cuentos de provincia aps
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Como un servicio a sus lectores, ANNCOL ha compilado en un librillo los relatos literarios sobre provincia escritos por el compañero Alberto Pinzón Sánchez. Esperamos con esta facilidad ser de su agrado.TRANSCRIPT
Cuentos de Provincia
Por Alberto Pinzón Sánchez
La Yopalera de Provincia
Luis había nacido 30 años antes en Provincia. Su infancia
corrió suelta como la mayoría de los niños del poblado,
entre la asistencia a la escuela pública, los baños en el río
con sus compañeros de edad y las excursiones a los
alrededores para cazar pájaros y hasta pequeños
animales, con tiros certeros de pequeñas guayabas muy
verdes y redondas, disparadas con potentes caucheras u
hondas de caucho. Desde siempre y continuamente, Luis
alardeaba sobre su abuelo, el general de la guerra de los
mil días Flavio Pinzón.
Cumplidos los 15 años, su padre también llamado Luis,
un abogado de mediana edad, bastante aficionado a las
bebidas embriagantes y al juego del billar en el café “Luis
XV” del pueblo, lo llevó a la capital del departamento
para presentarlo al comandante de la Brigada Militar y
protocolizar su ingreso a la escuela militar de cadetes,
donde pudiera continuar sus estudios y hacer una
verdadera carrera militar.
-“Mire don Luis, le dijo el coronel comandante de la
Brigada, el cupo de cadetes es muy limitado y
desafortunadamente ya está copado. Pero no se
desanime, le voy a dar una dirección de un amigo en
Bogotá para que lleve al muchacho y allá seguro le darán
destino”.
Una semana después de un largo y complicado viaje, don
Luis y su hijo homónimo se presentaron a la imponente
casona de ladrillo rojo y puertas negras ubicado en la
carrerea cuarta con calle octava de Bogotá, preguntando
por el director, quien los recibió después de leer la carta
de recomendación enviada por el comandante de la
Brigada departamental.
-“Muy bien don Luis, dijo el director en una muy corta
entrevista, déjenos a su hijo que nosotros cuidaremos de
él y lo haremos un hombre de la patria, de quien usted
seguro se sentirá orgulloso. Y ahora discúlpeme porque
debo atender unos asuntos políticos muy importantes”.
No hablaron más. El director llamó a su asistente, le dio la
mano de Luis diciéndole que le diera una dotación
completa y le asignara un catre con los otros reclutas.
Luis con los ojos un poco aguados y con un nudo en la
garganta que le dificultaba las palabras, alcanzó a darle
una palmada en el brazo a su padre en señal de
despedida. –“Obedezca mijo, y no vaya a hacer quedar
mal la memoria de su abuelo, alcanzó a decirle su padre
mientras lo miraba con resignación”.
Una muda de ropa de servicio, un catre de hierro
oxidado, desfondado y remendado con alambres, dos
juegos de sábanas y cobijas y un pequeño armario de
metal verdoso llamado “locker”, fue su dotación. Luego
peluqueada al rape estilo “chuler”, presentación a sus
compañeros de entrenamiento y automatización de los
horarios y rutina. –“Mi hermano; son tres años sin volver
a casa”, le dijo uno de los 15 compañeros de
entrenamiento que ocupaba el catre de al lado.
Luis asimiló pronto las actividades diarias: levantada a las
5 de la mañana, desayuno de una taza de aguapanela con
leche y dos mogollas. Limpiar y trapear los baños,
sanitarios y dormitorios. Tres horas de clase teóricas y
dos de práctica. Una alimentación basada en sopas de
maíz o caldos de papa con hueso, un pedazo de carne
sancochada, arroz, frijoles, arvejas, papa, yuca o plátano y
aguapanela. Luego una horade de armamentos, balística
y tiro desde corta distancia. Tres horas de deportes a
escoger entre básquet o microfútbol. Gimnasia o
levantamiento de pesas. Boxeo o lucha libre, o trote en el
patio central. Refrigerio nocturno. Lectura obligatoria de
una hora en la biblioteca y, acostada. Así pasaron planos
los tres años y Luis recibió el diploma que lo acreditaba
como detective de Colombia.
Además de la disciplina perruna y a ser un excelente
gatillo, Luis había aprendido historia sagrada o bíblica.
Historia militar y política de Colombia. Técnicas de
interrogatorio. Identificación de personas y dactiloscopia.
Grafología y documentos. Fotografía y recolección de
pruebas. Capturas y allanamientos. Seguimientos,
vigilancia y obtención de información. Misiones
especiales, mecánica automotriz, y sobre todo espionaje
e infiltración de organizaciones.
Después de la graduación como detective, Luis hecho ya
un adulto regresó a Provincia a visitar a sus padres y
familiares. El clima soleado con un viento tibio y suave
oloroso a maderas y bosque, fue un fuerte contraste con
los cuartos y sótanos húmedos y oscuros, podridos y
olorosos a residuos humanos descompuestos, de la
academia del Servicio de Inteligencia Colombiano. Una
vez llegado y casi sin darle tiempo a que se acomodara en
casa, su padre le dijo que don Gabriel, contando con la
aprobación del comandante de la Brigada Militar ya le
tenía trabajo. –“Debes ir donde él y ponerte a sus
órdenes”, le dijo su padre con premura.
Saludó con nostalgia algunos amigos de antes, pero de
inmediato se dirigió a la casona de don Gabriel situada en
el marco de la Plaza, a un lado de la iglesia. Allí lo estaba
esperando él con una cerveza. Don Gabriel era hombre de
cierta edad, rechoncho y no muy alto, de ojos vidriosos y
desapacibles, un poco hundidos entre su cara y adornaba
su labio superior con un bigotico cenizo como su pelo y la
boca, dándole a comisura labial un gesto de desprecio.
Don Gabriel Vela Bustamante, era un capitán retirado del
ejército, llegado a Provincia 20 años atrás como alcalde
de la dictadura militar; se había casado con una hija de un
rico ganadero y hacendado de Provincia y había echado
raíces en el pueblo.
– “Muchacho, le dijo dándole unas palmadas en el
hombro; de ahora en adelante usted es mi
guardaespaldas. Será como mi sombra. Queda encargado
de mi seguridad. Por lo demás, plata y eso, no se
preocupe. Eso ya está arreglado”.
Luis turbado y ansioso agradeció la designación y con
cierta pretensión le respondió que no se preocupara, que
trataría de hacer su trabajo lo mejor posible. Pasados
unos meses de prueba, don Gabriel le pregunto a Luis si
conocía el árbol de “Yopo”. Si lo conocía y muy bien. –
“Entonces tome este sobre con billetes y se va a Bogotá a
averiguar en cuanta biblioteca exista todo lo relacionado
con ese árbol y en tres meses lo espero. Es un negocio
muy grande y prometedor” –“No se preocupe don
Gabriel le respondió, aquí estaré”.
A pesar de no existir mucha bibliografía, Luis se dio mañas
de averiguar lo fundamental sobre el árbol del Yopo.
Juntó todos sus apuntes y tomó el bus destartalado
nuevamente hacia Provincia. De inmediato le dio informe
a don Gabriel, quien lo oyó extasiado:
-“El árbol de Yopo, le dijo, es muy conocido desde antes
de la llegada de los conquistadores españoles en América
del Sur y el Caribe con diferentes nombres. Existen dos
variedades importantes, pero la que se da en los Llanos
colombianos se denomina Anadenatha Peregrina, o
Piptadenia y tiene tres usos: uno, como sombrío para
pastos de ganadería extensiva, especialmente la
braquiaria, además sirve como cerca viva para los
potreros ganaderos. Otro, como leña para los asaderos de
carne que hay en las ciudades, por el sabor especial que
sus humos y sus brasas dan a la carne a la llanera y tres,
como alucinógeno precolombino usado por los indígenas
de la llanura Orinóquica, debido a los alcaloides
triptamínicos, especialmente la Bufotenina, o 5 hidroxi
dimetil triptamina, o DMT, sustancia usada en Psiquiatría
como medicamento anti depresivo con el nombre
genérico de Amitriptilina”.
-“Luis, eso que usted acaba de decir, constituye un
secreto el más verraco”, dijo don Gabriel abriendo los
ojos y pasándose las manos por entre el pelo grisáceo.
Luego moderando su vehemencia agregó-“Así pues que
tiene que quemar todos esos papeles o guardarlos en
donde nadie los encuentre, porque ese es el negocio del
que le hable y que vamos a hacer. Voy a sembrar de Yopo
mi finca Pocoapoco. ¿Conoce mi finca Pocoapoco, la que
queda en la llanura más allá del rio? Si la conozco don
Gabriel. – Bueno, ahí voy a sembrar todo el Yopo que se
pueda. Con esos palos vamos a proveer de carne y de
leña a los asaderos de carne de la región y si es preciso, la
mandamos hasta Bogotá, y las semillas o pepas que
llaman, esas carmelitas, de donde los indios sacan el
alucinógeno para inhalar, ya el laboratorio gringo que
produce esa droga nos ofrece comprar todas las
existencias ¿Cómo la ve”? – ¡”Uy don Gabriel! Eso es
mucho”, fue lo único que se le ocurrió responder Luis.
En tres años don Gabriel le cambió el nombre a la finca
Pocoapoco, denominándola ahora “La Yopalera”. Al lado
de la casa tradicional de palma con piso de tierra para los
vaqueros y demás empleados temporales, construyó al
lado de un riachuelo una casa de ladrillo bastante
cómoda y aireada de techo de palmas y piso de cemento,
con un cuarto aparte con servicios para huéspedes y
encargó a Luis de toda su administración. El ambiente
llanero plano de horizonte abierto y sin límites, de
pajonales ralos , salpicado ocasionalmente por algunas
matas de monte con palmeras de moriche y otros
arbustos olorosos; regido por periodos de vientos y lluvias
seguido de un sol canicular, seco y abrasador bastante
diferente al de Provincia, fue su primera adaptación.
Luego vino el acomodo a la comida a base de plátano y
carme, a moverse a cualquier parte a caballo y a
familiarizarse con la llamada ganadería práctica. Luis
dividió el tiempo entre las labores de administración de la
hacienda, preparación del vivero de Yopo para la
arborización y en excursiones de exploración a la
inmensidad de la llanura vecina. Conoció e hizo amistad
con Pedro Espinosa, el rústico y analfabeta ganadero
tradicional más rico del vecindario. A los hermanos
Riobueno en cuyo fundo aún existía los restos de un
resguardo muy antiguo, talvez colonial, de indios
guahibos en extinción y más allá, el rio gigantesco,
amarillento de orillas arboladas con barrancos rojizos.
Con todos entabló relaciones cordiales y serviciales, pero
su atención se centró en los indios guahibos, a quienes
visitó con cierta frecuencia llevándoles regalos
especialmente de carne en tasajo y herramientas de
metal; hasta que finalmente el jefe del grupo indígena lo
autorizó a participar en una ceremonia para fumar Yopo
con toda su preparación y ejecución: desde el secado de
las semillas carmelitas al sol, su trituración y pulverización
con cenizas del mismo árbol; el inhalador hecho del
hueso hueco y bifurcado del ala de la garza morena
adaptado con cera y goma, el cepillo de cerdas de Báquiro
o Zaíno para juntar el polvo en la totuma ritual, y el
recipiente para el almacenamiento del rapé preparado y
listo para inhalar.
Luis temeroso o precavido no inhaló aquel rapé, sino
hasta después de haber observado varias veces las
reacciones que este producía en los indígenas.
Finalmente pudo comprobar que después de un
momento no muy largo de distorsiones ópticas y
alucinaciones visuales y mucha sensación de sed, o
sequedad en la boca, venía un momento de molestia,
irritabilidad o desagrado, que podía convertirse en ira y
agresividad súbita.
Después de un tiempo de haber arborizado con Yopos
varios cientos de hectáreas, empezaron a llegar visitantes
traídos por un enviado de don Gabriel; la mayoría eran
doctores extranjeros, que venían con muchos aparatos de
laboratorio, microscopios, tubos de ensayo, frascos y
cámaras fotográficas. No permanecían más de una
semana y así, silenciosamente, como habían venido en
sus yips se marchaban.
Dos años después de estar Luis plenamente adaptado al
ambiente llanero de la finca y de sacar mensualmente por
el carreteable que la unía con Provincia, un camión con
novillos cebados, varias cargas de leña y muchos
paquetes de semillas carmelitas de Yopo, hubo un
acontecimiento sorprendente:
Llegó hasta el lado de la casa un helicóptero, del cual
descendieron el amigo de confianza de don Gabriel y un
señor extranjero con gafas oscuras y una cachucha o
gorra de beisbolista con visera larga, que hablaba muy
poco castellano. El enviado de don Gabriel le entregó a
Luis una nota suya firmada, diciéndole que se pusiera a
órdenes del señor extranjero y viajara con él hasta donde
él lo llevara. Era un asunto muy importante del negocio
del Yopo que hacía necesaria sus conocimientos y su
presencia. Luis no dudó. Arreglo un maletín de plástico
con alguna ropa y efectos personales; se despidió de la
entristecida mujer que le cocinaba y ampliamente le
servía. Luego de los trabajadores temporales diciéndoles
que pronto regresaría y se subió al helicóptero, con la
misma tripulación que había venido.
Quince años después de que aquel helicóptero misterioso
se elevara de la finca la Yopalera en medio de un
remolino denso e irrespirable polvo y yerbas secas; ni
familiares, ni nadie, sabe dónde está Luis, el detective
oriundo de Provincia aficionado a la antropología.
(31.07.2013)
Don Jorge
Jorge Eliecer, conocido por todo el pueblo de provincia
como Don Jorge, ocultaba cuidadosamente su segundo
nombre como una precaución familiar o quizás, como un
rencor personal. Había nacido casi a la misma hora el
mismo día aciago de aquel abril de 1948, en una clínica
del centro de Bogotá, la misma ciudad grisosa y fría
donde habían asesinado pocos minutos antes a Jorge
Eliecer Gaitán. Su padre, un capitán del ejército adscrito
al batallón guardia presidencial, había sido licenciado
fulminantemente de las filas castrenses pocos días
después de aquella explosión incontrolable y anárquica
de ira popular conocida como el Bogotazo, por haberse
negado a disparar contra la multitud enardecida y
enfurecida que se había congregado a exigir la renuncia
del presidente, frente a la vetusta y enrejada casona
colonial donde despachaba.
Degradado y sin trabajo, hastiado por lo que había visto
aquellos días de horror en Bogotá, su padre decidió
regresar a su pueblo natal Provincia de donde había
partido treinta años antes, para tratar de rehacer su vida
en un sitio apacible y conocido lo bastante alejado de
Bogotá, donde pudiera “sacar adelante a su familia”, su
esposa Laura y sus dos pequeños hijos, Jorge Eliecer y
Ricardo.
Estaba equivocado. Pronto la mano larga de la desventura
los volvió a alcanzar: golpearon con fuerza en la puerta de
la modesta casita que había arrendado unas dos calles
alejada del marco de la plaza de Provincia; toc, toc, toc;
su padre alarmado por el estruendo en la puerta salió
presto a abrirla y dos chasquidos secos y atronadores,
seguidos por el golpe de un cuerpo que cayó sobre el piso
cementado, seguido del grito desgarrador de su madre:
“lo mataron, lo mataron esos chulavitas”, quedaron
grabados para siempre en la memoria del niño Jorgito. En
adelante la vida familiar y en especial la suya como
huérfano, sería más que difícil.
La familia comenzó a depender de una pequeña e incierta
ayuda que la familia del padre les daba para su sostén
básico. Con su hermano Ricardo, debieron ir a la escuela
pública del pueblo a aprender las primeras letras y
números, soportando no solo la miseria que se cernía
sobre toda la familia, sino todo el odio y el desprecio
contra los “cachiporros nueveabrileños”, trasmitido
intencionalmente por sus profesores a los demás
compañeritos de escuela. La rueda del infortunio siguió
girando y su hermano Ricardo, aun sin dejar de ser un
niño, salió de la casa hacia la escuela (las últimas
personas que lo vieron dijeron que lo habían visto cruzar
el puente sobre el rio para tomar el camino hacia la selva)
sin volverse a tener noticia suya. Jorge, con sus ojos
negros, achinados y penetrantes, solamente miraba el
sufrimiento silencioso de su madre.
Aceptó, por ella y como una forma de aligerar la carga de
la casa, ir al seminario para niños que la Curia católica
tenía en una ciudad cercana. Allí en lugar de aprender de
memoria recitaciones bíblicas, historias milagrosas y
sermones, dedicó todas sus energías a desarrollar una
sorprendente intuición que se le estaba haciendo
presente, la de conocer a las personas con solo mirarle
los ojos. Los resultados no se hicieron esperar, fue
devuelto a su madre tras tres años de imposible
reducación con la sentencia eclesial de “incorregible”: -No
tiene vocación de sacerdote”, fue todo lo que le dijo el
cura del pueblo a su madre cuando lo entregó de regreso.
Ahora, en el pueblo de Provincia no había mucho que
hacer. Un vecino de su casa de profesión gallero, al ver al
impúber ocioso, le dijo que si le ayudaba a cuidar los
gallos de riña que tenía para la próxima gallera, le daría el
10% de lo ganado. Jorge aceptó inmediatamente ansioso
de entrar ya mismo al mundo real de los adultos.
Aprendió con una rapidez sorprendente, todos o casi
todos los secretos para la cría, levante, entrenamiento y
preparación de gallos de riña. También empezó a
entender el viscoso y oscuro mundo de los negocios, de
apuestas, gabelas, deudas, cobros y pagos, ect, que se
movía detrás de cada pelea de gallos y a desarrollar aún
más la forma para conocer a las personas con solo mirarle
los ojos. Ganancioso, pasó de ser Jorgito a llamarse
simplemente Jorge.
Hizo averiguaciones, todas ellas infructuosas, sobre la
suerte de su hermano Ricardo, con los camioneros que
iban y venían cargados de troncos de madera de la selva y
con los negociantes o cacharreros que comerciaban
cacharros y vituallas de urgencia por el rio en canoas
adaptadas para la carga. Alguien le dijo que había visto un
muchacho que coincidía con la descripción de su
hermano en una ranchería indígena, varios días de
navegación rio abajo. Se lo comentó a su madre y le
expresó su deseo de ir a buscarlo. La madre lo miró con
indiferencia dándole a entender que sus esperanzas
estaban en otro mundo, no en este, y la rueda de la
desventura dio otra vuelta: su madre, como le dijo el
médico del pueblo cuando le entregó a Jorge el
certificado de defunción necesario para el entierro, había
muerto de “pena moral”.
Pasado el luto por su madre, Jorge curtido por el
sufrimiento decidió seguir la pista oída sobre su hermano
Ricardo y partió hacia la selva. Buscó el embarcadero del
rio abajo y navegó varios días en una canoa de cacharros
hasta el rancherío indígena que le habían mencionado.
Allí le confirmaron que un muchacho bastante joven de
esas características, en efecto había estado un tiempo
pero se había ido hacia los pajonales áridos de los llanos
que hay más al norte, contratado por un hombre que
negociaba con ganado. Jorge siguió la pista hasta llegar a
un pequeño poblado rojizo y terroso, asolado por el sol y
el monzón llanero, rodeado por pajonales y palmeras
enanas, con unas calles muy anchas tupidas de un pasto
raquítico que rumiaba un rebaño de reses impasibles.
Averiguó por su hermano describiéndolo minuciosamente
y supo que había muerto macheteado por otro poblador
en una pelea de borrachos, disputándose la copera del
sórdido expendio de guarapo que los atendía.
Jorge consideró que la búsqueda había llegado a su fin y
decidió regresar a Provincia. Pero está vez debió tomar
otra ruta diferente a la que lo había traído: caminar hacia
el occidente a través de los pajonales de la gran llanura,
cruzando ríos inmensos de aguas terrosas y turbias y
pidiendo posada para pasar la noche en la casa de algún
hato ganadero encontrado en el camino, hasta llegar al
piedemonte cordillerano y luego, buscar un carreteable
que comunicara con Provincia.
Sin embargo algo sorprendente ocurrió durante el viaje:
en uno de esos hatos ganaderos cercanos al piedemonte
llanero en donde se detuvo un anochecer; el dueño, un
mestizo llanero de apellido Riobueno, descalzo, chaparro
y robusto, bastante aindiado, le mostró unas piedras
verdes grandes y traslúcidas que había encontrado en una
peña cercana desbarrancada por el agua y a la erosión.
Jorge cerrando sus ojos negros aindiados inmediatamente
tuvo en la mente los dos negocios: ganado y esmeraldas.
Hizo rápidamente un negocio con el llanero basado en la
palabra de gallero, que este aceptó completamente.
Jorge iría a Provincia en el mayor secreto, traería dinero y
hombres de su absoluta confianza, todos del círculo de la
gallera del pueblo, mineros y comparadores de ganado,
incluyendo varios tinterillos provincianos para que se
encargaran del papeleo y registro legal de la mina y de
conformar la compañía comercial para desarrollar los dos
negocios.
En efecto. Un mes más tarde el hato ganadero del llanero
Riobueno se trasformó en un hervidero de personas,
mulas y caballos, aperos de carga, herramientas de
minería, lupas y balanzas de precisión, bultos de
provisiones y papeles sellados para hacer negocios;
mientras en Bogotá los dos tinterillos contratados por
Jorge adelantaban todos los trámites necesarios ante el
gobierno del presidente Turbay Ayala y el Banco de la
República, relacionados con la concesión minera y
ganadera. Jorge tenía 22 años. Corría el año de 1970, y
ahora todos se referían a él como Don Jorge. Un bigotico
delgado y corto de pelos como cerdas creció en su labio
superior para atestiguarlo.
Con los papeles legales sobre la mina de esmeraldas y de
la compañía comercial establecida, decidió trasladarse a
Bogotá donde centralizó sus actividades: todo tipo de
compra legal o ilegal de tierras ganaderas situadas en los
llanos orientales, negocio ganado para trasportar y
vender en Bogotá. Venta de cueros para curtiembres,
instalación de frigoríficos, exportación de carne de res en
canal. Compra y venta de esmeraldas en bruto, talla y
exportación. Visita a funcionarios del ministerio de minas
y del Banco de la República para dejarles
subrepticiamente el “sobrecito” con los miles de pesos
del soborno. Y al ministerio de defensa para “cuadrar” el
asunto de la seguridad oficial y extraoficial en las minas y
de las haciendas ganaderas adquiridas o arrebatadas.
Ahora ya tenía participación en las minas de esmeraldas
de Gachetá y Chivor en la cordillera oriental, y desde
donde podía mirar desde lo alto y a distancia sus 40 hatos
ganaderos de los llanos, donde pastoreaban o pastaban
cerca de 50 mil reses según la antigua norma llanera de
dos hectáreas para cada vaca, mientras discutía con un
consorcio estadounidense el aseguramiento de todo el
cinturón esmeraldero de Colombia, que incluye en la
cordillera de los Andes, al nororiente de Bogotá, un
rectángulo de 250 km. de largo por 50 km. de ancho, que
va desde Gachalá en el oriente hasta Peñas Blancas en el
occidente.- “ Miren señores; esos punticos blancos que se
ven allá son mis reses”, solía decirles (sin muestras de
soberbia) a los ingenieros americanos con quienes
discutía lo del consorcio esmeraldero.
Pareciera que la rueda de la fortuna hubiera girado hacia
atrás o por lo menos se hubiera detenido. La vida ahora y
durante las tres décadas siguientes, sería la de un
poderoso multimillonario en Bogotá: Adquirió en el norte
de la ciudad varias casas en conjuntos residenciales
cerrados y con extrema vigilancia; contrató 40 acuciosos
guarda espaldas militares suministrados por una firma de
seguridad privada propiedad de un coronel retirado,
quienes le exigieron comprar varios vehículos tipo
burbuja de alta seguridad, blindados y con vidrios negros,
a la par que le daban todo tipo de instrucciones para
repeler y sobrevivir cualquier ataque armado de
adversarios o enemigos. Empezaron a llegarle
invitaciones a fiestas, cocteles y reuniones sociales y
políticas de todo tipo, para lo cual hubo de contratar un
sastre modisto especializado con el fin de que le
mimetizara su robusta pero pequeña figura que ya
insinuaba un abdomen globuloso, y una renombrada
profesora de glamur bogotano de nombre María José,
para que suavizara los modales plebeyos de 30 años
anteriores de sufrimiento y miseria. Hasta que finalmente
logró hacerse socio del club social más exquisito y
refinado de la capital colombiana, donde una noche de
suerte encontró la mujer con quien unir su vida.
