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La Constitución y los ayuntamientos democráticos La Constitución garantiza la autonomía de los municipios. Estos gozarán de personalidad jurídica plena. Su gobierno y administración corresponde a sus respectivos Ayuntamientos, integrados por los Alcaldes y los Concejales. Los Concejales serán elegidos por los vecinos del municipio mediante sufragio universal, igual, libre, directo y secreto, en la forma establecida por la ley. Los Alcaldes serán elegi- dos por los Concejales o por los vecinos. La ley regulará las condiciones en las que proceda el régimen del concejo abierto Con estas palabras se despachaba el art. 140 del bor- rador final de la Constitución de 1978. Se recogía así el principio de autonomía municipal, se establecía la elección directa de concejales, se recuperaba a la figu- ra histórica del concejo abierto, y en los dos artículos siguientes se permitía la asociación entre municipios (las mancomunidades) al tiempo que se proclamaba la necesidad de que las haciendas locales tuvieran una provisión financiera suficiente. Al menos sobre el papel, la Constitución recogía algunos de los elementos que habían sido consustan- ciales a las tradiciones democráticas del país —el fed- eralismo, el republicanismo y el anarquismo— y que hacían del municipio y de su autonomía la piedra angular de la vida cívica. Ciertamente se trataba de un reconocimiento tangencial, marginal, limitado, que quedaba relegado a un par de artículos. Baste decir que el reglamento que reguló las administra- ciones locales, la Ley de Bases del Régimen Local se retrasó todavía siete años, hasta 1985, prueba quizás de lo poco que importaban los municipios en la nueva democracia española. Las primeras elecciones municipales se cele- braron, sin embargo, casi inmediatamente después del referéndum de la Constitución de diciembre de 1978. Se convocaron para abril de 1979, pasado un mes de que se celebraran las primeras elecciones gen- erales bajo mandato constitucional. Por ellas los ciu- dadanos fueron llamados a elegir concejales y alcaldes, a elegir lo que en la época recibió el nombre de «ayuntamientos democráticos». Si descontamos los simulacros pleibiscitarios de las Cortes franquis- tas, había que retrotraerse a abril del '33 o enero del '34 en Cataluña para recordar unas elecciones munic- ipales libres. En 1933 las izquierdas, republicanas y obreras, obtuvieron una abrumadora mayoría en casi todas las capitales de provincia. Sólo el medio rural, y apenas el de la franja norte y centro del país, quedó para los partidos conservadores. Aparentemente y a juzgar por el conteo de los votos, las elecciones de 1979 fueron casi una repeti- ción de las de 1933. El PSOE obtuvo cerca del 30 % de los votos, casi lo mismo que la UCD. El PCE recibió más dos millones de votos y el 13 % de los sufragios. Los partidos de la extrema izquierda (el PTE, la ORT, el MCE, la OIC, la LCR) obtuvieron también cerca de medio millón de votos, lo mismo que la Coalición Democrática de Fraga. Las izquierdas en su conjunto obtuvieron unos resultados todavía mejores que los que habían obtenido un mes antes. En las grandes ciudades y en los cinturones industriales su victoria fue arrolladora. Valga decir que en lo que entonces era la provincia Madrid, las izquierdas rozaron el 59 %: casi un 39 % para el PSOE, un 17 % para el PCE y un 3 % para la ORT. Todas los municipios impor- tantes de la entonces emergente región metropoli- tana, a excepción de Pozuelo de Alarcón, quedaron ISBN: 1885-477X YOUKALI, 17 página 5 MUNICIPALISMO DE LOS AYUNTAMIENTOS DEMOCRÁTICOS AL MUNICIPALISMO DEMOCRÁTICO por Emmanuel Rodríguez López (Fundación de los Comunes)

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Page 1: DE LOS AYUNTAMIENTOS DEMOCRÁTICOS AL O M ...Los partidos de la extrema izquierda (el PTE, la ORT, el MCE, la OIC, la LCR) obtuvieron también cerca de medio millón de votos, lo mismo

