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JUNTO A LA TUMBA DE LARRA - ERNESTO GIMÉNEZ CABALLERO 1

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JUNTO A LA TUMBA DE LARRA - ERNESTO GIMÉNEZ CABALLERO

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JUNTO A LA TUMBA DE LARRA - ERNESTO GIMÉNEZ CABALLERO

ERNESTO GIMÉNEZ CABALLERO

JUNTO A LA TUMBA DE LARRA

SALVAT EDITORES, S. A. con la colaboración de

ALIANZA EDITORIAL, S. A. BIBLIOTECA BÁSICA SALVAT DE LIBROS RTV

Esta colección de LIBROS RTV, singular en el mundo por su lanzamiento y su tirada, constituye una aportación decisiva para difundir la cultura y para promover el libro en España.

A este fin, el MINISTERIO DE INFORMACIÓN Y TURISMO convocó un concurso entre editores privados. Como consecuencia de él, la realización de los LIBROS RTV fue adjudicada a la propuesta conjunta de Salvat Editores, S. A. y de Alianza Editorial, S. A., los cuales acordaron reunir los LIBROS RTV en la BIBLIOTECA BÁSICA SALVAT.

Estos libros, resultado de la culminación de múltiples esfuerzos, constituyen una auténtica y asequible biblioteca básica de alta calidad. A esto se debe el especial apoyo que reciben por parte de Radio Nacional de España y de Televisión Española, que autorizan, por ello, el uso de sus iniciales al frente de la colección.

Impreso en:

Gráficas Estella, S. A. Carretera de Estella a Tafalla, km. 2 - Estella (Navarra)- 1971

Depósito Legal NA. 318-1971

Printed in Spain

Edición especialmente preparada para BIBLIOTECA BÁSICA SALVAT

El autor de esta obra, nacido en Madrid el año 1899, cursó sus estudios universitarios en Derecho y Filosofía y Letras en la Universidad Central, en la que se doctoró. En 1935 obtuvo la cátedra de Lengua y Literatura de España en el Instituto del Cardenal Cisneros de Madrid y ha realizado asimismo cursos monográficos en diversas Universidades españolas y extranjeras. Fundador de «La Gaceta Literaria» (1927), revista de vanguardismo que tuvo su continuación en «El Robinsón Literario de España» (1931), es asimismo autor de innumerables libros literarios, pedagógicos y doctrinales e infatigable colaborador en periódicos y revistas.

Sus principales obras son: Notas marruecas de un soldado (1923), Carteles (1927), Yo, inspector de alcantarillas (1927), Genio de España (1932), El Belén de Salzillo (Premio Nacional de Literatura, 1934), La Europa de Estrasburgo (1949), La Literatura hispanoamericana en sus textos esenciales (1953), etc., que han sido distinguidas con importantes premios literarios nacionales y extranjeros.

La selección de artículos aquí reunidos constituye no sólo una muestra de la variedad y prolija actividad literaria del autor, sino que es en sí misma un nuevo libro basado en las constantes presentes en su obra a lo largo de los años.

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ÍNDICE

I .....................................................................................................................................................................4 JUNTO A LA TUMBA DE LARRA ............................................................................................................4 ESA TUMBA, DONDE RESUCITARÍA ESPAÑA.....................................................................................8

II. PENINSULARICOS, AMORES MÍOS ...................................................................................................10

PORTUGAL Y SU ALMA........................................................................................................................10 CATALUÑA Y ESCOCIA.......................................................................................................................12 ARAGÓN A LA BANDURRIA .................................................................................................................14 VALENCIA GENIAL VIOLENCIA ...........................................................................................................16 MURCIA Y YO ........................................................................................................................................17 ANDALUCÍA REVISADA........................................................................................................................19 EXTREMADURA DONOSO CORTES ...................................................................................................21 CASTILLA SU CORAZÓN, VALLADOLID .............................................................................................24 GALICIA TIERRA Y MAR.......................................................................................................................26 ASTURIAS OVIEDO...............................................................................................................................28 SANTANDER EL MUNDO HISPÁNICO DE ALTAMIRA .......................................................................30 VASCONIA LOYOLA Y LENIN...............................................................................................................34 BALEARES DON JUAN MARCH ...........................................................................................................37 CANARIAS MI CALLE (JUNTO A LA TUMBA DE LARRA)...................................................................38 GIBRALTAR CANCIÓN DE UN SOLDADO...........................................................................................40 MADRID PATIO, SUCIO ........................................................................................................................42 SU PAISAJE ...........................................................................................................................................45

III MI RESTO DEL MUNDO, EN CARTEL...................................................................................................48

EL CARTEL ............................................................................................................................................48 ÁFRICA NUESTRO SOLDADO DESCONOCIDO.................................................................................49 VIEJA SEFARDÍ .....................................................................................................................................51 ASIA DONDE ASIA LLEGA A EUROPA................................................................................................53 OCEANÍA SISA, LA MADRE FILIPINA ..................................................................................................57 AMERICA GRANADA Y AMERICA........................................................................................................60 ESA SUPERMUJER, LA NORTEAMERICANA .....................................................................................63 EUROPA. EUROPA Y AMERICA ..........................................................................................................66 MÍSTICAS AFIRMACIONES SOBRE EUROPA ....................................................................................72

COLOFÓN TUMBA Y ESPÍRITU ................................................................................................................75

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I

JUNTO A LA TUMBA DE LARRA

Junto a la tumba —la ex tumba de Larra—, no hay nadie hoy en España más que yo.

«Junto a la tumba de Larra» no es una frase conmemorativa que se me ocurre añadir ahora en el coro de conmemoraciones que estos días ha tenido Mariano José de Larra (con motivo de abrirse un teatro madrileño titulado Fígaro). Junto a la tumba de Larra es, en mí, una realidad; una realidad geográfica, inquilina y personal. Porque mi persona, mi realidad, mi yo vivo, vive, duerme y sueña, inquilina y diariamente, en Madrid, junto a la tumba de Larra. Un azar —sin duda—. Pero, como todos los azares, fatalidad al fin. Por un azar se dispara la pistola de don Alvaro y se produce el fatum de su destino. Por un azar vine yo a vivir junto a la tumba de Larra, y voy notando más cada vez que esta tumba me obsede, me tumba y retumba en mi vida. ¡ Y qué tumba! Porque el secreto de Larra es que Larra no tuvo nunca más que tumba. Que Larra no existió sino como tumba española. Y ser tumba en España es el único modo de ser algo; de vivir, de pervivir: esto es, de influir y traspasar. Larra no se suicidó. Estaba ya suicidado y muerto cuando se suicidó. Pues ya recuerdan ustedes — amigos míos — que Madrid era para Larra un cementerio, y un día de difuntos, y un aquí yace esto, y un ¡silencio, silencio!, y un llorar era escribir en Madrid. El pistoletazo de Larra fue su timbre público de alarma de que comenzaba desde ese momento a vivir. Vivir su vida. Fue como todas las vidas que empiezan a vivirse; significaba empezar a engendrar otras, resucitar en otros vivires. Reproducirse, recrearse, perpetuarse: eternizarse. Es decir: paternizarse.

* * * ¡Qué tumba la tumba de Larra! Abierta en el 13 de febrero de 1837. Ya salió, al primer

azadonazo, la primera crisálida : Zorrilla, de entre la tierra sonora. Y en seguida, otros y otros hijos, todas las crisálidas románticas de España, todos aquellos que iban a transmitirse como relicario familiar la angustia de «j en este país! »

* * * Junto a la tumba de Larra sucede el desastre del 98. «Despojémonos de las glorias

literarias, como de la preponderancia política y militar nos ha desnudado la sucesión de los tiempos.» Junto a la tumba de Larra oye esta frase Joaquín Costa. Junto a la tumba de Larra la ha oído también Ángel Ganivet. Otros dos hijos de Larra. Costa se despoja de toda gloria literaria, política, militar, y pone siete llaves en otra tumba: la del Cid. Ganivet sale aún más a su padre, y — en sacra memoria filial— se suicida para mejor vivir su vida, su idearium.

Junto a la tumba de Larra sucede el suicidarse de España en el 98. «Ley implacable de la Naturaleza —había dicho Larra con lucidez nietzscheana—. O devorar o ser devorados. O víctimas o verdugos.» Eso fue el 98; España, víctima, y Norteamérica, verdugo. El Tío Sam, devorador, y nuestro vestigio colonial, devorado.

También de ese nuevo suicidio larresco de España en el 98 nacen y vuelan —epifánicas— nuevas crisálidas románticas. Pelotón de jóvenes que a sí mismos se llaman el 98: la generación del suicidio.

¿Adonde va, qué va a hacer esta generación del 98? Esta generación* va, ante todo, a consagrarse filialmente junto a su padre, «junto a la tumba de Larra». Ved la descripción que ellos mismos hacen del rito:

«En la tarde del 13 de febrero de 1901, un grupo de jóvenes se dirigía por la calle de Alcalá abajo, desde la Puerta del Sol, en dirección a Atocha. Vestían esos mozos trajes de luto; iban cubiertos con sombreros de copa; llevaban en las manos ramitos, de violetas. El sombrero de alguno de estos jóvenes era de ala plana, recta; una larga melena bajaba casi hasta los hombros; el cuello iba rodeado con triple vuelta de una negra corbata. Diríase una típica figura de un

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cuadro de Esquivel. Estos muchachos se encaminaban hacia el cementerio de San Nicolás, donde estaba enterrado Fígaro. Llegados ante la tumba del escritor, depositaron en ella los ramitos de violetas, y uno de los jóvenes leyó breve discurso, en el que se enaltecía la memoria de Larra. «Maestro de la presente juventud es Mariano José de Larra.»

Larra les concedió su bendición paterna, repartiéndoles sus gajes inmortales.

Al hijo mayor, a Unamuno, le deja el gemir. Su sentido de soledad y de imprecación. El autodiálogo. Pero, sobre todo, el llorar profético, por Dios y por todos.

Al vasco Baroja le lega la acritud. El estilo seco, sencillo y tajante. Le lega su fibra humana y compatible. Su fantasía de novelador. Su amor por el paisaje de España, su ansia de viaje, errabunda. Su sed de cultura. Su anticlericalismo. Su zumba. Sus desesperanzas de amor. El vasco Baroja fue el hijo larresco mejor dotado de todos los hijos del 98.

Al dramático Benavente le abandona el puñal de dos filos — rebeldía y disciplina—, amoralidad y tradición. Y la frase corta, leve, ingeniosa, dañina — como picazón de víbora.

Al galaico Valle-Inclán le ofrece un sentido aristocrático y popular de la vida; su romanticismo de reyes y esperpentos.

Al solemne Maeztu le manda su afición por las cosas de Inglaterra, y la reverencialidad por la economía. Así como la España negra se la cede a Zuloaga.

El estro lírico de Larra va hacia los «Cantos de vida y esperanza» de Rubén. Pero su fecundación más pura la otorga, sin embargo al recoleto, vernáculo, circunscrito y hondo, hondo sentir de Antonio Machado.

En cuanto al joven «Azorín», Larra encontró en él su San Juan sobre el pecho. Su mejor guardajoyas. Su besacenizas. Su benjamín. Gracia, mirar en paisajes, recuerdos de familia, secretos confidenciales, cartas lacradas, fes de notario, encargos de albacea, roturación de testamento.

No todos estos noventiochos estuvieron presentes en el rito de San Nicolás. En el rito del cementerio de San Nicolás asistieron — de ellos— solamente: Baroja y «Azorín». (Los demás asistentes: Bargiela, Fluixá, Gil, Ignacio Alberti..., ¿dónde quemaron —perecidos— sus alas noventiochistas, dónde?)

Junto a la tumba de Larra se hizo y deshizo la generación española del 98. Es decir: nació, murió y resucitó. Resucitó en la generación siguiente de la España ideal. Resucitó en el estandarte de la revista «España» (1915), cuya advocación mística seguía siendo la perilla y el copa y la capa, y el campanario patriota de Fígaro. La revista «España» (1915) nace junto a la tumba de Larra. El 98 le entrega sus mejores fecundaciones. ¿Recordáis la «colaboración» de Unamuno, Baroja, Valle, «Azorín»?

El estandarte lo enarbola un joven: el mejor heredero — en la nueva generación— de la sustancia larresca: José Ortega y Gasset. José Ortega y Gasset heredaba — junto a la tumba de Larra— el gaje del orgullo y de la melancolía, la mirada imperial y desencantada, la voluntad lírica de remozar este país tan viejo y el ansia íntima de vivir una vida noble, alta, exaltada, suntuaria, dandynesca. Heredaba Ortega la mejor angustia de Larra: la angustia de la cultura y salvación de España.

Heredaba más: la ilusión típicamente figarina de poseer un periódico propio, un órgano propio de expresión — ilusión máxima de propiedad de un escritor—. Ilusión superior a la de poseer un reino político. Fígaro murió en 1837 a punto de conseguir un periódico — «Fígaro» —, que hubiera sido su «Boletín de teatros, música, modas, Bellas Artes, costumbres, amena literatura, política, Cortes, noticias, anuncios, etc.», según descubre un texto postumo exhumado por Carmen de Burgos. (Larra había logrado ya «El pobrecito hablador» [agosto de 1832]. Y, antes, «El duende satírico del día» [1828].)

Ortega encontró su semiperiódico larresco en «El Espectador», tomitos de oriundez romántica, a lo Addisson, a lo Swift, y, por tanto, a lo Larra.

Junto a la tumba de Larra vino, materialmente, una tarde Ortega. (Como en otros tiempos «Azorín» y Baroja.) Fue aquella tarde estival en que José Ortega llegó en su romántico Georges

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Irat a buscarme, a mi casa. Antes de montar en su tiro de caballos me di el gusto de verle reflejado contra la tumba de Larra, al pie del cementerio de San Nicolás. Me di el espectáculo de contemplar la tronchada pesadumbre lírica de la testa de Ortega, entre cipreses azulinegros de mi sacramental larresca.

La generación España (1915), nacida junto a la tumbn de Larra, no sólo se componía de un príncipe larresco. En ella estaba d'Ors, cuyo Glosario era un maravilloso pobrecito hablador de las ramblas. Estaba un Bagaría, duende satírico del diario. Estaba la fuga de eternidad, el alma de ciprés y la magia negra de un Juan Ramón. Estaba el andar, correr, trotar de un Luis Bello. Estaba la malevolencia sabia y magistral, frente al teatro, de un Pérez de Ayala. Estaba la esgrima maligna y doctrinal de un Araquistain. Estaba el disparo faccioso y aislado de un Salaverría. Y todas esas moléculas larrescas pulverizadas sobre plumas y pinceles, cuya enumeración sería ahora larga.

En la generación España (1915) estaba también quien había de hacer triunfar políticamente a esa generación: el escritor Manuel Azaña, otra crisálida; el heredero de aquella obsesión de Fígaro sobre la «empleomanía», sobre «la delicia del dolce far niente burocrático», el recaudador de contribuciones amargas sobre Madrid, el ensayador del lograr que en «este país» se pasase, por fin, sin hablar con el portero y sin escuchar más el «vuelva usted mañana».

* * * Junto a la tumba de Larra renace otra generación todavía : la llamada generación de la

guerra, y que en nosotros es unipersonal, asumida en todo por Ramón Gómez de la Serna.

Ramón tiene la misma obsesión de la tumba de Larra que las generaciones anteriores. Se hace íntimo de Carmen de Burgos porque ésta sabía secretos de Larra. Ramón' crea su cripta de Pombo, en homenaje a la tumba botillera de Larra. Ramón encuentra en el Rastro un día el bastón de Larra, como se encuentra un cetro de rey faraónico, una vara mágica y homeopática de jefe prehistórico. Un día de difuntos vino Ramón a mi casa, decidido a entrar conmigo en la sacramental de San Sebastián, paredaña al solar de San Nicolás. Fueron inútiles nuestros esfuerzos. Imposible pasar de la verja. Nadie nos abría, como si llamásemos de veras a un espacio eterno. Tan obseso quedó Ramón junto a la tumba de Larra, que escribió una novela delirante llamada El defensor del cementerio.

* * * Junto a la tumba de Larra torna a nacer una nueva generación literaria de España. La

nuestra. La de 1927. La que se agrupó inicialmente en «La Gaceta Literaria». Al frente del primer número de «La Gaceta Literaria» iba también el emblema lejano y próximo, supremo y paterno, de Fígaro. Y el ¡vía! o lanzamiento de Ortega.

* * * Pero de aquella generación todos volaron también. Por esos mundos, esos mares y esos

maremagnos de la política.

Junto a la tumba de Larra en España —hoy por hoy;— sólo yo. Sólo quedé yo. Miradme.

Miradme mirar la tumba, ex tumba de Larra. Ese solar de San Nicolás, que ya descubrió Baroja en su mocedad: «El cementerio éste se encuentra colocado a la derecha de un camino próximo a la estación del Mediodía. A su alrededor hay eras amarillentas, colinas áridas, yermas, en donde no brota ni una mata ni una hierbecilla. El día que fuimos era espléndido; el cielo estaba azul, tranquilo, puro. Desde lejos, a mitad de la carretera, por encima de los tejadillos del ce-menterio, se veían las copas de los negros cipreses, que se destacaban en el horizonte, de un azul luminoso...» El paisaje ha variado algo. En estos claros días azules, luminosos, de invierno madrileño, se siguen destacando los negros cipreses por encima de los tejadillos del cementerio de San Sebastián. Hermano gemelo de San Nicolás, el derruido.

Sobre las oquedades y cárcavos del San Nicolás, las familias proletarias de Méndez Alvaro, de la Casa del Pan Duro, del cuartel de los Carabineros, pululan, como pulula el Madrid pobre en las solanas de frío. Cosen las mujeres, terraplenean los chicos, fuman los viejos y duermen los obreros parados, tapada la cara con periódicos.

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Las eras yermas van desapareciendo aplastadas por el avance industrial de la cuenca del río. El Águila, la Tabacalera, la Standard, el Linóleum, una fábrica química, los grandes talleres ferroviarios. Pitos, sirenas. Brigadas de azul mahón. Paisaje de trabajo. Paisaje industrial de extraurbio y de cuenca de río. Remoto y actual. Prehistórico y socialista. Máquina y ciprés.

Y en la misma esquina de este mundo de máquina y ciprés — junto a la tumba de Larra—, mi casa; yo.

Pero eso no es bastante para creer que se está junto a la tumba de Larra, el estar en esa esquina.

También creyeron que lo estaban la otra tarde aquellos buenos representantes del mundo antilarresco de España, en el teatro Fígaro. Aquellos beatos del incienso, la Academia, la música y el cantar. Del optimismo fácil y suave, chocolatoso y de botillería. Pero no eran sólo aquellos buenos representantes optimistas. Todo escritor en España (¡ha triunfado la República de Larra!) está hoy fácil, suave, chocolatoso y optimista. Pero yo, no.

Junto a la tumba de Larra yo veo los ojos muertos de Larra que dejan de vivir y ya se mueren de verdad. Yo veo un ocaso en los ojos vitreos de Larra, un hundirse de melancolía y de insatisfacción.

Nadie más que yo — ¿no veis?, ¡miradme! — junto a la tumba de Larra, quien recoja hoy este candente mirar, este adiós postrimer, esta lágrima final, en éxodo definitivo de Larra. Junto a la tumba de Larra, último cirio que se consume : mi piedad, solitaria e indecible, al viento. (Pero de un amanecer.)

(«El Robinson Literario de España», 1931.)

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ESA TUMBA, DONDE RESUCITARÍA ESPAÑA

Porque yo me considero hoy nieto del 98 junto a la tumba de Larra, sé lo que significa esa fecha en la historia de España. Y conozco su simbólica. Y, lo más importante: que el 98 — el desastre colonial de la España de 1898— no fue más que el penúltimo 98 de España. Ya que el primero se diera en el siglo XVII. Y el último hace poco más de un año, en pleno siglo xx y nuestro. (Para que España pudiera resucitar.)

* * * El primer 98 de España fue el de 1648. El del 15 de mayo de 1648. Cuando se firmó aquel

primer pacto entre España y Holanda, por el cual perdía ya el Imperio de España sus primeros miembros: las Provincias Unidas y las colonias asiáticas de los holandeses.

(Aún guarda mi memoria la angustiada visión de aquella Friedensaal: una mañana, en el Rathaus de Münster. Aquel cuadro de los plenipotenciarios españoles — perilla, melena, faces calderonianas y dos dedos juramentantes, alzados sobre una mesa—. Aquellos tristes rostros, graves rostros de españoles que — en su grito ahogado, de vencidos — inauguraban el primer 98 de España, pintado por el westfaliano Floris.)

El segundo 98 de España fue el de 1659. En que España perdía su Artois. Y el Luxemburgo. Y plazas de Flandes. Y el Rosellón. Y la Cerdaña. Y los derechos a Alsacia. Quedando el Pirineo por frontera de Cataluña.

(Esa islita turística, queridos automovileros y viajeros, de la frontera bidasotarra. Esta islita de los Faisanes. Hoy refugio de aburridas miradas aduaneras, carabineras. Esa islita de la Paz de los Pirineos, cercada de patos y de anzuelos hoy. Y siempre de esta pregunta: ¿Cómo pudo España perder tanto sobre tan poco? ¡ Diminuta y trágica islita — Faisanes sin faisanes — bidasotarra!)

El tercer 98 de España fue el de 1668. El 13 de febrero de 1668. En Lisboa se firmó el Pacto por el que Portugal se nos desgajaba para siempre tras casi un siglo de convivencia hermana. Y, con Portugal, sus inmensos Dominios. Menos Ceuta.

(Lisboa y el Acho ceutí; testigos de aquel Pacto se miran, sin verse, por encima del Estrecho, todavía. Yo he contemplado aún — tierras berberiscas — los vestigios portugueses de aquella fraterna colaboración: viejas atalayas desmanteladas.)

El cuarto 98 de España fue el mayo de 1668. España perdía Charleroi, Binch, Ath, Donai, Commines, Tournay, Oudenarde, Lille, Armentieres, Courtray, Beranes y Fumes. En secreto, Luis XIV y el emperador Leopoldo pactaban un reparto de España.

(Aquae-Grani la llamaron los romanos. Era ya una estación termal. Aachen la llamaron los alemanes. Aix-le-Chapelle, los franceses. Aquisgrán, nosotros, españoles, los del Pacto de Aquisgrán, 1668. Los perdidosos de esas ricas ciudades francas que dejan hoy — ventanilla del tren al transitarlas — su olor a lluvia, techos de pizarra, acordeón y melancolía.)

El quinto 98 de España fue el de 1678. El 17 de septiembre de 1678. Pérdida del Franco Condado. Y urbes de Valenciennes, Bouchain, Conde, Saint Omer, Iprés, Warwick, Cassel...

(Ciudad Carolina y anseática: Nymegen. Nuestra Nimega, la del Pacto 1678. En su Stadtbuis, como en el de Münster, aún se ven los pintados bultos de los exarcas, de los pactantes de aquel quinto Pacto: quinto 98 de España.)

El sexto 98 de España fue el de 1713. El 11 de abril de 1713. La «vertebrada» España dejaba estas vértebras en el osario: Gibraltar, Menorca, Estados de Flandes. Dejaba todas sus posesiones de Italia (menos Sicilia). Y la colonia del Sacramento, en América.

(Utrecht: visión nevada de Utrecht. Carillones sobre el Oude Gracht y sobre el Nieuwe Gracht. Aquí nació nuestro Papa Adriano. Y aquí nuestro Carlos V construyó su Vriedenburg. Y aquí se selló el Pacto aquel del Taciturno contra la unidad de nuestro Imperio. Y aquí se desarrolló la doctrina del obispo de Iprés, Jansenio, contra la unidad de nuestra conciencia. Y

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aquí nos despojaron de Italia y de Gibraltar... Aquí — Utrecht — horas de nieve, horas de Noel: mis amigos hispanistas queriendo alegrar mis memorias al son de carillones sobre el Oude Gracht, y de villancicos (¡Stille Nacht, heilige Nacht!) sobre el Nieuwe Gracht. Y poesía de canales helados. Y tulipanes entre cristal. Y copas de vino renano, de oro.)

El séptimo 98 de España fue el de 1763, consecuencia del Pacto familiar del 61. España abandonaba sus derechos terranovinos. Y la Florida. Y el fuerte San Agustín. Y Panzácola. Y territorios del Mississippí.

(París-Madrid, Luis XV. Grimaldi, Choiseul. Una reina de Sajorna : Amalia. Un pintor aun más extranjero y empelucado: Mengs. Un ministro inglés: Pitt. Un reyecito ilustrado por la Francia: Carlos III. Todo ello un affaira de coeur. Baraja francesa. Le roi, la dame. Le valet. Pique. Tréfle. Carré. Et coeur. Un ajfaire de coeur. Vive l'Espagne!)

El octavo 98 de España va de 1792 a 1795. Pérdida del Oranesado (Oran, Mazalquivir, Tlemecen. Y pérdida de Santo Domingo.)

(¡ Todo el Oranesado! ¡ Aquella conquista fundamental de Cisneros (1505-1509); aquella conquista, sagrada para nuestra defensa nacional, soñada y dictada por los Reyes Católicos, como única política africana de España! ¡ Mauritania cesariana! ¡ Argel, de Cervantes! ¡Berbería nuestra, que aún hoy habla español!

Basilea; el sur del Rin comienza a recibir en sus ciudades, como Holanda en las suyas — norte del Rin —, paces y pactos. Pacifismos. Ginebrismos de España. Derrotas de una cultura mediterránea y católica. Godoy. Basilea. Y allá, por el océano, Santo Domingo; nave a la deriva; desanclada, lejos...)

El noveno 98 de España fue el de 1800: la Luisiana. La Luisiana para los franceses.

(San Ildefonso: versallismo. Verano. Carlos IV. ¿ Corren las fuentes? ¡Lloran las fuentes de La Granja!)

El décimo 98 de España: 1802. La Trinidad en las Antillas.

(Las naranjas cogidas en los fosos de Olivenza, por el favorito, para la reina chula: la María Luisa. Los gajos de esas naranjas : Amiens. Amiens, la ciudad gótica y sin azahar. Pacto de Amiens, sin azahar: isla de la Trinidad.)

El undécimo 98 de España no tiene fecha precisa. Tiene fechas anchas y terribles; tan anchas como la América, que se escapaba. Fechas desde 1810 al 1825. Un 98 de quince años; un 98 lleno de innúmeros 98.

(Ese 98 innumerable se llamó: Miranda, Bolívar, San Martín. Se llamó Boyacá, Tucumán, Carabobo, Córdoba, Pampa de Junín. Se llamó: Ayacucho, diciembre de 1824.)

El duodécimo 98 de España es el famoso, el vulgarizado, el de los hombres del 98; el 10 de diciembre de 1898. París. El d¿ Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Marianas, Carolinas y Palaos.

(En torno a una mesa de café, Madrid, provincianos. ¡ Todo era mentira y farsa! ¡ Subvirtamos los valores! La Voluntad, Camino de Perfección. La comida de las fieras. Unamuno. Maeztu. Benavente. ¡ Abajo el Quijote! Costa. ¡ Siete llaves al Cid! Baroja y Azorín. ¡Vivan la Voluntad y Nietzsche! Campanitas de bizarros generales en Marruecos.)

Y el tredicésimo 98 de España. ¡ Ah!, el preludio del tredicésimo 98 — último 98 de España— se llamó «1921». Y ese preludio ya lo pude interpretar yo. Se llamó: «Annual». Se llamó: «Berenguer».

(Mis Notas marruecas de un soldado, mi primer vaticinio, el grito de «último 98», que apercibieron mis abuelos en sus comentarios, viendo en aquel «soldado» su legítimo nieto.)

Pero el final de ese preludio es ese final: agosto de 1930. Pacto de San Sebastián.

Y ese grito final, de cisne español —nieto del 98—, es este que vengo contando, cantando. Junto a esa tumba de Larra. Donde resucitaría España un amanecer.

(«Genio de España», 1932.)

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II. PENINSULARICOS, AMORES MÍOS

Al Larra de «En este país» y de «Lo que no se puede decir, no se debe decir».

PORTUGAL Y SU ALMA

¡ El alma de Portugal! Dicen que es, ante todo, lírica. Y dicen bien. Porque mirando cualquier escrito portugués parece tenerse ante los ojos un papel de música. Una notación pentagramada. Es una ortografía llena de pneumas, espíritus o apóstrofos, como en la música. Con tildes sobre las letras. Con tonos y semitonos de acentos graves, agudos, esdrújulos. Con guiones entre las sílabas. Y con diacrisis sonoras. Con signos para indicar si el aire espirado debe subir cantando por la boca o velado de melancolía y bruma por la nariz. El portugués debía escribirse con pautas negras y rojas de antifonario medieval, sobre vitelas.