Era una mujer no tan joven, de mediana estatura,
regordeta de amplias caderas y piernas arqueadas, boca
voluptuosa grande y ojos color café visibles entre sus
pómulos protuberantes, hija de un importante y
acaudalado político capitalino, dueño de la mayoría de
urbanizaciones existentes en Bogotá y con un hermano
como el eterno gerente del Banco de la República. Le
sonrió al pasar haciéndole una mueca coqueta, pero la
mirada de Jorge poco acostumbrada a tales mimos no
alcanzó a descifrarlo. Sin embargo lograron alargar el
contacto que en corto tiempo evolucionó a un noviazgo
formal y un poco más tarde al estruendoso y muy
comentado matrimonio, con el cual se selló la unión de
las dos riquezas: la de Jorge con la de los padres de la
novia. Su vida social y de negocios políticos ahora era un
torbellino vertiginoso y sin pausa de sucesos y éxitos.
Pronto la esposa quedó embarazada, pero con el
nacimiento de su primogénito, nuevamente la rueda de la
adversidad volvió a avanzar: el niño inexplicablemente
nació con un síndrome de Down y, el matrimonio que no
estaba preparado para dedicar todo el tiempo que tal
calamidad exige, menos para aceptar la culpabilidad de
tal enfermedad, se agrietó irreversiblemente hasta una
amarga y muy triste ruptura.
Jorge buscó refugio en el whisky, las exclusivas
distracciones y los excesos muy fáciles para su riqueza
abundantes en Bogotá, pero antes que la saciedad o
siquiera el hartazgo, sus socios, adversarios y enemigos,
le hicieron saber que por ese camino estaba perdido.
Entonces en una decisión, para muchos incomprensible,
separó bienes con su esposa y elaboró un testamento
declarando a su pequeño hijo enfermo como propietarios
universal de todos sus bienes en este mundo,
quedándose para sí con una pequeña renta. Cerró su
oficina en Bogotá, licenció a los guardaespaldas dándoles
excelentes propinas y se marchó de regreso a Provincia.
Allí compró una pequeña casa quinta llamada la Loma,
situada en una colina suave a la salida del pueblo,
contrató una mujer mayor para que le cocinara o le
atendiera la casa y entre wisky, comilonas de asados y
piquetes con sus antiguos amigos, pasó los primeros días.
Una semana después de haber llegado; Jorge fue a la
plaza del pueblo a hacer limpiar y embetunar sus zapatos
por el único lustrabotas del pueblo. Era un domingo
luminoso, una brisa cálida movía suavemente las hojas de
la frondosa ceiba del centro de la plaza y la actividad de
los habitantes era la normal para un día así de apacible.
De repente el lustrabotas, en un descuido, embetunó uno
de los calcetines de Jorge. Al darse cuenta, iracundo se
levantó del puesto y con un zapatazo en la cara del
lustrabotas lo tiró al suelo. El muchacho herido en la cara
se recuperó rápidamente, se arrastró por el suelo hasta la
caja de embetunar y en un abrir y cerrar de ojos sacó un
cuchillo herrumbroso y sucio que tenía para quitar el
barro a las botas de quienes venían a embetunarlas y con
un movimiento casi invisible lo clavó en el cuello de Jorge,
quien cayó de rodillas agarrándose la garganta mientras
expiraba entre gorgoteos de sangre espumosa y muy roja.
El lustrabotas observando la escena teñida de tanta
sangre derramada por el piso, dijo con énfasis: -“Podrá
ser muy Don Jorge pero no tenía por qué patearme así”.
Luego se sentó en su puesto a esperar el tumulto de
gente alarmada que se empezó a formar a su alrededor.
(03.12.2014)
La venganza del Jaguar
En 1877, Popayán arde con otra fiebre del Dorado. Los
escasos periódicos que llegan, en especial europeos y
norteamericanos, hablan del caucho como el nuevo oro
vegetal que se encuentra libre y a manos llenas en las
selvas amazónicas, y en ese momento es necesitado con
gran urgencia por nacientes industrias Noratlánticas. Se
ha iniciado en nuestras selvas el ciclo afiebrado del
caucho.
La familia de Rafael Reyes Prieto, procedente de
Santarosa de Viterbo en Boyacá y establecida en Popayán
hace más de 10 años, tiene ya un lucrativo negocio de
compra y exportación a Estados Unidos y Europa, de
frutos de la selva amazónica, como quina, nueces del
Brasil, tagua, cacao silvestre, zarzaparrilla, y una variedad
especial de caucho negro llamado balata muy estimado
en los mercados atlánticos.
Rafael logra convencer a sus madre y a sus tres
hermanos, Néstor, Elías y Enrique, de la necedad de
ampliar el negocio y buscar una ruta para sacar los frutos
de la selva al océano Atlántico; más barata y diferente a la
larga y costosa travesía por caminos imposibles desde las
selvas de los ríos Caquetá y Putumayo, por la vía de Pasto
hasta Popayán, para luego de seleccionarlos, re
empacarlos y trasportarlos a lomo de mula por la
cordillera andina, hasta los barcos de exportación en
Cartagena. Pues la ruta del pacífico, vía puerto de Buena
ventura y la travesía por tierra de todo el istmo de
Panamá, era aún más engorrosa e insegura.
Rafael, había escuchado relatos de baquianos
conocedores de la selva que hablaban de una trocha
diferente desde Popayán hasta las cabeceras del río
Putumayo en tierra de los indígenas Mocoas, hallada en
los tiempos de la conquista española por el encomendero
Cristóbal Quintero, quien bajo el influjo de los
descubrimientos del río Amazonas hechos por Orellana
en el Perú, también había intentado viajar siempre
surcando el río Putumayo hacia donde sale el sol, para
encontrar la ciudad de oro de Manoa.
Fue así como la firma Elías Reyes y Hermanos SA, con sus
ilusiones convertidas en codicia, se da a la tarea de
organizar una expedición para rencontrar esa trocha,
bajar por el río Putumayo, pues bien sabido era que el río
Caquetá era innavegable, explorar y marcar esas selvas,
desembocar en el río Amazonas y luego navegar a favor
de la corriente por el río-océano de los marañones, hasta
salir al Atlántico en el oriente.
Hacen cálculos, buscan créditos, víveres, mulas,
cargadores, baquianos de confianza y, los tres hermanos
se ponen en marcha. Un día lluvioso de Abril de 1877,
sale de Popayán una caravana de buscadores de fortuna,
compuesta por 10 mulas cargadas con tasajo, panela,
herramientas, mantas para el páramo y hamacas para la
selva, cuerdas, pólvora, munición, armas y joyas muy
vistosas incrustadas con vidrios de colores. Van 10 rudos
cargadores, expertos baquianos de la selva.
A los tres días de trocha atravesando una inhóspita
montaña, deben abandonar las mulas que no pueden
continuar, y tras cinco jornadas por entre helados y
húmedos farallones de vegetación rala, sorteando
precipicios con la ayuda de rejos y lazos, finalmente
descienden a la tupida y calurosa selva. Están en territorio
de los indígenas Mocoas. Continúan avanzando hacia el
sur oriente, según la orientación de los baquianos, hasta
encontrar en un pequeño valle descampado, el recodo
anchuroso de un caudaloso rio de aguas barrosas, donde
están esparcidas algunas malocas indígenas. Es la
cabecera del río Putumayo.
Pocos indígenas salen a recibirlos. Los cargadores y
expedicionarios ponen sus costales, sacos y morrales en
el suelo, mientras el baquiano conocedor de la lengua
indígena se adelanta unos pasos y mostrando las joyas en
las manos alzadas, lanza un grito. Sale al encuentro un
indígena fornido y pintado por todo el cuerpo, quien
golpeándose el pecho dice ¡Chau! Y calla, esperando la
reacción de los recién llegados que permanecen con las
manos en alto. A una indicación del baquiano empiezan a
golpearse cada uno el pecho y a gritar su nombre: Yo
Elías. Yo Rafael. Yo Néstor. Yo Enrique, y así los demás.
No es difícil ganarse la confianza y hospitalidad de los
Mocoas, aficionados a las baratijas y abalorios brillantes,
que cambian por tres días de posada, varias cestas de
fariña o harina tostada de yuca amarga, una docena de
tortugas, dos grandes canoas con remos y un piloto
indígena conocedor del río y sus caños aledaños. Rafael
propone llamar ese caserío indígena Puerto Sofía, en
nombre de su esposa que se ha quedado a su espera en
Popayán. Tres días después se dan al agua espumosa de
la corriente y, el río se empieza a ver surcado por una
caravana crujiente que se desliza ondulante.
Durante el día el calor pegajoso de la canícula
equinoccial, el zumbido permanente y las picaduras de los
mosquitos, el verde monótono de la selva y los
invariables recodos del río, más el vaivén interminable de
la corriente y los remos, junto con los estridentes ruidos
selváticos al paso de la caravana, hacen rutinario el diario
fluir del viaje. Con el halo rojizo del atardecer, se escoge
un lugar descampado y seco en la rivera para varar las
dos canoas, saltar a tierra, buscar lugar donde colgar las
hamacas y los cargadores divididos en grupos, adentrarse
en la selva en busca de algún animal de caza para
agrandar la ración. Mientras tanto, los hermanos Reyes
ávidos cuentan los arboles preciosos y los marcan con
muescas de machete. Luego, aún somnolientos, con el
vaho matinal de la primera luz reiniciar la navegación.
A los quince días de navegación, la inercia cotidiana es
rota sorpresivamente por el desgarrador grito de un
baquiano que tiene clavado un dardo en el cuello y muere
lentamente en medio de terribles lamentos y espasmos.
Varan las dos canoas, sacan de los costales las armas y las
cargan y, se busca un lugar donde hacerse fuertes en la
orilla. El piloto indígena de los Mocoas dice en medio de
gran temor y ansiedad que han llegado al territorio de los
indígenas Mirrañas, enemigos desde hace mucho de los
Mocoas, a quienes cazan para hacer bailes ceremoniales y
devorarlos. Él se regresa a Puerto Sofía y quien quiera
puede acompañarlo.
Los hermanos Reyes discuten y deciden que Rafael
regrese apresuradamente con el piloto indígena y tres
baquianos remeros a traer refuerzos, mientras los otros
tres hermanos bajo la jefatura de Elías y el resto de los 6
cargadores los esperarán. Dividen armas, provisiones y
canoas y pronto, la embarcación de Rafael impulsada por
fuertes movimientos de los remeros desaparece en una
curva del río arriba.
Esa misma tarde un grupo de cerca de quince canoas de
indígenas Mirrañas pintados en el cuerpo con gruesas
rayas negras, en medio de una inmensa gritería y
blandiendo flechas y macanas se acercan y atacan a los
exploradores, quienes responden disparando sus armas
de fuego. Al disolverse la nube olorosa a pólvora, se ven
flotar varios cuerpos enrojecidos de los atacantes
muertos y heridos, y la retirada espantada de los botes
indígenas. La espera se prolonga dos días.
Con el sol ardiente del segundo amanecer, lentamente
van apareciendo varias barcas tripuladas por mujeres
indígenas desnudas, exhibiendo a gritos pescados
ahumado, tortugas vivas, y carne secas de animales
salvajes. Hacen señas amistosas y oferentes, pero de
rechazo a los estruendosos y mortíferos palos de candela.
Elías y los baquianos aceptan la temerosa ofrenda y
aceptan complacidos el abasto selvático. Una parte en
idioma Siona y otra a señas, las mujeres logran decirles
que, esa noche son invitados a una celebración de
amistad que se realizará en sus malocas, ubicadas en una
enmarañada ciénaga de un caño cercano. Una de esas
mujeres se queda con la comisión para guiarlos.
Al atardecer, después de acordar las precauciones y la
manera de participar en esa ceremonia, se embarcan
rumbo al poblado de los Mirrañas. Después de remontar
un brazo estrecho del río en lo alto de un barranco
orillero de tierra amarillenta, la canoa de los exploradores
encuentra las malocas del caserío en donde los esperan,
cerca de un centenar de indígenas. Elías y sus hermanos
desconfiados han dejado marcas en el camino para el
regreso al gran río.
El jefe de la tribu, casi desnudo y todo su cuerpo
maquillado con largas rayas negras, los recibe ataviado
con una corona de plumas de guacamaya entretejidas y
un largo bastón sonajero. Los invita luego a la maloca de
la danza. En uno de los extremos de la casa, al lado de
unos pescados ahumados y presas de carne seca, hay un
tronco labrado en su interior como una canoa lleno de un
burbujeante y amarillento masato agrio de yuca amarga.
El jefe de las familias indígenas con el reflejo sudoroso de
la luna en la cara, entrega a Elías una totuma rebosante
del espeso líquido. Bebe un poco y luego la pasa a sus
compañeros también pintados a rayas negras, quienes
beben sin desagrado. El humo espeso y oloroso de un
gran tabaco ceremonial, que los indígenas después de
fumarlo y aspirarlo lentamente van pasando de mano en
mano, se acompaña con el inicio de una música ventosa
sacada a soplidos de unas flautas de zampoña.
Lentamente las mujeres pintadas y con sus senos al aire,
inician el baile formando una hilera danzante y flexible
que semeja una serpiente, mientras van pisoteando el
piso produciendo un ruido seco y cascado a cada paso.
Hacen una pausa y gritan. Luego los hombres haciendo un
lamento profundo y ronco se incorporan en la fila y
nuevamente se inicia la marcha sonora alrededor de la
maloca. Gritan, paran, toman masato fermentado y
reinician a la monotonía embriagante.
Aún con el dolor de cabeza y embotados por los efectos
de la chica fermentada, sin despedirse de nadie, Elías con
la primera luz del día, ordena a sus acompañantes
retomar el cauce grande del río y continuar el viaje. No es
difícil seguir las marcas dejadas, pero una incómoda
sensación de estar permanente vigilados se apodera de
los exploradores. La canoa debajo de una canícula
implacable y acompañada de una nube de mosquitos,
navega todo el día sin descanso, procurando alejarse lo
más posible de los Mirras. Pero al atardecer, cerca ya la
hora de parar, la embarcación choca estruendosamente
con un tronco sumergido volteándose completamente, y
en medio de chapaleteos y brazadas desesperados,
desaparecen chupados por la espumosa y encrespada
corriente, junto con todas sus provisiones, Enrique el
hermano menor de Elías, con 4 baquianos muy
estimados: Pedro Juan Martínez, Luis Alonso, José María
Calderón y Antonio López el hijo del general presidente
de Colombia José Hilario López. Inexplicablemente solo
ganan la orilla Elías y Néstor, ayudados por dos baquianos
más.
Una vez reunidos, los cuatro discuten sobre sus
posibilidades reales. Están bastante lejos del caserío de
los Mirras y el río se ha tragado todos sus enseres y
provisiones. Esa noche, exhaustos y silenciosos velan el
tropel selvático. Al otro amanecer quitándose los
mosquitos a manotazos, buscan en la rivera cercana y
durante todo el día, algunos troncos secos para
amarrarlos con bejucos y construir una balsa
rudimentaria que les permita echarse aguas abajo, a la
buena ventura. Pero la mayoría de palos están podridos
como para soportar algún peso y el golpe del agua.
Agotados y hambreados deciden descansar. Es ya el
atardecer, la hora en que los animales van a alguna orilla
descampada a beber y refrescarse del calor húmedo y
asfixiante de la selva.
Súbitamente aparece una manada atropellada de zaínos,
que cautelosamente con sus gruñidos característicos se
arriman a un playón no muy lejano. Los cuatro
sobrevivientes se miran incrédulos y se hacen señas para
dividirse en dos parejas con la intención de rodear la
manada. Lenta y sigilosamente cada uno toma un garrote
y se resbalan por entre los musgosos troncos hacia los
cerdos salvajes. Pero la estridente huida de una bandada
de monos que también ha venido la playa a refrescarse,
alerta a los zaínos. Elías le hace señas a su hermano
indicándole que otro animal ha espantado a los monos y
se deben apresurar.
Con el garrote en la mano, Elías trata de pisar
cuidadosamente la hojarasca crujiente. Tiene las manos
sudorosas, el pecho apretado y el corazón acelerado
golpeándole las sienes. Un movimiento de hojas secas a
su lado, seguido de un rugido sonoro y de la mirada
centelleante de un Jaguar negro amarillo con sus garras y
colmillos, le desgarra el cuello. Un grito profundo pero
inaudible, envuelto en el vaho de la neblina selvática,
encubre la mirada vidriosa de Elías Reyes.
A los pocos días, Rafael Reyes Prieto regresa con otra
expedición al lugar del río Putumayo donde se despidió
por última vez de sus hermanos y amigos baquianos, para
buscarlos con desespero. Nada encuentra. Habían
desaparecido entre la hojarasca y el agua. Solo halla en
un playón desolado algunos restos de ropa que pudo
identificar como de su hermano Elías. Entonces concluye,
y así lo hace saber a los periódicos de Bogotá, que los
indios caníbales Mirras, pintados con las rayas de los
tigres, los habían devorado. (29.06.2012)
La caída del dictador
Es 12 de marzo de 1.909. En las calles hay estridentes
marchas estudiantiles y demostraciones de trabajadores
contra los Tratados y el ambiente mefítico Nacional. El
descontento va en aumento y se le pierde el miedo al
dictador y a su policía. El viejo empresario exportador de
caucho Rafael Reyes, convertido en dictador de Colombia,
sentado en la gran poltrona presidencial hace llamar al
implacable jefe de la policía Marcelino Gilbert. Cuando
este llega, atusándose su bigotico retorcido en las puntas
hacia arriba, le clava penetrante su mirada glauca y le
pregunta
“¿A qué se debe todo ese bochinche en la calle?” El
policía carraspea y tartamudea. –“General, le dice, los
estudiantes, con algunos artesanos y, la plebe; protestan
por los Tratados Internacionales que se presentaron a la
Asamblea Nacional. Alguien filtró sus textos y se ha
generado una gran repulsa incluso nacional. Además,
vuelve a carraspear, el sr presidente sabe la cantidad de
calumnias y barbaridades que sobre su gobierno dicen sus
opositores”. Reyes, baja la mirada aparentando ignorarlo,
responde secamente: -“No. Dígame de que se trata”. El
jefe policial saca una pequeña libreta de bolsillo y lee:
Se dice que el sr presidente manda torturar a los presos
políticos e incluso a los presos comunes que están en las
cárceles de la nación. Que su Excelencia se entiende por
debajo de cuerda con las potencias extranjeras para
vender nuevos pedazos del territorio nacional; que
manda depositar sumas fabulosas en bancos del exterior,
que regala acciones del Banco Central a quienes le
prestan sus servicios políticos caracterizados, que otorga
concesiones para la construcciones públicas y se hace
expedir acciones a nombre de su excelencia y sus hijos.
Que su señoría, ha hecho cambiar el trazado del
ferrocarril de Girardot para que los trenes pasen por
frente a la finca de su compadre Aparicio; que ciertos
allegados a la presidencia de la República, se enriquecen
con el monopolio de la sal. Que las subvenciones
concedidas a los contratistas de los ferrocarriles y a
algunas industrias nacientes, son repartidas entre el sr
presidente y sus beneficiarios, y que su secretario, el sr
Camilo Torres Elicechea, maneja una chequera milagrosa
con fondos inagotables, por medio de la cual el general
presidente Rafael Reyes, a quien llaman el dictador,
compra conciencias y doblega voluntades (1)
Hoy por ejemplo los ánimos se han exasperado, al
saberse que en los Tratados Internacionales que se
venían negociando en secreto y que en enero pasado
fueron firmados en Cartagena, entre el Secretario de
Estado Norteamericano Eliuh Root y Enrique Cortés y que
han sido presentados a la Asamblea Nacional para su
aprobación, figura que el gobierno de los Estados Unidos
no da a Colombia ninguna indemnización por la
separación de la provincia de Panamá y en cambio, si se
obliga al gobierno colombiano a que reconozca las
fronteras de ese nuevo país. Y a que acepte de ese
gobierno la suma de 2 y medio millones de dólares, como
aporte en pago a la deuda pública colombiana,
renunciando a cincuenta mil acciones en litigio de la
Compañía Francesa del Canal, que nunca Panamá ha
poseído. (2) Reyes da por concluida la entrevista y se
retira pensativo. -“Es un poco lo que percibí en mi última
gira”, se dice.
En la Asamblea Nacional que él había conformado a su
antojo, exactamente 4 años atrás en Marzo de 1.905, con
el fin de legitimar su gobierno, ahora uno de sus
turibularios y aduladores más reconocido Luis Cuervo
Márquez, grita para la historia este docto aunque poco
convincente argumento: “O imitamos a Grecia que solo
vino a reconocer a Persia 2.000 años después de la
invasión de Jerjes, o imitamos a Inglaterra que reconoció
la separación de los Estados Unidos seis años después. Y
concluyó: ¡Así proceden los pueblos grandes!”(3)
Sin embargo la repulsa popular continúa. Al dictador no le
tiembla el pulso y ordena emplazar ametralladoras en
palacio y detener a los dirigentes estudiantiles y
populares “revoltosos”, como cuando en marzo de 1906
ordenó sin pestañear el fusilamiento de los atacantes que
le dispararon en barro colorado un mes atrás.
Al día siguiente 13 de marzo de1.909, cita un concejo de
ministros que encuentra la fórmula: Rafael Reyes
presenta renuncia a su cargo de presidente de la
República y deja encargado a su “compadre” Don Jorge
Holguín, quien a su vez retirará los Tratados de la
Asamblea Nacional y le dará tiempo para escabullirse a
Santa Marta y tomar el primer barco con destino a
Europa.
Días después durante su silencioso viaje hacia el mar que
lo llevará a Europa, recordando sus peripecias en las
selvas del Putumayo como cauchero exportador e
inmisericorde explotador y esclavizador de indígenas;
hace una única parada en Puerto Wilches con el fin de
entrevistarse con su viejo amigo y copartidario el general
conservador de la guerra de los mil días Ramón Gonzáles
Valencia, con el fin de advertirlo y ponerlo al tanto de la
situación, pero por sobre todo, para garantizar la
continuidad del poder teocrático instaurado por su
protector Rafael Núñez .
Ya lo había advertido en la Asamblea Nacional, en una de
esas discusiones sobre los Tratados, un asambleísta
perspicaz, el diputado Tavera cuando gritó iracundo:
“¿Qué quieren? Ya no son ni Andrés Bello, ni Calvo, ni
Blunstchli quienes rigen en materia de intereses
internacionales: Ahora son los cañones y las rémingtons”
(4). Había descrito en pocas palabras la doctrina Monroe,
bajo la cual se le amputaba a Colombia la provincia de
Panamá y se la introducía a la fuerza, en el actual
capitalismo industrial y financiero internacional. (5).
(14.09.2006)
Notas:
1) Eduardo Lemaitre. Rafael Reyes. Editorial Espiral Bogotá 1967. Pág. 356
2) Lemaitre, ob cit, pág. 370
3) Lemaitre, ob cit, pág. 372.
4) Lemaitre, ob cit, pág. 373.
5) Darío Mesa. La vida después de Panamá. (1903-1922). Manual de
Historia de Colombia. Colcultura. Bogotá 1982. TIII.
El regreso
El mensajero de la oficina de correos y telégrafos de
Provincia, apurado golpeó con dureza varias veces el
portón de la casa de los Pinzón Villafradez. El telegrama
había sido anunciado como prioritario y antes de pegarlo,
lo había leído y por eso su premura en entregarlo. La
puerta de la casa-quinta, ubicada en la parte alta del
poblado, cerca del arroyo que servía de fuente al
acueducto, se abrió lentamente a pesar de los fuertes
golpes del mensajero.
Una señora entrada en años de mirada azulada con cara y
cuerpo aún esbeltos; saludó al mensajero y tomó el papel
que le entregaba. Rasgó el pegante y lentamente pasó los
ojos por el breve escrito que venía a su nombre: Sra.
Matilde Villafradez de Pinzón Murillo; el ministro de
guerra de Colombia, Carlos Uribe Gaviria, lamenta
profundamente tener que informarle que su hijo el
teniente Carlos Pinzón Villafradez, en el curso de la actual
ofensiva militar para recuperar las tierras invadidas por el
ejército peruano en el río Amazonas, ha perecido al
accidentarse el avión que lo trasportaba sobre el río
Putumayo en la frontera con el Brasil; habiendo perecido
junto con él todos sus ocupantes, cuyos restos ha sido
imposible recuperar. Inmediatamente la señora se llevó la
mano a la boca tratando de tapar un quejido profundo y
volteando la cara se entró en la casa, llamando a su hija
Alicia en medio de lágrimas y sollozos.
