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Nicolás López Cruz
CUENTOS
DE HORROR
EN LA
HISTORIA
HUACHICHIL
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ÍNDICE
LA CABEZA DEL PADRE--------------------------------3
CUANDO EL ABUELO SE FUE DE MOJADO------------11
LA PRIMERA VEZ---------------------------------------22
FRAGMENTOS DEL LIBRO DE LOS ZIUMITECAS---26
Canción muda 26
Los conquistadores 26
De Las misiones en el norte de la Nueva España 27 Origen del día y de la noche 27
Origen de las canciones 28
Origen de los humanos 29
La bruja 29
Del diario de viajes del pintor Leandro Izaguirre 30
Canción 33 Cantos fúnebres y arrullos ziumitecas 34
EL RETO DE LOS DOCE PARES DE FRANCIA--------36
SANTA MUERTE Y SAN LA MUERTE-----------------48 Una leyenda de San la Muerte 48
Una leyenda de la Santa Muerte 49
Tomasito Herrera 51 Malverde 52
Gauchito Gil 58
NOTAS-----------------------------------------------------61
PORTADA: Estandarte El Doliente de Hidalgo, capturado en 1812 por el ejército español. Fue enarbolado por el Regimiento de la Muerte, cuya principal misión era vengar al cura Miguel Hidalgo. CONTRAPORTADA: Tortura de Cuauhtémoc (1892), óleo sobre tela de Leandro Izaguirre.
LA CABEZA DEL PADRE
Durante la madrugada, cuando más suena el viento de otoño,
no hay que pasar por ahí, dice la gente, pues se oyen risotadas y
voces fantasmales, y ni santiguándose se les hace callar. En eso
pensaba una mujer que caminaba por la calle con miedo,
arrepentida de no haber rodeado la manzana, sin atreverse a
voltear hacia arriba, donde la luna, grande y blanca como un
cráneo, iluminaba los muros de la alhóndiga de Granaditas,
dejando ver claramente las jaulas que colgaban en las cuatro
esquinas, y su podrido contenido: las cabezas cercenadas de los
malogrados líderes de la rebelión, expuestas a la vista de todos
como escarnio y advertencia.
-jajajajjajaajaaaa!
La carcajada cayó desde la azotea y la mujer huyó corriendo
de aquel lugar maldito.
Por más que sabía que reírse así no es propio de un muerto
con educación, la cabeza del que había sido en vida el general
Allende no podía contenerse.
-¡jajajaaj! Para ser curita, vuestra merced dice muchas
majaderías.
-Vaya, ¿otra vez criticando?- Se oyó desde lejos la voz del
que alguna vez fue Aldama-. Siga con vuestra historieta, padre.
-…Pues me acerqué para ver de que se reían aquellos
soldados, y uno que entendía de letras le leía a los otros los versos
que estaban escritos en el muro:
En la lengua portuguesa
al ojo le llaman cri,
y aquel que pronuncia así
aquesta lengua profesa.
En la nación holandesa
ollo le llaman al culo
y así con gran disimulo,
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juntando el cri con el ollo
lo mismo es decir cri-ollo
que decir ojo de culo.
Bastardos, por qué no han tapado aquel insulto, les grité a
mis hombres, y cuando estos se apartaron casquibajos, pude leer
otra décima, que con distinta mano y pintura aún fresca, acababa
de escribir alguno de los nuestros bajo la primera, como
contestación:
Gachu en arábigo hablar
es en castellano mula;
pin la Guinea articula
y en su lengua dice dar;
de donde vengo a sacar
que este nombre gachupín
es un muladar sin fin,
donde el criollo siendo culo
bien puede sin disimulo
cagarse en cosa tan ruin.
Las cuatro cabezas volvieron a reír en coro, y aquellas risas
huecas, salidas de bocas sin garganta ni pulmón alguno, se
extendieron como cuervos de mal agüero por todo Guanajuato,
llenando los sueños de los durmientes con hermosas pesadillas.
Perdidas sus últimas batallas, fusilados y luego decapitados
sus cuerpos, las cabezas de los iniciadores del levantamiento
contra los españoles, Allende, Aldama, Jiménez e Hidalgo,
despertadas por los ventarrones de octubre, se entretenían del
largo tedio que significa estar muerto contándose chistes y
anécdotas de guerra.
Para dejar de oír ese viento que no los dejaba dormir, la
cabeza del cura Hidalgo quiso declamar a sus compañeros unos
tristísimos versos de su amado Ovidio, Barbarus hic ego sum,
quia non intellegorulli, que sabía de memoria desde sus años de
bachiller. Pero curiosamente no recordaba ninguno y sólo pudo
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decir esos intercambios de insultos en décimas, como si los
estuviera leyendo en ese momento, escritos en aquel muro de
Guadalajara frente al cual había pasado una y otra vez. Los había
perdonado de ser borrados (al fin de cuentas, en su pobre ejército,
ahora tan trozado y disperso como su cuerpo, casi nadie sabía leer)
en simpatía con el desconocido que los escribió y al que se
imaginaba similar a él mismo: fracasado como poeta, como
creyente y como guerrero, bueno sólo para burlas y rencores.
¿Cómo se verán desde la calle sus cabezas, encerradas en
esas jaulas de pájaros? De seguro grotescas y ridículas, como aves
demasiado gordas para volar, listas para ser desplumadas y
metidas a la olla.
-Todavía me pregunto -la voz de Jiménez, traída por el
viento, interrumpió sus pensamientos- por qué, estando muertos y
con nuestros cuerpos tan lejos, pudriéndose bajo tierra, tenemos
aun conciencia. Antes pensaba que es castigo divino, por intentar
liberar a un pueblo que por designio de Dios será siempre esclavo.
Pero luego pensé que quizá es para que podamos ver desde acá
arriba cuando nuestro ejército triunfe.
-Pues lo verán vosotros, que yo no veo nada ya –contestó
Allende-. Estos cuervos parecen gachupines, que me han comido
los ojos.
-Vos, que sois sacerdote y estáis más enterado de estas
chanzas sobrenaturales, ¿qué nos podéis decir?-Preguntó Aldama.
Pero la cabeza del padre, siempre dispuesta a contestar
cuando se hablaba en broma, se quedó ahora callada. Había
descubierto que su memoria se evaporaba y que pronto se quedaría
sin recuerdos. ¿Qué más había olvidado ya? ¿Recordaba siquiera
cómo lo mataron?
Pidió le trajeran los dulces que algún alma caritativa le
envió, y los repartió entre la tropa que lo iba a fusilar:
-Esta mano derecha con la que les doy esto, la misma que
pondré sobre mi pecho, será, hijos míos, el blanco seguro a que
habéis de dirigiros.
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La mano estaba vendada, pues días antes, en horrible
ceremonia, después de degradarlo y excomulgarlo, con un cuchillo
le rasparon yemas y palmas hasta los huesos, para que no pudiera
volver a dar la bendición.
Logró que no lo sentaran de espaldas-como era costumbre
con los traidores-, pero no pudo evitar que le vendaran los ojos.
Los balazos volvieron a manchar de sangre la venda de su
mano, colocada sobre su corazón. Dos descargas de fusilería no
pudieron matarlo, Tuvieron que darle el tiro de gracia. Casi
sesenta años de vida tenía su cuerpo y correoso se negaba a morir.
Aún después de muerto, no dejó este mundo, cosa que no le
asombró, tan pecadoramente se aferraba a él. Por ese mismo
pecado había practicado tantos oficios contradictorios, aprendido
tantas lenguas, provocado tantos pleitos y hasta guerras, fornicado
tantas veces hasta que le doliera el miembro, buscado tantos
amigos y enemigos.
Sintió cuando un machete le cortó la cabeza de un solo tajo.
Aun tenía en la momificada lengua el sabor a la sal en que habían
transportado su cabeza desde Chihuahua hasta acá, para hacerle
compañía a las de sus compañeros, que habían sufrido suerte
similar un mes atrás.
A los pocos días, dejó de sentir ese sabor en la lengua, por
que los cuervos se la comieron. Y también los ojos. Entre más se
descomponían las cabezas, menos chachareras eran, más se
encerraban en sí mismas, el sopor de la muerte era más fuerte y
más grande el olvido de la pasada vida. Entraban en profundos
sueños cada vez más largos, de los que sólo salían por breves
momentos, despertadas por el helado viento nocturno o por el
asedio diurno del enjambre de moscas.
Los otros, fusilados un mes antes, no respondían ya a sus
preguntas ni reían con sus chanzas. La cabeza de Allende, cuando
podía pensar, pensaba en su hijo: el cabrón de Indalecio. Vio como
lo mataron el mismo día que lo atraparon a él, por intentar
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resistirse. ¿Dónde estará su cabeza? ¿También se la cortaron? Y
todo por culpa de este curita bribón, por tomar decisiones militares
que no le correspondían, por no dejar actuar a los que saben. Y
cuando la cabeza de Hidalgo le hablaba, aunque escuchara, se
hacía el sordo, enojado. Luego ya no fue necesario hacerse el
sordo, pues se durmió y no volvió a despertar.
El último pensamiento de la cabeza de Aldama fue para su
sombrero blanco, al que extrañaba para protegerse del sol y el frío.
Y el de Jiménez, para su viuda y para aquel pocillo con chocolate
que había rechazado, apresurado, el mismo día que los apresaron.
Y así fueron asustando cada vez menos a los caminantes,
quienes se acostumbraron a ver aquellos cráneos semidescarnados
como si fueran adornos de cornisa.
Un día, la cabeza de Hidalgo fue despertada por un ruido
pequeño y familiar, que le trajo gratos recuerdos.
Escuchó un rato con nostalgia y cariño. Era el mismo ruido
que se oía en aquellas noches en Dolores, cuando los gusanos de
seda devoraban sin parar hojas de morera. Ese ruido lo hacían
todas las noches mientras eran larvas. Cuando dejaba de oírse,
significaba que con su saliva habían tejido su capullo y ya eran
silenciosas pupas en metamorfosis.
Entonces se cometía un crimen. No dejaban que las pupas
acabaran su natural ciclo y salieran como animales alados, pues
romperían el capullo y con él los hilos de seda. Metían todos los
capullos a hervir para matar a las indefensas pupas y luego separar
cuidadosamente el hilo de seda sin estropearlo.
Bueno, pensó el cura, ahora la naturaleza se venga de mí,
pues esto que oigo, sin duda, es el ruido de los gusanos que me
están comiendo el cerebro.
Y así era. Tanto le comieron que se le dificultó cada vez más
el pensar y regresó al sueño que se supone eterno.
Digo se supone, por que poco después volvió a ser
despertado, ahora por unos picotazos en la frente. Era un cuervo
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que le intentaba arrancar algo de seca piel.
-Vaya, hola cuervo. Hijo, no tenías que pegar tan duro, me
despertaste.
-Hola. No eres buena comida.
-Ya que estás comiendo mis restos, quiero pedirte algo.
Algún pariente tuyo, si no tú, calmó su hambre con mis ojos, y
nada puedo ver. ¿Podrías hacerme el favor de contar cómo van las
cosas en el reino de los vivos?
-Magníficamente. Son los mejores tiempos que he conocido.
De tanta tragazón, me duele la panza todo el tiempo. Hay más
cadáveres regados por las calles de los que podemos consumir.
Sólo las moscas se la pasan tan bien. Sin duda son tiempos de
prosperidad y abundancia.
Diez años duraron expuestas las cabezas, hasta quedar sólo
los cráneos pelados. En 1921, ganada al fin la guerra, las bajaron
de la Alhóndiga de Granaditas. Despertó nada más el cráneo de
Hidalgo, quien no entendió por qué tanto barullo, y se volvió a
dormir.
El país recién nacido quiso reunir las cuatro cabezas con el
resto de sus esqueletos-que yacían en territorios lejanos, donde
habían muerto-, y los enterraron juntos bajo el altar de los Reyes
en la Catedral de la Ciudad de México. O al menos eso se creyó.
La verdad, a falta de técnicas adecuadas para reconocerlos,
enterraron ahí un montón de cadáveres, revueltos los de los cuatro
hombres con los de otros, incluyendo algunos que habían luchado
hasta su muerte en el ejército contrario. Y entre el relajo de los
papeleos y el transporte, el cráneo de Hidalgo fue confundido con
el de un soldado anónimo, lo desecharon y quedó sepultado en un
terreno sin nombre de la ancha fosa común que es el mundo,
donde por fin pudo descansar a gusto, al menos por unos años,
hasta que el olor a sangre lo volvió a despertar.
-¿Qué pasa?-Preguntó el cráneo somnoliento.
-Me mataron-le contestó el cadáver que se encontraba arriba
de él.
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-¿Quién?
-Los franceses.
-¿Los franceses?
-Sí. Nos invadieron desde hace varios años, pusieron un
nuevo emperador, y no hallamos como sacarlos.
-Vaya, ¿y no han pedido ayuda a los Estados Unidos?
-¿Estados Unidos? No me haga usted reír, se ve que lleva
mucho tiempo muerto. Esos nos invadieron antes y nos quitaron la
mitad del territorio. Si les pedimos ayuda, de seguro nos quitan el
resto, ¿y a dónde nos vamos a ir a vivir?
-Tú y yo, a ninguna parte ya, hijo. A ninguna parte.
Primero España, luego los gringos, ahora los franceses.
¿Siempre seremos esclavos? ¿Tenía razón Jiménez en eso de la
maldición?
Si así va a ser, ¿para qué despertar? concluyó, y volvió a
sumirse en el olvido. En una de sus cuencas se rompió una semilla
y empezó a nacer un árbol. El árbol creció, sus raíces removían de
vez en cuando la tierra, haciendo que la cabeza despertara de
nuevo y, sin salir del duermevela, se volviera a dormir. Luego el
árbol fue talado, y por decenas de años, aparte de uno que otro
terremoto, nada la molestó.
Pero, al parecer, el descanso eterno no estaba reservado para
sus pobres huesos. Alguien desenterró el cráneo. Lo limpiaron, lo
movieron de un lado a otro, lo analizaron, lo midieron y lo
volvieron a analizar.
