apasionados por la vida

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APASIONADOS POR LA VIDA EVOLUCIÓN Y EXTINCIÓN EN LA HISTORIA DE LA VIDA EN LA TIERRA Díaz, M. 2000. Apasionados por la vida. En: J. Gregori (coord..): ¡Esto es imposible!, pp. 223-258. Aguilar. Madrid. Reproducido con permiso de Grupo Santillana de Ediciones, S.A.

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Artículo sobre evolución

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Page 1: APASIONADOS POR LA VIDA

APASIONADOS POR LA VIDA EVOLUCIÓN Y EXTINCIÓN

EN LA HISTORIA DE LA VIDA EN LA TIERRA

Díaz, M. 2000. Apasionados por la vida. En: J. Gregori (coord..): ¡Esto es imposible!, pp. 223-258. Aguilar. Madrid.

Reproducido con permiso de Grupo Santillana de Ediciones, S.A.

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¿De dónde venimos?. ¿Hacia dónde vamos? Estas preguntas han estado en la mente de los seres humanos desde sus mismísimos orígenes. La primera explicación que se nos ocurrió fue sobrenatural: algún ser superior nos había creado tanto a nosotros como al resto de los animales, a las plantas, la tierra, los mares y el cielo. Especialmente a nosotros, claro, pues somos los únicos seres vivos del Universo (que se sepa) capaces de preguntarnos de dónde venimos y por tanto los únicos capaces de descubrir a nuestro Creador. Si somos especiales, no hay que preocuparse de a dónde vamos, ya que todo creador se preocupa de cuidar constantemente de la más preciosa de sus creaciones. Problema resuelto.

Sin embargo, con el paso del tiempo, las mentes curiosas de algunos grandes hombres nos fueron desplazando de este lugar privilegiado. La Tierra gira en torno al Sol y el Sol no está ni mucho menos en el centro del Universo. A pesar de esto, el convencimiento de que nuestro origen tenía que ser especial, diferente, asistido por algo o alguien mucho más grande seguía siendo la única explicación aceptada de nuestro origen, y por tanto del origen de todo lo demás. Al fin y al cabo, un creador puede permitirse el capricho de situar su mejor obra donde le plazca. ¿Quiénes éramos nosotros para decidir dónde teníamos que estar colocados? Había que ser muy osado para poner en duda la explicación de nuestro origen que todo el mundo, incluso los más brillantes pensadores, habían aceptado durante toda nuestra historia. Y había que ser además un genio para demostrar que todo el mundo había estado equivocado en algo tan importante. Charles Robert Darwin fue ese genio. EL VIAJE DEL BEAGLE A nadie, ni siquiera a él mismo, se le podría haber pasado por la cabeza que aquel joven inglés iba a echar por tierra el último refugio de nuestro origen especial. Darwin, nacido el 12 de febrero de 1809, era hijo de un médico rural inglés y nieto de un conocido filósofo. Su principal ambición era poder dedicarse al estudio de la naturaleza, algo que su familia no veía con muy buenos ojos. ⎯Debes aprovechar tus cursos en la universidad para llegar a ser un buen médico, hijo mío. ⎯Sí, padre, pero lo que me enseñan sobre medicina es muy poco en comparación con lo que se puede aprender observando la naturaleza. ⎯¿Prefieres acaso estudiar las leyes naturales que rigen el mundo y dedicarte a predicarlas desde la Iglesia? ⎯Tampoco es eso, padre. Deseo estudiar los animales, las plantas, las rocas. Me gustaría ser naturalista, padre.

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⎯Eso es imposible. ¿Qué más quieres saber que no esté en la Biblia o en los libros? ¿Acaso crees que queda algo nuevo por estudiar en Inglaterra? ⎯El mundo es muy grande, padre, y apenas estamos empezando a explorarlo. Estoy seguro de que debe haber aún muchos animales y plantas por descubrir en países remotos. ⎯¡Pero si te mareas en un bote de remos! ¿Cómo vas a llegar a esos países? ¿A pie? ¿O pretendes encerrarte en un museo como Linneo, que no llegó a ver ni a los patos silvestres que se pasan la vida en cualquier charca más que como pieles apolilladas? ¡Mira que asegurar que el macho y la hembra eran especies diferentes! ¿Eso pretendes aprender del estudio de la naturaleza?. Es mucho mejor la medicina o la Biblia, y además podrás vivir decente y tranquilamente de una profesión útil para los demás. Mírame a mí, por ejemplo.

En una época en que no existían las facultades de biología ni de ciencias ambientales, casi el único modo de poder dedicarse el estudio de la naturaleza era emprender un viaje de exploración a algún remoto lugar del planeta. El ansia de saber y la admiración popular por los científicos, especialmente por aquéllos que afrontaban los riesgos de viajar por regiones inexploradas, prácticamente garantizaba a un inglés de principios del siglo XIX el poder consagrar después el resto de su vida al estudio de sus descubrimientos. Eso si conseguía volver vivo y no demasiado enfermo, claro. Darwin decidió que merecía la pena arriesgarse. “Soy joven y fuerte, aunque algo propenso a marearme, y lo que busco no está en Inglaterra, sino en las regiones del mundo que aún quedan por explorar”. ⎯Padre, el capitán Fitz-Roy está buscando a un naturalista para su viaje de exploración a Sudamérica. ¿No podría ayudarme a conseguir el puesto? Son apenas cinco años de viaje, y estoy seguro de que mis mareos desaparecerán a poco que me acostumbre a navegar por alta mar. ⎯Creo que te equivocas, muchacho, pero aún eres joven y podrás enmendar tu error cuando vuelvas del viaje. Sólo espero que no lo pases demasiado mal. Está bien, hablaré con algunos buenos amigos que verán qué se puede hacer.

Con los ojos muy abiertos y unos pocos libros en el baúl, Darwin subió la pasarela del H.M.S. Beagle en el puerto de Davenport el 27 de diciembre de 1831, a la edad de casi 23 años. La misión principal del viaje era cartografiar en detalle las costas del sur de Sudamérica (Patagonia y Tierra del Fuego) y de algunas islas del Pacífico. Tras una muy breve parada en Canarias, donde no pudieron desembarcar por el temor de nuestros compatriotas a que los ingleses les trajeran el cólera, y otra un poco más dilatada en el archipiélago de Cabo Verde, llegaron a Bahía, en Brasil, a finales de febrero de 1832, un poco después del vigésimo tercer cumpleaños de Darwin. Durante los dos años siguientes, el Beagle navegó costeando Sudamérica y las islas próximas (Malvinas,

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Chonos y Galápagos), lo que permitió a Darwin frecuentes y dilatadas excursiones por el interior del continente. ⎯Capitán Fitz-Roy, ya que el Beagle va a estar algunas semanas cerca de estas costas, ¿podría desembarcar mientras tanto para explorar el interior? Creo que los bosques de esta zona apenas han sido visitados, y estoy seguro de que podré recoger ejemplares muy interesantes. ⎯Me parece una idea excelente, señor Darwin. Además, pasa usted la mayor parte del tiempo a bordo en su cámara. Ya le dije que hay personas que nunca consiguen superar el mareo que les produce viajar en barco. Espero que esta excursión mejore su salud, y de paso su lamentable aspecto.

Estas excursiones terrestres, en las que el suelo no estaba moviéndose continuamente, pusieron a Darwin en contacto directo con algunos de los lugares más interesantes del mundo para un naturalista principiante: las selvas atlánticas brasileñas, hoy prácticamente desaparecidas; las pampas, llanuras desoladas pero extraordinariamente ricas en esqueletos de grandes animales ya extinguidos; los Andes y sus sorprendentes conchas fósiles, que pueden encontrarse a miles de metros de altitud y a cientos de kilómetros de la costa más próxima; los bosques húmedos y fríos de Patagonia y Tierra del Fuego; y las exuberantes selvas del Pacífico sudamericano, que son con mucho los lugares con mayor diversidad de animales y plantas del planeta. “Cuanto más contemplo la infinita variedad de sus creaciones, más me maravillo y admiro de la belleza y armonía de la naturaleza”. Algunas de estas creaciones eran, sin embargo, un poco peligrosas: Darwin contrajo unas fiebres tropicales durante su estancia en Argentina que le obligaron a reposar durante algún tiempo y de las que no se recuperó nunca. Probablemente se trataba de la enfermedad de Chagas, parecida a la malaria y producida también por un parásito que vive en la sangre. Este parásito lo transmite una especie de chinche que se alimenta de sangre, humana y de otros mamíferos. Variedad y armonía, pero no siempre dirigida al disfrute del hombre.

