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319 Capítulo 14 Los siguientes días transcurrieron deslizándose por la monotonía y marcados por la impaciencia. La aceleración del sistema elevador estuvo lista el miércoles, el día antes que llegaran los trajes que faltaban. Los vehículos no lo hicieron hasta el siguiente lunes por la tarde. Eso les dejaba cuarenta y ocho horas para repasar concienzudamente todos los detalles y continuar con el plan previsto. —¿El sábado, entonces?—preguntó el doctor Hespa Vilado en la cena. —El sábado—confirmó la doctora Polvah Zho—. El jueves por la tarde descenderán los dos agentes de seguridad con el equipo y acamparán en el exterior de la cueva. —Creo que deberíamos reconsiderar ese aspecto— objetó el profesor This Aster, frunciendo el ceño. —Estábamos de acuerdo…—contestó la doctora Polvah Zho con perplejidad. —No veo la necesidad de que los agentes pasen dos noches a la intemperie, custodiando el equipo. Creo que nos excedimos en nuestros cálculos—argumentó el profesor This Aster—. En mi opinión, deberíamos retrasar el descenso del equipo al viernes por la tarde. —Parece razonable—admitió el doctor Hespa Vilado. —¿Y los niveles de monóxido de carbono?— preguntó la doctora Polvah Zho.

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Capítulo 14

Los siguientes días transcurrieron deslizándose por la monotonía y marcados por la impaciencia. La aceleración del sistema elevador estuvo lista el miércoles, el día antes que llegaran los trajes que faltaban. Los vehículos no lo hicieron hasta el siguiente lunes por la tarde. Eso les dejaba cuarenta y ocho horas para repasar concienzudamente todos los detalles y continuar con el plan previsto.

—¿El sábado, entonces?—preguntó el doctor Hespa Vilado en la cena.

—El sábado—confirmó la doctora Polvah Zho—. El jueves por la tarde descenderán los dos agentes de seguridad con el equipo y acamparán en el exterior de la cueva.

—Creo que deberíamos reconsiderar ese aspecto—objetó el profesor This Aster, frunciendo el ceño.

—Estábamos de acuerdo…—contestó la doctora Polvah Zho con perplejidad.

—No veo la necesidad de que los agentes pasen dos noches a la intemperie, custodiando el equipo. Creo que nos excedimos en nuestros cálculos—argumentó el profesor This Aster—. En mi opinión, deberíamos retrasar el descenso del equipo al viernes por la tarde.

—Parece razonable—admitió el doctor Hespa Vilado. —¿Y los niveles de monóxido de carbono?—

preguntó la doctora Polvah Zho.

—Se normalizan en cuanto la presencia humana desaparece del mapa—contestó el profesor This Aster—. Su concentración no supondrá un problema para nuestro descenso al día siguiente.

—De acuerdo, entonces. Lo haremos así—dijo la doctora Polvah Zho.

—¡Ha dimitido el rey de España!—dijo el doctor Granh Dullón, de pronto, en tono jocoso—. ¿Os habéis enterado?

—¿Dimitido? ¿Qué manera de hablar es ésa?—protestó Gud Mann—. Abdicado, ignorante.

—Para quien desciende de guillotinadores de reyes, la confusión es lógica—bromeó el profesor This Aster—. Para los británicos, sería imperdonable.

—Muy gracioso—respondió Gud Mann. —¿Es mía la culpa de que tengáis complejo de Edipo

con vuestra reina?—preguntó el profesor This Aster con mordacidad.

—¿Cómo?—exclamó la doctora Polvah Zho. —No estamos enamorados de nuestra reina—protestó

la doctora Kem Onah. —Yo diría que sí—objetó el doctor Hespa Vilado—.

Y francamente, siempre me ha chocado. —No estábamos hablando de la reina—dijo Gud

Mann, realizando una teatral inclinación de cabeza—, sino del rey de España.

—A rey muerto, rey puesto—contestó el doctor Granh Dullón—. Ya tienen otro.

—Es la ley primaria de la monarquía—dijo el doctor Hespa Vilado—. El espectáculo debe continuar.

Ninguno de ellos conocía en profundidad la forma de actuar de la monarquía española ni su repercusión social. Suponían que los últimos acontecimientos en torno la familia real habían erosionado la figura de un rey que el pueblo tenía colocado en un pedestal. Los pies se habían

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vuelto de barro y no parecían adecuados para soportar más tiempo la figura.

El doctor Granh Dullón consideraba que la piedra angular había sido el descubrimiento de los tejemanejes económicos, lúdicos y eróticos del monarca, a raíz de su accidente en la frustrada cacería de elefantes.

La doctora Polvah Zho, apoyada por la doctora Kem Onah, creía que, al igual que le había ocurrido al príncipe Carlos en Inglaterra, la constatación de la existencia de una amante oficial y duradera había supuesto un batacazo del que resultaba muy difícil levantarse.

El profesor This Aster mantenía que la situación se había desbordado, a consecuencia de las numerosas gotas que habían ido cayendo en el recipiente. El cauce no había podido ser contenido, y el líquido se había desparramado.

Los sectores que antaño habían aplaudido las reiteradas y aireadas infidelidades reales, considerándolas un signo patognomónico de hombría, de pronto, se rasgaron las vestiduras y se llevaron las manos a la cabeza, al descubrir que el rey bebía los vientos por otra que no era la reina. La figura de una concubina les ponía los pelos de punta.

Los que habían estado mirando hacia otro lado, sin dar importancia al progresivo y constante aumento del patrimonio de la casa real, comenzaron a cuestionarse su procedencia. Los dimes y diretes ocuparon todas las verdades a medias o todas las mentiras completas.

Quienes habían alabado la cohesión de la fotografía del álbum familiar, no tardaron en comprobar que sólo había sido sostenida por fuegos de artificio, que habían terminado por estallar, derramando una lluvia de corrupción por todos los rincones.

En esta partida de ajedrez, no estaba muy claro cuál era la pieza que debía ser sacrificada para evitar el jaque

mate. Lo más importante era que todo cambiase para que las cosas siguiesen igual.

—Por cierto, ¿por qué los británicos os sentís tan fascinados por la monarquía?—le preguntó el profesor This Aster a Gud Mann, mientras le servía un vasito de licor de patata, iniciando el ritual en la tienda.

—No soy un buen ejemplo—respondió Gud Mann, llevándose el vasito a los labios—. He pasado demasiado tiempo fuera de Inglaterra como para considerarme inglés de pura cepa.

—Nunca lo has sido. Tu padre era alemán—apuntó el profesor This Aster.

—Pues también tendrá que ver el mestizaje, no sé… —Tendrá que ver—concedió el profesor This Aster,

mojándose los labios con unas gotitas de licor. —No sabría decirte cuál es la razón por la que mis

compatriotas adoran a la reina y a todo cuanto tenga que ver con ella—reflexionó Gud Mann, terminándose el licor.

—Tal vez sea un déficit genético—dijo el profesor This Aster, dejando su vasito vacío sobre la mesa.

—Tal vez—admitió Gud Mann, mientras se encaminaba al retrete.

—Cuesta trabajo pensar que, a estas alturas y con todo lo que la vida nos ha hecho ver, haya gente que siga creyendo en el príncipe azul—dijo el profesor This Aster, mientras se ponía el pijama.

—Estás muy acertado esta noche—reconoció Gud Mann, antes de cepillarse los dientes.

Los tres siguientes días se hicieron interminables para todos, excepto para el profesor This Aster, que logró acabar su tarea y aprenderse la correspondencia de los símbolos olehónicos de memoria. Los demás pasearon su ocio por las instalaciones, comprobando una y otra vez que todo estaba en orden.

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Aprendieron a montar y desmontar las tiendas, como si fuesen descendientes directos de los fabricantes; se

familiarizaron con el uso de las baterías que tendrían que emplear, descifrando todos sus secretos; condujeron los

vehículos por la explanada exterior, convirtiéndose en experimentados pilotos; comprobaron las

comunicaciones, repasando las imágenes obtenidas y comprobando las rutas que habían trazado sobre los mapas, antes de introducirlas en los ordenadores de navegación.

A primera hora de la tarde del viernes, todo estaba preparado para iniciar el desembarco. El personal que no era necesario en la zona del elevador se desplazó a la sala de control para contemplar las operaciones.

Los vehículos, cargados con la mayor parte del equipo, excepto los objetos personales de los viajeros, se encontraban en la pasarela que llevaba hasta la plataforma, aguardando el momento del descenso.

—Muy bien, señores, allá vamos—anunció el doctor Hespa Vilado, desde la sala de control.

El primero en descender fue el agente Rob Husto, a bordo de uno de los vehículos. Luego, lo hizo el agente Hen Horme, a bordo de otro. Ambos condujeron hasta la salida de la cueva, donde los aparcaron. El agente Rob Husto regresó al interior y corrió hacia la plataforma para recibir el tercer vehículo y salir con él de la cueva. En principio, habían pensado emplear un tercer hombre para ayudar en la conducción, pero habría tenido que regresar después, lo que habría supuesto un inconveniente añadido. Además, los dos agentes se bastaban y sobraban para arreglárselas por sí solos.

—¿Está todo bien allí abajo?—preguntó el doctor Hespa Vilado.

—Todo en orden—contestó el agente Hen Horme—. Vamos a montar la tienda. No tardará en oscurecer.

—Informen de cualquier contratiempo—dijo el doctor Hespa Vilado.

—Descuide. La cena transcurrió en silencio. Parecía que todos

estuviesen conteniendo las palabras, como si temieran que el encantamiento pudiera romperse. Pero eso no iba a ocurrir. En unas horas, estarían camino de la gloria.

—Queridos compañeros—dijo el profesor This Aster, tomando la palabra—. Quiero deciros que para mí ha sido un honor compartir estos días con vosotros y que aún lo será mucho más, descubrir Oléhonia a vuestro lado.

—¡Bravo!—exclamó el doctor Hespa Vilado. —Tú también estarás con nosotros allí abajo—dijo

Gud Mann. —Por la cuenta que os trae, será mejor que me quede

arriba—respondió el doctor Hespa Vilado, señalando en dirección a la sala de control.

—Será mejor que nos retiremos a descansar—aconsejó el profesor This Aster, levantándose—. Voy a dar un paseo por el exterior. No sé cuánto tardaré en volver a hacerlo.

—Te vas a hartar de exterior allí abajo—dijo el doctor Granh Dullón.

—Espera, te acompaño—dijo la doctora Polvah Zho, levantándose también.

Salieron juntos del comedor y llegaron a la entrada de la excavación. La noche era agradable, aunque algo fresca. Pasearon, el uno al lado del otro, en silencio. Recorrieron la explanada y se dirigieron al cobertizo. Saludaron al guardia que custodiaba el vehículo de reserva y el almacén del cobertizo.

—¿Estás menos preocupado?—preguntó la doctora Polvah Zho—. Apenas nos hemos visto estos días y tampoco hemos podido hablar—se justificó.

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—No estoy preocupado—contestó—. Todo lo contrario. Mira lo tranquilo que estoy—dijo, extendiendo el brazo en el aire para demostrar que no temblaba.

—Pulso de cirujano—rio ella. —La procesión va por dentro, ¿sabes?—confesó el

profesor This Aster—. Estoy deseando estar allí abajo. —Ya falta poco. —Nada—contestó él, invitándola a regresar. —Es una tremenda satisfacción para mí formar parte

de la expedición—dijo la doctora Polvah Zho, antes de entrar en su tienda—. Estoy muy contenta de poder acompañarte.

—Y yo de que lo hagas—contestó el profesor This Aster, besándole la mano como despedida.

Gud Mann, ya con el pijama puesto, le estaba esperando, sentado frente a un vasito de licor. Sonrió al verle entrar y le sirvió uno. El profesor This Aster lo aceptó y lo levantó en el aire.

—Por nuestras reflexiones nocturnas y por su perdurabilidad—dijo, antes de dar un trago.

—Amén—contestó Gud Mann, imitándole—. He empaquetado tres preciosidades como ésta para que nos acompañen en nuestro viaje—añadió, señalando la botella.

—¡Bien hecho!—aprobó el profesor This Aster, sentándose en una silla.

—¿Has pelado la pava con la doctora?—preguntó Gud Mann, guiñándole un ojo.

—Me parece que no—contestó el profesor This Aster, terminándose su licor.

—Eso no está bien—recriminó Gud Mann, liquidándose el suyo—. ¿Tenías algo mejor que hacer en tu última noche en la tierra?

—Hablar con un idiota—respondió el profesor This Aster, sirviéndole otro vasito.

Gud Mann lo cogió y se lo llevó a los labios, pero lo dejó suspendido sin que siquiera llegara a rozarlos. Lo apartó, lo levantó y obligó al profesor This Aster a hacer lo mismo con el suyo, acercándolo hasta que chocaron los vidrios. Después, se lo bebió de un trago. El profesor This Aster prefirió tomárselo con más calma.

—Vamos a hacer algo muy grande, Udo—dijo Gud Mann, levantándose—. Algo muy grande, te lo digo yo.

—Estoy de acuerdo—dijo el profesor This Aster, terminando de paladear las últimas gotas de su licor.

—Algo muy grande—repitió Gud Mann desde su cama.

—Muy grande—ratificó el profesor This Aster, levantándose.

Al menos, eso esperaba él, que fuese tan grande como parecía a priori. No sabía cómo, pero había encontrado la puerta de entrada a Oléhonia. Se había pasado más de media vida persiguiéndola, pero después de tantos esfuerzos y de tanta dedicación, la tenía al alcance de la mano. En unas horas, se haría realidad ante sus ojos.

Era muy difícil invocar al sueño, cuando todas esas ideas le rondaban por la cabeza, muy difícil vencer la tentación de levantarse de la cama y salir corriendo, saltar sobre la plataforma, descender y llegar hasta la llanura. En un punto de ella, se encontraba el secreto de Oléhonia.

Se giró en la cama, resignado a pasar la noche en blanco. Sin embargo, mantuvo los ojos cerrados y, aunque las imágenes tardaron en disiparse antes de desaparecer por completo, la mano de la doctora Polvah Zho tironeó de la suya, haciéndole penetrar en un túnel, que los dos recorrieron apresuradamente. La luz mortecina, que anunciaba su final, parecía inalcanzable.

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Corrían los dos, sin saber muy bien hacia dónde. Querían llegar al final del túnel, pero tenían la sensación de no progresar en su avance. La salida seguía pareciendo un punto diminuto, colocado en ninguna parte.

De repente, un tropezón les hizo caer al suelo. Ambos rodaron por él y desembocaron en la llanura, hasta detener su revolcón junto a las puertas de una gran ciudad. Ninguno de los que entraban o salían de ella pareció reparar en la presencia de los dos aparecidos.

—¡No pueden vernos!—exclamó la doctora Polvah Zho, mientras comprobaba que todos los cachivaches de su traje seguían funcionando, pese a los topetazos.

—Estamos en otro tiempo—contestó el profesor This Aster—. No pueden vernos.

—¿Y nosotros a ellos sí? —Nosotros estamos soñando—respondió el profesor

This Aster, invitándola a entrar en la ciudad. La recorrieron, mezclados con la gente que no podía

detectar su presencia. Visitaron el mercado, escucharon las tertulias en una lengua que no comprendían, sintieron el bullicio y curiosearon los productos ofrecidos por los comercios circundantes.

—¿Dónde estamos?—preguntó la doctora Polvah Zho, que no había dejado de filmar en ningún momento con la cámara de su escafandra.

—En la capital de Oléhonia—afirmó el profesor This Aster con satisfacción—. No hay duda.

—¡Es increíble! —Estamos siendo testigos de una jornada en esta

ciudad—dijo el profesor This Aster sin dejar de caminar—. Somos unos privilegiados.

La plaza en la que ahora se encontraban estaba muy transitada. Había numerosos corros que mantenían conversaciones, discutiendo acaloradamente en algunos

casos. Otros sólo paseaban, como ellos, que no dejaban de admirar cuanto encontraban a su paso.