-¿Y ahora qué pasa?-Volvió a preguntar el cráneo. No sabía
que el resto de su esqueleto fue trasladado a la catedral y luego a
un monumento llamado El Ángel de la Independencia; que habían
pasado más de dos siglos desde su muerte y que, como parte de las
celebraciones del bicentenario de la independencia, aprovecharon
las técnicas modernas para reconocer bien los restos, y se
volvieron a equivocar. Pero años después volvieron a sacarlos para
analizarlos, y por fin descubrieron el error, que tenían los despojos
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del que fue en vida Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo y
Costilla Gallaga Mondarte Villaseñor, pero no su cabeza.
Después de mucho tiempo de creerla perdida para siempre,
un día la encontraron casualmente, y ahora sí, la llevaban entre
honores máximos a reunirse con su esqueleto, pues aquel país, que
tenía mucho menos tiempo de existir que los edificios construidos
en su interior, se sentía huérfano y culpable de haber dispersado y
dejados solos en el mundo los huesos de su padre.
Oyó los redobles de tambor, los viva Hidalgo y pensó vaya,
parece que me homenajean, qué bien. Creyendo que todo era un
sueño, volvió al sueño, pero un ruido extraño lo despertó de
nuevo. No conocía los automóviles ni el escándalo que hacen,
pensó que ese estruendo era el de las trompetas del fin del mundo.
-¿Me escuchan? ¿Hay alguien ahí?
Pero el monumento en que lo habían sepultado estaba en
medio de la calle más ancha de la Ciudad y entre tantos coches,
cláxones, silbatos, gritos, anuncios y demás, era imposible que
alguien lo escuchara.
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CUANDO EL ABUELO
SE FUE DE MOJADO
El abuelo Teófilo era famoso por ser tan excelente narrador
de historias como astronauta. Es cierto que su voz era medio
gangosa, pero eso le daba a su conversación un sabor particular. Y
que era tartamudo, pero eso no importaba mucho. Y que tenía muy
avanzado el alzhéimer, pero teniendo en cuenta lo aburridas de sus
historias, eso era una virtud y no un defecto. También es cierto
que era mudo, pero ahora que recuerdo, me estoy equivocando de
abuelo, pues el mudo y tartamudo era el abuelo Filemón. ¿O era el
abuelo Canuto? Bueno, el abuelo Teófilo también se volvió mudo,
pero eso fue hasta que cumplió los noventa años, cuando murió
envenenado misteriosamente, porque antes de eso no dejó de
jodernos con su cháchara irritante.
La verdad, esperábamos con ansia que dieran las ocho de la
noche, hora en que el abuelo nos reunía a sus seiscientos sesenta y
seis nietos y contaba sus entretenidísimas aventuras, y
esperábamos con ansia porque eso significaba que ya sólo le
faltaba una hora para dormirse y dejar de chingarnos la existencia.
Todas sus historias giraban en torno a su viaje ilegal a los
Estados Unidos. El resto de su vida, según contaba, había sido
sosa y aburrida, dedicándose a oficios tan tediosos como el de
corredor de autos de carreras, traficante narcosatánico, agente
secreto de la CIA, homicida integrante de la secta de Charly
Manson e intérprete de canciones de Palito Ortega.
-Así es, queridos nietos-Platicaba, allá en su departamento
de Matamoros, ante nuestras enternecedoras miradas-. Un día me
fui de Matamoros para nunca más volver, a probar fortuna al otro
lado. Luego de dos días y seis noches en un camión guajolotero,
llegué a la terminal de Ciudad Juárez y apenas bajé fui hacia una
cantina, como me lo recomendó mi compadre, para buscar un
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coyote. Ustedes, que aún son inocentes y limpios de pecado,
seguro no saben que para entrar a otro país se necesitan unos
papeles… mmmh… ¿cómo les explicaré?...
-¿Te refieres al pasaporte, abuelito? –Preguntó
candorosamente mi prima Eufrasia.
-Y la Visa- acompletó Miguelito-.
-Bueno, bueno –continuó el abuelo-, pues yo llegué tarde a
la repartición de picaportes…
-Pasaporte. Se llama pasaporte- aclaró Eufrasia. Mi abuelo
se hizo el sordo y continuó su historia: -…y los coyotes, según mi
compadre, que ya se había ido de mojado, se encargan de hacer
pasar al otro lado a la gente que no tiene…
-¡Pasaporte, abue! ¡Visaaa!…
-Eso pues, chingao. El caso es que mi compadre me dijo que
encontraría a esos coyotes en las cantinas. Se les reconoce porque
andan con sombrero texano, camisa texana, pantalón texano y
bigotes de texano copiándole a Pedro Infante. Me metí a una
cantina, y luego a otra, y a otra, y nada. Vi a un chingo de fulanos
que vestían así, pero ninguno que fuera coyote, puros changos y
uno que otro con cara de tlacuache bodeguero. Y me dije ah qué
mi compadre, pa qué le hago caso, si bien sé yo donde encontrar
verdaderos coyotes.
Allá en las granjas de las afueras de los pueblos, allí
seguritito te encuentras un coyote, y como les dije, que soy
profeta, apenas llevaba un rato caminando por una granja
colindante con el desierto pelón, buscando donde vaciar tantas
chelas que me había metido, y ahí los vi, tres coyotes se peleaban
por una gallina que de seguro se acababan de robar.
-Oigan-les dije-, a ustedes los buscaba.
Los coyotes dejaron de pelear y se me quedaron mirando,
saqué unos billetes y se los enseñé:
-¿Quién de ustedes me puede pasar al otro lado? Miren,
tengo pa pagar.
Pero no contestaron, nomás se quedaban mirándome, ay San
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Dimas, de seguro no es suficiente varo, pensé, saqué el resto de mi
fortuna y agité el fajo de billetes frente a sus hocicotes.
-Es todo lo que tengo-les dije.
No debía ser suficiente, porque se me lanzaron los tres a la
vez y no sólo destrozaron a mordiscos mis billetes, también se
cobraron con dos de mis dedos, que me arrancó el perro más
grandote, miren.
El abuelo nos enseñó su mano derecha, con sólo tres dedos.
-Abuelo, estás doblando los otros dos dedos, no te hagas-
Dijo mi primito Leonardín.
-¿Ah sí?-contestó mi abuelo-. Miren, pos si es cierto, ya me
había olvidado que me los volvieron a pegar después, aunque les
diré que estos dos dedos no son míos, porque a los míos los
cagaron los coyotes, estos dedos eran de otro cristiano, pero la
historia de cómo se los gané en el dominó y cómo logré que un
matasanos me los pegara, se las cuento después, que ya estamos a
punto de entrar en la parte romántica de la historia.
Cuando acabaron su fiesta, se fueron los desgraciados
animales, dejándome sin un quinto y todo lleno de mordidas, con
el pellejo tan agujereado que se me cayeron algunas tripas, carajo,
con razón me dijo mi compadre que buscara a los que van
vestidos, deben ser más educados, pensé, y me fui llorando a ver el
río que separaba mi país del de los güeros, porque me había
quedado sin un quinto y lejos de mi tierra, y tanto me había
acercado a la frontera para nada.
Ahí, a orillas del Río Bravo, me senté a llorar mis penas.
Apenas era luna nueva, no se veía mucho, pero poco a poco
distinguí que no estaba sólo, otras gentes, al igual que yo, miraban
pal río y pal otro lado, admirando en silencio la noche y las
estrellas que se reflejaban en el agua.
Luego noté que no eran reflejos de estrellas, sino calvas, las
que brillaban y se movían en el río. La gente se lanzaba clavados y
nadaba hacia Gringolandia. Eran montones de cristianos,
metiéndose al agua en manadas, unos tras otros, parecían los
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pingüinos que salen en la tele, y me cae que el agua estaba igual
de helada que la del polo norte, lo sé porque de repente me vi
dentro del río, ni recuerdo cuando salté pal charco, y es que ya no
quedaba nadie en la orilla, todos se habían ido nadando y me dio
miedo quedarme sólo entre tanta oscuridad. Lo bueno es que la
oscuridad no duró mucho, prendieron unos faros en la otra orilla y
nos iluminaron con ellos, que buenos son los gringos, pensé, esos
sí que saben tratar al turista, y madres, empezaron a disparar con
metralletas, parecía que una máquina de coser gigante se acercaba
a nosotros agujereando el río, pasaba por encima de alguno que
otro nadador y lo dejaba tieso y cosido de balas. Estuvieron
pegando tiros mucho tiempo. De milagro llegué hasta la otra
orilla. Ahí había unos uniformados esperando a los que alcanzaban
tierra e intentaban salir, y les disparaban a quemarropa. Me quedé
escondido bajo el agua, aferrado al fango de la orilla. Por suerte
llevaba el popote de un Jarrito de tamarindo que me había echado
en la mañana y un empaque de papitas. El empaque no me sirvió
pa nada, pero al popote lo usé como en las películas de Rambo,
respirando a través de él, sorbiendo el aire de fuera mientras yo me
la pasaba bajo el agua, y así esperé muchas horas. No se dejaba de
oír la balacera. Antes me quedé dormido. Me despertó un
chingadazo en la choya, ya me quebraron, pensé, ya me llevó la
recogida, pero no, era un zopilote grandotote, encima de mí, que
me miraba. Me había tirado un picotazo, y al darse cuenta que no
era aún carroña, se fue volando.
Me asomé fuera del agua: se habían ido los gringos,
zopilotes de todos los tamaños picoteaban a los cadáveres, que
flotaban en el agua como llantas de camión. Jijos de la guayaba,
les dije a los pájaros pelones, ustedes fueron los ganones. De
repente, sentí que me jalaban la greña y los cadáveres y los
zopilotes al sobres de ellos se hicieron cada vez más chiquitos,
porque un pajarraco más grande que todos los demás me llevaba
de los pelos y ya me había subido hartos kilómetros…
-Yaaa, que mentiroso es usted, abuelo -dijimos al unísono
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los setecientos setenta y siete mozalbetes y damitas-. Si está más
gordo que una vaca, abuelo, ningún zopilote puede cargar tanto.
-Es que este no era zopilote, sino zopilota, y aunque ustedes
no me lo crean, debido a su falta de experiencia, así fue, mis
inocentes engendros, una zopilota me llevaba por los aires
mientras yo le gritaba: suéltame, pinche supertiñosa, aún no he
muerto y estoy demasiado fresco pa tu podrido estómago, y ella
me contestaba: cruarrrrrr!
Y sé bien que era zopilota, porque un zopilote que andaba
por ahí, también volando, nos vio y ni tardo ni perezoso se le lanzó
a la hembra, se le montó encima y… bueno, no están ustedes pa
escucharlo ni yo pa contárselos, porque luego me regañan sus
mamases, pero esos dos se pusieron a jugar en el aire y algo le
debió de haber hecho el zopilote a mi avioneta de plumas, porque
esta pegó un gritotote, abrió sus garras y me dejó caer, ya se había
olvidado de mí la condenada.
Fui a caer, para mi buena suerte, arriba de un nopal lleno de
frescas y jugosas tunas, y después que me saqué las espinas
clavadas por todo el cuerpo y que me quité la camisa y la hice
trozos pa hacerme vendas y parar un poco los chorrotes de sangre,
llené mis bolsillos con las tunas que pude, pues comprendí que ya
estaba del otro lado, ese era el famoso desierto onde se muere la
gente que lo intenta cruzar, necesitaría comida y líquidos pal largo
camino.
Allá arriba seguían refocilando las carroñeras, cada vez más
lejos se veían, hasta parecer palomas y luego moscas y luego cacas
de moscas y luego nada, ya se van, pinchis zopilotes, pensé, ojalá
se vayan a rechingar a la hermana de su tía.
Me puse a caminar. Más allá me esperaban las ciudades de
los gringos, esos güeros que hablan tan raro, como si fueran
inditos.
No es un moco de pavo cruzar un desierto, no señor. A cada
rato me encontraba esqueletos de vaca y de vez en diario alguno
de humano. A ver si no acabo como estos, con mis tristes huesos
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blanqueándose al sol. En eso pensaba, cuando se atravesó en mi
camino un león, cerrándome el paso.
-¡Noooooo, abuelo!- Protestamos al mismo tiempo los
ochocientos ochenta y ocho pequeños espantajos – ¡Eso ya es
mucha mentira!
-¿Qué? Les digo que era un león, igualito a los de la tele: un
gato grandote como caballo, amarillo como diente de viejo,
melenudo como jipi y con el aliento del tío Eufonías cuando
amanece crudo…
-Pero si en el continente no hay leones, abuelo, son de
África, no de acá.
-Aaaah, ya entendí, mis lindos monstruitos, es que ya estoy
viejo, se me mezclan los recuerdos y confundí mi viaje a los
Estates Quietos con el que hice al África.
-Vooy, ¿A poco también fue a África?
-A huevo, tengo más de ochenta años caminando por este
mundo. ¿A poco en ese tiempo ustedes no hubieran llegado con
los ojos cerrados a África, y más allá?
Ante tal argumento, callamos y le dejamos seguir, aunque no
dejamos de mirarlo feo, como juez al acusado sin dinero.
-Bueno –continuó-. Estaba en Gring…en África, y que se
me pone enfrente ese leonsote, ladrándome y mirándome así de
feo como ustedes, y rápido me trepo a un mezquite...
-¡Oh, abuelo! En África no hay mezquites, y además los
leones no ladran, rujen.
-¿Qué no hay mezquites en África?
-¡Nooooo!-Gritamos a coro, como si cantáramos el himno
nacional.
-¿Pos ya ven como sí estaba hablando de mi viaje a Estados
Unidos? Porque a lo que me subí fue a un mezquite, y punto.
-¡Pero si los leones no ladran!
-¿Ustedes conocen leones que no sean de África, sino de
acá?
-¡Nooooo!
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-Pues yo sí, así que yo soy quien sabe que ruido hacen, y ya
no anden interrumpiendo, condenados cagadores de pañales,
respeten a sus mayores y déjenme acabar mi historia.
Bueno, me quedé dos días subido al mezquite, hasta que el
león se cansó de esperar y se fue a buscar presas menos rejegas,
entonces pude bajar.
Lo malo es que me había comido las tunas y hasta las vainas
del mezquite, no hallaba nada más que comer ni beber. Mi
estómago rugía de lo lindo, como león africano. Escuchaba el
concierto de mis tripas cuando se oyó un rugido mucho más
grande y horrible, como salido de la caverna que sirve de entrada a
los infiernos.
Los novecientos noventa y nueve nietos gritamos a la vez,
porque en realidad escuchamos ese rugido. Luego comprendimos
que el abuelo sufría uno de sus célebres ataques estomacales, en
los que salían de su panza ruidos de tal magnitud y densidad que
los vecinos salían corriendo del edificio creyendo que temblaba.
