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Nombre del docente: Silvia Verónica Obregón Morales. Asignatura: Comunicación y Lenguaje LENGUA Y LITERATURA 5 Bimestre: I (enero-febrero) V CURSO DE BACHILLERATO Trabajo asignado: martes 26 de enero 2,021. Fecha de entrega: miércoles 27 de enero 2,021 NOMBRE DEL ALUMNO: ACTIVIDAD: competencia lectora INSTRUCCIONES: en el siguiente listado aparecen los nombres de los cuentos para leer y analizar, así mismo el nombre del alumno(a) que le corresponde cada cuento; no se admiten cambios, por lo tanto se debe ser muy cuidadoso(a) y trabajar el texto asignado. NOMBRE DEL CUENTO / AUTOR NOMBRE DEL ALUMNO QUE DEBE LEER Y ANALIZAR 1. La gallina degollada / HORACIO QUIROA Adrián Rodríguez 2. Dulzura/ TONY MORRINSON Anthony Davie 3. La caída de la casa Usher / EDGAR ALLAN POE Axel Pérez 4. Me alquilo para soñar /GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ Diego Vásquez 5. El gato negro/ EDGAR ALLAN POE Farid Musa 6. Casa tomada/ JULIO CORTÁZAR Gabriela Peña 7. Un hombre sin suerte / SAMANTA SCHWEBLIN Ian Stolz 8. Historia de un perro / GUY MAUPASSANT Javier Bran 9. Manuscrito dentro de una botella / EDGAR ALLAN POE José Alejandro Mosquera 10. La profecía autocumplida / GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ José Carlos Valdez 11. Lazos de familia / CLARICE LISPECTOR María Alejandra López 12. El ahogado más hermoso del mundo / GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ. Mario Illescas 13. Un artista en el trapecio/ FRANZ KAFKA Pablo Brol 14. Orbe Novo / PILAR DUGHI Sebastián Abad 15. Por las azoteas / JULIO RAMÓN RIBEYRO María Guadalupe Menes INFORME ESCRITO DE CADA CUENTO: todo el trabajo se realiza manuscrito. 1. NOMBRE DEL CUENTO y AUTOR 2. DATOS BIOGRÁFICOS DEL AUTOR Se debe investigar y anotar datos relevantes de su vida en relación con la literatura. 3. TEMA O ASUNTO QUE TRATA EL CUENTO: redactar un párrafo con por lo menos cinco oraciones. 4. RESUMEN DEL ARGUMENTO DEL CUENTO. La introducción que hace el autor.

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Nombre del docente: Silvia Verónica Obregón Morales.

Asignatura: Comunicación y Lenguaje

LENGUA Y LITERATURA 5

Bimestre: I (enero-febrero)

V CURSO DE BACHILLERATO

Trabajo asignado: martes 26 de enero 2,021.

Fecha de entrega: miércoles 27 de enero 2,021

NOMBRE DEL ALUMNO:

ACTIVIDAD: competencia lectora

INSTRUCCIONES: en el siguiente listado aparecen los nombres de los cuentos para leer y analizar, así mismo el nombre del alumno(a) que le corresponde cada cuento; no se admiten cambios, por lo tanto se debe ser muy cuidadoso(a) y trabajar el texto asignado.

NOMBRE DEL CUENTO / AUTOR

NOMBRE DEL ALUMNO QUE DEBE LEER Y ANALIZAR

1.

La gallina degollada / HORACIO QUIROA

Adrián Rodríguez

2.

Dulzura/ TONY MORRINSON

Anthony Davie

3.

La caída de la casa Usher / EDGAR ALLAN POE

Axel Pérez

4.

Me alquilo para soñar /GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Diego Vásquez

5.

El gato negro/ EDGAR ALLAN POE

Farid Musa

6.

Casa tomada/ JULIO CORTÁZAR

Gabriela Peña

7.

Un hombre sin suerte / SAMANTA SCHWEBLIN

Ian Stolz

8.

Historia de un perro / GUY MAUPASSANT

Javier Bran

9.

Manuscrito dentro de una botella / EDGAR ALLAN POE

José Alejandro Mosquera

10.

La profecía autocumplida / GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

José Carlos Valdez

11.

Lazos de familia / CLARICE LISPECTOR

María Alejandra López

12.

El ahogado más hermoso del mundo / GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ.

Mario Illescas

13.

Un artista en el trapecio/ FRANZ KAFKA

Pablo Brol

14.

Orbe Novo / PILAR DUGHI

Sebastián Abad

15.

Por las azoteas / JULIO RAMÓN RIBEYRO

María Guadalupe Menes

INFORME ESCRITO DE CADA CUENTO: todo el trabajo se realiza manuscrito.

1. NOMBRE DEL CUENTO y AUTOR

2. DATOS BIOGRÁFICOS DEL AUTOR

· Se debe investigar y anotar datos relevantes de su vida en relación con la literatura.

3. TEMA O ASUNTO QUE TRATA EL CUENTO: redactar un párrafo con por lo menos cinco oraciones.

4. RESUMEN DEL ARGUMENTO DEL CUENTO.

· La introducción que hace el autor.

· El nudo, conflicto o desarrollo que presenta.

· La resolución o final.

5. PERSONAJES PRINCIPALES : descripción física y emocional.

6. PERSONAJES SECUNDARIOS Y COMPLEMENTARIOS: descripción física y emocional.

7. CONTEXTO DE LA OBRA: lugar, época, ciudad -poblado-región, clima, ambiente, situación social – política – religiosa.

8. TIEMPO EN EL QUE TRANSCURRE LA OBRA: horas, días, semanas, meses, años .

· Anotar dos citas textuales para demostrarlo.

9. INTENCIONALIDAD DEL AUTOR

· Explicar lo que pretende el autor al publicar el cuento.

10. ILUSTRACIÓN DE UNA ESCENA DEL CUENTO

· Tamaño carta, página completa, deben apreciarse los personajes, el ambiente, el escenario y las acciones.

VALORACIÓN: 10 PUNTOS CADA ASPECTO = 100 PUNTOS

La gallina degollada

Por:

Horacio Quiroga

Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres, A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital, un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento, pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo, había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir, creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

—¡Sí! ¡sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame. ¿Usted cree que es herencia, que?…

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad. Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito: ¡pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas de dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa, pero no se pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos, pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombres: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.

—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos— que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada.

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente.

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —murmuró.

—¿Qué, no faltaba más?

—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si querés decir…

—¡Berta!

—¡Como quieras!

Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más entremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.

No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto empozoñado habíanse perdido el respeto, y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito, ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.

De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrír la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa:

—¡No, no te creo tanto!

—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti, ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste?…

—¡Nada!

—¡Sí, te oí algo! Mira, ¡no se lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

—¡Al fin! —murmuró con los dientes, apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos mi padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación. Rojo… rojo…

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.

Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había transpuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerro, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

—¡Mamá! ¡Ay mama! —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oir la voz de su hija.

—Me parece que te llama —le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero. Mazzini avanzó en el patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

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Dulzura

Por Toni Morrison

No es mi culpa, así que no pueden culparme. Yo no hice nada y no tengo idea de cómo pasó. Me tomó menos de una hora darme cuenta de que algo andaba mal. Muy mal. Era tan negra que me dio miedo. Negro medianoche, negro sudanés. Mi piel es clara, tengo buen pelo, soy lo que llaman “cobriza”, lo mismo que el padre de Lula Ann. No hay nadie en mi familia que se acerque a ese color. La brea es lo más parecido que se me ocurre. Pero su pelo no va con la piel. Es diferente –liso, pero con rizos, como el de esas tribus desnudas de Australia–. Podrían pensar que es cuestión de herencia, ¿pero herencia de quién? Deberían haber visto a mi abuela: pasaba por blanca. Se casó con un blanco y no le volvió a dirigir la palabra a ninguna de sus hijas. Todas las cartas que recibía de mi madre o mis tías las devolvía enseguida, sin abrir. Finalmente, entendieron el mensaje de “no más mensajes”, y la dejaron tranquila. Casi cualquier mulato o cuarterón hacía eso en aquella época (si tenía el pelo adecuado). ¿Se imaginan cuántos blancos andan por ahí con sangre de negro escondida en sus venas? Adivinen. Escuché que un veinte por ciento. Mi propia madre, Lula Mae, podría haber pasado por una fácilmente, pero decidió no hacerlo. Me contaba el precio que pagó por esa decisión. Cuando fue con mi padre al juzgado para casarse había dos Biblias, y ellos tuvieron que poner la mano en la que estaba reservada para los negros. La otra era para manos blancas. ¡La Biblia! ¿Pueden creerlo? Mi madre era empleada en la casa de una pareja rica de blancos. Se comían todo lo que les preparaba, insistían en que les restregara la espalda cuando se metían a la bañera, y solo Dios sabe qué otras cosas íntimas la ponían a hacer, pero no podían tocar la misma Biblia.