Las islas oceánicas, que Darwin conseguía apreciar de modo mínimamente lúcido sólo después de recuperarse del mareo de la travesía, eran mucho menos ricas y variadas que el continente. Sin embargo, eran también mucho más peculiares y sorprendentes. Estas islas son volcanes en medio del océano, algunos ya apagados como el Teide (que Darwin sólo llegó a ver desde el barco), pero otros aún activos. Los animales y plantas que habitan estas islas tienen la peculiaridad de que suelen ser únicos en el mundo, a la vez que se parecen a algunas de las especies que viven en los continentes más próximos. Este hecho era especialmente llamativo en Galápagos, donde había tortugas parecidas a las del continente sudamericano pero gigantes y ligeramente diferentes en cada isla, los galápagos que dan nombre al archipiélago. Extraño fenómeno, que los abiertos ojos de Darwin no podían dejar de notar. En Canarias pasa algo parecido con una serie de especies únicas de lagartos también gigantes que se han descubriendo en los últimos

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cinco años. Es una pena que Darwin no pudiese desembarcar en Canarias. Si le hubiesen dejado, puede que los lagartos canarios se conociesen ahora como ‘lagartos de Darwin’ y fuesen tan famosos como las tortugas gigantes de Galápagos. Pero así es la Historia: sólo ocurre una vez y de una sola manera.

Tras abandonar Galápagos en octubre de 1835, el Beagle navegó por el Pacífico sur atravesando los paradisíacos archipiélagos de la Polinesia, con sus playas de arena blanca de coral y sus bosques de cocoteros. En diciembre, el Beagle tocó la gigantesca isla de Nueva Zelanda, para costear después Tasmania y Australia por el sur y cruzar el océano Indico hasta Sudáfrica, parando brevemente en las islas Mauricio, donde en su día hubo grandes aves no voladoras y muy confiadas, los dodós, extinguidos por los marineros que las cazaban con facilidad a palos. Tras pasar la primera quincena de junio (esto es, el final del otoño austral) en el cabo de Buena Esperanza, en el extremo sur de Africa, cruzaron el Atlántico hasta Bahía pasando por las islas oceánicas de Santa Elena y Ascensión, lugares desolados y perdidos literalmente en el centro del océano, y volvieron a Inglaterra a primeros de octubre después de casi cinco años de viaje alrededor del mundo.

Esta segunda parte del viaje debió ser especialmente penosa para Darwin, pues el Beagle pasó la mayor parte del tiempo en alta mar y el invierno en el cabo de Buena Esperanza es normalmente muy duro. De hecho, este cabo se llamó inicialmente Cabo de las Tormentas para informar a los navegantes de su principal característica, aunque luego se lo cambiaron los holandeses para favorecer la colonización europea de la naciente República Sudafricana. De las 450 páginas de su diario de viaje, sólo dos líneas dan cuenta de que “el 9 de mayo salimos de Puerto Luis [islas Mauricio], hacemos escala en el cabo de Buena Esperanza y el 8 de julio llegamos a la vista de Santa Elena”.

No fue el viaje en sí, ni las cosas que Darwin tuvo oportunidad de contemplar directamente o recolectar para su estudio posterior en Inglaterra (varias decenas de baúles con pieles, esqueletos, fósiles, plantas y anotaciones cuidadosas), las que le llevaron a desarrollar, durante los veinte años posteriores, su revolucionaria idea sobre el origen de las especies, la nuestra incluida. Aunque el material que recogió permitió a los especialistas describir un gran número de especies nuevas para la ciencia, en su época (y ahora mismo) se describen especies nuevas prácticamente todos los días. Además, las zonas que recorrió el Beagle estaban ya relativamente bien conocidas después de dos siglos de viajes de exploración europeos a lo largo y ancho del planeta. Quedaban regiones inexploradas, pero ninguna podía ser visitada por un barco relativamente pequeño como el Beagle, que tuvo que volver dos veces a Davenport antes de la partida definitiva debido a los temporales de sudoeste que soplan en invierno en las costas inglesas. Con toda seguridad, Darwin no podría haber sido ni siquiera nominado para el premio Nobel (si hubiese existido en su época), pues para ello es necesario descubrir algo, un nuevo compuesto químico que sirva para curar enfermedades, un nuevo

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material que permita construir máquinas o edificios más eficaces, una nueva manera de describir las emociones de las personas o para lograr que convivan mejor. La clave del asunto no es pues qué vio Darwin en esos cinco años de viaje, sino cómo lo vio. EL TIEMPO PROFUNDO

A lo largo de su viaje, lo que más llamó la atención de Darwin fueron las pruebas evidentes de la enorme cantidad de tiempo que debía de haber transcurrido desde el origen de las tierras que visitó. Los valles de los grandes ríos que cruzan las pampas y de los glaciares de la Patagonia habían sido obviamente excavados por el agua y el hielo, y las llanuras pampeñas eran el producto de la acumulación de materiales procedentes del desgaste de los Andes.

“Son necesarios años para que podamos apreciar un mínimo cambio en el trazado de un río o de un glaciar. ¿Cuánto tiempo habrá transcurrido pues desde que el agua y el hielo empezaron a excavar la tierra hasta dar los acantilados de cientos de metros de altura y muchos más de anchura que surcan por doquier el sur de Suramérica?”

La respuesta a esta pregunta le hubiese producido a Darwin vértigos y mareos mucho más fuertes que los que sentía en alta mar de no haber ido preparado para ello por la lectura de uno de los pocos libros que llevó consigo: el Principios de Geología, de su compatriota y tocayo Charles Lyell, publicado en tres volúmenes entre 1830 y 1833 (Darwin llevaba consigo sólo el primero), en el que se desarrollan argumentos muy convincentes sobre la enorme edad de la Tierra. De hecho, la lectura del libro de Lyell no sólo preparó a Darwin para aceptar la idea de la profundidad del tiempo, sino que le hizo ver pruebas de esta profundidad donde otros no habían visto nada más que paisajes espectaculares, llanuras estériles o restos de inmensas catástrofes.

¿Qué edad tenían las rocas que constituyen las islas y los continentes? No había forma de saberlo a ciencia cierta con los conocimientos disponibles en la época de Darwin. Como mucho, se podía deducir que las rocas que estaban en la superficie de la tierra tenían que ser más modernas que las que estaban enterradas debajo, las montañas tenían que ser más antiguas que las llanuras, y las islas oceánicas, compuestas por rocas apenas desgastadas, tenían que haber surgido del mar mucho después que los continentes. Los continentes tenían que ser muy antiguos, pues estaban surcados por ríos y glaciares anchos y profundos cuyos cauces apenas variaban unos centímetros en varios siglos, como atestiguaba la distancia a los cauces actuales de poblados construidos o cartografiados durante la conquista de Suramérica por los españoles.

“Un cálculo sencillo del tiempo que los ríos y glaciares llevan excavando sus cauces da una cifra de varias decenas de miles de siglos (varios millones de años) para la edad mínima del continente sudamericano”.

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Un número muchísimo mayor que la edad calculada a partir del número aproximado de generaciones de hombres que habían vivido desde la creación de Adán y Eva: 5000 años (más seis días). El tiempo era, pues, muy profundo.

Actualmente sabemos que la edad de la Tierra es de unos 4500 millones de años gracias a medidas precisas de la radioactividad natural de las rocas. Pero ¿qué significan 4500 millones de años? Nosotros vivimos muy poco tiempo para poder apreciar fácilmente la vertiginosa magnitud de esa cifra, que sin embargo Darwin llegó a dominar con mucha más soltura que los viajes en barco. El mejor modo de apreciarla es por analogía con alguna duración o tamaño más familiar, como la de un solo año, una medida de longitud o la altura de algún edificio famoso. Si reducimos la escala de 4500 millones de años a un solo año, los seres humanos habríamos aparecido sobre la Tierra apenas en el último segundo del 31 de diciembre. Si la comparamos con la medida de la antigua yarda inglesa, que era la distancia desde la punta de la nariz del rey al extremo de su mano con el brazo extendido, un ligero golpe en el borde de la uña del dedo medio haría desaparecer toda la historia de la humanidad (esta analogía es mi preferida, y la explico todos los años en mis clases de Zoología). Finalmente, si lo comparamos con la altura de la torre Eiffel, la historia de la humanidad equivaldría al grosor de la capa de pintura de la protuberancia que corona su cima; como decía Mark Twain: “cualquiera se daría cuenta de que fue por esa capa de pintura por la que se construyó la torre. Imagino que se darían cuenta, no lo sé”. LAS HUELLAS DE LAS ESPECIES

Los estudios geológicos que tan claramente demostraban la profundidad del tiempo llaman también poderosamente la atención de cualquier naturalista hacia unas estructuras que aparecen a veces en las rocas: los fósiles. Estos fósiles, muy abundantes en varios lugares de los Andes y de la Patagonia visitados por Darwin, son rocas con forma de animales o plantas, bien completos (conchas, hojas de helechos) o fragmentados (huesos, trozos de troncos, o incluso huellas). Estas curiosas estructuras se interpretaron hasta bien entrado el siglo XVIII como restos recientes de animales o plantas que vivían en alguna otra parte del mundo. Más tarde, cuando estos supuestos animales y plantas no se encontraron por ninguna parte, se atribuyeron a especies destruidas por el Diluvio Universal, que no habían tenido tiempo de subir al Arca de Noé o que habían sido deliberadamente destruidas por la cólera de Dios. Esta interpretación encajaba con el hecho de que muchos de estos fósiles se encontraban en tierras bajas, próximas al cauce de antiguos ríos o en playas y acantilados cerca del mar (los famosos acantilados blancos de Dover, en el sur de Inglaterra, son literalmente un inmenso tajo en un gigantesco montón de conchas fósiles).

