cayetano betancur, el mundo circundante del hombre y de la mujer (1943, -44)

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EL MUNDO CIRCUNDANTE DEL HOMBRE Y DE LA MUJER

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Page 1: Cayetano Betancur, El Mundo Circundante Del Hombre y de La Mujer (1943, -44)

EL MUNDO CIRCUNDANTE

DEL HOMBRE Y DE LA MUJER

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EL MUNDO CIRCUNDANTE DEL HOMBRE Y DE LA MUJER

"Je ne méprise presque rien".

LEIBNIZ

El hombre es también el animal que sabe sentir. La sensación es superada por la vida humana hasta hacer de ella ese fundamento esencial de toda cultu-ra; sin las sensaciones, o no habría cultura o debería­mos imaginar para los hombres lo que sólo a los án-geles corresponde.

Con los sentidos el hombre recoge el universo y lo forma a su imagen y semejanza. Por los sentidos el hombre es capaz de simbolizar, de hacer que la vida en torno presente por doquier significaciones. Los sentidos en estrecha comunión con la inteligencia ha­cen posible la elevación de la materia a las esferas más altas del valor. Si no hubiese sentidos, nuestra vida sería clara y nítida, sin necesidad de interpre-

taciones; nada aparecería en el allende que fuera menester interrogar; pero tampoco en el más acá ha-bría nada que pudiéramos fingir. "En la misma me­dida en que un hombre es espíritu, escribe Keyser-ling, es su vida, esencialmente comedia. Es comedia exactamente en el sentido que Dante fue el primero

en adscribir a tal palabra. Los hechos no cuentan en la vida propiamente humana más que en la exacta

medida en que son significativos." (1).

I) Meditaciones suramericanas, pág. 382 (Santiago, Chile) .

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Es una forma del materialismo la denigración de la vida sensible humana (2); quien en el hombre sólo advierte la parte baja de su estirpe, no está todavía elevado a las más altas formas de la cultura. Hay que tener hacia el propio cuerpo la simpatía cordial que pide Keyserling (3). Es ella el signo de un hombre superior. Quien en el hombre siente aversión hacia lo puramente sensible, sólo muestra en esa aparente nostalgia de lo espiritual, que está sumido muy hon­damente en la materia y, entonces, su admiración por el espíritu es mera perspectiva de rana, para usar el lenguaje de los pintores. En este sentido tiene razón Nietzsche al decir: "En su camino hacia el ángel (pa-ra no emplear una palabra más dura), el hombre se ha creado ese estómago enfermizo, y esa lengua sabu­rrosa, que no sólo le han inspirado el hastío del goce y la inocencia del animal, sino que le han hecho insípida la vida: de suerte que a veces se inclina sobre

(2) Cf. El otoño de la Edad Media, J. Huizinga. Tomo pág. 207 (Rev. de Occidente, 1930) .

(3) "Así como al comprender la contingencia de todas la morales no se vuelve uno inmoral, sino, por el contrario, ral de una moralidad superior, así también, la generosidad par con el 'sí mismo' físico no hace complaciente en el sentido la self-indulgence inglesa. Generosidad no es nunca debilidad sólo los fuertes pueden ser generosos.

"El ser humano que ha alcanzado aquella distancia interior con relación a su yo gracias a la cual se hacen posibles la camaradería y la afección irónica, ha llegado al mismo tiempo nivel en que se puede realizar, por fin, el único género de selfcontrol

válido: no el del tirano, el gendarme o el dómine, sin el del amigo de más edad, que lo sabe todo, lo comprende todo y conduce con mano leve a sus menores hacia su propio bien (La vida íntima, p. 32-33. Espasa Calpe, 1939.)

sí mismo tapándose la nariz y, con el Papa Inocen­cio III, escribe con gesto de desaprobación el catálo­go de las enfermedades de la naturaleza ("procrea­ción impura, nutrición asquerosa en el seno de la madre, mala cualidad de la sustancia de que el hom­bre saca su desarrollo, mal olor, secreción de saliva, de orina y de excrementos") (4).

En forma muy distinta a este enojoso mirar la subs­tancia humana, comprendía Aristóteles y tras él San­to Tomás la misión del cuerpo en las funciones de la cultura. Una curiosa página se encuentra en la Moral a Eudeno del filósofo griego, en que muestra la distancia en el ejercicio de los sentidos que va del hombre al animal: "En cuanto a las otras sensacio­nes agradables, escribe, los animales son casi insen­sibles respecto de ellas por ejemplo, no gozan ni de la armonía de los sonidos, ni de la belleza de las for­mas. No hay entre ellos uno que goce al contemplar las cosas bellas o al oír sonidos armoniosos, fuera de algún caso prodigioso. Tampoco se advierte en ellos que gocen con los buenos o malos olores, a pesar de que los animales en general tienen la sensibilidad más delicada que los hombres. Además, debe obser­varse que no experimentan placer sino con aquellos olores que atraen indirectamente y no por sí mismos; y cuando digo por sí mismos me refiero a los olores le que gozamos por otro motivo que por la esperan-za o el recuerdo que engendran. Por ejemplo el olor le los alimentos que se pueden comer o beber no nos afecta sino indirectamente. Gozamos, en efecto, con

(4) Genealogía de la moral, p. 293-94 (Aguilar, 1932) .

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ellos, porque nos causan placeres distintos de los su­yos propios, esto es, los de comer y beber. Son, por lo contrario, olores que nos encantan por sí mismos, los de las flores, por ejemplo. Stratónico tenía razón al decir que, entre los olores, unos tienen un bello perfume y otros un perfume agradable. Por lo de­más, los animales, en materia de gusto no gozan de un placer tan completo como podría creerse. No gus­tan de las cosas que hacen impresión solamente en la extremidad de la lengua; gustan sobre todo de las que obran sobre el gaznate; y la sensación que experimen­tan se parece más bien a la del tacto que a un verda­dero gusto. Así, los glotones no desean tener una len­gua muy desenvuelta, sino que prefieren, más bien, un cuello largo como de cigüeña, como sucedía a Fi-loxenes de Eris (5).

(5) Moral a Eudemo, pág. 185 (Espasa Calpe, 1942).

— 2 —

Los sentidos, por otra parte, son aparatos de se­lección. Si como ha dicho Ortega y Gasset, "el hom­bre es un sistema de preferencias", los medios para ejercer estas preferencias son, a no dudarlo, los senti­dos. Por ellos el hombre se dirige al mundo y toma de él lo que le sirve para elevarse a la cultura. Con ios sentidos el ser humano capta la materia que ha de levantar hacia los valores,

El ejercicio de los sentidos es el primer lenguaje y sigue siendo el único lenguaje que el hombre posee para decir lo que es. Esa selección peculiar de su mundo que los sentidos hacen, es lo que puede de-cirnos adecuadamente lo que el hombre es. En forma primordial, los sentidos revelan el orden y la jerar­quía de los valores hacia los cuales tiende la huma­nidad.