Puede que alguno de ustedes piense que está mal separarnos por tonos de piel (entre más claro mejor) en clubes sociales, barrios, iglesias, hermandades, incluso escuelas segregadas. ¿Pero de qué otra forma podríamos aferrarnos a un poco de dignidad? ¿De qué otra forma podríamos evitar que nos escupan en una farmacia, recibir un codazo en la parada del bus, tener que caminar por la zanja para dejar a los blancos todo el andén, que en la tienda nos cobren un centavo por una bolsa de papel que es gratis para los clientes blancos? Sin mencionar los insultos. Yo supe de todo aquello y mucho, mucho más. Pero, gracias al tono de su piel, a mi madre no le impedían probarse un sombrero o usar el baño de damas en un almacén. Y mi padre podía probarse unos zapatos en la parte delantera de la zapatería en vez de la trastienda. Aun muriéndose de sed, ninguno de los dos se hubiera permitido tomar agua de una fuente “solo para gente de color”.

Odio decirlo, pero sentí vergüenza de Lula Ann desde el comienzo, en la sala de maternidad. Su piel era pálida, como la de todos los bebés al nacer (incluso los africanos), pero cambió rápidamente. Pensé que me estaba volviendo loca cuando se puso azul oscura frente a mis ojos. Sé que enloquecí por un momento porque, solo por unos segundos, puse una manta sobre su cabeza y presioné. Pero no pude hacerlo, no importa cuánto hubiera querido que ella no naciera con ese terrible color. Incluso se me ocurrió dejarla en algún orfanato. Pero temí ser uno de esos monstruos que dejan a sus bebés en las escaleras de una iglesia. Hace poco escuché de una pareja en Alemania (ambos blancos como la nieve) que tuvo un hijo de piel oscura que nadie pudo explicar. Gemelos, creo, uno blanco y uno negro. Pero no sé si es cierto. Lo que sé es que para mí amamantarla era como tener un pigmeo succionando mi pezón. Pasé a darle tetero apenas volví a la casa.

Mi esposo Louis es maletero, y cuando regresó de las vías me miró como si en serio me hubiera vuelto loca, y miró a la bebé como si viniera de Júpiter. No era hombre de decir groserías, así que cuando dijo “Maldita sea, ¿qué demonios es eso?”, supe que estábamos en problemas. Esa fue la razón, lo que comenzó las peleas entre nosotros. Rompió nuestro matrimonio en pedazos. Habíamos tenido tres buenos años, pero cuando ella nació él me echó la culpa, y trataba a Lula Ann como si fuera una intrusa, o mucho peor, una enemiga. Nunca la tocó.

No pude convencerlo de que jamás, jamás me había metido con otro hombre. Estaba rotundamente seguro de que le estaba mintiendo. Discutíamos y discutíamos hasta que le dije que esa negrura tenía que provenir de su familia, no de la mía. Ahí fue que todo se puso peor, tan mal, que simplemente se paró y se fue, y yo tuve que buscar un lugar más barato donde vivir. Hice lo mejor que pude. No era tan ingenua como para llevarla conmigo cuando me entrevistaban los arrendadores, así que la dejaba con una prima adolescente para que la cuidara. De todas formas, no la sacaba mucho, porque cuando la paseaba en el coche la gente se agachaba para mirar y decir algo lindo pero enseguida saltaban hacia atrás y arrugaban la frente. Eso dolía. Si los colores de nuestra piel se invirtieran, hubieran creído que yo era su niñera. Para una mujer de color –incluso siendo cobriza– ya era bastante difícil rentar algo en un lugar decente de la ciudad. En los noventa, cuando Lula Ann nació, la ley prohibía discriminar a los arrendatarios, pero pocos propietarios le prestaban atención. Se inventaban razones para excluirte. Sin embargo, tuve suerte con el señor Leigh, aunque sé que le aumentó siete dólares al precio que pedía en el anuncio y le daba un ataque si te retrasabas un minuto con el pago del alquiler.

Le dije que me llamara “Dulzura” en vez de “madre” o “mamá”. Era más seguro así. Era tan negra y tenía esos labios, que me parecían excesivamente gruesos, y si me hubiera dicho “mamá” eso habría confundido a la gente. Además, el color de sus ojos era extraño: negros como un cuervo, con un matiz azulado –había algo de bruja en ellos–.

Así que por un largo rato solo fuimos las dos, y no necesito decirles lo duro que es ser una esposa abandonada. Supongo que Louis se sintió un poquito mal después de dejarnos así porque, unos meses más tarde, averiguó a dónde nos habíamos mudado y empezó a mandarme dinero una vez al mes, aunque yo nunca se lo pedí, ni fui a la Corte para que lo hiciera. Los cincuenta dólares que me enviaba y mi trabajo nocturno nos sacaron a Lula Ann y a mí de la asistencia social. Eso fue bueno. Ojalá dejaran de decirle asistencia social y volvieran a la palabra que usaban cuando mi madre era una niña; en aquel tiempo se llamaba “alivio”. Suena mucho mejor, como si sólo fuera un breve respiro mientras te vuelves a poner en pie. Además, tratar a los empleados de la asistencia social es como recibir un escupitajo. Cuando finalmente encontré trabajo y no los necesité más, estaba ganando más plata de la que ellos habían ganado nunca. Supongo que su tacañería provenía de los suelditos mezquinos que recibían, y por eso nos trataban como mendigas. Sobre todo cuando miraban a Lula Ann, y luego me miraban a mí (como si estuviéramos tratando de hacer trampa o algo así). Las cosas mejoraron, pero todavía debía tener cuidado, mucho cuidado de cómo la educaba. Debía ser estricta, muy estricta. Lula Ann tenía que aprender a comportarse, a agachar la cabeza y no dar problemas. No me importa cuántas veces se cambie el nombre, su color es una cruz que siempre va a cargar. Pero no es mi culpa. No es mi culpa. No lo es.

Pues sí, a veces me siento mal por cómo traté a Lula Ann cuando era pequeña. Pero entiendan: tenía que protegerla. Ella no conocía el mundo. Con esa piel no tenía sentido ser difícil o presumido, incluso si tenías razón. No en un mundo en el que te podían mandar a una correccional por ser impertinente o por pelearte en el colegio; un mundo en el que te contratan de último y te despiden de primero. Ella no sabía nada de eso, ni de que su piel negra asustaría a los blancos, o haría que se rieran de ella y trataran de hacerle bromas pesadas. Una vez vi cómo un niño de un grupo de chicos blancos le hacía zancadilla a una niña que no podía tener más de diez años, cuya piel no estaba ni cerca de ser tan oscura como la de Lula Ann. Y cuando ella se intentó levantar, otro niño le puso un pie sobre la espalda y la tumbó de nuevo. Los chicos se partían de la risa. Mucho después de que se les escapó, algunos seguían con risitas, tan orgullosos de sí mismos. Si no hubiera estado mirando a través de la ventana del bus la habría ayudado, alejándola de esa gentuza blanca. Miren: si no hubiera adiestrado a Lula Ann correctamente, ella no habría sabido que siempre debía cruzar la calle y evitar a los chicos blancos. Pero las lecciones que le di dieron frutos, y a fin de cuentas ahora estoy muy orgullosa.

No fui una mala madre, sépanlo, pero puede que haya lastimado a mi única hija por tener que protegerla. Tenía que hacerlo. Todo por privilegios de piel. Al principio no pude ver a través de todo ese negro para entender quién era ella y simplemente amarla. Pero la amo. En serio que sí. Creo que ella lo entiende ahora. Eso creo.

Las últimas dos veces que la vi, me pareció que estaba… bueno, despampanante. Atrevida y segura de sí misma. Cada vez que me venía a visitar olvidaba lo negra que en realidad era porque ella lo usaba a su favor con hermosas ropas blancas.

Me enseñó algo que debí haber sabido desde siempre. Lo que le haces a un niño es importante. A veces nunca olvidan. Apenas le fue posible, me abandonó en ese horrible apartamento. Se alejó tanto de mí como pudo; se emperifolló y se consiguió un trabajo superimportante en California. Ya no llama, ni me visita. Me manda plata y cosas de vez en cuando, pero no sé hace cuánto no la veo.

