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1 Las Antillas: fragmentos de la memoria épica Por Derek Walcott Leer y releer No. 34 – Sistema de Bibliotecas – Universidad de Antioquia – noviembre de 2003 Ilustraciones: pinturas y grabados de Flor María Bouhot De la serie Carnaval. Linóleo Presentación Aunque son muchos los estudios y las reflexiones, desde también variadas disciplinas del saber, acerca de la identidad cultural, del arraigo y desarraigo de la naturaleza del Caribe, es en la palabra de los poetas, una vez más, donde logramos encontrar los mejores argumentos para acercarnos, si no a un franco esclarecimiento, sí a una aproximación que trae consigo el rostro de esa región, su habla, su canto, su larga tristeza, su soledad, su danza, su sol. Derek Walcott (Santa Lucía, 1930) es sólo uno de esos poetas (Gabriel García Márquez, Germán Espinosa, Guillermo Cabrera Infante, V.S. Naipul, Saint John Perse son apenas otros) cuya palabra, desde su más profunda convicción y desde su más esmerado arte, nos lleva por los complejos y apasionados intersticios de la raíz y del devenir del ser caribeño. En su obra La voz del crepúsculo (esa última palabra es ya un mestizaje: oscuridad y luz) Walcott dialoga de hermosa manera sobre muchos tópicos del trópico. Tomamos dos de estos textos que piensan la cultura del Caribe desde sus más vitales sentimientos, siendo el arte y la literatura dos de los no menos importantes. Acompañan la palabra de Derek Walcott las pinturas de Flor María Bouhot, quien ha llevado a los lienzos la asoleada y amorosa piel del carnaval del Caribe, y los sensuales bodegones, impensables en un ámbito distinto a esa irrupción del color y de la fiesta. Leer y releer acompaña con esta edición al programa institucional de la Universidad de Antioquia De país en país, que tiene como invitadas las naciones del Caribe. Las Antillas: Fragmentos de la memoria épica* Texto leído por el autor al recibir el Premio Nobel de Literatura en 1992 Por Derek Walcott Felicity es una ciudad de Trinidad situada en la orilla de la llanura de Caroni, la gran llanura central

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Las Antillas: fragmentos de la memoria épica

Por Derek Walcott

Leer y releer No. 34 – Sistema de Bibliotecas – Universidad de Antioquia – noviembre de 2003

Ilustraciones: pinturas y grabados de Flor María Bouhot

De la serie Carnaval. Linóleo

Presentación

Aunque son muchos los estudios y las reflexiones, desde también variadas disciplinas del saber,

acerca de la identidad cultural, del arraigo y desarraigo de la naturaleza del Caribe, es en la palabra

de los poetas, una vez más, donde logramos encontrar los mejores argumentos para acercarnos, si

no a un franco esclarecimiento, sí a una aproximación que trae consigo el rostro de esa región, su

habla, su canto, su larga tristeza, su soledad, su danza, su sol.

Derek Walcott (Santa Lucía, 1930) es sólo uno de esos poetas (Gabriel García Márquez, Germán

Espinosa, Guillermo Cabrera Infante, V.S. Naipul, Saint John Perse son apenas otros) cuya palabra,

desde su más profunda convicción y desde su más esmerado arte, nos lleva por los complejos y

apasionados intersticios de la raíz y del devenir del ser caribeño. En su obra La voz del crepúsculo

(esa última palabra es ya un mestizaje: oscuridad y luz) Walcott dialoga de hermosa manera sobre

muchos tópicos del trópico. Tomamos dos de estos textos que piensan la cultura del Caribe desde

sus más vitales sentimientos, siendo el arte y la literatura dos de los no menos importantes.

Acompañan la palabra de Derek Walcott las pinturas de Flor María Bouhot, quien ha llevado a los

lienzos la asoleada y amorosa piel del carnaval del Caribe, y los sensuales bodegones, impensables

en un ámbito distinto a esa irrupción del color y de la fiesta. Leer y releer acompaña con esta edición

al programa institucional de la Universidad de Antioquia De país en país, que tiene como invitadas las

naciones del Caribe.

Las Antillas: Fragmentos de la memoria épica*

Texto leído por el autor al recibir el Premio Nobel de Literatura en 1992

Por Derek Walcott

Felicity es una ciudad de Trinidad situada en la orilla de la llanura de Caroni, la gran llanura central

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donde aún se cultiva el azúcar y adonde los cortadores de caña fueron llevados tras la emancipación,

de tal modo que la pequeña población de Felicity es antillana, y la tarde en que visité esta ciudad con

un grupo de amigos estadounidenses todos los rostros que veíamos en las calles eran indios, lo cual,

como espero demostrar, resultaba hermoso y conmovedor, pues esa tarde de sábado se iba a

representar Ramleela, la dramatización épica de la epopeya indù Ramayana, y los actores de la aldea

se congregaban ya en un campo jalonado por banderas de colores, como una moderna gasolinera, y

hermosos niños indios, vestidos de rojo y negro, lanzaban caprichosamente sus flechas a la luz de la

tarde. Las montañas bajas y azuladas en la línea del horizonte, la hierba brillante, las nubes que

habían de adquirir su colorido antes de que se fuese la luz. ¡Felicity! Qué dulce nombre anglosajón

para un recuerdo épico.

Bajo un cobertizo abierto, en un extremo del campo, había dos enormes estructuras de bambú que

parecían gigantescas jaulas. Eran parte del cuerpo de un dios, sus piernas o sus músculos, que, bien

apuntulados y erguidos, constituían una efigie colosal. Esta efigie sería quemada al final de la

epopeya. Las estructuras de caña evocaban de inmediato un recuerdo por lo demás previsible: el

soneto de Shelley sobre la estatua caída de Ozymandias y su imperio, ese "naufragio colosal" en su

vacío desierto.

Los percursionistas habían encendido una hoguera bajo el cobertizo y tensaban junto a las llamas las

pieles de esos instrumentos que llamaban tablas. El fuego color azafrán, la hierba brillante y las

estructuras entretejidas a mano del dios fragmentado que arderían más tarde no se hallaban en un

desierto sobre el que finalmente se hubiera derramado el poder imperial sino que formaban parte de

un ritual, el de la primavera que, como el de la cosecha, se escenifica todos los años y cuya finalidad

es la repetición, la renovación mediante la destrucción por el fuego.

Las deidades entraban en el campo. Lo que solemos llamar "música india" tronaba desde la

plataforma donde se escenificaría la epopeya. Llegaban también los actores. Príncipes y dioses,

supuse. ¡Qué desafortunada confesión! "Dioses, supongo", es la indiferencia que simboliza nuestras

diásporas africana y asiática. Muchas veces había pensado en Ramleela, pero nunca lo había visto

escenificado, como tampoco había visto aquel teatro, un campo abierto donde los niños de la aldea

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interpretaban el papel de los guerreros, los príncipes y los dioses. No tenía la menor idea de cuál era

la historia, de quién era su héroe y contra qué enemigos luchaba, pero acababa de hacer una

adaptación de la Odisea para un teatro inglés, con la suposición de que el público conocía las

vicisitudes de Ulises, hèroe de otra epopeya del Asia Menor, mientras que en Trinidad nadie sabía

mucho más que yo acerca de Rama, Kali, Shiva y Visnú, aparte de los indios, cosa que digo con

absoluta malevolencia porque es el tipo de comentario que aún se oye muy a menudo en Trinidad:

"aparte de los indios".

Parecía como si en el extremo de la Llanura Central hubiese otra meseta, una plataforma sobre la

cual se ofrecería una pobre representación del Ramayana en aquel mar de caña, pero ésa era una

visión de escritor, y no es la visión adecuada. Yo estaba viendo el Ramleela en Felicity como si fuera

teatro, cuando en realidad se trataba de un acto de fe.

