cayetano betancur personalismo y bien comun 1958

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II PERSONALISMO Y BIEN COMÚN Para el hombre griego, y esto es un lugar común, los géneros y las especies son eternos e inmutables, al par que el individuo es mudadizo y perecedero. Esto deter- minó en toda la cultura helénica, y en general, en todo el mundo "antiguo" (greco-romano) la alta valoración de lo general y necesario, frente a lo particular y con- tingente. De ahí el débil acento con que se marca la in- dividualidad, y el poco interés especulativo hacia el tema de la persona. Por esto la filosofía clásica desconoce casi toda la problemática de la existencia, pues se mueve en un mundo de esencias intemporales. Si allí se habla de inmortalidad, apenas se esboza como supervivencia de lo general y abstracto que en el hombre existe. Por esto para Aristóteles es sólo inmortal aquella parte del ser humano que crea las esencias, el "nous pointikós", o "en- tendimiento agente", como lo llamaron los escolásticos. De encontrarse el griego con el existir como tema fundamental de sus meditaciones, habría necesitado re- hacer toda la especulación que venía elaborándose desde los primeros presocráticos. En cambio, a la cultura he- brea fue familiar desde el principio la "existencia", y en el segundo de los libros sagrados, Dios se define a sí mismo sin más, como el que existe: "Ego sum qui sum. Ait: sic

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Page 1: Cayetano Betancur Personalismo y Bien Comun 1958

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PERSONALISMO Y BIEN COMÚN

Para el hombre griego, y esto es un lugar común, los géneros y las especies son eternos e inmutables, al par que el individuo es mudadizo y perecedero. Esto deter-minó en toda la cultura helénica, y en general, en todo el mundo "antiguo" (greco-romano) la alta valoración de lo general y necesario, frente a lo particular y con-tingente. De ahí el débil acento con que se marca la in-dividualidad, y el poco interés especulativo hacia el tema de la persona. Por esto la filosofía clásica desconoce casi toda la problemática de la existencia, pues se mueve en un mundo de esencias intemporales. Si allí se habla de inmortalidad, apenas se esboza como supervivencia de lo general y abstracto que en el hombre existe. Por esto para Aristóteles es sólo inmortal aquella parte del ser humano que crea las esencias, el "nous pointikós", o "en-tendimiento agente", como lo llamaron los escolásticos.

De encontrarse el griego con el existir como tema fundamental de sus meditaciones, habría necesitado re-hacer toda la especulación que venía elaborándose desde los primeros presocráticos. En cambio, a la cultura he-brea fue familiar desde el principio la "existencia", y en el segundo de los libros sagrados, Dios se define a sí mismo sin más, como el que existe: "Ego sum qui sum. Ait: sic

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dices filiis Israel: qui est misit me ad vos" (Éxodo, III, 14). Con todo, en la cultura israelita no se agitó mucho la existencia necesaria del Ser Supremo, como problema filosófico; mas en cambio, es probable que el existir mis-mo de cada hombre se les hiciese una cuestión de hecho, una facticidad, como hoy se expresa la filosofía. Aquí reside la razón de que entre los hebreos no hubiese una clara conciencia de la inmortalidad personal. El hom-bre, creado de la nada, vuelve a ella tras una vida terre-nal, haya sido ésta honesta y virtuosa o sensual y de-pravada.

Pero es el cristianismo quien asume las dos grandes ideas de esas dos culturas precedentes: La vagarosa in-mortalidad entre los griegos y la idea de creación y, por tanto, de surgimiento de una existencia, desde la nada, de estirpe hebraica. El existir es, ante todo, lo que inte-resa al cristiano. Y por esto Santo Tomás, aun allí donde cree que simplemente repite a Aristóteles, no sitúa el centro de su especulación en la composición de acto y potencia, sino, como advierte Gilson, en la esencia y exis-tencia, haciendo del existir el "acto" arquetipo, el ver-dadero acto.

Para una mente tan genuinamente racionalista co-mo Leibniz, trabajado íntimamente por sus creencias cristianas, ha de surgir así inevitablemente la pregunta: "¿Por qué hay ser y no más bien nada?" Los cristianos desde los primeros padres, colocaron el fundamento de la creación en un acto de la voluntad libre de Dios; Dios crea libremente el mundo; y no es menester que cree el mejor de los mundos posibles, sino que de hecho crea un mundo que tiene, por sí, su bondad.