Incluso una vecina del piso de arriba se había suicidado tirándose
por la ventana, para no seguir escuchando aquel estruendo, que
parecía el lamento de todas las gallinas, vacas y cerdos que mi
abuelo se había zampado a lo largo de sus más de ochenta años de
existencia.
Poco a poco se fue calmando el escándalo y el abuelo,
después de dejar el baño más apestoso que Irak tras una batalla,
pudo continuar con su relato:
-Les decía que me sorprendió un ruido más fuerte que el que
acaban de escuchar. Volteé pa ver de dónde provenía y entonces vi
que se acercaba un animal de tamaño enorme, más grande que la
torre latino. Parecía un pez. Se movía lentamente, impulsándose
con sus aletas. Se detenía un rato, resoplaba un poco y luego
volvía a arrastrarse, derrumbando a su paso cactus y huizaches. Se
notaba que era extremadamente viejo. Su piel estaba llena de
arrugas, como la de una tortuga caguamera, o como su abuelita, y
tan cubierta de polvo que daba lástima verla. De sus ojos escurría
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sal, a falta de suficiente líquido para hacer lágrimas, y colgaban
lagañas del tamaño de cerdos bien cebados.
-¿Quién eres tú- Le pregunté.
-¿Yo? Una ballena, ¿qué no ves?
-¡Abuelito, las ballenas viven en el mar, no en los desiertos!-
dijeron los primitos más pequeñitos, que aún no se cansaban de
contradecir al viejo. El resto de nosotros suspiramos sin decir
nada.
-Eso mismo le dije a aquella bestia, mis demoníacos
querubines, y me contestó que no era su culpa vivir en un desierto,
que allí antes era un mar, pero el sol se había bebido toda el agua,
convirtiendo su paraíso marino en arena seca y caliente.
-Mis hermanos peces y yo nos quedamos atrapados aquí-
platicó tristemente la ballena-, no quedó más remedio que
acostumbrarnos a la vida del desierto.
-¿Entonces hay más tipos raros como tú, arrastrándose por
aquí?-Pregunté. Secretamente pensaba en una mojarra frita al
ajillo.
-No, sólo quedo yo.
-¿Qué se hizo de los otros?
-Me los comí.
-¿Te los comiste? ¿A todos? ¿No dejaste ni unos charalitos?
-Es que tengo muuucha hambre.
Y después de decir esto me tragó de un bocado, sin avisar
agua va ni nada, la muy cabrona.
Después del natural momento de pánico, me resigné a mi
suerte. Total, pensé, qué más da si muero de hambre y sed o si
muero digerido.
La oscuridad era total, como en el vientre materno. Aún no
me moría, así que saqué y prendí mi lámpara de pilas, que le robé
a un esqueleto olvidado en el desierto, y que hasta entonces me
había servido pa quitarme las pulgas y pinacates que se me subían
en las noches.
Ya iluminado, dentro no se veía tan mal la cosa. El costillar
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de la ballena parecía el interior de una iglesia. Caminé por mi
nueva tumba, paseando, esperando el momento en que vinieran los
ácidos digestivos a convertir mi cuerpo en mierda.
Después de andar unos metros, el rayo de mi lámpara
iluminó algo que me pareció un espejismo, por lo maravilloso e
inesperado: frente a mí, el conjunto de alimentos más grande que
he visto en mi vida, y eso que he ido al mercado de la Merced.
Carnes de todos los tipos se apilaban unas sobre otras: reses,
carneros, gallinas ya desplumadas, cerdos completos o trozados y
procesados, chorizos, jamones ahumados, longaniza, moronga,
peces y mariscos de todo tipo, incluso venados, juntos formaban
una montaña más alta que el monumento a la independencia, y
más gorda que su tía Espergencia. Al lado, otra montaña, esta de
manzanas, papayas, melones, plátanos, duraznos, fresas, mangos,
limones, naranjas, berenjenas, higos, aguacates, zanahorias,
lechugas y cuanta planta comestible se les ocurra.
Hacia la oscuridad que no llegaba a iluminar mi lámpara, se
extendían filas de barriles que imaginé llenos de vino, caguamas
de cerveza, botellas de leche, refrescos y garrafones de agua.
Custodiaban las hileras de bebidas altísimas torres de quesos,
dulces de leche y demás preparados.
Mis pies estaban empapados con tanta baba que salía de mi
boca. En medio de esos manjares, se encontraba una mesa con una
silla vacía. Sobre la mesa se posaban varios platillos cocinados y
humeantes, y sobre ellos me lancé. No sé cuánto tiempo estuve
tragando, masticando y digiriendo tanta cosa, porque no tenía reloj
para medir el tiempo, pero sospecho con el pecho y calculo con el
pie derecho, que comí y bebí sin parar por más de una semana. Ni
sueño me daba, tenía el hambre tan acumulada de años, que no
podía dejar la tragazón. Ha sido el banquete más grande de mi
vida.
Unas lágrimas recorrieron la celulítica faz del abuelo. Le
daba más sentimiento recordar aquel festín que a su primer mujer,
ya muerta, o que a sus padres, ya vueltos polvo. Después de
uuuuuu
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suspirar como si fuera la última vez que tragara aire, continuó:
-Mientras pegaba eructos más gordos que bebe de rico,
pensé vaya, con razón nos morimos de hambre allá en mi tierra, si
esta pinche bestia se ha comido todo, no dejó ni los huesos pa
chuparles el tuétano, y ahora me comió a mí, este es el final del
camino, viejo, no porque Pinocho y Jonás se salvaron te vas a
salvar tú. Me tendí sobre la carne viva de la ballena y me puse a
dormir, dormir y dormir, soñando que nunca tendría que volver a
despertar, pero era sólo un sueño, porque un ruido me hizo
levantar, un ruido que conocía bien, el de las tripas cuando están a
punto de descomer, sólo que dentro de aquel cuerpo parecía el
ruido del cielo al romperse y desplomarse sobre los vivos.
Es algo muy sabio eso de que sólo se cague a la materia
muerta, porque se siente de la chingada ser cagado vivo, sientes
que te ahogas en un océano de mierda, que se te mete por todos tus
agujeros, lo único bueno es que no puedes olerla, porque te tapa
las narices.
Después de días de escarbar, pude salir de aquel lodo y
encandilarme con la luz del sol. Había nacido por segunda vez. Al
alejarme lo suficiente para ver completa la gigantesca montaña de
caca de la que salí, entendí por fin como se había creado el
Popocatépetl y porqué se le había bautizado con tan poético
nombre.
Caminé unos días por el desierto sin tener que meterme nada
al estómago, tan lleno lo tenía, pero más pronto de lo deseado
regresaron el hambre y la sed.
Había nacido por segunda vez, y eso significaba la
chingadera de tener que conseguir de nuevo el pan y el agua.
Me había internado demasiado en el desierto. Ya no se veían
nopales ni mezquites, ninguna planta, nada de donde sacar un
poco de corteza que masticar, un poco de saliva vegetal que beber.
Cada vez que me topaba con un esqueleto humano, me parecía que
me topaba conmigo mismo. Por más que caminaba no encontraba
ninguna ciudad, ninguna huella del hombre que no fueran sus
huesos.
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Mucho tiempo después, cuando salí de aquel infierno, me
enteré que ni siquiera estaba en Estados Unidos. La culera zopilota
me había traído volando de regreso a México y caminé por el
desierto chihuahuense durante varios meses. Ni siquiera pude
cruzar al otro lado, qué poca madre. Pero eso aún no lo sabía, me
imaginaba en gringolandia, me parecía que la tierra y el aire
hablaban en inglés.
No sé cuánto tiempo estuve vagando, era imposible salir del
desierto. Las suelas de mis tenis se gastaron y rompieron, continué
a raíz pelona. De mis pies sangrantes salía lo poco que me
quedaba de líquido.
Bajo la peor de las horas, en pleno mediodía, cuando ni
siquiera el propio cuerpo tiene sombra, caí en la arena, dispuesto a
convertirme en esqueleto. Más bien no estaba dispuesto a nada,
sólo quería olvidarme de mí. Un ruido lejano y conocido me
despertó a los pocos minutos de haber caído. Con mis últimas
fuerzas, me levanté y corrí hacia aquel ruido. Después de algunas
horas la vi, allá estaba, la ballena, dejando tras de sí un surco en la
arena, más ancho que la carretera panamericana. Después de otras
tantas horas de correr la alcancé y me puse frente a ella.
-Ballena, cómeme de nuevo-le dije.
-No.
-Anda, hazme parito.
-No.
-¿Qué no somos cuates?
-Cuates mis huevos, y no se hablan-Contestó.
-¿Por qué no quieres comerme?
-¿A poco tú te comes lo que cagas?
-Pos claro que no.
-Pos yo tampoco.
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LA PRIMERA VEZ
De aquella cantina al final de la calle salía la escasa luz que
iluminaba la noche y también soldados, alguna que otra pareja, un
borracho que iba hacía una saludable meada y música norteña, que
se mezclaba con los ruidos de los grillos.
Dentro de la cantina, teniendo como fondo el último éxito de
Los Capos de Durango, el cabo Gaudencio se esforzaba en hacer
escuchar sus profundas reflexiones a tres jóvenes rasos:
-...Y aún así, todavía no eres un hombre.... y podrás tragarte
veinte litros de alcohol del 96 sin cagar los intestinos, y aún así,
todavía no eres un hombre....y ni aunque mates a un cabrón....aún
te sigue faltando una cosa para ser hombre, mientras, por más que
le hagas, vas a seguir siendo un....un...
-¿Un maricón?
-Un virgencito.
-Un chavo del ocho.
-Un chaquetón.
-Un “sólo-pa-miar” –Propusieron en filosófica lluvia de
ideas los rasos Ramón y Jaime, mientras los escuchaba con mirada
de borracho Pedro, el más joven de los milicos.
-Un putón, pues – Concluyó el cabo, mirando fijamente a
Pedro-. Y conste que nosotros te lo decimos por tu bien. Pero esta
noche, te vuelves hombre por que te vuelves.
-¿De qué te sirven tantas gallinas, si no tienes huevos pa
empollar?- dijo Jaime haciendo el ademán de un presentador de
circo cuando anuncia a los elefantes: ficheras gorditas, un soldado
bailando con una pintadita que intentaba esconder su morenía bajo
un pastel de cosméticos, otros dos soldados abrazándose, como
viejos amigos…
-¿Ya vieron las nalgas de esa vieja?-preguntó Jaime,
mientras se preparaba otra cuba con coca-cola y bacardí-. Y a ti, chavo del ocho, ¿No te gusta ninguna?
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-Él es puto. Orita anda picado allá, viendo los huevos del
coronel -Contestó Gaudencio, y las miradas fueron del trasero de
la bailarina a la entrepierna empantalonada y ostentosamente
abierta del oficial sentado en la mesa de enfrente.
-Tú también andas picado viéndolos, güey, si no, ¿por qué lo
dices?-dijo Jaime, y Ramón: -Uuuhh, andabas chingando a este
bato con quesque se hiciera hombre, y ya mejor él te pegó lo joto.
-No mamen, estoy viendo a la vieja que anda con él, esa sí
que está bien, pa que vean.
Las miradas fueron de la entrepierna masculina a la
entrepierna femenina -pudorosamente cerrada- que estaba a su
lado, y luego hacia arriba, hasta la cara de la joven que platicaba
con el coronel. Al sentirse observada, volteó un instante hacia el
grupo y sonrió.
-Está mirando pa'cá, ya le gusté -Dijo el cabo, y los rasos:
-¡Que le vas a gustar!, le está haciendo ojitos al chavo del
ocho.
-Huy, pero con esta te fregaste, es la pintadita del Coronel.
-Con esa te metes y ya no vas a ser chaquetón, sino capón.
El coronel y su acompañante se acabaron sus tragos, se
levantaron de la mesa y se dirigieron a la salida de la cantina,
seguidos por la mirada de los cuatro soldados. Después de un
momento, Gaudencio se levantó decidido, ceremonioso,
cayéndose de borracho.
-¡Un momento, señores!...orita regreso....orita hablo con el
coronel y lo convenzo de que...pus de que le dé su chance a este
cabrón, pa que se haga hombre.
-¡Estás loco, güey!
-Siéntate, ya estás pedo.
-Ni madres-continuó el cabo-. Yo no me siento con este
güey hasta que se haga hombre… O tú dejas de ser puto esta
noche o yo....yo....
-…O tú te haces puto también.
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Digno, sin contestar, Gaudencio se movió hacia la salida a
tropezones, entre las risas de Jaime y Ramón, quienes se rieron
más al ver la cara de Pedro, se le notaba que se cagaba de miedo.
La pareja que bailaba dejó de hacerlo y empezó a discutir
ruidosamente. Casi todas las mesas estaban vacías. Nadie puso
otra canción en la rockola. Pasado un rato, entró Gaudencio y se
acercó muy parsimonioso, como si supiera que chingaos significa
eso.
Se paró frente a los rasos, tambaleándose y frotándose
exhibitoriamente las manos.
-Lixto.
-¿Listooo?
-Listo, el coronel dice que no hay pedo.
-¿Pero, cómo? ¿Dice que no hay Porrum?- Preguntó Jaime.
-Al contrario. Dice que él quiere hacer cosas más
interesantes esta noche, así que mejor ora que le toque a este
cabrón, a ver si así se hace hombre... ¡Amos, güey!
Riendo, agarraron a Pedro, que se resistía tímidamente, y
abandonaron la mesa y el bar. Al contacto con el aire exterior se
les subió más la peda. Pedro caminaba forzado, agarrado por
Ramón y Jaime. Gaudencio iba adelante, riendo, marchando en
burla y gritando cómicas instrucciones militares que por un
instante hacían guardar silencio a los grillos.
-¡Órale, apúrenle!
-¡Pérense!, si yo...-balbuceó Pedro, siendo rápidamente
interrumpido por un “¡Cállese güey!”
Al pasar frente a un altar callejero con una imagen de la
Virgen, Pedro gritó “¡Esperen!” con tal decisión que los otros
soldados lo soltaron y se detuvieron.
Se quedaron mirando la imagen de yeso, la alcancía que
estaba a su lado, las flores marchitas que se pudrían en unas latas
oxidadas. Pedro se persignó. Ya no se veía asustado. Al parecer, se
le había bajado la borrachera.