Y "quien posee el ordo amoris de un hombre posee al hombre", ha dicho Scheler. De suerte que el cono­cimiento de lo humano no puede avanzar en forma alguna si no se dirige hacia el sistema de preferencias que forma su "ordo amoris". "Pues la estructura del mundo circundante de cada hombre —cuyo conteni­do total se halla articulado en definitiva por la es-tructura de sus valores— no se muda y cambia cuan­do el hombre se desplaza por el espacio. Lo único que

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hace es llenarse cada vez con determinadas cosas par-ticulares, pero de tal forma que esta impleción acon-tece también conforme a las leyes que le prescribe la estructura de los valores del medio. Las cosas —bie-nes a lo largo de las cuales conduce el hombre su vida, las cosas prácticas, las resistencias del querer y del hacer con que tropieza su voluntad— todo esto se halla penetrado del mecanismo selectivo especial de su ordo amoris y vigilado al mismo tiempo por é l . . . Las cosas reales suelen anunciarse en el umbral de nuestro mundo circundante por un toque de cor-neta que precede como una señal a la unidad de la percepción, una señal que parte de las cosas y no de nuestras vivencias, como diciendo: 'ahí va eso', y oriundas de las más remotas lejanías del mundo, pe-netran como miembros suyos en el mundo circun-dante." (6).

Toda una investigación metódica de los mundos circundantes del animal se ha propuesto hacer el ba-rón von Uexküll, después de declarar que es la única forma de psicología animal que hoy es concebible. El gran biólogo germano, tomando sus instrumentos de la crítica kantiana, ha mostrado cómo los sentidos son para el animal algo así como categorías que en cierto modo tienen ya preformado su mundo. Los ob-jetos reales y concretos son distintos para cada ani-mal o para cada especie de animal, porque cada una de ellas sólo puede percibir de aquéllos una zona peculiar a la organización de sus sentidos. "Mientras

(6) Ordo Amoris, pág. 110 a 112 (Rev. de Occidente, 1934).

que todos los instrumentos de movimiento de los animales parecen estar formados por el contorno: la aleta, por el agua; el ala, por el aire, forman así tam­bién, por su parte, al contorno todos los instrumentos de los sentidos. De todos los innumerables efectos del mundo exterior escoge cada órgano de sentido de cada animal el número de estímulos acomodados a él. Existen miles de disposiciones mecánicas y quími­cas que cuidan de que sólo penetren estímulos del mundo exterior muy determinadamente escogidos. Kilos solos crean el mundo perceptible del animal. Únicamente lo que es importante para la vida pe­netra hasta el sistema nervioso, y engendra allí el impulso, que mueve los convenientes instrumentos de movimiento de la conveniente manera. Tan indi­solublemente enlazada está, por acción recíproca, la amiba con la gota de agua, como la trucha con el río y el tiburón con el m a r . . . " (7). Y más adelante: "Kant fue quien nos mostró que el mundo que nos rodea es nuestro mundo perceptible, y sólo será reco­nocido rectamente en sus rasgos fundamentales cuan­do las formas que le imprime nuestro punto de vis­ta subjetivo han sido manifestadas como necesa­rias." (8).

Porque lo que en la investigación animal es inelu-dible si se quiere hacer psicología de esos seres, cabe también trasplantarse al mundo humano como tal. Algunas sugerencias da el barón de Uexküll en ese

(7) Ideas para una concepción biológica del mundo, pág. 85, (Espasa Calpe, 1934).

(8) Op. cit., pág. 162.

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sentido, pues a cada paso muestra lo que es el inun­do circundante para el habitante de la ciudad y para-el del campo, para el artista profesional y para el lego en pintura, para el hombre medieval y para el mo­derno. "Represéntese, por ejemplo, lo que significa una estrella para el moderno habitante de gran ciu-dad que alguna vez la ve centellear entre los faroles de la calle, y lo que ha sido para un asirio conocedor del cielo. Igual estrella es para el uno un inútil punto de luz y para el otro un signo en el reloj del destino del mundo, que recorre su círculo por el maravilloso cuadrante del cielo". . . "Así resulta que cada hom­bre está rodeado de un mundo 'adecuado' a él o aco-; modado a él, que llamaremos su 'mundo circundan­t e ' " (9).

(9) Op. cit., pág. 40.

— 3—

Este mundo circundante es el que vamos a estu­diar con algún detalle tanto en el hombre como en la mujer.

Hombre y mujer debieron ser el centro de toda investigación humanística. Las ineludibles dificul­tades para penetrar en el mundo del sexo opuesto no habrían de impedirnos sin embargo, hacer girar toda la historia en torno de esa diferencia extrema. Desco­nocerla me parece un retroceso, porque aspira a re­unir en un haz común y primitivo, como es el hecho de que ambos pertenezcan a lo humano in genere, lo que no sólo biológicamente es distinto, sino también culturalmente. Y tiene que serlo por la distinta fun­ción humana que cada sexo desempeña frente al otro. Y si fuera meramente biológica, querría decir que el hombre no ha sabido elevar esta parte de su ser ma­terial a las zonas del espíritu, como sí lo ha hecho con otras actitudes igualmente corporales, por ejem­plo, la de comer y dormir.

De donde se infiere que el propósito de buscar en las diferencias de sexo una honda explicación de la historia de la humanidad, es un propósito cultural. La resistencia a hacerlo quizás se deba a que el hom­bre no se sienta muy seguro de no reducir así la his-

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toria a un erotismo de baja ley. Por esto creo que Freud no sólo puede ser superado, sino que debe ser-lo; sin desconocer que a él se deba muy buena parte del camino abierto con su tesis de la sublimación: "sublimar" su misma doctrina sería la mejor manera de acercarnos a sus investigaciones sin ánimo gaz­moño.

Pero lo que viene en seguida no está inspirado en Freud. Más bien ha influido en este estudio la ma­nera de ver de Simmel. Ojalá pudieran ostentar to­dos los párrafos de este trabajo esa altura y nobleza de pensamiento que puso el filósofo alemán para mi-rar lo pequeño.

De las mujeres es difícil hablar; pero es preferible que lo hagan los hombres. La mujer misma nada pue­de decir de su sexo; quizás es más acertada en lo que, por sus ademanes, simboliza decir del varón.

El hombre tiene la misión en el mundo de objeti­var la vida, de darle expresión universal. La mujer para esto es apenas capaz; talvez no porque, según Nietzsche, su gran arte sea la mentira y su más alta preocupación, la apariencia y la belleza. Pero en lo que en seguida afirma el malhumorado solitario qui­zás no falte la razón: "Confesémoslo, nosotros, los hombres, honramos y amamos precisamente ese arte y ese instinto en la mujer; nosotros, que tenemos la misión difícil y que nos unimos voluntariamente, para alivio nuestro, a seres cuyas manos, cuyas mira­das, cuyas tiernas locuras hacen aparecer casi como errores nuestra gravedad, nuestra profundidad. En fin, yo propongo esta cuestión: jamás la mujer ha

concedido profundidad a un cerebro de mujer ni jus­ticia a un corazón de mujer. ¿Y no es verdad que, en resumidas cuentas, 'la mujer' ha sido despreciada, so­bre todo, por las mujeres, y no por nosotros? Nos­otros los hombres deseamos que la mujer no continúe comprometiéndose por declaraciones. Pues misión del hombre era velar por la mujer, cuando la Iglesia de­cretaba: 'mulier taceat in ecclesia.' Por el bien de la mujer, Napoleón dio a entender a la muy discreta Madame de Stael: 'Mulier tacet in politicis!' Y yo creo que un verdadero amigo de las mujeres es el que grita hoy a las mujeres: 'Mulier taceat de mulie-re!' " (10).

El hombre puede hablar de las mujeres con más verdad que ellas de sí mismas, merced a aquella ob­jetividad tan suya. Como se ha dicho de la verdad que es norma de sí misma y del error, también cabe decir del varón que tiene conciencia de sí y de su contrario, la mujer.

