el sentido del sufrimiento · 26 de noviembre de 2005 cinta de moebius en el tercer milenio, en...

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- 1 - SEMINARIO El ser humano ante su fragilidad: del pesimismo a la esperanza. EL SENTIDO DEL SUFRIMIENTO * J. Francisco Gallego Pérez. Psicólogo clínico. 26 de noviembre de 2005 cinta de Moebius En el tercer milenio, en medio de una conciencia generalizada de crisis como resultado de los espectaculares cambios habidos en las dinámicas sociales, en las formas de relacionarse, en los perfiles de las ideologías y hasta en la disposición del hecho religioso, no es extraño que se asu- ma la vivencia de vacío abierto y lábil. Se han disociado las grandes «certezas» que han dirigido el desarrollo de la humanidad durante los últimos siglos –el «la verdad os hará libres» se está transformando en «la libertad os hará la verdad»–, se han disipado los límites y las referencias guía. Son las dinámicas emergentes, encriptadas y por lo general confusas, las que vienen a ocu- par ese vacío imponiendo sus propios códigos y reglas. Dinámicas que pueden generar desarrollo personal y social, o propiciar sufrimiento y vacío existencial. * La sesión del Seminario se presentó a través de una dinámica de “grupo de confrontación”. El presente texto trata de situar y complementar la exposición hecha. El grueso del texto está publicado junto con J. GARCÍA-ALANDETE en la Revista Mexicana de Logoterapia, 10, 5-20.

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Page 1: EL SENTIDO DEL SUFRIMIENTO · 26 de noviembre de 2005 cinta de Moebius En el tercer milenio, en medio de una conciencia generalizada de crisis como resultado de los espectaculares

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SEMINARIO El ser humano ante su fragilidad: del pesimismo a la esperanza. EL SENTIDO DEL SUFRIMIENTO* J. Francisco Gallego Pérez. Psicólogo clínico. 26 de noviembre de 2005

cinta de Moebius

En el tercer milenio, en medio de una conciencia generalizada de crisis como resultado de los

espectaculares cambios habidos en las dinámicas sociales, en las formas de relacionarse, en los

perfiles de las ideologías y hasta en la disposición del hecho religioso, no es extraño que se asu-

ma la vivencia de vacío abierto y lábil. Se han disociado las grandes «certezas» que han dirigido

el desarrollo de la humanidad durante los últimos siglos –el «la verdad os hará libres» se está

transformando en «la libertad os hará la verdad»–, se han disipado los límites y las referencias

guía. Son las dinámicas emergentes, encriptadas y por lo general confusas, las que vienen a ocu-

par ese vacío imponiendo sus propios códigos y reglas. Dinámicas que pueden generar desarrollo

personal y social, o propiciar sufrimiento y vacío existencial.

* La sesión del Seminario se presentó a través de una dinámica de “grupo de confrontación”. El presente texto trata de situar y complementar la exposición hecha. El grueso del texto está publicado junto con J. GARCÍA-ALANDETE en la Revista Mexicana de Logoterapia, 10, 5-20.

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Y si por algo, entre otras cosas ciertamente, las personas consideramos la vida, nuestra vida,

como valiosa, es porque sabemos de su fragilidad, de su finitud y de su temporalidad, de nuestra

estructural condición menesterosa, porque nos embarga la consciencia de que es corta, más corta

de lo que desearíamos, y de que un día, cualquier día, en cualquier momento, sin que se nos haya

pedido opinión o permiso, nos será arrebatada, quedando mucho por hacer, quizás la más impor-

tante de nuestras tareas vitales; “sepultura, muerte y conciencia de las limitaciones del ‘más acá’

son un momento decisivo en la comprensión que de sí mismo tiene el ser humano”, afirma el

filósofo Javier Sádaba (1991: 19). Pero una cosa es que inevitablemente hayamos de morir y otra,

muy diferente, que seamos un ‘ser-para-la-muerte’ (Sein-zum-Tode) more heideggeriano, que

nos entendamos desde la muerte; lo cierto es que nacemos para vivir, a pesar de que morimos. Y

por ello cabe concebir el morir enraizado, radicado en el vivir, y no al contrario ¿Acaso se valora

la belleza de una rosa en función de los días que tarda en marchitarse? ¿Dejará una madre de ad-

mirarse ante el fascinante misterio de la vida, porque sus hijos deban morir algún día? ¿Pierde la

existencia su valor y su sentido por el hecho de la muerte?.

La cuestión es que vida y muerte son como dos caras de una misma moneda, y no podemos

concebir la una sin la otra; como dice Iosu Cabodevila, la muerte “late continuamente bajo la

membrana de la vida y ejerce una enorme influencia sobre la experiencia y la conducta”, y vivir

“es también morir” (Cabodevila, 1999: 71). Y es un sinsentido pensar que, por el hecho de la

muerte, la vida carece de sentido. En relación con ello, dice Laín Entralgo que “la muerte es la

posibilidad vital absolutamente ineludible y absolutamente irrebasable, y por consiguiente el

trance de nuestra existencia a cuya consideración debe atenerse la vida del hombre para ser radi-

cal y auténtica” (Laín Entralgo, 1991: 354).

