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1 El desahucio administrativo. La problemática de su ejecución: la entrada en un domicilio y la jurisprudencia constitucional. 1. Introducción. 2. El concepto del desahucio administrativo. Su naturaleza jurídica y otra figura afín (la recuperación de oficio o interdictum proprium) de la que debe ser distinguida. 3. Marco normativo de aplicación. 4. Supuestos en los que procede el desahucio administrativo. 5. El procedimiento de desahucio. 5.1. Caracteres. 5.2. Los trámites del procedimiento. 5.3. El pago de la indemnización. 6. La entrada en domicilio para la ejecución del desahucio. 6.1. Introducción. 6.2. El marco normativo de aplicación. 6.3. Naturaleza de la intervención judicial restrictiva de la autotutela ejecutiva de la Administración. 6.4. El supuesto de necesidad de autorización para la ejecución forzosa de un acto administrativo: la entrada en un domicilio y concepto de domicilio. 6.5. Excepciones a la restricción de la autotutela. 6.6. Cuestiones que suscita el procedimiento judicial de autorización. José María Macías Castaño Magistrado 1. Introducción Con el desahucio administrativo aludimos a una facultad clásica de la Administración, expresión de su autotutela ejecutiva, para la recuperación de la posesión de sus bienes inmuebles en determinadas circunstancias. El carácter eminentemente práctico de este seminario excluye que mi intervención se centre en un examen abstracto de la normativa que lo regula o de la doctrina que lo ha tratado. Por otro lado el tema plantea los suficientes aspectos o cuestiones como para no pretender un abordaje íntegro de la materia. Prefiero plantear por ello el grueso de mi intervención sobre un aspecto concreto y que, desde el punto de vista práctico, es una fuente constante de conflictos para la Administración, y ese aspecto es la ejecución del desahucio cuando la posesión a recuperar recae sobre un bien que constituía un domicilio o, de manera más amplia, un lugar cuyo acceso dependa de la voluntad de su titular. Las razones de la especial y peculiar conflictividad de este aspecto son claras: a la particular sensibilidad de la materia que en muchas ocasiones está en juego (la inviolabilidad del domicilio, en el sentido constitucional del concepto que cabe derivar del art. 18-2 CE), se une la circunstancia de que la autotuela administrativa experimenta una restricción, parcial, cierto es, pero no por ello deja de ser una restricción, a la que la Admininistración está poco habituada y que impone que su actividad sea mediatiza por un juez de manera preventiva, y no a través del cauce del control ex post (esto es, mediante un recurso contencioso-administrativo frente a una actuación ya verificada) al que se somete el resto de su actividad. Ello no obstante, para llegar a ese punto tenemos necesariamente que establecer los trazos esenciales de la regulación de la institución y la comprensión que de ellos ha hecho la jurisprudencia, y a ello nos vamos a dedicar seguidamente.

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El desahucio administrativo. La problemática de su ejecución: la entrada en un domicilio y la jurisprudencia constitucional. 1. Introducción. 2. El concepto del desahucio administrativo. Su naturaleza jurídica y otra figura afín (la recuperación de oficio o interdictum proprium) de la que debe ser distinguida. 3. Marco normativo de aplicación. 4. Supuestos en los que procede el desahucio administrativo. 5. El procedimiento de desahucio. 5.1. Caracteres. 5.2. Los trámites del procedimiento. 5.3. El pago de la indemnización. 6. La entrada en domicilio para la ejecución del desahucio. 6.1. Introducción. 6.2. El marco normativo de aplicación. 6.3. Naturaleza de la intervención judicial restrictiva de la autotutela ejecutiva de la Administración. 6.4. El supuesto de necesidad de autorización para la ejecución forzosa de un acto administrativo: la entrada en un domicilio y concepto de domicilio. 6.5. Excepciones a la restricción de la autotutela. 6.6. Cuestiones que suscita el procedimiento judicial de autorización. José María Macías Castaño Magistrado 1. Introducción

Con el desahucio administrativo aludimos a una facultad clásica de la Administración, expresión de su autotutela ejecutiva, para la recuperación de la posesión de sus bienes inmuebles en determinadas circunstancias.

El carácter eminentemente práctico de este seminario excluye que mi intervención se centre en un examen abstracto de la normativa que lo regula o de la doctrina que lo ha tratado. Por otro lado el tema plantea los suficientes aspectos o cuestiones como para no pretender un abordaje íntegro de la materia. Prefiero plantear por ello el grueso de mi intervención sobre un aspecto concreto y que, desde el punto de vista práctico, es una fuente constante de conflictos para la Administración, y ese aspecto es la ejecución del desahucio cuando la posesión a recuperar recae sobre un bien que constituía un domicilio o, de manera más amplia, un lugar cuyo acceso dependa de la voluntad de su titular. Las razones de la especial y peculiar conflictividad de este aspecto son claras: a la particular sensibilidad de la materia que en muchas ocasiones está en juego (la inviolabilidad del domicilio, en el sentido constitucional del concepto que cabe derivar del art. 18-2 CE), se une la circunstancia de que la autotuela administrativa experimenta una restricción, parcial, cierto es, pero no por ello deja de ser una restricción, a la que la Admininistración está poco habituada y que impone que su actividad sea mediatiza por un juez de manera preventiva, y no a través del cauce del control ex post (esto es, mediante un recurso contencioso-administrativo frente a una actuación ya verificada) al que se somete el resto de su actividad.

Ello no obstante, para llegar a ese punto tenemos necesariamente que

establecer los trazos esenciales de la regulación de la institución y la comprensión que de ellos ha hecho la jurisprudencia, y a ello nos vamos a dedicar seguidamente.

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2. El concepto del desahucio administrativo. Su naturaleza jurídica y otra figura afín (la recuperación de oficio o interdictum proprium) de la que debe ser distinguida. El desahucio administrativo es una de las facultades, como decimos expresión de autotutela, reconocida a favor de la Administración para la defensa y protección de sus bienes inmuebles. No es la única, por cierto, tal y como resulta del catálogo de facultades que se contiene en el art. 41 de la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas (Ley 33/2003, de 3 de noviembre), del art. 4 LBRL, 44 y 120 y siguientes del Reglamento de Bienes de las Entidades Locales (RD 1372/1986), 8 y 227 y 228 de la Ley Municipal y de Régimen Local de Cataluña (DL 2/2003, de 28 de abril) y, en fin, los art. 93, 100, 119, 131, 134, 136, 147, 152 y 167 y concordantes del Reglamento de Patrimonio de los Entes Locales (Decreto 336/1988, de 17 de octubre). Lo que singulariza a esta facultad o prerrogativa frente a las restantes es su objeto y finalidad: la protección posesoria de los bienes inmuebles de la Administración, permitiendo su recuperación en determinadas circunstancias. Pero éste es, sin embargo, el mismo objeto y finalidad de otra facultad o prerrogativa incluida en esos mismos catálogos, la recuperación de oficio o interdicto administrativo, también conocido como interdictum proprium (o intedictum improprium, según la posición doctrinal que se adopte), facultad que, como el desahucio, acaba materializándose en el desalojo (voluntario, o forzoso mediante el lanzamiento) de un bien inmueble cuya posesión recupera la Administración titular del mismo. Ello no obstante, no cabe, o no debiera caber, confusión entre una y otra facultad pues esa misma finalidad común aparece convenientemente matizada o concretada en uno y otro caso. Por otro lado, la necesidad de mantener la distinción no obedece tan sólo a una cuestión de prurito doctrinal o conceptual, sino al distinto régimen jurídico aplicable, también, en uno y otro caso. Llegados a este punto, y para marcar la diferencia entre desahucio y recuperación de oficio, debemos establecer el concepto de desahucio administrativo. El desahucio administrativo no es otra cosa que la aplicación por la Administración, y para la recuperación de la posesión de sus bienes inmuebles, de idéntica facultad o procedimiento que el confiado a los jueces de la jurisdicción civil. Y como señaló GUASP, “con el nombre de desahucio se designa aquel procedimiento de cognición, constitutivo y especial por razones jurídico materiales que tiene por objeto la pretensión de resolución de un contrato de arrendamiento, o figura afín, y la devolución de la cosa arrendada”. Como más modernamente se ha señalado (MARTORELL ZULUETA), “el objeto principal del proceso de desahucio es el de recuperar la cosa arrendada, extinguiendo la posesión de quien se apoya en el contrato, por medio de una acción especial de lanzamiento” El desahucio, por lo tanto, no es sólo el lanzamiento del poseedor actual (simplificación que en buena medida, y en el ámbito administrativo, se encuentra en la base de la confusión con la recuperación de oficio), sino el procedimiento dirigido a extinguir el título (o, cuando menos, a declarar o

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constatar que esa extinción del título se ha producido) que legitima esa posesión actual para su recuperación material por el titular del bien. Esta es también la definición correcta que maneja la doctrina, así: - Santiago Muñoz Machado (“Un bien de la Administración ha sido legítimamente utilizado por un ciudadano, al que se ha concedido un título <<a termino>>. Si no se desocupa en ese plazo, existirá una usurpación ilegítima: se ha extinguido el derecho de un tercero a usar el bien, y nace, por tanto, el derecho de la Administración a recuperar el bien. El desahucio administrativo tiene un objeto idéntico al desahucio civil, si bien, en este caso no será un juez quien lo declare, sino la propia Administración titular del bien”). - José Bermejo Vera (“El desahucio es una potestad por la que la Administración titular de un bien público puede instar unilateralmente el desahucio de los terceros que venían usando o aprovechando dicho bien, declarando el rescate o la caducidad de los títulos (autorización o concesión) y efectuando el posterior lanzamiento de sus ocupantes si éstos no abandonan voluntariamente la posesión. Es una figura paralela al desahucio civil, regulado hoy bajo la forma del juicio verbal en la Ley de Enjuiciamiento Civil (art. 250-1-2º LEC), cuyo objetivo es la recuperación de la posesión de un inmueble cedido en precario por el propietario del mismo”). - Jesús González Salinas (“El desahucio administrativo hace referencia a supuestos de ocupación y posesión legitimados inicialmente por el correspondiente título, pero que, posteriormente, al extinguirse dicho título, quedan sin cobertura”). - Mª Ángeles González Bustos (“Por medio del desahucio los bienes que están en poder de los particulares pasan a integrarse en el patrimonio local; éstos se encontraban en posesión de los particulares con justo título y de manera temporal, correspondiéndole la propiedad a la Entidad, por lo que en ningún momento salen del patrimonio municipal, provincial o perteneciente a las entidades locales menores”). - O, en fin, Manuel J. Domingo Zaballos (“Con el término de desahucio se conoce un tipo especial de proceso civil mediante el cual el propietario de un inmueble recupera la posesión del mismo previa anulación o rescisión judicial del título arrendaticio que legitimaba la posesión por tercero. Este proceso… libera la posesión frente a quien la venía ostentando legítimamente, aunque fuera a título de precario”). El rasgo definidor de esta prerrogativa para la recuperación posesoria radica, pues, en la existencia de un título previo que haya legitimado la posesión particular a la que se pone fin, aunque sea el simple precario, y ello es precisamente lo que la distingue de la recuperación de oficio o interdictum proprium, que se dirige a poner fin a usurpaciones ilegítimas o no sustentadas en título alguno. Así lo aclara la misma doctrina a la que antes nos hemos referido, que afirma que “El <<desahucio>>, pues, a diferencia de la <<recuperación>>, presupone la extinción de un derecho previo a ocupar el

