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VUELVA USTED MAÑANA Y OTROS ARTÍCULOS MARIANO JOSÉ DE LARRA Ediciones elaleph.com

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V U E L V A U S T E D M A Ñ A N A YO T R O S A R T Í C U L O S

M A R I A N O J O S É D E L A R R A

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VUELVA USTED MAÑANA(ARTÍCULO DEL BACHILLER)

Gran persona debió de ser el primero que llamópecado mortal a la pereza; nosotros, que ya en unode nuestros artículos anteriores estuvimos más se-rios de lo que nunca nos habíamos propuesto, noentraremos ahora en largas y profundas investiga-ciones acerca de la historia de este pecado, por másque conozcamos que hay pecados que pican enhistoria, y que la historia de los pecados sería untanto cuanto divertida. Convengamos solamente enque esta institución ha cerrado y cerrará las puertasdel cielo a más de un cristiano.

Estas reflexiones hacía yo casualmente no hacemuchos días, cuando se presentó en mi casa un ex-tranjero de estos que, en buena o en mala parte, han

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de tener siempre de nuestro país una idea exageradae hiperbólica, de estos que, o creen que los hombresaquí son todavía los espléndidos, francos, generososy caballerescos seres de hace dos siglos, o que sonaun las tribus nómadas del otro lado del Atlante: enel primer caso vienen imaginando que nuestro ca-rácter se conserva tan intacto como nuestra ruina;en el segundo vienen temblando por esos caminos,y preguntan si son los ladrones que los han de des-pojar los individuos de algún cuerpo de guardia es-tablecido precisamente para defenderlos de losazares de un camino, comunes a todos los países.

Verdad es que nuestro país no es de aquellosque se conocen a primera ni a segunda vista, y si notemiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compa-raríamos de buena gana a esos juegos de manossorprendentes e inescrutables para el que ignora suartificio, que estribando en una grandísima bagatela,suelen después de sabidos dejar asombrado de supoca perspicacia al mismo que se devanó los sesospor buscarles causas extrañas. Muchas veces la faltade una causa determinante en las cosas nos hacecreer que debe de haberlas profundas para mante-nerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es elorgullo del hombre, que más quiere declarar en alta

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voz que las cosas son incomprensibles cuando nolas comprende él, que confesar que el ignorarlaspuede depender de su torpeza.

Esto no obstante, como quiera que entre noso-tros mismos se hallen muchos en esta ignorancia delos verdaderos resortes que nos mueven, no ten-dremos derecho para extrañar que los extranjerosno los puedan tan fácilmente penetrar.

Un extranjero de éstos fue el que se presentó enmi casa, provisto de competentes cartas de reco-mendación para mi persona. Asuntos intrincados defamilia, reclamaciones futuras, y aun proyectosvastos concebidos en París de invertir aquí suscuantiosos caudales en tal cual especulación indus-trial o mercantil, eran los motivos que a nuestra pa-tria le conducían.

Acostumbrado a la actividad en que vivennuestros vecinos, me aseguró formalmente que pen-saba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todosi no encontraba pronto objeto seguro en que in-vertir su capital. Parecióme el extranjero digno dealguna consideración, trabé presto amistad con él, ylleno de lástima traté de persuadirle a que se volvie-se a su casa cuanto antes, siempre que seriamentetrajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admi-

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róle la proposición, y fue preciso explicarme másclaro.

-Mirad- le dije-, monsieur Sans-délai- que así sellamaba-; vos venís decidido a pasar quince días, y asolventar en ellos vuestros asuntos.

-Ciertamente- me contestó-. Quince días, y esmucho. Mañana por la mañana buscamos un ge-nealogista para mis asuntos de familia; por la tarderevuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por lanoche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamacio-nes, pasado mañana las presento fundadas en losdatos que aquel me dé, legalizadas en debida forma;y como será una cosa clara y de justicia innegable(pues sólo en este caso haré valer mis derechos), altercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. Encuanto a mis especulaciones, en que pienso invertirmis caudales, al cuarto día ya habré presentado misproposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas odesechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto,séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Ma-drid; descanso el noveno; el décimo tomo miasiento en la diligencia, si no me conviene estar mástiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aun me sobran,de los quince, cinco días.

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Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de re-primir una carcajada que me andaba retozando yahacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró so-focar mi inoportuna jovialidad, no fue bastante aimpedir que se asomase a mis labios una suave son-risa de asombro y de lástima que sus planes ejecuti-vos me sacaban al rostro mal de mi agrado.

-Permitidme, monsieur Sans-délai- le dije entresocarrón y formal-, permitidme que os convide acomer para el día en que llevéis quince meses deestancia en Madrid.

-¿Cómo?-Dentro de quince meses estáis aquí todavía.-¿Os burláis?-No, por cierto.-No me podré marchar cuando quiera ¡Cierto

que la idea es graciosa!-Sabed que no estáis en vuestro país, activo y

trabajador.-¡Oh!, los españoles que han viajado por el ex-

tranjero han adquirido la costumbre de hablar mal[siempre] de su país por hacerse superiores a suscompatriotas.

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-Os aseguro que en los quince días con quecontáis, no habréis podido hablar siquiera a una solade las personas cuya cooperación necesitéis.

-¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi ac-tividad.

-Todos os comunicarán su inercia.Conocí que no estaba el señor de Sans-délai

muy dispuesto a dejarse convencer sino por la expe-riencia, y callé por entonces, bien seguro de que notardarían mucho los hechos en hablar por mí.

Amaneció el día siguiente, y salimos entrambosa buscar un genealogista, lo cual sólo se pudo hacerpreguntando de amigo en amigo y de conocido enconocido: encontrámosle por fin, y el buen señor,aturdido de ver nuestra precipitación, declaró fran-camente que necesitaba tomarse algún tiempo; ins-tósele, y por mucho favor nos dijo definitivamenteque nos diéramos la vuelta por allí dentro de unosdías. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días:fuimos.

-Vuelva usted mañana- nos respondió la criada-,porque el señor no se ha levantado todavía.

-Vuelva usted mañana- nos dijo al siguiente día-,porque el amo acaba de salir.

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-Vuelva usted mañana- nos respondió el otro-,porque el amo está durmiendo la siesta.

-Vuelva usted mañana- nos respondió el lunessiguiente-, porque hoy ha ido a los toros.

-¿Qué día, a qué hora se ve a un español?Vímosle por fin, y “Vuelva usted mañana- nos

dijo-, porque se me ha olvidado. Vuelva usted ma-ñana, porque no está en limpio”.

A los quince días ya estuvo; pero mi amigo lehabía pedido una noticia del apellido Díez, y él ha-bía entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperan-do nuevas pruebas, nada dije a mi amigo,desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.

Es claro que faltando este principio no tuvieronlugar las reclamaciones.

Para las proposiciones que acerca de varios es-tablecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer,había sido preciso buscar un traductor; por losmismos pasos que el genealogista nos hizo pasar eltraductor; de mañana en mañana nos llevó hasta elfin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero dia-riamente para comer, con la mayor urgencia; sinembargo, nunca encontraba momento oportunopara trabajar. El escribiente hizo después otro tantocon las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque

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un escribiente que sepa escribir no le hay en estepaís.

No paró aquí; un sastre tardó veinte días en ha-cerle un frac, que le había mandado llevarle enveinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tar-danza a comprar botas hechas; la planchadora nece-sitó quince días para plancharle una camisola; y elsombrerero a quien le había enviado su sombrero avariar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire ysin salir de casa.

Sus conocidos y amigos no le asistían a una solacita, ni avisaban cuando faltaban ni respondían a susesquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!

-¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai?- le dije al llegar a estas pruebas.

-Me parece que son hombres singulares...-Pues así son todos. No comerán por no llevar

la comida a la boca.Presentóse con todo, yendo y viniendo días, una

proposición de mejoras para un ramo que no citaré,quedando recomendada eficacísimamente.

A los cuatro días volvimos a saber el éxito denuestra pretensión.

-Vuelva usted mañana- nos dijo el portero-. Eloficial de la mesa no ha venido hoy.

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-Grande causa le habrá detenido- dije yo entremí. Fímonos a dar un paseo, nos encontramos, ¡quécasualidad!, al oficial de la mesa en el Retiro, ocupa-dísimo en dar una vuelta con su señora al hermososol de los inviernos claros de Madrid.

Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero:-Vuelva usted mañana, porque el señor oficial

de la mesa no da audiencia hoy.-Grandes negocios habrán cargado sobre él- dije

yo.Como soy el diablo y aun he sido duende, bus-

qué ocasión de echar una ojeada por el agujero deuna cerradura. Su señoría estaba echando un ciga-rrito al brasero, y con una charada del Correo entremanos que le debía costar trabajo el acertar.

-Es imposible verle hoy- le dije a mi compañe-ro-; su señoría está en efecto ocupadísimo.

Dionos audiencia el miércoles inmediato, y ¡quéfatalidad! el expediente había pasado a informe, pordesgracia, a la única persona enemiga indispensablede monsieur y de su plan, porque era quien debíasalir en él perjudicado. Vivió el expediente dos me-ses en informe, y vino tan informado como era deesperar. Verdad es que nosotros no habíamos podi-do encontrar empeño para una persona muy amiga

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del informante. Esta persona tenía unos ojos muyhermosos, los cuales sin duda alguna le hubieranconvencido en sus ratos perdidos de la justicia denuestra causa.

Vuelto de informe se cayó en la cuenta en lasección de nuestra bendita oficina de que el tal ex-pediente no correspondía a aquel ramo; era precisorectificar este pequeño error; pasóse al ramo, esta-blecimiento y mesa correspondientes, y hétenos,caminando después de tres meses a la cola siemprede nuestro expediente, como hurón que busca elconejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la hu-ronera. Fue el caso al llegar aquí que el expedientesalió del primer establecimiento y nunca llegó alotro.

-De aquí se remitió con fecha de tantos- decíanen uno.

-Aquí no ha llegado nada- decían en otro.-¡Voto va!- dije yo a monsieur Sans-délai-, ¿sa-

béis que nuestro expediente se ha quedado en el airecomo el alma de Garibay, y que debe de estar ahoraposando como una paloma sobre algún tejado deesta activa población?

Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños!¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio!

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-Es indispensable- dijo el oficial con voz cam-panuda- que esas cosas vayan por sus trámites re-gulares.

Es decir, que el toque estaba, como el toque delejército militar, en llevar nuestro expediente tantoso cuantos años de servicio.

Por último, después de cerca de medio año desubir y bajar, y estar a la firma o al informe, o a laaprobación, o al despacho, o debajo de la mesa, y devolver siempre mañana, salió con una notita al mar-gen que decía:

“A pesar de la justicia y utilidad del plan del ex-ponente, negado.”

-¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai- exclamé riéndo-me a carcajadas-; éste es nuestro negocio.

Pero monsieur Sans-délai se daba a todos losdiablos.

-¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo?¿Después de seis meses no habré conseguido sinoque me digan en todas partes diariamente: Vuelvausted mañana, y cuando este dichoso mañana llega enfin, nos dicen redondamente que no? ¿Y vengo adarles dinero? ¿Y vengo a hacerles favor? Preciso esque la intriga más enredada se haya fraguado paraoponerse a nuestras miras.

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-¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombrecapaz de seguir dos horas una intriga. La pereza esla verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa esla gran causa oculta: es más fácil negar las cosas queenterarse de ellas.

Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algu-nas razones de las que me dieron para la anteriornegativa, aunque sea una pequeña digresión.

-Ese hombre se va a perder- me decía un per-sonaje muy grave y muy patriótico.

-Esa no es una razón- le repuse-; si él se arruina,nada, nada se habrá perdido en concederle lo quepide; él llevará el castigo de su osadía o de su igno-rancia.

-¿Cómo ha de salir con su intención?-Y suponga usted que quiere tirar su dinero y

perderse, ¿no puede uno aquí morirse siquiera, sintener un empeño para el oficial de la mesa?

-Puede perjudicar a los que hasta ahora han he-cho de otra manera eso mismo que ese señor ex-tranjero quiere.

-¿A los que lo han hecho de otra manera, es de-cir, peor?

-Sí, pero lo han hecho.

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-Sería lástima que se acabara el modo de hacermal las cosas. ¿Conque, porque siempre se han he-cho las cosas del modo peor posible, será precisotener consideraciones con los perpetuadores delmal? Antes se debiera mirar si podrían perjudicarlos antiguos al moderno.

-Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí;así lo seguiremos haciendo.

-Por esa razón deberían darle a usted papilla to-davía como cuando nació.

-En fin, señor Fígaro, es un extranjero.- ¿Y por qué no lo hacen los naturales del país?-Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.-Señor mío- exclamé, sin llevar más adelante mi

paciencia-está usted en un error harto general. Us-ted es como muchos que tienen la diabólica maníade empezar siempre por poner obstáculos a todo lobueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemosel loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivi-nar todo y no reconocer maestros. Las naciones quehan tenido, ya que no el saber, deseos de él, no hanencontrado otro remedio que el de recurrir a los quesabían más que ellas. Un extranjero -seguí- que co-rre a un país que le es desconocido para arriesgar enél sus caudales, pone en circulación un capital nue-

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vo, contribuye a la sociedad, a quien hace un in-menso beneficio con su talento y su dinero, si pier-de es un héroe; si gana es muy justo que logre elpremio de su trabajo, pues nos proporciona ventajasque no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjeroque se establece en este país, no viene a sacar de élel dinero, como usted supone; necesariamente seestablece y se arraiga en él, y a la vuelta de mediadocena de años, ni es extranjero ya ni puede serlo;sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevopaís que ha adoptado; toma cariño al suelo dondeha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogidouna compañera; sus hijos son españoles, y sus nie-tos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido adejar un capital suyo que traía, invirtiéndole y ha-ciéndole producir; ha dejado otro capital de talento,que vale por lo menos tanto como el del dinero; hadado de comer a los pocos o muchos naturales dequien ha tenido necesariamente que valerse; ha he-cho una mejora, y hasta ha contribuido al aumentode la población con su nueva familia. Convencidosde estas importantes verdades, todos los Gobiernossabios y prudentes han llamado a sí a los extranje-ros: a su grande hospitalidad ha debido siempre laFrancia su alto grado de esplendor; a los extranjeros

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de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debi-do el llegar a ser una de las primeras naciones enmuchísimo menos tiempo que el que han tardadootras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros handebido los Estados Unidos... Pero veo por sus ges-tos de usted- concluí interrumpiéndome oportuna-mente a mí mismo- que es muy difícil convencer alque está persuadido de que no se debe convencer.¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar enusted grandes esperanzas! [La fortuna es que hayhombres que mandan más ilustrados que usted, quedesean el bien de su país, y dicen: “Hágase el mila-gro, y hágalo el diablo”. Con el Gobierno que en eldía tenemos, no estamos ya en el caso de sucumbira los ignorantes o a los mal intencionados, y quizásahora se logre que las cosas vayan a mejor, aunquedespacio, mal que les pese a los batuecos.]

Concluida esta filípica, fuime en busca de miSans-délai.

-Me marcho, señor Fígaro- me dijo-. En estepaís no hay tiempo para hacer nada; sólo me limitaré aver lo que haya en la capital demás notable.

-¡Ay! mi amigo- le dije-, idos en paz, y no que-ráis acabar con vuestra poca paciencia; mirad que lamayor parte de nuestras cosas no se ven.

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-¿Es posible?-¿Nunca me habéis de creer? Acordaos de los

quince días...Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que

no le había gustado el recuerdo.-Vuelva usted mañana- nos decían en todas partes-

, porque hoy no se ve.-Ponga usted un memorialito para que le den a

usted permiso especial.Era cosa de ver la cara de mi amigo al oír lo del

memorialito: representábasele en la imaginación elinforme, y el empeño, y los seis meses, y... Conten-tóse con decir:

-Soy extranjero. -¡Buena recomendación entre losamables compatriotas míos!

Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada veznos comprendía menos. Días y días tardamos enver, [a fuerza de esquelas y de volver] las pocas rare-zas que tenemos guardadas. Finalmente, después demedio año largo, si es que puede haber un medioaño más largo que otro, se restituyó mi recomenda-do a su patria maldiciendo de esta tierra, y dándomela razón que yo ya antes me tenía, y llevando al ex-tranjero noticias excelentes de nuestras costumbres;diciendo sobre todo que en seis meses no había po-

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dido hacer otra cosa sino volver siempre mañana, y quea la vuelta de tanto mañana, eternamente futuro, lomejor, o más bien lo único que había podido hacerbueno, había sido marcharse.

¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que hasllegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá ra-zón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal denosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de quevuelva el día de mañana con gusto a visitar nuestroshogares? Dejemos esta cuestión para mañana, por-que ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otrodía no tienes, como sueles, pereza de volver a la li-brería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de abrirlos ojos para hojear las hojas que tengo que dartetodavía, te contaré cómo a mí mismo, que todo estoveo y conozco y callo mucho más, me ha sucedidomuchas veces, llevado de esta influencia, hija delclima y de otras causas, perder de pereza más de unaconquista amorosa; abandonar más de una preten-sión empezada, y las esperanzas de más de un em-pleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad,poco menos que asequible; renunciar, en fin, porpereza de hacer una visita justa o necesaria, a rela-ciones sociales que hubieran podido valerme demucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que

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no hay negocio que no pueda hacer hoy que no dejepara mañana; te referiré que me levanto a las once, yduermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de lamesa de un café, hablando o roncando, como buenespañol, las siete y las ocho horas seguidas; te añadi-ré que cuando cierran el café, me arrastro lenta-mente a mi tertulia diaria (porque de pereza notengo más que una), y un cigarrito tras otro me al-canzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar,las doce o la una de la madrugada; que muchas no-ches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto;en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantasveces como estuve en esta vida desesperado, ningu-na me ahorqué y siempre fue de pereza. Y concluyopor hoy confesándote que ha más de tres meses quetengo, como la primera entre mis apuntaciones, eltítulo de este artículo, que llamé: Vuelva usted maña-na; que todas las noches y muchas tardes he queridodurante ese tiempo escribir algo en él, y todas lasnoches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo conla más pueril credulidad en mis propias resolucio-nes: ¡Eh, mañana le escribiré! Da gracias a que llegópor fin este mañana, que no es del todo malo; pero¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!

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CARTA A ANDRÉS

ESCRITA DESDE LAS BATUECAS POR ELPOBRECITO HABLADOR

(ARTÍCULO ENTERAMENTE NUESTRO)

“Rómpanse las cadenas que embarazan los progresos:repruébense los estorbos, quítense los grillos que se han fabri-cado de los yerros de dos siglos...”

M. A. GÁNDARA. Apuntes sobre el bien y el mal de estepaís.

De las Batuecas este año que corre.

Andrés mío:

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¡Yo pobrecito de mí, yo Bachiller, yo batueco, ynatural por consiguiente de este inculto país, cuyarusticidad pasa por proverbio de boca en boca, deregión en región, yo hablador, y careciendo de todapersona dotada de chispa de razón con quien poderdilucidar y ventilar las cuestiones que a mi embota-do entendimiento se le ofrecen y le embarazan, y túcortesano y discreto...! ¡Qué de motivos, queridoAndrés, para escribirte!

Ahí van, pues, esas mis incultas ideas, tales cua-les son, mal o bien compaginadas y derramándose aborbotones, como agua de cántaro mal tapado.

¿No se lee en este país porque no se escribe, o no se escri-be porque no se lee?

Esa breve dudilla se me ofrece por hoy, y nadamás.

Terrible y triste cosa me parece escribir lo queno ha de ser leído; empero más ardua empresa seme figura a mí, inocente que soy, leer lo que no seha escrito.

¡Mal haya, amén, quien inventó el escribir! Dalecon la civilización, y vuelta con la ilustración. ¡Malhaya, amén, tanto achaque para emborronar papel!

A bien, Andrés mío, que aquí no pecamos deese exceso. Y torna los ojos a mirar en derredor

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nuestro, y mira si no estamos en una balsa de aceite.¡Oh feliz moderación! ¡Oh ingenios limpios los quenada tienen que enseñar! ¡Oh entendimientos claroslos que nada tienen que aprender! ¡Oh felices aque-llos, y mil veces felices, que o todo se lo saben ya, otodo se lo quieren ignorar todavía!

¡Maldito Gutenberg! ¿Qué genio maléfico teinspiró tu diabólica invención? ¿Pues imprimieronlos egipcios y los asirios, ni los griegos ni los roma-nos? ¿Y no vivieron, y no dominaron?

¿Que eran más ignorantes, dices? ¿Cuántos mu-rieron de esa enfermedad? ¿Qué remordimientosatormentaron la conciencia del Omar que destruyó labiblioteca de Alejandría? ¿Que eran más bárbaros,añades? Si crímenes, si crueldades padecían, críme-nes y crueldades tienen diariamente lugar entre no-sotros. Los hombres que no supieron, y loshombres que saben, todos son hombres, y lo quepeor es, todos son hombres malos. Todos mienten,roban, falsean, perjuran, usurpan, matan y asesinan.Convencidos sin duda de esta importante verdad,puesto que los mismos hemos de ser, ni nos cansa-mos en leer, ni nos molestamos en escribir en estebuen país en que vivimos.

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¡Oh felicidad la de haber penetrado la inutilidaddel aprender y del saber!

Mira aquel librero ricachón que cerca de tu casatienes. Llégate a él y dile: “¿Por qué no emprendeusted alguna obra de importancia? ¿Por qué no pagabien a los literatos para que le vendan sus manus-critos?” “¡Ay, señor!- te responderá-. Ni hay litera-tos, ni manuscritos, ni quien los lea: no nos traensino folletitos y novelicas de ciento al cuarto: luegotienen una vanidad, y se dejan pedir... No, señor,no.” “Pero ¿no se vende?” “¿Vender? Ni un libro:ni regalados los quiere nadie; llena tengo la casa... ¡Sifueran billetes para la ópera o los toros...!”

¿Ves pasar aquel autor escuálido de todos cono-cido? Dicen que es hombre de mérito. Anda y pre-gúntale: “¿Cuándo da usted a luz alguna cosita?Vamos...” “¡Calle usted, por Dios!- te responderáfurioso como si blasfemases-; primero lo quemaría.No hay dos libreros hombres de bien. ¡Usureros!Mire usted: días atrás me ofrecieron una onza por lapropiedad de una comedia extraordinariamenteaplaudida; seiscientos reales por un Diccionariomanual de Geografía, y por un Compendio de laHistoria de España, en cuatro tomos, o mil reales deuna vez, o que entraríamos a partir ganancias, des-

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pués de haber hecho él las suyas, se entiende. No,señor, no. Si es en el teatro, cincuenta duros me die-ron por una comedia que me costó dos años de tra-bajo, y que a la empresa le produjo doscientos milreales en menos tiempo; y creyeron hacerme muchofavor. Ya ve usted que salía por real y medio diario.¡Oh! y eso después de muchas intrigas para que lapasaran y representaran. Desde entonces, ¿sabe ustedlo que hago? Me he ajustado con un librero paratraducir del francés al castellano las novelas deWalter Scott, que se escribieron originalmente eninglés, y algunas de Cooper, que hablan de marina, yes materia que no entiendo palabra. Doce reales meviene a dar por pliego de imprenta, y el día que notraduzco no como. También suelo traducir para elteatro la primer piececilla, buena o mala, que se mepresenta, que lo mismo pagan y cuesta menos: nopongo mi nombre, y ya se puede hundir el teatro asilbidos la noche de la representación. ¿Qué quiereusted? En el país no hay afición a esas cosas.”

¿Conoces a aquel señorito que gasta su caudalen tiros y carruajes, que lo mismo baila una mazurcaen un sarao con su pantalón colán y su clac, hoy entraje diplomático, mañana en polainas y con cham-bergo, y al otro arrastrando sable, o en breve chu-

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petín, calzón y faja? Mil reales gasta al día, dos millogra de renta; ni un solo libro tiene, ni lo compra,ni lo quiere. Pues publica tú algún folleto, algunacomedia... Prevalido de ser quien es, tendrá el des-caro de enviarte un gran lacayo aforrado en la mag-nífica librea, y te pedirá prestado para leerlo, a ti,autor que de eso vives, un ejemplar que cuesta unapeseta. Ni con eso se contenta: darálo a leer a todossus amigos y conocidos, y por aquel ejemplar leerálotoda la corte, ni más ni menos que antes de descu-brirse la imprenta, y gracias si no te pide más pararegalar. Pregúntale: “¿Por qué no se suscribe a losperiódicos? ¿Por qué no compra libros, ni fiadossiquiera?” “¿Qué quiere usted que haga?- te replica-rá-, ¿qué tengo de comprar? Aquí nadie sabe escri-bir; nada se escribe: todo eso es porquería.” Comosi de coro supiera cuántos libros buenos corren im-presos.

Por allá cruza un periodista... Llámale, grítale:“¡Don Fulano! Ese periódico, hombre, mire ustedque todos hablan de él de una manera” “¿Qué quie-re usted?- te interrumpe-; un redactor o dos tengobuenos, que no es del caso nombrar a usted ahora;pero los pago poco, y así no extraño que no hagantodo lo que saben: a otro le doy casa, otro me escri-

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be por la comida...” “¡Hombre! ¡Calle usted!” “Sí,señor; oiga usted, y me dará la razón. En otro tiem-po convoqué cuatro sabios, diles buenos sueldos;redactaban un periódico lleno de ciencia y de utili-dad, el cual no pudo sostenerse medio año; ni uncristiano se suscribió; nadie le leía; puedo decir quefue un secreto que todo el mundo me guardó. Puesahora con eso que usted ve estoy mejor que quiero,y sin costarme tanto. Todavía le diría a usted más...Pero... Desengáñese usted, aquí no se lee.” “Nadatengo que replicar- le contestaría yo-, sino que haceusted lo que debe, y llévese el diablo las ciencias y lacultura.”

Lucidos quedamos, Andrés. ¡Pobres batuecos!La mitad de las gentes no lee porque la otra mitadno escribe, y ésta no escribe porque aquella no lee.

Y ya ves tú que por eso a los batuecos ni nosfalta salud ni buen humor, prueba evidente de queentrambas cosas ninguna falta nos hacen para serfelices. Aquí pensamos como cierta señora, queviendo llorar a una su parienta porque no podíamantener a su hijo en un colegio: “Calla, tonta- ledecía-; mi hijo no ha estado en ningún colegio, y aDios gracias bien gordo se cría y bien robusto”.

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Y para confirmación de esto mismo, un diálogoquiero referirte que con cuatro batuecos de éstostuve no ha mucho, en que todos vinieron a contes-tarme en sustancia una misma cosa, concluyendocada uno a su tono y como quiera:

-Aprenda usted la lengua del país- les decía-.Coja usted la gramática.

-La parda es la que yo necesito- me interrumpióel más desembarazado, con aire zumbón y de chulo,fruta del país-: lo mismo es decir las cosas de unmodo que de otro.

-Escriba usted la lengua con corrección.¡Monadas! ¿Qué más dará escribir vino con b

que con v? ¿Si pasará por eso de ser vino?-Cultive usted el latín.-Yo no he de ser cura, ni tengo de decir misa.-El griego.-¿Para qué, si nadie me lo ha de entender?-Dese usted a las matemáticas.-Ya sé sumar y restar, que es todo lo que puedo

necesitar para ajustar mis cuentas.-Aprenda usted física. Le enseñará a conocer los

fenómenos de la Naturaleza.¿Quiere usted todavía más fenómenos que los

que está uno viendo todos los días?

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-Historia natural. La botánica le enseñará el co-nocimiento de las plantas.

-¿Tengo yo cara de herbolario? Las que son decomer, guisadas me las han de dar.

-La zoología le enseñará a conocer los animalesy sus...

-¡Ay! ¡Si viera usted cuántos animales conozcoya!

-La mineralogía le enseñará el conocimiento delos metales de los...

-Mientras no me enseñe dónde tengo de en-contrar una mina, no hacemos nada.

-Estudie usted la geografía.-Ande usted, que si el día de mañana tengo que

hacer un viaje, dinero es lo que necesito, y no geo-grafía; ya sabrá el postillón el camino, que ésa es suobligación, y dónde está el pueblo adonde voy.

-Lenguas.-No estudio para intérprete: si voy al extranjero,

en llevando dinero ya me entenderán, que ésa es lalengua universal.

-Humanidades, bellas letras...-¿Letras? de cambio: todo lo demás es broma.-Siquiera un poco de retórica y poesía.

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-Sí, sí, véngame usted con coplas; ¡para retóricaestoy yo! Y si por las comedias lo dice usted, yo nolas tengo que hacer: traduciditas del francés me lashan de dar en el teatro.

-La historia.-Demasiadas historias tengo yo en la cabeza.-Sabrá usted lo que han hecho los hombres...-¡Calle usted por Dios! ¿Quién le ha dicho a us-

ted que cuentan las historias una sola palabra deverdad? ¡Es bueno que no sabe uno lo que pasa encasa...!

Y por último concluyeron:-Mire usted- dijo el uno-, déjeme usted de que-

braderos de cabeza; mayorazgo soy, y el saber espara los hombres que no tienen sobre qué caersemuertos.

-Mire usted- dijo otro-, mi tío es general, y yatengo una charretera a los quince años; otra vendrácon el tiempo, y algo más, sin necesidad de que-marme las cejas; para llevar el chafarote al lado ylucir la casaca no se necesita ciencia.

-Mire usted- dijo el tercero-, en mi familia nadieha estudiado, porque las gentes de la sangre azul nohan de ser médicos ni abogados, ni han de trabajarcomo la canalla... Si me quiere usted decir que don

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Fulano se granjeó un grande empleo por su ciencia ysu saber, ¡buen provecho! ¿Quién será él cuando haestudiado? Yo no quiero degradarme.

-Mire usted- concluyó el último-, verdad es queyo no tengo grandes riquezas, pero tengo tal cualletra; ya he logrado meter la cabeza en rentas por em-peños de mi madre; un amigo nunca me ha de fal-tar, ni un empleíllo de mala muerte; y para seroficinista no es preciso ser ningún catedrático deAlcalá ni de Salamanca.

Bendito sea Dios, Andrés, bendito sea Dios,que se ha servido con su alta misericordia aclararnosun poco las ideas en este particular. De estas pode-rosas razones trae su origen el no estudiar, del noestudiar nace el no saber, y del no saber es secuelaindispensable ese hastío y ese tedio que a los librostenemos, que tanto redunda en honra y provecho, ysobre todo en descanso de la patria.

-¿Pues no da lástima- me decía otro batueco dí-as atrás- ver la confusión de papeles que se cruzan yse atropellan por todas partes en esos países cultosque se llaman? ¡Válgame Dios! ¡Qué flujo de hablary qué caos de palabras, y qué plaga de papeles, y quéturbión de libros, que ni el entendimiento barruntacómo hay plumas que los escriban, ni números que

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los cuenten, ni oficinas que los impriman, ni pacien-cia, que los lea! ¿Y con aquello se han de mantenerun sinnúmero de hombres, sin más oficio ni benefi-cio que el de literatos? Y dale con las ciencias y dalecon las artes, y vuelta con los adelantos y torna conlos descubrimientos. ¡Oh siglo gárrulo y lenguaraz!¡Mire usted qué mina han descubierto!

¡Qué de ventajas, Andrés, llevamos en esto a losdemás! Muérense miserables aquí los autores malos,y digo malos, porque buenos no los hay; y lo que esmejor, lo mismo se han muerto los buenos, cuandolos ha habido, y volverán a morirse cuando losvuelva a haber; ni aquí se enriquecen los ingeniospobres con la lectura de los discretos ricos, ni tienenaquí más vanidad fundada que la que siempre traenen el estómago, pues por no hacerlos orgullososnadie los alaba, ni les da qué comer. ¡Oh idea cris-tiana! Ni aquí prospera nadie con las letras, ni secruzan los libros y periódicos en continua batalla;aquí las comedias buenas no se representan sinomuy de tarde en tarde, sin otra razón que porque nolas hay a menudo, y las malas ni se silban ni se pa-gan, por miedo de que se lleguen a hacer buenastodos los días. Aquí somos tan bien criados, y tantogustamos de ejercer la hospitalidad, que vaciamos el

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oro de nuestros bolsillos para los extranjeros. ¡Ohdesinterés! Aquí se trata mal a los actores medianos,y peor a los mejores por no ensoberbecerlos. ¡Oh deseode humildad! No se les da siquiera precio por noahitarlos. ¡Oh caridad! Y a la par se exige de ellosque sean buenos. ¡Oh indulgencia! No es aquí, enfin profesión el escribir, ni afición el leer; ambascosas son pasatiempo de gente vaga y mal entrete-nida: que no puede ser hombre de provecho quienno es por lo menos tonto y mayorazgo.

¡Oh tiempo y edad venturosa! No paséis nunca,ni tengan nunca las letras más amparo, ni se haganjamás comedias, ni se impriman papeles, ni libros sepubliquen, ni lea nadie, ni escriba desde que salga dela escuela.

Que si me dices, Andrés, que se escribe y se lee,por los muchos carteles que por todas partes ves,diréte que me saques tres libros buenos del país ydel día, y de lo demás no hagas caso, que no es másni mejor el agua de una cascada por mucho es-truendo que meta, ni eso es otra cosa que el espan-toso ruido de los famosos batanes del hidalgomanchego; después de visto, un poco de agua sucia;ni escribe, en fin, todavía quien sólo escribe palotes.

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Así que, cuando la anterior proposición senté,no quise decir que no se escribiese, sino que no seescribía bien, ni que no fuese el de emborronar pa-pel el pecado del día, pecado que no quiera Diosperdonarle nunca; ni quiero yo negar la triste verdadde que no hay día que algún libro malo no se publi-que, antes lo confieso, y de ello y de ellos me pesa ytengo verdadero dolor, como si los compusiera yo.Pero todo ese atarugamiento y prisa de libros, redu-cido está, como sabemos, a un centón de novelitasfúnebres y melancólicas, y de ninguna manera argu-ye la existencia de una literatura nacional, que nopuede suponerse siquiera donde la mayor parte delo que se publica, si no el todo, es traducido, y noescribe el que sólo traduce, bien como no dibujaquien estarce y pasa el dibujo ajeno a otro papel altrasluz de un cristal. Lo cual es tan verdad, que nome dejaría mentir ni decir cosa en contrario todoese enjambre de autorzuelos, a quienes pudiéramosaplicar los tercetos de Rey de Artieda:

Como las gotas que en verano llueven,Con el ardor del sol, dando en el suelo,Se convierten en ranas y se mueven:

Con el calor del gran señor de Delo

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Se levantan del polvo poetillasCon tanta habilidad que es un consuelo.

Y más que me cuentas entre ellos, y por tantome reconvengas, pues si me preguntas por qué meentremeto yo también en embadurnar papel, sinsaber más que otros, te recordaré aquello de “dondequiera que fueres, haz lo que vieres”. Así, si fuese apaís de cojos, pierna de palo me pondría; y ya queen país de autorcillos y traductores he nacido y vivo,autorcillo y traductor quiero y debo, y no puedomenos de ser, pues ni es justo singularizarme, y queme señalen con el dedo por las calles, ni dependeademás del libre albedrío de cada uno el no conta-giarse en una epidemia general. Ni a nadie hagascargos tampoco por lo de traductor, pues es forzosoque se eche muletas para ayudarse a andar quiennace sin pies, o los trae trabados desde el nacer.

Y si me añades que no puede ser de ventaja al-guna el ir atrasados con respecto a los demás, te diréque lo que no se conoce no se desea ni echa menos;así suele el que atrasado creer que va adelantado,que tal es el orgullo de los hombres, que nos pone atodos una venda en los ojos para que no veamos nisepamos por dónde vamos, y te citaré a este propó-

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sito el caso de una buena vieja que en un puebloque no quiero nombrarte ha de vivir todavía, la cualvieja era de estas muy leídas de los lugares; estabasuscrita a la Gaceta, y la había de leer siempre desdela Real Orden hasta el último partido vacante, deseguido, y sin pasar nunca a otra sin haber primerodado fin de la anterior. Y es el caso que vivía y leíala vieja (al uso del país) tan despacio y con tal sorna,que habiéndose ido atrasando en la lectura, se halla-ba el año 29, que fue cuando yo la conocí, en lasGacetas del año 23, y nada más; hube de ir un día avisitarla, y preguntándola qué nuevas tenía, al entraren su cuarto, no pudo dejarme concluir; antes arro-jándose en mis brazos con el mayor alborozo y sol-tando la Gaceta que en la mano a la sazón tenía:“¡Ay, señor de mi alma!- me gritaba en voz mal arti-culada y ahogada en lágrimas y sollozos, hijos de sucontento-, ¡ay, señor de mi alma! ¡Bendito sea Dios,que ya vienen los franceses, y que dentro de poconos han de quitar esa pícara Constitución, que no esmás que un desorden y una anarquía!” Y saltaba degozo, y dábase palmadas repetidas; esto en el año29, que me dejó pasmado de ver cuan de ilusiónvivimos en este mundo, y que tanto da ir atrasado

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como adelantado, siempre que nada veamos, ni que-ramos ver por delante de nosotros.

Más te dijera, Andrés, en particular, si más vo-luntad tuviese yo de meterme en mayores honduras;empero sólo me limitaré a decirte para concluir, queno sabemos lo que tenemos con nuestra feliz igno-rancia, porque el vano deseo de saber induce a loshombres a la soberbia, que es uno de los siete peca-dos mortales, por el plano resbaladizo de nuestroamor propio; de este feo pecado nació, como sabes,en otros tiempos la ruina de Babel, con el castigo delos hombres y la confusión de las lenguas, y la caídaasimismo de aquellos fieros titanes, gigantazos des-comunales, que por igual soberbia escalaron tam-bién el cielo, sea esto dicho para confundir laHistoria Sagrada con la profana, que es otra ventajade que gozamos los ignorantes, que todo lo hace-mos igual.

De que podrás inferir, Andrés, cuán dañoso esel saber, y qué verdad es todo cuanto arriba te llevodicho acerca de las ventajas que en esta como enotras cosas a los demás hombres llevamos los ba-tuecos, y cuánto debe regocijarnos la proposicióncierta de que:

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En este país no se lee porque no se escribe, y no se escribeporque no se lee;que quiere decir, en conclusión, que aquí ni se lee nise escribe; y cuánto tenemos por fin que agradeceral cielo, que por tan raro y desusado camino nosguía a nuestro bien y eterno descanso, el cual deseopara todos los habitantes de este incultísimo país delas Batuecas, en que tuvimos la dicha de nacer,donde tenemos la gloria de vivir, y en el cual ten-dremos la paciencia de morir. Adiós Andrés.

Tu amigo, el BACHILLER.(1832)

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EMPEÑOS Y DESEMPEÑOS(ARTÍCULO PARECIDO A OTROS)

Pierde, pordioseaEl noble, engaña, empeña, malbarata,Quiebra y perece, y el logrero gozaLos pingües patrimonios...

JOVELLANOS.

En prensa tenía yo mi imaginación no ha mu-chas mañanas, buscando un tema nuevo sobre quedejar correr libremente mi atrevida sin hueso, que yame pedía conversación, y acaso nunca lo hubieraencontrado a no ser por la casualidad que contaré; ydigo que no lo hubiera encontrado, porque entretantas apuntaciones y notas como en mi pupitretengo hacinadas, acaso dos solas contendrán cosas

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que se puedan decir, o que no deban por ahora de-jarse de decir.

Tengo un sobrino, y vamos adelante, que estonada tiene de particular. Este tal sobrino es un man-cebo que ha recibido una educación de las más es-cogidas que en este nuestro siglo se suelen dar; esdecir esto que sabe leer, aunque no en todos los li-bros, y escribir, si bien no cosas dignas de ser leídas;contar no es cosa mayor, porque descuida el cuentode sus cuentas en sus acreedores, que mejor que élse las saben llevar; baila como discípulo de Veluci;canta lo que basta para hacerse de rogar y no estarnunca en voz; monta a caballo como un centauro, yda gozo ver con qué soltura y desembarazo atrope-lla por esas calles de Madrid a sus amigos y conoci-dos; de ciencias y artes ignora lo suficiente parapoder hablar de todo con maestría. En materia debella literatura y de teatro no se hable, porque estáabonado, y si no entiende la comedia, para eso lapaga, y aun la suele silbar; de este modo da a enten-der que ha visto cosas mejores en otros países, por-que ha viajado por el extranjero a fuer de biencriado. Habla un poco de francés y de italiano siem-pre que había de hablar español, y español no lohabla, sino lo maltrata; a eso dice que la lengua es-

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pañola es la suya, y que puede hacer con ella lo quemás le viniere en voluntad. Por supuesto que nocree en Dios, porque quiere pasar por hombre deluces; pero en cambio cree en chalanes y en mozas,en amigos y en rufianes. Se me olvidaba: no hable-mos de su pundonor, porque éste es tal que por lamenor bagatela, sobre si lo miraron, sobre si no lomiraron, pone una estocada en el corazón de sumejor amigo con la más singular gracia y desenvol-tura que en esgrimidor alguno se ha conocido.

Con esta exquisita crianza, pues, y vestirse devez en cuando de majo, traje que lleva consigo el¿qué se me da a mí? y el ¡aquí estoy yo! ya se deja cono-cer que es uno de los gerifaltes que más lugar ocu-pan en la corte, y que constituye uno de los adornosde la sociedad de buen tono de esta capital de qué séyo cuántos mundos.

Este es mi pariente, y bien sé yo que si su padrele viera había de estar tan embobado con su hijocomo lo estoy yo con mi sobrino, por tanta buenacualidad como en él se ha llegado a reunir. Conocemi Joaquín esta mi fragilidad y aun suele prevalersede ella.

Las ocho serían y vestíame yo, cuando entra micriado y me anuncia a mi sobrino.

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-¿Mi sobrino? Pues debe de ser la una.-No, señor, son las ocho no más.Abro los ojos asombrado y me encuentro a mi

elegante de pie, vestido y en mi casa a las ocho de lamañana.

-Joaquín, ¿tú a estas horas?-¡Querido tío, [muy] buenos días!-¿Vas de viaje?-No, señor.-¿Qué madrugón es éste?-¿Yo madrugar, tío? Todavía no me he acosta-

do.-¡Ah, ya decía yo!-Vengo de casa de la marquesita del Peñol: hasta

ahora ha durado el baile. Francisco se ha ido a casacon los seis dominós que he llevado esta noche paramudarme.

-¿Seis no más?-No más.-No se me hacen muchos.-Tenía que engañar a seis personas.-¿Engañar? Mal hecho.-Querido tío, usted es muy antiguo.-Gracias, sobrino: adelante.

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-Tío mío, tengo que pedirle a usted un gran fa-vor.

-¿Seré yo la séptima persona?-¡Querido tío!; ya me he quitado la máscara.-Di el favor- y eché mano de la llave de mi ga-

veta.-En el día no hay rentas que basten para nada;

tanto baile, tanto... en una palabra, tengo un com-promiso. ¿Se acuerda usted de la repetición Breguetque me vio usted días pasados?

-Sí, que te había costado cinco mil reales.-No era mía.-¡Ah!-El marqués de *** acababa de llegar de París;

quería mandarla a limpiar, y no conociendo a nin-gún relojero en Madrid le prometí enviársela al mío.

-Sigue.-Pero mi suerte lo dispuso de otra manera; tenía

yo aquel día un compromiso de honor; la baronesitay yo habíamos quedado en ir juntos a Chamartín apasar un día; era imposible ir en su coche, es dema-siado conocido...

-Adelante.-Era indispensable tomar yo un coche, disponer

una casa y una comida de campo... A la sazón me

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hallaba sin un cuarto; mi honor era lo primero;además, que andan las ocasiones por las nubes.

-Sigue.-Empeñé la repetición de mi amigo.-¡Por tu honor!-Cierto.-¡Bien entendido! ¿Y ahora?-Hoy como con el marqués, le he dicho que la

tengo en casa compuesta, y...-Ya entiendo.-Ya ve usted, tío..., esto pudiera producir un

lance muy desagradable.-¿Cuánto es?-Cien duros.-¿Nada más? No se me hace mucho.Era claro que la vida de mi sobrino, y su honor

[sobre todo] se hallaban en inminente riesgo. ¿Quépodía hacer un tío tan cariñoso, tan amante de susobrino, tan rico y sin hijos? Conté, pues, sus cienduros, es decir, los míos.