-Amos, pues.
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Caminaron más allá de los límites del pueblo. Se detuvieron
frente a una pequeña construcción de blocks grises, sin pintar y sin
ventanas. Adentro, sólo oscuridad, en la que se coló una leve luz
nocturna cuando se abrió la puerta. Gaudencio prendió una
lámpara de mano y alumbró a Pedro, que parpadeaba encandilado.
Luego dirigió la luz hacia el fondo de la estancia, iluminando una
sombra que respiraba agitadamente.
Era un hombre moreno, con las manos encadenadas a una
viga de cemento, desnudo del torso y los pies, lleno de cardenales
y moretones. Tenía los ojos vendados y los pantalones y el cuerpo
manchados de mierda y sangre.
La luz de la lámpara recorrió el suelo, mostrando lo que
había ahí: tubos, cables, ganchos de ropa, una cubeta con mierda,
mojones.... El haz de luz se detuvo en algo. Eran unas pinzas.
Gaudencio las agarró y las puso en las manos de Pedro, que las
recibió sin mirarlas, como zombi, sus ojos fijamente clavados en
la sombra encadenada.
Empezaba a clarear. Salieron de la construcción Jaime,
Ramón y Gaudencio. Después de cerrar la puerta, el cabo ordenó a
Ramón:
-Tú quédate aquí, vigilando. Ahí le echas una mano si
necesita ayuda, recuerda que es su primera vez y no queremos
matar todavía a ese pinche indio.
En algún lugar habían prendido la radio. Mientras
Gaudencio y Jaime se alejaban, se escuchaba a lo lejos una triste
canción:
Cuando se ama por vez primera
no hay que forjarse vana ilusión,
tú buscas flores de primavera;
yo busco el alma, yo busco el alma
y el corazón.....
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FRAGMENTOS DEL LIBRO
DE LOS ZIUMITECAS
CANCIÓN MUDA
Se acerca el ejército enemigo. Ya se asientan como polvo
sus ruidos sobre nuestros ruidos, y no podemos distinguir unos de
otros: el canto de un gallo parece grito de niño, el maullido de un
gato, grito femenino; el aullido de un perro, lamento de muerto; y
si grita un humano nadie puede oírlo.
Así como un animal escondido se delata por sus ruidos,
visitantes e invasores nos hallan guiándose por nuestros cantos.
Por eso no cantamos en voz alta ni baja, ni con música triste ni
alegre. Usamos un aparato que alguien trajo del extranjero, lo
llaman alfabeto, y atrapa la canción en un papel que todos nos
vamos pasando, leyéndolo en silencio.
Acostumbrábamos cantar un himno antes de empezar
cualquier batalla, pero ahora nuestro himno se pasa al enemigo y
es un soldado más entre sus filas.
Que nadie cante nunca estas canciones, que nadie las ocupe
con sonido.
LOS CONQUISTADORES
Hacen ritos en honor de caracoles y cangrejos. Creen que los
crustáceos son superiores al hombre porque nuestro esqueleto no
se hace exterior y protege al cuerpo, sino que se entierra y esconde
en la piel, asustado, por eso los imitan poniéndose cascos en las
cabezas.
Llevan con ellos unos pájaros negros del tamaño de niños de
diez años, que se alimentan de carroña. Al llegar a un pueblo los
sueltan y los pájaros vuelan sobre los que morirán ese día,
ryyyyyyr
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imprimiendo con las alas extendidas su sombra en forma de cruz,
y usan esa sombra como símbolo y emblema.
Con una parte del botín les pagan a los cantantes vencidos
por recolectar las canciones del pueblo dominado y trozarlas
después para hacer con los mejores versos, ya esparcidos y
revueltos, cosiéndolos como retazos, una loa al conquistador, que
el pueblo dominado no tarda en aprenderse de memoria y en
cantar con gusto.
De Las misiones en el norte de la Nueva España,
de Fr. Juan de Zamarripa, 1722:
…Los ziumitecas (hombres búho en cristiano) son los indios
más salvajes, brutos, infieles, blasfemos y sucios de estos lares.
Temen al agua, a la que creen un demonio. Se bañan con arena
del desierto y beben zumo de tuna y lechuguilla. Comen lagartijas,
vinagrillos y tijeretas, pero su alimento preferido son sus propios
hijos, a los que devoran para poder andar más rápido de un lado
a otro, pues son nómadas. Se cubren sólo con rayones y pinturas,
y llevan los cabellos a media espalda. Enviamos hermanos
misioneros para enseñarles la palabra del señor. Días después,
los indios dijeron que les agradó la verdadera doctrina, pero que,
en cambio, la carne de misionero se les hizo dura y pellejuda,
como la del zopilote. De los santos nombres de la Biblia, su
preferido es Satanás, pues como ellos le declaró la guerra al dios
de los blancos. Su desnudez y violencia hacen pensar en el
hombre después de la caída.
ORIGEN DEL DÍA Y DE LA NOCHE
Según contaban los ziumitecas, la tierra es un animal con
cientos de ojos, bocas y narices que, huyendo de los cazadores, se
perdió en un bosque negro con el resto de su manada. Mucho
uyyyu
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tiempo caminó sin encontrar que comer, hasta que enloqueció de
hambre y se comió a todos sus hermanos: los huesos que dejó
tirados son los otros planetas del sistema solar. Para poder saciar
su hambre, sin encontrar otro alimento ya, se arranca desde
entonces pequeños trozos de sí misma que pone a secar al sol para
atenuar lo amargo y no notar que saben a ella, luego adereza con
la sal de sus costas, y se los zampa. Estos pedazos son los seres
vivos, a quienes chupa la sangre lentamente, como jugo de goma,
lo que los va envejeciendo y haciendo polvo. Cuando la tierra
encuentra la salida del oscuro bosque, se hace de día, pero en la
luz también están sus cazadores, y ella regresa huyendo a la
oscuridad.
ORIGEN DE LAS CANCIONES
Antes, las canciones eran animales tan pequeños como los
escarabajos ciervo. Híbridos de insecto y ave, recibían a cambio
de su música semillas y frutos. Pero en medio de una hambruna, al
hablar con una lombriz que vivía dentro del cadáver de una tuza,
vieron que era más fácil conseguir alimento pegadas como
parásitos a otro cuerpo, y así, por gula o hambre, cambiaron su
forma de vida. A imitación de aquella lombriz, adelgazaron y se
arrancaron las patas, porque ya no necesitaban correr.
Abandonaron luego sus ojos, pues no hay luz dentro de un cuerpo.
Se quitaron los pulmones para sorber el aire a través de la garganta
de su anfitrión, como los fetos, que respiran a través del cordón
umbilical. Se amputaron los brazos, tiraron a la basura su
esqueleto y se fueron despojando uno a uno de todos sus
miembros, hasta quedarse sólo con la voz, para usarla como
huevecillos, saliendo por la boca de un humano para meterse por
los oídos a otro. Desde entonces van quedando mientras mueren
aquellos que las escuchan y cantan, y se va llenando el mundo de
canciones mientras se va vaciando de nosotros.
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ORIGEN DE LOS HUMANOS
Cuando este desierto aún era mar, se reunieron en su fondo
los que en él vivían -moluscos, medusas, peces abisales- porque el
sol, sediento, bebía agua sin parar, escupiendo nubes que se iban
lejos, a llover en otros lados. El mar se secaba y bajaba de nivel
rápidamente, pronto quedarían tirados en el planeta vacío de agua,
donde no se puede respirar, habitado sólo por rayos y el
desgreñado dios del viento.
Acordaron juntar barro del lecho marino y con él construir
grandes muñecos huecos, armaduras que se desmoronaban,
escafandras para sumergirse en el aire e ir a buscar otros mares
que habitar. Cada cuerpo artificial iba relleno de agua fresca y
latía en su interior toda una tribu. Y de ese ejército de vasijas de
barro que salió del mar para rodear la tierra y andar por ella,
descienden los indios ziumitecas.
LA BRUJA
En una casa vivía una vieja que, según contaban, era bruja y
tenía más de trescientos años de edad.
Durante esos tres siglos, tiempo mísero para la piedra pero
larguísimo para la carne, su piel y músculos se habían gastado y
desintegrado, dejando sólo un armazón de huesos secos.
Por eso, cada vez que necesitaba salir de su casa se construía
un cuerpo falso, masticando pulpa de manzana y revolviéndola
con su saliva, hasta formar una masa con la que modelaba sobre su
viejo esqueleto un cuerpo blanco y joven, que le duraba pocas
horas, pues rápido se oxidaba.
Otras veces molía frijoles hervidos para hacer con la masa
un cuerpo moreno que le duraba tres días, hasta que lo invadía la
telaraña blanca del moho.
Cada fin de semana, la vieja se hacía visitar por alguno de
uuu 29
sus tatataranietos y tatatataranietos, dizque para cuidarla en su
paralítica vejez. Y es que su platillo favorito era la carne humana y
llamaba a sus familiares para comérselos de uno en uno, hasta que
exterminó a toda su descendencia. Tras devorar al último de ellos,
salió de su casa bien envuelta en su rebozo, y no se le ha vuelto a
ver.
Del diario de viajes del pintor Leandro Izaguirre:
Mapimí, 11 Agosto 1906
En este desierto hay una cordillera de montañas enanas que
de lejos parece una caravana de mamuts u otros animales
prehistóricos, muertos y fosilizados hace siglos, pero cuya
gusanera no murió, pues en su interior hierve la vida. Son los
nidos de las termitas, tan duros y resistentes que hace falta la
dinamita para derrumbarlos, aunque fueron construidos
mezclando sólo arena con saliva de insectos.
Sus habitantes, como otros seres que se la pasan
ocultándose de la luz, son ciegos y albinos.
Olvidé traer suficiente agua. Calmé un poco la sed con los
garambullos que arranqué de un cactus en forma de candelabro.
De los paisajes que El mundo ilustrado me ha encargado copiar,
este es el que menos me agrada. Odio el calor.
Las escasas plantas que hay por aquí son exageradamente
raquíticas y saladas a fuerza de sorber la arena de un seco mar
precámbrico, inútil para la siembra y el ganado. Por eso los
termes son parte importante de la dieta de los ziumitecas-únicos
pobladores humanos de la región-, quienes los llaman “corazones
de pájaros”.
No muy lejos de la ciudad de los insectos se encuentran las
ruinas de un antiguo caserío cuyas viviendas fueron edificadas
con pedazos de termitero, aprovechando su dureza. Las historias
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que cuentan los indígenas sobre esas ruinas son muy extrañas.
Sus niños no se acercan a ellas, por más que sean promesa de
buenos escondites para el juego, porque creen que esas casas,
aunque humanas en su diseño, fueron fabricadas no por hombres,
sino por los mismos termes.
Se puede recaudar más información sobre las lagartijas
que se asolean en las paredes de esas ruinas, que sobre la gente
que las construyó. Ni siquiera sobre los mismos ziumitecas, indios
burdos y nómadas, pude enterarme de mucho. Se sabe que en la
colonia se unieron a las sanguinarias revueltas de los tepehuanes
y los huachichiles, prontamente reprimidas. Actualmente, se
encuentran pocos descendientes que recuerden alguna de sus
costumbres o supersticiones, y ninguno que hable su dialecto
original. Desnudos y llenos de polvo, deambulan de un lado a otro
sin rumbo aparente, como esos pájaros negros que son las únicas
aves habitantes de este espacio.
Del derrumbe de otros pueblos quedaron sólo piedras y un
puñado de leyendas, de este no queda ni una anécdota completa,
sólo fragmentos ínfimos, dispersos y contradictorios. No se puede
salvar el recuerdo de un pueblo con dos o tres explicaciones de
sus ancianos sobre porqué cagan los pájaros encima de los
humanos o de dónde salieron los pinches tlaconetes, dos o tres
lloros de viudas sobre guerras perdidas y dos o tres chismes de
misioneros ignorantes. Así se logra, cuando mucho, un cuento de
hadas para asustar en la noche a los niños, y casi siempre ni eso.
La historia se parece demasiado a los cuentos de terror
como para tomarla en serio y acaba siempre repitiéndose en
muertes y muertes, como una rima demasiado gastada.
Caminando entre las ruinas, me topé con un espectáculo
extraño: un pájaro enfermo o herido se arrastraba por el suelo de
forma anormal, impulsándose con torpes aleteos. Al observarlo
con detenimiento, noté que sus cuencas tenían telarañitas en vez
de ojos, que su cuerpo sin color parecía más hecho de tierra que
de carne. Obviamente estaba muerto, pero aun así se movía, como uuuu
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un hierro atraído por un imán. Lo agarré y se me deshizo entre las
manos, y de aquella arena con huesillos y plumas resecas salieron
decenas de termitas que huyeron corriendo, esparciéndose por mi
cuerpo, y que me quité a manotazos.
Asqueado, me alejé rápidamente de aquel lugar. El aire
estaba tan caliente, quemándome la cara, que era como si
caminara dentro de un estomago. Vomité algo morado, del color
de los frutos que comí suponiendo que eran garambullos, pero tal
vez me confundí, comí algo tóxico, y eso fue lo que me causó
mareos y retorcijones. Entré en una zona de cactáceas con tonos
azules en sus cortezas. Me recargué en lo primero que pude y
unas espinas largas y gordas, de una imposible blancura, se
clavaron en la palma de mi mano. La sangre brotó, empapó la
planta y fue absorbida por ella con vampírico apetito. La
intoxicación debía de estar avanzando, probablemente tenía
fiebre, sentí nauseas al ver los vegetales que me rodeaban:
biznagas, cactus híbridos de víscera y planta, el mezquite de
espinosa armadura y el huizache con su piel de hormigas, el
ocotillo con sus flores rojas y pequeñas como gotas de sangre,
lechuguillas, cardenches, matehualas, candelillas…
Arranqué el brazo seco de un nopal; me asombré al ver que
la parte del cactus recién expuesta al sol latía como el corazón de
un animal. Luego noté que lo que me parecieron latidos era el
moverse apresurado de termitas. Sentí que también mi agitado
latido era falso, que termes, y no sangre, se movían bajo mi piel,
que en vez de músculos tenía celulosa. Tuve que sentarme para no
volver a vomitar. Estaba muy mareado, como después de varias
botellas de tequila.