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bien, extinción que da lugar a la obligación del desalojo; en cambio, la recuperación se dirige contra quien perturba o usurpa la posesión de un bien sin ningún derecho inmediatamente anterior a la ocupación del bien” (Santiago Muñoz Machado), o que indica que el desahucio es un “supuesto distinto del de las usurpaciones ilegales, sin título previo con que se relaciona el interdicto propio. Se trata de supuestos distintos, pero lógicamente relacionados, pues en ambos la ocupación carece de cobertura y procede la recuperación de la posesión. La particularidad está en que el desahucio al presuponer la extinción del título que amparaba la posesión, igualmente presupone el procedimiento administrativo legalmente exigido, según el caso, para así declararlo” (Jesús González Salinas). En el mismo sentido se pronuncian José Bermejo Vera (“Como vemos, a diferencia del interdicto, el desahucio presupone una previa cesión del uso del bien a un tercero”). Es así pues, como hay que entender la referencia que se encuentra en los textos normativos a la procedencia del desahucio en los supuestos de ocupación sin “título bastante”, esto es, sin título actual por extinción de un justo título inicial (a diferencia de la inexistencia de “título bastante” en el caso de la recuperación de oficio, que se produciría ab initio), distinción que hoy por hoy resulta, por lo demás, claramente expuesta en la vigente Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas, cuyo artículo 55 determina como supuesto del ejercicio de la recuperación de oficio “recuperar por sí mismas la posesión indebidamente perdida sobre los bienes y derechos de su patrimonio”, en tanto que el art. 58 determina como objeto del desahucio “recuperar en vía administrativa la posesión de sus bienes demaniales cuando decaigan o desaparezcan el título, las condiciones o las circunstancias que legitimaban su ocupación por terceros”. Esta es también, con carácter general, la distinción que cabe deducir del tratamiento que de ambos conceptos hace la jurisprudencia (así, sentencias del Tribunal Supremo de 11 de junio de 1975, 11 de julio de 1984 ó 21 de junio de 2000). No faltan ocasiones, sin embargo, en que la normativa de aplicación no hace un tratamiento cuidadoso al contemplar esta distinción, como ocurre con los art. 10-2 de la Ley de Costas para la recuperación de oficio (y 16 y 17 de su reglamento) y 108 de la misma Ley para el desahucio (y 201 de su reglamento), hasta el punto que resulta imposible distinguir los supuestos de recuperación de oficio y desahucio, como oportunamente ha denunciado Jesús González Salinas; o como también ocurre con el art. 68-b) y 71 de la Ley de Bienes de las Entidades Locales de Andalucía (Ley 7/1999, de 29 de septiembre), en el que el desahucio es contemplado como el procedimiento a través del cual se ejercita la recuperación de oficio; y no mucho más acertado es el tratamiento que de la cuestión se hace en los art. 81 y 60 del Decreto de la Generalitat de Catalunya 323/1983, de ejecución de la Ley del Patrimonio de la Generalitat. No es de extrañar, por ello, y de hecho se justifica en esa circunstancia, que pueda encontrarse en las sentencias que aplican dicha normativa una amalgama de términos que no se corresponde con la puridad de los conceptos que hemos expresado (un ejemplo es la sentencia del TSJ de Andalucía, Sala de Granada, de 22 de abril de 2004). En otros supuestos, sin

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embargo, esa amalgama no está justificada y puede ser considerada confusión de conceptos. Así ocurre, según nuestro parecer y por citar un ejemplo, con la sentencia del TSJ de Canarias de 20 de octubre de 1997, en el que un supuesto de desahucio es tratado como una recuperación de oficio (de hecho la sentencia mezcla y hace un tratamiento indistinto de ambos conceptos), provocando la consecuencia de que se traslada al primero los requisitos temporales del segundo, con la discutible conclusión de reconducir al desahucio civil la recuperación de la posesión en el caso concreto. 3. Marco normativo de aplicación. La definición del marco normativo de aplicación en esta materia debe partir, necesariamente, de la Ley 33/2003, de 3 de noviembre, del patrimonio de las Administraciones Públicas (en adelante, LPAP). Esta Ley, dictada por el Estado al amparo, con carácter general, de la competencia que el art. 149-1-18 CE le otorga en materia de bases del régimen jurídico de las Administraciones públicas y legislación básica sobre contratos y concesiones administrativas, viene a colmar la carencia anterior de lo que podríamos denominar “la parte general” del régimen jurídico de los bienes de la Administraciones. Así se afirma expresamente en su Exposición de Motivos, en la que se reconoce que “en materia de relaciones interadministrativas resultaba inaplazable la identificación precisa de las normas que configuran el régimen patrimonial general de todas las Administraciones públicas” La LPAP regula el régimen jurídico patrimonial de la Administración General del Estado y de los organismos públicos vinculados a ella o dependientes de la misma (art. 2-1), e igualmente será de aplicación a las comunidades autónomas y entidades que integran la Administración local, así como las entidades de derecho público vinculadas o dependientes de ellas en los términos que se establecen en la DF 2ª de la Ley (art. 2.2). La DF. citada, por su parte, enumera los títulos competenciales en los que se apoya la la Ley, al tiempo que distingue entre preceptos básicos, de aplicación general, y los restantes, de aplicación a la Administración del Estado, sin perjuicio de su valor supletorio. En el aspecto que ahora nos interesa, tienen carácter básico: - El art. 41, que enumera las facultades y prerrogativas de la Administración para la defensa de sus bienes, que incluye el desahucio de los inmuebles demaniales, una vez extinguido el título que amparaba la licencia. - El art. 42, que remite al régimen del art. 72 LPAC en cuanto a las medidas cautelares a adoptar en los procedimientos relativos al ejercicio de las anteriores facultades y prerrogativas. - El art. 44, relativo a la comunicación de hechos punibles detectados en el curso de los procedimientos indicados, previo el informe del órgano encargado del asesoramiento.

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- Y el art. 58, que de manera específica, y en relación al desahucio, establece con carácter básico que “Las Administraciones públicas podrán recuperar en vía administrativa la posesión de sus bienes demaniales cuando decaigan o desaparezcan el título, las condiciones o las circunstancias que legitimaban su ocupación por terceros”. Es de aplicación general el art. 43, relativo al régimen de control judicial de las actuaciones administrativas en esta materia, y conforme al cual: - No caben interdictos (procedimiento para la tutela sumaria de la posesión prevista en el art. 250-4 LEC) en el ejercicio de las facultades previstas en el art. 41 realizadas de acuerdo con el procedimiento establecido. - La competencia judicial para el conocimiento de esta materia corresponderá a la jurisdicción civil cuando afecte a titularidades y derechos de carácter civil, y a la contencioso-administrativa cuando se trate de examinar las normas sobre competencia y procedimiento, previo agotamiento de la vía administrativa. En lo que a la Comunidad Autónoma catalana se refiere, y para su Administración pública, el parco desarrollo legislativo de estas previsiones se contiene en el art. 39 DL 1/2002, de 24 de diciembre, que aprueba el texto refundido de la Ley del Patrimonio de la Generalitat de Catalunya, y el art. 81 (que remite el 60 del mismo reglamento) de Decreto 323/1983, de 14 de julio. De hecho, este desarrollo se limita a prever que la extinción de los derechos constituidos sobre el dominio público podrá determinar el desalojo, con o sin indemnización, aunque remitiendo para ello, como ya hemos visto, a las facultades para la recuperación de oficio. Sin embargo, y al igual que ocurre con la normativa estatal (RD 1372/1986, que aprueba el Reglamento de Bienes de las Entidades Locales, art. 120 a 135), la regulación de la materia que hace la Generalitat de Catalunya para las Administraciones locales sí contiene un régimen general. La facultad de desahucio para la recuperación de los bienes de dominio público y comunales (correctamente distinguida de la recuperación de oficio, a la que se refiere el art. 227) viene reconocida en el art. 228 del DL 2/2003, que aprueba el texto refundido de la Ley municipal y de régimen local de Catalunya. El desarrollo de estas previsiones se contiene, a su vez, en los art. 152 a 166 del Decreto 336/1988, de 17 de octubre, por el que se aprueba el Reglamento de patrimonio de los entes locales (en adelante, Reglamento de Patrimonio [RP]), que va a constituir nuestro objeto principal de interés. 4. Supuestos en los que procede el desahucio administrativo. Como ha señalado GONZALEZ BUSTOS, o MUÑOZ MACHADO, “la potestad de desahucio administrativo no es un instrumento que pueda ser aplicado con carácter general por la Administración local, sino que se ha de ajustar a los casos establecidos específicamente en las disposiciones normativas, más concretamente el Reglamento de Bienes…” Fuera de tales supuestos la recuperación de la posesión de un bien inmueble titularidad de la

