cuentos de 5 minutos

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CUENTOS INFANTILES DE 5 MINUTOS PARA ANTES DE DORMIR Cuento a la vista

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CUENTOS INFANTILES DE 5 MINUTOS PARA ANTES DE

DORMIR

Cuento a la vista

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El malo del cuento

Cansado de ser siempre el malo de los cuentos, el lobo se levantó aquella mañana dispuesto a renunciar a su cargo. Se puso el traje de los domingos, se afeitó con esmero y se fue a la oficina de trabajo de personajes infantiles. En la oficina había un gran follón. El Gato con botas había intentado colarse y pasar antes que la Abuela de Caperucita y la Bruja de Blancanieves se había enfadado tanto que le había convertido en un ratón:

- ¡Qué poco respeto por los mayores! – había gritado encolerizada.

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Los funcionarios de la oficina tardaron más de media hora en convencer a la Bruja de que devolviera al Gato a su forma original y por eso todo iba con mucho retraso aquella mañana. Cuando por fin gritaron su nombre, el Lobo, arrastrando sus pies, se sentó frente al oficinista.

– ¿Qué desea, señor Lobo? ¿Ha tenido algún retraso con su sueldo este mes?

– No, no, todo eso está perfecto. Lo que no está bien es el trabajo. Estoy cansado de ser el malo de los cuentos. De que los niños me tengan miedo. De que los demás personajes se rían siempre de mi cuando acaban quemándome, llenándome de piedras la barriga, o disparándome con una escopeta de cazador. ¡O me convierten en héroe o me marcho para siempre!

- Pero eso no podemos hacerlo. Para héroes ya tenemos a los príncipes.

– Pero eso es muy aburrido. ¿No ha oído las quejas de las princesas? Ellas también están hartas de ser unas melindres que siempre necesitan ser salvadas: los tiempos están

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cambiando, señor funcionario. A ver si se enteran en esta oficina de una vez…

Pero por más que el señor Lobo intentó convencer al operario, no lo consiguió, así que se marchó enfadado dispuesto a no trabajar nunca más.

Fue así como los cuentos se quedaron sin villano. El cerdito de la casa de ladrillos miraba con nostalgia la chimenea, Caperucita se enfadaba con la abuela porque no tenía los ojos, ni la nariz, ni la boca muy grande, los siete cabritillos esperaban aburridos en casa a que mamá apareciera, Pedro no asustaba a nadie con su grito de ¡qué viene el lobo! porque todos sabían que este se había ido para siempre.

Pero lo peor fue que, sin el señor Lobo, los cuentos dejaron de ser divertidos y los niños se aburrían tanto, que dejaron de leer.

Muy preocupados, todos los personajes infantiles se reunieron en la oficina de trabajo para intentar buscar una solución.

- Si los niños dejan de leer, pronto desapareceremos todos.

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- Hay que convencer al señor Lobo de que vuelva a ser el malo de nuestros cuentos.

- Tenemos que prometerle que no volveremos a reírnos de él. ¡Le necesitamos!

Así que todos juntos fueron a visitarle. Cuando el Lobo vio que todos los personajes querían que volviera, se sintió conmovido.

- Está bien, veo que no me queda más remedio que aceptar que mi papel en los cuentos es ser el malo. Pero para regresar a la literatura necesito que me hagáis un favor: quiero que todos los niños sepan que en mi tiempo libre no voy por ahí comiéndome abuelas, ni cabritillos, ni cerditos.

– Pero, ¿cómo haremos eso? – preguntaron todos sorprendidos.

– Conozco un blog de cuentos infantiles que seguro que estarían interesados en esta historia – exclamó entusiasmado un conejo sin orejas.

Y fue así como la historia del Lobo que no quería ser el malo del cuento llegó hasta nosotros…

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Las vacas no van al colegio

Todos tenemos un mejor amigo, alguien con quien nos gusta pasar el tiempo, hablar de nuestros problemas, divertirnos, jugar, reír…

La mejor amiga de Beto era la vaca Paca. Suena raro que fuera una vaca, pero Beto vivía en una granja rodeado de animales. Además, la vaca Paca le había salvado la vida siendo muy pequeño y eso, son cosas que no se olvidan…

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Ocurrió cuando Beto solo tenía 3 años. Jugaba al balón junto a la guarida de los conejos cuando la pelota salió disparada hacia la carretera. Beto corrió detrás justo en el momento en que un camión lleno de haces de trigo pasaba por ahí. La vaca Paca, que pastaba tranquilamente en el prado de al lado, vio toda la escena, y salió corriendo hacia el niño.

El conductor, que no había visto a Beto, tan pequeño y veloz, se quedó pasmado al observar aquella enorme vaca corriendo hacia la carretera. Y frenó en seco.

Aquel fue el principio de una amistad muy especial. Beto se pasaba horas con la vaca Paca, solo bebía la leche que salía de sus ubres, y a veces, cuando no podía dormir, se acurrucaba junto a ella. A su lado nunca tenía miedo.

Por eso a nadie le sorprendía verlos siempre juntos. Eran como uña y carne, tan unidos que parecía imposible diferenciar donde acababa la sonrisa de Beto y donde comenzaba el meneo travieso de la cola de la vaca Paca. Y así fue siempre, hasta que Beto creció y tuvo que ir al colegio.

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El colegio estaba en la ciudad y era muy grande. Estaba lleno de niños y niñas, pero no había conejos, ni prados, ni caballos, y por supuesto tampoco estaba la vaca Paca. ¿Por qué no podría llevarse a su amiga al cole, compartir pupitre y jugar juntos en el recreo?

- Porque es una vaca, Beto – le decía Mamá – las vacas no van al colegio, ni hacen deberes, ni cambian cromos durante el recreo. Pero tanto insistió Beto, que Mamá finalmente accedió. Y Beto acudió al día siguiente montado en su vaca Paca. Todos los niños querían tocarla, jugar con ella, beber su leche y subirse a su lomo.

Pero tras un rato, la vaca Paca se cansó de estar pastando por aquel prado de cemento y decidió sentarse. No se le ocurrió otra cosa que hacerlo justo bajo una de las porterías del campo de fútbol:

- ¡Con ella de portera ganaremos todos los partidos! – exclamó entusiasmado Beto. Pero el equipo contrario pronto se cansó de jugar con la vaca Paca.

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- ¡Esto es injusto, queremos una portera de nuestro tamaño! – Así gana cualquiera… – Esto es trampa Así que a Beto, no le quedó más remedio que convencer a la vaca Paca para que se moviera de la portería.

– Quédate mejor en el pasillo – le dijo – que ahora tengo clase de matemáticas y no puedo atenderte. La vaca Paca obedeció a Beto y se quedó tranquilamente tumbada en el pasillo, pero al rato, empezó a aburrirse de estar ahí sola y comenzó a llamar a su amigo. Los mugidos de la vaca eran tan fuertes que el maestro Daniel tuvo que parar la clase.

- ¿Qué es ese escándalo? Así no podemos seguir la clase… Y salió al pasillo a ver que pasaba. La vaca Paca se puso muy contenta de ver por fin a alguien que la hablaba…¡estaba tan aburrida ahí sola! Tan contesta estaba, que con todo su cariño dio un lametazo a la calva brillante del maestro Daniel.

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- Aaaaagh. ¡Qué asco! Esto es una vergüenza. Llévense a esta vaca a dirección. Y para allá que fueron Beto y la vaca Paca, muy compungida por haber organizado todo ese lío. A Carmen, la directora, casi le da un patatús cuando vio a la vaca Paca entrar por la puerta de su despacho.

- ¿Qué hace una vaca aquí? – Es que es mi mejor amiga y quería traerla para que conociera el colegio, a mis otros amigos, a los profesores… La directora vio tan ilusionado a Beto, y tan avergonzada a la pobre vaca, que se le ocurrió una idea.

- Beto, el colegio no es lugar para una vaca. Tu amiga tendrá que quedarse en vuestra granja mientras tu estás en el cole. Pero ya que ha venido hasta aquí, vamos a enseñarla a todos los niños… La idea de Carmen era sencilla: dar una clase que ningún alumno olvidaría jamás. La vaca Paca, Beto y Carmen fueron pasando por todas las clases. Carmen les enseñaba todo lo que había que saber de las vacas y de los animales como ella: los mamíferos. Además muchos niños

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ordeñaron por primera vez una vaca, descubrieron como se alimentaba, que costumbres tenía y cómo vivían. Había sido la mejor clase de conocimiento del medio que todos habían tenido jamás.

Cuando acabó la jornada, Beto y la vaca Paca volvieron a la granja y contaron todo a Mamá, que con esa cara que ponen siempre las mamás cuando están a punto de decirnos algo importante afirmó:

- Ya te lo dije, Beto. Las vacas no van al colegio…

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Un conejo sin orejas

Le llamaban así: el conejo sin orejas.

Aunque Caro sí tenía orejas. Dos. Puntiagudas y de pelo suave, como todos los conejos de aquel bosque.

Solo que Caro, al contrario que el resto, no podía levantarlas.

– Inténtalo Caro: ¡súbelas! – le había dicho Mamá el día que todos los pequeños conejos de la escuela debían levantar sus orejas. – ¡Allá voy! – había gritado con alegría Caro mientras con esfuerzo trataba de levantarlas –

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. ¿Qué tal están, Mamá? ¿Estoy guapo con mis nuevas orejas? Pero Caro no las había levantado ni un milímetro. Volvió a intentarlo una y otra vez, pero no había manera: sus orejas seguían caídas. Fue por esto que el pequeño Caro se convirtió en el hazme reír de todos los conejos.

– No llores cariño, no pasa nada – intentaba consolarle Mamá –. Eres un conejo diferente, ¿y qué? No hay nada de malo en ello. Sin embargo Caro no estaba de acuerdo con su madre. A él no le gustaba ser diferente, ni que se rieran de él y por eso todas las mañanas, al despertarse, apretaba con fuerza su cabeza e intentaba levantar sus orejas. Pero cada mañana comprobaba con tristeza que no lo había logrado. Que seguía siendo diferente al resto.

En el bosque los días pasaban tranquilos y todos los pequeños conejos eran felices jugando entre los árboles con las ardillas y los ratones de campo. Todos menos Caro, que se pasaba el día suspirando, soñando con ser como el resto de sus compañeros.

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Una tarde de primavera, la tranquila existencia de los conejos se vio sacudida por unos cazadores de espesos bigotes y caras malhumoradas. Llevaban unas escopetas largas que hacían un ruido ensordecedor cada vez que las disparaban.

PUM, PUM.

Aquellos sonidos terribles asustaron tanto a los pequeños conejos, que todos intentaron esconderse entre la maleza del bosque. Pero sus puntiagudas orejas sobresalían a través de la hierba y por más esfuerzos que hicieron para bajarlas, estas seguían estiradas. Por este motivo, no les quedó más remedio que salir corriendo a toda velocidad para evitar a los cazadores.

Afortunadamente, nada malo ocurrió y todos los pequeños conejos volvieron sanos y salvos a sus madrigueras.

– ¡Qué miedo he pasado! – gritaban todos – Intenté esconderme, pero estas orejas… – ¡Qué suerte tienes, Caro! A ti nunca podrán hacerte nada.

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Desde un rincón, Caro, el conejo sin orejas, les escuchaba boquiabierto. Por primera vez en su vida, sus compañeros no se burlaban de él por ser distinto. Al contrario, todos querían parecerse a él.

Desde aquel día, Caro nunca más volvió a avergonzarse de sus orejas caídas. Era diferente, sí, pero como bien decía Mamá, ¿qué había de malo en ello?

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Valentín, el hipopótamo bailarín

Valentín llegó al zoo una tarde en que llovía mucho. No venía de África, como los otros hipopótamos del zoológico, sino del Gran Circo Mundial “La Ballena”, que había tenido que cerrar por problemas económicos. Su desaparición había provocado que todos los animales del circo tuvieran que buscarse otro lugar donde vivir.

A Valentín le habían mandado a un zoo pequeñito que había en una ciudad del norte. El

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lugar parecía agradable, pero…¡era tan diferente al circo! Lo único que se podía hacer todo el día era dormir, comer, rebozarse en el barro y sonreír a los visitantes que le hacían fotos constantemente.

- ¿Es que aquí no se hace nada más? – preguntaba frunciendo el ceño, el hipopótamo Valentín. - ¿Te parece poco? – contestaba siempre uno de los perezosos de la jaula de al lado- sonreír todo el día a los turistas me parece agotador ¡con lo bien que se está durmiendo! Pero a Valentín, que venía de una legendaria familia de hipopótamos artistas y bailarines de circo, eso de estar todo el día tirado a la bartola le aburría una barbaridad…

- ¡Si al menos tuviera música con la que bailar! – se lamentaba constantemente, mientras sus pies se movían al son de una melodía imaginaría que solo escuchaba él. Los animales con los que convivía observaban con curiosidad a aquel hipopótamo extraordinario que suspiraba cada día y aprovechaba los momentos en los que no había visitantes, para bailar un tango, una samba o un

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cha-cha-chá. Por eso todos le llamaban el hipopótamo bailarín.

- Los bailes latinos son divertidos- explicaba a sus amigos- aunque a mí, de siempre, lo que más me gusta es la danza clásica con sus tutús vaporosos y sus zapatillas puntiagudas… Tanto se lamentaba, y tan triste se le veía, que los animales del zoológico decidieron un día hacerle un regalo. Se juntaron todos sin que Valentín, el hipopótamo bailarín, se enterara y urdieron un plan para sorprender a su amigo.

– Necesitamos una banda, eso es fundamental – comentó la leona. – Nosotros podemos hacer música con nuestras trompas – se ofrecieron los elefantes. – Y nosotras con nuestros picos – exclamaron las grullas y los flamencos. – Quizá nosotros podamos tocar el tambor – se ofrecieron los osos. Uno a uno, todos los animales fueron organizándose para formar aquella orquesta maravillosa. Ensayaban a la menor ocasión, aunque lo más difícil era mantener alejado a Valentín. De esa delicada misión se encargaron

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los chimpancés, que estaban todo el rato tratando de entretener al hipopótamo.

– ¡Qué pesados están los monos, últimamente! – se quejaba Valentín – se pasan el día detrás de mí. Y cuando le escuchaban quejarse, todos los animales se reían para sí, pensando en la sorpresa que se llevaría Valentín cuando viera aquella orquesta maravillosa y pudiera bailar con ellos.

Por fin, después de varias semanas de ensayos, llegó el día elegido. Se trataba del aniversario de la llegada de Valentín al zoo. Había pasado un año entero. Doce meses sin funciones, sin coreografías, sin aplausos, sin trajes de baile, ni tutús elegantes.

– ¡El tutú! Se nos había olvidado por completo – exclamó contrariado el rinoceronte.- No podemos hacerle bailar sin su tutú. - ¿Pero dónde encontraremos uno? – se preguntaron todos. - No os preocupéis – exclamó uno de los chimpancés – ¡Yo conseguiré uno! Dadme unas horas.

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Y el chimpancé desapareció entre los árboles. Fue colgándose de una rama a otra hasta que salió a la ciudad. Anduvo de árbol en árbol hasta que por fin llegó a una tienda de disfraces. De cómo consiguió hacerse con un disfraz de bailarina tamaño XL poco más se sabe, pues nunca quiso desvelar lo que había ocurrido. Lo único que supieron todos los animales es que apenas un par horas después de haberse marchado, el chimpancé estaba de vuelta con un enorme tutú rosa y con sus zapatillas a juego.

– Ya lo tenemos todo –anunció el tigre de Bengala, que era el director de la orquesta. – ¡Que empiece la función! Cuando Valentín escuchó aquella música estrafalaria no pudo evitar acercarse a ver que pasaba. ¡Vaya sorpresa se llevó al ver a todos sus amigos tocando la Sinfonía nº5 de Beethoven! Pero el hipopótamo se quedó aún más sorprendido cuando uno de los chimpancés le entregó un paquete envuelto en papel amarillo: ¡era un tutú!

Valentín, el hipopótamo bailarín, se probó aquel tutú y bailó y bailó para todos sus amigos.

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Los animales del zoo lo pasaron tan bien, que desde entonces, cada primer lunes del mes organizan un gran concierto donde todos están invitados. También tú…aunque… ¿te atreves a danzar con el hipopótamo bailarín…?

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El camello Donatello

Nadie sabía cuantos años tenía el camello Donatello, solo que cada vez estaba más cansado y se quejaba más cuando tenía que cargar con los turistas desierto a dentro. Por eso, en medio de la travesía, solía pararse y sentarse tranquilamente sobre la arena caliente. No había manera de moverlo durante varios minutos, y los turistas lo miraban entre enfadados y divertidos.

– Caray con el carácter de este camello.

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Al camello Donatello lo que le gustaba era quedarse cerca del oasis y rumiar paja: para dentro, para fuera, para dentro, para fuera. Así hasta que la paja se convertía en una masa pastosa que le dejaba un aliento ácido y desagradable.

También le gustaban los niños. Cuando en el grupo de turistas había alguno, siempre se lo colocaban a él. Pesaban poco y se reían mucho. Todo les sorprendía: las sombras que la caravana de camellos proyectaba sobre las dunas, el color rojo del sol al atardecer, los escarabajos que aparecían y desaparecían entre la arena o las sonoras y apestosas flatulencias que expulsaban los camellos.

– ¡Pero qué camellos más cochinos!

Los niños no paraban de reír divertidos con estas ventosidades y Donatello se reía con ellos. Durante las noches en el desierto, mientras los padres cenaban, hacían fotos y hablaban de esas cosas sesudas de las que hablan los mayores, Donatello entretenía a los niños, con sus gestos y sus sonidos.

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– Da gusto – decían siempre los mayores –con este camello no hace falta que nos preocupemos de los niños.

– Mírales qué tranquilos están.

A Donatello también le gustaba encargarse de los más pequeños. Dejaba que se subieran encima, que le pellizcarán la panza y le hicieran cosquillas en el cuello.

– Solo sigo en este trabajo por los niños. Si no fuera por ellos… – solía comentar por las noches mientras descansaban cerca de las jaimas.

– Claro, por eso y porque si no, acabarías convertido en filetes de camello…¡con un poco de ensalada: ricos, ricos! – le provocaba la camella Marianela, mucho más joven que él.

El camello Donatello sabía que tenía razón. El día en que sus cansados músculos no pudieran hacer la travesía del desierto con los turistas a cuestas, dejaría de ser útil para los dueños y acabaría en un restaurante de plato principal. Y ese día llegaría pronto. Cada vez se sentía más cansado, más viejo, más débil. No había remedio.

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Una tarde caminaban por el desierto con un reducido grupo de turistas. Entre ellos se encontraba Bea, una niña pecosa y canija que, por supuesto, iba montada en el camello Donatello, que estaba esforzándose mucho por seguir adelante. Bea, que notaba lo cansado que estaba el animal, le acariciaba su largo cuello y le daba palabras de ánimo

– Venga amigo, que estamos a punto de llegar y podrás descansar un rato.

Pero cuando apenas les quedaba un kilómetro para llegar a su destino, el camello Donatello se sintió desfallecer y cayó al suelo. No hubo manera humana de hacerlo levantar.

– Ya no va a moverse…este camello es tan viejo que no sirve para nada. Ahí lo dejaremos y a la vuelta veremos que hacemos con él.

Aterrada ante la idea de dejar solo al camello en medio de aquella nada de arena, Bea comenzó a llorar y se abrazó a él. Nadie consiguió despegarla de ahí, así que todos tuvieron que acampar junto a ellos, a pesar del visible enfado del dueño de los camellos.

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A la mañana siguiente, se levantaron antes del alba para regresar al campamento. Después de haber descansado, el camello Donatello se veía con fuerzas hacer el trayecto.

– Camina, que ya verás cuando llegues…esta no me la vuelves a hacer- le gritaba muy enfadado el dueño.

– ¿Qué te harán cuando lleguemos? – preguntó intrigada la pequeña Bea.

El camello Donatello le contó que seguramente acabaría a la parrilla en alguno de los restaurantes de la zona.

– Es ley de vida, ¡qué le vamos a hacer! – afirmó resignado Donatello.

– Pues habrá que buscar una solución. ¡No podemos consentirlo! – exclamó decidida Bea.

Y durante todo el trayecto, mientras el sol poco a poco iba empezando a calentar más y más, Bea estuvo pensando la manera en que salvar al camello Donatello…

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El camello Donatello (Parte 2)

Bea pensaba y pensaba. Le gustaba aquel animal. Era paciente y noble. Le había hecho reír durante el camino de ida, a pesar de estar tan cansado. Le había contado también un montón de historias increíbles sobre la travesía del desierto. ¿Cómo iba a consentir que desapareciera sin más!

- ¡No quiero ni oír hablar del filete de camello! Tú te vienes conmigo. - Pero Bea, ¿cómo voy a llegar hasta tu casa? A los camellos no nos dejan montar en avión…

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– Pues volveremos en barco. He visto que llevan coches, y eso ocupa mucho más…¡Seguro que se puede! – Pero Bea, ¿qué haré luego en tu gran ciudad? Yo soy un camello, vivo en el desierto… – No hay problema. En casa tenemos un jardín muy grande con mucha hierba. Podrás descansar, comer tranquilamente y cuando llegue del cole pasaremos la tarde juntos. Aquello sonaba maravilloso. Donatello imaginó por un momento la escena y sonrió con cierta melancolía. Ojalá a veces los sueños se cumplieran…

– Eso es precioso Bea, ¡me encantaría! Pero tenemos que ser realistas… ¿tú crees que tus padres querrían tener un camello en su jardín? La niña tuvo que admitir que Donatello tenía razón. Había que pensar otra cosa…

- A ver…además de hacer estos trayectos ¿qué otra cosa sabes hacer? Donatello se quedó pensativo…Él no era más que un camello. Su función consistía en transportar gente y comer hierba. Eso era todo. ¿o no?

– Algo más debes haber…

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– Soy muy bueno apartando moscas del desierto con mi cola… – Eso es práctico para ti, pero no creo que solucione el problema. – También me tiro unos… – ¡Eso ni lo digas! Ya lo he comprobado – afirmó Bea tapándose la nariz- ¡Poco haremos con eso! – Déjame que piense… – Vamos Donatello, estamos llegando ya al pueblo. ¡Hay que encontrar una solución enseguida. – No se me ocurre nada Bea. ¡Acabaré siendo carne de camello! Como mi padre o mi abuelo: ¡Es ley de vida y a vosotros los humanos también os pasa, solo que de otra forma! – Una vez me contó un niño que… – Claro Donatello, ¡los niños! – Que pasa con los niños…Me gusta estar con ellos. Los entretengo. – Y además cuentas unas historias alucinantes… ¿No te das cuenta de que esa es la solución? Pero el camello Donatello no se daba cuenta de nada. ¿Qué se le habría ocurrido a aquella pequeña cabeza? En cuanto llegaron al pueblo, Bea se bajó de Donatello y fue corriendo a hablar con Mamá. Si alguien podía convencer al

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malhumorado dueño de los camellos de que su plan podía funcionar esa era Mamá.

Por supuesto, a Mamá, le encantó la idea de Bea, así que se dirigió al dueño y comenzó a explicárselo. El tipo comenzó a gruñir y a gritar irritado. Para él era una ofensa que alguien de fuera viniera a decirle lo que debía o no debía hacer con sus camellos.

- Hay que fastidiarse – exclamó Bea enfadada – los mayores se pasan el día diciéndonos lo que tenemos que hacer. Pero cuando es al revés, son ellos los que no quieren hacernos caso… Casi una hora estuvieron Mamá y el dueño de los camellos, discutiendo airadamente. Pero finalmente, el dueño cedió, y Mamá vino con una sonrisa en los labios a explicar la situación a Bea y a Donatello, que esperaban impacientes.

- ¡Lo hemos conseguido, Bea! Donatello no se irá a ningún restaurante. Se quedará aquí, en el pueblo. – BIEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEN – Pero ¿qué haré exactamente? – preguntó Donatello, que no tenía ni idea del plan que Bea había organizado.

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– Te quedarás aquí y cuidarás de los niños, durante las excursiones para los mayores. Serás…¡el primer camello cuidador de niños! Así fue mucho tiempo. Durante las tardes, cuando los padres que acudían a aquel pequeñísimo pueblo en medio del desierto, hacían largas cenas, hablaban con las gentes del pueblo y observaban su música y sus tradiciones, los más pequeños se quedaban con Donatello. El camello les dejaba tirarle del rabo, hacerle cosquillas en el cuello y rascarle las jorobas. También les contaba unas historias increíbles y los niños se quedaban dormidos sobre la arena, bajo la atenta mirada de las estrellas.

Los padres estaban encantados. El dueño también. Pero el más feliz de todos era el camello Donatello. Y es que a veces…los sueños se cumplen.

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El gato soñador

Había una vez un pueblo pequeño. Un pueblo con casas de piedras, calles retorcidas y muchos, muchos gatos. Los gatos vivían allí felices, de casa en casa durante el día, de tejado en tejado durante la noche.

La convivencia entre las personas y los gatos era perfecta. Los humanos les dejaban campar a sus anchas por sus casas, les acariciaban el lomo, y le daban de comer. A cambio, los felinos perseguían a los ratones cuando estos trataban de invadir las

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casas y les regalaban su compañía las tardes de lluvia.

Y no había quejas… Hasta que llegó Misifú. Al principio, este gato de pelaje blanco y largos bigotes hizo exactamente lo mismo que el resto: merodeaba por los tejados, perseguía ratones, se dejaba acariciar las tardes de lluvia. Pero pronto, el gato Misifú se aburrió de hacer siempre lo mismo, de que la vida gatuna en aquel pueblo de piedra se limitara a aquella rutina y dejó de salir a cazar ratones. Se pasaba las noches mirando a la luna.

– Te vas a quedar tonto de tanto mirarla – le decían sus amigos.

Pero Misifú no quería escucharles. No era la luna lo que le tenía enganchado, sino aquel aire de magia que tenían las noches en los que su luz invadía todos los rincones.

– ¿No ves que no conseguirás nada? Por más que la mires, la luna no bajará a estar contigo.

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Pero Misifú no quería que la luna bajara a hacerle compañía. Le valía con sentir la dulzura con la que impregnaba el cielo cuando brillaba con todo su esplendor.

Porque aunque nadie parecía entenderlo, al gato Misifú le gustaba lo que esa luna redonda y plateada le hacía sentir, lo que le hacía pensar, lo que le hacía soñar.

– Mira la luna. Es grande, brillante y está tan lejos. ¿No podremos llegar nosotros ahí donde está ella? ¿No podremos salir de aquí, ir más allá? – preguntaba Misifú a su amiga Ranina.

Ranina se estiraba con elegancia y le lanzaba un gruñido.

– ¡Ay que ver, Misifú! ¡Cuántos pájaros tienes en la cabeza!

Pero Misifú no tenía pájaros sino sueños, muchos y quería cumplirlos todos…

– Tendríamos que viajar, conocer otros lugares, perseguir otros animales y otras vidas. ¿Es que nuestra existencia va a ser solo esto?

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Muy pronto los gatos de aquel pueblo dejaron de hacerle caso. Hasta su amiga Ranina se cansó de escucharle suspirar.

Tal vez por eso, tal vez porque la luna le dio la clave, el gato Misifú desapareció un día del pueblo de piedra. Nadie consiguió encontrarle.

– Se ha marchado a buscar sus sueños. ¿Habrá llegado hasta la luna?– se preguntaba con curiosidad Ranina…

Nunca más se supo del gato Misifú, pero algunas noches de luna llena hay quien mira hacia el cielo y puede distinguir entre las manchas oscuras de la luna unos bigotes alargados.

No todos pueden verlo. Solo los soñadores son capaces.