Un poco después dando todo el crédito al telegrama,
madre e hija tiraron al patio exterior toda la ropa de
Carlos que aún quedaba en la casa: uniformes, quepis,
botines y otra ropa de dotación militar insustituible, que
el teniente había dejado como reserva en la casa paterna.
Hicieron un montón y con una pequeña antorcha le
prendieron fuego. Una llamarada vistosa y luego una
columna de humo denso salida de la casa-quinta, anunció
a todos los pobladores de Provincia el suceso, mientras el
mensajero ya en el pueblo, complementaba con largueza
de su propia imaginación, la información del accidente
aéreo y la muerte de teniente junto con sus compañeros
de viaje. Las ventanas y la puerta de la casa-quinta se
cerraron o clausuraron y un luto demasiado estricto como
un silencio casi sepulcral cubrió el hogar; apenas roto, de
vez en cuando y por las noches, por los desgarradores
gritos que salían de su interior. Esa negrura no podía
durar mucho y así, a los pocos meses tanto la madre
como la hija se fueron secando o consumiendo en una
melancolía mórbida que terminó en la muerte casi
simultánea de las dos. La casa quedó en manos de unos
vecinos que venían a limpiar barrerla y airearla, para que
no cayera en ruinas.
El avión que trasportaba a Carlos, un Osprey C14, era
piloteado por un teniente compañero suyo, entrenando
rápidamente por la misión de pilotos alemanes que
asesoraban la conformación de la primera aviación de
guerra colombiana y, el viaje tenía como objetivo llevar a
Carlos al puesto militar fronterizo de Tarapacá sobre el río
Putumayo, para que ayudara en la fortificación y defensa
de ese recién recobrado lugar. El monótono tapete
selvático, surcado por innumerables caños, ríos, brazos y
meandros de agua terrosa casi todos semejantes desde el
aire, despistaron al piloto, quien perdiendo el rumbo y la
calma gastó todo el escaso combustible que le quedaba y
se precipitó a tierra, en medio de la enmarañada selva
amazónica.
El impacto de la caída arrojó a Carlos en medio de las
llamas hacia un lado quedando casi cubierto por un
tronco grueso semi podrido. Luego el avión explotó
saltando en mil esquirlas. Cuando un ardor profundo e
intenso en la cara y el medio cuerpo izquierdo despertó a
Carlos, miró hacia el avión y no vio sino un manchón
negro de donde salían algunas llamas. Nada más. Trató de
pararse pero el dolor corporal y las magulladuras, lo
volvieron a sumir en un sopor profundo. No sabe por
cuánto tiempo.
Cuando nuevamente despertó, estaba tendido sobre en
un cañizo de palma machucada o aplastada, sostenido en
cuatro horquetas. Una india vieja delgadita y arrugada,
con los senos flácidos y colgantes como dos pellejos,
totalmente desnuda, estaba a su lado con una totuma
donde había una maza de hojas macerada. Ella masticaba
unos emplastos de hierbas o los embebía en saliva y
luego se los colocaba con cuidado en el lado izquierdo de
su cara y cuerpo. De vez en cuando, de otra totuma con
agua verdosa le daba a beber pequeños sorbos. Y así
pasaron varios días de seminconsciencia, hasta cuando la
india empezó a darle un cocimiento aguachento de
pescado desleído si sal pero con sabor a ceniza. El dolor
iba cediendo y los emplastos ahora eran de una manteca
maloliente embadurnada en unas hojas grandes y lisas
que amarraba con tiras de una fibra vegetal. Ya pudo
reparar un poco más a su alrededor.
Su refugio era una gran choza redonda de madera, hojas
de palmiche olorosas a humedad y piso amarillento de
tierra, de una arquitectura totalmente desconocida.
Había tres niños embarrados, desnudos y barrigones que
lo miraban siempre en silencio con los ojos totalmente
abiertos y, dos parejas de hombres y mujeres también
totalmente desnudos. Cada pareja en una hamaca de
fibra vegetal colgada en cada esquina de la casa; lo
miraban fijamente con un gesto mezclado de asombro y
curiosidad que se reflejaba en sus caras. Carlos les habló
en castellano y como respuesta obtuvo una estruendosa
carcajada de todos. Era obvio que no hablaban otro
idioma fuera del suyo.
Con la ayuda de la india vieja logró pararse y lentamente
dar algunos pasos cortos. Pasó su mano derecha por
sobre el lado izquierdo de la cara y palpó desde la frente
hasta el cuello una piel rugosa sin cabello y más gruesa de
lo normal. Miró su hombro y la parte izquierda de su
cuerpo comprobando que era una piel sonrosada,
veteada y brillante de una piel quemada en cicatrización.
Su antebrazo Izquierdo también tenía una deformación
como si sus huesos se hubieran fracturado, pero
comprobó que la movilidad y sensibilidad eran normales.
La vieja sonrió mostrándole los pocos dientes que le
quedaban. Afuera de la choza, la evaporación de la mitad
de la mañana, daba una sensación nubosa de irrealidad
Paulatinamente Carlos se fue adaptando al horario de la
gran choza que ellos llamaban “maloca” y pudo elaborar
una rutina diaria. En el piso terroso de la habitación con
dibujos y señas, y mientras las otras dos mujeres
preparaban la harina de yuca venenosa, la india vieja con
gran paciencia y dedicación le enseñaba las primeras
palabras de su idioma indígena, que después vino a saber
era una variedad del llamado Tucano oriental. La
preocupación de Carlos, era saber dónde se encontraba,
pero lo único que logró precisar en un dibujo muy grande,
fue que estaba cerca de un caño de mediano tamaño que
desembocaba en un gran río bastante lejano.
El tiempo fue pasando inexorable y Carlos ya habituado a
vivir casi desnudo, con los otros dos hombres de la
maloca fue reconociendo los alrededores de la selva,
trochas y brazos del caño; a reconocer huellas de
animales y pájaros con sus sonidos y ruidos propios;
frutos comestibles y venenosos, a orientarse en medio
del claro oscuro selvático. Después fue iniciado en el
mundo acuático: a nadar en medio de bejucos y raíces, a
pescar con chuzo y, a manejar con el cuerpo la pequeña y
frágil canoa de dos puestos con las que se hacían todas
las actividades diarias; a reconocer por el olor pútrido a la
anaconda para evitar la sorpresa y reconocer en los
playones del caño azuloso, entre la arena, las pepitas
amarillas brillantes de un metal que parecía ser oro, para
guardarlos en una bolsita hecha de cuero de mono.
Por las noches aprendió a fumar un tabaco silvestre
mezclado con hojas de “yopo”, un alucinógeno suave y de
efecto no muy duradero. A tomar la “manicuera” o
líquido lechoso extraído de la yuca y fermentado de un
día para otro. Y cuando había “piracemo”, o subida de
peces por el caño, a celebrarlo bebiendo chicha
fermentada de yuca masticada por las mujeres, mientras
bailaba cogido de la cintura con ellas, zapateando el piso.
Una noche de esas, una de las indias jóvenes de pelo
largo y grasoso y enormes senos y caderas, lo tomó de la
mano sonriendo y sin muchas palabras lo llevó al borde
de la maloca con la selva. Allí entre pujos y sudores, pudo
palpar la verdadera tristeza del aislamiento selvático.
Pero bueno, también comprobó que aún estaba vivo.
Así trascurriendo los días, que se convirtieron en años
contados por los “piracemos” de peces. Habían pasado ya
cinco de ellos, cuando en una pequeña canoa llegaron
hasta la maloja cuatro hombres que no eran indígenas.
Parecían “caboclos” o mestizos que tampoco hablaban
indígena, sino un idioma parecido al castellano. Carlos
rápidamente vistió sus calzoncillos de tela y rodeado de
toda la familia india pudo recibirlos en el embarcadero, a
un lado de la maloca. Tenían en la cintura revólveres y
venían a cambiar machetes y hachas de filo por
información. Dijeron ser “garimpeiros” y estar buscando
yacimientos de oro. También le preguntaron por qué se
encontraba allí y Carlos con gran precaución, les dijo que
era de nacionalidad colombiana y estaba esperando sus
compañeros de una comisión de exploradores que
estaban reconociendo estos territorios. No había duda en
el recelo con que ambos grupos se miraban.
Carlos trató de interpretar para la familia india lo dicho
por los garimpeiros, pero ellos negaron rotundamente en
medio de grandes gritos conocer o saber nada acerca del
oro por el que les preguntaban. Esa noche Carlos pudo
saber hablando con los garimpeiros, que se encontraba
en territorio brasileño, bajando en canoa
aproximadamente a cuarto jornadas del río Putumayo,
luego ocho jornadas más hasta Santo Antonio de Izá
ubicado en la desembocadura del río Putumayo en el
Amazonas y de ahí, corriente arriba por el gran río, dos
días en algún vapor hasta Leticia. Entonces comenzó su
viaje de regreso.
Al otro día, cuando sin realizar ningún truque los
garimpeiros se hubieron marchado; Carlos le explicó a la
familia india reunida que, se sentía muy triste porque no
sabía nada de su maloka y quería visitar a su madre y
celebrar la visita con un baile, ahora que ya sabía el
camino. Con desgano aceptaron. Después de una
preparación de tres días, le dieron una buena canoa y
remos grandes, una bolsa con una buena provisión de
peces ahumados, carne de mono seca en tiras y harina de
yuca amarga. Carlos con los ojos aguados se despidió,
especialmente de la vieja que sollozaba con ahogo.
Tomó su canoa solo y con enérgicas remadas, se deslizó
ondulante por la corriente espumosa del caño hasta
perderse de vista. Viajó por la sinuosa orilla de la
monótona várzea del río, tratando de evitar la canícula
equinoccial y la nube de mosquitos que arrasaban la
cicatriz de su piel quemada y enrojecida por el viento y el
sol. Los invariables recodos del río, el vaivén interminable
de la corriente, el movimiento rítmico de los remos, junto
con los estridentes ruidos selváticos a su paso, le
acompañaron todo el diario fluir del viaje. Con el halo
rojizo del atardecer, escogía un lugar descampado y seco
en la rivera para varar la canoa, saltar a tierra, comer un
poco del avío que llevaba y buscar un sitio en lo alto
donde pasar la noche a salvo de las hormigas de la tierra.
Luego, aún somnoliento, con el vaho matinal de la
primera luz reiniciaba el viaje. Por fin, las aguas más
barrosas y torrentosas le indicaron con un vuelco en el
estómago, que estaba desembocando en el gran río.
La navegación por la orilla del tormentoso río fue más
llevadera. En un barranco terroso y erosionado del gran
río divisó a San Antonio de Izá, una aldea pequeña de una
docena de malocas indígenas, dos casas de ladrillo, una
capilla pequeña y un embarcadero. No tuvo dificultades y
procurando hablar lo menos posible, compró una muda
de ropa y un sombrero de paja fuerte tupida. El ventero
un caboclo de habla tukana le aceptó 5 granos de oro que
llevaba separados de la bolsa y, como si hubiese captado
algo especial le dijo que el vapor para Manaos estaba
pronto a partir. Carlos le dijo iba en sentido contrario, el
ventero entonces le confirma que pasado mañana, sube
el vapor con el correo para Leticia. Le da posada
cobrándole un grano de oro por día.
Tres días después, Carlos desembarcó en territorio
colombiano rumbo al puesto militar de Leticia. Se
identificó verbalmente ante el guarda de la entrada,
quien lo hizo escoltar hacia la comandancia general. El
comandante escuchó un tanto incrédulo la versión de su
accidente y supervivencia y le dijo que la guerra con el
Perú había terminado hace más de cinco años. Ahora
había negocios nuevos. Le ofreció domicilio y le dijo que
debía esperar el avión que cada 15 días venía con los
correos y papeles desde Bogotá. Debía tener paciencia y
esperar.
En Bogotá, aterrizó en el aeropuerto de la base militar, se
presentó ante el comandante de esa guarnición quien
también escuchó turbado y aprensivo, la versión de lo
acontecido: -Un hombre muerto que regresa quemado,
piensa. Tomó el teléfono y habló con un superior en la
escuela militar. Le dijo a Carlos que pronto un trasporte lo
llevaría donde el alto mando del ejecito de Colombia.
Querían conocer los pormenores de lo sucedido.
Unas horas después, Carlos está sentado solo frente a un
gran escritorio donde hay cuatro generales y una
secretaria taquígrafa, quien toma nota aceleradamente
de todo lo que se dice. Parece como un consejo de guerra
o juicio. Le ofrecen una habitación especial donde
quedará recluido hasta que se pueda tomar una
determinación, después de comprobar su difícil
identificación con sus familiares en Provincia, donde dice
que se encuentran.
-Señor ¿cómo dijo que se llamaba? Bueno señor Pinzón;
desde Provincia nos informan que, ya no hay familiares
suyos allá. La casa de esa familia está en ruinas y nadie da
razón de nada. Aquí en nuestros archivos militares, la
ficha de identificación de los militares muertos en acción,
una vez comprobada efectivamente su muerte, se guarda
durante cinco años previendo reclamaciones, pero en
ausencia de estas; es dada de baja y enviada a los sótanos
empacada en unas cajas según numeración estricta y
encontrar la ficha que dice es la suya nos resulta casi
imposible. Su identificación facial es sumamente difícil
por las razones que usted entiende y expuso; así que lo
único que podemos hacer para que usted regrese a la
vida; es que vuelva a Provincia, saque nuevamente su fe
de bautismo mediante un procedimiento judicial de
familiares o testigos, o alguien conocido que de fe de que
usted es usted y después regrese, para darle todos sus
derechos que tiene como ser vivo. Es todo
Carlos pensó en dirigirse donde Eugenia, la novia amorosa
que lo acompañó durante sus estudios como cadete en la
escuela militar de Bogotá, pero una voz interior le dijo
con dureza que ella no lo reconocería así como estaba y
menos sin saber con quién estaría compartiendo su vida.
La verdad era que estaba muerto y resucitar era más
difícil que permanecer en las tinieblas. La simpleza de la
realidad se le impuso contundentemente, sin angustias.
La última vez que se vio a Carlos, fue unos días más tarde
en el embarcadero de Leticia, esperando el vapor hacia
Manaos: había comprado un boleto de viaje hasta San
Antonio de Izá. (21. 11. 2012)
El zapatero de Provincia
Marcoalirio estaba sentado sobre una pequeña banqueta,
martillando una suela de zapato con un martillo pequeño
de mazo plancheto, sobre un pie de hierro encabado en
un pedazo de madera que sostenía entre las piernas. El
pequeño cuchitril oscuro y sucio donde trabajaba,
quedaba bajo el nivel de la casa y tenía una grada para
adentrarse en él. La pequeña casa donde él malvivía y
trabajaba solitario, quedaba en una de las salidas de
Provincia; tenía piso de tierra oscura pisada donde yacían
esparcidas algunas botellas vacías de aguardiente,
paredes delgadas de adobe y techo de paja gris, gruesa,
larga y trenzada. Cuando vio llegar al médico a la puerta
de la zapatería, alzó la cara y mirándolo intensamente con
el único ojo que tenía, le dijo:
- “Doctor siquiera que vino, porque las pastillas ya se me
están acabando”.
Su frente era amplia y el escaso pelo echado hacia atrás
trataba de ocultar una gran cicatriz ancha fibrosa y oscura
como un cordón, que le recorría de lado a lado la cara
pasando por la cuenca derecha vacía tapada por el
parpado caído del ojo derecho, para terminar a en la
mandíbula del lado izquierdo dando la impresión de ser
una persona a quien le habían partido en dos mitades la
cabeza. La ceja derecha formaba parte del cordón fibroso
de la cicatriz, pero la izquierda ya mostraba los vellos
ralos de la madarosis. El cordón cicatricial dividía también
en dos mitades el cuerpo ancho, bulboso y de piel
brillante de la nariz, pasando por un lado de la comisura
labial izquierda (que acentuaba su imagen trágica)
dejando la boca grande y carnosa libre, hasta llegar al
borde de la quijada, dándole a su edad madura cierta
imprecisión. En ese momento el médico le preguntó:
- “Pero Marcoalirio, no estará tomando aguardiente con
las pastillas que le dejo ¿No?”
Volvió a mirar al médico con su ojo único que dejaba ver
una sombra oscura de indiferencia y le respondió:- “¿Pero
qué quiere doctor, que baje esas pepas y todo el
tormento de mis recuerdos, solamente con agua del
aljibe?”
Siendo un acuerpado adolescente, Marcoalirio vivía con
sus padres y sus dos hermanas menores en una pequeña
parcela de pendiente, cultivada con algunas matas de
café y plátano en la vereda la Cuchilla de Provincia; allá
donde la cordillera se quiebra para aplanarse en el
altiplano Central. Fue un sábado a Provincia a comprar
algunas provisiones, principalmente baterías o pilas para
la linterna, velas de parafina, puntillas y clavos para las
reparaciones en la casa y las cercas, sal mineralizada para
las dos vacas caseras que tenía su madre y que
cotidianamente les daban el desayuno a toda la familia. Al
salir de la tienda, un día luminoso y cálido como los de
Provincia, una patrulla de soldados vestidos de verde y
armados con grandes y pesados fusiles, al verlo joven y
enruanado en el calor de Provincia, le exigieron
terminantemente: “¡Su libreta militar!”.-“No tengo”, fue
toda su respuesta.-“Entonces venga con nosotros para
que resuelva su situación militar obligatoria”, le
respondió el jefe de la patrulla quien no se distinguía de
los demás soldados.
Fue llevado al patio de paredes de cemento muy altas de
la casona de la alcaldía de Provincia junto con varios
jóvenes más. Al atardecer, cuando comenzó la brisa
olorosa que refresca el calor del mediodía en Provincia, lo
subieron junto con sus compañeros, como ovejas, a un
camión grande y carpado de los que se usan para
trasportar ganado. Viajaron toda la noche en medio de
sacudones y frenazos y al amanecer, dio gracias por haber
llevado puesta la ruana, pues un viento frio, penetrante,
sin olor a nada, entraba por entre las maderas del
camión; entonces se dio cuenta que estaba adentrándose
en el altiplano central. Por una hendidura que dejaba la
lona del camión pudo ver las luces de la gran ciudad y los
avisos luminosos relampagueantes a lo largo de la
carretera. Un rato después, cuando el camión paró, lo
descapotaron y les ordenaron bajar. Otra patrulla de
soldados armados con fusiles pesados los recibió, pero
esta vez el jefe estaba vestido con un uniforme verde de
paño y quepis. Estaban en la base militar de Usaquén
cerca de Bogotá y les gritó que estaban ahí para prestar el
servicio militar obligatorio que nuestra querida patria,
Colombia, nos demanda.
Seis largos meses sin noticia de su familia ni comunicación
alguna, duró el entrenamiento diario en un helado cerro
aledaño tupido con un bosque ralo de matorrales enanos
impregnados de hollín, a base de duchas heladas, trotes
extenuantes, comidas de arroz, papa y plátano cocinados,
y largas prácticas muy intensas, de tiro al blanco con fusil
largo, lucha cuerpo a cuerpo con bayoneta calada y
lanzamiento de granadas, que les dictaban otros militares
que hablaban muy raro. Al final del entrenamiento los
jefes le dijeron que por su esmero y desempeño había
sido seleccionado para ir a continuar la lucha de nuestros
libertadores en Corea, tierra de libertad, donde se estaba
librando una guerra sin cuartel de la civilización
occidental y cristina contra el comunismo ateo; lucha
cuya una solución era la victoria. El sábado 12 de mayo de
1951 (Marcoalirio siempre tuvo muy presente esa la
fecha) desfiló junto con sus 800 compañeros de Batallón
llamado Colombia, en la plaza de Bolívar de Bogotá,
frente al presidente de la república Dr. Laureano Gómez,
todo el alto Gobierno de Colombia, el cardenal primado
con el capellán del ejército y, el embajador de los Estados
Unidos.
Ocho días después de un viaje continuo, en una caravana
de camiones militares que atravesó dos cordilleras, fue
embarcado en el puerto de Buenaventura, en el mar
pacifico, en un navío del ejército de los Estados Unidos
rumbo a Corea. La inmensidad sin límites del mar, la brisa
persistente con sabor salado, el fuerte y permanente
vaivén de las olas, más el calor torrencial de la canícula,
hicieron de su viaje una enfermedad. Escondido en su
litera vomitando cuanto comía lo convirtieron en un
espectro enfermizo de quien se burlaban sus compañeros
de armas. Solo tuvo un descanso cuando desembarcaron
un mes más tarde en Corea, en el puerto maloliente de
Pusan donde ya habían comenzado los vapores calurosos
e irrespirables del verano coreano, y sin mucho reposo
fue incorporado con sus compañeros, todos al mando de
“Don Polo” como llamaban al coronel Polanía, al
regimiento 21 de infantería adscrito a la 24 división del
ejército de los Estados Unidos. Ahora era el idioma la
nueva dificultad, pues poco entendía el lenguaje de los
portorriqueños y mejicanos que servían de intérpretes
con los nuevos jefes militares. Nuevos entrenamientos
intensivos en el uso de granadas y bazucas antitanque,
guerra de trincheras, y por la tarde cursos de historia del
alma heroica y las hazañas épicas del ejército colombiano
a lo largo de su vida republicana: Santander, Obando,
Mosquera, Rafael Reyes, Próspero Pinzón, Vásquez Cobo,
ect que les dictaba un Capitán chaparro, medio rubio, de
mirada irascible y de apellido Valencia, a quien si
entendía casi todo porque hablaba con el acento y el tono
de sus paisanos de Provincia.
En la mitad del verano, comienzos de agosto del 51,
Marcoalirio junto con sus compañeros fueron
trasportados por vehículos militares estadounidenses a la
batalla por la toma de la ciudad coreana de Kumsong. A
Marcoalirio junto con 11 once compañeros les asignaron
la toma y mantenimiento a toda costa de una pelada
colina estratégica, quemada y arrasada por el fuego,
llamada por los colombianos “el Chamizo”; mientras sus
compañeros de batallón eran distribuidos en otras dos
colinas circundantes. Ahora la dificultad era la tierra
arenosa y seca por el calor húmedo e irrespirable del
verano, que casi no permitía cavar trincheras profundas
donde protegerse de los cañonazos permanentes y sin
descanso de la artillería y de los bombardeos aéreos
enemigos. En la madrugada del 7 de agosto del 51, una
lluvia estruendosa de metralla, esquirlas y bombas
incendiarias cayó sobre el hueco donde se encontraba
Marcoalirio, hiriéndolo de gravedad en la cabeza y sin
darle casi ninguna posibilidad de participar en la batalla
posterior. Rápidamente fue atendido por sus compañeros
que lo lograron sacar hasta la carpa del puesto médico de
los americanos, donde lo sometieron a una cirugía y lo
evacuaron a una base militar para heridos de guerra
ubicada en Japón. Allí permaneció, durante el inclemente
invierno japonés, seis meses de una tediosa e
interminable recuperación o rehabilitación, comiendo
diariamente enlatados de sopas, verduras, frijoles, maíz y
una pasta sonrosada de carne de cerdo llamada spam, y
por su escaso conocimiento del inglés, a merced de los
intérpretes de “espaniss”; hasta cuando lo llevaron
nuevamente al navío estadounidense que en febrero del
52, regresó a Cartagena de Indias con el primer
contingente de soldados del batallón Colombia
proveniente de Corea. Tres días después, ya en Bogotá,
en la misma guarnición donde lo habían entrenado el año
anterior, sus jefes y un supervisor estadounidense le
liquidaron los salarios que no había cobrado a razón de 39
dólares mensuales, más 100 dólares de indemnización
por la herida en la cabeza: 500 pesos colombianos en
total.
Con ese dinero en el bolsillo y una cédula militar,
Marcoalirio aún sin tener noticias de su familia, buscó un
trasporte hacia Provincia y dos días después estaba en la
vereda donde quedaba su casa. Allí ya no había sino unos
restos de paredes calcinadas apresadas por unos bejucos
y por ramazones que entre salían de la tierra calcinada.
Un escalofrío recorrió su cuerpo, mientras una humedad,
que podían ser lágrimas, brotaba de la cicatriz de sus ojos.