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Administración, que viniese siendo poseído por tercero en virtud de título extinguido, exigirá de la Administración el ejercicio de la correspondiente acción de desahucio ante los Juzgados y Tribunales de la jurisdicción civil. Y esto es algo que conviene señalar, pues es uno de los varios aspectos que confirma que las diferencias entre recuperación de oficio y desahucio administrativo trascienden de lo puramente teórico: no concurre una limitación semejante para el ejercicio de la potestad de recuperación de oficio, que podrá ser ejercida tanto sobre los bienes demaniales, como también sobre cualesquiera bienes de naturaleza patrimonial (en este caso dentro del límite del año desde que se produzca la usurpación, art. 55 LPAP, art. 82-a LBRL ó art. 227 DL 2/2003) sin más limitación que la concurrencia del supuesto de hecho habilitante que ya hemos indicado, esto es, que la posesión del tercero constituya una usurpación ilegítima por no venir amparada, desde su inicio, en título alguno. Hecha esta necesaria precisión inicial, y centrándonos en el ámbito de la Administración local que interesa a este seminario, los supuestos en los que resulta viable el ejercicio del desahucio por la Administración, sin precisar de acudir a la acción judicial homóloga, son los siguientes: a) Extinción de los derechos constituidos sobre bienes de dominio público y comunales en virtud de autorización, concesión o cualquier otro título, y de las situaciones posesorias a que tales títulos hayan dado lugar (art. 152 RP). Este es el supuesto más elemental y al que se refiere de manera específica el art. 228 DL 2/2003. b) Desahucio de los titulares de los derechos de ocupación derivados de arrendamiento o cualquier otro derecho personal, que se hubiesen extinguido por razón de la expropiación por el ente local de la finca sobre la que recaían (art. 153 RP). Este es un supuesto de lo que MUÑOZ MACHADO denomina “extinción expropiatoria por vía indirecta”. Como es sabido la expropiación forzosa de fincas rústicas o urbanas, terrenos o edificios producirá la extinción de los arrendamientos y de cualesquiera otros derechos personales relativos a la ocupación de las mismas (art. 8 LEF y 6 y 9 REF) y el desahucio administrativo será la vía por la que la Administración haga cesar la posesión de quienes viniesen ocupando la finca por razón de esos títulos que la expropiación ha extinguido. c) Expropiación por el ente local de los derechos de arrendamiento o cualquier otro derecho personal relativo a la ocupación y constituidos sobre bienes patrimoniales de su titularidad, para destinarlos a fines relacionados con obras o servicios públicos (art. 164 RP). En la misma terminología de MUÑOZ MACHADO, este es el supuesto de “extinción expropiatoria por vía directa”, en el que lo que se expropia no son los bienes en sí (que ya son propiedad de la Administración), sino los derechos de arrendamiento (o cualesquiera otros que permiten la ocupación) constituidos sobre los mismos, a fin de liberarlos de ocupantes y destinarlos a fines relacionados con obras o servicios públicos. En todo caso es necesario que se respete esa finalidad (obras o servicios públicos), pues en otro caso, y tratándose de bienes patrimoniales, no será aplicable el desahucio administrativo, debiendo de acudirse al desahucio judicial al tratarse de una relación de carácter privado.

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d) Resolución de los contratos de arrendamiento o cualquier otro derecho personal relativo a la ocupación y constituidos sobre fincas propiedad del ente local a favor de su personal por la relación de servicios que prestan (art. 165 RP). e) Resolución de los contratos de arrendamiento de viviendas de protección oficial de la propiedad del ente local, en los casos y formas previstos en la legislación especial aplicable (art. 166 RP), lo que reconduce a la aplicación de los supuestos y procedimientos previstos en el Reglamento de Viviendas de Protección Oficial. Resulta de interés en este aspecto la sentencia del TSJ de Catalunya de 3 de noviembre de 1995, que anula una resolución de desahucio del Ayuntamiento de Vilanova i la Geltrú por haberse seguido con omisión del preciso procedimiento previsto en el Reglamento de Viviendas de Protección Oficial. f) Y aun cabría añadir un supuesto o caso peculiar, tratado como un supuesto de desahucio, porque de hecho lo es, aunque regulado fuera del Título 4 RP (que es que se dedica a la conservación, protección y defensa de los bienes de los entes locales) y sometido a las limitaciones temporales propias de un procedimiento de recuperación de oficio de bienes patrimoniales: la extinción del precario constituido sobre bienes patrimoniales del ente local, cuya recuperación en vía administrativa sólo podrá tener lugar si no ha transcurrido un año desde la entrega del bien (art. 76 RP). Como decimos estamos ante un supuesto de desahucio administrativo en sentido estricto (recuperación de la posesión previa extinción de un título inicial que legitimaba la posesión del particular, como es la cesión en precario), aunque sometido al plazo propio de la recuperación de oficio. En cualquier caso esta restricción temporal no debe llevar a engaño, pues de hecho ante lo que estamos es ante una ampliación, bajo el paraguas del art. 227 DL 2/2003, de un supuesto de desahucio de bienes patrimoniales que de otra forma no sería posible por falta de amparo legal ya que el art. 228 DL 2/2003 viene limitado a los bienes demaniales y comunales, sin que se encuentre previsto de manera general la misma facultad para los bienes patrimoniales1.

1 Téngase en cuenta que no faltan autores, como Angel Ballestereros o Manuel Domingo Zeballos, que consideran discutible la corrección de los preceptos reglamentarios que permiten el desahucio de bienes patrimoniales en los restantes supuestos del RBEL (igualment trasladable al RPEL) al limitarse la previsión legal (así, lo hace, como hemos señalado, el art. 228 DL 2/2003) a los bienes demaniales y comunales. Este reparo no constituye precisamente una objeción menor. Nadie discute hoy día, y así cabe derivarlo de los arts. 9 y 103 CE, que la sujeción de la Administracion al principio de legalidad se manifiesta a través de una vinculación positiva, de manera que no cabe actuación alguna por parte de la Administración que no encuentre su fundamento en una potestad previamente atribuida por el ordenamiento jurídico, atribución que desde luego y forzosamente deberá ser mediante Ley cuando sea restrictiva de los derechos de los ciudadanos, lo que de manera evidente acontece con el desahucio que, no se olvide, puede acabar traduciéndose en un lanzamiento, que es un supuesto de compulsión sobre las personas sólo aplicable, como exige el art. 100 LPAC “en los casos en que la Ley expresamente lo autorice”. Otra cosa es que no necesariamente el fundamento legal para el ejercicio del desahucio por una Administración local deba encontrarse en la legislación de régimen local, y que la cobertura o título legal pueda encontrarse en otra legislación sectorial (así, para los supuestos de desahucio relacionados con expropiaciones, en la LEF). Cuando

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Fuera de los anteriores supuestos, el desahucio deberá ser instado por la Administración ejerciendo las acciones oportunas ante los Juzgados y Tribunales de la Jurisdicción civil. 5. El procedimiento de desahucio.

5.1. Caracteres. Siguiendo a MUÑOZ MACHADO, podemos indicar que las notas que caracterizan el desahucio administrativo pasan por señalar que constituye un procedimiento administrativo (así lo destaca la sentencia del Tribunal Supremo de 28 de julio de 1987, en tanto que tramitado y decidido por una Administración, sin perjuicio de que la misma haya de acudir a los tribunales ordinarios en los supuestos no amparados por la prerrogativa o facultad que examinamos, de manera que su iniciación impedirá la intervención de otros organismos que no sean los previstos en el Reglamento de Patrimonio, así como la admisión de acciones o recursos por los Tribunales ordinarios, a excepción de los que procedan por situaciones que constituyan vía de hecho), sumario (carácter que excluye la posibilidad de que en el procedimiento de desahucio se examinen “cuestiones complejas”, entendiendo por tal no las técnicamente complicadas, sino las que obligan a considerar cuestiones conexas diferentes de la decisión de la extinción del título, o la mera constatación de que esta se ha producido, y la recuperación de la posesión, lo que ha llevado al Tribunal Supremo a excluir la viabilidad del desahucio ante una concesión de un derecho de superficie sobre una parcela desafectada como bien propio [sentencia del TS de 13 de mayo de 1991 ó de 4 de febrero de 1993]) y esencialmente atemperado por el principio de proporcionalidad, precisamente porque, en definitiva, el desahucio podrá acabar materializándose en un medio de ejecución compulsivo (lanzamiento o desalojo forzoso), que exige que se sea especialmente riguroso en el cumplimiento de los plazos de preavisos y requerimientos previstos en la normativa de aplicación.

5.2. Los trámites del procedimiento. Aun cuando sólo es aplicable a la Administración del Estado, el art. 59 LPAP ofrece una guía clara sobre la tramitación de este tipo de procedimientos: primero se abre una fase declarativa, con intervención del interesado, para declarar la extinción o caducidad del título que otorgaba el derecho de utilización del bien y determinar las indemnizaciones que, en su caso, fuesen procedentes (art. 59-1º y 2º LPAP), recaída la resolución se abrirá la fase ejecutiva, y para ello se requerirá al detentador para que en plazo no superior a ocho días desaloje la finca (art. 59-3º LPAP), y si el desalojo no se produce voluntariamente se procederá al lanzamiento (art. 59-4º LPAP).

No es diferente la conclusión a la que se ha de llegar respecto del

procedimiento a seguir para el desahucio de los inmuebles demaniales y comunales de una entidad local, vistas las menciones del art. 152 RP, así como el desahucio por extinción de arrendamientos a favor del personal del

esa cobertura en norma de rango legal no sea detectable, la objeción, como decimos, es más que seria.

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ente (art. 165-3 RP), con la precisión que el plazo de desalojo deberá ser el de 10 días previsto en el art. 160 RP.

En el caso de las viviendas de protección oficial arrendadas por la

entidad local el procedimiento será, como ya hemos indicado, el previsto en el Reglamento de Viviendas de Protección Oficial.

Más compleja y elaborada es la tramitación en los restantes supuestos

de desahucio que contempla el Reglamento de Patrimonio, que dedica una cuidada exposición a los trámites a seguir para el supuesto de desahucio de bienes expropiados (art. 154 a 163 RP), al que se remite también el art. 164 RP para los supuestos de derechos de arrendamiento constituidos sobre bienes del propio del ente local. En estos supuestos lo que se prevé es que la fijación del justiprecio se tramitará simultáneamente con la expropiación del dominio, y que no se procederá a la ocupación sin antes haberse realizado el pago o consignación de la indemnización. En todo caso, y al requerirse al interesado para la formulación de la hoja de aprecio se le advertirá que, sin perjuicio del previo pago o depósito, deberá desalojar la finca en el plazo de cinco meses, aunque cabe que la avenencia entre las partes sobre el importe del justiprecio pueda alcanzar a un pacto sobre el plazo de desalojo (art. 155-1 RP). Si en dicho plazo (o el pactado) no se produce el desalojo, se realizará un segundo requerimiento por diez días, y si tampoco se produce el desalojo, dentro de los ocho días siguientes se señalará día para el lanzamiento en término no superior a cinco, de lo que el interesado será advertido, llevándose a efecto en el día señalado sin perjuicio de requerir la autorización judicial cuando fuera procedente.