En Portugal todo el mundo habla en verso. Y en verso cantado, llorado. El encanto de las Cantigas de Amigo, del rey Don Dionis, es que rezuman aún polifonía. Y si no se entonan en silencio no se entienden esos cantares arrobadores.

¡ El alma de Portugal! Dicen también que es indolente y perezosa. Y dicen bien. Porque yo no conozco una lengua que tienda más a suprimir sonidos, a economizar esfuerzos duros de pronunciación. Cuando Cervantes llamaba al portugués un «castellano sin huesos», lo definió genialmente. Todo es en el portugués pulpa. Todo hueso lo ablanda, lo pulveriza y liquida. Así con los hiatos resultantes de una previa maceración consonantica. En vez de decir «tener», el portugués mastica primero la n, y del «teer» que queda, lo deja monosílabo en «ter». Y el artículo: «el» es o. «Ella» es a. Monosilabismo casi chino. (Ex-cadescere: escaecer, esquecer. Angelum: angeo, anjo. Solo: soo, só. Quaterno : cademo. Dolor : dor. Color : cor.)

Y hasta para facilitar esa suavización perezosa llega a tender puentecitos vocálicos. «Aquí hay» = «ca ha», lo transforma en ca-i-ha. Y cuando tropieza con el hueso duro de una velar o una oclusiva, las vocaliza: outubro, y no «octubro» ; leite, y no «leche» o «lacte» ; oculo: ocio, olho.

\ El alma de Portugal! Se ha dicho — y yo lo he demostrado— que es «vespertina», occidental, de sol poniente. Como el sol cuando decrece en sus costas, así los diptongos de su lengua. Casi todos vesperales, decrecientes: pai, vai, rei, bois, pau, ouro, coivo...

Lirismo, indolencia, melancolía crepuscular... También rusticidad (égloga, bucolismo). Su característica alteración de la / por r, como en los pastores de Juan de Encina: rasgo pastoril y campesino : prazer, craro, groria, prazo...

Y, como buenos rústicos y líricos e indolentes, los portugueses buscan la fabulosidad, la exageración (en la ternura y en el escarnio).

Es la lengua de más bellos diminutivos del mundo. Y de más terribles aumentaciones significativas. La palabra mesurada, calculada, normal, la huyen. La desmesuran de pasión o con lágrimas, con besos o con insultos.

Diminutivos en «-iño» (-inho), ¿quién los tiene más mimosos en el mundo? Cuando llaman paizinho al padre, casi lo transforman en Madona del Menino Jesús; es casi una oración: ¡paizinho! Diminutivos en -elho, -ela, -ito, -ino...: an-dorinha, golondrina, menino. Soy un coleccionista de diminutivos portugueses, que saboreo como anises de colores y azúcar en los labios. Y es siempre útil tenerlos a mano para ofrecerlos a las portuguesas. Y ablandarlas gentilmente. Todavía en español se llama «melindres» a dulces que hacen las monjas y mimos que hacen los niños. ¿Y quién traduce la palabra meiguice? ¿«Cariño»? Pero un cariño de tal dulcedumbre, que toda la miel castellana queda insuficiente para saturarlo.

La exageración portuguesa está también en las rebuscadas perífrasis. En sus partículas enfáticas. En sus cortesías formularias : ¡A vossa Excelencia! ¡ El alma de Portugal en los es-maltes de sus palabras! Lírica, rústica, exagerada, indolente, tierna... Y, sobre todo, saudosa. Con

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quejumbres, esperanzas, suspiros. Nieblas, brumas de Finisterre, ánimas de purgatorio, cantigas de novias perdidas... Todo ello en su inimitable, adorable, genuina nasalidad: mae, cangao, paixao, Tima, magoa = pena... Pero ¡qué pena la de esa magoal ¿Y su aterciopelar articulaciones rígidas? Segredo, ovelha... Paisajes. Cuadros. Fados. Janelas. Ciudades. Oficios. Todo el alma de Portugal — se esmalta y revela así —, brillante, nítida, en esas sus palabras matrices, entrañables, que huelen a regazo, a leche natía, a humo de hogar, a raíz de árbol, a tierra fecundada.

(«Amor a Portugal», 1949.)

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CATALUÑA Y ESCOCIA

El baile más «castizo» de Madrid, mi pueblo; un baile... ¡escocés! El chotis o schottish, que nos vino a través de otro «castizo» instrumento, el organillo (que era alemán), allá por el siglo pasado y en forma de vals.

Todos en España debemos algo a Escocia. Los gallegos, la gaita. Las cocineras, el bacalao. Los bebedores, el whisky. Y los albañiles, las molduras de estuco, llamadas «escocias».

Pero, de todas las zonas españolas, fue Cataluña la más deudora a lo escocés. Yo no sé si en el Medievo pasaría por aquí el famoso mago o nigromante Miguel Escoto, de quien habló su paisano Lord Balfour, a los cordobeses. Ni si Duns Scoto, influyó sobre Raimundo Lulio.

Pero ya en los albores del Renacimiento la materia «caballeresca» de aquellas tierras célticas llegó a Cataluña a través de Tristán y Lanzaroie, que se tradujeron al catalán. Así la no-vela Curial y Guelfa y sobre todo el Tirant lo Blanch, del catalán Martorell, inspirada en parte sobre la Historia de Guy de Warwick. Un pueblo escocés cercano a la Melrose donde reposa Miguel Escoto y cerca del Castillo de Walter Scott.

(No sé si por entonces llegaría a Cataluña —como llegó a Castilla, a la Avila de mosén Rubí, por 1516— el rito masónico escocés.)

Pero ya digo: el influjo prodigioso de lo escocés se dio en el Romanticismo sobre lo catalán. Y a base de tres corrientes: la lírica, la filosófica y la novelística, que determinaron en gran parte la renaixensa regionalista del seny.

Líricamente, ya empezó a sonar la gaita en aquel poeta inicial que se afirmaba Lo gayíer del Llobregat, el gran río catalán que vino a hacer aquí las veces del Tweed. Ignoro si Roberto Burns, el Verdaguer escocés, influyó mucho en Cataluña. El que más influyó fue otro magno lírico celta que no existió nunca : Ossian, un bardo o trovador inventado por el romántico y humorista Macpherson.

Entre otros catalanes que suspiraron al modo de Ossian, recuerdo a Antonio Chocomeli Codina, que hizo un Canto del bardo por 1874, prologado por Wenceslao Querol.

Más importancia tuvo la filosofía del «sentido común» (common sense), típicamente escocesa, y en la que se vio reflejado el gran Jaime Balmes. Pero donde Cataluña se escoció o «escotizó» del todo, fue a través de Walter Scott, padre ideal del romántico regionalismo catalán. Cuando visité Abbodsford, el castillo de Walter Scott, lo primero que me sorprendió fue el parecido que tenía ese castillo a la arquitectura de algunas casas del Paseo de Gracia. Y lo que más me gustó de ese castillo fue quien me lo enseñó, su lejana sobrina Patricia, lo mejor que dejó Walter Scott a la posteridad.

Mientras, el romanticismo llegó a Castilla por otros escritores como Byron, Hugo, Chateaubriand, a Cataluña llegó casi exclusivamente por el autor de Ivanhoe. Por eso decía Milá Fontanals que en Cataluña había una bandera, «la de los admiradores de Walter Scott».

«El vapor», «El Europeo» hablaron de él y lo difundieron constantemente. Se dijo que la Oda de Aribau, ofrecida al banquero Gaspar Remisa, se la ofreció «con el orgullo que un escocés ofrecería los versos de Scott a la Patria».

Entre los fervorosos del novelista de Abbodsford estaba Ramón López Soler, cuyo prólogo a su novela histórica y scotista Los bandos de Castilla o el Caballero del Cisne (1830) resultó el primer manifiesto romántico de España, un manifiesto donde —entre paréntesis— se exaltó por vez primera al Greco, mucho antes del homenaje de Rusiñol en Sitges.

A través de López Soler, Cataluña se fue sintiendo una Escocia peninsular. En la zona pirenaica o de Canigó como la de los Highlanders. Su zona central o capitalicia (Edimburgo-Bar-celona) y sus Lowlanders o Terra baixa. El Tweed era el Llobregat. Las Shetlands, las Baleares. Los tejidos de Peebles, los de Tarrasa. Y las figuras históricas y legendarias como Macbeth o Malcolm, los Berengueres, Roque Guinardo, Roger de Flor o Jaime el Barbudo. Hasta la «venganza catalana» tuvo su parangón con las venganzas escocesas contra los perseguidores

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de su reina Mary, la famosa María Estuardo, cuyo culto, símbolo de independencia, se conserva todavía. Yo estuve en un castillo, el de Traquair, que tiene una puerta de hierro, la principal, que no se volverá a abrir hasta que vuelvan los Estuardos a Escocia.

Walter Scott tuvo sus editores especiales en Cataluña, como Antonio Bergnes, y en Valencia Cabrerizo.

Inspiró, además de López Soler, a otros muchos novelistas; como Vicente Boix, con El encubierto de Valencia; a Tomás Aguiló, con El infante de Mallorca; a Víctor Balaguer, con El capuz colorado; a Patxot... Todavía hoy el célebre «Coyote» de Mallorquí, publicado en Barcelona, es un último resto del walterescotismo romántico.

Quizás de ese recuerdo ha surgido en los últimos tiempos un movimiento hispanista, muy notable en toda Escocia. Llevando la primacía, la ciudad industrial y muy catalana de Glasgow, donde un rico industrial, también muy a la catalana, Sir Sammuel Stevenson dotó una cátedra para esos estudios. Que desempeñó primero el llorado Entwistle, autor, entre otras cosas, de unos Romances catalanes. Hoy esa cátedra la desempeña míster Atkinson. En Edimburgo está L. B. Walton. Y hay cerca un colegio católico, el Catholic Camp Laetare, en Linlithgow, donde nació María Estuardo, al que van muchos españoles.

En Aberdeen, Parker estudia el calderonismo. Y nuestro amigo Grant-Robertson mantiene en Barcelona la espiritualidad escocesa. Otros escoceses se consagraron a lo hispanoamericano. Así, los Parish Robertson, Boutine. El célebre Cunninghan Graham se sentía un «hidalgo» o «quijote», y el embajador Lord Balfour es también un escocés. De los últimos estudiosos de allá sobre España, está miss McClelland, autora de unos Orígenes de los movimientos románticos en España.

Yo salí entusiasta de Escocia. Recorrí sus montes violetas cuajados de érika, cazando los grousies o urogallos. Estuve en sus locks o golfos. Me compré corbatas a cuadros. Y hasta me vestí con las falditas o Kilt, las medias, la escarcela para ir a ver el Tatoo o precioso Festival de Edimburgo, en el castillo, bajo una noche de luna y de misterio. Y hasta intenté tocar la gaita. Escocia, como Cataluña, soñaron grandes cosas en el Romanticismo. Nos dieron grandes escritores. Y mucha poesía y mucha buena mística. Y buenos sustos a ingleses y castellanos.

Escocia, con su bruma, y Cataluña, con su sol, serán siempre en Europa dos áreas románticas inolvidables.

(Conferencia en Barcelona, 1953.)

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ARAGÓN A LA BANDURRIA

Bajó los ojos del cielo. Desgradué la vista de la estepa sinfín. Y me encariñé mucho, mucho, con la Virgen del Pilar.

Me marché a Zaragoza. Me apoyé, no sé dónde, tras el puente. Para mirar —contemporáneas— las cúpulas en racimo, los bulbos del Pilar.

Los bulbos del Pilar se desfondaban del fondo cárdeno del Poniente.

El río — con márgenes secas, con márgenes de fiebre, con labios blancos de cadáver — llevaba un agua que no era agua, sino un contenido musical.

No he visto más lírico río en mi vida. De un lirismo apenas pluricorde. De cuerdas de balalaika, de bandurria.

La Virgen del Pilar no tiene cuerpo. No tiene, por tanto, senos de virgen madre.

Es una materia de oro y joyería. Más una carita morena. Carita sobrecargada de coronamientos: la Virgen del Pilar.

Esa Virgen sin senos se me parecía trasfusa entre los bulbos alusivos del templo.

Los bulbos del Pilar, reflejados en música del ríobandurria: Materiosidad y Abstracción.

Toda la sublime delicadeza y toda la sublime brutalidad de lo aragonés. Tierra aragonesa sin senos; pero ardiente, alcoholada, dinamitada.

Si hay algo en España que sea Rusia, es el Pilar y su paisaje. Todo el polvo de Aragón en el estío, como toda la nieve de Moscú en el enero.

El mudejarismo aragonés, como el bizantinismo de Rusia.

La Virgen del Pilar es la Virgen de los iconos.

La guerra de la Independencia, la Zaragoza contranapoleónica: el alarde más decidido de contraeuropeísmo.

Aragón ha tenido sus Pedros los Grandes. Sus europeizados. Gracián, Goya, Costa, Cajal...

Pero todos ellos — tras inclinarse supersticiosos ante Roma, Milán, París, Berlín — bebieron, bebían, como Pedro el Grande, alcohol de bandurria.

Aragón me suena a tambor. A piel de carnero batida en desierto. Me calienta las entrañas. Me vuelve loco. Me exacerba el sexo. Me lanza contra no sé qué ni quién. Pero CONTRA, CONTRA, CONTRA, sobre todo, contra algo.

Me parece Aragón patria difícil. Para fibras en crudo, heroicas. Aragón no tiene la serenidad castellana. No tiene el optimismo vasco. No tiene la sensualidad violenta de lo catalán. No tiene la falsía mediterránea.

Aragón tiene algo atroz. Pero de esencia divina. Es una tierra imposible. Imposible para casi todos; sobre todo, para casi todos los aragoneses actuales.

Hacen falta almas de mago troglodita, de hechicero, de místico cavernario, de eremita, para gozar la esencia aragonesa.

Hacen falta muchas intelecciones viscerales para llegar a la posesión aragonesa.

Donde he visto mucho bueno de ese Aragón esencial es ahora en los Balkanes, por las sinagogas sefardíes, donde perviven perfiles del Aragón medieval, rico de soledades y de aislamientos; del Aragón bárbaro que dejó el soldado romano al ceder paso al godo, al moro y al judío.

Tierra lunar, Aragón. Con mortandad de astro extinto. Muerta, muerta, ¡ pero tan viva!

Allí vive el primer fuego del primer Adán hispano.

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Desde Madrid — a veces en mi balcón, mi balcón sobre la estepa que va hasta él Ebro — yo me entretengo en soplar sobre esa lumbre. Como quien sopla oraciones y agüeros.

(«Trabalenguas sobre España», 1931.)

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VALENCIA GENIAL VIOLENCIA

¿Sabéis dónde había tenido yo una anticipación exacta, una víspera de verdad, de la Valencia esencial e inacabable? Yo soy un entusiasta de las horchaterías madrileñas.

Las horchaterías llegan a Madrid en sazón valenciana de Madrid, en verano. Cuando el madrileño burgués, europeísta y nordizante busca el Cantábrico, la cerveza y el marisco como se busca a los bomberos.

Entonces es cuando el «vivac» verde de persianas verdes de las horchaterías, el caraván serrallo de los puestos callejeros, las mezquitas recónditas y umbrosas de las estererías surgen y casi se apoderan de Madrid. Madrid tiene entonces una voz bronca, velar y enérgica. Se oyen esas / velares inmutables del valenciano y esas terminaciones en et (Pepet, Visentet) conmo-vedoras.

Y empiezan a concurrir a las horchaterías esa gente que en la Navidad ansia el turrón, gente de luto, sombría y glotona, el turrón, cosa suculenta y atroz: dura, pastosa, miel y piedra: ardor, ardor, ardor. Como la horchata; chufa que es el desierto, color de jaguar la chufa, de acento almendrado y palestinesco, judaico, próximo oriente, ojos de chino, la chufa. Pero luego color de arroz, blanca y dulce como la leche de virgen ibérica, embriagadora, anonadora de dulzura y evocaciones tropicales.

Valencia —a través de su pueblo magnífico, medio desértico, que procede por soñarreras orientales y por explosiones apasionadas, trágicas, de raíz helénica, pesimista y sombría, ¡ qué bien se entiende todo, todo lo que ha dado Valencia y lo que puede dar!

En un régimen de renacimiento, de vitalidad y corrupción, un César Borja, un César «Borgia», maravilloso superhombre, ejemplar egregio de humanidad —cachorro heraclida, Poimena laon que decía Homero — ante quien Gobineau, Stendhal, Nietzsche y Sorel quedaban estupefactos.

En un régimen de edad media, de proselitismo, un San Vicente Ferrer, ese verbo arrebatador. Y todo ello, ¿cómo? ¿Cómo estas dos figuras, de extracción popular, pegadas a su tierra ardientemente? (Sabido el amor de los Borgias a Valencia, su nepotismo, su obsesión valenciana.)

Valencia —ciudad de guerra con fondo de molicie, cruce de Oriente y Occidente, tierra moruna con sangre algo eslava que tiene arranques de dominación y señorío absoluto— vio su camino claro cuando apeló a su fuego, a la violencia, a su virtud genital, imperial. El sentido imperialista de Valencia. Y no su sentido democrático. Su sentido ecuménico y no su sentido regional: esa es la lección difícil, dura, delicada de Valencia, la que dictan dos de sus mejores hombres —Borja y Ferrer—. Alma en donde lo violento y arrebatado vibra en su más eléctrico y tenso chispazo. Así como Zaratustra (y luego Montherlant) vieron el Paraíso a la sombra de las espadas (Mein Paradis ist unter dem Schatten Meines Schwertes), así el genio valenciano debe considerar siempre su salvación a la sombra de lo violento.

Hoy es un momento — y mañana — de triunfo de la violencia en la historia. Frente a otras regiones industriosas, pacíficas y beatas de la Península, Valencia puede estar en alto tono imperial: Bajo la gran sombra de su violencia sublime.

(«Trabalenguas sobre España», 1931.)

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MURCIA Y YO

Murcia es mi infancia. No porque mi infancia haya transcurrido en Murcia. Sino porque Murcia transcurrió hasta mi niñez. Ya es sabido que no sólo se tiene patria por el hecho de nacer sobre una tierra determinada. Sino por lo que esa tierra determinada hace nacer posteriormente en las almas. A las patrias se les debe querer más que como a maternidades, con cariños de amante: de deseos, de delicias pasadas y de promesas. Sólo así es posible vivir y morir por ellas. Apliquese este método sentimental de patriotismo a las pequeñas patrias, a los solares regionales, y se explicarán muchos de los amores que despiertan en gentes que no ya nacer, sino ni siquiera conocerlas, habían, directamente. Este es mi caso con Murcia.

Pasaba yo todos mis veranos infantiles en la provincia de Toledo, mi verdadera provincia familiar. Dentro de Toledo, la vega de Talavera, es como una pequeña Murcia castellana. Allí la hortaliza y el frutal crecen — ricos — sobre un paisaje llano, verde, enriado, con cercanías de cerros mondos y albarizos, y con los morrones azules de Gredos a lo lejos.

Mi abuelo era uno de los más importantes huertanos de Talavera. Y para trabajar el gran fruto de exportación estival a Inglaterra — la ciruela claudia — mi abuelo traía, omniestivalmente, cuadrillas de huertanos auténticos de Murcia. Gentes de Abarán, de Cieza, de Calasparra, de Totana... Sobre todo, de mujeres. Para mi infancia «la llegada de las murcianas» era el acontecimiento más decisivo de todo el año. Era para mí la llegada de lo exótico, lo remoto, de lo que venía de por allá, no sabía dónde.

Llegaban ellas como con brillo de cerámica popular. Con la armilla, el pañuelo cruzado sobre el pecho y anudado detrás en la cintura. Sus alpargatas blancas. Faldas de colores. Blusas claras inolvidables. Eran otras gentes que aquellas de tierras toledanas. Finas, en su mayoría. Finas de óvalo, de mirar y de habla. Ojos verdiazulencos. Cabellos trigueños. Y aquellos di-minutivos en ico — ¡Ernestico! — me llamaban, y sus eses aspiradas, y luego sus canciones —las madrugas— habaneradas y lentas. Yo no sé si hablaban el panocho. Sólo sé que su acento y su léxico constituyeron en mí una delicia superior a la de sentir la entonación de mi propia lengua maternal. Era como una lengua secreta, de iniciaciones desconocidas. Aquellas mujeres —con la delicadeza especial que las mujeres populares tratan a los niños algo melancólicos y ardientes— me hicieron adivinar lo que tras bastantes años después yo encontraría en la realidad murciana. Para aquellas mujeres, en las horas de anochecido, de luna, de huerta y de fatiga, la evocación de su tierra era algo ante mí de magia grande. Murcia era lo mejor de España. Por tanto, del Mundo. Allí las naranjas y las cidras, el arroz y la seda, y cañares, acequias, azarbes, moreras y nombres sonoros, sorprendentes, de pueblos: Espinardo, Algezares, Lorca, Totana... y sobre todo, Abarán, Abarán; y una visión de palmares bajo un cielo siempre azul, cálido, sereno, ¡era tan bonico!

Me quedé impregnado de Murcia para toda mi vida. Pues sólo dura en la vida aquello en que nuestra infancia dulcemente se sumerje. Pasaron los años y los días. Y la falsa cultura de nuestra didáctica no supo despertar en mi subsuelo algo fecundo con que hilvanar mi pasado infantil con esa realidad regional española. Yo no supe nunca — por vía intelectual — lo que era Murcia. Al contrario, supe lo que no era. Supe que era algo como anodino y sin carácter, un intermedio abstracto entre lo castellano y lo levantino. Supe de una ciudad polvorienta y amortiguada, de una Universidad un tanto artificial y escandalosa. De vez en cuando, en las Navidades, al transitar por la madrileña Plaza de Santa Cruz, o al pergeñar un Nacimiento en mi hogar, aquellas figuritas de campesinas con el pañolito en cruz me despertaban resonancias cuyo eco terminaba en dulzuras huertanas, que sólo yo entendía. La literatura coetánea — de un Azorín, de un Miró — trabajaron también por no hacerme olvidar lo que yo llevaba dentro.

Pero una vez pisé la tierra de Murcia.

No hay que asombrarse si digo que enloquecí, con esa locura lenta, sosegada, maniática, que es la verdadera locura. En Murcia acababa de encontrar de lo mejor de mí mismo. Los años que creía perdidos. Los gozos míticos de mis horas niñas; aquellos recuerdos adormecidos —mis propias entrañas— que estallaban ahora en una realidad neta. ¡Oh tan bonico!

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Fue como una repatriación a mi tierra de sueños, la mejor de las patrias. No es que me sintiera más murciano que los murcianos, sino que me sentía más yo con su Murcia. No yo un trozo de Murcia, sino Murcia un pedazo de mi ser.

Por tanto: ¡ cómo servir a quien tan bien me servía! ¡ Qué hacer por una tierra que era la amante de mi niñez!

Al contemplar una mañana, en su Museo local, la falange, un tanto inédita y desconocida, de las figuras navideñas que Salzillo modelara un día, se me ocurrió partir dé ella, para con ella llegar a una revelación de la clave murciana. Llegar como al dintel de una divinidad, a un nuevo Portal de significaciones trascendentes.

Y ofrecí a Murcia como servicio —un ensayo sobre su Belén de Salzillo — como se ofrecen pinas de flores a una novia. Libro que me valió el Premio Nacional de Literatura, en 1934. ¡Gracias, Murcia mía!

(«El Belén de Salzillo», 1934.)

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ANDALUCÍA REVISADA

Si algo es —genialmente— Andalucía, es: «sed de Imperio». Continuación expansiva de Castilla en el mundo.

* * * No hagáis caso de los que quieran mantener a Granada como una meta del turismo

anglosajón. ¡ Desconfiad de los que sólo buscan en Granada el olor a nardo nazarí, las cosquillas sensuales de la Alhambra, el viaje de novios por el Generalife, las evocaciones a lo Chateaubriand, a lo Scudéry, a lo La Fayette, a lo Scott o Irvjng; el estremecimiento de las Waverley Novéis o de las poesías gitanas. Granada es el único puesto de combate que tuvo España frente a Oriente y el primero que hoy reclama ese honor, con la tumba viva de los Reyes Católicos, con el Palacio, único en la Cristiandad, de Carlos V. ¡ Granada no es muerte, ni suicidio, ni renunciación, ni olor odalisco! ¡Granada es el más trágico grito de alerta y resurrección que tiene España! ¡Sin la tumba viva de Isabel y Fernando en Granada no hubiese sido posible El Escorial ni América!

* * * Tampoco hagáis caso de los que sólo ven en Córdoba una mirada nostálgica y morena; una

hembra de Romero de Torres, apoyada en el quicio de la mancebía, esperando que de la Sierra, por el trigo verde, llegue el caballista con ojos de faca. Córdoba no es nostalgia. Córdoba es afirmación. Córdoba es Séneca, el creador de nuestra moral, concibiendo la vida, no como quimera, sino como milicia. Córdoba es Juan de Mena, el primer cantor de la unidad renacentista de España. Y el Gran Capitán, su realizador expansivo. Es Góngora, el conquistador de un imperio poético. Córdoba es el torero o el garrochista bravio y austero, a la romana.

* * * ¡Despreciad a quien juzgue Sevilla sólo como un cartel de atracciones feriales, como un

calendario festivo del burgués!

Sevilla es y será siempre la capital milenaria de España en cuanto España se decide a mirar afirmativamente hacia el Atlántico. Sevilla es otra vez la ciudad de un próximo y cenital mañana.

* * * ¿Y Cádiz? ¿Vosotros creéis de veras que el genio gaditano sea el de la Constitución del

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En Cádiz fue donde Julio César aprendió a ser emperador. Donde Roma fue soñada.

* * * De Huelva no penséis que es sólo factoría, tierra de esclavos mineros al servicio de damas

londinenses. Huelva es la cruz de Cristo saliendo un 3 de agosto para llegar donde los puertos de la antigua Roma no llegaron nunca.

* * * ¡El Catolicismo andaluz! ¿Y creéis seriamente que Málaga sólo es grande porque en ella

naciera el miope abogado de la Restauración, míster Cánovas? Málaga es grande por otras cosas que un día cantaremos. Pero, sobre todo, por su simbólica Catedral. Por sus iglesias, que, al igual de las de Jaén y Almería, revelan el gran secreto andaluz.

* * * El secreto de Andalucía no está en la China. Ni en sus tipos morunos, ni en sus esnobismos

anglosajones, ni en sus Alhambras, ni en sus mezquitas, ni en sus cantes «jondos». En ningún folklore romántico y costumbrista de gitanos, bandoleros, toreadores, charranes, cigarreras, guitarras y zambras.

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El secreto de Andalucía está en sus templos, los más robustos, viriles, pétreos, imperiales y afirmativos que tenga la Cristiandad.

Y es que en Andalucía no existe la catedral, en su sentido mediévico y gótico. No existe porque no podía existir.

En Andalucía se pasó —romanamente hablando— del templo clásico y cesáreo, en la Antigüedad, al templo del Renacimiento, como un palacio de Dios.

En Andalucía se pasó de Trajano —el conquistador de Rumania, en nombre de Roma — a los conquistadores que, en nombre de Roma, conquistaron América en el Renacimiento de aquella feliz antigüedad trajanea.

¿Habéis visto los templos de Málaga, de Cádiz, de Granada, de Ubeda, de Jaén, de Guadix...? Pues ¿y los palacios señoriales de Andalucía, de la Novísima Castilla: castillos de nuevo señorío, con majestad romana y herreriana?

* * * Son esos templos y esos palacios los que proclaman la gran verdad andaluza. O sea, que

en la Edad Media arábiga, feudal y romántica, ¡ Andalucía no existe! Como no existiera Andalucía (a pesar de todo el turismo europeo) desde el siglo pasado hasta ahora.

Andalucía existió desde Roma. Y fue algo grande y majestuoso. Patria de emperadores, filósofos y poetas universales.

Andalucía existió bajo los godos. Y fue algo hermoso y serio. Desde la patria ideal de san Isidoro, el unificador de España, hasta el bautismo del nombre: Andalucía, Vandalucia, tierra de Wandeler o Wanderer, emigrantes, conquistadores arios.

Andalucía existió en el Renacimiento. Y fue la cima de España y del mundo nuevo. Con Extremadura y Portugal, otras dos tierras imperiales que sólo existen universalmente cuando salen más allá de todos los mares navegados.

(«Amor a Andalucía)-, 1944.)

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EXTREMADURA DONOSO CORTES

Es 1939. Estamos en Don Benito. La plaza, ancha y sin perfiles. Con un kiosco de hierros como un gallinero. La iglesia de Santiago presidía la plaza. Y era lo único que daba a la plaza imponencia y severidad.

—Mira, en la iglesia, sobre el contrafuerte, qué letrero romántico. Con caligrafía y abreviaturas del año de la primera República: «Se prohiben hacer aguas mayores y menores bajo la multa de 4 reales.»