-Sobrino, vamos a la casa donde está empeñadala repetición.

-Quand il vous plaira, querido tío.Llegamos al café, una de las lonjas de empeño,

digámoslo así, y comencé a sospechar desde luego

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que esta aventura había de producirme un artículode costumbres.

-Tío, aquí será preciso esperar.-¿A quién?-Al hombre que sabe la casa.- ¿No la sabes tú?-No, señor; estos hombres no quieren nunca

que se vaya con ellos.-¿Y se les confían repeticiones de cinco mil rea-

les?-Es un honrado corredor que vive de este tráfi-

co. Aquí está.-¿Este es el honrado corredor?Y entró un hombre como de unos cuarenta

años, si es que se podía seguir la huella del tiempoen una cara como la debe de tener precisamente eljudío errante, si vive todavía desde el tiempo de Je-sucristo. Rostro acuchillado con varios chirlos y ji-rones tan bien avenidos y colocados de trecho entrecho, que más parecían nacidos en aquella caraque efectos de encuentros desgraciados; mirar biz-co, como de quien mira y no mira; barbas indepen-dientes, crecidas y que daban claros indicios de notener con las navajas todo aquel trato y familiaridadque exige el aseo; ruin sombrero con orificios de

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quitaguas; capa de estas que no tapan lo que llevandebajo, con muchas cenefas de barro de Madrid;botas o zapatos, que esto no se conocía, con máslodo que cordobán; [manos de cerdo], uñas de es-cribano, y una pierna, de dos que tenía, que por sercoja, en vez de sustentar la carga del cuerpo, le ser-vía a éste de carga, y era de él sustentada, por dondedel tal corredor se podía decir exactamente aquellode que tripas llevan pies; metal de voz además que atodos los ruidos desapacibles se asemejaba, y aire,en fin, misterioso y escudriñador.

-¿Está eso, señorito?-Está; tío, déselo usted.-Es inútil; yo no entrego mi dinero de esta

suerte.-Caballero, no hay cuidado.-No lo habrá ciertamente, porque no lo daré.Aquí empezó una de votos y juramentos del

honrado corredor, de quien tan injustamente sedesconfiaba, y de lamentaciones deprecatorias de misobrino, que veía escapársele de las manos su repe-tición por una etiqueta de esta especie; pero yo memantuve firme, y le fue preciso ceder al hebreo me-diante una honesta gratificación que con sus votoscanjeamos.

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En el camino, nuestro cicerone, más aplacado, sa-có de la faltriquera un paquetillo, y mostrándomelosecretamente:

-Caballero- me dijo al oído-, cigarros habanos,cajetillas, cédulas de... y otras frioleras, por si ustedgusta.

-Gracias, honrado corredor.Llegamos por fin, a fuerza de apisonar con los

pies calles y encrucijadas, a una casa y a un cuarto,que alguno hubiera llamado guardilla a haber vividoen él un poeta.

No podré explicar cuán mal se avenían a estarjuntas unas con otras, y en aquel tan incongruentedesván, las diversas prendas que de tan varias partesallí se habían venido a reunir. ¡Oh, si hablaran todosaquellos cautivos! El deslumbrante vestido de labelleza, ¿qué de cosas diría dentro de sus límitesocurridas? ¿Qué el collar, muchas veces importuno,con prisa desatado y arrojado con despecho? ¿Quésería escuchar aquella sortija de diamantes, insepa-rable compañera de los hermosos dedos de marfilde su hermoso dueño? ¡Qué diálogo pudiera trabaraquella rica capa de [embozos de] chinchilla conaquel chal de cachemira! Desvié mi pensamiento deestas locuras, y parecióme bien que no hablasen.

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Admiréme sobremanera al reconocer en los dosprestamistas que dirigían toda aquella máquina a dospersonas que mucho de las sociedades conocía, y dequien nunca hubiera presumido que pelecharan conaquel comercio; avergonzáronse ellos algún tanto dehallarse sorprendidos en tal ocupación, y fulmina-ron una mirada de estas que llevan en sí [toda] unalarga reconvención sobre el israelita que de aquellamanera había comprometido su buen nombre, in-troduciendo profanos, no iniciados, en el santuariode sus misterios.

Hubo de entrar mi sobrino a la pieza inmediata,donde se debía buscar la repetición y contar el dine-ro: yo imaginé que aquel debía de ser lugar más apropósito todavía para aventuras que el mismopuerto Lápice: calé el sombrero hasta las cejas, le-vanté el embozo hasta los ojos, púseme a lo oscuro,donde podía escuchar sin ser notado, y di a mi ob-servación libre rienda que encaminase por do más leplugiese. Poco tiempo habría pasado en aquel reco-gimiento, cuando se abre la puerta y un joven vesti-do modestamente pregunta por el corredor.

-Pepe, te he esperado inútilmente; te he vistopasar, y he seguido tus huellas. Ya estoy aquí y sinun cuarto; no tengo recurso.

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-Ya le he dicho a usted que por ropas es impo-sible.

-¡Un frac nuevo!, ¡una levita poco usada! ¿No hade valer esto más de dieciséis duros que necesito?

-Mire usted, aquellos cofres, aquellos armariosestán llenos de ropas de otros como usted; nadieparece a sacarlas, y nadie da por ellas el valor que seprestó.

-Mi ropa vale más de cincuenta duros: te juroque antes de ocho días vuelvo por ella.

-Eso mismo decía el dueño de aquel surtú queha pasado en aquella percha dos inviernos; y la quetrajo aquel chal, que lleva aquí dos carnavales, y la...

-¡Pepe, te daré lo que quieras; mira: estoy com-prometido; no me queda más recurso que tirarmeun tiro!

Al llegar aquí el diálogo, eché mano de mi bolsi-llo, diciendo para mí: “No se tirará un tiro por die-ciséis duros un joven de tan buen aspecto. ¿Quiénsabe si no habrá comido hoy su familia, si algunadesgracia...?” Iba a llamarle, pero me previno Pepediciendo:

-¡Mal hecho!-Tengo que ir esta noche sin falta a casa de la

señora de W***, y estoy sin traje: he dado palabra

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de no faltar a una persona respetable. Tengo que bus-car además un dominó para una prima mía, a quienhe prometido acompañar.

Al oír esto solté insensiblemente mi bolsa en mifaltriquera, menos poseído ya de mi ardiente cari-dad.

-¡Es posible! Traiga usted una alhaja.-Ni una me queda; tú lo sabes: tienes mi reloj,

mis botones, mi cadena.-¡Dieciséis duros!-Mira, con ocho me contento.-Yo no puedo hacer nada en eso; es mucho.-Con cinco me contento, y firmaré los dieciséis,

y te daré ahora mismo uno de gratificación.-Ya sabe usted que yo deseo servirle, pero como

no soy el dueño... ¿A ver el frac?Respiró el joven, sonrióse el corredor; tomó el

atribulado cinco duros, dio de ellos uno, y firmódieciséis, contento con el buen negocio que habíahecho.

-Dentro de tres días vuelvo por ello. Adiós.Hasta pasado mañana.

-Hasta el año que viene.- Y fuese cantando elespeculador.

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Retumbaban todavía en mis oídos las pisadas yle fioriture del atolondrado, cuando se abre violenta-mente la puerta, y la señora de H... Z., y en persona,con los ojos encendidos y toda fuera de sí, se preci-pita en la habitación.

-¡Don Fernando!A su voz salió uno de los prestamistas, caballero

de no mala figura y de muy galantes modales.-¡Señora!-¿Me ha enviado usted esta esquela?-Estoy sin un maravedí; mi amigo no la conoce

a usted (es un hombre ordinario) y como hemosdado ya más de lo que valen los adornos que tieneusted ahí...

-Pero ¿no sabe usted que tengo repartidos losbilletes para el baile de esta noche? Es preciso darle,o me muero del sofoco.

-Yo, señora...-Necesito indispensablemente mil reales, y reti-

rar, siquiera hasta mañana, mi diadema de perlas ymis brazaletes para esta noche: en cambio vendráuna vajilla de plata y cuanto tengo en casa. Debo alos músicos tres noches de función; esta mañana mehan dicho decididamente que no tocarán si no los

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pago. El catalán me ha enviado la cuenta de las ve-las, y que no enviará más mientras no le satisfaga.

-Si yo fuera solo...-¿Reñiremos?; No sabe usted que esta noche el

juego sólo puede producir...? [¿No lleva usted parteen la banca?]

-¡Nos fue tan mal la otra noche!-¿Quiere usted más billetes? No me han dejado

más que [estos] seis. Envíe usted a casa por losefectos que he dicho.

-Yo conozco...; por mí...; pero aquí puedenoírnos; entre usted en ese gabinete.

Entráronse y se cerró la puerta tras ellos.Siguióse a esta escena la de un jugador perdido-

so que había perdido el último maravedí, y necesita-ba armarse para volver a jugar; dejó un reloj, tomódiez, firmó quince, y se despidió diciendo: “Tengocorazonada; voy a sacar veinte onzas en media hora,y vuelvo por mi reloj”. Otro jugador gananciosovino a sacar unas sortijas del tiempo de su prosperi-dad: algún empleado vino a tomar su mesada ade-lantada sobre su sueldo, pero descabalada de loscrecidos intereses: algún necesitado verdadero seremedió, si es remedio comprar un duro con dos; ysólo mentaré en particular al criado de un personaje

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que vino por fin a rescatar ciertas alhajas que habíamás de tres años que cautivas en aquel Argel esta-ban. Habíanse vendido las alhajas, desconfiados yalos prestamistas de que nunca las pagaran, y porquelos intereses estaban a punto de traspasar su valor.No quiero pintar la grita y la zalagarda que en aque-lla bendita casa se armó. Después de dos años dereclamaciones inútiles, hoy venían por las alhajas;ayer se habían vendido. Juró y blasfemó el criado yfuese, prometiendo poner el remedio de aquel atre-vimiento en manos de quien más conviniese.

¿Es posible que se viva de esta manera? Pero¿qué mucho, si el artesano ha de parecer artista, elartista empleado, el empleado título, el título grande,y el grande príncipe? ¿Cómo se puede vivir hacien-do menos papel que el vecino? ¡Bien haya el lujo!¡Bien haya la vanidad!

En esto salía ya del gabinete la bella convidado-ra: habíase secado el manantial de sus lágrimas.

-Adiós, y no falte usted a la noche- dijo miste-riosamente una voz penetrante y agitada.

-Descuide usted; dentro de media hora enviaré aPepe-respondió una voz ronca y mal segura. Bajólos ojos la belleza, compuso sus blondos cabellos,arregló su mantilla, y salió precipitadamente.

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A poco salió mi sobrino, que después de darmelas gracias, se empeñó tercamente en hacerme ad-mitir un billete para el baile de la señora H... Z. Son-riente, nada dije a mi sobrino, ya que nada habíaoído, y asistí al baile. Los músicos tocaron, las lucesardieron. ¡Oh, elocuencia de la belleza! ¡Oh, utilidadde los usureros!

No quisiera acabar mi artículo sin advertir quereconocí en el baile al famoso prestamista, y en loshombros de su mujer el chal magnífico que llevabatres carnavales en el cautiverio; y dejó de asom-brarme desde entonces el lujo que en ella tantas ve-ces no había comprendido.

Retiréme temprano, que no le sienta bien a miscanas ver entrar a Febo en los bailes; acompañómemi sobrino, que iba a otra concurrencia. Bajé delcoche y nos despedimos. Parecióme no encontraren su voz aquel mismo calor afectuoso, aquel inte-rés con que por la mañana me dirigía la palabra. Unadiós bastante indiferente me recordó que aquel díahabía hecho un favor, y que el tal favor ya habíapasado. Acaso había sido yo tan necio como locomi sobrino. No era mucho, decía yo, que un jovenlos pidiera; ¡pero que los diera un viejo!

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Para distraer estas melancólicas imaginaciones,que tan triste idea dan de la humanidad, abrí un li-bro de poesías, y acertó a ser en aquel punto en quedice Bartolomé de Argensola

De estos niños Madrid vive logrado,Y de viejos tan frágiles como ellos,Porque en la misma escuela se han criado.

(1832)

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QUE COSA ES POR ACÁ EL AUTOR DEUNA COMEDIA?

(ARTÍCULO NUESTRO)

Como el teatro lleva camino de reducirse a unadiversión puramente ideal, nos damos prisa a inser-tar entre nuestras habladurías unas cuantas concer-nientes a este ramo, antes de que dé la últimaboqueada esta expirante fantasma.

ARTÍCULO PRIMERO

Nuestras dudas se nos ofrecen al entrar en estamateria: al hacer aquella sencilla pregunta, ¿estaríade más que explicásemos qué quiere decir por acá,qué autor y qué comedia? ¿Lo saben todos? No. ¿Losaben algunos? Como de esos algunos habrá que nolo sepan. Pero comoquiera que vivan muchos sin

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saberlo, y no por eso se mueran ni les acontezca malalguno, sino, antes por el contrario, tengan esoscuidados menos, nos hemos determinado a no le-vantar el velo que cubre el sentido de aquellas oscu-rísimas palabras, quién sabe si movidos también decierto temor de no acertar en nuestro propósito.¿Lo sabemos nosotros? ¿Somos inteligentes en lamateria?

Pero dirá el lector que hoy se nos vuelve todoescrúpulos y cosquillas; que si sólo hubieran de ha-blar de las cosas los que de ellas entienden, seríapreciso renunciar en el mundo al encanto de la con-versación. Si esto es así, hablemos, como los demás,sólo porque tenemos recibido este don precioso delAltísimo, que en su alta sabiduría, no nos le dio, sinduda, para callar.

El mayor número de las gentes, cuando concu-rre a la representación de una comedia, y la aplaudesi le parece buena, cree que el autor ha sacado elfruto de sus vigilias y del don rarísimo que de agra-dar a los más recibió de la Naturaleza; discurre es-pontáneamente y sin trabajo que aquella entrada ycuantas produce aquel drama son debidas al talentodel autor, y que saliendo de aquellos fondos cuantogasto se ocasiona, el autor aquel y los demás autores

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de comedias son los que dan de vivir a los actores, alas empresas y a todos los dependientes y sangui-juelas, que no son pocas, de semejantes casas. Estoparece natural a primera vista, y no necesita habercursado en Salamanca para conocer que a no haberdramas que representar, sean de la clase que se quie-ra, inútil sería el teatro con todas sus consecuencias.Pero como hemos nacido en el siglo de los prodi-gios, ha de saber el mayor número de las gentes queno sólo no es así, sino que se equivoca grosera-mente al pensarlo de esta suerte.

Dejemos aparte los sofiones y respuestas acedasque hasta llegar al ansiado y terrible momento de larepresentación ha tenido que sufrir el autor decuantos tienen la menor parte en estos negocios, lossustos que le da una censura rígida, las esperanzastantas veces desvanecidas ante el choque de las pa-siones o intereses encontrados, de las opiniones di-versas, de mil vanidades pueriles, de mil vientoscontrarios, en fin, que se estrellan en aquella solacaña débil y por fortuna flexible de su desamparadacomedia. Llegó al puerto, y va a descorrerse el telón.¿Quién es el pobre autor entonces? ¡Infeliz! Si no hamendigado un asiento, una escondida galería, le serápreciso comprar su billete, y si para la primera no-

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che se han dignado ofrecerle espontáneamente al-gún palco tercero o un par de lunetas, la segunda, latercera, cuantas noches se representa la hija de sutalento, otras tantas habrá de comprar el derecho dever la comedia que sin él no se representaría.

Tiene libre y gratuita entrada en el teatro, y conjusticia, el censor ilustrado que la censuró, los repre-sentantes de la villa cuyo es el local, el médico de lascompañías, el oficial de la guardia, los mismos sol-dados que la componen, los actores que no la repre-sentan, los operistas que cantan, etc. ¿Quién, pues,no tiene entrada franca en el teatro, por poca rela-ción que tenga con sus dependencias? Sólo el autorde la comedia; y este nuevo Midas, que vuelve enoro cuanto toca, muere privado de lo más preciso.

¡Bueno fuera, efectivamente, que se viniera elpazguato del autor con sus manos muy lavadas aarrellanarse en una luneta todos los días! ¿Y porqué? ¿Porque tiene talento, porque ha compuesto lacomedia? ¡Mire usted qué recomendaciones! ¡Si fue-ra el que enciende la araña, que es hombre de lu-ces!... ¡Pero el autor! ¡Que compre sus billetes todoel año, que para eso se le dan luego mil o dos milreales, lo menos, por su trabajo, que es un asombroy un despilfarro...

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Pero, señor, ¿dónde ha de estudiar el pobre au-tor sino en el teatro? ¿Puede conocer el gusto públi-co si no concurre al teatro diariamente? ¡Queaprenda a hacer comedias en un libro de álgebra, oque gaste su dinero!

De mala gana nos chanceamos. Nosotroscreíamos que el autor era la primera persona.

Supongamos por un momento que se retira elpúblico, que no existen actores que representen, yque desaparece el local; todavía quedará la comediaescrita e impresa, que, si es buena, deleitará e ins-truirá a las gentes de casa en casa. Y supongamos,por el contrario, que está lleno el local, que vino laguardia, que preside la autoridad, y que desaparecenlas comedias, y se les borra de la memoria a los ac-tores la que para aquella noche traen estudiada; ig-noramos completamente qué puede hacer todaaquella buena gente allí reunida, qué la guardia, quélos actores, y qué el magnífico edificio, ni qué puedequedar de todo ello que dé deleite o de provechosea para persona nacida.

Digámoslo, en fin, de una vez. El que ha de ha-cer comedias buenas, ni puede, ni quiere, ni sabehacer otra cosa; y si emplea en ir al teatro, que es su

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único libro, el corto premio de sus tareas, ¿con quévivirá?

Lejos estamos todavía de pedir que se perjudi-quen los intereses del teatro; sólo pedimos que pue-da sentarse el pobre autor donde no haya nadiesentado.

Lejos estamos también de pretender que todo elque haya dado al teatro una mala farsa quede conderecho a la libre entrada. No. Pero el que hace delteatro su profesión, el que ha dado una, dos, tres,diez, veinte comedias, el que otra cosa no hace entoda su vida sino llenar las arcas de los coliseos ymantener con su talento a todos sus dependientes,¿será el único que no pueda mirarlos como su casa?En otras partes no sólo tienen los poetas la entradafranca, sino gran parte de los billetes para despa-charlos por sí... Pero también en otras partes es lamás apreciada la aristocracia del talento. En otraspartes, un hombre dedicado a la literatura tiene pro-fesión conocida y puede responder a la Policía: “Soyliterato”. Por acá, un literato es un vago sin oficio nibeneficio, y el que vive de su talento es menos to-davía que el que vive de sus manos; si quiere poneren su carta de seguridad “escritor público”, habráquien le ponga escribiente y diga que todo es escribir.

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Óyese después gritar: “¡El teatro se arruina! ¡Nohay comedias!”

¿Quién queréis, gritadores de café, que com-ponga comedias? ¿Queréis héroes en los poetas, oqueréis cuerpos gloriosos? ¿Queréis que suden y seafanen para divertiros y enseñaros, y recoger porúnico fruto de su talento, en el cual pueden tan po-cos rivalizar con ellos, el desprecio o la befa, eloprobio o el vilipendio?

Hombre de talento, arroja tu pluma, y cuando,inspirado del estro que te domina, quieras escribirpara tu gloria, guarda tus producciones para tiemposmás felices. Háganlas iguales los necios que te me-nosprecian, o cierren en buen hora los teatros, queno para ti hinches de plata, como no para ella llenade miel la laboriosa abeja sus panales.

Quema tus borrones, y antes que compres tancara tu ignominia, busca cordeles y ahora parasiempre ese fatal y estéril talento, que ningún pre-mio se granjea, que sólo para tu tormento te dioentre tus compatriotas la Naturaleza.

Mas nos queda todavía que decir en tan fecundamateria, y para otros artículos reservamos el acabarde probar que el autor de una comedia no es nadie por acáde una manera irrecusable; donde probaremos que

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el teatro se arruina, y que debe arruinarse; que nadatiene de particular que sólo se vea salir a luz unacomedia nueva de años en años; que es un hombresobrenatural el que en el día las compone, y, en fin,que si las comedias son buenas, debe tratarse deproteger a los que sean capaces de componerlas; y sison malas, deben prohibirse del todo, y cerrarse losteatros, y enviar a paseo al loco que las escribe.

(1832)

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CARTA SEGUNDA ESCRITA A ANDRÉS

POR EL MISMO BACHILLER

¡Qué país, Andrés, el de las Batuecas! ¡Cuántono promete! ¿De mi amistad exiges que siga po-niendo en tu noticia la que de este extraordinariosuelo pueda alcanzar a tener? ¿Gustóte mi primeraepístola? Juro en buen hora por mi honor, y ya sa-bes que este juramento es en estos tiempos y en lasBatuecas cosa seria y sagrada, juro por mi honor,digo, que no tengo de parar hasta que tanto sepasen la materia como yo.

De poco te asombras, querido amigo: nada es loque he dicho en comparación de lo que me quedaque decir. Te dije que no se leía ni se escribía. ¿Cuálserá tu asombro y tu placer cuando te pruebe quetampoco se habla? ¿No puedes concebir que llegue

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a tanto la moderación de este inculto país? ¿Y poreso le llaman inculto? ¡Hombres injustos! Llamáis ala prudencia miedo, a la moderación apocamiento, ala humildad ignorancia. A toda virtud habéis dado elnombre de un vicio.

¿Puede haber nada más hermoso ni más pacífi-co que un país en que no se habla? Ciertamente queno, y por lo menos nada puede haber más silencio-so. Aquí nada se habla, nada se dice, nada se oye.

¿Y no se habla, me dirás, porque no hay quienoiga, o no se oye porque no hay quien hable? Cues-tión es ésa que dejaremos para otro día, si biencuestiones andan en esos mundos decididas, acre-ditadas y creídas, más paradójicas que ésta. Emperoconténtate por ahora con saber que no se habla:costumbre antigua tan admitida en el país, que paraella sola tienen un refrán que dice: “Al buen callarllaman Sancho”; y no necesito decirte la autoridadque tiene en las Batuecas un refrán, y más un refrántan claro como éste.

Llégome a una concurrencia.-Buenos días, don Prudencio; ¿qué hay de nue-

vo?-Tsí, calle usted- me dice con un dedo en los la-

bios.

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-¿Que calle?-Tsí- y se vuelve a mirar en derredor.-Hombre, si yo no pienso decir nada malo.-No importa, calle usted. ¿Ve usted aquel em-

bozado que escucha? Es un esp... un sop...-¡Ah!-Que vive de eso.-¿Y se vive de eso en las Batuecas?-Ese es un hombre que vive de lo que otros ha-

blan, y como ése hay muchos; así que todos esta-mos reducidos aquí a no hablar; mírenos ustedoscuramente envueltos en nuestras capas, hablandopor dentro del embozo, desconfiando de nuestrospadres y de nuestros hermanos... Parece que hemoscometido todos o vamos a cometer algún delito...Imite usted nuestro ejemplo, que en ello le va másde lo que le parece.

¿Hay cosa más rara? ¡Un hombre que vive de loque otros hablan! ¿Y dicen que los batuecos no sonindustriosos para vivir?

***

Va a edificarse un monumento que podrá dargloria a las Batuecas; el plan es colosal, la idea mag-

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nífica; la ejecución asombrosa; pero hay un defecto,un defecto también colosal; me apresuro: yo le haréconocer, yo le haré desaparecer.

-Señor don Timoteo, traigo un artículo parausted: insértemele usted en su miscelánea.

-¡Ah! ¿Esto? Es imposible.-¿Imposible?- Y me añade al oído-: Usted no

sabe que el sujeto que ha propuesto el plan se llamaD. Y. Z.

-Bien pudiera llamarse así ese sujeto y corregirseel defecto.

-Pero es pariente del señor...-¿Y no pudiera seguir siendo su pariente des-

pués de desaparecer el defecto?-Cierto; no me entiende usted; es mal enemigo,

y no me atrevo a insertarlo.¡Oh inagotable capítulo de las consideraciones!

Por todos lados adonde nos volvamos para mar-char, encontramos con la pared. ¡Qué de elogios nomerece esta noble moderación, este respeto a laspersonas que pueden entre los batuecos!

Encuéntrome con un escritor público.-Señor Bachiller, ¿qué le parecen a usted mis es-

critos?

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-Hombre, me parece que no hay nada que pe-dirles, porque nada tienen.

-¡Siempre ha de decir usted cosas...!-¡Y usted nunca ha de decir cosas! ¿Por qué no

fulmina usted el anatema de la crítica contra ciertasobras que nos inundan?

-¡Ay amigo! Los autores han descubierto el gransecreto para que no les critiquen sus obras. Zurcenun libro. ¿Son vaciedades? No importa. ¿Para quéson las dedicatorias? Buscan un hombre ilustre, en-cabezan con él su mamotreto, dicen que se lo dedi-can, aunque nadie sepa lo que quiere decir eso dededicar un libro que uno hace, a otro que nada tienede común con el tal libro, y con ese talismán cami-nan seguros de ofensas ajenas. Ampáranse como losniños en las faldas de mamá para que papá no lespegue.

-¿Por qué no pinta usted el desorden de nues-tras costumbres y de nuestras...?

-¡Ah! ¿No conoce usted el país? ¿Yo satírico? ¡Situviera el vulgo la torpeza de entender las cosascomo se dicen! Pero es tanta la penetración de estosbatuecos, que adivinan el original del retrato queusted no ha hecho. Dice usted que es ridículo el serun calzonazos, y que es un pobre hombre todo Juan

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Lanas, y sale un importante de estos que a costa detener reputación se conforman con tenerla mala, yexclaman a voces: “¡Señores! ¿Saben ustedes quiénes ese Juan Lanas de quien habla el satírico? EseJuan Lanas soy yo: porque para eso de entender alu-siones no hay hombres como los batuecos”.“Hombre, ¿qué ha de ser usted? Si el autor no leconoce siquiera.” “No importa; apuesto mi cabeza aque soy yo”; y os pone un cartel de desafío, y nohay sino dejaros matar, porque él es un necio.“¿Quién es aquella sultana del Oriente?”, le dicen austed. “Cualquiera que se halle en ese caso”, res-ponde usted. “¡Picarillo!- le reponen-; sí, a mí conésas... Esa es la X* * *.” Como si no hubiera másque una en Madrid. Agregue usted a esto que lanaturaleza reparte sus dones con economía, y dandofuerzas a aquel a quien negó el talento, corre el satí-rico gran riesgo en las Batuecas de que su cabeza seencuentre en el mismo camino de un garrote, en-cuentro siempre que puede traer peores consecuen-cias para la primera que para el segundo.

-Bien, pues no sea usted satírico: sea usted justono más. Cuando representan pésimamente una co-media, cuando cantan rabiando una ópera, cuando

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es la decoración mezquina, ¿por qué no levanta suvoz?

-Con gente del teatro nunca se las haya usted.Cervantes lo dijo. Nunca les falta algún campeónque defenderá su pleito, campeón formidable.Además, es ése un teclado en que no se ve más queel exterior; nunca se sabe quién le toca: detrás delretablo y de esas figuritas de pasta de Gaiferos y losmoros, debajo del parche de Maese Pedro, está Gi-nesillo de Pasamonte que las mueve. ¡Ay! no tomeusted la defensa de la infeliz Melisendra; no desba-rate las figuras; que si la mona se escapa al tejado, sirompe la ilusión, si destroza las muñecas, las pagarácaras. Esa es, en fin, materia sagrada, y nadie las mue-va, que estar no pueda con Roldán a prueba.

-Pero, señor, nunca se ha ahorcado a nadie pordecir que Fulano es mal cómico.

-Lo que se ha hecho, señor Bachiller, y lo que sehará, mejor se está callado.

-Se reclama, se apela...-Señor Munguía, quiero contarle a usted un

cuentecillo, y es caso ocurrido no ha muchos mesesen un lugarcito de las Batuecas.

“Corríanse un día novillos, y contra la costum-bre establecida en esos pueblos de salir enmaroma-

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do el animal, bien como debían andar por el mundomuchos animales de asta que yo conozco para queno hicieran daño, hubieron de determinarse a de-jarle suelto por las calles. Capeábanle los mozos ale-gremente, y fue el caso que uno de ellos, másvalentón que sus compatriotas, en vez de sortear alnovillo se dejó sortear por él; notable equivocación:enganchóle el asta retorcida de la faja que en la cin-tura traía, y aun no se sabe cuáles hubieran sido lasvicisitudes del jaque a no haber acudido en su auxi-lio dos primos suyos, movidos de aquel impulsonatural que todos tenemos de amparar a los queandan enredados con animales cornudos. Soltáronleen efecto. Pero como quiera que los novillos novalgan nada cuando no hacen algunas de las suyas,amotinóse en la plaza la parcialidad contraria anuestro jaque, clamando que para eso no se sacabaal novillo, y que el que no supiese torear que la pa-gase, y que había sido una mala partida meterse en-tre dos que riñen a su salvo: que aquello de ayudaral capeador había sido una alevosía contra el toro; yaun es fama que alguno de los más leídos, que debíaser sobrino del cura, trató aquello de traición seme-jante a la de Beltrán Claquín, como le llama nuestroMariana, cuando, volviendo lo de abajo arriba, dijo

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en Montiel: Ni quito ni pongo rey. Como quiera quefuese, creció la zambra, enronqueciéronse las voces,alzáronse los palos, y no se sabe en qué hubiera pa-rado aquella nueva discordia de Agramante, a nohaberse aparecido en medio de la confusión la divi-na Astrea, disfrazada en figura de alcalde, que elmismo diablo no la conociera, con medio pino en lamano en vez de balanza y sin venda, porque es sa-bido que el que no ve con los ojos abiertos, excusatapárselos para no ver; y a su decisión prometieronresignarse todos. Alegaron las partes, escuchólas aentrambas aquel rústico Laín Calvo, que fue milagroque se cansó en oírlas para sentenciar (aunque hayquien asegura que se durmió mientras hablaron), ydijo en conclusión: “Señores, por la vara que tengoen la mano (y tenía el tal medio pino que llevamosreferido), juro a Bríos que me he enterado, aunqueme esté mal el decirlo; y condeno a los dos primos auna multa para mis urgencias, es decir, para las ur-gencias de la justicia, que soy yo, por haber quitadola acción al animal; y declaro que en lo sucesivo na-die sea osado a ayudar en función de esta clase aningún mozo, por lo menos hasta después de laprimera embestida, porque el primer golpe es dederecho del toro, y nadie se le puede quitar. Y Dios

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sea con todos”. Con cuya decisión debió quedar elpueblo sosegado y usted convencido. ¿Me ha en-tendido usted, señor Bachiller? Pregúntolo porque,si no me ha entendido ahora, excuse hacer más pre-guntas, que ya nunca me entenderá.

“Así, pues, líbrese de la primera embestida y nolo deje para la segunda; y desengáñese, que en lasBatuecas, si nos quita el adular, nos quita el vivir; espreciso contentarse con decir en todo papel impre-so que la comedia estuvo de lo lindo; que todos losactores, incluso los que no la representaron, se so-brepujaron a sí mismos, que es frase que quiere de-cir mucho aunque no hay un cristiano que laentienda; que la decoración fue cosa exquisita; queel público anduvo acertado en aplaudirla; que la in-vención última es el summum del saber humano; queel edificio y que la fuente y que el monumento sonotras tantas maravillas; que aquella otra cosa estáplanteada sobre las bases más sólidas y los auspiciosmás felices; que la paz y la gloria, y la dicha y elcontento llegaron a su colmo; que el cólera no vienea las Batuecas porque describe triángulos acután-gulos, y es cosa averiguada que todo el que describeesta figura al andar no puede pasar de cierto punto;entreverar un articulejo de volapiés, que esto a nadie

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ofende sino al toro; ingerir tal cual examen analíticode la obra última entre si diré, si no diré lo que hayen la materia, tal cual anacreóntica, donde se le di-gan a Filis cuatro frioleras de gusto, con su poco deacertijo, y algún sonetuelo de circunstancias, que escosa que sabe como cada fruta en su tiempo, y enlas demás materias ¡chitón!, que las noticias no sonpara dadas, la política no es planta del país, la opi-nión es sólo del tonto que la tiene, y la verdad estéseen su punto. Además de que la lengua se nos ha da-do para callar, bien así como se nos dio el libre al-bedrío para hacer sólo el gusto de los demás, losojos para ver sólo lo que nos quieran enseñar, losoídos para sólo oír lo que nos quieran decir, y lospies para caminar adonde nos lleven.

“Y a alguno conozco yo, señor Bachiller, queargüía a uno de estos que pregonan la felicidad pre-sente; y arguyéndole con ejemplos bien palpables, lerepetía a cada punto: “¿Conque estamos bien?” A loque le fue respondido como respondió Bossuet aljorobado: “Para batuecos, amigo mío, no podemosestar mejor”.

Así ves, Andrés mío, a los batuecos, a quienesuna larga costumbre de callar ha entorpecido la len-gua, no acertar a darse mutuamente los buenos días,

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tener miedo, pazguatos y apocados, a su propiasombra cuando se la encuentran a su lado en unapared, y guardándose consideraciones a sí mismospor no hacerse enemigos, sucediéndoles precisa-mente que se mueren de miedo de morirse, que esla especie de muerte más miserable de que puedehombre morir. Bien como le sucedió a un enfermoa quien un médico brusista había mandado no co-mer si quería evitar la muerte, que comiendo, segúndecía, le amenazaba; el cual a poco tiempo de esterégimen dietético se murió de hambre.

Por lo demás, querido Andrés, te confieso quetrae muchas ventajas el no hablar, y no quiero ci-tarte para convencerte, entre otros ejemplos, sino elpícaro resultado y la larga cola, que más bien parecemaza que cola, que nos han traído aquellas palabrasque se hablaron en los principios del mundo, estoes, las que dijo a Eva la serpiente acerca del asuntode la manzana: trance primero en que empezó ya ahacer la lengua de las suyas, y a dar a conocer paraqué había de servir en el mundo. Sin lengua, ¿quésería, Andrés, de los chismosos, canalla tan perjudi-cial en cualquier república bien ordenada? ¿Qué delos abogados? Ni existiera sin lengua la mentira, nihubiera sido precisa la invención de la mordaza, ni

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entrara nunca el pecado por los oídos, ni hubieramurmuradores ni Bachilleres, que son el gusano ypolilla de todo buen orden. Con lo cual creo haberteconvencido de otra ventaja que llevan los batuecos alos demás hombres, y de qué cosa sea tan especial elmiedo, o llámase la prudencia, que a tal silencio losreduce. Te diré más todavía: en mi opinión no ha-brán llegado al colmo de su felicidad mientras nodejen de hablar eso mismo poco que hablan, aun-que no es gran cosa, y semeja sólo el suave e inte-rrumpido murmullo del viento cuando silba porentre las ramas de los cipreses de un vasto cemente-rio; entonces gozarán de la paz del sepulcro, que esla paz de las paces. Y para que veas que no es sóloDios el que desaprueba el hablar demasiado, comoarriba llevo apuntado, te traeré otra autoridad re-cordándote al famoso filósofo griego (y no me ha-gas gestos al oír esto de filósofo), que enseñaba asus discípulos por espacio de cinco años a callarantes de enseñarles ninguna otra cosa, que fue ideaperegrina, y sería aquella cátedra lo que habría deoír; de donde concluyo, porque me canso, que cadabatueco es un Platón, y no me parece que lo ha en-carecido poco tu amigo: EL BACHILLER.

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P. D. Se me olvidaba decirte que a mi última sa-lida de las Batuecas se susurraba que hablaban ya.¡Pobres batuecos! ¡Y ellos mismos se lo creían!

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EL CASARSE PRONTO Y MAL(ARTÍCULO DEL BACHILLER)

Así como tengo aquel sobrino de quien he ha-blado en mi artículo de empeños y desempeños,tenía otro no hace mucho tiempo, que en esto suelevenir a parar el tener hermanos. Este era hijo de unami hermana, la cual había recibido aquella educa-ción que se daba en España no hace ningún siglo: esdecir, que en casa se rezaba diariamente el rosario,se leía la vida del santo, se oía misa todos los días, setrabajaba los de labor, se paseaba las tardes de losde guardar, se velaba hasta las diez, se estrenabavestido el domingo de Ramos, y andaba siempreseñor padre, que entonces no se llamaba papá, conla mano más besada que reliquia vieja, y registrandolos rincones de la casa, temeroso de que las mucha-chas, ayudadas de su cuyo, hubiesen a las manos

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algún libro de los prohibidos, ni menos aquellas no-velas que, como solía decir, a pretexto de inclinar ala virtud, enseñan desnudo el vicio. No diremos queesta educación fuese mejor ni peor que la del día;sólo sabemos que vinieron los franceses, y comoaquella buena o mala educación no estribaba en mihermana en principios ciertos, sino en la rutina y enla opresión doméstica de aquellos terribles padresdel siglo pasado, no fue necesaria mucha comunica-ción con algunos oficiales de la guardia imperial pa-ra echar de ver que si aquel modo de vivir erasencillo y arreglado, no era sin embargo el más di-vertido. ¿Qué motivo habrá, efectivamente, que nospersuada que debemos en esta corta vida pasarlomal, pudiendo pasarlo mejor? Aficionóse mi her-mana de las costumbres francesas, y ya no fue elpan pan, ni el vino vino: casóse, y siguiendo en lafamosa jornada de Vitoria la suerte del tuerto PepeBotellas, que tenía dos ojos muy hermosos y nuncabebía vino emigró a Francia.

Excusado es decir que adoptó mi hermana lasideas del siglo; pero como esta segunda educacióntenía tan malos cimientos como la primera, y comoquiera que esta débil humanidad nunca sepa dete-nerse en el justo medio, pasó del Año Cristiano a

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Pigault Lebrun, y se dejó de misas y devociones, sinsaber más ahora porque las dejaba que antes porquelas tenía. Dijo que el muchacho se había de educarcomo convenía; que podría leer sin orden ni méto-do cuanto libro le viniese a las manos, y qué sé yoqué más cosas decía de la ignorancia y del fanatis-mo, de las luces y de la ilustración, añadiendo que lareligión era un convenio social en que sólo los ton-tos entraban de buena fe, y del cual el muchacho nonecesitaba para ponerse bueno; que padre y madreeran cosa de brutos, y que a papá y mamá se les debíatratar de tú, porque no hay amistad que iguale a laque une a los padres con los hijos (salvo algunossecretos que guardarán siempre los segundos de losprimeros, y algunos soplamocos que darán siemprelos primeros a los segundos): verdades todas querespeto tanto o más que las del siglo pasado, porquecada siglo tiene sus verdades, como cada hombretiene su cara.

No es necesario decir que el muchacho, que sellamaba Augusto, porque ya han caducado los nom-bres de nuestro calendario, salió despreocupado,puesto que la despreocupación es la primera preo-cupación de este siglo.

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Leyó, hacinó, confundió; fue superficial, vano,presumido, orgulloso, terco, y no dejó de tomarsemás rienda de la que se le había dado. Murió, no séa qué propósito, mi cuñado, y Augusto regresó aEspaña con mi hermana, toda aturdida de ver lobrutos que estamos por acá todavía los que no he-mos tenido como ella la dicha de emigrar; y trayén-donos entre otras cosas noticias ciertas de cómo nohabía Dios, porque eso se sabe en Francia de muybuena tinta. Por supuesto que no tenía el muchachoquince años y ya galleaba en las sociedades, y citaba,y se metía en cuestiones, y era hablador y raciocina-dor como todo muchacho bien educado; y fue elcaso que oía hablar todos los días de aventuras es-candalosas, y de los amores de Fulanito con la Men-ganita, y le pareció en resumidas cuentas cosaprecisa para hombrear, enamorarse.

Por su desgracia acertó a gustar a una joven,personita muy bien educada también, la cual es ver-dad que no sabía gobernar una casa, pero se em-baulaba en el cuerpo en sus ratos perdidos, que eranpara ella todos los días, una novela sentimental, conla más desatinada afición que en el mundo jamás seha visto; tocaba su poco de piano y cantaba su pocode aria de vez en cuando, porque tenía una bonita

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voz de contralto. Hubo guiños y apretones desespe-rados de pies y manos, y varias epístolas recíproca-mente copiadas de la Nueva Eloísa; y no hay más quedecir sino que a los cuatro días se veían los dos ino-centes por la ventanilla de la puerta y escurrían sucorrespondencia por las rendijas, sobornaban con elmejor fin del mundo a los criados, y por último, unsu amigo, que debía de quererle muy mal, presentóal señorito en la casa. Para colmo de desgracia, él yella, que habían dado principio a sus amores porqueno se dijese que vivían sin su trapillo, se llegaron aimaginar primero, y a creer después a pies juntillas,como se suele muy mal decir, que estaban verdaderay terriblemente enamorados. ¡Fatal credulidad! Losparientes, que previeron en qué podía venir a pararaquella inocente afición ya conocida, pusieron de suparte todos los esfuerzos para cortar el mal, pero yaera tarde. Mi hermana, en medio de su despreocu-pación y de sus luces, nunca había podido despren-derse del todo de cierta afición a sus ejecutorias yblasones, porque hay que advertir dos cosas: 1ª Quehay despreocupados por este estilo; y 2ª Que somosnobles, lo que equivale a decir que desde la más re-mota antigüedad nuestros abuelos no han trabajadopara comer. Conservaba mi hermana este apego a la

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nobleza, aunque no conservaba bienes; y ésta es unade las razones porque estaba mi sobrinito destinadoa morirse de hambre si no se le hacía meter la cabe-za en alguna parte, porque eso de que hubieraaprendido un oficio, ¡oh! ¿qué hubieran dicho losparientes y la nación entera? Averiguóse, pues, queno tenía la niña un origen tan preclaro, ni más doteque su instrucción novelesca y sus duettos, fincas queno bastan para sostener el boato de unas personasde su clase. Averiguó también la parte contraria queel niño no tenía empleo, y dándosele un bledo de sunobleza, hubo aquella de decirle:

-Caballerito ¿con qué objeto entra usted en micasa?

-Quiero a Elenita- respondió mi sobrino.-¿Y con qué fin, caballerito?-Para casarme con ella.-Pero no tiene usted empleo ni carrera...-Eso es cuenta mía.-Sus padres de usted no consentirán...-Sí, señor; usted no conoce a mis papás.-Perfectamente; mi hija será de usted en cuanto

me traiga una prueba de que puede mantenerla, y elpermiso de sus padres; pero en el ínterin, si usted la

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quiere tanto, excuse por su mismo decoro sus visi-tas...

-Entiendo.-Me alegro, caballerito.Y quedó nuestro Orlando hecho una estatua,

pero bien decidido a romper por todos los inconve-nientes.

Bien quisiéramos que nuestra pluma, mejorcortada, se atreviese a trasladar al papel la escena dela niña con la mamá; pero diremos, en suma, quehubo prohibición de salir y de asomarse al balcón, yde corresponder al mancebo; a todo lo cual la malvarespondió con cuatro desvergüenzas acerca del librealbedrío y de la libertad de la hija para escoger mari-do, y no fueron bastantes a disuadirla las reflexionesacerca de la ninguna fortuna de su elegido: todo erapara ella tiranía y envidia que los papás tenían de susamores y de su felicidad; concluyendo que en losmatrimonios era lo primero el amor, que en cuantoa comer, ni eso hacía falta a los enamorados, porqueen ninguna novela se dice que coman las Amandas ylos Mortimers, ni nunca les habían de faltar unassopas de ajo.