5.3. El pago de la indemnización. Que el desahucio administrativo haya

de motivar el pago de una indemnización dependerá del supuesto que determine el mismo. Obvio es que esa indemnización será procedente en los supuestos expropiatorios, en cuanto que determina el despojo de un derecho o interés de contenido patrimonial, y a ello se dedica en buena medida, como hemos indicado, la tramitación prevista en los arts. 154 a 164 RP.

Ahora bien, no ocurre así en los restantes supuestos. Así, el art. 165-2

RP se cuida de señalar que el desahucio por extinción de los arrendamientos de bienes patrimoniales a favor del personal del ente local no determinará el pago de ninguna indemnización. Y en cuanto al desahucio por extinción del título que legitimaba la ocupación de un bien demanial o comunal, tratándose de la extinción no expropiatoria de un derecho por haber éste concluido su vigencia de un modo natural (expiración del plazo, cumplimiento de condición o resolutoria o cualquier otra causa inherente al título) no será procedente la indemnización. Diferente será, como señala MUÑOZ MACHADO, cuando la extinción se produzca de manera anticipada por decisión de la Administración que, aunque legítima, causa un perjuicio al titular del derecho, ya que tal extinción tiene carácter expropiatorio y ha de determinar el abono de la indemnización que corresponda.

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Más complicado es determinar si resulta procedente, y cuándo, el pago de una indemnización cuando se pone fin a una situación de ocupación a precario de un bien demanial o comunal.

La jurisprudencia tiene señalado que cabe aceptar que, cuando la

ocupación de terrenos públicos se ha producido en virtud de una autorización o concesión en precario (esto es, que incorpore una cláusula de precario, por la que la Administración se reserva la facultad de revocación), puede la Administración declarar resuelta la autorización o concesión, aunque no se hubiesen incumplido las condiciones establecidas en la autorización, siempre que se justifique que dicha resolución obedece a exigencias de interés público (sentencias del TS de 11 de mayo de 2001, 25 de julio de 2001 y 8 de abril de 2003, y en bien entendido que ese “interés público” debe conectarse necesariamente con la preservación del uso normal del bien). Ello no obstante, y a los efectos de la procedencia del pago de indemnización, el Tribunal Supremo afirma que los rasgos fundamentales del actuar administrativo no permiten la asimilación del precario administrativo con la mera tolerancia del Derecho civil, ni que la cláusula de precario exima, sin más, del deber de indemnización. A partir de ello distingue el Tribunal Supremo, siguiendo una consolidada opinión doctrinal, entre precariedad de primer grado y precariedad de segundo grado, situando la distinción en las “circunstancias de estabilidad o interinidad del uso y de las condiciones de oportunidad y alteración de la causa originaria de esa situación jurídica de uso que acompañan a la acción revocatoria, siempre enjuiciable en conexión con la teoría general del negocio jurídico”. En definitiva, se hablará de precariedad de primer grado para aludir a la que se crea con carácter permanente y duradero, y su revocación dará lugar a indemnización (es el caso normal de las concesiones administrativas), y de segundo grado para calificar la que reúna los caracteres de provisionalidad y transitoriedad, cuya revocación no es susceptible de ser indemnizada (sentencias del TS de 22 de abril de 1977, 14 de noviembre de 1984 y 8 de abril de 2003; este es el caso normal de las autorizaciones, sin descartar que también con ocasión de una autorización pueda considerarse concurrente una precariedad de primer grado en atención al grado de estabilidad, sentencias del TS de 16 de septiembre de 1988 ó de 25 de mayo de 1998). 6. La entrada en domicilio para la ejecución del desahucio

6.1. Introducción. Con ello llegamos a lo que va a constituir el aspecto que centra el interés

de esta intervención, que es seguramente también la cuestión más resbaladiza, y es la relativa a los supuestos en los que la ejecución del lanzamiento hace necesaria la previa obtención de una autorización judicial y los requisitos para ello.

Como antes hemos indicado el tratamiento de este tema nos sitúa ante

una excepción a la potestad de autotutela ejecutiva de la Administración, que impone que su actividad de ejecución se encuentre mediatizada preventivamente por la intervención de un juez. Poco acostumbrada está la Administración a este tipo de restricciones, pero esta falta de costumbre de la

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Administración sólo es comparable a la falta de costumbre del legislador para imponerlas. Acaso sea eso lo que explica los graves defectos de regulación sobre la materia, o mejor aun, la falta de una regulación estructurada y sistemática de la misma, que ha provocado que, salvo aspectos muy parciales, la regulación de la entrada en domicilio para la ejecución forzosa de actos administrativos se encuentre fuera de la Ley, y deba ser deducida de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. De hecho, lo que ahora nos corresponde hacer es sistematizar los distintos aspectos que se deducen de esa jurisprudencia, integrada en un corpus de resoluciones que empieza a ser nutrido, y que fundamentalmente se contiene, a la fecha de esta intervención, en las que ahora relacionamos y que seguidamente comentaremos:

Sentencias: -22/84, de 17 de febrero; 137/85 de 15 de octubre; 144/87, de 23 de

septiembre; 160/91, de 18 de julio; 76/92, de 14 de mayo; 211/92, de 30 de noviembre; 174/93, de 27 de mayo; 50/95, de 23 de febrero; 171/97, de 14 de octubre; 199/98, de 13 de octubre; 69/99, de 1 de junio; 283/00, de 27 de noviembre; 92/2002, de 22 de abril; y 139/2004, de 13 de septiembre.

Autos: -129/90, de 26 de marzo; 258/90, de 18 de junio; 198/91, de 1 de julio;

85/92, de 30 de marzo; ó 217/2000, de 27 de septiembre, entre otros. Procedamos, pues, al examen de las cuestiones que se suscitan.

6.2. El marco normativo de aplicación. El punto de inflexión o el inicio de nuestro “problema jurídico” hay que situarlo en la Constitución de 1978 y la consagración que en su art. 18-2 se hace de la inviolabilidad del domicilio como un derecho fundamental que justifica la restricción del principio general de autotuela ejecutiva de la Administración. Pero lo realmente problemático no es que exista esta restricción, sino el defectuoso desarrollo que se ha hecho de la previsión constitucional en el ámbito que ahora comentamos. Ya con anterioridad a la Constitución vigente se rastrean en nuestra legislación previsiones en las que este preciso supuesto de restricción se había impuesto a la Administración por el legislador, aunque no con carácter general, sino para ámbitos sectoriales específicos. Así ocurría en el ámbito tributario, tanto para las actuaciones de recaudación de los tributos (art. 133-4 LGT de 1963, y 115 RGRT) como también de la inspección tributaria (art. 141 LGT, y 39 RGI) cuando para las mismas fuese necesario hacer entrada en un domicilio. Tras la aprobación de la Constitución esta misma técnica de “parcheo sectorial” se irá reproduciendo en diversos ámbitos, como el de la recaudación de los recursos de la Seguridad Social (art. 120 RD 1637/1995, actualmente art. 102 RD 1415/2004), defensa de la competencia (art. 34 LDC) o el urbanismo (art. 26 de la Ley 12/1986, de protección de la legalidad urbanística de la Comunidad

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Autónoma de la Región de Murcia; art. 23-2 de la Ley 3/1987, de Disciplina Urbanística de la Comunidad Autónoma del Principado de Asturias, entre otras). El art. 18-2 CE no se siguió, durante un tiempo bastante notable, de una previsión general que regulase o determinase de manera precisa los supuestos en los que la autotuela administrativa de ejecución encontraba una restricción en este ámbito, lo cual no impidió, sin embargo, que de manera francamente anómala esa “regulación general” acabase deduciéndose, curiosamente, de una previsión procesal. Efectivamente, el art. 87-2 de la LOPJ de 1985 dispuso como competencia del Juez de Instrucción el conocimiento de las autorizaciones en resolución motivada para la entrada en los domicilios y en los restantes edificios o lugares de acceso dependiente del consentimiento de su titular, cuando ello proceda para la ejecución forzosa de los actos de la Administración. Semejante previsión se limitaba a habilitar y definir una competencia (la del Juez de Instrucción) pero sin regular el procedimiento y, ni mucho menos, los supuestos en los que resultaba procedente el ejercicio de esa competencia. Sin embargo, y como decimos, fue a partir de esa previsión que se ha estructurado el régimen jurídico de las entradas domiciliarias. La carencia sustantiva de desarrollo legal a la que aludimos fue remediada con la Ley 30/1992 (LPAC), cuyo art. 96-3, en conexión con el art. 95 in fine de la misma Ley, ha pasado a disponer que cuando para la ejecución de un acto “fuese necesario entrar en el domicilio del afectado, las Administraciones Públicas deberán obtener el consentimiento del mismo o, en su defecto, la oportuna autorización judicial”. Al margen de las previsiones sectoriales a las que hemos aludido, y otras posteriores a las que después nos referiremos, es este art. 96-3 LPAC el que constituye el marco sustantivo (general) de rango legal que regula la materia, y el art. 8-6 y concordantes LJ y 91-2 LOPJ los que en la actualidad, y como competencia de los Juzgados de lo Contencioso-administrativo, contienen las previsiones procesales. 6.3. Naturaleza de la intervención judicial restrictiva de la autotutela ejecutiva de la Administración. Este es el aspecto fundamental de la cuestión. Sobre él pivotan todas las conclusiones que alcanzaremos en relación a sus diversos aspectos, y que deviene esencial para la correcta comprensión de la doctrina constitucional. Lapidariamente debemos decir que el Juez que conoce de la autorización de entrada no realiza una actividad jurisdiccional. La actividad es ciertamente judicial, en tanto que realizada por un Juez, pero no es jurisdiccional, en tanto que con ella no se ejercita la potestad jurisdiccional. La potestad jurisdiccional consiste, como se deduce del art. 117-3 CE, en juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Esto es, en componer ejecutivamente un conflicto entre terceros (juzgar), y actuar ejecutoriamente lo necesario para que la decisión en que se traduce la composición sea materializada (hacer ejecutar lo juzgado).

