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321 Chale “no entende” n cuanto llegó el parque que conducían Eleuterio Reyna y sus ferrocarrileros, el combate volvió a asumir grandes propor- ciones en todos los sectores, y el mismo Reyna y los suyos en- traron por los graseros a “darse una caladita”, como ellos decían. Y es tiempo de recordar a algunos de los elementos que militaban a las órdenes de los jefes, de que no hemos hecho mención, aunque sintiendo siempre no poder recordarlos a todos, ya que no contamos para ese trabajo más que con la ayuda de la memoria, que es flaca, y que sobre ella han pasado muchos inviernos. Sin embargo anotaremos que con el general Teodoro Elizondo, que comandaba el sector oriente y sur de los atacantes, venían: como jefe de Estado Mayor, el enton- ces mayor Marciano González, y los jefes de fuerzas, José V. Elizondo El Colorado, Aniceto Farías, Elpidio Chacón, Inda- lecio Castillo, Francisco González, Cayetano Santoyo, Anto- Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx Libro completo en: https://goo.gl/7zy7Q4 DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

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cog c d do

Chale “no entende”

n cuanto llegó el parque que conducían Eleuterio Reyna y sus ferrocarrileros, el combate volvió a asumir grandes propor-ciones en todos los sectores, y el mismo Reyna y los suyos en-traron por los graseros a “darse una caladita”, como ellos decían.

Y es tiempo de recordar a algunos de los elementos que militaban a las órdenes de los jefes, de que no hemos hecho

mención, aunque sintiendo siempre no poder recordarlos a todos, ya que no contamos para ese trabajo más que con la ayuda de la memoria, que es flaca, y que sobre ella han pasado muchos inviernos. Sin embargo anotaremos que con el general Teodoro Elizondo, que comandaba el sector oriente y sur de los atacantes, venían: como jefe de Estado Mayor, el enton-ces mayor Marciano González, y los jefes de fuerzas, José V. Elizondo El Colorado, Aniceto Farías, Elpidio Chacón, Inda-lecio Castillo, Francisco González, Cayetano Santoyo, Anto-

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nio Martínez, Everardo de la Garza, Higinio Tijerina, Crispín Treviño, que allí murió en circunstancias que relataré adelante, Zeferino González, Doroteo Treviño, muertos también en el ataque y dos hermanos oriundos de doctor González, cuyos nombres no he podido obtener, que fueron capturados, muer-tos y arrastrados sus cadáveres por los enemigos.

Con el coronel licenciado Pablo A. de la Garza venían el bravo teniente coronel Carlos Osuna, el mayor Antonio Ochoa El Árabe, el entonces capitán Anacleto Guerrero, el capitán Méndez, cuyo primer nombre he olvidado y otros elementos; con el coronel Francisco Cosío Robelo militaban casi puros elementos del interior de la República y recuerdo al coronel Higinio Olivo, Amado Azuara, Guillermo Castillo Tapia, que le había sido incorporado recientemente, Ricardo González V., Rafael de la Torre, Mariano Álvarez Roaro y Fernando Arruti. Además había un regimiento mandado por el coronel Gonzalo Novoa y otro por el coronel Ernesto Santoscoy; de elementos de la antigua Brigada Blanco.

El Cuartel General de don Teodoro estaba en la Villa de Guadalupe y después avanzó hasta la Gran Fundición, y pron-to controló casi todo el barrio de San Luisito, enfrentándose con las defensas federales, que se extendían por las calles de la ciudad hasta El Obispado.

Y mientras el combate rugía furioso en todos los sectores de ataque y defensa de la capital de Nuevo León, los heroi-cos médicos constitucionalistas y sus ayudantes cumplían su misión salvadora con todo empeño: arriesgando su vida por atender a los heridos.