La Constitución y los ayuntamientos democráticos

La Constitución garantiza la autonomía de losmunicipios. Estos gozarán de personalidadjurídica plena. Su gobierno y administracióncorresponde a sus respectivos Ayuntamientos,integrados por los Alcaldes y los Concejales.Los Concejales serán elegidos por los vecinosdel municipio mediante sufragio universal,igual, libre, directo y secreto, en la formaestablecida por la ley. Los Alcaldes serán elegi-dos por los Concejales o por los vecinos. La leyregulará las condiciones en las que proceda elrégimen del concejo abierto

Con estas palabras se despachaba el art. 140 del bor-rador final de la Constitución de 1978. Se recogía asíel principio de autonomía municipal, se establecía laelección directa de concejales, se recuperaba a la figu-ra histórica del concejo abierto, y en los dos artículossiguientes se permitía la asociación entre municipios(las mancomunidades) al tiempo que se proclamabala necesidad de que las haciendas locales tuvieranuna provisión financiera suficiente.

Al menos sobre el papel, la Constitución recogíaalgunos de los elementos que habían sido consustan-ciales a las tradiciones democráticas del país —el fed-eralismo, el republicanismo y el anarquismo— y que

hacían del municipio y de su autonomía la piedraangular de la vida cívica. Ciertamente se trataba deun reconocimiento tangencial, marginal, limitado,que quedaba relegado a un par de artículos. Bastedecir que el reglamento que reguló las administra-ciones locales, la Ley de Bases del Régimen Local seretrasó todavía siete años, hasta 1985, prueba quizásde lo poco que importaban los municipios en lanueva democracia española.

Las primeras elecciones municipales se cele-braron, sin embargo, casi inmediatamente despuésdel referéndum de la Constitución de diciembre de1978. Se convocaron para abril de 1979, pasado unmes de que se celebraran las primeras elecciones gen-erales bajo mandato constitucional. Por ellas los ciu-dadanos fueron llamados a elegir concejales yalcaldes, a elegir lo que en la época recibió el nombrede «ayuntamientos democráticos». Si descontamoslos simulacros pleibiscitarios de las Cortes franquis-tas, había que retrotraerse a abril del '33 o enero del'34 en Cataluña para recordar unas elecciones munic-ipales libres. En 1933 las izquierdas, republicanas yobreras, obtuvieron una abrumadora mayoría en casitodas las capitales de provincia. Sólo el medio rural,y apenas el de la franja norte y centro del país, quedópara los partidos conservadores.

Aparentemente y a juzgar por el conteo de losvotos, las elecciones de 1979 fueron casi una repeti-ción de las de 1933. El PSOE obtuvo cerca del 30 % delos votos, casi lo mismo que la UCD. El PCE recibiómás dos millones de votos y el 13 % de los sufragios.Los partidos de la extrema izquierda (el PTE, la ORT,el MCE, la OIC, la LCR) obtuvieron también cerca demedio millón de votos, lo mismo que la CoaliciónDemocrática de Fraga. Las izquierdas en su conjuntoobtuvieron unos resultados todavía mejores que losque habían obtenido un mes antes. En las grandesciudades y en los cinturones industriales su victoriafue arrolladora. Valga decir que en lo que entoncesera la provincia Madrid, las izquierdas rozaron el 59%: casi un 39 % para el PSOE, un 17 % para el PCE yun 3 % para la ORT. Todas los municipios impor-tantes de la entonces emergente región metropoli-tana, a excepción de Pozuelo de Alarcón, quedaron IS

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MODE LOS AYUNTAMIENTOS DEMOCRÁTICOS AL

MUNICIPALISMO DEMOCRÁTICO

por Emmanuel Rodríguez López (Fundación de los Comunes)

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1.- Manuel Castells, Ciudad, democracia y socialismo, Madrid, Siglo XXI, 1977.

en manos de la izquierda que pactó la unidad en losgobiernos municipales. Incluso la ORT obtuvo unaalcaldía de importancia, Aranjuez. Con apenas difer-encias, la historia fue similar en la región metropoli-tana de Barcelona, en las grandes ciudadesandaluzas, en Valencia, etc.

¿Municipalismo en la Transición?