A lo largo del siglo pasado, nuestro tan próximo todavía siglo XX, la ciencia médica experi-

mentó (como, por otra parte, otros campos de la ciencia y la técnica) un avance, un progreso, co-

mo nunca antes había conocido; muchas enfermedades, durante siglos incurables, algunas de

ellas mortales, fueron erradicadas (al menos en nuestro rico, autosuficiente, egocéntrico, egolátri-

co e insolidario primer mundo). En las últimas décadas especialmente, la investigación centrada

en desentrañar el genoma humano se ha ido imponiendo, en sus potenciales aplicaciones médicas

(preventivas, diagnósticas, terapéuticas) como la más prometedora (y también, cabe decirlo, la

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que más graves implicaciones éticas está generando); en términos generales, nuestra calidad de

vida ha mejorado mucho y la esperanza media de vida ha aumentado considerablemente en los

últimos decenios (insistimos: sobre todo en nuestro primer mundo). Con todo, “mientras la cien-

cia y la técnica nos van imprimiendo en la conciencia la idea de que ya dominamos a la naturale-

za y somos señores del mundo, [la muerte] aparece como un reducto de oscuro poderío que nos

antagoniza” (Tornos, 1993: 845), y es así que seguimos enfermando (incluso padecemos enfer-

medades nuevas), aun cuando es posible que uno no enferme gravemente nunca a lo largo de su

vida y, finalmente, muriendo (sobre todo, temprana e injustamente, en el tercer y cuarto mundos);

como nos recuerda el Salmo 89, “aunque uno viva setenta años, y el más robusto hasta ochenta,

la mayor parte son fatiga inútil, porque pasan aprisa y vuelan”. También Marco Tulio Cicerón

(2002) nos dice que es indiferente que uno viva ochenta años o que viviera ochocientos, pues el

caso es que vivir durante más años no reduciría la gravosidad de la muerte, y lo cierto es que uno

lo que quiere es no morir nunca, y no sólo morir más tarde. La muerte se evidencia, pues, como

un hecho absoluto, una tarea vital radical ante la cual todos algún día deberemos responder; es

más, a la que vamos respondiendo día a día ya, a la que debemos ir respondiendo día a día.

En los hedonistas y tanatofóbicos tiempos que nos ha tocado vivir, tanto quizás como cua-

lesquiera otros, se huye despavoridamente de todo lo que huela a enfermedad, sufrimiento y

muerte; sentimos un hondo malestar cuando nos comunican el fallecimiento de alguien, o cuan-

do nos enteramos de que algún conocido padece una grave enfermedad, generadora de terribles

sufrimientos que le acompañarán el resto de sus días, posiblemente pocos por otra parte. La

muerte es un tema tabú; la ocultamos, la disfrazamos, la evadimos. Sin embargo, ahí está, ace-

chante, dispuesta a saltar sobre nosotros, presa fácil, en cualquier momento, en cualquier lugar,

del modo más insospechado, de manera imprevista.

Ante el sufimiento, la enfermedad y la muerte solemos, cuando menos, pensar: ‘pero bueno,

¿qué sentido tiene todo esto? ¿Por qué este sufrimiento? ¿Para qué? ¿Qué sentido tienen los ago-

bios y preocupaciones de la vida si, al fin y al cabo, todo acaba en la nada de la muerte?’.

La expectativa y la certeza de la inapelable cita con la muerte (la denominada ‘muerte psico-

lógica’) es, de por sí, generadora de desazón, de un profundo desasosiego espiritual, de sufri-

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miento; provoca angustia existencial. No está en nuestras manos aplazar el momento de nuestra

despedida definitiva de este mundo, decidir cómo va a producirse, cuándo va a producirse, dónde

va a tener lugar ni en qué condiciones. Ante el peso existencial de la muerte, de la conciencia de

la propia muerte, no valen argumentos filosóficos tendentes a livianizarlo (recordemos el epicú-

reo: cuando yo estoy, no está la muerte; y cuando está ésta, yo no estoy; por tanto es vano pre-

ocuparme por ella).

La muerte no puede ser obviada, como si fuera algo irreal; el de la muerte es un aconteci-

miento absolutamente cierto que, más próxima o más tardíamente, a todos acontecerá; y tan fuer-

temente golpea los cimientos de nuestra existencia, que puede ser incluso experimentada como

una radical injusticia, como bien lo expresa L. Tolstoi (1995), en su novela La muerte de Ivan

Illic: el protagonista, Ivan Illich, no concibe ni acepta que su muerte sea algo real, algo personal-

mente real, que vaya, en verdad, a morir; sencillamente, no puede ser. Y si es angustiante la cer-

teza de la muerte propia, también cabe decir que es muy dolorosa la vivencia de la muerte de

nuestros seres queridos, o la certeza de que morirán algún día.

La expectativa de la muerte es la expectativa de la suprema situación-límite a la cual la per-

sona va a enfrentarse en su vida; nos sitúa ante nuestra nuda condición natural; esto puede resul-

tar una experiencia especialmente cruda y dura cuando su acontecer es inminente, como sucede,

por ejemplo, en caso de enfermedad en fase terminal.