Multipliquen ustedes ese instante de autoafirmación en el que un actor, maquillado y disfrazado, se

mira complacido en el espejo antes de salir a escena, convencido de ser una realidad a punto de

entrar en una ilusión, y comprenderán lo que yo imaginé que les estaba ocurriendo a los actores de

esta epopeya. Pero no eran actores. Habían sido elegidos, o habían elegido libremente sus papeles

en esta historia sagrada que se escenificaría durante nueve tardes consecutivas por espacio de dos

horas hasta la puesta de sol. No eran aficionados, sino fieles. No había un término teatral para

definirlos. No necesitaban ninguna clase de preparación psíquica para interpretar su papel. Su

actuación sería probablemente tan optimista y natural como esas flechas de bambú que surcaban el

cielo de la tarde. Creían en lo que estaban representando, en la sacralidad del texto, en el valor de la

India, mientras que yo, por mi deformación como escritor, buscaba cierto sentimiento de elegía, de

pérdida, incluso de mímica degenerativa en los felices rostros de los niños-guerreros o en los

heráldicos perfiles de las princesas de la aldea. Estaba contaminando la tarde con mis dudas y con mi

asombro. Estaba malinterpretando el evento mediante un eco visual de la Historia —los campos de

caña, sus braceros, la evocación de ejércitos arrasados, de templos, de bramidos de elefantes—

,mientras que todo a mi alrededor era precisamente lo contrario: júbilo, deleite en los gritos de los

muchachos, en los tenderetes de dulces, en el número cada vez mayor de personajes disfrazados; un

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deleite de convicción, no de pérdida. El nombre de la ciudad, Felicity, tenía pleno sentido.

Pensemos ahora en la dimensión de Asia reducida a estos fragmentos —los pequeños signos

blancos de exclamación que son los alminares o las bolas de piedra de los templos que se alzan en

los campos de caña— y comprenderemos el ridículo y el sonrojo de quienes perciben estos ritos

como algo paródico o incluso degenerado. Estos puristas contemplan este tipo de ceremonias tal

como los gramáticos contemplan un dialecto, tal como las ciudades miran a las provincias y los

imperios a las colonias. Memoria que ansía incorporarse al centro, un miembro que recuerda al

cuerpo del que ha sido amputado, como esos muslos de bambú del dios. Dicho de otro modo, como

se sigue mirando al caribeño, como un ser ilegítimo, desarraigado, híbrido. “No hay allí un pueblo en

el verdadero sentido de la palabra”, podríamos decir citando a Froude. No hay pueblo. Fragmentos y

ecos del pueblo auténtico, adulterados y rotos.

La representación era como un dialecto, una rama de su lengua original, un resumen de ésta, pero no

una distorsión o una reducción de su dimensión épica. Aquí, en Trinidad, yo había descubierto que

una de las mayores epopeyas del mundo se representaba todos los años, no con la desesperada

resignación de preservar una cultura, sino con una apertura de creencias tan firmes como el viento

que dobla las lanzas de las cañas en la llanura de Caroni. Teníamos que marcharnos antes de que

empezara la función para adentrarnos en los pantanos de Caroni y sorprender a los ibis escarlatas en

el momento de su regreso a casa, al atardecer. En una representación tan natural como la del

Ramleela, observamos a las bandadas de aves que brillaban como las flechas escarlata de los niños

arqueros, como las banderas rojas, cubriendo una isleta hasta convertirla en un árbol floreciente, en

una siempreviva. El murmullo de la Historia carecía allí de significado. Estas dos visiones, la del

Ramleela y la de las turbas de ibis escarlata, se fundían en un único aliento de gratitud. La sorpresa

visual es natural en el Caribe; surge del propio paisaje y, ante su belleza, el murmullo de la Historia se

desvanece.

Concedemos demasiada importancia a ese largo gemido que subraya el pasado. Me sentí

privilegiado de ver a los ibis y a los arqueros escarlata de Felicity.

El murmullo de la Historia se alza sobre ruinas, no sobre paisajes, y en las Antillas hay pocas ruinas,

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salvo las de las fábricas de azúcar y las fortalezas abandonadas. Mirando lentamente alrededor,

como haría una cámara, asimilando las bajas colinas azules sobre Puerto España, la carretera rural y

las casas, los guerreros-arqueros y los dioses-actores, oyendo ya la música, sentí deseos de filmar

una película que fuese como un largo suspiro sobre Felicity. Estaba colmando la tarde de

evocaciones de una India perdida, pero ¿por qué de “evocaciones” ? ¿Por qué no de “celebraciones

de una presencia real”? ¿Por qué ha de estar el indio “perdido” cuando ninguno de aquellos aldeanos

había llegado siquiera a conocerlo, y por qué no “seguir”, por qué no perpetuar la dicha en Felicity y

en todos los demás lugares de la Llanura Central: Couva, Chaguanas, Charley Village? ¿Por qué no

dejaba que mi placer abriese sus ventanas de par en par? Como cualquier nativo de Trinidad, yo

tenía acceso al éxtasis de sus exigencias, pues el éxtasis era el tronar de los tambores a través de

los altavoces. Tenía acceso a la fiesta de Husein, a los espejos y los templos de papel crepé de la

épica musulmana, al baile del Dragón Chino, a los ritos de la sinagoga sefardí que antiguamente

estaba en no sé qué calle. No soy sino una octava parte del escritor que podría haber sido si hubiera

logrado reunir todas las lenguas fragmentadas de Trinidad.

Rompemos una vasija, y el amor que reúne los fragmentos es más fuerte que el amor que dio por

sentada su simetría cuando estaba intacto. El pegamento que une los trozos es la costura de su

costura original. Es este amor el que reúne nuestros fragmentos africanos y asiáticos, las agrietadas

reliquias cuya restauración aún muestra sus blancas cicatrices. Esta labor de unir los pedazos rotos

es el cariño y el dolor de las Antillas, y cuando los pedazos son dispares, cuando no encajan bien,

contienen más dolor que su forma original, que esos iconos y vasijas sagradas cuya presencia en los

lugares ancestrales se daba por sentada. El arte antillano es la restauración de nuestras historias

rotas, nuestros fragmentos de vocabulario, y nuestro archipiélago se convierte en sinónimo de

fragmentos despejados de su continente original.

He aquí el proceso exacto de la creación poética, o de lo que tal vez debería llamarse no su

“creación” sino su recreación: la memoria fragmentada, la estructura que enmarca al dios, incluso el

rito que lo entrega a la pira final; el dios tejido caña a caña, junco a junco, línea a línea, como los

artesanos de Felicity erigían su eco sagrado.

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La poesía, que es el sudor de la perfección pero que debe parecer fresca como las gotas de lluvia

sobre la frente de la estatua, combina lo natural y lo marmóreo; conjuga ambos tiempos

simultáneamente: el pasado y el presente; si el pasado es la escultura, el presente son las gotas de

rocío o de lluvia en la frente del pasado. Hay un lenguaje enterrado y hay un vocabulario individual, y

el proceso de la poesía es un proceso de excavación y autodescubrimiento. Tonalmente, la voz

individual es un dialecto; configura su propio acento, su propio vocabulario y su melodía desafiando a

un concepto imperial del lenguaje, a la lengua Ozymandias, a las bibliotecas y a los diccionarios, a los

tribunales de justicia y a las críticas, a las iglesias, las universidades y a los dogmas políticos, al

discurso de las instituciones. La poesía es una isla que se desgaja del continente. Los dialectos de mi

Archipiélago me resultan tan frescos como esas gotas de lluvia en la frente de la estatua, no se

asemejan al sudor producido por el ejercicio clásico del mármol fruncido, sino a la condensación de

un elemento refrescante, a lluvia y a sal.