Poco más o menos fue la escena de Augustocon mi hermana, porque aunque no sea legítima

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consecuencia, también concluía de que los padresno deben tiranizar a los hijos, que los hijos no de-ben obedecer a los padres: insistía en que era inde-pendiente; que en cuanto a haberle criado yeducado, nada le debía, pues lo había hecho por unaobligación imprescindible; y a lo del ser que le habíadado, menos, pues no se lo había dado por él, sinopor las razones que dice nuestro Cadalso, entreotras lindezas sutilísimas de este jaez.

Pero insistieron también los padres, y despuésde haber intentado infructuosamente varios mediosde seducción y rapto, no dudó nuestro paladín, vistala obstinación de las familias, en recurrir al medioen boga de sacar a la niña por el vicario. Púsose elplan en ejecución, y a los quince días mi sobrinohabía reñido ya decididamente con su madre; habíasido arrojado de su casa, privado de sus cortos ali-mentos, y Elena depositada en poder de una poten-cia neutral; pero se entiende, de esta especie deneutralidad que se usa en el día; de suerte que nues-tra Angélica y Medoro se veían más cada día, y seamaban más cada noche. Por fin amaneció el díafeliz; otorgóse la demanda; un amigo prestó a misobrino algún dinero, uniéronse con el lazo conyu-gal, estableciéronse en su casa, y nunca hubo felici-

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dad igual a la que aquellos buenos hijos disfrutaronmientras duraron los pesos duros del amigo.

Pero ¡oh, dolor!, pasó un mes y la niña no sabíamás que acariciar a Medoro, cantarle una aria, ir alteatro y bailar una mazurca; y Medoro no sabía másque disputar. Ello sin embargo, el amor no alimenta,y era indispensable buscar recursos.

Mi sobrino salía de mañana a buscar dinero, co-sa más difícil de encontrar de lo que parece, y lavergüenza de no poder llevar a su casa con qué darde comer a su mujer, le detenía hasta la noche. Pa-semos un velo sobre las escenas terribles de tanamarga posición. Mientras que Augusto pasa el díalejos de ella en sufrir humillaciones, la infeliz con-sorte gime luchando entre los celos y la rabia. To-davía se quieren; pero en casa donde no hay harinatodo es mohína; las más inocentes expresiones seinterpretan en la lengua del mal humor como ofen-sas mortales; el amor propio ofendido es el más se-guro antídoto del amor, y las injurias acaban deapagar un resto de la antigua llama que amortiguadaen ambos corazones ardía; se suceden unos a otroslos reproches; y el infeliz Augusto insulta a la mujerque le ha sacrificado su familia y su suerte, echán-dole en cara aquella desobediencia a la cual no ha

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mucho tiempo él mismo la inducía; a los continuosreproches se sigue en fin el odio.

¡Oh, si hubiera quedado aquí el mal! Pero unresto de honor mal entendido que bulle en el pechode mi sobrino, y que le impide prestarse para sus-tentar a su familia a ocupaciones groseras, no le im-pide precipitarse en el juego, y en todos los vicios ybajezas, en todos los peligros que son su conse-cuencia. Corramos de nuevo, corramos un velo so-bre el cuadro a que dio la locura la primerapincelada, y apresurémonos a dar nosotros la últi-ma.

En este miserable estado pasan tres años, y yatres hijos más rollizos que sus padres alborotan lacasa con sus juegos infantiles. Ya el himeneo y lasprivaciones han roto la venda que ofuscaba la vistade los infelices: aquella amabilidad de Elena es co-quetería a los ojos de su esposo; su noble orgullo,insufrible altanería; su garrulidad divertida y gracio-sa, locuacidad insolente y cáustica; sus ojos brillan-tes se han marchitado, sus encantos están ajados, sutalle perdió sus esbeltas formas, y ahora conoce quesus pies son grandes y sus manos feas; ningunaamabilidad, pues, para ella, ninguna consideración.Augusto no es a los ojos de su esposa aquel hombre

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amable y seductor, flexible y condescendiente; es unholgazán, un hombre sin ninguna habilidad, sin ta-lento alguno, celoso y soberbio, déspota y no mari-do... en fin, ¡cuánto más vale el amigo generoso desu esposo, que les presta dinero y les promete aunprotección! ¡Qué movimiento en él! ¡Qué actividad!¡Qué heroísmo! ¡Qué amabilidad! ¡Qué adivinar lospensamientos y prevenir los deseos! ¡Qué no per-mitir que ella trabaje en labores groseras! ¡Qué asi-duidad y qué delicadeza en acompañarla los díasenteros que Augusto la deja sola! ¡Qué interés, enfin, el que se toma cuando le descubre, por su bien,que su marido se distrae con otra...!

¡Oh poder de la calumnia y de la miseria! Aque-lla mujer que, si hubiera escogido un compañeroque la hubiera podido sostener, hubiera sido acasouna Lucrecia, sucumbe por fin a la seducción y a lafalaz esperanza de mejor suerte.

Una noche vuelve mi sobrino a su casa; sus hi-jos están solos.

-¿Y mi mujer? ¿Y sus ropas?Corre a casa de su amigo. ¿No está en Madrid?

¡Cielos! ¡Qué rayo de luz! ¿Será posible? Vuela a lapolicía, se informa. Una joven de tales y tales señascon un supuesto hermano han salido en la diligencia

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para Cádiz. Reúne mi sobrino sus pocos muebles,los vende, toma asiento en el primer carruaje y hé-tele persiguiendo a los fugitivos. Pero le llevan mu-cha ventaja y no es posible alcanzarlos hasta elmismo Cádiz. Llega; son las diez de la noche; correa la fonda que le indican, pregunta, sube precipita-damente la escalera, le señalan un cuarto cerradopor dentro; llama; la voz que le responde le es hartoconocida y resuena en su corazón; redobla los gol-pes; una persona desnuda levanta el pestillo. Au-gusto ya no es un hombre, es un rayo que cae en lahabitación; un chillido agudo le convence de que lehan conocido; asesta una pistola, de dos que trae, alseno de su amigo, y el seductor cae revolcándose ensangre; persigue a su miserable esposa, pero unaventana inmediata se abre y la adúltera, poseída delterror y de la culpa, se arroja, sin reflexionar, de unaaltura de más de sesenta varas. El grito de la agoníale anuncia su última desgracia y la venganza máscompleta; sale precipitado del teatro del crimen, yencerrándose, antes de que le sorprendan, en su ha-bitación, coge aceleradamente la pluma y apenastiene tiempo para dictar a su madre la carta siguien-te:

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“Madre mía: Dentro de media hora no existiré;cuidad de mis hijos, y si queréis hacerlos verdade-ramente despreocupados, empezad por instruirlos...Que aprendan en el ejemplo de su padre a respetarlo que es peligroso despreciar sin tener antes mássabiduría. Si no les podéis dar otra cosa mejor, noles quitéis una religión consoladora. Que aprendan adomar sus pasiones y a respetar a aquellos a quieneslo deben todo. Perdonadme mis faltas: harto casti-gado estoy con mi deshonra y mi crimen; harto carapago mi falsa preocupación. Perdonadme las lágri-mas que os hago derramar. Adiós para siempre.”

Acabada esta carta, se oyó otra detonación queresonó en toda la fonda, y la catástrofe que le suce-dió me privó para siempre de un sobrino, que, conel más bello corazón, se ha hecho desgraciado a sí ya cuantos le rodean.

No hace dos horas que mi desgraciada hermana,después de haber leído aquella carta, y llamándomepara mostrármela, postrada en su lecho, y entregadaal más funesto delirio, ha sido desahuciada por losmédicos.

“Hijo... despreocupación... boda... religión... in-feliz...” son las palabras que vagan errantes sobresus labios moribundos. Y esta funesta impresión,

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que domina en mis sentidos tristemente, me ha im-pedido dar hoy a mis lectores otros artículos másjoviales que para mejor ocasión les tengo reserva-dos.

(1832)

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EL CASTELLANO VIEJO

Ya en mi edad pocas veces gusto de alterar elorden que en mi manera de vivir tengo hace tiempoestablecido, y fundo esta repugnancia en que no heabandonado mis lares ni un solo día para quebrantarmi sistema, sin que haya sucedido el arrepenti-miento más sincero al desvanecimiento de mis en-gañadas esperanzas. Un resto, con todo eso, delantiguo ceremonial que en su trato tenían adoptadonuestros padres, me obliga a aceptar a veces ciertosconvites a que parecería el negarse grosería, o por lomenos ridícula afectación de delicadeza.

Andábame días pasados por esas calles a buscarmateriales para mis artículos. Embebido en mispensamientos, me sorprendí varias veces a mí mis-mo riendo como un pobre hombre de mis propiasideas y moviendo maquinalmente los labios; algún

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tropezón me recordaba de cuando en cuando quepara andar por el empedrado de Madrid no es lamejor circunstancia la de ser poeta ni filósofo; másde una sonrisa maligna, más de un gesto de admira-ción de los que a mi lado pasaban, me hacía refle-xionar que los soliloquios no se deben hacer enpúblico; y no pocos encontrones que al volver lasesquinas di con quien tan distraída y rápidamentecomo yo las doblaba, me hicieron conocer que losdistraídos no entran en el número de los cuerposelásticos, y mucho menos de los seres gloriosos eimpasibles. En semejante situación de mi espíritu,¿qué sensación no debería producirme una horriblepalmada que una gran mano, pegada (a lo que porentonces entendí) a un grandísimo brazo, vino adescargar sobre uno de mis hombros, que por des-gracia no tienen punto alguno de semejanza con losde Atlante?

No queriendo dar a entender que desconocíaeste enérgico modo de anunciarse, ni desairar elagasajo de quien sin duda había creído hacérmelemás que mediano, dejándome torcido para todo eldía, traté sólo de volverme por conocer quién fuesetan mi amigo para tratarme tan mal; pero mi caste-llano viejo es hombre que cuando está de gracias no

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se ha de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá ellector que siguió dándome pruebas de confianza ycariño? Echóme las manos a los ojos y sujetándomepor detrás: “¿Quién soy?”, gritaba, alborozado conel buen éxito de su delicada travesura. “¿Quiénsoy?” “Un animal [irracional]”, iba a responderle;pero me acordé de repente de quién podría ser, ysustituyendo cantidades iguales: “Braulio eres”, ledije.

Al oírme, suelta sus manos, ríe, se aprieta los ija-res, alborota la calle y pónenos a entrambos en es-cena.

-¡Bien, mi amigo! ¿Pues en qué me has conoci-do?

-¿Quién pudiera sino tú...?-¿Has venido ya de tu Vizcaya?-No, Braulio, no he venido.-Siempre el mismo genio. ¿Qué quieres?, es la

pregunta del español. ¡Cuánto me alegro de que es-tés aquí! ¿Sabes que mañana son mis días?

-Te los deseo muy felices.-Déjate de cumplimientos entre nosotros; ya sa-

bes que yo soy franco y castellano viejo: el pan pany el vino vino; por consiguiente exijo de ti que novayas a dármelos; pero estás convidado.

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-¿A qué?-A comer conmigo.-No es posible.-No hay remedio.-No puedo- insisto ya temblando.-¿No puedes?-Gracias.-¿Gracias? Vete a paseo; amigo, como no soy el

duque de F..., ni el conde de P...¿Quién se resiste a una sorpresa de esta especie?

¿Quién quiere parecer vano?-No es eso, sino que...-Pues si no es eso- me interrumpe-, te espero a

las dos: en casa se come a la española; temprano.Tengo mucha gente; tendremos al famoso X., quenos improvisará de lo lindo; T. nos cantará de so-bremesa una rondeña con su gracia natural; y por lanoche J. cantará y tocará alguna cosilla.

Esto me consoló algún tanto, y fue preciso ce-der; un día malo, dije para mí, cualquiera lo pasa; eneste mundo, para conservar amigos es preciso tenerel valor de aguantar sus obsequios.

-No faltarás, si no quieres que riñamos.

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-No faltaré- dije con voz exánime y ánimo de-caído, como el zorro que se revuelve inútilmentedentro de la trampa donde se ha dejado coger.

-Pues hasta mañana, [mi Bachiller]- y me dio untorniscón por despedida.

Vile marchar como el labrador ve alejarse la nu-be de su sembrado, y quedéme discurriendo cómopodían entenderse estas amistades tan hostiles y tanfunestas.

Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspi-caz como yo le imagino, que mi amigo Braulio estámuy lejos de pertenecer a lo que se llama gran mun-do y sociedad de buen tono; pero no es tampoco unhombre de la clase inferior, puesto que es un em-pleado de los de segundo orden, que reúne entre susueldo y su hacienda cuarenta mil reales de renta;que tiene una cintita atada al ojal y una crucecita a lasombra de la solapa; que es persona, en fin, cuyaclase, familia y comodidades de ninguna manera seoponen a que tuviese una educación más escogida ymodales más suaves e insinuantes. Mas la vanidad leha sorprendido por donde ha sorprendido casisiempre a toda o a la mayor parte de nuestra clasemedia, y a toda nuestra clase baja. Es tal su patrio-tismo, que dará todas las lindezas del extranjero por

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un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptartodas las responsabilidades de tan inconsideradocariño; de paso que defiende que no hay vinos co-mo los españoles, en lo cual bien puede tener razón,defiende que no hay educación como la española,en lo cual bien pudiera no tenerla; a trueque de de-fender que el cielo de Madrid es purísimo, defende-rá que nuestras manolas son las más encantadorasde todas las mujeres; es un hombre, en fin, que vivede exclusivas, a quien le sucede poco más o menoslo que a una parienta mía, que se muere por las jo-robas sólo porque tuvo un querido que llevaba unaexcrecencia bastante visible sobre entrambos omo-platos.

No hay que hablarle, pues, de estos usos socia-les, de estos respetos mutuos, de estas reticenciasurbanas, de esa delicadeza de trato que estableceentre los hombres una preciosa armonía, diciendosólo lo que debe agradar y callando siempre lo quepuede ofender. El se muere por plantarle una fresca allucero del alba, como suele decir, y cuando tiene unresentimiento, se le espeta a uno cara a cara. Comotiene trocados todos los frenos, dice de los cumpli-mientos que ya sabe lo que quiere decir cumplo ymiento; llama a la urbanidad hipocresía, y a la decen-

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cia monadas; a toda cosa buena le aplica un malapodo; el lenguaje de la finura es para él poco másque griego: cree que toda la crianza está reducida adecir Dios guarde a ustedes al entrar en una sala, y aña-dir con permiso de usted cada vez que se mueve; a pre-guntar a cada uno por toda su familia, y a despedirsede todo el mundo; cosas todas que así se guardará élde olvidarlas como de tener pacto con franceses. Enconclusión, hombres de estos que no saben levan-tarse para despedirse sino en corporación con algu-no o algunos otros, que han de dejar humildementedebajo de una mesa su sombrero, que llaman su ca-beza, y que cuando se hallan en sociedad por desgra-cia sin un socorrido bastón, darían cualquier cosapor no tener manos ni brazos, porque en realidadno saben dónde ponerlos, ni qué cosa se puede ha-cer con los brazos en una sociedad.

Llegaron las dos, y como yo conocía ya a miBraulio, no me pareció conveniente acicalarme de-masiado para ir a comer; estoy seguro de que se hu-biera picado: no quise, sin embargo, excusar un fracde color y un pañuelo blanco, cosa indispensable enun día de días [y] en semejantes casas; vestíme sobretodo lo más despacio que me fue posible, como sereconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que qui-

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siera tener cien pecados más cometidos que contarpara ganar tiempo; era citado a las dos y entré en lasala a las dos y media.

No quiero hablar de las infinitas visitas ceremo-niosas que antes de la hora de comer entraron y sa-lieron en aquella casa, entre las cuales no eran dedespreciar todos los empleados de su oficina, consus señoras y sus niños, y sus capas, y sus paraguas,y sus chanclos, sus perritos; dejóme en blanco losnecios cumplimientos que se dijeron al señor de losdías; no hablo del inmenso círculo con que guarne-cía la sala el concurso de tantas personas heterogé-neas, que hablaron de que el tiempo iba a mudas, yde que en invierno suele hacer más frío que en ve-rano. Vengamos al caso: dieron las cuatro y nos ha-llamos solos los convidados. Desgraciadamente paramí, el señor de X., que debía divertirnos tanto, granconocedor de esta clase de convites, había tenido lahabilidad de ponerse malo aquella mañana; el famo-so T. se hallaba oportunamente comprometido paraotro convite; y la señorita que tan bien había decantar y tocar estaba ronca, en tal disposición que seasombraba ella misma de que se la entendiese unasola palabra, y tenía un panadizo en un dedo.¡Cuántas esperanzas desvanecidas!

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-Supuesto que estamos los que hemos de co-mer- exclamó don Braulio-, vamos a la mesa, queri-da mía.

-Espera un momento- le contestó su esposa casial oído-. Con tanta visita yo he faltado algunos mo-mentos de allá dentro y...

-Bien, pero mira que son las cuatro.-Al instante comeremos.Las cinco eran cuando nos sentábamos a la me-

sa.-Señores- dijo el anfitrión al vernos titubear en

nuestras respectivas colocaciones-, exijo la mayorfranqueza; en mi casa no se usan cumplimientos.¡Ah, Fígaro!, quiero que estés con toda comodidad;eres poeta, y además estos señores, que sabennuestras íntimas relaciones, no se ofenderán si teprefiero; quítate el frac, no sea que le manches.

-¿Qué tengo de manchar?- le respondí, mor-diéndome los labios.

-No importa, te daré una chaqueta mía; sientoque no haya para todos.

-No hay necesidad.-¡Oh!, sí, sí, ¡mi chaqueta! Toma, mírala; un po-

co ancha te vendrá.-Pero, Braulio...

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-No hay remedio, no te andes con etiquetas.Y en esto me quita él mismo el frac, velis nolis, y

quedo sepultado en una cumplida chaqueta rayada,por la cual sólo asomaba los pies y la cabeza, y cu-yas mangas no me permitirían comer probable-mente. Díle las gracias: ¡al fin el hombre creíahacerme un obsequio!

Los días en que mi amigo no tiene convidadosse contenta con una mesa baja, poco más que ban-queta de zapatero, porque él y su mujer, como dice,¿para qué quieren más? Desde tal mesita, y como sesube el agua del pozo, hace subir la comida hasta laboca, adonde llega goteando después de una largatravesía; porque pensar que estas gentes han de te-ner una mesa regular, y estar cómodos todos losdías del año, es pensar en lo excusado. Ya se conci-be, pues, que la instalación de una gran mesa deconvite era un acontecimiento en aquella casa; asíque se había creído capaz de contener catorce per-sonas que éramos una mesa donde apenas podríancomer ocho cómodamente. Hubimos de sentarnosde medio lado como quien va a arrimar el hombro ala comida, y entablaron los codos de los convidadosíntimas relaciones entre sí con la más fraternal inte-ligencia del mundo. Colocáronme, por mucha dis-

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tinción, entre un niño de cinco años, encaramadoen unas almohadas que era preciso enderezar a cadamomento porque las ladeaba la natural turbulenciade mi joven adlátere, y entre uno de esos hombresque ocupan en el mundo el espacio y sitio de tres,cuya corpulencia por todos lados se salía de madrede la única silla en que se hallaba sentado, digá-moslo así, como en la punta de una aguja. Desdo-bláronse silenciosamente las servilletas, nuevas a laverdad, porque tampoco eran muebles en uso paratodos los días, y fueron izadas por todos aquellosbuenos señores a los ojales de sus fraques comocuerpos intermedios entre las salsas y las solapas.

-Ustedes harán penitencia, señores- exclamó elanfitrión una vez sentado-; pero hay que hacersecargo de que no estamos en Genieys- frase que cre-yó preciso decir. Necia afectación es ésta, si esmentira, dije yo para mí; y si verdad, gran torpezaconvidar a los amigos a hacer penitencia.

Desgraciadamente, no tardé mucho en conocerque había en aquella expresión más verdad de la quemi buen Braulio se figuraba. Interminables y de malgusto fueron los cumplimientos con que para dar yrecibir cada plato nos aburrimos unos a otros.

-Sírvase usted.

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-Hágame usted el favor.-De ninguna manera.-No lo recibiré.-Páselo usted a la señora.-Está bien ahí.-Perdone usted.-Gracias.-Sin etiqueta, señores- exclamó Braulio, y se

echó el primero con su propia cuchara.Sucedió a la sopa un cocido surtido de todas las

sabrosas impertinencias de este engorrosísimo, aun-que buen plato; cruza por aquí la carne; por allá laverdura; acá los garbanzos; allá el jamón; la gallinapor derecha; por medio el tocino; por izquierda losembuchados de Extremadura. Siguióle un plato deternera mechada, que Dios maldiga, y a éste otro yotros y otros; mitad traídos de la fonda, que estobasta para que excusemos hacer su elogio, mitadhechos en casa por la criada de todos los días, poruna vizcaína auxiliar tomada al intento para aquellafestividad y por el ama de la casa, que en semejantesocasiones debe estar en todo, y por consiguientesuele no estar en nada.

-Este plato hay que disimularle- decía ésta deunos pichones-; están un poco quemados.

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-Pero, mujer...-Hombre, me aparté un momento, y ya sabes lo

que son las criadas.-¡Qué lástima que este pavo no haya estado me-

dia hora más al fuego! Se puso algo tarde.-¿No les parece a ustedes que está algo ahuma-

do este estofado?-¿Qué quieres? Una no puede estar en todo.-¡Oh, está excelente!- exclamábamos todos de-

jándonoslo en el plato-. ¡Excelente!-Este pescado está pasado.-Pues en el despacho de la diligencia del fresco

dijeron que acababa de llegar. ¡El criado es tanbruto!

-¿De dónde se ha traído este vino?-En eso no tienes razón, porque es...-Es malísimo.Estos diálogos cortos iban exornados con una

infinidad de miradas furtivas del marido para adver-tirle continuamente a su mujer alguna negligencia,queriendo darnos a entender [a todos] entrambos ados, que estaban muy al corriente de todas las fór-mulas que en semejantes casos se reputan finura, yque todas las torpezas eran hijas de los criados, quenunca han de aprender a servir. Pero estas negligen-

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cias se repetían tan a menudo, servían tan poco yalas miradas, que le fue preciso al marido recurrir alos pellizcos y a los pisotones; y ya la señora, que aduras penas había podido hacerse superior hastaentonces a las persecuciones de su esposo, tenía lafaz encendida y los ojos llorosos.

-Señora, no se incomode usted por eso- le dijoel que a su lado tenía.

-¡Ah! les aseguro a ustedes que no vuelvo a ha-cer estas cosas en casa; ustedes no saben lo que esesto: otra vez, Braulio, iremos a la fonda y no ten-drás...

-Usted, señora mía, hará lo que...-¡Braulio! ¡Braulio!Una tormenta espantosa estaba a punto de esta-

llar; empero todos los convidados a porfía proba-mos a aplacar aquellas disputas, hijas del deseo dedar a entender la mayor delicadeza, para lo cual nofue poca parte la manía de Braulio y la expresiónconcluyente que dirigió de nuevo a la concurrenciaacerca de la inutilidad de los cumplimientos, que asíllamaba él a estar bien servido y al saber comer.¿Hay nada más ridículo que estas gentes que quierenpasar por finas en medio de la más crasa ignoranciade los usos sociales; que para obsequiarle le obligan

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a usted a comer y beber por fuerza, y no le dejanmedio de hacer su gusto? ¿Por qué habrá gentes quesólo quieren comer con alguna más limpieza los díasde días?

A todo esto, el niño que a mi izquierda tenía,hacía saltar las aceitunas a un plato de magras contomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, queno volvió a ver claro en todo el día; y el señor gordode mi derecha había tenido la precaución de ir de-jando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos delas suyas, y los de las aves que había roído; el convi-dado de enfrente, que se preciaba de trinchador, sehabía encargado de hacer la autopsia de un capón, osea gallo, que esto nunca se supo: fuese por la edadavanzada de la víctima, fuese por los ningunos co-nocimientos anatómicos del victimario, jamás pare-cieron las coyunturas. “Este capón no tienecoyunturas”, exclamaba, el infeliz sudando y force-jeando, más como quien cava que como quien trin-cha. ¡Cosa más rara! En una de las embestidasresbaló el tenedor sobre el animal como si tuvieraescama, y el capón, violentamente despedido, pare-ció querer tomar su vuelo como en sus tiempos másfelices, y se posó en el mantel tranquilamente comopudiera en un palo de un gallinero.

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El susto fue general y la alarma llegó a su colmocuando un surtidor de caldo, impulsado por el ani-mal furioso, saltó a inundar mi limpísima camisa:levántase rápidamente a este punto el trinchadorcon ánimo de cazar el ave prófuga, y al precipitarsesobre ella, una botella que tiene a la derecha, con laque tropieza su brazo, abandonando su posiciónperpendicular, derrama un abundante caño de Val-depeñas sobre el capón y el mantel; corre el vino,auméntase la algazara, llueve la sal sobre el vino pa-ra salvar el mantel; para salvar la mesa se ingiere pordebajo de él una servilleta, y una eminencia se le-vanta sobre el teatro de tantas ruinas. Una criadatoda azorada retira el capón en el plato de su salsa;al pasar sobre mí hace una pequeña inclinación, yuna lluvia maléfica de grasa desciende, como el ro-cío sobre los prados, a dejar eternas huellas en mipantalón color de perla; la angustia y el aturdimientode la criada no conocen término; retirase atolondra-da sin acertar con las excusas; al volverse tropiezacon el criado, que traía una docena de platos limpiosy una salvilla con las copas para los vinos generosos,y toda aquella máquina viene al suelo con el máshorroroso estruendo y confusión. “¡Por San Pe-dro!”, exclama dando una voz Braulio, difundida ya

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sobre sus facciones una palidez mortal, al paso quebrota fuego el rostro de su esposa. “Pero sigamos,señores, no ha sido nada”, añade volviendo en sí.

¡Oh honradas casas donde un modesto cocido yun principio final constituyen la felicidad diaria deuna familia, huid del tumulto de un convite de díade días! Sólo la costumbre de comer y servirse biendiariamente puede evitar semejantes destrozos.

¿Hay más desgracias? ¡Santo cielo! Sí, las hay pa-ra mí, ¡infeliz! Doña Juana, la de los dientes negros yamarillos, me alarga de su plato y con su propio te-nedor una fineza, que es indispensable aceptar ytragar; el niño se divierte en despedir a los ojos delos concurrentes los huesos disparados de las cere-zas; don Leandro me hace probar el manzanilla ex-quisito, que he rehusado, en su misma copa, queconserva las indelebles señales de sus labios gra-sientos; mi gordo fuma ya sin cesar y me hace ca-ñón de su chimenea; por fin, ¡oh última de lasdesgracias!, crece el alboroto y la conversación; ron-cas ya las voces, piden versos y décimas y no haymás poeta que Fígaro.

-Es preciso.-Tiene usted que decir algo- claman todos.

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-Désele pie forzado; que diga una copla a cadauno.

-Yo le daré el pie: A don Braulio en este día.-Señores, ¡por Dios!-No hay remedio.-En mi vida he improvisado.-No se haga usted el chiquito.-Me marcharé.-Cerrar la puerta.-No se sale de aquí sin decir algo.Y digo versos por fin y vomito disparates, y los

celebran, y crece la bulla y el humo y el infierno.A Dios gracias, logro escaparme de aquel nuevo

Pandemonio. Por fin, ya respiro el aire fresco y de-sembarazado de la calle; ya no hay necios, ya no haycastellanos viejos a mi alrededor.

¡Santo Dios, yo te doy gracias, exclamo respi-rando, como el ciervo que acaba de escaparse deuna docena de perros y que oye ya apenas sus ladri-dos; para de aquí en adelante no te pido riquezas,no te pido empleos, no honores; líbrame de losconvites caseros y de días de días; líbrame de estascasas en que es un convite un acontecimiento, enque sólo se pone la mesa decente para los convida-dos, en que creen hacer obsequios cuando dan

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mortificaciones, en que se hacen finezas, en que sedicen versos, en que hay niños, en que hay gordos,en que reina, en fin, la brutal franqueza de los caste-llanos viejos! Quiero que, si caigo de nuevo en ten-taciones semejantes, me falte un roastbeef,desaparezca del mundo el beefsteak, se anonaden lostimbales de macarrones, no haya pavos en Peri-gueux, ni pasteles en Perigord, se sequen los viñe-dos de Burdeos, y beban, en fin, todos menos yo ladeliciosa espuma del Champagne.

Concluida mi deprecación mental, corro a mihabitación a despojarme de mi camisa y de mi pan-talón, reflexionando en mi interior que no son unostodos los hombres, puesto que los de un mismopaís, acaso de un mismo entendimiento, no tienenlas mismas costumbres, ni la misma delicadeza,cuando ven las cosas de tan distinta manera. Vísto-me y vuelo a olvidar tan funesto día entre el cortonúmero de gentes que piensan, que viven sujetas alprovechoso yugo de una buena educación libre ydesembarazada, y que fingen acaso estimarse y res-petarse mutuamente para no incomodarse, al pasoque las otras hacen ostentación de incomodarse, y

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se ofenden, y se maltratan, queriéndose y estimán-dose tal vez verdaderamente.

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MI NOMBRE Y MIS PROPÓSITOS

FIG... Ennuyé de moi, degouté des autres... superieuraux événements; loué par ceux-ci, blamé par ceux-là; aidantau bon temps, 'supportant le mauvais; me moquant des sots,bravant les méchants… vous me voyer enfin…

LE COMTE. Qui t’a donné une philosophie aussigaie?

FIG... L’habitude du malheur; je me presse de rire detout, de peur d’être obligé d’en pleurer.

(BEAUMARCHAIS: Le Barbier de Seville. Acte pre-mier.)

Mucho tiempo hace que tenía yo vehementísi-mos deseos de escribir acerca de nuestro teatro; noprecisamente porque más que otros le entienda, si-no porque más que otros quisiera que llegasen to-dos a entenderle. Helo dejado siempre, porque

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dudaba las unas veces de que tuviésemos teatro, ylas otras de que tuviese yo habilidad: cosas ambas ados que creía necesarias para hablar de la una con laotra.

Otras dudillas tenía, además: la primera, si mequerrían oír; la segunda, si me querrían entender; latercera, si habría quien me agradeciese mi cristianaintención y el evidente riesgo en que claramente mepusiera de no gustar bastante a los unos y disgustara los otros más de lo preciso.

En esta no interrumpida lucha de afectos y deideas me hallaba, cuando uno de mis amigos (quealgún nombre le he de dar) me quiso convencer nosólo de que tenemos teatro, sino también de quetengo habilidad: más fácilmente hubiera creído loprimero que lo segundo, pero él me concluyó di-ciendo: que en lo de si tenemos teatro, yo era quienhabía de decírselo al público; y en lo de si tengo ha-bilidad para ello, que el público era quien me lo ha-bía de decir a mí. Acerca del miedo de que no mequieran oír, aseguróme muy seriamente que no seríayo el primero que hablase sin ser oído, y que comoen esto más se trataba de hablar que de escuchar,más preciso era yo que mi auditorio. Ridículo eshablar, me añadió, no habiendo quien oiga; pero

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todavía sería peor oír sin haber quien hable. Acercade si me querrían entender, me tranquilizó afirmán-dome que en los más no estaría el daño en que noquisiesen, sino en que no pudiesen. Y en lo del ries-go de gustar poco a unos, y disgustar mucho aotros: “¡Pardiez!- me dijo-, que os embarazáis encosas de poca monta. Si hubiesen cuantos escribende pararse en esas bicocas, no veríamos tantos auto-res que viven de fastidiar a sus lectores: a más dequedaros siempre el simple recurso de disgustar alos unos y a los otros, dejándolos a todos iguales; ysi os motejan de torpe, no os han de motejar de in-justo”.

Desvanecidas de esta manera mis dudas, quedá-bame aun que elegir un nombre muy desconocidoque no fuese el mío, por el cual supiese todo elmundo que era yo el que estos artículos escribía;porque esto de decir yo soy fulano, tiene el inconve-niente de ser claro, entenderlo todo el mundo y te-ner visos de pedante; y aunque uno lo sea, bueno es,y muy bueno, no parecerlo. Díjome el amigo quedebía de llamarle Fígaro, nombre a la par sonoro ysignificativo de mis mañas, porque aunque ni soybarbero ni de Sevilla, soy, como si lo fuera, charla-tán, enredador y curioso además, si los hay: sea esto

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dicho con permiso y sin perjuicio de la curiosidaddel señor Parlante, que es otra curiosidad. Me llamo,pues, Fígaro; suelo hallarme en todas partes, tirandosiempre de la manta y sacando a la luz del día de-fectillos leves de ignorantes y maliciosos; y por ha-ber dado en la gracia de ser ingenuo y decir a todotrance mi sentir, me llaman por todas partes mordazy satírico; todo porque no quiero imitar al vulgo delas gentes, que, o no dicen lo que piensan, o piensandemasiado lo que dicen.

Paréceme que por hoy habré hecho lo bastantesi me doy a conocer al público yo y mis intenciones.El teatro será uno de mis objetos principales, sinque por eso reconozca límites ni mojones determi-nados mi inocente malicia, y para que se vea que nosoy tan satírico como dan en suponerlo, mil peque-ñeces habrá que deje a un lado continuamente, yque muy de tarde en tarde haré entrar en la jurisdic-ción de mi crítica.

Con respecto, por ejemplo, a los actores, y so-bre todo a los nuevos que nos van dando conti-nuamente, y los cuales todos daría el público debuena gana por uno solo mediano, ya me guardaríayo muy bien de fundar sobre ellos una sola críticacontra nuestro ilustrado Ayuntamiento. Acaso rija

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en los teatros la idea de aquel famoso general, decuyo nombre no me acuerdo, si bien he de contar ellance que los actores, muchos, pero malos, me re-cuerdan.

Hallábase con su gente este general en su posi-ción, y recibió aviso de que se acercaba a más andarel enemigo.

-Mi general- le dijo su edecán-, ¡el enemigo!-¿El enemigo, eh?- preguntó el general-. Déjelo

usted que se acerque.-¡Señor, que ya se le ve!- dijo de allí a un rato el

edecán.-Cierto. ¡Ya se le ve!-Y ¿qué hacemos mi general?- añadió el edecán.-Mire usted- contestó el general como hombre

resuelto-, mande usted que le tiren un cañonazo;veremos como lo toma.

-¿Un cañonazo, mi general?- dijo el edecán-.Están muy lejos aun.

-No importa; un cañonazo he dicho- repuso elgeneral.

-Pero, señor- contestó el edecán despechado-,un cañonazo no alcanza.

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-¿No alcanza?- interrumpió furioso el generalcon tono de hombre que desata la dificultad-. ¿Noalcanza un cañonazo?

-No, señor, no alcanza- dijo con firmeza el ede-cán.

-Pues bien- concluyó Su Excelencia-, que tirendos.

Eso decimos por acá. Darle un actor malo alpúblico a ver cómo lo toma. ¿No alcanza, no gusta?Darle dos.

Menos diré, por consiguiente, que tanto losnuevos como los viejos creen que su oficio es oficiode memoria, y que puede asegurarse sin escrúpulode conciencia que los más dicen sus papeles, perono los hacen, porque acaso nuestros actores se lle-ven la idea de un loco que vivía en Madrid no hacemucho, solo en su cuarto y sin consentir comunica-ción con su familia. Movido de los ruegos de ésta,fuele a visitar un amigo, y en el desorden de sucuarto notó entre otras cosas que no debía de hacernunca su cama; tal estaba ella de mal parada.

-Pero ¿es posible, señor don Braulio- le dijo elamigo al loco-, es posible que ni ha de consentirusted que hagan su cama, ni la ha de hacer usted,ni...?

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-No, amigo, no; es mi sistema.-Pero ¿qué sistema?-Tengo razones.-¿Razones?-No, amigo- respondió el loco-, no haré mi ca-

ma, no la haré- y acercándosele al oído añadió conaire misterioso-: No la hagas y no la temas.

A este refrán se atienen sin duda nuestros cómi-cos cuando no hacen una comedia. “No hacemos lacomedia- dicen como el loco- porque no la hagas y nola temas.”

Pues tan comedido como con los teatros, he deser poco más o menos con todas las demás cosas.Ni pudiera ser de otra suerte: en política sobre todo,y en puntos que atañen al gobierno, ¿qué pudierahacer un periodista sino alabar? Como suelen decir,esto se hace sin gana, y si ya desde hoy no nos sol-tamos a encomiarlo todo de una vez, es porque so-mos como cierto sujeto de Úbeda, cuyo caso no hede callar, por vida mía, más que en cuentos y relatosme llame el lector pesado.

Había llamado el tal a un pintor, y mandádolehacer un cuadro de las once mil vírgenes, y el con-trato había sido darle un ducado por virgen, que porcierto no fue caro. Llevó el pintor el cuadro al cabo

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de cierto tiempo, pero era claro que ni cupieran on-ce mil cuerpos en un lienzo, ni había para qué po-nerlas todas: había, pues, imaginado el pintor deÚbeda figurar un templo de donde iban saliendo, yasí sólo podrían contarse alguna docena en primertérmino, dos o tres docenas en segundo, e infinidadde cabezas que de la puerta salían. Contó callanditoel aficionado a vírgenes las que alcanzaba a ver, ypreguntóle en seguida al artista cuánto valía el cua-dro conforme al contrato.

Respondióle aquel, que claro estaba; que oncemil ducados.

-¿Cómo puede ser eso?- le repuso el que habíade pagar-, ¡si aquí no cuento yo arriba de cien cabe-zas!

-¿No ve vuestra merced- contestó el pintor-,que las demás están en el templo y por eso no seven? Pero...

-¡Ah! Pues entonces- concluyó el aficionado-,tome vuestra merced por hoy esos cien ducados quecorresponden a las que han salido, y con respecto alas demás, yo se las iré pagando a vuestra mercedconforme vayan saliendo.

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Vaya, pues, haciendo nuestro ilustrado Gobier-no de las suyas, que conforme ellas vayan saliendo,nosotros se las iremos alabando.

Así que me iré muy a la mano en estas y en to-das las materias, y antes de pronunciar que hay unacosa reprensible, veré cómo y cuándo, y a quién lodigo, asegurando desde ahora que no sé qué ángelmalo me inspira esta maldita tentación de reformar,y que entro en esta obligación con la misma dispo-sición de ánimo que tiene el soldado que va a tomaruna batería.

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EL MUNDO TODO ES MÁSCARAS

TODO EL AÑO ES CARNAVAL(ARTÍCULO DEL BACHILLER)

¿Qué gente hay allá arriba, que andatal estrépito? ¿Son locos?

MORATÍN, Comedia nueva.

No hace muchas noches que me hallaba ence-rrado en mi cuarto, y entregado a profundas medi-taciones filosóficas, nacidas de la dificultad deescribir diariamente para el público. ¿Cómo con-tentar a los necios y a los discretos, a los cuerdos y alos locos, a los ignorantes y a los entendidos quehan de leerme, y sobre todo a los dichosos y a los

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desgraciados, que con tan distintos ojos suelen veruna misma cosa?

Animado con esta reflexión, cogí la pluma y yaiba a escribir nada menos que un elogio de todo loque veo a mi alrededor, el cual pensaba rematar concierto discurso encomiástico acerca de lo adelantadoque está el arte de la declamación en el país, paracontentar a todo el que se me pusiera por delante,que esto es lo que conviene en estos tiempos tanvalentones que corren; pero tropecé con el incon-veniente de que los hombres sensatos habían desospechar que el dicho elogio era burla, y esta refle-xión era más pesada que la anterior.

Al llegar aquí arrojé la pluma, despechado y de-cidido a consultar todavía con la almohada si en lostérminos de lo lícito me quedaba algo que hablar,para lo cual determiné verme con un amigo, aboga-do por más señas, lo que basta para que se infiera sidebe de ser hombre entendido, y que éste, regis-trando su Novísima y sus Partidas, me dijese para deaquí en adelante qué es lo que me está prohibido,pues en verdad que es mi mayor deseo ir con la co-rriente de las cosas sin andarme a buscar cotufas en elgolfo, ni el mal fuera de mi casa cuando dentro deella tengo el bien.

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En esto estaba ya para dormirme, a lo cual habíacontribuido no poco el esfuerzo que había hechopara componer mi elogio de modo que tuviera tra-zas de cosa formal; pero Dios no lo quiso así, o a loque yo tengo por más cierto, un amigo que me albo-rotó la casa, y que se introdujo en mi cuarto dandovoces en los términos siguientes, u otros semejan-tes:

-¡Vamos a las máscaras, Bachiller!- me gritó.-¿A las máscaras?-No hay remedio; tengo un coche a la puerta, ¡a

las máscaras! Iremos a algunas casas particulares, yconcluiremos la noche en uno de los grandes bailesde suscripción.

-Que te diviertas: yo me voy a acostar.-¡Qué despropósito! No lo imagines: precisa-

mente te traigo un dominó negro y una careta.-¡Adiós! Hasta mañana.-¿Adónde vas? Mira, mi querido Munguía, tengo

interés en que vengas conmigo; sin ti no voy, y per-deré la mejor ocasión del mundo...

-¿De veras?-Te lo juro.-En ese caso, vamos. ¡Paciencia! Te acompaña-

ré.

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De mala gana entré dentro de un amplio ropaje,bajé la escalera, y me dejé arrastrar al compás de lasexclamaciones de mi amigo, que no cesaba de gri-tarme:

-¡Cómo nos vamos a divertir! ¡Qué noche tandeliciosa hemos de pasar!

Era el coche alquilón; a ratos parecía que andá-bamos tanto atrás como adelante, a modo de quienpisa nieve; a ratos que estábamos columpiándonosen un mismo sitio; llegó por fin a ser tan completala ilusión, que temeroso yo de alguna pesada burlade carnaval, parecida al viaje de Don Quijote y San-cho en el Clavileño, abrí la ventanilla más de unavez, deseoso de investigar si después de media horade viaje estaríamos todavía a la puerta de mi casa, osi habríamos pasado ya la línea, como en la aventurade la barca del Ebro.

Ello parecerá increíble, pero llegamos, quedán-dome yo, sin embargo en la duda de si habría anda-do el coche hacia la casa o la casa hacia el coche;subimos la escalera, verdadera imagen de la primeraconfusión de los elementos: un Edipo, sacando elreloj y viendo la hora que era; una vestal, atándoseuna liga elástica y dejando a su criado los chanclos yel capote escocés para la salida; un romano coetá-

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neo de Catón dando órdenes a su cochero para en-contrar su landó dos horas después; un indio noconquistado todavía por Colón, con su papeleta im-presa en la mano y bajando de un birlocho; un Os-car acabando de fumar un cigarrillo de papel paraentrar en el baile; un moro santiguándose asombra-do al ver el gentío; cien dominós, en fin, subiendotodos los escalones sin que se sospechara que hu-biese dentro quien los moviese, y tapándose todoslas caras, sin saber los más para qué, y muchos sinser conocidos de nadie.

Después de un molesto reconocimiento del bi-llete y del sello y la rúbrica y la contraseña, entramosen una salita que no tenía más defecto que estar lasparedes demasiado cerca unas de otras; pero ello esmás preciso tener máscaras que sala donde colocar-las. Algún ciego alquilado para toda la noche, comola araña y la alfombra, y para descansarle un piano,tan piano que nadie lo consiguió oír jamás, eran lamúsica del baile, donde nadie bailó. Poníanse, sí, devez en cuando a modo de parejas la mitad de losconcurrentes, y dábanse con la mayor intuición deánimo sendos encontrones a derecha e izquierda, yaquello era bailar, si se nos permite esta expresión.

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Mi amigo no encontró lo que buscaba, y segúnyo llegué a presumir, consistió en que no buscabanada, que es precisamente lo mismo que a otrosmuchos les acontece.

Algunas madres, sí, buscaban a sus hijas, y algu-nos maridos a sus mujeres; pero ni una sola hijabuscaba a su madre, ni una sola mujer a su marido.

-Acaso- decían- se habrán quedado dormidasentre la confusión en alguna otra pieza...

-Es posible- decía yo para mí-, pero no es pro-bable.