Anteriormente he consignado los lugares que ocupaban las secciones en que se dividió el servicio de ambulancia y el doctor Ricardo Suárez Gamboa, el ilustre médico jefe de dicho servicio, traía entre sus ayudantes un gringuito muy joven, que sabía algo de enfermería, y a quien se apreciaba mucho por su buen carácter y sus servicios en el cuerpo mé-dico, que no escatimaba nunca: se llamaba Charles Hill, pero

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todos lo conocíamos por Chale. Hablaba un español infame, pero se hacía entender, y entre las cosas que no le agradaban mucho ni poco, estaban los balazos, por lo que cuando co-menzaba el combate se dedicaba con gran ardor a ayudar al doctor Suárez Gamboa o al médico más cercano, pero en el puesto de ambulancia, procurando estar lo más lejos posible del aguacero de plomo, por aquello de “las cochinas dudas”. Pero el doctor Suárez Gamboa era un hombre raro, de gran talento, pero extremadamente nervioso, como lo he presen-tado ya en episodios anteriores y de que se le ocurría algo, no había poder humano que lo detuviera. Don Pablo le tenía prohibido que entrara en la línea de fuego, pues para noso-tros su existencia era preciosa, al igual que la de los demás médicos, pero si al doctor se le metía entre ceja y ceja entrar a los “cocolazos” de repente, ni las órdenes del general en jefe eran capaces de detenerlo.

Y aquella tarde del 21 de abril el doctor Suárez Gamboa sintió el gusanito del deseo que lo impulsaba a darse una vuel-ta por lo más recio del combate en el frente de los graseros, y montando a caballo ordenó a su ayudante Chale Hill, que lo acompañara. Éste, que no sabía de qué se trataba, montó tam-bién y partió con el doctor, pero cuando ya entraron en la zona de fuego, sentó su caballo y dio media vuelta; más no contaba con la huéspeda, es decir con el médico, que se dio cuenta de la vuelta, y volviendo rienda, lo alcanzó y le dijo:

—¿Adónde va, amigo? Chale respondió muy serio: —No entende, doctor. Pero el doctor le cogió la rienda al caballo del gringuito

Hill y replicó: —Nada, amiguito, entende o no entende, vamos a los ca-

torrazos.Y aquel decía muy apurado: —Mi no entende, doctor, no entende…

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Y no hubo “no entende” que valiera, porque el gran mé-dico se llevó a su asistente hasta cerca de la Vidriera, donde mandó le enviaran unos heridos graves a su puesto de soco-rros, y hubiera ido a terciarse a balazos en una trinchera, pero el general González, que se había dado cuenta le mandó decir que lo necesitaba urgentemente, y como era esclavo de su de-ber como médico, inmediatamente regresó; y entonces buscó a Chale Hill, que andaba por allí cerca, buscándole la cuadratura al círculo, y lo llamó:

—Ándale, amigo, vámonos… —y le picó espuela a su caba-llo, sin preocuparse del ayudante.

Pero según cuentan las crónicas de aquellos días, aunque yo no me hago responsable de ellas, pronto se le emparejó Chale al doctor, y dizque le decía muy alegremente:

—Mi sí entende, doctor, mi sí entende…

Estación de Monterrey, Nuevo León, a la salida de las fuerzas del general don Pablo González; 1) el coronel Enrique Navarro, 2) don

Vidal Garza Pérez, 3) mayor profesor Félix Neira B. y 4) capitán Eloy Carranza, junio de 1914. Centro de Estudios de Historia de México,

CARSO, LXVIII-3. 1. 82.

Ese día nuestros valientes soldados hicieron prodigios de valor, y los contraataques formidables del enemigo sobre la

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casa blanca y el sector de la Cervecería fueron rechazados con enormes pérdidas para ellos, distinguiéndose las ametrallado-ras mandadas por Federico Montes y Daniel Díaz Couder, que hicieron estragos en las filas de los mochos. Montes perso-nalmente manejaba una ametralladora, porque el día anterior habían herido a uno de sus mejores y más fieles artilleros: Vic-toriano Sarmiento, quien se había batido heroicamente.