Prefiero este lugar, la Casa Winston, a esos grandes y costosos ancianatos en las afueras de la ciudad. El mío es más pequeño, casero, menos costoso, con enfermeras las veinticuatro horas y un doctor que nos visita dos veces por semana. Solo tengo sesenta y tres años –muy joven para andar retirada–, pero resulté con una enfermedad crónica en los huesos, así que es vital un buen cuidado. El aburrimiento es peor que la debilidad o el dolor, pero las enfermeras son adorables. Una me acabó de besar en la mejilla cuando le dije que voy a ser abuela. Su sonrisa y sus felicitaciones fueron como para alguien a punto de ser coronada. Le mostré la nota en papel azul que recibí de Lula Ann –bueno, firmó “La novia”, pero nunca le prestó atención–. Sus palabras suenan atolondradas: “Adivina qué D., estoy tan, pero tan feliz de dar esta noticia. Voy a tener un bebé. Estoy muy, muy emocionada, y espero que tú también lo estés”. Supongo que la emoción es por el bebé y no por el padre, porque no lo menciona en absoluto. Me pregunto si es tan negro como ella. Si es así, no necesita preocuparse como lo hice yo. Las cosas han cambiado un tris desde que yo era joven. En televisión, revistas de modas, comerciales, por todos lados hay negros-azules, incluso protagonizando películas.

No hay dirección del remitente en el sobre. Así que supongo que sigo siendo la mala madre, por siempre castigada hasta que muera, por la manera bien intencionada y, de hecho necesaria, como la crié. Sé que me odia. Nuestra relación consiste en que ella me envía dinero. Tengo que admitir que se lo agradezco, porque así no tengo que rogar por cosas extras, como algunos de los otros pacientes. Si quiero un mazo de cartas nuevecito para jugar solitario puedo comprarlo, y no tengo que jugar con el sucio y gastado que hay en el salón. Y puedo comprar mi crema especial para la cara. Pero no me engaño. Sé que la plata que me envía es una forma de mantenerse alejada y acallar el poco de conciencia que aún le queda.

Si sueno amargada, desagradecida, es en parte porque en el fondo hay arrepentimiento. Todas esas pequeñas cosas que no hice o hice mal. Recuerdo la primera vez que le llegó el período y cómo reaccioné. O cómo le gritaba cuando se tropezaba o dejaba caer algo. Es cierto. Me molestaba, incluso me repelía su piel negra cuando nació y al principio pensé en… no. Tengo que alejar esos recuerdos, rápido. No tiene caso. Sé que hice lo mejor para ella dadas las circunstancias. Cuando mi esposo huyó de nosotras, Lula Ann era una carga, y pesada. Pero la llevé bien.

Sí, fui dura con ella, pueden apostarlo. Cuando tenía doce años e iba para trece tuve que ser aún más dura. Andaba respondona, no quería comer lo que le preparaba, se hacía peinados. Yo le trenzaba el pelo, y cuando se iba al colegio ella se lo destrenzaba. No podía dejar que se me dañara. Me planté fuerte y le advertí cómo la llamarían. En todo caso, algo de lo que le enseñé debió pegársele. ¿Ven en qué se convirtió? Una chica rica y con estudios. ¿Qué tal?

Ahora está embarazada. Buena jugada, Lula Ann. Si piensas que la maternidad es puro arrullo, zapatitos y pañales, te espera una gran sorpresa. Bien grande. A ti y al anónimo de tu novio, esposo, amante –lo que sea–. Imagínate, “Oh, ¡un bebé! ¡Cuchi cuchi cu!”.

Ponme atención. Estás a punto de darte cuenta de lo que se necesita, de cómo es el mundo, cómo funciona, y cómo cambia cuando te conviertes en madre.

Buena suerte, y que Dios ayude a la criatura.

Tomado de: Lectura dialógica

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La caída de la casa Usher

Por Edgar Allan Poe

A lo largo de todo un pesado, sombrío, sordo día otoñal, cuando las nubes se ciernen agobiosamente bajas en el cielo, yo había ido cruzando, solo, a caballo, por un terreno singularmente lóbrego de la campiña; y al fin, me hallé, cuando las sombras de la tarde iban cayendo, a la vista de la melancólica mansión de los Usher. No sé cómo fue, pero, a mi primer atisbo de la casa, una sensación de insufrible tristeza invadió mi espíritu. Digo insufrible, porque aquella sensación no era mitigada por ninguno de esos sentimientos semiagradables, por lo poéticos, con que el espíritu recibe hasta las más severas imágenes naturales de lo desolado o terrible. Yo contemplaba la escena que tenía delante —la casa y las líneas del paisaje de aquella heredad, las frías paredes —las ventanas vacías que parecían ojos— unos juncos lozanos —y unos pocos, blanquecinos troncos de árboles carcomidos— con tan completa depresión de ánimo, que yo no podía compararla propiamente a otra sensación terrena sino al desvarío que sigue a la embriaguez del opio —amarguísimo tránsito a la vida cotidiana— horrible caída del velo. Era un helor, un abatimiento, una angustia del corazón— una irremediable tristeza de pensamiento, que ningún estímulo de la imaginación, podía convertir en el menor grado de entusiasmo por lo sublime. ¿Qué era? —me detuve a reflexionarlo— ¿qué era lo que así me deprimía en la contemplación de la Casa de los Usher? Era un misterio insoluble; ni siquiera podía yo luchar con las imaginaciones sombrías que tumultuaban en mí durante aquellas reflexiones. Me veía obligado a recaer en la insatisfactoria conclusión de que, sin duda, puesto que se dan combinaciones de sencillísimos objetos naturales, que tienen el poder de afectarnos de tal modo, el análisis de ese poder reside en consideraciones que están fuera de nuestros alcances. Era posible, pensaba yo, que una simple disposición de las particularidades de la escena, de los pormenores del cuadro, fuesen suficientes para modificar, o acaso aniquilar, su capacidad para producir impresión dolorosa; y, obrando de acuerdo con aquella idea, guie mi caballo hacia el tajado margen de un negro y tétrico estanque, el cual se extendía con no alterado brillo junto a la casa, y contemplé dentro de él —aunque con un estremecimiento más trémulo todavía que el de antes— las repetidas e invertidas imágenes del verde juncar, y de los troncos siniestros de los árboles y las vacías ventanas que parecían ojos.

Y, con todo, yo me proponía entonces pasar unas semanas en aquella lóbrega mansión. Su propietario, Rodrigo Usher, había sido uno de los alegres camaradas de mi adolescencia; pero habían pasado muchos años desde la última vez que nos vimos. Sin embargo, había recibido últimamente, en una distante región de aquel país, una carta suya, la cual, por su carácter de apremiante insistencia, no admitía sino una respuesta mía en persona. Aquel manuscrito manifestaba claramente grande agitación nerviosa. El que lo escribía hablaba de una enfermedad corporal aguda, de un trastorno mental que lo oprimía, y un vehemente deseo de verme, como a su mejor, y en realidad, único amigo de veras, para ver si con el gozo de mi compañía, hallaba algún alivio a su enfermedad. La manera como todo aquello, y mucho más, estaba dicho —y el modo como se me hacía aquella súplica con todo el corazón— no me daban espacio para vacilar, y en consecuencia, inmediatamente obedecía lo que, sin embargo, seguía pareciéndome singularísimo requerimiento.

Aunque de muchachos habíamos sido íntimos camaradas, yo conocía en realidad muy poco a mi amigo. Su reserva para conmigo había sido siempre excesiva y habitual. Con todo, yo estaba enterado de que su antiquísima familia había sido notable, desde tiempo inmemorial, por una peculiar sensibilidad de temperamento, que se había desplegado durante largos siglos, en muchas obras de arte superior, y manifestado últimamente en obras de caridad munífica aunque nada ostentosa, así como en apasionada devoción para las intrincadas, tal vez más que para las normales y reconocibles bellezas, de la ciencia musical. Y también había sabido, cosa muy digna de notar, que el tronco de la raza de los Usher, con ser de tan antigua reputación, en ningún período había producido ramas duraderas; dicho de otro modo, que toda su descendencia era por línea directa, y siempre con muy insignificantes y temporarias variaciones, se había perpetuado de aquel modo. Aquella deficiencia, pensaba yo, mientras daba vueltas en mi pensamiento a la perfecta correspondencia del carácter de aquellas posesiones con el atribuido a las personas, y mientras reflexionaba acerca de la posible influencia que el de las unas, en el largo transcurso de los siglos, podía haber ejercido en las otras —aquella deficiencia, tal vez, de sucesión colateral, y la consiguiente, indesviada transmisión, de señor a hijo, del patrimonio junto con el nombre, era lo que a la larga los había identificado hasta el punto de fundir el titulo original de la posesión con el rancio y ambiguo nombre de «Casa de Usher»— nombre que parecía incluir en la intención de los lugareños que lo usaban, a un mismo tiempo la familia y la mansión familiar.