Seguimos andando al azar. Llegamos a una plazoleta con acacias. En medio había un kiosco cerrado, con cúpula reverberante. Parecía un morabo bajo aquel sol musulmán. La tierra, en su torno, estaba levantada en trincherones inútiles.

Seguimos una calle ancha, implacable. Un coche ligero iba dando tumbos por ella, sin nadie dentro. A la derecha, una fila de casas, como una dentadura edicular con mellas. Una casa, sí, y dos, no, extraídas de sus raíces como por un dentista...

Vimos a un sacerdote acompañado de un paisano.

—¿Qué iglesia es esa? —le preguntamos, ante una parroquia alta, esbelta, con aire como mejicano.

—Nuestra Señora del Consuelo, fundada por doña Consuelo, una mujer rica de este pueblo.

Y siguió su marcha.

—Estos pueblos de por aquí son fundaciones de señores ricos y de hacendados. Parecen todos plantados por conquistadores de América. Por eso, luego las gentes los llamaron a estos lugares por el nombre de sus progenitores. «Don Benito», «Casas de Don Antonio»...

—Es verdad. En otros sitios de España y de América sucede lo mismo. Por Cuenca y Argentina creo que hay otros Don Benito. Acuérdate de «Doña Mencía», donde nació Valera. En Pontevedra hay «Don Frean». En el Uruguay, «Don Tomás» ; en Cuba, «don Cristóbal»...

* * * En una casa había un grupo de muchachas bonitas, como de buena familia. Todas de luto.

Se pasaban de una mano a otra unas hogazas de pan, calentito, hermoso, suculento, recién repartido por la Intendencia. Reían con risa donde había hambre, histeria de guerra y juventud.

— ¡ Buen pan!

— ¡ Cuánto qué no lo habíamos comido así! Y esta noche comemos hasta «jayina».

—Oid, monas, ¿vosotras sabéis dónde anda la casa de Donoso Cortés?

— ¿Del marqués del Valdegamas? ¡Uy! La saquearon los rojos. No han dejado ni un libro ni un papel. Miren, en aquella plaza de los árboles, allí hicieron una hoguera con todo ello y con cuadros y crucifijos...

Insistimos en preguntar por Donoso. Al fin, una chica carirredonda, enlutada, rolliza y amable, nos dijo:

—Miren, aquel señor que viene con el bastón, es pariente de don Juan el Sabio... Verá... ¡Don Joaquín! ¡Don Joaquín!

Se nos acercó un señor con fieltro gris, ojos claros y un bastón. Ya de edad y con cara curtida de tristeza.

—Mire, don Joaquín. Este señor pregunta por no sé qué de don Juan el Sabio.

—¿Usted es pariente? —le inquirimos.

—Sí. Me llamo Joaquín Gómez Valadé. Supongo que querrán saber algo de lo ocurrido.

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Con los recuerdos del Sabio... Yo les llevaré a la casa donde vivió...

Echó a andar, despaciosamente, como un personaje de vieja ciudad azoriniana.

Dobló una esquina, frente a la que había un rótulo de una «Pescadería extremeña». La calle estaba toda engarzada de escudos nobiliarios.

—Miren. Esta es la casa de mi pariente el Sabio.

Llamó en la casa de al lado. Y salió una criada morenita extremeñita. Algo asustada.

Don Joaquín dijo unas palabras quedas a la muchacha, que salió gritando: — ¡ Voy a llamar a la señora!

La señora salió de un patinillo de macetas y sol. Era una señora de verdad. Una anciana nobilísima, con perfil de medalla de nácar. Vestía un mantito negro.

—Ustedes quieren saber de don Juan, el Sabio... Mi marido, que murió, era sobrino carnal suyo... Mis dos hijos... esos, esos les sabrían decir tanto... (Y suspiró. Y calló.)

—Señora —dijo la muchacha—, voy a enseñarles lo que queda de la casa.

Cogió una llave y con tono mandón y alegre nos hizo seguirla.

Subimos al segundo piso. La puerta de madera, amplia y de delicados cuaternos, nos hizo mirarnos Antonio y yo.

—¿Te has fijado cómo le llaman en el pueblo? «Don Juan el Sabio». Como un drama romántico de Lessing.

—Se ve que no ha habido en este pueblo más sabios que él y esta marisabidilla que nos guía.

Estancias anchas, sosegadas. Con enorme aura evocativa.

Me había fijado en un escudo nobiliario, con águilas de oro, barras, campanillas.

—Este escudo es... es... Señora, ¿este escudo es de los García de Paredes o de los Donoso?

—De los Donoso —respondió de abajo la señora.

—Me fijé en dos veladores negros, de tres patas.

— ¡ Qué maravilla! Todo el Romanticismo.

En la pared, el retrato de una mujer con traje isabelino.

—Es doña Berta Campuzano, esposa de don Lorenzo García de Paredes, que es aquel señor de frac, mu majo, porque estaba siempre en la corte, y ésa es su hermana.

—¿Y esos otros retratos?

—Ese, el de un militar cubano, y esa señora también cubana, porque el Sabio tenía su gente en Cuba.

—¿Y la mesa del Sabio o, como yo le llamo, el Vidente?

—¿Porque veía mucho? Esa era muy preciosa. Se tocaba un botón y se abría. La salvamos, mu rota. Pero lo que se llevaron fue la Arqueta, con unos papeles que una vez vio un señor alemán que luego escribió sobre el Sabio...

De pronto la criada dio unas voces.

— ¡ Señorita Pepa! ¡ Señorita Pepita!

Pasaba por la calle una muchachita prieta, morena, bonita.

—Esa es la sobrina, es la Pepita.

Pepita se acercó y le enteró de lo que buscábamos y se le saltaron las lágrimas.

—Yo soy sobrina del Sabio por parte de padre y de madre.

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—Es resobrina. ¡Sí, señores!

—Me llamo Josefa Donoso Cortés y Donoso Cortés.

—¿Queda algo de su tío? ¿Algunos papeles?

—Yo sabía quién había robado los papeles, dos del Juzgado.

—¿Y logró recuperarlos?

—Sólo la Arqueta. Vacía. ¡Quién sabe si los vendieron antes!

—Ca señorita, ésas son ilusiones de usted. Yo vi a Flores, el guardia, encender la lumbre con papeles del Sabio.

—¿Y nada se ha salvado? ¿Nada?

—Dos bandas de su uniforme, y cuatro capas y un plato de Sévres... so es lo único que pudimos recoger. Pero los papeles... Quizá en ese montón de cenizas junto al Ayuntamiento, estén todas las reliquias del pobre tío, del Sabio...

Y Pepita, para que no la viéramos llorar, echó calle arriba.

(«El Vidente», 1939.)

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CASTILLA SU CORAZÓN, VALLADOLID

Dejemos al turista extranjero que acuda a Andalucía en busca de Romanticismo. Que visite en Castilla: Toledo, El Escorial, Avila, Segovia, Salamanca. Que se detenga en Burgos y llegue a León y aun a Extremadura. Que desborde las riberas levantinas de Valencia y Murcia. Pero: reservemos para nosotros españoles (sobre todo si somos madrileños) y si queremos estremecernos de pasión y de asombro la visita a Valladolid. En callado peregrinaje. A Valladolid: la ciudad más romántica de España. La ciudad en la cual vivía Cervantes cuando apareció el Quijote. La ciudad donde naciera el Víctor Hugo hispánico, don José Zorrilla. Mientras no se vea la casa del Rastro de los Carneros, donde vivía Cervantes por 1605 cuando apareció el Quijote y no se vea la casa de la calle Fray Luis de Granada, número 1, donde naciera Zorrilla en febrero de 1817, no podéis entender lo que quiero descubriros. Y no podéis entender el secreto profundo, ¡el colosal romanticismo!, de esa ciudad, única en España: Valladolid.

¿Y por qué Valladolid es la ciudad más romántica de España? Vosotros, extranjeros, no lo sospecháis. Vosotros, españoles, tampoco, porque desconocéis Valladolid. Y mucho menos vosotros, madrileños, paisanos míos, frivolos suplantadores de Valladolid en la Historia.

Valladolid es la ciudad más romántica de España por ser la que soñó como ninguna otra la ilusión imperial de nuestro pueblo. Y vivió, como ninguna, la ruina de ese Imperio.

Hundida hoy en el Tiempo, como un galeón cargado de tesoros, Valladolid atrae a sus abismos con fuerza tan fatal que cuando se sube a flote, al fin, arrancados de ella por las circunstancias, se sale como locos y con la obsesión de volverse en ella a sumergir y ya no tornar nunca a superficie. Pues Valladolid es el fondo más alucinante de ensueños y músicas secretas de toda nuestra patria. Es la Cueva Montesinos a la que bajó don Quijote. Es el Lago encantado al que antes bajara el Caballero Cifar. Es la oscuridad lunar donde se viven como realidades, visiones fantasmales. En el romanticismo de Valladolid vuelan muchas canciones. Y yo, que las he escuchado, quisiera ahora estremeceros con ellas, susurrándolas suavemente en la noche.

Valladolid es romántico por su querencia del Mar en mitad de la gleba.

Es romántico por su tendencia nordizante, europeica.

Es romántico por su inaudita locura de grandeza.

Es romántico por la sinfonía inacabada de su Catedral.

Es romántico por haberse cifrado en Valladolid el símbolo del Quijote.

Es romántico porque en Valladolid están hechos polvo los siglos.

Es romántico porque allí nació el poeta Zorrilla, para interpretar todo el alucinamiento de lo que España quiso ser en el mundo.

Es romántico por sus calles, plazas e iglesias.

Es romántico por su Procesión de su Semana Santa.

Es romántico por los pueblos que a Valladolid circundan.

Y es romántico por su capacidad de resurrección y el rebrote ideal que allí surgiera.

¡Valladolid! Déjame balbucir esos sones de tu total romanticismo. Y elevar al aire tu melodía (dramática, quimérica). Pero melodía. De ciudad sumergida en el océano del Tiempo. Y tañendo agónicas campanas que yo he oído: que oigo. Y que oiré mientras viva.

Valladolid —con su forma de viscera triangular (¡mirad el mapa!): colocado en pleno pecho de la Península, levemente hacia la izquierda— resulta el corazón de España.

Pero un corazón que sólo late en grandes solemnidades o peligros: justamente como el corazón de esos torsos de Santos existentes en el Museo Vallisoletano de escultura: vacíos hasta el alto instante en que se les deposita dentro sacras reliquias.

Entonces, tales huecos cordiales —transformados en «relicarios» de procesión—, valen

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para que el pueblo se arrodille ante ellos y perciba mensajes trascendentes.

Valladolid ha sido, más de una vez, el corazón mensajero de España, en sus momentos críticos.

De todas las ciudades de Castilla, es Valladolid la más extraña y misteriosa. León tiene su clave en el siglo X. Burgos, en el Cid. Toledo, en su centralidad y capitalidad geográfica. Palencia y Zamora, en su románico perfil. Segovia, en la tradición romana. Avila, campana y piedra. Salamanca vibra de Renacimiento humanista. Así como Alcalá. Y Madrid... Madrid es lo que quiso ser Valladolid sin alcanzar Valladolid a serlo más que un quinquenio... Para fortuna de Valladolid. Si Madrid llegó a cabeza, intelecto y burocracia de España, Valladolid siguió siendo su corazón. Y el corazón es el que decide siempre. Y no la cabeza.

(«Temas españoles», 1954.)

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GALICIA TIERRA Y MAR

Todo el resto de los españoles que no somos gallegos estamos de acuerdo en que el más inexplicable de España es este país noroéstico que se viene llamando Galicia.

A la gente de meseta arriba que nos gustan las cosas claras, las líneas rectas y el cielo fúlgido como el diamante, nunca terminamos de resolver en qué reside la incógnita gallega.

Desde los más remotos tiempos, Galicia se viene presentando a España a girones, como sus nieblas; mostrando faces que nubla en seguida y emitiendo voces que parecen, al pronto, de dolor y de lástima, y cuando nos acercamos presurosos se funden como en risas burlonas. Yo no sé si su circunstancialidad marina se le ha hecho esencia — y todo el genio femenino de la Mar lo ha apropiado como suyo—. Al igual de Afrodita, también Galicia emerge de la espuma, aquí en esta concha occidental de España que sólo tiene de jacobea la tradición cristiana. Pero que lleva dentro vieiras erógenas, sémenes eróticos, secretos afrodisíacos de la creación del mundo. Porque la Vida nació de la Mar. Porque la Mar es hembra y no varón. Y sus atributos: la gracia, el encandilamiento, la suavidad lírica indecible y la cruel venganza implacable. La Mar es el Deseo. El origen de la Codicia. Tras la Mar se lanzó ya el primer hombre (como Adán tras Eva), tentado por el demonio de la soberbia, del dominio y de la conquista.

Certeza tuvo aquel alucinado poeta granadino cuando cantara:

El mar es el Lucifer azul, el Cielo caído por querer ser luz. ¡Pobre Mar! Condenado a eterno movimiento habiendo antes estado quieto en el firmamento. El Hombre miserable es un ángel caído. ¡La Tierra es el probable Paraíso perdido!

Galicia, ¿es Tierra o es Mar?, ¿Paraíso o Infierno? ¿O ambas cosas a la vez? El espectáculo más agónico —a vida o muerte, que siempre me obsesiona contemplar — es el de estas costas gallegas. En ningún otro sitio de España he visto la lucha entre la Mar y lo Continentálico como en este litoral gallego, mucho más que en el santanderino o vasco. Se abra-zan Suelo y Agua como para morderse, besarse o apuñalarse. El Suelo se defiende no más que atacando con sus puntales y cabos o levantando incólumes islas como las Cíes o las de Oms sobre el anegamiento circunstante. Pero la Mar es más tenaz, más ansiosa. E incansable se mete por los entresijos roqueros con sus besos de sal y sus gritos verdiazules hasta traspasar peñascos y conformar —bajo sus dientes líquidos — todo el perfil costero a mordiscos: en rías, en calas o caletas, fondeaderos, playas, estuarios, tenederos, ensenadas, bajíos, escolleras, atracaderos y diminutas bahías. Galicia se presenta — así para nosotros vista de lejos en la meseta— como un enorme centollo de roca y agua, cien ojos goteantes, cien olios o agujeros perforados de salitre. Archipiélago apenas unido al resto de España por puentes de niebla y pinos engarriados. Huyendo como deben huir las sirenas tras seducir a sus víctimas, con melenas glaucas peinadas de oro. Como queriéndonos arrastrar a las almas de tierra firme hasta lechos somarinos donde con promesas de amor hallemos la asfixia. No se olvide que los antiguos ponían en Galicia el reino de los muertos, el tránsito final a la otra vida lleno de almas en pena con un río de Olvido que era el Limia, y procesiones o Compañas que aún duran en las creencias populares, de espíritus o volvoretas en busca de cuerpos donde reencarnarse. Galicia es el país de las ciudades sumergidas o asulagadas hundidas bajo los lagos y desde las que salen musicales campanas inauditas para encantar nautas e incautos (Lamas de Aguada, Carregal, Doñinos, Maside...) ¡Qué inmensamente femínea es Galicia! Envueltas sus carnes blancas y tiernas de molusco en cendales de neblina, nos oculta en seguida lo que parece enseñar y ofre-cernos. Por eso no hay castellano que resista soltero en Galicia. Todos se casan o se pierden, si no huyen pronto. La mujer gallega es la más peligrosa de todas las españolas. Parece mentira que haya habido españoles ciegos frente a estas mujeres, que todas tienen —aun la rapaza más rolliza, zafia y lugareña— un destello afrodisíaco y subverso.

¡Galicia! ¿Tierra o Mar? ¡Finisterre noruego! Encaje escandinavo. Perfil de fiordo atlántico. Tierra que se licúa a nuestro tacto. Y agua que se consolida de pronto a nuestra vista. Pulpo y estrella. Erizo*y nécora. Sol y Nube. Noche y Día. ¡Contraste alucinante del cosmos! Pasmo. Sí, pasmo, eso es Galicia. Enigma seducente. Y no sólo en su Paisaje y su Mujer —que también es paisaje—, sino en la dimensión temporal de ese hermafroditismo cósmico: en su Historia.

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(«Amor a Galicia, progenitura de Cervantes», 1947.)

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ASTURIAS OVIEDO

Tras venir de América, imprescindible acudir a Oviedo. ¿Por aquello de Asturias, tierra de indianos, entre los cuales podría contarme yo aun siendo madrileño? ¡Oh, no! Sino por gratitud. Por admiración. Sin Oviedo no hubiera habido América para España. Porque España no hubiera existido para descubrirla y colonizarla. Oviedo: salvador de la capitalidad hispana, la romano-goda, la inicial, la que se perdiera en el siglo VIII al invadir África Toledo.

Oviedo: sucedáneo de Toledo en el siglo IX. Y consolidador de la victoria en Cangas y Covadonga contra la morisma. Y, por tanto, Primum Caput desde entonces. Corona de España, tras la instauración de Pelayo en Brez. El nuevo Toledo, de la continuidad regia y unitaria.

Por eso, oriundo de Toledo a través de mi madre, cuando llego a Oviedo siento que una luz toledana milenaria me ilumina el alma. Y me hace paisano —del mismo país— que los ovetenses. ¿Quiero, por esto, tanto a Asturias? ¿Me conmueve, por esto, tanto Oviedo?

Hice ahora el viaje desde Santander, en el trenecito de la costa. No sé cuántas horas. Pero pocas me parecieron. Descubriendo que existía una Bezaña montañesa como la brianzona de Italia, seguramente también un castro celta originario. Y Mogro. Y Polanco, el de Pereda... Tierras de la montaña. Unidas por el mar, el prado, la vaca, el hórreo y la solana, que, en la ciudad, se le pone cristales y nombre de «mirador».

¡Qué pueblos! Treceno, Pendueles, Vidiago, Celorio, Llovió, Toraño, Ceceda,..

¡Las Asturias! No me cansaría de reiterar a los propios asturianos que Asturias es algo vario y universal y, aunque tomado del río Astura (el Esla), que diera nombre a Astúrica (Astorga), existen no sólo las de Santillana y las de Trasmiera, sino las de Roma y Hungría y el Cáucaso, y hasta Lady Astor y el Hotel Astoria de Estados Unidos, tienen que ver con esa raíz mítica que quizá signifique altura. Pico europeo, nieve a donde llegara la hija del asiático Agenor, raptada un día por Zeus, transformado en bóvido, como esos de las cuevas astuicenses donde, sin duda, fue adorado e inciso rupestremente.

He paseado la noche de Oviedo, solo, al azar, bajo la luna que un casi astur, Nicomedes Pastor Díaz, allá por 1840, anticipara la visión de los lunautas actuales:

Un peñasco que rueda en el olvido, el cadáver de un sol que, endurecido, yace en la eternidad.

Fui a dar en la catedral, con su torre manca, como aquella de Estrasburgo, faltándole la otra como si fuera un brazo en alto perdido en nuestra guerra última, la del asedio inolvidable. Y, sin embargo, existe esa torre que falta en la románica, detrás, escondida, con troneras para palomas.

Quise volver a ver la plaza donde, apenas llegado, me condujera Serrano Castilla, querido amigo y gran servidor de España, donde habían erigido una memoria a Pérez de Ayala, con palabras suyas describiendo ese rincón castueño de «Pilares». Y donde almorzamos una pasmosa tortilla de merluza.

Pero me quedé contemplando el Palacio de Valdecarzana... Buscando después la plaza de los Reyes Caudillos...

Y calles literarias y políticas como las de los Hermanos Menéndez Pidal, Palacio Valdés, Clarín, Arguelles, Campomanes, Jovellanos, Toreno, Melquíades Alvarez, Campoamor...

Y la de aquel rey Alfonso II, el que hizo construir la iglesia de Santullano, donde se remansara la antigüedad traída desde Roma a Toledo y de Toledo aquí... Así que Oviedo también es Roma a su manera. Alfonso II, el que hizo de esta Roma cántabra Caput Spaniae, principado, llamado de Asturias desde el siglo xiv, y ahora triunfante al hacerse de España por iniciativa de Franco, ese galaico casado con una astur.

Por eso el Oviedo del siglo ix bajó al León del X y de allí al Burgos del xi y, finalmente, a la ciudad del Tajo, donde se reincorporó, al fin, la central capitalidad perdida, antes de pasar a Madrid en el xvi.

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Nosotros los toledanos y madrileños —no lo olvidemos nunca— somos capitalicios por Oviedo.

¡Qué delicia este Oviedo aún manual, chiquito, familiar, donde aún se asombran de que un chico pase el brazo por los hombros de una muchacha en la calle y donde le recomiendan a uno bombones de los que le gustaban a la generalísima y nos enseñan orgullosos la iglesia de San Juan, en que se casara Franco... Y nos invitan a ver bailar el pericote, que ya bailaban los celtas y se conmemora a mi antiguo amigo Torner, el que recogiera los cantos y danzas asturianos más viejos de la península.

He saboreado, una vez más, esos dulces «Carbayones», después de un centollo. Y he rememorado cuando gusté, otras veces, el «cautelu» o pan de bodas y la «caldereta» de pes-cado con sidra, en un chigre.

Aunque en vías de desarrollo, con ensanches, polígonos e industriasidades cada vez más potentes, Oviedo sigue siendo la ciudad bajo el Naranco, un trasunto del palacín de Ramiro I. Sigue siendo «parva urbs sed in loco munita», chiquita, fuerte, torreada. Preciosa. Como la Caja de las Ágatas del rey Fruela, como el arca de las reliquias en la cámara santa. Preciosa.

Pero se equivocarían mucho si la consideraran ya transida y museal. Así parecía en el siglo xvm, hasta que apareció Jovellanos para iniciar otra reconquista de España; precisamente, ésta del desarrollo y el progreso que ahora triunfa. Jovellanos, el que exigió «llenar los no arados campos de activos moradores. Y más propietarios y más cultivadores. Y menos ociosos y menos jornaleros y menos pobres. Y, en fin: menos señores y menos leyes y plumas y mauleros de rapiña y error»... El quería que un día —el día que hoy ha llegado— España fuera un mundo «abierto y alegre», adornado por la industria humana».

Yo he venido a Asturias, ahora, desde América, sí, por deber y gratitud, como os dije al principio. Pero a algo más. Para alertarla. Diciéndole al oído, allá en el Ateneo donde le hablé, que había en el aire otra vez como un batir de alas, el de los ángeles de su presbiterio, esos ángeles legendarios que anuncian peligros en lontananza. He venido como un centinela de España a gritarle en la noche de Oviedo, como aquel otro medieval de la canción: ¡ Eya! ¡ Eya! ¡ Velad! ¡ Velad!

(«Afirmaciones sobre Asturias», 1944 y 1971.)

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SANTANDER EL MUNDO HISPÁNICO DE ALTAMIRA

Viajando a Torrelavega, la Santanderina, y visitando (¡ cuántos años de la vez última!) la prodigiosa Cueva de Altamira, y siempre gracias a ese mirar inocente y virgen del que vuelve de Indias, se me iluminó, de pronto, esa Cueva como nuestro esencial mundo hispánico. En su Independencia, su Abolengo, su Religiosidad, su Fiesta más genuina, y el origen de su Técnica. ¡ El mundo hispánico de La Montaña! Donde está Altamira. (La caverna prehistórica más trascendente — capilla Sixtina del arte cuaternario— descubierta al azar, 1879, por el hidalgo montañés don Marcelino Sanz de Sautuola.)

Altamira o la Independencia hispánica

Altamira, ya lo sabéis, se halla en La Montaña, como seguimos denominando los españoles, antonomásicamente, a la de Santander. Y que, no obstante, su paredaneidad con la Cántabra, la Astur y aun la Galaica, resulta tan inigualable que yo la proclamaría el baluarte de la Independencia hispánica. Primero: por más ancha y firme, ante el mar invadente de sus puertos y puertas. Segundo-; por más tierra adentro de las Castillas (la Vieja, la Nueva, la Andaluza y aun la Levantina). A las que otorga —desde Fontibre— el río epónimo de la patria: el Ebro. Tercero: por más continentálica en sus «Picos» mistéricamente llamados «de Europa». Cuarto: por ser esta «Montaña» la sede más arcana de la Caudillarquía hispana (bastones de Mando, milenarios, como el del Pendo; erección del primirrey de España: Pelayo, en Brez, y no en la asturiana Covadonga). Formación guerrera en Bosquemado del Libertador de Castilla Fernán González.

¿Fue ésta la causa de que los hombres del cuaternario instaurasen en Altamira esa Cueva como un perenne Castillo roquero de Libertad e Independencia? Continuada en el XIX frente a Napoleón. Y en el xx por nosotros frente a peligros de desgarramiento patrio.

Altamira o el abolengo hispánico

Quizá por eso el abolengo, la alcurnia, la estirpe, la oriundez, la egregiedad, lo aristárquico de lo hispánico a La Montaña donde está Altamira se deben. ¿Fue ya Cromañón una raza guerrera, señorial, ariánica, procedente de la alpinidad europea, que por el Cáucaso se enlazaría a lo iránico y lo hindú? Lo cierto que ya Roma, cuando llegó a La Montaña altamirense con Augusto —21 a. de C.—, quedó allí enraizada para siempre. (Todavía en nuestra Guerra de Liberación del 36 al 39 los legionarios de Roma cayeron por esa Liberación, y de ahí el monumento actual en el Puerto del Escudo.) La Montaña fue bastión de la romanidad frente a vascones irredentos y luego morisma. Por eso ya en el siglo m envió a un Santo: Emeterio, que daría nombre Capitalicio a Santander y, que al dejar tras sí una hueste de Cristo, posibilitaría el levantamiento de Pelayo en la octava centuria para iniciar una monarquía «independiente» de la goda. Y luego, con Fernán González, una Castilla «independiente» de León. Y más tarde, con los hijodalgos resultantes, un sentido del honor o independiencia de casta que llenarían estos predios de casonas solariegas y aun villas enteras, ¡ esa Santillana del Mar!, enviando blasones y apellidos a la Reconquista total de España y a una fundación linajuda de Virreinatos, Capitanías y Encomiendas en Indias, prosapia exaltada en nuestras Letras áureas por un Lope, un Quevedo, un Calderón. De ahí esas clásicas afirmaciones. Como la de Hurtado de Mendoza:

Muy puesto en que La Montaña vale más que mil tesoros, y pensando que es de moros todo lo demás de España.

Y Lope:

Todas son casas que albergan

Hombres ricos montañeses

que se quedaran con ellas

desde tiempo de los godos.

En La Montaña quedaron

las reliquias de los godos,

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de quien descendemos todos.

Lope me llamo y pardiez

que me ha dado La Montaña

sangre que puede servir

a más de dos...

Honrado Montañés soy,

nací, en el solar de los Vega.

Y en La picara Justina:

Los nobles de aquella tierra

son ilustre, heroica

gente...

Pues bien: tal blasonar de hidalguía, ¿ no tendrá su primordial arranque en los blasones altamiranos, en esos símbolos totémicos de la Gruta, como antepasados místicos de tal fuerza y valor? Así, el Cérvido de los Cervantes, el Lupus de los Lope, la caldera conchífera o de barro de los Calderón. Y algunos de los signos heráldicos posteriores, ¿no procederán de estos símbolos paleolitas zoogónicos?

Altamira o la religiosidad hispánica

Cuando se piensa en el origen de toda religión y, concretamente, de las dos oraciones fundamentales de la católica —el padrenuestro y el avemaria—, mi inocentísima mirada también se torna hacia Altamira como clave hierofánica del hambre primordial del hombre y su primordial amor. ¿Sabéis que, en Altamira, antes que en los primitivos pintores florentinos, hay representado el misterio de la Concepción inmaculada, del supremo misterio de la humanidad? ¿El de Luana sine concubitu, el de la procreación purísima por vía mística del tótem o Señor? Mitologema que se haría, con los siglos y la Revelación, dogma sacro de nuestra catolicidad. ¿Habéis visto esa Cierva —símbolo desde entonces de vida, de procreación y de enemistad con la Serpiente— en el fondo más sacral de la Cueva como una prefigura virginal que vuelve dulcemente la mirada hacia la luz lejana, hacia el haz de rayos que cae del cielo sobre su tierna cabeza, como pintada por un Fra Angélico del magdaleniense? ¿Como el primer ¡Ave María! de la historia humana?