Privadas de su lengua original, las tribus esclavizadas y obligadas a trabajar crean sus propios

fragmentos de su vocabulario antiguo, épico, desde la Asia y desde África, pero con este vocabulario

generan en la sangre un ritmo ancestral y extático que ni la esclavitud ni el trabajo forzado consiguen

domeñar, mientras que se otorgan nuevos nombres a los nombres y se aceptan los nombres

tradicionales de lugares como Felicity o Choiseul. La lengua original se diluye desde el agotamiento

de la distancia como la niebla que intenta surcar el océano, pero este proceso de renombrar, de

encontrar nuevas metáforas, es el mismo al que el poeta se enfrenta cada mañana de su vida laboral,

construyendo sus propias herramientas como Crusoe, reuniendo fragmentos a partir de la necesidad,

a partir de Felicity, incluso renombrándose a sí mismo. El hombre despojado se ve empujado de

nuevo hacia la fuerza elemental que le asombra, hacia su muerte. Ésta es la base de la experiencia

antillana, este naufragio de fragmentos, estos ecos, estos pedazos de un enorme vocabulario tribal,

estas costumbres parcialmente recordadas pero no podridas sino sólidas. Sobrevivieron a la travesía

del Atlántico y al Fatel Rozack, el barco que transportó a los primeros braceros indios desde el puerto

de Madrás hasta los campos de caña de Felicity, al que transportó al convicto encadenado en la

época de Cromwell y al judío sefardí, al tendero chino y al comerciante libanés que viajaban en

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bicicleta ofreciendo muestras de paño.

Y aquí están todos ellos reunidos en una sola ciudad caribeña, Puerto España, la suma de la historia,

el “no pueblo” de Trollope. Una babel urbana de carteles y calles, mestiza y políglota, un fermento sin

historia, como el cielo. Porque eso es lo que es esta ciudad en el Nuevo Mundo, un cielo para el

escritor.

La cultura, es bien sabido, se construye en las ciudades.

Otra mañana en casa, esperando con impaciencia la salida del sol…un sueño inquieto. Todo oscuro a

las cinco; de nada servía abrir las cortinas. Luego, en la súbita luz, una comisaría de policía con las

paredes color crema y el tejado marrón, bordeada de palmeras, al estilo colonial, con frondosos

árboles y palmeras más grandes detrás, el arrullo de una paloma cobijada bajo un alero, un bloque de

apartamentos que en otro tiempo fueron modernos con manchas de humedad en la fachada,

despejada a esa hora de la mañana la carretera secundaria que conduce hasta la comisaría. Todo

ello sumido en una insólita paz. Siento esta quietud cada vez que visito una ciudad que ha calado

hondo en mí. Encariñándose con las flores y las cortinas resulta fácil, previsible, es la arquitectura lo

que desde esa primera mañana desorienta. Cuando el viajero regresa de Estados Unidos, con la

impresión de sus abundantes seducciones aún fresca en la memoria, siente que falta algo, que algo

intenta completarse, como esa fachada de cemento manchada por la humedad. Una cacerola en el

alféizar de la ventana y suciedad en los patios traseros: una ciudad que intenta remontar el vuelo, que

intenta ser brutal, como la silueta de una ciudad americana, realizada con el mismo molde que usaran

Columbia o Des Moines. Una demostración de poder, su decoración anodina, su aire acondicionado

tan fuerte que el personal administrativo y ejecutivo debe ponerse un jersey; cuanto más frío hace en

las oficinas más importantes son: una imitación de otro clima. Anhelo, incluso envidia, de sentir frío.

En las ciudades serias, en el gris y militante invierno con sus tardes breves, los días parecen

transcurrir bajo abrigos abotonados hasta el cuello, los edificios de asemejan a barracones con luces

en las ventanas, y, cuando nieva, uno tiene la ilusión de vivir en una novela rusa, en el siglo XIX. Por

eso quienes visitan el Caribe se sienten como si habitaran en una sucesión de tarjetas postales. El

clima se adapta a lo que de él hemos leído. Para los turistas, el sol no es cosa seria. El invierno

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confiere hondura y oscuridad tanto a la vida como a la literatura, y en el interminable verano de los

trópicos ni siquiera la pobreza o la poesía —en las Antillas la pobreza, poverty , se diferencia de la

poesía, poetry apenas por una V, une vie (una vida), una condición vital además de imaginativa—

parecen capaces de ser profundas , porque la naturaleza es tan exultante, tan decididamente extácita

como su música. Una cultura basada en la dicha es necesariamente superficial. Para venderse, el

Caribe fomenta tristemente los placeres de la banalidad, de una brillante vacuidad, en tanto lugar

donde no sólo es posible huir del invierno, sino también de la seriedad que provoca una cultura con

sus cuatro estaciones. ¿Puede haber aquí un pueblo, en el auténtico sentido de la palabra?

Aquí nadie sabe de estaciones en las que los árboles pierden sus hojas para despedirse del año,

momentos en los que las cúpulas quedan borradas por la tormenta y las calles se cubren de blanco,

en los que ciudades enteras quedan sepultadas bajo la niebla, donde todo se refleja en las

chimeneas; por lo contrario, aquí se habita en una geografía cuyo ritmo, como la música de sus

gentes, queda limitado a dos acentos: calor y humedad, sol y lluvia, luz y sombra, día y noche.

Limitaciones de un compás incompleto; gentes por tanto incapaces de las sutilezas de la

contradicción, incapaces de complejidad imaginativa. Así sea. No podemos cambiar el desdén.

Las nuestras no son ciudades en el sentido aceptado, pero nadie desea que lo sean. Nuestras

ciudades dictan sus propias proporciones, sus propias definiciones en determinados lugares y en una

prosa igual a la de sus detractores, de tal modo que ahora no es sólo St. James sino las ciudades y

los patios que Naipaul conmemora, sus callejas, tan breves y radiantes como las frases de este

escritor; no es sólo el ruido y el bullicio de Tunapuna sino los orígenes de Beyond a Boundary, de C.

L. R. James; no sólo Felicity, en la llanura de Caroni, sino Selvon Country. Así son ahora las cosas en

las islas: la vieja Dominica de Jean Rhys sigue pareciéndose mucho a la isla que ella retrató; y

también la Martinica del primer Césaire; y la Guadalupe de Perse, aun cuando haya perdido sus

sombreros de médula y sus mulas; qué placer y qué privilegio proporcionaba asistir al nacimiento de

la literatura —escrita en varias lenguas imperiales: francés, inglés, español— isla tras isla, presenciar

el amanecer de una cultura sin timidez ni titubeos, como los duros pétalos blancos del franchipaniero.

Esto no es orgullo agresivo, sino la simple celebración de lo inevitable: y semejante florecimiento

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habría de llegar.

Una tarde de calor abrasador en Puerto España, cuando el resplandor del sol tornaba las calles

blancas, una preciosa parra se derramaba sobre una verja, las palmeras y una difusa montaña

surgían al doblar una esquina evocando a Vaughn o a la “sombreada ciudad de palmeras” de Herbert,

o el recuerdo de un órgano Hammond en una iglesia de madera en Castries, donde la congregación

cantaba “La dorada Jerusalén”. Me cuesta percibir este vacío como desolación. Esta paciencia es la

anchura de la vida antillana, y el secreto reside en no pedirle lo que no puede dar, en no exigirle una

ambición que para nada le interesa. En esto lee el viajero el letargo, el torpor.

Aquí no hay libros suficientes, dice uno, ni teatros, ni museos; no hay nada que hacer. Sin embargo,

privado de libros, un hombre debe entregarse al pensamiento, y del pensamiento, si es capaz de

ordenarlo, surgirá la necesidad de registrar; en casos extremos, si carece de medios para registrar,

surgirá la recitación, el ordenamiento de la memoria que conduce al compás, a la conmemoración. La

privación puede encerrar insólitas virtudes, una de las cuales es sin duda la de salvarse de la actual

oleada de mediocridad, pues hoy en día los libros no tanto se crean como se rehacen. Las ciudades

crean una cultura, pero nosotros no tenemos más que esas exageradas ciudades-mercado. ¿Cuál es

entonces la ciudad caribeña ideal? La que cuente con un campo próximo y de fácil acceso,

vegetación en abundancia, y con un poco de suerte, espaciosas llanuras detrás. Hermosas montañas

al fondo y un mar índigo delante. Aquella en la que las agujas de sus edificios señalen su centro y en

torno a éste se extiendan frondosos parques. Con palomas que surquen su cielo llevando consigo

recuerdos de la creencia en un augurio, y caballos en el centro de la ciudad, sí, caballos, esos

animales a los que se vio por última vez a finales del siglo XIX tirando de carruajes en los que viajaban

ciudadanos con sombrero de copa, caballos que viven en el presente sin los ecos elegíacos de sus

cascos, que emergen de los cercados del Queen’s Park Savannah al amanecer, cuando la niebla se

desprende de las frías montañas y flota sobre los tejados, una ciudad en la que se celebrasen

carreras de caballos para que los ciudadanos pudieran expresar su admiración por estos animales

decimonónicos. Una ciudad con sus puertos no oscurecidos por el humo o ensordecidos por el ruido

de tantas máquinas y, sobre todo, una ciudad variada en su composición racial, de tal modo que en

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ella estuviesen representadas todas las culturas del mundo —la asiática, la mediterránea, la europea,

la africana— con una variedad humana más rica que el Dublín de Joyce. Sus ciudadanos se casarían

libremente, por instinto, no por tradición, hasta que a sus hijos les resultase inútil trazar su

genealogía. Esta ciudad no debería tener demasiadas avenidas peligrosas para los peatones; su área

mercantil sería una cacofonía de acentos, fragmentos de la vieja lengua silenciados de inmediato a

las cinco de la tarde, con sus muelles completamente vacíos los domingos.

