, para quienes laRevolución, más que fuente deentusiasmo, era objeto de devociónreligiosa.

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Pero las pasiones andaban yademasiado sueltas para que nada ninadie las restituyera al freno. Elmóvil idealista, presente aún enunos cuantos, se había desvirtuadoen casi todos; prácticamente habíadesaparecido. Ya no se luchaba porla Revolución, sino por su botín. Yhasta los mismos que sinceramentese esforzaban por salvar la obrarevolucionaría —la misiónhistórica del movimiento popularque allí fracasaría o tomaría aliento— lo hacían sin perder de vista los

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frutos personales de la victoria.Cada quien quería la unión másventajosa para sus intereses, no lamás útil para los intereses de lacausa que se invocaba.

Por eso el sentimientodominante en la Convención era elanticarrancista. Carranza,autocrático y corruptor —sensible alos aduladores y los abyectos yenemigos de los hombres libres(hágase memoria de susconsentidos), era, sin duda, unamera falsificación del espíritu

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revolucionario. Se veía desdeentonces cómo iba derecho, sinprestancia guerrera ni austeridadpública, a un mal porfirismo desegunda mano. Pero no era eso loque más repugnaba a la mayoría delos convencionistas, incapaces dela menor concepción históricaacerca del destino de México. Loque ya no toleraban era que donVenustiano siguiera disponiendo delbotín de la Revolución, ni menosaún que lo usara para premiar a suantojo a sus incondicionales, y

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siempre en merma de los otros.Inversamente, aunque en menorgrado, Villa, salvaje ganador de lassupremas batallas de la Revolución,y Zapata, apóstol de la barbariehecha idea, comenzaban a perfilarsecomo amenaza de vandalismosinmediatos y terribles. Mas.tampoco era eso lo que movíacontra ellos a los pocoscarrancistas de buena fe, sino eltemor de que, dejando crecer más aVilla y Zapata, éstos vinieranpronto a quitar situaciones de

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privilegio a cuantos consideraranenemigos.

* * *

La noche que se exhibió la películarevolucionaria se vio hasta dóndeera intenso y susceptible de lospeores extremos el anticarrancismoconvencionista, de cuyo espíritu seteñían a veces las sesiones de laasamblea.

Lucio Blanco y varios amigossuyos paseábamos por la ciudad

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cuando supimos, a última hora, queel espectáculo iba a empezar. Noencontramos, pues, al presentarnosen el teatro, asientos ni sitio desdedonde pudiésemos ver en pie. Enmasa había acudido la Convención,y con ella la muchedumbre deamigos y conocidos de losdelegados. Los pasillos estabanrebosantes, llenos los palcos hastael remate de las columnas, pletóricoel lugar de la orquesta.

Breves esfuerzos porcolocarnos nos convencieron de

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que la cosa era imposible, e íbamosa desistir, cuando a Blanco se leocurrió un expediente:

—De seguro —dijo— quenadie ha pensado que por detrás dela pantalla, que es de tela, debeverse tan bien como desde aquí.Vamos al escenario, que allí se nosdarán hasta sillones de brazos, si deellos pedimos.

Según lo dijo, así fue; tras lacortina de algodón que iba a hacerlas veces de pantalla no estabanmás que los tramoyistas. Los

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encontramos cómodamenteinstalados sobre un montón decuerdas y dueños absolutos de unatranquila holgura que contrastabacon los apretujamientos de la sala.En cuanto nos vieron entrar,adivinaron las intenciones que nosllevaban, y eso, al parecer, no lescontrarió, antes fue motivo de quenos ofrecieran de muy buena gana lamejor parte del asiento que sehabían improvisado. Blanco,demasiado señor, no aceptó elofrecimiento, sino que hizo que nos

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trajeran, invocando la convenienciade todos y metiendo la mano en elbolsillo, las mejores sillas quehabía en la utilería. Puestas con elrespaldo contra la pared del fondo,resultaron idealmente confortables.Nuestra localidad única tenía hastala virtud de no obligarnos alevantar la cabeza para mirar bien;el cuadro luminoso, por algunacausa que no recuerdo, venía aquedar, ni más ni menos, a la alturade nuestros ojos.

Como buen público

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revolucionario y de circunstanciasespeciales, aquél se comportabaharto extraordinariamente. Huboprimero, mientras la luz permanecióencendida, diálogos entreconvencionistas que se hablaban avoz en cuello de un extremo a otrodel teatro. Llegaban las palabrashasta nuestro escondite, subrayadasa veces por la risa de unos grupos opor la rechifla de otros. Parecíanpor el espíritu, ya que no por eltimbre de la voz, parloteo demuchachos escapados de pronto al

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rigor de la escuela.—Están de broma —decía

Blanco—. Y es que la Convenciónempieza a cansarlos.

Luego, al apagarse laslámparas, el barullo creció:sonaban cuchufletas en voz fingida;respondían frases entre regocijadasy soeces; estallaban las risotadas;herían la oscuridad los gritosagudos, las carcajadas salvajes, losalaridos guturales del valle y lamontaña. Las vistas fijas que sesucedieron en la pantalla, a manera

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de prólogo, no consiguieroninteresar a nadie: persistía elescándalo en el solaz de su curvaascendente. Pero de súbito todocambió. Risas y gritos, pateo ysilbidos se convirtieron en ovaciónestruendosa al dibujarse en letrasde luz el título de la epopeyarevolucionaría reducida a programade cine. Y entonces supe yo lo quees, a telón caído, el aplausoentusiasta de todo un teatro:saboreé, en la imaginación, lagloria de los grandes comediantes.

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Una voz fuerte y ronca gritóestentórea:

—¡Viva la Revolución!—¡¡Viva!!Y se hizo el silencio.La máquina de proyección, ni

muy nueva ni muy buena, envolvióla sala en sus trepidaciones. En lapantalla vibraban algo las figurashumanas hechas de sombra y luz.Pero el ruido del aparato noimportaba: ahora la atención, libredel oído, vivía presa del ojo.

Pasó, marchando dentro del

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marco luminoso, la filainterminable de los soldadosyaquis, inconmovible, serpeantecomo las veredas de sus peñasabruptas. Lucían al sol, cual sifueran de bronce, los pómulosbruñidos; los sombreros, adornadosde cintas y plumajes, se movían alritmo felino de los pasos. Cuandoasomó, esbelto, largo, enjuto, elyaqui que golpeaba en untamborcito como de juguete, elvozarrón de antes gritó:

—¡Vivan los vencedores de

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Occidente!—¡¡Vivan!!Y estalló la ovación.Luego, junto a mucho material

de artillería quitado al enemigo,surgió Obregón con sus oficiales.Otra vez tronaron los aplausos, y elgrito fue:

—¡Viva el Cuerpo de Ejércitodel Noroeste!

—¡¡Viva!!Apareció Carranza,

corpulento, solemne, hiérático, enel acto de entrar en triunfo en

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Saltillo. Otra voz dijo:—¡Viva el Primer Jefe!Pero en vez del grito entusiasta

y multitudinario, respondió eldesorden. Se escucharon vivas ymueras; aplausos, golpes, protestas,siseos.

Y a renglón seguido, como siel operador lo hiciera adrede,caracoleó bañada en luz, sobre sucaballo magnífico, la magnificafigura de Pancho Villa, legendaria,dominadora. El clamor unánimeahogó las voces y sólo como

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coletilla de la salva de aplausoslogró imponerse este grito:

—¡Viva la División del Norte!—¡¡Viva!!Y de nuevo rompió el aplauso.Así todos los otros. Durante

cerca de una hora, o acaso más, seprolongó el desfile de los adalidesrevolucionarios y sus huestes,nimbados por la luminosidad delcinematógrafo y por la gloria de sushazañas.

Nosotros, sin embargo, novimos el final de la película,

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porque, intempestivamente, sucedióalgo que nos hizo salir a escape dellugar que ocupábamos detrás deltelón. Don Venustiano, porsupuesto, era el personaje que mása menudo volvía a la pantalla. Susapariciones, más y más frecuentes,habían venido haciéndose, comodebía esperarse, más y más ingrataspara el público convencionista. Delos siseos mezclados con aplausosen las primeras veces en que se levio, se fue pasando a los siseosfrancos; luego, a los siseos

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parientes de los silbidos; luego, a larechifla abierta; luego, alescándalo. Y de ese modo, de etapaen etapa, se alcanzó al fin, alproyectarse la escena en que seveía a Carranza entrando a caballoen la ciudad de México, unaespecie de batahola de infierno queculminó en dos disparos.

Ambos proyectiles atravesaronel telón, exactamente en el lugardonde se dibujaba el pecho delPrimer Jefe, y vinieron a incrustarseen la pared, uno a medio metro por

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encima de Lucio Blanco; el otro,más cerca aún, entre la cabeza deDominguez y la mía.

Si como entró el Primer Jefe acaballo en la ciudad de México,hubiera entrado a pie, las balashabrían sido para nosotros. ¡Ah,pero si hubiese entrado a pie nohabría sido Carranza, y no habiendohabido Carranza, tampoco hubierahabido disparos, pues no hubieseexistido la Convención!

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Pancho Villa en la cruz

No se dispersaba aún laConvención, cuando ya la guerrahabía vuelto a encenderse. Es decir,que los intereses conciliadores

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fracasaban en el orden prácticoantes que en el teórico. Yfracasaban, en fin de cuentas,porque eso era lo que en su mayorparte querían unos y otros. Si habíaejércitos y se tenían a la mano,¿cómo resistir la urgencia tentadorade ponerlos a pelear?

Maclovio Herrera, enChihuahua, fue de los primeros enlanzarse de nuevo al campo,desconociendo la autoridad deVilla.

—Orejón jijo de tal —decía

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de él el jefe de la División delNorte—. Pero ¡si yo lo he hecho!¡Si es mi hijo en las armas! ¿Cómose atreve a abandonarme así estesordo traidor e ingrato?

Y fue tanta su ira, que a lospocos días de rebelarse Herrera yaestaban acosándolo las tropas queVilla mandaba a que lo atacasen.Los encuentros eran encarnizados,terribles: de villistas contravillistas, de huracán contra huracán.Quien no mataba, moría.

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* * *

Una de aquellas mañanas fuimosLlorente y yo a visitar al guerrilleroy lo encontramos tan sombrío quede sólo mirarlo sentimos pánico. Amí el fulgor de sus ojos me revelóde pronto que los hombres nopertenecemos a una especie única,sino a muchas, y que de especie aespecie hay, en el género humano,distancias infranqueables, mundos,irreductibles a común término,capaces de predecir, si desde uno

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de ellos se penetra dentro del quese le opone, el vértigo de lo otro.Fugaz como estremecimiento reflejode Villa, el mareo del terror y delhorror.

A nuestro «buenos días,general», respondió él con tonolúgubre:

—Buenos no, amiguitos,porque están sobrando muchossombreros.

Yo no entendí bien el sentidode la frase, ni creo que Llorentetampoco. Pero mientras éste

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guardaba el silencio de laverdadera sabiduría, yo, coninoportunidad estúpida, casiincitadora del crimen, dije:

—¿Están sobrando qué,general?

Él dio un paso hacia mí y merespondió con la lentitud contenidade quien domina apenas su rabia:

—Sobrando muchossombreros, señor licenciado. ¿Decuándo acá no entiende usté ellenguaje de los hombres? ¿O es queno sabe que por culpa del Orejón

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(¡jijo de tal, donde yo lo agarre!…)mis muchachitos están matándoseunos a otros? ¿Comprende ahorapor qué sobran muchos sombreros?¿Hablo claro?

Yo me callé en seco.Villa se paseaba en el

saloncito del vagón al ritmo interiorde su ira. Cada tres pasosmurmuraba entre dientes:

—Sordo jijo de tal… Sordojijo de tal…

Varias veces nos miramosLlorente y yo, y luego, sin saber qué

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hacer ni qué decir, nos sentamos —nos sentamos el uno cerca del otro.

Afuera brillaba la mañana,sólo interrumpida en su perfectaunidad por los lejanos ruidos yvoces del campamento; en el coche,aparte el tremar del alma de Villa,no se oía sino el tic-tiqui deltelégrafo.

Inclinado sobre su mesa, frentepor frente de nosotros, eltelegrafista trabajaba preciso en susmovimientos, inexpresivo de rostrocomo la forma de sus aparatos.

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Así pasaron varios minutos. Alfin de éstos el telegrafista, ocupadoantes en trasmitir, dijo, volviéndosea su jefe:

—Parece que ya está aquí, migeneral.

Y tomó el lápiz que teníadetrás de la oreja y se puso aescribir pausadamente.

Entonces Villa se acercó a lamesita de los aparatos, con aire aun tiempo agitado y glacial,impaciente y tranquilo, vengativo ydesdeñoso.

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Interpuesto entre el telegrafistay nosotros, yo lo veía de perfil,medio inclinado el busto haciaadelante. Le sobresalían de un lado,en la mancha oscura que hacía susilueta contra la luz de lasventanillas, las curvas enérgicas dela quijada y del brazo dobladosobre el pecho, y del lado de acá, alpie del ángulo poderoso que lebajaba desde el hombro, el trazo,corvo y dinámico, de la culata de lapistola. Esa mañana no traíasombrero de ala ancha, sino salacot

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gris, de verdes reverberaciones enlos bordes. Prenda semejante,inexplicable siempre en su cabeza,me pareció entonces más absurdaque nunca. Cosa extraña: en lugarde quitarle volumen, parecíadárselo. Visto de cerca y contra laclaridad del día, su estaturaaumentaba enormemente; su cuerpocerraba el paso a toda luz.

El telegrafista desprendió delbloque color de rosa la hoja en quehabía estado escribiendo y entregóa Villa el mensaje. Él lo tomó, pero

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devolviéndolo al punto, dijo:—Léamelo usté, amigo; pero

léamelo bien, porque ora sí creoque la cosa va de veras.

Temblaban en su voz dejos desombría emoción, dejos tan honda yterminantemente amenazadores quepasaron luego a reflejarse en la vozdel telegrafista. Éste, separando concuidado las palabras, escandiendolas sílabas, leyó al principio convoz queda:

«Hónrome en comunicar austed…».

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Y después fue elevando el tonoconforme progresaba la lectura.

El mensaje, lacónico ysangriento, era el parte de laderrota que acababan de infligir aMaclovio Herrera las tropas que sele habían enfrentado.

Al oírlo Villa, su rostropareció, por un instante, pasar de lasombra a la luz. Pero acto seguido,al escuchar las frases finales, lellamearon otra vez los ojos y se leencendió la frente en el fuego de sucólera máxima, de su ira

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arrolladora, descompuesta. Y eraque el jefe de la columna, tras deenumerar sus bajas en muertos yheridos, terminaba pidiendoinstrucciones sobre lo que debíahacer con ciento sesenta soldadosde Herrera que se le habíanentregado «rindiendo las armas».

—¡Que ¿qué hace con ellos?!—vociferaba Villa—. ¡Pues ¿qué hade hacer sino fusilarlos?! ¡Vaya unapregunta! ¡Qué se me afigura quetodos se me están maleando, hastalos mejores, hasta los más leales y

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seguros! Y si no, ¿pa’ qué quiero yoestos generales que hacen borucahasta con los traidores que caen ensus manos?

Todo lo cual decía sin dejar dever al pobre telegrafista, a través decuyas pupilas, y luego por losalambres del telégrafo, Villa sentíaquizá que su enojo llegaba alpropio campo de batalla donde lossuyos yacían yertos.

Volviéndose hacia nosotros,continuó:

—¿Qué les parece a ustedes,

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señores licenciados? ¡Preguntarmea mí que qué hace con losprisioneros!

Pero Llorente y yo, mirándoloapenas, desviamos de él los ojos ylos pusimos, sin chistar, en lavaguedad del infinito.

Aquello era lo de menos paraVilla. Tomando al telegrafista leordenó por último:

—Andele, amigo. Dígalepronto a ese tal por cual que no meande gastando de oquis lostelégrafos; que fusile a los ciento

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sesenta prisioneros inmediatamente,y que si dentro de una hora no meavisa que la orden está cumplida,voy allá yo mismo y lo fusilo, paraque aprenda a manejarse. ¿Me haentendido bien?

—Sí, mi general.Y el telegrafista se puso a

escribir el mensaje para trasmitirlo.Villa lo interrumpió a la

primera palabra:—¿Qué hace, pues, que no me

obedece?—Estoy redactando el

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mensaje, mi general.—¡Qué redactando ni qué

redactando! Usté nomás comuniquelo que yo le digo y sanseacabó. Eltiempo no se hizo para perderlo enpapeles.

Entonces el telegrafista colocóla mano derecha sobre el aparatotrasmisor; empujó con el dedomeñique la palanca anexa, y se pusoa llamar:

«Tic-tic, tiqui; tic-tic,tiqui…».

Entre un rimero de papeles y

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el brazo de Villa veía yo losnudillos superiores de la mano deltelegrafista, pálidos y vibrantesbajo la contracción de los tendonesal producir los suenecitoshomicidas. Villa no apartaba losojos del movimiento que estabatrasmitiendo sus órdenes doscientasleguas al norte, ni nosotrostampoco. Yo, no sé por quénecesidad —estúpida como las delos sueños—, trataba de adivinar elmomento preciso en que lasvibraciones de los dedos

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deletrearan las palabras «fusileusted inmediatamente». Fue aquélla,durante cinco minutos, una terribleobsesión que barrió de miconciencia toda otra realidadinmediata, toda otra noción de ser.

* * *

Cuando el telegrafista huboacabado la trasmisión del mensaje,Villa, ya más tranquilo, se fue asentar en el sillón próximo alescritorio.

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Allí se mantuvo quieto porbreve rato. Luego se echó el salacothacia atrás. Luego hundió los dedosde la mano derecha entre losbermejos rizos de la frente y serascó el cráneo, como con ansia dequerer matar una comezón interna,cerebral —comezón del alma—, ydespués volvió a quedarse quieto.Inmóviles nosotros, callados, loveíamos.

Pasaron acaso diez minutos.Súbitamente se volvió Villa

hacia mí y me dijo:

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—¿Y a usté qué le parece todoesto, amigo?

Dominado por el temor, dijevacilante:

—¿A mí, general?—Sí, amiguito, a usté.Entonces, acorralado, pero

resuelto a usar el lenguaje de loshombres, respondí ambiguo:

—Pues que van a sobrarmuchos sombreros, general.

—¡Bah! ¡A quién se lo dice!Pero no es eso lo que le pregunto,sino las consecuencias. ¿Cree usté

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que esté bien, o mal, esto de lafusilada?

Llorente, más intrépido, se meadelantó:

—A mí, general —dijo—, sihe de serle franco, no me parecebien la orden.

Yo cerré los ojos. Estabaseguro de que Villa, levantándosedel asiento, o sin levantarsesiquiera, iba a sacar la pistola paracastigar tamaña reprobación de suconducta en algo que le llegabatanto al alma. Pero pasaron varios

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segundos, y al cabo de ellos sólo oíque Villa, desde su sitio, preguntabacon voz cuya calma se oponíaextrañamente a la tempestad depoco antes:

—A ver, a ver: dígame por quéno le parece bien mi orden.

Llorente estaba pálido hastaconfundírsele la piel con la alburadel cuello. Eso no obstante,respondió con firmeza:

—Porque el parte dice,general, que los ciento sesentahombres se rindieron.

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—Sí. ¿Y qué?—Que cogidos así, no se les

debe matar.—Y ¿por qué?—Por eso mismo, general:

porque se han rendido.—¡Ah, qué amigo éste! ¡Pos sí

que me cae en gracia! ¿Dónde leenseñaron esas cosas?

La vergüenza de mi silenciome abrumaba. No pude más.Intervine:

—Yo —dije— creo lo mismo,general. Me parece que Llorente

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tiene razón.Villa nos abarcó a los dos en

una sola mirada.—Y ¿por qué le parece eso,

amigo?—Ya lo explicó Llorente:

porque los hombres se rindieron.—Y vuelvo a decirle: eso

¿qué?El qué lo pronunciaba con

acento de interrogación absoluta.Esta última vez, al decirlo, revelóya cierta inquietud que le hizo abrirmás los ojos para envolvernos

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mejor en su mirada desprovista defijeza. De fuera a dentro sentía yo elpeso de la mirada fría y cruel, y dedentro a fuera, el impulsoinexplicable donde se clavaban,como acicates, las visiones deremotos fusilamientos en masa. Eraurgente dar con una fórmula certerae inteligible. Intentándolo, expliqué:

—El que se rinde, general,perdona por ese hecho la vida deotro, o de otros, puesto querenuncia a morir matando. Y siendoasí, el que acepta la rendición

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queda obligado a no condenar amuerte.

Villa se detuvo entonces acontemplarme de hito en hito: el irisde sus ojos dejó de recorrer laórbita de los párpados. Luego, deun brinco, se puso en pie paraacercarse al telegrafista yordenarle, gritándole casi:

—Oiga, amigo; llame otra vez,llame otra vez…

El telegrafista obedeció:«Tic-tic, tiqui; tic-tic,

tiqui…».

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Pasaron unos cuantossegundos. Villa, sin esperar,interrogó impaciente:

—¿Le contestan?—Estoy llamando, mi general.Llorente y yo tampoco

logramos ya contenernos y nosacercamos también a la mesa de losaparatos. Volvió Villa a preguntar:

—¿Le contestan?—Todavía no, mi general.—Llame más fuerte.No podía el telegrafista llamar

más fuerte ni más suave; pero se

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notó, en la contracción de losdedos, que procuraba hacer másfina, más clara, más exacta lafisonomía de las letras. Hubo unbreve silencio, y a poco brotó desobre la mesa, seco y lejanísimo, eltiqui-tiqui del aparato receptor.

—Ya están respondiendo —dijo el telegrafista.

—Bueno, amigo, bueno.Trasmita, pues, sin perder tiempo,lo que voy a decirle. Fíjese bien:«Suspenda fusilamiento prisioneroshasta nueva orden. El general

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Francisco Villa».«Tic, tiqui; tic, tiqui…».—¿Ya?«Tic-tiqui, tiqui-tic…».—… Ya, mi general.—Ahora diga al telegrafista de

allá que estoy aquí junto al aparatoesperando la respuesta, y que lohago responsable de la menortardanza.

«Tiqui, tiqui, tic-tic, tiqui-tic,tic…».

—¿Ya?—… Ya, mi general.

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El aparato receptor sonó:«Tic, tiqui-tiqui, tic, tiqui…».—… ¿Qué dice?—… Que va él mismo a

entregar el telegrama y a traer larespuesta.

Los tres nos quedamos en piejunto a la mesa del telégrafo: Villaextrañamente inquieto; Llorente yyo dominados, enervados por laansiedad.

Pasaron diez minutos.«Tic-tiqui, tic, tiqui-tic…».—¿Ya le responde?

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—No es él, mi general. Llamaotra oficina…

Villa sacó el reloj y preguntó:—¿Cuánto tiempo hace que

telegrafiamos la primera orden?—Unos veinticinco minutos,

mi general.Volviéndose entonces hacia

mí, me dijo Villa, no sé por qué amí precisamente:

—¿Llegará a tiempo lacontraorden? ¿Usté qué cree?

—Espero que sí, general.«Tic-tiqui-tic, tic…».

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—¿Le responden, amigo?—No, mi general, es otro.Iba acentuándose por

momentos, en la voz de Villa, unavibración que hasta entonces nuncale había oído: armónicos, veladospor la emoción, más hondos cadavez que él preguntaba si los tiquis-tiquis eran respuesta a lacontraorden. Tenía fijos los ojos enla barrita del aparato receptor, y, encuanto éste iniciaba el menormovimiento, decía, como si obrarasobre él la electricidad de los

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alambres:—¿Es él?—No, mi general: habla otro.Veinte minutos habían pasado

desde el envío de la contraordencuando el telegrafista anunció alfin:

—Ahora está llamando. —Ycogió el lápiz.

«Tiqui-tic-tiqui, tiqui-tiqui…».Villa se inclinó más sobre la

mesa. Llorente, al contrario,pareció erguirse… Yo fui asituarme junto al telegrafista para ir

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leyendo para mí lo que ésteescribía.

«Tiqui-tic-tiqui, tiqui-tiqui…».A la tercera línea, Villa no

pudo dominar su impaciencia y mepreguntó:

—¿Llegó a tiempo lacontraorden?

Yo, sin apartar los ojos de loque el telegrafista escribía, hice conla cabeza señales de que sí, lo cualconfirmé en seguida de palabra.

Villa sacó su pañuelo y se lopasó por la frente para enjugarse el

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sudor.

* * *

Esa tarde comimos con él; perodurante todo el tiempo que pasamosjuntos no volvió a hablarse delsuceso de la mañana. Sólo aldespedirnos, ya bien entrada lanoche, Villa nos dijo, sin entrar enexplicaciones:

—Y muchas gracias, amigos;muchas gracias por lo deltelegrama, por lo de los

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prisioneros.

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7

El sueño del compadre Urbina

Las dotes naturales que hacían deVilla un conversador ameno eintenso se me revelaron una deaquellas noches en el pueblecito de

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Guadalupe, del Estado deZacatecas.

A Guadalupe habíamosllegado esa tarde Enrique C.Llorente, José Vasconcelos y yo.Los tres veníamos a hablar conVilla sobre diversos asuntos y lostres deberíamos partir de nuevodespués de unas cuantas horas:Llorente hacia Washington.Vasconcelos hacia Aguascalientes yyo en un viaje corto a Chihuahua.Villa, una vez terminados losnegocios oficiales, quiso hacernos

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compañía mientras llegaba elmomento de que nos ausentáramos,y como los trenes de Juárez y deMéxico no pasaban por allí hasta launa de la mañana, para realizar supropósito hubo de romper suarraigadísimo hábito de recogersetemprano. Tamaña delicadeza de suparte me chocóextraordinariamente, porque loconocía demasiado bien paraexplicármela. Me constaba que él,en parte por su pobre educación, yen parte por su carácter, no

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guardaba cortesías con nadie. ¿Quéocultaría aquella desusadaamabilidad? La duda y ladesconfianza —yo no me librénunca de recelos respecto deFrancisco Villa— me pusieron unpoco en acecho y fueron motivo deque entonces observara al generalrevolucionario con detenimientomayor que el de costumbre analicésus menores movimientos, seguí susademanes, estudié sus gestos, suspalabras.