He dicho que el solo efecto de mi algo pueril experimento —el de mirar dentro del estanque había sido el de reforzar más todavía mi primera y singular impresión. No podía caber duda en que la conciencia del rápido incremento de mi superstición —¿por qué no habría de llamarla así?— servía principalmente para intensificarla más. Tal es, me he convencido hace mucho tiempo de ello, la paradójica ley de todos los sentimientos que tienen por base el terror. Y podía haber sido por esta razón únicamente, por lo que, cuando volví a levantar mis ojos hacia la casa misma, dejando de mirar su imagen en el estanque, se originó en mi espíritu una extraña fantasía —una imaginación tan ridícula, en efecto, que sólo hago mención de ella para mostrar la vivida fuerza de las sensaciones que me oprimían. Había yo excitado mi imaginación como si realmente creyera que por toda la casa y toda aquella heredad se cernía una atmósfera peculiar de ellas y de cuanto las rodeaba— una atmósfera que no tenía ninguna afinidad con el aire del cielo, sino que se había exhalado de los desmedrados árboles, y del verde valle, y del silencioso estanque— un vapor pernicioso y misterioso, pesado, inactivo, apenas discernible, y de color plomizo.

Sacudiendo de mi espíritu lo que debía haber sido un sueño escudriñé más estrictamente el aspecto del edificio. Su principal carácter parecía ser el de extraordinaria antigüedad. Y el descoloramiento causado por los siglos había sido muy considerable. Abundancia de diminutos hongos se esparcían por todo el exterior de la casa y colgaban, en delicado enmarañado tejido, de los aleros. Y sin embargo, esto no tenía nada que ver con un deterioro extraordinario de la casa. No había caído ningún trozo de mampostería, aunque parecía existir un extraño desacuerdo entre el perfecto ajuste de las partes, lo desmoronado de cada una de las piedras. Ello me recordaba mucho la engañosa integridad de viejas obras de carpintería que se han ido carcomiendo durante años en algún desván olvidado, sin estorbos del soplo del aire exterior. Aparte de aquel indicio de general ruina, el edificio, con todo, no ofrecía la menor señal de inestabilidad. Tal vez la vista de un observador minucioso hubiera podido descubrir una grieta apenas perceptible que, extendiéndose desde el techo de la fachada del edificio, bajaba por la pared zigzagueando hasta que se perdía dentro de las tétricas aguas del estanque.

Mientras iba notando aquellas cosas, cabalgaba yo por una corta calzada que conducía a la casa. Un mozo que estaba aguardándome, se encargó de mi caballo, y entré en el gótico vestíbulo abovedado. Un criado de paso furtivo me condujo en silencio desde allí, por varios oscuros e intrincados pasadizos, hacia el estudio de su amo. Mucho de lo que encontré por el camino contribuyó no sé de qué modo, a intensificar más todavía los vagos sentimientos de que he hablado ya. Con todo y ser los objetos que me rodeaban —las entalladuras de los techos, las oscuras tapicerías de las paredes, la negrura de ébano de los pisos, y los fantasmagóricos trofeos heráldicos que traqueteaban con mis pisadas, no eran sino cosas a las que, o como a las que, yo me había acostumbrado desde mi infancia— a pesar de que yo no vacilaba en reconocer lo familiar que me era todo aquello— sin embargo me maravillaba al hallar cuán poco familiares eran las imaginaciones que aquellas imágenes ordinarias estaban agitando en mí. En una de las escaleras por donde subimos, hallé al médico de la familia. Su fisonomía, a lo que me pareció, mostraba una expresión mezclada de baja marrullería y perplejidad. Pasó por mi lado con azoramiento y continuó su camino. Entonces el criado abrió una puerta y me introdujo a presencia de su señor.

… La habitación donde me hallé era muy vasta y alta. Las ventanas eran largas, estrechas y puntiagudas, y a tan elevada distancia del negro pavimento de roble, que desde dentro eran completamente inaccesibles. Débiles fulgores de luz acarmesinada se abrían paso por los enrejados cristales, y servían para hacer lo suficiente distinguibles los objetos más prominentes en derredor; con todo, la mirada se esforzaba en vano para alcanzar los más lejanos rincones de la habitación, o los meandros del abovedado y calado techo. Negras colgaduras pendían sobre las paredes. El mobiliario general era profuso, incómodo, anticuado y desvencijado. Algunos libros e instrumentos musicales estaban esparcidos por allí; pero no alcanzaban a dar vida alguna al conjunto. Sentí como si estuviese respirando una atmósfera de tristeza. Un aspecto de austera, profunda e irremediable melancolía se cernía y lo invadía todo.

Al entrar yo, Usher se levantó de un sofá donde había estado echado completamente, y me saludó con vivaz vehemencia que tenía mucho, según yo pensé al primer pronto, de cordialidad excesiva de obligado esfuerzo de hombre de mundo aburrido.

Con todo, una ojeada a su continente me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos; y durante unos momentos, en que él no dijo palabra, lo contemplé con un sentimiento medio de lástima, medio de terror. ¡Sin duda, jamás un hombre había cambiado de modo tan terrible, en tan poco tiempo como Rodrigo Usher! No sin dificultad pude admitir la identidad de aquel ser macilento que tenía ante mí, con el camarada de mi temprana edad. Y eso que el carácter de su rostro había sido siempre extraordinario. Una tez cadavérica; unos ojos grandes, licuescentes y luminosos sobre toda comparación; los labios algo delgados y muy pálidos, pero de curvas extremadamente bellas; una nariz de fino modelado hebreo, pero con las ventanas demasiado abiertas para semejante forma; un mentón finamente modelado, que por su poca prominencia expresaba falta de energía moral; los cabellos de sédea suavidad y tenuidad; aquellas facciones, con un exagerado ensanchamiento en la región de las sienes, formaban una fisonomía difícil de olvidar. Y ahora en la mera exageración del carácter predominante de aquellas facciones, y de la expresión que solían mostrar, había tanto de cambiado, que yo dudaba quién estaba hablando. La lívida palidez actual de su epidermis, y el nuevo y maravilloso brillo de sus ojos, eran lo que más me asombraba y aun aterrorizaba. También los sedosos cabellos habían sido dejados crecer con el mayor descuido, y como con su extraño enmarañamiento de telaraña flotaban más que caían alrededor de su rostro, yo no podía ni con esfuerzo, relacionar aquella salvaje expresión con ninguna idea de pura humanidad.

En los gestos de mi amigo me llamó la atención en seguida cierta incoherencia, cierta inconsistencia; y pronto vi que ello procedía de una serie de esfuerzos débiles y vanos para dominar una trepidación habitual, una excesiva agitación nerviosa. Para algo de aquella naturaleza ya había sido yo preparado, en efecto, no menos por su carta que por los recuerdos de ciertos rasgos de su niñez, y por conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y temperamento. Sus gestos eran alternativamente vivaces y flojos. Su voz variaba rápidamente de una trémula indecisión (cuando los espíritus vitales parecían del todo ausentes) a esa especie de enérgica concisión —a esa brusca, grave, pausada y ahuecada pronunciación—, a esa aplomada, equilibrada y perfectamente modulada pronunciación, que se puede observar en los borrachos perdidos, o en los incorregibles tomadores de opio, durante los períodos de su más intensa excitación.

Así fue cómo me habló del objeto de mi visita, de su vivo deseo de verme y del consuelo que esperaba recibir de mí. Se extendió bastante en lo que él imaginaba ser la naturaleza de su enfermedad. Era, decía, una dolencia constitucional y familiar, y para la cual desesperaba de hallar remedio —pura enfermedad nerviosa, añadió inmediatamente, que sin duda se mejoraría pronto. Se manifestaba en una porción de sensaciones nada naturales. Algunas de ellas, según él las refería minuciosamente, me interesaron y asombraron; aunque los términos y el modo general de su narración contribuían a ello. Padecía mucho de una morbosa acuidad de los sentidos; solamente podía soportar los alimentos más insípidos; sólo podía llevar ropas de ciertos tejidos; las fragancias de todas las flores lo sofocaban; sus ojos eran torturados hasta por la luz más débil; y solamente había algunos sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, que no le infundiesen horror.

Me pareció verlo completamente esclavizado por una especie anómala de terror. «Me moriré —dijo—, he de morirme de esta deplorable locura. Así, así, y no de otra manera pereceré. Temo los acontecimientos futuros no por sí mismos sino por sus resultados. Me estremezco al pensar en los efectos que cualquier incidente, aun el más trivial, puede causar en esta intolerable agitación de mi alma. En efecto, no me causa horror el peligro sino por su puro efecto: el terror. En esta desalentada y lamentable condición siento que más tarde o más temprano vendrá el momento en que tendré que abandonar la vida y la razón a un mismo tiempo, en lucha con el horroroso fantasma, Miedo».