Y en cuanto al primario padrenuestro, también en Altamira. No tiene otro sentido la oración de aquellos hombres a esa imagen para ellos divina, del bisonte, del táurido, que les daba el comer, el manjar suyo de cada día, el dánosle hoy.., Y mañana. Y por eso te honramos en este altar de piedra, a tus plantas arrodillados. Para que nos perdones el hambre nuestra de cada día, nuestro hambre primordial. Ese hambre creadora de la fiesta más trascendental de aquella huma-nidad altamirana, que nos ha dejado un recuerdo perenne en nuestra corrida de toros. Cuyo origen no es árabe ni griego, sino prehistórico. Era la fiesta del hambre primordial del hombre. Y aunque de ello ya hablara, en tiempos, con mis ilustres amigos Obermaier, Breuil, Capitán, Wernert y Pérez de Barradas (con estos dos últimos cuando me enseñaban a mis hijas y a mí lascas y sílex al pie de nuestra casa ribera del Manzanares), sólo ahora, en esta visión de Altamira hallo patente ese origen de nuestras «corridas». Sí, querido José María de Cossío, las corridas de toros como germen del Pan o manjar nuestro de cada día.

Porque, ante todo, aún seguimos denominando «corrida» a esa fiesta nuestra. Es decir: continuamos reproduciendo en ella la técnica misma de aquellos toreadores gravetenses cuando preparaban Pis' kun de que hablan hoy los etnólogos como Leroi Gourhan o un Gómez Tabanera.

Con un «encierro» previo de reses. Para azuzarlas hacia un brete o «toril» del que, a una señal convenida (¿timbal?) irrumpirían enloquecidos a una «plaza» o trampa, cercada por una empalizada o «barrera» desde la cual un cazador mágico — o matador—, vestido de trofeos

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zoomorfos (¿la montera y los caireles vestigios aún?), se enfrentaba con la fiera táurica mientras una auténtica «cuadrilla» la zahería con azagayas o arpónenlos exactas a las actuales «banderillas» (¿conocéis el bizonte «banderilleado» de Niaux, en Ariége?) y con «picas a caballo». Y entonces, chorreante de sangre y agonía, ya ojeado (toreado), ese bóvido encontraba su muerte.

Mientras las mujeres de la horda, según refiere George Bird Grinwell en su Black-Fost Lodge Tales, rezando hasta entonces, con candelas encendidas, vitoreaban al héroe si salía vivo por dar, con su faena, continuidad al sustento cotidiano de la colectividad y que, ellas, administrar debían. (Y de lo que quizá queda constancia folklórica en la antiquísima, milenaria, «bailía de Ibio» montañesa.)

Hoy, Picasso —editado por Gustavo Gili— ha reproducido con técnica altamireña y paleolita esas toreaciones que vemos en el torero-chamán de Les Trois Fréres, pintura rupestre reproducida por Breuil. O el toro herido persiguiendo al matador, en Cueva Remigia de Castellón. O la cogida de lidiadores por un cornúpeto en la Cueva de Goll Ajuz, en Nubia, transmitida por Frobenius. O aquella otra de Lascaux. Y el banderillero de Ksar Amar, en el Sahara, ante un Bubalw antiquus, como un Teseo prehistórico ante el Minotauro de Cnossos.

Altamira o la técnica de España

Sí, esa Cueva de Altamira me había explicado ser «La Montaña», nuestro Axis Mundi de Hispania. Y el origen de nuestra tradición religiosa. Y el del mejor abolengo de nuestra casta y honor. Y el de nuestra más genuina Fiesta nacional, también; y al fin pudo aclararme el porqué junto a tal Cueva funciona hoy uno de los complejos técnicos más notables del país, el de una celulosa hispánica.

Y a ello encontré conexión cuando me puse a indagar uno de los problemas más irresueltos del arte parietal: el de las manos.

Manos abiertas, rojinegras, pintadas entre animales rupestres. Y sobre las que tantas interpretaciones se habían venido dando (¿exvotos?, ¿plegarias?, ¿mutilaciones?). Hasta que, al salir de la Cueva, con mi mirada inocente y virginal de indiano, poniéndome a recorrer aquel complejo industrial de la Sniace con ingenieros, vi entre edificios y talleres unas grúas colosales — las «petibones» — en forma de dedos abiertos, de manos abiertas, para engarriar y cargar fardos, bloques, y transportarlos, ingrávidos, por el aire.

Era la mano liberadora del esfuerzo humano, la mano motorizada, tecnificada, abstracta y, ya, como divina. Tal que en Altamira.

La mano de esas grúas que portan papel, tejido, alimento, toda una técnica lograda con este paisaje que rodea a Altamira, con las maderas, las piedras y las aguas del Saja y del Besaya, con las nieves liquidadas que bajan de Picos, brañas, colladías, asomadas, vueltucas, somos, castrones y agujas. Donde aún brincan en cotos (aunque hoy nacionales, prehistóricos de hecho) los mismos rebecos, cérvidos, jabalíes, equinos y bóvidos que, en ocre y negro, siguen desafiándonos a que los interpretemos, a que los cacemos, «significalmente», en los esquistos, osaturas y parietales de la vecina Cueva.

La Montaña, nuestro «axis mundi»

Por eso yo me atrevería a calificar esta Montaña mágica como nuestro axis mundi, el eje de nuestro mundo hispánico.

Algo así como la Montaña Meru de los hindúes o la Harsberezarti de los iranios, o el Tabor de los israelíes. O el Shri Prada de Ceilán. Quizá nuestro Olimpo, en cuya cima se inspiró el más alto poeta de nuestra tradición hispánica, Menéndez Pelayo. ¡ Oh!, Altamira, nuestro zigurat, nuestro teocalli, nuestro templo más inmemorial, el eje hispánico de nuestro mundo.

Celebrando que me lo aceptaseis. A mi mirada inocente y virginal de indiano. Recién regresado de América.

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(«Mundo Hispánico», 1971.)

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VASCONIA LOYOLA Y LENIN

Al regresar de Paraguay he ido a vivir cerca de Loyola, que visito algunas veces con mis nietos.

Hoy (como ayer) el santuario de Loyola, en el mismo verde valle guipuzcoano. (¿Lo conocéis, paraguayos?)

Un valle guipuzcoano —como todo valle vasco— no es un valle, sino una nave hacia el océano. (Los árboles de sus laderas, remos. Las nubes de sus cimas, velámenes. Las gentes de sus caseríos, nautas.)

De un valle de éstos —Guetaria— salió el guipuzcoano que dio, el primero, la vuelta al mundo (a un mundo perdido hasta entonces): Elcano.

De otro valle, el del Urola, quien hizo al mundo dar la vuelta cuando estaba a punto de perderse: Loyola.

Ayer y hoy de Loyola

Estaba a punto de perderse —ayer— porque los humanistas del Renacimiento, apoderados de las conciencias, empezaron a conducirlas a «ninguna parte» : a «utopías». (A ilusos paraísos sobre la tierra.)

Hoy, los herederos de aquellos utopizantes (un Marx, un Lenin, un Marcuse) siguen proponiendo al mundo nuevas locuras, enajenaciones. Alienaciones.

Ayer, Loyola, sobre todos los demás combatientes de Cristo a punto de vencer aquellas utopiadas. Así en el cielo como en la tierra, que dijera Hochwalder.

Pero Loyola —1767— expulsado. ¿Renunciando a la lucha?

¡Oh!, no. Poniéndola al día. «Aggiornándola». Para volver con ímpetu incontenible hoy.

La voluntad de Loyola

Por eso no es cierto que Loyola esté en crisis, sino en receso de transformación. En palingénesis. Dejando que otras gentes se crean las llamadas a defender, ¡ oh, Roma!, bienes indefendibles.

Loyola no tuvo otro secreto que su voluntad. Plegable a cualquier circunstancia, a cualquier modalidad. Pero con el mismo fin siempre: Cristo.

Ayer esa voluntad palaciega con los palaciegos, silvana con los indios americanos, filósofa con los enciclopedistas, liberal con los sectarios... ¿Y hoy?

Alarma sobre Loyola

Ya hace bastantes años, en diciembre de 1957, la revista «Razón y Fe», publicada por los padres de la Compañía de Jesús, en su número 179 decía así: «Por modo extraño los asuntos internos de la Compañía han saltado a las primeras planas de muchas publicaciones..., hablando de "intrigas y rebeliones", "virajes angulares" y aun triunfos de no se sabe qué tendencia rebelde, de "peticiones de la generación joven, para modernizar la Orden" o "si fuera necesario revisar la actitud de la Compañía hacia el comunismo".

»El apostolado social ha presentado facetas internacionales nuevas de contactos con las masas... La Compañía de Jesús ha entrado de lleno en este apostolado.» Pero «con enfervorizado espíritu a las mismas constituciones de hace cuatrocientos años, para con ellas regir esta institución al servicio de la Iglesia».

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Loyola y Lenin

Ya antes que esa querida revista «Razón y Fe», donde más de una vez colaborara y diera —1957 — esa «Vista sobre Loyola» mi «Robinsón Literario de España», se anticipó a ella en 1931: enfrentando los retratos, tan semejantes, de Loyola y Lenin. En sus rasgos fundamentales, levemente mogólicos, como dicen que son las más arcanas raíces de la lengua vasca. Braquicefalia, arcos cigomáticos prominentes, cierta oblicuidad en los ojos. Sólo que esos ojos —los de Lenin—, crueles, demoniales. Y, transidos hacia el cielo, sublimados, aquellos de Loyola. Y el sonreír, cínico el leniniano, suavísimo el de Ignacio.

Ignacio no fue como le pintaran Rivadeneira, ni Valdés Leal, ni Claudio Coello y, en nuestro tiempo, Unamuno y los Salaverría —pintor y escritor—, sino así, vasco-eslavo, como ya advirtiera también Fulop Miller. Pero con una voluntad y una acción de héroe ario, occidental, que envidiaría hoy el más audaz «manager» yanky.

Ya entonces me permití señalar no sólo esos rasgos somáticos — gráficamente—, sino otros de tangencias doctrinales. Unos, tras Cristo. Los de Lenin, tras la otra bandera.

La emulación

Así, la moral de la emulación. Que coinciden. La del camarada Kastiuska Rutskin en sus consignas para una «juventud de choque», pidiéndole chocar si es preciso con su propio padre si negligente al trabajo, con aquellas otras del jesuíta Joannes del Castillo en su De justitia et jure, 1641: «Cuando el padre es una remora para la comunidad se podría permitir que el hijo amonestara a su propio padre.»

La obediencia

También oportuno recordar las semejanzas entre el chigalevismo de un Dostoyevski, como precursor social, y la consigna suprema de Loyola: obediencia ciega.

«Estamos ya hartos de ciencia —dice Chigalev—. Aun sin esta de hoy existe material para tirar un milenio. Lo que urge crear, ante todo, es la obediencia. Sólo de obediencia es de lo que escasea el mundo. Toda sed de cultura lleva ya en sí un impulso minoritario, individualístico. Añadid esta necesidad a la de tener familia y amor y en seguida nacerá el ansia de propiedad. Por eso «sólo lo indispensable es indispensable». Sin embargo, las convulsiones son necesarias. Pero de ellas ya nos ocuparemos los rectores. Absoluta obediencia. Absoluta igualdad. Y no existirán deseos. Esos sufrimientos, para nosotros los rectores. Todas las órdenes católicas hicieron de la obediencia puntal de fundamento. San Basilio hablaba de poner la vida en manos de los superiores, «como el hacha en manos de un leñador». Los cartujos, «como oveja a la matanza». Y así San Bernardo, San Agustín, el Kempis. Loyola precisó: «Con obediencia de cadáver.» Y los ciega.

Medios y fines

«Al que se le permita el fin también se le permitirá el medio que por su carácter natural comporte aquel fin», decía el jesuíta Ilsung en 1693. «Aunque una opinión mía sea equivocada puede seguirla cualquiera si está aprobada por el prestigio de un rector», expresaba el padre Guimenius.

Esa moral, que desviara un Maquiavelo, llegaría por él a un Neciaef y un Bakunin, confirmándola luego Lenin a las juventudes revolucionarias: «Para nosotros la moralidad debe estar supeditada, en todo y por todo, a nuestro fin (la lucha de clases). Morales son todos los medios que valgan para ese fin.»

Koljoses y misiones

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Desde 1931 sólo tuve una obsesión: marchar a Paraguay, para contemplar de cerca aquellas ruinas misionales de Loyola y compararlas con los koljoses, que vería en 1943 en plena guerra.

A ello se debió mi libro Revelación del Paraguay (1958) y mi film documental «Paraguay, corazón de América» (Premio internacional en Florencia). Así como artículos, conferencias en tantos y tantos países donde llevé personalmente esas imágenes, y mi defensa de Loyola ante los nuevos augures del paraíso sobre la tierra, el Mebaeveraguazu, como llamaron los guaraníes a la sociedad de consumo de estos días nuestros.

Por eso la adecuación que hoy está realizando la Compañía a este problema número 1 de nuestro tiempo hay que seguirla muy de cerca. Se trata nada menos que de la felicidad social que sigue buscando la humanidad. Y encontrada un día del siglo xvn, del siglo xvm, allá en el Guaira, y ahora — tras un eventual alejamiento desde 1767— replanteada por esos combatientes de Cristo que algunos creen en crisis.

Vista al frente

No a la izquierda ni a la derecha, sino al frente la vista. Se acerca la hora quillástica. No la proclamada por un Servan-Schreiber de que la política domine a la economía como ésta dominara a la naturaleza, sino de que también la política ceda su preeminencia a algo superior e irrenunciable: la santidad. Loyola volverá a dar santos. Y, como todos los santos, radicalmente sociales.

(«El Robinson Literario», 1931, y «Ya», 1971.)

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BALEARES DON JUAN MARCH

Sin puro y sin gafas era su cabeza antiquísima, de excavación tarraconense. Aunque con cierta oriental blandura (irónica, semítica), pero tal lampo de imperiosidad, que se le adivinaba, en ese fulvo cráneo, un invisible lauro de triunfo. Así como en su cuerpo la veste patricia, fíbula al hombro y manto candido terciado a desnudo brazo de corta manga. Quizá, por esa ancestral herencia de aquella compostura romana, solía arquear el brazo, metiendo el pulgar en el bolsillo del pantalón; gesto que aún conservan —milenario— los payeses baleares. Pero quizá, más que romano (antiguo) su porte era el de una romanidad hecha Renacimiento: florentinidad. Y más que la toga clásica, le iba mejor el ropón mediceo, el luco carmesí y el capuz violáceo de un Cósimo o un Magnífico, de aquellos banqueros cuatrocentescos que, salidos del pueblo (como gustaba March considerarse), iniciaron la revolución del moderno capitalismo, el señorío de la personalidad sobre la tradicionalidad, el principado de la vktü o poder civil frente a unos estamentos de nobleza medieval superada y ya inoperante. Duces, que no duques, Gonfaloneros del Popólo y magnificentes Mecenas.

Hay un retrato de Cosme de Médicis, pintado como Rey Mago dadivoso, por Boticelli en una Adoración al Recién Nacido, al Dios de pastores y de reyes, Dios de humildes y humillados, tan reverenciado por los humanistas, que posee rasgos sorprendentes de nuestro gonfalonero mediterráneo. La nariz carnosa y tenuemente corvada, los ojos vivísimos, la frente alta y rugada bajo cráneo calvo y un sonreír indefinible.

Sólo cuando don Juan March cubría su rostro con el antifaz de las gafas y el signo americano del cigarro (cigarro rechupado, apagado, mordido cruelmente y que le provocaba un cierto carraspeo empedernido), surgían en él apariencias actualizadas de Wall Street, de magnate neoyorquino, de millonario internacional. Aunque siempre con bronco acento mallorquín inalterado,

(«El Dinero y España», 1965.)

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CANARIAS MI CALLE (JUNTO A LA TUMBA DE LARRA)

Yo estoy unido a Canarias por una calle. La mía. La calle de Canarias en Madrid. La que empezaba en las antiguas Delicias y terminaba en el cementerio de San Nicolás, junto a la tumba de Larra. Y mi vida, desde casi que me casé. Y tuve mi segunda hija. Y donde la primera, el primer juguete que le regalamos fue un canario, que cantaba conmigo cuando yo escribía.

Allí había edificado mi padre su imprenta y allí fundé «La Gaceta Literaria». Y escribí mi Genio de España. E introduje el Surrealismo con mi Yo, inspector de alcantarillas, y gané la cátedra que me votó Unamuno, y compuse en varios años mi Lengua y literatura de la Hispanidad, para esa cátedra y luego para América, donde hoy se difunde.

Si a la tumba de Larra vino la generación del 98, parte de ella también a mi casa junto a esa tumba: Baroja, Azorín, Antonio Machado, Maeztu. Y luego Ortega, el maestro de la generación del 15. Y, de ésta, Juan Ramón, que vio mi calle como una de cine, pues estaba cerrada con una valla y parecía un plateau. Y Eugenio d'Ors y Salaverría... Y luego Ramón, el de la generación unipersonal; ése con frecuencia, una semana sí y otra también. Y, finalmente, la célebre gene-ración del 27, que se reunió aquí, en «La Gaceta Literaria», aparecida el 1 de enero de tal año. Lorca, Alberti, Guillen, Salinas, James, Espina, Dalí, Buñuel, Lafuente, Arconada, Aparicio, Chabas, Max Aub, Maroto, Bores, Dámaso, Bergamín, Guillermo de Torre, Almagro, Neville y otros.

Yo les recibía muchas veces con mi «mono» de trabajo, pues, como tipógrafo, componía «La Gaceta». Pero era un «mono», u overol, o tutta de vanguardia, en paño azul eléctrico o gris humo, con cremalleras argénteas. Ese «mono», que luego se pondría de moda como prenda de lujo en Europa.

Un día se reunieron símbolos de todas esas generaciones en un almuerzo que ofrecimos mi esposa y yo a Keyserling y que tomé en cine para mi Cineclub como «Noticiario espiritual», y en el que aparecían en nuestra azotea, en torno a una chimenea donde Alberti con una sartén cocinaba un ideal frito a la andaluza, haciéndolo luego oler al conde, que semejaba un Gengis Khan, y a Menéndez Pidal, a Baroja, a Américo Castro, a James, a Salinas, a Bergamín, a Ramiro Ledesma Ramos, a Arconada, a Sáinz Rodríguez, a Rivera Pastor. Por cierto, a Keyserling, que terminó con nuestra modesta bodega, le dio la alegría por abrazar a don Ramón y llevárselo en brazos hasta el Bugatti de mi hermano, donde lo depositó, viendo todos aterrados el fin de la filología española. También, en otro tejado de mi casa, junto a la tumba de Larra, subieron un día a inspirarse poetas y escritores, entre ellos Piqueras, José María Alfaro y el propio Alberti, lo que también llevé al Cineclub. Así como en mi balcón, junto a la tumba de Larra, Dalí con Gala. Y otra vez Sánchez Mejías, colaborador poético de «La Gaceta».

Pero cuando toda esa literatura de generaciones comenzó a tomar trascendencia, fue después de lograr la II República y conducir hasta mi casa, hasta Canarias, la calle Canarias, a otros colaboradores, como yo, de la «Revista de Occidente», Ramiro Ledesma Ramos, José Francisco Pastor, Ramón Iglesia Parga, el «Camarada de Góteborg» al que yo había dirigido mi Carta a un camarada de la Joven España el 15 de febrero de 1929, proponiéndole continuar en acción y grandeza la tarea de las anteriores generaciones, junto a la tumba de Larra. Hasta que un día, tras lanzar Ledesma, Aparicio y yo La Conquista del Estado, vino a Canarias, la calle de Canarias, otro orteguiano, José Antonio, y allí escribió su primer «Mensaje a las Juventudes de España». Junto a la tumba de Larra. En cuya calle estuvo «El Sol», diario de la generación del 15. Y luego, como heredero, «Arriba», de la vuestra. Después... después fue ya todo política y revolución. Y eso ya no interesa en este libro. Y, en cambio, ¡ sí que yo, al fin, conocí Canarias!, a la que ya me habían acercado maestros como Agustín Millares o Genaro Artiles o Perdomo, novelistas como Galdós, poetas como Tomás Morales, jóvenes escritores como Agustín Espinosa y Agustín Miranda. Y hasta fabulistas como Tomás Iriarte, el dieciochesco filósofo humorista de la Orotava, que siempre me encantó, con su Burro flautista y sus otros animales, antecesor de un Walt Disney, músico y volteriano, amigo de Metastasio y procesado por la Inquisición.

Fue hacia 1938 cuando llegué a Canarias por vez primera para dar conferencias y visitar la Fuerteventura de mi maestro el inolvidable Unamuno, al que debí no sólo mi cátedra, sino mi

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primera fama literaria por Notas marruecas de un soldado, que comentó y propagó, hasta meterme en la cárcel.

Yo había adivinado a Canarias desde África, cuando estuve de combatiente. Y Canarias me hizo adivinar América, adonde debía marchar 16 años. Sobre todo, esa Venezuela mitad canaria y donde Bolívar dividía sus adversarios en dos especies: españoles... y canarios.

Cuando, al fin, fui a América, Canarias era un aterrizaje antes del salto atlántico y se paseaba uno por todas las islas desde el aire. Después ya no, se les transía de largo, pero si había sol nos avisaban para contemplarlas. La última vez, fui, hace poco, invitado a hablar en La Laguna por Lola Borges. Allí conté todo lo que sabía de Canarias, que era mucho, y no por noticias o erudiciones o permanencias, sino porque las llevaba en mi vida y mi destino, estas Islas Afortunadas de Roma, estos Campos Elíseos de Homero, este Paraíso legendario y, sobre todo, símbolo de España por su nombre de Hesperia, Vesperia, Estrella del Occidente, donde terminaba el mundo antiguo y se abriría el moderno, el colombino, el americano. Y el mío.

Canarias, Canarias... Cuando yo vivía en esa calle de su nombre es cuando viví el aislamiento mítico de Canarias. Amor, hogar, trabajo, inspiración. Y predestinación. Junto a la tumba de Larra.

(«Papeles inéditos», 1971.)

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GIBRALTAR CANCIÓN DE UN SOLDADO

Uanubi Kula mamba

Kula mamba, Kula mamba,

Uanubi Kula mamba...

I was a soldier, my dark girl. I carne from the land of the Moors and Gibraltar. (On o day with two afternoons). I carne from the land of the Moors where I had seen the negroes.

Uanubi Kula mamba

Kula mamba, Kula mamba,

Uanubi Kula mamba...

I got off the boat, my child. The boat carne from the land of the Moors and Gibraltar. (It was afternoon on that day of two afternoons). And the boat swayed against the harbor. But I got off the boat, my child.

Uanubi Kula mamba

Kula mamba, Kula mamba,

Uanubi Kula mamba...

I got off the boat, my dark girl, just to ask about you. I asked for you in the harbor. I asked for you on the hill. I asked for you at the castle. And in the street of geraniums. And on the walk by the sea. (There I was a soldier, my child) And no one knew you.

Uanubi Kula mamba

Kula mamba, Kula mamba,

Uanubi Kula mamba...

But I kept on looking for you. I sought you in the golden wine of the inn. Wine and fried fish. (Oh! how saíty the fish were!) Sun and sea were shimmering. So blue, so blue, and the golden wine! (In my body, wine and sun), I had seen the negroes. I who had come from the land of the Moors and Gibraltar.

Uanubi Kula mamba

Kula mamba, Kula mamba,

Uanubi Kula mamba...

I had seen the negroes and since then I had been longing for you. I desired you; your eyes. Wine and sun. (Your eyes within me). Harbor, hill and castle! And walk by the sea! Where were those eyes? the eyes of my little one? Wine and sun. Since then I have longed for them. I who had seen the negroes and Gibraltar.

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Uanubi Kula mamba

Kula mamba, Kula mamba,

Uanubi Kula mamba...

I who felt in my bowels, the beating of a drum. Drum of war. Drum of the dance hall. Seco, seco, seco, pom! seco, pam! Drum of love. Negro drum. Tireless drum. Where were your eyes, my child, your black eyes, the color of a drum?

Uanubi Kula mamba

Kula mamba, Kula mamba,

Uanubi Kula mamba...

I was a soldier, my dark girl. And carne from the land of the Moors and Gibraltar. I got off the boat. On that day of two afternoons to ask about you. About your eyes... at the castle, on the hill, in the harbor, in the street, by the sea. Your eyes of wine and sun. (Wine and sun? I carried them in my body). No one could tell me about them (about your black eyes the color of a drum). I had seen the negroes. I who carne from the land of the Moors. Where where were your eyes, little, girl? Castle, hill and sea?

Uanubi Kula mamba

Kula mamba, Kula mamba,

your eyes, dark girl, that I saw one day, when I carne from the land of the negroes... and Gibraltar.

Uanubi Kula mamba!

(«Trabalenguas sobre España», 1931.)

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MADRID PATIO, SUCIO

Era Nochebuena. Llevaba yo cuatro Nochebuenas consecutivas caído con calentura. ¡ Qué desesperación! Desesperación desmesurada de niño. En el interior de la casa procuraban apagar todos los signos extraordinarios de la fiesta única. Yo lo agradecía, ¿lo agradecía? No sé. Mientras entraban y salían en la alcoba, con la cucharada ahora, y luego el sello y luego el enema, y luego las gotitas en el agua, y luego el emplasto... bien... Pero cuando llegaba el momento de la comida de ellos, en que a la fuerza tenía que pasar solo unos cuartos de hora, en que a la fuerza tenía que oír esos tintines atroces y melancólicos de los platos y de los tenedores, y de las sillas y de todo ese mínimo repertorio de gritos de una comida burguesa modesta... Y sobre todo, ese silencio imperdonable, seguido de ese rumor olvidadizo, que la mesa va poco a poco imponiendo en los ánimos de los familiares, traicionando al enfermo, al solitario de la alcoba, yo no agradecía nada, me irritaba, llamaba, inventaba pejigueras de mí mismo, hasta que veía roto aquel islote de olvido, tenue, que me habían formado en unos momentos; hasta que veía a todos otra vez, asomando la cabeza por la puerta, con la servilleta en la mano, medio alarmados, medio molestos por mis pseudoquejidos. Era Nochebuena y mi calentura me arreció aquella noche. Nada de particular. Pero para mi organismo infantil una mortificación insostenible. Por la manía de la sed. Beber... beber... El terror de mis enfermedades... agua... agua..., sobre todo, agua espumosa con la picazón del carbónico disuelto. ¡Qué delicias y estragos mis ensueños de sed! Yo he sido un loco de la sed. Y no es que tuviera, en realidad, gran sed, como explicaba el médico, sino que me la figuraba, me la exaltaba, me la inventaba. Me es muy fácil la reconstitución de aquel estado aguachinado, base de una sensación a que voy a aludir y a describir.

Mi alcoba daba a un patio de vecindad.

Más que un patio, un patinillo. Un agujero cuadrangular, un pulmón cuadrilátero, estrechado y alto, por el que respiraban los ventanuchos de dos casas de vecinos ensambladas por las aristas de este patio.

A este pulmón comunal daban los de mi alcoba, daban los míos.

Mi alcoba estaba en el entresuelo, casi al ras del enlosado del patio. Por esta causa mi ventana no era libre sino enrejada, tamizada de barrotes.

Mi alcoba, reducida y oblonga, desembocaba toda en el vano reticulado de la reja. De modo que la cama mía resultaba frontera a este vano, recostada contra la pared interna de la estancia. De modo que mis ojos, que mi boca, que todo mi ser se enfocaba hacia el patinillo. (¡Cuántos instantes de aprensión absurda...! «Me muero, y como me muero, me sacarán por el patio, así, tal que estoy, los pies dirigidos a la ventana, quitarán la reja. Sí, me tienen que sacar por el patio. Sí. No me verá mi madre, que cuando quiera recordarse ya me habrán escamoteado.»)

Mi alcoba tenía las paredes estucadas, con unas frisitas azules por arriba, junto al techo, unas líneas paralelas que en las esquinas se enlazaban geométricamente en un juego de dados. Pero como vivíamos ya mucho tiempo en la casa este estuco estaba desconchado abundantemente. Desde mi cama yo mismo me entretenía a veces con las uñas en arrancar escamillas del yeso barnizado, hasta encontrar la carne cruda del otro, áspera, rugosa, y, no obstante, ¡ sentía yo tanto estos desconchones ! Pues me gustaba repasar la palma de la mano por aquella suavidad pulida, esmaltada, fresca, infinita.

Cuando estaba bueno, al vestirme, todas las mañanas me acercaba agachadizo junto a la reja, retorciendo el cuello como una gallina, para poder así allá arriba alcanzar una partícula de cielo... «Hace sol.» «Está para llover.» «Debe hacer mucho frío.» Mi alcoba no veía el cielo. Mi alcoba veía sólo lo siguiente:

Un lavadero de piedra. Unos toneles vacíos sobre los que se amontonaban duelas, cajones y botes destripados. Una ventana cuyos cristales perforaba el cañón de una estufa. Una cuerda, verdadera cuerda geométrica que servía de bisectriz al cuadrilátero del patio, resolviéndolo en dos triángulos equivalentes. Resolviéndolo no muy bien, sin sentido de las tres dimensiones, einstenianamente, pues la cuerda aquella obedecía mucho a la función del tiempo. Es decir, que

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unas veces ocupaba un espacio más combo que otras.