La conversación ocurría en el

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saloncito del vagón especial queVilla usaba cuando salía de viaje oa campaña. Ya los criados habíanlevantado la mesa en que pocoantes cenáramos. La cortina delescritorio de Villa estaba echada.De cuando en cuando sonaban en elaparato del telégrafo los tiquis-tiquis, al parecer ociosos, demensajes que iban de paso. Por lasventanillas del coche se veíaazulear y espejear a lo lejos, bajoel claro de luna, la hermosahondonada, a trechos cubierta de

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agua, que hay allí entre el bordo dela vía férrea y la cadena de colinasy cerros próximos. Del ladoopuesto, la plata lunar y el ocre detierras escarpadas e incultas dabantoques de encanto a un paisajedesnudo de toda belleza a la luz delsol.

El prodigio de aquella nochede otoño acabó por apoderarse denosotros, y durante breves instantessalimos a la plataforma paracontemplar mejor las vagas lejaníasde ensueño que se extendían sin

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límite bajo el ámbito nocturno delcielo de cristal. Hacía frío. En unode los estribos un centinela velabaarrebujado en su sarape oscuro ycanturreaba un aire, inacabable ymelancólico, en voz tan tenue comola lumbre de su cigarro. Otro,semitendido en la plataforma,dormía con la cabeza puesta sobreel ala del sombrero, la cual habíadoblado hacia abajo a guisa dealmohada. Su respiración era tanregular y cadenciosa que parecíaestar contando el tiempo de aquella

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noche llena de luz. Bajo la claridadlunar se veía bien cómo se lehinchaba el pecho al aspirar el airey cómo se le deprimía después, alespirarlo. Villa se fijó en él desdeque salimos a la plataforma y nodejó de verlo todo el tiempo queVasconcelos, Llorente y yoestuvimos admirando el paisaje.

—¡Qué cosa es el sueño! —nos dijo Villa así que hubimosentrado de nuevo en el salón—.¡Qué cosa es el sueño!

Y sus ojos, siempre inquietos,

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movibles, siempre como si lossobrecogiera el terror, se clavaronde pronto, pusieron la mirada en unpunto lejano, indefinido.

—El sueño es lo más extraño ylo más profundo.

Vasconcelos se había sentadoapoyando el respaldo del sillóncontra el escritorio. De la otraparte, a la izquierda, Llorenteerguía el busto detrás de la mesadel telégrafo. Yo, frente por frentede Villa, había indinado mi asiento,para más comodidad, dejándolo

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caer hacia atrás contra el rebordede una de las ventanillas. Al hablar,Villa parecía mirarme: pasaba através de mis ojos el rayo invisiblepor donde los suyos iban acontemplar las imágenes queevocaba.

* * *

«Huyendo una vez con mi compadreUrbina —nos contó Villa—,descubrí que el sueño es lo másextraño y profundo de cuanto existe.

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»Hacía una semana que losrurales no nos daban reposo en unade aquellas encarnizadaspersecuciones suyas en que tan amenudo estuvimos a punto de morir.Huíamos mi compadre y yo por lasierra de Durango, y a diarioparecía que nos iban a coger en eltránsito de uno a otro de los sitiosdonde teníamos ocultas lasprovisiones. Largo trecho atráshabíamos dejado ya el último de losaduares que nos eran conocidos, lapostrer cabaña de los leñadores, el

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más alto refugio de losguardabosques. Sin embargo, mástardábamos nosotros en desmontarque los rurales en aparecer denuevo a lo lejos y obligarnos areasumir la jornada angustiosa.Todo aquel tiempo apenas sihabíamos probado el sueño o eldescanso, y eso intermitentemente,por minutos. Los caballos se noscaían de fatiga. Mi compadreUrbina, más y más rendido,cabeceaba a ratos hasta zafarse dela montura. Varías veces tuve que

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despertarlo, que alentarlo, querecriminarlo para que no se dejaravencer. En cuanto a mí, miquebranto era tan grande, que nosalía de mi asombro, conociendo mienorme resistencia, al ver que losrurales seguían siempre firmes ypisándonos el rastro. ¿Cómo lohacían? ¿Habrían preparado elgolpe mandando gente por delante?¿No dormían ellos tampoco?¿Tampoco ellos descansaban?

»Finalmente, una mañana noscreímos seguros. Ningún indicio

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delataba la presencia de nuestrosperseguidores en todo el amplioconfín que se dominaba hacia abajodesde la escarpadura adondehabíamos podido llegar al abrigode breñales espesos y bosquestupidos.

»Estábamos en un paraje altocomo atalaya, oculto como guarida.Dos horas antes de que nadiepudiera descubrirnos, nosotroscolumbraríamos sin confusiónposible la proximidad, no ya de unatropa, sino de un simple jinete, y

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tendríamos tiempo de seguirtrepando por la sierra.

»Desensillamos. Echamosgrano a los caballos. Nosdispusimos a dormir.

»—Mire, compadre —le dijea Urbina—. Creo que ya nocorremos riesgo; pero así y todo, nome fío. Que uno de los dos duermay el otro vele, y luego al revés.Como usted está más cansado,duerma ahora y yo velaré. Dentrode dos horas lo despierto y yo meecho a dormir.

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»Mi compadre Urbina sólorespondió:

»—Bueno, compadre.»Ya no podía ni con su alma.

Se tendió, puso la cabeza sobre lasilla y se quedó dormido.

»¡Qué cosa es el sueño! Micompadre dormía profundamente,tranquilamente. Dormía en talforma, que todo en él era sosiego ypaz. Me parecía mentira, mientraslo miraba dormir, que durante losocho días anteriores varias veceshubiéramos estado próximos a que

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nos mataran o nos cogieran presos.Lo veía y se me figuraba que estabayo soñando entonces, o que habíasoñado lo de antes. Su resuello eraparejo; su cara, la de un hombre quenunca hubiera pasado sobresaltos.Llevaba puesta una camisa color derosa, a la cual le faltaba el botóndel cuello —aún estoy mirándola—y cuyos pliegues se abrían ycerraban, casi imperceptiblemente,al compás de la respiración. El levemoverse de la tela rosada sobre elpecho peludo y negro de mi

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compadre se avenía tan bien con lasoledad del monte, con el rumorquedo de los árboles, con el crujidoprofundo del masticar de nuestroscaballos adormecidos, que sentímiedo. Me aterró la paz del dormir,contraria en un todo a la lucha amuerte en que andábamos metidosdesde hacía años, sabía Dios porqué. Y, a pesar de ello, elmovimiento acompasado de lacamisa de mi compadre retenía mivista, me sujetaba cual si meestuviera fascinando… ¿También yo

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empezaba a dormirme?»Volví en mí. Quise

arrancarme a aquella obsesión ylevanté los ojos. Miré a lo lejos,montaña abajo, hacia el sitio pordonde podían aparecer los ruralesque nos perseguían. Noté en ellímite del horizonte un puntitoblanco que se movía. Pero comoestaba aún trastornado por el sueñoque quería ganarme, tuve que hacerun nuevo esfuerzo de recapacitaciónpara entender bien lo que miraba enel fondo del valle. “Sí. Eso debe de

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ser”, me dije, y me incorporé de unsalto. ¡Eran ellos, los rurales!¡Estaban otra vez sobre la pista!¡Nos alcanzaban de nuevo!

»Moví a mi compadre:»—¡Compadre, compadre!

¡Despiértese, que ya vienen!¡Despiértese, compadre, que yaestán allí los rurales!…

»Pero ¡qué cosa es el sueño!Mi compadre no me sentía. Sucamisa color de rosa se alzaba tanlevemente como antes. Su rostroseguía envuelto en el mismo aire de

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paz que bajaba sobre él desde lapacífica soledad del monte, desdeel susurro de los árboles, cada vezmás continuo y blando.

»Para ganar tiempo fui enbusca de los caballos; los traje yme puse a ensillar el mío.Entretanto, seguí dando voces a micompadre y lo sacudí una y otra vezcon el pie. Cuando acabé de cinchary enfrenar, mi compadre todavía nodespertaba. Le agarré la cabeza y sela moví fuertemente: su sueñosiguió igual, su respiración la

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misma; el gesto de su cara continuótranquilo, apacible, como si en vezde estar yo tirándole de loscabellos y frotándole las orejas, loacomodara con cuidado para quedurmiese mejor. Viendo que nodespertaba, le saqué la montura dedebajo del cuerpo, dejándolo caeral suelo, y empecé a ensillar el otrocaballo. Al mismo tiempo seguíllamando a voces a mi compadre.Acabé; recogí las armas y lossarapes; lié las alforjas; con lostientos lo sujeté todo a las sillas.

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Mi compadre no despertaba. Mepuse entonces a gritarle con todasmis fuerzas, y grité tan alto, que mivoz me sonó como algo nuevo,como un ruido desconocido. Yonunca me había oído aquella voz, nime la he vuelto a oír. Pero nodespertó mi compadre. Cogí supistola, le levanté la cabeza con lamano que me quedaba libre ydisparé dos veces junto a su oído…Mi compadre siguió durmiendo. Surespiración conservaba el ritmo quehabía tomado una hora antes. Su

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camisa color de rosa se movíaapenas…

»Recordando después el ratode terrible angustia que paséaquella mañana, muchas ocasioneshe pensado que debí entoncesencender mi mecha y ponerla en lamano de mi compadre, hasta quedespertara. No se me ocurrió. Lamancha, más y más precisa, delgrupo de rurales que veía yo subirallá abajo me ofuscaba la razón.Inconscientemente confrontaba lainmovilidad de mi compadre con el

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peligro veloz que se nos veníaencima, y sentía que aquello era unabandono de las fuerzas del cuerpo,una derrota como las que se sufrenen sueños, cuando los pies noadelantan aunque quieran y lasrodillas, sin doblarse, se doblan.

»¡Qué cosa es el sueño!Levanté del suelo a mi compadre;lo eché boca abajo sobre sucaballo; lo amarré bien; monté, yme interné en la sierra.

»Aquella fue la jornada másdura de mi vida. Necesitaba ir

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buscando el sendero másescabroso, para despistar a losrurales, y al mismo tiempo cuidarde que en los pasos difíciles micompadre no se hiriera contra laspeñas o los troncos. Varias vecestuve que desandar parte de loandado. Otras hube de caminarlargos trechos a pie, abriendo paso,con mi cuerpo, a la cabeza colgantede mi compadre, o llevándola envilo para librarla de los golpes. Yasí huí por más de tres horas, pormás de seis, por más de ocho. Al

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cabo, muy avanzada la tarde, lleguéa un sitio que ofrecía algún abrigo.Allí me sentí seguro nuevamente yacampé.

»Cuando bajé del caballo a micompadre su cara estaba negra depolvo y congestionada. Sinembargo, seguía durmiendo conreposo… Desensillé. Me tumbé enel suelo… Me dormí…».

Un largo silencio prolongó ennuestros oídos las últimas palabrasde Villa. Llorente, en quien nadaigualaba el sentimiento de

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admiración hacia el guerrillero,había dejado que se dibujara en suslabios una sonrisa entre conmoviday triunfante: «He aquí mi hombre»,parecía decirnos. Vasconcelos,propenso siempre a la simpatía, yrespetuoso de los fulgores,persistentes o fugaces, de auténticahumanidad, había palidecido. Yoobservaba.

A poco se oyeron lejanossilbidos de locomotora: nosalistamos y salimos. Villa bajó connosotros, y una vez juntos a los

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trenes, se despidió.Minutos después, desde una de

las ventanillas de mi vagón, creíverlo pasar a distancia,acompañando a una mujer que habíallegado —así me pareció— en eltren de Juárez. A juzgar por el portey la silueta, la mujer era joven,acaso hermosa. ¿No nos había éldicho que esperaría, poracompañarnos, la hora del arribode los trenes? Ahora, sonriendoacaso en la oscuridad, nos revelabasin recato su móvil verdadero.

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Había enlazado a la mujer por eltalle y la conducía hacia su tren.

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Libroquinto

Eulalio Gutiérrez

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1

Un Presidente de la República

Yo andaba por tierras de Chihuahuacuando me comunicaron que laConvención había hecho Presidenteprovisional de la República a

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Eulalio Gutiérrez, y no, según loesperábamos todos, a Antonio I.Villarreal. Eulalio, por lo visto,había surgido a última hora (a lamanera de los dark horses de lapolítica yanqui) como candidato detransacción, como hombre capaz desatisfacer a unos y otros gracias a lavirtud negativa de no representardemasiado a ninguno. Y eso bastabaa hacerme percibir desde lejos, elencono de la lucha y el fracaso delos optimistas; de los optimistasprudentes, como José Isabel

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Robles, y de los optimistas sinjuicio, como Serratos. Este último,de seguro, habría propuesto otravez, en obvio de discordias, su granprocedimiento electivo, verdaderamanifestación, tan sencilla comopráctica, de la democracia de lasplazuelas. Porque el generalSerratos abogaba, con todo el calorde su alma en trance de zapatismo,por reducir la votación parapresidente a un simple águila o sol;y aun creo que cierto día, queriendoilustrar la máxima con el ejemplo,

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metió mano en uno de los bolsillosrectos de su pantalón de charro,sacó un tostón y lo lanzó al aire conhabilidad digna de los grandesdilettanti, mientras decía desde elescenario: «¿Villarreal o Ángeles,compañeros?… ¿Águila o sol?».

En aquella hora preñada deabsurdo —tan absurda quepretendía salvar las cosasnombrando jefes de Estado paraveinte días—, Villarreal acasohubiera sido para muchos unpresidente más comprensible que

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Eulalio y, sobre todo, menospintoresco. Villarreal, además,gozaba de enormes simpatías: se leconsideraba, se le estimaba, se lerespetaba. Era, hasta cierto punto,el verdadero tipo del héroe cívicode la Revolución: el ciudadano,militar por accidente, que sin apegoa las glorias guerreras tomaba lasarmas, y eso en teoría, después dehaber llevado a la práctica, duranteaños sin cuento, la lucha de lasideas. Solía decir: «Ya no sonpocos los combates en que me he

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visto; pero confieso sin alarde quenunca he disparado pistola ni rifle».Palabras que cuadraban plenamentecon la esencia de su persona, puesirradiaba de él, por todos los poros,el magnetismo del hombre bueno yhonrado. El despejo de su mirar yla claridad de su sonreír eran de laclase que distingue a losverdaderos generosos de losverdaderos farsantes.

Pero si todo esto era cierto,también lo es que más valiente queEulalio, y más sereno, y más zorro,

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ninguno. Eulalio realizaba enaquellos días, pese a su risitairónica y a su voz dulce —detimbre agudo, de modulacionessilbadoras—, ideal delrevolucionario mexicano que piensaen todo, menos en salvarse. Solíaproducirme tan de lleno lasensación del arrojo en potencia, oen acto, que su figura cobraba depronto en mi imaginación elprestigio de algún personajenovelesco, de cualquier héroe delos relatos de la Spanish Maine. Lo

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sentía yo capaz de llegar con lamecha encendida hasta el fondomismo de la santabárbara y volarcon la fortaleza o el barco.

¿Cómo, pues, si era tanvaliente —se preguntará—, nombróa Villa generalísimo de losejércitos de la Convención en elinstante en que tal paso no revelabasino cobardía? Así al menos loaseguraban entonces los interesadosen zafarse del compromiso deAguascalientes: los convencionistasque optaron por no hacer honor a su

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firma, estampada días antes, congran solemnidad, entre la serpiente,el nopal y el águila de la bandera.Pero Gutiérrez podría responderque si nombró a Villa fue por ladefección de aquellos mismos queluego lo censurarían sin empachode alentar a Carranza en las malasartes que atajaran el único remedioposible.

La Convención, en efecto,había votado, de una parte, quedesapareciera la Primera Jefatura,para lo cual nombró un presidente

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provisional, y de la otra, que Villaentregara el mando de la Divisióndel Norte. Pero mientras losgenerales independientes y losenemigos de Carranza acataron laorden, que era bien clara,poniéndose sin condiciones al ladode Eulalio Gutiérrez, los generalescarrancistas acordaron seguirapoyando al Primer Jefe —lo cualera un acto de rebeldía— hasta quelos nuevos requisitos que imponíaéste para retirarse se cumplieran.Ahora bien: frente a la soberanía de

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la Convención, Carranza no teníaderecho a fijar condiciones deningún género, ni las habría puesto,de no recibir el apoyo de susgenerales adictos. Se le habíaprivado de su investidura, y allíacababa todo. Villa, a su vez,tampoco podía interpretar nitergiversar a su antojo el mandatode desprenderse de sus tropas.¿Cuál, en consecuencia, era eldeber de los generales sinceramenteajenos a las fraccionespersonalistas? ¿No era el de rodear

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a Gutiérrez, para capacitarlo acumplir lo dispuesto? Pero en lugarde proceder así, los sostenedoresde Carranza huyeron deAguascalientes para remitir desdeMéxico, o desde Orizaba, mensajesen los que notificaban a Eulalio queno estarían con él, sino con elPrimer Jefe, mientras no seejecutara la orden de separar aVilla. Y esto era no sólo unadeslealtad —un desconocimientoinmotivado del pacto donde seestampó la firma—, sino un ardid

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de mala ley. Porque, se pretendíaasí que Gutiérrez hiciera, con elconcurso de unos cuantos, lo quetodos se habían comprometido ahacer juntos, lo que sólo con elauxilio de todos era factible.Imitando a los enemigos de Villa,los enemigos de Carranza hubieranpodido negarse a seguir a Eulaliomientras éste no arrojara de Méxicoal Primer Jefe. Y entonces elPresidente Provisional se hubieravisto en el graciosísimo aprieto deluchar él solo contra los dos bandos

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en pugna.Las medidas necesarias para

nulificar a Carranza y acabar conVilla venían a resolverse, decualquier modo que se las viera, enun problema militar, pues eraseguro que ambos destituidosresistirían con la fuerza. Pero eseproblema, echado por laConvención sobre los hombros deEulalio Gutiérrez, resultabainsoluble sin la inmediata ayuda dela mayoría de los generales de laConvención, que, reunidos,

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formaban el núcleo más fuerte, peroque, disgregados —cada grupo enespera de que se impusiese lasanción al otro—, restablecían lasdivisiones personalistas. Rota launidad de la Convención por lospartidarios de Carranza (queexigían a Gutiérrez un imposible:destituir a Villa sin más apoyo queel de los villistas), Gutiérrez hizolo que cualquiera otro en análogascircunstancias: contemporizar conVilla, más aún, quitarle todo motivode recelo, en espera del momento

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oportuno para encararse con él ycombatirlo, cosa que no podíaintentar siquiera, en ninguna forma,si los generales de Carranza novolvían a la razón.

* * *

Eran días en que cada uno denosotros andaba en su tren especialcon tanta frescura como si sólo setratase de coches de punto. Por esola mayoría de nuestrasconversaciones políticas,

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importantes u ociosas, secoloreaban a menudo de paisaje devía férrea y olían a humó de carbóny a chumacera caliente. Trenes degenerales, trenes de civiles iban yvenían por las principales líneas,cruzándose entre sí en escapes yestaciones. Había desaparecido, opoco menos, el servicio de carga;existía apenas el de pasajeros. Todoeran convoyes de guerra o máquinasfugaces seguidas de un coche salóny un cabús, donde viajaban, con larapidez del rayo, los ejércitos y las

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ideas animadoras del huracánrevolucionario. En los parajes deencuentro se saludaban laslocomotoras, charlaban lastripulaciones y, si los trenesllevaban políticos de altura, losviajeros descendían del tren yhablaban gravemente.

Así fue como Vasconcelos y yonos encontramos una de aquellasmañanas, entre Torreón y Fresnillo,o entre Fresnillo y Zacatecas, ycómo supe por él que el generalJosé Isabel Robles me esperaba con

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impaciencia en Aguascalientes paraofrecerme un cargo en el nuevogobierno.

—¡Pero si Robles apenas meconoce! —objeté.

—Eso no importa —replicóVasconcelos—. Eulalio y yotampoco nos conocíamos, y, sinembargo, va a nombrarme Ministrode Instrucción Pública. Sea lo quefuere, debes aceptar. Es la hora deque jalemos todos parejo.

Y en torno de esas dos ideas—cada quien la suya— discutimos

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acaloradamente los breves minutosque tomamos para descanso. Actoseguido, el tren de Vasconcelosreanudó la carrera rumbo al norte yel mío sé apresuró de nuevo haciael sur. Ambos trenes volaban, ensentidos contrarios, como si losposeyera el delirio de la velocidad:en unos cuantos segundos perdió laforma el de él, se achiquitó en elhorizonte hasta parecer un puntodiminuto prendido al extremo deuna nube… ¿Por qué íbamos tanabsurdamente aprisa?… En los

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viajes de los revolucionarios deentonces había siempre un toque delo irreal, algo inexplicable,fantástico. ¡Viajes, en el fondo,como los del Pérsiles ySegismunda!

* * *

En Aguascalientes, en efecto,Robles me informó de su probableexaltación al Ministerio de laGuerra y me a ocupar a su lado laSubsecretaría. Yo, naturalmente, me

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reí, si bien luego, en tono de lo másgrave, le di mis razones:

—Hace un año —le dije—, elgeneral Iturbe me ofreció, al otrodía de la toma de Culiacán, gradode teniente coronel en el estadomayor de su brigada. De haberaceptado, a estas horas seríageneral y podría, sin sonrojo, tomaren cuenta la proposición que ustedme hace. Lo más probable es queestuviese encantado oyéndola. Perocomo entonces no acepté, sigosiendo civil y carezco, por lo

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mismo, del menor título para sersegundo de usted en la Secretaríade Guerra.

—Pues ay está la cosa —respondió Robles—: porque es porlo de civil por lo que yo lonecesito.

—Pues si es por eso, searrepentiría usted a las veinticuatrohoras… Un consejo de amigo,general: haga usted subsecretario aotro general, de ser posible conmando de fuerzas propias, y mejoraún si es amigo adicto y hombre de

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toda su confianza.Por fortuna para mí, Robles

escuchó mi consejo, o hizo como silo escuchara, pues a poco escogiópara subsecretario al generalEugenio Aguirre Benavides, íntimoamigo suyo. De todos modos, noquiso renunciar por completo a mispresuntos servicios, sino queinsistió hasta convencerme de quelo acompañara, en calidad deconsejero, en su aventuraministerial. Inventó para eso unasfunciones oficiales sui géneris,

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creadas expresamente para mí, yque no eran las de secretarioparticular (éstas se lasencomendaría al infortunadoBolaños), ni las de oficial mayor(que desempeñaría, con granprosopopeya y muy buen juicio, elgeneral Serratos).

Si estuvo o no enteradoEulalio Gutiérrez de la proposiciónque acababan de hacerme, no lo sé.Pero es el caso que, puestos deacuerdo Robles y yo, fuimosinmediatamente a donde él estaba,

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lo cual dio ocasión a que yo meviera de pronto formando parte delpequeño cónclave donde sediscutían las más graves cuestionesdel gobierno en cierne. En aquelmomento rodeaba a Gutiérrez laflor del anticarrancismo militar ycivil, quiero decir, del villismo y elzapatismo, disueltos ya, ouniformados, gracias al aguamilagrosa de la ideaconvencionista. Pero como eranhoras en que nadie deponía elrencor de la querella personalista,

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asistíamos todos al nacimiento deun gobierno raquítico, prematuro,sietemesino, mayéutica de cuyosmisterios no se conocían allí ni loscomienzos. Quien más parecíasaber y decir era Antonio Díaz Sotoy Gama, aunque, oyéndolo de cerca,se notaba que no sabía más ni decíamás que los otros.

¿De qué se habló? ¿Qué sediscutió? ¿Qué se resolvió enaquella junta política? Los detallesconcretos se me han olvidado. Sólorecuerdo con claridad que Eulalio,

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aprovechando cierta coyuntura,vino hacia mí, me llevó aparte y mepidió en voz baja un candidato parael Ministerio de Fomento, a lo cualle respondí sin vacilar:

—Don Valentín Gama.—Y… ¿quién es ese señor?—Un gran técnico y un

maestro ilustre. Un gran ciudadano,además: organizó la Unión CívicaIndependiente en la época deMadero.

Yo tenía entonces ideasdemasiado optimistas —y, en

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consecuencia, absurdas— sobre laposibilidad de ennoblecer lapolítica de México. Creía aún que alos ministerios podían y debían irhombres de grandes dotesintelectuales y morales, y hastaconsideraba deber de los buenosrevolucionarios el eximirnos de losaltos puestos para ponerlos enmanos de lo más apto posible y lomás ilustre.

—¿Gama, dice usted? —interrogó de nuevo Eulalio,bisbisante y pensativo.

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—Sí, Gama; Valentín Gama.Es pariente de Díaz Soto.

Aquí torció el gesto elPresidente Provisional.

—¡Bah! —argüí yo—. Eso noimporta. Aquél es un hombre deprimera magnitud: piensa y obrapor su cuenta. No hay que asustarse.

Y así fue. Eulalio no se asustó.

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2

Un Ministro de la Guerra

Carranza y sus generales huyeronhacia Veracruz, y Eulalio Gutiérrez,con la Convención a cuestas,dispuso el traslado de su gobierno a

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la capital de la República.Fue entonces cosa de ver, por

nuestra parte, la precipitación conque se lanzaron por todas las víasférreas los interminables cordonesde nuestros trenes militares yciviles, movidos de pronto no porurgencias guerreras o políticas, sinopor nuestra ansia alborozada de ir atomar posesión del magníficodespojo que los carrancistas nosabandonaban en su huida: la ciudadde México. Nosotros presentíamos(y aun sabíamos de fijo, por

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cálculos no muy aleatorios) que elgobierno de Eulalio fracasaría;pero sabíamos también que en eldeporte mexicano de la guerra civil,la ciudad de México —acaso porestar en el fondo de un vallemaravilloso— hace el papel de lascopas en los torneos atléticos:quien la tiene saborea el triunfo, sesiente dueño del campeonatopolítico, mantiene su récord porencima de los demás, así estéexpuesto a perderlo a cada minutoen manos de los audaces que

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quieran y sepan arrebatársela.