1. LA MUERTE SE PUEDE ENCARAR CON SERIEDAD, DESDE LA PROPIA VIDA.

Sin embargo, los interrogantes existenciales que la muerte suscita pueden ser seriamente

considerados, y no quedar en meras expresiones acostumbradas que nunca reciben respuesta; la

certeza de que habremos de morir puede contener un potencial de sentido, en la medida en que la

persona se enfrente a ella trascendentemente, noológicamente, esto es, espiritualmente. Y ello

supone entender la muerte, el morir, como una tarea existencial susceptible de ser entendida y

vivida desde el sentido. No como algo que a uno le sucede, sino como acontecimiento que forma

parte de la existencia propia: la muerte es un existenciario del hombre; no es algo al margen de la

existencia, es parte de la existencia. Uno se va enfrentando a su morir, y lo va elaborando, coti-

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dianamente, al ir elaborando su vivir; la muerte se encara, con ello, proyectivamente, a medida

que se va realizando el proyecto vital.

El profesor Ramón Bayés expone en uno de sus libros las palabras de Stein Husebo, médico

noruego: “El proceso de morir constituye una parte de la vida. Ni la vida ni la muerte son una

enfermedad. Personalmente, quiero abandonar esta vida como un ser viviente, no como un pa-

ciente” (Bayés, 2001: 20). La muerte, como la vida, es, pues, como decíamos, una tarea existen-

cial, una tarea que debe ser entendida a la luz de la vida; como dice Sádaba (1991: 29), “la muerte

plantea al ser humano la realización de su vida”, aunque no de la vida vivida de cualquier mane-

ra, sino de la vida vivida con sentido. Inevitablemente, reflexionar sobre la muerte lleva implícito

reflexionar sobre el sentido de la vida; y esto es un axioma existencial.

Como tarea que enfrenta a la persona radicalmente con su vida, la expectativa de la muerte

personal puede significar un potencial para el autodistanciamiento, la autotrascendencia y la auto-

transformación, condiciones todas ellas para encontrar el sentido de la vida (Frankl, 1999a). Es

posible dar significado existencial a la muerte, en función de cómo la persona se enfrente a la

misma, en la manera de morir, y ello estará condicionado por los valores existenciales que dina-

miza durante su vida, a lo largo de su vida.

Y es que la persona es un ser en busca de sentido (Frankl, 1979). La voluntad de sentido es

la fuerza motivante de la persona, la cual se proyecta existencialmente hacia el encuentro con un

sentido, desde la libertad y la responsabilidad. No son los freudianos problemas de orden libidinal

y la necesidad de satisfacerlos (la voluntad de placer) o los adlerianos complejos de inferioridad y

la necesidad de compensarlos (la voluntad de poder) los que mayormente preocupan existen-

cialmente a la persona, sino los relacionados con el sentido de su vida y la necesidad de su en-

cuentro y cumplimiento (la voluntad de sentido). Dice Frankl que la búsqueda del sentido de la

vida por parte del hombre constituye una “fuerza primaria y no una mera ‘racionalización secun-

daria’ de sus impulsos instintivos” (Frankl, 1979: 139). La constitución de la persona humana es,

sencillamente, imposible de concebir sin considerar su orientación hacia el encuentro con el sen-

tido de su existencia; el sentido es una necesidad primaria de orden existencial, personal, intrans-

ferible, imprescriptible, único, específico, concreto y particular, en relación con un tiempo y en

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espacio concretos (hic et nunc), es personal e intransferible (ad personam et ad situationem)

(Frankl, 1999b).

Como con la metáfora de cinta de Moebius1, estamos al mismo tiempo en una continuidad –

secuencia de sentido– y en su reverso: su otra dimensión, como el negativo del punto de partida,

pero dentro del mismo recorrido, está el «sentido existencial». No así en la cinta cilíndrica, donde

el desarrollo está centrado únicamente –o al menos preferentemente– en la autoreferencia exis-

tencial de lo individual.

Integrando lo individual y lo social, el ser humano activa su sentido, que es único y particu-

lar, ad personam y ad situationem, hic et nunc, que le transciende como sujeto activo y lo sitúa en

el proyecto vital que le hace ser persona. El individuo-persona y lo social van indisociablemente

unidos. Sólo en la inclusión comunitaria el ser humano se desarrolla.

La participación limita el sufrimiento humano, y es salud mental. Una persona logra la salud

mental en la medida que se hace consciente de las propias relaciones interpersonales, viviendo las

múltiples constelaciones de tensiones existenciales de su proyecto vital.

El proyecto vital activa el desarrollo personal hacia la madurez, humaniza y personaliza el

sentido de unicidad partícipe, en un cuerpo y en un sistema que potencia a la persona en la diná-

mica emergente de la inclusión social.

El filósofo Xavier Zubiri sitúa la realidad humana como sistema de sistemas en que se inte-

gran los subsistemas psíquico y el físico. El cuerpo, o subsistema físico (physis), es un conjunto

de notas estructuradas de modo orgánico y solidario. El subsistema psíquico (psiqué), o alma, es 1 El astrónomo y matemático alemán Augusto Ferdinand Moebius (1790-1868) creó la cinta que lleva su nombre, sus propiedades todavía asombran y siguen estimulando actividad metafórica. Durante años, matemáticos, artistas, científicos y escritores han puesto a prueba su sencilla e ingeniosa construcción. La cinta se forma al unir los dos extremos de una tira de un material flexible para formar un aro, pero con uno de los extremos en torsión con el para-lelismo esperado. Se forma una cinta sin fin, con un recorrido continuo e infinito. Si se recorre uno de los bordes se llega al punto de partida habiendo recorrido los dos bordes aparentes. Y si considera un vector en perpendicular al plano de la cinta en cualquier punto “p”, este cambiará su orientación a medida que recorremos la cinta por su línea central, llegando a convertirse en “n” al llegar al mismo punto. Asimismo si se corta una vez a lo largo de su línea media, obtenemos una sola cinta con cuatro media vueltas, que si que tiene dos caras.