En esta forma se afirma una vez más la facticidad de la existencia finita, su esencial contingencia, tesis que se concilia con el dogma de la inmortalidad personal, co-mo acto gracioso de Dios, que bien podría aniquilar de nuevo lo creado. Por ello no es al azar que muchos doc-

tores de la Iglesia, hasta cierta época, no consideren fun-dada filosóficamente la inmortalidad del alma, sino ape-nas verdad de fe, inalcanzable a la razón dejada a sus propias fuerzas.

El dogma de la inmortalidad personal de una exis-tencia creada, de una existencia de hecho, revoluciona toda la cultura "antigua". Si entre los griegos, la idea de la inmortalidad permaneció en el ámbito de la reli-gión (y esto a pesar del Fedón platónico), en el cristianis-mo el concepto citado hace amplio despliegue en todos los campos de la vida especulativa y de la acción prác-tica, hasta el punto de determinar uno de los caracteres más vivos de la llamada "filosofía cristiana", pues esta tesis fecundiza muy buena parte de lo que Occidente es, después de la venida de Cristo.

Para concretarnos a nuestro tema, hemos de decir que una de las concepciones más ampliamente afectadas por el mensaje cristiano fue precisamente aquella del Estado y de la sociedad civil. Max Scheler, para recha-zar la interpretación alemana del Estado, glorificada jus-tamente como herencia de la cultura clásica, escribió re-sueltamente: "Toda interpretación 'antigua' del Estado fue eliminada de una vez para siempre por Jesús". ("El formalismo", II, p. 322).

Cuando el filósofo alemán escribía esta frase, cierta-mente apenas gestaba la idea nacional-socialista que da de sí todo lo que es capaz al desencadenar la segunda guerra mundial. Pero es lo cierto que en la tercera dé-cada de este siglo, la concepción totalitaria del Estado se afinca impresionantemente, y empieza a realizarse por entonces en la Rusia soviética y en la Italia fascista, para culminar en 1933 con el ascenso de Hitler al po-der. Como ocurre siempre, desde finales del siglo XIX se agitaban por doquier las ideas socialistas, entendidas precisamente contra el concepto liberal individualista del Estado. Mas es obvio que ni los socialistas de cátedra

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que se oponían en alguna forma a Carlos Marx, ni este mismo filósofo y economista, estaban diciendo nada que no se contuviese ya en la grandiosa teoría hegeliana del Estado.

Con todo, las ideas tienen su sazón, y es lo cierto que ni cuando Hegel escribió, ni aun cuando Marx lanzaba con Engels el "Manifiesto comunista" (1848), ni tampo-co cuando se reúne el famoso Congreso Socialista de Eissenach (1872) el mundo estaba preparado para reci-bir y aplicar las grandes concepciones universalistas, or-ganicistas, intervencionistas o como quiera llamárselas, y con las cuales se reaccionaba violentamente contra el concepto tradicional del Estado Seguro, del Estado gen-darme, en suma, contra el concepto liberal burgués de la sociedad y de la autoridad.

Uno de los temas que preside desde la más remota antigüedad toda la especulación política, es el del bien común. Aristóteles lo hace objeto de meditaciones dete-nidas en su obra capital sobre estos asuntos, igual que en la "Éica Nicomaquea". Entre los romanos, la idea del bien común pervive con vigorosa pujanza a través de todas sus instituciones, hasta poder acuñar la famosa sentencia: "Rem publica vivere necesse est, te vivere non est necesse". Pero si bien se reflexiona, esto no es extraño para una cultura en donde la polis, la ciudad, es el centro mismo de la vida humana. El griego y el ro-mano aplican al todo de la ciudad el mismo concepto supervalorizador que asignan a la especie y al género, frente al individuo. "Sociedad" viene de "sequor", de se-guir, y el hombre al ser naturalmente social, recibe el sen-tido originario del vocablo: es apenas un secuaz, un segui-dor, una parte de la gran comparsa que constituyen la multitud de los hombres en torno de esa idea abstracta de la polis, de la ciudad.