* * *

Los comienzos de mi estrechaamistad con José Isabel Roblesdatan de aquel viaje a la conquistade la capital de la República.Robles, más firme que nunca en supropósito de llevarme consigo, mehabía destinado a bordo de sucoche especial el gabinete contiguoal suyo; de donde resultó quedurante varios días no nos

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separásemos sino para dormir.Aquel contacto, para mí al menos,fue revelador —revelador y propiopara cimentar una estimacióngrande e inteligente.

Porque, visto de lejos, elgeneral José Isabel Robles era elcentauro: la encarnación, un tantomitológica, de las virtudesguerreras primitivas y ecuestres.Pero visto de cerca, descubría en elacto, bajo la epidermis de suincultura, cierta austera sobriedad,cierta sensibilidad fina, que en

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cualquier otro hubieran parecidocualidades adquiridas, y que en él,aunque evidentemente espontáneas,producían el efecto de levantarlosobre sí mismo. El héroe,semifabuloso, de las cargas decaballería —aquel que no concebíayo sino lanzado al frente de subrigada de jinetes: fiero el gesto,caído el sombrero a la espalda,amenazadores el brazo y la pistola— se transformaba entonces, sinquererlo, en un personaje suave,tranquilo, juicioso; en un hombre

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perfectamente dispuesto aconsiderarlo todo con serenidad y aresolver choques y conflictos sinmás ímpetu que el de los impulsosjusticieros.

Este doble aspecto suyo se memostró en plena fuerza la tarde enque lo sorprendí leyendo nadamenos que las Vidas paralelas. Ydigo que lo sorprendí, porqueestaba él tan absorto en su lectura,que no advirtió mi presencia hastamucho tiempo después deacercármele, lo cual lo dejó

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bastante confuso.—¡Buen libro ése, general! —

le dije maquinalmente, atendiendo,más que a mis palabras, al hechoinsólito de que un subordinado deVilla leyera a Plutarco, elmoralista, y lo leyera con todas laspotencias de su alma.

—¿Verdá que sí es un buenlibrito? —me respondió.

Pero yo, lleno aún de asombro,no entré en explicaciones. Él siguiódiciendo:

—Me lo encontré en Torreón,

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al otro día de dejar la plaza losfederales. Aguirre Benavides y yoentramos en una casa donde habíamuchos estantes con muchos libros.Por curiosidad me puse a hojearalgunos: estaban unos en español,otros en idiomas extranjeros. Y elcaso es que, al cabo de abrir no sécuántos, que no comprendí o no megustaron, topé con éste y me loguardé. Desde entonces, en cuantotengo un campito, lo saco y lo leo…Lo que siento ahora es no habercogido los otros tomitos, porque

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eran varios… ¡Quién hubieravivido en aquellos tiempos deGrecia y Roma!

—Para un hombre, general,todos los tiempos son iguales.

—No, licenciado, no lo crea.Mire, sin ir más lejos: ahora queestábamos en el alboroto de laConvención yo pensaba a cada rato:«De todos estos discurseadores nose saca un Demóstenes, y por esoandamos como andamos…».

Bastaba penetrar este aspectooculto —grave, nada pintoresco—

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de la personalidad de Robles paraexplicarse su ascendiente sobreVilla. Se comprendía entonces porqué el jefe de la División del Norte,salvaje de obra y palabra en el tratocon todos sus subordinados —menos con Ángeles, por quiensentía admiración supersticiosa—,guardaba hacia Roblesconsideraciones de padre a hijo.Era que Robles, valiente sin frenoen la hora heroica de exponer elpecho, y austero después hasta lavirtud, resultaba a los ojos de Villa

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dos veces perfecto. Y eso lo hacíaintocable, eso acreedor aprivilegios. A Robles, su jefe lepermitía hablar, aconsejar,reprender y aun protestar ensituaciones en que a todos los otrosimponía silencio. La pistolachiripera del general Villa, listasiempre a castigar en todos hasta lasospecha más leve, hasta la menortorpeza, hubiera perdonado enRobles verdaderas deslealtades.Era una pistola que había aprendidoa inclinarse ante él, según se puso

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de manifiesto cuando Obregónhabía estado a punto de morirfusilado por Villa. Porque Obregónsalió entonces vivo de los dominiosdel guerrillero por algo más que elsimple accidente de que dos o tresgenerales villistas se propusieronsalvarlo: se salvó porque vino en suauxilio la fuerza moral de Robles,el mérito intacto, el indiscutibleascendiente de formas de noblezapara las cuales se volvía sensible labalanza rudísima donde Villapesaba sus responsabilidades.

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De lo anterior, sin embargo, noha de colegirse que Robles, fuerade los combates, perdiese en untodo su virilidad de corte primitivo.Llegado el caso sabía imponerse ydominar, en la paz como en laguerra; sabía ser, pese a su medianaestatura y a sus escasos músculos,capataz de cuadrilla, contramaestrede bergantín. Sólo que en él laviolencia dominadora se teñíaentonces —antes que de exceso debrutalidad— de ponderaciónjusticiera: de algo que, sin restarle

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dureza ni eficacia al castigo,anticipadamente lo purgaba de lasposibilidades del odio.

* * *

Así ocurrió en San Luis Potosí latarde de nuestra salida paraMéxico. Uno de los oficiales delestado mayor andaba, desde hacíahoras, medio borracho y en ánimode armar pendencia con varios desus compañeros. Robles, que losupo, mandó arrestarlo. Pero el

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oficial, en vez de someterse, separapetó pistola en mano detrás deuno de los pilares de la estación y,más rijoso que antes, amenazó condefenderse, a tiros, de todo el quese le acercase. En otrascircunstancias, su actitud resueltaquizá no hubiera detenido elcumplimiento de la orden; pero allí,llenos los andenes con la gente queesperaba la salida del tren depasajeros, los oficiales encargadosde la aprehensión creyeron másprudente rehuir la batalla que

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provocar una catástrofe.Esto pasaba a eso de las

cuatro de la tarde, cuando nuestrostrenes, dispuestos ya, sóloesperaban la presencia del generalRobles para emprender la marcha.Desde esa hora hasta las seis,momento en que por fin llegaronRobles y el grupo de personas quenos acompañarían hasta Querétaro,el oficial ebrio se constituyó enamo y señor de la estación y susalrededores: abrazaba y besabamujeres, injuriaba hombres, y tan

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pronto como percibía el menorintento de que se le fuera a sujetar,o creía percibirlo, se colocaba, conmalicia de alcohólico, encondiciones de dejar tendido alprimero que diera un paso.Mientras tema el cañón de lapistola en posición horizontal nohabía quien se moviera en cienmetros a la redonda.

Robles llegó bien enterado delo que pasaba; pero al contemplarpor sus propios ojos el espectáculoque estaba dando su gente, su cólera

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no tuvo límites. Yo lo vi pasar juntoa mí, pálido el rostro y trémulo elpuño con que tiró del barbiquejopara asegurarse el sombrero. Sunegro bigotillo contrastaba con lablancura de la piel y le brillabasobre ella casi tanto como los ojos,que echaban chispas.

Se fue de frente hacia el grupode oficiales que le quedaba a mano.A uno de ellos, que traía sable, learrebató la hoja, mientras decía convoz de trueno:

—¡Nadie se mueva!

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Y luego, llevando apercibidael arma en posición de quien va acintarear, no a herir, avanzó conpaso rápido hacia el oficialrebelde. Éste, al ver que por fin seatrevía alguien a aceptarle el reto,alzó el brazo armado con la pistolay apuntó. Los otros oficiales, sinmoverse de su sitio, gritaron:

—¡No, Martínez, que es elgeneral!

Martínez abrió entoncestamaños ojos, vaciló un segundo yadelantó dos pasos con ademán de

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querer entregar la pistola. Robles,sin embargo, no se detuvo por eso,sino que, totalmente llevado delimpulso de su justicia castigadora,llegó hasta el oficial y le descargóel golpe en las espaldas.

El oficial hundió la cabezaentre los hombros y se encogió dedolor. Robles le asestó en seguidanuevo cintarazo:

—¡De rodillasinmediatamente! —le decía altiempo de pegarle.

El oficial, sintiendo el segundo

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golpe, se engarabató, mas noobedeció la orden.

Robles volvió a pegar y amandar:

—¡De rodillas, miserable!Y el oficial, aún en pie, se

llevó a los ojos, doblado el codosobre la frente, el brazo en cuyamano brillaba la pistola. Estabapalpitante de dolor; sollozaba. Dijoa media voz:

—¡Ya, mi general!Y también de la fila de

oficiales salieron voces

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compasivas:—Sí, mi general: perdónelo

usted.Pero Robles, lejos de escuchar

las súplicas, iba animando el furorvengativo de sus cintarazos. A cadagolpe repetía:

—¡De rodillas!… ¡Derodillas!…

Y así continuó hasta queMartínez, vencido por el dolor quele destrozaba los riñones, y laespalda, y el cuello, cayó dehinojos y se tendió luego,

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desmayado, en el piso de piedra dela estación.

Cuando Robles subió al tren,ya había recobrado su talanterisueño, tranquilo. Pero había dejosde amargura en la voz con que medijo al sentarse junto a mí:

—Ya ve usted las cosas queestamos obligados a hacer. Esto nose parece a nuestra lectura deanoche.

Y en verdad que no se parecía,pues la anterior noche habíamosestado leyendo en Plutarco la vida

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de Cicerón.

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3

Un juicio sumarísimo

Buen número de convoyes militaresse reunió en las cercanías deTacuba la víspera de que elgobierno de la Convención hiciera

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su entrada oficial en la ciudad deMéxico. En las vías férreasinmediatas al pueblo fueronalineándose, uno tras otro, en seriesparalelas, los trenes de Villa, los deEulalio Gutiérrez, los de JoséIsabel Robles, los de EugenioAguirre Benavides. Y el conjuntode los coches de pasajeros —convertidos en cuarteles generales yoficinas— y el de los vagones decarga —aprovechadospintorescamente por la tropa, concunas entre los tirantes y las ruedas

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y primitivos albergues en los techos— formaban uno de esoscampamentos tan de revoluciónmexicana, llenos día y noche de lasescenas y los rumores másheterogéneos y curiosos.

Poco después de anochecidosalí del pequeño gabinete queocupaba en el coche de Robles yme fui en busca de Villa, sin otropropósito que el de platicar con él.La conversación del revolucionariodurangueño seguía atrayéndome porel interés que despertaban en mí sus

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observaciones, a menudoinesperadas, nuevas, sorprendentes.Mientras caminaba de un tren aotro, me detuve varias veces acontemplar, arriba, las estrellas:brillaban con ese esplendor quesólo conocen los habitantes delValle de México. Abajo, en las dosvertientes de los terraplenes, lastropas acampaban esparcidas enpequeños grupos, con sus luces ysus hogueras, con sus mujeres, consus guisos, con sus cantos.

Encontré a Villa

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entretenidísimo haciendo rosas conuna cuerda de lazar. En medio delsalón de su coche, que habíadespejado arrinconando sillas ymesas, se mantenía en pie, enmangas de camisa y con elsombrero sobre la nuca, mientrassujetaba con ambas manos, a laaltura de los muslos, un dibujo, amanera de rosa, trazado en el airepor la línea blanca de una cuerdaflamante. Era una complicadísimafigura, de curvas geométricamenteregulares, fija gracias a la rigidez

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de la cuerda. El secretario de Villay cuatro o cinco personas másasistían al entretenimiento delguerrillero puestos de espaldascontra una de las paredes del coche,a fin de dejar libre el mayorespacio. Cuando hube entrado, Villame dijo:

—¿Qué le parece esta rosa?—¿Cuál rosa? —pregunté, no

entendiendo bien a qué se refería.—Ésta que tengo en las manos.—¡Ah! ¿Eso es una rosa? Pues

me parece muy bonita.

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—¿Verdá que sí?Y durante varios segundos la

miró con complacencia. Luego,hablando de nuevo conmigo,explicó:

—Al pasar por San Juan delRío compré estas reatas —y señalócon la vista hacia el escritorio,sobre cuya cubierta estaban,admirablemente enrolladas enforma de roscas planas, algunasreatas más, tan blancas como la quetenía él en las manos—. Las compré—añadió— para ver si se me había

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olvidado manejarlas; pero yavamos viendo que no se me haolvidado… Y ahora que meacuerdo: usté ¿qué tal es para esto?

Yo sonreí, e iba a responderleque en mi vida había echado lazoalguno, cuando él continuó sindetenerse:

—Le apuesto lo que quiera aque no hace las rosas que yo haga…Le apuesto cinco mil pesos a que nohace la más sencilla de todas misrosas.

—No puede ser, general —le

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dije—; entre otras cosas, porque yonunca apuesto.

—Bueno, pues entonces noapostaremos. Es decir, apuesto yosolo: yo pierdo cinco mil pesos sihace usté esto mismo con una demis reatas.

Y como mientras hablabahabía deshecho la figura que teníaentre las manos, al decir la últimafrase dio a la cuerda dos o tresvueltas ágiles y la obligó a tomar laforma de otra rosa, menoselaborada que la primera, pero no

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menos bella.—Resueltamente, es cosa muy

difícil, general —le contesté—;imposible que yo lo haga. Además,no sería justo que usted perdiera loscinco mil pesos sin correr yoningún riesgo.

—¡Bah! Usté arriesga sureputación.

—¿Mi reputación?—Sí. Su reputación de

lazador.—Muy bien —concluí

entonces—. Acepto, pero con el

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requisito de que haga usted la rosade nuevo y de modo que yo lo vea.

—Pues fíjese nomás.Desenlazó la cuerda; la tomó

por dos sitios distintos con cadamano; hizo unas gazas amplias sinnudo; las invirtió; las entrecruzó;tiró de los dos alamares que seformaron en el centro, y, por último,metiendo entre ellos las manos, hizoabrirse la rosa, grande, ligera,hermosísima. Todos susmovimientos habían durado apenasdos o tres segundos. Yo los seguí

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atento, sin dejar que se me escaparauno solo, y resuelto a ganar aquellaapuesta en que iban de por mediocinco mil pesos contra mireputación de lazador.

—Ahora usté —me dijo Villa,entregándome el lazo.

¿Cómo lo hice? Mi proeza deaquella noche jamás la he vuelto arealizar. Entonces me ceñí, comomono, a imitar a Villa. Adopté sumisma postura; cogí el lazo como lohabía cogido él, y seguí punto porpunto, copiándolos hasta en el

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ritmo, los movimientos que él habíahecho. Así saqué de entre mismanos, sin saber casi lo que hacía,una rosa exactamente igual a lasuya, si bien no tan perfecta.

—¡Oiga! —observó al verla—. ¿Pues no presumía no sabernada de lazo?

Y luego, volviéndose a LuisAguirre Benavides, le dijo conindiferencia absoluta:

—A ver, Luisito; entréguelecinco mil pesos aquí al señor.

Aguirre Benavides fue a uno

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de los departamentos interiores delcoche y volvió en el acto con unfajo de billetes, que puso en mismanos. Estaban recién impresos;olían a tinta. Sus caras sonrosadas yazules tenían los destellos de lashojas que van saliendo de unaprensa. Todavía estaba yomirándolos, cuando se abrió lapuerta de la plataforma y entró unoficial. Era alto, de color terroso, yrespiraba no sé qué extraño aire dehumildad siniestra. La tela gris deluniforme parecía ser su misma piel,

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y así las polainas, y los zapatos, yel pañuelo mugriento que llevabaanudado a la garganta. Al quitarseel sombrero dejó erguirse unacabellera negra, apelmazada, que lehuía de la frente hacia atrás, comosi el cráneo le acabara en punta.Saludó a todos en junto y dijo,dirigiéndose a Villa y entregándoleun pliego:

—Es la remisión de los presosque traigo, mi general.

—¿Qué presos trae usté,amigo? —preguntó Villa, sin mirar

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ni abrir el sobre.—Los cinco falsificadores de

los billetes, mi general.—¡Ah, los falsificadores! A

ver, Luisito: que lleven a esospresos al carro del Consejo deGuerra, y, de orden mía, que losjuzguen luego luego y los fusilenmañana mismo.

Aguirre Benavides salió a laplataforma a dar las órdenesnecesarias.

Poco después, pegando la caraa los cristales de las ventanillas,

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entreví en las sombras de la nocheel grupo informe de la escolta y lospresos, que se alejaban hacia el trendonde venían las oficinas de lajusticia militar. No pude, a pesar demis esfuerzos, distinguir el rostrode ninguno de los acusados.¿Quiénes serían? A esa hora yadebían saber, de boca del oficialhumilde y siniestro, la suerte queles esperaba. La voluntad supremalos acababa de sentenciar a muerte,sin enterarse siquiera de susnombres, por un delito que el juez

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mismo cometía: fabricarse unamoneda para sus usos personales. Ysentenciados de antemano, se lesiba a juzgar, a medianoche y segúnes ley de nuestros cuartelazos yrevoluciones. ¡Juicios sumarísimospara disfrazar asesinatos!

* * *

Aquella noche fue una de las máshorribles que yo habla vivido.

Cuando regresé al tren deRobles me encontré allí, llorando

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desoladas y dando voces deangustia, a varias señoras de laciudad de México que meesperaban junto a uno de losestribos. Eran las madres, lasesposas, las hermanas de los cincofalsificadores —algunos de ellospertenecientes a la «buenasociedad». Sabían cuál era el finque correrían sus parientes yandaban implorando, parasalvarlos, la ayuda de quienespudieran y quisieran prestarlesalgún apoyo. Alguien las había

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puesto al tanto de mis relacionescon Villa y de mi intimidad conRobles y Gutiérrez, en cuyas manos,sobre todo en las de los dos últimos—pensaban ellas— estaban lasdecisiones finales, supuesto queeran, uno, el Ministro de la Guerra,y otro, el Presidente del Gobiernode la Convención. Todas meabordaron y me hablaron a untiempo, así que me hube acercado.

—Usted, señor, usted puedesalvarlos…

—¿No es usted el que estaba

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con el general Villa ahora quetrajeron presos a nuestros esposos?

—Le pedimos, por favor, queconsiga del general Robles o delPresidente…

Sorprendido en medio de lasreflexiones que yo veníahaciéndome no supe al pronto quécontestar. Se apoderó de mi,durante unos instantes, la nociónestúpida de que yo era unencubridor, un cómplice, un coautordel crimen que iba a perpetrarse, y,como criminal a quien se descubre

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in fraganti, sentí crecer en mimano, hasta molestarme de modohorrible, los cinco paquetitos de amil pesos que acababa deentregarme Aguirre Benavides.Parecía que por un momento sepersonificaba en mí la concienciade la Revolución, con todas susincoherencias y tus excesos. Sinduda que la Revolución no habíafalsificado el dinero con quepagaba las tropas para derrocar aHuerca. Pero ¿qué decir del quedilapidaban los generales en sus

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caprichos, en sus apuestas, en susorgías? Repuesto en parte, intentéresponder:

—Señoras, yo lamentomucho…

—¡No, no se niegue usted, selo pedimos por Dios!…

—¡Usted ha de ser un buenhijo!…

—Sabemos que con dospalabras suyas el general Villa…

—Señoras, se los ruego, ¡unpoco de calma!

—Sí, sí; diga usted…

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—¿Qué quieren ustedes?… —Realmente no sabía qué decir—. Yoestoy dispuesto… a servirlas encuanto se halle a mi alcance…

Y entonces, con algún reposo,habló una sola de ellas. Al clarorde la luz que bajaba de lasventanillas del tren pude verle lacara, hinchada por el llanto. Traíala cabeza cubierta con una mantillanegra, cuyas puntas contrastaban,sobre el pecho, con la seda amarilladel traje. Se echaba de ver queaquella pobre señora había salido

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precipitadamente de su casa,poniéndose encima lo primero quehalló a la mano.

—Por su madre de usted lepedimos —dijo— que intercedacon el general Villa para que nofusilen a Daniel ni a ninguno de suscompañeros…

—Señora, me pide usted algoimposible, o por lo menos, inútil.Usted no conoce al general Villa. Siyo voy ahora a pedirle quemodifique órdenes que ha dado enmi presencia, me expongo tan sólo a

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que me mande fusilar a mí también.—¿«También», dice usted?

¿Luego es cosa resuelta? ¿Luegousted sabe que van a fusilarlos?

Les contesté que yo no sabíanada ni las quería engañar; queentendieran mis palabras según elúnico sentido que podía dárseles.

Entonces redoblaron lasexclamaciones, las súplicas, elllanto. Y todo aquel dolor mepareció tan innecesariamente cruely absurdo, que habría yo echado acorrer si el grupo de las mujeres no

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hubiera estado cercándome. Entorno a nosotros, además, se habíacongregado ya una multitud desoldados, mujeres y chiquillos delcampamento, atraídos por el lloro ylas lamentaciones. Me percatéentonces de que dos o tres hombresvenían en compañía de las parientasde los presos, si bien permanecíancallados. Probablemente habíancomprendido, con muy buenacuerdo, que era ocioso de su partetratar de conseguir lo que noalcanzara la aflicción de las

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mujeres. Con voz entrecortada porlos sollozos volvió por fin a hablarla de la mantilla:

—Haga usted, por lo menos,que nos reciba el Ministro de laGuerra o el Presidente Provisional.

—Eso, con mucho gusto —lesdije, y acercándome al estribo delcoche, las invité a que subiesen,con el propósito de que Robles lasescuchara desde luego. Pero apenasiba a ayudar a subir a la primera,cuando el oficial de guardia, queestaba en la plataforma, se inclinó y

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me dijo al oído:—El general Robles dio orden

de que no subiera al coche ningunapersona extraña. Si han de pasar lasseñoras, mejor será que antes loconsulte usted.

Todos mis esfuerzos paraconvencer a Robles fueroninfructuosos. Y no porque semostrara insensible a misrazonamientos, o de acuerdo con laresolución de Villa, sino porquesabía que al jefe de la División delNorte no se le podían discutir

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puntos de aquella naturaleza, y que,por lo tanto, mejor era no intentarnada. Total, que se encontrabaexactamente en el mismo caso queyo, no obstante su carácter deMinistro de la Guerra y su prestigiocomo el mejor de los generalesvillistas. Sólo convino en ayudarmea obtener que Eulalio Gutiérrezinterviniese.

Mientras tanto, la tribulaciónde las familias de los presos habíapermeado el campamento, habíalogrado romper hasta la

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inconsciencia e indiferenciacongénita de los oficialessubalternos y la tropa. Dondequierase sabía lo del fusilamiento delsiguiente dia y se le comentaba.

Eulalio Gutiérrez se manifestóindignado desde antes queempezáramos a hablarle.

—Todo lo que usted me diga—aclaró desde el primer momento— lo he pensado ya: Villa va acometer un asesinato, un asesinatoen el cual figuraremos comocómplices, sin serlo, Robles, usted,

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yo y todos los que andamos en estabola. Dice usted que yo soy elPresidente. ¡Presidente! Presidentede nombre. ¿Quién tiene la fuerza?¿No la tiene Villa? ¿No son suyastodas las tropas que nos rodean?¿No manda él en todos losferrocarriles? Convénzase usted:nosotros significamos aquí menosque bajo el autócrata de Carranza,porque con Carranza siquiera sepuede hablar.

—Pues seremos unosimbéciles y unos cobardes si

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continuamos así —repliqué yomirando a Robles, el cual aprobócon un movimiento de cabeza.

—No lo seremos —contestóEulalio—, porque es claro que asíno vamos a seguir: de mi cuentacorre. Pero en este momento no haymás remedio que aguantarse. ¿Quéquiere usted? ¿Que me ponga enridículo diciendo a esas señorasque no apruebo el fusilamiento desus hijos, o de sus hermanos, o loque sean, para que así y todo losfusile Villa en nuestras narices? El

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mundo está lleno de buenos y malosratos. A estos desgraciados les hatocado uno malo, y no habrá Diosque los salve.

Al oír hablar así a Eulaliocomprendí que todo esfuerzoresultaría inútil, pues de él sabía, yen parte me constaba, que no eratonto, ni cruel, ni cobarde, sino alrevés: un hombre dotado deinteligencia natural agudísima, deexcelente corazón y de entereza decarácter a toda prueba, según lodemostró días después al

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sobrevenir la ruptura con el jefe dela División del Norte.

Quise, sin embargo, ponermede acuerdo con mis sentimientos yme dirigí al coche de Villa. ¿Sería,en efecto, una ley de Dios, o de laNaturaleza, o de la Historia, que larevolución nuestra estuviesemovida por espíritus asesinos ocómplices de asesinos? En elestribo del coche me cerró el pasouno de los dorados. Se asomódespués a la plataforma un oficial,que me dijo, bajando la voz:

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—Mi general está ya acostado.Ordenó que no lo despertáramospor ningún motivo. Venga ustedmañana a las nueve, si deseahablarle.

—Mañana a las nueve noquedará ni rastro de losfalsificadores —le repliqué.

—Puede ser, pero no creo quemi general despierte antes.

* * *

El resto de la noche lo pasé en la

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ciudad de México, y con todadeliberación no volví alcampamento de Tacuba hasta bienentrada la mañana del otro día.Serían cerca de las once cuandollegué. La luz gloriosa del sol denoviembre ocultaba la fealdadreseca de la tierra y de las cercanasmilpas en rastrojo. ¿Se habríaconsumado el fusilamiento? ¿A quéhora habrían arrancado de allí aldoliente grupo de las mujeres?