Pero ¿y los fósiles que se encuentran en la cima de las montañas? ¿Cómo llegaron allí? Más problemas aún: ¿Por qué los fósiles que hay en las rocas más modernas, que están más cerca de la superficie, se parecen mucho a las especies vivas que corretean

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sobre ellas, mientras que los que están en rocas más profundas se van pareciendo cada vez menos hasta no parecerse prácticamente en nada a ninguna especie viva? ¿No sería que los fósiles eran restos de especies antiguas que habían ido cambiando lentamente a lo largo del tiempo?. Esta idea explicaría tanto la naturaleza de los fósiles (restos de especies extinguidas, aunque representados por especies actuales que han derivado de ellas) como su cambio gradual en el tiempo. Sólo hacía falta mucho tiempo, el tiempo profundo que suministró Lyell. Ese mismo tiempo profundo explica también los fósiles que se encontraban en las montañas: simplemente, las montañas fueron hace mucho tiempo fondos de mares o lagos, que después se habían ido levantado lentamente por efecto de las fuerzas del interior de la Tierra. Con tiempo suficiente, prácticamente todo era posible.

La idea del cambio de las especies explicaba también las extrañas características de los animales y plantas que viven en las islas oceánicas. Las especies que habitan estas islas son únicas en el mundo a la vez que similares a algunas de las especies de los continentes más próximos. Más aún, en grupos de varias islas, como Galápagos, las especies que viven en cada isla son distintas a las que viven en las otras islas, aunque más parecidas entre sí que a las especies más parecidas que viven en el continente. De hecho, pueden ser tan parecidas que a primera vista parezcan iguales.

“Nunca me perdonaré no haber anotado en qué isla recogí cada ejemplar de pinzón de las Galápagos que traje a Inglaterra. Pensé que se trataba de una sola especie distribuida por todas las islas, pero el señor Gould asegura, tras examinarlos en detalle, que pertenecen al menos a cuatro especies diferentes. Estoy convencido de que cada especie vive en una isla diferente, del mismo modo que los galápagos de cada isla son distintos a los de las otras islas, pero puede que nunca pueda llegar de demostrarlo”.

Darwin no se equivocó, pero tuvieron que pasar largos años hasta que otra expedición naturalista arribase a las Galápagos, un grupo de islas volcánicas y deshabitadas situado a casi 1000 kilómetros al oeste del continente sudamericano, para comprobarlo. Este curioso patrón se podía aplicar también a una escala geográfica mucho mayor: las especies que viven en un continente se parecen más entre sí que las que viven en otros, y los parecidos son menores cuanto más lejos están los continentes entre sí. Sólo hay canguros en Australia y sus alrededores, mientras que los colibríes sólo habitan en el continente americano.

La idea de que las especies podían cambiar en el tiempo no era nueva, aunque Darwin no creía en ella cuando se embarcó en el Beagle. De hecho, Darwin pensaba, como prácticamente todos los científicos de su época, que todas las especies habían sido creadas por Dios en un solo día con objeto de preparar la Tierra para su última creación, el hombre, como rezaba en los primeros versículos del Libro del Génesis. Sólo después de haber observado multitud de hechos que no encajaban con esta explicación, tuvo que

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admitir que hacía falta un modo completamente nuevo de enfocar el problema del origen de la variedad y la distribución de los millones de especies de animales y plantas que pueblan nuestro planeta.

“Si las especies no han cambiado desde que fueron creadas por Dios, la distribución de las especies vivas en las islas oceánicas y en los distintos continentes, y la distribución de los fósiles, sería imposible de comprender por una mente racional, pareciendo más bien un capricho de su Creador; si cambiasen en el tiempo, esta distribución, así como la de los fósiles, no sería sino la lógica consecuencia de una ley natural”. EL ESPINOSO ASUNTO DEL CAMBIO DE LAS ESPECIES

La idea del cambio de las especies tenía, sin embargo, un pasado un tanto truculento, como aprendió Darwin tras su regreso al consultar los volúmenes de la obra de Charles Lyell que aún no se habían publicado antes de su partida. Esta idea había sido expuesta ya, a principios del siglo XIX, por el filósofo francés Jean Baptiste de Lamarck. Según él, las especies originalmente creadas por Dios habían ido cambiando de aspecto a lo largo del tiempo para adaptarse a las condiciones de los lugares en que vivían. El modo en que se producían estos cambios sería algo parecido al entrenamiento de los atletas para superar récords. Los órganos fortalecidos por el esfuerzo de los animales serían heredados por sus hijos, que seguirían mejorándolos poco a poco a lo largo de las siguientes generaciones.

“Las jirafas, por ejemplo, sin duda tenían al principio el cuello corto, pero a fuerza de esforzarse en alcanzar las hojas de los árboles lo han ido desarrollando cada vez más hasta dar lugar a la especie actual de cuello largo”.

Desgraciadamente para Lamarck, sus ideas fueron más bien motivo de sonrisas y burlas en Francia, su país, y simplemente ignoradas en el resto del mundo hasta que Lyell las discutió en su obra (de manera nada favorable para Lamarck, por cierto). La idea de que los animales se esforzaban en cambiar de modo de vida sonaba cuanto menos un poco rara, y Lamarck era un científico con muy pocos amigos que le apoyasen debido a su peculiar forma de demostrar sus teorías: ⎯Señor de Lamarck, encuentro un poco difícil de entender, y casi imposible de creer, cómo seres irracionales pueden desear mejorar, ni cómo pueden transmitir sus deseos a sus descendientes. ¿Acaso sugiere usted que los educan como nosotros educamos a nuestros hijos?. ⎯Señor mío, si es usted incapaz de comprender la grandeza de mi descubrimiento, es absurdo que pierda el tiempo intentando explicárselo.

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LA PERDICIÓN DE LAMARCK: GEORGES CUVIER El mayor problema que tuvo Lamarck, sin embargo, tenía nombre y apellidos

ilustres: el barón Georges Cuvier, el más grande, influyente, agresivo e inteligente científico francés del siglo XIX. Cuvier, que fue durante mucho tiempo Director del Museo de Historia Natural de París y el mejor anatomista de su época, sostuvo férreamente durante toda su vida la teoría de la creación individual de cada especie por Dios.

“Los organismos vivos están exquisitamente adaptados a sus condiciones de vida, como revelan hasta los más ínfimos detalles de su anatomía, su fisiología e incluso su comportamiento. Tan armónicos y precisos diseños sólo pueden ser explicados por la intervención de un Ser superior”.

Si los organismos eran perfectos desde su origen, no había ninguna razón para que cambiasen (la sola idea era casi una blasfemia, pues ponía en duda el poder y la sabiduría de Dios) y su extinción sólo podía deberse a acontecimientos catastróficos. De hecho, Cuvier sostenía que la historia de la Tierra había sido una sucesión de periodos geológicos estables separados por grandes catástrofes, en las que se habrían originado las grandes cadenas montañosas, los grandes valles y otras formaciones terrestres. La vida había sido completamente exterminada en cada catástrofe (la última de ellas fue el Diluvio), dando lugar a los fósiles, y vuelta a crear de nuevo por Dios. No había posibilidad alguna de ningún cambio lento de las especies, y la idea del ‘deseo de mejorar’ era simplemente ridícula.