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un subsistema formado por inteligencia, voluntad y sentimiento, notas que proporcionan al hom-

bre tres formas de captar la realidad que son la aprehensión primordial de realidad, la aprehensión

campal del logos y la aprehensión mundanal de la razón.

Y así, el hombre nunca actúa con uno de los subsistemas por separado, sino que en su estruc-

tura, así como en todas sus actuaciones posibles, hay un principio de unidad que sólo podemos

romper para el análisis, pero que en la realidad no se da.

El hombre, como sistema unitario de notas físicas y psíquicas, «irá a» la realidad para con-

cluirse como ser. Es el único ser de la creación que está siempre inconcluso, que se hace a sí

mismo, que se acaba de hacer a sí mismo. El hombre «sale a» la realidad a desarrollarse, a termi-

narse.

Todo ser viviente tiende a un control específico sobre el medio y, a la vez, a una independen-

cia sobre él, pero las formas que tiene el hombre de independizarse del medio y controlarlo se

adscriben a dos funciones específicas suyas: enfrentarse con la realidad de las cosas y de sí mis-

mo, en tanto que realidad, es justo la misión de la inteligencia; habérselas con ellas y consigo

mismo en tanto que realidad es la voluntad (Zubiri, 1980).

El sentido nace de la propia existencia personal para que la propia persona la encare respon-

sablemente, erigiéndose la existencia, en virtud de ello, en interrogante, exigencia y desafío, mo-

tivación y requerimiento. No se inventa el sentido, sino que se descubre; y no es un espejismo, un

artificio, un engaño, un mero eidolon, sino una realidad antropológica. No puede ser dado, inven-

tado o producido, sino encontrado, hallado, integrando a la persona y llevándola a la autorrealiza-

ción. Como algo profundamente anclado en el ser de la persona, se corresponde con una poten-

cialidad, que no es otra sino la de transformar la realidad significándola (Frankl, 2000).

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2. LA AUTORREALIZACIÓN IMPLICA AUTOTRASCEDENCIA.

Pero la autorrealización, la realización existencial de la persona, no puede ser un fin en sí

misma, como pretenden algunas teorías (por ejemplo, la de Abraham Maslow), sino que es, real-

mente, un subproducto o efecto del logro de sentido existencial. Como el ojo sano ve el mundo

que tiene alrededor y no a sí mismo (Frankl, 2000a), la persona debe no centrarse en sí misma,

encerrarse en sí misma, enclaustrarse en la concha del egocentrismo, sino abrirse (actitud extáti-

ca) a lo otro (el mundo), al otro (el prójimo que me interpela), y al Otro (Dios, Realidad fundante

y fundamentante del ser), a la totalidad de la realidad a la que la persona se halla ontológicamente

religada.

La persona alcanza su autorrealización personal en la medida en que se produce el encuentro

existencial con el sentido. Pero tal autorrealización tan sólo se logra en la medida en que la per-

sona se olvida de sí misma, sale de sí misma al encuentro con el mundo, cuando se orienta signi-

ficativamente hacia algo o alguien que no es ella misma, autotrascendiéndose, distanciándose de

sí, ‘dando de sí’, donándose, haciéndose donación; la persona se logra a sí misma, como tal, obla-

tivamente, comunionalmente. En la línea de lo que venimos diciendo, advierte Luis Narvarte que

“la persona auténtica no se encuentra sino dándose: es la paradoja de la persona, tensión y pasivi-

dad, tener y don se entrecruzan. La comunión está, pues, inserta en el corazón mismo de la perso-

na, integrante de su misma existencia” (Narvarte, 2002: 87).

Autotrascendencia significa que la persona es auténticamente ella misma, que se autoposee

verdaderamente, en la medida en que, paradójicamente, se olvida de sí misma, en la medida en

que se pasa por alto a sí misma, en la medida en que se deja atrás a sí misma, y se pone al servi-

cio de algo, de una obra o una misión, o de alguien. Despojándose de sí mismo es como la perso-

na alcanza la autoposesión y su auténtica identidad. Entonces, autotrascenderse viene a ser la

capacidad de percibir, reconocer y asumir, por parte de la persona, que existe algo en la propia

vida que no es el ‘yo mismo’ (Frankl, 2000a) (lo cual no significa, obviamente, ignorar la vida

interior, espiritual, o renunciar a ella, sino huir del egocentrismo y del egolatrismo despersonali-

zantes y deshumanizantes, de Narciso y de Sísifo como modelos).

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Y como ocurre con el boomerang cuando falla en alcanzar el blanco al que iba dirigido

(Frankl, 2001a), la persona que fracasa en encontrar el sentido a su existencia se ensimisma, se

encierra en un caparazón, se enclaustra en su propio yo, se cubre con un velo de idólatra autosufi-

ciencia o autocompasión, distanciándose de la realidad que empieza más allá de los límites de sí

misma, olvidándose de los demás y del mundo. En este sentido, el ensimismamiento que deviene

en excesivo autocentramiento es expresión de fracaso en el logro de sentido existencial y es, ver-

daderamente, expresión de un fallo en la dinámica profunda de la persona.