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Esta es, en principio, la función exclusiva del Juez (art. 117-4 CE “Los Juzgados y Tribunales no ejercerán más funciones que las señaladas en el apartado anterior…”), y decimos en principio porque la propia constitución excepciona esta exclusividad permitiendo que Juzgados y Tribunales desempeñen, además, otras funciones que “… expresamente les sean atribuidas por ley en garantía de cualquier derecho”. Ahora bien, y como con meridiana claridad resulta del precepto, se trata de funciones distintas de las indicadas en el art. 117-3 CE, esto es, funciones distintas del ejercicio de la potestad jurisdiccional, cuyo objeto pasa por garantizar “cualquier derecho”. Como decimos, esta precisión es fundamental, y ello porque el juez, en la actividad que ahora nos interesa, cumple esa función de “garantía” que puede ser habilitada conforme al art. 117-4 CE, no la del art. 117-3 CE. En definitiva, el Juez no juzga un conflicto entre terceros cuando autoriza una entrada, y por lo tanto no puede pretenderse que en esa actividad se ciña a las exigencias propias de un proceso, sino exclusivamente a aquéllas que guardan relación con la función de garantía de un derecho (ya veremos cuál) que se le encomienda. Así ha sido reconocido por la jurisprudencia constitucional, y es desde esta consideración que deben ser entendidas las afirmaciones del Tribunal Constitucional que han indicado que en la actividad de autorización el Juez “es un eslabón más en la cadena o sucesión de actuaciones integrantes del expediente”, o que la actividad judicial se “inserta” en la actividad administrativo de ejecución (STC 137/1985), o cuando lisa y llanamente asevera que en la actividad judicial de autorización no existe un “proceso” (STC 174/1993), o en definitiva, cuando afirma que el Juez actúa como garante de un derecho, “no para controlar la legalidad y ejecutividad del acto administrativo, bastando la mera apariencia de tal” (STC 50/1995, 171/97 ó 139/2004). Como decimos, esta trascendental apreciación se traslada a múltiples aspectos de la actividad judicial de autorización, como seguidamente vamos a ver. 6.4. El supuesto de necesidad de autorización: la entrada en un domicilio y el concepto de domicilio. 6.4.1. La problemática general.

Este es, con mucho, el aspecto más confuso del panorama que examinamos. Y valga decir, desde la legítima crítica, que el único responsable de esta confusión es el Tribunal Constitucional. Otra cosa es que podamos también afirmar que la práctica demuestra que a la Administración le ha convenido encontrar un respiro en sus responsabilidades, y que en no pocas ocasiones claudica en el ejercicio de su autotutela más allá de lo que es constitucional y legalmente exigible para salvaguardar su responsabilidad con una “póliza de seguro judicial”. A nuestro modo de ver, la confusión provocada por el Tribunal Constitucional deriva de tres circunstancias.

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La primera, es que preocupado el Tribunal por delimitar de manera abstracta los sujetos titulares del derecho a la inviolabilidad del domicilio, o el ámbito de conocimiento y obligaciones del Juez que autoriza la entrada, se olvida en ocasiones de verificar que el lugar donde se pretende hacer la entrada, y que ha motivado el recurso concreto que examina, es efectivamente un domicilio. Así, y con independencia de quien sea el titular del derecho o las funciones y obligaciones del juez, se han dirimido recursos de amparo en relación a locales en los que se depositaba chatarra y la maquinaria para su procesamiento (STC 137/1985), locales desde donde se realizaban emisiones de radio (STC 144/1987 y ATC 258/1990) o kioscos de bebidas en la vía pública (ATC 198/1991), en los que la existencia de un “domicilio” se asume como un presupuesto del caso, omitiendo cualquier razonamiento sobre si tales lugares merecían semejante calificación. De ahí a generar en el operador jurídico la conclusión (y la confusión) de que el destino o actividad desarrollada en el local es indiferente para justificar la restricción de la autotutela, no media ni un paso. La segunda, es que el Tribunal ha realizado alguna afirmación sumamente genérica en cuanto al derecho al domicilio de las personas jurídicas (STC 137/1985), después, si bien no rectificada, sí marizada o atemperada intensamente (STC 171/1997, 69/1999 y 283/2000), que en la línea de la anterior crítica, contribuyó a enturbiar la definición del ámbito de restricción efectivo de la autotutela. Y la tercera, y fundamental, es cierto exceso en el que, a nuestro juicio, ha incurrido el Tribunal Constitucional en la interpretación de la legalidad ordinaria, interpretación que además, y nuevamente a nuestro juicio, es más que discutible. Esa interpretación es la que se realizó sobre el contenido del art. 87-2 LOPJ (actualmente 91-2 LOPJ y 8-6 LJ), que atribuía a los Juzgados de Instrucción (actualmente de lo Contencioso-administrativo) la competencia para conocer de estas autorizaciones. Ha afirmado el Tribunal Constitucional en su STC 59/1995 (anteriormente lo había hecho en la STC 76/1992, y posteriormente lo reiterará en la 283/2000) que “A tal efecto [esto es, el de la necesidad de autorización desde la perspectiva del art. 87-2 LOPJ, no del art. 18-2CE], se extiende el concepto de domicilio no sólo a la vivienda en sentido estricto, sino también a los restantes edificios o lugares de acceso dependientes de la voluntad del titular”. Ello lo que supone es que, a juicio del Tribunal Constitucional, el legislador no sólo ha establecido la necesidad de autorización para entrar en un domicilio en el sentido constitucional del términos (que sería lo único que interesaría al Tribunal, pues es éste el único derecho que, en principio, tendría que proteger), sino que, además, el legislador exige la autorización para entrar en otros edificios y lugares que, en realidad, no son domicilios constitucionalmente protegidos. Esta afirmación del Tribunal Constitucional exige tratar separadamente diversas cuestiones. a) Para justificar que el Tribunal incurre en un exceso, y en una interpretación discutible, tenemos que empezar por señalar que el art. 117-4 CE, cuando habilita una actividad judicial en garantía de un derecho fuera del ejercicio de la potestad jurisdiccional, lo hace en garantía de “cualquier derecho”, y no sólo

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de derechos fundamentales. Ello unido al dato de que, conforme al art. 95 LPAC, las restricciones a la autotutela pueden producirse, no sólo cuando lo imponga la Constitución, sino también cuando “la ley exija la intervención de los Tribunales” (art. 95 in fine LPAC), permite afirmar que ciertamente es una opción del legislador que, además de la restricción de la autotutela para la salvaguarda del derecho a la inviolabilidad del domicilio, se impongan restricciones para la salvaguarda de otros derechos no fundamentales, como sería el de propiedad (art. 33 CE), que sería realmente lo concernido con la expresión “edificios o lugares de acceso dependientes de la voluntad del titular” diferentes de un domicilio. Pero una cosa es asumir eso, y otra diferente afirmar que el legislador realmente lo ha hecho con el art. 87-2 LOPJ o el 91-2 actual, ni que el Tribunal Constitucional pueda, en principio, afirmarlo. b) En primer lugar hay razones para afirmar que el Tribunal ha incurrido en un exceso. Su función en vía de amparo es la salvaguarda de los derechos susceptibles de amparo, no la interpretación de la legalidad ordinaria. Así las cosas, entendemos que desde la óptica de la tutela del art. 18-2 CE que tiene encomendada, el papel del Tribunal no puede extenderse a realizar afirmaciones interpretativas sobre el contenido de preceptos legales ordinarios una vez que concluye que son ajenos (al menos en los aspectos que lo sean) al marco de protección de ese derecho fundamental, que es precisamente lo que hace cuando define el supuesto marco de protección del art. 87-2 (hoy 91-2) LOPJ más allá de la protección del domicilio en sentido estricto que compete al Tribunal. Interpretaciones sobre el art. 87-2 LOPJ más allá de afirmar la protección del domicilio, realizadas por el Tribunal Constitucional, sólo se justificarían por su relación con, o para la protección de, otro derecho fundamental, como sería la tutela judicial efectiva (art. 24-1 CE), esto es, para comprobar si un Juez ha omitido la tutela debida en un supuesto en el que la Ley impusiese su intervención. Ello tendría como presupuesto, desde luego, la necesidad de establecer una previa interpretación de la norma legal (ordinaria) que define el supuesto de intervención, pero esa es una labor exclusivamente encomendada al propio Juez ordinario, que el Tribunal Constitucional sólo podría corregir cuando la interpretación del Juez fuese arbitraria, caprichosa, radical y evidentemente desviada, en suma, y ello es algo totalmente ajeno a la perspectiva que el Tribunal Constitucional tuvo en consideración para realizar la afirmación que realizó en la sentencia comentada. c) Y en segundo lugar, decíamos, hay también razones sobradas para considerar que la interpretación que el Tribunal Constitucional realizó sobre el contenido y alcance del art. 87-2 LOPJ es más que discutible, literal y sistemáticamente hablando. El art. 87-2 LOPJ, como hoy el art. 91-2 de la misma Ley, no regula el régimen jurídico de la actividad de ejecución de los actos administrativos, ni de hecho contempla ni establece por sí mismo una restricción a la autotutela de la Administración. Dichos preceptos, como los restantes del Capítulo V del Título IV LOPJ, se limitan a atribuir una competencia sobre una materia, agotándose su contenido en esa dimensión procesal, sin regular su régimen sustantivo. Dicho de otra manera, tales preceptos no establecen que para entrar en un domicilio o en otros lugares sea necesaria una autorización judicial, sino que cuando esa autorización sea necesaria, el competente para conocer de ello será el Juez de lo Contencioso (antes el de Instrucción), de la