Aunque la autoridad de Cuvier empezaba a tambalearse ante los embates de Lyell, un enemigo a su medida que defendía que los cambios que habían tenido lugar a lo largo de la historia de la Tierra habían sido lentos y graduales en lugar de catastróficos, la idea del cambio de las especies seguía estando demasiado desacreditada como para desarrollarla públicamente sin correr el riesgo de ser ridiculizada de manera fulminante. Una cosa así hubiera truncado la ambición del joven Darwin de dedicarse al estudio de la historia natural, tirando por la borda las penurias, privaciones, mareos y enfermedades sufridas durante su viaje. Las cosas nuevas que había visto y las ideas revolucionarias que había deducido, donde muchas otras personas habían visto e interpretado lo ya conocido y aceptado por el resto de sus colegas, podían quedarse en nada.

Darwin tenía pues dos opciones: o bien renunciar a sus intuiciones y dedicarse a describir y estudiar el material que había recogido en su viaje sin apartarse demasiado de las explicaciones aceptadas en su época, o bien desarrollarlas en secreto hasta convencerse de que eran falsas o hasta poder convencer a sus colegas que eran ciertas a pesar de su radical novedad. Una decisión muy difícil para un joven de apenas 27 años, sobre todo teniendo en cuenta la magnitud del problema: desarrollar una teoría completamente nueva para explicar el fenómeno más complejo del Universo, el origen

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de la abrumadora diversidad de los seres vivos, entre los que además se encontraba él mismo, sus colegas, el lector y el que escribe. EL ORIGEN DE ‘EL ORIGEN DE LAS ESPECIES’

Darwin eligió el segundo camino. Con una constancia, una confianza en sí mismo y una honestidad intelectual sólo comunes entre los genios (ha habido muy pocos de su categoría, si es que ha habido alguno), Darwin dedicó los siguientes veinte años de su vida al desarrollo de su teoría. Para ello se retiró al pueblecito de Down, a unos treinta kilómetros al sur de Londres, donde vivió durante los siguientes 40 años sin viajar apenas y sin ocupar ningún cargo ni oficio públicos.

“Tengo que desarrollar una teoría completamente nueva, y lo único que tengo para empezar es mi convencimiento de que las especies deben cambiar. Pero ¿cómo cambian? La explicación de Lamarck no convence a nadie, ni siquiera a mi buen amigo Charles, y a mí me parece también bastante poco convincente. No veo ninguna razón por la que los animales puedan sentir deseos de mejorar o de cambiar de modo de vida. Además, las ideas de Lamarck no solucionan el problema del origen de todas las especies, sino sólo de las vivas. Si cada una de ellas deriva de una especie original, ¿de dónde proceden las especies originales? Si las creó Dios, no tiene ningún sentido que cambien, como bien dice Cuvier. Así que si cambian, deben proceder de otro origen. ¿Cuál?. Nada, está claro que hay que empezar por el principio, olvidarse de todas las teorías, y fijarse únicamente en los hechos. ¿Qué hechos sugieren con más fuerza la idea del cambio? Sin duda, la distribución de las tortugas de Galápagos, y seguro que también la de esos malditos pinzones tan parecidos. Parece como si fueran hermanos más que especies distintas. ¿Hermanos? ¿No serán especies hermanas, descendientes de otra especie padre procedente del continente? Vaya, esto suena muy bien. La especie padre del continente podría proceder, junto con las otras especies de pájaros sudamericanos, de otra especie padre, seguramente ya extinguida. ¡Qué lástima que haya tan pocos fósiles de aves! La verdad es que sus huesos son muy delicados, finos y huecos, con lo que sería realmente extraordinario que se hubiesen petrificado y luego conservado durante mucho tiempo. Quizás buscando en calizas finas, que llegan a conservar incluso huellas delicadas…”.

“Pero me estoy desviando. La especie padre de todos los pájaros, ¿no podría descender de otra especie aún más antigua, de la que descendiesen también los mamíferos? Los pájaros y los mamíferos son bastante distintos en muchos aspectos, pero también se parecen en muchos otros. El esqueleto es muy parecido, sus órganos internos son prácticamente los mismos y están en los mismos sitios… ¿No habrán heredado estos rasgos parecidos de su antecesor común?. También se parecen mucho a los lagartos y a las ranas. Tienen el mismo número de patas, que además están compuestas por los mismos huesos. ¿Y los peces? No tienen patas, pero tienen columna vertebral, costillas,

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corazón, hígado, mandíbulas y dientes ¿No serán los peces primos lejanos de las aves y los mamíferos?”.

“Estoy pensando que estos parecidos y diferencias llevamos usándolos desde los tiempos del gran Linneo para clasificar a los animales y a las plantas. Todos los animales con columna vertebral constituyen un grupo natural, distinto de los moluscos, que tienen conchas, de los insectos, que tienen seis patas, y de los gusanos, que no tienen ni patas ni ningún tipo de esqueleto. Si esos parecidos se deben a que todos ellos descienden de una especie remota, se necesitan muy pocas especies originales para explicar el origen de todas las especies actuales y las fósiles. ¿Y si esas pocas especies descendiesen de una sola especie original? ¿Qué aspecto podría tener? ¿Quizás sería una especie con concha, columna vertebral y seis patas?¿O un animal con aspecto de gusano, sin ningún tipo de esqueleto?. La verdad es que no se ha encontrado nunca nada parecido, ni siquiera en las rocas más profundas a las que hemos podido llegar. Además, si era parecido a un gusano, sería muy difícil que algo tan tenue y delicado haya podido dejar huellas en las rocas, y mucho más que esas huellas hayan permanecido inalteradas tanto tiempo”

“Estoy volviendo a desviarme. Recapitulemos. Si las especies descienden unas de otras, los parecidos y diferencias que empleamos para clasificarlas en grupos naturales se deberían simplemente a su grado de parentesco. Las especies del mismo género serían como hermanas, pues su antecesor común se habría extinguido muy recientemente, las de la misma familia como primas en primer grado, las del mismo orden como primas de segundo grado, y así sucesivamente hasta una única especie de la que habrían descendido todas las demás. Esto también explica por qué los fósiles recientes se parecen mucho a las especies actuales de cada continente, mientras que los fósiles más antiguos son más diferentes y están distribuidos por regiones más amplias. Y también explica la distribución geográfica de las especies vivas en las islas oceánicas y en los continentes. Bien, parece que la idea de la descendencia explica muchos más hechos que la peregrina idea de Lamarck. Parece un buen comienzo”.

“Pero si las especies descienden unas de otras, ¿por qué cambian?. Además, no parece que cambien de cualquier manera, pues si lo hiciesen así no sería lógico que las especies estuviesen tan bien adaptadas a los lugares en que viven. Tomemos las tortugas de Galápagos. Las que viven en las islas secas tienen el cuello largo y un entrante en el caparazón por encima de la cabeza, que les permite estirarlo de manera casi vertical y alcanzar las pocas hojas verdes que quedan en los matorrales en época de sequía. Las de las islas húmedas tienen sin embargo el cuello normal y el caparazón también normal, como las del continente. La verdad es que no necesitan levantar la cabeza, pues en estas islas hay siempre hierba en abundancia. Si todas ellas descienden de una especie original, cada una ha cambiado de una manera diferente que además parece ser la mejor para las condiciones de los lugares en que viven. ¿Cómo puede haber ocurrido una cosa

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así? ¿Tendrá Lamarck parte de razón?. No lo creo, y además hay que tener cuidado con todos los hechos que no explica su teoría. No, tiene que ser otra cosa, pero ¿cuál?”