Pero un día resuena en la boca de Jesús la frase que, a fuerza de repetirse, ha perdido mucho de su tremendo

vigor originario: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios". Esto debía de sonar tan extraño al oído "antiguo", como el amor a los enemigos que el mismo mensaje divino predicaba. En torno de esta mis-ma sentencia parafraseada, hacía consistir muchos si-glos después Enrique Heine, el último sentido de la Re-volución Francesa: "Mucho tiempo llevamos dando al César lo que es del César, y ahora hemos decidido dejar algo para nosotros". Pues ante el majestuoso imperio antiguo, Jesús proclama que no todo es del Estado, que no todo pertenece al César, que hay algo que es sólo de Dios. He aquí la base del personalismo cristiano que in-surgirá en todas las instituciones políticas dándoles un sello nuevo, completamente ajeno al sentimiento antiguo.

Y es este personalismo el que fue menester acentuar una vez más en este siglo, ante las voraces pretensiones del totalitarismo. Y aunque el tema es de procedencia evangélica, se ha suscitado nuevamente ahora, cuando las injusticias sociales hacían realmente urgente una apelación al bien común, para que el hombre dejase a un lado su egoísmo y sacrificara parte de su bienestar al bienestar colectivo. Pero fue el bienestar colectivo el que en un momento quiso tomar para sí más de lo que le era justificable, hasta acabar por producir la natural reacción de los que entienden que la vida es una lucha entre extremos, y que no es sino cómodo pero inacepta-ble instalarse en cualquiera de ellos, desconociendo los fueros del extremo opuesto.

Jacques Maritain fue de los primeros escritores cató-licos que lanzó la voz de alarma ante las invasoras aspi-raciones de un intervencionismo estatal más allá de los justos límites. Luchaba él principalmente contra el to-talitarismo de izquierda y de derecha que ya hemos visto florecía en Europa y en el mundo entero, hace treinta años. Obras suyas como "Humanisme integral", no fue-ron sino el recuerdo de grandes temas de la doctrina

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cristiana de la sociedad, explicados con criterio riguro-samente filosófico. Por todos es sabida la adhesión fer-vorosa que el pensador francés alimenta hacia la doc-trina tomista, hasta considerársele hoy uno de sus más autorizados representantes. El personalismo cristiano fue finalmente objeto del mensaje pontificio en la Navidad de 1942, consagrado allí como la doctrina de la Iglesia.

Pese a todo esto, se quisieron buscar intereses distin-tos a los puramente doctrinales en los defensores del personalismo. Se les tachó de cripto-liberales, aliados con el judaismo internacional, justamente porque en nombre de ideas cristianas sobre la dignidad de la persona hu-mana, se reprochaban las atroces persecuciones a que eran sometidos los judíos en los Estados totalitarios, lla-mados de derecha, es decir, en Italia y en Alemania. Pero en el estricto campo filosófico, no sin que se ocul-ten aquí no por nobles menos visibles motivos políticos, se inició también una serie de publicaciones contra el personalismo cristiano, esta vez inspiradas precisamente por autores católicos de insospechable ortodoxia. Una de esas obras fue la del profesor belga Charles de Koninck: "De la primacía del bien común contra los personalis-tas", traducida en España en 1952, cuando ya circula-ba allí, después de aparecer el original francés del tex- . to de Koninck, el libro de Leopoldo Eulogio Palacio, "El mito de la nueva cristiandad". Los solos títulos enun-cian el propósito de sus autores de controvertir las tesis maritainianas.

Todos los apartes del libro del filósofo belga, dedicado al rey Leopoldo, están constituidos con citas intercaladas de las obras de Santo Tomás sobre el bien común, en. donde se revela un profundo conocimiento de la doctrina del maestro medieval. El autor quiere mostrar cómo el bien que predica el colectivismo, no es sino un bien par-ticular pluralizado, mas no estrictamente el bien común de la filosofía tomística. Porque el bien común en el to-

mismo es algo que comprende también el bien propio, pero absorbiéndolo en una síntesis superior. En cambio, el colectivismo "peca por abstracción", pues "solicita una enajenación del bien propio en cuanto tal y, por consiguiente, del bien común, puesto que es el mejor de los bienes propios". Y continúa: "Los que defienden la primacía del bien singular de la persona singular se apoyan sobre esta falsa noción del bien común".