Esto es para mí Puerto España, una ciudad ideal en sus proporciones comerciales y humanas, donde

el ciudadano es un paseante y no un peatón. Así debió de ser Atenas antes de convertirse en un eco

cultural.

Los hermosos contornos de Puerto España son idealizaciones del trabajo artesanal; nada de cemento

y cristal, sino madera barroca de fantasías más semejantes a un dibujo de sí misma que al edificio

real. Detrás de la ciudad se extiende la llanura de Caroni, con sus pueblos, sus rezos indios y sus

puestos de frutas alineados en la carretera sobrevolada por bandadas de ibis como banderas

flotantes. ¡Pobreza fotogénica! ¡Tristeza de postal! No estoy recreando el Edén. Cuando digo las

“Antillas” me refiero a la realidad de la luz, del trabajo, de la supervivencia. Hablo de una casa situada

junto a un camino rural, hablo del mar Caribe, cuyo olor es el olor de la posibilidad refrescante

además del olor de la supervivencia. La supervivencia es el triunfo de la obstinación, y la obstinación

espiritual, una sublime estupidez, es lo que hace perdurar la poesía cuando por tantas razones podría

resultar fútil. La suma de todas estas cosas puede agruparse bajo un nombre colectivo: “el mundo”.

Ésta es por lo tanto la poesía visible de las Antillas. Supervivencia.

Quienes deseen comprender la compasión con que se miraba a estas islas harán bien en observar

los grabados de colores de las selvas antillas, con sus palmeras, sus helechos y sus cascadas.

Poseen una decencia civilizadora, como los jardines botánicos, como si el cielo fuese un techo de

cristal bajo el cual se ofrece una vegetación colonizada para pasear y montar en coches de caballo.

Estas imágenes son fruto del patetismo que guía al buril del grabador y el lápiz del topógrafo, y es

precisamente este patetismo, tiernamente irónico, el que bautiza a las ciudades con nombres como

Felicity. Un siglo entero contempló un paisaje de furiosa vegetación bajo una luz errónea y con

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errónea mirada. Lo triste son estas imágenes más que los propios trópicos. Estos delicados grabados

de molinos de azúcar y puertos, de mujeres ataviadas con sus trajes populares, se perciben como

parte de la Historia, de esa Historia que miró por encima del hombro del grabador y, más tarde, del

fotógrafo. La historia puede alterar la mirada y el movimiento de la mano para conformar su propia

visión de sí misma; puede renombrar lugares para la nostalgia; para suavizar el brillo de la luz tropical

hasta caer en una prosa monótona y elegíaca, el tono del juicio en Conrad, en los diarios de viaje de

Trollope.

Estos viajeros llevaban consigo la infección de su propia enfermedad, y su prosa redujo a melancolía

y desprecio incluso al propio paisaje. Todo esfuerzo es tachado de imitativo y despreciado por ello,

desde la arquitectura hasta la música. Froude tenía la convicción de que puesto que la historia se

basaba en el logro, y puesto que la historia de las Antillas era tan genéticamente corrupta, tan

deprimente en sus ciclos de matanzas, esclavitud y trabajos forzados, era inconcebible que allí

surgiera una cultura, y nada podría crearse jamás en aquellos puertos destartalados, en aquellas

plantaciones de azúcar feudales. Esto era negado no sólo por la luz y por la sal de las montañas

antillanas, sino también por la energía popular y la diversidad de sus gentes. Basta con quedarse un

rato junto a una catarata para dejar de oír su rugido. Permanecer aún en el siglo XIX, igual que los

caballos, como ha escrito Brodsky, tal vez no sea una apuesta tan descabellada, pues gran parte de

la vida en las Antillas parece conservar todavía el ritmo del siglo pasado, como la novela antillana.

Escritores incluso tan refrescantes como Graham Green contemplan el Caribe con patetismo

elegíaco, con una prolongación de la tristeza a la que Lévi-Strauss proporcionó un epígrafe: Tristes

trópicos. Su tristeza surge de una actitud hacia el crepúsculo caribeño, hacia la lluvia, hacia la

vegetación incontrolable, hacia la provinciana ambición de las ciudades caribeñas, donde brutales

réplicas de la arquitectura moderna empequeñecen las casas y calles. Este estado de ánimo es

comprensible; la melancolía es tan contagiosa como la fiebre de una puesta de sol, como las frondas

doradas de los cocoteros enfermos, pero hay algo extraño y definitivamente errado en el modo en

que esta tristeza, casi morbosa, es descrita por escritores ingleses, franceses e incluso algunos de

nuestros escritores exiliados. Guarda relación con la incomprensión de la luz y de las gentes a las

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que esta luz ilumina.

Estos escritores describen las ambiciones de nuestras ciudades inacabadas, su conclusión aún por

venir, pero la ciudad caribeña puede concluir justo en el momento en que se siente satisfecha con sus

propias dimensiones, del mismo modo en que la cultura caribeña no evoluciona, sino que ya está

configurada. No son el viajero o el exiliado quienes deben medir sus proporciones; esto corresponde

a su propia ciudadanía y arquitectura. Cuando te dicen que aún no eres una ciudad o una cultura, la

respuesta ha de ser necesariamente ésta: No soy tu ciudad ni tu cultura. Después de eso tal vez

habría menos Tristes trópicos.

Aquí, sobre este estrado, suena la oleada de aplausos: nuestro paisaje, nuestra historia reconocidos

“al fin”. At last (Al fin) es uno de los primeros libros caribeños. Fue escrito por el viajero victoriano

Charles Kingsley. Es uno de los primeros libros que traslada el paisaje antillano y a sus gentes a la

literatura inglesa. No lo he leído, pero sé que su tono es amable. El archipiélago antillano estaba allí

para que otros, como Trollope o Patrick Leigh-Fermor, escribieran sobre él, no para escribirse a sí

mismo en el mismo tono en el que yo estuve a punto de escribir sobre el espectáculo teatral de

Felicity, como un forastero compasivo y cautivado, distanciándome de Felicity, pese a lo mucho que

estaba disfrutando. Lo que está oculto no puede ser amado. El viajero no puede amar, porque el

amor es estasis y el viaje es movimiento. Si regresa en busca de lo que amó en un paisaje para

quedarse en él, entonces abandona su condición de viajero para pasar a la estasis y la

concentración, se convierte en el amante de ese determinado rincón de la tierra, en un nativo. Mucha

gente dice que “ama el Caribe”, con lo cual quiere decir que tiene la intención de volver a visitarlo en

algún momento, pero que jamás podría vivir allí. Tal es el benigno insulto del viajero, del turista. Hasta

los viajeros más amables contemplan las islas sólo superficialmente: su exuberante vegetación, su

atraso y su pobreza. La prosa victoriana los dignificó. Pasaron por allí y fueron olvidados, como unas

vacaciones.