“La verdad es que los criadores de palomas consiguen cambiar mucho el aspecto de sus animales. Seleccionando de entre cada pollada los ejemplares más hermosos, cruzándolos entre sí y volviendo a seleccionar a sus hijos han llegado a desarrollar razas realmente soberbias. Igual ocurre con los criadores de perros, de gatos, de caballos…¿No podría seleccionar la Naturaleza así a los mejores? Los animales y las plantas deben encontrarse en continua lucha por la existencia, pues siempre hay escasez de alimento y cobijo por lo rápidamente que se reproducen los seres vivientes. Incluso nosotros los hombres, que procreamos tan despacio, hemos doblado nuestro número en 25 años, como demuestra el reverendo Malthus en su libro, de manera que, si seguimos así durante unos pocos miles de años no habrá literalmente sitio en la tierra para nuestros descendientes. Sólo deben sobrevivir unos pocos animales y plantas de cada especie en cada generación. Si la Naturaleza los selecciona según su vigor en la lucha por la existencia del mismo modo que los criadores seleccionan a sus animales más vigorosos o bellos, los hijos de estos supervivientes se parecerán a ellos, de manera que el vigor de la especie será cada vez mayor. Con tiempo suficiente, las especies se irán adaptando a las condiciones de los lugares donde viven. Si un grupo se desplaza a una zona distinta, también se adaptará a las condiciones de esa zona por este mecanismo de selección natural, de modo que al cabo de mucho tiempo llegará a ser muy diferente del grupo original. Sólo hace falta mucho más tiempo, y mucho más aún para que este mecanismo explique las diferencias entre géneros, familias y tipos de animales y plantas. Estoy convencido de que ha habido tiempo más que suficiente, millones de años. Creo que lo tengo: las especies descienden unas de otras hasta un único antecesor común a todas, adaptándose a los nuevos territorios y a nuevas formas de vida por selección natural” LA GRAN REVOLUCIÓN Darwin desarrolló este sencillo pero profundo razonamiento antes de 1844, seis años después de volver de su viaje, a juzgar por un manuscrito inédito encontrado después de su muerte. Sin embargo, no publicó ni comunicó sus ideas a nadie hasta 1859, quince años después. ¿Qué hizo Darwin durante todo este tiempo? Pues se dedicó, casi en completo secreto, a acumular datos y experimentos que confirmasen su teoría, y analizar cuidadosamente todos aquellos datos que parecían indicar que era falsa. “Estoy convencido de que la idea de la evolución por selección natural es la única que puede explicar todos los hechos extraños que observé durante mi viaje y muchos otros que no pueden explicar ni Cuvier ni Lamarck, pero deja también muchos cabos sueltos ¿por qué los individuos se parecen a sus padres, a la vez que no son completamente iguales a ellos? ¿cómo pueden haber sobrevivido las especies mientras iban cambiando lentamente para dar lugar a órganos complejos?. No quiero que me ocurra lo que le ocurrió a Lamarck, pues sería el fin de mi carrera. Así que tengo que

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comprobar si mis ideas explican los hechos encontrados por otros naturalistas y tratar al menos de explicar por qué hay algunos hechos que parecen contradecirme”.

“Es una lástima que no pueda discutir mis ideas con Charles ni con otros colegas, pues estoy seguro de que sus grandes intelectos me iluminarían en muchas ocasiones. Pero no quiero arriesgarme. Además, no se me escapa que lo que vale para el origen de los animales tiene que valer para el origen del hombre: tenemos que descender de antepasados comunes con otros animales. Esta idea puede ser entendida como una crítica a la grandeza de Dios, en el que sigo creyendo fervientemente. El no puede necesitar cuidar constantemente de todas sus criaturas, pues su sabiduría tiene que haber previsto la evolución del mundo según las leyes naturales con que lo creó”.

Veinte años estudiando el enorme volumen de conocimientos acumulado por los naturalistas durante siglos, haciendo experimentos y refinando sus ideas. Y hubiese pasado bastantes más si no hubiese sido por Wallace. Alfred Rusell Wallace, un joven naturalista también inglés, había pasado varios años en Indonesia estudiando las plantas y los animales de sus lujuriantes selvas. Y había llegado a la misma conclusión que Darwin: los seres vivos evolucionan por selección natural. Wallace envió a Darwin un manuscrito en el que se describía su trabajo, con el ruego de que se lo enviase a Charles Lyell para su publicación por la Linnean Society de Londres. ⎯Señor Wallace, tengo entendido que va usted a presentar sus ideas sobre la transmutación de las especies en la Linnean Society. ⎯Es cierto, Señor Darwin. Mis observaciones sobre la distribución de animales y plantas sólo pueden explicarse si las especies descienden unas de otras. ¿Y qué mecanismo propone usted para explicar esta descendencia? ⎯Bueno, pues algo parecido a lo que hacen los criadores de animales. Si sólo sobreviven los mejores individuos hasta el momento de reproducirse, sus caracteres irán estando cada vez más extendidos. ⎯Tengo que decirle que comparto plenamente sus ideas, Señor Wallace, aunque las he mantenido en secreto durante estos últimos años. Creo que he acumulado numerosas pruebas de que son ciertas, así que le propongo que las presentemos conjuntamente en la próxima reunión de la Sociedad. EL LIBRO QUE SACUDIÓ EL MUNDO

Esta memorable presentación levantó la liebre y forzó a Darwin a publicar sus ideas sin poder esperar más tiempo. Las reunió en un “resumen” de 490 páginas que se publicó el 24 de noviembre de 1859 bajo el título Sobre el origen de las especies por selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. La primera edición estaba ya agotada el día 25. Se publicó una segunda edición en

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diciembre, que también se agotó, de manera que se vendieron 3800 copias sólo en el primer año tras su publicación.

El origen de las especies, título con el que todo el mundo conoce el libro, era leído con avidez por todos los científicos, filósofos y personas educadas de la época. Su revolucionario contenido, que desplaza definitiva y completamente al hombre del centro del Universo al darle un origen común al del resto de los seres vivos, despertó polémicas que aún perduran. Muchos científicos lo aceptaron rápidamente, pues resolvía las dudas que les habían traído de cabeza durante mucho tiempo. Thomas Henry Huxley, uno de los mayores defensores y divulgadores de las ideas de Darwin, llegó a decir tras leer su libro “¡Qué extremadamente estúpido he sido por no haber pensado esto antes!”. Otros muchos, sin embargo, se opusieron frontalmente a ellas. Los filósofos decían que no contenía una discusión filosófica de la idea de los orígenes, los académicos que no citaba a otros autores, los científicos que no explicaba ni la variación entre los individuos ni la herencia de los caracteres, los religiosos que estaba en contra de Dios pues no reconocía el origen especial de los seres humanos. ¡El hombre, el ser más perfecto de la creación, descendía de los monos! ¿Dónde estaban las pruebas de una cosa tan sacrílega? ¿Dónde estaban los fósiles de los hombres mono? No, no podía ser. Darwin estaba equivocado, su sacrílego libro seguía sin explicar lo más importante: el origen del hombre.

Este problema lo abordó Darwin en otro libro posterior, El origen del hombre y la selección relacionada con el sexo, publicado en 1871. En él se desarrolla la teoría de la selección sexual, que explica las diferencias entre los machos y las hembras de muchas especies, y se aplica a la evolución del hombre desde un antepasado común a los grandes monos actuales. Bastante peor escrito que El origen de las especies, este libro sentó, para desgracia de Darwin, las bases del llamado ‘darwinismo social’, que se desarrolló durante la primera mitad del siglo XX. Si la lucha por la existencia era algo natural que servía para mejorar a las especies, era lícito e incluso beneficioso favorecer esta lucha en las sociedades humanas. La excusa perfecta para el capitalismo salvaje y para los campos de exterminio nazi. El joven Karl Marx, que vivía en Londres por aquella época, se dio cuenta inmediatamente de las consecuencias potenciales de esa perversión de las ideas de Darwin. De hecho, intentó hablar con él, pero sin conseguirlo. ¿POR QUÉ LOS HIJOS SE PARECEN A SUS PADRES? El cabo suelto más importante que no consiguió explicar Darwin, o que explicó de modo equivocado, fue éste. No sabía (ni nadie lo supo hasta casi treinta años después) que lo estaba atando un oscuro monje del monasterio de Brünn, en la actual República Checa. Gregor Johann Mendel descubrió hacia 1866 las leyes principales de la herencia mediante ingeniosos experimentos con guisantes, depositando sus resultados en los archivos del convento. Como buen científico, anotaba cuidadosamente los resultados de sus experimentos pero, como buen monje, no buscaba la fama ni la gloria terrenales, así

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que sus descubrimientos no se conocieron hasta que investigadores no religiosos de principios del siglo XX llegaron a las mismas conclusiones de manera independiente. Este ha sido sin duda el siglo de la Genética y de la Biología Molecular. Muchos de los mejores ‘naturalistas’ (que ahora se llaman biólogos o paleontólogos, por cierto) han dedicado sus esfuerzos a completar la teoría desarrollada por Darwin aclarando sus puntos oscuros, en especial la pregunta de las preguntas: ¿por qué nos parecemos a nuestros padres?. Sin grandes revoluciones, pero con abundancia de Premios Nobel. Los mecanismos de la herencia se conocen ahora con un grado de detalle exquisito, especialmente tras el descubrimiento de la estructura química de la ‘molécula de la vida’, el ADN, por James Watson y Sir Francis Crick en 1953. Dentro de poco habremos leído completamente el código genético de un ser humano. Incluso podemos modificar directamente los genes de los animales y las plantas, y por tanto literalmente ‘crear’ especies nuevas, sin emplear lentos y engorrosos ciclos de selección. Las ideas de Darwin, que en principio sólo pretendían explicar las curiosas distribuciones de algunos animales, han revolucionado completamente nuestra visión del mundo y nuestras posibilidades de manipularlo.