El profesor This Aster condujo a la doctora Polvah Zho a través de callejuelas que desembocaban en otras y éstas, a su vez, en unas nuevas, formando un laberinto, en cuyo centro se encontraba un castillo de cristal.

—La sede gubernamental del imperio—anunció el profesor This Aster con expresión radiante.

—¿Un castillo de cristal? —El mejor refugio para cualquier gobierno. Nada más hubo pronunciado esa frase, la cámara que

parecía haber estado filmando su peregrinaje por la ciudad, comenzó a sufrir convulsiones, que provocaron desajustes en la transmisión. La conexión se debilitó. Primero, desapareció el sonido, mientras que la imagen se fue difuminando, poco a poco, hasta terminar transformada, después, en una densa masa negra, que se tragó de un bocado al profesor This Aster, impidiendo que se despertara.

Durmió toda la noche de un tirón, extrañamente inmune al nerviosismo avasallador que se había adueñado del corazón de todos los que se encontraban en el interior de la excavación.

A las diez de la mañana, portando cada cual, una mochila con el equipaje personal, y enfundados en sus correspondientes trajes, los cinco miembros de la expedición subieron a la plataforma, dispuestos a emprender el viaje más importante de sus vidas.

—¡Buena suerte! Estamos con vosotros—dijo el doctor Hespa Vilado desde la sala de control, antes de dar la orden definitiva.

Los cinco respondieron levantando al unísono el pulgar de su mano derecha. El gesto coincidió con el inicio del descenso. Todos los corazones se encogieron durante unos instantes, temerosos de que sus latidos asfixiaran las gargantas.

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Fueron los ciento once metros más largos de la vida de los cinco ocupantes de la plataforma, pese a que el arreglo en el sistema elevador había permitido acortar la duración del trayecto en varios segundos.

Cuando la plataforma se posó en el fondo de la cueva, la concentración de monóxido de carbono había alcanzado límites muy elevados. Todos habían podido comprobarlo en los detectores de los trajes. También lo habían hecho desde la sala de control, por eso, el doctor Hespa Vilado quiso cerciorarse de que no había problemas.

—¿Todo bien?—preguntó con un ligero temblor en la voz.

—Hemos llegado—contestó Gud Mann—. Ahora, empieza la carrera—añadió, urgiendo a salir a sus compañeros.

Cruzaron la cueva a paso ligero, tratando de evitar que los niveles de gas siguieran subiendo. El profesor This Aster, a cuestas con la sombra de intranquilidad, que le habían generado los sueños de las últimas noches, cerró el grupo para tener la seguridad de que si él lograba salir, todos los demás también lo habrían hecho.

Sin ningún percance, alcanzaron el final de la cueva, donde les aguardaban los dos agentes de seguridad y el equipo. Antes de salir al exterior, el profesor This Aster se giró para comprobar la indemnidad de la cueva. Sonrió con satisfación. Las negras premoniciones de su sueño no se habían cumplido.

—Primer objetivo conquistado—comunicó Gud Mann—. Estamos fuera de la cueva.

—¡Muy bien!—celebró el doctor Hespa Vilado, coreado por todos los ocupantes de la sala de control—. Dejad conectada una de las cámaras. ¡Buen viaje!

Se alejaron unos metros de la cueva, antes de quitarse los trajes. Los agentes de seguridad llevaron los

vehículos hasta ellos. Cuando estuvieron preparados, se colocaron en la formación que habían decidido.

La marcha la abriría el vehículo conducido por el doctor Granh Dullón, acompañado por el agente Rob Husto. El conductor del siguiente vehículo sería el profesor Gud Mann, a quien acompañaría la doctora Kem Onah. Por último, el profesor This Aster conduciría el tercer vehículo, en el que también viajarían el agente Hen Horme, como copiloto, y la doctora Polvah Zho, en el asiento de atrás, en el hueco que dejaba libre el equipo cargado. La cámara de su escafandra sería el nexo de unión con la sala de control.

El doctor Granh Dullón se puso de pie en el coche y levantó su brazo derecho, imitando el gesto de los conductores de caravanas de las películas del Oeste. Señaló hacia delante, profirió un grito esténtoreo, se volvió a sentar, arrancó el vehículo y dio inicio a la marcha, seguido por los otros dos vehículos.

Gracias a la ruta prefijada en los ordenadores del sistema de piloto automático, pudieron atravesar el banco de niebla sin complicaciones. Dejando la ruta fija, alcanzaron el punto más alto de la meseta, desde donde se vislumbraban los tres puntos diminutos que correspondían a las elevaciones lejanas. La doctora Polvah Zho dirigió hacia allí la cámara de su escafandra para que pudieran apreciarse en el ordenador central de la sala de control.

—Por lo menos, no se han movido de sitio—bromeó el doctor Hespa Vilado.

—Allí siguen—afirmó la doctora Polvah Zho, accionando el zoom de la cámara.

Se encaminaron hacia ellas. Podían considerarlas el punto de partida de la expedición, un elemento disonante en la planicie de la llanura, que cumplía todos los requisitos para ser investigado en profundidad.

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—Están mucho más lejos de lo que parece—observó Gud Mann, después de más de media hora de marcha.

—Su tamaño no ha variado a nuestra vista—dijo el profesor This Aster—. Yo diría que aún estamos muy lejos.

—Así es—confirmó Gud Mann. Treinta minutos después, el tamaño sí que había

variado. Quizá no se habían apercibido del progresivo aumento, pero lo cierto fue que sólo entonces parecieron tomar conciencia de que se estaban acercando.

Aún tardaron una hora y media más en detenerse al pie de una de ellas. Habría unos quinientros metros de separación entre las tres formaciones. Su altura era considerable, quizá más de la que habían imaginado a priori. Los ordenadores se habían encargado de traducir la medida sin margen de error: Novecientos noventa y siete metros.

Las tres montañas carecían de vegetación. Tampoco había riscos ni salientes en las paredes, absolutamente lisas. Parecían tres esculturas, hechas cada una, de una sola pieza. No había la más mínima fisura. Su anchura era idéntica: Ciento veintiún metros. Eran tres monolitos orgullosos y desafiantes.

—¿Qué piensas?—le preguntó el profesor This Aster a Gud Mann, de pie, frente a la montaña central.

—No sé…—dudó, rascándose la barbilla—. Puede que tuvieras razón cuando dijiste que marcaban el límite de un territorio.

—¿Piensas lo mismo? —No estoy seguro—reconoció Gud Mann—. En

cualquier caso, habrá que echarles un vistazo. Se lo echaron durante casi una hora, aunque en

realidad les habría bastado con los minutos que habían necesitado para descubrir que las montañas eran tres mamotretos, plantados en medio de la nada que puede

que hubieran tenido significación en algún tiempo, pero que ahora, carecían de ella.

El mismo doctor Hespa Vilado había avisado al cominenzo de la exploración baldía.

—Parecen inexpugnables—había comentado. Lo eran. Al menos, para ellos. Gud Mann les hizo una

seña a los otros dos grupos que se habían desplazado a los pies de su correspondiente montaña, para que se reunieran con él.

—Aquí no hay nada—dijo cuando estuvieron todos juntos—. No existe el menor rastro de civilización.

—Ya sé que es una tontería, pero parece como si las hubiesen construido aquí—contestó el doctor Granh Dullón—. Son idénticas.

—Admito que ésa es una característica muy interesante, pero su construcción me resulta imposible de imaginar—objetó el profesor This Aster.

—Tanto como las pirámides egipcias—repuso Gud Mann.

—Cuya construcción está basada en el acoplamiento de bloques de piedra, no en la colocación de una pieza única—contestó el profesor This Aster—. Pudieron ser talladas in situ, ésa sería la única explicación. No habría taller lo suficientemente grande como para acoger las dimensiones del monumento.

—Tendrían que haber sido realizadas por cuadrillas de artesanos, compuestas por muchos hombres—dijo Gud Mann—. Las supuestas tallas son demasiado iguales. No habrían sido capaces de esculpir tres monumentos idénticos.

—¿Tú qué piensas?—le preguntó la doctora Polvah Zho a la doctora Kem Onah—. ¿Podrían formar parte de un monumento funerario?

—¿De esas dimensiones? No lo creo probable—afirmó ésta—. No hemos encontrado alguna señal en la piedra que nos pudiera hacer pensar en la intervención de

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la mano humana. Tal vez sean una indicación de limitación territorial.

—Es lo más probable—apoyó el profesor This Aster. —Está claro que su naturaleza es un misterio, que en

algún momento se habrá de resolver, pero no ahora—dijo la doctora Polvah Zho—. Propongo que comamos algo y continuemos nuestro camino. Queda un poco más de tres horas para que anochezca. Nuestros depósitos no aguantarán tanto. Nos convendría acampar con luz.

—Tienes toda la razón—afirmó Gud Mann—. Movámos rápido—añadió, dirigiéndose a los demás.

No les llevó mucho tiempo tomar un bocado, recoger las cosas, echar un último vistazo a las tres montañas y volver a reemprender el camino, empleando la misma formación prestablecida.

Durante las dos siguientes horas en dirección norte noroeste, como habían fijado, sólo el páramo apareció ante sus ojos. Entonces, detuvieron los vehículos para realizar una parada técnica y estirar las piernas.

—¡Cinco minutos!—voceó Gud Mann, como si fuese el guía de una excursión organizada.

—No hay nada alrededor—dijo la doctora Polvah Zho con decepción.

—Lo habrá—la animó el profesor This Aster—. No hay que desesperarse tan pronto, estamos en el primer día de expedición.

—Tienes razón—admitió la doctora Polvah Zho—. ¡Tenía tanta ilusión!...

—No la pierdas. —Nos queda combustible para una hora de

autonomía—dijo la doctora Polvah Zho, descendiendo a la realidad—. Podremos acampar antes que la oscuridad se nos venga encima.

En la hora de trayecto restante, tampoco encontraron nada a su paso, sólo tierra apelmazada y dura, coriácea.

Se detuvieron y procedieron al montaje de las tiendas y a la puesta en marcha del generador que proporcionaría iluminación interior y permitiría la carga de las baterías de los vehículos.

En una de las tiendas biplaza, se instalaron las dos mujeres. La otra la ocuparon Gud Mann y el profesor This Aster. Los dos agentes de seguridad y el doctor Granh Dullón se quedaron la más espaciosa.

Estaba todo listo y en orden, cuando la oscuridad cayó como una losa, aplastándolo todo. Encendieron sus linternas y se quedaron contemplando el espectáculo, como si fuesen luciérnagas espectrales. Después, se refugiaron en sus respectivas tiendas iluminadas.

El profesor This Aster no perdió el tiempo y se dedicó a acondicionar su espacio en la suya. Eligió el lado izquierdo, según se entraba, y dejó allí el saco de dormir. Desplegó una pequeña mesa de campaña y colocó su ordenador portátil sobre ella. Luego, abrió la silla de tijera y se sentó. Gud Mann, en cambio, prefirió tumbarse a la bartola sobre su saco de dormir, sin dejar de contemplar la febril actividad de su amigo.

—¿Te han inoculado el virus del movimiento continuo?—preguntó cuando vio que había acabado.

—El del orden—corrigió el profesor This Aster. —Primo hermano—concluyó Gud Mann,

incorporándose—. Un día poco productivo. —¿Poco?—se extrañó el profesor This Aster—.

Hemos encontrado tres montañas… —Y las hemos abandonado con el rabo entre las

piernas—interrumpió Gud Mann, puntualizando. —¿Creías que iba a ser llegar y besar el santo?—

preguntó el profesor This Aster, apuntándole con el dedo. —Francamente, lo habría preferido—confesó Gud

Mann—. Ya sé que esto no ha hecho más que empezar, pero nos hemos hartado de desierto.

—Sin olvidar el paréntesis de las tres montañas.

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—¡Flaco paréntesis!—exclamó Gud Mann, levantándose.

—La impaciencia no es una buena compañera de viaje.

—Ya lo sé. Decidieron emplear la tienda más grande como centro

de reunión y comedor improvisado. Los dos agentes de seguridad montarían guardia en el exterior, mientras durase la reunión. Aunque el resto protestó la medida, los agentes no se bajaron del burro y se mostraron inflexibles, colocándose las gafas de visión nocturna y abandonando la tienda, antes de poder resultar convencidos.

Utilizaron las mesas de campaña como una común, en la que sirvieron la cena. La sobremesa se prolongó durante un buen rato, en el que se analizó la decepción que la falta de expectativas detectada les había producido. El ambiente estaba un poco frío.

—Tenía la esperanza de que encontraríamos algo—dijo la doctora Kem Onah.

—Todos la teníamos—consoló Gud Mann. —¿Cuál es el plan para mañana?—preguntó el doctor

Granh Dullón. —Saldremos en cuanto haya luz suficiente de

nuevo—dijo la doctora Polvah Zho—. A menos que encontremos algo por el camino, haremos una primera parada a las tres horas de marcha. Otras tres horas después, nos detendríamos para comer y decidir si continuamos la marcha con las baterías de repuesto o, si por el contrario, acampamos en el lugar en el que nos encontremos.

—¿Seguiremos la misma ruta?—preguntó la doctora Kem Onah.

—No hay razón para cambiarla—respondió Gud Mann.

—Estaremos listos con la salida del sol—bromeó el doctor Granh Dullón.

—¿De qué sol?—preguntó Gud Mann con mala intención.

—Del que alumbra este planeta aunque no lo veamos—contestó el doctor Granh Dullón, provocando una carcajada general, que puso fin a la reunión.

Los dos agentes de seguridad les condujeron a sus respectivas tiendas que, pese a estar muy cerca de donde se encontraban, eran imposibles de localizar en la densidad oscura que les rodeaba.

Gud Mann abrió una botella de licor de patata, sirvió los dos primeros vasitos y los dejó sobre su pequeña mesa de campaña. Se sentó y cogió uno de ellos para brindar.

—¡Por nuestra primera jornada reflexiva en tierra extraña!—dijo.

—Por que sea el origen de las más productivas—respondió el profesor This Aster, alzando el suyo.

—¿Qué piensas de todo esto?—preguntó Gud Mann, después de dar un trago y volver a dejar el vasito sobre la mesa—. Evita las declaraciones de prensa, por favor.

—Es una locura inexplicable—admitió el profesor This Aster, jugueteando con su vasito.

Habían entrado en juego demasiadas variables que desordenaban la ecuación. Un agujero de más de cien metros, surgido como por arte de magia; la misteriosa

inscripción, repetida en las paredes de la bóveda; la

propia existencia de ésta que servía de muro de contención al corrimiento de tierras; la inquietante

emanción gaseosa que les amenazaba; el pasadizo que les

comunicaba con otro mundo, una evidencia que no podían negar, puesto que la estaban pisando en esos mismos momentos; el desierto sobrecogedor sin rastro de

vida; la oscuridad impenetrable, que lo sumía todo en el

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silencio. Demasiadas variables que impedían la construcción de cualquier solución lógica.

—¿Habremos atravesado de verdad una puerta temporal?—preguntó Gud Mann, terminándose su licor.

—La cuestión, querido amigo, es si existe, no si la hemos atravesado—contestó el profesor This Aster, terminando también el suyo.

—Lo uno lleva a lo otro—dijo Gud Mann, rellenando los dos vasitos.

Una teoría disparatada, sin duda, pero de las pocas a las que podían agarrarse. ¿Una puerta en el tiempo? ¡Menuda tontería! Si alguien había encontrado alguna con anterioridad, lo había mantenido bien en secreto. Sin embargo, qué otra cosa podía ser. Era la única posibilidad que podían mantener, aunque fuese prendida por frágiles alfileres.

—No tengo constancia de ninguna teoría concreta sobre puertas temporales terrestres—dijo Gud Mann, dando el penúltimo trago.

—Ya lo hemos hablado—dijo el profesor This Aster, empequeñeciendo los ojos para tratar de enfocar a través del vidrio de su vasito—. Si existen en el espacio, por qué no habrían de existir en algún punto de la corteza terrestre.

—Mejor en el magma—se burló Gud Mann, terminando su licor.

