emaus:

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Palabras de Vida Eterna. (Dolores Aleixandre “Relatos de la mesa compartida” “Me dije: No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre. Pero había un fuego ardiente encerrado en mis huesos, hacía por contenerlo y no podía” (Jer 20,9). Cuando oí leer y comentar ese texto de Jeremías en la fracción del pan, sentí un estremecimiento. Eran palabras que yo mismo hubiera podido pronunciar: también en mi vida, como en la del profeta, hubo un momento en que mis sentimientos coincidieron con los suyos. Como la hiedra Pero de eso hace ya muchos años, cuando Juana, mujer de Cusa que había sido mayordomo de Herodes, y con la que tenía un parentesco lejano, me habló por primera vez de Jesús. Ella, que se había quedado viuda recientemente, había tomado la decisión de unirse al grupo de los que seguían al profeta galileo, y un día pidieron a Cleofás, mi esposo, alojarse en nuestra casa de Emaús cuando iban de camino a Jerusalén. Fue allí donde lo conocí, y desde aquella sobremesa compartida con él, supimos que en nuestras vidas había interrumpido un elemento perturbador y que, a partir de aquel encuentro, nada podía seguir igual. Nadie nos había hablado como aquel hombre: poseía palabras que nos sacudían d nuestro letargo, nos convencían de que era posible vivir una vida distinta y nos invitaban a convertirnos en colaboradores en la tarea del Reino. Sin pensarlo mucho tomamos la decisión de irnos con él. Cuando más tarde algunos nos contaron cómo se había incorporado al grupo, nos dimos cuenta de que a nosotros no había necesitado convocarnos: nos habíamos adherido a él como la hiedra al árbol, lo habíamos seguido como las golondrinas siguen al verano. Pronto nos envió de dos en dos a anunciar que Dios estaba cerca, y eran tan tajantes sus exigencias que nos sentimos flaquear: había que ir sin provisiones ni defensas, con solo un par de sandalias en los pies, como un símbolo de simplicidad y la confianza desarmada con que había que emprender aquella aventura desconocida. Volver la vista atrás… Superamos la prueba, pero más adelante llegó la verdadera crisis: después de que repartió panes y peces a aquella multitud inmensa, le escuchamos palabras insólitas que

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Relato de la mesa compartida.(Dolores Aleixandre)

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Page 1: Emaus:

Palabras de Vida Eterna. (Dolores Aleixandre “Relatos de la mesa compartida”

“Me dije: No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre. Pero había un fuego ardiente encerrado en mis huesos, hacía por contenerlo y no podía” (Jer 20,9).Cuando oí leer y comentar ese texto de Jeremías en la fracción del pan, sentí un estremecimiento. Eran palabras que yo mismo hubiera podido pronunciar: también en mi vida, como en la del profeta, hubo un momento en que mis sentimientos coincidieron con los suyos. Como la hiedra Pero de eso hace ya muchos años, cuando Juana, mujer de Cusa que había sido mayordomo de Herodes, y con la que tenía un parentesco lejano, me habló por primera vez de Jesús.Ella, que se había quedado viuda recientemente, había tomado la decisión de unirse al grupo de los que seguían al profeta galileo, y un día pidieron a Cleofás, mi esposo, alojarse en nuestra casa de Emaús cuando iban de camino a Jerusalén. Fue allí donde lo conocí, y desde aquella sobremesa compartida con él, supimos que en nuestras vidas había interrumpido un elemento perturbador y que, a partir de aquel encuentro, nada podía seguir igual. Nadie nos había hablado como aquel hombre: poseía palabras que nos sacudían d nuestro letargo, nos convencían de que era posible vivir una vida distinta y nos invitaban a convertirnos en colaboradores en la tarea del Reino.Sin pensarlo mucho tomamos la decisión de irnos con él. Cuando más tarde algunos nos contaron cómo se había incorporado al grupo, nos dimos cuenta de que a nosotros no había necesitado convocarnos: nos habíamos adherido a él como la hiedra al árbol, lo habíamos seguido como las golondrinas siguen al verano.Pronto nos envió de dos en dos a anunciar que Dios estaba cerca, y eran tan tajantes sus exigencias que nos sentimos flaquear: había que ir sin provisiones ni defensas, con solo un par de sandalias en los pies, como un símbolo de simplicidad y la confianza desarmada con que había que emprender aquella aventura desconocida.Volver la vista atrás…Superamos la prueba, pero más adelante llegó la verdadera crisis: después de que repartió panes y peces a aquella multitud inmensa, le escuchamos palabras insólitas que pretendían arrastrarnos fuera de nuestros límites, más allá de lo que, desde el respeto a nuestras tradiciones, podíamos soportar: “No fue Moisés quien les dio pan del cielo, es mi Padre quien se los da. Yo soy el pan de vida: el que acude a mí no pasará hambre, el que crea en mí nunca tendrá sed. Si no comen la carne y beben la sangre del hijo del Hombre, no tendrán vida en ustedes…”(Jn 6, 32.53)Aquello era demasiado. Es evidente que no entendíamos sus palabras en sentido literal: lo que nos resulta intolerable es que situara su persona en lugar de la ley, el pan que alimenta nuestra vida de judíos fervientes; lo que era inadmisible era su atrevimiento de minimizar el maná, otro símbolo sagrado de nuestro pueblo; pero, sobre todo, lo que no podíamos soportar era aquella pretensión suya de totalidad, aquel querer hacerse alimento único de nuestras vidas.

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En el grupo hubo murmuraciones y escándalo y algunos, entre ellos los del grupo de Cleofás y yo, decidimos echarnos atrás (Jn 6, 66). Volvimos a nuestra casa y tratamos de olvidar lo vivido: había sido un hermoso sueño que ya había terminado. Pero de día andábamos inquietos y de noche desvelados. La vida que habíamos llevado hasta ese momento nos resultaba vacía e insípida y nos sentíamos vagando sedientos y sin rumbo por una estepa.Decidimos volver y por el camino ensayamos el encuentro:-Maestro –le diríamos-, ya no es posible vivir lejos de ti. Es verdad que solo tus palabras nos mantienen vivos, que necesitamos cada día del maná de tu presencia.No hicieron falta nuestros discursos, nos acogió y volvió a contar con nosotros como si nada hubiera ocurrido. Por eso, cuando los poderes del mal y de la muerte lo vencieron, volvimos a sentirnos desfallecer de hambre en el desierto desolado de su ausencia y emprendimos de nuevo el camino hacia Emaús, esta vez pensamos, sin posible retorno.Lo que ocurrió en aquel camino lo conocen todos. En aquella posada, sentados alrededor de la mesa como la primera vez, el Resucitado partió el pan para nosotros. Y supimos ahora ya para siempre, que el pan que estábamos comiendo era el pan de la vida que nadie puede arrebatarnos.