Una máscara vino disparada hacia mí.-¿Eres tú?- me preguntó misteriosamente.-Yo soy- le respondí, seguro de no mentir.-Conocí el dominó; pero esta noche es imposi-

ble: Paquita está ahí, mas el marido se ha empeñadoen venir; no sabemos por dónde diantres ha encon-trado billetes.

-¡Lástima grande!-¡Mira tú qué ocasión! Te hemos visto, y no

atreviéndose a hablarte ella misma, me envía paradecirte que mañana sin falta os veréis en la Sartén...Dominó encarnado y lazos blancos.

-Bien.-¿Estás?

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-No faltaré.-¿Y tu mujer, hombre?- le decía a un ente rarí-

simo que se había vestido todo de cuernecitos deabundancia, un dominó negro que llevaba otro igualdel brazo.

-Durmiendo estará ahora; por más que he he-cho, no he podido decidirla a que venga; no hayotra más enemiga de diversiones.

-Así descansas tú en su virtud: ¿piensas estaraquí toda la noche?

-No, hasta las cuatro.-Haces bien.En esto se había alejado el de los cuernecillos, y

entreoí estas palabras:-Nada ha sospechado.-¿Cómo era posible? Si salí una hora después

que él...-¿A las cuatro ha dicho?-Sí.-Tenemos tiempo. ¿Estás segura de la criada?-No hay cuidado alguno, porque...Una oleada cortó el hilo de mi curiosidad; las

demás palabras del diálogo se confundieron con lasrepetidas voces de: ¿Me conoces? Te conozco, etcétera.

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¿Pues no parecía estrella mía haber traído estanoche un dominó igual al de todos los amantes, másfeliz por cierto que Quevedo, que se parecía de no-che a cuantos esperaban para pegarlos?

-¡Chis! ¡Chis! Por fin te encontré- me dijo otramáscara esbelta asiéndome del brazo, y con su voztierna y agitada por la esperanza satisfecha-. ¿Hacemucho que me buscabas?

-No por cierto, porque no esperaba encontrarte.-¡Ay! ¡Cuánto me has hecho pasar desde antes

de anoche! No he visto hombre más torpe; yo tuveque componerlo todo, y la fortuna fue haber con-venido antes en no darnos nuestros nombres, niaun por escrito. Si no...

-¿Pues qué hubo?-¿Qué había de haber? El que venía conmigo

era Carlos mismo.-¿Que dices?-Al ver que me alargabas el papel, tuve que ha-

cerme la desentendida y dejarlo caer, pero él le vio yle cogió. ¡Qué angustias!

-¿Y cómo saliste del paso?-Al momento me ocurrió una idea. ¿Qué papel

es ése?, le dije. Vamos a verle; será de algún enamo-rado: se lo arrebato, veo que empieza querida Anita;

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cuando no vi mi nombre, respiré; empecé a echarloa broma. ¿Quién será el desesperado?, le decía rién-dome a carcajadas; veamos. Y él mismo leyó el bi-llete, donde me decías que esta noche nos veríamosaquí, si podía venir sola. ¡Si vieras cómo se reía!

-¡Cierto que fue gracioso!-Sí pero, por Dios, don Juan, de éstas, pocas.Acompañé largo rato a mi amante desconocida,

siguiendo la broma lo mejor que pude... El lectorcomprenderá fácilmente que bendije las máscaras, ysobre todo el talismán de mi impagable dominó.

Salimos por fin de aquella casa, y no pude me-nos de soltar la carcajada al oír a una máscara que ami lado bajaba:

-¡Pesia a mí- le decía a otro-; no ha venido; todala noche he seguido a otra creyendo que era ella,hasta que se ha quitado la careta! ¡La vieja más feade Madrid! No ha venido; en mi vida pasé rato másamargo. ¿Quién sabe si el papel de la otra noche lohabrá echado todo a perder? Si don Carlos lo co-gió...

-Hombre, no tengas cuidado.-¡Paciencia! Mañana será otro día. Yo con ese

temor me he guardado muy bien de traer el dominócuyas señas le daba en la carta.

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-Hiciste bien.-Perfectísimamente- repetí yo para mí, y salíme

riendo de los azares de la vida.Bajamos atropellando un rimero de criados y

capas tendidos aquí y allí por la escalera. La nocheno dejó de tener tampoco algún contratiempo paramí. Yo me había llevado la querida de otro; en justacompensación otro se había llevado mi capa, quedebía parecerse a la suya, como se parecía mi domi-nó al del desventurado querido. “Ya estás vengado-exclamé-, oh burlado mancebo.” Felizmente yo, alentregarla en la puerta, había tenido la previsión dedespedirme de ella tiernamente para toda mi vida.¡Oh previsión oportuna! Ciertamente que no nosvolveremos a encontrar mi capa y yo en este mundoperecedero; había salido ya de la casa, había andadolargo trecho, y aun volvía la cabeza de rato en ratohacia sus altas paredes, como Héctor al dejar a suAndrómaca, diciendo para mí: “Allí quedó, allí dejé,allí la vi por última vez”.

Otras casas recorrimos, en todas el mismo cua-dro: en ninguna nos admiró encontrar intrigas amo-rosas, madres burladas, chasqueados esposos osolícitos amantes. No soy de aquellos que echan demenos la acción en una buena cantatriz, o alaban la

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voz de un mal comediante, y por tanto no voy abuscar virtudes a las máscaras. Pero nunca llegué acomprender el afán que por asistir al baile habíamanifestado tantos días seguidos don Cleto, quehizo toda la noche de una silla cama y del estruendoarrullo; no entiendo todavía a don Jorge cuandodice que estuvo en la función, habiéndole visto des-de que entró hasta que salió en derredor de una me-sa en un verdadero ecarté. Toda la diferencia estabaen él, con respecto a las demás noches, en ganar operder vestido de mamarracho. Ni me sé explicar deuna manera satisfactoria la razón en que se fundanpara creer ellos mismos que se divierten un enjam-bre de máscaras que vi buscando siempre, y no en-contrando jamás, sin hallar a quien embromar niquien los embrome, que no bailan, que no hablan,que vagan errantes de sala en sala, como si de todasles echaran, imitando el vuelo de la mosca, que pa-rece no tener nunca objeto determinado. ¿Es porventura un apetito desordenado de hallarse dondese hallan todos, hijo de la pueril vanidad del hom-bre? ¿Es por aturdirse a sí mismos y creerse felicespor espacio de una noche entera? ¿Es por dar a en-tender que también tienen un interés y una intriga?Algo nos inclinamos a creer lo último, cuando ob-

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servamos que los más de éstos os dicen, si los ha-béis conocido: “¡Chitón! ¡Por Dios! No digáis nadaa nadie”. Seguidlos, y os convenceréis de que notienen motivos ni para descubrirse ni para taparse.Andan, sudan gastan, salen quebrantados del baile...nunca empero se les olvida salir los últimos, y deciral despedirse:

-¿Mañana es el baile en Solís? Pues hasta maña-na.

-¿Pasado mañana es en San Bernardino? ¡Diezonzas diera por un billete!

Ya que sin respeto a mis lectores me he metidoen estas reflexiones filosóficas, no dejaré pasar ensilencio antes de concluirlas la más principal que meocurría. ¿Qué mejor careta ha menester don Braulioque su hipocresía? Pasa en el mundo por un santo,oye misa todos los días, y reza sus devociones; amerced de esta máscara que tiene constantementeadoptada, mirad cómo engaña, cómo intriga, cómomurmura, cómo roba... ¡Qué empeño de no parecerJulianita lo que es! ¿Para eso sólo se pone un rostrode cartón sobre el suyo? ¿Teme que sus faccionesdelaten su alma? Viva tranquila; tampoco ha me-nester careta. ¿Veis su cara angelical? ¡Qué suavidad!¡Qué atractivo! ¡Cuán fácil trato debe de tener! No

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puede abrigar vicio alguno. Miradla por dentro, ob-servadores de superficies: no hay día que no engañea un nuevo pretendiente; veleidosa, infiel, perjura,desvanecida, envidiosa, áspera con los suyos, insu-frible y altanera con su esposo: ésa es la hermosuraperfecta, cuya cara os engaña más que su careta.¿Veis aquel hombre tan amable y tan cortés, tancomedido con las damas en sociedad? ¡Qué defe-rencia! ¡Qué previsión! ¡Cuán sumiso debe ser! Nole escojas sólo por eso para esposo, encantadoraAmelia; es un tirano grosero de la que le entrega sucorazón. Su cara es también más pérfida que su ca-reta; por ésta no estás expuesta a equivocarte, por-que nada juzgas por ella; ¡pero la otra...! Imperfectadiscípula de Lavater, crees que debe ser tu clave, ysólo puede ser un pérfido guía, que te entrega a tuenemigo.

Bien presumirá el lector que al hacer estas meta-físicas indagaciones, algún pesar muy grande debíaafligirme, pues nunca está el hombre más filósofoque en sus malos ratos: el que no tiene fortuna seencasqueta su filosofía, como un falto de pelo subisoñé; la filosofía es, efectivamente, para el desdi-chado, lo que la peluca para el calvo; de ambas ma-neras se les figura a entrambos que ocultan a los

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ojos de los demás la inmensa laguna que dejó enellos por llenar la naturaleza madrastra.

Así era; un pesar me afligía. Habíamos entradoya en uno de los principales bailes de esta corte; elcontinuo traspirar, el estar en pie la noche entera, lahora avanzada y el mucho cavilar, habían debilitadomis fuerzas en tales términos, que el hambre era a lasazón mi maestro de filosofía. Así de mi amigo, y decomún acuerdo nos decidimos a cenar lo más es-pléndidamente posible. ¡Funesto error!

Así se refugiaban máscaras a aquel estrecho lo-cal, y se apiñaban y empujaban unas a otras, como sifuera de la puerta las esperase el más inminente pe-ligro. Iban y venían los mozos aprovechando clarosy describiendo sinuosidades, como el arroyo que vabuscando para correr entre las breñas las rendijas yagujeros de las piedras. Era tarde ya; apenas habíaun plato de que disponer; pedimos, sin embargo, delo que había, y nos trajeron varios restos de manja-res que alguno que había cenado antes que nosotroshabía tenido la previsión de dejar sobrantes. Hicimossemblante de comer, según decían nuestros antepasa-dos, y como dicen ahora nuestros vecinos, y paga-mos como si hubiéramos comido. Esta ha sido la

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primera vez en mi vida, salí diciendo, que me hacostado dinero un rato de hambre.

Entrámonos de nuevo en el salón de baile, ycansado ya de observar y de oír sandeces, pruebairrefragable de lo reducido que es el número dehombres dotados por el cielo con travesura y ta-lento, toda mi ambición se limitó a conquistar conlos codos y los pies un rincón donde ceder algunosminutos a la fatiga. Allí me recosté, púseme la caretapara poder dormir sin excitar la envidia de nadie, ycolumpiándose mi imaginación entre mil ideasopuestas, hijas de la confusión de sensaciones en-contradas de un baile de máscaras, me dormí, masno tan tranquilamente como lo hubiera yo deseado.

Los fisiólogos saben mejor que nadie, según di-cen, que el sueño y el ayuno, prolongado sobre to-do, predisponen la imaginación débil y acalorada delhombre a las visiones nocturnas y aéreas, que vie-nen a tomar en nuestra irritable fantasía formascorpóreas cuando están nuestros párpados aletarga-dos por Morfeo. Más de cuatro que han pasado eneste bajo suelo por haber visto realmente lo querealmente no existe, han debido al sueño y al ayunosus estupendas apariciones. Esto es precisamente loque a mí me aconteció, porque al fin, según expre-

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sión de Terencio, homo sum et nihil humani a me alie-num puto. No bien había cedido al cansancio, cuandoimaginé hallarme en una profunda oscuridad; reina-ba el silencio en torno mío; poco a poco una luzfosfórica fue abriéndose paso lentamente por entrelas tinieblas, y una redoma mágica se me fue acer-cando misteriosamente por sí sola, como un lumi-noso meteoro. Saltó un tapón con que veníaherméticamente cerrada, un torrente de luz se esca-pó de su cuello destapado, y todo volvió a quedaren la oscuridad. Entonces sentí una mano fría comoel mármol que se encontró con la mía; un sudoryerto me cubrió; sentí el crujir de la ropa de unafantasma bulliciosa que ligeramente se movía a milado, y una voz semejante a un leve soplo me dijocon acentos que no tienen entre los hombres signosrepresentativos: Abre los ojos, Bachiller; si te inspiro con-fianza, sígueme; el aliento me faltó, flaquearon misrodillas; pero la fantasma despidió de sí un pequeñoresplandor, semejante al que produce un fumadoren una escalera tenebrosa aspirando el humo de sucigarro, y a su escasa luz reconocí brevemente aAsmodeo, héroe del Diablo Cojuelo.

-Te conozco- me dijo-, no temas; vienes a ob-servar el carnaval en un baile de máscaras. ¡Necio!,

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ven conmigo; do quiera hallarás máscaras, do quieracarnaval, sin esperar al segundo mes del año.

Arrebatóme entonces insensible y rápidamente,no sé si sobre algún dragón alado, o vara mágica, ocualquier otro bagaje de esta especie. Ello fue quealzarme del sitio que ocupaba y encontrarnos sus-pendidos en la atmósfera sobre Madrid, como eláguila que se columpia en el aire buscando con vistapenetrante su temerosa presa, fue obra de un ins-tante. Entonces vi al través de los tejados como pu-diera al través del vidrio de un excelente anteojo delarga vista.

-Mira- me dijo mi extraño cicerone-. ¿Qué ves enesa casa?

-Un joven de sesenta años disponiéndose aasistir a una suaré; pantorrillas postizas, porque va decalzón; un frac diplomático; todas las manerasafectadas de un seductor de veinte años; una per-suasión, sobre todo, indestructible de que su figurahace conquistas todavía...

-¿Y allí?-Una mujer de cincuenta años.-Obsérvala; se tiñe los blancos cabellos.-¿Qué es aquello?

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-Una caja de dientes; a la izquierda una pastillade color; a la derecha un polisón.

-¡Cómo se ciñe el corsé! Va a exhalar el últimoaliento.

-Repara su gesticulación de coqueta.-¡Ente execrable! ¡Horrible desnudez!-Más de una ha deslumbrado tus ojos en algún

sarao, que debieras haber visto en ese estado paraahorrarte algunas locuras.

-¿Quién es aquel más allá?-Un hombre que pasa entre vosotros los hom-

bres por sensato; todos le consultan: es un célebreabogado; la librería que tiene al lado es el disfrazcon que os engaña. Acaba de asegurar a un litigantecon sus libros en la mano que su pleito es imperdi-ble; el litigante ha salido; mira cómo cierra los librosen cuanto salió, como tú arrojarás la careta en lle-gando a tu casa. ¿Ves su sonrisa maligna? Parecedecir: venid aquí, necios; dadme vuestro oro; yo osdaré papeles, yo os haré frases. Mañana seré juez;seré el intérprete de Temis. ¿No te parece ver al lo-co de Cervantes, que se creía Neptuno? Observamás abajo: un moribundo; ¿oyes cómo se arrepientede sus pecados? Si vuelve a la vida tornará a las an-dadas. A su cabecera tiene a un hombre bien vesti-

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do, un bastón en una mano, una receta en la otra: Ola tomas, o te pego. Aquí tienes la salud, parece decirle, yosano los males, yo los conozco; observa con qué seriedadlo dice; parece que lo cree él mismo; parece perdo-narle la vida que se le escapa ya al infeliz. No haycuidado, sale diciendo; ya sube en su bombé; ¿oyes elchasquido del látigo?

-Sí.-Pues oye también el último ay del moribundo,

que va a la eternidad, mientras que el doctor corre aembromar a otro con su disfraz de sabio. Ven a eseotro barrio.

-¿Qué es eso?-Un duelo. ¿Ves esas caras tan compungidas?-Sí.-Míralas con este anteojo.-¡Cielos! La alegría rebosa dentro, y cuenta los

días que el decoro le podrá impedir salir al exterior.-Mira una boda; con qué buena fe se prometen

los novios eterna constancia y fidelidad.

***

-¿Quién es aquel?

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-Un militar; observa cómo se paga de aquel oroque adorna su casaca. ¡Qué de trapitos de colores secuelga de los ojales! ¡Qué vano se presenta! Yo séganar batallas, parece que va diciendo.

-¿Y no es cierto? Ha ganado la de ***.-¡Insensato! Esa no la ganó él, sino que la perdió

el enemigo.-Pero-No es lo mismo.-¿Y la otra de ***?-La casualidad... Se está vistiendo de grande uni-

forme, es decir, disfrazando; con ese disfraz todos ledan V. E.; él y los que así le ven, creen que ya no esun hombre como todos.

***

-Ya lo ves; en todas partes hay máscaras todo elaño; aquel mismo amigo que te quiere hacer creerque lo es, la esposa que dice que te ama, la queridaque te repite que te adora, ¿no te están embroman-do toda la vida? ¿A qué, pues, esa prisa de buscarbilletes? Sal a la calle y verás las máscaras de balde.Sólo te quiero enseñar, antes de volverte a llevardonde te he encontrado- concluyó Asmodeo-, una

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casa donde dicen especialmente que no las hay esteaño. Quiero desencantarte.

Al decir esto pasábamos por el teatro.-Mira allí- me dijo- a un autor de comedia. Dice

que es un gran poeta. Está muy persuadido de queha escrito los sentimientos de Orestes y de Nerón yde Otelo... ¡Infeliz! ¿Pero qué mucho? Un inmensoconcurso se lo cree también. ¡Ya se ve! Ni unos niotros han conocido a aquellos señores. Repara yríete a tu salvo. ¿Ves aquellos grandes palos pinta-dos, aquellos lienzos corredizos? Dicen que aquelloes el campo, y casas, y habitaciones, ¡y qué más séyo! ¿Ves aquel que sale ahora? Aquel dice que es elgrande sacerdote de los griegos, y aquel otro Edipo,¿los conoces tú?

-Sí; por más señas que esta mañana los vi en mi-sa.

-Pues míralos; ahora se desnudan, y el gran sa-cerdote, y Edipo, y Yocasta, y el pueblo tebano en-tero, se van a cenar sin más acompañamiento, ydejándose a su patria entre bastidores, algún carneroverde, o si quieres un excelente beefsteak hecho encasa de Genyeis. ¿Quieres oír a Semíramis?

-¿Estás loco, Asmodeo? ¿A Semíramis?

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-Sí; mírala; es una excelente conocedora de lamúsica de Rossini. ¿Oíste qué bien cantó aquel ada-gio? Pues es la viuda de Nino; ya expira; a imitacióndel cisne, canta y muere.

Al llegar aquí estábamos ya en el baile de másca-ras; sentí un golpe ligero en una de mis mejillas.¡Asmodeo!, grité. Profunda oscuridad; silencio denuevo en torno mío. ¡Asmodeo!, quise gritar de nue-vo; despiértame empero el esfuerzo. Llena aun mifantasía de mi nocturno viaje, abro los ojos, y todoslos trajes apiñados, todos los países merodean enbreve espacio; un chino, un marinero, un abate, unindio, un ruso, un griego, un romano, un escocés...¡Cielos! ¿Qué es esto? ¿Ha sonado ya la trompetafinal? ¿Se han congregado ya los hombres de todaslas épocas y de todas las zonas de la tierra, a la vozdel Omnipotente, en el valle de Josafat...? Poco apoco vuelvo en mí, y asustando a un turco y unamonja entre quienes estoy, exclamo con toda la filo-sofía de un hombre que no ha cenado, e imitandolas expresiones de Asmodeo, que aun suenan en misoídos: El mundo todo es máscaras: todo el año es carnaval.

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CONCLUSIÓN

No tratamos de inculpar en modo alguno porlos cuadros que vamos a describir al justo Gobiernoque tenemos: no hay nación tan bien gobernadadonde no tengan entrada más o menos abusos,donde el gobierno más enérgico no pueda ser sor-prendido por las arterías y manejos de los subalter-nos. Contraria del todo es nuestra idea.Precisamente ahora que vemos a la cabeza de nues-tro Gobierno una Reina que, de acuerdo con su au-gusto esposo, nos conduce rápidamente de mejoraen mejora, nosotros, deseosos de cooperar por to-dos términos, como buenos y sumisos vasallos, asus benéficas intenciones, nos atrevemos a apuntaren nuestras habladurías aquellos abusos que desgra-ciadamente, y por la esencia de las cosas, han sidosiempre en todas partes harto frecuentes, creyendo

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que cuando la autoridad protege abiertamente lavirtud y el orden, nunca se la podrá desagradar le-vantando la voz contra el vicio y el desorden, y mu-cho menos si se hacen las críticas generales,embozadas con la chanza y la ironía sin aplicacionesde ninguna especie, y en un folleto que más tiende aexcitar en su lectura alguna ligera sonrisa que a go-bernar el mundo. Protestamos contra toda alusión,toda aplicación personal, como en nuestros núme-ros anteriores. Sólo hacemos pinturas de costum-bres, no retratos.

Trece números y diez meses va a hacer que,acosados del enemigo malo que nos inducía a ha-blar, dimos principio a nuestras habladurías.

-¿Qué? ¿No queda más que hablar?- nos dirán.Mucho nos falta, efectivamente, que decir, pero

acabamos de entrar en cuentas con nosotros mis-mos, y hecha abstracción de lo que no se debe, delo que no se quiere, o de lo que no se puede decir,que para nosotros es lo más, podemos asegurar anuestros lectores que dejamos puesto humildementea quien quiera iluminar la parte del cuadro de nues-tro pobre pincel ha dejado oscura. Confesamos queal acometer tan arriesgada empresa no conocíamosla cara al miedo; pero en el día no nos queremos

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salvar, si no es cierto que temblamos de pies a cabe-za al sentar la pluma en el papel. En unos tiemposen que la irritabilidad de nuestras modernas cos-tumbres exige que tengamos a la vez en la mismamano la espada y la pluma, para convencer a esto-cadas al que no pueden convencer razones; en unostiempos en que es preciso matar en duelo a los ne-cios, uno a uno, no nos sentimos con fuerza paratan larga tarea; mate, pues, moros quien quisiere, que a míno me han hecho mal.

Considere además el juicioso lector que, contratodo nuestro gusto, hemos echado diez meses enverter media docena de ideas, que acaso en horashabíamos concebido, y todo para decirlas, a fuerzade lagunas y paliativos, de la ridícula y única maneraque las pudieran oír los mismos que no quieren en-tenderlas. Desconfiados ya en un principio denuestras flacas fuerzas, nunca nos propusimos tra-zar un plan mucho más extendido... ¿Cómo no he-mos de exclamar arrojando la pluma: “No servimospara escribir aquí; nuestras ideas están en contradic-ción con las buenas o con las del mayor número”?¿Cómo pudiera no pesarnos con verdadera atriciónde haber contado ligeramente con la buena volun-tad de los amigos de la verdad, que realmente no

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debe de tener muchos entre nosotros? Ya en otraparte dijimos que donde quiera que volvemos lospasos, encontramos una pared insuperable, paredque fuera locura pretender derribar. Pongámosle, alcontrario, como cada uno un ladrillito más connuestras propias manos; vivamos entre nuestrascuatro paredes, sin disputar vanamente si nos ha desorprender la muerte como a los carneros de Casti,asados o cocidos; y si del otro lado imaginan algu-nos que está la felicidad, que nosotros no vemos enel mundo por ninguna parte, Dios se la tenga mu-chos años por allá, y se la dé a quien más le conven-ga, pues ya está visto que a nosotros, pobrecitoshabladores, no nos debe en manera alguna de con-venir.

Una duda ofensiva nos queda por desvanecer;ésta es una aclaración que nos pesará más que todono poder hacer. Habrán creído muchos tal vez queun orgullo mal entendido, o una pasión inoportunay dislocada de extranjerismo, ha hecho nacer en no-sotros una propensión a maldecir de nuestras cosas.Lejos de nosotros intención tan poco patriótica;esta duda sólo puede tener cabida en aquellos paisa-nos nuestros que, haciéndose peligrosa ilusión, tra-tan de persuadirse a sí mismos que marchamos al

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frente o al nivel, a lo menos, de la civilización delmundo; para los que tal crean no escribimos, por-que tanto valiera hablar a sordos: para los españoles,empero, juiciosos, para quienes hemos escrito mal obien nuestras páginas; para aquellos que, como no-sotros, creen que los españoles son capaces de hacerlo que hacen los demás hombres; para los que pien-san que el hombre es sólo lo que de él hacen la edu-cación y el gobierno; para los que pueden probarsea sí mismos esta eterna verdad con sólo considerarque las naciones que antiguamente eran hordas debárbaros son en el día las que capitanean los progre-sos del mundo; para los que no olvidan que lasciencias, las artes y hasta las virtudes han pasado deloriente al occidente, del mediodía al norte, en unacontinua alternativa, lo cual prueba que el cielo noha monopolizado en favor de ningún pueblo lapretendida felicidad y preponderancia tras que to-dos corremos; para éstos, pues, que están segurosde que nuestro bienestar y nuestra representaciónpolítica no ha de depender de ningún talismán ce-leste, sino que ha de nacer, si nace algún día, de tejasabajo, y de nosotros mismos; para éstos haremosuna reflexión que nos justificará plenamente a susojos de nuestras continuas detracciones, reflexión

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que podrá ser la clave de nuestras habladurías y laverdadera profesión de fe de nuestro bien entendi-do patriotismo. Los aduladores de los pueblos hansido siempre, como los aduladores de los grandes,sus más perjudiciales enemigos; ellos les han puestouna espesa venda en los ojos, y para usufructuar suflaqueza les han dicho: Lo sois todo. De esta torpeadulación ha nacido el loco orgullo que a muchosde nuestros compatriotas hace creer que nada te-nemos que adelantar, ningún esfuerzo que emplear,ninguna envidia que tener. Ahora preguntamos alque de buena fe nos quiera responder: ¿Quién esmejor español? ¿El hipócrita que grita: “Todo losois; no deis un paso para ganar el premio de la ca-rrera, porque vais delante”; o el que sinceramentedice a sus compatriotas: “Aun os queda que andar;la meta está lejos; caminad más aprisa, si queréis serlos primeros”? Aquel les impide marchar hacia elbien, persuadiéndoles de que le tienen; el segundomueve el único resorte capaz de hacerlos llegar a éltarde o temprano. ¿Quién, pues, de entrambos de-sea más su felicidad? El último es el verdadero es-pañol, el último el único que camina en el sentidode nuestro buen gobierno. Y cuando una mano po-derosa y benéfica de quien sabe mejor que los adu-

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ladores de las naciones lo que nos falta que andar,nos anima señalándonos gloriosos ejemplos, cuandouna Reina ilustre y un Monarca bien intencionadotratan los primeros de llevarnos a la posible perfec-ción, retardada, acaso, no por culpa de sus excelsosantecesores, sino tal vez por la sucesión de revolu-ciones desgraciadas que han afligido siempre nues-tro país, en esta ocasión, ¿no se nos permitirátampoco proclamar esta luminosa verdad, que unespañol fiel vierte en cooperación de los altos finesde sus Reyes? ¿No se nos permitirá tampoco rendireste postrer homenaje a la verdad? Esta era la últimareflexión que nos quedaba que hacer; el deseo decontribuir al bien de nuestra patria nos ha movido adecir verdades amargas; si nuestras pocas fuerzas, silas dificultades que en nuestra marcha hemos en-contrado, si las circunstancias, en fin, hubiesen im-pedido resultados correspondientes a nuestrasesperanzas, sírvenos al menos de consuelo y de re-compensa la propia satisfacción que nos inspiranuestro objeto. ¿No se nos permitirá tampoco decira la faz de nuestros lectores: Esta fue nuestra intención?¿Qué riesgo podrá haber para nadie en decir en altasvoces que deseamos lo bueno, y que por eso criti-camos lo malo?

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Después de este exordio, en que hemos dado laclave de nuestro Hablador, después de haber mani-festado harto claramente que si números enteroshan sido dedicados a objetos de poca importancia,no ha sido porque fuese tal nuestra intención, sinopor la naturaleza de las cosas que nos rodean, ter-minemos nuestra colección como podamos; y sihubiere lector que no pareciese muy satisfecho denuestras divagaciones, o de la futilidad tal vez de lasmaterias que tratemos, le rogamos que vuelva a leerel exordio que antecede para que no culpe a quiende buena gana le siguiera divirtiendo más a su pla-cer, y recuerde que sólo el deseo de cumplir la pala-bra que al público tenemos dada de llenarle catorcenúmeros, nos pone hoy nuevamente la pluma en lamano.

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EN ESTE PAÍS

Hay en el lenguaje vulgar frases afortunadas quenacen en buena hora y que se derraman por todauna nación, así como se propagan hasta los térmi-nos de un estanque las ondas producidas por la caí-da de una piedra en medio del agua. Muchas de estegénero pudiéramos citar, en el vocabulario políticosobre todo; de esta clase son aquellas que, halagan-do las pasiones de los partidos, han resonado tanfunestamente en nuestros oídos en los años que vanpasados de este siglo, tan fecundo en mutaciones deescena y en cambio de decoraciones. Cae una pala-bra de los labios de un perorador en un pequeñocírculo, y un gran pueblo, ansioso de palabras, larecoge, la pasa de boca en boca, y con la rapidez delgolpe eléctrico un crecido número de máquinas vi-vientes la repite y la consagra, las más veces sin en-

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tenderla, y siempre sin calcular que una palabra solaes a veces palanca suficiente a levantar la muche-dumbre, inflamar los ánimos y causar en las cosasuna revolución.

Estas voces favoritas han solido siempre desa-parecer con las circunstancias que las produjeran. Sudestino es, efectivamente, como sonido vago queson, perderse en la lontananza, conforme se apartande la causa que las hizo nacer. Una frase, empero,sobrevive siempre entre nosotros, cuya existencia estanto más difícil de concebir cuanto que no es de lanaturaleza de esas de que acabamos de hablar; éstassirven en las revoluciones a lisonjear a los partidos ya humillar a los caídos, objeto que se entiende per-fectamente, una vez conocida la generosa condicióndel hombre; pero la frase que forma el objeto deeste artículo se perpetúa entre nosotros, siendo sóloun funesto padrón de ignominia para los que laoyen y para los mismos que la dicen; así la repitenlos vencidos como los vencedores, los que no pue-den como los que no quieren extirparla; los propios,en fin, como los extraños.

En este país... Esta es la frase que todos repeti-mos a porfía, frase que sirve de clave para toda clasede explicaciones, cualquiera que sea la cosa que a

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nuestros ojos choque en mal sentido. ¿Qué quiereusted?, decimos, ¡en este país! Cualquier aconteci-miento desagradable que nos suceda, creemos expli-carle perfectamente con la frasecilla: ¡Cosas de estepaís! que con vanidad pronunciamos y sin pudoralguno repetimos.

¿Nace esta frase de un atraso reconocido en to-da la nación? No creo que pueda ser éste su origen,porque sólo puede conocer la carencia de una cosael que la misma cosa conoce: de donde se infiereque si todos los individuos de un pueblo conociesensu atraso, no estarían realmente atrasados. ¿Es lapereza de imaginación o de raciocinio, que nos im-pide investigar la verdadera razón de cuanto nossucede, y que se goza en tener una muletilla siemprea mano con que responderse a sus propios argu-mentos, haciéndose cada uno la ilusión de no creer-se cómplice de un mal, cuya responsabilidaddescarga sobre el estado del país en general? Estoparece más ingenioso que cierto.

Creo entrever la causa verdadera de esta humi-llante expresión. Cuando se halla un país en aquelcrítico momento en que se acerca a una transición, yen que, saliendo de las tinieblas, comienza a brillar asus ojos un ligero resplandor, no conoce todavía el

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bien, empero ya conoce el mal, de donde pretendesalir para probar cualquier otra cosa que no sea loque hasta entonces ha tenido. Sucédele lo que a unajoven bella que sale de la adolescencia; no conoce elamor todavía ni sus goces; su corazón, sin embargo,o la naturaleza, por mejor decir, le empieza a revelaruna necesidad que pronto será urgente para ella, ycuyo germen y cuyos medios de satisfacción tieneen sí misma, si bien los desconoce todavía; la vagainquietud de su alma, que busca y ansía, sin saberqué, la atormenta y la disgusta de su estado actual ydel anterior en que vivía; y vésela despreciar y rom-per aquellos mismos sencillos juguetes que forma-ban poco antes el encanto de su ignoranteexistencia.

Este es acaso nuestro estado, y éste, a nuestroentender, el origen de la fatuidad que en nuestrajuventud se observa: el medio saber reina entre noso-tros; no conocemos el bien, pero sabemos queexiste y que podemos llegar a poseerle, si bien sinimaginar aun el cómo. Afectamos, pues, hacer ascosde lo que tenemos, para dar a entender a los quenos oyen que conocemos cosas mejores, y nos que-remos engañar miserablemente unos a otros, estan-do todos en el mismo caso.

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Este medio saber nos impide gozar de lo buenoque realmente tenemos, y aun nuestra ansia de ob-tenerlo todo de una vez nos ciega sobre los mismosprogresos que vamos insensiblemente haciendo.Estamos en el caso del que, teniendo apetito, des-precia un sabroso almuerzo con la esperanza de unsuntuoso convite incierto, que se verificará, o no severificará, más tarde. Sustituyamos sabiamente elrecuerdo de ayer, y veamos si tenemos razón en de-cir a propósito de todo: ¡Cosas de este país!

Sólo con el auxilio de las anteriores reflexionespude comprender el carácter de don Periquito, esepetulante joven, cuya instrucción está reducida alpoco latín que le quisieron enseñar y que él no quisoaprender; cuyos viajes no han pasado de Caraban-chel; que no lee sino en los ojos de sus queridas, loscuales no son ciertamente los libros más filosóficos;que no conoce, en fin, más ilustración que la suya,más hombres que sus amigos, cortados por la mis-ma tijera que él, ni más mundo que el salón del Pra-do, ni más país que el suyo. Este fiel representantede una gran parte de nuestra juventud desdeñosa desu país, fue no ha mucho tiempo objeto de una demis visitas.

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Encontréle en una habitación mal amueblada ypeor dispuesta, como de hombre solo; reinaba ensus muebles y sus ropas, tiradas aquí y allí, un es-pantoso desorden de que hubo de avergonzarse alverme entrar.

-Este cuarto está hecho una leonera- me dijo-.¿Qué quiere usted?, en este país...- y quedó muy sa-tisfecho de la excusa que a su natural descuido habíaencontrado.

Empeñóse en que había de almorzar con él, yno pude resistir a sus instancias: un mal almuerzomal servido reclamaba indispensablemente algúnnuevo achaque, y no tardó mucho en decirme:

-Amigo, en este país no se puede dar un al-muerzo a nadie; hay que recurrir a los platos comu-nes y al chocolate.

-Vive Dios dije yo para mí-, que cuando en estepaís se tiene un buen cocinero y un exquisito servi-cio y los criados necesarios, se puede almorzar unexcelente beefsteak con todos los adherentes de unalmuerzo à la fourchette; y que en París los que paganocho o diez reales por un appartement garni, o unamezquina habitación en una casa de huéspedes,como mi amigo don Periquito, no se desayunan conpavos trufados ni con champagne.

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Mi amigo Periquito es hombre pesado como loshay en todos los países, y me instó a que pasase eldía con él; y yo, que había empezado ya a estudiarsobre aquella máquina como un anatómico sobre uncadáver, acepté inmediatamente.

Don Periquito es pretendiente, a pesar de sunotoria inutilidad. Llevóme, pues, de Ministerio enMinisterio: de dos empleos con los cuales contaba,habíase llevado el uno otro candidato que había te-nido más empeños que él.

-¡Cosas de España!- me salió diciendo, al refe-rirme su desgracia.

-Ciertamente- le respondí, sonriéndome de suinjusticia-, porque en Francia y en Inglaterra no hayintrigas; puede usted estar seguro de que allá todosson unos santos varones, y los hombres no sonhombres.

El segundo empleo que pretendía había sidodado a un hombre de más luces que él.

-¡Cosas de España!- me repitió.-Sí, porque en otras partes colocan a los necios-

dije yo para mí.Llevóme en seguida a una librería, después de

haberme confesado que había publicado un folleto,llevado del mal ejemplo. Preguntó cuántos ejempla-

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res se habían vendido de su peregrino folleto, y ellibrero respondió:

-Ni uno.-¿Lo ve usted, Fígaro?- me dijo-: ¿Lo ve usted?

En este país no se puede escribir. En España nadase vende; vegetamos en la ignorancia. En París hu-biera vendido diez ediciones.

-Ciertamente- le contesté yo-, porque los hom-bres como usted venden en París sus ediciones.

En París no habrá libros malos que no se lean,ni autores necios que se mueran de hambre.

-Desengáñese usted: en este país no se lee- pro-siguió diciendo.

-Y usted que de eso se queja, señor don Peri-quito, usted, ¿qué lee?- le hubiera podido preguntar-. Todos nos quejamos de que no se lee, y ningunoleemos.

-¿Lee usted los periódicos?- le pregunté, sinembargo.

-No, señor; en este país no se sabe escribir pe-riódicos. ¡Lea usted ese Diario de los Debates, ese Ti-mes!

Es de advertir que don Periquito no sabe fran-cés ni inglés, y que en cuanto a periódicos, buenos o

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malos, en fin, los hay, y muchos años no los ha ha-bido.

Pasábamos al lado de una obra de esas quehermosean continuamente este país, y clamaba:

-¡Qué basura! En este país no hay policía.En París las casas que se destruyen y reedifican

no producen polvo.Metió el pie torpemente en un charco.-¡No hay limpieza en España!- exclamaba.En el extranjero no hay lodo.Se hablaba de un robo:-¡Ah! ¡País de ladrones!- vociferaba indignado.

Porque en Londres no se roba; en Londres, dondeen la calle acometen los malhechores a la mitad deun día de niebla a los transeúntes.

Nos pedía limosna un pobre:-¡En este país no hay más que miseria!- excla-

maba horripilado. Porque en el extranjero no hayinfeliz que no arrastre coche.

Íbamos al teatro, y:-¡Oh qué horror!- decía mi don Periquito con

compasión, sin haberlos visto mejores en su vida-.¡Aquí no hay teatros!

Pasábamos por un café.

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-No entremos. ¡Qué cafés los de este país!- gri-taba.

Se hablaba de viajes:-¡Oh! Dios me libre; ¡en España no se puede

viajar! ¡Qué posadas! ¡Qué caminos!¡Oh infernal comezón de vilipendiar este país

que adelanta y progresa de algunos años a esta partemás rápidamente que adelantaron esos países modelos,para llegar al punto de ventaja en que se han puesto!

Por qué los don Periquitos que todo lo despre-cian en el año 33, no vuelven los ojos a mirar atrás,o no preguntan a sus papás acerca del tiempo, queno está tan distante de nosotros, en que no se cono-cía en la Corte más botillería que la de Canosa, nimás bebida que la leche helada; en que no habíamás caminos en España que el del cielo; en que noexistían más posadas que las descritas por Moratínen El sí de las niñas, con las sillas desvencijadas y lasestampas del Hijo Pródigo, o las malhadadas ventaspara caminantes asendereados; en que no corríanmás carruajes que las galeras y carromatos catalanes;en que los chorizos y polacos repartían a naranjazos lospremios al talento dramático, y llevaba el público alteatro la bota y la merienda para pasar a tragos larepresentación de las comedias de figurón y dramas

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de Comella; en que no se conocía más ópera que elMarlborough (o Mambruc, como dice el vulgo) canta-do a la guitarra; en que no se leía más periódico queel Diario de Avisos, y en fin... en que...?

Pero acabemos este artículo, demasiado largopara nuestro propósito: no vuelvan a mirar atrásporque habrían de poner un término a su maledi-cencia y llamar prodigiosa la casi repentina mudanzaque en este país se ha verificado en tan breve espacio.

Concluyamos, sin embargo, de explicar nuestraidea claramente, más que a los don Periquitos quenos rodean pese y avergüence.

Cuando oímos a un extranjero que tiene la for-tuna de pertenecer a un país donde las ventajas de lailustración se han hecho conocer con mucha ante-rioridad que en el nuestro, por causas que no es denuestra inspección examinar, nada extrañamos en suboca, si no es la falta de consideración y aun de gra-titud que reclama la hospitalidad de todo hombrehonrado que la recibe; pero cuando oímos la expre-sión despreciativa que hoy merece nuestra sátira enboca de españoles, y de españoles, sobre todo, queno conocen más país que este mismo suyo, que taninjustamente dilaceran, apenas reconoce nuestraindignación límites en que contenerse.

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Borremos, pues, de nuestro lenguaje la humi-llante expresión que no nombra a este país sino paradenigrarle; volvamos los ojos atrás, comparemos ynos creeremos felices. Si alguna vez miramos ade-lante y nos comparamos con el extranjero, sea paraprepararnos un porvenir mejor que el presente, ypara rivalizar en nuestros adelantos con los denuestros vecinos: sólo en este sentido opondremosnosotros en algunos de nuestros artículos el bien defuera al mal de dentro.

Olvidemos, lo repetimos, esa funesta expresiónque contribuye a aumentar la injusta desconfianzaque de nuestras propias fuerzas tenemos. Hagamosmás favor o justicia a nuestro país, y creámosle ca-paz de esfuerzos y felicidades. Cumpla cada españolcon sus deberes de buen patricio, y en vez de ali-mentar nuestra inacción con la expresión de desa-liento: ¡Cosas de España!, contribuya cada cual a lasmejoras posibles. Entonces este país dejará de sertan mal tratado de los extranjeros, a cuyo desprecionada podemos oponer, si de él les damos nosotrosmismos el vergonzoso ejemplo.

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NADIE PASE SIN HABLAR AL PORTEROO LOS VIAJEROS EN VITORIA

¿Por qué no ha de tener España su portero,cuando no hay casa medianamente grande que notenga el suyo? En Francia eran antiguamente lossuizos los que se encargaban de esta comisión; enEspaña parece que la toman sobre sí algunos vizcaí-nos. Y efectivamente, si nadie ha de pasar hasta ha-blar con el portero, ¿cuándo pasarán los de allendesi se han de entender con un vizcaíno? El hecho esque desde París a Madrid no había antes más incon-veniente que vencer que 365 leguas, las landas deBurdeos y el registro de la puerta de Fuencarral. Pe-ro hete aquí que una mañana se levantan unoscuantos alaveses (Dios los perdone) con humor dediscurrir, caen en la cuenta de que están en la mitad

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del camino de París a Madrid, como si dijéramosestorbando, y hete que exclaman:

-Pues qué, ¿no hay más que venir a pasar? ¡Na-die pase sin hablar al portero!

De entonces acá cada alavés de aquellos es unportero, y Vitoria es un cucurucho tumbado en me-dio del camino de Francia; todo el que viene entra;pero hacia la parte de acá está el fondo del cucuru-cho, y fuerza es romperle para pasar.

Pero no ocupemos a nuestros lectores con inú-tiles digresiones. Amaneció en Vitoria y en Álavauno de los primeros días del corriente, y amanecíapoco más o menos como en los demás países delmundo; es decir, que se empezaba a ver claro, di-gámoslo así, por aquellas provincias, cuando unanubecilla de ligero polvo anunció en la carretera deFrancia la precipitada carrera de algún carruaje pro-cedente de la vecina nación. Dos importantes viaje-ros, francés el uno, español el otro, envuelto éste ensu capa y aquel en su capote, venían dentro. El pri-mero hacía castillos en España, el segundo los hacíaen el aire, porque venían echando cuentas acerca deldía y hora en que llegar debían a la villa de Madrid,leal y coronada (sea dicho con permiso del padreVaca). Llegó el veloz carruaje a las puertas de Vito-

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ria, y una voz estentórea, de estas que salen de uncuerpo bien nutrido, intimó la orden de detener alos ilusos viajeros.