Mirando al propio y al opuesto sexo, no como cau­sas que producen efectos, sino como actitudes que tienen un sentido, un fin, la consideración del hom­bre y de la mujer como seres culturales se hace más fácil.

Ya Kant había visto, aunque no muy claramente, esta mutua dependencia que el hombre tiene de la mujer, y a la inversa. Partiendo de la tesis de que lo femenino es bello, mientras lo varonil es noble, ha mostrado el influjo recíproco en los sexos para em­bellecer o ennoblecer cada uno el sentimiento del

(10) Más allá del Bien y del Mal, p. 161-62 (Aguilar, 1932).

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hombres en señoritos empalagosos y a muchas muje­res en pedantes o amazonas; pero la naturaleza procu­ra siempre restablecer sus disposiciones. Júzguese por esto del poderoso influjo que la inclinación sexual podría ejercer, principalmente sobre el sexo masculi­no, a fin de ennoblecerlo, si en lugar de numerosas y secas enseñanzas se desarrollase temprano el senti­miento de la mujer para sentir de un modo conve­niente lo que corresponde a la dignidad y las subli­mes cualidades del otro sexo, y con ello se la prepa­rase a mirar con desprecio a los fatuos petimetres y a no rendir su corazón a otra cualidad que a los mé­ritos. También es indudable que el poder de sus encantos podría al cabo ganar con ello, pues la seduc­ción de éstos evidentemente se ejerce sobre almas nobles: las demás no son lo suficientemente finas para sentirlos. En este sentido contestó el poeta Si-mónides cuando le aconsejaban que entonase sus bellos cantos ante las tesalianas: 'Estas mozas son de­masiado tontas para que puedan ser engañadas por un hombre como yo.' Por lo demás, ya se ha conside­rado cómo es un efecto del trato con el bello sexo la dulcificación de las costumbres masculinas, la con­ducta más suave y atenta y la compostura más ele­gante; pero esto es sólo una ventaja accesoria. Lo importante es que el hombre se haga más perfecto como hombre y la mujer como mujer; es decir, que los resortes de la inclinación sexual obren en el sen­tido indicado por la naturaleza, para ennoblecer más a uno y hermosear las cualidades de la otra. Puestos en un caso extremo, el hombre podrá decir, lleno de

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otro. Sólo que no avanzó hasta la afirmación aquí sos­tenida de que la mujer ama lo bello en su persona, pero lo noble en el varón, precisamente, como su mundo circundante, y a la inversa, el hombre. Que el hombre sea noble, es una exigencia femenina; que la mujer sea bella, es una exigencia masculina. Pero oigamos a Kant:

"La mujer tiene un sentimiento preferente para lo bello en lo que a ella misma se refiere; pero en el sexo masculino siente principalmente lo noble. En cambio, el hombre prefiere lo noble para sí mismo y lo bello cuando se encuentra en la mujer. De ello de­bemos deducir que los fines de la naturaleza tienden, mediante la inclinación sexual, a ennoblecer siempre más al hombre y a hermosear más a la mujer. A una mujer le importa poco no poseer ciertas elevadas vi­siones, ser tímida y no verse llamada a importantes negocios: es bella, cautiva, y le basta. En cambio, exi­ge todas estas cualidades en el hombre, y la sublimi­dad de su alma muéstrase sólo en que sabe apreciar todas estas nobles cualidades al encontrarlas en él. ¿Cómo, de otro modo, podría ocurrir que hombres de grotesca figura, aunque acaso posean grandes méri­tos, puedan conseguir tan amables y lindas mujeres? En cambio, es el hombre mucho más exigente para los bellos encantos de la mujer. La figura delicada, la ingenuidad alegre y el efecto encantador le indemni­zan suficientemente de la falta de erudición líbresca y de otras faltas que su talento puede suplir. La va­nidad y las modas pueden acaso dar una falsa direc­ción a estos instintos naturales y convertir a muchos

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confianza en su mérito: Aun cuando vosotras no me améis, quiero forzaros a que me estiméis; segura del poder de sus encantos, responderá la mujer: Aun cuando vosotros interiormente no me estiméis mucho, os obligo, sin embargo, a amarme. Por falta de tales principios se ve a hombres pretender agradar con maneras femeninas, y a mujeres a veces —aunque mucho más raramente— afectar una actitud mascu­lina para inspirar más respeto; pero lo que se hace contra la opinión de la naturaleza, se hace siempre muy mal." (11).

Después de Kant, Nietzsche, que era más afecto a las mujeres de lo que suele creerse, por las cuales sentía un amor contrariado, expone así, en aparente cólera, la misión de la mujer frente al hombre:

"La mujer quiere emanciparse, y por esta razón se dispone a explicar al hombre 'la mujer en sí'. Este es uno de los deplorables progresos de la deformidad general de Europa. Pues ¿qué pueden producir esos torpes ensayos de erudición femenina y de despojo de sí misma, de la mujer? ¡Tiene tantos motivos la mu­jer para ser púdica! ¡Oculta tantas cosas pedantes, superficiales, escolásticas, tanta presunción mezqui­na, tanta pequeñez inmodesta y desenfrenada!: ana­lícense, por lo menos, sus relaciones con los niños. En el fondo, lo que ha reprimido todo esto ha sido el 'temor' al hombre. Desgraciados de nosotros si las cualidades 'eternamente enojosas de la mujer' —de que tan rica es— osasen tomar carrera, si la mujer

(11) Lo bello y lo sublime, pág. 55 a 57 (Espasa Calpe.1937) •

comenzase a olvidar radicalmente y por principio su perspectiva y su arte, y el de la gracia y el juego, el arte de disipar las inquietudes, de aligerar las penas, ¡su habilidad delicada para las pasiones agradables! Ya se dejan oír voces femeninas que, ¡por San Aristó­fanes!, hacen temblar; se explica con claridad admi­rable lo que la mujer 'quiere' en primer término, del hombre. ¿No es una prueba de un supremo mal gus­to esta furia de la mujer por querer hacerse cientí­fica? Hasta el presente, a Dios gracias, la explicación de las cosas era asunto de los hombres, un don mascu­lino, y así todo quedaba entre 'nosotros'.. . (12).

"En ninguna época el sexo débil ha sido tratado con tantos miramientos por parte de los hombres co mo en nuestra época. Ello es una consecuencia de nuestra inclinación y de nuestro gusto fundamental­mente democrático, así como nuestra falta de respeto por la vejez ¿Habremos de asombrarnos de que estas consideraciones hayan degenerado en abuso? Se quie­re más, se aprende a exigir, se encuentra, al fin, ese tributo de homenaje casi ofensivo, se prefiere la riva­lidad de derechos, el verdadero combate. En una pa­labra, la mujer pierde su pudor. Añadamos a esto que pierde también el gusto. Se acostumbra a no temer al hombre. Pero la mujer que 'olvida el temor' sacrifica sus más femeniles instintos. Que la mujer se haga atrevida, cuando lo que inspira el temor en el hombre, o, más exactamente, cuando 'el hombre' en el hombre no es ya querido, y disciplinado por la educación, es bastante justo y bastante comprensible.

(12) Más allá del Bien y del Mal, pág. 161.