Cuando la voluntad de sentido no se satisface, se origina un vacío existencial (Frankl,

2001b), o frustración de la voluntad de sentido, que puede dar lugar a una ‘neurosis noógena’

(Frankl, 1997), una neurosis espiritual, la cual puede ser entendida fenomenológicamente como

una duda existencial, profunda, acerca del sentido de la vida, un vacío existencial que implica la

creencia nihilista de que es inútil tratar de controlar la propia vida, y que conduce inevitablemen-

te al fatalismo, esto es, a la convicción de la imposibilidad de intentarlo siquiera. Esta frustración

no es de naturaleza propiamente psicológica sino, más bien, noógena, espiritual; es ésta la dimen-

sión que más humana hace a la persona y le sitúa por encima de la mera instintividad. Cuando el

sentido no se encuentra, sencillamente, la persona se quiebra espiritualmente, se abre una brecha

de sufrimiento en su interior.

3. RESPUESTA EXISTENCIAL: REALIZACIÓN DE VALORES.

Vivir, ir viviendo la propia vida tratando de darle cumplimiento (realizar el personal proyec-

to vital), no consiste tanto en preguntar como en responder, en plantear interrogantes como en

hallar respuestas (Frankl, 1994a). La vida expone a la persona el sentido (y no a la inversa), le

sitúa frente al sentido, le interpela y le exige una acción. La búsqueda de sentido remite a un sen-

tido real y a una acción; dinamiza a la persona (no mecánicamente, sino existencialmente); debe

dinamizarla si es cierto y real, genuino, auténtico. Y es que la vida no se dice, sino que se hace, se

va haciendo día a día, se la va haciendo cada uno día a día, respondiendo a las situaciones especí-

ficas a través de las cuales se encarna cotidianamente, dando cuenta y razón de ellas, asumiéndo-

las, cargándoselas a las espaldas, por insignificantes que puedan parecer. Al fin y al cabo, la per-

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sona va siendo a lo largo de su vivir lo que hace libre y responsablemente con lo que la vida le

ofrece (Noblejas, 2000).

Y la tarea de una situación, la toma de posición personal, consiste en realizar un sentido.

Sentido que se realiza a través de la actualización de tres ‘tipos’ de valor (Frankl, 1994b):

1.- Valores de acción, que se realizan a través de lo que la persona ‘da a la vida’, esto es, a

través de la actividad creadora y productiva (lo propio del homo faber).

2.- Valores vivenciales, que se realizan a través de lo que la persona ‘toma del mundo’, sobre

todo a través de la experiencia del amor, de la contemplación, el gozo y la fruición (lo propio del

homo amans).

3.- Valores actitudinales, que se realizan a través del planteamiento o actitud personal ante

un destino inmodificable (lo propio del homo patens), sobre todo, aquel destino que consiste en

la experiencia de la culpa, el sufrimiento y la muerte (que constituyen la ‘tríada trágica’ ante la

cual se ve enfrentado, necesariamente, toda persona, en cualquier momento de su vida).

Los valores actitudinales son realizables incluso cuando es imposible realizar los creativos y

los vivenciales; en una situación de grave enfermedad, la persona puede no realizar estos últi-

mos, pero siempre gozará de la posibilidad de decidir cómo enfrentarse a su sufrimiento y a su

muerte, siempre podrá decidir cuál va a ser su actitud; y en la medida en que la persona decide

libre y responsablemente realizar valores, da sentido a su vida, la significa y la dignifica. La idio-

sincrásica realización de valores sitúa y orienta existencialmente a la persona, la radica y la pro-

yecta, la fundamenta y la impulsa; en ello se realiza el individuo como persona: “yo no me reali-

zo como persona sino el día en que me doy a los valores que me llevan más allá de mí” (Narvarte,

2002: 88).

Cabe señalar que la persona no sólo tiene la capacidad de decidir, sino que, además, se ve en-

frentada al imperativo de tener que hacerlo, cotidianamente, continuamente, segundo tras segun-

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do, debiendo asumir la responsabilidad de sus decisiones. El hombre es, con esto, el ser que no

sólo es, sino que siempre decide lo que es (Frankl, 2000b), y vivir se constituye en permanente

actitud de elección (Domínguez, 2002), comprensible en términos de respuesta al personal pro-

yecto vital en continuo proceso de construcción. Y aunque tal libertad tiene sus límites, marcados

por las condiciones biológicas, psicológicas y sociales, se trata de condiciones, o condicionantes,

no de determinantes, con lo que el hombre es siempre libre de tomar posiciones con respecto a

los mismos (la electiva es dinámica capacidad autodeterminativa personal).

Considerando lo dicho, la persona es un ser condicionalmente incondicionado (Frankl,

1955), un ser condicionadamente libre y responsable, significándose con ello que ante cualquier

situación es capaz de mantenerse en su humanidad.

4. TEMPORALIDAD Y FINITUD DE LA VIDA: UNA LLAMADA A LA RESPONSABI-

LIDAD EXISTENCIAL.

