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  • y había muchos motivos para maldecir, sin embargolos vecinos lo tomaron como una afrenta personal ycomenzaron a borrar aquellas pintadas. A los pocosdías se dieron cuenta de lo inútil del esfuerzo: lasleyendas reaparecían en la puerta de la panadería, enel muro de una casa o al pie de la estatua a JoaquínSuárez.

    Muy pronto se supo que el autor era un hombreandrajoso y flaquísimo que se había escapado delHospital Vilardebó. Lucía igual a otros que cada tantodeambulaban por el barrio con mirada perdida, sinembargo su grito de protesta en las paredes le dabaun aspecto más amenazante y también más doloroso.A falta de nombre, en mi casa comenzamos a llamarlo“Malsean” y con el tiempo nos acostumbramos a susilueta oscura y a sus tercos mensajes.

    Me había olvidado de aquel hombre trastornado, hastaque pasé por la esquina de Yaguarón y La Paz. Allíhay una casa muy vieja y a punto de derrumbarse,cuyas paredes pintadas de blanco son un inmensomanuscrito repleto de declaraciones incoherentes,denuncias y amenazas. Como la fachada no le fuesuficiente, quien allí vive colgó carteles de diferentetamaño y prolongó los renglones de su escritura inter-minable. Una vecina me advirtió que tuviera cuidado,que si salía “el hombre” y me veía tomando nota, meecharía de su puerta con insultos; que ya había corridoa varios fotógrafos. “Piensa que lo vigilan agentes dela CIA”, me dijo.

    Mis intenciones de hablar con el dueño de casa seesfumaron, pero pude registrar algunas frases en lasque “el hombre” desafía “a canal abierto” al presidentede la República, dice ser boina negra, ex combatientede Vietnam, “dragón ninja” y “comandante en jefe de

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    Las paredes de Montevideo hablan con un lenguajeextraño: garabatos ilegibles se mezclan con letrasde canciones, afiches de varias temporadas conconsignas políticas o chistes sexuales. Entre tantomurmullo solo a veces se distingue el verdadero inge-nio en un dibujo o en una leyenda, como en aquellaque en plena crisis económica del 2002 proclamaba:“¡Basta de realidades, queremos promesas!”. Pero aveces las paredes hacen demasiado ruido y ya no sepuede entender la ciudad repleta de trazos caprichososy palabras desordenadas que tapan monumentos,plazas y edificios.

    Cuando el griterío se vuelve insoportable, las solucio-nes suelen ser drásticas. Durante los años noventabajo la administración de Rudolph Giuliani, en NuevaYork se declaró “tolerancia cero” para el grafiti, con laidea de perseguir los delitos menores para combatir losmayores. Entonces las declaraciones de amor y lasfrases poéticas se esfumaron junto con los insultos,el mensaje racista y los llamados a la rebelión. Laciudad quedó blanca y prolija, pero sus muros ya nodecían nada.

    Montevideo no siempre tuvo paredes tan bochin-cheras como las de ahora. Durante muchos años solode vez en cuando algún audaz se atrevía a estamparun mensaje político o hasta una frase con humor.Es triste acordarse de tanto silencio. De esa épocame quedó grabada una leyenda inquietante queapareció en mi antiguo barrio Arroyo Seco. Nohablaba de política y estaba muy lejos del humor, perosu autor había podido encerrar en tres palabras unodio muy antiguo. Todo un símbolo en momentos derencor acumulado. A lo largo de la avenida Agraciada,alguien había escrito con letra negra y despareja: “Malsean montevideanos”. Eran comienzos de los ochenta

    Silvana Tanzi::Es docente de “Taller deEscritura II” y fue tutora

    del seminarioPeriodismo y

    Literatura” en laUniversidad Católica del

    Uruguay (UCU). Egresódel Instituto de

    Profesores Artigas (IPA)en Literatura y obtuvo

    una maestría enLiteratura

    Latinoamericana en laUniversidad de Cornell

    (Ithaca, Nueva York).Actualmente es

    redactora en las páginasde cultura del

    semanario ydicta talleres de

    expresión escrita en elCLAEH. Con Silvia Solery María Cristina Dutto,

    publicó este año

    (UniversidadCatólica, Editorial

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    LA CIUDAD ESCRITAPor Silvana Tanzi

    matiz

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    los servicios secretos de guerra”. Santos A. De LosSantos —así se presenta en sus pintadas, con cédula deidentidad y todo— reclama algo que el Estado le debe,pero sus quejas son entrecortadas e indescifrables.Me fui rápido del lugar pensando qué sería de aquelhombre sin esas paredes, qué pasaría si sus desvaríosse soltaran de la escritura y avanzaran por otras zonasde la ciudad.

    En otra esquina me encontré con una versión dife-rente, no escrita, de Malsean. Después de las siete dela tarde, un hombre suele pararse en la puerta del BarMetro, en Zelmar Michelini y San José, para vocalizara todo pulmón. Su vozarrón es tan potente quepor momentos tapa el sonido del tránsito y llegahasta las dos cuadras. La gente que pasa queda absortapor unos segundos, mientras los mozos del barlo escuchan resignados detrás de las ventanas. Élsigue con la mirada a los peatones, pero parece noverlos, concentrado en modular lo que nunca llega aser canción. Acompaña sus sonidos con una sonrisasin alegría, y el conjunto produce una atracciónincómoda, como ocurre con lo incomprensible.

    “Sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza”,escribió en su diario el artista Edvard Munch alrecordar un atardecer teñido de “rojo sangre” queabarcó toda su angustia. Después de aquella tarde,Munch pintó figuras atormentadas y una de rostroandrógino que grita para siempre su desesperación.Cuando llegó a mis manos la frase de ese diario,recordé al cantor del Bar Metro y a las paredespintadas que motivaron esta nota. Pensé entonces quesi todo el griterío se silenciara bajo una mano depintura blanca, se perderían también los otrosmensajes, los que cada tanto atraviesan la naturaleza,se detienen en los muros y le hablan a la ciudad.

    Fotos P. P.


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