¿Qué elementos abrieron a la izquierda ese triunfotan rotundo en las elecciones municipales de 1979?Sin duda no se trató sólo del recuerdo de los añostreinta. Desde finales de los años sesenta se veníaproduciendo una nueva agitación en las emergentesperiferias urbanas. En los poblados chabolistas quetodavía se desperdigaban en los arrabales de muchasciudades, en las promociones de construcción públi-ca dedicadas al alojamiento de la inmigración de alu-vión, en los grandes polígonos de vivienda de pro-tección oficial levantados por los constructores delfranquismo se repetían demandas relativas a lasmalas calidades de la vivienda, el pésimo urbanismoy la práctica ausencia de equipamientos públicos yservicios sociales. Es lo que en la época se conociócon el término «crisis urbana».

Desde mediados de la década de 1960, enfrenta-dos a estas carencias y aprovechando los resquiciosde la legislación del tardofranquismo, pequeños gru-pos de vecinos preocupados empezaron a encon-trarse, a organizarse, a promover las primerasprotestas. Fueron el embrión de las asociaciones devecinos. En sus primeros años estas estuvieronintegradas por los mismos que participaban activa-mente en los conflictos de fábrica que entonces pro-

movía Comisiones Obreras. En muchos casosnacieron de hecho a partir de las comisiones ocomités de barrio ligadas a la organización de fábri-ca. También participaban católicos «progresistas»arremolinados en torno a las parroquias y a unoscuras cada vez más radicalizados que del «apostola-do obrero» pasaron a militar en la izquierda.También se integraron algunos jóvenes estudiantes,procedentes de los partidos de extrema izquierda, yque en su voluntad de «proletarizarse» habían acaba-do viviendo en los barrios, así como algunos profe-sionales que ayudaron a articular las demandas delos vecinos de acuerdo con los procedimientos técni-cos y administrativos que se requerían.

Antes incluso de la muerte de Franco, esemovimiento vecinal que se había cocinado durantecasi una década había adquirido dimensiones impor-tantes. Para 1975 era un hecho público, había tomadolas mismas formas asamblearias que predominabanen las fábricas y promovía conflictos que tenían unenorme impacto y simpatía social. De otra parte ydebido al abandono de las instituciones, las asocia-ciones de vecinos se convirtieron en algo más quesujetos de demandas. En muchos casos, abrieron losprimeros locales de reuniones, organizaron algunosservicios imprescindibles (como el alumbrado bási-co, transportes, a veces también baños públicos) asícomo elementos entonces cruciales para aquellascomunidades huérfanas de casi todo: las fiestas debarrio, las primeras bibliotecas, cursos nocturnos.

Por volver al caso de Madrid, poco después de lamuerte de Franco las asociaciones de vecinos,reunidas en la Federación Provincial, fueron capacesde convocar inmensas manifestaciones contra lacarestía de la vida, el fraude del pan y por la propialegalización de la Federación. Sorprendido y fascina-do por esta capacidad de generar autoorganización yrecursos propios, un sociólogo que luego sería rep-utado (Manuel Castells) escribía entonces: «Elmovimiento ciudadano tiene planteado en 1977 suconversión en instrumento de organización y gestiónpopular capaz de articular la democracia de base conla democracia representativa»1. Y ciertamente enMadrid, como en Bilbao, Barcelona u otras ciudadesse habían creado las condiciones suficientes comopara que la democracia tuviera una «base» local,municipal, popular, una base para una democraciaalgo más que representativa.

A la contra, sin embargo, de lo que fue su trayec-toria hasta 1977, una década después el movimientovecinal se había vaciado. Sin duda, el tejido asociati-

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vo contaba con más medios, locales, cooperativas,influencia institucional. El movimiento había tam-bién logrado buena parte de sus objetivos. Se habíanconstruido ambulatorios, colegios, mejorado notable-mente las infraestructuras urbanas. De hecho, enMadrid y por impulso de un puñado de asociacionesde vecinos se llegó a acometer lo que fue la mayoroperación de vivienda pública en Europa en la déca-da de 1980. Por presión de los barrios chabolistas y deaquellos de promoción pública levantados a finalesde la década de 1950, se ordenó la construcción denueva planta de 30 barrios de la periferia de la ciu-dad, un total de 40.000 viviendas. La llamadaOperación de Remodelación de Barrios consiguiórealojar a 150.000 personas con un coste total de200.000 millones de pesetas de inversión pública.Pero justo cuando se acabaron las obras, en 1986, lasasociaciones eran sólo un recuero de aquello que unavez fueron. El movimiento vecinal había quedadoreducido a una mera correa de transmisión de lasadministraciones municipales. La política vecinal, la«democracia de base» que anunciara Castells habíasido resumida a lo que entonces y con cierto despre-cio se llamó «política de baches y farolas».