Así, estuporoso y anonadado estuvo un largo rato
observando los escombros que podía ver. Buscó algunos
vecinos amigos, pero la vereda estaba casi vacía.
Finalmente encontró un viejo enflaquecido y miserable
que le contó lo sucedido: al poco tiempo de su ida, habían
llegado los Chulavitas conservadores y como la vereda
tenía fama antigua de votar en las elecciones por el
partido liberal, habían matado a los que pudieron y a los
demás los habían perseguido hasta bien allá de las selvas
del rio Minero. El viejito no supo o no pudo dar razón de
los familiares de Marcoalirio.
Entonces decidió seguir la ruta de quienes habían logrado
escapar hacia la selva para averiguar por sus padres y
hermanas. Después de adentrase en la selva caminando
casi dos meses por entre precipicios agrestes y cruzando
cañadas de ríos torrentosos y selvas húmedas, lluviosas y
pantanosas; sorteando hambre y todo tipo de dificultades
y riesgos que ofrece la selva, logró finalmente llegar a un
descampado o claro selvático, donde hizo contacto con
un grupo de conocidos que habían armado unas chagras
primitivas y apenas sobrevivían en aquel fangal de tierras
rojizas. Allí conocían bien a su familia y cuando les contó
de donde venía, le confirmaron que sus padres y dos
hermanas habían sido degollados a machete por los
Chulavitas y luego quemados sus cuerpos en la ruina que
había encontrado. Desde ese día (dicen los que lo
conocieron) que Marcoalirio había adquirido esa mirada
intensa y oscura de su único ojo.
Por su experiencia, rápidamente el grupo le dio la
dirección. Empezó por organizar la colonia de manera
militar, con disciplina, horarios estrictos, grupos de
trabajo, apoyo, comunicaciones, trasporte, talleres,
tareas, vigilancia e instrucción militar. Al poco tiempo la
colonia de 36 personas, adultos y niños, hombres y
mujeres, era un temible y vengativo grupo guerrillero
itinerante, que empezó a hacer incursiones mortíferas
sobre las veredas pobladas y pequeñas aldeas del
piedemonte y la cordillera, controladas por los
conservadores. Así adquirieron más armas, especialmente
carabinas y machetes, más provisiones y seguridad; pero
en una de las primeras escaramuzas, Marcoalirio perdió la
prótesis ocular u ojo de vidrio que le habían colocado en
la base militar de Japón, con lo que su cara amarillenta,
cicatrizada y tuerta, se hizo más enjuta, sombría y
dramática.
Una vez se comienza es muy difícil parar: después de dos
años de despojos, venganzas con ajusticiamientos
masivos, finalmente hicieron contacto con otros grupos
de colonos liberales alzados en armas y establecieron una
red grande de comunicaciones, que abarcaba toda esa
parte de la selva y el piedemonte de la cordillera. La
amnistía para los guerrilleros decretada por el general
Rojas Pinilla en el año 53, por lo escondido y alejado de su
escondite, ni siquiera le fue informada. Con la del año 57,
de Lleras Camargo, algunos viejos compañeros del grupo
se licenciaron y salieron al puesto del rio Minero donde el
ejército de Colombia los esperaba para reinsertarlos en el
campo de donde habían salido huyendo, con un azadón,
un machete, una muda de ropa, más 30 pesos. Algunos
hicieron saber que habían podido regresar a sus veredas
en Provincia, pero de la mayoría no se volvió a saber
nada; mientras tanto, al haber cesado los ataques
militares y bombardeos en esa zona; Marcoalirio y su
grupo iniciaron un punto perdido de colonización
selvático llamada “el Chamizo”, en recuerdo de la herida
coreana, el que pronto empezó a crecer y a afianzarse
como un sitio poblado y organizado para iniciar nuevas
colonizaciones selva más adentro. Cuando el cese de los
ataques militares se hizo permanente, Marcoalirio con
dos compañeros cercanos enterraron las carabinas
guerrilleras embadurnadas de grasa, bien forradas en
plástico, en lugares especiales solo conocidos por ellos y,
se dispusieron a desarrollar una nueva vida en el
Chamizo.
Habían pasado quince años desde que le pidieron la
libreta militar en Provincia: Marcoalirio había aprendido y
desarrollado varias habilidades, entre ellas, el arte de la
talabartería de aperos de cuero para mulas de carga y
construyó en el centro de Chamizo, una pequeña
mediagua-taller donde ejercía su oficio y atendía a los
colonos necesitados. Pensó que sería bueno dejar la
vagabundería con mujeres pagas y tener una compañera
permanente. Pero la verdad era que su cicatriz facial no le
ayudaba con las mujeres, quienes veían en él un hombre
firme trabajador y honrado, pero, corroído por una fea
venganza que le salía por la cara. Sin éxito, se dedicó al
alivio momentáneo que le daba la bebida cotidiana de
aguardiente, la música estridente de corridos mejicanos y
a las mujeres pagas que había conocido por primera vez
en el puerto coreano donde desembarcó la primera vez y
a las que desde entonces se había aficionado; pero ese
ritmo de olvidar destinado al fracaso y a la soledad,
apenas le duró unos años más. Entonces fue cuando
empezó a sentir hormigueos en los dedos de las manos y
a perder la habilidad manual y la fuerza para trabajar en
los cueros. Luego le salieron unas manchas rojizas en
todo el cuerpo, a no sentir dolores en las manos, ni en el
cuerpo y ver deformada, agrandada y brillante la parte no
cicatrizada de la nariz y las orejas. Alarmado preguntó a
algunos amigos cercanos, quienes no se atrevieron a
darle opinión. Y así fue como decidió desandar de
incognito, sigiloso y en silencio, todo el camino de la selva
para regresar a Provincia, en donde había un médico de
planta en el puesto de salud.
El examen fue sencillo y el diagnostico también:
Marcoalirio tenía una lepra lepromatosa, adquirida
durante todos estos muy largos años de sufrimiento,
abandono y olvido; barro, miseria y camas de costal de
fique. Conociendo la gravedad de su enfermedad, decidió
someterse al tratamiento (de esa época) a base de
grandes dosis de sulfonas y quedarse en Provincia
trabajando sin mucho esfuerzo y sobre todo sin
nombradía, como un miserable zapatero remendón.
En ese momento fue cuando Marcoalirio miró al médico
con su ojo único que dejaba ver la sombra oscura de la
desesperanza aprendida y le respondió:- “¿Pero qué
quiere doctor, que baje esas pepas y todo el tormento de
mis recuerdos, solamente con agua del aljibe?” (27.12.
2013)
El Hotel Damasco de Provincia
Feisal Kemal Paschá, el hijo de Pacho-el-Turco, había
heredado de su padre el Hotel Damasco en Provincia. Era
de la tercera generación de sirio-libaneses venidos a
Colombia a comienzos del siglo XX, y si bien seguía
conservando algunos contactos remotos con familiares en
el cercano oriente, se consideraba más colombiano que
cualquiera. Ese día 13 de septiembre de 1993, un sol
brillante empezaba a calentar las calles que forman el
marco de la plaza de Provincia y un viento suave, algo frio
y cordillerano que traía el olor del páramo, movía
ligeramente las hojas de los arboles circundantes,
acompañando el comienzo de la ruidosa actividad diaria
en el pueblo.
Feisal de unos 50 años y rasgos semíticos, tenía una
mirada inquieta pero trasparente. Había llegado al café
de Pedrito hacía un rato y se había sentado con unos
copartidarios suyos en una mesa grande casi a la entrada
del salón a tomar con ellos el café tinto de la mañana. De
pronto miró hacia la puerta de la entrada del café,
cuando vio en el vano a un muchacho joven que tapaba la
cabeza con una cachucha o gorra y entraba agitado, con
los ojos desorbitados y la mano derecha en el bolsillo de
la chompa. Debió haberlo reconocido o haberlo intuido,
porque cerró los ojos un tanto estremecido y unas gotas
de sudor empaparon su frente escurriéndole hacia los
párpados. El muchacho de la gorra de tela, sacó la mano
de la chaqueta y con el cañón de una pistola apuntó a la
frente de Feisal.
En ese instante todos los recuerdos de su vida vinieron
atropellados a su mente pujando por salirle a los ojos:
Recordó los preparativos que su madre, una muy devota
cristiana, hizo cuando él tenía 8 años para comprarle y
organizarle el equipo obligatorio que debería llevar a la
escuela apostólica de Zapatoca a iniciar, por sugerencia
del cura párroco de Provincia, sus estudios primarios y
hacer el tránsito a la secundaria hasta convertirse, dentro
de 10 años, en sacerdote.
Luego pasaron rápidamente por sus ojos cerrados los
recuerdos en aquella casona envejecida y descascarada
de estudios religiosos para niños, la disciplina para
adultos impartida por seminaristas diligentes, silencioso,
de mirada gacha y taciturna; la alimentación de hambre
física, compensada con la lectura, casi a todo momento,
del librito negro y rojo de Tomas de Kempis con el que
satisfacía el hambre espiritual.
Fueron muchos los años tediosos e interminables en esa
clausura de estudios básicos que debió soportar,
interrumpidos solamente a mediados de cada año, para ir
a visitar a sus padres y hermanos en la casa del Hotel en
Provincia. Hasta cuando ya hecho un hombre hecho y
derecho y le faltaban unos pocos meses para su
ordenación sacerdotal, pidió con carácter urgente una
cita con el rector del seminario mayor para explicarle que
no se sentía seguro de ser un sacerdote porque su
vocación no era la de ser un cura provinciano, sino la
política y los negocios.
El vacío social inmenso en el pueblo, junto con la
profunda amargura de su madre fue el precio que esa
decisión le causó. Buscó poner tierra de por medio y viajó
a Bogotá en donde un amigo del seminario, no todo era
negativo, lo alojó en su casa y le aconsejó visitar al cura
rector de la universidad pontificia y exponerle su caso. El
rector de la universidad interesado en su caso, en
respuesta le dio un trabajo no remunerado en la
biblioteca, pero en compensación le permitiría asistir a
los cursos de derecho canónigo que empezaban en esa
época. Oportunidad única que Feisal con la disciplina
adquirida en los largos años de clausura apostólica supo
aprovechar, y al cabo de dos años pudo obtener un papel
certificado de la universidad que lo acreditaba como
experto en derecho canónico, con el cual volvió a
Provincia.
Coincidió su llegada a su casa con la de un prestigioso
senador del Partido conservador que estaba de gira
política en Provincia y quien siempre se alojaba en el
Hotel de Pacho-el-Turco. Se conocieron, conversaron
largamente durante las comidas y después, a la hora del
café tinto. Pronto una afinidad de pensamiento o de
ideología, o tal vez una posibilidad de utilización mutua,
le hizo aceptar el cargo de asistente de viaje que el
senador le ofreció. En lo sucesivo iría con él y lo
acompañaría en sus giras políticas; conocería sus apoyos
en toda la región e incluso más allá en la capital del
departamento y de la república. La asiduidad,
organización mental y la disciplina de Feisal para
manejarle la agenda al senador, le hicieron muy pronto
indispensable. En pocos años fue su suplente y más
pronto de lo esperado su remplazo total. Ahora Feisal
había llegado a ser senador de la república de Colombia y
su pasado sacerdotal era cosa de un pasado ya nublado.
Un día de actividad parlamentaria, en la oficina de
senador que tenía asignada en el edificio del congreso en
Bogotá, fue visitado por una pequeña delegación que se
presentó como parte de la organización para la Liberación
de su país de la ocupación Israelita. Tres paisanos de la
tierra semidesértica de sus padres, le expresaron
admiración por sus logros políticos y personales, le
explicaron las razones de la lucha civil del pueblo de sus
padres por constituirse en un país independiente y laico,
y le conmovieron sus sentimientos ancestrales. Siguieron
visitándolo e invitándolo a reuniones y cenas en
restaurantes elegantes, hasta que finalmente le hicieron
la propuesta que a todas luces resultaba irresistible: eran
intermediarios de una oficina de venta de armamento
liviano ubicada en la ciudad de Miami, y por cada venta o
negocio realizado en Colombia le darían el 30% del total
vendido.
Feisal aplicó todos sus contactos, políticos, sociales,
militares, e incluso religiosos a buscar clientes para el
negocio que en Colombia era de gran proyección y futuro,
y pronto obtuvo importantes porcentajes. Los primeros
barcos cargados con toda esa panoplia para la guerra
irregular, empezaron a llegar discretamente a los
pequeños puertos ubicados en el Urabá y mar Pacífico
colombiano, en donde descargados en la oscuridad
nocturna, su carga mortífera se trasladaba a camiones
normales que se dispersaban sigilosamente por toda la
geografía colombiana.
Pero un azar, como casi siempre sucede, volteó la larga
secuencia de éxitos comerciales de Feisal: Timoteo
Rueda, alcalde del Carmen de San Vicente, su amigo
político, en un juicio que se seguía en su contra por venta
ilegal de armas y paramilitarismo, cobardemente dejó la
fuente del negocio, y como el asunto trascendió más allá
del juzgado municipal, Feisal comenzó a vivir la corrosiva
preocupación que da la incertidumbre. Entonces se hizo
la firme promesa, ante un espejo, de no continuar más
con esta actividad. Realmente había tenido bastante
suerte y era hora de retirarse.
Ese pensamiento duró ante sus ojos cerrados, el mismo
tiempo eterno que demoró la bala de una pistola
disparada por un muchacho colombiano camuflado en
una cachucha, en llegar hasta su frente sudorosa, aquel
13 de septiembre de 1993, en Provincia. (19.03.2014)
El regreso
Alberto Pinzón Sánchez
El mensajero de la oficina de correos y telégrafos de
Provincia, apurado golpeó con dureza varias veces el
portón de la casa de los Pinzón Villafradez. El telegrama
había sido anunciado como prioritario y antes de pegarlo,
lo había leído y por eso su premura en entregarlo. La
puerta de la casa-quinta, ubicada en la parte alta del
poblado, cerca del arroyo que servía de fuente al
acueducto, se abrió lentamente a pesar de los fuertes
golpes del mensajero.
Una señora entrada en años de mirada azulada con cara y
cuerpo aún esbeltos; saludó al mensajero y tomó el papel
que le entregaba. Rasgó el pegante y lentamente pasó los
ojos por el breve escrito que venía a su nombre: Sra.
Matilde Villafradez de Pinzón Murillo; el ministro de
guerra de Colombia, Carlos Uribe Gaviria, lamenta
profundamente tener que informarle que su hijo el
teniente Carlos Pinzón Villafradez, en el curso de la actual
ofensiva militar para recuperar las tierras invadidas por el
ejército peruano en el río Amazonas, ha perecido al
accidentarse el avión que lo trasportaba sobre el río
Putumayo en la frontera con el Brasil; habiendo perecido
junto con él todos sus ocupantes, cuyos restos ha sido
imposible recuperar. Inmediatamente la señora se llevó la
mano a la boca tratando de tapar un quejido profundo y
volteando la cara se entró en la casa, llamando a su hija
Alicia en medio de lágrimas y sollozos.
Un poco después dando todo el crédito al telegrama,
madre e hija tiraron al patio exterior toda la ropa de
Carlos que aún quedaba en la casa: uniformes, quepis,
botines y otra ropa de dotación militar insustituible, que
el teniente había dejado como reserva en la casa paterna.
Hicieron un montón y con una pequeña antorcha le
prendieron fuego. Una llamarada vistosa y luego una
columna de humo denso salida de la casa-quinta, anunció
a todos los pobladores de Provincia el suceso, mientras el
mensajero ya en el pueblo, complementaba con largueza
de su propia imaginación, la información del accidente
aéreo y la muerte de teniente junto con sus compañeros
de viaje. Las ventanas y la puerta de la casa-quinta se
cerraron o clausuraron y un luto demasiado estricto como
un silencio casi sepulcral cubrió el hogar; apenas roto, de
vez en cuando y por las noches, por los desgarradores
gritos que salían de su interior. Esa negrura no podía
durar mucho y así, a los pocos meses tanto la madre
como la hija se fueron secando o consumiendo en una
melancolía mórbida que terminó en la muerte casi
simultánea de las dos. La casa quedó en manos de unos
vecinos que venían a limpiar barrerla y airearla, para que
no cayera en ruinas.
El avión que trasportaba a Carlos, un Osprey C14, era
piloteado por un teniente compañero suyo, entrenando
rápidamente por la misión de pilotos alemanes que
asesoraban la conformación de la primera aviación de
guerra colombiana y, el viaje tenía como objetivo llevar a
Carlos al puesto militar fronterizo de Tarapacá sobre el río
Putumayo, para que ayudara en la fortificación y defensa
de ese recién recobrado lugar. El monótono tapete
selvático, surcado por innumerables caños, ríos, brazos y
meandros de agua terrosa casi todos semejantes desde el
aire, despistaron al piloto, quien perdiendo el rumbo y la
calma gastó todo el escaso combustible que le quedaba y
se precipitó a tierra, en medio de la enmarañada selva
amazónica.
El impacto de la caída arrojó a Carlos en medio de las
llamas hacia un lado quedando casi cubierto por un
tronco grueso semi podrido. Luego el avión explotó
saltando en mil esquirlas. Cuando un ardor profundo e
intenso en la cara y el medio cuerpo izquierdo despertó a
Carlos, miró hacia el avión y no vio sino un manchón
negro de donde salían algunas llamas. Nada más. Trató de
pararse pero el dolor corporal y las magulladuras, lo
volvieron a sumir en un sopor profundo. No sabe por
cuánto tiempo.
Cuando nuevamente despertó, estaba tendido sobre en
un cañizo de palma machucada o aplastada, sostenido en
cuatro horquetas. Una india vieja delgadita y arrugada,
con los senos flácidos y colgantes como dos pellejos,
totalmente desnuda, estaba a su lado con una totuma
donde había una maza de hojas macerada. Ella masticaba
unos emplastos de hierbas o los embebía en saliva y
luego se los colocaba con cuidado en el lado izquierdo de
su cara y cuerpo. De vez en cuando, de otra totuma con
agua verdosa le daba a beber pequeños sorbos. Y así
pasaron varios días de seminconsciencia, hasta cuando la
india empezó a darle un cocimiento aguachento de
pescado desleído sin sal pero con sabor a ceniza. El dolor
iba cediendo y los emplastos ahora eran de una manteca
maloliente embadurnada en unas hojas grandes y lisas
que amarraba con tiras de una fibra vegetal. Ya pudo
reparar un poco más a su alrededor.
Su refugio era una gran choza redonda de madera, hojas
de palmiche olorosas a humedad y piso amarillento de
tierra, de una arquitectura totalmente desconocida.
Había tres niños embarrados, desnudos y barrigones que
lo miraban siempre en silencio con los ojos totalmente
abiertos y, dos parejas de hombres y mujeres también
totalmente desnudos. Cada pareja en una hamaca de
fibra vegetal colgada en cada esquina de la casa; lo
miraban fijamente con un gesto mezclado de asombro y
curiosidad que se reflejaba en sus caras. Carlos les habló
en castellano y como respuesta obtuvo una estruendosa
carcajada de todos. Era obvio que no hablaban otro
idioma fuera del suyo.
Con la ayuda de la india vieja logró pararse y lentamente
dar algunos pasos cortos. Pasó su mano derecha por
sobre el lado izquierdo de la cara y palpó desde la frente
hasta el cuello una piel rugosa sin cabello y más gruesa de
lo normal. Miró su hombro y la parte izquierda de su
cuerpo comprobando que era una piel sonrosada,
veteada y brillante de una piel quemada en cicatrización.
Su antebrazo Izquierdo también tenía una deformación
como si sus huesos se hubieran fracturado, pero
comprobó que la movilidad y sensibilidad eran normales.
La vieja sonrió mostrándole los pocos dientes que le
quedaban. Afuera de la choza, la evaporación de la mitad
de la mañana, daba una sensación nubosa de irrealidad
Paulatinamente Carlos se fue adaptando al horario de la
gran choza que ellos llamaban “maloca” y pudo elaborar
una rutina diaria. En el piso terroso de la habitación con
dibujos y señas, y mientras las otras dos mujeres
preparaban la harina de yuca venenosa, la india vieja con
gran paciencia y dedicación le enseñaba las primeras
palabras de su idioma indígena, que después vino a saber
era una variedad del llamado Tucano oriental. La
preocupación de Carlos, era saber dónde se encontraba,
pero lo único que logró precisar en un dibujo muy grande,
fue que estaba cerca de un caño de mediano tamaño que
desembocaba en un gran río bastante lejano.
El tiempo fue pasando inexorable y Carlos ya habituado a
vivir casi desnudo, con los otros dos hombres de la
maloca fue reconociendo los alrededores de la selva,
trochas y brazos del caño; a reconocer huellas de
animales y pájaros con sus sonidos y ruidos propios;
frutos comestibles y venenosos, a orientarse en medio
del claro oscuro selvático. Después fue iniciado en el
mundo acuático: a nadar en medio de bejucos y raíces, a
pescar con chuzo y, a manejar con el cuerpo la pequeña y
frágil canoa de dos puestos con las que se hacían todas
las actividades diarias; a reconocer por el olor pútrido a la
anaconda para evitar la sorpresa y reconocer en los
playones del caño azuloso, entre la arena, las pepitas
amarillas brillantes de un metal que parecía ser oro, para
guardarlos en una bolsita hecha de cuero de mono.
Por las noches aprendió a fumar un tabaco silvestre
mezclado con hojas de “yopo”, un alucinógeno suave y de
efecto no muy duradero. A tomar la “manicuera” o
líquido lechoso extraído de la yuca venenosa selvícola
fermentado de un día para otro. Y cuando había
“piracemo”, o subida de peces por el caño, a celebrarlo
bebiendo chicha fermentada de yuca amarga masticada
por las mujeres, mientras bailaba cogido de la cintura con
ellas, zapateando el piso. Una noche de esas, una de las
indias jóvenes de pelo largo y grasoso y enormes senos y
caderas, lo tomó de la mano sonriendo y sin muchas
palabras lo llevó al borde de la maloca con la selva. Allí
entre pujos y sudores, pudo palpar la verdadera tristeza
del aislamiento selvático. Pero bueno, también comprobó
que aún estaba vivo.
Así trascurriendo los días, que se convirtieron en años
contados por los “piracemos” de peces. Habían pasado ya
cinco de ellos, cuando en una pequeña canoa llegaron
hasta la maloca cuatro hombres que no eran indígenas.
Parecían “caboclos” o mestizos que tampoco hablaban
indígena, sino un idioma parecido al castellano. Carlos
rápidamente vistió sus calzoncillos de tela y rodeado de
toda la familia india pudo recibirlos en el embarcadero, a
un lado de la maloca. Tenían en la cintura revólveres y
venían a cambiar machetes y hachas de filo por
información. Dijeron ser “garimpeiros” y estar buscando
yacimientos de oro. También le preguntaron por qué se
encontraba allí y Carlos con gran precaución les dijo que
era de nacionalidad colombiana y estaba esperando sus
compañeros de una comisión de exploradores que
estaban reconociendo estos territorios. No había duda en
el recelo con que ambos grupos se miraban.
Carlos trató de interpretar para la familia india lo dicho
por los garimpeiros, pero ellos negaron rotundamente en
medio de grandes gritos conocer o saber nada acerca del
oro por el que les preguntaban. Esa noche Carlos pudo
saber hablando con los garimpeiros, que se encontraba
en territorio brasileño, bajando en canoa
aproximadamente a cuarto jornadas del río Putumayo,
luego ocho jornadas más hasta Santo Antonio de Izá
ubicado en la desembocadura del río Putumayo en el
Amazonas y de ahí, corriente arriba por el gran río, dos
días en algún vapor hasta Leticia. Entonces comenzó su
viaje de regreso.
Al otro día, cuando sin realizar ningún trueque los
garimpeiros se hubieron marchado; Carlos le explicó a la
familia india reunida que se sentía muy triste porque no
sabía nada de su maloca y quería visitar a su madre y
celebrar la visita con un baile, ahora que ya sabía el
camino. Con desgano aceptaron. Después de una
preparación de tres días, le dieron una buena canoa y
remos grandes, una bolsa con una buena provisión de
peces ahumados, carne de mono seca en tiras y harina de
yuca amarga. Carlos con los ojos aguados se despidió,
especialmente de la vieja que sollozaba con ahogo.