Dependía también del tiempo esta combez. Ya que tendían periódicamente en ella ropa interior y trapos de cocina, trapos repugnantes, pingajosos, desmelenados, flecosos. Y es que aquel patio no era el patio de nadie, sino de una sola cosa: de la taberna. Era la trastienda gratuita de la taberna. La taberna de la esquina.

Repito que cuando estaba bueno yo me asomaba al patio todas las mañanas. Pero también muchas tardes. Y en las noches de verano ante ella me quedaba dormido siempre. Era una diversión de pajarito doméstico, de infancia abarrotada, enjaulada, de niñez miserable. Recorría los lingotes aquellos de la celosía como si fueran el cordaje de un arpa. Con ese transporte inspirado del chico que quisiera intervenir más allá de lo prohibido.

Las dos criadas de la taberna me dedicaban alguna atención de vez en cuando. No era yo un pequeño revoltoso, y no les hacía esa gracia atrevida de los niños sanos.

En cambio, ellas para mí eran un espectáculo absorbente. Sus cantares mientras sacudían la ropa lavada, mientras la jabonaban; sus conversaciones con las otras criadas de los pisos, en tanto sacudían las alfombras; sus posturas para horcajear bien sobre la cuerda prendas aclaradas, me ocluían de vagas ansias.

Cuando caía malo, aquellas escenas me aparecían lúcidas, fuertes, y me pasaba horas y horas con ellas incrustadas en la atención... «¿Es que estás malo...? ¿En qué estarás pensando, viejo temprano?», me decían a veces en casa, viéndome inmóvil en un sofá. Pues no estaba pensando más que en ellas.

Cuando ellas estaban de buen humor, con un humor y una generosidad independientes de mi personal estímulo, me regalaban alguna raja de chorizo, un pajarito frito y hasta (una vez) un trago de vino moscatel.

En las noches de verano, como dejaban abiertas todas las comunicaciones con la taberna, se oía cuanto pasaba en ella. Broncas, guitarras, manotazos de brisca, coplas de carreteros, y el gramófono.

Estoy contando el reflejo atractivo que me irradiaba la taberna aquella por el patio aquel. Porque, el otro, el intolerable, lo había dejado para ahora.

La lluvia derivaba los charcos que iba haciendo hacia un sumidero central del patinillo. Pero nunca tan limpiamente que no quedase como una cloaca aguanosa y purulenta. Las canalejas de los tejados vertían también en este sumidero. Una de ellas daba casi en el quicio de mi ventana, salpicando hasta el interior de la alcoba. Yo jugaba muchas veces con aquel chorruelo barrizoso, llenando y vaciando la jabonera del lavabo, y enchufándole cucuruchos de papel. La lluvia era una catástrofe para el patinillo. Todos los desperdicios de la casa de comidas se volvían locos a oler mal. Acudían gatos yo creo que de toda la calle... El olor, el olor...

(Vamos llegando a la cosa, vamos llegando.) Y el olor de las fritadas y de los condumios, el humazo que se me entraba en la alcoba, el humazo denso del aceite más ácido y carrasposo ...El olor... el olor...

Aquella noche de calentura tuve aquella impresión distintamente. Se me ha quedado indeleble. La recuerdo, a voluntad completa, todavía. Mi estómago, mi lengua, mi vientre no eran mi vientre, no eran mi lengua y mi estómago, sino el patio aquel lleno de cascajos fermentados, de mondas, de duelas húmedas, de barrillo seboso, de espesor de aceite... Todo el patio de la taberna, sucio, pestífero, salobre, brumoso, sin sol, aguachado, deslavazado, saburroso, repulsivo, lo tenía yo dentro, era mi mismo interior gástrico...

Pasé toda la noche devolviendo. Llamaron al médico, asustadísimos. Me dieron sorbos de sifón helado, unas gotas aciduladas, pildoras de opio... Nada. Mi estómago era una erupción. Dispositivo automático, de exactitud demoledora. La imagen íntegra del patio (con todo su estímulo asqueroso) aparecía un segundo en mi imaginación... ¡Puaf! Como un resorte, en el acto, mi estómago se distendía, se empinaba, se descargaba, deshaciéndose, arrojando el patio.

Y así, casi sin parar... Imagen de patio, expulsión de patio.

Sólo, a la mañana sentí como un prenuncio aliviador, delicioso, de que ya no tenía patio...

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de que me lo había limpiado... Un sueño enorme me cogió, me tumbó, horas y horas... Desperté un momento, a la tarde... Luego seguí durmiendo.

A la mañana siguiente abrí los ojos con la alegría del hambre, del apetito... Me dieron caldo, me dieron jerez... Me levantaron... Estaba limpio de fiebre... Hacía un sol delicado y claro, en un cielo puro, de diciembre, de meseta.

Abrieron la alcoba un poco para airearla. Y entró una atmósfera helada y transparente, como de agua de manantial. Y al poco, un tufillo inconfundible de cocimiento, tufillo sabroso, bruñido, aljofifado...

Por entre los barrotes contemplé la partícula límpida de sol y cielo del tejado. Y sentí la estupenda agilidad de la euforia; el equilibrio incomparable de haber yo limpiado dentro y fuera de mí aquel patio, que me trascendía ahora deliciosamente en el gastrointestino, con matiz de verdura sobriamente cocida.

(«Yo, inspector de alcantarillas», 1928.)

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SU PAISAJE

Paisaje sur de Madrid... Pero esto: ¿es paisaje? Paisaje es Naturaleza. ¿Y hay aquí Naturaleza? Paisaje es fondo de humanas figuras. ¿Y hay aquí humanidad en el fondo?

¡Mirad desde mi ventanilla ahora! : ¡la Tierra, en toda su abstracta redondez! ¡ Sin casas, sin hombres, sin árboles! Como un CERO absoluto. Así: O.

Y en su centro una muía negra que parece el infinitesimal punto o centro de esta circunferencia manchega. A esto debe corresponder la definición terráquea de Aristarco: «El mundo es una hueca esfera asequible a la mirada.»

Por eso esto no es paisaje: es geometría. No es paisaje: sino problema. Pura metafísica: «una forma a priori». Es «el espacio absoluto y sin cosas» de que hablara Kant. Comprendemos que de aquí huyan las nubes, los árboles, los hombres, el viento, el ganado: lo concreto.

No sé quién dijo que el Quijote, nacido en esta infinitud manchega, tenía algo de griego, de clásico.

Si existe un concepto antigriego en el mundo, es el de «infinito». El apeiron de Anaximandro fue en Grecia una angustia, pero no un concepto. Sabido es que en Grecia no se concebían las cantidades negativas en matemáticas. Ni el infinito en geometría. Y que el lenguaje helénico careció de la palabra «espacio».

Aquí todo es espacial, infinitivo, negador. Es inmenso: sin medida. Informe: sin forma. Romántico, musical. Tristísimo. Se diría una zona del Eclesiastes. Hay como un vaho de monoteísmo judaico en este cielo. Los senderos son garabatos, guarismos : álgebra. En los arroyos inmóviles, helados, retorcidos: veo silogismos talmúdicos. Los viñedos — escaqueados — parecen ajedreces. Y tiendas en el desierto los olivos. Los tinajones junto a un casar: cuevas mágicas de barro.

Pasan unos gitanos tiritando. La mañana está gélida. La tierra dura de helada. Y, sin embargo, esta tierra lleva fuego dentro. Es un terreno abrasivo. La medula de este paisaje sur de Madrid es el yeso: es la cal: es el salitre. Las aguas más amargas y violentas de España se dan por aquí cerca: Loeches, Carabaña. Paisaje de peñuelas, de lente jones. Con margas terciarias. Paisaje voraz y con hambre de siglos, al que sólo se le ven muelas y colmillos, como aquí se llaman a los cerros denudados por la erosión eólica. Muelas y colmillos que ríen sobre la calavera monda del paisaje. Muelas amarillas y duras que se tragan hasta los pájaros del aire: todo lo que sea alegre, trinador, vital, verde, carnoso. ¡Qué osario! Sí. Según vayamos llegando a Madrid por el sur aumentará lo óseo y lo fósil. Yacimientos paleolitas de Ciempozuelos, Villaverde, San Isi-dro... Lascas, pedernales, areniscas, huesos paleontológicos, cerámica abrasada.

Yo conozco muy bien estos milenarios andurriales que paseaba siempre cuando viví aquí cerca, buscando en vez de flores, huesos y piedras. Entre los esqueletos que por acá se encontraron estuvo el del Hipparion, caballo arcaico que alguien calificó certeramente de «Rocinante» primigenio.

¡ Rocinante! Mientras rueda el tren hacia Madrid por este sur manchego no se me aparta un instante de la mente el drama de Cervantes. Porque el Quijote no fue una novela, sino el máximo drama español.

Cervantes —madrileño, alcalaíno, de la Mancha— tuvo el mismo sino que habría de tener Madrid. Cervantes fue un ario y un semita. Un alma de norte y sur. En lo que poseyó de «Cervantes», de «Saavedra», de oriundo celta de Galicia, de hombre «rubio», «blanco», de entusiasta de Italia y de las novelas idealistas con héroes y jardines, con hazañas y delicias — Cervantes fue un nórdico, un ario, un madrileño de zona alta, nevada, alpina y guadarrameña. Pero en lo que tuvo de «Torreblanca» (apellido «converso», según Rodríguez Marín) y tuvo de nariz corvina y de humor burlón, amargo, inquieto, angustioso, infinible— Cervantes fue un manchego, un madrileño del sur desértico, romántico, quijotesco, jinete del Hipparion. El contraste «Quijote-Sancho» es típicamente madrileño más que cervantino. Genio matritense. Lo infinito y lo concreto. La ausencia y la presencia.

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Cruzamos por vías muertas. Madrid se acerca. Abro la ventanilla para mirar atrás este paisaje que adoro en toda su desolación como un pedazo de mi propia alma.

Ya veo Madrid con la luz agria, rosuzca y violácea — siempre reverberante— con que lo viera en sus certeros cuadros Aureliano de Beruete.

A la derecha: el Cerro de los Angeles. Los ángeles de ese Cerro son hoy nubes candidas y tenues, apenas surgidas y ya evaporadas, con trasvuelos misteriosos. Quizá hayan volado, sobre el río y la ciudad, hacia la Sierra, con algún mensaje célico.

Este Cerro de los Angeles —más que el centro geográfico de España — es la cúpula natural de España. Enlazando el sur y el norte: la Mancha y el Guadarrama.

Incitado el ojo por esta imagen «cupular» y «copulativa» del Cerro angélico, ya sólo buscamos en el horizonte urbano: cúpulas y torres, signos de enlace y de unificación. Broches: entre la estación del Mediodía y la del Norte.

¡Madrid copulativo! Cada vez encuentro más genial la elección de Madrid como Capital, como bóveda, como cerro y campamento central de España.

Madrid — capitalizado por Felipe II en el siglo xvi — fue una capital de remate: remate de un edificio: el edificio de siete siglos de Reconquista. Significando la unidad entre el godo y el moro, entre el cristiano viejo y el nuevo.

Por eso el corazón madrileño posee clave de bóveda. Cuando se hunde esa bóveda, los muros — de estar unidos — quedan frente a frente. El «Ellos» y el «Nosotros» es inevitable en cuanto faltan en Madrid pechinas donde apear la cúpula política, la corona del Mando.

Ahora vuelve a existir en este Madrid nuestro esa corona. Nosotros hemos vuelto a fundar Madrid como antes Felipe II.

Por eso ahora no es difícil trasladarse de la estación del Mediodía hasta las alturas del Viso y Chamartín, insensiblemente.

Viniendo del sur da gusto pasar junto al Botánico y el Retiro: tránsitos al verdor, a la humedad, al árbol: a la Sierra. Y este tránsito se acentúa cuando percibimos, de pronto, en una calle la hidrorragia de una boca de riego rota. El agua liberada de la cañería brota con ímpetu de surtidor, como queriendo recobrar un nivel perdido y volver al nevero, al materno manantial, que imita zigzagueando por entre adoquines y aceras, como por diminutos canchales serranos, llegando a formar hasta un breve regato y a parecer un minúsculo glaciar derretido. Pero, súbitamente, tras un rápido meandro, el agua se precipita en la próxima alcantarilla. ¡ Pobre agua! Dentro de poco: negra y fecal, irá hacia el sur, para regar hortalizas de ribera. De nieve a estiércol. El agua también, como Cervantes, como nosotros: Quijote y Panza: ensueño y tripa.

Llego al miradero alto donde ahora vivo. La ciudad está a mis plantas. La Sierra frente a mí. La Sierra: azul, ¡ radiante!, corona de Castilla con gemas de sol y hielo, ceñida de piedras legendarias: El Escorial, Avila, Segovia, La Granja, El Paular, Santillana...

Pero vuelvo la vista a la llanura del sur. Y me doy cuenta que el Cerro de los Angeles es en el sur la proyección — terrosa y reducida — de esta cresta roquiza del Guadarrama. Un Peñalara de barro. La sombra de un picacho.

¡Qué majestad la de Guadarrama! Cae como un tapiz, como un telón, su vertiente sobre Madrid. Exigiendo firmeza: jerarquía, respeto. Acatamiento. Cerrando el horizonte. Y vigilando los pelotones arenosos de la Mancha.

La Sierra es el castillo natural de este burgo que es Madrid. Si desde la Mancha Madrid aparece como un campamento beduino, desde la Sierra, Madrid es un burgo villano y medieval.

Parte de mi vida madrileña la he pasado mirando a la Mancha. Esta otra parte la paso mirando a la Sierra. Sólo así siento —ahora— que soy madrileño completo, un español entero. Mis entrañas, mis pasiones: tostadas de páramo africano, sedientas estuvieron de pinar y agua. Ahora calmo mi ardor ibérico ascendiendo todos los días con mi mirada a esas cumbres europeas: a un claror alpino y apolíneo.

Valleca y alpe: es lo que llevamos dentro los madrileños. Por eso sabemos comprender

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tantas cosas sin pedir explicaciones.

Recorro diariamente con la vista la muralla granítica de este guadarrameño Castellón nuestro. Y tengo ya los ojos como ágiles arqueros para ir de adarve en adarve oteando peligros.

¡ Saltar de cima en cima! ¡ Tras la delicia de venir a galope por la llanura del sur!

Tras África: tener Europa a la vista. ¡ Tras el desierto: la pradera esmalte claro y el pinar aberrante, y el chalet y el esquí, el gneis, el club, las tollas, los piornales, el enebro y la laguna y hoyas glaciáricas y morrénicas!... ¡ Agua, agua! Manaderos del Manzanares y del Lozoya. ¡ Agua y piedra!

Allá abajo, en el sur: la arena y el ladrillo recocho y el vino como sangre y el sílex que echa chispas. Allá —ribera terciaria y tajuñera —, la cal y el yeso que queman y arden al contacto de lo húmedo.

Acá —en la Sierra —: los minerales duros, de nombres prodigiosos: la turmalina y la titanita, la ortosa, la blenda y la antigorita.

Allá: la calera. Aquí: la cantera. Allá, olivo y vid. Aquí: pino y brezo.

Y entre ambas floras: las manchas verdinegras de encinas (Casa de Campo, El Pardo). Quejigos, chaparros, jaras, madroñales.

La llanura manchega dicen que conoció el mar. También la Sierra tiene —como un fiord— por el valle del Lozoya, un vestigio cretáceo donde quedan nautilus, radiolitos, terebrátulas, peces petrificados.

La Sierra no sólo es nuestro castillo madrileño: también tiene arquitectura de catedral. La Pedriza: parece un templo gótico de agujas derrumbadas: mejor que el Torcal de Antequera o que Montserrat.

¡ Qué azul denso tiene hoy el Guadarrama! Velázquez fue su pintor —no el de Madrid—, Madrid es rojizo, y lo pintó Beruete.

¡ Qué azul, noble y eterno, éste de Guadarrama! Se queda uno extático ante este azul. Así como ante el moreno sur ardiente es estupor lo que se nota. En la Sierra hay musarañas. Mirando musarañas, fantasías, se queda uno. (En la Mancha: realidades.)

Las cimas tienen ahora sol y nubes: conjunto olímpico. Los dioses antiguos de Grecia bajan ciertas horas meridianas a irradiar desde el Guadarrama. Dioses rubios, blancos, sonrosados, alegres, activistas, constructores, ordenadores de caos. (Allá abajo en la llanura —entre vides retuertas, tinajas y olivos — Baco el asiático llena de violencia y pánico, de borrachera dionisíaca y de desolación el paisaje. Con tolvaneras de polvo y pitos de tren.)

En muchas iglesias y costanillas de Madrid los fundamentos son mudejares, moriscos. Pero el claror que envía el Guadarrama nimba de ordenación celeste todos los entresijos oscuros de la ciudad.

También nosotros nos sentimos así en nuestros fundamentos y luces. Quizá por eso nuestro Catolicismo madrileño es tan hermoso y generoso: con misterio unincador y romano. Madrid es la ciudad del orbe que más equivale a Roma. ¡Luz romana de Madrid! ¡ Destino conciliador y cupular de Madrid!

En el paisaje de Madrid: las más hondas raíces de historia universal. ¡ Madrid nuestro! Y del mundo.

(«Madrid nuestro», 1944.)

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III MI RESTO DEL MUNDO, EN CARTEL

Al Fígaro de «Entre qué gentes estamos».

EL CARTEL

Soy un apasionado del cartel. Hasta el punto de que tengo todo un libro sobre ellos. Y uno de mis libros más entusiastas. Puesto que introdujo en el mundo literario la iniciativa de una «crítica de libros y de autores» en la forma plástica, rápida y sintética que dan los carteles a otros fenómenos de la producción humana. Aquel libro tuvo repercusiones hasta internacionales. A poco de publicado (1927), hice una colección de Carteles literarios de España, que fue expuesta en Madrid y en Barcelona. Siendo adquirida íntegramente por el bibliófilo don Gustavo Gili para honra y beneficio mío.

La mesa donde escribo, el paisaje de mi estancia desnuda de escritor, no tiene más escape al mundo de lo plástico que dos magníficos carteles viajeros de Cassandre.

Hoy, un cuadro de historia, un paisajito, un aguafuerte, un tío fumando su pipa en un escorzo, nos dejan, si no helados, indiferentes.

En cambio, unos manchones arrebatadores, anestesiantes, de Julius Klinger, pegados en una tapia de suburbio, anunciando el perfume Mayamí, de Viena, nos sugiere en el acto un mundo de apetitos, de vanidades, de delirios, de calenturas inapagables. El trasatlántico emproando un azul rayado de rojo de un Austin Cooper, portando encima el letrero de la Royal Mail, que encontramos al revoltar de una calle, al salir asfixiados de mezquindad y estrictez, de la oficina, nos empuja a un globo de ensueños, de proyectos, de huidas, de escapes, de revolución sentimental. El plato de huevos con jamón —humeando suculento— apercibido al anochecer en un esmalte del autobús, cuando la mujer, acercándose la hora del condumio, sabiendo que no tiene cena hecha, inapetente por el trabajo de toda la tarde en el bureau, ese plato mágico, fascinador, provocativo, firmado por Everret Johnson para Morris y Company, la hace renacer a una vitalidad apetitosa, correr a escape por el manjar preparado y satisfacer por pocas monedas el encanto aún no roto de la rica atracción. Y así con el prospecto majestuoso del gran automóvil, de la fiesta de golf, de la corrida de toros, de la feria de Sevilla. El sortilegio de unas llamaradas cromáticas, sabiamente repartidas, y he aquí de nuevo al pueblo conducido por el desierto como por la voz de Moisés. El cartel, lo gráfico en lo dinámico. Pintura maquinística. Para ver el mundo.

(«Carteles», 1927; y «Arte y Estado», 1935.)

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ÁFRICA NUESTRO SOLDADO DESCONOCIDO

Ya que nuestra piedad nacional no le honre nunca, probablemente, dediquémosle los compañeros un recuerdo, por lo menos. Compensemos esa falta colectiva de honrar en un con-cepto una suma de esfuerzos y tragedias individuales. No es que echemos de menos — al decir esto — una procesión cívica con sus coronitas y sus chisteras al estilo francés. Siempre son estas cosas para nosotros, pueblo realista, algo incomprensibles y cómicas. Pero sí un intento de compasión hacia ese anónimo soldado, que lleva sobre sus débiles hombros la carga de nuestra política internacional.

Recordemos, recordemos a nuestro soldado desconocido, a quien todos conocemos. ¿No es ese mozo de Cuenca, de Guadalajara que ayer cavaba o aguijaba sus muías por la llanura pelada y triste? Sí. Cierto día tuvo que dejar estos humildes menesteres, como sabemos. Bebió estúpidamente. Canturreó unas coplas monótonas. Clavó su papelito en la gorra, y, hacinado en un tercera, con otros paisanos, llegó a la capital. Labriego, ser anónimo del campo hasta entonces, pasó a la otra anonimidad del cuartel. Sin embargo, todos le hemos reconocido.

Le hemos visto en los pelotones de instrucción con sus torpezas y sus cansancios irritando al instructor iracundo. Le hemos visto con su traje astroso de los servicios que, con seriedad inimitable, llaman las ordenanzas mecánicos, barriendo, limpiando letrinas, tragando polvo de los camastros. Le hemos ido viendo pervertirse en el robo inexorable de las compañías, ante el temor de encontrarse sin las prendas necesarias en las innumerables revistas. También le reconocimos en horas mejores, de paseo por las Plazas Mayores de las villas, entre las naranjas, el sol, el polvo, los barquilleros, las criadas y el tin-tín del organillo, con el traje nuevo, ancho y desmesurado, de botones relucientes.

¡ Quinto de las capitales provincianas! ¡ Soldado de las plazas madrileñas! ¡ Adorno urbano! ¡ Masa de paseo popular! ¡ Nota de domingo, que con la criada formas el grupo inmortal de amor plebeyo!

Tú, quinto de los tiempos pacíficos de guarnición. Tú, paisa, de estos de guerra con el moro. Paisa desconocido, que tan bien te conocemos en todos tus momentos de campaña. Nosotros te vimos en la estación apretujarte con aquel campesino que te abrazaba por encima de tu macuto, de tu manta, de tu fusil, y se limpiaba luego los ojos con un pañuelo de yerbas.

Tú eras el que venías canturreando vagamente en el tercera y asomando por la ventana una banderita hecha con el pañuelo nacional de la ropa y una vara, en el tren largo, interminable, del batallón. ¡Qué cosa, los trenes de soldados! ¿Viste la impresión de aquella vieja guardabarrera que al vernos pasar arrojó su banderín verde de franela al suelo, para abrir los brazos desesperadamente y romper a llorar, diciendo: ¡ Hijos! ¡Hijos!, con un dolor y una grandeza que parecía —Niobe andaluza— la encarnación de todas las madres, ante el hijo que se va; que se va como nosotros íbamos inconscientes, canturreando el son de moda:

Banderita, tú eres bella...

mientras el tren corría y se alejaba hacia el Sur.

Ya en África te hemos visto aquí, en la vida de campamento, soportando los trabajos excesivos bajo un sol frenético. Horas de parapeto, lleno de frío, de sueño y de fatiga. Horas de lluvia, transido por el viento, destrozado, terroso, buscando con ansia el rato de la cantina para liberarte momentáneamente ante el vaso de vino.

¿No eras tú, aquel soldado de Cazadores que convidaba al «cota» robusto, al vaso de té, mientras le asentías sencillamente a la injusticia que con él cometían en no dejarle jugar al billar en los cafés madrileños y obligarle a hacer una gran figura con el pico, aquí en los campamentos, por esta maldita guerra? Tú, el héroe de los tres años en tierras africanas, sometido a todos los trabajos y penas. Tus dolores y tus trabajos los hemos seguido con interés y con algo más. Así, que conocemos también tu ocaso y sabemos cómo es tu manera de morir.

Te hemos visto rebujado sobre la cubierta del remolcador, en el furgón automóvil, hasta llegar al hospital, a esa antesala de las clínicas, donde te preguntan interminablemente. Y eras

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una bestia tímida, amarilla, llena de barro, de rotos, algo que no parecía un hombre. Algo esmirriado, deleznable.

Luego te hemos visto sucumbir, en la agonía lenta de la consunción. A la madrugada te quejabas débilmente, diciendo: ¡Agüelo... agüelo! Por fin se despertaba el enfermero, un vejete borrachín. De mala gana te arreglaba un poco la almohada que se te clavaba en el pellejo calenturiento. Vimos cómo antes de salir el sol, llegaron el cura y la monja y encendieron unas velas y te rezaron y aspergiaron, mientras los demás dormían o se quejaban, ajenos, inconscientes. La sala olía de un modo mareante, de toda la noche.

Luego, a media mañana, dos mozos te envolvieron en una manta colorada. Te pusieron en una camilla y te llevaron al famoso «carro de las gaseosas». Carretera adelante, marchaba lentamente la muía. El cochero tarareaba monótonas peteneras. Te dejaron en el depósito, solitario y trágico, hasta el día siguiente. ¿No te sorprendió quizá uno de estos tormentazos súbitos y tremendos de África? En la soledad del depósito contemplarían tus ojos vidriados el zig-zag de los relámpagos. Por fin, junto al mar, frente a España —donde tu familia recibiría a esas horas el papel azul del telegrama — te dejaron para siempre, reposando una oscura muerte, sin violencia, sin la estorsión patética del que se muere en el mulo, chorreando sangre por el balazo.

¡Soldado, soldado desconocido, a quien yo conozco y todos también!, permíteme que un modesto rasgo de piedad te dedique un comentario a manera de epitafio:

Has venido a pelear al África desde las tierras del Quijote por un «casus belli» marroquí, que te ha enlazado así con la más vieja y profunda tradición del guerrero hispano: la lucha con el moro. Venerable tradición que apenas repercutía ya en ti, desgraciadamente.

¿Qué guardabas del mesnadero, lanza en ristre, tras el Cid reconquistador? ¿Qué del audaz que al fin clavó el pendón castellano en las torres granadinas? ¿Qué traías a esta guerra? No era el lujo bélico del germano, estrecho en sus bosques y mesetas, irrumpiendo en ajenas tierras. No era el enfático Puisqu'il veut del franco sorprendido. Te faltó el deseo de aventura y la sed de botín del viejo español de los Tercios. Nada había tampoco que ganar. ¿Qué te traía a esta guerra? ¿Un estímulo de Quijote o una fatalidad? De Quijote, al fin hijo suyo, trajiste su carne macilenta y triste, y quizá también su magín erróneo y fantástico. Ante el acto de Annual tuviste un movimiento generoso y admirable. Pero eran molinos de viento, fantasmas, nuevos fantasmas.

Soldado, soldado desconocido: por tu esfuerzo ante la fatalidad, recibe en esta oración postrera mi respeto y afecto de compañero.

(«Notas marruecas de un soldado», 1923.)

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VIEJA SEFARDÍ

Con un poco de sensualidad histórica puede uno procurarse platos de epicúreo en Tetúan y, en general, en estas tierras donde los judíos, y aun los moros, guardan un eco fiel de la España vieja. A veces, en líneas fundamentales, y en muchos pormenores siempre, es la sociedad que contemplaron el Arcipreste de Talavera o el de Hita, y los mismos Cervantes y Mateo Alemán. Es el ambiente de los romances, del teatro primitivo anterior a Lope, y el de algunas novelas picarescas. Celestina, la clásica Celestina de nuestra literatura, termina sus días en uno de estos rincones de la judería. Yo voy muchas tardes a contemplarla y escucharla, como quien asiste a un acontecimiento literario.

Vive en una de esas moradas que abren las dos grandes hojas de su puerta de madera carcomida a un patín de suelo enrojecido y paredes azuleantes. Sobre el patín se encuadra el cielo, que en esas horas de media tarde deja caer una luz triste y piadosa.

En el mismo patio hay otras dos moradas. En la de al lado vive un matrimonio viejo, mísero, «los novios» como los llama malévolamente Celestina: Mosé y Presiada. Y, en la frontera, una mujer joven, embarazada, astrosa, que siempre está fregando, limpiando, jofifando algo, con esa tenacidad de estas razas que todo lo tapan con la cal.

Nuestra vieja está ya paralítica, ya no puede trotar por las calles, entrar en las casas, vender sus randas y brocados con el billete de amor o el filtro mágico entre ellos.

Allí yace genuflexa, en un ángulo de su estancia, sobre su almadraque, aspirando el polvo de la tabaquera regularmente, y meciéndose incansable, isócrona, al compás del péndulo del antiguo «relóx» que tras ella camina misterioso; se mece con ese balanceo de los niños moros en las escuelas o el que emplean algunos de nuestros tullidos al pedir limosna en Castilla. A su alcance están todos los utensilios de sus necesidades. El anafe para hacer crepitar en el «fego» las blancas habichuelas de su comida. La bacineta de las abluciones. El copo donde bebe su té. Una vela en su candelar. Alguna redoma. Y una mesita cubierta con un papel azul y grasiento donde tiene una baraja mugrienta para vaticinar el «mazal» del que se lo pregunte.