Al intentarme levantar no pude, y al ver de nuevo esas
plantas, igual de paralíticas y feas que yo, igual de intoxicadas y
drogadas por la enfermedad de aquella tierra, mi asco se trocó en
piedad y solidaridad. Me pareció oír como las raíces masticaban
arena del desierto, los estómagos vegetales rumiaban avaros la
poca agua que le robaron al rocío y las espinas murmuraban con
uuu
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rencor mientras intentaban pinchar al astro rey, quien, entonces
me pareció evidente, no tiene nada de astro ni de rey, es sólo una
gigantesca garrapata de vientre colorado, gorda de tanto bajar en
las noches a chuparle la sangre a los enfermos, quienes amanecen
llenos de moretones y con una herida pequeña en la frente, como
si les hubiera mordido hasta sangrar y trozar el cráneo una mujer
de dientes pequeños y hermosos.
A veces el sol tiene tanta hambre que no se conforma con
sangre, quiere carne. Entonces hace como los quebrantahuesos:
escoge animales jóvenes o heridos y los ataca picoteándoles ojos,
labios y zona anal; de manera que la presa resulta
progresivamente indefensa hasta que, finalmente, muere y es
consumida.
Si no me esforzaba en levantarme y moverme, pensé,
vendría el crepúsculo y luego la noche. Sin abrigo alguno, moriría
de frío. Al fin me funcionaron las piernas y, después de un
segundo ataque de vómito en el que eché hasta mis huesos, se me
bajó un poco la intoxicación.
Caminé sin parar hasta encontrar unas vías de tren que me
condujeron a una solitaria casucha de adobe, donde bebí sotol
caliente y amargo, pues no tenían agua.
Y esa fue la sagrada y estúpida revelación que tuve este día.
CANCIÓN
Más allá de las fronteras del imperio, oscuras como el
interior de un animal, hace incursión de vez en cuando un batallón.
Imitando a los soldados, los camaleones y los insectos palo
se funden con la hierba, en camuflaje. Incluso aquellos que no
saben practicar el mimetismo, después de un bombardeo aprenden
a disfrazarse de carroña.
Al ocupar un pueblo, los soldados ocupan también cada
habitante. Cada cuerpo es su casa, su palacio, donde pueden entrar
y salir cuando les plazca.
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Los anteriores pobladores pueden escoger entre quedarse o
exiliarse: Se va el pulmón a excavar su madriguera en otro cuerpo,
se va el latido a atormentar otros oídos, se van los dos ojos
enamorados, cargando de equipaje sólo su maldición de mirar lo
demás y no poderse mirar el uno al otro; y se va hasta el último el
dolor, azotando la puerta tras de sí.
Y si se quedan y oponen resistencia, somos feos, hermanitos,
les dice el corazón, como el caracol, a la luz del sol nos
deshacemos, y tenemos que vivir ocultos en el cuerpo, termitero
sin reina ni soldados. Los nuevos dueños nos cambian a su gusto
de lugar, como a unos muebles. Mejor dejemos de ser órganos,
que nos rellenen de estopa, y así al menos no sufrir cuando nos
toquen.
Donde hubo una ciudad se alza el desierto, habitado sólo por
lagartijas que escupen sangre para desorientar al enemigo: las
llorasangre. Por los camaleones, que se volverían locos en un
campo de flores.
Ni las orugas se deciden a fabricar sus capullos, temerosas
de ser ciegas e indefensas pupas, y se quedan arrastrándose, sin
conocer el sexo ni tener progenie. Ni las piedras se deciden a
endurecerse y se quedan en algo parecido a queso mal cuajado.
CANTOS FÚNEBRES Y ARRULLOS ZIUMITECAS
Cada vez que alguien nacía, su madre le cantaba para
acostumbrarlo a vivir solo, sin ayuda de la tripa materna:
Paraíso es la imagen del vientre en la madre,
la expulsión es el parto, y la sangre su ángel.
Si naciste, a mi interior ya no regreses.
La casa infantil se hizo en tu ausencia trampa,
el recuerdo es el sebo que lleva prendido,
la mujer que te recibe se comió a tu madre
y se ha puesto su rostro para comerse a su hijo.
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Cada vez que alguien moría, los ziumitecas lo enterraban
dentro de sí mismos entre tragos de aguardiente y de tesgüino,
mientras los más viejos cantaban la Oración de los huesos
blancos:
Los que nacieron antes o conmigo ya murieron;
no tengo padres ya, como si viviera sin haber nacido.
Quien está solo, sólo está consigo mismo;
quien ha muerto, hasta por sí mismo ha sido abandonado.
Mi corazón, ¿qué es?, es alimento,
como los de codornices que he comido.
Mis huesos quieren salir, noto sus ganas,
tantos años llevo embarazada de ellos.
Esconderán mis restos con la misma vergüenza
con que una niña esconde las manchas de su regla.
Oh, huesos blancos dispersos por el suelo,
ya se olvidaron del cuerpo que usaron como ropa.
Y sin embargo oro a ustedes, porque una vez él los guardó
como una jarra guarda el licor en su interior.
Acabado el festín, formaban con los huesos figuras
mágicas sobre la tierra, dejaban las tripas para los zopilotes y se
iban de aquel sitio para nunca más volver.
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EL RETO DE LOS DOCE PARES
DE FRANCIA
Primer día
En Semana Santa, Dios está muerto y el diablo camina
libremente sobre la tierra. El fuerte viento que sopla en esos días
es su aliento. Se divierte dándoles palizas a los niños, por eso las
madres no dejan salir a sus hijos solos, hasta el Domingo de
Resurrección.
En esa creencia pensaba don Antonio Martínez Tetzotzomoc
mientras buscaba su sombrero, arrancado por el viento. Al fin lo
encontró entre la maleza, manchado de lodo, y continuó su camino
llevándolo en la mano.
Desde la muerte de su padre, don Antonio era considerado el
más importante de los directores de “El Reto de los doce pares de
Francia”, representación de la guerra entre moros y cristianos que
se realiza en algunos pueblos de Morelos durante la Semana Santa.
Fastuosa mezcla de danza, teatro, música y ceremonia
religiosa, unión de los antiguos misterios medievales, de los autos
sacramentales y de los cantares de gesta europeos con los ritos
prehispánicos, “El Reto” dura tres días, desde el mediodía del
Viernes Santo hasta bien avanzada la noche del Domingo de
Resurrección.
Los maestros directores de “El Reto” son muy respetados
por su ancestral oficio y por su responsabilidad en el éxito de las
fiestas de Semana Santa. Los mayordomos encargados de costear
esas fiestas acostumbran visitarlos y llenarlos de regalos para
convencerlos de que vayan a su pueblo a dirigir la ceremonia.
Don Antonio solía dirigir cada año “El Reto” de Temoac.
Ahí los actores -llamados vasallos- representan las batallas
montados en caballos barrocamente adornados, acompañados de
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una numerosa banda de metales y tambores. Pero esta ocasión, por
una razón desconocida, prefirió dirigir el del humilde pueblo de
Itztlacahua, donde en vez de experimentados jinetes los vasallos
son niños y jóvenes desobedientes, acompañados de una pequeña
banda integrada por sólo cuatro músicos.
En Itztlacahua, cuyo “Reto” dirigió su padre antes de
volverse famoso, don Antonio vivió parte de su niñez. Ahora se
hospedaba a las afueras del pueblo y tenía que recorrer este lodoso
camino todos los días.
En la iglesia lo esperaban los músicos. Muy temprano, antes
de la representación principal, la banda de música desfila por el
pueblo tocando “La tregua”, que llama a moros y cristianos a
marchar juntos. Al escucharla, los vasallos salen bailando de sus
casas y forman dos filas: Los moros visten trajes y capas rojos,
adornos de oro falso y dos máscaras: una en la cara, mirando hacia
el frente, y otra en la nuca, ya que, supuestamente, el demonio les
dio el don de poder mirar a sus espaldas. Los cristianos lucen
trajes azules, capas bordadas con chaquira formando la imagen de
la Virgen de Guadalupe y sombreros con largas plumas.
Al medio día llegaron los vasallos a la plaza principal y ahí
se inició “El Reto” propiamente dicho, la leyenda del
enfrentamiento durante la época de las cruzadas entre los
principales caballeros al servicio de Carlomagno y el ejército
musulmán dirigido por el rey de Alejandría. La obra se inicia
cuando los moros roban la imagen de la Virgen, interpretada por
una niña de cuatro años. El soldado Oliveros es enviado en
embajada para negociar el regreso de la imagen. Su viaje es una
danza que simboliza el largo camino hacia otro mundo y los
monstruos y prodigios que enfrenta.
Para los habitantes de Itztlacahua, medio oriente es un lugar
más de mito que de realidad y los moros son gigantes de varios
metros de estatura que viven en torres de oro cuyas alturas golpean
blasfemamente los cielos y cuya red de sótanos y cámaras
subterráneas desciende hasta avecinarse con el mismo infierno, del
yy
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cual, con la ayuda de cientos de diablejos, extraen el oro con el
que construyen sus ciudades y adornan sus ropas.
Como la obra es muy larga y los vasallos no son actores
profesionales, sino voluntarios creyentes, el director la hace de
apuntador, y es aquí donde demuestra su maestría: cambia e
improvisa diálogos; alarga, acorta o suprime escenas; interrumpe a
los músicos o los hace tocar por más tiempo, según las reacciones
del público y las pulsaciones de su propio instinto.
Entre los diálogos se suceden coreografiadas batallas donde
los machetes sacan chispas al chocar entre sí o al raspar el suelo de
cemento. En algún momento, ambos bandos lanzan cohetes
voladores, zumbadores, fuegos pirotécnicos, causando un aparente
caos de humo y estampidos mientras caen muertos soldados que
derraman serpentinas rojas como si fueran chorros de sangre.
Los actos de magia de los moros, que vuelan o desaparecen
en medio de bombas de humo, las continuas marchas fúnebres por
cada guerrero caído, al que sus compañeros cargan desfilando
alrededor de la plaza, trasladan al espectador a otro tiempo, no al
de las verdaderas cruzadas, sino a un tiempo eterno y sólido, el de
los poemas épicos y las tragedias griegas.
En la guerra escenificada se desdibujan o trastocan los roles
de buenos y malos, los cristianos traicionan y los musulmanes se
sacrifican por defender su territorio. Ambos bandos son meras
piezas del juego de ajedrez de los dioses, que suele acabar con un
rey muerto y otro rey solo y sin súbditos que gobernar.
Al regresar a la casa donde se hospedaba, don Antonio
encontró cenando a Jesús, su anfitrión.
-Órale don Antonio, éntrele a las conchas.
Tomaba café con canela, pero el maestro director prefirió un
champurrado, para no perder el sueño.
Le sirvió la novia de Jesús. Planeaban casarse dentro de un
par de meses. Al escuchar su plática, don Antonio notó que su
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anfitrión estaba algo tomado. De vez en cuando sacaba una
botellita sin etiqueta y le echaba piquete a su café. Tendría
alrededor de treinta años. De familia pobre, siendo casi un niño se
fue a trabajar a la Ciudad de México y hacía un año que se regresó
a Morelos para poner en Cuernavaca un negocio de lavado de
autos y comprarse esa casa en Itztlacahua, su pueblo natal.
Viajaba de uno a otro poblado en una moto negra de la que
hablaba con tanto cariño como un caporal de su caballo favorito.
Don Antonio vio varias veces a la máquina en el patio, y aunque
no sabía nada de motos, no podía dejar de admirar la belleza de
aquel trasto, que de noche parecía un potro de obsidiana, un
animal fabuloso, como los unicornios y los dragones.
Desde niño, su anfitrión participó en “El Reto” haciéndola
de Fierabrás, y antes solía regresar cada Semana Santa a su pueblo
para interpretar ese papel, hasta que una enfermedad de la
garganta le apartó de su humilde carrera actoral. Por ello apreciaba
y respetaba a los que intervenían en la ceremonia, y trataba a Don
Antonio como si fuera su padre.
Según contó, no iba a “El Reto” por vergüenza de que los
demás vieran como le salían las de cocodrilo, de pura nostalgia e
impotencia. Don Antonio le creyó, conocía bien aquel sentimiento.
Ya avanzada la plática y los tragos, Jesús se puso a
balbucear sobre quién sabe qué traición y el viejo maestro se fue a
su cuarto a descansar.
En su cama, Don Antonio pensó que le agradaban los
grandes y tristes ojos de su anfitrión. De seguro tenía verdadera
sangre árabe. Lo imaginó descendiente de la princesa Floripes. En
cambio, su novia parecía una princesa azteca.
Qué lástima que no le hubiera tocado dirigir a aquel joven,
tenía el porte necesario para interpretar a Fierabrás, el más valiente
y honorable de los moros, cuya trágica muerte era de las más
lloradas por los espectadores. Era el papel perfecto para un
hombre que había trabajado toda su vida y ahora se disponía a
disfrutar de lo conseguido.
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Muy distinto a mí, siguió pensando don Antonio, pues lo
que tengo no se lo debo al trabajo honrado, sino al peor pecado
que un cristiano puede cometer.
Dentro de dos días se cumplirían sesenta años desde aquella
noche en que su padre lo despertó y llevó hasta un barranco, a
unos kilómetros de Temoac.
Ahí los esperaba un tipo cuya cara se ocultaba en la
oscuridad de la madrugada.
-Vaya, Antonio, creí que no llegarías a nuestra cita –Le dijo
el extraño a su padre, y luego señaló con el dedo hacia un machete
clavado en la tierra, a un par de metros de ellos-. Adelante. Antes
de que amanezca debo atender otros negocios.
Entonces su padre se arrodilló llorando frente a aquel
hombre y le rogó que le permitiera aplazar o cambiar el pago de la
deuda.
-Sabía que, aparte de envidioso y traidor, eres un cobarde,
pero no me imaginaba que tanto-Dijo despreciativa la sombra, y
luego se dirigió a Antonio niño:
-Tú, escuincle, deja de llorar y escucha. Está bien que tengas
miedo, pero no de mí, es de ese que llamas “papá” del que debes
tenerlo. ¿Sabes qué te ha hecho? Tu padre es un don nadie que,
envidioso de su propio maestro, hizo un pacto conmigo para
robarle su talento, su trabajo y hasta su mujer, y aceptó darme a su
primogénito, a ti, a cambio de mi favor.