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misma forma que el art. 87-1 LOPJ atribuye al Juez de Instrucción el conocimiento del procedimiento de Habeas Corpus, sin que por ello en dicho precepto se determine cuándo es procedente la solicitud de un Habeas Corpus. Cuándo es necesaria esa autorización no lo dice la LOPJ (piénsese que lo contrario hubiese resultado realmente extraño desde un punto de vista sistemático, por la manifiesta ajeneidad de dicha materia respecto de las propias de la LOPJ) sino la Constitución y las leyes que tienen por objeto regular la actividad de la Administración. d) Y llegados a este punto tenemos que concluir que la interpretación del Tribunal Constitucional ha provocado una anómala exacerbación de la restricción de la autotutela. Efectivamente, hoy por hoy las normas sustantivas que establecen la restricción de la autotutela se limitan al domicilio, y exclusivamente en el sentido constitucional del término (esto es, un concepto más amplio que el domicilio civil que se deduce del art. 40 CC, “establecido para garantizar el ámbito de privacidad de ésta, dentro del espacio limitado que la propia persona elige y que tiene que caracterizarse precisamente por quedar exento e inmune a las invasiones o agresiones exteriores, de otras personas o de la autoridad pública. Como se ha dicho acertadamente, el domicilio inviolable es un espacio en el cual el individuo vive sin estar sujeto necesariamente a los usos y convenciones sociales y ejerce su libertad más íntima”, STC 137/1985). Así lo hace el art. 18-2 CE, y así lo hace también el art. 96-3 LPAC, que restringe la autotutela exclusivamente en relación al domicilio. Es necesario concluir que la restricción de la autotutela que impone la intervención judicial se limita a la entrada un domicilio. “Los restantes edificios o lugares cuyo acceso requiere el consentimiento del titular” a que se alude en los art. 91-2 LOPJ y 8-6 LJ constituyen una previsión competencial hueca, vacía, y meramente suponen la previsión de que, “cuando ello proceda” (como literalmente se afirma en los preceptos, esto es, cuando se prevea por la Ley como necesario) el competente será el Juez de lo Contencioso. Hoy por hoy, sin embargo, “ello no procede” porque ninguna ley impone esa restricción al margen del domicilio, con alguna excepción, como la de reciente incorporación a la Ley de Expropiación Forzosa, que seguidamente veremos. En cualquier caso, y pese a la conclusión expuesta, es importante advertir que la interpretación de “legalidad ordinaria” realizada por el Tribunal Constitucional es la que se ha expuesto, que en la normalidad de los casos las Administraciones se han instalado en la práctica de realizar las peticiones de entrada en “domicilio” cuando la actuación administrativa se debe realizar en un lugar físicamente acotado titularidad de un tercero (ya recaiga la titularidad sobre la propiedad, ya recaiga sobre otro derecho que legitime la ocupación), sin mayores disquisiciones sobre si realmente constituye un domicilio en el sentido constitucional del término, y que también en la normalidad de los casos los Juzgados de lo Contencioso no ahondan en la calificación del domicilio, estimándose competentes para intervenir siempre que la ejecución haya de tener lugar en un lugar cuyo acceso dependa de la voluntad del titular, sea o no domicilio.

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e) Debemos reconocer sin embargo, que no sólo Administración y Jueces se han acomodado de manera acrítica al exceso interpretativo y técnicamente cuestionable del Tribunal Constitucional. La confusión a la que nos venimos refiriendo ha hecho mella también en el legislador, que ha abierto un desconcertante y contradictorio baile de previsiones legales que ponen de manifiesto que esta materia está necesitada de una más que urgente clarificación. Buena muestra de lo que decimos la tenemos en la reciente modificación (por el art. 76 de la Ley 53/2002, de 30 de diciembre) del art. 51 de la Ley de Expropiación Forzosa, por un lado, y en el más reciente art. 113 de la nueva Ley General Tributaria, por otro lado.

Vayamos primero con el art. 51 LEF. Sus párrafos segundo y tercero han pasado a disponer que

A los efectos de lo dispuesto en el art. 91.2 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, y 8.5 [actualmente 8-6] de la Ley 29/1998, de 13 de julio, de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, únicamente tendrán la consideración de lugares cuyo acceso depende del consentimiento del titular, en relación con la ocupación de los bienes inmuebles expropiados, además del domicilio de las personas físicas y jurídicas en los términos del art. 18.2 de la Constitución Española, los locales cerrados sin acceso al público.

Respecto de los demás inmuebles o partes de los mismos en los que no concurran las condiciones expresadas en el párrafo anterior, la Administración expropiante podrá entrar y tomar posesión directamente de ellos, una vez cumplidas las formalidades establecidas en esta Ley, recabando del Delegado del Gobierno, si fuera preciso, el auxilio de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado para proceder a su ocupación.

En una primera lectura, y si no se conociese la doctrina constitucional expuesta, sería fácil afirmar que para el supuesto de la ocupación expropiatoria, el legislador, además de garantizar la inviolabilidad del domicilio, ha querido garantizar también la propiedad, ya que lo que está haciendo en puridad es extender la restricción de la autotutela a otros supuestos de los contemplados en el art. 96-3 LPAC, que exclusivamente se refiere al domicilio. Mucho nos tememos, sin embargo, que lo que se ha querido hacer es justo lo contrario: olvidando el art. 96-3 LPAC, y asumiendo la interpretación de legalidad ordinaria realizada por el Tribunal Constitucional, y dando por sentado que los arts. 91-2 LOPJ y 8-6 LJ, no sólo atribuyen una competencia, sino también la restricción de la autotutela en “edificios y lugares” que no constituyen domicilio, lo que ha querido hacer el legislador es limitar la supuesta restricción de dichos preceptos, no aumentar la del art. 96-3 LPAC. Esto es, el legislador asume que la “regla general” sería la que se “deduce” de los art. 91-2 LOPJ y 8-6 LJ (es necesario autorización para los domicilios, y cualquier otro lugar que no sea domicilio), pero para la expropiación se limita la necesidad de la autorización al domicilio y “locales cerrados sin acceso al público”. En cualquier caso la conclusión es clara: la ejecución de una entrada en supuestos de ocupación expropiatoria exige de autorización judicial en el caso de domicilios y también de locales cerrados no abiertos al público, no exigiéndose para los locales cerrados con acceso al público e inmuebles sin edificar.

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La vigente LGT plantea un panorama bien diferente. Su art. 113 ha pasado a disponer

“Cuando en los procedimientos de aplicación de los tributos sea necesario entrar en el domicilio constitucionalmente protegido de un obligado tributario o efectuar registros en el mismo, la Administración tributaria deberá obtener el consentimiento de aquél o la oportuna autorización judicial.”

Es claro el precepto: para las actuaciones tributarias de la Administración la necesidad de autorización se limita, de manera exclusiva, a los “domicilios constitucionalmente protegidos”, lo que excluye la necesidad de la autorización para los restantes lugares, cerrados o no, accesibles al público o no, siempre que no constituya un domicilio constitucionalmente protegido. Llegados a este punto, el panorama no puede merecer un juicio favorable. Al parecer, y con carácter general, existiría un ámbito de restricción máxima de la autotutela ejecutiva (que es que se derivaría de la interpretación que el Tribunal Constitucional ha hecho del anterior art. 87-2 LOPJ, actual 91-2, que alcanza al domicilio y cualquier otro edificio o lugar dependiente del consentimiento del titular), una restricción media (para las ocupaciones expropiatorias, que alcanza a los domicilios y locales cerrados con acceso al público, no así a los locales cerrados sin acceso al público y los lugares no edificados) y otra mínima (para el ámbito tributario, limitado al domicilio constitucionalmente protegido), y todo ello sin que se acierte a comprender la razón de las diferencias.

A nuestro modo de ver, hubiera sido preferible atender la cuestión incidiendo sobre los art. 91-2 LOPJ y 8-6 LJ, dándoles una redacción adecuada que impida la interpretación asistemática que ha hecho el Tribunal Constitucional, y dejando claro que la determinación de los supuestos en los que se impone una restricción de la autotutela administrativa es cuestión de las normas que regulan el régimen jurídico de sus actos y potestades, no de las normas procesales que atribuyen competencias a Juzgados y Tribunales. Y ello acompañado de una regulación única de ese régimen jurídico, que limite la restricción de la autotutela al domicilio constitucionalmente protegido, único ámbito en el que entendemos justificada esa restricción.

6.4.2. El domicilio de las personas jurídicas. Una última cuestión nos resta tratar en relación al domicilio, y es la relativa

a las restricciones de autotutela cuando del domicilio de una persona jurídica se trata.

Como es conocido, nuestro Tribunal Constitucional, valorando muy

fundamentalmente los antecedentes de derecho comparado que inspiraron nuestra Constitución (así, la Ley Fundamental de Bonn) llega a la conclusión de que las personas jurídicas son titulares del derecho fundamental a la inviolabilidad del domicilio (STC 137/1985). Más adelante, sin embargo, ha matizado que tal consideración no se refiere a la integridad del local en el que la persona jurídica desarrolle su actividad y tenga fijado su domicilio, sino exclusivamente a las dependencias del mismo “que son indispensables para que puedan desarrollar su actividad sin intromisiones ajenas, por constituir el centro de dirección de la

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sociedad o de un establecimiento dependiente de la misma o servir a la custodia de los documentos u otros soportes de la vida diaria de la sociedad o de su establecimiento que quedan reservados al conocimiento de terceros” (STC 69/1999, y en el mismo sentido las STC 171/1997 y 283/2000).

Ahora bien, este matiz del Tribunal Constitucional, ciertamente

conveniente, no debe de llevar a error en cuanto a sus consecuencias respecto del problema que ha ocupado este apartado: una cosa es que los locales de una persona jurídica que no reúnan los anteriores requisitos no sean domicilio, y otra cosa completamente diferente es que para entrar en ellos sigue siendo necesaria solicitar la autorización judicial, pues siguen siendo “edificios o lugares cuyo acceso requiere el consentimiento del titular”, y conforme a la interpretación excesiva de legalidad ordinaria protagonizada por el Tribunal Constitucional, los art. 91-2 LOPJ y 8-6 LJ exigirían supuestamente, y siempre según esa doctrina, la autorización, con las excepciones vistas, en la actualidad, de las ocupaciones expropiatorias y las “entradas tributarias”. De que esto es así son prueba las sentencias que hemos citado (STC 171/1997, 69/1999 y 283/2000), en las que se concluye que no se produce lesión del derecho al domicilio por su inexistencia, no obstante lo cual ello no determina la no necesidad de la autorización judicial, sino unas menores exigencias en la ponderación de intereses que el Juez deberá tener en cuenta a valorar la procedencia de la entrada, ya que no estaría tutelando un derecho fundamental, sino la propiedad.