—Tal vez hayamos atravesado puertas temporales en otras ocasiones, y no nos hayamos dado cuenta de ello—reflexionó el profesor This Aster, dejando su vasito vacío sobre la mesa.

—¡Ni que fuéramos gilipollas!—dijo Gud Mann, ya desde su saco de dormir.

—Si de algo podemos estar seguros, es de la estupidez humana—contestó el profesor This Aster, metiéndose en el suyo—. Buenas noches.

—Buenas noches—dijo Gud Mann, apagando las luces de la tienda.

Se habían adentrado en una especie de túnel del tiempo que les había trasladado hasta los confines de Oléhonia. Tenían que continuar penetrando en la soledad del desierto para poder llegar al corazón y atraparlo con las manos. El túnel seguía girando aldededor de ellos, o ellos alrededor de él, como si fuesen unos electrones, prisoneros de sus órbitas. Quizá tuvieran la suerte de poder cambiar de órbita e ir saltando de una a otra, hasta poder alcanzar el núcleo, el magma, como había dicho Gud Mann.

Estaba seguro de que esta vez sería la definitiva. Oléhonia no iba a escapársele de nuevo. No, ahora. Tenía asida firmente por su mano la tela de araña que había construido con sus sueños, tanto recientes como pasados. No iba a permitir dejar pasar de largo esta oportunidad. Sabía que era la definitiva.

El túnel del tiempo había abierto sus puertas ante él, invitándole a cruzar las de Oléhonia. No pensaba rechazar la invitación. Estaba deseando disfrutar de cada momento de búsqueda.

Temió, por un momento, cerrar los ojos y que los sueños inquietantes volvieran a aparecer, pero se tranquilizó a sí mismo, recordándose que la cueva no se había incendiado y que habían alcanzado la salida sin sufrir percance alguno. Todos estaban a salvo, y así debían seguir.

Antes de rendirse en brazos del sopor, se sorprendió de no escuchar ningún sonido. Fuera, la noche parecía muerta, vaciada de rumores y misterios, simplemente enlutada, bajo la espesura de su manto negro. Dándole vueltas a esa curiosidad, se quedó dormido.

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Capítulo 15

En cuanto la claridad se instauró en el cielo o en aquello que fuera lo que tenían sobre sus cabezas, desayunaron, recogieron las tiendas, colocaron las baterías en los vehículos, cargaron el equipo y reemprendieron la marcha, sin romper la formación establecida.

Durante las tres primeras horas de trayecto, siguieron deslizándose por un desierto continuo. No encontraron el menor atisbo de vida ni nada que se le pareciera. Tampoco se toparon con monumento alguno o construcción, que pudieran hacer pensar que un antiguo asentamiento se había instalado en esa zona. Las imágenes transmitadas a la sala de control reflejaban la decepción general.

—Se hace de rogar—comentó el doctor Hespa Vilado, tratando de distender el ambiente.

—No hay más que desierto alrededor—contestó la doctora Kem Onah, antes que los vehículos se detuviesen para realizar la parada técnica.

—¿Qué os parece?—les preguntó Gud Mann, pie en tierra.

—Desolador—respondió el doctor Granh Dullón, acompañando sus palabras con un amplio gesto de sus manos.

—No parece posible que aquí haya habido vida en otro tiempo—dijo la doctora Kem Onah.

—A veces, las apariencias engañan—contestó el profesor This Aster—. Estoy seguro de que Oléhonia está

por ahí—añadió, señalando con el dedo índice la inmensidad del desierto.

—Tenemos tres horas de autonomía—dijo Gud Mann—. Entonces, nos detendremos a comer y nos replantearemos la situación, como propuso la doctora.

Durante todo el trayecto, el profesor This Aster condujo ensimismado. Apenas intervino en la conversación trivial que la doctora Polvah Zho y el agente Hen Horme habían entablado, contestando con monosílabos escuetos o expresivos gruñidos a las preguntas muy directas. Su mente estaba muy lejos. Había sobrevolado el primer vehículo de la fila y se había perdido en las secuencias infinitas de llanura desértica, que se superponían.

Alguna desgracia, alguna tragedia había asolado a Oléhonia y la había hecho desaparecer sin dejar rastro. Había producido que el imperio se perdiera en las memorias hasta autoconsumirse. Después, sólo habían perdurado las leyendas que, poco a poco, se habían convertido en fábulas, dejando paso a las mentiras, que habían propagado la desaparición.

¿Por qué se había esfumado, de golpe, un imperio tan floreciente? ¿Por qué una sociedad tan avanzada, según se suponía, se había consumido como la mecha de una vela, sin dejar constancia de su existencia? ¿Por qué no se habían encontrado más que referencias aisladas al imperio, siempre envueltas por acordes de música esotérica? ¿Por qué no había testimonios históricos?

Conduciendo como si su vehículo formase parte de una cinta transportadora, el profesor This Aster no cesaba de hacerse esas preguntas, unas preguntas para las que no tenía respuestas.

En sus textos sobre Oléhonia, había tratado de reconstruir su sociedad con los retazos extraídos de múltiples tabillas, algunas de las cuales eran de su propiedad. Había llegado a la conclusión de que las

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gentes de Oléhonia fueron felices, durante un período prolongado de tiempo. Las referencias históricas a un declive del imperio eran insuficientes, muy difusas y la mayoría, ininteligibles.

Como quiera que fuese, en un momento determinado, esa felicidad desapareció y el pueblo perdió la alegría. No ocurrió tras una catástrofe natural, como las erupciones del Vesubio o del Krakatoa. El verdadero motivo seguía siendo un misterio.

Una sociedad tan evolucionada, como la calificaban algunas tablillas, no podía desaparecer de la noche a la mañana y provocar el olvido absoluto en la Historia común de los países del entorno.

Precisamente, analizando esa Historia, había llegado a la conclusión de que el elemento clave en el debilitamiento del imperio olehónico había sido la corrupción. Ésa era su teoría y se alegraba de habérsela expuesto a sus compañeros. La corrupción se había instalado en los sectores públicos, privados y familiares, convirtiéndose en la moneda de cambio habitual en la vida cotidiana. Ése habría podido ser el principio del fin de su preponderancia, pero no de su desaparición. En su entorno, el fenómeno habría ocurrido de la misma forma. La situación política y social no sería muy diferente a la de los países vecinos. Aunque, ¿cuáles lo habían sido? Ni un solo país reconocía en sus textos históricos relación alguna con Oléhonia. Ni la nombraban. Era una leyenda, consolidada a lo largo de los siglos.

Por mucho que se calentase la cabeza no iba a desatar un nudo que llevaba atado durante milenios. No iba a resolver el problema en un abrir y cerrar de ojos. Aunque ahora, las perspectivas eran mucho más esperanzadoras, porque, de una cosa estaba seguro, estaban adentrándose en Oléhonia, por mucho que ésta se resistiese a mostrar una señal de su presencia.

—¿Habéis visto eso?—preguntó el doctor Granh Dullón, deteniendo su vehículo.

—¿Qué?—preguntó Gud Mann, de inmediato, deteniéndose también.

—A la izquierda—dijo el profesor This Aster, señalando.

—¿Qué es eso?—preguntó Gud Mann, bajando del vehículo.

—Parece una carretera—dijo la doctora Polvah Zho, señalando el trayecto que cruzaba una especie de hondonada.

—Lo es—afirmó el profesor This Aster—. Es una calzada olehónica.

—¿A qué estamos esperando?—preguntó la doctora Kem Onah.

Variaron el rumbo y se dirigieron hacia la carretera, penetrando en la hondonada. Tardaron más de lo previsto en llegar a ella, volviendo a comprobar la relatividad de las dimensiones y las distancias en ese espacio. Descendieron de los vehículos, dispuestos a realizar un primer análisis.

—¿Qué pasa?—preguntó el doctor Hespa Vilado, algo intranquilo.

—Parece que hemos encontrado una calzada olehónica, y vamos a examinarla—contestó la doctora Polvah Zho.

—¡Muy bien!—felicitó el doctor Hespa Vilado. El examen fue infructuoso. No había inscripciones ni

piedras talladas, únicamente un camino serpenteante, tan inhóspito como el entorno que le rodeaba, y cuyas curvas eran un elemento discordante en un lugar que podía considerarse el reino de la línea recta.

—¿Por qué esas curvas?—preguntó el doctor Granh Dullón con extrañeza.

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—Sería para que descansasen las caballerías—contestó Gud Mann, empleando un argumento rescatado de alguna leyenda urbana.

—¿Qué hacemos?—preguntó el profesor This Aster. —Nos queda media hora de autonomía, más o

menos—avisó la doctora Polvah Zho. —Podemos emplear las baterías de reserva—dijo el

profesor This Aster. —Tendremos unas cinco horas de luz más—apuntó la

doctora Kem Onah, mirando hacia arriba. —Tal vez sea peligroso agotar la otra batería

también—dijo la doctora Polvah Zho. —Quien quiere peces…—sugirió el profesor This

Aster con malicia. —De acuerdo—aceptó la doctora Polvah Zho—.

Comamos algo y veamos a dónde nos lleva esa carretera. —Esa calzada—corrigió el profesor This Aster con

sorna. No más de un cuarto de hora después, estaban listos

para continuar su viaje. No les costó mucho decidir el sentido de la carretera que debían seguir. El norte era su destino.

El piso de la calzada olehónica era idéntico al de la llanura que la custodiaba. La única diferencia era el trazado sinuoso, por el que se deslizaron durante dos horas sin encontrar nada en el camino.

—Parece una carretera sin fin—observó el doctor Granh Dullón durante la parada técnica.

—Las carreteras suelen llevar a alguna parte—contestó el profesor This Aster.

—Y las calzadas olehónicas, mucho más—añadió Gud Mann, provocando las risas de sus compañeros.

Decidieron avanzar dos horas más, con el fin de acampar cuando aún hubiese luz de sobra. El trayecto

hasta el punto en el que decidieron levantar el campamento fue igual de monótono que el anterior.

—Coloquemos las tiendas allí—dijo Gud Mann, señalando un punto cercano de la llanura—. Y saquemos los vehículos de la carretera.

—¿Piensas que nos puede arrollar un autobús?—preguntó el profesor This Aster con tono divertido.

—Nunca se sabe—contestó Gud Mann, sacando su vehículo de la carretera.

El campamento estuvo listo, y las baterías recargándose en un abrir y cerrar de ojos. Hasta ellos mismos parecieron sorprendidos de la rapidez con la que lo habían levantado. El entrenamiento concienzudo, al que se habían entregados los días previos, había dado sus frutos, aunque no había que olvidar que la tecnología del equipo del que disponían facilitaba bastante las cosas.

Faltaría una media hora para que la oscuridad los engullese, cuando el trabajo había sido concluido, por lo que decidieron quedarse fuera de las tiendas, disfrutando de esos instantes de luz que todavía les quedaban.

Gud Mann y la doctora Kem Onah se alejaron del grupo, dando un paseo. No había dónde ir. El paisaje no había variado a su alrededor. Continuaron su paseo en silencio, hasta que él la obligó a detenerse, sujetándola por los hombros con delicadeza. Se habían alejado lo suficiente como para que los demás no pudieran escuchar su conversación.

—Quiero pedirte disculpas—dijo él con cierto aire compungido.

—¿Disculpas? ¿Por qué?—se extrañó ella. —Por lo de antes. —No tienes nada de qué disculparte—contestó la

doctora Kem Onah, bajando la vista al suelo. Gud Mann no estaba muy seguro de ello. Tenerla a su

lado, mientras avanzaban por la monotonía del desierto, había supuesto una experiencia indescriptible. La

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tranquilidad que sentía a su lado le llenaba de alegría e ilusión. Deseaba que esos momentos en que la miraba, casi a hurtadillas, mientras conducía a su lado, no acabaran nunca, que siguiesen girando en la ruleta de una película sin fin. Los dos solos, perdidos en un desierto cómplice de sus sueños.

Poco antes de llegar al punto elegido para acampar, Gud Mann había desconectado el intercomunicador y había mirado fijamente a la doctora Kem Onah, había tragado saliva y se había atrevido a decir:

—Quiero contarte algo. —¿Sí?—había contestado ella con curiosidad,

disponiéndose a escuchar. La soledad y el vacío de las selvas amazónicas, el

agujero negro que se había abierto entre el mundo y él, fueron ocupados por Rita. Ella lo había llenado todo. Había aparecido de repente, sumergida en las aguas turbulentas de la casualidad. El azar había sido responsable de todo. Primero, les había tendido la mano para que atravesasen el puente hacia la felicidad. Después, había atrancado las puertas y les había impedido el paso.

La selva se llevó a Rita, manchando su pecho con la sangre de los balazos y condenándole a él a la más descorazonadora de las soledades. El agujero negro se abrió de nuevo bajo sus pies. Se precipitó a su interior, girando en un torbellino que hacía que el siguiente día fuese todavía más insoportable que el anterior.

El azar quiso volver a juguetear con él, apiadándose del estado en el que se encontraba, ofreciéndole una oportunidad para que se redimiera. El reencuentro con viejas sensaciones y, sobre todo, con el profesor This Aster, había actuado como una pócima balsámica. Entonces, había aparecido ella.

Las manos de la doctora Kem Onah habían temblado, sujetando la fotografía de Rita que Gud Mann le había tendido, después de sacarla de la cartera. La miró repetidamente sin ser capaz de articular palabra y se la devolvió, sin dejar de temblar.

—¿Cómo es posible?—había acertado a decir por fin, tras unos interminables instantes de silencio.

La percepción de la presencia de Rita a su alrededor había sido una constante en cada momento de su vida. Desde que ella había aparecido, acompañando a la doctora Polvah Zho, había comenzado a difuminarse, lenta, pero progresivamente. Ahora, ya se había desvanecido por completo, dejando en su lugar una inmensa sensación de serenidad, en la que la ilusión había renacido.

La doctora Kem Onah se había mantenido en silencio, tratando de ordenar la avalancha de ideas y sensaciones que Gud Mann había precipitado sobre ella. Él, por su parte, había seguido alimentando el fuego.

El parecido entre las dos era tan innegable como asombroso, pero aún lo era más el hecho de que Rita hubiese dado un paso atrás y se hubiese desvanecido, de manera tan serena. Había decidido convertirse en un recuerdo y apartarse del mundo real. Ya no pertenecía a él.

—No quisiera haberte abrumado con mis historias de viejo—dijo Gud Mann, continuando con su disculpa.

—No lo has hecho—dijo la doctora Kem Onah, sonriendo—. Estoy confusa, pero creo que es natural.

—Claro, claro—se apresuró a reconocer Gud Mann. —Es una historia fascinante… —Tú lo has dicho, una historia—interrumpió Gud

Mann—. Ahora, sólo cuenta el presente. —¿Qué quieres decir?—desafió la doctora Kem

Onah.

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—¿Para qué voy a engañarme más?—dijo Gud Mann, tomando aliento—. Me he enamorado de ti.

Se sintió liberado, flotando. El peso que se había quitado de encima le hizo casi levitar. Jamás hubiese creído que pudiera ser capaz de realizar una confesión de esa magnitud, de una forma tan serena. Pero lo había hecho. Ahora, tocaba afrontar las consecuencias y aceptar la respuesta de la doctora Kem Onah con deportividad. Sin embargo, no pudo obtenerla, puesto que los gritos del profesor This Aster, tratando de llamar su atención, mientras señalaba la lejana mancha negra sobre el cielo, que avanzaba hacia ellos, lo impidió. Ambos corrieron y alcanzaron el refugio de sus respectivas tiendas, antes de ser engullidos por la oscuridad creciente.

—¿Qué te pasa? ¿Estás en baja forma?—preguntó el profesor This Aster, al contemplar los jadeos de Gud Mann.

—No es eso—respondió éste, sin decir ninguna mentira.

—Pues lo parece. Trabajaron en silencio, cada uno en su mesa, hasta la

hora de cenar. El uno, machacando el alfabeto olehónico, y el otro, repasando rutas y mediciones y confeccionando un escueto diario de viaje, en el que sólo tendrían cabida especificaciones técnicas.