-¡Hola! ¡Eh!- dijo la voz-, nadie pase.-¡Nadie pase!- repitió el español.-¿Son ladrones?- dijo el francés.-No, señor- repuso el español asomándose-, son

de la aduana.Pero ¿cuál no fue su admiración cuando, sacan-

do la cabeza del empolvado carruaje, echó la vistasobre un corpulento religioso, que era el que todaaquella bulla metía? Dudoso todavía el viajero, ex-tendía la vista por el horizonte por ver si descubríaalguno del resguardo; pero sólo vio otro padre allado, y otro más allá, y ciento más, repartidos [por]aquí y allí como los árboles en un paseo.

-¡Santo Dios!- exclamó-. ¡Cochero! Este hombreha equivocado el camino; ¿nos ha traído usted alyermo o a España?

-Señor- dijo el cochero-, si Álava está en Espa-ña, en España debemos de estar.

-Vaya, ¡poca conversación!- dijo el padre, cansa-do ya de admiraciones y asombros-; conmigo es conquien se las ha de haber usted, señor viajero.

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-¡Con usted, padre! ¿Y qué puede tener quemandarme su reverencia? Mire que yo vengo confe-sado desde Bayona, y de allá aquí maldito si tuvimosocasión de pecar, ni aun venialmente, mi compañe-ro y yo, como no sea pecado viajar por estas tierras.

-Calle- dijo el padre-, y mejor para su alma. Ennombre del Padre y del Hijo...

-¡Ay, Dios mío!- exclamó el viajero, erizados loscabellos-, que han creído en este pueblo que tra-emos los malos y nos conjuran.

-Y del Espíritu Santo- prosiguió el padre-;apéense y hablaremos.

Aquí empezaron a aparecerse algunos facciososy alborotados, con un Carlos V cada uno en elsombrero por escarapela.

Nada entendía a todo esto el francés del diálo-go; pero bien presumía que podía ser negocio depuertas. Apeáronse, pues, y no bien hubo visto elfrancés a los padres interrogadores:

-¡Cáspita!- dijo en su lengua, que no sé cómo lodijo-, ¡y qué uniforme tan incómodo traen en Espa-ña las gentes del resguardo, y qué sanos están y québien portados!

Nunca hubiera hablado en su lengua el pobrefrancés.

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-¡Contrabando!- clamó el uno.-¡Contrabando! -clamó otro; y ¡contrabando! fue

repitiéndose de fila en fila. Bien como cuando caeuna gota de agua en el aceite hirviendo de una sar-tén puesta a la lumbre, álzase el líquido hervidor ybulle, y salta, y levanta llama, y chilla, y chisporrotea,y cae en el hogar, y alborota la lumbre, y subleva laceniza, espelúznase el gato inmediato que descansa-do junto al rescoldo dormía, quémanse los chicos, yla casa es un infierno; así se alborotó, y quemó, y seespeluznó y chilló la retahíla de aquel resguardo deaquella especie, compuesto de facciosos y de padres,al caer entre ellos la primera palabra francesa delextranjero desdichado.

-Mejor es ahorcarle decía uno, y servía el espa-ñol al francés de truchimán.

-¡Cómo ha de ser mejor!- exclamaba el infeliz.-Conforme- reponía uno-: veremos.-¿Qué hemos de ver -clamaba otra voz- sino

que es francés?Calmóse, en fin, la zalagarda; metiéronlos con

los equipajes en una casa, y el español creía que so-ñaba y que luchaba con una de aquellas pesadillas enque uno se figura haber caído en poder de osos, o

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en el país de los caballos, o Hounhoins, como Gu-lliver.

Figúrese el lector una sala llena de cofres y ma-letas, provisiones de comer, barriles de escabeche ybotellas, repartidas aquí y allí, como suele verse enlas muestras de las lonjas de ultramarinos. ¡Ya se ve!era la intendencia. Dos monacillos hacían en la an-tesala con dos voluntariosos facciosos el servicioque suelen hacer los porteros de estrado en ciertascasas, y un robusto sacristán, que debía ser el porte-ro de golpe, los introdujo. Varios carlistas y padresregistraban allí las maletas, que no parecía sino quebuscaban pecados por entre los pliegues de las ca-misas, y otros varios viajeros, tan asombrados comolos nuestros, se hacían cruces como si vieran al dia-blo. Allá en un bufete, un padre más reverendo quelos demás, comenzó a interrogar a los recién llega-dos.

-¿Quién es usted?- le dijo al francés.Y el francés, callado, que no entendía. Pidiósele

entonces el pasaporte.-¡Pues! francés- dijo el padre-. ¿Quién ha dado

este pasaporte?-Su Majestad Luis Felipe, rey de los franceses.

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-¿Quién es ese rey? Nosotros no reconocemos ala Francia, ni a ese don Luis. Por consiguiente, estepapel no vale. ¡Mire usted- añadió entre dientes-, sino habrá algún sacerdote en todo París que puedadar un pasaporte, y no que nos vienen con papelesmojados! ¿A qué viene usted?

-A estudiar este hermoso país- contestó el fran-cés con aquella afabilidad tan natural en el que estádebajo.

-¿A estudiar, eh? Apunte usted, secretario; estasgentes vienen a estudiar; me parece que los envia-remos al tribunal de Logroño... ¿Qué trae usted enla maleta? Libros... pues... Recherches sur... al sur ¿eh?Este Recherches será algún autor de máximas; algúnherejote. Vayan los libros a la lumbre. ¿Qué más?¡Ah! una partida de relojes; a ver... London... ése seráel nombre del autor. ¿Qué es esto?

-Relojes para un amigo relojero que tengo enMadrid.

-De comiso- dijo el padre, y al decir de comiso, ca-da circunstante cogió un reloj, y metióselo en la fal-triquera. Es fama que hubo alguno que adelantó lahora del suyo para que llegara más pronto la del re-fectorio.

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-Pero, señor- dijo el francés-, yo nos los traíapara usted-Pues nosotros los tomamos para noso-tros.

-¿Está prohibido en España el saber la hora quees?-preguntó el francés al español.

-Calle- dijo el padre-, si no quiere que se leexorcice- y aquí le echó la bendición por si acaso.Aturdido estaba el francés, y más aturdido el espa-ñol.

Habíanle entretanto desvalijado a éste dos delos facciosos, que con los padres estaban, hasta delbolsillo, con más de tres mil reales que en él traía.

-Y usted, señor de acá le preguntaron de allí apoco-, ¿qué es? ¿Quién es?

-Soy español y me llamo don Juan Fernández.-Para servir a Dios- dijo el padre.-Y a Su Majestad la Reina nuestra señora- aña-

dió muy complacido y satisfecho el español.-¡A la cárcel!- gritó una voz-. ¡A la cárcel!- grita-

ron mil.-Pero, señor, ¿por qué?-¿No sabe usted, señor revolucionario, que aquí

no hay más reina que el señor rey don Carlos V, quefelizmente gobierna la monarquía sin oposiciónninguna?

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-¡Ah! Yo no sabía...-Pues sépalo, y confiéselo, y...-Sé y confieso, y...- dijo el amedrentado dando

diente con diente.-¿Y qué pasaporte trae? También francés... Re-

pare usted, padre secretario, que estos pasaportestraen la fecha del año 1833. ¡Qué deprisa han vividoestas gentes!

-¿Pues no es el año en que estamos? ¡Pesia mí!-dijo Fernández, que estaba ya a punto de volverseloco.

-En Vitoria- dijo enfadado el padre, dando unporrazo en la mesa- estamos en el año 1.° de la cris-tiandad, y cuidado con pasarme de aquí.

-¡Santo Dios! ¡En el año 1.° de la cristiandad!¿Conque todavía no hemos nacido ninguno de losque aquí estamos?-exclamó para sí el español-. ¡Puesvive Dios que esto va largo!

Aquí se acabó de convencer, así como el fran-cés, de que se había vuelto loco, y lloraba el hombrey andaba pidiendo su juicio a todos los santos delParaíso.

Tuvieron su club secreto los facciosos y los pa-dres, y decidiéronse por dejar pasar a los viajeros;no dice la historia por qué; pero se susurra que hu-

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bo quien dijo que, si bien ellos no reconocían a LuisFelipe, ni le reconocerían nunca jamás, podría ocu-rrir que quisiera Luis Felipe venir a reconocerlos aellos, y por quitarse de encima la molestia de estavisita, dijeron que pasasen, mas no con pasaportes,que eran nulos evidentemente por las razones di-chas.

Díjoles, pues, el que hacía cabeza sin tenerla:-Supuesto que ustedes van a la revolucionaria

villa de Madrid, la cual se ha sublevado contra Ála-va, vayan en buen hora, y cárguenlo sobre su con-ciencia: el Gobierno de esta gran nación no quieredetener a nadie; pero les daremos pasaportes váli-dos.

Extendióseles en seguida un pasaporte en laforma siguiente:

AÑO PRIMERO DE LA CRISTIANDAD†

NOS fray Pedro Jiménez Vaca.- Concedo librey seguro pasaporte a don Juan Fernández, de profe-sión católico, apostólico y romano, que pasa a lavilla revolucionaria de Madrid a diligencias propias;deja asegurada su conducta de catolicismo.

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Yo, además, que soy padre intendente, habilita-do por la junta Suprema de Vitoria, en nombre deSu Majestad el Emperador Carlos V, y el padre ad-ministrador de correos que está ahí aguardando elcorreo de Madrid, para despacharlo a su modo, y elpadre capitán del resguardo, y el padre Gobiernoque está allí durmiendo en aquel rincón, por quitar-nos de quebraderos de cabeza con la Francia, que-damos fiadores de la conducta de catolicismo deustedes; y como no somos capaces de robar a nadie,tome usted, señor Fernández, sus tres mil reales enesas doce onzas, que es cuenta cabal- y se las dio elpadre efectivamente.

Tomó Fernández las doce onzas, y no extrañóque un país donde cada 1833 años no hacen másque uno, doce onzas hagan tres mil reales.

Dicho esto, y hecha la despedida en regla delpadre prior, y del desgobernador Gobierno quedormía, llegó la mala de Francia, y en expurgar lapública correspondencia, y en hacernos el favor deleer por nosotros nuestras cartas, quedaba aquellanación poderosa y monástica ocupada a la salida deentrambos viajeros, que hacia Madrid venían, noacabando de comprender si estaban real y efectiva-mente en este mundo, o si habían muerto en la úl-

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tima posada sin haberlo echado de ver; que así locontaron en llegando a la revolucionaria villa de Ma-drid, añadiendo que por allí nadie pasa sin hablar alportero.

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LA FONDA NUEVA

Preciso es confesar que no es nuestra patria elpaís donde viven los hombres para comer: gracias,por el contrario, si se come para vivir; verdad es queno es éste el único punto en que manifestamos lomal que nos queremos: no hay género de diversiónque no nos falte; no hay especie de comodidad de laque no carezcamos. “¿Qué país es éste?”, me decíano hace un mes un extranjero que vino a estudiarnuestras costumbres. Es de advertir, en obsequio dela verdad, que era francés el extranjero, y que elfrancés es el hombre del mundo que menos concibeel monótono y sepulcral silencio de nuestra existen-cia española.

-Grandes carreras de caballos habrá aquí- medecía desde el amanecer-: no faltaremos.

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-Perdone usted- le respondía yo-; aquí no haycarreras.

-¿No gustan de correr los jóvenes de las prime-ras casas? ¿No corren aquí siquiera los caballos?...

-Ni siquiera los caballos.-Iremos a caza.-Aquí no se caza: no hay dónde, ni qué.-Iremos al paseo de coches.-No hay coches.-Bien, a una casa de campo a pasar el día.-No hay casas de campo; no se pasa el día.-Pero habrá juegos de mil suertes diferentes,

como en toda Europa... Habrá jardines públicosdonde se baile; más en pequeño, pero habrá sus Tí-volis, sus Ranelagh, sus Campos Elíseos... habrá algúnjuego para el público.

-No hay nada para el público: el público no jue-ga.

Es de ver la cara de los extranjeros cuando seles dice francamente que el público español, o nosiente la necesidad interior de divertirse, o se di-vierte como los sabios (que en eso todos lo pare-cen), con sus propios pensamientos. Creía miextranjero que yo quería abusar de su credulidad, ycon rostro entre desconfiado y resignado:

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-Paciencia- me decía por fin-: nos contentare-mos con ir a los bailes que den las casas de buentono y las suarés...

-Paso, señor mío- le interrumpí yo-: ¿conque esbueno que le dije que no había gallinas y se me vie-ne pidiendo...? En Madrid no hay bailes, no hay sua-rés. Cada uno habla o reza, o hace lo que quiere ensu casa con cuatro amigos muy de confianza, ybasta.

Nada más cierto, sin embargo, que este tristísi-mo cuadro de nuestras costumbres. Un día solo enla semana, y eso no todo el año, se divierten miscompatriotas: el lunes, y no necesito decir en qué:los demás días examinemos cual es el público re-creo. Para el pueblo bajo, el día más alegre del añoredúcese su diversión a calzarse las castañuelas (digocalzarse porque en ciertas gentes las manos parecenpies), y agitarse violentamente en medio de la calle,en corro, al desapacible son de la agria voz y deldesigual pandero. Para los elegantes todas las corri-das de caballos, las partidas de caza, las casas decampo, todo se encierra en dos o tres tiendas de lacalle de la Montera. Allí se pasa alegremente la ma-ñana en contar las horas que faltan para irse a co-mer, si no hay sobre todo gordas noticias de Lisboa,

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o si no dan en pasar muchos lindos talles de quienmurmurar, y cuya opinión se pueda comprometer,en cuyos casos varía mucho la cuestión y nunca faltaquehacer.

¿Qué se hace por la tarde en Madrid? Dormir lasiesta. ¿Y el que no duerme, qué hace? Estar des-pierto; nada más. Por la noche, es la verdad, hay unpoco de teatro, y tiene un elegante el desahogo ino-cente de venir a silbar un rato la mala voz del bufocaricato, o a aplaudir la linda cara de la altra primadona; pero ni se proporciona tampoco todos los dí-as, ni se divierte en esto sino un muy reducido nú-mero de personas, las cuales, entre paréntesis, sonsiempre las mismas, y forman un pueblo chico decostumbres extranjeras, embutido dentro de otrogrande de costumbres patrias, como un cucuruchomenor metido en un cucurucho mayor.

En cuanto a la pobre clase media, cuyos límitesvan perdiéndose y desvaneciéndose cada vez más,por arriba en la alta sociedad, en que hay de ella nopocos intrusos, y por abajo en la capa inferior delpueblo, que va conquistando sus usos, ésa sólo deuna manera se divierte. ¿Llegó un día de días? ¿Hu-bo boda? ¿Nació un niño? ¿Diéronle un empleo alamo de la casa, que en España ése es el grande ale-

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grón que hay que recibir? Sólo de un modo se so-lemniza. Gran coche de alquiler, decentemente re-gateado; pero más gran familia: seis personas coge elcoche a lo más. Pues entra papá, entra mamá, lasdos hijas, dos amigos íntimos convidados, una pri-ma que se apareció allí casualmente, el cuñado, ladoncella, un niño de dos años y el abuelo; la abuelano entra porque murió el mes anterior. Ciérrase laportezuela entonces con la misma dificultad que latapa de un cofre apretado para un largo viaje, y a lafonda. La esperanza de la gran comida, a que se vaaproximando el coche mal que bien, aquello de an-dar en alto, el rubor de las jóvenes que van sentadassobre los convidados, y la ausencia sobre todo deldiurno puchero, alborotan a nuestra gente en taldisposición, que desde media legua se conoce el co-che que lleva a la fonda a una familia de enhorabue-na.

Tres años seguidos he tenido la desgracia decomer de fonda en Madrid, y en el día sólo el deseode observar las variaciones que en nuestras costum-bres se verifican con más rapidez que algunos pien-san, o el deseo de pasar un rato con amigos, puedenobligarme a semejante despropósito. No hace mu-

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cho, sin embargo, que un conocido mío me quisoarrastrar fuera de mi casa a la hora de comer.

-Vamos a comer a la fonda.-Gracias; mejor quiero no comer.-Comeremos bien; iremos a Genieys: es la mejor

fonda.-Linda fonda: es preciso comer de seis o siete

duros para no comer mal. ¿Qué aliciente hay allípara ese precio? Las salas son bien feas; el adornoninguno: ni una alfombra, ni un mueble elegante, niun criado decente, ni un servicio de lujo, ni un es-pejo, ni una chimenea, ni una estufa en invierno, niagua de nieve en verano, ni... ni Burdeos, ni Cham-pagne... Porque no es Burdeos el Valdepeñas, pormás raíz de lirio que se le eche.

-Iremos a Los Dos Amigos.-Tendremos que salirnos a la calle a comer, o a

la escalera, o llevar una cerilla en el bolsillo paravernos las caras en la sala larga.

-A cualquiera otra parte. Crea usted que hoy nosvan a dar bien de comer.

-¿Quiere usted que le diga yo lo que nos daránen cualquier fonda adonde vayamos? Mire usted:nos darán en primer lugar mantel y servilletas puer-cas, vasos puercos, platos puercos y mozos puercos:

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sacarán las cucharas del bolsillo, donde están con laspuntas de los cigarros; nos darán luego una sopaque llaman de yerbas, y que no podría acertar a te-ner nombre más alusivo; estofado de vaca a la ita-liana, que es cosa nueva; ternera mechada, que escosa de todos los días; vino de la fuente; aceitunasmagulladas; frito de sesos y manos de carnero, he-chos aquellos y éstos a fuerza de pan: una polla quese dejaron otros ayer, y unos postres que nos deja-remos nosotros para mañana.

-Y también nos llevarán poco dinero, que aquíse come barato.

-Pero mucha paciencia, amigo mío, que aquí seaguanta mucho.

No hubo, sin embargo, remedio: mi amigo nodaba cuartel, y estaba visto que tenía [el] capricho decomer mal un día. Fue preciso, pues, acompañarle, eíbamos a entrar en Los Dos Amigos, cuando llamónuestra atención un gran letrero nuevo que en lamisma calle de Alcalá y sobre las ruinas del antiguofigón de Perona, dice Fonda del Comercio.

-¿Fonda nueva? Vamos a ver.En cuanto al local, no les da el naipe a los fon-

distas para escoger local; en cuanto al adorno, noscogen acostumbrados a no pagarnos de apariencias;

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nosotros decimos: ¡como haya que comer, aunquesea en el suelo! Por consiguiente, nada nuevo eneste punto en la fonda nueva.

Chocónos, sin embargo, la diferencia de las ca-ras de ahora, y que hace medio año se veían enaquella casa. Vimos elegantes, y dionos esto exce-lente idea. Realmente hubimos de confesar que lafonda nueva es la mejor; pero es preciso acordarnosde que la Fontana era también la mejor cuando seinstaló: ésta será, pues, otra Fontana dentro de unpar de meses. La variedad que hoy en [los] platos seencuentra cederá a la fuerza de las circunstancias; loque nunca podrá perder será el servicio: la fondanueva no reducirá nunca el número de sus mozos,porque es difícil reducir lo poco: se ha adoptado enella el principio admitido en todas; un mozo paracada sala, y una sala para cada veinte mesas.

Por lo demás no deja de ofrecer un cuadro di-vertido para el observador oscuro el aspecto de unafonda. Si a su entrada hay ya una familia en los pos-tres, ¿qué efecto le hace al que entra frío y sereno elruido y la algazara de aquella gente toda alborotadaporque ha comido? ¡Qué miserable es el hombre!¿De qué se ríen tanto? ¿Han dicho alguna gracia?No, señor; se ríen de que han comido, y la parte

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física del hombre triunfa de la moral, de la sublime,que no debiera estar tan alegre sólo por haber co-mido.

Allí está la familia que trajo el coche... ¡Aparte-mos la vista y tapemos los oídos por no ver, por nooír!

Aquel joven que entra venía a comer [por elmodesto precio] de medio duro; pero se encontrócon veinte conocidos en una mesa inmediata: dejósecoger también por la negra honrilla, y sólo por lostestigos pide de a duro. Si como son sólo conocidosfuera una mujer a quien quisiera conquistar la queen otra mesa comiera, hubiera pedido de a doblón:a pocos amigos que encuentre, el infeliz se arruina.¡Necio rubor de no ser rico! ¡Mal entendida ver-güenza de no ser calavera!

¿Y aquel otro? Aquel recorre todos los días auna misma hora varias fondas: aparenta buscar aalguien; en efecto, algo busca; ya lo encontró: allíhay conocidos suyos; a ellos derecho; primera frasesuya:

-¡Hombre! ¿Ustedes por aquí?-Coma usted con nosotros le responden todos.

Excúsase al principio; pero si había de comer solo...Un amigo a quien esperaba no viene...

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-Vaya, comeré con ustedes- dice por fin, y sesienta. ¡Cuan ajenos estaban sus convidadores decreer que habían de comer con él! Él, sin embargo,sabía desde la víspera que había de comer con ellos:les oyó convenir en la hora, y es hombre que comelos más días de oídas, y algunos por haber oído.

¿Qué pareja es la que sin mirar a un lado ni aotro pide un cuarto al mozo, y...? Pero es precisomarcharnos: mi amigo y yo hemos concluido decomer; cierta curiosidad nos lleva a pasar por de-lante de la puerta entornada donde ha entrado acomer sin testigos aquel oscuro matrimonio..., sinduda... Una pequeña parada que hacemos alarma alos que no quieren ser oídos, y un portazo dado contodo el mal humor propio de un misántropo, nosadvierte nuestra indiscreción y nuestra impertinen-cia. “Paciencia- salgo diciendo-: todo no se puedeobservar en este mundo; algo ha de quedar oscuroen un cuadro; sea esto lo que quede en negro eneste artículo de costumbres de la Revista Española.”

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LA PLANTA NUEVA, O EL FACCIOSO

ARTÍCULO DE HISTORIA NATURAL

Razón han tenido los que han atribuido al climainfluencia directa en las acciones de los hombres.Duros guerreros ha producido siempre el norte,tiernos amadores el mediodía, hombres crueles, fa-náticos y holgazanes el Asia, héroes la Grecia, escla-vos el África, seres alegres e imaginativos el risueñocielo de Francia, meditabundos aburridos el nebulo-so Albión. Cada país tiene sus producciones parti-culares: he aquí por qué son famosos losmelocotones de Aragón, la fresa de Aranjuez, lospimientos de Valencia y los facciosos de Roa y deVizcaya.

Verdad es que hay en España muchos terrenosque producen ricos facciosos con maravillosa fe-

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cundidad; país hay que da en un solo año dos o trescosechas; puntos conocemos donde basta dar unapatada en el suelo, y a un volver de cabeza nace unfaccioso. Nada debe admirar por otra parte esta rarafertilidad, si se tiene presente que el faccioso esfruto que se cría sin cultivo, que nace solo y silves-tre entre matorrales, y que así se aclimata en los lla-nos como en los altos; que se trasplanta confacilidad y que es tanto más robusto y rozagantecuanto más lejos está de población. Esto no es decirque no sea también en ocasiones planta doméstica;en muchas casas los hemos visto y los vemos dia-riamente, como los tiestos en los balcones, y aunsirven de dar olor fuerte y cabezudo en cafés y pa-seos. El hecho es que en todas partes se crían; sóloel orden y el esmero perjudican mucho a la cría delfaccioso, y la limpieza, y el olor de la pólvora sobretodo, le matan. El faccioso participa de las propie-dades de muchas plantas; huye, por ejemplo, comola sensitiva al irle a echar mano; se cierra y escondecomo la capuchina a la luz del sol, y se desparramade noche; carcome y destruye como la ingrata hie-dra el árbol a que se arrima; tiende sus brazos comotoda planta parásita para buscar puntos de apoyo;gústanle sobre todo las tapias de los conventos, y se

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mantiene, como esos frutos, de lo que coge a losdemás; produce lluvia de sangre como el polvogerminante de muchas plantas, cuando lo mezclanlas auras a una leve lluvia de otoño; tiene el olor dela azafétida, y es vano como la caña; nace como elcedro en la tempestad, y suele criarse escondido enla tierra como la patata; pelecha en las ruinas comoel jaramago; pica como la cebolla, y tiene más dien-tes que el ajo, pero sin tener cabeza; cría, en fin,mucho pelo como el coco, cuyas veces hace en oca-siones.

Es planta peculiar de España, y eso moderna,que en lo antiguo o se conocía poco, o no se cono-cía por ese nombre; la verdad es que ni habla de ellaEstrabón, ni Aristóteles, ni Dioscórides, ni Plinio eljoven, ni ningún geógrafo, filósofo ni naturalista, enfin, de algunos siglos de fecha.

En cuanto a su figura y organización, el facciosoes en el reino vegetal la línea divisoria con el animal,y así como la mona es en éste el ser que más se pa-rece al hombre, así el faccioso en aquel es la pro-ducción que más se parece a la persona; en unapalabra, es al hombre y a la planta lo que el murcié-lago al ave y al bruto; no siendo, pues, muy experto,cualquiera lo confunde; pondré un ejemplo: cuando

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el viento pasa por entre las cañas silba; pues cuandopasa por entre facciosos habla; he aquí el origen delórgano de la voz entre aquella especie. El facciosoecha también, a manera de ramas, dos piernas y dosbrazos, uno a cada lado, que tienen sus manojos dededos, como púas una espiga; presenta faz y rostro,y al verle, cualquiera diría que tiene ojos en la cara,pero sería grave error; distínguese esencialmente delos demás seres en estar dotado de sinrazón.

Admirable es la naturaleza y sabia en todas suscosas: el que recuerde esta verdad y considere lasdiversas calidades del hombre que andan repartidasen los demás seres, no extrañará cuanto de otraspropiedades del faccioso maravillosas vamos a de-cir. ¿Hay nada más singular que la existencia de unenjambre de abejas, la república de un hormiguero,la sociedad de los castores? ¿No parece que hay in-teligencia en la africana palma, que ha de vivir preci-samente en la inmediación de su macho, y quearrancado éste, y viuda ella, dobla su alta cerviz, semarchita y perece como pudiera una amante tórto-la? Por eso no se puede decir que el faccioso tengainteligencia, sólo porque se le vean hacer cosas queparezcan indicarlo; lo más que se puede deducir es

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que es sabia, admirable, incomprensible la naturale-za.

Los facciosos, por ejemplo, sin embargo de sugusto por el despoblado, júntanse, como los lobos,en tropas, por instinto de conservación, se agarrancon todas sus ramas al perdido caminante o al des-carriado caballo; le chupan el jugo y absorben susangre, que es su verdadero riego, como las demásplantas el rocío. Otra cosa más particular. Es plantaenemiga nata de la correspondencia pública; donde-quiera que aparece un correo, nacen en el acto, delas mismas piedras, facciosos por todas partes; ro-déanle, enrédanle sus ramas entre las piernas, sú-bensele por el cuerpo como la serpentaria, y leahogan; si no suelta la valija muere como Laome-donte, sin poderse rebullir; si ha lugar a soltarla, sál-vase acaso. Diránme ahora, ¿y para qué quieren lavalija, si no saben leer? Ahí verán ustedes, respondoyo, si es incomprensible la naturaleza; toda la expli-cación que puedo dar es que se vuelven siempre a lavalija como el heliotropo al sol.

Notan también graves naturalistas de peso yautoridad en la materia, que así como el feo pulpogusta de agarrarse a la hermosa pierna de una mujer,y así como esas desagradables florecillas, llenas de

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púas y en forma de erizos, que llamamos común-mente amores, suelen agarrarse a la ropa, así los fac-ciosos, sobre todo los más talludos y los vástagosprincipales, se agarran a las cajas de fondos de lasadministraciones; y plata que tiene roce con faccio-sos, pierde toda su virtud, porque desaparece. ¡Raraafinidad química! Así que, en tiempos revueltos,suélese ver una violenta ráfaga de aire que da con ungran manojo de facciosos, arrancados de su tierranatural, en algún pueblo, el cual dejan exhausto, de-solado y lleno de pavor y espanto. Meten por lascalles un ruido furioso a manera de proclama, y esniñería querer desembarazarse de ellos, teniendodinero, sin dejársele; bien así como fuera locuraquerer salir de un zarzal una persona vestida de se-da, sino desnuda y arañada.

Muchas de las calidades de esta estrambóticaplanta pasamos en silencio, que pueden fácilmentede las ya dichas inferirse, como son las de albergarseen tiempos pacíficos entre plantas mejores, como lacizaña entre los trigos, y pasar por buenas, y tomarsus jugos de donde aquellas los toman, y otras.

Planta es, pues, perjudicial, y aun perjudicialísi-ma, el faccioso; pero también la naturaleza, sabia enesto como en todo, que al criar los venenos crió al

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paso los antídotos, dispuso que se supiesen reme-dios especiales a los cuales no hay mata de facciososque resista. Gran vigilancia sobre todo, y donde-quiera que se vea descollar uno tamaño como uncardillo, arrancarle; hacer ahumadas de pólvora enlos puntos de Castilla que, como Roa y otros, losproducen tan exquisitos, es providencia especial; nose ha probado a quemarlos como los rastrojos, yaunque éste es remedio más bien contra brujas, po-dría no ser inoportuno, y aun tengo para mí quehabía de ser más eficaz contra aquellos que contraéstas. El promover un verdadero amor al país entodos sus habitantes, abriéndoles los ojos para quevean a los facciosos claros como son y los distingan,sería el mejor antídoto; pero esto es más largo y pa-ra más adelante, y ya no sirve para lo pasado. Por lodemás, podemos concluir que ningún cuidado pue-de dar a un labrador bien intencionado la acumula-ción del faccioso, pues es cosa muy experimentadaque en el último apuro la planta es también de in-vierno, como si dijéramos de cuelga; y es evidente ysabido que una vez colgado este pernicioso arbustoy altamente separado de la tierra natal que le prestael jugo, pierde como todas las plantas su virtud, esdecir, su malignidad. Tiene de malo este último re-

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medio que para proceder a él es necesario colgarlosuno a uno, y es operación larga. Somos amigos,además, de los arbitrios desesperados, y así, ennuestro entender, de todos los medios contra fac-ciosos parécenos el mejor el de la pólvora, y máseficaz aun la aplicación de luces que los agostan, yante las cuales perecen corridos y deslumbrados.

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LA JUNTA DE CASTEL-O-BRANCO

No hay cosa como una junta, si se trata sobretodo de juntarse aquellos a quienes Dios crió. Po-drán no hacer nada las gentes en una junta, podránno tener nada que hacer tampoco, pero nada es másnecesario que una junta; así que, lo mismo es nacerun partido, pónenle al momento en junta como lohabían de poner en nodriza, y no bien abre los ojosa la luz, se encuentra ya juntado, que no es pocaventaja. La junta, pues, es el precursor de un parti-do, por lo regular, y esta clase de juntas andansiempre por esos caminos interceptando, o inter-ceptadas, cuando no están fuera del reino tomandoaires, o tomando las de Villadiego, que de todo to-man las juntas.

La que en el día llama nuestra atención es la deCastel-o-Branco. Empezaría a anochecer en Castel-

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o-Branco, y poníase por consiguiente oscuro el ho-rizonte, cuando acertó a pasar por allí un español deestos sanos de los del siglo pasado, y que poco onada se curan de gobierno; de estos que dicen: “Amí siempre me han de gobernar, tómelo por donde quiera”. Aqué iba el español a Castel-o-Branco, eso sería ave-riguación para más despacio. Basta saber que iba yque ya llegaba, cuando se halló detenido en mediode su camino por un portugués, que con voz des-compuesta y cara de causa perdida:

-Casteao- le dijo-, ¿es vasallo deu senhor empe-rante Carlos V? ¿Vien de Castella?

Entendíasele un poco más al castellano de galle-go que de achaque de gobiernos, y con voz reposa-da y tranquilo continente:

-Yo no sé de quién soy vasallo- contestó- ni meurge saberlo, sino que voy a mis negocios: yo nipongo rey ni quito rey; quien anda el camino tengael cuidado...

Enfadábase ya el portugués, y era cosa temible.Conociólo el labriego, y antes de que echase la casapor la ventana, si bien allí no había casa ni ventana:

-No se enfade vuestra merced, señor portugués-le dijo-, que yo siempre seré vasallo de quien man-

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de; sabido es que yo y los míos nunca descompo-nemos partido. Pero ¿quién es mi rey en esta tierra?

-Eu senhor Carlos V.-Vaya, sea enhorabuena- contestó el castellano-,

porque yo por ahí atrás me dejaba reinando a miseñora la Reina...

-¡Casteòao!-No se enfade vuestra merced...Y de allí a poco entraban ya compadres por el

pueblo el portugués de la mala cara y el español delas buenas palabras.

Pocos pasos habrían andado, cuando se espar-ció la noticia por todo Castel-o-Branco de cómohabía llegado un vasallo de Su Majestad Imperial. Esde advertir que como no todos los días tiene SuMajestad Imperial proporción de ver un vasallo su-yo, porque andan para él los vasallos por las nubes,decidióse lo que era natural y estaba en el orden delas cosas; y fue, que así como un pueblo de vasallossuele solemnizar la entrada de un rey, así pareciójusto que un pueblo de reyes solemnizase la entradade un vasallo. Echáronse, pues, a vuelo las campa-nas; con este motivo hubo quien dijo: Principio quie-ren las cosas, y quien añadió que el reinar no quiere másque empezar. Digo, pues, que se echaron a vuelo las

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campanas, y el labriego se aturdía; verdad es que elruido no era para menos.

-¿Qué fiesta es mañana?- preguntaba el buenhombre.

-Festéjase la llegada de vuestra merced, señorcasteòao.

-¿Mi llegada? ¡Vea usted qué diferencia! Allá enEspaña nunca festejó nadie mis idas ni mis venidas,y eso que siempre anduve de ceca en meca; ya veoque en este país se ocupan más en cada uno.

En estos y otros propósitos entretenidos, llega-ron a una casa que tenía una gran muestra, dondeen letras muy gordas decía:

JUNTA SUPREMA DE GOBIERNO DETODAS LAS ESPAÑAS, CON MÁS SUS

INDIAS

No quisiera entrar el labrador; pero hízole fuer-za el portugués. Agachó, pues, la cabeza y hallóse deescalón en escalón en una sala grande como un rei-no, si se tiene presente que allí los reinos son comosalas.

Hallábase la tal sala alhajada a la espartana, por-que estaba desnuda; en torno yacían los señores de

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la junta sentados, pero mal sentados; sea dicho enhonor de la verdad. Luces había pocas y mortecinas.Un mal espejo les servía para dos fines; para versemuchos siendo pocos, y consolar de esta manera elánimo afligido, y para decirse de cuando en cuandounos a otros: “Mírese Su Excelencia en ese espejo”.Porque es de advertir que se daban todos unos aotros dos cosas, a saber: las buenas noches y la excelen-cia.

Portero no había; verdad es que tampoco habíapuertas, por ser la casa de estas malas de lugar que,o no las tienen, o las tienen que no cierran. Unamala mesa en medio, y un mal secretario, eran losmuebles que componían todo el ajuar.

No sé dónde he leído yo que en cierta tierra deindios, el congreso supremo de la tribu se reúne pa-ra deliberar en grandes cántaros de agua fresca,donde se sumergen desnudos sus individuos, dejan-do sólo fuera del cántaro la cabeza para deliberar.No se puede negar que existe gran semejanza entrela junta de Castel-o-Branco y el congreso de loscántaros, y que los carlistas que componen la una ylos salvajes que forman el otro, están igualmentefrescos.

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Dominaba en el testero de la sala de juntas el te-sorero general del Pretendiente, don Matías Jarana,porque en tiempos de apuro el que tiene el dineroes el empleado principal; el cual, si no era gran teso-rero, era gran canónigo. Dicho esto, parece excusa-do detenernos mucho en describirle; estamosseguros de que el inteligente lector se lo habrá figu-rado ya tal como era. Oprimía a su lado el ministrode Hacienda una mala banqueta, que gemía no tantopor el noble peso que sostenía, como por el malestado en que se encontraba. Tambaleábase, porconsiguiente, Su Excelencia a cada momento; figu-rósele al labriego temblor el movimiento oscilantede Su Excelencia; pero está averiguado que era elmal asiento. Flaco, seco, y con cara de contradic-ción, hacía de notario de reinos don Jorge Ganzúa,que lo había sido de Coria.

Veíase a otra parte de pie, y en actitud de huir ala primera orden, a un cabo del resguardo, partida-rio que fue del año 23. Representaba éste el Ministe-rio de la Guerra, y llamábase Cuadrado, además deserlo.

Un dependiente del cabildo de Coria y dos per-sonajes más, en calidad de consejeros supremos de

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la junta, hacían como que meditaban, por el buenparecer, en un rincón de la sala.

Indecible fue la alegría de la junta Supremacuando el portugués hubo presentado a nuestro po-bre labriego en calidad de vasallo de Su MajestadImperial.

-Excelentísimos señores- exclamó el señor teso-rero en altas voces-, reconozcamos en ese vasallo eldedo del Señor: ya ha llegado el día del triunfo deSu Majestad Imperial, y ha llegado al mismo tiempoun vasallo; todo ha llegado. Opino que, en vista deesta novedad, deliberemos.

-En cuanto a lo de deliberar- dijo entonces elseñor notario-, recuerdo al señor Presidente queesto es una junta.

-No me acordaba- dijo entonces el Presidente-;nótese que ésta es la primera junta de que tengo elhonor de ser individuo.

-Se conoce- añadió el notario, y lo apuntó en elacta-. Hable, pues, si sabe y si tiene de qué el Exce-lentísimo señor ministro de Hacienda.

-Despiértele usted- dijo entonces el Presidenteal portugués que hacía de ujier-, despiértele usted,pues parece que Su Excelencia duerme.

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Llegóse el portugués a Su Excelencia, que efec-tivamente dormía, y díjole en su lengua:

-No haga caso Su Excelencia de que está enjunta, que es llegado el momento de hablar.

Soñaba a la sazón Su Excelencia que se le ve-nían encima todos los ejércitos de la Reina, y vol-viendo en sí de su pesadilla con dificultad:

-¿Hablo yo?- dijo-; vamos a ver. Las mejoras,pues, aunque no nos toque el decirlo, las mejoras...

-Al orden, al orden- interrumpió el Presidente-:¿Qué es eso de mejoras?

-Soñaba que estábamos en España- contestó SuExcelencia turbado-. Perdone la junta. Por consi-guiente hable otro, que yo no estoy para el paso. Miintermisión, por otra parte, no urge. Mi Ministerio...

-Excelentísimo señor- dijo el presidente-, cierto;pero acaba de llegar...

-¿Ha llegado la hacienda, ha llegado mi Ministe-rio?-preguntó azorado el señor Tallarín, buscandocon los ojos por todas partes si llegaría a ver un pe-so duro.

-Todavía no, pero...-¡Ah! Pues entonces- repuso el ministro- repito

que no corre prisa- y volviéndose en la banqueta yhacia el portugués-: Avíseme usted, señor don Am-

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brosio de Castro y Pajarez, Almendrudo, Oliveira yCaraballo de Alburquerque y Santarem, en cuantollegue la hacienda.

Dicho esto, volvió Su Excelencia a anudar elroto hilo de su feliz ensueño, donde es fama quesoñó que era efectivamente ministro.

-Yo hab... b... blaré- dijo entonces uno de losconsejeros supremos, que era tartamudo-, yo habla-ré..., que he s... s... s... ido pr... pr… pr… pro... cu-rador...

-Mejor será que no hable nadie- dijo entonces elnotario al oído del Presidente-, si ha de hablar elseñor...

-Di... di... dice bien el señor not... notario- dijoentonces el consejero sentándose- p... por... porqueno acabaríamos nunca...

-Pido la palabra- dijo el que estaba a su lado.-¿Quién diablos se la ha de dar a Vuestra Exce-

lencia- dijo entonces el presidente, amoscado-, sinadie la tiene?

-Recuerdo a Su Excelencia- dijo el notario- queen el orden del gobierno de Su Majestad Imperialno se puede pedir la palabra, y que es frase mal so-nante; o hablar de pronto, o no hablar.

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-Si el señor Cuadrado no está para hablar- dijoentonces el Presidente- nos iremos a casa.

-Más estoy para obrar que para hablar- contestóSu Excelencia-; pero fuerza será, pues no hay quienhable. Digo en primer lugar que yo no doy un pasomás adelante si no se conviene en presentar mañanaa la firma de Su Majestad Imperial un decreto...¿Eh?

-Adelante.-Bueno. Y declaro como fiel y obediente vasallo

de Su Majestad Imperial el señor Carlos V, porquien derramaré desinteresadamente hasta la prime-ra gota de mi sangre, que no sigo en el partido si SuMajestad no lo firma.

-Mal pudiera oponerse la junta a tanta generosi-dad.

-Propongo, pues- continuó el Excelentísimo se-ñor cabo, ministro de la Guerra-, el siguiente de-creto que traigo para la firma. “Yo, don Carlos V,por la gracia del Reverendísimo padre Vaca y delExcelentísimo señor Cuadrado, Emperador de etc.,etc. (aquí los reinos todos). Sin entrar en razonesquiero y mando que queden suprimidos los carabi-neros de costas y fronteras, y se reorganice el anti-guo resguardo; quedando todos los fondos a

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disposición del Excelentísimo señor Cuadrado.- Yoel Emperador.- Al ministro de la Guerra Cuadra-do.” Y por el pronto será del resguardo el señorvasallo que está presente, encargado por ahora, yhasta que haya más, de obedecer las órdenes delGobierno.

-Alto- dijo al llegar aquí el señor canónigo Pre-sidente-, que yo traigo también mi decreto y dice asíel borrón mutatis mutandis.

(No hemos podido haber a las manos ningunacopia de este borrón, por más exquisitas diligenciasque hemos practicado; pero ya se deja inferir pocomás o menos su tenor. ¡Válgame Dios, y qué cosasse pierden en este mundo!)

Anotó el notario en el acta el segundo decreto, ypasó a proponer el siguiente, que acababa de redac-tar como ministro de Gracia y justicia. Dejandoaparte la gracia y la justicia, decía así el borrón:

“Artículo 1.° En atención a la tranquilidad conque posee y gobierna Su Majestad Imperial el señordon Carlos V estos sus reinos, todos los que las pre-sentes vieren y entendieren se entusiasmarán es-pontáneamente y se llenarán de sincera y voluntariaalegría, pena de la vida, en cuanto llegue a su noticiaeste decreto; debiendo durar el entusiasmo tres días

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consecutivos sin intermisión, desde las seis de lamañana en punto, en que empezará, hasta las diezde la noche por lo menos, en que podrá quedarsecada cual sereno.

“Art. 2.° No pudiendo concebir la junta Supre-ma de Castel-o-Branco el abuso de las luces intro-ducido en estos reinos de algún tiempo a esta parte,suprime y da por nulas todas las iluminaciones en-cendidas y por encender, en atención a que sólosirven para deslumbrar las más veces a sus amadosvasallos, y manda que no se solemnice ningunavictoria, aunque la llegara a lograr algún día casual-mente, con esa especie de regocijo en que nadie sedivierte sino los cosecheros de aceite.

“Art. 3.° Quedan prohibidas como perjudicialestodas las mejoras hechas, debiendo considerarsenula cualquiera que se hiciere sin querer, pues que-riendo no se hará.

“Art. 4.° Convencida la junta de que nada se sa-ca de las escuelas sino ruido, y que se calienten lacabeza los hijos de los amados vasallos del señordon Carlos V, quedan cerradas las que hubieseabiertas; debiendo olvidar cada vecino en el términoimprorrogable de tres días, contados desde la fecha,

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lo poco o mucho que supiese, so pena de tenerloque olvidar donde menos le convenga.

“Art. 5.° Siendo de algún modo necesario ha-cerse con vasallos para ser obedecido de alguien, lajunta Suprema perdona e indulta a todos los espa-ñoles que hubiesen obedecido a la Reina Goberna-dora, si bien reservándose, para cuando los tengadebajo, el derecho de castigarlos entonces uno auno o in solidum, como mejor le plazca.