Este tremendo desarrollo científico y técnico ha ido aclarando todos los puntos oscuros de la teoría original de Darwin a lo largo de este siglo, de manera que actualmente se acepta como hecho probado. Los seres vivos, incluidos los seres humanos, evolucionamos por selección natural, descendiendo unos de otros hasta llegar a un primer antecesor común remoto. El problema del origen, la respuesta a la pregunta ¿de dónde venimos?, ha sido contestada sin necesidad de recurrir a una creación especial. Esto deja abierta de par en par la segunda pregunta: si no tenemos un origen especial, si nadie superior cuida de nosotros, ¿hacia dónde vamos?. ¿HACIA DÓNDE VAMOS?: LA EXTINCIÓN

Todas las especies acaban por desaparecer de la faz de la tierra, dejando únicamente, y sólo en algunos casos afortunados, sus restos fósiles. ¿Cuánto tiempo pasa desde que aparece una especie hasta que se extingue? Según los fósiles, unos pocos millones de años. Nosotros apenas llevamos sobre la tierra unos cientos de miles de años, con lo que aún nos queda bastante tiempo. ¿O no?.

Según la teoría de Darwin, las especies acaban extinguiéndose bien porque evolucionan lentamente para dar nuevas especies mejor adaptadas al medio ambiente en que viven, o bien porque aparece otra especie mejor que acaba venciéndolas en la lucha por la existencia. Ambas cosas han debido ocurrir muchas veces a lo largo del tiempo profundo, pues actualmente conocemos unas 20 especies fósiles por cada especie viva. También según Darwin, la evolución y la extinción son procesos lentos y graduales, que deben conducir a un aumento también lento y gradual del número de especies que viven en la tierra. Si la extinción elimina a las especies peores, del mismo modo que la

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selección natural elimina a los peores individuos, las especies deben ser además cada vez mejores, más perfectas. El hombre es una de las especies más recientes, con lo que debe ser también de las más perfectas, o incluso la más perfecta de todas. Desde este punto de vista, la teoría de la evolución no deja tan mal parada la posición del hombre en el Universo: somos el resultado de un lento proceso de mejora de los seres vivos que ha durado la friolera de 4500 millones de años. A lo mejor la torre Eiffel sí que se construyó para la capa de pintura que corona su cima.

¿Qué nos dicen los fósiles? Nada tranquilizador, desde luego. El número de especies ha aumentado desde el origen de la vida en la Tierra, pero no siempre de manera gradual. Ha habido largos periodos de tiempo en que el número de especies ha ido aumentando lentamente, separados por rápidos episodios en que el número de especies ha disminuido muy rápidamente, de manera que los animales y plantas que había antes y después de estas disminuciones llegaron a ser muy diferentes.

Estos hechos fueron muy difíciles de explicar por Darwin, pues parecían darle la razón a Cuvier y debilitar los argumentos de Lyell. Sus argumentos fueron un tanto débiles, aunque fueron aceptados en general pues encajaban perfectamente con el resto de su teoría.

“Las épocas en que las especies parecen cambiar muy rápidamente y de modo brusco pueden deberse a que los fósiles de las formas intermedias no hayan sido preservados en las rocas de esa época, o a que esas rocas aún no hayan sido estudiadas. Lo mismo puede decirse de la disminución aparente del número de especies. A medida que aumenten nuestros aún escasos conocimientos sobre la distribución de los fósiles, estos saltos aparentes se irán llenando y manifestando el cambio gradual tanto del número como de la naturaleza de las especies”

En este caso, el tiempo no le ha dado la razón a Darwin, sino todo lo contrario. Aunque se han descubierto fósiles de algunas de las formas intermedias predichas por Darwin (el Archaeopterix, una especie de dinosaurio con plumas, y los Australopithecus, intermedios entre los humanos y los grandes simios), el número de especies no ha cambiado de manera gradual. Por el contrario, ha habido numerosas extinciones masivas en las que la mayor parte de las especies vivas en ese momento desaparecieron muy rápidamente, dejando sólo unos pocos supervivientes que lentamente repoblaron el planeta hasta la siguiente gran extinción. LAS PEREGRINAS IDEAS DE LUIS ÁLVAREZ

¿Qué ocurre en las extinciones masivas? Ha habido explicaciones para todos los gustos, especialmente para la penúltima de ellas: la que acabó, hace unos 66 millones de años, con casi todos los grandes (y pequeños) dinosaurios que dominaron la tierra durante los casi 100 millones de años anteriores. La progresiva evolución de los

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mamíferos, que acabarían desplazando a estos animales, la evolución de las plantas con flores y sus venenos protectores, cambios en la órbita del Sol que dieron lugar a un enfriamiento del planeta nefasto para animales de climas cálidos, y muchas otras más, casi tantas como científicos dedicados a resolver este intrigante problema ¿Cuál de todas era cierta? ¿Podían haber actuado varias causas a la vez?

En 1980, Luis Álvarez, un físico californiano de origen hispano, irrumpió con fuerza en el debate con una peregrina idea que recordaba tiempos pasados: los dinosaurios se habían extinguido por una causa catastrófica. Trabajando con rocas de 66 millones años de edad procedentes de España y de otros lugares del mundo, encontraron un hecho curioso: unas cantidades anormalmente altas de un elemento químico, el iridio, que es muy raro en la Tierra ⎯Parece que algo trajo iridio a la Tierra hace 66 millones de años, ¿no estáis de acuerdo? ⎯Sí, pero, ¿de dónde crees tú que puede haber venido, Luis? ⎯Bueno, los valores que encontramos son parecidos a los que se han medido en los meteoritos. ¿No los habrá traído un meteorito? ⎯Pero Luis, no hay ni rastro de señales de impactos de meteoritos en los lugares en que trabajamos. ⎯¿Y si era un meteorito muy grande que cayó en otro lugar? El polvo del impacto podría haberse extendido con el viento y depositarse lejos. ⎯Bien, eso encaja, pero las muestras proceden de lugares muy diferentes. Debió ser un meteorito gigantesco. Casi diría yo que más que un meteorito debió ser un asteroide.

La pista del asesino de los dinosaurios era muy tenue, pero Álvarez decidió seguirla. Al contrario que el prudente Darwin, Luis Álvarez publicó inmediatamente sus ideas para embarcar a otros investigadores en la búsqueda del asesino. Luis era “escandaloso en su comportamiento, escandaloso en sus afirmaciones, y consiguió sin duda trastornarlo todo”, según David Raup, uno de sus más brillantes seguidores.

La hipótesis de la catástrofe sonaba a echar balones fuera. Este fue el principal argumento de Lyell para vencer a Cuvier: si se pueden encontrar causas sencillas que actúen siempre, no es científicamente correcto acudir a causas excepcionales difíciles de demostrar. Y éste fue también el principal argumento de la comunidad científica para desacreditar las ideas de Álvarez y sus colaboradores. Inventar sucesos excepcionales indica poca imaginación y además acerca peligrosamente a explicaciones sobrenaturales. Ya podía Álvarez presentar pruebas concluyentes de su afirmación, porque si no se enfrentaba al descrédito y a la burla de sus colegas. Un asunto de lo más espinoso.

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Había pues que buscar y encontrar pistas del asesino y pruebas más concluyentes del gigantesco crimen, mucho más gigantesco que el más gigantesco de los genocidios. A las primeras pistas se sumó otra: en algunos de los sitios con iridio había también otras formaciones que sugerían un impacto lejano, como granos de cuarzo fundido. Pero ni rastro de la pista más evidente: el agujero del propio impacto.

Tenía que ser un agujero muy grande, pues sobre la Tierra están cayendo meteoritos pequeños y medianos continuamente sin que provoquen la extinción de ninguna especie. La mayor parte se desintegran en la atmósfera dando estrellas fugaces, y los pocos que llegan a Tierra son de un tamaño más bien modesto. Por otro lado, 66 millones de años es mucho tiempo, y el agujero podía estar ya cubierto por sedimentos, por lava, o incluso por el océano. De hecho, lo más probable es que el pedrusco cayese en el mar, pues las tierras emergidas apenas cubren un 30% de la superficie de la Tierra. La cosa no iba a ser fácil.