El autor pretende interpretar rectamente a Santo To-más, considerando el aspecto del bien común en forma de circuios concéntricos, de modo que lo que es el bien del círculo más alto, por fuerza resulta ser el bien del me-nor de esos círculos. Así el bien común de la familia, se torna bien propio ante el bien común de la sociedad que a su turno absorbe a aquél, y el bien propio de ésta está absorbido a su vez por el bien común universal que es Dios. "Por otra parte, escribe, si la criatura racional no puede limitarse enteramente a un bien común subordi-nado, el de la familia, por ejemplo, o el de la sociedad política, no es porque su bien singular en cuanto tal sea mayor, sino a causa de su ordenación a un bien común superior al cual está principalmente ordenado".

Y más adelante, citando la Suma Teológica, asienta lo que sigue: "Se alberga en nosotros, en efecto, tan per-fectamente la razón de parte, que la rectificación por relación al bien propio no puede ser verdadera más que si es conforme y subordinada al bien común". Y aquí de Santo Tomás: ". . . La bondad de una parte se considera en proporción a su todo: por lo que San Agustín dice .. . que es mala toda parte que no es conforme a su todo. Y dado que todo hombre es parte de la ciudad, es impo-sible que un hombre sea bueno si no está perfectamente proporcionado al bien común; ni el todo puede existir convenientemente sino mediante las partes a él propor-cionadas. Esta ordenación es tan integral que los que persiguen al bien común persiguen su bien propio ex consequenti: "Primero (cita de Santo Tomás), porque

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persiguen el bien común persiguen su bien propio ex consequenti: "Primero (cita de Santo Tomás), porque el bien propio no puede existir sin el bien común de la familia, de la ciudad o el reino. Por eso Valerio Máximo dice de los antiguos romanos que preferían ser pobres en un imperio rico que ricos en un imperio pobre. En segun-do lugar . . .", etc.

Las tesis del filósofo belga son, al parecer, más aris-totélicas que tomistas, más helénicas que cristianas. Aquí como en tantas otras ocasiones, Santo Tomás, cre-yendo repetir simplemente el pensamiento del "Filóso-fo" (esto es, de Aristóteles, como le suele llamar), estruc-tura una doctrina propia, porque en él estaba sin duda alguna más arraigada su fe cristiana que su educación al modo de los griegos. Esa idea del bien común circular-mente concéntrica se aviene admirablemente a la jerar-quía de especies y géneros, tal como se revela, por ejem-plo, en el famoso "arbor porphiriana". El género contie-ne en "extensión" la especie, al par que la especie lleva en su contenido el género. Pero el cristianismo había in-troducido aquí algo nuevo y desusado para el pensamien-to griego: el concepto de persona, de criatura racional, objeto de un acto individual de creación, a quien Cristo había venido a redimir en una mirada igualmente indi-vidual de su infinita misericordia. Esa persona, con un destino moral y religioso trascendente, recibe sobre sí, el peso de un deber de salvación intransferible a cualquier totalidad de que, por otro aspecto, pueda ser y hacer parte: "Qui creavit te sine te, non salvabit te sine te". De suerte que el árbol de Porfirio termina esta vez por abajo, no con una simple enumeración, a la helénica, de simples ejemplares de la individualidad, así sean es-tos tan ilustres como Sócrates o Platón, pero en todo caso, quantité negligeable, ante la dignidad de la espe-cie, sino con una persona que desborda los planos esen-ciales en que el cuadro del discípulo de Plotino resumió la lógica aristotélica. Cuando en cristiano decimos "Pe-

dro, Juan y Diego", ya no hablamos de ejemplares de la especie "hombre" solamente, sino que nos movemos en un plano no esencial sino existencial; no hacemos sim-plemente una "metábasis eis allo genos", sino que tras-montamos la esfera de las esencias para entrar en el campo de las existencias.