Tomó su canoa solo y con enérgicas remadas, se deslizó
ondulante por la corriente espumosa del caño hasta
perderse de vista. Viajó por la sinuosa orilla de la
monótona várzea del río, tratando de evitar la canícula
equinoccial y la nube de mosquitos que arrasaban la
cicatriz de su piel quemada y enrojecida por el viento y el
sol. Los invariables recodos del río, el vaivén interminable
de la corriente, el movimiento rítmico de los remos, junto
con los estridentes ruidos selváticos a su paso, le
acompañaron todo el diario fluir del viaje. Con el halo
rojizo del atardecer, escogía un lugar descampado y seco
en la rivera para varar la canoa, saltar a tierra, comer un
poco del avío que llevaba y buscar un sitio en lo alto
donde pasar la noche a salvo de las hormigas de la tierra.
Luego, aún somnoliento, con el vaho matinal de la
primera luz reiniciaba el viaje. Por fin, las aguas más
barrosas y torrentosas le indicaron con un vuelco en el
estómago , que estaba desembocando en el gran río.
La navegación por la orilla del tormentoso río fue más
llevadera. En un barranco terroso y erosionado del gran
río divisó a San Antonio de Izá, una aldea pequeña de una
docena de malocas indígenas, dos casas de ladrillo, una
capilla pequeña y un embarcadero. No tuvo dificultades y
procurando hablar lo menos posible, compró una muda
de ropa y un sombrero de paja fuerte tupida. El ventero
un caboclo de habla tukana le aceptó 5 granos de oro que
llevaba separados de la bolsa y, como si hubiese captado
algo especial le dijo que el vapor para Manaos estaba
pronto a partir. Carlos le dijo iba en sentido contrario, el
ventero entonces le confirmó que pasado mañana, subía
el vapor con el correo para Leticia. Le dio posada
cobrándole un grano de oro por día.
Tres días después, Carlos desembarcó en territorio
colombiano rumbo al puesto militar de Leticia. Se
identificó verbalmente ante el guarda de la entrada,
quien lo hizo escoltar hacia la comandancia general. El
comandante escuchó un tanto incrédulo la versión de su
accidente y supervivencia y le dijo que la guerra con el
Perú había terminado hace más de cinco años. Ahora
había negocios nuevos. Le ofreció domicilio y le dijo que
debía esperar el avión que cada 15 días venía con los
correos y papeles desde Bogotá. Debía tener paciencia y
esperar.
En Bogotá, aterrizó en el aeropuerto de la base militar, se
presentó ante el comandante de esa guarnición quien
también escuchó turbado y aprensivo la versión de lo
acontecido: -“Un hombre muerto que regresa quemado”,
piensa. Tomó el teléfono y habló con un superior en la
escuela militar. Le dijo a Carlos que pronto un trasporte lo
llevaría donde el alto mando del ejecito de Colombia.
Querían conocer los pormenores de lo sucedido.
Unas horas después, Carlos está sentado solo frente a un
gran escritorio donde hay cuatro generales y una
secretaria taquígrafa, quien toma nota aceleradamente
de todo lo que se dice. Parece como un consejo de guerra
o juicio. Le ofrecen una habitación especial donde
quedará recluido hasta que se pueda tomar una
determinación, después de comprobar su difícil
identificación con sus familiares en Provincia, donde dice
que se encuentran.
-“Señor ¿cómo dijo que se llamaba? Bueno señor Pinzón;
desde Provincia nos informan que, ya no hay familiares
suyos allá. La casa de esa familia está en ruinas y nadie da
razón de nada. Aquí en nuestros archivos militares, la
ficha de identificación de los militares muertos en acción,
una vez comprobada efectivamente su muerte, se guarda
durante cinco años previendo reclamaciones, pero en
ausencia de estas; es dada de baja y enviada a los sótanos
empacada en unas cajas según numeración estricta y
encontrar la ficha que dice es la suya nos resulta casi
imposible. Su identificación facial es sumamente difícil
por las razones que usted entiende y expuso; así que lo
único que podemos hacer para que usted regrese a la
vida; es que vuelva a Provincia, saque nuevamente su fe
de bautismo mediante un procedimiento judicial de
familiares o testigos, o alguien conocido que de fe de que
usted es usted y después regrese, para darle todos sus
derechos que tiene como ser vivo. Es todo”.
Carlos pensó en dirigirse donde Eugenia, la novia amorosa
que lo acompañó durante sus estudios como cadete en la
escuela militar de Bogotá, pero una voz interior le dijo
con dureza que ella no lo reconocería así como estaba y
menos sin saber con quién estaría compartiendo su vida.
La verdad era que estaba muerto y resucitar era más
difícil que permanecer en las tinieblas. La simpleza de la
realidad se le impuso contundentemente, sin angustias.
La última vez que se vio a Carlos, fue unos días más tarde
en el embarcadero de Leticia, esperando el vapor hacia
Manaos: había comprado un boleto de viaje hasta San
Antonio de Izá. (21. 11. 2012)
Medicatura rural
El sol empezaba a declinar en el horizonte rojizo y una
brisa fresca y suave que anunciaba la llegada de la noche,
embargaba ese atardecer en Provincia. En la casona
grande de tejas rojas de barro y paredes blanquecinas,
ubicada dos cuadras arriba de la plaza central del pueblo,
recientemente remodelada para que sirviera de hospital,
los cuatro empleados de la salud, tres enfermeras y un
médico joven llegado hacía poco tiempo, se disponían a
dar por concluida su labor diaria. Unos golpes fuertes y
precipitados en el portón de la casona seguidos de voces
altas alarmaron a los empleados de dentro. Una de las
enfermeras abrió la puerta y tres hombres vestidos de
paisano, agitados, sin esperar se introdujeron
precipitadamente en el zaguán de la casa. Dos de ellos,
llevaban alzado por las axilas al de la mitad quien
quejumbroso tenía la camisa ensangrentada o empapada
en sangre, en el costado derecho.
-“Está muy herido. Dijo uno de ellos con dureza.
Necesitamos urgentemente al médico”, añadió.
La enfermera le respondió que, el médico de planta
estaba en el café de Pedrito jugando un chico de billar
con unos amigos. No estaba aquí, ni vendría en toda la
noche. Quien estaba era el médico practicante.
-“Pues llámelo a él”, agregó el hombre.- “Bien sienten al
señor aquí”, dijo la enfermera señalando un taburete de
cuero y madera, mientras voy a llamarlo”.
A los pocos minutos llegó el médico joven. Venía
caminando rápido, como dando zancadas y mostrando
sorpresa en sus grandes ojos grises. Lentamente tratando
de abrir la camisa para ver la herida, preguntó qué había
pasado.-“Le pegaron un tiro ahí”, respondió señalando el
costado del hombre sentado y quejumbroso, cuyo rostro
apretado por el dolor no dejaba ver bien sus facciones.
-“Está herido en el hígado”, les dijo el médico una vez
logró separar la camisa y palpar la herida. –“Necesita
urgentemente una cirugía en el hospital regional o de lo
contrario se desangrará irremediablemente”, agregó.
Los hombres suspiraron profundamente y el que hablaba
considerando que el hospital grande estaba a más de 6
horas de camino por la carretera a Bogotá, dijo con
resolución: “-Pues opérelo aquí doctor, que nosotros
asumimos todo”.
-“Lo malo es que aquí no hay quirófano, ni instrumental
grande, sino una pequeña mesa con instrumental de
cirugía menor; la luz es muy mala y nos toca trabajar con
una lámpara de caperuza y gasolina”. Replicó el médico.
-“No importa doctor: opérelo, que nosotros, ya le dije,
asumimos todo”.
El médico joven empezó a dar muestras de la tensión. Un
leve sudor, perlado mojó su frente y su labio superior.
Tomando aire en un suspiro hondo, les dijo.- “Miren
señores. Esa herida es muy grave y necesita una cirugía
mayor y para que me entiendan, coser el hígado es como
coser una cuajada” Hizo una pausa tratando de mirar en
los hombres la reacción a sus palabras y agregó con la voz
un poco embargada. –“Si ustedes lo exigen, yo afronto el
riesgo y haré todo lo que pueda, pero sin poder
garantizarles nada”. Los hombres miraron
desconcertados al hombre sentado quien debatiéndose
entre los quejidos y una respiración cada vez más
arrítmica, movió la cabeza varias veces hacia abajo como
afirmando: -“Hágalo doctor” fue la respuesta del hombre.
A los pocos minutos, los acompañantes quedaron afuera,
y el herido fue introducido en el pequeño salón
acondicionado con dos bombillos de 100 bujías, una
lámpara de gasolina suspendida por un gancho desde el
techo, y yacía sobre una mesa ordinariamente usada para
atender los partos.
Rápidamente mientras una enfermera le aplicaba en el
brazo un botellín de suero, otra lo desnudaba para
tomarle la tensión arterial y otra alistaba el pequeño
paquete hervido de instrumental quirúrgico. –“Doctor,
dijo una de las enfermeras ¿qué anestesia le va a poner”?
El médico mientras se vestía para la cirugía, sin dudarlo le
indicó: - “Tome una compresa de algodón; empápela en
éter que está en la sala de consulta y póngasela en las
narices. Lo controlaremos con la presión arterial”.
El médico observó bien al paciente: La herida de entrada
era exactamente debajo de la última costilla con un
orificio de salida más grande y casi en línea recta en la
espalda. Metió el dedo índice en la herida de donde brotó
un coagulo negruzco y friable. Tomó el bisturí y amplió la
herida con un buen corte, desbridando la piel lacerada
por el disparo. Palpó más profundamente, siguiendo el
trayecto de la herida y observó en el guante sangre roja
rutilante y fresca. Palpó la cápsula fibrosa que envuelve al
hígado; solo tenía los dos orificios, el de entrada y el de
salida. Hizo una prueba: metió el índice derecho por el
orificio de entrada y el índice izquierdo, atrás, por el
orificio de salida y pudo tocarse ambos dedos. El paciente
estaba profundamente dormido, en aquella sala
aplastada por una presión irreconocible, aumentada por
el olor a sangre mezclado con el del éter de la anestesia,
solo se percibía la leve respiración del herido.
Era más grave de lo esperado, se dijo. No podía coser o
suturar la capsula fibrosa del hígado, porque como lo
había sospechado era un asunto de cirugía mayor y de
equipamiento que no disponía. Dudó. Y respirando
profundamente, mientras se pasaba la manga de la bata
por la frente, miró a las enfermeras con una mirada
inquietante y solícita de ayuda. Ellas le correspondieron
mirándolo anhelantes, sin saber qué hacer.
De pronto, mirando fijamente la herida del paciente, una
improvisada idea le vino a la mente. Le pidió a la
enfermera a su lado que le pasara una compresa de
algodón del material hervido, pero desenvuelta, y con ella
en la mano derecha, empezó a introducirla por una punta
por entre el orificio de entrada, controlando su recorrido
con el índice de la mano izquierda introducido atrás, en el
orificio de salida de la bala. Ahora el paciente se movía
quejumbroso, pero totalmente ausente. Metió
lentamente toda la compresa, dejando visible solo una
punta de ella. Desinfectó todo el campo operatorio con
abundante tintura de yodo, y dijo: -“Ahora a esperar”.
Con las ropas de cirugía ensangrentadas salió al zaguán y
les dijo lo mismo a los acompañantes del herido. Ellos le
respondieron que no podían esperar. Esperarían unas
horas hasta la madrugada para llevárselo consigo. El
médico, les dio dos frascos grandes de tintura de yodo y
les dijo que debían hacerle curación con ella en ambas
heridas, dos veces al día, y que buscaran ayuda
especializada. Fue todo.
Los hombres se llevaron esa madrugada al herido como
habían dicho y a la mañana siguiente la rutina del
hospitalito continuó igual. Hasta una semana después,
cuando un hombre recio y acuerpado, vestido con una
chaqueta de cuero abierta de donde sobresalía una
gruesa cadena de oro con varios dijes, mirada negra y
penetrante, cabello liso peinado hacia atrás con
“glostora” y rasgos mestizos pronunciados; llegó
preguntando por el médico joven.
Cuando lo tuvo enfrente, el hombre le presentó un carnet
de la Compañía de Misiones Especiales de la Brigada de
Institutos Militares con su foto, y donde se podía leer el
nombre de José Quirama Zuleta; quien sin titubear le
dijo:- “Doctor usted hace una semana curó a un peligroso
guerrillero que nosotros habíamos herido en el encuentro
de la vereda de la Palma, y se nos voló. Le aconsejo que
coja su maletica con sus chiros y se pierda de aquí cuanto
antes. O no respondemos por su traición”.
Entonces, un sudor frío y resbaloso, escurrió lentamente
a lo largo de la espalda y del espinazo del joven médico.
(25.04. 2013)
En Provincia
Después de un viaje de más de 18 horas en un
destartalado bus, por una carretera corcovada que más
parecía un camino de herradura de la época colonial para
atravesar la maciza cordillera, llegó finalmente a
Provincia, Saúl Amézquita Cárdenas, mi tío político,
organizador del moderno departamento administrativo
de seguridad DAS. Había sido enviado personalmente por
su amigo el ministro de justicia desde Bogotá, para
ayudar a encontrar el baúl desaparecido con todas las
pruebas testimoniales y físicas sobre la masacre de la
calle de la Cantarrana, conseguidas cuidadosamente dos
meses atrás por el juez municipal de Provincia.
La masacre había sido cometida hacía tres meses por una
cuadrilla de paramilitares contra un grupo de campesinos
de Provincia, en la alargada y pendiente calle de la
Cantarrana, había dejado intensas huellas y pruebas
fáciles de allegar; porque hubo muchos testigos de la
matazón cometida a plena luz del día y además, había
sido anunciada con mucha anticipación por medio de
soeces y amenazantes panfletos.
Además, en el puesto de salud existían las anamnesis de
los 8 heridos y el capitán Franklin Bedoya, comandante
del grupo de 20 soldados enviados urgentemente a
Provincia desde la cercana base militar de La Dorada,
poco después de conocida la noticia, investido de amplios
poderes para controlar el Orden Público, había escrito
como máxima autoridad del pueblo una acta de
defunción de los 12 muertos con ráfagas de
ametralladora y rematados cruelmente a hachazos y de la
cual existía copia en el Juzgado.
También el secretario del juzgado Javier Fandiño, amigo
de muchos de los masacrados, después del triste y
melancólico entierro colectivo de las víctimas, en medio
del terror que aún embargaba a los pobladores, había
conseguido escribir varias declaraciones y guardar otros
documentos escritos como recortes de periódicos,
algunos de los panfletos soeces amenazantes con los
cuales se anunciaba la masacre; había recogido los
casquillos de bala de las ametralladoras junto con el
hacha de cabo corto aún ensangrentada con que se
remataron a los heridos y que había sido dejada
abandonada en la orilla de la calle. Recuperó y amontonó
todo y lo trasladó a la pieza donde funcionaba la oficina
del juzgado, depositándolo en un baúl grande de madera
que aseguró con una cadena de metal, cerrada con un
candado grande y herrumbroso propiedad del juzgado.
Por su parte, el juez municipal Alejandro Cañón, había
logrado hacer el primer análisis escrito del material
conseguido en un pequeño informe preliminar.
En el galpón de tejas de zinc corroídas por el óxido y el
polvo, situado a dos cuadras de la plaza principal del
pueblo que servía como estación terminal de trasporte,
Amézquita, un hombre con bigote y de pelo ensortijado,
de mediana edad, robusto y pequeño, después de
sacudirse el polvo del camino, preguntó por una pensión
donde alojarse. Le indicaron la única que existía en una
casa escueta situada en el marco de la plaza, donde
consiguió un aposento con un catre de madera con un
colchón de paja, una mesita de noche y un juego de jarra
y jofaina para el aseo personal. Después de asearse la
cara y refrescarse del calor del medio día, se dirigió a la
oficina del juez Cañón, situado, según le dijo la dueña de
la pensión, en una bóveda con unas gradas de cemento,
enfrente de la Iglesia. Se presentó ante él y su secretario
mostrando su identificación junto con los papeles que lo
autorizaban y luego de un recibimiento rutinario, los tres
salieron a la calle empedrada que salía de la plaza, hacia
donde quedaba el café de Pedrito. Allí los tres tomaron
cerveza y mientras conversaron trivialidades sobre viaje y
la lejanía de Provincia, miraron a dos señoras chupando
ruidosamente un espumoso sorbete de curuba.
El juez Cañón, acuerpado, también de mediana edad,
frente amplia y hundida, labios pulposos y quijada
aplanada; de pronto concentró su mirada parda en la los
ojos plomizos de Amézquita y exclamó:- “Doctor, no
hemos podido averiguar nada, ni conjeturar nada, sobre
la desaparición del baúl de las pruebas”. Y continuó:- “Mi
secretario Fandiño, como a los quince días de la matanza,
si me alarmó. Me dijo que había oído en la tienda
principal del pueblo, cuando fue a comprar algunos
víveres, un cierto rumor difícil de precisar, sobre un
atentado en mi contra y la quema del baúl de las pruebas.
Atendí la inquietud. Hablé con capitán Bedoya, quien me
tranquilizó diciéndome con mucha seguridad que tenía
todo bajo control”.
-“Luego, continuó, el runrún se fue haciendo un poco
más real. Durante todo ese mes, cada mañana al abrir la
puerta del juzgado, encontraba los mismos pasquines
anónimos amenazantes y soeces tirados por el quicio de
la puerta. Unas veces eran dibujos rudimentarios con la
calavera de la muerte con símbolos sexuales, otras veces
acompañados de frases insultantes como “váyase gran
jijueputa que lo vamos a matar”. Volví donde el capitán
Bedoya, pero con la misma seguridad que irradiaba, los
subestimó diciendo que eran chanzas de algún resentido
conmigo o con el trabajo del juzgado. Mi incertidumbre
inicial se tornó desconfianza. Hasta que un día la
cerradura de la puerta del juzgado tenía muestras
evidentes de haber sido forzada”.
-“Entré alarmado, pero pude comprobar que el baúl
estaba intacto. Esperé a Fandiño y lo puse bajo su
cuidado personal para que esa noche lo sacara y lo
guardara en algún otro lugar más seguro que solo él
conociera. La angustia silenciosa de los pobladores,
cargada de una ansiedad viscosa, se me había pegado. Era
evidente el terror en su vida cotidiana limitada a lo
esencial, y una vez caída la noche y cerrada la puerta
grande de la Iglesia, cada casa del poblado enmudecía.
Hasta los gallos de media noche callaron”
Y prosiguió;-“Sin avisar a nadie, sentado en un tronco no
muy lejos de galpón del transporte; esperé largo rato la
salida del bus de línea y solo cuando fue a arrancar, me
subí apresuradamente. Así en un viaje como el que usted
hizo, doctor Amézquita, pero al contrario, llegué a la
congestionada terminal de Bogotá donde tomé un taxi
directo al ministerio de justicia, a exponerles la situación
que se estaba viviendo en Provincia. Estaban más
enterados que yo mismo de todo lo sucedido y quien lo
creyera; sus informaciones coincidían lo que había
estudiado y reposaba en el baúl del juzgado”.
-“Doctor Cañón, me dijeron, regrese tranquilamente a
Provincia y no se preocupe, que el capitán Bedoya tiene
todo controlado. Les hice caso y volví. Pero cuando llegué
mi secretario Fandiño, me contó que había ido a buscar el
baúl en el sitio donde lo había dejado a guardar y no lo
encontró. Así doctor Amézquita que, como me habían
dicho, puse un telegrama al ministerio de justicia
informando el asunto y según parece, por eso está usted
aquí”.
Amézquita sonrió y aprobó la deducción lógica del juez
Cañón. Tomando aire le respondió:-“Mire doctor, yo soy
especialista en investigación judicial graduado en los
Estados Unidos. No se preocupe que ese baúl con las
pruebas que incriminarán definitivamente a los
sospechosos, lo encontraremos como sea. Mañana
mismo comenzamos las averiguaciones”.
Fandiño, con su cara chupada por la falta de dentadura,
atento a la conversación frunció el ceño y bajó la mirada.
Un pequeño remolino de viento, preludio del monzón
lluvioso amazónico, levantó una nubecilla de polvo, y
dieron por concluida la charla despidiéndose hasta el día
siguiente. Esa noche, Amézquita pudo comprobar el
silencio sepulcral que embargaba la oscuridad nocturna
de Provincia. Tuvo un sueño agitado y sudoroso, pero
irreconocible. A la mañana siguiente después de
desayunar carne asada con yuca, tajadas de plátano fritas
y café negro, pensó en iniciar la diligencia interrogando a
Fandiño.
El juez y su secretario, lo esperaban en la oficina del
juzgado. Amézquita le dijo al juez que iniciaría el
interrogatorio en su presencia, haciéndole unas
preguntas a su secretario. El Juez Cañón abrió sus ojos
pardos y guardó silencio. Enseguida se dirigió a Fandiño
para decirle que el doctor Amézquita quería interrogarlo.
Fandiño no se impresionó. Buscó una silla y se sentó con
las manos sobre su abdomen frente a Amézquita y
espirando con fuerza por su boca sin dientes, le dijo al
investigador:-“¿Para qué soy bueno doctor?” El
Investigador guardando la autoridad y compostura de su
cargo, abriendo una libreta de notas le respondió:- “A ver
señor Fandiño, cuénteme todo lo que sabe sobre ese
baúl”.
-“Pues verá doctor, respondió, yo recogí todas las
pruebas, busqué el baúl en la casa de unas parientes,
conseguí la cadena y el candado y lo sellé aquí en
presencia de señor juez. Luego vinieron todas esas vainas
de las amenazas y entonces el doctor Cañón me autorizó
para que lo llevara a un lugar más seguro donde
guardarlo. Así hice. Hablé con la monja directora de la
escuela para señoritas que hay aquí en Provincia; le conté
todo el caso y le pedí que me dejara guardarlo en alguno
de esos cuartos vacíos que tiene esa casona. Ella accedió
a colaborarle a la justicia de buena gana. Esa noche, bien
entrada la oscuridad, me eché el baúl al hombro y lo llevé
por toda la calle real hasta la pieza que la madre me había
señalado. Cerramos la puerta con un candado grande y
nos despedimos confiados, encomendando la acción a la
divina providencia.
Como a los quince días volví a la escuela a incluir en el
baúl el último informe escrito elaborado por el señor juez.
Busqué a la madre directora, pero al abrir el cuarto, el
baúl había desaparecido. La monja se ofuscó mucho y
rezando avemarías se fue a la capilla de la escuela. Yo me
regresé al juzgado y le informé al doctor Cañón, para que
avisara a Bogotá. Eso fue todo doctor”.
Amézquita miró a los ojos a Fandiño, y exhalando una
columna de aire tibio cerca de la cara desdentada o
chupada del interrogado, replicó preguntándole si había
signos de violación de la puerta, de la cerradura, o del
candado. Fandiño fácilmente respondió que todo estaba
en perfecto orden – “Bueno, dijo Amézquita, en ese caso
ya tenemos una segunda persona para interrogar.- “Señor
juez, dijo dirigiéndose a Cañón, sírvase citar a la monja
directora de la escuela para señoritas de Provincia a esta
oficina, para que nos aclare los hechos relacionados con
la guarda del baúl del juzgado dejado a su cuidado. Claro
que si no puede venir añadió, nosotros iremos hasta
donde ella”. Tres días después de la citación, los tres
funcionarios subían por la calle real del pueblo en
dirección a la escuela.
La escuela para señoritas era una gran casona de un solo
nivel, de teja española y gruesas paredes de adobe
pintadas con cal, con cuartos espaciosos con piso de tabla
y balcones de madera salidos, construida al final del
pueblo o al principio, según por donde se llegue, por los
misioneros franciscanos que habían venido a una misión
en Provincia poco después de la guerra de los mil días.
Estaba rodeada por un bosquecillo de árboles frondosos
de tronco grueso que dejaban un espacio grande de tierra
aplanada o patio, donde se hacían los actos solemnes de
la escuela y también servía de cancha para deportes o
ejercicios en grupo. A un lado, mediada por un pequeño
potrero de pasto kikuyo verde, estaba una pequeña
capilla construida con la misma arquitectura de la
escuela, donde se destacaba una campana de cobre. En el
gran portón de entrada, la monja recibió atentamente a
los tres funcionarios judiciales.
Les hizo seguir y en seguida una niña alumna llegó
trayendo una bandeja de loza con una jarra de cerámica y
tres vasos de vidrio. – “Refrésquense doctores”, dijo la
monja señalándoles la bandeja. Cada uno de los
funcionaros tomó un vaso, mientras la alumna un poco
desaliñada pero sonriente, los llenaba con el agua
verdosa y azucarada de una limonada.