Y ahora, mientras el combate prosigue, terrible, devastador y la atmósfera se oscurece con el humo de los disparos y los ecos escondidos en los cerros de La Silla, Las Mitras y la Sierra Madre devuelven amplificadas las roncas voces de los cañones, que disparan casi sin interrupción defensores y atacantes; no-sotros vamos a hacer una breve digresión, indispensable para narrar los acontecimientos del día 22. Ante todo es necesario que el lector tome en cuenta que el que relata estos aconteci-mientos era entonces un simple mayor, pero improvisado como lo éramos todos los soldados del pueblo; y que mis puntos de vista son los que entonces teníamos, por lo que escribo como hubiera escrito en aquellos días, en que no era jefe de alta gra-duación ni tenía que juzgar a mis superiores, y menos a los altos jefes de la Revolución.

Nosotros sabíamos, por la prensa en inglés y español del otro lado del Bravo, que en Tampico había surgido un in-cidente de resonancia internacional: el crucero americano Dolphin se encontraba anclado fuera de las escolleras del Puerto de Tampico, sitiado por el general Luis Caballero, tal vez en observación o para proteger a sus nacionales en caso necesario y habiéndosele agotado la gasolina para al-gunos de sus servicios, el pagador de la unidad naval y algu-nos marinos se acercaron a la orilla en una pequeña lancha sobre la que ondeaba la bandera americana. Esto no fue del agrado del coronel federal Hinojosa, quien sin miramientos los aprehendió, conduciéndolos al Puerto entre dos filas de soldados. Entonces el contraalmirante Mayo hizo una enér-gica representación ante el general don Ignacio Morelos Za-

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ragoza, jefe de la guarnición federal de Tampico, exigiendo no sólo la inmediata libertad de sus subordinados, sino que en un término perentorio se saludara a la bandera america-na, como reparación por el acto referido. El general Morelos Zaragoza puso en libertad a los marinos yanquis, limitándose a dar una excusa por lo acontecido, pero este acto levantó un revuelo enorme en Estados Unidos, sobre todo en Wash-ington, donde ya las relaciones con nuestra Nación estaban algo tirantes, debido al fusilamiento del inglés Benton, por Villa; a la muerte del americano Clemente Vergara en Hidal-go, Coahuila, por fuerzas huertistas, etcétera, y también por las exageradas noticias de la prensa amarillista yanqui, así es que este último incidente empeoró en alto grado la situación internacional reducida por la vacilante política de Huerta, originando que el gobierno americano ordenara al almirante Fletcher la inmediata ocupación del Puerto de Veracruz. Con este motivo, en la ciudad de México hubo manifestaciones populares unas y otras inspiradas por el gobierno de Huerta, que vio en este grave suceso su salvación posible de la derrota a que la Revolución lo estaba orillando. Uno de los hijos de Huerta (creo que Jorge), con algunos secuaces de su poli-cía reservada, arrastraron la estatua de Washington después de derribarla de su pedestal y organizaron manifestaciones, logrando reclutar gran cantidad de gente dizque para com-batir a los yanquis, pero en realidad, como pudo verse muy pronto, para combatir a la Revolución. Huerta creyó que los revolucionarios se unirían a él y, según nuestro sentir, con ese objeto provocó la intervención yanqui, puesto que éstas fueron las gestiones hechas por sus generales en distintas par-tes de la República, pero los jefes constitucionalistas no se dejaron sorprender. Mucho se ha escrito y hablado sobre este incidente y hasta se ha querido hacer aparecer como que la ocupación de Veracruz la ordenó míster Wilson con objeto de ayudar a derrocar a Huerta, pero ciertamente ya Huerta estaba vencido; sus ejércitos estaban deshechos y en la fronte-

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ra solamente conservaban a Monterrey, a punto de ser captu-rado; Tampico, sitiado; Nuevo Laredo, aislado, y Saltillo en condiciones aflictivas y los pelones en toda la República eran dueños únicamente del suelo que pisaban.