Adversa a la concentricidad del bien común, tal co-mo la describe el autor que comentamos, está un texto de Santo Tomás que Maritain, por cierto, trae en apoyo del personalismo: "El hombre no se ordena a la comu-nidad política según todo su ser y todas las cosas que le pertenecen, y por eso no es necesario que todos sus ac-tos sean meritorios o no respecto de la sociedad. En cam-bio, todo lo que hay en el hombre, lo que puede y lo que posee, debe ordenarse a Dios; de ahí que todos sus actos, buenos o malos, por su misma naturaleza tengan mérito o demérito delante de Dios". (Suma Teol., 1-2, q. 21, a.4, 3). Jagger nos ha descrito la evolución aristotélica que se opera desde el Protréptico, decididamente platónico, hasta la "Ética a Nicómaco", obra de senectud en que el filósofo se creía ya curado del idealismo de su maes-tro. Por esto, a la altura de esta transformación, ya Aris-tóteles no cree que la virtud se confunde sin más con el carácter de buen ciudadano, como era apenas deducible de las premisas platónicas: " . . . no es lo mismo ser hom-bre virtuoso que ser buen ciudadano", asienta en el li-bro V de su "Ética" postrimera.

Pero es lo cierto que Aristóteles no podía sacar muy largas consecuencias de este pensamiento, entre otras razones, por la definitiva ya señalada, de que no se mo-vía en plano existencial. Pero hay paralelismo en los dos textos precedentes, si bien el maestro griego llegue a consecuencias semejantes a las de su discípulo medieval, por vías completamente dispares.

Y donde resalta con mayor vigor la posición perso-nalista que viene impuesta por el dogma de la persona-lidad moral y libre de cada ser humano, es en la trasla-

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ción de la frase de Valerio Máximo que cita Santo Tomás, y que aduce, a su turno, de Koninck: "Es preferible ser pobre en un imperio rico, que rico en un imperio pobre". Esto que es indudable en el campo del bien común de la ciudad, en cuanto bien temporal, es intrasmutable al campo moral y religioso. O valdría decir: "Prefiero ser malo en un imperio bueno que bueno en un imperio co-rrompido"? ¿Qué duda cabe que el bien común es el del imperio bueno? ¿Quién puede negar que, desde el punto de vista de la especie, de la generalidad, es preferible la bondad moral de todos que la bondad moral de uno solo? Y adviértase que no digo: "Bondad moral del todo, sino bondad moral de todos, lo que es visiblemente diferen-te. Pero en el campo moral, ni la moral del todo implica la moralidad de uno de sus miembros, ni la moral de to-dos (tomando todos en el sentido estadístico, es decir, del gran número), es equivalente a la moral de cada uno.

Pero volvamos al texto del romano: tal como se enun-cia arriba, vale para la riqueza, y vale igualmente enun-ciándolo en primera persona de singular: "Prefiero ser pobre en un imperio rico que rico en un imperio pobre". De suerte que respecto del bien temporal de la ciudad, el texto es válido, verdadero, desde el punto de vista del género o especie, como del punto de vista personal de cada uno. Pero en el campo moral y religioso, el texto sólo es válido en el sentido impersonal: "Es preferible que haya un hombre malo en un imperio bueno a que exista un hombre bueno en un imperio malo". Pero es inaceptable y totalmente rechazable como enunciado de primera persona: "Prefiero yo ser malo en un reino bueno que el único bueno en un reino malo".

Planteada así la cuestión, salta a la vista la imposi-bilidad de la tesis del bien común en cuanto este bien común toma su inspiración en el mundo helénico de las especies y los géneros. Porque desde la altura cristiana, nadie puede ser osado a semejante preferencia, a causa precisamente de que su dignidad moral es existencial, y

por lo mismo, personal e intransferible. El texto evangé-lico de la oveja descarriada cuya recuperación trae más alegría que la vista de todas las que están en el aprisco, abona también la tesis personalista. Está bien que San Agustín exclame "Felix culpa" para aludir a la de Adán en el Paraíso, por la cual vino a nosotros el Redentor del mundo. Pero estaría muy mal que esto lo dijese el pro-pio Adán, y dicho desde su punto de vista personal, y en relación con su propia situación de pecador, la expresión tendría el carácter de blasfemia: "Felix mea culpa", se-ría la más alta manifestación de ese pecado que se de-nomina la tentación a Dios.