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Lo que es más difícil de comprender es que por esto mismo, la mujer degenera. Esto es lo que hoy sucede: nosotros no nos engañamos. Dondequiera el espíritu industrial ha conseguido la victoria sobre el espíritu militar y aristocrático, la mujer tiende a la indepen­dencia económica y legal de un comisionista. 'La mu­jer comisionista' está a la puerta de la sociedad mo­derna en vías de formación. Mientras se va apoderan­do continuamente' de nuevos derechos, mientras se esfuerza por hacerse 'dueña' e inscribe el progreso de la mujer en su bandera, termina en el resultado contrario con una evidencia terrible: la mujer retro­cede.' Desde la Revolución Francesa la influencia de la mujer ha disminuido en la medida en que sus de­rechos y sus pretensiones han aumentado; y la eman­cipación de la mujer, a la que aspiran las mujeres mismas (y no sólo cerebros masculinos superficiales), aparece como un notable síntoma del debilitamiento y del enervamiento creciente de los instintos verda­deros femeninos. Hay en este movimiento una estu­pidez casi masculina, de que una mujer sana —que es siempre una mujer sensata— se avergonzaría en el fondo de su corazón. Perder el dominio de los me-dios que conducen más seguramente a la victoria; des-preciar el ejercicio de sus vardaderas armas; dejarse ir delante del hombre, quizá, 'hasta el libro', allí donde en otro tiempo se guardaba la disciplina y una humildad fina y astuta; quebrantar con audacia vir­tuosa la fe del hombre en un ideal fundamentalmen­te diferente 'oculto' en la mujer, en un eterno feme­nino cualquiera y necesario; quitar al hombre, con insistencia y abundancia, la idea de que la mujer debe estar alimentada y cuidada como un animal domés­tico, tierno, extrañamente salvaje y a veces agradable;

reunir torpemente y con indignación todo lo que re­cordaba la esclavitud y la servidumbre, en la situa­ción que ocupaba aún la mujer en el orden social (como si la esclavitud fuera un argumento contra la alta cultura), ¿qué indica todo esto sino una decaden­cia del instinto femenino, una mutilación de la mu­jer? Sin duda, entre los asnos sabios del sexo masculi­no, existen bastantes imbéciles, amigos y corruptores de las mujeres, que aconsejan a estas últimas que se despojen de su condición femenina e imiten todas las tonterías de que padece en la Europa actual el 'hombre', la 'virilidad' europea, a quienes gustaría envilecer a la mujer hasta la 'cultura general' y hasta la lectura de periódicos y la política. Hasta se quiere convertir a las mujeres en librepensadoras y en gen­te de pluma. Como si la mujer, sin piedad, no fuera para el hombre profundo e impío una cosa perfec-tameme chocante y ridícula. Casi en todas partes se estropean sus nervios con la más enervante y peligro­sa música (nuestra música alemana moderna). Se las vuelve de día en día más histéricas y más ineptas para llenar su primera y última función, que es echar al mundo hijos sanos. Se quiere cultivarlas aún más y, como suele decirse, 'fortalecer' al 'sexo débil' por la cultura; como si la historia no nos mostrase clara­mente que la cultura del ser humano y su debilita­miento— es decir, el debilitamiento, la decadencia de la voluntad— siempre han marchado de la mano, y las mujeres más poderosas del mundo, las que han tenido mayor influencia (como la madre de Napo­león), debían su poder y su imperio entre los hom­bres a la fuerza de voluntad, y no a los maestros de escuela. Lo que en la mujer inspira respeto y a veces temor, es su naturaleza, que es 'más natural' que la

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del hombre, su flexibilidad y su astucia de fiera, su garra de tigresa bajo el guante, su ingenuidad en el egoísmo, el salvajismo indomable de sus pasiones y sus virtudes. .. Lo que, a pesar del temor que se ex­perimenta, excita la piedad por esta gata peligrosa y bella que se llama la mujer, es que parece más apta para sufrir, más frágil, más sedienta de amor que nin­gún otro animal. El temor y la piedad: animado de estos dos sentimientos, el hombre se ha detenido has­ta el presente ante la mujer, siempre con un pie ya en la tragedia, en esa tragedia que, a la vez que se­duce, desgarra el corazón. ¡Y qué! ¿Esto ha de termi­nar así? ¿Se va a romper el encanto de la mujer? ¿Se le va a hacer lentamente enojosa? ¡Oh Europa! ¡Co­nocida es la bestia de los cuernos que ha tenido siempre para ti tantos atractivos y que todavía tie­nes que temer! ¡Tú antigua leyenda podría ser una vez más 'historia', una vez más la prodigiosa estupi­dez podría adueñarse de su espíritu y arrebatarte! ¡Y ningún dios se ocultaría en ella, no! ¡Nada más que una 'idea', una 'idea moderna ' . . . !" (13).

En las teorías de Jung sobre la compensación psi­cológica que él mismo hace el intento de aplicar a los sexos, pueden hallarse valiosos elementos corno puntos de partida hacia un estudio armónico de lo que en la historia humana han hecho el hombre y la mujer.

El presente propósito es el de averiguar algo de sus respectivos mundos circundantes.

(13) Loc. cit., pág. 165 a 167.

—4—

El señor de Marsac. "Porque se empeña usted en asociar la idea de caricia a la de belleza. Es usted como todas las mujeres. Una mujer que encuentra bello el cielo es una mujer que lo acaricia. No son ni sus manos, ni sus labios, ni sus mejillas, sino su cerebro el que tiene que hablar." (14).

Con L'Apollon de Marsac de Jean Giraudoux se busca, no sólo mostrar cómo el varón es también sus­ceptible al halago de ser bello, sino también cómo la mujer podría superarse si empleara los ojos.

Buena parte en la historia humana ha de tener esta incapacidad de la mujer para sentir la visión, y esa prodigiosa aptitud del hombre para dejarse arre­batar por las formas patentes a la vista.

Por de pronto la moda masculina y la moda feme­nina son tan distintas justamente porque el hombre sabe ver, en tanto la mujer apenas quiere oír.

A través de los siglos la moda femenina ha hecho resaltar las formas y es sabido que el traje de las mujeres fue siempre y sigue siendo una creación de los hombres.

Es verdad que en él ha influido la vanidad muje­ril, pero esa misma vanidad ha sido despertada en el

(14) El Apolo de Marsac, versión de El Tiempo, Bogotá, abril 25 de 1943.

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sentido de las formas, porque la mujer sabe hasta dónde el hombre es impresionable por los ojos.

La historia de los trajes de la mujer es también la historia de lo que el hombre a través de las épocas ha deseado ver.

Unas veces el traje ha consistido en hacer resaltar una forma, encubriéndola; otras en resaltarla, de­jándola al desnudo. Cuando el tacto se aguza, cuan­do el varón desea ejercitarlo, entonces crea las modas en que la forma encubierta se revela. Entonces es porque el hombre se ha afeminado. En cambio, en las épocas más heroicas de la humanidad, la mujer siempre ha podido descubrir algunas de sus formas. En el siglo XVI, edad de héroes, de guerras y descu­brimientos, los teólogos católicos llegan a coincidir en que el busto semidesnudo no implica pecado.

Cuando la moda femenina es demasiado recatada, el hombre está como nunca, dispuesto a la caricia. La mujer, a su turno, necesita el contacto material de las manos del varón. Por esto en la estación inver­nal y en los climas fríos del trópico, la mujer es tan impresionable a los contactos, y el hombre tan gene­roso en las caricias.

La riqueza visual varonil ha permitido que la por­nografía de la visión sea siempre para el varón y a costa de la mujer. El varón desnudo, no tiene, en época de una sexualidad normal, a quién impresio­nar. La mujer no le sirve de clientela, no sólo porque el hombre no la busque como tal, sino por la escasa capacidad en ella para ser seducida por los ojos.