Robles no estaba en su coche.Me senté en el salón y me puse a

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mirar, distraído, por las ventanas. Apoco vi acercarse por el lindero deuna de las milpas una muchedumbrede soldados y curiosos: brillabanlos fusiles de una escolta. Como losmontículos de los surcos hacíandifícil la marcha, los soldados ibanen desorden y a gran distancia unosde otros. En medio, tratando de nosepararse entre sí, iban cincohombres con los brazos atados a laespalda por medio de cuerdas queles pasaban de codo a codo. Unostropezaban en los surcos a cada

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paso; los otros caminaban conadmirable precisión de autómatas.El rostro de todos revelabaextravío, una rara conciencia,desmesuradamente fuerte, odesmesuradamente débil, de cuantoveían en torno: los unos parecíananalizar con interés profundo hastalos detalles más nimios de laspiedras con que chocaban suszapatos; los otros parecían no darsecuenta ni del sol deslumbrador quelos bañaba en luz. Uno de ellos —rubio, de tez encendida— miró con

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ojos azorados hacia donde estabayo: la fuerza de su mirada producíadolor, como si hiriese. Luegosiguieron por el camino delcementerio. Se me figuró, al verlosalejarse hacia allá, que aquelloscinco hombres llevaban a cuestassus propios cadáveres, a cuestashasta el borde de la tumba en quelos iban a enterrar después demeterles en el cuerpo cinco o seisbalas.

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Los zapatistas en Palacio

Quiso Eulalio Gutiérrez que antesde instalarse su gobiernohiciéramos una visita al PalacioNacional. Allá llegamos, aquella

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misma tarde, él, José Isabel Roblesy yo. Eufemio Zapata, en cuyopoder se hallaba el edificio, salió ala puerta central a recibirnos yempezó a hacer desde luego loshonores de la casa.

De este momentáneo papelsuyo —acoger al nuevo Presidenteen su propia mansión gubernativa einiciarlo en los esplendores de susfuturos salones y oficinas—Eufemio parecía penetradísimo, ajuzgar por su comportamiento.Según fuimos apeándonos del

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automóvil nos estrechó la mano ynos dijo palabras de huésped rudo,pero amable.

Mientras duraban los saludosmiré a mi alrededor. El coche sehabía detenido, rebasando apenas lapuerta, bajo una de las arcadas delgran patio. Lejos, en el fondo, ibana encontrarse en ángulo las doslíneas senoidales formadas por losblancos macizos de la arquería y lapenumbra de los vanos. Un grupode zapatistas nos observaba a cortadistancia, desde el cuerpo de

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guardía; otros nos veían por entrelos pilares. La actitud de aquellosgrupos ¿era humilde?, ¿eradesconfiada? Su aspecto, más biendespertó en mí un mero sentimientode curiosidad, debido en mucho alescenario de que formaban parte.Porque aquel palacio, que tanidéntico a sí mismo se me habíamostrado siempre, me hacía ahora,vacío casi y puesto en manos de unabanda de rebeldes semidesnudos, elefecto de algo incomprensible.

No subimos por la escalera

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monumental, sino por la de Honor.Cual portero que enseña una casaque se alquila, Eufemio iba pordelante. Con su pantalón ajustado—de ancha ceja en las dos costurasexteriores—, con su blusa de dril—anudada sobre el vientre— y consu enorme sombrero ancho, parecíasimbolizar, conforme ascendía deescalón en escalón, los históricosdías que estábamos viviendo: lossimbolizaba por el contraste de sufigura, no humilde, sino zafia, conel refinamiento y la cultura de que

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la escalera era como un anuncio. Unlacayo del palacio, un cochero, unempleado, un embajador, habríansubido por aquellos escalones sindesentonar: con la dignidad, grandeo pequeña, inherente a su oficio yarmónica dentro de la jerarquía delas demás dignidades. Eufemiosubía como un caballerango que secree de súbito presidente. Había enel modo como su zapato pisaba laalfombra una incompatibilidadentre alfombra y zapato; en lamanera como su mano se apoyaba

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en la barandilla, unaincompatibilidad entre barandilla ymano. Cada vez que movía el pie,el pie se sorprendía de no tropezarcon las breñas; cada vez quealargaba la mano, la mano buscabaen balde la corteza del árbol o laarista de la piedra en bruto. Consólo mirarlo a él, se comprendíaque faltaba allí todo lo que merecíaestar a su alrededor, y que, para él,sobraba cuanto ahora se veía en suentorno.

Pero entonces una terrible

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duda me asaltó. ¿Y nosotros? ¿Quéimpresión produciría, en quien loviera en ese mismo momento, elpequeño grupo que detrás deEufemio formábamos nosotros:Eulalio, Robles y yo —Eulalio yRobles con sus sombreros tejanos,sus caras intonsas y suinconfundible aspecto de hombresincultos; yo con el eterno aire delos civiles que a la hora de laviolencia se meten en México apolíticos: instrumentos adscritos,con ínfulas de asesores

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intelectuales, a caudillosafortunados, en el mejor de loscasos, o a criminales disfrazados degobernantes, en el peor?

Ya en lo alto, Eufemio secomplació en enseñarnos, uno a unoy sin fatiga, los salones y aposentosde la Presidencia. Alternativamenteresonaban nuestros pasos sobre labrillante cera del piso, en cuyoespejo se insinuaban nuestrasfiguras, quebradas por los diversostonos de la marquetería, o seapagaba el ruido de nuestros pies

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en el vellón de los tapetes. Anuestras espaldas, el tla-tla de loshuaraches de dos zapatistas que nosseguían de lejos recomenzaba y seextinguía en el silencio de las salasdesiertas. Era un rumor dulce yhumilde. El tla-tla cesaba a veceslargo rato, porque los dos zapatistasse paraban a mirar alguna pintura oalgún mueble. Yo entonces volvía lacara y los contemplaba: a distanciaparecían como incrustados en laamplia perspectiva de las salas.Formaban una doble figura

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extrañamente lejana y quieta. Todolo veían muy juntos, sin hablar,descubiertas las cabezas, decabellera gruesa y apelmazada,humildemente cogido con ambasmanos el sombrero de palma. Sutierna concentración, azorada y casireligiosa, sí representaba allí unaverdad. Pero nosotros, ¿quérepresentábamos?¿Representábamos algofundamental, algo sincero, algoprofundo, Eufemio, Eulalio, Roblesy yo? Nosotros lo comentábamos

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todo sonriente el labio y con lossombreros puestos.

Frente a cada cosa, Eufemiodaba sin reserva su opinión, amenudo elemental y primitiva. Susobservaciones revelaban unconcepto optimista e ingenuo de lasaltas funciones oficiales. «Aquí —nos decía— es donde los delgobierno platican», «Aquí es dondelos del gobierno bailan», «Aquí esdonde los del gobierno cenan». Secomprendía a leguas que nosotros,para él, nunca habíamos sabido lo

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que era estar bajo un techo niteníamos la menor noción del uso aque se destinan un sofá, unaconsola, un estrado; enconsecuencia, nos ilustraba. Y todoiba diciéndolo en tono de talsencillez, que a mí me producíaverdadera ternura. Ante la sillapresidencial declaró con acento detriunfo, con acento cercano aléxtasis: «¡Ésta es la silla!». Yluego, en un rapto de candorenvidiable, añadió: «Desde queestoy aquí, vengo a ver esta silla

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todos los días, para irmeacostumbrando. Porque, afigúrensenomás: antes siempre había creídoque la silla presidencial era unasilla de montar». Dicho esto, se dioEufemio a reír de su propiasimpleza, y con él reímos nosotros.Pero Eulalio, que desde hacía ratose quemaba por soltarle unacuchufleta al general zapatista, sevolvió a él, y poniéndolesuavemente una mano sobre elhombro, le lanzó este dardo con suvoz meliflua y acariciadora:

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—No en balde, compañero, sees buen jinete. Usted, y otros comousted, deben estar seguros de llegara presidentes el día que sean así lassillas que se les echen a loscaballos.

Eufemio, como por encanto,dejó de reír. Se puso reservado,sombrío. La agudeza de Eulalio,demasiado cruel y, acaso,demasiado oportuna, le habíatocado en el alma.

—Bueno —dijo instantesdespués, como si no quedara ya

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nada digno de verse—; vamosahora allá abajo, a las cocheras ylas caballerizas. Las miraremos unpoco y luego los llevaré a laspiezas donde estoy viviendo conotros compañeros.

Vimos con espacio lascocheras y las caballerizas, aunquemás para satisfacción de Eufemioque nuestra. Entre colleras, riendas,bocados, tirantes —todo oloroso acuero engrasado y crujiente—mostró él una increíble suma deconocimientos precisos. De

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caballos, igual de criarlos que dearrendarlos y lucirlos, parecíasaber no menos. De todo esto noshabló con entusiasmo que le hizoolvidar el incidente de la silla, yluego nos guió hacia la parte queocupaban en el palacio él y sugente.

Eufemio —plausible muestrade su sinceridad— habíaencontrado habitaciones a su gustoen el más mezquino y escondido delos traspatios. Sin duda se dababien cuenta de la excesiva ruindad

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de su refugio, pues trataba deadelantarse a las críticasdeclarando de antemano cuál era elcarácter de su morada.

—Allí estoy —nos dijo—porque como siempre he sidopobre, en cuartos mejores no podríavivir.

Aquel sitio era, en verdad,algo abominable. Cuando entramosen él sentí que me ahogaba. Lapieza, de medianas dimensiones,estaba provista de una sola puerta yno tenía ninguna ventana. Cincuenta,

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ochenta, cien jefes y oficialeszapatistas se encontraban en ella alentrar nosotros. Estabanamontonados, apiñados. La mayoríase conservaba en pie, cuerpo contracuerpo o en grupos que seabrazaban. Otros estaban sentadossobre las mesas. Otros yacían porel suelo, hacia las paredes y losrincones. Muchos tenían en la manouna botella o un vaso. Todosrespiraban una atmósfera lechosa ypestilente, donde se mezclabaninfinitos humores y el humo de mil

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cigarros. Quien más, quien menos,estaban borrachos todos. Unsoldado cuidaba de que la puerta semantuviese constantemente cerrada,para que no entasen por ella lasmiradas ni la luz. Dos lámparaseléctricas brillaban apenas,pequeñísimas, en aquel ambiente deniebla confinada, húmeda,asfixiante.

Nuestra presencia no fuenotada al principio. Después, amedida que Eufemio pasaba entrelos grupos y decía algo en voz baja,

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se nos observó sin recelo y aunhubo muestras de un recibimientocordial. Pero eran signos raros, casiimperceptibles. Sin lugar a duda,acabábamos de caer en un mundodistinto del nuestro, tan distinto quecon sólo llegar lodesconcertábamos, y luegohacíamos que el desconciertodurase, pese al deseo en contrariode todos, el de los otros y elnuestro. Ellos, salvo unos cuantos,evitaban mirarnos cara a cara; nosdirigían miradas de soslayo,

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bajaban la vista. En vez de darnosconversación, cuchicheaban entresí. Y de rato en rato nos volvían laespalda para empinar mejor labotella o vaciar la copa.

Eufemio y los más próximos aél nos invitaron a tomar.

—¡A ver, unas copas! —gritóEufemio.

Y hubo un medroso alargarsede manos que depositaron en unaesquina de la mesa hasta cinco oseis vasos sucios. Eufemio losalineó y sirvió tequila sobre las

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heces.Bebimos en silencio. Eufemio

vertió más tequila. Volvimos abeber. Eufemio volvió a servir.

Conforme bebía, Eufemio seiba excitando. Primero se pusoalegre; luego afable; después, entrepensativo y sombrío. A la quinta osexta copa se acordó en voz alta dela silla presidencial y del chiste deEulalio. «Aquí el compañero cree—dijo dirigiéndose a los suyos—que Emiliano y yo, y otros comonosotros, seremos presidentes el

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día que se ensillen los caballos consillas presidenciales como la queestá allá arriba». Hubo entonces unsilencio profundo, roto por la risitaburlona de Eulalio. Luego tornó élrumor de las voces, pero con unmatiz nuevo, vago, inquietante einquieto. Así y todo, Eufemio, comosi nada hubiese dicho ni nadapasara, sirvió más tequila. Una vezmás, los vasos se confundieron, yuna vez más nos dispusimos a beberlos unos sobre la baba pegajosa delos otros… Pero al llegar este

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momento, Robles empezó amirarme con fijeza, y luego, muy aldisimulo, me hizo diversas señascon los ojos. Yo entendí, apuré lacopa y me despedí de Eufemio.

* * *

Una hora después, cuandoregresaba a Palacio seguido de todala escolta de Robles, vi, alacercarme a la acera, que Eulalio ysu ministro salían tranquilamentepor la misma puerta por donde

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habíamos entrado en las primerashoras de la tarde.

—Gracias —dijo Eulalio alverme—. Por fortuna, la escolta yano se necesita: tenían tal ansia deembriagarse, que no les ha quedadotiempo ni de pelear con nosotros.De todas maneras, la precaución noera inútil… Lo que me asombra esque Robles y usted hayan podidoentenderse sin hablar.

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Un Ministro de Fomento

Cuando resolvió el generalGutiérrez que yo mismo fuera aofrecer a don Valentín Gama lacartera de Fomento, mi idea no me

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entusiasmó ya tanto como alprincipio. Porque aquel propósitoera muy plausible desde nuestropunto de vista. Convenía al interéspor nosotros representado —unomomentáneamente con el de lapatria, en el fondo o en la forma—que el matemático ilustre viniera aformar parte del gabinete de EulalioGutiérrez. Mas ¿qué decir desde elpunto de vista de don Valentín,desde el plano de sus intereses yresponsabilidades como sabio ycomo hombre?

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La duda me atosigaba másconforme iba yo subiendo la cuestaque conduce desde la placita de SanDiego, en Tacubaya, hasta elObservatorio Astronómico. Mebailaban aún en la cabeza lashorribles escenas de losfusilamientos de la víspera.Todavía sentía empapada el alma enel hábito de orgía brutal con que lafacción zapatista acababa demostrárseme en la guarida deEufemio, caliginosa y aterradora…«¿Y era para eso, para que viniera a

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ser instrumento de eso, encubridorde eso, cómplice de eso, para loque iba yo a arrancar de sus librosy sus meditaciones a mi profesoruniversitario?…».

Seguía yo, no obstante,acercándome al Observatorio,aunque con inconsciencia como desueños: divorciado el acto de lavoluntad; hecha dos la integridad dela persona como en cualquierpersonaje de Dostoievski… «¿Dedónde había yo sacado la necesidadde que un gobierno como el de

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Eulalio Gutiérrez tuviera ministroscomo don Valentín?».

Con su arena crujiente bajomis pies, las alamedas delObservatorio avivaron todavía másmi sensación de lo absurdo. Allí elsosiego era perfecto: tibio sol de lamañana sobre los arriates deverdura, simétricos, en orden; vozsuave del viento entre los follajes,lozanos, lustrosos; perfume de latierra acabada de regar; edificiosblancos y rojizos, rematados por elojo esférico de la media naranja,

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que de una mirada sola contemplatodo el firmamento. Ninguna gente ala vista, ningún ruido humano…

Resueltamente: iba yo acometer, en las regiones delespíritu, algo equivalente a unaestafa.

* * *

Sitiado de montones de libros einstrumentos astronómicos, donValentín Gama me recibió:

—Buenos días. Pero ¡¿de

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dónde sale usted?!Su mano afable era la de

siempre; la misma su sonrisacariñosa, el mismo su ademánmodesto, de sabor un poco infantil.Pero el cuerpo donde todo aquellose sustentaba me pareció ahora máschico, más enjuto, más descamado.Algo descubría en él la fuga de lomaterial hacia lo espiritual, elempobrecimiento de lo físico,quemado más y más en la llamacontinua de lo psíquico. La forma,un tanto rara, de su cabeza —que en

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los días escolares asociaba yo conla de las curvas cónicas— habíaido acentuando la dinámica con quesus superficies elípticas,hiperbólicas, parabólicas sesoldaban unas con otras. Más queantes, las Matemáticas vivían ahoraen el exterior de su cabeza casitanto como en el interior.

—¿Que de dónde salgo,maestro? De buena gana diría quedel Infierno, porque vengo de lapolítica, y esto, al parecer, es unparaíso astronómico.

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Hablamos primero —homenaje a lo que fue— de escenasy acontecimientos donde al lado depersonajes humanos figurabanotros, tales como las tablas deCallet, el gran ecuatorial, lasVariaciones de Lagrange, lasDiferenciales e Integrales deLeibniz, las Fluxiones de Newton.Luego, atento yo a la primeraoportunidad favorable a miembajada, nos metimos por lamaleza de la situación política y sushombres. Lo segundo fue breve

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escaramuza entre el patriotismo,benévolo y siempre activo, de donValentín, y la urgencia política —esto por mi parte— de otropatriotismo ya algo endurecido porel choque con realidadestremendas, con realidadesdesconcertantes a fuerza deviolencia, de desorden, de sangre.

A poco hablar, ya estábamosresbalando por la pendiente delmutuo consentimiento.

—¿Y cree usted que el señorgeneral Gutiérrez se avendrá con

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mis ideas?—Sin vacilar, maestro: las que

usted le lleve le parecerán lasmejores. Él, más que por ideas, semueve por intenciones, porimpulsos, y éstos, lo garantizo, sonde primera calidad.

—¿Y podré escogerlibremente a mis colaboradores?

—De los porteros alsubsecretario.

En un punto coincidíamos donValentín Gama y yo: en el concepto,amplio y heroico, de la ciudadanía.

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Las blandas palabras con que él ibaexpresándolo repetían, sin querer,pensamientos míos, pensamientosque, salidos ahora de su boca, mecuraban de mis temores yrepugnancias de una hora antes. Yo,que había venido dispuesto a cargarcon toda la responsabilidad decuanto allí aconteciese, meencontraba de súbito con que elimpulso ciudadano de don Valentín—fuerte y sin cortapisas— melibraba, sin yo pedirlo, de la menorresponsabilidad.

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Me decía él sin ningún énfasis,levantando un poco, como pararecibir mejor la luz, que devolvíansus espejuelos pequeñitos, el rostrogesticulante:

—Viene usted a proponermeun sacrificio: lo sé. Por algoAstrología y Astronomía hanpodido confundirse a veces. Pero,por lo mismo que lo sé, lo acepto.Los que claman en busca de unapatria y rehuyen los peligros y lasincomodidades de hacerla, o deintentar hacerla, son los únicos que

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no la merecen. Es como tenernoción del bien y no practicarlo. Yono seré de esos, no, de ningúnmodo: si se me cree capaz deayudar en algo, aquí estoy. Sólo losegoístas —malos patriotas— sequedan en su casa si lo que se lespropone no son puestos de los muygratos y satisfactorios, como lasembajadas y otros del mismoestilo… ¿Que se fracasa? ¿Quéimporta el fracaso cuando se hatenido el propósito de acertar? Lomalo es no intentar nada para

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guardar intacta la ilusión de que «sehubiera hecho», de que, haciendo,«se acertaría». Los aptos que dejanen manos ineptas a su país son, porsu falta de fe o por supusilanimidad, más ineptos que losotros, más ineptos socialmente.

¡Pensamientos extraños enaquella hora!, ¡viejos y nuevos,nada comunes y evidentes! Su vigorpolítico rebotaba contra los estantescargados de libros, contra losglobos geográficos ycosmográficos, contra los finísimos

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instrumentos dotados demovimiento de relojería, y desdetodo eso, que era ciencia pura,tornaban hacia mí envueltos en ecosde nuestros campos de batalla,idealizados así por la aspiraciónciudadana y convertidos en anunciocierto de lo que esa aspiraciónpudiera conseguir.

* * *

A bordo de su coche especial —entre Atzcapotzalco y Tacuba—

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conoció Eulalio a don ValentínGama. El presidente convencionistahabló entonces, por primera vez conquien iba a ser su ministro deFomento. Yo hice, con frasebicéfala, la presentación:definiendo primero a don Valentínen términos de Eulalio Gutiérrez, yluego a Eulalio en términos de donValentín Gama. Con su mentalidadágil y su ojo siempre infalible,Eulalio cogió al vuelo la duplicidadde mi lenguaje y dijo con sencillezque todavía admiro:

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—Aquí Luisito (me llamabaLuisito con una s, una i y una tdonde el silbido dulce de su vozempezaba a ser música), aquíLuisito me ha contado de ustedverdaderas maravillas, señoringeniero. Y como me merece granconfianza y sé que por mí mismo nopodría apreciar las razones en quese funda para estimarlo a usted detal manera, me he atenido a sujuicio para invitarlo a usted a quevenga a sufrir un poco con nosotros.Porque, la mera verdad, tampoco

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nosotros estamos en ningún lechode rosas.

Don Valentín abrió los ojos,tal vez sorprendido frente a tantahumildad en un Presidente enMéxico, y respondió de plano, perocon su sencillez de costumbre:

—Para sufrir por nuestro país,señor general, siempre estaré a susórdenes.

El resto de la conversación yano me interesó: lo fundamentalestaba hecho. Ellos siguieronhablando y, mientras tanto, yo me

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entregué al inmenso placer dedestellar pasajero orgullo político.Pero no destellaba tanto porconsiderarme autor de aquellaconjunción de la Universidad y lasinquietudes populares, cuantoporque Eulalio, al encarnar el nobleimpulso de la Revolución, rudo einforme, sabía presentarlo condecoro: ni farsa, ni ramplonería; niblandura hipócrita, ni brutalidad. Yera que, contra las suposiciones dealgunos necios de entonces —y nopocos de otra hora—, en Eulalio no

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eran anatema su humilde origen nisus proezas de guerrillero; cumplíatan bien su cometido de presidentecircunstancias excepcionales, comoantes el de volar locomotoras ytener en jaque a las tropashuertistas. Además de inteligente,era —cosa rara entre los militares ypolíticos que nacen de la espuma—sincero y humilde. No andabaqueriendo trastrocar el mundo consus ideas, ni creyéndose genio, nienmendándole la plana a Dios. Porlo cual se explica que tuviera,

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desde el fondo de su incultura,visión bastante para descubrir ahombres como José Vasconcelos (elúnico ministro grande que produjola Revolución) y para aceptarcolaboradores como don ValentínGama (que hubiera hecho enFomento lo que de seguro no hanlogrado aún para México sussucesores) y como José RodríguezCabo, en quien el ansia renovadora,siendo grande, dejaba siempreintactos los fueros de laHumanidad.

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Esta vez, cuando don Valentínle habló de posibles subsecretarios,él dijo:

—Nombraré al que usteddesigne, señor ingeniero.

Pero no lo dijo con tono decondescendencia política, sino desincera disposición a aceptarconsejos antes que a darlos.

* * *

Al pie del coche de Eulalio, donValentín Gama y yo nos

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despedimos. Le pregunté porúltimo:

—¿Y a quién va usted a hacersubsecretario, maestro?

—¿A quién?… Probablementea otro de sus profesores: a donAgustín Aragón.

Y echó a andar, ágil yrebosante de movilidad nerviosa,aunque prematuramente encorvado.

Un momento me quedépensativo: lo veía alejarse. Luegocaminé sobre la vía hacia el cochede Robles. El paisaje del campo —

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¡yermas tierras de Tacuba,polvorientas y tristes!— me hizosentir otra vez lo absurdo de lasituación política en que nosmovíamos. Un poco más allá estabael tren de Villa con su guardia dedorados: de éstos brillaban al solla actitud pistolera, los presagiosde su crueldad, la dureza de sufatalismo ignorante y sanguinario.Más lejos se extendían las pobresmilpas en rastrojo por donde habíavisto pasar, veinticuatro horasantes, a los cinco falsificadores

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condenados a muerte sin juicio niley. Y todo ello servía de marco aun cuadro que me obsesionabaimaginativamente y en el cual veíayo a mi maestro Agustín Aragónexplicando a sus alumnos, frente aencerados cubiertos de alfas, debetas, de gammas, las leyes de lamecánica y las del movimiento delos astros. Allí se veían también,bailando entrecruzadas a la maneradel cubismo, portadas de la RevistaPositiva, glorificadora de AugustoComte, devota de la religión de la

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Humanidad, e inscripcionespreparatorianas en mayúsculas deoro: «Orden y Progreso», «Saberpara prever, prever para obrar».

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Libro sexto

Villa en el poder

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1

Una forma de gobierno

No habían errado en cuanto a suinterés los generales queabandonaron a Eulalio Gutiérrez enmanos de Zapata y Villa y se fueron,

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contra todas las esperanzasrevolucionarias, a seguir prestandosu apoyo al ex Primer Jefe. Elgrupo convencionista representabael sentido de las responsabilidadesmorales de la Revolución, y era,por eso mismo, el verdaderopeligro para los carrancistascorruptos y ambiciosos. ¿Podían,pues, seguir éstos ninguna políticamás hábil que la de dejar a susenemigos verdaderos encondiciones de anularsepretendiendo imposibles? Porque

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era un imposible que losconvencionistas conservaran suprestigio mientras, para podersometer a Carranza, transigían conVilla y Zapata; y era otro imposible—éste mayor— que losconvencionistas luchasen a untiempo contra carrancistas, villistasy zapatistas y los vencieran a todossin otras armas que la bondad desus intenciones. Y entre imposible eimposible, la disgregación vendríatras de unas cuantas sacudidasinfructuosas, y, con ella, lo que los

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carrancistas anhelaban: campo librea la lucha por el poder, posibilidadde convertir en nuevo caudillaje,disfrazado de reivindicacionessocializadoras, la revoluciónnacida contra el caudillaje de antes,aquél, a su vez, disfrazado deliberalismo económico y científico.

Eulalio, que no se mamaba eldedo, se dio exacta cuenta de lasituación en que nosencontrábamos; le bastaron tres ocuatro semanas de estancia en elpoder (o lo que fuera) para

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confirmarse en su primitiva idea deque nada podía hacerse, por depronto, salvo ganar tiempo, ybuscar el medio de escapar de Villasin caer en Carranza. Pero esperarquería decir defenderse —defenderse del amago más próximo,que era el de Villa y Zapata—, pordonde nos fue preciso desarrollaruna de las políticas másincongruentes de cuantas puedenconcebirse: contribuir a quenuestros enemigos declarados —loscarrancistas— vencieran a nuestros

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sostenedores oficiales —losvillistas y zapatistas— a fin de queeso nos librara un tanto de lapresión tremenda con que nossujetaba el poder más próximo.