En la crisis del movimiento vecinal confluyeronmuchos factores. Algunos no se pueden considerarpropiamente políticos. La Transición coincidió conuna de las crisis económicas más importantes delsiglo, la de 1973, que terminó por enfrentar almovimiento en los barrios con problemas que des-bordaban el marco urbano. El paro masivo, la ausen-cia de empleo y expectativas para los más jóvenes, ysobre todo la heroína golpearon como un mazo sobreel tejido social de estos barrios, quebrando solidari-dades internas y corroyendo unas comunidades quenunca dejaron de ser frágiles. De otra parte, elmovimiento vecinal murió en cierto modo de éxito.Al conseguir, gracias a su esfuerzo, viviendashomologables a las de los barrios de clase media,equipamientos, servicios, buenos transportes, esosfragmentos que hasta entonces habían consistidoantes en un rosario de pequeños pueblos que en unaciudad propiamente dicha quedaron asimilados alresto de la urbe. Integrados así en las dinámicas met-ropolitanas, la vida comunitaria que había sostenidoal movimiento tendió a disolverse en la mucho másamplia del conjunto metropolitano.

Pero aunque estos factores fueran importantes nohay duda de que los elementos políticos resultarondeterminantes en la posterior languidez delmovimiento vecinal. Y aquí es preciso tomar un datode partida: aquella «democracia de base» quereconocía Castells, y que es el fundamento delmunicipalismo democrático, no pasó nunca de serpura potencia de un movimiento que se impulsabaefectivamente gracias a las asambleas y a un sentido

unitario y compartido. Más allá sin embargo de algu-nas intuiciones, nunca se formuló como un proyectoinstitucional propiamente dicho. Importaban lasviviendas, los colegios, los ambulatorios. Importabaincluso que hubiera mecanismos ciudadanos de con-trol de todo ello, pero rara vez se pensó en instituirmecanismos de democracia municipal que fueranmás allá de las demandas concretas. Por eso y sinmuchos reparos, se aceptaron los cauces representa-tivos que se instituyeron en la Transición y con ellosel papel raquítico de los municipios en la democraciaespañola. De hecho, la crisis del movimiento vecinalfue casi inmediata, y siguió el mismo curso de lainstitucionalización sindical y política.

Antes incluso de aquellos primeros comicios munic-ipales, en 1977, cuando se convocaron las primeraselecciones generales a iniciativa del reformismo, lospartidos con presencia en los barrios, el PCE-PSUC,las organizaciones de la extrema izquierda (PTE,ORT, LCR, MCE) así como el propio PSOE,empezaron a convertir las asociaciones de vecinos enuna de las muchas arenas política en las queenfrentaban y resolvían sus diferencias. Desde muypronto, por tanto, la lucha por la hegemonía, espe-cialmente cuando la ola de conflictos empezó a ceder,rompió el espíritu unitario y asambleario.Sencillamente, las asociaciones de vecinos se estabanconvirtiendo en plataforma de lanzamiento de lascandidaturas de los partidos. Las elecciones de 1979confirmaron un proceso ya en marcha. Los requerim-ientos de los nuevos gobiernos municipales queabrumadoramente habían sido ganados para laizquierda completaron este proceso de vaciamientodel movimiento con la cooptación de líderes veci-nales, técnicos y militantes de barrio.

Con unos ayuntamientos gobernados por laizquierda, una parte del movimiento en las institu-ciones y con unas asociaciones que se empezaban avaciar por la lucha política interna el juego de la IS

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«democracia de base» de Castells parecía condena-do. Poco a poco las asociaciones acabaron por serprolongaciones de la administración y lugares parahacer carrera política, al tiempo que su posicióncomo contraparte o contrapoder local quedó reduci-da a la mera recolección de demandas concretas porparte de los vecinos.