“Art. 6.° No siendo regular que el SupremoGobierno se exponga al menor percance, tanto máscuanto que hay, en España, según parece, españolesque se hacen matar por su señor Carlos V, sin me-terse a averiguar si Su Majestad y sus adláteres pasancomo ellos trabajos, y dan su cara el enemigo, o siesperan descansadamente jugando a las bochas o algobierno, a que se lo den todo hecho a costa de susangre, para agradecérselo después como es cos-tumbre de caballeros pretendientes, es decir, a co-ces; la junta Suprema y el Gobierno de Su MajestadImperial permanecerá en Castel-o-Branco; tantomás cuanto que hay en Portugal muy buenos vinosy otras bagatelas precisas para la sustentación de susdesinteresados individuos; y sólo entrará en España,si entra, a recibir enhorabuenas y dar fajas y basto-

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nes a los principales facciosos y cabecillas que paralograrlos pelean desinteresadamente por el señorCarlos V, y bastonazos a los demás.”

-¡Viva! ¡Viva!- exclamó al llegar aquí toda lajunta, y es fama que despertó entonces el ministrode Hacienda, y aun hay quien añade que echó uncigarro a pesar del mal estado de su Ministerio.

Temblaba a todo esto el buen labriego, pues yahabía caído él en la cuenta de que si todos aquellosseñores habían de mandar, y no había otro sino élpor allí que obedeciese, era la partida más que desi-gual. Calculando, pues, que en pueblo donde nohabía más que la justicia y él, él había de ser forzo-samente el ajusticiado, andaba buscando arbitriospara escaparse del poder de la junta; la cual así pen-saba en soltarle, como quien lo consideraba enaquellos momentos un cacho de la apetecida Espa-ña, que la Providencia tiene guardada felizmentepara más altos fines.

Pero Dios, que no se olvida nunca de los suyos,aunque ellos se olviden de Él, lo había dispuesto deotro modo: no bien se había leído el último renglóndel decreto del notario, cuando se oyó en la calle unespantable ruido.

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-Éstos son tiros- exclamó Cuadrado, que era elúnico que alguna vez los había oído desde lejos.

-¡Tiros!- dijo el Presidente-. ¿A que estamos ga-nando una batalla sin saber una palabra?

-No corremos ese riesgo- entró gritando elportugués-; sálvense Vuestras Excelencias, sálvense;aquí quedo yo, que soy portugués y basto para ciencasteòaos. Os perdono- dijo entonces volviéndose alos que ya entraban-, os perdono, casteòaos; daos,que no os quiero matar.

Pero ya en esto diecinueve robustos contraban-distas habían entrado a dar sus diecinueve votos enla junta, y echándose cada uno un argumento a lacara: ¡Viva Isabel II!, dijeron. Hacíase cruces el Presi-dente, escondíase debajo de la banqueta el Excelen-tísimo señor ministro de Hacienda, tapaba elnotario de reinos el acta, no salía el tartamudo de lap... inicial de perdón, y hacían los demás un acto deatrición con más miedo del infierno que amor deDios. El labriego sólo era el que bendecía su estre-lla, y quien echando mano de un cordel que paraotros usos traía, dispuso a la junta en forma de traí-lla; la cual en la misma y más custodiada que tabacoen rama, por los diecinueve votos de contrabandoque habían levantado la sesión, se entró por los

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términos de España, a las voces del portugués, quecasi desde Castel-o-Branco les gritaba todavía enmal castellano:

-No tengan miedo Vuestras Excelencias, aun-que los aforquen los casteòaos; que yo, en acabandode pelear aquí por Su Majestad don Miguel I, que escosa pronta, he de pasar la raya; yo me llevo allá alemperador Carlos V, o me traigo acá a Castilla.

(1833)

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LOS TRES NO SON MÁS QUE DOS, Y ELQUE NO ES NADA VALE POR TRES

MASCARADA POLÍTICA

Mil veces les habrá sucedido a mis lectores, yaun a los que no me leen, oír una campana y que-darles una prolongada vibración en los oídos des-pués de haber sonado; les habrá sucedido tambiénviajando, durarles gran rato, después de apeados yadel carruaje, la sensación del movimiento y traque-teo producida por muchas horas de camino. Heaquí precisamente lo que a mí me ha sucedido y mesigue sucediendo todavía con el fantástico aparato ydesigual clamor que en mis sentidos dejaron las pa-sadas máscaras. Voy por la calle y se me antojan auncaretas las caras, y disfraces los trajes y uniformes.Oigo hablar de cosas nuevas, y, acostumbrado a

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tanta cosa vieja y a tanta broma, se me figura aunque me siguen embromando. Pasará sin duda estasensación, y será preciso creer a todo el mundo; pe-ro mientras pasa o no pasa, mientras creo o no creo,todo el trabajo de mi entendimiento limitado se re-duce por ahora a ver de conocer al que me habla,que no es poco. Con tal rumor en los oídos, con talprevención en la vista, salía yo la última noche delpasado carnaval de Abrantes, donde había codeadoa la aristocracia, y del teatro, donde me había co-deado a mí la democracia. Llena la cabeza de estasdos ideas, que no podía amalgamar nunca, y que asíse separaban al tocarse como se separan dos bolasde billar al chocar una con otra, se me antojó queentraba en un salón adornado por el orden antico-moderno; toda la parte alta gótica, góticas las pare-des y ventanas; el mueblaje y adorno bajo, del últi-mo gusto. Tres comparsas le llenaban, a lo queentonces me pareció. La menos numerosa era com-puesta toda de viejos (¡rara aprensión!), pero gordosy robustos; para hacer gente y engruesarse iba de-rramando su dinero con tanto sigilo, como si fuesemal adquirido y peor conservado; pero a cada mo-neda que daban ¡cosa rara!, perdían carnes y fuerzas.Toda esta comparsa andaba hacia atrás, más como

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quien huye que como quien anda; para lo cual traíanla cabeza y los pies vueltos al revés, que hacían rarafigura. Andaban desbandados a causa de hallarse sujefe a diligencias propias; pero en cambio presumíanserlo todos. Seguía a esta comparsa una porción depobres, rotos y mal parados, con una venda en losojos como pintan a la fe, creyendo a pies juntillascuanto aquellos les decían, y tomando varios dijesde poco valor en cambio de sus servicios. De cuan-do en cuando dábanles los magnates de la comparsaun palo, y unos respondían ¡viva! y otros respondían¡gracias! Raros trajes se veían entre ellos, pero ningu-no pasaba del siglo XVIII. Retazos de manteos,cruces y veneras, papel de Italia, espadines de Tole-do, tal cual estrella en la frente, látigo en la mano,calzón, peluquín y hebillas. Color general blancocomo la leche. Conversación poca; chispa ninguna.

La segunda traía jefe, o por mejor decir, repre-sentante; gente nueva, y la más barbilampiña; flacaaun como muchacho que está creciendo; conocíasea legua que no habían tenido tantas ocasiones decomer como los otros. No andaban, sino corrían;todo eran piernas. Bailaban todos, a una, y hacíanlos mismos pasos; encogíanse los altos, empinában-se los bajos; todo su prurito era andar iguales; al

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menor desnivel había gira y algazara. Pedían la pala-bra y tomaban lo demás. Venían vestidos de telas deinstitución, color de garantía: el disfraz era lo mejorque traían; si bien a muchos se les traslucían pordebajo juboncillos de ambición, con tal cual cenefillade empleo, y se conocía que no estaban hechos ausarlos, porque a los más les venían anchos. Éstosno repartían dinero, sino periódicos; dábanlos conaudacia y a venga lo que venga; si alguno se perdía ose interceptaba malamente, otro al puesto, comoquien tenía el molde en casa. Por el contrario de losotros, a cada periódico que daban ganaban carnes yrazón. Las caretas eran discursos históricos de suce-sión. Iban encendiendo las luces, que la primeracomparsa apagaba siempre que podía; pero el salónestaba iluminado, de donde era fuerza inferir que seencendían más de prisa que se apagaban. Seguía aéstos una turba desigual hambrienta de felicidad;verdad es que nunca la habían catado. Unos erangordos, otros flacos; unos tenían tres piernas, otrosuna; uno tres ojos, otro medio; quién era gigante,quién lilipuciano. Se os igualará, les iban diciendo losmagnates, nada más fácil, y lo creían sin mirarse des-pacio unos a otros, el tonto y el discreto, el tullido yel sano, el pobre y el rico. Estos creían en la felici-

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dad de este mundo; los primeros en la del otro. Suconversación buena, su chispa mucha, y mayor elruido que metían. Color general, negro.

Era el resto de la concurrencia la mayoría; perose conservaba a cierta distancia del que parecía sujefe. Era el color de éste un atornasolado claro, quevisto de distintos puntos lejanos parecía siempre uncolor diferente, pero en llegando a él no se le podíallamar color. Este y los suyos no andaban, aunquelo parecía, porque marcaban el paso; conociendoque no había para qué, unos traían pies, y otros lostraían de plomo. De medio cuerpo arriba venía ves-tido a la antigua esñola, de medio cuerpo abajo a lamoderna francesa, y en él no era disfraz, sino sutraje propio y natural. Ni era alto, ni bajo, ni gordo,ni flaco; sutil como cuerpo glorioso, y máscara, enfin, racional si las hubo nunca. No traía careta, sinoque enseñaba una cara de risa que a todos quería darcontento. Era su comparsa gente pasiva y estaciona-ria, de esta que tiene y no quiere perder, que no tie-ne por qué moverse, miedosa, que temeperniquebrarse a cada paso, escarmentada ya y para-lítica, envilecida con el sufrimiento y bien avenida atodo, o despreocupada, que se ríe de los hombres ysus partidos. Estos no decían nada, ni aplaudían, ni

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censuraban; traían caretas de yeso, miraban a unacomparsa, miraban a otra, y ora temblaban, y orareían. En realidad no hacían cuenta con su jefe; ésteera el que contaba con ellos; es decir, con su inercia.

En una palabra, parecían tres las comparsas yno eran más que dos. Cuando yo entré en el baileacababan de separarse; hasta entonces habían baila-do mezclados, porque hasta entonces no había fal-tado bastonero que los había hecho bailar a todos aun mismo son.

Apenas tuve tiempo de reconocer lo que llevodescrito, cuando se dirigieron a mí varios de la pri-mera comparsa.

-¡Ah, Fígaro maldito! Aquí está. ¡Nadie pase sinhablar al portero! ¡La planta nueva! ¿Sabes que noshas hecho más daño que un cañón?

-Mala entrada es ésta- dije yo para mí.-Mira- prosiguieron-, tú debes ser tonto. ¿Qué

provecho has sacado de tus artículos?-El gusto de escribir lo que pienso, y me sobra.-Eso por un lado, y por otro el que te ahorque-

mos, si... ¡desigual es el partido!-Ya me pondré a distancia respetable.-Vente con nosotros.-Gracias.

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-Te irá mejor; no hallarás rivales, porque no es-cribimos; te daremos una prebenda.

-Soy casado.-Te daremos un empleo en correos y podrás

interceptar las cartas.-No soy curioso.-Andarás por esas breñas.-No soy peregrino.-Dormirás al sereno.-Más quiero dormir sereno.-Tendrás inquisición y rey absoluto.-Lo agradezco, pero es tarde.-¡Matarle! ¡Matarle!-¡Ea, dejad a Fígaro!- dijeron los de la segunda

comparsa, sacándome de entre ellos-. Este es nues-tro, enteramente nuestro. ¿No es verdad, Fígaro?

-¡De corazón!-¡Bravo! Tú también eres igual.-Y si no soy igual, me es igual todo.-¡Ya! Por eso te descuidas, y haces a veces artí-

culos tan largos y tan pesados, y con tantas digre-siones y atrevimientos; no teniendo respeto a nadie,fácil es hacer reír...

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-No hay para qué hablar más, que ya me habéisconocido dije yo, apresurándome a interrumpir a losmíos, que me iban tratando peor que los contrarios.

Mientras esto me pasaba, en un rincón de la salaandábanse embromando los principales personajesde las dos comparsas.

-Estas bromas pararán en veras- dije yo para mí,y acerquéme a oír.

-Andad- decían unos-, hipócritas; a nosotros nonos embromréis, porque os conocemos; ahora an-dáis con careta del Pretendiente, pero es mentira;vosotros existíais antes que él. Vosotros triunfasteismalamente en Villalar en nombre de otro Carlos V;desde entonces no dejó de crecer un punto vuestraaudacia; vosotros fuisteis los que el año 14 enga-ñasteis a un rey y perdisteis a un pueblo; vosotroslos que el año 23...

-¡Silencio!- respondieron los otros-. ¿Qué nosecháis en cara? Echaos la culpa a vosotros mismos,que dos veces fuisteis los amos, y dos veces...

-Sí, pero no tengáis cuidado; a la tercera...-Veremos.-Sí; vosotros lo que queréis es embaucar al pue-

blo con vuestros sortilegios, cubrirle los ojos y ta-parle la boca para beber su sangre que os engorda;

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el favoritismo, el absolutismo, el oscurantismo, elfanatismo, el egoísmo... ésas son vuestras virtudes...ése es el Carlos V que proclamáis; y lo demás es far-sa y mascarada. Quitaos esas caretas de ley de FelipeV, que ya os hemos conocido.

-¡Miren!- contestaban los ofendidos-; ¿y quéqueréis vosotros? ¿Queréis hacer felices a los pue-blos? Broma y más broma. Igualdad, para tener to-dos derecho a todo, representaciones nacionalespara ocupar un puesto en ellas, porque todos hacéisoficio de leer y escribir, y pensáis que hablando...; ylos empleos, en fin, que por tantos años tuvimosnosotros, y las rentas que nos comemos y...

-Y bien, y bien, ¿y hay nada más justo? Noso-tros haremos el bien público, haciendo el nuestro,aun sin querer hacerlo...

-¡Careta! ¡Pretexto!-Pretexto, sí; pero más noble que el vuestro. En

nosotros tendrá la sucesión directa...-¡Fuera, fuera la careta! ¡También os conoce-

mos!-¡Holgazanes!-¡Ambiciosos!

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Al llegar aquí la broma, exasperáronse unas yotras máscaras, y ¡oh! ¡qué noche de horror y deconfusión!

-¡A ellos, a ellos!- gritaron unos y otros desen-vainando sus armas. Un paquete de Boletines de Co-mercio atrasados, lanzado por un brazo vigoroso yjoven, vino a estrellarse sobre un grupo de peluqui-nes; seis cayeron del golpe. Diecinueve Siglos, llenosde reconvenciones, se alzaron a una contra la pan-dilla blanca; y ¿quién les pudiera resistir? Tampocose descuidaban los acometidos; volaban Estrellaspor todas partes, pero daban en el aire con los Siglosy los Boletines que iban y caían desvaneciéndose co-mo los fuegos fatuos del verano. Un discurso par-lamentario encontraba en el aire una exhortacióncarlista y arrollábala al punto. ¡Qué furor! VolabanTiempos y Cínifes, lanzábanse Ateneos y Minervas; ene-migo herido de ellos, enemigo dormido y fuera porconsiguiente de combate. Hasta hubo quien sacóCorreos, Crónicas y Auroras, armas prohibidas porquesuelen dispararse contra el mismo que las carga.¿Quién diría el destrozo y la mortandad? ¿Y quién elfin de tan sangrienta lucha, si el jefe de la inertecomparsa no se apareciese con una sonrisa en laboca y una Revista en la mano? Interpúsola el ator-

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nasolado como pudiera Mercurio su caduceo, y ce-dieron los combatientes al arma más pesada. Todosquedaron aplanados. ¡Ay de aquel a quien le cayóencima una noticia diversa! ¡Ay del que tuvo quesufrir el peso de la crónica de provincias! ¡Mísero elque sintió sobre sí la Cámara de los Diputados!Quiso la buena suerte que esto cayese todo sobre lacomparsa blanca, y nadie de ella pudo ya levantar lacabeza. Roncaban unos, y otros se quejaban amar-gamente. En la comparsa nueva cayó un artículo deentrada, y ¡oh prodigio! como el maná, súpole a ca-da uno al manjar más de su gusto; a nadie emperolevantó chichón ni cardenal.

-¡Hola! ¿Quién es éste? ¿Es vuestro?- pregunta-ron los jóvenes a sus contrarios.

-¿Qué ha de ser nuestro? ¡Ay míseros!- contesta-ron los vencidos.

-¡Ah! ¡ya!- repusieron los primeros-. ¿Quién dia-blos te había de conocer? Vaya, pase, pase pornuestro; mira, júzganos...

-¿Yo juzgar?- dijo el mediador-. No lo permita elcielo. Si fuera conciliar...

-Mira que si no quieres ser nuestro juez serás sureo... ¡Esos hipócritas!...

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-¡Oh! no; hipócritas precisamente, no... seducto-res...- dijo el mediador.

-¡Revolucionarios!- gritaron los viejos.-Revolucionarios precisamente... no... fautores de

asonadas... - interrumpió el justo medio.-¡Fanáticos!- gritaron los jóvenes.-No, fanáticos, no... ilusos, incautos.-¡Ignorantes!-¡Incrédulos!-Señores, todos tienen ustedes razón; la unión,

la cultura, un justo medio... ni uno ni otro... las doscosas...

-¡Nosotros queremos todo nuevo!-No, nuevo no- dijo el justo medio.-¡Nosotros, todo viejo!-No, viejo no- repuso el atornasolado.-¡Nosotros lo negro!-¡Nosotros lo blanco!-Todo, bien, todo; si se puede, todo; está enten-

dido; daremos un blanco que tire a negro, y un ne-gro que tire a blanco.

-¿Conque sí?-No digo que sí, precisamente... mas...-¿Conque no?-No digo que no, precisamente... pero...

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-Eso, eso es ponerse en la razón- dijo a estepunto, levantándose pausadamente, la mayoría hastaentonces inmóvil-; nosotros estamos por ese señorde la antigua española y moderna francesa. No so-mos partido, pero somos los más. Venga cualquiercosa, llámenlo como quieran, y vayamos viviendo.De cualquier modo hemos vivido hasta ahora, decualquier modo moriremos.

-La verdadera diversión, señores, si me atrevo allamarla así- dijo entonces animado con su inmensafuerza el atornasolado de no conocido color-, estomar, permítaseme la frase, de los juegos veneran-dos antiguos lo preciso, modificándolo según elhumor de los que han de divertirse [en el día, y si esque alguien ha de divertirse]. Y a propósito de estodiré para convencer a ustedes lo siguiente: Las nece-sidades y las reformas, las instituciones y garantías,así como la antigua monarquía de las ideas nuevas,la discordia, la hidra de las revoluciones, y la bondadde arriba abajo, y no de abajo arriba, la legitimidad,los malévolos seducidos, un campo de horror y dul-ce fraternidad, los sucesos retrógrados y las masasprogresivas... Otras cosas podría decir... pero... ¡Cu-án dulce es la paz, señores! Y por fin el talento esmío, mía la experiencia, el tacto mío y la nación mía,

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porque no es de nadie, porque es pasiva; al que seoponga a mi justa conciliación- añadió riéndose conla más amable y cariñosa sonrisa-, al que no quieraser feliz, como yo entiendo la felicidad, harásele fe-liz, mal que le pese.

Un prolongado clamor de la multitud inmensa,tan callada toda la noche, pero un clamor no deentusiasmo pasajero, sino tranquilo, sereno, como lavoz del poder que no ha menester esforzarse parahacerse oír, aplaudió sordamente la alocución am-bilátera que, traducida al lenguaje inteligible, queríadecir a unos: Ya es tarde; y a otros: Es temprano toda-vía.

Restablecida la paz y el silencio, desapareció amis ojos el baile y ambos partidos con él; halléme enmedio de Madrid repitiendo para mí: Los tres no sonmás que dos, y el que no es nada vale por tres.

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CARTA DE FÍGARO

A UN BACHILLER, SU CORRESPONSAL

Yo no sé si se acordarán todos los suscritores denuestro decano periódico de aquel Fígaro condena-do a provocar su sonrisa eternamente, tenga él o nohumor de divertirse a sí o a los demás. Pero sí pue-de muy bien haber sucedido que la mayor parte denuestros lectores no se hayan acordado más de no-sotros que nuestra ilustrada junta sanitaria de surtirde medicinas a Madrid; al menos tenemos la positi-va y halagüeña seguridad de que uno siquiera hanotado la falta de nuestros cándidos párrafos du-rante tan largo silencio. Este ha sido un aficionado anuestro papel, encerrado, según nos dice, en uno delos más recónditos rincones de esta Monarquía, atrozos regenerada, a trozos oprimida todavía por el

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oscurantismo, alimaña tan de moda de algún tiempoa esta parte en periódicos y alocuciones. Fírmase ElBachiller, y dirige al señor Fígaro exclusivamente sucarta, reducida a un sin fin de preguntas acerca delas circunstancias; a las cuales contestaríamos priva-damente a no dar la funesta casualidad de que olvi-da nuestro Bachiller lo principal, como se usa en elpaís, y no nos dice el pueblo de su residencia, ni lafecha a que escribe, ni el modo de ponerle el sobre,contando sin duda demasiado con la sagacidad delas redacciones de periódicos. Careciendo, pues, deun medio seguro de hacer llegar a sus manos la res-puesta, y siendo por otra parte demasiado atentospara dejar a nadie sin ella, porque al fin ni somossantos ni autoridades, que son los únicos que a todoel mundo oyen y a ninguno contestan, nos decidi-mos a insertar en nuestro gacetín estas letras, ciertosde que allá en la librería del pueblo donde estuvierenuestro corresponsal se las encontrará, quedando deeste modo solventada con él la deuda de urbanidadque nos obliga a contraer.

En esto no hacemos sino imitar el ejemplo deun cura catalán, cuyo caso contaremos. Debíale uneclesiástico de un pueblo de Andalucía una peseta;cantidad que, si bien no era para perdida, debía con-

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siderarse como tal, por la dificultad de hacer la re-mesa a tanta distancia o de girar una letra de tanmódico importe. Escribíale, pues, en vista de esto,el aprovechado clérigo catalán: “Muy señor mío:Con respecto a la cuenta que de la citada peseta te-nemos pendiente, he discurrido que por el presenteaviso puede echarla en el cepillo de ánimas de laiglesia de ese pueblo, pues yo ya la he sacado del deéste a buena cuenta; y en paz. Con lo cual queda deusted su afectísimo capellán el cura de...”

Ahora bien, he aquí nuestra contestación al in-cógnito corresponsal.

Mucho me huelgo, señor Bachiller de ese pue-blo, de cuyo nombre mal pudiera acordarme, dehaber recibido su carta benévola y preguntona.

Hónrame sobremanera la falta que nota de es-critos míos en la “Revista”, pero ha de hacerse car-go de muchas cosas. Mis artículos, en primer lugar,no han de ser artículos de decreto que se fragüen aun dos por tres y a salga lo que saliere, sin perjuiciode enmendarlos luego o de que nadie se cure deobedecerlos. Al fin tengo mi poco o mucha reputa-ción que perder. Por otra parte, acaso no sabrá vue-sa merced que desde que tenemos una racionallibertad de imprenta, apenas hay cosa racional que

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podamos racionalmente escribir. Si a esto se agrega,como vuesa merced no tendrá dificultad en agre-garlo, que estamos ahora los periodistas tratando detomar color, para lo cual tenemos que esperar a quelo tome primero el Gobierno con el objeto de to-mar otro distinto, puesto que él se ha quedado conla iniciativa, no se admirará de que callemos noso-tros, bien así como él calla en puntos de más prisa ytrascendencia.

Además, aunque los partes oficiales y los relatosde las sesiones en sustancia no dicen nada, no dejanpor eso de ser largos; nos ocupan por consiguientelas tres cuartas partes de nuestras columnas, y nonos dejan espacio para nada. Añada vuesa merced aesas causas que yo escribo tan despacio, que cuandoestoy sobre mi bufete con la pluma en la mano, noparece sino que estoy organizando la milicia urbana,o tomando providencias contra algún motín.

Por lo demás, aquí, según usanza antigua, todova como Dios quiere, y no puede haber cosa mejor,porque al fin Dios no puede querer nada malo.Nuestra patria camina a pasos agigantados hacia elfin para que aquel Señor la crió, que es su felicidad.Por el pronto ya tenemos el uniforme de los señorespróceres, que es manto azul rastrero, según las ve-

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nerandas leyes del siglo XIV, exceptuando el tercio-pelo, que no alcanzaron aquellos Estamentos, sibien aquí entra el modificar aquellos venerandosusos según las necesidades del día; verdad igual-mente aplicable al calzón de casimir, media de seda,hebilla y tahalí, de que nada dicen Pero López deAyala, ni Zurita, ni el Centón, pero que constituyencon la gola altibaja y demás este nuevo antico-moderno. Tiene su correspondiente espada, su go-rro y su enagüilla de glacé. Dicen que cuesta mucho;pero más ha costado llegar a ese punto. Si vuesamerced tiene baraja, como es de suponer, mirandoal rey de espadas podrá formar una idea aproxima-da, y por ende verá que es bonito; y que si bastan,como es de creer, para costearle los sesenta mil rea-les del procerazgo, ha de ser curioso el ver a esosseñores vestidos y hablando, todo a un tiempo.

Igualmente sabrá vuesa merced como todas lasvísperas de alboroto, que según parece va a ser elpan nuestro de cada día, se deberán afeitar como lapalma de la mano todos los que tengan bigote, porser incompatibles estos cuatro pelos con el orden yla libertad racional. Efectivamente que muchas desus calamidades le vienen al hombre de no saberechar pelillos a la mar. Por esas medidas conocerá

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vuesa merced que aquí no nos dormimos en las pa-jas.

Tal vez habrán dicho en ese villorrio que está elcólera en Madrid. Lo que es aquí nadie lo sabe deoficio; lo que hay no es el cólera, sino una enferme-dad reinante y sospechosa; tanto, que esas malditas sos-pechas han llevado a muchos al cementerio, enfuerza sin duda de lo cavilosos. Pero si bien a vuesamerced que mueren tantas y cuantas gentes al día,no lo crea; al día no muere nadie, porque si así fuesehabría parte sanitario, si es que no le dan por nohaber sanidad maldita de que darle. En consecuen-cia, si el mal está en Madrid, la autoridad lo tienecallado, y así [es] que nadie lo sabe.

Tres cosas, sin embargo, van mejor todos losdías sin que se eche de ver: la libertad, la salud y laguerra de Vizcaya. ¡Tal es la reserva con que se ha-cen estas cosas!

¿Se sabe algo por ahí, señor Bachiller, de donCarlos? Por acá todos convenimos en que está enLondres, en Francia y en Elizondo a un mismotiempo, así como están de acuerdo los médicos enque el cólera no puede venir a Madrid por estar muyalto, y en que es contagioso y no epidémico, y epi-démico y no contagioso. En cuanto al modo de cu-

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rarlo, ya averiguado, llenos están los cementerios depreservativos seguros, de remedios infalibles y demétodos curativos. Volviendo a don Carlos, dicenque el Gobierno sabe de fijo dónde para; pero vayausted a preguntárselo.

Por acá no se encuentra un procurador, ni uncajista de imprenta, ni un médico, ni un limón, niuna sanguijuela por un ojo de la cara; pero para esose encuentran mendigos a pedir de boca, basura enlas calles a todas horas, y una camilla al volver decada esquina.

¡Ah! se me olvidaba; el discurso de la Corona hagustado generalmente; es tan bueno que es de aque-llas cosas que no tienen contestación; a lo menoshasta ahora nadie se la ha dado. Se asegura, sin em-bargo, que la están pensando a toda prisa.

Díceme que viene vuesa merced a Madrid. Siestá pronto a presentar sus cuentas a Dios, vengacuanto antes. Si viene a pretender, o ha tenido em-pleo y ha sido emigrado en tiempo de la Constitu-ción, no hay para qué. Si es carlista puede venirseguro de adelantar algo, que carlistas, y muchos,encontrará en buenos destinos, que le favorezcan;preguntaráme tal vez si no los quitan: ¿para qué, siandando el tiempo ellos se irán muriendo? Si viene

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a oír las discusiones elementales, en buena hora, porlo que respecta al Estamento de Procuradores; puesen el de Próceres han encaramado al público en uncamaranchón estrecho y cortilargucho, según dice LaPata de Cabra, como si no quisieran ser oídos. Seestá allí tan mal como en el teatro de la Cruz o enun concierto de guitarra. Han arrinconado igual-mente en un ángulo del techo a los taquígrafos, detal suerte que parecen telas de araña.

Muy alto piensan hablar si desde allí les han deseguir la palabra.

No sé si me dejo algo a que contestar; si así fue-se, en otra carta irá, pues a la hora que es ando deprisa por tener que formar una lista de los señoresprocuradores que no han llegado aun, y otro de loscordones sanitarios inútiles que hay en España, quecogerá algunos pliegos.

Quedo, pues, rogando, señor Bachiller, que losfacciosos de las gavillas que hace un año se estándestruyendo todos los días completamente, no in-tercepten por esas veredas esta carta, y que la admi-nistración de correos, tan bien montada en este país,no la incomunique para diligencias propias, o no sela mande por América, así como recibimos, por quésé yo dónde, la correspondencia de Francia, merced

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a las victorias no interrumpidas que nos tienen ex-pedita la carretera principal.

De vuesa merced, señor Bachiller, atento servi-dor.

P. D. No se le importe a vuesa merced un bledode las venidas de don Carlos a este país, pues que laCuádruple Alianza está contratada para su conduc-ción fuera de la península, cuantas veces se le halla-re; porque en lo del dejarle venir, coja vuesa mercedel texto y verá como nada hay tratado, además deque mal pudiera la Cuádruple Alianza sacarle de lapenínsula si él no viniera.

(1834)

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TERCERA CARTA

DE UN LIBERAL DE ACÁ A UN LIBERALDE ALLÁ

Dos cartas he recibido tuyas, querido Silva, launa en letra de molde por el conducto de esta esta-feta pública, y secreta la otra en que nos haces a losliberales de acá estupendos cargos. No tiene la pri-mera contestación, o al menos a mí no me ocurre,lo cual es lo mismo, puesto que he de ser yo quienla ha de dar. Tiénela, sí la segunda, y larga; tanto,que pudiera ocupar con ella más pliegos que ocupóla memoria de marina presentada en las Cortes, mástiempo que dura una facción, y más terreno que elque reconoce cuando y como quiere Zumalacárre-gui, sin darte por eso más fruto ni más substanciaque el que pueden dar de sí todas esas cosas juntas.

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¿Me preguntas si es gobierno representativo loque tenemos? No entiendo yo muchas veces tuspreguntas. Todo es aquí representativo. Cada liberales una pura y viva representación de los trabajos ypasión de Cristo, porque el que no anda azotado,anda crucificado. Luego, no hay oficina en que nose encuentren representaciones de algún quejoso:hay, por otra parte, muchos que están representan-do a cada paso sobre lo mucho que no se hace y lopoco que se deshace; verdad es que no se cuida másde estas representaciones que de las teatrales; pero¿son o no son representaciones? Cada español, porotra parte, representa un triste papel en el dramageneral, y toda nuestra patria misma está a dos de-dos de representar el cuadro del hambre... Todo es,pues, pura representación; venirnos, pues, con lapregunta truhanesca de si estamos o no en un sis-tema representativo, es burlarse de uno en sus bar-bas y preguntarle a un borracho si bebe vino.Desengáñate de una vez, y acaba de creer a piesjuntillas, no sólo que vivimos bajo un régimen re-presentativo, aunque te engañen las apariencias, si-no que todo esto no es más que una purarepresentación, a la cual, para ser de todo puntoigual a una del teatro, no le faltan más que los silbi-

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dos, los cuales, si se ha de creer en corazonadas y ensíntomas y señales anteriores, no deben andar muylejos, ni de hacerse esperar mucho, según la maretasorda que se empieza ya a sentir.

Añades que no somos libres. Menos entiendoyo esto que lo otro. Gozamos de la más amplia li-bertad posible; y en esto te juro que hemos llegadoa tal altura de tolerancia y despreocupación, queninguna nación culta ni inculta rayó jamás tan alto.Y voy a darte la prueba. Suponte por un momento,aunque te pese hasta el figurártelo, que eres español.(No te aflijas, que esto no es más que una suposi-ción.) Que eres español, y que dices para tu capote,por ejemplo: “Yo quiero ser carlista”. Enhorabuena:coges tu fusil y tu canana, y ancha Castilla; nadie telo estorba. ¿Que te cansas de la facción y que te vasa tu casa? Nadie te dice una palabra, con tal que,tantas cuantas veces lo hagas, uses de la fórmula dedecir que te acoges a algún indulto de los últimosque hayan salido, o de los primeros que vayan a sa-lir. Ya ves tú que esto no cuesta trabajo. ¿Que televantas un día de mal humor, y que conspiras co-mo carlista, o que te defiendes en tu cuartel a bala-zos o con cualquier otro medio inocente? Vas aFilipinas y ves tierras, y siempre aprendes geografía.

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Verdad es, que si como te había de dar porconspirar en favor de los diez años, te da por cons-pirar en favor de los tres, hay una diferencia, y esque entonces no necesitas salir al campo ni tirar untiro para que te prendan, sino que te vienen a pren-der a tu misma casa, que es gran comodidad; pero,amigo, no se cogen truchas a bragas enjutas, y algole ha de costar a uno ser liberal. Y luego, que eso tesucederá si eres tonto, porque nadie te manda serliberal; tú puedes ser lo que te dé la gana. Añade aeso que libertad completa no la hay en el mundo,que eso es un disparate. Así es que cuando yo digoque somos libres, no quiero yo decir por eso quepodemos ser liberales a banderas desplegadas y salirdiciendo por las calles “¡Viva la libertad!” u otrosdespropósitos de esta especie; ni que podemos daren tierra con los empleados de Calomarde, que que-dan en su destino, lo cual tampoco sería justo, por-que yo no creo que porque los haya empleado ésteo aquel dejen por eso de necesitar un sueldo. ¡Po-brecillos! Nada de eso: quiero decir que podemosgritar en días solemnes “¡Viva el Estatuto!” y pode-mos estarnos cada uno en su casa, y callar a todosiempre y cuando nos dé la gana. Si esto no es li-bertad, venga Dios y véalo. Lo mismo es esto que lo

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que acerca de la libertad de imprenta me añades. ¿Yquién duda que tenemos libertad de imprenta? ¿Quequieres imprimir una esquela de convite; más, unaesquela de muerte; más todavía, una tarjeta con to-do tu nombre y tu apellido, bien especificado? Na-die te lo estorba. Ahí verás cuán equivocados vivís,y cuán peligroso es creerse de los informes que dacualquiera. ¿Que eres poeta, y que llega un día de SuMajestad y haces una oda? Allí puedes alabar todolo que pasa, y puedes decir que todo va bien enbuenos o malos versos, que toda esa libertad te de-jan. Y también puedes decirlo en prosa, y puedes nodecirlo de ninguna manera, si eres hombre de senti-do común, y nadie se mete conmigo. ¿Que quierespublicar un periódico? Nada más fácil. Vas, y ¿quéhaces? Lo primero, reúnes seis mil reales de renta,que esto en España todos nacen con ellos, y si no,los encuentras a la vuelta de una esquina. Lo segun-do, entregas veinte mil reales en depósito; ¿que nolos tienes? también los encuentras al momento.Aquí todo el mundo te convida con una talega aprimera vista. Y estos veinte mil reales son sagrados,como todos los depósitos, como lo de Gremios,etc., etc. El día de mañana, o al otro, por ejemplo, telos vuelven. Pides luego tu licencia; ¿que te la nie-

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gan, o que no tienes las cualidades necesarias...? Nopublicas tu periódico. Y está muy bien, porque si noeres empleado de nombramiento real, o no eres ma-yorazgo de seis mil reales de renta, o no eres aboga-do del Colegio, que es lo que hay que ser enEspaña, ¿qué has de publicar en tu periódico, sinotonterías y oscurantismo? Pero ¿que eres apto, nopor tus luces o tu patriotismo, sino por tus reales otus pedimentos del Colegio (de otra parte no), y quete dan tu licencia? Te ponen tu censor correspon-diente, que te deja decir todo, por supuesto, y llué-vete suscripción encima, porque eso sí, el país esamigo de leer, y es una viña para especulaciones,sobre todo literarias.

Rectifica, pues, amigo Silva, tus ideas con res-pecto a España, y cree no sólo que vivimos bajo unrégimen representativo, sino que somos libres másque ninguna nación del mundo, y que tenemos am-plia libertad de imprenta.

Una vez convencido de estas tres bases funda-mentales, tratará de convencerte de esas otras me-nudísimas dudas que abrigas acerca de laprosperidad de la España, que no le va en zaga en

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nada a Portugal,

EL LIBERAL DE ACÁ.

P. D. La Cuádruple Alianza sigue produciendosaludables efectos.

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LO QUE NO SE PUEDE DECIR, NO SEDEBE DECIR

Hay verdades de verdades, y a imitación del di-plomático de Scribe, podríamos clasificarlas con mu-cha razón en dos: la verdad que no es verdad, y...Dejando a un lado las muchas de esa especie que entodos los ángulos del mundo pasan convencional-mente por lo que no son, vamos a la verdad verda-dera, que es indudablemente la contenida en elepígrafe de este capítulo.

Una cosa aborrezco, pero de ganas, a saber:esos hombres naturalmente turbulentos que se ali-mentan de oposición, a quienes ningún Gobiernoles gusta, ni aun el que tenemos en el día; hombresque no dan tiempo al tiempo, para quienes no hayministro bueno, sobre todo desde que se ha conve-nido con ellos en que Calomarde era el peor de to-

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dos; esos hombres que quieren que las guerras noduren, que se acaben pronto las facciones, que hayalibertad de imprenta, que todos sean milicianos ur-banos... Vaya usted a saber lo que quieren esoshombres. ¿No es un horror?

Yo no. Dios me libre. El hombre ha de ser dócily sumiso, y cuando está sobre todo en la clase de lossúbditos, ¿qué quiere decir esa petulancia de juzgara los que le gobiernan? ¿No es esto la débil y mez-quina criatura pidiendo cuentas a su Criador?

La ley, señor, la ley. Clara está y terminante: im-presa y todo; no es decir que se la dan a uno de ta-padillo. Ese es mi norte. Cójame Zumalacárregui, sise me ve jamás separarme un ápice de la ley.

Quiero hacer un artículo, por ejemplo: no quie-ro que me lo prohíban, aunque no sea más que porno hacer dos en vez de uno. ¿Y qué hace usted?, medirán esos perturbadores que tienen siempre laanarquía entre los dedos para soltársela encima alprimer ministro que trasluzcan, ¿qué hace usted pa-ra que no se lo prohíban?

¡Qué he de hacer, hombres exigentes! Nada: loque debe hacer un escritor independiente en tiem-pos como estos de independencia. Empiezo porponer al frente de mi artículo, para que me sirva de

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eterno recuerdo: Lo que no se puede decir, no se debe de-cir. Sentada en el papel esta provechosa verdad, quees la verdadera, abro el reglamento de censura: nome pongo a criticarlo, ¡nada de eso!, no me compe-te. Sea reglamento o no sea reglamento, cierro losojos, y venero la ley, y la bendigo, que es más. Ycontinúo:

Artículo 12. No permitirán los censores que se insertenen los periódicos:

Primero: artículos en que viertan máximas o doctrinasque conspiren a destruir o alterar la religión, el respeto a losderechos y prerrogativas del trono, el Estatuto Real y demásleyes fundamentales de la Monarquía.

Esto dice la ley. Ahora bien: doy el caso que meocurra una idea que conspira a destruir la religión.La callo, no la escribo, me la como. Este es el mo-do.

No digo nada del respeto a los derechos y pre-rrogativas del trono, el Estatuto, etc., etc. ¿Si les pa-recerá a esos hombres de oposición que no meocurre nada sobre esto? Pues se equivocan; ni cómohe de impedir yo que me ocurran los mayores dis-parates del mundo. Ya se ve que me ocurriría entraren el examen de ese respeto, y que me ocurriría in-vestigar los fundamentos de todas las cosas más

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fundamentales. Pero me llamo aparte, y digo paramí: ¿No está clara la ley? Pues punto en boca. Esverdad que me ocurrió; pero la ley no condena ocu-rrencia alguna. Ahora, en cuanto a escribirlo, ¿nofuera una necedad? No pasaría. Callo, pues; no lopongo, y no me lo prohíben. He aquí el medio sen-cillo, sencillísimo. Los escritores, por otra parte, de-bemos dar el ejemplo de la sumisión. O es ley, o noes ley. ¡Mal haya los descontentadizos! ¡Mal haya esafunesta oposición! ¿No es buena manía la de opo-nerse a todo, la de querer escribirlo todo?

Que no pasan las sátiras e invectivas contra la au-toridad; pues no se ponen tales sátiras ni invectivas.Que las prohíben, aunque se disfracen con alusiones oalegorías. Pues no se disfrazan. Así como así, ¡no pa-rece sino que es cosa fácil inventar las tales alusio-nes y alegorías!

Los escritos injuriosos están en el mismo caso, auncuando vayan con anagramas o en otra cualquieraforma, siempre que los censores se convengan de que se aludea personas determinadas.

En buen hora: voy a escribir ya; pero llego aeste párrafo y no escribo. Que no es injurioso, queno es libelo, que no pongo anagrama. No importa;puede convencerse el censor de que se alude, aun-

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que no se aluda. ¿Cómo haré, pues, que el censor nose convenza? Gran trabajo: no escribo nada; mejorpara mí; mejor para él; mejor para el Gobierno: queencuentre alusiones en lo que no escribo. He aquí,he aquí el sistema. He aquí la gran dificultad portierra. Desengañémonos: nada más fácil que obede-cer. Pues entonces, ¿en qué se fundan las quejas?¡Miserables que somos!

Los escritos licenciosos, por ejemplo. ¿Y qué sonescritos licenciosos? ¿Y qué son costumbres? Discu-rro, y a mi primera resolución, nada escribo; másfácil es no escribir nada, que ir a averiguarlo.

Buenas ganas se me pasan de injuriar a algunossoberanos y gobiernos extranjeros. Pero ¿no lo prohíbe laley? Pues chitón.

Hecho mi examen de la ley, voy a ver mi artí-culo; con el reglamento de censura a la vista, con laintención que me asiste, no puedo haberlo infringi-do. Examino mi papel; no he escrito nada, no hehecho artículo, es verdad. Pero en cambio he cum-plido con la ley. Este será eternamente mi sistema;buen ciudadano, respetaré el látigo que me gobier-na, y concluiré siempre diciendo:

Lo que no se puede decir, no se debe decir.(1834)

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DOS LIBERALES, O LO QUE ESENTENDERSE

PRIMER ARTÍCULO

Entre las personas que me hacen demasiado fa-vor, sin duda, en ocuparse de los articulejos que hesolido dar a luz durante mi corta existencia perio-dística, algunos hay que me dirigen diariamenteamistosas reconvenciones sobre lo perezosa que seha hecho mi pluma de algún tiempo a esta parte.Esto es lo que llamaría yo de buena gana no saberde la misa la media, si no temiese ofender a los quecon su aprecio me honran y distinguen: no entraréen aclaraciones acerca del particular, porque acasono me bastara el querer satisfacerlas: sólo les diréque llamarme perezoso equivale a reconvenir a uncojo de ambas piernas porque no ande. Si esto no

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basta, ya no sé qué decir: ¡ojalá no sobre! Les podréañadir, que por una rara combinación de circuns-tancias que mis lectores no entenderán, y que yoentiendo demasiado, nunca escribo yo más artículosque cuando ellos no ven ninguno, de suerte que envez de decir: “Fígaro no ha escrito este mes”, fueramás arrimado a la verdad decir el mes en que nohubiesen visto un solo Fígaro al pie de un artículo:“¡Cuánto habrá escrito Fígaro este mes!” Parece lacosa digna de explicación; pero, amigo lector, comode esas cosas suceden que no se explican, y comode esas cosas se explicarían que no se entenderían.