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El traje masculino en cualquier época, busca siem­pre desdibujar las formas y cuando pareciera que se quisieran ostentar, es porque una corriente de ura­nismo predomina entonces. Así en el siglo XVIII y en los tiempos socráticos.

Hay una profunda significación espiritual en el hecho de que el sacerdote se asemeje a la mujer en el uso del traje talar. El sacerdote de ciertos cultos, para quien el celibato es obligatorio, usa ese traje jus­tamente en la medida en que por medio de él está tanto más lejos de revelar la forma de su cuerpo des­nudo. En cambio, la mujer lo lleva para evitar la irri­tación siempre pronta en el varón por las imágenes visuales. El hombre puede llegar a usar, para la vida cotidiana, por mera comodidad, el pantalón que es más cercano a las formas, pero en el que hay poco pe­ligro, ya que la mujer es tan poco apta para la vista.

El hombre feminoide es, en la mayoría de los ca­sos, exhibicionista. Incluso cuando no está tocado de inversión sexual, cree con error que seduce y atrae a la hembra con la exposición de su cuerpo. El sím­bolo del perfecto varón está por eso en aquellos em­bozados de edades románticas que, sin mostrar ape­nas su rostro, se llevaban a la dama y obtenían de ella hasta la posesión total.

El mundo de los ojos es un mundo totalmente de­bido a la creación y a la imaginación de los varo­nes (15).

(15) "En los ojos y con los ojos aparece la luz como el otro polo de la visión. Y por más que el pensamiento abstracto que medita sobre la luz se empeñe en eliminarla y anularla, susti-

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Quién sabe hasta dónde la plasticidad del cuerpo de mujer sea menos primitiva y natural de lo que se podría pensar a primera vista. Parece que es el en­canto visual del hombre el que ha hecho que la mujer sea, ante todo, bella; mientras que la capaci­dad auditiva y tacto-pasiva de la mujer ha llevado al hombre a superar sus gestos y a afinar su expre­sión, con mengua de sus posibilidades apolíneas.

a

luyéndola por un cuadro de ondas y rayos, la vida, la reali­dad de la vida queda desde ahora circunscrita y envuelta en el mundo lumínico de los ojos . . ." .

"Para solaz de sus ojos evoca el hombre los edificios y trans­forma en relaciones luminosas la percepción táctil y corpórea de la tectónica. Religión, arte, pensamiento, han nacido para servir a la luminosidad; y las únicas diferencias consisten en que unas formas se ofrecen a los ojos del cuerpo y otras a lo* 'ojos del espír i tu ' . . . " .

"Y los residuos de esos otros mundos sensibles, mundos de 1 sonidos, de olores, de calores y fríos, han hallado acomodo en e1 espacio visual como 'propiedades' y 'efectos' de las cosas ilu-minadas. El calor se desprende del fuego 'que vemos'; la rosa que contemplamos en el espacio luminoso despide su fragan­cia y a nuestros oídos llega el sonido de un violín. Y por lo que se refiere a los astros, nuestras relaciones con ellos se limitan a verlos. . .".

"El 'yo' es un concepto visual. Desde este instante, la vida del yo es una vida al sol. La noche adquiere cierta afinidad con la muerte. Y así se forma un nuevo sentimiento de terror, que absorbe todos los demás: el terror a lo invisible, a lo que sólo podemos oír, sentir, adivinar; a las cosas cuya actuación percibimos sin poderlas, empero, v e r . . . "

"Por eso el pensamiento humano es pensamiento de los ojos, y nuestros conceptos son abstraídos de la visión, y la lógica en­tera es un mundo imaginario de luz." (O. Spengler. La deca­dencia de Occidente. T. III, págs. 17, 19 y 20. Espasa Calpe, 1926.)

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En suma, puede decirse que el mundo circundante del varón es muy distinto del de la mujer.

Y donde mejor se advierte el objeto de intereses que constituyen los respectivos mundos circundantes de ambos sexos, tiene que ser, por motivos obvios, en lo que el sexo opuesto ostenta a los sentidos y en lo que oculta.

Sin que sea necesario compartir ninguna especie de panerotismo, todo ser humano lleva en su persona signos dirigidos hacia el sexo contrario, que busca serle grato, e incluso, atraerlo. Consciente o incons­cientemente es apenas natural que la tensión extre­ma en que se mantienen hombre y mujer, el uno res­pecto del otro y que es tan antigua como la especie, tenga buena parte en lo que somos como formas sen­sibles.

La peculiar selección de los ojos femeninos ha constituido al hombre, tal como hoy lo vemos y tal como ha sido, en sus diferentes cambios, a través de la historia.

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Como ya se expresó, la mujer es poco visual. De | esto depende que el varón sea por lo común tosco y rudo en su apariencia somática. Pero lo es, no sólo porque la mujer no aprecia suavidad en el varón, sino sobre todo, porque éste sabe que con estas for­mas suaves no atrae a la mujer. Por esto cultiva el músculo fuertemente desarrollado, el pelo y la barba hirsutos y los movimientos enérgicos y violentos.

El mundo de los colores lo desprecia la mujer en el varón en cuanto es su mundo circundante: las ves­tiduras masculinas más usuales han sido por eso de colores sin tono, como el blanco, el gris y el negro, o de aquellos colores con tono más disminuido y dis­creto.

La estatura del varón ha sido a través de las épo­cas, siempre oscilante: desde los más descomunales gigantes hasta las formas liliputienses, pasando por infinidad de términos medios, y éstos, conviniendo todos en una misma agrupación cultural o racial. Las mujeres, en cambio, muestran siempre una mayor uniformidad en la estatura. Y es que los gustos varo­niles se forman a través de los ojos y por eso imponen una estatura también determinada a las mujeres. La mujer es como si nada supiera de esto. Lo mismo se enamora del enano que del hombre corpulento.

Por igual razón, los rostros del varón, en un mismo grupo social, son todos diferentes. Incluso entre los

de un marcado tipo fisiognómico, cuando se miran de cerca sus ejemplares individuales, las diferencias son fuertemente acusadas. Pero ni las culturas, ni las razas, ni el ambiente social hacen variar mayormente a las mujeres. Beatriz en el siglo XIV, Madame de Re-camier en el siglo XVIII, Norma Shearer en el siglo xx son como familiares muy próximas. Los artistas va­rones del cine, por ejemplo, se conocen a primera vista; a las mujeres no siempre es fácil distinguirlas. Y cuando se va a llevar a la pantalla o al teatro a personajes históricos los tropiezos se encuentran en hallar el varón parecido a Luis XIV o a Napoleón o Mussolini, que no a la mujer que nos recuerde a Ca­talina o a María Antonieta o a Eugenia. Es que la mujer no crea un típico rostro en el varón, no lo im­pone porque este aspecto que es visual, no le inte­resa para nada. El hombre, en cambio, de acuerdo con los tiempos, determina hasta el detalle, la fiso­nomía de sus mujeres. Según esto, lo del gusto mascu­lino es, justamente, lo femenino; y lo del gusto feme­nino es, justamente, lo que llamamos masculino (16).