Pero este personalismo, mirado cristianamente, no significa un egotismo, ni menos un vulgar egoísmo. Por eso, como dice Santo Tomás en el texto citado antes, "todo lo que hay en el hombre, lo que puede y lo que po-see, debe ordenarse a Dios". Y en esto el cristianismo se vincula esta vez sí con el pensamiento griego de la ob-jetividad. Nuestra bondad moral no ha de ser un narci-sismo moral. La situación existencial de la persona que la hace ajena al género y a la especie, no la desvincula sin embargo del valor objetivo que en el cristianismo no es otro ni puede ser otro que el mismo Dios. Todos los bienes comunes circularmente concéntricos que un pen-samiento helenizante podría elaborar fácilmente, pero con error, como propios del cristianismo, quedan empali-decidos ante el verdadero bien común que es Dios. Es el sentido de la frase evangélica: "Busca el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura". Y en esta añadidura está, sin que quepa duda alguna, la propia salvación del alma. Bien sabido es que en la historia del cristianismo, tras la herejía luterana, fue me-nester recabar ahincadamente sobre el tema de la salva-ción del alma, pues Lutero la había dejado al puro ar-bitrio divino, sin intervención para nada de nuestras propias obras. Pero el cristianismo de todos los tiempos predicó fundamentalmente el reinado de Dios, a sabien-

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das de que es su reino y su justicia lo que nos salvará. Es sumergiéndose en la gloria inefable de la divinidad, como el hombre se realiza a plenitud en el campo reli-gioso y por tanto en el campo moral: "Sólo aquel que se pierde se salvará".

También el propio Hegel, el creador de ese terrestre divino que es, a su juicio, el Estado, estaba más cerca de la doctrina cristiana cuando, al decir de su comentarista Heinz Heimsoeth, reconocía que en los individuos "hay. . . un lado que. . . no es algo subordinado (al Estado), sino algo eterno, divino por sí mismo". Esto es la moralidad, la eticidad, la religiosidad. Y cita, para comprobarlo, el siguiente texto de la "Filosofía de la Historia": "El hom-bre finito considerado en y por sí, es al mismo tiempo, también imagen de Dios y fuente de la eternidad en sí mismo; es fin de sí mismo, tiene en sí mismo su valor infinito y el destino de la eternidad. Tiene su patria, pues, en un mundo sobrenatural, en una vida íntima infini-t a . . . Esto es la conciencia religiosa de sí mismo". ("Po-lítica y moral en la filosofía de la historia de Hegel", Rev. de Occ., No 137).

El moralista inglés Bentham, desde su estrecho punto de vista utilitario, decía: "Todo hombre cuenta por uno, ningún hombre cuenta por más de uno". Y en el plano moral y religioso, esta frase revela un principio insosla-yable. Sólo que no es dado sacar las consecuencias egoís-tas que el filósofo aducía a favor de sus tesis. Porque siempre será cierto, en su sentido formal, lo que Dilthey escribiera en la "Introducción a las ciencias del espíri-tu": "El hombre se libera del tormento del momento y de la fugacidad de toda alegría sólo mediante la entrega a los grandes poderes objetivos que ha engendrado la historia. Entrega a ellos y no subjetividad del arbitrio y el goce; sólo así procuraremos la reconciliación de la per-sonalidad soberana con el curso cósmico". Y esos poderes objetivos son para el cristiano los que residen en Dios y de él emanan a través del mundo y de la historia.

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RAZÓN Y SENTIDO DE LA JUSTICIA SOCIAL

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La expresión "justicia social" es apenas relativamente reciente. Según los investigadores, no va más atrás de los sillonistas franceses y la emplea también a menudo el marqués de La Tour du Pin.

Desde entonces, la expresión, pero más aún el concep-to, han sido rechazados en diversas ocasiones por trata-distas católicos. La expresión, cuando surgió por vez pri-mera, por su evocación de las doctrinas socialistas. Y el concepto mismo ha sido negado por eminentes teólogos, adscribiendo la idea que la "justicia social" conlleva a una o a las tres clases de justicia que conoció siempre la Filosofía, desde Aristóteles hasta la adición tomista: jus-ticia conmutativa, justicia distributiva y justicia legal. El P. Urdanoz, teólogo español, hace una completa refe-rencia al discutido tema, cataloga las distintas doctrinas de autores católicos y no católicos y cita en su apoyo una amplia bibliografía. (Int. a la q. 58 (2-2), "Suma Teoló-gica" de S. Tomás).

Pero el mismo comentarista mencionado opta por la tesis de los que identifican la justicia social con la justi-cia legal. Y ello lo hace con argumentos, o bien propios

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