Sentadas estas bases, basta por toda satisfacciónsaber que tengo un criado montañés, que, a fuer dequererme, se toma conmigo raras libertades: lomismo es ver que he escrito como cosa de uncuarto de hora, que es todo lo más que él me per-mite, porque blasona de cuidarse mucho de mi bie-nestar, éntrase en mi cuarto gruñendo entre dientes,como criado viejo; tiende la vista descortésmentesobre mi papel, y mirándole sólo con un ojo a causade no tener otro: “¡Hola!- dice-, ¿oposicioncita, eh?¡Basta, señor, basta!”, y unas veces derribando eltintero sobre el escrito llénamelo de borrones, yotras, que son las más, asiendo de un apagador, en-

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cájalo por montera sobre el candelero y apaga la luz.Yo no sé con quién diablos ha servido el tal monta-ñés; pero él jura que esto me conviene; verdad esque me conoce, y sabe que si no me fuera a la manoestaría escribiendo todavía, porque, como él dice, lamateria no es corta, y la intención no es buena. Elmontañés tiene ascendiente sobre mí, sin que yo lopueda remediar; por consiguiente no hay echarle decasa: conténtome, pues, con decir, cada vez que mecorta el hilo de mis eternos discursos:

Dios le dé salud,Dios le dé salud,

A aquel montañésQue apagó la luz.

Cantaba yo por lo bajo este refrán (porque porlo alto no me atrevo a cantar) esta mañana misma,contemplando con las lágrimas en los ojos y a oscu-ras el estrago que había hecho en mi bufete la últi-ma visita de mi montañés, cuando vuelve éste aentrar con el correo en la mano: es de advertir queyo llamo correo a toda carta que recibo, por la sim-ple razón de que, según está en el día el servicio decorreos, resulta ser igual enviar una carta por la va-

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lija pública o llevarla uno mismo: entró, pues, conmi correo de Madrid, y entre algunas apuntacionesque me envían mis corresponsales, las cuales así meguardaré yo de publicarlas, como se guardará el cen-sor de permitirlas, encuéntrome con dos cartas evi-dentemente de liberales, puesto que cada uno traesu hoja de servicios al margen: ambos de buena fe,amantes ambos del bien de su país. Y como se re-duzcan ellas a darme cuatro consejos que tengo bienmerecidos por los muchos desmanes que he come-tido en punto a escribir, y por los que pienso seguircometiendo en cuanto pueda, trasladarélas al curio-so lector, si es que ha quedado lector curioso enEspaña después de todo lo que se ha leído en la lar-ga fecha que llevamos de completa libertad intelec-tual (sea dicho con licencia de Dios y de laconciencia).

Dice el uno:“Señor Fígaro: gracias a Dios, impertérrito es-

critor, que ha dado usted algún descanso a su plu-ma: no le negaré a usted que sus artículos me hansolido hacer reír alguna vez; pero siempre tuve enmedio de eso deseos vehementes de dar a usted unconsejo. Yo, señor Fígaro, soy liberal desde chiqui-to, así como hay otros chiquitos desde liberales; an-

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duve en lo del año 12, asunto de grandes controver-sias; que salvé, pues, la patria de la dependenciafrancesa, no hay para qué decirlo; que vino el Rey,todo el mundo lo sabe: ¡ojalá nadie lo supiera! y quefui luego a Melilla, eso lo sé yo, y basta. Vino el año20 y vine yo: es decir, que vinimos todos. Cómo semanejó aquello, pues la cosa fue sonada, ya habrállegado a oídos de usted, porque le tengo por liberalde esta nueva cría. Fue el caso no habernos enten-dido, que a entendernos otro gallo nos cantara; pero¿qué quiere usted? La inteligencia no fue el don deque anduvo más pródigo el Ser Supremo; en cambionos dio memoria de firme, para nuestra desdicha, yvoluntad, la cual podemos tener todo lo mala posi-ble. ¡Tal es el hombre! Pero si nosotros no nos en-tendimos parece que nos entendió Angulema, y aunnos tradujo y nos refundió de tal suerte, que que-damos peor parados que comedia antigua en manosde poeta moderno. ¿Y quién tuvo la culpa? La li-bertad de imprenta. Claro está. Y si no, lo probaré.Las naciones del norte vieron que la chispa eléctricacorría demasiado, suscitaron aquí el partido des-contento, y alzáronse las guerrillas. Ya ve usted queesto es claro, ¡la libertad de imprenta!

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“Dieron dinero y auxilios, y la facción creció.Verdad es que la facción no sabía leer. Pero si nohubiera sido por la libertad de imprenta, la facciónno hubiera crecido.

“Acaloráronse los ánimos, y de puro no saberleer ni escribir, no nos pusimos de acuerdo. ¡Ya veusted! ¡La libertad de imprenta!

“Entró Angulema, y ¿quién le dio sus bayone-tas? La libertad de imprenta.

“Hubo desgraciadamente defección, torpeza omala fe en nuestro ejército, y a Cádiz con la maleta.¡La libertad de imprenta!

“Acabóse todo, publicóse el gran manifiestoimpreso. ¡La libertad de imprenta! y buenas noches.

“Aquí entró la emigración, y de la emigración elescarmiento. Ya ve usted, pues, si unido de estasuerte a esta causa, puedo yo no ser liberal de veras.

“Hoy es, y ésta es la primera vez que hemos ve-nido los emigrados, sin venir ningún año particular.Nacimos el año 12, nos fuimos con el 14, volvimoscon el 20, y escapamos con el 23. Ahora nos hemosvenido sin fecha: como ratones arrojados de la des-pensa por el gato, hemos ido asomando el hocicopoco a poco, los más atrevidos antes, los más des-

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confiados después, hasta que hemos visto que elcampo es nuestro.

“No comprendiendo nosotros mismos nuestravenida, a cada paso creemos ver de nuevo el gato.

“Ahora bien, nuestro gato es la anarquía, por-que el otro que había en la casa se escaldó parasiempre. ¿Y le parece a usted justo, señor Fígaro,que yo y otros como yo, que hemos tenido la gloriay la fortuna de escapar de dos fechas en contra y dedos emigraciones, que hemos vuelto, y que, a causade nuestros antecedentes y de nuestros talentos(perdone usted el galicismo, que me lo traje deFrancia), nos hemos encontrado al frente de las co-sas con muy buenos destinos, vayamos a incurrir enlos mismos tropiezos de antes? No, señor; hemoshecho amande honorable. El andar de prisa los jóve-nes, sólo tendrá por resultado atropellarnos a losviejos; por consiguiente queremos orden. Biencomprendo que querrán andar de prisa aquellosemigrados que no han encontrado destinos, porqueandando, ellos los toparán. Lo mismo digo de losliberales que quedaron por aquí, y los de la nuevacría. Estos al fin pueden decir: Hos ego versiculos feci,tulit alter honores. Si no tienen otra cosa todavía, por

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fuerza han de tener prisa. Pero nosotros, señor Fí-garo, los que hemos llegado a mesa puesta...

“Nosotros no tenemos más norte que lo pasa-do: nosotros vemos la anarquía, exista o no; noso-tros nos hemos enmendado; volvamos de nuestroserrores y evitaremos a toda costa la libertad de im-prenta y toda clase de libertad; la república nos ace-cha, el gorro nos amenaza, la guillotina nos amaga, ynuestro libro consultor es el año 23, y sobre todo el92.

“He dicho todo esto porque, deseando el bienpara mi patria, y que evitemos los escollos pasados,creo que debemos ir poco a poco y unirnos cor-dialmente los que tenemos los destinos y los que nolos tienen. Entendámonos por fin de esta manera.Ya ve usted que soy hombre que me pongo en to-do; me he puesto en mi destino, y ahora me pongoen la razón.

“Por lo tanto, los artículos de usted que tiendena una oposición directa, los artículos de usted, quequieren poner en ridículo nuestra lentitud, sólopueden dar armas a nuestros enemigos. Aquí no haymás divisa que Isabel II. Y en cuanto a escribir, es-cribir nuestros mismos defectos para que los corri-jamos es disparate, porque no por eso los hemos de

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corregir: debe alabarse todo lo que hagamos, siquie-ra para no dar que reír a nuestra costa a los carlistas,y le advierto caritativamente que si persiste en elcamino de esa oposición que ha manifestado, hare-mos correr la voz de que todos los que hacen esaoposición nos quieren precipitar de nuevo y quierenreproducir el año 23; hasta diremos que están ven-didos a don Carlos, y no faltará quien lo crea, puesaquí para todo hay creyentes, y lo que aquí no secree, ya es preciso que sea increíble.

“Con lo cual queda de usted su afectísimo libe-ral escarmentado, y con competente destino; etc.”

La siguiente carta del otro liberal, para el si-guiente número.

(1834)

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LA ALABANZA, O QUE ME PROHÍBANÉSTE

Suponiendo que se escriba con principios, sepuede escribir después con varios fines. O se escri-be para sí, o se escribe para otros. Descifremos bienesto. Lo que se escribe en un libro de memorias seescribe evidentemente para sí. De modo que un sou-venir es un monólogo escrito. No diré precisamenteque sea necio el decirse uno las cosas a sí mismo,porque al cabo, ¿dónde habían de encontrar ciertoshombres un auditorio indulgente si no hablasenconsigo mismos? Lo que diré es que yo nací conbuena memoria. ¡Ojalá fuera mentira! Y tengo repa-rado que las cosas que una vez me interesan, tarde ojamás se me olvidan; por lo tanto nunca las apunté;y las que no me interesaron siempre juzgué que novalían la pena de apuntarlas. Por otra parte, de diez

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cosas que en la vida suceden, las nueve son malas,sin que esto sea decir que la otra sea enteramentebuena. Razón de más para no apuntar. ¡Cuánto másfilosófico y más consolador sería sustituir al souvenirotro repertorio de anotaciones llamado olvido! Cosasque debo olvidar, pondría uno encima; figúrese el lec-tor si el tal librico necesitaría hojas; y si podría unoestar ocioso un solo instante, una vez comprometi-do a llenar sus páginas de buena fe. Siempre heabundado en la idea de que se hacen generalmentelas cosas al revés; el souvenir es una idea inversa; eneste sentido nunca he escrito para mí.

Continuemos echando una ojeada sobre los queescriben para sí.

El que escribe un memorial escribe sin duda pa-ra sí. Generalmente nadie lee los memoriales, sino elque los escribe, que es el único a quien importan; laprueba de esto es que cuando el empleo se ha dedar, ya está dado antes de hacer el memorial; ycuando hay que hacer el memorial, es señal de queno hay que contar con el empleo. Apelo a los seño-res que están colocados y a los que se han de colo-car. Es, pues, más necio escribir un memorial queun souvenir. En este sentido tampoco he escrito nun-ca para mí.

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El que escribe un informe, un consejo, un pare-cer, escribe para sí; la prueba es que generalmentesiempre se pide el consejo después de tomada ladeterminación, y que cuando el informe no gusta sedesecha.

El que escribe a una querida, escribe para sí, porvarias razones; por lo regular rara vez se encuentrandos amantes en igual grado de pasión; por consi-guiente el calor del uno es griego para el otro, y vi-ceversa. Además, desde el momento en quedejamos de querer a nuestra amada, dejamos de es-cribirla. Prueba de que no escribíamos para ella.

Los autores han dicho siempre en sus prólogos,y se lo han llegado a creer ellos mismos, que escri-ben para el público; no sería malo que se desenga-ñasen de este error.

Los no leídos y los silbados escriben evidente-mente para sí; los aplaudidos y celebrados escribenpor su interés, alguna vez por su gloria; pero siem-pre para sí.

¿Quién es, pues, me dirán, el que escribe paraotro? Lo diré. En los países en que se cree que esdañoso que el hombre diga al hombre lo que piensa,lo cual equivale a creer que el hombre no debe saberlo que sabe, y que las piernas no deben andar; en los

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países donde hay censura, en esos países es dondese escribe para otro, y ese otro es el censor.

El escritor que, lleno ya un pliego de papel, lolleva a casa de un censor, el cual le dice que no sepuede escribir lo que él lleva ya escrito, no escribe nisiquiera para sí. No escribe más que para el censor.Este es el único hombre en que yo disculparía queescribiese un libro de memorias, y hasta que escri-biese un memorial. A mayores tonterías puede obli-gar una prohibición.

Estoy muy lejos de querer decir que yo haya es-crito nunca para otro, en este sentido, porque, aun-que es verdad que he tenido relaciones con variosseñores censores, por otra parte muy beneméritos,puedo asegurar que en cuanto he escrito nunca hepuesto una sola palabra para ellos, no porque nocrea que no son muy capaces de leer cualquier cosa,sino porque siempre acaban por establecerse entreel censor y el escritor etiquetillas fastidiosas y dimesy diretes de poca monta, y a decir verdad soy pocoamigo de cumplimientos. Los de los censores mehacen el mismo efecto que le hacían al portuguéslos del casteòao. El cuento es harto sabido para re-petirlo. Esto sería no escribir para nadie.

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Bien determinado como estoy a no escribir ja-más para el censor, he tratado siempre de no escri-bir sino la verdad, porque al fin, he dicho para mí,¿qué censor había de prohibir la verdad, y qué Go-bierno ilustrado, como el nuestro, no la había dequerer oír? Así es, que si en el reglamento de censu-ra se prohíbe hablar contra la religión, contra lasautoridades, contra los gobiernos y los soberanosextranjeros, y contra otra porción de materias, esporque se ha presumido, con mucha razón, que eraimposible hablar mal de esas cosas, diciendo verdad.Y para mentir más vale no escribir. Todo esto esclaro; es más que claro; casi es justo.

Lo que está permitido es alabar, sin que en esohaya límite ninguno; porque es probado que en laalabanza ni puede haber demasía, sobre todo para elalabado, ni puede dejar de haber verdad y justicia.Por esta razón yo me he propuesto alabarlo siempretodo, y a este principio debo la gran publicidad quese ha permitido a mis débiles escritos. Sistema queseguiré siempre, y que hoy más que nunca seguiré,porque efectivamente no hay motivo para otra cosa.

Al decidirme a este plan tuve presente otra con-sideración, por mejor decir, un principio de moralincontestable en todos los tiempos y países. El

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hombre no debe hacer cosa que no pueda confesary publicar altamente. Es así que no puede decir nin-gún escritor que se le ha prohibido un artículo porla censura, porque eso lo prohíbe la ley, y la ley nopuede ser mala; luego ¿cómo había yo de escribirartículos que se me pudiesen prohibir? Ni los heescrito, ni los he de escribir; ni lo dijera, si por algúnevento los hubiera escrito, ni yo lo quiero decir, nime dejaran tampoco, aunque yo quisiera. No haymedio. Por eso hago bien en no querer.

Persuadir ahora de las ventajas que me trae elno escribir para otro, y el alabar constantementecuanto veo, paréceme un tanto inútil. Y tiene misalabanzas lo que tiene pocas, y es que no me hanvalido ningún empleo; no porque yo no pudieraservir para él, sino porque ellos, que no lo dan, y yo,que no lo recibo, hemos querido sin duda que misalabanzas sean del todo independientes.

De esta independencia nace el desembarazo conque he alabado francamente en distintas ocasiones,ora el amor de familia con que se ha solido colocara los deudos y amigos de los gobernantes, cosa queha variado ya enteramente; ora la prudente lentitudcon que se han entregado y se entregan las armas anuestros amigos; ora la oportunidad e idea con que

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se vistió a los señores Próceres, y en momentos deaprieto, fundados en que más da el duro que el desnu-do; ora la perspicacia con que se han descubiertovarias conspiraciones, y se ha salvado a la patriaamenazada; ora la previsión con que se evitó que seinterpretase mal la primera acometida del cólera; orala precipitación con que se ha llevado a su términola guerra civil; ora... pero ¿a qué más? yo no he de-jado cosa apenas que no haya alabado; y si algo mehe dejado, por mi vida que me pesa, y téngolo dealabar hoy.

Por todo lo que llevo dicho hay pocas cosas queme incomoden tanto como el oír el continuo cla-moreo de esas gentes quejumbrosas, a quienes todocuanto se hace, o parece mal, o parece por lo menospoco. Aquí me irrito, y les respondo: “Poco, ¿eh?Vamos a ver: ¿cuántos meses llevamos?” “¿Dequé?”, me preguntan. “¿De qué? De que..., de...Estatuto Real.” “No llega a un año.” Y en pocomenos de un año, aquí es la mía, se han reunido dosestamentos; se han mudado dos ministros de laGuerra; se han visto tres ministros de lo Interior; nose ha visto más que un ministro de Estado, pero sele ha oído más que si hubieran sido tres. Se ha vistoun ministro de Hacienda, y la Hacienda también, y,

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como dice el refrán: Hacienda, tu dueño te vea; y si nose ha visto Marina, eso poco importa, que nada dicede marina el refrán. En menos de un año se ha abo-lido el voto de Santiago; ha habido también sus se-siones de Próceres alguna vez; y si en menos de unaño se ha puesto la facción sobrado pujante, tam-bién en menos de un año han penetrado los prime-ros talentos de España, que era preciso, por fin,hacer un esfuerzo. En menos de un año, ¡qué degenerales famosos no se han estrellado! ¡Qué defacciosos no se han perdonado! ¡Qué de gracias nose han dicho por varios insignes oradores! ¡Cómoen menos de un año ha dicho el uno un chascarrillo,y cómo le han contestado con otro y con otros!¡Qué de insultillos ocultos del procurador al minis-tro, y del ministro al procurador!

Cien veces ciento]Mil veces mil.

¡Cuánta serenidad, pues, en menos de un año,para ocuparse en apuros de la patria hasta de losmás pequeños dimes y diretes! ¡Cuánta conversa-ción! Temístocles le decía a un general: “¡Pega, peroescucha!”. Cada uno de nuestros oradores es un

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Temístocles; con tal que le dejen hablar, él le dirátambién a la guerra civil, al Pretendiente, a toda ca-lamidad: “¡Pega, pero escucha!” ¿Qué más cosasquerrían ver esas gentes, qué más sobre todo que-rrían oír en poco menos de un año?

-No hay previsión- me decía uno días pasados.-¡No hay previsión!- exclamé. Esto ya es mala

fe. Y todo ¿por qué? Porque han sucedido cuatrolances desgraciados, que a pesar de haberse sabidono se pudieron prevenir. Pero esto, ¿qué importa? Abuen seguro que en cuanto acabó de suceder lo deCorreos, bien se puso un centinela avanzada en me-dio de la Puerta del Sol, que antes no le había, elcual se está allí las horas muertas, viendo si vienealgo por la calle de Alcalá. ¡Que vuelvan ahora losdel 18! ¿Y no hay previsión?

¡Maldicientes! Lo mismo que el entusiasmo. Milveces he oído decir que han apagado el entusiasmo.¿Y qué? Pongamos que sea cierto. ¿No se acaba dedecidir ahora que se haga entusiasmo nuevo? ¿Nose va a escribir a todos los señores gobernadoresque fomenten el espíritu público y que hagan entu-siasmo a toda prisa? ¿Y no lo harán por ventura? Yexcelente y de la mejor calidad. El año pasado nohacía falta el entusiasmo; como que la facción era

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poca y el peligro ninguno, nos íbamos bandeandosin entusiasmo y sin espíritu público; y luego, queentonces estaba la anarquía cosida siempre a losautos del entusiasmo, y ahora ya no. Y el entusias-mo de ahora ha de ser un entusiasmo moderado, unentusiasmo frío y racional, un entusiasmo que matefacciosos, pero nada más; entusiasmo, señor, dequita y pon; y entusiasmo, en una palabra, sordo-mudo de nacimiento; entusiasmo que no cante, queno alborote el cotarro; que no se vuelva la casa ungallinero. Y éste es el bueno, el verdadero entusias-mo. No, sino volvamos a las canciones patrióticas.¿Qué trajo la ruina del sistema? Unas veces dicenque fue la libertad de imprenta, otras que fue... No,señor, hoy estamos de acuerdo en que fueron lascanciones. ¿Y esto no será de alabar?

Yo alabaré siempre; yo defenderé; reniego de laoposición. ¿Qué quiere decir la oposición?

He aquí un artículo escrito para todos, menospara el censor. La ALABANZA en una palabra:¡QUE ME PROHÍBAN ÉSTE!

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UN REO DE MUERTE

Cuando una incomprensible comezón de escri-bir me puso por primera vez la pluma en la manopara hilvanar en forma de discurso mis ideas, elteatro se ofreció primer blanco a los tiros de estaque han calificado muchos de mordaz maledicencia.Yo no sé si la humanidad bien considerada tienederecho a quejarse de ninguna especie de murmura-ción, ni si se puede decir de ella todo el mal que semerece; pero como hay millares de personas seudo-filantrópicas, que al defender la humanidad pareceque quieren en cierto modo indemnizarla de la des-gracia de tenerlos por individuos, no insistiré en estepensamiento. Del llamado teatro, sin duda por an-tonomasia, dejéme suavemente deslizar al verdaderoteatro; a esa muchedumbre en continuo movi-miento, a esa sociedad donde sin ensayo ni previo

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anuncio de carteles, y donde a veces hasta de baldey en balde se representan tantos y tan distintos pa-peles.

Descendí a ella, y puedo asegurar que al cotejareste teatro con el primero, no pudo menos de ocu-rrirme la idea de que era más consolador éste queaquel; porque al fin, seamos francos, triste cosa escontemplar en la escena la coqueta, el avaro, el am-bicioso, la celosa, la virtud caída y vilipendiada, lasintrigas incesantes, el crimen entronizado a veces ytriunfante; pero al salir de una tragedia para entraren la sociedad puede uno exclamar al menos:“Aquello es falso; es pura invención; es un cuentoforjado para divertirnos”; y en el mundo es todo locontrario; la imaginación más acalorada no llegaránunca a abarcar la fea realidad. Un rey de la escenadepone para irse a acostar el cetro y la corona, y enel mundo el que la tiene duerme con ella, y sueñancon ella infinitos que no la tienen. En las tablas sepuede silbar al tirano; en el mundo hay que sufrirle;allí se le va a ver como una cosa rara, como una fie-ra que se enseña por dinero; en la sociedad cadapreocupación es un rey; cada hombre un tirano; yde su cadena no hay librarse; cada individuo se

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constituye en eslabón de ella; los hombres son lacadena unos de otros.

De estos dos teatros, sin embargo, peor el unoque el otro, vino a desalojarme una farsa que loocupó todo: la política. ¿Quién hubiera leído un li-gero bosquejo de nuestras costumbres, torpe y dé-bilmente trazado acaso, cuando se estabandibujando en el gran telón de la política escenas, sino mejores, de un interés ciertamente más próximoy positivo? Sonó el primer arcabuz de la facción, ytodos volvimos la cara a mirar de dónde partía eltiro; en esta nueva representación, semejante a lafantasmagórica de Mantilla, donde empieza por ver-se una bruja, de la cual nace otra y otras, hasta multi-plicarse al infinito, vimos un faccioso primero, y luegovimos un faccioso más, y en pos de él poblarse de fac-ciosos el telón. Lanzado en mi nuevo terreno esgri-mí la pluma contra las balas, y revolviéndome a unaparte y a otra, di la cara a dos enemigos: al facciosode fuera, y al justo medio, a la parsimonia de dentro.¡Débiles esfuerzos! El monstruo de la política estu-vo encinta y dio a luz lo que había mal engendrado;pero tras éste debían venir hermanos menores, yuno de ellos, nuevo Júpiter, debía destronar a supadre. Nació la censura, y heme aquí poco menos

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que desalojado de mi última posición. Confiesofrancamente que no estoy en armonía con el regla-mento: respétole y le obedezco; he aquí cuanto sepuede exigir de un ciudadano: a saber, que no altereel orden; es bueno tener entendido que en políticase llama orden a lo que existe, y que se llama desordeneste mismo orden cuando le sucede otro orden dis-tinto; por consiguiente, es perturbador el que sepresenta a luchar contra el orden existente con me-nos fuerzas que él; el que se presenta con más, pasaa restaurador, cuando no se le quiere honrar con elpomposo título de libertador. Yo nunca alteraré elorden probablemente, porque nunca tendré la locu-ra de creerme por mí solo más fuerte que él; en esteconvencimiento, infinidad de artículos tengo sola-mente rotulados, cuyo desempeño conservo paramás adelante; porque la esperanza es precisamentelo único que nunca me abandona. Pero al paso queno los escribiré, porque estoy persuadido de que melos habían de prohibir (lo cual no es decir que melos han prohibido, sino todo lo contrario, puestoque yo no los escribo), tengo placer en hacer de pa-so esta advertencia, al refugiarme, de cuando encuando, en el único terreno que deja libre a mis co-rrerías el temor de ser rechazado en posiciones más

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avanzadas. Ahora bien: espero que después de estaprevia inteligencia no habrá lector que me pida loque no puedo darle: digo esto porque estoy conven-cido de que ese pretendido acierto de un escritordepende más veces de su asunto y de la predisposi-ción feliz de sus lectores que de su propia habilidad.Abandonado a ésta sola, considérome débil, y escri-bo todavía con más miedo que poco mérito, y no esponderarlo poco, sin que esto tenga visos de afecta-da modestia.

Habiendo de parapetarme en las costumbres, laprimera idea que me ocurre es que el hábito de viviren ellas, y la repetición diaria de las escenas denuestra sociedad, nos impide muchas veces parar-nos solamente a considerarlas, y casi siempre noshace mirar como naturales cosas que en mi sentirno debieran parecérnoslo tanto. Las tres cuartaspartes de los hombres viven de tal o cual maneraporque de tal o cual manera nacieron y crecieron;no es una gran razón; pero ésta es la dificultad quehay para hacer reformas. He aquí por qué las leyesdifícilmente pueden ser otra cosa que el índice re-glamentario y obligatorio de las costumbres; he aquípor qué caducan multitud de leyes que no se dero-gan; he aquí la clave de lo mucho que cuesta hacer

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libre por las leyes a un pueblo esclavo por sus cos-tumbres.

Pero nos apartamos demasiado de nuestro ob-jeto: volvamos a él; este hábito de la pena de muer-te, reglamentada y judicialmente llevada a cabo enlos pueblos modernos con un abuso inexplicable,supuesto que la sociedad al aplicarla no hace másque suprimir de su mismo cuerpo uno de susmiembros, es causa de que se oiga con la mayor in-diferencia el fatídico grito que desde el amanecerresuena por las calles del gran pueblo, y que uno denuestros amigos acaba de poner atinadísimamentepor estribillo a un trozo de poesía romántica

Para hacer bien por el almaDel que van a justiciar.

Ese grito, precedido por la lúgubre campanilla,tan inmediata y constantemente como sigue la llamaal humo, y el alma al cuerpo; este grito que implorala piedad religiosa en favor de una parte del ser queva a morir, se confunde en los aires con las voces delos que venden y revenden por las calles los génerosde alimento y de vida para los que han de vivir aqueldía. No sabemos si algún reo de muerte habrá he-

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cho esta singular observación, pero debe ser horri-ble a sus oídos el último grito que ha de oír de lacoliflorera que pasa atronando las calles a su lado.

Leída y notificada al reo la sentencia, y la últimavenganza que toma de él la sociedad entera, en lu-cha por cierto desigual, el desgraciado es trasladadoa la capilla, en donde la religión se apodera de élcomo de una presa ya segura; la justicia divina espe-ra allí a recibirle de manos de la humana. Horasmortales transcurren allí para él; gran consuelo debede ser el creer en un Dios cuando es preciso pres-cindir de los hombres, o, por mejor decir, cuandoellos prescinden de uno. La vanidad, sin embargo,se abre paso al través del corazón en tan terriblemomento, y es raro el reo que, pasada la primeraimpresión, en que una palidez mortal manifiesta quela sangre quiere huir y refugiarse al centro de la vida,no trata de afectar una serenidad pocas veces posi-ble. Esta tiránica sociedad exige algo del hombrehasta en el momento en que se niega entera a él;injusticia por cierto incomprensible; pero reirá de ladebilidad de su víctima. Parece que la sociedad, alexigir valor y serenidad en el reo de muerte, con susconstantes preocupaciones, se hace justicia a sí

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misma, y extraña que no se desprecie lo poco queella vale y sus fallos insignificantes.

En tan críticos instantes, sin embargo, rara vezdesmiente cada cual su vida entera y su educación;cada cual obedece a sus preocupaciones hasta elmomento de ir a desnudarse de ellas para siempre.El hombre abyecto, sin educación, sin principios,que ha sucumbido siempre ciegamente a su instinto,a su necesidad, que robó y mató maquinalmente,muere maquinalmente. Oyó un eco sordo de reli-gión en sus primeros años y este eco sordo, que nocomprende, resuena en la capilla, en sus oídos, ypasa maquinalmente a sus labios. Falto de lo que sellama en el mundo honor, no hace esfuerzo paradisimular su temor, y muere muerto. El hombreverdaderamente religioso vuelve sinceramente sucorazón a Dios, y éste es todo lo menos infeliz quepuede el que lo es por última vez. El hombre edu-cado a medias, que ensordeció a la voz del deber yde la religión, pero en quien estos gérmenes existen,vuelve de la continua afectación de despreocupadoen que vivió, y duda entonces y tiembla. Los que elmundo llama impíos y ateos, los que se han forma-do una religión acomodaticia, o las han desechadotodas para siempre, no deben ver nada al dejar el

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mundo. Por último, el entusiasmo político hace ve-ces casi siempre de valor; y en esos reos, en quienesuna opinión es la preocupación dominante, se hanvisto las muertes más serenas.

Llegada la hora fatal entonan todos los presosde la cárcel, compañeros de destino del sentenciado,y sus sucesores acaso, una salve en un compás mo-nótono, y que contrasta singularmente con las jáca-ras y coplas populares, inmorales e irreligiosas, quemomentos antes componían, juntamente con laspreces de la religión, el ruido de los patios y calabo-zos del espantoso edificio. El que hoy canta esa sal-ve se la oirá cantar mañana.

En seguida, la cofradía vulgarmente dicha de laPaz y Caridad recibe al reo, que, vestido de una tú-nica y un bonete amarillos, es trasladado atado depies y manos sobre un animal, que sin duda por serel más útil y paciente es el más despreciado, y lamarcha fúnebre comienza.

Un pueblo entero obstruye ya las calles del trán-sito. Las ventanas y balcones están coronados deespectadores sin fin, que se pisan, se apiñan, y seagrupan para devorar con la vista el último dolor delhombre.

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-¿Qué espera esa multitud?- diría un extranjeroque desconociese las costumbres-. ¿Es un rey el queva a pasar; ese ser coronado, que es todo un espec-táculo para un pueblo? ¿Es un día solemne? ¿Es unapública festividad? ¿Qué hacen ociosos esos artesa-nos? ¿Qué curiosea esta nación?

Nada de eso. Ese pueblo de hombres va a vermorir a un hombre.

-¿Dónde va?-¿Quién es?-¡Pobrecillo-Merecido lo tiene.-¡Ay! ¡Si va muerto ya...!-¿Va sereno?-¡Qué entero va!He aquí las preguntas y expresiones que se oyen

resonar en derredor. Numerosos piquetes de infan-tería y caballería esperan en torno del patíbulo. Henotado que en semejante acto siempre hay algunacorrida; el terror que la situación del momento im-prime en los ánimos causa la mitad del desorden; laotra mitad es obra de la tropa que va a poner orden.¡Siempre bayonetas en todas partes! ¿Cuándo vere-mos una sociedad sin bayonetas? ¡No se puede vivir

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sin instrumentos de muerte! Esto no hace por ciertoel elogio de la sociedad ni del hombre.

No sé por qué al llegar siempre a la plazuela dela Cebada mis ideas toman una tintura singular demelancolía, de indignación y de desprecio. No quie-ro entrar en la cuestión tan debatida del derechoque puede tener la sociedad de mutilarse a sí propia;siempre resultaría ser el derecho de la fuerza, ymientras no haya otro mejor en el mundo, ¿qué locose atrevería a rebatir ése? Pienso sólo en la sangreinocente que ha manchado la plazuela; en la que lamanchará todavía. ¡Un ser que como el hombre nopuede vivir sin matar, tiene la osadía, la incompren-sible vanidad de presumirse perfecto!

Un tablado se levanta en un lado de la plazuela:la tablazón desnuda manifiesta que el reo no es no-ble. ¿Qué quiere decir un reo noble? ¿Qué quieredecir garrote vil? Quiere decir indudablemente queno hay idea positiva ni sublime que el hombre noimpregne de ridiculeces.

Mientras estas reflexiones han vagado por miimaginación, el reo ha llegado al patíbulo; en el díano son ya tres palos de que pende la vida del hom-bre; es un palo solo; esta diferencia esencial de lahorca al garrote me recordaba la fábula de los Car-

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neros de Casti, a quienes su amo proponía, no sidebían morir, sino si debían morir cocidos o asados.Sonreíame todavía de este pequeño recuerdo, cuan-do las cabezas de todos, vueltas al lugar de la esce-na, me pusieron delante que había llegado elmomento de la catástrofe; el que sólo había robadoacaso a la sociedad, iba a ser muerto por ella; la so-ciedad también da ciento por uno: si había hechomal matando a otro, la sociedad iba a hacer bienmatándole a él. Un mal se iba a remediar con dos.El reo se sentó por fin. ¡Horrible asiento! Miré alreloj: las doce y diez minutos; el hombre vivía aun...De allí a un momento una lúgubre campanada deSan Millán, semejante al estruendo de las puertas dela eternidad que se abrían, resonó por la plazuela; elhombre no existía ya; todavía no eran las doce yonce minutos. “La sociedad- exclamé- estará ya sa-tisfecha: ya ha muerto un hombre.”

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LA DILIGENCIA

Cuando nos quejamos de que esto no marcha, yde que la España no progresa, no hacemos más queenunciar una idea relativa; generalizada la proposi-ción de esa suerte, es evidentemente falsa; reducidaa sus límites verdaderos, hay un gran fondo de ver-dad en ella.

Así como no notamos el movimiento de la tie-rra, porque todos vamos envueltos en él, así noechamos de ver tampoco nuestros progresos. Sinembargo, ciñéndonos al objeto de este artículo, re-cordaremos a nuestros lectores que no hace tantosaños carecíamos de multitud de ventajas que hanido naciendo por sí solas y colocándose en su res-pectivo lugar; hijas de la época, secuelas indispensa-bles del adelanto general del mundo. Entre ellas, esacaso la más importante la facilitación de las comu-

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nicaciones entre los pueblos apartados; los tiranos,generalmente cortos de vista, no han consideradoen las diligencias más que un medio de transportarpaquetes y personas de un pueblo a otro; seguros dealcanzar con su brazo de hierro a todas partes, sehan sonreído imbécilmente al ver mudar de sitio asus esclavos; no han considerado que las ideas seagarran como el polvo a los paquetes y viajan tam-bién en diligencia. Sin diligencias, sin navíos, la li-bertad estaría probablemente encerrada en losEstados Unidos. La navegación la trajo a Europa;las diligencias han coronado la obra; la rapidez delas comunicaciones ha sido el vínculo que ha reuni-do a los hombres de todos los países; verdad es queese lazo de los liberales lo es también de sus contra-rios; pero ¿qué importa? La lucha es así general ysimultánea; sólo así puede ser decisiva.

Hace pocos años, si le ocurría a usted hacer unviaje, empresa que se acometía entonces sólo pormotivos muy poderosos, era forzoso recorrer todoMadrid, preguntando de posada en posada por me-dios de transporte. Estos se dividían entonces encoches de colleras, en galeras, en carromatos, talcual tartana y acémilas. En la celeridad no había di-ferencia ninguna; no se concebía cómo podía un

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hombre apartarse de un punto en un solo día másde seis o siete leguas; aun así era preciso contar conel tiempo y con la colocación de las ventas; esto,más que viajar, era irse asomando al país, comoquien teme que se le acabe el mundo al dar un pasomás de lo absolutamente indispensable. En los co-ches viajaban sólo los poderosos; las galeras eran elcarruaje de la clase acomodada; viajaban en ellas losempleados que iban a tomar posesión de su destino,los corregidores que mudaban de vara; los carro-matos y las acémilas estaban reservadas a las muje-res de militares, a los estudiantes, a los predicadorescuyo convento no les proporcionaba mula propia.Las demás gentes no viajaban; y semejantes loshombres a los troncos, allí donde nacían, allí mo-rían. Cada cual sabía que había otros pueblos que elsuyo en el mundo, a fuerza de fe; pero viajar porinstrucción y por curiosidad, ir a París sobre todo,eso ya suponía un hombre superior, extraordinario,osado, capaz de todo; la marcha era una hazaña, lavuelta una solemnidad; y el viajero, al divisar laventa del Espíritu Santo, exclamaba estupefacto:“¡Qué grande es el mundo!” Al llegar a París des-pués de dos meses de medir la tierra con los pies,

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hubiera podido exclamar con más razón: “¡Quécorto es el año!”

A su vuelta, ¡qué de gentes le esperaban, y seapiñaban a su alrededor para cerciorarse de si habíaefectivamente París, de si se iba y se venía, de si era,en fin, aquel mismo el que había ido, y no su ánimaque volvía sola! Se miraba con admiración el som-brero, los anteojos, el baúl, los guantes, la cosa másdiminuta que venía de París. Se tocaba, se manosea-ba, y todavía parecía imposible. ¡Ha ido a París! ¡¡Havuelto de París!! ¡¡¡Jesús!!!

Los tiempos han cambiado extraordinariamente;dos emigraciones numerosas han enseñado a todoel mundo el camino de París y Londres. Comoquien hace lo más hace lo menos, ya el viajar por elinterior es una pura bagatela, y hemos dado en elextremo opuesto; en el día se mira con asombro alque no ha estado en París; es un punto menos queridículo. ¿Quién será él, se dice, cuando no ha esta-do en ninguna parte? Y efectivamente, por pocoliberal que uno sea, o está uno en la emigración, ode vuelta de ella, o disponiéndose para otra; el libe-ral es el símbolo del movimiento perpetuo, es elmar con su eterno flujo y reflujo. Yo no sé cómo selo componen los absolutistas; pero para ellos no se

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han establecido las diligencias; ellos esperan siemprea pie firme la vuelta de su Mesías; en una palabra,siempre son de casa; este partido no tiene más mo-vimiento que el del caracol; toda la diferencia estáen tener la cabeza fuera o dentro de la concha. Apropósito, ¿la tiene ahora dentro o fuera?

Volviendo empero a nuestras diligencias, noentraré en la explicación minuciosa y poco impor-tante para el público de las causas que me hicieronestar no hace muchos días en el patio de la casa depostas, donde se efectúa la salida de las diligenciasllamadas reales, sin duda por lo que tienen de efecti-vas. No sé que tienen las diligencias de común conSu Majestad; una empresa particular las dirige, elpúblico las llena y las sostiene. La misma duda ten-go con respecto a los billares; pero como si hubierayo de extender ahora en el papel todas mis dudas noharían gran diligencia en el artículo de hoy, prescin-diré de digresiones, y diré en último resultado, queora fuese a despedir a un amigo, ora fuese a recibir-le, ora, en fin, con cualquier otro objeto, yo me ha-llaba en el patio de las diligencias.

No es fácil imaginar qué multitud de ideas su-giere el patio de las diligencias; yo por mi parte mehe convencido que es uno de los teatros más vastos

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que puede presentar la sociedad moderna al escritorde costumbres.

Todo es allí materiales, pero hechos ya y elabo-rados; no hay sino ver y coger. A la entrada le llamaa usted ya la atención un pequeño aviso que advier-te, pegado en un poste, que nadie puede entrar en elestablecimiento público sino los viajeros, los mozosque traen sus fardos, los dependientes y las personasque vienen a despedir o recibir a los viajeros; es de-cir, que allí sólo puede entrar todo el mundo. Allado numerosas y largas tarifas indican las líneas, lositinerarios, los precios; aconsejaremos sin embargo acualquiera que reproduzca, al ver las listas impresas,la pregunta de aquel palurdo que iba a entrar añospasados en el Botánico con chaqueta y palo, y aquien un dependiente decía:

-No se puede pasar en ese traje; ¿no ve el cartelpuesto de ayer?

-Sí, señor- contestó el palurdo-, pero... ¿eso rigetodavía?

Lea, pues, el curioso las tarifas y pregunte luego:verá cómo no hay carruajes para muchas de las lí-neas indicadas; pero no se desconsuele, le dirán larazón.

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-¡Cómo los facciosos están por ahí, y por allí, ypor más allá!

Esto siempre satisface; verá además cómo losprecios no son los mismos que cita el aviso; en unapalabra, si el curioso quiere proceder por orden,pregunte y lea después, y si quiere atajar, pregunte yno lea. La mejor tarifa es un dependiente; podrásuceder que no haya quien dé razón; pero en esecaso puede volver a otra hora, o no volver si noquiere.

El patio comienza a llenarse de viajeros y de susfamilias y amigos; los unos se distinguen fácilmentede los otros. Los viajeros entran despacio; comomuy enterados de la hora, están ya como en su casa;los que vienen a despedirles, si no han venido conellos, entran de prisa y preguntando:

-¿Ha marchado ya la diligencia? ¡Ah, no; aquíestá todavía!

Los primeros tienen capa o capote, aunque hagacalor; echarpe al cuello y gorro griego o gorra si sonhombres; si son mujeres, gorro o papalina, y unenorme ridículo; allí va el pañuelo, el abanico, eldinero, el pasaporte, el vaso de camino, las llaves,¡qué más sé yo!

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Los acompañantes, portadores de menos apa-rato, se presentan vestidos de ciudad, a la ligera.

A la derecha del patio se divisa una pequeña ha-bitación; agrupados allí los viajeros al lado de susequipajes, pasan el último momento de su estanciaen la población; media hora falta sólo; una niña-¡qué joven, qué interesante!-, apoyada la mejilla en lamano, parece exhalar la vida por los ojos cuajadosen lágrimas; a su lado el objeto de sus miradas pro-cura consolarla, oprimiendo acaso por última vez sulindo pie, su trémula mano...

-Vamos, niña- dice la madre, robusta e impávidamatrona, a quien nadie oprime nada, y cuya despe-dida no es la primera ni la última-, ¿a qué vienenesos llantos? No parece sino que nos vamos delmundo.

Un militar que va solo examina curiosamente lascompañeras de viaje; en su aire determinado se co-noce que ha viajado y conoce a fondo todas lasventajas de la presión de una diligencia. Sabe que endiligencia el amor sobre todo hace mucho caminoen pocas horas. La naturaleza, en los viajes, desnudade las consideraciones de la sociedad, y muchas ve-ces del pudor, hijo del conocimiento de las perso-nas, queda sola y triunfa por lo regular. ¿Cómo no

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adherirse a la persona a quien nunca se ha visto, aquien nunca se volverá acaso a ver, que no le cono-ce a uno, que no vive en su círculo, que no puedehablar ni desacreditar, y con quien se va encerradodentro de un cajón dos, tres días con sus noches?Luego parece que la sociedad no está allí; una dili-gencia viene a ser para los dos sexos una isla de-sierta; y en las islas desiertas no sería precisamentedonde tendríamos que sufrir más desaires de la be-lleza. Por otra parte, ¡qué franqueza tan natural notiene que establecerse entre los viajeros! ¡Qué mul-titud de ocasiones de prestarse mutuos servicios!¡Cuántas veces al día se pierde un guante, se cae unpañuelo, se deja olvidado algo en el coche o en laposada! ¡Cuántas veces hay que dar la mano parabajar o subir! Hasta el rápido movimiento de la dili-gencia parece un aviso secreto de lo rápida que pasala vida, de lo precioso que es el tiempo; todo debe irde prisa en diligencia. Una salida de un pueblo dejasiempre cierta tristeza que no es natural al hombre;sabido es que nunca está el corazón más dispuesto arecibir impresiones que cuando está triste: los ami-gos, los parientes que quedan atrás dejan un vacíoinmenso. ¡Ah! ¡La naturaleza es enemiga del vacío!

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Nuestro militar sabe todo esto; pero sabe tam-bién que toda regla tiene excepciones, y que la edadde quince años es la edad de las excepciones; pasa,pues, rápidamente al lado de la niña con una son-risa, mitad burlesca, mitad compasiva.

-¡Pobre niña!- dice entre dientes-; ¡lo que es lapoca edad! ¡Si pensará que no se aprecian las carasbonitas más que en Madrid! El tiempo le enseñaráque es moneda corriente en todos países.