Robles, Aguirre Benavides yyo aplicábamos el procedimiento,desde la Secretaría de Guerra, conuna eficacia fría cuyos buenosresultados corrían parejos con losdisgustos y peligros que nuestroesfuerzo nos deparaba. Me losdeparaba, sobre todo, a mí, que sinser militar, ni tener escolta, ni

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rodearme de oficiales que mecuidaran, hube de habérmelas conla malquerencia de innumerablesjefes y jefecillos zapatistas, paraquienes aparecía yo como el torpeautor de sus derrotas. Y esto en losdías de la más completainseguridad personal: cuando laciudad de México preguntaba todaslas mañanas —como tantas otrasveces en nuestra larga historia decrímenes políticos— qué asesinatosse habían cometido la nocheanterior, y cuando todas las noches

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estimaba hacederos los asesinatosmás crueles y alevosos.

Robles me había dicho:—Contra Villa, como usted

comprende, nada lograremos porahora. ¿Para qué nos necesita, comono sea para bandera? Pero con loszapatistas las cosas cambian. Si lepiden a usted dinero, déselo, déselocuidando nomás que no se llevenmás de la cuenta; pero si le pidenarmas, o parque, o trenes, ni tansiquiera agua les dé.

Y había que ver cómo se me

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encrespaban algunos subordinadosde Zapata —por lo comúngenerales de calzón y blusa, decarabina en bandolera, de cananascruzadas sobre el pecho— y cómootros explotaban económicamentela situación: éstos, generales depantalón de charro, de guayabera dedril y de pistola en funda conbordados de plata.

Durante los días en que loszapatistas pugnaban por arrojar dePuebla a las fuerzas de Alvarado,yo agoté todos los recursos

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imaginables para no proveerlos dearmas, cartuchos ni locomotoras.Como ni Robles ni AguirreBenavides se aparecían mucho porsu oficina, a falta de ellos measediaban a mí los señores jefes deoperaciones del Ejército Libertadordel Sur. Entraban a verme seguidosde sus numerosos estados mayores:se rompía la penumbra de midespacho con las manchas,holgadas y claras, de los calzonessin pretina; hacían rumor suave loshuaraches; desfilaban, como

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grandes ruedas sobre carrilinvisible, los enormes sombrerosanchos, que producían al moversebrisa de aire confinado, impuro. Yolos hacía sentarse sin distinción decategorías y me enzarzaba con ellosen intrincadísimas disquisicionessobre el arte moderno de batallarcon cartuchos y sin cartuchos, confusiles y sin fusiles, con trenes y sintrenes. Todo iba muy bien mientraslos convencía de que la fábrica dearmas, y la de explosivos, y la demuniciones no producían ni la

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centésima parte de lo quenecesitábamos, o cuando les hacíacomprender por qué el general Villaera, dentro de nuestra alianza, elúnico capacitado para proveerlosde cuanto podían; pero si sepercataban de mi deseo de noayudarlos, o lo sospechabansiquiera, me ponían en terriblesaprietos y armaban formidablesescándalos. Un grupo de ellos,desencantado de no obtener lo quequería, se vengó de mí bailando enla sala de espera, con pavor de las

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cincuenta personas allí presentes,algo que podría llamarse la «danzadel rifle y la pistola». Y éstosfueron de los más mansos; queotros, sin andarse por las ramas,sencillamente me amenazaban demuerte, como el general que mepedía trenes para ir en socorro delpueblo de Amozoc, atacado por loscarrancistas. Yo le aseguraba queno disponíamos de locomotoras; élafirmaba que sí, que las había vistoen tales y tales estaciones, ycuando, por fin, a manera de

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arreglo, le ofrecí una muy vieja ycasi inservible —tan vieja quetodavía quemaba leña—, eso loexasperó tanto, que me dijo conmucha calma:

—Bueno, patrón: me llevo ésa.Pero ¡ay jijo de la guayaba si meredotan!… Porque entonces vengo ylo tizno…

Al oír la injuria, eché mano aun pisapapeles de cristal que estabasobre mi mesa e hice ademán dearrojarlo a la cabeza del jefezapatista, mientras preguntaba lleno

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de ira:—¿Hijo de qué?—De nada, patroncito, de

nada; no se acalore; nomás fue undecir. Pero de lo demás no me rajo:si me redotan, vuelvo, vuelvo y loraspo.

Y es verdad que regresó, sibien no a «rasparme», ni en seguidade la toma de Amozoc por CesáreoCastro, sino después de que Pueblahabía vuelto a caer en manos de lastropas carrancistas: es decir,cuando otros quince o veinte

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generales se creían también conderecho a imaginarnos autores de lapérdida de esta otra plaza, y no sinrazón. Porque hay que convenir enque, desde su punto de vista, teníaque parecer inexplicable, oatribuible sólo a nuestra torpeza, elhecho de que cediéramos terreno envez de ganarlo. ¿Entreveían ya,aunque sin dar forma alpensamiento, que estábamosobrando más como aliados deObregón que como aliados suyos?

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* * *

Contra los villistas, según decíaRobles, nada podíamos intentar.Pero ellos sí se atrevían a hacerlotodo, incluso a reírse del mismogobierno que aparentaban sostenercon sus armas. Lo que no estabamuy claro era qué suma deconciencia o inconsciencia poníanen semejante conducta. ¿Tenían lanoción de su sometimiento teórico ala autoridad convencionista, o sunoción era que esta autoridad

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existía sólo como el acojinado de lacelda de un loco: para suavizar losgolpes de su frenesí? De cualquiermanera, el caso es que Villa,Urbina, Fierro y demás grandesfiguras de la División del Norte secomportaban ahora, en la ciudad deMéxico, exactamente igual queantes, y que sus desmanes, por unailusión de perspectiva, resultabaninfinitamente más violentos yescandalosos. En el pequeñopanorama urbano y civildescollaban, con estruendo, sucesos

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hechos a la medida de las montañasy el campo.

Así, verbigracia, lasextralimitaciones de Villa en elterreno amoroso perdían en laciudad de México su robustaarmonía montaraz, hasta convertirsea veces en delicadísimas cuestionesinternacionales. Su doctrina, segúnla predicaba a sus propios hombres,era muy simple.

—No hagan nunca —decía—violencia a las mujeres. Llévenlas atodas al altar, que al fin y al cabo

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los matrimonios por la Iglesia noobligan a nadie, y de ese modo nose privan ustedes de su gusto ni lasdesgracian a ellas. Ya me ven a mí:tengo mi esposa legítima ante eljuez del Registro Civil, pero tengootras, también legítimas, ante Dios,o, lo que es lo mismo, ante la leyque a ellas más les importa.Ninguna, pues, tiene de quéesconderse ni de qué avergonzarse,porque la falta o el pecado, si loshay, son míos. Y ¿qué mejor caminoque este de la conciencia tranquila

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y el buen entendimiento con todaslas hembras que se le antojan auno? Los obstáculos y reparos delos curas no les desazonen, queamenazando con echar bala todo searregla.

Mas no siempre procedía Villacon estricto apego a sus propiasnormas, o no siempre las usaba conel exquisito tacto que requería elaplicarlas. De ahí el tremendoescándalo que provocó uno deaquellos días al pretender casarse,a su modo, con la cajera del Hotel

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Palacio —aunque, en absolutaverdad, el escándalo tuvo mas deapariencia que de hecho, como sepondrá en limpio el día que puedadiscurrirse sobre estos asuntos sinherir honorabilidades ajenas. Aquélfue magno escándalo para unoscuantos timoratos y para gentesencilla que sabe poco del corazónfemenino en general y menostodavía del femenino y francés enparticular. Dentro del conjunto desucesos de que eso formaba parte,la importancia de lo ocurrido

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resultaba minúscula. Cosas muchopeores hacía Villa a todas horas, yFierro, y Urbina.

Las del compadre Urbina eranextraordinarias por la habilidadmetódica y los bellos rasgos, enellas evidentes, de bandidajeorganizado en gran escala. Tenían,además, la virtud de echar portierra el falso supuesto —inventadopor los carrancistas para justificarde su parte atropellos análogos—de que villismo y zapatismo fueranmovimientos de reacción sostenidos

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por los extranjeros ricos y el clero.Porque era sólo contra los ricos,extranjeros y nacionales, contraquienes se enderezaban lasactividades del compadre Urbina.Esa suerte de exacción que senombra con los eufemismos de«préstamo forzoso» o «subsidio deurgencia», pero que no es sino roboimpune cuando razones imperiosasno lo justifican, lo practicaba él conperfección muy superior a la detodos los generales que en aquellosdías lo emularon. Su visión para

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escoger víctimas era certera; susmaniobras, silenciosas cuantoinfalibles. No fallaba golpe; notenía que recurrir a grandes alardesde fuerza externa para sacar eldinero: todos le pagaban alcontado, peso sobre peso,«corriendito», como decía él.Obraba de acuerdo con planes deconjunto: barrio por barrio,manzana por manzana, calle porcalle, casa por casa, preparándolotodo de modo que, una vez tendidoslos cordones de sus guardias

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invisibles, ningún pájaro se leescapaba de la red. Y eso lo hacíael compadre Urbina —gozándosequizá en su virtuosismo— a la luzdel sol, en los propios despachosde los interesados, a medio metrodel bullicio de las calles,entregadas a su trajín de todos losdías; pero lo hacía con tan pocoruido y tan sin desplantes, que lagente no se enteraba.

Nos enterábamos nosotros,quiero decir, los que veíamos desdelo alto del gobierno; si bien

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nosotros, por nuestra mismaimpotencia, estábamos obligados acallar, como callaban casi todas lasvíctimas, éstas temerosas deatropellos mayores.

¡Terribles días aquéllos, enque los asesinatos y los robos eranlas campanadas del reloj quemarcaba el paso del tiempo! LaRevolución, noble esperanza decuatro años antes, amenazabadisolverse en mentira y crimen. ¿Dequé servía que un pequeñísimogrupo conservara intactos los

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ideales? Por menos violento, esegrupo era ya, y no dejaría de ser, elmás incapaz para la lucha; lo cual,por sí solo, convertía a laRevolución en un contrasentido: elde encomendar a los más egoístas ycriminales un movimiento generosoy purificador por esencia.

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2

La muerte de David Berlanga

Una mañana Rodolfo Fierro llegó ala Secretaría de Guerra menoscompuesto y sonriente que decostumbre. En realidad, su hermosa

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figura se conservaba íntegra.Llevaba, como siempre, aqueladmirable par de mitasas queadquirían en sus piernas un vigor delínea único y cabal. Su sombrerotejano, de lo más fino y blanco, nohabía perdido, en la manera comole cubría la cabeza, un solo ápicede su aire vagamente provocativo yseguramente amenazador. Seguía sufrase envolviéndose en lasmodulaciones de un timbre suave yrehuyendo las palabras malsonanteso soeces. Sus ojos, ligeramente

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turnios, miraban aún con la mismapupila afirmativa, inquiridora. Y,sin embargo, todo él parecía comocircundado aquella mañana por unvelo opaco: sin estarlo de hecho, seveía marchito, envejecido.

Venía a verme, igual que tantasotras veces, en busca de dinero,pues a fuer de buen general y buenrevolucionario gastaba mucho. Loscientos, los miles de pesos se leescurrían por entre los dedos conmás facilidad que si en cada manotuviera una fábrica de bilimbiques.

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Y como desde que entramos enMéxico la Secretaría de Guerra —esto lo sabía él muy bien— estabaobligada a ser su banco, cada dos,cada tres días se llegaba hasta miescritorio y me decía con su vozmás suave y segura:

—Quiero ponerle a usted unrecibito.

—¡Imposible! —le contestabayo siempre—. No tenemos uncentavo.

Pero él, que conocía el juego,insistía con los mayores recursos de

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sus dulzuras verbales y acababasacándome la autorización, por lomenos, para parte de lo queesperaba. Claro que en esto yo nohacía sino ceñirme a lasinstrucciones de José IsabelRobles. «A Fierro —me habíadicho— necesitamos tenerlo gratocueste lo que cueste». Y, en verdad,el precio que por Fierro pagábamosno era excesivo en comparacióncon lo que otros costaban: tan sólodos o tres mil pesos tres o cuatroveces por semana.

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—Bueno —le pregunté estavez, al ver que tras de saludarme nome decía nada—: ¿por cuánto elrecibito?

—Por lo que guste —respondió—. Lo principal no esahora eso… Quisiera hablarle…hablarle en lo particular…

Y, sonriendo, subrayó lasúltimas palabras con una miradahacia los dos taquígrafos que seencontraban junto a mi escritorio yhacia varios militares queesperaban, sentados en el estrado

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de enfrente, su tumo de audiencia.Mandé a los taquígrafos que se

retiraran e invité a Fierro a sentarseen una butaca inmediata a mí.

—No —observó él—.Dificulto que así pueda hablarle sinestorbos. Despache usted a aquellosoficiales o vamos a otra partedonde estemos solos de veras.

Adiviné entonces que setrataba de algo positivamente serio;de modo que, sin másexplicaciones, indiqué al generalvillista que me siguiese fuera de la

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oficina. Atravesamos la antesala yel despacho del ministro, donde aesa hora no estaban más que losayudantes; abrí la puerta,disimulada en la pared, que dabaacceso a la alcoba privada, y allínos encerramos. Me senté en unasilla y ofrecí a Fierro otra. Él no laaceptó, sino que prefirió sentarse enla cama, sobre cuya colcha de rasoverde arrojó el sombrero con ungesto de fatiga apenas perceptible.Miró a continuación, uno por uno,los muebles de la alcoba, la

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alfombra, los tapices; abrió loscajones del velador que tenía cerca,y, por fin, se puso a chupar el puroque traía en la boca, pero achuparlo con atención tanreconcentrada, que se hubiera dichoque no pensaba más que en eso.

Yo, mientras tanto, loestudiaba, esperando satisfacer unadóble curiosidad: la que meinspiraba nuestra entrevista,impregnada ya de misterio, y la quejamás dejaba de producir en mi lapresencia de aquella «bestia

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hermosa», según llamó a Fierro unperiodista yanqui. Lo último meembargaba particularmente. PorqueFierro, que era por su gallardíafísica un tipo inconfundible, gozaba,además, de una leyenda terrible yfascinadora: se le pintaba comoautor de proezas y crueldades tanpronto espeluznantes comoheroicas. Allí, cruzadas las piernas,bellas y hercúleas, puesto el codosobre la rodilla, inclinado el bustohasta la mano —mientras los dedosmaceraban el rollo de tabaco y la

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boca despedía humo—, cobraba sucarácter preciso, su luz propia, suirradiación exacta. Su naturalezasemisalvaje, disfrazada hasta pocossegundos antes tras la cobertura depalabras, maneras y gestoscivilizados, chocabaestrepitosamente contra el ambientede los delicadísimos muebles decaoba, y con los encajes, y con lascolgaduras de brocado, como unapiedra sin pulir que estuvieseestropeándolo y desgarrándolo todocon sus aristas en bruto.

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De pronto me miró a los ojos yme dijo:

—Acabo de matar a DavidBerlanga… y créame que lo siento.

—¡A David Berlanga!La imagen de aquel noble

muchacho, toda abnegación ysinceridad, desinteresado, valiente,generoso, surgió ante mí. Mepareció verlo alzando el rostropálido, la cabeza de cabellos largosy lacios, en el espacio que mediabaentre mi y la figura, ahoraresueltamente brutal y sanguinaria,

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de Rodolfo Fierro. Lo recordéentregado, pocas semanas antes, adenunciar con denuedo ante laConvención Militar deAguascalientes todas lasmezquindades y corrupciones quecorrían, como arroyos de cieno, pordebajo de muchos hombres de laRevolución. Rehice de un solo trazola órbita completa de su carrera derevolucionario joven, siemprepostergado, siempre perseguido ensecreto por los habilísimosinmorales que lograban escalar y

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conservar altos puestos a punta deintrigas, falsedades y traiciones. Ybajo la mirada del matador dehombres que tenía yo delante,experimenté de súbito un impulsohorrible, una vaga inclinación avolverme yo también asesino, comotantas otras gentes cuyo aire habíaestado respirando los últimosmeses, y a manchar con sangrehumana la rica alfombra de aquellaestancia. Ignoro si fue el instinto delbien, o la cobardía, o el extrañodejo de súplica que nimbaba la

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fijeza con que los ojos de Fierroestaban clavados en los míos; peroel caso es que la volición profundaque iba a hacerme echar mano a lapistola varió de curso y setransformó en estas tres palabras,que eran ya, íntima y tácita, laaceptación de lo irremediable:

—Y ¿por qué?—Por orden del Jefe.Y entonces Fierro me lo contó

todo.

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* * *

«Berlanga —prosiguió— estuvo acenar anteanoche en Sylvain. Enotro de los gabinetes reservadoscenaban asimismo, con variasmujeres, algunos de los ayudantesdel Jefe. Ya sabe usted lo queocurre en esos casos: se comemucho, se bebe demasiado, y luego,a la hora de pagar, el dinero falta.No me refiero a Berlanga, sino alos oficiales del Jefe. Pues bien:cuando les presentaron a los

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oficiales la cuenta, ellos selimitaron a firmar un vale por elimporte y la propina. El mesero nose conformo con aquello y quisorehusar el vale, pero no sabiendocómo hacerlo fue a pedir consejo aBerlanga, a quien por lo vistoconocen bien en Slyvain. Alenterarse del caso, Berlanga seindignó: se soltó a vociferar contralos militares que desprestigiaban labandera de la Revolución; dijo quela División del Norte estaba llenade salteadores, que los villistas no

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sabíamos, triunfar sino para elrobo, y cuando se cansó de gritar yechar pestes contra las fuerzas demi general Villa, hizo efectivo elvale de los oficiales, para que elmesero no sufriera la pérdida, ypara guardar el documento —declaró— como prueba de laconducta de las tropas del Jefe.

»Los oficiales, por supuesto,oyeron cuanto Berlanga había dichoy fueron con el chisme ayer en lamañana. Como era de esperarse, migeneral Villa se puso furioso.

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»—A esos perritos —dijo—que andan ladrándome y queriendomorderme el calcañar voy aaplastarlos así.

»Y alzó el pie y lo dejó caercon una furia que yo mismo no leconocía. Acto seguido me llamóaparte y me ordenó en voz baja:

»—Esta noche me saca usted aBerlanga de donde esté y me lofusila.

»Y yo, ¿qué podía hacer salvocumplir las órdenes? Órdenes deéstas, además, nunca me habían

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sorprendido ni molestado: va paraaños que estamos haciendo lomismo, como usted sabrá. Ahora,muerto Berlanga, es cuando la cosaempieza a pesarme; porque,¡palabra de honor!, Berlanga erahombre como pocos: lo hademostrado en el fusilamiento.Jamás seré yo capaz de matar a otrocomo él, así me pase a mí el Jefepor las armas.

»De acuerdo con lo mandadome puse a buscar a Berlanga a esode la medianoche o la una de la

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mañana. Metí en dos automóvilesun grupo de dorados y anduve,seguido de ellos, por diversossitios. Luego me dirigí a Sylvain.Acabé por suponer que Berlangaestaría allí, porque recordaba haberoído decir a los oficiales, cuandohablaban con mi general Villa, queen Sylvain cenaba él las más de lasnoches.

»En efecto, cuando llegué alrestaurante allí estaba. Alacercarme a su sitio vi que hacíarato había acabado la cena: se

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conocía en el puro que fumaba,quemado ya en más de la mitad y alparecer, buenísimo, pues la ceniza,como enorme capullo, se manteníatodita pegada a la lumbre. Le dijeque de orden de mi general Villatenía encargo de hacerlo que meacompañara, y que sería inútil todaresistencia porque venía yo confuerzas bastantes para hacermeobedecer.

»—¿Resistencia? —mecontestó—. ¿Qué se adelanta enestos casos con la resistencia?

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»Llamó al mesero; pagó elgasto; se puso el sombrero —cuidando, mientras hacía todo esto,que sus movimientos nodesprendieran la ceniza del puro—,y salimos.

»No volvió a dirigirme lapalabra hasta que estábamosentrando por la puerta del cuartelde San Cosme.

»—¿Aquí es donde me van aencerrar? —me preguntó.

»—No —le respondí—. Aquíes donde lo vamos a fusilar.

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»—¿A fusilar?… ¿Cuándo?»—Ahora mismo.»Y no pidió más

explicaciones.»Bajamos de los autos y

entramos en el cuerpo de guardia. Ala luz de la mala lámpara que allíardía me fijé con cierta curiosidaden el aspecto de aquel hombre aquien íbamos a pasar por las armassin más formalidades ni historias.Lo hice casi mecánicamente, yahora lo deploro, porque Berlangaempezó entonces a interesarme.

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Seguía tan tranquilo como cuandolo levanté de su mesa: no le habíacambiado ni el color de la cara.Con la mayor calma que he visto enmi vida se desabotonó el chaquetín.Sacó de uno de los bolsillosinteriores un librito de apuntes y unlápiz. En el librito escribió variaslíneas, que deben haber sidomuchas, puesto que tardó algo y yono vi que levantara el lápiz delpapel, ni que se detuviera, sino queescribió de corrido, como sisupiera de antemano cuanto tenía

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que poner. En una hoja que arrancódel libro anotó otra cosa. Se quitódel dedo una sortija; sacó de losdemás bolsillos algunos objetos; y,dándomelo todo, hasta el lápiz, medijo:

»—Si es posible, leagradeceré que le entregue estascosas a mi madre. En este papel hepuesto el nombre y la dirección…Y estoy a sus órdenes.

»Su rostro se conservabaimpasible. Su voz no acusaba elmás leve rastro de emoción. Se

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abrochó el chaquetín, pero no demanera inconsciente, sino con plenodominio de lo que estaba haciendoy atento todavía, como durantetodas las operaciones anteriores, aque no se desprendieran las cenizasdel puro. Éstas, en el tiempotranscurrido, habían crecidomuchísimo: el capullo blanco era yabastante mayor que la base detabaco que lo sustentaba.

»Salimos de la habitación.»El ruido de nuestros pasos al

cruzar los patios del cuartel me

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sonó a hueco, a raro, a irreal; aún lotraigo metido en las orejas como unclavo. Las caras apenas nos lasveíamos, porque era poca la luz.

»Pasada una puerta, despuésde otras muchas, nos detuvimos;hice formar el pelotón de losdorados frente a una pared y mevolví hacia Berlanga, como paraindicarle que todo estaba listo. Élentonces pareció fijar en mí la vistaunos instantes; luego inclinó lacabeza hasta cerca de la mano enque tenía el puro, y por fin dijo,

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contestando a mi actitud:»—Sí, en seguida. No lo haré

esperar…»Y durante algunos minutos,

que para mí no duraron casi nada,siguió fumando. A despecho de lastinieblas vi bien cómo apretabacuidadosamente el puro entre lasyemas de los dedos. Se adivinabaque, ajeno casi a su muerteinminente, Berlanga se deleitabadeteniéndose, a intervalos, paracontemplar el enorme capullo deceniza, cuyo extremo, por el lado de

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la lumbre, lucía con un vagoresplandor color de salmón.Cuando el puro se hubo consumidocasi por completo, Berlangasacudió bruscamente la mano e hizocaer la ceniza al suelo, cual brasa ala vez brillante y silenciosa. Luegotiró lejos la colilla, y con pasotranquilo, ni precipitado ni lento,fue a adosarse contra el muro… Nose dejó vendar…».

* * *

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—Ha sido un crimen horrible —ledije a Fierro tras una larga pausa.

—Sí, horrible —contestó, y seentregó de nuevo a la maceraciónde su tabaco, si bien ahora másahincadamente que antes,obsesionado, atento al procesoformativo de la ceniza.

—En realidad —agregó apoco—, yo no soy tan malo comocuentan. También yo tengo corazón,también yo sé sentir y apreciar…¡Qué hombre más valienteBerlanga! Y ¡qué fuerte! Mire usted

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—y me mostró el cigarro—: desdeesta madrugada ando empeñado enfumarme un puro sin que se le caigala ceniza, pero no lo logro. Losdedos, que no gobierno, se memueven de pronto y la ceniza secae. Y eso que no es malo eltabaco, yo se lo prometo. Encambio él, Berlanga, supo tenerfirme el pulso hasta que quiso, hastael mismo instante en que lo íbamosa matar…

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3

Pos «malgre tout», licenciado

En medio del desastre de lasmejores esperanzas de laRevolución, Eulalio Gutiérrez noolvidaba sus compromisos de

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Aguascalientes. Seguía trabajandopara que Obregón abandonara aCarranza al mismo tiempo quenosotros a Zapata y Villa.Empezaba, en secreto, lospreparativos de nuestra marchahacia San Luis, inclinado ya, enúltimo trance, a pelear a la vez convillistas y carrancistas. Y debereconocerse que tal actitudenaltecía sobremanera al PresidenteProvisional, puesto que paraesperar convencer a Obregón de lospeligros de Carranza se necesitaba

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entonces casi tanta fe en el destinorevolucionario como hacía faltaarrojo para preparar la ruptura conVilla estando entre la férula de éste.Acerca de lo segundo huelgan lasponderaciones: Villa, de seguro, seenteraría pronto de cuantotramábamos —se enteraría a pesarde todo nuestro sigilo— y, una vezenterado, nada impediría que se nosechara encima con su audacia yviolencia de costumbre.

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* * *

Aquella situación hizo crisis undomingo por la mañana. (O si noera domingo, era, al menos, día enque por una razón u otra las oficinaspúblicas permanecían cerradas).