6.5. Excepciones a la restricción de la autotutela.

La restricción de la autotutela que examinamos, que impone la necesidad de la autorización judicial para forzar la entrada en un domicilio, encuentra dos excepciones. La primera es pacífica, en cuanto que su claridad no deja lugar a dudas sobre su significado y alcance. Esa excepción a la que aludimos viene establecida en el art. 21-3 de la Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana, y en definitiva se traduce en la posibilidad de que la Administración pueda realizar la entrada para la ejecución de sus actos en situaciones de estado de necesidad. Así, previene el art. 21-3 LOPSC que

“Será causa legítima suficiente para la entrada en domicilio la necesidad de evitar daños inminentes y graves a las personas y a las cosas, en supuestos de catástrofe, calamidad, ruina inminente u otros semejantes de extrema y urgente necesidad. En tales supuestos, y para la entrada en edificios ocupados por organismos oficiales o entidades públicas, no será preciso el consentimiento de la autoridad o funcionario que los tuviere a su cargo”.

La segunda resulta mucho más conflictiva, sobre todo porque es el fruto de la rectificación que el Tribunal Constitucional ha realizado de su propia doctrina inicial. Esta excepción tiene que ver con la no necesidad de autorización judicial cuando la validez del acto administrativo a ejecutar mediante entrada hubiese sido confirmada judicialmente.

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La doctrina inicial que el Tribunal Constitucional estableció para este supuesto no excepcionaba la necesidad de la autorización judicial. Así lo hace en su sentencia 22/1984, llegando al extremo de afirmar que hasta para la ejecución de una sentencia que forzosamente implica una entrada en domicilio (el Tribunal ejemplifica con el caso del desahucio judicial) se precisa de una autorización diferente de la propia sentencia. El exceso en el que incurre esta doctrina es, desde luego, merecedor de crítica, pero quien mejor la ha expuesto es el propio Tribunal Constitucional con su sentencia 160/1991. En dicha sentencia se dice que

“en este aspecto debemos apartarnos, en los términos previstos en el art. 13 LOTC, de la doctrina sentada en la S 22/1984, en lo que constituía su "ratio decidendi", acerca de la exigencia de una duplicidad de resoluciones judiciales. Corresponde al Juez, según lo señalado, y de acuerdo con el art. 18.2 CE, llevar a cabo la ponderación preventiva de los intereses en juego como garantía del derecho a la inviolabilidad del domicilio. Y una vez realizada tal ponderación, se ha cumplido el mandato constitucional. La introducción de una segunda resolución por un Juez distinto no tiene sentido en nuestro ordenamiento, una vez producida, en el caso que se trata, una sentencia firme en la que se declara la conformidad a Derecho de una resolución expropiatoria que lleva anejo el correspondiente desalojo.

Pues no cabe, una vez firme la resolución judicial, que otro órgano jurisdiccional entre de nuevo a revisar lo acordado y a reexaminar la ponderación judicial efectuada por otras instancias, que pudieran ser incluso de órdenes jurisdiccionales distintos, o de superior rango en la jerarquía jurisdiccional, pues ello iría en contra de los más elementales principios de seguridad jurídica. Y si no es posible una intervención judicial revisora, tampoco resulta admisible una segunda resolución judicial que no efectuara esa revisión, pues se convertiría en una actuación meramente automática o mecánica, confirmadora de la decisión judicial a ejecutar, lo que no constituye garantía jurisdiccional alguna ni responde a lo dispuesto en el art. 18.2 CE.

En contra de lo que acaba de afirmarse, podría argüirse que la intervención del órgano judicial no sería meramente rituaria y mecánica, ya que vendría a efectuar la correcta y debida individualización del sujeto que ha de soportar la ejecución forzosa y el cumplimiento de los elementales formalismos que deben preceder a la ejecución forzosa de todos los actos administrativos y, en particular, de aquellos que pueden suponer la lesión de derechos fundamentales. Sin embargo, ello no es así en el presente caso, ya que se trata de una ejecución en línea directa o de continuidad, donde se da una identidad absoluta entre el acto de ejecución material y su título habilitante que no necesita ni permite, siquiera, que se intercale ninguna actuación intermedia de individualización y que, por ello, hace innecesaria una nueva intervención judicial, que en este caso sí sería, sin duda, huera y carente de significado, pues ninguna garantía añadiría a la protección del derecho fundamental de que se trata”.

El Tribunal Constitucional, pues, rectifica, pero lo hace matizadamente. Efectivamente, la confirmación judicial del acto cuya ejecución implica la entrada excluye la necesidad de la autorización judicial, pero para que ello sea así es necesario que la entrada suponga “ejecución en línea directa o de continuidad” con el acto confirmado judicialmente, esto es, que la ejecución lleve implícita la entrada en el domicilio (ocupación expropiatoria, desahucio administrativo, recuperación de oficio, declaración de ruina). En otro caso la autorización seguirá siendo necesaria, y el juez que conozca la autorización, eso sí, no realizará una nueva revisión de la validez del acto a ejecutar, sino de aquellos aspectos

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relacionados con la específica función de garantía que se le encomienda, y que examinaremos en los siguientes epígrafes.

6.6. Cuestiones que suscita el procedimiento judicial de autorización 6.6.1. Consideración general: la inexistencia de procedimiento.

Esta es la primera de las cuestiones que debe ser puesta de manifiesto. Efectivamente, y por peculiar que ello resulte (y es realmente muy peculiar), el art. 91-2 LOPJ y 8-6 LJ atribuyen al Juez de lo Contencioso una competencia, la autorización de entrada en domicilio, pero sin al mismo tiempo regular el procedimiento de autorización. La LJ, al margen de alguna referencia aislada (por ejemplo, en cuanto al régimen de recursos o la forma que revestirá la resolución que ponga fin al procedimiento) no contiene una previsión ordenada de los requisitos exigibles ni trámites a seguir. Gana por ello una trascendental importancia la doctrina constitucional dictada en interpretación de tales preceptos (y del anterior art. 87-2 LOPJ). 6.6.2. Competencia para conocer de la autorización. La competencia objetiva para conocer de la autorización de entrada corresponde, en principio, al Juez de lo Contencioso-administrativo. Así lo establecen los arts. 91-2 LOPJ y 8-6 LJ. Sin embargo hemos acotado que ello es así “en principio”, salvedad necesaria porque el Tribunal Constitucional ha matizado esta previsión. El Tribunal Constitucional, en sus STC 199/1998, 283/2000 y 92/2002 (que previenen la situación de interferencias entre el Juez de Instrucción y el Juez o Tribunal Contencioso que conoce del proceso al acto, aunque es perfectamente trasladable a la situación de interferencias que puede producir el Juez Contencioso que conoce de la autorización, y el Juez o Tribunal Contencioso que conoce del proceso al acto) ha matizado la anterior previsión en el sentido de que la atribución de competencia realizada en la Ley debe de conciliarse con las exigencias que impone el derecho a la tutela judicial efectiva que reconoce el art. 24-1 CE, y tales exigencias se concretan en que si al tiempo de plantearse la solicitud de autorización de entrada se hubiese planteado un recurso contencioso-administrativo contra el acto a ejecutar, y se encontrase en cuestión su ejecutividad por haberse solicitado la suspensión, sólo el órgano que haya de conocer de la suspensión será también el competente para conocer de la autorización de entrada. En definitiva, se trata de impedir la interferencia que “el juez de garantías” podría producir en la acción del “juez del proceso”, y el riesgo de que el primero convierta en ilusoria e ineficaz la tutela judicial que debiera dispensar el segundo. Y aun cabe añadir otra excepción más, ésta por razones operativas, y que atiende a la contingencia de solicitudes de entrada que, por razón de urgencia, y en casos no amparados por el art. 21-3 de la Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana, hayan de ser planteadas en días u horas no hábiles, en las que el Juzgado de lo Contencioso-administrativo estará sencillamente cerrado. En tales casos el órgano competente es el Juzgado de Guardia. Así resulta del

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art. 70 LEC, conforme al cual corresponde al Juez Decano adoptar las medidas urgentes en los asuntos no repartidos, y del art. 40-3 del Reglamento del Consejo General del Poder Judicial 5/1995, de 7 de junio, de los aspectos accesorios de las actuaciones judiciales (modificado por el Acuerdo de 10 de enero de 2001, del Pleno del Consejo General del Poder Judicial, que aprueba el reglamento 1/2001, de 10 de enero), que impone al Juez de Guardia sustituir al Decano en la práctica de las actuaciones urgentes a que alude el art. 70 LEC, siempre y cuando las mismas fuesen inaplazables y se susciten fuera de las horas de audiencia del órgano a que estuvieren encomendados tales cometidos, sin perjuicio de que, una vez realizada la intervención procedente, se traslade lo actuado al órgano competente o a la oficina de reparto, en su caso. En cuanto a la competencia territorial, estimamos de aplicación analógica la regla contenida en el art. 14-1-3ª LJ, siendo por ello competente el Juez de lo Contencioso-administrativo de la demarcación en la que se encuentre el domicilio para el que se solicita la entrada. 6.6.3. La audiencia o contradicción de los interesados. El Tribunal Constitucional no considera necesario, como principio o con carácter general, que se dé audiencia a los interesados. Así lo ha indicado en los autos 129/1990 y 85/1992, y de manera más contundente en la STC 174/1993. Ello es, por otro lado, consecuencia de la naturaleza de la intervención judicial que, como hemos dicho, no es ejercicio de la función jurisdiccional, ni la autorización de entrada constituye un proceso entre partes, lo que excluye que el Juez sólo pueda resolver después de conocer los motivos de oposición del interesado. Cuestión diferente es que esa audiencia pueda ser acordada cuando ello convenga para el mejor dictado de la resolución en atención a las circunstancias del caso, pero será desde esa perspectiva, y no la de defensa del ius litigatoris, que el juez valore la conveniencia u oportunidad de la audiencia. 6.6.4. Otros aspectos del procedimiento. Como cajón de sastre de los aspectos de tramitación del procedimiento podemos indicar: a) Que la decisión sobre la procedencia o improcedencia de la autorización revestirá forma de auto (así lo exigen expresamente los art. 91-2 LOPJ). b) Que el auto que ponga fin al procedimiento es susceptible de recurso de apelación en un efecto (art. 80-1-d LJ). c) Que en este procedimiento no tiene intervención el Ministerio Fiscal, pues al margen de que, conforme tenemos indicado, y ha provocado los excesos interpretativos del Tribunal Constitucional, no siempre la autorización se relacione con la protección del derecho fundamental a la inviolabilidad del domicilio, incluso cuando hay efectivamente implicado un derecho fundamental ello no supone necesariamente la intervención del Ministerio Fiscal, pues la previsión general del art. 3-3 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal no se ha seguido de una