Pero lo consiguieron. El cráter del asteroide está en el norte de Yucatán, en el Golfo de Méjico. Incluso se ha encontrado recientemente un pequeño fragmento del asesino a unos miles de kilómetros de distancia del lugar del impacto. Gracias al convencimiento de Álvarez y sus colaboradores de que estaban en lo cierto, a pesar de la opinión de sus colegas, sabemos ahora que la gran extinción de finales del Cretácico, que acabó con los dinosaurios y con muchos otros tipos de seres vivos, fue casi con seguridad provocada por el impacto sobre la Tierra de un gran asteroide de unos 10 kilómetros de diámetro. Este impacto produjo la liberación, en un solo punto, de una energía equivalente a 5000 millones de bombas atómicas como la que destruyó Nagasaki, o unas 1000 veces la que liberaría la explosión simultánea de todo el actual arsenal nuclear del planeta. El asteroide se convirtió en gas (menos algunos pequeños pedazos que salieron despedidos lo suficientemente lejos) y el mar, el fondo del mar y cualquier cosa que estuviese por allí se evaporaron en un radio de unos 100 kilómetros del punto de impacto. Toda esta energía y materiales evaporados se fueron extendiendo a continuación por todo el planeta, provocando cambios bruscos de la temperatura, en la composición de los océanos y la atmósfera, maremotos y terremotos, incendios masivos y oscurecimientos de la luz solar. Estos efectos indirectos, más que el impacto en sí mismo, son más que suficientes para explicar la extinción en masa que siguió al suicidio del asesino.

Éxito completo después de muchas incertidumbres, como en una buena novela policiaca en la que finalmente se descubre al asesino mucho después de que todo el mundo se hubiese olvidado del crimen. Pero la extinción masiva de los dinosaurios es sólo una de las muchas que ha habido, cinco grandes más unas 13 menores para ser exactos. ¿Qué había pasado en las otras? David Raup y sus colaboradores defienden la idea de que todas ellas podrían haber sido causadas por lluvias de meteoritos, pues aparentemente se han producido periódicamente (cada 26,2 millones de años, más o

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menos) y no parece haber ningún otro fenómeno terrestre o extraterrestre que pueda tener esta periodicidad. ¿Seremos borrados de la faz de la tierra por un meteorito, como sugieren algunas películas americanas que han explotado esta idea? ¿Cuándo será la próxima gran extinción?. Tranquilos. La última gran extinción está ya ocurriendo y su causa no es un meteorito: somos nosotros y de momento sólo la están sufriendo el resto de las especies. En este sentido, y en unos pocos más, somos realmente muy especiales. LOS SUPERVIVIENTES DE LAS EXTINCIONES MASIVAS ¿Qué especies sobreviven a las extinciones masivas? ¿Son las mismas que las que sobreviven mejor a la lucha por la existencia antes y después de ellas?. Si ocurriese una cosa así, la historia de la vida en la Tierra seguiría siendo comprensible y nuestro origen predecible e incluso inevitable. Seguiríamos esperando que sobreviviesen siempre los mejores, dando especies cada vez más perfectas hasta llegar, de momento, a nosotros. Pero, ¿y si ocurriese otra cosa? Las condiciones de vida del planeta justo después de la caída del asteroide debieron de ser muy duras: cielos oscuros, lluvia ácida, terremotos, incendios por todas partes…. lo más parecido que podamos imaginar al más absoluto caos. Ser un poco más grande, un poco más ágil o un poco más listo que los demás no parece ser una buena garantía para permanecer vivo en estas destructivas condiciones. ¿Cuáles son las reglas del juego de la supervivencia en las extinciones masivas, si es que hay alguna?

Stephen Jay Gould, profesor de la Universidad de Harvard, es uno de los mejores divulgadores de las ideas de Darwin, y también uno de los más duros críticos de los puntos débiles de estas ideas. Inspirado por el descubrimiento de una serie de animales muy extraños en rocas de épocas anteriores al origen de los vertebrados, Gould ha comparado las características de los grupos que se extinguieron y de los grupos que han sobrevivido hasta nuestros días buscando rasgos que indiquen si los supervivientes eran más o menos abundantes, mejores o peores que los que se quedaron para siempre en el camino. “Cuando uno analiza en detalle los tipos de animales fosilizados en el yacimiento de Burgess Shale, es imposible imaginar qué causa pudo provocar a la vez la supervivencia de unos animales sencillos, pequeños y escasos como Pikaia, el antepasado más antiguo que se conoce de todos los vertebrados incluidos nosotros, y la desaparición de Anomalocaris, un animal complejo, grande y muy abundante. En el Cretácico desaparecieron animales tan grandes y eficaces como los tiranosaurios, los brontosaurios y otros dinosaurios, y sobrevivieron unos pequeños y primitivos animales con aspecto de musaraña, que sin embargo acabarían dando lugar a la propia especie humana. No parece que se hayan extinguido los peores ni tampoco los mejores, sino que la desaparición se produjo esencialmente al azar. Si rebobinásemos la cinta de la historia de la vida en la Tierra y la pusiésemos en marcha de nuevo, no parece existir ninguna razón para que Pikaia o sus descendientes sobrevivieran a las sucesivas extinciones

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masivas por las que atravesó su linaje. Dicho de otro modo, no parece haber ninguna razón para que yo esté aquí escribiendo este texto y tú leyéndolo”.

Los trabajos de Gould y de otros investigadores actuales parecen indicar que no hay reglas del juego claras en las extinciones masivas, sino que las especies desaparecen al azar dejando libre el mundo para sus también azarosos herederos. Bien, parece que nuestra posición en la historia de la vida es cada vez menos envidiable. No sólo no hemos sido creados por un acto especial, sino que además no parecemos ser en absoluto inevitables, ni nosotros ni la historia de la vida. Por otro lado, el discurrir futuro de la vida en el planeta depende en parte de nosotros, pues somos la causa de la última extinción masiva que está ocurriendo delante de nuestras narices. Y no podemos descargar nuestra responsabilidad ni en nuestra ignorancia, ni en nuestro creador ni en las leyes de la naturaleza. Mala cosa. ORDEN EN EL BORDE DEL CAOS Los naturalistas, sean biólogos o paleontólogos, no se encuentran nada cómodos cuando se enfrentan al azar. Necesitan confiar en algún tipo de regla o ley que les guíe a través de la tremenda complejidad de los fenómenos que estudian. Los matemáticos, o por lo menos algunos matemáticos, parecen sentirse más cómodos en tan inestables y movedizos campos. Incluso algunos se han sentido atraídos por los desafíos que plantea la complejidad de la vida y de su evolución. En los últimos años, un grupo de científicos de lo más variopinto se ha ido agrupando en torno a un Instituto dedicado al estudio de los fenómenos complejos, el Instituto de Santa Fe, que se encuentra en la ciudad del mismo nombre del estado norteamericano de Nuevo Méjico. Algunos de los componentes de este grupo son científicos con actitudes y aspectos más o menos “normales”, como Stuart Kauffman. Otros, sin embargo, son realmente pintorescos. Por ejemplo, Chris Langton, pionero de los estudios sobre inteligencia artificial y teoría del caos, inspiró al autor de los libros y películas dedicadas a “Parque Jurásico” uno de sus más famosos personajes: el insoportable pero genial doctor Ian Malcolm, interpretado por Jeff Goldblum en la pantalla grande. Aplicando sus ideas a las extinciones masivas, los científicos del Instituto de Santa Fe proponen que estas extinciones son el resultado de un fenómeno más general: la aproximación de los sistemas complejos a lo que ellos han llamado ‘orden en el borde del caos’. “Los sistemas muy desordenados y caóticos evolucionan hacia un mayor orden, pero sin hacerse completamente ordenados, pues un sistema muy ordenado es incapaz de responder a cambios en su ambiente. ¿Cómo lo hacen? Imaginemos un montón de arena al que vamos añadiendo más arena grano a grano. Al principio, el tamaño del montón va aumentando de manera más o menos desordenada, según el sitio en que caen los nuevos granos. Llega, sin embargo, un momento en que algunos granos producen pequeñas

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avalanchas al desplazar a otros granos por la pendiente cada vez mayor del montón de arena. Estas avalanchas van siendo cada vez mayores a medida que la pendiente es mayor, hasta que al final se producen avalanchas muy grandes porque la pendiente es tan grande que no puede retener a los nuevos granos. El montón de arena está muy ordenado (tiene el aspecto de un cono) y no es capaz de absorber los nuevos granos sin desordenarse. Se ha llegado al borde del caos.

Hay razones que sugieren que algo así puede ocurrir con las extinciones. La selección natural produce un aumento lento del número de especies, ‘grano a grano’. Al principio estas especies van ‘llenando’ el ambiente sin mayores problemas, pues tanto su aparición como su extinción no afectan demasiado a otras especies. A medida que el ecosistema se va haciendo más complejo, las especies empiezan a relacionarse más estrechamente entre sí. Aparecen relaciones entre plantas e insectos para la polinización, entre pájaros y plantas, etc., etc. Cuanto más complejas sean estas relaciones, mayores consecuencias tendrá la aparición o la extinción de una especie, pues puede producir una alteración del sistema de relaciones que conduzca a la extinción en cadena de otras especies. Una extinción masiva sería como una gran avalancha en un montón de arena casi perfecto, justo en el borde del caos.