Había yo ido a la Secretaríade Guerra a despachar variosasuntos urgentes. Llevaba tres horasmanejando papeles y dictandooficios y telegramas. Ugalde —mitaquígrafo— estaba sentado frente amí, al otro lado de la mesa, e iba

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convirtiendo en pequeños trazosdinámicos de su lápiz amarillo, ágily bailante sobre la superficie delpapel, las palabras que brotaban demi boca. Los dos nos sentíamoscontentos. Ambos trabajábamos, enla quieta soledad de la oficina, conel mismo estado de espíritu que sila realidad militar, flexible entremis palabras y sus dedos, no tuvieraotro sentido ni otro valor que larealidad, desinteresada y remota,que los sabios someten a susobservaciones.

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Cerca de la una de la tarde elteléfono sonó. Ugalde descolgó elaudífono y se dispuso a contestarsin quitar la mano de sobre elcuaderno ni aflojar la presión delos dedos sobre el lápiz. Su voz seempapaba en el ambiente de latarea tranquila según iba diciendo:

—Bueno… Sí… Sí…Vi en seguida cómo tapaba el

orificio del transmisor, apoyandoéste boca abajo contra la superficiede la mesa, y oí, desde el fondo delpárrafo cuya elaboración había

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quedado en suspenso, que me decía:—Preguntan si está usted aquí

y piden, si está, que se pongainmediatamente al aparato.

Entonces tomé el teléfono yrespondí, yo también con acento dela más absoluta serenidad:

—Bueno… Sí… Yo mismo…Pero en el opuesto extremo del

alambre, el panorama de la vidadebía ser otro. La voz que desdeallá hablaba parecía temblorosa,agitada, catastrófica; era una vozcuyas palabras, pese a mi

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disposición y esfuerzos porconservarme sereno, me sacudieronen el acto desde la cabeza hasta lospies. El cambio que esas palabrasme producían lo iba yo advirtiendo,conforme las escuchaba, más que enmí mismo, en la cara de Ugalde,que reflejaba paso a paso, porsimpatía inmediata, la expresión demi rostro.

Cuando deposité de nuevo elteléfono sobre la mesa, la magia dela labor en paz ya se había roto. Misilencio profundo sólo denotaba

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perplejidad. Ugalde, sin perdermede vista, guardaba su lápiz en elbolsillo, cerraba su cuaderno. Alfin me preguntó con voz quecontrastaba, por lo trémulo, con lade minutos antes:

—¿Pasa algo grave, señorGuzmán?

—Me informan —le contestécon voz semejante a la suya— queVilla acaba de poner preso alPresidente y de ordenar también laaprehensión de los ministros ydemás miembros importantes del

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gobierno.Bajé al patio, subí al

automóvil, salí. Afuera, el claro solde invierno, tibio al mediodía,brillaba con placidez; irradiabaarmonía y negación de lucha. Lascalles rebosaban de ruido alegre,de tráfago jocundo, de disposicióndiscreta al goce de todos lossentidos. En el Zócalo, lago de luz,automóviles y tranvías formaban unritmo único donde parecíandisolverse sus afanes. Entre todos,mi automóvil conservó libre el afán

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suyo. Y luego, a lo largo delbullicio de Plateros, se prolongó enmí esa misma sensación, a untiempo natural y extraña: la de unvivir ajeno al pulso que movíacadenciosamente los grupos dehombres, mujeres y niños sobre lasaceras y los vehículos.

Al pasar frente a la dulcería deEl Globo, la marcha del coche eratan lenta que sólo existía comooposición a la rapidez de mis ideas:movimiento retardado puesto alservicio de una aceleración de

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vértigo. Pero entonces columbré alcoronel Domínguez. Estaba junto almostrador de la dulcería, en el actode tomar de las manos de unadependienta el paquete que ésta leentregaba con un ramito de flores yuna sonrisa.

Salté del auto, atravesé lacalle eludiendo parachoques yguardafangos, y entré en la tienda.Ahora estaba Domínguez frente a lacajera —el bastón, el cigarro, elpaquete y el ramito en una mano yel dinero en la otra.

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—Deja tus pasteles —le dijeen voz no tan baja como yo laquería— y ven conmigoinmediatamente.

Varios parroquianos sevolvieron hacia nosotros, entrecuriosos y sorprendidos. PeroDomínguez, con gran naturalidad,puso el paquete sobre el mostradory, sin responder una sílaba, sedispuso a seguirme.

Salimos. Yo iba delante yaprisa, sorteando los obstáculos dela multitud, para alcanzar de nuevo

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el automóvil, que había seguidoavanzando dentro de la triple fila decoches. Una vez en él, me preguntóDomínguez:

—Pero ¿qué pasa?—Pues pasa esto. —Y le

conté.De allí a la estatua de Carlos

IV hicimos nuestro plan.Dejaríamos el automóvil a la puertadel garage que estaba en el paseode la Reforma frente por frente dela casa de Eulalio. Yo me acercaríaa esta última, resuelto a

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comunicarme con Gutiérrez comose pudiera. Domínguez, entretanto,procuraría hablar por teléfono conLucio, para advertirle el peligroque lo aguardaba y pedirle consejo.Y si pasada media hora noregresaba yo, Domínguez iría en mibusca.

* * *

Mi primer tropiezo fue con laguardia. En vez de la escolta delPresidente me encontré con los

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dorados de Villa.—No se puede pasar, mi jefe.—¿Que no puedo pasar yo?—Ni usté ni naiden, mi jefe.

Es orden de mi general.—¿De qué general?—Pos de mi general Villa. ¿De

quién había de ser? Del meropetatero, del que manda aquí.

Inútil seguir discutiendo. Envista de lo cual pedí que viniera elcomandante de la guardia. Éste merepitió lo dicho por el soldado;pero yo entonces aseguré que era a

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Villa a quien necesitaba hablar paraasuntos del servicio, por lo quevino a franqueárseme la puertahasta el amplio recibimiento desdeel cual arrancaba la escalera.

—Más allá de ningún modo —dijo el oficial—. Las órdenes sonterminantes.

En el piso bajo de la casa nose veía ninguno de los hombres deconfianza de Eulalio: los doradosocupaban todos los puestos.Algunos de ellos, agrupados cercade las ventanas, asistían desde allí

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al desfilar de una columna decaballería bajo los árboles delpaseo: eran las fuerzas delcompadre Urbina, que, por lo visto,aparecían en aquel momento comouna presencia amenazadora. Yotambién las contemplé variossegundos. Los jinetes avanzabancon paso deliberadamente tardo, afin de que su alarde fuese mayor.

—¿Hace mucho que el generalestá aquí? —le pregunté pocodespués al oficial.

—Cosa de una hora.

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Entonces me dediqué a pasearpor el cuarto, afectando el airepaciente de quien espera. Luego,absorto al parecer en misreflexiones, prolongué mi ir y venirhasta la habitación contigua. Y pocodespués, aprovechando un momentoen que nadie me miraba, me escurríhasta el primer patio.

Claridad radiosa; verdescopas de árboles barnizadas en sol.Había allí, en un rincón, unaescalera de servicio. Durante unminuto estudié la forma en que

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estaba dispuesta. La subí. Daba auna especie de piso intermedio, queera a modo de departamento decriados. No había nadie en él:caminé por su interior. De allíconseguí pasar, no, sin trabajo, auna de las habitaciones principales.Las puertas que comunicaban estapieza con el resto de la casaestaban cerradas; pero una de ellas,que daba a un pasillo con balcón,me permitió continuar, tras ellaborioso esfuerzo de saltar de esebalcón al inmediato.

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La habitación donde me vientonces estaba también solitaria, ycomo ésa, las dos siguientes. Demás adentro parecía venir rumor devoces. Caminé hasta donde losrumores se resolvieron en palabras.Ahora hablaban en la habitaciónpróxima.

Puse mi sombrero sobre unmueble, y, con mucha naturalidad,cual si perteneciera a los de lacasa, pasé cerca de la puerta paraver lo que había más allá. Lasvoces partían de un grupo de

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oficiales de los dorados, queconversaban tranquilamente en elcentro de la antesala. Unos —losmás— se habían sentado, colgantespies y piernas, sobre la mesa; otrosse mantenían en pie. Su charla noera obstáculo para comprender queestaban apercibidos y en espera desucesos graves. Su grupo,compacto, hacía frente a la puertadel salón, cerrada en aquelmomento. Eulalio, de seguro, estabapreso allí.

Con igual naturalidad que

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antes atravesé ahora la antesala condirección a la pieza de enfrente, queera la inmediata al salón. Losoficiales de Villa se volvieron amirarme. Yo, metidas las manos enlos bolsillos, los saludéfamiliarmente:

—Qué húbole…Respondió uno:—Pos ya ve usted: aquí con el

Jefe.Pasé. La habitación contigua al

salón era una alcoba. Como lodemás de la casa, estaba sola. Allí

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el rumor de voces de la antesalacedía ante otro rumor, éste venidopor una de las puertas laterales, sibien ambos rumores se ensordecíanaquí al rozar cortinas y alfombra.Las nuevas voces sonaban agrias,como de disputa; pero parecían deuna disputa cuyo momento peor yahubiera pasado: voces de riña enocaso. Para oírlas distintamente meacerqué a la puerta por dondevenían. Las hojas estabanentreabiertas; las cortinas del ladode allá, echadas por completo.

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Pasando entre las hojas, vine aquedar entre la madera de ellas y elterciopelo de las cortinas. Ahoraoía yo, clara y enérgica, la voz deVilla:

—… ¿Que al licenciadoVasconcelos lo quieren matar? Pues¿por qué no me lo dice, señor? Yole pondré una escolta.

Entonces se oyó, con la mismaclaridad, la voz de Eulalio, aguda,irónica, bisbisante:

—Porque las cosas no sehacen así. Si yo soy el Presidente,

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de mí tienen que depender todas lasfuerzas y, en consecuencia, todaslas escoltas.

La voz de Villa otra vez:—Pero ¿quién le dice, señor,

que mis fuerzas no son tambiénsuyas? ¿No somos de un mismogobierno?

Aquí, confusas y entrelazadas,sonaron varias voces a la vez. Sólome llegaban palabras sueltas.

Moví levemente el borde de lacortina por el lado de la pared.Vislumbré, por la rendija, una tira

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del rostro y del uniforme de RoqueGonzález Garza, y, más acá, deespaldas hacia mí, parte del busto yla Cabeza de Vito Alessio Robles.Agrandé un poco la abertura paraver mejor: apareció una mano, unamano que me era conocida, peroque me sorprendió como algoenteramente nuevo al verla así, sinla presencia del cuerpo de queformaba parte. Era la mano deEulalio. Cerca de ella se veía,rodeada de tres o cuatro copitas,una botella de coñac. Más arriba y

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más lejos, entre dos cuerpos, semovía el mechón de la cabellera deVilla, rizosa y rojiza bajo la líneacurva del ala del sombrero. Losmovimientos del mechón seacompañaban, por momentos, conel fulgurante paso de los ojos por elespacio abierto entre los cuerpos.Tenía Villa el rostro encendido. Sugesto, de sonrisa estática, era el desus grandes raptos de ira. Por elapiñamiento de miembros próximosa él se comprendía que lo rodeabamucha gente.

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La mano de Eulalio cogió labotella y vertió coñac en una de lascopitas. Tres de sus dedos cogieronluego la copita llena y lalevantaron. La copita desaparecióde mi campo visual… Seguían lasvoces entrecruzándose,ininteligibles… Copita y manovolvieron a aparecer… Eulaliopronunció entonces palabras detimbre más agudo… Breve silencio.

Se escuchó la voz de Villa:—Fue por orden mía, señor;

por orden mía. Si le entrego al

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gobierno de usté todos losferrocarriles, ¿cómo muevo mistropas? Fíjese nomás en la granextensión de mi territorio…

—… ?—Pero ultimadamente es lo

mismo. Usté me ha nombradogeneral jefe de las tropas de sugobierno, ¿no es así? Bueno, puesyo lo protejo, y para protegerloconservo en mi mando todo lo queesta situación justifica. Cuantimásque son trenes y tropas mías…

En ese momento creí distinguir

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la voz de Fierro y, más cerca, la deVito Alessio Robles. Eulalioreplicó algo. La voz de Villa tomó adominar:

—Pos ahora ya lo sabe, señor:frente a su casa están desfilandotres mil hombres de mi caballería,para que sienta nomás mi fuerza. Laguardia que le he puesto es míatambién. Lo que es de aquí no salesin mi permiso.

La voz de Eulalio:—Eso lo veremos…Rumores. Después la voz de

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Villa:—Y si saliera, de poco habría

de valerle, porque ahora sí,sépaselo, lo voy a dejar sin ningúntren. ¿Cuándo ni cómo va usté,pues, a escapárseme?

Entonces la voz de Eulalio,perfectamente audible, serena,tranquila, mordaz:

—¿Cómo? No me faltarácómo; que por no quedarme cercade usted soy capaz de irme hasta enburro.

—Pos ya lo sabe: si intenta

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írseme lo tizno.Sobrevino entonces un

movimiento general, apagado enparte por la alfombra. Primero temíque fuera a reencenderse la disputa;luego comprendí que aquello ladaba por concluida.Precipitadamente me aparté de lacortina y volví a la alcoba. Seescuchó entonces rumor de voces,andar de gente en tropel. Hizo ruidouna puerta al abrirse. Sonaron, porel lado de la antesala, muchospasos. Transcurrió un momento…

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Fueron apagándose pasos yvoces… Silencio en la antesala…Silencio en el salón… Entoncesvolví a acercarme a la cortina ypoco a poco la entreabrí: nadie.Entré en el salón.

Eulalio, sentado en un sillónde brazos, acababa de servirse otracopa de coñac y se la llevaba enaquel momento a la boca. Viéndomesalir de mi escondite, se sorprendióy sonrió, aunque sin decir nada.Luego se me quedó mirandoinquisitivamente. Yo también no

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pude menos que sonreír al verloentre tranquilo y burlón. Con todo,le pregunté:

—Y ahora, ¿qué hacemos,general?

—¿Ahora? Ahora eso quedicen ustedes, los que leen loslibros y han estado en la escuela.

Y clavó en mí los ojos, vivos,inteligentes, mientras daba a surostro la expresión comunicativa enél anunciadora de la risa.

—¿Lo que decimos nosotros?—Lo que dicen ustedes, los

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intelectuales.—No lo recuerdo. ¿Qué

decimos nosotros?—Pos malgré tout, licenciado,

malgré tout. ¿O no es así comodicen ustedes los intelectuales?

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4

«¿Lo cree usted, señorPresidente?»

A pesar de todo, en efecto, Eulaliopersistió en su empeño de rompercon Villa, para lo cual se entregó

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otra vez —tan pronto como lalibertad le fue devuelta— a losplanes que se había trazado. Ahora,sin duda, aumentarían lasdificultades materiales que noscircundaban, puesto que el jefe dela División del Norte nodesconocía ya nuestras intenciones.Pero aun eso no quitaba ánimo alPresidente convencionista, asícomo tampoco se lo aumentaba lapequeña ventaja moral de que Villalo supiese ahora todo.

Los carrancistas, mientras

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tanto, censurando en Gutiérrez,como alianza con el villismo (o con«la reacción», según empezó allamarse entonces al gruporevolucionario disidente), lo que noafirmaban en su actitud personalistay antirrevolucionaria. Los triunfosde Puebla parecían alentarlos —triunfos que nosotros mismoshabíamos hecho posibles restandoelementos a las chusmas de Zapata— y eso nos los hacía más duros deatraer. Obregón rehusaba ya hastatratar con los enviados de Eulalio:

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los remitía a Veracruz (como aRodríguez Cabo) para queexpusieran al propio Carranza lapretensión nuestra de destituir alPrimer Jefe.

Total: que la resolución deEulalio Gutiérrez era la misma queantes del altercado con Villa, y quesu situación no variaba mucho de laque tuvo al principio, cuando lossostenedores de Carranza exigíanque se quitara a Villa la Divisióndel Norte, mientras ellos se poníana salvo.

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Los preparativos de marchalos veía yo con muy buenos ojos.Más aún: esperaba ansioso la fechaen que habríamos de trocar elinflujo de la ciudad de México —disolvente cuando todo depende dela acumulación de energía— por laatmósfera, pura y purificadora, delcampo, de la montaña, de lospueblos. Un espejismo inevitableme inducía a error. ¿No habíamoslogrado acabar con VictorianoHuerta viniendo sobre él, desde losmás remotos rincones de la

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República, con la sola bondad denuestra causa? Pues otro tanto —suponía yo— conseguiríamos ahoracontra Carranza y Villa. Lo cualquiere decir que no caía en lacuenta de que una nacióndesprovista de grandes núcleosconscientes (conscientes de lanecesidad de un patriotismodesinteresado, generoso) está porfuerza atenida, para producirmovimientos populares sanos eirresistibles, a la contingencia desucesos conmovedores, que no se

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repiten a corto plazo. Yo creía quelo que el pueblo mexicano acababade hacer podría lograrlo otra vez,sin percatarme de que aquello, obradel efímero entusiasmo fundado enla emoción, no tendría por quécontinuarse ahora que lo necesarioera el entusiasmo, duradero yhondo, fundado en la idea.Justamente lo que iba a seguir seríala ruina del primitivo entusiasmosalvador: su disolución en forma deunas cuantas ambicionespersonalistas; su supervivencia

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ficticia, gracias al disfraz de tres ocuatro ideítas huecas, inventadas,para uso de ios caudillos, por losconsejeros intelectuales menossinceros y más serviles, o bien porlos más sumisos al oropel de lafuerza exterior, no a la virtudaustera de los ideales interiores.Pero como yo no veía eso entonces—ni creo que nadie lo viera—,conservaba vivos los restos de misilusiones políticas yrevolucionarias.

Si abrigaba inquietudes, más

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bien se referían al pasado que alfuturo; más a algunos de loshombres que íbamos a dejar que aaquellos con quienes pronto nosencontraríamos. La imagen de donValentín Gama, desde luego, meobsesionaba. ¿De qué nos habíaservido arrastrarlo al gobierno dela Convención? ¿Para que quedaraahora —ya que no se aventuraba aseguirnos más lejos— expuesto arepresalias y vejaciones? Ciertoque si su presencia entre nosotrosno se había traducido en nada útil,

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no era por su culpa, sino por lascircunstancias, demasiado fugitivas,precarias y anormales paraconsentir otra cosa. ¿Quéaplicación podían hallar, en mediode los crímenes bárbaros y lasintrigas anárquicas que noscercaban, el talento y los buenosdeseos de un hombre preparadoexclusivamente para las laborestécnicas? Y ahora, en vísperas deque la experiencia convencionistase convirtiera en simple aventura deguerrilleros a salto de mata, el

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contrasentido se percibía mejor.

* * *

En aquellos días, la persona de donValentín Gama, abandonada alenemigo como algo inútil paranuestra facción y como algo,además, intransportable, cobraba amis ojos, por momentos, el perfil deun ejemplo simbólico: mirándolo aél creía ver también cómo lasverdaderas virtudes cívicas noencontraban en nuestro país campo

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de acción, ni recompensa, ni gloria,mientras los simuladores del debery la eficacia usaban del país enteropara sus fines propios, y todavía asíacaparaban los honores. El ilustremaestro había hecho un sacrificiopatriótico abandonando susinstrumentos y sus libros deastronomía para ponerse al serviciode una causa que consideró buena.Pero semejante acción —muchomás valiosa, en el plano de lasdolencias fundamentales deMéxico, que muchas de las batallas

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que estaban librando nuestrosgenerales— nunca revelaría a nadienada de su esencia ética. Alcontrario: sobrarían quienes laestimaran un error, algo muy dignode ocultarse y olvidarse, supuestoque el movimiento convencionistaiba a menos y, tal vez, al fracaso.

Porque esto del éxito y elfracaso goza entre nosotros de unaamplitud que excede de losinmediatos efectos de lascontiendas políticas, donde quizá sejustifique con cierto estrecho

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criterio. Alcanza a la moral con quese aprecian en sí mismos los actospúblicos de cada uno, mirados ensu significación histórica, en sutrascendencia última respecto delos intereses permanentes de lanación mexicana. En Méxicocarecemos de una masa de opinióncapaz de advertir que un fracasopolítico puede constituir un éxitobrillante para los destinos finalesde la patria, y, de modo contrario,que éxitos políticos aparentementegrandes pueden no ser sino

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obstáculos en la gran sendahistórica. Faltos de una conciencianacional sensible a los valoresprimordiales de la nacionalidad y asus intereses más duraderos, enMéxico nos dejamos arrastrar, casipara siempre, por las concienciasfragmentarias de los diversosgrupos políticos, que identifican suséxitos momentáneos con los éxitospatrios. Así se explica que durantecien años hayamos lanzadoestúpidos mueras a los gachupines yque un siglo de experiencia en el

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descalabro político no sea aúnbastante para que aprendamos laformidable lección de historia dedon Lucas Alamán. Pero, encambio, glorificamos comoadivinaciones o aciertostrascendentales las intriguitas, loscomplotitos y las escaramucitas quese realizan en torno de propósitosmás o menos politiqueros.

El caso es que si había, en elcorto espacio de mis actividades derebelde, actos merecedores defranco arrepentimiento, ninguno me

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hostigaba entonces con más títulosque mi empeño de dos meses antesporque Eulalio hiciera ministro adon Valentín Gama. Los breves díasde su ministerio habían sido para elsabio maestro poco menos que unatortura espiritual, y ahora iban a ser,probablemente, motivo detrastornos personales. Y todo sinfruto ninguno para el país, ni paraél, ni para nosotros. No hacía faltamucha imaginación para figurarse elestrago que tenían que producir enel espíritu del gran matemático,

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hecho al rigor de la más pura de lasciencias, el absurdo desconciertodel mecanismo revolucionario,cuyas convulsiones, como dehisteria o epilepsia, no podíanpreverse ni de una hora para otra.¿Habría mayor incoherencia, porejemplo, que la del gobierno de laConvención al arreglárselas demodo que las tropas de Carranza(nuestro principal enemigo)derrotaran a las de Zapata (uno denuestros aliados)? Y así lo demás.

En el seno mismo de sus

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funciones de ministro, el sabiouniversitario rozaba diariamenteasperezas bastantes a desconcertary decepcionar al más entusiasta delos hombres de escuela resueltos depronto a echarse en medio de laplaza pública. Contra esto no eradique ni el hecho de que junto a élhubiera en el gabinete de Eulaliohombres de la cultura de RodríguezCabo, de Vasconcelos, de Alessio.

De aquel ambiente, duro yvuelto de espaldas a la cultura (a lacultura, que es luz y suavidad), nada

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quizá tan característico como lo queacababa de acontecer en uno de losconsejos de ministros. Estabareunido el gabinete en el PalacioNacional, bajo la presidencia deGutiérrez. Se trataba de laintolerable conducta de loszapatistas, a quienes se suponíainstigados por Antonio Díaz Soto yGama, su mentor. Díaz Soto, másinquieto en esos días que enningunos otros de su carrera (que noes poco decir), traía a Eulalio fuerade quicio con las habilísimas artes

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de su politiquería de enredo.Eulalio le atribuía en gran parte losgraves daños que, según él, Zapataestaba infiriendo a la causa de laConvención, y esa mañana,olvidándose al pronto de que DíazSoto era pariente muy próximo dedon Valentín, juzgó útil explayarsecon energía revolucionaria ante suconsejo de ministros —al cual, porsupuesto, asistía don Valentín Gama— sobre los agravios del guiadorintelectual de Zapata. Pero comoeso mismo no bastase a satisfacer

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su enojo, Eulalio se dejó llevar, porúltimo, del impulso a resumir suexposición, ya de suyo vigorosa yexpresiva, en una frase tremendaque englobaba lo que, en suconcepto, debía pensarse yafirmarse de Díaz Soto y Gama. Deesta manera vino a concluir sudiscurso —frente al gabinetereunido en pleno y con todasolemnidad— en unas cuantaspalabras extraordinarias allí,aunque vulgarísimas en la calle; conpalabras que rebotaban sobre el

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tapiz de la mesa de acuerdos ysobre las carpetas, de paramentosde bronce, puestas frente a cadaministro de la República; conpalabras que sacudieron loscortinajes de terciopelo y seprecipitaron sobre la mullidaalfombra con más estrépito que si auna se hubieran hecho añicos todoslos cristales de Palacio.

—Ultimadamente, señoresministros —dijo el Presidente de laRepública con su voz suave, adespecho de la ira—, que Díaz Soto

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es un hijo de la tiznada, sí, un hijode la tiznada.

Y dos veces soltó la expresiónobligada y callejera.

Los señores ministros sequedaron estupefactos y sin saberqué hacer ni a dónde mirar, por másque las palabras de Eulalio notuvieran, en el fondo, ningunaimportancia. Para quienes loconocían bien, aquellas pintorescassalidas suyas sólo existían como eltérmino de contraste que revelabasus grandes cualidades. Pero dadas

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las relaciones de parentesco entredon Valentín Gama y Antonio DíazSoto, esta vez el alcance de laspalabras presidenciales resultabaenorme. Por fortuna, don Valentín,noble hasta en eso, entró de lleno enla realidad política —acasopercibiera también todo el saborhumorístico que en ella seencerraba—. Se limitó a inclinarceremoniosamente el busto, allá, enel otro extremo de la mesa, y apreguntar con estricto apego a lasformas protocolarías más finas, de

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mejor linaje:—¿Lo cree usted así, señor

Presidente?A lo que Eulalio replicó, sin

cejar un ápice en su firmeza:—Sí, señor ministro: Díaz

Soto es un hijo de la tiznada, no lequepa a usted la menor duda.

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Libroséptimo

En la boca del lobo

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1

Un asalto revolucionario

Temeroso de las asechanzaszapatistas, a menudo cambiaba yode casa para dormir. Porque de día,bien que mal, los funcionarios

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civiles del gobierno de laConvención podíamos defendernosde los enemigos que nos cercaban;en tanto que de noche quedábamosexpuestos a la brutalidad de losatentados peores. Finalmente, miscambios de residencia fueronmultiplicándose al punto de venir aser costumbre cotidiana desde losdías —siniestros días— en queVasconcelos, ministro deInstrucción Pública, hubo derefugiarse en Pachuca para no morirde emboscada.