¿Eres capaz tú?

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La ratita presumida

Érase una vez que se era, una rata muy trabajadora, que tenía por hija una ratita muy presumida, a la que le gustaba pasarse el día estirándose los bigotes y tostándose al sol.

Un día, la rata, mientras volvía de trabajar, se encontró en el suelo un objeto muy brillante. ¡Era una moneda de oro! Con ella podría hacer tantas cosas…

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Pero como lo que más le importaba en el mundo a la rata era su pequeña ratita, decidió darle esa moneda de oro a su hija:

– Esta moneda es para ti. Con ella podrás comprar lo que desees para convertirte en una ratita de provecho.

Cuando la ratita presumida recibió aquella moneda, se fue contenta al mercado del pueblo y a pesar del consejo de su madre, en vez de invertir ese dinero en un buen negocio, se compró la mejor cinta del mercado para hacerse con ella un buen lazo, que se colocó en la colita.

– ¡Mira que elegante estoy! Con este lacito todo el mundo me admirará y querrá hacer negocios conmigo.

Y es verdad que todo el mundo se quedó asombrado al ver a la ratita con su lacito rojo. ¡Parecía toda una ratita de mundo!

De camino a casa, la ratita presumida se cruzó con el gallo, que muy asombrado le preguntó.

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– Justo eso es lo que estoy buscando: un poco de elegancia para mi granja. ¿Quieres trabajar conmigo?

La ratita presumida, satisfecha de que su plan hubiera funcionado, contestó.

– Depende, ¿tendré que levantarme muy pronto?

Cuando el gallo le contó cómo funcionaba la granja y como cada mañana se levantaba al amanecer, puso cara de horror:

– ¡Ni hablar! No me gusta madrugar.

Poco después se cruzó con un perro cazador. Cuando vio la ratita, tan elegante, pensó que sería una buena compañera para las cacerías. ¡Así tendría alguien con quien hablar!

– Pero ¿tendré que correr contigo por el campo persiguiendo conejos? Eso debe ser de lo más agotador. ¡Ni hablar!

Al ratito apareció por ahí un precioso gato blanco. Al igual que la ratita, aquel gato tenía los bigotes bien estirados, y la ratita enseguida se sintió interesado por él. Le contó que estaba

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buscando un trabajo y le preguntó si podía colaborar con él.

– Claro que sí.

– Pero tu trabajo no será tan agotador como el del perro cazador.

– ¡Qué va! Yo no corro nunca demasiado, prefiero quedarme tumbado y que me hagan caricias.

Al oír aquello, la ratita abrió los ojos de par en par: ¡con lo que le gustaba a ella que le acariciaran la barriga! El gato también había abierto mucho los ojos y se acercaba cada vez más a la pequeña ratita.

– Pero, ¿no tendrás que madrugar mucho? Acabo de hablar con el gallo y tiene que despertarse prontísimo.

– ¡Qué va! Si me despierto pronto me doy la vuelta y sigo durmiendo.

La ratita cada vez estaba más contenta. Tan contenta estaba, que no se daba cuenta de lo cerca que estaba el gato (cada vez más y más) y

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de cómo se relamía de gusto. Cuando estaba a punto de aceptar ese nuevo trabajo, a la ratita presumida le entró una duda.

– Todo lo que me has contado está muy bien, pero ¿a qué te dedicas exactamente?

En ese momento, el gato se abalanzó hacia ella y gritó:

– ¡A cazar ratas y ratones como tú!

Cuando la ratita presumida se dio cuenta de las intenciones del gato era ya demasiado tarde. El enorme felino la tenía bien agarrado con sus uñas. Pero en ese momento, llegó el perro cazador, que había estado atento a la conversación y asustó al gato, que salió huyendo soltando a la ratita presumida. ¡Menos mal!

Cuando la ratita volvió a casa, todo el mundo en el bosque conocía su historia. También su mamá, que mitad aliviada, mitad enfadada, la recibió en casa.

– Todo te ha pasado por ser tan comodona y presumida – le reprendió la mamá – ¿cuándo te harás una ratita de provecho?

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La ratita presumida no dijo nada. Había aprendido una buena lección…

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La rana que fue a buscar la lluvia

Cansada de que llevara meses sin llover, la rana Ritita cogió su maleta a rayas, esa que le habían regalado una primavera y que no había utilizado jamás, y se marchó en busca de la lluvia.

El resto de ranas la observaron extrañada mientras se alejaba de la charca.

– ¿Cómo va a encontrar la lluvia? Eso no se encuentra, aparece y listo.

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– Se va a otra charca, como el resto de animales. Encontrará otras ranas, otras amigas y nos olvidará.

– ¡Qué desagradecida!

Pero la rana Ritita no tenía pensado mudarse a otra charca. A ella le gustaba mucho la suya, al menos le gustaba mucho antes de la sequía, cuando todo florecía a su alrededor, cuando el agua se colaba en los recovecos más escondidos y te regalaba siempre imágenes maravillosas: una flor flotando sobre la charca, una libélula haciendo música con sus alas, un caracol tratando de trepar a una piedra, las arañas de agua moviéndose con la sincronización de unas bailarinas acuáticas. Aquel lugar era su pequeño paraíso, el mejor sitio para ver pasar veranos, criar renacuajos y enseñarles a croar y croar. Sin embargo la terrible sequía que asolaba la zona estaba dejando sin agua la charca y en consecuencia sin animales, que no tenían más remedio que mudarse a otros rincones si quería sobrevivir.

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Por eso una noche sin lluvia y sin estrellas (con una luna llena enorme), la rana Ritita había decidido ir a buscar la lluvia. Ella no quería huir como el resto, ella quería que todo volviera a ser como antes y para eso necesitaban la lluvia. Y si la lluvia no venía, ella tendría que buscarla.

La rana Ritita, con su maleta de rayas, se alejó de la charca con decisión.

– Voy a encontrar a esa lluvia vaga y perezosa que ha decidido dejar de trabajar. La voy a encontrar y encontrar y encontrar…

Pero fueron pasando las horas y en el cielo solo veía un sol brillante y cálido.

– ¡Maldito sol! – exclamó enfadada – No puedes tener tú siempre el protagonismo. ¿Dónde está la lluvia?

El sol, que no estaba acostumbrado a que le echaran semejantes regañinas, quiso esconderse, ¡pero no había ni una sola nube en el cielo!

– Lo siento mucho, rana Ritita. ¿Te crees que a mí me gusta trabajar cada día? Llevo meses sin

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librar, y eso es agotador. Pero no sé dónde está la lluvia. Deberías preguntar a las nubes.

– Y ¿dónde están las nubes?

– Pues hace mucho que no las veo también. Otras gandules que se han ido de vacaciones.

La rana Ritita y el sol se quedaron pensativos. ¿Dónde estarían las nubes?

– Lo mejor es que preguntes al viento. Él es el encargado de traerlas de un lado para otro, seguro que te puede decir algo.

Pero aquella tarde de primavera no corría ni una pizca de viento. La rana Ritita decidió seguir caminando hasta que encontrara al viento por si este podía decirle dónde estaban las nubes y estas donde estaba la lluvia. Por la noche, la rana Ritita llegó a la orilla de un río medio seco y sintió una ligera brisa.

– ¡Viento suave! ¡Por fin te encontré! Ando buscando a las nubes para que traigan lluvia a nuestra charca. ¿Sabes dónde pueden estar?

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– Hace tiempo que no veo a ninguna nube. Lo mejor es que busques el mar. De ahí salen la mayoría de las nubes.

¡El mar! Pero eso estaba lejísimos, tardaría tanto… ¡Menos mal que en su maleta de rayas la rana Ritita guardaba un montón de cosas útiles. Por ejemplo un trozo de corcho hueco que le había regalado una vez un zorro al que le salvó de un cazador. El zorro le había dado aquel corcho para que lo usara como silbato si alguna vez necesitaba ayuda. ¡Ese era el momento! Se llevo el corcho hueco a los labios y silbó, silbó, silbó y silbó.

El zorro apareció al poco tiempo.

– ¡Querida rana Ritita! ¡Cuánto tiempo sin vernos! ¿Cómo estás?

La rana Ritita le contó lo preocupada que estaba por su charca y que por eso había salido a buscar la lluvia.

– ¡Te ayudaré! Súbete a mi lomo y agárrate fuerte. Llegaremos al mar en apenas unas horas.

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La rana Ritita jamás había marchado a esa velocidad. Los árboles aparecían y desaparecían y las mariposas y los mosquitos se iban quedando atrás. ¡Qué buena idea haber llamado a su amigo el zorro!

Tal y como este había anunciado, en apenas unas horas llegaron a una pequeña montaña desde la que se podía ver el mar. Estaba amaneciendo y el sol (otra vez el sol) teñía de naranja el agua. ¡Era una imagen preciosa!

Ritita se despidió de su amigo el zorro y dando saltos llegó hasta la orilla del mar.

– Buenos días, señor mar. Ando buscando a las nubes para que nos traigan la lluvia que tanta falta hace en nuestra charca. ¿Sabes cómo puedo encontrarlas?

El mar dejó que algunas olas se rompieran en la arena y luego murmuró pensativo.

– La única manera que se me ocurre de que las encuentres es sumergirte en mis aguas y esperar a que el cielo te absorba.- Y al ver la cara de asombro de Ritita soltó una carcajada y exclamó – Así es como se crean las nubes, amiga rana, ¿o

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qué creías? Pero vamos a lo importante ¿sabes nadar?

Claro que la rana Ritita sabía nadar, pero el mar, tan profundo y salado, era tan diferente a la charca que le dio miedo. ¡Menos mal que en su maleta de rayas tenía justo lo que necesitaba! Un paraguas que había traído con la esperanza de poder utilizarlo cuando encontrara la lluvia. Así que la rana Ritita utilizó el paraguas como barco y se adentró en el mar. Y esperó a ser absorbida por el cielo. Pero el viaje había sido tan agotador y estaba tan cansada que sin darse cuenta se quedó dormida.

Cuando se despertó ya no estaba flotando sobre su paraguas, sino sobre una superficie húmeda y esponjosa: ¡una nube!

– Buenos días, querida nube. ¡Por fin te encuentro! Estoy buscando a la lluvia porque se ha olvidado de mi charca y la pobre se está secando.

La nube se sorprendió de tener dentro una rana. ¡Una rana! Ella estaba acostumbrada a llevar pequeñas gotas de agua, no ranas parlantes.

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– ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¡Una rana dentro de una nube! ¡Increíble!

Ritita le contó toda su aventura desde que había salido de su charca y la nube se compadeció de ella.

– Tenemos que hacer algo. Pero aunque soy una nube, no puedo llevar mis gotas de agua a tu charca a menos que nos lo diga la lluvia. Tendremos que hablar con ella.

La nube le contó la historia a otras nubes, que se la contaron al cielo que tenía muy buena relación con la lluvia y podía visitarla siempre que quisiera. Así que el cielo habló con la lluvia y le contó la historia de la rana Ritita.

– ¡Menudo viaje solo para encontrarme! ¡Vaya rana más valiente!

Así que la lluvia, que era buena aunque un poco despistada, por eso a veces se le olvidaba hacer su función en algunos lugares, decidió ayudar a Ritita.

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– ¡Esto no puede ser! Ordeno inmediatamente que esa nube salga pitando hacia la charca de nuestra amiga.

Y así fue. La nube comenzó a sobrevolar el cielo y al ratito llegaron a la charca.

– Es el momento, Ritita. Prepárate, porque además de gotas de lluvia, también caerás tú.

El cielo se volvió oscuro, el sol se retiró a descansar (¡por fin!) y comenzó a llover con fuerza sobre la charca. Todos los animales que aún quedaban allí, abandonaron sus escondites para salir a disfrutar de aquel momento. ¡Estaba lloviendo!

Y entre las gotas de lluvia, de repente, vieron aparecer a la rana Ritita con su maleta a rayas y comprendieron que, tal y como había prometido, había traído la lluvia. ¡Lo había conseguido!

Desde entonces la despistada lluvia nunca más volvió a olvidarse de aquella charca y la rana Ritita guardó su maleta a rayas y nunca más tuvo que usarla. ¿A dónde se iba a marchar pudiendo quedarse en el lugar más maravilloso del mundo?

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La dieta de Rino

Hubo un tiempo, mucho antes de que se escribieran los primeros cuentos y los lobos y los cerdos se convirtieran en enemigos, en que estos animales eran muy buenos amigos. Eso a pesar de que eran tan distintos como la noche y el día.

Eso les pasaba a los protagonistas de esta historia: un pequeño lobo llamado Lupo y un cerdito de nombre Rino. Los dos eran muy amigos. Jugaban juntos a la pelota los días de sol y se escondían de la lluvia bajo el viejo castaño, mientras el pequeño lobo, que tenía mucha

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imaginación, le contaba historia imposibles a su amigo Rino.

Pero a veces, eso de ser tan diferentes, daba pie a más de una pequeña discusión.

Y es que el Rino era alegre, parlanchín y muy presumido. Le gustaba vestir siempre elegante y se pasaba horas delante del espejo peinándose con esmero. A veces, hacía esperar tanto a su amigo, que el pobre Lupo había cogido la costumbre de llevarse siempre un libro consigo. De esta forma, aunque el cerdito tardara horas en arreglarse, el lobo estaba entretenido.

– ¡Todo el día leyendo! Mira que eres pesado…

– ¿Yo? Si el que lleva media hora cepillándose el pelo eres tú.

– Y bien guapo que estoy.

– Bah, no sé por qué le das tanta importancia al aspecto. Yo sería tu amigo aunque fueras siempre despeinado…

Y es que el Lupo, era todo lo contrario a su amigo. Era silencioso, distraído y muy desastre.

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Nunca era capaz de combinar los colores y llevaba siempre unas camisas tan extrafalarias que el cerdito solía reírse de él.

– ¡Vaya pintas que llevas! Esa camisa amarilla está pasada de moda…

– A mí me gusta. Es cómoda y no se arruga. ¡Qué más da que ya no se lleve!

Rino ponía los ojos en blanco y suspiraba: ¡vaya desastre de lobo! Pero luego se iban al río de excursión y entonces daba igual que la camisa de Lupo fuera espantosa. ¡Lo pasaban tan bien! Cada uno llevaba su comida y juntos la ponían sobre el mantel. Después de hacer la digestión, el pequeño lobo, al que le gustaba mucho nadar, se metía en el río mientras el cerdito se tumbaba a dormir una siesta.

Eran felices y no tenían preocupaciones. Hasta que un día, Lupo fue a buscar a su amigo para hacer una excursión y se lo encontró dando voces muy enfadado en su habitación.

– ¿Qué ocurre? ¡Menudo escándalo estás organizando! – preguntó el lobo.

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¡No consigo cerrarme los pantalones! Han debido encoger, porque la semana pasada me quedaban estupendos. ¡Y eran mis pantalones favoritos! – lloriqueó con tristeza el presumido Rino.

Lupo miró a su amigo y observó los pantalones detenidamente.

– Me parece que no son los pantalones los que han encogido…

– ¡Qué quieres decir! ¿No me estarás llamando gordo? – exclamó ofendido el cerdito.

– No he dicho eso, pero es posible que hayas engordado un poco y ahora no te quepan los pantalones.

– ¿Pero cómo es posible? Si yo me cuido muchísimo…

– No te preocupes, ponte otros pantalones y vámonos de excursión.

Sin parar de gruñir Rino se cambió de pantalones, cogió su cesta con la comida y siguió a su amigo, que, tan despistado como siempre, se había

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puesto un calcetín de cada color. ¡No tenía remedio!

Cuando llegaron junto al río, Lupo extendió el mantel y sacó su comida: una ensalada, un trozo de pescado y un par de piezas de fruta. Rino hizo lo mismo con la suya: una bolsa de patatas fritas, una hamburguesa con mucha mahonesa y de postre, un grasiento donut de chocolate. El lobo, al ver aquello, exclamó:

– ¡Cómo no vas a engordar, Rino! Fíjate en tu comida. Solo hay un montón de cosas grasientas. No tienes ni una pieza de fruta, ni una pizca de verdura, ni nada realmente sano.

– ¿Fruta, verdura? Pero es que eso es tan aburrido… ¡y no sabe tan rico como el chocolate!

– Qué va, todo es cuestión de acostumbrarse. A mí la fruta me encanta.

– Pues a mí no y no pienso comerla– exclamó enfadado el cerdito.

– Pues entonces no te quejes de que estás gordo.

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– ¿No eras tú el que te pasas el día diciendo que el aspecto físico no es importante? Si quiero ser gordo es mi problema.

– Pues claro que es tu problema. No es una cuestión de físico. Es una cuestión de salud.

– Vaya tontería eso de la salud. Yo estoy muy sano.

Y para demostrarlo corrió hacia el río con la intención de meterse en el agua. Pero antes de llegar a la orilla tuvo que parar agotado.

– Ay madre mía, no puedo más…

– Ya te lo decía yo. El problema no es el físico, sino la salud.

Rino tuvo que reconocer que su amigo tenía razón. Así que volvió a sentarse junto al mantel y renunció a su comida grasienta. Desde entonces, fue siempre Lupo el que preparaba la comida cuando se iban de excursión y gracias a eso, el presumido Rino consiguió correr sin cansarse, saborear la fruta como si fuera chocolate y lo que más le importaba de todo: volverse a meter en sus pantalones favoritos.

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El reno Moritz y su extraña nariz

Cada Navidad, los renos de Papá Noel sacaban brillo a su elegante cornamenta, se limpiaban sus pezuñas hasta que relucían y visitaban la peluquería de la vieja Rena Recareda con la intención de que les cortara el pelo de su cuerpo, lo lavara con el mejor de los champús, y les dejara a todos tan guapos que casi ninguno se reconocía.

Era un procedimiento extraño este de los renos. Los duendes de la Navidad se preguntaban una y

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otra vez cuál sería el motivo de que los renos se pusieran tan guapos para repartir los regalos navideños:

– De qué les servirá tener las pezuñas limpias si en cuanto comiencen su viaje se van a llenar de nieve, de tierra, de asfalto, de lluvia…¡qué absurdo!

– Y para qué querrán ir bien afeitados y con el pelo impecable, si con tanto viento en un abrir y cerrar de ojos se les pone a todos el pelo hecho una pena…

Y es que a los duendes, al contrario que a los renos, les gustaba revolcarse por el suelo, saltar de charco en charco y sobre todo, hacer muchas muchas travesuras.

Les gustaba esconderle cosas a Papá Noel, o cambiárselas de sitio para que él, tan despistado, se las pusiera al revés (aún se mueren de risa cuando recuerdan la Navidad que el pobre no se dio cuenta y repartió todos sus regalos con su gorro para dormir en vez de con su elegante gorro rojo: ¡Menos mal que no le vio nadie!).

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También les gustaba cambiar las etiquetas de los regalos de los niños (Papá Noel ya se sabe este truco y siempre, antes de partir, revisa todas y cada una de las etiquetas, pero como ya hemos dicho, es tan despistado que siempre se le pasa alguna tarjeta. ¿No os ha pasado nunca que os ha llegado un regalo que no habíais pedido en vez de ese que teníais tantas ganas de recibir? La culpa es de los traviesos duendes).

Pero lo que más les gustaba a los duendes de la Navidad era chinchar a los renos, que se ponían tan elegantes para repartir los regalos en Nochebuena. Con su magia, los duendes eran capaces de las peores cosas: les despeinaba, le llenaban de ramas sus cornamentas, y salpicaban de barro sus limpísimas pezuñas. Pero un año, los duendes hicieron algo que no habían hecho nunca…

Para esta travesura, eligieron al Reno más presumido de todo el grupo. Se trataba de Moritz, el reno al que le encantaba su nariz. Decía que era tan bella que podía competir con Rodolfo, el famoso reno de Papá Noel que con su nariz roja había conseguido convertirse en el más importante y famoso reno de todos los tiempos.

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– Así que el reno Moritz, no para de presumir de su nariz – cuchicheaban los duendes divertidos…

– Creo que se merece una lección, ¿no os parece?

Y todos estuvieron de acuerdo en que a Moritz había que darle donde más le dolía: ¡en la nariz!

– Oye Moritz, ¿sabes cómo consiguió Rodolfo su nariz roja?

Moritz no tenía ni idea, así que agitó su cornamenta en señal de negación.

– Pues fue gracias a los duendes. Nosotros se la volvimos roja como un tomate y gracias a eso se convirtió en el reno más famoso de la Navidad.

– ¿Gracias a vosotros? ¿Y cómo lo hicisteis?

– Pues con ayuda de la magia… si quieres también podemos hacerlo contigo.

Al reno Moritz se le iluminó la nariz de felicidad…

– ¿Me la pondríais roja a mí también?

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– Pues podríamos ponértela roja, pero eso ya está muy visto. ¿No te apetece ponértela azul? – exclamaron todos los duendes sin poder contener la risa.

– ¿Azul? Pero… ¿no es eso muy raro?

– Qué va, qué va…el azul es el color de la navidad, ¿no lo sabías? – exclamó un duende guiñándole el ojo al resto, que continuaron con la broma.

– Claro, Moritz, todos piensan que el rojo es el color de la Navidad, pero no es cierto. ¿De qué color es el cielo por el que hacéis vuestro largo trayecto?

– Pues, pues azul – exclamó confundido Moritz.

– Y de ¿qué color es el mar sobre el que voláis cuando repartís los regalos?

– Pues, pues azul – repitió Moritz cada vez más confundido.

– ¿Lo ves? El azul es el color de la Navidad, sin duda.

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Y todos los duendes asintieron divertidos. Tanto insistieron, que Moritz, cada vez más confundido, acabó por fiarse de ellos y dejar que le pusieran la nariz de ese color tan “navideño”.

– Porque la Navidad magia a los duendes nos da, haz que Moritz tenga azul su nariz.

Nada más decirlo, la nariz oscura y respingona de Moritz fue tornándose más y más clarita, hasta convertirse en un llamativo punto azul que contrastaba con el pelaje marrón del reno. Al ver aquella nariz tan azul, los traviesos duendes no pudieron evitar una carcajada.

– ¿Por qué os reís? ¿Acaso no me queda bien? – exclamó asustado Moritz buscando un espejo donde poder mirarse.

– No, no, que va…¡te queda fenomenal! – mintieron todos los duendes, pensando que cuando el reno viera su nariz azul en el espejo se volvería loco.

Sin embargo Moritz en vez de enfadarse al ver su nariz azul, se puso de lo más contento.

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– ¡Teníais razón! El azul es el color de la Navidad: ¡me queda fenomenal! – y se marchó muy feliz a ver al resto de renos ante la cara de asombro de todos los duendes.

Cuando el resto de renos vieron la ridícula nariz de Moritz comenzaron a reírse de él. Pero Moritz no les hizo ni caso: se sentía tan guapo con aquella nariz única que nada de lo que pudieran decirle le haría cambiar de idea.

Y así fue pasando el tiempo y los renos pronto se acostumbraron a la nariz azul de Moritz. Por su parte, los duendes, que habían planeado reírse durante años y años de aquella pesada broma, tuvieron que reconocer que su truco de magia les había salido mal.

Y es que gracias a la nariz azul de Moritz, este se convirtió en uno de los renos más populares de la Navidad (con permiso del reno Rodolfo, claro está).

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El rincón de nieve

La pequeña ardilla Tartán, vivía en un bosque mágico, lo que tenía un montón de ventajas, porque significaba que en cualquier esquina siempre te encontrabas algo inesperado. Pero de todos los lugares increíbles del bosque había un rincón muy especial, el que más le gustaba a Tartán. Solo podías encontrarlo un día al año: el día de Nochevieja.

Ese día, sin importar si hacía calor o frío, junto a la esquina del puente encantado, Tartán y sus

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amigos se encontraban el rincón de nieve. Un lugar tan lleno de nieve que las pequeñas ardillas podían pasar el último día del año jugando a tirarse bolas o en trineo o incluso, y esto era lo que más les gustaba, haciendo muñecos de nieve. Cada ardilla hacía uno, con la particularidad de que cada muñeco de nieve era exactamente igual al muñeco de nieve que esa misma ardilla había hecho el año anterior.

El muñeco de nieve de Tartán se llamaba Rayón, porque le encantaba que las bufandas que cada año Tartán le ponía al cuello fueran de rayas. No le gustaban de puntitos, ni de flores, ni de animales, a Rayón solo le gustaban las rayas.

Tartán y Rayón habían pasado tantos años juntos (un día, cada año, el último día del año, pero muchos años al fin y al cabo) que ya eran grandes amigos. Se contaban lo que habían hecho en todo el año, los sueños que querían ver cumplidos el año que empezaba y se divertían mucho juntos. Después, cuando la luna se ponía en el punto más alto, marcando el final del año, el rincón de nieve comenzaba a desaparecer, a volverse cálido. Los muñecos se iban

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deshaciendo poco a poco, y las pequeñas ardillas se despedían de ellos hasta el año siguiente.

Así fue siempre, año tras año, mientras Tartán fue una pequeña ardilla. Sin embargo hubo un año en que Tartán no fue a buscar el rincón de nieve:

– Eso son tonterías de ardillas pequeñas, yo ya soy mayor. En Nochevieja quiero hacer otra cosa: ir al baile de los abetos danzarines.

Tartán no volvió al rincón de nieve y con el tiempo también se olvidó de su buen amigo Rayón, ese muñeco de nieve que aparecía una vez al año y con el que había compartido tantos sueños. Muchas lunas en el punto más alto fueron marcando los finales de año y Tartán se hizo mayor. Tanto que hasta encontró una compañera y juntos tuvieron muchas ardillas pequeñas que recorrían con curiosidad el bosque encantado, sorprendiéndose de cada esquina mágica con la que se encontraban.

Un día de Nochevieja, las pequeñas ardillas de Tartán encontraron el rincón de nieve, hicieron un muñeco y pasaron con él todo el día hasta que

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se acabó el año. Cuando volvieron a casa le contaron a Tartán todo lo que habían hecho:

– Cada uno hacía su muñeco de nieve y pasaba con él las horas.

– ¡El mío era divertidísimo y me ha prometido que nos veremos también el año que viene!

– Y el mío, y el mío…

Solo la más pequeña de todas no parecía tan contenta como el resto. Sorprendido, Tartán le preguntó qué había pasado con su muñeco de nieve:

– El mío era bueno y dulce, pero no le gustó mucho mi bufanda. Me dijo que solo le gustaba las bufandas de rayas y que la mía era de cuadraditos. Luego me contó que una vez tuvo un amigo pero ese amigo se olvidó de él y nunca jamás regresó. Me dijo también que no quería ser mi amigo si yo también le iba a abandonar. Yo le dije que no lo haría, pero no me creyó. Y ahora no sé si aparecerá de nuevo el año que viene.

Al escuchar a su pequeña ardilla, Tartán supo que aquel muñeco de nieve era Rayón y que el amigo

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que le había abandonado era él. Juntos habían pasado muchas Nocheviejas y sin embargo, él no había vuelto jamás a visitarle. Sintiéndose muy triste salió corriendo en busca del rincón de nieve. Pero como ya era Año nuevo, el rincón se estaba deshaciendo y los muñecos estaban casi derretidos.

Aun así, pudo identificar entre todos ellos a su viejo amigo Rayón. El muñeco, medio deshecho, también lo reconoció a pesar de lo mayor que se había hecho.

– ¡Has vuelto!

– Sí, he vuelto. Siento haber tardado tanto. Pero te prometo que la próxima Nochevieja no faltaré…

Tartán cumplió su promesa y junto a su hija pequeña acudió todas las Nocheviejas al rincón de nieve para conversar con su viejo amigo Rayón, para hablar de sueños y de la posibilidad maravillosa de llegar a cumplirlos. Rayón le escuchaba feliz: su sueño, tener a Tartán a su lado, por fin se había cumplido…

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Los tres cerditos y el lobo

En el bosque en el que vivían los tres cerditos había un gran revuelo. Al parecer, los pájaros habían avisado a los ciervos de que un enorme lobo estaba a punto de llegar a sus tierras.