Noté además a intervalos y por indicaciones fragmentarias y equívocas, otro singular carácter de su estado mental. Estaba obsesionado por ciertas impresiones supersticiosas relativas a la casa que habitaba, y de la cual hacía muchos años que no se había atrevido a salir —referentes a una influencia cuyo supuesto poder me comunicaba en términos demasiado sombríos para que yo los repita aquí— una influencia que ciertas particularidades de la pura forma y materia de su mansión familiar, habían, a fuerza de largo padecimiento, decía él, ejercido sobre su espíritu —un efecto que lo físico de las grises paredes y torres, y del sombrío estanque en que totalmente se reflejaba, había a la larga producido sobre lo moral de su existencia.

Sin embargo, admitía aunque con cierta vacilación que mucho de la peculiar tristeza que de aquel modo lo afligía, podía atribuirse a un origen más natural y mucho más claro —a la grave y larga enfermedad— y aun a la segura muerte próxima —de una hermana a quien amaba tiernamente— su sola compañera durante largos años —su último y único pariente sobre la Tierra. «La muerte de ella, decía, con una amargura que jamás podré olvidar, lo dejaría (a él tan desesperanzado y débil) por único de la antigua raza de los Usher. Mientras él hablaba, lady Madelina (que así se llamaba) pasaba pausadamente por un largo apartado de aquella habitación, y, sin haber advertido mi presencia, desapareció. Yo la miré con profundo asombro, no sin mezcla de temor y, con todo, me fue imposible explicarme tales sentimientos. Una sensación de estupor me oprimía, mientras mis ojos seguían sus pasos que se retiraban. Cuando una puerta, al fin, se cerró tras ella, mis ojos buscaron instintivamente y con vivo interés, el semblante de su hermano, pero él había ocultado su rostro en sus manos, y yo sólo pude notar que una palidez más intensa que de ordinario se había difundido por sus enflaquecidos dedos por entre los cuales corrían abundantemente ardientes lágrimas.

La enfermedad de lady Madelina había burlado largo tiempo la pericia de sus médicos. Una quieta apatía, un agotamiento gradual de su persona, y frecuentes aunque transitorios ataques de carácter en parte cataléptico, tal era su insólita diagnosis. Hasta entonces ella había sufrido firmemente el peso de su enfermedad, y no había acudido al recurso final de la cama; pero al cerrar de la tarde en que llegué a la casa, sucumbía (como me lo dijo su hermano, a la noche con inexpresable agitación) al demoledor poder de la Destructora; y así me enteré de que el vislumbre que yo había obtenido de su persona había de ser probablemente el último —que aquélla dama, a lo menos viviente, no volvería a ser vista por mi jamás.

Durante algunos días siguientes, su nombre no fue mentado ni por Usher ni por mí: y durante aquel período yo me atareaba en diligentes esfuerzos para aliviar la melancolía de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos; o bien yo escuchaba, como entre sueños, las singulares improvisaciones en su hablante guitarra. Y de este modo, a medida que una intimidad cada vez más estrecha me introducía con menor reserva en las profundidades de su espíritu, con mayor amargura yo advertía la inutilidad de toda tentativa para alegrar a un espíritu del cual las tinieblas, como si fueran una cualidad inherente y positiva en él, se derramaban sobre todos los objetos del universo físico y moral, en una irradiación incesante de melancolía.

Siempre llevaré conmigo el recuerdo de las muchas horas solemnes que pasé de este modo a solas con el dueño de la Casa de Usher. Pero me fallaría todo intento para dar una idea del carácter exacto de los estudios o de las ocupaciones en que me introducía o me encaminaba. Una exaltada y muy destemplada idealidad proyectaba sus cárdenos fulgores sobre todas las cosas. Sus largas e improvisadas endechas resonarán para siempre en mis oídos. Entre otras cosas, conservo dolorosamente en mi espíritu cierta singular tergiversación y amplificación de la singular melodía del último vals de Von Weber. De los cuadros que acariciaba su artificiosa fantasía, y que alcanzaban, pincelada a pincelada, una vaguedad ante la cual yo me estremecía del modo más espeluznante, pues me sobrecogía sin saber por qué; de aquellos cuadros (tan vividos que sus imágenes están ahora delante de mí) yo me esforzaría inútilmente en sacar más de una pequeña porción que cupiese en los estrechos límites de las palabras escritas. Por su absoluta sencillez, por la limpidez de sus perfiles, me retenían y me intimidaban la atención. Si jamás un mortal pudo pintar una idea, ese mortal fue Rodrigo Usher. Para mí a lo menos —en las circunstancias que me rodeaban— brotaba de las puras abstracciones que aquel hipocondríaco se ingeniaba para trasladar al lienzo, una intensidad de intolerable terror del cual no había sentido yo ni una sombra ni aun en la contemplación de las tan resplandecientes y, con todo, demasiado concretas ensoñaciones de Fuseli.

Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo que no participaba tan rígidamente del espíritu de abstracción, podría ser reflejada, aunque débilmente, en palabras. Un cuadrito suyo representaba el interior de una larga y rectangular cueva o túnel, de paredes bajas, lisas, blancas y sin interrupción ni significado alguno. Ciertos puntos accesorios del dibujo servían para dar bien la idea de que aquella excavación se hallaba a extraordinaria profundidad bajo la superficie de la Tierra. No se observaba salida en ninguna porción de su inmensa longitud, ni se discernía antorcha ni otra alguna fuente artificial de luz; y con todo, una inundación de intensos rayos luminosos fluctuaba a lo largo de ella, y bañaba el conjunto con un resplandor horrible e inverosímil.

He hablado ahora mismo del morboso estado del nervio auditivo que hacía intolerable toda música para el paciente, como no fueran ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Eran, tal vez, los estrechos límites en que se encerraba él con la guitarra, lo que daba origen en buena parte, al fantástico carácter de sus ejecuciones. Pero la férvida facilidad de sus impromptus no podría explicarse por ello. Era menester que fuesen, y eran, así en las notas, como en las palabras de sus delirantes fantasías (porque no sin frecuencia se acompañaba con rimadas improvisaciones verbales), resultado de aquel intenso recogimiento mental y concentración a que he aludido anteriormente y que no se observan sino en determinados momentos de la más intensa excitación artificial. Las palabras de una de aquellas rapsodias las he podido recordar con facilidad. Tal vez fui más fuertemente impresionado por ellas cuando las produjo, porque en la profunda y misteriosa corriente de su pensamiento, yo imaginaba advertir, y por primera vez, una plena conciencia por parte de Usher del tambaleo de su elevada razón en su trono. Aquellos versos, que se titulaban, «El palacio de las Apariciones» venían a ser muy aproximada, si no exactamente, como siguen:

I

En el más verde de nuestros valles,

Por ángeles buenos habitado,

Un tiempo, hermoso y soberbio palacio—

Radiante palacio —alzaba su cabeza

En el dominio del monarca Pensamiento.

¡Allí se altaba!

Jamás serafín desplegó su ala

Sobre mansión, ni con mucho, tan bella.

II

Estandartes amarillos, gloriosos, dorados,

En su techo flotaban y ondeaban;

(Esto —todo esto— sucedía en pasados,

Tiempos remotos)

Y a cada soplo suave de viento que retozaba,

En tan amables días,

Rozando las paredes desnudas y descoloridas,

Se exhalaban aligeras fragancias.

III

Los caminantes por aquel valle feliz

A través de dos luminosas ventanas, veían

Espíritus que se movían musicalmente

Al ritmo de un laúd bien templado,

Y en derredor de un tronco donde estaba sentado

(¡Porfirogeneta!)[2]

Con pompa muy digna de su gloria,

Al señor de aquel reino se veía.

IV

Y toda reluciente de perlas y rubíes

Era la puerta del palacio,

Por la cual entraba a oleadas, oleadas, oleadas,

Y rutilando eternamente,

Una muchedumbre de Ecos cuyo dulce deber,

Sólo consistía en cantar,

Con voces de extraordinaria belleza,

El talento y la sabiduría de su rey.

V

Pero unos seres del mal con ropas de duelo,

Asaltaron los augustos dominios del monarca;

(¡Ah!, lloremos, porque jamás un mañana

Amanecerá sobre él, ¡desolado!)

Y en derredor de su mansión, la gloria

Que ruboreaba y florecía

Ya no es sino una historia confusamente recordada

De los antiguos tiempos sepultados.

VI

Y ahora los caminantes de aquel valle,

A través de las ventanas enrojecidas, ven

Vastas formas que se agitan fantásticamente

A los sones de discordante melodía;

Mientras semejante a un río rápido y lúgubre,

Por la macilenta puerta,

Un feo tropel se precipita eternamente,

Y ríe —pero ya no sonríe.