El caso es que la realización de los valores a los que hemos hecho referencia más arriba ha

de tener lugar en el breve intervalo temporal que es la vida terrena, frágil realidad temporal y

finita. Discurre a lo largo del tiempo entre dos momentos, entre dos acontecimientos, que son el

nacimiento y la muerte, los cuales se erigen en cardinales y desde los cuales es posible descubrir

el sentido de la existencia, pues, aunque suponen su limitación a un principio y a un fin concre-

tos, la iluminan como si se tratase de dos potentes faros (Frankl, 1997). No obstante, entre ambos

existe una radical diferencia existencial; el nacimiento es un acontecimiento que escapa a la expe-

riencia consciente de la persona, del que no tiene recuerdo, que no ha podido vivir, en ese sentido

de haberlo experimentado conscientemente; uno no nace, sino que es nacido, a uno lo vienen a

nacer. Todo lo contrario de lo que sucede con la muerte: uno no es muerto, sino que muere, sabe

que ha de morir; es posible que lleguemos al momento culminante de nuestra vida inconscientes,

y es cierto que tampoco sabemos ni decidimos cómo, cuándo y dónde morir, pero lo cierto es que

todos vivimos sabiendo que hemos de morir, todos sabemos que tenemos en nuestra agenda vital

esa cita, que no puede ser anulada, con la oscura y fría hora en que la Parca, sin contemplaciones,

se colará en nuestra vida y nos la arrebatará.

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No obstante, la muerte puede no suponer el fin de la existencia, puede no ser su punto y fi-

nal; puede ser entendida como el fin de la vida terrena, pero no el final de la existencia personal.

Pero no nos adelantemos: la cuestión es que la expectativa de la muerte, como venimos diciendo,

nos enfrenta con nuestra vida, nos la pone de cara, nos la encara, y podemos entonces descubrir

sus detalles, sus matices, feos unos y hermosos otros, como cuando se observa un rostro de cerca;

pero que son, sin embargo, los de la vida propia, la vida que uno ama porque es la suya y, ya se

sabe, no hay rostro más hermoso que el de la persona a la que se ama.

Si la vida se nos aparece, claramente, como finita, exige una actitud de responsabilidad, nos

interpela a vivir con diligencia, no posponiendo las tareas existenciales, sino afrontándolas en el

momento en que se nos presentan, en el momento en que nos plantan cara y exigen ser resueltas

so pena de quedar atascados. La finitud de la vida, pues, nos llama a cargar con la propia existen-

cia, dar cuenta de ella. Nadie va a responder por nosotros ante el tribunal de nuestro propio exis-

tir; cómo vivamos, mediocremente o plenamente, a la baja o a la alza, depende enteramente de

nosotros.

Y tal vital finitud acontece a través de momentos finitos, únicos e irrepetibles que, una vez

sucedidos, ya no vuelven a tener lugar (Frankl, 2000b); por ello, toda interpelación existencial no

resuelta, no respondida, queda sin hacer y sin responder. Y no es sólo que no vuelvan a tener lu-

gar, sino que la vida se agota a medida que transcurre. Todo momento no integrado con plenitud

en la propia existencia es una oportunidad perdida, que no ha de volver; la propia vida nos pone

al frente oportunidades para ser vivida en plenitud, y depende de nosotros aprovecharlas o igno-

rarlas y despreciarlas (Noblejas, 2000). Estos momentos se van hilando a lo largo del tiempo con-

formando nuestro existir, el cual, en virtud de ello, puede ser entendido en clave de lo vivido (el

pasado), lo que se está viviendo (el presente) y lo que habrá que vivirse (el futuro). Cada instante

pasa y, en su pasar, en su devenir, ingresa en el tiempo pasado y da paso inmediatamente al mo-

mento futuro, que deviene en presente: el existir se va constituyendo, pues, a lo largo de un con-

tinuo flujo de momentos.

No obstante, no debemos considerar tales ‘tiempos’ (pasado, presente, futuro) en su dimen-

sión cronológica, sino en su dimensión existencial, como momentos potencialmente significati-

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vos en términos de realización de valores; y así, aunque el pasado ya no es tiempo para la realiza-

ción de valores, el futuro todavía no es tiempo de realizar valores y el presente, y sólo el presente,

es el kairós, el momento oportuno, para realizar valores (Frankl, 1982, 1994a), lo cierto es que lo

realizado en el pasado y lo realizable en el futuro no carecen de valor (frente al peso existencial

del presente). Desde este mismo presente, el pasado puede cobrar un valor añadido, revalorizarse,

y el futuro, abierto a múltiples posibilidades en virtud de la libertad personal, se puede ir encau-

zando, dentro de los márgenes de la siempre presente incertidumbre. Al respecto, Julián Marías

considera que “el horizonte de la vida humana es la temporalidad, pero en un sentido que no es el

de lo que está en el tiempo o transcurre en él. La temporalidad humana es intrínseca, porque en

ella el futuro, a través del presente inestable, pasa al pretérito y se acumula, quedando en una

forma extraña que permite la recapitulación. (…) El ‘haber’, la ousía de la vida humana es el

sedimento de su temporalidad conservada; esa es la riqueza de la vida, lo que el hombre verdade-

ramente puede ‘poseer’. Y no se olvide, una vez más, que ese pasado es vivido y poseído proyec-

tivamente, por tanto en forma de anticipación o futurición. Por consiguiente, el tiempo humano,

ni siquiera el pretérito, nunca es inerte, sino siempre argumental” (Marías, 1993: 271).