-“Reverenda madre, se adelantó a decir Amézquita,
penosamente tenemos que adelantar esta diligencia”. A
lo que la monja respondió amablemente: -“No se
preocupe doctor, pregunte lo que sea necesario. Esa
desaparición tenemos que hacerla aparecer”, y señalando
un cuarto donde había una mesa con cuatro taburetes de
cuero agregó: “-Me imagino que ustedes tendrán que
tomar notas”.
-“Bueno su reverencia, agregó Amézquita después de que
se hubieron sentado. En ese caso, díganos ¿quién más
fuera de su reverencia tenía llaves del cuarto donde
estaba el baúl?” La monja con el hábito negro y blanco
de las hermanas de la presentación, solo dejaba ver su
cara regordeta cubierta con un vello casi imperceptible y
una mirada clara pero inquieta. Movía de cuando en vez
una pierna como si fuera un tic nervioso y suspiraba.
“-Mire doctor, respondió, le he dado muchas vueltas al
asunto y la única explicación que se me ocurre es que el
celador que cuida la escuela, es el único que tiene un
juego de llaves de toda la casa y muy probablemente
abrió esa pieza, vio el baúl y se lo llevó”.
-“Y ¿dónde podemos localizar a ese celador?” Preguntó
inmediatamente Amézquita. La monja sin perder el
control, llamó a la niña de la limonada y le dijo en tono
imperioso: -“¡Vaya busque a maestro Roncancio y dígale
que venga urgentemente aquí; que lo necesito!” La niña
puso la bandeja con la jarra de limonada sobre la mesa
que les servía de escritorio y salió a la carrera. Un rato
después llegó el señor Roncancio. Era un hombre rústico
con las manos callosas, de mediana estatura ya entrado
en años, con un sombrero jipa blanco, la piel del rostro
curtida por el viento y el sol y una mirada un poco nubosa
y enrojecida.
-“Me llamo Gabriel Roncancio, dijo al entrar en la sala
quitándose el sombrero. ¿En qué puedo servir a los
doctores?” Agregó. Esta vez el juez Cañón, quien al
parecer conocía a Roncancio, le explicó en palabras
sencillas el motivo de nuestra visita. Gabriel lo entendió y
respondió con facilidad y llaneza:” -Vea doctor, yo vi ese
baúl el día que entré al cuarto a recoger una herramienta,
y si me pareció muy curioso verlo encadenado y
asegurado con un candado. Como yo vivo en la boca
puente, el barrio de abajo, en la orilla de río; cuando salí
del trabajo me dio por entrar a la cantina “la mata de
mango”, a oír musiquita y tomarme unas cervecitas.
Usted sabe doctor, la sed que hace por aquí a esas horas.
En la mesa de al lado estaba el doctor Medinita, el
medico del pueblo tomándose sus aguardientes y le puse
conversa. Entre chiste y chanza, se me salió contarle el
cuento del baúl encadenado, pero no me creyó. Entonces
le dije que si no me creía fuéramos a verlo con nuestros
propios ojos.- Listo me dijo y nos vinimos para la escuela.
Por el camino me preguntó si yo sabía qué cosa contenía,
si dinero, si joyas o algún otro valor y porqué estaba tan
asegurado. Llegamos, abrí la puerta del cuarto y con la
linterna alumbré el baúl. El no comentó más, se despidió
y se fue para su casa supongo. Entonces cerré la puerta y
me volví a “mate ´mango” a seguir oyendo la música y
terminar la cerveza que había quedado servida. Al otro
día, lo primero que hice fue volver al cuarto a comprobar
si el baúl estaba ahí y sí señor, que sí estaba. Después,
como a los tres días vino a mí la profesora Omaira y me
pidió la llave del cuarto dizque lo necesitaba para hacer
no-se-que-cosa, y como yo no desconfío de nadie, se la di
pidiéndole que me la devolviera lo más pronto posible”.
Amézquita cruzó una mirada con el juez, espiró
lentamente y dirigiéndose a la monja le preguntó dónde
podía encontrar a la profesora Omaira. La monja mirando
fijamente a Roncancio con un evidente disgusto, le
preguntó porque no le había dicho nada, luego tajante le
ordenó –“ ¡Vaya Gabriel búsquese a la profesora Omaira y
dígale que se presente urgentemente aquí”. Gabriel
Roncancio salió apresuradamente a cumplir la orden.
Unos minutos después llegó la profesora Omaira Serrano.
Se dirigió a la monja, la saludó y luego a los funcionarios.
Era una mujer joven esbelta de mediana estatura, con un
cuerpo bastante bien formado y atractivo, cuyas
redondeces resaltaban por entre su delgado vestido. Su
cabellera negra larga y brillante caía sobre sus hombros,
contrastando el rojo carmín de sus labios y la sombra de
sus ojos, dándole un aire llamativo a su mirada. Los tres
funcionarios no pudieron ocultar su repaso y la monja
carraspeó llamando la atención. Amézquita entonces le
explicó la situación por la que la habían llamado y esperó
su respuesta.
Omaira sabiéndose dueña de la situación, manifestó con
gran desenvoltura que en ese mismo instante realizaba
unas pruebas escritas que exigían su presencia
inaplazable, les pidió que la perdonaran y dijo que a la
mañana siguiente, sin falta, iría personalmente al juzgado
a explicar lo ocurrido. No siendo más, los tres
funcionarios se despidieron amablemente de la monja y
de la profesora Omaira, regresando al juzgado por la
misma calle por la que habían venido.
Omaira llegó puntual a la cita en el juzgado. Lejos, la
sombra azulada de la cordillera aún nublada, apenas
anunciaba la luminosidad calurosa del día. Venía más
vaporosa y sugestiva que el día anterior y sus cabellos aún
húmedos la hacían más brillante. La hicieron sentar y ella
cruzó las piernas despacio, mientras alisaba su vestido: –
Cuéntenos profesora, dijo Amézquita con voz grave- ¿Qué
pasó con esa llave y el baúl?” Omaira se acomodó en la
silla, miró fijamente al interrogador y repasando la lengua
suavemente por sus labios, como para humedecerlos, les
relató lo siguiente:
-“Como ustedes saben, soy casada con Jesús Medina, el
medico de Provincia. Hace cuatro años nos conocimos
aquí cuando llegué, nos enamoramos y sin mucha
dificultad, el padre Silvestre Gómez, quien es muy
considerado y amable, nos casó. Ese día hicimos una
fiestica en la casa, con la gente más notable de Provincia
y hasta la madrugada, aprovechando que la casa de mi
esposo tiene luz del motor del puesto de salud. Bailamos,
comimos lechona y nos bebimos unos cuantos wiskis.
Nuestro matrimonio marchó bien el primer año. Pero
luego mi esposo, empezó a beber demasiado y por
cualquier motivo; descuidando la casa y lo que es peor su
trabajo. Un día por ejemplo, a una niña pobre quemada
con aguapanela hirviendo, la hizo cubrir con un plástico
dizque para remplazarle la piel quemada. Claro que la
niña se pudrió y se murió y él dijo que eran cosas que
tenían que pasar. Así sus ideas se fueron haciendo más
extravagantes, sus modales más rudos y desconsiderados.
Solo pensaba en beber aguardiente y en la plata,
abandonando sus obligaciones en la casa. Ustedes me
comprenden ¿no? Llegaba tarde de la noche a la casa con
amigos, especialmente el boticario, persona muy
avarienta y ligada con los políticos del departamento, a
oír rancheras a todo volumen , a beber aguardiente y a
planear negocios fantásticos sobre grandes fincas,
montones de reses y caballos finos y todas esas cosas. Yo
los oía como oír llover y me iba a dormir para madrugar a
dictar mis clases en la escuela. Y así han sido todos estos
años. Después de la matazón en la Cantarrana, él se
calmó un poco y se distanció del boticario, parece que
por contrariedades
Una noche llegó a la casa, un poco entonado por el trago
y me contó la historia de un tesoro que estaba en un baúl
encadenado escondido en un cuarto de la escuela. Yo no
le creí pero fue tanta su insistencia que para calmarlo le
dije que averiguaría con el señor Roncancio.
Efectivamente Roncancio me dio la llave del cuarto y
pude confirmar que ese baúl si estaba ahí. Rápido fui a
donde mi esposo y le conté. Él me dijo que esperáramos
la noche, para traerlo a casa y revisarlo. Así hicimos, esa
noche aprovechando la oscuridad, él cargó el baúl al
hombro hasta la casa, pero cual sería nuestra sorpresa
cuando al trozar la cadena con una segueta y abrirlo, solo
encontramos un hacha mugrosa ensangrentada y una
cantidad de papeles, pasquines e informes del juzgado. A
mí me dio como una risa nerviosa, doctor, debo
confesárselo, pero a mi esposo le dio fue ira. Mucha ira;
maldecía y dijo que se vengaría por esa burla. Cogió el
hacha que estaba dentro y despedazó el baúl, luego
metió los papeles en una bolsa plástica dizque para
guardarlos y se los llevo junto con el hacha, pero la
verdad doctor, es que no supe adonde”.
Amézquita volvió a espirar lentamente mientras miraba a
su secretario, diciéndole que debían ir al puesto de salud
a hablar con el doctor Medina. Omaira se levantó de la
silla se repasó la falda de su vestido con la mano, y
mirando a Amézquita con una sonrisa cargada, se
despidió.
El puesto de salud quedaba saliendo de la plaza, aun lado
de la iglesia. Era una edificación de ladrillo y cemento de
color blanco cubierto con tejas plásticas. La entrada era
de baldosines y daba la impresión de ser una construcción
reciente. Los recibió la enfermera, una mujer gorda
cincuentona, morena vestida toda de blanco con el pelo
recogido atrás. Les informó que el doctor Medina no
había llegado aún a la consulta diaria y que debía estar
todavía en su casa.-“Allí al lado”. Se fueron hacia la casa
del médico. Tenía un antejardín un tanto descuidado, con
diversas plantas y arbustos movidos por una breve brisa
mañanera. El doctor Mediana estaba desayunando un
suculento pedazo de carne asada acompañado de yuca
frita y lo bajaba con una mezcla espumosa de cerveza y
gaseosa conocida en la región con el nombre de “refajo”.
Se paró apenas vio llegar a los funcionarios. Era un
hombre de unos cuarenta años, fornido y con un
abdomen globuloso que la camisa no podía ocultar.
Tostado por el sol, pelo ensortijado y ojos café
enrojecidos. –“Sigan señores les dijo apenas los vio llegar
¿qué se toman? -Nada gracias, respondió Fandiño quien
lo conocía, -venimos a hablar con usted una vez acabe de
desayunar. – Ya estaba terminando repuso Medina, así
que pasemos a la salita y allí con calma podemos hablar”.
En la sala, los tres se acomodaron en una especie de sofá,
mientras él arrastraba una silla, ubicaba frente a los
funcionarios, disponiéndose a hablar. Fandiño hizo la
presentación. –“Mucho gusto, doctor, dijo Amézquita: su
esposa estuvo esta mañana temprano en el juzgado y nos
contó todo ese asunto del baúl del juzgado; -¿puede
usted decirnos, como podemos recuperar sino el baúl si
su contenido? Es muy importante como material
probatorio para esclarecer la masacre de la calle de la
Cantarrana; son papeles irrecuperables y declaraciones
que no se pueden volver a hacer, porque muchos de los
interrogados se fueron para siempre de Provincia, para
no regresar jamás”.
Medina carraspeo rudamente, escupió al piso y luego,
restregó la saliva con el zapato contra el piso. Se
acomodó en la silla y rubicundo, nos miró fulgurante
diciendo: -“Todo eso que les ha dicho Omaira es una
calumnia. Ella se volvió enemiga mía. No sé por qué, pero
está empeñada en destruirme y arruinarme. Cuando lo
único que yo he hecho es darle todo lo que ha querido.
Pero mire doctor, así son las mujeres: destruyen lo que
más quieren” y calló.
Amézquita quedó silencioso por un momento. Se repuso
y volvió a preguntar: -“¿entonces, usted niega que
destruyó el baúl a hachazos y guardó su contenido en una
bolsa junto con el hacha en algún lugar hasta ahora
desconocido? –Ya les dije doctores, que yo no tengo nada
que ver en eso, respondió Medina cortante. -Muy bien,
hemos tomado nota y procederemos”.
Dejaron a Medina en su casa y caminaron en silencio al
juzgado. Una vez hubieron llegado, Amézquita le dijo a
Fandiño: -“escriba una orden de captura contra el señor
doctor Jesús Medina, medico de Provincia, acusándolo de
robo y tenencia ilegal de material judicial probatorio.
Fandiño le preguntó: “-pero doctor, ¿cómo hacemos
efectiva esa orden? -Eso replicó Amézquita, es lo que voy
a hablar con el capitán Bedoya.
El puesto militar estaba situado al final del pueblo, en el
extremo opuesto al de la escuela. Otra casa grande de
teja española y paredes gruesas de adobe banqueadas,
bastante parecida a las demás casas importantes de
Provincia. A los lados del portón de madera había dos
jóvenes soldados armados prestando guardia. El doctor
Amézquita le mostró a uno de ellos sus credenciales,
diciéndole que deseaba hablar con el capitán Bedoya. El
guardia entonces gritó: -“¡estafetaaaa, venga a portería!”
A los pocos minutos llegó otro joven soldado, escuchó
nuevamente la solicitud hecha por el doctor Amézquita y
sin más se regresó. Volvió un poco más tarde y le dijo
tajante al doctor:- “sígame”.
Cruzaron un zaguán de piso de madera, hasta llegar al
cuarto donde estaba el capitán Bedoya. El soldado golpeó
la puerta a pesar de estar abierta. Desde adentro se oyó
al capitán decir: -“¡adelante!” Amézquita entró, saludó al
capitán que estaba detrás de un escritorio de madera; le
presentó nuevamente las credenciales y esperó de pie,
hasta cuando este lo mandó sentar.
El capitán era un hombre relativamente joven,
musculoso, de cabello corto, la piel de su cara recién
rasurada era un tanto brillante, con cierto porte
aristocrático para un hombre de guerra y con una mirada
gris penetrante, aumentada por sus anteojos de carey,
miró a Amézquita fijamente y con una voz fuerte le dijo:-
“¿En qué puedo servirle doctor?” Amézquita, con una
inspiración profunda se dispuso a relatar lo ocurrido.
Cuando concluyó, el capitán que había estado atento, se
movió en la silla y replicó:- “vea doctor, todo eso y mucho
más lo sabemos en el ejército. El radio teléfono, con una
buena inteligencia de terreno, es un gran invento
¿sabe’?”
“Alias Sietecolores, continuó el Capitán, el autor de la
masacre, fue traído por Matilde Castañeda, la hija de don
Arístides, con armas y con su grupo en un camión desde
el otro lado de la cordillera. Montaron carpas en una
mata de monte que hay en esa gran finca llamada “el
cacho”, que queda en el llanito pasando el rio, como a
una hora de aquí. Averiguaron todo muy bien, y
aprovecharon que los miembros de la junta de acción
comunal de esa vereda, junto con sus familias, se
reunieran en la gallera de la calle de la Cantarrana, para
una celebración o bazar y les cayeron de sorpresa con los
resultados conocidos.
Sietecolores con sus hombres se regresaron en el mismo
camión que los esperaba a la salida del pueblo y
desaparecieron por la carretera de la cordillera, parece
que hacia las selvas de la ribera del río Magdalena; en
donde es prácticamente imposible encontrarlos. Todo
esto lo sabe el ministro de justicia, porque él asiste con
los demás ministros a las reuniones del gabinete
presidencial y allí el ministro de defensa, mi general Jaime
Novoa, lo informó detalladamente. Así que doctor; el
cuento del baúl que le mandaron a buscar, no es sino una
parte de todo este enredo y le digo más: encarcelar a ese
médico no resolverá nada. Probablemente complique
más las cosas”.
Amézquita con la mirada perdida quedó silencioso unos
instantes: pasaron por su mente, aceleradamente pero en
orden, los recuerdos de lo que habían dicho, su amigo el
ministro de justicia, lo discutido con el juez y con su
secretario; lo que le habían dicho en el ministerio del
todo bajo control, y trató de concatenarlo con los
interrogatorios practicados por él en Provincia. Había algo
que no encajaba y pensó que su amigo el ministro no lo
había enviado a algo tan simple de resolver. Rápidamente
le preguntó –“¿Capitán, me pude guardar un puesto en el
próximo convoy militar que sale hacia Bogotá?” -“El
miércoles a las cinco de la mañana, lo espero aquí”, fue la
respuesta del capitán.
Ese miércoles a la hora acordada y en el puesto de atrás
de un yip militar, Amézquita desandaba pensativo y
abrumado, en un interminable viaje, el camino corcovado
de regreso a Bogotá. Sin comentarles la conversación con
el capitán Bedoya, les había dicho al juez Cañón y a su
secretario, que no había pruebas suficientes para detener
al médico Medina, fuera del indicio proporcionado por la
esposa. Eran dos testimonios enfrentados en la palabra,
ambos sin sustento real. Les recomendó mejor seguir
recopilando toda la información posible sobre el caso,
prudentemente y sin comprometer al juzgado, hasta su
pronto regreso.
El viento frio de Bogotá le recordó sus madrugadas para
llegar a la universidad, donde había conocido al ministro
Vicente Laverde Aponte, hombre de muy elevada
posición social, pero también muy igualitario y
desprendido con sus amigos. Desde entonces una
amistad duradera los había estrechado. Lo primero que
hizo al llegar, fue telefonear al ministro Laverde. Le
informó brevemente sobre el caso y le pidió una cita
urgente para ampliarle los detalles. Laverde con el acento
bogotano característico, le respondió: – “Ala, te espero
mañana noche en mi casa, tipo ocho, para que
charlemos”.
El único cambio que notó en la gran ciudad, fue el de una
luminosidad muy ruidosa. Tomó un taxi y llegó a la casa
del ministro, situada varias cuadras arriba de la avenida
Chile. Laverde lo esperaba y, presuroso después del
saludo le dijo que debían ir un poco más al norte, al
barrio la Castellana, donde un amigo norteamericano que
los estaba esperando para cenar. –“Te vas a sorprender”,
le dijo. Por el camino hablaron generalidades sobre
Provincia, las distancias, el silencio, el miedo y la
oscuridad nocturna. Kenneth Power, los recibió en
pantuflas en la puerta de su casa. Llevaba un albornoz o
bata, como de seda china muy dibujada y tenía un vaso
de wisky en la mano. Sonrió ampliamente y con los labios
echados hacia un lado y un poco de acento, los saludó en
perfecto castellano. Amézquita lo reconoció
inmediatamente. Habían sido compañeros de
especialización en criminología en la universidad de
Michigan. –“Qué gustazo verte Kenneth. Cuanto tiempo
¿no? -Oh Saúl, definitivamente este mundo es un
pañuelo, respondió; pero sigan que tenemos mucho de
qué conversar”.
La opulencia de la mansión de Kenneth, contrastó
inmediatamente a Amézquita con su inmediata
experiencia en Provincia. Recibió un vaso con wiski al
hielo y pronto, el ministro Laverde hacía una breve
introducción al caso, explicando que ahora míster Power
era el abogado representante para Colombia de la Texas
Petroleum Company. Sintiéndose autorizado,
inmediatamente Kenneth bastante animado y locuaz,
talvez por efecto del wiski, tomó la palabra. – “Miren
queridos caballeros, lo que les voy a decir debe quedar
aquí. Si sale, esta reunión no ha existido ¿Me
comprenden?”
-Hace más de diez años, continuó, nuestra compañía a
través de su filial de investigaciones geológicas, descubrió
en la vereda del Cacho, allá en Provincia, una gran bolsa o
yacimiento de petróleo ¡si señores! de petróleo, de la
mejor calidad. Y nos tocó esperar todos estos años, para
poder llegar a firmar el contrato de exploración con el
actual gobierno. Pero, para más suerte de los habitantes
de Provincia, como la suerte de las mujeres bonitas, jajá,
rio solo, nuestros geólogos descubrieron en la cordillera
que bordea ese pueblo, una veta de esmeraldas ¡si
señores! como lo oyen, de esmeraldas. ¿No es esa una
verdadera suerte caballeros?
Nuestros exploradores y antropólogos que enviamos a la
zona para que investigaran el impacto socio-ambiental,
así se dice ¿no?, encontraron unos campesinos muy
arraigados y aferrados a su tierra; resistentes a vender
sus tierras. Buscamos ayuda y tuvimos muchas
dificultades hasta que finalmente a través de un senador
amigo, los abogados colombianos de la empresa
contactaron a la señora Matilde Castañeda, la dueña de
una gran hacienda de esa zona ¿saben? Ella se mostró
muy de acuerdo con llevarles el progreso de la vida
moderna a sus paisanos. No habló conmigo, ustedes
comprenden ¿no? Pero sí con nuestros abogados y les
aseguró que, ella conocía muy bien su gente y se daría las
“mañas”, todavía no sé qué significa esa palabra ¡mañas!
Bueno, que se daría las mañas para convencer a sus
vecinos de la necesidad de vender sus pequeñas huertas,
y así pudiera llegar el progreso a Provincia”.
Automáticamente como por un reflejo, Amézquita miró a
su amigo ministro; tenía los parpados abotagados o como
inflamados y, no se atrevió a responderle la mirada.
Como si hubiera recibido un golpe en la cabeza, apuró el
resto del vaso de wiski. Kenneth percibiendo el
desconcierto, llamó a la sirvienta para que sirviera la
cena. Había preparado una comida típica bogotana ajiaco
de papa criolla con alcaparras y crema; de postre tenía
unas natas en almíbar. Kenneth habló durante todo el
tiempo recordando experiencias compartidas en la
universidad de Michigan, mientras por la mente de
Amézquita pasaban los muertos de la Cantarrana, el
miedo oscuro y el silencio; el baúl de Provincia, el doctor
Cañón con su secretario Fandiño y, como una espina
clavada en la carne, la mirada cargada de Omaira junto
con los pliegues de su vestido. Entonces le mostró a
Kenneth el vaso vacío para que se lo llenara hasta el
borde de Wiski. ¿Qué otra cosa podía hacer? (Martes, 13
de noviembre de 2012)
Adolescencia en Provincia
La sacristía de Provincia era una vieja casona tradicional
colonial, construida con gruesas paredes de adobe y
techo de teja roja de barro, con un gran alero
sobresaliente y un balcón corrido de madera sostenido
por una arcada de columnas de gruesas vigas, y adornado
en su balaustrada con macetas de geranios, claveles y
helechos colgantes. La separaba de la Iglesia parroquial
del pueblo, un pequeño parque tapizado de grama verde,
en cuyo centro, rodeado de varias palmeras, había un
busto plomizo de un personaje calvo y barbado, de quien
se decía había fundado Provincia, o mejor que había
construido a punta de machete el camino de herradura
hasta Bogotá.
Allí, junto con el párroco, su parentela y sus sirvientas,
también vivía Pedronel, quien hacía los trabajos de
Sacristán. Pedronel era de mediana edad, bajo rechoncho
pero macizo, de mirada oscura y huidiza, pelo
desgreñado, la boca casi sin labios y la cara salpicada de
pecas carmelitas. Casi en diagonal a la casa de la sacristía,
en el marco de la plaza principal del pueblo, quedaba la
casa de don Pedro María Ariza, quien vivía con su esposa
y sus tres hijos varones. Don Pedrito como lo llamaban los
parroquianos, era fornido de tez blanca, ojos grisáceos y
se dedicaba al comercio de mulas para el trasporte, que
levantaba en una finca que tenía en la orilla del río, donde
cruzaba un enorme burro cenizo, según decía él traído
directamente de Castilla, con un sinnúmero de yeguas
viejas ya muy servidas. Sus hijos mayores le ayudaban es
esas faenas, mientras su hijo menor Julio César, en el
inicio de la adolescencia y el consentido de su madre,
permanecía la mayor parte del tiempo con ella, o
asistiendo a las clases de primaria en colegio de Provincia.
Un día luminoso del verano, cuando empezaba a apretar
el sofoco por la ausencia de brisa, llegó gritando y en un
escándalo estruendoso a la casa de la alcaldía de
Provincia, la madre de Julio Cesar trayendo alzado entre
los brazos el cuerpo amoratado y muerto de su hijo;
pidiendo en medio de llantos y gritos, justicia. Entre sus
alaridos se podía entender que don Pedrito, su marido,
había dado una golpiza a su hijo menor, con el bordón de
guayacán endurecido al fuego que le servía de zurriago
mulero, hasta producirle un severo traumatismo cráneo
encefálico que le causó la muerte.