En Matamoros, los jefes y oficiales de la guarnición se acer-caron al general don Jesús Carranza, solicitando los informara sobre los acontecimientos internacionales y el modesto y repo-sado jefe les contestó, textualmente:

No tengo noticias oficiales: pero debemos confiar en el patriotismo del C. Primer Jefe, y tengo la seguridad de que, si es necesario, iremos a combatir por la integridad de nuestra Patria.

Con esta respuesta se calmó un poco la ansiedad reinante.La noche del 21 se suspendió el fuego por ambas partes,

guardando nosotros las posiciones conquistadas, pero el po-deroso reflector de El Obispado paseaba su luz por nuestros campamentos constantemente. El 22 por la mañana volvió a emprenderse el combate atacando con rudeza todos nuestros sectores y el fuego de artillería fue terrible durante toda la mañana, pero poco antes de las doce y en medio de aquel in-fierno de balas y metralla, un oficial federal salió con bandera blanca, encontrando primeramente al teniente coronel Carlos Osuna y al capitán Anacleto Guerrero por el sector oriente, llegando después el mayor Marciano González, quien en vista de los pliegos que traía, lo dirigió hacia donde se encontraba el Cuartel General y allí se presentó ante el teniente coronel Federico Montes, quien ordenó fuera vendado, y el teniente coronel José E. Santos lo condujo, con los pliegos que traía, ante el general en jefe don Pablo González. La comunicación que portaba el parlamentario era un oficio del general Wilfrido Massieu, jefe de la Guarnición Defensora de Monterrey, comu-nicando al general González que Veracruz había sido ocupada por los yanquis y que lo invitaba en nombre de su gobierno a que, haciendo caso omiso de la guerra civil, se diera por termi-nada la contienda y se unificaran las fuerzas combatientes para

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batir al invasor americano. El general González contestó a esta comunicación en los siguientes términos:

El responsable del conflicto internacional no es el Pueblo Mexi-cano, es Victoriano Huerta; es un hombre.—Si la intervención, desgraciadamente, se convierte en hecho positivo, dejando de ser simple amenaza para un impostor que se llama equivocada-mente Presidente de la República, entienda Ud. que el Ejército Constitucionalista es el único capacitado por su organización para defender el honor de la Patria.—La Nación no puede te-ner confianza en los hombres que han pisoteado los principios, que han herido de muerte las instituciones y que en nombre de intereses bastardos han convertido en un lago de sangre a la Re-pública.—Lo único que procede en este caso, a la luz del patrio-tismo bien entendido, es la rendición incondicional de Ud. y de los suyos para que dejen de ser un peligro para la Patria, dentro de la Patria.—A ello lo exhorto, concediéndole un plazo de dos horas para conocer su resolución.—Se suspende el ataque por ese término, en la inteligencia de que se reanudará con mayor intensidad si su respuesta no está en consonancia con las exigen-cias del honor nacional. En cuanto al conflicto internacional, el constitucionalismo sabrá salvarlo con una dignidad que mañana habrá de aplaudir la Historia…

Suena el clarín de órdenes del Cuartel General, transmitiendo a todos los sectores la voz de “alto el fuego”, que escucharon con ansiedad todos los frentes, y se comunicó a los jefes de fuer-zas la suspensión de dos horas, y el parlamentario volvió con la respuesta del general en jefe al jefe de la plaza, pero como transcurrieron las horas señaladas y no se recibiera contestación, volvieron los clarines a vibrar ordenando la reanudación de las hostilidades, mientras, según informes obtenidos después, el general Massieu, nervioso quizá, tomaba cerveza en su departa-mento del Palacio de Gobierno.