– ¡Un lobo! ¡Qué miedo! Eso significa peligro, tendremos que pensar en cómo librarnos de él – exclamó el más pequeños de los tres cerditos.

Después de mucho pensar, los tres hermanos decidieron que lo mejor era construirse una casa

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donde poder estar a salvo de las garras del lobo. Sin embargo no se ponían de acuerdo en la manera de hacerla, así que cada uno decidió construir su propia casa.

El hermano pequeño decidió hacer una casa con paja. Era mucho más fácil que hacerla con otro material y así no le costaría mucho esfuerzo.

El hermano mediano prefirió hacerla con madera. Era mucho más resistente que la paja y como estaban en un bosque, la madera era fácil de conseguir. Además, tampoco le llevaría mucho tiempo ni esfuerzo.

El hermano mayor pensó que lo mejor sería hacerla con ladrillos. Es cierto que aquello le llevaría mucho tiempo y esfuerzo, pero le pareció que solo si la casa era de ladrillos, podría protegerle del malvado lobo.

El hermano pequeño y el hermano mediano hacía mucho que habían terminado sus casas, y el hermano mayor, seguía con su gran obra.

– Como no te des prisa – le decían – llegará el lobo y no habrá servido de nada tanto esfuerzo,

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ya que tu casa no estará terminada y no te quedará más remedio que venirte a la nuestra.

Pero el hermano mayor no les hacía caso. Sabía lo importante que era el trabajo bien hecho y sin prisa, pero sin pausa, fue terminando su casa de ladrillos. Justo a tiempo.

Y es que el lobo llegó precisamente el día de su inauguración. Cuando el rumor de que el malvado malvadísimo lobo había llegado al bosque, cada cerdito se escondió en su casa. ¡Qué miedo!

Para colmo de males, aquella tarde se había levantado una fuerte tormenta. ¡Con lo poco que le gustaban a los cerditos las tormentas! Muy asustado, el cerdito pequeño se asomó por la ventana de su caja de paja.

– ¡Ay qué ver este viento! Está tambaleando tanto mi casa que parece como si la fuera a tirar.

Pero al mirar por la ventana, lo que vio el cerdito pequeño fue al malvado malvadísimo lobo. ¡Tenía unos colmillos tan grandes!

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– ¡No es el viento lo que está tambaleando la casa! Es el lobo que está soplando…

Y antes de que se diera cuenta, la casa de paja se había desvanecido. El pequeño cerdito corrió y corrió hasta la casa de su hermano mediano.

– Aquí estaremos a salvo – le protegió el cerdito de la casa de madera.

Pero afuera, la tormenta se había vuelto más y más dura. Llovía a cántaros, mojando la madera de la casa del cerdito mediano. Además aquel viento tan molesto…¡y el lobo, que otra vez estaba plantado frente a la casa de los cerditos!

– ¡Ya está aquí otra vez! Empezará a soplar y a soplar…¡y derribará la casa!

Y antes de que hubieran terminado de decirlo, la casa de madera se había desplomado. Los dos cerditos corrieron y corrieron hasta la casa de ladrillo del hermano mayor.

– Aquí estaremos a salvo – les protegió el cerdito mayor.

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Y para su sorpresa, los cerditos pequeños descubrieron que ni la tormenta, ni el viento, ni el lobo malvado malvadísimo, podían destruir aquella casa tan bien hecha.

– ¡Os lo dije! Las cosas bien hechas necesitan más esfuerzo, pero luego duran para siempre…

Estaban tan contentos los tres cerditos en la casa de ladrillo, que casi se habían olvidado del lobo y de la tormenta cuando un ruido les sobresaltó. Era el timbre, ¿quién llamaría a esas horas en una tarde tan desapacible?

– ¡Es el lobo! – exclamó asustado el hermano mayor cuando miró por la mirilla de la puerta.

– Sí, soy el lobo – exclamó el animal que había escuchado lo que el cerdito había dicho.

– Pues fuera de aquí, ya has destruido dos casas, pero esta no conseguirás tirarla.

El lobo suspiró con tristeza y exclamó:

– ¿La casa de paja y la casa de madera? Yo no tuve nada que ver con eso. Estaban tan mal

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construidas que la propia tormenta acabó con ellas.

– Y entonces, ¿qué haces aquí?

– Soy nuevo en el bosque, y he venido a invitar a todos los animales a una gran fiesta. Así podremos conocernos…

– Querrás decir que podrás comernos…

El lobo volvió a suspirar con tristeza y gritó:

– ¿Por qué decís eso? No sabéis nada de mí y sin embargo ya dais por hecho que soy un lobo malo.

– Es que todos los lobos son malos y quieren comernos…

– Pero yo no, ¡si soy un lobo vegetariano!

Los tres cerditos se miraron con miedo. ¿Podían confiar en aquel lobo? Para comprobar que era verdad lo que decía, le pusieron una prueba.

– Si es verdad que eres vegetariano, tendrás que demostrarlo.

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Y por debajo de la puerta, los tres cerditos le pasaron una bandeja con comida. En un plato había un suculento trozo de carne. En el otro una ensalada bien fresca.

El lobo no dudó ni un instante, cogió el tenedor y comenzó a comerse la ensalada.

– Necesitaría un poco de aceite y vinagre…¡esta ensalada está sin aliñar!

Los tres cerditos comprendieron que aquel lobo no mentía y confiaron en él. Y así fue como aquel lobo vegetariano se quedó para siempre en el bosque, y él y los tres cerditos (que terminaron viviendo todos juntos en la casa de ladrillos) fueron amigos para siempre.

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Un cuento de princesas

Érase una vez una princesa de cabello alborotado y mejillas sonrosadas que vivía en un castillo, en un reino, muy muy lejos de aquí. Su padre era un gran rey tan poderoso que por poseer, poseía hasta los amaneceres del cielo. Su madre era una gran reina tan sabia e inteligente que por saber, sabía hasta los idiomas que hablaban en la otra punta de su reino.

La princesa era heredera de los amaneceres del padre y del saber de su madre, la única heredera. Por eso sus padres cuidaban mucho de ella y no la dejaban hacer nada. Y la princesa que lo tenía

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todo, un castillo y un jardín, un ejército que cuidaba de ella, una cocinera que le preparaba todo lo que le apetecía y una sala llena de juguetes, aun así no era feliz.

Se pasaba el día suspirando y soñando con ser cualquier cosa menos una princesa. Para olvidar lo aburrida, triste y solitaria que era la vida de una princesa, la pequeña se subía al piso más alto de la torre más alta del castillo. Ahí estaba la biblioteca con libros grandes y libros pequeños, libros gordos y libros finos, viejos y nuevos, interesantes y aburridos, divertidos y serios, alegres y tristes.

Y ahí se pasaba la princesa todo el día leyendo, sin parar de suspirar:

– Pero, princesa…¿por qué suspiráis tanto? Todos sus súbditos se arrodillan cuando la ven y le besan la mano – preguntaba siempre su dama de compañía.

– Me besan la mano y me preguntan qué tal estoy, pero ¿acaso se quedan a esperar la respuesta? Me besan la mano pero no se

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preocupan por mí. No saben si estoy triste, o si estoy alegre y les da igual.

– Pero, princesa, ¿qué me dice de los príncipes del resto de reinos? Todos se mueren por pedir su mano, por batirse en duelo con dragones para defenderla y por regalarle joyas.

– Piden mi mano porque quieren mi reino, no porque me quieran a mí. Si me quisieran, no me regalarían joyas que nunca me pongo, ni matarían dragones de los que no necesito defenderme porque son mis amigos.

Y una tras otra, todas las razones que la dama de compañía le iba dando, la princesa las iba rechazando. Nadie le haría cambiar de opinión: ser princesa era lo más aburrido del mundo. Era infinitamente mejor ser arqueóloga en busca de tesoros antiguos, o bióloga en medio de la selva, o periodista a la caza de noticias, o ingeniera construyendo puentes por todos los confines del mundo.

Y es que lo que quería la princesa era viajar, viajar y viajar: conocer algo más que los confines de su reino. Y que la quisieran por lo que era en

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verdad, una simple chica de cabello alborotado y mejillas sonrojadas a la que le gustaba leer y soñar despierta.

Pero mientras aquello no ocurría, la princesa viajaba a través de los libros. Los que más le gustaban, claro está, eran los libros de aventuras y de viajes a islas de gigantes y diminutos, de tierras encantadas y bosques mágicos.

Los que menos le gustaban, claro está, eran los libros de príncipes y princesas.

– ¿Quién ha escrito semejante desfachatez? Seguro que quien lo hizo, ni fue princesa nunca, ni conoció a ninguna princesa de verdad…

Tan enfadada estaba con aquellos libros que decidió escribir su propia versión de la vida de las princesas. Pero lo de escribir no se le daba muy bien y por más que lo intentó y lo intentó no consiguió avanzar en su proyecto. Así que buscó a alguien por internet que pudiera hacerlo por ella.

Y encontró Cuento a la vista.

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– Encima con ilustraciones…¡Esto va a ser el no va más! – exclamó feliz la princesa.

Y ahí que nos fuimos nosotras con nuestro cuaderno en blanco para anotar todo lo que la princesa quería contarnos. Tardamos tres días y tres noches en llegar a su castillo, pero mereció la pena. Aquel lugar era el más bello que habíamos visitado nunca, sin embargo la princesa se había cansado de verlo. Quería conocer las ciudades grises y ruidosas de las que veníamos nosotras y estaba harta de ser una princesa.

Así que además de escribir este cuento sobre lo aburrido que es ser una princesa, también nos la trajimos con nosotras. Vino escondida en mi maleta: ¡menos mal que la princesa era pequeña! Pero aun así…¡hay que ver cómo pesaba!

Ahora la princesa vive en mi casa y ya no suspira. Le gusta salir a pasear por las mañanas, montar en metro por las tardes y observar a la gente que vuelve a casa del trabajo. Le gusta jugar con los niños en el parque y subirse a los columpios: adelante, atrás, adelante, atrás y que el viento le alborote todavía más su ya alborotado cabello.

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La princesa, además, está aprendiendo a cocinar y a veces, cuando llego a casa, me tiene la cena hecha. No le sale muy bien, pero ella lo intenta y lo intenta, así que yo no le digo nada y me lo como todo y ella se pone contenta.

La princesa está buscando un nombre y no se decide, así que nosotras la llamamos Febrero, porque ese fue el mes en el que llegó a la ciudad.

Febrero tiene muchos planes para marzo. Quiere ir a la universidad, hacerse exploradora, viajar por todos los mares del planeta, ser feliz.

Aunque, colorín colorado, yo creo que esto último ya lo ha logrado.

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Ceniciento y las zapatillas mágicas

Ceniciento había perdido a Papá hacía tiempo y de todos los recuerdos que tenía de él, el que más le gustaba era su nombre. Papá decidió llamarle así porque Ceniciento se pasaba horas delante de la chimenea pintándose bigotes con la ceniza.

Con el tiempo, Mamá acabó casándose con otro hombre. Aquel señor siempre le pareció bastante antipático, por esa razón, Ceniciento le llamaba para sus adentros el señor antipático. Tenía dos

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hijos que eran sus hermanastros, a quienes Ceniciento intentó conocer y ser su amigo pero la verdad es que nunca le cayeron del todo bien. Aquellos niños que siempre le miraban por encima del hombro, le parecían chismosos, sabelotodos y presumidos:

– Mamá yo lo intento, quiero jugar con ellos y que se sientan como en casa, pero no me gusta, no paran de mandar todo el rato.

Ceniciento quería muchísimo a Mamá. Nadie cómo ella sabía prepararle el chocolate de la merienda o contarle aquellos cuentos sobre dragones miedosos, princesas valientes y reinos desconocidos.

Por eso cuando Mamá se fue, Ceniciento se puso tan triste que se encerró durante días en su habitación. Los ratoncitos, los perros y algún que otro pájaro eran los únicos que le hacían compañía, éstos le llevaban bocadillos de chocolate y le leían cuentos tratando de animar a Ceniciento.

Cuando Ceniciento se atrevió por fin a salir de su cuarto, se dio cuenta de que su casa había

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cambiado. El señor antipático y sus hijos habían dejado sus cosas por todas partes, y su casa ya no parecía suya…sino de aquella familia que no le caía nada bien.

Con el tiempo, el señor antipático, cada vez era más y más antipático. Comenzó por no dejarle jugar con sus hermanastros y terminó por hacerle limpiar la casa de arriba a abajo como si fuera un criado. Y así, mientras Ceniciento limpiaba la cocina, la chimenea, lavaba la ropa, barría y fregaba los suelos, sus hermanastros jugaban a la pelota, leían cuentos, iban al parque del palacio y siempre parecían pasarlo bien.

Ceniciento intentaba no estar triste, a veces se enfadaba por no poder jugar y reír como los otros niños y niñas, pero cuando eso le pasaba recordaba la sonrisa de Mamá, los bocadillos de chocolate y corría a jugar con sus verdaderos amigos, los ratoncitos, los perros y los pájaros. Ellos eran los únicos que habían cuidado de él cuando Mamá se fue:

– Tenemos que conseguir que Ceniciento salga de esta casa. No puede pasarse la vida aquí encerrado limpiando para siempre.

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– Dentro de poco es la fiesta de cumpleaños de la Princesa y todos los niños y niñas de este reino y de los reinos de los alrededores vendrán a jugar a palacio.

Así que todos los animales decidieron que ese día, Ceniciento tendría que llegar a palacio para poder jugar con todos aquellos niños y niñas, y aunque fuera por unas horas, pasarlo bien cómo todos los demás.

El día del cumpleaños llegó y sus hermanastros se fueron en caballo a palacio. El señor antipático se había encargado de dejarle una larga lista de quehaceres para que estuviera entretenido, Ceniciento se quedó mirando desde la puerta disimulando sus ganas de ir a la fiesta y dijo haciéndose el orgulloso:

– ¡Bah, la fiesta me da igual! Seguro que es aburridísima.

Fue entonces cuando aparecieron todos los animales con una camiseta unos pantalones y un gorro precioso para que pudiera ir con ropa nueva y limpia a la gran fiesta de cumpleaños de la Princesa, lo único que se les había olvidado

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eran los zapatos. A Ceniciento le dio exactamente igual, se puso a dar saltos de alegría y vestido con su ropa nueva y con sus viejas zapatillas agujereadas por el dedo pulgar se fue corriendo a la gran fiesta.

– Ceniciento, tienes que venir cuando oigas el canto de los pájaros, ellos te avisarán para que llegues antes que el señor antipático y tus hermanastros, ya sabes que si se enteran se enfadarán y te castigarán limpiando la chimenea durante días.

– Allí seguro que no te reconocen, habrá muchos niños. Disfruta y pásatelo cómo nunca.

Ceniciento llegó a palacio y se quedó con la boca abierta. Había un gran lago azul, dulces de todos los colores y sabores, juegos, música, payasos y muchísimos niños y niñas que no paraban de reír.

Todos venían de los reinos de los alrededores: del reino de la música y la danza, del reino de las mates, del reino donde hablaban muy raro, del reino de la naturaleza, del reino de las estrellas…había tantos reinos que Ceniciento sólo

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podía escuchar, mirar y dejar la boca abierta ante tantas cosas desconocidas y geniales.

Ceniciento se bañó en el lago, jugó, rió y conoció a muchísimos niños y niñas, incluida la Princesa, que le pareció casi la niña más guapa y lista de toda la fiesta. A ella le confesó su asombro y su gran deseo:

– ¿Cómo puede haber tantos reinos diferentes? Me encantaría poder conocerlos todos y descubrir donde podría ser feliz.

La Princesa también pensaba que Ceniciento era el niño casi más listo y guapo de toda la fiesta, le encantó escuchar sus historias y sobretodo le gustó que no parara de reír con él. Ceniciento no podía creer lo bien que lo estaba pasando, así que cuando de repente escuchó el canto de los pájaros le dio tanta pena que casi se pone a llorar:

– ¡Oh no! tengo que irme corriendo para volver a casa si no quiero que me castiguen limpiando durante una semana la chimenea.

Salió corriendo y con las prisas, su zapatilla con el agujero del dedo del pie se quedó allí tirada. La

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Princesa la cogió pero no le dio tiempo a llegar hasta él para devolvérsela. Conmovida por la historia de Ceniciento y el gran agujero de aquellas zapatillas, habló con su mamá la Gran Reina y tuvieron una gran idea.

– Le buscarás y le llevarás este regalo. Ceniciento tiene que salir de aquella casa para poder ser feliz.

Una semana después la Princesa por fin encontró la casa de Ceniciento, que se quedó ojiplático al ver de nuevo a esa niña tan guapa y lista. La princesa le dio su regalo.

– Unas zapatillas mágicas para que puedas conocer todos los reinos hasta descubrir cuál es el que te hace feliz.

Ceniciento se puso las zapatillas y un extraño escalofrío le recorrió todo su cuerpo, con esas zapatillas podría recorrer todos los reinos sin cansarse, sin que nada malo le pasara y estando siempre contento.

El señor antipático y sus hermanastros le miraban con rabia y envidia. Ceniciento no podía dejar de sonreír, estaba deseando comenzar la aventura

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de descubrir cuál sería el reino en el que podría ser feliz. Por fin podría jugar, reír, aprender y ser un niño cómo todos los demás. Se despidió de la Princesa, de los ratoncitos, del perro y de los pájaros y comenzó su camino dispuesto a descubrir cuál sería su reino

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El gusano que quería ser mariposa de seda

De todas las cosas que podía haber sido en la vida, a Lunares le había tocado ser un triste gusano de tierra. Él que habría querido ser un valiente león, o una astuta zorra, no era más que un simple gusano, y no cualquier gusano, sino de esos que salían en la comida cuando se quedaba pocha y todo el mundo espachurraba con asco cuando los veía.

–Ya que nos ha tocado ser un gusano, ¿no podríamos al menos haber sido un gusano de seda? –preguntó un día a su amiga Larojos.

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–¿Para qué quieres ser un gusano de seda? ¡Solo comen morera, que es una hoja que sabe a rayos y centellas! Nosotros sin embargo… comemos manzanas medio mordisqueadas, bocadillos con queso fundido, líquidos viscosos con sabor a naranja mezclado con sabrosa arena, etc.

Aquel menú tan especial venía de las papeleras de los niños que jugaban en el patio del colegio donde Larojos y Lunares vivían. El colegio estaba bien, siempre había mucho alimento y nunca se aburrían, pero los niños eran muy peligrosos. Si los veían jugaban con ellos hasta que acababan aplastándolos con el pie. ¡Era horrible!

–¡Pero nadie nos quiere! Sin embargo, a los gusanos de seda…

–¡Pero si son feísimos! Tan blancos y aburridos. Nosotros somos mucho más interesantes –insistía Larojos, tratando de animar a su amigo–. Mírate tú, con esos lunares morados que tienes. ¡Ya le gustaría a los gusanos de seda ser como nosotros!

Lo cierto es que Lunares era un gusano muy bonito. Tenía unas manchas brillantes por todo el

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cuerpo que le hacían muy especial. Además era muy coqueto, y le gustaba vestirse con sombrero y bufanda. Todos le querían mucho y hasta le habían regalado una flor azul por su cumpleaños para que decorara su sombrero. Sin embargo, Lunares nunca estaba contento. ¡Ser un gusano era un fastidio! Los gusanos no servían para nada… Excepto los de seda, claro, que daban aquel material tan suave y que tanto le gustaba a la gente.

– No digas eso. Los gusanos de seda son feos al principio, pero luego se convierten en preciosas mariposas. Los niños los guardan, los alimentan y se los enseñan a todo el mundo en la escuela. Sin embargo a nosotros… ¡nos aplastan en cuanto nos ven!

Y por más que Larojos trataba de convencerle de que ser un simple gusano no estaba tan mal, Lunares no paraba de quejarse. Tan triste estaba, que un día tomó una decisión.

–Voy a entrar en el edificio de las clases. ¡Quiero ser un gusano de seda! A lo mejor si me mezclo con ellos y como morera, yo también acabaré

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haciéndome un ovillo y convirtiéndome en mariposa.

Su plan era colarse en alguna de esas cajas de zapatos en la que los niños guardaban sus gusanos de seda.

–Lunares, ¡ten cuidado! Si te encuentran en la caja se darán cuenta de que no eres un gusano de seda y ¡te apachurrarán con sombrero y todo! –le advirtió Larojos.

Pero estaba tan convencido de que su plan saldría bien, que no hizo caso a sus advertencias y vestido con sus mejores galas se marchó hacia el edificio de primaria. Empezó su aventura un viernes por la tarde, pero el colegio era tan grande, y él tan pequeño, que no consiguió encontrar a los gusanos hasta dos días y medio más tarde, justo cuando la sirena del colegio anunciaba el principio de las clases.

Lunares, se coló en la caja, donde había un montón de gusanos de seda comiendo morera tranquilamente. Les observó atentamente y tuvo que reconocer que Larojos tenía razón: eran blanquecinos, feos y un poco aburridos.

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Cuando los gusanos de seda vieron aquel extraño gusano de colores empezaron a gritar alborotadas.

–¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí?

–Soy Lunares y vengo a convertirme en mariposa de seda, ¡como vosotros!

–Tú no eres como nosotros. No podrás convertirte en mariposa.

–Claro que sí, ¡solo tengo que comer morera!

Tenía tanta hambre después de tantos días buscando a los gusanos de seda, que le hincó el diente a una hoja de morera. Pero aquella hoja le supo, tal y como había dicho Larojos, a rayos y centellas.

–Oye, que esta morera es nuestra. Tú no eres un gusano de seda y nunca lo serás. Por mucha morera que comas. Así que sal de esta caja y vete por dónde has venido.

Pero Lunares no quería irse de allí si no era convertido en una mariposa. Él quería ser un animal útil y bello, como aquellos gusanos. Un

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animal que sirviera para algo y que los niños estudiaran en el colegio.

No tuvo tiempo de discutir más con los otros gusanos. De repente, la caja se abrió, y Lunares vio un montón de ojos posados sobre él.

–¡Ey! ¡Qué asco! Mirad ese gusano con lunares de ahí. ¡Es asqueroso!

–¿Cómo habrá llegado hasta nuestra caja?

–¡Hay que aplastarlo!

El barullo llamó la atención de la maestra, que se asomó a ver lo que estaba agitando a sus alumnos.

–¡Pero bueno! ¡Qué tenemos aquí! Este gusano no debería estar en esta caja, pero no hay por qué apachurrarle…

–Pero profe… ¡si es asqueroso!

–Y no sirve para nada… ¡no se convertirá en mariposa!

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La profesora cogió con sus dedos a Lunares, que muy asustado se encogió hasta casi parecer una bola. Llegaba su final, y solo podía pensar en su amiga Larojos y en todos los consejos que le había dado. ¿Por qué no la habría escuchado?

Sin embargo, la maestra no tenía ninguna intención de aplastar a Lunares.

–Fijaros en este gusano. Parece que no sirve para nada, ¿verdad? Pero estos pequeños bichos son importantísimos para la naturaleza. Ellos convierten la fruta podrida en alimento para la tierra, para que puedan crecer mejor las plantas. ¡Gracias a ellos los árboles crecen más fuertes y gracias a los árboles tenemos aire limpio para respirar!

Lunares se quedó mirando a la profesora sin entender nada. ¿De verdad estaba hablando de él? Y se sintió más importante que nunca en la vida. Tanto como aquellos gusanos que luego se convertirían en mariposas.

–¿Y ahora qué hacemos con este gusano, profe? –preguntó un niño.

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–¿Podemos dejarle en la caja con los otros? –quiso saber una niña.

Pero la profesora tenía otros planes para Lunares.

–Le devolveremos al patio, junto a los árboles y la tierra. Para que pueda cumplir su función y pueda seguir dando alimento a la tierra de nuestro colegio.

Lunares volvió a su árbol junto a su amiga Larojos. Juntos volvieron a comer manzanas mordisqueadas, bocadillos de queso y jamón y zumos de naranja y arena. Lo que Lunares no volvió a hacer fue querer ser mariposa de seda. ¿Para qué si podía ser un maravilloso e importantísimo gusano de tierra?

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Cambio de papeles

Mario era el humano de Zeta y Zeta, que tenía el pelo rojizo como un zorro, era el gato de Mario. A Zeta le gustaba mucho su humano, pero también le gustaba ir a su aire. Por mucho que el niño insistía, Zeta nunca dormía en su cama cuando él estaba dentro, prefería hacerlo acurrucado en un cojín junto al radiador. A Zeta le gustaba descubrirlo todo, ¡era tan curioso! y no tenía miedo a nada, o casi a nada. Porque el aspirador, en verdad, le asustaba un poquito. Cuando olía, oía o veía algo nuevo, Zeta no se lo

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pensaba dos veces… acudía sigiloso a olfatear, escuchar y observar lo que pasaba. Era todo lo contrario que su humano. Y es que a Mario no le gustaban las cosas nuevas: le daban miedo.

Por eso cuando aquel otoño comenzó en una escuela nueva, un colegio de mayores, que decía su abuela, Mario no paraba de quejarse. Eso a pesar de que había muchas cosas que le gustaban de su nuevo colegio. Para empezar ya no tenían que llevar ese babi color verde que tanto odiaba. Además, el colegio nuevo era mucho más grande y en vez de un patio de arena, tenían una pista de fútbol y otra de baloncesto. Sin embargo, las clases eran cada vez más complicadas. Lo que menos le gustaba a Mario era cuando le tocaba leer en alto delante de toda la clase. Se ponía tan nervioso que todas las letras comenzaban a bailar y a mezclarse unas con otras. Al final Mario comenzaba a tartamudear y le tocaba a otro releer lo que él había leído.

Mario le contaba a Zeta todas estas cosas y el gato, mientras se dejaba acariciar con paciencia, pensaba en lo injusto que era que Mario, que no quería ir al colegio, tuviera que acudir a él cada día.

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–Y mientras yo, que me encantaría, tengo que quedarme en casa cada día. ¡Con lo que me gustaría a mí ir al colegio y aprender a leer!

Para Mario, sin embargo, era todo lo contrario:

–Qué suerte tienes Zeta, tú puedes estar en casa todo el día… ¡Si yo fuera un gato: sería tan feliz!

Y tanto quería Zeta ir al colegio y tanto quería Mario ser un gato, que una noche de luna llena un hada traviesa que pasaba por la ventana decidió concederles el deseo.

–Durante una semana Zeta será un humano y Mario un gato…

Imaginaros el lío que se montó a la mañana siguiente… Zeta con su cuerpo de niño de 6 años y Mario lleno de pelo color rojizo.

–Y ahora, ¿qué hacemos? –exclamó Zeta que ahora hablaba como los humanos, puesto que era uno de ellos.

–Pues tendrás que ir al colegio y hacerte pasar por mí –maulló Mario mientras se chupaba la pata con su lengua aterciopelada.

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Y así lo hicieron. Zeta se marchó al colegio y allí vio con sus ojos todo lo que Mario le había contado. Lo campos de fútbol y baloncesto, los libros repletos de letras y aquella maestra que les hacía leer en voz alta. Como Zeta era muy curioso y no le tenía miedo a nada, estuvo observando a todos los niños, mirando bien los libros y descubriendo en qué consistía eso de leer. Pero aunque todo era muy divertido, Zeta estaba agotado. Así que cuando llegó el recreo pensó quedarse acurrucado en una esquina y echarse una siestecita: aquello de ser niño era muy entretenido, pero también muy agotador. Pero cuando estaba a punto de quedarse dormido, sus amigos vinieron y le obligaron a jugar un partido de fútbol con ellos.