Alarmado el comandante del puesto de policía,
abriéndose paso por entre el tumulto de curiosos, se hizo
presente en la escena y ordenó inmediatamente a su
guardia traer detenido a don Pedro María para proceder
a su interrogatorio.
-“Sí señor”, reconoció poco después don Pedro María
con absoluta frialdad ante el funcionario judicial que lo
interrogó: -“Había que castigar ese badulaque. Tal vez se
me fue la mano, pero tocaba no dejar así no más ese
sacrilegio”, agregó.
-“Juzgue usted señor juez, continuó; el muérgano ese,
alcahueteado por su madre no hacía nada de utilidad. Se
la pasaba haciendo que estudiaba, pero la verdad era que
se salía de la casa a jugar con sus amigotes del colegio. Y
últimamente, había hecho una amistad con el Sacristán
muy rara, y se la pasaba todo el día con él y la barrita de
amigos, disque cogiendo palomas en el techo de la
iglesia”.
-“Pero, eso no es una falta como para matarlo a
garrotazos” añadió el interrogador. –“No era solo eso”
respondió rápidamente don Pedro María, quizás
remordido. –“El padre Silvestre, el párroco, anteayer me
llamo y me contó lo que en realidad hacían esos
muchachos en la iglesia. El Sacristán ese, que es un vivo, a
cada uno de ellos les cobraba mil pesos por dejarlos
entrar por la puerta de atrás de la Iglesia. Allí, y el mismo
Julio Cesar me lo confesó llorando, a una santa que está
en la nave lateral y que tiene una cara muy linda y un
vestido largo de raso verde cubierto con capas de
terciopelo y rebozos blancos; la bajaban del altar, la
ponían en el suelo y por turnos, los muy bellacos, por
entre todos esos ropajes, se la fornicaban”.
Pocos días después de pasado el triste entierro de Julio
César, apareció en una acequia cercana al río el cadáver
del Sacristán. Tenía un disparo en la frente, los ojos
desorbitados por el terror, y las manos abiertas en señal
de súplica. Y en el pueblo, los días sofocantes de verano
como gotas gruesas de aceite, continuaron sucediéndose
uno tras otro, cual si no hubiese pasado nada.
(17.10.2013)
La peste en Provincia
Hacía pocos días había pasado el periodo de lluvias en
Provincia. De la tierra salía un vaho fuerte y denso con un
olor intenso y húmedo a tierra mojada y fértil. Los rayos
del sol ahora atravesaban verticalmente las pocas nubes
con más facilidad y más transparencia, y la poca brisa que
soplaba aumentaban la sensación de calor. Era una
mañana que se iniciaba lenta y tranquila; cuando una
mujer de mediana edad, a toda luz campesina, con
alpargates y con un vestido completo de algodón
estampado, llegó muy agitada a la puerta del centro de
salud de Provincia:
- “Ay doctor, dijo con un notorio dolor reflejado en la
cara, salve a mi hija; que desde hace una semana está
endiablada”.
-“¿Cómo es eso?” Dijo el médico tratando de calmar a la
mujer y, de ordenar la información que ella
precipitadamente le estaba diciendo.
- “Si doctor, confirmó la mujer con marcada ansiedad:
Hace como una semana el perro de la casa se volvió loco.
Se echó en el piso en un rincón oscuro de la cocina,
mirando tristemente, babeando y gruñendo todo el
tiempo. La niña preocupada porque no comía desde hacía
días, se le acercó para darle un platico de comida y el
chandoso le mordió la mano. Luego salió corriendo como
alma en pena y se perdió en el potrero hacia la montaña.
Nunca más lo volvimos a ver.
No le puse mucha atención a la mordedura, continuó la
mujer, le lavé la herida que era pequeña y la mandé a
rajar la leña y continuar con el oficio de la casa. Pero unos
pocos días después, fue ella la que se volvió como loca.
Primero me dijo que tenía mucho dolor de cabeza, y que
le molestaba el sol. Luego empezó a gritar y a ver y oír
cosas raras. Dizque nos iban a matar y a quemar la casa y
esas cosas. Después no comió más y ayer, cuando le fui a
dar de comer me atacó a puños y patadas y salió
corriendo echando una babaza espesa y dando gritos
desesperantes”.
- “Señora, dijo el médico tomando un respiro; su hija no
está endemoniada. Por lo que usted cuenta, lo más
probable es que tenga rabia”. Luego mirando a la
enfermera que lo asistía le dijo que había que avisar al
alcalde de la población. –“Y usted, le dijo a la mujer, debe
darnos todos los datos donde está la niña para ir por ella
y traerla al hospital.
El alcalde una vez tuvo la noticia, se fue al cuartel
atrincherado que tenía la policía a un costado de la
alcaldía. Allí mientras se tomaban un café tinto acordó
con el capitán la estrategia a seguir para este caso.
-“Mire señor alcalde, dijo el comandante de la policía;
estos casos de peste son muy graves, por que como
tenemos pocos medios para detenerlos, se propagan con
mucha rapidez y hacen mucho daño a la población”.
- “¿Entonces qué sugiere Capitán? Interrogó el alcalde
con cierto aire de desidia. Me parece que debemos
ponernos de acuerdo con el medico del puesto de salud.
¿No le parece?” Agregó dando un sorbo pequeño al café.
-“ Alcalde, respondió el capitán de la policía. Ese medico
izquierdoso sí que menos puede hacer, excepto ver morir
a esa niña, mientras se propaga la peste. A menos que
nosotros como autoridad detengamos el asunto. Lo que
se debe hacer es enfrentar esa amenaza de peste como si
se tratara de un ataque sorpresivo de un grupo armado
ilegal. Igualito. Vamos por la niña y se la traemos al
médico para que haga lo que pueda. Luego aislamos a los
convivientes y los ponemos en observación. Después
alertamos a la población sobre el peligro de la peste que
se inició para que nos colaboren y luego, vamos por los
perros y los gatos. ¿Le parece?” El alcalde con cierto
sobrecogimiento movió afirmativamente la cabeza. Salió
del cuartel de la policía y afuera una ráfaga de viento le
trajo el olor a tierra húmeda y fértil que flotaba en el aire
de Provincia.
Se hizo tal y como lo había dicho el policía. Unos cuantos
agentes trajeron casi amarrada a la niña al Hospital, en
medio de contorciones y gritos desesperados hasta
entregarla en la puerta al médico. Sus dos padres y dos
hermanitos más pequeños fueron llevados al hospicio de
beneficencia para vigilancia. Por las cornetas de los dos
altoparlantes que estaban colocados en un alto poste a
un lado de la puerta de la alcaldía, se anunció a la
población con una voz gangosa y en medio de un ruido
monótono, la llegada de una peste trasmitida por los
perros y gatos que amenazaba seriamente a toda la
población y finalmente, se solicitaba la activa
colaboración ciudadana.
El medico asistido por la enfermera le puso a la niña una
inyección de un potente calmante y la llevó al único
cuarto de aislamiento que tenía el centro de salud. Allí
con las ventanas cerradas y en un catre de hierro oxidado,
la amarraron con unas tiras de gasa, mientras le
colocaban en una vena del brazo una botella de suero.
- “Nada más podemos hacer, le dijo sofocado el medico a
la enfermera: Tratar de mantenerla sedada y con la
venoclisis” –“¿Nada más doctor?” Agregó la enfermera. --
-“Nada más, respondió secamente el médico. Lo otro es
acordar con la alcaldía el inicio de las medidas de
protección a la población contra la zoonosis. Solicitar a
Bogotá el envío de 500 dosis de vacuna humana contra la
rabia, más 500 dosis de inmunoglobulina antirrábica
también para uso humano y además, todas las dosis que
puedan enviar para iniciar una vacunación masiva de los
perros y gatos de Provincia.
- “Pero eso demorará mucho doctor”, agregó la
enfermera. Después de una pausa silenciosa, el médico
con un sudor perlado en la frente le respondió que no
sabía nada más.
La noticia prontamente se propagó por todo el pueblo. El
padre Silvestre rápidamente con su sacristán hizo tocar a
“arrebato” las campanas de la Iglesita y sacó al atrio un
palio bordado sobre tela burda que cubría una mesa de
madera cubierta con un mantel blanco con encajes, sobre
la que estaba la custodia dorada de la iglesia, y anunció
una procesión por las principales calles del pueblo para
pedir el favor de Dios.
En medio de la angustia y el miedo colectivo, las escuelas,
de varones y de señoritas, dieron asueto por el resto de la
semana y sabiendo que la vacuna canina no llegaría hasta
los próximos 15 días, comenzó la cacería y exterminio de
perros y gatos de Provincia.
En el centro de salud, la niña cuando se despertaba, cada
vez más frecuentemente, con una respiración muy
agitada, los ojos aterrorizados y en medio de
convulsiones espantosas y alucinaciones; gritaba
desgarradoramente que no fueran a matar a sus padres,
ni a sus hermanitos, que no le quemaran la casa y que la
dejaran ir. Luego entraba en un periodo de sosiego que
nadie podía saber cuánto más duraría. Afuera, las duras
voces de los cazadores mezcladas con los aullidos de
perros y chillidos de gatos moribundos, ventanas cerradas
y murmullos, le daban a Provincia una indescriptible
sensación terrorífica y alucinante, como de una verdadera
peste medieval europea.
El medico abrió la puerta del hospital para comprobarlo, y
una racha de viento le trajo ese olor nauseabundo y
putrefacto de los animales muertos o sangrantes,
mezclado con el olor a tierra húmeda. Entonces con la
garganta apretada como por un nudo invisible se dijo:
– “Hombre, Colombia definitivamente no es esa postal
sepia cuyo fondo es la tristeza y la soledad pintada
magistralmente por García Márquez. Con esto, creo que
en el fondo de Colombia es el terror; el miedo. Ese miedo
viscoso, paralizante y contagioso que nadie se ha atrevido
a contar, precisamente por miedo”. El grito lastimero de
la enfermera desde el cuarto de la niña con rabia, cortó la
cavilación. (25.06.2013)
Miquela
Miquela estaba en Provincia hacía cinco años. Los
Carranceros habían llegado a su pequeña finca, situada en
el pie de monte de la cordillera donde se inicia el
estratégico camino al río Minero y a las minas de
esmeraldas, por la madrugada, cuando la noche es más
oscura y sin que los perros hubieran podido detenerlos,
violentaron y derribaron las puertas desvencijadas y de
madera corroída de la vieja casa de adobe donde vivía
con su mujer y su hijo pequeño.
Los sacaron a empellones aún dormidos y aprovechando
el estupor de la sorpresa, en la explanada de tierra
amarillenta que servía de patio de entrada de la casa,
dispararon sus ametralladoras contra ellos. Miquela, fue
el primero en caer acribillado y sobre él cayeron en un
charco de sangre su esposa y su pequeño hijo sin tener
tiempo de hacer ninguna exclamación. Los Carranceros,
con la punta del cañón de sus ametralladoras revolvieron
los cuerpos sangrantes aún y, quien comandaba el grupo
dijo secamente: - “Listo. Misión cumplida. Están todos
muertos, y luego agregó imperiosamente- ¡Vámonos!”
Miquela, adolorido logró permanecer inmóvil y con la
respiración leve y espaciosa hasta cuando aclaró. El sol
salió rápido, como de golpe, acompañado de una brisa
cálida y olorosa a pasto y ramazones y al poco rato llegó
el zumbido terebrante del revoleteo de las moscas verdes
y brillantes. Como pudo se tocó el cuerpo dolorido. El
muslo derecho entumido, estaba pegajoso y del centro
salía un hilito de sangre de color negruzco. A lo largo del
abdomen sentía dos quemonazos y en la quijada, al lado
derecho, un dolor insoportable. Reparó los cuerpos
inertes y aún cálidos de su mujer e hijo. Habían muerto
con los ojos bancos muy abiertos como los de una vaca, y
espantados. Unos cuantos pasos más allá alcanzó a ver
los cadáveres degollados y sangrantes de sus dos perros.
Pensó en gritar pidiendo auxilio, pero sabía que nadie lo
escucharía y en cambio sí podría alarmar a los restos de
los Carranceros que pudieran estar en la cercanía
limpiando el camino a las minas de esmeraldas.
Lentamente y con gran esfuerzo se arrastró hacia la casa
y a tientas se subió en la cama donde se echó cuan largo
era. Pronto un sueño profundo, como si fuera la muerte
lo embargó. Cuando la sed lo obligó a despertar, ya era de
noche y el chirrido de los grillos venía traído por
pequeñas y suaves rachas de un de viento fresco oloroso
a humedad. Volvió a repasar sus heridas, esta vez
quitándose la ropa y valido del pequeñito espejo
cuadrangular que su esposa tenía en la cartera pudo
mirarse la cara. La herida de la pierna ocultada bajo un
cuajarón negruzco había dejado de sangrar; dos
dolorosísimos surcos negros y profundos, como de carne
quemada, recorrían en toda su extensión de un lado a
otro la piel del abdomen. Y en el lado derecho de la
mandíbula tenía otra herida que llegaba hasta la boca y la
piel de toda la mejilla.
Se acordó de que tenía algunas medicinas para
veterinaria que usaba cuando sus caballos o ganados,
estaban enfermos o se herían y a rastras, apoyándose en
un taburete, buscó ropa limpia y luego llegó hasta la
rudimentaria alhacena donde tenía las medicinas
guardadas. Reparó bien y encontró varios frascos de
terramicina y de “sulfacol” en polvo, y junto con la jeringa
grande para animales que allí estaba, los logró empacar
en su carriel. Se deslizó afuera hasta la alberca donde se
almacenaba el agua de la casa, y con la totuma del
lavadero de ropa se echó agua en las heridas y las lavó
con el jabón de la tierra usado por su esposa para lavar.
Se aplicó el polvo de la sulfadiazina, lavó la jeringa y se
aplicó, como le habían enseñado, un dedo de la jeringa
del frasco de la terramicina. Sintió confianza y recordó
que debía repetir la inyección cada día.
Pero no tenía mucho tiempo. Se escurrió nuevamente
hasta detrás de la casa donde estaban las herramientas
del trabajo y encontró su afilado machete. Buscó en una
rama caída una horqueta que le pudiera servir de muleta,
la cortó la acomodó a su estatura, tomó una garrafa de
petróleo que tenía para la lámpara que iluminaba sus
noches y se dirigió a donde los cadáveres de su familia. El
sol ya estaba casi en la mitad del cielo y unas nubes claras
algodonosas se movían muy lentamente en el azul
celeste. Había cesado la brisa matinal.
Llorando desconsoladamente, vertió el petróleo sobre los
cuerpos inertes de su esposa e hijo y le arrojó un fósforo
encendido. Luego se volteó y sin mirar hacia atrás,
llorando por tanto dolor, tomó camino hacía Provincia,
pero desviándose del camino principal para evitar ser
visto o identificado. Caminando trabajosamente, el
primer día de camino pudo llegar hasta la quebrada de la
Miel, donde encontró un sitio fresco y cubierto en un
remanso de su orilla; se aplicó nuevamente la inyección
de terramicina que sobrellevó tomando abundante agua,
comió unos mendrugos de pan que traía en el carriel y
agobiado volvió a sumirse en un sueño muy profundo,
como de muerte. Caminó dificultosamente tres días más,
bordeando matas de monte y arboledas buscando las
colinas más suaves y evitando las cañadas más profundas,
hasta salir finalmente al carreteable que lleva de Bogotá a
Provincia. En su orilla, apabullado y vacío, con los ojos
hinchados y enrojecidos todavía acuosos, se sentó debajo
de un árbol frondoso y verde a esperar algún vehículo.
Un rato después llegó, en medio de una polvareda
amarillenta y pegajosa, el camión que recoge las cantinas
de la leche de las fincas vecinas para llevarlas hasta
Provincia. Habiéndolo reconocido, se paró en la mitad del
carreteable hizo señas al chofer para que lo llevara, y el
camión se detuvo. Le explicó al asombrado chofer que
había tenido un accidente y se dirigía al Centro de Salud
de Provincia en busca de ayuda. El viaje de unas cuantas
horas trascurrió en un denso silencio y en medio de ese
polvo viscoso e irrespirable, pues el chofer evitaba
mirarle la cara. En el Centro de Salud, el médico le enyesó
la pierna derecha, le hizo curaciones en las demás heridas
y trató, lo mejor que pudo, de repararle la gran herida de
la mandíbula y la mejilla derecha; pero era evidente que
su desfiguración facial permanente lo haría irreconocible
ante cualquiera.
Miquela durante su recuperación y como para ganarse el
sustento diario, ayudaba a hacer algunas tareas simples o
sencillas en el hospitalito; hasta cuando el médico le dijo
que ya estaba recuperado y caminando más o menos
bien, no podía tenerlo por más tiempo: no tenía
presupuesto para más. Entonces se ubicó en la Plaza
central a solicitar la caridad pública y unos días después,
el párroco de Provincia, le regaló una caja de lustrar
zapatos, completamente dotada. Así, se fue convirtiendo
en el “embolador” o lustrabotas del Pueblo. Hablaba
únicamente lo necesario con sus clientes, los oficinistas
de la administración municipal y evitaba tajantemente
con un hermetismo refractario cualquier conversación
sobre sí mismo, o sobre su vida.
Tres años después de estar viviendo en la calle y sentado
todos los días, en su sitio, en la Plaza de Provincia con su
cajón de lustrar zapatos, llegó una pareja de policías y le
dijeron que debía hablar con el señor alcalde. Impávido,
Miquela escuchó al alcalde decirle que en pocos días
vendría el Presidente de la República a visitar el pueblo y
que era una orden superior no dejar en el pueblo ni
mendigos, ni emboladores, ni vagos, ni desechables, ni
indigentes o ñeros, ni nada que afeara la visita del señor
Presidente y que, como él sabía que no tenía a donde ir,
lo iba a enviar por unos días, junto con otros limosneros,
vagos, e indigentes a un hospicio en la capital del
Departamento. El Camión que los llevaría saldría esa
noche y mientras tanto debía permanecer ahí en la
alcaldía.
El camión con el grupo de condenados, recorrió los 300
kilómetros que separaban a Provincia de la capital del
Departamento en un espantoso viaje que duró toda la
noche y que Miquela soportó con su hermetismo y
desprecio al dolor. En el hospicio de la capital, una casa
vieja y deteriorada, mal cuidada y maloliente, vivían
mezclados, ancianos, mendigos, dementes, ñeros,
indigentes y hasta jóvenes drogadictos en su etapa final y,
pared de por medio, en la otra mitad de la casa tapiada,
estaban en depósito las mujeres de condición semejante
o peor. Allí estuvo malviviendo silencioso 15 días, pero
muy atento a la puerta de entrada del hospicio.
Aprovechando un descuido de la portería, se escabulló
rápidamente con el firme propósito de llegar nuevamente
a su Provincia natal. Preguntando, mendigando y
durmiendo unas pocas horas por la madrugada, caminó
durante 15 días por el borde de la carretera que va de la
capital del Departamento a Provincia. Evitando los
camiones ganaderos y autos que pasaban por la angosta
vía, tratando de sacarlo de camino, esquivando botellazos
que le lanzaban junto con los improperios e insultos por
obstaculizar el tránsito. Al rayo del sol que chorreaba
inclemente hasta bien entrado el atardecer, cuando se
acercaba a alguna casa a mendigar un poco de agua para
lavarse, o enjugarse los pies llagados y estropeados por la
caminata, para luego al amanecer, despertarse cantando
para sí mismo, en tono muy desafinado pero lleno de
consuelo, un bambuco que estaba muy en boga:
- “Cantan las mirlas por la mañana, su alegre canto al
rayar el día, cantan alegres los ruiseñores, y se despierta
la amada mía. ¡Ay! quién pudiera rondar tu alcoba donde
parece que estás dormida, ¡ay! quién pudiera robarte un
beso, sin despertarte mujer querida. Yo te recuerdo a
cada momento en mis tristezas y mis dolores, yo no te
aparto del pensamiento, yo no te aparto del
pensamiento, tú eres la dueña de mis amores !Ay! quién
pudiera robarte un beso sin despertarte mujer querida.
¡Sin despertarte mujer querida!”
Y así llegó finalmente a Provincia, derrengado, caminando
despacio y arrastrando los pies lacerados. Exangüe y
enflaquecido de muerte, barbado y fétido, con un costal
al hombro lleno de porquerías desconocidas, solamente
útiles para él, que había coleccionado o recogido en su
penosa travesía. Al llegar a la Plaza del Pueblo llorando
desconsolado se sentó en una escalera que hay en el atrio
de la iglesia, donde permaneció un tiempo largo sin alivio.
Allí vino el párroco, quien suavemente le preguntó que
porqué lloraba con tanto desconsuelo.
Miquela finalmente alzó sus ojos enrojecidos, hinchados y
húmedos que le daban un aspecto cadavérico y mirando
indolentemente al párroco le dijo:- “Ay padre, Porque
todavía estoy vivo”. (Martes, 7 de mayo de 2013
Semillas para la riqueza
La gallera municipal de Provincia, ubicada en el solar de
una vieja casona, en la callejuela empedrada que
continua el camino de herradura a la cordillera; es un
circo de arena de unos cinco pasos de grande, rodeado de
un armazón de listones de madera de mediana altura,
atravesados por unos tablones horizontales adaptadas
como asientos para los apostadores y asistentes. Afuera,
sombreado por un frondoso árbol de mango, movido
ocasionalmente por la brisa suave que sopla en las horas
cálidas; hay un rústico mostrador también de madera
donde se expenden a los asistentes bebidas
embriagantes especialmente chica de maíz fermentado y
aguardiente artesanal o “chirrinche”, porque la cerveza
embotellada es un lujo costoso que pocos se pueden dar
en Provincia. Y más al fondo, están las pequeñas jaulas
de malla delgada, donde permanecen separados varios
gallos de pelea, que se cantan entre sí sus agudos retos.
En la parte de la casona que da a la callejuela, en unos
aposentos con piso de tabla y ventanas cuadradas, no
muy grandes y con varios postigos, vive Rosendo Cadena
con su esposa y tres hijos pequeños. Es un hombre de
mediana estatura, sombrero blanco de pajilla, mirada gris
y poncho amarillento que cubre su barriga. Su profesión
además de ser gallero, es decir criador, levantador o
entrenador de esos gallos y administrador de la gallera, es
también el presidente del directorio del partido Liberal de
Provincia.
Es el responsable de mantener el contacto y la
comunicación con la dirección nacional del partido
ubicada en Bogotá, y acaba de recibir un telegrama
extenso donde le informan que dentro de quince días,
coincidiendo con las fiestas patronales de Provincia,
vendrá desde Bogotá, con una comitiva muy selecta el
doctor Alberto Santiguo, uno de los tribunos más
importantes de del partido Liberal de Colombia, quien
acaba de lanzar su candidatura a la presidencia de la
república. Habrá fiestas municipales, concursos de música
y de tiple, fuegos artificiales, riñas de gallos y si se pueden
conseguir y traer hasta el pueblo algunos toros
semisalvajes de los que pastan en la llanura más allá del
rio, se hará toreo; por tanto, debe convocar
urgentemente a los amigos de las juntas de acción
comunal de las veredas de Provincia, para que asistan con
sus familias y allegados a este trascendental acto de la
democracia en Colombia.
El sábado anterior a la venida del doctor Santiguo, al
atardecer, es decir las vísperas, ya se vive un ambiente de
fiesta en Provincia. La plaza central tiene unos adornos
con tiras de papel de color rojo, afiches hechizos dándole
la bienvenida, pegados con engrudo en las paredes de las
puertas de las casas del marco de la plaza y en el café de
Pedrito, algunos de los comerciantes y vendedores de
mercancías de la plaza, toman cerveza embotellada y uno
que otro trago de chirrinche, mientras charlan
animadamente sobre la oratoria tan maravillosa e
inigualable del doctor Santiguo. Afuera la brisa es fresca y
suave.
Ese domingo tan esperado, por la media mañana y en
presencia de una gran muchedumbre, se oye el ruido
seco y acompasado de las aspas y del motor de un
helicóptero, totalmente desconocido para la mayoría de
pobladores de Provincia, y a medida que se aproxima en
el aire, un remolino de aire y polvo levantado, atronador
y enceguecedor al mismo tiempo que les quita de la
cabeza el sombrero jipa a muchos de los asistentes; logra
aterrizar el doctor Santiguo con su comitiva, en la cancha
de futbol de la escuela pública de Provincia habilitada
como helipuerto para este fin.