A su derecha hay un apartamento formado por cortinas pendientes del techo. Al fondo, una arca vieja. Acá y allá, algunas sillas desfondadas. Y en la pared unos cromos representando personajes del antiguo testamento y un bachá de Turquía. El Protectorado español ha introducido una bombilla eléctrica en este arcaico menaje. Ella está vestida como un dibujo bíblico. El pañuelo o meherma ceñido por la frente, rodeando la cabeza, como nuestras porteras se lo ponen; una saya amplia y un blusón holgado. Su nombre es Macni. Macni ha corrido mucho. Ha estado en Alejandría, en Turquía, quién sabe dónde más, ya no se acuerda. Poco a poco, los años van derrumbando el gran amasijo de visiones, de recuerdos, de sabidurías que en su interior yacen como un venero geológico donde la vida consumida se fue sedimentando. Ya va teniendo esa infantilidad senil en que se olvida el pecado original. Ya se interrúmpela lo mejor, en la mitad de una conseja, haciendo esfuerzos por detener el recuerdo que se desmorona. Ya ignora un verso del cantar que tararea o le cambia la asonancia absurdamente. Un cuántar, un cuaniarsiío, de los que recita Macni es nada menos que un romance castellano, alguno, de los viejos.

Ya han sido transcritos, hace tiempo, todos los que esta vieja sabe, que son muchos, por cierto. ¿No es verdad, señor Manrique de Lara, «don Manué», como le llama Macni?

En cambio, los romances de las viejas de Xauen, de las hebreas xexuaníes, estaban sin recoger. Las circunstancias han permitido que yo los transcriba de los labios de la única vieja que aún puede recitarlos, la anciana Ister.

Fueron unos sesenta y tantos. Con mucho gusto copiaré uno, de los más extraños y típicos. Uno que debe aludir a una escena de hambre en algún sitio de guerra, a una escena espe-luznante y como mitológica, satúrnica:

Y una madre comía vivo y a su hixo el más querido —Mirís madre los mis óxos, con que meldo la Ley toda. No me comís asado que só vuestro hixo el deseado. Mirís madre la mi frente,

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parece una espada reluciente. No me comáis asado que só vuestro hixo el deseado. —Y una madre comía vivo y a su hixo el más querido. —Mirís madre la mi cara parece una rosa blanca. No me comáis asado que só vuestro hixo el deseado. —Y una madre comía vivo y a su hixo el más querido. —Mirís madre la mi boca con que meldo la Ley toda. No me comáis asado que só vuestro hixo el deseado. —Y una madre comía vivo y a su hixo el más querido. —Mirís madre las mis manos con que escribo la Ley toda. —Y una madre comía vivo y a su hixo el más querido. No me comáis asado que só vuestro hixo el deseado.

(«Notas marruecas de un soldado», 1923.)

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ASIA DONDE ASIA LLEGA A EUROPA

Rusia sigue siendo el país de las isbas y de los pueblines en raspa, al hilo del camino. Como si acabasen de acampar las hordas de los waregos. Toda esta Europa oriental, desde Westfalia, es una inmensa llanura hasta Moscú. ¿Qué diferencia hay, sin embargo, entre el llano alemán, el polaco y el ruso? En un vuelo de avión se puede hoy apreciar muy bien. Luego ya es el Asia.

La llanura alemana es conceptual, geométrica, inteligente. En ella los cultivos se complementan y ensamblan como los colores del iris, como el rayado de un libro comercial. Los pueblos son allí nucleares, cuajados en torno a sistemas institucionales : iglesias, municipios, mercados. Con cinturas de villas o granjas, donde lo agrícola y lo urbano, la cal y la flor se coor-dinan. Quedando el bosque siempre al servicio de lo humano.

En la llanura polaca todo empieza a indefinirse. El paisaje y el lenguaje. Parece ser que la lengua polonesa, sin artículos, a base de complicadas declinaciones, con morfología fluida, sin mesura ni disciplina, deja, como el panorama paisano, todo impreciso y con bordes iridiscentes: romántico. Hay casas en el suelo polaco todavía orgánicas, europeas: con te jamen de pizarra o ladrillo. Con pisos bien distribuidos. Las aldeas —menos ordenadas y limpias— poseen también una cierta racionalización. Pero ya en aldeas, ciudades, bosques, praderíos, se anuncia un vago abandono, una selvatiquez, desolada, un puro campo, cercano a lo ruso, cercano a lo asiático. Además es un paisaje empantanado. Inmóvil y miedoso, levemente pútrido. Se comprende que el tema preferido de la novela polaca — aparte de la rebeldía política— haya sido el tema campesino, como en Rusia. Ladislao Reymont, muerto en 1925, se hizo famoso por ese tema. Así como por otro medio ruso y medio judío: «la tierra de promisión». En sus bosques no se sabe si habitan Hombres, Dioses o Fieras, como hubiese dicho otro famoso polaco, Ossendowski.

Yo no he visto los llanos de Arkángel, en Rusia, ni las estepas de Ukrania, m las penillanuras del Valdai. Pero estas planicies de la Gran Rusia son como el final estelar de lo que empieza en Alemania y pasando por Polonia aquí termina. Es decir, se pierde. Los pueblos ya no son pueblos. Son campamentos nomádicos. Se alinean al borde de la carretera, en una ele-mental formación de vigilancia, de alarma, de huida. Las casas son todas chocescas, acabañadas. Techumbre de palastro las más lujosas. Las isbas, con bálago, y sus paredes de leño. Es decir, el paisaje mismo —prado y selva— hecho habitable. Y con tendencia cónica, como las iglesias, al modo de tiendas de campaña. No son pueblos ni casas, sino caravanas. Se siente en ellos aún las kotzas y las guzlas que acompañaron los viajes del príncipe Igor, y el nomadismo primaveral de Iván Kupala. El ejército ruso, con sus cascos cónicos, como isbas pardas, es el reclutamiento de este paisaje. De vez en cuando, en los bosques, hay pájaros que cantan, arroyos que fluyen, setos floridos: como en estos pueblos hay Yari Kas, ferias con cintas, cantos, acordeones y petrouchkas.

Hay que llegar a la ciudad rusa para deslumhrarse de tejados y cúpulas de brillo áureo, de reverberaciones en las techumbres, como turbantes de pedrería... Brillo y reverbero que hace la ciudad como inexistente, sin solidez, sin arquitectura.

En Rusia no existe material de construcción. No existe la arquitectura —dije de pronto—.

—¿Usted cree que en Rusia no existe arquitectura?

—No. Vamos a comprobarlo.

Estábamos en Esmolensko. Habíamos pasado el gran puente sobre el Dniéper, donde un guardia de tráfico dirigía el orden riguroso de la circulación. A la derecha dejamos el río, ancho, sucio, irregular, amenazante. Recordaba el Ebro antes de Tortosa. En sus márgenes, cementerios de coches. Mucha chatarra y chabolas con miserables gentes. Soldados sin fusil, paseando, en horas de permiso.

—Vamos a ver dos arquitecturas —dijo mi amigo—. La casi medieval de la muralla y la catedral barroca de la Asunción.

Empezamos a recorrer la muralla, toda de ladrillos, con anchotes cubos, que fueron en sus

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tiempos 28, también de tierra cocida, y almenados en forma de alcotán volando.

—¿No le recuerda Avila?

—No. No me recuerda Avila. Aquello es piedra. Esto es ladrillo morisco, ladrillo mudejar, filigrana efímera de tipo desértico. Materia que sueña ser piedra.

—Y, sin embargo, contuvo a Asia, a los tártaros esta muralla, a la que llamaron el collar de Rusia.

—Lo mejor de estos muros son sus rotos, sus desconchones.

A través de ellos, de repente, aparecían perspectivas impresionantes, como de grabados viejos.

Olía a primavera. Las mujeres pasaban enfundadas en sus chapkas y balandranes, con sus botarras de hombres: como si el florecer del aire no fuese con ellas, obsesionadas aún de invierno.

Por un portillo nos filtramos hacia la catedral. Estaba en un alto, como un fortín murado y torreado. El campanario, tipo atalaya, como un minarete — bizantino — separado de la mole edicular. El suelo de guijos, losas, hierbajos.

La catedral era blanca de cuerpo, coloreada de cúpulas.

—¿Y esto no es arquitectura?

—Esto es la tragedia de Rusia, el peligro eterno para Europa.

Mi amigo guardó silencio, esperando una explicación. Yo se la di así:

—Esa catedral se compone de dos elementos. Uno, bizantino, el de las cinco cúpulas. Otro, francés, el blanco rococó del edificio. Las cúpulas significan que Rusia se sintió, se siente heredera del fanatismo turco en el mundo: y antes del Islam: y antes de Bizancio, queriendo ser la Roma del Oriente. El edificio rococó, en cambio, es la ingestión rusa de las ideas enciclopedistas francesas, la ingestión indigesta de la idea de Libertad, allá en el siglo XVIII. Fanatismo y Libertad son los dos elementos antagónicos de esa catedral, símbolo de la agonía o lucha del alma rusa. Eso no es arquitectura: es revolución. La revolución rusa se comprende de un golpe mirando esa catedral : barbarie libertaria, caos de estilos. Traje a la europea con turbante. Da angustia el combate que mantienen esas cúpulas cebolliformes, asiáticas, contra el intento de gracia y orde-nación que hay en el clasicismo barroco de las paredes.

Hice una pausa:

—Aplique usted esa arquitectura a otra forma de vida rusa: el Ejército, por ejemplo. Y el mismo choque desastroso. Masas de aparente encuadración europea dirigidas, encabezadas por mentalidades-cúpulas, por cascos de cosacos, Rusia es una revolución por sí misma. Una inquietud permanente para Europa.

— j Qué esfuerzos ha hecho siempre Rusia para adaptarse al Occidente!

—Casi tantos como España.

—Pero España es más europea.

—Ya lo sé. Sin embargo, Boris Godunof, Pedro el Grande, Catalina, Alejandro el Zar, Lenin, todos los europeizantes, con sus minorías selectas y sus importaciones culturales del Oeste, tienen una concomitancia que a mí, español, me estremece. Pienso con Boris en los Trastamaras. Con Pedro el Grande en nuestros Reyes Humanistas. Con Catalina en Carlos III. Con Lenin...

Entramos en la iglesia. Teníamos suerte. Estaban oficiando la Semana Santa. Quedé deslumhrado. Jamás había visto más oro junto, retorcido, contorsionado, volando por columnas, capiteles, bóvedas, iconos, rejerías y sobre un retablo inmenso: el iconostasio.

—La iglesia parece hecha con trajes de torero.

Comparados con este iconostasio, nuestros retablos españoles más barrocos, flamígeros y aurilucientes, resultaban pálidos muros protestantes.

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Churriguerismo enloquecido y bebido de vodka, con bailes de sarafanes revolanderos y cantos excitados de bylinas.

Tras mirar un rato ese iconostasio se sentía uno mareado, enajenado, transido. Quizá tuviese esa finalidad. En las tribus africanas se hace bailar horas y horas a los cofrades, y aun golpearse con hachas la cabeza —como los hamadachas marroquíes — para que pierdan toda individualidad y control del yo y sea posible la catarsis mística, levitadora. Nosotros, los católicos, necesitamos de la música, del incienso, de los sermones patéticos. Aquí, en la ortodoxia rusa, se confía la purificación del alma al coruscar delirante del oro, del brillo.

Entraron dos viejas. Subieron a un altar de la derecha, como a una tribuna, donde se exponía el icono de la Virgen y el Niño. De rodillas, se santiguaron a la rusa, tres veces. Y luego — a la manera musulmana— hincaron la frente en el polvo. Es curioso. En esto del santiguarse, la misma transición que se observa entre el paisaje de Europa a Asia. Los protestantes (y muchos católicos de estirpe aria) inclinan sólo la cabeza. Los católicos españoles — más cercanos a Oriente — nos arrodillamos del todo. Estos rusos ortodoxos besan —como los mahometanos — el suelo. Tres gradaciones del orgullo humano ante la divinidad.

El pope o sacerdote negro — un viejo arzobispo emigrado de los Soviets—, al liberarse Esmolensko, se había repatriado. Parecía un marfil aquel hombre, repujado en plata. Melena y barba suaves, bruñidas, orlando su rostro, como orlan los nimbos argentados las facies de los iconos. Vestido de terciopelo negro, brochado argenterinamente, iba y venía a lo largo del iconostasio, incensando aquella galería de imágenes, donde junto a un Cenáculo imitación de Leonardo había fondos de Infierno o Juicio Final, los temas preferidos de la devoción rusa, devoción de cheka. Luego el pope se acercó a un calvario, sin relieve, cubierto de flores frescas. También lo incensó.

A seguida se dirigió al centro de la iglesia, bajo la alta cúpula central. Creí que se sentaría en un trono de silla y almohadón que allí había, esperando una suprema dignidad litúrgica. Pero se detuvo ante un atril y abrió un antañoso libro. Se puso a leer. En una lengua arcaica, eslaviana, que viene a ser, para el ruso actual, como el latín eclesiástico para nuestro romance.

Le contestaban unas voces femeninas dulcísimas, que decían algo así como Gospodi pomilui... Gospodu pomolimsia... Podai gospodi... Rogativas y quejumbres. ¿Eran los znamennoi penie, cantos litúrgicos de raíz bizantina?

Busqué esas voces. Pertenecían a cuatro mujeres viejas, entrapajadas con toquillas y tabardos, como traperas de Madrid.

—¿Cómo cantan tan bien esos seres?

—Son monjas.

Salió otro chantre. Un pope pardo, con barba de evangelista. ¿Un archimandrita, un igumene o simplemente un protoiereo? En el concierto ruso resultaba una voz gravísima, pro-funda, baja. Como el único relieve de aquella música. Todo huye en la iglesia rusa del relieve. Tiene horror al bulto, a lo escultórico, al volumen. A lo humano, sencillamente. Rasgos de todo orientalismo. A lo más que se atreve el ruso es al adorno, a lo plateresco, al barroquismo. Las Vírgenes no tienen cuerpo. Sólo cara y manos aplastadas y negras, que besan los feligreses delirantes.

A pesar de ser fiesta religiosa, la iglesia estaba casi vacía. Aparte de las monjas, no había más que un anciano, de aire nobilísimo y europeo. Con gabán y barba blanca.

—Es un antiguo profesor de la Universidad, que también se ha repatriado.

En un ángulo descubrí una muchacha acompañada como de una criada vergonzante. Tenía esa joven aspecto de señorita, tono burgués, dentro de sus vestidos proletarios. Calzaba medias de seda. La miré fijamente. Se mordió los labios para colorearlos. Pero bajó los ojos, sin responder a mi mirada.

Fuera de estos dos fieles —el viejo y la niña— no había más que tres mozancones con tabardo, al modo miliciano. Acababan de entrar. Por un momento creí que la juventud se rein-tegraba a la tradición religiosa. Pero entraron por pura curiosidad, las manos en los bolsillos. Uno

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sacó un cigarrillo. Charlaron vueltos de espaldas a los iconos. Y se marcharon.

—La juventud no cree ya en esto. Los Soviets la han desarraigado de la ortodoxia.

Y es que, en verdad, tales ceremonias tenían un aire arqueológico : sido. Se comprendía que acudiera a ellas el viejo profesor, para recordar antiguos tiempos felices y juveniles. Y la muchacha joven, para mantener quizá una memoria familiar, materna. Pero el pueblo ya no entendía nada y lo huía.

(«La matanza de Katyn», 1944.)

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OCEANÍA SISA, LA MADRE FILIPINA

Sisa era aún joven, y debió de ser bella y graciosa. Todavía le quedaban los ojos hermosos, de largas pestañas, y unos pálidos labios finos, y una piel morena clara que los tagalos llaman layumanging-kaligatan. Pero el hambre y el dolor le socavaron las mejillas y le desgreñaron el pelo.

Era el día de Todos los Santos, y el cielo —por San Diego— venía cargado de tempestad. Sisa había preparado unas sardinas y unos tomates, una tapa de jabalí, una pierna de pato silvestre y un arroz que ella misma había recogido en las eras. Sonaron las ocho. A esa hora debían salir con permiso Crispín y Basilio, sus dos hijos, que estaban aprendiendo para sacrista-nes en el convento de un campanero borrachín y atravesado. Pero quien llegó fue el marido, bebido como siempre y sin un céntimo, perdido todo en la gallera. Y el marido se comió toda la cena y se marchó sin decir palabra, dejando sólo tres sardinas. Sisa quedó otra vez en soledad. La lluvia comenzó torrencial, entre truenos y rayos. La noche se había echado encima. A lo lejos se oyeron dos tiros.

La lluvia fue cesando, y cantó el kalao en el bosque. Sisa se asomaba de cuando en cuando a la puerta de la choza, y para entretener su angustia empezó a cantar kundiman, que tanto gustaba a sus hijos. Volvió a la lumbre. Sobre un trípode, o tunkó, aún cocía algo de arroz. Y sollamadas entre cenizas tres sardinas. Un perro aullaba. Trató de rezar, de invocar a la Virgen de Kaysasay. De repente, ¡qué escalofrío! Le pareció ver a su lado — pero lejanísimo — a su hijo Crispín. Y al mismo tiempo, la voz desgarrada de Basilio, que llamaba desde fuera: « ¡ Madre, abrid! ¡ Abrid, madre! » Sisa abrió, y Basilio cayó en sus brazos, tambaleante, con sangre.

— ¡Madre, el campanero, sabiendo que teníamos permiso para venir a verte, se llevó a Crispín, y yo, con la cuerda de las campanas, pude escaparme de la torre! Dijo que habíamos robado dos pesos... ¡Mentira! ¡Fue él mismo, para beber ! Al venir corriendo, los soldados me dieron el «¡ quién vive!» y dispararon. ¡ No es nada, un rasguño en la frente!

Pero aquella noche Basilio se consumió de fiebre y de delirios, mientras Sisa le ponía paños de agua, vinagre y plumón de garza.

Al día siguiente Sisa dejó dormido a Basilio y fue a buscar a Crispín, llevándose un cesto de amargoso y zarzalidas para el campanero. Y también pakó de orillas del río. Pero alguien la paró junto a la torre:

—¿Y tus hijos? ¿Tienes tú el dinero? Ya han dado parte a la Guardia Civil, y van por ellos a tu casa.

Sisa volvió desolada. Por encima del cercado vio los capacetes de la tropa. Cuando llegó a su chozo, cubierto de ñipa y cabo negro, los soldados se marchaban, llevándose la única gallina que había.

—¿Eres la madre de los ladrones, tú?

—¿Ladrones, mis hijos?

— ¡ Síguenos!

La llevaron a través del pueblo, y ella se tapaba la cara, marchando a ciegas. Por fin llegaron al bantayán o garita. Alguien dijo: «¿Dónde la habéis cogido? ¿Y el dinero?» Era una mujer sin tápis, saya amarilla y verde, una cualquiera. Entraron al cuartel. Soldados, mujeres, gallinas, cerdos, cantos lúbricos. La echaron sobre un banco y pasó varias horas acurrucada, la cabeza entre las manos. Al mediodía entró el alférez; venía de buen talante y la arrojó a la calle. Sisa corrió, sin aliento, los ojos desorbitados, hasta su choza... «¡Basilio ! ¡ Crispín!» El eco repetía su voz. Sólo le contestó la voz del río entre las cañas. Sus pupilas empezaron a extra-viarse. .. «¡ Crispín! ¡ Basilio!...» Entró en la casilla. Y vio un jirón de la camisa de Basilio en la punta de un dingding, cerca del precipicio. Tenía manchas de sangre. Entonces salió al camino, miró al sol frente a frente y echó a andar con los ojos inmensamente abiertos. De cuando en cuando gritaba, cantaba kundiman dulcemente, enronquecía de pronto y su voz recordaba la

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tempestad de aquella noche. Desde ese día, Sisa principió a vagar sonriendo, cantando o hablando con todos los seres de la Naturaleza, mientras las gentes empezaron a llamarla Sisa la loca.

Fue entonces cuando la conoció Juan Crisóstomo Ibarra, que había vuelto tras unos años, de Europa, para indagar, ante todo, la misteriosa muerte de su padre, y luego, a casarse con María Clara, la hija del capitán Tiago, su prometida desde niños. Fue entonces cuando vio a Sisa una tarde acercarse a la pradera donde ellos estaban de fiesta. Y, al querer protegerla de las risas y malevolencia de los criados, Sisa echó a correr. Pero volvió a aparecer otro día, el de la procesión, por la plaza. Sisa se agarró de pronto, ante un grito de la gente, a un leproso que cantaba un romance: «¡ Recemos, recemos! Esas luces son las vidas de los hombres. Recemos por mis hijos... ¡Esa luz en la torre es Basilio...! ¡Aquélla, Crispín!» No pudo Juan Crisóstomo salvarla; los soldados se la llevaron a rastras hasta el cuartel. En el cuartel sólo estaba doña Consolación, la mujer del alférez, que no quiso ir a la procesión, medio borracha de tabaco y vino, con un pañuelo a la cabeza como un mankukulán. Sisa empezó a cantar kundiman dulcemente, y la alférez, furiosa, la hizo subir y con un látigo le ordenó bailar: «¡Vamos, magcantar tcau!», fustigándola hasta verla caer ensangrentada, y arrastrándose, desaparecer. Dijeron que desde entonces Sisa se refugiaba en el bosque siniestro y mágico en que estaba la tumba del antepasado español de Juan Crisóstomo, fundador de los Ibarra, bajo el balití donde se ahorcó un día.

A ese bosque misterioso solía ir también Juan Crisóstomo de paseo con el filósofo Tasio, del pueblo, y el maestro de escuela. Llegó la nochebuena, y al anochecido Sisa apareció en la plaza, cuando de una esquina salió un muchacho cojeando, y, acercándose a la loca, le dijo tiernamente al oído: «¡ Soy Basilio, madre!» La loca echó a correr... Y el muchacho, tras ella. La loca entró en el bosque maldito y se metió en el cercado de la tumba española... «¡Madre, soy yo, Basilio!» Pero Sisa no abría la puerta. Entonces Basilio trepó por una rama del balití y se dejó caer sobre su madre, derribándola y abrazándola. Sisa vio su frente bañada en sangre, y como si eso le hiciese de pronto luz, dio un grito: «¡ Basilio!» Y se desvaneció. Pero para siempre, para siempre.

Juan Crisóstomo la hizo enterrar junto a la misma tumba de su propio abuelo, bajo el balití. Pronto en el pueblo empezaron las murmuraciones. Decían que por las noches se oía como derretirse la loca de Sisa en agua.

—¿Es verdad, Juan Crisóstomo, que llora el bosque?

—Sí, María Clara, es verdad, como ya pasó en la antigua Grecia, cuando Níobe, hija de Tántalo y mujer de Anfión, por querer tanto a sus hijos, se encelaron los dioses y se los mataron a flechazos ante ella misma, y Níobe, de dolor, se convirtió en piedra por el bosque Sipilo, y esa piedra lloraba las noches de estío... Sisa llora también; pero no sólo por su Crispín y su Basilio, sino por ti y por mí. Y por Elias, y por Tasio, y por todos los filipinos que de un modo u otro sufren, y no de ahora, sino de siempre y quizá para siempre...

—No te entiendo.

—Mejor... Pero no olvides que esta tierra madre nuestra tiene catorce mil islas, millares de hijos... Y que del Asia y del Occidente, amarillos o blancos, desde remotos tiempos vinieron por ellos y seguirán viniendo, y por sus riquezas, como el campanero por los dos pesos de Crispín y Basilio.

Y cuando estas islas gritan: «¡Madre, que se nos llevan!», la tierra madre filipina no puede hacer otra cosa, como Sisa, que enloquecer, estremeciéndose en terremotos. Y llorar a torrentes. Y luego quedar de pronto secos los ojos como ascuas.

Y seguir caminando, y vagando, y cantando por la Historia...

—Juan Crisóstomo, tú eres un poeta y sé que tienes un misterio, y mi padre me dijo que tú tienes además otro nombre secreto.

—Mi nombre secreto va unido al mismo misterio de Sisa, y significa «tierra que segado el pan verde vuelve a florecer»... Mi nombre es Rizal, «renacimiento», como el tuyo, que significa «amanecer», María Clara. Pero un amanecer que yo no veré... Presiento que no serás mía... Y a

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mí no me quedará sino morir cantando kundiman en un último adiós, morir por esta tierra de Sisa, y de ti, María Clara, y de mi madre: la tierra madre filipina.

(«Las mujeres de América», 1971.)

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AMERICA GRANADA Y AMERICA

I

Ningún americano sabrá nunca por qué es americano si no ve Granada.

Como el ciego aquel del poeta mexicano:

Dale limosna mujer

que no hay en la vida nada

como la pena de ser

ciego en Granada

No hay en la vida (americana) pena más grande que ignorar a Granada. Algo así como desconocer a su madre.

Quizá sea ése el misterio de que otro mexicano, pero éste músico, consiguiera de pronto y con inspiración popularmente filial, hacer hoy cantar «Granada» a América entera («Granada, tierra soñada... Mi cantar hecho de fantasía... Granada, flor de melancolía... Cubierta de flores... no tengo otra cosa que darte - que un ramo de rosas - que le diera marco a la Virgen Morena - Granada, tu tierra está llena -de sangre y de sol»).

Como si el americano hubiera al fin descubierto, a través de esa música de Agustín Lara y aquel verso de Icaza —la más melodiosa y luminosa de las maternidades. Granada: madre de América.

II

Porque en España, del sector atlántico fueron los descubridores y conquistadores. Sagres o la cartografía. Palos de Moguer o las 3 carabelas. Lisboa y Sevilla o los puertos y casas de contratación. Y de villas y caseríos vascos, tierras lusas, pazos y rías galaicas, páramos castellanos y encinares extremeños; los frailes y soldados y legistas y artesanos y mujeres seminadoras. Y allá, en el centro de la Península: Madrid, tardíamente, tras un siglo de existir ya América, para burocratizarla y... perderla, al fin. Y dar entrada a la, hasta entonces apenas participante, zona mediterránea de catalanes y levantinos como núcleos mercantiles en las «colonias de emigrantes» que es a lo que se redujeron del xix a hoy, los «colonizadores y adelantados» de otra hora. La gloriosa.

Pero Granada para un americano ni atlántica ni mediterránea : sino algo más perenne y singular que descubrimiento o conquista, que colonización o independencia.

Para un americano, Granada el máximo misterio de su existencia, de su mismísima concepción continental. Y del por qué América se hiciera criatura de Dios en el mundo.

Ya sabéis que las criaturas nacen cuando un gene, predestinado entre todos los demás, del padre, se une a la entraña materna, haciendo vida y carne la primera mirada de amor o flechazo de los amantes. Así: entre todas las posibilidades para que naciera este Nuevo Mundo que se llamaría América (hipotéticas singladuras polinesias por el Pacífico, vikingos medievales por el Ártico, cálculos de geógrafos a lo Enrique el Navegante o Toscanelli, bulas alejandrinas, propuestas del propio Colón en otras Cortes que la de España) solo ahí en Granada, en esa Santa Fe de Granada: la Capitulación o engendro fecundo que llevaría a dar a luz a América. El Acuerdo entre Cristóbal e Isabel —1491 — ratificado el 17 de abril de 1492. Nombrándole ya a Colón «Padre» (Almirante, Virrey y Gobernador) —con fe santa, con una auténtica Santa Fe de una América que estaba por nacer.

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III

Es a esa Santa Fe arrabal en la vega granadina sobre el Genil, a once kilómetros de la ciudad, donde todo americano tendría que peregrinar con unción primordial y originaria, y evocar aquel campamento cuadraliterado y aquel Real o Tienda de Campaña donde Colón y la Corona de España firmaron el destino de todo un preamado Continente y para el que Isabel empeñara sus alhajas como un primer crédito —o creencia— en su portentoso porvenir y desarrollo.

Por eso en el Ayuntamiento de Santa Fe están hoy ayuntados los escudos simbólicos de toda aquella veintena de naciones que a los cuatro siglos —1766-1898— de Estados Unidos a Cuba y Puerto Rico, y tal que granos granates o de sangre brotaran de aquella «Granada» como fruto maduro. O si queréis, estallaran en explosión histórica como de una «Granada» proyectil. Sí, de aquel Campamento de Santa Fe, con calles trazadas al modo renacentista en «cuadras» (more geométrico). Y que habría de servir como modelo a la planificación de las ciudades americanas, aún «cuadras» denominando a sus calles, cada cien metros. Y cuyo nombre — Santa Fe — también pasaría: a toda una provincia argentina sobre el Paraná, a una sierra cubana, a un fundo chileno, a una isla ecuatoriana, a un municipio hondureno, a un rancho y a una laguna mexicanos, a un distrito panameño, a un valle de El Salvador, a un arroyo de Uruguay, a un golfo de Venezuela, a un condado de Estados Unidos, a una demarcación filipina en Cebú. Y, nada menos, que a la Capital de Colombia: Santa Fe de Bogotá, fundada por un granadino, Jiménez de Quesada, que daría también el nombre de «Nueva Granada» al inmenso territorio que se haría «Virreinato» con la Corona y «Gran Colombia» con el Libertador Bolívar.