Mientras tanto, en casa, Mario se había quedado en la cama tan a gusto que pensó que eso de ser gato era lo mejor del mundo. A mediodía se fue al despacho de Papá, se subió a la mesa y empezó a ronronear. Papá, que estaba revisando unos papeles muy complicados le apartó de un manotazo. Y el pobre Mario convertido en gato acabó de bruces en el suelo.

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–Bueno, volveré a mi camita. No tengo nada que hacer más que dormir, comer y jugar…

Pero dormir tantas horas era aburrido, y no hablemos de jugar: perseguir una bola de lana no era la idea que Mario tenía de diversión. Tampoco era mejor comer: aquellas bolitas secas que Zeta solía devorar a todas horas sabían a rayos y truenos.

Y así fueron pasando los días. Zeta en el colegio, tan observador, había aprendido a leer. Mario, en casa, como no tenía nada que hacer, se dedicaba a curiosear por todas partes y a descubrir rincones en los que nunca se había fijado. También se estaba volviendo más valiente: ¡hasta había aprendido a enfrentarse al aspirador como nunca lo había hecho su gato! Y eso que al principio, cuando sintió la máquina apuntando hacia él casi se cae del susto, pero sabía que no tenía nada que temer, porque aunque esa máquina era muy potente, él era mucho más rápido.

Pero ambos echaban de menos su vida anterior: el colegio estaba bien, y leer era muy divertido para Zeta, pero era mucho mejor pasarse todo el

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día durmiendo y curioseando a su antojo. A Mario ser gato le parecía muy cómodo, pero también muy aburrido. No podía salir a a la calle, ni jugar al fútbol con amigos. Extrañaba el colegio, ¡incluso aunque le hicieran leer en alto!

Así que aquella noche, cuando habían pasado ya siete días desde que se cambiaron los papeles, Mario y Zeta empezaron a discutir cómo acabar con aquella situación:

–Yo no quiero ir más al colegio. ¡Vaya aburrimiento!

–Y yo no quiero quedarme todo el día en casa… ¡eso sí que es aburrido!

–Pero ¿qué hacemos? No sabemos por qué ha pasado esto, ni tampoco cómo solucionarlo…

Y justo en aquel momento, el hada traviesa que había creado el encantamiento apareció en la habitación. Era pequeña como una mariposa y no llevaba una barita mágica, sino una pistola de agua con la que disparó a Zeta y a Mario que volvieron a sus cuerpos originales.

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–¡Espero que hayáis aprendido la lección y ahora disfrutéis con lo que sois!

Pero tanto Zeta como Mario habían aprendido algo más. Zeta había aprendido a leer y desde entonces, además de husmear por todas partes, jugar con bolas de lana, dormir y comer, también le pedía a Mario que le dejara abierto algún libro de cuentos para leer un ratito. Mario, a su vez, había aprendido a ser más curioso y a no tener miedo cuando la profesora le pedía que leyera en alto. Si se había enfrentado valiente a una máquina que absorbía pelos… ¿cómo no iba a atreverse con la lectura?

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Bello y Bestia

Había una vez en un lejano pueblo de altos, frondosos y verdes árboles una joven que vivía con su padre. A nuestra joven le encantaba jugar en aquellos árboles tan altos desde que era una niña, correr y pasear por los bosques y leer grandes historias de príncipes y princesas.

Todas esas cosas que tanto le gustaban no las solía compartir con nadie. El motivo era que cuando aquella niña comenzó a crecer, su pelo se le encrespó y se le puso de punta, la cara se le llenó de granitos y su cuerpo empezó a coger más kilos y músculos de lo que el resto de niñas acostumbraba para su edad. Su padre trató de hacerla cambiar y le insistía en que tenía que

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hacer algo si quería tener amigos y amigas. Cariñosamente le llamaba Bestia. A ella no le importaba mucho tener ese aspecto, pero su padre insistía una y otra vez:

– Hija, tienes que hacer algo con tu aspecto, así tan fea no le vas a gustar a nadie.

– Pero papá, a mí me da igual. Todo eso no me impide hacer las cosas que más me gustan, así que voy a seguir siendo exactamente igual.

Pero Bestia llevaba mucho tiempo escuchando aquellos consejos y ya estaba muy cansada. No entendía por qué era tan importante para la gente y le entristecía pensar que era la única parte que la gente podía ver de ella.

A Bestia le encantaba salir con su caballo por el bosque: se sentía ella misma, era por fin libre y podía jugar y correr tranquilamente. Una de las cosas que más le gustaba era sentir la mirada del bosque sobre ella: era una sensación mágica… parecía que aquellos grandes árboles iban acompañándola en su paseo, como si le saludaran y sonrieran. Bestia pensaba lo maravilloso de esas plantas y seres que no la

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juzgaban por su aspecto. El bosque podía ver la persona que era ella.

Una tarde de invierno, Bestia estaba con su caballo por el bosque cuando algo ocurrió. El caballo de Bestia vio una serpiente, se asustó muchísimo y salió al galope por el bosque. Bestia comenzó a tener miedo porque se estaban alejando y empezaba a oscurecer. Mientras se agarraba fuerte a su montura para no caerse, le susurraba:

– Tranquilo chico, vamos no te alejes tanto, tranquilo…

El caballo fue recuperando la calma pero ya era tarde. No sabían dónde estaban y el sol se había escondido. Bestia seguía asustada pero reunió coraje para confiar en que todo saldría bien y quizá fue esa confianza lo que les ayudó, porque rápidamente divisaron un castillo a lo lejos que podría ser su salvación para esa noche.

Nunca había visto aquel lugar, era un castillo muy hermoso. Lo que Bestia no sabía es que la persona que habitaba aquel castillo era más hermosa aún.

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Bestia llamó a la puerta y no podía creer lo que estaba viendo, era la persona más bella que jamás hubiera visto. Tenía los cabellos brillantes y del color del chocolate, un cuerpo fuerte, una cara hermosa y unos ojos radiantes. Precisamente aquellos ojos fueron lo que más llamó la atención de Bestia, ya que mostraban mucha más belleza que ninguna otra cosa. La joven, sintió de pronto que con mirarle a los ojos ya conocía a aquel chico con el que ni siquiera había hablado aún. Se puso tan nerviosa que no le salían las palabras:

– Bu…bu…buenas noches siento la… la… las molestias. Me he perdido en el bosque, no tengo donde ir, mi caballo y yo estamos asustados y yo no sé…

Aquel chico la interrumpió:

– No digas más, tranquila, esta noche la pasáis aquí.

Bestia no podía creer lo agradable que era aquel chico, tanto que no fue una sino muchas las noches y los días que pasaron juntos en aquel castillo. Montaban a caballo, corrían por el

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bosque y leían cuentos de príncipes y princesas. Resultó que a aquel hermoso muchacho le gustaban las mismas cosas que a Bestia, era divertido y muy fácil estar juntos, se entendían con sólo mirarse. Se dieron cuenta que se parecían en muchas cosas, incluso en aquella en la que parecían más distintos: el aspecto.

– Me encanta sentirme bello, mi madre siempre me regañaba por mirarme y pasarme horas peinándome en el espejo, me decía que un chico tan presumido no iba a gustar a nadie.

– Vaya, qué raro, mi padre me regañaba por no ser presumida.

Y así Bello y Bestia descubrieron que ambos habían sufrido por lo mismo: no dejarles ser cómo querían ser . Bello y Bestia en ese mismo momento se confesaron lo mucho que se gustaban y lo mucho que les gustaría seguir compartiendo tantas cosas juntos. Les gustaba mirarse el uno al otro y encontrar lo mejor de cada uno. Se miraban y se gustaban tal y cómo eran. Ninguno quería cambiar al otro.

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De este modo Bello y Bestia siguieron teniendo el mismo aspecto, Bello siguió preocupándose por ser bellísimo y Bestia siguió sin preocuparse por no serlo. Y además, los dos siguieron siendo curiosos, atrevidos, divertidos y listos. Siguieron compartiendo y disfrutando de los bosques, los caballos y los cuentos. Y por fin consiguieron sentirse felices porque se sentían aceptados el uno por otro.

Y además, la mamá de Bello y el papá de Bestia también aprendieron algo muy, muy importante: daba igual cómo eran sus hijos por fuera, lo esencial, es que fueran felices por dentro.

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Cosa de niñas (y niños)

Emilia no podía creer que por fin fuera a conocer a su primo Jose Tomas. No es que nunca se hubieran visto, es que la última vez que estuvieron juntos solo tenían tres años y ninguno se acordaba bien del otro. Después el primo Jose Tomas se había ido con los tíos a vivir muy lejos y no habían vuelto a encontrarse. Pero por fin iban a hacerlo. Emilia, que ya había cumplido siete años, lo había planeado todo.

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– Nos bajaremos al patio y podremos llamar a Carlos y a Teo y jugar al escondite, o echar un partido de fútbol. ¡Qué ganas!

Pero la tarde en que Jose Tomas iba a venir a casa, comenzó a llover a mares. ¡Todos los planes se habían estropeado! Quizá por eso cuando Emilia estuvo frente a frente con Jose Tomas no supo muy bien qué decirle.

– ¿Por qué no os vais al cuarto a jugar? – sugirió Mamá cuando vio la timidez de los dos primos.

Emilia y Jose Tomas obedecieron y se marcharon en silencio a la habitación de la niña. Pero allí, la cosa no mejoró. Emilia se sentía incómoda con Jose Tomas, pero era su primo. Y por eso, porque era su primo, tenía que aguantar que estuviera curioseando entre sus muñecas.

– ¿Te apetece que juguemos con ellas?

– ¡Con las muñecas! ¡menudo rollo! Eso es un juego de niñas.

– No es cierto, yo juego con mi amigo Carlos, y con su primo Teo. Nos lo pasamos fenomenal.

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– Pues vaya dos amigos que tienes. Los niños deberían jugar al fútbol, y no a las muñecas.

– También jugamos al fútbol, listillo. Pero hoy está lloviendo, así que no podemos salir a la calle. Así que si quieres jugar al fútbol vete tú solo.

Pero Jose Tomas no quería jugar solo al fútbol, y mucho menos con aquella lluvia tan molesta. Así que con cara de asco cogió una de las muñecas favoritas de Emilia y empezó a zarandearla. Cuando Emilia vio como el niño agarraba de malas formas su muñeca azul se enfadó un poco:

– No la cojas así, que le vas a hacer daño.

– Pero si no es más que una tonta muñeca. No es un bebé de verdad, es solo una muñeca.

– Ya, pero es mi muñeca favorita y no quiero que la estropees. Déjala.

Pero Jose Tomas no estaba dispuesto a soltarla. Hacer rabiar a su prima Emilia, era lo más divertido que se podía hacer en aquel día de lluvia.

– No pienso soltarla. Tendrás que cogerla tú.

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Emilia, muy enfadada, comenzó a tirar de su muñeca. ¡Tenía que recuperarla! Pero Jose Tomas también tiraba desde el otro lado con fuerza.

– Suéltala.

– No, suéltala tú.

Y así habrían seguido toda la tarde si no llega a ocurrir la cosa más extrañísima que Emilia y Jose Tomas habían visto en su vida. De repente, la muñeca azul, muy cansada de que se pelearan por ella, comenzó a chillar.

– ¡Se puede saber qué os pasa a vosotros dos!

Jose Tomas y Emilia soltaron la muñeca asustados y se miraron sin entender nada.

– ¡Vaya par de animales! – siguió diciendo la muñeca azul muy enfadada. Justo en ese momento, alertada por los ruidos, entró en la habitación la mamá de Emilia.

– ¿Se puede saber qué está pasando aquí? ¡Menudo ruido!

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– Mira Mamá, mi muñeca azul ha hablado – pero al señalarla, Emilia se dio cuenta de que la muñeca ya no estaba en el suelo.

– ¿Qué muñeca? Aquí no hay nada…

Jose Tomas se dio cuenta de que la muñeca, con la misma cara de enfado de antes, estaba subiendo por la estantería como si fuera un experto escalador.

– Sí, sí, ahora está trepando entre los libros, fíjate, tía.

Pero cuando los tres miraron hacia la estantería, la muñeca estaba plantada junto a unos libros tan quieta como siempre había estado.

– ¡Qué tontería decís! Las muñecas no hablan y mucho menos se mueven. Seguid jugando, pero no hagáis ruido.

Jose Tomas y Emilia se miraron sorprendidos. ¿Era verdad que habían visto la muñeca moverse o se trataba de imaginaciones suyas? Pero la muñeca azul les sacó de dudas, y comenzó a hablar desde lo más alto.

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– ¡Casi nos pilla! ¡Menos mal! Si un mayor viera a una muñeca hablar se moriría del susto.

– ¿¡Hablas de verdad!?

La muñeca azul se bajó de la estantería de nuevo y se colocó delante de los niños. Les contó que todos los muñecos tenían la capacidad de hablar entre ellos pero que no podían comunicarse con los niños a menos que su vida corriera peligro.

– Y si no llego a hacerlo… ¡habríais acabado conmigo! ¿Se puede saber por qué os estabais peleando?

Emilia le contó que Jose Tomas pensaba que las muñecas eran solo cosa de niñas y que jugar con ellas era muy aburrido.

– Eso es porque nunca has jugado con una muñeca – dijo mirando con cara de enfado al niño.

Jose Tomas, muy avergonzado, tuvo que reconocer que la muñeca azul tenía razón: nunca había jugado con ellas.

– Pues ya va siendo hora…¡a jugar!

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De repente, de los cajones de Emilia comenzaron a salir muñecas y ¡¡todas hablaban!!

– ¿Qué os parece si organizamos un partido de fútbol entre muñecas? – sugirió una de ellas.

– O podemos organizar una guerra de muñecas.

– No, nada de violencia. Sería mejor que jugáramos al escondite.

Y eran tantas las propuestas de juego que ni Emilia ni Jose Tomas supieron que elegir… ¡así que jugaron a todas! Era tan divertido inventarse juegos, imaginar que las muñecas eran exploradoras en una selva peligrosisíma, o que eran detectives tratando de capturar a una ladrón muy malvado o corredoras de una carrera de obstáculos que iba de la cama de Emilia al escritorio lleno de pinturas.

Cuando los tíos de Emilia vinieron a buscar a Jose Tomas y se lo encontraron rodeado de muñecas, jugando divertido se sorprendieron mucho:

– ¿Estás jugando con muñecas, Jose Tomas?

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El niño, guiñando un ojo a la muñeca azul y a su prima Emilia, exclamó:

– Pues claro, al fin y al cabo… ¿quién ha dicho que las muñecas son cosa de niñas?

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El rincón de nieve

La pequeña ardilla Tartán, vivía en un bosque mágico, lo que tenía un montón de ventajas, porque significaba que en cualquier esquina siempre te encontrabas algo inesperado. Pero de todos los lugares increíbles del bosque había un rincón muy especial, el que más le gustaba a Tartán. Solo podías encontrarlo un día al año: el día de Nochevieja.

Ese día, sin importar si hacía calor o frío, junto a la esquina del puente encantado, Tartán y sus amigos se encontraban el rincón de nieve. Un lugar tan lleno de nieve que las pequeñas ardillas

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podían pasar el último día del año jugando a tirarse bolas o en trineo o incluso, y esto era lo que más les gustaba, haciendo muñecos de nieve. Cada ardilla hacía uno, con la particularidad de que cada muñeco de nieve era exactamente igual al muñeco de nieve que esa misma ardilla había hecho el año anterior.

El muñeco de nieve de Tartán se llamaba Rayón, porque le encantaba que las bufandas que cada año Tartán le ponía al cuello fueran de rayas. No le gustaban de puntitos, ni de flores, ni de animales, a Rayón solo le gustaban las rayas.

Tartán y Rayón habían pasado tantos años juntos (un día, cada año, el último día del año, pero muchos años al fin y al cabo) que ya eran grandes amigos. Se contaban lo que habían hecho en todo el año, los sueños que querían ver cumplidos el año que empezaba y se divertían mucho juntos. Después, cuando la luna se ponía en el punto más alto, marcando el final del año, el rincón de nieve comenzaba a desaparecer, a volverse cálido. Los muñecos se iban deshaciendo poco a poco, y las pequeñas ardillas se despedían de ellos hasta el año siguiente.

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Así fue siempre, año tras año, mientras Tartán fue una pequeña ardilla. Sin embargo hubo un año en que Tartán no fue a buscar el rincón de nieve:

– Eso son tonterías de ardillas pequeñas, yo ya soy mayor. En Nochevieja quiero hacer otra cosa: ir al baile de los abetos danzarines.

Tartán no volvió al rincón de nieve y con el tiempo también se olvidó de su buen amigo Rayón, ese muñeco de nieve que aparecía una vez al año y con el que había compartido tantos sueños. Muchas lunas en el punto más alto fueron marcando los finales de año y Tartán se hizo mayor. Tanto que hasta encontró una compañera y juntos tuvieron muchas ardillas pequeñas que recorrían con curiosidad el bosque encantado, sorprendiéndose de cada esquina mágica con la que se encontraban.

Un día de Nochevieja, las pequeñas ardillas de Tartán encontraron el rincón de nieve, hicieron un muñeco y pasaron con él todo el día hasta que se acabó el año. Cuando volvieron a casa le contaron a Tartán todo lo que habían hecho:

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– Cada uno hacía su muñeco de nieve y pasaba con él las horas.

– ¡El mío era divertidísimo y me ha prometido que nos veremos también el año que viene!

– Y el mío, y el mío…

Solo la más pequeña de todas no parecía tan contenta como el resto. Sorprendido, Tartán le preguntó qué había pasado con su muñeco de nieve:

– El mío era bueno y dulce, pero no le gustó mucho mi bufanda. Me dijo que solo le gustaba las bufandas de rayas y que la mía era de cuadraditos. Luego me contó que una vez tuvo un amigo pero ese amigo se olvidó de él y nunca jamás regresó. Me dijo también que no quería ser mi amigo si yo también le iba a abandonar. Yo le dije que no lo haría, pero no me creyó. Y ahora no sé si aparecerá de nuevo el año que viene.

Al escuchar a su pequeña ardilla, Tartán supo que aquel muñeco de nieve era Rayón y que el amigo que le había abandonado era él. Juntos habían pasado muchas Nocheviejas y sin embargo, él no había vuelto jamás a visitarle. Sintiéndose muy

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triste salió corriendo en busca del rincón de nieve. Pero como ya era Año nuevo, el rincón se estaba deshaciendo y los muñecos estaban casi derretidos.

Aun así, pudo identificar entre todos ellos a su viejo amigo Rayón. El muñeco, medio deshecho, también lo reconoció a pesar de lo mayor que se había hecho.

– ¡Has vuelto!

– Sí, he vuelto. Siento haber tardado tanto. Pero te prometo que la próxima Nochevieja no faltaré…

Tartán cumplió su promesa y junto a su hija pequeña acudió todas las Nocheviejas al rincón de nieve para conversar con su viejo amigo Rayón, para hablar de sueños y de la posibilidad maravillosa de llegar a cumplirlos. Rayón le escuchaba feliz: su sueño, tener a Tartán a su lado, por fin se había cumplido…

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La vida secreta de los objetos

Hace una semana perdí unas gafas de sol. No eran unas gafas de sol cualquiera. Las había comprado mi tía María, que es la más viajera de todas las tías que tengo, en un mercadillo de cosas antiguas en Berlín.

– Estas gafas pertenecieron a una joven alemana de los años setenta a la que le gustaba pasear bajo el sol. Solía llevar a su perro al río y jugaba con él.

Mi tía María, además de la más viajera, es la más cuentista de todas mis tías. Ella siempre dice que

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no se inventa nada, que todo lo que me cuenta lo ha escuchado por ahí. Pero yo no me lo creo del todo. Sin embargo, me gusta que me cuente esas historias.

– ¿Y cómo acabaron estas gafas en ese mercadillo?

– Un día, el perro de esta joven de los años setenta salió corriendo detrás de un conejo. Iba sin correa, así que la chica tuvo que correr detrás de él. En el camino perdió las gafas. Las encontró una señora que pasaba por ahí. Las cogió y las guardó en una caja.

– ¿Y después?

– Después, muchos años después, cuando se jubiló se fue de viaje.

– ¿A dónde?

– Pues a donde va a ser, a Mallorca, que es donde van todos los alemanes.

– ¿Se llevó las gafas?

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– No, las había guardado en una caja, así que ni se acordó de ellas.

– Y ¿cuándo volvió ya no estaban?

– No, nunca volvió.

– ¿Cóooomo? ¿No volvió nunca? ¿Le pasó algo malo?

– ¡Qué va! Le gustó tanto Mallorca que decidió quedarse ahí. Y su nieta se fue a vivir a su casa. Cuando vio las gafas de sol le encantaron y comenzó a usarlas. Pero luego las vendió.

– ¿Las vendió? ¿Por qué? Acabas de decir que le gustaban mucho…

– Sí, pero consiguió un trabajo en la Antártida y allí no las necesitaba, así que las vendió.

Mi tía María, además de viajera y cuentista, tiene unas ideas un poco raras: ¿Quién va a encontrar un trabajo en la Antártida? Pero cualquiera le lleva la contraria.

– ¿Y así fue cómo las encontraste tú?

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– Claro, las vendía una chica en un puesto de sombreros. En cuanto las vi me acordé de ti. ¡Cómo te encantan los sombreros…!

¿Veis a que me refiero? Como me encantan los sombreros mi tía María me regaló unas gafas de sol. ¿Alguien entiende algo? Yo no, pero ya me he acostumbrado a sus locuras.

Pero ahora he perdido las gafas de sol. Y me he puesto triste. Menos mal que mi tía María es la persona más despistada del mundo. Se pasa el día perdiendo cosas, así que no le ha molestado nada que haya perdido las gafas que me regaló.

– No te preocupes, pequeña – me dijo la tía María cuando se enteró – ahora esas gafas pueden continuar su vida.

– ¿Qué vida?

– Pues la vida secreta de las gafas de sol.

He debido poner tal cara de sorpresa, que mi tía María se ha visto obligada a explicármelo.

– No me digas que no sabes lo que es la “vida secreta de los objetos”.

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– Ni idea.

– ¡No me lo puedo creer! Todos los objetos tienen una vida secreta, algo que casi nadie conoce. ¿Por qué te crees que perdemos cosas? ¿Porque somos muy despistados? ¡Qué va! Es porque los objetos quieren vivir sus propias vidas y se escapan. Tus gafas no se han perdido. Se han cansado de estar contigo y se han ido a buscar una nueva aventura. Así que no estés triste, alégrate, porque seguro que tus gafas de sol están más felices.

Al principio he puesto cara de “no me creo ni una palabra de lo que acabas de decirme”, pero luego he empezado a pensar en todas las cosas que he perdido en mi vida: la bufanda que me hizo la abuelita, un montón de gomas de borrar, dos o tres peonzas, un silbato, una muñeca, un par de coches de juguete, un cuaderno sin empezar. ¡Y si todas esas cosas se hubieran ido de verdad a otro sitio! Y me ha gustado mucho la idea.

– Entonces, ¿tú crees que esas gafas las tiene ahora otra persona?

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– ¡Seguro! Y a cambio, tú encontrarás algo pronto. Otro objeto que se haya cansado de su vida y haya decidido buscar una nueva aventura.

Cuando le he contado esta historia a Román, que es mi mejor amigo, me ha mirado como si estuviera chiflada:

– No sé quién está más loca de las dos, si tú o tu tía María. Eso de la vida secreta de los objetos… ¡es imposible!

Pero cuando volvíamos a casa he pisado algo. Era un sombrero rojo con una vida secreta que ninguno podremos adivinar jamás. Un sombrero a la búsqueda de una nueva aventura.

Al menos eso me ha dicho mi tía María. Y yo la he creído. Y Román, esta vez, también.

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La farola dormilona

Las farolas, como buenas farolas, trabajaban por la noche y dormían por el día. Cerraban sus ojos cuando llegaba el sol, y dormían durante horas. Más tarde, cuando comenzaba a oscurecer, los ojos de las farolas, llenos de luz, se encendían para iluminar las calles.

Así era su vida y a todas les gustaba vivir así: de noche, en calles vacías, con toda la ciudad durmiendo y la luna en lo más alto presidiendo el cielo. A todas menos a una. Vivía en un parque de

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la ciudad y la llamaban la farola dormilona porque se pasaba la noche durmiendo y por el día, cuando nadie necesitaba de su luz, se mantenía encendida y brillante. Sus compañeras se pasaban el día regañándola:

– ¡Como sigas así acabarán por pensar que estás estropeada! - No te das cuenta de que tu función es estar encendida por la noche… - Claro, por el día no eres más que un gasto de electricidad innecesario. La farola dormilona sabía que sus amigas tenían razón, pero no podía evitarlo. A ella le gustaba estar despierta de día, cuando la calle estaba llena de gente y de actividad, cuando los pájaros cantaban alegres y los niños correteaban por el parque.

- Pero es que la noche es tan aburrida… Nunca pasa nada, ni nadie… Hasta que un día llegó al parque un viejo búho. Se había escapado del bosque porque sus ojos cansados ya no podían ver en la oscuridad como antes.

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– Vete a la ciudad – le habían dicho sus amigos –. Allí siempre hay luz, incluso de noche. Así que el viejo búho había cogido todas sus pertenencias, pocas, la verdad, pues no era animal de acumular cosas, y había llegado hasta el parque donde vivía la farola dormilona. Tal y como era su costumbre, durmió todo el día y por la noche, al abrir los ojos, se encontró con aquella cálida luz de las farolas. Tan feliz estaba con aquel resplandor que permitía ver a sus ojos gastados, que se puso a ulular.

Todas las farolas se pasaron días comentando la belleza y singularidad de aquel canto del búho, tan diferente a lo que habían escuchado hasta entonces. Todas, menos la farola dormilona…

– ¿Y de verdad es tan extraño ese canto? - Es increíble, estoy deseando que llegue la noche solo para oírlo. - Pero, ¿ese tal búho no puede cantar por las mañanas? - No, si quieres escucharlo tendrás que quedarte despierta por la noche, como todas las demás. Tanto le picó la curiosidad a la farola dormilona, que la siguiente noche, en contra de su

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costumbre, permaneció con sus dos ojos luminosos abiertos. Era la primera vez que se quedaba despierta y le sorprendió la belleza de la luna, el sonido de los grillos entre los arbustos y sobre todo, aquel canto profundo del viejo búho.

A la mañana siguiente estaba tan cansada, después de haberse mantenido despierta tantas horas, que no le quedó más remedio que dormir y dormir. Hasta que llegó la oscuridad y sus ojos se abrieron para iluminar la noche.

Y así, día tras día. Noche tras noche. Nadie volvió a llamarla la farola dormilona.

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El ajetreado día del payaso Claudio

La enorme panza del payaso Claudio subía y bajaba al son de su pesada respiración (por llamar de alguna manera a sus fuertes ronquidos) cuando el despertador en forma de sol sonó estrepitosamente despertando a medio vecindario con su molesto rrrrrrrrrrring. A todo el vecindario menos a Claudio quien, acostumbrado a no despertarse con sus ronquidos (que parecían rugidos, todo sea dicho), el sonido del despertador pasó totalmente desapercibido.

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Así que siguió sonando y sonando y sonando, ¡para desgracia de los vecinos que no paraban de escuchar aquel rrrrrrrrring molesto! Menos mal que en la casa de Claudio había otro habitante más: Nito, su perro salchicha, que harto de aquel sonido estridente se abalanzó hacia Claudio y comenzó a lamerle la cara.