Recuerdo perfectamente que las sugestiones producidas por esta balada, nos condujeron a un orden de ideas en el cual se puso de manifiesto una opinión de Usher que yo menciono no tanto por su novedad (porque otros hombres[3] han pensado también así), como por razón de la pertinacia con que la sostenía. Esta opinión, en su forma general, era la de la conciencia en todos los seres vegetales. Pero, en su desordenada fantasía, aquella idea había adquirido un carácter más audaz, y se extendía, bajo ciertas condiciones, al reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo el alcance, y la vehemente ingenuidad de su persuasión. Aquella creencia, sin embargo, se relacionaba (como antes he insinuado) con las grises piedras de la casa de sus antepasados. Aquellas condiciones de conciencia se habían cumplido allí, según él imaginaba, por el procedimiento de colocación de aquellas piedras —por el orden de su distribución, así como por los innumerables hongos que las recubrían y los decaídos árboles que se alzaban en derredor— y sobre todo, por la larga y no estorbada duración de todo aquel orden, y por su reduplicación en las quietas aguas del estanque. Su prueba —la prueba de la conciencia— podía hallarse, decía (y entonces yo me sobresaltaba al oírle hablar) en la gradual, aunque segura condensación de una atmósfera propia en las aguas y en las paredes. El resultado de ello, añadía, podía descubrirse en aquella muda, pero insistente y terrible influencia que durante siglos había plasmado los destinos de su familia y que había hecho de él lo que yo podía ver ahora —lo que era. Semejantes opiniones no necesitan comentario, y yo no haré ninguno.

Nuestros libros —los libros que, durante años, habían formado no pequeña parte de la existencia de aquel inválido— estaban, como puede suponerse, en estrecha conformidad con aquel carácter de visionario. Escudriñábamos juntos en las páginas de obras como Ververt et Chartreuse, de Gresset; el Belfegor, de Macchiavelli; el Cielo e Infierno, de Swedenborg; el Viaje Subterráneo de Nicolás Klinun, por Holberg; las Quiromancias, de Roberto Flud, de Juan de Indaginé, y de De La Chambre; el Viaje a la Azul Distancia, de Tieck; y la Ciudad del Sol, de Campanella. Uno de los volúmenes preferidos era una pequeña edición en octavo del Directorium Inquisitorum, por el Dominicano Eymeric de Gerona; y había pasajes en Pomponio Mela, acerca de los sátiros y egipanes africanos, sobre los cuales se ensimismaba Usher durante algunas horas. Con todo, su principal deleite lo hallaba en la detenida lectura de un extraordinario, raro y curioso libro en cuarto gótico —manual de alguna iglesia olvidada— el Vigiliae Mortuorum secundum Chorum Ecclesiae Maguntinae.

No podía menos de pensar en el extraño ritual de esta obra, y de su probable influencia en el hipocondríaco, cuando, una tarde, luego de informarme súbitamente de que lady Madelina había dejado de existir, declaró su intención de guardar su cuerpo durante una quincena (antes de su entierro definitivo), en uno de los numerosos sótanos situados debajo de las paredes maestras del edificio. La razón humana, sin embargo, que él daba a tan singular proceder, era tal, que yo no podía permitirme discutirla. Que él, como hermano había llegado a tal resolución (así me lo dijo) por considerar el insólito carácter de la enfermedad de la difunta, por ciertas importunas e insistentes averiguaciones por parte de sus médicos, y por la lejana y arriesgada situación del cementerio de la familia. No negaré que cuando yo me representaba el siniestro aspecto de la persona a quien había encontrado en la escalera, el día en que llegué a la casa, no tuve ganas de oponerme a lo que por otra parte me parecía todo lo más una precaución inofensiva y en modo alguno antinatural.

A petición de Usher, lo ayudé personalmente en los preparativos de aquella sepultura temporaria. Luego de poner el cuerpo en el ataúd, los dos solos la llevamos a su lugar de reposo. El sótano donde la colocamos (y que había estado tanto tiempo sin abrirse que nuestras antorchas medio apagadas en su asfixiante atmósfera, no nos daban mucha ocasión para examinar sus pormenores) era reducido, húmedo y desprovisto por completo de medio para la entrada de la luz; estaba situado a grande profundidad inmediatamente debajo de aquella parte del edificio donde se hallaba la habitación en que yo dormía. Había servido, según parecía, en remotos tiempos feudales, para el peor objeto, el de mazmorra, y en tiempos más próximos, como polvorín, o para guardar otras materias muy combustibles, porque una parte de su suelo, y todo el interior de un largo corredor abovedado por donde llegamos a él, habían sido cuidadosamente forrados de cobre. La puerta, de hierro macizo, había sido también de igual modo acorazada. Su inmensa pesadumbre producía un inusitado y agudo ruido chirriante, cuando giraba sobre sus goznes. Luego de haber depositado nuestra fúnebre carga sobre unos caballetes dentro de aquella región de horrores, apartamos un poco la tapa no clavada todavía del ataúd, y miramos el rostro de la que lo ocupaba. Lo primero que llamó mi atención fue un asombroso parecido entre hermano y hermana; y Usher, adivinando tal vez mis pensamientos, murmuró unas pocas palabras por las cuales me enteré de que la difunta y él habían sido gemelos y que misteriosas afinidades de naturaleza muy poco inteligible, habían existido siempre entre los dos. Con todo, nuestras miradas no se posaron mucho espacio en la muerta, porque no podíamos mirarla sin terror. La enfermedad que así había sepultado a la señora en lo mejor de su juventud había dejado, como suele ocurrir en todas las enfermedades de carácter estrictamente cataléptico, el remedo de un leve rubor en la garganta y en el rostro, y en sus labios aquella sonrisa sospechosamente prolongada que parece tan terrible en la muerte. Volvimos a colocar y atornillamos la tapa, y luego de haber afianzado la puerta de hierro nos fuimos, trabajosamente, a las habitaciones, apenas menos tétricas, de la parte superior de la casa.

Y entonces, pasados algunos días de amarga pena, se efectuó un visible cambio en el desorden mental de mi amigo. Su modo de ser habitual se había desvanecido. Sus habituales ocupaciones fueron descuidadas, olvidadas. Vagaba de habitación en habitación con pasos precipitados, desiguales, sin objeto. La palidez de su semblante había adquirido, si aquello era posible, un matiz más lívido, pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por completo. La ronquera que de vez en cuando velaba su voz, ya no se oyó más; y un trémulo garganteo, como de extremado terror, caracterizaba habitualmente su pronunciación. Había veces, en efecto, en que yo pensaba que su espíritu agitado sin cesar estaba trabajado por algún abrumador secreto, y que luchaba por el necesario valor para divulgarlo. A veces, yo me veía obligado de nuevo a explicarme todo aquello nada más que por los inexplicables desvaríos de la locura, porque lo veía mirando en el vacío durante largas horas, en actitud de atención profunda, como si estuviera escuchando algún imaginario sonido. No era de extrañar que su estado me aterrorizase, me contagiase. Yo sentía apoderarse de mí, por lentos pero seguros grados, las alocadas influencias de sus fantásticas pero impresionantes supersticiones.

Especialmente, al retirarme a dormir a altas horas de la noche, el séptimo u octavo día después de haber colocado a lady Madelina en la mazmorra, fue cuando yo experimenté toda la fuerza de tales sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho, mientras las horas iban pasando, pasando. Yo luchaba por hacer entrar en razón la nerviosidad que me dominaba. Me esforzaba por creer que mucho de lo que yo sentía, si no todo, era debido a la influencia del tétrico mobiliario de la habitación, de las negras y deterioradas colgaduras que, atormentadas en su movimiento por el soplo de una tempestad que se acercaba, ondeaban desordenadamente hacia uno y otro lado de las paredes, y rumoreaban angustiosamente alrededor de los ornamentos de la cama. Pero mis esfuerzos eran vanos. Un irreprimible temor invadía gradualmente todo mi ser, y, finalmente, vino a posarse en mi corazón un incubo de espanto inexplicable. Sacudiéndolo de mí con un respiro y vigoroso esfuerzo, me incorporé en mis almohadas, y atisbando anhelosamente en la intensa tiniebla de la habitación, apliqué el oído —no sé por qué, como no fuese movido por algún instintivo impulso— a ciertos quedos, vagos sonidos que venían, entre los silencios de la tormenta, yo no sabía de dónde. Subyugado por un intenso sentimiento de terror, inexplicable pero insufrible, me vestí a toda prisa (porque comprendía que ya no podría dormir más en toda la noche), y me esforcé por rehacerme del estado lamentable en que había caído, paseándome rápidamente arriba y abajo de la habitación.

Había dado unas cuantas vueltas de esta manera, cuando un leve paso en una escalera cercana retuvo mi atención. Pronto reconocí que era el de Usher. Un instante después llamó, con suaves golpes a mi puerta, y entró con una lámpara en la mano. Su semblante, como de ordinario, tenía una lividez cadavérica, pero, además, había una especie de loca hilaridad en sus ojos, una evidente histeria contenida en todo su porte. Su aspecto me sobrecogió, pero todo era preferible a la soledad que yo había padecido tanto espacio, y hasta saludé su presencia como un alivio.