Si nos detenemos a mirar cómo caminan los hom­bres, pocos hallaremos que se asemejen. En cambio, es frecuente confundir a una mujer con otra por su manera de andar, y por su ritmo visible. El hombre enamorado encuentra que la silueta y el ritmo de

(16) "Mercurio—Los hombres, como los dioses, se imaginan que las mujeres no les ven sino de frente. Se adornan con bi­gotes, con pecheras de plastrón, con colgantes. Ignoran que las mujeres fingen quedar deslumbradas por esta cara reluciente, pero espían con todo disimulo la espalda. En la espalda de sus amantes, cuando éstos se levantan o se retiran, en la espalda que no sabe mentir, agobiada, encorvada, es donde ellas adivi­nan su flaqueza o su cansancio" (J. Giraudoux Anfitrión 38. Versión de Rev. de Occidente números 84, 85 y 86. 1930.)

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todas las mujeres se asemejan a las de la mujer ama­da (17). La mujer enamorada al contrario, como en ningún otro estado, comprende que su amado no se parece en esto a nadie más.

Como la mujer no es visual, desde el punto de vis­ta de las formas y de los colores, los trajes varoniles son muy poco variados; es decir, hay escaso esmero en combinar unas y otros. Lo contrario, precisamen­te, de lo que ocurre en los trajes femeninos. Pero si miramos más atentamente, observaremos que dentro de la discreta invariabilidad de los vestidos del hom­bre, hay multitud de detalles personales y cualitati­vos que jamás se advierten en los de la mujer. Por esto la moda en el vestido de ellas se divulga más prontamente y, por lo mismo, más pronto deja de ser moda. Una mujer que sea esclava de la moda no encuentra en torno suyo muchas mujeres atrasadas . en este sentido. En cambio, el petimetre, el "glaxo", es decir, los hombres que están pendientes del último tono en la corbata, en la camisa, en el corte del saco, hallan que son muy pocos los congéneres que los acompañan en estos afanes. De ahí la razón de que 1 sea más fácil al hombre parecer "bien vestido" a las mujeres, que a éstas parecer "bien vestidas" a los hombres. El varón ve mucho más que la mujer, y como la mayoría de los hombres es de gustos medios, imponen así un tono medio en el vestir femenino.

(17) Con el traje, la mujer primitiva enamorada se presen­taba ante el varón. El amor traía a ella la necesidad de cubrir­se. En los estadios posteriores, el amor auténtico se espirituali-za aún más; así dice Júpiter de Alcmena, en el drama de Giraudoux, Anfitrión 38: "Es la sola mujer que yo soportaría vestida, velada; cuya ausencia es exactamente igual a su pre-sencia...".

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La mujer es más primitiva que el hombre en el mayor sentido que posee para el cuerpo presente y perfectamente delimitado. Su afición al color rojo y a los demás que delimitan, así lo demuestra. Para ella los cuerpos son algo dado en sí, algo cerrado y sin vinculaciones posibles con el resto de las cosas cir­cundantes.

Por esto la mujer no mira a las lejanías ni a los grandes panoramas abiertos. Ninguna obra de arte representa a la mujer dominando con la vista inmen­sas extensiones. La mujer mira a lo lejos en el tiem­po, pero no en el espacio; entonces la imaginamos con los ojos cerrados avizorando el porvenir: es la si­bila, la profetisa.

Por esa razón el arte plástico que la mujer crea no llega jamás a lo monumental. En arquitectura no ha descollado nunca, ni en el fresco, la pintura mural o la estatuaria. En cambio, en las porcelanas, en las acuarelas que piden proporciones pequeñas, en las miniaturas, la mujer ha llegado a crear, hasta el pun­to que puede afirmarse que, en principio, esas artes son de origen femenino. Por algo toda una época es­tética como el rococó se halla presidida por la figura de María Antonieta.

No obstante lo dicho, cuando la mujer asciende al arte ya no ama la forma cerrada, carece entonces del

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sentido del límite. Por lo que la literatura femenina es siempre algo personal, subjetivo, confidencial. Por lo común es literatura de desahogo. La lírica en su sentido más elemental de afirmación del yo frente al mundo, es así muy propia de la mujer Los pueblos latinos, todos patriarcales, no crearon gran lírica has­ta los tiempos modernos de los grandes italianos cru­zados con nórdicos. En cambio, el matriarcalismo de los pueblos germánicos hace que casi toda su poesía, incluso cuando quiere ser más objetiva, resulte emi­nentemente lírica (18).

La mujer en las zonas del espíritu es hostil a la forma; una mujer con personalidad es casi lo mismo que una mujer en quien no podemos confiar. Es tem­peramental, caprichosa y voluble (19). Por esto pue­de advertirse una elevación de la mujer en su ten­dencia hacia el hombre: el varón en su cuerpo es aje-no a la forma; sus trajes, sus adornos, su mobiliario, etc., son partes de un paisaje o forman un paisaje: la mujer advierte que el hombre tiñe de su ser todo lo que le rodea. A la mujer la conoce el hombre por un detalle de su contorno; el hombre se revela a la mujer por el ambiente total que lo envuelve.

En la misma medida en que el hombre es original­mente dinámico para mirar las cosas, estableciendo

(18) Cf. B. Croce. Breviario de estética, pág. 171, passim (Es-pasa Calpe, 1938).

(19) En la comedia de O. Wilde, Una mujer sin importan cia, acto 2o, dice Lady Stutfield: " . . . E l buen carácter de los hombres de hoy demuestra que no son tan sensibles como no-sotras, tan delicados. Esto pone a menudo una barrera entre marido y mujer." (20) Ver Conceptos fundamentales de la historia del arte,

Enrique Wolffin (Espasa Calpe).

en ellas relaciones y no limitándose a su contorno na­tural, como primitivamente lo es la mujer, en esa misma medida, digo, el hombre se supera hacia la forma cerrada por causa de que la mujer es, en su cuerpo, perfectamente formada y limitada. El hom­bre asciende al espíritu con una aspiración a la for­ma, al sentido del límite. Los hombres más varoniles son aquellos en quienes el espíritu es disciplina, es sentido de la renunciación, del sacrificio de lo inútil; así en arte, como en ciencias, como en moral.

El cuerpo femenino es forma; el alma femenina es informe. Todo lo contrario acontece precisamente en el alma y el cuerpo del varón. El hombre llega a lo espiritual con sentido de la forma, a través de la be­lleza formal del cuerpo de la mujer. La mujer, al con­trario, en su vía hacia las formas culturales pasa por el cuerpo varonil que es siempre basto y rudo y crea entonces, en el espíritu un dinamismo de las ideas, de las relaciones, de los contornos. El arte barroco que es dinámico, florece por primera vez en los pueblos nórdicos que son matriarcales; el arte renacentista que es estático, nace en los pueblos del mediodía, de tradiciones patriarcales (20).

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De donde una vez más resulta que el m u n d o cir­

cundante del varón es la mujer, y a la inversa. Los

objetos del tacto, sin embargo, revelan todavía me­

jor esta afirmación (21).