Sorprendentemente, cuanto más complejo y ordenado es un sistema más sensible resulta. Un asteroide fue el asesino de los dinosaurios, pero a lo mejor el mismo asteroide no hubiese tenido un efecto tan devastador si los ecosistemas de la tierra hubiesen sido menos complejos en aquélla época. ¿Y ahora? Nunca ha habido tantas especies vivas sobre la faz del planeta y nunca se habían extinguido tan deprisa. Parece que lo del caos funciona. EL PLANETA VIVIENTE

La idea del orden en el borde del caos implica que los organismos de nuestro planeta están muy estrechamente relacionados entre sí. Nadie diría que eso no es cierto para el caso de una flor y la abeja que la poliniza, o de un león y las cebras de las que se alimenta. Cuando hay muchas especies, como en una selva tropical o en un arrecife de coral, la cosa es más complicada. ¿Cómo de estrechas son las relaciones entre todos esos animales, plantas, hongos y bacterias? Según Jim Lovelock, son muy estrechas. Y no sólo entre organismos que viven próximos. Son muy estrechas a la escala de todo el planeta, de manera que todo el planeta junto puede considerarse como un inmenso ser viviente: Gaia.

James Lovelock es uno de los científicos más peculiares del mundo. Es iconoclasta tanto en su modo de trabajar como en el tipo de ideas que ha desarrollado. De hecho, muchos biólogos le consideran casi como la encarnación del diablo, una amenaza para la integridad de la verdadera ciencia.

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“En mi primer año como becario postdoctoral en Harvard tenía que vender sangre una vez al mes, pues mi beca no me daba para llegar a fin de mes. Afortunadamente, tengo un grupo sanguíneo raro, con lo que me daban cincuenta dólares por cada donación. Cuando terminé la beca me pidieron que me quedase otro año. Les dije que no, así que me ofrecieron doblarme el sueldo. Volví a negarme. Me contestaron que me darían el triple, el cuádruple. Me ofrecían ahora un dinero que hubiese necesitado antes, y ellos lo sabían. Así que les dije: “Me voy””

Y se fue. Después de unos años trabajando en otro centro de investigación, esta vez en Londres, volvió a irse. Ahora trabaja como científico independiente en su casa de campo situada en un apartado lugar del suroeste de Inglaterra. No depende de fondos públicos o privados de investigación, que obligan a dirigir la investigación hacia lo que quiere el que paga, sino de los beneficios generados por varios aparatos inventados y patentados por él.

El más famoso de sus aparatos es también el primero: un detector de captura de electrones que puede medir la concentración de gases muy escasos en la atmósfera. La NASA empleó y emplea este aparato para medir la composición de la atmósfera de Marte, de Venus y de otros planetas, incorporándolo en sus sondas espaciales, y Jim lo ha usado para medir la concentración de los famosos CFCs (los gases de cloro, flúor y carbono causantes de los agujeros en la capa de ozono) en todo el mundo. Simplemente, consiguió que unos amigos le invitasen a acompañarle en un viaje de investigación del clima y los océanos financiado por el gobierno británico, llevó consigo su aparato, y tomó sus medidas. Encontró CFCs en prácticamente todo el planeta, y este resultado fue el primer paso para prohibir su fabricación por su efecto sobre la capa de ozono. ⎯Oye, Jim, ¿cómo se te pudo ocurrir que el planeta entero podía comportase como un ser vivo? ¿De dónde sale la idea de Gaia, que mucha gente considera de lo más peregrina? ⎯Muy sencillo: de la atmósfera de la Tierra, sobre todo si la comparamos con la de planetas próximos como Venus o Marte. La atmósfera de la Tierra tiene el oxígeno justo para que los animales y las plantas puedan respirar sin arder como una tea (las cosas arden cuando se combinan con el oxígeno demasiado deprisa). El nitrógeno, que es inerte, evita aún más que ardamos por los cuatro costados, y el dióxido de carbono alimenta a las plantas y evita que el planeta se enfríe demasiado por la noche. La Luna y Marte, que apenas tienen atmósfera, se congelan por la noche y se abrasan durante el día. Venus, que tiene una atmósfera demasiado espesa de dióxido de carbono y ácido sulfúrico, es como una especie de horno debido al efecto invernadero. La Tierra tiene la atmósfera justa, y además cambió muy poco debido a la actividad de los animales y las plantas. De hecho, los animales, las plantas y las bacterias han ido creando la atmósfera de la Tierra a la medida de sus necesidades.

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⎯Eso suena como si Gaia fuese consciente de sus necesidades. ⎯No hace falta que sea consciente para que se comporte como si lo fuera. La simple selección natural de las especies que mejor colaboren entre sí es suficiente para explicarlo. ¿Te he hablado alguna vez del mundo de las margaritas? ⎯Pues no. ⎯Bueno, es un mundo inventado. Tiene margaritas blancas y margaritas negras. Las primeras reflejan la luz del sol, enfriando el planeta, y las segundas la absorben, calentándolo. Es fácil demostrar que si cambia la intensidad de la luz del sol, las proporciones de margaritas blancas y negras cambian y mantienen estable la temperatura del planeta, de manera que todas las margaritas pueden sobrevivir. Si disminuye la luz, aumentan las margaritas negras, y si aumenta la luz, aumentan las blancas. Este comportamiento es más beneficioso a largo plazo para las dos especies de margaritas que si compiten entre ellas hasta que una de las especies elimine a la otra.

¿Qué papel jugamos los humanos en toda esta historia de sistemas complejos y planetas vivos? Pues parece que, de momento, somos más bien el malo de la película. Paul Ehrlich lo ha dicho en palabras muy gráficas:

“Imagínese que va usted a tomar un avión, y cuando va a subir al aparato descubre a un mecánico que está quitando algunos remaches de las alas. ⎯¿Qué está usted haciendo? ¿No se da cuenta de que el avión puede perder las alas en vuelo matándonos a todos los pasajeros? ⎯No se preocupe, señor. Sólo estoy quitando algunos remaches, y en el ala hay muchísimos más. Además, ya lo he hecho otras veces, y nunca ha pasado nada.

“Yo no subiría a ese avión, y supongo que usted tampoco a no ser que le gusten las emociones fuertes. La extinción masiva de especies debida a nuestra explotación irracional del planeta es muy parecida a quitar remaches al azar de nuestra nave Tierra. El problema es que no podemos elegir entre seguir en ella o bajarnos”. NOSOTROS Y GAIA: ¿A DÓNDE VAMOS?

¿Hasta qué punto podemos alterar el complejo pero eficaz mecanismo que mantiene la vida en nuestro planeta? O, dicho de otro modo ¿cómo pueden nuestros actos influir en la historia futura de la vida? Ninguna de las extinciones masivas anteriores a la nuestra ha conseguido eliminar por completo la vida sobre la Tierra (Cuvier se equivocó una vez más). Los supervivientes se extienden de nuevo por el planeta devastado y, al cabo de unos 250000 años, empiezan a cambiar, ocupando los nichos ecológicos que dejaron vacíos las especies que se extinguieron e incluso ‘descubriendo’ nichos nuevos, como el de mono inteligente y social. Esta evolución es rápida para los nichos más simples (plantas, herbívoros y carnívoros de praderas y

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desiertos, por ejemplo), de manera que en apenas medio millón de años se han reconstruido los sistemas más sencillos del planeta. Los sistemas más complejos (bosques y arrecifes tropicales) pueden tardar en recuperarse varios millones de años, o incluso no llegar a recuperarse del todo antes de la siguiente gran extinción.

Ni siquiera un asteroide a toda velocidad golpeando ecosistemas muy complejos pudo alterar este patrón. No, no parece que nuestra devastadora huella vaya a perdurar demasiado en el tiempo. Lo que sí ocurre después de una extinción masiva es que las especies dominantes cambian. Los dinosaurios sustituyeron a otros reptiles, y las aves y los mamíferos, humanos incluidos, sustituyeron a los dinosaurios. ¿Quién sustituirá a los mamíferos? ¿Cuál es el futuro de los humanos?

Los humanos nos extinguiremos, sin duda. Pero está en nuestra mano, hasta cierto punto, elegir cómo: por evolución hacia otra especie mejor (y nadie puede saber qué es lo que significa exactamente ese ‘mejor’), o al azar, como otras muchas especies que ya han ido cayendo en el caos que estamos produciendo. Sería una pena, pues aunque nuestro origen no sea especial, somos realmente muy especiales. Esperemos que nuestro futuro sea también muy especial. Depende, sobre todo, de nosotros mismos.