«¿Y usted, no lo ha visto? —me dijo de pronto, luego de haber mirado unos momentos en derredor, muy abiertos los ojos, en silencio—. ¿No lo ha visto usted? ¡Espérese, pues! ¡Ya lo verá!». Y diciendo esto, luego de arreglar cuidadosamente la pantalla de su lámpara, se precipitó hacia una de las ventanas, y la abrió de par en par a la tormenta.

La impetuosa furia de la racha que entró, casi nos levantó en el aire. Era, en efecto, una noche terriblemente tempestuosa pero bella, y salvajemente singular por su terror y su belleza. Alguna tromba había concentrado, sin duda, su fuerza en nuestra vecindad; porque había frecuentes y violentas alternancias en la dirección del viento; y la extraordinaria densidad de las nubes (las cuales se cernían tan bajas que se agolpaban sobre las torres de la casa) no nos impedía percibir la viviente velocidad con que llegaban corriendo de todas partes unas contra otras en lugar de ir a perderse a lo lejos. Digo que ni su extraordinaria densidad nos privaba de percibir aquello —y, con todo, no teníamos el menor destello de luna ni estrellas— ni había allí el menor centelleo del rayo. Pero las superficies inferiores de las enormes masas de agitado vapor, así como todos los objetos terrestres que estaban inmediatamente a nuestro alrededor, relucían a la luz contranatural de una débilmente luminosa y distintamente visible exhalación gaseosa que se cernía en derredor y envolvía toda la casa.

«¡Usted no debe mirar; usted no mirará esto! —dije yo estremeciéndome a Usher, mientras lo llevaba, con suave violencia, de la ventana a un asiento—. Esas apariencias, que lo enajenan, no son más que puros fenómenos eléctricos bastante comunes, o tal vez tienen su horrible origen en los pútridos miasmas del estanque. Cerremos esa ventana; el aire es muy helado y peligroso para su salud. Ahí tiene usted una de sus novelas favoritas. Yo leeré, y usted escuchará, y de este modo pasaremos juntos la terrible noche».

El viejo volumen que yo había tomado fue el Loco Triste de sir Lanzarote Canning; pero yo lo había llamado favorito de Usher más por chanza que seriamente; porque, a decir verdad, poco hay en su tosca prolijidad desprovista de imaginación, que pudiera interesar a la elevada, espiritual idealidad de mi amigo. Con todo, era el único libro que tenía inmediatamente a mano; y yo acariciaba una vaga esperanza de que la excitación que ahora agitaba al hipocondríaco pudiera hallar un alivio (porque la historia de los trastornos mentales está llena de semejantes anomalías) en aquellas exageradas locuras que yo iba a leer. Si yo hubiera de juzgar, en efecto, por la vehemente y en exceso tensa vivacidad con que él escuchaba, o parecía escuchar, las palabras de la narración, hubiera podido congratularme del buen éxito de mi propósito.

Había llegado al tan conocido pasaje de la novela, donde Ethelred, el héroe del Trist, luego de haber intentado por las buenas ser admitido en la mansión del ermitaño, se resuelve a hacer buena una entrada por la fuerza.

Entonces, como puede recordarse, las palabras de la narración son como sigue:

«Y Ethelred, que de su natural tenía valeroso corazón, y que además ahora se sentía muy fuerte, por la virtud del vino que había bebido, ya no se entretuvo más en palabras con el ermitaño, el cual era en realidad, de índole tozuda y maliciosa, sino que, sintiendo la lluvia en sus espaldas, y temiendo que estallase la tormenta, alzó su maza sin pensarlo más, y a porrazos, pronto abrió paso en la tablazón de la puerta para su manoplada mano, y entonces, tirando vigorosamente, lo rajó y destrozó, y arrancó todo a pedazos, de modo que el ruido seco y retumbante de la madera repercutió temerosamente por todo el bosque».

Al terminar aquel pasaje me estremecí, y por un momento me detuve; porque me pareció (aunque deduje acto seguido que mi excitada imaginación me había engañado) que, de alguna parte muy remota de la mansión, llegaba, confusamente, a mis oídos, lo que hubiera podido ser, por la exacta semejanza de carácter, el eco (pero más ahogado y sordo ciertamente) del propio rajar y destrozar que sir Lanzarote había tan minuciosamente descrito. No cabía duda en que sólo una pura coincidencia había lijado mi atención; porque en medio del matraqueo de los maderos de las ventanas, y los ordinarios y mezclados ruidos de la tempestad, que continuaba arreciando, el ruido aquel, por sí mismo, no tenía nada, sin duda, que pudiera haberme interesado o estorbado. Así, continué leyendo:

«Pero el buen paladín Ethelred, al entrar ahora, por la puerta, se quedó enconadamente furioso y asombrado al no hallar señales del maligno ermitaño; sino, en lugar de él, a un dragón de escamoso y prodigioso aspecto, y de candente lengua, que estaba apostado de centinela ante un palacio de oro, con pavimento de plata; y de la pared colgaba un escudo de lúcido bronce, con esta leyenda escrita:

El que aquí entre, habrá sido vencedor;

El que mate al dragón, habrá ganado el escudo.

«Y Ethelred blandió su maza, y dio con ella en la cabeza del dragón, que cayó ante él, y entregó su pestilente aliento, con un chillido tan hórrido y áspero, y al mismo tiempo tan penetrante, que Ethelred hubo de taparse los oídos con las manos, para protegerlos de aquel temeroso ruido, como jamás lo escuchara semejante».

Al llegar aquí, otra vez me paré de pronto, y ahora sintiendo ya frenético asombro, porque no podía caber duda alguna que, aquella vez yo había realmente oído (aunque me pareció imposible decir de qué dirección procedía) un débil y al parecer lejano, pero áspero, prolongado, insólitamente agudo y discordante sonido, exacta réplica de lo que mi fantasía había ya forjado ser el sobrenatural chillido del dragón como lo describía el novelista.

Agobiado como yo estaba sin duda, por el acaecimiento de la segunda y singularísima coincidencia, por mil sensaciones antagónicas en que el asombro y el extremado terror predominaban, aún conservaba yo la suficiente presencia de ánimo para evitar que se excitase, por alguna observación, la impresionable nerviosidad de mi camarada. Con todo, yo no tenía la certeza de que él no hubiese notado aquellos sonidos; aunque, sin duda alguna, durante los pocos minutos últimos en su comportamiento se había producido extraña alteración. Primero estaba sentado frente a mí, pero gradualmente había ido volviendo su silla, hasta quedar de cara a la puerta de la habitación, y por ello, sólo podía en parte observar sus facciones, aunque veía que los labios le temblaban como si estuviera murmurando palabras imperceptibles. Su cabeza se había abatido sobre su pecho, aunque yo comprendí que no estaba dormido por la completa y rígida abertura del ojo suyo que pude atisbar de perfil. El movimiento de su cuerpo también contradecía aquella idea, porque se balanceaba de un lado a otro con suave pero constante y uniforme oscilación. Luego de haber observado rápidamente todo aquello, reanudé la lectura de la narración de sir Lanzarote, que continuaba de este modo: «Y entonces, el paladín, cuando hubo escapado a la terrible furia del dragón, acordándose del escudo de bronce, y de la ruptura del encanto que había en él, apartó al dragón muerto de su camino, y avanzó valerosamente por el pavimento de plata del castillo, hacia donde estaba colgado el escudo de la pared; el cual, en realidad, no esperó a que él acabase de llegar, sino que cayó a sus pies sobre el pavimento de plata, con poderoso y horrendo sonido retumbante».

Apenas aquellas palabras habían salido de mis labios cuando, como si un escudo de bronce en el mismo instante hubiese caído pesadamente sobre un pavimento de plata, percibí una distinta, hueca, metálica y estrepitosa, aunque aparentemente apagada repercusión. (Completamente acobardado, salté en pie, pero el mesurado balanceo de Usher seguía, perturbado. Me precipité hacia la silla donde él se sentaba. Sus ojos miraban fijamente ante sí, y en todo su continente reinaba una pétrea rigidez. Pero cuando puse mi mano en su hombro, se produjo un fuerte estremecimiento en toda su persona; una débil sonrisa tembleteaba en sus labios; y noté que hablaba, con quedo, precipitado y farfullaste murmurio, como si no tuviese conciencia de que yo estaba allí. Inclinándome mucho sobre él, pude por fin empaparme del horrendo sentido de sus palabras.