Alexis Saint-Léger Léger, cuyo nombre de pluma es St.-John Perse, fue el primer antillano que

cosechó este premio para la poesía. Nació en Guadalupe y escribió en francés, pero antes que él no

hubo nada tan fresco y claro como esos poemas de su niñez, la de un niño blanco privilegiado en una

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plantación antillana: Pour fèter une enfance, Èloges y, más tarde, Images à Crusoe. Al fin la primera

brisa sobre la página, salobre y renovadora como los vientos alisios; el sonido de páginas y palmeras

mientras “el olor de café sube por las escaleras”.

El genio caribeño está condenado a contradecirse. Celebrar a Perse, podría decírsenos, es celebrar

el viejo sistema de las plantaciones, celebrar al bequé o jinete de las plantaciones, los porches y los

criados mulatos, una lengua francesa y blanca con sombrero de médula blanco, celebrar una retórica

de caciquismo y altivez; y aun cuando el propio Perse negase sus orígenes, pues los grandes

escritores suelen tener la extravagancia de silenciar su procedencia, nosotros no podemos negarlo a

él, como tampoco podemos negar el africano Aimé Césaire. Esto no es resignación, es la irónica

república de la poesía, pues cuando veo moverse las hojas de las palmeras al amanecer, me parece

que recitan a Perse.

La fragante y privilegiada poesía que Perse compuso para celebrar la infancia de niño blanco, así

como la música india que acompañaba a los jóvenes arqueros morenos de Felicity, con las mismas

palmeras sobre el mismo cielo antillano, me emocionan igualmente. Encuentro el mismo orgullo

conmovedor en los poemas que en los rostros. ¿Por qué entonces, habida cuenta de cómo es la

historia de las Antillas, debe esto ser notable? La historia del mundo, con lo cual nos referimos, claro

está, a Europa, es una crónica de desgarros tribales, de limpiezas étnicas. ¡Al fin islas no sobre las

que se escribe, sino que escriben acerca de sí mismas! Las palmeras y los alminares musulmanes

son los signos de exclamación antillanos. ¡Al fin las palmeras de Guadalupe recitan Èloges de

memoria!

Posteriormente, en Anábasis, Perse reunió fragmentos de una epopeya imaginaria, con castañetear

de dientes en las fronteras, yermos uadis con la espuma de lagos venenosos, jinetes azotados por

tormentas de arena, lo opuesto a las frescas mañanas caribeñas, aunque sin ofrecer necesariamente

un contraste, como los jóvenes arqueros morenos de Felicity que escuchaban el fragor del texto

sagrado en el campo sembrado de banderas, con sus batallas, sus elefantes y sus dioses-monos, en

contraste con el niño blanco de Guadalupe que reúne fragmentos de su propia épica a partir de las

lanzas de los campos de caña, de los carros y los bueyes, y en contraste con la caligrafía de hojas de

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bambú de las lenguas antiguas, el hindi, el chino y el árabe, sobre el cielo antillano. Desde el

Ramayana hasta Anábasis, desde Guadalupe hasta Trinidad, toda esa arqueología de fragmentos

desperdigados por doquier, desde los hundidos reinos africanos, desde las grietas de Cantón, desde

Siria y Líbano, vibra no bajo la tierra sino en nuestras bulliciosas y populares calles.

Un niño de ojos tímidos lanza una piedra plana rozando la superficie del agua en una ensenada egea,

y ese acto tan sencillo de realizar con el codo un movimiento como el de la guadaña contiene los

versos salteados de la Ilíada y la Odisea; otro niño lanza una flecha de bambú en una fiesta popular,

y otro escucha el susurrante avance de las palmeras en el amanecer caribeño, y a partir de ese

sonido, con sus fragmentos de mito tribal, se lanza la compacta expedición de la épica de Perse, en

siglos y archipiélagos separados. Para el poeta, el mundo es siempre una mañana. La historia, una

noche insomne y olvidada. La historia y el asombro elemental son siempre nuestro comienzo, porque

el destino de la poesía es enamorarse del mundo a pesar de la historia.

Hay una fuerza exultante, una celebración de la fortuna cuando un escritor se convierte en testigo del

amanecer de una cultura que se define a sí misma, rama a rama, hoja a hoja, por lo que resulta muy

oportuno ejecutar el rito de la salida del sol, especialmente a la orilla del mar. El nombre de las

Antillas se encrespa entonces como las brillantes aguas, y los sonidos de las hojas, las frondas de las

palmeras y las aves son los sonidos del nuevo dialecto, de la lengua nativa. El vocabulario personal,

la melodía individual cuya medida es la propia biografía, se suma con un poco de suerte a ese

sonido, y el cuerpo se mueve como una isla que despierta y camina.

Ésta es la bendición que se festeja, una nueva lengua y un nuevo pueblo; ésta es la aterradora

obligación contraída.

Me refiero a su nombre, si no a su imagen, pero también al nombre del dialecto en el que se

comunican como las hojas de los árboles, cuyos nombres son más flexibles, más verdes, nombres

que experimentan la agitación de la mañana más que el inglés; como los valles de los que hablan los

árboles o como las playas desiertas, todos ellos canciones e historias en sí mismos, pronunciados no

en francés sino en dialecto.

Uno se levantaba oyendo dos lenguas, a uno de los árboles, a uno de los niños recitando en inglés:

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I am monarch of all I survey,

My right there ir none to dispute;

From the centre all round to the sea

I am lord of the fowl and the brute.

Ok, solitude! Where are the charms

That sages have seen in thy face?

Better dwell in the midst of alarms,

Than reign in this horrible place…

[Soy el monarca de todo cuanto observo,

nadie osa disputarme este derecho;

desde el centro y hasta el mar

soy el señor de las aves y de las bestias.

¡Ah, soledad! ¿dónde están los encantos

que los sabios han visto en tu rostro?

Mejor vivir en mitad de las alarmas

que reinar en este horrible lugar…]

Mientras que en el campo, al mismo compás, pero con instrumentos orgánicos, con violines hechos a

mano, chac-chac y tambores de piel de cabra, una niña llamada Sensenne canta:

Si mwen di « ous » ça fait mwen la peine

« Ous kai dire ça vrai.

(IF I told you that caused me pain

You´ all say, “It´s true”.)

Si mwen di “ous ça pentetrait mwen

«Ous peut dire ça vrai.

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(IF I told you you pierced my heart

You´d say, “It´s true”.)

Ces mamailles actuellement

Pas ka faire l´amour z´autres por un rien.

(Children nowadays

Don´t make love for nothing.)

[Si te dijera que eso me ha dolido

dirías: “Es verdad”.

Si te dijera que me has roto el corazón

dirías: “Es verdad”.

Los niños de hoy en día

no hacen el amor a la ligera.]

No se trata de que la Historia quede borrada por este amanecer. Sigue estando allí, en la geografía

antillana, en la propia vegetación. El mar suspira con los ahogados desde que comenzó el tráfico de

esclavos a través del Atlántico, con la matanza de sus aborígenes, caribe, arahuaco y taíno, sangra

en el escarlata de la siempreviva, y ni siquiera la acción de las olas sobre la arena puede borrar la

memoria africana, o las lanzas de caña como una verde prisión donde braceros asiáticos, los

antepasados de Felicity, permanecen al servicio del tiempo.

Esto es lo que he leído a mi alrededor desde la infancia, desde los comienzos de la poesía: la gracia

del esfuerzo. En la dura caoba de los grabadores: rostros, hombres resinosos, quemadores de

carbón; en un hombre con un alfanje colgado del brazo, que permanece en el borde con el habitual

perro anónimo; en la ropa de más que se ha puesto esa mañana, porque hacía frío cuando se levantó

en la tenue oscuridad para ocuparse de su huerto en las alturas —las alturas, el huerto, se

encuentran a varios kilómetros de su casa, pero es ahí donde tiene sus tierras—, y también en los

pescadores, en los criados que viajan en camiones lanzando sus lamentos, todos ellos en su origen

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fragmentos de África, pero modelados y endurecidos y enraizados ahora en la vida de la isla,

analfabetos en el sentido en que lo son las hojas; no leen, están ahí para ser leídas, y si se las lee

correctamente crean su propia literatura.