-¡Perdóname, hijito! ¡Hijo! –Chilló Antonio grande. Antonio
hijo vio que el machete clavado en la tierra se movía, primero
como un carrizo en medio del temporal y luego como una
serpiente, hasta que logró arrancarse por sí solo de donde estaba
incrustado y se arrastró por el suelo hacia él, como si fuera un ser
vivo.
-¿Quieres vivir, niño? Tú padre te trajo hasta aquí para
matarte, ahora llora por cobardía, no por amor, pronto se lanzará
hacia ti y te despedazará si no reaccionas a tiempo. Toma esa arma
y defiéndete mientras puedas.
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Al oír esas palabras, Antonio grande interrumpió su llanto.
Miró a su hijo con ojos extraños, de desconocido, y se le abalanzó
aullando como lobo.
El niño no supo lo que hizo entonces, sólo recordó después a
la cabeza de su padre rodando y cayendo por el barranco, sin dejar
de aullar, y al cuerpo decapitado que cayó sobre él, bañándolo con
su tibia sangre.
-Tu alma me pertenece- le dijo la sombra-, porque tu propio
padre me la entregó y porque has cometido parricidio. Pero gracias
a la cobardía de ese despojo, tienes una oportunidad de salvarte.
La deuda de él pasará a ti. Ahora tienes seis años. Una vez que
cumplas los sesenta y seis, el doble de la edad de tu dios cuando
murió y la misma que tenía tu padre cuando lo mataste, deberás
entregarme a tu primogénito el último día de “El Reto”. Ya viste
qué pasará si no lo haces. A cambio, serás el mejor maestro
director que haya existido, y tendrás a la mujer que quieras.
La sombra se esfumó ante sus ojos, ya no se veía cuando se
escuchó en el aire: “¡No olvides!”...
La policía concluyó que los dos Antonios fueron atacados
por maleantes y que el niño no podía declarar por el shock
causado al presenciar el asesinato de su padre. Nadie sospechó de
él, creció y se cumplió lo que dijo el demonio.
Pero de poco le sirvió lo que aquel le otorgó: Los tiempos
cambiaron, disminuyó el respeto de la gente por su oficio, y la
habilidad que le dio fama y fortuna a su padre, ahora no bastaba ni
para asegurar la comida. Además, decidió nunca tener esposa ni
hijos, para no entregarlos ni pasarles aquella maldición.
De aquel encuentro no sacó nada bueno, sólo heredó el pacto
y la deuda de otro desgraciado. Evidentemente, era víctima de un
timo sobrenatural. Con el tiempo, le pareció como si aquello
nunca hubiera pasado.
Después de cumplir los sesenta y seis años, don Antonio se
fue a Itztlacahua para no morir en el mismo lugar donde lo hizo su
padre y para regresar a donde fue feliz por un corto tiempo, antes
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de que aquella pesadilla invadiera su vida, acabando de una vez y
para siempre con su niñez y su inocencia. “Dos días” dijo para sí
el viejo maestro, y luego buscó olvido en el sueño.
Segundo día
Lo despertó un grito en medio de la madrugada. Era sólo el
canto de un gallo, pero ya no pudo dormir. Asomado a la ventana,
esperó que amaneciera. No se veía a la moto en el patio, de seguro
Jesús y su novia se fueron a un bailongo después de cenar.
Al mediodía continuó la representación de “El Reto” donde
se quedó el día anterior: la princesa Floripes, hija del rey de los
moros, se enamora de Oliveros y le ayuda a él y al resto de los
cristianos presos a escapar, pero son descubiertos.
Los moros cuelgan a los fugitivos a las afueras de la ciudad,
para que el enemigo vea cómo los cadáveres de sus compañeros
son devorados por las aves carroñeras.
El segundo día de “El Reto” acaba cuando los cristianos, que
han logrado que los moros les entreguen a sus muertos, desfilan
cargando a estos alrededor de la plaza, acompañados por una
marcha fúnebre.
En medio del desfile mortuorio empezó a llover. Don
Antonio ordenó que no parara la ceremonia y le dijo a los músicos
que tocaran más fuerte. Se dice que en esas fechas llueve mucho
porque Dios Padre llora la muerte de su hijo, y al ver a los vasallos
empapados, cansados, sucios de lodo, con los rostros cubiertos de
gotas que parecían lágrimas, algunos espectadores empezaron a
llorar también, aunque no se notó, porque el llanto se mezcló y
confundió con la lluvia.
Don Antonio acabó igual o más cansado que sus actores, y
al caminar de regreso a su hospedaje, alumbrado por las
luciérnagas y la luna, pensaba únicamente en una muda de ropa
seca, un jarrito con chocolate caliente y una cama tibia.
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Antes de que se viera la casa de su anfitrión, notó que uno de
los vasallos disfrazados de moro corría tras él, como si intentara
alcanzarlo. Don Antonio se detuvo para esperarlo. El vasallo no
contestó a su saludo, lo rebasó unos dos metros y se detuvo sin
dejar de darle la espalda, mostrando la máscara que le cubría la
nuca. Por su gran altura, don Antonio supo que no era ninguno de
sus actores. Alguien gritó a lo lejos. Dándole siempre la espalda,
el enmascarado avanzó hacia él, caminando hacia atrás. Los ojos
pintados sobre el rostro de madera parecían mirarlo fijamente. De
la máscara salía un ruido leve y extraño, a medio camino entre la
respiración y el silbido, con grumosos chasquidos y chapaleos,
como si alguien intentara articular palabras con la boca reventada
o llena de saliva. Era un sonido francamente repulsivo, más
teniendo en cuenta que parecía salir no de la cara, sino de la nuca
del vasallo, y que fue subiendo de volumen al mismo tiempo que
el desconocido avanzaba a grandes zancadas, estirando un brazo
de forma antinatural, hasta casi tocar al viejo maestro, y sacando
con el otro brazo lo que a la luz de la luna se definió como un
machete. El maestro salió de la vereda y corrió hacia los
sembradíos. Sin mirar atrás, huyó arrebasando durante varios
minutos siluetas de árboles y ruidos de grillos.
Corrió y corrió, como alma que lleva el diablo. Se detuvo a
la puerta de la casa: una sombra que le recordaba demasiado a
alguien estaba parada ahí, como si lo esperara.
El director se calmó cuando notó que la sombra era Jesús. Se
acercó para saludarle, pero lo paró en seco una voz de anciano:
-¿Es usted el maestro Antonio Martínez?
A la luz del foco de la entrada, la sombra se convirtió en un
cuerpo. Era Jesús, pero su cara era ahora ceniza y llena de arrugas,
como si hubiera envejecido cincuenta años en unas cuantas horas.
-Soy el padre de Jesús- dijo el anciano, y un suspiro de
alivio salió de don Antonio.
-Lo esperaba para decirle que puede quedarse en esta su casa
el tiempo que desee. Eso es lo que hubiera querido mi hijo.
Don Antonio se quedó callado, sin entender.
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-Mi hijo murió ayer en la noche. Se estrelló en su moto, allá
en la carretera a Cuautla.
Luego de un rato de silencio, el padre de Jesús volvió a
hablar:
-Tenga las llaves. En este papel escribí la dirección de mi
miscelánea, para que me las regrese cuando se marche.
El anciano agarró aire, y continuó hablando:
-Quedó tan jodido el pobre, que decidimos velarlo de una
vez e incinerarlo, para que su alma no sufriera repartida en tantos
pedazos de cuerpo. En el coche tengo sus cenizas. Ahí también
está Erika, su novia. No quiso salir del coche ni entrar a la casa.
Yo si tuve que entrar, por unos papeles que pidieron los del
gobierno y para esperarlo a usted. Dios quiso…
Pero no acabó la frase. El padre de Jesús caminó hacia su
auto. Antes de llegar se detuvo.
-¿Sabe qué no entiendo? ¿Por qué mi hijo, al que le puse el
nombre de Nuestro Señor para que me lo protegiera, tenía que
morir en estos días, como Él? ¿No le parece algo así como una
burla?
Aquella noche llovió a cántaros. El agua se coló por las
ventanas cerradas e inundó la casa, que ahora sólo habitaban él,
los alacranes y los fantasmas.
Tuvo pesadillas demasiado nítidas, coloridas y sentidas,
como las que se tienen en noches de cruda. Soñó que alguien
zarandeaba su cama y que él, paralizado, no podía ver quién era.
Luego se vio en medio de una representación de “El Reto”.
Vasallos disfrazados de musulmanes rendían homenaje a un dios,
pero no a su Alá; sino a otro, a un dios sentado en un trono que
llevaban cargando varios moros. Era parecido a un humano, joven
y desnudo, pero nada bello, porque su estatura era monstruosa,
irreal, de más de tres metros de alto. Blandía un gigantesco
machete y con él se rebanaba continuamente a sí mismo, cortaba
pequeños trozos de su carne. Estaba cubierto de llagas y heridas de
las que manaba abundante sangre formando apestosos charcos de
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rojo oscuro. Mientras se inmolaba, la gente a su alrededor rezaba y
cantaba oh, nuestro señor el purulento, oh señor de las llagas que
se vuelven a abrir, oh señor llagado.
Lo despertó el silencio cuando dejó de llover, ya muy
entrada la madrugada. Se quedó un rato en medio de la oscuridad,
sin pensar en nada, con la mente vacía. Echarse agua fresca en la
cara, eso le vendría bien. Salió del cuarto y bajó las escaleras sin
prisas. Abajo lo esperaba algo que tenía los rasgos y voz de su
madre anciana, pero que no era ella, porque su santa madre llevaba
mucho tiempo enterrada bajo tierra.
-¿Santa? Si fue tan santa como crees, ¿por qué se la están
cogiendo ahora los míos?
-Hijo de tu chingada madre -dijo con furia don Antonio, sin
hacer caso a las venenosas palabras -. ¿Cómo pudiste causar la
muerte de ese joven, nomás para reírte de Nuestro Señor? Dios te
castigará por eso…
-¿Y cómo me va a castigar? ¿Mandándome al infierno?
Mira, no vine a chismorrear, sino a avisarte algo: No porque no
hayas tenido hijos, vas a poder huir de tus compromisos. Bien
sabes quién sirve de suplente para el chamaco que no tuviste los
huevos de hacer.
-No te atrevas, hijo de la…
-Ahora, voy a darte una probadita de lo que te espera si no
me cumples.
Apenas dejó de hablar la caricatura de su madre, don
Antonio cayó al suelo y se retorció de dolor como lombriz sacada
de la tierra y se puso a gritar como mujer pariendo. Nadie le
escuchó ni vino en su ayuda. Cuando se pudo levantar, hacía
mucho tiempo que aquello se había ido.
Tercer día
El último día de “El Reto” hay una batalla sobre un río,
representado por largas telas azules que agitan doncellas
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disfrazadas de seres marinos.
Los cristianos toman el puente Mantible y matan a todos los
moros, excepto a Fierabrás y a la giganta Miota. Esta última
asesina a sus hijos para que no sean bautizados y luego se enfrenta
y mata a todos los cristianos, a excepción de Carlomagno, que
logra vencerla atravesándole el corazón con su machete.
Al verse solo entre tanto cadáver, Carlomagno llora y reza a
su Dios, quien le concede el milagro de revivir a los cristianos.
Para vencer al gigante Fierabrás, es necesario que los doce
pares de Francia le encajen sus lanzas, todos a la vez. Serpentinas
rojas son lanzadas desde la panza del gigante, como sangre que
mana de sus heridas mortales, y un concierto de cohetes anuncia la
derrota del enemigo.
Acabada la guerra, Dios revive también a los moros y todos
juntos, moros y cristianos, bailan la última danza. Después, es
costumbre que se meta a la plaza un torito hecho de carrizos y
retacado de cohetes, e ilumine la noche con su lluvia de luces,
zumbidos y tronidos.
Algo salió mal en esta ocasión. Le encargaron la tarea a unos
coheteros inexpertos y el torito empezó a disparar su arsenal
contra vasallos y espectadores, que huyeron corriendo o se
escondieron donde pudieron.
Cuando controlaron al torito, los espectadores regresaron a
sus lugares riendo y festejando. Una mujer gritaba preocupada:
-¡Mi hija! ¡¿Dónde está mi hija?!
Quien gritaba era la madre de la niñita que representaba a la
imagen de la Virgen. Algunos dijeron haber visto a un hombre que
corría hacia los cerros con una niña en brazos, y hacia allá se
dirigió una turba de gente enfurecida.
Al sentirse perseguido, apretó el paso. En las afueras de
Itztlacahua, al pie de un pequeño cerro, un burro pastaba
tranquilamente, meneando su cola sin parar. Don Antonio se paró
frente al animal, lo observó un momento y decidió dejar ahí a la
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niña, enfrentarse a su destino solo.
Estaba a punto de hacerlo cuando los ojos del borrico se
llenaron de fuego y la bestia le habló:
-¿Qué, eres igual de cobarde que tu padre?
Hallaron a la niña arriba del cerro. Había sido decapitada.
Nunca encontraron su cabeza. Cerca de ella, don Antonio,
empapado de sangre, lloraba como un niño.
Lo llevaron arrastrando hasta el pueblo. En la misma plaza
donde se presentó “El Reto” lo golpearon, apalearon y
machetearon. Aún le quedaba un pequeño aliento de vida cuando
le rociaron gasolina y le prendieron fuego.
Al cadáver, completamente negro y chamuscado (a
excepción de los ojos, que brillaban como si aún estuvieran vivos),
lo tiraron junto a un montón de basura.
Horas después llegaron los policías. Cuando los del forense
se acercaron para recoger el cuerpo, se encontraron con un
espectáculo horrendo: Una cabra enorme, del tamaño de un
caballo, devoraba el cadáver. De un mordisco arrancó el ojo
izquierdo y se lo comió sin prisas, saboreándolo. Luego hizo lo
mismo con el otro ojo. Al acabar su festín, se alejó tranquilamente,
perdiéndose en la oscuridad de la noche.
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SANTA MUERTE Y SAN LA
MUERTE
UNA LEYENDA DE SAN LA MUERTE
Voy al más allá,
joven San la Muerte,
quiero morir ya
sólo para verte.
Aquellos que son sietemesinos, que al nacer causaron la
muerte de su madre, que tienen alguna deformidad o que nacieron
en luna llena, pueden llegar a ser brujos capaces de hablar con los
muertos, de domar al lobo, al rayo y a la lluvia; de curar o causar
enfermedades; pero antes, para lograr ese poder, hay que pasar
algunas pruebas.