El hombre y sus prolongaciones son todo rudeza,

aspereza; las superficies tersas y bruñidas apenas le

seducen. Desde las telas que emplea en el vestir hasta

los muebles que lo soportan, lo áspero predomina so-

bre lo sutil y tenue. La seda, en cambio, parece que

(21) La mujer, más que el hombre, tiene muy precisa con-ciencia del lugar donde se halla; y esto, en su primer origen, se deriva del tacto. Spengler escribe: "Lo que nosotros hoy, habiendo llegado a un alto grado de evolución, llamamos en ge­neral tocar (tocar con la vista, con el oído, con el entendimien­to) es la denominación más sencilla que aplicamos a la mo­vilidad de los seres y, por tanto, a la necesidad de determinar incesantemente !a relación del ser con el ambiente. La palabra determinar significa, empero, definir el lugar. Por eso, todos los sentidos, por muy desarrollados que estén, por mucho que se hayan alejado de su origen primario, son propiamente sen­tidos topográficos: no hay otros. La percepción, sea cual fuere su índole, distingue lo propio de lo extraño; y para determi­nar la posición de lo extraño con respecto a lo propio, sirve el olfato del perro lo mismo que el oído del ciervo y los ojos del águila. El calor, la claridad, el sonido, el olor, todas las especies posibles de percepción, significan distancia, lejanía, extensión" (Op. cit. Tomo III, pág. 15 a 16.).

hubiera sido descubierta para la mujer, no por la

mujer.

Y sin embargo, el hombre tiene su pr imera ten­

dencia hacia lo suave y sedoso; sus manos rudas quie­

ren buscar el contraste en la caricia de la tersa piel

femenina y de sus adornos gratos al tacto. Lo feme­

nino es suave al sentido que palpa justamente por­

que el hombre encuentra en eso su peculiar goce sen­

sible. Lo grato al tacto masculino ha de ser tan sin­

gular y tenue que apenas se perciba; pero esto se bus­

ca que las tersas pieles estén dotadas de colores poco

violentos, antes bien, de tonos suaves, para que la

fuerza visual no empañe la atracción puramente tác­

til. "La seda amarilla, dice un personaje de Oscar

Wilde, podía consolarle a uno de todas las miserias

de la vida." (22).

Que el hombre sea poco táctil explica precisamen-

te esta tendencia suya hacia la tersura de las super­

ficies; su goce está en otras zonas de los sentidos, y

el tacto necesita acompañarse del sentimiento estéti­

co para que le produzca un auténtico placer. Por

esto el m u n d o del tacto no se hace cultura sino muy

avanzada la evolución, cuando el varón se ha espiri­

tualizado lo bastante. Tal leyrand decía que Mme.

Grand, su mujer, "possédait les trois charmes qui ren-

dent una femme parfaite: une peau douce, una halei-

ne douce et une humeur non moins douce" (23). (De

esta misma mujer dijo el barón de Frénilly el juicio

(22) El retrato de Dorian Grey, pág. 145 (Espasa Calpe, 1938). •

(23) Cit. Franz Blei. Talleyrand, homme d'Etat, pág. 6.

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más justo: "au font c'etait une bonne femme la bello et la bete tout ensamble.") (24).

Pero así como la mujer es suave al tacto y se rodea de cosas suaves a este sentido, todo porque el mundo circundante del hombre en la zona del tacto es lo suave y lo terso, de la misma manera el varón es rudo en su cuerpo y en sus adornos, porque la mujer es atraída por lo áspero; la aspereza está en el objeto de su caricia. Para contrastar con su propio cuerpo, pide al de su mundo circundante que sea lo opuesto al suyo. Por esto la imagen clásica de la mujer que acaricia nos la presenta siempre poniendo la mano en la cabeza del varón, cuyo pelo es por lo común hir­suto y tosco.

La mujer, más táctil que el hombre, no por ello es más sutil en sus goces táctiles; en esto es puramente primitiva; no ha llegado a combinar la sensación de palpar con el sentimiento estético. Busca la sensación en sí, en su primitiva rudeza y objeto. La mujer co-lérica tiende a desgarrar, a arañar, con lo cual deja ver hasta dónde para ella la afirmación de su perso-nalidad está en destruir las posibles superficies tersas que encuentra a su paso.

Siendo el arte una creación debida a la capacidad de objetivar lo concreto valioso, capacidad que es evidentemente mayor en el varón, es explicable así que apenas haya artes que sean puramente táctiles. Si prescindimos de los trajes que son más visuales que palpables, de los adornos de seda y de las super-ficies bruñidas por ser tales juegan en ellas las luces

(24) Cit. Franz Blei, op. cit., pág. 84-85.

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dando gusto a la vista, no hay arte ninguna que re­sulte ser puramente objeto del sentido de tocar. Bien sea por ser predominantemente táctil, la mujer no ha creado las artes; o a la inversa, por ser las artes emi­nentemente visuales, podríamos decir que la mujer no tiene apenas acceso a ellas. Otra cosa será de las artes acústicas como veremos después.

Continencia llamaba Aristóteles a la virtud que consiste en vencer las incitaciones del placer de to­car; y lo más extraño es que añada que por la debili­dad de la mujer que no puede vencerse en este sen­tido, esa virtud no sea de ella sino puramente varo­nil (25).

(25) El lugar de Aristóteles dice así: "Pero cuando se deja uno vencer en los casos en que los más de los hombres pueden resistir, y no es capaz de sostener la lucha, entonces no tiene defensa, a menos que esta debilidad (la incontinencia) nazca de una organización particular o de alguna enfermedad, como en los reyes de los escitas, en quienes la molicie era una he­rencia de familia, o como las mujeres, que son, naturalmente, mucho más débiles que los hombres" (Moral a Nicomaco,

Lib. VII, cap. VII; ver también lib. III, cap. XII, págs. 213 y 105 de la edición de Espasa Calpe, 1942.). Santo Tomás comenta ese pasaje de Aristóteles así: " . . . e t secundum hoc quia foemi-na secundum corpus habet quamdam debilem complexionem, fit ut in pluribus quod etiam debiliter inhaereat, quibuscum-que inhaeret: etsi raro in aliquibus aliter accidit, secundum illud Pro. ult. 10: Mulierem fortem quis inveniet? Et quia id quod est parvum, vel debile, reputatore quasi nullum, inde est quod Philos, loquitur de mulieribus, quasi non habentibus judicium rationis firmum, quamvis in aliquibus mulieribus contrarium accidat; et propter hoc dicit, quod mulleres non dicimus continentes; quia non ducuntur quasi habentes solidam rationem, sed ducuntur quasi de facili sequentes passiones" (Summa Theologica, 2a, 2ae. Q. CLVI. Art. 1: (Desclée).

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y en la moral de hecho, la mujer es así: pecan más con el tacto que con la vista; e incluso llegan a concebir menos mal en aquella falta moral que en la segunda; la obscuridad en que peligra la mujer, no es opues­ta a la caricia sino a la visión. La virtud femenina desfallece más fácilmente en la obscuridad que a ple­na luz meridiana.

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Simmel ha mostrado que el sentido de la vista ge­neraliza más que el sentido del oído: "Nos es mu­cho más fácil formar un concepto general de hom­bres a quienes sólo vemos, que de hombres con quie­nes podemos hablar individualmente." "Evidente­mente, en una persona se ve mejor lo que tiene de común con otros; en cambio, es difícil oír lo que hay de general en ella." (26).

Por otra parte, la vista aprehende lo estático, el ser; y el oído aprehende lo dinámico, el devenir, se­gún ha observado también Simmel.

Talvez por ser el varón más objetivo, por su inna­ta aptitud a las generalizaciones, tenga también más desarrollo el sentido de la vista en comparación con la mujer. Esta, en cambio, es particularmente hábil para oír. Recuérdese el cuadro clásico de dos enamo­rados: ella escucha mirando sin ver, en tanto él la habla mirándola a la cara. ¿Quién es el autor de este cuadro? Nadie, en particular; todo el que pinte se representará la escena en esta forma general. En una comedia de Wilde se lee: "Las mujeres son cuadros; los hombres, problemas. Si desea usted saber lo que una mujer piensa realmente —cosa, por otra parte peligrosa— mírela usted y no la escuche" (27).