Esto implica que el existir, a pesar de conformarse a través de momentos diferentes, es contí-

nuo, no discontínuo. Como dice R. Bayés, “en una vida humana todos los minutos, desde el na-

cimiento hasta el momento de la muerte, poseen igual valor y dignidad. Y con todos ellos puede

enriquecerse –o emprobrecerse- la humanidad en marcha” (Bayés, 2001: 68).

5. DEL PASADO Y DEL FUTURO.

Con respecto al pasado, su valor intrínseco en relación con el presente es que, como dice

Frankl, ‘lo hecho, hecho queda’ (Frankl, 2000b), y nada de lo vivido se pierde en la oscuridad de

los tiempos o queda inútil en el cuarto trastero de la vida. El pasado puede ser entendido como un

granero donde va guardándose la cosecha existencial de cada cual, y en eso estriba la riqueza

vital que se va atesorando y acrisolando, la biografía única, personal, intrasferible, de cada perso-

na. Cada uno de nosotros somos únicos, y vamos configurando nuestra vida con nuestras decisio-

nes, con las respuestas que damos a la vida, con nuestras acciones, con nuestras obras, con lo que

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hacemos y con lo que dejamos de hacer, con lo que hemos amado y con lo que hemos dejado de

amar, con lo que hemos sufrido con dignidad y con lo que no hemos sabido aceptar.

Los momentos vitales son fugaces, ciertamente, pero lo que a través de ellos vamos trenzan-

do no lo es. Ser consciente de esta riqueza existencial que es el pasado propio, e integrarlo en el

presente, puede ser importante a la hora de considerar la transitoriedad de la vida, en su camino

inexorable hacia la muerte; Frankl (1994a) nos dice, a través de una metáfora, que la vida es co-

mo un calendario; caben dos actitudes, diametralmente opuestas entre sí, ante el mismo: ir arran-

cando apesadumbradamente sus hojas y lamentándose porque cada vez quedan menos, o ir ano-

tando en ellas las vivencias personales, alegre porque cada vez el calendario abulta un poco más.

También nos dice (Frankl, 2000c) que la vida vivida puede ser entendida como un granero en el

que vamos depositando nuestros frutos existenciales, y la muerte, cuando acontece, viene a ser

cosecha, no disolución de lo vivido.

Por su parte, el futuro supone que, de continuo, se van presentando nuevas oportunidades pa-

ra la realización de valores, lo cual, recordemos, es lo que da sentido a la vida. Además, el futuro

puede significar también, cuando echamos la vista hacia atrás, reconocimiento del pasado e inte-

gración existencial de todo lo vivido, o una nueva oportunidad que nos permite reencauzar nues-

tra vida, si creemos que antes nos hemos equivocado.

Esto supone una imagen optimista de la persona, como ser que ‘está-siempre-siendo’, ‘que-

es’ en cada momento de su vida, ‘habiendo-sido’ en el pasado y ‘pudiendo-llegar-a-ser’ en el

futuro, en el momento inmediato al presente. En realidad, como San Agustín dice, “hay tres

tiempos: el presente del pasado, el presente del presente y el presente del futuro” (San Agustín,

1986: 258); pasado, presente y futuro son, pues, tiempos íntimamente ligados entre sí, hasta el

punto de que se funden todos en el ‘ahora’: el ‘ahora’ de las cosas pasadas, el ‘ahora’ de las cosas

presentes, el ‘ahora’ de las cosas futuras.

El momento último, el de la muerte, es como un sello que lacra, que cierra, que clausura el

fluir de la vida terrena, ¿qué sucede entonces con esos momentos que son uno, un ‘ahora’? ¿Dón-

de quedan presente-pasado, presente-presente y presente-futuro en que se encarna?.

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6. ANTE LA MUERTE.

Si la vida acaba en el hecho (en el lecho, en ocasiones) de la muerte, si la vida se da en un

momento dado por concluida, por clausurada, si ya fue lo que había de ser, ¿significa esto que ya

ha finalizado, para siempre? ¿Es la persona aniquilada por la muerte? Entonces, lo del sentido de

la vida, ¿es no más que un recurso para no vivir angustiados, sino reconfortados creyendo que

nuestra vida tiene sentido, hasta que nos enfrentamos irremisiblemente al momento de la verdad

final? Recordemos algo: fin no es final. La muerte es el fin de la vida temporal de la persona,

pero no marca el final de su existencia, pues ésta se extiende más allá de la muerte. Es ésta una

afirmación, ciertamente, acerca de lo último, o mejor, de lo que hay más allá de lo último y, para

este tipo de cuestiones, se imponen dos actitudes como las únicas válidas: el silencio vacío del

que no sabe o la esperanza del que cree.