La primera prueba es la de internarse en un bosque sin
decirle a nadie adónde se va, encontrar un río, ponerse en cuclillas
junto a él y permanecer siete días sin comer, beber, moverse ni
hablar.
La última prueba es la de viajar al inframundo y regresar.
Se cuenta la historia de un joven que, teniendo tres de las
marcas sagradas, decidió hacerse brujo. Al despedirse de su
prometida, esta le suplicó, creyendo que la abandonaba, y el joven
le confesó que sólo iba al bosque a realizar la primera prueba.
Pasaron los siete días de la prueba, luego otros siete, el joven
no regresaba y la novia salió en su búsqueda.
Al llegar al río, se encontró con lo que quedaba de él. Había
aguantado el hambre y la sed, soportado sin moverse ni hablar las
visitas de los espíritus seductores y de los demonios, pero falló la
prueba desde el principio, al contarle a ella sus planes, así que los
demonios le sorbieron la vida, las hormigas devoraron su carne, la
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lluvia lavó sus huesos y la novia halló sólo un blanco esqueleto en
cuclillas.
Después de llorarle, tomó una falange del cadáver
descarnado y la guardó en su bolso.
Cuando regresó a su pueblo, se encontró a su madre
enferma, al borde de la muerte. La joven, apretando el hueso con
sus dos manos, rogó al novio que le ayudara desde el más allá, y la
madre se curó inmediatamente. Desde entonces se sabe que los
huesos humanos tienen el poder de sanar a los enfermos y los
artesanos hacen tallas en madera que representan a San la Muerte
como un esqueleto en cuclillas. Para que la escultura tenga algún
poder, debe tener incrustado un verdadero hueso humano o
hacerse con la madera de un árbol tocado por el rayo.
UNA LEYENDA DE LA SANTA MUERTE
Santísima muerte de mi adoración,
no me desampares de tu protección.
En la Biblia está escrito: “Y mandó Jehová Dios al hombre,
diciendo: De todo árbol del huerto comerás; menos del árbol de
ciencia del bien y del mal, porque el día que de él comieres,
morirás”. Eva y Adán desobedecieron la orden, comieron del árbol
del conocimiento y Jehová los condenó: “con el sudor de tu frente
conseguirás el pan de cada día hasta que vuelvas a la tierra, polvo
eres, y al polvo serás tornado”.
Cuenta la leyenda que, para llevar a cabo el castigo
impuesto, Dios escogió un ángel menor y le entregó una guadaña
para segar la vida de los mortales.
A diferencia de los demás ángeles, que eran bellos y amados
por los hombres, el Ángel de la Muerte, con su rostro descarnado
y sus alas negras, inspiraba sólo horror y espanto. Su tarea era
muy dura y nunca descansaba. Su alma se fue amargando, se hizo
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cada vez más parecida a la de los vivos que castigaba y más lejana
de su divino origen, hasta que dejó de ser ángel y se quedó en algo
menos que demonio. Entonces decidió coronarse emperadora de la
tierra y salió a dar batalla campal para extender y consolidar su
imperio. Muchos sabios, brujos y reyes quisieron resistírsele,
ganarle su cetro y huir del filo de su guadaña. Pero ni la magia, ni
la sabiduría, ni el ejército más poderoso, pudieron detener a la
Muerte.
Pasaron los siglos. Jehová decidió perdonar al hombre y
mandó para ello a su hijo, quien con su sacrificio borró la afrenta
humana y con su resurrección fue el primero en vencer a la
Muerte. Esta, al ver al justo varón vencerle sin armas, sin magia y
sin ejércitos, recordó el cielo que abandonó por su misión en la
tierra, se arrepintió de su vanidad, rompió su corona y su cetro y se
arrodilló a los pies del Señor.
“Levántate”, le dijo Jesús, “y continúa con la misión que te
dio mi padre, mantén el equilibrio sobre la tierra hasta que yo
regrese y se imponga el nuevo reino y la vida eterna, entonces
podrás morir y descansar de tu pesada carga”.
Desde entonces la Muerte, sin ser ya ni ángel ni rey, lleva a
cabo su tarea esperando el momento del juicio final y de su
merecido descanso, pues nadie en la tierra trabaja tanto ni es más
justo que la Muerte.
Esta es la leyenda que vi pintada en el retablo de una capilla
dedicada a la Santa Muerte, en la colonia Morelos.
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TOMASITO HERRERA
Tomasito Herrera
le dijo a su madre:
“Allá por la sierra
me mató mi padre,
ve por mi cadáver
y entiérralo bien,
porque si no, mi alma
se va a aparecer”.
No se sabe si alguien las deja ahí o si simplemente aparecen,
pero cada día son más las personas que en la banca de una estación
de autobuses, en un baño público, en un cajero automático, se
encuentran alguna de las estampitas de Tomasito Herrera, espíritu
del más allá.
De un lado se ve en blanco y negro el retrato del niño
fantasma, tan borroso que no se sabe si es fotografía o pintura, si
lo que tiene en la mano izquierda es una pelota o una bola de luz.
Del otro lado está escrita la Invocación al espíritu de
Tomasito Herrera:
“Oh, Dios Todopoderoso, permite al espíritu puro de
Tomasito que se aparezca y sea mi protector, y que me aparte de
peligros, fracasos, pesares, dificultades, conflictos, enfermedades
y pleitos. Oh, Tomasito, ven y retira toda clase de maldades de mi
mente y pensamiento, y protégeme de mis enemigos y fracasos. Al
hacer mi petición, Dios de bondad, tengo en mi mano la Reliquia
consagrada del niño Tomasito Herrera, la cual desde hoy portaré
con toda Fe y Amor”.
Si uno lee en voz alta esa invocación, acaso el espíritu se
aparezca y le llene de riquezas, le entregue aquello que siempre ha
deseado o le dé el secreto para vivir muchos años. Tal vez se lo
lleve al purgatorio jalándolo de las patas o le rompa los tímpanos
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con su llanto sepulcral. Tal vez no pase absolutamente nada.
Varias veces, desde que me encontré la estampita por casualidad o
destino, he tenido la tentación de leer esa invocación en voz alta.
Pero hasta ahora no me he atrevido.
MALVERDE
Jesús se murió en la cruz,
en la cruz crucificado;
Jesús Malverde murió
en un mezquite colgado.
Aquí, en la tierra que quedó sepultada bajo este suelo de
cemento, estaba el árbol donde colgaron a Malverde. Eso dijo el
viejo, mientras golpeaba con la bota el lugar al que se refería.
Después de unas fumadas se puso a toser, y continuó su historia
envuelto por el humo de la mariguana. Según él, todo empezó en
una cantina. Para los borrachos y para los corridos, todas las
tragedias empiezan ahí.
Malverde se echó unos tragos y un desconocido le invitó
otros más. Despertó al día siguiente dentro de un vagón de tren,
con la nueva de que se había endeudado a lo grande y firmado
unos papeles que lo comprometían a irse de obrero, a tierras
lejanas y desconocidas, a trabajar en el tendido de vías férreas.
Para poder regresar a Culiacán gastó sus fuerzas juveniles
colocando cientos de kilómetros de vías de la línea de Ferrocarril
Sud-Pacífico desde un desierto extranjero hasta aquí. Diez años
después de haberla dejado, Jesús volvió a su casa. Encontró a sus
padres acostados en su cama. Sus cuerpos estaban tan limpios por
la falta de alimento que no se habían descompuesto, aunque
llevaban mucho tiempo muertos. Años atrás, se tumbaron para
guardar fuerzas y el hambre chupó sus músculos y vísceras hasta
dejarlas sin jugo. Los gusanos no encontraron que comer, sólo
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huesos y piel tensada sobre ellos como un tambor.
Como eran muy viejos, nadie los recordaba ni visitaba, así
que nadie le pudo decir al hijo cuándo murieron. Jesús prendió
fuego al jacal y a los sembradíos que la Culiacán Irrigation
Company tenía en la tierra de su familia, y se fue para el monte
perseguido por la policía rural, la acordada. Ahí se hizo más
bravo que un gato cimarrón y formó una banda para trasquilar a
los nuevos dueños de Sinaloa.
Robaban haciendas y casonas de ricos en los alrededores de
Culiacán; asaltaban los carruajes que pasaban por los caminos a
Quilá, Mocorito, Tacuichamona, Aguaruto, La Pipima y Navolato,
y a los trenes cuyas vías ayudó a construir.
Decían que era imposible darle caza, que tenía trato con el
maligno. La verdad es que él y su banda se disfrazaban
cubriéndose con grandes hojas de plátano, así podían meterse y
escabullirse en cualquier lado. Así, a mitad de una persecución, se
esfumaban casi frente a los ojos de los rurales. Sus perseguidores
podían ver una fogata prendida, acercarse y no encontrar a nadie
por más que buscaran. Podían oír a los bandidos, pero no verlos.
Empezaron a temerles como a una banda de fantasmas, por eso ya
le decían el ánima a Malverde, mucho antes de que lo ahorcaran.
Fueron sus víctimas las familias más poderosas de Culiacán:
los Redo, los Fernández, los Martínez de Castro, los de la Rocha.
Pero su blanco preferido era el gobernador de Sinaloa, el general
Francisco Cañedo, amigo del presidente Díaz y socio de la
Culiacán Irrigation Company.
Una tarde, le llegó una carta al gobernador. Con mucha
educación y faltas de ortografía, el remitente le anunciaba que se
metería a desvalijarle la casa, agregaba la fecha de la visita, 3 de
mayo, y acababa firmando “Sullo, Jesús Malverde”.
El día prometido, sin importar la vigilancia puesta,
penetraron en la mansión y la saquearon. Nadie notó la presencia
de los ladrones, ni los perros. Lo que más le pudo a Cañedo fue el
robo de una espada con joyas incrustadas que Don Porfirio le
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había regalado y que supuestamente perteneció al emperador
Maximiliano.
A los pocos días, tapizaron Culiacán con carteles que
prometían la recompensa de veinte pesos para aquel que entregara
a Malverde, vivo o muerto.
Al parecer, la oferta era tacaña, porque nadie lo entregó. Su
banda era famosa por repartir el botín con gente pobre. Tal vez a
eso se debió el que pudiera vivir otro año y repetir el siguiente 3
de mayo, carta mediante, su visita a la casa del general Cañedo.
Esa noche, entre otras cosas, se llevaron el cinturón con hebilla de
oro que el gobernador, poco antes de acostarse, dejó en una silla
junto a su lecho.
La ciudad fue tapizada con carteles que ofrecían cien pesos
por la captura de Malverde, vivo o muerto, además de prometer
jugosas pagas para quienes dieran informes sobre su paradero y el
de sus compañeros.
Casi un año después, a inicios de la primavera, hubo una
balacera entre rurales y bandoleros en la que murió gente de
ambos lados.
Gracias a sus disfraces de planta, los ladrones pudieron
esconderse en el monte, con las balas zumbando en sus oídos y
rozándoles los cráneos, y llegar hasta su escondite, en una cueva
que se localizaba rumbo a Mocorito. Ahí notaron que de unas
hojas de plátano brotaba sangre humana: habían herido a
Malverde. Estuvo guardado un rato en su escondite. Le pegó la
gangrena en una pierna y se extendió rápido. Cuando notó que
empezaba a oler a cadáver, bajó al pueblo en su caballo y le dijo a
un viejo que lo entregara para cobrar la recompensa.
Le quebraron los huesos a culatazos hasta que las suelas de
los rurales quedaron llenas de sangre y la porquería coagulada en
el suelo atrajo a todas las moscas de Sinaloa, pero no confesó
donde estaban la espada y los demás tesoros del gobernador.
La mañana del 3 de mayo, la misma fecha de los dos robos a
la mansión Cañedo, lo colgaron de un mezquite en los arrabales de
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la ciudad, cerca de las vías de tren. Cuando dejó de patalear, lo
degollaron para asegurarse de su muerte.
Se prohibió descolgar su cuerpo o enterrarlo, con la orden de
ahorcar en ese mismo árbol a quien lo intentara. Debía dejársele
podrir en la cuerda, a la intemperie, y que se lo comieran los
cuervos.
Al parecer, el fallecimiento de Jesús Malverde no fue razón
suficiente para que faltara a su tercera cita con el gobernador, y
entre los objetos de valor que robaron esa misma noche de su
mansión, estaba su pistola de plata, que había ocultado bajo su
almohada antes de acostarse.
Un año después de la muerte de Malverde, seres invisibles
se metieron por cuarta vez en la mansión de los Cañedo y esta vez
se llevaron hasta el anillo de bodas de la señora, que ella no se
quitaba nunca, ni para dormir.
Al día siguiente, la señora Cañedo se fue de la casa con sus
dos hijos. El gobernador se negó a huir y a dejarse vencer por un
fantasma ladrón, y se quedó solo.
Dos años después de la muerte de Malverde, se metieron por
quinta vez en la casa. Nadie supo bien qué pasó durante la noche,
pero al otro día encontraron al gobernador diciendo incoherencias
y disparando a todo lo que se moviera. Antes de que pudieran
controlarlo, mató a dos de sus propios hombres.
Se esparció el chisme de que al gobernador se le apareció el
ánima de Malverde, con el rostro comido por los animales
carroñeros, pero limpia y elegantemente vestida, como le gustaba
en vida, y luciendo los tesoros robados al general: su pistola de
plata, su espada, su cinturón con hebilla de oro y hasta el anillo de
bodas de la señora Cañedo, que el ánima usaba para ahorcar el
negro paliacate que tenía alrededor del cuello, ocultando las
marcas de cuerda.
Lo cierto es que el general quedó loco, y no volvió a
recuperar la cordura. Fue recluido en el Hospital Psiquiátrico de
Sinaloa. Un par de meses después amaneció tirado al lado de su
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cama, con los ojos muy abiertos, como si le hubieran cortado los
párpados. La noche anterior le habían robado su vida, lo último de
valor que le quedaba.
El cuerpo de Malverde se columpió durante unos meses en
el mezquite, hasta que la cuerda se pudrió y cayó siendo ya puro
esqueleto, aves y gusanos se habían comido todo lo blando. En el
suelo, los huesos se mancharon con la negra y olorosa miel que
suele manar del mezquite y salpicar a la tierra bajo su copa. Las
hormigas devoraron los escasos pellejos que aún quedaban.