Una bella parece despedirse de un hombre deunos cuarenta años; el militar fija el lente; ella es laque parte; hay lágrimas, sí; pero ¿cuándo no lloranlas mujeres? Las lágrimas por sí solas no quierendecir nada; luego hay cierta diferencia entre éstas ylas de la niña; una sonrisa de satisfacción se dibujaen los labios del militar. Entre las ternezas de des-pedida se deslizan algunas frases, que no son reñirenteramente, pero poco menos: hay cierta frialdad,cierto dominio en el hombre. ¡Ah, es su marido!

-Se puede querer mucho a su marido- dice elmilitar para sí- y hacer un viaje divertido.

-¡Voto va! ya ha marchado- entra gritando unoriginal cuyos bolsillos vienen llenos de salchichónpara el camino, de frasquetes ensogados, de petacas,de gorros de dormir, de pañuelos, de chismes de

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encender... ¡Ah! ¡ah! éste es un verdadero viajero; sumujer le acosa a preguntas:

-¿Se ha olvidado el pastel?-No, aquí le traigo.-¿Tabaco?-No, aquí está.-¿El gorro?-En este bolsillo.-¿El pasaporte?-En este otro.Su exclamación al entrar no carece de funda-

mento; faltan sólo minutos, y no se divisa disposi-ción alguna de viaje. La calma de los mayorales yzagales contrasta singularmente con la prisa y la im-paciencia que se nota en las menores acciones de losviajeros; pero es de advertir que éstos, al ponerse encamino, alteran el orden de su vida para hacer unacosa extraordinaria; el mayoral y el zagal, por elcontrario, hacen lo de todos los días.

Por fin, se adelanta la diligencia, se aplica la es-calera a sus costados, y la baca recibe en su seno lospaquetes; en menos de un minuto está dispuesta lacarga, y salen los caballos lentamente a colocarse ensu puesto. Es de ver la impasibilidad del conductora las repetidas solicitudes de los viajeros.

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-A ver, esa maleta; que vaya donde se pueda sa-car.

-Que no se moje ese baúl.-Encima ese saco de noche.-Cuidado con la sombrerera.-Ese paquete, que es cosa delicada.Todo lo oye, lo toma, lo encajona, a nadie res-

ponde; es un tirano en sus dominios.-La hoja, señores, ¿tienen ustedes todos sus pa-

saportes? ¿Están todos? Al coche, al coche.El patio de las diligencias es a un cementerio lo

que el sueño a la muerte, no hay más diferencia quela ausencia y el sueño pueden no ser para siempre;no les comprende el terrible voi ch'intrate lasciate ognisperanza, de Dante.

Se suceden los últimos abrazos, se renuevan losúltimos apretones de manos; los hombres tienenvergüenza de llorar y se reprimen, y las mujeres llo-ran sin vergüenza.

-Vamos, señores- repite el conductor; y todo elmundo se coloca.

La niña, anegada en lágrimas, cae entre su ma-dre y un viejo achacoso que va a tomar las aguas; labella casada entre una actriz que va a las provincias,y que lleva sobre las rodillas una gran caja de cartón

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con sus preciosidades de reina y princesa, y unavieja monstruosa que lleva encima un perro faldero,que ladra y muerde por el pronto como si viese alaguador, y que hará probablemente algunas otrasgracias por el camino. El militar se arroja de malhumor en el cabriolé, entre un francés que le pre-gunta: “¿Tendremos ladrones?” y un fraile corpu-lento, que con arreglo a su voto de humildad y depenitencia va a viajar en estos carruajes tan incómo-dos. La rotonda va ocupada por el hombre de lasprovisiones; una robusta señora que lleva un niñode pecho y un bambino de cuatro años, que saltasobre sus piernas para asomarse de continuo a laventanilla; una vieja verde, llena de años y lazos, quearregla entre las piernas del suculento viajero unacaja de un loro, e hinca el codo, para colocarse, enel costado de un abogado, el cual hace un gesto, yvista la mala compañía en que va, trata de acomo-darse para dormir, como si fuera ya juez. Empa-quetado todo el mundo, se confunden en el aire losladridos del perrito, la tos del fraile, el llanto de lacriatura; las preguntas del francés, los chillidos delbambino, que arrea los caballos desde la ventanilla,los sollozos de la niña, los juramentos del militar, las

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palabras enseñadas del loro, y multitud de frases dedespedida.

-Adiós.-Hasta la vuelta.-Tantas cosas a Pepe.-Envíame el papel que se ha olvidado.-Que escribas en llegando.-Buen viaje.Por fin suena el agudo rechinido del látigo, la

mole inmensa se conmueve, y estremeciendo el em-pedrado, se emprende el viaje, semejante en la callea una casa que se desprendiese de las demás contodos sus trastos e inquilinos a buscar otra ciudaden donde empotrarse de nuevo.

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LOS CALAVERAS

Es cosa que daría que hacer a los etimologistas ya los anatómicos de lenguas el averiguar el origen dela voz calavera en su acepción figurada, puesto que lapropia no puede tener otro sentido que la designa-ción del cráneo de un muerto, ya vacío y descarna-do. Yo no recuerdo haber visto empleada esta voz,como sustantivo masculino, en ninguno de nuestrosautores antiguos, y esto prueba que esta acepciónpicaresca es de uso moderno. La especie, sin em-bargo, de seres a que se aplica ha sido de todos lostiempos. El famoso Alcibíades era el calavera másperfecto de Atenas; el célebre filósofo que arrojósus tesoros al mar, no hizo en eso más que una cala-verada, a mi entender, de muy mal gusto; César, ma-rido de todas las mujeres de Roma, hubiera pasadoen el día por un excelente calavera; Marco Antonio

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echando a Cleopatra por contrapeso en la balanzadel destino del Imperio, no podía ser más que uncalavera; en una palabra, la suerte de más de un pue-blo se ha decidido a veces por una simple calaverada.Si la historia, en vez de escribirse como un índice delos crímenes de los reyes y una crónica de unascuantas familias, se escribiera con esta especie defilosofía, como un cuadro de costumbres privadas,se vería probada aquella verdad; y muchos de losimportantes trastornos que han cambiado la faz delmundo, a los cuales han solido achacar grandes cau-sas los políticos, encontrarían una clase de muy ve-rosímil y sencilla explicación en las calaveradas.

Dejando aparte la antigüedad (por más méritoque les añada, puesto que hay muchas gentes que notienen otro), y volviendo a la etimología de la voz,confieso que no encuentro qué relación puede exis-tir entre un calavera y una calavera. ¡Cuánto exceso devida no supone el primero! ¡Cuánta ausencia de ellano supone la segunda! Si se quiere decir que hay unpunto de similitud entre el vacío del uno y de laotra, no tardaremos en demostrar que es un error.Aun concediendo que las cabezas se dividan en va-cías y en llenas, y que la ausencia del talento y deljuicio se refiera a la primera clase, espero que por mi

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artículo se convencerá cualquiera de que para pocascosas se necesita más talento y buen juicio que paraser calavera.

Por tanto, el haber querido dar un aire de apodoy de vilipendio a los calaveras es una injusticia de lalengua y de los hombres que acertaron a darle losprimeros ese giro malicioso; yo por mí rehúso esavoz; confieso que quisiera darle una nobleza, unsentido favorable, un carácter de dignidad que des-graciadamente no tiene, y así sólo la usaré porqueno teniendo otra a mano, y encontrando ésa esta-blecida, aquellos mismos cuya causa defiendo seharán cargo de lo difícil que me sería darme a en-tender valiéndome para designarlos de una palabranueva; ellos mismos no se reconocerían, y no reco-nociéndolos seguramente el público tampoco, ven-dría a ser inútil la descripción que de ellos voy ahacer.

Todos tenemos algo de calaveras más o menos.¿Quién no hace locuras y disparates alguna vez ensu vida? ¿Quién no ha hecho versos, quién no hacreído en alguna mujer, quién no se ha dado malosratos algún día por ella, quién no ha prestado dine-ro, quién no lo ha debido, quién no ha abandonadoalguna cosa que le importase por otra que le gusta-

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se? ¿Quién no se casa, en fin?... Todos lo somos;pero así como no se llama locos sino a aquellos cuyalocura no está en armonía con la de los más, así sólose llama calaveras a aquellos cuya serie de accionescontinuadas son diferentes de las que los otros tu-vieran en iguales casos.

El calavera se divide y subdivide hasta lo infinito,y es difícil encontrar en la naturaleza una especieque presente al observador mayor número de castasdistintas; tienen todas, empero, un tipo común dedonde parten, y en rigor sólo dos son las calidadesesenciales que determinan su ser, y que las reúnenen una sola especie; en ellas se reconoce al calavera,de cualquier casta que sea.

1.° El calavera debe tener por base de su ser loque se llama talento natural por unos; despejo porotros; viveza por los más; entiéndase esto bien: talentonatural es decir, no cultivado. Esto se explica: todaclase de estudio profundo, o de extensa instrucción,sería lastre demasiado pesado que se opondría a esaligereza, que es una de sus más amables cualidades.

2.° El calavera debe tener lo que se llama en elmundo poca aprensión. No se interprete esto tampocoen mal sentido. Todo lo contrario. Esta poca apren-sión es aquella indiferencia filosófica con que consi-

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dera el qué dirán el que no hace más que cosas natu-rales, el que no hace cosas vergonzosas. Se reduce aarrostrar en todas nuestras acciones la publicidad, avivir ante los otros, más para ellos que para unomismo. El calavera es un hombre público cuyos ac-tos todos pasan por el tamiz de la opinión, saliendode él más depurados. Es un espectáculo cuyo telónestá siempre descorrido; quítesele los espectadores,y adiós teatro. Sabido es que con mucha aprensiónno hay teatro.

El talento natural, pues, y la poca aprensión son lasdos cualidades distintivas de la especie: sin ellas nose da calavera. Un tonto, un timorato del qué dirán, nolo serán jamás. Sería tiempo perdido.

El calavera se divide en silvestre y doméstico.El calavera silvestre es hombre de la plebe, sin

educación ninguna y sin modales; es el capataz delbarrio, tiene honores de jaque, habla andaluz; suconversación va salpicada de chistes; enciende uncigarro en otro, escupe por el colmillo; convidasiempre y nadie paga donde está él; es chulo nato;dos cosas son indispensables a su existencia: la que-rida, que es manola, condición sine qua non, y la na-vaja, que es grande; por un quítame allá esas pajas leda honrosa sepultura en un cuerpo humano. Sus

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manos siempre están ocupadas: o empaqueta el ci-garro, o saca la navaja, o tercia la capa, o se cala elchapeo, o se aprieta la faja, o vibra el garrote: siem-pre está haciendo algo. Se le conoce a larga distan-cia, y es bueno dejarle pasar como al jabalí. ¡Ay delque mire a su Dulcinea! ¡Ay del que la tropiece! Si eshombre de levita, sobre todo, si es señorito delica-do, más le valiera no haber nacido. Con esa especieestá a matar, y la mayor parte de sus calaveradas re-caen sobre ella; se perece por asustar a uno, pordesplumar a otro. El calavera silvestre es el gato dellechuguino, así es que éste le ve con terror; de qui-mera en quimera, de qué se me da a mí en qué se me daa mí, para en la cárcel, a veces en presidio; pero estoúltimo es raro. Se diferencia esencialmente del la-drón en su condición generosa: da y no recibe; pue-de ser homicida, nunca asesino. Este calavera esesencialmente español.

El calavera doméstico admite diferentes grados decivilización, y su cuna, su edad, su profesión, su di-nero le subdividen después en diversas castas. Lasprincipales son las siguientes:

El calavera-lampiño tiene catorce o quince años, lomás dieciocho. Sus padres no pudieron nunca hacercarrera con él: le metieron en el colegio para quitár-

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sele de encima y hubieron de sacarle porque no de-jaba allí cosa con cosa. Mientras que sus compañe-ros más laboriosos devoraban los libros paraentenderlos, él los despedazaba para hacer bolitasde papel, las cuales arrojaba disimuladamente y consingular tino a las narices del maestro. A pesar deeso, el día de examen, el talento profundo y tímidose cortaba, y nuestro audaz muchacho repetía conosadía las cuatro voces tercas que había recogidoaquí y allí y se llevaba el premio. Su carácter resueltoejercía predominio sobre la multitud, y capitaneabapor lo regular las pandillas y los partidos. Despre-ciador de los bienes mundanos, su sombrero, que leservía de blanco o de pelota, se distinguía de losdemás sombreros como él de los demás jóvenes.

En carnaval era el que ponía las mazas a todo elmundo, y aun las manos encima si tenían la torpezade enfadarse; si era descubierto hacía pasar a otropor el culpable, o sufría en el último caso la penacon valor y riéndose todavía del feliz éxito de sutravesura. Es decir, que el calavera, como todo el queha de ser algo en el mundo, comienza a descubrirdesde su más tierna edad el germen que encierra. Elnúmero de sus hazañas era infinito. Un maestro ha-bía perdido unos anteojos, que se había encontrado

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en su faltriquera; el rapé de otro había pasado alchocolate de sus compañeros, o a las narices de losgatos, que recorrían bufando los corredores congran risa de los más juiciosos; la peluca del maestrode matemáticas había quedado un día enganchadaen un sillón, al levantarse el pobre Euclides, connotable perturbación de un problema que estabapor resolver. Aquel día no se despejó más incógnitaque la calva del buen señor.

Fuera ya del colegio, se trató de sujetarle en casay se le puso bajo llave, pero a la mañana siguiente seencontraron colgadas las sábanas de la ventana; elpájaro había volado, y como sus padres se conven-cieron de que no había forma de contenerle, convi-nieron en que era preciso dejarle. De aquí fecha lalibertad del lampiño. Es el más pesado, el más incó-modo; careciendo todavía de barba y de reputación,necesita hacer dobles esfuerzos para llamar la públi-ca atención; privado él de los medios, le es forzosoafectarlos. Es risa oírle hablar de las mujeres comoun hombre ya maduro; sacar el reloj como si tuvieraque hacer; contar todas sus acciones del día como sipudieran importarle a alguien, pero con despejo,con soltura, con aire cansado y corrido.

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Por la mañana madrugó porque tenía una cita; alas diez se vino a encargar el billete para la ópera,porque hoy daría cien onzas por un billete; no pue-de faltar. ¡Estas mujeres le hacen a uno hacer tantosdisparates! A media mañana se fue al billar; aunquehijo de familia no come nunca en casa; entra en elcafé metiendo mucho ruido, su duro es el que mássuena; sus bienes se reducen a algunas monedas quedebe de vez en cuando a la generosidad de su mamáo de su hermana, pero las luce sobremanera. El bi-llar es su elemento; los intervalos que le deja libresel juego suéleselos ocupar cierta clase de mujeres,únicas que pueden hacerle cara todavía, y en cuyotrato toma sus peregrinos conocimientos acerca delcorazón femenino. A veces el calavera-lampiño se fin-ge malo para darse importancia; y si puede estarlode veras, mejor; entonces está de enhorabuena.Empieza asimismo a fumar, es más cigarro quehombre, jura y perjura y habla detestablemente; suboca es una sentina, si bien tal vez con chiste. Vapor la calle deseando que alguien le tropiece, ycuando no lo hace nadie, tropieza él a alguno; suhonor entonces está comprometido, y hay de fijo undesafío; si éste acaba mal, y si mete ruido, en aquelmismo punto empieza a tomar importancia, y en-

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trando en otra casta, como la oruga que se tornamariposa, deja de ser calavera-lampiño. Sus padres,que ven por fin decididamente que no hay forma dehacerle abogado, le hacen meritorio; pero como noasiste a la oficina, como bosqueja en ella las carica-turas de los jefes, porque tiene el instinto del dibujo,se muda de bisiesto y se trata de hacerlo militar; encuanto está declarado irremisiblemente mala cabezase le busca una charretera y si se encuentra, ya es unhombre hecho. Aquí empieza el calavera-temerón, quees el gran calavera.

Pero nuestro artículo ha crecido debajo de lapluma más de lo que hubiéramos querido, y deaquello que para un periódico convendría, ¡tan fe-cunda es la materia! Por tanto nuestros lectores nosconcederán algún ligero descanso, y remitirán alnúmero siguiente su curiosidad, si alguna tienen.

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EL DÍA DE DIFUNTOS DE 1836

FÍGARO EN EL CEMENTERIO

En atención a que no tengo gran memoria, cir-cunstancia que no deja de contribuir a esta especiede felicidad que dentro de mí mismo me he forma-do, no tengo muy presente en qué artículo escribí(en los tiempos en que yo escribía) que vivía en unperpetuo asombro de cuantas cosas a mi vista sepresentaban. Pudiera suceder también que no hu-biera escrito tal cosa en ninguna parte, cuestión enverdad que dejaremos a un lado por harto poco im-portante en época en que nadie parece acordarse delo que ha dicho ni de lo que otros han hecho. Perosuponiendo que así fuese, hoy, día de difuntos de1836, declaro que si tal dije, es como si nada hubieradicho, porque en la actualidad maldito si me asom-

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bro de cosa alguna. He visto tanto, tanto, tanto co-mo dice alguien en El Califa. Lo que sí me sucede esno comprender claramente todo lo que veo, y así esque al amanecer un día de difuntos no me asombraprecisamente que haya tantas gentes que vivan; su-cédeme, sí, que no lo comprendo.

En esta duda estaba deliciosamente entretenidoel día de los Santos, y fundado en el antiguo refránque dice: Fíate en la Virgen y no corras (refrán cuyoorigen no se concibe en un país tan eminentementecristiano como el nuestro), encomendábame a todosellos con tanta esperanza, que no tardó en cubrir mifrente una nube de melancolía; pero de aquellasmelancolías de que sólo un liberal español en estascircunstancias puede formar una idea aproximada.Quiero dar una idea de esta melancolía; un hombreque cree en la amistad y llega a verla por dentro, uninexperto que se ha enamorado de una mujer, unheredero cuyo tío indiano muere de repente sintestar, un tenedor de bonos de Cortes, una viudaque tiene asignada pensión sobre el tesoro español,un diputado elegido en las penúltimas elecciones, unmilitar que ha perdido una pierna por el Estatuto, yse ha quedado sin pierna y sin Estatuto, un grandeque fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado

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sólo liberal, un general constitucional que persigue aGómez, imagen fiel del hombre corriendo siempretras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, unredactor del Mundo en la cárcel en virtud de la li-bertad de imprenta, un ministro de España y unRey, en fin, constitucional, son todos seres alegres ybulliciosos, comparada su melancolía con aquellaque a mí me acosaba, me oprimía y me abrumabaen el momento de que voy hablando.

Volvíame y me revolvía en un sillón de estosque parecen camas, sepulcro de todas mis medita-ciones, y ora me daba palmadas en la frente, comosi fuese mi mal mal de casado, ora sepultaba las ma-nos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero,como si mis faltriqueras fueran el pueblo español ymis dedos otros tantos Gobiernos, ora alzaba lavista al cielo como si en calidad de liberal no mequedase más esperanza que en él, ora la bajabaavergonzado como quien ve un faccioso más, cuan-do un sonido lúgubre y monótono, semejante alruido de los partes, vino a sacudir mi entorpecidaexistencia.

-¡Día de Difuntos!- exclamé.Y el bronce herido que anunciaba con lamenta-

ble clamor la ausencia eterna de los que han sido,

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parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como sipresagiase su propia muerte. Ellas también, lascampanas, han alcanzado su última hora, y sus tris-tes acentos son el estertor del moribundo; ellastambién van a morir a manos de la libertad, que to-do lo vivifica, y ellas serán las únicas en España,¡santo Dios!, que morirán colgadas. ¡Y hay justiciadivina!

La melancolía llegó entonces a su término; poruna reacción natural cuando se ha agotado una si-tuación, ocurrióme de pronto que la melancolía es lacosa más alegre del mundo para los que la ven, y laidea de servir yo entero de diversión...

-¡Fuera- exclamé-, fuera! -como si estuvieraviendo representar a un actor español-: ¡fuera!- co-mo si oyese hablar a un orador en las Cortes. Yarrojéme a la calle; pero en realidad con la mismacalma y despacio como si tratase de cortar la retira-da a Gómez.

Dirigíanse las gentes por las calles en gran nú-mero y larga procesión, serpenteando de unas enotras como largas culebras de infinitos colores: ¡alcementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de laspuertas de Madrid!

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Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está elcementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantosose apoderó de mí, y comencé a ver claro. El ce-menterio está dentro de Madrid. Madrid es el ce-menterio. Pero vasto cementerio donde cada casa esel nicho de una familia, cada calle el sepulcro de unacontecimiento, cada corazón la urna cineraria deuna esperanza o de un deseo.

Entonces, y en tanto que los que creen viviracudían a la mansión que presumen de los muertos,yo comencé a pasear con toda la devoción y reco-gimiento de que soy capaz las calles del grande osa-rio.

-¡Necios!- decía a los transeúntes-. ¿Os movéispara ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura?¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Ma-drid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y envuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais aver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuandovosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellostienen libertad, la única posible sobre la tierra, la queda la muerte; ellos no pagan contribuciones que notienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellosno son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gi-men bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos

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son los únicos que gozan de la libertad de imprenta,porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bienalta y que ningún jurado se atrevería a encausar y acondenar. Ellos, en fin, no reconocen más que unaley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí los pu-so, y ésa la obedecen.

-¿Qué monumento es éste?- exclamé al comen-zar mi paseo por el vasto cementerio-. ¿Es él mismoun esqueleto inmenso de los siglos pasados o latumba de otros esqueletos? ¡Palacio! Por un lado mi-ra a Madrid, es decir, a las demás tumbas; por otromira a Extremadura, esa provincia virgen... como seha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me acordé delverso de Quevedo:

Y ni los v... ni los diablos veo.

En el frontispicio decía: “Aquí yace el trono; nacióen el reinado de Isabel la Católica, murió en LaGranja de un aire colado”. En el basamento seveían cetro y corona y demás ornamentos de la dig-nidad real. La Legitimidad, figura colosal de mármolnegro, lloraba encima. Los muchachos se habíandivertido en tirarle piedras, y la figura maltratadallevaba sobre sí las muestras de la ingratitud.

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¿Y este mausoleo a la izquierda? La armería.Leamos: Aquí yace el valor castellano, con todos sus pertre-chos. R.I.P.

Los Ministerios: Aquí yace media España; murió de laotra media.

Doña María de Aragón: Aquí yacen los tres años.Y podía haberse añadido: aquí callan los tres

años. Pero el cuerpo no estaba en el sarcófago; unanota al pie decía:

El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz, en el año 23, yallí por descuido cayó al mar.

Y otra añadía, más moderna sin duda: Y resucitóal tercero día.

Más allá: ¡santo Dios! Aquí yace la Inquisición, hijade la fe y del fanatismo: murió de vejez. Con todo, anduvebuscando alguna nota de resurrección: o todavía nola habían puesto, o no se debía de poner nunca.

Alguno de los que se entretienen en poner letre-ros en las paredes había escrito, sin embargo, conyeso en una esquina, que no parecía sino que se es-taba saliendo, aun antes de borrarse: Gobernación.¡Qué insolentes son los que ponen letreros en lasparedes! Ni los sepulcros respetan.

¿Qué es esto? ¡La cárcel! Aquí reposa la libertaddel pensamiento. ¡Dios mío, en España, en el país

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ya educado para instituciones libres! Con todo, meacordé de aquel célebre epitafio y añadí, involunta-riamente:

Aquí el pensamiento reposa,En su vida hizo otra cosa.

Dos redactores del Mundo eran las figuras lacri-matorias de esta grande urna. Se veían en el relieveuna cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma,dije para mí, ¿es la de los escritores o la de los escri-banos? En la cárcel todo puede ser.

La calle de Postas, la calle de la Montera. Éstos noson sepulcros. Son osarios, donde, mezclados y re-vueltos, duermen el comercio, la industria, la buenafe, el negocio.

Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat!Correos. ¡Aquí yace la subordinación militar!Una figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, po-

nía el dedo en la boca; en la otra mano una especiede jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota.

Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepul-cro sino de mentiras.

La Bolsa. Aquí yace el crédito español. Semejante alas pirámides de Egipto, me pregunté, ¿es posible

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que se haya erigido este edificio sólo para enterraren él una cosa tan pequeña?

La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta delSol, éste es el sepulcro de la verdad, única tumba denuestro país donde a uso de Francia vienen los con-currentes a echar flores.

La Victoria. Ésa yace para nosotros en toda España.Allí no había epitafio, no había monumento. Unpequeño letrero que el más ciego podía leer decíasólo: ¡Este terreno le ha comprado a perpetuidad, para susepultura, la junta de enajenación de conventos!Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de ayer ahoy! ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?

Los teatros. Aquí reposan las ingenios españoles. Niuna flor, ni un recuerdo, ni una inscripción.

El Salón de Cortes. Fue casa del Espíritu Santo;pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo en len-guas de fuego.

Aquí yace el Estatuto.Vivió y murió en un minuto.

Sea por muchos años, añadí, que sí será: éstedebió de ser raquítico, según lo poco que vivió.

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El Estamento de Próceres. Allá en el Retiro. Cosasingular. ¡Y no hay un Ministerio que dirija las cosasdel mundo, no hay una inteligencia provisora, inex-plicable! Los próceres y su sepulcro en el Retiro.

El sabio en su retiro y villano en su rincón.Pero ya anochecía, y también era hora de retiro

para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto ce-menterio. Olía a muerte próxima. Los perros ladra-ban con aquel aullido prolongado, intérprete de suinstinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital,toda ella se removía como un moribundo que tanteala ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro:una inmensa lápida se disponía a cubrirle como unaancha tumba.

No había aquí yace todavía; el escultor no queríamentir; pero los nombres del difunto saltaban a lavista ya distintamente delineados.

¡Fuera, exclamé, la horrible pesadilla, fuera! ¡Li-bertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacio-nal! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia! Todasestas palabras parecían repetirme a un tiempo losúltimos ecos del clamor general de las campanas deldía de Difuntos de 1836.

Una nube sombría lo envolvió todo. Era la no-che. El frío de la noche helaba mis venas. Quise

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salir violentamente del horrible cementerio. Quiserefugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mu-cho de vida, de ilusiones, de deseos.

¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi cora-zón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Lea-mos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero!¡Aquí yace la esperanza!

¡Silencio, silencio!(1836)

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LA NOCHEBUENA DE 1836

YO Y MI CRIADO. DELIRIO FILOSÓFICO

El número 24 me es fatal: si tuviera que pro-barlo diría que en día 24 nací. Doce veces al añoamanece, sin embargo, día 24; soy supersticioso,porque el corazón del hombre necesita creer algo, ycree mentiras cuando no encuentra verdades quecreer; sin duda por esa razón creen los amantes, loscasados y los pueblos a sus ídolos, a sus consortes ya sus Gobiernos, y una de mis supersticiones con-siste en creer que no puede haber para mí un día 24bueno. El día 23 es siempre en mi calendario víspe-ra de desgracia, y a imitación de aquel jefe de policíaruso que mandaba tener prontas las bombas las vís-peras de incendios, así yo desde el 23 me prevengopara el siguiente día de sufrimiento y resignación, y,

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en dando las doce, ni tomo vaso en mi mano por noromperle, ni apunto carta por no perderla, ni ena-moro a mujer porque no me diga que sí, pues enpunto a amores tengo otra superstición: imaginoque la mayor desgracia que a un hombre le puedesuceder es que una mujer le diga que le quiere. Si nola cree es un tormento, y si la cree... ¡Bienaventura-do aquel a quien la mujer dice no quiero, porque ésea lo menos oye la verdad!

El último día 23 del año 1836 acababa de expi-rar en la muestra de mi péndola, y consecuente enmis principios supersticiosos, ya estaba yo agachadoesperando el aguacero y sin poder conciliar el sue-ño. Así pasé las horas de la noche, más largas para eltriste desvelado que una guerra civil; hasta que porfin la mañana vino con paso de intervención, es de-cir, lentísimamente, a teñir de púrpura y rosa lascortinas de mi estancia.

El día anterior había sido hermoso, y no sé porqué me daba el corazón que el día 24 había de serdía de agua. Fue peor todavía: amaneció nevando.Miré el termómetro y marcaba muchos grados bajocero; como el crédito del Estado.

Resuelto a no moverme porque tuviera que ha-cerlo todo la suerte este mes, incliné la frente, car-

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gada como el cielo de nubes frías, apoyé los codosen mi mesa y paré tal que cualquiera me hubierareconocido por escritor público en tiempo de liber-tad de imprenta, o me hubiera tenido por milicianonacional citado para un ejercicio. Ora vagaba mivista sobre la multitud de artículos y folletos queyacen empezados y no acabados ha más de seis me-ses sobre mi mesa, y de que sólo existen los títulos,como esos nichos preparados en los cementeriosque no aguardan más que el cadáver; comparaciónexacta, porque en cada artículo entierro una espe-ranza o una ilusión. Ora volvía los ojos a los crista-les de mi balcón; veíalos empañados y comollorosos por dentro; los vapores condensados sedeslizaban a manera de lágrimas a lo largo del diáfa-no cristal; así se empaña la vida, pensaba; así el fríoexterior del mundo condensa las penas en el interiordel hombre, así caen gota a gota las lágrimas sobreel corazón. Los que ven de fuera los cristales losven tersos y brillantes; los que ven sólo los rostroslos ven alegres y serenos...

Haré merced a mis lectores de las más de mismeditaciones; no hay periódicos bastantes en Ma-drid, acaso no hay lectores bastantes tampoco. ¡Di-choso el que tiene oficina! ¡Dichoso el empleado

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aun sin sueldo o sin cobrarlo, que es lo mismo! Almenos no está obligado a pensar, puede fumar,puede leer la Gaceta.

-¡Las cuatro! ¡La comida!- me dijo una voz decriado, una voz de entonación servil y sumisa; en elhombre que sirve, hasta la voz parece pedir permisopara sonar.

Esta palabra me sacó de mi estupor, e involun-tariamente iba a exclamar como don Quijote: “Co-me, Sancho hijo, come, tú que no eres caballeroandante y que naciste para comer”; porque al fin losfilósofos, es decir, los desgraciados, podemos nocomer, pero ¡los criados de los filósofos! Una ideamás luminosa se me ocurrió: era día de Navidad.Me acordé de que en sus famosas saturnales los ro-manos trocaban los papeles y que los esclavos po-dían decir la verdad a sus amos. Costumbrehumilde, digna del cristianismo. Miré a mi criado ydije para mí: “Esta noche me dirás la verdad”. Sa-qué de mi gaveta unas monedas; tenían el busto delos monarcas de España: cualquiera diría que sonretratos; sin embargo, eran artículos de periódicos.Las miré con orgullo:

-Come y bebe de mis artículos- añadí con des-precio; sólo en esa forma, sólo por medio de esa

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estratagema se pueden meter los artículos en elcuerpo de ciertas gentes.

Una risa estúpida se dibujó en la fisonomía deaquel ser que los naturalistas han tenido la bondadde llamar racional sólo porque lo han visto hombre.Mi criado se rió. Era aquella risa el demonio de lagula que reconocía su campo.

Tercié la capa, calé el sombrero y en la calle.¿Qué es un aniversario? Acaso un error de fe-

cha. Si no se hubiera compartido el año en tres-cientos sesenta y cinco días, ¿qué sería de nuestroaniversario? Pero al pueblo le han dicho: “Hoy esun aniversario” y el pueblo ha respondido: “Pues sies un aniversario, comamos, y comamos doble”.¿Por qué come hoy más que ayer? O ayer pasóhambre u hoy pasará indigestión. Miserable huma-nidad, destinada siempre a quedarse más acá o irmás allá.

Hace mil ochocientos treinta y seis años nació elRedentor del mundo; nació el que no reconoceprincipios y el que no reconoce fin; nació para mo-rir. ¡Sublime misterio!

¿Hay misterio que celebrar? “Pues comamos”,dice el hombre; no dice: “Reflexionemos”. El vien-tre es el encargado de cumplir con las grandes so-

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lemnidades. El hombre tiene que recurrir a la mate-ria para pagar las deudas del espíritu. ¡Argumentoterrible en favor del alma!

Para ir desde mi casa al teatro es preciso pasarpor la plaza tan indispensablemente como es preci-so pasar por el dolor para ir desde la cuna al sepul-cro. Montones de comestibles acumulados, risa yalgazara, compra y. venta, sobras por todas partes yalegría. No pudo menos de ocurrirme la idea de Bil-bao: figuróseme ver de pronto que se alzaba porentre las montañas de víveres una frente altísima yextenuada; una mano seca y roída llevaba a una bo-ca cárdena, y negra de morder cartuchos, un manojode laurel sangriento. Y aquella boca no hablaba. Pe-ro el rostro entero se dirigía a los bulliciosos libera-les de Madrid, que traficaban. Era horrible elcontraste de la fisonomía escuálida y de los rostrosalegres. Era la reconvención y la culpa, aquella agriay severa, ésta indiferente y descarada.

Todos aquellos víveres han sido aquí traídos dedistintas provincias para la colación cristiana de unacapital. En una cena de ayuno se come una ciudad alas demás.

¡Las cinco! Hora del teatro; el telón se levanta ala vista de un pueblo palpitante y bullicioso. Dos

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comedias de circunstancias, o yo estoy loco. Unarepresentación en que los hombres son mujeres ylas mujeres hombres. He aquí nuestra época ynuestras costumbres. Los hombres ya no saben sinohablar como las mujeres, en congresos y en corri-llos. Y las mujeres son hombres, ellas son las únicasque conquistan. Segunda comedia: un novio que nove el logro de su esperanza; ese novio es el puebloespañol: no se casa con un solo Gobierno con quienno tenga que reñir al día siguiente. Es el matrimoniorepetido al infinito.

Pero las orgías llaman a los ciudadanos. Ciérran-se las puertas, ábrense las cocinas. Dos horas, treshoras, y yo rondo de calle en calle a merced de mipensamiento. La luz que ilumina los banquetes vie-ne a herir mis ojos por las rendijas de los balcones;el ruido de los panderos y de la bacanal que estre-mece los pisos y las vidrieras se abre paso hasta missentidos y entra en ellos como cuña a mano, rom-piendo y desbaratando.

Las doce van a dar: las campanas que ha dejadola junta de enajenación en el aire, y que en estar enel aire se parecen a todas nuestras cosas, citan a loscristianos al oficio divino. ¿Qué es esto? ¿Va a expi-rar el 24 y no me ha ocurrido en él más contratiem-

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po que mi mal humor de todos los días? Pero micriado me espera en mi casa como espera la cuba alcatador, llena de vino; mis artículos hechos moneda,mi moneda hecha mosto se ha apoderado del imbé-cil como imaginé, y el asturiano ya no es hombre; estodo verdad.

Mi criado tiene de mesa lo cuadrado y el estaren talla al alcance de la mano. Por tanto es un mue-ble cómodo; su color es el que indica la ausenciacompleta de aquello con que se piensa, es decir, quees bueno; las manos se confundirían con los pies, sino fuera por los zapatos y porque anda casualmentesobre los últimos; a imitación de la mayor parte delos hombres, tiene orejas que están a uno y otro la-do de la cabeza como los floreros en una consola, deadorno, o como los balcones figurados, por dondeno entra ni sale nada; también tiene dos ojos en lacara; él cree ver con ellos, ¡qué chasco se lleva! Apesar de esta pintura, todavía sería difícil recono-cerle entre la multitud, porque al fin no es sino unejemplar de la grande edición hecha por la Provi-dencia de la humanidad, y que yo comparo de bue-na gana con las que suelen hacer los autores:algunos ejemplares de regalo finos y bien empasta-dos; el surtido todo igual, ordinario y a la rústica.

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Mi criado pertenece al surtido. Pero la Provi-dencia, que se vale para humillar a los soberbios delos instrumentos más humildes, me reservaba en élmi mal rato del día 24. La verdad me esperaba en ély era preciso oírla de sus labios impuros. La verdades como el agua filtrada, que no llega a los labiossino al través del cieno. Me abrió mi criado, y notardé en reconocer su estado.

-Aparta, imbécil- exclamé empujando suave-mente aquel cuerpo sin alma que en uno de sus co-lumpios se venía sobre mí-. ¡Oiga! Está ebrio.¡Pobre muchacho! ¡Da lástima!

Me entré de rondón a mi estancia; pero el cuer-po me siguió con un rumor sordo e interrumpido;una vez dentro los dos, su aliento desigual y susmovimientos violentos apagaron la luz; una boca-nada de aire colada por la puerta al abrirme cerró lade mi habitación, y quedamos dentro casi a oscurasyo y mi criado, es decir, la verdad y Fígaro, aquellaen figura de hombre beodo arrimado a los pies demi cama para no vacilar y yo a su cabecera, buscan-do inútilmente un fósforo que nos iluminase.

Dos ojos brillaban como dos llamas fatídicasenfrente de mí; no sé por qué misterio mi criadoencontró entonces, y de repente, voz y palabras, y

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habló y raciocinó; misterios más raros se han vistoacreditados; los fabulistas hacen hablar a los anima-les, ¿por qué no he de hacer yo hablar a mi criado?Oradores conozco yo de quienes hace algún tiempono hubiera hecho una pintura más favorable que demi astur y que han roto sin embargo a hablar, y losoye el mundo y los escucha, y nadie se admira.

En fin, yo cuento un hecho: tal me ha pasado.Yo no escribo para los que dudan de mi veracidad;el que no quiera creerme puede doblar la hoja, esose ahorrará tal vez de fastidio; pero una voz salió demi criado, y entre ella y la mía se estableció el si-guiente diálogo:

-Lástima- dijo la voz, repitiendo mi piadosa ex-clamación-. ¿Y por qué me has de tener lástima, es-critor? Yo a ti, ya lo entiendo.

-¿Tú a mí?- pregunté sobrecogido ya por un te-rror supersticioso; y es que la voz empezaba a decirla verdad.

-Escucha: tú vienes triste como de costumbre;yo estoy más alegre que suelo. ¿Por qué ese colorpálido, ese rostro deshecho, esas hondas y verdesojeras que ilumino con mi luz al abrirte todas lasnoches? ¿Por qué esa distracción constante y esaspalabras vagas e interrumpidas de que sorprendo

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todos los días fragmentos errantes sobre tus labios?¿Por qué te vuelves y te revuelves en tu mullido le-cho como un criminal, acostado con su remordi-miento, en tanto que yo ronco sobre mi toscatarima? ¿Quién debe tener lástima a quién? No pa-reces criminal; la justicia no te prende al menos;verdad es que la justicia no prende sino a los pe-queños criminales, a los que roban con ganzúas o alos que matan con puñal; pero a los que arrebatan elsosiego de una familia seduciendo a la mujer casadao a la hija honesta, a los que roban con los naipes enla mano, a los que matan una existencia con unapalabra dicha al oído, con una carta cerrada, a ésosni los llama la sociedad criminales, ni la justicia losprende, porque la víctima no arroja sangre, ni mani-fiesta herida, sino agoniza lentamente consumidapor el veneno de la pasión que su verdugo le hapropinado. ¡Qué de tísicos han muerto asesinadospor una infiel, por un ingrato, por un calumniador!Los entierran; dicen que la cura no ha alcanzado yque los médicos no la entendieron. Pero la puñaladahipócrita alcanzó e hirió el corazón. Tú acaso eresde esos criminales y hay un acusador dentro de ti, yese frac elegante y esa media de seda, y ese chaleco

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de tisú de oro que yo te he visto con tus armas mal-decidas.

-Silencio, hombre borracho.-No; has de oír al vino una vez que habla. Acaso

ese oro que a fuer de elegante has ganado en tu sa-rao y que vuelcas con indiferencia sobre tu tocadores el precio del honor de una familia. Acaso ese bi-llete que desdoblas es un anónimo embustero queva a separar de ti para siempre la mujer que adora-bas; acaso es una prueba de la ingratitud de ella o desu perfidia. Más de uno te he visto morder y despe-dazar con tus uñas y tus dientes en los momentosen que el buen tono cede el paso a la pasión y a lasociedad.

“Tú buscas la felicidad en el corazón humano, ypara eso le destrozas, hozando en él, como quienremueve la tierra en busca de un tesoro. Yo nadabusco, y el desengaño no me espera a la vuelta de laesperanza. Tú eres literato y escritor, y ¡qué tor-mentos no te hace pasar tu amor propio, ajado dia-riamente por la indiferencia de unos, por la envidiade otros, por el rencor de muchos! Preciado de gra-cioso, harías reír a costa de un amigo, si amigos hu-biera, y no quieres tener remordimiento. Hombrede partido, haces la guerra a otro partido; o cada

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vencimiento es una humillación, o compras la victo-ria demasiado cara para gozar de ella. Ofendes y noquieres tener enemigos. ¿A mí quién me calumnia?¿Quién me conoce? Tú me pagas un salario bastantea cubrir mis necesidades; a ti te paga el mundo co-mo paga a los demás que le sirven. Te llamas liberaly despreocupado, y el día que te apoderes del látigoazotarás como te han azotado. Los hombres demundo os llamáis hombres de honor y de carácter, ya cada suceso nuevo cambiáis de opinión, apostatáisde vuestros principios. Despedazado siempre por lased de gloria, inconsecuencia rara, despreciarás aca-so a aquellos para quienes escribes y reclamas con elincensario en la mano su adulación; adulas a tuslectores para ser de ellos adulado, y eres tambiéndespedazado por el temor, y no sabes si mañana irása coger tus laureles a las Baleares o a un calabozo.

-¡Basta, basta!-Concluyo; yo, en fin, no tengo necesidades; tú,

a pesar de tus riquezas, acaso tendrás que sometertemañana a un usurero para un capricho innecesario,porque vosotros tragáis oro, o para un banquete devanidad en que cada bocado es un tósigo. Tú leesdía y noche buscando la verdad en los libros hojapor hoja, y sufres de no encontrarla ni escrita. Ente

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ridículo, bailas sin alegría; tu movimiento turbulentoes el movimiento de la llama, que, sin gozar ella,quema. Cuando yo necesito de mujeres echo manode mi salario y las encuentro, fieles por más de uncuarto de hora; tú echas mano de tu corazón, y vasy lo arrojas a los pies de la primera que pasa, y noquieres que lo pise y lo lastime, y le entregas ese de-pósito sin conocerla. Confías tu tesoro a cualquierapor su linda cara, y crees porque quieres; y si maña-na tu tesoro desaparece, llamas ladrón al deposita-rio, debiendo llamarte imprudente y necio a timismo.

-Por piedad, déjame, voz del infierno.-Concluyo; inventas palabras y haces de ellas

sentimientos, ciencias, artes, objetos de existencia.¡Política, gloria, saber, poder, riqueza, amistad,amor! Y cuando descubres que son palabras, blas-femas y maldices. En tanto el pobre asturiano come,bebe y duerme, y nadie le engaña, y, si no es feliz,no es desgraciado, no es al menos hombre de mun-do, ni ambicioso ni elegante, ni literato ni enamora-do. Ten lástima ahora del pobre asturiano. Tú memandas, pero no te mandas a ti mismo. Tenme lás-tima, literato. ¡Yo estoy ebrio de vino, es verdad;pero tú lo estás de deseos y de impotencia!...

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Un ronco sonido terminó el diálogo; el cuerpo,cansado del esfuerzo, había caído al suelo; el órganode la Providencia había callado, y el asturiano ron-caba. “¡Ahora te conozco-exclamé- día 24!”

Una lágrima preñada de horror y de desespera-ción surcaba mi mejilla, ajada ya por el dolor. A lamañana, amo y criado yacían, aquel en el lecho, ésteen el suelo. El primero tenía todavía abiertos losojos y los clavaba con delirio y con delicia en unacaja amarilla donde se leía mañana. ¿Llegará ese ma-ñana fatídico? ¿Qué encerraba la caja? En tanto, lanoche buena era pasada, y el mundo todo, a mis bar-bas, cuando hablaba de ella, la seguía llamando nochebuena.

(1836)