«Granada» se nominaría asimismo, en la América Central, una señorial ciudad nicaragüense fundada en 1524 junto al volcán Mombacho y el río Tipitapa. Sede episcopal, «sultana del gran lago» con Catedral. Y con iglesias como La Merced y San Francisco. Y olorosa a cacao. Y trabajando oro en filigrana. Y sueños: los del poeta de la Hispanidad, Rubén.

«Granada» la de la «nuez moscada» en las Antillas que este 3 de marzo de 1967 se acaba de convertir en un Estado de 310 kilómetros y con 96 mil almas. Tras 184 años de gobierno británico (St. Georges, su capital). Prometiendo la cooperación con las otras islas «granadinas» recientemente independizadas: la Antigua, Santa Lucía, Dominica, St. Kitts, Anguilla-Novis.

Y otra «Granada» aún, en el Estado mexicano de Coahuila. (Y el «Granado» de Guanajuato.) Y una población de isla filipina. Negros a 12 kilómetros de Becolod «Granada». Y ante la que sobrevolé hace un año y supe de su café y abacá y azúcar y bananas y especiería y cocos. Y del acento de una de sus mujeres que conmigo viajara hasta Manila y se llamaba Felicitas.

Y en la línea toponímica de lo granadino, «Granados» se nombra un municipio de Guatemala en el departamento de Verapaz. Y «Granadillos» un estero y ensenada de Cuba que da un árbol de ébano rojo, como sangre granatí.

Y todavía recuerdos provinciales granadíes: esa inolvidable, ¡quién volviera a contemplarla y pasearla!, ciudad de «Loja» en Ecuador.

Pero si en la tierra o materia geográfica quedó Ínsito el nombre de «Granada» fue porque lo llevó el espíritu de los hombres. Dos de los cuales iniciadores, uno —como ya os dije— de Colombia: Gonzalo Jiménez de Quesada, y el otro don Pedro de Mendoza (nacido en Guadix) de toda la argentinidad, con el primer Buenos Aires, 1536.

Junto a este par de granadíes en la Conquista guerrera, aquel otro en la espiritual y mística. El Fray Luis de Granada que, a través de su orden dominicana, llevaría su Símbolo de la Fe y su Guía de pecadores a toda el alma americana. Y el Francisco Suárez, el ignaciano doctor Eximio cuyo Ius gentium fuera la base del derecho interamericano en el futuro, y sus Disputationes metaphysicae, la doctrina —sutil y poderosa— con que justificar la mayor gloria del catolicismo en el Nuevo Mundo: las Misiones o Reducciones jesuítas como triunfo de Cristo en plena selva.

Y si de los Conquistadores y Adoctrinadores en la América hispánica fundacional pasamos a sus fuentes de inspiración en arte encontramos también el genio granadino en la figura tridimensional de Alonso Cano —escultor, arquitecto, pintor: cuyo efluvio, con el de otros maestros barrocos de España, alcanzaría a un José Xuárez mexicano, un Antonio de Montúfar, guatemalteco; un Vázquez de Arce, neogranadino; un Miguel Santiago, quiteño; un Juan Tuyo, de

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Lima; un Diego Quispe, de Cuzco, el Kabiyu, del guaira paraguayo; Legarda, el chileno...

Y, ¿cuánto no habría de granadí en la tradición americana que llegara a América con mudejares y con versos como los que pelearan, por ejemplo, entre Pizarristas y Almagristas allá en Perú?

Alarifes que trasladaron el alfiz, los listes, los alfarjes, las lacerías y artesonados de la tradición hispano-árabe a la llamada Escuela quiteña, o iglesias como la de Santiago en Santo Domingo, a la Capilla Real de Cholula o San Francisco de Tlascala en México, y a tanto convento y arquitectura civil de Indias. (Aquí en Paraguay donde escribo estas líneas siempre que contemplo su iglesia maravillosa de Yaguarón, 1680, creo percibir por el color y filigrana de sus pilastres y remates, un destello alhambrí.)

Conquista, Doctrina, Arte y Teatro. En el Teatro áureo y barroco de España había Granada dado, en la escuela calderoniana del drama teológico, un gran autor con Mira de Amescua, cuyo Esclavo del Demonio o su Mesonera del cielo y algún auto sacramental deberían representar en América. Y en el Romanticismo su iniciador dramático en el mundo hispánico Francisco Martínez de la Rosa cuya Conjuración de Venecia (1834) con Aben Humeya, «el rebelde de Alpujarra». Y con La ciudad de Padilla el comunero: lanzó la fórmula de un teatro insurrecto y liberal que justificaría el de las independencias americanas, con dramas históricos y nativistas como el Siripo de Laverden, en Argentina; el Atahualpa de Salaverry, en Perú; La conjuración de Almagro de Blest Gana, en Chile; la Camila o Gorman de Martínez Peña, en Uruguay; el Netzabualcoatí de Rosas Moreno, en México... Por no citar, hasta los de Filipinas a fin de siglo, con Rizal, Paterno...

En la novela Granada, poesía de la tradición legendaria de Abencerraje y la hermosa Jarifa, que cuajaría en otra obrita maestra y ejemplar (1874), El sombrero de tres picos del guadijeño Pedro Antonio de Alarcón, cuyos relatos grandes como El escándalo, El niño de la bola, influirían sobre el realismo novelístico de Hispanoamérica.

* * * ¡ Granada y América! Ningún americano sabrá nunca porqué es americano si no ve

Granada.

(«La Nación», Buenos Aires, 1968.)

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ESA SUPERMUJER, LA NORTEAMERICANA

Esa mujer, esa supermujer americana —Jacqueline— llamada hasta ayer de Kennedy, el yanqui, y ahora de Onassis, el griego: que ha batido un record de publicidad mundial, sobrepasando, en aquellos momentos de su boda, la noble hazaña del Apolo VII, la trágica aventura del Vietnam y las espirituales admoniciones de Paulo VI: esa norteamericana que durante unos días «fuera noticia», la más vasta que vieron los siglos, inspirando asombros y repulsas universas — ¿no merecería ya una sencilla y urgente comprensión a su misterio femíneo?

Yo la conocí. Una madrileña mañanita helada esperando de Nueva York al ministro Castiella, allá en el aeropuerto de Barajas, descendiendo de un reactor de Iberia, camino a la Feria de Sevilla. Y, al verla, instintivamente, la saludé mientras me daba la sensación su rostro —ampliamente braqui-céfalo—, de algo devorante, de una tigresa o de una boa (y un poco por sus grandes ojos separados, de abisal batracio). Y, a la par, rostro de muñeca, rostro de sonrisa infantil e inmóvil.

Era cuando se hablaba de su enlace con un embajador español, y que, desde ese momento, me pareció ya imposible por no concebirla con misa y comunión diarias y adoptando unas hijas monjas y un marido que no podía serlo suyo, por religiosidad integral, por viudedad fiel a otra americana (que le diera inspiración y camino) también amiga nuestra, Elena Walker. Estados Unidos ya tenía al cardenal Spellmann y otros triunfos vaticanos para necesitar de un católico español por gentil, bueno e inteligente que fuera. Jacqueline — no me equivoqué— pasó de largo por España y por Roma. (Como lo pasaría luego ante un sobreseído Lord inglés.)

Y —de pronto— Onassis, el griego. Y toda suerte de desvariadas y malignas conjeturas. Cuando había, para ese suceso, una explicación elemental, abecedaria. De a) de b) y de c).

La de a): era aquella del «parásito verde». ¿Conocéis el cuento? Fue tras la guerra civil española, con hambre y epidemias que nos hostigaban. Una niña y su madre iban en tranvía, lleno. Y junto a ellas un greñudo ex combatiente.

—Mamá, ese señor lleva un piojito verde en la solapa. ¿Se lo digo?

—;Cállate, niña!

—Señor... lleva usted... un bichito ahí.

Sin inmutarse, el greñudo lo tomó entre dos dedos...

—Conque de paseo... ¿eh? ¡A casita!

Y se lo volvió a colocar en la cabeza.

Pues así Jacqueline con ese «parásito millonario», el único multimillonario suelto — muerto March — que le quedaba a la pobre y parasitaria Europa.

—¿Conque de paseo, eh? ¿Con monarcas desterrados o pretendientes al trono en tu yate, gastándote sagrados dólares de nuestras arcas del Fort Knox? ¡A casita! Reintegrándolo, así, a Wall Street.

Porque la explicación b) era precisamente esa otra apuntada: la de seguir, Jacqueline, norteamericanizando el Mediterráneo, como ya lo había hecho Grace Kelly con Montecarlo y los militares del Pentágono con las bases y los turistas con los vestigios clásicos de ese piélago azul que la vieja Albión había ido perdiendo en Suez, en Malta, en Gibraltar... Y ahora en Grecia, desde el triunfo «presidencialista» de una democracia generalizada, con generales (o caudillales monarcas), a los que perteneció un De Gaulle. Y ante unos rusos que están perforando el mare nostrum deseándolo hacer suum, el mar de Troya, que ha vuelto a encontrar una nueva y mítica Helena.

Porque Jacqueline es ya mítica. Y está la explicación c). No mujer, sino «supermujer» nietzscheana. Esa super tipo femíneo a que aspiran todas las norteamericanas, herederas de una tradición épica racial, originada en el paleolítico europeo de Neanderthal, la que conoció los

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megalitos longs barrows británicos y el Beaker focb de la prístina Batavia. Raza de Sagas y Eddas, de Valkirias, Krimhildas. y Gudrunas, de metalúrgicos originarios, trabajadores de metales. Raza sedienta de oro, de anillos de nibelungos y leyendas artúricas como aquella en que Sir Gowain adivinó el enigma de lo que más deseaba una Mujer de esa Raza de héroes: «hacer su voluntad». Pero su voluntad de poderío.

Raza, la de Jacqueline, de que hablara James Treslow Adams, inventora de una civilización abstracta de Urbes, Máquinas y Técnicas, extensible a todo el Universo, prescindiendo de la Tierra, donde la Tierra ya sólo quede astronautizada como paisaje, como ocio divino y bienestar, la Tierra superada. Capitalizada.

Pues el verdadero Capitalismo es el de «acumular» herencias, reservas y tesaurizaciones. Pertenecientes muchas de ellas a millones de viudas, divorciadas y herededas. La verdadera cobertura del dólar no es el oro de Fort Knox sino esa raza clara, épica y rosa de la Mujer, de la Supermujer americana.

"Maravillosa de joven. Implacable en su senectud. Y, en el fondo, incomprensible al hombre no americano. (Onassis no sabrá nunca con quién se unió.) Por lo que espíritus europeos de primera calidad como el de Ortega en España, el de Keyserling en Alemania, Morand en Francia, Papini en Italia, se horrorizaron ante ella por su carencia de intimidad, aunque al mismo tiempo quedaran embelesados, raptados, por su belleza de estatua y por su fuerza vital, su libido, su sexy.

Nadie entenderá a la mujer norteamericana (a un ejemplar de Bandera y de Star System como Jacqueline) si no le reconoce su misión misterial de probadora de hombres, de selectora de virilismos, de potenciadora de masculinidades, con un algo así como un tercer sexo, como una viraguidad femínila, quizá el originario y genesíaco de los andróginos.

Nada de «mujer criolla», como la que comentara Ortega en Sudamérica, con vehemencia, gracia, espontaneidad y molicie. Nada de mujer celeste, angelical, virginal, como es nuestra supermujer latina, supermujer en profundidad, más grande y sublime cuanto más se inhibe y se recata y se silencia, inspiradora al modo de Beatrice al Dante, y pasa por nuestra vida de mediterráneos y católicos como un perfume de Dios, como una Madre de Dios, como una «María».

No, no. Esta superhembría, a la que Jacqueline pertenece, es la deportiva, la raptora, la catadora de pedigríes masculinos, mujer donjuanesca, conquistadora de varones. Pero no por liviandad sino por exigencia y perfeccionamiento de una raza épica. Pues, como apuntaba Melissa Redfield sobre el divorcio: «Lo ejercita por el alto valor que da esa mujer norteamericana al matrimonio si se tiene en cuenta que la mayoría de las divorciadas se vuelven a casar y ese porcentaje aumenta constantemente...»

El hombre como tecnífero y la mujer como tecnígena o creadora de ese tecnífero. Para lo cual esa mujer organiza sus misterios, sus hermandades, con el fin de construir un Estado como en otras culturas los hombres, con fundaciones constitucionales, esos «clubs de mujeres» en Norteamérica, la clave del poderío yanqui.

Es de suponer que Jacqueline ya tendrá el suyo de Nueva York y que dentro de poco, dada la edad de su nuevo cónyuge, será una Viuda más, heredera de una fortuna fabulosa que andaba suelta, con Onassis, por el mar de las sirenas. Con lo que el poderío americano quedará incrementado metálicamente y señor de la Hélade a través de esa mítica mujer.

La cual no es que se haya casado con Onassis, por conciencia de todo este plan de dominio, sino porque llevaba dentro la fuerza viva y virtual de este plan. Su capacidad de batir un record femíneo, y superar su propia perfomance, y triunfar sobre su marca anterior.

Las gentes hubieran querido que esa mujer permaneciera inmóvil como una Níobe, como una estatua de dolor, velo negro sobre su rostro y a lo lejos el heroico difunto, el sacrificado, ungiéndola de piedad. Pero esta fémina era un ejemplar magnífico de la «mujer poder» que estudiara Ida M. Farbell (The book of woomarís power); la «mujer fuerza» de Mary F. Bear, la «mujer riqueza» que dijera Mary S. Banch, la wonder wooman de Alice Marble. O sea la supermujer americana que quiso batir su propia antigua gloria, ya estática. Y volver a estremecer al mundo, siquiera un instante, con algo insospechable, con un nuevo titanismo. Añadiendo una

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estrella más —la vieja Hélade griega— a la bandera de su patria americana.

Como dije el día que conocí en Nueva York a Marilyn Monroe, entonces admirada en la pantalla del mundo este-larmente: ¡Ese, el verdadero monroísmo! ¡El de Marilyn! Y, ahora, el de Jacqueline. ¡América... para las americanas! (Y el resto del universo, también.)

(«Las mujeres de América», 1971.)

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EUROPA. EUROPA Y AMERICA

I. ESTRASBURGO, ASUNCIÓN

1920. El Centro de Estudios Histórico madrileño, dirigido por Menéndez Pidal, y mediante mi maestro de románico, Américo Castro, me envió de lector de Español a la Universidad de Estrasburgo. Interrumpiéndose mi docencia —1921 — para cumplir unos meses de servicio militar en Madrid. Que se convirtieron en dos años —y en Marruecos— como combatiente de Infantería tras el desastre de Annual: frente de Guad-Lau.

A través de los campamentos compuse mi primer libro Notas marruecas de un soldado (1923), que me valió un proceso por rebelión contra el anticuado sistema colonial de España en África.

Regresado a Estrasburgo —1924— y, ¡oh, maravillosa fortuna!, encontré a la que, compañera e inspiradora de mi vida, convertiría Estrasburgo en una ciudad de amor y de destino para mí.

Al fundarse —1949— el Consejo de Europa Estrasbur-gués, germen inicial del Mercado Común Europeo y la Asociación Europea de Comercio Libre —esto es, de la futura integración multinacional de Europa—, el ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Arta jo, me designó como observador oficioso, ya que España no estaba oficialmente representada. Escribiendo un libro, L'Europe de Strasbourg (Ed. Heitz, 1949), que publicaría después en español el Instituto de Estudios Políticos de Madrid. Y en cuya página 28 se lañaba el siguiente vaticinio:

Habiéndose desintegrado la gran Monarquía hispánica en la última de sus Repúblicas, la española de 1931, sólo falta un impulso genial de Integración para hacer realidad lo que no fuera sino un postulado prematuro en tiempos de Bolívar. Una integración grande y multinacional de los pueblos americanos en la cual España resultaría uno entre los demás y el más joven de esos Estados Unidos de Iberoamérica — y — para los cuales habría que buscar la capital federativa o integradora —nuestro Estrasburgo— en una ciudad que no despertara tensiones ni celos. Ten-siones frente a los Estados Unidos de Norteamérica, cuya amistad nos sería, y es, indispensable. Y celos por parte de las capitales tradicionales de Iberoamérica. Y no digamos de Madrid y Lisboa.

En 1950 comencé a recorrer el continente americano. Cuando —1956— descubrí Asunción, sólo tuve un grito: ¡Esta, la ciudad! Publicando mi Revelación del Paraguay, 1958, donde ya lo proclamé. Ante un gran gobernante también revelado.

Y, como si Dios hubiera querido bendecir mi profecía, también convirtió para mí, Asunción, en ciudad de amor, de filialidades, de sangre de mi sangre aquí naciendo.

Y esa es la razón — primera y última —, aparte de otras no menos hondas y espirituales, de mi misión ideal (que se haría oficial un cierto tiempo), de mi pervivencia en esta tierra, en la que no poseía más riqueza que la ilusión de creer en la nobleza y gratitud del pueblo paraguayo hacia quien como yo le ha consagrado lo mejor de su vida e inspiración, augurándole para la suya esa grandeza histórica: la de llegar a ser lo vaticinado y realizar el destino que Dios y España le señalaron: Madre de Ciudades, Corazón de América, Capital integradora y Confederativa. Como Estrasburgo lo está ya siendo del Viejo Continente con su «Consejo de Europa». Y que aquí, en el Nuevo, podría iniciarse con asumir Asunción, ante todo, el Consejo de la Cuenca del Plata. Primicial estadio para otras Confederaciones más ambiciosas.

II. PARALELISMOS GEOPOLITICOS

¿Cuáles son los paralelismos geopoliticos entre Asunción y Estrasburgo?

Centralidad

Ante todo: la centralidad continentálica, que equivale, para lo capitalicio, a eso: ser cabeza

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de Hemisferio.

Estrasburgo: con Alsacia, que es un Paraguay actual de lo que fuera, en tiempos, un vasto territorio imperial romano-germánico, la «Austrasia».

Y Asunción, encabezando antaño otra enorme provincialidad imperiosa, aquella denominada «Gigante de las Indias», bajo la Austrasia de Carlos V.

Aislantes

Ambos territorios, hoy el paraguayo (con el uruguayo;, como el alsaciano (con el lorenés), valiendo de tapones o aislantes entre poderosos vecinos enfrentados: Alemania-Francia (en el lado europeo). Brasil-Argentina (en el suramericano). Paraguay-Uruguay (ruedas de un mismo eje, como los denominó el uruguayo Luis Alberto de Herrera). Segundo paralelismo.

Divisoria de paisajes

Que se hace tercero, en ciertas confrontaciones de paisajes. Tomando Asunción y Estrasburgo como divisorias.

Asunción: separando idealmente lo andino y lo pámpido. Las suraméricas: montañosa y llana.

Estrasburgo: las dos Europas que allí se disyuntan a pocos kilómetros, en Teotoburgerwald. Aquélla de los vastos horizontes, selvas y llanuras (la eurásica) y la fragmentada de tierras hacia el mar, peninsulárica y archipieláguica.

Río multinacional

Con una cuarta y decisiva ecuación entre Asunción y Estrasburgo: la de un río epónimo, vertebrador multinacional.

El «Rin», en lo estraburgués. Y el que, tras llamarse «Paraguay», se hace, abajo de Asunción, el ancho «Paraná», el río como el mar también. Desembocando aguas renanas y paraneñas en estuarios populosos bátavos y platenses.

Enlace de caminos

Y como quinta y también fundamental semejanza, la de enlazar naciones, la de constituir nexos de gentes y cruces de caminos. Que a Estrasburgo le dieron nombre «Strasseburg» o burgo de las vialidades. Mientras Asunción, la ciudad «asunta», la que se eleva, como su Virgen, a los cielos y como los aviones de su continentálico aeródromo para hacer converger destinos viajeros.

III. PARALELISMOS HISTÓRICOS

Estrasburgo y Europa

El primer sueño de una integración europea habría que remontarlo cuando ya cincuenta y ocho años antes de Cristo llegó a Roma por una facción alsaciana, los Eduanos, para defendería frente a los Sequanos de Ariovisto, el germano, y al que César obligó a replegarse tras el Rin, logrando — así— una paz de tres siglos, edificando Drusus una primera urbe, nombrada, ¡oh, sorprendente coincidencia!, «Argentina» o platense, porque las aguas del río parecían plata o argento» restando aún de aquella primordialidad en su Museo un Mercurio o dios de los caminos, de las primeras Strassen europeas, una a lo largo del Rin y otra por los Vosgos.

Esa querencia de la integración le renacería a Estrasburgo en el siglo vm con Carlomagno. Y luego, en el Renacimiento con una burguesía democrática o «comunera» frente a reyes V obispos. Pero, a pesar de ello, no podemos olvidar que fue también cuna cesárea de

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unificaciones imperiales, pues la Casa de Ausburgo, la de nuestro Carlos V, el César que pasó por Estrasburgo, estuvo allí cerca, en Einsisheim, que yo he visitado. Carlos V, el César que honraría a la ciudad noble y leal de Asunción.

La idea integradora de Carlos V —recogida por el conde-duque de Olivares en el XVII, llamándola «Liga de Defensa» —, es la que, tal vez, inspirara a Dubois. Y luego a Silly, que ya señaló a Estrasburgo como capital ideal. Y se estructuraría en la Memoria por una paz perpetua, en 1716, de Saint-Pierre, que iluminaría a Kant para la suya en 1795, empleando, por vez primera, el término de «Sociedad de Naciones».

A la que daría forma jurídica Kristian Krause. Inspirando a Saint-Simón para pedir un superparlamento. Por el que se ilusionaría Víctor Hugo, augurando una «República federal europea» como las que iban naciendo en América y ofrecidas de modelo a Europa por un Washington, el antecesor de Jessup, Foster Dulles y Marshall, que apremiaron después de la última guerra a algo más concreto que la Paneuropa de Kalergi ante un peligro que ni Briand había previsto tras la primera conflagración del 14: el ruso.

Ya lo apuntó Newson por 1944 en la BBC de Londres. Pero fueron (en el 46), Montgomery, De Gaulle y Churchill, quienes urgieron. Hasta que Bevin, 1947, lo proclamó en los Comunes: «Tenemos el derecho de unir los habitantes de Europa occidental como los rusos han hecho con los de la Europa oriental.» Finalmente, el 29 de enero de 1949, se crea el Consejo de Europa en Estrasburgo.

Y esta es la tarea —y por las mismas urgencias— que quedaría para Asunción. Cuando se superen, o simplemente, se complementen otras organizaciones de integraciones americanas «sin sede fija».

Asunción y América

Porque como Estrasburgo para Europa, también Asunción para capitalidad ideal de América posee primordialidades. Especialmente aquella de haber solicitado antes que nadie la Confederalidad de los pueblos americanos.

Ya antes de llegar los españoles era la futura Asunción, bajo su Ruvicha Caracara, donde se reunían, en foedus defensivo, los otros caciques o ruvichaes: Ambaré de Lambaré, Moquiracé de Tapua, Cupirati de Tacumbu, Mairaru de Pinosa, Timbu-ai de Ñuguazu, entre otros. Y se la tenía como tierra ideal, sin mal, paradisíaca (Mbaeveraguazu, Yby mara-ney). Fundada la ciudad primicial del Plata — 15 de agosto de 1537— por el burgalés de Medina de Pomar, Juan de Salazar, a las órdenes del vergareño Domingo Martínez de Irala, se dio el primer acontecimiento democrático americano: la libertad de elegir su gobernante en caso de vacancia, gracias a la Real Provisión del 12 de septiembre de 1537. Y el primer triunfo económico: aquel de crear la riqueza ganadera de toda Suramérica —con siete vacas y un toro traídos de España —, la verdadera «plata» permanente, en vez de aquella del Potosí, que tras descubrirla García, Ayolas y al fin Irala, se la llevaron otros y se acabaría un día, dejando sólo el recuerdo de «lo argentino» y «lo platense» en los nombres de estas tierras.

Instituyéndose un Cabildo de predominio civil. Y nombrándose un primer obispo, 1541, fray Juan de Barros. Y un primer Consejo federal de Ciudades, 1598, pues fundó treinta y tres, por lo que se la denominó «Madre de Ciudades».

Y unos primeros Sínodos o Concilios doctrinales, 1603 y 1631.

Y el primer logro de Igualdad y Fraternidad entre conquistadores y conquistados, con el «Cuñadazgo» o «Tovaya» que equiparaba a peninsulares y «mancebos de la tierra». Por lo que surgió el primer gobernador criollo, Hernandarias, 1560-1631. Y el primer historiador mestizo, Ruy Díaz de Guzmán, 1560-1629. De ahí que cuando llegaron a Paraguay en el siglo XVIII Azara y Aguirre, el uno afirmaría que «todos convienen en considerarse iguales». Y, el segundo que «era la tierra de los iguales». Pues no en vano otro criollo asunceño, el beato Roque González de Santa Cruz había fundado en 1609 las universales reducciones jesuíticas del Guaira que, bajo el signo de la catolicidad volvieron a hacer de Asunción una ciudad ideal, utópica, paradisial, del cielo sobre la tierra. Como soñaron los utopistas del Renacimiento (Moro, Campanella, Bacon...).

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Y luego los enciclopedistas del XVIII (Voltaire, Morelli...). Y los socialistas del XIX (Cabet, Fourier...). Y luego los rusos con el alucinante chigalevismo de Dostoyevski. Y los idealistas de hoy para un mañana feliz (como la «Auroville» del indú Sri Aurobindo, la recientísima «Tranai» planetaria de Sheckley o la «Tapajoz» de Meck...).

En ese sentido de Igualdad, Fraternidad y Libertad que llegó a Europa con la Revolución francesa y encontrara en Estrasburgo su himno, la «Marsellesa», allí compuesta por Rouget de l'Isle, 1792 —advino antes el asunceño de sus raíces guaraníes y de la doctrina jesuíta de un Suárez — anterior a las de Locke y Rousseau en depositar en el pueblo la voz de Dios, la soberanía. Por lo que también en Asunción se alzó la primera revolución libertaria o comunera en 1544 que resurgiría entre 1717 y 1735 (tal que en Estrasburgo la rebelión protestante con Martín Bucero cuando se empezó a sentir a la ciudad como una capital de Europa libre elogiada por Erasmo).

Ese Estrasburgo, cuna de la libertad de pensamiento con la imprenta de Gutenberg, aun cuando se realizara el ensayo en la cercana Maguncia (1440). Como en Asunción se construiría la primera prensa del Plata (1700).

Pero la primordialidad absoluta reservada por la Historia a Asunción, aquella de proponer la Confederación de todos los americanos.

He aquí el texto glorioso y primigénico que le da legitimidad a la capital del Paraguay, para serlo de toda América, como ya lo previera nuestro Aguirre en el siglo XVIII: «Cabeza de las Provincias», «Refugio y Madre de ellas». He aquí la Nota de la Junta gubernativa presidida por Yegros, del 20 de julio de 1811:

La confederación de esta provincia, con las de nuestra América, y principalmente con las que comprendía la demarcación del antiguo Virreinato, debía ser de un interés más inmediato, más asequible, y, por lo mismo más natural, como de pueblos no sólo de un mismo origen, sino que por el enlace de particulares recíprocos intereses, parecen destinados por la naturaleza misma a vivir y conservarse unidos.

Como señaló un gran historiador paraguayo, Cardozo, los proceres del Paraguay se adelantaron a Bolívar y a los visionarios que pensaron posteriormente en la gran Confederación americana.

Y, como manifestaría la Junta cuando Buenos Aires rechazó esta propuesta, «tarde o temprano habría de triunfar porque al cabo la ilusión pura y la razón, la conveniencia y utilidad general ocupan el lugar que les corresponde». Por lo que aquellos ínclitos paraguayos, a los que yo ahora continúo y rindo homenaje, estatuyeron «la ciudadanía americana» a todos los hijos de este continente que se radicaran en ese país que llegó a hacer —bajo los López— una capital insigne de toda América. Como también fue el primer pueblo, Paraguay, que sentó otras dos fundamentales doctrinas, hoy ya de todos en este Hemisferio: la «libre navegación» y el uti possidetis, para delimitar las respectivas jurisdicciones territoriales, conforme lo eran bajo la Madre Patria. Asimismo, fue esta audaz y decidida nación la que también planteó la «autodeterminación» y la «no intervención».