El agente Hen Horme apareció para guiarles, más que escoltarles, a la tienda común, empleada como comedor improvisado. Los demás ya estaban allí, cuando ellos llegaron. Los ojos de Gud Mann buscaron los de la doctora Kem Onah. Los encontraron. Ella le mantuvo la mirada y le sonrió. Él estuvo a punto de desmayarse.

—El hallazgo de la carretera ha sido un golpe de fortuna—dijo el doctor Granh Dullón, cuando terminaron de cenar.

—Ciertamente—admitió el profesor This Aster. —Lo que ocurre es que parece que no se acabe

nunca—objetó Gud Mann. —Tranquilo—dijo el profesor This Aster con

expresión divertida—. Todos los caminos conducen a Roma.

—¡Espero que éste, no!—exclamó la doctora Polvah Zho.

Rieron y charlaron durante un buen rato. Estaban todos de acuerdo en que seguir la carretera era la opción más lógica. Su construcción hacía pensar que tenía un punto de partida y que, tarde o temprano, llegarían a él. A juzgar por el camino recorrido, no tardarían mucho en encontrarlo. Por lo menos, ésa era la idea que debía prevalecer.

—Es difícil mantener el optimismo—reconoció Gud Mann, frente a su licor reflexivo nocturno.

—¡Que no cunda el desánimo!—deseó el profesor This Aster, levantando su vasito.

—¡Que no cunda!—respondió Gud Mann, imitándole—. Y menos, en estos momentos.

—¿En cuáles otros debería ser?—preguntó el profesor This Aster, extrañado.

—Me refiero a los míos personales. —No entiendo. —Creo que me he declarado—confesó Gud Mann,

buscando el amparo del último trago de licor. —¡Vaya!—exclamó el profesor This Aster—. ¿Crees? No creía, estaba seguro. Le había dicho con toda

claridad que estaba enamorado de ella. No había lugar para las dudas. ¿A qué venía esa reticencia? Estaba en una jornada de reflexión nocturna, ¿no? Pues, la única reflexión posible era que se había declarado.

—Le he dicho que estaba enamorado de ella—confesó Gud Mann, sirviéndose otro vasito.

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—Entonces, te has declarado—corroboró el profesor This Aster.

—Eso me temo—admitió Gud Mann, paladeando un minúsculo trago.

—¿Y qué te ha contestado? —Nada. —¿Nada? —Tú has tenido la culpa—acusó Gud Mann,

apuntándole con el dedo—. Acababa de decírselo, cuando has empezado a hacer aspavientos para que regresásemos.

—Quizá, imbuído por el éxtasis romántico, habrías preferido que la noche oscura os envolviese a los dos—bromeó el profesor This Aster, sirviéndose su segundo vasito.

—No. —¡Menos mal!—celebró el profesor This Aster,

catándolo. —En la cena, me ha sonreído—se consoló Gud Mann,

balanceando el borde del vasito por sus labios. —¡Buena señal!—exclamó el profesor This Aster,

alzando su vasito. —Pero no hemos hablado—se lamentó Gud Mann

con expresión triste. —No era el momento adecuado—dijo el profesor

This Aster, antes de dar un trago—. Ya tendréis tiempo de hablar mañana, durante el viaje, a menos que…

—¿Qué?—preguntó Gud Mann, intranquilo. —Bueno…—dudó el profesor This Aster, rascándose

la cabeza—. Si tu confesión no le ha hecho gracia, lo más probable es que quiera cambiar de compañero de viaje.

—No lo había pensado—reconoció Gud Mann con pesar.

—Si por el contrario, se monta a tu lado, te estará dando la respuesta que esperas—prosiguió el profesor This Aster, dando el penúltimo trago de su vasito.

—No subirá conmigo—se lamentó Gud Mann. —¿Dónde está tu optimismo?—dijo el profesor This

Aster, terminando su licor, antes de levantarse. —En el fondo del mar—contestó Gud Mann,

apurando el suyo. Metido ya en su saco de dormir, el profesor This Aster

podía percibir con claridad las vueltas que daba Gud Mann en el suyo. La angustia le iba a impedir conciliar el sueño. Se apiadó de él y trató de reconfortarlo.

—Su sonrisa es una buena señal—dijo. —¿Tú crees?—preguntó Gud Mann, con la esperanza

atropellando sus palabras. —Estoy seguro—respondió el profesor This Aster,

girándose de medio lado. La doctora Polvah Zho no tardó en acudir a la cita

onírica y en recorrer con él las dependencias del palacio de cristal. Estaban repletas de gentes que vestían ropajes de mayor calidad que los habitantes del pueblo llano. Conversaban entre sí, ahuecando la voz y pavoneándose los unos ante los otros.

Asombrada de que no pudiesen descubrir sus presencia, la doctora Polvah Zho se abrió paso entre los miembros de un corro, ocupando su centro. Los integrantes del mismo continuaron su conversación como si nada hubiese sucedido. La doctora regresó junto a él, admirada de su invisibilidad. No pudo evitar comentarlo.

—Es una sensación extraña—dijo—. Me da escalofríos pensar que estemos entre ellos y que no puedan vernos.

—No estamos en el mismo tiempo—respondió el profesor This Aster.

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—No estamos en ninguna parte—aclaró la doctora Polvah Zho—. Sólo es un sueño.

Una momentánea pérdida de conexión se encargó de confirmarlo. Afortunadamente, se restableció enseguida y les permitió adentrarse en la sala principal. Estaba muy concurrida. Parecía que se estuviera celebrando en ella un acto conmemorativo o algo así.

Una danzarina semidesnuda ocupaba el centro de la estancia, contorsionando su cuerpo voluptuosamente. Iba de aquí para allá, repitiendo sus pasos de baile, aunque aumentando su aceleración.

De pronto, cuatro esbeltas bailarinas, completamente vestidas, irrumpieron por los costados del escenario, persiguiendo a la bailarina principal, sin darle alcance. La música aumentó de intensidad, hasta detenerse de forma brusca, coincidiendo con la ocupación del centro del escenario por la bailarina principal, que también interrumpió su danza y se quitó la ropa con tirones enérgicos. Antes que alguien llegase a verla desnuda, las otras cuatro bailarinas le habían enfundado una túnica, idéntica a la que ellas llevaban y la habían invitado a formar parte de la nueva recatada danza ritual, que concluyeron en medio de los aplausos de la concurrencia.

Cruzó el escenario, que las bailarinas habían despejado, llevando de la mano a la doctora Polvah Zho. Quería acercarse al trono para ver el rostro de quien lo ocupaba. Cuando estaban a punto de conseguir su objetivo, la imagen se ennegreció de golpe y él abrió los ojos, sobresaltado.

La misma extrañeza que había sentido la noche anterior, a causa de la ausencia de ruidos en el exterior, fue el último pensamiento que cruzó su mente, antes de volver a conciliar un sueño, que ya no encontró la compañía de la doctora Polvah ni sirvió para trasladarle al palacio de cristal.

Media hora después de que la claridad se hubiera establecido, estaban preparados para reanudar la marcha. Habían introducido una variante en ella. El vehículo que conducía el profesor This Aster la abriría, mientras que sería el del doctor Granh Dullón el que la cerrase. El hecho de que la doctora Kem Onah siguiese compartiendo vehículo con Gud Mann, provocó un gesto de júbilo del profesor This Aster, levantando el pulgar en señal de aprobación.

Esa variación táctica no obtuvo frutos, si es que los buscaba. El mismo invariable paisaje seguía recordándoles que eran los únicos seres vivos en kilómetros a la redonda. El doctor Granh Dullón lo resumió en la parada técnica.

—Aquí no hay nada—dijo con expresión abatida. —La carretera aún no ha acabado—objetó el profesor

This Aster. —¿Y cuándo lo hará? —Cuando lleguemos a nuestro destino—profetizó el

profesor This Aster, poniendo punto final a la parada técnica.

Cuando realizaron la siguiente, dos horas después, el panorama no había variado. La sempiterna llanura seguía siendo atravesada por una carretera que serpenteaba por ella. Nada más. Sólo eso.

Si no hubiera cambiado su puesto con el doctor Granh Dullón, no habría sido el primero en adivinar la pequeña elevación en un punto lejano de la carretera. Apenas era una insignificancia, pero desentonaba en la planicie. Detuvo el vehículo y se bajó, prismáticos en ristre.

No había duda. Allí estaba. No sabía lo que era, pero allí estaba. Trató de identificarla, aunque estaba demasiado lejos, incluso para los prismáticos. Tuvo que conformarse con constatar que había algo allí.

—¿Qué es eso?—preguntó Gud Mann, cuando llegó a su lado.

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—No tengo ni idea—dijo el profesor This Aster, pasándole los prismáticos—. Pero vamos a averiguarlo.

—Está bastante lejos—avisó Gud Mann, devolviéndole los prismáticos.

—Ya lo sé. —Nos queda hora y media de autonomía—dijo Gud

Mann, moviendo la cabeza dubitativamente. —Tiempo suficiente para llegar hasta allí—dijo el

profesor This Aster, apremiándole para que regresara a su vehículo.

Acertó por los pelos, porque llegaron a los pies de la construcción con los últimos estertores de las baterías. El profesor This Aster fue el primero en poner pie en tierra y dirigirse hacia el extraño monumento que tenían delante, en el que acababa la carretera. Estaba formado por dos hojas de piedra lisa simétrica, sin inscripiciones, de unos veinticinco metros de alto por unos diez de ancho, superpuesta la una sobre la otra.

—¡Allí arriba!—señaló el doctor Granh Dullón, llamando su atención—. Parece que hay algo grabado en la piedra.

Efectivamente, a un metro del final de cada hoja, había una inscripción, la misma, según pudieron constatar con el zoom de la cámara de la escafandra de la doctora Polvah Zho.

El profesor This Aster descargó la filmación a su portátil y la convirtió en una sucesión de imágenes fijas. Las escrutó durante unos instantes, como si las estuviera radiografiando, ante la expectación general. Eligió una de ellas y la amplió hasta centrar los caracteres.

—Es lenguaje olehónico—confirmó. —¡Bien!—exclamó el doctor Hespa Vilado. —¿Qué dice?—preguntó Gud Mann. —Mah-Dritzh—contestó el profesor This Aster—.

Las dos inscripciones son iguales.

—¿Mah-Dritzh? ¿Y eso qué significa?—preguntó el doctor Granh Dullón.

—Es el nombre de una ciudad—dijo la doctora Kem Onah—. Éstas son las puertas que la guardaban.

—Pues no les han servido de mucho—dijo el doctor Granh Dullón, señalando el entorno.

—Permanecen cerradas—observó la doctora Polvah Zho.

—¿Guardando qué?—insistió el doctor Granh Dullón.

—Lo que aquí hubo en un tiempo—contestó la doctora Kem Onah—. Mirad, es el cauce de un río—dijo señalando una depresión del terreno, situada a la izquierda de las supuestas puertas.

—No ha sido desviado—dijo el profesor This Aster, tras una somera exploración.

—¿Por qué debería de haberlo sido?—preguntó Gud Mann con extrañeza.

—Por similitudes históricas, tal vez—respondió el profesor This Aster, saliéndose por la tangente.

—Es una ciudad—repitió la doctora Kem Onah—. Una vez cruzadas las puertas, siguiendo por ahí—señaló—, se llegaría a la plaza principal.

—Y aquí, a las afueras, estaría el campo de fútbol—dijo el doctor Granh Dullón con sarcasmo.

—No, el cementerio—corrigió la doctora Kem Onah—. Sería fundamental para una gran metrópoli.

—Claro, por supuesto—dijo el doctor Granh Dullón, aceptando la corrección con una sonrisa.

Decidieron cambiar las baterías antes de comer y proseguir la marcha. Todavía les quedarían unas tres horas de luz y podrían aprovechar parte del tiempo explorando la ciudad, antes de levantar el campamento.

Se separaron y cada vehículo adoptó una dirección de exploración. De vez en cuando, se perdían de vista, debido a los altibajos que encontraban en el camino, que

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había dejado de ser llano y presentaba recovecos dentro de sus desniveles. Sin embargo, no encontraron en su interior el menor vestigio de otra construcción ni rastro de presencia humana presente o pasada.

El profesor This Aster se dio cuenta demasiado tarde de que el camino se había abierto ante él, y no pudo evitar deslizarse por una rampa arenosa que le condujo hasta una explanada. Habría descendido más de cinco metros.

—¿Habéis visto eso?—preguntó a sus compañeros, deteniendo el vehículo.

—Es como si se nos hubiese tragado la tierra—dijo la doctora Polvah Zho.

—Prácticamente, se nos ha tragado—observó el agente Hen Horme, señalando la altura de las paredes de la explanada.

No habían sido cinco, sino más de diez los metros que habían descendido. Así se lo hicieron saber a los otros vehículos, que llegaron hasta ellos, siguiendo sus oportunas indicaciones.

—¿Dónde os habéis metido?—preguntó el doctor Hespa Vilado.

—Eso nos gustaría saber—contestó la doctora Polvah Zho, filmando la explanada con la cámara de su casco.

—¿Qué ha pasado?—le preguntó Gud Mann al profesor This Aster.

—No tengo ni idea—respondió éste—. De repente el suelo se ha venido abajo y una especie de rampa me ha conducido hasta aquí.

—Este suelo es arenoso—dijo Gud Mann, dejando escapar los granos de su mano—. Pero tampoco hay rastro de vegetación.

—¿Dónde demonios estamos?—preguntó el doctor Granh Dullón, pisoteando la arena.

—¿Por qué no te acercas a una oficina turística y pides un plano?—dijo la doctora Kem Onah con mordacidad.

—Habrá que montar el campamento aquí—dijo la doctora Polvah Zho—. Apenas queda una hora de luz.

Al levantar la vista hacia arriba, en un acto reflejo, el profesor This Aster pudo distinguir perfectamente las tres grandes piedras lisas que sobresalían de las paredes de la explanada como los tres vértices de un triángulo.

—¿Te has fijado?—preguntó, señalando una de ellas. —No hay tiempo—urgió Gud Mann—. Hay que

montar—el campamento. —Mira allí arriba—ordenó, obligándole a hacerlo. —Muy bien. Tres piedras. ¿Contento?—dijo Gud

Mann, arrastrándole al vehículo—. Mañana será otro día. Ahora, hay que montar el campamento.

—Hay tiempo de sobra—protestó el profesor This Aster.

—Nuestro radio de visión es limitado—contestó Gud Mann—. No tenemos perspectiva. La oscuridad caerá sobre nosotros como una losa.

—Para algo están los relojes—dijo el profesor This Aster, señalándose el suyo.

—Pues el mío dice que te des prisa—contestó Gud Mann, zanjando la conversación.

Con la ayuda o no del reloj, efectivamente, la oscuridad se desplomó sobre ellos sin previo aviso. El hueco en el que se habían refugiado fue pasto del espesor nocturno en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Dime?—invitó el profesor This Aster, sirviéndole un vasito.

—¿Qué?—preguntó Gud Mann, extrañado—. ¿Vuelves otra vez con las piedras?

—No te hagas el tonto—dijo el profesor This Aster—. Aunque, bien mirado, no creo que te suponga ningún esfuerzo. De las piedras, ya hablaremos mañana. Ahora, cuéntame qué te ha dicho la doctora Kem Onah.

—¿Ah, eso?—dijo Gud Mann, haciéndose el interesante.

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—¿Ah, eso?—imitó el profesor This Aster, antes de dar un trago—. Lo estás deseando.

Era cierto. Lo estaba deseando. Su corazón había galopado como una fiera desbocada, amenazando con cortarle la respiración, mientras aguardaba, esa mañana, la salida. No quería ni pensar en que no se subiera con él. Habría deseado que se lo tragase la tierra. Sus latidos se detuvieron en seco, cuando ella se sentó a su lado. Estaba tan nervioso que no se sentía capaz de articular palabra, de modo que respondió con una especie de gruñido al saludo de ella. No sabía si mirarla, aunque se moría por hacerlo. Se sentía ridículo, desvalido, incapaz de manejar la situación, tembloroso como un adolescente.