Pero en nuestros folletos turísticos el Caribe es un lago azul en el que la república introduce el pie de

Florida, con islas de goma infladas que cabecean en el agua y cócteles con sombrillas que flotan

hacia ella arrastrados por la corriente. Así es como las islas, movidas por la vergüenza de la

necesidad, se venden al mundo; ésta es la erosión estacional de su identidad, esa estridente

repetición de las mismas imágenes que no sabe distinguir una isla de la otra, con un futuro de puertos

deportivos contaminados, de especulación urbanística auspiciada por los ministros, y todo ello al

ritmo de la música de dos copas al precio de una y con una sonrisa en los labios. ¿Qué es el paraíso

terrenal para nuestros visitantes? Dos semanas sin lluvia, un bronceado color caoba y, a la caída del

sol, trovadores con sombreros de paja y camisas de flores que interpretan hasta el agotamiento

Yellow Bird y Banana Boat Song. Pero existe un territorio mucho más amplio, un territorio que supera

los límites creados por el mapa de una isla, un territorio que es el mar sin confines y lo que éste

recuerda.

Cada una de las islas que integran las Antillas es un esfuerzo de memoria; cada hombre, cada

biografía racial, culmina en amnesia y niebla. Fragmentos de sol entre la niebla y súbitos arco iris.

Ése es el esfuerzo, la tarea de la imaginación antillana: reconstruir a sus dioses con estructuras de

bambú, frase a frase.

El exterminio es la maldición de la historia antillana desde los tiempos de los arahuacos, y esa otra

plaga benigna del turismo puede infectar a todas las islas, no de manera gradual sino rápida aunque

imperceptiblemente, hasta que cada una de ellas quede blanqueada por el guano de los hoteles de

alas blancas, el arco y el descenso del progreso.

Antes de que todo haya desaparecido, antes de que sólo queden unos cuantos valles, vestigios de

una época anterior, antes de que el desarrollo convierta a cada artista en antropólogo o folclorista,

aún siguen existiendo lugares deliciosos, pequeños valles en los que no resuena el eco de las ideas,

no corrompidos aún por los peligros del cambio. No se trata de lugares nostálgicos sino de lugares

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sagrados tan sencillos y ordinarios como el sol que los baña. De lugares tan amenazados por esta

prosa como un cabo por las excavadoras o un bosquecillo de almendros por las cuerdas del

agrimensor o el laurel de la montaña por el añublo.

Una última epifanía: una sobria iglesia de piedra en un profundo valle, en las afueras de Soufrière,

donde las colinas casi empujan a las casas hacia un río de aguas marrones, donde el sol produce un

efecto grasiento sobre las hojas, un lugar abandonado, carente de importancia, al que esta prosa

confiere una relevancia corrupta. La idea no es la de santificar este lugar ni otorgarle un significado

especial, ni siquiera dotarlo de memoria. Los niños africanos, vestidos con sus ropas de domingo,

bajan por las toscas escaleras de hormigón para entrar en la iglesia; las hojas de los bananos

cuelgan brillantes; hay un camión aparcado en un patio; una anciana trota hacia la entrada. Aquí es

donde debería pintarse un auténtico fresco, un fresco sin importancia, pero con verdadera fe, ajeno a

los mapas, a la historia.

¡Qué pronto podría desaparecer todo! La situación empieza a empujarnos cada vez más hacia ese

espacio donde esperamos encontrar lugares impenetrables, verdes secretos al final de infames

carreteras, cabos desde los cuales se divise no un hotel sino una larga playa desierta en cuyo

extremo más alejado el humo de un pescador dibuje en el aire un signo de interrogación. El Caribe no

es un lugar idílico, no para sus nativos. Sus gentes extraen orgánicamente de la tierra la fuerza

necesaria para trabajar, como los árboles, como los almendrales o el laurel de las alturas. Sus

campesinos y sus pescadores no están allí para ser amados, ni siquiera para ser fotografiados; son

árboles que sudan con la corteza cubierta por una capa de salitre, pero todos los días, en alguna de

las islas, árboles desarraigados y vestidos con trajes de ejecutivos acuerdan importantes exenciones

fiscales con los empresarios, contaminan los almendros y los laureles hasta su raíz. Tal vez llegue el

día en el que los gobiernos se pregunten qué les ha ocurrido no sólo a los bosques y a las bahías,

sino a todo un pueblo.

Están aquí de nuevo, insisten, ángeles corruptibles de rostros tersos y negros de cuyos enormes ojos

blancos irradia una inquietante alegría, como la de los niños asiáticos de Felicity el día de la

representación del Ramleela; dos religiones diferentes, dos continentes diferentes que colman el

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corazón con el dolor de la dicha.

Pero ¿qué es la dicha sin temor? El temor al egoísmo de que, aquí, sobre esta tribuna, mientras el

mundo centra su atención no en ellos sino en mí, intente yo preservar estas sencillas alegrías

invioladas, no porque sean inocentes, sino porque son ciertas. Son tan ciertas como cuando, tocado

por la gracia de su don, Perse escuchaba fragmentos de su propia epopeya sobre el Asia Menor bajo

el rumor de las hojas de las palmeras, de esa Asia del alma por la que pasea la imaginación, si es

que tal cosa existe en oposición a la memoria colectiva de nuestra raza, algo tan cierto como el placer

de ese niño-guerrero que lanzaba sus flechas de bambú sobre las palmeras en el campo de Felicity;

una dicha tan llena de gratitud ahora, un temor tan bendito como cuando un niño abría su cuaderno

de ejercicios y, respetando la disciplina de sus márgenes, escribía estrofas que podrían contener la

luz de las colinas en una isla bendecida por la oscuridad, acariciando nuestra insignificancia.

(1992)

Tomado de La voz del crepúsculo. Alianza editorial , Madrid, 2000. Versión de Catalina Martínez

Muñoz (pp. 87-109).

De la historia como exilio

El hombre colonial en el exilio debe asumir estas posturas de cinismo metropolitano, a menos que

prefiera el más profundo aislamiento o la desesperada y ruidosa nostalgia de sus compañeros de

exilio. Este cinismo es un intento de aprehender el sentido de la historia que todo inglés y todo

europeo tienen, pero que él jamás ha sentido por África o Asia. Y es entonces cuando se desarrolla

otro sentido: el de que la historia de África o de Asia es inferior, y aquí nos acercamos mucho a la

locura, pues este sentimiento acredita no la importancia de un suceso, sino el suceso en sí, la acción

del suceso como segunda categoría. Pero no hablaremos del exiliado en este sentido. Él ha optado

por ver la historia de esta manera y esta es su visión. La simplificaciones del imperialismo, de la

herencia colonial, son más dignas, pues confieren a las tribus salvajes una dignidad propia. Pero aún

menos honrada que el exiliado colonial es la generación posterior, dispuesta a dar un salto eugénico

del imperialismo a la independencia anhelando la dignidad ancestral del guerrero errante. Misteriosas

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costumbres. Dioses difuntos. Ritos sagrados. Al igual que los hombres coloniales, estos otros son

hijos del ideal decimonónico, del romance entre el casaca roja y el guerrero salvaje; su simplificación

de elegir el papel del indio en lugar del papel del vaquero, bajo la influencia de las películas y la

literatura adolescente, es la alucinación del romance imperial; la pose es melodramática, y el lenguaje

de sus estrofas, idealizado por la literatura de aventuras, recuerda al Capitán Marryat, a Kipling o a

Rider Haggard. Prolonga el romance juvenil de tambores indígenas, ritos tribales, bárbaros aunque

sagrados sacrificios, gloriosos viajes, ciudades perdidas. En el subconsciente hay una Atlántida negra

enterrada en un mar de arena.

El hombre colonial es mas duro. Juzga la historia a partir de lo que ve a su alrededor, una banalidad

casi inexpresable. Percibe el siglo XX sin autoengaños ni fantasías juveniles. El otro maldice la

banalidad y opta por el mito. Los poetas de este segundo grupo empiezan a contemplar la poesía

como una forma de instrucción histórica. Su objetivo es la literatura oficial de las escuelas, de los

sociólogos, de sus historiadores y, ante todo, de la revolución. Les fascina la eficacia de la poesía

como aspecto del poder, no a través de su lenguaje, sino de su temática. Su poesía se torna una

suerte de acompañamiento musical para determinadas tesis y, como la historia, se ve obligada a

excluir ciertas contradicciones, pues la ambigüedad no tiene cabida en la crónica histórica fuese cual

fuere su motivo, al margen de que esto ocurriera o no. Toda piedad se percibe como villanía, toda

forma como hipocresía.