«¿Que si lo oigo? Sí, lo oigo, y lo he oído. Largamente, largamente, largamente, muchos minutos, muchas horas, muchos días, lo he oído, pero yo no me atrevía ¡oh!, tenedme lástima, ¡soy un pobre desgraciado!, ¡yo no me atrevía y no me atrevía a decir nada! ¡La hemos depositado viva en la tumba! ¿No he dicho ya que mis señoríos son muy agudos? Y os digo ahora que he oído sus primeros débiles movimientos en el hueco del ataúd. Los he oído, durante muchos días, pero no me atrevía ¡no me atrevía a decir nada! Y ahora, esta noche, Ethelred —¡ah!, ¡ah!— ¡el quebrarse de la puerta del ermitaño y el grito de muerte del dragón, y el estrépito del escudo! —decid, más bien, ¡el resquebrajarse de su ataúd, y el chirrido de los goznes de hierro de su prisión, y sus forcejeos por la galería blindada de cobre! Oh, ¿adónde huiré? ¿No se presentará aquí ahora mismo? ¿No viene apresurada a echarme en cara mi prisa por enterrarla? ¿No acabo de oír sus pasos por la escalera? ¿No estoy distinguiendo el pesado y horrible latir de su corazón? ¡Loco!». Y al llegar aquí saltó furiosamente de pie, y gritó sus sílabas como si con aquel esfuerzo estuviese entregando el alma —«¡Loco! Yo os digo que ahora ella está detrás de esa puerta».

Y como si en la sobrehumana energía de su expresión hubiese habido la potencia de un hechizo, las enormes y vetustas hojas de la puerta a las cuales estaba señalando el que hablaba, abrieron, retrocediendo lentamente, en aquel mismo instante, sus poderosas mandíbulas de hierro. Era efecto de la racha impetuosa, sí, pero también detrás de aquella puerta estaba la alta y amortajada figura de lady Madeline de Usher. Había sangre en sus blancas ropas, y la evidencia de alguna lucha cruel por toda su extenuada persona. Por un momento se quedó temblorosa y tambaleándose en el umbral; después, con un abatido clamor quejumbroso, cayó pesadamente de cara sobre el cuerpo de su hermano, y en sus violentas y ahora postreras ansias de muerte, lo arrastró a él al suelo, cadáver y víctima de los terrores que había previsto.

De aquella habitación y de aquella casa escapé despavorido. La tempestad reinaba afuera todavía en toda su furia, cuando me hallé cruzando la antigua calzada. De pronto, resplandeció a lo largo del camino una extraña luz, y yo volví la cabeza para ver de dónde podía haber salido un fulgor tan insólito; porque detrás de mí sólo estaban la casa y sus sombras. Aquel resplandor era el de la luna llena, de un color de sangre en su ocaso, y que brillaba vívidamente a través de aquella grieta que antes apenas se discernía, de la cual he dicho ya que se extendía en zigzag desde el techo del edificio a su base. Mientras yo la estaba mirando, aquella grieta se ensanchó rápidamente —se produjo una violenta racha del torbellino— todo el disco del satélite estalló de pronto ante mis ojos —mi cerebro se bamboleó cuando vi las poderosas paredes precipitarse partidas en dos— hubo un largo y tumultuoso, voceante rumor, semejante a la voz de mil cataratas y el profundo y cenagoso estanque se cerró torva y silenciosamente a mis pies, sobre los fragmentos de la «CASA DE LOS USHER».

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Me alquilo para soñar

Por Gabriel García Márquez

A las nueve de la mañana, mientras desayunábamos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de mar a pleno sol levantó en vilo varios automóviles que pasaban por la avenida del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas que se encontraban en la sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los muebles, y algunos quedaron heridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un marejazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral.

Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilitaron otra, y todo volvió a estar en orden. Por la mañana no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se pensaba que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una mujer amarrada en el asiento del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le quedó un hueso entero. Tenía el rostro desbaratado, los botines descosidos y la ropa en piltrafas, y un anillo de oro en forma de serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era el ama de llaves de los nuevos embajadores de Portugal. En efecto, había llegado con ellos a La Habana quince días antes, y había salido esa mañana para el mercado manejando un automóvil nuevo. Su nombre no me dijo nada cuando leí la noticia en los periódicos, pero en cambio quedé intrigado por el anillo en forma de serpiente y ojos de esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué dedo lo usaba.

Era un dato decisivo, porque temí que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre verdadero no supe jamás, que usaba un anillo igual en el índice derecho, lo cual era más insólito aún en aquel tiempo. La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo salchichas con papas hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de estudiantes latinos. Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi impresión inmediata por su espléndida pechuga de soprano, sus lánguidas colas de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de serpiente. Me pareció que era la única austríaca en el largo mesón de madera, por el castellano primario que hablaba sin respirar con un acento de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a Austria entre las dos guerras, si niña, a estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y también uno de los más temibles.

Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina sólo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico que le inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me la habían presentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había hecho para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me contestó con un golpe: —Me alquilo para soñar.

En realidad, era su único oficio. Había sido la tercera de los once hijos de un próspero tendero del antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar instauró en la casa la buena costumbre de contar los sueños en ayunas, que es la hora en que se conservan más puras sus virtudes premonitorias. A los siete años soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente. La madre, por pura superstición religiosa, le prohibió al niño lo que más le gustaba que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un sistema propio de vaticinios.

—Lo que ese sueño significa —dijo— no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer dulces.

La sola interpretación parecía una infamia, cuando era para un niño de cinco años que no podía vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes adivinatorias de la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer descuido suyo el niño se atragantó con una canica de caramelo que se estaba comiendo a escondidas, y no fue posible salvarlo.

Frau Frida no había pensado que aquella facultad pudiera ser un oficio, hasta que la vida la agarró por el cuello en los crueles inviernos de Viena. Entonces tocó para pedir empleo en la primera casa que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella sólo dijo la verdad: «Sueño». Le bastó con una breve explicación a la dueña de casa para ser aceptada, con un sueldo apenas suficiente para los gastos menudos, pero con un buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el desayuno, que era el momento en que la familia se sentaba a conocer el destino inmediato de cada uno de sus miembros: el padre, que era un rentista refinado; la madre, una mujer alegre y apasionada de la música de cámara romántica, y dos niños de once y nueve años. Todos eran religiosos, y por lo mismo propensos a las supersticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau Frida con el único compromiso de descifrar el destino diario de la familia a través de los sueños.

Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pronósticos terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños.

Estuve en Viena más de un mes, compartiendo las estrecheces de los estudiantes, mientras esperaba un dinero que nunca llegó. Las visitas imprevistas y generosas de Frau Frida en la taberna eran entonces como fiestas en nuestro régimen de penurias. Una de esas noches, en la euforia de la cerveza, me habló al oído con una convicción que no permitía ninguna pérdida de tiempo.

—He venido sólo para decirte que anoche tuve un sueño contigo —me dijo—. Debes irte enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años.

Su convicción era tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para Roma. Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde entonces me he considerado sobreviviente de un desastre nunca conocí. Todavía no he vuelto a Viena.

Antes del desastre de La Habana había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera tan inesperada y casual que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo Neruda pisó tierra española por primera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por mar hacia Valparaíso. Pasó con nosotros una mañana de caza mayor en las librerías del viejo, y en Porter compró un libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo que hubiera sido su sueldo de dos meses en el consulado de Ranigún. Se movía por entre la gente como un elefante inválido, con un interés infantil en el mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo le parecía un inmenso juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida.

No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un Papa renacentista: glotón y refinado. Aun contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero era la única manera de impedir que se bañara en salsas. Aquel día en Carvalleiras fue ejemplar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer: las almejas de Galicia, los percebes del Cantábrico, las cigalas de Alicante, las espardenyas de la Costa Brava. Mientras tanto, como los franceses, sólo hablaba de otras exquisiteces de cocina, y en especial de los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus antenas de bogavante, y me dijo en voz muy baja: alguien detrás de mí que no deja de mirarme.

Miré por encima de su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer impávida con un anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada, masticaba despacio con los ojos fijos en él. La reconocí en el acto. Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en el índice.

Viajaba desde Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la induje a hablar de sus sueños para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en adivinaciones de sueños.

—Sólo la poesía es clarividente —dijo.

Después del almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito con Frau Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. Me contó que había vendido sus propiedades de Austria, y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que describió como un castillo falso sobre una colina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en sueño había terminado por apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo dije.

Ella soltó su carcajada irresistible. «Sigues tan atrevido como siempre», me dijo. Y no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de tema.

—A propósito —me dijo—: Ya puedes volver a Viena. Sólo entonces caí en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos conocimos.

—Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré —le dije—. Por si acaso.

A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té en el Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como los niños, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el monograma de la almohada impreso en la mejilla.

—Soñé con esa mujer que sueña —dijo. Matilde quiso que le contara el sueño.

—Soñé que ella estaba soñando conmigo —dijo él.

—Eso es de Borges —le dije. Él me miró desencantado.

—¿Ya está escrito?

—Si no está escrito lo va a escribir alguna vez —le dije—. Será uno de sus