Ella, en cambio, parecía muy tranquila. Daba la sensación de que estaba disfrutando del viaje, ¿o eran imaginaciones suyas? No, no lo eran. Estaba sonriente. Se la veía feliz.

—Yo…—había intentado decir él, sin saber cómo continuar.

—Cuando ayer me dijiste que estabas enamorado de mí, me dejaste sorprendida. No me lo esperaba—había dicho ella, provocando un aldabonazo en el pecho de Gud Mann—. Me sorprendió porque me di cuenta de que el sentimiento era mutuo—había añadido, apretándole una mano—. Estoy enamorada de ti.

—¡Brindo por ello!—celebró el profesor This Aster, ventilándose el licor que le quedaba.

La confesión no provocó que se saliesen de la carretera, pero sí originó que Gud Mann diera un volantazo y sufrieran un ligero vaivén, por el que no tardó en interesarse el doctor Granh Dullón, que iba a la cola del grupo.

—¿Algún problema?—había preguntado, tras comprobar que había recuperado el control.

—Un despiste—se había excusado Gud Mann—. Lo siento.

La había mirado, sabiendo que sus ojos no serían capaces de transmitir la inmensa ternura que sentía. Las palabras tampoco servirían para mucho, se haría un lío con ellas porque no podrían deshacer el lazo que anudaba su garganta. No podía dejar de mirarla. Ella le devolvió la mirada. Era una mirada luminosa, de esperanza, una mirada de amor.

—Te felicito de corazón—dijo el profesor This Aster, estrechándole la mano, antes de servir dos nuevos vasitos—. Ya me parece estar oyendo campanas de boda.

—No seas idiota—dijo Gud Mann, dando un trago. —Tal vez pueda oficiar la ceremonia un sacerdote

olehónico, si encontramos alguno por ahí—dijo el profesor This Aster con el vasito apoyado en los labios.

—Muy gracioso. —No, en serio, me alegro mucho por ti—dijo el

profesor This Aster, chocando su vasito con el de Gud Mann—. Os deseo lo mejor, de todo corazón—añadió, terminándose el licor.

—Gracias—contestó Gud Mann, emocionado, haciendo lo mismo con el suyo.

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Capítulo 16

—Ya es mañana—dijo el profesor This Aster, recién levantado, recogiendo su saco.

—Una observación muy aguda—respondió Gud Mann, abriendo un ojo.

—Levántate—ordenó el profesor This Aster—. Las piedras nos esperan.

—No se van a mover de ahí—dijo Gud Mann, levantándose.

—Por si acaso—avisó el profesor This Aster—. Aquí pasan cosas muy raras. Hasta las jóvenes se enamoran de los vejestorios.

El tamaño de las piedras era considerable, a juzgar por las dimensiones que podían calcularse desde abajo. Sobresalían varios metros de las paredes verticales de la explanada y su anchura parecía muy grande.

Sobre el terreno, las expectativas fueron corroboradas. Eran tres bloques macizos colosales, de forma ovalada, y libres de aristas e imperfecciones. Los tres eran idénticos, monolíticos.

Los revisaron de arriba abajo, del derecho y del revés y no encontraron nada, hasta que a la doctora Kem Onah se le ocurrió subirse encima de una de las piedras y caminar por su superficie.

—¿Qué haces?—le gritó Gud Mann con preocupación—. ¡Bájate de ahí! No estamos seguros de su consistencia. Podría desprenderse.

La doctora Kem Onah no le hizo caso y continuó su paseo por la piedra, avanzando hacia el filo. Se detuvo en el borde, a escasos centímetros del vacío. Miró hacia

abajo, desafiando al vértigo. Entonces, la vio. En el costado derecho, al final de la piedra, había una inscripción. La emoción, al descubrirla, la hizo trastabillar. Se tambaleó.

—¿Quieres volver, por favor?—casi rogó Gud Mann, aún más asustado.

—Hay una inscripción ahí—dijo, agachada, señalando el borde exterior de la piedra—. No parecen caracteres—dijo, estirando el cuello para acercarse—. Son símbolos… No. ¡Es un dibujo!

—¿Un dibujo?—gritó Gud Mann—. ¿Un dibujo de qué?

—Parece una cara—contestó la doctora Kem Onah—. Es la cara de una mujer—confirmó—. Pero no tiene facciones. No hay ojos, ni nariz ni boca. Está vacía.

—Vuelve—dijo Gud Mann. La doctora Kem Onah anduvo unos metros a gatas,

antes de levantarse y volver por donde había venido, hasta regresar con el grupo. Gud Mann se le acercó con la mayor discreción que pudo.

—¿Pretendías matarte?—le dijo, liberando la tensión que había acumulado.

—¿Te has asustado?—preguntó con cara de niña buena.

—Sí. —Yo también—contestó, haciéndole una carantoña,

antes de volver con los demás. —Aplicando la secuencia lógica que nos hemos

encontrado desde que estamos aquí, las otras dos piedras también tendrán un dibujo en el mismo lugar que ésta—dijo el profesor This Aster, señalando la que había explorado la doctora Kem Onah.

—Vayamos a comprobarlo—sugirió el doctor Granh Dullón.

Llegaron hasta la piedra siguiente. Aunque su consistencia era un hecho y, probablemente, resistiría el

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peso de una legión romana marcando el paso, la doctora Polvah Zho no admitió discusiones y avanzó hacia el interior de la piedra en solitario, dispuesta a comprobar si había un dibujo en el borde.

No tardó en descubrirlo, puesto que se dirigió sin titubear al lugar en el habían calculado que se encontraría. Se arrodilló e inclinó la cabeza para tener una mejor visión de la cascada y el remanso de agua que representaba el grabado que el artista de otros tiempos había realizado en la piedra.

Gud Man no consintió que fuera otro el que explorara el tercer monolito. Aunque las alturas no le seducían, controló la sensación de vértigo hasta que asomó la cabeza por el borde de la piedra. Entonces, la visión le flaqueó y tuvo que enfocarla de nuevo. Se frotó los ojos y volvió a mirar detenidamente el dibujo.

—Parecemos unos gilipollas aquí, cuando podíamos estar ahí contigo, sin riesgo de desprendiemiento—dijo el profesor This Aster, avanzando por la piedra—. ¡Nos tienes en ascuas!—gritó—. ¿Qué hay dibujado?

—No sé…—dudó Gud Mann—. Parece… parece un monstruo… un animal… ¡No! ¡Un insecto! Parece un insecto—concluyó, levantándose, para que el vahído se estabilizara en el fondo de su estómago.

Formaron un corro, sentados en el suelo arenoso, y trataron de analizar, de forma conjunta, las informaciones de las que disponían. Lo inmediato era descifrar el enigma de las piedras y los dibujos y encontrar su significado. Era primordial para que pudieran seguir avanzando. Pero no era una tarea fácil. No tenían un punto de apoyo, sobre el que tejer hipótesis.

Una cara sin facciones, una cascada con un remanso de agua y un probable insecto. ¿Qué relación podían tener entre ellos? Tal vez ninguna. Quizá tenían que ser considerados de forma individual. Ésa, posiblemente, era

la clave. Tenían que analizar los objetos por separado. Pero, ¿qué era lo que tenían que analizar? La pescadilla acabó mordiéndose la cola y condenándoles a un callejón sin salida.

Gud Mann se levantó para mitigar el hormigueo que había convertido su pierna derecha en un trozo de corcho. Dio unos cuantos pasos, flexionando y estirando la pierna, hasta que recobró las sensaciones. Entonces, se detuvo y se llevó la mano derecha a la barbilla.

El profesor This Aster conocía aquella expresión. La había visto otras veces. Esa concentración, que parecía imposible quebrantar; ese empequeñecimiento de los

ojos, que anunciaba la grandeza de las ideas a punto de surgir; ese silencio denso, que precedía al despeje de las incógnitas y a la resolución del problema. Gud Mann estaba sufriendo un ataque agudo de intuición. Había que estar preparado para sus consecuencias.

—¡Espera!—exclamó, tensando todos los músculos de su cuerpo—. ¿Cómo decía la inscripción de la bóveda?

—Guardaos de…—comenzó a decir el profesor This Aster, antes de verse interrumpido por la urgencia de Gud Mann.

—Esa parte no—rechazó—. La otra, qué decía la otra. El profesor This Aster no lo recordaba de memoria

con exactitud. Se sacó una libreta del bolsillo y, después consultarla, recitó:

—Por allá por donde pase lo que un día fue sagrado, también lo hará el conocimiento.

—Lo que un día fue sagrado. ¡Eso es!—exclamó Gud Mann, como si hubiera encontrado la piedra filosofal.

—¿A qué te refieres?—preguntó el doctor Granh Dullón.

—¿Qué tienen de sagrado esos dibujos?—preguntó Gud Mann, a su vez.

—¡Cualquiera sabe!—exclamó el profesor This Aster.

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—El rostro de mujer sin facciones podría ser el de una diosa—apuntó la doctora Kem Onah.

—Podría ser—concedió Gud Mann—. ¿Viste en él algo que pudiera sugerirte un carácter sagrado?

—La verdad es que no—contestó la doctora Kem Onah—. Parecía algo más funerario, tal vez más fantasmal.

—El dibujo del agua tampoco sugería algo sagrado—dijo la doctora Polvah Zho.

—Nos queda el insecto—concluyó Gud Mann—. Y aquí es donde entra en juego mi estupidez.

—No es en el único lugar—zahirió el profesor This Aster—. Pero nos gustaría que fueras un poco más explícito.

—¡El insecto es un escarabajo!—proclamó Gud Mann con satisfacción—. No me di cuenta al examinar el dibujo, pero ahora estoy seguro. Es un escarabajo.

—¡Claro!—exclamó la doctora Kem Onah—. El escarabajo fue un símbolo sagrado para muchas culturas.

—Lo que un día fue sagrado—enunció Gud Mann—. El escarabajo—afirmó, complacido de su conclusión—. Por donde él pase, lo hará el conocimiento.

—Parece un razonamiento difícil de digerir, pero no seré yo quien lo cuestione—dijo el doctor Granh Dullón—. Lo que sí me gustaría saber es por dónde va a pasar un escarabajo al borde de un precipicio.

—Buena pregunta—aprobó el profesor This Aster—. El camino que pudiera seguir el escarabajo está cortado en el aire.

—Está en la piedra—dijo Gud Mann con absoluta convicción.

—¿Qué?—preguntó la doctora Polvah Zho. —La atraviesa—afirmó Gud Mann—. Estoy seguro. —¿Y cómo la vamos a atravesar nosotros?—preguntó

el profesor This Aster.

—Siguiéndole—contestó Gud Mann, dirigiéndose hacia la piedra.

—¡Espera!—dijo el profesor This Aster—. Esta vez vamos contigo.

Caminaron con lentitud sobre la superficie lisa, avanzando con precaución hasta el borde de la piedra. Los más atrevidos se asomaron. Gud Mann se tumbó boca abajo y sacó la cabeza al exterior, fijando la vista en el dibujo. Ahora, no tenía ninguna duda.

Extendió la mano derecha y siguió con el dedo índice el trazo del dibujo. Se giró hacia sus compañeros y les confirmo lo que ya les había dicho previamente. Era un escarabajo. Luego, continuó con la minuciosa exploración visual del dibujo, palpando a su alrededor para comprobar que el único relieve era el del propio grabado. No había resorte ni mecanismo alguno que pudiera ser accionado para permitir la entrada a un hipotético pasadizo.

Gud Mann se descolgó un poco más. El agente Rob Husto le tenía agarrado por los pies para impedir que se cayese. Extendió la mano en el aire y se quedó mirando la palma durante unos instantes. La aplicó sobre el lomo del escarabajo y presionó con fuerza sobre él.

Las versiones de los miembros del equipo sobre lo sucedido, que posteriormente tuvieron tiempo de analizar, fueron dispares. Ninguno fue capaz de explicar con excatitud lo que había pasado. Todo había sido demasiado rápido, demasiado inesperado.

La gigantesca piedra se deslizó con suavidad por la pared vertical de la explanada, como si hubiese seguido unas guías invisibles. Apenas notaron el aterrizaje sobre el suelo arenoso de la explanada. Por fortuna, las tiendas, los vehículos y el resto del equipo habían quedado alejados del radio de acción del desprendimiento o lo que quiera que hubiera sido aquello.

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Se miraron entre sí, sin poder dar crédito a lo que acababan de vivir. Mientras descendían, no habían tenido tiempo de sentir miedo, la sorpresa lo había sustituido, dejando paso al aturdimiento. Sin habérselo sacudido por completo, comprobaron que todos estaban de una pieza. Al girarse, se encontraron frente a la abertura de la gruta que había sido descubierta en la pared vertical de la explanada, donde acababa la piedra.

La sorpresa colectiva se columpió en un escalofrío común. Habían encontrado el pasadizo que estaban buscando, el camino hacia el conocimiento. No pudieron reprimir su alegría. Dieron saltos, se abrazaron. Atropellaron las palabras.

—Voy a por un casco—dijo Gud Mann—. Tenemos que filmar esto.

Los demás aguardaron con impaciencia su regreso, que no tardó en producirse, porque Gud Mann realizó el trayecto de ida y vuelta a la carrera. El doctor Hespa Vilado se mostraba inquieto desde la sala de control. Las imágenes, filmadas con la cámara del casco, le dejaron sin palabras. Tardó un buen rato en reponerse.

—¡Es maravilloso!—terminó por exclamar. El agente Hen Horme se quedaría en el exterior,

guardando la entrada de la gruta, y dispuesto a entrar en ella, si su presencia fuese requerida. El agente Rob Husto encabezaría el grupo, portando una linterna en una mano y el arma en la otra. Los demás, provistos también de linternas, le seguirían. La doctora Polvah Zho se haría cargo de la cámara.

Cuando atravesaron el agujero de la pared, los latidos de sus corazones se suspendieron al unísono. Tardaron un momento en normalizar su ritmo, mientras descendían los escalones que iluminaban con sus linternas. Apenas una docena, les condujeron a un pasillo, que desembocó

en una espaciosa estancia cuadrada. El techo, si lo tenía, debía de estar situado al final de la pared vertical.

En el centro de la habitación había una gran arca de piedra, tan lisa, como todo cuanto habían encontrado hasta el momento, y sin inscripciones. En la esquina más alejada de la entrada, había una especie de sarcófago descubierto, que sólo contenía polvo en su interior. Una gran losa servía de tapa al arca central. Se precisó el esfuerzo de todos para moverla y apartarla.

En su interior, encontraron un arca de menor tamaño y de las mismas características, provista de andas. Las emplearon para extraerla, tarea que tuvieron que realizar el agente Rob Husto y el doctor Granh Dullón, aunando fuerzas, debido al considerable peso del objeto.

Después de comprobar que eso era lo único que había en el interior de la gruta, cargaron con el tesoro y salieron de ella. El profesor This Aster impidió su apertura, allí mismo, argumentando que quizá la luz pudiese dañar el contenido, por lo que era más aconsejable proceder a ello en la penumbra de la tienda, cuya luminosidad podía graduarse.

Allí la trasladaron. Los dos agentes de seguridad, después de vérselas con la resistencia de la losa, que no estaba dispuesta a abandonar el espacio que ocupaba, consiguieron apartarla. Luego, abandonaron la tienda y se dedicaron a sus tareas de vigilancia exterior, dejando a los otros cinco, estupefactos, alrededor del arca abierta. La doctora Polvah Zho filmó su interior.

—¿Qué es eso?—exclamó el doctor Hespa Vilado, desde la sala de control, aunque ya había adivinado de qué se trataba.

—Son tablillas—confirmó el profesor This Aster, cogiendo la que estaba colocada en primer lugar—. Tablillas olehónicas.

—Toda una biblioteca—dijo Gud Mann, echando una ojeada a la gran cantidad de tablillas, meticulosamente

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ordenadas en el interior del arca—. El conocimiento—resumió.