Dice Sádaba (1991) que el hombre no piensa sólo en cómo vivir, sino también en que ha de

saber morir y, con ello, comienza a ser religioso, hallándose tal religiosidad en los inicios del

hombre como tal, cuando el hombre empieza a ser hombre alejándose de la pura animalidad. De

manera similar se expresa el astrofísico y sacerdote jesuita Manuel Carreira, al decir que el deso

de supervivencia “es característico del Hombre en todas las culturas: a pesar de la experiencia

obvia de la muerte y la corrupción, en apariencia como la de los demás animales, se dan ideas

religiosas que incluyen algún modo la negación de nuestra propia caducidad. Ese YO que perma-

nece a través de todas las vicisitudes de la vida permanecerá también tras el misterio de la muer-

te, no sólo en la memoria o en la descendencia familiar, sino en una realidad invisible, pero en

muchos casos concebida con actividad semejante a la vida ordinaria. Y esta supervivencia se con-

sidera ligada a ceremonias o enterramientos adecuados incluso en muchas culturas actuales” (Ca-

rreira, 1997: 46).

La conciencia de la muerte abre interrogativamente el ser a lo último (el hombre es ‘ser pro-

yectivo’, dice el filósofo Julián Marías) y, con tal apertura (constitutiva de su naturaleza, por otra

parte) la persona gana en humanidad y el sentido de su vida gana en plenitud.

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Y de lo último, que es metafísico, no se puede saber, en el sentido de que no se puede tener

evidencia racional; este tipo de saber racional, ya lo decía Pedro Laín Entralgo (1999), es ‘saber

de evidencia’ y se queda en lo penúltimo; lo último, lo que queda más allá de la frontera de lo

fenoménico, no es racionalmente apresable, es ‘saber de creencia’ y, aunque puede ser razonable

y razonado, no puede la persona sino adherirse al mismo a través de un humilde acto de fe, pu-

diendo ser variable, mayor o menor, el grado de su convicción íntima acerca de lo creído. De

manera similar se expresaba Frankl al decir que “donde el conocimiento cesa, la antorcha pasa a

manos de la fe” (Frankl, 1994b: 291) y que, aun cuando “no es posible conocer de forma intelec-

tual si existe un sentido último para todas las cosas” (Frankl, 2001c: 194), aunque no podamos

dar a ciertas cuestiones respuesta intelectual, no significa que no podamos ofrecerles una respues-

ta existencial.

7. APERTURA Y PROYECCIÓN A UN SUPRASENTIDO.

La vida ha de estar abierta y proyectada hacia un suprasentido (Frankl, 1999b), que se realice

en un supratiempo (en la eternidad) para, con ello, alcanzar la plenitud su potencial de sentido. Es

más, sólo en la trascendencia es posible encontrar el sentido absolutamente genuino y plenifican-

te; en instancia originaria y ultimante, no es la persona quien da el sentido último a su existencia

(tampoco, obviamente, la existencia misma, el ser, la vida, condición fundamentante de la bús-

queda de sentido), sino Dios; al respecto, podemos citar unas palabras de C. Díaz: “El sentido no

puede encontrarse en la antropología porque el hombre no es la medida de Dios, ni la respuesta

del hombre la medida de la palabra que le es dirigida. No puede, pues, encontrarse más que en la

revelación misma. Ésta emana de Dios” (Díaz, 2002: 138).

Dice Frankl (1997) que, en el momento de la muerte, ‘incide una eternidad y se decide una

eternidad’; esto es, la muerte es el punto de encuentro entre nuestro tiempo y la eternidad, y la

vida no tiene su valor tanto en su extensión como en la profundidad con que ha sido vivida, al

igual que un libro no es mejor o peor en función del número de sus páginas, sino de la maestría,

del genio literario de su autor, y al igual que tampoco una pieza musical deja de poder ser una

obra maestra porque no se haya concluído (Frankl, 2000b). “Lo importante deja de ser cuánto

tiempo vivimos, sino cómo vivimos el tiempo que tenemos”, escribe Iosu Cabodevila (1999: 26).

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Dios es el ‘Punto Trascendente’ hacia el que podemos orientar, hacia el que podemos pro-

yectar, tensivamente, todos los momentos de nuestra existencia y, de ser así, transcurre ésta ga-

nando continuamente en trascendencia, fluye a lo largo del tiempo eternizándose. Esto, que no es

científicamente demostrable, esta tensión existencial hacia la plenitud, es experimentado por la

persona como un anhelo profundo, como una sed de infinito, que sólo quien es Infinito puede

colmar, tanto durante el acontecer de la vida terrenal, como tras la misma, pues, como dice Carlos

Díaz, la vida del hombre “está ya constitutivamente anclada en el Absoluto-Dios” (Díaz, 2002, p.

138), no es concebible ignorando su radical radicación en Él, desde el principio y por toda la

eternidad (la persona humana es, recordemos, realidad constitutivamente religada a Dios; realidad

relativamente absoluta religada al absolutamente Absoluto).

En relación con todo lo dicho, particularmente con lo último, hacemos memoria de las si-

guientes palabras de San Agustín, plenas de sabática esperanza: “(…) el séptimo día no tiene tar-

de, no tiene crepúsculo, pues [Vos] lo habéis santificado para que dure eternamente. Y el descan-

so que os concedisteis el séptimo día, una vez cumplidas vuestras obras ‘muy buenas’ (aunque las

hayáis realizado en plena quietud), nos es un signo que nos anticipa la voz de vuestro Libro; no-

sotros también, una vez cumplidas nuestras obras, que sólo son ‘muy buenas’ en tanto que las

habéis permitido, descansaremos en Vos, en el sábado de la vida eterna” (San Agustín, 1986:

333).

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