- Puafff, Nito, deja ya de chuparme los mofletes, ¿no ves que estoy durmiendo? – dijo con voz cansada Claudio. Y justo cuando se iba a dar la vuelta para seguir con sus sueños y sus ronquidos, el despertador en forma de sol, que se había tomado una pausa entre rrrrrrrrrrrrrrring y rrrrrrrrrrrrrrring, comenzó a sonar estrepitosamente. Claudio miró la hora, soltó una exclamación de fastidio:

- ¡Maldición! – exclamó mientras su enorme barriga chocaba con el suelo al tratar de salir de la cama a toda prisa. – ¡Es tardísimo! Aquel era un día importante para Claudio: tenía un trabajo muy especial que hacer y no podía fallar. Pero el día no podía haber empezado peor. Ya no le daría tiempo a desayunar (con lo que le

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gustaba a Claudio desayunar) y tendría que vestirse a toda prisa. ¡Y vestirse como payaso no era una cosa que uno pudiera hacer en 5 minutos! Todo necesitaba su tiempo, sobre todo el maquillaje. Pero tiempo, justamente, era lo que no tenía Claudio: ¡¡llegaba tarde!!

Cuando por fin se arregló la peluca y se ató los cordones de sus enormes zapatones de payaso, Nito comenzó a mirarle con ojos lastimeros.

- Nitoooo, no me mires así. ¿No ves que llego tarde? Ahora no puedo sacarte al parque. Pero tal era la cara de tristeza del pequeño perro salchicha que a Claudio no le quedó más remedio que buscar la correa y sacar a su perro al parque.

- Está bien, una vuelta rápida, Nito. Pero solo porque has sido tú el que me ha despertado, que si no… Sin embargo Nito no tenía ninguna intención de dar una vuelta rápida. Olisqueó todas las flores, olisqueó todos los perros, olisqueó a todos sus dueños y cuando el pobre Claudio estaba a punto de perder la paciencia, levantó su pata y ¡listo!.

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- ¿Ya has acabado? – Claudio no hacía otra cosa que mirar su reloj con desesperación. Pero Nito no había acabado, aún le quedaba buscar un lugar perfecto para… bueno, para eso que hacen los perros en la calle y que nosotros hacemos en el baño. Y lo buscó, y lo buscó y lo buscó y cuando Claudio estaba a punto de perder la paciencia ¡lo encontró! Ahora ya podían volver a casa.

Claudio llevó a Nito corriendo a casa y corriendo volvió a la calle, y corriendo salió tras el autobús que hizo su aparición. Aunque Claudio y su enorme panza no eran grandes atletas, ambos, panza y payaso, consiguieron subirse justo a tiempo al autobús número 23 que les llevaba a su destino.

- ¡Qué suerte! Ahora ya nada puede salir mal. Voy a llegar puntual. Pero Claudio no contaba con un pequeño gran contratiempo: el tráfico. Cuando doblaron la esquina de la calle principal el autobús 23 se paró en seco, rodeado de un montón de conductores malhumorados que no paraban de pitar y gruñir.

- ¡No voy a llegar nunca! ¿Qué hago?

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Y aunque su panza, a la que no le habían dado de desayunar aquella mañana, se quejó ruidosamente y trató de impedirlo, Claudio tomó una decisión rápida. ¡Si quería llegar a su destino tenía que bajarse de ese autobús y correr!

Y así lo hizo. Pero claro, Claudio no estaba muy acostumbrado a correr (y no digamos ya su panza) así que pronto comenzó a sudar y a sudar. Su maquillaje comenzó a correrse por toda su cara y la peluca se le movió, tapándole parcialmente los ojos. Por eso Claudio no vio el puesto de globos de la esquina y se chocó con él.

- Mis globos, mis globos – exclamó enfadado el tendero. - Lo sientoooo – exclamó Claudio, sin peluca y sin dejar de correr. Claudio dobló la esquina y vio que estaba a punto de llegar a su destino. También se dio cuenta de que uno de los globos del puesto le había seguido. Se trataba de un enorme globo con forma de corazón y al verlo, Claudio sonrió: ya nada podía salir mal.

Y esta vez no se equivocó. Claudio entró por la puerta del hospital cinco minutos más tarde de lo

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que debía (solo 5 minutos, ¡menos mal!). Marcó el número seis en el ascensor y cuando las puertas de este se abrieron, vio a un grupo de niños con esos pijamas azules que le ponen a los enfermos observando con mirada triste los pasillos. De repente, uno de aquellos niños se dio cuenta de la presencia de Claudio y le gritó al resto.

- ¡¡Ha llegado!!, ¡¡el payaso ha llegado!! Todas aquellas miradas tristes se iluminaron y los niños comenzaron a sonreír. Por un momento olvidaron el hospital, su cansancio, el dolor de sus operaciones y sus enfermedades y comenzaron a aplaudir tan fuerte que al lado de aquellos aplausos, los ronquidos de Claudio parecían simples suspiros.

El payaso buscó entre sus bolsillo su enorme nariz roja y tomó aire antes de empezar con su espectáculo de chistes, tropezones y carcajadas.

Para que luego le dijeran sus vecinos que el trabajo de payaso no era un trabajo serio

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El reloj dorado

En la estación de trenes nunca faltaba a su cita el señor Rafael. ¿A quién esperaría horas y horas mirando su enorme reloj dorado?

Los niños del barrio siempre se reían del señor Rafael: ¡era tan extraño! Iba siempre vestido de punta en blanco, como si fuera a una boda, pero a una boda que hubiera tenido lugar hace muchos muchos años. Y es que el señor Rafael siempre llevaba un elegante sombrero de copa,

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unos bigotes puntiagudos y unas gafas redondas que le cubrían media cara.

Un día, el señor Rafael, al ver a los niños reír, se acercó con su reloj dorado y su bastón de madera.

– Aunque no lo creáis, mi función es la estación es fundamental. Sin mí, los trenes nunca saldrían ni llegarían puntuales. El señor Rafael les contó que durante décadas había dado cuerda a todos los relojes de la estación, y que él mismo se encargaba de controlar que los trenes salieran exactamente a su hora: ni un minuto antes, ni un minuto después.

- Y para eso ¿necesita ir usted tan elegante? – No, voy tan elegante porque estoy esperando a alguien, pero eso es otra historia, niños. Ya os lo contaré algún día. Lo que sí puedo deciros es que este reloj dorado es mágico. Él controla el tiempo y hace que todo funcione. Pero los niños, por supuesto, no creyeron ni una palabra de lo que les contó. Ahora todo estaba automatizado, y los trenes, tan modernos y rápidos, no necesitaban que nadie controlara los

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relojes de la estación y mucho menos un viejo reloj dorado.

- Lo que le pasa al señor Rafael es que está un poco mal de la cabeza. – Pero, ¿será verdad eso de que está esperando a alguien? – ¡Pues si es verdad llega con muchos años de retraso! Verdad o mentira, la estación de trenes de aquel lugar presumía de ser la única en todo el país donde ningún tren había llegado jamás con retraso.

Verdad o mentira, el señor Rafael siempre acudía elegante y sonriente y siempre se marchaba con la cabeza agachada, mucho más triste que por las mañanas.

Así ocurría cada día hasta que una mañana, de uno de los trenes que llegaba de la costa, se bajó una extraña anciana. Llevaba un vestido blanco hasta los pies y una delicada sombrilla que ocultaba su cara llena de arrugas. ¿A dónde irá esta mujer tan rara? Se preguntaron asombrados los niños de la estación.

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Pronto supieron la respuesta. La mujer de blanco se acercó con paso tranquilo hasta el banco de la estación en el que cada día, el señor Rafael miraba nervioso su reloj dorado.

Ninguno de los dos dijo nada, pero ambos se abrazaron con mucho cariño.

- ¿Me llevas a tomar un chocolate con churros, Rafael? – preguntó con coquetería la mujer de blanco. Y ambos se alejaron sonrientes por la estación, para asombro de los niños que siempre molestaban al señor Rafael.

Al día siguiente el señor Rafael, con su reloj dorado, no apareció por la estación.

Y a partir de entonces, los trenes nunca volvieron a llegar puntuales.

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La bella que durmió y durmió

Es de todos conocido que hubo una vez, en un castillo en medio del bosque, un rey y una reina que tuvieron una pequeña niña. Tan contentos estaban, que organizaron una fiesta e invitaron a todas las hadas del reino.

Las hadas, como regalo, por su nacimiento, le concedieron a la pequeña sus mejores dones: la curiosidad, la inteligencia, la salud, la alegría y la belleza.

Pero el hada más malvada del reino, que no había sido invitada, se enteró de aquella gran fiesta, y muy enfadada apareció allí:

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– No me habéis invitado, pero aun así yo también quiero hacerle un regalo.

Como las intenciones no parecían malas, el rey la invitó a sentarse en la mesa. Sin embargo, el regalo del hada malvada no era ningún don, sino un maleficio:

– El mismo día en que cumplas dieciséis años te pincharás con una aguja y morirás – y la malvada hada desapareció.

El poder de aquella hada era más fuerte que el del resto, por eso, aunque lo intentaron por todos los medios, ninguna consiguió eliminar el maleficio. Tan solo pudieron cambiarlo:

– Cuando se pinche, no morirá, caerá en un profundo sueño del que solo podrá despertarle, cien años después un príncipe azul.

Pero el rey no estaba dispuesto a que eso ocurriera, así que destruyó todas las agujas del reino:

– Si no hay agujas, no podrá pincharse y si no se pincha nunca se cumplirá el maleficio.

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¡Ay, que poco conocía el rey la maldad de aquel hada! El día del cumpleaños número dieciséis de la princesa, el hada, disfrazada de anciana, se le apareció a la joven ¡con una aguja e hilo!

La princesa, que era curiosa e inquieta, al ver aquel objeto extraño, preguntó a la anciana por él:

– Si quieres puedes coger la aguja con tus propias manos y tratar de coser. Yo te enseñaré…

Pero, tal y como había anunciado años antes el hada malvada, la princesa se pinchó con la aguja y se quedó profundamente dormida. Y con ella todo el castillo cayó en un profundo sueño.

Y así pasaron años y años y años. ¡Hasta cien! En ese tiempo el mundo había cambiado mucho. Para empezar los reyes ya no hacían y deshacían a su antojo, aunque seguían existiendo.

Además, las hadas habían dejado de trabajar con varitas y pócimas y se habían licenciado en medicina y farmacia.

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Las tecnologías habían convertido las agujas en algo casi, casi olvidado…¡todo el mundo cosía con máquinas ultramodernas! Y ya no había coches tirados por caballos, sino por un líquido viscoso al que todos llamaban “gasolina”.

En el cielo, además de pájaros, había aviones y helicópteros. Y los bosques, antes tan frondosos y tranquilos, eran ahora pequeños espacios verdes donde los excursionistas hacían barbacoas.

Por eso el verano en el que la princesa cumplía cien años de sueño, unos excursionistas que paseaban por el bosque de la princesa, provocaron, sin querer, un terrible fuego. El verano había sido tan seco, tan seco, tan seco, que bastó una pequeña chispa para que todos los árboles comenzaran a arder.

En seguida llegaron los bomberos, cargados de mangueras, tratando de poner fin a ese incendio terrible. Tuvieron suerte, la lluvia que no había llegado en meses, apareció y les ayudó a frenar el incendio.

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Pero se habían quemado tantos árboles, que el castillo de la bella durmiente, escondido durante cien años por la maleza del bosque, fue visto por los bomberos:

– ¿Te has fijado en ese castillo? – preguntó una bombera de la cuadrilla.

– No lo había visto jamás – exclamó el bombero más joven.

– ¡Vamos!

Ambos caminaron hacia él y descubrieron con sorpresa que todo un reino dormía plácidamente, incluso fuera del castillo.

– ¡Qué cosa más extraña! – exclamó la chica – No están muertos, solo parecen dormidos. Pero yo diría que llevan años y años así, ¿Te has fijado en sus ropas?

Pero el chico, que era un enamorado del arte y de los edificios antiguos, solo tenía ojos para el castillo. ¡Era tan bonito!

– ¿Crees que podremos entrar?

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– Si te hace tanta ilusión…¡entremos!

Los dos bomberos pasearon por el castillo y se maravillaron con el lujo que allí encontraron: muebles dorados, cortinas de terciopelo, lámparas de cristales, y al fondo, una cama preciosa donde estaba una jovencita bellísima.

– ¡Esta debe ser la princesa! – exclamó la chica.

– ¿Tú crees?

– Claro que sí. Seguro que tienes que besarla.

– ¿Besarla? ¿Yo? ¿Por qué?

La chica miró a su compañero con resignación, ¡es que nunca había leído un cuento infantil! A las princesas siempre había que besarlas…

– Pues bésala tú… – exclamó el chico, que no veía por qué tenía que besar a una desconocida.

– ¡Cómo voy a besarla yo! Si la princesa se despierta y ve que la estoy besando yo…¡lo mismo vuelve a dormirse otros cien años! Ella espera un príncipe azul…

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– Pero yo no soy un príncipe y mucho menos azul. Los príncipes azules no existen.

La chica pensó que su compañero tenía razón. En todos sus años de vida, jamás había visto un príncipe azul. Había visto chicos altos, chicos bajos, chicos gordos, chicos flacos, chicos alegres, chicos tristes, chicos amables, chicos groseros, chicos listos, chicos atontados y chicos de lo más aburridos. Pero príncipes azules…¡ninguno!

Así que tendrían que pensar otra solución. Pero se iba haciendo de noche y no había manera de ponerse de acuerdo.

– Anda bésala y acabamos con esto.

– Que no la beso, y si luego ¿quiere casarse conmigo?

– Pues te casas con ella, para eso es una princesa.

– Pero es que yo no quiero casarme con una princesa.

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– Bueno…bésala y salimos corriendo. La despiertas y nos vamos a toda velocidad, así no tienes que casarte con ella.

– Que no…

– Que sí…

No consiguieron ponerse de acuerdo así que nada hicieron. Se fueron por donde habían venido. La bella durmiente y toda la corte del reino siguieron durmiendo otros cien años.

Esperando …

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Los cuentos del bichejo

Después de haber estado tantos años teniendo una habitación para ella sola, Nerea vio como la cosa cambiaba cuando cumplió 8 años.

– No seas refunfuñona, Nerea. El abuelo viene solo por una temporada. Cuando acabe el invierno volverá a su casa y tú podrás recuperar tu habitación.

– Claro, pero mientras tanto, la que tiene que dormir con el bichejo soy yo.

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El bichejo no era una lagartija gigante, ni un animal peludo y gruñón, sino el apodo que Nerea le había puesto a su hermano pequeño, Pablo. Y es que Nerea, aunque hacía ya casi dos años que Pablo era su hermano, seguía sin comprender por qué todo el mundo le hacía tanto caso. ¡Con lo aburrido que era! Casi no hablaba, andaba como si fuera un pato mareado y lloraba cada dos por tres. ¡Si al menos supiera jugar a la peonza, o contar cuentos, o ayudarle a resolver los problemas de matemáticas!

Así que Nerea vio con horror cómo trasladaban su pequeña cama de colores a la habitación de Pablo.

– ¡Ya verás como es genial! Yo siempre compartí habitación con mi hermana y nos lo pasábamos bomba – intentó convencerla su madre.

Pero Nerea no lo veía claro. No se podía comparar su divertida tía Rita, con aquel niño llorón y torpe que la seguía a todas partes y la miraba con aquellos enormes ojos grises.

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– ¡No me mires así, bichejo! Si tú tuvieras una habitación tan bonita como la mía, tampoco se la querrías dejar al abuelo.

Pero Pablo la miraba con sus enormes ojos grises y le daba la risa. ¿De qué se reía aquel mocoso? Nerea suspiró. Aquel invierno iba a ser muy muy complicado.

Y así fue al principio, sobre todo por las noches. Y es que el bichejo se acostaba muy pronto y no se podía hacer ni un solo ruido y mucho menos dejar la luz encendida. Aquello sí que era un verdadero problema para Nerea, ¡con lo que le gustaba leer por la noche! Antes siempre le contaba un cuento Papá, pero desde que el bichejo había llegado a casa, Nerea había comenzado a leerlos ella sola. Al principio, la refunfuñona Nerea había protestado mucho, pero después había descubierto que leerlos sola era muy divertido. Le gustaba poner voces, imitar a los personajes e imaginarse siempre que ella era la protagonista. ¡Y ahora aquello había terminado!

Pero Mamá, al verla tan disgustada, tuvo una gran idea:

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– Nerea, ¿por qué no le lees tú los cuentos a Pablo? Así tú podrás seguir disfrutando de ellos y además se los enseñarás a tu hermano.

– Bah, ¿para qué? Si el bichejo no entiende nada.

– ¡Venga, anímate!

Y a Nerea no le quedó más remedio que empezar a compartir sus cuentos con Pablo. Las primeras noches, el bichejo la miraba con sus enormes ojos grises y bostezaba aburrido. Y Nerea, bostezaba más aburrida todavía. Los cuentos del bichejo eran simples y llenos de colores. ¡Algunos ni siquiera tenían letras!

– ¡Cómo voy a contarle un cuento sin palabras! ¿Qué hago, me las invento?

Y eso fue exactamente lo que hizo: inventarse el texto de los cuentos de Pablo. Que si un hada por aquí, que si una oveja que hace bee por allá, que si perro que hace guau, que si una niña traviesa que canta una canción. Así, poco a poco, Nerea comenzó a conseguir que el niño se divirtiera con ellos.

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– Y entonces llegó la bruja con cara de mala. Escucha, bichejo, era muy mala y se reía así: ¡UAJAJAJAJA!

– ¡acacacaca!

– No, bichejo, ¡UAJAJAJA! ¿A ver cómo lo haces tú?

El pequeño intentaba imitar una y otra vez la risa de la bruja mala del cuento, pero ¡no había manera! Pero aunque no lo conseguía, ¡era tan gracioso intentándolo!

Y así, entre cuentos, fue pasando el invierno, y antes de que Nerea se diera cuenta el abuelo cogió sus cosas y se marchó de vuelta a casa.

– ¿Estás contenta, Nerea? ¡Por fin vas a recuperar tu cuarto!

Pero la niña no estaba contenta. Por un lado, tenía ganas de volver a su habitación, con su alfombra de rayas, sus estanterías llenas de libros y sus paredes verdes, pero había algo que iba a echar de menos: ¡al bichejo! En todos aquellos meses habían pasado tanto tiempo juntos y se

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habían divertido tanto, que Nerea había comprendido por qué todo el mundo le hacía tanto caso: ¡era un bichejo adorable!

Por eso, cuando Papá le anunció que volvía a su cuarto, su cara no fue precisamente de alegría.

– ¿Qué pasa Nerea? ¿No era lo que querías? Por fin podrás volver a leer tus cuentos antes de dormir…

– Sí, pero… ¿qué pasa con el bichejo? ¿quién le leerá ahora esos cuentos sin palabras?

Al oírla decir aquello, Papá comprendió lo que le pasaba.

– Pues tú, Nerea. Que para eso eres su hermana mayor…

Y así fue. Nerea siguió contándole cuentos a su hermano pequeño noche tras noche, día tras día, hasta que el bichejo fue tan mayor que pudo leerlos él solo.

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El amor de la lluvia y el sol

Hubo un tiempo en que no existían estaciones. No había florida primavera, ni verano abrasador, ni otoño nostálgico e invierno helador. Los árboles mezclaban sus flores con sus frutos, sus hojas amarillas con sus desnudas ramas y en un mismo día podía llover y helar, hacer un frío que pelaba o el más agotador de los calores.

Por aquella época andaban todos un poco locos con tanto cambio de tiempo. Los caracoles sacaban sus cuernos al sol para sentir en seguida la lluvia sobre sus caparazones espirales. Los osos se iban a dormir cuando hacía frío y antes de que

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hubieran conciliado el sueño ya estaban muertos de calor en lo más profundo de su cueva. Todos andaban despistados pero como no había normas vivían felices en el caos más absoluto.

También el sol y la lluvia andaban despistados, concentrados en algo mucho más importante que el tiempo, los animales o los árboles: el amor. Y es que el sol y la lluvia, en aquella época loca en la que no existían las estaciones, se habían enamorado. Y como aquel tiempo era un tiempo de principios y de primeras cosas, el amor entre el sol y la lluvia era nuevo, intenso y desbordante.

Al principio se encontraban en los amaneceres, cuando todos dormían aún. Durante algunos minutos el sol brillaba con fuerza y la lluvia llenaba de agua las hojas y los campos. Con el tiempo los amantes sintieron más y más necesidad de estar juntos. De los amaneceres pasaron a las mañanas y de las mañanas llegaron a los mediodías y las tardes.

Pero en aquel caos de mundo donde no había estaciones, a nadie le sorprendió que lloviera y saliera el sol al mismo tiempo, al fin y al cabo,

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aquel era un mundo sin normas y todo estaba permitido.

Sin embargo, un día los amantes llegaron demasiado lejos. Enamorados como estaban las horas juntos se les pasaban en un instante, les sabían a poco. Por eso aquella tarde cuando el sol se preparaba para el atardecer, para desaparecer hasta la mañana siguiente, la lluvia sintió el deseo de tenerle un ratito más a su lado.

– ¡No puedes irte tan pronto! Quédate conmigo un par de horas más.

Y el sol, conmovido por la dulzura de la lluvia no pudo negarse. Aquel día atardeció dos horas más tarde pero nadie dijo nada: en aquel mundo sin normas todo estaba permitido.

Al día siguiente, fue el sol el que se sintió tentado a aparecer antes en el cielo y estar más rato con su querida lluvia.

– Nadie lo notará. Al fin y al cabo la noche es oscura y a nadie le gusta.

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Y el amanecer, en aquella ocasión, comenzó mucho más pronto que nunca. Pero nadie dijo nada: en aquel mundo sin normas todo estaba permitido.

Día tras día, los amantes arañaban horas a la noche hasta que esta desapareció del mundo. Aquello provocó el mayor caos que se había visto jamás en aquel mundo de caos. Los animales no conseguían dormir, la tierra estaba inundada, las flores se morían de calor con tanto sol. Eso por no hablar de que la luna y las estrellas se habían quedado sin trabajo. Muy enfadada, la luna comenzó a pedir explicaciones a todos los seres que vivían en el planeta.

– ¿Se puede saber quien ha organizado semejante lío? Sin noche no hace falta luna, ni estrellas, ¿a dónde se supone que debo marcharme yo ahora? – gruñía irritada en lo más alto del cielo.

Y tras mucho preguntar y mucho investigar, la luna se enteró del romance que mantenían el sol y la lluvia y de como este amor desbordado le había robado la noche. Muy enfadada les sorprendió una noche que no era noche sino día:

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– ¿No os da vergüenza haber dejado al mundo entero sin noche? – les gritó indignada.

– Pero esto es un mundo sin normas y aquí todo está permitido – exclamó orgulloso el sol.

– Claro que sí, siempre que lo que hagamos no moleste a los demás. Y vuestras aventuras nocturnas perturban a los animales que no pueden dormir, aturullan a los árboles y a las flores con tanta agua y tanto calor. Además, ¿qué hay de las estrellas y de mí misma? ¿Qué haremos sin noche? ¿os habéis parado a pensar un solo segundo qué será de nosotras?

La lluvia y el sol bajaron la cabeza avergonzados. Claro que no habían pensado en eso. Ellos solo tenían pensamientos para su amor y sus sentimientos y todo lo demás no importaba. Pero aquello tenía que cambiar.

Y vaya si cambió. La luna bien se encargó de ello y condenó a los amantes a terminar con aquellos encuentros. Desde aquel momento, a la lluvia siempre le acompañó un cielo gris y triste. El sol, por su parte, dejó de viajar con las nubes. Si estas

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aparecían era para hacerle sombra, pero nunca para traerle la lluvia, como hacían antes.

Fue una época triste aquella. Eso a pesar de que nacieron las estaciones y los animales y las plantas dejaron de volverse locos con tanto cambio de tiempo. Sin embargo, todos se sentían un poco culpables por el sol y la lluvia, separados para siempre.

– Algo hay que hacer. Es demasiado cruel con la lluvia y el sol.

Y tanto insistieron, que la luna acabó por ceder.

– Podréis reuniros muy de vez en cuando, y siempre en periodos cortos. Pero a cambio, en cada encuentro, tendréis que darnos algo tan bello como vuestro amor.

La lluvia y el sol aceptaron. Volvieron sus encuentros, volvió el mundo a ser alegre. La lluvia y el sol también cumplieron con su promesa.

Crearon algo tan bello como su amor: el arco iris.

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La madeja de lana azul

La pequeña Mariló caminaba de la mano de su madre por el mercado de antigüedades de la ciudad. Por fin hacía frío y Mamá buscaba un viejo reloj de pared como el que había en su casa cuando era niña. Mariló llevaba en una mano su pequeño paraguas y con la otra agarraba con fuerza a Mamá con miedo a perderse en aquellos pasillos llenos de cachivaches.

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Y es que a Mariló, el mercado de antigüedades le daba miedo, con todos aquellos extraños objetos viejos, cargados de polvo y de recuerdos:

1. Los relojes de cuco, con aquellos inquietantes pájaros que despertaban a cada hora.

2. Las muñecas de porcelana, con los ojos vidriosos y la tez tan fría como la de un muerto(o así pensaba Mariló que debían tener los muertos la piel, ya que ver, no había visto jamás con ninguno).

3. Los cabeceros de la cama con figuras femeninas de peinados extraños-

4. Las mesillas con olor a madera seca y cajones donde nadie sabía lo que uno podía encontrar.

Pero de repente, algo entre todos aquellos puestos de antigüedades le llamó la atención. Se trataba de un tenderete lleno de vivos colores.

– ¿Qué es esto? – preguntó Mariló a una vieja muy arrugada que tejía con dos agujas enormes.

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– Son bufandas, bufandas de colores. ¿No te parece que este mercadillo es muy gris?

Mariló afirmó mientras sentía como Mamá tiraba de su mano para alejarla de allí. La vieja arrugada siguió hablando con su voz suave

– ¿No quieres probarte una?

Mariló, entusiasmada comenzó a rebuscar entre aquellas estupendas bufandas de colores brillantes.

– ¡Esta!

– El azul también es mi color favorito – exclamó la vieja. – Pruébatela a ver cómo te queda…

Mariló se enrolló aquella bufanda azul alrededor de su cuello y entonces sintió un leve mareo. Cerró los ojos intentando no caerse y cuando los abrió, la plaza donde estaba instalado el mercado de antigüedades estaba totalmente vacía.

– ¿Dónde está Mamá? ¿Y la señora de las bufandas? ¿Dónde está todo el mundo?

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Mariló corrió asustada y tomó la primera calle que encontró. ¿Era su imaginación o aquellas casas parecían monstruos con enormes puertas-bocas que querían devorarla? Alzó su paraguas como si se tratara de una espada e intentó protegerse de aquellas casas-monstruo.

– Atrás, atrás, no os acerquéis, dejadme en paz.

Pero las puertas-bocas de aquellas casas se fueron haciendo más y más grandes, hasta que un portazo-mordisco la metió dentro de una de esas casas.

Mariló intentó buscar ventanas-ojos por los que escaparse pero pronto se dio cuenta de que no podía andar, algo la empujaba por detrás: la bufanda azul que le había dado la vieja se había quedado enganchado en el picaporte-lengua.

– ¡Maldita bufanda! Tú tienes la culpa…

Así que tiró y tiró de ella hasta que la bufanda azul se fue deshilachando, enredada en el picaporte-lengua de aquella horrible casa-monstruo. Cuando Mariló estaba a punto de convertir la bufanda en una simple madeja de

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lana sin forma alguna, un sonido estridente la sorprendió.

– ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Cliiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiing!!!!!!!!!!!!