—Es pronto para lanzar las campanas al vuelo—advirtió el profesor This Aster—. El lugar donde hemos encontrado las tablillas no parecía, precisamente, una biblioteca.

—¿Y eso qué tiene que ver?—preguntó Gud Mann, extrañado.

—Tal vez sólo revelen un rito funerario—contestó el profesor This Aster, acostumbrado a sufrir reveses en lo que a Oléhonia se refería—. No olvidemos que había un sarcófago en la sala.

—No importa—dijo la doctora Polvah Zho—. Es un hallazgo extraordinario.

—Sin duda—reconoció el profesor This Aster—. Aunque habrá que analizarlas para determinar su auténtica importancia.

En cualquier caso, como era lógico imaginar, el descubrimiento de las tablillas revolucionó el ánimo del campamento. La euforia era difícilmente controlable. Todos parecían haber sufrido una sobredosis de adrenalina.

Tras un ligero examen de las tablillas que ocupaban la posición superior de las diversas filas, el profesor This Aster pudo comprobar el orden de las mismas: De arriba abajo y de izquierda a derecha. Tan simple, como elemental.

Como sardinas en lata, se organizaron dentro de la tienda. Las extrajeron, una por una, con sumo cuidado, y les colocaron una pegatina, numerándolas. Tuvieron que interrumpir el trabajo, para comer, aunque era tal su entusiasmo que enseguida volvieron a enfrascarse en la labor de identificación.

Según iba recibiendo las tablillas, el profesor This Aster las fotografiaba, almacenaba las imágenes en su

portátil y las enviaba al ordenador central, antes de colocarlas, siguiendo el orden que habían prestablecido. El doctor Hespa Vilado cuestionó la pertinencia de la operación.

—No es necesario que las fotografíes—sugirió—. Ya lo haremos aquí.

—Lo que va delante, va delante—respondió el profesor This Aster, sin interrumpir su tarea.

Cuando todavía restaban tres horas para que oscureciera, las ciento ochenta y nueve tablillas habían sido identificadas y clasificadas. El resto ya era cosa del profesor This Aster. Así se lo hizo saber Gud Mann.

—Todas tuyas—dijo, haciendo una reverencia teatral. —Sí—suspiró el profesor This Aster. —Estoy pensando que aún hay luz suficiente para

realizar una nueva exploración—dijo Gud Mann. —¡Ni pensarlo!—negó el profesor This Aster—. Yo,

de aquí, no me muevo. No hubo manera de convencerlo. Estaba deseando

empezar a traducir las tablillas. Era mejor que se largasen y le dejasen solo. Si los tenía revoloteando a su alrededor como moscardones, no podría concentrarse. La expedición de exploración era una buena idea. Así le dejarían trabajar a gusto.

La doctora Polvah Zho insistió en que uno de los vehículos y un agente de seguridad permaneciesen en el campamento, pero el profesor This Aster se negó en redondo. Hasta el momento actual, habían podido comprobar que la seguridad estaba garantizada. No necesitaba un agente con él. Sería mucho más necesario en una misión de exploración. La doctora Polvah transigió, a regañadientes, aunque hizo un último intento, apelando al valor intrínseco de las tablillas. El profesor This Aster no cedió. La explanada era un lugar seguro, y él trabajaría con mayor comodidad, si le dejaban en paz.

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—¡No te hagas ilusiones!—le advirtió Gud Mann, al despedirse—. Dentro de dos horas, estamos aquí.

Tenía poco tiempo y debía aprovecharlo para enfrentarse cara a cara con el alfabeto. Se puso manos a la obra inmediatamente. Colocó la primera serie de tablillas sobre la mesa de campaña de Gud Mann, que había desplegado al lado de la suya. Previamente, el arca había sido sacada de la tienda.

Cogió la primera tablilla y se puso las gafas. La examinó pacientemente. La traducción de los signos aparecía con nitidez en su cerebro. Al darse cuenta de que el texto era enrevesado y, probablemente, pudiese llegar a ser críptico en algunos fragmentos, decidió transcribir la traducción a una libreta y darle una interpretación textual. La literaria ya la haría después en el ordenador. Era la mejor manera de garantizar que el mensaje fuese comprendido y, a la vez, de perder menos tiempo.

La primera hora le cundió muchísimo. Garabateó varias cuartillas en su libreta, que fue releyendo y revisando de vez en cuando para hacerse una idea global del texto que estaba traduciendo. Se sentía muy satisfecho.

La voz de Gud Mann, llamándole a través del intercomunicador, fue lo primero que le hizo apartar la atención de su trabajo. Habían pasado más de dos horas desde que se había sentado.

—¿Quieres contestar de una vez?—insistió Gud Mann.

—¿Qué tripa se te ha roto?—le gruñó al micrófono el profesor This Aster.

—Hemos tenido un problema. —¿Qué clase de problema?—preguntó con

preocupación.

—Hemos bajado a explorar un lugar muy parecido al del campamento y hemos encallado los tres vehículos en el suelo. Era demasiado arenoso—contestó Gud Mann.

—¿Estáis bien? —Sí. Ya hemos logrado liberar las ruedas, pero nos

queda menos de una hora de luz y, además, no tenemos carga en la batería para aventurarnos a realizar una navegación nocturna—respondió Gud Mann, resumiendo la situación—. Tendremos que pasar la noche aquí.

—¿Sin tiendas? —Nos arreglaremos como podamos. No rompas

nada—concluyó en tono conminatorio. —Lo intentaré—repuso el profesor This Aster. Volvió a su trabajo y se enfrascó en él, hasta que el

súbito advenimiento de la oscuridad le avisó que tenía que subir la intensidad de la luz de la tienda. Entonces, se levantó y dio unos pasos cortos, tratando de desentumecer sus piernas. Había terminado la primera hilera de tablillas, que apartó con cuidado, respetando el orden de las mismas.

Tenía la cabeza repleta de letras, caracteres y signos. Lo ideal habría sido salir a tomar el aire y, de paso, ventilar las ideas, pero la negra densidad exterior no invitaba precisamente a ello. Tuvo que conformarse con realizar unos estiramientos, frente a su portátil, antes de dedicarse al nuevo análisis de la primera página de su libreta. Escribió.

Las letras de la inscripción de la bóveda han formado un camino que llega hasta estas escrituras. Sólo podrán ser reveladas a aquellos que se hayan hecho merecedores de ello.

Los poderosos quisieron convertirse en representaciones de las deidades y fracasaron. Las cabezas de los hombres dejaron de ser peldaños que pudieran ser escalados en busca del triunfo.

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Si tienes ante ti estas escrituras, habrás de considerarte un afortunado, el primero en tener acceso al misterio. Sea cual sea tu mundo, tú serás testigo de la existencia de Oléhonia y sus secretos. Deberás darlos a conocer a las generaciones futuras. Ése será tu cometido y tu responsabilidad.

Todo lo que ante tus ojos, hoy, contemplas devastado y ceniciento, fue en otro tiempo bendecido por el esplendor y la gloria. Cuando se acabó la bendición, la única salida posible era el olvido.

El pueblo que desprecia su historia y la considera una cosa de tiempos pasados está condenado a la desaparición. Entonces, no valdrán de nada ni el pasado, ni el presente ni el futuro. Sólo predominará la nada absoluta, propagándose por todos los confines.

No podría contar la historia de Oléhonia, porque no tendría vida suficiente para hacerlo, pues tantos siglos atesora el imperio fundado por nuestros antepasados. Sirva este relato como el testimonio que adorna un testamento final.

En las épocas lejanas, Oléhonia fue un gran imperio, gracias sus innumerables conquistas, que le proporcionaron riqueza y poder. Sus posesiones se extendían allende los mares, pero el mantenimiento de un imperio tan extenso y la pésima gestión de sus sucesivos reyes produjeron su estrepitosa quiebra. El imperio se desmoronó, aunque lo fue haciendo poco a poco, sangrando por el continuo despilfarro, al que sus reyes tan aficionados se mostraron.

Las posesiones allende los mares y las más cercanas se perdieron, una tras otra. Los límites del imperio acabaron reducidos a los territorios que

acotaban sus fronteras. El empobrecimiento del pueblo creció de forma progresiva, hasta instalarse como la más cotidiana de las circunstancias. Las desigualdades se convirtieron en una norma, aumentando la profundidad de un abismo entre las clases sociales, que parecía insalvable.

El imperio fue pasto de la incultura, convertida en la única bandera que era capaz de ondear en todo el territorio, alimentando las viejas rencillas y convirtiéndolas en nuevas.

Cuando el rey Half Honso huyó del país con el pretexto de evitar así un derramamiento de sangre, en realidad, se estaba colocando la primera piedra del mismo. Las clases poderosas y el clan de los Sumos Sacerdotes intuyeron peligrar su situación de privilegio y se aprestaron a impedirlo.

Una parte del Ejército, nido de ambiciosos y megalómanos, quedó atrapada en las redes de los poderosos. La otra se mantuvo fiel en la defensa del gobierno de la nación. El enfrentamiento resultó inevitable.

Casi tres años de muerte, horror y desolación, sembraron los conspiradores a su paso, antes de doblegar el espíritu popular y su entusiasmo, antes de doblegar y desarmar definitivamente al ejército que les representaba.

Esa sangrienta guerra civil marcó a los habitantes de Oléhonia, que jamás fueren capaces de desprenderse de su alargada y vergonzosa sombra. La arrastraron con ellos como un castigo.

El general Franh Kho fue la cabeza visible de la victoria. Había sido el único superviviente del grupúsculo que había comandado la sublevación. El resto de sus miembros habían encontrado la muerte,

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la mayoría de ellos en extrañas circunstancias, durante la contienda.

Sin oposición visible ni invisible, el general Franh Kho fue nombrado Caudillo de Oléhonia y Salvador de la Patria, erigiéndose en dictador de su destino. Las cárceles proliferaron en el territorio nacional, que acabó convertido en una gran prisión, de la que era muy difícil escapar.

La incultura quedó elevada a los altares, los mismos que habían consagrado los Adoradores de Zaratute, la secta religiosa más numerosa e influyente, que compartía pan y mesa con un dictador, al que ellos mismos se habían encargado de glorificar.

La Época Oscura había sido instaurada, ocultando el cielo de Oléhonia. Las tinieblas engulleron infinidad de procesos, saldados con condenas de cárcel y ejecuciones, que no podían ocultar el miedo, el odio y la mezquindad de aquellos que las dictaban.

Carente de ideas políticas propias y de la inteligencia necesaria para construirlas, el general Franh Kho se inspiró en los tiranos de los países vecinos e instauró un régimen acorazado en torno a su persona.

Las congregaciones políticas no sólo fueron prohibidas, sino que cayó sobre ellas el peso de la propaganda tendenciosa del aparato gubernamental, presentándolas como las culpables de todos los males del mundo y reduciéndolas a cenizas.

Esa labor, prolongada durante casi cuatro décadas, consiguió vaciar las conciencias de los ciudadanos de Oléhonia y condicionar sus opiniones. El miedo se había convertido en un perenne compañero de viaje, insustituible en el desarrollo de la vida cotidiana.

—Yo soy apolítico—se apresuraban a proclamar legiones de conversos en todos los rincones de Oléhonia.

La política fue borrada de la faz del imperio. Sólo podían dedicarse a ella y ser recompensados por sus servicios los adictos al régimen. Suprimidas las congregaciones políticas, cualquier acción individual, que se apartase de los cauces establecidos, era considerada, de inmediato, un comportamiento subversivo, que, invariablemente, le provocaba dificultades a aquel que había sido señalado.

El general Franh Kho envejeció en el poder sin que nadie se atreviera a mover un dedo para derribarlo. El aislamiento internacional que sufrió el imperio fue determinante para su continua pérdida de importancia. Sin embargo, desde el interior de las fronteras, no cesaban de exaltarse los valores patrios, inflamando las conciencias ignorantes.

El general Franh Kho lo tenía todo atado y bien atado. Los movimientos clandestinos eran débiles y estaban muy controlados. La delación siempre ha sido la mejor compañera de viaje del miedo y de la incultura.

Como el dios Zaratute no había bendecido al matrimonio del prohombre con un hijo varón, los consejeros del general Franh Kho decidieron solucionar el problema de la sucesión, negociando con el legítimo heredero al trono, que llevaba exilado una eternidad. Su hijo, Juankar, había sido elegido para ser adoctrinado y trasplantado a los principios fundamentales del régimen. Así, y sólo así, podría convertirse en un rey a imagen y semejanza del general Franh Kho.

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Nunca llegó a saberse lo que se coció en aquellos parlamentos, pero lo cierto es que la dinastía de los Bravones, así conocida popularmente por la afición de sus miembros varones a utilizar sus atributos sexuales de forma promiscua y frecuente, desembarcó de nuevo en Oléhonia.

El príncipe Juankar quedó bajo la tutela del general Franh Kho y fue proclamado sucesor del imperio olehónico, jurando eterna lealtad en el transcurso de un solemene acto, pleno de boato. Quedó convertido en el delfín de la dictadura.

Viendo la progresiva putrefacción del régimen del general Franh Kho, los consejeros personales del príncipe Juankar decidieron introducir, con el paso del tiempo, un nuevo elemento en su estrategia. El heredero al trono sería investido con el título de demócrata, aireado en múltiples reuniones clandestinas, mantenidas con las figuras emergentes de la bisoña oposición.

Esa actitud conspiradora no debilitó el poder del sucesor, que cada vez veía más cerca su asalto al poder. Su momento estaba cerca. Mientras tanto, era necesario seguir nadando y guardando la ropa.

Ya no había nada más apuntado en la libreta. La cerró

con decepción y se quedó mirando la pantalla del portátil, siguiendo el parpadeo del cursor al final del párrafo. Salió de su trance y guardó el documento. Sonrió complacido, por fin, y se lo envió a su correo de Kackestadt. Después, apagó el portátil y se levantó. Miró repetidamente el resto de tablillas ordenadas y tuvo que vencer la tentación de no coger otro puñado. Estaba molido.

Se impuso la razón sobre el corazón, por lo que dejó de mirar las tablillas y se preparó la cena. Se la comió de forma maquinal, con la cabeza vagando por los recovecos del texto que había escrito. Recogió los restos y se sirvió un vasito de licor de patata. No había por qué renunciar a las tradiciones.

Aún tuvo tiempo de sufrir una nueva tentación, mientras saboreaba su licor, pero consiguió resistir. Le dolía todo el cuerpo y estaba embotado, tras una intensa jornada, que había resultado agotadora. No tenía sentido consumir las escasas energías que le quedaban, sobre todo porque el resultado no sería el deseado.

Se terminó el licor, se desnudó y se metió en el saco de dormir, con la seguridad de que no iba a tardar en ser vencido por el sueño, ya que el cansancio de sus músculos le sería de gran ayuda para conseguirlo. Sonrió, mientras resbalaba plácidamente por un túnel en el que, poco a poco, se oscurecían sus pensamientos.

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Capítulo 17

Ya hacía un buen rato que había terminado de desayunar, cuando los vehículos de sus compañeros entraron en la explanada. Se acababa de levantar de la silla, decidido a reemprender su trabajo, pero el ruido le hizo salir de la tienda.

El aspecto de los miembros de la expedición dejaba mucho que desear. Fatigados y sucios, se acercaron y le susurraron un saludo colectivo. Habían encontrado un desnivel muy parecido al del campamento, al poco tiempo de haber salido. Sobre aquella explanada, únicamente pendía una piedra, en cuyo borde había grabado un rostro de mujer sin facciones, idéntico al descubierto por la doctora Kem Onah.

Todos y cada uno de ellos lo presionaron, frotaron y acariciaron, pero la piedra permaneció inmune a sus carantoñas y no se movió del lugar. Al igual que ocurriera con las piedras examinadas, anteriormente, ésta tampoco presentaba ningún reborde, saliente o trampilla secreta. Únicamente, el grabado.

Con la decepción a cuestas, se montaron de nuevo en el vehículo y descubrieron otras dos explanadas. El mismo dibujo había sido grabado en la única piedra que las presidía, el rostro de la mujer sin facciones.