Al parar las aspas, Rosendo el gallero, es el primero en
acercarse a saludar a quienes van descendiendo del
helicóptero. Le da la mano al doctor Peraltes antiguo
conocido suyo, y luego saluda a los demás, en medio de
vivas al futuro presidente de Colombia, que son
sonoramente respondidas por los asistentes. Sonriente,
los invita a que lo sigan a la plaza del pueblo donde se ha
instalado una tarima rudimentaria de madera, desde
donde el doctor Santiguo se dirigirá a los habitantes de
Provincia. Y mientras la muchedumbre ensimismada los
sigue de cerca las tres cuadras del recorrido, los tres
hombres de la tripulación de helicóptero, todos con unas
grandes gafas negras brillantes y en overol azul de tipo
militar, bajan apresuradamente de su interior, un número
considerable de cajas de cartón en donde se lee
“Cuidado. Semillas vegetales. Este lado arriba”.
El discurso del doctor Santiguo, antecedido por una corta
introducción por el doctor Peraltes, es de verdad una
pieza de oratoria larga y corrida, con pocas interrupciones
o gritos. Habló de la hermosa acuarela que desde el aire
se veía en esta tierra privilegiada con montañas, selvas
hermosas, un rio azuloso y calmado, que se continuaba
con un llano extenso verdoso y fértil y agregó que pronto,
muy pronto, todas estas montañas reverdecerían y se
adornarán aún más, trayendo una riqueza que nadie aún
se puede imaginar. Finalmente mirando fijamente al
infinito y con la frente humedecida por el sudor; le gritó a
la muchedumbre embelesada. – “¡Solo una bala me
detendrá en el camino a la presidencia!”
No se había aún apagado la emoción causada, cuando
Rosendo subió a la tarima y en pocas palabras les dijo a
los asistentes que se acercaran al toldo que estaba allí al
lado, a retirar el plato de lechona con bebida, al que el
doctor Santiguo los invitaba por haber venido; mientras él
con la comitiva y el doctor Santiguo, iría allí nomás a la
gallera a echarse un “piquetico” de carne con papas y a
mirar unas riñas de gallos.
A la entrada del circo de arena, en un pizarrón
desvencijado colgado de una cabuya retorcida, estaba
descrita a trazos gruesos con tiza blanca, lo que sería la
primera riña: Cenizo, tres libras, primera pelea,
Quiebralomo. Debajo: colorado, tres libras, primera
pelea, Aguaría. El doctor Santiguo apostó sin mucha
convicción por el colorado y, mientras los gallos saltaban
y se enroscaban encarnizadamente en una nube de
revuelos con plumas ensangrentadas; retumbaba en el
lugar una algarabía de apuestas cruzadas, gabelas y gritos
estridentes de apoyo a la precisión mortal de cada
espuelazo. El gallo rojizo con la cabeza bañada en sangre
empezó mostrar torpeza en sus movimientos, hasta
cuando al finalizar un aletazo impreciso y lento, cayo
moviendo convulsivamente su cuerpo. El doctor Santiguo
complacido pagó las apuestas y aprovechando la
distracción producida por el cobro entre los apostadores,
hizo una seña a sus acompañantes y a Rosendo, para salir
rápidamente hacia el helicóptero.
Y cuando el juez de riñas volvió al pizarrón, a escribir la
siguiente descripción de la pelea que venía a
continuación; se oyó el ruido seco y acompasado de las
aspas y el motor del helicóptero que pasaba por sobre la
casona de la gallera, moviendo el frondoso follaje del
árbol de mango de afuera. Algunos pocos apostadores
miraron unos instantes hacia arriba, pues la riña que
venía, estaba próxima a comenzar. (18.01.2015)
Sustitución de Importaciones en Provincia
Ariel Zimmermann era un judío de habla yiddish, llegado
a Provincia con su pequeña familia poco después de
concluida la segunda guerra mundial y según la tradición
de su apellido era carpintero o mejor, especialista en
maderas. Al poco tiempo montó en uno de los extremos
de la calle real de Provincia un tallercito básico, primero
de reparación de taburetes y mesas que existían en el
pueblo y después, a medida que fue ahorrando amplió a
la compra de tablones de maderas preciosas, a los
colonos aserradores quienes los traían por caminos
infernales desde la selva vecina, arrastrados por mulas.
La familia formada por Ariel, un hombre joven, fornido de
cabeza cuadrada y signos claros de calvicie, su esposa
Idda, una mujer delgada y cabello rubio hasta la nuca
vestida con faldas de tela florida, dedicada a cuidar una
pequeña huerta casera ubicada en el solar trasero de la
casa y Sara, la pequeña hija de ojos grandes y dientes
alargados y salidos. Desde los viernes por la tarde la casa
de los Zimmermann entraba en una quietud y un silencio
pavorosos, que solo se rompían la mañana del lunes
siguiente. Nunca compraban pan en la panadería del
pueblo y preparaban sus propias comidas, lo que les daba
un cierto aire de lejanía con los demás habitantes de
Provincia. Sin embargo, Ariel en un esfuerzo por
adaptarse y aprender el hablado de la región; practicaba
con algunos vecinos y visitantes a su taller, el escaso
castellano básico aprendido en algún manual español
traído en el viaje, mientras su esposa e hija permanecían
en la casa.
Los negocios marcharon bien para Ariel y pronto pudo
construir al lado de la casa un galpón grande para
acumular los listones y tablones en espera del camión
que los sacaría de Provincia hacia Bogotá, en donde Saulo
Levy, un amigo de su comunidad, los compraba para
surtir su fábrica de muebles finos de madera y cuero,
destinados a la exportación, especialmente a Miami.
Pasado un tiempo, los arboles de maderas finas
empezaron a escasear en las selvas cercanas a Provincia,
y los aserradores debieron adentrarse aún más en la selva
espesa para rozar quemar y aserrarlos y, el precio de los
tablones se fue haciendo más alto. Sin embargo Ariel, no
se sabe si asesorado o por propia iniciativa, en aquel
ambiente político gubernamental de sustitución de
importaciones que todos los días la radio molía desde
Bogotá, encontró una oportunidad de ampliar los
negocios y empezó a traer de regreso, en el camión de la
carga, pequeños retoños de pino verde; hacer almácigos y
enseñar a los colonos aserradores a sembrarlos formando
grandes campos de hileras geométricas de árboles en las
quemas y talas que hacían, tal como los había visto en su
juventud en Europa Central. A esperar la maduración del
tronco al sol canicular, los ventisqueros y la lluvia intensa
del monzón amazónico, hasta lograr el grosor requerido
para talarlos, aserrarlos, convertirlos en aserrín y
tablones, para luego traerlos a Provincia arrastrados a
lomo de mula y remitirlos en buenas condiciones a
Bogotá. Mientras tanto Sara, a media que aprendía con su
madre los primeros números y letras, fue creciendo y
haciéndose cada vez más femenina.
Ariel dándose cuenta del crecimiento de Sara, fue al otro
extremo del pueblo, a donde la monja directora de la
escuela para señoritas de Provincia. Le explicó su
situación familiar y le pidió encarecidamente le enseñase
a Sara, excepto las materias religiosas, todas las demás
asignaturas. La monja aceptó darle a Sara ese trato
especial y pronto la niña estaba integrada al griterío de
las demás alumnas y al ambiente general del pueblo. Pero
para ir de su casa a la escuela, Sara debía atravesar
diariamente dos veces, ida y vuelta, la plaza central y
caminar un trecho de varias cuadras por la calle real de
Provincia.
Leonel Bareño, un escolar adolescente, inquieto y con
evidentes rasgos de rebeldía, notó la presencia poco
común y novedosa de Sara a su paso diario a través de la
plaza principal del pueblo y talvez, movido por la
curiosidad que le inspiraba, más que por el afán de
conquista; empezó a esperar la a las horas
acostumbradas, lanzándole piropos y los mejores
requiebros galantes que sabía o podía. Sara al principio,
tímidamente respondió con una mirada, luego una
sonrisita y después dada la asiduidad de Leonel, con
algunas palabras sencillas. La comunicación se fue
ampliando paulatinamente hasta cuando pudieron
caminar varias cuadras conversando sobre su respectiva
situación escolar.
Ariel seguía progresando y, de dar trabajo a colonos
aserradores, muleros, arrieros y cargadores de camión,
empezó a hacer pequeños adelantos en pesos a sus
dependientes, que luego cobraba en trabajo. No quiso, a
pesar de la recomendación de Idda su esposa, montar
una tienda de abarrotes y abastos para venderle víveres y
vituallas a los endeudados. Las deudas, sagradas decía él,
deben ser pagadas estrictamente con jornales de trabajo.
En Bogotá, Saulo Levy, un emprendedor hombre de
negocios, con conexiones en la comunidad de Miami,
también agrandó su fábrica de muebles finos tapizados
en cuero y pudo aumentar sus exportaciones a Miami. Era
evidente que la sociedad comercial progresaba
ostensiblemente sustituyendo importaciones.
Entonces a Ariel, se le ocurrió la idea de mejorar
comprando una casa grande y antigua de dos pisos, con
aleros y solar trasero, un gran portón y con un extenso
balcón corrido de dos ventanales, en el marco de la plaza
de Provincia. La arregló según su prudente gusto familiar
y se trasladó allí con ella, mientras los negocios continuó
realizándolos en su antiguo taller ampliado a la salida del
pueblo.
Un día cualquiera desde el balcón de la casa, Ariel vio a
Sara hablando animadamente con un muchacho
desconocido, dando muestras evidentes de gran alegría.
La esperó y todo lo que Leonel oyó una vez el gran
portón se cerró, fueron unas voces airadas, gritos
femeninos seguidos de golpes secos y, un llanto profundo
y prolongado.
Diez largos días estuvo inútilmente Leonel esperando
ansioso, la salida de Sara de la casa para ir a la escuela;
cuando finalmente, una mañana Sara salió indiferente sin
siquiera voltear a mirarlo, Leonel sintió que su corazón se
arrugaba como un papel. Caminó tras ella haciéndole
muchas preguntas sin obtener respuesta. Pero alcanzó a
ver en la cara y en las piernas de Sara los verdugones y
morados largos que aún no habían desaparecido del todo
bajo su sonrosada piel. Insistió varios días más sin
obtener ni una sola palabra de respuesta. Entonces su
ansiedad originaria se tornó en una ira profunda y
arrasadora. No comentó con nadie su infortunio y no
volvió a la escuela, para dedicar ese tiempo a preparar en
silencio una venganza sin sangre, pero aleccionadora.
Se fue a la vereda de Malpaso, situada un poco más allá
del cementerio de Provincia, en donde el viejito
Traslaviña tenía un rancho miserable llamado la
Polvorearía, en donde fabricaba según la antigua
tradición colonial española los voladores o cohetes
pirotécnicos tronadores para las festividades religiosas
del pueblo. Con muchos ruegos y algunos cuantos pesos
le logró sacar una libra de pólvora negra y estuvo yendo
varios días a donde Traslaviña a que le enseñara cómo y
sobre cual papel grueso, de bolsas de cemento, se
dispersaba finamente la pólvora para envolverla,
amarrarla fuertemente con un cáñamo o pita muy
encerada y asegurarla con alambre dulce delgado. La
mecha, un hilo múltiple trenzado, se enceraba con gotas
de vela de cebo y aún caliente, se pasaba por sobre la
misma pólvora, para asegurar su ignición continua y
prolongada. Traslaviña, mirándolo por debajo del ala de
su grasiento sombrero, con sus ojos turbios le dijo: -“Es
un jeme por cada diez pasos de carrera”.
Leonel sigiloso, siguió con gran cuidado las instrucciones
de Traslaviña para armar el envoltorio. Consiguió un
candado herrumbroso pero fuerte, mientras vigilaba
minuciosamente la llegada de Ariel a la casa y la hora más
oscura y solitaria de la plaza principal de Provincia. Colocó
el joto de pólvora en el quicio del portón. Puso el
candado en la aldaba de hierro forjado del portón, de tal
manera que quedó totalmente bloqueada su apertura.
Encendió un fósforo y lo acercó a la mecha. Espero unos
segundos mientras vio avanzar el caminito luminoso y
salió a la estampida. Como le había advertido el viejito
Traslaviña, alcanzó a correr media cuadra cuando oyó la
explosión como un trueno ensordecedor, pero siguió
corriendo todo lo que podía hacia el rio, tratando de
alejarse lo más posible de la plaza del pueblo. Esperó un
rato en un potrero aislado a las afuera del pueblo, hasta
regresar a su casa con el mismo sigilo conque había
salido.
Según se supo después, Ariel aterrorizado trató de salir
por el portón grande de la casa, pero al encontrarlo
imposible de abrir, pensó era un atentado para matarlo, o
secuestrarlo. Subió al segundo piso y por la parte de atrás
de la casa se lanzó al solar, con tan mala suerte que al
caer se fracturó la pierna izquierda. A pesar de todo,
logró esconderse en una zanja y taparse con unas ramas.
Así lo encontraron al aclarar la mañana, los soldados de la
guarnición de Provincia que vinieron a rodear la casa,
brindarle protección y examinar minuciosamente la
escena del crimen, tomando muestras, fotos y buscando
huellas digitales del sospechoso.
Ariel fue llevado de urgencia en un yip militar, en un largo
y penoso viaje, hasta Bogotá para ser operado de su
pierna fracturada y unas semanas después, en uno de los
camiones de trasporte de los tablones de madera, salía
de Provincia un trasteo con los muebles y la familia
Zimmermann, dejando abandonadas todas sus
propiedades y los pinares de la selva, para no volver
jamás. A los pocos días Leonel se presentó en la
guarnición militar del pueblo y le dijo al capitán
comandante de ese puesto, que deseaba ingresar como
voluntario al ejército de Colombia. Tampoco regresó a
Provincia, nunca más. (13.12.2012)
Desarrollo Rural Integrado en Provincia
De un día para otro, llegaron a Provincia varios
desconocidos, que vestían casi la misma ropa: una camisa
de manga corta, blanca o a cuadros, un bluyín un poco
gastado a la altura de la rodilla y unos botines negros de
cuero duro llamados “guayos” . De rasgos mestizos casi
idénticos, ojos oscuros escrutadores, tenían la piel curtida
por el sol y el viento, y no usaban gorra ni sombrero. Eran
de mediana edad, fornidos o un poco atléticos, con el
pelo al rapé. Se alojaron en el mismo Hotel de la plaza
principal y durante el día se paseaban continuamente por
la plaza del pueblo, frente a la alcaldía y demás casas de
la administración municipal. También patrullaban las
calles aledañas en pequeños grupos, casi siempre tres,
separados unos cuantos pasos, no hablaban ni entre sí ni
con nadie y se limitaban a observar detenidamente y en
silencio a los pobladores, sus vestimentas, las casas y las
calles. Inmediatamente una ola de preocupación, sino de
miedo, se apoderó de los habitantes de pueblo.
A la semana siguiente, se supo a que habían venido:
Golpeaban fuerte en los portones de las casas y cuando
se les abría, sin mediar palabra, entregaban un pequeño
papel impreso que decía, que como la autoridad de
Provincia no estaba funcionando bien, ellos habían venido
a poner el orden en toda la región, recomendando
además, brindarles toda la colaboración posible o
atenerse a las consecuencias. Venían de parte de Don
Ricardo.
Al hospital llegaron por la mañana luminosa y venteada,
apenas habíamos comenzado la consulta externa,
preguntando por mí. Recibí a los tres tipos y quien me
alargó el papelito, esta vez sí me dirigió la palabra,
después de un cómo le va doctor, me solicitó que leyera.
Cuando concluí, me dijo:- “Con usted doctor, es más fácil.
Don Ricardo fue su amigo de infancia ¿Lo recuerda?” Si lo
recuerdo. –“Él le pide que por favor le colabore, no con
plata ni cosas materiales como los demás del pueblo, sino
que su colaboración, obligatoria, carraspeó, consiste en
informarle a su delegado, así se definió, la llegada al
hospital de cualquier herido por leve que sea. Serían ellos
quienes decidirían qué hacer después de interrogar al
herido. Eso fue todo”, se despidió con un hasta pronto,
rematando la despedida con un no se le vaya a ocurrir
avisarle de esto a nadie.
Ricardo Chavarría era hijo del “boticario” del pueblo y
vivíamos en la misma cuadra, carrera cuarta con calle
cuarta. Recuerdo todavía los días apacibles y soleados de
nuestros juegos al trompo, a las maras y a las carreras en
aquella calleja pavimentada con grandes piedras de
Sangil. Con él siempre estaban sus dos hermanos
menores Iván y Jorge. Ricardo tenía la frente abombada,
las mejillas pálidas y chupadas, y los ojos inquietos, un
poco saltados y rojizos. Era bajito y la gente decía que era
el vivo retrato de su padre; quien había llegado con su
familia a Provincia, desde la cordillera, huyéndole a la
violencia del cincuenta. Con algunos pesos que logró
sacar por la venta obligada de su finca, montó en una
esquina de la plaza, un cuchitril donde ayudado en las
pequeñas tareas por Ricardo, vendía aspirinas, pomadas
de mentol, sales digestivas, preparados con hierro para la
anemia, vermífugos a base de quenopodio, algunos
jarabes de plantas elaborados por los indígenas de más
allá del rio para la picadura de culebra, para dormir y uno
especial llamado “quererme” para hacer caer en la cama
a la mujer deseada. Habíamos ido juntos a la escuela
pública y aún tenía bien presente su permanente charla
sobre las preparaciones químicas y menjunjes que hacía
con su padre, así como del terrible daño que le habían
hecho a su familia y de cómo vengarse de eso. La
venganza era su tema favorito.
Años más tarde, supe que Ricardo se había ido a estudiar
mecánica de aviones, en los talleres que tenía la Fuerza
Aérea en la ciudad de Cali y después, cuando volvió a
Provincia a visitar a su familia, él mismo contó que se
había hecho un piloto de avioneta y ahora era experto en
fumigar a vuelo rasante y esquivando los cables de la luz,
cultivos extensos en el valle del rio Magdalena, o donde
lo llamaran. Estaba a punto de comprar su propia
avioneta para acondicionarla y ofrecer sus servicios.
Poco a poco, como si fuera un rompecabezas, su historia
personal se fue conociendo casi en su totalidad: fue
contactado por un exportador boliviano de pasta de coca
de la región de Santacruz de la Sierra, para que con su
pequeño avión acondicionado para vuelos largos, un
Turbo 1. 000, en vuelo rasante que burlara los radares,
trasportara en cada vuelo tres toneladas de pasta de coca
hasta los llanos orientales en Colombia. Pero desde el
primer viaje, Ricardo descubrió que la pasta de coca
boliviana era muy húmeda y pesada; entonces
recurriendo a sus recuerdos químicos de boticario y
después de varias experiencias, ayudó a descubrir un
nuevo sistema para cristalizarla, hacerla más compacta,
liviana y trasportable. En adelante, su fortuna creció al
mismo ritmo del éxito de sus viajes.
Su padre vendió la botica y la casa de habitación en
Provincia y la familia Chavarría salió con algunas
pertenencias hacia Bogotá, donde se disolvió entre los
millones de habitantes de la gran ciudad. A partir de ese
momento Ricardo abandonó totalmente la aviación y sus
negocios de transporte aéreo y se regresó en firme a
Provincia. Compro a poco precio una casa-quinta o finca
de varios cientos de hectáreas, llamada “la Loma”,
situada a un lado del carreteable a Bogotá, a unos
cuantos kilómetros de distancia del pueblo, la refaccionó
o reconstruyó completamente con la asistencia
profesional de una firma de ingeniería de la construcción
con sede en Miami USA, y allí estableció su sede y la de
los hombres a su servicio. Luego trajo a sus hermanos
menores Jorge e Iván.
Jorge había hecho un curso práctico de Desarrollo Rural
Integrado DRI en la granja experimental de Palmira,
ciudad cercana a Cali, e Iván acababa de concluir su
Servicio Militar Obligatorio en la quinta brigada. A Iván,
por sus dotes organizativas y contactos que acababa de
tener, le encargó la formación con algunos de sus
antiguos compañeros reservistas, el entrenamiento y
dotación completa del cuerpo de hombres armados que
irían a protegerlos a ellos y a sus inversiones. A Jorge, le
encargó la expansión agraria; primero hacia la cordillera
de Provincia, donde su padre tuvo la finca que debió
vender, donde introdujo forzosamente entre los
medianos propietarios agrícolas que aceptaron la
imposición de eliminar sus pequeños cafetales, la siembra
masiva de frutas para la exportación: curubas, moras,
granadillas, maracuyás y en la parte más alta de la
vertiente, fresones gigantes.
En nombre de su hermano Ricardo, Jorge amenazó, mató
y compró a las viudas, no solo esa parte de la vertiente
que conocieron cuando niños, sino que a continuación
diseñó un plan de expansión para comprar las tierras
llanas de más allá del rio, con el fin de transformarlas en
fincas productivas: ganaderías extensivas pero
tecnificadas, cultivos extensos de arroz, millo, ajonjolí,
soya y demás cereales y granos para la exportación, como
los que su hermano había fumigado años atrás. Criaderos
de búfalos importados de Trinidad-Tobago, caballerizas
de caballos árabes, andaluces y de paso colombiano y
sobre todo siembra de kilómetros enteros de palma
africana con toda la maquinaria para la extracción y
trasporte a Bogotá de tortas de aceite para la
exportación. En diez años hubo quien calculó que Ricardo
Chavarría tenía más de 20 mil cabezas de ganado y 120
kilómetros cuadrados sembrados en Palma aceitera
africana.
Los negocios se hicieron desproporcionados y evidentes a
los ojos de todos los habitantes de Provincia y la casa-
quinta de “la Loma” se convirtió en el centro político
administrativo del pueblo. Allí llegaban invitados o no,
solos o acompañados de bellas mujeres, a tomar café
tinto o ron añejo, políticos, comerciantes, negociantes,
cultivadores, exportadores y abogados de toda índole, el
comandante del batallón de Provincia y el de la Policía y
hasta el silencioso cura párroco, fue a solicitarle a Ricardo
una ayudita para la reparación del techo de la iglesia que
amenazaba ruina. Fueron los años de la bonanza.
Pero la situación en el país cambió súbitamente a causa
de un malentendido de dineros entre el señor Escobar de
Medellín con el gobierno de Bogotá, volteándose
totalmente la situación. Había llegado la malanza o
desventura. Ricardo pretendió enfrentar las dificultades
bebiendo con mucha más frecuencia de lo habitual ron
añejo mientras escuchaba como un sonsonete
premonitorio la canción de moda “nadie es eterno en el
mundo”. Las visitas y reuniones en “la Loma” empezaron
a hacerse más escasas, sigilosas o encubiertas, entonces
Ricardo para mantener el ritmo de sus negocios en franco
declive, tomó la iniciativa dando orden a sus hermanos de
evitar cualquier enfrentamiento por pequeño que fuera,
con los militares o la policía, centrándose en reforzar con
sus hombres el control de toda la región; mientras él
viajaría a Santa Cruz de la Sierra en Bolivia en donde
pasaría desapercibido en casa de su amigo, en espera de
que el clima de los negocios mejorase en Provincia. Esa
era la situación en el pueblo cuando los tres hombres de
Ricardo vinieron a visitarme en el hospital.
Lo que a continuación siguió tuvo un desenlace
demasiado vertiginoso. Ricardo fue descubierto por las
autoridades de Bolivia y con expedientes antiguos fue
detenido y encarcelado en una cárcel de Cochabamba.
Nadie volvió a saber nada más de él. Parece que fue
acuchillado en una riña intencional entre reclusos.
Mientras tanto en Provincia, Iván dominado por una
codicia desconocida y una necesidad de ser el heredero
de todo, con sus hombres atacó en su propia casa a su
hermano Jorge dándole muerte.
Unos meses después, el ejército del batallón de Provincia
dio una muerte simple a Iván y, todos los bienes de la
familia Chavarría fueron incautados por el gobierno
nacional invocando la reciente ley de “extinción de
dominios”, mientras tanto, en el café de Pedrito en
Provincia y en algunos bares de la zona de “mate’mango”
aún se seguía oyendo la canción preferida de don Ricardo
“nadie es eterno en el mundo”. (29.08.2013)