La puerta- boca se abrió de repente y justo al otro lado, Mariló vio a dos niños de su edad vestidos de fantasma:

– ¡Feliz Halloween! ¿Nos das caramelos?

Mariló miró a su alrededor y descubrió que la casa-monstruo había desaparecido y que en su lugar se encontraba el confortable salón de su casa. ¿Lo habría soñado todo?

Entonces vio una madeja de lana azul tirada sobre el suelo y comprendió…

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Noelia quiere una tortilla

¿No os ha pasado nunca que de repente os entran muchas ganas de comer algo determinado? Es un deseo muy fuerte de hincarle un diente a una gominola, a un trozo de chocolate, a un buen bocadillo de chorizo o a unos macarrones con tomate. A Noelia aquel día se le había antojado una buena tortilla francesa.

– ¡Qué antojo más raro, Noelia! – le había dicho su amigo Carmelo, cuando en medio del recreo la niña le había confesado que en vez de aquella

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manzana ácida, lo que le apetecía era una rica tortilla francesa.

– Pues sí que es raro, pero qué quieres…¡me apetece mucho! Es que mi padre las hace muy bien…

Tenía razón, el padre de Noelia hacía las mejores tortillas francesas del mundo. Era capaz de voltearlas en el aire una vez y otra vez con un estilo, que ya querrían para si los grandes cocineros franceses. Aquel día, Noelia no dejó de pensar ni un minuto en la deliciosa tortilla de Papá.

Por eso, cuando por fin llegó a casa, antes incluso de ponerse a hacer los deberes, Noelia le dio un fuerte abrazo a Papá y le pidió que por favor, por favor, por favor le hiciera para cenar una tortilla francesa.

– Pero si hemos comprado pescado. No puede ser Noelia…

– Papá, que tengo muchas ganas…Llevo todo el día pensando en lo mismo, por favor…

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Y tanto insistió que al final a Papá no le quedó otro remedio que aceptar. Eso sí, Papá puso sus condiciones:

– De acuerdo, dejaremos el pescado para mañana, pero tendrás que ser mi pinche de cocina. Pero antes…¡deberes!

Noelia sacó el cuaderno de Mates y terminó los problemas, copió las palabras del dictado que había escrito mal, y terminó de pintar una lámina que le había quedado a medias en Plástica.

– Ya está, Papá. ¿Hacemos la tortilla?

Tal y como le indicó Papa, Noelia abrió la nevera y buscó los huevos. Solo quedaba uno y era un huevo raro, más grande que el resto y con un blanco mucho más brillante de lo normal.

– Venga, cáscalo contra el plato y comienza a batir – exclamó Papá mientras se ponía el delantal.

Pero cuando la cáscara del huevo hizo crac, Papá y Noelia se llevaron el susto más grande de su

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vida. En vez de la yema, amarilla y redonda, se encontraron un extraño y diminuto animal.

– Pero, pero, pero… – balbuceaba Papá sin saber muy bien qué decir.

– Papá, es un dragón, es un dragón enano. Es un dragón igualito, igualito a los que salen en los cuentos… – Pero, pero, pero…¿cómo va a ser un dragón?

Para resolver todas las dudas de Papá, el minúsculo dragón resopló y unas pequeñas llamas de fuego salieron de los orificios de su nariz.

– Pero, pero, pero…¿de dónde ha salido este dragón?

– Pues del huevo Papá, ¿no lo has visto? – Noelia pensó por un momento cómo era posible que una persona tan despistada como Papá pudiera hacer unas tortillas tan deliciosas.

– Claro que lo he visto, pero no puedo creerlo. ¿Qué hará este dragón aquí?

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Una vez más el dragón fue el encargado de resolver todas las dudas de Papá.

– Me aburría en casa y decidí salir a dar una vuelta. Pero he acabado en este huevo horrible y ahora que estoy fuera quiero volver a mi hogar.

– Pero, pero, pero…¿cuál es tu hogar?

Y por mucho que el dragón trató de explicarles de dónde procedía, ni Papá ni Noelia eran capaces de entender dónde se encontraba su hogar.

– ¿Qué dice de libros y de fantasía? ¿tú entiendes algo?

Menos mal que en aquel momento llegó de trabajar Mamá. (Mamá trabajaba por las tardes y llegaba a casa justo después de que Noelia hubiera cenado. Justo a tiempo para contarle un cuento antes de dormir). Cuando Mamá vio la que había montada en la cocina: cáscaras de huevo, un dragón diminuto y lo peor de todo, Noelia sin cenar, se enfadó mucho.

– Pero, pero, pero…¡es que tenemos un dragón!

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– Vaya cosa, ¡un dragón! – exclamó como si fuera lo más normal del mundo – Seguro que se ha escapado de algún libro. Pasa muchísimo. Se aburren de que nadie los lea y salen a dar una vuelta, y luego no saben volver.

– Pero, pero, pero…¿ahora que hacemos?

– Muy fácil, tenemos que encontrar de cuál de todos los libros de cuentos que tenemos se ha marchado.

Así que los tres se pusieron manos a la obra a rebuscar por todos los libros de la casa. Por fin, cuando ya llevaban media hora abriendo y cerrando libros, el diminuto dragón comenzó a soltar más fuego por la nariz que de costumbre.

– Es ahí, es ahí. ¡¡Seguro!! Allá voy…

Dicho y hecho. En un periquete el dragón volvió a su libro y Mamá , Papá y Noelia volvieron a la cocina. Como no quedaban más huevos, Noelia no tuvo otro remedio que comerse el pescado. Después, Mamá le contó un cuento antes de dormir. Por supuesto, aquella noche, el cuento elegido fue el del Dragón que se había escapado

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de su historia. Para que no se aburriera y tuviera ganas de volver a la realidad…

– Pues así acaba la historia, Noelia. ¿Te ha gustado?

Claro que le había gustado. Es cierto que Papá hacía unas tortillas francesas deliciosas, pensó Noelia, pero no había nadie en el mundo que contara los cuentos como Mamá.

Y acto seguido se durmió profundamente.

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El conejo gruñón

Nunca les había gustado aquel conejo azul: ¡era tan diferente a ellos! Es verdad que al principio, a todos les dio un poco de lástima. Y es que aquel conejo necesitaba un nuevo hogar porque un malvado cazador se había apoderado del bosque en el que vivía antes. Así que nadie tuvo valor para negarle alojamiento, aunque todos pensaban lo mismo: ¿qué pinta un conejo como él en un bosque como el nuestro? Así que, aunque le dejaron vivir en su comunidad, nadie tuvo interés nunca en hacerse su amigo. Era un conejo como ellos, sí, pero no era uno de

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ellos. Para empezar aquel color extraño de su pelo, ¡eso saltaba a la vista! Pero había otras cosas, por ejemplo, el tamaño. Era mucho más gordo que todos ellos y también más alto y más fuerte. Luego estaba aquella voz extraña, aquel acento sonoro y cantarín tan molesto. ¡Y no digamos el ruido que hacía al comer! Era tan insoportable que pronto dejaron de invitarle a las comidas y a las celebraciones. El conejo azul acabó acostumbrándose a ser el raro, el diferente, aunque eso supusiera estar siempre solo, día tras día. Con el tiempo olvidó lo que era compartir una buena zanahoria con otro conejo, hacer carreras entre los matorrales o competir por ver quién era el que daba los saltos más grandes. El conejo azul, de pasarse tanto tiempo solo, se volvió huraño, gruñón y egoísta. ¡Justo la excusa que necesitaban los otros para seguir quejándose de él!

– ¿Sabéis lo que me hizo el otro día? – exclamó furibunda una mamá coneja.

– ¿¿Qué??

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– Venía yo con mis conejitos de buscar zanahorias silvestres. No habíamos encontrado ninguna y mis pequeños se morían de hambre. Y entonces nos cruzamos con el conejo azul. Traía una enorme cesta llena de suculentas zanahorias. Había muchísimas…así que le pedí que me diera algunas para mis conejitos. De muy malas formas me dijo que no y se dio la vuelta. Para qué querrá él tantas zanahorias…¡Sinvergüenza!

Hubo tantas quejas que finalmente, decidieron echarle. El conejo azul gritó y gruñó mientras les lanzaba cosas a la cabeza. Pero acabó marchándose con su vieja maleta.

– ¡Qué desagradecido! Después de todo lo que hemos hecho por él…

El conejo azul caminó durante horas. En el fondo, pensó, qué más daba marcharse lejos y vivir solo. ¡Estaba tan acostumbrado que no le importaba! Cuando el sol se ocultó, buscó un agujero donde pasar la noche. Durmió muy a gusto hasta que al amanecer un sonido muy agudo y desagradable le despertó.

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– ¿Qué es este horrible ruido? – exclamó enfadado mientras salía de la madriguera.

– Ah, parece que has escuchado mi canto. ¿Te ha gustado?

– No, no me ha gustado nada, es horrible y encima me has despertado.

Al escuchar decir aquello, el pájaro comenzó a llorar:

– ¿Tú también piensas que canto mal? Lo mismo pasaba con mi familia y acabaron por echarme. Ahora estoy solo. Todo el día. Y no me gusta…

– Pues tendrás que aprender a estar solo. Mírame a mí. Yo también estoy solo y no necesito a nadie. Me gusta…

– ¿Te gusta? Pero si no hay nada más triste que no tener amigos. ¿No podríamos ser amigos nosotros?

El conejo azul miró a aquel pájaro como si estuviera loco. ¿Amigo él de aquel pájaro que no sabía cantar? ¡Ni de broma! Así que, sin

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despedirse, cogió su vieja maleta y siguió caminando. Pero el pájaro no estaba dispuesto a dejar escapar la oportunidad de tener un amigo.

– No te importa que te acompañe, ¿verdad? Es que no tengo a donde ir…

– No, te he dicho que me gusta estar solo. ¡Déjame en paz!

– Eso es lo que tú piensas, que te gusta estar solo, pero todo el mundo sabe que es mucho más divertido tener amigos…

Y siguió hablando y hablando y hablando mientras el conejo azul se enfadaba más y más y más.

– Tienes suerte de que no sea un animal carnívoro…si no…¡¡te ibas a enterar!! – pensó cada vez más enfadado.

Y así pasó el día. El conejo azul buscó un agujero donde dormir, con la esperanza de que cuando despertara, aquel pájaro tan pesado y hablador ya no estuviera ahí. Sin embargo, apenas había

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amanecido cuando el tono chillón del pájaro que no sabía cantar volvió a despertarle.

– ¿Otra vez? ¡¡¡ES QUE NO PUEDES DEJARME EN PAZ DE UNA VEZ!!!

Tanto gritó y tan enfadado parecía, que el pájaro, muy triste, decidió marcharse.

– Ya era hora, por fin podré caminar solo.

Cogió su vieja maleta y comenzó a andar. Pero al rato, el conejo azul se paró. ¿Acaso no había oído un aleteo sobre su cabeza? Miró al cielo pero ni una sola nube le saludó así que siguió caminando. Un rato después volvió a pararse. ¿Acaso no había escuchado el gorjeo desagradable del pájaro? Pero por más que trató de escuchar con atención no oyó más que el silbido del viento. Así que siguió caminando hasta que encontró un agujero donde pasar la noche.

Nadie cantó aquella mañana a primera hora. Pero el conejo azul estaba despierto: no había conseguido pegar ojo en toda la noche pensando en el pájaro. En dónde estaría. En qué estaría

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haciendo. En si estaría enfadado con él. En si le echaría de menos…

De pronto, el conejo azul se dio cuenta de que en realidad, quien le echaba de menos era él. Por muy molesto y charlatán que fuera aquel pajarraco, era el único animal que había querido ser su amigo en mucho tiempo.

– Pero qué tonto he sido – exclamó contrariado – ¿Cómo he podido echarle de mi lado?

Y sin pararse siquiera a recoger su vieja maleta, el conejo azul corrió y corrió en dirección contraria a la que había tomado. ¡Tenía que encontrarle! Al final del día lo vio. Estaba en el mismo árbol en el que lo había dejado, tan solo y triste como le había encontrado la primera vez.

– Tenías razón. – le gritó el conejo azul – no hay nada más triste que no tener amigos. ¿No podríamos ser amigos nosotros?

Seguro que podéis imaginaros la respuesta… El conejo azul y el pájaro que no sabía cantar se hicieron amigos y nunca, nunca más, volvieron a estar solos.

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El miedo de la elefanta Amaranta

La elefanta Amaranta era una de las grandes estrellas del Gran Circo Mundial “La Ballena”. Con su larguísima trompa era capaz de hacer los malabares más espectaculares que se hubieran visto nunca en una carpa de cine. Además, la elefanta Amaranta era alegre y divertida y todos la querían mucho en aquel circo.

Solo tenía un problema: le daban pánico los ratones. Pero aquel, en realidad, era un problema muy pequeño, porque ningún ratón

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había vivido nunca en el Gran Circo Mundial “La Ballena”.

Pero un día, una familia de ratones apareció por allí. Se habían escapado de un pueblo en el que un extraño flautista quería reunirlos a todos y tirarlos por el río. Al parecer aquella flauta emitía un sonido mágico, y todos los ratones que lo escuchaban perdían la razón.

– Por suerte para nosotros, estábamos dormidos cuando eso sucedió. El único que estaba despierto era el abuelo y como estaba sordo…¡no le pasó nada!

Así que aquella familia de ratones había tenido que huir y así, caminando y caminando, habían llegado hasta el circo.

– Os podéis quedar aquí – sentenció el domador – pero tenéis que tener cuidado con la elefanta Amaranta. Le tiene pánico a los ratones, así que será mejor que no os vea.

Pero el Circo Mundial “La Ballena” era pequeñito y la elefanta Amaranta no tardó mucho en descubrir aquella familia de ratones.

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– Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaag – gritó asustada.

– No os preocupéis – aseguró el domador -. Seguro que se acostumbra…

Pero Amaranta no se acostumbraba y cada vez que se cruzaba alguno de los ratones se subía en lo primero que encontraba:

1.- Los taburetes que usaba el domador en su espectáculo con los leones

2.- El trapecio donde Calixta, la mona trapecista, dejaba a todos los niños maravillados con sus piruetas

3.- Incluso la cuerda floja a la que se subía Nicolasa, la jirafa equilibrista.

Cualquier sitio era bueno con tal de estar lejos de aquellos pequeños, veloces y molestos animalillos que tanto miedo le daban. Así que los que tuvieron que acostumbrarse a la situación fueron el resto de miembros del circo.

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Pero el miedo de la elefanta podía llegar a ser a veces muy molesto. Y es que Amaranta pesaba mucho, muchísimo…tanto que su obsesión por subirse en cualquier objeto que la separara del suelo siempre acababa con un tremendo porrazo, o con el taburete hecho trizas, el trapecio destrozado y la cuerda tirada por el suelo. ¡Era un desastre!

Los animales, convencidos de que aquel miedo absurdo debía terminar, decidieron un día que había que buscar la manera de acabar con aquello. El primero en proponer algo fue el payaso Miguelín, siempre tan ingenioso…

– He encontrado en mi maleta de artículos de broma un ratón de mentira…

– No veo cómo eso va ayudarnos con Amaranta – gruñó malhumorado el león.

– Muy fácil: le regalamos el ratón y cuando ella vea que es de mentira y que puede darle cuerda cuando quiera, sentirá que tiene el poder para controlar a los ratones, y con eso, a su propio miedo.

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Ninguno estaba muy convencido con aquel plan, pero como no tenían otro decidieron darle una oportunidad. Así que metieron aquel ratón de mentira en una caja, lo envolvieron con un papel de flores y se lo dieron a Amaranta.

– ¿Un regalo? ¿Para mí? Pero si no es mi cumpleaños – exclamó contenta la elefanta Amaranta cuando vio el paquete.

Pero su sonrisa desapareció cuando dentro de aquel paquete vio aquel ratón.

– Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaagh…– gritó mientras se subía a un taburete muerta de miedo.

– Amaranta, ¡es un ratón de mentira! No es más que un juguete ¡tócalo!

Pero la elefanta no quería saber nada de aquel regalo. El plan había fallado.

– Tendremos que irnos – exclamaron tristes los ratones. – Al fin y al cabo no somos más que una familia de ratones y Amaranta es una estrella del circo. ¡No podemos competir con ella!

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– De eso ni hablar – exclamó contrariada la Calixta, la mona trapecista– Si no podemos acabar con su miedo, tendremos que acostumbrarnos a él.

– Pero ¿qué pasa con mis taburetes? Yo no puedo llevar a cabo mi espectáculo si cada dos por tres está rompiéndolos – protestó el domador.

– Pues sí el problema son los taburetes…¡comprémosle uno de su tamaño! – sugirió Greta, la leona más vieja del circo.

– Claro, uno que lleve con ella a todas partes. Así podrá subirse cuando vea un ratón y no romperá nada.

A la elefanta Amaranta aquel regalo nuevo le gustó mucho más que el anterior. Prometió a todos sus compañeros que no volvería a romper sus herramientas de trabajo y que trataría de controlar sus ataques de miedo.

Lo cierto es que Amaranta nunca llegó a controlar su miedo, pero al menos el Gran Circo Mundial “La Ballena” jamás volvió a ser un

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desastre. Y por supuesto, aquella familia de ratones se quedó allí para siempre. Llegaron incluso a tener un espectáculo de circo que se hizo muy muy muy famoso.

Pero eso, queridos amigos, ya es otra historia…

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Ni que sí, ni que no

El abuelo Genaro solía contar unos cuentos maravillosos. Nadia esperaba siempre con impaciencia el momento en que tocaba irse a la cama. Era entonces cuando el abuelo, ajustándose sus gafitas redondas, comenzaba a hablar con su voz grave.

A veces cogía los libros de la estantería y simplemente leía imitando voces, poniendo caras y haciendo ruidos. Pero la mayoría de las noches, el abuelo Genaro se inventaba sus propios cuentos.

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Él decía que no, que eran historias reales que había vivido durante su época de marino. Pero Nadia no sabía si creerle. ¿Cómo aquel hombrecillo bajito y flaco podía haber vivido todas aquellas aventuras peligrosísimas en alta mar? Nadia no podía imaginar al abuelo Genaro, tan tranquilo y sonriente, enfrentándose a una tripulación rebelde, gritando con genio y atacando sin piedad los barcos de piratas malvadísimos.

– Abuelo, reconócelo, ¡es imposible! Te lo estás inventando.

Pero el abuelo Genaro no decía ni que sí, ni que no. Siempre respondía lo mismo:

– Todo es posible si creemos en ello. Depende de ti…

Y Nadia se quedaba siempre con la duda, pensando que a lo mejor el abuelo le estaba diciendo la verdad y ella era la nieta de uno de los marinos más valientes de todos los mares.

Pero una noche, el abuelo Genaro no estaba junto a su cama dispuesto a contarle un cuento.

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Se había puesto enfermo y habían tenido que llevarlo al hospital.

– ¿Te pondrás bien, abuelo? No puedo dormir sin tus cuentos.

– Claro que sí, Nadia, los viejos marinos somos duros de pelar. Yo he luchado contra ballenas carnívoras, contra terribles tempestades y malvados piratas. ¿De verdad crees que una enfermedad va a ser un problema para mí?

Pero en aquella cama de hospital, el abuelo Genaro parecía más pequeño y flacucho que nunca. Hasta su voz, tan grave y profunda, había pasado a ser tan solo un susurro.

Una semana después, el abuelo seguía en el hospital. Así que una noche, Nadia tomó una decisión. Si el abuelo no podía ir a contarle cuentos, sería ella la que le contaría cuentos a él.

Cuando le dijo a Mamá que se marchaba al hospital a contarle un cuento de buenas noches al abuelo, a Mamá casi le da un ataque de risa…

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– Pero ¡cómo vamos a ir al hospital a estas horas! No nos van a dejar entrar…

Pero tanto insistió Nadia, que Mamá tuvo que hacerle una promesa. Al día siguiente, en cuanto saliera del colegio, irían a verle. Así Nadia podría contarle todos los cuentos que quisiera, aunque no fueran cuentos de buenas noches.

Al abuelo le encantó la idea, aunque al principio Nadia no sabía muy bien que contarle. Pero pronto, Nadia descubrió que había muchas cosas que podían convertirse en un cuento: el misterioso maletín que traía siempre el profesor de inglés, la colección de canicas que tenía Miguel, la capacidad que tenía la maestra de resolver siempre todas las preguntas…

– Nadia, reconócelo, ¡es imposible! Te lo estás inventando. ¿Cómo va a ser tu maestra un hada madrina si no tiene varita? – exclamaba divertido el abuelo Genaro.

Pero Nadia no decía ni que sí, ni que no. Siempre respondía lo mismo:

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– Todo es posible si creemos en ello. Depende de ti…

Y tanto creyeron Nadia y el abuelo Genaro en el poder de la mente y de la imaginación, que un día, por fin, salió del hospital. Todo volvió a la normalidad. El abuelo recuperó su voz grave de marino y Nadia nunca más dudó de sus historias.

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Un deseo de cumpleaños

Olivia perdió la Fantasía precisamente el día de su cumpleaños. En casa habían organizado una gran fiesta y Papá había hecho una suculenta tarta de chocolate donde había colocado siete velas. Después de encenderlas con cuidado, Mamá cogió su cámara y comenzó a hacer fotos, con la esperanza de captar el momento exacto en que Olivia apagara toda las velas.

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- Pide un deseo antes de soplar, Olivia – gritaron a coro todos sus amigos. Olivia trató de pensar un deseo: Comer todo el chocolate del mundo. Poder ver la televisión cuando quiera. Acostarse tarde. No tener que ir al colegio tan temprano. Ser tan alta como la prima Mariona, que con su misma edad le saca casi una cabeza. Tener un perro. Que mamá no se enfade cuando no quiere comerse la fruta. Una bicicleta sin ruedines. Que a papá no le moleste que haga ruido cuando quiere escuchar las noticias…

¿Un solo deseo? Imposible decidirse.

- Venga Olivia, ¡qué se van a consumir las velas! - Claro, no le des más vueltas, pide lo primero que se te pase por la cabeza. Olivia miró a su alrededor con la esperanza de encontrar el deseo perfecto. Pero lo que vio fue una pila de libros que había recibido como regalo. ¡Qué manía tenía la gente con regalar libros! Con lo poco que le gustaba a ella leer…

- Ojalá no tuviera que leer más – pensó de repente y sopló con fuerza las siete velas.

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Por la noche, acabada la fiesta, Olivia se metió en la cama. Estaba tan cansada que no tardó mucho en dormirse profundamente y así hubiera seguido hasta la mañana siguiente si no llega a sentir como alguien le tiraba del pelo.

- ¡¡Ay!! ¡Qué daño! ¿Quién me tira del pelo? - Soy yo, el duende de las velas de cumpleaños. ¡No había manera de despertarte! – exclamó con voz chillona un pequeño ser vestido de verde con un extraño gorro puntiagudo que terminaba en una vela encendida. - ¿Y qué haces aquí? - Asegurarme de que tu deseo de cumpleaños se hace realidad. Veamos, tengo apuntado que lo que quieres es no leer más. ¿Estás segura? - Claro que sí, leer es aburridísimo. Una pérdida de tiempo. Prefiero jugar, ver la tele, salir al parque… - Está bien. No leerás más. Pero a cambio tendré que llevarme tu Fantasía. - ¿Mi Fantasía? ¿Para qué la quieres? - ¿Para qué la quieres tú? Si no vas a leer nunca más, no la necesitarás, así que me la llevo. Olivia se quedó pensativa durante un momento. No es que usara la fantasía a menudo, pero era

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suya y dársela a aquel extraño personaje significaba perderla para siempre.

- Bueno, qué ¿te decides? – gruñó malhumorado e impaciente el duende de las velas de cumpleaños. Abrumada por las prisas, Olivia no se lo pensó dos veces y aceptó el trato:

- Sí, llévatela. Total, tampoco es que la use para nada importante… Al decir eso, el duende de las velas de cumpleaños se quitó el sombrero y sopló la llama de su gorro puntiagudo. Al hacerlo, la luz de la vela y el propio duende desaparecieron sin dejar rastro.

Y fue así, de esta forma tan absurda, como perdió la pequeña Olivia su Fantasía…

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¿Qué me ha pasado?

Cuando Olivia se despertó la mañana después de su cumpleaños se sintió terriblemente cansada. Le dolía la espalda, las rodillas, el cuello y hasta las manos. Nunca le habían dolido las manos. Las miró asustadas y descubrió con terror que sus dedos estaban hinchados y la piel era arrugada y áspera como la

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de la abuela. Olivia se miró la punta de su melena que se había vuelto plateada y no pudo evitar gritar horrorizada.

Al escuchar aquel chillido, Mamá asomó su cabeza por la puerta.

– Olivia, ¿estás bien?

– Nooooooooooo. Soy mayor ¡Me he convertido en una vieja!

Mamá miró a la niña con sorpresa:

– ¡Qué bobadas estás diciendo, Olivia! Que has cumplido siete años, no setenta…

– Pero mírame: tengo la piel arrugada, el pelo gris, soy una abuela…

– Olivia, estás como siempre: has debido tener una pesadilla – y ante la cara incrédula de su hija, Mamá le acercó un espejo.

Mamá tenía razón. La misma Olivia de siempre seguía al otro lado del espejo, con su pelo rojizo, su ojos despiertos y su piel suave y rosada. Sin embargo, al observarse a sí misma, Olivia seguía

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viendo su cuerpo deformado y viejo y se sentía tan cansada como si hubiera vivido cien años. ¿Qué estaba pasando?

– ¿Ves como todo está bien, cariño? Solo ha sido un mal sueño…

Olivia recordó entonces al duende de las velas de cumpleaños. ¿Habría sido eso también un sueño o tendría que ver con su estado actual? Estuvo tentada de contárselo a Mamá pero supo que no la creería nunca. Los mayores nunca creían esas cosas. Pero ¿y ella?, ¿creía de verdad en el duende de las velas de cumpleaños?

“¡Qué bobada! Ha debido ser un sueño, como dice Mamá, y lo de las arrugas…es que todavía estoy un poco dormida…”

Pero como no estaba muy convencida, decidió hacer una pequeña comprobación cuando Mamá se hubiera ido de la habitación.

– Si es verdad lo que me dijo el duende, no debería poder leer todos estos cuentos.

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Olivia cogió uno de los libros de la estantería. Se trataba de un pequeño libro de tapas rojas que tía María le había regalado las pasadas Navidades y que, por supuesto, no se había leído. Lo abrió y contempló las ilustraciones pero junto a ellas no había letras: las páginas estaban vacías. Alarmada, fue abriendo uno a uno todos los libros de la habitación.

No contenían nada. Las letras habían desaparecido

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La abuela Luci

– ¿Pero a dónde se han ido las letras? – preguntó asustada Olivia al comprobar que todos los libros de la habitación estaban vacíos. Sin saber muy bien qué hacer, Olivia comenzó a buscar las letras perdidas por la habitación. Abrió todos los cajones, miró en el armario y por último se agachó por el suelo y buscó debajo de la cama. En eso estaba cuando la puerta de la habitación se abrió y apareció la abuela Luci. A Olivia la abuela Luci siempre le había parecido un poco rara. No era como el resto de las abuelas. Siempre llevaba pantalones y camisas de rayas,

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las uñas de las manos pintadas de rojo y el pelo blanco y muy brillante cortado a media melena. Tenía una voz muy grave y seria, que metía un poco de miedo, eso, a pesar de que, según Papá, antes de casarse había trabajado como payaso en un circo y se había recorrido toda Europa. - ¿Se puede saber qué haces ahí? Al escuchar el vozarrón de la abuela Luci, Olivia salió de la cama, pensando qué excusa iba a inventarse para explicarle por qué estaba bajo la cama. Pero no tuvo tiempo. En cuanto la abuela vio el rostro de Olivia dio un respingo y gritó asustada.