Idéntico resultado al obtenido en la primera, cosecharon las múltiples manipulaciones que realizaron sobre las otras dos. No se movieron ni un milímetro. No hubo manera de hacerlas descender al fondo de la explanada.

Al marcharse de allí, se vieron abocados a un terraplén que les condujo a una rampa arenosa, en cuyo final encallaron las ruedas delanteras de los tres vehículos. Les costó mucho tiempo y trabajo desatascarlas. Entonces, cuando comprobaron que era imposible regresar mediante navegación nocturna, le habían comunicado el contratiempo.

La explanada a la que habían llegado tenía como techado una docena de piedras salientes. Apremiados por la próxima llegada de la oscuridad, subieron a examinarlas con la esperanza de encontrar nuevos grabados. El fracaso fue rotundo. En las doce piedras salientes de las paredes verticales de la explanada, había grabado el mismo rostro inamovible de mujer sin facciones, insensible a las caricias, absolutamente esquivo a los deseos.

Habían bajado con el tiempo justo para guarecerse, pegados a una de las paredes, con la barrera protectora de los vehículos por delante. La oscuridad se desplomó sobre la explanada, arrojada, desde las alturas, como un fardo.

Él tenía mejores noticias. Había dado cuenta de la primera hilera de tablillas y había realizado una interpretación de lo que allí había escrito. No había duda posible. Habían encontrado Oléhonia o lo poco que quedaba de ella. Las tablillas eran el testimonio irrefutable.

—Esto nos hace replantearnos nuestra misión—dijo Gud Mann, después de haber escuchado el breve, pero pormenorizado resumen del profesor This Aster—. Creo que lo más importante es trasladar las tablillas a la excavación.

—Opino lo mismo—corroboró la doctora Polvah Zho—. Hemos encontrado un tesoro de un valor incalculable y debemos protegerlo.

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—No creo que aquí corra peligro—objetó el profesor This Aster, que seguía empeñado en continuar con su trabajo.

—No sabemos si las condiciones meteorológicas se mantienen siempre estables—respondió la doctora Polvah Zho—. Podemos sufrir una tormenta o algo peor.

—El fin del mundo—se burló el profesor This Aster. —Lo primero es volver a colocar las tablillas en el

arca—dijo Gud Mann, ignorando el sarcasmo de su amigo—. Después, descansaremos hasta la hora de comer…

—¿Qué?—protestó el profesor This Aster—. Ya las recogeremos más tarde. Mientras vosotros descansáis, yo puedo continuar mi trabajo.

Gud Mann no tenía ganas de discutir. Estaba tan cansado como los demás. Sin embargo, no le gustaba la actitud de niño caprichoso del profesor This Aster y así se lo hizo saber.

—Pareces un crío con un juguete—le recriminó—. El interés general ha de prevalecer sobre el particular.

—Dejemos fuera la segunda hilera y recojamos las demás—terció el doctor Granh Dullón—. Así, todos contentos.

—¿No serás descendiente de Salomón, por casualidad?—bromeó la doctora Kem Onah.

—Por parte de padre—contestó el doctor Granh Dullón, continuando la broma.

—De acuerdo, dejemos que el profesor siga jugando con su juguete—transigió Gud Mann.

Las tablillas fueron depositadas en el interior del arca, que había vuelto a ser introducida en la tienda, en el orden correcto, dejando libre el hueco que correspondía a la segunda hilera, cuyas piezas habían sido depositadas sobre la mesa de campaña de Gud Mann, colocada en el

exterior, junto a la del profesor This Aster, que contenía el portátil y la libreta.

Les deseó feliz descanso, mientras cogía la primera de las tablillas. En cuanto sus compañeros se retiraron a las tiendas, el profesor This Aster quedó sobrecogido por el inmenso silencio que le rodeaba. Le puso los pelos de punta, pero se sobrepuso inmediatamente.

Tras casi dos horas de análisis y garabateos en su libreta, se levantó para que las piernas no se anquilosasen y acabasen convertidas en dos columnas clavadas en la arena. Se dirigió al centro de la explanada y levantó la vista hacia las dos piedras que aún había sobre su cabeza. El silencio seguía siendo su único compañero.

¿Por qué no habían logrado tener éxito con el resto de las piedras exploradas? ¿Por qué los rostros de mujer que habían encontrado no les habían llevado a las entradas de otras grutas? Quedaban esas dos moles de arriba, aún sin explorar, pero algo le decía que tampoco con ellas tendrían éxito.

Regresó a su trabajo y concluyó el análisis de la hilera, como si hubiese sido un ciclista, disputando una prueba contra reloj. Agotado, pero satisfecho, repasó su libreta, antes de empezar a escribir en el portátil.

La insignificancia de Oléhonia no decreció. Los

países vecinos y los más lejanos, poderosos económicamente, continuaron despreciando el poder del imperio. Su papel en el concierto mundial quedó reducido al de mero comparsa.

Las libertades en el interior del país eran tan escasas como grande era el vaciamiento de la identidad de sus habitantes. La sociedad entera estaba en manos de la represión, alimentada por los Adoradores de Zaratute, que endurecieron su doctrina para ayudar en el gobierno a la mano firme del general

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Franh Kho y conseguir así alcanzar las más altas cotas de poder. El infierno terrenal se mezcló con en el divino, y ambos quedaron confundidos para siempre.

El horizonte del imperio olehónico se alejaba cada día más del camino que estaban obligados a seguir sus habitantes. La descomposición de la burbuja, en la que había quedado encerrado el sistema político del general Franh Kho, era evidente e imparable. Nada la podría detener. Sólo la presencia física del propio dictador, le servía de alimento. Ése era el único recurso del que disponía.

Los últimos coletazos de vida de la dictadura resultaron duros. La bestia herida necesitaba sangre para reparar la que ella había perdido. El monstruo quería pasar a la posteridad y ser recordado como un insaciable sanguinario.

El pueblo, atemorizado, contemplaba el espectáculo, incapaz de tomar partido, parapetado detrás de su miedo, convenciéndose de su impotencia, evitando hablar alto, escondiendo las palabras y cerrando los oídos.

La salud del general Franh Kho dio un primer aviso un verano, en el que las turbulencias políticas aparecieron al mismo tiempo que el calor, y sembraron vientos de inestabilidad. La sangre se le había espesado en una de sus piernas y no fluía como debía hacerlo. La edad del dictador agravaba la situación y desaconsejaba la actividad física.

Ante la imposibilidad de que el general Franh Kho pudiera desempeñar los quehaceres propios de su cargo, se invistió al príncipe Juankar con los poderes de jefe de estado para que sustituyera a la egregia

figura. Lo hizo durante, aproximadamente, tres meses, aunque no tomó ninguna decisión importante.

Una vez reestablecida su salud, el general Franh Kho retomó el bastón de mando, otra vez con mano firme, demostrando a todo aquel que había osado dudar de su regreso, que estaba equivocado y contestando a las disidencias internacionales con bravuconadas, que pretendían exaltar anticuadas glorias de un imperio muerto y enterrado.

Días antes de enfermar de gravedad y quedar recluido en el palacio, al que fueron trasladadas todas las eminencias médicas del país, el general Franh Kho firmó sus últimas sentencias de muerte. Cinco disidentes políticos fueron ejecutados, únicamente para demostrar la fortaleza de un régimen, que ya hacía tiempo que se había corrompido.

La larga agonía del dictador, aderezada por los falsos rumores y una lluvia de noticias susurradas, produjo un letargo en el pueblo. La expectación era muy grande, pero nadie se atrevía a moverse. Unos, porque nunca lo harían por su propio pie y otros, porque intuían que era imposible hacerlo.

La muerte anunciada retrasaba su llegada al cuerpo macilento que mantenía un débil hilo de vida, prendido a los remedios médicos. La consigna de apartarlo del sendero de la muerte era la única recibida.

Se instauró el reinado de las reuniones clandestinas, no sólo entre los partidarios de la frágil oposición, sino entre los propios partidarios del régimen que, divididos en diversas facciones, se apresuraban a salvar los restos del naufragio.

Los escribas deslizaban en sus panfletos verdades a medias. Sus informaciones remarcaban el acento en

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unas u otras cosas, dependiendo de sus convicciones o de los intereses de aquellos que les pagaban. La confusión era el único punto de encuentro posible.

La importancia del círculo más cercano al general Franh Kho se difuminó, conforme a éste se le escapaba la vida. El hecho del nombramiento de sucesor, sancionado en suntuosa ceremonia oficial, impedía la intervención y limitaba sus privilegios.

Cuando el tenue hilo de vida del general Franh Kho se convirtió en apenas un soplo, la situación se hizo insostenible y la noticia de la muerte del dictador tiñó de luto todos los rincones del país. Sin embargo, una gran parte de sus habitantes consideró que ése era un luto de esperanza.

El día que sepultó al dictador en el panteón, que él mismo se había mandado construir con la sangre de los presos políticos, el pueblo de Oléhonia enterró con él el miedo a la libertad y comenzó a considerarse dueño de su destino.

La preponderancia del imperio olehónico estaba por llegar, pero ya empezaba a asomarse por el horizonte.

Puso el punto final al párrafo y se quedó mirando la

pantalla del portátil. Ya no había más texto que transcribir en la libreta. Se quitó las gafas y se frotó los ojos. Definitivamente, en el arca estaban contenidos todos los secretos. Apagó el portátil y se levantó de la silla. En ese momento, la doctora Polvah Zho salió de la tienda, acompañada por la doctora Kem Onah. El doctor Granh Dullón y Gud Mann lo hicieron a continuación. Los agentes de seguridad hacía un buen rato que estaban aplicados en sus tareas de vigilancia.

—¡Aquí está todo!—les gritó el profesor This Aster, a modo de saludo, cogiendo una tablilla y mostrándosela.

Durante la comida, realizada al aire libre, decidieron que uno de los agentes de seguridad se quedaría vigilando el arca, mientras el resto se encargaba de explorar los dibujos de las dos piedras de arriba.

Eligieron primero la que tenía grabada la cascada y el remanso de agua. Todos acariciaron los dos elementos, los manosearon y hasta golpearon con el puño, pero la piedra no se movió. Había algo que estaban haciendo mal. No habían sido capaces de encontrar la clave. Sus mentes no estaban funcionando bien.

No tuvieron mejor suerte con el rostro de mujer sin facciones de la otra piedra. Tampoco agradeció las caricias que le dedicaron, ni siquiera se ablandó. Tampoco lo hizo la pared vertical que limitaba la explanada.

—No tiene sentido seguir—dijo el profesor This Aster—. Aquí, no hay nada.

—Tiene que haber algún mecanismo—repuso Gud Mann, reacio a concluir la exploración

—Pues no somos capaces de encontrarlo—contestó el doctor Granh Dullón.

—Tiene razón—coincidió la doctora Kem Onah. —Yo también estoy de acuerdo—dijo la doctora

Polvah Zho—. Será mejor que bajemos, recapitulemos y estructuremos nuestro plan de actuación.

—Nos quedan dos horas de luz—apuntó el profesor This Aster.

En un primer momento, se plantearon sacar la gran arca para trasladarla a la excavación, pero el profesor This Aster les convenció de su escaso valor arqueológico, lo que sumado a su más que considerable peso, les llevó a la conclusión de que era mejor dejarla donde estaba. En cambio, sí sacaron el sarcófago y lo trasladaron a un remolque auxiliar, que previamente

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habían desplegado y montado, donde sería transportado, junto al arca con las tablillas.

—No entiendo por qué nos llevamos esto—rezongó Gud Mann, señalando el mamotreto, ya cargado.

—Porque estoy convencido de que lo de dentro es un cadáver convertido en polvo—contestó el profesor This Aster.

—Entonces, tendremos que cubrirlo, no vayamos a perderlo por el camino—dijo Gud Mann, disponiéndose a ello.

Partirían con la primera luz de la mañana. El remolque iría en el vehículo conducido por el profesor This Aster, que cerraría la formación. Seguirían la carretera, en lugar de emplear la ruta que habían utilizado para llegar hasta allí. No abandonarían la carretera, salvo que algún obstáculo les obligase a ello.

—La calzada me parece la mejor opción—había afirmado la doctora Kem Onah, muy segura de sí misma—. Creo que es el camino más corto.

—Puede que no—había dudado la doctora Polvah Zho—. No la encontramos hasta después de varias jornadas de navegación. No sé…

—No conocíamos el mapa de tráfico de Oléhonia—había bromeado el profesor This Aster.

—Tampoco es que ahora estemos muy al tanto—había contestado la doctora Polvah Zho, sonriendo.

—Lo suficiente—había corregido el doctor Granh Dullón—. Yo también creo que siguiendo la carretera será más corto el viaje de regreso.

—Pues, no se hable más—había concluido Gud Mann.

Forzarían la marcha, realizando una incial de seis horas, con sólo una parada técnica en la mitad. Recambiarían las baterías y continuarían dos horas más, deteniéndose para comer, lo que se consideraría la otra

parada técnica de la ruta. Luego, continuarían durante tres horas y se detendrían para levantar el campamento, cuando aún dispusiesen de una hora de luz, más o menos.

Aprobaron el plan y recibieron el beneplácito del doctor Hespa Vilado, desde la sala de control, a tiempo de refugiarse en sus tiendas y ponerse a salvo de la oscuridad, que se instauró de golpe en la explanada.

Enjaulado en la suya, el profesor This Aster barajó la posibilidad de coger una nueva hilera de tablillas y trabajar con ellas hasta la hora de la cena. Al fin y al cabo, no iba a estar mano sobre mano, tanto tiempo, sin saber qué hacer. Sin embargo, el temor a enfrentarse a una más que segura regañina de Gud Mann le hizo abandonar la idea, aunque muy a su pesar.

Precisamente, fue el propio Gud Mann quien vino a rescatarle de los riesgos de su ociosidad, interesándose por los detalles que había descubierto con el análisis de las nuevas tablillas. El rostor del profesor This Aster se transfiguró al relatarle a su amigo lo que contenían.

Le hizo un resumen detallado de lo que había traducido hasta el momento, poniendo mayor enfásis en aquello que le parecía más importante. La vehemencia del relato atrapó a su amigo.

La existencia de esa Época Oscura venía a corroborar las hipótesis que había manejado durante mucho tiempo. Sus conjeturas se ajustaban a los acontecimientos históricos que se habían desarrollado. Eso, naturalmente, le producía una gran satisfacción.

El largo tiempo sufrido de dictadura había provocado un anquilosamiento social y político que había conducido a Oléhonia a la miseria y al aislamiento, convirtiendo a sus habitantes en una manada de corderos sumisos, que sólo obedecían al instinto de pastar.

Las señales de la decadencia del sistema se hicieron cada vez más evidentes, pero aquellos que las recibían

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despreciaban su auténtico significado, porque se sentían protegidos por el poder absoluto del dictador.

—El último apunte que el general Franh Kho dejó para la Historia fue la firma de cinco sentencias muerte—dijo el profesor This Aster, llegando al final de su relato—. Después, su inevitable deterioro físico le hizo consumirse como un guiñapo. Con su sepultura, comenzó el auge del imperio olehónico.

—La cosa promete—se felicitó Gud Mann, palmoteándose ambos muslos.

—Sí—reconoció el profesor This Aster—. Los secretos de Oléhonia están a nuestro alcance—añadió, conectando su portátil.

—¿Qué haces?—preguntó Gud Mann, intrigado. —Voy a mandar la traducción a mi correo de

Kackestadt—respondió el profesor This Aster, mientras tecleaba en el ordenador.

—¡Bien pensado!—exclamó Gud Mann con fingida alegría—. Así la señora Holibali Gnada tendrá algo con lo que entretenerse.

Durante la cena, revisaron el plan previsto para el día siguiente y lo aprobaron por unanimidad. Luego, se retiraron a sus respectivas tiendas, guiados por los agentes de seguridad.