Pero, como al mezquite en que lo mataron, a Malverde no se
le hacía desaparecer con facilidad. Los mezquites pueden ser
quemados, arrancados de cuajo; pero vuelven a crecer, a veces de
una raíz olvidada o de una vaina lanzada por los vientos de junio.
En una ocasión, un viejo campesino llegó hasta los restos del
bandido buscando a su mula, su única posesión de valor, que
llevaba horas extraviada.
-¡Tú que en vida me ayudaste, ayúdame a encontrar mi
mula!- Le dijo a los huesos. A los pocos minutos apareció el
animal, rumiando y meneando el rabo. Agradecido, el hombre
colocó tres piedras sobre el cadáver, y al regresar al pueblo contó
el milagro. Fue entonces cuando la gente empezó a visitar a
Malverde para hacerle algún pedido y arrojarle una piedra por
cada milagro concedido. Si bien estaba prohibido enterrarlo, nada
se había dicho de empedrarlo. Así lo fueron sepultando poco a
poco, cubriéndolo con una montaña de piedras.
Luego empezaron a dejar velas y flores, y al fin
construyeron una capilla en el lugar. Sus devotos le atribuyen la
protección de los que cruzan ilegalmente a Estados Unidos y de
los pobres que enfrentan causas penales, siendo, como San Judas
Tadeo, patrono de las causas perdidas. También ayuda a encontrar
lo perdido y lo robado. Las pirujitas le rezan para que regresen sus
mejores clientes. Los campesinos le piden que el ejército no
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queme sus cultivos de amapola y marihuana, y los traficantes de
droga solicitan su ayuda para pasar mercancía al otro lado.
Pasaron los años. Cerca de la antigua estación de ferrocarril
construyeron primero un nuevo Palacio de Gobierno y luego la
Ciudad Judicial, y aprovecharon para destruir la capilla de
Malverde. Intentando acabar con su culto, tumbaron el mezquite y
taparon el suelo santo con cemento.
No se debe de hacer eso, la tierra es vida concentrada en
polvo, como la leche en polvo, como una raya de coca. Debe estar
al descubierto, no sepultada como un muerto bajo la piedra
artificial, ni bajo el chapopote, negro y apestoso como el diablo, al
cubrir con eso la tierra es como si el demonio se la montara. Por
eso tiembla a cada rato en las ciudades y las grietas que entonces
se abren se tragan a tantos que no se les vuelve a ver.
La gente construyó de nuevo la capilla en otro lado, ahí es
donde hasta hoy van a rezarle y a darle regalos. Pero no es en su
capilla actual donde están los restos de Malverde, sino aquí, en el
terreno sobre el que construyeron el estacionamiento de la Ciudad
Judicial. Aquí, en la mera cueva del lobo, en la casa de Judas, bajo
esa montaña de piedras que se ve tan mal y dificulta el paso a los
coches, pero aún así nadie se atreve a quitarla.
El cuidador sonrío mostrando sus dientes podridos. Se sacó
el escapulario que llevaba pegado al cuerpo y me lo presumió:
–Siempre cargo su imagen- dijo. –Le pido que no me
agarren los milicos, que no me cachen mi chicle motita. Le pido
que me proteja, pues a mariguanos como yo son a los que les
cortan la cabeza pa decorar puentes. Yo sólo soy un pinche
franelero. Eso sí, todos me conocen y nadie me molesta si de vez
en cuando me fumo mi churrito pa las reumas, hasta vienen los
uniformados para que me moche o para que les venda.
Algunos se asombran al ver tamaño montón de piedras en
medio del estacionamiento, y es que pocos saben que aquí estaba
el santo mezquite donde lo colgaron, pocos vienen a dejarle su flor
y su piedra.
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Cada vez que hay cambio de comandante, mandan quitar las
piedras. Pero ningún policía se atreve a tocarlas, menos lo haré yo.
Luego me llega de la mala, cocuda y húmeda, pero esa que
le vendí es de la que fuma el Papa ¿A poco no pone en chinga?
Ocúltesela en los huevos, no quiero que se la jallen, y váyase
rápido de este lugar, que está lleno de tiras. Anda, váyase ya.
GAUCHITO GIL
En esa cruz del camino,
mojón de vida y de muerte,
degollaron al Gauchito,
custodio fiel de tu suerte.
A orillas de la carretera están esparcidas las capillitas rojas
dedicadas al Gauchito Gil. Parecen las gotas de sangre que
derramó el gigante Ñandeyará al pelear con Cristo.
Se dice que Antonio Gil podía curar con las manos e
hipnotizar con la mirada. Participó en la guerra de la Triple
Alianza, que dio la cosecha de ochocientos mil cadáveres -entre
ellos, más de la mitad de la población paraguaya-, y acabó cuando
los brasileños cruzaron la frontera de Paraguay, entraron a la casa
del presidente y lo asesinaron.
Cuando de nuevo llamaron al Gauchito para otra guerra, esta
vez entre colorados y celestes, se le apareció en sueños
Ñandeyará, aquel que había creado a los seres humanos, y le dijo
que ya estaba bueno de matar hermanos, así que el Gauchito huyó
para el monte, donde sobrevivió haciéndola de cuatrero hasta que
lo pescaron y mandaron maniatado a Goya para ser juzgado por
deserción y robo.
Era sabido que los prisioneros que tenían ese destino jamás
llegaban a Goya. Para no hacer el camino completo, los soldados
aplicaban a los presos la ley fuga: los incitaban a huir y les
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acribillaban por la espalda.
Un 8 de enero, un sargento, tres soldados y un preso
amarrado, al llegar al cruce de las picadas, al norte de Mercedes,
se detuvieron dizque a comer.
-No me matés, porque la orden de perdón viene en camino -
Dijo el Gauchito al sargento.
-De esta no te salvás.
-No, si yo sé que lo mismo me vas a degollar. Pero te digo
más: Cuando llegues esta noche a Mercedes, junto con la orden de
mi perdón te van a dar la noticia de que tu hijo se está muriendo de
mala enfermedad, y como vos vas a derramar sangre de un
inocente, invócame para que yo interceda ante Dios Nuestro
Señor, porque es sabido que la sangre del inocente sirve para hacer
milagros...
Los militares se burlaron y lo amarraron a un algarrobo. Le
dispararon varias veces, pero ninguna de las balas entró a su
cuerpo porque el Gauchito llevaba un amuleto de San la Muerte,
que sirve para alejar las balas, así que el sargento ordenó que lo
colgaran boca abajo y, sin nunca verle los ojos para no quedar
hipnotizado, lo degolló como a las vacas y cerdos.
Al regresar en la noche a su pueblo, el sargento se encontró
con dos noticias: la primera, que veinte personas notables de
Mercedes habían firmado una petición de perdón para el Gauchito,
famoso por su bondad y sus poderes, y el perdón había sido
concedido por el coronel Salazar.
La segunda, que el menor de sus hijos estaba muy grave, con
fiebre altísima, y el médico lo había desahuciado. Entonces el
sargento se arrodilló y le pidió al ánima del Gauchito que
intercediera ante Dios para salvar la vida de su hijo. Al llegar la
madrugada el milagro se había hecho y el niño se había salvado.
Entonces el sargento construyó con sus propias manos una cruz
con ramas de espinillo o ñandubay, la cargó sobre sus hombros y
caminando la llevó hasta el lugar donde había asesinado a Antonio
Gil. Colocó la cruz, pidió perdón y agradeció. Aún está en ese
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lugar el santuario dedicado al Gauchito, rodeado de un ejército de
banderas rojas.
Rojas son también las veladoras que se le prenden y las
cintas que atan en las ramas de árboles a orillas de los caminos, así
como los pequeños altares dedicados a su memoria, que abundan
en las carreteras como cruces de muertos en accidentes. Se dice
que, al pasar cerca de alguno de esos altares, los automovilistas
deben tocar su claxon para llegar a buen destino.
También se dice que, lo mismo al mediodía, cuando las
casas se derriten bajo el sol correntino, que en la madrugada,
cuando el reflejo de la luna cae al lago chapoteando como la
cabeza de un decapitado, se puede ver al ánima del Gauchito Gil
con su vincha, pañuelo y cinto rojos, caminando junto a su
compadre San la Muerte, que esconde su descarnada huesa bajo un
poncho de pelo de llama. Se ve que discuten larga y tendidamente
de algo, pero desaparecen de repente, antes de que alguien pueda
oír de qué.
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NOTAS
LA CABEZA DEL PADRE
-Después de nueve meses de guerra, Ignacio Allende, Juan Aldama y
Mariano Jiménez fueron fusilados en Chihuahua el 26 de junio de 1911.
El cura Miguel Hidalgo fue fusilado el 30 de julio del mismo año. Los cuerpos de los cuatro hombres fueron decapitados, y sus cabezas
llevadas a Guanajuato y colocadas en jaulas de hierro en cada una de las
esquinas de la Alhóndiga de Granaditas, de donde se retiraron en 1821 para enterrarlas junto a sus cuerpos bajo el altar de los Reyes en la
Catedral de la Ciudad de México. En 1925 los restos fueron llevados a la
Columna de la Independencia, en donde reposaron hasta el 30 de mayo de 2010, fecha en la que, con motivo del bicentenario de la
independencia y centenario de la revolución, fueron trasladados al
Museo Nacional de Historia para su análisis y autentificación.
-Las décimas fueron sacadas de la antología Ómnibus de poesía mexicana, con presentación, compilación y notas de Gabriel Zaid,
editorial Siglo XXI.
FRAGMENTOS DEL LIBRO DE LOS ZIUMITECAS
-Irritilas, huachichiles, zacatecos, huamares, tecuexes, pames, yaquis,
pápagos, mayos, acaxes, sauaripas, seris, tarahumaras, sinaloas, cuampes, tobosos, huicholes, tepehuanes y decenas de pueblos más, casi
todos extintos actualmente, han sido habitantes del norte mexicano.
Distintos entre sí, fueron amontonados por los aztecas en la palabra
chichimēcah y por los españoles en su equivalente “bárbaros”. La ignorancia y el desprecio, máscaras de la avaricia, condenaron a la
destrucción y al olvido a casi todos estos pueblos y a su cultura.
-“Su desnudez y violencia hacen pensar en el hombre después de la caída”. Eso escribió el padre Pérez de Ribas de los chichimecas en su
Historia de los triunfos de Nuestra Santa Fe (México, 1944. p. 599).
-Leandro Izaguirre (1867 - 1941). Nació y murió en la Ciudad de
México. Pintor, ilustrador y profesor mexicano. Se dedicó, como otros de sus contemporáneos, a la pintura de temas históricos, en un intento
por crear una escuela mexicana de pintura. Izaguirre es quizás el artista
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más conocido de ese movimiento, precursor del muralismo mexicano,
por su realista Tortura de Cuauhtémoc (1892), que expuso en Filadelfia,
ganando un premio. Fue profesor en la academia de San Carlos y entre sus alumnos se
encontraba Saturnino Herrán. Vivió en Europa de 1904 a 1906 y trabajó
como ilustrador para El mundo ilustrado.
EL RETO DE LOS DOCE PARES DE FRANCIA
-Durante la Semana Santa, El Reto de los Doce Pares de Francia se
representa con distintas variantes en algunos pueblos de Morelos y de otros estados del país.
SANTA MUERTE Y SAN LA MUERTE
-El santoral es vano intento por democratizar la dictadura del
monoteísmo. De California a Tierra del Fuego, en carreteras y calles
abundan las capillas y altares dedicados a santos paganos, no aceptados por la iglesia de Roma.
-De origen guaraní, San La Muerte es venerado en Paraguay,
Argentina y Brasil. Las similitudes entre su culto y el que se le rinde a la
Santa Muerte en Centroamérica, así como las existentes entre dos bandidos generosos vueltos santos: Gauchito Gil, de Corrientes,
Argentina; y Jesús Malverde, de Sinaloa, México; hacen pensar que el
sueño de Bolívar, aquel de unir a Latinoamérica en una sola nación, es desde hace mucho tiempo una realidad en lo mítico y en lo espiritual.
-La invasión europea no acabó con la veneración a la muerte en México.
En la época de la colonia fueron adorados clandestinamente varios dioses prehispánicos, no sólo del inframundo. Durante el siglo XIX y
principios del XX se supo de esqueletos a los que se les rendía culto en
diversos lugares de la república, como Zacatecas, Hidalgo y Chiapas.
Pero es después de los años 70 cuando la creencia en la Santa Muerte, de ser secreta y casi exclusiva de brujos, se popularizó y se extendió
hasta Centroamérica y Estados Unidos.
-Poco se sabe de Tomasito Herrera, espíritu que el Niño Fidencio invocó varias veces, imagen de un infante muerto que circula en estampitas y
veladoras, ánima que se le aparece a místicos y curanderos.
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-Durante su gobierno, que duró de 1877 hasta su muerte, en 1909, con
breves interrupciones en que subieron a la gubernatura peleles suyos, el
general Francisco Cañedo, compadre de Porfirio Díaz, les entregó Sinaloa a los gringos: Les regaló terrenos, les condonó impuestos, les
puso en charola de plata la mano de obra. El hacendado podía encarcelar
o eliminar a sus trabajadores sin previa investigación. Mirar a los ojos del patrón era una grosería que se pagaba a varazos. Los peones
quedaban endeudados de por vida y por varias generaciones gracias a los
enganchamientos y a las tiendas de raya. En resumidas cuentas, todo
estaba más o menos como ahora. Es en ese contexto de injusticia y mal gobierno que nace la leyenda de Jesús Malverde, inspiradora de
películas como Ahí viene Martín Corona, de obras de teatro como El
jinete de la divina providencia (de Oscar Liera). Su culto se extendió de Sinaloa hasta más allá de las fronteras de México, a Estados Unidos y
Colombia, al ser adoptado por narcos y pequeños delincuentes como
santo patrón. Protector del lumpen, de los despreciados, Malverde es
Chucho el roto y Robin Hood, es Martín Corona y El Rey del Barrio. El párrafo donde se habla del mezquite y la información para esta nota
fueron tomados de Jesús Malverde, Artículo del historiador Luis Omar
Montoya Arias publicado en palabrasmalditas.net.
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Editorial HUACHICHIL
[email protected] México, 2013
EL BLOG DE LA MUERTE http://puroshuesos.blogspot.mx/