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Nadie, por supuesto, sabíanunca dónde dormiría yo. A últimahora acordaba dejar el auto encualquier parte; hacía extraer, deentre los cojines, las pistolas, lascarabinas, las cananas, y entonces,de súbito, me iba a pasar la noche,acompañado del oficial y el chofer,en el hotel o casa de huéspedes queescogía en ese preciso instante.Todavía coronaba con un remateestas precauciones poco comunes:mis dos compañeros y yo nosatrincherábamos —las armas listas

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y al alcance de la mano— en unamisma habitación, departamento olo que fuese.

Así las cosas, una mañana, encuanto puse pie en la calle, advertíque sobre la ciudad flotaba unambiente extrañísimo: meenvolvieron, al salir a la acerainundada en luz, barruntos o dejosde lo insólito. ¿Sería tal vezporque, muy próxima ya la fecha enque nos proponíamos abandonar aMéxico, mi receptividad para lopolítico vivía como en realce? De

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pronto no di importancia a lo quesentía: lo atribuí a mera ilusión.Pero así que el auto empezó arodar, los imponderables,tupiéndose, dominándome, mehicieron ordenar al chofer queacelerara la marcha. Luego, segúnavanzábamos hacia la Secretaría deGuerra, vino a producirse en mí unpunto de zozobra.

Mi inquietud, ya en francodesarrollo, era insoportable cuandoel auto salió por la bocacalle deRosales a la plaza de la Reforma…

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El Caballito de Troya bañaba sutrote magnífico en rayos de sol.Mas esto último, si lo vi, no lomiré, porque la visual de mis ojospasó de largo hasta detenerse, alotro lado de la plaza, en la figura deun gendarme, inmóvil en la esquinade Bucareli… Mandé parar.

—¿Ve usted —dije alayudante, que, como siempre a esahora, iba conmigo— el gendarmeque está allí?

—Sí, señor.—Bien. Vaya usted a

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preguntarle qué es lo que pasa.El ayudante no me entendió.

Las apariencias, en efecto, norevelaban que pasara nada. Iban yvenían, como de costumbre,vehículos y gente. Tranquilo,perezoso, el gendarme se reclinabacontra el lienzo de la esquinafrontero al sol. Dijo el ayudante:

—¿Me repite usted la orden?—Que le pregunte usted a

aquel gendarme qué está pasando.—Pasando, ¿dónde, señor?—Aquí, en México, en la

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ciudad.El ayudante saltó entonces del

coche con presteza de mílite;atravesó la calle, y tras de hablarcon el guardia breves segundos,regresó precipitadamente.

—Dice —me informó— queesta madrugada evacuaron la ciudadel gobierno convencionista y lastropas.

—¡Cómo!—Sí, señor.—¡No puede ser!—Señor, eso dice que dicen.

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* * *

Las puertas de la Secretaria deGuerra nos las encontramos sincentinelas y sólidamente cerradas.Llamamos a golpes: nadierespondió. Pero a la vista delcoche, o acaso al ruido, se meaparecieron, venidos de la acera deenfrente, dos oficiales del estadomayor de José Isabel Robles.

—Y ustedes —les pregunté—¿qué hacen aquí?

—Como hacer, nada, mi jefe:

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nos hemos quedado cortados.Anoche anduvimos de parranda, yhoy, al venir p’acá, nosdesayunamos con que las fuerzaslevantaron el campo. Usté ordenarálo que se hace.

Un momento estuve pensativo.Luego pregunté:

—¿Tienen todos sus armas?—Las pistolas, sí.—Y las carabinas, ¿dónde

están?—¿Las carabinas? ¡Adivínelo

Dios! Todavía anoche, a eso de las

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diez, estaban en la casa de migeneral; digo, que allí las dejamos.Pero a estas horas, quién sabe.

Me bastó eso para comprenderque Eulalio Gutiérrez, por algunacausa imperiosa y de última hora,se había visto obligado a adelantarprecipitadamente la salida haciaSan Luis. En mi casa, de seguro, mehabrían dejado aviso de lo quedebía hacer para reunírmeles.

—Suban todos al coche —ordené a los oficiales, si bien laorden creaba problemas. El

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automóvil, demasiado pequeño, contrabajo toleraba más de trespersonas. Uno de los oficiales sesentó sobre las piernas delayudante; el otro, para no llamar laatención de los curiosos, en elsuelo.

En mi casa se confirmaron missuposiciones. Varias veces en elcurso de la noche me habíanllamado por teléfono. Habíanvenido a buscarme de parte delgeneral Gutiérrez a las doce y a lasdos. Después, cosa de las cuatro, el

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general Robles había venido enpersona, acompañado del coronelDomínguez, y había hecho que leabrieran la puerta para entrar acerciorarse de que, como se loaseguraban, estaba yo ausente. Porúltimo había dejado para mí unpapel. El papel decía: «Siento noencontrarlo y que se quede aquí,pero lo hemos estado buscando portodas partes desde medianoche. Porrazones gravísimas tenemos queevacuar la plaza inmediatamente.Ya le explicaré. Salimos por el

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camino de Pachuca, donde esperoque se incorpore usted lo máspronto posible. Ojalá que esta cartala reciba a tiempo, pues tengo deseguro que, en cuanto amanezca, laciudad caerá por completo enmanos de los zapatistas. Me llevosu caballo para que no se pierda enel desorden que dentro de unashoras va a sobrevenir. Usted, salvolo que su habilidad o lascircunstancias le dicten, lo mejorserá que salga en automóvil.Cuídese de Madinabeitia tanto

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como de Zapata. Hasta luego, pues.Lo espero pronto.—Robles».

Las ocho y media sonaron, alterminar la lectura de la carta, en elreloj del comedor.

* * *

Mis tropiezos para huir dieroncomienzo con el automóvil. El mío,un cupé ridículo —que en tiemposde Huerta había estado al serviciode Chucho Rábago, secretarioparticular de Urrutia mientras éste

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fue ministro de Gobernación—, nocaminaba dos kilómetros fuera delasfalto. Era, además, muy pequeño,defecto que vino a agravarsecuando, minutos después, recogí enel jardín de San Femando otros dosoficiales de Robles, rezagadostambién como nosotros. El primerpaso, pues, y el más urgenteconsistía en hacerse de unautomóvil de turismo, con sieteasientos. Me eché en su busca.

Quise al principio conseguirloalquilado, pero dos o tres tentativas

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me convencieron de que así no loobtendría en ninguna parte. Encuanto los choferes se percatabande nuestra pinta revolucionaria ynos oían decirles que se trataba desalir de México, rehusabanterminantemente. Los autos dealquiler, por lo demás, estaban enpésimas condiciones: de sus cuatrollantas no hubiera salido buena unasola.

Mientras tanto pasaba eltiempo. Se iban notando en lascalles indicios del cambio militar a

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que daba ocasión la retirada de lastropas convencionistas… Dieronlas nueve…

Indeciso entre los diversosexpedientes a que podía recurrir,me detuve en la esquina de laavenida Juárez y Balderas. Pasabanen un sentido y otro automóviles detodas marcas, de todos tamaños, detodas clases: europeos yamericanos, nuevos y viejos. Y detodos ellos, aunque sin duda teníandueño a quien servir, ningunoprestaba entonces a nadie un

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servicio comparable al que a mí meurgía. Saqué el reloj: eran las nuevey diez. Cada minuto que corríaponía ante mí veinte, treinta,cincuenta automóviles, y del otrolado alejaba, quién sabe hastadónde, las probabilidades que teníayo de salvarme. Entonces meresolví. A la vista de los milautomóviles cuya propiedad no eragarantizada por ninguna ley —puesto que ninguna ley garantizabatampoco mi vida (el derecho, comotodo en el Universo, es mutuo,

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recíproco, correlativo)—, opté porel camino más franco, ya que másviolento en los hechos y atentatorioen la teoría. Subí a mi cochecitocon el ayudante y dos de losoficiales, y le dije al chofer:

—Echa a andar despacio yprocura detener, atravesándote en lacalle, el primer Hudson Super-Sixque pase.

No habíamos avanzado cienmetros cuando vimos venir anuestras espaldas —nuevo,reluciente de barniz y de sol— un

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auto de la marca y tipo designados.Rápidamente, mi chofer, sacandouna mano, viró en redondo: tan enredondo y metiéndose tan adentroen los terrenos del Hudson, que lohizo parar y derrapar. Oí que el otrochofer iniciaba protestas airadas,pero un segundo después vi cómose calló al notar que dos de misoficiales tomaban por asalto ambosestribos y que otro se encaraba conel ocupante del coche. Lo que eltercer oficial dijo fue tan brevecomo enérgico:

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—Este coche se necesita parael servicio. Favor de desocuparloinmediatamente.

El dueño del automóvil, porsupuesto, debe haber creído quesoñaba. Primero se asombró, luegose indignó muy justamente, y acabóintentando conatos de resistenciainútil. En aquel punto se leacercaron mis otros dos oficiales—éstos armados de sendascarabinas— y yo mismo fui hacia élcon ánimo de convencerlo.

Los arreglos, en verdad, no

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resultaron muy fáciles en el terrenode la persuasión —terreno del queyo no quería salir—. Porquemientras el dueño aseguraba servíctima de un asalto en plenaavenida Juárez, y partía de allí paranegarse, con justo derecho, aentregar su coche, yo aseguraba queel asalto era innegable, evidente,pero en eso, ni más ni menos, mebasaba para demostrarle cuánforzoso era que todos nossometiésemos a las durasexigencias de la guerra. Exclamaba

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él, en el colmo de la indignación:—¡Pero este razonamiento de

usted parece de salteadores decamino!

A lo que yo, imperturbable,respondía:

—Parece y lo es.Al fin se allanó a nuestra

requisa, gracias a la amenaza dellevarlo a él también si se negaba ymediante la promesa mía dedevolverle su auto esa misma tarde.Me dio, furioso, su tarjeta (lesobraba razón). Yo, sonriente, le

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tendí la mía, en la cual escribí, amanera de recibo, dos líneasprecisas y tan comprometedoras enlo oficial como en lo personal yprivado.

Él y su chofer bajaron delHudson. Mis oficiales y yo loocupamos. Se puso al volante michofer.

—Y esto ¿para qué sirve? —preguntó con desprecio el dueñodel coche después de leer mitarjeta.

—Probablemente para nada —

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le contesté—. Sin embargo,guárdelo por las dudas.

Ya para partir, añadí:—Ahora un último favor: suba

usted a mi cochecito y úselo hastaque le devuelva el suyo esta tarde.

—¿Y si no quiero?—Si no quiere, déjelo. Yo lo

hacía por usted: mejor es un cochemalo que ninguno. Hasta la vista.

Y echamos a andar.

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2

González Garza, Presidente

¿Reparó alguien en la índole de lamaniobra que nos había permitidoapoderarnos del Hudson? Sialgunos la notaron —cosa

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inevitable a tal hora y en tal sitio—,no deben haber sido muchos, pueslos doscientos metros que aúnrecorrimos a lo largo de la avenidaapenas nos valieron más miradasque las de costumbre. Pasadas dosbocacalles torcimos haciaHumboldt. Allí nos detuvimos.

—Examina el automóvil —dije al chofer, el cual, ayudado delos cinco oficiales, procedió a unsomero registro.

Todo, al parecer, estaba bien:todo, menos el repuesto de

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gasolina, de la cual escasamentehabría para veinte kilómetros. Yentonces volvieron a empezarnuestras luchas, porque en aquellosdías no se encontraba en Méxicogasolina ni a peso de oro. Fuepreciso que inquiriésemos en variaspartes, que rogásemos en muchas,que amenazáramos en otras paraconseguir por último, pistola enmano, que en un garage de la callede Atenas nos vendieran las únicascuatro latas que allí decían guardarpara sus usos más urgentes. Dos de

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ellas las vaciamos en el depósito;las otras, dentro de la caja, lassujetamos, del mejor modo posible,a uno de los estribos.

¡Por fin podíamos partir!…Pero en aquel momento recordé quetenía en mi casa dos rifles más, consus respectivas dotaciones decartuchos. Allá fuimos otra vez.Recogí las armas; puse en elHudson algunas provisiones deboca, y, dispuesto ya todo, ordené:

—¡A Pachuca!Eran las nueve y media

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corridas.

* * *

Al pasar por la avenida de losHombres Ilustres notamos muchomovimiento de gente revolucionariaante la puerta del Hotel Lascuráin.Parecía un mitin —un mitin donde,de seguro, estaría tratándose de lasalida de Eulalio y sus fuerzas—.¿Convenía que me detuviera yo aenterarme?… La prudencia meaconsejaba no perder más tiempo;

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mi instinto, indagar… Paramos.Salté del coche; me acerqué a lamultitud; entré en el hotel.

En las salas bajas, el gentíoera enorme: había villistas,zapatistas, convencionistas;militares y civiles. En la salaprincipal, el estrado atraía laatención de todos al entrar yo. Allí,subido sobre algo que le permitíadominar el concurso y ser visto yoído por éste, peroraba,excitadísimo y elocuentísimo,Roque González Garza. «Porque es

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—decía— en estos momentos deansiedad e incertidumbre cuandolos verdaderos patriotas…». Peroal llegar aquí me columbró a lolejos (surgía yo entonces bajo eldintel) e interrumpiendointempestivamente su discurso sepuso a gritarme por sobrecentenares de cabezas:

—¿Ya sabe usted lo que pasa?Le contesté:—No; a preguntárselo venía.

¿Qué pasa?—Pues casi nada: que nos han

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traicionado. Gutiérrez, Robles,Blanco y todos sus secuaceshuyeron esta mañana con las tropas.Abandonan a la Convención;rompen con Villa y Zapata. En fin,que nos dejan para sumarse alcarrancismo…

Conforme él hablaba, yo me lehabía ido acercando en medio de unsilencio general; pero como alpropio tiempo fue bajando la voz,cuando estuvimos a un paso yahabían nacido por todas partesconversaciones y diálogos

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particulares. Entonces le dije:—Bueno, ¿y ahora que piensa

usted que se deba hacer?—Primero, no amilanarnos;

luego, lo que convenga. Por depronto tomo a mi cargo la situación.He asumido el Poder Ejecutivo. Nodudo de que el general Villaapruebe mi conducta; y laConvención, si es posible estamisma tarde, ratificará lasfunciones que me atribuyo concarácter de necesidad… Y apropósito: usted que está ahora al

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tanto de los asuntos de la Secretaríade Guerra, ¿quiere tomarla a sucargo desde luego?

—¿Qué quiere usted decir?¿Que me hace su ministro de Guerray Marina?

—Ministro o lo que fuere.Sólo importa que no nosdesintegremos, que sigamosfuncionando como gobiernolegítimo…

Todo lo cual me decía Roque,en contraste con sus ademanes y susilabeo infantil, sin ninguna

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pedantería de fondo, sino más bienatento, aunque sin manifestarlodemasiado, a las responsabilidadesque estaba echándose sobre loshombros. Roque, en efecto, ya queno en la forma, había cambiadomucho, a la vuelta de unos cuantosmeses, como político. Susmalquerientes se burlarían de él enél porvenir —se burlarían porincapacidad para distinguir entre lobueno y lo inepto, entre lo cándidoy lo obtuso—; pero lo cierto es quela decisión con que iniciaba su

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efímera presidencia se hubierapodido considerar como anuncio delos innumerables rasgos viriles, ydignos y fuertes, de que habría dedar pruebas en las tormentosassemanas que entonces le esperaban.

Yo no quise engañarlo nidelatarme, sino que respondí a suoferta, ambiguo el tono y laspalabras:

—Muy bien, muy bien…Y hablé unos minutos más, con

él y con otros de los presentes, yluego salí.

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Salí pensando que mipresencia en México, a juzgar porla invitación de Roque, no seatribuía aún a su verdadera causa,sino al hecho de suponérseme másadicto a Villa que a las ideasrepresentadas por EulalioGutiérrez. Urgía aprovechar laequivocación.

* * *

Huimos a todo el correr del autopor Santa María la Redonda.

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Dejamos atrás la plazuela deSantiago. Seguimos por Peralvillo.El Hudson se portaba que era ungusto. En la calzada de Guadalupefuimos encontrando oficiales ysoldados dispersos. Unos iban,venían otros. Algunos, cansados,temerosos o perplejos, se habíansentado al borde de la cuneta oyacían bajo la sombra de losárboles.

La Villa —sucia e inquieta,agitada por el comercio al menudeoy la expectación— delataba en el

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acto el reciente paso de un ejércitonumeroso. La atravesamos sindetenernos. Un grupo de oficialesnos hizo señas. No los conocíamos:fingimos no ver. Pasamos frente a lacapilla del Pocito; íbamos entrandopor la calle ancha que enlaza con elcamino. Quinientos metros más yestaríamos en plena carretera. Perojustamente cuando me hacía yo estareflexión nos salió al encuentro unatropa de hombres montados. Eranzapatistas.

Tuvimos que parar. El jefe de

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la tropa se acercó y preguntó,irónico y malicioso:

—¿Pa dónde mero, vales?…—Ya lo ve usted —respondí

—; para allá.—Pos p’allá no hay paso. Es

orden.—¿No hay paso para nadie?—Pa naiden.—Bueno, pues si no hay paso,

no pasaremos. Gracias.Regresamos.

Y añadí, dirigiéndome alchofer:

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—Echa para atrás.Pero el zapatista objetó:—No, mi jefe; tampoco eso se

puede. La orden es de arrestar atodo el que gane p’aquellos rumbos.

Y no hubo tiempo de entrar endistingos. Los zapatistas nosrodearon mientras el jefe mandabaal chofer que dirigiese el auto haciauna puerta ancha que estaba cercade allí; puerta, no se sabía, si demesón o de corral. Por ella hicieronque entrásemos, y luego nosllevaron presos, con auto y todo, a

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un gran patio donde las aparienciasde corral se acentuaban. Ya habíaallí multitud de prisioneros de lasmás diversas clases y categorías.

Aún no nos bajábamos delcoche cuando me vino una idea, tanclara, tan evidente en sus efectossalvadores, que a pesar del aprietoen que nos hallábamos me hizosonreír.

—¿Sabe usted —pregunté aloficial, simulando gran aplomo—quiénes son las personas que acabade meter aquí?

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Él, con sorna humilde,respondió:

—Al rato lo sabremos…—No —repliqué—; ahora

mismo. ¿Sabe usted quién soy yo?—¡Vaya, mi jefe! ¿Pos y pa

qué tanta priesa?Yo insistí:—¿Usted quién es?—¿Yo? El mayor Margarito

Cifuentes, pa servir a su mercé.—Muy bien, señor mayor.

Pues yo soy el Ministro de laGuerra del nuevo gobierno de la

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Convención. El Presidente es elgeneral Roque González Garza…

El mayor Cifuentes abriótamaños ojos y, doblando haciaatrás con una mano el ala de susombrero de petate, exclamó, entreincrédulo y asombrado:

—¡No me lo diga, mi general!—Como lo oye, mi mayor. Y

estos señores que vienen conmigoson mis ayudantes. Ahora ustedsabe lo que hace.

Durante varios segundos eljefe zapatista no cambió de postura,

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ni de gesto, ni de mirada. Luegodesmontó, vino hacia mí y,repitiendo el tratamiento de pocoantes, dijo:

—Usté dispensará, mi general,si voy corriendo a consultar elcaso. ¿Cuál es la gracia de sumercé?

Le dije mi nombre. Él lorepitió entero dos veces y caminódespués hacia el grupo de casas quelimitaban por un lado el corral. Allídesapareció, desvanecido en una delas manchas de penumbra que se

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recortaban sobre las paredesdescascarilladas y negruzcas.Minutos después tomó a salir, ahoraen compañía de otro zapatista, éstede pantalones más angostos, desombrero más ancho y de talantemás fiero.

El nuevo coloquio con ellos nodesdijo del anterior. Comenzó elzapatista recién venido:

—Yo soy el coronel delregimiento que cierra por esteflanco la salida de los traidores.¿Es verdá que usté es el Ministro de

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la Guerra del nuevo gobierno?—Es verdad.—¿Usté no se molestará, mi

general, si le encarezco que seidentifique?

—¿Y cómo he deidentificarme?

—Con algunos papeles, mijefe.

—Para eso no traigo papeles.No hace una hora que menombraron.

—Entonces, si a usté le parece(y no es que dude; es que el deber

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así me lo manda) va usté a hacermeel favor de que vayamos juntos adonde esté el nuevo Presidente dela República pa qu’él mismo me lodé a conocer. Digo, si su mercé nomanda otra cosa que cuadre con misobligaciones…

—Muy bien me parece eso —respondí—. Suba usted al coche.

Los oficiales que venían a milado se levantaron para ceder elsitio. El coronel zapatista continuó,sin moverse de donde estaba:

—Nomás que, no tomándolo a

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malquerencia, yo quisiera quedejásemos aquí a los ayudantes. Deesa forma no tendremos que llevarescolta; tan solamente iremos usté yyo y uno de los capitanes míos.

Es posible que a esas alturasun grito bien dado hubiera sidobastante para que yo me impusierasin necesidad de viajes niidentificaciones. Pero como departe de la violencia estaban todaslas de perder, me acogí a lasventajas de la mansedumbre. Hiceencomio de la conducta muy militar

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del coronel y me sometí de plano asus requisitos.

* * *

Media hora después estaba yo denuevo en el Hotel Lascuráin. Habíamás gente que antes. Roque, llenodel espíritu de su investidura,seguía perorando y dando órdenes.Las flamantes funciones lecomunicaban algo de lo que en ellashabía de importancia intrínseca oexcepcional: parecía más alto, más

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enérgico, más inteligente; su voz, deconsonantes torpes, sonaba menosinfantil; su movilidad era decanario en jaula.

Me le acerqué, seguido delcoronel zapatista, quien ya andaba,entre tanta gente y tantos espejos, apique de naufragar, pese alconcepto riguroso de sus deberes.Dije a Roque en voz alta, para queel coronel lo oyese:

—Vengo a que me dé usted porescrito mi nombramiento deMinistro de la Guerra, para poder

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acreditar mi personalidad. De locontrario sufriré más tropiezos delos que espero. Acabo de tener unoen Guadalupe Hidalgo.

—Por supuesto, hombre; en elacto. Usted mismo puede escribirlo.Mire, aquí.

Y señalaba Roque la mesa quetenía cerca.

Yo tomé entonces una hoja depapel, la metí en la máquina deescribir y me puse a redactar, tanmodestamente como me fue posible,mi despacho de Ministro de Guerra

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y Marina del nuevo gobierno de laConvención. Roque, después deleerlo, firmarlo y entregármelodoblado en cuatro, me dijo concierta curiosidad súbita —sospechade subconsciente:

—¿Y qué andaba ustedhaciendo por la Villa deGuadalupe?

Acercándomele hasta casitocarle el rostro, le contesté en vozbaja:

—Buscando a José IsabelRobles; dicen que está por allí.

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—¿Es posible?—Posible o no, lo busco, por

las dudas. Hasta luego.Y salí a la calle, acompañado

siempre del coronel zapatista. Unavez fuera, dije a éste:

—¿Se convence usted?—Mi general, a sus órdenes.Resueltamente, para aquel

coronel de Zapata ya era yogeneral.

Subimos otra vez al automóvil,para regresar a la Villa en busca demis oficiales. Pero cuando los hube

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rescatado y nos vimos todos libres,ya no persistí en el propósito decontinuar desde luego a Pachuca,sino que volví a México. De miconversación con el coronel, queme enteró en detalle sobre cuálesfuerzas estaban apostadas en partede la carretera, había sacado enlimpio que era una locuraempeñarse en huir así. Dos horasantes habría podido hacerlo;entonces, no.

Al llegar al Zócalo me separéde los cinco oficiales.

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—Imposible —les dije— salirde aquí juntos. Cada quien debeirse como pueda. Para ustedes no esdifícil: dejen sus armas, o si no,disimúlenlas; vístanse de paisanosy vayan por tren hasta donde lohaya. Yo veré lo que hago.

Y me dirigí inmediatamente alas señas que me había dado eldesconocido de la mañana. Iba adevolverle esa misma tarde, deacuerdo con mi promesa, su HudsonSuper-Six.

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3

El telegrama de Irapuato

A González Garza no le parecióbien que yo renunciara sin más nimás el puesto que acababa deconfiarme en su naciente gobierno.

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Nuestra entrevista al otro día de lossucesos de la Villa de Guadalupefue difícil, larga, violenta. Él laconcluyó de esta manera:

—Conque lo dicho: o cambiausted sus ideas antes de doce horas,o lo encierro en la Penitenciaría.

Cambiar de ideas —odisimularlas— no era fácil.Consentir en que me encerraran,tampoco. Vencido el plazo, decidírefugiarme en la casa de VitoAlessio Robles, que seguía al frentedel Gobierno del Distrito.

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Vito, entonces como siempre,ponía por sobre todo su sentimientodel valor civil y su honor de military de hombre. A cada pasomanifestaba su rebeldíafundamental, la rebeldía de losAlessio. Odiaba a los cobardes y alos aduladores, despreciaba a lostontos y sentía como algoirresistible el atractivo de losinconformes. Había nacido para laoposición, para la censura, parafiscal en el juicio de residencia delos políticos falsos, farsantes o

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prevaricadores. Su mordacidadinteligente dejaba, con encono,grandes dentelladas en losrevolucionarios desprovistos deprincipios, de ideal. Pero, encambio, para los hombres de susimpatía, para sus amigos en laregión de las ideas y los propósitos,su devoción y su benevolencia noencontraban límite, lo mismo en laderrota que en la victoria. Y si en laderrota, daba a los pusilánimes quese escondían en el momento deldesastre y abandonaban a su jefe o

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a su compañero, la lección de salirél en busca del amigo vencido omuerto.

Por dondequiera que se letocara se encontraba al hombre.