—Me parece que ésta no hará el viaje de vuelta con nosotros—dijo Gud Mann, refiriéndose a la botella de licor de patata que había utilizado para servir los dos vasitos y que había dejado sobre su mesa de campaña—. Se quedará aquí como muestra de nuestro paso por esta civilización.

—La basura de los conquistadores—se burló el profesor This Aster, dando un trago.

—Condición humana—respondió Gud Mann. —Mala condición—asumió el profesor This Aster.

—Lo hemos conseguido—dijo Gud Mann con la ilusión brillándole en los ojos.

—Aún no—puntualizó el profesor This Aster, señalando la botella. Pero estamos en ello. Anda, sírveme el último.

—Tú lo has dicho, el último—contestó Gud Mann, exprimiendo hasta la última gota de licor de la botella en los dos vasitos.

—Hasta que no llevemos las tablillas a la excavación, no estaré tranquilo—confesó el profesor This Aster.

—¿No irás a ponerte en plan agorero?—recriminó Gud Mann.

—Estamos tan cerca… —No estamos cerca—corrigió Gud Mann,

envalentonándose tras dar un sorbito—. Hemos rendido a Oléhonia a nuestros pies.

—Aún no—contestó el profesor This Aster, dando el último trago.

—Eres un cascarrabias—dijo Gud Mann, encaminándose a su saco de dormir.

A la hora convenida, recogieron el campamento y abandonaron la explanada, dejando la botella vacía de licor de patata, pegada a una de las paredes laterales, como testigo mudo de su presencia allí. Cuando regresaran, comentó Gud Mann, probablemente, la arena se la habría tragado.

Al cruzarse con las puertas cerradas de la ciudad de Mah-Dritzh, el profesor This Aster no pudo evitar sentir una punzada de nostalgia en su pecho, acompañada de un escalofrío descendente en su espalda.

Siguieron la carretera, tal y como habían previsto, cumpliendo religiosamente el plan de ruta trazado y ajustándose a los tiempos con precisión casi matemática. Habían realizado una jornada de once horas, cuando plantaron las tiendas y establecieron el campamento.

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—Según mis cálculos, mañana a mediodía, llegaremos a la entrada de la cueva—dijo el doctor Granh Dullón, esgrimiendo una amplia sonrisa.

—¿Tanto hemos adelantado, siguiendo la carretera?—preguntó la doctora Kem Onah.

—Alguna ventaja había de tener—respondió el profesor This Aster.

—Muy grande en este caso—reconoció Gud Mann. Los detalles de la siguiente jornada quedaron

planificados durante la cena. La única variación sería que el remolque iría enganchado al vehículo del doctor Granh Dullón. Por el contrario, en el vehículo del profesor This Aster se cargaría el generador por considerarlo más adecuado para garantizar su estabilidad.

—Los trabajos de carga y descarga en el interior de la cueva se prolongarán mucho tiempo—dijo la doctora Polvah Zho—. No podremos evitar que las concentraciones de gas sean muy elevadas.

—El problema es que afecte a los trajes—dijo la doctora Kem Onah.

—Los trajes resistirán—garantizó Gud Mann. —El problema es que volemos por los aires—dijo la

doctora Polvah Zho. —El monóxido de carbono no es explosivo—

tranquilizó el profesor This Aster. —Pero es muy inflamable—apuntó el doctor Granh

Dullón—. Así que no se os ocurra fumar. —Mañana estaremos en casa—aseguró Gud Mann. Lo estaban deseando todos. No es que la excavación

fuese un dechado de comodidades, pero, comparada con las condiciones soportadas en los últimos días, podía decirse que era el paraíso.

—Sueño con una ducha en condiciones—dijo Gud Mann, mientras abría una nueva botella de licor de patata.

—¿Qué tal van las cosas con la doctora Kem Onah?—preguntó el profesor This Aster de sopetón.

—Muy bien—respondió Gud Mann, poniendo cara de bobo.

—Y eso, qué significa exactamente. —Es increíble. Parece como si nos conociéramos toda

la vida. —Desde luego, lleváis toda una vida en coche—

ironizó el profesor This Aster, jugueteando con su vasito. —No hemos parado de hablar. Es… Es

extraordinario. —Tendrás que convencerme para que sea tu padrino

de boda—dijo el profesor This Aster, terminándose el licor.

—No corras tanto—advirtió Gud Mann, sirviéndole otro.

—Desde hace varios días, no hago más que oír campanas de boda dentro de mi cabeza.

—Serán las tuyas—dijo Gud Mann. —Son las tuyas—afirmó el profesor This Aster—.

Estás hecho para casarte. —Puede—dudó Gud Mann, apoyándose el vasito en

los labios—. Pero no con alguien casi treinta años menor. —No creo que estés en condiciones de elegir—se

burló el porfesor This Aster. —Por eso, precisamente. —A ella, no parece importarle. —No sé… —La diferencia de edad no es un aspecto

fundamental—dijo el profesor This Aster, muy convencido—. Mira a la doctora Polvah Zho. Hizo que Much O’Ricco fuera feliz hasta el último día de su vida. ¿Por qué habría de ser diferente en tu caso?

—Porque nunca me ha tocado la lotería. —Alguna vez tendrá que ser la primera.

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—¡Por nuestra última noche aquí!—dijo Gud Mann, poniéndose en pie y ofreciendo su vaso al brindis.

—De momento—puntualizó el profesor This Aster, levantándose también y haciendo chocar su vasito contra el de Gud Mann—. Yo pienso volver.

Los cálculos del ordenador del doctor Granh Dullón no fueron erróneos. A mediodía, media hora después de abandonar la carretera, para seguir el rumbo adecuado, llegaron a la entrada de la cueva.

—A comer en casa—dijo Gud Mann, bajando de su vehículo y comenzando los preparativos para el embarque.

El doctor Gran Dullón llevó el vehículo con el remolque a la entrada de la cueva y conectó con el doctor Hespa Vilado para sincronizar la operación. Desde la sala de control, enviaron el elevador.

—Voy a echarles una mano con el remolque—dijo el agente Hen Horme, dejando al profesor This Aster y a la doctora Polvah Zho, colocándose los trajes.

Llevaron el remolque al interior de la cueva y lo dejaron estacionado en un lugar cercano a donde se posaría la plataforma. Regresaron al exterior y aguardaron la orden de la sala de control para iniciar la evacuación.

Primero, subirían el vehículo con el doctor Granh Dullón y el agente Rob Husto a bordo. A continuación, le seguiría el ocupado por Gud Mann y la doctora Kem Onah y, antes de evacuar al último con el profesor This Aster y la doctora Polvah Zho, sería izado el agente Hen Horme en compañía del remolque y su cargamento.

Los rescates de los dos vehículos transcurrieron sin ningún contratiempo, salvo el consabido aumento de la concentración de monóxido de carbono. El primer vehículo recorrió la pasarela de acceso y llegó al

cobertizo, donde fue estacionado. Allí se quitaron los trajes el doctor Granh Dullón y el agente Rob Husto.

Gud Mann condujo su vehículo fuera de la plataforma y lo detuvo en la pasarela, a la espera de la llegada del remolque para que lo engancharan y pudieran trasladar al cobertizo.

El agente Hen Horme hizo una seña con la mano al profesor This Aster y a la doctora Polvah Zho, antes de iniciar la carrera por el interior de la cueva. Alcanzó el lugar en el que le aguardaba el remolque, antes que lo hiciera la plataforma. En cuanto ésta se posó en el suelo, el agente accionó un mando automático y el remolque penetró en la plataforma. Subió él también y dio la orden para que comenzara el ascenso.

El profesor This Aster y la doctora Polvah Zho se montaron en su vehículo y lo condujeron hasta la entrada de la cueva. Allí lo detuvieron, en espera de recibir instrucciones.

—¿Va todo bien?—preguntó el profesor This Aster con cierta impaciencia.

—Todo en orden—contestó el doctor Hespa Vilado. —Date prisa—dijo Gud Mann—. Te esperamos a

comer. A diez metros de alcanzar el final del trayecto, la

plataforma sufrió una especie de desajuste y realizó un extraño rebote en el aire, que provocó la caída del agente Hen Horme. A causa de ella, el mando automático que hacía funcionar el motor del remolque se concectó accidentalmente, y la barra delantera de éste se empotró contra la bóveda, provocando una parada momentánea y un freno en la reanudación posterior del ascenso.

—¿Qué ha ocurrido?—preguntó el doctor Hespa Vilado.

—Una súbita disminución de corriente ha sido la responsable del fallo—aclaró uno de los técnicos.

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—¿Qué es ese chirrido?—preguntó el doctor Hespa Vilado.

—La barra del remolque se ha clavado en la bóveda y la está rasgando como si fuese de papel—comunicó el agente Hen Horme—. La está destrozando.

La bóveda se requebrajó sin remedio y emitió un enorme quejido cuyo eco se prolongó a través del túnel. La doctora Polvah Zho se sobresaltó al escucharlo, el profesor This Aster frunció el ceño.

—¿Qué pasa?—preguntó con inquietud. —La bóveda se ha rasgado—comunicó el doctor

Hespa Vilado. —¿Qué? —El remolque se ha empotrado en ella y está

provocando una alteración en el funcionamiento de la plataforma—informó el doctor Hespa Vilado.

—¡Maldita sea!—rezongó el profesor This Aster, arrancando el vehículo.

—¿Qué haces?—preguntó la doctora Polvah Zho. —Aquí no estamos seguros—contestó el profesor

This Aster, alejando el vehículo de la cueva. La plataforma se venció hacia un lado,

desestabilizándose, cuando la bóveda ya había acabado. La barra del remolque dejó de apuñalarla y fue expulsada y lanzada contra la estructura metálica de la plataforma que, a trancas y barrancas y desequilibrada, continuó ascendiendo.

Apenas a dos metros de alcanzar su objetivo, la plataforma se tambaleó, se detuvo con brusquedad y provocó que la barra del remolque golpease repetidas veces contra las protecciones. El cruce de los metales provocó un chisporroteo intenso.

—¡Dios mío!—exclamó el doctor Hespa Vilado. —¡Salte!—ordenó Gud Mann, aún embutido en su

traje, al agente Hen Horme, que obedeció sin parpadear.

El monóxido de carbono se propagó como un reguero de pólvora, adueñándose de las instalaciones. La sala de control tuvo que ser evacuada, ante el riesgo de intoxicación. Todo el personal corrió hacia la explanada exterior.

Gud Mann ayudó al agente Hen Horme, que había trepado por la pared. Ambos subieron al vehículo y atravesaron la pasarela, abandonando la excavación, justo antes que la plataforma claudicase y se precipitase al vacío, arrastrando con ella el arca, las tablillas y el sarcófago con los probables restos pulverizados de un habitante de Oléhonia.

La lluvia de chispas que invadió el túnel prendió un colosal incendio, que se expandió hacia arriba, convertido en una lengua de fuego, recorriendo todas las estancias de la carpa, y hacia abajo, donde se transformó en una voraz llamarada espiral, que se propulsó al exterior de la cueva, arrastrando con ella un enorme manto de piedras y cenizas.

La bóveda se hizo añicos, liberando la tierra que había estado conteniendo, desde que se abriera el agujero espontáneamente. En cuestión de segundos, el túnel se rellenó a causa del desprendimiento, impidiendo que el gas siguiera subiendo. La alimentación del fuego quedó cortada. Sin embargo, la entrada de la cueva siguió emitiendo varias bocanadas, utilizando la presión continua, provocada por el desmoronamiento, como el motor perfecto para avivar su intensidad. Parecían los estertores de un dragón moribundo.

El profesor This Aster y la doctora Polvah Zho se lanzaron cuerpo a tierra, protegidos tras el vehículo. Cuando la última de las llamaradas se extinguió, dejando una extensión de más de veinticinco metros cuadrados sumida en una oscuridad cenicienta, corrieron a comprobar lo que ya se temían. La entrada de la cueva había quedado tapiada por los restos calcinados de la

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bóveda, las rocas arrastradas en la caída y el alud de tierra sobrevenido. El humo se filtraba a través de las rendijas de las piedras.

—¡Dios mío!—exclamó la doctora Polvah Zho, horrorizada—. ¡Los demás!

Los demás podían haber ardido en el infierno de monóxido de carbono. Tenían que comunicarse con ellos. Tenían que averiguar los daños que habían sufrido. El profesor This Aster le gritó al intercomunicador de su traje.

—¡Atención, ahí arriba! ¿Estáis todos bien?—dijo, sin poder evitar la angustia en el tono de su voz.

No obtuvo respuesta. La línea parecía interrumpida. El silencio era tan denso como poco halagüeño. Estaban incomunicados. La doctora Polvah Zho lo intentó de nuevo con voz temblorosa.

—¿Estáis todos bien? ¡Contestad, por favor!—insistió.

—Es inútil—desistió el profesor This Aster—. No hay comunicación. Tendremos que esperar a que la restablezcan.

—Han podido morir todos… —Es muy poco probable—interrumpió el profesor

This Aster—. Han tenido tiempo suficiente para evacuar las instalaciones.

—¿Tú crees? —Estoy seguro. —¿Qué vamos a hacer nosotros? —Quedarnos aquí no es una buena idea—dijo el

profesor This Aster, conduciéndola al vehículo—. Será mejor que nos alejemos de esta masa de gases.

Salieron de allí y buscaron la carretera. Cuando la encontraron, detuvieron el vehículo, se quitaron los trajes y los guardaron en sus correspondientes maletines. Realizaron inventario del material a bordo, comprobando

que disponían de la tienda grande, el generador, el par de baterías correspondientes, sus efectos personales, alimentos para quince días, sin contar la maleta adicional que había entregado a la doctora su amiga Prevy Shora, y pastillas de hidratación para unas tres semanas, bien entendido que las provisones podían ser sometidas a racionamiento, en caso de resultar necesario.

Cuando acabaron de comprobar el equipo, el profesor This Aster se la quedó mirando fijamente. La tristeza en el rostro de la doctora Polvah Zho acrecentaba su belleza. Él trató guardar esa imagen en su retina para recordarla siempre.

—¿Qué hacemos?—preguntó ella. —Regresamos a Mah-Dritzh—contestó él. —¿Por qué? —La explanada es un buen refugio, mucho mejor que

estar en medio de la nada—respondió el profesor This Aster—. Vendrán a buscarnos.

—¿Vendrán? —Por supuesto. Levantaron el campamento en un margen de la

carretera, tal y como habría ordenado Gud Mann. Todo estuvo dispuesto, antes que la oscuridad les sorprendiese al cobijo de la tienda. El profesor encendió su portátil. Al cabo de un rato, su rostro se iluminó de alegría.

—¿Qué pasa?—preguntó la doctora Polvah Zho, al darse cuenta.

—El correo funciona perfectamente—dijo el profesor This Aster con satisfacción.

—¿Cómo puede ser? La montaña se ha venido abajo…

—Funciona—repitió el profesor This Aster, mientras tecleaba—. Voy a mandar un correo a la sala de control.

—¡Es maravilloso!—contestó la doctora Polvah Zho, sentándose a su lado.

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—Estamos bien. Regresamos a Mah-Dritzh.

Aguardaremos nuestro rescate en la explanada. ¿Cómo

estáis vosotros? ¿Han sufrido muchos daños las

instalaciones? Informadnos de la situación—escribió el profesor This Aster.

Aguardaron unos minutos en silencio a que llegara la respuesta al mensaje, pero fue una espera inútil. Había pasado tiempo más que suficiente para que, en circunstancias normales, la respuesta se subiera producido.

—Tal vez tengan un problema global con las comunicaciones—justificó el profesor This Aster.

—Entonces, estamos perdidos. —Voy a mandarme el mismo correo a Kackestadt—

dijo el profesor This Aster—. Gud Mann me vio hacerlo el otro día. Lo recordará.

—¿Estás seguro? —¿Gud Mann? ¡Seguro!—contestó, enviando el

correo. La doctora Polvah Zho apoyó la cabeza sobre el

hombro del profesor This Aster y comenzó a sollozar. Él la consoló con tanta ternura como torpeza. Ella continuó sollozando hasta quedarse dormida.