La tarde transcurrió empeñándose nuevos ataques por par-te de los maestros y la defensa desesperada de los federales, que valientemente defendían sus posiciones, apoyados por su mag-

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nífica artillería, que no cesaba de disparar sobre los nuestros, hasta que llegó la noche.

Para la mañana siguiente, esto es, la del día 23, se preparó por orden del general en jefe un ataque combinado de las divi-siones Primera y Tercera mandadas por los generales Villarreal y Elizondo, respectivamente, sobre los fuertes que conservaba el enemigo en la Fundición No. 3 y sobre la punta oriente de la calzada; por lo que muy temprano se inició el formidable avance de los nuestros, apoyados también por el extremo sur de nuestro sector de ataque, con los coroneles de la Garza, Santoscoy y Novoa, y después de generalizarse el combate, se dio principio al ataque sobre el fuerte de la Fundición núm. 3. Nuestra artillería y ametralladoras, estratégicamente empla-zadas, abren un fuego espantoso sobre la fortaleza enemiga, protegiendo el avance de nuestros valerosos rifleros, que arras-trándose por el suelo, ganan terreno poco a poco, hasta quedar situados casi a quemaropa de las trincheras federales, colocán-dose a ambos flancos y entonces emprenden un nutrido fuego de fusilería, que ocasiona que los enemigos, sintiéndose ame-nazados y casi copados, sólo contesten el fuego para cubrir su retirada que emprenden presurosamente a su segunda línea de defensa, ya dentro de la ciudad, mientras los revolucionarios ocupan sus posiciones y avanzan inmediatamente sus líneas de tiradores hasta las primeras casas de la ciudad. Entonces nues-tra artillería cambia la dirección de sus fuegos, abocándolos sobre el block-house de la calzada, hacia el cual se lanzan nues-tros rifleros, obligando a los contrarios a evacuarlo, sin que tuvieran tiempo para destruirlo. En estos momentos, muchos de nuestros compañeros, enardecidos por el combate, rebasan sus líneas introduciéndose entre el enemigo, y entonces fue cuando uno de nuestros más bravos y buenos oficiales, ran-chero nuevoleonés de los más aguerridos, el capitán Crispín Treviño, fue envuelto por los pelones y capturado, sin que se pudiera rescatar, llevándoselo al centro de la ciudad, donde fue muerto y después colgado. La muerte del capitán Treviño

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fue muy sentida por todos sus compañeros. Toda la mañana se lucha ardorosamente y, por la tarde, a las primeras horas, con un empuje formidable, la Cuarta División al mando del gene-ral Cesáreo Castro vence al enemigo capturando la Estación Unión y los edificios cercanos hacia el noreste, emparejando así sus líneas hacia el poniente, ya entre las casas de la ciudad.

El cerco es cada vez más estrecho y un ataque decisivo nos dará posesión de la plaza, según creemos, pero las sombras de la noche comienzan a invadirnos y los fuegos van cesando poco a poco, pero nuestros jefes y oficiales no descansan en su vigilancia, para evitar cualquier desorden y sobre todo impedir a toda costa el uso del alcohol cuyos resultados conocemos por la dolorosa experiencia del primer ataque a Monterrey en octubre de 1913.

Como a la una de la mañana del día 24, las baterías enemi-gas del cerro de El Obispado comienzan un fiero bombardeo sin dirección fija, lo que nos extraña sobremanera, atribuyén-dolo a algún ataque de nuestro sector sur, pero estábamos completamente engañados, porque lo que pasaba era que el general Massieu distraía nuestra atención para evacuar la plaza que ya no podía sostener, como veremos en nuestra próxima narración.

Debo consignar, no habiéndolo hecho antes por olvido, que cuando cayó herido el teniente coronel Poncho Vázquez, junto con él cayeron los valientes capitanes Jesús Tamez Villa-rreal y Vicente Garza, muriendo el segundo a consecuencias de las heridas y se portó bravamente el revolucionario civil San-tiago Salinas, quien ayudó a sacar herido a Poncho Vázquez.

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