(26) Sociología, tomo 11, pág. 246 (Espasa Calpe, 1939.). (27) Una mujer sin importancia, acto 3o.

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Siendo la vista generalizadora, se explica así por qué el varón se representa a las personas con quie­nes entra en relación, en forma más o menos stan­dard. Para el varón hay el tipo humano general del sacerdote, del médico, del militar. La mujer, en cam-bio, más auditiva, aprehende con este sentido el de­venir, los momentos individualizadores. Hay en ella una peculiar capacidad para buscar lo que individua­liza y distingue, antes que lo que generaliza e iguala. Por esto sabemos a menudo de mujeres irreligiosas que tienen en un sacerdote su mejor amigo, de mu­jeres de sensibilidad estéticamente cultivada que se enamoran de un mozancón; es que son capaces de individualizar, de adivinar, tras la voz, las cualidades más recónditas de una persona que no se reflejan en su aspecto exterior.

El mismo Simmel encuentra en lo generalizador del sentido de la vista, la formación del moderno concepto de "obrero". En las modernas fábricas en "donde se ven incontables personas sin oírse, se ha verificado aquella abstracción que reúne lo común a todos y que resulta con frecuencia obstaculizado en su desarrollo por lo individual, lo concreto, lo varia-ble, lo que el oído nos transmite" (28).

Pues sacando las últimas consecuencias de este pen-samiento, podríamos así explicarnos también, por una parte, por qué no se ha formado el correspondiente concepto de "obrera", y, por otra, por qué las muje­res en general son tan poco colegas entre sí, tan poco camaradas. En primer lugar, no basta observar que

(28) Op. cit. Tomo 11, pág. 246.

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las mujeres son en menor número, obreras, que los hombres. Si esto es verdad, no quiere decir que no haya, en general, en los países industriales, un gran número de mujeres operarías. Y son ellas las más des­piadadamente explotadas por el capitalismo, mucho más que los varones; no obstante esto, el concepto de "obrera" no se ha hecho tan explosivo, tan dema­gógico como su par el obrero. Sin contar otras cau­sas, no podemos desdeñar esta que apunto: la ex­cesiva capacidad auditiva de la mujer hace que per­ciba en su camarada potencial multitud de elementos distanciadores que le impiden sentirse compartir con ella un mismo destino. Esto, por lo demás, dice bien de la mujer que, como ya se ha observado, es siem­pre más distinguida que el hombre, es decir, más re­servada, más distanciadora.

Y ante las continuas instigaciones del varón, ante las seducciones masculinas, que, en una forma u otra han servido siempre para exponer a la mujer a múl­tiples abatimientos, ¿no es de admirar que las muje­res no hayan hasta ahora constituido un frente único para oponerse al hombre y defenderse de él? Pero, en cambio, es justamente en el amor y en sus simula­ciones, en donde la mujer se afirma ante las demás de su sexo, para huir con el calavera seductor o con el don Juan descarado, incluso también, con el hom­bre decente, pero en cuya compañía siempre llevará la peor parte. ;

En el ejercicio de los sentidos cabe siempre distin­guir la parte de sensación y la parte de percepción. Por el primer aspecto, hay placer o hay dolor; por el

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segundo, hay conocimiento. Hay sentidos en que pre­domina ]a función cognoscitiva, como en la vista; en otros, la función sensible, como en el gusto y el ol­fato, Lo grato o lo ingrato, el placer y el dolor uni­dos a cada sensación, son indudablemente, más próxi­mos del escuchar, del oír, que del mirar, del ver.

La mujer, que es siempre subjetiva, amará por esto más el oír que el mirar. A la mujer se le acaricia con las palabras, por así decir. De ellas toma, no sus sig­nificaciones en el allende, sino sus tonalidades y mo­dulaciones más próximas. La voz varonil, que es casi palpable, la seduce siempre, y su repulsión hacia el afeminado se dirige en primer lugar al que lo de­muestra en su voz, al que tiene la voz de mujer.

La mujer es tan auditiva, que rara vez la rodea el silencio. Cuando no escucha, habla. La imagen de la pura contemplación visual, no tiene forma de mujer.

Y como ama las palabras por sí, la mujer tiene bue­na culpa en la locuacidad de los oradores, en el ga-rrulismo, en la demagogia verbal. Ningún hombre habría podido inventar ese arte de hablar por horas enteras sin decir nada, si estuviera sólo en presencia de varones. Sentiría ante ellos el pudor de la subje­tividad puesta al desnudo. El orador ha pensado siempre en las mujeres, y si ellas no están, en las ma­sas, que por algo tienen nombre de mujer. Los filó­sofos que más han hablado, "los que para decir una sola cosa hablaron toda la vida", según frase de Bergson, para todos sus colegas, pero que en reali­dad tenía la mejor aplicación en su caso, podrían ser llamados "filósofos de señoras". Bergson recibió, en

verdad, este calificativo en más de una ocasión. El que esto escribe fue escuchado durante ocho meses por una adorable mujer en unas abstrusas y difíciles investigaciones lógicas. Al cabo del tiempo oyó de ella la confesión de que no entendía nada, pero que, cerrando los ojos, todo aquello le parecía tan her­moso. ..

La mujer que no espera nada del amor, habla sin cesar. El hombre que no espera nada del amor, es silencioso. La solterona no escucha; el solterón no mira. Sus respectivos mundos circundantes corres­pondientes a su sexo, quedan entre paréntesis tan pronto advierten que para ellos el amor no existe.

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Con el gusto apenas se percibe; prima en este sen­tido la sensación: lo agradable o lo desagradable. Por lo mismo, está mucho más desarrollado en la mu­jer que en el hombre. El hombre es poco refinado en el comer. Por el gusto, poco sabe de las cosas. Talvez al hombre y no a la mujer se deba la presentación bella a la vista, de los manjares. Y la cocina de más decoro visual ha estado siempre en manos de varones.

Por el refinamiento femenino en el paladar y en los labios, el beso se ha inventado como una de las formas del amor. La mujer siente mucho más el beso que el varón. Ella lo creó, para quitarle un poco de rudeza a la posesión total. Las mujeres cierran los ojos cuando se las besa. Como en otros aspectos, la vista en ellas poco actúa.

Aunque la forma exterior no lo revele, me atrevo a afirmar que psíquicamente es la mujer la que besa al hombre, y no a la inversa. Por esto una mujer que se deja besar, es más bien una mujer que tolera be­sar. Talvez por razón igual en ninguna de las formas del amor se sienta ella más responsable y activa. Y es que el rostro del varón es más objetivo de besos, que el de la mujer: los ojos, la frente generalmente am-plia, la piel barbada, hacen sensible el beso. El rostro de la mujer pide más ser mirado. Y si no se pudiera

besarla en los labios, el hombre talvez no habría in­ventado el beso enamorado; sólo apenas el ósculo fra­ternal o paternal.

El beso en los labios es una actitud recíproca. El hombre busca, no tanto besar, sino ser besado y co­nocer directamente en el acto pasivo, la vida activa de la mujer que lo besa. Como en los otros casos, el hombre aquí es un conocedor.

Prescindimos en lo anterior de que los labios son zonas señaladamente erógenas; pues por este aspecto se explica la pasión violenta que algunos hombres suelen poner en sus besos.

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