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previsión específica en la LJ que le atribuya legitimación para intervenir en este tipo de procedimiento, como de manera precisa exige el art. 19-1-f) LJ. 6.6.5. Requisitos de la actividad administrativa para cuya ejecución se solicita la autorización de entrada. Varias han sido las cuestiones que ha delimitado el Tribunal Constitucional, así: a) La autorización de entrada tanto puede fundarse en resoluciones en sentido estricto (esto es, actos que finalizan el procedimiento) como en actos de trámite cuando, conforme a su contenido, ello sea necesario para el cumplimiento del trámite (piénsese, por ejemplo, en una inspección). Ello ha sido confirmado por la STC 50/1995, aunque ciertamente con un razonamiento que tiene un transcurrir curioso, ya que en principio afirma que sólo puede fundar la necesidad de la entrada la ejecución de una resolución, para acabar acudiendo a la analogía para justificar que igualmente puede ser el fundamento un acto de trámite. b) No es exigible la firmeza del acto para que pueda ser ejecutado mediante entrada, lo que no es más que concreción del principio de inmediata ejecutividad de los actos administrativos que se deduce de los arts. 94 y 111 LPAC. Así lo han confirmado las STC 22/1984, 137/1985, 144/1987 Y 199/1998. Ello no obstante, no cabrá autorizar la entrada cuando el acto administrativo se encuentre suspendido o la norma de aplicación demore la eficacia del acto a un momento posterior, aunque ello, lejos de excepcionar la regla vista, lo que hace es confirmarla. c) Ya por último, no rige en esta materia el principio de subsidiariedad. Con ello lo que se quiere decir es que no es necesario, para que pueda solicitarse la autorización de entrada al Juez, que se haya producido una previa negativa del interesado para permitir el acceso voluntario al domicilio. Así lo afirma el Tribunal Constitucional en su auto 129/1990, en el que se razona que

“Tampoco cabe admitir la argumentación principal en que el recurrente apoya su demanda de amparo, a saber: que la autorización judicial para la entrada de la inspección tributaria en el domicilio personal ha de ser siempre y en todo caso posterior (y subsidiaria) al previo requerimiento del consentimiento de su titular y la subsiguiente negativa de éste.

Es cierto que, por el juego mismo de los requisitos que el art. 18.2 CE exige para la entrada en el domicilio, resultará así en la mayoría de los casos en que deba solicitarse la autorización del órgano judicial, pero ello no impide que, atendiendo a las circunstancias de cada caso, que el Juez debe ponderar -como así ha acontecido ahora-, pueda autorizarse la entrada en el domicilio sin previo aviso de su titular. Siendo de señalar al respecto que, en el presente caso, el mismo recurrente firmó la diligencia extendida por la Inspección de los Tributos del acto de la entrada y registro en su domicilio, sin que para nada conste protesta alguna por su parte.

Pero sea como fuere, aun admitiendo que el requerimiento no se hubiese producido, ello no tendría otra relevancia, a estos efectos, que la de no poder tener por otorgado el consentimiento del titular del domicilio y hacer precisa, en consecuencia, la autorización judicial, de la que actuó provista la Inspección de los Tributos, cumpliendo con ello las exigencias del art. 18.2 CE.

Sostener, como hace el demandante de amparo, que el requerimiento y la negativa del interesado son condición necesaria de la eficacia habilitante de la resolución judicial y de su mismo pronunciamiento sería tanto como mantener que el

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auto de entrada y registro sólo surte tales efectos, y únicamente puede ser dictado contra el consentimiento del interesado, pero no en defecto del mismo. Frente a esta interpretación, que de ser compartida podría comprometer indefinidamente la actuación de la Inspección de los Tributos en aquellos casos, por otra parte nada difíciles de imaginar, en que no pudiera requerirse expresamente al interesado y no pudiera tenerse constancia de su negativa por causas incluso imputables a su conducta, se impone con claridad que la finalidad de la previsión del requerimiento no es tanto la de subordinar la expedición de la autorización judicial a la manifestación de la prohibición del titular del domicilio, como la de no tener por permitida a la entrada domiciliaria sin que sea realmente consentida por su titular, a menos que, cualquiera que sea la actitud de éste, medie autorización judicial”.

6.6.6. El contenido decisorio de la autorización judicial. Este último aspecto de la actividad de autorización de entrada al que nos vamos a referir ha ocupado reiteradamente al Tribunal Constitucional, y es, sin duda, el que ha motivado los aspectos más matizados de su doctrina en la materia. Esta doctrina se ha extendido sobre dos cuestiones: la definición del ámbito de cognición del Juez que ha de autorizar la entrada, y las consecuencias que el principio de proporcionalidad impone en el ejercicio de la función de garantía encomendada a ese mismo Juez. a) El ámbito de cognición del Juez. Lo primero que se ha encargado de señalar el Tribunal Constitucional, y lo está haciendo desde la primera sentencia dictada en esta materia (22/1984), es que la función encomendada al Juez se desenvuelve en un ámbito de cognición efectivo y propio. En definitiva, nada permite pensar que la autorización deba otorgarse como un simple trámite y con un “automatismo formal” (en palabras del propio Tribunal), lo que sería manifiestamente contrario a la función de garantía de un derecho que justifica su intervención y la restricción de la autotutela administrativa. Ahora bien, aceptar que ese ámbito cognitivo existe no quiere decir que no tenga límites. Los tiene, y de hecho es aquí donde el Tribunal Constitucional introduce los intensos matices que antes apuntábamos. Estos matices resultan, como venimos indicando desde páginas atrás, de la calificación de la naturaleza que cabe atribuir a la actividad desarrollada por el Juez Contencioso en este ámbito. Y al respecto lo que afirma el Tribunal Constitucional es que el “Juez de la autorización de entrada” no es el “Juez de la legalidad” de la actuación administrativa, sino el garante de un derecho. Dicho de otra manera, “el juez de la entrada” no es el juez que conoce de un recurso contencioso-administrativo ejerciendo la potestad jurisdiccional, sino tan sólo el Juez que verifica que la entrada en un domicilio se produce cumpliendo los requisitos para ello y sin más limitaciones del derecho afectado que las estrictamente necesarias. El ámbito cognitivo del Juez se limita, por tanto, al control de esos aspectos, sin que con ocasión de la petición de autorización pueda realizar un examen pleno de la legalidad del acto a ejecutar, al margen de un recurso contencioso-administrativo que quizás no se llegue a interponer nunca.

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Sin fisuras en su doctrina (STC 22/1984, 137/1985, 144/1987, 76/1992, 174/1993, 50/1995, 171/1997, 139/2004), el Tribunal Constitucional afirma que el control judicial es limitado y “prima facie”, y circunscrito a las funciones de garantía que se le encomiendan, lo que se traduce en que el control de legalidad que puede realizar se limita a: - La comprobación de la correcta identificación del interesado y del domicilio. - Verificar la realidad del acto administrativo que se pretende ejecutar. - Comprobar (prima facie) que el acto ha sido dictado por una Administración habilitada de la correspondiente potestad y por órgano competente.

- Descartar la concurrencia de irregularidades trascendentes del procedimiento en sus aspectos más básicos (nuevamente, un examen prima facie).

Ya por último, el Tribunal Constitucional ha realizado unas afirmaciones

sobre la “intensidad” del control que precisan ser bien entendidas. Efectivamente, el Tribunal Constitucional ha considerado que el control judicial ha de ser más “intenso” cuando, además del domicilio, se ha concernido otro derecho fundamental, y menos aún cuando ni siquiera se encuentre afectado el domicilio, por realizarse la entrada en un lugar que no tenga tal consideración (STC 171/1997, 69/1999). Ello, sin embargo, no se refiere a los aspectos de la actividad administrativa que deben ser controlados, sino a la ponderación de intereses que ha de presidir la decisión del Juez para autorizar, o no, la entrada, aspecto que examinaremos en el último apartado que sigue.

b) El principio de proporcionalidad. La vigencia de este principio en la

materia que nos ocupa, inmediatamente conectado con la función de garantía encomendada, resulta trascendental (STC 50/1995, 171/1997, 69/1999, 139/2004, y sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 25 de febrero de 1993, caso FUNKE), y se desenvuelve en dos niveles.

- En el nivel de la decisión: si en el apartado anterior, y al examinar el

ámbito cognitivo del “Juez de la entrada” hemos delimitado los aspectos formales encomendados a su conocimiento, el principio de proporcionalidad lo que delimita son las exigencias materiales que el Juez habrá de tener en cuenta para autorizar la entrada, pues dicha decisión debe ser el fruto de una valoración o ponderación sobre los intereses en juego, que deberá poner de manifiesto la legitimidad del fin perseguido con la entrada (fin que debe encontrarse tutelado en el ordenamiento jurídico), la idoneidad del medio (de la entrada) para la consecución de dicho fin, y su imprescindibilidad, esto es, que el mismo fin no pueda ser conseguido por otro medio menos lesivo a los derechos del interesado que mediante la entrada en su domicilio. En definitiva, el Juez debe cerciorarse que la entrada no es un medio de ejecución que imponga un sacrificio innecesario y desproporcionado de los derechos del interesado. E instrumento fundamental al servicio del respeto a dicha finalidad es la exigencia de motivación de la resolución judicial autorizatoria,

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motivación que ha de permitir la comprobación del proceso valorativo seguido por el Juez .

- En el nivel de la ejecución: la proporcionalidad no sólo exige, o no sólo se

manifiesta, autorizando la entrada cuando la restricción del derecho aparezca justificada, sino que incluso cuando ello sea así se deberán adoptar las cautelas necesarias para impedir que, en el proceso de ejecución, se produzcan excesos que, nuevamente, puedan provocar un sacrificio desproporcionado del derecho concernido. Consecuencia de ello es que la jurisprudencia constitucional exija que la resolución que autoriza la entrada precise en objeto exclusivo de la misma, que precise también temporalmente los términos en qué podrá tener lugar (así, precisando el día o el margen de días en que tendrá lugar, si han de ser exclusivamente la laborables o también festivos, horas diurnas o nocturnas), los sujetos autorizados, y que sea legítimo, y hasta necesario, que se exija un informe a la conclusión de la práctica de la diligencia que motiva la entrada para que el Juez pueda comprobar la corrección de los actos de ejecución.