Es inevitable que estos poetas se obsesionen cada vez más con la innovación formal, pero esta

innovación se considera una estrategia crítica, pues habrá de atacar a otros además de defender su

posición para ser considerada una opción espontánea. Imita conservadoramente lo que considera

que es el modo tribal, y no distingue entre la artificialidad del noble estilo de la ceremonia tribal y el

lenguaje del que éste se sirve para alcanzar sus fines. Incluso puede emplear fragmentos de la

lengua original a modo de ornamento, aun cuando dicha lengua no sea su lengua natural. Surge

entonces un nuevo conservadurismo, una nueva dignidad más reaccionaria y pomposa que el sesgo

del lenguaje empleado. Se mueve obsesivamente entre el aplauso fácil del dialecto, el argot de la

tribu y la lengua ceremonial, la “memoria” de la tribu; es decir, entre la nueva dignidad y lo popular ,

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pero entremedias no hay nada. La voz normal del poeta, la que ahora habla, se ha perdido, y no hay

lenguaje escrito.

No. Si buscamos la imaginación primigenia de la literatura antillana, su aspecto “revolucionario”, la

hallamos experimentando una evolución decisiva en la ficción antillana: el principio poético está

más alerta en nuestra mejor prosa y, sea cual fuere el impulso étnico, esta imaginación examina las

raíces del hombre contemporáneo con la misma fuerza con que los poetas de una raza diferente

emplean el inglés. El novelista guayanés Denis Williams ofrece en Other Leopards el siguiente

pasaje:

Ahora , después de eliminar mi cuerpo y todo rastro de

él, carezco de un contexto claro. Mientras trepo por este

árbol nuevo, recogiendo una a una las espinas, me

encuentro sumido en la oscuridad, en ninguna parte, no

soy nada. Esto es una ventaja. Hughie no me ha encontrado;

le he dado esquinazo. He alcanzado una condición valiosa

fuera del alcance de su método. Ahora debo eliminar mi conciencia.

Puedo hacerlo cuando lo desee. Me he librado de la tierra.

No necesito bajar para nada.

En “Wodwo”, de Ted Hughes, encontramos lo siguiente:

What am I? nosing here turning leaves over

following a faint stain on the air to the river's edge

I enter water...

I seem

separate from the ground not rooted but dropped

out of nothing casually I've not threads

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fastenig me to anything I can go anywhere

I seem to have been given the freedom

of this place what am I then...

[¿Qué soy ? Husmeo por aquí apartando hojas,

sigo una leve mancha en el aire hasta la orilla del río,

me adentro en el agua…

Parezco

desgajado de la tierra, sin raíces, como caído casualmente

de la nada, sin hilos que a nada me sujeten,

y puedo ir adonde quiera.

parece que se me ha concedido la libertad

de este lugar, ¿qué soy entonces…?]

Éste, disculpen la fragmentación de la cita, es el tono del poema completo: lenguaje, tono, vacilación

y confirmación, la elección deliberada de nombres, el numinoso proceso de un hombre reducido en el

caso de Williams, de un hombre que evoluciona en el caso de Hughes; el pasaje de la novela y todo

el poema de Hughes son una y la misma cosa. Y lo son no sólo por su tema, que es la antropología;

cierto que su estructura es diferente y no hay intercambio alguno de influencias, salvo por el hecho

de que Hughes ha leído a Williams, cuyo libro apareció hace algunos años; lo que hay es la psique

desplazada y perdida del hombre moderno, la regresión del hombre del siglo XX, ya viva en África o

en Yorkshire, a sus comienzos preadánicos, a la prehistoria, y este contagio compartido de la locura

existe de manera universal en la poesía contemporánea y de manera particular en un poeta como

Samuel Beckett.

Las palabras entrecortadas, la búsqueda angustiosa, la pronunciación de los hombres elegidos, el

cínico o violento rechazo de lo nombrado, el gozo primigenio o último del poder o de la decadencia

de la propia Palabra… el proceso es compartido por tres escritores profundamente dispares: un

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africano-guayanés, otro céltico-inglés y otro céltico-irlandés. Comparten algo más que el lenguaje;

comparten el perforante proceso de excavación, como un topo o un grillo, que conduce a los orígenes

de la vida o a sus despojos. El logos como excremento o como espasmo generador. Puesto que

todos son escritores negros, sólo podemos emplear el término “negro” para implicar cierta

malevolencia hacia el sistema histórico. El Viejo Mundo, los visitantes del Viejo Mundo o los que viven

en el Viejo Mundo, ya se trate de África, del mundo sumergido de Yorkshire o del innombrado e

innombrable mundo gris de una civilización perdida propuesta por Beckett, todos los que se han

dejado amargar por estos mundos escriben “en negro”, con un pesimismo purgante que va más allá

de lo morboso. En el Nuevo Mundo observamos el mismo proceso entre los escritores dotados de

una fuerza optimista o visionaria, la misma lenta acción de nombrar. Ello se aprecia plenamente en

Wilson Harris. Pero su negrura es luminosa. El negro que hay en Williams regresa en su locura a los

orígenes. Trepa por su espino, regresa a los orígenes antropológicos de toda la especie humana,

aunque sin duda volverá a descender y, como el monstruo medieval de Hughes, experimenta esta

espeluznante transformación de demonio en hombre cuando empieza a nombrar las cosas; puede

naufragar y destruir de nuevo la civilización y sus lenguas con el barro primordial y postatómico en el

caso de Beckett, pero estos tres ciclos elementales son la agonía común de tres escritores

pertenecientes a distintas razas. Estos ciclos rudimentarios son el conocimiento de la historia que

tiene el poeta. ¿Qué demuestra esto por tanto? Demuestra que los escritores más veraces son

aquellos que perciben el lenguaje no como proceso lingüístico sino como elemento vivo; demuestra

mucho más ajustadamente la pereza de los poetas que confunden el lenguaje con la lingüística y con

la arqueología. Y aniquila también los conceptos provincianos de imitación y originalidad. El miedo a

la imitación obsesiona a los poetas menores. Pero en toda época acaba surgiendo un genio común,

casi indiscernible, cuya perpetuidad es la única tradición válida, no esa otra tradición que clasifica la

poesía en períodos y escuelas. Sabemos que los grandes poetas no desean ser diferentes, no tienen

tiempo de ser originales, que su originalidad sólo aflora cuando han asimilado toda la poesía que

han leído, que sus primeras obras parecen ser la acumulación de la basura de otros, pero que se

convierten en hogueras, y que son sólo los poetas académicos y amedrentados los que hablan de la

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deuda de Beckett con Joyce.