¿Existe, por tanto, otra ciudad en América que pueda disputar a Asunción la capitalidad ideal para un común porvenir?

IV. PARALELISMOS LINGÜÍSTICOS Y ESPIRITUALES

Dos lenguas

Tanto en Estrasburgo como en Asunción coexisten dos lenguas: una culta y otra popular. En Asunción: la culta, el castellano (pero el Paraguay colonial poseyó zonas que los bandeirantes harían pasar al brasileño); y, en cuanto a su lenguaje popular, el avañée, es usado por todo paraguayo como un arma de religión, autonomía y defensa.

Del mismo modo, en Estrasburgo conviven una lengua culta —alternativamente en su historia el alemán y el iranís—. Desde que, en 842, se prestó el histórico «Juramento de Estrasburgo» por los hijos de Luis el Piadoso, uno, Luis, con un inicial romance (Pro Deo amur et

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pro christian pobló) — y— el otro, Carlos, con un primiforme germano (Im Godes Minna ind in the christianes folches). Y esa mezcla desde entonces formaría «el alsaciano». Como en Paraguay el mestizo «Yopara».

Otras similianzas

Del mismo modo como se da en Asunción una conciencia continentálica de «abrir puertas», tal que decía Ir ala, también: un sentido terruñero, local, vernáculo, equivalente a la irdische Ewigkeit de Alsacia.

En el mundo espiritual de la literatura, el arte, la costumbre, ¡cuántas aproximaciones podrían señalarse! Así, la marquetería alsaciana de un Spindler correspondería al trabajo de la madera pulida o las tallas de Tobati. Y la literatura de un Schickele recordaría la de un Julio Correa. Y el traje de «la alsaciana» con su lazo de papillón y su corpino evo-caria el de la cuñatai con su tipoy y su kyguavera. Y las alturas de la Virgen de Caacupé con el Hohenburg de Santa Odilia. Y el manjar de la chipa guazu con el foiegras. Y la mandioca y la choucroute. Y la polka como baile común.

V. UN ACTO DE FE

Si Bevin fue quien en 1949 pidiera para Estrasburgo un Consejo capaz de federar una Europa occidental que corría el peligro de ser absorbida por una oriental que dominaba Rusia — quizá me haya correspondido a mí esa misión— partiendo de esa misma fecha cuando, incitado por ella salí en busca de la capital americana que cumpliera, para este Hemisferio, tal destino integrador. Descubriéndolo en Asunción y proclamándolo así: 1958. Y —hoy — definitivamente: 1970-1971.

Es posible que, como en el caso de Estrasburgo, resulte una bella ilusión. Aunque ineludible. Porque la Historia avanza siempre hacia lo que Fray Luis de León llamara «el pío de la Unidad». Unas veces, con monarquías de aspiración universalista o cesarismos, y otras, al fracasar éstos, con un no menos inveterado ensueño: el de las federalidades o integraciones libres, multinacionales. Como en estos momentos tras el fallo de los últimos intentos totalitarios.

Y si Estrasburgo ha conseguido un organismo consiliario para la unificación occidental europea, ¿por qué no Asunción, para la americana? ¿Por qué Asunción no podría asumir la estructuración de un Consejo semejante con los mismos dispositivos esenciales? Un Comité de Ministros, una Asamblea consultiva y un Secretariado permanente. Y promover debates económicos, sociales, culturales y políticos sobre los destinos unitivos de la americanidad.

¿Qué haría falta para ello? Pues lo mismo que proclamara Herriot —10 de agosto de 1949—, evocando al precursor Briand, en Estrasburgo: «Se nos dirá que se trata de una empresa generosa y un sueño. Pero toda creación es un acto de fe.» Y, como un eco —o una consigna— Churchill repetiría: «Hace falta un acto de fe.» y Schuman: «Fe para evitar el suicidio continental.» Y Spaak: «Fe en esta tarea de largo aliento» (sólo que, como Spaak, repitiera luego ese acte de fot en el famoso restorán Kammerzell, alguien no pudo menos de argüir le: «¡Cuidado, no resulte un acto de foite... gras!»).

Pues bien, también un acto colectivo de fe, como la mía, se necesitaría para hacer de Asunción esta testa consiliaria de Sudamérica (y ofrecer, con ello, generosamente al propio Pa-raguay un vasto ideal otra vez que le evite el peligro del famoso guaranguismo, o sea, de los mezquinamientos y las susceptibilidades ingratas y localistas). Creando un organismo promotor de iniciativas que hagan colaborar a ministros, artistas, políticos, arquitectos, financieros y empresas. Y al pueblo entero.

Por eso nuestra fe ve ya Asunción — ¡ oh, amigo Peralta!, cantor suyo— con las mismas galas con que Erasmo contemplara un día a Estrasburgo: «Ciudad ideal, monarquía sin excesos, aristocracia sin facciones, democracia sin desórdenes y prosperidad sin arrogancia.»

Haciendo nuestros aquellos versos seculares de Fariña Núñez:

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Cima de la libertad de América

místico anhelo de fraternidad humana.

Y los de Jorge Báez:

La ínclita ciudad que tuvo el cetro

de las gigantes Indias.

Ella, como la Roma, fundó pueblos

en la remota edad de la conquista.

Proclamando los principios democráticos

bajo el absolutismo colonial de América.

Y los de Vicente Lamas:

En tu nombre simbólico palpita

un futuro soberbio

«asumir» y «ascender». Tal tu destino.

* * * ¡Un acto de fe! Y de amor. Como aquél con el que ha unido Asunción y Estrasburgo: mi

propio corazón. Estrasburgo, capital ideal de Europa. Y, Asunción, de América.

(«Asunción, capital de América», 1971.)

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MÍSTICAS AFIRMACIONES SOBRE EUROPA

Estimamos nosotros — los españoles actuales — que la lucha por la Defensa y Unidad de Europa en estos críticos momentos debe ser llevada, principalmente, a construir en todas las almas europeas una fortaleza inexpugnable: una idea irresistible : una convicción triunfal, que hagan fracasar todos los ataques desesperados de las fuerzas hostiles antieuropeas.

Y esa convicción, esa «idea-fortaleza», deberá ser la siguiente :

Europa no es vieja ni es joven. No lo ha sido ni lo será nunca. Porque Europa es inmortal. Europa es un perpetuo Renacimiento. Es un resucitar inextinguible.

Creemos que el esfuerzo heroico de todos los espíritus preclaros de Europa — de todos sus investigadores (poetas, sabios, científicos)— debería ser concentrado en demostrar rigurosa-mente al mundo que tal Afirmación es cierta. Efectiva.

Para ayudar a lo cual nosotros proponemos ahora un elemental plano afirmativo en vista de esa ciclópea reconstrucción :

1.° Hay que rebatir, como falsa, la tradicional pretensión de que Europa sea hija de Oriente. (Acumular pruebas contra el Mito de Agenor, contra la espúrea localización del Paraíso terrenal en Mesopotamia: contra la «cuna indú» del género humano: contra la Primacía civilizadora de Egipto, China, Fenicia, etc..)

La civilización empezó en Europa. A lo largo de su místico «castillo alpino», de los Pirineos al Cáucaso. Fortaleza «providencial».

2.° Hay que reducir al absurdo la tesis «vegetal» y spengleriana —la tesis de los culturalistas— sobre la «pluralidad de culturas igualmente válidas». Tesis que empareja y ecuaciona la «cultura europea» —por ejemplo, con la «azteca» o la «faraónica».

3.° Hay que reducir a polvo la tesis de que «Occidente está en decadencia». Es decir: Europa: Pues nadie es vencido hasta que él mismo no se considera vencido. Y Europa jamás se dará por vencida.

4° Hay que insistir, audazmente, sobre la veracidad de que si América es algo, lo es en cuanto trasunto de Europa: proyección de Europa en «cantidad». Igualmente que Rusia.

Rusia y América tienen substratos propios. Pero lo determinante en ellas será siempre el superestrato europeo.

5.° Hay que demostrar que la «idea de Europa» —bajo diversos nombres a lo largo de la Prehistoria y la Historia — consistió siempre en la «medida» : el «límite» : la «armonía» : la «unidad activa» : la «ascensión creadora del Hombre» : la «mística de la Vida».

6.° Demostrar que esa «idea europea» existió desde el Paleolítico, sobre una topografía —imprecisa— pero poco más o menos coincidente con lo que ha sido siempre Europa (la vértebra alpina).

7.° Hay que demostrar que tal «idea europea» sufrió «cansancios momentáneos», «agonías temporales», «exhaustamientos fecundos». Lo que llamaríamos —históricamente — «Edades Medias o transitorias, preparadoras de nuevos Renacimientos».

8.° Europa no tiene más que dos fases, dos edades, dos ciclos: Edades Medias y Renacimientos. (Muerte y Resurrección, Invierno y Primavera.)

9.° La fecundidad de Europa es inacabable. Como una Paternidad cósmica, como una fuerza genesíaca donjuanesca. Rasgo viril, y no femenino, en lo europeo. Potencia de fecun-dación. Virtud imperial.

10. Hay que demostrar que — desde la Prehistoria — este «fecundador genio europeo» preñó siempre a las culturas extra-europeas. Las cuales, aprovechando el agotamiento momen-táneo del progenitor, reobraron sobre Europa en forma de «invasiones y devastaciones». Pero que —justamente— este «estímulo del peligro» hizo siempre «reaccionar a Europa», resurgir,

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resucitar de sí misma: como el Ave Fénix de las cenizas.

Condición precisa para cada Renacimiento de Europa: su inminente muerte, su «agonía trágica». El estímulo mortal.

11. Europa —por tanto— no es vieja ni joven. Sino débil o fuerte. Y su secreto es el que, en español, llamamos «sacar fuerzas de flaquezas». Secreto heroico.

12. En las actuales circunstancias, Europa se encuentra en una «crisis de salvación». Como tras 1918. Como tras el fracaso napoleónico. Como antes de Carlos V o de las Navas de Tolosa o de Carlos Martel. Como ante la lucha con Cartago. O en la guerra de Grecia contra los Persas. O de razas prehistóricas europeas contra invasiones de Asia y de África.

Y esta crisis será superada a través de otra inevitable Edad Media — feudal, federalizante —, que estamos empezando a atravesar, hostilizados por los bárbaros.

13. Característica también europea es la del «relevo de Campeones» en portar el fuego sagrado y perenne. Los Campeones cambian. El fuego: permanece.

14. Anular el temor a lo ruso y el pasmo ante lo americano, demostrando que ambos son fenómenos «románticos», «desmesurados», «estériles a la larga». Ambos, procedentes de Europa, pero «desnaturalizados».

La afirmación social de Rusia es europea. (Rusia no ha hecho más que quitarle a esa idea la «medida», amplificando su «extensión» : asiatizando infinitamente la idea europea de «una masa trabajadora».)

La afirmación capitalista de América es europea. (América no ha hecho más que quitarle a esa idea la «medida», ilimitando la «cantidad», taylorizando el «espíritu —europeo— de iniciativa, individual».)

15. Las armas eternas contra el Oriente y el Occidente serán siempre espirituales en Europa.

Lo qué representó y representará la idea de Roma no perecerá nunca. Precisamente, frente al misticismo asiático del bolchevique irrumpiendo de nuevo sobre Europa, Roma podrá crear de nuevo otro misticismo: el de la Santidad auténtica. (El Santo: fuerza social más allá del Héroe) Arma específica de todos nuestros Medievos.

Del mismo modo, la Mística del Linaje — ¡tan germánica ! — tampoco perecerá, para combatir válidametne el capcioso igualitarismo. Encarnando en otra modalidad medieval de gran eficacia combativa: la «mística dinástica», de nuevas progenies y estirpes surgidas puramente de la Revolución.

No las Restauraciones de sangres cansadas, exhaustas, degeneradas, sino las nuevas Instauraciones, los nuevos reinos Caudillales, con gracia feudal, mediévica y hasta divina. Nue-vas Monarquías, nuevas aristarquías. Nuevas selectividades.

16. Utilizar cuantos pensamientos y pensadores y poetas tuvieron este instinto de combate y defensa de Europa.

Ejemplos:

Mazzini dijo que Europa era «el fermento del mundo». Y así pensó también nuestro Donoso Cortés.

Burckhardt —el gran renacentista— vio a Europa como una «fuente antigua y nueva de vida». «Espiritual y múltiple.»

Grecia: como «Cosmos». Como «orden total». Con el símbolo platónico y heroico del Maratón contra el Oriente.

Leibniz, como una «eterna lucha contra los bárbaros».

Himly, como «la obra más armoniosa de la Creación».

Víctor Hugo vio Europa «unida un día» sin rusos ni anglosajones.

Nosotros, los españoles, la vemos como la «única Sede de eterna Catolicidad».

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JUNTO A LA TUMBA DE LARRA - ERNESTO GIMÉNEZ CABALLERO

17. Europa es pelea constante. Europa es guerrear. Europa es peligro.

Europa es el centinela alerta. ¡Al arma! ¡Al arma!

Y Europa es —de vez en cuando— una bendita Ilusión de Paz.

(«La Europa de Estrasburgo», 1949.)

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COLOFÓN TUMBA Y ESPÍRITU

La entrada en Roma, viniendo de Madrid, de junto a la tumba de Larra, la que empuja y determina mi vida y la de una España por venir, y llegando ya por el declive precipitado de media Italia, es de auténtica sorpresa, de armadijo, de la gran trampa. Se entra con pie firme, sereno y descuidado. Al poco, está uno a muchos metros de profundidad, a ciegas consigo mismo.

Yo, español carpetano, sólo había sentido en mi vida de viajero un solo grito de la sangre, ante paisajes y personas extraños a mi persona y mi paisaje. Fue en una Exposición colonial, de puras tribus berberiscas. Recuerdo, que, al revolver de una calle de chozas, de un cabañal, me encontré con un adolescente, sentado con la indolencia y modo que me suelo yo mismo sentar. Y que al contemplarle sorprendido vagamente, el corazón me dio un brinco saturado de trascendencia. Me acababa de reconocer yo mismo en un espejo profundo e interminable, en una lejanía tan cercana, que ya no era lejanía, sino imagen, reiteración. Era mi expresión interna y mi perfil físico, era yo aquel él. Sentí que un fondo turbio y fraternal me agitaba repentinamente las entrañas, y que un atónito silencio de comprensión somática, neta, me unía al vago hermano que frente a mí yacía inerme. Aquella explicación ibérica, a base de beréber, me perduró como una revelación de cariz casi divino, certero, imborrable.

No había vuelto a sentir más gritos transcendentales en mi constitución. Ni París, ni Londres, ni Berlín, me dieron jamás otros motivos de autocomplacencia que la simple caricia de una solícita mano limpiando el polvo en aparato de níquel. Mi aparato cerebral. Mi disciplina de cultura.

Pero en Roma, a las pocas horas de caer en Roma... ¿qué cosa me pasó? No sé. Sólo recuerdo que girovagué alucinado por calles, y jardines, y cielos, y árboles, y palacios, y acentos de aquella vida. Y que de pronto me encontré abrazado a Roma con un ansia incontenible y desarticulada de balbucear tenuemente : madre.

Roma, a los pocos días, ya fue todo para mí.

Roma era el Madrid cesáreo e imperial que Madrid no sería nunca.

Roma era ese firmamento cálido, azul, de un azul sexual, embriagador, azul y dorado que yo no había visto en parte alguna de España —y que era España, sin embargo— y que me protegía como una mano regia.

Era la matriz de una Castilla mía, depurada, antigua, eterna, celeste, inajenable. Roma era — ¡qué impresión descubrir eso, sencillamente! — mi lengua, el manantial de mi habla, espuma y cristal, originario en el que yo ahora zahondaba mi espíritu como en un Jordán beatífico, saturándome de santidad, de período de orígenes, de filialidad, de ternura agradecida.

Roma era lo que yo nunca supuse que podría pervivir: aquella iglesia de mi infancia, y aquel sonar de campanas de mi colegio de monjas y aquel olor de agua bendita-incienso, y aquella visión negra de sotanas y roja de sobrepellices, y era la procesión de ese día y de ese pueblo, y de esa tarde castellana, y de esa noche madrileña y de ese alba en el mar.

Y era Roma el capitel y la columna y el portal del palacio en la ciudad vieja, y el cuadro, y el pulpito, y el sentido melancólico, adusto y altiplánico de la llanura y la sierra de mi naturaleza.

Encontraba en Roma el olor a madre que nunca había olido en mi cultura, que es peor que el olor a hembra, porque enloquece de modo más terrible.

Olor a mundo antiguo, medieval y nuevo. ¡Qué era eso al lado de la bastardía arribista de las otras culturas europeas, que se me disputaban el favor!

* * * Roma me había dado la primera lección clara y determinante de mi conducta cultural. Todo

un pasado juvenil, de exotismos y torceduras, se me desvanecía como una veste de humo. Encontrándome cara a cara con la cuestión inesquivable, incontrovertible : la romana. Los caminos de Roma llevaban a España. Pobre —y al parecer vulgar, atroz descubrimiento — pero,

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¡ cuánta finura exacta en él!

Y, sin embargo, nuestra España no se cuajó sólo con la base de Roma. Hubo otro elemento vertebrador —que diría el escurialense Ortega. Justamente aquel otro rubio, el austríaco, el otro elemento grande de imperio. Felipe II (Escorial) es Roma + Austria. (Eso también debe haberlo sentido Ortega.) De ahí que a españoles sólo nos traten como a dilectos, en Roma y en Germania. El cura y el soldado.

Yo creo que hay que atreverse a afirmar esto.

Y cuando se termina esto, España se muere, llega a su tumba, a la tumba de Larra.

* * * Sólo que en la tumba de Larra no hay muerte, sino Espíritu. (¡ Nuevas generaciones! ¡

Resurgimientos! ¡ Continuidad!)

Por eso, regresado a Madrid, escribo estas finales palabras mientras amanece. (Junto a la tumba de Larra.)

(«Cuadernos de La Gaceta Literaria», 1929; y «Roma Madre», 1938.)

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BIBLIOTECA BÁSICA SALVAT DE LIBROS RTV

RELACIÓN DE TÍTULOS APARECIDOS

1 Miguel de Unamuno, LA TÍA TULA

Prólogo de Julián Marías

2 Marcial Olivar, CIEN OBRAS MAESTRAS DE LA PINTURA

3 Edgar Alian Poe, NARRACIONES EXTRAORDINARIAS

Prólogo de Narciso Ibáñez Serrador

4 José Ortega y Gasset, EL ESPECTADOR

Prólogo de Gaspar Gómez de la Serna

5 Fedor Dostoievski, EL JUGADOR

Prólogo de Carlos Pujol

6 C. J. Cela, CAFE DE ARTISTAS Y OTROS CUENTOS

Prólogo de Carlos Martínez-Barbeito

7 M. José de Larra, VUELVA USTED MAÑANA Y OTROS ARTÍCULOS

Prólogo de Carlos Seco

8 Moliere, EL ENFERMO IMAGINARIO - EL MEDICO A PALOS

Prólogo de Lorenzo López Sancho

9 Pío Baroja, LA BUSCA

Prólogo de Julio Caro Baroja

10 J. M.a Mascaró Porcar, EL MEDICO ACONSEJA

11 William Shakespeare, HAMLET

Prólogo de Juan Guerrero Zamora

12 Jonathan Swift, VIAJES DE GULLIVER

Prólogo de Alvaro Cunqueiro

13 E. Jardiel Poncela, ELOÍSA ESTA DEBAJO DE UN ALMENDRO

Prólogo de Alfredo Marqueríe

14 Francisco de Quevedo, LA VIDA DEL BUSCÓN LLAMADO DON PABLOS

Prólogo de Fernando Lázaro Carreter

15 J. W. Goethe, WERTHER

Prólogo de Carmen Bravo-Villasante

16 Antonio Machado, ANTOLOGÍA POÉTICA

Prólogo de Julián Marías

17 Miguel Delibes, LA HOJA ROJA

Prólogo de Francisco Umbral

18 Colin A. Román, SECRETOS DEL COSMOS

19 Julio Verne, ESCUELA DE ROBINSONES

Prólogo de Ignacio Aldecoa

20 Cervantes, EL LICENCIADO VIDRIERA Y OTRAS NOVELAS EJEMPLARES

Prólogo de Luis Rosales

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21 Carlos Arniches, LA SEÑORITA DE TREVELEZ - ES MI HOMBRE

Prólogo de Enrique Llovet

22 Benito Pérez Galdós, TRAFALGAR (EPISODIOS NACIONALES)

Prólogo de Ramón Solís

23 Daniel Defoe, ROBINSON CRUSOE

Prólogo de Juan Perucho

24 R. M.a del Valle-lnclán, SONATA DE PRIMAVERA

Prólogo de Alonso Zamora Vicente

25 Luis Pericot-Juan Maluquer de Motes, LA HUMANIDAD PREHISTÓRICA

26 Dámaso Alonso, CANCIONERO Y ROMANCERO ESPAÑOL

27 R. L. Stevenson, LA ISLA DEL TESORO

Prólogo de Jesús Fernández Santos

28 J. D. Carthy, LA CONDUCTA DE LOS ANIMALES

29 José Pía, UN VIAJE FRUSTRADO - CONTRABANDO

Prólogo de Josep M. Espinas

30 G. Díaz-Plaja, ESPAÑA EN SU LITERATURA

31 J. M.a Sánchez-Silva, MARCELINO PAN Y VINO Y OTRAS NARRACIONES

Prólogo de José García Nieto

32 Lope de Vega, FUENTE OVEJUNA - EL CABALLERO DE OLMEDO

Prólogo de Joaquín de Entrambasaguas

33 Luis Miravitlles, VISADO PARA EL FUTURO

34 León Tolstoi, LA MUERTE DE IVAN ILICH - EL DIABLO EL PADRE SERGIO

Prólogo de Guillermo Díaz-Plaja

35 Sófocles, AYAX-ANTIGONA-EDIPO REY

Prólogo de José María Pemán

36 Luis Ant.° de Vega, VIAJE POR LA COCINA ESPAÑOLA

37 Honoré de Balzac, UN ASUNTO TENEBROSO

Prólogo de Carlos Ollero

38 Leopoldo Alas, «Clarín», DOÑA BERTA Y OTROS RELATOS

Prólogo de José María Martínez Cachero

39 LAS FLORECILLAS DE SAN FRANCISCO

Prólogo de Federico Muelas

40 Calderón de la Barca, LA VIDA ES SUEÑO - EL ALCALDE DE ZALAMEA

Prólogo de Francisco Ruiz Ramón

41 José Luis Pinillos, LA MENTE HUMANA

42 Mark Twain, LAS AVENTURAS DE TOM SAWYER

Prólogo de Julio Manegat

43 W. Fernández Flórez, VOLVORETA

Prólogo de José Manuel Alonso Ibarrola

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44 Antón P. Chéjov, NARRACIONES

Prólogo de José Laín Entralgo

45 Ignacio Aldecoa, LA TIERRA DE NADIE Y OTROS RELATOS

Prólogo de Ana María Matute

46 HUMOR GRÁFICO ESPAÑOL DEL SIGLO XX

Prólogo de Alvaro de Laiglesia

47 Ana María Matute, ALGUNOS MUCHACHOS Y OTROS CUENTOS

Prólogo de Luis Romero

48 Jacinto Benavente, LOS INTERESES CREADOS

Prólogo de Juan Sampelayo

49 Martín de Riquer, APROXIMACIÓN AL QUIJOTE

Prólogo de Dámaso Alonso

50 Miguel Ángel Asturias, LEYENDAS DE GUATEMALA

Prólogo de Jorge Campos

51 J. M.a García Escudero, VAMOS A HABLAR DE CINE

52 Charles Dickens, CUENTO DE NAVIDAD-EL GRILLO DEL HOGAR

Prólogo de Miguel Delibes

53 Gustavo Adolfo Bécquer, ANTOLOGÍA

Prólogo de Heliodoro Carpintero

54 Antonio Díaz-Cañabate, PASEÍLLO POR EL PLANETA DE LOS TOROS

55 Osear Wilde, EL RETRATO DE DORIAN GRAY

Prólogo de Carmen Martín Gaite

56 CUENTOS RUSOS

Prólogo de Augusto Vidal

57 Jaime Vicens Vives, APROXIMACIÓN A LA HISTORIA DE ESPAÑA

Prólogo de E. Giralt y Raventós

58 Stendhal, RELATOS

Prólogo de Consuelo Berges

59 Ramón Gómez de la Serna, EL CABALLERO DEL HONGO GRIS

Prólogo de Gaspar Gómez de la Serna

60 Luis Rosales, POESÍA ESPAÑOLA DEL SIGLO DE ORO

61 Hermán Melville, BENITO CEREÑO

Prólogo de Juan Benet

62 Juan Valera, JUANITA LA LARGA

Prólogo de Paulino Garagorri

63 TAMBIÉN USTED PUEDE HACERLO

64 Arturo Uslar-Pietri, LAS LANZAS COLORADAS

Prólogo de Miguel Ángel Asturias

65 Anónimo, LAZARILLO DE TORMES-Luis Vélez de Guevara, EL DIABLO COJUELO

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Prólogo de Francisco Rico

66 Juan Carlos Onetti, EL ASTILLERO

Prólogo de José Donoso

67 Manuel Valls Gorina, APROXIMACIÓN A LA MÚSICA

68 Sir Arthur Conan Doyle, EL PERRO DE LOS BASKERVILLE

Prólogo de F. García Pavón

69 Gabriel Miró, AÑOS Y LEGUAS

Prólogo de Mariano Baquero Goyanes

70 LAS MIL Y UNA NOCHES

Prólogo de Juan Vernet

71 J. Vilá Valentí-Horacio Capel, CAMPO Y CIUDAD EN LA GEOGRAFÍA ESPAÑOLA

72 Plutarco, ALEJANDRO Y CESAR (VIDAS PARALELAS)

Prólogo de Caries Riba

73 Rafael Sánchez Ferlosio, INDUSTRIAS Y ANDANZAS DE ALFANHUI

Prólogo de Juan Benet Goitia

74 Agustín Yáñez, LAS TIERRAS FLACAS

Prólogo de Manuel Andújar

75 Fernando de Rojas, LA CELESTINA

Prólogo de Manuel Criado de Val

76 Azorín, TIEMPOS Y COSAS

Prólogo de Pedro de Lorenzo

77 Ramón J. Sender, EL BANDIDO ADOLESCENTE

Prólogo de Rafael Vázquez Zamora

78 George Orwell, 1984

Prólogo de Pedro Laín Entralgo

79 Arthur C. Clarke, UNA ODISEA ESPACIAL 2001

Prólogo de Román Gubern

80 Joan Maragall, ELOGIO DE LA PALABRA Y OTROS ARTÍCULOS

Prólogo de Jordi Maragall Noble

81 Heinrich Heine, NOCHES FLORENTINAS - MEMORIAS DEL SEÑOR DE SCHNABELEWOPSKI

Prólogo de Carmen Bravo-Villasante

82 LA CONQUISTA DE LA TIERRA

83 Eduardo Mallea, EL VINCULO-LOS REMBRANDTS LA ROSA DE CERNOBBIO

Prólogo de Enrique Azcoaga

84 José María Pemán, SIGNO Y VIENTO DE LA HORA

Prólogo de Luis María Ansón

85 POEMA DE MIÓ CID

Prólogo de Luis Guarner

86 José A. Ramírez, EL DERECHO LLAMA A TU PUERTA

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87 Mario Vargas Llosa, LOS CACHORROS - EL DESAFIO DÍA DOMINGO

Prólogo de Joaquín Marco

88 Francois Mauriac, EL DESIERTO DEL AMOR

Prólogo de Lorenzo Gomis

89 Otto de Habsburgo, NUESTRO MUNDO EN MARCHA

90 Alvaro Cunqueiro, LAS CRÓNICAS DEL SOCHANTRE

Prólogo de Néstor Lujan

91 Jorge Luis Borges, NARRACIONES

Prólogo de Fernando Moran

92 Enrique Moreno Báez, ANTOLOGÍA DE LA POESÍA ESPAÑOLA CONTEMPORÁNEA

93 José Cadalso, CARTAS MARRUECAS

Prólogo de Ramón Solís

94 Julio Cortázar, LA ISLA A MEDIODÍA Y OTROS RELATOS

Prólogo de Ana María Matute

95 Luigi Pirandello, EL DIFUNTO MATÍAS PASCAL

Prólogo de Carlos Pujol

96 Jesús Fernández Santos, LOS BRAVOS

Prólogo de Carmen Martín Gaite

97 Dashiell Hammett, LA MALDICIÓN DE LOS DAIN

Prólogo de Luis Izquierdo

98 Madame de La Fayette, LA PRINCESA DE CLÉVES

Prólogo de Daniel Sueiro