- Pero, ¿qué demonios te ha pasado? Estás más vieja que yo… Olivia comprendió que al contrario que Mamá, la abuela Luci podía observarla tal y como ella se veía: envejecida. Por eso no le quedó más remedio que contarle todo lo que había pasado desde que soplara las velas de cumpleaños.

- Pero, ¿cómo has podido regalar así como así tu fantasía? Es lo más importante que tenemos. La fantasía nos hace volar, reír, disfrutar de la vida,

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conocer a gente increíble y lo más importante: la fantasía nos hace jóvenes. - Entonces…¿al regalar mi fantasía me he hecho mayor? – preguntó disgustada Olivia. - Claro que sí y encima has dejado a los libros sin letras – y llevándose las manos a la cabeza, exclamó muy enfadada – Olivia, ¿cómo has podido hacer algo tan horrible? ¿qué será de ellos ahora? La pequeña Olivia a punto estuvo de echarse a llorar. ¡Menuda manera de estropearlo todo! Con las ganas que tenía ella de cumplir 7 años y ahora…La abuela Luci, al ver la cara de tristeza de su nieta, se compadeció de ella y la abrazó fuerte.

- No te preocupes, querida. Recuperaremos tu fantasía y devolveremos a los libros sus letras, pero antes hay que encontrar al duende de las velas de cumpleaños. - Pero abuela, ¿de verdad crees que existe un duende que va cumpliendo los deseos de los niños? ¡vaya tontería! - Olivia, eso lo dices porque has perdido la fantasía y las ganas de creer en lo imposible. Claro que existe el duende, si no, ¿cómo explicas

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tu estado o que todos tus libros se hayan quedado sin letras? Por mucho que le costara imaginarlo, Olivia tuvo que reconocer que la abuela Luci tenía razón. Pero aquello de encontrar al duende no iba a ser tarea fácil: ¿cómo encontrar a un ser en el que apenas creía?

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No hagas enfadar a la abuela Luci

Olivia y la Abuela Luci comprendieron que si querían encontrar al duende de las velas de cumpleaños debían ser discretas y no contar nada a nadie.

- Tenemos que deshacernos de tus padres – afirmó la Abuela Luci frotándose las manos pensativamente. Convencer a Papá de que las dejara pasar el fin de semana juntas no fue sencillo. Conocía bien a

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su madre y sabía que era muy independiente y que nunca había prestado demasiada atención a sus nietos.

– ¿Por qué de repente este interés? Te conozco y sé que estás tramando algo. – Hijo mío, no seas desconfiado. Simplemente me he dado cuenta de que Olivia es casi una mujercita y me apetece pasar tiempo con ella. Con estos argumentos ambas consiguieron que finalmente Mamá y Papá aceptaran que Olivia pasara el fin de semana con la Abuela Luci.

– ¡Qué emoción! Todo el fin de semana fuera de casa– exclamó Olivia cuando estuvieron en la calle – ¿Vamos a tu casa en autobús? – ¿En autobús? – preguntó la Abuela extrañada – Pero si tengo el coche ahí mismo… - No sabía que conducías, Abuela. Nunca me habías enseñado tu coche. – Nunca me lo habías pedido, querida. Mira, es ese. Señaló con el dedo un destartalado coche verde aparcado en la acera de frente. Olivia sonrió complacida y se sentó con alegría junto a su Abuela. Dentro olía a polvo y a humedad. Era el

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automóvil más viejo que había visto nunca. Debía tener un millón de años y no paraba de hacer ruidos extraños, como si le costara dar cada acelerón, como si le doliera en el alma cada frenazo que la Abuela Luci, que conducía como una loca, le obligaba a dar.

- Abuela ¿crees que recuperaremos mi fantasía? – Por supuesto, si tu Abuela Luci se propone algo no dudes que… – y antes de terminar la frase ya estaba pitando con furia a un pobre peatón que trataba de cruzar el paso de cebra. Veinte minutos después llegaron a casa de la Abuela. Rito y Rita, sus gatos siameses se abalanzaron melosos hacia su dueña cuando esta abrió la puerta.

- Pequeños, no puedo acariciaros ahora. Olivia ha perdido su fantasía y tenemos que hacer algo para recuperarla. Los gatos parecieron entender a su dueña y se alejaron con elegancia hacia el sofá.

- Olivia, antes de nada voy a preparar un chocolate para las dos. Para pensar es necesario comer.

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Al rato, la Abuela Luci trajo dos enormes tazas con el chocolate más sabroso y espeso que Olivia había bebido nunca. Se quitó las zapatillas y se acurrucó en el sofá junto a Rito y Rita. Se encontraba tan a gusto ahí que llegó a pensar que el encuentro con el duende de las velas de cumpleaños nunca había tenido lugar.

- Ay Abuela, estoy pensando que a lo mejor no es tan grave eso de quedarme sin fantasía. Estoy muy bien sin ella, no la echo en falta. Al escucharla, la Abuela Luci pegó tal grito que Rita y Rito huyeron asustados hasta la cocina. Su expresión se había vuelta dura y su mirada de hielo. Olivia se arrepintió al instante de haber hablado.

- ¿Qué has dicho? ¿QUÉ-NO-ES-TAN-GRAVE-QUEDARSE-SIN-FANTASÍA? – No, no, no abuela, no quería decir eso… – Mejor, porque como vuelva a oír que la fantasía no sirve para nada…¡me voy y te quedas sin abuela! Los gatos, asustados ante el tono de su dueña salieron pitando hacia la cocina y Olivia quiso

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salir corriendo con ellos para escapar de la regañina de la Abuela.

- Lo siento. Prometo que no volveré a decirlo. – Ni a pensarlo… – Ni a pensarlo, Abuela, pero no me dejes sola con este lío… El rostro de la Abuela Luci se relajó y soltó una carcajada.

- Así está mucho mejor. Ahora déjame que te cuente lo que se me ha ocurrido para volver a encontrarnos con ese duende granuja…

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La fiesta de cumpleaños más extraña del mundo

Olivia escuchó asombrada el plan que la Abuela había ideado para atrapar al Duende de las velas de cumpleaños que se había llevado su fantasía.

- Si aparece siempre cuando un niño pide un deseo… entonces tenemos que celebrar un cumpleaños esta misma tarde. -¿Pero qué cumpleaños? El mío ya pasó y el tuyo… Olivia se calló de repente. No tenía ni idea de cuándo era el cumpleaños de su abuela. Tímidamente alzó la vista con vergüenza y antes

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de formular la pregunta, la Abuela le respondió con naturalidad.

– El 29 de febrero. Un día que solo llega cada cuatro años. ¿Por qué te crees que me conservo tan bien? Solo cumplo años cuando es bisiesto… La niña miró a su Abuela intrigada. ¿Sería verdad lo que decía? La anciana hablaba siempre con aquel tono tan enigmático que era difícil saber cuando hablaba en serio y cuando en broma…

– Pero esto de las fechas da igual. Vamos a “inventar” un cumpleaños, no tiene por qué ser cierto, nos vale con que lo parezca. Así que la Abuela Luci y Olivia comenzaron a hacer una suculenta tarta de chocolate. Cuando estuvo acabada, la Abuela comenzó a buscar velas en un mueble viejísimo, de madera oscura y algo cochambrosa que parecía a punto de convertirse en polvo. Abrió uno de los cajones y comenzó a sacar una montaña de objetos: cucharillas de plata oxidadas, sobres de azúcar, servilletas arrugadas, un bloc de notas de hojas amarillas, corchos de botellas, llaves que parecían no haber abierto jamás una puerta, calendarios antiguos con gatos en la portada,

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caramelos de limón, recetas recortadas de alguna revista…

– Pero Abuela… ¿cómo vas a encontrar algo aquí? ¡Menudo desastre! - Calla niña, no me desconcentres, estoy a punto de conseguirlo. Y al poco rato, emitió un chillido de satisfacción.

– ¡Aquí está! Se trataba de una bolsa pequeñita donde había un grupo de velas de colores, bastante consumidas. Las sacaron de la bolsa y las contaron. Había doce. Cogieron unas cuantas y las pusieron en la tarta de chocolate y fueron al salón. De uno de los cajones de la mesa, la Abuela Luci sacó un mantel blanco con bordados amarillos. Puso platos y vasos y se dispuso a encender las velas.

– ¡Un momento! – gritó de repente Olivia – ¿Sólo vamos a ser tú y yo? Vaya birria de cumpleaños, eso no se lo va a creer nadie. - ¿Y a quién quieres qué invitemos? - Pues no sé… pero un cumpleaños con dos personas… ¡Menudo rollo!

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– Mmmm tal vez tengas razón… déjame que piense…

La Abuela Luci salió disparada hacia la habitación. Volvió con tres marionetas de rizos repipis y estridentes colores a los que puso gorros de papel.

– Son Abe, Ceda y Rio, teníamos un espectáculo en el circo con ellos…pero eso es otra historia. ¿Son suficientes invitados o ponemos también a los gatos? Y antes de que Olivia contestara, la Abuela Luci, agarró a Rito y Rita, que maullaron enérgicamente. De nada les sirvió sacar las uñas y tratar de aferrarse al tapizado del sofá, porque la Abuela era más fuerte y tiró de ellos hasta que consiguió sentarlos a la mesa. Eso sí, poniéndoles antes un ridículo collar de flores que les daba un aspecto de lo más cómico.

Olivia pensó que jamás había visto una fiesta de cumpleaños tan extraña. Alrededor de aquella mesa había una tarta de chocolate, siete platos, de los que solo se usarían dos, tres marionetas con gorros de papel, una abuela de lo más

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estrafalaria, dos gatos con collares de flores y ella, una niña sin imaginación… - Ahora sopla las velas, Olivia. - ¿Y pido un deseo? – Claro, aunque como se trata de un cumpleaños falso no creo que se cumpla. Pero tenemos que conseguir que el duende venga esta noche. - ¿Y qué pido? - Pues que va a ser Olivia… tu fantasía… Ante la atenta mirada de la Abuela Luci, de Rita y Rito y de los ojos sin vida de Abe, Ceda y Rio, la niña apagó de un tirón las gastadas velas de la tarta de chocolate.

– Muy bien, Olivia, ahora solo nos queda esperar a la noche. Seguro que ese malvado duende viene. Seguro que lo atrapamos. Ya verás…

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Ruidos en la noche

Olivia escuchó un ruido en medio de la noche que la despertó sobresaltada. Por un momento se sintió desorientada: aquella cama tan grande, las mantas con ese olor pegajoso a dulce y esos extraños ruidos…

Pronto recordó todo. Estaba en la habitación de la abuela y tenían un plan para atrapar al duende de las velas de cumpleaños que le había robado la fantasía. Antes de acostarse, la Abuela Luci le había explicado cómo harían para desenmascararlo y obligarle a devolverle a Olivia su fantasía:

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- Tú te irás a dormir como siempre, y yo me quedaré en la habitación esperando a que llegue. Cuando intente despertarte, yo iré por detrás y le agarraré. Hay que procurar que no se apague la vela de su gorro, porque si no desaparecerá. - ¿Y no puedo quedarme contigo despierta esperándole? - No, tienes que estar dormida para que el duende venga, si no…¡lo mismo adivina que le hemos tendido una trampa! - Pero ¿y si te quedas dormida tú? - ¿Yo? Olivia, pero si las abuelas casi no necesitan dormir, se pasan horas y horas despiertas. ¿Tú me has visto alguna vez quedarme dormida? Olivia pensó en las veces que la Abuela Luci venía a visitarlos y se sentaba a ver las noticias en el salón. De vez en cuando cerraba los ojos y cuando tratabas de despertarla, contestaba siempre de la misma manera.

- No estaba dormida, es que con los ojos cerrados oigo mejor… Olivia no estaba segura de que aquello fuera verdad, pero ya había aprendido que era mejor no contradecir a la Abuela Luci, ¡menudo genio se gastaba cuando se enfadaba! Así que se puso

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el pijama y se fue a la cama tal y como habían planeado. Pero Olivia estaba nerviosa por atrapar al duende, ¿cómo iba a ser capaz de dormirse cuando estaban a punto de capturar a ese bribón? Sin embargo, no llevaba ni diez minutos en la cama, cuando sus ojos se fueron cerrando lentamente.

No sabía cuánto tiempo llevaba durmiendo cuando aquel extraño ruido la despertó. ¿Sería el duende? La niña miró a su alrededor pero no se veía nada. Todo estaba tan negro, que por un momento, Olivia dudó si tenía o no los ojos abiertos.

– ¿Abuela? – preguntó casi en un susurró – ¿Sigues ahí?

Pero nadie contestó. Olivia escuchó atentamente y pronto comprendió lo que había pasado.

- ¡Abuela! ¡Te has quedado dormida! – gritó con fuerza. - Eh…esto… ¿yo? No, no, qué va…estaba disimulando, por si venía el duende. - Pero Abuela, ¡¡si hasta estabas roncando!! Me has despertado y todo…

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- Anda, no digas tonterías. Si yo no me duermo nunca…y menos teniendo esta importantísima misión. - Ya, claro… A Olivia, no le dio tiempo a decir nada más. De repente una luz suave y cálida iluminó la habitación.

- Es el duende, Abuela, ¡seguro! - Sí, creo que sí. Todos a sus puestos. El espectáculo está a punto de empezar…

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¿Qué has hecho con la fantasía?

Olivia se abalanzó hacia la cama lo más rápido que pudo, pero no le dio tiempo a meterse en ella antes de que el duende se diera cuenta de que en esa cama no había nadie.

- Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah, ¿dónde se ha ido esta niña? – gritó sorprendido el duende. Al darse la vuelta se encontró con Olivia, que por más que lo intentaba no conseguía ver ni oír al duende, y con la Abuela, que le miraba con cara de pocos amigos.

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- Eh, esto… ¿qué está pasando aquí? Rápidamente la Abuela se abalanzó hacia él y le agarró de los hombros.

– Eso mismo nos gustaría saber a nosotras. ¡Robaste la fantasía de Olivia y queremos que nos la devuelvas! – Sí, eso digo yo: no sé dónde estás ni como eres, pero quiero mi fantasía de vuelta – gritó Olivia sin saber muy bien hacia donde dirigirse. - Peeeeeeeeeeeero…si yo no he robado nada: ella me la dio voluntariamente. Solo hice mi trabajo: ¡Suéltame! - No, hasta que nos digas dónde está la fantasía de Olivia. El duende puso cara de fastidio y se rascó la nariz preocupado.

- Tenéis que creerme: yo ya no tengo su fantasía. - ¿Y quién la tiene entonces? - Pues…bueno…lo cierto es que yo… - ¿Qué has hecho con ella? - La vendí – exclamó avergonzado el duende –. La verdad, no era una fantasía muy interesante que se diga, se nota que era una fantasía de persona

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poco leída…pero me la compró un escritor desesperado. La Abuela puso los ojos en blanco y su cara se volvió más y más roja. Olivia se dio cuenta de que estaba realmente enfadada y por un momento temió por la vida del duende.

- ¡Maldito duende! ¿Quién era ese escritor al que se la vendiste? - Pues, pues – el duende tenía tanto miedo que le castañeaban los dientes – no lo sé. ¡Todos los escritores me parecen iguales! Son gafotas, ensimismados, raritos y exagerados. Además, seguro ese escritor ya la ha gastado toda y si es así ya no puede hacerse nada… - ¿¿¡Cómo!?? ¿Quieres decir que es IMPOSIBLE recuperar la fantasía de mi nieta? - La fantasía que me llevé sí, porque al utilizarla, se agota. Pero hay una forma de conseguir una fantasía nueva… - ¡No te atreverás a decir que robándosela a otro niño? - No, claro que no. Además, te recuerdo que yo no robé nada: Olivia me la dio voluntariamente. - Entonces, ¿cómo la vamos a conseguir? El duende carraspeó haciéndose el interesante.

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- Si quieres saberlo tendrás que soltarme primero. - Ya, para que desaparezcas de nuevo… - Tendrás que confíar en mí, porque no pienso hablar hasta que me sueltes. La Abuela se quedó pensativa durante un rato y finalmente accedió a soltar al duende, que lanzó un profundo suspiro cuando se vio libre al fin.

- Vale, tal y como yo lo veo, lo que tenemos que hacer para que Olivia recupere su fantasía es…

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En busca de la fantasía perdida

Olivia se sentó en la butaca donde hasta hace un rato dormía la abuela y trató de seguir la conversación que esta mantenía con el duende. Pero como era incapaz de verle, ni de oírle, pronto se aburrió y se quedó dormida.

Cuando se despertó, estaba metida en la cama y la Abuela canturreaba contenta en la cocina. Debía ser ya de día, porque entraba un poco de

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claridad a través de las rendijas de la persiana. ¿Qué habría pasado con el duende de las velas de cumpleaños?

En la cocina, la Abuela estaba preparando bocadillos de jamón y queso, que metía en una tartera con dibujos de mariquitas.

– ¡Estaba a punto de despertarte! Tenemos muchas cosas que hacer hoy…

– ¿Qué cosas?

– Tenemos que recuperar tu fantasía. Después de estar más de una hora hablando con el duende por fin encontramos la manera de conseguirlo. Pero no tenemos tiempo que perder… – ¿Y dónde está el duende?

– Se marchó, tenía otros deseos que cumplir. Pero deja las preguntas para luego. Ahora arréglate que tenemos que irnos…

En menos de media hora, la Abuela Luci y Olivia ya estaban subidas de nuevo al destartalado coche verde. Era domingo y no había mucho

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tráfico, así que en un periquete llegaron a su destino: la biblioteca municipal.

– ¿Una biblioteca? Abuela, ¿no se te ha ocurrido un plan más aburrido para el domingo?

La Abuela Luci le echó una de sus miradas furibundas y haciendo caso omiso a su pregunta comenzó a explicarle el plan:

– Olivia, según nos dijo el duende, tu fantasía se la ha llevado otra persona, la ha usado, y se ha consumido para siempre. Así que, para conseguir que vuelvas a tenerla, que recuperes tu aspecto normal y que las letras vuelvan a tus libros, tenemos que hacer que te nazca una fantasía nueva…

– ¿Pero cómo vamos a conseguir eso?

– Pues leyendo…

– ¡Leyendo! ¡qué horror! Además yo ya no puedo leer, tal y como tú has dicho, las letras desaparecen cuando yo abro los libros…

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– Pues para eso estoy aquí: seré yo quien lea los libros, pero tú escucharás atentamente.

Olivia puso una cara de sufrimiento horrible. ¿De verdad tenían que hacer eso? ¡Pues anda que no había que hacer esfuerzos para recuperar la fantasía! La Abuela Luci, al verla refunfuñar sacó de su bolso un pequeño espejo de plata y se lo dio a Olivia.

– Mírate en el espejo: ¿quieres volver a tener este aspecto o prefieres ser la niña de siete años más vieja del mundo? No, ¿verdad? Pues entonces deja de lloriquear y vamos a ponernos “manos a los libros”.

Una vez más, la Abuela Luci tenía razón. Olivia no quería tener aquel pelo blanco, ni aquellas arrugas: quería ser una niña normal, y para eso necesitaba su fantasía. Así que no le quedó otro remedio que seguir a la Abuela al interior de la biblioteca.

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Olivia y los personajes invisibles

En la biblioteca no había casi nadie: Normal, ¿a quién se le iba a ocurrir pasar una soleada mañana de domingo en un lugar tan aburrido? pensó Olivia, que sin embargo, lejos de quejarse, siguió a la Abuela sin decir ni mu. Ya se había llevado suficientes regañinas desde que había empezado aquella aventura y no tenía ganas de soportar de nuevo una de aquellas terribles miradas de la Abuela.

Pero el silencio de Olivia contrastaba con la alegría de la Abuela Luci, que iba dando los buenos días en cada esquina, saludando con la

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mano y sonriendo encantada. Olivia la miró con ojos extrañados:

– Definitivamente, esta abuela mía no es muy normal que digamos – se dijo para sí misma.

Y aunque se había prometido no hacer más preguntas, fue tanta la curiosidad por saber con quién estaba hablando la Abuela que no tuvo otro remedio que interrumpirla:

– Pero ¿se puede saber a quien saludas? Si aquí no hay nadie.

La Abuela Luci la ignoró completamente y siguió hablando sola:

– ¿Has visto querido Lobo? Me pregunta que a quien saludo. Tenemos mucho trabajo que hacer con esta niña…

Y poco tiempo después añadió:

-¡Qué guapa estás hoy Cenicienta! Esos zapatos te sientan muy bien. Además, mucho mejor con cordones, que así no se te perderán la próxima vez.

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No había duda: la Abuela se había vuelto majareta. ¿Estaba hablando con Cenicienta? ¿con un lobo? Olivia no entendía nada…

Por fin llegaron a una mesa grande y redonda que estaba al fondo de la biblioteca. Todas las sillas estaban vacías, así que Olivia se sentó en la primera que encontró.

– Nooooooooooooooo, ahí no te sientes, ¿no ves que está ocupada?

– Abuela, no hay nadie. Estás comportándote de manera muy extraña esta mañana. Hablas sola, no me escuchas, ves gente donde no hay nadie…

– Olivia, tú eres incapaz de ver nada, pero yo te digo que esa silla está ocupada. Precisamente la Bruja de Hansel y Gretel está ahí sentada y si yo fuera tú…¡no haría enfadar a una bruja!

Olivia quiso sentarte en la siguiente silla, pero la Abuela tampoco la dejó.

– Ahí está sentado uno de los músicos de Bremen, el gallo, para ser más exactos. Te

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recomiendo que no le irrites, su pico es muy potente.

Una a una, la Abuela le fue impidiendo sentarse en todas las sillas, ya que estaban ocupadas por todos los personajes de los cuentos clásicos: Peter Pan, el patito feo, Caperucita, Juan sin Miedo, Alicia, Cenicienta, Garbancito, el lobo, la bruja, Rapunzel, Ricitos de Oro y su amigo el Osito, etc.

La Abuela le señaló la última silla y ahí se sentó Olivia, entre Blancanieves y el más gruñón de los enanitos.

– Y ahora ¿qué hacemos?- preguntó contrariada Olivia, que seguía sin ver a ninguno de sus compañeros de mesa.

– Ahora vamos a leer, querida. La primera en hacerlo seré yo. Tienes que escuchar atentamente…

La Abuela, comenzó a contarle la historia de la Bella Durmiente con su voz áspera y profunda. Olivia conocía de sobra aquella cursi y aburrida historia de una princesa que había estado

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durmiendo durante años hasta que un príncipe había roto el conjuro dándole un beso. Sin embargo, tal y como lo leía la Abuela, aquel cuento parecía mucho más emocionante y divertido que nunca. Cuando terminó, la Abuela se dirigió a una de las sillas vacías y exclamó:

– Querida amiga, ahora es tu turno ¿qué historia vas a contarnos, tú?

Para sorpresa de Olivia, una voz dulce, muy diferente a la de la Abuela, comenzó a contar una nueva historia. Se trataba del cuento del patito feo y aunque Olivia no podía ver la cara de aquella princesa de cuento, sí podía escuchar, alto y claro, su voz narrando aquella historia.

– ¡Abuela! ¿Eres tú quien habla? ¿Cómo haces para cambiar de esa manera la voz?

– No me interrumpas, Olivia – exclamó de nuevo aquella voz.

– Claro Olivia, no interrumpas a la Bella Durmiente. Déjala que cuente su historia.

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¿Era posible aquello? Si la Abuela no era quien hablaba entonces ¿era realmente la Bella Durmiente quien estaba contando aquel cuento?

– Pero, pero, pero…

– Deja de molestar y escucha este cuento – le aconsejó la Abuela.-. La Bella Durmiente parece muy tranquila, pero lo que menos le gusta en el mundo es que la interrumpan cuando está contando una buena historia…

Así que a Olivia no le quedó más remedio que seguir escuchando, de voz de la Bella Durmiente, el cuento del Patito feo.

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Un día fantástico

Cuando el último de los personajes hubo terminado su cuento, Olivia sonrió encantada. No solo había conseguido escuchar la voz de aquellos personajes imaginarios, también podía verlos perfectamente. ¿Significaba aquello que había recuperado su fantasía?

– Claro, Olivia – exclamó entusiasmada la Abuela Luci – y además, ya vuelves a tener el aspecto de siempre. ¡Mírate!

Olivia comprobó aliviada que su pelo había vuelto a ser rojo, que su piel era lisa y que ya no se

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encontraba cansada, sino llena de energía: ¡volvía a ser una niña de 7 años!

– ¿Y los libros? ¿Habrán recuperado sus letras?

– Pues no sé…prueba a leerlos tú…

Ahí estaban aquellas aes redondas, las eles espigadas, las bes barrigonas, las efes enrrevesadas…¡¡Ahí estaban las letras de nuevo!!

– Abuela, ¡lo hemos conseguido! Y todo gracias a vosotros – exclamó dirigiéndose a los personajes de cuentos que estaban sentados junto a ella y que ya podía ver perfectamente.

– ¿Qué personajes? – le cortó de repente la Abuela- Olivia, aquí no hay nadie más que tú y yo. Estos personajes no son reales, los has creado tú con tu fantasía.

– ¿Cómo? – preguntó contrariada Olivia- pero yo les veo, están aquí.

– No es cierto Olivia, están aquí – afirmó mientras se señalaba su cabeza.- Son todos

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producto de tu mente y de tu imaginación, y existirán siempre que tú lo desees…

– Entonces, ¿para eso sirve la fantasía? ¿Para crear seres que no existen?

– Ay Olivia, para eso y para mucho más. La fantasía es el elixir secreto contra el aburrimiento, es la clave para acabar con la tristeza, es la llave de los sueños, es lo que da belleza al amor. La fantasía llena de color el mundo. ¿Entiendes ahora por qué era tan importante recuperarla?

Olivia se quedó pensativa un momento. ¡Cómo había podido desprenderse de una cosa tan maravillosa!

– Ay Abuela…¡Muchas gracias! ¿Qué habría hecho yo sin ti?

– Pues aburrirte mucho toda tu vida, y ser una persona gris. Así que prométeme que de ahora en adelante cuidarás mucho más tu fantasía y no la perderás nunca.

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– ¡Qué cosas tienes, Abuela! Nunca más le daré a ese duende maldito mi fantasía.

– Pero no se trata solo de eso, Olivia. La fantasía puede perderse de muchas maneras. Si no leemos nunca, si dejamos de creer en la magia y en que lo imposible puede volverse posible. Si nos hacemos mayores…

– Ay Abuela, pero ¡todo el mundo se hace mayor!

– Claro que sí, pero una cosa es que tu cuerpo se haga mayor y otra bien distinta que tu mente envejezca…¡eso es lo que hay que evitar a toda costa, querida mía! Y ahora vámonos de aquí, Olivia, que toda esta aventura me ha dejado muy cansada…

Olivia agarró con ternura la mano arrugada de la Abuela Luci y juntas salieron de la biblioteca. Afuera, en la ciudad, la primavera comenzaba a llenar de flores los árboles y el sol brillaba con fuerza.

– ¿Notas toda esa fantasía revoloteando alrededor nuestro, Olivia?

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– Claro que sí, Abuela. Hace un día fantástico.

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Darío y la nieve

Darío miró con tristeza los copos de nieve cayendo al otro lado de la ventana. Era la primera vez que veía nevar así en su ciudad. Pero en vez de estar ahí afuera disfrutando con sus amigos, Darío estaba con su pijama verde de cuadros metido en la cama.

38 de fiebre, había marcado sin piedad el termómetro, condenando a Darío a quedarse encerrado en casa.

- Pero yo no quiero, no quiero… Si además… no me encuentro tan mal – había tratado de convencer a Mamá.