La tribu exige a sus poetas el más alto lenguaje y un sentimiento más allá se lo predecible. Disculpen

ahora esta breve alusión a mi propia biografía. Desde niño supe que quería ser poeta, y como todo

niño de las colonias aprendí la literatura inglesa como si fuera mi herencia natural. Olvidémonos de la

nieve y de los narcisos. Fueron reales, más reales que el calor y las adelfas, quizá porque vivían en

la página, en la imaginación, y por tanto en la memoria. Hay en la literatura una memoria de la

imaginación que nada tiene que ver con la experiencia real, que es, de hecho, una vida distinta, y

esta experiencia de la imaginación seguirá dotando de realidad la búsqueda del caballero medieval o

la masa de una ballena blanca, gracias a la fuerza de una imaginación compartida. El mundo de la

poesía era natural y no estaba limitado por lo que ningún niño acepta como el mundo real, mas el

desencanto y la alienación acabarían llegando inevitablemente. Pero esto no tiene importancia; forma

parte de la madurez. En resumidas cuentas: una vez hube tomado la decisión de centrar mi vida en la

poesía, mi vida real, no mi vida imaginativa, sentí rechazo y miedo de Europa al conocer su poesía. Y

así ha seguido siendo, aunque estas emociones han cambiado; son más sutiles , más controladas,

pues ya no deseo visitar Europa con la intención de recuperarla, como tampoco lo deseo en el caso

de África. Lo que sobrevive en el esclavo es la nostalgia de los modos imperiales, de Europa o de

África. Sentía, sabía, que si visitaba Inglaterra jamás me convertiría en poeta, no me volvería más

antillano, y eso era lo único que quería ser: un poeta antillano. No me importaba mi lengua, me había

desprendido de ella y no podía recuperarla, por más que me lo exigieran. Pero me intimidan las

catedrales, la música, el peso de la historia, no porque fuera extranjero sino por que sentía que esa

historia era la carga de otros. No me interesaba la continuación de los procesos históricos sino el

descubrimiento, la simple carga del trabajo, pues aquí todo estaba por hacer. Mas a medida que

envejecía y ganaba confianza, mayor era mi aislamiento como poeta, más necesitaba consumir el

arte y la literatura de Europa para entender mi propio mundo. Digo “mi propio mundo” porque no me

cabe duda de que me pertenecía, me había sido dado por Dios, no por la historia, junto con mi

talento. Por aquel entonces nadie analizó la honestidad de mi compromiso, nadie me exigió que

rechazara los viejos valores, aunque más tarde todos ellos tuvieron que experimentar la angustia del

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rechazo y la arrogancia de la autoafirmación. Esto son simples declaraciones de fe, pero son

importantes. Nos dejamos engañar por los nuevos profetas de la amargura, que nos previenen sobre

experiencias que jamás nos ha importado tener, pero la mayor parte de la sociedad no tiene ni el

mismo interés ni las mismas oportunidades. Estos profetas no predican para los conversos sino para

los que han perdido la fe. No hablo de la fe religiosa sino de la realidad. El pescador y el campesino

saben quiénes son y qué son y dónde están, y cuando les mostramos nuestras sensibilidades

heridas, lo que la mayoría de nosotros muestra es el producto de una autolesión.

Acepto este archipiélago de las Américas. Al antepasado que me vendió y al antepasado que me

compró les digo: no tengo padre, no quiero a ese padre, aunque os entiendo, espíritu negro, espíritu

blanco, cuando los dos susurráis “historia”, pues si intento perdonaros a ambos caigo en esa idea

vuestra de la historia que justifica y explica y expía, aunque no soy yo quien ha de perdonar, mi

memoria no logra concitar el amor filial, porque vuestros rasgos son anónimos y han sido borrados, y

yo no tengo deseo ni fuerza para perdonar. Cuando interpretabais vuestros papeles, esos papeles

otorgados por la historia del vendedor de esclavos y el comprador de esclavos, erais hombres que

actuaban como hombres, y también para ti, padre en las mugrientas bodegas del barco negrero, eran

hombres que actuaban como hombres, con la crueldad de los hombres, compatriotas y compañeros

que no vacilan ante la raza común más de lo que mi otro antepasado bastardo vacilaba con su látigo,

y a todos vosotros, abuelos íntimamente perdonados, yo, como el hombre más honrado de mi raza,

os profeso una extraña gratitud. Os ofrezco mi agradecimiento extraño y amargo, pero también

ennoblecedor, por el monumental gemido y la fusión de dos grandes mundos, como las dos mitades

de un fruto cosidas por su propio jugo amargo, porque exiliados de vuestros propios Edenes me

habéis situado en otro Edén prodigioso, y ésa fue mi herencia y vuestro don.

(1974)

Tomado de La voz del crepúsculo. Alianza editorial , Madrid, 2000. Versión de Catalina Martínez

Muñoz (pp. 79-86).

Derek Walcott

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Derek Walcott, Premio Nobel de Literatura 1992, nació en 1930 en Santa Lucía, isla caribeña que

estuvo bajo el dominio de españoles, franceses e ingleses, hasta lograr su independencia de Gran

Bretaña en 1962.

Su padre, Warwick Walcott, hijo de un inglés y una negra criolla, se dedicó a la pintura. Su madre era

descendiente de esclavos africanos. Este hecho familiar tendrá una influencia directa en los temas y

propuestas estéticas de su producción literaria. Derek Walcott retoma de su padre la práctica de la

pintura, a la vez que desarrolla diversas imágenes visuales en su poesía y ensayos. Su origen

mestizo configura una particular visión de lo Caribe y el ser caribeño, en el que se reconocen las

diversas procedencias de los elementos que los componen y se los asume en su complejidad y

heterogeneidad.

En este sentido, el escritor reconoce los procesos de colonización que todavía hoy se desarrollan y

cómo esto incide en el pensamiento y en la creación literaria de los escritores de la región. Aboga en

su poesía por el reconocimiento de la herencia cultural de la metrópoli, en este caso el idioma inglés y

la tradición literaria de Occidente, pero, simultáneamente, reivindica en sus obras el legado cultural y

espiritual de los esclavos africanos llegados a América al incorporar elementos del creole, de la

música antillana y estructuras gramaticales y sintácticas propias de la oralidad.

Walcott publica su primer libro de poesía, titulado 25 poems, a los dieciocho años. A los veinte se

traslada a Jamaica, donde estudia Literatura Inglesa en la Universidad de West Indies y publica

Poems. En 1960 se establece en Trinidad y Tobago, donde desarrolla gran parte de su trabajo como

dramaturgo. Allí funda el Taller de Teatro de Trinidad junto con su hermano gemelo Roderick. En la

creación teatral funde elementos de la tradición shakesperiana con el calipso, ritmo musical

afrocaribeño de las antillas anglófonas. Sobresalen obras como Juno and the Paycock; The Plow and

the Stars; Dream of Monkey Mountain; Walker and the Ghost Dance; Beef, No Chicken; O Babylon!;

The Last Carnival; Remenbrance; The Sea at Dauphin, entre otros.

Simultáneamente al desarrollo de su trabajo como dramaturgo, continúa con la creación poética.

Publica Selected Poems (1964), The Castaway and Other Poems (1965), The Gulf and Ohter Poems

(1969), Another life (1973), The fortunate traveller (1981), The Arkansas Testament (1987) y Omeros

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(1990). Este último corresponde a un extenso poema, de carácter epopéyico, de casi cuatrocientas

páginas, en el que desarrolla, de manera simbólica, su visión acerca de la historia y el devenir del

Caribe. En este texto, al igual que en muchos otros de sus poemas, el mar se constituye en un motivo

literario que da cuenta de la caribeñidad y del carácter de insularidad.

El último libro de poesía se titula Tiepolo’s Hound, y es publicado en marzo de 2002.

En la actualidad, el escritor alterna sus estadías entre Boston, ciudad norteamericana en la cual

ejerce la docencia universitaria desde inicios de la década de los ochenta; Trinidad, isla que

constituye uno de los centros culturales y académicos del Caribe anglófono, y Santa Lucía, lugar de

origen y que constituye uno de los centros de su universo creativo.

Por Elissa L. Lister, profesora de Literatura en la Universidad de Antioquia y en la Universidad

Nacional (Medellín)

Flor María Bouhot

Flor María Bouhot Arroyave es egresada de la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia. Es

pintora casi como respira, como vive. Hace del color la expresión que, como en los buenos artistas,

constituye su gesto fundamental, su exteriorización más íntima.

La vivacidad y el “retinismo” de sus cuadros no se contraponen al concepto esencial de toda su

pintura, en cuanto ésta es la clara vibración de su espíritu, que encuentra plenitud en escenas y

personajes del mundo llenos de significados, que andan de la mano con las aceptaciones y las

contradicciones de realidades evidentes. La serie de los Amantes, de el Carnaval, sus muchas figuras

que representan en tantas ocasiones el asunto de lo que somos, y, claro, sus bodegones que llegan a

comportar el volumen y la textura acariciable de muchas de sus mujeres.

No renuncia al preciosismo de las formas y del color, pero le imprime a ese gran cuidado el carácter y

la fuerza de su espíritu. Expresión permanente de la celebración del arte.

Luis Germán Sierra J.