Aunque mayoritario, siempre se podrá decir queeste no fue el destino único de las experienciasmuncipalistas que se alumbraron en los años de laTransición. Hubo asociaciones de vecinos que seresistieron a la institucionalización o incluso quehicieron un uso de esta que trataba de retroalimentarlos poderes locales en lugar de suprimirlos. Hubotambién experiencias en localidades concretas, el

caso más conocido es el de Marinaleda y algunospueblos de la sierra de Cádiz, en el que el ayun-tamiento se convirtió en un activador de experienciasde gobierno directo, autogestión económica e instan-cia de redistribución de la riqueza.

Quizás el caso más interesante de estas experien-cias propiamente municipalistas, pero que apenas sereconocieron en este término, fue lo que ocurrió enalgunas localidades vascas entre finales de los añossetenta y principios de los años ochenta. En medio deuna ola de movilización social que irrumpía con másfuerza que en muchas otras partes del Estadoespañol, que desde las luchas de fábrica se habíaextendido al territorio, a los movimientos ecologistasy feministas así como a toda una pluralidad de expe-riencias juveniles, las elecciones municipales de 1979se convirtieron en algo más parecido a un experi-mento de insurrección popular que a unos comiciosdemocráticos.

Desde 1978, en muchos municipios de laEuskalherria industrial se venían convocando gigan-tescas asambleas públicas. En estas participaban casitodas las formas de la izquierda local, desde las dis-tintas corrientes abertzales, entonces divididas en

media docena de formaciones políticas, hasta los par-tidos de la izquierda comunista con bastante fuerzaen algunas localidades (especialmente la LKI y elMK), además de libertarios, autónomos, ecologistas,feministas, contraculturales de distintos tipo. La efer-vescencia del momento había dado lugar a una ricapaleta de colores políticos y de subjetividades mili-tantes.

En muchos pueblos estas asambleas decidieronhacer de derecho lo que en cierto modo ya estabanhaciendo de hecho: presentar candidaturas propias ygobernar los municipios. Esta era también la posiciónpolítica fundamental de lo que entonces era ya eltronco principal de la izquierda abertzale, la coali-ción Herri Batasuna (Unidad Popular) que se habíaformado en abril de 1978. Y fue gracias a estemovimiento popular y asambleario que se venía ges-tando durante casi un año que HB obtuvo tan buenosresultados en las elecciones generales y luego en lasmunicipales de 1979. Consiguió ser la segundafuerza en número de concejales en el País Vasco. Losgrandes municipios del hinterland industrial deDonostia (Errentería, Hernani, Pasaia) y algunos delinterior de Bizkaia (Llodio) tuvieron alcaldes y con-cejales que muchas veces provenía de estas mismasasambleas. Sencillamente es imposible comprenderla fuerza de la izquierda abertzale, desde entonces, sino se comprende en sus raíces municipales, su baseen contrapoderes territoriales reales y efectivos.

Pero en 1979, este movimiento, a cuyo frente sepuso la coalición de unidad popular desbordó conmucho lo que luego sería el partido de la izquierdaabertzale. En esa ocasión fueron elegidos más de1.500 concejales de candidaturas independientes,que muchas veces se alimentaron de ese mismoespíritu unitario y asambleario. En ningún otropunto del Estado se produjo nada parecido y enningún otro se produjo durante años una retroali-mentación positiva entre instituciones y movimien-tos de base.

La oportunidad de un nuevo municipalismo demo -crático

Al considerar el papel de los municipios en el régi-men político que se instituye en 1978 y las experien-cias municipalistas que se sucedieron en laTransición cabe preguntarse si la actual coyunturapolítica da para pensar y al mismo tiempo replantearen términos prácticos el papel de los municipios entanto clave de bóveda de la democracia. Desde hacepoco tiempo, el vocabulario político de la emanci-pación se ha enriquecido con la reincorporación deltérmino «municipalismo». Con este se trata de recu-perar una idea de democracia que arranca de lasinstituciones que resultan más cercanas a los ciu-IS

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dadanos, los municipios. Se recupera así también uncampo de reflexión que, si bien históricamente fue elbasamento de la tradición republicana federal, hastafechas recientes había quedado acotado a una partede la tradición libertaria y a determinados propues-tas del ecologismo social.