—Pero ¿le tiene usted miedo aRoque González Garza? —mepreguntó esa vez.

—A él, no: a la Penitenciaría,convertida ahora en baluarte dezapatista. Roque, en el fondo, esbuena gente.

—¿Y cuál es su proyecto, suplan?…

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—Disponer de tres o cuatrodias para ir a reunirme con Eulaliopor donde se pueda…

—Si le digo eso a Roque, lofusila…

—Usted le dirá otra cosa. Leaconsejará que me deje en paz,puesto que si no me he ido conGutiérrez, eso es prueba de que nolucho contra Villa. También dígaleque hablo de salir paraAguascalientes en el primer trenque haya, lo que es verdad. Élentenderá, no que voy a

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Aguascalientes de paso hacia SanLuis, según me propongo, sino quesalgo en busca de una explicacióncon el general Villa.

Vito me miró un tantoasombrado.

—Pero ¿se atreve usted a ir aAguascalientes?

—¿Por qué no?—Es mucho el riesgo. Con

Villa no se juega…—No veo otro camino.—Quedarse aquí.—¿Aquí? Sería peor. Porque

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en Aguascalientes el peligro,aunque grande, es uno solo,mientras que aquí hay por lo menostres. Allá es Villa; aquí Villa,Zapata y Carranza. De allá, además,acaso escape hacia donde estáGutiérrez; de México nunca… Ya séque Villa es un riesgo muy grande;pero lo conozco bien, trataré deevitarlo.

—No lo evitará usted: conVilla no se juega… Pero, en fin, porde pronto, hablaré con Roque.

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* * *

A éste le encantó la noticia de miida hacia donde Villa estaba. Desdeluego prometió a Vito que, en talcaso, no me molestaría. Y cuandovolvimos a vernos no tardó endecirme con cierto retintín, muyraro en él (tan ingenuo siempre, tancandoroso):

—Vaya usted allá, sí, vayapronto. Le aseguro que será muybien recibido, tan bien como se lomerece.

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No por eso me inquieté más.Confiaba en que Roque, por lomismo que había querido hacerme,en el primer momento: ministro desu gobierno, se guardaría de pintara Villa mi conducta con tintesdemasiado negros. Aparte esto, enmi plan no entraba el convencer aVilla de mi inocencia, sino rehuir elencuentro. Un solo peligro seriohabía: que mientras yo esperaba lasalida del tren, llegaran al cuartelgeneral de Aguascalientes vocespredispuestas en mi contra.

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* * *

A última hora tuve la sorpresa desaber que no haría el viaje solo,sino en compañía de Luis G.Malváez, embotellado en México,como yo, desde la salida de EulalioGutiérrez. Luego resultó que se nosunirían también Luis ZamoraPlowes y Fernando Galván, aquienes había yo hecho director ygerente de El Monitor, el efímerodiario de la administraciónconvencionista. El doctor Atl

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estuvo asimismo a punto de venir ennuestra compañía, pero a la postrese quedó, a causa de no sé quéautomóvil cuyas grandes cualidadeslo traían sin seso. Original en estepunto (como en todos los otros), Atlhizo de su automóvil una cuestióntrascendental y graciosísima. Setrataba de un auto que se habíaallegado muy revolucionariamente,y el cual, a poco de poseído, seconvirtió en posesor. Ya no era Atlel dueño del coche, sino el coche eldueño de Atl: su dueño al modo de

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la esclava que el vencedor arrebataen la guerra, y que, al cabo, seconvierte, haciéndose amar, envencedora única. ¡Qué no intentóentonces el pintor revolucionariopor alejar de su tesoro las garras delos enemigos! Al huir Gutiérrez, Atlocultó el automóvil. Después,inquieto aún, cubrió con paredes decal y canto las puertas por dondepodía llegarse al escondite; ytodavía así no se sintió tranquilo,sino que, por último, hubo derenunciar al viaje con nosotros,

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para quedarse velando cerca delobjeto de sus pensamientos. Cuandome dijo que no iba, pensé: «He aquíun hombre de verdadero talento quehará carrera política en torno de lapropiedad de un automóvil. ¡Granfortuna ser así: proceder con el dondivino que refleja lo infinito en lofinito, la aspiración ideal en larealización más limitadamenteconcreta; don, al fin y al cabo, deartista, de artista capaz de acometerpor el bello trazo de una línea —enla tela, en el mármol, en la máquina

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— lo que otros no intentan ni por unmundo!».

* * *

El viaje fue molesto y largo. Eltren, extrañísimo, a veces parecíamilitar, a veces de carga —trenfantástico y abúlico, dondeviajaban, sin billete, los quequerían—. Galván había traídoconsigo, como otras tantas maletas,los restos de varios rollos de papelde El Monitor y los había hecho

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bienes mostrencos. Los pasajeros—todos de tercera clase—aprendieron pronto a coger de allígrandes trozos para cuantos usos lesvenían en gana. De noche seimprovisaban cortinas de papel,camas de papel, mantas de papel,embozos, capotes, tilmas de papel.La albura, en manchas dispersas,daba entre las sombras la impresiónde un campamento de almas enpena, o de comunidades enteras enoración o éxtasis. Sobre lassuperficies blancas resbalaba el

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frío de enero. Los bultos, de aristasy pliegues atormentados, crujían acada sacudida del tren, a cada alto,a cada arranque: fru-frú onduloso,fru-frú en contraste con los secosgolpes de la rueda contra el riel ycon el rechinar metálico de tirantesy muelles. De tiempo en tiempo, lascolillas de los cigarros, tiradas condescuido, jugaban al incendio.

En la estación de Irapuatoesperamos más de doce horas.Volvían de Guadalajara las tropasde Rodolfo Fierro y Calixto

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Contreras, derrotadas por Diéguez yMurguía: cada media hora un tren.El cordón interminable de losconvoyes de hombres, de caballos,de cañones, nos cerraba el paso, yla interrupción del telégrafo haciael norte retardaba más la marcha.

A medianoche, próximos ya apartir, Malváez regresó del centrode la ciudad agitado ypreocupadísimo.

—Malas noticias —me dijodesde luego—. Los telegramasurgentes de México para el norte

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están haciendo escala aquí,mientras las comunicaciones serestablecen, y acabo de saber en laoficina de telégrafos que entre losmensajes hay uno, de Roque a Villa,donde se habla de usted…

—¿Y qué dice Roque?—Cosa grave. Avisa a Villa

que pasaremos por Aguascalientes,y recomienda que a usted lofusile…

—¿Roque es capaz de eso?—Acaban de decírmelo…—¡Apenas lo creo!

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—¡Pues yo no lo dudo!No disimularé que la noticia

me inquietó, y que me inquietó afondo. Me acordé entonces de VitoAlessio Robles y sus prudentesconsejos.

Opinaba Malváez quedeberíamos cambiar de ruta, o bienocultarnos, desaparecer durantealgunos días.

—Ocultarnos es absurdo —lerespondí—, porque entonces, paraque no nos descubrieran,tendríamos que condenarnos a

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encierro indefinido. Cambiar deruta tampoco lo veo posible: enquinientos kilómetros a la redondacualquier camino nos resulta igual.Donde no está Villa, está Zapata, ysi no, Carranza: a lo fugitivo escomo menos podríamos salvarnosde caer en las manos de uno u otro.Ahora lo más seguro es que nosmetamos en la boca del lobo,aprovechando la misma vaguedadde nuestra situación.

Otro que no fuera Malváez nome habría escuchado, ni menos

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seguido. Porque evidentementeestaba yo cometiendo una locura.Pero Malváez, siempre valeroso,aceptó la situación de plano: sejugó la vida conmigo. Lo cual en élsí era mérito, pues él no estaba,como yo, familiarizado con lapsicología de Villa, ni tenía por quéabrigar la remota esperanza que enmí despertaba, en último análisis, elterrible mensaje de Roque: laesperanza de que Villa, viéndome iren su busca, atribuyera la actitud deaquél a cuestiones personales.

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* * *

Dos días y medio tardamos enrecorrer la distancia de Irapuato aAguascalientes, siempre a la zagade los trenes militares. De éstos, elúltimo era el de Rodolfo Fierro. Enalgunos sitios, el nuestro loalcanzaba, y se daba entonces elcaso de que el general villistaviniera a hacerme compañía durantelas largas esperas al borde delterraplén. Aquéllas eran para míhoras difíciles, horas de prueba

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bajo el golpe de sentimientosencontrados. Porque, a las primeraspalabras, la voz suave de Fierro metraía a la memoria el asesinato deDavid Berlanga, que me indignaba,me ensombrecía, y Fierro,sospechando lo que pasaba en mí, opresintiéndolo, se esmeraba más enel aire de pecador arrepentido conque dio en hablarme desde el día desu confesión en la Secretaría deGuerra, y esto me conmovía hastacompadecerlo.

En la parada previa a la de

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Aguascalientes, la locomotora deFierro se descompuso y su tren noscedió la vía. El nuestro llegó, doshoras después, a kilómetro y mediode la cuna del convencionismo. Allínos apeamos. Locomotoras yvagones, éstos ocupados aún porlas tropas de Jalisco y suimpedimenta, se agolpaban en lasvías y empezaban a convertir elcampo circundante en el pequeñomundo, rumoroso, informe,primitivo, que es todo campamentode tropas mexicanas.

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Perdidos entre grupos desoldados y soldaderas caminamoshacia la ciudad. Zamora Plowes ibaencantado de verse, al fin, en sitiodonde pudiera tratar de cerca aVilla y ofrecerle sus servicios comoperiodista (¡qué ilusiones no sehacía!); Galván iba resuelto asubirse al primer tren que salierapara Chihuahua y los EstadosUnidos, y Malváez y yo, tensasentre las dos las palabras deltelegrama de Roque, íbamos con elalma en un hilo. A mí lo que más me

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preocupaba era la necesidad detener con Villa una explicación,cosa a que ahora me sentía obligadocomo única defensa contra lossupuestos manejos de Roque.Porque eso sí era jugarse el todopor el todo: exponer no sólo lavida, sino también, dado caso desalvarla, mi futura conducta en elterreno de la Revolución. Y tanpeligroso era lo uno materialmente,como moralmente lo otro.

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4

A merced de Pancho Villa

Al entrar en Aguascalientes, Galvány Zamora Plowes se dirigieron a laplaza en busca de hotel; Malváez yyo seguimos caminando a lo largo

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de los rieles. En el patio de laestación, el apiñamiento de vagonesy tropas era mayor todavía; contodo, no tardamos en columbrar,hacia el otro extremo, lainconfundible figura de los dorados.Conforme avanzábamos, la multitudsoldadesea iba disminuyendo; luegose enrareció hasta no dejar visiblesen el fondo del paisaje ferroviariomás rastros suyos que unos cuantosperros y la guardia de Villa.

El corazón me latió rápido a lavista de los dorados: rápido y

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estrepitoso, a contratiempo delmovimiento de mis pies, los cuales,por virtud de fuerzas mecánicas obiológicas superiores a mí, sesintieron de pronto dotados de uncompás perfecto. Nunca había yocaminado con tanta soltura ni contal precisión: el suelo se deslizababajo mis plantas —plantas entoncesrítmicas— como movido por unesfuerzo en el que yo no intervenía.En esos instantes, yo era sólo ladelicia de asistir, convertido a untiempo en espectador puro y

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voluntad pura, a un ejerciciomuscular entendido y sentido desdelo más hondo de su esencia. Mepasaron entonces por el recuerdo,como cuadros lejanos, remotos, lasescenas de los fusilamientos deTacuba dos meses antes: los cincocondenados a muerte caminandohacia el cementerio. Y contra elfondo evocativo de esas imágenes,se hizo más claro el ritmo de mispasos, creció el placer íntimo deescucharlos.

Al pie del vagón de Villa dije

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maquinalmente al dorado que hacíaguardia en el estribo:

—Dígale al general que aquíestoy y que deseo hablarle…

Mis palabras me sonaroncomo algo cuyo acaecimientohubiera previsto la fatalidad desdeel origen de los siglos. El doradome miró sonriente. No se movió. Susonrisa se prolongaba; suinmovilidad también. Eso,obstáculo imprevisto en el suavedeslizarse del destino, hizo queexperimentara yo un súbito

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malestar.—¿Me ha oído usted? —

insistí.El dorado sonreía, me miraba.

Con lentitud —a distancia infinitade la aceleración con que yo estabaviviendo— me respondió:

—¡Pos si mi general no está!… Anda a caballo por el campo…

Su voz vino como de un mundoque no era el mío. Yo era, pordentro, toda la realidad.

Me dispuse a esperar, apoyadode espaldas contra los tableros del

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coche. Malváez, silencioso, secolocó junto a mí.

Fue pasando el tiempo. El grisde la tarde había venidoaclarándose, azulándose,plateándose. Ahora brillaba en elcielo el polvo luminoso de lospostreros rayos del sol; lo cortaban,de rato en rato, los trazos oscurosde los pájaros. Mi alma se disolvíaen aquel azul con placidez deconvaleciente, y así, poco a poco,mi ritmo interno fue acordándosecon el externo.

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¿Pasó media hora? Malváezdijo:

—Lo más juicioso seria irnos.—No.—Por usted lo digo, no por mí.—Lo sé, Malváez. Pero irnos,

nunca.—Todavía es tiempo…

Convénzase usted…—Tiempo de perder, si nos

fuéramos. Porque aquí se trata deuna carrera que nosotros nocorremos, sino nuestras dosposibles actitudes. Comprendo que

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todo lo tenemos en contra; perotodavía así, nos queda esto: eltriunfo será de la actitud nuestra queprimero llegue a Villa. Si cree quehuimos, nos perseguirá y fusilará; sisiente que venimos a él, querráhasta premiarnos.

Pasó otro cuarto de hora.Empezaba a oscurecer. Dije de allía poco, anudando la hebra:

—Lo que sí me pareceinnecesario es que esté usted aquíconmigo. Debe usted irse, parautilidad de los dos. Su compañía, si

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añade algo, añade riesgos.Malváez resistió tenazmente,

pero lo convencí al fin. Se fue: sufigura se perdió entre las masasrectangulares de dos furgones. Mequedé solo. Palidecía el cielo;charlaban, indiferentes y distantes,los dorados. Uno de ellos, con lavista fija en el espacio sin límites,canturreaba:

Ya te he dichoque al agua nobajes…

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El son melancólico —¡almamexicana!— subía al cielo yparecía quedarse prendido allí:

Y si bajas, nobajes tantarde…

Y en la melancolía de la canción,repetida una vez y otra, resbalaba eltiempo:

No sea, mialma, queabajo te

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aguardeny te olvides pasiempre demí…

Crepúsculo y canto vinieron a seruna sola cosa: los dos lejanos, losdos envolventes… Yo escuchaba ysentía, olvidado de cuanto merodeaba… Un grupo de jinetesavanzaba desde el fondo de la calleformada por vagones en fila. Sindesasosiego lo vi acercarse. Meembargaban la tarde y el canto. El

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soldado musitaba:

No sea, mialma, queabajo teaguarden…

… Pero, de súbito, en el grupo dehombres a caballo, reencontré unasilueta familiar, una figuraconocida… ¡Al paso de su soberbioalazán, Villa se acercaba!…

Traía el sweater café, dócil ala línea de los músculos del pechoy del brazo. Traía el sombrero

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tejano, semilevantado por el brío delos rizos de la frente. Y no loanalicé más; no pude. Su busto fuecreciendo, creciendo, y llegó acrecer tanto, según el caballoamblaba hacia mí, que su expansiónabrumadora inundó mis ojos. Otravez sentí que los latidos delcorazón me llenaban el pecho; queme subían hasta la garganta, luegohasta las sienes…

Vi a Villa detenerse a dospasos de donde yo estaba. Lo vifijarse en mí, soltar la rienda,

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desmontar de un salto.«Va a matarme aquí mismo»,

pensé, y oprimí, sin quererlo, con lamano que tenía a la espalda, laculata de mi pistola.

Y lo vi acercárseme de dosbrincos. Luego me sentí en susbrazos, levantado en vilo a doscuartas del suelo, metido en unaatmósfera donde su aliento y el míose mezclaban.

—Roque González Garza… —dije con precisión verbal que mesorprendió a mí mismo (las tres

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palabras flotaron en mi mareointerior como tres gotas de aceite enel agua…).

—No me hable ahora deRoque —respondió Villa—.Hábleme de usté. Bien, amigo, bien;ya sabía que usté no era capaz deabandonarme. Pues ¡cómo había deserlo! ¿No es verdá?

Y me depositó en el suelo. Yoiba reponiéndome.

—Pero de hoy en más —continuó, cogiéndome por ambassolapas, fija en los míos la mirada

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de sus ojos movibles— va aquedarse aquí conmigo. Ya noquiero que ande con jijos de larejija… ¿Cuándo llegó?

—Hará una hora, general.No me soltaba.—Venga, venga y cuénteme.

Usté es el primero que viene deMéxico desde la traición de ese talpor cual de Ulalio. ¡Ah, jijos de latristeza, como yo los coja! ¡Me lasvan a pagar juntas, todas juntas!

Ahora me tenía echado elbrazo sobre los hombros y me

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empujaba hacia el estribo de suvagón.

—Suba, licenciado, suba, queya sabe que aquí no entran más quelos hombres… Quiero que meinforme de todo, con sus detallesmenudos… ¿Qué le parece deEugenio Aguirre Benavides? ¡Quiénlo hubiera creído!… ¡Bizco traidor!¡¿Y de Isabel Robles?!… Pero no: aése me lo mal aconsejaron. Robleses bueno. Si volviera, loperdonaría.

Abrió la puerta del saloncito;

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me hizo entrar por ella y pasódetrás. Allí me sorprendí deencontrarme con Rodolfo Fierro, aquien suponía aún en el camino.Villa exclamó al verlo:

—¿Conque ya está usté aquí?Fierro se levantó del asiento y

dijo, con arrogancia que setamizaba a través de su respetomedroso:

—Ahorita mismo llego, migeneral.

—¡Bonitas cuentas trae,amigo! Mientras más lo pienso

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menos comprendo cómo los hanpodido derrotar…

Fierro se dispuso a entrar enexplicaciones:

—Pues verá usté lo que pasó.Al otro día de…

Lo interrumpió Villa:—No, amigo; no me hable de

sus derrotas.Y dejándolo con la palabra en

los labios, me encaminó, sujeto yotodavía por su brazo, hacia elpasillo que llevaba a su gabinete.

Nos sentamos el uno frente al

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otro, interpuesta entre los dos lamesita fija en la ventanilla.

—Usted —empecé, todavíaobsesionado por las posiblesconsecuencias del telegrama deGonzález Garza— conoce bien aRoque…

Pero Villa me detuvo al punto:—No me hable de Roque, ya

se lo dije. Esos enredos de ustedesa mí no me importan. Cuénteme lootro: por qué Ulalio se echó al finen brazos de la traición, por qué losiguieron Robles y Aguirre

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Benavides… ¿Me entiende?—Perfectamente, general.Y entonces le relaté cuanto

había pasado, aunque no según meconstaba y lo sabía, sino comohubiera podido verse desde fuera,como si hubiese yo sido meroespectador de los sucesos. Asíhablamos más de una hora: yosiempre sobre ascuas; él pendientehasta de mis frases menossignificativas, hasta de mis gestosmenores. Por momentos meinterrumpía con exclamaciones

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ingenuas:—¡No me lo diga!… ¿Pero es

posible…? ¡Qué lástima que no letuvieran más confianza a usté: laque les hubiéramos hecho!…

Y en todo iba manifestando larabia de que lo hubiesen engañadoy dejado, no la contrariedad desentirse por eso menos fuerte:

—Ya verán, jijos de tal, yaverán a dónde llego. Ni uno tansiquiera ha de escapárseme…

A media plática pidió la cenay me invitó. Con grandes trabajos

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logré excusarme. Esa noche la cenaera más frugal que otras: dos vasosde leche y un trozo de camoteasado. Mientras él comía, yo seguíhablando. Los nombres de misamigos le arrancaban, entre sorbo ysorbo —la mirada puesta siempresobre mí—, juicios y observacionesllenos de ira:

«De ese Vasconcelos ya sabíayo que no era más que un intelectualtraidor».

«¿General Blanco? ¡Nada degeneral! Mero relumbrón y

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titiritero».«Eugenio, ya se lo dije, es el

peor de todos, el más falso. A él sedebe lo de los otros… ¿Y sabe ustéque también Luisito me la ha hecho?Lo veo y no lo creo. Pues ¡¿quién,señor, quién en toda su triste vida lotrató mejor que yo?!».

«A Ulalio lo culpo menos. Noera mi amigo. Me la cantó y me lahizo. Estaba en su derecho dehombre. ¿Pero los otros? ¿Los delengaño?».

Cuando concluyó de cenar se

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puso en pie. Así escuchó lo pocoque me quedaba por contarle. Luegodio dos o tres pasos en la estrechezdel gabinete y se quitó el sombreropara cambiarlo por otro que pendíade la percha. Los pliegues delsweater se le reacomodaron alestirar el brazo: asomó la canana,corrieron reflejos de luz artificialdesde el rosario de las balas deacero hasta las cachas de la pistola;la cadera viril mostró su juego enplena fuerza.

Acercándome a él, le dije:

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—Bueno, general…—Sí, licenciado —contestó—;

vaya a tomarse su descanso. Y ya losabe: desde esta noche se quedaaquí conmigo. Ahorita mero mandoque le preparen el gabinete queocupaba Luisito, porque usté, en losucesivo, va a ser mi secretario. ¿Otiene algún ostáculo? Háblemecomo los hombres.

Otra vez mi vida estabapendiente de un cabello; pero erainevitable correr el albur hasta loúltimo:

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—Sólo le pido a usted unacosa, general.

—Dígamela luego lueguito.—Mi familia salió de México

en el último tren de pasajeros. Siestá en Chihuahua no lo sé. Acasose encuentre en El Paso… Yoquisiera… de ser posible… que mepermitiera usted… ir en su busca…

Villa inclinó el rostro sobremí. Me miraba con fijeza; de nuevome tenía cogido por las solapas.Guardó silencio por brevessegundos y luego me dijo:

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—¿También usté me va aabandonar?

Creí ver pasar la muerte porsus dos ojos.

—Yo, general…—No me abandone,

licenciado; no lo haga, porque yo,créamelo, sí soy su amigo. ¿Verdáque no se va para abandonarme?

—General…—Y vaya en busca de su

familia: se lo consiento. ¿Necesitarecursos? ¿Quiere un tren pa ustésolo?

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Entonces respiré.A las diez de esa misma noche

salió el tren hacia El Paso. Villahabía venido a acompañarme hastael pullman. Había subido a laplataforma y le había dicho alconductor:

—Oiga, amigo: este señor queva aquí es de los míos. ¿Meentiende? De los míos… Me lotrata bien, que si no, ya me conoce.Nomás acuérdese de que fusilo…

—¡Ah, qué mi general! —había respondido el conductor con

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risa nerviosa.Y Villa me había abrazado de

nuevo antes de saltar a tierra.Ahora el tren corría, veloz

entre las sombras de la noche. ¡Quégrande es México! Para llegar a lafrontera faltaban mil cuatrocientoskilómetros…

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Table of Contents

El águila y la serpienteNoticia biográficaBibliografíaPrimera parte. Esperanzas

revolucionariasLibro primero. Hacia laRevolución

1. Labellaespía2. Un

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comploten elmar3.Losrecursosdeldoctor

Libro segundo. Caminode Sonora

1. Lasegundasalida2. En

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SanAntonio,Texas3.PrimervislumbredePanchoVilla

Libro tercero. Umbralesrevolucionarios

1. Enelcuartel

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general2. LamesadelPrimerJefe3.LascinconoviasdeGarmendia4.Orígenes

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decaudillo

Libro cuarto. Andanzasde un rebelde

1. DeHermosilloaGuaymas2. DeGuaymasaCuliacán3.Ramón

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F.Iturbe

Libro quinto. Tierrasinaloense

1.Primerasimpresiones2.UnanochedeCuliacán3. Lareligiosidad

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deIturbe4.Despuésdeunabatalla5. Unbailerevolucionario6. Laarañahomicida7. En

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elHospitalMilitar

Libro sexto. Viajesrevolucionarios

1. Eneltren2.Sombrasybacanora3. Lacarrera

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en lassombras4.LosrebeldesenYanquilandia5. Enlarayafronteriza

Libro séptimo. Iniciaciónde villista

1. La

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fugadePanchoVilla2. Lafiestadelasbalas

Segunda parte. En la hora deltriunfo

Libro primero. Caminode México

1.

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Villismoycarrancismo2.NochedeCoatzacoalcos3.UnavisióndeVeracruz4. Lavuelta

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de unrebelde

Libro segundo. Justiciarevolucionaria

1. Uninspectordepolicía2. EnlaSextaComisaría3. Lapistola

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dePanchoVilla4. Unpréstamoforzoso5. Elnudodeahorcar

Libro tercero. Prisión depolíticos

1.Barruntos

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deaprehensión2.Lascasasincautadas3.UnaceladaenPalacio4. EnlaPenitenciaría

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5.Cuerdadepresos6. Alamparode laConvención

Libro cuarto. La cuna delconvencionismo

1.Ilusionesdeliberantes2.

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Horasde laConvención3. LamuertedelGauchoMújica4. Elartede lapistola5. Lapelícula

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de laRevolución6.PanchoVillaen lacruz7. ElsueñodelcompadreUrbina

Libro quinto. EulalioGutiérrez

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1. UnPresidentede laRepública2. UnMinistrode laGuerra3. Unjuiciosumarísimo4.Loszapatistas

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enPalacio5. UnMinistrodeFomento

Libro sexto. Villa en elpoder

1.Unaformadegobierno2. La

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muertedeDavidBerlanga3.Pos«malgretout»,licenciado4.«¿Locreeusted,señor

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Presidente?»Libro séptimo. En la bocadel lobo

1. Unasaltorevolucionario2.GonzálezGarza,Presidente3. EltelegramadeIrapuato

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4. AmerceddePanchoVilla