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- Pero si no has parado de toser en toda la noche. Además estás ardiendo. Ya volverá a nevar… Pero Darío sabía que en su ciudad de mar no nevaba nunca y que si lo hacía, jamás sería como aquel día. Nunca había visto las palmeras del parque frente a su casa cubiertas de un manto blanco, ni los coches sepultados por la nieve, ni los tejados como en una postal navideña. Eso solo pasaba una vez cada tropecientos años, decían los meteorólogos en las noticias.

– ¿Cuántos años tendré yo dentro de tropecientos? Seguro que tantos que ya no me divertirá salir a hacer un muñeco de nieve, ni tirarme bolas. No es justo. Pero Mamá no atendía a razones. Hacía mucho frío fuera y Darío estaba enfermo: debía quedarse en la cama todo el día. Sin salir, sin nieve. Viendo caer ese polvo blanco en el lado incorrecto del cristal.

- Me escaparé – pensó Darío mientras la fiebre cerraba sus ojos. Lo cierto es que Mamá tenía razón: estaba enfermo. Se sentía muy débil. Tenía escalofríos y sus huesos parecían tan pesados y densos que no

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tenía fuerzas para levantarlos. Seguro que cuando se pusiera bien toda aquella nieve se habría marchado. ¿A dónde iría la nieve de las ciudades una vez que desaparecía?

En eso estaba pensando Darío cuando un ruido le sacó de su duermevela. Alguien había estampado, como si de un proyectil se tratara, una blanca bola de nieve sobre su ventana. Darío la abrió con curiosidad, preguntándose si sería alguno de sus amigos, pero lo que vio allí fue una bola de nieve, redonda y grande que flotaba sobre el aire.

- Daríoooooooooooo, con el día que hace y tú en la cama. El pequeño se tocó la frente, convencido de que debía haberle subido la fiebre. Estaba viendo una bola de nieve que hablaba. Eso era rarísimo. Aunque bien pensado, Darío nunca había visto nevar. Tal vez las bolas de nieve hablaban siempre, porque al fin y al cabo, ahí estaba aquella llamándolo por su nombre.

– Pero, pero… estoy enfermo, no puedo salir a la nieve. Hace frío y…

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– Bah, eso son tonterías. No puedes salir a la calle, pero puedes venir conmigo. - ¿Contigo? Eso tienes que explicármelo… – Donde yo voy a llevarte no se siente el frío y además ¿no acabas de preguntarte qué pasa con la nieve cuando desaparece? Si vienes conmigo yo te lo enseñaré… Darío, muy asombrado tomó a la bola de nieve en su mano y observó como se hacía más y más grande, tanto que acabó por absorberlo. Todo comenzó a dar vueltas y Darío supo que estaba volando dentro de la bola de nieve. Sin embargo, tal y como le había advertido la bola, allí no hacía frío, sino un calor suave que hizo sonrojar sus mejillas.

Cuando empezaba a sentirse un poco mareado, la bola se detuvo y fue haciéndose más y más pequeña hasta que Darío volvió a estar fuera de ella. Pero a su alrededor ya no estaba su habitación, ni el parque de frente de su casa.

- ¿Qué es todo esto? – Es el lugar a dónde va la nieve cuando desaparece. Aquí estamos todos: copos, bolas, muñecos de nieve, carámbanos de los tejados,

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placas de hielo. Hasta la nieve de la carretera que se ensucia cuando pasan los coches viene a descansar aquí. Darío comprobó con asombro que la bola de nieve tenía razón. Aquel lugar estaba repleto de muñecos de todos los tamaños y formas. También había copos revoloteando por el cielo y bolas que salían disparadas de un lado para otro.

– ¿Y qué hacéis aquí exactamente? – Esperar a que llegue el invierno y tengamos que desplazarnos hasta una u otra ciudad. ¿Pero has venido a hacer preguntas o a jugar con la nieve? Darío estuvo jugando con los muñecos de nieve toda la mañana, lanzándose bolas con unos y otros, tirándose en trineo. A la hora de comer estaba tan cansado y tenía tanta hambre que pidió a la bola de nieve volver a casa.

- ¿Cómo haré para regresar aquí siempre que quiera? – preguntó Darío. – Es fácil. Pregunta a tu imaginación, seguro que ella tiene la respuesta. Al momento Darío estaba de nuevo en su cama y en el parque hacía horas que había salido el sol.

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La nieve iba poco a poco desapareciendo pero a Darío no le importó.

Sabía dónde encontrarla.

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El señor Rufino y la noche

El señor Rufino era el anciano de gesto amable y bigotes blancos, vestido siempre de verde, que vivía en el piso de en frente. Decía papá que había trabajado toda la vida de sereno, pero nosotros no sabíamos qué era aquello.

- A lo mejor es el masculino de sirena – decía la cursi de mi hermana.

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- Claro, y vivía aquí que no hay mar… – le respondía yo enfadado. - Tal vez es que tocaba una sirena – seguía insistiendo con el tema mi hermanita. No supimos el significado de sereno hasta que una tarde nos cruzamos con el señor Rufino en el portal. Estaba empezando a atardecer. Nosotros volvíamos del parque y él se marchaba a dar un paseo. Ahora que lo pienso, el señor Rufino siempre salía de noche.

Esa vez, cuando nos lo encontramos, mi hermana, que es un poco bocazas y siempre está metiendo la pata, le miró con ojos extrañados y le preguntó:

- ¿Es verdad que usted de joven tenía una cola de sirena? Y dale con las sirenas, a veces a mi hermana habría que taparle la boca con esparadrapo para que no diga tantas tonterías. Pero gracias a su ocurrencia, supimos lo que era un sereno. El señor Rufino nos lo explicó.

Los serenos eran señores que durante muchos años se dedicaban a caminar por las calles de noche encendiendo las farolas, vigilando el

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vecindario y cargando un montón de llaves que abrían todas las puertas. Pero con el tiempo, la función del sereno había dejado de ser importante. Así que el señor Rufino se había jubilado.

Desde aquel momento, mi hermana y yo admiramos más todavía al señor Rufino. ¡Un hombre que enciende las farolas, con lo altas que son! ¿No me digáis que no es cosa de magia? Además, el señor Rufino era tan misterioso, siempre recorriendo las calles por la noche, con su elegante corbata y su anticuado sombrero verde.

Hace poco dejamos de verle. Simplemente desapareció. ¿Qué le habría pasado al señor Rufino? Como siempre mi hermana, se lanzó a proponer ideas absurdas.

-No me creo eso que nos contó de los serenos. Seguro que le ha vuelto a salir una cola de sirena y ha tenido que volver al mar. Y dale con las sirenas. ¡Qué pesada es mi hermana a veces! Pero yo tengo mi propia teoría sobre el señor Rufino. Justo cuando desapareció, el mismísimo

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día, instalaron en la plaza unas farolas nuevas, preciosas. En el centro, justo en el centro, había una más grande y más elegante que el resto. Era blanca y verde, igual que el señor Rufino cuando salía a pasear cada noche.

Ya sé que pensaréis que es una locura. Pero estoy seguro de que el señor Rufino, el sereno, se ha convertido en esa nueva y elegante farola.

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Rapunzel

Érase que se era una pareja de enamorados que lo que más deseaba en el mundo era tener un bebé. Un día, por fin, su deseo se cumplió. ¡Estaba embarazada!

Mientras la madre esperaba a que llegara su bebé, miraba por la ventana y suspiraba. Al otro lado de su ventana se veía un hermoso huerto lleno de flores y de frutos sabrosos.

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- ¡Cómo me gustaría poder comer alguna de las ricas manzanas de ese huerto! – suspiraba constantemente la madre. Pero aquel huerto pertenecía a una hechicera con muy mal carácter y nadie se había atrevido jamás a traspasar los muros de aquel lugar. Pero tal era el deseo de la mujer que comenzó a enfermar. El hombre, preocupado por su estado, decidió cumplir el deseo de su mujer.

Lo hizo de noche y la bruja no se dio cuenta. La mujer comenzó a mejorar al comer aquellas manzanas, pero necesitaba más y más y más. Así que el hombre volvió una vez y otra y otra hasta que una noche la hechicera le descubrió.

- Así que tú eres el tipo que ha estado robando mis manzanas… El hombre le explicó que las manzanas eran para su mujer y que sin ellas moriría ella y el bebé que esperaba. Al escuchar aquello, la bruja tuvo una idea. Permitiría al hombre quedarse con las manzanas si a cambio le entregaba a su hija cuando esta naciera. El hombre no tuvo otro remedio que aceptar.

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Cuando la niña llegó, la bruja acudió a casa de la pareja y se la llevó. Fueron pasando los años y la niña, a la que llamó Rapunzel, fue creciendo y convirtiéndose en una joven bellísima. Tan bella era, que la bruja, celosa de su belleza, decidió encerrarla en una torre en medio del bosque. Una torre sin escaleras, ni puertas. Tan solo tenía una ventana en lo alto desde la que Rapunzel se asomaba cada vez que la bruja la llamaba:

- Rapunzel, Rapunzel, lanza tu trenza para que pueda subir. La joven soltaba su larga y abundante trenza rubia y la bruja trepaba por ahí.

Un día, un joven apuesto que cabalgaba por el bosque pasó por la torre y escuchó una voz que cantaba. Era la voz más dulce que había oído jamás. Atraído por aquella melodía se acercó al lugar del que procedía aquel sonido. Se trataba de la torre en la que vivía Rapunzel.

- Pero, ¿cómo entrar en esa torre si no tiene puertas ni escaleras? – se preguntó sorprendido el joven. En aquel momento llegó la bruja y el chico se escondió.

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- Rapunzel, Rapunzel, lanza tu trenza Rapunzel dejó caer su larga trenza y la bruja, como hacía siempre, trepó hasta la ventana. Fue así como el joven descubrió cómo subir a la torre. Imitando a la bruja, gritó, cuando estuvo seguro de que andaba ya muy lejos:

- ¡Rapunzel!, ¡Rapunzel!, ¡lanza tu trenza! Rapunzel, como siempre, lo hizo, pero al ver aparecer un apuesto joven, en vez de a la bruja cascarrabias, se asustó. Menos mal que el chico era dulce y amable. Le contó que su voz le había cautivado y que quería sacarla de ahí para hacerla su esposa. Rapunzel tuvo dudas al principio. Habían estado juntos un par de horas y habían hablado, se habían reído mucho y lo habían pasado bien. Pero aunque quería salir de aquel lugar y aquel muchacho era muy agradable, no veía por qué tenía que casarse con él.

- Me encantaría que me sacaras de aquí. Pero no sé si quiero casarme contigo. ¿No podemos simplemente ser amigos? El joven se quedó un momento pensativo. Aquella joven era bellísima y muy agradable. Aunque no quisiera ser su esposa no podía

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dejarla ahí encerrada. Así que aceptó ser solo amigos y le prometió que al día siguiente vendría a buscarla con una escalera para sacarla de ahí. Rapunzel se puso tan contenta que comenzó a cantar otra vez.

- Muchas gracias. Tú sí que eres un verdadero amigo. Sin embargo, para desgracia de los dos, la bruja había olvidado su sombrero en lo alto de la torre y había vuelto para recogerlo. Al encontrarse al joven bajando por la trenza de Rapunzel comprendió de inmediato el engaño.

- ¡No volveréis a veros! – gritó enfurecida y hechizó al chico, dejándole ciego. La bruja, además, sacó a Rapunzel de aquella torre, le cortó su larga trenza y la abandonó en un lugar muy muy lejano del bosque donde no vivía nadie y donde nadie podría encontrarla jamás.

El joven, al quedar ciego no fue capaz de salir del bosque, estuvo durante mucho tiempo vagando entre los árboles. Un día, por casualidad, el muchacho llegó al lugar donde vivía Rapunzel. No podía verla, pero escuchaba claramente su bella

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voz, así que se acercó, convencido de que por fin la había encontrado. Cuando Rapunzel vio al joven se puso muy contenta.

- ¡Has cumplido tu promesa! Realmente eres un buen amigo. Pero en seguida se dio cuenta de que el joven estaba ciego. Por su culpa aquel muchacho se había cruzado con la bruja y esta le había condenado a no ver nunca más. Rapunzel se puso muy triste y abrazó al joven con cariño.

- Lo siento, lo siento mucho, amigo – le dijo con lágrimas en los ojos. Por suerte, aquellas lágrimas cayeron sobre los ojos del muchacho y al momento la luz y los colores volvieron a él. ¡Podía ver!

Juntos atravesaron el bosque y regresaron a la ciudad de la que venía el joven. No llegaron a casarse nunca, pero fueron amigos, muy buenos amigos, para siempre.

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Sopa de letras

- ¡No me gusta la sopa! – gritó enfadado Hugo. – ¿Qué dices Hugo? Pero si te encanta la sopa. Esta es de letras, con caldo de pollo: ¡tu favorita!- exclamaba asombrado Papá, que había hecho la sopa el día anterior por la noche, aprovechando lo que había sobrado del pollo de mediodía. – Pero es que hace mucho calor. ¡No quiero tomarme la sopa! Ahí Hugo tenía razón. El día se había despertado de lo más caluroso, eso, a pesar de que la tarde anterior no había parado de llover. Pero claro, ¿cómo iba a saber Papá que el tiempo loco de primavera iba a cambiar tanto de un día para otro? ¿Era acaso Papá adivino? No, no lo era y la

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sopa de letras, tan caliente y humeante, se entristecía sobre el mantel de cuadros rojos.

- ¡Pues espera a que se enfríe y entonces te la comes!- ordenó Papá, cada vez más enfadado. - Pero es que la sopa fría no me gusta. – Pues entonces cómetela caliente. – ¡Papá! ¡Es que hace mucho calor! Y vuelta a empezar de nuevo. Papá, cada vez más y más y más enfadado, cogió el plato de sopa de letras de Hugo y se levantó de la mesa.

- Si no quieres comer sopa, allá tú. Pero no hay otra cosa para comer hoy, así que…¡te quedarás sin comer! – Papá, pero si tengo mucha hambre… – Pues cómete la sopa, Hugo. Hazlo por mí, que la he preparado con cariño. O por las letras que nadan en el caldo de pollo deseando que un niño se las coma… Hugo frunció el ceño y sumergió la cuchara en la sopa. ¡Qué tonterías decía a veces Papá para convencerle…¡que comiera la sopa porque si no las pobres letras se sentirían tristes…¡vaya bobada!

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Mirando con asco la sopa se metió la cuchara llena de letras y caldo de pollo en la boca, después de haber soplado y soplado. La verdad es que ya no estaba tan caliente, y la sopa de pollo que hacía Papá estaba buenísima, casi tan rica como el arroz a la cubana que preparaba Mamá los domingos.

Papá sonrió al verle comer la sopa. - Así me gusta, hijo. Mañana le diremos a Mamá que prepare algo más fresquito, no te preocupes… - ¡Es que ya… – Hugo se interrumpió de repente. De su boca en vez de sonidos había visto salir las letras de la sopa, flotando por el aire, formando las palabras que él pronunciaba… - ¿Qué decías, Hugo? Pero Hugo no se atrevía a abrir la boca. ¿Y si salían letras de pasta otra vez? Así que se quedó callado hasta que terminó su sopa de letras.

- ¿Ves cómo no era para tanto? – dijo Papá asombrado de que Hugo se hubiera comido tan rápido la sopa después de todo el lío que había organizado. – Seguro que las letras de la sopa se han puesto muy contentas también.

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Pero Hugo no estaba muy seguro ¿y si se habían enfadado y ahora habían decidido saltar de su boca cada vez que hablara?

Sin embargo, el pequeño observó con alivio su plato casi vacío y descubrió con asombro que las pocas letras que habían quedado allí habían formado una palabra: gracias.

Y desde entonces, Hugo, nunca más volvió a quejarse de la sopa de letras, no fuera a ser que…

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La niña que no sabía reír

Siempre hay cosas que uno, por más que se empeñe, es incapaz de hacer. Julito el hijo de doña Leonor no podía guiñar el ojo. Trataba de hacerlo pero cerraba siempre los dos a la vez. Sonia, la hermana mayor de Santi, no conseguía aprender a hacer el pino. ¡Anda que no se había pegado tortazos intentando imitar a sus amigas!

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Malena, la frutera del barrio, no podía pronunciar la erre, y Matías, el abuelo de Jaime, no conseguía jamás acabar una frase.

Pero a nadie parecía importarle aquello. No guiñar un ojo, no poder hacer el pino, no pronunciar la erre o enmarañarse siempre en frases infinitas, eran cosas con las que uno podía vivir tranquilamente. Sin embargo, lo que Tina era incapaz de hacer preocupaba mucho a sus padres, porque Tina, no sabía reír.

La habían llevado a psicólogos, médicos, pedagogos y hasta curanderos pero nadie parecía saber porque Tina no podía reír. Su madre estaba preocupadísima:

- Pero Tina, hija mía, ¿es que acaso no eres feliz? Pero aquello no tenía nada que ver con la felicidad. Tina no estaba triste, ni se sentía desgraciada, simplemente no sabía reír. Y eso, a pesar de que había muchas cosas en el vecindario que le hacían gracia:

1.- Ver al pobre Julito tratando de guiñarle un ojo con picardía,

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2.- Hacer el pino al lado de Sonia y verla caer inevitablemente cuando intentaba imitarla. 3.- Escuchar a Malena decir: ¿entonces, quieres una gamita de gomero, un gepollo y un kilo de gábanos? 4.- Tratar de seguir las conversaciones absurdas del abuelo Matías. Le hacían gracia, mucha, pero no se reía y entonces todos pensaban que era una niña aburrida, que nada le gustaba, que no era feliz. Y aquello sí que le ponía triste…

Hasta que un día, conoció a Miki. Como Julito, Malena, Sonia, Matías y ella misma, él tampoco era capaz de hacer algo. No podía hablar con la voz, aunque sí con las manos. Pero como nadie le entendía siempre llevaba una libreta consigo donde escribía lo que quería decir:

- ¿Por qué no dibujas tus risas y haces como yo, sacarlas cada vez que algo te parezca gracioso? – le escribió un día en su libreta. A Tina aquella idea le pareció genial. Llegó corriendo a casa y cogió todos los rotuladores que tenía. Pintó una risita nerviosa. Pitó una carcajada tronchante. Pintó una sonrisa amable.

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Pintó una risotada gamberra y así hasta doce dibujos distintos que describían cada uno de los momentos de risa que Tina sentía, aunque no pudiera expresar.

Aquella misma tarde salió a contárselo a Julito, quien, entusiasmado con la idea, trató de guiñarle un ojo. Al verle hacer aquellas muecas, Tina sacó su dibujo de risa cómplice.

Luego se encontró con el Abuelo Matías, y juntos se rieron con el dibujo de la risa contagiosa.

A Malena, sin embargo, no le gustó la sonrisa pícara de Tina, y Sonia se enfadó al ver su tarjeta de muerta de la risa.

– Me temo que más de una vez, hay que aguantarse la risa – pensó Tina. Pero reírse por dentro no era un problema para ella. Llevaba años haciéndolo…

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El Hada y la Sombra

Hace mucho, mucho tiempo, antes de que los hombres y sus ciudades llenaran la tierra, antes incluso de que muchas cosas tuvieran un nombre, existía un lugar misterioso custodiado por el hada del lago. Justa y generosa, todos sus vasallos siempre estaban dispuestos a servirle. Y cuando unos malvados seres amenazaron el lago y sus bosques, muchos se unieron al hada cuando les pidió que la acompañaran en un peligroso viaje a través de ríos, pantanos y desiertos en busca de la Piedra de Cristal, la única salvación posible para todos.

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El hada advirtió de los peligros y dificultades, de lo difícil que sería aguantar todo el viaje, pero ninguno se asustó. Todos prometieron acompañarla hasta donde hiciera falta, y aquel mismo día, el hada y sus 50 más leales vasallos comenzaron el viaje. El camino fue aún más terrible y duro que lo había anunciado el hada. Se enfrentaron a bestias terribles, caminaron día y noche y vagaron perdidos por el desierto sufriendo el hambre y la sed. Ante tantas adversidades muchos se desanimaron y terminaron por abandonar el viaje a medio camino, hasta que sólo quedó uno, llamado Sombra. No era el más valiente, ni el mejor luchador, ni siquiera el más listo o divertido, pero continuó junto al hada hasta el final. Cuando ésta le preguntaba que por qué no abandonaba como los demás, Sombra respondía siempre lo mismo “Os dije que os acompañaría a pesar de las dificultades, y éso es lo que hago. No voy a dar media vuelta sólo porque haya sido verdad que iba a ser duro”.

Gracias a su leal Sombra pudo el hada por fin encontrar la Piedra de Cristal, pero el monstruoso Guardián de la piedra no estaba

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dispuesto a entregársela. Entonces Sombra, en un último gesto de lealtad, se ofreció a cambio de la piedra quedándose al servicio del Guardián por el resto de sus días…

La poderosa magia de la Piedra de Cristal permitió al hada regresar al lago y expulsar a los seres malvados, pero cada noche lloraba la ausencia de su fiel Sombra, pues de aquel firme y generoso compromiso surgió un amor más fuerte que ningún otro. Y en su recuerdo, queriendo mostrar a todos el valor de la lealtad y el compromiso, regaló a cada ser de la tierra su propia sombra durante el día; pero al llegar la noche, todas las sombras acuden el lago, donde consuelan y acompañan a su triste hada.

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El niño David y la ballena

Llevaba cuatro días lloviendo sin parar. Los cuatro días que David y su familia llevaban de vacaciones.

Llovía con fuerza sobre la playa vacía, llovía sin tregua sobre el techo de la caravana en la que el niño David y su familia inventaban maneras de pasar el tiempo, de esperar a que aquella lluvia interminable se tomara un descanso.

Jugaron a las cartas.

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Jugaron a la oca y al parchís.

Jugaron al ajedrez, a las damas y también al dominó.

Pero el tiempo no pasaba.

La lluvia tampoco.

El niño David miraba por la ventana y suspiraba. Él tenía tantos proyectos para aquellas vacaciones en el mar…

Quería construir un castillo de arena e invitar a su princesa a jugar a las palas.

Quería bucear entre las olas y que las sirenas le enseñaran a respirar bajo el agua.

Quería después nadar y nadar y nadar. Llegar a alta mar y encontrarse con unos piratas de los de parche en el ojo y pata de palo.

Quería navegar con ellos por mil mares, de punta a punta del planeta, por cada continente y cada océano. Después, cuando decidiera volver a casa, cansado de tanto conocer mundo, lo haría subido a una enorme ballena.

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Sería una ballena de piel brillante, que siempre le daría conversación, y siempre sería de lo más interesante. Ella le contaría lo que era ser una ballena, y el niño David que no siempre le gustaba ir a la escuela.

Ella le hablaría de los cazadores furtivos, y él de lo que era ser un pirata fugitivo.

Ella, que como todas las ballenas sería vegetariana, le enseñaría a comer placton y otras plantas, y el niño David, muy sorprendido, se lo comería como si fuera el mejor de los bocadillos.

Luego, cuando llegaran de vuelta a la playa, ella se despediría soltando por sus pulmones un chorro de agua.

Y David saldría despedido hasta la playa, a donde llegaría hecho todo un pirata…

- David, David…¡deja de dormir! Ponte el bañador que ha salido el sol… Así que por fin se fueron a la playa…

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¿Cumpliría el niño David sus propósitos de pirata?

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El árbol de Navidad sin Navidad

Junto al resto de abetos, aquel árbol esperaba a una familia que quisiera llevárselo a casa para Navidad. Pero apenas quedaban dos días y las oportunidades de aquel pequeño árbol se iban agotando. ¿Y si nadie lo quería? ¿Se marchitaría en aquel puesto de la calle, mientras el resto de árboles brillaba con sus bolas, su espumillón y sus regalos bien envueltos a los pies? ¿Sería un árbol de Navidad sin Navidad? Sólo de pensarlo el abeto sentía escalofríos.

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Por suerte, el día de Nochebuena, un hombre grande, de barba poblada y mirada taciturna acudió al puesto de árboles con su hijo mayor, un chico inquieto de apenas diez años.

- Venga, este, por ejemplo. Son todos iguales, así que lo mismo da… Y se lo llevaron.

El árbol estaba tan contento de haber encontrado por fin una familia, que no le dio importancia a los gestos toscos y bruscos de aquel padre y su hijo. Solo pensaba en el momento en que sus ramas se llenaran de adornos y todo engalanado, el árbol, se convirtiera en uno de los protagonistas de la Navidad.

Sin embargo, aquella casa no era como había esperado. Era bonita, sí, muy grande y espaciosa, pero a pesar de los lujos, de la iluminación, de los grandes ventanales y los altos techos, aquel lugar tenía algo inquietante.

- ¡Ya era hora de que llegarais! – gritó enfurruñada Mamá nada más verlos – Mira que

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comprar el árbol el último día…para eso casi mejor ni haberlo comprado. – Pero y lo divertido que será decorarlo – exclamó el hijo, que junto a sus dos hermanas gemelas, sacó una caja con bolas. Pronto los niños comenzaron a pelearse ruidosamente. Que si yo quiero poner la bola roja, que si me dejes a mi colgar la estrella, que no, que lo hago yo, que ese espumillón está muy viejo, que mejor el dorado, que menudo hortera eres, con lo bien que queda el granate…

Tanto ruido hacían que Papá acabó por gritarles muy enfadado:

- ¡Se acabó! El árbol se queda como está. Nada de espumillón, ni de bolas. Si no podéis hacerlo sin reñir entre vosotros, entonces no lo haréis. Así que el pequeño abeto, que había soñado con brillantes luces alrededor y bolas enormes, tuvo que conformarse con dos tiras de espumillón plateadas mal colocadas alrededor de sus ramas, y una estrella dorada y torcida en lo más alto.

- ¡Un árbol de Navidad! Vaya tonterías se inventan ahora – gruñían las dos abuelas,

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sentadas en los sillones orejeros del salón – en nuestros tiempos con el Belén era suficiente. Las cosas no mejoraron durante la cena. Al abuelo no le gustaron las almejas que había preparado Mamá, lo que provocó el enfado de su hija y Papá no paró de quejarse de que el vino no estaba lo suficientemente frío. Una de las gemelas no hacía sino preguntar una y otra vez, cuando llegaría Papá Noel, las abuelas cuchicheaban todo el rato sobre lo poco apropiado del mantel de cuadros, ya podían haber puesto algo más elegante, y el niño estuvo tirando migas de pan a su otra hermana hasta que llegaron los postres.

Harto de aquella Navidad tan poco navideña, el árbol, aprovechando el barullo, se colocó sus dos espumillones plateados, se atusó la estrella dorada en la punta y sin que nadie lo notara, se marchó. Si aquello era lo que la Navidad significaba para aquella familia, él no quería formar parte de ella.

Comenzó a caminar sin rumbo fijo. Había empezado a nevar ligeramente y hacía bastante frío. Cuando se quiso dar cuenta, el árbol había

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llegado a su puesto. Ahí estaban todos los abetos que nadie había querido comprar, los árboles de Navidad sin Navidad. Cuando el pequeño abeto les contó su experiencia con aquella familia, todos trataron de animarle.

- No estés triste. Mejor pasar estas fiestas con nosotros que con ellos, ¿no crees? Aquellos árboles no tenían espumillón, ni bolas, ni estrellas o luces, pero la nieve les había cubierto de una preciosa capa blanca. Todos sonreían y disfrutaban de aquella noche tan especial, sin discutir, sin gritar. En familia. Así que el pequeño abeto se quitó su espumillón, lanzó la estrella dorada a la papelera y dejó que la nieve le cubriera.

Por fin se había convertido en un verdadero árbol de Navidad.