Con nombres diversos, Guanyem, Ganemos,Marea Atlántica, Si se puede, los proyectos de candi-daturas municipalistas se han ido salpicandodurante los últimos meses por toda la geografíapeninsular. Los informa una aspiración fundamentaldel 15M: democracia real. Se trata, en definitiva, dereunir a los sujetos activos de una población, a todosaquellos que quieren aportar algo a cambiar o mejo-rar su ciudad, sobre la base de un programa que sepodría considerar un mínimo común: democratizarlos ayuntamientos, expulsar a la clase política y a susclientelas, hacerlo de una forma transparente y bajocontrol ciudadano, municipalizar aquellos serviciosen manos de la oligarquías bancaria e inmobiliaria,impulsar la recuperación de los servicios públicos,renegociar la deuda y promover el impago de aquel-la que se considera ilegítima. Son las mismas deman-das que se han articulado en los últimos años y paralas que ahora se busca una expresión municipal ade-cuada.

Lo que bien pudiera ser la «convención» de estenuevo municipalismo está basado, además, enalgunos principios que quizás puedan neutralizar eir más allá de los límites que se presentaron en losaños setenta. El primero y más evidente es que elproyecto unitario no está como en la Transición tru-fado de distintas posiciones políticas con voluntad dehegemonía. Antes bien, sobre la base de un consensomínimo dominado por la prioridad de la «democra-tización», parece que lo que prima es la generosidady la suspensión tanto de las diferencias ideológicascomo de los proyectos partidarios en competencia.La prioridad otorgada a los mecanismos de decisióndirecta, los controles ciudadanos sobre los can-didatos, los «contratos éticos» y sobre todo la dimen-sión de movimiento (municipal) de la apuestapueden, caso de seguir esta tendencia, llegar a con-vertirse en cortafuegos eficaces frente a la lógica depoder y representación que se impone también alnivel primario de gobierno en los municipios.

Si esta tensión llega a sostenerse en el tiempo,podríamos asistir de hecho a un cambio político sus-tancial. La toma de las instituciones municipales lejosde suponer la clausura de los contrapoderes localespodría ser un mecanismo de reforzamiento y multi-plicación de los mismos; una suerte de reproducciónampliada y masiva de las experiencias municipalis-

tas exitosas de los años setenta. El espacio virtuoso deese nuevo municipalismo consistiría por tanto en unasuerte de sutura de la herida entre institución ymovimiento, que sin suprimir la diferencia puede lle-gar a generar mecanismos virtuosos entre democra-cia local y la articulación de contrapoderesautónomos y los ayuntamientos.

Sin duda, los retos de la apuesta municipalistason en este terreno enormes. Su oportunidad políticano sólo depende de la capacidad de articular unarelación de fuerzas que sea favorable a estas candi-daturas en un terreno tan difícil como el electoral.También es preciso que esta tensión basada en lacooperación y generosidad para con un proyectocompartido se sostenga en el tiempo sobre la base deun movimiento amplio y expansivo. Será ademásnecesario que lo haga en unas condiciones en las quelos límites institucionales, políticos y económicos a lademocracia municipal son enormes, tal y como man-ifiesta su débil posición institucional, su crónicodéficit financiero, su sobreenduedamiento, así comola nueva legislación que limita aún más la autonomíamunicipal y el control democrático sobre los gobier-nos locales. Por esa misma razón, el proyecto munic-ipalista deberá considerar como parte crucial de suprograma la efectuación de un proyecto consti-tuyente a nivel de Estado. En esta remisión continuade las escalas que componía el viejo federalismo(municipio, comunidad, estado), el proceso consti-tuyente tendrá el doble papel de democratizar losniveles superiores del Estado y ampliar los márgenesde la democracia municipal. Parece que sólo así seráposible una democracia profunda en la que elmunicipio juegue ese papel primero y protagonistaen la vida cívica y política que casi todos los proyec-tos de democracia radical le han otorgado.

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